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Fragmentos Del Sujeto Moderno
Fragmentos Del Sujeto Moderno
FRAGMENTOS DEL
SUJETO MODERNO
CRÍTICA, PODER, IDENTIDAD
I.S.B.N. 978-956-260-991-3
Impresión:
Prólogo 11
Introducción 21
Capítulo I.
La cuestión crítica de la modernidad 27
Capítulo II.
Apuntes para una metacrítica psicoanalítica del sujeto
moderno 63
Capítulo III.
La ‹‹banda de möbius›› de la subjetividad foucaulteana:
el hiato del poder, entre el saber y la verdad sobre uno
mismo 119
Capítulo IV.
Identidades y diferencias: por una ‹‹política del nombre
propio›› 193
EXERGO.
Elementos para una crítica del cuerpo (fragmentos) 263
Referencias bibliográficas 277
A Elisa
Por su presencia inmanente
A Celeste
Por mostrarme la finitud de las palabras
9
10
PRÓLOGO
11
aventajado y preclaro de sus lectores y, a la postre, el más hegelia-
no. El drama de aquel fracaso se extiende por aquellos capítulos
de la historia de nuestras ideas que solemos llamar modernidad,
y es por ello que, en general, hablamos del sujeto moderno, tal
como reza el título del libro que el lector tiene entre sus manos,
sujeto que ahora, como sugieren estas páginas, no puede más que
mostrarse en fragmentos1.
No procede en este espacio, ni sería prudente pretenderlo,
ensayar una respuesta coherente y completa a la pregunta que
acabamos de hacer respecto a las condiciones que posibilitaron el
más grande de los giros que ha protagonizado la filosofía. Sin em-
bargo, pensamos que en absoluto pecamos de exceso si hacemos
recalar por un instante nuestra mirada en aquellos pasajes en que
Kant, haciendo un esfuerzo por poner el debate de su tiempo en
orden, subraya el destino singular que padece la razón humana.
Aquel destino, de visos no poco dramáticos, consiste en que la
razón se hace preguntas que no puede responder pues sobrepasan
toda su capacidad, y que, sin embargo, tampoco puede evitar
hacérselas pues se le imponen desde su propia actividad como
razón.
Es cierto que la conciencia acerca de los límites con los que
se estrella el deseo de saber que había proclamado Aristóteles,
tiene sus orígenes antes de que Kant irrumpiera en la historia de
la filosofía con su Crítica y con la imposición de una tarea que
la razón había descuidado durante siglos, la de reiniciar el arduo
trabajo de conocerse a sí misma. Algunos siglos antes, y por re-
cordar algunos héroes olvidados de la aurora de la modernidad
a la que aquí nos referimos, un Guillermo de Ockham ya había
mostrado, con peligrosa vehemencia, el vacío de ciertos concep-
tos (flatus vocis) en los que la filosofía había depositado, quizás
1 Agradezco la confianza que me han brindado los autores al regalarme este espacio al
interior de su excelente trabajo sin otro motivo que el de compartir ideas y disfrutar la
magia de la amistad, también en el pensamiento.
12
demasiado alegremente, la realización de su deseo de saber. La
vieja disputa de los universales y sus significados vacíos, junto a la
valoración del dato extraído de la singularidad de la experiencia,
produjo una herida de muerte en los soportes epistemológicos de
la metafísica dejando a la deriva, y sobre aguas agitadas, al enor-
me navío de la teología y del orden político que de ella dependía.
En el despliegue de esta modernidad, una mención aparte mere-
ce aquel pasaje extraordinario de las Meditaciones Metafísicas de
Descartes en las que nos relata las transformaciones sufridas por
un trozo de cera al ser dejado expuesto al calor de una estufa. Si
todas las cualidades sensibles de aquel pedazo de cera que, apa-
rentemente, nos habían permitido llegar a conocer lo que era,
han mutado, producto de la acción del calor, en otras cualida-
des muy diferentes ¿por qué la razón insiste en reconocer en ese
objeto el mismo trozo de cera que hace un rato atrás se exponía
distinto ante nuestros sentidos? Dentro de las múltiples lecturas
que interesan de ese pasaje, solo queremos destacar que para la
aguda mirada de su autor, lo que verdaderamente nos enseñaba
aquella vivencia, y lo que él se empeña en rescatar hacia el final
del pasaje, es que lo primero que conocemos, antes que el mundo
y sus posibles causas, antes que la naturaleza de las cosas, antes
que el exterior de nosotros, es nuestra alma como res cogitans, es
decir, nuestra propia actividad como seres pensantes, podemos
decir, nuestra existencia como sujetos. Tarea enorme será de aquí
en adelante, propia de la modernidad, siempre en parte narcisista
y en parte trágica, llegar a conocer a ese sujeto que está antes,
y como condición de cualquier representación sobre la realidad
del mundo, conseguir desnudar sus significados. En fin, llegar a
hacerse cargo de él, asumir sus afanes, sus errores, comprenderlo,
incluso amarlo o, en el borde abismal y siempre insatisfactorio
de este esfuerzo, acabar con él en algún callejón oscuro de la
historia.
Señalar exactamente el momento en que nace el sujeto no
resulta fácil. El viaje de las ideas es siempre errante, accidentado,
13
y sólo llegamos a comprender un poco cuando una figura de la
vida, Hegel nuevamente, ha llegado a su fin. Es desde el gris
sobre el gris que pinta el concepto o, bajo la luz de estas páginas
diremos, es desde los fragmentos del sujeto desde donde podemos
dirigir nuestra mirada y, como Nietzsche al oír las doce cam-
panadas de nuestra vida, preguntarnos “¿qué ha sonado ahí?”.
Desde ese preguntar nos atrevemos a sostener, siempre con la
proa orientada hacia la comprensión, que el sujeto no nació en
la modernidad. Más bien la modernidad nació en él. Suponer
que ciertas condiciones de existencia, nuevas formas de produ-
cir nuestros medios de vida, nuevos métodos de investigación,
nuevas formas de hacer nuestra vida en común y habitar nues-
tros cuerpos, generaron el suelo para que el sujeto germinara y
saliera a la luz de los tiempos modernos, es quedarnos fuera de la
posibilidad de comprender lo que la propia modernidad nos ha
permitido pensar, y sospechar. Hablar de ese modo es continuar
atrincherados en la representación causal de los procesos y tener
siempre a la mano, cercanamente, la solidez de la naturaleza a la
que remitir el origen de todo. En otras palabras, leer de ese modo
el nacimiento del sujeto es contar siempre con la posibilidad de
naturalizar el presente, luego, acomodarse a él, y, finalmente, se-
guir obedeciendo a lo dado. Es, en definitiva, no comprender
que leer históricamente lo pasado significa, como dice Benjamin,
“adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en el instante de
un peligro”.
Cuando Kant señaló que la razón consigue representarse el
mundo en el momento en que va a buscar en la experiencia lo
que previamente ha puesto en ella, cuando Hegel agregó que el
individuo se constituía como tal en el momento de la negatividad,
es decir, en el momento en que negaba sus propias condiciones de
origen, y cuando Marx concluyó que ese proceso de ser consciente
de sí estaba ya preñado de condiciones materiales al interior de una
relación de dominación, el sujeto se erigió como la clave de bóveda
de todas las representaciones de lo que podemos reconocer como
14
modernidad. El propio sujeto emergió como nueva condición de
la historia y, quizás, de la propia conciencia de la historicidad de
toda representación, incluida la de la misma naturaleza. Este es el
verdadero giro copernicano que hace surgir la modernidad como
un nuevo tiempo y un nuevo espacio, un mundo de representa-
ciones en el que lo determinante no es lo representado sino las
condiciones desde las que emerge la representación, o, para decirlo
con Foucault, donde los signos no remiten sino a otros signos en
una apertura irreductible de la interpretación. Es en este nuevo
escenario donde lo político devendrá, desde la aparición misma del
Leviatán o La materia, forma y poder de una república eclesiástica y
civil, en lo que Ricoeur ha llamado con exactitud el “conflicto de
las interpretaciones”.
Mencionar a Hobbes en este contexto nos permite, ahora
que una figura de la vida parece llegar a su fin, comprender que
la modernidad es el concepto fundamental que da vida a una
representación de lo que el sujeto como signo, no como signifi-
cado (como síntoma y no como trauma), puso en el horizonte
de relatos posibles; un relato que hoy volvemos a leer con los
ojos que reconocen el terror de la catástrofe. No es, insistimos, la
condición moderna la que hace emerger al sujeto, sino que es en
el sujeto, que se constituye como signo, desde donde deviene lo
que reconocemos como modernidad.
Observado desde otro ángulo, es posible sostener que es este
el problema de la modernidad, a saber, que ella no es un tiem-
po y un espacio en el que se han dado, en la espontaneidad del
acontecer, ciertas condiciones que han generado formas de do-
minación de la vida que han traicionado el ideal emancipador
originario, sino que lo que nos representamos como moderni-
dad es el resultado de una operación ocurrida en el propio sujeto
que ha desarrollado una praxis en la que, junto con constituirse
él como signo referencial de lo moderno (proceso de subjetiva-
ción), ha desarrollado las condiciones materiales de dominación
15
para comprenderse como sujeto. Hobbes nuevamente puede ser-
virnos como ilustración paradigmática de este proceso.
Si el problema consistiera en que la llegada de los tiempos
modernos significó la instalación de las condiciones que genera-
ron sociedades disciplinarias organizadas en centros de encierro,
que luego han devenido en sociedades de control que operan
mediante mecanismos informáticos de regulación y previsión de
flujos de conductas, lo que hoy sería preciso discutir y resolver
(y de hecho se sigue haciendo, presumiblemente estimulado y
financiado por los propios mecanismos de dominación) es el ver-
dadero significado de los conceptos jurídicos que regulan la vida
humana y el ejercicio de nuestros derechos, y de qué modo de-
biéramos gestionar las decisiones político-administrativas dentro
de un régimen, a no dudarlo, democrático. En otras palabras,
el problema consistiría, como muchos académicos y cientistas
políticos de hoy insisten en defender, en que aún no hemos con-
seguido dar con una buena definición de lo que en verdad son
los derechos subjetivos y con una buena descripción de los me-
jores procedimientos administrativos y políticos para realizarlos
en mejor medida que lo que se ha hecho hasta ahora. A este res-
pecto, no deja de ser digno de nuestra mayor atención la relación
directamente proporcional que se da en nuestro presente entre la
multiplicación de debates expresada en seminarios y publicacio-
nes acerca de la ciudadanía, los fundamentos de los derechos hu-
manos, la democracia y sus significados, el sentido de la norma y
el orden de la justicia, y la multiplicación de los dispositivos de
control por todo el territorio en que actualmente se organiza y
se despliega, de un modo minuciosamente ordenado, la vida y la
ocupación del tiempo de la población, ya no en un régimen de
concentración de la producción y de la propiedad característico
del capitalismo clásico, como bien lo ha visto Deleuze, sino en
un régimen de hiperproducción de servicios y de autogestión del
rendimiento y su optimización en el que el propio individuo se
convierte en su explotador.
16
Es, por tanto, la interpretación y, por ende, el sujeto que
interpreta, la fuente desde la que se generan los discursos que
dibujan la modernidad y los límites en los que se trazan las po-
sibilidades de despliegue de la vida, los límites del poder. No
es de extrañar, por tanto, que la filosofía, el pensamiento críti-
co, en su último revolverse (por evocar nuevamente a Foucault)
contra el imperio de la verdad y sus efectos de poder y contra el
poder y sus discursos de verdad, los que hoy se manifiestan en
las llamadas sociedades de control, haya iniciado una estrategia
para acabar, en algún rincón oscuro de la historia, con el sujeto.
Desarmar al sujeto, someterlo a un escudriño agudo del modo
como él, armado de razón (o razones), de emociones (hoy meros
afectos), y de las más diversas motivaciones, desde conservarse en
la existencia hasta hacerse propietario de sí mismo, desde fundar
el deber universal hasta sucumbir en los vicios privados, desde
entregarse al sentimiento de lo sublime hasta abrazar la frontera
del permanente deleite estético individual, ha sido una tarea que
ha contado con un gran entusiasmo de parte del pensamiento
contemporáneo o, del que se ha denominado con cierto inocente
orgullo, pensamiento postmoderno.
Pero no debemos abusar de esta perspectiva que nos ofrece
la auténtica revolución copernicana que nos enseña que el sujeto
precede a la representación de la modernidad o, en términos de
la hermenéutica moderna, que la interpretación precede al sig-
no. Lo relevante de esta mirada es que ella nos permite escapar,
aunque sea por breves instantes –esos en que nos esforzamos por
comprender el modo en que hoy nos sumamos con demasiada
docilidad a los sistemas de dominación–, de la tentación de en-
tregar nuestros anhelos de emancipación a la confianza en las
representaciones en que habitamos y al ejercicio crítico que sobre
ellas podemos desatar denunciando el hecho de que no signi-
fican lo que dicen, o proclamando lo que en verdad dicen en
aquello que silencian. Sin conseguir, quizás, librarnos del todo
de aquella fascinación que produce el desprendernos de falsas
17
creencias, como si nuestras investigaciones y reflexiones críticas
nos permitieran despojarnos de molestos ropajes que nos impi-
den sentir nuestra existencia en su total desnudez, es preciso ob-
servar a la vez, detenidamente, que cada velo del que despojamos
a la realidad, es sustituido, en la misma operación de desnudar,
por un nuevo velo que se desprende de nuestras propias palabras,
de ese insustituible lenguaje con el que no podemos dejar de de-
nominar (y revestir) lo des-cubierto, en otras palabras, de nuestro
devenir como sujetos. Lo que queremos decir es que todo descu-
brimiento es, a la vez, un encubrimiento, y es posible que no otra
cosa quisiera expresar Hegel a propósito de la referencia que ha-
cíamos al comienzo de estas páginas, cuando escribió que lo que
es racional es real, y lo que es real es racional, momento en que
se fija sentencia sobre el fin de la tradición filosófica y se expresa
su fracaso. Desde ese momento el sujeto, como centro de sentido
desde el que podemos hablar de la modernidad, devino también
como centro de vulnerabilidad, como frágil y lábil depósito de
influencias múltiples, todo en él se hizo histórico, cultural, so-
cial, psicológico, económico y la humanitas estalló en un flujo de
influencias que han pretendido ser descritas y, sin duda, ser go-
bernadas a través de los denominados procesos de subjetivación.
Por ello, cuando ahora vemos al sujeto en sus fragmentos,
cuando nos aprestamos a realizar la autopsia de este cadáver, no
está de más que nos preguntemos si su muerte ha sido obra del
propio desarrollo de la filosofía de la sospecha (Ricoeur nueva-
mente) en su movimiento emancipatorio y de recuperación de
la vida o, más preocupante aún, es el resultado de las formas
en las que el poder opera en las actuales sociedades de control
cuya mecánica principal no consiste ya en el dominio sobre los
cuerpos individualizados en espacios de encierro, propio de los
regímenes disciplinarios, sino en el dominio de las almas, las
conciencias, las representaciones, siempre en espacios abiertos al
flujo permanente, al vértigo de la aceleración y al desafío cons-
tante de la optimización del propio rendimiento. Si la sumisión
18
hoy se produce en un proceso expansivo e invisible que aloja
en la misma representación que los sujetos (ya transparentes y
de-construidos), tienen de sí mismos como “individuos libres
portadores de un proyecto”, si el poder opera exactamente desde
el interior de esta representación y se alimenta de la relación en-
tre salario y méritos, entre dinero, esfuerzo y deuda, entre éxito
y sana competencia, entre empresa y vida, si el amo que nos
esclaviza somos nosotros mismos en el despliegue de nuestra li-
bertad individual, esa que practicamos en una rivalidad infinita
oponiéndonos unos a otros en el veloz flujo del valor al interior
del espacio sin límites del mercado, bien cabría preguntarnos si
la muerte del sujeto ha contribuido a la emancipación o, más
bien, su defunción es la realización plena de la dominación post-
capitalista. Quizás, en el ocaso de esta historia, la lechuza de
Minerva, al emprender su vuelo, mire con nostalgia a ese sujeto
que era capaz de hacer promesas y fijar compromisos imposi-
bles, pero respirables.
19
INTRODUCCIÓN
Friedrich Nietzsche
21
Después de haber empleado varios años en estudiar así el libro del
mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la
resolución de estudiar también en mí mismo y emplear todas las
fuerzas de mí espíritu en escoger los caminos que debía seguir, lo
que me dio mejor resultado, a mi juicio, que si no me hubiera
alejado de mi país ni de mis libros1.
1 René Descartes. Discurso del Método. Madrid: Editorial EDAF, 1982, 43.
22
aseguraba el ejercicio indagatorio: cavando fosas con la ilusión de
encontrar aquellos principios que permitieran asegurar la singu-
laridad de la condición humana, más solo para encontrarse con
que debajo de los enunciados no existían artefactos seguros ni
definitivos para asegurar dicha empresa.
La trayectoria que proponen las siguientes páginas se plan-
tea explorar algunos de los desplazamientos –y avatares– que la
noción de subjetividad ha debido recorrer para llegar, a pesar de
todo, a consolidarse como eje rector de las formas de hacer expe-
riencia humana. Parece un ejercicio pertinente, aun en el contex-
to de esta actualidad (post)moderna, intentar rastrear los avances
y retrocesos que han marcado el devenir de esta polémica figura.
Lo anterior asociado a un problema fundamental, a saber, el de
la determinación de los significados histórico-filosóficos ligados
a la experiencia de autoconciencia, permitiéndole al hombre des-
envolverse con una proyección de sentido en el mundo. En esta
línea, es menester retomar la inquietud respecto a las formas en
que el sujeto, en sus disposiciones teórico-prácticas, cartografía
un itinerario de exploraciones sobre aquellos elementos que le
permiten tomar contacto con una realidad que, llegado un mo-
mento en la historia del pensamiento, solo será posible de apre-
hender en cuanto se reconozcan los principios de las fronteras
que delimitan lo humano.
Las razones que han llevado a situar el problema que a con-
tinuación se expone dentro del contexto histórico de la moderni-
dad, trascienden por mucho la intención de seguir los formatos
de análisis propuestos por los marcos historiográficos tradiciona-
les. Esto, considerando que la modernidad, en tanto época del
hombre, comporta una singularidad fundamental en relación con
las etapas precedentes, particularmente en lo concerniente a su
actitud crítica, es decir, en cuanto a la marcada necesidad de dar
cuenta de aquellos elementos, inscritos en esta actualidad histó-
rica, que determinan los marcos de mirada destinados a observar
el amplio espectro de fenómenos que constituyen el mundo de la
23
vida. Esta caracterización particular de la modernidad histórica
requiere considerar el nosotros del presente como un elemento del
todo determinante para esta óptica que, en función de sus po-
tencialidades y limitaciones, habilita modos de conocer, actuar y
establecer juicios críticos respecto de lo humano, las cosas que lo
rodean y sus posibles interacciones, relevando en este caso la di-
mensión relacional entre las partes. Esto supone que el hombre,
en tanto ser dotado de historicidad, se encuentra impregnado
de las mismas cosas que define y delimita, aun aquellas sobre las
que ha intentado, de manera persistente, marcar como ajenas o
exteriores a él.
Dentro de este marco, la apuesta consiste específicamente en
comprender por qué la noción de sujeto esbozada por el proyecto
ilustrado, cuyo fundamento se retrotrae a los ideales centrados en
la reforma del pensamiento provocada por el ejercicio crítico de
la razón, aun cuando ha sido del todo relevante para comprender
teóricamente las trayectorias que han permitido a los discursos
filosóficos esbozar una cosmovisión sobre lo propiamente huma-
no, parece haber fallado en la práctica de ajustarse a los procesos
de racionalización tardomoderna que han suscitado nuevas for-
mas de vida centradas en un dogmatismo técnico, funcionalista
y sistémico.
El presente texto consta de cinco aparatos o fragmentos. Cada
uno de ellos plantea, desde una perspectiva diferente, una posibi-
lidad de entrada al problema comentado. Es preciso advertir que
la agrupación de temas y autores que aparecen en estas páginas
no tiene por finalidad establecer puntos de unión o articulación
intertextual. Este espacio se ofrece más bien como la posibilidad
de visibilizar diversas aristas y entradas al problema de la subje-
tividad. Con esto en mente, la invitación consiste en explorar
curiosamente cada una de las cosmovisiones que contornean la
figura del sujeto, para así lograr visibilizar trayectorias que se des-
plazan de manera itinerante y discontinua. Cabe la posibilidad
que, a partir de los diversos cruces posibilitados por las líneas que
24
vienen a continuación, se genere un acontecimiento que deje es-
pacio a la ocurrencia, a saber, para captar elementos que no están
a la vista, generando la posibilidad de conectar las ideas desde
posiciones cada vez menos evidentes. Es lo que, siguiendo a Ben-
jamin, se podría comprender como “una retícula de conexiones
significativas entre elementos independientes y distantes”2.
Finalmente, el texto se cierra con un experimento, una
puesta en obra de las ideas en él materializadas. Constituye una
apuesta referida a la posibilidad de pensar desde lugares otros, in-
centivando una lectura que permita desplazar la relación natural
y evidente entre las palabras y las cosas, tal y como aparecen en
los metarrelatos que atentan en contra de las posibilidades de
pensar críticamente. Sin duda que las posibilidades de estos rela-
tos, los que aquí se enuncian, tendrán que ver con trascender los
límites inscritos en la propia obra. Siguiendo a Foucault, el pre-
sente escrito busca transformarse, para cada uno de sus lectores,
en una caja de herramientas.
***
2 César Rendueles; Ana Useros. Atlas; Constelaciones Walter Benjamin. Madrid: Círculo
de Bellas Artes, 2010, 17.
25
gación FONDECYT iniciación n° 11170567, El miedo como dis-
positivo de clasificación del sujeto político en las sociedades globales.
Aprovecho de extender nuestros más sinceros agradecimientos a
Fernando Longás, querido amigo y maestro, quien nos ha apo-
yado desde el comienzo en nuestras inquietudes, y que además
ha tenido la generosidad y entusiasmo suficientes para marcar
presencia en nuestro libro a través de su bello prólogo. También
agradecer a la Universidad Adolfo Ibáñez, particularmente a la
Facultad de Artes Liberales, por el financiamiento de este volu-
men. Aprovechamos de plasmar nuestro reconocimiento a Karen
Caimi, por su paciente e impecable labor de edición, y a Mariana
Gallardo, por su notable trabajo en la elaboración de una refe-
rencia visual que pudiese reflejar las complejidades y trayectorias
cruzadas que propone este libro. Del mismo modo, extendemos
nuestros agradecimientos al Comité Científico encargado de
evaluar el texto, conformado por Iván Pincheira, de la Univer-
sidad de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, y
Álvaro Hevia, de la Universidad de Valparaíso. También dejar
consignado nuestros más profundos agradecimientos a Marisol
Vera, Paloma Bravo y todo el equipo de Editorial Cuarto Propio,
por su confianza y apuesta en la publicación de este libro. Por
último, pero no menos importante, me gustaría agradecer a mi
compañera Antonia Viu por su sincera y permanente compañía y
cariño. Sin ella, sin su constante aliento y paciencia, el resultado
de esta experiencia, que de alguna manera llega a su fin con estas
páginas, no habría sido posible.
Pedro E. Moscoso-Flores
26
CAPÍTULO I
LA CUESTIÓN CRÍTICA DE LA
MODERNIDAD
Gilles Deleuze
Modernidad y (auto)crítica
La modernidad ha sido propuesta como momento históri-
co, punto de inflexión en la historia del pensamiento occidental
caracterizado por una serie de cambios que redefinen la situación
de insuficiencia del hombre en relación con su experiencia terre-
nal, principalmente en lo que concierne a aquellos saberes que
otrora reconocieran las fuentes divinas como fundamento del
conocimiento y guía de orientación para la vida práctica. En lo
medular esta época destaca por un abandono de la cuestión onto-
lógica y, por añadidura, de la búsqueda por certificar una verdad
absoluta. Es dentro de este contexto que se erige una razón, que
en sus disposiciones metafísicas fundacionales está llamada a in-
terrogarse, aun pagando el costo de no ser capaz de dar cuenta
absolutamente de las cuestiones que tanto le aquejan.
Este nuevo escenario, acontecido grosso modo entre los siglos
XVI y XVII, no solo supone un giro en las categorías conceptuales
del conocimiento. Implica toda una reingeniería en la comprensión
27
del mismo, fractura provocada por una episteme1 con un campo de
reglas propio que trae aparejada una nueva forma de pensar, sentir,
actuar y relacionarse con los objetos mundanos. En otros términos,
esta época se erige en torno a una ruptura con el pasado en lo que
implica el modo de representarse el mundo y conocer: un cambio
formal que derivará, inevitablemente, en una reformulación sus-
tancial del mismo2. No obstante esta definición de modernidad aún
se propone como limitada, ya que contiene una insistencia en un
proyecto continuo –continuidad que subyace a la organización de
lo discontinuo–; es decir, todavía se comprende en referencia a un
pasado atávico que se actualiza en el presente, resistiéndose a desa-
parecer:
28
En otras palabras, esta concepción separatista entre lo antiguo y
lo nuevo se torna insuficiente para dar cuenta de la magnitud de
los procesos –filosóficos, pero también sociales, culturales, po-
líticos y económicos– que se agrupan bajo la unidad abstracta
de este polisémico término. La modernidad parece ser algo más
que un nombre propio de la historia: constituye la condición del
nuevo hombre, portador de una racionalidad que lo conmina a
establecer claramente los límites de su participación en el mundo
de la vida. Se produce así una suerte de desdoblamiento insupe-
rable, en que la modernidad inscrita en el hombre se somete ella
misma a cuestionamiento a la manera de una jueza observadora
de sí4.
La cuestión primordial de este giro en el ámbito filosófico
supone interrogarse por las condiciones del conocimiento posi-
ble, cobrando el tiempo presente un especial cariz. Esto da cuenta
de la importancia que adquiere el presente como tiempo de ac-
tualidad que, sin embargo, se postula a la manera de un estarse
superando permanentemente, incorporando en él las condiciones
de su propia negación o eventual destrucción5. Esta perspectiva
de lo actual exige abandonar la dimensión comparativa con épo-
cas precedentes, para erigirse alrededor de una relación sagital del
discurso moderno con el acontecimiento que lo constituye, es
decir, como momento de toma de conciencia de la modernidad
respecto de sí misma. Lo importante de esta situación reside en
la posibilidad de autointerrogarse sobre las condiciones que lo
determinan, asumiendo que este nuevo deslizamiento epistémico
instala al sujeto en una doble posición antagónica: como sujeto-
agente de su propia razón y, al mismo tiempo, como espectador
externo del acontecer de su propia historia6. Esto significa que el
4 Cf. Michel Foucault, Sobre la Ilustración. Madrid: Editorial Tecnos, 2007, 54 y ss.
5 Cf. Gabriel Amengual, Modernidad y crisis del sujeto. Madrid: Caparrós Editores, 1998,
150.
6 Hay en esto una referencia al mentado efecto que señala Kant a propósito de la Revo-
lución francesa, en donde la potencia residiría, no en la revolución misma, sino en sus
29
pensamiento crítico se encuentra empapado de historicidad, en
tanto asume una condición de legitimidad de los modos histó-
ricos de conocer, inscribiendo así un nuevo orden del ser: desde
lo que llega a ser, en tanto sujeto-objeto de conocimiento, lo que
está siendo y lo que se desplaza constantemente de su alcance en
el presente. Esta historicidad moderna trae consigo una invita-
ción para el hombre a transformarse a sí mismo, abandonando
el terreno de la metafísica y acomodándose al limitado orden
fenoménico de aprehensión del mundo. Es así como la Historia,
a partir de este momento, deviene:
30
las condiciones internas de los saberes dentro de una dimensión
espacio-temporal, cuya particularidad reside en no remitir más
que a sí misma. En suma, el ser humano se encuentra llamado
a realizar un ejercicio práctico –del pensamiento– sobre sí, en
función de claves históricas de vinculación consigo mismo. Se
erige de este modo la impronta crítica, un ethos fundado en el
reconocimiento de los límites del conocimiento, materializán-
dose así en una relación sagital con el presente, es decir, diferen-
ciándose de todo pasado y, también, de sí misma: un presente
des-presentificado9. Dicho tratamiento del presente implica irre-
mediablemente la necesidad de visibilizar y hacerse cargo de la
cuestión del sujeto. Tal como propone Kant, no puede existir
conocimiento en tanto no exista una unidad de conciencia, an-
terior a las intuiciones, que posibilite las representaciones de los
objetos. De modo que el sujeto surge como resultado de una
afección que estatuye al yo como forma pura de conciencia, que
cumple la función de síntesis del sujeto determinante sobre sí
mismo, provocando un sentido interno expresado en una con-
ciencia de sí:
de nosotros mismos en la relación ética por medio de la cual nos constituimos como
sujetos de acción moral”. Foucault, Sobre la Ilustración, 320-321.
9 Cf. Foucault, Sobre la Ilustración, 54 y ss.
10 Immanuel Kant, Crítica de la Razón Pura, 6ª ed. Madrid: Editorial Alfaguara, 1988,
365.
31
de las limitaciones contenidas en el conocimiento que este puede
aprehender11. Dicha situación aparece como paradójica: impone
una relación interminable de la razón consigo misma marcada
por el límite de la experiencia, razón por la que el hombre se ve
empujado a saber más de sí, solo para encontrarse con una barre-
ra infranqueable12. De modo que se comienza a vislumbrar una
fragmentación reflejada en una representación que ya no alberga
lo representado, cobrando el hombre la condición de duplicado
empírico-trascendental13. En buenas cuentas, la finitud se trans-
forma ella misma, y al hombre, en el lugar del fundamento14.
Gracias a Kant,
32
hasta llegar a ocupar el lugar central de la reflexión acerca de lo
humano15.
15 Miguel Morey, El hombre como argumento (Barcelona: Editorial Anthropos, 1987), 39.
16 Huelga decir que para Kant la razón práctica no constituye una razón diferente a la teó-
rica. Es la misma razón, pero esta vez enfrentada a una relación con el mundo sostenida
por determinados principios que escapan a los de la razón especulativa. En sus propias
palabras: “La razón pura puede ser práctica, por cuanto es capaz de determinar por sí
misma a la voluntad independientemente de cualquier elemento empírico (y esto se
demuestra mediante el factum en el que la razón pura se revela realmente práctica para
nosotros, cual es que nuestra voluntad se vea efectivamente determinada por esa auto-
nomía en el principio de la moralidad). Al mismo tiempo muestra que ese factum se
halla inseparablemente entrelazado a la consciencia de la libertad de la voluntad, hasta
el extremos de identificarse con ella, con lo cual la voluntad de un ente racional que,
como perteneciente al mundo de los sentidos, se reconoce sometido necesariamente
a las leyes de la causalidad como cualquier otra causa eficiente, por otro lado en el
terreno de la praxis cobra conciencia de que simultáneamente, como ser en sí mismo,
su existencia es determinable en un orden inteligible de las cosas y esa conciencia no se
debe a una particular autointuición, sino a ciertas leyes dinámicas que pueden deter-
minar su causalidad en el mundo de los sentidos; habida cuenta que, como ha quedado
suficientemente demostrado en otro lugar, si se nos atribuye libertad, esta nos transfiere
a un orden de cosas inteligible”. Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica. Madrid:
Alianza Editorial, 2013, 136-137.
33
esto pervive una exigencia de liberación autoimpuesta por la ra-
zón, de modo que sea ella misma quien promueva una autolimi-
tación articuladora de una obediencia coherente con la voluntad
autónoma del sujeto:
34
griego kritikós –capacidad de discernir–, de raíz indoeuropea y
emparentado con el latín cerno –separar–. Dentro del marco de
la modernidad, la crítica se encuentra firmemente ligada a una
acción de elucidación racional respecto a la participación activa
del sujeto en el proceso de construcción de su experiencia. Esto
requiere que el pensamiento sea capaz de desdoblarse para inte-
rrogarse, es decir, tratarse a sí mismo como objeto de la crítica.
Y es este rol el que convoca pensar al hombre como sujeto racio-
nal encargado de llevar a término dicha tarea, entendiendo que
existe una relación entre dicha capacidad crítica y el potencial
humano fundado en la libertad y responsabilidad, asunto que le
permite ir conformando y dándole sentido a su experiencia en
interacción con el mundo circundante18.
Sin embargo el problema no se resuelve del todo a partir
de esta elucidación, dado que el pensamiento parece llevar in-
corporado a priori una determinación que parece organizarse
alrededor de una lógica en torno a lo idéntico. Así al menos
lo entiende Deleuze, al señalar que la tradición de pensamien-
to occidental, desde la Antigüedad clásica en adelante, habría
encontrado su condición de existencia gracias a un modelo de
igualdades, cuyo resultado habría sido la imposición de unos
límites que eximieron al pensamiento de tener que hacerse
cargo de la emergencia del acontecimiento, es decir, de una
singularidad que resiste cualquier intento de definición, de de-
limitación presupuesta dentro de un orden discursivo particu-
lar y que actúa en función de regímenes heteronormativos. El
acontecimiento es aquello que se impone desde lo inesperado,
lo imprevisible, lo imposible de predecir; aquello que abre un
campo de posibilidades múltiples, diferentes a las conocidas, a
partir de la introducción de la disyunción donde antes solo se
18 Remigius C. Kwant, La crítica hace al hombre. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohle,
1968, 29.
35
han encontrado convergencias19. Es un campo de posibles que
prescinden de aquellas categorías que invocan una distribución
ordenada causal del mundo y de relaciones entre las partes que
lo componen. Dicho de otro modo, es una irrupción que se
repite, pero en cuya repetición no hay ninguna posibilidad de
establecer relaciones generales de equivalencia. Sería aquello
que en su aparición inaprehensible cuestiona el principio de ley
que ordena y establece categorías de intercambio y sucesión:
“En todos los aspectos, la repetición es la transgresión. Pone
en cuestión a la ley, denuncia su carácter nominal o general, en
provecho de una realidad más profunda y más artística”20.
Tal descripción entrega indicaciones generales respecto a
los límites que la crítica filosófica moderna impone. En tanto
proyecto con pretensión de valor científico, el sistema kantia-
no habría rechazado el acontecimiento por medio de su encierro
dentro de la dimensión categorial del tiempo, sometiéndolo a
un orden cercado por un esquema de identidad: “El mundo, el
yo y Dios, esfera círculo, centro: triple condición para no poder
pensar el acontecimiento”21. Desde esta perspectiva, el proyecto
crítico iluminista encontró sustento en la prescripción de una
serie de principios que contienen una determinación normativa
–la del buen uso de la razón–, incrustada en sus bases. En el caso
de la filosofía trascendental, se refleja en la reminiscencia a una
conciencia originaria que obliga a pensar las condiciones de los
objetos desde una lógica reflectante:
19 Cf. Gilles Deleuze, Lógica del sentido. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2005, 28-30.
20 Gilles Deleuze, “Repetición y Diferencia”, en Theatrum Philosophicum seguido de Re-
petición y Diferencia, ed. por Gilles Deleuze y Michel Foucault. Barcelona: Editorial
Anagrama, 2005, 53.
21 Michel Foucault, “Theatrum Philosophicum”, en Theatrum Philosophicum seguido de
Repetición y Diferencia, 21.
36
originaria que retenga la forma pura de objetividad (objeto = x)
y la forma pura de la conciencia, y que constituya esta a partir de
aquella22.
37
que conoce. Una subjetividad que se resiste a renunciar al princi-
pio que aloja una proyección aurática hacia la verdad a través de
la construcción de los conceptos que se erigen bajo la identidad
de lo semejante, es decir, hacia todos aquellos elementos que per-
miten generar sistemas de agrupamiento y clasificación (catego-
rías, taxonomías, sistemas de saber), gracias al escudriñamiento
de propiedades comunes que, a su vez, establecen criterios de
distinción entre ellos.
Dicha constatación propone un nuevo dilema, a saber, el
de cómo pensar aquello que parece imposible de pensarse. Esto
es lo que Deleuze habría visto en común entre aquel conocido
anuncio heideggeriano –de que aún no pensamos–, y el impoder
vital que reconoce Artaud respecto del pensamiento:
24 Gilles Deleuze, La subjetivación. Curso sobre Foucault. Tomo III. Buenos Aires: Editorial
Cactus, 2015, 33.
