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5.

La política de los gobernados

Me gustaría comenzar este texto con un rápido viaje por la so­


ciedad política. O, por lo menos, p o r aquellas m anifestaciones de la
sociedad política que me son familiares, pues existen otras muchas re­
alidades d en tro de este m undo de las que apenas sé nada. Nuestra
prim era parada se encuentra ju n to a la vía del tren que atraviesa el
sur de Calcuta, no muy lejos del lugar donde vivo y trabajo. Se trata
de una línea de considerable im portancia. O bservando desde el
puente que la cruza, es posible vislumbrar en la distancia un gran nú­
m ero de edificios residenciales, un lujoso centro comercial y las ofici­
nas de u n a im portante com pañía petrolera. Pero, m irando hacia
abajo, lo que encontram os es u n oscuro m undo de chabolas, con te­
chos irregulares de calamina y adobe, cubiertas p o r lonas sucias, si­
tuadas peligrosam ente cerca de los rieles. Las personas que las habi­
tan han vivido aquí por más de cincuenta años. D urante la década de
1990, algunos de mis colegas del C entro de Estudios en Ciencias So­
ciales de Calcuta, bajo la dirección de Asok Sen, estudiaron este
m u n d o .1 El barrio donde han trabajado se denom ina oficialmente
Colonia Ferroviaria de G obindapur Acceso N úm ero U no y cuenta en
la actualidad con una población aproxim ada de 1.500 personas.
La ocupación perm anente de este espacio data de finales de la dé­
cada de 1940, cuando un pequeño grupo de campesinos del sur de
Bengala, que había perdido sus tierras com o consecuencia de la gran

1 Asok Sen, Life and Labour in a Squalters' Colony, Calcuta, C entre for
Studies in Social Sciences, Occaúonal Papers, n° 138, 1992.
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ham bruna de 1943, llegó a la ciudad en busca de sustento. Posterior­


m ente, miles de nuevos cam pesinos se sum arían a ellos. Estos emi­
grantes de segunda ola provenían del este de Bengala, la región que
entonces se denom inaba Pakistán O riental y actualm ente corres­
ponde a Bangla Desh. Muchos de ellos eran refugiados, producto de
la división de India. A lo largo de la década siguiente, los suburbios
de Calcuta acogieron u n a m area de refugiados que triplicaba la po­
blación original de la ciudad. En su mayoría se establecieron en pro­
piedades públicas y privadas, de m anera ilegal pero con la anuencia
tácita de las autoridades. Porque, en caso contrario, ¿adonde iban a
ir? Estos asentam ientos de refugiados recibieron el nom bre oficial, y
popular, de “colonias”.
Los relatos de los prim eros ocupantes de nuestra colonia ferrovia­
ria parecen provenir de u n asentam iento en tierras de frontera. Cua­
tro o cinco hom bres, encargados de dirigir las operaciones, acabaron
convirtiéndose en líderes del grupo. Ellos organizaban a los nuevos
pobladores, distribuían los lotes de tierra, ayudaban en la construc­
ción de cabañas y barracas, etc. Tam bién eran los encargados de co­
brar el alquiler a los nuevos ocupantes. Adhir Mandal y H arén M anna
eran dos de estos hom bres clave en la historia de la colonia hasta m e­
diados de la década de 1970.2 Ambos habían establecido conexiones
con el Partido Comunista, p o r entonces una fuerza de oposición en
ascenso, con amplio apoyo entre los refugiados asentados en la ciu­
dad. Desde su posición, hacían frente a las autoridades ferroviarias, a
la policía y a otras agencias gubernam entales, actuando siempre en
nom bre de la colonia. Adhir Mandal poseía cerca de doscientas chabo­
las en alquiler y era conocido en esa época como el zamindar de la colo­
nia ferroviaria, el dueño del lugar. A pesar de encontrarse vinculados a
la organización, los líderes del Partido Com unista dicen ahora que
A dhir y algunos otros líderes expresaban “nocivos intereses locales”.

2 Por razones obvias, los verdaderos nom bres de los ocu p an tes han
sid o m odificad os en este trabajo.
LA P O L ÍT IC A DE LOS G O B E R N A D O S 127

Se com portaban como tiranos [...] estaban mezclados en


fraudes m ezquinos y en extorsiones. A dhir era muy listo
[...] H arén Manna, con frecuencia, robaba parte del dinero
que recolectaba para el partido. Nosotros hacíamos la vista
gorda, porque era difícil encontrarle un sustituto [...] ¿Cómo
podíam os esperar en c o n tra r en la colonia u n a persona
hon esta con el liderazgo e iniciativa de Harén?

Cada cierto tiempo, las autoridades ferroviarias trataban de expulsar


a los ocupantes, reclam ando la propiedad del suelo donde se asenta­
ban. En 1965 se intentó levantar un m uro para cercar la zona. En res­
puesta a ello, los pobladores se constituyeron como muralla humana,
con las m ujeres al frente, e im pidieron el paso a los camiones que
transportaban los m ateriales de construcción. D urante la em ergen­
cia, en 1975, se produjo la amenaza más seria. Algunas viviendas fue­
ron totalm ente demolidas po r tractores. Para evitar que continuara la
dem olición, los habitantes de la colonia ferroviaria acudieron a un
m iem bro del parlam ento estatal, integrante del Partido Comunista
prosoviético, en ese m om ento aliado coyuntural del Partido del Con­
greso de Indira Gandhi, para que intercediera ante la Primera Minis­
tra, y así lograron disuadir a las autoridades ferroviarias de llevar a
cabo su em peño. La am enaza pasó.
Esta narración no sorprenderá a quienes han leído sobre el pro­
ceso de movilización política derivado de la consolidación de la de­
mocracia electoral en la India poscolonial. Existen centenares de re­
latos similares, procedentes de m últiples ciudades y aldeas de toda
India. Estos sucesos han sido explicados en un marco teórico que in­
sistía en la existencia de relaciones de clientelismo entre los potencia­
les votantes y los líderes locales de las distintas facciones. Un ele­
m ento singular, en nuestro caso, sería la presencia del Partido
Comunista. Se trataba, en esa época, de u n partido profundam ente
ideológico, basado en una militancia muy comprometida. Pero, como
se percibe en las declaraciones antes reproducidas, provenientes de
un líder partidario, tam bién en el caso del PC prim aban muchas veces
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arreglos de conveniencia, que favorecían a todos los implicados. El


partido nunca sostuvo que A dhir Mandal o H arén M anna fuesen re­
volucionarios com unistas capaces de movilizar al pueblo para la ac­
ción política. Sin embargo, tampoco se trata, todavía, de la “sociedad
política”, tal como la quiero describir en este artículo.
Las cosas com ienzan a cam biar a partir de la década de 1980. Ad­
hir Mandal, el llam ado zamindar, había m uerto. En 1983 asistimos a
un nuevo intento de las autoridades ferroviarias p o r cercar el asenta­
miento. O tra vez, los pobladores se organizan para resistir. Ahora te­
nían un nuevo líder, u n personaje sorprendente, llam ado “el maes­
tro” por haber com pletado sus estudios prim arios al otro lado de la
calle, fuera de la colonia ferroviaria. A unque ni siquiera había reci­
bido enseñanza secundaria, Anadi Bera enseñaba a los niños pobres
de los alrededores a leer y escribir. Era, además, u n personaje popu­
lar, entusiasta del teatro, que organizaba espectáculos jatra (forma de
teatro al aire libre muy popular en Bengala) en los cuales actuaba.
Fue precisam ente a través de sus actividades teatrales como entró en
contacto con los habitantes de la colonia ferroviaria. Poco después,
debido a problem as que no nos incum ben, alquiló una barraca y se
m udó a la colonia.
Anadi Bera fue el principal organizador de la resistencia de los
ocupantes en 1983. En 1986 fundó u n a nueva asociación de los habi­
tantes de la colonia, la ja n a Kalyan Samiti (Asociación para el Bienes­
tar del Pueblo), con el objetivo de inaugurar un centro de salud y una
biblioteca. Funcionarios municipales, líderes de partidos políticos,
oficiales de la comisaría de la policía local y prom inentes habitantes
de clase m edia de los barrios vecinos eran regularm ente requeridos
para aportar fondos a la asociación o para participar en sus activida­
des. En aquellos años, el G obierno había iniciado u n amplio pro­
grama de salud y educación para los niños de las barriadas urbanas
marginales, denom inado Esquema de Desarrollo Integrado del Niño
[ i c d s , p o r sus siglas en inglés]. Por iniciativa de Anadi Bera, el i c d s

abrió una unidad de cuidado infantil en la colonia ferroviaria, ubicada


en la oficina de la asociación. El i c d s ayudaba a enfrentar enfermedades
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como la poliomelitis, la tuberculosis y el tétanos, ofrecía un aporte ali­


