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La Fortaleza

El Dr. Carlos Llano Cifuentes recientemente nombrado Doctor Honoris Causa de la


UNIVERSIDAD DE PIURA, realizó estudios de Economía en la Universidad Complutense de
Madrid y de Doctorado en Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la
Universidad de Santo Tomás en Roma. Fue rector fundador de la Universidad Panamericana de
México, y presidente fundador del Consejo Superior del Instituto Panamericano de Alta
Dirección de Empresas (IPADE) de México. Es reconocido por sus cualidades personales y
profesionales, y por su intensa actividad como profesor e investigador que se muestra a través de
más de 20 libros e innumerables artículos en temas de antropología de la dirección.

La celebración del fin de un Programa Master es siempre una oportunidad privilegiada para
indagar bien en aquello que la ha hecho posible. El centro de este acto, los protagonistas
verdaderos del mismo, no deben dejarse arrastrar hoy por un entusiasmo momentáneo, sino que
han de considerar las causas decisivas por las que se han hecho merecedores de ese
protagonismo. Como invitado a esta celebración no me corresponde el abrogarme un papel crítico
sobre la enseñanza que la Maestría les ha ofrecido. Sucedería como aquel hombre que llegó a una
fiesta y se sentó en el lugar de honor para finalmente ser enviado hasta el último. Prefiero
sentarme en el último rincón de esta celebración para hablar de una de las virtudes que han de
poner en sus esfuerzos futuros y que les habrá de redituar en su propio beneficio y de las personas
que les rodean: la fortaleza de espíritu.
Nuestra mentalidad latina nos lleva a veces a subrayar sobre todo la inteligencia de quienes han
logrado el término de unos estudios que, al menos en el IPADE en México, al igual que en Piura,
suelen calificarse de difíciles: tendemos a exaltar la brillantez de cabeza, la intuición, la
innovación, la creatividad y el ingenio. No hay duda de que todas estas cualidades han concurrido
para que podamos reunirnos aquí. Pero quisiera que no exageráramos nuestra admiración hacia
las cosas brillantes y que aprovechásemos la ocasión para apreciar otro valor que, careciendo de
brillo, es un ingrediente básico que ha influido en la posibilidad de este momento: quienes hoy
contarán con su título de término de maestría no lo reciben por ser inteligentes -aunque lo sean-
ni por su creatividad y talento, aunque no carezcan en modo alguno de ellos, sino por otra
característica más valiosa que las rodea: la fortaleza.
Hoy deseo, pues, referirme a la fortaleza en esta "lección", llamémosla así, aunque sea la última
ya para ventura de ustedes; no a la fortaleza en los negocios que emprendan, sino en el negocio
que ya hace tiempo tienen ustedes en marcha, el más importante: el de la propia vida. En México,
en el IPADE no pretendemos que nuestros alumnos hagan mejores negocios: pretendemos que se
hagan mejores los que hacen negocios.

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Jaime Balmes decía -con razón- que toda auténtica personalidad debe tener la cabeza de hielo, el
corazón de fuego y los brazos de hierro.
Primero, una cabeza de hielo, guiada por ideas claras, transparentes, frías como todo raciocinio
limpio, depurado de la amalgama emocional.
Segundo, un corazón de fuego, sentimientos y amores ardientes que recogen y canalizan toda la
inmensa riqueza afectiva de nuestro ser, que impregnan al frío raciocinio de calor humano y de
entusiasmo vibrante, capaz de despertar todas las energías del alma.
En tercer lugar, unos brazos de hierro, que llevan a la práctica esas ideas lúcidas, inflamadas en el
horno del corazón; la potencialidad motora que impulsa la realización de las concepciones
teóricas elaboradas por la mente.
Este tripié, cuando está armónicamente equilibrado, forma el eje de una personalidad fuerte, el
eje de la fortaleza.

La fortaleza nace en la mente y vive a partir de un centro medular de ideas y convicciones