25 Deleuze, La subjetivación, 34.
38
Esta cuestión posee un carácter fundamentalmente proble-
mático, dado que lo que se pone en suspenso es la función de
mediación entre el fenómeno y el criterio de discernimiento pre-
supuesto en la capacidad de aprehensión del mismo. En otras pa-
labras, habría algo en la crítica que fuerza al pensamiento a pre-
guntarse por la condición de extranjería inscrita en la conciencia
–movimiento de interrogación de lo propio del pensamiento–,
cuestionando de esta forma las condiciones de legibilidad im-
puestas por los principios legales que permiten la aprehensión de
los fenómenos externos. Este asunto parece haber sido omitido
por la reflexión filosófica occidental, en la medida que:
26 Gilles Deleuze, Diferencia y repetición. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2002, 208.
39
salida al encuentro con el objeto? Si esta se inscribe en base a una
norma que sería necesario tensionar, ¿cómo evitar reemplazar los
principios que conjura la crítica por otros más sofisticados? En
otras palabras, ¿es posible confiar en una crítica que permanen-
temente intenta pensar más allá del simulacro? Así planteado, el
problema podría traslaparse con el del origen, es decir, en este
caso, con el de un principio fundacional a priori asegurado a tra-
vés de las formas trascendentales de la subjetividad. Lo anterior,
consignando que “la verdadera fuente del dogmatismo resulta,
entonces, del uso atemático, inercial, de la forma en el ámbito
que sea. Forma que en su inadvertencia instruye aquello sobre lo
que se aplica”27. En este orden de cosas, la evitación del misticis-
mo y dogmatismo requeriría someter a cuestionamiento los prin-
cipios que se gestan alrededor y que se corporeizan en la figura
de este sujeto libre y responsable, como única operación capaz de
romper con la armonía de los saberes universales, las continuida-
des y las totalidades. No obstante, este momento autorreferencial
–de un pensamiento que intenta pensar este adentro imposible
que lo constituye– podría decantar en un ejercicio en torno a un
ruedo interminable, considerando las limitaciones que posee el
pensar mismo para dar cuenta de sus condiciones estructurantes.
La tensión presente en esta tarea parece reflejar una concesión
realizada por la filosofía, particularmente por aquella inaugurada
por la tradición racionalista cartesiana: el pienso que aseguraba la
existencia del yo a través de un repliegue hacia el interior.
Esto es consistente con los análisis que desarrolla Foucault a
propósito de la crítica. La decisión de dejar de buscar una forma
para justificar el fundamento de la subjetividad exige abandonar
la pretensión de encontrar un principio que pueda dar cuenta
de ella. De modo que la crítica, en tanto ejercicio de tensión del
27 Willy Thayer, Tecnologías de la crítica. Entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze. Santiago
de Chile: Ediciones Metales Pesados, 2010, 58-59.
40
pensamiento sobre sus propias condiciones de existencia, deviene
crisis, es decir, actitud límite:
41
de la común soberanía de las palabras, dentro una comunidad
universal:
42
de la literatura, el límite se encuentra siempre acechado, inhe-
rentemente, por la subversión de sus propias condiciones de po-
sibilidad:
43
transformarse en un gesto de interrogación, una resistencia a res-
ponder de manera preformada a los imperativos de la razón.
Si efectivamente es posible establecer un nexo entre límite y
transgresión alrededor de la operación del pensamiento, quizás
sería plausible incorporar un tercer vértice que completaría el
triángulo de la crítica: la experiencia del afuera, como aquello
que emerge al franquearse el límite del pensamiento represen-
tacional. Siguiendo con sus análisis de la literatura moderna,
específicamente en relación con la obra de Blanchot, Foucault
precisa cómo el supuesto sujeto contenido en el ser del lenguaje
puede conducirse a un momento de desaparición al ser puesto
en relación con una exterioridad que en ningún caso representa
el reverso de una interioridad racional, sino precisamente aquello
que desborda los límites del dualismo adentro/afuera:
34 Michel Foucault, “El pensamiento del afuera” [1966], Obras esenciales, 265.
44
primero, desde donde puede plantearse la pregunta por el fun-
damento vinculada a la positividad de la ciencia –sus códigos y
leyes–, la crítica relevada por la literatura moderna lleva consi-
go una ventaja metodológica, al utilizar códigos que permiten
evadir el problema de la conjura de los peligros presentes por la
emergencia del acontecimiento; asunto que, como ya se ha se-
ñalado, parece contener una gravedad ontológica para la filoso-
fía. Así entendido, la literatura posee la potestad para suspender
el código que, en tanto acto de habla, le permite su existencia:
“Un habla que obedece tal vez al código en el que está situada,
pero que, en el momento mismo de comenzar, y en cada una
de las palabras que pronuncia, compromete el código en el cual
está situada y es comprendida”35. Esta disputa entre las formas
críticas, y sus funciones divergentes, se ve reflejada con claridad
en la siguiente reflexión de Barthes:
45
redistribuir los papeles del autor y del comentador y de atentar,
mediante ello, al orden de los lenguajes36.
36 Roland Barthes, Crítica y Verdad. México: Siglo XXI Editores, 2014, 13-14.
37 Foucault, “Literatura y lenguaje”, 106.
38 Michel Foucault, El orden del discurso. Buenos Aires: Tusquets Editores, 1992, 21.
46
de la ley traducida como identidad de la conciencia, es decir,
como condición del pensar mismo:
47
los conjuntos deductivos encontrarán en resumidas cuentas sus
fundamentos41.
Son las interrogantes que hay que dirigir a una racionalidad que
pretende ser universal mientras se desarrolla en la contingencia,
que afirma su unidad y sin embargo solo procede por medio de
modificaciones parciales, que se legitima a sí misma a través de su
propia soberanía pero que en su historia no puede disociarse de la
inercia, el peso o las coerciones que la subyugan […] Dos siglos
después de su aparición, el Aufklärung retorna: no solo como un
modo para Occidente de tomar conciencia de sus posibilidades
48
actuales y de las libertades a las que pudo haber accedido, sino
también como un modo de interrogación sobre sus límites y los
poderes de los cuales se ha servido. La razón como despotismo y
como iluminismo42.
42 Michel Foucault, “La vida: la experiencia, la ciencia”. Gabriel Giorgi y Fermín Rodrí-
guez (comp.). Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida. Buenos Aires: Paidós, 2007, 47.
43 Esto refiere específicamente al fundamento de la Antropología kantiana. Foucault la
interpreta como, “ciencia de aquello que funda y limita para el hombre su conocimien-
to. Allí es donde se oculta la ambigüedad de este Menschen-Kenntniss [conocimiento
del hombre] por la cual se caracteriza a la Antropología: es conocimiento del hombre,
en un movimiento que objetiva a este, en el nivel de su ser natural y en el contenido
de sus determinaciones animales; pero es conocimiento del conocimiento del hombre,
en un movimiento que interroga al sujeto sobre él mismo, sobre sus límites, y sobre
aquello que él autoriza en el saber que se tiene de él […] se trata en su caso de saber si,
en el nivel del hombre, puede existir un conocimiento de la finitud, suficientemente
liberado y fundado, para pensar esta finitud en sí, es decir, en la forma de la positivi-
dad”. Foucault, Una lectura de Kant, 123.
44 Michel Foucault, “¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)” [1969], Sobre la Ilustra-
ción, 7-8.
49
cuales los individuos se modelan a sí mismos como sujetos de
comportamiento moral45. Este análisis muestra un fuerte vínculo
entre crítica, gobierno y autogobierno, es decir, en torno a los
modos en que el ser humano se ve conminado a conducirse de
acuerdo a las demarcaciones impuestas por regímenes históricos
específicos.
Con esto queda claro que la analítica foucaulteana se resiste
a buscar las claves del pensamiento crítico en unos principios
universales de una razón determinada subjetivamente. Es por
esto que el pensador francés habría optado por un trabajo cen-
trado en describir las formas históricas en que la subjetividad se
conforma sobre la base de prácticas orientadas a que los indivi-
duos se conduzcan moralmente46. Dichos sistemas de prácticas,
si bien remiten al cumplimiento de códigos normativos externos,
adicionalmente involucran modos de relación con uno mismo a
partir de ellos, es decir, habilitan formas de vivencia de uno mis-
mo en el camino a transformarse en sujeto moral:
50
específico. Lo anterior tiene por colofón la adscripción a un deter-
minado modelo de sujeción, entendido como las formas en que
los individuos establecen vínculos con las reglas y se sienten con-
minados a seguirlas. Esta consideración requiere reconocer que la
meta de la acción moral está orientada, no solo al cumplimiento
de acciones conforme a dichas reglas, sino a un modo de ser que es
propio del sujeto moral48.
Lo que acá parece emerger en torno a la figura subjetiva
es aquello que se resuelve entre los códigos normativos, a sa-
ber, aquellas prácticas que definen determinados modelos de
conducta en un momento histórico determinado, trazando un
campo de posibilidades orientadas a que los individuos desa-
rrollen modos de intervención sobre sí mismos. La demanda
respecto a la determinación de las condiciones de posibilidad
invoca la necesidad de reconocer que en ella se juega una prác-
tica activa del hombre sobre sí mismo o, más específicamente,
sobre su propio pensamiento, con la finalidad de lograr captar
la lógica contingente del acontecimiento. En otras palabras, se
trata de alcanzar el reconocimiento de las reglas discursivas que
determinan las condiciones para la elaboración de una repre-
sentación de sí mismo. Dichas condiciones normativas ejerce-
rían sus influjos a partir del diseño del lugar que el hombre
debe aceptar ocupar como sujeto-objeto de las formas concretas
de experiencia humana49. Es en este espacio intermedio donde
51
sería posible inscribir la crítica, asumiendo que las operaciones
que interpelan al individuo a dar cuenta de sí exigen tensionar
el sí mismo, en tanto se encuentra imbuido dentro de una expe-
riencia temporal que requiere de alguien posible de vivenciarse
en su relación con normas históricas que delimitan sus posibi-
lidades de leerse en determinada clave:
oponer otra cosa que una risa filosófica –de decir, en cierta forma, silenciosa– […] El
modo de ser del hombre tal como se ha constituido en el pensamiento moderno le per-
mite representar dos papeles; está a la vez en el fundamento de todas las positividades y
presente, de una manera que no puede llamarse privilegiada, en el elemento de las cosas
empíricas. Este hecho –no se trata para nada allí de la esencia general del hombre, sino
pura y simplemente de este a priori histórico que, desde el siglo XIX, sirve de suelo casi
evidente a nuestro pensamiento–”. Foucault, Las palabras y las cosas, 333-334.
50 Judith Butler, Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad. Buenos Aires:
Amorrortu Editores, 2009, 31.
52
desde una regularidad de lo particular que opera como impera-
tivo universal, deviene un principio trascendental,
51 David Lapoujade, Deleuze. Los movimientos aberrantes. Buenos Aires: Editorial Cactus,
2016, 33.
52 Parece posible establecer una separación entre el concepto de “diferencia”, como prin-
cipio, de la noción de “distinción” como propiedad del orden. A modo de contraste
sirve la referencia que realiza Bourdieu respecto a la noción de distinción, como aquella
que remite a “la estructura de las posiciones objetivas que está en el origen, entre otras
cosas, de la visión que los ocupantes de cada posición puedan tener de los ocupantes de
las otras posiciones, y que confiere su forma y su fuerza propias a la propensión de cada
grupo a tomar y a dar la verdad parcial de un grupo como la verdad de las relaciones
objetivas entre los grupos”. Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del
gusto. México: Editorial Taurus, 2002, 10. El sociólogo francés parece estar apelando,
implícitamente, a la noción de habitus como principio estructurante. No obstante, el
problema que aquí se plantea –el de la diacronía entre diferencia y distinción–, exige
pensar el problema en relación con el orden del pensamiento como principio situado.
De este modo, sería plausible señalar que lo que está a la base de todo criterio de dis-
tinción no es la diferencia, en tanto principio de lo múltiple al modo que lo entiende
Deleuze, sino muy por el contrario un principio de igualación que permite estructurar
y jerarquizar dentro de un plano de regularidad discursiva dentro de un tiempo-espacio
representacional.
53
de llenado representacional de aquello que emplaza la relación
entre la principalidad instituyente y el principio instituido, eli-
mina cualquier posibilidad de considerar la subjetividad como
el resultado de una construcción dialógico-performativa, reem-
plazándola por una formación compuesta por trazados diversos
que ordenan y jerarquizan las distinciones, predefiniendo las op-
ciones de conformación de los cuerpos (individuales y sociales)
sujetos a los principios de limitación de un entramado discursivo
específico.
El nuevo potencial que compone la racionalidad guberna-
mental moderna –su participación activa en la configuración de
su objeto de gobierno–, indica la posibilidad de establecer los
vínculos existentes entre las dimensiones teórico-prácticas de la
vida humana desde una perspectiva política. Estos ámbitos pa-
recen confluir en nuevos modos de acceso a la verdad, a saber,
aquellos que se inauguran como resultado del desplazamiento
de una serie heterogénea de puntos de anclaje respecto de la
experiencia, puntos que se materializan dentro de nuevos mo-
delos de anudamiento entre racionalidad y violencia53. Ambas
nociones, más que transformarse en series contradictorias den-
tro del espacio fundacional de la modernidad54, disponen a la
razón como facultad garante de la paz y sitúan la irracionalidad
53 Cabe notar el hecho de que la modernidad se erige como un campo de análisis que
propone dos situaciones que referidas al problema histórico: por un lado, el gesto in-
terrogativo “crítico” –en el sentido kantiano del término–; y, por otro, un modo de
respuesta “subversivo”, dado que interpela directamente todo modo posible de respon-
der a la interrogación crítica moderna desde los límites que impone la analítica de la
finitud –de acuerdo al vitalismo nihilista de Nietzsche–.
54 Nos referimos a la concepción mítica de la Ilustración como momento histórico que
busca abandonar los dogmatismos de la época precedente, a partir de la inscripción
de una nueva forma de dividir la relación entre el hombre y el mundo. Según esto,
podríamos pensar que la razón se establece como función mítica con carácter de
verdad. No obstante, “los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto
de esta. En el cálculo científico del acontecer queda anulada la explicación que el
pensamiento había dado de él en los mitos. El mito quería narrar, nombrar, contar el
origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforza-
da con el registro y la recopilación de los mitos. Pronto se convirtieron de narración
54
del lado de un juego instintivo que es preciso reprimir, trans-
formándose en ejes sincrónicos de formaciones estratégicas que
dejan poco al azar. Hay en esto una interpelación a los marcos
epistémicos que han instituido el carácter natural de la raciona-
lidad humana, definiendo los límites posibles de una experien-
cia de conciencia de sí mismo, con valor de verdad, en relación
con el mundo. Desde esta perspectiva se hace posible entender
el diagnóstico rupturista que propone Nietzsche respecto de la
razón moderna:
55
partir de la inserción de la utopía como lo negativo de la razón),
se convierte en la expresión de una voluntad de poder conteni-
da en los procesos de racionalización de los saberes tecnocientí-
ficos. En el decir de Lanceros:
56
relación con el mundo, modificando, sobre todo, la relación con-
sigo mismo57.
57 Maria Paola Fimiani, Foucault y Kant. Crítica, Clínica, Ética. Buenos Aires: Ediciones
Herramienta, 2005, 18.
58 Foucault, “¿Qué es la crítica?”, 10-11.
59 Foucault, “¿Qué es la crítica?”, 14.
57
que conviene ser gobernados, por medio de una capacidad de
la razón de realizar su propio interés a partir del discernimiento
entre su uso público –universal– y privado –individual–. Esto
dependerá, a la postre, de un nuevo modo de vinculación del
sujeto consigo mismo a partir de la consideración de su respon-
sabilidad como expresión de la autonomía.
En otras palabras, la prescripción contenida en el mensaje
kantiano respecto a la necesidad de salir del estado de minoría de
edad daría cuenta del proceso autorreflexivo como condición de
posibilidad para la constitución del sujeto. Esto se llevaría a cabo
a partir de una ruptura con el canon normativo externo desde los
modos de dirección de conciencia, con la subsecuente apelación
a una movilización agenciante de la razón. Sería la capacidad
del individuo de autoimponerse sus propias normas, a partir del
ideal de humanidad, mediante un trabajo de independencia en la
regulación de su conducta por medio de su conciencia, centrado
en el principio de la autonomía de la voluntad:
58
Resulta de esto la posibilidad de redistribuir las relaciones entre
el gobierno de sí –ética– y el gobierno de los otros –poder–,
proyectando la situación hacia el eje del autogobierno o formas
de gobierno autolimitadas. Para Foucault, la situación moderna
se configura en torno a los modos de enlace entre los contenidos
de conocimiento y determinados modos de coerción, en donde
lo que se busca son las conexiones posibles entre ambos: “Se
trata más bien de describir un nexo de saber-poder que permite
aprehender lo que constituye la aceptabilidad de un sistema”62.
Esto implica abandonar la indagación sobre las condiciones de
legitimidad de una razón universal y, en su lugar, establecer,
a partir de las interacciones entre saber y poder dentro de un
campo estratégico, cómo se configuran las formas de existencia
individual. Por lo tanto:
59
activamente como resultado de un ejercicio de proyección de la
razón sobre una experiencia de cotidianeidad.
Entonces es posible vislumbrar que el proyecto al que debe
abocarse el individuo moderno en tanto sujeto moral, es el de
dar cuenta de sí mismo como sujeto inscrito en una comunidad
universal cosmopolita, se encuentra imbuido en una lógica de
vinculación que lleva ya incorporada la forma de representar la
relación establecida por el pensamiento, en donde:
Por lo tanto, aquello que se entiende por sentido interno del hom-
bre se encontraría posibilitado y mediado por una experiencia
reglada en función de las formas empíricas de sus manifestacio-
nes, bajo la dimensión espacio-temporal marcada por una arti-
culación entre el Konnen [poder] y el Sollen [deber]: “El arte de
conocer tanto el interior como el exterior del hombre es, pues,
y de pleno derecho, no una teoría de los elementos, sino una
Didáctica: no descubre sin enseñar y prescribir”65.
Así entendido, el problema sería menos el de la ambigüedad
experimentada frente a la ilusión del engaño de los objetos ex-
ternos percibidos –al modo cartesiano–, que el de determinar la
ilusión con carácter de verdad que emerge como resultado de una
práctica direccionada y compatible con una idea de sí mismo,
en tanto objeto empírico, comandado por la voluntad racional
autónoma que organiza la vida de los individuos en base a un
ideal de autenticidad. Sería la mismidad del sujeto, en tanto au-
toconciencia, la que se ve interpelada constantemente, asumien-
60
do que existe un impulso de correspondencia consigo mismo a
partir de una serie de normas interiores que determinan planos
de relaciones posibles con el exterior, es decir, ya no solo como
una indagación introspectiva sobre una verdad interior previa
que debe desvelar, sino en torno a una constatación de sí que
emerge en el momento de reconocimiento del sujeto por parte
de la comunidad política:
61
experiencia68. Por otro lado, gracias a las potencialidades que ten-
drían los sujetos para desplazarse fuera de los límites impuestos y
desarrollar una experiencia transformadora y creativa de sí mis-
mos. La crítica podría vincularse a este punto, en tanto contiene
la posibilidad de ligarse con una norma sobre la que es posible
desarrollar tecnologías de resistencia:
discursos, sino sobre toda una serie de prácticas. Se trata, en suma, de saber qué luchas
reales y que relaciones de dominación intervienen en la voluntad de verdad”. Michel
Foucault, Lecciones sobre la voluntad de saber. Curso en el Collège de France (1970-1971).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2012, 18. En otras palabras, invocan “un
dominio de cosas discursos susceptibles de ser llamados verdaderos y falsos […] ‘aque-
llos en los que el sujeto mismo es puesto como objeto de saber posible’” Miguel Morey,
“Prólogo a Tecnologías del Yo. La cuestión del método” [1990], Escritos sobre Foucault.
México D.F.: Editorial Sexto Piso, 2014, 321-322.
68 El sentido de la noción de experiencia en este punto remite a la correlación entre
campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad en una cultura deter-
minada.
69 Michel Foucault, “Subjetividad y verdad” [1980], en El origen de la hermenéutica de sí.
Conferencias en Darmouth, 1980. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2016, 45.
CAPÍTULO II
APUNTES PARA UNA METACRÍTICA
PSICOANALÍTICA DEL SUJETO MODERNO
S. Freud.
63
interpretación1. Su gran aporte guarda relación con la posibi-
lidad de configurar una arqueología del sujeto en relación con
una realidad psíquica que, no obstante, tiene un impacto que
trasciende por mucho la mirada psicologicista. Constituye una
propuesta crítica desde un orden diferente: crítica inquieta que
habría desdoblado los límites de la razón engarzada por la me-
tafísica occidental, cuando ya se pensaba que el pensamiento
estaba realizado en términos de sus fundamentos, condiciones
y proyecciones posibles. En definitiva, pareciera que las bases
epistémicas del psicoanálisis freudiano encuentran su condi-
ción de posibilidad en una fatiga del pensamiento que propone
a la conciencia como núcleo central de la experiencia, lanzando
así una estocada a las profundidades del corpus de la filosofía a
partir de la instalación de una tensión ontológica no resuelta y
abierta al devenir.
Es a través de la incorporación del inconsciente que Freud
tensiona al sujeto de la conciencia, instalando un hiato entre la
voluntad del hombre y sus disposiciones pulsionales, situándolo
en una posición ambivalente respecto de sí mismo o, si se quiere,
en una relación de confrontación entre una realidad psíquica y
una realidad material. Supone un cuestionamiento al poder de
la razón como principio fundante, es decir, al gobierno reflexivo
y autoconsciente que presuntamente constituye las bases para el
pensamiento individual, social y político moderno. Es por esto
que el psicoanálisis no busca perpetuar las bases del dualismo for-
ma/sustancia en ninguna de sus versiones, sino más bien desbor-
dar los límites de la condición que permite que dicha separación
se reproduzca de manera esencial para el pensar de la razón. Lo
anterior queda claro con la instauración del deseo inconsciente
como principio organizador de todo pensamiento, acción y rela-
ción social. De modo que sería el inconsciente, en tanto alteridad
1 Cf. Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx. Buenos Aires: Editorial El Cielo por
Asalto, 1995, 19.
64
que propone nuevas reglas, aquel registro posibilitador y creador
de una subjetividad por siempre concatenada a su neurosis. Es
allí donde las relaciones entre individuo, conciencia y experiencia
se encuentran mediadas por vinculaciones que establece el sujeto
dentro de un sistema de identificaciones prescrito por la mentada
lógica del deseo.
Conviene recordar que Freud cimentó las bases de su pen-
samiento a partir de una reacomodación del dilema psicofísico,
inscribiendo un nuevo límite entre lo somático y lo psíquico: por
un lado, considerando aquellos elementos físico-orgánicos que
actúan como posibilitadores de la experiencia; por otro, propo-
niendo los actos de conciencia. Lo que intentará dilucidar es lo
que ocurre en el espacio intersticial, delimitando los procesos que
concatenan ambas cosas2. De acuerdo a esto emergen, a su vez,
dos supuestos que serán fundamentales para explicar la génesis
del aparato psíquico. El primero es que la conciencia no se puede
reducir a un conjunto de percepciones, sentimientos y proce-
sos cognitivos que expliquen el pensamiento desde una lógica
positivista. El segundo, ligado al anterior, es que lo psíquico no
puede explicarse puramente a través de los procesos de concien-
cia. El resultado de estos desarrollos teórico-clínicos le permiti-
rá a Freud instaurar su doctrina de las pulsiones3 como columna
2 Cf. Sigmund Freud, “El esquema del psicoanálisis” [1940 [1938]], Obras Completas,
vol. XIX, El yo y el ello, y otras obras. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2000, 143 y ss.
3 Parece pertinente enunciar la definición que el psicoanalista propone en relación con
las pulsiones: “Llamamos pulsiones a las fuerzas que suponemos tras las tensiones de ne-
cesidad del ello. Representan {repräsentieren} los requerimientos que hace el cuerpo a la
vida anímica. Aunque causa última de toda actividad, son de naturaleza conservadora;
de todo estado alcanzado por un ser brota un afán por reproducir ese estado tan pronto
se lo abandonó. Se puede, pues, distinguir un número indeterminado de pulsiones,
y así se acostumbra hacer. Para nosotros es sustantiva la posibilidad de que todas esas
múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas pocas pulsiones básicas. Hemos ave-
riguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento); también, que
pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una pulsión sobre otra. Tras
larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar solo dos pulsiones básicas:
Eros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión de conservación de sí mismo
y de conservación de la especie, así como la otra entre amor yoico y amor de objeto,
65
vertebral del psicoanálisis. Ella introduce una tensión ontológica
fundamental en el hombre a partir del reconocimiento de una
lucha por la supervivencia a la que se encuentra sometido el yo,
expuesto a las inclemencias de la pulsión de muerte proveniente
de los laberintos del ello.
He aquí un primer asunto fundamental para la conciencia.
Si existe una fractura dentro del hombre, en que determinadas
mociones se contraponen unas con otras, será imposible man-
tener la unidad y consistencia que requiere la conciencia como
fundamento de base. Emerge, por el contrario, la libido4 como
principio energético de la pulsión sexual, caracterizándose por su
infinita movilidad, determinando los modos de vinculación del
hombre con su realidad exterior. Esta energía se configura en el
intersticio entre el organismo y las funciones psíquicas asociadas,
proponiendo entonces la cuestión de cómo generar una sincro-
nía que mantenga el equilibrio entre interior y exterior, siendo
el eje de la ecuación la interioridad del sujeto tensionado. Así se
anuncia la pérdida de centralidad de la conciencia, como espa-
cio de seguridad desde el que recorrer el camino de vinculación
teórico-práctica con el mundo. Es por esto que Freud aclarará
que la conciencia, en tanto cualidad psíquica vinculada con lo
inconsciente, cobra una particularidad ligada a la temporalidad,
se sitúan en el interior del Eros). La meta de la primera es producir unidades cada vez
más grandes y, así, conservarlas, o sea, una ligazón {Bindung}; la meta de la otra es, al
contrario, disolver nexos y, así, destruir las cosas del mundo. Respecto de la pulsión de
destrucción, podemos pensar que aparece como su meta última transportar lo vivo al
estado inorgánico; por eso también la llamamos pulsión de muerte. Si suponemos que
lo vivo advino más tarde que lo inerte y se generó desde esto, la pulsión de muerte
responde a la fórmula consignada, a saber, que una pulsión aspira al regreso a un estado
anterior”. Freud, “El esquema del psicoanálisis”, 146.
4 Si bien el uso de este concepto fue variando en la teoría freudiana, la libido puede
adoptar dos acepciones básicas: por un lado, desde una perspectiva cualitativa, rela-
cionado a una energía que posee, primariamente, una orientación de meta sexual; por
otro, predominantemente, la libido se considera un concepto cuantitativo relacionado
con una economía energética que permite medir procesos y transformaciones ligados a
la explicación de fenómenos psicosexuales. Cf. Jean Laplanche y Jean-Bertrand Ponta-
lis, Diccionario de Psicoanálisis. México D.F.: Editorial Paidós, 2008, 210 y ss.
66
materializada en su primer modelo tópico Consciente-Precons-
ciente-Inconsciente:
De modo que el devenir consciente tiene que ver con las expe-
riencias creadas a partir de la interacción con el mundo exterior.
En el caso de los sentimientos, que provienen del mundo interior
y sobre los que también se suscitan experiencias conscientes, será
el propio cuerpo el que actúe el papel de mundo exterior. Este
esquema propone al yo como ente activo en el proceso de arti-
cular la realidad exterior dentro del interior, consolidando así el
sentido de realidad.
A propósito de la pregunta por el inconsciente, cobra pro-
funda relevancia el tránsito realizado por Freud en sus modelos
tópicos. Si bien el psicoanalista se mostró proclive, en un primer
momento, a considerar lo inconsciente como aquellos aspectos
reprimidos que no se encontraban accesibles a la conciencia, en el
tránsito hacia su segunda tópica Freud tenderá a difuminar estos
límites, señalando la complejidad de comprender lo inconsciente
únicamente como aquello que se ha reprimido. Freud asumirá
la preexistencia de un núcleo que se constituye desde un fondo
puramente pulsional: el ello. Esto le servirá como una razón más
para poner en tela de juicio la soberanía de la conciencia:
67
filosófica, la idea de algo psíquico que no sea también consciente
es tan inconcebible que les parece absurda y desechable por mera
aplicación de la lógica […] Y bien; su psicología de la conciencia
es incapaz, por cierto, de solucionar los problemas del sueño y de
la hipnosis6.
68
ción representante de la pulsión, sino en impedirle que devenga
consciente. Decimos entonces que se encuentra en el estado de
lo “inconsciente”, y podemos ofrecer buenas pruebas de que aun
así es capaz de exteriorizar efectos, incluidos los que finalmente
alcanzan la conciencia. Todo lo reprimido tiene que permanecer
inconsciente, pero queremos dejar sentado desde el comienzo que
lo reprimido no recubre todo lo inconsciente. Lo inconsciente
abarca el radio más vasto; lo reprimido es una parte de lo incons-
ciente8.
8 Sigmund Freud, “Lo inconsciente” [1915]. Obras Completas, tomo XIV, “Contribución
a la historia del movimiento psicoanalítico”, Trabajos sobre metapsicología, y otras obras.
Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2000, 161.
9 El psicoanalista vienés realizar una distinción entre los procesos psíquicos: “Llamamos
procesos psíquicos primarios a la investidura-deseo hasta la alucinación, el desarrollo
total del displacer, que conlleva el gasto total de defensa; en cambio, llamamos procesos
psíquicos secundarios a aquellos otros que son posibilitados solamente por una buena in-
vestidura del yo y que constituyen una morigeración de los primeros. La condición de
los segundos es, como se ve, una valorización correcta de los signos de realidad objetiva,
solo posible con una inhibición del yo”. Freud, “Proyecto de psicología”, 372.
69
Tal y como se ha señalado, una de las piedras angulares del
edificio psicoanalítico dice relación con el problema de la repre-
sión10. Dicha noción tiene una utilización variopinta dentro del
entramado psicoanalítico freudiano. Es posible atisbar cómo,
en sus primeros escritos, Freud anunciaba un fuerte lazo entre
represión y defensa, entendiendo la primera como un estado de
respuesta del yo a mociones pulsionales que se sitúan dentro de
un flujo de gasto energético móvil. Posteriormente la irá asocian-
do al destino de un conjunto de representaciones separadas de
la conciencia que constituyen una agrupación psíquica propia11.
Según esta visión, el objetivo de la represión es alejar algo
de la conciencia que le resulta absolutamente intolerable, enten-
diendo que existe una fractura entre la representación traumática
y el afecto asociado a ella. Sin embargo, en su afán por demostrar
que la represión es más que aquello que resulta intolerable para la
conciencia racional, Freud propuso la noción de represión prima-
ria u originaria para referirse a un núcleo inconsciente que actúa
como fuerza para el trabajo de asociaciones y representaciones
enlazadas posteriormente, asumiendo que una representación no
puede reprimirse si no se encuentra antes inscrita en una rela-
ción de atracción con contenidos que ya son inconscientes12. Es
gracias a esto que el inconsciente se enarbola como condición
10 Se puede hablar de una transición de la represión, que cobra sentido dentro del triple
registro de la metapsicología freudiana: “a) desde el punto de vista tópico: si bien la
represión se describe, en la primera teoría del aparato psíquico, como mantenimiento
fuera de la conciencia, Freud no asimila la instancia represora a la conciencia. El mo-
delo lo proporciona la censura. En la segunda tópica, la represión se considera como
una operación defensiva del yo (parcialmente inconsciente); b) desde el punto de vis-
ta económico, la represión supone un complejo de retiro de catexis, recactetización y
contracatexis que afecta a los representantes de la pulsión; c) desde el punto de vista
dinámico, la cuestión principal es la de los motivos de la represión: cómo una pulsión
cuya satisfacción, por definición, engendra placer, llega a suscitar un displacer tal que
desencadena la operación de la represión”. Laplanche y Pontalis, Diccionario de Psicoa-
nálisis, 379.
11 Cf. Freud, “Proyecto de psicología”, 375 y ss.
12 Cf. Sigmund Freud, “La represión”, Obras Completas, vol. XXII, 143.
70
de subjetividad, una suerte de formación trascendental de base
desde donde surge la conciencia organizada a través de la función
de representación13.
De modo que la representación (Vorstellung) asociada a la
represión daría cuenta del proceso por el que deben transitar los
impulsos libidinales para alcanzar una expresión psíquica de la
pulsión, lo que la distingue del proceso consciente de formar
ideas. Esta noción cobra particularidad en la teoría freudiana por
cuanto deslinda el problema respecto de una capacidad subjetiva
de representarse un objeto, situándolo del lado de un sistema
de huellas mnémicas que condicionan el pensamiento. Dentro
de este proceso representacional, Freud propondrá una digresión
entre conciencia y memoria, siendo la primera resultante de un
proceso de sometimiento del psiquismo a estímulos perceptivos
externos ilimitados, pero de ninguna manera estaría encargada
de preservar impresiones respecto de las mismas14. Por su parte,
la memoria operaría como la instancia que permite la inscripción
de huellas duraderas, encontrándose sometida al régimen de los
influjos del inconsciente: “Sería como si el inconsciente, por me-
dio del sistema P-Cc, extendiera al encuentro del mundo exterior
unas antenas que retirará después que estas tomaron muestras de
13 Para Freud, la representación tiene una complejidad particular que se inscribe en una
relación intermedia entre lo orgánico y lo psíquico: “No la percepción puesto que ella
precede y posibilita toda re-presentación, que no es más que la inscripción, la huella
depositada por lo percibido […] Pero tampoco podemos llamar representación al pen-
samiento inconsciente, pues el registro del estímulo está desprovisto de cualidades.
Es menos que el cine mudo: puro movimiento, sin imágenes ni palabras. Es mucho
más una cosa que una representación: su inscripción psíquica tiene la potencia de un
proceso físico, ya que ejerce un empuje continuo y permanente, regido por la compul-
sión a la repetición. Representación-cosa: una manera de decir que la pulsión está en
la frontera entre lo físico y lo psíquico, que la energía transferida desde lo orgánico a
lo psíquico sigue siendo no obstante irrepresentable, excede el régimen representativo
que sin embargo nos parece definir lo psíquico”. Corinne Enadeau, La paradoja de la
representación. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1998, 149.
14 Cf. Sigmund Freud, “Nota sobre la ‘pizarra mágica’” [1925 [1924]], Obras Completas,
vol. XIX, 244.
71
sus excitaciones”15. Freud explica el funcionamiento de los dos
sistemas que, aunque independientes, se encuentran enlazados
entre sí y sometidos a un continuo proceso de transcripción16.
La concepción de huella mnémica asociada a la memoria
tiene una etiología psicofisiológica, cobrando significado espe-
culativo dentro del modelo metapsicológico a partir de su ins-
cripción como acto inicial que habilita la introyección especu-
lar del otro, en tanto semejante, dentro del psiquismo. En otras
palabras, constituye una suerte de trazado que se encuentra tras
los bastidores del sistema consciente-sensorial, incorporando las
vivencias y pudiendo ser reactivado a partir de nuevas excitacio-
nes, cobrando efectividad únicamente dentro de una compleja
red de sentidos asociados a esta cartografía de huellas. En esta
línea, señala Freud que, “para que sensaciones, representaciones,
pensamiento, etc., alcancen una cierta magnitud mnémica, es
necesario que no permanezcan aislados, sino que se presenten en
conexión y compañías del tipo adecuado”17.
Es necesario aclarar que el problema de la memoria no tiene
que ver con un intento del psiquismo por replicar prístinamente
una experiencia fenomenológica, sino más bien con la posibi-
lidad de realizar una evocación deseante del recuerdo desde la
perspectiva del presente, entendiendo que en esto se juega un
elemento que remite al significado y a la interpretación del pasa-
do evocado. En otras palabras, si bien existe un sistema de redes
neuronales asociadas a la memoria, como espacios de inscrip-
ción de lo vivido, dichas redes se disponen dentro de la compleja
red de huellas mnémicas que instituyen la identidad de y con un
pasado. Esta herencia determinará un mandato de fidelidad del
72
sujeto, pero no actuará como eje reproductivo del pasado sino
como efecto de deseo hacia la ruptura con él y la búsqueda de
nuevos objetos de placer.
Es posible que el efecto resultante de esta exigencia heredita-
ria resulte en la imposición de una moral de la memoria en torno
a la constitución subjetiva. Esta disputa deberá resolverse entre
la identidad del pasado y la diferencia del presente, instalándose
así una contradicción básica por cuanto se requeriría de la con-
servación de la huella del pasado, resituándola y desplazándola al
presente como parte del proceso de apropiación de la experien-
cia. En esto se vislumbra la relevancia del problema interpretati-
vo propuesto por el psicoanálisis para cartografiar la experiencia,
considerando que la reconstrucción del pasado ocurriría siem-
pre en torno a un desfase o ruptura, pudiendo este ser evocado
únicamente gracias a la interpretación de un presente empapado
por un deseo que opera como fuerza de una recreación ficcional.
Parece haber en esto una apelación a una suerte de espacio vacío
que posibilita, y a su vez desborda, el mundo psíquico en todas
direcciones sin clausurar ninguna. De modo que los impulsos
libidinales siempre estarán mediados por las representaciones en
imágenes, como parte de un proceso dinámico y creativo, siem-
pre en constante re-producción.
