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«Querrías volver a poseerme, Demonio, pero te digo que no podrás, porque ya me llega

el fin y diré a los matarifes del dios Shu: ¡Adelante!» Así concluye el Papiro de Nu,
perteneciente a «El libro de los muertos», que se conserva en el Museo Británico.
La fascinación de la literatura fantástica occidental por la figura de la momia egipcia es la
consecuencia del temor ancestral a los resucitados (vampiros, zombies…) unido al miedo
por lo diferente y extraño: una cultura ya desaparecida, oriental y pagana. Lejos de ser
un fantasma, la momia es un cadáver que regresa físicamente del más allá para
atormentar a los vivos, un resucitado que viene a ajustarnos las cuentas, dispuesto a
hacernos daño, a acabar con nosotros de forma brutal.
«La maldición de la momia. Relatos de horror sobre el antiguo Egipto» reúne veinte
relatos y un poema, y es la primera recopilación en lengua castellana que se publica
sobre tan apasionante mito literario (y cinematográfico). En ella el lector encontrará
desde los grandes nombres de la narrativa fantástica como Arthur Conan Doyle, Sax
Rohmer, Rudyard Kipling, Willa Carter o Robert Bloch, hasta sorprendentes incursiones en
el género de conocidos ocultistas como el Conde Louis Hamon o C. W. Leadbeater, o la
novelización, a cargo del escritor inglés John Burke, de una de las más populares
películas sobre momias: La maldición de la tumba de la momia. El volumen se completa
con la aportación de tres autores contemporáneos en lengua castellana: Pilar Pedraza
(Carne de ángel), Norberto Luis Romero (El relicario de Lady Inzúa) y José María Latorre
(La sonrisa púrpura). Todos ellos contribuyen a definir y engrandecer el mito de la
momia, su poética, su trasfondo macabro e incluso su inconfesable gusto por la necrofilia.
VV. AA.

La maldición de la momia. Relatos de


horror sobre el antiguo Egipto
Valdemar: Gótica - 65

ePub r1.0
orhi 15.03.2017
Título original: La maldición de la momia. Relatos de horror sobre el antiguo Egipto
AA. VV., 2006
Traducción: José Luis Moreno-Ruiz & Miguel Ángel Ávila
Ilustración de cubierta e interiores: Óscar Sacritán

Editor digital: orhi


ePub base r1.2
NO DESPERTÉIS A LOS MUERTOS:

EL MITO DE LA MOMIA

Antonio José Navarro

¡Qué extraña sensación la de sostener en la mano la caja precintada con las


pertenencias de un muerto! Es como si de ella partieran hilos delgados e
invisibles, tenues como la tela de una araña, y condujesen a un oscuro reino.
GUSTAV MEYRINK

Hallarse frente a una auténtica momia egipcia —aunque entre ella y nosotros medie un cristal
protector que la mantiene a salvo de la polución, de los insectos, de los cambios bruscos de
temperatura y de los turistas— tiene un non so che de inquietante, de abisal, capaz de provocarnos
una indefinible zozobra en el alma, un indefinible malestar. La corta estatura del difunto —los
antiguos egipcios medían entre 1,50 y 1,70 m, aunque «encogían» tras el proceso de momificación—
combinada con la desagradable capa de suciedad y moho, acumulado durante siglos, que cubre sus
vendas; el pavor cósmico de encontrarnos ante un «objeto» de entre 2.500 y 4.000 años de
antigüedad que cobija los restos de un ser humano. Indudablemente, a la fascinación que los vestigios
del pasado producen en cualquier persona con un mínimo de sensibilidad, unida al exquisito frisson
suscitado por ese cadáver cuidadosa y ritualmente conservado, se suma nuestra memoria tenebrosa,
que evoca —aunque sea de manera elíptica y desordenada— todos los relatos y filmes de terror
protagonizados por momias que retornan a la vida para atormentar a sus profanadores; e, incluso,
alguna fábula parapsicológica, supuestamente verídica, en torno a «maldiciones» como la de
Tutankamon…

Primeros contactos con las momias:


entre la medicina y el espectáculo
La palabra «momia», que aparece por primera vez en textos latinos alrededor del siglo XI de
nuestra era, proviene del término árabe «mummya»[1] con el cual los sirios designaban al betún que
se empleaba para la conservación de los cadáveres —como hacían, por ejemplo, los griegos
bizantinos— y, por supuesto, a las momias que descansaban en antiquísimas tumbas de Egipto.
Empero, el término «mummya» también lo aplicaban al Betún de Judea, sustancia obtenida en las
proximidades del Lago Asfaltites (Mar Muerto) y que desempeñaba un papel muy importante en un
macabro fraude. En el siglo XIV, el «Polvo de momia» egipcia era uno de los fármacos más populares
en Oriente Próximo, así como en ciertos ambientes aristocráticos europeos —Francisco I de Francia
(1494-1547) lo utilizaba para sanar sus achaques—, siendo muy popular como remedio para curar
llagas y heridas, y para el tratamiento de úlceras, huesos rotos, epilepsia y dolor de muelas —según
asegura el tratado Hydriothapia, or Urn Burial (1658), del ocultista inglés Sir Thomas Browne
(1605-1682)—. El negocio de las momias estaba controlado en su mayor parte por judíos, y fue en el
siglo XII cuando un médico árabe llamado Al-Magar empezó a recetar Polvo de momia a sus
pacientes, sobre todo a los heridos en Las Cruzadas. Como es lógico, las momias egipcias originales
escaseaban, por lo que los judíos que detentaban el monopolio de la sustancia buscaron una solución
práctica: empezaron a inventarlas. Se hacían con cuerpos de criminales que habían sido ejecutados,
así como de personas que habían expirado en hospitales. Una vez en su poder, y después de tratarlos
muy ligeramente, rellenaban el cadáver con Betún de Judea, lo ataban fuertemente y lo exponían al
Sol. Por este simple método parecían verdaderas momias «egipcias»[2].
En Europa, la mayor demanda de Polvo de momia tuvo lugar durante el Renacimiento (siglos XV
y XVI) y a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Muchos boticarios la diluían en agua, vino, miel o
incluso en cerveza. En algunos casos el Polvo de momia no venía en partículas, sino en trozos de
cadáver o en forma de pasta negruzca. Uno de los primeros médicos que cuestionó abiertamente las
falsas propiedades terapéuticas de la sustancia fue un cirujano de Bretaña, Ambrose Paré (1517-
1590), cuyos argumentos se basaban en el testimonio de Guy de la Fontaine, médico del rey de
Navarra. De la Fontaine le explicó que había viajado en 1564 a la ciudad de Alejandría, en Egipto.
Allí supo que había un judío que traficaba con «momias» falsas, de no más de cuatro años de
antigüedad[3].
Sin embargo, la popularidad de las momias en el Viejo Continente se vio acrecentada por el
desvendaje o desenrollado (unwrapping o unrolling) de momias, práctica que desembocó en un
acontecimiento social de bon ton en los más distinguidos círculos burgueses europeos, aunque
principalmente en Londres. Lo que empezó siendo una exigencia científica para analizar el proceso
de momificación —la primera sesión de desvendaje de una momia tuvo lugar en El Cairo, en 1718, a
manos del médico francés Christian Herzog—, degeneró en una distracción morbosa, tal y como
aclara esta nota del rotativo The Times de 1860: La pasada tarde del lunes tuvo lugar en la
residencia de Lord Londesborough, en Picadilly, el interesante proceso de desenrollar una momia,
en presencia de sesenta de los más íntimos amigos del Lord Londesborough, incluyendo muchos
eminentes científicos, escritores y anticuarios.
En la popularización de esta actividad lúdica jugó un destacado papel el galeno inglés Thomas
Joseph Pettigrew (1791-1865), apodado «Mummy» Pettigrew por sus detractores. Cirujano y
anticuario —tuvo una carrera profesional distinguida, la cual le convirtió en el médico privado del
duque de Kent—, era además todo un experto en momias egipcias, afición que lo hizo muy conocido
en los círculos sociales londinenses, fundamentalmente a causa de las numerosas momias que
desvendó y, acto seguido, sometió a una rudimentaria autopsia, ante el estupor de los anfitriones de
turno y sus invitados. En 1834 publicó un interesante ensayo sobre el tema, History of Egyptian
Mummies, considerado un clásico entre los egiptólogos actuales. El duque de Hamilton,
impresionado por el trabajo de Pettigrew, lo contrató para que momificara sus restos una vez
fallecido, según las técnicas del Antiguo Egipto. El duque murió en agosto de 1852 y, de acuerdo con
sus deseos, Pettigrew llevó a cabo el complejo ritual junto a un asistente. Terminada la operación de
vendado, sepultaron al noble inglés metiéndolo en un sarcófago exactamente igual al que utilizaban
los faraones.

En la Casa de la Muerte: cómo se hace una momia

Uno de los pasajes más apasionantes de la popular novela del escritor finlandés Mika Waltari
(1908-1979), Sinuhé el egipcio (Sinuhe egyptiläinen, 1945), es aquel en que el protagonista, Sinuhé,
relata sus experiencias en La Casa de los Muertos, también conocida por Casa de la Purificación; es
decir, el lugar donde se realizaban las momificaciones. En la novela, ambientada en la XVIII Dinastía
(1550-1295 a. C.), Sinuhé, decidido a conservar dignamente los restos de sus padres para que
puedan llegar a la Otra Vida, se ofrece a trabajar en la Casa de la Muerte para pagar los gastos de la
momificación, convirtiéndose en testigo privilegiado de la técnica utilizada por los sacerdotes y
embalsamadores que se dedicaban a este negocio. Y decimos negocio porque, incluso en el antiguo
Egipto, existía un sistema tarifario perfectamente regulado en función de las posibilidades
económicas de los parientes del finado o de su clase social. Así pues, el historiador griego Heródoto
de Halicarnaso (484-425 a. C.) explica en Los nueve libros de la historia que existían tres tipos de
momificación: el primero, muy caro, era el que utilizaban nobles, sacerdotes y altos funcionarios y
constaba de ocho pasos; el segundo, asequible monetariamente para artesanos, comerciantes y ciertos
oficiales del ejército, se consumaba en sólo tres pasos —y consistía en la introducción, vía anal, de
una generosa cantidad de aceite de cedro, el cual, tras permanecer unos días en las entrañas del
cadáver, las disolvía hasta licuarlas, dejando solamente la piel y los huesos—; y, finalmente, el
procedimiento para la gente humilde, lógicamente el más barato, se completaba con dos pasos
únicamente —que, literalmente, suponían el adobo del cadáver, que en lugar de ir a parar a un
sarcófago era envuelto en piel de buey…—. El historiador romano Diodoro de Sicilia (siglo I a. C.)
comenta en su Biblioteca Histórica que el primer proceso costaba un Talento de plata, mientras que
el segundo veinte Minas.
El proceso (auténtico) de momificación egipcia se llevaba a cabo dos o tres días después de la
muerte. Se colocaba al difunto sobre una mesa de piedra o de madera, e incluso de alabastro, cuyas
patas y decoración tomaban la forma de un león. También se empleaban otras más pequeñas para
depositar las vísceras del muerto. Ya preparado el cuerpo sobre la mesa, se le extraía el cerebro por
la nariz utilizando un gancho de metal; luego, con un cuchillo ritual, se le abría el costado izquierdo y
se extirpaban hígado, pulmones, intestinos y estómago, los órganos que más rápido se deterioran,
siendo embalsamados por separado y guardados en cuatro recipientes llamados Vasos Canopes (o
Canopos), cada uno de los cuales estaba dedicado a uno de los cuatro Hijos de Horus, que
originalmente representan a los puntos cardinales —Hapi el Norte, Mesta el Sur, Tuamutef el Este y
Quebsenuf el Oeste—; a continuación, se cubría al interfecto con natrón, una sal que lo desecaba,
durante 35 ó 40 días; totalmente deshidratado, el riesgo de descomposición para el cadáver
desaparecía, y se rellenaba con limo, aserrín o especias; después se cosía y, a veces, era cerrado con
lino, una placa de cera o, en el caso de los reyes, con una chapa de oro; más tarde se lavaba con agua
del Nilo y se ungía con bálsamos aromáticos… Y ya se podía vestir al fallecido. Su atuendo consistía
en 147 metros de vendas de lino previamente untadas con resina, a fin de mantener pegada la tela y
endurecerla. Mientras se realizaba este proceso, un sacerdote llevaba una máscara del dios Anubis,
al tiempo que recitaba las preceptivas fórmulas mágicas. Los brazos de la momia podían dejarse
estirados, pegados a los laterales del cuerpo, o se cruzaban en el pecho en posición osiríaca. Entre
los vendajes se introducían amuletos y tiras de papiro con textos del Libro de los Muertos. Sobre el
pecho se colocaban a veces un escarabajo alado, las cruces de la vida egipcias, llamadas «Ank», y
las imágenes de los cuatro hijos de Horus, los dioses protectores de los órganos internos. No
obstante, la parte más importante del ritual de la momificación quedaba para el final: la «Apertura de
la Boca y Ojos», la cual se efectuaba sobre la momia misma o en una estatua del difunto. La
ceremonia se hacía normalmente a la entrada de la tumba o en una habitación contigua a la misma; la
principal condición era que el lugar estuviese purificado. Se utilizaba lo que llamaban Azuela de
Upuaut —construida, según el significado del ritual, con el hierro de un meteorito caído del cielo—,
con la cual al difunto le abrían la boca y los ojos del alma, a los efectos de efectuar el viaje de
retorno a su Alta Fuente de Origen.
La ceremonia de la momificación estaba repleta de significados místicos y mágicos. La
extracción del cerebro, por ejemplo, simboliza el despertar del Alma; el lino, cuyas fibras han
servido para elaborar tejidos desde hace unos 10.000 años, se usaba en el antiguo Egipto para
confeccionar la vestimenta de los grandes iniciados de las escuelas ocultas que custodiaban el
verdadero conocimiento religioso, como por ejemplo los Esenios… La cantidad de metros de vendas
de lino era exactamente la altura de la pirámide de Keops, 147 metros, indicando que se trataba de un
viaje ascendente hacia el mundo estelar, según la simbología cósmica de Heliópolis, indicaba la Alta
Fuente de Origen del Alma. Y el Dios Anubis, el custodio de los muertos, determinaba si el alma
dormida en los restos momificados estaba en condiciones de despertar e iniciar el viaje de retorno a
su Alta Fuente de Origen, juzgando su virtud: en uno de los platillos de la balanza que poseía, Anubis
colocaba una pluma y, en el otro, el corazón del muerto; si la pluma pesaba más que ese corazón,
entonces era apto para pasar al Otro Lado.
Los principios hondamente religiosos de la momificación en el Antiguo Egipto tienen que ver con
una férrea creencia en la inmortalidad, de cariz dualista (espiritualista), cuyos orígenes se remontan a
la Prehistoria. Con arreglo a las notas de Joan Prat Carós[4], el culto a la vida de ultratumba era, en
suma, una de las bases de la cultura faraónica; un culto que distinguía tres componentes en el hombre:
el cuerpo (Khet), el espíritu o doble (Ka) y el alma personal (Ba), cuya suma formaba un ser humano
(Akh). Después de la muerte, el doble, junto con el alma personal, abandonaban el cuerpo y viajaban
por el mundo de las sombras, aunque visitando periódicamente su envoltura corporal, que
permanecía en refugio seguro. La importancia de la momificación, la inviolabilidad de la tumba, el
valor económico, sentimental y práctico de los objetos allí depositados, la comida, la compañía de
animales domésticos momificados, etc., aseguraban el bienestar del alma. De todo ello se desprende
que, para los egipcios, la vida en el Más allá no era muy distinta a la de la vida terrenal —origen del
llamado dualismo cósmico—; lo único que cambiaba era la posibilidad de vivir libres de las
penurias del mundo y en contacto directo con los dioses.

La maldición de la momia:
¿realidad o ficción?

El escritor francés Pierre Loti (1850-1923), nom d’art de Louis Marie Julien Viaud[5], fue
invitado, en 1902, a la inauguración de las nuevas salas que iban a albergar momias en el Museo De
Arte Faraónico de El Cairo. Una vez allí, Loti, al igual que otros invitados, fue testigo de un curioso
y estremecedor suceso: por efecto de la temperatura, los tendones del brazo izquierdo de la momia
de Ramsés II se contrajeron de tal modo que su brazo pareció alzarse lentamente. El prodigio causó
espanto entre los guardianes del museo —todos egipcios—, quienes huyeron mientras murmuraban
algo acerca de una maldición… Esta anécdota también fue comentada por el literato valenciano
Vicente Blasco Ibáñez (1867— 1928) en su libro La vuelta al mundo de un novelista (1925). El
autor describe cómo, en el momento de ser colocada en su vitrina del Museo de El Cairo, la momia
del faraón rompió el cristal de un manotazo. Esta vez fueron los visitantes quienes, aterrados,
escaparon atropelladamente por las escaleras. Veinte personas resultaron heridas —cinco de ellas
fallecieron posteriormente— y el Museo permaneció cerrado durante dos años a raíz del incidente,
pues nadie quería trabajar allí… Para muchos especialistas, la anécdota revelada por Pierre Loti y la
de Vicente Blasco Ibáñez marca el inicio de lo que se ha dado en llamar «la maldición de la momia»,
un conjunto de historias macabras, muertes violentas e inexplicables, de extraños acontecimientos en
suma, cuyo eje es la presencia de una momia o una tumba profanada.
Sin embargo, algunas «maldiciones» han sido verídicas. Por ejemplo, en el sarcófago del gran
sacerdote Khapah Amón —cuya momia fue descubierta en 1879 por una expedición francesa de la
que formaba parte un egiptólogo llamado Roger Garis, quien narró la historia—, podía leerse la
siguiente inscripción: La cobra que está sobre mi cabeza se vengará con llamas de fuego a quien
perturbe mi cuerpo. El intruso será atacado por bestias salvajes, su cuerpo no tendrá tumba y sus
huesos serán lavados por la lluvia. La momia de Khapah Amón fue adquirida por un tal Lord
Harrington, coleccionista de antigüedades inglés, que murió al poco tiempo de manera muy violenta
durante un safari por el Sudán: fue aplastado por un elefante. Su cadáver, abandonado temporalmente
en lugar del fatal accidente, no fue hallado jamás por la expedición que tenía la misión de darle
sepultura: las fuertes lluvias habían borrado todo rastro de su paradero… Años más tarde, en el
sepulcro de Ursu, el Jefe de los Países Auríferos de Amón (XVIII Dinastía), se encontró una larga
amenaza dirigida contra todo aquel que mancillase su lugar de eterno reposo: El que profane mi
cadáver en la necrópolis y rompa mi estatua en mi tumba será odiado por Ra, no transmitirá sus
propiedades a sus hijos, su corazón no estará satisfecho en vida, no recibirá agua en la necrópolis
y su alma será destruida para siempre. No se tiene constancia, por el contrario, de que ninguno de
sus descubridores sufriese daño alguno. En realidad, la creencia sobre «la maldición de la momia»
no tiene base científica sólida, plausible, más allá de las leyendas supersticiosas, muy extendidas
durante el siglo XIX e inicios del XX, sobre los hipotéticos conocimientos mágicos de los Antiguos
Egipcios[6]. Si bien a la prensa sensacionalista de la época no le faltó material para alimentar el
mito.
Así pues, el naufragio del trasatlántico más famoso de la historia, el Titanic, el 14 de abril de
1912, se relacionó con la presencia de una inquietante momia entre su pasaje. Concretamente, la de
Amen-ra, sacerdotisa del dios Atón —famosa por sus habilidades adivinatorias, Amen-ra vivió
durante la época de Akenatón-Amenofis IV (1372-1354 a. C.), de la XVIII Dinastía, faraón que
impuso el culto monoteísta al Sol (Atón)—, cuya tumba fue encontrada en Tell-el-Amarna y, desde
entonces, se ha asociado a extraños sucesos. Hacia 1888 ó 1899 —la fecha varía según las fuentes
—, unos ladrones de tumbas egipcios se la vendieron a unos adinerados turistas ingleses. El
propietario de la momia instaló provisionalmente el sarcófago en su habitación del hotel, pero varios
testigos le vieron abandonar precipitadamente su cuarto y huir hacia el desierto, de donde nunca
regresó… Años más tarde, tras llegar a Gran Bretaña dejando a su paso un rastro de dolor y muerte
—uno de sus propietarios en tierras inglesas, un excéntrico comerciante de la City, no tardó en
donarla al Museo Británico después de que tres familiares suyos sufrieran un extraño accidente de
tráfico, y de que su propia casa ardiera en inexplicables circunstancias; los vigilantes nocturnos del
museo oían agudos sollozos que provenían del interior del sarcófago, y uno de los miembros del
personal de limpieza, que pasó de modo insolente el plumero por el rostro de la momia, fue
castigado con el repentino fallecimiento de su hijo pequeño, enfermo de sarampión…[7]—, el
excéntrico Lord Canterville —aficionado al espiritismo y amigo de Helena Petrovna Blavatsky
(1831-1891), escritora, ocultista y una de las fundadoras de la Teosofía— la adquirió a muy buen
precio.
Lord Canterville descubrió, después de examinarla minuciosamente, que bajo la cabeza de la
momia de Amen-ra había sido introducido un amuleto con la Figura de Osiris y en el que se podía
leer la siguiente inscripción: Despierta de tu postración y la mirada de tus ojos triunfará sobre
todo cuanto se haga contra ti. Nervioso por el hallazgo, Lord Canterville la guardó en el desván de
su mansión a fin de recuperar la serenidad. Pero una tarde que invitó a su hogar a Madame Blavatsky
—que ignoraba la presencia de la momia en el lugar—, la visitante se sintió súbitamente invadida
por el miedo, que atribuyó sin dudarlo a una presencia diabólica. Cuando el angustiado Lord
Canterville le mostró el sarcófago, Madame Blavatsky le advirtió que se deshiciera cuanto antes de
aquella pavorosa fuente de maldad «si quería seguir vivo». Traspasada, una vez más, a un
arqueólogo norteamericano, que pagó una cantidad exorbitante de dinero por ella —Lord Canterville
era un buen negociante—, ambos partieron de Southampton, a bordo del Titanic, con destino a Nueva
York. El dueño de la momia, temeroso de que pudiera sufrir algún desperfecto en la bodega, logró
depositar la gran caja de madera que contenía los restos de Amen-ra en el puente de mando, muy
cerca del capitán Edward J. Smith, máximo responsable del lujoso barco por su experiencia. En
cambio, durante la catástrofe, se comportó de modo raro y desacertado: el absurdo trazado del
rumbo, la excesiva velocidad del navío, su autoritaria negativa ante la petición de botes salvavidas
por parte del pasaje, el retraso con que dio a conocer su plan de salvamento… ¿Fue el capitán Smith
víctima de la influencia maléfica de Amen-ra? Lo único cierto que sabemos es que, definitivamente,
el espíritu de la sacerdotisa del dios Atón descansa en las profundidades del Océano Atlántico[8].
Otro asunto misterioso relacionado con el Antiguo Egipto es la arqueología psíquica,
especialidad iniciada por Dorothy Louis Eady (1904-1981), una de las figuras más controvertidas
que ha dado la egiptología moderna. Magnífica dibujante y asistente de arqueólogos tan importantes
como Selim Hassan o Ahmed Fakhry, la científica creía ser la reencarnación de una sacerdotisa del
templo de Abydos, al sur del país, dedicado a la diosa Isis. Según su propio relato, Eady —que en
aquel tiempo se llamaba Bentreshyt— tuvo una liason clandestina con el faraón Seti I —gobernante
de la XIX Dinastía, que reinó entre 1294 y 1279 a. C.— y se quedó embarazada. Como las
sacerdotisas de Isis no podían mantener relaciones sexuales, ni siquiera con el mismísimo faraón,
antes de poner en un serio apuro a su amado, Bentreshyt se suicidó. Desde entonces, Seti la había
estado buscando en el Más Allá, encontrándola al final reencarnada en una muchacha inglesa del
siglo XX. A partir de ese momento, el faraón se le apareció en numerosas ocasiones y, asegura
Dorothy Louise Eady, llegaron a tener contactos íntimos y largas charlas sobre el pasado y el
presente.
Gracias a tan peculiar circunstancia vital, Eady intervino en los trabajos de restauración de
Abydos llevados a cabo en 1956 bajo la supervisión de Edouard B. Ghazouli. La egiptóloga —
conocida entre los nativos como Omm Seti (La madre de Seti), pues así se llamaba, efectivamente, su
único hijo…—, que conocía el terreno a la perfección como si hubiese vivido allí, ayudó
decisivamente a que se descubrieran los jardines situados al sudoeste del Templo. Desde que llegué
aquí —escribió—, insistí en la existencia de ese jardín, que por fin fue descubierto en el lugar
exacto donde yo dije. Había raíces de árboles, raíces de viñedo, pequeños canales para el riego y
un pozo, que aún tenía agua. Hoy Omm Seti figura en todos los libros de egiptología que hablan de
Abydos, aunque nunca se ha descubierto la cámara subterránea dentro de la cual se encuentran los
tesoros del Templo, además de papiros que contienen el diario personal del faraón Seti I, escritos de
su puño y letra. El parapsicólogo Stephan A. Schwartz, quien ha estudiado el caso de Dorothy Louis
Eady a fondo, concluye: Lo que parece suceder es que, en algún rincón de la conciencia humana,
existe la habilidad de moverse por el tiempo y el espacio (…) Quizá Omm Seti aplicó facultades de
visión remota cuando descubrió el jardín del Templo de Seti en Abydos[9].
Pero la historia que realmente activó en la cultura popular la certeza sobre «la maldición de la
momia», fue el descubrimiento, el 26 de noviembre de 1922, de la tumba del faraón Tutankamon —
perteneciente a la XVIII dinastía y que falleció a la temprana edad de 18 años en oscuras
circunstancias: algunos especialistas aseguran que fue herido mortalmente en el transcurso de una
cacería; otros, que fue asesinado por los sacerdotes, pues Tutankamon tenía la intención de
consolidar el culto monoteísta a Atón, iniciado por su padre Akenaton-Amenofis IV[10]—, tumba
situada en el Valle de los Reyes de Luxor y catalogada como la número 62. El hallazgo fue realizado
por el egiptólogo Sir Howard Carter (1873-1939), junto a George Herbert, quinto conde de
Carnarvon (1866-1923), su colaborador y mecenas, tras seis intentos frustrados de localizarla desde
1917. Lo extraordinario de su descubrimiento no se debe a la importancia histórica del difunto —
muy escasa, ya que apenas reinó diez años, del 1333 al 1323 a. C.—, sino porque el sepulcro
permanecía relativamente intacto a pesar de sufrir dos intentos de saqueo poco después de ser
sellado.
A tenor de las informaciones recogidas en la prensa británica, que pronto se interesó por el
asunto de «la maldición», entre 1922 y 1935 murieron de manera cuanto menos chocante 21 personas
vinculadas al descubrimiento de la momia. La primera fue Lord Carnarvon, quien después de la
apertura oficial de la cámara sepulcral de Tutankamon, se trasladó a Asuán para pasar unos días de
descanso. Víctima de la picadura de un insecto —agravada quizás por el paso de su navaja de afeitar
por la zona afectada—, el aristócrata padeció una infección generalizada producida por la erisipela.
Su frágil salud y las pésimas condiciones de higiene del lugar provocaron su rápida muerte. Al año
siguiente, en 1924, la viuda de Lord Carnarvon, Lady Almina, pereció en idénticas circunstancias:
una infección repentina originada por la picadura de un insecto. Igualmente, el capitán Richard
Bethell, tercer barón de Westbury y secretario privado de Howard Carter, murió en 1929 en el Bath
Club de Londres: una noche, con aire sombrío, se sentó en la sala de lectura para hojear un
periódico. Media hora más tarde lo encontraron sin vida, y los médicos que lo atendieron no
pudieron explicar la causa del fallecimiento. También el padre de Bethell, Lord Westbury, poseedor
de una pequeña colección de antigüedades egipcias, acabó con su vida a los 78 años lanzándose
desde un séptimo piso en Londres. El suicida dejó una curiosa nota que Scotland Yard jamás pudo
descifrar: No puedo soportar más tantos horrores… Un día más tarde, el carruaje fúnebre de Lord
Westbury arrolló a un niño londinense de ocho años: era el sobrino de Alexander Scott, un
funcionario del Museo Británico que trabajó en el reconocimiento de la momia del faraón. Y en 1956
la viuda de Richard Bethell se quitó la vida sin que nadie pudiera intuir los motivos.
Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, por esa misma época, Evelyn Greely, profesora de
Historia de la Universidad de Chicago, se ahogaba en las frías aguas del lago Michigan. Nunca se
supo si había sido un suicidio o un accidente: acababa de regresar de un viaje de estudios a Egipto,
durante el cual había visitado el sepulcro de Tutankamon. George Jay Gould (1864-1923), magnate
de los ferrocarriles norteamericanos —era propietario de Denver and Rio Grande Western Railroad
y de la Western Pacific Railroad— y personaje muy próximo a Lord Carnarvon, visitó la tumba con
Carter. Al amanecer del día siguiente tuvo un acceso de fiebre con síntomas similares a los de su
amigo y, una semana después, murió en la Costa Azul francesa de «peste bubónica». Y en Egipto, en
1939, la emisora de radio estatal de El Cairo quiso celebrar el Año Nuevo musulmán con las
trompetas encontradas en la tumba de Tutankamon. El camión que las transportaba se precipitó por un
barranco y su chófer murió. Una vez en la emisora, el músico que se disponía a tocar la trompeta real
ante los micrófonos falleció repentinamente de un ataque al corazón. Y décadas después, en 1972, el
doctor Gamel Mehrez, director del Departamento de Antigüedades del Museo de El Cairo, quien
intervino para el envío por mar de los restos de Tutankamon a Londres para formar parte de una
exposición, murió víctima de una hemorragia cerebral. Curiosamente, su antecesor en el cargo, que
firmó en 1967 un acuerdo para exhibirlos en París, sufrió otra hemorragia, que le provocó igualmente
la muerte.
El médico Mark Nelson, investigador de la Monash University, en Prahan (Australia), analizó los
datos de los veinticuatro occidentales que presenciaron la apertura de la cámara mortuoria en 1922, y
los comparó con otros once que en ese mismo instante estaban excavando en otros lugares de Egipto.
Estos últimos vivieron un promedio de 75 años. Su estudio, publicado en 2002 en el British Medical
Journal, concluía que «el caso» Tutankamon es, simplemente, un mito. La leyenda establece que los
únicos expuestos a la maldición de la momia fueron aquellos que tuvieron contacto con ella el primer
día. Pero, según Nelson, en los siguientes doce años al descubrimiento, sólo habían muerto seis de
los principales testigos del descubrimiento, entre los que había familiares y amigos de Lord
Carnarvon, los equipos de excavación del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, periodistas,
miembros de la realeza belga, militares británicos y expertos contratados por el gobierno egipcio, lo
que suman más de una treintena de personas. Según Nelson, la teoría de «la maldición» fue
alimentada por la prensa londinense de la época, desairada ante las exclusivas que Lord Carnarvon
concedió a The Times. Los diarios de la capital británica se divirtieron de lo lindo con la hipótesis
de la venganza de la momia, pues hasta las mascotas del noble fueron objeto de sus fábulas: según
los medios, sus tres perros aullaron en el momento en que falleció Carnarvon, para morir los tres a
los pocos minutos. Incluso el canario de Carnarvon, dijo la prensa, cayó por efectos de «la
maldición»: sirvió de almuerzo a una cobra el día en que fue abierto el sepulcro. La argumentación
del Dr. Mark Nelson parece confirmarse en el hecho de que Sir Howard Carter, uno de los
principales artífices del descubrimiento —y quien estuvo más tiempo en contacto con la momia—,
murió tranquilamente en Londres, a los 65 años de edad, por causas completamente naturales. Pero lo
que Nelson no aclara es la inexplicable cadena de muertes y accidentes relacionados con la momia
de Tutankamon a lo largo de medio siglo.
Nos encontramos ante un misterio inexplicable que podemos llamar ocultismo, maldición
faraónica, brujería o magia. Lo cierto es que en el interior de la pirámide existe una fuerza que
contradice todas las leyes científicas, declaró al New York Times el Dr. Auer Gohed, autor de varios
experimentos en 1969 en la cámara de la Gran Pirámide de Keops, junto al profesor Luis Álvarez de
la UCLA (California). Su teoría se basa en el hecho de que la permanencia por largo tiempo en
tumbas faraónicas, como le sucedió al Dr. Paul Brunton (1898-1981) —filósofo y ocultista, autor del
libro A Search in Secret Egypt (1936)—, encerrado toda una noche en la cámara real de la pirámide,
era causa de alteraciones mentales. Brunton padeció alucinaciones, crisis nerviosas, agarrotamiento
muscular, y al día siguiente se sumió en un estado de profunda apatía. Ello alentó una teoría
extravagante. Varios científicos del Oak Ridge National Laboratory (ORNL), en Estados Unidos,
pensaron en la posibilidad de que los Antiguos Egipcios conociesen algunos materiales radiactivos,
cuyo efecto pudiera persistir al cabo de 3.000 años. Sin embargo, ningún detector de radiaciones ha
permitido demostrar la presencia de radiaciones. Sorprendentemente, en 1949, el físico español Luis
Bulgarini se mostraba convencido de que los egipcios conocían el uranio. Bulgarini argumentó que,
muy probablemente, se sirvieran de pequeñas cantidades de ese elemento para proteger sus
santuarios, situándolo en lugares muy estratégicos. Incluso podrían haber cubierto con uranio el
suelo de sus tumbas o haberlas construido con mineral radiactivo —explicaba—. Aún hoy las
radiaciones podrían matar a una persona o por Lo menos dañar su salud.

Reflexiones sobre el mito


El interés de la literatura fantástica occidental por la figura de la momia egipcia es la respuesta a
dos grandes temas u obsesiones que alimentan nuestro imaginario siniestro: la ancestral creencia en
los aparecidos, cuyas raíces se hunden en el miedo a los difuntos, en la estupefacción que provoca
toda muerte anormal o violenta; y el pavor hacia lo Otro, sintetizado aquí en el contacto con una
cultura ya desaparecida —es decir, muerta—, oriental y pagana. La momia, lejos de ser un fantasma
—un ente intangible, una mera ilusión y, por tanto, inofensiva pese a lo macabro de su apariencia—,
es un cadáver que regresa físicamente del más allá para atormentar a los vivos. No es ninguna
ilusión; es real, tangible, y eso la hace peligrosa. Es, en síntesis, un aparecido que viene a ajustarnos
las cuentas, dispuesto a hacernos daño, a acabar con nosotros de forma brutal. Pero, además, su
contacto con una religión no-cristiana, politeísta, plagada de dioses zoomorfos —cf. Sebek, el dios-
cocodrilo (quien gobernaba sobre las aguas de los pantanos y del Nilo), Anubis, el dios-chacal (dios
de los muertos y supervisor del embalsamamiento), Horus, el dios-halcón (protector de la monarquía
egipcia), Thot, el dios-ibis (señor de la escritura, de las bibliotecas, de la lengua y las ciencias)…
—, catalogados por el cristianismo como demonios, sumado a las complejas creencias mágicas de
los egipcios —ya sea en sus vertientes Blanca o Negra— y la profusión de amuletos y talismanes,
subrayan hasta el paroxismo la malignidad atribuida a las momias.
Las momias, a los ojos de los lectores occidentales, de los fabricantes de ficción terrorífica, son
personajes molestos. Convenientemente adaptadas a la mitología tenebrosa europea, y parafraseando
a Claude Lacouteux, la momia, como cualquier otro tipo de aparecido, escapa a toda lógica,
transgrede las leyes naturales, pues no alcanza el otro mundo, no se descompone —ya que ha sido
cuidadosamente preservada mediante misteriosos ritos de embalsamamiento, tras los cuales existe
algún funesto propósito, una voluntad malévola inalterable al paso del tiempo—, interfiriendo en la
vida de los hombres. Pone en tela de juicio la división entre el mundo de los muertos y el universo de
los vivos, abriendo una tercera vía unida a los horrores de ultratumba. Perturba una sociedad
cristianizada que ha instaurado un sistema punitivo y redentor alrededor del Infierno, Purgatorio y
Paraíso. Los aparecidos, las momias, no pasan al Más Allá, por lo que surge una cuestión: ¿cómo hay
que entender el tránsito de la muerte?[11] Un enigma que, en el caso del mito de la momia, se
encuentra condicionado por una serie de constantes muy específicas, establecidas tanto a partir de la
práctica literaria como de la cinematográfica. A saber: la muerte prematura, y normalmente violenta,
del difunto (momia); el estado de culpa o pecado en el que se halla aquél en el momento del
fallecimiento; la profanación de su tumba, siglos después, por extraños que importunan el ya de por
sí frágil descanso del finado en las condiciones de anormalidad espiritual ya señaladas; el retorno a
la vida de la momia, arrancada de su fantasmagórico letargo, para vengarse de aquellos sacrílegos
que han roto su sosiego[12].
Por otra parte, la irrupción de la momia en la literatura fantástica occidental, cuya eclosión tuvo
lugar durante la primera mitad del siglo XIX, plantea en el ámbito ideológico y psicológico un
importante conflicto cultural. Su figura, de manera muy primaria, aglutina varios de los símbolos y
metáforas que ponen en cuestión los valores racionalistas y políticos que instigaban la incipiente
revolución industrial —y científica— que, por entonces, se gestaba en Europa y Estados Unidos;
valores que, aún hoy, imperan en nuestra civilización. La más despiadada mercantilización /
espectacularización del conocimiento, el desprecio por aquellas doctrinas religiosas, místicas o
mágicas ajenas a nuestro entorno, la trivialización del pasado y del papel que éste ha jugado en
nuestra configuración intelectual y social, los estragos del colonialismo y el racismo… De alguna
forma, tales asuntos abordados desde una perspectiva muy sarcástica por Edgar Allan Poe (1809-
1849) en su relato “Conversación con una momia” (Some Words with a Mummy, 1845), donde una
momia revivida mediante la aplicación de electricidad, entabla una surrealista conversación con los
impertinentes sabios que han perturbado su descanso eterno. Julio Cortázar, prologuista y traductor
de los cuentos de Poe al castellano, escribió: La nostalgia de una inmortalidad en la tierra, de la
posibilidad de prolongar indefinidamente la vida, tiñe el trasfondo de esta sátira contra el
arrogante cientificismo de la época. Poe aprovecha para arremeter contra la democracia
demagógica, los ídolos técnicos u otros males de su tiempo[13].
No obstante, uno de los elementos temáticos más conspicuos en la narrativa y el cine sobre
momias resucitadas es el de la necrofilia, el deseo carnal de los vivos por los muertos. Dejando a un
lado los elementos históricos que atañen a la práctica de semejante desviación sexual en el Antiguo
Egipto[14], será el escritor romántico francés Théophile Gautier (1811-1872) quien incorpore la
necrofilia a la estructura del mito en La leyenda de la momia (Le Román de la momie, 1858), obra
de singular importancia[15]. La agonía romántica del héroe, Lord Evendale —joven y rico aristócrata
inglés, mecenas de una expedición arqueológica que localiza los restos, inmunes al paso del tiempo,
de la hermosa Tahoser, hija del sumo sacerdote Petamunoph—, se manifiesta en la platónica pasión
del muchacho por la fallecida, conmovido por su triste historia, relatada en unos jeroglíficos que
descifra su camarada, el profesor Ramphius. Gautier finaliza la novela con este bello pasaje: En
cuanto a Lord Evendale, nunca ha querido casarse, a pesar de ser el último de su estirpe. Las
jóvenes no se explican su frialdad con el bello sexo, pero, ciertamente, ¿cómo podrían imaginar
que el Lord esté retrospectivamente enamorado de Tahoser, hija del gran sacerdote Petamunoph,
muerta hace tres mil quinientos años? No obstante hay genialidades británicas menos justificadas
que ésta[16].
De alguna manera, de acuerdo con la reflexión de Francisco Montaner, se establecía que el mito
de la momia era un gran romance de amor[17], cosa que Bram Stoker (1847-1912) puso abiertamente
en cuestión con La joya de las siete estrellas (The Jewel of Seven Stars, 1903), obra de marcado
acento gótico. En ella, el ilustre autor de Drácula (Dracula, 1897) impone su estilo áspero pero
terriblemente evocativo, su entusiasmo por los detalles angustiosos, amenazadores —cf. el
inconfundible olor de las tumbas egipcias se apodera de la mansión del protagonista, Abel Trelawny,
fervoroso coleccionista de objetos del antiguo Egipto; un gato vivo empieza a bufar y a maullar, con
el pelo erizado, a la momia de otro gato; las pinceladas siniestras, como la impresionante tormenta
de arena que rodea la apertura de la tumba de la reina Tera…—, detalles encargados de sugerir la
trasmigración de las almas —el espíritu de Tera tomará posesión de la hija de Trelawny, cuya
transformación captará la atención (sexual) del abogado Malcom Ross— y la persistencia del Mal a
través de los tiempos. En cualquier caso, el romanticismo tardío de Stoker está teñido de un erotismo
fetichista, aterrador —Las aletas de la nariz parecían estar en reposo, y los labios rojos y llenos,
aunque la boca no estaba abierta, permitían divisar una fila de dientes nacarados. Su cabello,
abundante y negro, brillante como ala de cuervo, sombreaba la blanca frente (…) Aquella mujer,
porque no podía pensar en ella como una momia o como un cadáver…, describe enfebrecido
Malcom cuando desvendan a la reina Tera[18]—, fetichismo que acerca la novela de Stoker al
concepto de belleza medusea, de La fascinación de la corrupción, expuesto por el poeta Percy B.
Shelley, a la tentadora presencia de la vampira Brunhilda imaginada por Ernst Raupach, al mórbido
pensamiento de Chateubriand —Mêlons des voluptés à al mort (Mezclemos la voluptuosidad con la
muerte)— y a la arrebatadora pasión por la femme fatale de ultratumba, las hermosas difuntas —
especialmente cortesanas, reinas lujuriosas y perversas, famosas pecadoras…— de los escritores
góticos ingleses y los decadentistas franceses. Así, «el gran romance de amor» que algunos creen ver
en el mito de la momia, es válido, en atinada opinión de Joan Prat Carós, en el sentido de considerar
que Eros y Thanatos (deseo y muerte) son en nuestra sociedad términos homónimos. El amor en el
contexto del mito de la momia, ¿es algo más que el afán de dominio, posesión, sumisión,
sojuzgamiento y destrucción del ser amado?[19]

«La maldición de la momia» en la literatura

Como la mayor parte de las criaturas terroríficas que han jugado un destacado papel en la
articulación de una cultura popular oscura —fantasmas y aparecidos, el vampirismo, el licántropo, el
tema del Doble, la vida artificial, el Mad Doctor…—, la momia adquiere forma literaria en la
Inglaterra del siglo XIX, cuando la novela gótica empieza a destacarse como mucho más que un simple
artículo de moda. Por ende, una de las primeras narraciones conocidas sobre momias es The
Mummy. A Tale of Twenty-Second Century [La momia. Una historia del siglo XXII, 1827], de Jane
Webb (1807-1858), novela de ciencia ficción que gira en torno a las aventuras de la momia revivida
de Keops en el año 2126, una era plagada de robots, aparatos eléctricos, máquinas voladoras y…
¡televisión! El protagonista, el faraón Keops, alejado emocional e intelectualmente de todo cuanto le
rodea, se estremece ante ese mundo deshumanizado, pasto de la idolatría científica. El viejo
monarca, atormentado por este pandemónium tecnológico, huye felizmente de Inglaterra tras
amenazar de muerte al joven estudioso que lo ha devuelto a la vida, y acaba recluyéndose en el
interior de su pirámide. Jane Webb no tenía vocación de escritora, pero su padre la animó a escribir
un best seller con apenas diecinueve años, a la manera de Ann Radcliffe y, dando rienda suelta a su
imaginación adolescente, urdió la más genuina intuición de la ciencia ficción moderna jamás
concebida en el siglo XIX. Curiosamente The Mummy. A Tale of Twenty-Second Century, al igual que
Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818, fue publicado en tres volúmenes por una pequeña
editorial londinense[20].
Sorprendentemente, sería cuarenta y dos años más tarde cuando empezó a perfilarse la idea
literaria de la momia vengativa —producto de una milenaria maldición—, con el relato “Lost in a
Pyramid, or The Mummy’s Curse” [“Perdido en una pirámide, o la Maldición de la Momia”], de la
escritora estadounidense Louisa May Alcott (1832-1888) —autora de la celebérrima Mujercitas
(Little Women, 1868-1869)—, publicado bajo el pseudónimo de A. M. Barnard en el número de
enero de la revista The New World, en 1869[21]. Al igual que sucedía en un curioso libro infantil
editado en 1828 —una obra anónima titulada “The Fruits of Enterprize”, en la que las momias
servían de improvisadas antorchas a intrépidos exploradores en el interior de una pirámide egipcia
—, en el texto de Alcott un explorador/egiptólogo utiliza las extremidades de una momia como
antorcha (¡) para internarse en una pirámide, de la cual sustrae una caja dorada que contiene unas
semillas extrañas. La prometida del explorador las cultiva, con lo que da origen a unas grotescas
plantas de raro perfume: cuando lo inhala, la joven cae en coma y se convierte en una momia…
Desde ese instante, sería una tarea titánica enumerar la cantidad de cuentos y novelas de horror,
ciencia ficción, e incluso, de humor —cf. la anónima Letter from a Revived Mummy (1832)—,
publicados en torno al personaje de la momia. Sin ningún ánimo de exhaustividad, conviene citar:
“The Image in the Sand” (1905), de E. F. Benson (1867-1940); Green Mummy (1908), de Fergus
Hume (1859-1932); The Wave: An Egyptian Aftermath (1916), de Algernon Blackwood (1869—
1951); “Encerrado con los faraones” (Imprisoned with the Pharaohs, 1924), de Harry Houdini
(1874-1926) y H. P. Lovecraft (1890-1937), “The Dog-Eared God” (1926) y “Un visitante de
Egipto” (A visitar from Egypt, 1930), de Frank Belknap Long (1903-1994); “The Nameless Mummy”
(1932), de Arlton Eadie (1886-1935); “The Mummy Worshippers” (1934) de Elliot O’Donnell
(1872-1965) o “Kora and Ka” (1934), de Hilda Doolittle (1886-1961). En esta relación tampoco
debemos olvidar las aplaudidas novelas pulp de Violet Van der Elst, como The Mummy Come To
Life (1940), o las de Luigi Belli, en espacial el díptico The Mummy Walks y The Curse of the
Mummy (ambas de 1950), pasando por relatos como “The Other Room” (1980), de Charles L. Grant
(n. 1942) o La momia o Ramsés el maldito (The Mummy, or Ramses the Damned, 1991), de Anne
Rice (n. 1941), hasta llegar a Nevermore (1994), de William Hjortsberg (n. 1941).
La heterogeneidad de las propuestas arguméntales, sus giros y variaciones dramáticas, su
generoso surtido de artificios, de trucos y formas, serían materia para un extenso libro monográfico.
Sin embargo, la momia carece hasta el momento de aquella novela monumental, extraordinaria, capaz
de agotar y, al mismo tiempo, reformular el mito de un plumazo, como sucedió en el caso del
vampirismo —el Drácula de Stoker— y de la vida artificial —el Frankenstein (Frankenstein or
The Modern Prometheus, 1831), de Mary W. Shelley (1797-1851)—. Por esta causa, es posible que
su popularidad haya sido menor, pero también ha sido decisiva a la hora de dotar de una mayor
libertad creativa a los escritores que, a través del mito de la momia, se han acercado a la literatura
fantástica. Una libertad creativa que, libre del influjo casi infranqueable de un texto de referencia,
fortalece la leyenda de «la maldición de la momia». No es casual, pues, que fuera una novelista
victoriana especializada en ficción fantástica, Marie Corelli[22], quien, una vez enterada del hallazgo
de la tumba de Tutankamon, mandara una dramática carta al New York Times en la cual aseguraba
que, en uno de sus viejos libros de magia, se podía leer la siguiente frase: La muerte llega con alas
a quien penetra en la tumba del faraón.

Monster Show:
La influencia cinematográfica

Resulta extremadamente llamativa la tortuosa relación entre el cine de terror «sobre» momias
revividas y maldiciones faraónicas y la narrativa fantástica centrada en el mismo tema. Por un lado,
no es temerario aseverar que el llamado Séptimo Arte ha contribuido contundentemente a la
popularización del personaje, transformándolo en uno de los íncubos más recurrentes de la cultura
popular moderna, junto al conde Drácula, el monstruo de Frankenstein y el Hombre-Lobo.
Popularidad que ha permitido la recuperación, a través de distintas colecciones de relatos[23], de
numerosos prosistas poco conocidos, como Guy Boothby, el dúo E. & H. Heron, Victor Rousseau o
Donald A. Wollheim —cuyas historias poseen un claro interés artístico—, por no hablar de oscuros
escritores de literatura pulp, como Paul Ernst (1866-1933). Asimismo, también ha facilitado el
redescubrimiento de la excelente labor de autores consagrados, como Sir Arthur Conan Doyle o Sax
Rohmer, y las singulares incursiones en lo numinoso de personalidades de la talla de Tennessee
Williams (1911-1983) —cf. “La venganza de Nitocris” (The Vengeance of Nitocris, 1928)—. En lo
referente a la vigencia del mito actualmente, desde una perspectiva literaria y en el ámbito
anglosajón, es palpable a través de la publicación incesante de novelas y cuentos como Mummy
(2000), de Caroline B. Cooney, “Haunted Shadows” (2000), de Keith Taylor, “Hatshepsut’s
Revenge” (2001), de Peter Schweighofer, o Mask of the Sphinx (2004), de James Axler.
Pero la literatura ha pagado un alto precio a cambio de tan beneficiosa influencia
cinematográfica. Evitando algunas discutibles novelizaciones de títulos muy populares, como The
Mummy’s Ghost (Reginald Le Borg, 1944) o La momia (The Mummy, Stephen Sommers, 1999), el
cine ha construido una imagen muy esclerotizada de las maldiciones egipcias y del retorno a la vida
de las momias. La vacilante efigie del monstruo, envuelto de pies a cabeza por roñosas vendas,
dotado de una fuerza sobrenatural que destruye todo cuanto se interpone en su camino, ha
contaminado a la literatura en todas sus formas, como en el caso del novelista juvenil Raymond
Sibley en The Mummy (1985) o de su colega R. L. Stine en The Curse of the Mummy’s Tomb (1992),
convirtiendo a la momia en una especie de «coco» nada inquietante. Elemento que ha ayudado al
menoscabo del personaje en películas de la catadura de El despenar de la momia (Dawn of the
Mummy, Fran Agrama, 1981) —subproducto italo-egipcio-estadounidense que aproxima el mito al
cine de zombies más truculento—. La sombra del faraón (Tale of the Mummy, Russell Mulcahy,
1998) —a pesar de la excelente idea visual de las vendas que cobran vida, reptando por paredes y
techos como un fantasmal molusco, a la caza de sus víctimas— y Ancient Evil: Scream of the
Mummy (David DeCoteau, 2000) —un bodrio sobre jovencitos, universidades y arqueología—. Y es
que, sin duda, existe una íntima relación entre la literatura fantástica contemporánea, mediocre en
líneas generales, y la escasa entidad de su homólogo fílmico: su público más fiel suele ser el mismo.
Películas como el díptico dirigido por Stephen Sommers, La momia y El regreso de la momia (The
Mummy Returns, 2001), en su avidez de abrir caminos nuevos para desmarcarse de productos como
los anteriormente citados, mezclan géneros y multiplican los elementos espectaculares, desvirtuando
por completo la esencia del mito.
Únicamente existen dos grandes series de momias fílmicas, las cuales consiguen estrechar lazos
con la literatura sin originar grandes lesiones. La primera fue inaugurada por La momia, del cineasta
alemán Karl Freund (1890-1969), el único monster film de la época dorada de la Universal —
acotada generalmente entre 1931 y 1945— que no se basa en una gran novela gótica, sino que se
inspira claramente en el descubrimiento, en 1922, de la tumba del faraón Tutankamon. Por eso, el
primer guión se titulaba «Cagliostro», como el personaje histórico de Alessandro Giuseppe Balsamo,
conde de Cagliostro (1743-1795), francmasón que aseguraba haber prolongado su vida durante siglos
gracias a secretos rituales mágicos. Pero, instigado por los altos ejecutivos de Universal Pictures, el
escritor y dramaturgo John L. Balderstone orientó la historia hacia el descubrimiento arqueológico de
una momia egipcia que retorna a la vida, titulándolo “Im-Ho-Tep”. Sólo un par de semanas antes de
su estreno en USA se optó por el título que hoy todos conocemos. Tras este brillante debut —La
momia es una magnífica combinación de romanticismo negro y ambientes opresivos, perfectamente
orquestados en torno a la inolvidable interpretación de Boris Karloff—, la serie de Universal
Pictures perdió calidad con presteza. La momia se tornó en la protagonista de un pedestre folclore no
exento de un cierto encanto, pero sin complejidad plástica y psicológica alguna: era una vulgar
máquina de sustos para sesiones matinales. Eso es lo que ofrecían The Mummy’s Hand (Christy
Cabanne, 1940), The Mummy’s Tomb (Harold Young, 1942), The Mummy’s Ghost y The Mummy’s
Curse (Leslie Goodwins, 1944), las cintas que componían la serie, incapaces de eclipsar el brillo
artístico del original.
Transcurrida algo más de una década, el mito de la momia vuelve al cine de la mano del
realizador británico Terence Fisher (1904-1980) y de la productora Hammer Films en 1959 con La
momia (The Mummy). Por favor, yo jamás he rodado películas de horror. Son cuentos de hadas
para adultos, declaró en cierta ocasión Fisher[24], una irónica reflexión acorde con su personalidad
de caballero rural eduardiano —en feliz definición del crítico inglés David Pifie[25]—, que subraya
la concepción eminentemente mitológica de su cine, adornado por un sepulcral onirismo. En
consecuencia, La momia ahonda en la idea del amor idealizado y maldito, capaz de desarmar las
barreras que impone el lógico paso del tiempo, e incluso, de doblegar a la misma muerte. El
compulsivo deseo de un hombre vivo por una mujer muerta, se invierte aquí con retorcido ademán:
flirteando con la legendaria creencia, bastante extendida, de la vida sexual de los muertos, el
revivido Kharis (Christopher Lee) ama a la «reencarnación» de su adorada princesa Ananka, Isobel
Banning (Ivonne Furneaux), con delicado y a la vez violento ímpetu. Pero deberá hacerlo de manera
platónica, sin posibilidad física de consumación, debido a su condición de cadáver embalsamado.
Ello no impide que el relato destile un venenoso erotismo, palpable en la fetichista fijación de Kharis
por los cabellos sueltos de Isobel, en la descomunal fuerza de la momia, que da una imagen de
potencia sexual sin parangón con ningún hombre vivo, incluido el propio esposo de la mujer, el
arqueólogo John Banning (Peter Cushing), cuya cojera, su obsesiva dedicación a la arqueología, o el
casto beso en la mejilla que le da a su esposa, insinúan una mediocre vida conyugal.
Los dioses condenaron a Kharis a ser un monstruo, un muerto andante entre los vivos, que
deambula sin dicha ni esperanza por un universo de seres materialistas, dementes y perversos. Nadie
siente misericordia por él, ni siquiera Isobel/Ananka. Y, por supuesto, nadie entiende su anhelo
amoroso, capaz de sacarlo de la tumba. Más humano que los humanos por sus sentimientos, la
monstruosidad física de Kharis desvela la monstruosidad moral de sus perseguidores y verdugos. En
definitiva, no hay grandes diferencias entre los sacerdotes egipcios que, tres mil años antes,
enterraron vivo a Kharis por amar tiernamente a una princesa, y los burgueses Victorianos que
destrozan su enmohecido cuerpo a balazos por amenazar la frágil estabilidad de la razón: con
malsana ira inquisitorial, todos abominan de su sincera y desesperada pasión.
Lógicamente, el éxito de taquilla del film —que fue objeto de dos reposiciones en Gran Bretaña,
en 1964 y 1968— hizo que Hammer Films produjese secuelas como The Curse of the Mummy’s
Tomb (Michael Carreras, 1964), The Mummy’s Shroud (John Gilling, 1967) o Sangre en la tumba de
la momia (Blood from the Mummy’s Tomb, Seth Holt & Michael Carreras, 1971) —basada en la
novela de Bram Stoker La joya de las siete estrellas—. Desde una perspectiva cualitativa, aventajan
claramente a todas las continuaciones que Universal Pictures hizo de La momia; y entre todas ellas,
la mejor fue The Mummy’s Shroud, que vuelve a evocar el descubrimiento de la sepultura de
Tutankamon, pero desde una óptica nada romántica. En la película, el sabio Sir Basil Walden (Andre
Morell) y su patrón, un autoritario hombre de negocios llamado Stanley Preston (John Phillips),
descubren la enigmática tumba del faraón adolescente Kah-To-Bey, custodiada por la momia de un
devoto servidor que, resucitado, emprenderá una sangrienta venganza contra aquellos que han
infamado los restos de su amo. Llama poderosamente la atención el cínico retrato psicológico que el
realizador, John Gilling, efectúa de los alter ego de Carter y Carnarvon: Walden es un idealista
obsesionado con su trabajo, que ignora conscientemente, en beneficio propio, las ruindades de
Preston, preocupado únicamente por amortizar su inversión mediante la feroz explotación comercial
de la momia. Las brutales manos de la momia, pues, castigan por igual el torcido sentimentalismo del
arqueólogo que la avaricia del financiero, ya que ambos saquean y afrentan, con innegable arrogancia
colonial, el legado cultural y espiritual del antiguo Egipto. No en vano, la momia es controlada por
Hasmid (Roger Delgado), un árabe contrario al expolio extranjero. Un expolio que, huelga decirlo,
es el origen de toda una leyenda.
LA MALDICIÓN DE LA MOMIA
Relatos de horror sobre el antiguo Egipto
El breve texto que hemos incluido en esta antología de relatos fantásticos sobre momias
corresponde a uno de los ciento treinta y siete capítulos o, mejor dicho, sortilegios / hechizos (rau),
que componen el Papiro de Nu, el cual, a su vez, forma parte de los cinco papiros que integran El
Libro de los Muertos egipcio. A saber: el Papiro de Ani —la versión más conocida y más completa
del Libro de los Muertos, destacando su longitud, 23,6 metros, y cuyo autor fue el escriba real Ani
(XIX Dinastía)—, el de Aufanj, el de Iuya y el de Ja. El Libro de los Muertos, llamado por los
antiguos egipcios Libro para salir al día, es un denso tratado funerario constituido por una
heterogénea colección de exhortaciones religiosas, oraciones, rituales mágicos, ceremonias
purificadoras y reflexiones teológicas, además de todo tipo de consejos prácticos de corte más
mundano —desde técnicas de caza hasta prácticas sexuales…—, cuya función era ayudar al difunto a
superar el juicio de Osiris —quien decidía si el fallecido había llevado una vida virtuosa en la
Tierra y, por consiguiente, merecía ser recompensado con la vida eterna— y, sobre todo, asegurarle
su inmortalidad en el Más Allá. Su título actual, El Libro de los Muertos, suele atribuirse a su primer
editor y traductor, el egiptólogo alemán Karl Richard Lepsius (1810-1884), quien lo publicó en 1842
como Das Todtenbuch der Ägypter. Aunque, con toda probabilidad, su verdadero origen derive del
nombre que los profanadores de tumbas dieron a tales papiros, colocados siempre dentro del
sarcófago, junto a la momia: «Kitab al-Mayitun», que en árabe significa «Libro del difunto».
Por más que la aparición de El Libro de los Muertos data del Reino Nuevo —entre la XVIII y
XXI Dinastía (1550-1069 a. C.)—, para encontrar sus primeros esbozos hay que remontarse a los
llamados Textos de las Pirámides —repertorio de conjuros grabados en piedra con la intención de
ayudar al difunto faraón en la Otra Vida— que los sacerdotes transcribieron por primera vez durante
el Reino Antiguo —periodo que abarca las catorce primeras dinastías, entre 3200 y 1750 a. C., y que
alumbró la construcción de las grandes pirámides de la IV Dinastía, las de Keops, Kefrén y
Micerinos…— y, posteriormente, a los Textos de los Sarcófagos. Éstos se popularizaron a lo largo
del Reino Medio (1750-1550 a. C.), época en la que el pueblo consiguió el derecho a ser enterrado
en sarcófagos y emplear los textos antes reservados únicamente a la nobleza. Los escritos, en su
mayor parte realizados en jeroglífica cursiva o hierática, son de inspiración solar y osiríaca.
El hechizo que aquí reproducimos fue uno de los que más excitó la imaginación de los primeros
egiptólogos en el siglo XIX en lo referente a «la maldición de la momia», llegando a creerse en un
principio que los papiros hallados junto a los cadáveres embalsamados de reyes, reinas, sacerdotes,
altos funcionarios e, incluso, de plebeyos, eran un sanguinario anatema capaz de romper las barreras
del tiempo y del espacio. Por eso, lo que parece ser una jaculatoria para exorcizar cualquier
pensamiento o deseo maligno del cuerpo y del alma del finado, se interpretó como una amenaza
sobrenatural para todos aquellos que manipularan y/o deterioraran una momia. A todo ello se añadió
el peculiar detalle que ostentan los Papiros de Nu (catalogados y archivados en el British Museum
con el nº 1047), pues entre sus jeroglíficos se observa claramente uno de los iconos más
representativos del Mal según la tradición religiosa judeocristiana, una serpiente llamada Sata
(¿Satanás?) a la que acompaña la siguiente letanía: «Yo Soy la Serpiente Sata, pródiga en años.
Fallezco y nazco cada día. Soy la Serpiente Sata que mora en los confines de la Tierra. Muero y
renazco, y me renuevo y llego a la juventud todos los días». En realidad, Sata —que significa «Hijo
de la tierra»— es una forma del Sol y uno de los varios aspectos de la gran serpiente primordial,
fuente de la vida.
[26]
DE LAS REMINISCENCIAS DEL DEMONIO
(Del Papiro de Nu, Museo Británico, nº 10.477, hoja 8)[27]

Capítulo de la expulsión por la boca de las reminiscencias del Demonio.

El superintendente del palacio, el canciller jefe, Nu[28], hijo de Amen-Hotep[29], en su calidad de


triunfal superintendente del palacio y canciller jefe, dice:

Te invoco, a ti que cortas las cabezas y haces una incisión en las cejas, a ti que extraes la
reminiscencia de los actos diabólicos de la boca de las gentes de Khus[30], que los despojas del
encantamiento en que han caído, te invoco para que no me mires con los mismos ojos con que
contemplas a dichas gentes. Levántate sobre tus piernas y deja que tu rostro te preceda y se vea,
pues tu majestad sí puede ser vista por los divinos matarifes del dios Shu[31] que han venido
contigo para cortarme la cabeza y hacer una incisión en mis cejas, obedeciendo al violento
mensaje de tu Señor, para que así se vea y oiga lo que dices. Haz que las reminiscencias del
Demonio salgan por mi boca; pero no me cortes la cabeza ni me hagas una incisión en las cejas;
haz sólo que mi boca no suelte las maldiciones demoníacas con que he sido encantado, como tú
mismo lo estás; no me hagas lo que has hecho con las gentes de Khus poseídas por el Demonio. Ve
y habla con la divinidad Isis y dile que fuiste tú quien extrajo de la boca de Osiris las
reminiscencias del Demonio que lo atraparon por culpa de Suti[32], su enemigo, diciéndole: «Deja
que tu cara se vuelva a tu interior y mira de frente ese rostro como una llamarada del Ojo de los
Cuernos que lucha contra ti desde el interior del Ojo de Tern», y las calamidades de esta noche se
consumirán contigo. Y Osiris se retractó, porque tu abominación estaba en él; y tú te retractaste,
porque su abominación estaba en ti. Y yo también me retractaré, porque tu abominación está en
mí. Y tú te retractarás, porque mi abominación está en ti. Querrías volver a poseerme, Demonio,
pero te digo que no podrás, porque ya me llega el fin y diré a los matarifes del dios Shu:
¡Adelante!
Charles Grant Bairfindie Allen nació en Kingston, Ontario (Canadá). Hijo de un pastor
protestante inglés de ascendencia irlandesa y de una mujer pequeño-burguesa de origen
francocanadiense, Grant Allen cursó estudios primarios y secundarios en Estados Unidos, Francia e
Inglaterra. Sin embargo, a la hora de completar su formación universitaria no lo tuvo tan fácil, pues
su primera esposa padeció una grave enfermedad que le provocó una invalidez permanente, y los
recursos económicos de la pareja eran escasos. Graduado en el Merton College (Oxford), Allen fue
nombrado profesor de filosofía en una nueva universidad para negros de Spanish Town (Jamaica),
que pronto cerró sus puertas por falta de estudiantes. En 1876 regresó a Inglaterra y se dedicó
profesionalmente a escribir, cultivando con éxito la narrativa, la poesía, el ensayo de divulgación
científica, campo en el que recogió sus primeros reconocimientos académicos por sus trabajos
Physiological Aesthetics (1877) y Flowers and Their Pedigrees (1884), donde recuperó las
originales teorías darwinistas aplicadas a diferentes campos de las ciencias naturales, alejándose de
la llamada psicología asociacionista de su amigo, el biólogo y sociólogo británico Herbert Spencer
(1820-1903).
Pero sería en el terreno de la narrativa donde Grant Allen alcanzó sus mayores logros literarios y
filosóficos. Entre 1884 y 1899 escribió cerca de treinta novelas, siendo The Devil’s Dio (1888) su
primer triunfo crítico, mientras que The Woman Who Did (1895) generó un notable succés de
scandale por su audaz tratamiento de la sexualidad femenina —el autor contaba la historia de una
mujer independiente que decide voluntariamente tener un hijo fuera del matrimonio—. Una audacia,
por otra parte, inconcebible unos años antes, cuando Allen manifestaba en su artículo “Plain Words
on the Woman Question” (1889) que la soltería femenina o el rechazo de la maternidad no habían de
considerarse algo normal en las mujeres, quienes deberían avergonzarse cuando aseguraban que no
deseaban casarse ni ser madres… Y es que, a pesar de su educación religiosa, el escritor se
convirtió en un convencido socialista y en un militante agnóstico. Así pues, no debe sorprendernos
que firmara el polémico libro The Evolution of the Idea of God: an Inquiry into the Origins of
Religion (1897), en cuyas páginas exponía una teoría de la religión de líneas heterodoxas, de clara
inspiración darwinista. Semejante teoría, muy influida también por las ideas de Herbert Spencer,
tuvo, empero, una notable repercusión en su época, siendo citada en sus escritos por el etnólogo
francés Marcel Mauss (1872-1950) y el psiquiatra alemán Sigmund Freud (1856-1939).
En sus novelas y relatos, Grant Allen cultivó con indiscutible destreza todos los géneros. En
efecto, se le considera el precursor de la ciencia-ficción en Canadá con la novela The British
Barbarians (1895), una historia sobre viajeros del tiempo publicada el mismo año que La máquina
del tiempo (The Time Machines) de H. G. Wells, pero desde unos planteamientos dramáticos
radicalmente distintos, menos apocalípticos y aventureros. Y no conviene olvidar su notorio relato
“La catástrofe del valle del Támesis” (The Thames Valley Catastrophe), que vio la luz en la revista
The Strand, en 1901, donde Allen nos cuenta, con todo lujo de detalles cruentos, la destrucción de
Londres debido a una violentísima erupción volcánica que sepulta la gran metrópoli bajo toneladas
de ceniza, como si de una nueva Pompeya se tratase. También suele ser considerado por algunos
ensayistas especializados en novela detectivesca como uno de sus más reputados precursores, sobre
todo a causa de un personaje al que llamó Coronel Clay, el protagonista de An African Millionaire:
Episodes in the Life of the Illustrious Colonel Clay (1897): Clay era un sofisticado ladrón de guante
blanco en quien se inspiró descaradamente Maurice Leblanc (1864-1941) para construir a su
celebérrimo Arsène Lupin.
Por eso, resulta curioso que Grant Allen, hombre de vasta cultura, grandes inquietudes literarias y
nulos prejuicios en lo referente a la noblesse artística de ciertos géneros, escribiera sus relatos
fantásticos parapetado tras el pseudónimo de J. Arbuthnot Wilson. Bajo esta identidad publicó
“Wolverden Tower” —atmosférica y muy poética historia de fantasmas aparecida en noviembre de
1896 en The Illustrated London News— y, sobre todo, “Mi noche de año nuevo entre las momias”
(My New Year’s Eve Among the Mummies), publicada en 1878 en el Belgravia Christmas Annual.
Aquí, el narrador explica sus aventuras cuando descubre la entrada secreta de una pirámide y, tras
una larga exploración, se topa con el faraón Thutmes y su corte de momias celebrando una elegante
cena; después de algunos problemas iniciales de comunicación, la hija del faraón, Hatasu, le aclara
que, como los habitantes de Brigadoon —la fantasmagórica aldea escocesa del siglo XVIII que
solamente se hace visible a los mortales una vez cada cien años—, las momias de la pirámide
regresan a la vida por un día y una noche, cada mil años, para oficiar ese banquete —… y después
nos vamos a dormir otro milenio, dice—, pero la trama se complica cuando el narrador se enamora
de la difunta… Pero ¿es todo una alucinación? Grant Allen impregna su relato de un humorismo muy
del gusto inglés —con constantes alusiones irónicas al choque entre Oriente y Occidente, al
colonialismo, a la política interna británica, a los discutibles logros de la revolución industrial—, no
exento de esporádicos toques de ternura —hacia las momias— que, al final, desemboca en una
velada crítica hacia la sociedad materialista y racionalista de su tiempo, desmarcándose
abiertamente de los artificios más recurrentes del género y convirtiendo “Mi noche de año nuevo
entre las momias” en una auténtica delicia.
MI NOCHE DE AÑO NUEVO ENTRE LAS MOMIAS
(My New Year’s Eve Among the Mummies, 1878)[33]

