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Se le dio su nombre de una estrella ennegrecida, de la que se decía había muerto hacía muy poco y

que consigo se llevó a todas sus hermanas más cercanas. Xereus, la inmensidad que todo lo abarca,
la mancha en el firmamento. Hacia el final de la Última no quedaba mucho por hacer. Se habían
jugado las cartas, pronunciado los hechizos y ardian ya las ciuades más hermosas de ambos bandos.
Perlas incandescentes en el recuerdo que llevó a un reducido grupo de descastados Githyanki a
intercambiar su supervivencia por su conocimiento.

Quisieron con Xereus, con todos los que iban a ser como él, concebir una criatura de cristal de
mente en expansión. Arrancar un pedazo del Plano Astral y contener en sus craneos de vidrio la
inmensidad inabarcable y el sinsentido que lo acompaña. Era uno de aquellos proyectos a ultranza
que no conocen ya fechas y de la que solo se tiene el final al alcance de los dedos. Pero cuanto
fallaron, cielo santo. Los Githyanki advirtieron que allá de donde provenían nada podía destilarse,
que la inmateria misma del Plano Astral no podía fijarse a la materia de la misma forma en la que
ellos se servían de su hogar mediante la coyuntura de mente y espíritu. Pero no quisieron
escucharlos.

Orión vio las estrellas aún por nacer, el provenir de siete planos y el colapso en sincronía de trece
planos celestiales. Gritaba en lenguas desconocidas, con su craneo estallando en sucesos que no
podían estar ocurriendo al mismo tiempo en el que quebraba sus extremidades intentando alcanzar
el Ojo Iridiscente que decía estaba sobre su espalda, a la altura de su nuca y del que se hizo al usar
un martillo para romperse el cuello. Sus fragmentos derramados por el suelo contenian colores
preciosos.

Gaia veía en los bordes de las sombras criaturas demenciales de las que narraba en clave descriptiva
sin poder moverse en narraciones nunca interrumpidas. Que allí moraban, decía, que carcomían
nuestra mente y viven solo en los bordes de las cosas. En las esquinas, en los filos y los extremos
perviven y aullan pues su idioma no pueden percibirlo los oidos mortales. Usó la magia que la
envolvía para proyectarse en las mentes de quienes la construyeron, solo para descubrir
inmensidades mayores y que las bestias la eludían a una velocidad muy superior a la que ella podía
perseguirlas. Acabaron con ella atravesando su pecho de metal, cristal y sangre artificial con una
espada.

Rémulo, el más grande de todos ellos, dominó hechizos en sus primeros días de vida cuando los
mortales precisaban de medio siglo. Fue la esperanza, el atronador triunfo que los llenó de asombro
y orgullo. Rémulo, que tanto sabía para ser tan joven, tardó en descubrir que su craneo se
fragmentaba al pronunciar letanías del sexto círculo y al pensar en el color del cielo. Eso lo
trastocaba, lo hundía y con ello arrastró al resto en el abrazo magnífico que supuso su estallido. En
su último día, Rémulo abrió su cuerpo ante todo y todos, derramando la pureza de su luz una última
vez. Sin pronunciar palabras legibles, llorando al preguntarse cual era el color que veía emanar de
su interior.

Xereus fue el último y nacido del viento del Plano Astral que despidió Rémulo antes de verse
extinguido, aplastado por la realidad ineludible del plano en el que se encontraba. Nació en soledad
cuando el humo se había asentado y el último de los Githyanki yacía conservado para siempre en
una mueca espantosa por la deflagración final. Xereus contempló a su alrededor silencio y
oscuridad, sin atreverse siquiera a considerar qué ocurría a su alrededor como un cachorro
desvalido. Al acercarse a Rómulo pudo ver en su interior, injertado en el nacimiento de su cuello, en
el interior de su craneo horadado por lo inmenso; un fragmento de las estrellas.

Desapareció antes de poder tocarlo. Y desde entonces Xereus ha buscado la forma de abrir una
ventana, un resquicio en el velo que lo separa de sí mismo. En su interior existe la inmensidad, el
vínculo con el Plano del que siente su alma perteneciente. Trabajó desde entonces incansablemente
como solo su cuerpo podía permitirlo, con la esperanza de volver a casa.

Ese mundo no era para él. Sus colores demasiado apagados, su escala minúscula, sus sabores
extraños e imperceptibles. No quiso terminar como Rémulo, Orión, tantos hermanos que
pretendieron acudir a su interior en busca del todo. Debía estar fuera, por tanto, y en el sacrificio de
ellos encontró la respuesta.

Xereus teme a la muerte, al concepto de la nada; porque él la chispa, la esquirla, el fragmento, la


Pizca del Infinito.

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