En suma, la psique constituirá la condición de posibilidad
de poner en imágenes ligada siempre a una pulsión. En este sen-
tido, la realidad psíquica debe ser comprendida como algo más
que un receptáculo del mundo exterior:
73
La vinculación del sujeto con el mundo exterior responde así
a una dimensión de formación imaginaria trascendental, que el
sujeto elabora a partir de un desplazamiento por la organización
y estructura del mundo social. Este proceso de organización al-
canzaría su zenit en el proceso de institucionalización anterior,
es decir, por medio de la inscripción subjetiva provocada por su
participación en el proceso de triangulación edípica.
Negatividad-Repetición-Escisión
Huelga insistir en que, para el psicoanálisis, la experiencia
de subjetividad se encuentra marcada por la fragmentación. Esta
escisión estructural, propuesta por la figura del inconsciente, al
tiempo que posibilita la constitución del sujeto como tal marca
una separación irremediable de él con el mundo. Bajo esta lógica,
la conciencia hace como si dictara orden y sentencia, haciéndose
valer por el lenguaje. No obstante, este lenguaje que intenta abar-
carlo todo es, al igual que el sujeto, un lenguaje fragmentado.
Dentro de este modelo analítico, la gran disyunción que se pro-
pone para abordar la relación del sujeto con su experiencia tiene
que ver con la condición negativa inscrita en sus fundamentos,
es decir, con aquello que surge a partir de la diferencia con el
mundo: su propio residuo discursivo dejado fuera en pos de la
configuración de una identidad unitaria. Es a partir de esta elu-
cidación que el sujeto, como posibilidad teórica, desaparecería,
dando paso a múltiples predicados en que el significado prescin-
de de sí mismo para permitir la entrada de variados significantes.
Es el espacio en que figura y fondo se diluyen, transformándose
en experiencia innombrable. Esto daría cuenta de una gran pa-
radoja para la subjetividad: la única posibilidad de re-unirse es
dejando de ser.
Uno de los elementos emblemáticos en este acercamiento del
sujeto a la realidad tiene que ver con lo que la lógica de la razón
74
positiva constantemente niega en pos de la mantención del equi-
librio anclado a una unidad identitaria indivisa. Si la razón pura
había sido despojada de sus aspiraciones metafísicas por Kant,
este gesto solo habría sido conciliable en la medida de dejarla
atada a sus posibilidades de desenvolvimiento como yo empírico,
limitado, pero unitario. En el caso del psicoanálisis existiría algo
que constantemente se le sustrae a dicha razón y que tiene sus
modos de expresión dentro de la experiencia, tal y como el psi-
coanalista vienés lo habría hecho notar a propósito de su análisis
de los sueños y la relación con el inconsciente. Precisamos que
ese algo tiene que ver con el desfase constante provocado por los
campos de fuerza pulsionales que se encuentran en permanente
disputa, mostrando las fallas que componen las representaciones
y poniendo en evidencia la falla del control de la conciencia sobre
sus propios procesos. Esta falla podría comprenderse como una
fisura constituyente, inscrita entre fenómeno y noúmeno, que,
tal y como señala Žižek, se asocia al ámbito de la imaginación:
19 Slavoj Žižek, El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Buenos Aires:
Editorial Paidós, 2010, 81.
75
logrando vincular lo siniestro a lo que en algún momento fue
familiar: “Lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se
remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace ya
largo tiempo. ¿Cómo es posible que lo familiar devenga omino-
so, terrorífico, y en qué condiciones ocurre?”20.
Freud se propuso relativizar la antítesis entre Heimlich y Un-
heimlich, estableciendo que existe una suerte de conexión entre
ambos y que, lejos de contraponerse, pueden llegar a significar lo
mismo. Hace uso de este recurso para justificar su tesis respecto
de que lo siniestro tiene relación con algo que fue conocido y
que aparece en la actualidad21. Retomando la idea de Schelling
según la que lo unheimlich sería todo lo que, estando destinado
a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz, Freud
establece una asociación con la noción de inconsciente por cuan-
to habría algo atávico que volvería, como un espectro, a pertur-
bar las cosas conocidas y familiares. Esto provocaría una ligazón
entre esta marca de lo siniestro con un retorno de lo familiar
reprimido. Así, habiendo introducido el inconsciente como pro-
tagonista de la manifestación de lo siniestro, y ligándolo a un
fondo animista en el que habría una sobrevaloración del narcisis-
mo, Freud logra afirmar que lo angustioso tiene que ver con algo
reprimido que retorna22.
Es sobre este fondo que Freud realiza una crítica a los pos-
tulados del psiquiatra alemán Ernst Jentsch, quien habría vincu-
lado lo siniestro con lo nuevo, insólito y no familiar, planteando
lo ominoso como una incertidumbre intelectual. Para explicar lo
anterior, el psicoanalista recurre al análisis realizado por el psi-
quiatra respecto al clásico infantil El hombre de la arena de E.T.A.
Hoffmann (Der Sandmann, 1817). Allí señala que no se puede
afirmar con certeza que la base de lo siniestro en el cuento de
20 Sigmund Freud, “Lo ominoso” [1919], Obras completas, vol. XIX, 220.
21 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 224-225.
22 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 240-241.
76
Hoffmann remita a la incertidumbre provocada en el lector por
la relación de semejanza entre lo inerte y lo vivo representada por
la muñeca Olimpia. Esta elucidación le permite a Freud concluir
que el sentimiento ominoso remite directamente a la figura del
arenero, vale decir, a la representación de ser despojado de los
ojos.
En este punto el psicoanalista, buscando responder la pre-
gunta por él planteada respecto a lo que provoca lo siniestro y
la familiaridad de lo extraño, liga lo siniestro con un tipo de
angustia que se deriva del complejo infantil de castración. Esto
derivará en su tesis central respecto a la idea del doble o alter
ego: la posibilidad de que el yo trate una parte de sí como si
fuera otro. Apelaría a fases tempranas de la constitución psíqui-
ca, específicamente al narcisismo primario, como una forma de
defenderse frente a la destrucción del yo, es decir, frente al poder
de la muerte. Sin embargo, una vez superada esta etapa el doble
pasaría a constituirse como el ominoso anunciador de la muerte
a partir del constante retorno de lo semejante23.
Un elemento central de la ecuación tiene que ver con la
cuestión del retorno. Al establecer la pregunta por lo familiar
que retorna, emerge la repetición como núcleo central de lo
siniestro. Habría que precisar, no obstante, en qué medida la
repetición de lo familiar deviene siniestro, ya que no se puede
atestiguar que todo retorno familiar sea forzosamente ominoso.
Todo parece indicar que el carácter impulsivo de la repetición
23 Sobre la ominosa tesis del yo como otro, Freud señala que: “El hecho de que exista una
instancia así, que puede tratar como objeto al resto del yo; vale decir, el hecho de que
el ser humano sea capaz de observación de sí, posibilita llenar la antigua representación
del doble con un nuevo contenido y atribuirle diversas cosas, principalmente todo lo
que aparece ante la autocrítica como perteneciente al viejo narcisismo superado de
la época primordial […] Entonces, el carácter ominoso solo puede estribar en que
el doble es una formación oriunda de las épocas primordiales del alma ya superadas,
que aquel tiempo poseyó sin duda un sentido más benigno. El doble ha devenido una
figura terrorífica del mismo modo como los dioses, tras la ruina de su religión, se con-
vierten en demonios”. Freud, “Lo ominoso”, 235-236.
77
es lo que determina su condición; en otras palabras, el senti-
miento de estar de antemano secuestrado o poseído por una
fuerza irresistible que viene a poner en suspenso la voluntad de
la razón. Y sería esto lo que confiere el carácter demoníaco a la
experiencia en cuestión, siendo el nombre de esa fuerza, en sí
misma, innombrable. De modo que la repetición siniestra sería
aquella que remite y se repite a sí misma, con independencia y
antelación respecto de todo contenido psíquico que se quiera.
Lo que pesa en este retorno es el retorno mismo, que se presenta
desde la más pura autonomía respecto del contenido que en él
se manifiesta. Debe entonces replantearse el lugar desde donde
emerge esta familiaridad, no pudiendo ser situada dentro de las
categorías espacio-temporales de la razón.
Lo que concluye Freud en este punto es que no existe funda-
mento suficiente para decir que todo recuerdo reprimido emerja
en la conciencia. La repetición, siendo siniestra en sí misma, sitúa
el afecto como remembranza de la cosa en sí, es decir, como mur-
mullo incesante que escapa al control del sujeto consciente. Lo
señalado visibiliza la fractura entre recuerdo y repetición, lo que
a su vez supone un quiebre entre pensamiento y acción. Freud, a
partir del análisis de las psiconeurosis de guerra, llegará a colegir
que existe una transmudación entre recuerdo y acto en que el pa-
ciente no recuerda de manera ideográfica nada de lo olvidado o
reprimido, actuando y repitiendo sin saber que lo está haciendo:
24 Sigmund Freud “Recordar, repetir y reelaborar (Nuevos consejos sobre la técnica del
psicoanálisis, II)” [1914], Obras Completas, vol. XIV, 153.
78
Lo consignado viene a subvertir la clásica relación de oposición
entre recuerdo/olvido, ya que lo que se recuerda no necesaria-
mente ha sido olvidado, y aquello que se ha olvidado no nece-
sariamente ha pasado por el filtro de la conciencia cognoscitiva.
Es la apelación a una nueva forma de recordar que resignifica el
problema en cuestión, es decir, la necesidad de reelaboración de
un pasado que se enfrenta desde las herramientas interpretativas
del presente. Así, el pasado deja de ser un espacio monumen-
tal del individuo para transformarse en un motor pulsional que
confronta al sujeto consigo mismo en su actualidad. El anuda-
miento entre esta compulsión a la repetición25 y el elemento si-
niestro comentado, permite al psicoanalista explicar cómo algo
en apariencia inofensivo puede evocar una angustia frente a lo
fatal e inevitable. La fundamentación de esto radica en que la
actividad psíquica de represión opera de acuerdo a un automa-
tismo o impulso a la repetición, propio del proceso inconsciente
generado en las capas superiores de la psique, es decir, dentro del
mismo yo. Por lo tanto, la disputa no sería entre la conciencia y el
inconsciente sino entre el yo y el sí mismo. Lo anterior no haría
más que poner en evidencia la fractura interior que simboliza la
existencia del yo.
A partir de los estudios sobre cómo las neurosis traumáti-
cas se desplazan y se transforman en neurosis de transferencia
79
dentro del espacio clínico26, Freud logró pesquisar ciertas ten-
dencias de los procesos psíquicos asociadas a sucesos penosos
que logran oponerse al principio del placer, dando cuenta así
de una relación entre negatividad y represión. Esta relación se
explica de la siguiente manera: el enfermo, en lugar de recordar
lo reprimido –como un hecho del pasado que no tiene vigencia
efectiva–, lo repite en el presente como un hecho con plena
fuerza efectiva. El analizado no recuerda nada de lo olvidado o
reprimido, sino que lo revive, es decir, lo actúa en el presente:
no lo reproduce como recuerdo sino como acto.
Desde este momento el psicoanalista le otorgará soberanía al
principio del placer como gobernante de la psiquis inconsciente,
lo que pone a la conciencia frente a la memoria de su propia frag-
mentación. Esto, ya que la impulsa a vivenciarse como desapro-
piada de sí misma a partir del deseo de apropiarse de lo olvidado
y reprimido. Esta soberanía parece implicar además que la psiquis
inconsciente está en el origen de todo lo que podría sucederle al
sujeto, siendo la repetición un principio obligatorio de correlato
filogenético, es decir, de incorporación de aquellas tendencias he-
reditarias que dan cuenta de la naturaleza conservadora de los se-
res vivos, y en la que se produce una apropiación originaria de lo
extraño, de lo que viene del otro. Esta elucidación freudiana abre
la interrogante hacia la cuestión del pensamiento de lo propio, de
la identidad. De modo que el origen, en tanto acontecimiento, se
80
encuentra marcado no solo por una operación de apropiación de
lo propio sino también por una cierta expropiación que se abre
y resiste a la experiencia: una cierta inapropiabilidad. Sobre este
tópico, Derrida afirma que el principio de realidad es la única
manifestación posible del principio del placer, siendo el primero
un instrumento del segundo y no un principio independiente.
En otras palabras, el principio de realidad sería el resultado de un
movimiento provocado por una suerte de negociación entre el
principio del placer con la realidad; proceso en que el placer debe
morir un poco para vivir un poco27:
27 Cf. Marc Goldschmidt, Jacques Derrida. Una introducción. Buenos Aires: Editorial
Nueva Visión, 2004, 81-95.
28 Jacques Derrida, La escritura y la diferencia. Barcelona: Editorial Anthropos, 1989,
279.
81
abismo de lo propio. En otras palabras, la esencia del ser vivo se
constituye como este desvío hacia lo más suyo, es decir, su propia
muerte29.
Así se configura el tercer vértice del triángulo ominoso/repe-
tición, a partir de la inclusión de la noción de muerte. Freud to-
mará este elemento para su análisis considerando su relación a lo
irrepresentable. Según él no hay nada, desde las épocas primor-
diales, que se haya mantenido en esencia tan inamovible como
la muerte, siendo esta la razón por la que lo ominoso aparece
siempre ligado a ella en tanto impredecible: “Es probable que
conserve su antiguo sentido: el muerto ha devenido enemigo del
sobreviviente y pretende llevárselo consigo para que lo acompañe
en su nueva existencia”30. Esto le sirve para inscribir el dilema
respecto a la irrepresentabilidad de la muerte dentro de su pro-
puesta sobre lo siniestro, pero con la peculiaridad de que, en este
caso, la represión queda fuera de la ecuación31. De modo que la
pulsión de muerte cobra la forma de una modalidad por la que el
yo, paradójicamente, se afirma y se conserva; de ahí que esta sea
entendida como el movimiento de constitución indefinida de lo
propio. Esto significa que el dominio se deconstruye en el movi-
miento mismo en que se asegura, de tal modo que la pulsión de
muerte no puede ser considerada como un principio sino como
todo lo contrario: es la amenaza de toda principalidad, toda pri-
macía arcóntica, todo deseo de archivo. Es, según Derrida, en el
mal de archivo donde la psiquis se conserva destruyéndose: “No
hay archivo sin lugar de consignación, sin una técnica de repeti-
ción y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”32.
Si no se puede pensar el archivo más que desde un afuera, un lu-
29 Cf. Geoffrey Bennington y Jacques Derrida, Jacques Derrida. Madrid: Editorial Cáte-
dra, 1994, 154 y ss.
30 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 242.
31 Cf. Freud, “Lo ominoso”, 242.
32 Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Editorial Trotta,
1997, 19.
82
gar en que se pueda repetir, habría que advertir el desplazamiento
de la relación problemática hacia lo que ocurre entre la repetición
y la compulsión a la repetición de la pulsión de muerte.
De esta manera se logra atisbar que la vida no existe más
que en una relación con la muerte, es decir, en relación con una
economía de la muerte original y constituyente. Así quedará re-
frendado en el Más allá…, donde Freud comenta que los pro-
cesos primarios no buscan más que alivio, placer, cueste lo que
cueste, sin que este impulso tenga una conexión necesaria con
la supervivencia del sistema. Lo que subsiste a la base de esta
constatación es una tensión permanente entre el alivio a partir
de la desunión absoluta, en tanto muerte inminente, y la unión
total como opresión asfixiante. Es por ello que el aparato psíqui-
co debe protegerse en un doble gesto: contra su propio exceso
de vida y contra su exceso de protección. El principio del placer
designa a ese conjunto al que el principio de realidad le rinde
tributo, al oponerle obstáculos que le obligan a perseguir su fin
pasando por el diferimiento. En otras palabras, constituye la es-
tructura del sí mismo no-idéntico.
Por otra parte la repetición, como reproducción en sí mis-
ma, sería la reiteración del momento originario, de la-vida-la-
muerte33, como una cadena significante imposible de desbrozar.
Aquello queda patente en la descripción que hace Freud sobre las
neurosis traumáticas:
33 Derrida retoma esta cadena significante para referirse a una noción de vida que excede
el dualismo impuesto por el subjetivismo entre vida y muerte: “Si hay que filtrar, selec-
cionar, diferenciar, reestructurar las cuestiones, es solamente para anunciar, de manera
muy preliminar, el tono y la forma general de nuestras conclusiones, a saber, que hay
que asumir la herencia del marxismo, asumir lo más ‘vivo’ de él, es decir, paradójica-
mente, aquello de él que no ha dejado de poner sobre el tapete la cuestión de la vida,
del espíritu o de lo espectral, de la-vida-la-muerte más allá de la oposición entre la vida
y la muerte”. Jacques Derrida, Espectros de Marx: el estado de la deuda, el trabajo de duelo
y la nueva internacional. Madrid: Editorial Trotta, 1998, 70.
83
el hecho de que el mismo cuadro patológico sobrevenía en oca-
siones sin la cooperación de una violencia mecánica cruda […]
el centro de gravedad de la causación parece situarse en el factor
de la sorpresa, en el terror, y que un simultáneo daño físico o
herida contrarresta en la mayoría de los casos la producción de la
neurosis34.
34 Sigmund Freud, “Más allá del principio del placer”, Obras Completas, Vol. XVIII, 12.
35 Esto tiene claras semejanzas con la célebre doctrina nietzscheana del eterno retorno de
lo mismo. Cf. Friedrich Nietzsche, Así hablaba Zaratustra. Madrid: Editorial EDAF,
1998, 222. También parece afín el análisis que plantea Deleuze sobre el eterno retorno
en Nietzsche y Kierkegaard, al transformarse la repetición en lo opuesto a la Ley: “Se
trata, por el contrario, de actuar, de convertir a la repetición como tal en una novedad,
es decir, en una libertad y en una tarea de la libertad. Nietzsche a su vez precisa: liberar
la voluntad de todo lo que la encadena convirtiendo la repetición en el objeto mismo
de la voluntad”. Deleuze, “Repetición y diferencia”, 59.
36 Este efecto fractal aparece como uno en que el sujeto escindido busca asemejarse a cada
una de las fracciones que lo proyectan de manera múltiple y diseminada, deslindando
la clásica relación entre objeto y representación: “Como el objeto fractal se asemeja
punto por punto a sus componentes elementales, el sujeto fractal no desea otra cosa
más que asemejarse a cada una de sus fracciones. Envuelve más acá de toda represen-
tación, hacia la más pequeña fracción molecular de sí mismo. Extraño Narciso resulta:
no sueña ya con su imagen ideal sino con una fórmula de reproducción genética hasta
el infinito. Semejanza indefinida del individuo a sí mismo ya que se resuelve en sus
elementos simples”. Jean Baudrillard, “Videosfera y Sujeto Fractal”, en Videoculturas
de Fin de Siglo, ed. por Jean Baudrillard et al. Madrid: Editorial Cátedra, 1990, 27.
84
Aparición, pues, del diablo “mismo” además de su representación;
aparición de representación del “original” además de su represen-
tante que se supone que lo suple; aparición que debe entenderse
en el sentido de la visitación, de la “cosa misma” en suplemento
de su “propio” suplemento. Semejante aparición altera sin duda
el orden apaciguante de la representación. Pero no lo hace redu-
ciendo los efectos de doble, los multiplica por el contrario, y la
duplicidad sin original en la que consiste acaso la diabolicidad, su
inconsistencia misma37.
37 Jacques Derrida, La tarjeta postal: de Sócrates a Freud y más allá. México: Siglo XXI
Editores, 2001, 259.
38 En esto Derrida denota el elemento profundamente rupturista del psicoanálisis, a sa-
ber, el cuestionamiento de aquello que ha hecho posible la metafísica de la presencia
–fonologocéntrica– como tal; en otras palabras, aquello que ha permitido configurar
algo así como una tradición del pensamiento filosófico. El inconsciente, desde esta
perspectiva, vendría a sustraer y sustraerse de la axiomática fenomenológica del sentido
y de la presencia; una en que la alteridad en cuestión sería una alteridad del sentido
mismo, a saber, algo que no está en el plano de la posibilidad del reconocimiento dia-
léctico, un exterior constitutivo si se quiere: el núcleo como el campo de la no presencia
inaccesible que desborda los límites del sentido, que escapa a cualquier posibilidad de
asirlo dentro de un espacio de negociación entre la cosa y su representación. Sería, más
bien, aquello que evidencia compulsivamente la existencia de un hiato entre ambas y
que, a su vez, las constituye como tales: “El origen del sentido no es aquí un sentido
originario sino pre-originario, si cabe decir. Si cabe decir, y para decirlo, el discurso
psicoanalítico, que aún utiliza las mismas palabras –las de la lengua corriente y las de la
85
considerar, en tanto precede al sujeto y a su experiencia, algo otro
que no remite a una eventualidad histórico-biográfica reprimida
y que, no obstante, funciona como fondo constituyente de su
subjetividad. Esto queda figurado en la relación conflictivamente
atávica y no resuelta en Freud entre el carácter irrepresentable de
la muerte y lo siniestro: el sujeto y su memoria no pueden acce-
der jamás a aquello que permite que se configuren como tales.
Aparece así la negación originaria en la vida psíquica, poniéndose
en juego a partir de Unheimlich: negación arcaica, indeterminada
e indeterminante39. Esto propone un nuevo escenario respecto de
lo siniestro, vinculado a la inconsistencia del lenguaje en tanto
espacio de familiaridad. Habría un hiato, un fondo irresoluble
entre las palabras y las cosas –en tanto representación finita– que
forma parte de la subjetividad del yo que se dispone a vincularse
con el mundo, generando una suerte de recíproca extrañeza entre
el sentido y el lenguaje40.
Vemos entonces que Freud utiliza la noción de negación para
explicar la génesis del aparato psíquico. El principio de la ne-
gación permite al psicoanálisis plantear un modelo explicativo
fenomenología entrecomilladas–, las cita una vez más para decir algo totalmente otro,
y algo otro que el sentido […] ‘esta des-significación psicoanalítica precede la posibi-
lidad misma de la colisión de los sentidos’. Precesión que debe entenderse también,
diré que debe incluso traducirse, según la relación de anasemia. Esta se retrotrae a la
fuente y aún más allá, a la fuente pre-originaria y pre-semántica del sentido”. Jacques
Derrida, Cómo no hablar. Y otros textos. Barcelona: Proyecto A Ediciones, Kings Tree,
1997, 73-74.
39 Cf. Derrida, Cómo no hablar, 73-74.
40 En relación con esto, Foucault comenta que “el psicoanálisis avanza para franquear de
un solo paso la representación, desbordarla por un lado de la finitud y hacer surgir así,
allí donde se esperaban las funciones portadoras de sus normas, los conflictos cargados
de reglas y las significaciones que forman sistema, el hecho desnudo de que pudiera
haber un sistema (así, pues, significación), regla (en consecuencia, oposición), norma
(por tanto, función). Y es en esta región en la que la representación permanece en
suspenso, al borde de sí misma, abierta en cierta forma sobre la cerradura de la finitud,
dibujándose las tres figuras por las que la vida, con sus funciones y sus normas, viene a
fundarse en la repetición muda de la Muerte, los conflictos y las reglas, en la apertura
desatada del Deseo, las significaciones y los sistemas en un lenguaje que es, al mismo
tiempo, Ley”. Foucault, Las palabras y las cosas, 363.
86
sobre la génesis del sujeto del pensamiento formal, es decir, aquel
que surge con el establecimiento de la capacidad de pensar y de-
sarrollar juicios atributivos, recordando que la distinción inicial
entre los mecanismos perceptivos y los sistemas mnémicos son
los que permiten dar cuenta del ejercicio representacional como
única posibilidad de establecer una conexión con la realidad ex-
terior. Una vez constituido el pensar, guiado por el examen de
realidad, la operación consistiría en reencontrar en dicha reali-
dad sensible, en tanto repetición de percepciones, aquello que en
algún momento fue negado y que, en tanto negación, emerge al
interior de la conciencia. Esta estrategia no se realiza de manera
prístina, estando sometida a una serie de desfiguraciones, lo que
a su vez pone en evidencia los límites del pensamiento sustancial.
El problema, llegado este punto, es el de determinar la capacidad
que tiene el juicio de realidad de efectuar dicha tarea: “Ahora
bien, discernimos una condición para que se instituya el examen
de realidad: tienen que haberse perdido objetos que antaño pro-
curaron una satisfacción objetiva {real}”41.
Según Freud existen dos elementos que se encuentran a la
base de la negación: en primer lugar, el hecho de que exista una
verdad del individuo que no ha sido aceptada, lo que deriva en
un etiquetamiento erróneo; y, en segundo lugar, que dicha ne-
gación del etiquetamiento realizado se encuentre mediada por
un conflicto que genere dicho impedimento a partir de fuerzas
negativas que el sujeto no controla42. Esto se explica a partir de
la existencia de una verdad que el inconsciente formula y a la
que la conciencia no puede acceder más que a costa de negarla:
la verdad sería precisamente la imposibilidad de traducción entre
lo inconsciente y lo consciente. Y, frente a esto, la conciencia no
87
es más que un presente reconstituido, “una representación de un
presente que nunca ha sido presente”43.
Tomando esto en cuenta, lo siniestro sería el resultado de la
revelación de esta verdad y su atadura existencial a la concien-
cia, en tanto movimiento simultáneo de negación-revelación. En
otras palabras, la conciencia toma nota de la negación cuyo con-
tenido es pura afirmatividad de un ataque del inconsciente sobre
ella –mociones pulsionales guiadas bajo el imperio del principio
del placer–, y en que este último sabe más de esto que la concien-
cia misma. La aparición de la negatividad explícita, originaria e
irreductible, es simbolizada por Freud como pérdida, experien-
cia de lo inmemorial: enfrentamiento a una pérdida por siempre
perdida en tanto nunca ha estado presente. He ahí el núcleo duro
del dilema de la representación subjetivista propuesto por el psi-
coanálisis: la re-presentación, como experiencia fenoménica, es la
manifestación de la pérdida que se repite en tanto recuerdo del
desfase con la cosa en sí. Dicho de otro modo, lo que se repite, en
tanto representación del recuerdo, es la afirmación de la negati-
vidad originaria como experiencia de fundamentación subjetiva.
Algo que precede a la vida natural y que denota un sentido ima-
ginario en la construcción discursiva del sujeto. Esto se verifica
en el potencial de inmediatez que supone la pulsión de muerte,
provocando que el sujeto se autoinmole a partir de su insistencia
en retornar a un estado de originariedad inorgánico. De modo
que lo siniestro se manifiesta como la inminencia de la Cosa, en
tanto fundamento abismal del sujeto44.
Lo que se invoca en el lugar de este “espacio terrible” parece
ser la operación de una ficción de origen que habilita un juego
compulsivo de reactualización constante con el pasado. Esta ope-
ración es la encargada de establecer los límites de interpretación
88
y clausura del sentido de realidad dentro de campos representa-
cionales específicos. Con esto se demuestra que la paradoja de la
composición del yo, en tanto figura de función representacional
y captadora de la sensibilidad fenoménica, se configura en el ges-
to de constante reminiscencia a un origen desconocido, como un
intento infructuoso por recuperar algo de lo que la conciencia
nunca ha sabido. En otros términos, la rememoración del encuen-
tro con lo perdido/prohibido es lo que sitúa al sujeto como su
propia paradoja: el sujeto es en cuanto se pone frente a su propia
insubstancialidad, es decir, cuando asume la falta constitutiva
que lo habita incansablemente.
Por su parte, la escisión constitutiva hace las veces de inters-
ticio entre lo que el sujeto es y lo que no puede decir de sí, pero
que al mismo tiempo lo hace vivenciar su imposibilidad. Es la
precariedad de una conciencia que no puede representar al sujeto
de la experiencia, avalado por la incapacidad propuesta de una
pura presentación. Así se explica por qué la re-presentación se pro-
ponga como figura análoga a la re-petición (re-volver atrás; petere-
buscar, intentar, apetecer), como una re-vuelta (en su doble acep-
ción: como retorno, pero también como sublevación, insurrec-
ción), sobre algo a lo que nunca se puede acceder en tanto objeto
constitucionalmente perdido, obligando a la conciencia a buscar
objetos subsidiarios que lo reemplacen. De modo que existe una
barrera infranqueable y fundamental inscrita en el espacio in-
termedio remanente entre aquel objeto perdido y la represen-
tación; una en que la vida deviene movimiento de búsqueda y
reencuentro con lo perdido. No obstante, este desplazamiento
se encuentra condenado al fracaso ya que solo puede llevarse a
término a partir de la investidura de objeto, lo que significa que
el sujeto está atado a un proceso de exteriorización permanente
de sí mismo, lo que lo pone en una situación de precariedad y
fragilidad atávica.
Es alrededor de esta inevitable disposición imaginaria que co-
bra sentido el mentado mito del origen fundacional, conminando
89
al yo a cartografiar una experiencia de sí centrada en una compren-
sión histórico-biográfica de su pasado comandada por el principio
de realidad (un esquema de vinculación del yo con su yo-histórico).
Lo anterior no puede sino ser una construcción formulada a par-
tir de un esquema de representaciones prefigurado de antemano.
Esto da cuenta del fondo crítico a la idea de identidad sustancial
propuesto por el psicoanálisis. En suma, lo siniestro se presentaría
como la evocación de la manifestación del retorno fantasmal del
ente –retorno del fenómeno–, en que lo que se evoca no es una
representación traumática u horrorosa, sino la inevitabilidad, en
el espacio fenoménico, del eterno desfase respecto de la cosa en
sí. Emergencia que acontece en la relación de vaciamiento entre
el sujeto y la conciencia de su vacío que, en su desenvolvimiento
por el mundo, provoca la iluminación respecto de su propia insus-
tancialidad. Sobre este escenario se inscribe el problema entre el
sujeto de la conciencia y su relación con la alteridad. Se descubre
que dicha relación no solo no es suprimible, sino que se profundiza
mientras más se empeña en su superación, es decir, en la conquista
de la autonomía frente al otro a través de la apropiación de lo otro
y de sí. Respecto a esto, sería coherente suponer que el proceso de
superación se encuentra arraigado en una pulsión que intenta in-
cansablemente trascender su escisión constituyente, entregándole
a esta una imagen alter de sentido. Sería un intento de negación
de la escisión fundamental, que de por sí es inconscientemente
imposible. Así expuesto, la represión, si bien permite que el sujeto
devenga yo consciente en conexión con el mundo natural, lo hace
a costa de desarraigar al sujeto de sí mismo.
Para Freud la constitución del sujeto se encuentra marcada
por algo que él mismo no puede poner del lado de su dominio
y control, ya que su condición misma de posibilidad afecta su
presencia en tanto sujeto y a todo lo que ante él comparece como
horizonte de alteridad. La escisión viene a instalar un índice de
anterioridad que, ficticio o no, permite al sujeto leerse en clave
de presencia siempre en deuda consigo mismo. Las implicancias
90
de este desfase entre el objeto y su representación suponen una
inmanencia avalada por una ruptura de temporalidad formal. En
otros términos, el aura de presencia de algo que no está presente,
o bien, de algo que pervive, y adviene, como pura reminiscencia.
En esto se ve, nuevamente, el noúmeno kantiano manifestándose
en su imposibilidad autoflagelante, ya que la Cosa no puede ser
más que el fondo de la ausencia desde la que advienen los objetos
ante el sujeto, y donde el objeto no designa sino la huella de la
pérdida de las cosas en virtud de su fantasmatización. Aparecen
así las cosas representadas que, en su manifestación, nos mues-
tran aquello que es irrepresentable para el sujeto de la conciencia.
El artefacto freudiano que emerge producto de su analíti-
ca de la muerte provoca un nuevo giro crítico en la metafísica
subjetivista de la presencia, dejando de actuar por oposición a
la vida y pasando a ser parte estructurante de la misma. En otras
palabras, la muerte pierde su condición desapropiante en tanto
oposición, aspecto que se materializa a partir de la inclusión de
su tesis respecto a la compulsión a la repetición. En tal sentido
el psicoanalista vienés, si bien no abandona su tesis esencialista
sobre el sujeto, logra subvertir la lógica inscrita en la metafísica
de la presencia al consignar que lo inorgánico se constituye como
lo originario. Esta inversión de los conceptos freudianos, a juicio
de Derrida, permitirá reconducir la mirada desde una teoría neu-
rológica de la memoria hacia una teoría de la huella, del archivo
y de la escritura45:
91
Mediante la insistencia de su inversión metafórica, vuelve enigmá-
tico, por el contrario, aquello que se cree conocer bajo el nombre
de escritura […] el contenido de lo psíquico será representado por
un texto en esencia irreductiblemente gráfico. La estructura del
aparato psíquico será representada por una máquina de escribir46.
o de la incorporación, etc., silencios que trabajan con otros tantos rastros un corpus del
que aparecen ‘ausentes’”. Derrida, La tarjeta postal, 337.
46 Derrida, La escritura y la diferencia, 275.
47 Derrida, La escritura y la diferencia, 278-279.
92
una demora constitutiva que remite a un no-origen originario. La
vida sería, en sí misma, este diferir basado en una reproducción
de sentido constituido por retardo, a destiempo. Este retardo
o différance a la que se refiere Derrida da cuenta de una cierta
economía ligada a la escritura. Esta escritura debe entenderse en
un sentido singular, como aquella que determina tanto el habla
como lo escrito, excediendo dicha oposición. Esta palabra, que
en sus raíces idiomáticas conserva un cierto juego con la palabra
diferencia, es la que habilita la existencia de estructuras de dife-
rencias, a la manera de un cierto Orden discursivo que habilita la
existencia de múltiples órdenes.
La différance, al no oírse y permanecer silenciosa, funcio-
na como una tumba en esta estructura sepulcral –oikevis–. Una
tumba que no se puede ni siquiera hacer resonar, pero que per-
mite que se estructure un lenguaje fonético como únicamente
fonético48. Por lo tanto, esta noción invoca a pensar desde un
nuevo registro que se resiste a la oposición entre lo sensible e
inteligible: elemento constitutivo que cuestiona el principio del
derecho –arkhé–, como aquel que intenta proveer un sentido úl-
timo, es decir, que permite pensar la diferencia entre palabra y
escritura49. De modo que se pueden esbozar algunas similitudes
48 Cf. Jacques Derrida, Márgenes de la Filosofía. Madrid: Editorial Cátedra, 1994, 40 y ss.
49 La palabra différance, Derrida la define como “el movimiento según el cual la lengua,
o todo código, todo sistema de repeticiones en general se constituye ‘históricamente’
como entramado de diferencias. ‘Se constituye’, ‘se produce’, ‘se crea’, ‘movimiento’,
‘históricamente’, etc., se deben entender más allá de la lengua metafísica en la que se
han trazado con todas sus implicaciones. Sería necesario mostrar por qué los conceptos
de producción, como los de constitución y de historia, son desde este punto de vista
cómplices del que aquí ponemos en cuestión, pero esto me llevaría hoy demasiado
lejos –hacia la teoría de la representación del ‘círculo’– […] La diferancia es lo que
hace que el movimiento de la significación no sea posible más que si cada elemento
llamado ‘presente’, que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con otra cosa,
guardando en sí la marca del elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca de
su relación con el elemento futuro, […], y constituyendo lo que se llama el presente
por esta misma relación con lo que él no es: no es absolutamente, es decir, ni siquiera
un pasado o un futuro como presentes modificados”. Derrida, Márgenes de la Filosofía,
47-48.
93
entre la constitución psíquica inconsciente freudiana y la diffé-
rance derridiana, entendiendo este último como un movimiento
originario, sin origen, de índole distinto al de la metafísica de
la presencia. Sería un momento marcado por un diferimiento,
que permite repensar las categorías espacio-temporales del pen-
samiento como producidas en intervalos móviles y que, en su
intento de re-conocerse identitariamente, se van configurando
en torno a diversas formas de desencaje, al tiempo que posibilitan
la construcción imaginaria del sujeto sustancial en falta. Según
Sloterdijk,
94
condición epistemológica, en Freud la libertad de la voluntad re-
mite a la adquisición del signo lingüístico de la negación51. Esto
habría permitido proyectar la nueva lectura freudiana vinculada
al descentramiento del yo consciente, quedando este relegado a
una función suplementaria cuyo único logro ha sido el de gene-
rar una concesión económica con el principio del placer. La po-
sibilidad de repetir lo que en un registro puede ser displacentero
(a saber, el síntoma para el yo), constituye la ganancia del registro
inconsciente del ello y, si se quiere, la posibilidad de la metafísica
de la presencia.
Habiendo manifestado esta mentada imposibilidad, se coli-
ge que el sujeto emerge en tanto no puede asir su propia pérdida.
En otras palabras, su condición de posibilidad subjetiva reside en
no poder representarse jamás la condición misma de ser sujeto.