Durante muchos y muy buenos años anduve dando tumbos por toda la faz de la tierra, y en ese
tiempo de vagabundeo viví, ciertamente, aventuras extrañas. Pero puedo asegurar que nunca sufrí
veinticuatro horas como las que pasé hace unos doce meses en la gran pirámide de Abu Yilla.
La manera en que fui a parar allí fue de por sí extraña. Había llegado a Egipto para pasar unas
vacaciones invernales con los Fitz-Simkinses, con cuya hija, Editha, estaba comprometido por aquel
entonces. Seguramente recordarán ustedes que los Fitz-Simkins regentaron desde antiguo la
importante firma de excelentes vinateros Simkinson & Stokoe, pero cuando el más veterano de los
socios se retiró del negocio y aspiró a convertirse en caballero, el Colegio de Heráldica descubrió
oportunamente que sus antepasados habían cambiado su ilustre apellido normando, Simkinses, por el
equivalente inglés, Simkins, allá por los tiempos del rey Ricardo I, por lo que el anciano caballero
fue autorizado prestamente a recuperar el patronímico que con tanta gallardía habían llevado sus
antecesores. No deja de sorprender, por lo demás, la cantidad de veces que se dan hechos semejantes
en el Colegio de Heráldica.
Por supuesto que mi relación con una familia tan distinguida era algo de gran importancia para un
simple abogado como yo —que había hecho una pequeña fortuna con mis negocios de seguros en
Sudamérica, lo que me permitía afrontar en parte los avatares de mi precariedad como escritor
satírico—, habida cuenta de la fortuna que, en su calidad de heredera, correspondía a Editha Fitz-
Simkinses. A decir verdad, la chica era todo un partido. Pero no es menos cierto que había conocido
a otras chicas que también eran un buen partido, y a las que sólo su renta de cuarenta mil libras
convertía automáticamente en ladies. Editha no era así. Y si los viejos Fitz-Simkinses aceptaron
nuestro compromiso fue sólo porque Editha se había enamorado de mí hasta las orejas… Por eso
flirteamos abiertamente, y acaso desesperadamente, en Scarborough durante el verano, algo que sin
duda difícilmente hubiera aceptado el viejo sir Peter en otras circunstancias. Fui a Egipto con ellos,
pues, para asegurarme mi inversión, en cierto modo, y para hacerme todo lo grato que pudiera a ojos
de mi futura suegra, cuyos pulmones, por otra parte, requerían al parecer de un clima más cálido,
aunque para mí que su capacidad pulmonar era más que notable.
En cualquier caso, debo decir que mis expectativas amorosas no se cumplieron. Editha acabó
suponiéndome menos ardiente que el fiel y devoto escudero que había querido ver en mí, y justo en la
última noche del año tuvimos una pelea de novios porque, por la tarde, me había largado del barco
con nuestro guía a un Ghawázi, uno de esos sitios de bailarinas que había en un pueblo cercano.
Cómo pudo enterarse Editha de aquello es cosa que sólo Dios sabe, porque había dado al golfo
Dimitri cinco piastras para que guardara silencio; pero lo cierto fue que se enteró de alguna manera,
tomándoselo como una ofensa de primera magnitud, como un pecado mortal que sólo podía expiarse
con tres días de penitencia y humillación.
Aquella noche me fui a la cama, lo que es decir a una tumbona en la cubierta del barco, con
sentimientos que no eran precisamente de satisfacción. Habíamos atracado en la orilla de Abu Yilla,
el más pestilente agujero que hay entre las cataratas y el delta del Nilo. Los mosquitos eran allí aún
peores que los del resto de Egipto, algo fantástico, como se ve. El calor resultaba ciertamente
insoportable incluso de noche, y de los lechos de loto brotaba la malaria de manera tan palpable que
parecía neblina. Para colmo, no paraba de preguntarme si Editha Fitz-Simkinses no se me habría
escurrido entre los dedos definitivamente. Me sentía débil y enfebrecido, pero así y todo tampoco
podía dejar de pensar en cierta y adorable bailarina, la pequeña Gháziyah, que danzaba de manera
exquisita, maravillosa, deliciosa y arrebatada, aquellas danzas orientales que le había visto por la
tarde.
Juro por lo más sagrado que era una criatura bellísima. Tenía los ojos como dos lunas llenas, los
cabellos como el Penseroso de Milton, y se movía como si interpretase un poema de Swinburne. Si
Editha empezaba a ser el lánguido retrato de una mujer, juro que me había enamorado de Gháziyah.
Pero volvían una y otra vez los mosquitos… Buzzz… Buzzz… Buzzz… Podía clasificarlos según
el ruido que hacían; me decidí por uno que era algo así como la prima donna de aquella ópera
infernal, y lo maté… Maté a la prima donna. Pero entonces entraron en escena mil intérpretes más. Y
las ranas croaban también incesantemente entre los juncos y las cañas de la orilla. La noche era cada
vez más calurosa, espantosamente calurosa. No podía seguir allí. Me levanté, me vestí rápidamente y
salté a tierra firme para hacer algo, cualquier cosa, mientras dejaba pasar el tiempo.
No muy lejos, en plena llanura, se alzaba la gran pirámide de Abu Yilla. Iríamos a visitarla al día
siguiente para subir a la cúspide. Bueno, era el momento de echar un vistazo, de hacer un
reconocimiento sobre el terreno. Caminé bajo la luz de la luna con el alma dividida entre Editha y
Gháziyah mientras me aproximaba a la gran mole de piedra, a los antiquísimos bloques de granito
que resaltaban contra la palidez del horizonte terrenal. Me sentía a medias dormido y a medias
despierto, pero enfebrecido en cualquier caso. Llegué a la base de la pirámide sumido en una especie
de abandono a mi suerte, con la vaga idea de encontrar acaso la muy secreta y bien sellada entrada en
cuyo descubrimiento habían fracasado un sinfín de exploradores pertinaces y los más reputados
egiptólogos.
Mientras caminaba a lo largo de la base recordé aquel pasaje de Heródoto en el que narra, cual
si una de las mil y una noches se tratase, cómo el rey Rhampsinirus[34] construyó un lugar en el que
guardar sus tesoros, al que se accedía merced a una gran piedra que pivotaba para girar como si
fuese una puerta, y recordé igualmente que el arquitecto al que el rey encargara la construcción había
hecho una trampilla a través de la cual robar el oro. Supuse, pues, que la entrada a la pirámide no
sería otra que una semejante al tipo de puerta ya dicho. No dejaba de tener su gracia que fuera yo
quien la encontrase.
Estaba al amparo de la luz de la luna, cerca del ángulo de la gran pirámide que apunta al
nordeste, en el duodécimo bloque de piedra desde dicho ángulo. De manera totalmente fortuita,
aunque acaso llevado de algún tipo de intuición desde luego fantástica, empujé ese bloque de piedra
en su lado izquierdo. Lo hice con todo mi peso, tratando de que girase sobre un pivote imaginario…
¿Sería cierto que había conseguido moverla poco menos de una pulgada? No, será sólo cosa de mi
fantasía, me dije… Lo intentaré de nuevo… ¡Pero si se mueve! ¡Por la gracia de Osiris que se ha
movido una pulgada, o más! Mi corazón se aceleraba, no sé si por la fiebre o la excitación que
sentía, y lo intenté por tercera vez… De repente los largos siglos que habían caído sobre el pivote
del bloque de piedra se deslizaron suavemente y la piedra giró sobre aquel eje para ofrecerme el
acceso a un pasaje bajo y oscuro.
Era cosa de locos atreverse a entrar en aquel pasaje prohibido, solo, sin una antorcha, sin una
caja de fósforos siquiera, y encima a aquellas horas de la noche… Pero lo hice. El pasaje tenía la
altura y la anchura justas para que un hombre de complexión y talla normales pudiera caminar sin
doblarse, y sentí al tacto que las paredes eran de granito muy pulimentado; también me percaté de que
el suelo se inclinaba levemente en un descenso continuado. Seguí adentrándome en el pasaje con el
corazón trepidante y los pasos inseguros, hasta avanzar unas cuarenta o quizá cincuenta yardas, en
dirección a lo que suponía yo habría de ser el misterioso vestíbulo, pero entonces me topé con otro
gran bloque de piedra. Ya había tenido bastante, era suficiente por aquella noche, así que me decidí
por regresar al barco para disfrutar tan contento de lo que había descubierto, pero algo, un hecho
perfecta e increíblemente milagroso, atrapó por completo mi atención.
Aquel bloque de piedra que cerraba el pasaje se hizo visible como lo que era, un gran bloque de
piedra, un cuadrado exacto, por una luz que se filtraba por cada uno de sus lados, como si albergase
en su interior una lámpara o una llama… Pero… ¿y si el bloque de piedra no era más que la puerta a
una estancia en la que se guareciera una banda de salteadores? La luz que se filtraba por los cuatro
lados del bloque no dejaba lugar a la duda acerca de la presencia humana en la pirámide… Pero, por
otra parte, la puerta exterior, el bloque de piedra anterior, había pivotado sobre su eje como si
llevara siglos sin hacerlo… Me debatía en la duda y en el miedo, hasta que opté finalmente por
atreverme; así, llevado una vez más de un impulso que no puedo calificar sino como propio de la
insania, apoyé todo mi peso sobre el lado izquierdo del bloque de piedra… Lentamente, poco a
poco, fue pivotando hasta abrirse por completo y franquearme el paso al vestíbulo central.
Nunca podré olvidar mientras viva el terror, el asombro, aquella suerte de desmayo en que me
sentí caer cuando me vi en aquella estancia que parecía encantada. Un gran haz de luz me cegó de
golpe, el que alumbraba la cámara a través de los surtidores para el gas dispuestos regularmente en
ringleras sobre las columnas y paredes de la vasta estancia… Una sucesión de columnas vivamente
pintadas en rojo, amarillo, azul y verde, se sucedían deslumbrantes hacia el fondo. El suelo de sienita
pulimentada reflejaba la esplendorosa iridiscencia de las lámparas, que a su vez resaltaban las
esfinges en granito rojo y púrpura oscuro de Pasht, la diosa con cara de gato, que tan bien me eran
conocidas del Louvre y del Museo Británico. Pero realmente no tenía ojos para la contemplación
detenida de tales maravillas, pues en realidad todo en sí me maravillaba, me dejaba atónito… Y más,
la visión que tuve al instante: la de un rey vivo y mitrado, rodeado de su corte, que celebraba en
carne y hueso un banquete sentado en su trono, ante el cual tenía una mesa servida con las mayores
delicias de Menfis.
Me detuve, transfigurado por el miedo y la admiración, como si mi lengua y mis pies hubieran
olvidado para qué estaban hechos, como si mi mente diera vueltas sobre sí misma, de manera
semejante a como lo hacía en tiempos en Cambridge después de participar en un torneo de lucha.
Traté de observar con la mayor atención, no obstante, aquel cuadro que se desarrollaba ante mí, pero
no podía sino hacerme de manera confusa con los detalles del mismo; en el fondo era incapaz de
entenderlo o de quedarme con lo más significativo del mismo. Veía al rey en su trono de granito con
incrustaciones de oro y marfil, en el justo centro de aquella estancia, tocada su cabeza con la
inequívoca corona de Ramsés, con los cabellos rizados cayéndole delicada y armónicamente sobre
los hombros. Veía también a los sacerdotes y a los guerreros a cada lado del rey, vestidos tal y como
se los representa en nuestras más reseñables colecciones museísticas, mientras vírgenes de piel
broncínea que lucían collares sobre el torso desnudo y que posaban de manera realmente pintoresca,
aguardaban medio desnudas a que se les pidiese que sirvieran algo más en la mesa del rey, tal y
como las hemos visto en las pinturas murales de Karnak[35] y Syene[36]. Y vi también a las damas de
la corte vestidas de lino de pies a cabeza, comiendo juntas más allá, en una mesa separada de la del
rey, mientras unas bailarinas que no podían por menos que recordarme a mis amigas del Ghawázi, se
contoneaban a un lado en actitud tan extraña como llamativa mientras cuatro arpistas hacían música.
En resumen, era como si viese en un sueño la representación vivida de una jornada en la vida de un
rey egipcio, una representación que se desarrollaba ante mis ojos con personajes reales y con la
escenografía más propia y verídica.
A medida que iba observando todo aquello con mayor tranquilidad, me di cuenta de que mis
anfitriones no se extrañaban ante mi presencia, que debería haberles resultado una auténtica ucronía,
cuando yo sí me extrañaba, por el contrario, de aquella visión anacrónica que se ofrecía a mis ojos.
Un momento después cesaron la música y la danza. El banquete también pareció cesar allí, y el rey y
sus nobles se levantaron sin mostrar en momento alguno extrañeza por la presencia allí del intruso
que era yo.
Pocos minutos después se levantaron todos para ir hacia la salida. Finalmente, una joven de
aspecto majestuoso, extraña y singularmente parecida a la hermosa Gháziyah de Abu Yilla, y también
a la hermosa doncella que ríe en el cuadro de Mr. Long que cuelga en la Academia, salió de entre
ellos y se acercó a mí.
—¿Puedo preguntarte —rae dijo en egipcio antiguo— quién eres y por qué has venido a
molestarnos?
Nunca hubiera supuesto que podía entender y hasta hablar la lengua de los jeroglíficos, pero no
tuve la menor dificultad para comprenderla, ni para responder a la pregunta que me hacía. A decir
verdad, el egipcio antiguo, una lengua realmente difícil de descifrar en su forma escrita, resultaba
sencillo en su manera oral, más que nada porque era expresado por los adorables labios de aquella
princesa faraónica. Todo sonaba como en un susurro, como la j inglesa susurrada veloz y
repetidamente, sin vocales.
—Te pido mil perdones por mi intrusión —dije con un sincero tono de disculpa—, pero no
suponía que esta pirámide estuviese habitada; de haberlo sabido, te aseguro que no hubiese entrado
en vuestra morada de manera tan inelegante y ruda… En cuanto a lo que quieres saber, te diré que soy
un turista inglés; en esta tarjeta viene mi nombre, mira —le dije en tono conciliador, alargándole una
de mis tarjetas, que por suerte llevaba en mi bolsillo. La princesa miró atentamente la tarjeta, aunque,
como es lógico, no entendió nada y seguí—: En justa correspondencia, ¿puedo preguntarte quién es la
augusta presencia que veo aquí, tras el venturoso accidente que me ha traído hasta vosotros?
Entonces hizo acto de presencia un noble de la corte, que me dio en tono heráldico esta respuesta:
—La augusta presencia del ilustre monarca que es hermano del sol, Thutmes XXVII, rey de la
XVIII dinastía.
—¡Saluda al Señor del mundo! —me ordenó otro noble en el mismo tono.
Hice una inclinación de cabeza y me aparté, dispuesto ya a irme, pero mis modales no eran al
parecer los propios de la cortesía egipcia, porque la belleza de mujer con la que antes había hablado
me miró con ojos de furia y expresó su indignación al momento… El rey, sin embargo, sonrió desde
donde se hallaba y, volviéndose al noble que tenía más cerca, dijo con una voz muy dulce:
—Este extraño, Ombos[37], es una persona realmente curiosa… Su aspecto no es el de un etíope,
o el de cualquier otro salvaje, pues se parece algo a esos marinos de rostro pálido que llegan hasta
aquí de la Acaya[38], desde más allá del mar… Sus maneras no son muy distintas a las suyas, pero su
forma de vestir, tan alejada del buen gusto, demuestra a las claras su pertenencia a cualquier otra raza
de bárbaros.
Me miré para comprobar que vestía, simplemente, como es usual entre los turistas; con un traje a
propósito, a medias gris y a medias color barro, hecho a la medida por un sastre de la Bond Street,
nada de particular… Tampoco era cosa de ir con un traje de tweed… Es evidente que estos egipcios
tienen unos standards de elegancia bajo los cuales les resulta imposible apreciar la gracia y la
belleza del atuendo masculino.
—Si me permite Su Majestad hacer una sugerencia, aunque sea yo menos que el polvo que hay
bajo vuestros pies —dijo el noble al que se había dirigido el rey—, diré que acaso sea este hombre
un extranjero que nos visita desde las tierras sin civilizar del norte… La prenda para cubrirse la
cabeza que lleva en sus manos demuestra su origen septentrional.
Había hecho intención de darme la vuelta y largarme de allí cuando vi aquel cuadro, y ahora
pensaba lo mismo, pero igual que entonces me sentía atónito, incapaz de reaccionar, en una situación
realmente incómoda, apretando mi sombrero contra el pecho como si fuese un escudo protector.
—Dejemos que el extranjero se cubra —dijo el rey.
—¡Bárbaro intruso, cúbrete! —me ordenó uno de los heraldos.
Me di cuenta de que el rey nunca se dirigía directamente a nadie, salvo si de alguno de sus nobles
se trataba.
Me puse el sombrero para complacerle.
—Ahí tenemos la tiara más vulgar, incómoda y estúpida que jamás hayamos visto —dijo el gran
Thutmes[39].
—En nada se parece, Majestad, a vuestra corona, que es la propia de un León de Egipto —dijo
Ombos.
—Preguntad al extranjero su nombre —dijo el rey.
Aquí no se estilaba lo de dar una tarjeta de visita, como ya se ha visto, así que dije mi nombre
claro y alto.
—Un nombre extraño e impronunciable —dijo el rey al gran chamberlain, que estaba a su lado
—. Estos salvajes hablan lenguas realmente raras, que no tienen nada que ver con las floridas lenguas
de Memnon[40] y Sesostris[41].
Asintió el chamberlain ante las palabras del rey, y para reafirmar su asentimiento le dedicó tres
genuflexiones. Debo admitir que comencé a sentirme un tanto avergonzado por lo mucho que me
ridiculizaban e incluso sentí que me ruborizaba.
La bellísima princesa, que se hallaba muy cerca de mí mientras todo aquello sucedía, adoptando
una actitud que la semejaba a una estatua, parecía ansiosa, sin embargo, por cambiar el curso de la
conversación.
—Padre querido —dijo haciendo una respetuosa inclinación hacia el rey—, seguro que este
extranjero, a fuer de bárbaro, no comprende las alusiones que hacemos a su manera de vestir ni a su
aspecto… Demostrémosle, pues, cuán grandes son nuestra gracia y delicadeza, cuán grande es, en
suma, el refinamiento egipcio… Quizá pueda llevar después, a las salvajes tierras del norte, los ecos
de nuestra cultura tan llena de belleza.
—Lo que dices carece por completo de sentido, Hatasu[42] —dijo Thutmes XXVII—. Los
salvajes no tienen sentimientos, por lo que resultan incapaces de apreciar la sensibilidad egipcia,
como una multitud gritona es incapaz de apreciar la digna reserva y el silencio de los cocodrilos
sagrados.
—Me temo que Vuestra Majestad está en un error —dije, pues iba recuperando el dominio de mí
mismo poco a poco, como es propio de un inglés libre que se halle ante la corte de cualquier
déspota, aunque tenía que observar la mayor moderación en mis apreciaciones, pues no teníamos
Consulado Británico alguno que nos representase en la pirámide—. Soy un turista inglés, un visitante
venido de un país moderno cuya civilización es muy superior a la de esa cultura brutal propia del
antiguo Egipto. Estoy acostumbrado, pues, a que se me respete allá donde vaya, como ciudadano del
país que detenta la primera potencia naval del mundo.
Mi respuesta causó una profunda impresión.
—¡Se ha dirigido al hermano del sol! —exclamó Ombos, evidentemente anonadado—. ¡O es de
sangre real en su tribu, o nunca se hubiese atrevido a hacerlo!
—¡Nada de eso! —gritó un hombre al que, por sus vestiduras, reconocí como un sacerdote—.
¡Ofrezcámosle en sacrificio a Amon-Ra inmediatamente!
Por lo general soy una persona respetable y reflexiva, pero ante unas circunstancias tan
alarmantes no tuve más remedio que adoptar un aire de gran dignidad y exagerar la nota, ser aún más
osado.
—Soy el hermano menor de nuestro rey —dije sin dudar un instante, pues no había nadie allí que
pudiera llevarme la contraria, aunque quise salvaguardar mi conciencia diciéndome que por nada del
mundo quería hacer otra cosa que no fuera reclamarme consanguíneo de un personaje puramente
imaginario[43].
—En ese caso —dijo el rey Thutmes con una mayor vehemencia en el tono—, no hay nada que
impida que me dirija a ti personalmente… ¿Por qué no te sientas a mi lado en la mesa, y
conversamos así sin que nada interrumpa el banquete bajo ninguna circunstancia? Hatasu, hija
querida, tú deberás sentarte también al lado del príncipe bárbaro.
Percibí la leve turbación que provocaba en todos los presentes la magnanimidad del rey cuando
tomé asiento a su diestra. Los nobles volvieron a ocupar el lugar que les correspondía a la mesa, las
camareras de piel broncínea permanecían a respetuosa distancia, firmes como soldados en
formación, y a una seña del rey abandonaron aquella hierática actitud para servir a tan alta
personalidad como era yo a sus ojos, carne, pan, fruta y vino de dátiles.
En todo momento, como es natural, ardía yo en deseos de saber quiénes eran mis extraños
anfitriones y cómo habían logrado preservar su existencia a través de los siglos en aquella cámara
sin descubrir. Pero tenía que esperar a que Su Majestad quedara satisfecha con lo que yo le refería
acerca de mi nacionalidad, la manera en que había accedido a la pirámide, y acerca también de un
sinfín de cosas que pasaban en el mundo por aquel tiempo. Thutmes, no obstante, se negaba a aceptar
que nuestra civilización fuera superior a la egipcia, porque, decía, «veo por tu forma de vestir que tu
nación carece por completo de inventiva y buen gusto». No obstante, escuchaba con interés
mayúsculo lo que le decía yo a propósito de la sociedad moderna, de nuestras máquinas de vapor, de
nuestra permisividad, del telégrafo, de la Cámara de los Comunes, de la autonomía irlandesa, y de
otras cuantas bendiciones más de nuestra era; también escuchó con sumo interés lo que le conté de la
historia de Europa, desde su amanecer con los griegos hasta la guerra entre Rusia y Turquía.
Finalmente se cansó de hacer más preguntas, lo que aproveché para hacer yo las mías.
—Ahora —dije volviéndome hacia la encantadora Hatasu, a quien suponía mejor y más
placentera informadora que su padre— me gustaría saber quiénes sois.
—¿Es que no lo sabes? —dijo realmente sorprendida—. Bueno, verás… Somos momias.
Lo dijo con un tono tan natural, de manera tan despreocupada, que parecía haber dicho «somos
franceses», o «somos americanos». Miré entonces a mi alrededor y vi que, tras las columnas, cosa de
la que hasta entonces no me había percatado, había un buen número de sarcófagos abiertos y con la
tapa cuidadosamente puesta a un lado.
—¿Y qué hacéis aquí? —pregunté un tanto atemorizado.
—¿Es posible —dijo Hatasu— que desconozcas el objeto del embalsamamiento? La verdad es
que, a primera vista, pareces un hombre agradable y bien alimentado, pero excúsame decirte que eres
un completo ignorante… Estamos momificados para preservar nuestra inmortalidad… Una vez, cada
mil años, despertamos durante veinticuatro horas en carne y hueso, y nos regalamos con un banquete
a base de las viandas que nos dejaron en la pirámide, con los platos más apreciados por las
momias… El de hoy es el primer día del milenio, motivo por el que hemos despertado de nuestro
sueño… Es la sexta vez que lo hacemos desde que fuimos embalsamados.
—¿La sexta vez? —dije incrédulo—. Eso quiere decir que llevas muerta seis mil años…
—Así es.
—¡Pero si entonces no existía el mundo! —exclamé pleno de un horror de lo más ortodoxo[44].
—Perdóname, príncipe bárbaro… El de hoy es el día primero del trescientos veintisiete mil
milenio.
Mi ortodoxia sufrió un severo shock. Sin embargo, no me eran del todo extraños los cálculos
geológicos, por lo que aceptaba la antigüedad de la presencia del hombre sobre la tierra. Así que
tuve que aceptar sus palabras sin más.
—¿Entonces os levantáis sólo un día y una noche? —pregunté.
—Sólo un día y una noche… Después dormiremos durante otro milenio.
—Salvo si ardes como el fuel del ferrocarril de El Cairo —dije casi para mis adentros y añadí
en voz alta—: ¿Y cómo hacéis para lograr esta luz que hay aquí?
—La pirámide se construyó sobre una bolsa de gas. Tenemos nuestra reserva de gas a un lado de
la cámara, donde se almacena durante mil años. Y tan pronto como despertamos, abrimos las espitas
para que salga, prendiéndolo al momento para que luzca como los fósforos de Lucifer.
—Hasta donde yo sé —dije—, en el antiguo Egipto no se conocían los fósforos…
—Claro que no… Pero, como dijo el bardo de Phike, hay más cosas en el cielo y en la tierra,
Cefrenes, de las que puede soñar tu filosofía[45].
A través de mis preguntas conseguí saber más secretos de aquella extraña pirámide, en parte casa
y en parte tumba, cosa que me mantuvo muy entretenido hasta que acabó el banquete. Entonces, el
supremo sacerdote se levantó, dio un trozo de carne al dios cocodrilo, que estaba meditabundo junto
a su sarcófago, y dijo que se acababa el festín de aquella noche. Todos nos levantamos de nuestros
asientos, caminamos un poco por la cámara y por los pasillos adyacentes, e hicimos pequeños grupos
que conversaban a la luz tan brillante de las lámparas de gas.
Yo me fui después con Hatasu hasta el lugar menos iluminado de la cámara, junto a la hilera de
columnas tras la cual estaban los sarcófagos, y me senté en una fuente de mármol en la que había
varios peces (dioses de gran santidad, me aseguró Hatasu que eran) que jugaban entre sí. No sé
cuánto tiempo estuvimos allí sentados, pero sí recuerdo que hablamos de los peces, y de los dioses, y
de las costumbres egipcias, y de la filosofía egipcia… y sobre todo, de las maneras egipcias del
amor… Esto último, sin duda, fue lo que nos pareció más interesante, y cuando nos entregamos a ello
fervientemente no hubo nada que nos interrumpiera. Hatasu tenía una figura magnífica, alta,
majestuosa, levemente oscuros los brazos y el cuello, como de bronce luminoso; sus ojos negros
estaban llenos de ternura y sus largos cabellos quedaban recogidos en un tocado egipcio espléndido,
perfectamente armónico con su talla y su vestido. Cuanto más hablábamos, más desesperadamente me
enamoraba de ella y más me olvidaba de Editha Fitz-Simkinses, la fea hija de un rico, de un
caballero advenedizo, que tantos aires se había dado conmigo, y que no era nada en comparación con
aquella princesa, con aquella egipcia de sangre real, tan sensible a las atenciones que yo le
demostraba; tan sensible que me correspondía con mucho más que una sonrisa recatada y una gracia
más bien modesta.
Bien, seguí diciendo cosas muy bonitas a Hatasu, y ella las aceptaba maravillosamente, y me las
devolvía, aunque en una deprecación, como quien dice «en realidad no quiero decir lo que estoy
diciendo», hasta que al fin hube de aseverar que ambos éramos presos de esa enfermedad del
corazón a la que llamamos amor, cosa por otra parte lógica entre dos jóvenes como nosotros que
congenian. Más aún, cuando Hatasu consultó su reloj —algo que tampoco aceptarán como posible los
egiptólogos, pues dirán que semejante mecanismo no se daba en el Egipto antiguo—, y dijo que sólo
le quedaban tres horas de vida, y que estaría muerta durante otros mil años, me vine abajo… Hube de
sacar mi pañuelo para secarme las lágrimas, pues lloraba como un niño de cinco años.
Hatasu se conmovió profundamente y trató de consolarme con mucha ternura; me quitó el pañuelo
de la cara y dijo con su voz más dulce que había una forma de que pudiéramos disfrutar juntos un
poco más.
—Imagina —me dijo— que te momificas… Despertarías con nosotros dentro de mil años, cada
mil años… En cuanto lo hicieras una vez te parecería la cosa más natural del mundo dormir durante
mil años como quien duerme ocho horas… Naturalmente —añadió tras una pausa en la que vi cómo
se ruborizaba un poco—, durante los tres o cuatro ciclos solares próximos habrá tiempo más que
suficiente para hacer una serie de arreglos antes de que se produzca otra época glaciar.
Aquella forma de observar el paso del tiempo me resultaba realmente novedosa, y un tanto
aterradora, debo decirlo, pues no en vano pertenecía yo a esa clase de gente que cuenta el tiempo por
semanas y meses; por otra parte, tenía una vaga conciencia de que mis relaciones con Editha me
imponían la necesidad de regresar al mundo exterior que me era propio, en vez de convertirme en una
momia milenaria… Y tenía además la sensación de que, si hacía lo que me sugería Hatasu, me
disolvería en el aire como un mero fluido antes de que amaneciese el nuevo día, lo que no dejaba de
causarme temor… Pero entonces miré a Hatasu, en cuyos ojos brillaban lágrimas de emoción, y
aquella mirada me decidió… Opté por olvidarme definitivamente de Editha, de la vida misma, de las
obligaciones contraídas con mis perros, y me dispuse a convertirme en una momia.
No había tiempo que perder. Sólo nos quedaban tres horas, y el proceso de embalsamamiento,
incluso en su forma más rápida, nos llevaría por lo menos dos… Fuimos en busca del sacerdote
supremo, que era quien se encargaba del departamento dedicado a estos asuntos. Accedió de
inmediato a satisfacer mi deseo de convertirme en momia y me explicó brevemente el proceso al que
sería sometido mi cadáver.
Aquella palabra me sobresaltó.
—¡Mi cadáver! —grité—. ¡Pero si estoy vivo! Claro, no podéis embalsamarme mientras viva…
—Sí podemos —dijo el sacerdote—. Con el cloroformo.
—¡Cloroformo! —volví a gritar, cada vez más atónito—. No tenía la menor idea de que los
egipcios lo conocierais…
—¡Bárbaro ignorante! —exclamó el sacerdote torciendo el gesto—. Te crees mucho más
inteligente que nosotros, los auténticos maestros del mundo, pero si estuvieras versado en los
conocimientos que atesoramos los egipcios, sabrías que el cloroformo es uno de nuestros anestésicos
más simples y comunes.
Me puse totalmente en manos del sacerdote. Trajo el cloroformo y lo plantó ante mi nariz,
hallándome tumbado en un blando y cómodo canapé que había en el centro de la estancia. Hatasu
sostenía mi mano entre las suyas y vigilaba mi respiración con ojos expectantes. Vi al sacerdote
cerniéndose sobre mí con una redoma en las manos, y tuve la sensación de oler a mirra y a nardo.
Luego me perdí de mí mismo por unos instantes, y cuando recobré de nuevo mis sentidos, en una
especie de lapso temporal, el sacerdote tenía en la mano un pequeño cuchillo de diorita teñido de
sangre y sentí además que mi pecho estaba abierto. Me aplicaron cloroformo de nuevo. Noté con
cuánto cariño me sostenía Hatasu la mano. Y todo desapareció finalmente de mi vista, como si me
dispusiera a dormir eternamente.
Cuando desperté de nuevo, tuve la impresión de que habían transcurrido mil años y me disponía a
festejar de nuevo con Hatasu y Thutmes en la pirámide de Abu Yilla. Pero una observación más
detenida de lo que me rodeaba me convenció rápidamente de que en realidad estaba tumbado en la
cama de una habitación del Hotel Shepheard de El Cairo. Tenía a mi lado a una enfermera, y no al
sacerdote supremo; tampoco estaba allí Editha Fitz-Simkinses… Quise preguntar algo, pero fui
perentoriamente conminado a guardar silencio, recibiendo por toda respuesta que sufría de fiebre y
que hablar pondría en peligro mi vida.
Semanas más tarde se me informó de los avatares de mi aventura nocturna… Los Fitz-Simkinses,
al no encontrarme en el barco por la mañana, supusieron que habría salido a dar un paseo por la
orilla. Pero tras el desayuno, y tras el almuerzo, y tras la cena, comenzaron a alarmarse pues no me
habían visto en ninguno de esos momentos, y dieron la orden de que se me buscara… Uno de sus
rastreadores vio, al pasar por la pirámide, que uno de sus grandes bloques de piedra estaba
desplazado y daba así acceso a un pasaje oscuro y estrecho, del que nadie sabía nada hasta entonces.
Como le daba miedo entrar, llamó a varios de sus compañeros y se metió allí con ellos, recorriendo
el estrecho pasaje hasta llegar a otra apertura a través de la cual se desembocaba en una amplia
cámara. Allí me encontraron tendido en el suelo, sangrando profusamente por una herida abierta en
mi pecho, y consumido por la fiebre propia de la malaria… Rápidamente me llevaron al barco, y los
Fitz-Simkinses me condujeron a El Cairo para que recibiese la atención médica que precisaba.
Editha estaba convencida de que había intentado suicidarme pues me atormentaba la idea de
haberle causado dolor, por lo que resolvió que se me dedicara la mejor atención posible. Pero,
hallándose a mi lado para prodigarme cuidados, oyó mis delirios, en los que al parecer hacía
frecuentes alusiones a una princesa, alusiones que además se referían claramente a un grado de
intimidad notable, lo cual le hizo recordar el casus belli que nos había enfrentado a propósito de
aquellas bailarinas de Abu Yilla… Aquello la llevó a suponer que me hallaba sumido en la
depravación más absoluta, de la que era consecuencia la enfermedad que me tenía postrado. Hice
además, en mi delirio, algunas observaciones nada afortunadas sobre su fealdad, comparándola con
la bella princesa a la que aludía una y otra vez, cosa que no pudo suportar, ni olvidaría… Así que se
largó de El Cairo abruptamente con sus padres, para dirigirse a la Riviera francesa, dejándome una
nota en la que denunciaba mi perfidia y la vacuidad de mi cerebro, con el florido lenguaje de su
femenina elocuencia. No la he vuelto a ver.
Cuando regresé a Londres y propuse a la Sociedad de Estudios de la Antigüedad hacer un
informe detallado de mi peripecia, todos mis amigos trataron de convencerme de que nadie me
creería. Según ellos, lo más probable fuese que hubiese ido hasta la pirámide en un estado delirante,
debido a la malaria y, es más, que hubiese descubierto el acceso por mera casualidad, cayendo
desmayado por agotamiento una vez hube alcanzado, no sin esfuerzo, la cámara que dejé al
descubierto. Repliqué basándome en tres hechos claros. Primero, que evidentemente había
descubierto el acceso al interior de la pirámide, por lo que recibí la medalla de oro de la Sociedad
Khédiviale, cosa de la que podía informar tan claramente como lo hacía de los hechos que se
sucedieron tras mi descubrimiento. En segundo lugar, había encontrado en mi bolsillo el anillo de
Hatasu, que tomé de uno de sus dedos poco antes de que el cloroformo me hiciera efecto. Y en tercer
lugar, en mi pecho se veía claramente la herida que me infligió el sacerdote con su cuchillo de
diorita, de la cual conservo en el presente una larga cicatriz. La hipótesis absurda de mis amigos
médicos, según los cuales me habría herido con el filo de una roca sobre la que pude desmayarme, no
es más que eso, una hipótesis absurda, por lo que no me detengo siquiera a considerarla.
Mi teoría sobre el caso, sin embargo, es la de que el sacerdote no tuvo tiempo de concluir la
operación, o acaso que la irrupción de los rastreadores enviados en mi búsqueda por los Fitz-
Simkinses los llenó de terror a todos, haciendo que las momias buscaran refugio a toda prisa en sus
sarcófagos, una hora o por ahí antes de que se les acabara el tiempo. En cualquier caso, allí estaban,
paseando por la cámara y conversando, cuando hicieron su entrada los rastreadores.
Por desgracia, la verdad de mi informe no podrá ser verificada hasta que pasen mil años, pero
como se guarda una copia de este libro en el Museo Británico, apelo solemnemente a la humanidad
en su conjunto para que compruebe la veracidad de esta historia, enviando en su momento una
comisión de arqueólogos a la pirámide de Abu Yilla, que habrá de estar allí el último día de
diciembre del año dos mil ochocientos setenta y siete. Si no se encuentran con Thutmes y Hatasu
celebrando en el mismo centro de la cámara, tal y como lo he descrito, entonces no tendré reparo en
admitir que la historia de mi noche de año nuevo entre las momias fue sólo una alucinación y no algo
digno de ser tenido en cuenta por el mundo de la ciencia.
Sin lugar a dudas, el relato que más ha influido en la configuración literaria e, incluso,
cinematográfica, del mito de la momia es “El lote nº 249” (Lot No. 249) de Sir Arthur Conan Doyle.
Muy por encima de Edgar Allan Poe y su “Conversación con una momia” (Some Words with a
Mummy, 1845) o de Théophile Gautier y su Novela de la momia (Le roman de la momie, 1858),
consideradas a menudo como los textos seminales del género, el cuento de Conan Doyle —publicado
originariamente en 1892, en la revista Harper’s New Monthly Magazine— establece varios de los
elementos dramáticos y atmosféricos que, con mayor o menor insistencia, vendrán repitiéndose en la
literatura fantástica británica y estadounidense de la primera mitad del siglo XX versada en momias
resucitadas: el misterioso ambiente de museos y universidades; los inexplicables crímenes cometidos
por algo que no es humano —según explica siempre algún atribulado testigo—; el empleo de la
arcana magia egipcia, por parte de algún malévolo científico-aprendiz de brujo, a fin de interrumpir
el eterno sueño de la momia y utilizar su fuerza sobrehumana para sus viles propósitos; el pavoroso y
amenazador aspecto del cadáver embalsamado —«La momia, un objeto horrendo, negro, arrugado,
parecido a una cabeza chamuscada sobre un arbusto lleno de nudosidades, estaba ahora a medio salir
de la caja, con la mano que parecía una garra o el antebrazo huesudo descansando encima de la
mesa», escribió Conan Doyle—, el terrible choque entre el (frágil) intelecto moderno y la (fuerte)
hechicería antigua… Parafraseando a Antonio Molina Foix, “El lote nº 249” es uno de los mejores
cuentos fantásticos de Sir Arthur Conan Doyle y una muestra ejemplar de su estilo elegante, más
preocupado por el prolijo y lógico desarrollo de la trama —pese a que admita implícitamente la
existencia de lo sobrenatural— que en la consecución de una atmósfera gótica —la cual, no obstante,
jamás desdeñó invocar a través de certeros toques siniestros—.
Los relatos reunidos en la presente antología, “The Ring of Thoth” —también conocido como
“The Mummy”, y que vio la luz en las páginas de The Cornhill Magazine en enero de 1890— y “The
Jew’s Breastplate” —publicado en la revista The Strand\ en febrero de 1899—, constituyen un
perfecto compendio del quehacer literario de Arthur Conan Doyle. La primera narración, excelente
desde cualquier óptica estilística o dramática, establece con firmeza una de las constantes más
recurrentes del mito de la momia según argumentó Joan Prat Carós en su estudio Las raíces del
miedo. Antropología del cine de terror (coautor Román Gubern. Tusquest Editores, col. Cuadernos
ínfimos nº 86. Barcelona, 1979). A saber: una historia de amor malsana, a caballo entre la vida y la
muerte, que no es más que un afán de dominio, posesión, sumisión, sojuzgamiento y destrucción del
ser amado, más allá del tiempo, equiparando el sentido del Eros y el Thanatos. Así pues, no resulta
extraño que el relato se cierre con la imagen terriblemente inquietante, pero también triste,
conmovedora, del sacerdote y nigromante Sos-rah abrazado a la momia de su amada Atmea, en uno
de los salones del Museo del Louvre, logrando por fin reunirse con ella en el Otro Mundo. Y, en las
antípodas de “The Ring of Thoth”, encontramos “The Jew’s Breastplate”, historia que, sin centrarse
en el tema de las maldiciones egipcias, en su universo mágico, utiliza muchos de sus artificios
narrativos. En “The Jew’s Breastplate” prevalece el lado más racional y materialista de Conan
Doyle, quien manipula con suma efectividad la atmósfera numinosa que envuelve a un viejo museo
repleto de reliquias antiquísimas, para plantear un enigma que habría apasionado al mismísimo
Sherlock Holmes.
Sir Arthur Conan Doyle ha pasado a la historia de la literatura universal como el creador del más
célebre detective privado de todos los tiempos, Sherlock Holmes. Los cincuenta y seis relatos y
cuatro novelas protagonizados por Holmes, reunidos en nueve volúmenes aparecidos entre 1887 y
1927, permitieron convertirse en escritor a tiempo completo a este joven médico de 32 años —en
1880 se embarcó como cirujano en el ballenero groenlandés Hope; más tarde sirvió como galeno en
el ejército británico destinado en Sudáfrica durante la Guerra de los Bóers, siéndole otorgado el
título de “Sir” en 1902 por los servicios prestados, así como por los dos libros que escribió sobre el
conflicto bélico sudafricano, The Great Boer War ( 1900) y The War in South Africa; its cause and
conduct (1902)—. Sin embargo, pese a la fama y el dinero que le reportó su más inmarcesible
criatura de ficción, Conan Doyle tenía en muy alta estima sus novelas históricas —cf. La compañía
blanca (The White Company, 1891), Los refugiados (The Refugees, 1893), Las hazañas del
brigadier Gerard (The Exploits of Brigadier Gerard, 1903) o Historias de piratas (Tales of Pirates
and Blue Water, 1922), todas ellas publicadas por Valdemar—, así como sus cuentos de terror,
misterio y ciencia-ficción, especialmente los que giraban en torno al profesor Challenger, un
científico visionario, aventurero y megalómano, que marca un antes y un después en la visión
descarnadamente racionalista que Conan Doyle tenía de la vida —lo que en la época se llamaba
«progreso indefinido»— y, en cierto modo, del arte literario.
Significativamente, las apariciones de Challenger en El mundo perdido (The Lost World, 1912),
La zona ponzoñosa (The Poison Belt, 1913), La máquina desintegradora (The Disintegration
Machine, 1927) y El día que la tierra aulló (When the World Screamed, 1928), culminan con El
país de las brumas (The Land of Mists, 1926), novela donde el extravagante científico abraza, al
igual que su creador, la causa espiritista. Educado según las convenciones de la fe católica, Arthur
Conan Doyle perdió en poco tiempo a su hijo —combatiente durante la Primera Guerra Mundial—, a
su hermano menor y a su madre, hechos que lo sumieron en un terrible dolor. Movido por la certeza
de que la muerte no es el final, anhelando ponerse en contacto con ellos, el escritor se inició por
ello en el espiritismo, a cuya divulgación dedicó libros como Historia del espiritismo (The History
of Spiritualism, 1926), tratado que conciba su habilidad como novelista y amante de la historia con
el propósito de que el lector «comparta» acontecimientos tan notables como los fenómenos de
Hydesville —pequeña localidad del Estado de Nueva York donde, en 1848, las hermanas Catherine y
Margaretta Fox contactaron supuestamente con los muertos mediante unos golpes codificados, puesto
que los difuntos, según su testimonio, las habían elegido para convencer al mundo de que había una
vida después de la muerte—, y descubra las trayectorias profesionales de médiums tan célebres en su
tiempo como Jackson Davis, Daniel Douglas Home, Eusapia Palladino, los hermanos Davenport o
las investigaciones psíquicas de Sir William Crookes. No es extraño, pues, que después de haber
«liquidado» a Sherlock Holmes haciéndolo desaparecer en las abismales cataratas de Reichenbach,
en Suiza, en el relato “El problema final” (The Adventure of the Final Problem, 1894), Conan Doyle
lo «devolviera a la vida» brevemente a través de una inquietante novela terrorífica, El perro de los
Baskerville (The Hound of the Baskervilles, 1902) y, definitivamente, en un relato de título
tremendamente enigmático, hermético, La aventura de la casa deshabitada (The Adventure of the
Empty House, 1905), transformando al famoso detective, a efectos literarios, en una criatura
inmortal.
EL ANILLO DE THOTH
(The Ring of Thoth, 1890)[46]

Mr. John Vansittart Smith, F. R. S., domiciliado en el 147-A de Gower Street, era un hombre cuya
fuerza de voluntad y claridad de juicio podrían haberle situado en el puesto más alto de los
observadores científicos. Sin embargo, fue víctima de una ambición de universalidad que le incitó a
querer sobresalir en todo orden de materias en vez de lograr la celebridad en una en concreto. En sus
primeros años demostró una aptitud especial para la zoología y la botánica, lo que hizo que sus
amigos le considerasen un segundo Darwin; pero cuando estaba a punto de obtener una cátedra,
interrumpió repentinamente sus estudios y concentró toda su atención en la química. En esta materia,
sus investigaciones sobre el espectro de los metales le acreditaron como miembro de la Royal
Society; pero de nuevo jugó la baza de la veleidad y, después de un año de ausencia del laboratorio,
se afilió a la Oriental Society y dio lectura a una comunicación sobre las inscripciones jeroglíficas y
demóticas de El Kab, proporcionando de esta manera un ejemplo fehaciente de la versatilidad e
inconstancia de su talento.
Sin embargo, hasta el más voluble de los pretendientes está expuesto a ser cazado al fin, y esto
fue lo que le sucedió a John Vansittart Smith. Cuanto más profundizaba en la egiptología, más
impresionado quedaba por el vasto campo que se abría al investigador y por la excepcional
importancia de una materia que prometía arrojar alguna luz sobre los primeros gérmenes de la
civilización humana y el origen de la mayor parte de nuestras artes y ciencias. Tan impresionado
estaba Mr. Smith que contrajo inmediatamente matrimonio con una joven egiptóloga que había escrito
acerca de la sexta dinastía. Asegurada de esta forma una sólida base de operaciones, comenzó a
recoger materiales para una obra que aglutinaría el rigor de Lepsius y la genialidad de Champollion.
La preparación de esta magnum opus le obligó a realizar muchas visitas perentorias a las magníficas
colecciones egipcias del Louvre, y fue precisamente en la última de éstas, no más allá de mediados
del pasado octubre, cuando se vio envuelto en la más extraña y notable de las aventuras.
Los trenes habían sido lentos y el paso del Canal borrascoso, de modo que llegó a París en un
estado algo nervioso y febril. Cuando se encontró en el Hotel de France, en la rue Laffitte, se tumbó
en un sofá durante un par de horas, pero al ver que era incapaz de conciliar el sueño, resolvió a pesar
de la fatiga hacer una visita al Louvre, comprobar los temas que había venido a solucionar y coger el
tren nocturno para Dieppe. Tomada esta determinación, se puso encima el abrigo, pues era un día frío
y lluvioso, y emprendió el camino a través del bulevar de los Italianos y bajó por la avenida de la
Opera. Ya dentro del Louvre se hallaba en terreno familiar y se dirigió rápidamente a la colección de
papiros que tenía intención de consultar.
Ni los más entusiastas de los admiradores de John Vansittart Smith podrían asegurar que era un
hombre atractivo. Su larga nariz aguileña y la barbilla prominente tenían el mismo carácter agudo e
incisivo que distinguía su intelecto. Mantenía erguida la cabeza a la manera de un pájaro, y parecían
también picotazos de pájaro los movimientos con que lanzaba sus razonamientos y réplicas en el
transcurso de la conversación. Mientras permanecía allí, con el cuello del abrigo levantado hasta las
orejas, podría haber observado en el reflejo de la vitrina de cristal que tenía ante él que su aspecto
resultaba bastante singular. Pero sólo cayó en la cuenta de esta circunstancia, recibida como una
súbita sacudida, cuando alguien que hablaba en inglés exclamó a sus espaldas en un tono
perfectamente audible:
—¡Qué aspecto tan raro tiene ese individuo!
El investigador contaba con una considerable proporción de frívola vanidad en su personalidad,
que se manifestaba en una despreocupación ostentosa y exagerada por toda suerte de consideraciones
personales. Se mordió los labios y se concentró en el rollo de papiro, mientras su corazón rebosaba
rabia contra toda la raza de viajeros británicos.
—Sí —dijo otra voz—, realmente es un tipo extraordinario.
—¿Sabes? —dijo el que había hablado primero—, uno podría creer que el tipo ese se ha
quedado medio momificado a fuerza de contemplar tantas momias.
—Desde luego, tiene las facciones de un egipcio —dijo el otro.
John Vansittart giró sobre sus talones, decidido a humillar a sus compatriotas con una o dos
observaciones corrosivas. Para su sorpresa y alivio, los dos jóvenes que habían estado conversando
estaban de espaldas y contemplaban a uno de los vigilantes del Louvre, ocupado en sacar brillo a los
bronces del otro lado de la sala.
—Carter nos está esperando en el Palais Royal —dijo uno de los turistas, consultando su reloj.
Después se marcharon con ruidosas pisadas y el estudioso quedó a solas con sus estudios.
«Me gustaría saber a qué llaman esos charlatanes facciones de egipcio», pensó John Vansittart
Smith, y cambió ligeramente de posición para echar un vistazo a la cara del hombre en cuestión.
Nada más ponerle los ojos encima experimentó un sobresalto. Desde luego se trataba del mismo tipo
de cara que sus estudios le habían hecho tan familiar. Los uniformes rasgos esculturales, la frente
ancha, la barbilla redondeada y la tez morena eran una réplica exacta de las innumerables estatuas,
las momias que había en las vitrinas y los dibujos que decoraban las paredes de la sala. El parecido
estaba más allá de la mera coincidencia. Aquel hombre debía de ser egipcio. La característica
angulosidad de los hombros y la estrechez de caderas bastaban para identificarle.
John Vansittart Smith arrastró los pies hacia el vigilante con intención de dirigirle la palabra. No
era un hombre brillante en la conversación y le resultaba difícil dar con el medio justo entre la
brusquedad del superior y la simpatía del igual. A medida que se acercaba, el rostro de aquel
individuo se le presentaba con mayor claridad, aunque permanecía concentrado en su trabajo. Al fijar
los ojos en la piel del extraño vigilante, Vansittart Smith recibió la impresión repentina de que su
aspecto tenía algo de inhumano y preternatural. Sobre las sienes y los pómulos aparecía un brillo
vidrioso, como de pergamino barnizado. No había señal de poros. Uno no podía imaginarse una gota
de sudor sobre aquella superficie. Desde la frente a la barbilla, sin embargo, la piel estaba surcada
por un millón de delicadas arrugas, que se cruzaban y entrelazaban, como si la naturaleza, dejándose
llevar por un capricho propio de los maoríes, hubiera intentado trazar el dibujo más intrincado y
extravagante que pudiera idear.
—Où est la collection de Menphis? —preguntó el investigador, con ese aire inoportuno de quien
busca una pregunta con el único propósito de entablar conversación.
—C’est là— contestó secamente el hombre, indicándole con la cabeza el otro lado de la sala.
—Vous êtes un Egyptien, nest-ce pas? —preguntó el inglés.
El vigilante miró hacia arriba y clavó sus oscuros y extraños ojos en el interlocutor. Eran unos
ojos vidriosos, con un brillo seco y nebuloso que no había visto hasta entonces en un ser humano. Al
fijar su mirada en ellos, descubrió en sus profundidades una especie de dramática emoción que subía
y descendía hasta desembocar en una mirada que tenía tanto de horror como de odio.
—Non, monsieur; je suis Français.
El hombre se dio la vuelta con cierta brusquedad y se encorvó de nuevo para dedicarse a su
trabajo de limpieza. El estudioso le miró con asombro durante unos instantes, se retiró a un asiento
que había en un rincón apartado detrás de una de las puertas y procedió a poner en orden las
anotaciones extraídas de sus investigaciones entre los papiros. Sin embargo, sus pensamientos se
resistían a regresar a su cauce natural y se escapaban una y otra vez hacia el enigmático vigilante de
cara de esfinge y piel de pergamino.
«¿Dónde he visto yo unos ojos como ésos? —se preguntaba John Vansittart Smith—. Hay algo de
satirio en ellos, algo de reptil. Como la membrana nictitante de las serpientes —reflexionó,
recordando sus estudios de zoología—. Es lo que produce el efecto vidrioso. Pero hay algo más.
Tienen una expresión de fuerza, de sabiduría, al menos así lo interpreto yo, y de cansancio, un
cansancio absoluto… y de indecible desesperación. Tal vez sean imaginaciones mías, pero nunca
había recibido una impresión tan fuerte. ¡Por Júpiter! Tengo que examinarlos otra vez». Se levantó y
dio una vuelta por los salones egipcios, pero el hombre que le despertaba tanta curiosidad había
desaparecido.
El investigador volvió a sentarse en su apacible rincón y reanudó sus anotaciones. Había
encontrado en los papiros la información que buscaba y sólo quedaba ponerla por escrito mientras
permanecía fresca en su memoria. Durante un rato el lápiz corrió por el papel, pero poco a poco las
líneas empezaron a torcerse, las palabras se hicieron borrosas y, finalmente, el lápiz tintineó en el
suelo y la cabeza del investigador cayó pesadamente sobre su pecho. Rendido por el viaje, se
sumergió en un sueño tan profundo en su solitario rincón detrás de la puerta que ni el ruido metálico
producido por los vigilantes, ni las pisadas de los visitantes, ni siquiera el ronco estrépito de la
campana al dar el aviso de cierre fueron suficientes para despertarle.
La penumbra dio paso a la oscuridad, el bullicio de la rue de Rivoli aumentó y después
disminuyó. En la lejana Notre Dame sonaron las campanadas de la medianoche y la figura oscura y
solitaria permanecía sentada en silencio entre las sombras. Era cerca de la una de la madrugad
cuando John Vansittart Smith, con un súbito jadeo y una aspiración profunda, recobró la conciencia.
Durante unos instantes le rondó la idea de que se había quedado dormido en el sillón de lectura de su
propia casa. Sin embargo, la luz de la luna penetraba a rachas por la ventana sin postigos y, a medida
que sus ojos recorrían las hileras de momias y la inacabable sucesión de estanterías barnizadas,
recordaba con claridad dónde se encontraba y cómo había llegado a esa situación. No era nervioso.
Se sentía atraído por las situaciones novelescas, lo cual es característico de su raza. Estiró los
miembros entumecidos, consultó el reloj y dejó escapar una carcajada al ver la hora que era. El
episodio podía constituir una admirable anécdota que relataría en su próximo trabajo, y que sería
como un descanso entre las graves y pesadas especulaciones. Tenía un poco de frío, pero se
encontraba perfectamente despierto y recuperado. No había nada de sorprendente en el hecho de que
el vigilante no hubiera reparado en él, pues la puerta proyectaba una espesa sombra directamente
sobre su pupitre.
El silencio absoluto era impresionante. No se oía ni un solo crujido o murmullo ni en el interior
ni en el exterior. Estaba solo entre los cadáveres de una civilización desaparecida. ¡Qué importaba el
mundo exterior, totalmente librado al bullicio del siglo XIX! En toda aquella sala no había un solo
objeto que no hubiera soportado el paso de cuatro mil años. Allí estaban los restos que el gran
océano del tiempo había rescatado de aquel lejano imperio. Desde la majestuosa Tebas, desde la
altiva Luxor, desde los grandes templos de Heliópolis, desde un centenar de tumbas expoliadas,
aquellas reliquias habían sido reunidas. El investigador miró a su alrededor y contempló las mudas
figuras que brillaban vagamente a través de las tinieblas, antaño animadas por múltiples afanes,
ahora tan silenciosas, y se vio arrastrado por un sentimiento de respeto y honda meditación. Una
desacostumbrada conciencia de su propia juventud e insignificancia le invadió. Recostado en el
asiento, su mirada soñadora vagó a lo largo de las salas, donde la luz de la luna proyectaba rayos
plateados, y que ocupaban toda un ala del espacioso edificio. Por fin sus ojos recayeron sobre el
resplandor amarillo de una lámpara distante.
John Vansittart Smith se incorporó en su asiento con los nervios al límite. La luz avanzaba
despacio hacia él, deteniéndose de vez en cuando, para acercarse a continuación con pequeñas
sacudidas. El portador de la luz se movía sin producir el menor ruido. En aquel profundo silencio ni
siquiera se percibía el más mínimo roce de los pies que avanzaban. Lo primero que se le pasó por la
cabeza al inglés es que se trataba de ladrones. Se recogió todavía más en su rincón. La luz estaba ya
a dos salas de distancia. Ahora se encontraba en la sala de al lado y seguía sin escucharse sonido
alguno. Con una sensación cercana al estremecimiento o al miedo, el investigador descubrió un
rostro, un rostro que parecía flotar en el aire, detrás del resplandor de la lámpara. El cuerpo se
hallaba oculto entre las sombras, pero la luz incidía sobre aquel extraño rostro de expresión
anhelante. No había posibilidad de error: el brillo metálico de los ojos y la piel cadavérica. Era el
vigilante con quien había conversado antes.
El primer impulso de Vansittart Smith fue acercarse y dirigirle la palabra. Unas pocas frases de
explicación serían suficientes para aclarar la cuestión, y después le conducirían sin duda hacia
alguna puerta lateral desde la que podría regresar al hotel. Cuando el hombre entró en la sala, sin
embargo, había algo tan clandestino en sus movimientos y tan furtivo en su expresión que el inglés
abandonó su propósito. Estaba claro que no se trataba de la ronda ordinaria de un funcionario. El
individuo llevaba puestas unas zapatillas de suela de fieltro, caminaba de puntillas y lanzaba rápidas
miradas a derecha e izquierda, mientras la llama de la lámpara oscilaba por efecto de su respiración
agitada. Vansittart Smith se agazapó silencioso en el rincón, observándole con creciente interés,
convencido de que su visita obedecía a algún motivo secreto y probablemente ocultaba fines
siniestros.
Sus movimientos no revelaban la menor vacilación. Se dirigió con paso ligero y rápido hacia una
de las grandes vitrinas, sacó una llave de su bolsillo y abrió la cerradura. Entonces bajó una momia
del estante superior, avanzó unos pasos y la depositó con sumo cuidado y solicitud en el suelo.
Colocó la lámpara al lado y, a continuación, poniéndose en cuclillas al estilo oriental, empezó a
deshacer con sus dedos largos y temblorosos las telas enceradas y los vendajes que la recubrían. A
medida que se desplegaban las tiras de tela, un fuerte y aromático olor invadió la sala, y fragmentos
de perfumada madera y especias cayeron con un ruido sordo en el suelo de mármol.
Para John Vansittart Smith era evidente que aquella momia jamás había sido despojada de su
vendaje. La operación le interesaba profundamente. La observó con curiosidad y emoción, y su
cabeza de pájaro fue alargándose detrás de la puerta. Sin embargo, cuando aquella cabeza de cuatro
mil años de antigüedad fue desposeída del último vendaje, el investigador apenas pudo ahogar un
grito de asombro. En primer lugar, una cascada de largas trenzas negras y brillantes se derramó sobre
las manos y los brazos del manipulador. La segunda vuelta del vendaje descubrió una frente estrecha
y blanca, con las cejas delicadamente arqueadas. A la tercera vuelta aparecieron unos ojos
luminosos, bordeados de largas pestañas, y una nariz recta, bien perfilada, mientras que la cuarta y
última mostró una boca dulce, henchida y sensual, y una barbilla encantadoramente torneada. Todo el
rostro era de una belleza extraordinaria, salvo una mancha irregular en el centro de la frente, de color
café. Constituía un triunfo del arte de embalsamar. Los ojos de Vansittart Smith se dilataban a medida
que la contemplaba y su garganta dejó escapar un gemido de satisfacción.
Sin embargo, el efecto causado sobre el egiptólogo no era nada comparado con el que produjo al
extraño vigilante. Alzó las manos al aire, prorrumpió en un áspero martilleo de palabras y, después,
echándose en el suelo, al lado de la momia, la rodeó con sus brazos y la besó varias veces en los
labios y en la frente. «Ma petite! —gimió en francés—. Ma pauvre petite». Su voz estaba quebrada
de emoción, y sus innumerables arrugas se estremecían y se retorcían, pero el investigador observó a
la luz de la lámpara que los brillantes ojos del vigilante permanecían secos y sin lágrimas, como si
fueran dos bolas de acero. Durante algunos minutos se quedó allí tendido, con el rostro crispado,
runruneando y susurrando sobre aquella hermosa cabeza. Después mostró una sonrisa de satisfacción,
pronunció algunas palabras en un idioma desconocido y se puso en pie con la expresión vigorosa de
quien se ha preparado para afrontar un duro esfuerzo.
En el centro de la sala había una vitrina circular que contenía una magnífica colección de anillos
egipcios primitivos y piedras preciosas en la que el investigador había reparado con frecuencia. El
vigilante se dirigió a la vitrina, manipuló la cerradura y abrió la puerta. Colocó la lámpara en un
estante lateral y, a su lado, una pequeña jarra de barro que sacó del bolsillo. Después cogió un
puñado de anillos de la vitrina y con un gesto grave y ansioso procedió a mojar cada uno de ellos en
el líquido que contenía la jarra, examinándolos a continuación a la luz de la lámpara. El primer lote
de anillos le produjo una visible desilusión, porque volvió a arrojarlos con desprecio a la vitrina.
Sacó otro puñado. Escogió un anillo de metal macizo con un voluminoso cristal engarzado y lo
sometió a la prueba del líquido de la jarra. Al momento lanzó un grito de alegría y extendió los
brazos con un gesto tan impetuoso que derribó la jarrita, cuyo líquido se derramó por el suelo y
corrió hasta los pies del inglés. El vigilante se sacó un pañuelo encarnado del pecho y se puso a
limpiar la mancha, siguiendo el reguero hasta el rincón, donde se encontró de pronto cara a cara con
el individuo que le estaba observando.
—Perdóneme —dijo John Vansittart Smith con cortesía inimaginable—. He tenido la desgracia
de quedarme dormido detrás de esa puerta.
—¿Me ha estado observando? —preguntó el otro en inglés, con una mirada venenosa dibujada en
su cadavérico rostro.
El investigador era un hombre que no acostumbraba a mentir.
—Confieso —dijo— que he observado sus operaciones y que han despertado mi interés y
curiosidad en el más alto grado.
El hombre sacó un cuchillo largo y de hoja llameante que tenía oculto en el pecho.
—Se ha escapado usted por poco —dijo—. Si le hubiera visto hace diez minutos, le habría
clavado esto en el corazón. Sea como sea, si me toca o interfiere de alguna manera conmigo, es usted
hombre muerto.
—No tengo intención de entrometerme en sus asuntos —respondió el investigador—. Mi
presencia aquí es completamente accidental. Todo lo que le pido es que tenga la amabilidad de
dejarme salir por alguna puerta lateral.
Habló con extrema suavidad, porque aquel individuo seguía presionando la palma de su mano
izquierda con la punta del cuchillo, como si quisiera asegurarse de que estaba bien afilado, y su
rostro permanecía con la misma expresión maligna.
—Si yo creyera… —dijo—. Pero no, quizá no tenga importancia. ¿Cómo se llama usted?
El inglés se lo dijo.
—John Vansittart Smith —repitió el otro—. ¿Es usted el mismo Vansittart Smith que leyó una
memoria en Londres sobre El Kab? Leí un informe sobre ella. Sus conocimientos del tema son
despreciables.
—¡Caballero! —exclamó el egiptólogo.
—Sin embargo, son superiores a los de otros que tienen incluso más pretensiones que usted. La
piedra angular de nuestra antigua vida en Egipto no se encuentra en las inscripciones o monumentos,
a los que conceden tanta importancia ustedes, sino en nuestra filosofía hermética y nuestros
conocimientos místicos, de los que ustedes saben muy poco, o nada.
—¡Nuestra antigua vida! —repitió el erudito con los ojos dilatados; de repente exclamó—: ¡Dios
mío! ¡Mire la cara de la momia!
Aquel hombre extraño se volvió y enfocó la luz sobre la mujer muerta, dejando escapar un grito
de dolor mientras lo hacía. La acción de la atmósfera había destruido ya todo el arte del
embalsamador. La piel se había despegado, los ojos aparecían hundidos en el interior de las cuencas,
los labios descoloridos se habían retorcido por debajo de los dientes amarillentos y sólo por la
mancha marrón de la frente podía asegurarse que se trataba del mismo rostro joven y hermoso que
tenía apenas unos minutos antes.
El hombre agitó sus manos con horror y desesperación. Después, dominándose con gran esfuerzo,
volvió a fijar sus endurecidos ojos en el inglés.
—No importa —dijo con la voz quebrada por la emoción—. Realmente ya no importa. He venido
aquí esta noche con la firme determinación de hacer algo. Y ya lo he hecho. Todo lo demás sobra.
Encontré lo que buscaba. La antigua maldición ha quedado rota. Puedo reunirme con ella ya. ¿Qué
importancia tiene su forma inanimada, si su espíritu me está esperando al otro lado del velo?
—Ésas son palabras un tanto exageradas —dijo Vansittart Smith. Cada vez estaba más
convencido de que estaba tratando con un loco.
—El tiempo apremia y tengo que partir… —continuó el otro—. Ha llegado el momento que
durante tanto tiempo he estado esperando. Pero antes debo llevarle a usted hasta la salida. Venga
conmigo.
Cogió la lámpara, dio la espalda a la sala desordenada y condujo al investigador con paso rápido
a través de los departamentos dedicados a los egipcios, los asirios y los persas. Al final de este
último departamento abrió una pequeña puerta que había en la pared y descendió por una escalera de
piedra en forma de caracol. El inglés sintió el aire frío de la noche sobre su frente. Enfrente había
una puerta que parecía comunicar con la calle. A la derecha había otra puerta abierta que proyectaba
un haz de luz amarilla en el pasillo.
—Entre aquí —ordenó el vigilante.
Vansittart Smith vaciló. Creía que había llegado al final de su aventura. Pero la curiosidad era
más fuerte que cualquier otro impulso. No podía dejar este asunto sin aclarar, de modo que siguió a
su extraño acompañante hasta el interior de la cámara.
Era un cuarto pequeño, similar a los que se suelen destinar para conserjería. En la chimenea
ardía la leña. En un extremo había una cama de ruedas y en el otro un tosco sillón de madera, con una
mesa redonda en el centro, donde aún se veían restos de comida. Al mirar a su alrededor, el
investigador advirtió, con un repetido e intenso escalofrío, que todos los pequeños detalles de la
habitación tenían un diseño extraño y constituían un trabajo de artesanía verdaderamente antigua. Los
candelabros, los jarrones de la chimenea, los atizadores de la lumbre, los adornos de las paredes…
todo pertenecía al tipo de arte que asociamos con el más remoto pasado. Aquel hombre arrugado y de
ojos turbios se sentó en el borde de la cama e indicó a su invitado que tomase asiento en el sillón.
—Tal vez haya sido el destino —dijo, expresándose todavía en un excelente inglés—. Tal vez
estaba decretado que yo dejase detrás de mí algún relato que pusiera en guardia a los temerarios
mortales que enfrentan su inteligencia contra el proceso de la Naturaleza. Lo dejo a su elección.
Puede hacer con ello lo que desee. En este momento le estoy hablando con los pies en el umbral del
otro mundo.
»Soy, como usted habrá deducido, egipcio, pero no un egipcio de esa raza pisoteada de esclavos
que habita ahora en el Delta del Nilo, sino un superviviente de aquel pueblo más valeroso y duro que
domesticó a los hebreos, arrastró a los etíopes hasta los desiertos del sur y erigió aquellos
monumentos grandiosos que han despertado el asombro y la envidia de todas las generaciones de los
hombres. Vi la luz en el reinado de Tuthmosis, mil seiscientos años antes del nacimiento de Cristo.
Retrocede usted ante mí… Espere, y comprobará que soy más digno de inspirar lástima que temor.
»Mi nombre era Sosra. Mi padre había sido el sumo sacerdote de Osiris en el gran templo de
Abaris, que en aquellos días se alzaba en el brazo del Nilo de Bubastis. Me educaron en el templo y
fui iniciado en todas las artes místicas de las que habla vuestra Biblia. Fui un alumno aventajado.
Antes de cumplir los dieciséis años había aprendido todo lo que podía enseñarme el más sabio de
los sacerdotes. Desde entonces estudié por mí mismo los secretos de la naturaleza, pero no compartí
mis conocimientos con nadie.
»De todos los problemas que atrajeron mi atención ninguno me fascinaba tanto como aquellos que
estaban relacionados con la naturaleza misma de la vida. Investigué profundamente en los secretos
del principio vital. El objetivo de la medicina era combatir las enfermedades. Yo estaba convencido
de la posibilidad de desarrollar un método que fortaleciese el cuerpo hasta el punto de impedir que
jamás se apoderase de él la enfermedad o la muerte. Es inútil que me detenga ahora en el proceso de
mis investigaciones. Además, si lo hiciera, sería muy difícil que usted lo comprendiera. Llevé a cabo
mis experimentos en parte con animales, en parte con esclavos, y en parte conmigo mismo. Basta
decir que, como resultado de mis investigaciones, obtuve una sustancia que al ser inyectada en la
sangre proporcionaba al cuerpo la fortaleza necesaria para resistir los efectos devastadores del
tiempo, de la violencia o de la enfermedad. No proporcionaba la inmortalidad, pero su poder
permanecería durante miles de años. Inyecté la sustancia a un gato y después le sometí a la acción de
los venenos más mortíferos. Ese gato vive todavía en el Bajo Egipto. No había ningún misterio o
magia en mi método. Se trataba simplemente de un descubrimiento químico que tal vez pueda volver
a realizarse algún día.
»El amor a la vida corre impetuoso en la juventud. Creía haber escapado a toda preocupación
humana ahora que por fin había conseguido erradicar el dolor y confinar a la muerte en lo remoto del
tiempo. Con gran alegría en mi corazón vertí aquella sustancia maldita en mis venas. Después miré a
mi alrededor para ver si encontraba a alguien que pudiera beneficiarse de mi descubrimiento. Un
joven sacerdote de Thoth, Parmes, había ganado mi simpatía por su naturaleza seria y la devoción
que profesaba a sus estudios. Le hice partícipe de mi secreto y le inyecté mi elixir, puesto que así lo
deseaba. Ahora, pensé, nunca me faltará un compañero de mi misma edad.
»Después de este grandioso descubrimiento abandoné hasta cierto punto mis estudios, pero
Parmes continuó con renovada energía. Le veía trabajar todos los días con sus redomas y
destiladores en el templo de Thoth, pero apenas me hablaba del resultado de sus investigaciones. Yo,
por mi parte, me dedicaba a pasear por la ciudad y miraba con exultación a mi alrededor, pensando
que todo aquello estaba destinado a desaparecer, y que sólo yo permanecería. La gente se inclinaba
al verme pasar, pues la fama de mi sabiduría se había extendido por doquier.
»Había guerra en aquel entonces, y el gran rey había enviado a sus soldados a la frontera oriental
para expulsar a los hiksos. Se envió también un gobernador a Abaris, que debía mantener la ciudad
para el rey. Yo había escuchado las alabanzas sobre la belleza de la hija del gobernador. Un día,
mientras paseaba en compañía de Parmes, la vimos pasar transportada sobre los hombros de sus
esclavos. El amor me traspasó como un rayo. Se me escapó el corazón. Habría sido capaz de
arrojarme a los pies de los porteadores. Era mi mujer. La vida sin ella me resultaba imposible. Juré
por la cabeza de Horus que habría de ser mía. Hice el juramento ante el sacerdote de Thoth, pero se
alejó de mi lado con el ceño fruncido, tan oscuro como la noche.
»No es necesario que le hable de nuestros amores. Llegó a amarme tanto como yo la amaba a
ella. Me enteré de que Parmes pretendía haberla visto antes que yo, y que le había dado a entender
que él también la amaba, pero yo sonreía ante aquella pasión, pues sabía que su corazón me
pertenecía. La peste blanca hizo aparición en la ciudad y las víctimas fueron incontables, pero yo
pasaba mis manos sobre los enfermos y los cuidaba sin ningún temor o recelo. Ella se maravillaba de
mi valentía. Entonces le revelé mi secreto y le supliqué que me permitiera emplear mi arte con ella.
»—Tu juventud jamás se marchitará, Atma —le dije—. Las demás cosas pasarán, pero tú y yo, y
el gran amor que nos profesamos, sobreviviremos a la misma tumba del rey Chefru.
»Pero ella estaba llena de dudas y no hacía más que poner objeciones tímidas propias de una
doncella. “¿Era eso justo? —preguntaba—. ¿Acaso no constituía una burla a la voluntad de los
dioses? ¿Si el gran Osiris hubiera deseado que nuestras vidas fueran tan largas, no nos lo habría
concedido él mismo?”
»A fuerza de palabras cariñosas y enamoradas logré dominar sus dudas, pero seguía vacilando.
Era una gran decisión, decía. Necesitaba una noche más para pensarlo. Por la mañana me haría saber
el resultado de sus meditaciones. No era demasiado pedir una noche. Deseaba dirigir sus plegarias a
Isis para que la ayudara en la decisión.
»Con el corazón abatido, barruntando desgracias, la dejé en compañía de sus doncellas. A la
mañana siguiente, una vez finalizado el sacrificio de primera hora, corrí a su casa. Una esclava
asustada me recibió al pie de la escalera. Su señora estaba enferma, me dijo, muy enferma. Me abrí
paso entre la servidumbre, frenético, y atravesé salones y pasillos hasta llegar a la cámara de mi
Atma. Estaba tendida en su lecho, con la cabeza sobre la almohada, el rostro muy pálido y los ojos
vidriosos. En la frente aparecía una mancha inflamada, de color púrpura. Yo conocía ya aquella
marca infernal. Era la pústula de la peste blanca, el sello de la muerte.
»¿Para qué hablar de aquellas horas terribles? Durante meses me asedió la locura, el delirio, la
fiebre, pero yo no podía morir. Jamás un árabe sediento deseó descubrir un pozo de agua como yo
deseé la muerte. Si el veneno o el acero hubieran podido cortar el hilo de mi existencia, habría
tardado un instante en ir a reunirme con mi amada en el país del angosto portal. Lo intenté, pero todo
fue inútil. La influencia de la sustancia era demasiado poderosa. Una noche, cuando yacía en mi
lecho, débil y hastiado de la vida, Parmes, el sacerdote de Thoth, vino a visitarme. Le vi de pie, en el
círculo de luz que proyectaba la lámpara, y me miró con unos ojos en los que se adivinaba una
alegría insana.
»—¿Por qué permitiste que muriera? —me preguntó—. ¿Por qué no la fortaleciste, igual que
hiciste conmigo?
»—Era demasiado tarde —respondí—. Me había olvidado: tú también la amabas. Eres mi
compañero en la desgracia. ¿No es terrible pensar que han de pasar siglos hasta que la veamos de
nuevo? ¡Qué estúpidos fuimos al suponer que la muerte era nuestro enemigo!
»—Tú puedes asegurar eso —exclamó con una risa salvaje—. Esas palabras son acertadas en tus
labios. Para mí no tienen significado.
»—¿Qué quieres decir? —exclamé, incorporándome sobre un codo—. Seguramente, amigo mío,
el dolor ha trastornado tu cerebro.
»El rostro de Parmes resplandecía de alegría, y se retorcía y convulsionaba de risa, como si
estuviera poseído por el demonio.
»—¿Sabes adónde voy? —preguntó.
»—No —respondí—, no lo sé.
»—Voy hacia ella —dijo—. Ella yace embalsamada en la tumba más alejada, donde se levanta la
doble palmera, más allá de los muros de la ciudad.
»—¿A qué vas allí? —pregunté.
»—¡A morir! —gritó—. ¡A morir! Yo no estoy sujeto a las cadenas de la vida terrenal.
»—¡Pero el elixir está en tu sangre! —exclamé.
»—Puedo vencerlo —dijo—. He descubierto un principio más poderoso que lo destruirá. En este
momento está actuando en mis venas, y en una hora seré un hombre muerto. Me reuniré con ella, y tú
quedarás atrás.
»Al mirarle comprendí que era cierto lo que decía. El brillo acuoso de sus ojos revelaba que
estaba más allá del poder del elixir.
»—¡Tienes que enseñármelo! —grité.
»—¡Jamás! —respondió.
»—¡Te lo imploro, por la sabiduría de Thoth, por la majestad de Anubis!
»—Es inútil —me contestó con frialdad.
»—Entonces lo descubriré —exclamé.
»—No podrás —respondió—. Lo encontré por casualidad. Requiere una mixtura que no podrás
conseguir nunca. Salvo la que contiene el anillo de Thoth, jamás se hará otra igual.
»—¡En el anillo de Thoth! —repetí—. ¿Dónde está el anillo de Thoth?
»—Eso tampoco lo sabrás nunca —contestó—. Tú conseguiste su amor. ¿Quién ha ganado al
final? Te abandono a tu sórdida vida en la tierra. Mis cadenas se han roto. ¡Debo irme!
»Giró sobre sus talones y salió de la habitación. A la mañana siguiente recibí la noticia de que el
sacerdote de Thoth había muerto.
»Desde entonces dediqué todos mis días al estudio. Debía encontrar el sutil veneno que era más
poderoso que el elixir. Desde el amanecer hasta la medianoche permanecía inclinado sobre el tubo
de ensayo y el horno. Mi primera medida fue recoger todos los papiros y productos químicos que
había dejado el sacerdote de Thoth. Pero apenas me enseñaron nada. Aquí y allá tropezaba con un
indicio o una esporádica expresión que despertaba esperanzas en mi corazón, pero no conducían a
ninguna parte. A pesar de todo, mes tras mes, seguí luchando. Cuando mi corazón desfallecía, solía
acercarme hasta la tumba de las dos palmeras. Allí, junto al cofre que contenía la joya que me había
arrebatado la muerte, sentía su dulce presencia y le decía en voz baja que si la inteligencia de un
mortal podía resolver el problema, iría a reunirme con ella.
»Parmes había dicho que su descubrimiento estaba relacionado con el anillo de Thoth. Yo tenía
un recuerdo vago de aquella joya. Era un anillo grande y pesado, no de oro, sino de un metal más
raro y pesado procedente de las minas del monte Harbal. Vosotros lo llamáis platino. Yo recordaba
que el anillo tenía incrustado un cristal hueco que podía albergar algunas gotas de líquido. Estaba
claro que el secreto de Parmes no se refería únicamente al metal, pues había muchos otros anillos de
dicho metal en el templo. ¿No era más probable que hubiese guardado su precioso veneno en el
interior del cristal? Apenas llegué a esta conclusión cuando, al rebuscar entre sus papeles, di con uno
que confirmaba mis sospechas y sugería que en el anillo quedaba una porción que no se había usado.
»Pero ¿cómo encontrar el anillo? Parmes no lo llevaba encima cuando fue despojado de todas sus
pertenencias para entregárselas al embalsamador. De eso estaba seguro. Tampoco se hallaba entre
los objetos de su propiedad. Registré en vano todas las habitaciones en que él había entrado, todas
las cajas, jarras y objetos que había poseído. Cribé las arenas del desierto en aquellos lugares donde
solía pasear, pero, hiciese lo que hiciese, no pude conseguir el más pequeño rastro del anillo de
Thoth. Es posible, sin embargo, que mis esfuerzos se hubieran visto recompensados de no haber sido
por una nueva e inesperada desgracia.
»Se había desatado una guerra enconada contra los hiksos y los capitanes del gran rey habían
quedado aislados en el desierto, con todos los cuerpos de arqueros y de caballería. Las tribus de
pastores cayeron sobre nosotros como plagas de langosta en un año de sequía. Desde los desiertos de
Shur hasta el gran lago de aguas amargas se derramó la sangre durante el día y cundió el fuego
durante la noche. Abaris era el baluarte de Egipto, pero no podíamos impedir el avance de los
salvajes. Cayó la ciudad. El gobernador y los soldados fueron pasados a cuchillo, y yo, junto con
muchos otros, fuimos reducidos al cautiverio.
»Durante años y años cuidé ganado en las grandes llanuras del Éufrates. Murió mi amo y
envejeció su hijo, pero yo me encontraba tan alejado de la muerte como siempre. Por fin me escapé
en un camello y regresé a Egipto. Los hiksos se habían establecido en las tierras conquistadas y su
propio rey gobernaba el país. Abaris había sido reducida a escombros, la ciudad incendiada, y del
gran Templo no quedaba más que una montaña informe de cascotes de piedra. Las tumbas habían sido
saqueadas y los monumentos destruidos. No quedó señal alguna de la tumba de mi amada Atma. Las
arenas del desierto la habían sepultado y las palmeras que señalaban el emplazamiento habían
desaparecido tiempo atrás. Los papiros de Parmes y los enseres del templo de Thoth habían sido
destruidos o dispersados por los desiertos de Siria. Cualquier búsqueda resultaba vana.
»Renuncié pues a la esperanza de encontrar el anillo o descubrir la sutil droga. Intenté vivir con
toda la paciencia que me fuera posible los largos años que habrían de transcurrir hasta que los
efectos del elixir desaparecieran. ¿Cómo puede comprender usted lo terrible que es el tiempo,
cuando su única experiencia es ese corto trayecto que media entre la cuna y el sepulcro? Yo sí que he
padecido todo su horror… yo que vengo flotando a lo largo de la corriente de la Historia. Yo era ya
viejo cuando cayeron los muros de Ilión. Y mucho más viejo cuando Heródoto llegó a Menfis.
Llevaba sobre mis hombros una insoportable carga de años cuando el nuevo evangelio apareció
sobre la tierra. Sin embargo, usted me ve como a cualquier otro hombre, porque el maldito elixir
sigue fortaleciendo mi sangre y preservándome de aquello que yo más deseo. ¡Pero al fin he llegado
al final de todo!
»He viajado por todas las tierras y he morado en todas las naciones. Todas las lenguas son
iguales para mí. Las aprendí para que me ayudaran a pasar el tiempo fatigoso. No hace falta que le
diga con qué lentitud han transcurrido los años… el largo alborear de la civilización moderna, los
años terribles de la Edad Media, los tiempos oscuros de la barbarie. Todos quedan a mis espaldas.
Jamás he vuelto a mirar con ojos enamorados a ninguna otra mujer. Atma sabe que mi amor ha sido
constante.
»Me acostumbré a leer todo lo que escribían los estudiosos acerca del antiguo Egipto. He pasado
por muchas situaciones: a veces he sido rico, a veces pobre, pero siempre fui capaz de guardar lo
suficiente para comprar las publicaciones que se ocupaban de tales materias. Hace nueve meses me
encontraba en San Francisco cuando leí un informe sobre diversos descubrimientos realizados en las
proximidades de Abaris. Mi corazón dio un vuelco al leer aquello. Decía que el excavador había
explorado algunas de las tumbas que se habían descubierto recientemente. En una de ellas se había
encontrado una momia intacta con una inscripción en el féretro exterior. Dicha inscripción informaba
de que el cuerpo que contenía era el de la hija del gobernador en los tiempos de Tuthmosis. El
artículo decía también que al quitar el féretro exterior había quedado al descubierto un pesado anillo
de platino, con un cristal incrustado, y que había sido depositado sobre el pecho de la mujer
embalsamada. Así pues, era allí donde Parmes había escondido el anillo de Thoth. Desde luego
podía asegurar que estaba a salvo, porque ningún egipcio habría sido capaz de mancillar su alma,
aunque se tratase solamente de mover la caja exterior de un amigo sepultado.
»Aquella misma noche salí de San Francisco, y al cabo de unas semanas me encontré de nuevo en
Abaris, si es que puede dársele el nombre de la gran ciudad a unos montones de arena y muros
derruidos. Me apresuré a presentarme ante los franceses que dirigían las excavaciones y les pregunté
por el anillo. Me contestaron que el anillo y la momia habían sido enviados al museo Bulak de El
Cairo. Me presenté en el Bulak, pero allí me dijeron tan sólo que Mariette Bey los había reclamado y
embarcado para llevarlos al Louvre. Fui tras ellos, y por fin, después de cuatro mil años, me
encontré en la sala egipcia con los restos de mi amada y el anillo que había estado buscando durante
tanto tiempo.
»Pero ¿cómo me las ingeniaría para echarles las manos encima? ¿Cómo apropiarme de ellos?
Dio la casualidad de que estaba vacante un puesto de vigilante. Me presenté ante el director. Le
convencí de que tenía grandes conocimientos sobre Egipto. Pero mi ansiedad me hizo hablar
demasiado. El hombre me dio a entender que merecía más bien la cátedra de profesor que una silla
en la conserjería. Dijo que sabía más que él. Entonces, a fuerza de decir disparates, logré
convencerle de que había sobrestimado mi conocimiento y me permitió trasladar a esta habitación los
pocos efectos personales que he conservado. Ésta es la primera y última noche que paso aquí.
»Ésta es mi historia, Mr. Vansittart Smith. No necesito decirle nada más a un hombre de su
inteligencia. Gracias a una extraña casualidad ha contemplado usted esta noche el rostro de la mujer
que amé en aquellos tiempos remotos. En la vitrina había muchos anillos con cristales y no tuve más
remedio que comprobar si eran de platino para asegurarme de que había encontrado el que buscaba.
Una simple mirada al cristal ha sido suficiente para comprobar que había líquido en su interior y que
por fin me sería dado expulsar lejos de mí esta maldita salud que me ha ocasionado mayores dolores
que la más funesta de las enfermedades. No tengo más que decirle. Me he librado de una pesada
carga. Puede usted relatar mi historia o silenciarla si lo desea. Lo dejo a su elección. Le debo una
compensación, porque ha estado usted a punto de perder la vida esta noche. Yo era un hombre
desesperado y no me habría detenido ante ningún obstáculo. Si le hubiera visto antes de realizar mi
tarea, le habría quitado toda posibilidad de oponerse a mis deseos o de dar la alarma. Ésa es la
puerta. Conduce a la rue de Rivoli. ¡Buenas noches!
El inglés miró hacia atrás. Durante un instante la figura de Sosra, el egipcio, permaneció
enmarcada en el estrecho umbral. Después la puerta se cerró de golpe y el pesado ruido del cerrojo
quebró el silencio de la noche. Dos días después de su regreso a Londres, John Vansittart Smith leyó
en la correspondencia de París del Times el breve informe que sigue:
Extraño suceso en el Louvre.— Ayer por la mañana tuvo lugar un extraño descubrimiento en la
sala principal de Egipto. Los empleados de la limpieza encontraron a uno de los vigilantes tendido en
el suelo, rodeando con sus brazos el cuerpo de una de las momias. Estaban abrazados tan
estrechamente que sólo después de múltiples dificultades pudieron ser separados. Una de las vitrinas
donde se guardan anillos de considerable valor había sido abierta y saqueada. Las autoridades
opinan que el vigilante pretendía llevarse la momia con la idea de venderla a algún coleccionista
privado, pero en ese preciso momento sufrió un colapso a consecuencia de una larga enfermedad del
corazón. Se dice que el difunto era un hombre de edad indeterminada y costumbres excéntricas, sin
parientes o amigos vivos que puedan llorar su muerte trágica y prematura.
EL PECTORAL DEL PONTÍFICE JUDÍO
(The Jew’s Breastplate, 1922)[47]