m enticio diario y proporcionaba una guardería y personal capacitado
para aconsejar a los padres sobre el control de la natalidad. Igual­
m ente, estaba encargado de m antener un registro detallado de los in­
gresos, el consumo y el estado de salud de cada familia de la colonia.
El i c d s es un ejemplo de cómo los habitantes de nuestra colonia de
otupantes consiguieron organizarse para ser identificados como un
grupo de población singular, distinto de los demás, que podía y debía
recibir los beneficios de u n program a gubernam ental concreto. Pero
éste no es el único ejemplo. La asociación dem ostró su funcionalidad
para lidiar con otras agencias gubernamentales, con la autoridad ferro­
viaria, las autoridades policiales o municipales, con ong, líderes y par­
tidos políticos, etc. Si alguien pregunta cómo la colonia obtuvo la elec­
tricidad, al constatar que los ventiladores y los televisores abundan en
los barracones, los habitantes son generalm ente evasivos. Por lo menos,
así era durante el tiempo del trabajo de campo del profesor Asok Sen.
Es posible que, en este caso concreto, las conexiones eléctricas tengan
un origen ilegal, pero en muchas ciudades india s las compañías eléctri­
cas, enfrentadas al persistente robo de electricidad y a la dificultad le­
gal para reconocer a los ocupantes ilegales como legítimos consum i­
dores individuales, negociaron soluciones de alquiler colectivo con
asentam ientos ilegales, representados como grupo de población por
asociaciones similares a esta que hem os descrito. Más allá de este
caso, encontram os todo u n conjunto de soluciones paralegales uti­
lizadas para ofrecer servicios a grupos de población cuya vivienda y
formas de vida no se ajustaban a la legalidad. A finales de la década
de 1980 la colonia, de hecho, obtuvo u n a conexión eléctrica legal, a
través de seis m edidores com unitarios organizados p o r su Asocia­
ción de Bienestar. No solam ente eso: desde 1996 los habitantes tie­
nen acceso a conexiones eléctricas individuales. La autoridad m uni­
cipal tam bién sum inistra agua y m antiene letrinas públicas. Todo
esto en un terren o público ocupado ilegalm ente, a u n a distancia de
tan sólo u n o o dos m etros de los rieles de la vía del tren. Pero sigo
adelante con mi relato.
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El elem ento crucial de esta historia es el esfuerzo de nuestros ocu­


pantes p o r buscar y o b ten er su reconocim iento como un grupo de
población singular, susceptible de convertirse, desde el punto de vista
de la gubernam entalidad, en u n a categoría em pírica funcional para
definir e im plem entar políticas públicas. Pero es igualm ente im por­
tante resaltar que en este proceso los pobladores se vieron obligados
a reinventar su identidad colectiva, dotándola de u n carácter moral
que antes no poseía. Este es u n elem ento crucial de la política de los
gobernados: “revestir la form a em pírica de u n grupo de población
(tal o cual asentamiento, por ejemplo) con los atributos morales de una
com unidad”. En el caso de nuestra colonia ferroviaria, no existía nin­
guna forma de identidad com unitaria previa que estuviera disponible.
Algunos pobladores provenían del sur de Bengala, otros de Pakistán
Oriental, la actual Bangla Desh. Pertenecían a diferentes castas medias
y bajas, e incluían también una presencia dispersa de castas altas. Una
investigación realizada a m ediados de los años noventa descubrió
que el 56 p o r ciento de los habitantes del asentam iento pertenecía a
las “castas registradas” (Scheduled Costes), categoría legal que acoge a
las antiguas castas intocables, favorecidas p o r las políticas estatales de
acción afirmativa. El cuatro p o r ciento pertenecía a las “tribus regis­
tradas” (Scheduled Tribes)y el resto integraba otras castas hindúes.3 La
com unidad, tal com o existe hoy, fue construida a p artir de cero.
Cuando los líderes de la asociación hablan acerca de la colonia y sus
luchas, no hablan de intereses com partidos p o r m iem bros de una
simple asociación. Al contrario, ellos describen la com unidad en tér­
minos más conmovedores, cercanos a los de u n parentesco com par­
tido. La m etáfora más com ún es la de la familia. “Somos todos una
gran familia”, dijo Ashu Das, un m iem bro activo de la asociación.

3 Investigación coord in ad a por la s a v e r a , una organización n o guber­


n am ental d e p rom oción d el desarrollo que m antien e una escuela
n o form al, un cen tro d e salud y un cen tro d e capacitación e n la
co lo n ia ferroviaria. A gradezco a Saugata Roy por haberm e p erm i­
tido a cced er a esta investigación y co n o cer la evolu ción recien te de
la ocu p ación .
L A P O L ÍT IC A DE LOS G O B E R N A D O S 13 1

No distinguimos a los refugiados del este de Bengala de


aquellos que vinieron de aldeas de Bengala Occidental. No
tenem os otro lugar para construir nuestras casas, por lo
que hemos ocupado colectivamente estos terrenos por mu­
chos años. Esta es la base de nuestra reivindicación de vi­
vienda propia.

Badal Das, otro poblador, explica la razón de su unidad como fami­


lia. “Estamos fren te a fren te con el tigre”, dice, recu rriendo a una
expresión com ú n en el su r de Bengala, donde hom bres y tigres han
vivido largo tiem po u n o al lado del otro com o adversarios, para re­
ferirse, de form a figurada, a la siem pre presente am enaza de expul­
sión. No es n inguna afinidad biológica preexistente (ni siquiera cul­
tural) la que define a esta familia. Su argam asa es la experiencia
com partida: la ocupación colectiva de u n pedazo de tierra, u n terri­
torio claram ente definido en el tiem po y en el espacio, y la situación
de am enaza bajo la cual esta experiencia se desarrolla. Es notable
observar cómo los habitantes del asentam iento definen los límites
de su así llam ada familia. Estas fronteras de identidad vienen dadas
p o r los lím ites territoriales de la colonia. Ashu Das explica: "al otro
lado del p u en te es otro vecindario. Esa zona queda para sus habi­
tantes. N osotros ño cruzam os las fronteras”. Estos límites son casi
siem pre cruciales a la h o ra de d eterm in ar y articular reivindicacio­
nes: a la h o ra de definir quién p u ede hacerse m iem bro de la asocia­
ción y quién no, quién debe contribuir para las festividades colecti­
vas y quién no, quién p u ed e buscar em pleo como vigilante en los
edificios vecinos y quién no.
Con todo, en el ám bito de la “familia” existe una gran diversidad
interna. Pocos pobladores tienen habilidades especializadas o empleo
estable. La mayoría sale en busca de trabajo tem poral como obreros
en la construcción civil. Las mujeres, p o r lo general, trabajan como
empleadas domésticas en los hogares de clase media de los alrededo­
res y proveen, muchas veces, la mayor parte de la renta familiar. A co­
mienzos de la década de 1990, cuando el estudio se realizó, la renta
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mensual per cápita de los habitantes de la colonia variaba entre tres


y treinta dólares estadounidenses. U na investigación realizada años
después descubrió que más de la m itad de las familias seguía te­
niendo una renta total m ensual inferior a sesenta dólares, situándose
el prom edio del asentam iento en quince dólares. Algunos pobladores
alquilaban las barracas de su propiedad a otros pobladores, todo ello
fuera de la ley, p o r supuesto, ya que nadie tenía ningún título legal.
Pero, entre propietarios e inquilinos, parecía h aber pocos conflictos.
La mayor parte de las disputas entre vecinos (e incluso entre cón­
yuges) se resolvía a través de la asociación, aunque no todos los po­
bladores estaban de acuerdo con este tipo de introm isión. U na m u­
je r que se había m udado a la colonia después de su m atrim onio
señaló que pensaba que sus vecinos eran entrom etidos y dados a la
m aledicencia. Pero, en general, existía u n a activa vida com unitaria
que estaba sustentada en m últiples elem entos: actividades d ep o rti­
vas, la costum bre de asistir a la proyección de program as de televi­
sión o de videos de m anera colectiva, festividades religiosas, etc. La
principal fiesta religiosa organizada p o r la asociación es el culto
anual a la diosa Sítala, cuya historia es muy curiosa. Sus orígenes se
encuentran en la zona rural del sur de Bengala, d o n d e se conside­
raba que curaba la viruela o, al m enos, prevenía su disem inación.
En años recientes, ah o ra que la viruela está erradicada, ha em er­
gido en las barriadas populares de Calcuta com o una diosa que vela
de m anera integral p o r la salud de los niños. Se le rinde culto en
fiestas que duran una sem ana, financiadas p o r p equeñas donacio­
nes de habitantes de las barriadas, en una im itación desafiante de
las fiestas de clase m edia en hom enaje a la m ucho más conocida, e
infinitam ente más glam orosa, diosa brahm ánica Durga. D urante el
festival de Sítala, la asociación organiza espectáculos musicales y pie­
zas de jaira, en las que su “m aestro” Anadi Bera tiene, por supuesto,
un papel central. U na festividad m enor es la de la diosa Kali, donde
los hom bres jóvenes de la colonia son dejados a su libre albedrío,
con espectáculos de video, ab u n d an te consum o de carne y bebidas
alcohólicas para todos.
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La Asociación para el Bienestar del Pueblo, creada p or los habitan­


tes de la Colonia Ferroviaria Acceso N úm ero U no, no es u n a asocia­
ción de la sociedad civil. Su origen se encuentra en una violación colec­
tiva de las leyes de propiedad y de las normas cívicas de conducta. El
Estado no puede reconocerla como si tuviese la misma legitimidad que
otras asociaciones cívicas que persiguen objetivos más ajustados a la ley.
Los ocupantes, p o r su parte, adm iten que su apropiación del terreno
público es ilegal y contraria al ideal cívico. Sin embargo, ellos articulan
su reivindicación de vivienda y acceso a medios de vida en términos de
derechos, utilizando su asociación como instrum ento colectivo para ob­
tener sus reivindicaciones. En una de sus solicitudes a las autoridades
ferroviarias, la asociación escribió:

E ntre nosotros hay refugiados provenientes de Pakistán


O riental y gente sin tierra del sur de Bengala. H abiendo
p erd id o todo, m edios de vida, tierra y hasta nuestros hoga­
res, tuvimos que venir a Calcuta para rehacer nuestras vidas y
buscar am paro [...] somos, en su mayoría, trabajadores even­
tuales y em pleados domésticos, que vivimos bajo la línea de
pobreza. De alguna form a hem os conseguido construir un
refugio para nosotros. Si nuestros hogares son destruidos y
somos expulsados de nuestras barracas, no tendrem os nin­
gún lugar a donde ir.