Esta dimensión pre-subjetiva es la de la existencia. En otras pala-
bras, la cuestión radicaría en consignar un punto de crisis, desde
el que se hace manifiesto el hecho de que el recuerdo no puede
traer hacer presente la condición que lo posibilita, de modo que
la repetición provoca el efecto paradójico de significación de una
presencia a partir del retorno de una ausencia radical. En esta
línea, la crisis de la subjetividad moderna revelada por el psicoa-
nálisis permite entender que obedece a una estrategia general de
constitución del sujeto, como modo de apropiación de la negati-
vidad y administración de la escisión, a partir de un inconsciente
inaccesible, es decir, nunca antes reprimido.
51 Cf. Eecke, Denial, Negation, and the Forces of the Negative, 3 y ss.
95
para la tradición de pensamiento moderno de corte subjetivista.
Atrás han quedado las certezas inscritas por el cogito de la duda
cartesiana y todos sus derivados. Freud, como pensador de la
actualidad, logró poner en entredicho la positividad con la que
la conciencia había ejercido su espacio de influencia dentro del
nuevo marco epistémico. En adelante el sujeto se ve enfrentado
a una negatividad que forma parte de una dimensión cualitativa-
mente diferente: aquella sobre la que la razón se ve inhabilitada
para establecerse como opuesto. Esta fractura, que opera como
borde –interior– de exterioridad, dejará una huella imposible de
desconocer en todos aquellos pensadores contemporáneos que
han intentado, y aún intentan, descifrar las claves de la caja de
Pandora abierta por el psicoanálisis respecto de lo que significa la
experiencia humana.
No cabe duda de que una de las grandes referencias del
psicoanálisis post-freudiano ha sido Jacques Lacan, siendo el
responsable de toda una tradición de pensamiento que se ha
propuesto extender los límites del psicoanálisis más allá de sus
bases fundacionales. Se podría, en analogía al vínculo edípico,
pensar al psicoanalista francés como aquel primogénito que ha
dado muerte a su progenitor situándose en su lugar, a costa
de asumir la culpa impuesta por el mandato de la palabra del
padre, que obliga al pensamiento contemporáneo a preservar-
lo simbólicamente y abrirlo hacia nuevos horizontes de senti-
do, lo que habría asegurado la introducción del psicoanálisis a
espacios de discusión propiamente filosóficos52. Frente a esta
96
evidencia, el planteamiento lacaniano cobra la forma de un
metarrelato que pone a dialogar disciplinas que hilvanan pro-
blemáticas constitutivas de la experiencia humana. Esto último
tiene un carácter relevante, por cuanto se instituye como un
discurso bisagra en relación con la articulación del problema
de la construcción de la subjetividad humana, particularmente
a partir de la visibilización de una tensión dialéctica entre el
psicoanálisis y la tradición del pensamiento moderno53. Dicha
tensión pone en suspenso la claridad respecto a los recursos que
el hombre tiene para dar cuenta de sí mismo.
Teniendo presente lo anterior, Lacan viene a consolidar el es-
tatuto disruptivo del psicoanálisis en relación con el problema de
la subjetividad, toda vez que muestra los espacios vacíos y las con-
tradicciones existentes en la filosofía moderna y las ciencias asocia-
das, bajo el claro alero de la distinción fundamental impuesta por
el racionalismo cartesiano. En sus palabras, se trata de “librar nues-
tra noción de conciencia de toda hipoteca en cuanto a la aprehen-
sión del sujeto por sí mismo. Es un fenómeno no diré contingente
en relación con nuestra reducción del sujeto, sino heterotópico”54.
Claramente el potencial subversivo del psicoanálisis lacaniano está
historia intrincada, dividida, que atraviesa lo que Heidegger llama metafísica. Para La-
can la historia de la filosofía es conjuntamente la historia del ser y la del des-ser. Y como
en realidad esa conjunción es impensable, ella no construye realmente una historia.
De ello resulta que la relación de Lacan con la filosofía es más compleja que la de Hei-
degger. La relación de Heidegger es la de una historicidad. Lacan, por su lado, quiere
someter la filosofía a una prueba, la del acto analítico en sí”. Alain Badiou, “Lacan y la
Filosofía”, Conferencias en Brasil: ética, política, globalización. Buenos Aires: Ediciones
del Cifrado, 2006, 54.
53 Para Lacan, el inconsciente deviene de un proceso de articulación dialéctica inscrito
estructuralmente, lo que contraviene el principio de originariedad del inconsciente
freudiano, a saber, aquel que sostiene que es dicha instancia la que se encuentra a la
base del aparato psíquico: “Así pues, ónticamente, el inconsciente es lo evasivo, pero
logramos circunscribirlo en una estructura, una estructura temporal, de la que bien
puede decirse que, hasta ahora, nunca había sido articulada como tal”. Jacques Lacan,
El Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis [1964]. Buenos
Aires: Editorial Paidós, 1995, 40.
54 Jacques Lacan, El Seminario 2. El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica
[1954-1955]. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2008, 92.
97
dado por la inscripción de la marca del deseo, considerado como
el eje rector de la formación de la subjetividad humana. Es esta
la dimensión que determina el tránsito desde la condición de a-
sujeto, por las vías imaginarias de vinculación primordial con el
otro, hacia una posición subjetiva que le permite al ente humano
adoptar el carácter de deseante, marcando su devenir como sujeto
individual en un punto que le es siempre incómodo, a saber, el de
vincularse al mundo desde el espacio de la carencia y la falta inscri-
ta como huella en el inconsciente.
Es del todo relevante dicha cuestión puesto que, aunque
resuena una suerte de determinismo que hunde sus raíces en
la obra freudiana, este caso propone un giro singular, mediado
por la consideración de una sujeción vinculada a una exteriori-
dad emitida por el lenguaje y, subsidiariamente, por la cultura.
Es justamente la dimensión del deseo la que impone un modo
de interactuar particular del sujeto consigo mismo y con otros,
marcado por la fractura primordial y su caracterización especular
que permanentemente lo aleja por siempre de su anhelada verdad
fundamental. Esto supone una dificultad insondable al contras-
tar esta visión con el sistema fenomenológico hegeliano55 –que
98
también conjura la dimensión del deseo de reconocimiento en el
proceso de formación de la conciencia–56, toda vez que el sujeto
razonable de la conciencia no puede sino llegar a ser una imagen
esbozada sobre otra dentro de un plano fantasmático en relación
con el espejo57. Y esto se replica en el otro, quien a los ojos del
yo no puede ser más que la presencia de un objeto ausente, esto
es, un residuo discursivo de un objeto primordial reprimido. En
otras palabras, significa que cualquier otro, dentro del cautiverio
del lenguaje, cobra la función de objeto metonímico, es decir,
deviene significante sustituto de un gran significante primordial.
Ellos son los portadores de la falta constituyente que, paradóji-
camente, constituyen el único anclaje posible de vinculación del
sujeto.
Esta es la explicación de por qué el deseo aparece desvincu-
lado, o más bien, desvinculando la dualidad que emerge intuiti-
vamente en el marco del pensamiento de la identidad, anclado
en el clásico binomio sujeto-objeto. Para Lacan, el problema del
deseo da cuenta del,
99
De modo que la subversión que inscribe el deseo pasa por su
superación como mera satisfacción, es decir, como algo que se
dirime meramente en la satisfacción alcanzada en el objeto. Lo
que surge con la articulación del sujeto de deseo es la suspensión
de dichas categorías fijas y la adscripción a una lógica diacrónica
que escapa al orden de la realidad de la conciencia: aquella que
opera a partir de una interrogación fundamental, instaurando al
sujeto del lenguaje como alguien que es en tanto no sabe ni lo que
dice ni de lo que habla. Y que, además, en su actuar se difumina:
59 Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, 761.
100
tanto lo que posibilita la emergencia del sujeto como lo que lo
borra, considerando que los cortes producidos en el lenguaje se
estatuyen como fracturas u orificios en lo Real60.
Frente a este panorama ingrato, el sujeto, al no poder dar
cuenta de su deseo, debe mistificarse y atarse a un discurso de
apariencias imaginarias. El yo –je– del enunciado que se fija en
el orden del discurso, esconde cada vez más al sujeto de deseo.
Y esto va a constituir una objetivación imaginaria del sujeto, a
quien no le queda más que identificarse progresivamente con los
distintos representantes que le permitan actualizarse dentro de
su discurso61. Esta analítica del deseo propuesta por Lacan supo-
ne una base para plasmar un modelo de subjetividad anclado a
formaciones primarias que tendrán un profundo impacto en su
decurso psicofísico. Se aprecia en esta elucidación de la subjeti-
vidad humana un intento por incorporar la propuesta pulsional
freudiana y, al mismo tiempo, una necesidad inefable de desbor-
darla en sus límites, particularmente a través de la eliminación
de aquellos rastros económicos y genéticos que le sirvieron de
soporte al padre del psicoanálisis.
Para Freud la noción de deseo [Wunsch] se encuentra vin-
culada a una representación anticipada de un estado de satis-
facción, ligada a un proceso pulsional de carácter sexual, en que
la aparición de la percepción constituye su realización. Sería
aquella acción entendida como motor que determina el impulso
del sujeto dirigido hacia otro como partenaire de la satisfacción.
60 Desde esta perspectiva lo Real sería aquello que posee el todo, sin fracturas; lo indife-
renciable, por cuanto contendría la multiplicidad misma. Es el lenguaje inscrito en lo
simbólico lo que viene a fracturar el más allá de la distinción todo-nada que implica
este registro: “En otras palabras, el sujeto solo sobreviene Uno allí donde lo real –en
el sentido de lo infinitamente pleno– está afectado por una falta. Cambiemos los tér-
minos una vez más y digamos: si lo real es el lugar donde Todo es posible, el sujeto
del inconsciente nacerá precisamente allí donde se alce el obstáculo de un imposible”.
Juan David Nasio, Cinco lecciones sobre la Teoría de Jacques Lacan. Barcelona: Editorial
Gedisa, 1998, 102-103.
61 Cf. Dor, Introducción a la lectura de Lacan I, 139.
101
Dicha lectura presupone que la energía psíquica tiene su finali-
dad en la búsqueda de la felicidad pulsional absoluta. No obs-
tante, lo anterior se torna imposible ya que la primera experien-
cia de gratificación absoluta –el incesto– no es en ningún caso
replicable, por cuanto se encuentra sometida a los límites de la
represión primaria. Frente a esto, el deseo posee dos posibilida-
des de desplazamiento relativamente opuestas: por un lado la
descarga, siempre parcial frente a la limitación impuesta por el
filtro represivo (en los sueños, actos fallidos o lapsus); por otro la
retención energética, que mantendrá siempre elevados los niveles
de tensión interna. Lacan en esto será aún más radical al relevar el
elemento movilizador de la pulsión, separándolo de la necesidad
pulsional inmediata entendida como función biológica cuyo rol
se encuentra encadenado a las necesidades orgánicas básicas. Es
en esta perspectiva que introduce la noción de goce [Jouissance]62,
como aquello que en Freud estaría más allá del principio del pla-
cer, oponiéndose a él: “El término ‘goce’ expresa entonces per-
fectamente la satisfacción paradójica que el sujeto obtiene de su
síntoma o, para decirlo en otras palabras, el sufrimiento que de-
riva de su propia satisfacción”63.
Por lo tanto, el goce se encuentra marcado por la limitación
frente al dolor que supone su satisfacción. Esto muestra el pro-
blema de la renuncia obligada a partir de la inscripción signifi-
cante, impuesta por la función paterna a partir de la amenaza de
castración. Y como el goce siempre posee un carácter sexual, en la
102
medida que convoca el acto incestuoso como forma de placer ab-
soluto, derivará en la aparición de la pulsión de muerte, es decir,
aquella fuerza irresistible que moviliza al sujeto hacia el estado
inorgánico fundante como fuente de satisfacción primordial64.
De modo que el goce se engarza como un estado de tensión per-
manente e irrepresentable del que nada se puede saber. Mientras
que el placer tiene un correlato imaginario –el yo siente placer
en la medida que se reduce la tensión y se recupera el equilibro–,
el goce es una figura muda que se materializa como fuerza que
asegura la vida, pero en cuya materialización parcial están los
resabios de la muerte, es decir, del estar fuera de sí.
A su vez, la separación entre la pulsión y el deseo se refren-
da con el hipostasiamiento del Otro, es decir, mediante aquella
sombra simbólica sobre la que el sujeto emprende el camino del
reconocimiento imposible, en la medida que se encuentra con
toda una serie de obstáculos que le impiden su acceso directo a él
y, suplementariamente, sobre la que el sujeto puede reconocerse
como deseante, considerando que es el Otro quien dona las pa-
labras para desear. Parece ser, entonces, que entre deseo y goce
emerge una distinción mediada por la palabra, considerando que
el primero remite a la inscripción significante mientras que el
segundo hace las veces de estado prelingüístico arcaico, anarchi-
vístico. El deseo, aunque también se mantiene insatisfecho por la
sencilla razón de que hay palabras, se enarbola como testimonio
de la constitución de una falta rodeada de subjetividad. Hay en
esto,
64 Cf. Néstor Braunstein, El goce. Un concepto lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI Edito-
res, 2006, 52 y ss.
103
sin embargo soñado, lo mejor es no cesar de desear y contentarse
con sustitutos y pantallas, con síntomas y con fantasmas65.
104
se sostiene en su carácter inasible, es decir, como espacio que,
para asegurar la vida biológica, debe en todo momento sustraerse
al sujeto, aun si esto implica atentar contra la voluntad de una
conciencia que no puede codificar los tránsitos del deseo incons-
ciente. Es por esto que la racionalidad, en tanto recubrimiento
imaginario de lo real, se ve sobrepasada por esta categoría, ya que
su lógica no logra vislumbrar la necesidad de la distancia ni, por
decirlo de algún modo, la distancia misma. Esto mismo hace
patente el marcado carácter contradictorio del deseo: si este se
inscribe como tal a partir de la incrustación de orden simbólico,
es la Ley la que circunscribe esta dimensión. Pero esto a su vez
enuncia su carácter aporético, por cuanto solo emerge en su con-
dición de prohibición, es decir, como Ley del Deseo. En suma, el
puro deseo será aquello que nos pone en riesgo vital:
105
Entonces, la salida que ofrece este nuevo drama, es censurar la
verdad del deseo […] El sujeto, por el hecho de articular su de-
manda, es tomado por un discurso del que no puede hacer que no
sea, él mismo, hilván en tanto agente de la enunciación, porque
no puede renunciar allí sin este enunciado, puesto que es borrarse
completamente como sujeto que sabe de lo que se trata68.
106
Con esto se logra atisbar que la dialéctica del deseo –desapari-
ción/satisfacción– se encuentra inscrita en una dialéctica de la
falta o, en otras palabras, que no existe el deseo sin el reconoci-
miento de una afanasis, una desaparición del deseo que remite al
artilugio de cesar de existir y que constantemente hace acto de
presencia:
107
cuanto que lo que hacen surgir es la muerte –la muerte como
significante y solo como significante–71.
108
de relación del sujeto al significante que proscribe la posibilidad
de alcanzar el objeto como tal: “Una cierta relación específica con
una coyuntura imaginaria en su esencia, a, no el objeto de deseo,
sino el objeto en el deseo”73.
Lo que acá se especifica es el punto de relación entre el sujeto
y el objeto mediado por el deseo. El objeto cumple la función
de soporte, de refracción del deseo para que este no se extinga, a
costa de que el sujeto se torne innombrable y se desvanezca; en
todo momento el sujeto requerirá de algo, del otro, para cortar la
relación de deseo al Otro: una defensa que lo proteja de sí mismo
contra el deseo mismo. Representa así una presencia que revela
la angustia de su desaparición, lo ominoso, en la relación con el
objeto:
109
como otro”75. Lo dicho alude a la fractura ontológica del sujeto
que nos expone a una paradoja fundamental: la esencia remite
a un fondo vacío que, en tanto moviliza al sujeto hacia su des-
velamiento, demuestra su efectividad en la medida que se torna
progresivamente inaccesible. Esto se hace claro a partir de la im-
portancia que adquiere el inconsciente como núcleo central de
la subjetividad. Será esta la incrustación de un nuevo continente
en el sujeto que lo aleja de su certeza de sí y lo lleva a actuar de
maneras misteriosas, llegando, incluso, a disolverse en su cruzada
por encontrarse bajo la premisa de una igualdad consigo mismo.
Desde este punto de vista pierde sentido la reflexión sobre la
centralidad del hombre como báscula de todas las cosas, ya que
aloja en su ser este sentido de extrañeza que dista de resolverse
en función de un yo empírico con capacidad representacional.
De modo que la trampa metafísica del sujeto para consigo mis-
mo sería su desconocimiento respecto del núcleo constituyente
imaginario de su identidad espacial. Dicha identidad debe enten-
derse en adelante como un efecto de producción, cuyo momento
primero podría rastrearse a un punto específico en la historia de
su acaecer psíquico subjetivo. A partir del problema que supone
la esencialidad de la identidad en la relación sujeto-objeto, Lacan
intenta dar cuenta de los baches e inconsistencias que exhibe el
sujeto de la filosofía moderna al desconocer su correspondencia
con el orden significante. De esto se desprende la imposibilidad
de inducir el yo soy del yo pienso, dado que para que esto ocurra
es fundamental que el sujeto se identifique previamente con el
significante yo pienso:
El otro modo, que es el que nos lleva más cerca del paso cartesia-
no, es percatarnos justamente del carácter, hablando con propie-
dad, desvaneciente de ese je {yo}, hacernos ver que el verdadero
110
sentido del primer paso cartesiano es articularse como un yo pienso
y yo no soy {je pense et je ne suis}76.
111
los que el sujeto adquiere progresivamente los rasgos con los que
se identifica. Desde esta perspectiva, el estatuto de la identifica-
ción para el padre del psicoanálisis tuvo que ver con los procesos
formadores y normalizadores que posibilitan la construcción de
una personalidad normal. Para Freud dicha capacidad proviene
del inconsciente primario, consignando que las condiciones de
posibilidad de las identificaciones sociales se encuentran supe-
ditadas a las formas de resolución del conflicto edípico. Es por
esto que llega a conceptualizar la identificación como el historial
de identificaciones del sujeto, considerando que dicho historial
va más allá de las condiciones filogenéticas y biográficas, relevan-
do así un origen mítico del inconsciente que, paradójicamen-
te, deviene a-histórico. En cambio, para Lacan la identificación
primaria con el propio-ser se desplaza a otro momento, la fase
del espejo. Esta identificación no nace del inconsciente –porque
para Lacan no hay un inconsciente anterior al lenguaje–, sino
más bien de reflejos imaginarios79. De modo que lo que marca la
diferencia entre ambos, remite al lugar que ocupan los otros en
relación con la invocación imperiosa que tiene el sujeto para dar
cuenta de sí mismo.
Freud hizo de la adscripción pulsional el centro de su teo-
ría, ocupando los otros un lugar fundamental dentro del cauce
del amor80, al permitir al sujeto resolver, al menos parcialmente,
su digresión libidinal a través de la investidura del yo hacia los
79 Cf. Anthony Elliot, Teoría social y psicoanálisis en transición. Sujeto y sociedad de Freud
a Kristeva. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1995, 174.
80 El psicoanálisis freudiano conjura la función del amor como fundamental para el desa-
rrollo de la vida psíquica y su interacción con las formaciones culturales que emergen,
a partir del desplazamiento pulsional, producto de la lucha del individuo con su en-
torno. Serían, por decirlo de algún modo, las transformaciones que debería tolerar el
sujeto para devenir en un ser social a partir de la regulación de los vínculos recíprocos.
Recordamos, respecto de los destinos de la pulsión, el amor sexual genital, orientado al
vínculo amoroso que permitirá la preservación de la especie bajo el régimen monogá-
mico, y el amor por meta inhibida, que lleva a la configuración de fraternidades que se
ordenarán en torno a actividades productivas y productoras de desarrollos culturales.
Cf. Sigmund Freud, “El malestar en la cultura” [1930]. Obras completas, vol. XXI, El
112
objetos. El otro, desde esta perspectiva, es aquel objeto supleto-
rio que posee determinados rasgos del objeto primordial perdi-
do pero que nunca es capaz de reemplazarlo completamente. Es
por esto que para Freud la identificación y la elección de objeto
cobran un carácter diferencial: será la identificación primordial
con el objeto la que permitirá, a la postre, realizar una elección
objetal –narcisista o anaclítica–, según sea el caso.
En cambio, para Lacan el asunto es diferente. La identifica-
ción implica asumir que el objeto cumple un rol primordial en
el proceso de constitución subjetiva, por cuanto el ente, aún no
conformado como yo [moi], se identifica con la cosa que consti-
tuye la causa de su emergencia. Es decir, para que logre emerger
el yo naciente alienado es necesario que se introduzca el otro;
pero no solo eso, sino que además se requiere que aquella intro-
misión se mantenga inaccesible para el yo. Esta precomprensión
le obligará a Lacan a especificar las diferencias que emergen entre
los distintos registros psíquicos en torno a la identificación. En la
primera etapa de su obra señalará que todas las identificaciones
son imaginarias, aun considerando que el inconsciente no se en-
cuentra erigido. Son estas identificaciones imaginarias primarias
las que, en términos retroactivos, se inscriben en el inconsciente
evocando la emergencia del mismo:
113
de identificación para el devenir del sujeto, pero entendiendo
que lo que constituye la posibilidad de identificar no es el otro
como tal –la madre o el padre–, sino aquellos residuos o depó-
sitos que perviven en el infante como insatisfacciones y deseos
insatisfechos.
Esto supone que el problema de la identificación no se re-
suelve entre un interior y un exterior –introyección/proyección–,
sino como un efecto de exterioridad –un exterior interiorizante–,
en que lo que conforma ese resto no es más que una imagen que
determina la relación del sujeto a su inconsciente, aun conside-
rando que este se constituye en relación con el deseo parental82.
Solo en una segunda etapa el psicoanalista francés realizará la
distinción fundamental entre estas identificaciones imaginarias
primarias y las identificaciones que sirven para la normalización
del devenir subjetivo. En esto, la identificación materna se sigue
sosteniendo dentro del registro imaginario frente al estatuto del
deseo del otro que este incorpora –a partir del falo–; por su par-
te, la identificación secundaria refiere a la adscripción simbólica
que lleva la insignia de la ley paterna, que permite el tránsito y
la salida del estadio edípico, teniendo como efecto adicional la
emergencia del ideal del yo a partir de la prohibición del incesto.
En una tercera y definitiva etapa, Lacan llegará a la conclu-
sión de que se ama a alguien que porta el rasgo del objeto amado
perdido, siendo el sujeto el portador de los objetos amados y per-
didos en el devenir vital. A esto se refiere con la noción de rasgo
unario83: es aquello que habilita el deseo del encuentro con otro,
pero de una forma particular, a saber, fundando la posibilidad de
un otro. Y, curiosamente, esta postura demuestra la preeminen-
cia que tiene el sujeto frente al objeto, en este caso, otro semejante,
aunque, a diferencia del esquema racional subjetivista, el prota-
gonismo se encuentra en lo que hay de fractura, lo que permite
114
pensar que el Yo [Moi] no es conciencia clara ni transparente.
Así se refrenda la implosión del principio dual sobre el que opera
toda la tradición del pensamiento moderno: el sujeto no puede
ser la contracara del objeto; el sujeto se encuentra determinado
por una diferencia interna que lo pone en una posición de alte-
ridad radical frente a cualquier otro, quien, a su vez, no puede
ser más que una superficie reflejante de una diferencia externa
proyectada ad infinitum y enaltecida por el Otro. Será esto lo que
le permitirá enunciar al psicoanalista la polémica aseveración: la
relación sexual no existe.
Lo particular de este elemento es el rechazo absoluto a in-
vocar un principio identitario de semejanza, siendo la presencia
plena del significante la que, en cuanto tal, opera como soporte
de la diferencia, considerando que su carácter fundamental es
el de ser lo que otros no son. Esto le permite a Lacan aseverar
que el uno como tal es el Otro84, permitiendo trocar la sobera-
nía del pensamiento de la identidad por la de la identificación.
En sus palabras, “el Uno se presenta entonces como una entidad
que, en apariencia, solo puede ser designada como la estructura
de la diferencia como tal”85; y donde el Uno, a pesar de que in-
voca un principio de unificación imaginaria, en todo momento
se encuentra determinado por el soporte del trazo unario como
principio significante de la oposición que mantienen entre sí los
significantes en la cadena del discurso, es decir, como pura dife-
rencia. De modo que la identidad plena no podría ser sino un
efecto de inmediatez que se consolida como una condición pa-
tológica –paranoica– frente a la falta de organización del proceso
significante.
Por lo tanto, el único medio que tiene el sujeto para adquirir
una identidad estable es a través de la aceptación de las leyes del
lenguaje, transformándose en una suerte de efecto del significante
115
cuyo impacto comporta un efecto ilusorio de alcanzar el signifi-
cado, y donde solo podría encontrar, paradójicamente, su identi-
dad en el otro. Es desde ahí, desde el orden significante, y no a la
inversa, que brota la posibilidad de unificación de la significación
que, por supuesto, no puede ser más que una ilusión. Lo anterior
tiene que ver con la mentada ausencia de familiaridad entre el
nombre y lo nombrado.
En definitiva, la identidad se puede comprender como el
resultado de una idealización narcisista en que la propia imagen
pasa a cumplir la función de objeto. Hay, en el fondo de este
planteamiento, una alusión a una imposibilidad de identidad
tanto en el nivel simbólico como en el imaginario:
Es bajo esta consigna que el sujeto intentará saldar esta falla re-
presentacional a partir de constantes actos de identificación, es
86 Yannis Stavrakakis, Lacan y lo político. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2007, 55.
87 Stavrakakis, Lacan y lo político, 62.
116
decir, a partir de infructuosos intentos de representarse a sí mis-
mo:
117
CAPÍTULO III
LA ‹‹BANDA DE MÖBIUS›› DE LA
SUBJETIVIDAD FOUCAULTEANA: EL HIATO
DEL PODER, ENTRE EL SABER Y LA VERDAD
SOBRE UNO MISMO
Así, pues, creo que no hay que concebir al individuo como una
especie de núcleo elemental, átomo primitivo, materia múltiple
e inerte sobre la que se aplica y contra la que golpea el poder,
que somete a los individuos o los quiebra. En realidad, uno
de los efectos primeros del poder es precisamente hacer que un
cuerpo, unos gestos, unos discursos, unos deseos, se identifiquen
y constituyan como individuos. Vale decir que el individuo no
es quien está enfrente del poder; es creo, uno de sus efectos pri-
meros. El individuo es un efecto del poder y, al mismo tiempo,
en la medida misma en que lo es, es su relevo: el poder transita
por el individuo que ha constituido.
Michel Foucault
119
europea a partir del siglo XVI– puede estarse seguro de que el
hombre es una invención reciente1.
120
de reglas que hace posible unas prácticas discursivas, que “dan
lugar a figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente
a sistemas formalizados”4. Lo planteado queda muy bien refle-
jado si se retoma la pregunta por los límites del pensamiento o,
dicho de otra forma, a los motivos de por qué hay cosas que son
imposibles de pensar en una época determinada. La respuesta
pasaría, inefablemente, por los a priori históricos a partir de los
que se fundan las relaciones, las teorías y se legitiman determina-
dos órdenes. Bajo este prisma, son las leyes interiores de las cosas
las que suponen la prefiguración de un pensamiento configurado
en términos de identidades y diferencias. Por tanto, este análisis
crítico centraría la mirada en las condiciones que sostienen un
“Orden”5, que a su vez anuncia el devenir de los órdenes parti-
culares.
Sería la arqueología6 enfocada en su objeto, el archivo, aque-
lla metodología centrada en dilucidar los elementos que han sido
acondicionados a las palabras y sus enunciados, es decir, aquellas
configuraciones normativas que habrían determinado un pacto
de unión entre significantes y significados, poniéndolos en una
121
relación de sentido con intención de universalidad. El archivo,
desde esta perspectiva, sería:
122
permite que se constituyan determinadas relaciones de sentido
en una repartición discursiva específica, como por ejemplo las
teorías, proposiciones y lenguas:
123
analizando el juego específico de sus apariciones y sus sistemas
de dispersión. Es decir,
124
fueron a la vez capacitados y gobernados por su organización den-
tro de un campo tecnológico12.
12 Nikolas Rose, “Identidad, genealogía, historia”. Stuart Hall y Paul du Gay (comp.)
Cuestiones de Identidad Cultural Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2011, 221-222.
13 Morey, “Prólogo a Tecnologías del Yo”, 321.
125
que determinan el establecimiento de una relación con el pensa-
miento que se actualiza permanentemente en nuevos “adentros”
y “afueras” que se van superponiendo, es decir, que incorporan
sin totalizar e internalizan sin unificar. En el decir de Deleuze, “el
afuera no es un límite petrificado, sino una materia cambiante
animada de movimientos peristálticos, de pliegues y plegamien-
tos que constituyen el adentro: no otra cosa que el afuera, sino
exactamente el adentro del afuera”14.
En segundo lugar, el ejercicio del saber reside menos en en-
contrar una verdad esencial que en reconocer las determinacio-
nes discursivas de aquello que se está auscultando. Ya lo habría
planteado Nietzsche a propósito de su crítica a la idea de tránsito
o búsqueda de la verdad dentro del esquema del conocimiento
moderno:
126
por la disposición hacia una cierta relación del sujeto consigo
mismo que estaría dada por una organización particular:
127
de dichos elementos en agrupaciones generales y abstractas que
trascienden los ámbitos disciplinares particulares, pero que, a su
vez, los determinan de un modo sagital. Es, en definitiva, el re-
alce de aquellas transformaciones en las condiciones del saber lo
que permitirá, a la postre, hacer del individuo un objeto de la
experiencia científico-clínica.
128
una delimitación reglamentaria referida a las condiciones de
posibilidad de su enunciación20.
Interesado en el desarrollo histórico de las condiciones de
posibilidad de los modos de pensamiento, Foucault propone el
poder como elemento fundamental dentro de la ecuación. Para
lograr dicho cometido recurre a la genealogía nietzscheana21, res-
catando su potencial como herramienta analítica que permite li-
brarse de supuestos que empujan a representar la existencia a par-
tir de una referencia originaria y fundacional. Dicha herramienta
dirige su mirada sobre las estrategias productoras de conocimien-
to en su relación con mecanismos coercitivos que operan a partir
de la manifestación de determinados regímenes de visibilidad y
naturalización concomitante de saberes, cuya caracterización for-
mal tendería a desconocer los complejos interpretativos y modos
de fabricación de verdades en ellos contenidos. De este modo, la
genealogía tiene la pretensión de estudiar los aconteceres locales
que se constituyen como saberes discontinuos y descalificados.
20 En esto notamos el gesto crítico foucaulteano, al más puro estilo kantiano, al reconocer
que el espacio inaugurado por la episteme moderna es justamente el de reconocer el
impacto de una nueva lectura del quiebre entre el hombre y las cosas, aludiendo a un
nuevo espacio de inscripción que delimita el conocimiento como aquel resultado de la
relación entre el hombre y sus representaciones, una suerte de mecanismo de mirada
que contiene en sí sus propias posibilidades. Y, en esta misma línea, el conocimiento
antropológico se dirimiría en una doble conciencia del yo –como Yo Puro y yo objeto–
mediada por una acción práctica, es decir, de la libertad. Así entendido, el énfasis de
la acción debe estar puesto en las formas posibles de observación de sí –una acción
del Uno (trascendental) sobre el uno (fenoménico)–, es decir, como autoafección. Cf.
Foucault, Una lectura de Kant, 54-55; Fimiani, Foucault y Kant, 88 y ss.
21 La genealogía debe ser entendida, en este contexto, como una herramienta o método
que en ningún modo supone un corpus integrado de conocimientos que deben ser
puestos en práctica para la obtención de un saber a partir de un juego de identidades y
diferencias: “Llamamos genealogía al acoplamiento de los conocimientos eruditos y de
las memorias locales que permite la constitución de un saber histórico de la lucha y la
utilización de ese saber en las tácticas actuales […] La genealogía sería, pues, oposición
a los proyectos de una inscripción de los saberes en la jerarquía del poder propia de la
ciencia, una especie de tentativa para liberar a los saberes históricos del sometimiento,
es decir, hacerlos capaces de oposición y lucha contra la coacción de un discurso teó-
rico, unitario, formal y científico”. Michel Foucault, Microfísica del poder. Barcelona:
Editorial La Piqueta, 1978, 130-131.
129
Esto implica asumir que el saber no es algo dado de manera na-
tural, sino que se configura en base a determinados sistemas de
jerarquización y diferenciación, teniendo como resultado el ase-
guramiento productivo de una historia totalitaria, integrada y
homogénea:
130
de una disputa, transformándose así en un efecto de fuerzas, una
violencia infligida hacia las cosas a partir del conocimiento de las
mismas, un efecto de superficie24.
No es que la relación al conocimiento dentro del mentado
esquema S-O moderno se encuentre velada al sujeto, sino que
el mismo conocimiento, en su relación de arbitrariedad con las
cosas, constituye su sujeto, poniendo al hombre dentro de una
relación estratégica o de distancia funcional respecto del mismo.
Por lo tanto, el conocimiento es el resultado sustancial de la lu-
cha por la legitimación de una determinada taxonomía inter-
pretativo-formal, una hegemonía hermenéutica25 ya contenida en
ella misma, que a su vez impone configuraciones normativas que
aseguran determinadas formas de subjetividad.
La propuesta nietzscheana, retomada por Foucault, se centra
en demostrar cómo operan las estrategias de dominación dentro
de una relación ineludible de saber-poder con efectos de realidad
24 Recordemos aquel pasaje en que Nietzsche hace notar de manera prolífica aquella con-
cepción de la soberbia humana que habrá de resultar en la idea de conocimiento. Ya
en esto deja notar que lo que hay detrás del conocimiento dista de ser una relación
tranquila y armoniosa con el mundo. Sería, más bien, una suerte de impulso de do-
minación que constituye la base de las posibilidades del saber del hombre: “En algún
apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas so-
lares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimien-
to. Fue el minuto más altanero y falaz de la ‘Historia Universal’: pero, a fin de cuentas,
solo un minuto […] Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no
habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y
arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturale-
za”. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, 17.
25 Con este concepto, que claramente nos aproxima a la noción de hegemonía gramscia-
na, Foucault hace referencia al modo en que una cultura solo puede ser comprendida
como un espacio de lucha de fuerzas que combaten por el control del campo simbó-
lico de las interpretaciones, entendiendo que quienes poseen el control serán aquellos
encargados de definir las lógicas de sentido de las identidades colectivas. Nos dirá que
“el conflicto de interpretaciones pone en escena también, entonces, una lógica de la
producción de subjetividades que no están definidas ni a priori ni confirmadas a pos-
teriori. Aquellas ‘identidades’ no son tales, en tanto no existen nunca sujetos sociales
plenamente constituidos y ‘completos’, sino justamente un proceso de retotalización
permanente que se define en los avatares de la lucha por las hegemonías hermenéuti-
cas”. Michel Foucault “Marx, Freud, Nietzsche”, Obras esenciales, 15.
131
material. En otras palabras, busca analizar los juegos de verdad
que fijan al sujeto a una configuración estable con una identidad
inmóvil e incuestionable incrustada en el cuerpo. De esta manera
se hace posible comprender cómo el sujeto es producido por una
serie de tecnologías que lo constituyen a través de un ejercicio de
división y modelamiento. Esto implica necesariamente dejar de
entender el cuerpo como algo cuya exclusividad está supeditada
a un conjunto de leyes fisiológico-orgánicas atemporales, sujeto a
las leyes de una naturaleza precedente, y situarlo como una con-
figuración cartográfica inscrita en y por la historia26. Esto quiere
decir, lisa y llanamente, que no existe posibilidad de hablar de un
sujeto sino a partir de su inscripción dentro de un determinado
régimen de enunciados, aun cuando este pueda ser el del orden
del saber natural biológico del hombre27.
Como se ha hecho notar, la genealogía busca dejar en evi-
dencia la contingencia respecto a lo que se sostiene como univer-
sal, verdadero e indiscutible. Es decir, rompe con la historia en
su sentido unitario a partir de la fractura de la noción ontológica
de origen [Ursprung], reemplazándola por un origen diferente, o
más bien, desplazando el problema hacia la cuestión del comien-
zo como invención [Erfindung]28; es decir, en tanto producción
132
resultante de una relación diferencial entre dominación y servi-
dumbre29:
La traducción de lo anterior es lo que Nietzsche anuncia
como la voluntad de poder, es decir, un principio de fuerza que
moviliza al ser humano en su condición de especie:
29 Foucault recurrirá a la cuestión del “acontecimiento” para explicar esta relación pro-
puesta por Nietzsche, a partir de la noción de emergencia [entstehung]. En palabras
del pensador francés, “la genealogía restablece los diversos sistemas de sometimiento:
no la potencia anticipadora de un sentido, sino el juego azaroso de las dominaciones”.
Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia, 34.
