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TERRITORIO DE BRUJAS

POR LOLA ANCIRA 
Realmente, el mundo está poblado de brujas;  
unas más benignas, otras más implacables;  
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pero el reino no solo de la fantasía,  
sino el de la realidad evidente pertenece a las brujas. 
Reinaldo Arenas 
 

Existen distintos tipos de fuego. Está el que quema y calcina. El que ilumina, reconforta y no
hace daño. El que sólo sabe de gritos y dolor. El que sana y limpia. Josefa podía transformarse
en cualquiera de los cuatro. 
Su cuerpo era el reflejo de su nombre: duro, fuerte. A pesar de eso, al caminar parecía
que flotaba, apenas rozaba el piso. Su piel antigua, de
edad incalculable, acumulaba la arena del desierto; su cabello larguísimo preservaba la tiniebla
de la noche y el olor del almizcle. La conocí cuando un hilito de sangre que corría en mi
pierna derecha alarmó a mi padre. Él me mandó a limpiar, me dio unos trozos de manta de
cielo y me dijo que me pusiera uno dentro del calzón. Asustada, obedecí. Mi madre se había
ido a aliviar de su quinto hijo con la abuela, yo era la mayor. Cuando regresé, él me estaba
esperando con un bulto de ropa. Me tomó con fuerza del brazo, con más temor que ira, y me
encaminó al cerro de San Pedro. Cuando ya no había casas ni ganado a la vista, apenas en las
faldas, me soltó. 
—De aquí te sigues tú sola. En una media hora vas a ver una casucha, ahí tocas. Te vas a
quedar un tiempo allá. Estate serena, chamaca —me dio una palmada en el hombro que casi
me tira y regresó por donde mismo. Mi padre parecía gastarse con las palabras, por eso
siempre había hablado tan poco. Al soltar un vocablo se encorvaba, como si se desprendiera
de su alma de a poquito con cada sílaba, por eso no hice preguntas. Tampoco me dio tiempo
de abrir la boca porque él salió disparado, huyendo de algo invisible. 
Oscurecía y empezaba a refrescar. Entre el silencio se colaba el sonido de una serpiente
cascabel; de matorrales agitados por las correrías de liebres y tlacuaches. Los quebrantahuesos
volaban en círculos. Yo estaba tensa. Intuí a dónde iba, mas no para qué. Avancé cada vez más
de prisa, esquivando los cardones y los nopales de púas afiladas, hasta que comencé a trotar.
No podía fijarme bien en el camino y las rocas me hirieron los pies. Los zarzales secos me
arañaron las pantorrillas. Cuando empezaba a quedarme sin aliento, vi una luz redonda y roja.
Me dirigí hacia ella. Sentí que el fuego se alejaba conforme yo me acercaba. De pronto estuve
frente a una puerta desvencijada. Me arrodillé para tomar aliento y se abrió. Primero me llegó
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un aroma dulce, a hinojo, luego, una voz se fue asomando entre la oscuridad: 
—Mija, qué bueno que ya llegaste, te estaba esperando desde hace rato. ¿Qué haces ahí
en el suelo? Pásate, que el vapor frío te viene siguiendo —Josefa traía un chal sobre los
hombros, un vestido holgado y opaco y un paño sobre la cabeza del que pendía un collar de
cuentas de colores. Llevaba el cabello negrísimo y largo atado en una coleta. Retrocedió
y dejó la puerta abierta. 
Nunca llegué a entender cómo, en aquel pueblo olvidado, la
gente, sigilosa y gris como las piedras o arisca como planta de desierto, parecía estar al tanto
de cualquier detalle ajeno a su pereza.  
Tardé en tomar confianza y entrar, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Qué hubieras hecho tú?
Si regresaba, mi padre era capaz de llevarme de las trenzas con Josefa. Entré y me quedé al
lado de la puerta, por si acaso. Un olor a herrumbre me dio la bienvenida. Luego descubrí que
también olía a moho, a tela guardada. El lugar, apenas iluminado por una lámpara de aceite,
parecía abandonado. Una cortina separaba la cocina del resto. Había distintas sillas y sillones
repartidos a lo largo de las paredes, por el pasillo que llevaba a una única puerta. Lo reducido
de la fachada era eso, una mera pinta. 
—Teresa, deja tus cosas y ven a la cocina —más que una orden, su voz en la penumbra
era como un faro, y me dirigí a ella.  
Dentro, el olor a manzanilla y canela hirviendo me llevó a una taza humeante sobre la
mesa repleta de hierbas secas, frascos con líquidos y plastas. Josefa señaló un huacal y se
sentó en la única silla desocupada. Me dijo que bebiera y el primer sorbo fue una
sanación casi instantánea. Mi vientre dejó de punzar.  
—Tu mamá se acaba de aliviar y tu papá no sabía qué hacer contigo, así que te vas a
quedar aquí unos días. Lo que te pasó es normal, a todas nos sucede cada mes. Ya estás lista
para traer chamacos al mundo y para entender el fuego. En mi cuarto te puse un catre, desde
mañana me vas a ayudar con los pacientes. En una semana estarás de vuelta en tu casa —al
terminar de hablar, me acercó una charola vieja rebosante de pan de anís recién horneado.  
Sus ojos parecían estar cubiertos por una capa gris. Muchos decían que era ciega, pero
nunca la vi equivocarse al tomar algo, manotear en el aire ni dudar en sus movimientos.  
En una colchoneta que chirriaba y olía a polvo, descansé mejor que nunca. Sin gallos ni
alarmas, Josefa despertó de golpe: “Ya es hora, niña, son las cinco en punto”. Salió del cuarto,
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luego de la casa. La vi entrar a la letrina. Un poco más lejos, noté el reflejo de las estrellas en
el agua negra de una pila. Al lado, rumiaban una yegua con su potrillo. Me cambié el camisón,
tomé una muda y fui a la cocina. Dos mujeres ya estaban preparando infusiones, haciendo
montones de hierbas, separando hojas de ramas. A pesar de que la misma penumbra de la
noche anterior reinaba dentro, pude observar, colgando alrededor del techo, pieles y
pequeños animales secos, arrugados y negros como pasas. Una de ellas me señaló un cuenco
con pimienta roja y unos cucuruchos para repartirla. Les dije que primero me quería limpiar.
Una me alcanzó una jícara: “Y ni se te ocurra meterte. Esa pila es para baños
curativos”. Nunca vi a Josefa bañarse ahí, y aun así, no olía mal. Su humor era dulce, igual al
anís. 
Josefa volvió con un hombre detrás y fueron directo a la habitación cerrada. No tardaron
en llegar los primeros pacientes. Yo sabía que trataba diferentes males, que la gente hacía fila
durante horas y que más les valía llegar temprano. Pero si preguntabas dónde quedaba la casa,
nadie te decía. Era como un pacto comunal: visitarla, mas no hablar al respecto. Supe de
personas que regresaban con un corazón nuevo, de mujeres embarazadas que volvían sin
panza. Los del pueblo decían que ella era uno de esos fuegos que tenían un pacto con el
diablo, que no era mujer de dios. Y aún así, no dejaban de visitarla. 
En Catorce, cuando había luna llena y el bramido ardiente del viento traía un tufo a
huevo podrido —que los viejos comparaban con la peste del azufre del infierno—, luego se
veían bolas de fuego en el aire, luces que nos acompañaban, como la que vimos hace rato.
“¡Son las brujas!”, decían, “vienen a buscar niños para chuparles la sangre. Hay que
persignarse tres veces cada que uno las ve, para librarse de todo mal”. No había otra
explicación cuando un bebé de meses moría en su cuna, ¿qué otra cosa lo podía matar? Las
confundían con las tlahuelpuchi, y hasta pensaban que lo que asustaba y hacía huir a unas,
tenía el mismo efecto sobre las otras. No sabían que el ajo, las tijeras y los espejos no actuaban
contra el fuego.  
Catorce está poblado por generaciones enteras saturadas de terror, obstinadas en sus