Refugiados, cam pesinos sin tierra, trabajadores eventuales, personas


sin techo bajo la línea de la pobreza: todas éstas son categorías dem o­
gráficas propias de la gubernam entalidad. Éste es el cim iento a par­
tir del cual los pobladores definen y articulan sus reivindicaciones. En
la misma petición, la asociación, que asegura contar con el apoyo de
“otros ciudadanos de Calcuta”, señala su com promiso con la mejora y
la ampliación de los servicios ferroviarios de la ciudad. Si para conse­
guir estos beneficios fuese “absolutam ente necesario removernos de
nuestras viviendas”, la asociación solicita u n a “alternativa adecuada”.
En paralelo a la obligación del G obierno de cuidar de los grupos de
1 3 4 LA n a c i ó n EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

población más pobres, la asociación apela a u n a retórica m oral que


busca presentarse a sí misma como u n a com unidad luchando por
construir una vida social decente, bajo condiciones extrem adam ente
duras y, al mismo tiem po, reconociendo sus obligaciones de buena
ciudadanía. Las categorías de la gubernam entalidad, como podem os
observar, están siendo confrontadas con las posibilidades imaginativas
de la com unidad, incluyendo su capacidad de inventar relaciones de
parentesco, para producir una nueva, aunque algo titubeante, retórica
de demandas políticas.
En realidad, se trata de reivindicaciones que son innegablem ente
políticas, dado que sólo p u ed en articularse en el terreno de la polí­
tica, donde las reglas son flexibles y pueden ser eludidas. No pueden
esperar atención en el estricto cam po de ju eg o definido por la ley y
por los procedim ientos administrativos. El éxito de estas reivindica­
ciones depende p o r completo de la habilidad de los grupos particula­
res de población que las articulan para movilizar apoyos e influir en
la im plem entación de las políticas públicas en favor suyo. Pero este
éxito es necesariamente tem poral y coyuntural. El balance estratégico
de las fuerzas políticas puede cambiar y las reglas p ueden dejar de ser
flexibles. Como ya señalé, la gubernam entalidad opera sobre un
cuerpo social heterogéneo, actuando sobre m últiples grupos de po­
blación y desarrollando diversas estrategias. No hay espacio aquí para el
ejercicio igualitario y uniform e de los derechos, derivado de la noción
de ciudadanía.
Siempre es posible que el equilibrio estratégico cambie lo suficiente
como para que los ocupantes de nuestra colonia sean expulsados ma­
ñana.4 Para ilustrar cómo una variación en el balance estratégico de las

4 D e h ech o , a inicios d e 2002, d esp u és d e la escritura d e este texto, un


grupo de ciudadanos interpuso co n éxito una acción d e interés
p ú b lico e n la Corte Suprem a d e Calcuta, para pedir la exp u lsión de
los ocu p an tes d e la colon ia ferroviaria, alegan d o que estaban con ta­
m inan d o las aguas d el lago Rabindra Sarobar, al sur de Calcuta. U n a
parte im portante d e los ocu p an tes, entretanto, había ab an d onad o
su alianza co n la coalición d e izquierdas en e l G obierno y había
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fuerzas políticas puede afectar de form a dram ática la vida de miles


de personas que sobreviven en los m árgenes de la vida urbana, va­
mos a continuar nuestro cam ino, p o r casi 800 m etros, siguiendo en
dirección norte el trayecto de la vía del ferrocarril. Estamos en Garia-
hat, el corazón de la zona sur de clase m edia de Calcuta. Se está
construyendo aquí u n nuevo paso elevado sobre u n transitado cruce
de calles. Desde hace u n año las avenidas aparecen despejadas, con
aceras amplias y vitrinas brillantem ente ilum inadas. Los habitantes
de clase m edia están felices de ver que la belleza y la elegancia origi­
nales de su ciudad están siendo restauradas, como era antes de que
calzadas y aceras hubiesen sido tom adas p o r miles de vendedores
am bulantes. D urante casi trein ta años, desde m ediados de los años
sesenta, las principales calles de la ciudad habían estado bloqueadas
por hileras de tenderetes envejecidos, que ocupaban la mayor parte
de las aceras y con frecuencia se esparcían hacia las calzadas. Los ten­
deretes desem peñaban, claro está, u n a im portante función econó­
mica y brindaban u n a fuente de ingresos, reducida pero vital, para
miles de personas. Los vendedores habían actuado estratégicam ente
en el m arco de la sociedad política, movilizando con éxito, en su
apoyo, a ciudadanos y partidos políticos, para establecer y m antener
su ocupación claram ente ilegal de las calles. Pero a m ediados de los
años noventa la m area cambió, y creció la presión para que el go­
bierno de Bengala O ccidental, liderado p o r los comunistas, limpiara
Calcuta y atrajera inversiones extranjeras hacia los sectores de mayor
crecim iento, com o las industrias petroquím ica y electrónica. El
apoyo del G obierno entre la clase m edia urbana era cada vez menor.

pasado a apoyar al Partido d el C ongreso. A principios de marzo, los


ocu p an tes con sigu ieron rep eler físicam ente un con tin gen te de poli­
cía enviado por el G ob iern o para cum plir la ord en d el tribunal. En
el añ o 2003, esperaban an h elan tes que el líder de su partido vol­
viera a ser n om brado m inistro de Ferrocarriles en el gobierno
n acional. D e esta m anera, segú n creían, podrían ser reubicados
antes de su exp u lsión forzosa. A sí fun cion a la lógica sutil d e la polí­
tica estratégica en la socied ad política.
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En 1996, Subhas Chakrabarti, el m inistro que m anejó exitosam ente


la crisis posterior a la m uerte de Balak Brahmachari, fue comisionado
para limpiar las calles de Calcuta. D urante dos semanas, en una ac­
ción muy coordinada y bien planificada, denom inada Sol Radiante
(Sunshine Operation), las autoridades municipales y la policía dem olie­
ron todos los tenderetes que existían en las calles de Calcuta, limpia­
ron las aceras, expandieron las calzadas y plantaron árboles. Los ven­
dedores se encontraban, en ese m omento, desorganizados. Sintiendo
que habían sido abandonados por la izquierda, empezaron a m irar ha­
cia los partidos de oposición. No ofrecieron resistencia ni hubo enfren­
tamientos violentos. Como el balance político se había vuelto contra
ellos, tuvieron que ceder su lugar en la calle y esperar hasta que las
promesas de reubicación se materializasen.
No todos los grupos de población consiguen actuar con éxito en la
sociedad política. Como acabamos de ver, incluso cuando lo logran, se
trata de un éxito que siempre es temporal. Para observar un ejemplo
de un grupo organizado que h a fracasado claram ente en su em peño
por obtener cualquier mejora en el marco de la sociedad política, va­
yamos más hacia el norte, hasta la parte más antigua de la ciudad, en
la calle College, donde aún se conserva la vieja universidad y donde se
concentra la industria editorial bengalí. Se trata de un barrio lleno de
callejuelas y recovecos laberínticos, donde la principal actividad es la
impresión, elaboración y venta de libros. Encontram os aquí una inte­
resante mezcla de negocios de diferentes tipos, con tecnologías anti­
guas y modernas, desde las grandes cooperativas editoriales, con equi­
pos m odernos de fotocomposición, hasta pequeñas im prentas
manejadas por sus propios dueños, donde los textos son preparados a
mano y todavía se puede encontrar una im prenta manual en perfecto
estado, con la inscripción “Fabricada en Manchester, 1882”. En la dé­
cada de 1990, las im prentas manuales fueron virtualmente barridas de
Calcuta, debido a la difusión global de las formas de im presión elec­
trónica en cualquier alfabeto concebible. Sin embargo, otro segmento
de la industria editorial, la encuadem ación, m antiene todavía un estilo
de trabajo y una tecnología tradicionales, que apenas han cambiado en
L A P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S 137

ciento veinte años. Podríamos entrar en una de estas encuadernadoras


y, salvo p o r las lámparas eléctricas incandescentes y p o r la música del
transistor, imaginar que estamos en un negocio de encuadem ación del
siglo xix. Existe aquí u n barrio d en o m in ad o D aftapirara, la “m an­
zana de los en cu a d e rn ad o re s”, d o n d e 500 talleres de en cu ad ern a­
ción em plean a 4.000 trabajadores. Mis colegas del C entro de Estu­
dios en Ciencias Sociales han trabajado con ellos d u rante la década
de 1990.5
Había, entonces, m uchos y diferentes tipos de talleres de encua­
dem ación y de trabajadores, que coexistían y com petían entre sí, con
u n m argen de viabilidad em presarial muy reducido. Pocas encuader­
nadoras contaban con más de veinte trabajadores y con un espacio
superior a 300 m etros cuadrados. Los operarios de estas empresas
“grandes” ganaban en 1990 alrededor de 18 dólares estadounidenses
al mes. A dicionalm ente, disfrutaban de derechos com o el descanso
rem unerado y una pensión al final de su vida productiva. La gran ma­
yoría de los talleres, sin embargo, era de tam año m ediano o pequeño.
En ellos, los dueños tam bién eran trabajadores y, con frecuencia, no
ocupaban a más de dos o tres em pleados adicionales. Casi un tercio
de los trabajadores estaba em pleado únicam ente d urante los meses
de tem porada alta. La renta m edia mensual de los trabajadores hom ­
bres, generalm ente más cualificados, en 1990 estaba alrededor de 15
dólares. La de las m ujeres trabajadoras, m enos cualificadas, rondaba
los 12 dólares, p o r u n a jo rn a d a de ocho horas. Los niños empleados
como ayudantes en todo tipo de materias (in dependientem ente del
género, aquí son todos “niños”), desde servir el té hasta cargar y
descargar las pilas de libros, podían ganar cerca de cuatro dólares y
m edio al mes. Esto en caso de recibir el pago en dinero, porque fre­
cuentem ente su rem uneración se lim itaba a comida, ropa y un lugar
donde dorm ir. Estos salarios, en su conjunto, son extrem adam ente