30 Friedrich Nietzsche, La voluntad de poder. Madrid: Editorial EDAF, 2006, 461.
31 Lo anterior conecta con la noción de “restancia”, entendida como una resistencia que
se juega en la escritura respecto del proceso de totalización y del logos a través del
impulso de semantización –y domesticación–. Cf. Jacques Derrida, La diseminación.
Madrid: Ediciones du Seuil, 1997, 42. Ligado a lo que se ha comentado, se podría
pensar en una superposición de la textualidad de la vida –la explicación y delimitación
fisiológica de la razón–, cuya enunciación presupone una doble faz producto de su
efecto de inapropiabilidad, siendo esto último lo que vendría a destacarse en el caso de
Nietzsche.
32 Deleuze propone la particularidad del término “voluntad” en la narrativa nietzscheana
como aquel elemento residual que emerge de la relación entre fuerzas en pugna: “La
voluntad podría definirse en Nietzsche como el elemento diferencial por el cual una
fuerza se relaciona con otra ya sea para obedecer, ya sea para mandar”. Gilles Deleuze,
El poder. Curso sobre Foucault. Tomo II. Buenos Aires: Editorial Cactus, 2014, 67.
133
En síntesis, la crítica nietzscheana sobre los discursos moder-
nos muestra cómo estos se consolidaron a partir de una voluntad
que impuso una narrativa continua y universal, logrando instau-
rar una –la– historia del sentido. Esta propuesta confrontacional
con la verdad parece proyectarse sobre el vínculo de legitimación
existente entre pensamiento y lenguaje, es decir, hacia el sistema
de signos que constantemente olvidan su carácter arbitrario, es-
pecialmente en relación con la delimitación de criterios de inclu-
sión y exclusión que se presuponen como determinables a partir
de sus diferencias. Es por esto que Nietzsche busca deshacerse de
los principios de la razón que sostienen dichos vínculos, conside-
rando que estos constituyen la fuente nuclear del engaño inscrito
por el iluminismo33. Con esto buscó demostrar que el pensa-
miento moderno habría logrado fijar los instintos como opuestos
a la razón a partir de un enaltecimiento de la distinción entre el
hombre y animal, justificando así su intervención domesticadora
y cruel. Frente a lo anterior, dirá, se haría imperativo recurrir a
un olvido animal como dominio del arte sobre la vida, subvir-
tiendo, de esta manera, la gran ficción de la modernidad: la del
sujeto autoconsciente, reconociendo las posibilidades del arte de
la interpretación,
33 Derrida aclara este punto de la siguiente forma: “Esta operación de Nietzsche (gene-
ralización de la metaforicidad por la myse en abysme de una metáfora determinada)
no es posible más que corriendo el riesgo de la continuidad entre la metáfora y el
concepto, como entre animal y hombre, el instinto y el saber. Para que no se llegue
así a la deducción empirista del saber y a una ideología fantástica de la verdad, sería
necesario sin duda sustituir la oposición clásica (mantenida borrada) de la metáfora y
el concepto por otra articulación […] Deberá provocar un desplazamiento y toda una
reinscripción de los valores de ciencia y de verdad, es decir, también de algunos otros”.
Jacques Derrida, Márgenes de la Filosofía, 302.
134
una fuerza artística (kunsttrieb) y que en consecuencia la historio-
grafía debe ser entendida como un arte (Kunstwerk) dedicado a las
interpretaciones y no como una ciencia (Wissenschaft) preocupada
por la representación fáctica del pasado34.
135
Por otra parte, la genealogía concibe el poder desde el marco
de una analítica interpretativa, referida al modo en que funcio-
nan las cosas a nivel de sus procesos: de sometimiento de los
cuerpos, de modalidades en que estos se codifican y engranan
dentro de un espacio continuo de anticipación; de construcción
de sentido dentro de un esquema de rentabilidad particular a
partir de su operatividad37. De modo que, para Foucault, el cen-
tro del poder está situado en las formas y mecanismos que este
adopta, su relación con los saberes y las tecnologías que derivan
en formas de subjetivación de los individuos en contextos histó-
ricos puntuales. Lo anterior implica asumir el poder como una
relación entre fuerzas:
simbólico. Se podría declarar, quizás, que en el caso de Lacan se estatuye una especie de
ontología presubjetiva que le permite sustentar su sistema estructuralista.
37 Cf. Lanceros, Avatares del hombre: el pensamiento de Michel Foucault. Bilbao: Editorial
Biblioteca Universidad de Deusto, 1996, 159.
38 Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 65-66.
39 Michel Foucault, “El sujeto y el poder”, Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow (ed.),
Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica. Buenos Aires: Ediciones
Nueva Visión, 2001, 253.
136
discursivos que inscriben permanentemente a los individuos, sus
saberes y prácticas legitimadoras. En este sentido,
tiene que ser analizado como algo que circula, como algo que no
funciona sino en cadena […] se ejercita a partir de una organiza-
ción reticular. Transita transversalmente, y no remite exclusiva-
mente a los individuos […] El poder circula a través del individuo
que ha constituido40.
137
Hay en esto una cartografía de los mecanismos de poder
consistente en una delimitación dinámica de una topología cen-
trada en circuitos de inclusión/exclusión, alejada de los modos
convencionales de comprensión basados en el derecho (el im-
perio de la ley, el predominio del soberano o el acatamiento de
una norma). Desde esta perspectiva, el poder se ejerce mediante
una serie de dispositivos difusos43 que operan a nivel microfísico
sobre los procesos reales y cotidianos de los individuos, ejercién-
dose a través de diversos métodos y técnicas locales relativamente
autónomas que permiten conexiones sincrónicas con los proce-
dimientos institucionales en momentos históricos específicos.
Esta noción se corresponde con una serie de engranajes e instru-
mentos que se articulan desde registros heterogéneos, constitu-
yéndose como esenciales de otros múltiples tipos de relaciones
138
dentro de un espacio social determinado44. Con esto, Foucault
pretende comprender el poder en torno a una relación de inter-
dependencia de fuerzas. Es decir, el poder no se impone ni se
ejerce sobre un objeto o sujeto en particular, sino que su rentabi-
lidad se encuentra asociada a la injerencia sobre la acción de otro,
en términos de su posible impacto o influencia. Se debe conside-
rar en esto que el poder se resuelve entre materias no formadas y
funciones no formalizadas.
Huelga decir que esta diagramática del poder45 no se desa-
rrolla de manera continua ni lineal, lo que implica que existe un
solapamiento de fuerzas múltiples que devienen estrategias, cuyo
anclaje estaría dispuesto en torno a un punto espacio-temporal
particular. Existiría, entonces, una doble capilaridad del poder
que se proyecta en torno a puntos y líneas de fuga que se entre-
cruzan y superponen de manera dinámica dentro de un mismo
plano de regularidad, siendo los ordenamientos materiales legíti-
mos nada más que el resultado de las formas en que se disponen
las conexiones dentro de un modelo de visibilidad particular. El
carácter diferencial de esta comprensión del poder, respecto del
modelo de análisis tradicional, reside en su consideración como
elemento consustancial a todas las modalidades de experiencia
de los sujetos dentro de un espacio social particular. Por ejemplo,
Max Weber sitúa el poder como una capacidad dependiente de
la voluntad individual para lograr que otros actúen de una forma
deseable, aun cuando esto suponga un ejercicio de resistencia. En
139
este caso el esquema de la dominación incluye la traducción efec-
tiva del poder, es decir, la consideración de las diversas formas de
legitimación y de posible obediencia por parte de los dominados
(particularmente dentro de un régimen de gobierno específico),
transformándose el problema en un asunto de eficacia en el uso
–y potencial abuso– del poder en base al consentimiento46.
Es por esto que, para Weber, la cuestión consiste en deter-
minar los modos en que los poderes se transforman en formas
políticamente dominantes, entendiendo que la relación entre
mando y obediencia genera un ordenamiento que legitima una
normatividad particular de las conductas. De esta forma cobran
verosimilitud las tipologías puras de legitimidad –tradicional, le-
gal y carismática–47, como ejes clave para realizar una hermenéu-
tica comprensiva de las diversas formas de dominación dentro
de una lectura historiográfica que pretende ser válida y aplicable
en términos de sus matices y posibles interacciones. No obstan-
te, esta clasificación considera a priori que las relaciones entre
agentes –dominadores y dominados–, son el resultado de la de-
terminación material respecto de la tenencia o no de los medios
de producción y administración. Si este fuera el caso, el poder
entendido como cercano a la dominación se podría considerar
como diseminado por el espacio social siempre y cuando existiera
un ejercicio de repetición de formas que remiten al modelo im-
perante de un periodo histórico determinado.
En este sentido, la analítica foucaulteana del poder se pre-
senta como más radical que la anterior, por cuanto supone un
entramado de relaciones complejas que trascienden las parti-
cularidades individuales e institucionales, tanto de aquellos que
detentan el poder como de aquellos sobre los que se ejerce. De
modo que el poder en este caso daría cuenta de una configuración
46 Cf. Max Weber, Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. Madrid: Fondo
de Cultura Económica, 2002, 699.
47 Cf. Max Weber, El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1979, 85.
140
irremediablemente plural, alejada de aquellas lecturas histórico-
teleológicas que lo proponen exclusivamente desde la perspectiva
de la dominación, cuyas bases presupondrían un momento pre-
vio de libertad que habría sido cooptado por una serie de cir-
cunstancias48.
Parece necesario detenerse brevemente sobre esta cuestión
para comprender los modos de sinergia y divergencia respecto
del modelo del poder aquí establecido. En su acepción tradicio-
nal marxista (aunque no es la primera, sí es la más importante
en la historia del pensamiento occidental), la ideología puede en-
tenderse como el conjunto de representaciones e ideas a las que
los individuos adhieren de manera sustantiva, definidas desde sus
bases por la división social del trabajo.
Una primera objeción a la noción de ideología sería la forma
particular que dicho concepto adquiere dentro de un modelo
sustancial, asumiendo en él una suerte de “error por contraste” a
una verdad que se encuentra en el sujeto y que se resuelve en un
mundo dividido entre ilusión y realidad49. En otras palabras, esta
48 Esto remite a la disputa entre la lectura hobbesiana y kantiana respecto del poder en
tanto adscripción en el derecho político. Si para el primero se hace necesario ceder de
manera voluntaria una parte de la libertad –natural– y otorgársela al Estado monár-
quico con la finalidad de asegurar la supervivencia a partir de la asignación prescrita en
el contrato simbólico, para Kant no sería posible pensar en una libertad condicionada
como algo diferente a la ley universal del hombre, es decir, aquella asegurada por la
razón misma: “El derecho es la limitación de la libertad de cada uno a la condición de
su concordancia con la libertad de todos, en tanto que esta concordancia sea posible
según una ley universal; y el derecho público es el conjunto de leyes externas que hacen
posible tal concordancia sin excepción”. Immanuel Kant, “De la relación entre teoría y
práctica en el derecho político (Contra Hobbes)”. ¿Qué es la Ilustración? Y otros escritos
de ética, política y filosofía de la historia, ed. por Roberto R. Aramayo. Madrid: Alianza
Editorial, 2004, 205.
49 Foucault nos orienta, desde la radical particularidad de su pensamiento, hacia la con-
sideración del sujeto como un efecto de producción dentro de las mismas prácticas
sociales que lo presuponen como agente activo, es decir, como punto de origen a partir
del que se hace posible un conocimiento verdadero: “Mi objetivo será mostrarles cómo
las prácticas sociales pueden llegar a engendrar ámbitos de saber que no solamente
hacen aparecer nuevos objetos, conceptos nuevos, nuevas técnicas, sino que además en-
gendran formas totalmente nuevas de sujetos y de sujetos de conocimiento. El propio
141
concepción releva el lugar de una infraestructura que presupone
un determinado modo de organización de las configuraciones
normativas a partir de las relaciones de producción material. Al-
gunos pensadores del problema social han reconocido las limita-
ciones de la ideología marxista, aún sin renunciar a ella, al ver en
esta una lectura demasiado confinada a una racionalidad ilumi-
nista que desconoce sus posibles puntos de captura dentro de una
malla de representaciones. Destaca en esto el trabajo de Althusser,
quien, a partir de una perspectiva psicoanalítico-marxista, acuña
la noción de “Aparatos Ideológicos de Estado”, es decir, “un cier-
to número de realidades que se presentan al observador inme-
diato bajo la forma de instituciones distintas y especializadas”50.
Dichos aparatos funcionan de manera relativamente autónoma
y permiten, a partir de su formación ideológica, mantener la re-
producción de las relaciones de dominación comprendidas como
la sumisión de unas reglas de órdenes establecidos por el aparato
estatal, asegurando de esta forma su pervivencia. Lo que subsis-
te en la noción de reproducción contenida en estas formaciones
ideológicas tiene que ver con la determinación de mecanismos de
interpretación encargados de modelar las formas de significar la
realidad. Esto enseña que detrás de dichos aparatos existiría una
operación encubierta tendiente a la prescripción de determina-
dos modos de vida construidos y validados por aquellas agencias
institucionales que detentan el poder. El fuerte carácter naturali-
zante de la ideología implica un impacto efectivo sobre el sujeto,
en la medida que permite promover determinadas conductas sin
que los sujetos implicados sientan el influjo de la misma domi-
nación. De modo que Althusser intenta distanciarse respecto de
sujeto de conocimiento también tiene una historia, la relación del sujeto con el objeto
o, más claramente, la verdad misma tiene una historia”. Foucault, La verdad y las formas
jurídicas, 488.
50 Louis Althusser, “Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado” [1970]. Slavoj Žižek
(comp.) Ideología. Un mapa de la cuestión. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
2004, 125.
142
aquellas concepciones que consideran la ideología como una ba-
rrera divisoria que impone una lectura de la realidad configurada
en torno a verdades e ilusiones, intentado mostrar que lo ideo-
lógico es justamente la representación imaginaria que elabora el
sujeto respecto de sus condiciones de existencia reales51.
Lo anterior permite ampliar la comprensión respecto de la
ideología, toda vez que ella opera a nivel del pensamiento repre-
sentativo del sujeto sobre sí, considerando como fundamental
las condiciones histórico-sociales que lo determinan y que guían
su actuar de acuerdo a los intereses de las clases dominantes. En
palabras de Althusser:
51 Esta noción tiene sus claras influencias provenientes del psicoanálisis. Althusser con-
sidera que el gesto inaugural del padre del psicoanálisis, y su categorización científica
en Lacan, tienen un alto impacto en el problema de la ideología. Por un lado, a partir
del gesto de negación de la centralidad del yo y, por otro, a partir de la influencia de las
formaciones ideológicas del reconocimiento del yo entendido como formación pura-
mente imaginaria, es decir, como espacio de desconocimiento que es formado a partir
de un régimen de delimitación especular por parte de la ideología. Cf. Louis Althusser,
Escritos sobre psicoanálisis. Freud y Lacan. México D.F.: Siglo XXI Editores, 1996, 47.
52 Althusser, Escritos sobre psicoanálisis, 143.
143
En consecuencia, el individuo es estructurado a través del discurso
ideológico para reconocerse como un ‘sujeto’: una identidad cons-
truida sobre la base de influjos sociales como los de clase, raza,
nacionalismo, etc. Así, la ideología construye un mapa imaginario
del sujeto en el interior de la sociedad53.
144
Con lo dicho queda claro que las nociones de dominación
e ideología, aunque aclaradoras y ricas en algunos aspectos, con-
tienen ciertas limitaciones para explicar el amplio espectro de
formas y modalidades en que el poder funciona dentro de un
espacio social determinado. Especialmente si se comprende que
lo que está en juego es un determinado régimen de enunciación
ligado a una serie de elementos que sobrepasan los límites im-
puestos por una institucionalidad política contingente. Sería ne-
cesario considerar, por contra, la importancia de la multiplicidad
de formas que cobran los modos de afección del poder, enten-
diendo que de ninguna manera podrían establecerse como ema-
nando exclusivamente de un lugar centralizado y/o diseminado
en instituciones articuladas en torno a él. En el decir de Foucault:
145
fuertemente universalizante, el caso de la potencia efectiva del
poder en Foucault residiría en su carácter paradójico: univer-
salmente particularizante. Sin embargo, a pesar de que se hace
posible reconocer el ejercicio del poder más allá de sus formas
exclusivamente descendentes, tampoco basta con proponerlo
como una tecnología persuasiva que funciona desde una inte-
rioridad individual. Habría que considerar, más bien, que los
hombres aceptan voluntariamente su inscripción dentro de los
marcos del poder en la medida que los constituye, les da sen-
tido y los sitúa en un régimen de identificación permanente,
por cuanto alude a una condición subjetiva que se fundamen-
ta como posibilidad legítima de reconocimiento. Esto sería,
precisamente, lo que dispone la adscripción a un determinado
modelo de comprensión respecto de ciertos estatutos que de-
ben ser desempeñados por una sociedad, a partir de criterios de
verdad que se encuentran anudados a los modos de circulación
de las relaciones estratégicas de poder. Desde esta perspectiva,
el análisis sobre el poder requiere tener en cuenta los andamia-
jes tecnológicos, tanto discursivos como extradiscursivos, que
han posibilitado la inscripción de configuraciones topográficas
determinantes en la inmovilización y cosificación de los modos
en que se distribuyen las fuerzas en pugna.
Foucault, en sus análisis genealógicos, desarrolló una histo-
ria de los límites del poder. A primera vista esta parece transitar
desde lo explícito hacia lo latente en términos de sus mani-
festaciones56, mostrando cómo se entrelazan los regímenes de
146
creación, distribución y redistribución de tecnologías que po-
sibilitan formas diferenciales de acción y reacción al poder en
distintos momentos de la historia:
147
modifican, pero, sobre todo, cómo son investidos, anexados por
fenómenos globales, y cómo unos poderes más generales o unas
ganancias económicas pueden deslizarse en el juego de esas tec-
nologías de poder, a la vez relativamente autónomas e infinitesi-
males59.
148
Una vez que, a partir del siglo XVIII, se comiencen a con-
figurar las nuevas artes de gobernar centradas en la “razón de
Estado”62 como lugar de articulación político-económico, Fou-
cault señala que las relaciones de fuerza se comenzarán a dis-
tribuir de manera distinta. Emergerán, entonces, una serie de
mecanismos disciplinarios tendientes a exaltar la potencia pro-
ductiva del poder, es decir, a partir de un esfuerzo por insertar
al ser humano dentro de un esquema lógico de rendimiento por
medio de la adscripción a un estándar o norma, que consiste
en “apropiarse del cuerpo individual, en sujetarlo venciendo sus
resistencias, derrotando todo lo que se opone al encauzamiento,
corrigiendo todo lo que se desvía del estado normal”63. Este refi-
namiento produce un abordaje diferencial del poder en términos
de sus dimensiones de producción de fuerzas, de crecimiento y
de ordenamiento de las mismas. Es así como el individuo se con-
vierte en repositorio de dichos mecanismos, debiendo asegurar
estos últimos la coincidencia entre las formalizaciones normati-
vas y las entidades sustanciales a partir de la que se reconoce el
sujeto como existente. Así se comienzan a desarrollar los prime-
ros atisbos de lo que Foucault denominará “anatomía política del
cuerpo humano”64, centrada en asignar tareas a una multiplici-
dad humana en un espacio-tiempo cerrado:
62 Foucault, fiel a su análisis de las prácticas, abandona la noción de Estado como enti-
dad institucional material fija, y la aborda en términos de racionalidades, es decir, “el
Estado es a la vez lo que existe y lo que aún no existe en grado suficiente. Y la razón de
Estado es justamente una práctica o, mejor, la racionalización que va a situarse entre
un Estado presentado como dato y un Estado presentado como algo por construir y
levantar […] El Estado es una realidad específica y discontinua. Solo existe para sí y
en relación consigo, cualquiera sea el sistema de obediencia que deba a otros sistemas
como la naturaleza o Dios […] No hay, por lo tanto, integración del Estado al impe-
rio. El estado solo existe como Estados, en plural”. Michel Foucault, Nacimiento de la
biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979). Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2008, 19-20.
63 Vázquez, “Empresarios de nosotros mismos”, 177.
64 En dicha noción ya se pueden atisbar una serie de criterios que codifican al hombre
dentro de una dimensión biológico-instintiva. Esto se podría vincular con la visión del
hombre-máquina, que define el cuerpo como un aparato cuyo funcionamiento remitiría
149
Todos esos procedimientos mediante los cuales se aseguraba la dis-
tribución espacial de los cuerpos individuales (su separación, su ali-
neamiento, su puesta en serie y bajo vigilancia) y la organización, a
su alrededor, de todo un campo de visibilidad. Se trataba también
de las técnicas por las que esos cuerpos quedaban bajo supervisión
y se intentaba incrementar su fuerza útil mediante el ejercicio, el
adiestramiento, etcétera. Asimismo, las técnicas de racionalización
y economía estricta de un poder que debía ejercerse, de la manera
menos costosa posible, a través de todo un sistema de vigilancia,
jerarquías, inspecciones, escrituras, informes: toda la tecnología que
podemos llamar tecnología disciplinaria del trabajo, que se introdu-
jo durante fines del siglo XVII y durante el siglo XVIII65.
150
No encadena las fuerzas para reducirlas; lo hace de manera que a
la vez pueda multiplicarlas y usarlas66.
66 Michel Foucault, Vigilar y Castigar. El nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI
Editores, 2006, 175.
67 Esta tecnología del poder es la que el pensador francés elabora a propósito de su trabajo
sobre las prisiones, mostrando la nueva modalidad de sujeción sobra la que emergerán
a su vez una serie de formas de producción de saberes concomitantes: “El punto de
aplicación de la pena no es la representación, es el cuerpo, es el tiempo, son los gestos y
las actividades de todos los días; el alma también, pero en la medida en que es asiento
de hábitos. El cuerpo y el alma, como principio de los comportamientos, forman el ele-
mento que se propone a la intervención punitiva. Más que sobre un arte de represen-
taciones, esta debe reposar sobre una manipulación reflexiva del individuo: todo delito
tiene su curación en la influencia física y moral […] es el sujeto obediente, el individuo
sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una autoridad que se ejerce continuamente
en torno suyo y sobre él, y que debe dejar funcionar automáticamente en él”. Foucault,
Vigilar y Castigar, 133-134.
151
estímulo-respuesta. Será necesario entonces que las prácticas dis-
ciplinares abran un nuevo régimen de visibilización del sujeto,
entendiendo que este se encuentra configurado por una dualidad
constituyente, mente/cuerpo, que debe poder sincronizarse. Esto
permite inferir que existe un cuerpo empapado por una natura-
leza humana, que posee una serie de posibilidades de expresión
sobre las que recae la intervención disciplinar. De esta manera se
pone en obra una gestión sobre el cuerpo que, no obstante, tiene
como objetivo central una reforma del alma:
152
necesidad y, al mismo tiempo, proyecte su deseo sobre las dispo-
siciones normativas impuestas a través de un gesto de transduc-
ción mediado por una policía interior70.
Si bien en esta época se comienza a vislumbrar el proble-
ma de las grandes masas, particularmente a partir de los gérme-
nes del régimen mercantilista, estas fuerzas aún se encontraban
enfocadas sobre el potencial y las fuerzas productivas de los in-
dividuos. Dentro de este diagrama se producirá, a partir de la
segunda mitad del siglo XVIII, una modificación en los modos
de vida que comienzan progresivamente a constituirse en una
producción pragmática, es decir, una consecuencia política de la
vida en común. Mediante la consolidación de las modernas for-
mas de estatización tecnocrática, y la entrada en funcionamiento
de determinados modos de comercialización de los cuerpos y los
espacios dispuestos por el capitalismo industrial, emergerá un
nuevo tipo de poder, complementario al disciplinar, pero dife-
renciado. Este consistirá, ya no en la distribución de los cuerpos
dentro de espacios cerrados, sino en la gestión de la vida de las
153
multiplicidades numerosas dentro de espacios abiertos71. Lo di-
cho remite a la concepción biopolítica del poder, entendida desde
la emergencia de la noción de población como cuerpo propio de
carácter heterogéneo, que se configura en el intersticio entre lo
individual y lo social, y que se deja leer a partir de una nueva
búsqueda de tecnologías basadas en regularidades y constantes:
71 Cf. Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 84; Cf. Foucault, El poder psiquiátrico, 62
y ss.
72 Foucault, Seguridad, Territorio, Población, 101-102.
154
sujetos: “Producción del interés colectivo por el juego del deseo:
esto marca al mismo tiempo la naturalidad de la población a la
artificialidad posible de los medios que se instrumentarán para
manejarla”73.
A partir de este punto se gesta el principio de lo que será
desarrollo hegemónico de un régimen discursivo biologicista en
Occidente –médico/higienista que se integra dentro de una car-
tografía económico/política–, consolidándose como terreno idó-
neo para la producción de prácticas y saberes sobre el hombre en
su condición natural. Este sentido constituye el umbral de la mo-
dernidad biológica, en que la especie se erige como variable fun-
damental para el juego de estrategias políticas74. La objetivación
biológica, que habilitará posteriormente el triunfo del capitalis-
mo, permite el desarrollo de toda una serie de instituciones cuyo
objetivo esencial consiste en regular el cuerpo social en todos sus
niveles, tales como la familia, la educación, la política, la higiene
y la sexualidad.
En lo fundamental, esto permite vislumbrar los primeros
atisbos de un modelo de racionalidad política liberal centrada en
el gobierno de la vida que buscará, en oposición a la represión,
incitar a los sujetos y hacer surgir lo que conviene75, tornando
borroso el paisaje de las voluntades que circulan en torno a di-
cha disposición. Según esto, la noción de biopolítica podría ser
entendida como un determinado modo en que acontece la es-
tructuración de lo social a partir de una nueva imbricación de las
relaciones entre sujeto y verdad. Estas formas de ordenamiento,
que se encuentran en plena sintonía con los regímenes neolibe-
rales actuales, pondrán a circular toda una serie de cruces hete-
rogéneos del poder que cobran forma y sentido al volcarse sobre
un conocimiento de las personas, sirviendo como fundamento
155
para la configuración de modelos de vida particulares cargados
de sentidos específicos dentro de las sociedades capitalistas pos-
tindustriales76.
Este saber sobre el hombre, positivo en tanto ser vivo orgá-
nico, produce un doble movimiento: por una parte le permite
convertirse en sujeto-objeto de saber, entrando así en un campo
de control y cálculos explícitos que lo inducen a reconocerse den-
tro de un espacio de categorías y jerarquizaciones. Un ejemplo
de esto lo constituye el efecto resultante en la transformación de
los cuerpos, como objetos de la política, a partir de las prácticas
de medicalización de la sociedad77. Por otra parte, le permite al
sujeto cobrar conciencia de sí, transformando dicha capacidad
en condición de posibilidad para el agenciamiento de su propia
vida a partir del feedback donado por las nuevas tecnologías de
distribución categorial de la población. Frente a esta nueva or-
ganización de las fuerzas implicadas en el ejercicio del poder, se
producirá una mutación que constituirá uno de los engranajes
centrales para los estados de gobierno modernos: los dispositi-
vos de seguridad78. Estos buscarán regular y gestionar los procesos
156
biológicos que afectan a la población con la finalidad de eliminar
las posibles amenazas vitales que puedan existir. Lo anterior se
vislumbra a partir de principios basados en un laissez faire gene-
ralizado, es decir, de una producción autónoma, en un sentido
lato, de la realidad efectiva79. Los dispositivos de seguridad se
enfocan en el cálculo preventivo de las acciones de la población,
a través del uso de series de datos y la construcción de modelos
de circulación de los fenómenos sociales, lo que implica la posi-
bilidad de establecer criterios de inclusión y exclusión en torno
a parámetros de normalidad estadística. La aritmética política80
surge para mostrar que las poblaciones tienen sus características
propias, estableciendo mecanismos probabilísticos y centrándose
en acciones preventivas enfocadas en detectar y disminuir la ocu-
rrencia de riesgos o efectos indeseables.
En términos de su operatividad material, estas nuevas tecno-
logías permiten situar a los individuos como puntos específicos
dentro de una distribución normal. En pocas palabras, a partir
de diversos cruces entre variables se generan una serie de saberes
centrados en los modos de gestión, relación y rentabilidad de los
sujetos dentro del espacio social, que tendrán como corolario la
157
determinación de criterios de realidad centrados en condiciones
de limitación que incluyen al hombre dentro de un campo de
inteligibilidad de los fenómenos, tanto individuales como colec-
tivos:
158
sustituir al examen. Lo que es el medio más seguro para poner la
escuela en manos de la empresa82.
159
Este recorrido genealógico permite colegir que el núcleo de
efectividad del biopoder reside en la gestión de sus propias con-
diciones de posibilidad es decir, en un proceso de naturalización
de los hombres, las cosas y sus relaciones mediante la transfigura-
ción indefinida de sus límites85; en ella los individuos participan
de manera activa y voluntaria en la configuración de sus particio-
nes normativas:
160
Esta nueva disposición del poder denota además la posibilidad
de conexión natural y sin interferencias entre política y vida. Una
concepción en que la “biopolítica no remite solo, o predominan-
temente, al modo en que, desde siempre, la política es tomada
–limitada, comprimida, determinada– por la vida, sino también,
y sobre todo, al modo en que la vida es aferrada, desafiada, pene-
trada por la política”87.
Es de suma relevancia considerar el quiebre que propone
Foucault, particularmente en relación con el paradigma impe-
rante del poder soberano. Desde esta perspectiva, la biopolítica
podría leerse en clave negativa, es decir, como aquello que rompe
o quiebra con el paradigma de la soberanía clásica. Huelga insis-
tir, no obstante, que esta delimitación esbozada por Foucault no
tiene un carácter excluyente, aun cuando lo que parece conectar
de fondo el tratamiento del tema es la gestión de la vida biológi-
ca por parte del Estado88. Lo que quedaría por resolver, en este
punto, concierne al lugar que ocupa la vida en la constitución de
una política vitalista.
En tal dirección parece relevante considerar la lectura que
realiza Esposito respecto de la matriz histórica que desencadena
la emergencia de la noción de biopolítica en la modernidad.
El filósofo señala que este concepto cobra un cariz particular
a partir de tres grandes ejes, siendo estos los que marcarán el
tránsito hacia lo que devendrá como una naturalización de la
política. El primer eje lo constituye la perspectiva organicista,
161
que entiende al Estado como una metáfora de lo viviente in-
tegrada por un conjunto de hombres que conforman una uni-
dad corpórea/espiritual marcada por una armonía irreductible
entre sus órganos y que, por lo mismo, puede ser descrita en
términos de sus potenciales enfermedades. El segundo es el eje
antropológico, que parte de una serie de leyes celulares basadas
en la biología elemental. Por último describe el eje naturalista,
centrado en la sociobiología y el evolucionismo darwiniano,
cuyo desarrollo habría buscado asentar una comprensión del
comportamiento político a partir de técnicas de investigación
biológica, entendiendo que entre ambos espacios existiría un
efecto de solapamiento89. Con estas distinciones, el filósofo ita-
liano intenta demostrar que existe una aparente ambivalencia
en la obra de Foucault, producto de una doble referencia a la
biopolítica. A juicio de Esposito, dicho tratamiento diferen-
cial se dirime en torno a dos precomprensiones distintas de
la noción de vida, lo que reporta una dificultad semántica: la
distinción entre bíos y zoé90. Esta separación en la concepción
de la vida cobrará un valor político fundamental a partir del
periodo de postguerra y de la declaración de los derechos hu-
manos, por cuanto divide a los hombres en dos zonas o áreas en
disputa dentro de sí: por una parte, aquella que da cuenta de
la vida como valor humano reconocido jurídicamente a partir
de su racionalidad, es decir, como persona. Por otra, aquella
162
impulsividad inconsciente propia de la animalidad que habría
que contener y regular dentro de sí91.
A juicio de Esposito, las dos aproximaciones al problema
biopolítico en Foucault se concentran específicamente en torno
a una distinción entre una política sobre la vida y una política de
la vida. La primera sería aquella que presupone una relación de
antagonismo entre los términos política y vida y que, en térmi-
nos de sus efectos, supone un dualismo enquistado en la relación
entre producción o potencial destrucción de la subjetividad. Esta
visión es la que habría permitido a Foucault establecer una sepa-
ración radical entre el dispositivo clásico del poder soberano y el
dispositivo disciplinario, bajo la premisa de que en este último ya
emerge un primer germen biopolítico:
163
como problema de todo régimen político, aludiendo a una dis-
tinción fundamental entre nuda vida y vida cualificada:
93 Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Editorial
Pre-Textos, 2010, 18.
94 Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, 16.
164
sujeto a la manera de una estructura de significantes posibles, y
en el tránsito entre una y otra se genera una rentabilidad política
toda vez que el objeto deviene en “sujeto-objeto” del poder:
165
la posibilidad del poder soberano para disponer de la vida natu-
ral, suprimiéndola del ordenamiento jurídico sin que eso impli-
que una sanción97. Es por ello que Agamben interpela a Foucault,
mostrando que la inclusión de la zoé en la polis ya se vislumbraba
en los primeros paradigmas políticos occidentales:
166
de soberanía fundados en dar la muerte en el contexto político
contemporáneo. Aquello se explicaría en la medida que, desde
los tiempos remotos, el poder soberano ha tenido la posibilidad
de insertar la vida, sin más, en la excepción. Y es en virtud de este
mismo presupuesto que se podría llegar a establecer una relación
de base entre democracia y totalitarismo:
167
significante –justa, común–, es decir, una suerte de quiebre en el
llamado kantiano a hacer uso público de la razón100. Esta relación
aporética surge frente a un poder que, al situar el problema de
la vida política sobre la base de la participación representativa,
instituye una partición normativa entre, por un lado, el carácter
de lo político como un ejercicio técnico orientado a un objeto es-
pecífico –la sociedad– y, por otro, un modelo relacional centrado
en una economía de derechos individuales101.
Yendo incluso más allá, lo que se disputa en esta aparente
contradicción sería el rol inmunizador de lo jurídico entendido
como mecanismo que, por un lado, salvaguarda la seguridad de
los sujetos dentro de la sociedad civil frente a sus posibles excesos
instintivos y, por otro, determina los principios de vinculación
entre el individuo y la comunidad a partir de una secuencia que
100 Es pertinente recordar la apelación que hace Kant a propósito del contrato tácito que
se cumple a partir de la noción de ciudadanía: “Los miembros de una sociedad seme-
jante (societas civilis) –es decir, de un Estado–, unidos con vistas a la legislación, se
llaman ciudadanos (cives) y sus atributos jurídicos, inseparables de su esencia (como
tal), son los siguientes: la libertad legal de no obedecer a ninguna otra ley más que a
aquella a la que ha dado su consentimiento; la igualdad civil, es decir, no reconocer
ningún superior en el pueblo, solo a aquel al que tiene la capacidad moral de obligar
jurídicamente del mismo modo que este puede obligarle a él; en tercer lugar, el atributo
de la independencia civil, es decir, no agradecer su propia existencia y conservación al
arbitrio de otro en el pueblo, sino a sus propios derechos y facultades como miembro
de la comunidad, por consiguiente, la personalidad civil que consiste en no poder ser
representado por ningún otro en los asuntos jurídicos”. Immanuel Kant, La metafísica
de las costumbres. Madrid: Editorial Tecnos, 1989, 143-144.
101 Existe una sincronía entre lo señalado con el análisis que realiza Deleuze a propósito de
su lectura del poder en Foucault. En el paso del derecho civil al derecho social, Deleuze
entiende que se abre una nueva brecha que rompe con el contractualismo clásico y que
incrusta a un tercero –la sociedad– entre el gobernante y el gobernado: “¿El mandato
de un diputado es un contrato entre electores y el diputado? Los diputados hablan del
contrato que los unen a sus electores. Es una fórmula de cortesía, saben muy bien que
no es un contrato. Porque es fundamentalmente oponible a terceros. Si un diputado
representara a quienes lo votaron, sería un contrato. Pero representa también a quienes
no lo votaron, o a quienes no pueden votar, los niños, los idiotas, etc. […] El sujeto de
derecho ya no es la persona en el hombre, ya no hay persona en el hombre. El sujeto
de derecho ha devenido lo viviente en el hombre […] El derecho social descansa sobre
lo viviente y ya no sobre la persona, mientras que el derecho civil descansaba sobre la
persona”. Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 373-375.
168
va desde lo interno –los derechos privados–, hacia lo externo –las
obligaciones ciudadanas–. Esta ecuación transforma el yo en una
variable central de la ecuación, considerando que lo que anuda
dicha relación es aquello que es privado o, en otros términos, lo
que pone al sujeto fuera del espacio de lo común. En palabras de
Esposito:
Por fin se hace claro el nexo negativo que une comunidad y dere-
cho. Aunque –como se ha visto– sea absolutamente necesario para
su supervivencia, el derecho se relaciona con la comunidad por su
reverso: para mantenerla con vida, la arranca de su significado más
intenso […] Se podría llegar a decir que el derecho conserva la co-
munidad mediante su destitución. Que la constituye destituyén-
dola. Y esto –por paradoja extrema– en la medida exacta en que
procura reforzar su identidad […] La forma jurídica asegura a la
comunidad del riesgo de conflicto mediante la norma fundamen-
tal de la absoluta disponibilidad de las cosas para ser usadas, con-
sumidas o destruidas por quien puede reivindicar legítimamente
su posesión sin que nadie más pueda interferir. Pero de este modo
invierte el vínculo afirmativo de la obligación común en el dere-
cho puramente negativo de todo individuo al excluir a cualquier
otro de la utilización de lo que le es propio. Esto quiere decir que
la sociedad jurídicamente regulada es unificada por el principio
de común separación: solo es común la reivindicación de lo indi-
vidual, así como la salvaguarda de lo que es privado constituye el
objeto del derecho público102.