creencias. Josefa sólo hacía el bien, lo sé por el tiempo que viví con ella. Esos siete días se
convirtieron en cinco años; ya no volví al pueblo. Me vine acá, para Matehuala, y fui a dar con
tu abuelo. 
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Te decía: muchos odiaban a Josefa, la llamaban “bruja” como si eso fuera algo malo, la
criticaban por no tener hijos, por estar sola. Alegaban que su matriz estaba llena de guijarros y
espinas, y que me iba a pasar lo mismo. Pero Josefa no los había tenido porque no deseaba
quedarse con un solo hombre, porque no había que elegir entre el placer y la libertad.  
Le echaban la culpa de cada desgracia, en especial los hombres. La utilizaban como
amenaza con los niños pequeños y no tan pequeños; iniciaban la tenebra y la maldecían por lo
bajo cuando, por cualquier razón, debía bajar al pueblo. Por lo mismo, sus ayudantes, siempre
discretos, se encargaban de lo necesario para los rituales de sanación. Que te quede esto bien
claro: Josefa, más que una bruja, era una curandera. 
Mi primer día me dieron un chal que debía llevar puesto siempre, dentro y fuera de la
casa, cubriéndome medio rostro. El olor a herraduras oxidadas del sitio se disfrazaba con la
esencia penetrante de las ristras de ajo, los manojos de yerbanís, ruda, hierbabuena, altamisa,
epazote, llantén, flor de muerto, sincuya… También había montones de raíces y semillas
dormidas, cogollos, hojas, pelo y granos de maíz. Me mostraron por primera vez las casitas de
avispa, las espinas de puercoespín, el coral, la cáscara sagrada, los corazones verdes y los
huesitos resecos de distintas alimañas. “Cada elemento con distintas propiedades
medicinales”, dijo una, “lo mismo son bondadosos que peligrosos. Cada cuerpo es diferente;
debemos ser precisas”, dijo la otra.  
Josefa atendió durante horas seguidas a los pacientes conforme iban llegando. La
mayoría eran adultos, aunque en ocasiones llevaban niños que necesitaban una limpia, con
torsión de intestinos o una simple gripe. A falta de médico en Catorce, ella era la única
alternativa. Una vez, un pequeño se coló hasta la cocina y preguntó: “¿Qué comen las
brujas?”, “bolín, biznagas y a ti”, soltó una de las ayudantes al momento. El niño salió de la
cocina y no se volvió a mover de su asiento. 
Poco antes de cumplirse el mes, la sangre me visitó de nuevo. Al anochecer, sin nada
más que el olor del desierto, aparecieron tres bolas de fuego a lo lejos. Verlas moverse fue
muy bello, era como si danzaran. Sus llamas se tocaban, alargaban sus lenguas rojas y se
alejaban para encontrarse de nuevo. Josefa dijo que era el baile de iniciación. Luego de eso,
me mandó a la choza trasera, donde vivían las dos mujeres. Comencé a acompañarlas al
pueblo una vez por semana para hacer mandados y traer lo que hiciera falta. Noté que, quienes
me miraban, lo hacían con cierto respeto o temor. Agachaban la cabeza si pasaban junto a
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nosotras y se persignaban. Ahí entendí que volver no sería tan sencillo, y me conformé con ver
a mi madre y a mis hermanos desde lejos. A veces ella se escapaba e iba a la casa de Josefa,
me dejaba alguna prenda y dulces de leche o camote.  
Todos los días se trabaja igual, “no hay descanso para la enfermedad”, decía Josefa. De
seis de la mañana a cinco de la tarde, la puerta de la casa permanecía abierta. A las cinco y
media se cerraba. Había días en que llegaban casos urgentes o a deshoras porque venían de
fuera, y ella siempre supo hacer un espacio para cada uno.  
Cuando aprendí lo suficiente sobre las hierbas y podían confiar en mí para surtir los
tratamientos, Josefa me permitió presenciar sus consultas. Mis recuerdos son turbios: entre la
oscuridad mal iluminada por cirios viejos, el olor nauseabundo a carne podrida y el humo del
sahumerio, no sé qué tanto de lo que vi fue real. El aire en ese sitio, que yo sentía como un
pozo asfixiante y húmedo, era denso; costaba moverse y respirar. Trata de imaginarlo: sólo me
ubicaba por su voz, al escuchar sus susurros. El cuchillo era siempre el mismo, un
deshuesador oxidado pero filoso con una cinta negra en el mango, tan viejo como ella. El
procedimiento tampoco variaba. El paciente, recostado bocarriba o bocabajo, según se
requiriera, era envuelto por hechizos, Josefa se encomendaba a Nakawé, la madre y la vida, y
con una estocada certera abría piel, grasa, carne y hueso. El hombre que la acompañaba, su
mano derecha, presto ayudaba a rasgar y separar para que ella sacara el “daño”, como le
decían a la enfermedad o al mal que aquejara el cuerpo. Luego, Josefa, ávida, metía los dedos,
adornados siempre con sus anillos enormes de oro y plata, y hundía también las manos.
Extirpaba el tumor, el hígado, la vejiga, la próstata o matriz, el pulmón o hasta el corazón
dañado, incluso huesos; lo lanzaba lejos y sacaba de una caja de madera, adornada con
lagartijas de chaquira azul, un tejido u órgano idéntico y sano, lo levantaba sobre el cuerpo
recipiente y lo dejaba caer. La entraña siempre se hundía en el lugar exacto, emitiendo un
ruido líquido al embonar. Todo aquello transcurría en baños de sangre y dolor, y si se trataba
de un hombre, había además gritos y blasfemias. Después, Josefa pasaba las manos
sangrientas sobre la herida, untaba menjurjes y colocaba vendas. Recetaba lo indicado y decía
que, después de tres días de reposo, estarían sanos y podrían volver a trabajar. A los del pueblo
los trataba con brebajes y pócimas; a los extranjeros, con medicamentos. A quienes eran muy
católicos, les recomendaba rezar; y a los huicholes, el contacto con la tierra, invocar
a Tatewari, el abuelo fuego. 
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No me preguntes de dónde salían esos órganos, yo tampoco lo sé. Algunos decían que
eran donaciones; otros, que Josefa se los arrancaba a los animales desperdigados. Ve tú a
saber. Para el caso, a nadie le interesaba mucho la procedencia, siempre y cuando recuperaran
la salud. 
—Ya lo ves, niña, ni demonios ni diablo, esta es la pura magia de la tierra, la
naturaleza misma de la vida. El universo susurra en soledad, son sus palabras las que sanan a
través de mí. Yo no me convertí en sanadora, nací siéndolo. Nadie me dio a elegir. Aprendí a
descifrar los secretos, a utilizar el poder. A comprender el cuerpo —me dijo Josefa al
terminar la primera faena en la que participé—. Esta sabiduría se remonta al inicio de los
tiempos, de nuestros orígenes. La naturaleza es una diosa poderosa, yo nomás la
interpreto. Estos ritos, ofrendas y sacrificios me ayudan a proteger a todo aquel que lo
pida. Nuestra tierra seca nos obliga a esto, a comunicarnos con ella. Hechicera o bruja, da lo
mismo cómo me digan. No te imaginas cuántas somos. Aunque nunca las hayas visto, ahí
andan, estamos al tanto las unas de las otras. Hay otras que hablan con los muertos, adivinan el
futuro, tienen visiones. Yo nomás curo.  
¿Sabes que Wirikuta es tierra sagrada? Para los indígenas, el mundo como lo conocemos
nació aquí. De ahí viene el poder de esta tierra. Nuestras bolitas de fuego no son otra cosa que
un buen augurio, la esperanza para muchos; el alivio de la enfermedad, el consuelo para la
aflicción. Una guía en medio del abismo.  
El poder en la sangre y las manos de las brujas es inmenso. No temas cuando las veas de
nuevo en medio de la oscuridad muda. Piensa que podría ser yo. 
RAÍCES Y FILAMENTOS

POR LOLA ANCIRA 
De todos los cadáveres del mundo, 2
ése era el más necesitado de compasión.