Ward Mortimer, gran amigo mío, era uno de los hombres de su tiempo que más entendían de todo
lo relacionado con la arqueología del Oriente. Había escrito profusamente sobre el tema, vivió por
espacio de dos años en una tumba de Tebas, mientras realizaba excavaciones en el Valle de los
Reyes, y despertó, por último, una gran sensación al exhumar una pretendida momia de Cleopatra en
el santuario interior del templo de Horus de Philae. Con una hoja de servicios semejante a la edad de
treinta y un años, era opinión general que haría una gran carrera, de modo que nadie se sorprendió
cuando le nombraron director del Belmore Street Museum, que lleva consigo la obligación de dar un
curso de conferencias en el Colegio Oriental, y que tiene unos ingresos que han quedado reducidos
por el descenso en el precio de la tierra, pero que siguen manteniéndose en esa cifra ideal que basta
para estimular al investigador, pero que no es lo bastante grande para enervarlo.
Un solo motivo podía hacer algo embarazosa la situación de Ward Mortimer en el Belmore Street
Museum, y consistía en que su antecesor era una eminencia extraordinaria. El profesor Andreas,
hombre doctísimo en su especialidad, gozaba de una reputación europea. Sus cursos de conferencias
eran seguidos por investigadores procedentes de todas las partes del mundo, y era un hecho conocido
en todas las sociedades doctas que su manera de conservar la colección confiada a sus cuidados era
digna de admiración. Despertó por todo ello profunda sorpresa la noticia de que el profesor Andreas,
cuando sólo contaba cincuenta y cinco años de edad, presentase de pronto la dimisión de su cargo y
abandonase unos deberes que constituían para él un placer y un medio de vida. Abandonó, en
compañía de su hija, el cómodo departamento que tenía asignado para residencia oficial como
director del museo, y mi amigo Mortimer, que era soltero, ocupó esas habitaciones.
El profesor Andreas, al enterarse del nombramiento de Mortimer, le escribió una carta muy
afectuosa y halagüeña. Yo mismo me encontré presente en la primera entrevista que celebraron, y
acompañé a Mortimer en el recorrido del museo mientras el profesor dimisionario iba mostrándonos
la admirable colección que durante tanto tiempo había cuidado con el mayor cariño. Nos
acompañaron también en ese recorrido la bella hija del profesor y el capitán Wilson, joven que,
según creí, contraería pronto matrimonio con ella. Constaba el museo de quince salas, pero las más
ricas de todas eran las de Babilonia, la de Siria, y el salón central que contenía las colecciones
judaica y egipcia. El profesor Andreas era hombre reposado, severo, entrado en años, de rostro
afeitado y maneras impasibles; pero cuando nos hacía resaltar la rareza y la belleza de algunos de los
ejemplares expuestos, sus negros ojos relampagueaban y sus facciones adquirían una entusiástica
vitalidad. Acariciaba los ejemplares con tal amor que saltaba a la vista el orgullo que sentía por
ellos y el dolor que ocultaba en su corazón al entregar a otro el cuidado de los mismos.
Nos había ido mostrando sucesivamente sus momias, sus papiros, sus raros escarabajos, sus
inscripciones, sus reliquias judaicas y su ejemplar duplicado del célebre candelabro de los siete
brazos del Templo, que fue llevado a Roma por Tito, y que algunos dan por supuesto que todavía hoy
reposa dentro del lecho del río Tíber. Después, se acercó a una vitrina que había en el centro mismo
del gran salón, y miró a través del cristal con actitud y ademanes reverentes, diciendo:
—Para un especialista como usted, señor Mortimer, esto no constituye novedad, pero me atrevo a
decir que su amigo, el señor Jackson, sentirá interés en contemplarlo.
Me incliné por encima de la vitrina y distinguí un objeto cuadrado de unas cinco pulgadas,
consistente en doce piedras preciosas engastadas en oro, con ganchos del mismo metal en dos de los
ángulos. Las piedras eran todas de clases y colores diferentes, pero de tamaño idéntico. Su
conformación, disposición y gradación de tonos me hicieron pensar en una caja de pinturas a la
acuarela. Cada piedra llevaba grabado en su superficie un jeroglífico.
—¿Oyó usted hablar, señor Jackson, del urim y thummim?
Los vocablos no me eran desconocidos, pero mi idea acerca de su significado era
extraordinariamente confusa.
—El urim y thummim es el nombre con que llaman al pectoral precioso que el sumo pontífice de
Israel llevaba sobre el pecho. Sentían los judíos profundísima reverencia hacia ese objeto, una cosa
parecida a lo que pudiera sentir un romano antiguo por los libros sibilinos que se guardaban en el
Capitolio. Como usted ve, tiene doce magníficas piedras preciosas, inscritas con caracteres místicos.
Las piedras, contando desde el ángulo superior izquierdo, son: carniola, peridoto, esmeralda, rubí,
lapislázuli, ónice, zafiro, ágata, amatista, topacio, berilo y jaspe.
Me quedé poseído de asombro ante la variedad y la belleza de las piedras preciosas, y pregunté:
—¿Tiene este pectoral antecedentes especiales?
—Es antiquísimo y de un valor inmenso —me contestó el profesor Andreas—. Sin poderlo
afirmar de una manera rotunda, tenemos muchas razones para pensar que bien pudiera ser el urim y
thummim del templo de Salomón. Desde luego, en ninguna colección europea existe otro ejemplar tan
bello. Este amigo mío, el capitán Wilson, es una autoridad práctica en piedras preciosas, y él puede
hablarle de su extraordinaria pureza.
El capitán Wilson, hombre de cara morena y rasgos duros e incisivos, estaba de pie junto a su
prometida al otro lado de la vitrina, y contestó concisamente:
—Sí, yo no he visto nunca piedras más finas que éstas.
—Sin contar con que el trabajo del oro es también digno de estudio. Los antiguos sobresalían
en…
Parecía que se disponía a decir algo en relación con el engaste de las piedras, cuando el capitán
Wilson le interrumpió diciendo:
—Como trabajo en oro, podrán examinar un ejemplar mejor en este candelabro.
Al decirlo se volvió hacia otra mesa, y todos le hicimos coro en su admiración hacia el cuerpo
central repujado y hacia los brazos de un delicado trabajo de orfebrería. En conjunto, constituyó una
experiencia interesante y nueva el que un técnico tan distinguido nos diese explicaciones acerca de
aquellas piezas de museo tan extraordinariamente raras. Cuando, por último, el profesor Andreas dio
por terminada nuestra inspección dejando la preciosa colección en manos y al cuidado de mi amigo,
no pude por menos de compadecer al primero y de envidiar al sucesor, que iba a vivir entregado a
una tarea tan agradable. Ward Mortimer se instaló adecuadamente antes de que se cumpliese una
semana en su nuevo departamento, y se convirtió en el autócrata del Belmore Street Museum.
Unos quince días después, mi amigo dio una pequeña cena a seis amigos solteros para celebrar su
nombramiento. Cuando se retiraban los invitados, Mortimer me tiró de la manga, dándome a entender
que deseaba que me quedase, diciendo:
—Tú vives en Albany y sólo estás a unos centenares de yardas de distancia. No te importará
quedarte un rato más y fumar tranquilamente un cigarro conmigo. Deseo vivamente que me aconsejes.
Volví a dejarme caer en un sillón y encendí uno de sus excelentes cigarros Matronas. Después de
despedir en la puerta al último de sus invitados, volvió junto a mí y tomó asiento enfrente, sacando
una carta del bolsillo del smoking.
—Esta carta anónima la he recibido esta mañana —me dijo—, y quiero que la leas y que me
aconsejes.
—Valga poco o mucho mi consejo, yo te lo daré muy a gusto.
—He aquí lo que dice la carta: «Señor. Yo le aconsejaría vivamente que mantenga estrechísima
vigilancia sobre los muchos objetos de valor que tiene a su cargo. Yo no creo que sea suficiente el
sistema actual de un solo vigilante. Manténgase en guardia, porque, de lo contrario, podría ocurrir
una desgracia irreparable».
—¿Nada más?
—Nada más.
—Pues bien —le dije—, lo evidente, por lo menos, es que ha sido escrita por una de las pocas
personas que están enteradas de que sólo ponéis de noche un vigilante.
Ward Mortimer me entregó entonces la carta, diciéndome con una sonrisa curiosa:
—¿Entiendes algo de escrituras? Pues bien, fíjate en esta otra —puso delante de mí otra carta—.
Fíjate en la «c» de «cargo» y en la «c» de «congratulo» de la otra carta. Fíjate también en la Y
mayúscula. ¡Y en el empleo del guión en lugar del punto!
Es indudable que ambas escrituras son de la misma mano, aunque en esta carta de ahora se
observa cierta tendencia al disfraz.
—Pues la otra carta es la que el profesor Andreas me envió para felicitarme con motivo de mi
nombramiento.
Me quedé mirándolo atónito. Luego volví la hoja de la carta que tenía en mi mano, y, desde luego,
vi la firma de «Martin Andreas». A nadie que tuviera los más superficiales conocimientos de la
ciencia grafológica podía caberle duda alguna de que era el profesor quien había escrito la carta
anónima previniendo al sucesor suyo contra un robo. La cosa resultaba inexplicable, pero era
absolutamente cierta.
—¿Por qué razón ha podido hacerlo? —pregunté yo.
—Ahí es precisamente donde yo quisiera conocer tu opinión. Si él tenía esas sospechas, ¿por qué
no vino y me lo dijo directamente?
—¿Piensas hablar con él a ese respecto?
—También en ese punto tengo mis dudas. Es posible que él optase por negar que haya escrito la
carta.
—En todo caso —opiné yo—, esta advertencia está inspirada en un espíritu amistoso, y yo
actuaría teniéndolo muy en cuenta. ¿Son las medidas que tenéis tomadas en la actualidad suficientes
para impedir cualquier tentativa de robo?
—Yo, al menos, así lo creía. El museo sólo está abierto al público desde las diez de la mañana
hasta las cinco de la tarde, y hay un vigilante por cada dos salas. Ese vigilante se sitúa en la puerta
que las divide, de manera que desde ese punto domina las dos salas.
—¿Y durante la noche?
—Una vez que el público se ha retirado, cerramos las grandes contraventanas de hierro, que nos
garantizan de una manera absoluta contra toda tentativa de los ladrones. El vigilante nocturno es un
hombre muy capaz. Monta la guardia en la galería, pero hace cada tres horas una ronda por todas las
salas. Toda la noche hay encendida una luz eléctrica en cada sala.
—Resulta difícil sugerir ninguna otra medida más, como no sea la de que los vigilantes de día
permanezcan también toda la noche.
—Eso nos sería imposible.
—Al menos yo me pondría en comunicación con la policía para que situase un guardia ex profeso
en la parte exterior del edificio, o sea, en Belmore Street. En cuanto a la carta, si quien la escribe
desea permanecer en el anonimato, yo creo que tiene derecho a ello. Debemos dejar que el tiempo
nos descubra alguna razón que justifique este sorprendente medio a que ha recurrido.
Con eso dimos por tratado el tema, pero después de regresar a mis habitaciones no hice otra cosa
aquella noche que torturarme el cerebro para dar con el posible móvil que pudo tener el profesor
Andreas para escribir una carta anónima de aviso a su sucesor. Que la letra era suya era algo de lo
que estaba tan seguro como si le hubiese visto escribir la carta. Preveía, sin duda, algún peligro para
su colección. ¿Presentó quizá la renuncia del cargo precisamente porque preveía ese peligro? En ese
caso, ¿por qué vaciló en firmar la carta de advertencia con su propio nombre? Le di vueltas y vueltas
en la cabeza a esos interrogantes, hasta que me quedé amodorrado, con el resultado de que desperté
más tarde que de costumbre.
Mi despertar tuvo lugar de forma extraordinaria y eficaz, porque mi amigo Mortimer entró a eso
de las nueve como una exhalación en mi cuarto. En su rostro se retrataba la consternación. De
ordinario era el hombre más pulcro entre todos mis amigos, pero en ese momento traía un extremo
del cuello de la camisa suelto, el lazo de la corbata deshecho y el sombrero echado completamente
hacia atrás. Lo comprendí todo al ver la expresión alocada de sus ojos, y no le di tiempo a que
hablase.
—¡Se ha cometido un robo en el museo! —grité, sentándome en la cama de un salto.
—Eso me estoy temiendo. ¡Las piedras preciosas aquellas! ¡Las piedras preciosas del urim y
thummim! —jadeó, porque de tanto correr venía sin aliento—. Voy a la comisaría. Y tú, Jackson, ven
al museo lo antes posible. ¡Adiós!
Salió corriendo como loco del cuarto y pude escuchar el estrépito de sus pisadas al bajar la
escalera.
No me demoré mucho en seguir sus indicaciones, pero para cuando llegué, él estaba ya de
regreso con un inspector de policía y con otro caballero anciano, que resultó ser el señor Purvis, uno
de los socios de la firma Morson and Company, los conocidos diamantistas. En su condición de
técnico en piedras preciosas, acudía siempre que se le necesitaba para orientar con su consejo a la
policía. Todos ellos formaban un grupo alrededor de la vitrina en la que había estado expuesto el
pectoral del pontífice de Israel. Ese pectoral había sido sacado y estaba sobre la parte superior de la
vitrina, con las tres cabezas inclinadas sobre él para examinarlo.
—No cabe la menor duda de que el pectoral ha sido manipulado —dijo Mortimer—. Me di
cuenta en el momento mismo en que pasé esta mañana por la sala. Ayer por la noche lo estuve
examinando, de modo que puedo afirmar con certeza que alguien lo ha sacado durante la noche.
Saltaba a la vista que mi amigo tenía razón al afirmar que alguien había manipulado el pectoral.
Los engarces de la hilera superior de cuatro piedras, a saber, carnolia, peridoto, esmeralda y rubí,
mostraban asperezas y cortes, como si alguien hubiese raspado a su alrededor. Las piedras estaban en
su sitio, pero el hermoso trabajo del orfebre que habíamos admirado pocos días antes había quedado
con torpes señales todo alrededor.
—Yo diría que alguien ha tratado de desmontar las piedras preciosas —apuntó el inspector de
policía.
—Lo que yo temo —dijo Mortimer— es que no sólo han tratado de hacerlo, sino que lo han
conseguido. Yo creo que estas cuatro piedras son hábiles imitaciones que han sido colocadas en
sustitución de las piedras primitivas.
Esa misma sospecha debió de tener evidentemente el técnico de la firma de joyeros, porque había
estado examinando con sumo esmero las cuatro piedras con la ayuda de una lupa. Después hizo con
ellas varias pruebas, y por último se volvió con expresión alegre hacia Mortimer, y le dijo con
mucha cordialidad:
—Lo felicito, señor. Yo me juego mi reputación a que las cuatro piedras preciosas son auténticas
y de un grado de pureza extraordinario y nada corriente.
El rostro asustado de mi amigo empezó a recobrar el color y respiró profundamente. Finalmente,
exclamó:
—¡Gracias sean dadas a Dios! Pero ¿qué diablos pretendió entonces el ladrón?
—Es probable que pretendiera llevarse las piedras, pero que se viera interrumpido en su
tentativa.
—En ese caso, lo lógico habría sido que las arrancase una a una. Aquí se observa que el engarce
ha sido aflojado, pero todas las piedras están en su sitio.
—Desde luego, se trata de un hecho extraordinario —dijo el inspector—. No recuerdo ningún
caso que se le parezca. Vamos a interrogar al vigilante.
Se llamó al guarda, que resultó ser un hombre de porte militar y cara honrada, que parecía tan
afectado por el suceso como el mismo Ward Mortimer.
—No, señor; yo no oí el menor ruido. Hice mis cuatro rondas de costumbre, sin observar nada
sospechoso —dijo, contestando a las preguntas del inspector—. Llevo en mi empleo diez años y
jamás me ha ocurrido nada parecido.
—¿No habrá podido entrar algún ladrón por la ventana?
—Eso es imposible, señor.
—En ese caso, habrá pasado por la puerta, cruzando por delante de usted.
—De ninguna manera, señor, porque yo no me ausenté más que para hacer mis rondas.
—¿Qué otras vías de acceso tiene el museo?
—Únicamente la puerta que da acceso a las habitaciones particulares del señor Ward Mortimer.
—Esa puerta permanece cerrada de noche —explicó mi amigo—, y quien pretendiera llegar a
ella desde la calle tendría que abrir también la puerta exterior.
—¿Y sus servidores?
—Sus habitaciones están en un ala completamente independiente.
—Esto resulta, desde luego, muy oscuro, muy oscuro —dijo el inspector— Sin embargo, de
acuerdo con la opinión del señor Purvis, no se ha producido ningún daño.
—Yo estoy dispuesto a declarar bajo juramento que estas piedras son auténticas.
—En ese caso, nos encontraríamos simplemente ante una tentativa malintencionada de causar
daño. Sin embargo, yo no me quedaría tranquilo hasta dar una vuelta completa y detenida a todo el
local, por si descubrimos algún indicio de quién ha podido ser el visitante.
La investigación que realizó el inspector fue cuidadosa e inteligente y nos llevó toda la mañana,
pero no arrojó ningún resultado. Nos hizo ver que existían dos posibles vías de acceso al museo, que
se nos habían pasado por alto. Una de ellas desde las bodegas, por una trampilla que daba al pasillo.
La otra por una claraboya desde la buhardilla, que caía encima mismo de la sala a la que el intruso
había entrado. Como el ladrón no podía haber entrado en la bodega ni en la buhardilla si antes no
hubiese estado ya en el interior con las puertas cerradas, el asunto no tenía ninguna trascendencia
práctica, y la capa de polvo de la bodega y del ático nos dio la seguridad de que no se había servido
ni de aquélla ni de éste. En resumidas cuentas, al final estábamos igual que al principio, sin la menor
pista sobre cómo, por qué o quién había manipulado los engarces de las cuatro piedras preciosas.
A Mortimer sólo le quedaba una medida que tomar, y la tomó. Dejando que la policía prosiguiese
sus infructuosas investigaciones, me invitó a que le acompañase aquella tarde a visitar al profesor
Andreas. Se llevó con él las dos cartas, y su propósito era decirle abiertamente a su antecesor que
era él quien había escrito el aviso anónimo, y que debía explicar el hecho de que conociese por
anticipado y con tal exactitud lo que posteriormente había ocurrido. El profesor residía en un
pequeño chalé de Upper Norwood, pero la criada nos advirtió que no se encontraba en casa. Al ver
nuestra expresión de desencanto, nos preguntó si no nos agradaría entrevistarnos con la señorita
Andreas, y nos pasó a la modesta salita.
He dicho ya de una manera incidental que la hija del profesor era una muchacha bellísima, rubia,
alta y esbelta, con el cutis de esa tonalidad delicada que los franceses llaman mate, es decir, del
color del marfil antiguo o del de los pétalos más claros de la rosa de té. Sin embargo, me quedé
profundamente sorprendido al verla entrar en la sala por lo mucho que había cambiado en el espacio
de quince días. Su rostro aparecía macilento y sus ojos brillantes como turbios de preocupación.
—Papá se marchó a Escocia —dijo—. Se encuentra, por lo visto, fatigado y con una gran
preocupación. Salió de aquí ayer.
—También usted parece un poco cansada, señorita Andreas —le dijo mi amigo.
—Es que estoy muy preocupada por mi padre.
—¿Podría usted darme su dirección en Escocia?
—Sí; vive con su hermano, el reverendo David Andreas, 1, Arran Villas, Ardrossan.
Ward Mortimer anotó la dirección y nos retiramos, sin hablar una palabra sobre el objeto de
nuestra visita. Al anochecer de ese día nos encontrábamos en Belmore Street en situación idéntica a
la que habíamos estado por la mañana. Nuestra única pista era la carta del profesor, y mi amigo
estaba decidido a ponerse al día siguiente en camino para Ardrossan, a fin de llegar hasta el fondo de
lo que pudiera haber en la carta anónima. Pero un nuevo hecho vino a alterar nuestros proyectos.
A la mañana siguiente, y a una hora muy temprana, vinieron a despertarme de mi sueño una serie
de golpes dados en la puerta de mi dormitorio. Procedían de un mensajero que me traía una carta de
Mortimer:
«Ven por aquí, porque este asunto está poniéndose cada vez más extraño», me decía la carta.
Cuando, obedeciendo a su llamamiento, llegué al museo, encontré a mi amigo yendo y viniendo
muy excitado por la sala central, en tanto que el veterano vigilante del local permanecía en un rincón,
erguido con rigidez militar. Mi amigo exclamó:
—Mi querido Jackson, no sabes la alegría que me produce que hayas venido, porque este asunto
resulta ya de lo más inexplicable.
—Pero ¿qué es lo que ha ocurrido?
Me señaló con un vaivén de la mano la vitrina que contenía el pectoral, y me dijo:
—Fíjate en eso.
Así lo hice, y no pude reprimir un grito de sorpresa. Los engarces de la hilera central de piedras
preciosas habían sido profanados de manera idéntica a los de la hilera superior. De las doce piedras
preciosas, ocho habían sido ya manipuladas de esa forma tan misteriosa. El engarce de las cuatro
piedras de la línea inferior aparecía limpio y sin raspadura alguna. El de todas las demás presentaba
un aspecto irregular y raspado.
—¿Habrán sido cambiadas las piedras? —pregunté.
—No. Estoy seguro de que estas cuatro de arriba son las mismas que el técnico dio por
auténticas, porque ayer me fijé en este pequeño borde descolorido de la esmeralda. Si no se han
llevado las cuatro piedras preciosas de la línea superior, no hay razón tampoco para creer que hayan
cambiado las de la línea media. ¿De modo, Simpson, que usted no oyó nada?
—Absolutamente nada —contestó el vigilante—. Pero cuando hice mi ronda después de
amanecer, me fijé especialmente en estas piedras, y a la primera ojeada comprendí que alguien las
había tocado. Pintonees le desperté a usted, señor, y se lo dije. Me he pasado toda la noche de un
lado para otro sin oír el más pequeño ruido ni ver a nadie.
—Ven, Jackson, desayunaremos juntos —dijo Mortimer, y me llevó a una de sus habitaciones.
Una vez allí me preguntó—: Y ahora, ¿qué piensas de esto?
—Que en mi vida he visto un asunto más inútil, despreciable e idiota que éste. Sólo puede ser
obra de un monomaniaco.
—¿No se te ocurre alguna hipótesis que lo explique?
Y de pronto me vino a la cabeza una idea extraña, y dije:
—El pectoral constituye una reliquia judaica antiquísima y muy sagrada. ¿No andará en esto
algún antisemita? ¿No podría haber algún fanático que, lleno de odio…?
—¡No, no y no! —exclamó Mortimer—. ¡Por ese lado no llegamos a ninguna parte! Un hombre
de esa catadura sería capaz de llegar en su locura hasta el extremo de destruir una reliquia judaica,
pero ¿cómo diablos es capaz de entretenerse en mordisquear alrededor de cada una de las piedras tan
a conciencia que sólo ha podido roer cuatro piedras en una noche? Necesitamos una solución del
enigma mejor que ésa, y somos nosotros quienes tenemos que dar con ella, porque me parece que
nuestro inspector nos va a poder servir de poco. En primer lugar, ¿qué opinas del vigilante Simpson?
—¿Tienes alguna razón para recelar de él?
—Ninguna, salvo que es la única persona que se queda dentro del museo.
—Pero ¿qué motivos puede tener para entretenerse en una obra tan insensata de destrucción? No
falta ninguna piedra. Y él no tiene ningún móvil.
—¿Y si se tratara de una monomanía?
—No; yo aseguraría bajo juramento que es un hombre de cerebro sano.
—¿Y no se te ocurre otra hipótesis?
—Sí; estoy pensando en ti. ¿No serás por casualidad sonámbulo?
—Te aseguro que no lo soy.
—Pues entonces, me rindo.
—Pero yo no, y tengo un plan que lo pondrá todo en claro.
—¿El de visitar al profesor Andreas?
—No; encontraremos nuestra solución a una distancia mucho menor que la de Escocia. Verás lo
que vamos a hacer: ¿te acuerdas de la claraboya por la que se domina la sala central? Pues bien:
dejaremos encendidas las luces eléctricas de la sala, y tú y yo montaremos la guardia en la buhardilla
para aclarar el misterio por nosotros mismos. Si nuestro misterioso visitante manipula cada vez
cuatro piedras, le quedan todavía cuatro por hacer y, según toda probabilidad, volverá esta noche
para completar el trabajo.
—¡Magnífico! —exclamé.
—Mantendremos la cosa en secreto, sin decir nada ni a la policía ni a Simpson. ¿Me
acompañarás?
—Con muchísimo gusto —le contesté—. Quedamos, pues, en firme.
Aquella noche volví al Belmore Street Museum cuando ya habían dado las diez. Encontré a
Mortimer en un estado de excitación nerviosa reprimida, pero era aún demasiado pronto para
empezar nuestra guardia, de modo que permanecimos todavía cerca de una hora en sus habitaciones,
mirando desde todos los puntos de vista aquel extraño asunto cuya solución nos tenía reunidos allí.
Llegó un momento en que el estrépito continuado de la corriente de coches de alquiler y el ruido de
pasos precipitados fueron haciéndose menos intensos y más intermitentes, a medida que la gente que
había ido a divertirse regresaba a sus hogares o a sus hoteles. Eran cerca de las doce cuando
Mortimer me condujo a la buhardilla desde la que se dominaba la sala central del museo.
Mortimer había estado allí durante el día, cubriendo el suelo con algunas harpilleras de modo
que pudiésemos apoyarnos con comodidad y mirar directamente al interior del museo. La claraboya
era de cristal liso, pero se hallaba cubierta con una capa de polvo, de manera que nadie podría
descubrir desde la sala, aunque mirase hacia arriba, que había personas vigilándole. Limpiamos cada
uno en un ángulo un pequeño trozo del cristal, quedando de ese modo en disposición de dominar todo
el ámbito de la sala que teníamos debajo. Cuantos objetos había en la misma se destacaban con
absoluta claridad, iluminados por la fría luz blanca de las lámparas eléctricas, hasta el punto de que
podía distinguir los más pequeños detalles de los objetos contenidos en las distintas vitrinas.
Una guardia de esa clase constituye una excelente lección, puesto que no nos deja otra alternativa
que la de mirar fijamente a los objetos junto a los cuales solemos pasar con interés más que
desmayado. Yo invertí las horas en estudiar desde mi agujerito de observación todos los ejemplares
del museo, desde el enorme sarcófago apoyado en la pared en que estaba guardada la momia, hasta
las mismas piedras preciosas que nos habían llevado a ese lugar, y que brillaban y centelleaban en su
vitrina de cristal situada justo debajo de nosotros. Eran muchos los objetos de orfebrería y muchas
las valiosas piedras preciosas que estaban guardadas en gran número de vitrinas, pero aquellas doce
piedras maravillosas del urim y thummim resplandecían y ardían con una luminosidad que eclipsaba
todas las demás. Fui estudiando las pinturas de las tumbas de Sicara, los frisos de Karnak, las
estatuas de Menfis y las inscripciones de Tebas, pero mis ojos volvían siempre a aquella admirable
reliquia judaica, y mi pensamiento al misterio extraordinario que la rodeaba. Estaba yo sumido en
esos pensamientos cuando mi acompañante dejó escapar un súbito jadeo, reteniendo el aliento, y me
oprimió el brazo con mano convulsa. En el mismo instante descubrí lo que de tal manera lo había
conmocionado.
He dicho ya que a la derecha de la puerta de entrada (es decir, a la derecha de donde mirábamos
nosotros, pero a la izquierda conforme se entraba en la sala) había un gran sarcófago de momia
apoyado en la pared. Con indecible asombro nuestro, el sarcófago empezó a abrirse lentamente. La
tapa se iba alzando poco a poco, y la negra abertura de la misma se iba haciendo cada vez más ancha.
Tan suavemente y con tal cuidado se realizaba aquel desplazamiento, que parecía casi imperceptible.
Y, mientras estábamos mirando aquello con el en suspenso, surgió una mano blanca y delgada en la
abertura, empujando hacia arriba la tapa pintada; luego surgió otra, y, por último, una cara; una cara
que ambos conocíamos perfectamente; la del profesor Andreas. Se deslizó sigilosamente fuera del
sarcófago, igual que un zorro que sale de su madriguera, volviendo constantemente la cabeza a
derecha e izquierda, avanzando, deteniéndose y volviendo a avanzar, como una imagen viviente de la
astucia y de la precaución. En un momento dado, bastó un ruido que venía de la calle para dejarlo
rígido e inmóvil, escuchando, vuelto el oído en aquella dirección, dispuesto a precipitarse otra vez
en el refugio que tenía a sus espaldas. Luego volvió a avanzar sigilosamente, caminando de puntillas,
muy suavemente, muy lentamente, hasta que llegó a la vitrina que había en el centro de la sala. Una
vez allí extrajo del bolsillo un manojo de llaves, abrió la cerradura de la vitrina, sacó el pectoral
judaico y, dejándolo sobre el cristal que tenía delante, empezó a manipular en el mismo con una
herramienta pequeña y brillante. Quedaba tan vertical debajo de nosotros, que su cabeza nos impedía
ver lo que estaba haciendo, aunque por el movimiento de sus manos adivinábamos que estaba
ocupado en terminar aquel sorprendente trabajo de desfiguración que había empezado hacía dos
noches.
Por el jadeo de la respiración de mi compañero, y por los respingos nerviosos de su mano, que
seguía aferrada a mi muñeca, pude comprender la arrebatada indignación de la que estaba poseído al
contemplar semejante vandalismo realizado precisamente por la persona de quien menos podía
esperarse. Quien se hallaba en ese momento entregado a semejante profanación era precisamente el
hombre que quince días antes se había inclinado con reverencia ante aquella reliquia única en su
clase, ponderándonos su antigüedad y su carácter sagrado. Aquello era imposible, inimaginable…,
pero, sin embargo, allí teníamos al hombre vestido de negro, de cabellos entrecanos y brazo
tembloroso, bien enfocado por el claro resplandor de la luz eléctrica que había debajo de nosotros.
¿Qué hipocresía inhumana, qué odiosos abismos de maldad contra su sucesor tenían que ocultarse
bajo aquella siniestra tarea nocturna? Resultaba doloroso pensarlo y terrible verlo. A mí mismo, que
no poseía la exacerbada sensibilidad del especialista, me resultaba insoportable contemplar la
mutilación tan calculada de una antiquísima reliquia. Fue un alivio para mí que mi compañero me
tirase de la manga para indicarme que le siguiese. Salió de la buhardilla caminando con paso
sigiloso. No abrió la boca hasta que estuvimos dentro de su propio departamento, y entonces pude
ver en sus facciones la honda consternación de la que estaba poseído.
—¡Ese bárbaro repugnante! ¿Habrías podido imaginarte cosa igual? —exclamó.
—Me ha dejado atónito.
—Ese hombre es un canalla o un lunático. Una cosa u otra. Pronto vamos a salir de dudas. Ven
conmigo, Jackson, y llegaremos hasta la raíz de este asunto tan negro.
El pasillo del departamento de mi amigo tenía una puerta por la que se entraba en el museo. Se
quitó los zapatos, y yo le imité, abriendo acto seguido con su llave muy suavemente la cerradura.
Fuimos avanzando juntos con mucho tiento por las diferentes salas, hasta que tuvimos delante la
visión de la gran sala central, y dentro de ella al hombre vestido de negro, que seguía inclinado sobre
la vitrina central, entregado a su tarea. Avanzamos hacia él con la misma cautela que le habíamos
visto emplear; pero por suaves que fuesen nuestras pisadas, no conseguimos apresarlo por sorpresa.
Mediaría entre él y nosotros una docena de yardas cuando se volvió sobresaltado, lanzó un ahogado
grito de espanto, y echó a correr como un loco por el museo.
—¡Simpson! ¡Simpson! —rugió Mortimer, y vimos de pronto que la rígida figura del veterano
surgía al fondo de la hilera de puertas del panorama iluminado por la luz eléctrica. También el
profesor Andreas lo vio y se detuvo en su carrera con un gesto de desaliento. En el mismo instante lo
sujetábamos mi amigo y yo, poniéndole una mano en cada hombro. El profesor jadeó:
—Sí, caballeros, sí. Iré con ustedes. ¡Por favor, señor Ward Mortimer, condúzcame a sus
habitaciones! Comprendo que le debo una explicación.
La indignación de mi amigo era tal, que yo me di cuenta de que no se atrevía a darle la respuesta
que habría deseado. Caminamos conduciendo entre los dos al anciano profesor, llevando para
guardar la retaguardia al atónito vigilante nocturno. Cuando volvimos a estar junto a la vitrina
violentada, Mortimer se inclinó y examinó el pectoral. Una de las piedras preciosas de la hilera
inferior tenía ya el engarce aflojado de la misma manera que las otras. Mi amigo lo levantó con la
mano y gritó, mirando con furor al preso:
—¡Cómo ha podido usted! ¡Cómo ha podido usted!
—¡Sí; es horrible, horrible! —dijo el profesor—. No me extraña su indignación. Lléveme a sus
habitaciones.
—¡Pero eso no le librará de comparecer ante la vergüenza pública! —gritó Mortimer.
Mi amigo cogió el pectoral y lo llevó con ternura en la mano, mientras yo caminaba al lado del
profesor, como un guardia junto a un criminal. Entramos en las habitaciones de Mortimer, dejando
que el veterano, que no salía de su asombro, hiciese las hipótesis que mejor le pareciesen. El
profesor se sentó en el sillón de Mortimer, y se puso tan lívido que nuestros rencores se convirtieron
momentáneamente en preocupación. Un buen vaso de aguardiente lo reanimó. Entonces dijo:
—¡Bueno, ya me siento mejor ahora! Estos últimos días han podido más que yo. Estaba
convencido de que no podría resistir mucho más. Es una pesadilla, una pesadilla horrible, verme
detenido como ladrón en el que durante tanto tiempo ha sido mi propio museo. Sin embargo, no los
censuro a ustedes. No podían obrar de otro modo. Yo esperaba poder dar fin a la tarea sin ser
descubierto. Lo de esta noche era el colofón de mi obra.
—¿Cómo se las arregló usted para entrar? —preguntó Mortimer.
—Tomándome la excesiva libertad de utilizar su puerta particular. Pero la finalidad que me traía
justificaba mi acción. Esa finalidad lo justificaba todo. Cuando sepa lo ocurrido, se tranquilizará
usted. Por lo menos no se indignará conmigo. Yo disponía de una llave de la puerta lateral
independiente para entrar en su departamento, y de otra llave para la puerta de entrada desde el
departamento al museo. Me quedé con ellas cuando le hice entrega a usted de la dirección. Ya ve,
pues, que no me resultó difícil entrar aquí. Lo hacía cuando circulaba aún la multitud por la calle.
Luego me escondía en el sarcófago de la momia y, en cuanto Simpson iniciaba su ronda, yo me
refugiaba en él de nuevo. Siempre le oía venir. Salía de la misma manera que había entrado.
—Se exponía usted a un peligro.
—No tenía más remedio.
—Pero ¿por qué? ¿Qué diablos se proponía usted al hacer una cosa como ésta?
Mortimer señaló con expresión de censura el pectoral que estaba encima de la mesa.
—No se me ocurrió ninguna otra solución. Por más que le di vueltas y vueltas, no encontraba otra
alternativa, como no fuese provocando un vergonzoso escándalo público, y un dolor y un pesar que
habrían ensombrecido nuestras vidas. Actué movido por las mejores intenciones, por increíble que
esto les parezca, y únicamente les pido que me escuchen y me permitan demostrárselo.
—Escucharé lo que tenga usted que decir antes de tomar ninguna otra medida —dijo Mortimer
con acento adusto.
—Estoy resuelto a no callarme nada y a confiarme por completo a ustedes dos. Dejaré a la
resolución de su propia generosidad el decidir la manera que tendrán de emplear los datos que voy a
revelarles.
—Conocemos ya los hechos esenciales.
—Pero, a pesar de ello, ustedes no comprenden todavía nada de lo ocurrido. Me remontaré
algunas semanas en mi explicación, y se lo aclararé todo. Créanme que lo que les diga será la verdad
pura y completa. Yo les presenté a ustedes a cierta persona que se hace llamar capitán Wilson. Digo
que se hace llamar porque tengo ya razones para creer que no es ése su verdadero apellido. Me
llevaría demasiado tiempo detallar todos los medios a que recurrió para conseguir que me lo
presentasen y para ganarse mi amistad y el cariño de mi hija. Se presentó con cartas de colegas
extranjeros que me obligaron a atenderlo. Después, y gracias a sus propias dotes, que son muy
notables, consiguió llegar a ser visita muy bien recibida en mis propias habitaciones. Al enterarme
de que había logrado ganarse el amor de mi hija, me pareció algo prematuro, pero no me sorprendió
en modo alguno, porque era un hombre dotado de un trato encantador y de una conversación que lo
habría llevado al primer plano en cualquier círculo social. Se interesaba muchísimo por las
antigüedades orientales, y ese interés se hallaba justificado por sus conocimientos en la materia.
Muchas veces, en el transcurso de las veladas que pasaba con nosotros, pedía permiso para entrar en
el museo con objeto de poder examinar en privado las distintas piezas expuestas en el mismo. Ya se
imaginarán ustedes que a mí, tan entusiasta por esta materia, semejante petición me agradaba, y que
no me producía ninguna sorpresa esa reiteración de sus visitas. Cuando el compromiso con Elisa fue
un hecho, apenas dejaba de acudir una noche, dedicando por lo general una o dos horas de la velada
al museo. Iba y venía por sus dependencias con entera libertad, e incluso no tuve ningún
inconveniente en que, durante algunas noches que yo estaba ausente, hiciese aquí lo que más le
agradase. Semejante estado de cosas sólo finalizó cuando presenté la dimisión de mi cargo oficial y
me retiré a Norwood, con la esperanza de disponer de tiempo para escribir una obra importante que
tenía proyectada.
»Apenas habría transcurrido una semana de mi dimisión, cuando comprendí por primera vez la
verdadera índole y personalidad del hombre a quien de un modo tan imprudente había introducido en
mi familia. Debí semejante descubrimiento a cartas que me enviaron mis amigos extranjeros, de las
que resultó patente que las de presentación eran unas puras falsificaciones. Aterrado por aquella
revelación, me pregunté cuál podía ser el móvil que había llevado a ese hombre a engañarme
mediante un procedimiento tan complicado. Yo soy un hombre demasiado pobre para que me
señalase como víctima suya ningún cazadotes. ¿Por qué, pues, había venido? Recordé entonces que
algunas de las piedras preciosas de mayor valor que había en Europa habían estado bajo mi custodia,
y se me vinieron también a la imaginación las excusas ingeniosas de que ese hombre se había servido
para manipular con toda comodidad en las vitrinas en que esas piedras estaban guardadas. Ese
hombre era un canalla que proyectaba un robo gigantesco. ¿Cómo podía yo, sin lastimar
dolorosamente a mi propia hija que estaba enamoradísima de él, impedirle que llevase a cabo sus
proyectos, cualesquiera que éstos fuesen? El medio a que recurrí fue torpe, pero no se me ocurrió
otro más eficaz. Si yo hubiese firmado la carta, lo natural habría sido que usted me pidiese
explicaciones que yo no deseaba dar. Recurrí, pues, a una carta anónima, rogándole que se
mantuviese en guardia. No estará de más que les diga que mi cambio de domicilio de Belmore Street
a Norwood no interrumpió las visitas de ese hombre, quien, según creo, siente por mi hija un amor
verdadero y dominador. Por lo que a ella se refiere, jamás habría creído que ninguna mujer pudiera
caer de manera tan absoluta bajo la influencia de un hombre. Por lo visto, su fuerte personalidad la
dominaba por completo. Yo no me di cuenta de la verdadera situación ni del punto a que habían
llegado las cosas entre ellos, hasta la noche misma en que vi con claridad el verdadero carácter de
aquel hombre. Había dado orden de que cuando se presentase en casa lo pasasen a mi despacho en
vez de pasarlo a la sala. Una vez en mi despacho, le dije sin rodeos que estaba enterado de su
verdadera personalidad, que había dado pasos para hacerle fracasar en sus propósitos, y que ni yo ni
mi hija queríamos volver a verlo. Añadí que daba gracias a Dios de que lo había descubierto antes
de que pudiera hacer ningún daño a los valiosos objetos que durante toda mi vida me había
consagrado a proteger.
»Era, sin duda, un hombre con nervios de hierro. Mis palabras no despertaron en él ninguna
reacción de sorpresa ni de desafío, porque me escuchó con seriedad y suma atención hasta que
terminé de hablar. Entonces cruzó el despacho sin decir palabra, y tocó el timbre de llamada. Cuando
acudió la criada, le dijo: “Pida usted a la señorita Andreas que tenga la amabilidad de venir al
despacho”. Entró mi hija, y aquel hombre cerró la puerta. Luego la cogió de la mano, y le dijo:
“Elisa, tu padre acaba de descubrir que soy un canalla. Sabe ya lo que tú ignorabas”. Mi hija calló, y
escuchó. “Dice tu padre que debemos separarnos para siempre”, le dijo. Mi hija no retiró su mano.
“¿Seguirás siéndome fiel, o harás que desaparezca la única influencia buena que ha entrado en mi
vida?” “¡No te abandonaré nunca, John! Nunca, nunca, aunque todo el mundo se vuelva contra ti”, le
contestó ella, apasionadamente.
»Fueron inútiles cuantas razones le expuse y cuantas súplicas le hice. Absolutamente inútiles.
Había ligado por completo su vida a la de aquel hombre que estaba delante de mí. Pues bien,
señores, mi hija es todo lo que me ha quedado por amar en este mundo, y me sentí angustiado al
comprobar mi impotencia para salvarla de su ruina. Ese sentimiento mío de desamparo pareció
conmover al hombre causante de mi dolor, y entonces dijo con su habitual serenidad: “Quizá la
situación no sea tan mala como usted cree, señor. Yo amo a Elisa con un amor tan firme que basta
para regenerar incluso a quien tiene un pasado como el mío. Ayer precisamente le prometí que jamás,
en toda mi vida, volvería a hacer nada que pudiera avergonzarla. He tomado esa resolución, y hasta
ahora nunca he tomado una resolución que no haya cumplido”. Su tono daba convicción a sus
palabras. Cuando acabó de hablar, metió la mano en el bolsillo y extrajo una cajita de cartón,
diciendo: “Voy a darle a usted una prueba de mi resolución. Aquí tienes ya, Elisa, el primer fruto de
tu influencia redentora. Acertó usted, señor, al pensar que yo traía determinados designios sobre las
piedras preciosas de su museo. Esta clase de aventuras tienen para mí un encanto especial, porque
hay en su realización riesgos que igualan al valor del botín. Las célebres y antiquísimas piedras del
pontífice israelita constituían un reto a mi audacia y a mi habilidad. Resolví, pues, apoderarme de
ellas”. “Lo sospechaba”. “Pero hay algo que usted no llegó a barruntar”. “¿Y qué es?” “Que las tenía
en mi poder. Están dentro de esta cajita”. Abrió la cajita y vertió el contenido en un ángulo de mi
mesa escritorio. Se me erizaron los cabellos y se me escalofrió todo el cuerpo al ver aquello. Eran
doce magníficas piedras cuadradas y grabadas con caracteres místicos. No cabía duda alguna de que
eran las urim y thummim. “¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Cómo ha podido usted hacerlo sin que se
haya descubierto?” “Poniendo en su lugar otras doce, fabricadas ex profeso e imitadas de manera tan
minuciosa que desafío a cualquiera a que descubra la diferencia”. “Según eso, las piedras que tiene
ahora el pectoral son falsas”, exclamé. “Lo son desde hace algunas semanas”. Todos permanecimos
en silencio, pero mi hija, aunque pálida de emoción, no retiró su mano de la de aquel hombre, que
añadió: “Ya ves, Elisa, de lo que soy capaz”. “Sí, ya veo que eres capaz de arrepentirte y devolver lo
que no te pertenece”, contestó ella. “¡Gracias a tu influencia! Señor, le entrego las piedras. Haga con
ellas lo que mejor le parezca. Pero tenga presente que cualquier cosa que haga en perjuicio mío, lo
hace en perjuicio del futuro esposo de su propia hija. Elisa, pronto recibirás noticias mías. Es ésta la
última vez que doy un disgusto a tu tierno corazón”. Dichas estas palabras, se retiró del despacho y
de la casa.
»Mi situación era espantosa. ¿Cómo podía devolver aquellas piedras preciosas que estaban en mi
poder sin levantar un escándalo y exponerme a la vergüenza pública? Conocía a fondo el carácter de
mi hija para saber que no sería capaz de dejar de querer a aquel hombre una vez que le había
entregado por completo su corazón. Tampoco estaba seguro de obrar bien apartándola de él,
ejerciendo como ejercía una influencia tan grande y tan bienhechora sobre él. ¿Me sería posible
desenmascararlo a él sin causarle daño a ella? ¿Hasta qué punto podía exponerlo a la vergüenza
pública después de que se me había entregado inerme y por voluntad propia? Medité largamente en
todo ello y llegué por último a una decisión que quizá les parezca a ustedes disparatada, pero que, si
volviese a encontrarme en el mismo caso, seguiría pareciéndome la mejor de cuantas podía tomar.
Mi resolución fue la de volver a colocar las piedras, sin que nadie se enterase de lo ocurrido.
Disponía de llaves para penetrar en el museo en cualquier momento, y confiaba en evitar cualquier
encuentro con Simpson, porque conocía perfectamente su horario y sus normas. Decidí no confiarme
a nadie, ni siquiera a mi hija. A ella le dije que me marchaba de visita a casa de mi hermano en
Escocia. Me hacía falta disponer de entera libertad durante algunas noches, sin que me hiciese
preguntas sobre mis idas y venidas. Con ese objeto alquilé esa misma noche una habitación en
Harding Street, diciendo que era periodista y que trasnocharía mucho. Esa misma noche penetré en el
museo y coloqué en sus lugares respectivos cuatro de las piedras auténticas. El trabajo era difícil y
me llevó toda la noche. Siempre que oía las pisadas de Simpson, mientras hacía sus rondas, me
ocultaba en el sarcófago de la momia. Yo tengo algunos conocimientos de orfebre, pero soy
infinitamente menos hábil que el ladrón. Éste había movido y vuelto a ajustar los engarces con tanta
perfección que nadie habría sido capaz de notar diferencia alguna. Mi trabajo, en cambio, fue tosco y
rudimentario. Sin embargo, confiaba en que el pectoral no sería objeto de estudio detenido, ni se
descubriría lo desmañado del engarce hasta después de que hubiese terminado mi tarea. Al día
siguiente reemplacé otras cuatro piedras. Hoy habría dado fin a mi tarea de no ser por la desdichada
circunstancia que me ha puesto en la obligación de revelar tantas cosas que hubiera deseado que
permanecieran en secreto. Hago, señores, un llamamiento a su sentido del honor y a su compasión,
antes de que decidan si todo esto que les he relatado ha de quedar entre nosotros o hacerse público.
Todo depende de la decisión que ustedes tomen: mi propia felicidad, el porvenir de mi hija y las
esperanzas de que ese hombre se regenere.
—Nuestra decisión es que no hay nada malo en lo que acaba bien, y que este asunto queda
terminado aquí y ahora mismo. Un orfebre experto pondrá mañana a punto los engarces sueltos, y de
ese modo el urim y thummim se habrá salvado del peligro mayor que lo amenazó desde la
destrucción del templo —dijo mi amigo—. Profesor Andreas, aquí tiene usted mi mano, y ojalá que
yo, puesto en una situación tan difícil, hubiese sido capaz de portarme con tanta ausencia de egoísmo
y de tan digna manera.
Voy a poner una nota a este relato. Elisa Andreas contrajo matrimonio antes de que transcurriese
un mes con un hombre que, si yo cometiese la indiscreción de revelar su nombre y apellido, éstos
resultarían a mis lectores sobradamente conocidos y pertenecientes a una persona merecidamente
honrada. Pero si se supiese toda la verdad, esa honra no le correspondería a él, sino a la bondadosa
joven que tiró de él y le hizo volver sobre sus pasos cuando ya se había adentrado bastante por el
ominoso camino del que muy pocos vuelven.
Este breve relato poético, épico y, de forma muy esquiva, tremendamente fantástico, titulado “Un
cuento de la pirámide blanca”, nada tiene que ver con las escalofriantes belles lettres de la literatura
pulp, o con las macabras genialidades de Sir Arthur Conan Doyle, Sax Rohmer o Seabury Quinn. Su
autora, la norteamericana Willa Cather, nos ofrece una narración de naturaleza musical por la
regularidad rítmica de sus palabras, por la armonía de los sonidos, capaces de suscitar impresiones
de arrobamiento, de tremenda fascinación, de temor, incluso de una sorda extrañeza, que evocan de
un modo inmediato, sin elementos de reflexión, una interioridad. Como atrapada en un estado de
duermevela, viajera en el tiempo a través del sueño, Cather narra los espectaculares funerales de
Senefru/Seneferu I (2597-2547 a. C.), faraón de la IV Dinastía —uno de los primeros constructores
de pirámides: a él se le atribuyen, por este orden, la pirámide escalonada de Seila (El Fayum), la
«encorvada» de Dashur (que los antiguos egipcios llamaron La Pirámide Brillante Meriodional), y la
pirámide «roja» también en Dashur (La Pirámide Brillante), que Finalmente se convirtió en su
sepultura—, exequias presididas por su sucesor, su hijo Jufu/Keops, el señor de La Gran Pirámide.
Su mirada deslumbrada por la magnificencia de todo cuanto acontece ante ella —el sellado de la
tumba real—, va más allá de la simple especulación didáctica de un suceso histórico del cual no
sabemos nada. Es la descripción del vértigo que provoca en una mujer del siglo XX la obsesiva
determinación de una civilización tan prodigiosa como la egipcia a la hora de prepararse para la
muerte, como si su único cometido en la vida fuese procurarse una majestuosa tumba con la que
preservar sus cuerpos momificados para el viaje al Otro Mundo. Resulta inolvidable el tono sombrío
y un tanto opresivo del cuento —perfectamente pautado, como si se tratase de una partitura musical
que el lector irá interpretando a medida que avanza su lectura—, su tono in crescendo hasta alcanzar
el clímax. Llegados a ese punto, absortos, asistimos a un notable fenómeno: la energía que llevó al
difunto Seneferu a construir su pirámide ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma en la
férrea decisión de Jufu/Keops por levantar un monumento funerario aún más colosal que el de su
padre. Pero todo ello sugerido de manera silenciosa, entre susurros.
“Un cuento de la pirámide blanca”, al igual que, años más tarde, hiciera la notable película del
cineasta estadounidense Howard Hawks (1896-1977), Tierra de faraones (Land of the Pharaohs,
1955) —film que narra con gran lujo de detalles y aire aventurero la construcción de la Gran
Pirámide—, bucea en ese sentimiento trágico de la existencia que presidía la antigua cultura egipcia,
con la pasión de la búsqueda que no tiene fin, con el extravío que produce la incertidumbre de las
verdades apenas vislumbradas. Es el contrapunto perfecto para esa visión siniestra, típicamente
contemporánea, que la literatura (y el cine) de horror han ofrecido de esta portentosa civilización
humana, adornada con frecuencia de rasgos casi alienígenas. ¿Por qué? Sin duda porque el miedo ha
tenido siempre una estrecha afinidad con los movimientos artísticos modernos, incluso cuando éstos
se proponen representar nuestro pasado. Como bien desvela Willa Cather en su relato, la envidia, el
orgullo, el miedo, la desconfianza o el afán de superación, entre otros, son sentimientos muy humanos
que hacían de los egipcios personajes muy próximos a nosotros, por encima de fantasías más o menos
impías.
No sorprende que Willa Cather efectúe tan melancólica y subyugante mirada hacia Egipto si
tenemos en cuenta que sus mejores novelas, las que la convirtieron en una de las autoras más
brillantes de su generación —Pioneros (O Pioneers!, 1913), Mi Antonia (My Antonia, 1918), La
muerte llama al arzobispo (Death Comes for the Archbishop, 1927)—, son hermosos y dramáticos
retratos de la vida de los pioneros norteamericanos, aquellos aventureros llegados de Europa para
poblar las tierras del nuevo inundo y, más concretamente, las inhóspitas tierras de Nebraska. El
espíritu y coraje de los inmigrantes suecos, checos, rusos o alemanes, que ella conoció muy bien de
niña, al trasladarse desde su Virginia natal —nació en el mítico Shenandoah Valley— a Nebraska y
que tan bien refleja en Mi Antonia, es el tema central de sus historias. Una materia que guarnece con
sus inquietudes más íntimas: la pérdida de seres queridos, de la vida pasada, de las esperanzas
juveniles… Admirada profunda y sinceramente por grandes literatos como William Faulkner o
Truman Capote, o por no menos grandes cineastas como Douglas Sirk, entre los años veinte y
cuarenta del siglo pasado Willa Cather fue una de las escritoras estadounidenses más prestigiosas de
su tiempo, sobre todo después de ganar el Premio Pulitzer en 1923 con la novela One of Ours
(1922). A través del uso del estilo indirecto —pocas veces se sirve de la primera persona e incluso
cuando el narrador es testigo, nunca actor principal, como queda bien claro en “Un cuento de la
pirámide blanca”— desarrolla unas tramas de tono amargo y amable a un mismo tiempo, como si, a
pesar de todo, valiese la pena quedarse con las pocas cosas buenas de la vida, entre las que ocupan
un lugar destacado la literatura y la bondad innata de las personas. Su lucha contra falsas apariencias
y la ruindad de la sociedad le llevó a no ocultar jamás su lesbianismo —tuvo relaciones con la
folclorista Louise Pound (1872-1958) y la escritora Edith Lewis (1882-1972), así como con su
secretaria, Isabella McClung, quien poco tiempo después de su ruptura se casó, lo que provocó en
Willa una profunda depresión—, a pesar de las críticas que recibió por ello. Aspecto de su vida
privada que, por fortuna, jamás empañó su talento artístico, a pesar de los denodados esfuerzos que,
en este sentido, llevaron a cabo los sectores más reaccionarios de la sociedad estadounidense de
entonces.
UN CUENTO DE LA PIRÁMIDE BLANCA
(A Tale of the White Pyramid, 1892)[48]

(Yo, Kakau, hijo de Ramenka, sacerdote supremo de Phtahah, Ptah, en el gran templo de Menfis,
escribo lo que sigue, que es un recuento de lo que yo, Kakau, vi en el primer día de mi llegada a
Menfis, y en el primer día de mi alojamiento en la casa de Rui, mi tío, que fue sacerdote de Phtahah
antes que yo.)

A medida que me acercaba a la ciudad, el sol lucía más fuerte y sofocante sobre el valle que se
extendía hacia el sur como una larga herida verde. A cada lado del río se abrían los campos de mies,
y más allá se avistaba el desierto de arena amarilla hasta las colinas de Libia, que parecían tocar el
cielo. El calor era muy fuerte y la brisa apenas mecía las cañas y los juncos que crecían en los
barrizales de las orillas donde el Nilo, como una serpiente gigantesca y morosa, corre perezoso a
través del desierto. Menfis se alzaba tan silenciosa como el salón de los juicios de Osiris. Los
comercios y hasta los templos se hallaban desiertos, y no había hombre alguno que recorriera las
calles, salvo los guardias de la ciudad. A hora temprana, la gente se había lavado las cenizas del
rostro, se había rasurado el cuerpo, se había quitado la ropa de duelo y abandonado las calles, para
observar los setenta y dos días de luto que comenzaban entonces.
Senefru I, Señor de la Luz y de las Normas en los reinos de las altas y de las bajas tierras, había
muerto para reunirse con sus padres. Su cuerpo había pasado por las manos de los embalsamadores y
yacía en salitre, preparado para el transcurrir de esos setenta y dos días de duelo, tras ser
embalsamado con resina, especias y lino blanco, en un sarcófago dorado, antes de ser puesto en otro
sarcófago, de piedra éste, y depositado en la pirámide blanca, donde su alma quedaría a la espera.
Aquella mañana, a hora temprana, apenas hube llegado a la casa de mi tío, me hizo subir a su
carro y partimos de la ciudad rumbo a la gran planicie del norte, donde se alza la pirámide. Ya estaba
la planicie totalmente llena de hombres, que habían llegado en multitud desde la ciudad, pero también
de otros lugares de la tierra de Khem. Aquí y allá se veían los caballos y los camellos de los que
habían arribado desde más lejos. Allí estaba el ejército, y estaban igualmente los sacerdotes
supremos, y hombres de todos los rangos, tales como esclavos, herederos y príncipes. Comandaba el
ejército un hombre alto y de tez oscura, subido a un carruaje de marfil y oro, que hablaba con un
joven que estaba junto al carruaje.
—Es Kufu[49], el rey —me dijo Rui—; la gente decía que antes de que el Nilo se desbordase con
la próxima crecida de las aguas habría levantado una pirámide como no la ha visto hombre alguno y
como no la veremos después, y así ha sido.
—¿Y quién es el que está a su lado, el que habla con el rey? —pregunté.
Pareció como si se nublara el rostro de Rui, el hermano de mi padre, que me dijo:
—Es un joven de la tierra de los pastores del norte, un arquitecto muy capaz en la construcción
de tumbas… Es diestro de mano y muy sabio de corazón; Kufu le tiene mucha voluntad, pero la gente
no le quiere bien porque es de sangre extranjera.
No dije nada más de aquel joven porque vi que Rui no le tenía aprecio, pero mis ojos no podían
dejar de mirarle, pues jamás había visto un hombre igual de hermoso, de cara tan bella, de formas tan
perfectas como las suyas.
Pasado un largo espacio de tiempo cesó el tumulto en la planicie y murieron en sus labios las
palabras de los hombres. Desde las orillas del lago sagrado partió el cortejo fúnebre hacia la tumba
y pensé que acaso la gloria de Isis no fuese tan grande como la del propio Señor de la Verdad, el que
iba a ser sepultado. Había muchachos cubiertos de arcilla blanca y tocados con flores de loto, y
miles de esclavos cubiertos con pieles de leopardo, que llevaban pan, vino y aceite, los unos, y que
portaban las imágenes de los dioses los otros. Había también vírgenes, arpistas y músicos, y los
cautivos a los que el rey había tomado presos en sus campañas llevaban atados leones y leopardos
del desierto. Allí estaba el arca sagrada tirada por veinte bueyes blancos, y había gran cantidad de
sacerdotes, y estaban los guardias del rey, y el cuerpo sagrado de Senefru llevado por porteadores.
Tras el cuerpo del rey muerto iban todas sus mujeres, golpeándose el pecho para manifestar el dolor
de corazón que las embargaba y llorando amargamente. A medida que se aproximaba el cortejo, los
hombres se cubrían el rostro con las manos y elevaban sus preces a Phtahah, la Gran Muralla del Sur,
mientras Kufu le dedicaba una inclinación de cabeza. El cortejo se detuvo a los pies de la pirámide,
y los más jóvenes, completamente vestidos de blanco, y los sacerdotes, y todos aquellos que
comenzaban a ascender por la pirámide llevando el cuerpo sagrado, empezaron a cantar así:

¡Descansa, faraón, en tu reino!,


pues resulta muy pesada la corona
que ostentas, de tus dos tierras,
y tu cabeza es ya la de un anciano.
¡Que repose para siempre!
Ya se agotaron tus brazos,
ya te pesaba el cetro del que ansiabas
desprenderte.
Entra en tu nuevo reino,
más grande que la eternidad.
Que la oscuridad te acompañe, ¡oh, rey!
¡Duerme cuanto te plazca!
Ya no te despertarán los carruajes de Etiopía,
ya no te acompañarán las multitudes en la batalla,
pues tú, habiendo muerto, accedes a la condición de Dios
y estás adornado por la mayor virtud
del entendimiento, ¡oh, rey!
Nada podrá hacerte el demonio,
nada podrá molestarte ya,
porque has muerto para ser un dios.

Lo depositaron al fin en el fondo de la pirámide, y allí lo dejaron, durmiendo, a la espera…


Entonces vi a la multitud de hombres arracimarse junto a la gran piedra blanca de la base de la
tumba, y pregunté a Rui qué hacían, y él me contestó:
—Esta pirámide, como ves, no tiene la entrada a un lado, sino en la cúspide. Esa gran piedra
tapará la apertura. Los hombres se aprestan a amarrarla con cuerdas para luego izarla desde arriba y
ponerla en el lugar para el que ha sido tallada. Mil hombres la cortaron, tallaron y pulieron durante
diez años para que encajase bien en la entrada de la tumba.
Vi a los esclavos subirse a la piedra y desplegar sus cuerdas con las que arrastrar la gran piedra,
uniéndolas a las cuerdas de las poleas que habían puesto en lo alto de la pirámide. Mientras hacían
esto, compañías de esclavos subían por los lados de la pirámide, cada una al mando de su jefe.
Todos aquellos hombres vestían a la usanza del norte, y eran fuertes como el acero, los más fuertes
de Egipto. Al poco reinaba el silencio en la planicie. Los esclavos unieron las cuerdas que pendían
de las poleas a las cuerdas con que habían amarrado la gran piedra blanca que sellaría la tumba del
faraón, y al poco se dejaron sentir las voces de los capataces y de los maestros de obra, que hicieron
sonar sus látigos para que los dos mil esclavos que había junto a la piedra comenzaran a tirar al
unísono de las cuerdas de las poleas para izarla, y así, lentamente, se fue despegando la piedra de la
tierra. Hicieron sonar sus instrumentos los músicos y vitoreó la multitud, pues jamás se había visto en
Egipto que se izara una piedra tan gigantesca. Pero de repente cesaron los vítores, cesó la música;
todo quedó en suspenso, como si el sueño de Nut[50] hubiese caído sobre la planicie. Las gentes
alzaron los ojos y el corazón de todo Khem se estremeció. La gran piedra blanca estaba a medio
camino de la cúspide de la pirámide, las cuerdas de las poleas parecían firmes, como si estuviesen
atadas a los pilares del cielo, pero una de las cuerdas que amarraba la piedra a las cuerdas de las
poleas se rompió, y la gran piedra blanca, orgullo de todos los hombres de aquella tierra, se inclinó a
un lado, amenazando con caerse. Los esclavos siguieron ascendiendo hacia lo más alto de la
pirámide para tirar de las cuerdas de las poleas, los arquitectos y constructores no decían nada, y las
gentes de la planicie apartaron la vista de la piedra por temor a verla caer. Yo alcé los ojos y vi a un
hombre correr por la base de la pirámide, por el lado opuesto a ese en el que pendía la piedra. Iba
despojándose de sus vestiduras mientras corría, y al llegar bajo la piedra se detuvo. Pareció dudar
unos instantes; luego se dobló sobre sí mismo, como si quisiera hacer acopio de todas sus fuerzas, y
al momento, enderezándose de nuevo, salió como una flecha disparada por el arco, trepó por las
piedras de la pirámide, y cuando estuvo a la altura sobre la que pendía la gran piedra, saltó sobre
ella. Allí, firme como la estatua de Horus, observó el lado de la piedra que se inclinaba hacia el
suelo, y adelantando el pie izquierdo hacia ese lado, comenzó a balancearse descargando todo su
peso sobre el lado opuesto a ese en el que la piedra se inclinaba, y agarrándose a las cuerdas unidas
a las de las poleas, con toda la fuerza de sus músculos en tensión, contrastando su cuerpo moreno
contra la piedra blanca, fue enderezándola lentamente hasta situarla en el plano debido mientras el
sudor le bañaba de la cabeza a los pies. La piedra pareció entonces una roca firme que estuviera
suspendida en el aire, el sol lució con toda su intensidad, suspendido en el cielo como la piedra lo
estaba en el aire; fue como si el cielo y el mar se hubiesen unido en los rostros de quienes
observaban aquel prodigioso esfuerzo, y los esclavos volvieron a tirar de las cuerdas de las poleas
para procurar el ascenso despacioso de la piedra hasta lo más alto de la pirámide, y la multitud, que
hasta entonces había permanecido en silencio, estalló en un clamor tal que pareció que la tierra y el
cielo se habían unido, que los dioses los hubieran golpeado con el trueno. Y entonces se dejó sentir
un fuerte grito:
—¡Tirad fuerte! ¡Os lo pido por Phtahah y por el alma de vuestros padres!
Era la voz de Kufu. Lentamente, como quien despierta de un largo sueño, los criados siguieron
subiendo la gran piedra blanca que se balanceaba en el aire, con el que la había enderezado firme
sobre sus pies en ella. Una vez estuvo la piedra sobre la apertura de la cúspide de la pirámide,
comenzaron a descenderla igual de lentamente, para cerrar así la tumba con ella. Me pregunté si el
hombre que estaba subido en la piedra podría descender hasta donde hubiera de hacerlo la gran mole
blanca para sellar la entrada de la tumba, y sí lo hizo. Luego salió radiante, fuerte y triunfal, y
comenzó a bajar por la pirámide, mientras los esclavos retiraban las poleas y las cuerdas. Entonces
recorrió las riberas del Nilo un grito de júbilo como nunca se había oído ni en sueños, un grito que
hizo temblar las murallas de la ciudad. Cuando ya estuvo en tierra, llevaron a aquel hombre en
volandas hasta el carruaje del rey, y el rey ordenó que las trompetas llenasen el aire, y luego anunció
lo siguiente:
—Hoy hemos presenciado un hecho nunca antes contemplado, ni siquiera nuestros padres
pudieron hablarnos de algo semejante… Sabed, hombres de Egipto, que el extranjero venido de las
tierras de los pastores del norte, el que ha conseguido encajar la piedra en la apertura de la pirámide,
es también el que la construyó, por lo que se ha convertido en mi favorito. ¡Yo, el rey, he dicho!
La gente lanzó vítores, pero con el rostro sombrío. El cochero del rey azotó a los caballos en
dirección a la ciudad.
De la gran pirámide blanca y de sus misterios, así como del arquitecto extranjero que la
construyó, y del pecado del rey, no diré nada, sin embargo, pues mis labios están sellados.
En la España de la Segunda República, en los años anteriores a la Guerra Civil, era muy popular
la obra literaria del australiano Guy Newell Boothby —nacido en Adelaida, antes de dedicarse por
completo a la literatura fue secretario del alcalde de su ciudad natal—, quien en 1894 abandonó su
país para instalarse en Gran Bretaña. Allí desarrolló toda su carrera como escritor: Boothby publicó
unos cincuenta libros en el transcurso de una década —entre novelas y recopilaciones de cuentos—
hasta que una neumonía puso fin a su vida, apenas cumplidos los treinta y ocho años de edad. Varias
de sus novelas de aventuras —cf. La bella corsaria (The Beautiful White Devil, 1897), El príncipe
de los timadores (A Prince of Swindlers, 1900)— e, incluso, las andanzas de su más popular
creación, el Dr. Nikola, se tradujeron al castellano en esa época. El Dr. Nikola, misterioso científico
versado en artes ocultas y obsesionado con hallar el conocimiento hermético que le permita alcanzar
la inmortalidad, protagonizó cinco novelas, La venganza del Dr. Nikola (Bid for Fortune: or, Dr.
Nikola’s Vendetta, 1895), El retorno del Dr. Nikola (Dr. Nikola Returns, 1896), The Lust of Hate
(1898), El experimento del Dr. Nikola (Dr. Nikola’s Experiment, 1899) y Farewell, Nikola (1901),
las cuales le reportaron a su autor una gran fama. La inmediata popularidad del Dr. Nikola,
comparable a la de los best sellers actuales, hizo que el incipiente cine británico adaptara la primera
novela de la serie en el film silente A Bid for Fortune (Sidney Morgan, 1917). No obstante, hoy en
día la labor como escritor de Guy Boothby —así firmaba sus obras— permanece olvidada por gran
parte de los aficionados a la literatura fantástica y de terror, aun contando en su haber con relatos de
la categoría de “With Three Phantoms” (1897) o “Remorseless Vengeance” (1902). En “Un profesor
de egiptología” —publicado en la revista The Graphic, diciembre de 1894—, su verdadero
protagonista, el enigmático Profesor Constanides, alter ego aún más tenebroso del Dr. Nikola, es en
realidad un sacerdote egipcio que espera dar descanso a su espíritu enmendando un antiguo crimen,
para lo cual necesita encontrar a una joven británica llamada Cecilia, reencarnación de la princesa
Nofrit. Durante su secuestro, y en uno de los instantes más sobresalientes del relato, Cecilia efectuará
un viaje astral, o una regresión mental, hacia el Egipto de los faraones, concretamente al escenario de
una tragedia que aconteció hace tres mil años —Has conseguido ver a través de las edades —me
dijo el profesor Constanides—, lo has hecho… Has viajado a través de los siglos hasta ese día en
el que, siendo tú Nofrit, creí que me habías traicionado, por lo que te maté…—. “Un profesor de
egiptología” presenta una factura estilística considerable que privilegia la atmósfera, esa capacidad
poética de la prosa de sugerir extraños estados de ánimo, de evocar mundos del pasado sin recurrir a
los efectismos más trillados de la literatura fantástica. Por el contrario, una lectura minuciosa del
relato nos sitúa en el resbaladizo territorio de la duda, ya que todo puede explicarse desde la
alucinación, desde el alma y los alterados sentidos de una joven enamoradiza que, al mismo tiempo,
rechaza al hombre que la atrae, sumergiéndose en un universo de agitadas visiones terroríficas,
víctima de una angustia mórbida.
UN PROFESOR DE EGIPTOLOGÍA
(A Profesor of Egiptology, 1894)[51]