102 Roberto Esposito, Immunitas. Protección y negación de la vida. Buenos Aires: Amorror-
tu Editores, 2009, 36-41.
169
representación de intereses puramente individuales103. El resulta-
do de esto puede entenderse como la instauración de un nuevo
régimen de comprensión de la relación distintiva entre lo público
y lo privado o, en otros términos, una ruptura de los límites entre
ambos que legitima la existencia de una privatización de la ex-
periencia pública104. Esto desemboca en un estancamiento en las
170
formas de participación política, configuradas en función de una
concepción de libertad a merced de las reglas prescritas por un
mercado de transacciones materiales y simbólico-lingüísticas. A
su vez, permite atender a las formas en que los discursos político-
jurídicos se articulan como entidades portadoras de exclusividad
en cuanto a su legitimidad, mediadas por los objetivos en ellos
contenidos. En este caso la potencia del poder político se encon-
traría determinada por principios de ordenamiento subyacentes,
contenidos en racionalidades específicas que agrupan y clasifican
de determinadas maneras las cosas y sus significados asociados:
171
La característica más importante de nuestra racionalidad política
se atiene, en mi opinión, a lo siguiente: esta integración de indivi-
duos en una comunidad o en una totalidad, es el resultado de una
correlación permanente entre una individualización siempre más
impulsada y la consolidación de esa totalidad. Desde este punto
de vista, podemos comprender por qué la antinomia derecho/po-
der permite la racionalidad política moderna106.
106 Michel Foucault, “La tecnología política de los individuos”. La inquietud por la verdad.
Escritos sobre la sexualidad y el sujeto. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2013, 256.
172
que la noción actual de vida no habría existido antes de la apa-
rición de la anatomía patológica107. Así, lo viviente se transforma
en una configuración discursiva cualitativamente diferente en re-
lación con los marcos de la historia natural108. En otras palabras,
desde esta perspectiva no tendría mucho sentido emprender un
análisis de un sujeto biológico como dato a priori, es decir, desde
la dimensión de una naturaleza humana, ya que impide consi-
derar los estudios sobre la vida en general como responsables de
la emergencia de un saber biológico, es decir, “la noción de vida
no es un concepto científico, sino un indicador epistemológico, un
clasificador y diferenciador cuyas funciones tuvieron un efecto
sobre los debates científicos, pero no sobre su objeto”109.
Lo que posibilita el nacimiento de este saber sobre la orga-
nicidad de los cuerpos es, precisamente, la incorporación de la
vida dentro de una grilla de inteligibilidad fundada en un sistema
de normas que caracterizan los saberes sobre la vida, poniendo al
hombre en una posición de distancia con la naturaleza o humana
107 Sobre esto Foucault apunta que lo fundamental de la clínica tiene que ver con una
transformación de la mirada del cuerpo donada por la medicina, esto es: “La estruc-
tura, a la vez perceptiva y epistemológica que gobierna la anatomía clínica y toda la
medicina que deriva de ella, es la de la invisible visibilidad. La verdad que, por derecho
propio, está hecha para el ojo, le es arrebatada, pero subrepticiamente apenas señalada
por lo que trata de evitarla. El saber se desarrolla según todo un juego de envolturas; el
elemento oculto toma la forma y el ritmo del contenido oculto, que hace que sea de la
misma naturaleza del velo para ser transparente […] Lo que oculta y envuelve, el telón
de la noche sobre la verdad, es paradójicamente la vida; y la muerte, por el contrario,
abre para la luz del día el negro cofre de los cuerpos: oscura vida, muerte limpia, los
más antiguos valores imaginarios del mundo occidental se cruzan allá en extraño con-
trasentido, que es el sentido mismo de la anatomía patológica, se convierte en tratarla
como un hecho de civilización del mismo orden, y, por qué no, de la transformación
de una cultura que incinera, en cultura que inhuma. La medicina del siglo XIX ha
estado obsesionada por este ojo absoluto que da carácter de cadáver a la vida, y vuelve
a encontrar en el cadáver la endeble nervadura rota de la vida”. Michel Foucault, El
nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. Buenos Aires: Siglo XXI
Editores, 2004, 235-236.
108 Cf. Nikolas Rose, Políticas de la vida. Biomedicina, poder y subjetividad en el siglo XXI.
Buenos Aires: UNIPE Editorial Universitaria, 2012, 102.
109 Michel Foucault, “De la naturaleza humana: justicia contra poder” [1971], Obras esen-
ciales, 396.
173
a partir del ordenamiento de los cuerpos en relación con su ne-
gatividad, es decir, con lo inorgánico. Según esto cobra sentido la
concepción de la vida como aquello que acontece dentro de los
límites propuestos por la muerte. Sobre esta premisa implícita se
legitima una gestión de los cuerpos orientada a intervenirlos para
lograr aplazar, desplazar o demorar lo inevitable. Esto le servirá
a Foucault para señalar que “la vida y la muerte nunca son en sí
mismos problemas médicos. Incluso cuando el médico, en su tra-
bajo, arriesga su propia vida o la de otros, se trata de una cuestión
moral o de política, no de una cuestión científica”110. Deleuze es
muy claro en esto, al vincular la noción de vida con la de inma-
nencia, otorgándole un carácter de singularidad real que se resiste
a ser situada como algo asignable a una lógica trascendental. Esto
obliga a abandonar la premisa que propone la vida como contra-
punto a una noción universal de muerte. Sería, más bien, algo
que continuamente excede o se resta a la operatoria prístina de los
procesos de subjetivación:
174
positividad que responde a funciones específicas de enunciación
dentro de un contexto histórico particular. De esta manera, no
sería posible establecer una presunción ontológica respecto de
una vinculación entre biopolítica y tanatopolítica112.
112 Agamben retoma la noción de inmanencia propuesta por Deleuze para justificar la
necesidad de trascender las oposiciones que componen el binomio vida-muerte, que
llevarían a insertar la cuestión de la vida dentro de una configuración taxonómica
particular: “Sobre el término ‘vida’, con respecto a la cual ya podemos adelantar que
mostrará que no se trata de una noción médico-científica, sino de un concepto filosó-
fico-político-teológico y que, por lo tanto, muchas categorías de nuestra tradición filo-
sófica deberán ser repensadas en consecuencia. En esta nueva dimensión, ya no tendrá
mucho sentido distinguir no solo entre vida orgánica y vida animal, sino también entre
vida biológica y vida contemplativa, entre vida desnuda y vida de la mente”. Giorgio
Agamben, “La inmanencia absoluta”. Giorgi y Rodríguez (comp.). Ensayos sobre bio-
política, 91. Lo que parece desconocer el filósofo italiano es la singular gestualidad de
la biopolítica foucaulteana, que en ningún momento pretende transformarse en una
genealogía de la vida, justamente frente al peligro de caer en una suerte de recurso
histórico lineal que clausure las posibilidades de análisis estratégico que dicha categoría
comporta al interior del espacio epistémico moderno, en términos de sus rentabilida-
des de subjetivación-objetivación. Así se entiende la mentada enunciación de Foucault,
al señalar que la vida, como tecnología discursiva de la modernidad, emerge con la
biología.
113 Se debe entender la noción de gobierno como algo más que los procesos decisionales de
las instancias administrativas y estatales; se trata, más bien, de entenderlo como “me-
canismos y procedimientos destinados a conducir a los hombres, dirigir la conducta de
los hombres, conducir la conducta de los hombres”. Michel Foucault, Del gobierno de
los vivos. Curso en el Collège de France (1979-1980). Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica, 2014, 32.
175
procedimientos, existentes sin duda en cualquier civilización, que
son presupuestos o prescritos a los individuos para fijar su identi-
dad, mantenerla o transformarla en función de un cierto número
de fines, y todo ello gracias a las relaciones de dominio de sí sobre
uno mismo, o de conocimiento de uno por sí mismo114.
176
la historia. Bajo esta premisa se engarza la posibilidad de pensar
en un modelo gubernamental. En otras palabras, las conductas
se inscriben en un ámbito de pertenencia al individuo autónomo
que, a pesar de serlo, debe aceptar las condiciones contractuales
que en adelante devienen autoimpuestas. Dicha autonomía ha
de ser delimitada, en términos discursivos, dentro de una cadena
enunciativa, de modo que la prescripción ya vendría dada por la
inscripción del sujeto dentro de dicho espacio de reconocimien-
to. El efecto se observa en la explotación productiva de un poten-
cial creativo, cuya incardinación se efectúa alrededor de una serie
de prácticas de elaboración de sí mismo. No se debe olvidar que
en dicho ejercicio emerge la injerencia de un rango de acción gu-
bernamental que pone al individuo en una determinada relación
de proyección ligada al binomio gobierno-autogobierno.
Todo parece indicar que el gobierno se inscribe en el sujeto a
partir de la creación de una interioridad sujeta a la Ley garantiza-
da por el Estado116. Esto supone la posibilidad de reconocer que
existen una serie de estrategias materiales en los modos en que los
sujetos llegan a definirse como tales, ya no exclusivamente desde
la consideración de una exterioridad que asegura las condiciones
básicas de seguridad a partir de un contrato sometido al impe-
rativo del bien común, sino por medio de la generación de una
necesidad interior que no puede ser reducida a una mera interio-
ridad psicológica: “Esta ‘necesidad’ de ser gobernado, como parte
116 En este sentido, habría que entender el Estado como una pluralidad de prácticas de
gobierno que, por un lado, producen efectos materiales, saberes, teorías y que, por
otro, modelan mentalidades y subjetividades. Es decir, no existiría un “Estado”, sino
múltiples estatizaciones, múltiples gubernamentalidades ejerciendo sus efectos de fuer-
za. El Estado sería el resultado de lo que acontece al producirse un choque de fuerzas
en constante flujo, permitiendo agrupar en un cuerpo coherente una serie de saberes
dominantes y correlaciones entre estos, dentro de un cálculo de tácticas y estrategias
de poder que se construyen a posteriori: “El Estado no es por tanto el núcleo generador
del ejercicio de gobierno, sino una pieza, un ‘puerto’ en un circuito que enlaza estrate-
gias políticas más globales (nivel molar) y el ejercicio del poder en los escenarios con-
ceptualizados usualmente como ‘no políticos’ o de confinamiento privado”. Vázquez,
“Empresarios de nosotros mismos”, 184.
177
de la subjetividad, es menos una necesidad natural que un nodo
central de la cultura moderna producido en el transcurso de su
transformación”117. Además, pone en tela de juicio la concepción
del Estado como figura portadora del poder, transformando la
subjetividad en el eventual resultado de determinados ámbitos
de acción y reacción que se dirimen en relación con un potencial
de libertad propio del hombre individual.
Frente a lo anterior surge la pregunta respecto de cómo el
sujeto moderno, interpelado desde la racionalidad política mo-
derna, logra dar cuenta de sí considerando una situación para-
dójica: por una parte, bajo la necesidad de transformarse en un
sujeto autónomo y responsable de sí mismo; por otra, sin dejar
de reconocerse como sujeto adscrito a una serie de estrategias de
regulación socioculturales naturalizadas y difusas. En otras pala-
bras, la cuestión puede pensarse como una relación estratégica
entre una doble vertiente del ejercicio de gobernar: la primera
aparece identificada con el plano de conducción de las conduc-
tas, mientras que la segunda se presenta como una sutil y so-
lapada modulación de una interioridad imaginaria. Lo que se
encuentra soslayado en este doble movimiento gubernamental
parece ser la relación dialéctica entre totalización e individuali-
zación, a partir de una disposición tópica entre lo universal y lo
particular. Si esto es así, la acción gubernamental asegura su éxi-
to produciendo y suscribiendo a sujetos individuales dentro de
diversidades agrupadas en torno a múltiples espacios, categorías,
identidades, intereses y deseos, que, curiosamente, se vivencian
como comunes a todos ellos:
117 Marcelo Caruso, La biopolítica en las aulas. Prácticas de conducción en las escuelas ele-
mentales del Reino de Baviera, Alemania (1869-1919). Buenos Aires: Prometeo Libros,
2005, 27.
178
de competencia que implica un desarrollo competitivo. En otras
palabras, el arte de gobernar se despliega en un campo relacional
de fuerzas. Y eso es, a mi parecer, el gran umbral de la modernidad
de dicho arte118.
179
de racionalidades específicas históricamente determinadas, que
conminan a los individuos a preguntarse por ellos mismos de
determinadas maneras, adscribiéndose a marcos de legibilidad
prefigurados. En la medida que esto deja de entenderse como
una cuestión netamente utilitaria, contingente, basada en un po-
der exterior que ejerce sus influjos sobre un individuo aislado, el
problema se desplaza hacia la determinación ético-política que
convoca un modo –correcto, legítimo, válido, normal– de ser
como potencialidad latente. Desde este marco las racionalidades
(neo)liberales se tornan singulares, ya que contienen en sus bases
los principios de autolimitación de un Estado que, sin desapare-
cer del todo, se pueda desgubernamentalizar, de tal forma que su
función fundamental quede acotada a asegurar las condiciones
para que el mercado siga su curso de acuerdo con sus propias
leyes naturales.
El surgimiento del liberalismo, en sincronía con lo comenta-
do a propósito de la biopolítica, contiene como principio funda-
mental la gestión de los sujetos para la implementación de nue-
vas tecnologías políticas. Estas prácticas, centradas en la libertad
de los individuos y sus intereses, se verán rediseñadas en términos
del rol que juega el Estado. El liberalismo, en este caso al menos,
debe ser entendido como una serie de modos de pensar en cómo
debe ser ejercido el gobierno gracias al desarrollo de capacidades
de autogestión en las esferas naturales del mercado, la sociedad
civil, la vida privada y el individuo120. Este cambio supone, en
sus fundamentos, una nueva relación entre Estado y mercado.
Implica, a su vez, un nuevo enlace entre jurisdicción y verdad
que permite discernir entre prácticas gubernamentales correctas
e incorrectas, dejando atrás el problema en torno a la legitimi-
dad del Estado: “Será el mercado, por consiguiente, el que haga
que un buen gobierno ya no sea simplemente un gobierno que
120 Cf. Nikolas Rose, Governing the Soul. The shaping of the private self. London: Free
Association Books, 2005, 217-232.
180
actúa en la justicia […] Ahora, por el mercado, el gobierno, para
poder ser un buen gobierno, deberá actuar en la verdad”121. Lo
importante de esto es la relación que guarda con la subversión del
esquema clásico de razón gubernamental, reorientándose hacia
los espacios de la vida en que se puede enunciar la verdad: “El
mercado debe decir la verdad, debe decir la verdad respecto a la
práctica gubernamental”122.
De esta manera el mercado libre se transforma en espacio
privilegiado, permitiendo que el modelo económico se extienda
a áreas que otrora no eran propiamente económicas. Es este espa-
cio el que debe liberarse a partir de mecanismos centrados en la
libre competencia, con la finalidad de que los sujetos puedan re-
solver y actuar –teóricamente– en igualdad de condiciones. Esta
nueva configuración permite interrogar la noción de libertad en
su acepción moderna clásica, como la expresión de una voluntad
colectiva a partir de una serie de derechos fundamentales, despla-
zando la operación del dispositivo hacia la cuestión referida a la
independencia de los gobernados respecto de los gobernantes123.
En este sentido, se provoca un desplazamiento hacia el gobierno
de los intereses que encuentra su valor a partir del intercambio,
entendiendo esto último como derecho natural de todo indivi-
duo que, anclado al derecho comercial y las relaciones jurídicas,
pueda eventualmente también asegurar las relaciones entre los
Estados.
En este orden de cosas, la nueva forma de vinculación entre
Estado y mercado introduce la inquietud respecto al lugar que le
compete a la libertad individual dentro del esquema de gober-
nanza: “De una manera más precisa y particular, la libertad no es
otra cosa que el correlato de la introducción de los dispositivos
181
de seguridad […] la posibilidad de movimiento, desplazamiento,
proceso de circulación de la gente y las cosas”124.
Es decir, esta nueva racionalidad requiere asegurar y regla-
mentar las condiciones para que todos los individuos puedan
desenvolverse libremente. Para dichos efectos, será necesaria una
resignificación de las relaciones económicas de los mercados que
dependen, en sus bases, de la injerencia que se puede llegar a te-
ner sobre la capacidad de libre elección de los individuos. Así se
entiende que libertad y gobierno no sean nociones incompatibles
ni en disputa: en ellas persiste una suerte de agonismo, en que
el gobierno le da una utilidad a la libertad de los individuos en
función de sus propios intereses125.
A primera vista, podría parecer que en este esquema se pro-
duce una desarticulación de los mecanismos de control. No obs-
tante, se logra constatar que esta nueva modalidad se hace parte
de una capacidad transformadora de las disposiciones estratégi-
cas propias del dispositivo gubernamental. Ellas estarían susten-
tadas por el modelo de racionalidad que instituye una especie de
mercado de seguridad de los sujetos, en donde los mecanismos
de participación en prácticas de subjetivación se encontrarían
diseminados y cobrarían una nueva potencia en función de los
procesos de desinstitucionalización de las sociedades occidentales
contemporáneas. Es así como el esquema de dominación, enten-
dido como aquel ejercicio del poder vertical, cercano a lo descrito
en las sociedades soberanas, podría verse trocado en la actualidad
por principios democráticos sustentados en derechos individua-
les, asegurados gracias a un ordenamiento jurídico externo cuyo
ámbito de competencia se reduce exclusivamente al uso del mo-
nopolio de la fuerza toda vez que se transgreden los límites de la
libertad del otro. Esto es claro en la referencia de Berlin respecto
de la libertad negativa: “soy libre en la medida en que ningún
182
grupo de hombres interfiere en mi actividad. En este sentido, la
libertad política es simplemente el ámbito en el que un hombre
puede actuar, sin ser obstaculizado por otros”126.
La contracara de la intervención gubernamental podría ob-
servarse en las manifestaciones de la voluntad individual, es decir,
cuando las individualidades acceden a orientarse hacia la consecu-
ción de determinados programas de acción colectivos guiados por
el voluntarismo de su razón subjetiva. La eficacia de esta situación
se explica a partir de la inclusión de la libertad privada como eje
fundante de una racionalidad de gobierno, asumiendo que el ejer-
cicio político ya no está centrado –al menos no directamente– en
la proscripción de las conductas. De esta manera la libertad deja
de ser un ideal de la razón objetiva, pasando a transformarse en un
medio para la consecución de fines individuales. Es en este despla-
zamiento que el individuo deviene dueño de sí mismo127.
126 No es menester en este punto hacer una analogía entre los modelos de gobierno so-
beranos y los actuales modelos occidentales fundados en sistemas democráticos repre-
sentativos. Únicamente interesa subrayar el hecho de que se puede hacer un distingo
entre los modos en que puede ser proyectado el ejercicio del poder. Por un lado, a
partir del uso explícito –e incluso legítimo– de la fuerza de un Estado frente a una falta
flagrante a las normas, versus otros modos que, en sus condiciones de enunciación, no
se encuentran formalizados dentro de una estructura política concreta. Isaiah Berlin,
Libertad y Necesidad en la Historia. Madrid: Editorial Revista de Occidente, 1974, 137.
127 En el decir de Berlin, en referencia a la libertad positiva, “Quiero que mi vida y mis
decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas exteriores, sean del tipo que sean.
Quiero ser el instrumento de mí mismo y no de actos de voluntad de otros hombres.
Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido por razones y propósitos conscientes que son
míos, y no por causas que me afectan, por decirlo así, desde fuera. Quiero ser alguien,
no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí, dirigirme a mí mismo y no
ser movido por la naturaleza exterior o por otros hombres como si fuera una cosa, un
animal o un esclavo incapaz de representar un papel humano; es decir, concebir fines y
medios propios y realizarlos. Esto es, por lo menos, parte de lo que quiero decir cuando
digo que soy racional y que mi razón es lo que me distingue como ser humano del
resto del mundo. Sobre todo, quiere ser consciente de mí mismo como ser activo que
piensa y que quiere, que tiene responsabilidad por sus propias decisiones y que es capaz
de explicarlas en función de sus propias ideas y propósitos. Yo me siento libre en la
medida en que creo que esto es verdad y me siento esclavizado en la medida en que me
hacen darme cuenta de que no lo es”. Isaiah Berlin, Libertad y Necesidad en la Historia,
145-146.
183
Si bien el régimen liberal apunta a minimizar la fuerza del
Estado a partir de una regulación que asegure su escasa participa-
ción en el devenir natural del mercado, las nuevas racionalidades
neoliberales surgidas a partir de los años setenta del siglo pasado
radicalizaron esta tendencia, desplegando una crítica profunda
y disolvente del Estado desde los ámbitos de la economía y el
mercado. Desde ese momento el Estado se encontraría llamado
a controlar a distancia las condiciones de existencia del mercado,
prescribiendo así las reglas que aseguren su devenir económico:
“El neoliberalismo, entonces, no va a situarse bajo el signo del
laissez faire sino, por el contrario, bajo el signo de una vigilan-
cia, una actividad, una intervención permanente”128. Dichas
intervenciones se fundamentan en la concepción de que no es
suficiente mantener condiciones de mercado externas, sino que
es necesario preservar un Estado orientado a garantizar las con-
diciones de los sujetos para que estos sean parte, y no puedan
salirse, de los “juegos del mercado”129. Además, este esfuerzo im-
plica la posibilidad de enmarcar el entorno social dentro de una
grilla económica, mercantilizando servicios de salud, educativos,
laborales y sistemas de pensiones; privatizando progresivamente
servicios públicos y de utilidades básicas; llegando, en su paroxis-
mo, a desarrollar todo un mercado de valor centrado en la vida
(ejemplo de ello es la explosión del mercado de los seguros y,
más recientemente, la apertura de los mercados centrados en la
preservación genética).
Otra consecuencia del desarrollo de esta nueva racionalidad
neoliberal es la esfera de relación entre lo público y lo privado,
considerando el desarrollo de nuevas tecnologías gubernamen-
tales tendientes a difuminar los límites que antaño se encontra-
ban claramente establecidos. A modo de ejemplo, lo señalado
184
se puede atisbar en los efectos producidos por la explosión tec-
nocientífica reflejada en los medios de comunicación masiva y
redes sociales virtuales. Estos soportes han permitido una mayor
exposición a la información, a la vez que han desplazado el dis-
positivo de vigilancia benthamiano hacia una nueva economía
de la visibilidad planteada de manera sinóptica130. De modo que
esta nueva configuración de gobierno pone el acento en la pro-
moción de un sujeto espectador con capacidad de ver a muchos,
capturando las conductas de los individuos dentro del espacio
público y estableciendo efectos de vigilancia constante dentro de
un esquema de control entre pares131. Lo anterior da cuenta de los
especiales efectos que ha tenido la promoción del deseo, animada
por nuevos mecanismos ligados a la expansión de comunidades
virtuales que han posibilitado el desarrollo de una publicidad de
la vida privada a través de la puesta en obra de una pedagogía de
la imagen132. Desde esta perspectiva el neoliberalismo, entendi-
do como filosofía política, implica una vuelta sobre las formas
más primitivas de individualismo centradas en la responsabilidad
130 Este término es utilizado por Bauman para explicar un giro en la lógica del panóp-
tico benthamiano. Si este último se caracterizaba por el hecho de que unos pocos
observaban a muchos, el dispositivo sinóptico funciona bajo la lógica de que muchos
observan a pocos. En palabras del propio Bauman: “La mayoría no tiene más alterna-
tiva que mirar: al carecer de fuentes de instrucción en cuanto a las virtudes públicas,
buscan motivación para los esfuerzos vitales tan solo en los ejemplos disponibles de
hazañas privadas y sus recompensas […] El sinóptico refleja el acto de desaparición de
lo público, la invasión de la esfera pública por la privada, su conquista, su ocupación
y su gradual pero incesante colonización”. Zygmunt Bauman, En busca de la política.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001, 79-80.
131 Cf. Nikolas Rose, Powers of freedom. Cambridge: Cambridge University Press, 1999, 46.
132 En relación con esto, Deleuze señala el ejemplo de los espectáculos y la estética técnica
de las imágenes en ellos contenida: “¿Qué es este nuevo régimen? Es un régimen en el
cual la imagen se desliza siempre sobre una imagen. Es decir, hay algo sobre la imagen,
pero ya no en el sentido del primer régimen. Ya no es en absoluto de la misma manera,
porque lo que hay detrás de la imagen es siempre ya una imagen […] O, como dice
Daney, a los humanos ya no les sucede nada, todo lo que sucede, le sucede a la imagen.
Es curioso. Y Daney intenta darle un nombre, formar un concepto, y encuentra la
noción, que toma prestada de la pintura, de ‘manierismo moderno’. Es un régimen
manierista de la imagen”. Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault, 387.
185
personal: individualismo posesivo, competitivo y formado sobre
la base de una doctrina de la soberanía del consumidor. Implica
una forma de libertad que, desde la perspectiva de la individuali-
dad, se hace contradictoria con la igualdad133.
Respecto a lo señalado, Foucault planteará una sugerente
diferencia entre la construcción del régimen neoliberal europeo,
específicamente a partir del ejemplo del ordoliberalismo alemán
y el norteamericano. En relación al primero destaca, entre otros
aspectos, un fenómeno de revaloración del régimen jurídico, en la
medida que este representa la manera más efectiva de velar por el
cumplimiento de las condiciones del mercado. En cualquier caso,
todas las intervenciones tienen por objetivo último el manteni-
miento del Estado en su núcleo estructural. Dichas acciones senta-
ron las bases del Estado de Derecho (Rule of Law), en torno a una
economía social de mercado que no buscó revalidar los antiguos
principios del gobierno soberano sino más bien introducirlo den-
tro de una legislación económica, como un artilugio para renovar
el capitalismo. Dentro de este contexto, la ley habría sido un ins-
trumento más del entramado gubernamental, operando como un
tercero que pone al individuo en una posición de relación directa
con el Estado por medio de instancias judiciales que arbitran la
relación entre el primero y el poder público, asegurándole al sujeto
la posibilidad de comportarse libremente134. Lo fundamental, y al
mismo tiempo problemático, de este planteamiento dice relación
con que estas nuevas formas de racionalidad política estrechan los
márgenes entre la construcción de una política social de gobierno,
de los hombres, y la construcción de un sujeto individual entendi-
do como efecto de las prácticas múltiples puestas en marcha para
asegurar el Estado a partir de la capitalización de las necesidades
básicas. Así, como un modo de articular el modelo económico con
133 Cf. Michael A. Peters, “Introduction. Governmentality, Education and the End of
Neoliberalism?”. Michael A. Peters et al. (ed.) Governmentality Studies in Education
(xxvii). The Netherlands: Sense Publishers, 2009, XXVII-XLVIII.
134 Cf. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 93-122.
186
un modelo de solidaridad social, se construye un aparato de seguri-
dad social que tendrá por objetivo mantener dentro del juego a los
individuos. Esto supone la configuración de un homo œconomicus,
entendido como elemento de valor racional cuyo bienestar depen-
de de la optimización de su función de utilidad basado en tres
elementos: la individualidad, la racionalidad y el autointerés135. En
este sentido, el objetivo será siempre el de la “multiplicación de
la forma ‘empresa’ […] de alcanzar una sociedad ajustada no a la
mercancía y su uniformidad, sino a la multiplicidad y la diferen-
ciación de las empresas”136.
El caso del liberalismo norteamericano fue más radical aún,
dado que todos los fenómenos sociales habrían quedado supe-
ditados a la forma económica del mercado. Esto se observa con
claridad desde el surgimiento de la Teoría del Capital Humano.
Dicha teoría puso al trabajador como eje central de la experien-
cia, humanizando la actividad productiva y transformándola en
baremo fundamental para medir el resto de los aspectos vitales
del hombre. En adelante, el trabajo será el non plus ultra para el
desarrollo personal en términos de las potencialidades subjetivas
e intersubjetivas que en ese espacio se encuentran. De ahí devie-
ne una explosión de saberes y prácticas que tienen por objeto
adaptar el trabajo al trabajador, bajo la premisa de que el éxito y
la eficiencia laboral dependen, en última instancia, de la fina ar-
ticulación entre lo ambiental y el mundo interno del individuo.
En este orden de cosas, la función de la racionalidad neoliberal se
centrará en la multiplicación del interés a partir del desarrollo de
la voluntad individual como labor vital.
Se asiste así a la emergencia de una cultura del emprendi-
miento fundada en un modelo de racionalidad crítico frente a
la gubernamentalidad clásica. No obstante, este proceso no es
135 Cf. Peters, “Introduction. Governmentality, Education and the End of Neoliberal-
ism?”, XXVII-XLVIII.
136 Foucault, Nacimiento de la biopolítica, 186-187.
187
sino el despliegue de una nueva formación gubernamental cuyo
impulso reside en asegurar que estos se conviertan en ciudada-
nos responsables de sí mismos, empoderados respecto de su con-
dición sociomaterial, con capacidades de autogestión sobre su
propia vida. Esta problemática aparece finamente anudada a la
reconfiguración de una ética personal centrada en la autonomía
individual, es decir, a partir de la definición los modos buenos y
legítimos para la conducción de la propia conducta, cuyos fun-
damentos políticos y económicos giran en torno a una gestión de
riesgos frente a una constante sensación de amenaza y crisis per-
manente. Dentro de este régimen liberal avanzado los espacios
de salud, la seguridad social y la educación cobran centralidad,
ya que es posible, a través de estos, amplificar la multiplicidad de
prácticas de gobierno. Esto tiene como colofón el alejamiento del
ciudadano respecto del espacio público, reemplazando su articu-
lación subjetiva en torno a una serie de microespacios que giran
en torno a prácticas privadas o corporativas; prácticas que tran-
sitan por un conducto que va desde el trabajo hacia el consumo.
Dentro de esta nueva configuración, las ciencias humanas
han posibilitado el enlace entre el ejercicio político-organizacio-
nal y una moral fundada en la libertad autónoma. Es el caso de
la psicología, entendida como disciplina instituida a partir de
técnicas dirigidas a que el individuo tome conciencia de sí en
los diversos ámbitos de su vida. Esto decanta, en definitiva, en la
aparición de un sujeto con una verdad interior que será preciso
revelar. Lo que se produce, en último término, es la configura-
ción de nuevas formas de subjetivación basadas en un lenguaje
que permite clasificar al individuo en segmentos: actitudes, mo-
tivaciones, afectos y personalidad, que a su vez posibilitan el or-
denamiento de procesos mentales de acuerdo a criterios de saber
con valor de verdad. A este respecto, plantea Rose:
188
visibles las diferencias individuales y las capacidades, a través de
la descripción de medios que pueden ser inscritos y anotados de
manera legible137.
189
“El poder es esencialmente el que dice ‘no debes’. Me parece que
es una concepción del poder […] totalmente insuficiente, una
concepción jurídica, una concepción formal del poder”139. Fren-
te a la mentada reproducción homogénea del sujeto individual,
se podría suponer una formación sintomática respecto de la invi-
sibilización de la violencia material dentro de las racionalidades
modernas de gobierno. Una en que el régimen de protección
estatal, como potencialidad siempre violenta frente a la excep-
cionalidad del incumplimiento de la norma, se troca por otro
sistema centrado de una sublimación pulsional a partir de una
gestión privada de los conflictos humanos sobre la base de medios
limpios140. Sería, de cierto modo, una reconfiguración biopolítica
en que “el mercado ha colonizado lo más íntimo e idiosincrático
del sujeto humano: su subjetividad, sus emociones, sus deseos
y pulsiones, así como todo aquello que hasta la fecha le parecía
imposible de ser mercantilizado y consumido”141.
De acuerdo a lo consignado, es posible especular sobre un
más allá del esquema biopolítico del poder, cuya disposición se
insertaría dentro de un esquema de horizontalización de las re-
laciones en un momento histórico en que los modelos de vin-
culación intersubjetivos se sustraen al acontecimiento que las
provoca142. Se trataría de una rearticulación particular de las
de las pulsiones; no la manera de concebir el poder. Una y otra recurren a una represen-
tación común del poder que, según el uso que se le dé y la posición que se le reconozca
respecto del deseo, conduce a dos consecuencias opuestas: o bien a la promesa de una
‘liberación’ si el poder solo ejerce sobre el deseo un apresamiento exterior, o bien, si es
constitutivo del deseo mismo, a la afirmación: usted está siempre, apresado ya”. Fou-
cault, Historia de la Sexualidad, Vol. I, 100-101.
139 Michel Foucault, “Las mallas del poder” [1976], Obras esenciales, 890.
140 Cf. Walter Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en Para una crítica de la violen-
cia. Y otros ensayos. Iluminaciones IV. Buenos Aires: Taurus, 2001, 26-39.
141 Mariana Gómez et ál. “Identidad y cuerpo en tiempos de biopolítica. Algunas reflexio-
nes desde el psicoanálisis sobre las nuevas leyes argentinas de Identidad de Género y
Muerte Digna”. Aesthethika. Revista Internacional sobre Subjetividad, Política y Arte 10,
nº 3 (septiembre 2010), 7.
142 Al insertar esta concepción de ningún modo se insinúa que el poder devenga una
función supeditada a una igualdad esencial entre los sujetos individuales que se
190
dimensiones molares-moleculares que propone la biopolítica,
ahora dentro de un esquema enfocado en la autogestión técnica
del individuo privado, convertido preferentemente en una inte-
rioridad reactiva, es decir, que se agencia imaginariamente como
pura reacción frente a un medio hostil que le genera los medios
para la previsión de sus crisis. Solo una vez realizado este retorno
parece oportuno volver sobre el dilema respecto de la articula-
ción entre el poder productivo y la soberanía político-jurídica,
es decir, una vez que se reconoce el régimen de gobierno insti-
tucional como espacio de inscripción de una Otredad, en tan-
to necesidad ontológica de reconocimiento jurídico-legal. Esto
permite vislumbrar la necesidad de comprender el yo individual
como una frontera supeditada a una normatividad que presupo-
ne una interacción –directa y permanente– entre un adentro y
un afuera. Lo anterior debe entenderse a partir de una dinámica
de exteriorización y solapamiento entre una dimensión trascen-
dental que debiese verse materializada en una forma específica de
gobierno –a la manera del imperativo kantiano– o, en su defecto,
a partir de una interiorización normativa –tal y como lo propone
el psicoanálisis–.
componen dentro del campo social y que, por cierto, apela ya a un determinado núcleo
comprensivo respecto de la naturalización de la división entre individuo y sociedad. Es
precisamente lo contrario, por cuanto implicaría un solapamiento en que se generaría
una borradura del tradicional esquema amo-esclavo propuesto por Hegel. En otras
palabras, cada sujeto individual se encuentra conminado a ocupar ambas posiciones
–Amo/Siervo– a partir de una borradura del espacio sobre la que se habría instituido la
división moderna ente Mismidad y Otredad dentro de las racionalidades gubernamen-
tales actuales. Se asiste, de esta manera, a un esquema de privatización de la existencia
basada en referentes fantasmáticos que en todo momento devolverían la mirada del
sujeto sobre sí mismo, en donde la alteridad devendría una imagen de representación
objetivada del otro –diferencia–, logrando así una eficacia rica y predictiva que operaría
de manera complementaria a las disposiciones prescritas por los dispositivos de seguri-
dad biopolíticos. Siguiendo a Foucault, se podría colegir que el poder no solo penetra
–fálicamente– los cuerpos, sino que los transforma en entidades performativas a través
de la creación de un sistema de códigos técnicos que habilita un modelo de personaliza-
ción de la propia existencia, es decir, permite la creación de un régimen que destaca una
ligazón entre la apropiación de sí mismo y técnicas de individualización sedimentadas
en procedimientos de totalización políticos, objetivos y objetivantes.
191
CAPÍTULO IV
IDENTIDADES Y DIFERENCIAS: POR UNA
‹‹POLÍTICA DEL NOMBRE PROPIO››
Paul de Man
193
regulan el acceso y seleccionan los discursos respecto de lo que
habrá de entenderse por ser uno mismo1.