5 Asok Sen, The Bindery Workers of Dafiaripara: 1. Fonns and Fragtnents,


Calcuta, C enter for Studies in Social S cien ce, O ccasional Paper,
na 127, 1991.
138 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E T E R O G É N E O

bajos según los patrones de empleo industrial en India. Pero, claro


está, se trata de una industria desorganizada, profundam ente inmersa
en lo que se llama el “sector inform al” de la economía.
Entre 1970 y 1990 asistimos a varios intentos de sindicalización de
los trabajadores de las encuadernadoras, con el objetivo de negociar
con los dueños m ejores sueldos. Activistas del Partido Com unista
(Marxista) ju g aro n un papel fundam ental en este em peño, especial­
m ente después de que su partido obtuviera el gobierno estatal en
1977. En 1990, se convocó a u n a huelga de tres días en las encuader­
nadoras de Daftaripara. Este proceso y sus resultados son instructivos.
Los trabajadores dem andaban u n aum ento de tres dólares m ensua­
les. Pero el 90 p o r ciento de las encuadernadoras eran talleres cuyos
dueños eran tam bién trabajadores. Todos sabían que la mayor parte
de los dueños nunca sería capaz de pagar el aum ento. El movimiento
se transform ó, entonces, en u n a huelga m ediante la cual toda la in­
dustria de Daftaripara, dueños y trabajadores juntos, buscaba presio­
nar a los editores para aum entar el precio de los servicios de encua­
dernación. En respuesta al desafío, las principales editoriales
am enazaron con encom endar sus trabajos a otros talleres en otras
partes de Bengala, o incluso fuera del estado. Finalmente, cuando las
mayores encuadernadoras de Daftaripara acordaron aum entar los sa­
larios en algo más de dos dólares p o r mes, los huelguistas sintieron
que habían alcanzado u n a gran victoria y pusieron fin al movimiento
de protesta. Tras la huelga, la vitalidad del sindicato de Daftaripara
nuevam ente decayó.
Al contrario de lo observado al estudiar la colonia ferroviaria, existe
muy poco sentido de identidad colectiva entre los encuadernadores de
Daftaripara. Cuatro mil personas realizan la misma actividad en un pe­
queño barrio urbano. La mayoría de los hom bres duerm en en sus ofi­
cinas y regresan a sus hogares aldeanos los fines de sem ana y los días
no laborables. Las m ujeres que trabajan aquí provienen de los subur­
bios, norm alm ente de colonias de refugiados u ocupantes como la
que vimos anteriorm ente ju n to a la vía del tren. Para llegar a su tra­
bajo, utilizan este medio, pero, al no poder pagar el precio del pasaje,
L A P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S 139

deben huir cuando los revisores se acercan. Los trabajadores de Daf­


taripara, en general, votan p o r partidos de izquierdas, pero ellos in­
terpretan la política a partir de sus referentes rurales. Sus vidas como
obreros no los han conducido a la política. Por el contrario, articulan
discursos que hablan de lazos de lealtad entre propietario y trabaja­
dor, de actitudes m utuas de bondad o de cuidado paternal. Un traba­
ja d o r jubilado, el venerable Habib Mia, habla del inqilab, revolución
ocurrida en el país después de la salida de los británicos, de m odo
que ahora ni siquiera los ricos y poderosos p u eden cuidar de los po­
bres.6 No hay aquí ningún tipo de engarzam iento con el aparato de
la gubernam entalidad. Los encuadernadores de D aftaripara no han
tom ado el cam ino de la sociedad política. Su ejem plo nos muestra,
una vez más, las dificultades que encu en tran las organizaciones de
clase en el llam ado sector inform al, donde el capital limitado y la li­
viandad de los m odos de p roducción se retroalim entan de m anera
recíproca. Aquí, a pesar de los esfuerzos sinceros de m uchos activis­
tas, las estrategias leninistas de organización obrera han naufragado.
Los activistas de izquierdas, de hecho, han term inado p or m irar ha­
cia otro lado, donde su éxito ha sido m ucho mayor: hacia la sociedad
política.

II

La verdadera historia de la sociedad política debe partir de la zona


rural de Bengala Occidental. Fue allí donde los partidos de izquierdas
convirtieron el desenvolvimiento de la gubernamentalidad en el origen
de un apoyo sostenido por parte de la mayoría de los grupos de pobla­
ción. Mucho se ha escrito sobre los elementos que influyeron en ello:

6 A sok Sen, The Bindery Workers of Daftaripara: 2. Their Own Lifestories,


Calcuta, C enter for Studies in Social Scien ce, O ccasional Papers, n'J
128, 1991.
14 0 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

reformas en el ám bito agrario, el papel de los gobiernos locales de­


mocráticos, la existencia de u n a organización partidaria fuertem ente
disciplinada e, incluso, según señalan algunos críticos, una violencia
selectiva y cuidadosam ente aplicada. Por mi parte, quiero retom ar
aquí un problem a que ya fue planteado: ¿pueden las reivindicaciones
particulares, m uchas veces más allá del m arco de la ley, articuladas
por grupos de población marginales, ser consistentes con los valores
cívicos y con el anhelo de vina ciudadanía igualitaria?
En prim er lugar, una “política de los gobernados” viable y con ca­
pacidad para o b ten er resultados implica u n a considerable dosis de
mediación. Pero, en estas circunstancias, ¿quién puede mediar? Re­
cordemos la figura clave en la exitosa movilización de nuestra colo­
nia ferroviaria, el m aestro (y el entusiasta del teatro) Anabi Bera. El
hecho de que debiera su popularidad a su trabajo com o profesor en
una escuela p rim aria es u n elem ento im portante. El profesor ha
sido, probablem ente, la figura clave en la reciente expansión de la
sociedad política en la zona ru ral de Bengala O ccidental. En este
sentido, en 1997 Dwaipayan B hattacharya, u n o de mis colegas en
Calcuta, estudió el papel político de los profesores en dos distritos
de Bengala O ccidental.7 Según descubrió, en el distrito de Purulia
la mayor parte de los profesores de enseñanza prim aria eran m iem ­
bros del sindicato de profesores com unistas. M uchos de ellos, ade­
más, desem peñaban cargos de elección popu lar en diferentes nive­
les del gobierno local. O cupaban posiciones significativas en el
partido y en la organización cam pesina y habían sido elegidos como
representantes en los parlam entos regional y nacional. En su mayo­
ría, habían estado vinculados, en el pasado, a las organizaciones de
trabajo social inspiradas p o r G andhi. Esto no es casual. Desde la dé­
cada de 1980, cuando los com unistas com enzaron con los pro g ra­
mas de reform a agraria y desarrollo agrícola, este partido incentivó