Desde las siete a las siete y media de la tarde, lo que es decir la media hora anterior a la cena, el
gran vestíbulo del Hotel Occidental se llena de gente ociosa, entre la que se cuenta lo más granado y
a la moda que pasa el invierno en El Cairo. La noche de la que quiero hablar no fue la excepción a la
regla. Al pie de la gran escalera de rutilante mármol, orgullo del propietario del hotel, un muy
conocido miembro de la representación diplomática francesa hablaba de manera amistosa y relajada
con una duquesa inglesa, cuya bella hija, un tanto delicada de salud, sin embargo, flirteaba
acarameladamente con uno del Sirdar Bimbashi[52] del Sudán, recién licenciado. A la derecha, donde
estaba el gran sofá del vestíbulo, una duquesa italiana, de reputación tan dudosa como los diamantes
que lucía, escuchaba con aparente interés lo que le contaba un apuesto y joven griego experto en el
ataque a las damas, aunque ella, en realidad, trataba de captar al menos fragmentos sueltos de la
conversación que mantenían, a corta distancia de donde se hallaba, un ruso muy ingenioso y una muy
inteligente hija de los Estados Unidos. Allí estaban representadas, pues, casi todas las
nacionalidades, aunque, por desagracia para nuestro prestigio, la mayor parte de los presentes eran
ingleses. La escena, en cualquier caso, resultaba de lo más llamativa, y el brillo de los rutilantes
uniformes militares, junto a los no menos rutilantes del cuerpo diplomático (se celebraría poco
después una gran recepción en el Palacio Khedivial), aportaba un particular toque de color al cuadro.
Todo aquello, observado desde un punto de vista político, era suficientemente significativo en sí
mismo.
Al fondo del vestíbulo, junto a las grandes puertas acristaladas, una elegante dama de edad
provecta y con los cabellos blancos, pero atractiva aún, conversaba con uno de los médicos ingleses
más importantes del lugar, un hombre de pelo gris y de aspecto distinguido, con toda la pinta de ser
muy inteligente, que poseía la feliz facultad de impresionar a todos aquellos con los que hablaba, y
que hacía sentir a cualquiera que no había nada más importante en el mundo que la sociedad de esa
persona con la que hablaba, que era además la suya propia. Charlaban acerca de qué tipo de ropa era
más conveniente para un viaje por el Nilo, mientras la hija de la dama, que se encontraba muy cerca
de ellos, y que poco antes había rememorado con su madre aquel primer viaje que cursaron a Egipto
(también había hablado de ello con el doctor), prefería ahora estar indolentemente recostada en el
sofá observando a los demás, a quienes se hallaban a su alrededor. Tenía los ojos grandes y oscuros,
de mirada atenta y contemplativa. Al igual que su madre, se tomaba la vida muy en serio, aunque de
manera distinta. Alguien que hubiera suspendido tres veces en matemáticas difícilmente podría
llamar su atención, como nadie que gustase de los besamanos en un jardín sabría apreciar los méritos
de ella, ni su manera de vestir. Eso no quiere decir, sin embargo, que la joven luciera calcetines
azules, por ejemplo, como dice la expresión vulgar para referirse a una persona desastrada o de mal
gusto. Se hacía una experta en todo lo que le interesaba, y las matemáticas eran su pasión más
acendrada, como otros se apasionan por Wagner, el ajedrez o el croquet; las matemáticas eran,
además de una gran pasión, su hobby favorito, y hay que decir que ciertamente tenía gran éxito en su
práctica. En ocasiones montaba a caballo, iba en coche de tiro, jugaba al tenis y al hockey, y miraba a
su alrededor, observaba el mundo en que se desenvolvía, con mucha tranquilidad, con ojos
escrutadores pero siempre dispuestos a ver en las cosas el lado bueno en vez del lado malo.
Contradictorios como lo somos, incluso en lo que respecta a nosotros mismos, sólo aquellos que la
conocían bien, unos pocos y muy escogidos, sabían que a despecho de todo lo anteriormente
señalado había en ella, siendo esto acaso un rasgo distintivo de su personalidad, una fuerte tendencia
hacia lo misterioso, o dicho con mayor propiedad, hacia lo oculto. Quizá hubiera sido ella la primera
en negarlo, pero la historia que contaré demuestra sobradamente lo contrario.
Mrs. Westmoreland y su hija habían salido de su confortable casa de Yorkshire en septiembre, y
tras un corto viaje por el continente habían llegado a El Cairo en noviembre, que para mí es el mes
ideal para hacerlo, pues en ese tiempo el calor no es asfixiante, el servicio en los hoteles es bueno
porque quienes lo prestan aún no se han cansado de tantas obligaciones como tienen en otras épocas
y, lo mejor de todo, las habitaciones más confortables y hasta lujosas aún no han sido ocupadas. En el
tiempo del que hablo, sin embargo, era ya diciembre, y el caravanserai de la gente a la moda lo
llenaba todo, como todos los años, abarrotando hasta los tejados. Todos los días llegaba gente, y el
director del hotel lamentaba de continuo no tener, para ofrecérselas, al menos otras cien habitaciones
que llenar de huéspedes. Era suizo, por lo cual el gobierno de un hotel era para él toda una profesión.
Aquella noche en concreto, esa de la que he comenzado a hablar, Mrs. Westmoreland y su hija,
Cecilia, habían quedado a cenar con el doctor Forsyth, lo que quiere decir que se iban a sentar a su
mesa para compartir cena y velada, y conocer así a un hombre del que habían oído hablar mucho
pero que aún no les había sido presentado. El individuo en cuestión era un tal profesor Constanides,
reputado como uno de los más importantes egiptólogos y autor de varios trabajos bastante conocidos
y apreciados. Mrs. Westmoreland no era una persona metódica, ni siquiera caprichosa, así que, con
tal de cenar en compañía agradable, le daba lo mismo hacerlo con un distinguido conde inglés que
con el primer extranjero mundano con que se encontrase.
—Eso no importa realmente, querida —decía a su hija—; da lo mismo a quién elijas para cenar
en compañía con tal de que la mesa esté bien servida, la comida bien cocinada y el vino sea
irreprochable. Al fin y al cabo, un primer ministro y un vicario rural son simplemente hombres…
Enfréntalos por una herencia, o por un soborno, y pelearán como gatos callejeros. En realidad no
quieren conversar…
De aquí puede deducirse que Mrs. Westmoreland era una mujer en muy buena relación con su
mundo. Miss Cecilia, sin embargo, compartía sus opiniones hasta cierto punto, y en todo caso de
manera distinta. Sin embargo, ella también quería conocer al profesor Constanides, quien, por lo que
había oído decir, se hallaba en posesión de una inteligencia extraordinariamente intuitiva —o quizá
habría que llamarla instintiva— para descubrir las tumbas de los faraones de las dinastías XI, XII y
XIII.
—Me temo que Constanides va a llegar tarde —avisó el doctor, que había consultado varias
veces su reloj—; en ese caso espero que acepten las disculpas que les ofrezco en su nombre, como
amigo suyo que soy y anfitrión de ustedes.
El doctor no era hombre que reparase en el sonido de su propia voz, pero aquella vez estuvo a
punto de hacerlo… Al fin y al cabo, Mrs. Westmoreland era una viuda con una muy buena renta, y
Cecilia, estaba seguro, deseaba casarse pronto.
—Concedámosle tres minutos más de espera —dijo la joven dama con gran tranquilidad, y
añadió en el mismo tono—: Quizá debamos hacerle sentir nuestro agradecimiento si al fin y al cabo
aparece…
Tanto Mrs. Westmoreland como el doctor la miraron con ojos a la vez dulces y de reproche. La
primera no podía concebir que alguien hiciera un feo semejante al doctor, que había cursado la
invitación a cenar para que pudieran conocer al profesor, mientras su hija creía difícil que alguien
hiciera un desaire semejante al famoso doctor Forsyth, el que, aun a pesar de su fracaso en la Harley
Street[53], había amasado una fortuna considerable en la tierra de los faraones.
—Estoy seguro de que mi buen amigo Constanides no nos decepcionará —dijo el doctor
consultando por cuarta vez su reloj—. Quizá la culpa sea mía, pues acaso me adelanté a la hora al
convocarlas a ustedes; puedo asegurarles que el profesor nunca ha sido impuntual… Se trata de un
hombre admirable… realmente admirable… Jamás he conocido a nadie como Constanides… ¡Todo
un estudioso!
Después de tan encomiásticas palabras, el doctor tiró de los puños de su camisa, apretó el nudo
de su corbata, se ajustó los lentes, todo ello con sus maneras tan profesionales, y echó un vistazo más
allá, hacia el vestíbulo, como si buscase un enfrentamiento con quien se atreviera a contradecir las
afirmaciones que acababa de hacer.
—Usted habrá leído, claro está, su obra Mitología egipcia —observó Miss Cecilia, despacio,
hablando como si el asunto estuviese fuera de toda duda.
El doctor pareció algo confundido.
—¡Ejem! Déjeme ver… —titubeó mientras intentaba salir del atolladero—. Bueno, a decir
verdad, mi querida señorita, no estoy muy seguro de haber leído, o estudiado, mejor dicho, esa obra
en particular… Mire, en realidad debo confesarle que tengo una escasa predisposición para leer
cosas que no estén en relación directa con mi profesión… Para mí eso es mucho más necesario que
cualquier otro asunto.
Miss Cecilia torció el gesto como si intentase reprimir una sonrisa. Justo en ese instante se
abrieron las puertas acristaladas del vestíbulo e hizo su entrada un hombre. Fue significativo que
todos se volvieran para verle, algo que no pareció desconcertarle de ninguna manera.
Era alto, con un porte excelente; tenía todo el aire de quien está acostumbrado a mandar y dirigir.
Su rostro era oval y muy grandes los ojos, de esos que aterrorizan cuando miran directamente pues
expresan el poderoso influjo de quien los posee. Sus mandíbulas eran fuertes y su amplia frente hacía
que resaltase especialmente su cabello negro, más aún de lo que es común en los griegos. No lucía
barba ni mostacho, lo que hacía más visible su boca grande y firme, la fortaleza de unos labios que
aumentaban la expresión decidida de aquel hombre. Quienes son capaces de percibir estas cosas,
hubieran notado que vestía sin tacha pero sin pretensiones, incluso con una cierta dejadez. Miss
Cecilia, que poseía el precioso don de la observación, un don largamente desarrollado, se percató de
ello al instante; aquel hombre no lucía más que un sencillo anillo y un prendedor de corbata en el que
destacaba una perla, nada más, ninguna otra joya… Miró a su alrededor, en busca del doctor Forsyth,
y en cuanto lo vio se dirigió a él alegremente.
—¡Mi querido amigo! —exclamó en inglés, idioma que hablaba casi sin acento—, le pediré
perdón mil veces, si es preciso, por haberle hecho esperar.
—No, no, al contrario; es usted puntual —dijo el doctor, muy efusivo—. Permítame el placer, un
inmenso placer, de presentarle a mis amigas, Mrs. Westmoreland y su hija, Miss Cecilia, de las que
tanto me ha oído hablar…
El profesor Constanides dedicó una inclinación de cabeza a las damas y expresó el placer que le
producía conocerlas. Aunque no hubiera podido explicarlo, tuvo Miss Cecilia la sensación de era
presentada en el mismísimo salón del trono. Un momento después sonaba el gong y se dejaba sentir
un rumor de vestidos y de golpes de abanico en dirección al salón comedor. En su calidad de
anfitrión, el doctor Forsyth ofreció su brazo a Mrs. Westmoreland mientras Constanides hacía lo
mismo con Miss Cecilia, quien, sin embargo, notaba en sí una vaga irritación. Admiraba a aquel
hombre, lo que quiere decir que admiraba su obra, pero hubiese preferido que su nombre significara
para ella otra cosa… (debe hacerse notar aquí que lo último que había leído de Constanides, a
propósito de un broche de turquesas, le había parecido una auténtica estafa, algo realmente
abominable, por lo que su nombre, desde entonces, le sonaba como una ofensa). La mesa del doctor
Forsyth estaba al fondo, junto a un ventanal, por lo que se tenía desde allí una excelente perspectiva
del salón. La escena era ciertamente animada… Alguien, es de temer, cierta dama, no olvidaría jamás
todo aquello por mucho que lo intentara.
En los primeros momentos de la cena, la conversación quedó prácticamente limitada a Cecilia y
Constanides; el doctor y Mrs. Westmoreland quizá estuvieran ya cansados de tanta charla y
prefiriesen no participar. Luego, en cualquier caso, comenzó a relajarse la disciplina y el buen tono
que observaban a la mesa, lo que quiere decir que empezaron a interesarse por aquellos a los que
tenían cerca, en las mesas de al lado.
No he podido dejar de preguntarme, desde entonces, con qué sentimientos recordaría Cecilia
aquella noche. Acaso para castigar mi curiosidad, admitió ante mí mismo que nunca había vuelto a
hablar, tras aquella noche, con un hombre tan inteligente como Constanides… Aquello hizo que me
sintiese humillado, pues, si no amantes, éramos al menos amigos desde hacía mucho tiempo, y al fin y
al cabo la cocinera de Mrs. Westmoreland es única.
Desde aquella noche apenas hubo un día en el que Constanides no disfrutara alguno de los
placeres de la sociedad de Miss Cecilia Westmoreland. Iban juntos al campo de polo, bajaban en
carruaje hasta el pueblo de Gezireh, iban de compras al Muski, y escuchaban a la orquesta del Hotel
Shepheard mientras tomaban el té de la tarde en su amplia terraza. Siempre se veía a Constanides la
mar de relajado, pintoresco, decididamente interesante… Y, lo más reseñable, nunca defraudaba a
los que ya se habían hecho una idea de cómo era. Por lo que parecía, era mucho más conocido, sin
embargo, en los barrios de los nativos que en los habitados por europeos. Cecilia se dio pronto
cuenta de que, en efecto, los nativos lo trataban con un respeto y pleitesía sólo dedicados de común a
los reyes. Aquello la maravillaba, pero no decía una palabra. Por lo que a mí respecta, sólo puedo
preguntarme por qué su madre no la recomendó que observase las debidas precauciones antes de que
fuera demasiado tarde… Estoy seguro de que tuvo que darse cuenta de lo muy peligrosa que
resultaba para su hija la intimidad que se traía con Constanides. Fue el coronel Bettenham, por el
contrario, quien dio la primera voz de alarma. De una u otra manera estaba relacionado
familiarmente con los Westmoreland, lo que le daba cierto derecho, al menos, a expresar libremente
su opinión al respecto.
—No puedo decir quién es realmente ese hombre —avisó a la madre de Cecilia—, pero si yo
estuviese en su lugar me andaría con cuidado… A estas alturas del año El Cairo se llena de
aventureros…
—Mi querido coronel —respondió Mrs. Westmoreland—, no creo realmente que pretenda usted
sugerir siquiera que el profesor podría ser un aventurero a la caza de dotes… Nos lo presentó el
doctor Forsyth… Es autor de libros muy interesantes.
—Los libros, querida, no lo son todo —replicó el otro muy juiciosamente, y siguió diciendo con
esa imparcialidad característica del hombre que apenas lee—: De hecho, Phipps, uno de mis
capitanes, escribió una novela hace algunos años… Sólo una novela… Eso quiere decir, querida, que
la experiencia no le resultaría tan grata, puesto que no volvió a repetirla… Pero, volviendo a ese
hombre, Constanides, creo que le llaman así, yo, de ser usted, me andaría con cuidado.
Debo decir que aquella conversación atribuló a la pobre Mrs. Westmoreland mucho más de lo
que ella misma estaba dispuesta a admitir, incluso para sí misma. Ella, al igual que su hija, había
caído fascinada ante la verborrea del profesor. A tal punto, estoy convencido de lo que digo, que
hubiesen preferido ambas a los griegos antes que a los ingleses, por mucho que mi afirmación pueda
parecer una herejía… Pero ya se entenderá bien, más adelante, lo que digo y por qué lo digo.
Particularmente me inclino a pensar, sin embargo, que fui yo quien se percató primero de lo muy
alarmante que resultaba todo aquello. Lo vi en los ojos de Cecilia, aunque me resultase difícil
expresarlo entonces. Pero algo sentí, algo muy profundo, desde luego, porque, por mucho que me
avergüence confesarlo, comencé a verme con ella sistemáticamente a partir de entonces. Al fin y al
cabo ambos compartíamos algún secreto del otro, y hasta me había confiado alguno más a propósito
de lo que le ocurría en aquel tiempo tan extraordinario para ella… ¡Y ya lo creo que fue un tiempo
extraordinario para Cecilia! Aunque también sea cierto que ni ella ni yo alcanzábamos aún a ver
siquiera de lejos el drama que teníamos ante nosotros… Uno de los dramas sin duda más terribles
que este mundo nuestro había visto, ahora estoy convencido de ello.
Pasaron las Navidades y llegó el nuevo año, y con el año nuevo llegó también el principio del
fin. Creo, sin embargo, que por aquel tiempo Mrs. Westmoreland ya se daba cuenta de lo que sucedía,
al menos en cierto modo. Pero quizá era demasiado tarde para intervenir. Estoy seguro, en cualquier
caso, de que Cecilia no se había enamorado de Constanides; estoy tan seguro de eso como de que
tampoco yo me había enamorado de él… Simplemente, estaba fascinada por él, algo tan difícil de
explicar, en cualquier caso, como la necesidad de que haya paz en el mundo, de ahí nuestra
perplejidad. Para ser preciso, diré que la gran crisis estalló el día 3 de enero, un martes. En el
atardecer de aquel día, Mrs. Westmoreland, acompañada por su hija y por el doctor Forsyth, acudió a
una recepción en el palacio de un pasha[54], cuyo nombre me reservo. El interés de mi historia
requiere decir, simplemente, que se trata de un hombre muy orgulloso y pagado de sí mismo, por lo
que sólo cursa invitación a gentes seleccionadas previamente con gran rigor. En sus salones puede
uno, por ello, encontrarse con los hombres más distinguidos de Europa, y ocasionalmente acceder al
conocimiento, naturalmente, de determinadas intrigas políticas, las cuales, por decirlo con suavidad,
le dan a uno la oportunidad de reflexionar acerca de las inconstancias e inestabilidades de los
asuntos mundanos, y del affaire de lo político en particular.
La tarde avanzaba ya hacia la noche cuando Constanides se dejó ver allí. Fue fácil observar que
se hallaba aún más tranquilo de lo que en él era habitual. Un rato después consintió Cecilia en salir
con él a la gran balconada del palacio, y allí, bajo la luz clara de la luna, disfrutaron de una bonita
vista del Nilo. No he sabido con exactitud qué fue lo que Constanides le dijo a Cecilia; sólo sé, por
lo que me contó su madre, que cuando se reunió con ella estaba visiblemente agitada. De hecho,
volvieron al hotel de inmediato, antes de que concluyese la recepción, y Cecilia se refugió en su
habitación para descansar.
Pero ahora viene la parte de esta historia que resultará al lector tan difícil de creer como me lo
pareció a mí, aunque tengo datos suficientes como para corroborar que cuanto aquí se refiere es
cierto. Era casi la medianoche y el hotel disfrutaba, por así decirlo, de una tranquilidad que apenas
tenía a lo largo de las veinticuatro horas del día. Ya he señalado que Cecilia se había retirado a su
habitación apenas llegó allí, pero no he dicho con ello toda la verdad, pues si bien es cierto que dio
las buenas noches a su madre antes de hacerlo, no se encerró allí precisamente para descansar. Abrió
la ventana para disfrutar del frescor de la noche y se asomó para contemplar la calle sobre la que se
derramaba la luz de la luna. No sé, por supuesto, en qué pensaba, tampoco ella lo recuerda… Por mi
parte, no obstante, me inclino a creer que estaba en una especie de trance a medias hipnótico, por lo
que tenía la mente en blanco.
Pero, a partir de este punto, que sea la propia Cecilia quien narre su historia:
—No podría decir cuánto tiempo estuve asomada a la ventana; lo mismo pudieron ser cinco
minutos que pudo ser una hora… Pero de repente ocurrió algo extraordinario. Supe que era
imprudente, supe que era un error hacerlo, más bien, pero algo me oprimía, algo que necesitaba
expulsar de mí… Tenía la sensación de que la habitación me apresaba, por lo que si no conseguía
salir pronto al aire libre acabaría perdiendo la vida. Aunque parezca extraño, no quise librar una
batalla contra esa sensación. Era como si supiera que no podía resistirme, pues me hallaba ante algo
infinitamente más fuerte que yo. Así, apenas consciente de lo que hacía, al final me cambié de ropa, y
cubierta con una capa apagué la luz eléctrica de la habitación y salí al pasillo. Los criados árabes
vestidos de blanco descansaban en el suelo, como es su costumbre. Todos dormían profundamente.
Mis pasos no se dejaban sentir al bajar por la gran escalera alfombrada. El vestíbulo del hotel se
hallaba sumido en la semioscuridad y el recepcionista debía de estar haciendo su ronda, pues en el
mostrador no había nadie que pudiera verme. Atravesé el vestíbulo y abrí la puerta principal; me
acompañó la suerte, pues el pomo giró con suavidad y la cerradura no hizo ruido; poco después
estaba en la calle. Nada me hacía reparar en la tontería de aquella escapada; apenas era consciente
del misterioso poder que me empujaba a hacer todo eso, así que sin detenerme a pensar en ello giré
rápidamente a la derecha y me fui calle abajo tan veloz como jamás había andado. Los árboles hacían
que las aceras estuviesen muy oscuras, pero en el centro de la calzada la luz de la luna parecía
diurna. Cerca de mí pasó un carruaje ocupado por franceses que hablaban y reían felices, pero, salvo
eso, la ciudad entera parecía mía, como si únicamente yo la habitase. Más tarde oí el canto del
muecín llamando a la oración desde el minarete de alguna mezquita del vecindario, un canto que
comenzaba a repetirse en todas las mezquitas de la ciudad. Entonces me detuve de golpe en una
esquina de la calle, como si alguien me lo hubiera ordenado imperativamente. Puedo recordar bien
que temblaba, aunque no sabría decir por qué razón… Lo digo para que se observe que, si bien era
incapaz de regresar al hotel, o de hacer cualquier cosa por mi propia voluntad, aún me hallaba en
posesión de mi capacidad para observar.
»Apenas había llegado a esa esquina en la que me detuve como si hubiese recibido la orden de
hacerlo, la reconocí al instante, como si antes hubiera estado allí; poco después se abría la puerta de
una casa cercana y salía un hombre. Era el profesor Constanides, pero su presencia a tales horas y en
aquella calle, como todo lo que me iba sucediendo a medida que avanzaba la noche, no me chocó, no
me pareció cosa que hubiera de tomarse en consideración.
»—Tienes que obedecerme —me dijo a modo de saludo—, será lo mejor… Ahora sigamos, se
está haciendo tarde.
»Tras decirme aquellas palabras, se dejó sentir el chirriar de las ruedas de un carruaje que
apareció por la esquina y se detuvo ante nosotros. Mi acompañante me ayudó a subir y luego tomó
asiento a mi lado… Ni siquiera entonces, a pesar de lo muy extraño que resultaba todo, incluida mi
manera de actuar, se me pasó por la mente resistirme.
»—¿Qué significa todo esto? —me limité a preguntar—. Responde, por favor… ¿Qué hago yo
aquí?
»—Pronto lo sabrás —me dijo con un tono de voz que no le conocía.
»Recorrimos una distancia considerable, creo que incluso cruzamos el río por algún tramo, sin
que ninguno de los dos dijera una palabra.
»—Piensa primero y dime después —me dijo al fin— si recuerdas por dónde has ido en coche
conmigo.
»—Hemos ido juntos en coche muchas veces —respondí—; ayer mismo estuvimos en el polo, y
anteayer fuimos a visitar las pirámides…
»—Sigue pensando —me dijo mientras me tomaba la mano. La suya estaba fría como el hielo,
pero me limité a negar con la cabeza.
»—No puedo recordar más —dije, y algo en mi interior, algo tan intangible como fuerte, me hizo
saber que no podría ir más allá en mis recuerdos.
»Me lanzó una leve mirada y seguimos en silencio. Los caballos del carruaje tenían que ser
ciertamente fuertes pues nos llevaban a buen paso. La verdad es que no me importaba por qué ruta
íbamos, pero finalmente algo atrajo mi atención lo justo como para que supiera que nos hallábamos
en el camino que lleva a Gizeh. Poco después, el famoso museo, que una vez fuera palacio del jerife
Ismael, llenaba mi vista, y el carruaje se detenía bajo los árboles, sobre todo albizias lebbek, que
había en la acera. Mi acompañante me pidió que me diese prisa. Lo hice y le oí hablar con el cochero
en algo que supuse era árabe. El cochero fustigó a los caballos y pronto se perdió de nuestra vista.
»—¡Vamos! —me dijo en el mismo tono imperativo de antes, a la vez que señalaba en dirección
a las puertas de acceso al palacio, hacia donde comenzamos a andar.
»Con mi voluntad sometida a su dominio, así y todo pude admirar la belleza del museo bajo la
luz de la luna. Bajo la luz del día era una edificación nada reseñable, incluso insustancial, pero
entonces su arquitectura oriental lo asemejaba a un palacio de cuento. El profesor abrió las puertas,
no sé cómo; sólo sé que poco después cruzábamos los jardines y me veía ascendiendo por la escalera
de la entrada principal. Después dejábamos atrás otra puerta y entrábamos en un salón. Quizá sea
digno de mencionar que en ningún momento de aquella extraña aventura sentí miedo, acaso porque no
hay nadie en el mundo que me hubiera podido obligar a hacer todo aquello a la fuerza,
aterrorizándome. La luna derramaba su luz sobre todos los monumentos de otras edades que había en
el palacio, penetrando a través de los cristales de las ventanas. Una vez más Constanides me ordenó
seguir adelante, y así entramos en un segundo salón, luego pasamos ante el Skekh-El-Beled[55] y ante
el Escriba sentado[56]. Fuimos sala tras sala y creo que subimos también alguna escalera de muchos
peldaños. Finalmente entramos en una sala en la que Constanides se detuvo. Había allí muchos
sarcófagos con momias, sobre los que caía la luz de la luna a través de un tragaluz que había en el
techo. Estábamos ante un sarcófago que recordaba haber visto en una visita anterior al museo. Aún
me parece ver las inscripciones y grabados que tenía. El profesor Constanides, con la soltura propia
de quien está acostumbrado a la práctica de determinados trabajos, levantó con gran facilidad la tapa
del sarcófago para mostrarme la figura momificada que albergaba su interior. Tenía la cara
descubierta y estaba magnífica y raramente bien conservada. La observé decididamente y mientras lo
hacía me embargaba una sensación extraña, irreconocible. Mi cuerpo temblaba, se me helaba la
sangre… Por vez primera en toda la noche sentí la necesidad de huir, de romper las cadenas
invisibles que me ataban. Pero fue en vano. Sentí que me hundía más y más, sin remedio, en algo que
desconocía… Entonces la voz del hombre que me había llevado a aquel lugar retumbó en mis oídos,
aunque parecía venir de muy lejos. Y casi al momento cayó sobre mí una luz muy fuerte que me hizo
sentir como si caminase en un sueño. Pero sabía que me estaba sucediendo algo muy real, algo muy
verdadero, algo ajeno por completo a cualquier creación de mi fantasía.
»Era ya noche avanzada y el cielo se veía cubierto de estrellas. A cierta distancia había
acampado un gran ejército, y las voces de los centinelas llegaban de vez en cuando hasta donde me
encontraba. De algún modo me daba lo mismo saber o no dónde me hallaba, cuál era mi posición. Ni
siquiera la manera en que iba vestida me sorprendía. A mi izquierda, en dirección al río, se alzaba
una gran tienda de campaña ante la que pasaban continuamente hombres armados. Me miré como si
más que mirarme quisiera ver a alguien, pero no había nadie.
»“Que sea la última vez, tiene que ser la última vez”, me dije.
»Quedé a la espera y, mientras lo hice, oí cómo la brisa de la noche agitaba los juncos de la
orilla del río. De la tienda que se alzaba cerca de mí —la de Usirtasen, hijo de Amenemhait[57], de
donde salían las órdenes contra los libios pues él mismo dirigía la contienda—, me llegaba el clamor
de la revuelta. El aire frío que venía del desierto me hacía tiritar pues apenas estaba cubierta con una
capa. Me oculté tras una gran roca, para protegerme del frío, y allí estaba cuando sentí pasos. Al
volverme vi a un hombre muy alto, que caminaba despacio y adoptando muchas precauciones, lo que
me hizo suponer que no quería ser descubierto por los centinelas de la tienda real. Le miraba y a la
vez salía de aquella protección que me brindaba la roca para seguirle, para encontrarme con él. No
era otro que Sinfihit, el hijo menor de Amenemhait y hermano de Usirtasen, quien mantenía en la
tienda una reunión con sus generales.
»Pude ver, de súbito, que venía hacia mí… Alto, bien parecido, desafiante como todo un hombre
a pesar de su juventud. Caminaba con el paso seguro de quien ha combatido en la guerra y está
acostumbrado a los ejercicios, por ello, que fortalecen a los soldados. Por un momento lamenté
verme obligada a darle las nuevas que debía… pero sólo por un momento. Seguía oyendo la voz de
Usirtasen desde su tienda, y eso hacía que no pudiera pensar en nada ni en nadie más.
»—¿Eres tú, Nofrit? —me preguntó nada más verme.
»—Sí, soy yo —dije—; llegas tarde, Sinfihit… No deberías haber andado por ahí bebiendo vino.
»—Te equivocas, Nofrit —respondió él con esa fiereza por la que era tan celebrado—; no he
bebido vino esta noche. De no habérmelo impedido el capitán de la guardia habría llegado antes…
¿Estás enfadada conmigo, Nofrit?
»—No, eso sería una auténtica presunción por mi parte, mi señor —respondí—. ¿Acaso no eres
tú el hijo de un rey, Sinfihit?
»—Sí, pero juro por lo más sagrado que sería mejor para mí no serlo —dijo—. Usirtasen, mi
hermano, se queda con todo; yo soy como el chacal que va buscando por ahí cualquier cosa que
llevarse a la boca —hizo una pausa y siguió diciendo—: No obstante, nuestra conspiración hará que
cambien las cosas, que todo vaya mejor… Con un poco de tiempo gobernaré esta tierra y la de
Khem[58] —dijo poniéndose en pie y alzando los brazos imponente, mientras dirigía la mirada al
campamento dormido de las fuerzas de su hermano… Era de sobra conocido que entre los hermanos
no había nada de amor, ni de confianza, y sí muchos recelos.
»—Paz, que haya paz —musité temiendo que sus palabras fuesen oídas por alguien en el
campamento—. No hables así, mi señor; si te oyesen, ya sabes qué castigo caería sobre ti.
»Él se echó a reír, aunque su risa era amarga. Bien sabía que Usirtasen, llegado el caso, no
tendría piedad con él. No era la primera vez que se convertía en sospechoso, pues se había entregado
a un juego realmente desesperado. Se acercó a mí y me tomó las manos. Quise apartarlas pero no me
lo permitió. Nunca hubo hombre tan ardiente como lo fue él entonces.
»—Nofrit —me dijo después y sentí su Aliento en mi cuello—, ¿qué podría decir yo, qué
responder? Ya ha pasado el tiempo de hablar, ahora ha llegado el momento de actuar… Y como bien
sabes, prefiero los hechos a las palabras… Mi hermano Usirtasen sabrá mañana que soy tan fuerte
como él.
»Dado lo que sabía, aquellas palabras suyas podían haberme hecho reír, pues resultaban
jactanciosas. Aún no había concluido el tiempo de hablar, por lo que yo mantenía las esperanzas de
que pudiera hacerse la paz. Tramaba un complot contra su hermano, al que yo amaba, y quería que lo
ayudase en su conspiración. Quizá no fuese yo capaz de hacerlo.
»—Escucha —me dijo entonces acercándose mucho más a mí, hablándome con aquella voz que
me hacía sentir todo su ardor—, sabes lo mucho que te amo… Sabes, por ello, que sería incapaz de
hacer nada que pudiera perjudicarte… Ten fe en mí, pues; nada será en vano… Todo está ya
dispuesto y antes de que la próxima luna se oculte seré el faraón y sucederé a mi padre, Amenemhait.
»—¿Estás seguro de que tus planes no serán descubiertos? —le pregunté sin poder evitar que se
me notara cuánta risa me daba su jactancia, pues jactancioso era pretenderse general supremo de un
ejército capaz de llevarlo al poder, conspirando con generales que desertarían en plena batalla… Y
aún más, bien sabía yo cuán equivocado estaba al creer que su padre lo prefería a Usirtasen, que
mucho había hecho por el reino y que era adorado tanto por las gentes de mayor rango como por los
más inmundos. Pero no estaba en el carácter de Sinfihit contemplar el lado oscuro de las cosas. Tenía
gran confianza en sí mismo y se creía en posesión de la fuerza necesaria como para conspirar con
éxito contra su padre y contra su hermano… Me desveló sus planes detalladamente, tan pobres e
inanes que enseguida me di cuenta de que era por completo imposible que resultaran exitosos. ¿Qué
misericordia esperaba recibir cuando cayese derrotado? Yo conocía a Usirtasen muy bien, por lo que
estaba segura de que no se apiadaría de su hermano. Así que, usando toda la elocuencia de que era
capaz, y de toda mi capacidad de persuasión, traté de convencerlo para que desistiese y abandonara
la intentona, o al menos para que la pospusiera por un tiempo… Me tomó de las muñecas, me atrajo
hacia sí y me dijo violentamente a la cara:
»—¿Es que no me tomas en serio? —me dijo—. Si es así, mejor será que te ahogues en el río…
Traicióname, y ni el propio faraón podrá salvarte.
»Estaba convencida de que lo haría. Era un hombre desesperado; se había jugado cuanto era y
tenía en el mundo en aras de una aventura dudosa. Puedo decir, sin que falte con ello a la verdad, que
si bien aquella noche, como tantas otras, pude conspirar con él, nunca lo hice de forma que pudiera
perjudicar a su hermano, ni de manera que pudiera perjudicarle a él mismo. Pero daba la impresión
de que mi único papel a representar no era otro que el de acompañarlo en todo momento, incluso en
su inminente y trágica caída.
»—Nofrit —me dijo tras una corta pausa—, ¿acaso no es importante para ti convertirte en la
esposa de un faraón? ¿No te resulta especialmente grato, en tanto no has tenido que hacer el menor
esfuerzo para ello pues ha sido él quien te ha elegido?
»No hacía otra cosa que alimentar sus ilusiones con falsas esperanzas. Así y todo, era muy difícil
saber qué había de verdad en su mente, no lo dejaba ver, quizá a causa precisamente de sus falsas
esperanzas. Yo me sentía como la hierba seca entre dos fuegos. Bastaría con que saltase una chispa
para que ardiera, para que explotase la conflagración que me consumía por momentos.
»—Escúchame con atención, Nofrit —me dijo—; tú sabes de los planes de Usirtasen… Bien,
pues házmelos saber mañana, el resto será fácil… Quiero saber qué hay en su mente… Ya verás
como todo resulta mucho más grande y maravilloso de lo que habías soñado.
»Aunque no tenía la intención de hacer lo que me pedía, me di cuenta de que, hallándose como se
hallaba con un humor excitado, sería mejor no llevarle la contraria. Le di las buenas noches y me fui
a descansar. Apenas llevaba unos minutos en mi cabaña cuando llegó un mensajero de Usirtasen para
llevarme a su presencia. Aunque no podía suponer de qué se trataría a tales horas, obedecí.
»Al llegar lo encontré rodeado de sus oficiales. Una sola mirada bastó para que me diese cuenta
de que estaba violentamente molesto por alguna razón, y yo tenía las mejores razones para suponer
que era precisamente conmigo. ¡Había ocurrido lo que me temía! El complot de Sinfihit caía hecho
añicos, pues había sido descubierto, seguido y vigilado, por lo que mi encuentro aquella noche con él
era ya bien conocido… En vano protesté, en vano me declaré inocente. La prueba era demasiado
contundente, me condenaba por sí sola.
»—¡Vamos, habla, di todo lo que sabes! —me gritó Usirtasen con un tono que hasta entonces no
le había conocido—. ¡Habla, eso es lo único que hará que te salves! Cuéntanos tu historia, hecha con
los relatos de otro…
»Me temblaban todos los miembros del cuerpo mientras respondía una por una a todas las
preguntas que me hacía… Tema la sensación de que no me creía; en sus ojos vi que había perdido
todo el favor que hasta no mucho antes me dedicaba, un favor del que ya no me sería dado disfrutar
en adelante.
»—De acuerdo —dijo él cuando concluí mi relato—; ahora comprobaremos cuanto has dicho con
tu compañero de intrigas… con el que quiere derrocarme… con el que se pretende faraón… con el
que nunca me hizo temer de su espada.
»Hizo una seña a uno de sus oficiales, que dejó raudo la tienda para regresar a ella poco después
con Sinfihit.
»—Yo te saludo, hermano —le dijo Usirtasen en tono de burla, echándose hacia atrás en su
asiento y contemplándole con los ojos entreabiertos por la risa—. Quizá no hayas tenido ocasión de
disfrutar del vino esta noche, aunque supongo que te gustaría beber siquiera un poco… Perdóname,
pero no podrá ser; acaso en otra ocasión puedas disfrutar merecidamente de nuestra hospitalidad.
»—No importa —replicó Sinfihit mirando a su hermano a la cara—, hay otras cosas que
requieren mi atención y no puedo perder el tiempo quedándome aquí… Sólo te pido que no me lo
tomes como un rechazo.
»—No, claro que no… ¿Acaso esas cosas que requieren tu atención urgente tienen que ver con
nuestra seguridad? —dijo Usirtasen con el mismo tono de burlona caballerosidad—. ¿Acaso has
oído decir que hay en nuestro ejército alguien que no muestra la mejor disposición hacia nosotros? Si
sabes de quién se trata, dímelo, por favor te lo pido… Dime su nombre, hermano, para que sea
castigado como merece —pero antes de que Sinfihit pudiera responder, escupió a sus pies y le dijo
—: ¡Perro! ¿Quieres hacerme creer que tienes asuntos importantes a los que atender, cuando esos
asuntos no son otros que conspirar contra el trono de nuestro padre y contra mí? Llevo meses
sospechando de ti, y ahora por fin lo veo todo muy claro… ¡Por todos los dioses! ¡Por lo más
sagrado! ¡Juro que esa tontería te costará la vida!
»Fue justo en ese momento cuando Sinfihit se percató de mi presencia. No pudo reprimir un grito
de espanto al verme, y su cara me decía a las claras que nunca hubiera sospechado realmente que le
traicionaría. Reaccionó, sin embargo; me pareció que iba a decir algo contra mí, cuando un griterío
en el exterior hizo que todos nos volviésemos hacia la entrada de la tienda. Usirtasen ordenó a sus
guardias que fuesen a ver de qué se trataba, pero antes de que lo hicieran entró un mensajero. Por su
ropa se veía que venía de lejos. Se prosternó ante Usirtasen y le dijo:
»—¡Dios te guarde, faraón! Vengo del palacio de Titoui.
»No pudo evitar Usirtasen que una expresión de terrible ansiedad se le dibujara en el rostro al
oír aquellas palabras del mensajero. También noté la sorpresa que invadía a Sinfihit, quien alzó las
cejas al oír al mensajero. Un momento después supimos que Amenemhait había muerto poco antes,
por lo que inmediatamente le sucedía en el trono Usirtasen. Aquellas malas nuevas eran tan súbitas, y
las consecuencias que de ellas se derivaban tan amplias, que no se podía contemplar el momento con
la tranquilidad necesaria. Miré a Sinfihit y sus ojos se clavaron en los míos. Parecía meditar
profundamente. Entonces se acercó a mí, veloz como un rayo. Una daga brillaba en su mano y al poco
sentí en mi pecho el acero candente… Y ya no recuerdo más.
»Luego me recuperé de aquella sensación de caer que había tenido en el museo, y al despertar de
aquel sueño, si es que lo fue, me vi allí, junto al profesor Constanides, en la sala de los sarcófagos.
»—Has conseguido ver a través de las edades —me dijo el profesor Constanides—, lo has
hecho… Has viajado a través de los siglos hasta ese día en el que, siendo tú Nofrit, creí que me
habías traicionado, por lo que te maté… Después me escapé de allí como pude para llegar a
Kaduma, donde fallecí un tiempo después… Pero quedó escrito que mi alma no hallaría la paz hasta
que volviéramos a encontrarnos y me dieses tu perdón… Por eso he esperado tanto tiempo, hasta que
aparecieses… Al fin nos hemos reencontrado.
»Puede que resulte extraño lo que digo, pero aquella situación no me parecía ni chocante ni
fantástica, por muy improbable que fuese. Todavía hoy, cuando recuerdo aquellos hechos, que veo en
blanco y negro, me descubro preguntándome si alguien perfectamente despierto, alguien que no
estuviese soñando, podría tener sensaciones tan vívidas y recuerdos tan evidentes como los míos…
¿Es que de veras fui yo Nofrit, tantos miles de años después de su existencia real, esa a la que dio
muerte Sinfihit, hijo de Amenemhait, pues creyó que le había traicionado, que yo le había
traicionado? Parece increíble, desde luego; pero si todo eso no fue más que una pesadilla nacida de
mi imaginación, ¿a qué vino ese sueño, qué significa ese sueño? Mucho me temo que nunca sabré la
respuesta.
»Pero como no le decía nada, el profesor Constanides pareció estremecerse de pánico.
»—Nofrit —me dijo con una voz en cuyo temblor se percibía la emoción que lo embargaba—,
piensa en lo muy importante que es para mí tu perdón… Si no me perdonas, ambos estaremos
perdidos para siempre.
»Su voz era profunda, triste, temblorosa; su rostro, a la luz de la luna, era el de un hombre que se
adentra en los senderos de la desesperación.
»—¡Perdóname, por favor, perdóname! —clamaba extendiendo sus manos hacia mí—. Si no lo
haces, penaré eternamente por culpa de mis actos; penaré por tu muerte, origen de mis desgracias y
de mi ruina.
»Yo temblaba como las hojas de un árbol.
»—Si es como dices, cosa que me parece imposible de creer, de acuerdo, te perdono de todo
corazón, lo hago libremente —le dije con una voz que apenas podía reconocer como la mía.
»Quedó en silencio por un largo rato, y luego se arrodilló ante mí, tomando mis manos entre las
suyas para llevarlas a sus labios y besármelas. Después se puso de nuevo de pie e, inclinando la
cabeza ante la momia frente a la que nos hallábamos, musitó estas palabras: Descansa en paz,
Sinfihit, hijo de Amenemhait, pues ya no pesa la maldición sobre ti, y te ha sido levantado el
castigo. Al fin puedes descansar en paz eternamente, majestad.
»Después volvió a cerrar el sarcófago y se volvió hacia mí.
»—Hemos de irnos —me dijo, y salimos de allí recorriendo las salas por las que antes habíamos
pasado, ahora en dirección a la calle.
»Juntos, pues, salimos del museo y cruzamos los jardines en dirección a las puertas de la calle.
Allí nos aguardaba el mismo carruaje en el que habíamos ido. Subimos y ocupamos nuestras plazas
en la cabina. De nuevo golpearon los cascos de los caballos el pavimento, rompiendo así el silencio
de la noche, para llevarnos de regreso a El Cairo. No hablamos una palabra en todo el trayecto. Yo
sólo deseaba llegar cuanto antes al hotel y descansar en la almohada mi cabeza embotada. Pasamos
el puente y entramos al fin en la ciudad. No sé qué hora sería… Pero sí fui consciente de que el
viento era aún más fresco, lo que sugería la inminencia del amanecer. El cochero detuvo a los
caballos en la misma esquina donde nos habíamos subido al carruaje, del que nos apeamos entonces,
siguiendo él adelante, como si respondiera a unas órdenes recibidas de antemano.
»—¿Puedo acompañarte al hotel? —me dijo Constanides con su gentileza de siempre.
»Creo que intenté decir algo, pero me traicionó la voz. En realidad creo que iba a decirle que
prefería ir sola, pero, como no me salió la voz, eché a caminar en su compañía. Nos detuvimos en la
esquina de la calle donde estaba el hotel.
»—Bueno, pues aquí hemos de separarnos —dijo, y añadió tras una pausa—: Hemos de
separarnos para siempre… Nunca volveré a contemplar tu rostro.
»—¿Piensas irte de El Cairo? —fue todo lo que se me ocurrió decir.
»—Sí, en breve me iré de El Cairo —respondió con un énfasis especial—. Ya ha concluido mi
vagabundear por aquí… Descuida, que jamás volveré a causarte problemas.
»Me miraba con ojos ardientes.
»—Nofrit —me dijo—, siempre serás mi reina, la mujer a la que más he amado, no importa cuán
lejos estemos en adelante el uno del otro… Sólo pido que nunca más te sea permitido mirar al
pasado como lo has hecho esta noche… Puede que juntos hubiéramos hecho grandes cosas,
acompañadas todas ellas de la mayor felicidad, pero quisieron los dioses que no fuera así…
Dejémoslo estar… Y ahora… ¡Adiós! Al fin he obtenido el descanso que esperaba desde hacía tanto
tiempo.
»Sin decir una sola palabras más, se dio la vuelta y se fue. Yo seguí hasta el hotel. Recuerdo que
las puertas estaban abiertas y entré directamente. De nuevo, para mi alivio, el recepcionista estaba
ausente del mostrador del vestíbulo.
»Temblorosa de miedo y a la vez veloz, para que nadie me viese, subí la escalera, salí al pasillo
en el que seguían durmiendo los criados árabes, y alcancé mi habitación. Todo estaba tal y como yo
lo había dejado; nada indicaba que mi ausencia hubiese sido descubierta. Me asomé de nuevo a la
ventana, en un estado de gran excitación interior, pero sólo para descubrir en el cielo las primeras
luces del día. Tomé asiento en la butaca y me puse a pensar en todo lo que me había sucedido aquella
noche, tratando de convencerme de que nada era real, de que sólo había soñado… “¡No puede haber
sido de otra manera!”, me decía una y otra vez… Al fin, muy cansada, me acosté. Creía que me iba a
dormir pronto, como suelo dormirme cuando estoy muy agotada, pero esta vez no fue así… Me pasé
hora tras hora dando vueltas en la cama, pensando y pensando en todo aquello… Cuando al
levantarme, ya de día, me miré en el espejo, apenas pude reconocerme. También mi madre comentó
algo acerca de mi aspecto lamentable cuando bajamos a desayunar.
—Hija mía, pero si parece que no has dormido en toda la noche —dijo, y aunque lo dijera de
pasada, como quien no quiere la cosa, mientras untaba mantequilla en su tostada, tenía razón.
»Después salió de compras con cierta dama que también se alojaba en el hotel. Y yo volví a mi
habitación para echarme en la cama. Cuando nos reunimos para el almuerzo vi enseguida que tenía
noticias que darme, algo muy importante.
»—Mi querida Cecilia —me dijo—, acabo de encontrarme con el doctor Forsyth, que me ha
dado una noticia terrible, me he quedado de piedra… No quiero que te asustes, cariño, pero… ¿no
has oído decir que han encontrado muerto en su cama al profesor Constanides esta mañana? ¡Terrible,
de verdad que es terrible! Parece que murió mientras dormía…
»Como se comprenderá fácilmente, no tuve nada que decir, nada que añadir a la noticia que me
había dado mi madre.
Extravagante, misterioso, encantador, poseedor de habilidades que escapan a toda comprensión
humana… Éstos y otros elogios fueron vertidos, por quienes le conocieron personalmente, sobre la
figura de Louis Hamon —y no Leigh de Hamong, como suele escribirse erróneamente en algunas
reediciones de sus obras—, uno de los ocultistas más famosos de finales del siglo XIX e inicios del
XX. Bajo el colorido pseudónimo de Cheiro —que proviene del griego Κειρον (Kheirôn), nombre del
centauro sabio y bondadoso Quirón, mentor de Peleo, Aquiles, Diómedes y Esculapio, experto en las
artes de la música, la guerra, la caza y, muy especialmente, de la medicina…—. Louis Hamon
desarrolló sus asombrosos poderes de adivinación a través de la quiromancia, la astrología y la
numerología caldea. No era un farsante, como poco a poco sus profecías se encargaron de demostrar.
Por ejemplo, con dos años de antelación, predijo con exactitud el inicio y fin de la Guerra de los
Bóers, la muerte de la reina Victoria, el asesinato del rey Humberto I de Saboya y el fallecimiento
del rey Eduardo VIL También predijo, con décadas de antelación, la creación del Estado de Israel en
1948, el «crack» económico de 1929, la llegada al poder en España, por la fuerza de las armas, de
Francisco Franco y, sorprendentemente, el dominio espacial de los Estados Unidos a partir de 1969.
No es extraño, pues, que entre sus amistades y «clientes», se encontraran personajes y
personalidades de la talla de Mark Twain, Sarah Bernhardt, Mata-Hari, Oscar Wilde, Grover
Cleveland, Thomas Alva Edison, el príncipe de Gales —posteriormente Eduardo VIII—, el general
Horatio Herbert Kitchener, William Gladstone y Joseph Chamberlain.
Natural de Bray, una pequeña población al sur de Dublín (Irlanda), su madre era una francesa de
origen griego, y su padre un comerciante británico llamado John William Warner, aunque Louis
siempre afirmó, de manera harto fantasiosa, que en verdad su progenitor era un noble venido a
menos, el conde William de Hamon, exhibiendo en sus tarjetas de visita un título nobiliario de muy
dudosa procedencia. Tras su glamourosa vida entre Estados Unidos y Gran Bretaña, entre Chicago y
Londres, pasó los últimos seis años de su vida en Hollywood, recibiendo a unos veinte clientes por
día y escribiendo guiones para films que jamás se llegaron a rodar.
Sus principales obras escritas —que todavía suelen reimprimirse en Estados Unidos y Gran
Bretaña, a causa de la gran aceptación de la que aún disfrutan— tratan sobre asuntos esotéricos,
especialmente sobre quiromancia: Cheiro’s Language of the Hand (1896), Your and Your Star
(¿1900?), Palmistry for All (1920), Mysteries and Romances of the World’s Greatest Occultist
(¿1930?). Aunque también se le conoce un interesante volumen de cuentos de fantasmas, True Ghost
Stories (1925), publicado por London Publishing Company —con ilustraciones de su esposa, la
condesa Hamon…—, donde a su conocimiento del folclore espectral se suman sus «experiencias»
con el mundo de los espíritus. Entre ellas, destaca una extraña historia sobre una maldición
faraónica, de la cual fueron protagonistas él y su mujer. Durante su visita a la ciudad de Luxor en
1890, Louis Hamon empleó sus poderes para sanar a un aristócrata árabe enfermo de malaria. Una
vez restablecido, y como agradecimiento, aquél le regaló al ocultista el brazo derecho momificado de
una princesa egipcia. Al llegar a Gran Bretaña, la condesa Hamon se horrorizó ante tan macabro
presente, debido al aura de sufrimiento y malignidad que, según ella, desprendía tan pavorosa
reliquia. Por ello, obligó a su marido a encerrarla en una caja fuerte.
Según pudo averiguar Louis Hamon —con ayuda de su amigo, el egiptólogo y mecenas inglés
Lord Carnarvon, uno de los descubridores en 1922, junto a Howard Carter, de la tumba de
Tutankamon—, la extremidad cercenada podría pertenecer a una de las hijas del faraón Akhenatón
(XVIII Dinastía) —probablemente a Meritatón, la primogénita del monarca, con quien se casó
incestuosamente y tuvo una hija—, quien enojó a su padre-esposo de tal manera que éste la condenó a
ser violada y asesinada por los sacerdotes del templo. Enterrada en secreto en el Valle de los Reyes
—de ahí que jamás se haya encontrado su tumba—. Akhenatón, preso de un odio incontrolado, le
cortó el brazo derecho, a la altura del codo, a fin de que jamás lograra reposar en la Otra Vida.
Pero treinta y dos años después, en 1922, la condesa Hamon abrió la caja fuerte y descubrió que
el brazo estaba flácido, fresco, con la piel y la carne totalmente regeneradas (¡!). Asustada, hizo
partícipe de su descubrimiento a Louis, quien decidió darle una sepultura digna al miembro de la
princesa Meritatón. El ocultista esperó hasta la noche de Todos los Santos (Halloween), colocó el
brazo en la chimenea —a fin de incinerarlo— y leyó un pasaje de El Libro de los Muertos egipcio.
Pero, después de cerrar el libro y prender fuego a la leña del hogar, la mansión de los Hamon se
estremeció de arriba abajo, y un extraño viento huracanado abrió la puerta del salón. Allí, Louis y su
esposa vieron la aterradora aparición de una princesa egipcia de gran hermosura y lujosamente
ataviada con ropa real, quien exhibía un desagradable muñón a la altura del codo derecho. El
espectro cruzó la estancia, agarró el brazo momificado y desapareció… La esposa de Louis Hamon
fue ingresada en un hospital durante unos días a causa del shock, mientras que él, conocedor de las
actividades de Lord Carnarvon en Egipto, le escribió rápidamente: Ahora sé con certeza que los
antiguos egipcios tenían amplios conocimientos sobre energías de las que actualmente no
sabernos nada. En el nombre de Dios, te pido que tengas cuidado con lo que haces allí. Varios
meses después del descubrimiento de la tumba de Tutankamon, Carnarvon murió de repente, dando
lugar al mito de la Maldición de la Momia.
La novela corta (novelette) Estudio del destino es, efectivamente, una obra maestra de lo
fantástico y de lo misterioso, que confirma el notable talento, apenas explorado, que tenía Louis
Hamon para la ficción. Publicada en 1898 en Gran Bretaña por Saxon & Co. Publishers —y
reeditada en los Estados Unidos, ese mismo año, bajo el título The Hand of Fate, por E. T. Neely—,
es la historia de una espeluznante maldición que nace en tierras hindúes y que se consuma en el
interior de una tumba egipcia, durante unas excavaciones arqueológicas. Alejado de las más
recurrentes convenciones del género —no hay árabes malvados ni violentas momias resucitadas, ni
apartadas casas solariegas ni laberínticos museos—, a Hamon le preocupa, especialmente, crear un
ambiente de densa malignidad y de gran angustia existencial, a la cual los restos del Antiguo Egipto,
con su obsesivo culto a la muerte, otorgan un especial toque de inquietud.
ESTUDIO DEL DESTINO
(A Study of Destiny, 1898)[59]

Una mañana de verano de 1889, acompañado por un arqueólogo más bien anticuado, me
encontraba tratando de llegar a un acuerdo con algunos árabes para que nos permitieran usar su choza
durante nuestra estancia en El Karnak.
Mi compañero era una de esas personas extraordinarias que uno espera encontrar viajando en un
país como Egipto. Era un fragmento de la creación que rehusaba a ser vaciado por la vida en el
molde común de los mortales ordinarios.
Era alemán de nacionalidad y conocía su alcurnia hasta Noé, y con bastantes años sobre su
cabeza, tantos que su corazón ya no medía el tiempo con regularidad, manteniendo en lugar de
palpitación una especie de trote de perro que el Ángel de la Muerte parecía ignorar. Su profesión era
profesor de arqueología. Conocía individualmente cada piedra de las pirámides y daba la impresión
de haber sido presentado personalmente con cada una de las momias que habían sido embalsamadas
desde los días de Keops hasta nuestra actual era de grandes museos, y era un hombre que trabajaba
por la felicidad que da el trabajo y sin pensar para nada en remuneración; y era tan extraño en este
aspecto que la gente sospechaba que estaba algo loco, exceptuando por supuesto aquellas ocasiones
en que tal locura les producía más dinero del que jamás podrían llegar a ganar, mediante la lucidez
de su propia estupidez intelectual. Su país de origen, «Das Vaterland», no lo había reconocido en
todo lo que valía. Alemania contaba con muchos fósiles, humanos y de otro tipo, pero es probable
que al dar un gran valor a sus antigüedades francesas, no encontrara una gran virtud en el estudio de
egipcios muertos. Por lo tanto, el profesor buscó amparo en Inglaterra y este país lo adoptó y se
convirtió en su refugio científico, ya que siendo Inglaterra parcial a las momias, construyendo
sarcófagos, cajas y hermosos museos para conservarlas, se preocupaba por pagar a profesores de
aspecto sabio para que las etiquetaran cronológicamente y discutieran durante años la autenticidad de
sus nombres.
Varias veces había recibido menciones honoríficas del gobierno por sus servicios al Museo
Británico, y hubo una ocasión en que su conocimiento de joyas y reliquias egipcias le permitió hallar
una tumba hasta entonces desconocida por los egiptólogos, basándose en la aparición en el continente
de varios de esos tesoros, que una banda de árabes estaba robando sistemáticamente de la tumba para
beneficiarse con su venta a coleccionistas particulares. En agradecimiento a su servicio tan notable a
la ciencia, cualquier otro hombre hubiera recibido probablemente una gran recompensa, pero el
profesor se conformó con que lo enviaran a Egipto en la peor época del año, para hacer arreglos de
la futura custodia de la tumba profanada. Una vez que este trabajo fue llevado a cabo con éxito, el
profesor dirigió su atención a los monumentos de Tebas, y en el momento en que comienza mi
narración, él había determinado dedicarse a buscar evidencias de otra tumba con riquezas imposibles
de imaginar, que sospechaba que debía de encontrarse en Tebas o sus alrededores según algunos
indicios, y todo esto pretendía hacerlo solo y casi sin fondos.
Por lo que a mí respecta, había conocido al anciano profesor en Londres, unos cuantos años
antes, mientras cenaba una noche en un café cercano al museo. El profesor se sintió atraído por un
anillo que yo llevaba y que era una reliquia persa hallada en la mano de un esqueleto cerca de
Nínive, formado por tres pequeños escarabajos cincelados que representaban el demonio, el mundo y
la eternidad. Allí mismo el profesor tomó una impresión en cera del anillo, determinando que los
escarabajos databan del periodo sasasiano de Persia. A través de este pequeño incidente nos hicimos
amigos rápidamente. No es de extrañar entonces que, cuando nos encontramos nuevamente como
compañeros de viaje en Egipto, él me expusiera sus planes y yo estuviera de acuerdo en ocupar el
resto de mi tiempo acompañándolo en sus búsquedas entre momias disecadas, ídolos rotos y tumbas
enterradas.
Decidimos instalar nuestro cuartel general en El Karnak, y a eso se debe el que en la mañana en
que inicio mi historia nos encontráramos haciendo tratos con un respetable ciudadano árabe para
conseguir un domicilio, de la misma manera en que lo haríamos con una casera de Londres.
Para el propósito de este cuento, será suficiente con explayarnos únicamente en los puntos de
interés que tengan relación directa con el mismo, por lo que me abstendré de detallar todas las
pequeñas experiencias o descripciones elaboradas tanto de El Karnak como de Tebas.
La mañana siguiente a nuestra llegada, equipados debidamente con un guía y todo lo necesario,
cruzamos el Nilo y nos dirigimos hacia ese maravilloso Valle de la Muerte, las «Tumbas de los
Reyes». Comenzaba a amanecer. Únicamente se divisaba al este del horizonte una franja luminosa,
para romper el manto de la noche, que huía fugitiva ante la fiera persecución del Rey del Día. Frente
a nosotros se vislumbraba vagamente una hilera de colinas pequeñas envueltas en esa extraña y fría
quietud que parece preceder siempre al día. Los reyes embalsamados se encontraban ocultos en el
corazón de granito de la Necrópolis, reyes ante los cuales tal vez temblaron las naciones y que sin
embargo hoy raramente se les menciona. El polvo acumulado por los siglos cubre su grandeza, y su
gloria ha pasado de la misma forma en que desaparecieron los rayos del sol de ayer. Están peor aún
que los muertos desconocidos, que son olvidados rápidamente. Como reyes que fueron, están
destinados a ser víctimas de una curiosidad imperecedera. Son arrancados de sus tumbas, se les
compra y vende como mercancía, se les coloca en cajas de cristal para que se les observe, son objeto
de las burlas de los ignorantes, sus miembros son expuestos, sus hazañas escritas y sus locuras
registradas. Sin embargo, a pesar de esta lección, el hombre moderno está deseoso de ser grande, ya
sea por el camino del bien o del mal, olvidándose en su ambición del futuro.
Es imposible describir adecuadamente la sombría magnificencia, lo impresionante de la escena
alrededor de estas tumbas. Difícilmente puede uno dominar el temor en el alma y dejar de sentir un
estremecimiento en el corazón, ante el agudo sentimiento de desolación que impera. Por todos lados
hay ruinas desmoronadas de catacumbas y monumentos pomposos, testigos solemnes de glorias
pasadas, esculturas que parecen despreciar a los vivos y a sus problemas.
Aquí, en este valle, reina un silencio que tiene, dentro de su quietud, los elementos de una
elocuencia inarticulada, aunque las piedras no tengan lengua y las almas de los muertos sean
espectros mudos. A lo lejos, sobre las colinas, uno ve el ilimitado espacio azul del cielo, después
vuelve la vista nuevamente hacia la oscuridad de las tumbas donde los faraones duermen, y el
corazón tiembla de miedo, no por uno mismo, ya que aquí somos como nada, sino debido a ese
misterio desafiante llamado vida y a ese misterio de misterios llamado muerte, ante el cual los
mortales somos aún impotentes.
Sin querer nos detuvimos un momento en la entrada. Parecía que aquí en el umbral, todo lo
animado e inanimado resentía las pisadas intrusas del hombre.
Un murciélago grande salió volando de una de las tumbas más próximas, y cegado por la luz fue a
estrellarse contra nuestras caras, dio un grito ensordecedor y desapareció rápidamente en dirección a
la noche.
Pensamos que estábamos solos, que éramos los primeros en esa temprana mañana en
aventurarnos entre las reliquias de esplendor real en el santuario de la muerte. Sin embargo, no era
así. Escasamente a unos cien pasos de distancia, distinguimos la figura de un hombre, un hombre
joven que parecía no escuchar ningún sonido, y así era efectivamente, embelesado por la maravillosa
quietud que prevalecía en aquel lugar misterioso. Había algo extraño en su personalidad que llamó
nuestra atención de inmediato. No era el hecho de haberlo encontrado allí a hora tan temprana,
aunque eso también resultaba raro, ya que en esta época del año los turistas abandonaban El Karnak.
Era algo sutil que lo envolvía. ¿No hay acaso algunas personas cuyo aire y expresión denotan un alma
superior, mientras que otras desprovistas de estas cualidades parecen ser desalmadas?
El desconocido se había quitado su gorra, aparentemente como señal de reverencia a esta antigua
morada de muertos ilustres. Mientras permanecía ahí con la cabeza descubierta, era imposible dejar
de notar que su cara atractiva y de rasgos firmes tenía una expresión de tristeza y desolación que
parecía estar de acuerdo con la escena. Aunque se trataba de un turista y vestía ropa común, había
algo en él que armonizaba con lo misterioso del valle y lo hacía ver como parte del cuadro. Podría
haber sido un ejemplar viviente de ese extraño poder invisible llamado cohesión, que uno ve en el
destino de las naciones, pero que no quiere admitir que existe individualmente en el destino del
hombre.
Nos acercamos a él con fines amistosos, pero para nuestra sorpresa caminó rápidamente hacia
otra tumba más distante con una expresión peculiar de desconfianza y sin devolver nuestro saludo, y
como si estuviera familiarizado perfectamente con el lugar, entró en ella y se perdió de vista.
Por nuestro guía supimos que el desconocido había andado por esos rumbos desde hacía algún
tiempo, que vivía apartado de los demás y que no hablaba con ningún ser humano a menos que las
circunstancias lo forzaran. Se rumoreaba que pasaba la mayor parte del día y de la noche rondando
las ruinas. Su refugio favorito eran las Tumbas de los Reyes, donde generalmente podía
encontrársele.
—Pero es valiente, valiente como un león —continuó diciendo el guía, y después nos contó
cómo, sólo un mes antes, este hombre se había arrojado al Nilo para salvar a una pequeña nativa de
ser atrapada por la rueda impulsora de un buque de vapor.
—Pero hay algo de lo que ese inglés está temeroso —añadió el guía con un tono misterioso en la
voz, y con un gesto serpenteante de la mano y mientras emitía un siseo agudo, nos hizo entender que
el extraño tenía un miedo pavoroso de una serpiente.
Habíamos llegado a la entrada de una de las tumbas grandes y el viejo profesor se olvidó de todo
en su entusiasmo por su trabajo. Por suerte encontramos una tumba que parecía concordar
exactamente con un bosquejo en el que él había trabajado cuidadosamente. Su vieja cara se iluminó
de júbilo y se sintió rejuvenecer ante la promesa de la realización de uno de sus sueños más
acariciados.
Durante momentos de gran excitación, mi amigo tenía como hábito sacar una pequeña pipa
alemana y canturrear para sí mismo mientras la frotaba y pulía con la manga de su chaqueta negra,
pasada de moda. En esta ocasión, la hornilla de la veterana pipa fue pulida hasta brillar como si
fuera de ébano, haciéndome temer que la manga de la chaqueta se quemara debido a la vigorosa
fricción. El profesor me confió con orgullo que había usado esa misma chaqueta durante más de
veinte años, en sus periodos de trabajo en el extranjero. El cómo esta prenda haya durado tanto
tiempo sin caerse a pedazos escapa a mi comprensión; su color era negro oxidado, y estaba brillante
por el uso, pero siempre muy limpia, pues este hombre tenía habilidad nata para mostrarse pulcro y
arreglado bajo cualquier condición. Aun después de una larga caminata a través del desierto, lo he
visto llegar al final sin un solo cabello fuera de lugar, y con una frescura tal en su lampiño rostro, que
induciría a cualquiera a pensar que acababa de salir del baño. El buen hombre solía mofarse
constantemente de mi barba cerrada que crecía rápidamente, y daba gracias a la Divina Providencia
por haberlo salvado de ese problema. Creo que, de haber tenido que rasurarse, lo hubiera hecho
maldiciendo por la interrupción que implicaría en su trabajo. Aun cuando ya había cumplido setenta
años, el profesor era ágil y despierto como un muchacho. Usaba anteojos, pero por supuesto no se
puede imaginar a un profesor sin anteojos, a un egiptólogo erudito en particular. Sus anteojos con
aros dorados constituían su única extravagancia, y prestaban a su rostro un aspecto de ser poseedor
de profundos conocimientos que impresionaba grandemente a nuestro guía árabe, de modo que el
bribón ni siquiera intentaba embaucarnos con las usuales invenciones y mentiras que como regla se
les endilga a los turistas; únicamente se limitaba a indicarnos los sitios y objetos de interés con un
dedo largo y delgado, dejando las explicaciones al profesor.
Así fuimos de cripta en cripta, hasta que el día llegó a su final y regresamos a nuestra choza.
El profesor se sentía extremadamente satisfecho con los resultados alcanzados en el primer día
de trabajo, pero desconfiaba del árabe que nos acompañaba sirviéndonos de guía. Al terminar
nuestra frugal cena, me comentó algunos detalles extraños en el comportamiento del árabe.
Particularmente la ocasión en que, al seguir un pasadizo que nos condujo hasta una pequeña cámara,
el profesor, interesado, decidió detenerse para examinar de cerca la formación de las piedras de la
pared, lo que causó que nuestro guía nos indicara insolentemente que debíamos alejarnos de allí. Lo
que el árabe no había calculado, por muy astuto que fuese, era la tenacidad del hombre al que se
enfrentaba. El profesor Von Heller había venido a Tebas a encontrar algo, y nada, ni una pared, ni una
turba de árabes hostiles, tendría la menor oportunidad de hacerlo cambiar de curso, una vez que él
hubiera llegado a la conclusión de que su deber era seguir adelante con sus investigaciones en
beneficio de la ciencia.
El profesor decidió que no llevaríamos al guía para proseguir nuestra exploración el día
siguiente y sus últimas palabras fueron para prevenirme de que no olvidara llevar una buena cantidad
de cerillas:
—Ya que —continuó diciendo con una sonrisa— es costumbre de estos perros mañosos seguir
cautelosamente a los turistas que rehúsan sus servicios y soplar para apagar sus antorchas en la parte
más lúgubre de las criptas, pensando que después de pasar una noche horrible en compañía de las
momias, estarán deseosos en el futuro de pagar para que los acompañen.

II

Amanecía apenas cuando el profesor, totalmente vestido, me despertó diciéndome de manera


suave y persistente que era hora de levantarse. Le obedecí con pereza y aún amodorrado. Mientras
me vestía, las voces de dos hombres que murmuraban al otro lado de la ventana llamaron mi
atención. Reconocí una de las voces como la de nuestro guía de ayer y la otra era la de nuestro
sirviente árabe, que en ese momento lo que debía estar haciendo era nuestro desayuno. Algo en el
tono de la voz del guía, aunque yo no podía entender una palabra de lo que hablaba, me hizo
sospechar que el tema de conversación éramos mi compañero y yo.
Justamente en ese momento el profesor regresó al cuarto, y de inmediato lo atrajeron los
murmullos sospechosos de las voces. Él entendía árabe y haciéndome una señal para que callara, se
acercó a la ventana para escuchar. Anotó cada palabra en su cuaderno de notas, y en su rostro
apareció una benévola sonrisa de satisfacción. Unos momentos después cesó la conversación, el guía
partió y nuestro sirviente árabe nos anunció el desayuno en un inglés chapurreado.
Al terminar nuestra comida, el profesor me confió que sus sospechas del día anterior estaban bien
fundadas. Por las palabras del guía confirmó que pensaban que tratábamos de averiguar algo que
ellos deseaban impedir que descubriéramos, y que nuestro sirviente había sido prevenido para que
no nos proporcionara ninguna información relativa a las tumbas. Después de esta conversación no le
quedó al profesor ninguna duda de que no sólo había una tumba sin descubrir, sino que además se
trataba de la más valiosa de todas y en la cual encontraría una gran cantidad de joyas y reliquias. Los
árabes, que sabían este secreto, tenían un plan preconcebido para robar la tumba cuando llegara el
momento propicio. El profesor no estaba seguro exactamente de cuál sería la actitud que tomarían
cuando se enteraran de que habíamos prescindido de sus servicios. El sirviente había sido prevenido
para que cuidara sus propios intereses, ya que algún día probablemente nosotros no regresaríamos y
él debía contar con una buena coartada.
Debo confesar que me sentí algo ansioso mientras hacíamos los preparativos para salir. El
profesor me había contado toda clase de historias sobre antorchas apagadas en los pasajes más
difíciles, y sobre gente que se perdía y moría de hambre, antes de que su ausencia fuera descubierta.
Sin embargo, me reconfortó diciéndome:
—Estoy preparado para cualquier emergencia y puedo hasta frustrar la codicia de un árabe —al
mismo tiempo que sacaba de su bolsa de viaje dos linternas plegadizas con vidrios oscuros
corredizos y una pequeña lata de combustible que deslizó en su bolsillo.
Empezamos nuevamente y, con objeto de distraer las sospechas de los árabes, visitamos algunos
otros puntos de interés antes de dirigirnos hacia el lugar al que teníamos planeado llegar.
Exceptuando al joven inglés, éramos los únicos extraños en los alrededores. La estación estaba muy
avanzada y todo el que podía se alejaba de Egipto para escapar del intenso calor. Por lo que se
refiere al extraño de cara triste, rara vez le veíamos. Ocasionalmente nos lo encontrábamos al pasar
por los laberintos que nos llevaban de tumba en tumba, pero cada vez que esto sucedía,
deliberadamente trataba de evitarnos. Pudimos darnos cuenta de que todos los árabes parecían
tenerle un temor supersticioso; jamás se le acercaban bajo ningún pretexto, y hasta los niños, que
generalmente acosan a cualquier extranjero para pedirle limosna, se alejaban dejándolo solo. Por su
apariencia y ropas parecía un caballero, sin embargo, era imposible verlo sin darse cuenta de que
algo oscuro y nefasto parecía envolverlo constantemente. Era como una sombra de tristeza, de
desolación, de melancolía y recelo que no podía pasar inadvertida.
Cuando finalmente llegamos al punto en el que habíamos dejado nuestra investigación el día
anterior, el profesor encendió las linternas, y sin más entró en el oscuro subterráneo que lo
conduciría a las tumbas más remotas. De vez en cuando se detenía y dirigía la luz hacia alguna pieza
esculpida o inscripción sobre los muros, y noté que al principio de cada pasaje examinaba
cuidadosamente el lado izquierdo, y tomando un poco de cera de su maletín de geólogo hecho de
piel, tomaba la impresión de una inscripción o signo pequeño que yo ni siquiera había notado. Al
principio, pensé que el objeto de todo aquello era sólo una precaución para poder volver sobre
nuestros pasos en caso de ser necesario, pero más tarde me explicó que en su entusiasmo no había
tenido un solo momento para pensar en el peligro, simplemente había descubierto unos signos que
nunca había visto en ninguna otra tumba y que él consideraba eran una pista importante para dar con
la que buscaba.
Hasta ese momento no habíamos oído para nada a los árabes, ni fuimos molestados en ninguna
forma. Precisamente cuando había logrado vencer mis temores, el profesor dio la vuelta a la placa de
vidrio oscuro de su linterna para amortiguar la luz, y en silencio me arrastró hasta un estrecho nicho
tallado en el muro sólido. La repentina oscuridad era tan intensa que nuestros ojos, que aún no se
acostumbraban a ella, veían una y otra vez el colorido brillante de las figuras e inscripciones que
habían visto en la luz. El silencio era casi enloquecedor. Finalmente fue roto por un leve roce en el
suelo y pudimos darnos cuenta de la presencia del cuerpo desnudo de un árabe que pasó frente a
nosotros arrastrándose como una serpiente. Pasó algún tiempo antes de que nos decidiéramos a salir
de nuestro escondite, y cuando lo hicimos fue para dar marcha atrás y regresar a casa.
El profesor pasó el resto de la tarde arreglando las diferentes impresiones que había tomado. Las
colocó cuidadosamente de acuerdo con el dibujo que había hecho de las tumbas y, cuando hubieron
encajado simétricamente, me llamó a su lado y me señaló, con una mirada de satisfacción, que todas
las marcas llevaban directamente a la parte de la tumba donde nuestro guía se había molestado el día
anterior.
—Y sin embargo —continuó diciendo el profesor, frotando la pequeña pipa negra con mayor
vigor que nunca—, después de mi examen de ayer podría jurar que no hay nada ahí sino roca sólida.
Justo en ese momento el joven inglés se acercaba por la calle y pasó frente a la puerta. Miró
hacia nosotros, y ese algo indescriptible de su rostro atrajo tanto al profesor que se olvidó de su
plano y de sus impresiones de cera. Caminó hacia la puerta y observó que el desconocido se dirigía
hacia las ruinas del Templo de El Karnak. Cuando el viejo profesor regresó a sus planos, se dedicó a
pensar, no a trabajar. Sus manos marchitas empujaron descuidadamente las impresiones de cera sobre
el papel; hasta la pequeña pipa negra fue olvidada, y pude darme cuenta de que el misterio que
rodeaba a ese joven ocupaba un lugar más importante en el corazón del profesor, en ese momento,
que el secreto de Tebas que él se había propuesto descubrir.
Mientras observaba al profesor, poco a poco me quedé dormido en mi silla, y después de una
siesta larga y reconfortante, desperté para descubrir que era casi medianoche y que el anciano aún se
encontraba en profunda meditación en el mismo sitio. Con objeto de distraerlo un poco, lo toqué en el
hombro y le sugerí que diéramos un paseo antes de acostarnos. Se sobresaltó al sentir mi mano y
accedió a mi proposición sencillamente poniéndose el sombrero y siguiéndome mecánicamente hacia
la calle silenciosa.
Caminamos sin rumbo en dirección de las ruinas de El Karnak. Era una noche como sólo puede
verse en Egipto, y eso, además, únicamente en cierta época del año. La quietud de la muerte parecía
reinar eternamente en este lugar; no había brisa, ni ningún sonido humano o animal; en la tierra
parecía haber un penoso silencio, mientras del cielo colgaba una luna grande y pálida como el
fantasma de un mundo muerto, intranquilo y solo.
El calor era intenso, un calor entorpecedor que llegaba desde el desierto en ondas sutiles,
quemando nuestros labios y entumeciendo las venas como el beso de la fiebre cuando nuestra fuerza
nos ha abandonado. Las chozas pequeñas y blancas que había alrededor de las ruinas estaban
silenciosas y austeras. Parecían perreras insignificantes al lado de esas columnas y esculturas
majestuosas, magníficas y fastuosas aun abandonadas y en ruinas. Podría uno imaginarse los
párpados cerrados, los labios partidos, los miembros distorsionados que esas escuálidas chozas
protegían del cielo. ¡Protegían, sí!, de que los fantasmas de la luna pudieran burlarse de los
miserables descendientes del pasado.
Sin pronunciar una palabra pasamos choza tras choza, mirando fijamente los pilares
monumentales que se levantaban hacia el silencio ininterrumpido del cielo. Por todas partes había
ruinas, ¡pero qué ruinas! La majestuosidad, grandeza e intelecto, intelecto soberbio, habían diseñado
y erigido estos monumentos que ni aun las voraces fauces del tiempo habían logrado destruir
completamente. Eran, en verdad, sepulcros adecuados para reyes.
¿No son realmente dignos de admiración aquellos que construyeron estos monumentos
maravillosos para que perduraran a través de los siglos como testigos de su gloria mundana y de sus
grandes proezas, buscando guardar en la muerte las manos que imperiosamente sostuvieron un cetro,
las cabezas que rigieron sus destinos y los cuerpos que reverenciaron, contra los estragos crueles del
tiempo, los envolvieran en vendas de lino y los embalsamaran con aromas, con la esperanza de que
por lo menos sus cuerpos pudieran perdurar, ya que no podían vivir eternamente?
Y sin embargo, qué vanidad de los mortales el luchar para enfrentarse con lo inevitable: la ley
del destino. No pueden evitar que los muertos se pudran, ni que sus templos se derrumben, ni que sus
dinastías sean devastadas por usurpadores. Qué extraño y humillante es el que los que vivimos esta
era hayamos aprendido tan poco de las lecciones del pasado. Sus religiones están muertas; sus ídolos
rotos y sus templos devastados son sólo monumentos a la locura. Las momias, con todas sus
envolturas aromáticas, se han convertido en polvo, y más repulsivo aún, algunos gusanos han sido
engañados mientras que otros han sido alimentados como vampiros. No obstante, nosotros con
nuestra civilización jactanciosa, con nuestros credos y cristianismo, nos consumimos por una vanidad
que me pregunto si no es mayor que la de ellos. Ya no hacemos dioses de piedra, pero hacemos otros
menos tangibles: dioses de las ideas, dioses de las teorías, dioses que no dejan ninguna ruina visible,
excepto en los corazones traicionados de aquellos que alguna vez fueron creyentes. Nuestras
diferentes religiones han construido templos, es verdad, pero no como los templos de creencias
pasadas. Ya no tenemos tiempo de cincelar en nuestros templos la historia de nuestra era, y
valoramos su gloria en la riqueza de sus ingresos. Ya no hacemos sacrificios sangrientos, pero en
nuestra rivalidad egoísta y ambiciosa nuestros caminos están inundados por sacrificios más terribles.
Sustituimos nuestras creencias por hechos tangibles, que torturan, que encadenan y embotan nuestra
conciencia, que nos hacen esclavos del egoísmo de algún dios humano, que a fin de cuentas cambia y
nos deja destruidos y perdidos con nuestra desilusión.
A pesar de todo, la ley de la vida y la muerte continúa siendo la misma. Las flores del campo
florecen para marchitarse y lo mismo pasa con nosotros. Los niños vienen y van como los brotes de
los árboles. Ríen, juegan, se ven alegres como las flores, pero como las flores están inconscientes
del gusano de la muerte que han heredado y que avanza lentamente hacia el centro de sus corazones
para dañarlos y destruirlos. Aun así, seguimos llevando tributo a los sepulcros, rezándole a este
santo o a aquel dios, pero la llaga se extiende, sufrimos, y llega el fin. Solamente cuando afrontamos
este momento supremo, nos damos cuenta de cuán terrible e inevitable es el destino. Sólo cuando
estamos impotentes, cuando estamos aturdidos por un algo que no podemos resistir, inclinamos la
cabeza cobardemente y nuestros labios murmuran: «Hágase Tu Voluntad», y aun así, el alma se
rebela. ¡Demasiado tarde!
Nosotros mismos nos colocamos en un pináculo y soñamos que vemos todo porque no vemos
nada. Somos unos pobres pigmeos. Creemos controlar, cuando en realidad somos nosotros los
controlados, sirvientes que obedecemos sin saber siquiera el significado de la obediencia. Para
tranquilizarnos, cada uno de nosotros hacemos un dios imaginario para refugio de nuestra
irresponsabilidad. Nos sentimos dominados por el Ser Infinito que nos creó, que dotó a nuestro ser
con pensamientos, sentimientos, conciencia y espíritu; sin embargo, no estamos dispuestos a imitarlo.
Nacimos para reproducirnos y perfeccionar nuestra propia especie, pero qué pobremente cumplimos
con nuestra misión. Transgredimos las leyes que Dios nos dio, y después criticamos tontamente las
imperfecciones y crueldad de las mismas cuando el castigo inexorable es ejecutado. En estas
transgresiones somos peor que brutos, ya que nosotros conocemos el mal y aun así nos resistimos al
bien. De cualquier modo, el mundo continúa su marcha. El tiempo de sembrar y cosechar viene y va.
Naciones se elevan y caen, lo mismo que los hombres, pero no les importa la semilla que sembraron,
ni cosechar lo que no sembraron. La ley inescrutable del destino está encima de todo, alrededor de
todo y en todo. Es todo. Abarca desde el principio hasta el final. Es verdad y falsedad; el bien y el
mal y las consecuencias que le siguen. Dios es lo Infinito, el hombre lo finito. Y el amor y el bien son
el misterio que oculta el propósito.

***

Mientras estaba de pie bajo esas estructuras gigantescas del pasado, estos pensamientos corrían
por mi mente. Por primera vez pude darme cuenta de la insignificancia del hombre y de la grandeza
de la ley dominante del destino a la que hemos rendido culto durante tantos siglos, bajo diferentes
nombres. Me volví hacia mi viejo amigo y me sorprendió el ver que a él le había pasado lo mismo.
Pude leer en su rostro la sorpresa de su alma, pude ver el análisis de ideas viejas y creencias
ortodoxas. Pero no habíamos aprendido la lección, apenas habíamos abierto la cubierta del libro.
Los hombres, como los niños, son aficionados a las ilustraciones, y en breve veríamos un boceto del
libro del destino que quedaría por siempre grabado en nuestros corazones.
Habíamos seguido avanzando en silencio hacia el centro de las columnas, donde aún permanecía
la porción rota del techo, cuando de repente oímos unos sollozos tenues que parecían venir de una
esquina de las ruinas donde las sombras acumuladas eran casi impenetrables, aun durante el día.
Más que un sollozo era un gemido gutural que parecía sobrehumano en su intensidad, hasta que se
convirtió en la voz del dolor retumbando de pilar a pilar, hasta llegar a nuestros oídos para
congelarnos la sangre que hasta un momento antes corría por nuestras venas. Nos quedamos
inmóviles, poseídos por un terror indescriptible. Nos miramos el uno al otro, notando que nuestros
rostros habían palidecido por el miedo y parecían irradiar un resplandor fantasmal a la pálida luz de
la luna. Un terrible silencio siguió al gemido, durante el cual puedo jurar que oí mi sangre correr por
las arterias hacia mi cerebro, hasta paralizar de miedo cada músculo y cada nervio de mi cuerpo. El
horrible grito se oyó de nuevo y nuestros sentidos, excitados, lo vieron, lo vieron en mil formas y
figuras cruzando por debajo del techo, rompiéndose contra los ídolos de piedra y dioses quebrados,
y murmurándonos al oído una angustia tal que obligaba a nuestros corazones a detenerse.
No podía haber duda, era el grito de un alma en agonía. No de un alma ordinaria, sino de esas
almas sensitivas pero fuertes que encierran sus pesares en sí mismas, para llorar sólo en el silencio
de la noche, cuando no hay nadie alrededor que pueda mitigar su pena. Instintivamente, nos
adelantamos para tratar de ayudar, de consolar, de hecho para hacer cualquier cosa que impidiera la
repetición de ese horripilante sonido; pero apenas se habían movido nuestros pies sobre la suave
arena, cuando de entre las sombras apareció como un fantasma un hombre, en realidad era el joven
que había ocupado nuestros pensamientos tan a menudo, aquel cuya cara triste, pero atractiva,
habíamos notado a nuestra llegada. Lentamente, pero con paso firme, cruzó hasta el centro del templo
y se quedó quieto, tan quieto como el gran ídolo que bloqueaba su camino. Con el cabello revuelto y
el rostro demudado, se quedó entre los pilares enormes que lo flanqueaban. Su camisa inglesa suelta
estaba desabotonada desde el cuello hasta la cintura, mientras que con sus manos oprimía su pecho
como si estuviera alistándose para arrancar su corazón y lanzarlo contra las piedras.
Dirigió la vista hacia arriba, como si pudiera mirar al cielo directamente a los ojos; en ese
momento, más que hombre, era un dios suplicando piedad de algún dios superior. De pronto, su
apariencia cambió por completo y pareció convulsionarse por causa de algún dolor, presionando sus
manos aún con más fuerza sobre su corazón. Rechinó los dientes para contener el nuevo grito que
comenzaba a brotar de su alma. Trató de reprimirse con ansia, desesperadamente, pero la agonía era
demasiado grande y el grito salió forzando su camino a través de los dientes apretados, como si fuera
el gemido de un animal herido, mientras perdía el sentido y caía sobre el ídolo, como si estuviera
muerto.
En menos de un segundo, el profesor estaba postrándose junto a él, y con la ternura de una mujer
secó las grandes gotas de sudor que perlaban la frente del caído. Le frotó las frías manos y como no
encontraba signo alguno de vida me miró ansiosamente, como pidiéndome que hiciera algo para
reanimar a la figura que yacía entre nosotros, tan inanimada como el ídolo roto que teníamos al lado.
De repente, un movimiento en su pecho llamó nuestra atención, obligándonos casi a detener nuestro
aliento por el suspenso; había algo en su pecho que se movía bajo la delgada seda de su camisa y que
nos hizo presentir que algo demoniaco se escondía ahí, llenándonos de temor y consternación.
Involuntariamente yo me había acercado demasiado al extraño y extendí la mano para levantar los
vuelos de su camisa. Al hacerlo, toqué algo que me hizo temblar, algo tan horrible y espectral que
aun ahora, mientras escribo, puedo recordar vivamente la sensación. Mi mano había entrado en
contacto con algo frío y húmedo que salía de su cuerpo, algo que se movió al tocarlo, retorciéndose
como si estuviera bajo algún tormento. ¡Al mirar fijamente noté que entre mis dedos sostenía la
cabeza de una serpiente! Una ojeada fue suficiente para que cayera sin sentido, debido al sobresalto.
Mi apariencia debe haber sido tan desastrosa que el profesor pensó que mi desmayo sería fatal, pero
sólo ocasionó que me viera obligado a guardar cama durante algunas semanas.

III

Cuando recobré el conocimiento me encontré a solas con mi viejo compañero. Con mucha
dificultad, después de aquel episodio terrible, me llevó de regreso a nuestro domicilio. Pero pasaron
días y semanas antes de que el profesor mencionara lo que había sucedido después de haber perdido
el conocimiento. Por fin, una tarde, me dijo que precisamente después de mi desmayo, el
desconocido empezó a reanimarse y abrió los ojos, y con una mirada aterradora se llevó su saco
hacia el pecho, se paró rápidamente y sin pronunciar palabra desapareció entre las ruinas.
Aun entonces el profesor no quiso dar crédito a lo que yo afirmé haber visto. Fue en vano que
tratara de convencerlo. Finalmente y en son de broma me dijo que tal vez aquel individuo tan
excéntrico llevaba una serpiente igual a la que yo describí como mascota.
Una noche en que estábamos sentados hablando nuevamente sobre aquella aventura extraña,
vimos que la persona en cuestión se acercaba con pasos suaves a nuestra choza. Por un momento
pensamos que iba a hablarnos. Parecía estar contento de verme de nuevo, pero en lugar de hablarnos
se quitó levemente el sombrero, saludó y siguió de largo, una vez más, en dirección a las ruinas de El
Karnak.
El profesor estaba muy complacido de haber logrado aunque sea ese cumplido. De nuevo pensó
que aquel individuo misterioso algún día sería el instrumento que le daría la llave del secreto que él
tanto deseaba solucionar. No podía explicar en ese momento la razón de esa conclusión, excepto que
presentía que así iba a suceder. Por alguna fuerza intuitiva indefinida, su alma ya se había puesto en
contacto con el futuro. Se sentía confiado y, sin embargo, a pesar de que se trataba de su más caro
anhelo, la seguridad del conocimiento no le trajo ninguna felicidad. Tal vez su alma, mirando en el
futuro, vio tantas desgracias y sufrimientos que le pareció que el precio por todo lo que debía
aprender era muy alto y que debía pagarlo irremediablemente.
Mi convalecencia nos permitió continuar con nuestro trabajo en Tebas. Todas las mañanas
cruzábamos el Nilo y algunas veces no regresábamos a nuestra choza hasta bien entrada la noche.
Una y otra vez nos encontramos en nuestras búsquedas con nuestro amigo desconocido, pero siempre
parecía evitarnos. El profesor fue llegando gradualmente a la conclusión de que éramos nosotros los
que debíamos trabar amistad con la esfinge, cuando, debido a un incidente muy simple, una mañana
se rompió la barrera. Con cuánta frecuencia nos sucede esto en la vida: cuando hemos dejado de
planear es cuando logramos nuestro propósito.
Por largo tiempo el profesor había estado entretenido tomando impresiones de algunos
jeroglíficos que había encontrado en los muros de los pasajes. Al colocar los segmentos
subsecuentes todos juntos, descubrió que formaban una llave, y con esto procedió a planear su
camino de pasaje en pasaje. En el día en cuestión, sin embargo, el profesor estaba completamente
confundido por algo que parecía ser un signo simplemente. El anciano había tratado una y otra vez de
que las partes encajaran para poder proseguir con el plan que se había trazado. Pero algo estaba mal,
y después de intentar encontrar la falla varias veces, el profesor se dio por vencido y abandonó la
tarea, con muestras de verdadera desesperación. En ese momento el desconocido se acercó hacia
nosotros desde uno de los pasajes y pareció darse cuenta, de una sola mirada, de cuál era el
problema.
—Señor, si me permite —dijo—, le mostraré qué es lo que está mal.
Sin esperar respuesta reacomodó las diferentes secciones y en pocos segundos el problema había
sido resuelto.
La gratitud del profesor no tenía límites. Se expresó al mismo tiempo en alemán e inglés y se
calmó únicamente cuando el extraño dijo tranquilamente:
—Apenas empieza, no se ha encontrado usted aún con verdaderas dificultades.
Pero la esperanza en el corazón del anciano era difícil de matar. Lleno de gratitud y satisfacción,
estrechó nuevamente la mano del joven y se dedicó a terminar su trabajo.
Nuestro amigo desapareció casi tan rápidamente como había llegado, pero el hielo había sido
roto y el profesor esperaba con agrado poder tener con él una nueva entrevista en el futuro. Se frotó
las manos con gusto pensando cómo había intuido, desde el primer momento, que este hombre poseía
el secreto que él buscaba. Me hizo notar la facilidad con que había arreglado las piezas, algo
imposible sin conocer antes el significado de los signos.
—Pero ¿adónde nos llevan sus signos, a fin de cuentas? —pregunté.
El profesor me señaló el extraño cuadro con las cifras, que estaba ante él.
—El último debe tener la clave del secreto —dijo—. Está de acuerdo con esto, formado por la
combinación de los siete primeros símbolos. Debemos andar cerca. Veamos si podemos encontrarlo.
Y al decir esto, tomó una de las lámparas y empezó a caminar. Estábamos, en efecto, cerca del
fin. Unos cuantos pasos nos llevaron a la misma cámara pequeña que habíamos visitado el primer día
con el guía y, para mi asombro, descubrimos, tallada en el centro del techo, la inscripción que
buscábamos y que era el duplicado de la que estaba dibujada en nuestro cuadro. Con una mirada de
triunfo y satisfacción, Von Heller dio rienda suelta a sus sentimientos ejecutando unos pasos de lo
que, estoy seguro, él considera la versión alemana de un baile escocés. Pero la temperatura de Egipto
no era apropiada para tan vigorosa gimnasia y el resultado fue un breve colapso del viejo y
honorable profesor.
Tan pronto como se hubo recuperado de su esfuerzo, procedió a examinar la extraña inscripción.
No podía interpretarla por lo que se refiere al lenguaje, pero no tuvo ninguna dificultad en descubrir
que, aunque tenía un carácter propio diferente, estaba hecha, en realidad, de los primeros siete
signos. Sin embargo, se dio cuenta de que no estaba más cerca que antes de la solución. Era verdad
que había descubierto algo extraño, algo que aún no había sido descubierto por ningún otro
arqueólogo; pero después de todo, no era más que una curiosa inscripción tallada en el techo de una
cámara vacía, un signo sin solución, una puerta quizá, pero sin llave. Fue en vano que buscara en los
muros alguna abertura o pasadizo secreto. También fue inútil que golpeara con su martillo en el piso
y el techo. Todo sonaba igual. Únicamente el eco burlón respondía a su esperanza, un eco que moría
en el espacio, dejándolo desesperado.
El profesor necesitó un largo tiempo para recuperarse y admitir que estaba derrotado por
completo, después de todos esos días y semanas de ardua investigación. Había trabajado
activamente, hasta el punto de descubrir que los signos encontrados eran obviamente señales para
dirigir a través de todos esos laberintos enigmáticos y pasajes subterráneos, y que, el encontrar una
figura formada por los siete signos, significaba haber hallado la llave de entrada a la tumba secreta,
que era el culmen de sus sueños. Y al descubierto, ahí mismo, enfrente de nosotros, estaba la figura,
el codiciado heptágono, en el cuarto más insignificante, que no llegaba a los tres metros cuadrados y
que no mostraba en sus paredes ningún otro signo, palabra o jeroglífico, excepto ese extraño
bajorrelieve en el centro. A pesar de todo, si existía algún modo de entrada a la gran tumba, éste
permanecía escondido inexorablemente. Bajo la gran presión de su derrota, el anciano registró una
vez más cada pedazo de piedra, interrogando su superficie con su pequeño y fiel martillo. Vi cómo
sus ojos se arrasaban de lágrimas al no tener éxito. Desconsolados, dejamos las catacumbas y
regresamos a nuestra choza sin pronunciar palabra; pude notar, por su modo de caminar, que por
primera vez en su vida había perdido la esperanza.
A la mañana siguiente, Von Heller había recuperado parte de su buen humor, y con renovados
bríos me instó a empezar de nuevo. Como antes, comenzamos en las catacumbas, caminamos por los
mismos pasadizos que habíamos recorrido el día anterior, y con alguna dificultad llegamos de nuevo
a la pequeña cámara marcada por el símbolo compuesto por los siete signos. Una y otra vez el
profesor, con su infatigable tenacidad, trató de arrancar alguna pista a las sólidas paredes por todos
los medios a su alcance y conocimiento. Pasaron las horas sin promesa alguna de encontrar el pasaje
secreto que nos conduciría a nuestra meta, pero los sólidos bloques de granito únicamente dejaban
oír el eco de los golpes de su martillo de metal, una y otra vez, negándose obstinadamente a revelar
su secreto, hasta que al fin, exhausto y sin energías, el pobre profesor se tiró en el piso y se dejó
llevar por el desencanto y la desesperación. Me dio tanta pena verlo en ese estado, que tomé mi
linterna y me retiré hacia uno de los pasadizos adyacentes, explorando un poco por mi cuenta. Tuve
mucho cuidado de caminar en una sola dirección, temeroso de perderme en los intrincados laberintos
si cambiaba de rumbo. No había recorrido mucha distancia cuando mi pie golpeó el cuerpo desnudo
de un árabe que se arrastraba, alejándose de la cámara donde había dejado al profesor.
Evidentemente, el hombre había estado escuchando subrepticiamente todo lo que decíamos. Al
dirigir mi linterna hacia su cara para verlo mejor, lo reconocí como uno de los árabes que formaban
el grupo del cual habíamos escogido a nuestro guía. Nervioso, esperaba que el hombre arremetiera
contra mí, por lo que, sin dudarlo, saqué mi revólver; pero en lugar de atacarme, se rió burlonamente
y desapareció en la oscuridad maldiciendo a todos los cristianos. Lo sucedido me hizo volver
rápidamente sobre mis pasos, sorprendiéndome considerablemente al escuchar voces provenientes
del cuarto donde había dejado al profesor. Creyéndolo en peligro, corrí para protegerlo, pero, para
mi sorpresa, en lugar de encontrarlo rodeado de árabes hostiles, lo encontré en el centro del cuarto,
estrechando con alegría las manos del joven que tanto había llamado nuestra atención, a la vez que le
daba las gracias profusamente.
Al aproximarme, mi viejo amigo, con voz temblorosa por la emoción, me dijo en unas cuantas
palabras que el extraño había venido por su propia voluntad a servirnos de guía, y ofrecía mostrarnos
exactamente la misma tumba que nosotros estábamos tratando de localizar, y cuya entrada sólo él y
unos cuantos árabes conocían.
—Sí —concedió el hombre aquel, dirigiéndose al profesor—, yo les mostraré aquello que
buscan. Muchas veces he deseado revelar este secreto, pero he esperado hasta encontrar a alguien
que pudiera comprender su valor científico e histórico, alguien que no lo contemplara sólo como un
tesoro para ser saqueado. Por esta razón, he venido observando su forma de trabajar sin que usted lo
notara. He escuchado inclusive la mayoría de las conversaciones que ha sostenido con su amigo. Este
día me he sentido tan conmovido por su abrumadora desesperación, que ya no pude sustraerme por
más tiempo de decirle que casi ha llegado a descubrir la entrada a la tumba que busca. No pierda
más tiempo, que yo le diré cómo entrar. No me lo agradezca. En circunstancias diferentes,
probablemente habría utilizado lo que sé en provecho propio; sin embargo, los honores que me
hubiera acarreado el descubrimiento no me serían de ninguna utilidad ni significarían provecho
alguno para mí. Pero no tenemos tiempo para perderlo en palabras, y sería muy peligroso que alguien
nos viera juntos, particularmente en este sitio. Encuéntreme esta noche a la entrada de esta cripta, y
con mucho gusto le revelaré lo que sé.