Siguiendo a Foucault, parece necesario subrayar los lazos
existentes entre el problema del conocimiento y las relaciones de
este con la producción de un sujeto deseante2, entendiendo que
existe un elemento ético que subyace a dicha relación. Lo central
reside en la determinación histórica de la verdad, es decir, en las
potenciales modificaciones de las formas en que se inscribe la se-
paración entre lo verdadero y lo falso gracias al solapamiento de
una serie de soportes discursivos e institucionales, logrando así
atisbar las mediaciones y transformaciones que debe realizar un
sujeto para acceder a la verdad3. Esta precomprensión supone
194
que existen regímenes que estatuyen una determinada voluntad
de verdad, es decir, criterios arbitrarios de los discursos cuya efec-
tividad estaría dada por su carácter invisibilizante. Verdad que
en ningún caso sería neutral ni natural, sosteniéndose como ve-
hículo de mecanismos de sometimiento. Por lo tanto, requiere
comprender que la voluntad de verdad no se puede separar de
una pérdida cuya expresión básica sería el modelamiento de la
subjetividad.
El análisis propuesto por Foucault respecto de la formación
de la subjetividad en la Antigüedad clásica entrega algunas claves
para enfrentar la cuestión problemática en la modernidad, espe-
cíficamente en lo que refiere al gobierno de uno mismo. En esta
línea, el dilema del gobierno de y por la verdad parece concentrar-
se alrededor de operaciones prácticas que habilitan el ejercicio de
un poder con efectos de verdad, más allá de los modos de orga-
nización de los conocimientos. Lo anterior se vislumbra a partir
del análisis que propone el pensador francés respecto a la noción
de aleturgia, para referirse:
195
Dentro de este encuadre, la noción de cuidado de uno mismo [épi-
méleia/cura sui] sirve para establecer cómo, a partir de una serie
de desplazamientos históricos, el sujeto progresivamente se fue
transformando en objeto de conocimiento para sí mismo. Este
desenvolvimiento histórico estaría vinculado, en el contexto de
la modernidad, a la instalación de una violencia consustancial a
los valores occidentales, cuya finalidad sería la regulación de las
conductas a través de su inscripción lógico-explicativa, dentro de
un discurso racional con valor de verdad, considerando la deuda
que este tiene con la moral cristiana enfocada en el otro, tenien-
do como resultado la emergencia de una filosofía especulativa
centrada en el yo. Al respecto, Foucault nos señala lo siguiente:
5 Michel Foucault, Tecnologías del yo y otros textos afines. Barcelona: Ediciones Paidós
Ibérica, 1991, 54.
196
conciencia en la vida cotidiana. Lo planteado deriva en un replie-
gue de la mirada hacia sí mismo que cobra materialidad en una
relación entre escritura, vigilancia y promoción de ciertas prácti-
cas de documentación que derivarían, eventualmente, en la idea
del examen de conciencia y la confesión cristiana. Esta referencia
al ámbito conductual resulta crucial para la instalación de un de-
terminado modo de conducirse orientado a un proceso de modi-
ficación, purificación y transfiguración6. Así dispuesto, Foucault
nos enseña que la verdad en la Antigüedad habría surgido como
el efecto resultante de un proceso de transformación de un sujeto
en constante confrontación con el saber verdadero, existiendo un
vínculo de dependencia entre ambas partes. La modernidad, por
el contrario, nos propone el problema de la verdad a partir de
una ruptura entre el cuidado y el conocimiento de sí.
Una tecnología fundamental en la época clásica, ligada a la
verdad y al sujeto, habría consistido en la parrhesía7 o franc parler,
es decir, “una virtud, un deber y una técnica que debemos encon-
trar en quien dirige la conciencia de los otros y los ayuda a cons-
tituir su relación consigo mismo […] uno no puede ocuparse de
sí mismo, cuidarse de sí mismo, sin tener relación con otro”8. Esta
técnica articula al sujeto de la enunciación con el sujeto de con-
ducta, de modo que la parrhesía, ligada al gobierno de uno mismo,
se habría transformado en un problema pedagógico. Es solo desde
197
la perspectiva del maestro que cobra sentido el problema del decir:
“qué decir, cómo decirlo, siguiendo qué reglas, qué procedimien-
tos técnicos y a partir de qué principios éticos”9, presuponiendo la
presencia de un ethos por parte del maestro.
Esta técnica comporta tres elementos fundamentales: prime-
ro, el establecimiento de un compromiso con lo dicho, debiendo
transformarse el maestro en un vivo ejemplo de ese “decir fran-
co”; segundo, entender la relación pedagógica como un ejercicio
de poder, mas no de dominación, ya que en caso contrario se
produciría una contradicción con el cuidado de uno mismo. Se
sigue de esto que la base de la relación entre maestro y discípulo
se erige gracias al ejercicio de una libertad y al reconocimiento
del otro como irreductible. Tercero, la idea de que el maestro se
vuelve un ejemplo de vida para sus alumnos a partir de su propio
modo de vida, es decir, a partir de su propio cuidado de sí.
De acuerdo al esquema comentado se logra vislumbrar una
distinción entre dos tipos diferenciados de pedagogía: una que
quiere producir al sujeto y otra que quiere transformarlo. Es la
diferencia entre una pedagogía como modo de transmitir la ver-
dad, con el objeto de dotar al sujeto de actitudes, capacidades y
saberes, y una psicagogia, cuyo objeto es también el de transmitir
la verdad, pero incitando a que el alumno modifique su modo
de ser:
198
verdad de uno mismo, retomando la noción de conversión pro-
puesta por los estoicos: “liberarse de aquello de lo que depende-
mos, de aquello que no controlamos, más que de liberarse del
cuerpo en tanto que centro fijo de una relación cerrada y comple-
ta de uno para consigo mismo”11. Dicha transformación derivará
en una metanoia, es decir, en “un movimiento que se dirige hacia
el yo, que no deja de vigilarlo, que lo fija de una vez por todas
como un objetivo, y que, por último, lo alcanza allí donde él
regresa”12. Surgen así los primeros esbozos de una racionalidad
cristiana encargada de emprender una nueva cartografía divisoria
del hombre en términos de sus dimensiones corpóreo-espiritua-
les, consolidando así la eventual separación entre el alma divina
y el cuerpo como conocimiento de lo carnal. La potencia de este
movimiento se conjuga alrededor de la condición pecaminosa
del sujeto, lo que habría llevado a imponer prácticas de negación
del cuerpo tales como la abstinencia, el sufrimiento, el dolor y
el celibato. En este caso, el conocimiento de sí estaría marcado
por un tránsito de privilegio hacia lo trascendente, justamente a
partir de una degradación del cuerpo:
Cada persona tiene el deber de saber quién es, esto es, de intentar
saber qué es lo que está pasando dentro de sí, de admitir las fal-
tas, reconocer las tentaciones, localizar los deseos, y cada cual está
obligado a revelar estas cosas o bien a Dios, o bien a la comunidad,
y, por lo tanto, de admitir el testimonio público o privado sobre
sí13.
199
el conocimiento de uno mismo; la exégesis, como procedimien-
to para conocerse a uno mismo; y, paradójicamente, la renuncia
a sí mismo como condición y objetivo del conocimiento de
sí14. Las implicancias de este nuevo modelo derivan de la idea
de que existe una relación de antagonismo entre cuerpo y alma
que habrá que poner en sincronía. Esto se traduce en la posi-
bilidad de imponer una moral normativa proveniente desde el
exterior, con el objetivo de corregir el cuerpo a partir de una
serie de tecnologías basadas en una dietética y en la dirección de
conciencia15. Como se puede intuir, la instauración del error-
pecado dispondrá una relación del sujeto hacia sí mismo basada
en la autocontradicción.
Se asiste así a la consolidación de un ideal del yo entendido
como principio de perfección potencial, cuya rentabilidad con-
siste en no poder alcanzarse jamás. Esto cobra fuerza a partir
de una idea de salvación, como modo de existencia que ha-
bría permitido legitimar la instalación de una serie de prácticas
centradas en el autocontrol y el dominio de sí. Esto permite
puntualizar la correlación entre la renuncia del yo y la revela-
ción expresada en prácticas de verbalización, siendo estas, en el
contexto moderno, “reinsertadas en un contexto diferente por
las llamadas ciencias humanas para ser reutilizadas sin que haya
renuncia al yo, pero para constituir positivamente un nuevo
200
yo”16. A partir de lo anterior se puede comenzar a vislumbrar la
emergencia de una nueva forma de subjetividad, es decir, de un
hombre que requiere hablar de su vida, de su entorno, de sus
deseos e intereses. No basta que un discurso hable de él, sino
que él tiene que sustituir el discurso. El sujeto ya no es solo un
objeto, es un sujeto para sí como otro.
Esta perspectiva de análisis es la que permite afirmar que el
hombre, como sujeto-objeto problemático para sí mismo en la
modernidad, se encuentra determinado en sus bases fundamen-
tales por las transformaciones históricas que han sufrido las rela-
ciones entre moral y verdad. En otras palabras, es gracias a que
ha existido una transformación cualitativa de la noción clásica
del cuidado de sí, que el sujeto moderno emerge como producto
epistémico sometido al régimen de un conocimiento que opera
bajo una serie de reglas, métodos y estructuras de objeto a las
que requiere amoldarse. Dentro de este esquema la verdad pasa a
ocupar un lugar de exterioridad respecto del hombre, quedando
inscrita como punto terminal de un camino por recorrer entre
dos polos independientes, y en el que el hombre será guiado por
una señalética que le impone determinadas obligaciones formales
y metodológicas propias de la experiencia de conocimiento. Es
solo a partir de este pasaje al acto hacia el exterior que se le hace
posible encontrar el reflejo de una verdad interiorizada dentro de
sí mismo.
Estas nuevas tecnologías que remiten a la conformación de un
yo individual se grafican especialmente bien en el análisis del poder
pastoral17, es decir, aquellas técnicas que encuentran su sentido en
201
la exigencia de autoexploración y autobservación de sí. En otros
términos, emerge una función orientada a la generación de una
falsa apropiación de sí como otro, en una suerte de ejercicio de des-
doblamiento muy similar a la formación especular descrita por el
psicoanálisis: el individuo se toma a sí mismo como objeto a fin de
proporcionar a su vida una orientación previamente determinada,
encerrándose en un estado de vigilia y dependencia permanente. A
partir de la consolidación de una hermenéutica de la carne cristiana,
se posibilita el gobierno de las almas y de los cuerpos mediante la
transformación de un individuo sujetado a una autoridad externa
y a una verdad absoluta. Este régimen de poder permite develar la
génesis irracional de los sistemas políticos: “Si el Estado es la forma
política de un poder centralizado y centralizador, llamemos pasto-
rado al poder individualizador”18.
La forma dual pastor-rebaño, proveniente de textos orienta-
les y de concepciones religiosas de Occidente, hace las veces de
una metáfora referencial a una figura divina de salvación. Esta
forma de poder funciona como una maquinaria que centra su
fuerza en la producción más que en la represión, asociada a un
sentido de la autoconservación del ideal ascético cristiano. Esta
nueva modalidad fundamenta el paso del cuidado de sí, como ex-
periencia ética del sí mismo en la Antigüedad clásica, al cuidado
del otro moderno, que fundamenta una moral al resguardo de
una institucionalidad que opera como norma. De modo que la
obediencia deja de ser un mero medio, pasando a transformarse
en un fin en sí mismo. De esta misma manera, se establece una
mecánica centrada en la regulación de las relaciones individuales
202
entre el pastor y cada una de sus ovejas. La forma en que el pastor
puede acceder a las necesidades de cada una y, en última instan-
cia, a sus almas, es a partir del examen y dirección de conciencia:
203
pasó en el fondo de mi conciencia, estas son las intenciones que
yo tenía, esto es lo que, en el secreto de mi vida o el secreto de mi
corazón, constituyó mi falta o constituyó mi mérito”22.
Lo que caracteriza y le otorga particularidad a esta tecnología
respecto de otras precedentes, reside en que es el sujeto quien debe
disponerse activamente hacia el proceso de encuentro con su ver-
dad23. Las especificidades que configuran la tecnología confesional
son esencialmente dos. Por una parte, contempla la necesidad de
que el sujeto posea una inquietud por revelar una verdad sobre sí
mismo, asumiendo a priori que puede y debe acceder a los lugares
más recónditos de su interioridad (pensamientos y sentimientos),
e identificando, al mismo tiempo, el origen de estos24. Por otra, la
confesión compromete un determinado modo de interpelación: la
de hacerse cargo de la acción de dar cuenta de sí, lo que trae apare-
jado un ejercicio de unificación del sí mismo. Suplementariamente,
presume una relación jerárquica entre dos personas: el confesor,
que escucha y opera como testigo, y el penitente:
204
En sentido estricto, solo hay confesión dentro de una relación de
poder a la que aquella brinda oportunidad de ejercerse sobre quien
confiesa […] la confesión suscita o refuerza una relación de poder
que se ejerce sobre quien confiesa. Por eso no hay confesión que
no sea ‘costosa’25.
205
moderna– en relación con los juegos de verdad. Para ello es pre-
ciso consignar que no basta únicamente con entrar en el juego
y realizar una acción coherente que permita la emergencia de
esta verdad contenida en el hombre. Haría falta algo más para
completar el círculo: que el individuo logre dar cuenta de quién
es el que lleva a cabo la acción, estableciendo una relación de
concordancia moral consigo mismo por medio de un reconoci-
miento de las conexiones causales que lo han llevado a cometer
tal o cual conducta28. Lo que se dirime en esta operación está
asociado con el buen uso de sus facultades racionales, especí-
ficamente en lo que dice relación con el establecimiento y ex-
teriorización de una relación coherente consigo mismo. Dicha
relación se concreta a partir de la adscripción a un régimen de
obligatoriedad voluntaria que busca posicionar al sujeto en una
relación de exploración permanente de sí mismo, conminándo-
lo a encontrar y notificar aquellos pensamientos y sentimientos
que determinan la voluntad de su actuar. Esto sería parte de
un proceso de liberación del sujeto, cuyo colofón recae en la
emergencia de una individualidad que posee y puede constatar
la posesión de una privacidad interior.
Lo señalado se hace bastante claro en el caso de la con-
fesión cristiana. No obstante, como se ha insinuado, dichas
operaciones pueden asociarse a nuevas modalidades aletúrgicas
seculares propias de las racionalidades modernas29. Se inaugura
206
así la posibilidad de que el individuo se transforme en narrador
y protagonista de su propia historia, siempre y cuando logre
enhebrar la experiencia de sí como vivencia del presente, con
una apelación al pasado a partir de la emergencia una memoria
personal que permita establecer las conexiones del individuo
dentro de un continuo lineal, progresivo y sin fisuras30. En re-
lación con esto, Foucault señala de qué forma esta seculariza-
ción de los procesos confesionales obtuvo nuevas rentabilidades
dentro de las nuevas formas de Estado a partir del siglo XIX,
conectándolo con el subsecuente surgimiento de un sujeto de
derecho con pleno uso de sus facultades racionales31. Es en este
207
punto donde se comienzan a esbozar determinadas conexio-
nes entre el gobierno de los hombres y el problema identitario
en la modernidad, entendiendo este último como una forma
autoaletúrgica, es decir, como “las formas de manifestación de
verdad que giran alrededor de la primera persona, alrededor del
yo [je]”32.
Lo anterior, bajo la premisa de que los procesos de construc-
ción identitaria se introducen como tecnologías que ponen en
un mismo plano de inteligibilidad el problema del gobierno con
el de la producción de una determinada relación de enunciación
verdadera, es decir, a partir de una conminación a decir, de ma-
nera libre, la verdad sobre sí:
208
En suma, la idea de preocupación por uno mismo se irá
transformando progresivamente en un ideal de conocimiento
de sí, cimentando las bases de un modo de hacer filosofía que
aprovechará su potencia con el advenimiento del racionalismo
moderno y la emergencia de la mathesis universalis cartesiana.
El de sí, en este nuevo espacio histórico, implica la posibilidad
de establecer una relación instrumental con uno mismo que ya
no puede ser comprendida en torno al dualismo sujeto-alma,
sino como algo que se determina en la medida que se transforma
en objeto de conocimiento racional. Los sistemas de prácticas
institucionales y extrainstitucionales, centradas en el individuo
atomizado, serán las que aseguren el surgimiento de un sujeto
racional en clave universal a partir de una serie de anudamientos
discursivos polimorfos, principalmente político-económicos y
científicos. Este es el caso de las disciplinas psicológicas moder-
nas, cuya fuerza reside en que,
209
El Yo como objeto sujeto al gobierno:
el dilema identitario
Lo comentado en el apartado precedente permite la apro-
ximación a un modo particular de entender la cuestión del yo
como núcleo central del gobierno moderno. Sería el sujeto cons-
ciente, en tanto agente activo voluntario volcado a dar cuenta de
sí mismo, quien estaría tensionado en una disputa permanente
consigo mismo en lo referido a su propia conformación desde un
ideal de autenticidad y coherencia. Dicho ejercicio reporta una
serie de dificultades, principalmente a partir de dos ejes funda-
mentales: por una parte, a partir del esquema impuesto por una
racionalidad ilustrada siempre en desfase, al no ser capaz de dar
cuenta de manera directa de aquel sujeto portador de la razón;
y por otra, retomando la lectura psicoanalítica, entendiendo que
el yo, como efecto de superficie, no es más que el resultado de
una fractura con su origen, considerando que es esta distancia la
que inscribe una subjetividad marcada por un desconocimiento
estructural de una verdad esencial que se le presenta como irre-
presentable.
Frente a este escenario, la obra de Foucault propone una
tercera vía. Ella supone un tránsito relacional múltiple, es decir,
un recorrido que se dispone entre unas determinaciones históri-
cas respecto a los modos de reconocerse como un ser, y una serie
de operaciones prácticas que se encuentran implicadas en dicho
proceso de lectura de sí. Desde esta perspectiva cobra sentido
el debate sobre las posibles influencias, direcciones y causalida-
des impuestas entre una disyunción que provoca una separación
arbitraria –entre un interior y un exterior– del todo determi-
nante para comprender las posibilidades de acción que tiene el
sujeto moderno, en la medida que se transforma en el producto
o efecto residual de formaciones discursivas a la base de los jue-
gos de verdad. Esta posición denota un espacio en que el sujeto,
como ser que piensa, habla y actúa desde sí mismo, establece una
210
vinculación consigo a partir de una serie de formaciones que no
provienen de una psique ontológica, aun cuando estas lo lleven a
narrarse como sujeto poseedor de una interioridad originaria. Tal
y como propone Butler, “cuando el ‘yo’ procura dar cuenta de sí
mismo, puede comenzar consigo, pero comprobará que ese ‘sí
mismo’ ya está implicado en una temporalidad social que excede
sus propias capacidades narrativas”36.
Sin duda que lo propuesto se encuentra en clara afinidad
con la crítica a la tradición filosófica planteada por Nietzsche.
El filósofo alemán es severo al considerar que el impulso auto-
rreflexivo moderno ha grabado a fuego un modo de dominación
moral interior con carácter de original autenticidad:
211
A partir de esto se explica la mala conciencia nietzscheana,
es decir, aquello que pone al hombre contra sí mismo dentro
de los límites de un ideal ascético: “Solo la voluntad de mal-
tratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de
lo no-egoísta”39. Hay en esto una referencia similar al proble-
ma planteado por el poder pastoral, en que el acto máximo de
inscripción del sentimiento de culpa en la sociedad occidental
remita a la inscripción de una deuda eterna e impagable hacia
Dios, quien, en tanto acreedor máximo, se habría sacrificado por
sus deudores. Desde esta perspectiva se entiende por qué la con-
cepción nietzscheana tiene que ver con el sentido de autocom-
placencia del hombre consigo mismo, como gran tecnología de
renuncia a sí en pos de valores fundados en la incorporación de
mecanismos de disciplina y vigilancia interna. Esto se explica a
partir de la negación de la voluntad de poder encubierta bajo las
formas de amor, justicia y sabiduría: de una buena voluntad.
No obstante Foucault, quien ocupa una suerte de radical
posición intersticial entre Kant y Nietzsche, propone una dis-
cusión centrada en los códigos morales-normativos, es decir, en
los mecanismos que determinan las formas de conducción de
la conducta, considerando que estos no pueden ser reducidos
exclusivamente al quehacer de una mala conciencia. Esto supo-
ne la posibilidad de establecer, a través del ejercicio crítico, una
delimitación entre aquel aspecto de la práctica que compete al
sujeto, y aquella parte del yo que se consigna como objeto de la
práctica moral:
212
Una cosa es una regla de conducta y otra la conducta que con tal
regla podemos medir […] Dado un código de acciones y para un
tipo determinado de acciones (que podemos definir por su grado
de conformidad o de divergencia en relación con ese código), hay
diferentes maneras de “conducirse” moralmente, diferentes ma-
neras para el individuo que busca actuar no simplemente como
agente, sino como sujeto moral de tal acción40.
213
subjetividad fuera de los márgenes de las estrategias de some-
timiento o, dicho de otro modo, posibilitaría una desujeción
a partir de la desatadura de los nudos de individualidad en los
que se ve reconocido el hombre. En palabras de Butler el asunto
fundamental consiste en,
214
identidad se engarza como un efecto de la relación entre el sujeto
con su propio cuerpo. En otras palabras, la identidad se inscribe
como el nombre de lo que viste y arropa internamente el cuerpo,
posibilitando una identificación con la exterioridad a partir de
una proyección de imagen que el sujeto se hace de sí, ampara-
do por una unidad histórico-biográfica. A partir de este terreno
intersticial parece viable abordar la identidad en términos de sus
configuraciones normativas, es decir,
215
mismo en el camino hacia la verdad forma parte de su consig-
na, a pesar del influjo proveniente de una enorme cantidad de
marcadores y vectores identitarios emergentes: aquellos que han
surgido como resultado de las nuevas formas de gobierno que
han marcado el trazado político contemporáneo.
La idea imperante de que los hombres son portadores de
una identidad propone una serie de elementos problemáticos,
cuya raíz puede observarse en la presunción de que existe una
disputa por la soberanía de los límites entre un interior y un
exterior. Dicha cuestión supone que la identidad contiene una
función demarcatoria, de frontera, con cierto carácter originario
para el individuo. En otras palabras, la identidad sería parte de
una interioridad anterior del sujeto, posible de ser desarrollada e
integrada sistemáticamente. En el decir de Taylor,
Cf. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer
III. Madrid: Editorial Pre-Textos, 2002, 13-40. En esta medida, la memoria histórica
–y, por qué no, la memoria autobiográfica–, sería la destrucción de la experiencia a
partir de la petrificación del acontecimiento, es decir, sacar de él lo que no se puede
testimoniar a partir de la consideración de que es el lenguaje lo que permite suponer un
origen prelingüístico que rompe con la condición espaciotemporal de la experiencia.
Así, “la conciencia de sí no es posible más que si se experimenta por contraste y solo se
emplea el ‘yo’ dirigiéndose a alguien que se convierte en ‘tú’ en la alocución, ya que esta
condición de diálogo es constitutiva de lo humano y queda implicada en el proceso de
comunicación […] El problema de la experiencia como ‘patria original’ del hombre es
el problema del origen del lenguaje en su realidad de lengua y habla. Es una ficción,
pues nunca está el hombre separado del lenguaje y no hay algo así como un acto de
inventar el lenguaje, sino que el hombre se constituye como tal a través de él”. Natalia
Taccetta, Agamben y lo político. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2011, 281-282.
46 Charles Taylor, Fuentes del Yo. La construcción de la identidad moderna. Barcelona: Edi-
torial Paidós, 2012, 161.
216
Esto se ha visto refrendado gracias a los nuevos modelos de pen-
samiento y desarrollo del conocimiento, cuyos gérmenes, ligados
a la racionalidad moderna, le han dado al ser humano un impul-
so hacia el autoconocimiento y la posibilidad de dar cuenta de
sí mismo de una manera particular, muy cercana a una noción
de claridad, especificidad y verdad47. Desde esta perspectiva, la
identidad en la modernidad podría entenderse como una:
217
Se asiste, de alguna manera, a la reactualización de la trama
edípica49, bajo la presunción de que existe una verdad que se le
oculta al sujeto a partir de su relación fracturada con el mundo:
“Esta imagen rota que refleja la muerte es el referente último
de toda posible identidad (tanto individual como colectiva) se
constituye en referencia al abismo y está, por lo tanto, dañada,
amenazada”50. De modo que la identidad actuaría como una
amalgama que, en tanto imagen heterotópica51, viene a intentar
llenar este espacio intersticial que le ha quedado inaccesible al
sujeto moderno.
218
Dicho esto, la identidad no parece ser algo que pueda ser
fácilmente delimitado en torno a un punto fijo52. Emerge como
una categoría taxonómica que apela a un espacio, una suerte de
continente simbólico que agrupa otros tantos elementos que
comprometen a los sujetos individuales y sociales. Dentro de este
análisis se podrían considerar dos grandes factores: por una parte,
una suerte de arraigo ontológico vinculado al ser de las cosas en
función de una relación de apropiación y pertenencia para/con
ellas. De manera que parece estatuirse como un elemento natural
y universal que define el modo de vinculación de los hombres
con el mundo a partir de un ideal de autenticidad. Por otra parte,
surge como la condición estructural, constitutiva, de separación
entre un adentro y un afuera:
219
que permite un ejercicio de definición dentro de un campo
simbólico-lingüístico compartido, a partir de elementos que
se disponen en un margen de mayor o menor cercanía con la
voluntad. Esta visión es consistente con aquellos saberes que
inscriben la identidad dentro de modelos de desarrollo huma-
no, asociándola a grados de madurez y autonomía propios de
un individuo unificado y dotado de conciencia. Si la identidad
se construye secuencial y cronológicamente, como parte de un
proceso de formación subjetiva, esta podrá verse afectada por
estímulos que impiden su adecuado desarrollo y verse merma-
da, perderse o desarrollarse de manera insuficiente, cayendo el
sujeto en una categoría de enfermedad y anormalidad54. Solo
así se hace verosímil hablar de crisis de identidad, bajo la pre-
misa de que esta delimita el espacio de las distinciones cualita-
tivas sobre las que se generan los modelos de vida y selección,
220
retroalimentándose en función de los procesos de toma de de-
cisiones que las personas realizan55.
Asimismo, dicha cosmovisión de la identidad trae apareja-
da un potencial narrativo para los sujetos que la desarrollan56,
permitiendo reproducir un relato coherente, consistente e inal-
terable de uno mismo más allá de los cambios ambientales, las
circunstancias biográficas personales y/o sociales. Incluso más, a
partir de este relato integrado la identidad promueve un nexo de
sentido cognoscitivo y moral vinculado a la experiencia fenomé-
nica, generando un cúmulo de significados particulares en torno
a aquellos elementos simbólicos que expresa y exterioriza. Es así
como los seres humanos logran desarrollar un sentido de vida en
torno a una idea de continuidad en el tiempo57.
Pero la identidad no remite exclusivamente a un problema
individual, cercano a lo que las modernas psicologías han enten-
dido como personalidad. La identidad aparece en todo momento
mediada por procesos de interacción entre los miembros de la
comunidad, es decir, entendiendo que la adscripción identitaria
se dirime en torno a categorías externas relativamente estables
que permiten desarrollar un sentido de pertenencia58. Desde esta
221
perspectiva, no es novedad que los principales conflictos bélicos
y movimientos sociales de los últimos siglos se hayan encontrado
dispuestos en torno a la defensa de entelequias con arraigo ideo-
lógico, ligadas a nociones que comportan un potencial de con-
vocatoria tales como las de Nación, Patria, Territorio y Clase59.
Esta dimensión social de las identidades aparece supeditada a un
sentido de filiación discursivo-institucional en que el nombre, los
adjetivos y los espacios materiales asociados a ellos permiten un
posicionamiento integrado y relativamente seguro de los sujetos
en diversos campos. Es por esto que los grupos de referencia se
transforman en núcleos de resguardo dentro de las comunidades
frente a otros, permitiendo cartografiar un campo social a partir
de un potencial predictivo respecto de una alteridad que se em-
plaza como amenazante pero que, no obstante, debe poder ser
reconocida como alteridad. Tal y como señala Hall,
222
la cuestión de la identidad o, mejor, si se prefiere destacar el proce-
so de sujeción a las prácticas discursivas, y la política de exclusión
que todas estas sujeciones parecen entrañar, la cuestión de la ‘iden-
tificación’, se reitera en el intento de rearticular la relación entre
sujetos y prácticas discursivas60.
223
equivalentes ni equidistantes las unas de otras. Es más, hoy en
día la posibilidad de generar adscripciones estaría regulada ma-
yoritariamente por el establecimiento de modelos estratégicos de
asociatividad, ligados a un sinnúmero de caracteres parciales y
fragmentarios que tienden a unirse de manera flexible, conmi-
nando a los individuos a reconocerse dentro de determinadas
formas de experiencia social. Algunos de estos elementos apare-
cerían como naturales e inmutables, cercanos al mantenimien-
to de una tradición asignada por territorio o sangre. Otros, en
cambio, emergen en las cercanías de lo que podría ser entendido
como customización personal, ligados, por ejemplo, a grupos de
interés, modas, estilos artístico-culturales e, inclusive, filiaciones
políticas centradas en la explosión de las diferencias. En el decir
de Laclau y Mouffe:
62 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicali-
zación de la democracia. Madrid: Editorial Siglo XXI, 1987, 185.
224
reflejada en las instituciones políticas, sociales y culturales. De
modo que:
225
el trazado social se centren en un ejercicio práctico de elecciones,
considerando sus potenciales adecuaciones e inadecuaciones.
Lo anterior da cuenta de un segundo elemento problemáti-
co del dilema propuesto: el que surge al considerar la identidad
como el resultado de una formación residual de integración entre
un adentro y un afuera, un binarismo modal. Esto quiere decir
que la identidad exige asumir a priori una relación entre una
interioridad, materializada en el yo soy reflejado en esta noción
(conciencia, alma, espíritu), y una exterioridad (-alter), es decir,
aquello que distingue y mantiene a las personas en una relación
de justa distancia con el mundo:
226
Suponer la identidad como resultado del impacto de una ra-
cionalidad política sobre el cuerpo, implica comprenderla como
parte de un marco de inteligibilidad que propicia la apropiación
del sujeto sobre sí mismo y su pertenencia a una determinada
configuración social. En este sentido, la identidad termina ha-
ciendo las veces de una figura intersticial –la del entre–, en la
división normativa de los cuerpos, que, a la vez que los produce,
contornea la materia que los constituye para ajustarse a ellos.
Hay en esto una relación fundamental entre cuerpos y códigos,
en que:
227
La dimensión espacio-temporal que invoca el lugar del cuerpo
individual, dentro de un espacio social históricamente determi-
nado, se transforma así en el continente perfecto para el influjo
de las nuevas formas de gobierno. Esto se materializa en una dis-
puta entre una gestión estratégica de las posiciones subjetivas,
representadas por rituales orientados a la conformación de la
individualidad, y una serie de enunciados asociados a ellos que
emergen en función de un proceso constante de asimilación y
acomodación de la distribución del poder del cuerpo social. Es
en esta línea que los actos constitutivos de definición de identi-
dades y diferencias cobran su particular significado en relación
con los diagramas del poder. Así dispuesto, la identidad contiene
las reglas que permiten el establecimiento de determinados senti-
dos de lo múltiple, fundados en la relación entre identificaciones
emergentes y superpuestas de un campo discursivo, y los vectores
que sostienen y legitiman determinadas funciones enunciativas
contenidas en dichas identidades dentro de una particularidad
histórica. En otras palabras, lo que se incorpora en el proceso
de construcción identitaria no son solo los adjetivos sustancia-
les, sino también los códigos de lectura de dichos nombres y los
efectos asociados a ellos que dependerán, en definitiva, de una
economía del reconocimiento:
228
que se produce fuera de uno mismo, que es externa, en virtud de
una convención o norma que uno no ha hecho y en la que uno
no puede discernirse como autor o agente de su propia construc-
ción68.
229
de legitimidad política en torno a parámetros de inclusión/
exclusión que aseguran la igualdad de base requerida para la
configuración de la vida civil actual. Esto, en último término,
constituiría una modalidad de circulación del poder centrada
en la formación de dispositivos ópticos que disponen formas
legítimas de ver-se y narrar-se:
230
concebible desde el orden nómico, y es una función del orden
nómico71.
231
que supone la disyunción entre lo individual y lo social, a partir de
la inscripción de una universalidad abstracta que excluye las parti-
cularidades mediante la homogenización ideal de las individualidades
particulares. Las determinaciones sociohistóricas promueven formas
de apropiación vital en torno a fórmulas de elección con valor de
verdad, entendiendo que en el contexto moderno se erigen alrede-
dor de un sujeto individual responsable e imputable por sus propias
acciones. Dicha propuesta, más que dejar abierta una invitación a
la apertura y expresión de las diferencias dentro de una comuni-
dad política plural y diversificada, actuaría sobre la configuración
de los límites de lo pensable adscrito a un ideal de participación
individual enmarcado por la razón universal. Un vínculo dialéctico,
de necesidad y dependencia, entre particularidad y universalidad,
ambas como grandes abstracciones dentro de un orden prescrito por
una razón hegemónica e inclusiva, basadas en el principio político-
jurídico de igualdad ante la ley de todos los hombres73.
Lo que se revela frente a esta posición es la condición bajo la
que el yo reflexivo cobra la forma de una función interna regula-
toria de las formas de vida, respondiendo a determinadas disposi-
ciones ligadas a una sincronía entre ser y hacer bajo la égida de un
potencial narrativo histórico-biográfico que encuentra sentido en
un ideal vinculado a una perspectiva del autogobierno. Desde
esta perspectiva, las identidades podrían analizarse como cam-
pos de fuerzas en pugna dado que, como señala Mouffe, “fijan
parcialmente el sentido de una cadena significante y permiten
detener el flujo de los significantes y dominar provisionalmente
el campo discursivo”74.
A diferencia de las disputas de épocas precedentes, la lucha
por la hegemonía identitaria moderna parece dirimirse en términos
232
de un ideal de reconocimiento75 dispuesto en torno a la consoli-
dación de los límites de la interioridad individual. Lo señalado
es una indicación de la preeminencia del individualismo en el
devenir de las sociedades liberales contemporáneas, entendiendo
que subsistiría una fragmentación insuperable a la base de cual-
quier tipo de vínculo en torno a un ideal de comunidad política.
Así se estatuye un momento de privatización de la experiencia de
lo público en que el individuo, en tanto free agent, se posiciona
como usuario portador de derechos individuales, abocado a ase-
gurar sus posibilidades de elección y participación dentro de un
mercado transaccional múltiple de objetos y relaciones, siempre
orientado a la preservación y mejoramiento de su vida íntima76.
75 Con esto nos referimos a que la lógica del reconocimiento basada en las articulacio-
nes totalizantes y excluyentes entre lo universal y lo individual, estaría ya prefigurada
dentro del esquema social –en tanto exclusión constitutiva–, por lo que el sujeto que
es invitado a participar de manera libre está llamado a ocupar una posición que, en
definitiva, lo obliga a reconocerse como una entidad fija que siempre “fue” lo que ahora
está siendo. Tiene que ver con el potencial de acción fundado en la toma de decisiones
que, por un lado, estarían dentro de un contexto que estaría mediado por la decisión.
Contexto y decisión que, por lo demás, implicarán siempre un acto de exclusión. Cf.
Moreiras, Línea de sombras, 161-172.
76 Como ejemplo de lo anterior la figura del barrio comentada por Pierre Mayol deviene
metáfora de un espacio que permite dar cuenta de una suerte de solapamientos de la
distribución territorial, que progresivamente va borrando los límites demarcatorios de
la delimitación público/privado. En el decir del pensador: “El barrio puede conside-
rarse como la privatización progresiva del espacio público. Es un dispositivo práctico
cuya función es asegurar una solución de continuidad entre lo más íntimo (el espacio
privado de la vivienda) y el más desconocido (el conjunto de la ciudad o hasta, por
extensión, el mundo) […] La relación entrada/salida, dentro/fuera, confirma otras re-
laciones (domicilio/trabajo, conocido/desconocido, calor/frío, tiempo húmedo/tiem-
po seco, actividad/pasividad, masculino/femenino…); siempre se trata de una relación
entre sí mismo y el mundo físico y social; es la organizadora de una estructura inicial y
hasta arcaica del “sujeto público” urbano mediante el pisoteo incansable por cotidiano,
que mete en un suelo determinado los gérmenes elementales (susceptibles de descom-
ponerse en unidades discretas) de una dialéctica constitutiva de la conciencia de sí
que adquiere, es este movimiento de ir y venir, de mezcla social y repliegue íntimo, la
certeza de sí misma como algo inmediatamente social”. Michel de Certeau, Luce Giard
y Pierre Mayol, La Invención de lo Cotidiano 2. Habitar, cocinar. México D.F.: Univer-
sidad Iberoamericana. Departamento de Historia, Instituto Tecnológico y Estudios
Superiores de Occidente, 1994, 10-11.