7 Dwaipayan Bhattacharya, “Civic Com m unity and its Margins: School


Teachers in Rural West B engal”, en Econmnic and Political Weekly,
vol. 36, nQ8, 24 de febrero de 2001, pp. 673-683.
L A P O L ÍT IC A D E L O S G O B E R N A D O S 141

a los profesores de las aldeas a unírseles. Con la clase tradicional de


propietarios de tierras expulsada del escenario político, los profeso­
res se volvieron cruciales p ara el nuevo consenso político que la iz­
quierda estaba tratan d o de construir en la zona rural de Bengala
Occidental.
En esa época, hacia 1980, cristalizó la costumbre de delegar en los
profesores la resolución de las disputas locales. Al ser asalariados y no
dep en d er de las rentas agrícolas, se consideraba que los profesores
no tenían intereses particulares vinculados a la posesión de tierras.
En su mayoría, procedían de familias de pequeños agricultores, por
lo que eran considerados bastante cercanos a la población. El len­
guaje campesino les era familiar, pero al mismo tiempo dom inaban la
jerg a propia del partido y eran buenos conocedores de los procedi­
mientos legales y administrativos. Además, en su papel de profesores,
form aban parte de la vida orgánica de la com unidad. Desde el punto
de vista del Partido Com unista en el poder, como líderes locales vin­
culados al partido eran una herram ienta crucial para la aplicación de
las políticas públicas en el m undo rural. Su interm ediación era una
labor orientada en dos direcciones. Interpelaban a la administración,
usando su propio lenguaje burocrático, en nom bre de los pobres, y,
al mismo tiem po, explicaban las políticas públicas del G obierno y las
decisiones administrativas a los pobladores de las aldeas. Sus puntos
de vista eran frecuentem ente considerados p o r las autoridades guber­
nam entales como representativos del consenso local. Los profesores
recom endaban adaptaciones locales antes de aplicar los programas
estatales, convalidaban las listas de beneficiarios en cada aldea y ofre­
cían la confianza de que, a través suyo, se podía conocer la opinión
de los campesinos. D urante los años ochenta, los profesores detenta­
ban un p o d er y u n prestigio sin rival en los distritos rurales. Era co­
m ún oír a u n aldeano decir que su profesor era la persona en quien
más confiaba.
Pero, antes de que los adm iradores de Robert Putnam se apropien
del caso en apoyo de sus teorías sobre el capital social, quisiera en­
fatizar, un a vez más, la diferencia entre u n a sociedad civil liberal y la
142 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E T E R O G É N E O

sociedad política.8 Los pobres del m undo rural que se movilizan para
reivindicar los beneficios derivados de los program as gubernam enta­
les no lo hacen como m iem bros de la sociedad civil. Para conseguir
orientar en su favor estos beneficios, deben aplicar la presión ade­
cuada en los puntos adecuados del aparato gubernam ental. Muchas
veces, esto significa forzar o eludir las reglam entaciones, ya que los
procedim ientos existentes frecuentem ente im plican su exclusión y
marginación. T ener éxito implica movilizar grupos de población para
contrarrestar en el ámbito local la distribución de p o d e r existente en la
sociedad considerada com o u n todo. Esta posibilidad se abre paso
trabajando con la sociedad política. C uando los profesores ganan, al
mismo tiem po, la confianza de la com unidad rural para representar
su causa y la confianza de los adm inistradores para asegurar el con­
senso local, lo que observamos no es u n proceso de generación de
confianza entre iguales, propio de la sociedad civil. Al contrario, los
profesores actúan como m ediadores entre dos campos con profundas
desigualdades de poder, cada u n o de ellos históricam ente atrinche­
rado en su posición. M edian entre quienes gobiernan y quienes son
gobernados.
H abría que agregar, además, que cuando asistimos a una moviliza­
ción exitosa de la sociedad política en su em peño p o r asegurar los be­
neficios de los program as gubernam entales para grupos de población
pobres y no privilegiados, estamos asistiendo a u n a expansión efectiva
de la libertad de los más pobres, algo que no habría sido posible en el
ámbito de la sociedad civil. Las funciones de gobierno se desarrollan
en el contexto de u n a estructura social profundam ente estratificada.
Los beneficios que deberían estar disponibles para toda la población
con frecuencia son monopolizados p o r quienes poseen mayor conoci­
miento e influencia sobre el sistema. Esto no se debe únicam ente a lo
que denom inamos corrupción, es decir, a la tergiversación criminal de

8 R obert D. Putnam , Robert L eonardi y Raffaella Y. N anetti, M aking


Democracy Work: Civic Tradiiions in Modemity Italy, Princeton, Princeton
University Press, 1993.
L A P O L ÍT IC A DE LOS G O B E R N A D O S 14 3

poderes legales y adm inistrativos. Con frecuencia o curre dentro


del ám bito de lo p erfectam ente legal, ya que amplios sectores de la
población sim plem ente no tien en capacidad p ara reclam ar lo que
les corresp o n d e p o r derecho. Esto no sólo ocurre en países como
India, dond e la sociedad civil realm ente existente está confinada al
pequeño sector de quienes son “en sentido estricto" ciudadanos. Se
trata, tam bién, de u n fenóm eno re c u rre n te en los servicios públi­
cos de salud y educación éln las dem ocracias occidentales, donde la
clase m edia ilustrada está más capacitada p ara aprovechar las opor­
tunidades del sistem a que los sectores más pobres de la población.
En países com o India, cuando los pobres, conform ados com o so­
ciedad política, consiguen influir en su favor en la im plem entación
de políticas públicas, podem os (y debemos) decir que han expandido
sus libertades p o r cam inos que no estaban disponibles para ellos en
la sociedad civil.9
Sin em bargo, la historia de los profesores de Bengala no tiene un
final com pletam ente feliz. Casi ninguna historia sobre la sociedad po­
lítica lo tiene. El estudio realizado p o r Bhattacharya encontró num e­
rosos casos de profesores de la zona rural de Bengala Occidental que
gradualm ente fueron perdiendo la confianza popular. En un deter­
m inado m om ento, el gobierno estatal concedió grandes aumentos sa­
lariales a los profesores de prim aria, apelando a la necesidad de me­
jo ra r la calidad de la educación. En u n a familia en la que los dos
esposos trabajaban como profesores, lo que no era nada raro, la renta
disponible podía llegar a ser tan alta como la del más rico comer­
ciante de la aldea. Hacia 1990, era vox pópuli que los profesores gas­
taban todo su tiem po en funciones políticas, descuidando la ense­
ñanza. El trabajo de prófesor se convirtió en una profesión lucrativa
en la sociedad rural y com enzaron a extenderse las denuncias de so­
borno en los nom bram ientos. Los profesores, que una vez habían
sido m ediadores reputados, term inaron p o r defender intereses pro­
pios, atrincherados en la estructura estatal. A finales de la década, el

9 A gradezco a A keel Bilgram i p or sus sugerencias sobre este punto.


1 4 4 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E T E R O G É N E O

Partido Comunista consideraba a sus camaradas profesores como un


serio problema. Ahora, la gran pregunta es: ¿podrá la sociedad política
reciclarse a sí misma? ¿Quién será el siguiente mediador?

III

La correcta adm inistración de los servicios públicos es un tem a am ­


pliamente discutido por los especialistas en desarrollo. No me refiero
a las críticas neoliberales al estado de bienestar existente en las dem o­
cracias occidentales, que en m uchos casos han tenido como conse­
cuencia una significativa reorganización de la esfera de la guberna-
m entalidad. Más bien quiero centrar mi atención en una serie de
nuevas tecnologías de la gubernam entalidad, im plem entadas a escala
global con el objetivo de asegurar que los beneficios del crecim iento
alcancen a todos, evitando que los más pobres y excluidos queden al
margen. Este es un problem a que las agencias de desarrollo interna­
cional han encarado en los últimos tiempos, reform ulando sus estra­
tegias a la luz de los fracasos anteriores y de las resistencias encontra­
das. Me centraré, en concreto, en la cuestión de la reubicación de
poblaciones desplazadas p o r las necesidades de los grandes proyectos
de desarrollo.
El Banco M undial ha jug ad o en las últimas décadas un papel fun­
damental en la formulación de políticas de indemnización y en el tra­
tam iento de otras cuestiones relacionadas con la rem oción y reubica­
ción de la población afectada p o r los proyectos de desarrollo.
Naturalmente, una parte im portante del análisis de los costos de estas
medidas se ha realizado a través de m étodos económ icos de costo y
beneficio. Pero, al mismo tiem po, se ha ido extendiendo la acepta­
ción de un conjunto de derechos adquiridos ( entitlements) para las per­
sonas afectadas p o r esos proyectos y para las unidades domésticas que
pierden sus viviendas o ven menoscabadas sus condiciones de supervi­
vencia. También se definieron ciertos derechos adquiridos, basados en
LA P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S 145

la noción de comunidad, para grupos que pierden recursos comunes o


que se ven perjudicados en el ejercicio de sus prácticas culturales
(pérdida de locales de culto, territorios considerados sagrados, etc.).
Estos derechos adquiridos deberían ser respetados p o r los gobiernos
y por las agencias ejecutoras de los proyectos. En los últimos años ha
crecido significativamente la tendencia que busca am pliar el foco de
análisis, para salir de lo estrecham ente económ ico y considerar otros
elem entos asociados con la reubicación forzada y sus posibles conse­
cuencias.10 Esto incluye temas como la pérdida de tierras y viviendas,
el aum ento del desem pleo y la m arginalidad social, las carencias nu­
tritivas, el crecim iento de la m orbilidad y la mortalidad, la pérdida de
acceso a propiedades colectivas y la desarticulación social.
D esde el p u n to de vista teórico, esta reform ulación supone un
enfoque diferente en cuanto a la evaluación de las políticas públi­
cas, ya que incluye el análisis de u n conjunto de derechos sustanti­
vos que van más allá de los ingresos o del acceso a bienes prim a­
rios, tal com o h a p lan tead o el econom ista Amartya S en.11 Pero
desarrollar instrum entos prácticos y p rocedim ientos de m edición
operativos p ara id entificar y llegar hasta los potenciales beneficia­
rios no es sencillo. Un problem a recu rren te gira en to rno a qué ha­
cer con las reivindicaciones de quienes, com o los ocupantes de
nuestro asentam iento ju n to a la vía del tren, no tienen ningún de­
recho legal sobre el suelo que ocupan sus viviendas. U na propuesta
interesan te p ara encarar la m araña de situaciones paralegales exis­
tente en este ámbito es la distinción entre derechos sustentados legal­
m ente ( rigths) y derechos adquiridos por el uso continuo ( enlitlements).
Los derechos sustentados corresponden a quienes poseen un título de

