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La bruja blanca

Por Juan Forn

Al pie de foto le alcanzaría decir: “Flannery O’Connor en Lourdes” y sería como una novela
entera. La bruja blanca de la literatura, que se estaba muriendo de lupus desde los
veinticinco años, llega al santuario de Lourdes en muletas. Una parienta rica le pagó el viaje.
Flannery tenía treinta y tres años, le quedaban seis de vida. Ya había escrito uno de los
mejores libros de cuentos de la historia: Un hombre bueno es difícil de encontrar. Cuando
llegó desde su Georgia natal a la famosa residencia de escritores en Iowa a los veinte años,
no sabía quiénes eran Kafka y Joyce. Días después, cuando leyó su primer cuento allá, dejó
a todos en atónito silencio; en las horas siguientes se fueron acumulando manojos de flores
silvestres en la puerta de su cubículo, que manos anónimas habían ido dejándole sin decir
palabra. De Iowa fue a Yaddo, otra famosa residencia de escritores, y pasó más o menos lo
mismo. En los días previos a que lo internaran en el loquero, el poeta Robert Lowell
abandonó Yaddo sin decir a nadie adónde iba y en un legendario raid maníaco por Nueva
York enloqueció a todos sus amigos con influencias exigiendo que lo ayudaran a lograr la
canonización de Flannery: no la literaria sino la auténtica, la del Vaticano; se había hecho
católico por Flannery. Ella se enteró cuando ya estaba de vuelta en Georgia. La habían
bajado en camilla del tren: de un día para el otro sus brazos no le respondieron al teclear en
la máquina de escribir. Le diagnosticaron lupus. Desde Georgia escribió a sus amigos del
Norte: “Creo que me quedaré hasta ver en qué clase de inválida me convierto”. A Lowell
prefirió no escribirle nada en la carta que le mandó; adentro de la página en blanco doblada
en tres iba una pluma del último de los pavos reales que había criado de chica en su granja,
el único que quedaba con vida cuando ella volvió del Norte y se convirtió en la celebridad
del pueblo: la escritora loca que caminaba en muletas por sus humildes dominios seguida de
su pavo real.

Vivía en esa granja con su madre, mantenidas por la parienta rica que después las llevaría a
Lourdes. Todas las mañanas al despertarse y todas las noches antes de dormirse leía una
hora, de algún breviario, la vida de un santo o un mártir (nunca la Biblia; ése era territorio
de Faulkner y ella no quería “que mi pequeña barca encalle contra él”). Después se iba a
misa de siete y después se sentaba a escribir sus historias dementes y fabulosas sobre las
pobres almas del Sur. Su madre y su tía decían: “Ojalá hubiera encontrado otra forma de
expresar su talento”. La gente del pueblo decía: “Es una buena chica. Sólo me da miedo
acercarme y que me ponga en uno de sus cuentos”. Ella se limitaba a decir: “Las buenas
personas son muy difíciles de encontrar. Hay que arreglarse con las malas personas, que
son tan respetables que resultan horribles, tan horribles que resultan cómicas, tan cómicas
que resultan patéticas, tan patéticas que sería horroroso tener piedad de ellas, porque
atraería a los demonios del desprecio”.

En esos cinco años en el Norte se alimentaba, sin alejarse de su máquina de escribir, de


sardinas que comía directo de la lata y de agua de la canilla, a la que vertía un chorrito de
bourbon porque “el agua del Norte no tiene gusto a nada”. Cuando volvió a Georgia y el
lupus empezó a asfixiarle el cuerpo, le escribió a una admiradora: “Descanso veintidós horas
al día para poder escribir las otras dos” (la misa, la lectura de breviarios y la alimentación de
su pavo real eran parte del descanso). Nunca tuvo novio ni marido y sólo una vez fue
besada en toda su vida, por un vendedor de biblias danés, sobreviviente de los nazis. Fue
poco antes del viaje a Lourdes. Así describió ese beso en “La buena gente del campo”, uno
de sus mejores cuentos: “El le apoyó la mano en el nacimiento de la espalda, la atrajo hacia
sí y la besó sin decir una palabra. El beso produjo una circulación de adrenalina en el cuerpo
de ella, esa clase de adrenalina que permite arrastrar un baúl lleno fuera de una casa en
llamas. Pero antes incluso de que él la soltara, la mente de ella dictaminó con agridulce
satisfacción, como si contemplara la escena desde muy lejos, que era una experiencia
perfectamente intrascendente si se mantenía el control”. Siempre que leo ese beso me
acuerdo al instante de su perfecta contracara, una escena formidable del cuento “La
Persona Desplazada”: la señora Shortley reta a su marido porque está fumando mientras
ordeña las vacas de la patrona; el señor Shortley hace que la colilla del cigarrillo apunte
hacia adentro y cierra su boca, sin dejar de mirarla y sin interrumpir su tarea. “Ese truco
había sido en realidad su manera de cortejar a la señora Shortley. Nunca llevó una guitarra
para cantarle ni nada bonito para regalarle, sólo se sentaba en los escalones del porche, la
miraba intensamente, hacía girar la punta del cigarrillo hacia adentro con la punta de la
lengua y el labio inferior, cerraba la boca y la miraba con la expresión más cariñosa que se
pueda imaginar. Esto volvía loca a la señora Shortley. Al instante le entraban ganas
irrefrenables de bajarle el sombrero hasta los ojos y estrecharlo entre sus brazos, mientras
le murmuraba al oído: Oh, señor Shortley, oh, señor Shortley”.

La intelligentzia francesa quedó atónita cuando Flannery se negó a parar en París en su


viaje a Lourdes. Tampoco quiso sumergirse en las aguas supuestamente milagrosas del
manantial: “Vine como peregrina, no como paciente. Soy de esas personas que pueden
morir por su religión, pero no tomar un baño por ella”. Le encantó, en cambio, que en
Lourdes hubiera tantos enfermos, tullidos y locos como en sus cuentos. Y pidió que la
dejaran un rato largo rezando en la capilla, no para curarse, sino para poder terminar el
libro que estaba escribiendo (Todo lo que asciende debe converger, al que llamaba su “opus
nauseus”). “Vivo en lo que escribo. Si entrecierro los ojos puedo ver todo lo que me ha
pasado como una bendición”, dijo poco antes de morir. “Aunque, a decir verdad, prefiero
mirar hacia 1931. De ahí en adelante ha sido un prolongado anticlímax”. En 1931, cuando
Flannery tenía cinco años, la gente del noticiero de variedades Pathé viajó hasta Georgia
para filmar el gallo al que ella había enseñado a caminar para atrás. La filmación existe
todavía: el gallo es un gallo cualquiera, hasta que empieza a imitar a la nena. Lo que se ve
entonces en los ojos de ese bicho, y especialmente en los de esa nena, es lo mismo que
asomó en los ojos de aquel anciano general confederado, cuando lo llevaron como un trofeo
al estreno en Georgia de Lo que el viento se llevó. El general tenía 104 años, fue vestido con
su uniforme y su sable, en mitad de la película creyó que se le venía encima la parca y
“mientras su mano apretaba el filo de acero hasta que se hundía en el hueso, sus ojos
hicieron un esfuerzo desesperado por ver más allá, más atrás; por tratar de saber, antes de
morir, qué venía después del pasado”.

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