233
En esta medida los derechos civiles, dentro de la modernidad
contemporánea, como señala Longás:
234
lugar un individuo autorregulado, conminado a proyectar su
paz interior como medio para el establecimiento de fundamen-
tación de una comunidad ideal. Y, en esto, el papel del dere-
cho político consiste en ser garante de las condiciones para el
adecuado ejercicio de intervención individual del sujeto sobre
sí y sobre sus congéneres79. De esta manera emerge una nueva
codificación de relaciones entre el ver y el decir, marcada por el
vaciamiento de las categorías sociales otorgadas otrora por el
espacio público clásico. En esta línea, tal como afirma Arendt:
235
la experiencia. Se trataría de un principio en que los modelos
de privatización de la existencia habilitan un régimen de vin-
culación predefinido por un sentido de temor latente frente a
una alteridad incontrolable y, por lo mismo, amenazante. Esto
hace que las tecnologías de conformación identitaria permitan
objetivar el espacio intersticial que compone la experiencia dia-
lógica fracturada entre individuo y sociedad. De modo que su
potencial efectividad remitiría, en primer lugar, a la afirmación
de su carácter natural y original; y, en segundo lugar, al conjunto
de nombres y adjetivos tácitos que permiten acceder a un estado
civil protegido, ya no a partir de un régimen de poder centrado
en el derecho político, sino a través de formas heterogéneas de
producir experiencias autoprotegidas, es decir, aquellas configu-
radas en torno a una autogestión y administración de intereses
particulares dentro de una lógica de intercambios productivos.
Lo que emerge con lo anterior es la posibilidad de abrir un
espacio de interrogación crítica que conmina a una determinada
forma de elaboración activa de los sujetos, materializándose de
manera específica dentro del espacio histórico-social en que se
encuentran inscritos. Con esto presente, suponemos que la iden-
tidad se estatuye como el resultado de un enfrentamiento entre
el conocimiento (logos que preclasifica y ordena) y el reconoci-
miento, teniendo por resultado el sometimiento a una imagen
imaginario-espectral respecto del ser uno mismo que, simultánea-
mente, convoca a los sujetos a posicionarse en una relación de
236
adscripción a ideales normativos a priori, referidos a las represen-
taciones que los individuos hacen de sí mismos. Lo comentado
actuaría en sincronía con un ideal ético de correspondencia, en
cuanto el sujeto se ve interpelado, desde su interior, a ajustarse
a los cánones de las categorías identitarias a las que voluntaria y
libremente se ha adscrito. Dicho ejercicio práctico consistiría en
un proceso selectivo que le permite cartografiarse desde lo múl-
tiple sin perder su posibilidad de remitir a una unidad original,
es decir, sin caer en una autocontradicción que lo pueda situar
frente a la amenaza potencial de la fragmentación de sí. Solo así
podría llegar a disponerse como lo que verdaderamente es, lo
que, en definitiva, le permitirá constituirse como sujeto privado,
reconocido y legitimado dentro de un espacio social específico.
237
centrada en la figura de un sujeto fundacional, puede entenderse
conforme a los ideales impuestos por el proyecto ilustrado mo-
derno. Esta evolución hacia una racionalidad antropocéntrica ha
abierto una serie de cuestiones vinculadas a las formas en que
los hombres definen los saberes, las verdades asociadas a ellos y
las construcciones de sentido concomitantes. Según lo anterior,
la historiografía adquiere determinados modos de significación
y de interpretación en torno a una configuración diseñada de
acuerdo a un orden ético trascendental, como efecto de la pro-
ducción de la vida como culpa83. En definitiva, la historia del
sujeto identitario se legitima en torno a condiciones axiológico-
formales que dictaminan el sentido de las relaciones entre sig-
nificantes y significados, modelando el acceso y ejerciendo sus
efectos sobre la construcción material de la experiencia. Es decir,
remite a los recursos que posee el sujeto, individual y colectivo,
para transformarse en un sujeto moral; o, dicho de otro modo,
a las modalidades de reglamentación del sujeto para la construc-
ción activa de la experiencia de sí mismo.
Al considerar que la identidad se constituye en un núcleo
fundante de los relatos historiográficos modernos, se hace nece-
sario dilucidar cuáles son los elementos subyacentes que la sostie-
nen como categoría discursiva legítima. En otras palabras, cobra
pertinencia enfocar la pregunta hacia las razones de sentido que
proponen la construcción de una narrativa histórica, por ejem-
plo, dentro de un marco de disputa identitaria. Lo dicho se hace
claro si se contempla que dicha disputa simbólica se dirime en los
límites formales del pensamiento, a partir de una economía de la
238
representación84 que promueve una forma particular de escritura
sustancial del sujeto desde sí mismo. De modo que instauraría un
modelo de diálogo particular entre el individuo con su historia
–en cuanto otro que emerge en la narración de sí mismo–, como
una suerte de reactualización constante que evoca la apelación
a un origen mítico de la memoria, entendiendo este como lugar
común desde donde leer la identidad. Esta reminiscencia a la his-
toria, en tanto presencia del pasado ausente, se engarza como un
modo de establecer contraposiciones legítimas a partir del poder
abarcador de una clasificación única. Dicha clasificación reafirma
su posibilidad en una actualidad que aparece como única posi-
ble, en donde el cambio y la transformación, como constantes de
nuestro frágil presente, se coluden para mantener el orden de las
cosas y de los hechos por medio de la imposición de un telos que
recae sobre individuos reclutados como soldados de infantería de
una brutalidad política85. Estos modelos, dictados por y desde la
historia, devienen campos de fuerza centrados en la recuperación
de la memoria y reactualización en el presente, dando cuenta
del fondo normativo sobre el que se erigen las identidades en la
medida que configuran una autopercepción histórica reactiva: la
de una identidad violentada que sería necesario restituir como
requisito base de las luchas emancipadoras propuestas por los
grupos minoritarios86.
84 Cf. Rodrigo Naranjo, Para desarmar la narrativa maestra. Un ensayo sobre la Guerra del
Pacífico. Santiago de Chile: Ocho Libro Editores, 2011.
85 Cf. Amartya Sen, Identidad y violencia. La ilusión del destino. Buenos Aires: Katz Edi-
tores, 2007, 30.
86 Destaca en esto el carácter de la discusión académica en torno a los problemas iden-
titarios. En general, la identidad surge como categoría problemática por su carácter
ausente o de no reconocimiento, cobrando una particularidad frente a una salida fuera
del rayado de cancha, como algo que se ha perdido y que es preciso recuperar. El pro-
blema de lo anterior, y he aquí un punto de disenso entre los pensadores que relevan la
cuestión de la “política identitaria”, tendría que ver con situar la identidad desde el lado
del reconocimiento, asumiendo la perspectiva hegeliana de la constitución subjetiva.
Por otro lado, aparecen quienes sostendrían el dilema desde la perspectiva de la distri-
bución liberal. Cf. Nancy Fraser y Axel Honneth, ¿Redistribución o reconocimiento? Un
239
En otras palabras, la posibilidad de una construcción sub-
jetiva en torno a una identidad se refrenda por la productividad
de una relación con la historia, materializándose en la cultura a
través de una construcción social de la memoria, imponiendo así
una tensión ontológica entre esta última y los medios de produc-
ción de la misma. En el decir de Cuesta Abad:
Esto ocurre aun cuando este pasado diste de poder ser atestigua-
do en sí mismo, es decir, recuperado de manera prístina, frente
a las limitaciones que impone el pensamiento. Volviendo sobre
el legado freudiano, la memoria actúa como una herencia de
lo vivido y designa un sentido de filiación constitutivo para el
sujeto. Por lo tanto, la tarea de la identidad en su proceso de
constitución sería siempre la de reconfigurarse en relación con
una tensión provocada por la reinvención presente de un pasado,
debidamente seleccionado a partir de las exigencias de espacios
de verdad que van trocando dinámicamente las figuras y los fon-
dos, bajo la exigencia de apropiación y afirmación de aquello que
lo precede. Dicha tensión supone una violencia inscrita en los
procesos de conformación identitaria, frente al engaño provoca-
do por un proceso ficcional de evocación presente de un pasado
que escucha el mandato de la herencia atávica como modelo de
construcción de sentido en lo actual:
240
El heredero debe responder siempre a un mandato en sí mismo
contradictorio: debe apropiarse y preservar una memoria de aque-
llo que lo antecede, reafirmarlo en lo que fue, a la vez que debe
relanzarlo como propio, recrearlo, hacerlo otra vez producto nue-
vo de su invención88.
241
de un interiorismo privado sostenido en una relación de oposi-
ción con lo público90, permitiendo el afianzamiento del indivi-
dualismo como lugar desde donde se puede entender la vivencia
del hombre moderno occidental. En esta línea comenta Arfuch,
a propósito de Arendt:
90 Debemos notar que esta división público/privado remite menos a un dualismo on-
tológico que a una producción discursiva de la modernidad. Tal y como nos enseña
Arendt a partir de su análisis histórico, lo público y lo privado tienen una relación de
coexistencia inextricable: “La profunda relación entre público y privado, manifiesta
en su nivel más elemental en la cuestión de la propiedad privada, posiblemente se
comprende mal hoy día debido a la moderna ecuación de propiedad y riqueza por un
lado y carencia de propiedad y pobreza por otro. Dicho malentendido es sumamente
molesto, ya que ambas, tanto la propiedad como la riqueza, son históricamente de
mayor pertinencia a la esfera pública que cualquier otro asunto e interés privado y han
desempeñado, al menos formalmente, más o menos el mismo papel como principal
condición para la admisión en la esfera pública y en la completa ciudadanía”. Arendt,
La condición humana, 80.
91 Leonor Arfuch, El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010, 69.
242
El hecho es que esta expresión interiorista, devenida exterior,
carga con la exigencia de pensar la particularidad individual en
función de una totalidad que le otorga sentido a la experiencia.
Dentro de este esquema, el otro subsiste como ausencia que per-
mite un ejercicio de evocación mediado por una narrativa de la
vida cotidiana. Además, se hace necesario precisar que la actuali-
dad de lo biográfico siempre se le escapa al yo consciente en este
proceso de desfase temporal con el pasado, ya que la evocación
interior se encuentra condicionada por los límites de un pensa-
miento determinado por sus capacidades limitadas92. Desde esta
perspectiva se hace viable la consideración de una tecnología au-
tobiográfica que, en tanto ejercicio de construcción narrativa de
la intimidad, apela a un topos relacional entre el yo y los otros,
dentro de una incorporación afirmativa de la fragmentación dual
entre el mundo externo y el mundo privado desde una lógica de
la autentificación93. Lo comentado se puede ver ya esbozado en el
243
siglo XVIII, dentro del proyecto autobiográfico rousseauniano.
Lo que intentará Rousseau es exaltar el yo cartesiano, superándo-
lo y mostrando todas las contradicciones en él contenidas:
aspectos, por los recursos de su medio? Y, puesto que la mimesis que se asume como
operante en la autobiografía es un modo de figuración entre otros, ¿es el referente
quien determina la figura o al revés? ¿No será que la ilusión referencial proviene de la
estructura de la figura, es decir, que no hay clara o simplemente un referente en absolu-
to, sino algo similar a una ficción, la cual, sin embargo, adquiere a su vez cierto grado
de productividad referencial?”. Paul de Man, “La autobiografía como desfiguración”.
Ángel Loureiro (coord.) La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudios e investigación
documental. Barcelona: Editorial Anthropos, 1991, 113.
94 Jean-Jacques Rousseau, Las Confesiones. Madrid: Alianza Editorial, 1997, 1.
244
A partir de esta obra, lo que hace el filósofo ginebrino es darle
preeminencia al yo atómico y autónomo mediante su adscrip-
ción a un género filosófico-narrativo en primera persona que
busca, en último término, dar cuenta de la singularidad de su
historia personal. De esta manera emerge una forma de corres-
pondencia ineludible entre la individualidad, entendida como
un yo soy pensante y una valoración de la vida emotiva:
95 Christina Bürger y Peter Bürger, La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetivi-
dad de Montaigne a Blanchot. Madrid: Ediciones Akal, 2001, 142.
96 Ana María Holzbacher, “Las confesiones de J. J. Rousseau. Una obra entre dos géne-
ros”, 1616: Anuario de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada. Anu-
ario IV, 1981. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006, 107.
245
destinatario. Esto, a partir de una exigencia propuesta por un
tránsito autorreflexivo que no solo permite performar su iden-
tidad narrativa, sino logrando dar cuenta de su completitud a
partir de su capacidad para analizar, e imbricar simultáneamente,
las fracturas que constituyen su mundo (razón/emoción, natura-
leza/sociedad). Además, esta práctica lo distingue como sujeto de
enunciación discursivo, al tiempo que lo pone en una relación
de identificación posible con aquellos que participan de su mun-
do de significados compartidos a partir de su autoconstitución
como objeto –universal– posible de examinación97.
Lo anterior propone un ejercicio de desdoblamiento entre
el sujeto y el relato de sí mismo. La representación que emerge
del ejercicio autobiográfico será, entonces, una que considera el
desfase que se produce entre el yo agente y el personaje que apa-
rece contenido en la obra. Existiría una suerte de extrañamiento
provocado por la distancia entre el ejercicio escritural del autor
y el resultado materializado en el relato. Esta insalvable distancia
denota la imposición de un Orden que articula la vivencia pro-
veniente de la memoria, salvaguardando una experiencia del sen-
tido presente98. El corolario de esto es la imposibilidad de atesti-
guar prístinamente la propia experiencia pasada, quedando supe-
ditado dicho ejercicio a una serie de mecanismos que determinan
la expresión de la vivencia interior a partir de la configuración
246
relacional con una alteridad dialógica. Si esto es así, la identidad
se constituiría a partir de este juego de divisiones del uno a partir
del otro, siendo la autoimagen una de-formación dependiente de
dicha interacción. De lo señalado, colegimos que la experiencia
autobiográfica no puede ser pensada como un ejercicio de expre-
sión transparente de uno mismo, sino una tecnología práctica de
consignación identitaria con carácter de legitimidad, en tanto
legibilidad, de acuerdo a determinados marcos discursivos nor-
mativos con carácter de verdad.
247
cuestión concerniente al yo como agente y espectador de dichos
cambios99.
De manera que las incrustaciones de determinadas opera-
ciones de identificación se proyectan sobre los modos en que el
sujeto determina la relación histórica consigo mismo, es decir,
a través de las trayectorias en que vincula su vida particular con
una realidad histórica mayor de carácter trascendental. Una vida
en que “hemos de estar correctamente situados en relación al
bien […] El creyente en la razón cuya vida está en orden […]
Pero eso solo se debe al hecho de que su sentido de valor y signi-
ficado está bien integrado en lo que viven”100. En otras palabras,
antes de que el hombre pueda determinar un modo verdadero de
habitar el mundo, subsistiría en él la creencia de que es necesario
establecer un diálogo autoexplicativo, siendo la identidad aquella
tecnología de representación del vínculo yo-otro que invoca al
yo, en tanto agente razonable, a reconocerse como tal. Es solo a
partir de este diálogo interno que cobra sentido una determinada
disposición hacia la exterioridad material.
Pero no se puede dejar de considerar que en este diálogo pri-
mero se juegan una serie de elementos que no pueden atribuirse
a una disposición ontológica, sino que estarían delimitados por
determinadas condiciones de posibilidad históricas de lectura
que solo en un segundo momento logran consolidarse en este
vínculo con la exterioridad material. Este sujeto moderno que se
visibiliza, en tanto logra evidenciarse, contendría ya en sus bases
248
un determinismo que lo ata a su verdad bajo los parámetros de
las racionalidades objetivantes:
101 Joaquín Fortanet, “Experiencia, ética y poder en la obra de Michel Foucault”. Oxímo-
ra. Revista Internacional de Ética y Política, nº 1 (Otoño 2012), 98.
102 Cf. Nikolas Rose, Inventing ourselves. Psychology, power and personhood. United King-
dom: Cambridge University Press, 1998, 40.
249
primeramente, en conocerse a sí mismo; y, en segundo lugar, a
construirse a sí mismo a partir del esquema epistemológico im-
perante, poniendo de relieve la apertura al campo de posibilida-
des inaugurado por una verdad antropocéntrica. Este individuo
autoconsciente y desenvuelto en el mundo tendería a generar
procesos de reconocimiento en torno a referentes identificatorios
que se encuentran circulando por el espacio social, a la mane-
ra de un mercado de significados a los que el individuo podría
acceder. Sería, entonces, el resultado de la inscripción de una
racionalidad histórica centrada en torno a un sujeto de derechos
igualitario y despojado de sus particularidades en tanto sujeto de
mercado con acceso directo o potencial a bienes de consumo, lo
que transformaría al hombre en un sujeto-objeto alienado por la
lógica de acceso y empleo de determinados bienes dentro de un
modelo económico dominante. Una racionalidad en que, tal y
como propone De Certeau,
250
promoción de una libertad individualizante como fundamento
para el adecuado funcionamiento social104.
Las configuraciones identitarias no solo se articulan des-
de la definición de saberes y categorizaciones por parte de los
discursos. Su intervención puede apreciarse, además, respecto
de las normas inscritas en las lógicas relacionales dentro del
espacio social, es decir, a partir de su dimensión catalizadora en
relación con la emergencia del estatuto de la alteridad prescrita
dentro de ciertos márgenes. En esto, las formas de consenso
propias de los modelos de gobierno demoliberales presuponen
la existencia de una base de legitimidad en torno a los modos
de vida dentro de la sociedad civil, estableciendo unos límites
infranqueables que definen estructuralmente las formas posi-
bles de interacción y/o movilización social105. En torno a esta
relación es que Rancière analiza los modos de funcionamiento
104 En este sentido, la libertad podría entenderse como un dispositivo discursivo que per-
mite articular una serie de elementos heterogéneos en un devenir de practicidad con
resultados altamente homogéneos. Desde esta perspectiva podemos pensar que todos
somos igualmente libres en la medida de nuestras posibilidades de convertirnos en
sujetos de consumo dentro de una sociedad que se torna altamente desigual. Es justa-
mente esto lo que permite que perviva dicha diacronía entre libertad e igualdad. Así,
al menos, lo deja entrever Horkheimer: “El principio del liberalismo había conducido
a la uniformidad mediante el principio nivelador de comercio y trueque que mante-
nía unida a la sociedad liberal […] En nuestra época, la de las grandes corporaciones
económicas y de la cultura de masas, el principio de la uniformidad se libera de su
máscara individualista, es proclamado abiertamente, y elevado a la categoría de ideal
autónomo”. Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires: Editorial
Sur, 1973, 148-149.
105 Podemos ver graficado lo que queremos plantear en las palabras de Rancière: “La ley
objetiva lo que hasta aquí era el contenido de un sentimiento de inseguridad. Este
sentimiento tenía ya la propiedad de convertir en un único y mismo objeto de miedo a
una multitud de grupos y de casos que causan, a títulos diversos, confusión o disgusto
en distintos lugares a diferentes partes de la población: estudiantes secundarios proble-
máticos, pequeños delincuentes, traficantes de droga, trabajadores súper numerarios,
fundamentalistas religiosos, etc. Entonces lo que hace la ley es transformar este Uno
del sentimiento en Uno del concepto. Y sin duda esto es el principio de lo que se lla-
ma consenso: esta convertibilidad entre el objeto de miedo y el Otro que la ley debe
primero identificar antes de expulsar”. Jacques Rancière, Política, policía, democracia.
Santiago de Chile: LOM Editores, 2006, 48.
251
y regulación de los mecanismos de construcción identitaria. Su
posición confronta lo político, entendido como espacio de lucha
entre una policía de la identidad –que busca instituir los límites
de separación entre lo Mismo y lo Otro por medio de mecanis-
mos de adjetivación discursiva– con la política, que asume a
priori una condición de igualdad fundamental que posibilita la
promoción de determinados espacios de libertad. De modo que
el filósofo francés apunta a que el discurso político universal,
propio de la policía, pone en marcha un aparataje orientado a
la creación del sujeto/objeto que habrá de marginar, es decir,
un dispositivo dirigido hacia una construcción ontológica y ca-
tegorizada de lo múltiple, anónimo y sin ley, que escapa a los
márgenes del consenso. Lo señalado funcionaría a la manera de
una compleja maquinaria de control molar enfocada sobre lo
molecular –de conceptualización y agrupación de todo aquello
que queda fuera de los márgenes del discurso de la Ley– para
asirlo y situarlo dentro de límites precisos. Es, en definitiva, un
mecanismo doble en que el discurso universal crea su objeto, a
partir de su nominación, para lograr, posteriormente, realizar
sobre él la operación de exclusión:
252
modelos negociados de consenso proclives a borrar el conflicto
político disputado por las partes implicadas. De esta manera la
mesa de diálogo se transforma en una tecnología policial de res-
puesta al choque entre los mecanismos de normalización y ho-
mogenización; un artefacto de respuesta a la emergencia del di-
senso y a la denuncia de una falta. Esta eliminación del conflicto
supone, además, un efecto sobre la opinión pública, permitiendo
a cada ciudadano un posicionamiento moral desvinculado frente
al conflicto, eliminando así las complejidades y aristas del mis-
mo:
107 Jacques Rancière, El viraje ético de la estética y la política. Santiago de Chile: Editorial
Palinodia, 2007, 24-25.
253
posición asignada. A la vez me niega otras posiciones, otras posturas
o imposturas. Y, sobre todo, me niega la posibilidad de transitar
entre comportamientos, presuntamente estancos […] Cuando yo
defino a alguien (o algo) como extraño, con la denominación cons-
tituyo y ratifico su extrañeza y –medida profiláctica– me inmunizo
contra ella (o meramente me prevengo) […] Es decir, aquel que
posee el poder de afirmar, niega. El que me afirma como competi-
dor me niega como aliado. El que me afirma como amigo me niega
como amante, o como adversario, o como meramente conocido, o
como ajeno e indiferente108.
254
nivel discursivo, en su potencial expansivo. Por lo tanto, habría
que considerar que la lucha por el reconocimiento de los nuevos
actores sociales que ostentan alcanzar la legitimidad identitaria
circula en torno a una identificación imposible111, por cuanto ac-
ceder a ellos constituye la disolución de su alteridad radical in-
asible. Esto supone que el ejercicio crítico de subjetivación se
realiza, no en función de una articulación prístina con una iden-
tidad esencial, sino a través de un espacio intersticial, un interva-
lo entre identidades:
255
una cadena interminable de significantes y significados. Lo se-
ñalado adquiere una dimensión funcional dentro de un modelo
de autogobierno a la medida, considerando que las subjetivida-
des pasan a estar sujetas a políticas del nombrar sustentadas en
componentes éticos que re-producen, a partir de una suerte de
mecánica autopoiética, formas de delimitación basadas en siste-
mas de expectativas y posibilidades de reconocimiento a través
de estereotipos.
Dentro de este orden de cosas es que se hace posible hablar
de una política de la identidad, entendida como un proceso de
sujeción a determinadas prácticas discursivas dentro de un marco
que define los límites y genera exclusiones de las particularidades,
a través de dos modalidades diferentes pero complementarias:
por una parte, a partir de la cooptación de la categoría identi-
taria y su reposicionamiento topológico dentro de la estructu-
ra del Orden hegemónico; por otro, a partir de la exclusión de
cualquier tipo de particularidad identitaria que no se encuen-
tre prefigurada por las racionalidades políticas institucionales y
extrainstitucionales. De modo que estas se distribuyen dentro
de espacios de representación que remiten a un pasado histórico
(tradición), pero más importante aún, retrotraen a la invención
de la tradición desde una perspectiva histórica lineal y continua.
Sería una suerte de naturaleza fantasmática del yo que tiene una
determinada efectividad discursiva, material y política.
Es en esta línea que las identidades no pueden sino erigirse
en torno a un “exterior constitutivo”113, es decir, a un más allá de
los límites de las diferencias en que toda identidad nombra, aun-
que de un modo silenciado y tácito, aquello que le falta. Es lo que
256
Laclau comprende como la conformación de la identidad social
en tanto acto de poder, al imponer violentamente un binarismo
que sitúa dos términos jerárquicos en una relación de opuestos.
El error, desde esta perspectiva, sería el de apelar a un repositorio
constituido por una identidad esencial, ontológica e inmutable,
que se enfrente al orden de lo Universal como su opuesto:
114 Ernesto Laclau, “Sujeto de la política, política del sujeto”. Arditi, El reverso de la dife-
rencia, 127.
115 En relación con destaca la emergencia de la figura de un ciudadano que, en tanto
individuo, deja de estar referido primariamente al Estado: “La ciudadanía no remite
más a una ‘esfera pública’ única, incluso si esta es entendida como una ‘sociedad civil’
diversificada. Al contrario, existe una amplia gama de prácticas no totalizantes dentro
de las que se deben jugar los juegos de ciudadanía. La ciudadanía es realizada principal-
mente a través de actos de elección libres y responsables alrededor de una variedad de
257
estrategia estaría asociada a la distribución de sujetos de consu-
mo dentro de un mercado de interacciones organizadas, plani-
ficadas y racionalizadas, asumiendo que lo fundamentalmente
problemático son las condiciones de posibilidad de relación con
un otro que deviene mercancía dentro de los campos de control
simbólico de los intercambios. Lo anterior permite que todos
puedan ser diversamente iguales, a partir de un individualismo
sostenido en torno a una especie de a priori intelectual y moral,
dejando a los sujetos en una relación de equidistancia de unos
respecto de otros.
Dentro de esta lógica se podría reconocer una triangulación
entre subjetividad-identidad-poder, entendiendo que este último
no solo actúa sobre el sujeto en tanto forma de dominación, sino
que también activa o constituye al sujeto a partir de una demar-
cación de sus condiciones de posibilidad en tanto tal o cual su-
jeto: “De ahí que la sujeción no sea simplemente la dominación
del sujeto ni su producción, sino que designe cierta restricción
en la producción”116. En otras palabras, puede decirse que es a
partir de un sistema de prácticas racionalizadas que emerge una
modalidad de construcción del sujeto sobre sí mismo, basada en
ideales normativos que inculcan a los individuos una suerte de
identidad psíquica. A propósito de lo anterior, Butler señala lo
siguiente:
prácticas privadas, corporativas y cuasi públicas que van desde trabajar hasta comprar.
El ciudadano como consumidor debe convertirse en un agente activo en la regulación
de su experticia profesional. El ciudadano en tanto prudente debe transformarse en
agente activo en la provisión de seguridad. El ciudadano como empleado debe conver-
tirse en agente activo en la regeneración de la industria y, en tanto consumidor, debe
ser un agente para la innovación, calidad y competitividad”. Cf. Rose, Governing the
Soul, XXIII [la traducción es nuestra].
116 Judith Butler, Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Valencia: Edicio-
nes Cátedra, 2010), 96.
258
totaliza y le otorga coherencia, entonces parecería que, en la me-
dida que es totalizadora, toda identidad actúa precisamente como
alma que encarcela al cuerpo117.
259
y a una determinada organización en el seno de la sociedad a la
que pertenece:
260
discursivos que establecen una suerte de dialogismo estratégico
entre el yo y los otros. Dicho de otro modo, habría contenida en
ella un campo de fuerzas en disputa que se resuelve alrededor de
una rigidización de determinados modos posibles de interacción
entre los sujetos posibles de ser nombrados que habitan el espa-
cio, resultando en el establecimiento de lazos a partir de identi-
dades estereotipadas y sustancializadas.
261
EXERGO
ELEMENTOS PARA UNA CRÍTICA DEL
CUERPO (FRAGMENTOS)
Friedrich Nietzsche
Julio Cortázar
263
Pues es solo cuando localizamos algo intolerablemente afue-
ra de nosotros que “saltar[emos] fuera de la vergüenza” y
“transforma[remos nuestras] miserables empresas en una guerra
de resistencia y liberación”.
Andrew Culp
1 Para Arnoldo Siperman, la llamada “Recepción del derecho romano” fue movilizada
desde la Universidad de Bolonia hacia el 1088: “Es allí donde los doctos estudiosos
de aquel cuerpo preceptivo, legal –Corpus Iuris–, que el emperador Justiniano había
promulgado en el Imperio Romano de Oriente más de cinco siglos antes, ponen en
marcha una de las más notables revoluciones intelectuales de la historia europea”. Ar-
noldo Siperman, La ley romana y el mundo moderno. Juristas, científicos y una historia de
la verdad. Buenos Aires: Editorial Biblos, 2008, 100-101.
2 Alejandro Guzmán Brito, “Mos italicus y mos gallicus”. Revista de Derecho de la Ponti-
ficia Universidad Católica de Valparaíso, n° 2 (1978): 11-40.
3 Guzmán Brito, “Mos italicus y mos gallicus”, 15.
264
cho propio del segundo. Como el imperio romano-germánico se
extiende por toda la cristiandad, así por toda la cristiandad debe
extenderse su derecho4.
265
En este sentido, la Glosa, en tanto dispositivo incorporado en el
orden del discurso, nos permite observar no solo la efectividad
del comentario como técnica de heterodesignación y de hete-
rovaloración que opera sobre la dispersión experimentada por
todo “corpus” (cuerpo que nunca dejará de reescribirse, en tanto
nunca dejará de disponer, organizar, clasificar), sino que también
permite ver una suerte de gestión de lo azaroso que está a la base
de todo ejercicio de clasificación u organización de un cuerpo.
la supremacía sobre el clero y Enrique IV). Resulta muy interesante ver la total ausencia
de este problema en el texto de Guzmán Brito, lo que le permite vaciar de su carácter
agonístico al proceso de recepción del derecho romano.
7 Jean-Louis Déotte, Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el Museo. Santiago de Chile:
Editorial Cuatro Propio, 1998, 23-24 [las cursivas son nuestras].
266
puntos de resistencia móviles y transitorios, que introducen en una
sociedad líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y
suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los
propios individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos, tra-
zando en ellos, en su cuerpo y su alma, regiones irreducibles8.
267
Para Padilla, recordaba Amalfitano, existía literatura heterosexual,
homosexual y bisexual. La poesía, en cambio, era absolutamente
homosexual. Dentro del inmenso océano de esta distinguía varias
corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, ma-
riposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo,
eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por
ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica.
William Blake era maricón, sin asumo de duda, y Octavio Paz ma-
rica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y
de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de
hecho la reina y el paradigma de las locas (en nuestra lengua, claro
está; en el mundo ancho y ajeno el paradigma seguía siendo Verlai-
ne el Generoso). Una loca, según Padilla, estaba más cerca del ma-
nicomio florido y de las alucinaciones en carne viva mientras que
los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de la Ética a
la Estética y viceversa12.
12 Roberto Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía. Barcelona: Editorial Anagrama,
2011, 21. Con algunas modificaciones, esta taxinomia se encuentra también en la ya
canónica novela Los detectives salvajes.
268
membranoso y en su parte inferior se encuentra un músculo atrofiado
que lo circunda y que, en ciertas ocasiones, se halla muy desarrollado,
a tal extremo, que la mujer puede –voluntariamente– contraer la va-
gina y retener el pene del hombre en ella.
Esto es lo que nuestro pueblo llama choco y las mujeres que tienen
la fortuna de poseerlo, son muy apetecidas. Se trata en estos casos
de una regresión atávica, pues este músculo se encuentra en estado
normal en la yegua y en la perra, lo que explica en parte el aboto-
namiento de esta con el perro, después del coito13.
13 Nicolás Fuster y Pedro Moscoso-Flores, La Hoja Sanitaria. Archivo del Policlínico Obre-
ro de la IWW. Chile 1924-1927, Santiago de Chile: Ceibo Ediciones, 2015, 66-67.
14 André Menard, Libro Diario del Presidente de la Federación Araucana Manuel Aburto
Panguilef. Santiago de Chile: Colibrí - RIL, 2013, XLIII.
269
o sometimiento –la medicalización, por ejemplo–, la ciencia y
su discurso verdadero –la medicina, la pedagogía, entre otras–,
los procedimientos o mecanismos configuradores de subjetivi-
dad –la enfermedad o la salud–, son parte del cuerpo: espacio
de inscripción de aquellas batallas, materia de ensayo de aquellas
prácticas que lo modelan. Novedoso documento para aproximar-
se a lo “sido”, ya que frecuentemente, como señala Foucault,
270
Aquí se nos presenta la posibilidad de pensar la vida como
permanente exploración que contiene en sí misma lo azaroso,
accidental y, en consecuencia, el error, según Canguilhem17. El
cuerpo incuba el error que atañe a la vida en tanto movilidad
constante, conminándolo a instituir norma en un empeño crea-
tivo, es decir, a decretar valoraciones que le permitan re-situarse y
permanecer: su presencia persiste en una constante reinvención.
En este sentido es que leemos a Alejandra Castillo cuando seña-
la que “la palabra cuerpo designa una substancia infinitamen-
te superpuesta en la exposición de su materia […] todo cuerpo
entraña una aporética, un pensamiento de lo determinado y lo
indeterminado”18. Como señalamos anteriormente, su pura ex-
cepcionalidad, su inespecificidad es lo que resiste a todo tipo de
apropiación, pero en tanto “entre”, es decir, entre lo que instituye
su posibilidad de nombrarlo y de verlo, y el accidente o error
que disloca con anterioridad su salida de una taxonomía especí-
fica. Son pequeños hiatos que suspenden la palabra y extravían
la mirada, son interrupciones, fallas, cortocircuitos. Quizás, es
en este horizonte en el que cobran sentido los argumentos de
Andrew Culp cuando, a propósito de –y extraviando a– Deleuze,
menciona que debemos ver al cuerpo “como una frustrante serie
de resistencias, obstinado, terco, él, en la medida en que fuerza a
pensar, y fuerza a pensar lo que escapa al pensamiento, es decir,
la vida. Por esta razón se dice que aún no sabemos qué es lo que
puede un cuerpo”19. Pero también Culp nos conmina a través de
una inquietante provocación: “El asunto no es construir un cuer-
po sin órganos (organización, organismo...), sino órganos sin un
cuerpo. Solo se abandona la lógica productivista de la acumula-
ción cuando logramos acabar por último en la desaparición del
17 Cf. Georges Canguilhem, Lo normal y lo patológico. México D.F.: Siglo XXI Editores,
2015, 224.
18 Alejandra Castillo, Ars Disyecta. Figuras para una corpo-política. Santiago de Chile:
Palinodia, 2014, 114.
19 Andrew Culp, Oscuro Deleuze. España: Editorial Melusina, 2016, 107.
271
cuerpo visible”20. Consideración nada irrelevante si pensamos,
como señala Culp, que “denunciar a los Estados, naciones o razas
como ficticios hace poco para dislocar su poder, cualquiera que
sea la falsedad de sus justificaciones históricas o científicas”21.
Pero habría que insistir en esa pregunta –¿cuánto puede un
cuerpo?– que nos obliga a pensar, precisamente, en los límites, es
decir, en lo que se resiste a ser in-corporado y, por tanto, es cons-
tantemente narrado. Entonces sí resulta pertinente pensar en fic-
ciones del cuerpo, en tanto narramos compulsivamente aquello
inaprensible, ese “cuánto puede” que no logramos explicar (aun-
que sí ficcionar). Una suerte de compulsión de la máquina social
a incorporar esa potencia del cuerpo, pero que en su constante
devenir permanece ajena y extraña a lo social y a nosotros mis-
mos. Como señala Foucault,
272
que irrumpe, lo que acontece al margen de la gestión calculada,
sería la “urgencia” que moviliza a los dispositivos de clasificación
en su operación de sobredeterminación funcional y de relleno
estratégico24.
273
la actualidad del poder”, siguiendo a Jorge Hernández, advierten
sobre la difícil relación entre teoría y acción política. La produc-
ción de una comunidad de reivindicación (o de resistencia) no es
ajena a la esencialización que conlleva la producción de un relato
a-histórico sobre su constitución27. Toda resistencia necesita de
un nombre, de un dispositivo.
No podemos sino recordar, frente a esta recepción28, cier-
tas “prescripciones de prudencia”, aquellos “en vista” que para
Foucault sería necesario tener presente al momento de describir
o analizar relaciones de poder, precisamente para evitar el esque-
matismo histórico que refiere “a la forma única del gran Poder
todas las violencias infinitesimales que se ejercen”, desconocien-
do el carácter múltiple y, sobre todo, móvil de dichas relaciones.
Entre estas prescripciones encontramos las Reglas de las variacio-
nes continuas, a saber:
274
go, implican. Las “distribuciones de poder” o las “apropiaciones
de saber” nunca representan otra cosa que cortes instantáneos de
ciertos procesos, ya de refuerzo acumulado del elemento más fuer-
te, ya de inversión de la relación, ya de crecimiento simultáneo
de ambos términos. Las relaciones de poder-saber no son formas
establecidas de repartición, sino “matrices de transformaciones”29.
275
podían hacer análisis de la situación objetiva de los cuales sacar
conclusiones estratégicas para la acción y se actuaba en conse-
cuencia. Los procesos de agregación subjetiva eran largamente
previsibles, el comportamiento de las clases sociales era previsible
y el ciclo económico también […] Hoy, el conjunto del sistema
entró en una condición de imprevisibilidad mucho más radical,
porque los actores se han multiplicado y el cuadro es infinita-
mente más complejo. Y, sobre todo, porque el funcionamiento
viral no se puede reducir a ningún modelo determinista32.
276
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