José Revueltas

 
La luz de las ocho de la mañana es ideal para el cometido. Valeria toma diligente el espejo de
mano y las pinzas de depilar y se acerca a la ventana. Analiza con detenimiento su rostro, en
especial el contorno de las cejas y los labios. Extirpa de raíz cualquier vello con más de medio
milímetro de crecimiento. Si luego de diversos intentos no los puede arrancar, descansa unos
segundos para arremeter de nuevo. Queda satisfecha ya que logra liberar a su piel de los
indeseables inquilinos.
Cada tanto inspecciona sus fosas nasales con el mismo cuidado. Tan pronto un pelo se
asoma, Valeria prefiere arrancarlo a tener que recortarlo usando unas minúsculas tijeras, pues
el leve ardor y el atisbo de un estornudo la reconfortan.
Estas inspecciones matutinas son breves comparadas con las horas que llega a destinar
para depilar por completo y con sumo cuidado axilas, piernas, brazos, abdomen y pecho, labor
que no le permite descanso.
La vergüenza la acompaña desde la infancia. En la primaria, los tupidos y largos vellos
de sus piernas y brazos flacos la apremiaban a usar calcetas apretadas arriba de las rodillas y
suéter el año entero, sin importar el calor durante el verano sinaloense o el sudor por el
esfuerzo en educación física. Las únicas personas entre las que se sentía cómoda eran sus
padres, a pesar de sus casi inexistentes folículos pilosos.
A los trece años inició la contienda permanente contra las fibras capilares más
insignificantes cuando la mamá de Sandra, su mejor amiga en ese entonces, le dijo que se
parecía a la cantante Alaska. Le prestó unas revistas donde observó el rostro de Olvido Gara,
nombre real de la mujer. Exhibía dos líneas delgadas a modo de cejas, los costados de la
cabeza rapados y una melena cardada con mucho volumen, maquillaje cargado y vestidos
cortos entallados. Valeria, quien sólo se vestía de negro y apenas usaba delineador oscuro,
comenzó a darle forma a sus cejas hasta que las depiló por completo. Frente al espejo del
baño, sacó pelo por pelo y pequeños puntos de sangre dibujaron la zona ahora expuesta.
Junto con Sandra probó cremas, ceras frías y calientes, depiladoras eléctricas, agua
oxigenada, peróxido y polvos decolorantes. A diferencia de su amiga, casi lampiña, su
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vellosidad desafiaba cualquier producto o procedimiento. Por más que desterraba a los
indeseados desde la raíz, siempre volvían. Eran igual de necios que ella.
Se distanció de Sandra al notar que un pelo grueso y negro invadía su pubis y los
alrededores, incluso brotó una vereda que llegaba casi a su ombligo y un par de esos vellos
circundó sus anchas areolas. Estaba convencida de que no era una mujer; hastiada de pelear
consigo misma para lograr algo por lo que su amiga ni siquiera se tenía que preocupar.
En quinto semestre de preparatoria, Valeria conoció a otra mujer que cambiaría su
relación con el exceso de vello. Comenzó a leer a Darwin en clase de Biología porque el
profesor les daba puntos extra cada bimestre si leían obras relacionadas con sus temas, y el
primero que eligió fue El origen de las especies. No lo hacía sólo por la recompensa,
disfrutaba la asignatura y estaba segura de que su vocación era ésa, quería ser bióloga.
Buscó más ejemplares del naturalista en la biblioteca de la escuela y encontró La
variación de animales y plantas domesticados. En ese libro halló la fotografía en blanco y
negro de la mexicana Julia Pastrana. Aparecía ataviada con zapatillas, medias, un vestido de
época de falda voluminosa y amplia y un corsé muy ajustado que resaltaba su busto. Un collar
con dije de cruz le adornaba el cuello. El rostro grande cubierto de pelo parecía formar parte
de otra imagen y estar superpuesto. La nariz ancha y los labios prominentes y gruesos
resaltaban tanto como la barba.
En el texto que acompañaba la foto leyó que Julia padecía de hirsutismo, aunque ésa no
era la razón por la que Darwin la incluyó en su investigación. El autor supo de Julia al recibir
una muestra de yeso de su mandíbula, que exhibía una hilera doble de dientes en ambos
maxilares, malformación culpable de sus rasgos simiescos. Darwin la describió como una
persona muy educada con exceso de vello por todo el cuerpo y una barba masculina. Además,
la ficha mencionaba su lugar de origen, Sinaloa de Leyva.
Por primera vez, Valeria se sintió identificada con otra mujer. La obsesionó al grado de
pensar y casi asegurar que ella también era una Pastrana. Se preguntó cómo Julia había
sobrevivido y triunfado a pesar de su aspecto, o si en realidad fue este el que trazó su destino.
Sopesó olvidarse de los rastrillos y las pinzas, detener el suplicio rutinario.
Llegó a la conclusión de que, al no aceptarse tal cual era, quizá estaba evadiendo su
propia suerte. Si en verdad era una Pastrana, debía tener alguna habilidad escondida que ya
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hubiera descubierto de no perder tantas horas en el asiduo escrutinio de sus zonas más
pilíferas.
Al llegar a casa le preguntó a sus padres si conocían a Julia Pastrana. Ambos, extrañados
al escuchar el apellido, respondieron que no. En su habitación, Valeria se dedicó a investigar
en internet y encontró varios sitios amarillistas e investigaciones serias en torno a la vida de
Julia. Leyó variaciones de la historia con elementos centrales que no cambiaban: nació en
1834 en Sinaloa de Leyva, y había aprendido a leer y escribir en la casa del gobernador de
entonces, de quien era criada. La mayoría de las páginas incluían ilustraciones que exageraban
los rasgos simiescos, así como volantes y pósteres que anunciaban sus presentaciones
artísticas e incluso fotografías de su cuerpo y el de su hijo recién nacido tras ser
embalsamados.

Julia Pastrana. Imagen extraída de Wikimedia Commons.


 
 