IV

Fieles a las instrucciones de nuestro joven amigo, al caer la noche cruzamos el río desde El
Karnak para juntarnos con él a la entrada de las tumbas. Desde entonces han sido muchas las veces
que me he preguntado a mí mismo: ¿por qué estábamos, tanto el profesor como yo, más
impresionados esa noche con la dulzura del mundo exterior que de costumbre? Mientras
caminábamos por el callado y misterioso valle, hacia las Tumbas de los Reyes, una y otra vez
comentamos instintivamente el brillo de la luna y las estrellas. ¿Y por qué al descender más y más
dentro del valle, parecía que nos íbamos encogiendo ante la magnitud de lo que estábamos por
intentar? ¿Qué podría pasar?
Las colinas que escondían el lugar de descanso de los reyes se elevaban oscuras y siniestras en el
silencio de la noche y se recortaban ferozmente contra el cielo. La entrada a las tumbas tenía ahora el
aspecto de una negra boca hambrienta, boca de vampiro que se abría enormemente para devorar los
cuerpos de vivos y muertos. El aire parecía estar lleno de presagios que nosotros sentíamos, pero
que no podíamos entender. Durante la última parte de nuestra jornada no hablamos y sentimos un
verdadero alivio cuando por fin distinguimos la figura de nuestro amigo, paseando de un lado a otro
frente al lugar de nuestra cita.
Nos había dado instrucciones explícitas de no llevar ninguna linterna encendida y de no hacer
nada que pudiera llamar la atención de los árabes cuando pasáramos por El Karnak. También nos
dijo que tuviéramos cuidado de no ser seguidos, y lo primero que nos preguntó cuando llegamos fue
si habíamos sido observados. Contestamos negativamente; hasta donde nosotros sabíamos, nadie nos
había visto. Una vez que estuvo seguro de que no había ningún árabe acechándonos, nos dijo que por
precaución debíamos ponernos a cuatro patas y continuar la marcha de esa forma hasta hallarnos a
cierta distancia, antes de poder encender nuestras linternas.
Así fue como empezamos; nuestro extraño guía iba delante, después el profesor y por último yo.
Despacio y sin hacer ningún ruido fuimos adentrándonos poco a poco en las profundidades de la
tumba. Cada vez que debíamos cambiar el rumbo, nuestro guía nos esperaba hasta que pasábamos a
salvo de un pasadizo a otro. La oscuridad era intensa, y el calor y mala ventilación casi
insoportables. El único ruido que rompía el silencio era el que hacían los murciélagos al mover sus
alas negras para volar frente a nosotros y desaparecer cuando alguna vez llegábamos a molestarlos.
En una ocasión nos pareció oír voces detrás de nosotros, pero después de esperar un momento sin
escuchar ningún sonido nuevamente, llegamos a la conclusión de que nuestros sentidos en tensión nos
habían traicionado y proseguimos con cautela.
Por fin nuestro nuevo compañero creyó pertinente que encendiéramos las linternas, y con su
ayuda pronto llegamos a la pequeña cámara que contenía el extraño y misterioso símbolo de siete
signos.
Volviéndose al profesor, nuestro amigo dijo:
—Ahora, señor, usted puede darse cuenta de que he seguido exactamente la misma ruta que usted
siguió basándose cuidadosamente en los signos que descubrió. Todos sus cálculos fueron correctos
hasta aquí; sin embargo, le hubiera sido imposible seguir adelante basándose en cálculos, a menos
que por alguna afortunada casualidad se topase con el secreto. Los egipcios siempre han sido
famosos por sus tretas arquitectónicas tan intrincadas. Nunca dejaremos de admirarnos y
preguntarnos cómo fueron colocadas en su lugar las piedras colosales de la Pirámide de Keops. Pero
¿qué pensará cuando le diga que el secreto de esta cámara es que uno de sus muros es totalmente una
puerta giratoria, una puerta que hasta un niño puede abrir… si el niño supiera el secreto, desde
luego?
Y al decir lo anterior miró hacia arriba, al extraño símbolo en el centro del techo, y después,
siguiendo un cierto ángulo, colocó su pie izquierdo en una leve marca casi borrada por el tiempo.
Con su mano derecha apenas tocó un lado del muro, cuando, para nuestro asombro, el muro completo
de la cámara giró sobre sus ejes dejando una abertura por ambos lados, por la que cualquier persona
podía pasar fácilmente. Entramos alegremente y nos encontramos en una cámara que correspondía
exactamente a la que acabábamos de dejar.
Nuestro compañero volvió a repetir el mismo procedimiento que había usado para abrir el muro,
y con un leve ruido la piedra descomunal giró para volver a quedar en su sitio.
Atravesando esta cámara, llegamos a un estrecho pasadizo que, a su vez, nos llevó al interior de
un cono invertido, por cuyos lados en declive nos preparábamos a descender cuando nuestro amigo
nos llamó la atención hacia una gran piedra que descansaba en la orilla del cono y que se balanceaba
de tal modo que el menor movimiento la enviaría estrepitosamente al fondo.
—Esa piedra —dijo— fue colocada simplemente para sellar la tumba cuando la ocasión lo
requiriera; una vez que caiga la piedra, la tumba quedará sellada para siempre.
Para bajar tuvimos que ir alrededor del cono, exactamente como si siguiéramos las espirales de
un gran tornillo. Al hacer eso, nos vimos forzados a pasar bajo la enorme piedra varias veces y me
fue imposible, cada vez que esto sucedía, evitar un estremecimiento de miedo, temiendo que pudiera
caer. Por fin llegamos a la base del cono y nos detuvimos un momento bajo un pequeño arco,
maravillados ante el espectáculo que se presentaba a nuestra vista. Estábamos en el umbral de la
entrada de una inmensa tumba, mayor aún que la Cámara del Rey en Gizeh. Tenía una gran altura y
estaba construida en forma de una pirámide de siete lados. Los muros, pisos y techos eran de mármol
pulido de Tebas que producía reflejos y proyectaba en todas direcciones la luz tenue de nuestras
linternas. Los cuerpos de siete momias descansaban sobre plataformas de piedra elevadas en cada
uno de los siete puntos de la cámara, y estaban acomodadas de tal modo que el eco producido por los
muros de la cámara, a cualquier punto donde los siete cuerpos descansaban, parecía repetir el menor
murmullo desde una momia a la otra, hasta que, después de haber pasado por las siete, terminaba
donde había empezado con volumen redoblado.
El profesor fue el primero en evocar inconscientemente este fenómeno de acústica tan
sorprendente. Se había quedado en la entrada un momento más que nosotros, completamente
fascinado, y se había quitado su sombrero viejo con reverencia, y mientras hacía esto, sus labios
murmuraron:
—¡Oh, Dios! ¡Qué maravilla!
Momia tras momia pareció repetir estas palabras, y cuando la séptima emitió el último sonido,
más sonoro aún, el profesor se cogió de mi brazo en busca de apoyo, repitiendo involuntariamente,
con labios temblorosos, esta letanía aceptada por los muertos; y este eco misterioso y terrible
nuevamente se repitió en el extraño círculo, hasta que llegó por último otra vez al profesor y después
flotó hacia arriba y murió a lo lejos.
Es más fácil imaginar que describir el efecto de la quietud sepulcral que reinaba aquí. Una
sensación de temor y reverencia hacia la muerte todopoderosa nos poseyó por completo. Mientras
estábamos ahí de pie, nuestra raza moderna parecía hecha de pigmeos; nuestros inventos jactanciosos
parecían tan poca cosa comparados con la ciencia y el intelecto de esos egipcios muertos que habían
planeado y erigido todas estas esculturas maravillosas.
Pero a medida que avanzamos pudimos darnos cuenta de cuánto pillaje y vandalismo se había
cometido en ese sitio.
Todos los sarcófagos habían sido forzados y abiertos menos uno, aunque éste no se había salvado
totalmente de la violación por los árabes y probablemente razas anteriores que habían invadido esta
cripta fantástica. Casi todas las momias habían sido despojadas despiadadamente. Las vendas de lino
que las envolvían habían sido quitadas completamente de algunas de ellas y a otras sólo las habían
desnudado hasta el pecho, y las joyas y reliquias que llevaban habían sido robadas. Quienesquiera
que hubiesen sido los merodeadores habían dejado por todos lados plena evidencia de su
atolondrada prisa. Aquí y allá había, esparcidas por el suelo, joyas y anillos, como si un torbellino
hubiera arrasado aquel lugar, y cerca de la puerta de entrada estaba el esqueleto de un hombre que
había caído con las manos avarientas llenas de joyas y había muerto en su caída. Su postura,
apariencia y la proximidad a la entrada, contaban su historia. Evidentemente, había sido sorprendido
por alguna calamidad, y al tratar de escapar con lo que había podido coger únicamente, por una razón
inexplicable, cayó para no volver a levantarse.
El sarcófago sin abrir fue el principal objeto de interés para el profesor. Ahí estaba aparte de los
demás, completando los siete y ocupando un lugar principal, casi al centro de la tumba. No estaba
hecho de la misma forma que los otros ni estaba adornado con ningún jeroglífico egipcio, excepto
por un extraño signo que el profesor examinó con avidez. Sacando algunos dibujos de su bolsillo, los
estudió y comparó con el signo y por fin, con una mirada de triunfo, dijo, agitado por la excitación:
—Si lo que creo haber encontrado aquí es verdad, éste será el descubrimiento más valioso hecho
hasta ahora en relación con la historia de los antiguos egipcios.
Ya más calmado, nos explicó que el gran enigma para todos los egiptólogos había sido, y aún era,
el sarcófago vacío encontrado en la Gran Pirámide (La Pirámide de Keops). Después nos dijo, en
pocas palabras, que en los escritos de Diódoro, en su descripción de las pirámides relacionadas con
el periodo de Keops, había escrito claramente: «Aunque este rey había destinado esta pirámide para
su sepulcro, sucede, sin embargo, que nunca fue enterrado ahí… Ya que la gente, exasperada por lo
arduo del trabajo, amenazó con cortar en pedazos su cuerpo muerto y arrojarlo fuera de su sepultura
ignominiosamente, por lo cual, al morir, pidió a sus amigos que lo enterraran en otro lugar».
—Este curioso símbolo —continuó el profesor— es exactamente igual a uno que se encontró en
la Gran Pirámide entre las inscripciones relacionadas con la Primera Dinastía; así que no es ilógico
suponer que el sarcófago que está frente a nosotros no contiene otra cosa que la momia perdida de
Keops. Debemos regresar mañana.
Justamente cuando el profesor decía las últimas palabras, un sonido leve pero ominoso nos
sobrecogió. Pudo haber sido casi imperceptible si no fuera por el eco de la tumba, pero a pesar de
ser tan leve nos llenó de terror, y un frío presentimiento recorrió cada uno de nuestros nervios y
venas. Provenía de la abertura del gran cono por el cual entramos. Esto era suficiente para decirnos
que habíamos sido traicionados y que en breve afrontaríamos una condena demasiado terrible aún de
imaginar.
Instintivamente nos apresuramos hacia la abertura por la que habíamos entrado. ¡Demasiado
tarde! Una risa burlona y maligna nos previno del peligro y al momento oímos un ruido ensordecedor
y después un estallido que retumbó en nuestros oídos como si cientos de cañones hubieran sido
disparados. Nos dimos cuenta de que la piedra había caído y la entrada a la tumba había sido sellada
para siempre.
V

No ahondaré en nuestros sentimientos; creo que será suficiente dejar a la imaginación del lector
la agonía que nos produjo la mera idea de haber sido encarcelados, enterrados vivos. Cuanto más
grande es la pena, más calladamente se soporta, y sospecho que lo mismo pasa bajo la presión de un
gran choque emocional. La sorpresa de cualquier situación nueva, ya sea desafortunada o afortunada,
frecuentemente nos hace reaccionar de un modo extraño. El profesor, que doce horas antes casi había
llorado como un niño cuando creyó haber triunfado en su propósito, ahora, cuando se enfrentaba a
este destino terrible, estaba aparentemente tan calmado como si en ese momento se encontrara
realizando simplemente su trabajo diario en el Departamento de Momias del Museo Británico. Es
más, incluso la pequeña pipa alemana hizo su aparición, pero no para ser frotada hasta brillar como
el ébano, no, sólo para ser sostenida con cariño por sus nerviosos dedos, como si dos amigos de
mucho tiempo estuvieran a punto de separarse.
Por lo que se refiere a nuestro nuevo compañero, dijo muy poco, pero lo que dijo revelaba en
tono agonizante la tortura que estaba padeciendo por la suerte tan terrible que, sin intención, había
hecho caer sobre nosotros. No descansaría hasta haber hecho todo lo posible para encontrar un plan
para escapar. Pero ¿qué salida podía haber de tal prisión, de una tumba que estaba bajo todas las
demás; un lugar construido para guardar tal secreto que había confundido durante siglos cualquier
intento por descubrirlo? No, esa última risa maligna del árabe debía ser el último sonido que
escucharíamos en la tierra.
¡Oh, Dios, qué terrible! Esa caminata constante alrededor de nuestra lúgubre prisión; la presión
de nuestras manos contra las piedras; los ojos cansados de la oscuridad y los corazones llenos de
esperanza. A veces retrocedíamos enfermos de miedo, mientras que nuestros murmullos aumentaban
los ecos terribles y escuchábamos el remedo de lo que pensábamos en voz alta regresar a nosotros,
como si proviniera de los labios muertos de esas momias rígidas que habían permanecido durante
tantos siglos en esta tumba fría y oscura.
Había una fuente en el centro, un enorme pozo negro que se hundía en las profundidades de la
tierra, como sólo he visto uno que hay en el centro de las pirámides de El Cairo. Sin esperanza
llegábamos una y otra vez a su orilla y sosteníamos nuestras linternas por encima mientras nos
asomábamos a su oscuridad sin límite, preguntándonos si alguna ayuda podría venir de sus
profundidades. Una de nuestras linternas ya no tenía combustible. Esto nos recordaba que llegaría el
momento en que nos quedaríamos sin ninguna luz. Como niños nos abrazamos unos a otros,
aterrorizados por nuestra propia impotencia, y nos recostamos juntos y quietos a la orilla del cofre
sin abrir que encerraba la historia de la momia que guardaba.
Después caímos en un silencio absoluto. Mientras transcurrían las horas, sabíamos tácitamente
que pronto estaríamos en la más completa oscuridad y nos quedamos sin ninguna esperanza de ser
rescatados.
Pocas son las personas que podrían entender lo que tal oscuridad significa, o imaginar la
sensación de pavor indescriptible que embargaba nuestros corazones y caía como plomo sobre
nuestros sentidos, hasta dejarnos caer, abrumados, en el suelo. Qué extraordinarias visiones y
desengaños pasan frente a nuestros ojos bajo tales circunstancias. A veces luces extrañas, semejando
luciérnagas, bailaban ante nuestros sentidos amodorrados y después neblinas blancuzcas salían de la
oscuridad tomando la forma de nuestros pensamientos y asustándonos con imágenes distorsionadas,
caras ausentes y sueños acariciados, que desaparecían para volver y mofarse y atormentarnos, y
después desaparecer nuevamente.
Para colmo de nuestro terror, pronto empezamos a darnos cuenta de que la temperatura de la
cámara era considerablemente más baja que la de nuestros cuerpos. Probablemente la depresión
extrema de nuestros espíritus afectaba nuestra circulación; sin embargo, por momentos el frío parecía
penetrarnos y helar la médula de nuestros huesos. Y esto no era todo, pronto sentimos el temor de que
había otra aflicción más para nosotros, para aumentarla a la miseria de la oscuridad, al frío, al
cautiverio. Pude darme cuenta de cómo el frío afectaba terriblemente a nuestro extraño compañero,
pues lo oí estremecerse y sentí cómo temblaba violentamente. Me quité mi chaqueta y se la puse
encima. Un leve gemido se oyó, un gemido más o menos como el que habíamos escuchado ya antes, y
me así del brazo del profesor. Él también lo había oído y se estaba incorporando para escuchar.
Nuevamente volvimos a oírlo, pero más lejano. Nos acercamos para tocar a nuestro infortunado
compañero, pero se había ido y podíamos oírlo arrastrarse más y más lejos, hacia una esquina
distante para sufrir solo.
No tuvimos valor para encender nuestras cerillas y así rastrear su escondite. Sabíamos, por
instinto, que no podíamos hacer nada, así es que seguimos recostados escuchando los débiles
gemidos que sin querer emitía de cuando en cuando. Finalmente, su agonía hizo crisis y buscamos a
tientas el camino para llegar a él, encontrándolo cuando el ataque había pasado y el pobre hombre
yacía exhausto sobre las piedras.
Lo levantamos cuidadosamente y lo ayudamos a volver al refugio del sarcófago desconocido, que
parecía ser de algún modo nuestro hogar en ese espantoso lugar. No nos referimos en ningún
momento a su sufrimiento o a la causa de él, por eso nos sorprendimos bastante cuando, por propia
iniciativa, comenzó a relatarnos en voz baja la siguiente historia.

VI

Recargándose sobre el sarcófago cerrado, comenzó a hablar con voz débil:


—Creo que es mi deber, en este momento, contarles la causa de mi sufrimiento, para que puedan
comprender más fácilmente que más tarde tampoco podrán hacer nada por ayudarme o aliviarme.
Hay, sin embargo, otro motivo que me urge a hablarles, un motivo que ustedes pueden llamar
debilidad, pero una debilidad que está oculta en el pecho de todos los hombres y que es el deseo de
desahogar el corazón de cualquier secreto que lo haya oprimido cuando el fin está cerca, cuando la
marea de la vida está bajando y la arena y las hierbas malas no pueden refugiarse más en las olas o
esconderse en la espuma del mar.
»Estoy seguro que dentro de unas horas mis labios estarán sellados para siempre. Me siento
impulsado a hacer esta confesión por una razón que mi historia por sí misma explicará, pero si por
algún motivo extraordinario llegara a suceder que ustedes pudieran escapar, les pido, como último
gesto de bondad, que dejen mi cuerpo en este lugar para siempre.
»Para que pueda contarles los eventos tan extraños, que son como eslabones en la cadena del
destino, que me han empujado irresistiblemente hasta esta tumba, es necesario que les refiera ciertas
circunstancias que rodearon la vida de mis padres y la mía propia cuando aún era pequeño.
»Cuando yo nací, mi padre, el coronel Chanley, comandaba una guarnición muy importante en el
norte de la India, cerca de la frontera de Afganistán. Había estado bastante tiempo en el servicio en
la India y era muy conocido y respetado por los nativos en cualquier rincón del país. Era un hombre
justo, pero extremadamente austero y severo en su ejecución de la justicia. Era ya bastante mayor y
todos sus amigos lo consideraban un solterón empedernido, cuando se casó. Fue muy comentado
cuando de repente anunció sus intenciones de casarse, y escogió como novia a la única hija de su
viejo camarada, el comandante Uphman. Mi madre, aunque joven en el momento de su matrimonio,
era una mujer que tenía bastante experiencia en la vida de las guarniciones de la India y,
consecuentemente, estaba bien adaptada para asumir las numerosas funciones sociales que más tarde
tendría como esposa de un oficial de mando. Como mi padre, todos los ancestros de mi madre,
durante varias generaciones, habían estado en el servicio militar, y también como él, la mayoría
habían estado conectados con asuntos en la India. Esto puede ser la causa, de algún modo, de su
carácter altanero y dominante hacia los nativos y nunca se tomaba la molestia de ocultar sus
prejuicios personales. La gente la aconsejaba una y otra vez previniéndola del peligro que corría al
contraer el odio de tal raza, pero ni los consejos ni las amenazas produjeron el efecto de un cambio
en sus sentimientos o la adopción de una actitud más diplomática. Después de su matrimonio se
propuso deliberadamente trabajar para desterrar de los alrededores a todos los brujos, hechiceros y
gente que tuviera algo que ver con lo anterior; y en su determinado y antagónico celo no se limitó a
los faquires más conocidos, magos y prestidigitadores, sino que fue tan lejos que llegó a perseguir
hasta a los inofensivos yoguis y místicos que son encontrados en tantas partes de la India.
»Sin embargo, hubo uno a quien no pudo obligar a desalojar a pesar de todos sus esfuerzos. Era
un hombre de edad avanzada, un yogui o místico de la orden más alta, que vivía en las montañas
haciendo caso omiso de la guarnición de mi padre. Los nativos creían que este hombre tenía el poder
de predecir los desastres, las plagas o la muerte, semanas y hasta meses antes de que ocurrieran. Su
aparición en cualquier lugar o aldea era siempre motivo de que cesaran todas las labores u
ocupaciones. Cuando lo veían aproximarse, toda la población parecía entrar en trance y lo seguía y
observaba caminar hasta que llegaba al centro de la aldea. Una vez ahí, pronunciaba sus predicciones
con voz profunda y sonora y misteriosamente desaparecía rumbo a la montaña de donde había
venido.
»Debido a la reverencia con que era visto por los nativos, nadie osaba interponerse a este
hombre; no obstante, mi madre no perdía oportunidad para hablar acerca de su ignorante superstición
de los nativos y citar las predicciones del yogui como ejemplo de la influencia malévola que ejercía
sobre aquellos crédulos. Y así siguieron las cosas hasta un poco antes de mi nacimiento. Por ese
entonces se esperaban algunos problemas con la tribu de los afridis en la frontera de Afganistán y un
segundo regimiento de soldados fue enviado para reforzar las fuerzas a las órdenes de mi padre. Era
una costumbre en la vida de guarnición en la India que, cuando un regimiento nuevo llegaba,
generalmente se daba un baile para dar la bienvenida a los extranjeros a sus nuevos cuarteles, y
siendo una de las primeras oportunidades que mi madre tenía desde su boda de dar una fiesta de esta
clase, se propuso hacer todo lo que estuviera en sus manos para que fuera una ocasión memorable a
los ojos de sus invitados. Nada fue pasado por alto para hacer resaltar el evento. Se arregló que el
baile se diera en el cuartel, y el gran edificio y sus alrededores fueron decorados vistosamente con
banderolas, hasta que todo el lugar tuvo una apariencia de fiesta que debió complacer bastante a los
recién llegados.
»Todo marchó muy bien hasta cerca de la mitad del baile, cuando una figura extraña e impetuosa
salió de la oscuridad, y avanzando a grandes pasos a través de la sala de fiesta por entre los
bailarines, llegó hasta el estrado donde mi madre estaba sentada y con voz profunda y sonora
proclamó, como la última predicción que estaba destinado a proferir, que, antes de que la noche
terminara, la guarnición sería atacada y destruida casi totalmente.
»Durante la excitación que siguió, el anciano hubiese podido escapar si mi madre no lo hubiese
perseguido y ordenado a la guardia que lo pusiera bajo arresto.
»Después regresó al salón de baile e hizo reanudar la fiesta ridiculizando la predicción. La
música volvió a sonar y todos bailaron nuevamente.
»Dos horas después se descubrió un pequeño incendio en uno de los cuartos, pero fue extinguido
fácilmente. Sin embargo, algo más tarde, el techo se encontraba en llamas, y mientras los músicos,
los que bailaban y los espectadores huían alarmados, se oyó el fuerte sonido de una trompeta. Antes
de que los oficiales y los hombres tuvieran tiempo de alcanzar sus espadas, muchos fueron heridos y
golpeados por una banda de feroces afridis, que al amparo de la noche habían avanzado
cautelosamente contra los desprevenidos participantes de la fiesta. Durante los primeros momentos
todo era confusión, pero los soldados se recuperaron rápidamente y después de una fiera batalla que
duró más de dos horas hicieron retroceder a los invasores a las montañas y restauraron la calma,
pero no antes de que un considerable número de soldados fueran muertos y heridos.
»Cuando llegó la mañana, mi madre pidió urgentemente un interrogatorio del anciano profeta,
quien todo este tiempo había estado confinado en una celda. Durante el proceso, el yogui no despegó
los labios, ni aun cuando después de haber buscado en su morada en las montañas, los soldados
regresaron con un papel lleno de signos místicos en el cual se hallaba inscrito el momento exacto del
ataque. Finalmente fue condenado por evidencia circunstancial de estar ligado con los insurgentes y
fue llevado al patio del cuartel para ser fusilado. Me avergüenza confesar que mi madre estuvo al
lado de mi padre para presenciar la ejecución del yogui.
»Justamente antes de que la orden de fuego fuera dada, mi madre avanzó hasta el anciano y le
pidió que confesara libre y completamente la parte que había tenido en la tragedia de la noche
anterior. Irguiéndose en toda su estatura el hombre le dijo orgullosamente: “Señora, no tengo nada
que confesar. La muerte no es nada para los yoguis. Vivimos para morir. El crimen que están a punto
de cometer traerá su propio castigo. Así como no deseo escapar a mi destino, ustedes tampoco
podrán escapar al suyo, y el pequeño que usted pronto traerá a este mundo tampoco escapará,
¡recuérdelo! He hablado. Ahora mátenme”.
»Mientras ella volvía a su lugar desdeñosamente, la orden de fuego fue dada, los mosquetes
resplandecieron y el viejo cayó acribillado a balazos. En el mismo momento, sobre el ruido de los
fusiles, se escuchó un grito agonizante de miedo y terror y mi madre cayó desmayada en manos de mi
padre. Cuando el humo se hubo desvanecido era evidente para todos que algo terrible había ocurrido
para asustarla. Algo parecía haber saltado de la hierba golpeándola, pero nadie sabía qué era. “Algo
me asustó”, era la explicación que ella misma daría, así es que la llevaron a la zorra de los cuarteles
que había escapado del fuego y ahí permaneció algunos meses hasta que, debido al susto, nací
prematuramente.
»Ésa fue la historia de mi nacimiento que oí cuando crecí lo bastante para comprenderlo. No supe
qué había golpeado y asustado a mi madre en esa mañana terrible hasta después de algunos años.
»Cuando se hubo recuperado lo suficiente para viajar, para asombro de todos los que conocían su
naturaleza ambiciosa, ella insistió en que mi padre se retirara y volviéramos a Inglaterra. Y así fue
como siendo un bebé fui llevado de la India hacia el sur de Inglaterra y por mucho tiempo imaginé
que había nacido en el lugar tranquilo y pequeño que mi madre poseía en el Valle de Devon. Fue
años después, cuando ya era un muchacho bastante crecido, que una tarde mi padre me contó la
historia de mi nacimiento. De hecho fue la última tarde que pasábamos juntos, ya que después de eso
me fui al colegio y mi padre se dejó persuadir a aceptar una posición importante en el servicio civil
y regresó a la India.
»Era solamente el deseo de ascender, alguien dijo, lo que indujo a mi madre a dejarlo regresar,
pero, cuando pasó año tras año y él aún permanecía allí, la gente empezó a preguntarse si mi madre
se uniría a él, mas como ella no guardaba el secreto de lo mucho que le disgustaba la India, los
comentarios cesaron y el asunto se olvidó.
»No hubo ninguna nube que oscureciera el brillo de mi juventud, que yo recuerde. Todas las
personas con quienes entré en contacto predecían una carrera brillante para mí. Realmente en
aquellos días casi todo lo que yo intentaba resultaba un éxito. En el colegio, el estudio era un placer,
no una obligación, y los honores me llovieron. Mis días de colegio terminaron justamente después de
que cumplí los diecinueve años y regresé a casa a pasar algunos meses antes de decidir finalmente en
qué dirección seguiría.
»Había una carta afectuosa de mi padre esperándome en casa, en la que me comunicaba la grata
noticia de que en un mes más estaría de regreso en Inglaterra después de una larga ausencia. Yo
estaba tan contento con esta noticia, que a la mañana siguiente me dirigí al pueblo más próximo para
enviarle un cable expresándole nuestra felicidad. En el camino tenía que pasar por la vicaría, y
cuando estaba frente a ella detuve mi caballo pensando enviar con la mano un saludo afectuoso al
vicario desde el camino. Pero en lugar del venerable vicario, un rostro dulce y joven salió de entre
las rosas para saludarme, y mientras me inclinaba desde mi caballo para tomar en la mía una mano
suave y linda, unos ojos oscuros de mujer se levantaron hacia mí, y en la mirada de reconocimiento
que siguió, ambos sentimos que el ángel del amor había entrado por primera vez en la cámara secreta
de nuestros corazones.
»Sí, la pequeña compañera de mis primeros años había crecido para convertirse en una mujer, y
justamente había regresado de una escuela en Alemania el mismo día que yo regresé del colegio.
Casi la había olvidado durante todos los años que estuve lejos, pero el solo contacto de su mano, la
sola mirada de sus ojos, hicieron a un lado las telarañas de mi memoria y una vez más Lucy Marsden
estaba ante mí. ¡Parecía haber pasado tanto tiempo desde que, cuando niña, ella con su vestido
blanco con cintas rosas y yo muy formal, sorprendíamos al vicario pidiéndole solemnemente que nos
casara!
»Pero ahora ella era una mujer. Sus ojos parecían reprocharme por pensar en ella como una niña.
»No esperé para ver al vicario, y sin entender por completo el nuevo sentimiento en mi corazón,
tomé las rosas que me daba y las llevé a mis labios alejándome y pensando en otras cosas, debo
confesarlo, que el objeto de mi cabalgata.
»La primera nube apareció cuando regresé a mi casa. Mi madre notó las rosas y para mi asombro
se mostró triste de que Lucy Marsden hubiera regresado. Hizo todo lo que pudo para cambiar mis
sentimientos hacia ella y finalmente trató de hacerme prometer que no la vería más. Era el primer
malentendido que había entre nosotros. Desde entonces mi madre se descubrió como realmente era.
Quedé asombrado al ver que ella trataba de impedir mis visitas a la vicaría con los pretextos más
ingeniosos.
»Pero el amor es una expresión de vida más grande aún que la vida que lo hizo nacer. Lucy y yo
nos hicimos inseparables. Traté una vez, para probar la autenticidad y constancia de ese sentimiento,
de alejarme de ella, sólo para comprobar que le había dado mi corazón, mi alma, todo sentimiento de
noble sinceridad y amor que un hombre puede dar o mujer puede aceptar. Y una noche en que
contemplábamos la luz de la luna entre las rosas de ese viejo jardín de Devonshire, le hablé de mi
amor, de mis planes, mis proyectos, y mirando a las estrellas que eran nuestros testigos, hicimos
votos de querernos para siempre ante el Dios que ambos adorábamos.
»Fuimos tan felices en los pocos días que siguieron, que todas las noches temíamos que la
mañana siguiente nos trajera desdicha. Nos asustaba nuestra felicidad, ya que no éramos más que
mortales y sabíamos que nada mortal puede durar, de este modo cada momento nos traía temor y
alegría a la vez.
»Con frecuencia he pensado desde entonces por qué creó Dios el amor, cuando el precio que
pagamos por él es a veces más grande que la salvación de nuestra alma. Es poca cosa perder el
descanso en el más allá, ya que el espíritu no puede tener penas de amor. Pero saber lo que es el
amor y perder lo que uno ha amado, estar obligado a seguir viviendo por momentos que son peores
que eternidades, tener un cuerpo viviente que cuidar, vestir, alimentar, mientras que dentro hay un
corazón muerto, es a mi modo de ver una pena mucho más grande que la agonía ostentosa de los
condenados.
»Pero hay tan pocos que hayan amado verdaderamente, que estas palabras pueden tener
significado sólo para algunos, muy pocos en verdad. Por lo general la gente quiere, desea, codicia,
pero no ama. Ellos emplean mal la palabra y en su frivolidad consultan un libro de escuela para
buscar el significado de su sentido sagrado. Pero amar verdaderamente, amar con el corazón y el
alma, con la mente y el cuerpo, es ser como Dios, es la única aproximación a la Divinidad; para los
puros y creyentes es crear no una cosa, sino todas las cosas, un cielo nuevo, y una nueva tierra, y en
la realización de los sueños que son, ver la perfección de los sueños por venir.
»Y así era con nosotros, pero éramos criaturas de la tierra, regida por las leyes de la causa y el
efecto, sentenciados por la locura de los demás.
»Una mañana fatal llegó la noticia de que mi padre había muerto en un accidente. Eso que la
costumbre llama accidente o casualidad cuando es malo, y la voluntad de Dios cuando es bueno.
»Cuando el cuerpo de mi padre fue enterrado en el tranquilo cementerio de Devon, me encontré
con que la administración de sus bienes y capital estaba únicamente en manos de mi madre mientras
ella viviera, con la excepción de una plantación de té en la India que él había comprado últimamente
y me había legado en mi próxima mayoría de edad. Mi madre no perdió tiempo en ejercer el poder
legal que tan inesperadamente le había sido legado, para impedir lo que ella se complacía en llamar
un mal matrimonio. Fueron en vano mis ruegos, mis protestas. A pesar de todo, yo había resuelto que
me casaría con Lucy, y llegaría hasta el fin del mundo con tal de lograr mi propósito. En su intento de
frustrarme, ella no atendía a mis súplicas y pronto me di cuenta de que tenía que recurrir a otros
medios si quería llevar a cabo mi resolución.
»En unos cuantos meses obtendría mi mayoría de edad y convencido de que mi madre estaba
determinada a tenerme en su poder vendiendo la propiedad en la India antes de que yo pudiera
controlarla, no había otro camino que ir allí y prevenir cualquier acción a este respecto.
»La mañana fijada para mi partida le comuniqué mi resolución a mi madre. Todo estaba listo, el
carruaje me esperaba a la puerta cuando entré a su cuarto para despedirme.
»Me había preparado para tener una escena, pero no una tan tempestuosa ciertamente como la que
siguió. Cuando se lo dije, al principio sólo intentó disuadirme de ir; después me suplicó, me
amenazó, y finalmente, cuando salí del cuarto, la oí arrojarse en el sofá y llorar: “¡A cualquier parte,
a cualquier parte, hijo mío, menos a la India!” Hubo algo en sus palabras que me hizo dudar. Me
detuve y regresé junto a ella pensando que la encontraría más comprensiva. Le pregunté si consentiría
en mi matrimonio, pero con la sola mención del tema se tornó nuevamente en la mujer dura de antes;
era inútil seguir discutiendo; así es que diciéndole adiós salí de su cuarto y sin vacilación pedí que
me condujeran a la estación.
»Me había despedido de Lucy la noche anterior. Ella también había hecho todo lo que estaba en
su mano para disuadirme de ir, y con un extraño presentimiento y tristeza miré desde el tren en
dirección a la vicaría y vi, o me imaginé ver, una cara pálida entre las rosas de su ventana y una
pequeña mano blanca que me enviaba un último adiós.
»Traté de consolarme a mí mismo por dejarla, repitiéndome una y otra vez que me iba por su
bien. “Quiero dinero y posición para ella”, pensé, “debe tener todo lo que el mundo pueda darle”.
Sin embargo, las palabras de mi madre: “¡A cualquier parte, a cualquier parte, hijo mío, menos a la
India!”, aún sonaban en mis oídos y me llenaban de presentimientos y pensamientos oscuros que en
vano trataba de hacer desaparecer.
»Durante el viaje resolví que tan pronto como mis asuntos de negocios estuvieran arreglados,
haría una visita a mi lugar de origen. Recordé vivamente todo lo que mi padre me había contado y
traté de imaginarme las montañas ásperas y la extraña escena trágica ocurrida antes de mi
nacimiento. El deseo de ir allí se tornó irresistible.
»Al llegar a la India me dediqué a arreglar los asuntos relacionados con la plantación que pronto
me pertenecería legítimamente. Era una suerte que así fuera, ya que eso facilitaría las cosas y me
permitiría vender la plantación y regresar inmediatamente al lado de Lucy. Pero qué poca cuenta nos
damos de que sólo somos esclavos en las manos de ese mismo destino que envió a Napoleón al trono
y a Judas a la destrucción.
»Pasaron una semana tras otra y siempre había alguna demora. Un soldado borracho le pegó a un
cipayo, se armó un alboroto y todos los asuntos de gobierno se detuvieron. En otra ocasión, debido a
la interpretación con palabras impropias de un telegrama, todas las transacciones fueron suspendidas
momentáneamente. Eran sólo detalles pequeños, pero tan potentes, tan fatales…
»Y así fue como llegué a la mayoría de edad en la India y ciertamente heredé la propiedad, pero
¿qué les parecería si les dijera que había también otra herencia? Una herencia con la que yo no había
contado.
»Esa mañana, cuando mi alma debía estar jubilosa, me desperté como de costumbre y sentí un
calor insoportable, aun para esa hora tan temprana. Al hacer a un lado las mantas para aliviarme un
poco del bochorno, sentí unas palpitaciones dolorosas muy extrañas en el costado izquierdo sin
poder explicarme a qué se debían.
»Fatigado por el dolor, me quedé dormido nuevamente y soñé, me pareció, el mismo sueño una y
otra vez. Vi a mi padre entrar en el cuarto y deteniéndose cerca de mi cama, se agachó y murmuró en
mi oído: “La semilla sembrada debe ser cosechada, no importa mucho por quién. Sé paciente, no hay
más ley que la de Dios. La naturaleza y el destino son sólo siervos”.
»Me desperté oyendo aún estas palabras y con ese horrible dolor mordiéndome peor que antes, y
con un espantoso temor de algo que no podía explicarme y menos aún entender. Aun cuando mi mente
estuvo muy confusa durante todo el día, escribí una larga carta a Lucy aparentando alegría. Su última
carta, en la que me daba una noticia que pensaba me iba a agradar, me había sorprendido bastante.
Decía que mi madre había cambiado completamente su actitud hacia ella, por lo cual estaba muy
contenta, y que había ido varias veces a visitarla a mi casa y que iría nuevamente el mismo día en
que me escribía esta carta para hablar de mí y de nuestro futuro.
»Lo primero que vino a mi mente fue prohibirle a Lucy tales visitas. Sus simples palabras me
llenaban de recelo. Pero después no pude más que sentirme avergonzado de mi deslealtad filial, así
que contesté únicamente que estaba bastante sorprendido del cambio por parte de mi madre y que
esperaba que no sucediera nada que pudiera causarle daño. No pude escribir más al respecto, ya que
todo en mí se rebelaba.
»Una y otra vez leí la carta de mi amada y mientras me detenía a meditar en sus dulces palabras y
en sus pensamientos más dulces aún, me sentía tan contento que me olvidé de mi sueño, de mis raros
presentimientos y aun del dolor tan terrible en el costado que durante varias horas del día me había
causado la mayor agonía. Me consolé a mí mismo con el pensamiento de que ya era mayor de edad y
podía disponer de la plantación en un corto espacio de tiempo y regresar para oír esas tiernas
palabras de amor de labios de Lucy. Soñaba con poder hacerla mi esposa muy pronto.
»Sin embargo, había que pasar por ciertos tecnicismos legales y seis meses debían transcurrir
antes de que finalmente pudiera disponer de la propiedad y prepararme para regresar.
»Durante estos seis meses sufrí considerablemente por el dolor; no obstante, no busqué consejo
médico. Me persuadía de que se trataba probablemente del resultado de tantas tensiones y que sería
mejor esperar y ser atendido adecuadamente cuando regresara a Londres. A pesar de todo había algo
más que me causaba una gran ansiedad. De unos meses para atrás había notado un cambio
considerable en el tono de las cartas de Lucy. Éstas se parecían cada vez menos a las cartas llenas de
expresiones amorosas y de devoción que había recibido al principio. Ocasionalmente llegaba una
escrita con el patrón anterior, pero aun así no podía dejar de ver que se había efectuado un cambio en
Lucy y mi corazón estaba enfermo de ansiedad por no saber el motivo. Poco después recibí una carta
del vicario en la que me decía que Lucy había estado muy enferma, pero que parecía que estaba
mejorando, por lo que no era necesario inquietarse, ni que se me ocurriera regresar antes de que mis
negocios estuvieran arreglados.
»En ese momento quise tomar el siguiente barco, pero como todo estaba en vísperas de concluir,
me vi forzado a esperar y traté de consolarme contando los días y las horas en que me sería posible
regresar y consolar a Lucy.
»En la conclusión de mis negocios había una transacción que requería que yo fuera a cierto lugar
que se encontraba a corta distancia de mi pueblo natal. Al concluir con este asunto me vi forzado a
esperar una semana antes de que el próximo vapor partiera y, no teniendo nada que hacer mientras,
decidí hacer el viaje a mi pueblo, ya que tal vez ésta sería la última oportunidad que tendría de
hacerlo.
»Qué poco imaginamos lo que un solo paso en ésta o aquella dirección puede traernos. Sin
embargo, es inútil preocuparse, lo que ha de ser, será. Tenía que ir.
»Llegué allí, me di a conocer y fui recibido con la mayor hospitalidad por el coronel y los
oficiales del cuartel. Como pretendía quedarme un solo día, a la mañana siguiente salí acompañado
de algunos de mis nuevos amigos con la intención de ver los puntos de mayor interés, tales como
fuertes, etc., construidos durante el tiempo en que mi padre estuvo al mando del cuartel.
»De nuevo escuché la historia del viejo yogui que fue ejecutado el día siguiente del ataque de los
cuarteles. Aunque habían transcurrido muchos años, la historia seguía llegando a mis oídos de todo
regimiento que se establecía ahí. Durante el camino fueron expuestas varias teorías sobre lo que
había asustado tanto a mi madre o lo que ella y mi padre habían visto cuando el viejo yogui cayó a
tierra sin vida.
»Deteniendo su caballo al pasar bajo las orillas de una áspera montaña, el coronel señaló arriba
hacia una gran cueva que se encontraba justo bajo una meseta de roca sólida y que había sido la
habitación del yogui durante el tiempo en que mi padre estaba al mando.
»En broma se me ocurrió proponer que debíamos subir allá y el coronel tomó en serio mi
proposición, aunque personalmente declinó subir la cuesta con la excusa de que sus huesos eran
demasiado viejos para poder escalar. Los otros dos oficiales, sin embargo, saltaron ante la idea, así
que dejando los caballos al cuidado del coronel, empezamos a escalar la empinada escarpadura.
»Aún era muy temprano y el rocío de la noche hacía las rocas y el musgo tan resbaladizos y
peligrosos que nos vimos forzados a proceder con suma precaución. Por fin llegamos a la ancha y
rocosa meseta quedando frente a la boca de la cueva y por un momento permanecimos embelesados
con la magnificencia de la vista. Toda la naturaleza parecía haberse combinado para producir un
escenario con tanta riqueza que no podía ser superado.
»Bosque, llano y montaña se desplegaron a nuestro alrededor y como un panorama grandioso
parecía cambiar y crecer y después disolverse con cada movimiento de los ojos. Sobre nuestras
cabezas la cima de la montaña rocosa parecía levantarse hasta el corazón del mismo cielo, mientras
que por los lados el tiempo había labrado la roca en formas tan raras y fantásticas que hubieran
deslumbrado a la imaginación más grande.
»A nuestros pies podíamos ver los cuarteles y a los soldados moviéndose como pequeñas
hormigas trabajadoras bajo el sol de la mañana, mientras que a nuestra derecha estaba un fuerte
encalado con una bandera inglesa desplegada y con los boquetes negros de sus cañones mirando a
través de la frontera con ojos recelosos.
»—Vivir aquí podría hacer de cualquier hombre un místico. Y miren, aquí hay mucho que comer
y agua para beber —dijo uno de los oficiales mientras se volvía hacia la cueva y señalaba hacia una
gran fosa en donde parecía haber explotado la primavera, llenándola de un precioso jardín de hierbas
comestibles, junto a la que brotaba un hermoso manantial.
»Dentro de la cueva encontramos todo como si su morador la hubiese dejado sólo una hora antes.
Había una cama toscamente hecha en el rincón más apartado, encima de la cual estaba la piel de un
tigre, y a un lado de la cama se encontraban varios anaqueles que contenían una variedad de libros
sobre temas profundos que nos dejaron asombrados. En el otro extremo había una gran cavidad que
aparentemente se usó como templo. En el centro estaba un altar y una figura de piedra del dios Siva,
“El Destructor”, que por su apariencia debió haber sido esculpida siglos atrás. Ante el dios aún
permanecían los tallos marchitos de hierbas y flores, probablemente la última ofrenda propiciatoria
que había hecho el viejo yogui antes de aquella noche fatal.
»Sobre una mesa, tosca como el resto del mobiliario, colocada a la cabecera de la cama, había
una copia del Veda (libro sagrado en la India), una biblia en inglés y un tablero en el que
evidentemente el anciano ermitaño acostumbraba a escribir sus pensamientos. Con mano temblorosa
tomé el tablero. Me parecía sentir que mi alma leería su sentencia de muerte; sin embargo, no pude
evitar mirar.
»La primera línea estaba en indostano y no pude entenderla. Después siguieron las palabras en
inglés: “Ningún hombre escapará a su destino, ¿acaso no murió Dios para que las escrituras se
cumplieran?”
»Ningún hombre escapará a su destino. “Qué raro”, pensé, “que dondequiera que voy haya algún
aviso de esta clase abordándome. ¿Qué puede significar esto?”, exclamé en voz alta olvidándome de
mis compañeros. En respuesta llegó un suspiro tan extraño y audible que hasta los soldados saltaron
por el susto.
»—¡Vámonos! —exclamó uno de ellos—. Este lugar me produce escalofríos y además no
podemos dejar que el coronel siga esperando más —y tomándome por el brazo se dispusieron a salir.
»Habíamos descendido sólo unos cuantos pasos cuando recordé que había olvidado mi fusta al
lado de la cama, y regresé a por ella diciendo a los otros que siguieran adelante y yo después los
alcanzaría.
»El regreso del fulgor fuerte de la luz solar a la oscuridad de la cueva, me impidió ver por un
momento. Cuando lo hice, mi corazón casi dejó de latir. Estaba consciente de la aparición de un
anciano que me miraba desde donde estaba la cama y, cuando mis ojos se encontraron con los de él,
señaló con un dedo largo y huesudo hacia las palabras escritas en el tablero, las mismas que aún
corrían por mi mente como el azogue.
»Una sensación de miedo se apoderó de mí. Salí como pude de la cueva, mis pies resbalaban
sobre las rocas y el musgo; en vano me asía a los arbustos y a las zarzas en mi trayectoria. Traté de
detenerme, pero algo parecía empujarme. Podía ver al coronel allá abajo y oír las voces de mis
compañeros gritándome que tuviera cuidado, pero mis pies seguían deslizándose. Las piedras, el
musgo y las rocas eran como resbaladeras para mí. Me cogí de las ramas de un árbol, pero éstas se
quebraron. Mi cabeza era un torbellino, mis sentidos estaban enfermos de miedo. Oí el estrépito
causado por una roca que al resbalar deslavé y con un grito salvaje de auxilio mi cuerpo se tambaleó
y no recuerdo más.
»Cuando estuve consciente nuevamente, me encontré en el cuarto del coronel en los cuarteles. Me
dijeron que había estado ahí durante tres días. En un principio temieron que se me hubiera fracturado
el cráneo, pero después de un examen concienzudo hecho por los médicos, encontraron que además
de una abertura profunda en el pericráneo, la peor herida que había recibido era una rotura
complicada en la pierna derecha, suficiente para mantenerme en cama por lo menos ocho semanas.
“Pero Lucy”, pensé, “¿qué será de ella?” ¿Qué pensaría de este retraso después de haberle prometido
que regresaría? Mientras permanecí encamado por el dolor, día tras día mis pensamientos eran para
ella y trataba de imaginarme cómo tomaría esta desilusión.
»Después de un largo tiempo logré que las cartas que me llegaran me fueran reexpedidas al
cuartel. La primera que abrí era del vicario dándome la mala noticia de que mi amada estaba enferma
de nuevo, tan enferma que no le era posible ni escribir.
»Con gran esfuerzo, enfermo como estaba, me levanté y decidí salir para Inglaterra aunque me
costara la vida. Recuerdo muy bien aquella mañana. Estaba a medio vestir cuando el dolor en el
costado, que no había sentido durante varios días, regresó con más intensidad que nunca. El doctor
entró en ese momento y después de colocarme nuevamente en la cama comenzó a examinarme y por
la mirada de perplejidad que había en sus ojos pude darme cuenta de que el motivo de mi
padecimiento estaba más allá de su comprensión. Así siguieron las cosas hasta que llegó el día en
que el dolor fue insoportable y finalmente una tarde la carne se abrió y un tumor muy peculiar empezó
a aparecer. A partir de entonces el doctor del ejército rehusó hacerse cargo del caso, y mi buen
amigo el coronel decidió que no había más remedio que trasladarme inmediatamente al hospital
militar más próximo. Se construyó una ambulancia provisional y un grupo de nativos fueron
empleados para transportarme al pueblo más cercano. Después de un largo sufrimiento, llegué al
hospital.
»Después de varias consultas, los doctores admitieron que nunca habían visto algo así antes, pero
insistieron en llamarlo tumor, así es que finalmente fue diagnosticado con un nombre en latín como un
brote tumoroso. A pesar de toda su habilidad médica, aquella “cosa” seguía creciendo. Yo nunca la
había llamado tumor, para mí era una cosa indefinida, horrible y sin nombre. Cuando los huesos de
mi pierna rota soldaron lo suficiente para poder viajar, aquello había crecido varias pulgadas de
largo fuera de mi costado. Para complicar aún más las cosas, había crecido desde dentro, forzando la
carne al salir y dejando abierta una herida. Por su posición entre las costillas y la pelvis, el doctor
arguyó que su proximidad con el corazón y otros órganos vitales dejaba cualquier oportunidad de
operar fuera de discusión. Sin embargo, aún latía la esperanza dentro de mi corazón y, confiado en
los conocimientos médicos de los especialistas de Londres, me embarqué por fin hacia Inglaterra con
un suspiro de alivio.
»Aún no me daba cuenta en toda su extensión de la calamidad que me había sobrevenido.
Imaginaba que se trataba de algún tumor de una clase poco común y estaba seguro, a pesar de la
opinión de los cirujanos del hospital militar, de que algún doctor de Londres o París podría
extirparlo. Pero la felicidad proporcionada por la ignorancia me duró poco.
»Una mañana, en medio del océano, me encontraba revisando algunos papeles de mi padre y
encontré un viejo diario que él había escrito durante el tiempo que estuvo al mando en la frontera de
Afganistán. Lo llevé a cubierta y comencé a leerlo. Pasaron hora tras hora mientras leía embebido las
experiencias, proezas y sueños del hombre que fue responsable de mi existencia. Empezaba a
oscurecer cuando llegué al pasaje: “Oh, cómo me gustaría tener un niño, un hijo que pudiera
perpetuar mi nombre. Un poco más tarde —leía— me había casado, más por tener un hijo que por
tener una esposa”.
»Y así seguí leyendo más y más hasta que llegué a la terrible noche del baile y de la ejecución
del yogui. “Por fin”, pensé, “sabré lo que causó a mi madre aquel miedo tan terrible que produjo mi
nacimiento prematuro”. Inclinándome sobre las hojas amarillentas leí el siguiente pasaje:
»“¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? Al dispararse los fusiles y caer al suelo, el cuerpo del viejo
yogui se alzó en la hierba, a los pies de mi esposa, una horrible serpiente negra que con un siseo
espantoso saltó hacia ella golpeándola en el costado, y cayendo de nuevo en la hierba desapareció.
Inmediatamente pensé en las últimas palabras del viejo yogui. ¿Es que se habían cumplido, aun antes
de que el último aliento dejara su cuerpo? De nuevo pensé en el niño, el niño que tanto había
deseado, por el que había rezado, el niño que vivía dentro de ella. Oh, Dios mío, ¿qué he hecho? Si
se ha cometido un crimen, si la naturaleza debe ser vengada, deja que el castigo, te lo suplico, caiga
sobre mí y no sobre mi hijo que no tiene culpa del pecado de su padre”.
»No pude seguir leyendo. El diario resbaló de mis manos y cayó a mis pies, pero no pude
moverme. Instintivamente mis ojos miraron inquietos hacia el cielo, pero no había Dios para mí. La
noche cayó y las estrellas empezaron a salir, pero no había ni Dios ni esperanza para mí.
»Las estrellas recorrían su sendero establecido, no pueden cambiar su curso tradicional a través
del cielo y, mientras las observaba desesperado, las palabras del viejo yogui pasaron nuevamente
ante mis ojos: “Ningún hombre escapará de su destino. ¿Acaso no murió Dios para que las Escrituras
se cumplieran?”
»No sé cuánto tiempo permanecí sentado ahí. La semilla que ha sido sembrada debe ser
cosechada. No podía haber ahora ninguna duda sobre cuál era mi destino y ese descubrimiento por un
momento me acobardó completamente. Un dolor terrible en el costado me hizo volver al presente. El
dolor tenía ahora un significado nuevo que requería de toda mi fortaleza para afrontarlo. Me mordí
los labios para no emitir el grito de agonía que salía desde el fondo de mi alma. Así seguí sentado,
esperando y temiendo, como quien teme la llegada clandestina de un enemigo invisible.
»De repente todo mi cuerpo se puso rígido y un frío de terror se apoderó de mí. Había habido un
breve movimiento en aquella “cosa”, un ligero temblor, un estremecimiento de vida. Un sudor frío
perló mi frente. Pude oír mi corazón dejar de latir, la sangre se heló en mis venas y llevé mis manos a
la cara, encogiéndome al sentir su contacto frío como el hielo.
»Pero una resolución tomaba forma en mi mente. Un pensamiento que un momento antes hubiera
sido rechazado con disgusto. Yo nunca había visto aquella “cosa”. Nunca me había atrevido a
mirarla. Ahora iría a mi camarote y vería a mi enemigo cara a cara. Tomé mis muletas y atravesé la
cubierta cojeando. Era medianoche y no había ningún sonido que perturbara el silencio del océano
excepto el resoplido de los motores al surcar las profundidades del mar.
»La lámpara de mi camarote estaba encendida. Una pequeña lámpara de aceite que
proporcionaba una débil luz amarillenta. La tomé y colocándola donde pudiera ver bien me abrí la
camisa de seda que llevaba y al verme en el espejo una mirada fue suficiente para darme cuenta de
que mis peores temores se habían realizado.
»Sí, la “cosa” había empezado a tener vida propia, independiente de la mía. Oh, Dios, cómo se
estremecieron mis sentidos cuando vi la forma que adquiría. Salí del camarote tambaleándome y
llegué a cubierta delirante y frenético. Cuántas personas que han tenido alguna pena insignificante
ponen fin a sus miserias, y ya se imaginarán que yo también decidí poner fin en ese momento a mi
existencia maldita. Sería tan fácil, pensé, y debido a un accidente, desde luego. Es extraño que aun en
un momento como ése tenga uno en cuenta la opinión del mundo. Sin embargo, no pensé precisamente
en quitarme la vida. Mi único pensamiento era matar a aquella “cosa”. Miraba mi cuerpo como
alguien miraría una piedra, una piedra para arrojarla y ahogarla y dejarla en las profundidades del
océano para siempre. Podría deslizarme tan fácilmente sin ser visto por un lado del barco y ser
tragado para siempre por el mar con el estigma de mi secreto. Pero aun así temía que la gente
encontrara mi cuerpo y que ojos curiosos me vieran y especularan sobre aquel brote y su causa, y
temí también, más que nada, que si me daba un tiro o me envenenaba, la “cosa” siguiera viviendo y
avanzando lentamente como un vampiro en el cuerpo muerto que le había dado vida; pero qué
importaba, yo ya sería insensible.
»Llegué a la popa del barco. Todo estaba tranquilo. Inclinándome miré hacia la negrura
insondable del océano, pero el rostro de Lucy lleno de reproche se levantó ante mí y me detuvo. Sus
ojos se fijaron en los míos. Sus brazos me detuvieron y, asustado de mi cobarde intento, me arrodillé
sobre cubierta bajo la sombra de un bote salvavidas y permanecí ahí hasta el amanecer.
»Como no había enviado ninguna noticia de mi partida desde la India, cuando llegué a Inglaterra
en lugar de ir directamente a casa me fui a Londres y consulté con varios especialistas antes de
arriesgarme a ir a Devon. Pero no hubo esperanza, me examinó un médico tras otro y no supieron
hacer un diagnóstico. Matar aquella “cosa” sería matarme, dejarla viva resultaría en lo mismo
finalmente. Todos aquellos hombres de ciencia escucharon mi historia, pero no la hubieran creído si
no hubieran visto y examinado la “cosa” con sus propios ojos. No podían entender por qué no se
había manifestado hasta que llegué a la mayoría de edad, porque la madurez legal y natural están en
desacuerdo. A falta de algo mejor llegaron a la conclusión de que era debido al calor tan intenso de
la India. Pero la cadena de coincidencias era tan fuerte que supe por instinto que el destino había
dispuesto que yo fuera a la India. Los doctores creyeron que pasaría un tiempo antes de que la “cosa”
estuviera totalmente desarrollada y sus colmillos podrían entonces ser extraídos y yo podría seguir
viviendo, pero viviría con aquella “cosa” como eterna compañera.
»Así regresé a casa, sin ninguna esperanza. Decidí ir a ver a Lucy para darle mi adiós para
siempre. Renunciaría a mi felicidad y después me iría a algún lugar tranquilo y me esforzaría en
encontrar el valor suficiente para terminar con mi vida o esperar hasta que me fuera quitada, pero
nunca, nunca, sembraría la infame semilla para que alguien la cosechara después. Me devané los
sesos pensando en una historia plausible que contarle a Lucy como excusa para dejarla nuevamente.
No me atrevía a decirle la aborrecible verdad, no me consideré capaz de hacerlo. Conté cada minuto
que me llevaría junto a ella sintiéndome acosado e incierto sobre lo que debía hacer. El tren entró en
la estación y con el corazón pesado me dirigí a cumplir mi misión, víctima marcada por una herencia
obstinada, criatura del destino cruel.
»Era verano nuevamente. Los setos del singular camino de Devonshire estaban repletos de flores
y antes de llegar a la vicaría me llegó el perfume de las rosas y me alegré por un momento
llenándome de viejos recuerdos. Era tarde cuando entré en el jardín, casi anochecía. No había
ninguna cara asomada entre las rocas; tan abandonadas y descuidadas se veían ahora que mi corazón
casi dejó de latir al pensar por cuánto tiempo sus manos habrían dejado de cuidarlas.
»El porche estaba silencioso y desierto, la puerta estaba abierta y como nadie contestó a mi
llamada, entré al vestíbulo y me detuve por un momento sin saber lo que debía hacer.
»La sala estaba vacía, también el estudio. Sobre el escritorio, bajo una vieja lámpara pasada de
moda estaban las notas del vicario para el sermón del próximo domingo. En un rincón del escritorio,
donde los afectuosos ojos del vicario pudieran verlo, había un pequeño retrato de Lucy con el mismo
vestido con el que yo la había visto en esa primera mañana en el jardín. Lo tomé y lo llevé a mis
labios y lo besé hasta que las lágrimas corrieron por mis mejillas y apenas pude ver el retrato. Sin
embargo, dentro de unos momentos tendría que dejarla para siempre, quizá romper su corazón por lo
que tenía que decirle.
»Por fin oí voces tenues, casi murmullos, escaleras arriba. No puedo explicar qué me impulsó a
subir. Fui hacia arriba por las escaleras suavemente alfombradas y me detuve un momento fuera de un
pequeño cuarto dentro del cual se veía un jarrón lleno de rosas, las rosas que yo más amaba. Oí la
voz del viejo vicario en oración, palabras suaves que apenas pude captar y que de vez en cuando
eran interrumpidas por sollozos. Podía escuchar alguna que otra palabra y alcancé a oír pronunciar
mi nombre. Oí que el anciano pedía a Dios entre sollozos entrecortados que me perdonara por la
cruel decepción que les había causado. No pude oír más. Entré suavemente. Lucy alcanzó a verme y
un segundo después ella estaba en mis brazos y con voz débil y rara me dijo: “¡Oh, sabía que
vendrías! No les creí. Me dijeron que no regresarías nunca, que me habías abandonado, pero sabía
que no era así. ¡Gracias, gracias, Dios mío!”
»Después se dejó caer exhausta. El esfuerzo al hablar había sido demasiado. Una mirada en sus
ojos me dijo que había llegado tarde. Los brazos largos y huesudos de la muerte la reclamaban. Era
de ella, no mía. Inclinándome cerca de ella le dije: “Amor mío, nunca te abandoné. Lo que ellos te
dijeron fue falso, totalmente falso. Te amo ahora como te he amado siempre. Eres mía a pesar del
destino, a pesar de la muerte, Lucy, mía hasta el fin de la vida y el tiempo y la eternidad”.
»Suspiró con infinito amor, llena de felicidad, y con un murmullo de “Gracias, Dios mío”,
mientras las sombras de la tarde se cerraban, llegó el fin.
»El viejo vicario y yo nos quedamos solos. Por él, en pocas palabras llenas de dolor, supe la
causa de la angustia de Lucy y todo lo que había sucedido durante mi ausencia.
»Mi madre se había ganado su confianza, hasta su amor, y después de eso, llevada por su orgullo,
había aplastado el corazón de Lucy con sus historias sobre mi infidelidad, que se enconaron en el
corazón devoto de la muchacha hasta matarla finalmente. Ése fue el fin.
»Sí, mi madre había cometido ese gran pecado, ella me lo confesó contrita esa noche de luto,
debido al gran amor que me tenía, a su orgullo maldito, a su amor egoísta y posesivo. Cuando se
arrepintió ante mí y me suplicó que la perdonara, apenas supe lo que hice o dije. Únicamente
recuerdo que en mi frenética indignación, llevado por mi loca pasión, rasgué mi ropa para mostrarle
lo que me sucedía por su causa, y ella retrocedió con horror y repugnancia ante mí, el hijo de su
orgullo, y sin piedad la dejé ahí, víctima de su propia iniquidad, y salí hacia la noche, solo.
»Oh, Dios, cómo sufrí los días y meses que siguieron. El frío del clima hizo que el dolor me
torturara con agonía. Traté de morir muchas veces, pero no pude, no me atreví. La cara de Lucy
aparecía siempre ante mí, sus labios se interponían entre los míos y la muerte que estaba deseoso de
beber. Así he seguido viviendo, rezando porque esto termine; por fin no tengo que esperar más. Está
cerca de mí ahora. Los médicos en Londres me dijeron que ellos suponían que a su debido tiempo se
desarrollarían los colmillos o glándulas venenosas de la “cosa” y todo lo que podía hacerse era
esperar hasta entonces para extirparlos. Cuando esto sucediera, ellos creían que podría seguir
viviendo tal vez hasta llegar a la madurez o a una edad mediana. Pero eso no sucederá. Hace unos
días que los colmillos estaban casi listos para hacer su trabajo, la frialdad de este lugar apresurará
las cosas. Eso es todo. La semilla que fue sembrada está casi cosechada. No soy peor que otros.
Tuve algunos malos deseos, algunas pasiones, algunas enfermedades que son peores que la muerte.
Algo más, he tenido el coraje moral de resistirme a sembrar semillas infortunadas para heredarlas.
Mi fuerza fue mi amor por Lucy.
»Vine aquí para vivir entre estas tumbas y encontrar el valor suficiente para afrontar la muerte.
He logrado más, ya que he sacado una filosofía de mi sufrimiento y de estos egipcios muertos, que
está más allá de la muerte y sabe de redención y promesas de reencarnación para el alma que ha sido
purificada de todo lo que es carnal.
»Por lo que se refiere a mi conocimiento de estos lugares, durante mi vagabundear entre las
tumbas yo también descubrí esos extraños signos y un día tuve la fortuna de encontrar por accidente
el secreto de la entrada a través de la que acabamos de pasar.
»He guardado este descubrimiento para mí, con la esperanza de que al llegar la muerte me
encontraría en este lugar, donde mi cuerpo podría convertirse en polvo sin ser molestado, sin ojos
que espiaran para preguntar con curiosidad y sin piedad alguna.
»Mi historia termina, igual que mi vida acabará pronto. Ya no me rebelo más. Hay una ley natural
que gobierna todo aquello que aparenta ser sobrenatural o desnaturalizado. Cualquier mal que se
haya hecho, se debe pagar, y así hay que recordárselo constantemente a todos los irreflexivos del
mundo. Si lo entendemos, entonces podemos cambiar. Así como el presente es el efecto de una causa
anterior, nuestras acciones presentes serán la causa de lo que suceda posteriormente.
»Torturamos y castigamos a aquellos que tratan de levantar el velo olvidando que si los mortales
somos siempre tan débiles, la más pequeña luz puede advertirnos por adelantado de peligros de los
que no hay escapatoria cuando somos atrapados en su seno.

VII

El efecto de esta historia terrible, contada en los alrededores horripilantes y oscuros de la tumba,
tuvo, como pueden imaginarse, la influencia más poderosa en nuestras mentes.
Mientras permanecimos ahí, nos parecía ver que esa «cosa» espantosa crecía más y más a cada
momento, hasta que por fin enterró furiosa sus mortales colmillos en el cuerpo en el que había
vivido. Sin embargo, aunque parezca extraño, la historia que habíamos escuchado llena de pena,
sufrimiento, de rebelión y de noble resistencia, tuvo el efecto de anular nuestra propia agonía mental
y el temor por nosotros mismos. Nos poseyó una simpatía afectuosa. Así pasa siempre en la vida, a
menudo existe una antimuerte que se opone a la muerte real; la historia del sufrimiento de otros tiene
a veces el efecto de hacernos olvidar nuestros sufrimientos. La influencia de un alma fuerte, que pasa
con valor por sufrimientos personales sin quejarse, habilita a otros más débiles a veces a acumular
fortaleza para aguantar desgracias aún mayores.
Después de que terminó nos quedamos silenciosos. En estos momentos un apretón de manos
expresa más aún que el lenguaje de los labios. Me pregunto si alguna vez el profesor o yo habíamos
considerado el problema del destino de un modo tan eficaz. Lamentablemente, la educación en esta
época práctica en la que vivimos no nos fomenta este tipo de pensamientos. Avanzamos lentamente y
con esfuerzo en lo que llamamos progreso, ilustración y elevación, ¿por qué tenemos entonces que
ocuparnos del destino?
Las leyes de la herencia son estudiadas y practicadas en la cría y reproducción del ganado; sin
embargo, son menospreciadas y descuidadas en las criaturas humanas. Nos burlamos de ellas y
hablamos hipócritamente sobre las leyes inescrutables de Dios, no porque seamos una raza religiosa,
sino porque evadimos nuestras responsabilidades y aún queremos ser considerados respetables. Y
así vivimos, o más bien morimos, y únicamente al momento de nuestra muerte es cuando deseamos
saber; por lo tanto se puede decir que sólo al momento de nuestra muerte vivimos en realidad.
Aun así presumimos de nuestra libre voluntad, y en nuestra vergonzosa ignorancia reproducimos
nuestra especie, y a través del instinto carnal maldecimos a nuestra degenerada y afligida prole, lo
que es peor que matarla.
Es verdad que un hombre puede decir que es libre de dar vueltas a izquierda o derecha, mediante
la acción de su voluntad, pero al hacerlo no debe olvidar que esta acción se debe al esfuerzo
consciente, mientras que el inconsciente se encuentra por siempre al volante del destino.
Pensamientos como el anterior se agolpaban en mi mente, en el tremendo silencio que siguió a la
historia de nuestro compañero, mientras nos preparábamos para la muerte de la que no parecía haber
escapatoria posible.
Con nuestra última cerilla encendimos una pequeña pila de tiritas de lino que alguna vez habían
envuelto la momia de algún rey egipcio, y que estaban impregnadas con betún y ungüentos
aromatizantes.
Mientras la pequeña llama brotaba, percibimos que por alguna razón indefinida habíamos
cambiado nuestras posiciones y estábamos de frente a la entrada de la tumba mirando hacia el cuerpo
disecado de la séptima momia, la cual había sido colocada como para vigilar toda entrada y salida.
Casualmente notamos que el vendaje de la mano izquierda de la momia había sido completamente
arrancado y yacía fuera del sarcófago roto, casi tocando el suelo. Fue una fruslería que distrajo
nuestra atención por un momento nada más. La llama pronto se apagaría. Celosamente nos volvimos
hacia ella, creyendo que sería el último destello de luz que jamás veríamos, y nos quedamos ahí
apesadumbrados mirándola hacerse cada vez más pequeña, hasta que por fin se apagó y no quedó
nada más que el rescoldo que brillaba débilmente en la oscuridad. Nos separamos un poco el uno del
otro sin decirnos ninguna despedida; un apretón de manos fue suficiente. El momento supremo se
cernía sobre nosotros. Esperábamos la muerte, cada hombre por sí solo.
Es más que probable que el profesor instintivamente, siguiendo su búsqueda hasta el final, se
hubiera preparado para enfrentarse a la muerte con sus ojos mirando hacia la séptima momia, que
ocupaba una posición privilegiada, pero fuera así o no, cuando la última luz se apagó, el anciano de
pronto nos sacó de nuestro marasmo con una expresión de sorpresa. Con voz ronca exclamó:
—¡Miren ahí! ¡Miren ahí!
Esforzando nuestros ojos para ver en la dirección aparente que indicaba su voz, descubrimos un
pequeño brillo de luz fosforescente del tamaño de una tachuela. Antes de que yo pudiera moverme,
Chanley se había arrastrado sobre las piedras con un esfuerzo sobrehumano hasta llegar a él. Con voz
que temblaba por la emoción, nos urgió a revivir de nuevo a llamas los rescoldos del fuego que ya se
había apagado. Todas nuestras cerillas se habían agotado, y si no podíamos obligar a la pequeña
chispa a revivir de nuevo en fuego, nos sería imposible obtener una luz. Arrancando la mecha de la
linterna y abanicando, mientras con todo cuidado alimentaba con pedazos de mecha a los rescoldos,
pude revivir un pequeño resplandor y por fin, una llama temblorosa, y con la ayuda adicional de
vendajes arrancados de la momia más cercana, una vez más un fuego ardiente iluminó brillantemente
el lugar.
Pudimos ver que Chanley tenía en su mano un anillo grande, un aro de oro cubierto de
inscripciones que rodeaban una piedra plana de un curioso color verde. Sus manos temblaban con la
excitación nerviosa que le había producido el descubrimiento, mientras trataba de examinar y
descifrar los jeroglíficos. En la oscuridad, la piedra era fosforescente y emitía un tímido y pálido
resplandor. Al colocarla cerca de la luz se volvió casi negra, mostrando líneas blancas que formaban
un extraño diseño jerárquico sobre su superficie.
Con voz nerviosa Chanley se volvió hacia nosotros y dijo:
—Aún puede haber una oportunidad. Las líneas grabadas sobre este extraordinario anillo
contienen un plano muy bien dibujado de los pasajes que conducen a esta tumba, y por eso deduzco
que quizá haya alguna vía de escape abierta. Lo que voy a tratar de hacer ahora no pasa de ser
meramente una especulación. Según este anillo hay ranuras talladas en el lado izquierdo de la pared
del pozo. Voy a descender por ellas, tratando de encontrar un pasadizo que, de acuerdo con el anillo,
debe dirigir desde esta tumba hacia el mundo exterior. Adiós, camaradas, me despido en prevención
de que ocurriera alguna fatalidad que me impidiera regresar.
Chanley encontró las ranuras indicadas sin gran dificultad, pero está de más decir el peso que
sintieron nuestros corazones mientras lo veíamos desaparecer en ese profundo agujero que parecía no
tener fondo. Como el profesor había visitado el pozo en las pirámides de Keops y éste parecía ser
bastante similar, no era mucha nuestra esperanza de que los resultados fueran positivos. Según el
profesor me había dicho a menudo, el pozo en la pirámide de Keops no llevaba a ninguna parte, ni
contenía agua, por lo que simplemente era motivo de teoría la razón por la que se había llegado a
construir. Si se debe de dar crédito al testimonio de las pocas personas que han llegado a descender,
era de una profundidad extraordinaria y en el fondo sólo se encontraba una especie de lagartos
desconocida en cualquier otro lugar.
Con corazones que alternaban entre esperanza y desesperación, abanicamos la llama tratando de
mantenerla viva, ya que la penumbra del lugar era ahora más terrible de soportar. Ocasionalmente
nos arrastrábamos sobre nuestras manos y rodillas hasta la orilla del pozo, para escuchar la
posibilidad de algún sonido que indicara que nuestro amigo se aproximaba, pero siempre nos
retirábamos decepcionados.
Los minutos se sucedieron y nosotros seguíamos esperando.
Habíamos alimentado el pequeño fuego por última vez, ya que ambos estábamos tan débiles que
no nos creíamos capaces de mayor esfuerzo. De pronto un sonido leve llegó a nuestros oídos, y antes
de que tuviéramos tiempo de preguntarnos si era un engaño de la imaginación o la realidad, vimos a
Chanley trepar por el borde del pozo y caer exhausto a nuestros pies.
Sus ropas estaban completamente desgarradas, y mientras sacudía el agua de sus cabellos, pude
notar a la luz del fuego una expresión macilenta en su rostro y una mirada en sus ojos que sólo podía
tener un significado. El momento supremo había llegado para él. Apenas podía hablar y parecía que
los músculos de su cuello se estaban endureciendo.
—¡Rápido! ¡Escuchen! Bajen por las ranuras de la pared del pozo hasta llegar a un arrecife del
que salen tres pasadizos. Tomen el de la izquierda. Tendrán que ir agazapados hasta llegar a una
profunda caverna llena de agua. Sin temor, sumérjanse hasta el fondo y al frente; hallarán una salida
que conduce al Nilo y que los llevará con seguridad al mundo civilizado. A mí…, por favor,
déjenme.
Su cabeza cayó hacia atrás. Con un último esfuerzo trató de sonreír, pero sus labios se negaron a
moverse. El anciano profesor, con lágrimas deslizándose por su cara, trató de levantarlo diciéndole
mientras lo hacía:
—¡Debes venir con nosotros, muchacho, debes venir!
Sus manos, mientras tanto, rasgaron la camisa de Chanley hasta dejar al descubierto su pecho. El
destino había sido en verdad cruel e inexorable hasta el final. La «cosa» yacía ahí, sin movimiento.
Había hecho su trabajo, sus colmillos estaban enterrados en su carne. Con un último esfuerzo se
enderezó y tomando nuestras manos dijo suavemente:
—Recuerden, la semilla que fue sembrada ha sido cosechada. ¡Adiós!
Katherine O’Brien Prichard y su hijo, Hesketh Vernon Prichard, son unos absolutos
desconocidos, en general, para los lectores de habla hispana. No obstante, disfrutan de una innegable
popularidad entre los connaisseurs de la literatura fantástica y de terror en Estados Unidos y Gran
Bretaña, ya que madre e hijo crearon uno de los más populares “detectives de lo oculto”, Flaxman
Low. Protagonista de una quincena de relatos cortos, la irrupción de Low en el panorama literario
anglosajón tuvo lugar en el número de abril de 1898 del Pearson’s Magazine, donde se publicaron
aventuras como “The Story of the Spaniards”, “Hammersmith”, “The Story of the Grey House”, “The
Story of Yand Manor House”, “The Story of Crowsedge” o “The Story of Mr. Flaxman Low”, entre
otras narraciones, recopiladas en un solo volumen en 1913, bajo el título The Experiencies of
Flaxman Low. Por supuesto, Low es todo un caballero que suele actuar a petición de un amigo en
apuros, a requerimiento de la policía o del gobierno. Aunque cada nueva aventura es para él un
renovado desafío, sus conocimientos en torno a lo sobrenatural, ligados a la lógica y a cierto método
científico aplicado a la investigación, lo convierten en un peligroso adversario para momias,
fantasmas, sociedades secretas chinas, mortíferos hongos africanos y, especialmente, para su
enemigo, el Dr. Kalmarkane, un malvado ocultista. Katherine y Hesketh Vernon Prichard jamás
ocultaron la deuda contraída con Sir Arthur Conan Doyle y su Sherlock Holmes —lógicamente, su
relato predilecto era El perro de los Baskerville (The Hound of Baskerville, 1902)— y con Sheridan
le Fanu (1814-1873) y su Dr. Martin Hesselius. Empero, lo cierto es que Flaxman Low tuvo una
notable influencia en el nacimiento de otros acreditados ghostfinders, como Carnacki (William Hope
Hodgson), John Silence (Algernon Blackwood) o el mismísimo Jules de Grandin (Seabury Quinn).
En “Historia de la casa Baelbrow”, uno de los más excitantes casos de Flaxman Low, los autores
coligan hábilmente tres temas: el de la casa embrujada, el de la momia resucitada y el vampirismo
sobrenatural. El primero es el responsable de crear una atmósfera, una textura, alrededor de unos
pocos detalles malsanos: el hedor insoportable, a moho y putrefacción, que acompaña las
apariciones del «espectro»; ese ruidito tenue y perturbador —como si un perro pequeño arañase
con las uñas el suelo de madera de roble… Tick, tick…—; el desconcertante dato del brazo vendado
del fantasma… El segundo surge paulatinamente como resultado de las pesquisas de Low, y el
tercero contribuye a darle una nueva dimensión terrorífica a la historia, la cual, curiosamente,
permite explicar con naturalidad el desconcierto de lo extraño, de lo pavoroso. Los Prichard, poco
inclinados a las especulaciones sobre el arte narrativo, manejan a la perfección todos los
mecanismos de la literatura de terror. Por eso, la “Historia de la casa Baelbrow” no se pierde en
sentimientos ampulosos ni resulta tramposa o enfática en su exposición. La fluidez del ritmo, la
capacidad de sugerencia, la férrea modulación de los instantes álgidos de horror, el total dominio de
la acción por encima de la descripción de caracteres, aunque perfectos, tal vez produzcan una
impresión de superficialidad; sin embargo, el arte que roza la epidermis no es inferior en dignidad al
que sacude las entrañas.
Periodista y explorador, Hesketh Vernon Prichard fue considerado en su época como uno de los
mejores tiradores del mundo —fundó la primera academia militar de francotiradores (“The Army
School of Sniping, Observing and Scouting”) del ejército de Su Majestad—, además de un
consumado jugador de criquet. Durante la Gran Guerra (1914-1918) sirvió en la Infantería británica
con rango de comandante, y coordinó las acciones de los francotiradores ingleses en el frente —
siendo condecorado por ello con la Cruz Militar y la Orden de Servicios Distinguidos—. Sin
embargo, cayó víctima de los gases tóxicos empleados por los alemanes, a consecuencia de los
cuales enfermó —los gases le envenenaron la sangre— y, tras años de padecimientos, falleció.
Hesketh y su madre, Katherine Prichard —a la que conviene no confundir con la prestigiosa novelista
australiana Katharine Susannah Prichard (1883-1969)—, dama perteneciente a la más acomodada
burguesía inglesa, escondidos tras el pseudónimo “E. & H. Heron”, escribieron relatos de terror,
misterio y aventuras —cf, “The Guarded Treasure” (1905), “The Bottle-Shaped Dungeons of Count
Otto, the Hunter” (1913)— y, sobre todo, idearon a Don Q (Don Quebranta Huesos), un héroe
caballeresco en la línea de El Zorro de Johnston McCulley (1883-1958). No en vano, el famoso actor
del cine mudo Douglas Fairbanks (1883-1939) llevó el personaje a la pantalla como Don Q, el hijo
del Zorro (Don Q, Son of Zorro, Donald Crisp, 1925).
HISTORIA DE LA CASA BAELBROW
(The Story of Baelbrow, 1899)[60]

