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Olivier Faure*

"No, Francia no atraviesa la mayor crisis sanitaria de su historia"

Es necesario apoyarse en la historia para tomar distancia con respecto al período que
estamos viviendo, considera el historiador Olivier Faure. Más bien que ceder al pánico, es
necesario, según él, permanecer vigilantes, especialmente en la defensa de nuestras
libertades, y recordar que las grandes epidemias no siempre tuvieron las consecuencias
que se esperaban.

El historiador y el ciudadano forman uno solo y, como lo decía Lucien Febvre, deben
participar en la maniobra con sus competencias. Si el ciudadano debe emocionarse con lo que
nos ocurre, el historiador debe permanecer riguroso. Él está ahí ante todo para comparar con
el pasado. Así parezca indecente, para comparar es necesario utilizar cifras, así se perciban
como frías e inhumanas. Actualmente, el coronavirus ha causado más de diez mil muertes en
Francia. Evidentemente, esa cifra es demasiado, diez mil, pero hay que saber que representa
menos del 2 % de los 580.000 decesos anuales. Incluso en Italia, donde la enfermedad es más
grave, la tasa de letalidad (número de decesos por número de casos) es de 10 %, muy lejos de
las cifras de las epidemias antiguas.
Para proseguir esta macabra comparación en cifras en el tiempo, se debe recordar que
la canícula de 2003 causó quince mil víctimas. Si nos remontamos más allá las comparaciones
son todavía más esclarecedoras. Hay que recordar que en los años 1880 la tuberculosis
mataba anualmente más o menos cien mil personas en Francia, país de menos de cuarenta
millones de habitantes, y que el cólera mató dos veces en un solo año (1832 y 1854) más de
doscientas mil personas de los treinta millones de franceses de esa época. Incluso no me
atrevo a hacer referencia a la peste que acabó con quizás el tercio de la población de Europa a
mediados del siglo XIV y continuó atacando regularmente hasta 1720, año en el cual mató cien
mil provenzales, es decir, un cuarto de la población local de esa región. Si la peste fue en parte
(en parte solamente) responsable del estancamiento de la población y de las economías
europeas del Antiguo Régimen, ni el cólera ni la tuberculosis impidieron en ningún aspecto las
gigantescas mutaciones económicas y sociales que conoció Francia en el siglo XIX.

Pensar que habíamos terminado con las epidemias sería desconocer la historia
Nada permite entonces decir, como los 59 reanimadores, que son profesionales competentes y
consagrados a los cuales hay que rendir homenaje, “que con la epidemia debida al SARS-CO2
Francia atraviesa hoy la mayor crisis sanitaria de su historia” (Le Monde, 28 de marzo de
2020), salvo que se quiera comenzar la historia en 1960. Que hayan dicho eso por total
ignorancia de la historia de la medicina, o conscientemente para movilizar a la gente, la
iniciativa es criticable: dramatizar corre el riesgo de sembrar el miedo y este es mal consejero.
En este campo, como en los demás, hay que recordar lo que decía F. D. Roosevelt en su
campaña de 1932: "Si a una cosa debemos temerle, es al miedo mismo". También sería
desconocer la historia pensar que ya habíamos triunfado sobre las epidemias. Como las
precedentes, la extensión de las relaciones comerciales y humanas explica la difusión del
virus: el bacilo de la peste había llegado a Occidente gracias al ligero aumento del comercio
entre las escalas de Oriente y los puertos italianos: finales del siglo XV y comienzos del XVI, la
sífilis se difundió a la vez gracias al descubrimiento de América y a las guerras de Italia; a

* Olivier Faure es historiador de la salud y profesor de historia contemporánea en la Universidad Lyon III Jean
Moulin. Entre otras obras, ha publicado: Les Français et leur médecine au XIXe siècle (Belin, 1993).