Descubrió que lo más peculiar de Julia no era su aspecto: tenía una habilidad notable con
los idiomas y bailaba y cantaba con maestría; fue una mezzosoprano reconocida en diversos
países. Sin embargo, su apariencia peculiar la convertía en un espectáculo visual explotado por
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varios hombres a lo largo de su corta vida. Supo que su cadáver estaba en Oslo y que otra
artista mexicana trabajaba ya en la repatriación del cuerpo.
Poco antes de concluir la búsqueda, encontró dos grabaciones breves en las que la
cantante desplegaba su don en las zarzuelas Jugar con fuego, compuesta por Barbieri,
y Marina, compuesta por Arrieta. Una voz sublime le desveló la fuerza que había en Julia. Era
una mujer extraordinaria, Valeria quería saber todo lo posible sobre ella. Entonces pensó que,
de haber coincidido en tiempo y espacio, no hubiera dudado en invadir su privacidad y
comprarle un boleto a su esposo para verla comer o dormir. De repente, un pensamiento más
oscuro la invadió: si ella misma ponía en duda su propia feminidad por un motivo estético, lo
que ponían en duda en Julia era su mera condición humana.
Valeria imprimió fotografías en el centro de cómputo de la escuela, armó un
rompecabezas coherente de la biografía de Julia y esa misma tarde buscó a Sandra para
hacerla partícipe de sus hallazgos. Antes de hablarle sobre Pastrana, la hizo escuchar las dos
romanzas recordando las tardes en las que tenían el pasatiempo de apreciar diferentes tipos de
música para después adivinar cómo era físicamente el artista.
Compartían unos audífonos sentadas en la banqueta afuera de casa de Sandra, quien
escuchaba con atención. Extasiada, Valeria dijo:
—Se llamaba Julia Pastrana, ¿cómo te la imaginas?
—Alta, de pecho amplio. De cabello castaño oscuro o negro…
—Acertaste en el cabello, pero te equivocaste en lo demás. No llegaba ni al metro y
medio.
Sandra hizo un gesto de extrañeza. Valeria sacó su celular y escribió en el buscador de
imágenes “Julia Pastrana”. Le mostró su favorita, la que aparecía en el libro de Darwin.
—Llevo días buscando información sobre ella. Fue una mujer súper sensible y con
muchos talentos, ya le conociste uno.
Sandra miró las fotos con asombro.
—¡Parece un mono!
Valeria, ofendida, replicó:
—A mí no me gusta decirle así. “Híbrido maravilloso” o “la indescriptible” le quedan
mucho mejor, Julia era una extrañeza en cada aspecto. Ni te imaginas lo inteligente que era,
hablaba tres idiomas y ya escuchaste cómo cantaba. También era muy buena bailarina. Lo más
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sorprendente es que nació aquí hace muchísimo, trabajó en la casa del gobernador y a los
veinte años él se la vendió al dueño de un circo en Nueva York, de esos que tenían
espectáculos de freaks. Se presentó en Estados Unidos y escribieron sobre ella en el New York
Times. Luego la compró un tal Teodoro, un empresario que se casó con ella y la siguió
exhibiendo. Se aprovechó todo lo que pudo de Julia e inventó historias para hacerla más
famosa, como que, de niña, acá en México la rescataron de una cueva donde la criaba un lobo.
En ese entonces, la teoría de la evolución de Darwin era súper popular, y decían que Julia era
el eslabón entre el humano y el orangután, ¿te imaginas? —Valeria hablaba deprisa, mirando
sus manos—. La usaban para confirmar que los blancos eran más evolucionados. Estando en
Moscú se enteraron de que tendrían un hijo, y a Teodoro se le ocurrió vender entradas para el
parto. Ése fue su último espectáculo, el bebé murió muy pronto, ella tampoco sobrevivió. Lo
peor es que Teodoro mandó disecar los cuerpos para seguirlos exhibiendo, ¡¿puedes creerlo?!
Él se murió en un psiquiátrico, y los restos de Julia y de su hijo rondaron de aquí para allá,
hasta cayeron en manos de los nazis. Después los guardaron en una bodega en Oslo y se
volvió a saber de ellos cuando robaron los cadáveres. El gobierno de Noruega sólo pudo
rescatar el cuerpo de Julia, lo resguardaron en el sótano de una universidad. Hace poco, otra
artista de aquí empezó a pelear para traerla de vuelta. Ya te imaginarás el embrollo en el que
anda. Pobre Julia. ¿Sabes? Nunca la trataron como a una persona, pero ella sabía que lo
principal era aceptarse tal cual era; antes de morir, sus últimas palabras fueron “muero feliz
porque me amé a mí misma” —Valeria terminó de hablar y su sonrisa de disipó al ver que
Sandra no había dejado de mirar con repulsión mal disimulada las imágenes de Julia en su
celular, y entendió que fue un error tratar de acercarse a ella de nuevo. Sintió como una afrenta
propia aquel rechazo, le arrebató el celular, se puso de pie y se alejó con rabia.
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Julia Pastrana. Imagen extraída de Wikimedia Commons.


 
***
Valeria no siente que se esté apropiando de un duelo ajeno, sino de uno olvidado durante
más de ciento cincuenta años. Trae un ramo de rosas blancas y es de los pocos que viste de
negro; la muerte de Julia es tan remota que los asistentes no sienten la necesidad de llevar el
riguroso negro para un luto respetuoso.

En la iglesia de San Felipe y Santiago, inmersa entre una multitud que no llora ni se
lamenta, tiene la sensación de que es la única en duelo. Valeria tiene veintiséis años, la misma
edad que tenía Julia al morir. Vino con la mínima esperanza de ver su rostro al menos por un
instante, pero colocaron un paño rojo sobre el cristal del féretro cerrado. Mientras observa el
níveo ataúd de zinc rodeado por miles de rosas, alelíes, casablancas y gladiolas igualmente
blancos, imagina a detalle las facciones que ha examinado en papel y en pantalla durante tanto
tiempo. Lleva el rostro y la voz de Julia en la memoria: evoca la larga cabellera negra, el
cuerpo pequeño cubierto de vello, la prominente barba, su timbre enérgico y grave.
El olor a incienso, a cera líquida y al cúmulo de flores crea una atmósfera tan sofocante
como el aire cargado que respira el gentío reunido en ese espacio amplio ahora reducido.
Antes de colocar su ramo entre el resto, toma un capullo.
Al terminar la misa, Valeria sigue el cortejo fúnebre al panteón municipal. Cuatro
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hombres llevan el féretro al sitio indicado al tiempo que la tambora ambienta la peregrinación
de diez minutos. Ya que depositan el féretro en una fosa de cemento, empleados públicos le
arrojan flores entre capas de tierra y mezcla gris. Con su mejor puntería, Valeria lanza con
fuerza el capullo sobre las cabezas de los asistentes y se alegra al verla aterrizar en el sitio
indicado. El único que se percatan de la hazaña es un niño que la mira con curiosidad.
Al terminar de colocar la lápida en la que se lee en letras grandes y negras “Julia
Pastrana, 1834-1860”, la multitud comienza a dispersarse y Valeria camina algunas cuadras
más para llegar a un parque.
No tiene con quién compartir el momento. En la agencia de publicidad pidió permiso
para tener el día libre. El motivo fue el entierro de un familiar. Sin indagar ni darle el pésame,
su jefe directo accedió. Hubiera querido que le preguntara qué familiar era, qué había
sucedido. Tener la oportunidad de hablar de Julia una vez más, decir que la fallecida era una
prima mezzosoprano a la que le encantaba viajar.
CABALGAR SOBRE LAS ESTRELLAS

POR LOLA ANCIRA

Es la segunda vez durante esta semana, y apenas es miércoles. Dalila va parada enfrente de él 2