10 V éase, en particular, M ichael M. C ernea, The Economía oflnvoluntary


Resettlement: Qiteslion and Challenger, W ashington, D.C., World Bank,
1999.
11 Para una form ulación más general, véase Amartya Sen, Develo/unen/
asFreedom, N ueva York, R andom H ou se, 1999. Existe traducción al
castellano d e este texto: Desarrollo y libertad, Barcelona, Planeta,
2000 .
14 6 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

propiedad legal de las tierras y bienes inmuebles susceptibles de ser ex­


propiados por las autoridades. Ellos son, podríamos decir, propiamente
ciudadanos a quienes se les debe pagar la com pensación estipulada.
Actúan en el marco de la ley y son protegidos p o r ella. Quienes no po­
seen tales derechos sustentados pueden, no obstante, poseer derechos
adquiridos. En este sentido, no les correspondería compensación, pero
quizás sí asistencia para reconstruir su hogar o para encontrar una
nueva fuente de sustento. Q ueda pendiente, sin embargo, resolver
cómo estos diferentes tipos de derechos pueden ser identificados y con­
validados, y cómo asegurar que la compensación o la asistencia lleguen
a las personas correctas.12
Para hacer frente a la oposición de quienes se sienten afectados
por los proyectos, y al fracaso de las estrategias de reubicación dirigi­
das por el Estado, u n recurso bastante habitual consiste en apelar a la
“participación” de las personas perjudicadas p o r los procesos de reu­
bicación. Diversos estudios señalan que, si se lleva a cabo con sinceri­
dad, esta estrategia podría convertir en voluntario el traslado. Tam­
bién se ha señalado que, a pesar de que los costos de reubicación
puedan crecer, estos proyectos participativos tienden a ser más efi­
cientes y exitosos, ya que, en últim a instancia, p ueden completarse
dentro de los plazos establecidos, minim izando los problem as políti­
cos y sociales asociados con la reubicación. Este argum ento h a lle­
gado a ser u n tópico habitual en la literatura especializada, conver­
tido en poco menos que u n m antra p o r agencias gubernam entales,
instituciones financieras, consultores especializados y activistas. Casi
todos los discursos sobre el tem a term inan p o r repetir el nuevo
dogm a liberal: participación de la sociedad civil a través de las ONG.
Pero participación significa una cosa cuando es vista desde el punto de
vista de quienes gobiernan y otra cosa, muy distinta, cuando es mirada

12 Para un ejem plo d e las discusiones en India sobre la cu estión d e la


reubicación, véase Jean Dréze y Veena Das (ed s.), “Papers o n Displa-
cem en t and R esettlem ent, presented at w orkshop at the D elhi
S ch ool o f E conom ics”, en Economic and Political Weekly, 15 d e ju n io
de 1996, pp. 1453-1540.
LA P O L ÍT IC A DE LOS G O B E R N A D O S 147

desde quienes son gobernados. En el prim er caso estamos, mera­


m ente, ante una estrategia de gobernabilidad. Para los gobernados,
sin embargo, se trata de u n ejercicio práctico de democracia.
Para com prender las condiciones de posibilidad de la democracia
entendida como “política de los gobernados”, voy a mencionar tres ca­
sos de reubicación que tuve ocasión de estudiar en el año 2000.13
El prim er caso se desarrolla en la ciudad m inera de Raniganj, cerca
de la frontera occidental entre Bengala y Bihar. Aquí, durante el día,
el aire cargado de hum o gris se cierne pesadam ente, mientras que
por la noche se pueden ver las llamas que arden en los cercanos cam­
pos de extracción de carbón vegetal. Amplias zonas, incluyendo áreas
urbanas densam ente pobladas, corren el riesgo de hundirse, pues
tanto la superficie como el subsuelo son inestables debido a décadas
de m inería indiscriminada. Después de innum erables (pequeños y no
tan pequeños) desastres, se están desarrollando esfuerzos para estabi­
lizar la superficie y prevenir hundim ientos. Sin embargo, los métodos
para lograrlo son técnicam ente complejos, lentos y demasiado caros.
La alternativa consiste en reubicar a la población del lugar en áreas
más seguras. Tras prolongadas discusiones y algunos conflictos lega­
les, el gobierno de India designó en 1996 una comisión especializada,
que contabilizó más de 34.000 casas situadas en 151 localidades con
suelos críticam ente inestables. El costo de la reubicación de cerca de
300.000 personas, incluyendo construcción de nuevas viviendas, la
com pra de tierras y la infraestructura necesaria, sin ningún tipo de
com pensación para quienes no poseyeran títulos legales de propie­
dad, ron d ab a los 500 millones de dólares. El inform e advertía que,
en vista de la “urgencia” del problem a, la reubicación debía com en­
zar inm ediatam ente, sin esperar a culm inar todos los detalles de los
procedim ientos administrativos y legales.

13 Partha C h atteijee, Recent Strategies of Resettkment and Rehabililation in


West Bengal, com u nicación presentada en el Taller sobre Desarrollo
Social en Bengala O ccidental, organizado por el Centre for Studies
in Social S cien ces d e Calcuta, en ju n io de 2000.
148 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

Form alm ente, la reubicación está en trance de culminar. Sin em ­


bargo, nadie en el área ha sido capaz de m ostrarm e ninguna prueba
visible de que el trabajo haya al m enos com enzado. La mayor parte
de las personas ni siquiera parecía saber de qué se trataba. Existe una
vaga conciencia acerca de la posibilidad de que se produzca un desas­
tre de grandes proporciones, pero los residentes en el área, que han
vivido con este peligro p o r décadas, no parecen estar muy preocupa­
dos. La reubicación no está vinculada a ninguna estrategia de desarrollo
novedosa, ni a nuevas oportunidades económicas para los vecinos.
Por parte del G obierno y de las agencias del sector público, existe la
idea de que es necesaria para evitar un desastre, pero hay poca urgen­
cia entre la población. N o parece haber ninguna evidencia de un mo­
vimiento “voluntario” en favor de la reubicación. La sociedad polí­
tica no se ha movilizado aquí p ara o b ten er beneficios a favor de la
población.
El segundo caso corresponde a la m oderna ciudad industrial y por­
tuaria de Haldia, situada al otro lado del río, al sur de Calcuta. La reu-
bicación de Haldia ha tenido lugar en dos fases, a través de dos proyec­
tos muy distintos. El contraste entre las dos experiencias es instructivo.
En un prim er m om ento, fueron expropiadas tierras para la cons­
trucción del p u erto de Haldia, entre 1963 y 1984. El proceso de ex­
propiación y reubicación fue largo, lento y m arcado por u n sinnú­
m ero de dificultades y pleitos, algunos de los cuales acabaron en los
tribunales. Ni siquiera todos los beneficiarios que calificaban para ello
se interesaron en ocupar los lotes que tenían asignados, pues éstos no
estaban convenientem ente situados en relación con sus parcelas agrí­
colas. Sin embargo, hacia 1990, con el rápido aum ento de los precios
del suelo, p ro d u cto de la urbanización del área de H aldia, se p ro ­
dujo una lluvia de peticiones p ara recibir la asignación de estos lo­
tes. Algunas eran presentadas por personas que habían sido removidas
un cuarto de siglo atrás, o por sus descendientes, hijos o nietos. En el
año 2000, más de 1.400 familias, de las 2.600 inicialmente programadas,
aún no habían sido reubicadas, más de veinte años después de que sus
tierras fuesen expropiadas.
L A P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S 149

La siguiente etapa en la expropiación de tierras está relacionada con


la industrialización de Haldia, entre 1988 y 1991, y trajo consigo una
agitación bastante organizada en dem anda de la reubicación. En 1995,
se decidió que estos casos serían resueltos m ediante un Comité Consul­
tivo de Reubicación, conform ado por dos administradores, dos funcio­
narios del departam ento encargado de la expropiación de tierras y cua­
tro representantes políticos del G obierno y de los partidos de
oposición. Q uedó establecido que los pedidos de reubicación, las au­
diencias de los casos, el reparto de los lotes y la resolución de posibles
quejas se realizarían a través de este Comité.
La impresión general entre funcionarios, líderes políticos y afecta­
dos parece ser que se trató de un procedim iento acertado. La formula­
ción de norm as específicas, de acuerdo con el contexto local, para
la calificación de quienes debían ser reubicados, se llevó a cabo sobre la
base de u n acuerdo entre representantes políticos, form ulado consi­
derando una realidad concreta y sus características singulares. Ya que
el acuerdo involucraba tanto al Gobierno como a los partidos de oposi­
ción, puede admitirse que se trataba de un consenso local efectivo. Una
vez obtenido el acuerdo en este nivel, la tarea de los funcionarios se
lim itaba a ejecutar las decisiones sobre el terreno.
Bajo este argum ento subyace la premisa, obviam ente, de que los
partidos políticos cubren en efecto todo el espectro de intereses y
opiniones locales. Dada la naturaleza altam ente politizada, organi­
zada y polarizada de la sociedad rural en la mayor parte de Bengala
Occidental, esta suposición no carece de fundam ento. En todo caso,
si existiese una tercera fuerza política organizada en el área, que re­
presentase a u n conjunto distinto de voces, tam bién tendría que ser
acom odada dentro del Comité, para lograr que éste fuese eficaz.
El Comité decidió que el lote m ínim o en la zona de reubicación
debía ser de 160 m etros cuadrados, que las familias con mayor nú­
m ero de dependientes obtendrían lotes mayores, que nadie podría
recibir dinero en lugar de lotes, que quienes poseyeran casas en otro
lugar no serían beneficiados, que quienes estuvieran construyendo
estructuras adicionales en sus hogares, esperando más beneficios de
l $0 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E T E R O G É N E O