Es de lamentar que la mayoría de los recuerdos de Mr. Flaxman Low tengan que ver con los
episodios y experiencias más oscuros de su vida. No obstante, resulta indubitable que, si bien los
casos científicos más reseñables a menudo no contienen elementos dignos de interés para el público
en general, sin embargo poseen elementos de un alto interés para los estudiosos y expertos. Por otra
parte, se considera más propio elegir el caso de estudio más completo, ese que concluye con una
demostración plena, que optar por aquellos que contienen muchos ejemplos, los cuales, por el
contrario, no acaban con una demostración convincente, sino que se interrumpen bruscamente sin
haber llegado a obtenerla, por lo que nunca podrán ser analizados a la luz de las pruebas necesarias y
definitivas.
Al norte de una extensión de tierra baja y desnuda de la costa este anglia[61], el promontorio de
Bael Ness hunde su roma nariz en el mar. Allí, rodeada de pinos, se alza la mansión de piedra
conocida en la región como la casa Baelbrow, que ofrece su fachada principal a los vientos del este
desde hace trescientos años, el mismo tiempo que tiene como casa de la familia Swaffam, una estirpe
que nunca supo disimular el orgullo que sentía por sus antepasados, por la simple razón de que la
casa estaba encantada. El fantasma de Baelbrow dio a los Swaffam una gran reputación, de la que
siguen sintiéndose tan orgullosos como del propio fantasma, aunque nadie había podido hablar jamás
de sus maneras y comportamiento hasta que el profesor Van der Voort, de Lovaina, decidió informar
al respecto, solicitando para ello la ayuda urgente de Mr. Flaxman Low.
El profesor, bien secundado por Mr. Low, informó al final de todos los detalles de la
investigación llevada a cabo en la casa Baelbrow, sin olvidarse de los terribles sucesos que se
produjeron en el curso de la misma.
Según dicho informe, Mr. Swaffam padre, que pasaba gran parte de su tiempo en la casa, invitó al
profesor a disfrutar allí del verano. Cuando los Van der Voort llegaron a la casa Baelbrow quedaron
fascinados con el lugar. El mobiliario, aunque no muy variado, era suficiente y cómodo, y el aire todo
de la casa resultaba exhilarante, muy confortable. La hija del profesor disfrutaba además de las
frecuentes visitas de su prometido, Harold Swaffam, mientras su padre se pasaba el día consultando
la biblioteca de la casa.
Los Van der Voort habían sido avisados de la presencia del fantasma, un signo de distinción de la
casa, a fin de cuentas, pero también se les había dicho que nunca molestaba a los moradores de la
mansión. Durante un tiempo aquello les pareció cierto, pero a comienzos de octubre empezaron a
cambiar de opinión. Hasta entonces, hasta donde llegaban los anales de la casa de los Swaffam, el
fantasma no había sido otra cosa que una sombra, un susurro, una leve visión… Nada, en fin,
significativo, ni problemático… Pero a comienzos de aquel octubre empezaron a suceder cosas
ciertamente extrañas. Y se desató el terror cuando, tres semanas después, una de las criadas de la
casa fue hallada muerta en un pasillo. Fue entonces cuando el profesor decidió acudir a Mr. Flaxman
Low.
Mr. Low llegó a la casa un atardecer, cuando el lugar comenzaba a sumirse en un color púrpura y
el aroma resinoso de los pinos se expandía dulcemente con la suave brisa. Van der Voort lo recibió
en el vestíbulo amplio y bien iluminado. Van der Voort era un hombre sobrio y elegante, de cabellos
blancos y ojos grandes, realzados por sus lentes, y de rostro afable y soñador. Su especialidad era la
psicología y tenía por pasatiempos el ajedrez y fumar un tabaco muy aromático en su gran pipa.
—Ahora, profesor —dijo Mr. Low cuando ambos se hubieron sentado ya en el salón de la casa
—, cuénteme cómo empezó todo.
—Se lo contaré, pero, antes que nada, quiero decirle que se me ha aparecido el fantasma —dijo
Van der Voort alzando la barbilla y golpeándose el pecho levemente con los dedos, como si al fin
pudiera sentirse libre para hablar.
Mr. Flaxman esbozó una sonrisa y le dijo que nada podía parecerle más satisfactorio.
—No tan satisfactorio —objetó el profesor—. Estaba aquí sentado, solo… Era alrededor de la
medianoche cuando oí algo, como si un perro pequeño arañase con las uñas el suelo de madera de
roble… Tick, tick… Silbé, pues creí que era el pequeño Rags, el perrito de mi hija, y me levanté y
abrí la puerta… Entonces lo vi —ahora pareció dudar el profesor y miró intensamente a Mr. Low a
través de sus lentes—. Algo desaparecía al final del pasillo que une las dos alas de la casa… Era
una silueta… no muy distinta de una silueta humana, aunque sí más enjuta y alta de lo que es normal
entre los humanos… Creo que incluso le vi una mata de cabello negro y algo que flotaba a su
alrededor, acaso un pañuelo… Me invadió una gran sensación de asco… Oí sus pasos claramente,
muy livianos, por unos momentos más, y luego cesaron… creo que en la puerta del museo… Vamos,
le mostraré ese lugar.
El profesor condujo a Mr. Low al vestíbulo. Ante ellos arrancaba la escalera, oscura y sinuosa, y
tras la escalera estaba el lugar al que había aludido el profesor. Era un corto trecho de unos veinte
pies de largo, en cuya mitad había una puerta con arcada a la que se accedía subiendo dos escalones.
Van der Voort explicó a su acompañante que era la puerta de un salón al que llamaban museo en la
casa, por guardarse allí las curiosidades que Mr. Swaffam padre, todo un diletante, traía de sus
viajes al extranjero. Dijo entonces el profesor que, tras reponerse de la sorpresa, había seguido a la
silueta hasta allí, entrando en el salón para no ver otra cosa, sin embargo, que los sarcófagos y cofres
en los que el joven Swaffam tenía las cosas traídas de sus viajes, sus tesoros.
—No he dicho una sola palabra de todo esto a nadie —confesó el profesor a Mr. Low—; creí
entonces que había visto realmente al fantasma de la casa, pero dos días después, una de las criadas
contó que en ese pasillo, en la oscuridad, un hombre la había agarrado del brazo cuando pasaba ante
la puerta del museo, pero logró soltarse y correr aterrorizada y gritando hasta las dependencias
donde estaba el resto de la servidumbre… Fuimos a comprobarlo, pero no vimos nada… Nada que
pudiera hacer sostenible su historia… No le di mayor importancia, aunque el caso de la criada tenía
algunas semejanzas con la experiencia que yo mismo había vivido, pero una semana después mi hija
Lena bajó en busca de un libro y, cuando cruzaba el vestíbulo, alguien, o algo, la golpeó en la
espalda… Las mujeres no son de gran ayuda en las investigaciones que se pretenden serias… ¡Pero
se desmayó! Está enferma desde aquel día; los doctores le dicen que camine… y nada —aquí abrió
las manos el profesor y separó los brazos—. Mañana se irá de aquí, será mejor que cambie de
aires… Desde aquel día, varios miembros más de la servidumbre han manifestado haber sido
atacados del mismo modo… y con los mismos resultados… Están aterrados. Será difícil que se
recuperen de la impresión sufrida.
»Pero la semana pasada todo esto concluyó en tragedia… Los criados se habían negado a pasar
por aquí, salvo si lo hacían en grupos de tres o de cuatro, y así y todo muchos preferían dar toda la
vuelta por la terraza para llegar a esta parte de la casa. Pero una criada, Eliza Freeman, dijo que ella
no tenía miedo del fantasma de la casa Baelbrow y una noche fue a apagar las luces del vestíbulo.
Cuando ya lo había hecho, y volvía por el pasaje, a la altura de la puerta del museo fue atacada, o al
menos eso suponemos, porque sin duda murió de terror. La encontraron sin vida con las primeras
luces grises de la mañana, yaciente junto a los peldaños de la puerta de entrada al museo. Había un
poco de sangre en sus mangas, pero ninguna huella en su cuerpo, salvo una pequeña pústula bajo una
de sus orejas. Según el médico, la muchacha padecía una fuerte anemia, y eso, junto con un ataque de
terror, fue lo que determinó su muerte, pues tenía el corazón muy débil. Aquello me sorprendió
mucho, porque la joven me había parecido particularmente fuerte y activa.
—¿Podría ver mañana a la señorita Van der Voort, antes de que se vaya? —preguntó Low al
profesor, y éste le devolvió un gesto con el que le hizo ver que no tenía nada más que añadir a lo que
ya había referido.
Al profesor le resultaba incómodo que su hija fuese interrogada, pero no tardó mucho en dar su
consentimiento. A la mañana siguiente, pues, Low dio un breve paseo con la joven, antes de que ésta
abandonara la casa. Le pareció muy bella, a pesar de su palidez y del miedo que se veía en sus
brillantes ojos castaños. Mr. Low le preguntó si podía darle detalles sobre el ataque que había
sufrido.
—No —respondió ella—; no pude verle porque estaba a mi espalda… Sólo percibí una mano
oscura y huesuda, con las uñas muy brillantes; me tapó los ojos con un brazo vendado antes de que
me desmayase.
—¿Un brazo vendado? No había oído hablar de eso hasta ahora —dijo Low.
—¡Bah, bah! ¡Simple fantasía! —dijo entonces el profesor, muy impaciente.
—Vi perfectamente que tenía el brazo vendado —insistió la joven volviendo bruscamente a un
lado la cabeza—. Y olí además la corrupción antiséptica con que estaba impregnada la venda.
—Veo que resultó usted herida en el cuello —observó Low fijándose en una pequeña mancha
circular y rosácea que tenía bajo la oreja.
La joven se estremeció y empalideció aún más, llevándose la mano al cuello con un gesto
nervioso, y dijo en voz muy baja y ahogada:
—Pudo haberme matado… Antes de que me tocase, supe que estaba allí… ¡Sentí que estaba allí!
Cuando se hubo ido la joven, el profesor pidió perdón a Low por lo irreal y excéntrico de la
declaración de su hija, e insistió en lo muy distinta que había sido su reacción ante la presencia del
fantasma, y la de ella.
—Dice que no vio nada, salvo ese brazo… ¡Pero puedo asegurarle que no tiene brazos, lo que
dice mi hija es descabellado! ¿Quién puede imaginarse a un manco entrando en esta casa para atacar
a una muchacha? No sé, la verdad, cómo podría hacerlo sin brazos… ¿Ante quién estamos, pues? ¿Se
trata de un hombre o del fantasma de la casa Baelbrow?
Por la tarde, cuando Mr. Low y el profesor volvieron de caminar un rato por la orilla, se
encontraron en el vestíbulo con un joven moreno y con el cuello como el de un toro, muy fuerte y
musculoso, al que presentó el profesor como Harold Swaffam.
Swaffam tendría unos treinta años, pero era ya muy conocido desde tiempo atrás como miembro
de la Cámara de Comercio.
—Encantado de conocerle, Mr. Low —dijo con agudeza malévola—. No parece usted muy fuerte
como para dedicarse a lo que se dedica…
Low se limitó a hacerle una inclinación de cabeza.
—¡Vamos! ¡No lanzará usted a sus huestes contra mí por lo que le he dicho! —siguió Swaffam en
el mismo tono—. ¿O acaso sólo ha venido usted para echar de nuestra casa al pobre fantasma de
Baelbrow? Olvida usted, en ese caso, que se trata de una herencia, de una propiedad familiar… Y
dígame usted, profesor… ¿qué es eso de que el fantasma se ha convertido en un asaltante de
muchachas? —añadió Swaffam dirigiéndose entonces bruscamente a Van der Voort.
El profesor contó, una vez más, su historia. Parecía claro que no opinaba lo mismo que quien iba
a ser su yerno y, es más, que se hallaba francamente disgustado con él.
—Eso ya me lo ha contado Lena, a la que acabo de ver en la estación —dijo Swaffam—. Creo
que las mujeres de esta casa sufren una epidemia de histeria… ¿No está de acuerdo conmigo, Mr.
Low?
—Es posible… Acaso fuera la histeria lo que mató a la criada Freeman…
—Pues mire, yo no me atrevería a decir eso hasta que no hubiese examinado en profundidad todo
lo concerniente a este caso —dijo entonces Swaffam—. No crea que he permanecido ocioso desde
mi llegada… He examinado el museo con detenimiento. Nadie ha entrado ahí, y no hay otra manera
de hacerlo que la de ir por el pasillo, atravesando el vestíbulo… El suelo de ese salón, por lo demás,
está recubierto por una fina capa de cemento… Pero hablábamos del fantasma… —y tras sumirse en
una honda meditación se volvió a Mr. Low de esa forma tan vehemente que tenía de abordar a alguien
—. Dígame qué le parece este plan, Mr. Low… Propongo que el profesor se vaya a Ferryvale y esté
en el hotel un día o dos, y yo daré permiso a la servidumbre que aún me queda en la casa para que se
ausente el mismo tiempo, unas cuarenta y ocho horas… Mientras, usted y yo trataremos de ir hasta
donde podamos para elucidar el secreto de ese cambio que parece haberse producido en el fantasma
de la casa. ¿Qué le parece?
Flaxman Low respondió que aquel plan era perfecto, y no sólo eso, sino que estaba totalmente en
consonancia con lo que pensaba al respecto, pero el profesor protestó pues no quería salir de la casa.
Harold Swaffam, sin embargo, era un hombre al que le gustaba solucionar las cosas a su manera, y
apenas cuarenta y cinco minutos después se llevaba de allí a Van der Voort en el dogcart[62].
El atardecer fue muy nublado, y Baelbrow, como todas las casas construidas en terrenos al
descubierto, era extremadamente sensible a los cambios climatológicos. Pasadas varias horas,
cuando ya era noche cerrada, la casa se llenó de los ruidos que hacía el fuerte viento al golpear en
las ventanas y en las puertas, y las ramas de los árboles azotaban la casa.
Harold Swaffam, a quien sorprendió la tormenta cuando regresaba, lo hizo empapado. Tras
cambiarse de ropa, acordaron turnarse en la vigilia, de modo que él se quedaría un par de horas
descansando en el sofá del salón mientras Mr. Low permanecía de guardia en el vestíbulo.
La primera parte de la noche transcurrió sin la menor novedad. Una leve luz alumbraba el
vestíbulo, pero el pasillo estaba completamente a oscuras. No se oía más que el fragor de la tormenta
y el rugido ululante del viento que soplaba del mar, mientras las ráfagas de lluvia golpeaban los
cristales de las ventanas con gran estridencia. Pasaban las horas y Mr. Low encendió una linterna que
tenía a mano, con la cual se adentró en el pasillo para dirigirse hasta la puerta del museo y abrirla.
Lo hizo y el viento le dio en la cara. Cerró la ventana y echó un vistazo a su alrededor, tras dirigir
una mirada al gran cofre donde Mr. Swaffam guardaba uno de sus tesoros, para asegurarse de que en
aquel salón no había un ser vivo que no fuese él mismo.
De repente, sin embargo, comenzó a notar a su espalda un ruido como de raspadura, y se volvió
de golpe para no descubrir nada… Salió de allí poco después, dejó la linterna sobre un banco que
había en el pasillo, para que lo iluminase y arrojara luz también sobre la puerta del museo, y volvió
al vestíbulo, donde siguió vigilante, a muy corta distancia de la puerta del salón donde estaba Harold
Swaffam.
Transcurrió lentamente una hora más, durante la cual siguió rugiendo el viento, un rugido que se
colaba por la gran chimenea del vestíbulo, sobre la que estaba la lámpara que daba aquella tenue luz,
y poco después se dejaron sentir sobre la vieja madera del piso lo que parecían unos pasos furtivos
que venían desde todos los rincones de la casa. Flaxman Low, sin embargo, no dio la menor
importancia a todo aquello… Él esperaba cierto ruido…
Y lo oyó al cabo de un rato… Un sonido sobre la madera del piso, pero muy particular, no el de
unos pasos cualesquiera. Se levantó para dirigirse despacio hacia la puerta del museo… Clic, clic…
Así sonaban aquellos pasos sobre el suelo de cemento del museo, como los de un perro pequeño,
hasta que aquello, lo que fuese, pareció agazaparse tras la puerta abierta, como si quisiera
escuchar… Low oyó entonces ulular el viento, pero nada más. Y merced a la luz que entraba por la
puerta abierta del museo percibió algunas sombras escurridizas.
Volvió a rugir furioso el viento, colándose por todas las rendijas de la casa, como si la invadiera,
para apagar la llama de la linterna… Cuando volvió a lucir, vio Flaxman Low que una forma silente
había salido del museo para quedarse en los escalones de entrada. Apenas podía ver algo más que
una sombra oscura en la no menos oscura entrada al museo, pero allí estaba.
Entonces se dejó sentir un ruido para el que Mr. Low no estaba preparado, el de una respiración.
Y a la par, el aire se llenó de un olor pestífero, acaso el del aliento de un oso o de cualquier otro gran
animal, que se extendía desde la puerta del museo al pasillo, y desde allí al vestíbulo, metiéndosele
por las fosas nasales. Las palabras de Lena Van der Voort le llegaron entonces de golpe a la cabeza.
Allí estaba la criatura del brazo vendado.
Volvió a rugir el viento hasta dar la sensación de que iba a reventar las ventanas, y se hizo la
oscuridad en lo que unos momentos antes había alumbrado la luz. La cosa, lo que fuese, se había
movido del ángulo que ocupaba hasta entonces ante la puerta, y supo Flaxman Low que se dirigía a él
a través de la oscuridad del vestíbulo. Dudó un segundo, y de inmediato abrió la puerta del salón y
entró.
Harold Swaffam se levantó del sofá, interrumpido su sueño.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Está aquí?
Low le contó todo lo que acababa de presenciar. Swaffam le escuchó con una media sonrisa.
—¿Y qué piensa hacer usted ahora? —preguntó.
—Yo le pediría que nos olvidásemos de eso, de momento —replicó Low.
—¿Debo suponer que tiene usted una teoría elaborada sobre todas estas cosas tan incongruentes?
—dijo Swaffam.
—Tengo una teoría, es cierto, pero acaso deba ser modificada, según lo que avancemos en el
conocimiento de la situación —respondió Low—. Mientras, dígame si, como lo indica el nombre de
esta casa, fue levantada en verdad sobre un cementerio[63].
—Así es, pero no creo que eso tenga mucho que ver con ese monstruo en que al parecer se ha
convertido nuestro fantasma —respondió rápidamente Swaffam.
—¿Y quizá Mr. Swaffam ha hecho llegar recientemente a esta casa un nuevo sarcófago? —
preguntó Low.
—Hizo llegar uno en septiembre, sí.
—Y lo abrió usted… —afirmó Low.
—Sí… Y créame que lo hice sin un manual de instrucciones…
—No he examinado esos sarcófagos —dijo Low—, pero infiero que usted ha hecho algunas otras
cosas…
—Una cosa más —dijo Swaffam sin dejar de sonreír—. ¿Supone usted que hay algún peligro real
para nosotros esta noche, para unos hombres como nosotros? No me parece que sea de recibo tomar
en consideración lo que dicen las histéricas.
—Me parece que sí hay un peligro evidente, al menos para quienes anden por esta parte de la
casa cuando ya ha anochecido —replicó Low.
Harold Swaffam volvió a tomar asiento y cruzó las piernas.
—Vayamos al comienzo de nuestra conversación, Mr. Low… ¿Le recuerdo los casos, más o
menos conflictivos, que debería conocer usted antes de presentar al mundo una teoría más o menos
convincente?
—Nada podría complacerme más.
—En primer lugar, nuestro fantasma no ha sido más que una presencia inconcreta, vaga, un mero
sonido impreciso, una sucesión de sombras informes… Ahora, sin embargo, nos encontramos con que
resulta tangible y que puede matar de miedo, según hemos podido comprobar… Según Van der Voort,
se trata de una presencia enjuta y alta, en la que no se aprecian brazos, a pesar de lo cual Miss Van
der Voort declara que no sólo tiene brazos, sino que los lleva vendados y se percibe en dicha
presencia una mano perfectamente humana con las uñas muy brillantes… También declara haber
sentido cuán fuerte es… Pero Van der Voort mantiene que sus pasos son como los de un perrito, cosa
que también corrobora usted, añadiendo el detalle del olor repugnante que acompaña a dicha
presencia… El olor propio de una bestia… ¿Ante qué estamos, pues? Una presencia que se percibe,
que se oye, que se huele… y que se esconde en una habitación en la que no hay un lugar donde
hacerlo; ni una cripta, ni un espacio suficiente, nada… Un lugar donde no podría esconderse ni un
gato. ¿Y aún pretende hacerme creer que puede explicar todo eso?
—Por supuesto —dijo Flaxman harto convencido.
—Créame si le digo que por nada del mundo quisiera aparentar rudeza o descortesía, pero si
acudimos al mero sentido común creo que tengo algo que decir al respecto —comenzó a decir
Swaffam—. Creo que todo esto no es más que el resultado último de una imaginación exaltada. Y
creo poder demostrarlo… ¿De verdad le parece a usted que nos acecha un peligro real esta noche?
—Un gran peligro, estoy convencido —dijo Low.
—Muy bien… Como he dicho, voy a demostrarle lo contrario… Permita usted que lo encierre
con llave en otra habitación, una que esté bien apartada de este salón, donde no pueda prestarle
ayuda, ni pueda usted prestármela… Yo pasaré el resto de la noche dando vueltas por el pasillo y el
vestíbulo en la más completa oscuridad… Bueno, así tendremos la ocasión de demostrar una cosa u
otra.
—Hágalo si así lo desea —dijo Low—, pero permítame que esté cerca para observarle…
Preferiría hacerlo desde el exterior, a través de la ventana desde la que se ve el pasillo, justo la que
está frente a la puerta del museo… No puede usted negarme la condición de testigo preferente.
—Claro que no puedo hacerlo —respondió Swaffam—. Pero tenga en cuenta que, aunque la
noche sea realmente mala, una noche de perros, no tendré más remedio que cerrar la puerta para que
no pueda entrar usted… Tendrá que permanecer fuera todo el tiempo.
—Eso no me preocupa… Deme usted un impermeable y deje la linterna donde yo la puse, para
que alumbre la entrada al museo.
Swaffam lo hizo. Mr. Low haría posteriormente un muy gráfico informe de lo que sucedió a partir
de ese momento. Salió de la casa, que fue cerrada desde el interior; dio luego una vuelta alrededor y
luego se puso frente a la ventana desde la que se dominaba el pasillo y la entrada al museo. La puerta
del museo seguía entreabierta y la luz de la linterna permitía ver, aunque en la penumbra, parte de la
habitación. En el vestíbulo no había más que sombras sinuosas. Low, protegiéndose de la lluvia lo
mejor que podía, aguardó la aparición de Swaffam en aquel escenario. ¿Estaría en el rincón opuesto
aquella presencia oscura y amarillenta, agazapada en las sombras y dispuesta a saltar sobre el
intrépido vigilante que se disponía a pasar el resto de la noche haciendo su ronda entre el vestíbulo y
el pasillo?
Low oyó un portazo en el interior de la casa y al poco descubrió a Swaffam con una palmatoria
en la mano de la que se desprendían leves, aislados rayos de luz contra la oscuridad que le rodeaba.
Avanzó lentamente por el pasillo; apenas se le distinguían los rasgos de la cara en aquel ambiente y,
al tiempo que avanzaba, Mr. Low comenzó a experimentar esa sensación indefinible que precede a
ciertas experiencias que nos limitamos a calificar como extrañas… Swaffam llegó al extremo del
pasillo. Entonces percibió Low un leve movimiento en la puerta del museo hasta entonces
entreabierta, y se dejó sentir casi al instante el ruido atronador, brutal, de un portazo. El ruido de la
abrupta caída de la oscuridad que así lo dominaba todo.
Rápido, Low rompió el cristal de la ventana y la abrió, entrando en el pasillo a su través. Allí
encendió un fósforo, a cuya pobre luz observó un cuadro aterrador.
Swaffam yacía de bruces, con la cara pegada al suelo, y mientras Low intentaba aguzar la vista
cuanto le era posible, observó que una especie de cabeza repugnante se alzaba para despegarse de
los hombros del caído.
Se le consumió el fósforo que había prendido y sintió Low aquellos pasitos en el suelo, clic, clic,
mientras buscaba la palmatoria que había llevado Swaffam. La encendió al fin, se aproximó a
Swaffam y lo puso boca arriba. Su cara tenía el color de la cera; el contraste de su rostro, con el
cabello y las cejas negros, era extraordinario. En el cuello, bajo una oreja, tenía una pequeña pústula
de la que caía un hilillo de sangre hasta su mandíbula.
Algo instintivo hizo que Low se levantase de golpe y se volviera hacia la puerta del museo. Allí
contempló un rostro huesudo, una gran nariz, una mirada furiosa… Un rostro maligno, en suma, de
ojos hundidos en sus grandes cuencas, un rostro de dientes negros. Low se llevó la mano al bolsillo y
poco después se dejaba sentir un disparo que retumbó en el pasillo y en el vestíbulo. El viento entró
entonces a través de la ventana rota y algo pareció deslizarse sobre el suelo de madera pulida, y eso
fue todo… Flaxman Low, no sin dificultad, llevó entonces el cuerpo de Swaffam hasta el salón.
Tardó bastante Swaffam en recuperar el sentido. Oyó todo lo que le contaba Low con una
expresión de pánico en sus ojos ahora sombríos.
—El fantasma ha podido conmigo —dijo al cabo con una risa extraña—, pero esto aún no ha
concluido, ahora me toca a mí… Vayamos al museo y echemos un vistazo detenidamente… Quiero
que me dé su opinión sobre cualquier aspecto que nos parezca importante… ¡Qué razón tenía usted al
decir que corríamos un auténtico peligro esta noche! En lo que a mí respecta, sólo puedo decirle que
sentí algo extraño en mi interior, algo que me impelía, sin más; es todo lo que sé… Creo que, de no
haberme pasado lo que me ha pasado, nunca le hubiese preguntado a usted por su opinión acerca de
todo esto con el interés con que ahora lo hago —concluyó con una suerte de áspera franqueza.
—Creo que hay dos indicios importantes —dijo Low—; uno, ese vendaje amarillento y pútrido,
que he podido ver con algún detalle en el pasillo, y el otro, esa marca que tiene usted en el cuello.
—¿A qué se refiere? —dijo Swaffam levantándose de golpe y mirándose el cuello en un pequeño
espejo de mano que tomó de una mesa baja.
—Piense en esas dos cosas; creo que podrá usted extraer sus propias conclusiones sin necesidad
de que yo le diga nada más.
—No, no… Oigamos su teoría al respecto —replicó Swaffam.
—De acuerdo —dijo Low, ahora con cierto buen humor; el anonadamiento de Swaffam le parecía
normal en aquellas circunstancias—. Esa figura enjuta, alta y sin brazos que creyó ver el profesor
Van der Voort, y que según Miss Van der Voort sí tenía brazos y además vendados, y una mano
huesuda en la que eran perceptibles las uñas brillantes, y el sonido de los pasos, coinciden en lo
fundamental, pues sabemos bien que esas antiguas sandalias de cuero no desentonan con el detalle de
las uñas brillantes y las vendas… El cuero viejo y reseco, por lo demás, hace un ruido semejante al
de los pasos de un perrito en un suelo de madera tan pulida como el suyo.
—¡Bravo, Mr. Low! ¿Me está diciendo que mi casa está encantada, y que lo está además por la
presencia de una momia?
—Eso creo… Y lo que he visto no hace otra cosa que confirmar mis teorías iniciales.
—Debo admitir, para hacerle justicia, que ya sostenía usted una teoría que los hechos de esta
noche han confirmado… En realidad, ahora lo veo claramente, usted me preguntó si mi padre había
enviado una momia a casa, y supuso usted que yo había abierto su sarcófago…
—Sí… Supuse que además había quitado usted parte del vendaje a esa momia, liberando así sus
miembros… Creo que la momia lo fue mediante el método tebano, es decir, con especies aromáticas,
lo cual da a la piel un tono aceitunado y una textura seca y a la vez flexible… Como la piel bien
curtida… Así, las facciones del rostro se mantienen en un estado de conservación relativamente
bueno, y el cabello, los dientes y las cejas se conservan en un estado casi perfecto.
—Eso parece más que verosímil, desde luego —observó Swaffam—, pero dígame… ¿a qué se
debe esa vitalidad de la momia… digamos intermitente? ¿Acaso la pústula de mi cuello quiere decir
que la momia se alimenta de aquellos a los que ataca? ¿Y qué tiene que ver en todo este embrollo el
viejo fantasma de la casa Baelbrow?
Swaffam trataba de expresarse en un tono mesurado, pero su temperamento excitable se imponía
a esos intentos que hacía en aras de la moderación.
—Comencemos por el principio de todo —dijo Flaxman Low—. Todo el mundo que investigue,
honesta y racionalmente, los fenómenos espiritistas, descubrirá tarde o temprano elementos que lo
dejarán completamente perplejo, elementos que no pueden observarse a la luz de las teorías con que
por lo general nos manejamos… Por razones en las que no es necesario que entre ahora, el caso que
nos ocupa, en mi opinión, pertenece a ese tipo de casos a los que me refería. Tengo razones más que
suficientes para sospechar que el fantasma que durante tantos años ha morado en esta casa es un
vampiro.
Swaffam miró a Mr. Low con gesto de incredulidad.
—¡Hace ya mucho tiempo que dejamos atrás la Edad Media, Mr. Low! Pero, al margen de eso,
dígame… ¿Cómo pudo llegar hasta aquí un vampiro? —dijo con aire burlón.
—Hay autores que sugieren que, bajo ciertas condiciones, un vampiro puede crearse a sí
mismo… Usted me dijo que, en efecto, esta casa se levantó sobre un antiguo cementerio, por lo que
no debe extrañarnos, pues, que germinara algún elemento psíquico… Al fin y al cabo, en todo resto
humano se contienen las semillas del bien y del mal. El poder que las hace germinar es el
pensamiento, que a su vez obtiene de ellas una extraordinaria vitalidad que lo capacita para
proveerse de cuantos elementos necesite para su desarrollo y crecimiento. Ese germen puede estar
durante mucho tiempo sin actividad, a la espera de una situación propicia que le ayude a adquirir una
apariencia material a través de la cual dar rienda suelta a la voluntad derivada del pensamiento. Lo
invisible, pues, es lo real; la materia no hace más que contener sus manifestaciones. La realidad
intangible cobra así una existencia determinante a través de un médium físico, como puede serlo una
momia… Sólo debemos juzgar, a estas alturas, cuál es la naturaleza del germen a través de su
materia… Así, todo parece indicar que la inteligencia del vampiro cobró vida a través de unos restos
humanos, como lo son los de una momia. Reparemos en las marcas que deja en el cuello de sus
víctimas, y en la anemia que les causa… Los vampiros, como usted sabe, se alimentan de sangre.
Swaffam se levantó y tomó en sus manos una lámpara.
—Deberíamos comprobar todo eso —dijo con cierto anonadamiento, como embotado—. Espere
un segundo, Mr. Low… Ha dicho usted que abrió fuego contra la aparición, ¿no es así? —y tomó de
la mesa el revólver que Low había dejado allí.
—Sí, disparé contra lo que vi de sus pies en los escalones de entrada al museo.
Sin decir más, empuñando el arma, Swaffam se dirigió rápidamente al museo.
Aullaba el viento alrededor de la casa Baelbrow, y la oscuridad que precede al amanecer se
extendía por doquier cuando ambos procedieron a examinar aquello que hubiese aterrorizado a
cualquier hombre.
A medias dentro y a medias fuera de un sarcófago oblongo puesto en un rincón del museo, yacía
un cuerpo cubierto parcialmente de vendas amarillentas, podridas. El cuello descarnado sostenía una
cabeza sobre la que se veía una buena mata de pelo. Por las sandalias le asomaban los dedos y en el
pie derecho se observaba la huella de un disparo.
Swaffam, con gesto duro, se inclinó sobre la momia para verla mejor y, tomándola por las
vendas, la metió por completo en el sarcófago, dejándola en la posición debida, boca arriba, con la
cara apuntando hacia ellos.
Swaffam permaneció inmóvil unos instantes, contemplándola. Luego, mientras decía con voz
profunda una maldición, levantó el revólver y disparó repetidamente con un deliberado afán de
venganza… Luego golpeó la cabeza de la momia con la culata del revólver hasta destrozarla; lo hizo
con tal violencia que pareció que en aquel salón se estaba produciendo un crimen.
Después se volvió hacia Low y le dijo:
—Ayúdeme a acabar con todo esto.
—¿Piensa enterrarla?
—No se merece recibir tierra, debemos desembarazarnos de ella —respondió violentamente—.
Hemos de pegarle fuego en la vieja canoa.
Había dejado de llover y amanecía ya cuando arrastraban hasta la orilla la vieja canoa. Allí
depositaron el sarcófago con su fantasmagórico ocupante, rodeado de gavillas de leña. Encendieron
aquella pira flotante y empujaron la canoa al mar. Desde la orilla, Low y Swaffam contemplaron
cómo ardía lentamente; primero fue una leve llamarada de la que saltaban montones de chispas.
Después, una gran ola de fuego ondulante que ya mar adentro consumió a aquel ser al que habían
embalsamado los sacerdotes de Armen, tres mil años atrás, para que descansara en su pirámide.
“La condena de Al Zameri”, el cuento fantástico escrito por el rabino ruso-estadounidense Henry
Iliowizi, se articula alrededor de una leyenda de origen árabe citada vagamente en el vigésimo
capítulo o sura de El Corán, y que hace alusión a Al Zameri, un judío que participó junto a los suyos
en el Éxodo, libres de la esclavitud del faraón y guiados por Moisés hacia la Tierra Prometida. Pero
la codicia marcó trágicamente el destino de Al Zameri y, durante el breve lapso que el pueblo
elegido por Dios traicionó su fe y cayó en la idolatría, adorando a un becerro de oro, robó un puñado
del preciado metal. Tras regresar Moisés del monte Sinaí con las Tablas de la Ley, y restablecer el
orden, Al Zameri fue castigado de modo terrible por el pecado que había cometido: Moisés dijo a Al
Zameri: ve y camina, pues tu castigo es el de penar eternamente y decir a quien se te acerque no
me toques. Esta leyenda, cuyos orígenes se remontan a unos 1.500 años antes de la era cristiana, se
encuentra en la base del mito del Judío Errante, un zapatero judío que insultó a Jesús durante la
crucifixión, por lo que fue condenado por el propio Nazareno a errar hasta su retorno; es decir,
hasta la segunda venida del Mesías. Mientras que algunos antropólogos y filósofos ven al Judío
Errante como una metáfora de la Diáspora Judía, el subtexto antisemita cristiano —antisemitismo que
también existe en la versión musulmana de la fábula— la interpreta como un castigo divino a la
responsabilidad de los judíos en la crucifixión.
“La condena de Al Zameri” es una prueba palpable de que Egipto, su tierra, su historia, tiene
mucho que ver con el mito de la momia aunque, como en el caso que nos ocupa, no aparezca momia
alguna. Es ese hálito sobrenatural que recorre su paisaje, ese sentimiento normal de extrañeza ante el
magnífico y lúgubre espectáculo que ofrecen los restos de una civilización cuyos pobladores
respiraron un aire distinto al nuestro, poblado por sabores y fragancias que desconocemos, y que
sentían de manera tan diferente que, todavía hoy, nos resulta difícil comprender numerosos aspectos
de su vida cotidiana, de sus relaciones sociales y personales, de su moral. Es, en suma, lo que en
lengua alemana se denomina unheimlich y en francés étrangeté. Quienes fueron nuestros
antepasados, humanos como nosotros, se vuelven, de repente, extraños a nuestros ojos, casi
alienígenas; los objetos que nos legaron, los espacios en donde residieron, se convierten en cosas
que nos intimidan. “La condena de Al Zameri” evoca todo ello de forma absolutamente poética y
perturbadora, tanto que parece un capítulo del Éxodo escrito por el novelista gótico inglés William
Thomas Beckford (1760-1844), revisado y corregido por el Clark Ahston Smith de Zotique.
Nacido cerca de Minsk (Rusia), Henry Iliowizi se trasladó a Alemania a los dieciséis años de
edad, después de completar sus estudios, para convertirse en rabino. Bajo la custodia del Dr.
Baerwald, el joven pasó dos años en Frankfurt-am-Main; más tarde se trasladó al seminario judío en
Berlín, donde permaneció tres años más al cuidado del rabino Honviz, y, de allí, ingresó en el
seminario teológico en Breslau, durante más de un año. Finalmente se instaló en la Asociación Anglo
Judía de Londres para adquirir conocimientos docentes y científicos, y perfeccionar su inglés, con la
finalidad de convertirse en profesor de escuela. Pero su posterior estancia en un colegio infantil en
Tetuán (Marruecos), ciudad en la que tomó contacto con la pobreza, con la miseria, peleando contra
el cólera, el hambre y la barbarie, marcó su carácter y despertó su amor por África y el Próximo
Oriente, por donde viajó en numerosas ocasiones tomando nota de las costumbres de judíos,
musulmanes y cristianos. Muy interesado por la mitología religiosa, sus mejores textos versan sobre
este tema, como Herod, a tragedy (1884), Saúl (1994) o In the Pale: Stories and Legends of
Russian Jews (1897), considerándose su mejor libro en este ámbito The Weird Orient (1901),
recopilación de nueve leyendas populares árabes de las que forma parte “La condena de Al Zameri”
—las restantes son: “Sheddad’s Palace of Irem”, “The Mystery of the Damavant”, “The Gods in
Exile”, “King Solomon and Ashmodai”, “The Croesus of Yemen”, “The Fate of Arzemia”, “The
Student of Timbuctu” y “A Night By the Dead Sea”—. Iliowizi fijó su residencia en Estados Unidos
en 1880. Allí finalizó sus días como Gran Rabino de la sinagoga de Minneapolis.
LA CONDENA DE AL ZAMERI
(The Doom of Al Zameri, 1901)[64]

Nada se conoce en la naturaleza que impresione de forma tan sobrecogedora como el subyugante
escenario asociado para siempre con las revelaciones hechas por Dios al hombre. El brazo del
Océano Indico llamado Mar Rojo se bifurca hacia el oeste por el golfo de Suez y hacia el este por el
golfo de Aqaba, y la península triangular así formada alcanza la región que ostenta el nombre de
Monte Sinaí, consagrado por el cielo. El que desde esa altura contempla los prodigios de una parte
del mundo tan eterna, altozano tras altozano, entre una infinita variedad de picachos que elevan su
cresta hacia las nubes, en medio de una gran confusión de desfiladeros y gargantas, barrancos y
quebradas, inmerso en el fulgor de una tierra roja entreverada de pórfiro y diorita, tendrá, además de
reminiscencias espirituales muy hondas, la impresión de que sus días acabarán allí, en el corazón
mismo de la omnipotencia que dio origen a la Creación.
Todo tiene allí un aire fantasmagórico, un halo terrorífico que se sustenta en un encadenamiento
de picos, montes y barrancos, lo propio de una tierra baldía, desierta de vida. Si las rocas que
circundan el Mar Muerto acobardan, las del monte Horeb procuran una conmoción sublime. Y si todo
esto acontece bajo la luz del día, cuando llega la noche la región se inviste de un misticismo
imposible de expresar, o de un temor místico indecible; algo que además se magnifica por un rumor
constante, indefinible, que acaso sólo se parezca al de un trueno lejano, lodos estos sentimientos
convergen en uno solo, el del terror, cuando, como sucede a menudo, una fuerte tormenta de truenos y
relámpagos se cierne sobre el Sinaí. Entonces, los picachos y los montes, en tierra tan árida, apenas
retienen el agua más que las piedras de las pirámides, y cae torrencialmente por ellos con una
violencia propia del desencadenamiento de un ciclón, arrancando árboles las torrenteras e inundando
los asentamientos humanos diseminados aquí y allá, y borrando todo rastro de cuanto el hombre, en
comunión con la naturaleza, ha sido capaz de producir.
Fue durante una de esas tormentas devastadoras cuando, en el año 1185 posterior a la partida de
Mahoma desde la Meca, se dejó ver una silueta embozada en un claro que se hizo bajo el corazón
mismo de las nubes, entre relámpagos, truenos y rayos que removían el sustrato mismo de las
montañas de aquella región desoladora. Los beduinos habían apagado ya sus hogueras, al ver
acercarse la tormenta, yéndose como si se esfumaran en el aire antes de que se desatara la furia de
los elementos, y suponiendo que se dirigía a la planicie de Al-Rahe que se abría ante él, aquel
fugitivo alzó su cabeza hacia el Jebel Musa, o Monte de Moisés, traicionado por su propia ansiedad
de no ser reconocido. La lluvia y el viento forzaron al hombre a buscar refugio en cualquier parte,
pues había preferido la oscura soledad de una cueva a la segura hospitalidad de las tiendas de los
árabes. Las torrenteras que caían desde los montes parecían cataratas, arrastrando palmeras y
tamariscos, ovejas y cabras ahogadas; incluso enormes cantos rodados que en el torrente parecían
simples guijarros.
Deteniéndose unos instantes, sin decidirse a tomar una dirección, la figura embozada alcanzó a
discernir la presencia de una silueta humana, tan ajena al lugar como la suya misma, arrastrada
entonces por el torrente, en peligro claro de muerte. Aun a riesgo de su propia vida, el misterioso
fugitivo alcanzó a asir al que era arrastrado por las aguas, y tirando con fuerza de él lo puso a salvo,
llevándolo luego a una cueva que acababa de ver.
—¡No me toques! —gritó el que había sido rescatado, con una voz que detuvo en seco a su
salvador.
Aquella voz, comparada con el resto de la individualidad del que había estado a punto de morir
arrastrado por las aguas, era lo menos espantoso de él. Era un hombre con la cabeza desnuda, sin
turbante ni pañuelo, un hombre de edad, pálido como un fantasma, flaco hasta la consunción, con
mirada de ogro, peludo como un oso, con la barba hasta las rodillas y el cabello hasta la mitad de la
espalda. Tenía ojos de muerto y el rostro macilento y magro; era la imagen misma del abandono y la
desesperanza, la de alguien que sólo aguarda el momento de que lo lleven a la tumba. Incapaz de
sostenerse sobre sus piernas, el rescatado yacía en la cueva, gruñón y quejumbroso.
La inclemencia del tiempo había llevado al salvador a compartir aquella cueva con alguien que
parecía escapado de la tumba, pero el ruido de unos caballos aproximándose no dejó lugar a las
reflexiones. Embozado, el fugitivo, como una sombra, se escabulló raudo, antes de que los dos
jinetes, como si se hubieran percatado de la existencia de la cueva, se acercaran a su entrada
mientras uno de ellos exhalaba una maldición:
—¡Que Alá parta en dos al demonio! Si no fuera por mi pobre caballo, me metería en ese maldito
agujero para ponerme a salvo de la tormenta… ¡Mira las torrenteras! ¡Parecen cataratas! ¡Y corren
hacia el Nilo! Ya nos avisó el vuelo del halcón al que vimos huir de aquí, justo cuando nos
adentrábamos en esta región… Si no llegamos pronto a Wady-Feiran, la fiebre se me agarrará al
vientre, ya siento el frío en el corazón.
—¿Y dejaremos escapar la recompensa que dan por la cabeza de Alí Bey? —dijo el otro.
—¡Dejaremos escapar al diablo! No creo que se esconda por aquí el esclavo del sultán, y te digo
que somos tontos por meter las narices en algo que no nos va a llenar la barriga —dijo el primero,
muy impaciente.
Cruzó el cielo un relámpago rojo; el estallido del trueno puso de manos a los caballos, y si los
aterrorizados jinetes no hubiesen huido como el viento, aquel relámpago les habría revelado el
objeto de su caza, el celebrado Sheyk el-Beled egipcio, un título equivalente en dignidad al de
Califa. Tal era Alí Bey, quien, en la cumbre de su carrera de aventuras y romances, había devenido
en un proscrito huido por las tierras más inhóspitas, y al que habían puesto precio, aumentando así el
número de sus enemigos en pos de su cabeza.
«Esos perros sanguinarios de momento me han perdido el rastro; si mis emisarios logran llegar a
salvo a Acra, mi amigo Daher acudirá en mi auxilio… Pero ¿dónde esconderme hasta entonces?», se
decía el Sheyk el-Beled Alí Bey mientras amparado por la oscuridad de la tormenta procedía a tapar
la entrada de la cueva a la que llegó con ramas, piedras y broza que tenía a mano. «A menos que haya
serpientes en esta cueva, podré descansar una hora», se dijo Alí cuando terminó de ocultar el acceso
a la cueva recién descubierta.
Una ululación quejumbrosa, sin embargo, un lamento llegado desde la oscuridad más profunda de
la cueva, le hizo recordar al otro hombre con quien había compartido la cueva primera,
provocándole una alarma que no palió el súbito resplandor que iluminó tenuemente el fondo de la
cueva. Ya no le cupieron dudas de que así era.
Alí Bey no era un hombre que temiera mirar cara a cara a otro, ni mucho menos enfrentarse con
quien fuese. Pero aquello era distinto, suponía un fenómeno paralizante, que dejaba sin palpitar su
corazón. El brillo de una joya provenía, sin embargo, no de una mano decrépita como la de aquel
hombre al que había rescatado, sino de otro en la flor de su juventud, y que no obstante se parecía
extraordinariamente al primero. ¿Quién sería? ¿Acaso un hijo de aquél? ¿O es que se había obrado en
él el milagro de un súbito rejuvenecimiento? ¿Y si fuera Satán el que así se le aparecía, en aquella
cueva en tinieblas, en una de sus múltiples y diabólicas representaciones?
—Seas hombre o demonio —dijo Alí Bey con la firmeza de la desesperación—, seas detentador
de un poder benéfico o de un poder maligno, en el nombre de Alá te pido que me desveles tu
misterio… ¿Eres ese hombre al que salvé de la furia de los elementos? No, no lo creo… Ese hombre
tenía cerca de cien años, y tú pareces andar por la treintena; aquel hombre estaba más cerca de la
muerte que de la vida, y tú pareces rebosante de vitalidad… Te pareces mucho a él, es verdad, pero
por tu vigorosa juventud creo que eres, realmente, su nieto… Aunque… ¿y si fueras el mismo?
Dímelo, te lo ruego… O dime si no eres más que una ilusión, una manifestación del venturoso
espíritu de estas montañas… Y si eres ese espíritu, sabrás bien quién soy. Y si sólo eres humano, te
digo que soy Alí Bey, el Sheykh el-Beled de Egipto, que anda en busca de ayuda para defenderse de
las conspiraciones de sus enemigos.
—Mi Sheykh el-Beled —respondió el otro en un tono de voz propio de su apariencia de hombre
joven—, soy un espíritu tanto como lo eres tú, pero sí te digo que soy menos humano de lo que fue
cualquier hombre, aunque menos mortal que la propia muerte, pues he ido a través del tiempo, por
los océanos de las edades, siglo tras siglo, ciclo tras ciclo, milenio tras milenio, en busca de la paz
para mi alma, en busca de la esperanza, a favor de las preces y del nepente del olvido… Ansío, en
fin, el reposo que da la sepultura… Pero no temas al oír mi nombre… Soy Al Zameri, el maldito
transmigrador del tiempo, el condenado con cuerda de oro, el que rejuvenece cada lapso de cien
años, pues eso dice su condena al desamparo, al abandono de Dios, a la desesperanza, a la
oscuridad, a la persecución y al odio.
—¡Al Zameri! —exclamó Alí Bey, horrorizado, retrocediendo unos pasos.
—Sí, ése es mi nombre, al que siempre acompañan el pecado, la angustia, la guerra, las plagas,
las inundaciones, los huracanes y la peste… Siempre y cuando quedes fuera del alcance de mi
aliento, sin embargo, no habrá hombre que te pueda herir ni capturar —le prometió aquella presencia
aterradora y errabunda.
—¡Que Alá confunda al demonio! ¡Pero si habrías muerto arrastrado por las aguas de no haberte
salvado yo! —exclamó Alí Bey, convencido no obstante de que aquella presencia era la única de la
que podía fiarse—. ¿O es que nuestro encuentro respondió a un propósito oculto? Nací esclavo y sin
embargo el destino me ha conferido el poder de desafiar y vencer al Califa del Islam. Mi espada se
alzó contra el imperio que gobierna en las orillas del Nilo. En la batalla a campo abierto no tengo
rival, pero han sido las conspiraciones y las malas artes de mis enemigos las que me ha empujado a
huir para no sufrir una celada y caer asesinado… Al Zameri, estoy en manos de Alá el
misericordioso… Pero dime, hombre inmortal, por qué razón provocaste la ira de las gentes de
Dios… ¿Por qué te tomaron por el hacedor de un falso ídolo de oro? ¿Y qué experiencias has tenido
desde que traicionaste las palabras con las que el Profeta enseñó el Corán?
—Sheykh el-Beled, tu generosidad, no tus actos, obtiene todo mi reconocimiento… Pero el
auxilio que me prestaste no me era, en realidad, necesario; tu esfuerzo fue vano, por ofrecérselo a
quien, como yo, está condenado más allá de las edades… Mi condena, que data ya de hace tres mil
años, es una pesadilla que me devuelve de continuo al antiguo Egipto, donde yo, un hebreo, nací
sometido a la esclavitud más abyecta. Un mal día ardió mi sangre caliente y devolví a uno de mis
atormentadores golpe por golpe, y escapé luego, en compañía de otros esclavos rebeldes, buscando
refugio en una de las minas de cobre del faraón, en la costa de Aqaba, en el valle de Semud, donde
trabajé. Allí era donde se hacían los ídolos del antiguo Egipto, y allí fue donde aprendí los secretos
de los sacerdotes, instruyéndome también en el trabajo y forja de los metales con los que hacer los
ídolos, en sus más ocultos sonidos y en las preces que elevar a los oráculos. Había ciertos
instrumentos que se insertaban en los ídolos, y que los sacerdotes manipulaban convenientemente
ocultos para hacer creer a los fieles que el propio ídolo era un oráculo, e incluso un dios, ante cuya
palabra, que no era sino la de los sacerdotes, caían prosternados. Para salvaguardar el fraude se
amenazaba con el corte de la lengua a quien lo revelase.
»Yo era joven y fuerte; así, como la alegría era constante en nuestra colonia de perseguidos, una
alegría que se acrecentó cuando supimos por boca de uno de sus mayores fieles que la cólera de Dios
azotaba Egipto con una plaga tras otra, un hombre santo que proclamaba que los israelitas habrían de
liberarse de la opresión, la esclavitud y las torturas, ante lo cual nosotros comenzamos a conspirar
con ansias desesperadas en pos de nuestra libertad y en aras de la exaltación de los que habían
derramado su sangre por ofrecer resistencia. El amor a nuestros padres muertos nos hacía desafiar
todo peligro. Yo, vestido como un egipcio, me aventuré a ir de nuevo a la tierra de los faraones, pero
una noche hube de detener mi camino en pleno desierto, consternado por cierta manifestación… Una
columna de luego avanzaba sobre la tierra desde el este, rotando sobre sus llamas deslumbrantes
como si obedeciese a una fuerza que la impelía desde las estrellas. Era como un meteoro luminoso,
enorme y terrible, que llenaba de gloria el desierto e iluminaba el cielo y la tierra. Mientras corría
para apartarme del camino de aquella columna de fuego, que pensé iba a devastarme, sentí, sin
embargo, que bien podría ser aquel fenómeno una señal que me indicara cómo y hacia dónde ir en
pos de la ansiada libertad. Lo que veía y oía me hacía temer emocionado, sin embargo, pues no en
vano un poder más fuerte que el de Osiris arrasaba Egipto reduciéndolo a cenizas, y no era otro que
el poder de mi Dios. No tardé mucho en llegar hasta los míos, comprobando que mi padre ya había
muerto. Abracé a mi anciana madre y a mi hermana, y lloramos los tres de alegría.
»No hacía más de una hora que había llegado al campo donde todos nos abrazamos a los
nuestros, cuando comenzaron a dejarse sentir gritos y llantos.
»—¡Nos persiguen! ¡Los egipcios vienen tras nosotros!
»El terror y la confusión se apoderaron de la multitud, corriendo como maniacos los hombres, las
mujeres y los niños, mientras muchos, entre los que me contaba, mirábamos hacia el hombre de Dios
para ver qué sugería. Lo vimos en compañía de Aarón y de Hur, como si orase, concentrado en la
contemplación de la columna de fuego. Era Moisés, el hijo de Amram. En su mano, un báculo; la
barba y los cabellos grises resaltaban un rostro de masculina firmeza, atemperada por una gracia
femenina y su mirada soñadora; sus ojos contemplaban la columna de fuego que se iba extinguiendo
ya lentamente. Como si fuese cómplice de sus preces, la prodigiosa columna se apartó del curso que
seguía, giró a la derecha, y se acrecentaron sus llamas expandiéndose de lado a lado para
interponerse entre los perseguidos y sus perseguidores. Aquélla fue la segunda gran señal de la
noche. Estábamos apenas a una hora del Yam-Mitzrayim[65], aunque una densa neblina nos impedía
calcular con certeza a qué distancia se hallaban nuestros enemigos. Imperaba el miedo, no obstante la
protección brindada por la columna de fuego, y Moisés se enojaba al oír las voces de los más
temerosos, las voces que llenaban el aire de imprecaciones y reproches. Dijo Moisés algunas
palabras, que brotaron de su enojo, palabras con las que preguntaba a las gentes si acaso dudaban de
la salvación que el Señor les brindaba, pero fueron apagadas por la vociferación imperante de la
multitud.
»A una señal de Aarón, cinco mil hombres armados, de la tribu de Levi, se interpusieron entre el
guía y la turba vociferante. Fue un momento crítico. El guía unió sus manos en oración.
»La tercera señal de la noche llegó con un viento helado que levantó la neblina y desveló un mar
azotado por la tempestad. Era ya el amanecer cuando nuestro guía, inspirado por el Altísimo, golpeó
el suelo con su báculo. Entonces se apaciguaron las aguas, se rompieron por la mitad y nos
ofrecieron un camino tan seco como la orilla. Con su hermano, el guía se adentró el primero en
aquella senda bendita, y luego le siguió toda la multitud entre las frías aguas apartadas, hasta alcanzar
todos a salvo la otra orilla, felices, ahora jubilosos.
»Justo en ese momento, la luz del día, que nacía por el este, fue eclipsada por el fulgor de la
columna de fuego, que partía del oeste del Mar de Egipto, y al volver los ojos vimos que la columna
de fuego era como un sol cuyas llamas eran espadas, y ascendía lentamente al cielo. Aquello señaló
el fin de los egipcios. En su impetuosa persecución, cegados por aquella luz, cayeron en las fauces de
la muerte. El camino milagroso abierto en el mar no era para ellos, y cuando ya estaban en mitad de
aquel abismo, nuestro guía Moisés golpeó de nuevo el suelo con su báculo y las aguas cayeron como
murallas sobre nuestros perseguidores, destruyendo así al poderoso ejército egipcio que nos
perseguía. El aire se llenó entonces con nuestros gritos de júbilo. Éramos al fin miríadas de fugitivos
felices y agradecidos. Con canciones y danzas celebramos el gran evento, guiados hacia la libertad
por el más grande de los hombres que he conocido a lo largo de la historia y de los anales del
hombre.
»¡Ah!, pero permite que te cuente la causa de mi condena… Permite que te cuente lo que ocurrió
entre el paso del Mar Rojo y el Día de la Revelación, algo que no he podido borrar de mi memoria
aunque sucedió miles de años atrás, pues anduve expuesto a la vida salvaje del desierto de Zin[66]…
Tras una corta acampada, nuestro guía, el gran jefe entre los jefes, nos hizo saber que en apenas tres
días la gran Majestad Divina le revelaría su verdad en lo alto del Sinaí, un tiempo que habríamos de
pasar entregados a la purificación.
»Como si los terremotos y las tormentas de las edades se hubieran unido para descargar su fuerza
en aquel amanecer, la tierra convulsa y el firmamento hundiéndose despertaron a nuestras gentes de
su sueño para hacerlas buscar refugio a los pies del monte que temblaba y vomitaba fuego, donde
recibirían los primeros mandamientos de la Tora, la Ley del Mundo. Obedecieron al llamamiento
intimidatorio, pero sucumbieron ante las manifestaciones sobrenaturales. Sin ser visto él mismo, la
voz de nuestro guía cayó desde las nubes, como si estuviese en comunión con el Omnipotente, y
atronaron el aire las trompetas, que unieron su cántico al rugido de los elementos. De repente se hizo
un silencio en medio de aquella agitación universal. La claridad dejó ver despejada la cumbre del
monte, la claridad dejó ver el horizonte; cada oído, cada corazón, cada alma se dejó llevar por la
melodía inefable de las alturas, que caía desde el Empíreo. Cual sinfonía de un coro angelical, los
Diez Mandamientos hacían vibrar los espacios de lo eterno, reclamando de las gentes que salieran de
su molicie y torpor para vivir una vida maravillosa como nunca la habían conocido. Con un fondo
azul celeste comenzó a descender de los cielos el Decálogo, como expresión de la Divina Majestad,
siendo el mismo Decálogo espléndido como la gloria de un rey sobrenatural, pues era la palabra del
que permanecía apenas visible en las alturas, dejando ver sólo un rollo escrito que llevaba en una
mano y ocupaba la mitad del firmamento. El Decálogo brillaba así en todo su esplendor, enaltecida
cada una de sus palabras por el reflejo de una luz que provenía de las estrellas ocultas entonces en la
hondura del cielo.
»Siguió a tan mayestática y luminosa escena un periodo de júbilo, y los esclavos emancipados ya
se abandonaron a tal punto, llevados de su alegría, que pronto cayeron en lo licencioso. En el
extremo de aquella agitación nadie observó la abstención recomendada por el venerable profeta,
nuestro guía, que no había sido visto ni oído desde el Día de la Revelación, hallándose sus familiares
y quienes les eran más próximos tan ajenos a su peregrinaje como lo estábamos los demás. Pero una
vez hubo transcurrido un mes entero, sin que nada del profeta se supiera, la multitud volvió a clamar,
profiriendo ahora su queja porque su guía y su Dios la habían abandonado. Aarón intentó aplacarlos,
no consiguió nada. Movido entonces por la furia de la muchedumbre, que no atendía a su petición de
paciencia, cedió en un momento de debilidad, pidiendo a las mujeres que le entregaran sus joyas para
hacer con ellas un dios, un ídolo. Mas, a pesar de lo que suponía, que las mujeres no le harían
entrega de sus joyas, ocurrió lo contrario a sus esperanzas. Y una vez tuvo las joyas en sus manos, yo
le induje a cometer la más hórrida de las transgresiones que puedan deberse a un ser humano.
»En ello estriba la enormidad de mi culpa. Aarón nunca hubiera podido cumplir su promesa,
hecha a su pesar, de ofrecer un dios a la turba, de no haber contado con mis arteros servicios, pues le
ayudé a moldear un becerro de oro al modo y manera en que los antiguos egipcios moldeaban sus
ídolos. Aun dudoso de mi habilidad para materializar aquello que él había prometido a las gentes, me
dio su consentimiento, y así, la experiencia acumulada por mí en el trabajo de los metales, produjo un
magnífico becerro de oro provisto además con los instrumentos internos necesarios para articular las
palabras.
»Cuando la gente vio la imagen, y oyó que el becerro de oro les decía que era su dios, se
volvieron locos de alegría, salvajemente felices, y hasta el propio Aarón fue víctima de la infección
de la masa. Pronto se produjo la construcción de un altar, se proclamó la festividad del ídolo y se le
ofrecieron sacrificios, después de todo lo cual la masa se entregó a una auténtica orgía.
»A la orgía siguió pronto un estallido de violencia y conflictos, que cesó cuando al fin vino de
nuevo hasta nosotros el profeta. Con su mayestática presencia, tan luminosa como el sol, bajó
lentamente del monte, alzó las tablas de la ley, que contenían los Mandamientos que había recibido
de las manos de Dios, y redujo el ídolo a polvo que se llevó el viento. Aarón quiso exonerarse de
toda culpa aludiendo a la locura de la masa y señalándome como único culpable…
»—Este Azazel[67] ha metido el gran pecado en la cabeza de las gentes —dijo mirándome con los
ojos llenos de odio.
»¿Qué podía hacer yo para negar aquella autoría diabólica de la que se me acusaba?
»De inmediato decidieron castigarme severamente. Cuatro mil de los que se habían entregado a
la orgía de ofensas cayeron bajo la espada, pero a mí se me condenó a vagar a través de las edades,
diciendo: “Al Zameri no morirá. Al Zameri vagará de ahora en adelante como Caín, odiado,
despreciado y perseguido. Al Zameri visitará de nuevo, de aquí a cien años, el lugar de su crimen,
será devuelto entonces a su actual condición de apestado, y volverá a vagar maldito, odiado y
perseguido, hasta que el paso de las edades sepulte en el olvido su diabólico pecado”. Tal fue el
veredicto que oí. Aquéllas fueron las palabras que dijo el profeta, nacidas de su propia inspiración, y
me dejaron marchar libremente[68].
»Y libre soy, y libre camino como una bestia salvaje, condenado de continuo a transfigurarme en
el hombre joven que entonces fui, cuando me expulsaron de la raza humana.
»En esa hora terrible sentí, sin embargo, el impulso irreprimible de buscar el desierto, el vacío,
la jungla, las ciénagas, la oscuridad, la tumba, las ruinas… Y la necesidad de apartarme de todo
cuanto es sagrado entre los hombres, abominando de la luz del sol para ocultarme tras las cortinas
que brinda la oscuridad. La luz del día me cegaba como a los búhos; el brillo del oro me confundía;
su solo roce me quemaba. Las bestias feroces me acechaban; las serpientes me rodeaban
amenazantes. Sin embargo, poco a poco me fui convirtiendo en un habitante de las regiones más
salvajes, de la vida animal, aprendiendo el lenguaje de los pájaros, solazándome en el silencio, en la
vida abandonada. Corrí con los vientos, me sumí en las tormentas, me alegré con los relámpagos y
con el estruendo de los truenos, me imbuí de todos los elementos y maldije como el más fiel de los
siervos de Abaddon[69]… Desde entonces, la guarida del tigre es la mía; desde entonces me sirven de
almohada la cola de los reptiles… Me arrojé a las fauces del león, bebí la esencia de los venenos,
pero todo fue en vano. La muerte se ha coaligado con la creación entera en mi contra. Si trato de
acabar con mi vida miserable arrojándome desde cualquier risco, me vuelvo liviano como el aire.
Las aguas no me sumen, ni me quema el fuego; el acero puede atravesar mi carne, pero sin lacerar mi
vida… La desesperanza, pues, es mi existencia; el tiempo infinito, sin final, es para mí una catarata
de años odiosos, de décadas, de ciclos, de milenios… Así es el destino que el cielo quiso para mí, el
desventurado Al Zameri.
»¡Horrible hado el mío! Para mí el infierno está en la tierra, pues soy el más fiel hijo del pecado,
el que sin serlo devino en un demonio, el adorador del oro… ¡Ah, el oro, ese luminoso fetiche!
¡Cuántos crímenes se han cometido en aras de la fascinación que ejerce!
—Pero la fuerza de la oración y la bondad de Alá el misericordioso, el rey del día del Juicio
Final, ¿acaso no te brindan alivio, acaso se te niegan? —preguntó Alí Bey.
—La oración, al hombre que se halla bajo la protección del cielo, lo llena de solaz en el alma, le
unge de vida, le enaltece el corazón fuerte como una corriente que se originase en las fuentes de Dios
—respondió Al Zameri uniendo sus manos con un gesto de dolor[70]—. Pero para mí sería como
mezclar los ríos benditos del Edén con las llamas del infierno. Todo cuanto el cielo revela como
santo y maravilloso me está vedado, como lo está todo lo que la belleza inspira, pues no hay bondad
a la que pueda acogerme, ya que no hay bondad tan amplia que me exonere de mi culpa… Una vez,
cuando aún el Oriente no había sucumbido a la espada de Roma, recé llevado del susurro que me
hizo un bendito querubín, pero con aquella oración sucumbió la última llama de esperanza que
albergaba en mi pecho, pues el corazón se me hizo de pedernal. Y fue porque ya había sido ganado
por las potencias del infierno, que me ocultaban las luces del paraíso. Habrás oído hablar de las
antiguas glorias de Balbec[71], de las que aún hablan por sí solas sus ruinas… Bien, yo estuve allí en
sus días de esplendor; era una ciudad de palacios para que vivieran en ellos los príncipes
mercaderes, y la gran rival de Tiro, Tadmor y Damasco. A los pies del Antelíbano, sobre la fértil
planicie de Sahlat-Ba’as-el, rodeada de arboledas y jardines regados de continuo por el manantial de
Ra’as-el Ayr, Balbec estaba llena de grandes monumentos y templos dedicados a los dioses,
construidos con los mármoles más bellos del mundo. En los bazares de Balbec podía encontrarse lo
más precioso, ornamental y útil. Las caravanas entraban y salían por las puertas de la ciudad
cargadas de tesoros de valor incalculable, y las realezas que moraban en la ciudad mostraban gran
munificencia en sus actividades diarias. Balbec crecía imponente y magnífica por encima incluso de
Siria, pero su enemigo mortal se agazapaba tras la fuerza de los terremotos que a menudo la
visitaban. Debo confesar que a veces deseaba ver tanto esplendor arrasado por el caos, pero mi
anhelo de morir en el terremoto último, el que hiciera sucumbir los esplendores de la ciudad, el que
llevó la catástrofe a Balbec, de nada me sirvió. Fui, por el contrario, de la mano de Satán en aquella
tragedia.
»Recuerdo bien la atmósfera de la ciudad, saturada de vapores opresivos, el ominoso vuelo de
los pájaros en aquel aire, los temblores de tierra sucesivos, las explosiones en el seno de la tierra.
Ansiando aún morir sepultado en Balbec, corrí hasta las puertas de la ciudad apenas se inició el
terremoto, y vi desde ella el gran templo. El terror se había apoderado de la multitud, que corría
aplastándose los unos a los otros en una suerte de batalla sin cuartel mientras las ruinas seguían
cayendo sobre los hombres embrutecidos por el miedo. Caían a tierra los monumentos, los más
grandes edificios no eran más que un montón de piedras, mármoles y otras materias propias de la
albañilería, y las tumbas quedaban al descubierto. Todo lo presidían la muerte y la destrucción. Yo, a
quien apenas afectaba cuanto se iba derrumbando a mi paso, seguía albergando la esperanza de hallar
la muerte en cualquier rincón de la ciudad que se derrumbaba por momentos, y así me aventuré por
una escalinata que me condujo a un magnífico edificio que aún no se había derrumbado por completo.
Me vi en un amplio espacio hexagonal que tenía las dimensiones propias de un tribunal, pero que
sólo era un vestíbulo, el de una entrada principal ante la que se abrían dos puertas, las del tribunal en
sí; un vestíbulo que era como un peristilo rodeado de columnas de muy artística riqueza, tras las
cuales había estatuas dedicadas a los dioses. Como nadie salía al paso del intruso que era yo, me
detuve a contemplar todo aquello, indeciso, sin una determinación clara. Entonces se dejó sentir otra
violenta sacudida subterránea que hizo temblar los cimientos de aquella construcción. Cayeron las
estatuas destrozándose en mil pedazos, y sentí un grito de espanto a mis espaldas, un grito
sorprendente que me sacó de aquella contemplación en la que estaba. Era una damisela que se
retorcía en el suelo. Corrí hacia ella, la tomé en mis brazos y la llevé a un rincón apartado, donde
supuse que podría hallarse a salvo del derrumbe inminente, pero entonces, al contemplarla mejor, me
pareció demasiado perfecta para ser mortal y demasiado carnal para ser divina. No tenía más heridas
que las causadas por el miedo, sin embargo, y la conduje al cuadrángulo del peristilo, quedando yo
mismo a su lado en el suelo, sosteniéndole la cabeza entre mis brazos, contra mi pecho.
»—¿Eres la diosa a la que está dedicado este templo? —le pregunté ansioso.
»Recibí por toda respuesta su mirada de ojos negros desorbitados, unos ojos que tenían la fiereza
del tigre y la encantadora sugestión de la hidra. Pero se cerraron de inmediato.
»Sheykh, te digo que acababa de ver a quien era como Sisigambis, la gran dama imperial de
Persia, la madre de Darío, cuyas mejillas parecían las joyas de la tiara, la que lucía tan graciosa y
mayestática. Y más aún, la vi como a Cleopatra, en un salón del que pendieran sedas, vestida como
Venus y rodeada de mujeres ataviadas como ninfas, alrededor de las cuales había niños como
Cupido. No me movió hacia ella más admiración que la observada hacia otras bellezas que había
conocido en tiempos, pero encendido como lo estaba por la belleza de la damisela a la que sostenía
en mis brazos, dije a ésta a media voz:
»—Sé mía eternamente… ¿Qué me importan el favor o la condena del cielo, si eres mía para
siempre?
»De nuevo abrió sus ojos, ahora desnudos incluso de ferocidad, y volví a preguntarle: “¿Eres una
divinidad a la que rendían pleitesía los naturales de Balbec?”
»Como quien despierta de un trance visionario alzó la cabeza, la volvió hacia mí y se levantó
lenta y majestuosamente para mirarme desde su altura divina. Luego, con expresión temerosa,
respondió a mi pregunta con otra pregunta: si era yo uno de los dioses a los que había sido
consagrada por su padre.
»—Soy sacerdotisa de la casta Istar. Sólo un dios podría salvarme, como me has salvado tú —
clamó después la virginal damisela, postrándose ante mí.
»Otra sacudida hizo temblar lo que aún quedaba en pie de aquella edificación, a tal punto que
sólo permanecieron erectas unas pocas columnas. Las otras cayeron con sus capiteles corintios,
dejando la antigua corte de justicia reducida a escombros que se diseminaban por doquier.
»El pórtico orientado al este quedó irreconocible, de tantos cascotes salpicados por las columnas
caídas, y sólo en la parte oeste del edificio se veía una posible vía de escape. Hacia allí corrí
llevando en mis brazos a la doncella desvanecida, para encontrarme al fin ante otro edificio aún más
hermoso que el que acababa de derrumbarse, y que seguía incólume. Era el Templo del Sol de la
ciudad de Balbec, una maravilla escultórica y arquitectónica, ricamente ornamentado con estatuas de
dioses y de héroes de gran categoría artística.
»Declinaba ya el día, y expectante, ansioso por obtener una panorámica mejor, subí por la
escalinata en busca de un lugar donde pudiera hacerlo bien y, sobre todo, en busca de algún lugar
donde estuviese a salvo la preciosa criatura de la que cuidaba. A través de un alto portalón
despejado llegué a un inmenso vestíbulo del que partían dos escaleras, una a la derecha y otra a la
izquierda, cada una de las cuales llevaba a la última planta, al espacio que albergaba el templo en sí
mismo. Allí me detuve para tomar aliento, pues llevarla en brazos me había dejado sin resuello, y
allí volví a contemplar sus ojos abiertos pero que no me veían, sus ojos que ahora nada denotaban.
No obstante, un momento después parecía reparar en mí.
»—Sálvame, sálvame y te adoraré y rezaré siempre, seré tu sierva, dios del sol —susurró
entonces la dulce criatura.
»—Te equivocas, damisela encantadora —le dije—, yo no soy un dios, sólo un hombre de carne
y hueso que cuenta con enemigos como nunca los conoció hombre alguno.
»—¿Que no eres un dios, sino un hombre que cuenta con muchos enemigos? No aparentas ser un
hombre mortal, y además has venido a salvarme, cuando todos los mortales, incluidos los sacerdotes
y las sacerdotisas, huyeron sin pensar en otra cosa que no fuera salvar la vida… Estoy segura de que
eres mucho más que un hombre mortal… Estoy segura de que no morirás.
»—Nada más lejos de mi afán que defraudarte, sacerdotisa de Istar, aunque… ¡Tienes razón! No
soy un mortal más, sino un hombre maldito, condenado a vagar y a sufrir a causa de un gran pecado
cometido hace miles de años —dije para iluminarla de una vez a propósito de quién era yo
realmente, para decirle al fin cuál era mi naturaleza verdadera, y el porqué de mi naturaleza maldita.
»Me miró entonces con gran compasión y ternura, desde su inmaculada contención, y tomándome
de una mano con infinita dulzura me dijo:
»—Deja que comparta tus sufrimientos, deja que comparta tus miserias y necesidades, tu
pobreza, la condena a vagar por haber ofendido a Zicara y a su progenie… Sí, rezaré por ti…
Escucha, Zicara, la más poderosa, y tú, Ea, el que sustenta la vida y el conocimiento, el gobernante
de los abismos, el rey de los ríos y de los jardines, el favorito de Bahu, el que nació de Bal
Merodach, escucha la súplica que te elevo para que retires del bendito Al Zameri las garras de los
siete espíritus malignos que lo atrapan, y hagas que los dioses se apiaden de él y le consientan al fin
el descanso que merece después de tantas edades de tormento y dolor… Te ofrezco mi vida, Zicara, a
cambio de su descanso, pues él y sólo él me salvó la vida.
»Apenas hubieron dicho sus labios aquellas palabras fervorosas de la que se había arrodillado
para decir la súplica, una suerte de manía delirante se apoderó de mí… Me volví violentamente y
busqué la salida, pero ella, la que aún oraba de rodillas, se volvió a mí y exclamó:
»—No te vayas de aquí antes de que haya besado tus manos, mi salvador.
»La dulce doncella llenó mis manos de besos cálidos que atravesaron la coraza con que pretendí
cubrirme. Y la besé en la cabeza, en las mejillas, en la boca, pues fue la única mujer en el mundo que
me ofreció compartir mi destino fatal, la que había ofrecido su propia vida a cambio de mi salvación.
Pero no había cadenas que pudieran contener mi locura, mi delirante manía… Rompí nuestro abrazo
y huí, aunque mientras lo hacía sus lamentos me destrozaban el corazón.
»Dos perros rabiosos que iban detrás de mí hicieron que corriera con todas mis fuerzas en
dirección a las secas faldas de las montañas, sin que me abandonase el recuerdo de la dulce
damisela, de sus lamentos, de su desesperación al comprender que me iba de su lado. Corrí hasta
encontrarme con una gran roca que me cerraba el camino, y caí entonces de bruces llorando
amargamente por mi suerte, sí, llorando para que Él, a quien tanto disgusté, se apiadara de mí y me
liberase de mi condena.
»Rendido, agotado, me dormí al fin. Y con el sueño llegó hasta mí una figura de arcilla que
poseía un brillo sobrenatural.
»—Soy Metatron, el mensajero de la gracia, el que lleva las oraciones de los hombres al trono
del Altísimo; soy Metraton quien te habla, Al Zameri. Entre la oración y el Altísimo se alza un mundo
demoníaco sostenido por el fetiche a ti debido. Tú fuiste quien sedujo al pueblo elegido para redimir
a la humanidad, y sólo cuando la raza vea reducido a polvo el ídolo, sólo entonces, se abatirá la
fiebre que hizo presa en tu alma. Pero aún el ídolo vive, aún es símbolo de la locura, aún mora en
Sodoma, rebosando en las fétidas, en las odiosas charcas del abandono de la espiritualidad.
Y entonces Al Zameri quedó en silencio, ocultando su rostro entre las manos.
—El oro, en sí mismo, no es diabólico —dijo Alí—; es sólo la raíz del mundo diabólico, la
leprosería del corazón, un ansia incurable como la consunción de los pulmones que seca las mejillas
del hombre y le quita la vida… Así, tu culpa es tan oscura como grande es tu pena… Yo también fui
esclavo en la tierra del Señor donde nací, y de la que después llegué a ser jefe; el valor me sirvió de
mucho, pero el oro me sirvió de más… El oro, que es capaz de hacer que una mujer se vuelva loca y
que un hombre sea su villano… Aquí, Mahoma es el rey de reyes. Y yo, Alí Bey, soy un fugitivo que
huye de quienes me matarían a cambio de oro, pues el Calila del Islam depende de los bribones para
sobrevivir. Tú amasaste oro para hacer un ídolo, en cuyo altar quedó sacrificado el corazón de los
hombres, en cuyo altar se ofrendó la virtud de las mujeres… No obstante, sigue tu camino, Al
Zameri, que Alá hará que el hombre que desate su justa cólera se ahogue en una corriente de oro
líquido.
Quitó el condenado las piedras que tapaban la entrada de la cueva y se deslizó al exterior como
un fantasma. Con él desapareció la tormenta, dejando en el corazón de Alí Bey un estremecimiento.
—Alá es grande —dijo entonces Al Zameri—, pero me temo que su encuentro conmigo le
causará la muerte, pues así lo dicta la estrella diabólica que guía mi camino.
Acontecimientos posteriores demostraron cuánta razón había en este profético sentimiento de Al
Zameri, pues el celebrado Sheykh encontró la muerte en una emboscada.
Al igual que su compatriota Arthur Conan Doyle, el escritor inglés Sax Rohmer permanece en la
imaginación popular como el creador de un solo personaje mítico, decenas de veces imitado pero, en
definitiva, absolutamente inconfundible. Nos estamos refiriendo, por supuesto, al misterioso (y
peligroso) Dr. Fu-Manchú, un individuo alto, delgado y felino, de hombros anchos, cejas a lo
Shakespeare y cara de demonio, el cráneo afeitado y unos ojos alargados, magnéticos, verdes
como los de un gato. Dótele usted de toda la astucia cruel de la raza oriental pero concentrada en
una única inteligencia gigantesca, con todos los recursos de la ciencia antigua y actual (…)
Imagínese ese ser monstruoso y tendrá usted el retrato mental del doctor Fu-Manchú, el peligro
amarillo encarnado en una sola persona, según la despiadada descripción de Dennis Nayland-
Smith, uno de los más prestigiosos inspectores de Scotland Yard y su más acérrimo enemigo. Creado
en 1913, fecha en la que se publicó El Misterioso Doctor Fu-Manchú, la primera novela sobre tan
amenazador sujeto, se cuenta que Fu-Manchú podría guardar algunas similitudes con el célebre jefe
mafioso chino Mister King —rey del Chinatown londinense—, sobre el cual Sax Rohmer había
recopilado abundante información durante su corta trayectoria profesional como periodista…
Aunque, por otra parte, según declaraciones del propio escritor, el aspecto físico del maligno doctor
se inspira muy directamente en los rasgos del faraón egipcio Seti I, de la XIX dinastía (1294-1279 a.
C.), cuya momia, extraordinariamente bien conservada, le fascinaba a causa de los sucesos
paranormales con los que estaba relacionada, tal y como hemos visto con anterioridad en la
introducción.
Víctima de su éxito, Sax Rohmer prolongó la vida literaria del Dr. Fu-Manchú a lo largo de trece
novelas escritas entre 1913 y 1959, las cuales, como en más de una ocasión confesó a sus íntimos, le
reportaban tales beneficios económicos que le permitieron concentrarse en otros trabajos mucho más
personales sin preocuparse de su comercialidad. ¿Y cuáles eran esos trabajos? Pues todos aquellos
relatos que tuvieran que ver, según sus propias palabras, con mis principales intereses como
literato: el ocultismo y el Antiguo Egipto. No por casualidad, el primer relato que publicó como
profesional con apenas veinte años, en 1903, en la revista Pearson’s Weekly, fue “The Mysterious
Mummy”, en el que el ambiente del ficticio Great Portland Square Museum resulta esencial para
construir la atmósfera de la historia, su mecánica narrativa. Aquí, Sax Rohmer evoca claramente el
embrujo que ejerció sobre él, durante años, el British Museum y, muy especialmente, el ala dedicada
al Antiguo Egipto —en la actualidad, las salas 60-66—, con su sarcófago interno dorado de
Henutmehit, la piedra Rosetta y, sobre todo, sus momias. Rohmer decía que ya empezaba a sentir ese
embrujo cuando se acercaba paseando por los aledaños del museo, ya fuese por Tottenham Court
Road, New Oxford Street o Drury Lane.
Consagrado años después como escritor —en el periodo de 1920 a 1930, Sax Rohmer fue uno de
los escritores británicos de ficción más leídos y mejor pagados—, realizó varios viajes a Egipto
acompañado de su esposa, Rose Elizabeth Knox —con quien contrajo matrimonio en 1909—, durante
los cuales intentó ampliar sus vastos conocimientos mágicos sobre la civilización de los faraones, ya
revelados en novelas como Brood of the Witch Queen (1918) —que contaba la resurrección de una
arcaica reina-bruja egipcia capaz de asolar el mundo actual gracias a sus conjuros, y cuya densa
textura terrorífica llevó a un entusiasta H. P Lovecraft a compararla con el Drácula de Brant Stoker
— o en antologías de relatos como Tales of Secret Egypt (1918), donde aparece por primera vez el
cuento “Lord of the Jackals” —y que posteriormente sería publicado en Estados Unidos, con todos
los honores de un clásico, en el número de septiembre de 1927 de la revista Weird Tales—, en el cual
Sax Rohmer combina la brujería con la mística fúnebre de los antiguos egipcios —el chacal, animal
de mal agüero, merodeador y necrófago, es el símbolo también de Anubis, dios destinado al cuidado
de los muertos—, alcanzando una encomiable perfección estilística a la hora de dosificar los efectos
terroríficos. Señalemos que el creador de Fu-Manchú, aparte de sus cuentos fantásticos sobre
momias revividas y maldiciones faraónicas, continuó abordando el tema egipcio desde otras muchas
ópticas —folclóricas, históricas, étnicas, memorias de sus viajes…— en libros como Tales of East
and West (1932) o Egyptian Nights (1944). Una obra que, lamentablemente, continúa inédita en
lengua castellana, a pesar de su importancia dentro de la literatura fantástica; por este motivo, la
doble selección de las ya citadas “The Mysterious Mummy” y “The Lord of the Jackals”, permitirá a
los lectores comprobar, por un lado, la evolución creativa del autor en lo tocante a su tema favorito y,
por otro, la influencia de su trabajo en otros escritores pulp, particularmente estadounidenses.
Sax Rohmer, cuyo verdadero nombre era Arthur Henry Sarsfield Ward, nació en Birmingham, en
el seno de una humilde familia de origen irlandés. Su padre, William Ward, era oficinista, mientras
que su madre, Margaret Mary Furey, era un ama de casa neurasténica y alcohólica que apenas se
ocupaba de su hogar. De ahí que el pequeño Arthur Henry dejara la escuela a los diez años de edad,
aunque posteriormente adquirió una vasta cultura, de forma autodidacta, gracias a su voraz placer por
la lectura, afición que le inculcó su progenitor. A los dieciocho años adoptó el nombre de Sarsfield,
impresionado por las historias de su madre en las que afirmaba descender del famoso general
irlandés del siglo XVII Patrick Sarsfield (1650-1693). A fin de apoyar a la magra economía familiar,
el futuro escritor desempeñó diversos oficios —trabajó como administrativo en un banco, en la
compañía del gas local; fue redactor del semanario Commercial Intelligence y reportero en un
importante rotativo de Birmingham—, hasta que a los veinte años decidió dedicarse a su vocación, a
la literatura, fijando su residencia en Londres. Una vez allí, empezó a utilizar el pseudónimo que le
daría fama mundial, Sax Rohmer: «sax» significa «filo» en sajón, y «rohmer», «vagabundo».
Pero el hecho personal que mejor acredita las inquietudes ocultistas de Sax Rohmer —quien
llegó a ser un experto en brujería, satanismo y fenómenos paranormales, además de egiptología— es
su vinculación a la sociedad rosacruciana The Hermetic Order of the Golden Dawn (La Orden
Hermética del Amanecer Dorado), fundada en 1888 por el Dr. William Wynn Wescott, el también Dr.
William Robert Woodman y Samuel Liddell Mathers. Como bien explica Jesús Palacios en su libro
Desde el infierno. Una historia oculta del siglo XX, Rohmer ingresó en 1904 en The Golden Dawn,
época en que ya era un importante centro de reunión de científicos, artistas, «magos» e intelectuales
de todo signo y condición —William Butler Yeats, Aleister Crowley, Arthur Manchen, Algernon
Blackwood, Lord Dunsay, Sir Henry Rider Haggard, John William Brodie-Innes…—. La sociedad
admitió al escritor a través del médico de su madre, R. Watson Councel, a quien le escribió, a modo
de agradecimiento, el prólogo de su libro Apología Alchimiae (1925). Transcurridos unos años, el
propio Sax Rohmer publicaría su único y muy interesante tratado sobre historia de la magia, The
Romance of Sorcery —del que existe una edición moderna a cargo de Kessinger Publishing
(Montana, USA)—, en el que pueden leerse sus incisivos y doctos comentarios sobre personajes
como el filósofo místico Apolonio de Tiana, el matemático, astrónomo, ocultista y alquimista John
Dee, así como de Nostradamus, Cagliostro y la fundadora de la teosofía, Madame Blavatsky, por la
que sentía una gran admiración… Un bagaje cultural oscuro que, como prueban sus obras, resultó
fundamental para articular la personalidad artística de Sax Rohmer.
LA MOMIA MISTERIOSA
(The Mysterious Mummy, 1903)[72]

Eran casi las cinco de la tarde de una calurosa tarde de agosto, cuando un hombre alto y delgado
que lucía barba rala y al que daban un aire conspicuo la levita vieja que llevaba y el raído y alto
sombrero de seda, se dirigió a la entrada del Great Portland Square Museum. No llevaba bastón y
miró a su alrededor, como si se notase extraño al lugar, no obstante lo cual comenzó a subir la
escalera principal con paso fuerte, aunque deteniéndose a intervalos para toser ahogadamente.
Su magra figura atrajo de inmediato la atención de mucha gente que estaba allí, entre la que se
contaba el vigilante de la sala egipcia. Lo tomó por un excéntrico, por uno de esos que se pasan las
horas dando vueltas alrededor de las momias de los antiguos reyes egipcios, pero como éste era aún
más extraño y no dejaba de toser, captó de inmediato la atención del vigilante. Varios de los
visitantes salieron de la sala al entrar él, atemorizados al observar que el vigilante no le quitaba el
ojo de encima. Luego supuso aliviado que se iba ya del museo, pues lo vio tomar la dirección de la
escalera. Pero no lo hizo, según constaría en diversos testimonios.
Una vez transcurrida la jornada del museo, y cuando se hubieron cerrado sus puertas, entró la
patrulla de policía que vigilaba cada noche el museo. Cada hombre en una sala, iniciaron los agentes
su ronda nocturna, comprobando que todo estaba en su sitio, sin dejarse un rincón ni una grieta sin
revisar. Una vez concluida su tarea, procedieron a cerrar cuidadosamente las puertas de cada sala,
por lo que el agente que permanecía de guardia en el interior de cada una de ellas se veía así
imposibilitado para abandonarla o para dirigirse a otra. A cada hora, los responsables de la patrulla,
un sargento, un inspector y un bombero, hacían una ronda completa por el edificio. Cualquiera que
pretendiese hacerse con alguno de los muchos tesoros que albergaba el museo, lo tendría bastante
más que difícil, pues habría de poner en juego un gran ingenio para sacar adelante sus planes.
Se produjo aquella noche, sin embargo, un incidente que requirió la atención de los vigilantes, el
llamado caso de la momia de la sala etrusca.
Las personas familiarizadas con el Great Portland Square Museum sabían que en la sala etrusca
se utilizaban algunos nichos como receptáculo para los sarcófagos de las momias egipcias que tenía
el museo, las cuales, por varias razones, no se mostraban al público en la sala que les hubiera
correspondido. Quien se haya acercado a un sarcófago, y contemplado la momia que yace en su
interior, comprenderá los sentimientos de temor que podían embargar a un hombre dedicado de noche
a semejante custodia. La luz eléctrica aliviaba algo esa aprensión, pero una vez se habían revisado
las salas y cerrado sus puertas, la luz eléctrica se extinguía.
El agente que vigilaba la sala etrusca lanzó la luz de su linterna de ojo de toro hacia los nichos de
piedra que albergaban los sarcófagos, a través de las sombras. Convencido de que no había nadie, y
aliviado por ello, subió los peldaños que conducían a la galería romana de la misma sala y apagó las
luces de la parte que quedaba justo bajo la galería, cuyo interruptor estaba al final de ésta. Vio que en
el vestíbulo del edificio aún había luz, pues el sargento todavía no había echado las llaves. Esperaba
el hombre a que lo hiciera su superior cuando ocurrió algo de veras sorprendente.
De algún lugar de la sala en penumbra salió una tos ahogada.
Como no era un hombre que careciese de valor, el agente bajó la escalera de la galería en un par
de saltos mientras su linterna arrojaba discos de luz como satélites sobre las estatuas y los nichos. La
tos no se volvió a repetir. Y como no había nada que lo llevase al origen de aquel ruido, inició un
repaso metódico de los sarcófagos, incluso de los que estaban menos a la vista, abriendo para ello
los nichos. Cuando ya los hubo examinado todos, creyó el agente que la tos no había sido otra cosa
que una imaginación suya. Pero al arrojar luz de nuevo, rutinariamente, con su linterna de ojo de toro,
sobre uno de los sarcófagos, experimentó una angustiosa sensación de pánico. El sarcófago estaba
vacío. Y recordaba perfectamente que apenas unos minutos antes había visto allí una momia.
Nada más haber hecho tan aterrador descubrimiento, se dijo sin embargo que haría mucho mejor
en retomar su búsqueda del hombre que había tosido, pues estaba seguro entonces de que en efecto
alguien había tosido allí. Entonces se apagaron de pronto las luces de la galería, y decidido por ello
a llevar su investigación a las últimas consecuencias, subió los peldaños que conducían a la galería
romana, que estaba en penumbra. Apuntó al fondo de la galería con su linterna de ojo de toro y echó a
correr hacia allí.
—¿Quién ha apagado las luces aquí? —se oyó la voz del sargento que acababa de entrar en la
galería.
—Eso quisiera saber yo… Alguien las apagó cuando aún no había subido a la galería —dijo el
agente y comenzó a referir al sargento lo de la tos que había oído y la desaparición de la momia.
—¿Cuánto tiempo llevaba esa momia en la tumba? —preguntó el sargento.
—Hubo otra ahí, hasta hace un mes, pero la cambiaron de sitio, se la llevaron arriba… Me
parece que fue hace una semana cuando la volvieron a bajar, o quizá pusieron otra nueva, no lo sé…
Verá, yo no estuve aquí de guardia anoche.
Era verdad, y el sargento hubo de aceptarlo. Tenía tres pelotones de agentes para hacer la guardia
en el museo, pero ninguno de los que estaba allí aquella noche había prestado servicio en las dos
últimas semanas.
—¡Pues sí que es extraño! —dijo el sargento y un segundo después hizo sonar su silbato.
Pronto llegaron allí los otros, pues aún no había cerrado el sargento las puertas de las salas.
—Parece ser que hay alguien en el musco… Revisad todas las salas de nuevo —les ordenó.
Se fueron los agentes, y el sargento, acompañado del inspector, comenzó a examinar la sala
etrusca. No encontraron nada. Los demás tampoco tuvieron éxito en su búsqueda. No había el menor
rastro de que alguien se hubiese quedado en el museo tras la hora del cierre. Salvo dejar abierta,
como lo estaba, la puerta que separaba la galería romana de las escaleras que conducían a ella, no
cabía hacer nada más. La galería, además, comunicaba en su final con el vestíbulo de la entrada,
donde pasaban la noche de guardia el sargento, el inspector y el bombero. La decisión de dejar
abierta aquella puerta era buena, ya que así tendrían noticia de cualquier movimiento extraño que se
produjera entre la galería y el vestíbulo. Pero se probaría después que todas esas precauciones no
sirvieron para nada.
Transcurrió la noche sin alteraciones, pero el misterio de la momia desaparecida, y el misterio,
también, de aquella tos ahogada, seguían constituyendo el enigma a resolver. Con la llegada del
nuevo día se levantó la guardia en las salas, y el inspector, el bombero y el sargento, siguieron sin
embargo investigando en el museo, en su afán de resolver el caso de la desaparición del ocupante del
sarcófago.
—¿Una momia en esa tumba de allí? —se extrañó el responsable de la sala etrusca—. Mi
querido amigo, pero si hace un mes que no hay ninguna momia en ese sarcófago…
—Pues uno de mis hombres asegura que vio una ahí, anoche mismo, mientras hacía su ronda —
dijo el inspector.
El conservador de la sala parecía perplejo. Se volvió a un ayudante y le preguntó:
—¿Quién se encargó de la sala etrusca a partir de las seis de la tarde?
—Yo mismo, señor.
—¿Hubo muchos visitantes?
—Ninguno entre las cinco y cuarenta minutos y las seis.
—¿Y antes?
—Estaba tomando el té, señor.
—¿Y quién lo sustituyó a usted entonces?
—Mr. Robins.
—Pues llame a Robins.
Llegó el aludido.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted ayer en la sala etrusca?
—Una media hora, señor.
—¿Y no vio nada raro en ese tiempo?
—Bueno, señor, quizá debía de haber informado antes, lo siento mucho —dijo preso de una gran
excitación—. Cuando Mr. Barton, mi jefe, me llamó, sobre las seis menos veinticinco, había alguien
aquí, un hombre con levita y sombrero de copa, de seda muy raída, al que no recuerdo haber visto
salir.
—¿Y no echó usted un vistazo a la sala?
—Sí, señor, pero no vi a nadie.
—Siga informando sobre todo eso. Yo tengo que ver a Barton.
Barton, el jefe de los empleados del museo, recordaba haber estado hablando con Robins en la
escalera que conducía a la sala etrusca. Tampoco vio salir a nadie de allí, pero aceptaba como
posible que alguien hubiera podido salir de la sala sin ser visto por Robins, ni por él mismo.
—Envíe a tres de sus mejores empleados a revisar minuciosamente la sala —ordenó el jefe al
encargado de la sala etrusca.
Se volvió después al inspector y al sargento con una amplia sonrisa.
—Me atrevo a decir que estamos ante una pesadilla más… Ya ha pasado antes en el museo —
dijo—. Aquí suelen darse situaciones de lo más misteriosas.
Apenas habían salido de sus labios estas palabras cuando llegó hasta ellos un alto responsable
del museo, un antropólogo muy conocido, que parecía realmente alarmado.
—¡Por Dios, Peters! —exclamó nada más ver al conservador de la sala etrusca—. ¡Ha
desaparecido el vaso Rienzi!
—¿Qué? —dijo un coro en tono de incredulidad.
—Han recortado cuidadosamente la parte superior de la urna circular donde se conservaba, y han
sustituido el vaso por uno falso.
No esperaron más; salieron a la carrera para subir los peldaños que conducían a la sala del vaso
Rienzi. El vaso Rienzi, que no era más grande que una vulgar taza para el desayuno, poseía sin
embargo un gran valor, como era de todos bien conocido. Parecía por completo inconcebible que
alguien hubiera podido robarlo. Pero allí, en mitad de aquel nudo que formaban los atribulados
responsables del museo y los encargados de la investigación, allí estaba aquella imitación del vaso,
que pasaba de mano en mano.
Nunca antes se había visto una escena semejante en el museo. El staff al completo, como un solo
hombre, parecía haber perdido cualquier atisbo de ingenio. ¿Qué hacer?, ésa era la pregunta
generalizada. En menos de media hora se abrirían las puertas al público, y la ausencia del famoso
vaso sería la noticia inexcusable, no se podía mentir al respecto. Fue en esa tesitura, cuando todos
hablaban a la vez, cuando uno de los allí reunidos, que estaba junto a una vitrina, dijo de repente:
—¡Un momento, escuchen!
Se hizo el silencio; incluso otros que estaban en dependencias adyacentes acudieron ante aquella
llamada. Y detrás de alguna de las vitrinas que había cerca de las paredes de la sala se oyó una
especie de lamento ahogado, una suerte de murmullo que electrificó a todos los presentes. Pronto
entraron en función las llaves, para abrir la puerta de cristal que había tras las vitrinas, ante los
nichos, y se produjo el segundo y no menos sorprendente descubrimiento de aquella mañana llena de
acontecimientos.
Vieron que un hombre estaba metido en un gran sarcófago.
Pronto acudieron a liberarlo las manos de los que habían hecho el descubrimiento, y trataron de
reconfortarlo pues parecía muy débil. Estaba vestido sólo con su ropa interior y tenía una respiración
muy agitada, como la de un hombre apenas repuesto de una fuerte borrachera. Todos aguardaban
ansiosos que saliera de aquella semiinconsciencia en que se encontraba, pues suponían que sólo él
podría aportar alguna pista a propósito de lo que había sucedido por la noche en el musco, una pista
que ayudara a resolver el enigma que los ocupaba. Ya recuperado por completo el sentido, aquel
hombre, sin embargo, tuvo algunas dificultades para expresarse. Era el agente Smith, que había
estado de guardia en la sala egipcia. En un momento de su guardia, durante la primera hora y antes de
que se diera la alarma, había sido sorpresivamente asaltado y maniatado mientras recorría la sala.
No pudo ver a su atacante, que una vez lo hubo maniatado le condujo hasta el lugar donde fue
hallado, dejándolo sin capacidad para defenderse. Después sintió que le aplicaban a la nariz alguna
droga, algo que olía muy fuerte, y ya no recordaba nada salvo el momento en que lo rescataron del
sarcófago. Eso fue lo que declaró. Pero en añadidura a lo dicho por el agente Smith se produjo poco
después otro descubrimiento. Los tres hombres que habían quedado en la sala etrusca, con el
cometido de examinarla minuciosamente, encontraron una especie de vestuario de ópera compuesto
por un sombrero de copa, una levita, unos pantalones y un par de botines con polainas. Todo eso
apareció tras una estatua, habiendo pasado inadvertido, desde luego, a la inspección anterior a la de
aquellos tres empleados del museo. Ya tenían la prueba en la que habrían de basarse las
investigaciones subsiguientes. Luego decidió la dirección del museo que se cerrase la sala egipcia,
bajo la excusa de que se hacían allí unas reparaciones, sin que se pudiera obtener ningún dato
relevante más por parte de los que habían estado de guardia en el museo la noche anterior. El
inspector, el sargento y el bombero juraron solemnemente que habían acudido como era normal a la
sala egipcia, cada hora de la noche, sin que percibiesen ninguna alteración y encontrando siempre en
su puesto al agente allí destinado. Smith juró, sin embargo, aunque con idéntica solemnidad, que lo
habían drogado durante la primera hora de su guardia, y arrojado después al sarcófago de la momia.
Todo fue cuidadosamente ocultado a los periódicos, aunque el museo se vio lleno de detectives
en los días que siguieron. Dos semanas después de los hechos la sala egipcia seguía cerrada, pero
ciertas personas bien informadas, o simplemente agudas, de las que estaban en el secreto del caso,
comenzaron a sospechar que aquella situación no podría mantenerse igual durante mucho más tiempo.
Así que algunos empezaron a ver al agente Smith como un sospechoso. Y fue en ese punto cuando
consideraron que la desaparición del vaso Rienzi, una pieza mundialmente famosa, era cosa digna de
comunicarse al público en general, no sin decir que las más altas autoridades estaban dispuestas a
recuperarlo, y que se había probado ya suficientemente que ninguno de los que se encargaron aquella
noche de autos de la vigilancia del museo estaba implicado en la desaparición.
Apenas se hizo el anuncio menudearon las teorías que trataban de dar una explicación al caso.
Algunos sostenían que en realidad el vaso nunca había salido del museo, mientras otros aseguraban
que tras el robo estaba algún gobierno extranjero.
Al margen de cualquier explicación verdadera, el secreto era guardado celosamente por los altos
oficiales concernidos en la investigación, por los que sabían la verdad, unos pocos, comunicándose
que, una vez hallado el vaso Rienzi y resuelto el caso de su desaparición, volverían a abrirse al
público las puertas de la sala egipcia.