y, aunque el hombre sentado del lado de la ventana se cubre con una mochila, ella lo ve agitar
su mano izquierda con prisa. Se pregunta por qué quien va a su lado no se queja y sólo evita
mirarlo. El lunes notó también que el sujeto delante de ella en los asientos movía el brazo
derecho de una manera mecánica y repetitiva. Dalila imaginó lo que él estaba haciendo y miró
alrededor. Nadie reaccionó.
Aunque su madre está algunos asientos atrás, va al pendiente de ella. Al bajar en la
estación de Metro, Dalila no menciona lo sucedido porque, de nuevo, la confusión la deja
muda. Además, toman ese autobús a diario, y cambiar de ruta no es una opción.
Dalila ha sido testigo de silbidos, gritos y hasta insultos cuando su madre les responde.
Nota que los hombres ven a Zaira con una mirada distinta, y algunos, al pasar a su lado, se le
acercan al oído para susurrar cosas que le generan muecas de asco.
Incluso a ella la han mirado así. Una de esas veces fue una mañana en la que no
pudieron abordar el metro en los vagones preferenciales. Un viejo la veía fijamente y buscaba
acercarse. Dalila puso al tanto a su madre y ésta lo encaró. Entonces él empezó a vociferar que
estaban locas y se bajó en la siguiente estación. El resto sólo miraba como aquella vez en la
que, de regreso a casa, Zaida empujó a un sujeto que se le acercó demasiado. Él se rio y se
alejó de los reclamos a gritos. O cuando su madre le arrebató el celular a un joven por
fotografiarla y recibió un puñetazo en el rostro.
A sus ocho años, la niña tiene claro que, cuando las agreden, una multitud es inútil. Es
como si aquello ocurriera en otra dimensión, como si no las pudieran ver ni escuchar. Como si
fueran fantasmas, o menos aún, sombras de fantasmas.
El viernes por la tarde, Dalila charla con su abuela, quien vive con ambas. “Llámame en
cuanto llegues al trabajo” y “avísame en dónde estás” son, según Dalila, sus dos frases
favoritas, pues las escucha a diario. Cuando termina la tarea, ve televisión. Su abuela prepara
la cena y le pregunta qué quiere para su cumpleaños, ya próximo. La niña le cuenta de su
gusto por los caballos y sus ganas de convertirse en jinete cuando sea mayor para así poder
cabalgar estrellas, pues su madre le aseguró que era algo que le encantaría hacer. La abuela
sonríe al escuchar las fantasías imposibles mientras las imagina.
Zaira sale de su empleo y se dirige al Metro. Dos cuadras antes, un hombre aprovecha la
oscuridad entre la luz mortecina de un faro y otro para atacarla por detrás. Le cubre la boca y
2
la arrastra a un baldío. En el forcejeo, ella suelta la bolsa donde carga un gas pimienta.
Poco después, una figura encorvada se abre paso entre la maleza y la basura y
desaparece con agilidad. En el escenario, un teléfono celular suena sin tregua junto a un
cuerpo aún tibio.
La fatídica noticia llega de madrugada. La abuela, con el corazón fracturado, enfrenta a
la par el duelo y la orfandad de Dalila, de quien debe hacerse cargo. No sabe cómo explicarle
lo sucedido, pero tiene que hacerlo. Poco antes del amanecer, la despierta y le pide
acompañarla a las jardineras. A pesar de la contaminación, algunos astros se esfuerzan por
resplandecer. Le señala el cielo, suspira y suelta las primeras palabras:

     —Mi amor, tu mamá ya está ahí arriba, cabalgando entre las estrellas.
ÁREA 51
POR LOLA ANCIRA
Now, I am become Death, the destroyer of
worlds.  2
J. Robert Oppenheimer

La cartelera anuncia a Paul Newman y Grace Kelly. La sala está repleta a pesar de las dudas que
suscita entre el auditorio que los productores hayan decidido emplear a una pareja joven. Debido a la
sobreventa de asientos, varios padres cargan a sus hijos; otros se sientan en el suelo, muy cerca de la
pantalla, o en el pasillo de las escaleras. La mayoría, provistos con palomitas y refrescos, esperan
ansiosos que la función inicie. 
La pareja despierta con segundos de diferencia tras escuchar la melodía de un organillo que se
filtra en su sueño. Con la tenue luz del amanecer, notan que no están en su habitación y el único motivo
de alivio es reconocer el rostro del otro. 
El hombre y la mujer, quienes bien podrían pasar por dobles de Paul Newman y Grace Kelly (de
ahí que los productores les asignaran sus homónimos), no muestran signos de violencia; están
deshidratados y reconocen la proximidad de la cefalea. Están acostados sobre un edredón y aún visten
la ropa del día anterior. Tratan de ponerse de pie cuanto antes, pero el cansancio y la resaca actúan
como un sedante capaz de detener su voluntad. La melodía ha cesado.
El público aplaude, las similitudes son asombrosas. Ambos son tan atractivos que los deleitan al
instante. Los espectadores, atentos, miran la inmensa pantalla para no perder detalle.
Hacen todo lo posible por recordar: ninguno de los dos sabe la hora exacta en la que salieron de
la fiesta, mucho menos quién condujo y cómo llegaron hasta ahí. Paul se sienta sobre la cama y
conjetura para tratar de comprender la situación; dice que, seguramente, cuando volvían, alguien los
detuvo en la carretera para robar su codiciado auto, un Karmann Ghia del año. Lo que no entiende es
por qué no despertaron tirados en una cuneta, desaliñados y maltrechos. Grace menciona que tal vez
quien conducía ignoró por completo una curva muy cerrada; cayeron en un precipicio, murieron al
instante y este lugar es el limbo (tiene las razones suficientes para saber que no merecen la gloria,
aunque tampoco están condenados). Se miran y no descartan una tercera opción: que algún conocido,
testigo de su estado de ebriedad, decidió buscar una casa cercana para dejarlos reposar unas horas. Se
lamentan más por el extravío del vehículo que por su propia suerte, y una angustia creciente los
apremia a salir de la habitación.
Ella es la primera en ponerse de pie, alisa su entallado vestido negro y nota que conserva sus
joyas; su bolso no está por ningún sitio. Él la secunda, arregla un poco su saco, reacomoda la corbata y
encuentra su sombrero en la mesa de noche. No aparecen su cartera ni las llaves del auto. Comentan
sus pérdidas y casi aseguran que la primera opción es la correcta: el móvil era el descapotable.
En la habitación no hay particularidades que les remita a un lugar familiar. Las paredes blancas y 2

los escasos muebles no exhiben fotografías ni ornamentos. Buscan en el cuarto de baño, no tardan en
encontrarlo ni en darse cuenta de que no hay un espejo para rectificar su ruinoso aspecto, tampoco agua
corriente en el lavamanos, en la ducha ni en el retrete. Sin poder componer su pinta, deciden salir. 
En el pasillo, dan voces para saber si hay alguien. No obtienen respuesta. Se miran y bajan por
las escaleras. Llegan a la sala, encuentran objetos de cristal en un par de muebles y el retrato de una
autoridad que no conocen; nada que delate algo íntimo sobre los ocupantes de la casa. En una mesa
pequeña hay un teléfono, y Grace se dirige hacia él. En cuanto levanta el auricular, se da cuenta de que
es demasiado ligero: simple utilería. Vuelven a escuchar el organillo. Cuando la melodía cesa, el
silencio lo consume todo de nuevo. Se miran, contrariados, y prosiguen con la exploración. Paul,
desconcertado, se pasa una mano por el cabello y frunce el ceño. Grace empieza a morderse las uñas. 
Siguen indagando y llegan a la cocina. En una mesa cuadrada hay fruta, una jarra y dos vasos
vacíos. Paul abre la llave del grifo. Nada. Se toca las sienes y decide sentarse, frustrado. Grace intenta
abrir las gavetas; las que logra forzar están vacías, otras son falsas como las frutas de cera al centro de
la mesa. Mira la alacena y descubre latas de conservas junto con un par de cajas de sopa deshidratada
de cebolla y varios frascos de leche en polvo, nada de líquidos. 
Los espectadores beben sus refrescos y malteadas. La pareja les contagia la sensación de
deshidratación. Un vendedor de hot-dogs y otro de helados se pasean con dificultad entre las hileras
de asientos.
Grace carraspera y le dice a Paul que necesita beber algo de inmediato. Él, pensativo, se pone de
pie y le pide que salgan de la casa. Afuera se ofrece ante su vista un sitio que tampoco reconocen y que
los hace dudar incluso de estar en la ciudad; ambos niegan haber estado allí antes. La quietud y el
silencio desoladores los envuelven, un calor seco se extiende por el aire y los sofoca con discreción.
Grace se lleva una mano al pecho.
No ven ninguna figura humana alrededor. Paul justifica esta ausencia al recordar que es domingo
y, por la posición del sol, aún no es mediodía. Comienzan a avanzar por la acera e intentan hacer
memoria, rescatar algo de lo ignorado, cualquier detalle, por insignificante que sea. 
A pesar de que caminan durante varios minutos, el paisaje no se altera, es la repetición de la
misma calle con las típicas casas norteamericanas estilo victoriano: perfectas y simétricas, mismo
número de ventanas, techos a dos aguas, estructura de madera recién pintada y cuidados jardines
amplios. En uno de estos es donde descubren a dos niños de pie que, estáticos, parecen jugar con una
pelota inexistente. Al acercarse lo suficiente, se percatan de que ellos no mueven un músculo ni
reaccionan a sus llamados. 
No tardan en descubrir que los niños son maniquíes vestidos a la perfección, muñecos con 2