inalterables, que generan una poderosa motivación capaz de superar todos los obstáculos. Nunca
existirá capacidad para atacar y para resistir -actos fundamentales de la fortaleza- si no hay
convicciones fuertes. Un hombre sin un núcleo esencial de principios es siempre pusilánime,
medroso, débil. La fortaleza se mide, pues, en primer lugar por la consistencia de las ideas.
Un hombre fuerte comprende aquello que afirma Ortega y Gasset: "No somos disparados sobre la
existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria ya está absolutamente determinada. Es falso
decir que, en la vida, quienes deciden son las circunstancias. Al contrario: las circunstancias son
el dilema ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter". Las
personas sin carácter -los hombres de barro- no deciden; viven en la voz pasiva de los verbos, son
manipuladas, determinadas, plasmadas, por las circunstancias.
De modo diferente se comportan los hombres que se asemejan a las rocas: son siempre los
mismos, son siempre ellos, idénticos, sean cuales fueren las coordenadas en que se encuentren.
Las circunstancias no los desfiguran. Son ellos, por el contrario quienes configuran las
circunstancias. Nada más antipático, sin duda, que una falsa fortaleza, manifestada en una actitud
mental intolerante, inflexible, arrogante o dura. Pero también nada más lamentable que un
hombre hecho de nata, con el cerebro flojo de una criatura sin contornos, como una amiba,
siempre dependiente del medio en que vive.
---O---
Tenemos, pues, que acostumbrarnos a delimitar las ideas, a tornarlas fuertes. Es el primer aspecto
-la fuente originaria- de lo que se llama carácter. Por esto, señores, es necesario referirse a la
fortaleza del corazón. Con la cabeza no se siente. Con el corazón no se piensa. Pero hay gente
que piensa con el corazón y siente con la cabeza. El corazón precisa de una cabeza de hielo, de un
raciocinio depurado de los laberintos de la emotividad; la cabeza, a su vez, necesita
imperiosamente entusiasmarse: calentarse en un corazón de fuego. La cabeza es el volante; el
corazón, el acelerador. Ambos se exigen mutuamente: la primera orienta; el segundo impulsa.
Muchos desastres de la vida son provocados cuando los papeles se invierten.
Un gran corazón, sin una cabeza de hielo, es flaqueza sentimental. Cuentan que el presidente de
una gran empresa resolvió cierto día emplear una nueva secretaria personal, e inmediatamente se

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puso en movimiento la máquina burocrática de la organización. Después de complicados tests
entre decenas de candidatas, fueron seleccionadas tres jovencitas. Para simplificar al máximo la
elección, hicieron ante el presidente un último test primario, formulando para las tres la misma
pregunta: ¿Cuánto son dos y dos? La primera respondió: cuatro; la segunda: pueden ser veintidós;
la tercera: pueden ser cuatro o veintidós. El psicólogo redujo su veredicto a un diagnóstico
elemental, que llevó al presidente: "La primera dio la respuesta más obvia, es un espíritu simple,
actúa sin rodeos; la segunda es prudente, intuyó una trampa y dio una respuesta reservada que
revela una mentalidad viva; la tercera mostró flexibilidad, capacidad diplomática, tal vez
cautelosa. ¿Cuál de las tres escoge usted?" El presidente respondió sin dudar: "la señorita de los
ojos azules".
Hay muchas personas como este presidente. Piensan con el corazón y resuelven con las glándulas
o con las hormonas. Les gusta preguntar y oír consejos, gastan tiempo en estudios teóricos, y
después, en la práctica, deciden de acuerdo con la ley del gusto, del sentimentalismo o de las
emociones. Sin embargo, pensar no basta, porque la idea aclara, pero no impulsa si no se une a la
profundidad afectiva del corazón. Aquél que quiere ser un gran médico, pero no ama la salud de
los enfermos, la solución de las angustias que padecen, nunca llegará a ser un médico grande.
Podrá ser un científico, pero no un médico. No obstante, la verdad que está en la cabeza, si es
fuerte, tiene capacidad expansiva: invade el corazón y en el corazón se calienta. Las verdades
fundamentales se vuelven ideas de la vida cuando se entrañan cordialmente, pues el corazón es el
motor de la vitalidad.
Hace muchos años, recuerdo la sorpresa que me causó, con oportunidad de las olimpiadas de
Roma en 1960, ver en la televisión el impresionante arranque de Vilma Rudolf, una joven negra
norteamericana. Tenía entonces apenas veinte años y corrió los 100 metros en once segundos,
pulverizando el récord mundial femenino. Esto es historia sabida -quizá no para muchos jóvenes-
y no debiera admirar a nadie. Pero lo que me sorprendió en su carrera -y ello es poco conocido-
fue saber que Vilma había padecido antes una seria enfermedad y había quedado paralítica.
Aquella niña que durante dos años tuvo que usar una silla de ruedas y muletas durante cinco, sólo
pensaba y quería una cosa: ser como las otras niñas. Y se esforzó tanto, en durísimas sesiones de
recuperación, que consiguió no sólo correr como las otras, sino convertirse en Roma en la quinta
mujer en la historia que llegaba a ganar los 100 y los 200 metros consecutivamente. Eso le exigió
centenas de pequeñas luchas que, progresiva y escalonadamente, fueron concluyendo la maravilla
de un milagro humano. El avance de un milímetro le daba la posibilidad de avanzar otros dos,
hasta que por ese plano inclinado llegó a la cumbre. Comprendemos así como un querer fuerte y
apasionado consigue realmente poder.
Pero la fortaleza no nos pide gestas grandiosas, pues también padecer con serenidad es una señal
de firmeza de carácter. La paciencia es la fuerza de voluntad consolidada día a día en el vivir
cotidiano discreto y silencioso, en el cumplir heroicamente la hora de sesenta minutos y el minuto
de sesenta segundos. "En la paciencia -afirmaba mi maestro Garrigou-Lagrange, seguramente
pensando en alguna madre de familia- se encierra algo del acto fundamental de la virtud de la
fortaleza: soportar las realidades penosas sin desfallecer." Tal vez soñamos con la posibilidad de
realizar algún día grandes proezas y actos heroicos y, por el contrario, somos incapaces de
soportar con paciencia los mil pequeños incidentes de la vida cotidiana: las frustraciones, las
respuestas sin tacto, los imprevistos, y especialmente el paso repetitivo y monótono de la rutina
cotidiana.