Ahora que ya vuelve a ocupar el vaso el lugar que siempre ocupó, no veo objeción alguna para
que cuente cómo fue que el famoso vaso Rienzi permaneció en mi poder durante doce días… Y si hay
alguna objeción… pues lo siento mucho… Ustedes deben saber, en cualquier caso, que no soy un
ladronzuelo al uso, ni un piernas cualquiera… Soy una persona de buen carácter y muy respetuosa, y
mi negocio consiste, digamos, en la detección de las debilidades en la vigilancia de cualquier
institución, aunque no reclame mis servicios, instituciones a las que cobro por mi trabajo una
cantidad modesta. Una vez, por ejemplo, descubrí que cierta y muy valiosa tiara guardada en un
museo francés corría serio peligro pues había muchas deficiencias en su custodia, por lo que decidí
sustituirla por una copia mientras se procedía a resolver aquellas deficiencias. Las autoridades
prefirieron no pagarme lo acordado, sin embargo, y todo el mundo sabe que mi excelente copia de la
tiara fue ratificada como tal falsedad por los expertos. Pero allá ellos con su conciencia y con sus
sentidos, si creen de veras que la tiara auténtica es la que exhiben.
Del mismo modo me traje de El Cairo una momia histórica, a la que había sacado de su
enterramiento, pero todos supusieron que se trataba de una de mis falsificaciones, cuando la
falsificación yacía en el sarcófago, obra de un excelente artesano de Birmingham, y pronto cerraron
el caso. Así que me largué de El Cairo sin más, con la momia auténtica. No puedo, sin embargo,
sentirme orgulloso de aquello, pues en realidad no tuve que ser muy sutil, todo lo contrario, fui
bastante tosco. Pero el caso del vaso Rienzi sí me llena de orgullo, debo decirlo… Ustedes juzgarán
mis procedimientos una vez haya contado cómo hice aquel negocio.
Han de saber antes, sin embargo, que lo primero que descubrí, en lo que a las deficiencias del
Great Portland Square Museum se refiere, fue que los grandes nichos de la pared, en los que estaban
los sarcófagos de la sala egipcia, mostraban un gran abandono. Me di cuenta de ello una tarde. Cierto
caballero, del que no diré el nombre, mostraba los tesoros de la sala a un grupo de damas. Se había
dejado abierto uno de los grandes nichos y contaba a las damas dónde habían aparecido los hermosos
abalorios que tenía en sus manos. Estaba a muy poca distancia de mí, pero como me daba la
espalda… fue suficiente. La llave estaba en el manojo que pendía de la cerradura de una gran puerta
de cristal que había ante los nichos. Considerarán ustedes que aquel hombre no hacía bien su trabajo,
pero sean comprensivos… La presencia de cuatro encantadoras damas americanas hubiese turbado a
cualquiera… ¡Excusémosle, pues!
Confieso, y me avergüenza decirlo, que hice un poco de ruido al tomar el manojo de llaves, por
lo que alguna dama se volvió a mirarme… Pero aquel hombre, encantado con sus conocimientos de
egiptología, y no menos encantado con la visita de las damas a las que atendía, ¿cómo iba a reparar
en aquello, cómo iba a sospechar algo? Luego pasé entre el grupo de damas, pidiéndoles perdón muy
educadamente, y me fui de allí con una buena copia de la llave hecha en cera. Lo demás fue sencillo.
El plan era simple. Sabía que varios pelotones de policías vigilaban el museo por la noche, y que
cada sala solía serle asignada al mismo hombre cuando le tocaba guardia. Luego me di cuenta de que
eran tres los pelotones de policías que se encargaban de la vigilancia del museo, por lo que los
agentes que los componían libraban allí dos semanas después de haber hecho guardia una. Hice una
observación detenida de todos ellos, durante días, a la hora en que llegaban al museo; hice una
observación detenida de cada uno de los siete hombres que componían cada pelotón, antes de
decidirme por el que más propicio me pareciera.
El primer policía en el que me fijé era bajo y fuerte, por lo que me hubiese resultado un fardo, un
mal trabajo. Observé atentamente sus movimientos, lo que me sirvió posteriormente para tener un
buen conocimiento de lo que haría en su patrulla otro agente, Smith, del que descubrí a qué bar
acudía antes de entrar de servicio. Éste era un tipo alto y delgado, y a veces un tanto insolente. Pero
supe cómo ganármelo, pues soy buen fontanero y además generoso con el dinero, lo que doblegó su
mal carácter.
Pasé toda una semana, tarde tras tarde, en compañía del agente Smith, en el bar, tiempo en el que
pude hacer un estudio completo de su personalidad, bastante anodina, por cierto. Y una tarde decidí
entrar en el museo, con una barba postiza, disfrazado a la manera de un caballero antiguo, con mi tos
no siempre forzada, y me dirigí a la sala egipcia para asegurarme de que, como suponía, seguía allí
cierto sarcófago, una vez comprobado lo cual bajé a la sala etrusca.
Anduve por allí durante media hora, más o menos, pero el empleado encargado de la sala no se
movía de su silla. Sabía, sin embargo, que se trataba de un empleado que ocupaba aquel sitio en
sustitución de otro que había salido a tomar el té, pues gracias a Smith conocía suficientes
pormenores acerca del museo como para tomarme las cosas con calma aquella tarde a la espera de
que su compañero regresara. Por suerte ocurrió algo que sirvió muy bien a mis propósitos. Apareció
por allí el jefe y dijo un nombre: ¡Robins!
Robins se levantó al instante y en menos de quince segundos me transformé. Me quité la barba
rala y el mostacho, los botines con polainas, la levita, el viejo sombrero para la ópera, y en un
momento me dispuse a ser el agente Smith, aunque vendado como una momia.
Dejé lo que me había quitado tras una gran estatua, donde a nadie se le ocurriría mirar de
primeras. No había un segundo que perder. En el último nicho, en el último sarcófago, saqué una
careta de goma con las rudas facciones del agente Smith, que me sujeté bien a las orejas, y así, yerto
de piernas y de brazos bajo las vendas sobre las cuales me había puesto el disfraz de opereta, me
convertí en una momia que llevaba mucho tiempo muerta… Una momia, sin embargo, tumbada sobre
una cartera de piel.
Un trabajo muy divertido, se lo aseguro… aunque uno esté acostumbrado a hacerlo. No tardó
mucho en regresar a la sala el encargado. No me había visto salir, pero, como era de prever, tampoco
podía estar seguro de que no lo hubiera hecho. Miró suspicaz a su alrededor, pero no me vio, claro.
Lo bueno empezó realmente dos horas más tarde, cuando un agente de policía repasó los nichos y los
sarcófagos con la luz de su linterna.
Creí que mi corazón se pararía del todo mientras iluminaba mi máscara, pero aquel pobre
estúpido se conformó al momento y oí sus pasos alejándose hacia la puerta. Esperé a que fuese a
apagar la luz de la sala etrusca, y entonces… Bien, salí del sarcófago y me escondí en un nicho
anexo, que estaba vacío, el más próximo a la corta escalera que llevaba a la galería romana. Tosí un
poco… ¡Cielos! El agente bajó a tal velocidad que en un segundo recorrió prácticamente media sala.
Luego comenzó a enfocar con su linterna hacia los nichos y los sarcófagos, pero lo cierto es que para
entonces ya había alcanzado yo la galería romana.
Estaba apagada la luz eléctrica en la sala etrusca, pero como la noche era clara entraba luz
suficiente por la ventana como para que pudiera moverme bien en la galería, donde aún había una
lámpara encendida; apagándola podría ver incluso si alguien acudía hasta la puerta en que
desembocaba la galería, así que me acerqué al interruptor y la extinguí. Luego fui por la galería hasta
una columna con su correspondiente capitel, que llegaba hasta el techo de la galería, a la que
comencé a subirme.
Lo tenía todo bien planeado, como podrán imaginarse… No obstante, debo confesar que sentía un
poco de miedo allí, encaramado al capitel de la columna, sujetando mi cartera de piel con los
dientes. Y mucho más miedo sentí cuando entró el sargento en la galería y el agente subió desde la
sala etrusca para encontrarse con él.
Oí que conversaban apresuradamente. Luego se encendieron de golpe las luces y oí un silbato.
Era una tontería que me asustase, porque lo esperaba. Muy pronto llegaron los demás policías, y
aunque estaba fatigado por mi escalada, me esforcé en otra acrobacia más.
El capitel de la columna no estaba a mucha distancia de la balaustrada de piedra de la primera
planta, donde estaba la sala egipcia, y el pasamanos que rodeaba la galería romana no tendría más de
once pulgadas de anchura, a unos cuatro pies por debajo del techo. Salté con mucho cuidado de la
columna al pasamanos, en un punto donde no podían verme los que ya se habían reunido en la sala
etrusca, y asiéndome fuertemente con las manos, y apretando el cuerpo contra la pared, conseguí
alcanzar la balaustrada. Como el agente Smith había corrido raudo al oír el silbato del sargento, hice
tranquilamente mi entrada en la sala egipcia, y usé cierta llave que tenía para abrir una urna muy
especial… Luego me escondí tras un sarcófago.
¡Pobre agente Smith! Lamento haber tenido que actuar así. Pero diez minutos después de que se
cerraran las puertas de las salas, salí a hurtadillas de mi escondite, le ataqué por la espalda y lo
derribé al suelo, todo ayudado por las vendas que me cubrían, pues impedían que mis pies levantaran
ruido en el piso de madera de la sala. Tenía yo un pañuelo en mi cartera, que saturé rápidamente con
el contenido de una ampolla que había guardado junto a la careta.
Le puse las rodillas en la espalda y le até las manos con un nudo que cualquiera puede enseñarle
a hacer a uno, a cambio de una peseta[73], en un lindero de Tánger. Como era un hombre musculoso,
trató de volverse contra mí, su atacante invisible; pero le apliqué el pañuelo a la boca y a la nariz, y
apenas pudo exhalar unos gritos inaudibles. Pronto quedó inconsciente, y hube de trabajar rápido
antes de que el inspector hiciera su ronda. El sarcófago de la momia estaba en el suelo, no en un
nicho, a pesar de lo cual me costó un gran esfuerzo arrastrar al policía hasta allí y meterlo en la caja,
hecho lo cual cerré las puertas acristaladas que había frente a los sarcófagos. A toda prisa me puse el
uniforme del agente, terminando de hacerlo justo cuando oí la llave del inspector en la cerradura de
la puerta de acceso a la sala. Fue muy duro, pero… ¡Ah, qué gran profesión la mía!
Lo demás resultó mucho más sencillo. En las amarillentas vendas de la momia llevaba
escondidas las herramientas necesarias, y en mi cartera de piel tenía el falso vaso de Rienzi. La urna
circular donde se conservaba la pieza auténtica me ofreció algún problema. Hasta cinco veces hube
de guardarme las herramientas y esconderlas, por coincidir con la entrada del inspector en la sala
durante su ronda, haciéndome pasar por el agente Smith, amparado yo por la penumbra, por la escasa
luz de la linterna. El pobre agente Smith comenzó a quejarse alrededor de las seis de la mañana, por
lo que tuve que aplicarle de nuevo el pañuelo con una nueva dosis de medicamento. Tenía que
mantenerlo dormido al menos una hora más.
Me largué de allí junto a los demás policías por la mañana, con el vaso auténtico en mi cartera.
Lo que sigue es breve. Claro que los detectives pusieron manos a la obra, pero… ¡Bah! Soy
demasiado viejo, un pájaro muy experimentado, como para dejar pistas. Eso es cosa de aficionados.
Trabé contacto en privado con los responsables del museo, imponiendo mis condiciones.
Supusieron, sin embargo, que tenían alguna pista, y lo retrasaron todo durante una semana más. Lo
hicieron para interrogar al pobre agente Smith, que no pudo decirles una palabra, simplemente… Fue
muy gracioso, sí… Pero como en realidad sólo querían que el vaso volviera a exhibirse donde
siempre había estado, para evitar el consiguiente escándalo, se avinieron al fin a pactar conmigo para
que se lo devolviese.
EL SEÑOR DE LOS CHACALES
(Lord of the Jackals, 1918)[74]

Por aquellos días, naturalmente (dijo el agente francés mirando al mar de Yûssuf Efendi[75], cuyo
oleaje casi alcanzaba la balconada desde la que se contemplan a la luz de la luna los lejanos
minaretes de El Cairo que señalan el camino hacia Dios), no ocupaba yo la posición que tengo en el
presente. No, yo era demasiado joven entonces, además de ambicioso; en realidad aspiraba a grabar
mi nombre en los anales de Egipto, como lo está el de Lesseps[76].
Mi idea —la misma que sostenían otros entonces— era la de expandir las fronteras de Egipto…
Amigos míos, Egipto, después de todo, no es más que un doble cinturón de barro que se extiende a lo
largo del Nilo, limitado por el desierto tanto al este como al oeste. ¡El desierto! El sueño de mi vida
era acabar con el desierto, con el desierto hambriento y grisáceo; mi plan, un plan estúpido, ahora lo
sé, pasaba por ampliar el fértil Fayum y expandir su oasis… ¿Cómo hacerlo? ¡Ah!
Pero ¿cómo desenterrar todos aquellos esqueletos? Sería difícil de hacer; nunca podría hacerse;
no obstante, permítanme que no les aburra contándoles cómo me dispuse a hacerlo… Baste decir que
mi ambición me llevó a organizar una caravana bien pertrechada con la que llegar al corazón mismo
del desierto.
Yo era muy ambicioso, ya lo he dicho; tenía sólo diecinueve años, me faltaba poco para cumplir
los veinte… A esa edad, un hombre llegado a Egipto desde St. Rémy no teme nada, no ve obstáculos,
no repara en los malos hados que puedan salirle al paso en los caminos; a esa edad, un hombre
contempla el mundo como un buen racimo de uvas que se dispone a saborear en toda su dulzura, sin
reparar en otra cosa.
Por aquellos tiempos había aprendido yo, de su Rudyard Kipling, que el Oriente es el Oriente…
Estaba en ese tiempo, pues, subyugado por los misterios de Egipto acerca de los que tanto se ha
escrito, acerca de los que tanto se escribe, y acerca de los que tanto se escribirá, pero sobre los que
muy pocas personas saben algo realmente… Muy pocas personas…
Así pues, yo, René de Flassans, vi con mis propios ojos algo contra lo que la razón debería
rebelarse, algo que mi pobre inteligencia europea no podía explicarse, ni mucho menos aceptar sin
más.
¿No me han pedido que les hable de eso? Pues lo haré con sumo placer, porque sé que hablo con
hombres honorables, y también porque sé que me hará bien hablar de ello ahora que tengo gris la
barba y aún recuerdo cuán barbilampiño era en aquel tiempo, y cuán fuerte y capaz, sin embargo, me
creía.
Una noche, finalizado ya un día que había sido francamente duro, bajo un cielo en el que parecía
reflejarse el fuego del infierno, me dirigí a caballo hacia un campamento árabe, en compañía de mis
nativos.
Eran beduinos —no viene al caso ahora de qué tribu—, y como sabrán ustedes, los beduinos son
las criaturas más hospitalarias que Dios haya creado jamás. La tienda del jeque siempre está abierta
a cualquier viajero que necesite descansar y recuperar la fuerza de sus miembros agotados. Allí
podrá disfrutar además de todo cuanto de bueno pueda ofrecerle la tribu, comida, bebida y
compañía… Y por si fuera poco, si pretende pagarles, no hará otra cosa que ofender su
caballerosidad.
Así es la hospitalidad en el desierto. Una lanza clavada ante la tienda significa que cualquiera
que alce su mano contra el huésped tendrá que vérselas con el jeque. De igual manera, levantar una
tienda en las proximidades de un campamento de beduinos es un insulto para éstos.
Bien, amigos míos; todo eso me resultaba plenamente sabido, pues no era yo un extraño entre
quienes llevan una vida nómada, así que, sin miedo de las miradas realmente fieras que observaban
nuestro acercamiento, presenté mis respetos al jeque Saïd Mohammed, siendo de inmediato
reconocido por él como amigo y hermano. Puso una tienda a mi entera disposición y regaló
igualmente con manjares a los que iban conmigo.
¿Han visto ustedes cómo cae la oscuridad en Egipto? De repente parece el cielo un lienzo
brillante, gloriosamente pintado con todos los colores del arte, y después cae de allí un telón, que es
como un maravilloso velo de color violeta; las estrellas brillan al poco como diamantes sobre ese
telón y la noche adquiere matices aterciopelados; la noche es más violeta que negra. Pueden
observarlo incluso aquí, en nuestro tan ruidoso El Cairo. Pero les aseguro que en el desierto todo
esto se incrementa al menos diez mil veces, y se hace diez mil veces más inmenso, diez mil veces
más impresionante… Es algo que habla al alma con la voz del silencio… ¡Ah, esas noches del
desierto!
Así fue la noche de la que hablo; después de compartir la cena con el jeque —y hay que decir que
las cenas de los beduinos no están hechas para estómagos delicados—, me deleité aún más con el
café aromático, de gusto exquisito, un auténtico néctar, y después con la contemplación de las cuatro
o cinco palmeras de aquel oasis, que veía desde la entrada de la tienda, y tras las cuales esa gris
alfombra del desierto tomaba entonces un tono de ébano que parecía ir a unirse con el violeta fuerte
del cielo.
Quizá fui el primero en verle, no puedo decirlo taxativamente… Pero bien es cierto que no lo
vieron los beduinos, aunque uno de ellos montaba guardia a la entrada del campamento.
¿Cómo podría describirlo? A medida que se acercaba bajo la luz de la luna parecía caminar con
pasos torpes, dudosos; mi primera sensación fue la de que nunca había visto algo semejante. Y de
inmediato supe cuál era la causa de mi asombro, y de mis dudas… Aquello, aun sin saber de qué se
trataba, me produjo un espanto y una repulsión indecibles, aterradores en sí mismos.
Tenía bucles de elfo, de un gris sin brillo, que le caían sobre el rostro anguloso, de modo que lo
que más resaltaba en él eran sus ojos amarillos. Vestía andrajos. Mostraba una actitud furtiva y
parecía realmente frágil, sobre todo visto en aquella vastedad.
Apenas apareció, los perros del campamento percibieron su presencia, ladrando y gruñendo a
cuanta sombra veían junto a las tiendas, cuando hasta entonces habían estado tranquilos. Nunca antes
me había sido dado ver una cosa como aquélla. En medio de tal maraña de sombras, de reflejos
amarillentos y de ladridos y gruñidos, aquel anciano exhaló un grito ahogado.
Levanté raudo el palo que llevaba en la mano y salí de la tienda. Otros hicieron lo mismo, y
también me vi rodeado de los perros, que gruñían y ladraban incesantemente. Llegué el primero y de
inmediato me detuve ante él, que alzó la cabeza.
En silencio me dio las gracias, con los ojos entornados, y de su garganta salió un sonido extraño,
gutural, mientras juntaba las manos y se las llevaba así a los labios.
Ante una tienda que estaba unas pocas yardas más allá, había una tinaja de barro llena de agua.
Alcé el palo para espantar a los perros más agresivos, los que mostraban sus colmillos al anciano,
prestos a atacarlo, y lo llevé hasta allí para darle agua, con la que se mojó los labios resecos.
Quienes me rodeaban observaban un silencio extraño; sólo se alzó un rumor de voces que no
entendí, aunque mi conocimiento del árabe era bueno ya entonces, cuando llevé al anciano de un
brazo para que no cayese pues sus pasos seguían siendo inseguros. Pero noté que todos guardaban
una distancia, no sabía si precavida o respetuosa, del anciano al que había socorrido y de mí.
Entonces, abriéndose paso entre los que así estaban, se hizo presente el jeque Saïd Mohammed.
Saludó al extraño con un respeto reverencial y le preguntó si deseaba pasar la noche a resguardo.
El anciano negó con la cabeza señalando a la tinaja de agua, y por mostrar sus dientes
amarillentos vimos que quería algo de comer.
De inmediato le fueron servidos los alimentos. Los guardó entre sus harapos, tomó agua de la
tinaja en una cantimplora, y sin mirar a los árabes se volvió hacia mí. Se tocó con una mano las
cejas, los labios y el pecho para saludarme; y sin decir una palabra se dio la vuelta y se fue con su
andar extraño, trastabillando, a punto de caer.
Los perros del campamento aullaron entonces y se hizo un silencio, que no puedo calificar sino
de raro, entre los árabes y yo. Todos mirábamos aquella silueta que se alejaba lentamente, y así
estuvimos hasta que se perdió de nuestra vista en la oscuridad del desierto. Los beduinos, siempre en
silencio, volvieron entonces a sus tiendas.
Saïd Mohammed me tomó de una mano y con pocas pero muy sentidas palabras me dio las
gracias por haberle salvado del deshonor, así como a su tribu. ¿Es preciso que diga que no daba
crédito, que me sentía anonadado? ¿Alguna vez se han encontrado ustedes, amigos míos, a un beduino
tan caballeroso y noble como el más noble entre todos los nobles franceses, y a la vez fiero como un
león, y galante como una mujer, que les dé las gracias por haberle servido de manera al parecer tan
sabia?
Dos de los perros, sin que pudiéramos evitarlo, habían seguido al anciano; de repente oí sus
ladridos desde la distancia; y después unos aullidos lastimeros, a los que siguieron un coro de
gruñidos salvajes y aullidos no menos aterradores, el de los chacales… Nunca antes había oído algo
como aquello durante mi vagar por el desierto… Siguieron oyéndose mucho rato los aullidos de los
chacales, sin que se dejaran sentir más los de los perros, ni sus ladridos. Los perros no regresaron al
campamento.
Miré a mi alrededor, para preguntar al jeque qué significaba aquello, pero no estaba.
Preguntándome ansioso qué suponía aquel incidente, entré en la tienda que estaba al final del
campamento, la tienda que el jeque había puesto a mi entera disposición para que descansara, y me
tumbé, más para pensar en lo ocurrido que con la intención de dormir. Pero en mi mente se mezclaban
y confundían aquellos ojos amarillos, el aullido de los chacales, el ladrido de los perros… Y así me
llegó el sueño.
No sabría decir cuánto tiempo dormí, pero sí que me despertó el frío tacto del amanecer
inminente, que levantaba la arena del desierto. Una luz gris e incierta iluminaba la tienda, y algo
parecía rascar su tela.
Me levanté de un salto, tomé mi revólver y me dirigí a la entrada para ver qué era aquello.
Una sombra esquiva se deslizó entonces entre las tiendas que había próximas a la mía, y me dije
que seguramente había sido un perro el que la rascara. En el silencio de la mañana se dejó sentir
entonces una llamada fantástica, un grito extraño, y miré hacia el este, por donde apenas se levantaba
el día, para ver sólo una silueta oscura, una figura solitaria e inmóvil algo más allá del campamento.
Por aquel tiempo, amigos míos, yo era un muchacho valiente… Todos lo somos a los diecinueve
años… Me eché una capa sobre los hombros y me dirigí sin dudarlo hacia aquella figura inmóvil.
Pero no había dado más de diez pasos cuando una mano suya me detuvo… ¡Era el extraño misterioso
quien me detenía! De nuevo tan cerca de él, aproveché para preguntarle si había sido él quien había
merodeado por mi tienda.
Asintió y, mediante una suerte de pantomima grotesca y muda, me hizo saber que me había
despertado para comunicarme algo… Se volvió, haciendo un gesto con el que me pedía que nos
alejáramos del campamento. Le acompañé sin dudarlo un segundo.
Nadie nos dio el alto, aunque había un centinela de guardia; así, cien yardas más allá de la última
tienda del campamento, el anciano se detuvo y se volvió hacia mí.
Primero señaló hacia el campamento, luego me apuntó con el mismo dedo, y después hacia una
caravana que se dirigía al Nilo.
—¿Quiere decir —le pregunté, aunque lo creía mudo o consagrado al silencio— que debo
abandonar el campamento?
Asintió con sus ojos amarillos más brillantes.
—¿Ahora mismo? —volví a preguntar.
Asintió de nuevo.
—¿Por qué?
Mediante su mímica me hizo saber que sería preso de la muerte si no me iba de allí cuanto antes,
si no abandonaba el campamento antes de que se dejara sentir el sol.
No creo poderles dar una sensación siquiera aproximada de la locura en la que parecía hallarse
sumido aquel hombre. No obstante, cualquiera de ustedes comprenderá la importancia de los
consejos dados por los ancianos, aunque aquel viejo, que me parecía un orate, me inspiraba un
sentimiento de repugnancia del que no podía desprenderme.
Negué con la cabeza, aunque sin dar muestras de descortesía, y diciéndole adiós con la mano
comencé a alejarme de él; él, con ese brillo espantoso que tenía en los ojos, y que no lograba
aterrarme, me saludó gravemente y se fue hasta perderse de vista.
Aunque entonces no lo sabía, acababa de escoger yo el sendero por el que ir a través del fuego.
Dormí un poco más tras aquella corta entrevista con el anciano —si es que realmente aquello fue
un encuentro y no un sueño—, y aún cansado, como si no hubiese podido conciliar el sueño
realmente, vi al fin salir el sol en todo su esplendor púrpura sobre las colinas lejanas.
¿Han tenido que soportar alguna vez, mis queridos amigos, un kamsín[77]? Supongo que no, como
tampoco habrán conocido el simoon[78]… ¡Un simoon en el corazón del desierto! Pues eso fue lo que
sucedió aquella mañana… Que se levantó una muralla de arena tan alta que parecía desprenderse del
mismo sol, y tan densa que convirtió el día en noche, y tan sofocante que llegué a pensar que no
podría sobrevivir.
Me pareció, sin embargo, que los beduinos sabían de la proximidad de la tormenta y se habían
preparado para ello. Los caballos, los camellos y los asnos fueron puestos en una tienda grande para
mantenerlos a salvo de la tormenta de arena, y los hombres se cubrieron con sus capas, y sobre todo
cubrieron sus cabezas para hacer frente al terrorífico viento del desierto.
¡Dios mío! Era el mismísimo demonio quien me cegaba, quien me sofocaba, quien me
estrangulaba por el cuello y me atenazaba la garganta con sus duros dedos de arena. Aquello era,
supuse, el peligro que me aguardaba, que podría matarme, si no abandonaba el campamento antes de
que luciera el sol en lo más alto.
Ciertamente, supuse que de haberme ido de allí, siguiendo el consejo recibido de manera tan
extraña, habría podido ponerme a salvo y regresar a la aldea del gran oasis, de donde había partido.
Pero pronto me di cuenta de que el simoon era un peligro menor, no ese del que realmente me había
avisado aquel anciano.
Así, pasó la tormenta, y cada uno de los hombres del campamento dio gracias a Dios por
habernos salvado. Y entonces, cuando nos afanábamos para que el campamento volviera a estar como
antes, la vi… Si quieren, pueden leer esta historia, pues fue recogida por H. M.[79], que la escribió e
hizo llegar por correo tras muchas horas de duro trabajo.
Sakîna salió de la tienda del jeque Saïd Mohammed para sacudir la arena a una de las alfombras.
El sol reciente extraía brillos de los brazaletes que lucía en sus brazos oscuros mientras sacudía
aquella colorista alfombra a la entrada de la tienda. El sol extraía también brillos de las trenzas con
que llevaba recogido el cabello, y de su vestido ligero, y de los aros de plata de sus tobillos, y de sus
pies pequeños. Creo que me transfiguré al contemplarla; creo, amigos míos, que en realidad me
quedé sin respiración al verla. Entonces me mostró el sol sus ojos, que eran como dos lagos de
oscuridad misteriosa en los que se sumieron mis propios ojos, que no podían dejar de mirarla.
El rostro de aquella adorable doncella árabe se arreboló al ver que la observaba, y llevó un trozo
de su vestido hasta los ojos para cubrírselos, entrando de inmediato en la tienda.
Fue sólo una mirada, amigos míos, una sola mirada… Pero ni el arco de Ulises hubiera podido
lanzar una flecha más certera, más mortalmente certera, como la que me lanzaron sus ojos. Recuerden
ustedes que tenía yo diecinueve años y provenía de la Provenza… ¿Qué hubieran sentido ustedes ante
una mirada semejante, ustedes que han recorrido el mundo, que alguna vez tuvieron también
diecinueve años?
De repente me sentí enfermo, como si realmente me hubiera afectado la tormenta de arena, y
aprovechándome de esa hospitalidad del desierto a la que ya he aludido, me fui a la tienda que me
había sido destinada.
En aquel encierro voluntario aprendí poco de las cosas y actividades del campamento. Me pasé
todo el día tumbado, pensando, soñando despierto con aquellos ojos negros; y por la noche, cuando
se dejó sentir de nuevo el aullido de los chacales, pensé también en el anciano vagabundo que me
había aconsejado marcharme de allí. Al día siguiente seguí allí tendido; y al otro, lo mismo. Me
atendían las mujeres de la tienda de Saïd Mohammed, cubiertas todas por el velo, naturalmente. Pero
aguardaba en vano la entrada en mi tienda de aquella cuya ausencia hacía que aumentara mi fiebre
por verla; aquella a la que en mis sueños le brillaban los ojos como antorchas, aquella de la que
ansiaba los pasos de sus pies pequeños dirigiéndose a mi tienda sobre la arena, escuchando
cualquier paso a lo largo de las horas, siempre en vano.
Pero a los diecinueve años resulta uno poco accesible a la desesperación, y las esperanzas que se
tienen a esa edad, capaces serían de hacer frente a la propia muerte. Fue cuando se cernía la cuarta
noche violeta, mientras me hallaba tumbado, en cierto modo avergonzado de mí mismo por la
decepción que parecía ir apoderándose de mi corazón poco a poco, cuando entró en mi tienda.
Lo hizo llevando un poco de sopa en un cuenco, y la vi en la entrada de la tienda, transparente su
vestido bajo los rayos de aquel sol que iniciaba su declive.
Mi conciencia dejó de atormentarme entonces. El corazón comenzó a latir con tal fuerza en mi
pecho que parecía ir a derribarme, a mí que había sobrevivido sin mayores esfuerzos a una tormenta
de arena.
A uno le hierve la sangre a los diecinueve años, amigos míos, sobre todo cuando lo miran unos
ojos tan brillantes como los de aquella muchacha.
Con su rostro modestamente velado, la doncella beduina se arrodilló ante mí, poniendo en el
suelo el cuenco de madera en el que llevaba la sopa. Mis ojos rompían su yashmak[80], en un intento
de observar su rostro, aunque allí estaban sus ojos descubiertos, sus gloriosos ojos que se negaban a
mirarme de frente. Mi corazón —¿o acaso era mi vanidad?— me decía que, no obstante, me
contemplaba a hurtadillas con interés, aunque no se sentía cómoda, desde luego, en mi compañía, y al
cabo, sin haber dicho una palabra, sin haberme mirado francamente, se levantó para irse de mi
tienda, momento en el que alargué mi mano para tomar la suya.
Entonces sí me miró de frente, como una gacela asustada, y se fue de allí.
Se fue, sí, y mi alma se fue con ella. Seguí tumbado durante horas, sin preocuparme del alimento
que ella me había llevado; sólo pensaba, soñaba despierto con sus ojos. ¿Qué había sido de mis
planes? ¿Cómo puede uno seguir albergando planes a los diecinueve años cuando hay por medio dos
ojos luminosos y arrebatadores?
Sí, amigos míos… No osaré hablarles más de mis expectativas de entonces, ni siquiera de
aquellas que hasta ese momento habían sido lo más importante de mi vida… ¡Es tan glorioso tener
diecinueve años y ser de la Provenza! Nada puede haber tan glorioso cuando se es joven, nada en el
mundo, cuando el fruto de los árboles parece al alcance de la mano y no se tiene conciencia del
pecado. Sí, cuando uno mira atrás se da cuenta de que a los diecinueve se es un auténtico pícaro, un
briboncillo.
Las beduinas son mujeres cuando las europeas aún son niñas. Sakîna, cuyos ojos podían penetrar
hasta el alma de un hombre, sólo tenía doce años… ¡Doce! ¿Podrían imaginarse ustedes a una niña de
doce años teniendo a merced de sus manos el corazón de un hombre enamorado, un hombre que
dejaba volar su imaginación entre las trenzas de aquella muchacha virginal?
Ustedes, amigos míos, acaso sean capaces de entenderlo, porque conocen el Oriente, y a las
mujeres del Oriente… Muchas de ellas son adorables con sólo diez u once años… Pero a los veinte
casi todas están ya ajadas, absolutamente passé… Y a los veintiséis, todas, salvo notables
excepciones, son como odres viejos y gritones.
Pero para ustedes, mis otros amigos, tan ajenos a las maneras del Oriente, no obstante lo cual
saben que los melocotones tienen una hora muy corta de dulzor, resultará extraño, incluso horrible,
que yo amara con todo el ardor que entonces me era propio a tan pequeña y virginal árabe, que de
haber nacido en Francia aún no habría concluido la escuela primaria. Pero no quiero caer en
digresiones…
Los árabes habían acampado cerca de un arroyo, naturalmente… Corría por una leve depresión
que había tras las palmeras, y allí, cuando el sol se ponía, iban las mujeres con los cántaros sobre la
cabeza, misteriosas bajo sus velos, graciosas en su caminar.
Son muchos los melocotones que se han podrido desde aquel lejano día, pero puedo asegurarles
que aún hoy, sí, aún hoy, soy esclavo del misterio que se esconde bajo el velo de las mujeres
egipcias. Puede que lo que digo sea depravado, inconveniente, sucio… Pero les aseguro que la figura
de una mujer egipcia con el cántaro en su cabeza, con su manera de caminar, lenta, sinuosa,
mayestática, cuando se dirige al pozo oscuro, es una figura que encadena y atrapa la imaginación.
Muy pronto, pues, se rompe esa barrera de reserva, como la cortina del harén, que separa a la
mujer oriental del amor. Arrojé al viento mis triviales escrúpulos, lo que quiere decir que aun
sintiéndome débil salí a disfrutar del frescor de la noche. Eso fue dos días después de que ella
entrase en mi tienda.
Mis pasos, pueden estar ustedes seguros, me llevaron al arroyo. Y ustedes, hombres de mundo,
sabrán que Sakîna, a pesar de los reproches que le hacían las mujeres del servicio del jeque, a pesar
de lo que le afeaban que no cumpliera con sus deberes, sería la última de ellas en acudir en busca de
agua.
La imaginaba diciendo mi nombre… René… Cuán dulce tendría que sonar en sus labios, aunque
no pronunciase la n precisamente a la manera provenzal… Y al cabo, aunque aquel lugar al que iban
las mujeres en busca de agua fuese un auténtico gineceo, nadie supo de nuestros encuentros, como
pasaron igualmente inadvertidos en el campamento.
Con su cántaro en el suelo, a su lado, esperaba sentada mi llegada abriendo mucho aquellos ojos
maravillosos que tenía, y se entregaba a mis palabras apasionadas como se rinden a la brisa los
juncos y las cañas de las riberas del Nilo. Era su alma como el pimpollo de una flor, el amoroso
instrumento en el que hice sonar la música del éxtasis. Y cuando me ofrecía sus labios… ¡Ah! ¡Qué
grandiosas noches en aquel desierto al que me sentía atado! Dios es bueno con los jóvenes y cruel
con los viejos.
Siempre junto a su padre, el hermano de Sakîna era el mejor caballista de la tribu, y parecía
volar a lomos de su blanca yegua. Yo me admiraba en la contemplación de tan gloriosa criatura como
lo era aquella yegua, amigos míos, e hice cuanto pude por granjearme su confianza.
Apenas en dos semanas vi cumplidos mis planes… hasta cierto punto, al menos. Como al fin
fracasarían, igual que se fueron al traste todas mis expectativas, no tengo inconveniente en hacerles
partícipes de los detalles, caballeros, y así les diré que apenas una hora antes del amanecer de cierto
día, corté las amarras con que la blanca yegua estaba atada a los camellos, y sin ser visto ni oído me
llevé a tan hermosa criatura sobre la silenciosa arena, hasta alcanzar una depresión del terreno donde
la monté para galopar y hallarme pronto a mil yardas de distancia del campamento.
El beduino que estaba de guardia tenía consigo una calabaza llena de erksoos[81]. Como fue
Sakîna quien se la preparó para la guardia, aproveché la ocasión y le puse en el erksoos unas cuantas
gotas de cierta medicina que llevaba entre mis cosas.
Faltaba una hora para el amanecer, pues, y me encontraba junto a la yegua, a prudencial distancia
del campamento, tratando de ver y de oírlo todo; faltaba una hora para el amanecer cuando al fin,
ella, por quien había renunciado a mis planes, por quien corría yo el riesgo de ser víctima de la
venganza, justa venganza, de unos hombres que son los más fieros del mundo que conocemos, vino
corriendo por las dunas y al llegar al leve valle se echó en mis brazos.
Cuando el sol estuvo ya en lo más alto y llenaba de luz todo el desierto, llevábamos cinco horas
cabalgando, lo que no quiere decir, sin embargo, que estuviéramos a más de una hora del alcance de
los árabes. Conocía relativamente los caminos del desierto, pero aquel lugar fantasmagórico y
desolado al que habíamos ido a parar por error me llenaba de oscuros presentimientos.
Todo en los alrededores, hasta donde alcanzaba la vista, parecía cubierto por piedra volcánica
salpicando las arenas que parecían levantar más allá confines en los que el desierto hacía una
muralla de piedra y arena realmente temible. Aquella muralla de piedra y de arena tenía en algunos
puntos túneles a modo de entrada; pensé que podían ser tumbas prehistóricas; no había un ápice de
verdor, nada crecía en aquel terreno yermo, ni al norte, ni al sur, ni al este ni al oeste… Todo era
desolación, arenas, piedra, tonos ocres y grises… Aquel lugar, aterrador por sí solo, evocador de un
sentimiento antiguo de espanto y dolor, expandía ese hedor de remota y eterna mortalidad al que
hemos dado en llamar el polvo de Egipto.
Sentada ante mí en la silla de montar, Sakîna se volvía para mirarme con su rostro inmutable de
felicidad, acariciando mi cuello con sus finos dedos oscuros. Pero me di cuenta de que comenzaban a
abandonarle las fuerzas. Se hacía preciso descansar al menos un poco.
No había señal alguna de que nos persiguieran, así que desmontamos y senté a mi gentil
acompañante junto a una roca que cubrí con una áspera manta y le ofrecí agua.
No desayunamos otra cosa que pan y dátiles, lo único que llevábamos aparte de las cantimploras
con agua, pero el pan, los dátiles y el agua son auténtica ambrosía cuando se saborean entre besos…
¡Ah, esa maravillosa locura de la juventud! ¡A veces, amigos míos, tiendo a creer sinceramente que
el hombre que nunca ha sido malvado por amor tampoco ha podido ser feliz!
Imagínense el cuadro, allí sentados los dos, juntos en semejante paisaje desolado… que era para
nosotros, sin embargo, como un jardín preñado de rosas; imagínense a dos enamorados como
nosotros comiendo tan escaso y pobre alimento como si fuera el mero alimento de los dioses…
Allí estábamos, delirantemente felices, ajenos a todo lo que nos rodeaba, sin atender a que la
muerte podía segar en cualquier momento nuestros juegos bajo el sol, cuando de repente… algo, sí,
algo, me habló…
Entiéndanme, caballeros; no quiero decir realmente que algo me hablara, en tanto que escuché
cualquier cosa perfectamente audible; lo que quiero decir es que de repente, aunque tenía sus brazos
aterciopelados alrededor de mi cuello, me sentí compelido a levantarme, lo que hice despacio… E
igualmente despacio me volví a mirar en dirección a unas rocas negras que se alzaban más allá como
un muro.
¡Dios misericordioso! Mi corazón latía brutalmente, como me late ahora, todavía, al recordar
aquel momento.
Inmóvil como una estatua, pero en actitud incierta, como si pudiera derrumbarse de un momento a
otro, aquel que me había prevenido, aquel que me había aconsejado que abandonase el campamento,
estaba allí, mirándonos con gesto adusto desde las rocas.
No sé cuánto tiempo estuve mirándole. Pero cuando me volví hacia Sakîna la vi en el suelo,
yaciente y temblorosa, con la cara entre las manos.
Entonces, aquel anciano ominoso, que parecía incapaz de mantenerse en pie, saltó de las rocas
con la agilidad de una cabra de monte y se dirigió raudo hasta donde nos encontrábamos.
Cubrió velozmente la distancia de arena y piedra que nos separaba. Y cuando estuvo ante mí…
Bien, cualquiera de ustedes hubiera podido ver en sus ojos, como lo vi yo, el reproche, la ira, la
rabia semejante a la de un perro golpeado injustamente y sin misericordia por su amo… No decía
nada, pero de los ojos amarillos de aquel vagabundo del desierto brotaba la reprobación más dura…
No podía decirle nada, no me salían las palabras.
Sentí que me echaba a temblar violentamente, como si además del miedo me poseyera una
desazón indecible, a tal punto que hubiera dado por buena entonces la visita de la muerte, lo que me
hubiese liberado de aquella mirada insoportable, de aquel reproche hiriente.
Señaló entonces hacia el horizonte, donde destacaban unas siluetas oscuras en la lejanía.
Caí de rodillas ante Sakîna. Era yo entonces una figura lamentable, plena de dolor, pobre y
penosa… La locura de mi pasión amorosa me había abandonado por completo; era un ser mísero a la
sombra de aquel otro ser extraño que me hacía reproches indecibles con su mirada. Ni siquiera me
salían las lágrimas, de tan aterrado; supe de mi culpa; comprendí que no había hecho otra cosa que
llevar hasta aquel desolado confín a Sakîna para que muriese.
Aquel hombre cuyas maneras no se parecían en nada a las humanas, empezó a balbucear como un
orate, empezó a gesticular señalándome… No creo que puedan comprender ustedes siquiera una
mínima parre de los sentimientos que me embargaban en aquellos momentos. Sakîna se aferró a mí
temblando de un modo que nunca, nunca, podré olvidar mientras viva… Y su mirada… Todavía hoy
me remuerde; aún en el presente me hiere recordarla…
A la vez que se acercaban desde la lejanía aquellas siluetas oscuras, salieron de sus escondrijos
esos lagartos del desierto que se confunden con las rocas y la arena.
Mi locura desesperada se incrementaba por momentos. Comprendí que aquel ser no había dejado
de vigilarme un solo instante. El viejo seguía mirándome con sus ojos insoportables; Sakîna, mi
dulce compañía, también se aterrorizaba aún más a cada poco, temblorosa de tal manera que la
descripción resulta imposible.
Era evidente, sin embargo, que aquel anciano albergaba alguna intención con respecto a mí.
Gesticulaba sin parar, señalando a los árabes cada vez más cercanos, y se volvía después a señalar
hacia las rocas que había a su espalda… Supuse, en cualquier caso, que era imposible huir, pues la
yegua no podría distanciarse de nuestros perseguidores llevándonos a Sakîna y a mí, justo entonces,
cuando ya oía el golpear de los cascos de los caballos de los árabes en la arena sembrada de
piedras, por lo que ansié en verdad que aquel anciano me estuviera señalando un buen lugar en el que
escondernos.
Me maldije entonces por haber hecho aquella pausa que nos había puesto al alcance de nuestros
perseguidores. Ahora sé, no obstante, que nos hubieran dado alcance aunque no hubiésemos
desmontado donde lo hicimos. Pero entonces, urgido por la persecución, tenía que reaccionar de otra
manera.
Maldije también, en aquella mezcla de sensaciones que me invadía, no haber hecho caso del
aviso que me dio aquel anciano miserable; y traté de convencerme, al tiempo, de que fue necesario
hacer aquel alto en nuestra huida porque la dulce niña a la que me llevaba necesitaba descansar, por
mucho que eso nos hubiera puesto a merced de nuestros perseguidores.
La partida, en número de cuatro jinetes, en cuya avanzadilla iba Saïd Mohammed, estaba ya
apenas a cinco yardas de distancia cuando volví a sentirme en posesión de mis sentidos. El viejo
ermitaño tiraba además de mi brazo con fuerza e insistencia, lo que me hizo darme cuenta del peligro
inminente; sus ojos amarillos brillaban aún más que antes, aunque no obstante la locura que se veía
en ellos percibí también su intención piadosa.
—¡Vamos! —acerté a decir tomando a Sakîna en mis brazos—. ¡Escondámonos tras las rocas,
este hombre nos ayudará a hacerlo!
—¡No, no! —protestó débilmente ella—. No me atrevo…
Pero la alcé en vilo con todas mis fuerzas, y corrí desesperadamente con ella entre mis brazos.
La distancia que nos separaba de aquellas rocas que parecían una muralla era mayor de lo que
parecía y el terreno resultaba realmente impracticable, como dificultosa nos resultó la ascensión…
Ya en las rocas, hubo de asistirme con su mano en muchas ocasiones nuestro guía, pues apenas podía
valerme porque llevaba a Sakîna en mis brazos.
Sakîna, sin embargo, sentía auténtico terror ante aquel hombre, y me pareció que también por el
lugar al que nos conducía. Creí sinceramente que estaba a punto de volverse loca de miedo. Cuando
el anciano se detuvo ante una apertura que había en una gran roca, de no más de quince pulgadas de
anchura, y agitó sus brazos en el aire sugiriéndonos así que entrásemos, sus rizos élficos y grises que
le caían sobre los hombros, y sus brillantes ojos amarillos, intimidaron a tal extremo a Sakîna, que
consiguió desasirse de mí y echar a correr hacia abajo, por la peligrosa pendiente.
—¡No entraré ahí! —gritó cuando le pedí que volviera, extendiendo hacia mí sus manos,
pidiéndome que regresara con ella—. ¡No quiero entrar ahí, ese hombre nos devorará!
Al pie de la loma que conducía a las rocas, Said Mohammed, que ya había desmontado de su
caballo, y que encabezaba la subida de los perseguidores hacia donde estábamos, sacó entonces su
pistola y abrió fuego…
¿Es necesario que siga?
Hace de eso tantos años que apenas puedo contarlos… Pero permanecen tan frescos aquellos
hechos como si hubieran ocurrido ayer mismo, amigos míos… Son ya muchos los años que
contemplan mi soledad, señores, pues estoy solo desde que sonó aquel disparo… Un disparo que
cambió para mí la faz del mundo. Allí concluyó mi juventud, tan abruptamente; allí comencé a saber
quién era yo realmente, el mal que había causado.
Ningún discurso humano puede ser tan elocuente como lo fue aquel disparo que hizo Saïd
Mohammed, cuyo eco permaneció largamente entre las rocas, en la enorme expansión del desierto, a
través de esos laberintos que nos circundan y en los que tantas veces nos vemos inmersos.
El destino se encarnó así en el fuerte brazo del jeque, en su mano que apretó el gatillo.
Un leve gemido, que no podrá borrarse de mi mente, salió de los labios de Sakîna, caída casi a
mis pies… Y su sangre comenzó a teñir la dura roca sobre la que fue abatida.

***

El hombre que les hace esta descripción y muestra sus emociones ante ustedes no es más que un
impostor… Desde aquel día, el mundo se hizo para mí negro; cada una de las emociones que antes
me habían adornado quedó paralizada.
Desde entonces, realmente, no oigo nada, no veo nada que no sea aquel cuerpo abatido, aquella
sangre cubriendo la roca negra, el amor agonizante que traslucían los ojos de Sakîna… Entre
sollozos me arrojé sobre su cuerpo, y mientras exhalaba el último suspiro de su existencia contra mi
pecho, supe, y que Dios se apiade de mí, que lo que había empezado como un dulce amor de juventud
era en realidad una tragedia vivida e insoportable. Sentí que con su muerte se apagaban para mí las
luces del mundo; supe que en adelante jamás sentiría el calor del sol ni la dulzura de la mañana.
Aquel hombre de las cuevas, con la fidelidad propia de un perro, trataba de arrancarme del
cuerpo sin vida de mi amor para llevarme al lugar donde pretendió darnos cobijo para ponernos a
salvo de nuestros perseguidores. En mi estado tan parecido a un estado comatoso, apenas podía intuir
siquiera lo que pretendía decirme con sus balbuceos de orate… Y lo aparté de mí a empellones,
maldiciéndole.
Los beduinos subían ya por las rocas, una vez salvada la loma, y estaban apenas a cien yardas de
donde me hallaba. Bajo aquella luz para mí dudosa vi bien, sin embargo, el gesto brutal de Saïd
Mohammed.
El anciano al que había apartado violentamente de mí volvió a tirar de mi brazo, sin embargo,
para llevarme a su cueva, pero yo seguía postrado, abrazado al cuerpo de Sakîna, incapaz de
reaccionar aunque veía cada vez más cerca a mis perseguidores.
Noté sin embargo que cesaban de repente sus esfuerzos por desasirme del cuerpo de mi amada, y
supuse que aquel anciano loco, incapaz de salvarme de quienes querían quitarme la vida, había
decidido salvar al menos la suya.
Pero estaba equivocado.
No sé si sería de recibo que me preguntasen ustedes por la magia de Egipto, pues ya ven cuántas
lágrimas me costó… Aunque les aseguro, amigos míos, que no me avergüenzo de haber llorado
tanto… No tengo ningún inconveniente, en cualquier caso, en seguir hablando de ello… ¿Dónde está
la magia?, se preguntarán ustedes. Y yo les contestaré que la magia estuvo en la conversión de mi
falso amor en una verdad terrible… Pero hay algo más, igualmente mágico… Algo que me rodeó, de
lo que me imbuí cuando estaba a merced de mis enemigos, esperando que me dieran muerte.
Detrás y sobre mí, a todo mi alrededor, surgió entonces un lamento… Seguro que han oído
ustedes alguna vez ese cántico beduino, el Mizmûne, que dice así:

Ya men melek ana dêri Waat sa jebb.


Id el’ish hoos’a beb hatsa azât ta lebb[82].

¿No han oído que las flores caen de sus tallos cuando se canta esto de una manera muy sentida?
Si lo dudan es que jamás han oído un lamento mágico.
Yo no albergo dudas, amigos míos… Yo sí escuché ese mágico lamento, que me envolvía, tan
parecido al cántico… Mi mente embotada comenzó a repetirlo, como si quisiera corearlo, aunque
jamás había dicho hasta entonces aquellas palabras del Mizmûne. Volví entonces la cabeza, y allí, en
lo más alto de las rocas, estaba el anciano de la cueva, extendiendo sus brazos hacia mí.
Exhaló de nuevo aquel lamento indescriptible. No era un lamento humano. Tampoco era un
quejido animal, aunque estaba más próximo al mundo de los animales que al de cualquier raza
humana. Sus ojos brillaban entonces con un fulgor aterrador; su cuerpo corcovado adquiría ahora un
significado difícil de comprender… Se había transfigurado.
Exhaló su lamento una tercera vez, y de una de aquellas aperturas que había en las rocas salió un
chacal. Sabrán ustedes que el chacal es una criatura que huye del día y se agazapa en la noche… Sin
embargo, allí estaba, bajo la luz dorada e imperiosa del día… Y pronto otras siluetas oscuras como
la suya contrastaban contra la refulgencia del sol.
Se apoderó de mí una gran ansiedad por saber qué acontecía, pues al primer chacal había seguido
otro, y a éste un tercero, y un cuarto, y un quinto… ¿He dicho un quinto chacal? No, quería decir
quinientos chacales… O acaso cinco mil chacales.
De todo agujero, de toda resquebrajadura en las rocas, de todo cuanto más recóndito había en
ellas, salían chacales temibles. Ya no me hice más preguntas, pues me abandonó el miedo. Olvidé mi
tristeza, mi pesar. Quedó supeditada mi inteligencia al imperio de los chacales del desierto. No veía
aquí y allá más que un mar de chacales moviéndose subrepticiamente, al acecho, protegiéndome…
pues todos ellos sin excepción volvían sus cabezas para clavar los ojos en los beduinos.
Y una y otra vez oí aquel grito, ese lamento… Los chacales, por miles, avanzaron lentamente
hacia los beduinos.
No había lugar al norte o al sur, al este o al oeste, por el que no se expandiera aquella marea de
chacales. Y nunca hubo nada, al norte o al sur, al este o al oeste, que pusiera en fuga al jeque Saïd
Mohammed… Pero en aquella ocasión huyó aterrado.
Vi galopar desesperadamente a los cuatro jinetes bajo el alto sol de la mañana. La yegua blanca
en la que me había fugado del campamento también huyó tras ellos. Y el desierto se tornó amarillo
por el reflejo de los ojos de los chacales. Oí por última vez aquel lamento y los chacales comenzaron
a regresar lentamente a los recónditos escondites de las rocas de los que habían salido.
Perdónenme, amigos míos, si les parezco un tonto emocionado… Pero cuando me recuperé de
aquel anonadamiento que me produjo un espectáculo tan ajeno a lo que es natural, el mago, aquel
anciano, ya no estaba junto a mí, había desaparecido dejándome solo.
Pronto desaparecieron igualmente los chacales, no quedó ninguno al alcance de mi vista. Cavé un
hoyo con las manos y di tierra a mi amada muerta. No puse en su tumba una cruz, ningún símbolo,
nada que indicase que allí reposaba su cuerpo. Pero sí puedo decirles que dejé mi juventud en su
tumba. Ésa fue mi ofrenda.
Dirán ustedes que, puesto que pequé tan gravemente, pues traicioné la confianza del noble Saïd
Mohammed, huí de allí rápidamente en cuanto me fue posible hacerlo.
No, nada de eso, no podrían saber ustedes la verdad.
Se preguntarán también qué fue de ese a quien debía gratitud por haberme salvado, y al que no
había podido mostrar mi agradecimiento… Bien, de él voy a hablarles.
Años después, no importa cuántos, pero valga decir que era yo por aquel entonces un hombre sin
ilusiones, mi vagabundeo de ave solitaria me llevó cierta noche a un lugar raramente visitado por la
gente. Un lugar que estaba en una profunda depresión del terreno, un lugar muy parecido a uno en el
que me veía repetidamente en mis sueños, y del que ya les he hablado, y en el que vi, a medida que
me acercaba, unas pocas palmeras que parecían enseñorearse de la arena.
Iba solo y me sentía cansado. El lugar donde hacerme con agua, que se me había acabado,
quedaba aún a varias millas de distancia, según lo que me era conocido; estaba escrito que habría de
pasar mucho tiempo y no pocas penalidades antes de llegar a un pozo, y me sentía terriblemente
débil.
Cuanto más me acercaba a aquel lugar, más percibí los muchos buitres que llenaban el aire, lo
que me hizo dudar de que pudiese llegar al lejano pozo. Pero cuando desde lo alto de una duna tuve
una visión más nítida del lugar, eso me hizo espolear a mi caballo para llegar allí cuanto antes…
Volando con el pánico en mi corazón.
La luna brillante llenaba con su luz aquella depresión del terreno y extraía de las palmeras densas
sombras cimbreantes sobre la loma que había un poco más atrás… Vi entonces, para mi sorpresa, un
arroyo… Y a muy poca distancia, fantasmagórica su presencia a la luz de la luna, el cuerpo sin vida
de un hombre.
Supe de inmediato quién era, aun antes de acercarme a él… Y por si eso no era suficiente, tuve
una evidencia mayor: cuanto más me acercaba miles de ojos se clavaban en mí.
¡Dios! Todo estaba rodeado de chacales… Mis amigos los chacales, comedores de carroña…
Chacales silenciosos, vigilantes, que velaban al anciano sabio muerto. Al que en vida había sido su
señor.
Has oído decir, vagamente, que el hombre posee algo inmortal que se llama alma, la cual
se supone que sobrevive a la muerte del cuerpo. Quiero que deseches esa vaguedad, y que
comprendas que, aun siendo cierto el concepto, es una visión de los hechos muy restringida.
No digas: «Considero que tengo un alma», sino: «Sé que soy alma». Porque ésa es la pura
verdad; el hombre es un alma, y tiene un cuerpo. El cuerpo no es el hombre. Lo que tú llamas
la muerte no es sino el acto de despojarse de una vestidura inservible, y esto no implica el fin
del hombre así como no implicaría el fin tuyo quitarte el abrigo. Por consiguiente, no has
perdido al que amas entrañablemente, solamente has perdido de vista el abrigo en el cual
acostumbrabas a verlo envuelto. El abrigo se fue, mas no el hombre que lo vestía; seguramente
es el hombre lo que tú amabas y no su vestidura.

Esta reflexión tan mística aparece en las primeras páginas del libro Reincarnation (1898), obra
de C. W. Leadbeater, ocultista, escritor y vidente —tarea a la que se entregaba esporádicamente,
cuando se daban las circunstancias propicias—. Leadbeater fue asimismo uno de los personajes más
singulares de la llamada Eterna y Divina Sabiduría, la Teosofía, disciplina filosófica y espiritista
creada/ordenada mediante la Theosophical Society por Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891),
William Quan Judge (1851-1896) y Henry Steel Olcott (1832-1907). Con el tiempo, el ocultista se
convertiría en un destacado teósofo, cuya obra aún se reedita en castellano, como demuestran
Clarividencia y clariaudiencia: métodos prácticos para su desarrollo (Clairvoyance, 1899),
Protectores invisibles (Guardian Angels and Other Unseen Helpers: A Lecture, 1903), La ciencia
de los Sacramentos (The Science of the Sacraments: An Occult and Clairvoyant Study of the
Christian Eucharist, 1920), La masonería: la historia secreta (The Hidden Life in Freemasonry,
1926) o Los Chakras (The Chakras, 1927). En este sentido, el monumental trabajo emprendido por
Leadbeater —compuesto por más de medio centenar de libros— ha sido fundamental para
popularizar la Teosofía, y sobre todo, muy influyente en la configuración de las más diversas y
extravagantes formas de pensamiento New Age.
Aunque las fotografías que se conservan de C. W. Leadbeater nos descubren a un anciano de
mirada afable, melena canosa cuidadosamente peinada hacia atrás y larga barba, similar a la de un
faquir hindú, la personalidad del más animoso profeta de la Teosofía tuvo una vida llena de
claroscuros. Cuando era un niño se trasladó junto a sus padres a Brasil, donde vivió, según confesión
propia, muchas experiencias espirituales, y perdió trágicamente a un hermano, que de acuerdo con
sus convicciones espirituales, se reencarnó como Charles Jinarajadasa (1875-1853), elegido
presidente de la Sociedad Teosófica en 1944. Al regresar a Inglaterra, Leadbeater ingresó en la
Universidad de Oxford, logrando ordenarse en 1878 ministro de la Iglesia Anglicana, donde actuó
como ministro hasta 1884, cuando tomó contacto con la Teosofía, trasladándose a vivir durante cinco
años a Ceilán (actualmente, Sri Lanka). En 1906, de nuevo en Gran Bretaña, fue acusado de
pederastia por uno de sus alumnos, un niño de once años llamado Hubert van Hook, por lo que
Leadbeater fue retirado inmediatamente del sacerdocio. Pese a que la acusación no pudo probarse —
el asunto ni siquiera llegó a los tribunales—, otros jóvenes alumnos se sumaron a la denuncia de Van
Hook, presentando pruebas escritas que, como se demostró posteriormente, resultaron ser falsas.
Harto del acoso social padecido durante años a raíz de este escándalo, en 1915 se embarcó con
destino a Sydney (Australia), donde se erigió en líder de la Liberal Catholic Church.
“El templo abandonado” es una de las raras incursiones de C. W. Leadbeater en la literatura de
ficción, y uno de los relatos incluidos en la antología Perfume of Egypt and Other Weird Stories —
que recoge, entre otras narraciones, “Test of Courage”, “An Astral Murder”, “A Triple Warning”,
“The Concealed Confession”, “Jagannath: A Tale of Hidden India”, “The Baron’s Room” o “Saved
by a Ghost”—, muy influidos por sus creencias teosóficas pero, también, por sus neurosis, sueños y
delirios. La idea de una regresión astral hacia el pasado (Egipto); la presencia del templo de mármol
negro, con una escalinata de color rojo como la sangre; la enigmática presencia de unos sacerdotes
egipcios ataviados con túnicas blancas, la posibilidad de que los sueños de dos personajes distintos
sean los mismos y estén coordinados… Son muestras de las posibilidades dramáticas de un tema que,
para Leadbeater, pertenece a la esfera de una realidad percibida por unos pocos privilegiados.
EL TEMPLO ABANDONADO
(The Forsaken Temple, 1911)[83]