delicados rasgos, cabello real y mirada de vidrio. Grace abre tanto los ojos que la intensa luz hiere sus
pupilas claras y se humedecen. Su desconcierto es tal que ni siquiera atina a especular en lo que están
inmersos. Recuerda la segunda opción: se han convertido en fantasmas ignorados, dos sombras
huérfanas de cuerpo. Derrotada, se inclina y se descalza. 
Paul hace un gran esfuerzo por no gritar, por no descargar su ira en una de las figuras. Toca el
césped y reconoce la flexibilidad del engaño; después se decide por un crisantemo, consciente de que
esa flor, la favorita de Grace, es de invierno. No se equivoca: el plástico de su tallo tarda en ceder a la
fuerza del ataque. Su pulso se acelera haciendo que la vena en su sien derecha palpite visiblemente.
Cuando escucha los pasos ahogados de ella acercándose, con el gesto descompuesto de quien conoce
su sentencia, le extiende la flor sin pronunciar palabra.
Grace hace una mueca de disgusto al tocarla y la arroja. 
Algunos espectadores aplauden. Ríen, apuestan entre ellos sobre quién de los dos perderá la
cordura primero y no paran de consumir alimentos. La mayoría, con un sobrepeso visible, parece
digerir mejor las angustias ajenas con grasas, carbohidratos y líquidos azucarados.
Abrumados, se alejan de la escena y continúan en la misma dirección. En una de las calles
deciden girar. Encuentran un auto estacionado con una persona dentro. Se toman de la mano y tratan de
componerse un poco; no disimulan una mínima alegría que se esfuma al llegar a la ventanilla abierta,
pues la figura es otro modelo de aparador con un traje que hace juego con su sombrero. El Mercury es
viejo y la pintura opaca, y caen en cuenta de que no han encontrado superficies reflejantes; ese
territorio parece condenado a no repetirse. No cabe más falsedad en el mismo espacio.
Grace externa su desconcierto, niega con la cabeza en repetidas ocasiones y le pide a Paul que la
saque de ahí. El hombre, con manos temblorosas y sudor en la frente, le ruega que reanuden la marcha.
Sus piernas avanzan mecánicamente aumentando la velocidad hasta que se encuentran en una carrera
desenfrenada por encontrar a otro ser humano, uno que los rescate del horror o les indique cómo
escapar; una voz cualquiera que les haga saber que esto es sólo una broma y les muestre dónde se
ocultan sus amigos.
La concurrencia se emociona y elige que se active la música. El suspenso los hace comprar
abundantes carbohidratos y azúcares con creciente compulsión.
Ambos escuchan por tercera vez el organillo, que ahora se prolonga, y se detienen. Grace mira a
Paul y le afirma que debe haber alguien que active el mecanismo. Tratan de localizar el lugar de donde
surge el sonido, esa melodía que los despertó ante la pesadilla, mas este juego de adivinación no es
equitativo: descubren en la punta de cada farol dos pequeñas bocinas encargadas de extender la
tonalidad a cada rincón, acompañadas de cámaras.  2

La música tiene una presencia total y enloquecedora; Paul, en un intento por acallarla, se cubre
las orejas y emite sonoras amenazas al aire. Grace, alterada aún más por la reacción de su esposo, se
cubre la cara y se encoge sobre la banqueta, temblorosa; no llora, no permite que una sola lágrima
desperdicie el escaso líquido que apenas conserva su cuerpo. No sabe qué tipo de reto es éste, pero no
piensa perder. 
La mujer decide no levantarse ni dar otro paso hasta que quien los ha llevado allí aparezca. Paul,
tras fuertes inhalaciones, continúa andando y a dos cuadras encuentra edificios que se distinguen del
resto de las construcciones. El único al que puede ingresar es una especie de templo carente de
ornamentos religiosos. El organillo está justo en el centro, y a pesar de que el mutismo ha vuelto a
reinar, la ira y frustración de Paul se vuelven incontrolables y comienza a golpearlo con un objeto
metálico que encuentra cerca. Descarga en éste la furia acumulada, logrando que el artilugio se active
de nuevo y adquiera una velocidad frenética que distorsiona sus tonos y crea una atmósfera
desquiciante de repeticiones y sonidos agudos. Grace lo observa temblorosa desde la puerta y lo deja
hacer, le permite empeorar la situación para pretender controlar, al menos, su ruina.
Los espectadores que votaron por Paul están confiados en que ganarán. Despreocupados,
invitan rondas de helado y chocolates a los niños, quienes suelen asistir sólo por los dulces, sin
preocuparse por lo que ocurre en la pantalla.
Paul se acerca a Grace. Las lágrimas de ambos son muestras involuntarias del fracaso. En
silencio, retoman su trayectoria original y, con pasos lentos, continúan caminando. Ella suspira cada
que una calle termina, arrepentida de haber escuchado las súplicas de Paul para ir a la fiesta de la noche
anterior. Estaba intranquila desde que supo que la casa de campo de los Jackson estaba kilómetros al
noroeste yendo por la carretera. No debía estar cansada, cubierta de sudor y suciedad en un pueblo
plástico, sino en su hogar, disfrutando del brunch después de su baño en tina. Paul, por su lado, maldijo
la hora en que no aceptó compartir auto con los Highsmith a pesar de saber que no se medirían con el
alcohol. Ahora, su preciado Karmann está desaparecido y ellos vagan en una maqueta a escala real de
quién sabe qué periferia. Empieza a temer por sus vidas, que Grace se desmaye por inanición y él
pierda el juicio.
Varios minutos después, un enorme letrero de hierro con letras doradas y la palabra  Celebration,
sostenido por dos columnas de ladrillo rojo, señala la frontera entre el solitario desierto en derredor y el
embuste del que intentan huir. Notan que la última manzana carece de edificaciones, sólo es un parque
simulado con árboles ficticios y un par de bancas. 
Identifican a un hombre mayor sentado en una de ellas y Grace corre hacia él. Esta vez es Paul 2

