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Se la trajo al mundo mediante hechicería y métodos de dedos torcidos.

Nyxia no debía venir al


mundo, no debió vivir un solo instante el calor del sol sobre su piel purpúrea que atrapa el
resplandor de las estrellas y lo hace suyo. Fue la clemencia y el amor ciego de sus padres, el temor
incandescente al umbral sin retorno de la muerte, lo que los impulsó a prevenir un final apresurado
forzando la mano del destino.

Su madre no iba a sobrevivir al parto. Habían transcurrido apenas unos meses desde su concepción
y ya languidecía sin poder levantarse del lecho. Su piel era translúcida, perlada de sudor como
palacios iridiscentes de agonía a la lumbre constante de una hoguera que no remediaba sus
estertores. Las semanas se sucedieron y el martirio fue menguando su cuerpo. Marcaba sus costillas
como teclas de un piano repugnante donde bien parecía que sus entrañas eran consumidas desde el
interior y sus propios huesos temían ser los siguientes. Trataban de escapar, pensaba el padre de
Nyxia, sin hallar remedio en la sabiduría de médicos ni herboristas. No encontró en ellos más que
torpes intentonas que muchas veces la hicieron caminar muy cerca del filo de la navaja. Un paso en
falso rasgaría su última hebra con este mundo y consigo se llevaría a su hija no-nata.
El hombre padecía pesadillas atroces en las que se quedaba solo en el mundo cuando dormía con su
convaleciente esposa. Sentía el frío febril que ella despedía, la debilidad filtrada de su voz al
respirar y su mirada inundada de un velo mortecino a la mañana siguiente.

Un día lleno de rabia y demencial resolución, el hombre marchó hacia los límites inescrutables de la
aldea. Fue al encuentro de una anciana de la que se decía estuvo allí antes de que el primer edificio
se alzara en ese peñasco de tierra sin dioses. Pensó que su sabiduría tendría algo de mágico tras ella,
que su edad prolongada y antinatural fuera algo más que simples remedios sin importancia. Deseó
con todo su corazón que fuera algo más que un ensueño y que al volver su esposa pudiera quedarse
al menos un año, un mes. Un día habría bastado.

A su encuentro la anciana se le fue encomendado una tarea sin sentido. Por una pizca de tiempo, el
hombre que ya no albergaba en su pecho otra cosa que desesperación atronadora aceptó vagar hacia
templos de ambar, de sangre de árboles antiguos y recuerdos cristalizados en la tierra. No volvió
jamás, pero su mujer despertó.
Se sentía saludable, todo cuanto podía uno apreciar despues de tanto tiempo y quien la recibió en el
mundo fue la anciana. Anunció que todo lo que se había hecho, era por decisión de su marido. No
habló de pactos, ni de sangre inscrita sorbe una rama de cedro ni de las joyas que moran en los
cráneos de las comadrejas ni los búhos. Parte de esa ayuda requería mayor asistencia y los días
transcurrieron con la anciana rondando por la casa. Les traía comida y les procuraba leña, con su
madre agradecida por sentirse sola, desamparada en un mundo demasiado grande. Transcurrieron
los meses y Nyxia conoció la luz, aquella por la que no era digna de nacer. La anciana asistió al
parto con sus manos callosas y arrugadas, con cánticos y rituales que se entremezclaron con el dolor
y la sangre oscurecida fluyendo de su interior. Nació su hija, si, un espléndido engendro de seis
cuernos, de piel purpúrea que encierra los ojos de la noche, con alas minúsculas que caían con
languidez sobre su cuerpo manchado en sangre y placenta. La acogió, claro, ¿que podía hacer si no?
No podía rechazar a la criatura por la que se había entregado su marido fuera como fuere. Era su
hija.

Al cabo de dos años su enfermedad se hizo con ella finalmente. Su madre se vio fulminada en
apenas una semana, padeciendo los síntomas que se habían prolongado durante más de cuatro
meses. La fiebre la hizo delirar a tal punto que una noche sin luna salió despavorida por la puerta.
Renegando de su propia sangre; su hija, y llamando a su marido. Se la encontró dos días despues a
medio carcomer por las bestias del bosque. Nyxia pasó al cuidado de la anciana, que le procuró una
vida y la apartó de una sociedad que nunca querría aceptarla tal y como era. No eran sus errores,
tampoco suya la culpa, pero todos la tomarían como tal.
La enseñó a desfigurar los vientos del éter en forma de magia, a transfigurar el ardor del pecho en
luz y sanar de la misma forma en la que podía rasgar el cuerpo.

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