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comienzos del siglo XIX, el vibrio cholerae abandonó su nicho ecológico indio para
introducirse en Europa mediante la conquista inglesa y la instalación del circuito del algodón,
producido en India, transformado en el Reino Unido y revendido parcialmente bajo forma de
tejidos en las Indias.
Impedido por tanta ignorancia e imprevisión, el historiador se abstendrá, en las
circunstancias dramáticas actuales, de ironizar sobre nuestra medicina ultracompetente y
técnica y de que nuestros gobernantes, adalides de la apertura hacia el vasto mundo, estén
limitados a excavar en todo el arsenal tradicional de las medidas de protección provenientes
de la peste (confinamiento, cierre de fronteras) o de la tuberculosis (aislamiento, medidas de
higiene simples en las que estornudar en el codo recuerda la obligación para los tuberculosos
de expectorar en escupideras). Hoy incluso menos que ayer, el confinamiento perfecto no
existe. Desde mediados de marzo, el número de casos señalados continuó creciendo hasta
estos últimos días, aunque es cierto que las pruebas se han multiplicado. El confinamiento, sin
duda, ha desacelerado la epidemia, sin embargo, su objetivo esencial no estaba ahí sino en la
voluntad de regular y aplanar el número de casos graves recibidos en los hospitales para
evitar una explosión del sistema y jornadas espantosamente mortíferas. En gran medida se ha
tenido éxito, pero poniendo al día las insuficiencias de un sistema hospitalario que se había
vuelto exangüe por reducciones de presupuesto constantes y una medicina preventiva
(exámenes, educación sanitaria) históricamente debilitada en nuestro país, donde la
retribución inmediata, el avance de los gastos y el pago de la cuota moderadora privilegian
necesariamente la multiplicación de acciones en detrimento del seguimiento.

Vivimos en un sistema desregulado que permite precisamente esa


desproporción entre las causas y las consecuencias
Sin cuestionar el principio del encierro, nada impide sin embargo interrogarse sobre sus
consecuencias posibles actuales y futuras. A falta de competencias, paso rápidamente a las
consecuencias económicas. A los economistas, engañándose regularmente y prediciendo una
crisis de 1929 cada 10 años, les cuesta convencer. En lo absoluto dos meses de la actividad
económica no deberían conducir al mundo a una crisis durable y profunda. Infortunadamente
no vivimos en lo absoluto sino en un sistema desregulado que permite precisamente esa
desproporción entre las causas y las consecuencias. Si hay crisis durable, no será la
consecuencia mecánica del encierro sino, más bien, el indicador de los límites y de las locuras
de un sistema económico sin reglas, mundializado, donde el único dogma reinante (malo
como todos los dogmas) es, al menos en Europa, el equilibrio presupuestal. A los optimistas
que nos predicen el final del neoliberalismo bajo los golpes del coronavirus se les puede
oponer, no simples predicciones contrarias, sino sencillamente la fuerza de la lógica liberal y
el poder de quienes la sostienen.
Yo seré más discreto sobre las consecuencias políticas y sociales del encierro. ¿Tendría
razón Michel Foucault? ¿Nuestras sociedades democráticas y liberales alimentarían el secreto
deseo de controlar, vigilar sus poblaciones de una manera absoluta? Al ser uno de los
primeros historiadores que mostró los límites de la eficacia social de los análisis del célebre
filósofo, no puedo pasar por foucaultiano. Nada de eso. Hacía falta esta sola epidemia, cuya
amplitud vengo a relativizar, para que en algunos días la población esté confinada y el
gobierno dotado de poderes absolutos y sin control, el Consejo de Estado y el Consejo
constitucional convertidos, como la Asamblea Nacional, en cámaras de registro paralizadas
por la urgencia. Ciertamente, el confinamiento debe salvar vidas, argumento hoy imparable en
tanto que estamos desde hace tiempo, ya no en la época del "biopoder" descrito y denunciado
por Foucault, sino en la era de la "bio-legitimidad" definida por Didier Fassin. En el primer
marco, la biopolítica apunta a controlar las poblaciones para que ellas provean un gran

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número de soldados, obreros, campesinos cada vez más numerosos y más eficaces por estar
con buena salud. En la biolegitimidad, hay que proteger la vida a cualquier precio, sin cálculos
"sórdidos". Nadie puede estar en contra y es blasfemia señalar que se trata de salvar la vida
biológica, lo que el filósofo Giorgio Agamben (Le Monde, 28 de marzo de 2020) llama la vida
"desnuda", a veces defendida al costo del sacrificio de las demás atribuciones de la vida (la
libertad, la sociabilidad).