quien cobra conciencia sobre la inutilidad de la precipitación, mas ella lo intuye como una salvación
real. Lo llama, le pide ayuda con desesperación, pero el anciano no voltea, parece no escuchar. El perro
echado a su lado tampoco muestra ningún signo de prestar atención. 
Al acercarse lo suficiente, Grace nota un zumbido familiar: el vuelo de varias moscas al unísono.
A punto de tocarle el hombro, su brazo se detiene a escasos centímetros del cuerpo, a la distancia
suficiente para que uno de esos pesados insectos se pose sobre su palma. Lo aparta de inmediato
sintiendo una profunda repulsión. Con la cabeza ardiendo y palpitando, presintiendo el horror de lo que
tiene delante, prefiere no corroborarlo y empieza a alejarse. Ni siquiera piensa relatarle lo sucedido a
Paul; no nombrará al horror, no lo volverá real, no le dará el placer de atravesar el enjambre de
podredumbre para llegar hasta ellos. Regresa con la mirada baja para ocultar la humedad a punto de
convertirse en llanto.
Las dos horas de la programación estaban por concluir. La pantalla muestra la opción de
reanudar la función dentro de un descanso o dar paso al anochecer en el set. La mayoría, ansiosos del
desenlace, sopesa la opción de la oscuridad. La votación es terminante: los dedos rechonchos oprimen
el botón rojo para finalizar la transmisión. Las reglas son irrebatibles.
La luz comienza a extinguirse. Extenuados, no logran pensar en otra cosa que volver a dormir,
con la posibilidad de despertar en otro lugar, quizá el indicado.
Deciden entrar en una de las casas lujosas, las que rodean la parte central del pueblo condenado.
Ignoran por completo las figuras dispuestas en el comedor, ante una cena eterna. Suben a la recámara.
Grace no pronuncia palabra, comprende lo vano de cualquier expresión y esfuerzo, de cualquier
empeño por tratar de comprender lo que ocurre. Paul, resignado, dice que será mejor descansar un rato
para recobrar fuerzas y salir más tarde a buscar la carretera.
Encuentran una cama y se recuestan fatigados, sudorosos. Paul, de espaldas a la única ventana,
se dedica a mirar a Grace con ternura mientras toca su rostro con las puntas de los dedos. Lamenta no
poder ayudarla, ignora cómo protegerla de una amenaza invisible que, sin embargo, es casi palpable. 
Ella sólo quiere dormir y despertar en su hogar, olvidar la aridez en su cuerpo y el hambre.
Cierra los ojos cuando los dedos de Paul se posan sobre sus cejas. Él también se abandona a la
inconsciencia.
La última imagen en la pantalla es la de sus rostros asombrados cuando una blanquecina y
enceguecedora luz, tan veloz como el fuego, invade por completo la habitación desde la ventana. 
Treinta y dos segundos después de la claridad, los espectadores escuchan el sonido de la
ansiada explosión. Pocos aplauden. Para el auditorio, acostumbrado a brotes psicóticos tempranos,
comportamiento errático y prematuras manifestaciones de desequilibrio mental, el corto espectáculo 2

de la pareja en el sitio de pruebas nucleares fue mediocre, como lo habían sospechado. Sin embargo,
opinaron que valió la pena pagar los boletos sólo para poder observar el encanto de ambos. El dinero
de las apuestas es devuelto. Abandonan con lentitud la sala. Algunos dejan cubos y platos de cartón
con sobras de comida en sus asientos o en el suelo, otros los arrojan con desdén al único bote de
basura, sin que les importe acertar o no, y algunos se retiran todavía masticando.

 
 