la expropiación, no serían considerados, etc. Todas estas cuestiones


fueron decididas sobre la base de pesquisas realizadas in situ. La sen­
sación era que si ambos partidos políticos estaban representados se
eliminaría la posibilidad de que los criterios de elección de los bene­
ficiados fuesen mal aplicados. El Comité tam bién decidió que los lo­
tes particulares en las áreas de reubicación serían distribuidos m e­
diante u n sorteo en el que intervendrían los propios beneficiarios,
para evitar suspicacias referidas a que individuos concretos hubiesen
sido favorecidos con lotes m ejor ubicados. Exam inando las decisiones
tomadas por el Comité, pude encontrar algunas que fueron modifica­
das debido a la aparición de nuevas inform aciones dadas a conocer
por parte de los representantes políticos. En u n a ocasión, incluso,
una m ujer obtuvo un lote p o r razones hum anitarias, a pesar de que
su caso no se adecuaba a las normas estipuladas.
Mi tercer ejemplo de reubicación se desarrolla en Rajarhat, al nor­
este de Calcuta, donde una nueva ciudad está en trance de confor­
marse, con la extensión de la m etrópoli urbana de Calcuta hacia lo
que hasta hace poco era u n área agrícola rural. Como resultado de
este cambio de situación, los precios del suelo se h an m ultiplicado.
Cuando las noticias sobre la nueva ciudad se difundieron, constructo­
res y especuladores inmobiliarios se abalanzaron sobre los pequeños
propietarios de tierras, para tratar de com prarles su parcela antes de
que el proceso de expropiación comenzara. A pesar de que los pre­
cios del suelo se estaban disparando, existía un problema: sistemática­
m ente el valor de venta de las propiedades en áreas urbanas y periur-
banas se registra subvaluado, para evitar el pago de impuestos. La
decisión oficial pasaba p o r incentivar la reubicación voluntaria, a tra­
vés de la oferta de precios de m ercado como com pensación. Pero si
para establecer este “precio de m ercado” se tom aban como referen­
cia los registros legales de venta de tierras, difícilmente se conseguiría
incentivar a nadie a dejarlas voluntariam ente.
Finalmente se tomó la decisión de expropiar las tierras a precios “ne­
gociados” y se creó para ello un Comité de Adquisición de Tierras. De
m odo poco so rp ren d en te, el Comité incluía representantes locales
L A P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S 15 1

del Gobierno y de los partidos políticos de oposición. El resultado, se­


gún se afirma, fue una expropiación virtualmente libre de problemas,
con casi ningún caso llevado a los tribunales. Los dueños recibieron el
pago de la compensación en tres meses, en vista de que no había nin­
gún p ro ced im ien to legal asociado a la fijación de precios que p u ­
diera retrasar la operación. C om parado con cualquier otro caso, se
trata de un récord. Es verdad que el costo total de la expropiación fue
mayor de lo que habría sido si el procedim iento legal norm al se hu­
biese seguido. Pero, en caso de haberse hecho esto, el proyecto se ha­
bría retrasado muchos meses. Dado que el objetivo pasaba por urbani­
zar la zona y p o n e r las viviendas en el m ercado, el aum ento de los
costos del proyecto podía ser absorbido sin demasiados problemas,
subiendo levemente el precio del suelo una vez urbanizado.14
Encontram os aquí a la sociedad política involucrada én una fructí­
fera relación con los procedim ientos de la gubernam entalidad. En un
sentido amplio, podem os decir que la sociedad política ha encon­
trado un lugar d entro de la cultura política. Quienes están implica­
dos en las disputas no desconocen sus posibles derechos adquiridos
(entitlements) , ni tam poco carecen de recursos para hacerse oír. Por el
contrario, cuentan con representantes políticos formalmente recono­
cidos, que p u eden ser utilizados en su favor. Sin em bargo, esta fór­
m ula sólo funcionará si todas las partes implicadas obtienen algún be­
neficio. En caso contrario, es previsible que algunos de los mediadores
implicados harán naufragar el consenso. Más im portante aún: la fór­
mula sólo funcionará si las autoridades gubernam entales son capaces
de asumir las recom endaciones de los representantes políticos y de
m antener el tema fuera del ámbito de la política electoral. Esto quiere
decir que el aparato g u b ernam ental y el aparato político deben

14 El caso d e la ex p rop iación de Rajarahat ha sido recien tem en te dis­


cu tid o en d etalle p or Sanjay Mitra, u n o de los funcionarios que
adm inistraban el proyecto, en el artículo “Planned Urbanization
through Public Participation: Case o f the New Town, Kolkata", en
Economic and Political Weekly, vol. 37, iv1 1 1 ,1 6 de m arzo de 2002, pp.
1048-1054.
152 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

m antenerse diferentes, pero con la suficiente cercanía como para


que este último pueda influir en el prim ero.
Las decisiones sancionadas p o r las autoridades gubernam entales
esconden la verdadera negociación desarrollada en el ám bito de la
sociedad política. No estamos inform ados sobre los criterios específi­
cos adoptados p o r los representantes políticos para elaborar la lista
de beneficiarios. Es posible que las negociaciones llevadas a cabo no
hayan respetado la racionalidad burocrática o incluso que superen lo
dispuesto en la ley. Al m enos en un caso, u n a persona fue incluida en
la lista de beneficiarios porque los representantes sintieron que m ere­
cía estar allí, aunque no se adecuase com pletam ente a las norm as
prescritas. En Rajahat sabemos, por otras fuentes, que el consenso lo­
cal fue posible gracias al acuerdo de que u n a parte de la com pensa­
ción pagada a los dueños de las tierras sería entregada a los arrenda­
tarios y a los trabajadores que perdían con la expropiación su fuente
de sustento. Estos son elem entos que se sitúan más allá de lo que la
autoridad gubernam ental necesita “saber” de m anera explícita, pero
el hecho de que estos acuerdos hayan existido y hayan sido operativos
presupone la aceptación p o r parte de las autoridades de las recom en­
daciones procedentes de los representantes políticos.
Un consenso local en tre rep resentantes políticos rivales refleja
supuestam ente los intereses y valores dom inantes en ese ám bito lo­
cal. Sin duda, este consenso recoge las dem andas de quienes son ca­
paces de en co n trar apoyo político organizado, pero, al mismo
tiem po, podría estar ignorando los intereses de quienes se encuen­
tran localm ente m arginados. No podem os olvidar, tam poco, que
cualquier consenso político local tiende a ser conservador y tenden-
cialm ente insensible, p o r ejem plo, a cuestiones de género o relati­
vas a las m inorías étnicas o religiosas. En este sentido, es cierto que
la sociedad política supone asum ir en los corredores del po d er algo
de la suciedad y la violencia im plícitas en la vida popular. Pero, si
verdaderam ente se valoran la libertad y la igualdad que la dem ocra­
cia prom ete, no se puede lim itar estos derechos a la higiénica torre
de marfil de la sociedad civil.
L A P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S I53

Al describir la sociedad política com o un espacio de negociación


y contestación generado a partir de la actuación de las agencias gu­
bernam entales, con frecuencia tenem os que hablar de procesos ad­
ministrativos paralegales y de reivindicaciones colectivas que apelan
a lazos de solidaridad moral. P or ello, es im portante enfatizar la rela­
ción existente en tre la sociedad política y las form as político-lega-
les del Estado m oderno. Los ideales de soberanía p o p ular y ciuda­
danía igualitaria que éste consagra ad q u ieren form a concreta a
través de dos ejes: propiedad y comunidad. P ropiedad es el nom bre
conceptual de la regulación p o r ley de las relaciones entre indivi­
duos den tro del m arco de la sociedad civil. Aun cuando las relacio­
nes sociales realm ente existentes no se ajusten al m odelo ideal de
sociedad civil, el Estado debe, no obstante, m an ten er la ficción de
que todos sus ciudadanos p erte n e c en a esa sociedad civil. La fic­
ción de que todos los habitantes de u n a nación son iguales ante la
ley. Sin em bargo, en la adm inistración de los servicios públicos,
com o ya hem os señalado repetidam ente, el carácter ficticio de esta
construcción legal se convierte en u n hech o innegable, que no
puede ser obviado al diseñar las políticas. De esta contradicción re­
sulta u n a doble estrategia com plem entaria, de negación y afirm a­
ción sim ultánea. E ncontram os acuerdos paralegales que m odifi­
can, m atizan o com plem entan, en el ám bito co n tingente de la
sociedad política, unas estructuras form ales de p ro p ied ad que ne­
cesitan, sin em bargo, seguir siendo afirm adas y protegidas den tro
del dom inio legalm ente constituido de la sociedad civil. Como sa­
bem os, la p ro p ied ad es el eje de la relación en tre capitalism o y Es­
tado m oderno. Es en las disputas sobre la p ro p ied ad donde encon­
tram os, en el terren o de la sociedad política, úna dinám ica de
transform ación de las estructuras precapitalistas y de las culturas
prem odern as dentro del Estado m oderno. Es aquí d o nde podem os
observar una lucha p o r el reconocim iento de derechos, que va más
allá de lo m eram ente form al. En la m ayor parte del m undo, es en
la sociedad política d o n d e podem os d iscernir el h orizonte histó­
rico de cam bio asociado con la m o d ern id ad política. La sociedad
154 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