Esta crisis revela una vez más el contubernio entre la higiene y la moral
Por ende, es para salvar la vida biológica que henos aquí obligados a desplazarnos con
permisos que, "gracias a Dios", redactamos todavía nosotros mismos. Por fortuna también, al
menos en el campo, la gendarmería adopta al respecto su doctrina, excepto para las
infracciones en las carreteras, que consiste más en arbitrar que en sancionar, en administrar
las desigualdades más que en combatirlas (Michel Foucault), incluso si se constatan algunas
medidas arbitrarias como la de juzgar qué es de primera necesidad o no, o la de introducir
límites de distancia que el decreto no prevé. Detrás de esto se revela una vez más el
contubernio entre higiene y moral. En estos tiempos difíciles en los cuales la libertad está
restringida, estaría también prohibido otorgarse placer porque otros están sufriendo (como si
eso cambiara algo). En este elogio del masoquismo cristiano, vienen a instalarse las
estigmatizaciones más morales que higienistas de los ciclistas, corredores y caminantes
callejeros, impenitentes, que serían unos irresponsables expandiendo el virus y extendiendo
la epidemia incluso si desarrollan su actividad solos en los bosques o en las calles desiertas.
Ciertamente, ellos todavía no han sido convertidos en los chivos expiatorios clásicos en los
tiempos de epidemias, como lo fueron los judíos durante las pestes, pero la lógica es la misma.
De manera muy afortunada, pocas personas adoptan esta cantinela y globalmente lo
que me impacta, tanto en la ciudad (Lyon) como en el campo (confines del Valle del Loire, del
Valle del Rhone y de la Saone y el Loire), es el respeto a las consignas, la escasez de protestas.
En resumen, se debería estar orgullosos por el civismo de estos franceses tan a menudo
vilipendiados por su indisciplina llamada atávica. El gobierno haría bien —¿pero sería capaz
de ello?— en felicitar a sus ciudadanos por sus sacrificios, en dar prueba de su compasión por
los más frágiles, por la edad y por el psiquismo, en prometer recompensas en lugar de insistir
tanto sobre el Código del Trabajo. Sobre el terreno, por fortuna algunos políticos (sin duda de
todos los colores políticos) buscan noticias de sus electores o poderdantes. Más bien que
sospechar dobles intenciones políticas, se puede ver ahí el signo de su profunda humanidad. A
pesar de ser erráticos en el comienzo (las elecciones el domingo, el encierro el martes), el
gobierno multiplica las contradicciones y las provocaciones. En el comienzo del encierro (18
de marzo) el ministro del Interior, Christophe Castaner, declaró que las personas que trabajan
“en exterior, canteras de edificios y trabajos públicos especialmente, deben continuar sus
actividades”. Su colega ministra del Trabajo, Muriel Pénicaud, que hizo votar pesadas medidas
de derogación al Código del Trabajo (la Ley de las 60 horas) y rechazó fijarle un término a esa
medida, denunció al día siguiente al sindicato de los artesanos maestros constructores en
estos términos: "Cuando un sindicato patronal dice a sus empresas: dejen de ir a trabajar,
detengan sus canteras, eso se llama deserción".