 
LA NARCOSATÁNICA: SARA ALDRETE
POR LOLA ANCIRA  2

En los 80, el estrecho vínculo derivado de la santería entre Cuba y México, aquella adoración
de los santos a través de ritos, adivinación, rezos y ofrendas que pueden incluir sacrificios
animales, la cual admite que existe un solo dios y cuenta con una organización jerárquica bien
definida y establecida de acuerdo a los conocimientos y capacidades de sus miembros;
protagonizó uno de los sucesos más impresionantes en la historia del crimen en nuestro país:
la noticia del hallazgo de un rancho en Matamoros donde se realizaban rituales y en el que
encontró una fosa común con más de una docena de cadáveres. Las particularidades
terroríficas de las evidencias llevaron a los medios de comunicación sensacionalistas a apodar
a los involucrados como los narcosatánicos, a utilizar indistintamente el término “santería” y
vincularlo sin inconvenientes con el narcotráfico, el satanismo y el asesinato, alimentando así
la estigmatización de la práctica en el país.
Los nativos del oeste africano, tras ser esclavizados y arribar a países como Haití y
Cuba, crearon la santería al incorporar a su propia religión algunas características del
catolicismo que les fue impuesto. Practicada por los primeros esclavos y sus descendientes, se
extendió por todo Cuba pero, al no ser aceptada abiertamente, sus ritos se realizaban de forma
clandestina. Más adelante, en 1953, la revolución cubana causó que una gran cantidad de
santeros migraran a sitios de Estados Unidos con una población hispana considerable como
Miami, Los Ángeles y Florida, así como a Puerto Rico y México, dada la cercanía.
Durante los 60, los mexicanos comenzaron a incursionar en esta práctica religiosa que
cada vez adquiría más adeptos. La mayoría pertenecía a un estrato social alto, específicamente,
a la élite de artistas y políticos. Al igual que en Cuba, los ritos se realizaban de forma secreta,
y a estos se fueron incorporando elementos del catolicismo, lo que los alejó cada vez más de
su origen africano.
En 1987, Sara María Aldrete Villarreal, originaria de Tamaulipas, era una joven de clase
media de 23 años, alta, rubia y de ojos claros; estudiante distinguida de la carrera en
Educación Física en el Southmost College, en Brownsville, Texas, ciudad en la que realizó la
mayor parte de sus estudios. Además, contaba con una beca para estudiar danza, y en su
tiempo libre daba clases de tenis.
Dos años después, su rostro se exhibía sonriente junto al de Adolfo Constanzo en la nota
roja bajo los titulares “A la caza de los diablos mayores”, “¡Más crímenes satánicos!”. Las
2
multitudes, tan satisfechas como alarmadas, leían con avidez sobre los “templos satánicos” de
“el rey de la cocaína”. Los llamados “narcosatánicos” fueron acusados de sacrificar niños y
cercenar a sus víctimas, de secuestro y tortura y de buscar protección a través de ofrendas
sangrientas.
A pesar de que Constanzo era abiertamente homosexual (al igual que varios de sus
ahijados), y de que Sara se declaró fascinada por su belleza aunque siempre negó haber tenido
algo más que un vínculo de amistad con él, Sara y Constanzo pasaron a la historia del crimen
como pareja, una de las tesis que ha generado mayor interés y gracias a la cual forman parte de
una infame lista de parejas criminales entre los que destacan en el siglo XVIII, William Burke
y William Hare quienes conformaron un dúo para asesinar y vender los cadáveres a la ciencia,
crimen por el que Burke fue condenado a la horca y que inspiró a R. L. Stevenson a escribir el
cuento “El ladrón de cadáveres” (1884).
Otra pareja criminal de renombre es la de Bonnie Parker, de 21 años, y Clyde Barrow,
de 22, quienes durante la década de 1930 asolaron durante dos años los pequeños comercios y
bancos de diversos Estados de Norteamérica. Finalmente, fueron acribillados juntos en su
auto, un Ford V8. Varias películas se inspiraron en su trágica historia, como Sólo se vive una
vez (Fritz Lang, 1937) o Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). La canción “Bonnie &
Clyde”, de La Casa Usher, inicia con la frase: “Cuando mató, fue porque no hubo otro
remedio”.
En 1940, Raymond Fernández, practicante del vudú con el objetivo de estafar mujeres,
conoció a Martha Beck, con quien inició una relación amorosa y a quien hizo pasar por su
hermana sin imaginar que los celos añadirían el componente fatal a sus estafas, llevándolos a
asesinar a cerca de veinte mujeres. La película Lonely Hearts (Todd Robinson, 2006) está
basada en su historia.
El nombre de Adolfo Constanzo es la clave en esta historia: un joven de ascendencia
cubana, tez clara, ojos verdes, cabello negro y tan solo dos años mayor que Sara. Nació en
Miami y fue criado en Puerto Rico, donde su madre lo inició en el culto afroamericano Palo
mayombe en el que ella era sacerdotisa y que, en esencia, es el culto a los espíritus y a la
naturaleza.
Desde la adolescencia, Constanzo estuvo en contacto con el tráfico de drogas y el
ocultismo a través de uno de sus padrastros. Fue acusado de crímenes menores, y en los 80 se
2
dedicó a perfeccionar sus habilidades en el culto para viajar a México, donde también
incursionó como modelo. Se dio a conocer como santero y médium, asegurando que sus
rituales podían conseguir fama, poder y protección. Gracias a su experiencia, ganó
popularidad y entró en contacto con diversas personalidades del espectáculo, narcotraficantes,
políticos y funcionarios.
En 1984 se instauró en Matamoros como líder de un grupo dedicado a la santería y al
tráfico de estupefacientes, cobrando miles de dólares por sus trabajos bajo el abrigo de los
círculos de poder de la localidad. Tres años después, conoció a Sara. El Padrino, como lo
llamaban, la introdujo al culto y la “bautizó” como la Madrina. Entre ambos reclutaban y
lideraban a sus “ahijados”, jóvenes entre los 21 y los 23 años de edad que trabajaban para
ellos. Aquél vínculo favoreció a la familia nuclear de Sara, pues Constanzo se hizo cargo de
todas sus necesidades económicas.
En abril de 1989, uno de los ahijados que conducía por la carretera en dirección al
rancho Santa Elena fue detenido por la antigua Policía Judicial Federal al evadir un retén. El
joven de 22 años llevaba en su vehículo un arma de fuego y estupefacientes. Un largo
interrogatorio logró su confesión: pertenecía a una secta que realizaba sacrificios en el rancho
Santa Elena, donde también traficaban para el cártel del Golfo.
Las autoridades llegaron al lugar y descubrieron los horrores que le darían fama al
grupo: un caldero de hierro con varios palos de madera a medio calcinar y restos de sangre y
sesos, diversas cacerolas pequeñas con despojos animales, grandes manchas de sangre en las
paredes y en el piso, osamentas carbonizadas tanto humanas como de animales, columnas
vertebrales colgando, machetes y varios kilos de marihuana. Sin embargo, el descubrimiento
más espeluznante fue el de una fosa común debajo de un corral donde localizaron restos en
diferentes estados de descomposición de trece cuerpos humanos mutilados, lo que llevó a los
agentes a etiquetar aquellos rituales como satánicos. En el rancho detuvieron a cuatro
hombres, entre ellos, el dueño.
Una vez identificados los cadáveres, reconocieron al del estadounidense Mark J. Kilroy,
estudiante de medicina de 21 años que desapareció tras viajar a México algunos meses atrás.
Kilroy fue el verdadero motivo de que la noticia trascendiera en una región donde imperaba la
violencia y la impunidad, pues el gobierno estadounidense presionó al gobierno de Salinas,
2
que buscaba mejorar la relación entre ambas naciones, para esclarecer el crimen y encontrar a
los culpables.
Los detenidos confesaron que las víctimas eran seleccionadas al azar, pero que Kilroy
había sido elegido por ser norteamericano, pues Constanzo había especificado que necesitaba
a un hombre con ciertas características para realizar un ritual sumamente importante tras
perder una considerable carga de droga. Según los testimonios, Constanzo usaba las columnas
vertebrales, los corazones y los cerebros de sus víctimas para realizar rituales de protección e
invulnerabilidad para sus famosos clientes.
Mientras tanto, los otros cuatro miembros del culto y sus líderes, Sara y Constanzo,
estaban prófugos. Al ser acusados de asesinato, huyeron en auto al centro del país. Algunas
semanas después, la policía los ubicó en un edificio de departamentos en la delegación
Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, urbe en la que asesinaron a otras dos personas.
Sitiados, Constanzo ordenó tirar dólares por las ventanas para atraer a la gente, generar
confusión e intentar escapar, pero la policía inició una balacera. Cuando Constanzo se dio
cuenta de la imposibilidad de huir, le pidió a uno de los suyos que le disparara a otro de los
ahijados y a él y que luego se diera un tiro. Sólo hubo tres sobrevivientes en el departamento.
Sara fue una de ellos.
Al día siguiente, los cuerpos acribillados de Constanzo y otro joven encabezaron las
publicaciones de nota roja que alimentaron el morbo de los espectadores. Tras la detención,
aunque Sara alegó inocencia y declaró que había sido víctima de Constanzo asegurando que la
tenía secuestrada, diversas pruebas corroboraron su complicidad y participación activa en los
descarnados crímenes.
Cuatro eran los elementos esenciales que unían a los narcosatánicos: juventud, ambición,
un nulo respeto por la vida humana y la supuesta impunidad de la que gozaban. En sus líderes,
además, se conjugaron las características necesarias para representar sus papeles: el atractivo
físico, la inteligencia y la habilidad de manipulación. Vivir sus breves existencias cruzando el
límite de lo legal entre millones de dólares fue lo que los sedujo, pues esto les otorgó una
exaltación de sensaciones que, de otra forma, no hubieran experimentado jamás.
Los sobrevivientes fueron acusados de homicidio, posesión de armas de fuego,
profanación de cadáveres, asociación delictiva, delitos contra la salud y encubrimiento. Uno
2
de ellos se fugó de la prisión, el otro murió poco después. Sara fue condenada a más de 60
años, sentencia que se redujo a 50 al encontrarla culpable solamente de encubrimiento.
Después de once años de encierro y de asistir a un taller de creación literaria, publicó un
libro autobiográfico titulado Me dicen la narcosatánica (reeditado por Debolsillo en 2013), en
el que afirma su inocencia y acepta que su único crimen fue haber conocido a Constanzo.
Además, describe sus experiencias con El Padrino y los terribles abusos físicos, la tortura
(como la abrasión de genitales) y violación que sufrió en manos de las autoridades para lograr
su confesión. Sara tuvo oportunidad de presentar el libro dentro del reclusorio. Esa tarde
apareció sonriente, maquillada, con su larga melena rubia ondulada y un sobrio vestido color
rosa pálido.
Éstas son las primeras líneas de su obra: “Desde el 13 de abril de 1989 se me conoce con
varios alias, apodos o sobrenombres: la Sacerdotisa, la Madrina, la Concubina del Diablo, la
Narcofanática y la Narcosatánica. O, simplemente, Satánica. A partir de ese día, y a lo largo
de dos meses, los medios de comunicación, nacionales e internacionales, difundieron mi
nombre, mi imagen y mi vinculación con el cubano-norteamericano Adolfo de Jesús
Constanzo, alias El Padrino”.
Sara ha respondido diversas entrevistas desde el presidio, entre ellas, una para Univisión,
que influyó en el guion de la serie Capadocia (HBO, 2008).
En el 2000, afirmó para La Jornada creer en Dios, haber sido católica y estar interesada
en diversas religiones además de la santería, mas no pertenecer a ninguna. Al preguntarle
sobre su libro, comentó, desde el Reclusorio Preventivo Femenil Oriente, que todo lo que
escribió era verídico y que quizá después escribiría ficción. Sobre Constanzo, afirmó que a
pesar de que él pudo haberla matado en diversas ocasiones, nunca lo hizo, y que lo recordaba
constantemente. A la pregunta de si desearía poder olvidarlo, respondió: “A veces juego a
odiarlo. Pero no lo consigo”.
En 2004, en una entrevista con John Carlin, de El País, Sara relató haberse vinculado
con Constanzo debido a su rango de sacerdote en la santería y por su dinero y poder. También,
que él mismo la “bautizó” con la sangre de dos animales sacrificados para poder formar parte
de la secta. Negó haber involucrado el homicidio en sus rituales y cualquier vínculo con el
narcotráfico.
La brutal historia de los narcosatánicos inspiró la película Perdita Durango (Alex de la
2
Iglesia, 1997), en la que dos adolescentes son secuestrados por una atractiva pareja de santeros
para sacrificarlos.
A 31 años de los crímenes de los narcosatánicos, Sara, de 55, ha pasado la mayor parte
de su juventud recluida y ha defendido su inocencia a lo largo de su recorrido por diversos
centros penitenciarios del país, y actualmente purga condena en el penal femenil de Tepepan,
donde solicitó su excarcelación para pasar las casi dos décadas que le restan bajo vigilancia.
Su voluntad férrea no ha podido ser doblegada ni con la violencia más extrema, lo que
demuestra que su discreción casi total respecto a Constanzo y los crímenes del culto va incluso
más allá de lo cognoscible.

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