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Cabeza de hielo, corazón de fuego, pero además, brazos de hierro. Los brazos representan la
acción motora. El pensar y el querer se perfeccionan en la acción, en la práctica. La ejecución es
la verdadera prueba que mide la fuerza de las ideas y de los sentimientos. La práctica eficaz es la
que supera la gran distancia que existe entre el proyecto y su realización, entre la cabeza y el
brazo. La efectiva concretización de los proyectos exige que se superen serios obstáculos
subjetivos -como la apatía, la pereza y el miedo- y los grandes obstáculos objetivos como las
contradicciones, la falta de medios, los peligros y la oposición ajena.
La personalidad fuerte es siempre eficiente. No vive de sueños intelectuales, ni de
sentimentalismos melindrosos. Sabe llevar al campo de las realizaciones prácticas, con brazos de
hierro, sus ideas. Siempre dispuesto a obrar aquí y ahora. Viviendo el inexorable realismo de cada
día, sabe plasmar en la vida cotidiana, prosaica, pesada, monótona, el ideal de su juventud. Por
ello, la verdadera fortaleza la han manifestado las familias, los padres y las esposas de esta
generación de la maestría. Ellas han tejido también día a día la posibilidad de hoy. Si las
tradiciones académicas lo permitieran, su nombre estaría escrito en el título que hoy entregarán
las autoridades de la Universidad, con la misma fuerza con la que ya lo está seguramente en el
espíritu de los que lo reciben.

Proyectar ideas, formular propósitos motivantes y no realizarlos no es menos que envilecer lo que
en nosotros subsiste de más noble: la sinceridad de vida, la coherencia. Nada deforma tanto la
conciencia como hacer propósitos y, por debilidad, no cumplirlos. No podemos, sin embargo,
señores, dejar de referirnos a las contrariedades, especialmente en nuestros países de origen,
porque la fortaleza no se da con el vacío. Todo hombre maduro sabe que las contrariedades son
algo habitual en la vida; las dificultades, un patrimonio común. Es ahí precisamente donde se
encuentra -y lo experimentarán posteriormente- la verdadera prueba de nuestra fortaleza. Lo que
para los débiles es una barrera intraspasable, para los fuertes representa un desafío, un estímulo
que les crea garra y acaba por llevarlos a la grandeza del espíritu y de las obras. Como dice Víctor
Frankl, "la vida sólo adquiere forma y figura con los martillazos que el destino le da, cuando el
sufrimiento la pone al rojo vivo".
¿No es verdad que es entre las personas que no aprenden a sufrir donde encontramos siempre a
las más inmaduras, a las más incapaces, ésas que son derrotadas irremisiblemente por cualquier
pequeña escaramuza en la batalla de la vida? Son ellas, después, las que más sufren. Es necesario
aprender a enfrentar las dificultades, a familiarizarse poco a poco con lo que cuesta, a no
detenerse frente a cualquier obstáculo... También, señores, es necesario marcar metas. Delimitar
los puntos de lucha no significa minimizar los objetivos. Todas las metas deben ser escalonadas
progresivamente hasta la cumbre. La cumbre hace al alpinista. Dimensiona su categoría. No fue
Hilary quien subió el Everest, fue el Everest el que hizo a Hilary.
Siempre que seamos impulsados por algo mayor que nosotros mismos, experimentaremos la feliz
sensación de librarnos del ser mezquino que somos, para volar hasta las alturas del ser grandioso
al que aspiramos. El título de Master que recibirán hoy, equivale a la fotografía de un alpinista
que ha puesto su pico por primera vez en Los Andes inéditos.
Quienes hoy reciben, pues, su título de Master no lo hagan como quien se apropia de una
constancia de genialidad, de superioridad, de inteligencia brillante. Se trata, en cambio, de un
certificado de su fortaleza; una señal de que han sabido vencer la debilidad y las adversidades, y
un recordatorio de que han adquirido la responsabilidad de no permitir que se atrofien esas
cualidades, como los músculos, por falta de ejercicio. Este título expresa no la garantía, pero sí el

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compromiso, para cumplir aquello que dice el antiguo refrán castellano, "más vale morir de pie
que vivir en cuclillas". O, como nos hizo pensar el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, el
fundador y primer Gran Canciller de esta universidad: en cualquier aspecto de nuestra existencia,
de la vida familiar, de la vida de la organización, de nuestra propia vida personal y única, no
volemos como aves de corral si podemos remontarnos como las águilas.
Muchas gracias.
Septiembre, 2001

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