Nuestros dirigentes se inscriben en la vieja tradición francesa de considerar al


pueblo como un menor de edad irresponsable
Nos habían dicho, estamos en guerra y para ganarla se necesita un solo jefe a quien obedecer
ciegamente y es necesario combatir a los enemigos del exterior, y a este respecto todos los
franceses son por definición sospechosos. Nuestros dirigentes actuales retoman,
radicalizándola, la vieja tradición francesa en la cual el poder central considera al pueblo, en el

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mejor de los casos como un menor de edad irresponsable, en el peor, como un enemigo.
Cuando el 6 de abril el ministro italiano de Salud decía a los italianos que había que mantener
el confinamiento para no arruinar los sacrificios consentidos, su colega francés del Interior,
cuyos poderes se acrecentaron de manera singular desde el 16 de marzo, afirmaba
marcialmente que había que "combatir el relajo", como si este último existiera
verdaderamente, como si esos malos ciudadanos solo pudieran dejarse ir hacia inclinaciones
peligrosas. Deserción, relajo; esos términos produjeron decididamente ecos enojosos.
En resumen, sin importar lo que digan los profetas de la felicidad, quienes permanecen
en la previsión sin fundamento, todos los indicios dan a pensar que el gobierno no cambiará
su manera de ser autoritaria, muy al contrario, y que —como las disposiciones del estado de
excepción post-atentados— una parte de las actuales medidas de excepción pasarán hacia el
derecho común, puesto que inevitablemente habrá otras epidemias, lo que legitimará
fuertemente el traslado. Lo peor sería, sin embargo, que la virtud actual de los ciudadanos se
transformara en vicio, el de acostumbrarse a un estado de urgencia permanente y a una
obediencia ciega a un gobierno implacablemente benéfico que nos liberaría de nuestras
preocupaciones políticas y nos permitiría dedicarnos con toda tranquilidad a nuestros
asuntos privados. Ese peligro que ya había percibido Tocqueville en la joven democracia
norteamericana en el siglo XIX es ahora más que nunca una amenaza.
Los mismos que nos predicen que después de la crisis habrá, si no años locos como
después de la primera Guerra Mundial (¿para quiénes fueron años locos? ¿Para las viudas de
la guerra? ¿Para los mutilados?), al menos meses locos durante los cuales explotará una
avalancha de sociabilidad fraterna (una primavera 1848 en verano) trayendo una
transformación positiva y durable del funcionamiento de nuestra sociedad. Sin jugar a los
fatalismos de Casandra o recordar lo que siguió después de la primavera de los pueblos (junio
de 1848, el Imperio), se deben considerar las tendencias de fondo en las cuales se arraiga el
episodio actual que las acentúa.

No adquiramos la costumbre de encontrarnos en una sociedad de aislados


Hay un retorno de llamadas telefónicas en estos tiempos, se están acentuando mucho los
recursos a los mensajes SMS y MMS para comunicarse con los demás. Ciertamente, es muy útil
y las imágenes humorísticas que circulan sobre el coronavirus a menudo son verdaderamente
divertidas. Desde luego, los aperitivos a través de Skype son simpáticos, las consultas médicas
en videoconferencias son muy prácticas. Algunos acaban de descubrir las ventajas del
teletrabajo. Sin embargo, quizás no deberíamos tomarle demasiado gusto hasta el punto de
convertirlo en nuestras costumbres y nuestras maneras, para encontrarnos en una sociedad
de aislados en la cual los contactos reales, los apretones de manos y los besos se verían
reducidos a la porción necesaria. Ahora bien, cuanto más dure ese paréntesis, más huellas
dejará, pero no necesariamente positivas.
Ahí se detiene la tarea del historiador que no da lecciones y no predice el futuro sino
que se limita a hacer advertencias. Luego les toca es a los ciudadanos y a los políticos
apoderarse de estas reflexiones y hacer de ellas lo que quieran pero en todo conocimiento del
pasado.
Traducido del francés por Jorge Márquez Valderrama para el seminario “Tiempo de
epidemia en la sociedad de los individuos”. Facultad de Ciencias Humanas y
Económicas
Universidad Nacional de Colombia, Medellín abril de 2020.
Tomado de: Figaro Vox/Tribuna – https://www.lefigaro.fr/vox/histoire/non-la-
france-ne-traverse-pas-la-plus-grande-crise-sanitaire-de-son-histoire-20200408
Paris, 9 -4- 2020

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