civil actúa com o referen te ideal p ara las fuerzas favorables al cam ­
bio político, pero es a través de la luch a cotidiana p o r el reconoci­
m iento de derechos legales y derechos adquiridos com o se pued en
producir, a largo plazo, redeñniciones sustanciales de la pro p ied ad
y de la ley en el ám bito del Estado m o d ern o realm ente existente.
Lo paralegal, a pesar de su estatus am biguo, no es u n a condición
patológica de la m o d ern id ad tardía: en la mayor p arte del m undo
es parte integral del proceso de construcción histórica de la m o­
dernidad.
La com unidad, p o r su parte, adquiere legitim idad d entro del do­
minio del Estado m oderno sólo a través de la “nación”. Otras solidarida­
des que potencialm ente puedan entrar en conflicto con la comunidad
política de la nación son percibidas con sospecha. Sin embargo, hemos
visto que, en la práctica, las políticas públicas generan numerosos gru­
pos de población “de hecho”, que pueden o no tener significado polí­
tico. Para alcanzar sus reivindicaciones en la sociedad política, un grupo
de población generado por la gubernam entalidad debe ungirse con el
barniz moral de la comunidad. Este es un elemento fundamental en las
políticas de la gubernam entalidad. Hay muchas posibilidades imagina­
tivas para transform ar un grupo de población generado em pírica­
m ente en u n a com unidad m oralm ente constituida. Como he argu­
m entado en otro lugar, no es realista ni tam poco responsable
condenar todas estas transform aciones políticas, acusándolas de sec­
tarias y peligrosas,.
En estos textos no he hablado dem asiado del lado oscuro de la
sociedad política. Esto no im plica que no sea consciente de su exis­
tencia. Pero aún n o tengo claro de qué m anera la crim inalidad y la
violencia están conectadas con las estrategias de los grupos de po­
blación m enos favorecidos, obligados a luch ar p ara que atiendan
sus reivindicaciones de acceso a los program as públicos. Creo que
he dicho lo suficiente sobre la sociedad política com o para sugerir
que, en el cam po de la práctica pop u lar dem ocrática, crim en y vio­
lencia no son categorías cerradas, sino que, p o r el contrario, se en ­
cu en tran abiertas a un alto grado de negociación política. Es un
L A P O L ÍT IC A DE LOS G O B E R N A D O S 155

hecho, p o r ejem plo, que en el últim o cuarto de siglo se ha produ­


cido un sensible aum ento de la violencia de casta en India (y de su
proyección p ú b lica), y que esto coincide con el periodo de más am­
plia afirm ación dem ocrática p o r p arte de las castas oprim idas. Te­
nem os, tam bién, num erosos ejem plos de m ovimientos violentos de
grupos m arginales, regionales, tribales o de cualquier otro tipo, se­
guidos de u n a rápida y con frecuencia generosa extensión del
cam po de acción de la gubernam entalidad. ¿Es posible hablar, en­
tonces, de u n uso estratégico de la ilegalidad y de la violencia en el
terren o de la sociedad política, tal com o lo ha señalado un recono­
cido escritor, al describir la dem ocracia india com o “u n m illón de
m otines al m ism o tiem po”? No tengo respuesta para esta pregunta.
U n reciente estudio, lleno de agudas intuiciones sobre el tema, ha
sido publicado p o r T hom as Blom H ansen acerca del m ovim iento
Shiv Sena en Bombay. Aditya Nigam tam bién ha publicado algunos
artículos recientes sobre el “sub m u n d o ” de la sociedad civil. Por el
m om ento, únicam ente puedo citar estos dos trabajos.15
En mis textos he utilizado únicam ente ejemplos provenientes de
la p eq u eñ a región de Ind ia que m ejor conozco. Según creo, se
trata tam bién de u n a región d o n d e la sociedad política ha adqui­
rido un carácter singular d e n tro de la evolución de la cultura po­
pular. A la luz de estas experiencias, he in tentado reflexionar sobre
las condiciones en las cuales la gubernam entalidad puede derivar,
no en la contracción, sino en u n a expansión del carácter participa-
tivo y dem ocrático de la política. Significativam ente, India es la
única dem ocracia del m u n d o d o n d e la participación electoral ha
seguido au m en tan d o en años recientes. De hecho, esta participa­
ción dem ocrática está creciendo, sobre todo, entre los pobres, las
minorías y los grupos de población no privilegiados. Por el contrario,

15 T h om as Blom H an sen , Wages ofViotence: Naming an Ideiitity in Post-


Colonial Bombay, P rinceton, P rinceton Untversity Press, 2001; Aditya
N igam , “Secularism , M odernity, Nation: Epistem ology o f the Dalit
Critic”, en Economk an d Polilicai Weehly, vol. 35, nB 48, 25 de noviem ­
bre d e 2000.
156 LA N A C IÓ N EN T IE M P O H E TE R O G É N E O

algunas evidencias recientes ap u n tan a una dism inución de la par­


ticipación en tre Jos ricos y las clases m edias u rb an as.lr> Esto sugiere
una respuesta política a la práctica de la gubernam entalidad, muy
diferente de la p roducida en la m ayoría de las dem ocracias occi­
dentales.
Tam poco he hablado nada sobre el género. Felizm ente, en el
caso de la dem ocracia india, existe sobre este tem a u na literatura
abundante en cantidad y en calidad.17 Casi siem pre es el lado más
oscuro de la sociedad política el que está en ju e g o aquí. En los
años ochenta, u n gran n ú m ero de leyes propuestas p o r grupos de
m ujeres fueron rápid am en te aprobadas p o r el parlam ento, para
asegurar mayores derechos a aquéllas. Pensam os si no fue una vic­
toria dem asiado fácil, conseguida a través de u n a acción-legislativa,
de arriba hacia abajo. La vida de la m ayoría de las m ujeres tiene lu­
gar en familias y com unidades donde las prácticas cotidianas n o es­
tán reguladas p o r la ley, sino p o r otras fuentes de autoridad. Según
se ha señalado, p ara conseguir u n a efectiva protección de los d ere­
chos de las m ujeres se debería recu rrir a legislaciones estatales es­
pecíficas, aun a costa de violar los derechos de las minorías. En este
sentido, se h a p lan tead o incluso si la única alternativa no se trans­
form aría con las creencias y prácticas tradicionales en las mismas
com unidades m inoritarias. La p ro p u esta de reservar u n tercio de
los asientos en el parlam en to p ara m ujeres ha sido recientem ente
rechazada p o r la ro tu n d a oposición de los líderes de las castas infe­
riores, que alegaban que esto supondría red u cir su representación,
tan arduam ente conquistada, para sustituirla p o r congresistas m u­
jeres provenientes de castas altas. En esto, com o en otras m uchas

16 Yogendra Yadav, “U n d erstan d in g the S econ d D em ocratic Upsurge:


Trends o f Bahujan Participation in Electoral Politic in the 1990s",
en F. Frankel, Z. H asan, R. Bhargava y B. Arora (ed s.), Tmnsfonning
bidia: Social and Political Dynamics o f Democracy, D elhi, O xford Uni-
versity Press, 2000.
17V éase, por ejem plo, Nivedita M enon (ed .), Gender andsPolilics in
India, D elhi, O xford University Press, 1999.
L A P O L ÍT IC A DE LO S G O B E R N A D O S 157

cuestiones acerca de los derechos de las mujeres, se puede discernir


el conflicto en tre los deseos ilustrados de la sociedad civil y las p re ­
ocupaciones confusas, contenciosas y a m en u d o poco agradables
de la sociedad política.
A m odo de conclusión, me gustaría recordar el m om ento funda­
dor de la teoría política de la dem ocracia, en la antigua Grecia. Mu­
cho antes de que la sociedad civil y el liberalismo fuesen inventados,
Aristóteles concluyó que no todas las personas eran aptas para form ar
parte de la clase gobernante, porque no todos tenían la sabiduría
práctica o la virtud ética necesarias para ello. Pero su m ente empírica,
astuta, no excluyó la posibilidad de que, en algunas sociedades, para
algunos tipos de pueblos, bajo ciertas condiciones, la democracia
fuese una buena form a de gobierno. Nuestra teoría política actual no
acepta los criterios de Aristóteles acerca de la Constitución ideal.
Pero nuestras prácticas gubernam entales reales están aún basadas en
la premisa de que no todo el m undo puede gobernar. Lo que he in­
tentado dem ostrar es que, ju n to a la prom esa abstracta de la sobera­
nía popular, las personas en la mayor parte del m undo están vislum­
brando nuevas m aneras a través de las cuales elegir cómo quieren ser
gobernadas. Muchas de las formas de la sociedad política que he des­
crito no contarían, sospecho, con la aprobación de Aristóteles, pues
perm iten que líderes populares tengan precedencia sobre la ley. Pero
podríam os, creo yo, ser capaces de convencerlo de que de esa ma­
nera las personas están aprendiendo, y forzando a sus gobernantes a
aprender, cóm o prefieren ser gobernadas. Esta -e l sabio griego tal
vez coincidiría con nosotros- es una buena justificación ética para la
democracia.

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