Viví hace muchos años en una pequeña villa a siete u ocho millas de Londres; era un lugar
tranquilo, una villa antigua y no muy en boga por aquel entonces, que parecía hallarse por ello a cien
millas de distancia de cualquiera de esos centros comerciales en que por aquel entonces ya se han
convertido otras ciudades. Ahora, sin embargo, la villa ha sido prácticamente absorbida por la gran
ciudad en su irresistible expansión. La vieja carretera, que era una auténtica avenida que discurría
entre los olmos más hermosos del reino, se ve flanqueada en la actualidad por hileras de casas
suburbanas; no hace mucho se inauguró la nueva estación de trenes, con la consiguiente oferta de
tíquets baratos para los trabajadores. Con ello, el pintoresco espacio que ocupaban aquellas casas de
madera dispersas aquí y allá ha quedado reducido a la visión de construcciones mucho más
funcionales y modernas. Bueno, supongo que es la consecuencia del progreso, el avance de la
civilización; no obstante, quizá haya que disculpar a los más ancianos del lugar si opinan que la vida
allí no es ni tan saludable ni tan feliz como en aquellos tiempos tan apacibles, anteriores al progreso.
No llevaba aún mucho tiempo en la villa cuando hice amistad con el clérigo del distrito y le
ofrecí ayuda en todo lo que me fuera posible, para que sobrellevara bien el trabajo que le suponía su
parroquia. Fue cálido y amable conmigo, aceptando mi ofrecimiento; como vio que los niños me
apreciaban, me sugirió que fuese su profesor y una especie de superintendente de la escuela
dominical. Aquello, naturalmente, me llevó a relacionarme con los habitantes más jóvenes de la
villa, y sobre todo con los que habían sido seleccionados para el coro de la iglesia. Entre éstos había
dos hermanos, Lionel y Edgar St. Aubyn, que demostraban un evidente talento musical, por lo que les
sugerí un día que acudieran a mi casa para darles allí más lecciones que les ayudaran a desarrollarlo.
No hace falta decir que aceptaron de inmediato, lo que hizo que nuestra amistad fuese al cabo aún
más estrecha.
Por aquel tiempo me hallaba muy interesado en el estudio de los fenómenos espirituales; y
cuando descubrí accidentalmente que aquellos dos muchachos eran unos excelentes médiums físicos
me decidí a hacer algunas sesiones en mi casa, una vez concluidas las lecciones de música. Tuvimos
así algunas experiencias de lo más curiosas, pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora… Debo
señalar, no obstante, que tras aquellas lecciones, y como comenzaba a caer la noche, acompañaba a
los dos chicos del coro dando un paseo hasta su casa, pues vivían a una milla y media de la mía.
Una noche, de vuelta ya de uno de aquellos paseos, me senté a escribir en mi biblioteca hasta muy
tarde. Ya había observado antes, o acaso deba decir que ya había tenido antes esa sensación, que los
muebles de mi biblioteca crujían en mitad del silencio, de manera no muy agradable, además, y que
incluso en ocasiones se movían un poco. Aquella noche en concreto todo aquello se hizo
particularmente notable. Seguí escribiendo en cualquier caso, sin preocuparme, hasta las dos de la
madrugada, cuando, inopinadamente, sin que pudiera saber muy bien por qué lo hacía, qué razón
consciente me movía, experimenté un impulso incontrolable de ir a mi dormitorio, que estaba en la
habitación contigua. Me pregunté, no obstante, a qué se debería aquello, a pesar de lo cual dejé la
pluma, abrí la puerta de mi biblioteca y salí al pasillo.
Pero cuál no sería mi sorpresa al observar que la puerta de mi habitación estaba entreabierta y
que había luz en ella, pues recordaba bien que había apagado la luz antes de salir y cerrarla. Me
acerqué. Lo que vi me dejó sin reaccionar unos instantes, incapaz siquiera de pedir auxilio, aun en el
caso de que hubiese querido hacerlo. Aparentemente no había una fuente de luz, nada siquiera
parecido a una lámpara o a una vela, y a pesar de eso la habitación lucía levemente plateada, en una
radiación que hacía bien visibles todos los objetos que había en su interior. En un principio no vi
nada extraño, sin embargo, hasta que reparé en la cama. Yacía allí —y mientras escribo esto vuelvo a
sentir el mismo escalofrío que entonces me recorrió la espalda— Lionel St. Aubyn, al que había
dejado en su casa sano y salvo junto a su madre cinco horas atrás.
Debo admitir que mi primer impulso no fue precisamente valiente, pues no tuve otra idea que la
de irme corriendo de allí y encerrarme en mi biblioteca; resistí, en cualquier caso, me armé de valor,
abrí un poco más la puerta de mi cuarto, y me dirigí lentamente hasta mi cama. Sí, no había duda; era
él quien yacía en mi cama. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho y sus ojos abiertos me
miraban, aunque no poseían la expresión que les era propia. No estaba seguro de que realmente me
viese, pero comprendí de inmediato, acaso instintivamente, que aquel brillo y aquella fijeza que
había en su mirada eran la expresión suprema de la clarividencia; supe, pues, que el muchacho estaba
en trance visionario y extático, algo a lo que rara vez consiguen inducir los mesmeristas a quienes
participan en sus sesiones.
Creo que pronto vi que sus ojos poseían de nuevo la capacidad de reconocer, pero no percibía en
él un leve movimiento ni de los músculos faciales ni de sus miembros. Parecía sometido a un
encantamiento que anulaba todo rastro vital. Vestía una túnica blanca de corte eclesial y cruzaba su
pechera una banda roja ribeteada de hilo de oro. Es más fácil imaginar que describir el sentimiento
que me embargó al contemplar aquella visión. El más evidente fue creerme en mitad de un sueño, por
lo que me pellizqué el brazo izquierdo, como hacen en las novelas, para descubrir si realmente
estaba despierto o dormía. Obtuve como resultado la evidencia de que me hallaba despierto, por lo
que mis brazos cayeron a los lados, abatidos, y luego se apoyaron en el borde de la cama, mientras
trataba de hacer el acopio suficiente de coraje para acercarme más a mi insólito huésped y tocarle.
Mientras pensaba en todo aquello, sin embargo, percibí un cambio notable a mi alrededor. Las
paredes de mi habitación parecían ensancharse increíblemente, desmesuradamente, y observé que de
súbito —aunque seguía contemplando a quien yacía en mi cama— nos hallábamos en una vasta
dependencia, justo en el centro de un templo como aquéllos del antiguo Egipto, con altas columnas
circundantes, y de techo tan alto que apenas se alcanzaba a contemplar en aquella penumbra de
inspiración religiosa que entonces me envolvía. Atónito, alcé los ojos y miré a mi alrededor para
contemplar que las paredes estaban cubiertas de frescos y jeroglíficos, y que muchas de las figuras
allí representadas eran de tamaño natural, aunque la pobre luz no me permitía observarlas en detalle.
Todo estaba en silencio, reinaba la tranquilidad, pero mis miradas convergieron de nuevo,
finalmente, en la increíble presencia de mi acompañante inmerso en un trance.
Entonces viví una experiencia, que, me temo, será difícil de explicar adecuadamente, si no
imposible. Sólo diré que por primera vez supe que se puede mantener una existencia consciente en
dos lugares a la vez, pues mientras seguía mirando fijamente a Lionel en el interior del templo, me vi
a la vez en el exterior, ante la entrada del templo. La magnífica fachada parecía orientada al oeste,
pues sobre las escalinatas de mármol negro que conducían al interior (de unos quince peldaños)
caían los rayos horizontales y rojos como la sangre, del sol de poniente. Me volví para ver si había
alguna edificación por los alrededores, pero no pude contemplar más que desierto, un desierto de
arena que todo lo abarcaba, y sólo a la derecha del templo, a considerable distancia, se alzaba un
grupo de palmeras. Jamás podré olvidar mientras viva tan sobrecogedor paisaje, aquel auténtico
cuadro de la desolación, el amarillo ilimitado del desierto, la clamorosa soledad del grupo de
palmeras en la distancia, la fachada de aquel templo abandonado sobre cuya escalinata de mármol
negro caía la luz del último sol, roja como la sangre.
Aquella escena se esfumó de golpe y me vi de nuevo en el interior, aunque seguía conservando la
extraña y doble consciencia, pues mientras una parte de mí mantenía la postura inicial, ante la cama,
la otra contemplaba atentamente los frescos y los jeroglíficos de las paredes, que pasaban ante mí
como si me hallase contemplando las visiones disolventes que ofrece la linterna mágica. Por
desgracia, nunca he conseguido recordar bien qué expresaban aquellas pinturas, pero sí sé que eran
extraordinarias, excitantes; y que las figuras representadas en ellas, además de poseer un tamaño
natural, dimanaban espiritualidad más allá de la vida. Aquella visión también cesó al poco, de modo
que mi consciencia no pudo seguir dividida mucho más, por lo que volví a concentrarme únicamente
en la observación del cuerpo que, empero, había seguido viendo en todo momento, y cuyos ojos
escrutaba ahora con mis manos apoyadas a la altura de la almohada.
Así estuve, no sé por cuánto tiempo, hasta que sentí una voz que me hirió los oídos. Una voz
enfática, dura, que dijo con absoluta claridad estas palabras:
—¡Lionel no debe ser mesmerizado! ¡Eso le mataría!
Me volví alarmado, pero no pude ver a nadie. No tardé mucho en oír la misma advertencia. Y de
nuevo me pellizqué el brazo, con la esperanza de despertar de un mal sueño. Pero no. El resultado
fue el mismo de antes. Algo, acaso un sentimiento, me decía en mi interior que algo podría romper el
encantamiento, así que me acerqué mucho más a Lionel, haciendo un esfuerzo sobrehumano para ello.
Ya tenía mi rostro frente al suyo, a muy corta distancia. Pero Lionel seguía sin mover un músculo; ni
una sombra parecía alterar sus ojos maravillosamente luminosos. Así estuve contemplándole, sin
aliento, muy cerca mi rostro del suyo, encantado yo mismo, apenas a un palmo sus ojos de los míos.
Hube de hacer un gran esfuerzo para liberarme del aprensivo influjo que el rostro de Lionel ejercía
sobre mí, y le toqué. Aquella luminosidad de antes se desvaneció entonces y me vi rodeado por
completo de oscuridad, de rodillas, apoyado en el borde de mi propia cama con las dos manos.
Me levanté al fin a duras penas, y poco a poco fui recobrando mis sentidos. Traté de
convencerme de que me había quedado dormido en la silla de mi biblioteca, cayéndome al suelo, y
de que luego tuve un sueño muy vívido a expensas del cual traté de llegar a mi habitación
arrastrándome… No puedo decir que aquella explicación que me di entonces me dejase precisamente
satisfecho, porque mi propio sentido común me decía que tal cosa no tenía razón de ser. En cualquier
caso, decidí no trabajar más aquella noche, así que fui a la biblioteca, cerré mi escritorio, me lavé la
cara con agua fría y me metí en la cama.
Aunque me levanté tarde a la mañana siguiente, me sentía cansado, abatido, muy débil, todo lo
cual atribuí al sueño que había tenido antes de acostarme. Decidí no contárselo a nadie, sin embargo,
y mucho menos a mi madre, pues se hubiera asustado. La recuerdo mirando con mucha curiosidad, a
la luz del día que entraba por las ventanas de la casa, las marcas que me había hecho en el brazo
izquierdo, cuando me pellizqué para ver si soñaba o si dormía.
Aquella tarde Lionel St. Aubyn fue a mi casa, no recuerdo ahora a propósito de qué, pero sí que
me dijo:
—Anoche tuve un sueño muy extraño, señor.
Sus palabras fueron para mí como un shock eléctrico, pero conseguí mantener la presencia de
ánimo necesaria y le respondí:
—¿De veras? Mira, me disponía a dar un paseo, así que ven conmigo y me lo cuentas.
Lo hice en realidad porque no quería que mi madre oyese lo que Lionel pudiera contarme, pues
algo me decía que ya lo sabía. Apenas salimos de mi casa, pues, le urgí para que me lo refiriese
todo, especialmente los detalles, y en cuanto empezó a hablar volvieron a cruzarme la espalda los
escalofríos de la noche anterior.
—Señor, soñé que yacía en una cama, y aunque no estaba dormido era incapaz de moverme. Pero
podía observarlo todo muy bien y tenía sentimientos extraños que nunca antes había conocido. Me
sentía especialmente sabio, me sentía capaz de responder a cualquier pregunta, capaz de resolver
todos los enigmas del mundo, capaz de responder a cualquiera, sobre cualquier cosa.
—¿Cómo yacías en esa cama, Lionel? —le pregunté.
Se me erizó el vello cuando le escuché responder lo siguiente:
—Yacía de espaldas, con las manos entrelazadas sobre el pecho.
—¿Estabas vestido como ahora?
—¡Oh, no, señor! Tenía puesta una especie de túnica blanca, como la de los sacerdotes; y me
cruzaba el pecho una banda roja ribeteada de hilo de oro… Era muy bonita, imagínese…
Recordaba perfectamente que aquella banda que le cruzaba el pecho era muy bonita, recordaba
bien que todo él lucía hermoso, pero decidí guardarme mis recuerdos. Ya sabía que mi expedición
nocturna había sido algo más que un sueño, su experiencia lo probaba tanto como la mía. A la vez
sentía yo, no obstante, la necesidad de rebelarme contra la evidencia de que nuestras experiencias
habían sido comunes, y quise hallar en ellas algún matiz diferente, algo que pudiera ofrecer otro
significado, para escapar de las conclusiones que iban tomando forma en mi mente.
—Supongo que estabas en tu propia cama, claro —dije.
—No, señor —replicó Lionel—. Primero creí reconocer la habitación en la que estaba, pero de
repente se hizo enorme a tal punto que ya no fue una habitación sino un templo muy grande, como los
que vienen en algunos libros… Un templo con muchas columnas y pinturas muy bonitas en las
paredes.
—Un sueño muy interesante, Lionel —dije—. ¿En qué ciudad se alzaba ese templo?
Se hizo un silencio. No podía mirarle. Oí al fin su respuesta, la que ya conocía.
—No era una ciudad, señor; el templo se alzaba en medio de una gran planicie de arena, como el
desierto del Sahara que sale en nuestro libro de geografía… No se podía ver alrededor del templo
otra cosa que no fuese arena, salvo unos árboles que había lejos, a mano derecha, altos y muy bonitos
pero sin ramas, como los que se ven en las fotos de Palestina.
—¿Y de qué estaba hecho ese templo?
—De una piedra negra muy brillante, señor… Pero los peldaños de la escalinata tenían un brillo
de color rojo como la sangre, o como el fuego, porque caía sobre ellos el sol.
—¿Y cómo podías ver todo eso, muchacho, si estabas en el interior, si yacías sobre una cama?
—No lo sé, señor… Todo era muy extraño; era como si pudiese ver a la vez el interior y el
exterior, y a pesar de que no podía moverme, sí alcanzaba a ver las bonitas pinturas de las paredes,
aunque no era capaz de entender qué representaban.
Y al fin me atreví a hacerle la pregunta que me rondaba la mente desde el principio, la pregunta
que tanto me aterraba:
—¿Viste a alguien en ese lugar tan extraño, Lionel?
—Sí, señor —dijo con los ojos brillantes—; lo vi a usted. No había nadie más que usted.
Traté de reír, pero comprendí que hacerlo no sería más que una demostración de mi debilidad, así
que decidí preguntarle qué hacía yo en aquel lugar de su sueño.
—Pues llegó usted, señor, y miró a través de la puerta entreabierta, y cuando me vio yaciente en
la cama se sorprendió mucho y se quedó mirándome largo rato… Luego entró y se dirigió lentamente
hasta la cama. Usted no hacía más que pellizcarse el brazo izquierdo con la mano derecha. Después
apoyó las manos en la cama y me miró mucho rato, todo el tiempo que estuvimos en aquel templo,
mientras yo contemplaba las pinturas de las paredes. De repente desapareció aquello y usted se
pellizcó de nuevo el brazo, y luego se acercó aún más a mí para mirarme fijamente a los ojos…
Parecía usted muy extraño, su mirada era casi salvaje y sentí mucho miedo —me dije en este punto
que el muchacho tenía razón, que sin duda mi expresión había sido de lo más extraña—. Se acercó
aún más a mí, de manera que su cara casi tocaba la mía, y yo seguía sin poder moverme. De repente
me tocó usted con las manos, y eso me despertó… Entonces me di cuenta de que todo había sido un
sueño, pues estaba en mi cama, como todas las noches.
Como podrá suponerse, aquella clara confirmación de mi experiencia nocturna, y el hecho de que
el muchacho fuera testigo de mi extraño comportamiento, o de mi extraña transfiguración, todo, en
fin, especialmente lo que coincidía hasta en los más mínimos detalles, afectó de manera muy sensible
mi mente, a tal punto que experimenté el miedo propio de un niño cuando caminamos bajo unos
árboles mientras comenzaba a brillar la luna en el cielo. Hice, no obstante, todos los esfuerzos de
que fui capaz para no demostrar semejante aprensión ante el muchacho, por lo que nunca pudo saber
Lionel St. Aubyn cuán importante fue para mi propia experiencia su tan curioso sueño.
He relatado los hechos escrupulosa y fielmente, tal cual ocurrieron. Pero ¿cómo explicarlos? Se
me ocurren dos posibilidades, aunque sea difícil aceptarlas. La experiencia que tuve podría ser
definida como de doble sueño, un fenómeno mediante el cual dos personas sueñan lo mismo
simultáneamente. Pero es posible que una de esas dos personas sea quien sueña activamente y reciba
sus visiones el cerebro de la otra, como si se le impresionaran en un trance hipnótico. En tales casos,
los dos participantes de la experiencia ven las mismas cosas y actúan de manera idéntica, aunque en
el caso que refiero, si bien es cierto que ambos tuvimos las mismas visiones, la misma experiencia
de doble consciencia, no lo es que actuáramos igualmente, pues cada uno vio al otro como éste se vio
en el trance.
La otra hipótesis sugiere que Lionel estuvo realmente en mi habitación, en su cuerpo astral,
aunque materializándose para que pudiera verlo, o acaso lo vi porque mi mente se expandió lo
necesario para que pudiera contemplarle. Era la única manera en que nuestros cuerpos astrales
pudieran hacer el mismo viaje hasta el templo abandonado, a través del espacio, hasta llegar al
lejano desierto. Esta hipótesis es igualmente difícil de aceptar, no obstante, y a los legos en materia
de los estudios referidos a estos casos les parecerá aún más improbable que la anterior. Yo mismo
creo que puede ser razonable, aunque sólo parcialmente. Sí estoy convencido de que Lionel pudo
llegar, en su cuerpo astral, hasta mi habitación, y que merced a un proceso de materialización lo vi
allí, en mi cama. Por lo tanto, es igualmente posible que la visión común del templo abandonado se
impresionara en nuestras mentes por la acción de una fuerza mayor a las nuestras.
Siempre he sospechado, desde aquel día, que hubo, pues, una tercera fuerza, una tercera voluntad,
concernida en el caso. Ahí está esa voz misteriosa que me previno a propósito de la inconveniencia
de que Lionel fuese mesmerizado, para dar cuerpo, una raison d’être al conjunto del enigma. Esa
tercera fuerza en juego bien pudo ser la de un miembro adulto del coro, yo mismo, mi otro yo, que
habiendo descubierto accidentalmente que Lionel podía ser un médium excelente, tratara de inducirlo
a un trance que desarrollase su clarividencia. Y que mi instinto, sin embargo, se rebelara a la vez
contra ello, por lo que abandoné. No obstante, tras esta especulación, prefiero señalar que en
cualquier caso desistí pronto de hacer cualquier experimento en el que pudieran demostrarse las
capacidades que como médium tuviera Lionel, y que aquella voz no hiciera, por ello, sino señalar el
peso de la locura que alguna vez se me había pasado por la cabeza cometer. Puede, en suma, que
aquella voz de alarma fuese realmente el objeto último de la visión, y que todo lo demás sólo
tendiese a impresionar con fuerza nuestras mentes, para reordenarlas, lo que ocurrió ciertamente.
En diversos tratados históricos en torno a la figura de Napoleón Bonaparte (1769-1821) se
cuenta que, justo antes de emprender la conquista de Egipto (1798-1799), su esposa, Josefina de
Beauharnais (1763-1814), le dijo: Si vas a Tebas, no te olvides de traerme un obelisco. Es probable
que semejante anécdota sea falsa, quizá una broma sacada de algún libelo antibonapartista, pero
sintetiza perfectamente la visión que, a finales del siglo XVIII, los europeos tenían de la tierra de los
faraones: Egipto era para ellos un inmenso bazar en el que comprar/robar exóticas reliquias que
satisfacían la curiosidad de la burguesía acomodada. No obstante, Napoleón, en un gesto muy poco
usual para la época, reunió hasta un total de 175 sabios y artistas, entre los cuales había minerólogos
o geómetras, poetas y pintores, arqueólogos e historiadores, y los embarcó con sus 34.000 soldados
en los 328 buques de guerra que partieron hacia Alejandría. Así, junto a los 2.000 cañones que
albergaban las bodegas de su flota, viajó el material científico más avanzado de su tiempo. El futuro
emperador buscaba el prestigio de las artes, pero, además, pretendía que los eruditos dieran
testimonio de una ansiada gesta militar; Bonaparte profesaba una sincera devoción a los principios e
ideas de la Ilustración, pero también deseaba estar bien informado de cuanto le pudiese resultar útil
política o militarmente.
Durante el siglo XIX y principios del XX, europeos (ingleses, franceses, alemanes…) y
estadounidenses se acercaron a los tesoros arqueológicos de Egipto espoleados por contradictorias
emociones: a veces, los empujaba un sincero amor hacia tan compleja y rica cultura, fascinados por
su sabiduría, por su misterio; otras, los movía única y exclusivamente el expolio (despojar con
violencia o con iniquidad), el saqueo (entrar en un lugar robando cuanto se halla) y la profanación
(tratar un objeto sagrado sin el debido respeto), a fin de alcanzar un sustancioso beneficio económico
enmascarado tras el interés científico. De aquí parte, pues, una de las bases narrativas fundamentales
sobre las que se levanta el mito de la venganza de los Antiguos Dioses contra los profanadores
occidentales de tumbas, presente de manera implícita o explícita en decenas de cuentos y novelas
sobre momias revividas y horrores faraónicos, como “Lost in a Pyramid, or the Mummy’s Curse”
(1869), de Louise May Alcott —la célebre autora de Mujercitas (Little Women, 1868)—, “Iras, A
Mystery” (1896), de H. D. Everett —novela de densa atmósfera necrófila que cuenta las aventuras de
un egiptólogo que se enamora de la momia resucitada de una princesa egipcia víctima de una
maldición…—, e incluso de películas antiguas y contemporáneas como El sudario de La momia
(The Mummy’s Shround, John Gilling, 1967) o Ammán, el destructor (The Fallen Ones, Kevin
VanHook, 2005).
Y éste es el eje del hermoso relato de Rudyard Kipling “Reyes muertos”, en el que, haciendo gala
de su habitual ironía, el autor de El libro de las tierras vírgenes (The Jungle Book, 1894) y
Capitanes intrépidos (Captains Courageous, 1897) nos habla de la vulgar comercialización de
antigüedades egipcias, del rapaz divertimento practicado por ricos aventureros consistente en
merodear por el Valle de los Reyes, hurgando en sus tumbas y tesoros. Como bien señala Kipling al
principio de su narración: Aceptado como está que Egipto es un emporio comercial grande y
emprendedor, ¿qué resultaría más fascinante que el hecho de que el Gobierno se instalara en un
rincón de este emporio comercial, que formara una pequeña compañía y que pasara la temporada
de frío empleándose en la paga de dividendos mediante la comercialización de gargantillas de
amatista, escarabajos de lapislázuli, potes de oro puro y estatuillas de un valor inapreciable? Más
aún, si uno es rico, ¿qué otra cosa puede hacerse más divertida que enrolarse en una expedición
para cavar en el lugar donde se supone que hay una ciudad muerta y ver cómo resucita? Conocí a
un gran cazador que recorrió el continente atraído por este deporte.
Autor de relatos, cuentos infantiles, novelista y poeta, Rudyard Kipling es recordado
principalmente por sus relatos y poemas sobre los soldados británicos destacados en la India y por la
defensa del imperialismo inglés en aquel país —aquí juegan un papel determinante sus antecedentes
familiares: Kipling nació en Bombay, y su padre, John Lockwood Kipling (1837-1911), era un oficial
del ejército británico experto en arte y artesanía hindúes—, aunque también se le suele citar como
uno de los inspiradores de la ciencia-ficción moderna, debido principalmente a la influencia de su
relato futurista, With the Night Mail: A Story of 2000 A. D. (1912), en la obra de John W. Campbell
(1910-1971), Robert A. Heinlein (1907-1988) y Paul Anderson (1926-2001). Empero, su dilatada
carrera literaria está repleta de excelentes obras, caracterizadas por una fina sensibilidad y un
notable pragmatismo —Seis honrados servidores me enseñaron cuanto sé. Sus nombres son cómo,
cuándo, dónde, qué, quién y por qué, escribió—, como prueba “Reyes muertos”. Publicado por
primera vez en 1920 en su libro recopila— torio Letters of Travel, dentro del capítulo titulado
“Egypt of the Magicians” —que Kipling escribió en 1913 tras un largo viaje por el país árabe;
“Reyes muertos” no tiene nada de truculento ni de fantástico, pero logra describirnos de manera tan
poética como fúnebre, el miedo que nos embarga ante lo desconocido, ante la muerte, ante la misma
tierra que acoge, tiernamente, a los faraones, cuando se visita su inquietante lugar de reposo — Uno,
allí abajo (…) demuestra una natural tendencia a salir al exterior cuanto antes, con los demás. Ni
siquiera la visión de un gran sarcófago con su rey, bajo la luz eléctrica, o la visión de las pinturas
que representan diversas escenas de la vida del muerto, quita al turista las ganas de escapar—.
Resulta curioso constatar que Rudyard Kipling, uno de los grandes talentos de la literatura fantástica
de los siglos XIX-XX -cf. “La marca de la bestia” (The Mark of the Beast, 1890), “El retorno de
Imray” (The Return of Imray, 1891), “Ellos” (They, 1904)—, jamás escribió un cuento de terror
acerca de maldiciones egipcias o de momias que retornan a la vida, tal como hicieron Arthur Conan
Doyle o Sax Rohmer.
REYES MUERTOS
(Dead Kings, 1914)[84]

Aceptado como está que Egipto es un emporio comercial grande y emprendedor, ¿que resultaría
más fascinante que el hecho de que el Gobierno se instalara en un rincón de este emporio comercial,
que formara una pequeña compañía y que pasara la temporada de frío empleándose en la paga de
dividendos mediante la comercialización de gargantillas de amatista, escarabajos de lapislázuli,
potes de oro puro y estatuillas de un valor inapreciable? Más aún, si uno es rico, ¿qué otra cosa
puede hacerse más divertida que enrolarse en una expedición para cavar en el lugar donde se supone
que hay una ciudad muerta y ver cómo resucita? Conocí a un gran cazador que recorrió el continente
atraído por este deporte.
—El año que viene formaré un grupo en la ciudad, iré allí y veré las excavaciones por mí mismo
—dijo—. Es como trocear elefantes. En este juego desentierras cosas que están muertas y las haces
vivir. ¿Por qué no te animas a revolotear un poco por ahí?
Me mostró un breve folleto de lo más seductor. En lo que a mí respecta, sin embargo, nunca
alargaría las manos para hacerme con el equipamiento de un muerto, por mucho que éste se fuera a la
tumba albergando la creencia de que los dijes y abalorios garantizan la salvación. Hay, por supuesto,
otro argumento, propio de los escépticos, según el cual los egipcios de la antigüedad eran unos
vocingleros que magnificaban sus logros, unos excelentes propagandistas, por lo que nada podía
complacerles más que el imaginarse admirados por muchos años. Más aún, uno podría robar
tranquilamente alguna de esas almas dobladas sobre sí mismas que no pueden verse a la luz del día.
Al final de la primavera los expedicionarios dedicados a la excavación volvieron del desierto
para pasar buenos ratos intercambiando nuevas y haciendo chanzas en las terrazas. Por ejemplo, la
Compañía A había encontrado un material de valor incalculable, sólo Dios sabe cuánta antigüedad
atesoraba, del que no se podía por menos que estar orgulloso, mientras la Compañía B, menos
afortunada, insinuaba que de haber tenido la Compañía A tan poca ayuda como la que recibieron
ellos de los nativos en la excavación, no se hubieran mostrado tan felices, pues no habrían hallado
nada aun teniéndolo ante sus narices de arqueólogos.
—Eso no tiene sentido —replicaba la Compañía A-. También los que excavaban para nosotros
estaban bajo sospecha… Pero los vigilamos estrechamente.
—¿Seguro que sospechabais de ellos? —replicaban los otros—. Bueno, pues la próxima vez que
estéis en Berlín, entrad en el Museo para ver cuántas cosas se han llevado los alemanes… Lo mismo
que podríais haber sacado vosotros, y no lo hicisteis… La dinastía lo demuestra.
Así pues, la copa de A quedaba envenenada, al menos hasta el año siguiente.
Ningún conservador de un museo, sin embargo, puede albergar escrúpulos, y afirmo que jamás
me he encontrado con alguno que los tuviera. En cuanto a los alemanes, puedo asegurar que gentes de
cuatro nacionalidades distintas, por lo menos, ratifican que son los mayores piratas.
El negocio de la exploración es tan romántico como el trabajo en el ferrocarril de la India. Las
mismas caravanas, las mismas filas de burros cargados, las mismas bandas de tipos pertrechados con
toda suerte de herramientas y los mismos grupos de mujeres que hacen un conjunto medio azul y
medio negro, cargadas con sus hijos y con sus cestas. Pero en este caso no llevan azadas en esas
caravanas, como cuando se va a destripar terrones, sino que al llegar ante un paredón los hombres
comienzan a cavar cuidadosamente con sus propias manos. Un hombre blanco —o que al menos lo
era a la hora del desayuno— recorre de continuo la línea de la excavación. Pueden transcurrir
semanas sin que encuentren nada, un mínimo trozo de algo, pero en cualquier instante puede brotar la
sorpresa, y el hallazgo responde así a las expectativas del descubrimiento.
Tuvimos la fortuna de estar un tiempo en el cuartel general del Museo Metropolitano (Nueva
York), en un valle tan horadado que parecía una enorme madriguera de conejos, de tantas tumbas
como había. Sus caballerizas, sus tiendas y casas, las habitaciones de los criados, eran antiguas
tumbas; allí, por lo demás, no se hablaba más que de tumbas; sus sueños (los sueños de todo el que
se dedica a las excavaciones arqueológicas) no eran otros que los del descubrimiento de una tumba
virgen, que nunca hubiera sido hollada, en la que el muerto yaciera con todas sus joyas. A cuatro
millas de allí están los hoteles, grandes y acogedores. En el valle, por el contrario, no hay más que
rascar la muerte de muertos que lo son desde hace miles de años. En sus tumbas jamás ha crecido la
hierba, ni las plantas, nada de eso que identificamos con el color verde. Los moradores de las villas,
con una experiencia de doscientos años, por lo menos, en el saqueo de las tumbas, acompañan sin
embargo a los turistas y a los arqueólogos expectantes, como si no quisieran defraudar sus
expectativas. Se recorren así senderos hechos secularmente por los pies desnudos de los moradores
de las villas y de las aldeas, que van de una tumba, o de lo que fue una tumba, a los lodos que
preceden a la siguiente tumba, y así una vez y otra. No lo hacen de manera muy distinta a la de los
caracoles pegajosos que siguen sus rutas, y como éstos, lo vienen haciendo desde tanto tiempo
atrás…
Pero jugar con el tiempo es algo muy peligroso. Aquella mañana, el conserje se dirigió a
nosotros y a los marinos del barco de vapor para ver si podíamos demorarnos tres días. Por la noche
estuvimos departiendo con gente para la que el tiempo se había detenido en la época de Ptolomeo.
Primero me pregunté hasta qué punto tenían algo que ver con el hecho de que algunos faraones, para
hacerse sus tumbas, hubieran robado las columnas de la tumba de otro faraón, antes o después de
Melquisedec. Su tradición e influjo antiguos eran inconcebiblemente remotos para la mentalidad de
nuestros días. Pero a la mañana del día siguiente, allí estábamos, tomando posesión de la tumba de un
noble, que mostraba sus pinturas en buen estado, un ministro de agricultura muerto unos cuatro mil o
cinco mil años atrás. Su momia me dijo así:
—Observe cuánto me parezco a su amigo, Mr. Samuel Pepys[85], al que tanto admira… Créame,
tengo un gran interés por la vida, de la que, por otra parte, mucho he disfrutado, tanto de sus aspectos
puramente mundanos como de su vertiente espiritual… No creo que encuentre por ahí cualquier
departamento de Estado en tan buen estado de conservación como el mío, o una casa igual de bien
conservada que la mía, ni siquiera una de esas casas tan bonitas que tienen los jóvenes… En cuanto a
mis hijas… Bueno, la mayor, como puede observar usted, está junto a su madre; la menor, junto a mí,
pues siempre fue mi favorita… Ahora le mostraré todo lo que hice, y deléitese con todo ello, pues ya
es hora de que se aprecien mis logros.
Y en efecto, me mostró con todo detalle, unas veces pintados en color y otras con simples pero
elocuentes trazos, su ganado, sus caballos, sus cosechas, sus recorridos por el distrito, sus informes,
y a él en sí mismo, el más ocupado entre los más ocupados en sus buenos tiempos.
Pero cuando luego me llevó por el estrecho pasaje que desembocaba en la cámara mortuoria
donde había yacido por un tiempo con todos sus bienes, no pude seguirle bien… No pude ver cómo
aquel hombre, de vida con tantas experiencias, podía sentirse a gusto entre frisos en los que había
pinturas francamente monstruosas que se repetían como si estuviesen archivadas… Trató de
explicarme algo al respecto:
—Vivimos junto al río, un lugar donde no disponemos de espacio, pero tampoco de
estrecheces… Detrás tenemos el desierto, con lo cual no nos afecta, pues no suele ir allá ningún
hombre hasta que ha muerto; no se utilizan las tierras cultivables para cavar tumbas. Por todo ello,
pues, prácticamente nos movemos sólo en dos dimensiones, corriente arriba, o corriente abajo. Si
dejamos a un lado el desierto, al que tenemos la misma consideración que un hombre sano puede
observar con respecto a la muerte, verá usted que no disponemos de paisajes, que no poseemos un
fondo… Nuestro mundo está entre dos líneas, una verde, la del río, y otra oscura y terrosa, la del
desierto. Durante meses, pues, sólo observamos el resplandor del cielo en las aguas. Si contempla
usted los Colosos[86], por ejemplo, verá cuán extravagantes somos en esta tierra, al hacer cosas tan
desmesuradas en un espacio así de mínimo como el que le he descrito. Pero observe igualmente que
nuestras cosechas son suficientes y que nuestra vida resulta fácil, muy fácil… Además, no tenemos
vecinos, lo que quiere decir que podemos expandirnos sin peligro si así lo decidimos… Así pues,
¿qué otra cosa pueden hacer nuestros sacerdotes, sino pintar frisos y desarrollar rituales, ya que
encima son muy imaginativos? Sin mayores perspectivas, limitados por el espacio en el que nos
desenvolvemos, divididos entre el río hipnotizador y el desierto que sólo evoca a la muerte,
debemos, pues, ipso facto…
—Ni siquiera así —lo interrumpí— comprendo a vuestros dioses, ni vuestra relación con las
bestias y los monstruos.
—¿Prefiere que se lo explique de manera indirecta? Bien, sea… Al fin y al cabo escribimos
Humanidad con H mayúscula… Digamos que mis dioses, o lo que veo en ellos, me contienen a mí.
—¿Quiere decir con eso que lo que observa en sus dioses incide en sus creencias y en su
conducta?
—¿Conoce usted la respuesta al enigma de la Esfinge?
—No —dije en un susurro—. ¿Cuál es?
—Todo hombre sensible tiene la misma religión, pero no todos los hombres sensibles lo dicen.
Y me tuve que dar por contento con sus palabras, pues el pasaje concluía en pura roca.
Hay un valle sembrado de rocas y de piedras que ofrecen un reflejo marrón y rojo, al que llaman
el Valle de los Reyes. Allí, un pequeño ingenio petrolero trabaja todo el día, gracias a lo cual la luz
eléctrica ilumina las caras de los faraones a unos cuantos cientos de pies bajo tierra. Todo el valle,
durante la temporada turística, se ve recorrido por borricos que van de un lado a otro llevando gente
y carga. Por todo el valle, igualmente, se extienden las tumbas de los reyes, que son innumerables, las
cuales pueden visitarse durante el día y quedan cerradas con cadenas a la caída de la noche. Para
visitarlas hay que pagar un tíquet a los encargados del Departamento de Antigüedades. Uno entra, y
tanto en lo más profundo de las tumbas, como en la superficie, oye las voces incesantes de los guías
turísticos repitiendo los nombres y los títulos de quienes allí fueron enterrados, tan ilustres… Hay
que cuidarse de no sufrir heridas en los pies con los filos cortantes del piso de roca, y por lo general
hace un calor sofocante allí abajo, en esos pasajes oscuros y las cámaras que, según los guías, son
tan intrincados porque así los hicieron los sabios arquitectos de la antigüedad para evitar que los
ladrones camparan allí por sus respetos. Por allí pasan cada año todas las razas de Europa, y varias
de las que atesoran los Estados Unidos. Sus pasos van haciendo que el suelo sea cada vez más romo,
a lo que también ayuda la cantidad de polvo que allí se acumula, un polvo que no barren los vientos.
Los turistas admiran los techos pintados, las paredes igualmente pintadas con distintos motivos, se
entusiasman ante una u otra cornisa, y salen sin aliento para embarcarse en la aventura de recorrer un
buen trecho bajo el duro sol, hasta llegar a la siguiente tumba y hacer un recorrido semejante. Lo que
se les ocurre decir, lo que les sugiere todo aquello, lo dicen alto y fuerte; y cabe señalar que algunas
de las cosas que dicen son muy interesantes. También es cierto que intuyes lo que van a decir con la
sola observación de sus movimientos, de su actitud. En algunos ves que sus palabras van a ser las
propias de la modestia, en otros ves el escepticismo, pero en cualquier caso ninguno de nosotros
puede afirmar que sus actitudes difieren de las nuestras. En suma, lo normal en alguien que se mete
bajo tierra sin ánimo de lucro, o en alguien al que van a meter bajo tierra definitivamente. Uno, allí
abajo, cobra conciencia de cuán grande es el peso de la tierra, pues la sabe arriba, y cuando hace
bulto con los demás visitantes, una vez recorridos los pasajes, y visto las cosas que hay allí abajo,
demuestra una natural tendencia a salir de allí cuanto antes, con los demás. Ni siquiera la visión de
un gran sarcófago con su rey, bajo la luz eléctrica, o la visión de las pinturas que representan
diversas escenas de la vida del muerto, quita las ganas de salir de allí, cuanto antes, al turista.
Algunos dicen que la cripta de San Pedro, con sólo nueve siglos a sus espaldas, y las tumbas de
los primeros Papas y de unos cuantos reyes, resultan más impresionantes que el Valle de los Reyes,
pues evidencian cuán breve es la vida. Pero el Valle de los Reyes no expone otra cosa que no sea eso
tan terrible que leemos en Macbeth:

Hasta la última sílaba del tiempo recordable.

Es la tierra la que abre sus labios secos y así lo dice.


En la época de esplendor de las revistas pulp estadounidenses, hubo muchos autores que, a fin de
poder vivir única y exclusivamente de su trabajo literario, diversificaron su producción cultivando,
en la medida de lo posible, los géneros más interesantes para sus editores. Británico de nacimiento,
aunque buena parte de su vida transcurriera en Estados Unidos, Victor Rousseau Emanuel fue uno de
esos escritores. Rousseau empezó publicando novelas y relatos del Oeste —The Branded Man
(Argosy All-Story Weekly, abril-mayo de 1929), Indian Dawn (Five-Novels Monthly, febrero de
1930), “Cactus Tirad” (Ranch Romances, agosto de 1931), “Buffalo Trail” (Fighting Western,
octubre de 1946)—, actividad que le reportó cierto prestigio entre los aficionados y posibilitó una
tímida aproximación a Hollywood como guionista de varios westerns de serie B, como The Truant
Soul (Harry Beaumont, 1916), West of the Rainbow’s End (Bennett Cohen, 1926), Wanderer of the
West (Robin Williamson y Joseph E. Zivelli, 1927), Prince of the Plains (Robín Williamson 1927),
Devil’s Tower (J. P. McGowan, 1928) y Trailin’ Back (J. P. McGowan, 1928).
Pero la experiencia de Victor Rosseau en el mundo del cine no estuvo a la altura de las
expectativas, por lo que prosiguió su ascendente trayectoria como escritor de narrativa popular,
coqueteando con la aventura —cf. “Eric of the Strong Heart” (Railroad Man’s Magazine, noviembre
de 1918), que narra el descubrimiento de una comunidad perdida de vikingos en el Círculo Polar
Ártico, para quienes el tiempo no ha pasado—, el thriller —“The Black Avatar” (Thrilling
Adventures, diciembre de 1931)— o las historias bélicas —“It Is for France” (Soldiers of Fortune,
octubre, 1931)—, sin despreciar en modo alguno lo terrorífico y lo fantástico. En consecuencia, no es
extraño que Rousseau fuera un colaborador más o menos habitual de revistas como Ghost Stories,
Argos y, por supuesto, Weird Tales, cuyas primeras colaboraciones tuvieron lugar en 1926 con los
cuentos “The Jailer’s Daughter” (septiembre), “The Woman With the Crooked Nose” (octubre) y
“The Legacy of Hate” (diciembre), los tres primeros casos del Dr. Ivan Brodsky, un «detective de lo
oculto» conocido por sus admiradores como el cirujano de las almas. Pero las bajas tarifas y el
escaso interés que el editor Farnsworth Wright mostraba hacia su trabajo, hicieron que las
colaboraciones de Rousseau se espaciaran mucho en el tiempo: tras una época de febril actividad, a
la publicación de “The Major’s Menagerie” (enero, 1927), “The Fetish of the Waxworks” (febrero,
1927), “The Seventh Symphony” (marzo, 1927), “The Chairs of Stuyvesant Barón” (abril, 1927),
“The Man Who Lost His Luck” (mayo, 1927), “The Dream That Came True” (junio, 1927) y “The
Ultímate Problem” (julio, 1927) siguió un prologando silencio que se rompió por última vez con la
novela por entregas The Phantom Hand (julio-noviembre, 1932), una sorprendente historia en
cinco partes de Magia negra, estremecedores crímenes en un reino de sombras…, según se
explicaba en el índice de la segunda entrega.
“La maldición de Amen-Ra”, aparecido en Strange Tales of Mystery and Terror, en el ejemplar
de octubre de 1932, es un sombrío y, a ratos, perturbador relato de horror donde, además de
recuperar el amor maldito entre la princesa Amen-Ra y su prometido, el noble Menes —asesinado
cruelmente por los sacerdotes 3.000 años atrás, con el objeto de impedir la inconveniente boda entre
ambos jóvenes—, asistiremos atónitos a actos de necrofilia, a casos de metempsicosis y a la pugna
de diversas momias por salir de sus sarcófagos retorciéndose como gusanos, todo ello aderezado por
las deliciosas artimañas de la literatura pulp, mezcla de honda erudición y descarado efectismo —cf.
los dos demoníacos halcones que merodean por el relato son representaciones del Ba, parte
espiritual del muerto momificado que adoptaba la apariencia de un pájaro y que podía salir del
sepulcro para visitar los lugares que deseara ver el difunto y, por consiguiente, existir de forma
independiente al cuerpo…—. Sin olvidar, por supuesto, las violentas regresiones espacio-temporales
que padecen varios personajes, las veladas alusiones al cine de terror de la época, en concreto a La
momia (The Mummy, Karl Freund, 1932), su clarividencia iconográfica a la hora de construir ciertas
imágenes ya canónicas en el género —la momia, vendada de pies a cabeza, avanzando lentamente
con una bella mujer desvanecida en sus brazos…—, y un final feliz muy inquietante. Todo un clásico.
LA MALDICIÓN DE AMEN-RA
(The Curse of Amen-Ra, 1932)[87]

La escena a mi alrededor era tan repulsiva, que alguien como yo no había visto jamás cosa
semejante. Por todas partes se expandía el pantano de légamo, con sus juncos crecidos, y frente a
mí… sí, aquello tenía que ser la Isla de Pequod, pues una manga de aguas sucias y pesadas, muy
lentas y espesas, la separaba del continente.
La isla de Pequod, en la zona menos caudalosa de la bahía de Chesapeake, estaba apenas a cien
pies de distancia de donde me encontraba. Hubiera podido intentar alcanzarla directamente,
vadeando toda aquella porquería, pero la sola visión de la ciénaga me hizo desistir, podía quedar
atrapado allí.
No había necesidad alguna de intentarlo; un viejo marino se dirigía además hacia mí en su
barcaza antediluviana, bogando por la parte del canal en la que había más agua, así que me detuve a
esperarlo.
Me saludó en la jerga local, absolutamente ininteligible para mí. Luego me clavó sus ojos
profundos, sobre los que tenía unas cejas completamente blancas, y me apuntó con su barba
igualmente blanca, esperando que dijese algo.
—¿A qué espera? —le dije impaciente—. ¿No ve que quiero cruzar?
—¿Quiere cruzar? ¿Y para qué quiere hacerlo?
Aquello empezaba a incomodarme.
—Deseo ver a Mr. Neil Farrant, si quiere saberlo —le respondí—. No tenía conocimiento de que
esa isla fuera suya, caballero…
—¿Neil Farrant? ¿El que trajo esas momias a Tap’s Point? —me di cuenta de que en los ojos del
viejo marino se reflejaba el miedo—. No querrá verle… No quiere ver a nadie. Ha venido a
visitarlo mucha gente desde que regresó de su viaje, profesores de universidad y todo eso, pero no ha
querido verlos…
—Mi caso es distinto —dije—. Me llamo Jim Dewey y he sido llamado por el propio Mr.
Farrant para que le ayude en su trabajo.
—¿Jim Dewey? —dijo el viejo marino metiéndose en la boca un poco de tabaco de mascar—.
Sí, ya recuerdo… Mr. Farrant dijo que lo esperaba…
Pero seguía allí, apoyado en la percha con que se ayudaba para vadear la ciénaga, mirándome
con ojos de rumiante incrédulo.
—Bueno, ¿por qué no acerca su bote lo justo como para que pueda subir? —le pregunté.
—Verá usted, señor… ¿Cómo puedo fiarme de que no ayudará usted a escapar a uno de esos
locos del doctor Coyne? —me respondió.
—¿De qué demonios me habla? ¿Quién es ese doctor? —le pregunté muy sorprendido.
Antes de que el viejo pudiera responderme, me vino a la memoria que Neil me había hablado
alguna vez de que gran parte de la isla estaba ocupada por la casa y las tierras del doctor Rolf
Coyne, que eran en realidad un sanatorio particular para locos, donde estaban asilados los tipos más
insanos de Virginia y otros Estados.
Por eso, Neil, que había trabajado estrechamente con el doctor Coyne durante tres o cuatro años,
antes de partir hacia Egipto, como asistente de la Universidad de North Virginia, en la Fundación
para las Excavaciones Arqueológicas de la misma, había elegido aquella isla apartada para trabajar
en ciertos experimentos con las momias que se trajo del viaje. Precisamente porque éramos buenos
amigos desde que cursamos estudios en la universidad, me había pedido que le ayudase en su trabajo.
Para ello me escribió en términos harto elogiosos, diciendo que apreciaba grandemente mi
curiosidad y afán de conocer, por lo que me pedía aquella ayuda, así que respondí inmediatamente a
su carta, aceptando el ofrecimiento que me hacía.
El viejo marino me guiñó un ojo.
—Ya sabe, hay gente que ayudaría a escapar a cualquiera de esos locos a cambio de un poco de
dinero —me dijo—. Más de uno ha conseguido largarse de ahí. Por eso no hay un puente que
comunique la isla con el continente… Pero yo soy un viejo incorruptible, todos lo saben… Así me
llama el doctor, el viejo incorruptible… Si es usted amigo de Mr. Farrant, le pasaré en mi barca;
pero si piensa usted ayudar a que se escape algún pobre diablo de ésos, le aseguro que los perros de
presa del doctor Coyne le perseguirán hasta destrozarlo a dentelladas.
—Mire, no pienso estar aquí todo el día, oyendo las tonterías que se le ocurran —dije—.
Acerque usted su bote, o lárguese por donde ha venido, que ya me encargaré yo de telefonear a Mr.
Farrant para contarle qué ha pasado.
El anciano siguió como estaba durante un par de minutos, mirándome incrédulo, mascando
tabaco, reluctante… Después clavó la percha en la ciénaga y se acercó a la orilla. Subí a su barcaza
abrazando mi maleta, por miedo a que se me cayese, y el viejo marino volvió a clavar la percha en el
fondo escaso de aquellas aguas de la ciénaga para acceder a la isla.
—¿Cuánto le debo? —pregunté una vez pisamos tierra.
—Deme lo que le parezca, señor —me respondió—. El dinero no significa nada para mí. Ya
sabe, el doctor me llama el viejo incorruptible, y eso es lo que soy, un viejo incorruptible… Puede
darme un cuarto de dólar, si quiere… O cincuenta centavos.
Como no tenía suelto le di un billete de dólar y le dije que se lo quedara. Sus ojos denotaron un
brillo de avaricia cuando lo guardaba en el bolsillo.
—¿Por dónde se va a la casa de Mr. Farrant? —le pregunté.
—Está en Tap’s Point, por ahí abajo —me respondió—. Siga ese camino y encontrará pronto la
villa; la casa está a un cuarto de milla de la villa, más o menos… Pero escuche, señor… —me tomó
de un brazo cuando ya me disponía a avanzar por aquel camino—. Ya no podrá salir de allí… Nadie
que abra las tumbas donde descansan las momias puede salir de allí… Sólo Mr. Farrant, y eso
porque es un sabio, el más sabio de todos. Mr. Burke y Mr. Watrous, y un inglés cuyo nombre no
recuerdo, murieron… Hay una maldición que persigue a quienes abren las tumbas donde reposan los
príncipes y las princesas… Por eso la gente de aquí ya no quiere bajar a Tap’s Point. Leímos eso en
un periódico dominical y no nos gustaría que las momias merodeasen por nuestras casas y mataran a
nuestros hijos… Le aviso, señor, los otros no fueron avisados de eso, pero usted sí… Ahora bien, si
quiere suicidarse, adelante… Pero mantenga a esas momias alejadas de nuestras casas, por favor —
me dio unas palmaditas en los hombros y añadió—: No podrá escapar, señor… Cuando vea
halcones, significará que habrá problemas, todos lo sabemos, también los perros… Lamentará usted
haber venido.
—Habla usted como un demente —le dije.
Por otra parte, no dejaba de maravillarme que la leyenda acerca de la maldición, surgida a raíz
de la extraña muerte de varios arqueólogos que formaron parte de una expedición a Egipto, hubiese
llegado de aquella forma tan curiosa a un rincón apartado como la isla Pequod para asustar a
aquellos payasos… El viejo marino seguía mirándome impasible mientras mascaba tabaco, y me fui
camino abajo, en dirección a Tap’s Point.
La isla de Pequod era mucho más pintoresca de lo que sugería una primera vista desde la orilla
opuesta. En pocos minutos pasé a caminar entre juníperos y cipreses. Y al fin vi, tras los altos
árboles, un gran edificio que supuse era el sanatorio particular del doctor Coyne. Había canchas de
tenis en las que jugaban varios hombres. Otros estaban tirados en la hierba. Todo estaba abierto, sin
barrotes ni cercas… ¿Para qué, si a un lado estaba el mar caudaloso y al otro la ciénaga? ¿Para qué,
si tenían perros de presa?
Dejé atrás el sanatorio y caminé hacia la villa que parecía alzarse muy cerca del mar. Varios
botes pesqueros proclamaban la naturaleza de la vida de los habitantes del lugar, una vida en
libertad, una vida plena… Dos o tres hombres con los que me crucé en el camino se quedaron
mirándome con gesto interrogante, y una mujer lo hizo de otra manera, desafiante, desde la puerta de
su casa. Murmuró algo que no pude oír. Un poco más allá, otra mujer, al verme, apretó a su hijo
contra el regazo, como si temiese que se lo raptara.
Yo seguía mi camino con la cabeza alta, sin preocuparme del peso de mi maleta. Me parecían
indignantes aquellas historias que se contaban por allí, de las que había tenido noticia a través del
viejo marino… Y todo porque Neil Farrant se había llevado, de manera no muy legal, sin
autorización alguna, eso es cierto, los sarcófagos de tres o cuatro momias que encontró en uno de los
enterramientos reales que no mucho tiempo atrás habían sido descubiertos en el alto Egipto. Pero,
por lo mucho que conocía a Neil, sabía que no podía prestar la menor atención a los cuchicheos de
aquellas gentes, ni a las absurdas historias que hablaban de maldiciones.
Nunca había conocido a alguien más inteligente que él, a nadie con la cabeza más fría. De hecho,
estaba ansioso por saber de qué se trataban aquellos experimentos que me anunciaba en su carta.
Bien, dejé atrás la villa y llegué a Tap’s Point. Allí, lo que más atrás era ciénaga se convertía en
una auténtica bahía en la que estaban anclados varios botes de pesca. El sol comenzaba a ponerse por
el oeste, alumbrando un escenario delicioso, natural. Frente a mí se alzaban árboles que parecían ir a
caerse al mar, lo que me hizo pensar en la erosión de aquella parte de la isla, a causa de los
temporales marinos.
Y de repente vi la casa de Neil. Era una antigua granja, grande, de piedra. Seguro que en tiempos
había sido la casa de algún colono importante.
El sol parecía hundirse de canto en la bahía. Nada alteraba la paz del anochecer. Los botes de
pesca estaban abandonados, no había ni un pescador en ellos. Sólo se percibía algo en el aire, un
halcón… Y pronto hubo otro… Me pareció que llegaban a la bahía desde el sanatorio. Luego vi un
tercero. Poco después apareció un cuarto halcón.
Halcones pescadores, pensé. Su presencia en el aire, sobre la bahía, no tenía mayor
importancia… Pero ¿no había dicho algo acerca de los halcones aquel viejo loco? Sí, había dicho
que cuando viera halcones habría problemas.
Bueno, pues allí estaban los halcones; allí los tenía, a mi vista. Llegó un quinto halcón, y después
un sexto… Yo no tenía ni un problema, ni la sensación de que podría tenerlo. Experimentaba, por el
contrario, un sentimiento de placer en aquella dulce anochecida, más cuando me acercaba a la casa
de Neil. Me extrañó un poco que todas las ventanas estuvieran cerradas, tanto las de la fachada
frontal como las de los laterales de la casa; me extrañó porque sabía que Neil disfrutaba mucho del
aire fresco y siempre tenía las ventanas abiertas en nuestros días de estudiantes… Llegué a la puerta
a través del sendero de piedras, que hacían el paso algo incómodo, y llamé.
Me había dado cuenta de que los halcones volaban en la misma dirección que yo seguía, pero
tampoco le di importancia. Sabía que los halcones suelen acechar a los pescadores, para ver si se les
cae algún pez, así que pensé que me tomaban por uno que volvía a casa con su pesca. Pero lo cierto
es que ya serían unos ocho o diez halcones los que volaban en círculo sobre mí, aunque no me alarmé
porque lo hacían a una altura considerable. Volví a llamar, alegre al pensar que vería pronto a Neil, y
porque sabía que también él iba a alegrarse mucho de verme al fin en su casa. Pero no hubo
respuesta, y llamé una tercera vez. Entonces se dejó sentir la voz de Neil desde el interior de su casa.
—¿Quién es? ¿Qué busca aquí?
Su voz me sonó extrañamente desagradable, hosca… O incluso aterrorizada. Supuse que quizá
estuviese harto de las estúpidas suspicacias de la gente de la villa.
—Soy Jim Dewey… ¿Es que no me esperabas? —le dije alzando la voz.
—¿Jim Dewey? ¿Por qué no me avisaste de cuándo vendrías, hombre, como te pedí que hicieras?
—Lo hice… Pero me temo que el telégrafo no es lo suficientemente rápido en esta parte del
mundo —respondí—. ¿Es que no me vas a invitar a entrar?
—Claro, claro… Pero… ¿Realmente estás solo, Jim? ¿No hay… nada… contigo?
—Claro que vengo solo —respondí.
Oí sus pasos acelerados en el interior y luego que quitaba cautelosamente la cadena de una
cerradura. Abrió la puerta lentamente, pulgada a pulgada, hasta que lo vi ante mí. Me impresionó
encontrarlo tan cambiado. La dureza del desierto y el sol lo habían oscurecido mucho, además de
devastarle. Tenía para colmo una barba de tres días, y la ropa le colgaba por todas partes, además de
estar sucia. Parecía bastante más viejo de lo que era.
—Bueno, Neil, no pareces alegrarte mucho de mi presencia —le dije alargándole mi mano.
Vi que su mano se alzaba lentamente hacia la mía… Entonces miró por encima de mis hombros y
al momento salió de sus labios un grito estremecedor. Pensé que iba a estrellar la puerta en mi cara.
—¡Los halcones! ¡Cuidado, que no entren! —gritaba.
Antes de que pudiéramos entrar en la casa y cerrarla, aquellas malditas aves cayeron sobre la
puerta; nunca había visto algo igual, nunca había visto halcones que pareciesen tan hambrientos. Yo
estaba justo a medio entrar, en el umbral, y Neil y yo nos vimos envueltos de repente en un brutal
aleteo.
Los halcones parecían enloquecidos. Aleteaban sobre nosotros, nos golpeaban con sus alas, pero
no éramos el objeto real de su ataque. Sólo parecían querer entrar en la casa. Vi que Neil atrapaba a
uno de los pájaros e intentaba retorcerle la cabeza, pero se le escapó de las manos y al momento se
volvió contra nosotros, como los demás.
Yo también braceaba para golpearlos, pero sus malditas alas eran las que en realidad me
golpeaban a mí y más de una vez fui herido por sus garras.
Pero conseguimos ganarles. En un momento, cuando se apartaron un poco de la puerta para
reagruparse y volver a la carga, Neil tiró de mi brazo y me introdujo en la casa. Casi al instante
volvían los halcones a atacar la puerta, pero fue en vano.
Poco después oí a uno de los perros del sanatorio del doctor Coyne, y luego otro, y otro más,
ladrando todos. Me sentí angustiado entonces, al comprobar que el sol ya se había puesto y la
oscuridad comenzaba a invadirlo todo rápidamente.
Me quedé mirando a Neil, que estaba lleno de arañazos, como yo mismo.
—Bueno, hemos conseguido mantenerlos a distancia, Jim —me dijo—. Mejor subamos al cuarto
de baño para ponerte un poco de yodo en esas heridas.
—¿Por qué no disparas a esos malditos pájaros? —le dije—. Están realmente rabiosos.
—Es que… no morirían… Ése es el problema, Jim… Ya te hablaré de todo esto.

II

Después de lavar y desinfectar las heridas que habíamos sufrido, bajamos a la planta baja de la
casa. Pasamos ante un salón pobremente amueblado, porque además los pocos muebles que había
eran aquéllos tan feos de 1870 en adelante, pero entre los que destacaban varias estanterías repletas
de libros fundamentalmente de egiptología, y no pocos textos medievales dedicados a la astrología y
cosas semejantes. Atravesamos otra habitación más y llegamos al fin a un gran salón, en la parte
trasera de la casa, que parecía algo así como el almacén de una tienda.
Todo allí era de piedra; las paredes no estaban ni encaladas, porque eran de mera piedra. Y las
varias ventanas que tenía aquel salón estaban cerradas y tenían barrotes.
Neil encendió una lámpara de varios brazos que había en el techo, de luz artificial, y tuve al
momento la sensación de hallarme en la sala de un museo. Había innumerables trofeos que Neil se
había traído de Egipto. Y dos sillones sacados de una tumba, y papiros, y una gran vitrina llena de
distintos fragmentos de potería. En aquel salón olía muy fuerte a especias.
Aunque me di cuenta de todo eso, mi atención, sin embargo, quedó atrapada casi nada más entrar
allí por cinco sarcófagos, sarcófagos de momias, situados uno tras otro junto a la pared de piedra y
puestos de frente sobre el borde de una tarima, de forma que estuviesen un poco levantados por la
parte de la cabeza. Cada uno de aquellos sarcófagos tenía pintada en la tapa una bonita
representación de quien yacía en su interior. Una de aquellas pinturas representaba a una hermosa
joven egipcia, de belleza exquisita y porte noble. No pude quitar la vista de allí durante un buen rato.
Ya saben lo mucho que se parecen las bellezas del antiguo Egipto a las bellezas del presente.
Salvo porque tenían los ojos pintados con largas rayas, sus facciones eran perfectas. Las narices,
pequeñas y armónicas; las barbillas, breves; la expresión, altiva y a la vez ensoñecida, además de
inteligente… Pero sobre todo me atrajo la pintura de aquella joven deliciosa. Un retrato
absolutamente ideal que me quitaba el aire.
Vi que Neil me miraba y sonreía pícaro. Por primera vez pareció el que siempre había sido, y no
el viejo, casi un ogro, que me recibió una media hora antes.
—Es la princesa Amen-Ra —me dijo divertido porque yo seguía sin quitar la vista de la tapa del
sarcófago—. Perteneció a una de las más antiguas dinastías reales del antiguo Egipto, aunque la
datación exacta del tiempo en que vivió sigue siendo en el presente motivo de controversia entre los
especialistas. Se puede asegurar, sin embargo, que antecedió a Moisés y a las primeras tribus de
Israel en varios siglos… ¿Quieres que te cuente su historia, Jim? Bien, pues tras la muerte de su
hermano —siguió diciendo Neil sin esperar mi respuesta—, ella gobernó el reino. Vivió y murió
soltera. Esos de ahí —señaló hacia los demás sarcófagos— fueron los consejeros del reino más
cercanos a ella.
»Su reinado es legendario, es conocido como la edad de oro del antiguo Egipto. Al Nilo no le
escaseó jamás el agua en aquel tiempo y todo el reino vivió un próspero periodo de paz. Por donde
quiera se extendía la riqueza. La reina obró como una divinidad.
»Pero había algo que turbaba a los sacerdotes. Consideraban éstos que Amen-Ra tenía que
casarse, aunque lo más difícil de resolver era quién sería el esposo adecuado. Que matrimoniase con
un extranjero resultaba inconcebible, pues se consideraba a Amen-Ra descendiente directa del dios
Osiris.
»Un noble de Tebas llamado Menes, sin embargo, se enamoró perdidamente de la princesa, y ella
le correspondió. Menes era demasiado poderoso como para que fuese condenado o se le hiciera
desaparecer, aunque los astrólogos vaticinaron que el casamiento, de llevarse a cabo, atraería sobre
el reino la cólera de los dioses. Por lo tanto, los sacerdotes comenzaron a conspirar con los
consejeros reales para matar al joven noble, pensando siempre en la salvación de Egipto.
»La misma noche del día en que se celebró la ceremonia nupcial, los conspiradores entraron en
el palacio y asesinaron a Menes y a los consejeros de la princesa, entre ellos al más anciano, al que
había consentido en la boda, pero éste, antes de morir, hizo que el Nilo se desbordase, merced a su
conocimiento de un conjuro mágico, y que un terremoto derribara los muros del palacio. La princesa,
desesperada, se quitó la vida con un veneno. Para colmo, hubo después un levantamiento de los
campesinos que completó el desastre… Todo eso está escrito en ese papiro —Neil señaló hacia un
tubo de cristal que había junto al sarcófago, en el que estaba aquel papiro—. Nunca pudieron
encontrar el cuerpo de Menes —siguió diciendo—, pero aquellos que sobrevivieron al desastre
consiguieron rescatar los cadáveres de la princesa y de sus consejeros traidores, que fueron
cuidadosamente embalsamados, aunque sin extraerles el cerebro y las vísceras, costumbre que se
extendería en Egipto mucho tiempo después. Fueron enterrados en el templo de Set… y desenterrados
por nuestra expedición.
»De acuerdo con las creencias egipcias, tras un periodo de unos tres mil años, el Ba regresaría
para reanimar aquellos cuerpos, para que la princesa y sus consejeros volvieran a gobernar el país y
a devolverle su antigua gloria.
—¿Ba era el alma? —pregunté.
—En efecto, el alma… Una cosa distinta, por lo demás, de Ka, el doble, o el cuerpo astral… En
cuanto a Menes, sin embargo, se creía que su cuerpo había sido reducido a cenizas… Verás, los
amantes se habían jurado fidelidad eterna ante el dios Horus, y los sacerdotes temían que Menes
regresara para reclamar a su esposa, pasados tres mil años, cuando se hubiera restaurado el
esplendor del antiguo reino.
»Por eso decidieron inscribir en el sarcófago de Amen-Ra una maldición contra quien lo sacara
de la tumba. Una maldición que alcanzaba por igual a los salteadores de tumbas y a los musulmanes
que invadieron el país… Sólo nosotros nos atrevimos a desenterrarlo.
—Vamos, Neil, no creerás todas esas tonterías…
—Bueno, no las creía… cuando se inició la Expedición de la Universidad de Virginia. Pero ¿qué
ocurrió? Lord Cardingham, que tan generosamente financiaba la expedición, se cayó en una de las
zanjas excavadas y se partió el cuello… Burke enfermó de unas fiebres tan súbitas como misteriosas
y murió el mismo día. Dijeron que era la plaga, pero la verdad es que no había plaga alguna en el
alto Egipto… Watrous se pinchó un dedo con una astilla y murió a causa de un envenenamiento de la
sangre… Tres de los nativos que iban con nosotros murieron también súbita y misteriosamente en
apenas una semana… Lewis y Holmes también enfermaron y hubieron de regresar a la costa. Lewis
falleció poco después y Holmes murió al naufragar su barco cerca de Sicilia… Yo no tenía síntoma
alguno de enfermedad, parecía el único a salvo… Supongo ahora que era inmune a la maldición,
precisamente porque formaba parte de la expedición como médico… No creía en esas cosas, lo
repito; es más, era decididamente incrédulo y me dije que tenía que averiguar cuáles eran las causas
reales de aquellas enfermedades súbitas que llevaban a nuestros hombres a la muerte en muy poco
tiempo… Conseguí, no sin esfuerzo, que algunos nativos se atrevieran a cargar los sarcófagos y otras
cosas halladas en el enterramiento que habíamos descubierto, en un barco que contraté para ello y
para poner rumbo a América. El doctor Coyne, con quien ya había trabajado, uno de los neurólogos
más importantes del mundo, me sugirió que habilitara esta vieja casa en la que estamos, de la que él
es propietario, para que llevase a cabo mis experimentos.
—¿Qué experimentos? —le pregunté con bastante incredulidad pues su expresión, en aquel
instante, era la de un fanático.
—Primero —respondió Neil— quiero oír de tus propios labios que estás dispuesto y preparado
para asociarte conmigo en este trabajo, aceptando el riesgo de ser víctima de la maldición…
—No tengo el menor problema en aceptar el trabajo que me propones —le dije—, pero todo eso
de la maldición me parece una idiotez completa.
Neil me miró de manera extraña y se apartó en dirección a donde estaba el papiro. Empezó a
traducir lo que allí venía:
—Menes, uno de los malditos, cuyo cuerpo fue destruido por el fuego, nunca deberá retornar a
esta tierra… La maldición de Horus, la maldición de Anubis, de Osiris, de Hapimus, el dios del
Nilo, la maldición de Shu, divinidad de los vientos, la maldición de Mesti, la divinidad con cabeza
de halcón, han caído sobre él porque puede violentar el secreto de las tumbas… Por ello será
destruido mediante agua, astillas y fuego…
—¿De veras habla de astillas, así, tal cual? —dije al recordar que Watrous había muerto tras
pincharse con una astilla.
Neil siguió leyendo:
—… Será destruido mediante la peste, o un mal viento, o un naufragio, o por las garras de Mesti.
Habrá de consumirse en su fuego interno, así como todos sus cómplices… Bueno, creo que ya es
suficiente —dijo Neil alzando los ojos del papiro y mirándome asustado, furtivamente—. ¿Querrías
echarle un vistazo a la princesita? —me dijo después en un tono de voz muy bajo, angustiado.
—Claro que sí —respondí—. ¿De veras…?
—Sí, ya he abierto todos esos sarcófagos… Es verdad que la humedad de la isla de Pequod ha
deteriorado un poco a las momias, pero verás… El experimento…
Se interrumpió, fue hacia un armario y tomó un cortafríos para levantar la tapa del sarcófago. Era
evidente que lo había hecho muchas veces pues procedió con absoluta ligereza y habilidad,
descubriendo aquello… Tuve ante mí, así, la momia de una joven, de una mujer muy joven, con su
vestimenta talar algo podrida, esa impresión me dio, cubierta por un velo de lino, de la que salía un
olor difuso a especias y a natrón.
Apenas se le apreciaba algo más que el contorno, por estar cubierta con aquel largo velo de lino
igualmente podrido… Pero también resultaba evidente que había sido descubierta no una vez, sino
montones de veces, por Neil, supuse en buena lógica… A Neil, por cierto, le temblaban entonces las
manos. Me pareció que temía más por mí que por aquel aleteo que se dejaba sentir fuera de la casa,
tan fuerte, por aquellos golpes de las garras de los halcones contra los barrotes externos de las
ventanas.
De alguna manera me pareció que la presencia de los halcones, enloquecidos aun siendo de
noche, tenía algo que ver con lo que hacía mi amigo. Cesó aquel ruido que hacían las aves, y creí que
volvería a dejarse sentir en breve, cuando Neil comenzó a quitar lentamente el velo de lino que
cubría a la momia. Así la empecé a ver completa al poco, de la cabeza a los pies.
Percibí unos mechones de cabello negro, y me maravillé del magnífico estado de conservación en
que parecía encontrarse el cuerpo. Fue, desde luego, la experiencia más reseñable de cuantas había
tenido hasta entonces, y de cuantas he tenido posteriormente… Ver así, a tan corta distancia, tan
intensamente, el cuerpo de una mujer que fue hermosa, el cuerpo de una princesa egipcia muerta
miles de años atrás… Verla así, bajo la luz, eléctrica…
Neil se detuvo cuando la momia estaba a medio descubrir, miró a su alrededor y después clavó
los ojos en mí, como si no me reconociese, como si fuera yo un intruso, alguien hostil para con él y
para con su trabajo… Y yo no pude por menos que asombrarme de la transformación que se obraba
en él.
Su mirada era la misma que cuando me abrió la puerta. Una mirada que me sugirió los ojos de un
cadáver. O una mirada, quizá, que no era la propia de un americano del siglo XX.
—¡Jim! ¿Qué diablos…? —comenzó a decir cuando pareció que volvía a reconocerme. Era
evidente que trataba de hacer un gran esfuerzo interior para recuperarse—. Supongo que
comprenderás ahora cuál es el objeto de mis trabajos… Perdona si te parezco raro… Quería
mostrarte la momia de Amen-Ra, pero no sé si ella…
—Me parece que estás yendo muy lejos… No hay que darle más importancia, te aseguro que me
ha gustado mucho verla —le respondí.
Pero de inmediato me pareció que se olvidaba por completo de mi presencia, como si me hubiera
desvanecido en el aire. O como si me hubiese evaporado en su consciencia. Sus manos siguieron
descubriendo a la momia mecánicamente.
Curiosamente, bajo aquel velo de lino podrido había otro de seda perfectamente conservada… Y
otros dos velos más, bajo aquél, idénticamente bien conservados. Y justo cuando comenzaba a
preguntarme si habría más velos, apareció ante mí la cara y el torso desnudo de Amen-Ra.
Me quedé mirando aquel rostro y sentí que mi respiración se hacía más agitada por momentos.
¿Aquello era realmente una momia? Desde luego, estaba mucho mejor conservada aún de lo que me
había parecido en lo que se veía de ella a través de los finos velos que la cubrían… ¿Podía ser
realmente aquélla la cara de una muchacha muerta incontables siglos atrás? ¡Pero si parecía recién
fallecida! Su piel, de un delicado color aceituna, era perfecta; daba incluso la sensación de que tenía
circulación sanguínea, pues había en sus mejillas una tonalidad ciertamente rosácea… Tenía cerrados
los ojos, pero sus párpados oscuros semejaban ocultar una pupila viva, brillante.
Me pareció incluso que había en sus labios algo que me atreví a pensar venía a ser el fantasma de
una sonrisa… Una mueca encantadora, adorable… Una sonrisa, acaso, de burlona exquisitez, como
quien bromea delicadamente, como si los últimos pensamientos de aquella mujer tan joven hubieran
sido dedicados a ese con quien se había prometido fidelidad eterna ante Horus, convencida de que ni
la vida ni la muerte podría separarlos.
Miré aún más intensamente aquel rostro aparentemente sano y entonces el recuerdo de aquella
trágica historia de amor asaltó mis pensamientos, sacándome de la abstracción en que me había
sumido. Se me encogió el corazón. ¡Aquella mujer estaba viva! Parecía increíble que perteneciera a
la noche de los tiempos.
Neil se dejó caer de rodillas súbitamente ante el sarcófago. Sus manos se asían
desesperadamente al borde de la caja. Contemplaba a la princesa como herido por un dolor profundo
y comenzó a gritar con los labios crispados:
—¡Amen-Ra! ¡Oh, Amen-Ra! ¡Te amo, te amaré siempre, te esperaré más allá del tiempo! Para
mí no hay nada más verdadero que la promesa de amor y fidelidad eternos que nos hicimos ante
Horus, cuya protección pedimos, el único que puede hacer que volvamos a ser tú y yo uno solo…
¿Acaso no me reconoces? Despierta de tu sueño de siglos y háblame, te lo suplico… Mírame y di
que aún me amas.
De sus labios siguieron saliendo cosas que no entendí, extraños sonidos que no supe si tomar por
palabras egipcias. Me acerqué y le puse una mano en el hombro.
—Neil —le dije—, no deberías hacer esto… ¡Vuelve en ti, hombre!
Pero estaba rígido como una roca; o acaso, como un hombre en estado cataléptico. Dudaba qué
hacer, y me asaltaron aún más dudas cuando se volvió a sentir fuera aquel aleteo insoportable, el
choque de las garras de los halcones contra los barrotes de las ventanas.
He de decir, sin embargo, que mantenía la claridad en mi mente. En la mente de Neil Farrant, por
el contrario, pesaba con fuerza la desaparición de quienes habían ido con él a Egipto, lo que supuse
le había impresionado a extremos de volverle loco… Desde su regreso vivía con aquella momia, en
absoluta reclusión, sin nadie más a su lado. Eso, sin duda, había agravado sus impresiones. Traté una
vez más de que volviera en sí, de que se recuperase de aquel trance, de aquel acceso de locura, pero
con idénticos resultados.
—¿Es que ya no me recuerdas? —seguía clamando patéticamente, arrodillado ante la momia—.
Soy Menes, tu Menes… —dijo de pie ahora, dando palmaditas en las mejillas de la momia—. ¿Por
qué no despiertas de tu sueño, aunque sólo sea un instante, y me reconoces?
Entonces ocurrió algo que supuse producto de mi imaginación, aunque aseguro que estaba en mis
cabales, alerta, pues aquello me hizo retroceder trastabillando como un borracho.
Vi que los párpados de la princesa tremolaban y que su sonrisa encantadora le relajaba aún más
la boca, ampliándosela en las comisuras. Me quedé allí clavado, sin saber qué hacer ni qué pensar,
mientras Neil seguía dando suaves palmaditas en las mejillas de la momia… Puedo jurar que sus
párpados seguían tremolando.
Llegó desde el sanatorio el ladrido de un perro, y otro, y otro más, hasta llenarlo todo… Allí
estaba yo, de pie, sin saber qué hacer, incapaz de ayudar a mi amigo… Viendo cómo aquel hombre
vivo hacía el amor a una muerta.

III

Fue el timbre del teléfono lo que recuperó a Neil de su rapto enajenado. Se puso rápidamente de
pie y se quedó mirándome. También miraba alternativamente a la momia. Parecía que se le había
aclarado el cerebro.
—Bueno, Jim, ya la has visto —me dijo, y supe por el tono de su voz que era completamente
inconsciente de lo que acababa de suceder, de la escena de la que yo sí podía levantar acta—. ¿Es
una belleza, verdad? ¿A que parece estar viva? Bien, me ayudarás esta noche en mi experimento; al
fin y al cabo, para eso te pedí que vinieses… Coyne cree que tengo razón. Mi experimento tiende a
desvelar el misterio del proceso de momificación, lo mismo, en suma, que tantos egiptólogos han
intentado hacer.
Como el teléfono volvió a sonar insistentemente, salió para responder a la llamada. Estaba en un
perfecto estado mental.
—Supongo que será Coyne —me dijo cuando ya iba a descolgar—. Olvidé decirte que iremos a
cenar a su casa esta noche… Disculpa, tengo que atender la llamada…
Seguía pensando que Neil no era consciente de lo que había pasado. Era como un hombre con
doble personalidad. No me cupo la menor duda de que su otro yo creía ser de veras el mítico Menes,
el amor de la princesa tantos siglos atrás.
Me fijé de nuevo en la cara de la princesa momificada, alumbrada por la luz eléctrica. ¡Qué
tonterías puede hacerle creer a uno su propia imaginación!, me dije. No obstante, estaba seguro de
haber observado signos vitales en el rostro de la momia, estaba seguro de haber visto cómo le
tremolaban los párpados… Pero me dije una y otra vez que no era posible. Me negaba a creer lo que
me habían ofrecido mis sentidos.
Pero también podía ser que mis sentidos me hubieran traicionado. Ahora podía ver claramente el
bello rostro de la princesa, de expresión absolutamente natural, sin crispación alguna, pero sabía que
todo era consecuencia de un perfecto proceso de momificación. No había signo vital de ninguna
especie en aquel rostro que parecía de cera.
Escuché a Neil hablando por teléfono:
—Sí, Coyne, Dewey está conmigo… Llegó hace una hora. Ya le he dicho que cenaríamos los tres
juntos, todo está en orden… ¿El experimento? Acaso lo llevemos a cabo esta noche, si ustedes dos
están de acuerdo, naturalmente… Sí, por supuesto que considero a Jim Dewey el hombre adecuado…
Confío en él más que en cualquier otra alma viviente…
Le oí colgar el teléfono y regresar junto a mí.
—Sí, era Coyne —me dijo—. Quería saber si ya habías llegado. Es un buen tipo, ya verás;
seguro que estaréis encantados de conoceros… Con su ayuda podremos avanzar más. El ambiente
está muy húmedo, deberemos proceder con mucho cuidado… pero, mira, Jim… —y se echó a reír—.
Tengo que vendar de nuevo a esa dama… Alguien podría enamorarse de ella, y al fin y al cabo es una
momia, ¿no?
Con sus dedos desde luego muy hábiles en vendar y en quitar las vendas a la momia, procedió a
cubrirla rápidamente con ellas de manera que sólo se apreciase su contorno. Luego cerró
cuidadosamente el sarcófago.
—¿Estás listo, Jim? —me preguntó—. Pues adelante… Serán sólo cinco minutos… Saldrás tú
primero y yo me cercioraré de que no anda por ahí ninguno de esos malditos halcones.
Salí de la casa. Arriba, contra la luna, vi una bandada de pájaros, pero en esta ocasión no se
interpusieron los halcones entre nosotros, por lo que Neil se me unió, cerrando a sus espaldas la
puerta con llave.
—Tengo que mantener este lugar inaccesible —me dijo—. Todos esos pueblerinos de la villa son
insaciablemente curiosos, y además se enteraron hace poco de todo lo relacionado con las momias
gracias a un periódico dominical. Hay un tipo, un tal Jones, el encargado del ferry, que es el peor de
todos… Siempre anda merodeando por aquí… Coyne lo llama el viejo incorruptible, porque una vez
rechazó cinco mil dólares que le daba el hermano de uno de los pacientes del sanatorio si ayudaba a
que éste escapara.
Caminamos casi hombro con hombro por un sendero que conducía al sanatorio. La tormenta se
cernía ya sobre nosotros, y más abajo el oleaje hacía rugir el mar brutalmente. El ambiente era
sofocante, opresivo. Seguía preguntándome si Neil era capaz de recordar algo de lo que había
pasado.
—Tendríamos que disparar contra esos halcones —dijo—. Supongo que será el olor del natrón
de las momias lo que los excita, como la gatera excita a los felinos… He disparado ya contra ellos,
pero son muy cautos.
Pero Neil me había dicho que los halcones no morirían si se les disparaba y se acertaba con el
tiro. Y había visto cómo él mismo retorcía el pescuezo de uno de aquellos halcones, como si fuera a
arrancarle la cabeza, sin conseguir matarlo.
Lo miré de reojo. Era otra vez el Neil Farrant que siempre había conocido, salvo por su aspecto
físico, tan moreno del sol de Egipto, tan devastado. Decidí que debería hablar con el doctor Coyne
acerca de Neil, siempre y cuando aquel médico me pareciese un hombre accesible y de confianza.
Pasamos entre unos robles altos, macizos, y tras dejarlos atrás accedimos a un sendero muy bien
cuidado, regular, fácil de transitar… Así llegamos al sanatorio. No había verjas, ni rastro de los
perros de presa. A un lado estaban las canchas de tenis; al otro, el prado para jugar a los bolos.
Tampoco había vigilantes.
Había una serie de edificaciones bajas, de dos plantas, alrededor del edificio principal, todos
ellos bien iluminados. La institución, en fin, estaba en muy buen estado de mantenimiento y mostraba
un aspecto moderno.
Llamamos al timbre de la puerta principal y una enfermera uniformada nos abrió. Sonrió a Neil.
—Sí, creo que el doctor les aguarda —dijo—. Adelante, por favor.
Un segundo después estábamos en presencia del doctor Coyne, en un amplio recibidor tras el cual
vi su despacho y consulta, con los armarios que contenían el instrumental médico, una silla, una
camilla y algunos muebles más. Neil nos presentó y el doctor Coyne estrechó mi mano mientras me
observaba con gran curiosidad.
Era un hombre ya mayor, de entre sesenta y cinco y setenta años, con unos ojos azules de mirada
profunda y escrutadora, y una cara llena de arrugas. Tenía todo el aspecto de ser un hombre muy
juicioso. Un hombre capaz de descubrir en uno su auténtica naturaleza con una sola mirada, y quizá
un hombre que necesitaba descubrírsela a los demás.
—Encantado de conocerle, Mr. Dewey —me dijo—. Farrant me ha hablado mucho de usted
diciéndome además cuánto ansiaba su presencia, su colaboración. Creo que ambos son muy
afortunados… Pero, como ya está servida la cena, demos cuenta de ella sin más formalidades… —
dijo mirándome fijamente—. Espero que no se hiciera usted esas heridas tratando de llegar hasta
aquí a través de la isla…
—No, nada de eso, fuimos atacados por unos halcones —dije cuando ya entrábamos en el
comedor.
Coyne frunció el ceño.
—Son una auténtica plaga —dijo—. Lamento que haya tenido una experiencia tan desagradable
nada más llegar a nuestra isla… Hay un tipo de halcón pescador, propio de la isla de Pequod, pero a
saber por qué razón algunos se han vuelto agresivos y han comenzado a atacar a la gente… Hemos
organizado partidas para abatirlos a tiros, pero son muy listos…
En el amplio comedor había una buena cantidad de mesas pequeñas, ocupadas todas por
comensales. Algunos se levantaron e hicieron una reverencia a Coyne y los demás siguieron dando
cuenta de su cena como si nada.
Me fijé en que había más personal de servicio de lo que en realidad hacía falta. Pero en su gran
mayoría aquellos hombres no servían las mesas sino que estaban junto a las paredes. Serían, supuse,
enfermeros vestidos como los camareros.
El doctor Coyne encabezaba nuestra marcha hacia una mesa más apartada, que estaba entre dos
grandes ventanales a través de los cuales vi las luces de la villa en la distancia. El ambiente era muy
pesado, provocaba una sensación opresiva.
Coyne, la verdad, me ofreció una excelente cena de bienvenida. Le hablé de mi larga amistad con
Neil, y de mi trabajo en el Instituto de Biología, del que había llegado directamente para ayudarle en
sus experimentos, a petición suya.
—¿Le ha mostrado nuestro amigo aquí presente esa momia de la bellísima y joven princesa? —
me preguntó Coyne—. Si no lo ha hecho, se habrá perdido usted algo realmente impresionante.
Al tiempo que decía aquello me miraba de una forma extraña que no supe interpretar.
—Sí —respondí— En tiempos tuvo que ser muy bella.
—Su historia es muy romántica, al menos según lo que se refiere en el papiro —continuó Coyne
—. Farrant… ¿aún no le has contado a Mr. Dewey en qué consiste el experimento?
Miré a Neil, quien respondió indiferente al médico.
—No, aún no se lo he contado… Trataremos de ese asunto esta noche, doctor… Jim acaba de
llegar, no he tenido tiempo de hablar con él a fondo.
—Bueno, ya veremos si puede llevarse a cabo —dijo el doctor.
Observé que aquello le provocaba cierto disgusto, pero fui incapaz de adivinar la razón. Neil
parecía muy concentrado en el cuchillo y el tenedor. Tuve la impresión de que había allí propósitos
contrapuestos.
—Supongo que todos ésos son convalecientes, ¿verdad? —dije para cambiar de conversación.
—No, por desgracia —me respondió el doctor en voz baja—. De hecho, me encargo de los casos
más desesperados, de los desahuciados… Rara vez algún paciente mío recupera sus facultades
psíquicas… pero en realidad eso ocurre por lo general sólo en los libros de texto… Por ejemplo,
aquel hombre —y señaló a un sujeto de aspecto apacible, un hombre de edad vestido de etiqueta, del
que me había llamado la atención que comiese con una cuchara de madera—. ¿Lo ve bien? Pues ahí
lo tiene, un hombre que sufre de frenesí homicida… He tenido que convencerle de que los mangos de
los cuchillos, los tenedores y las cucharas atraen ciertos rayos galvánicos que están en su interior…
Compruebe usted que recibe una atención especial, aunque disimulada, por parte de los cuidadores…
Después de cenar será todo un placer para mí mostrarle algunos pacientes más… A ésos no se les
puede juntar con el resto.
Una mujer comenzó a entrechocar el cuchillo y el tenedor.
—Este menú está electrificado, doctor —gritó levantándose de la mesa—. ¡Lanza rayos gamma!
Se lo ruego, doctor, no permita que mis enemigos atenten contra mí ante sus propias narices… ¿O es
que no los ve?
—Arthur, alcánceme el plato de Mrs. Latham —pidió el doctor a uno de los camareros—. Y que
traigan otro plato para ella inmediatamente, por favor. Si alguien ha querido atentar contra usted,
madame, electrificando su menú, descuide que llegaremos al fondo del asunto.
—¡Pero mis enemigos son muy poderosos, no podrá enfrentarse a ellos! —gritó la mujer—. Mis
enemigos pueden utilizar su laboratorio, incluso, para contaminar mi comida con los rayos gamma y
tendré que gastarme el dinero yendo a comer a otro lado…
Una enfermera de edad, uniformada también, apareció en escena y tomó a Mrs. Latham de un
brazo. Le costó sacarla de allí. Cuando se la hubo llevado, cesaron los signos de agitación que
habían comenzado a manifestarse entre los demás comensales, y todo el mundo siguió cenando
tranquilamente.
—Daré orden de que este plato sea examinado de inmediato en mi laboratorio, para que todos
estén tranquilos —dijo entonces el doctor dirigiéndose a los locos.
Me llamó mucho la atención la forma en que logró apaciguarlos. Me sorprendió verlos conversar
en un tono de voz tan moderado, como si nada hubiese pasado.
Pero también me llamó la atención una cierta extrañeza, algo raro, en la relación que se daba
entre Coyne y Neil. Vi algo no del todo claro en la actitud de Coyne hacia mi amigo. Uno a uno, o de
dos en dos, todo lo más, los pacientes comenzaron a salir del comedor poco después. Tan pronto
estuvo fuera el último, Coyne se levantó de repente de la mesa y dijo:
—Farrant, si de veras pretendes hacer tu experimento esta misma noche, estaré contigo en una
hora.
—¡Espléndido! —exclamó Neil—. Entonces regresaré a casa con Jim.
—No, mejor ve tú solo y prepáralo todo para cuando lleguemos Mr. Dewey y yo —replicó
Coyne—. Recuerda que le he prometido mostrarle algunos pacientes a los que tengo aquí asilados…
Neil miraba dubitativo mientras Coyne se mostraba resuelto, imperativo.
—Bueno, como usted diga… Quería exponerle algunas ideas —dijo Neil.
—Habrá tiempo, descuide… Pase lo que pase, le aseguro que estaré con usted —dijo Coyne—.
Sabe que puede contar conmigo.
Neil salió del sanatorio. El doctor lo miró mientras se iba. Después se volvió hacia mí.
—¡Pobre Farrant! —exclamó—. Sufre de inestabilidad emocional desde que regresó de Egipto,
como consecuencia de las duras experiencias que hubo de padecer allí.
—¿Quiere decir que se ha vuelto loco? —le pregunté alarmado, más que nada porque, gracias a
sus palabras, las cosas comenzaban a estar más claras para mí.
—La locura es un término puramente médico… Farrant no podría ingresar aquí como paciente —
dijo el doctor, y tras una pausa añadió—: Pero la verdad es que, desde que regresó de Egipto…
Bueno, creo que será mejor que me guarde por ahora lo que iba a contarle, al menos hasta que
hayamos visto a esos enfermos de los que le he hablado. Creo que sus casos pueden estar
relacionados con el de nuestro amigo… Por allí, por favor.

IV

Salimos del edificio principal para ir a otro, pequeño y apartado, al que se accedía por un
camino de gravilla. En el vestíbulo estaba sentada una enfermera con su correspondiente uniforme.
Se levantó cuando entramos. Coyne la saludó con una inclinación de cabeza y subimos por la
escalera a la segunda planta, en cuyo largo pasillo había una buena cantidad de puertas a cada lado.
Había allí más enfermeras, sentadas en mecedoras, en el descansillo de la planta.
—¿Alguna novedad, Miss Crawford? —preguntó Coyne a una de ellas, con tono imperativo, un
tanto brusco.
—Me temo que el viejo Mr. Friend puede morir esta noche, lo encuentro muy mal —respondió la
enfermera.
—Bien, cuide de él —dijo Coyne y se volvió hacia mí—. Muchos de mis pacientes mayores
pueden irse de este mundo en cualquier momento, y a veces parece que se ponen de acuerdo para
hacerlo todos a la vez.
La enfermera abrió una de las habitaciones y entramos. En la cama, con ojos de hallarse inmerso
en un profundo estupor, yacía un hombre muy viejo, enjuto, seco y pálido, tan consumido como una
momia. Resultaba extraño observar que aún mantuviese un hálito de vida en aquellas circunstancias,
pues tenía toda la pinta de haber sido embalsamado por los egipcios miles de años atrás. Estaba
tumbado boca arriba, respirando dificultosamente, en un estado aparente de coma.
Contra la ventana de la habitación se producía un aleteo constante, suave cuando entramos allí y
muy brutal al poco. Uno de aquellos malditos pájaros llegó a golpear el cristal de la ventana con sus
garras mientras sus ojos pérfidos se clavaban en mí. Entonces se acercó el doctor a la ventana, hizo
un gesto brusco con la mano y las aves se perdieron en la oscuridad de la noche.
El doctor se volvió hacia la enfermera.
—Si observa algún cambio, diga al doctor Sellers que le ponga una inyección intravenosa —
ordenó—. Hemos de mantenerlo vivo cuanto nos sea posible… ¿Qué hay de los otros?
—Siguen todos prácticamente igual —respondió la enfermera.
Abrió sucesivamente varias puertas. En aquellas habitaciones vi al menos a tres hombres que
tenían toda la pinta de no ir a durar mucho. Dos de ellos mostraban un estado de semiinconsciencia, y
el tercero, sentado en una silla, parecía no ver, ni oír ni entender. No prestó la menor atención a
nuestra entrada.
—Este hombre lleva conmigo veintitrés años —me dijo el doctor Coyne en voz baja y luego se
dirigió a él en un tono más alto—: ¿Cómo se encuentra, Mr. Welland? —le preguntó poniendo una
mano en su hombro.
Welland giró la cabeza lentamente, como si lo moviera un mecanismo oculto. Me fijé en sus ojos.
Eran, desde luego, los ojos de una auténtica momia, en un cuerpo que parecía realmente
momificado… Aquel pobre anciano susurró algo que no entendí y volvió a sumirse en el estupor.
—Está a punto de morir —me dijo muy bajo Coyne mientras hacía un gesto a la enfermera,
indicándole que saliese de la habitación, a la vez que me llevaba hasta la ventana—. Antes de que
visitemos al último de estos pacientes, Dewey, me gustaría que hablásemos del experimento que
pretende hacer esta noche el pobre Farrant… Verá… Más allá de que resulte exitoso o acabe en un
fracaso rotundo, le aviso a usted de que verá cosas extraordinarias; cosas, por cierto, acerca de las
cuales yo mismo he mantenido un gran escepticismo durante mucho tiempo. Pero no me ha quedado
más remedio que creerlas a partir de la llegada de Farrant a esta isla… Farrant, por lo demás, me ha
hablado mucho de usted, Dewey, y debo admitir que además conozco bien su currículum. Por otra
parte, creo que sé reconocer a un hombre de un vistazo. Usted y yo no nos habíamos visto jamás hasta
hace apenas un rato, pero le tengo a usted por una persona ideal para participar en el experimento.
Confío en usted, Dewey, porque he podido observar que tiene un don poco común: la mente abierta…
Creo haberle sugerido ya, sin embargo, que Farrant no es el mismo, que no está en sus cabales…
Presenta un cuadro que denominamos de doble personalidad, algo que no es raro, desde luego, pero
sí mucho más raro de lo que se creen quienes lo padecen.
Yo no acertaba a saber hasta dónde quería llegar… Miré por encima de sus hombros y me
encontré con los ojos de momia de Mr. Welland, que seguía hundido en su butaca. ¿Por qué había
querido el doctor Coyne que viera a esos pacientes, y qué relación había entre ellos, Farrant y sus
momias? Algo me decía que sí, que había una relación… El médico seguía hablando.
—¿Le resulta familiar la literatura sobre estos casos de los que hablo? —me preguntó.
Sí estaba familiarizado con aquella literatura y se lo dije. Pareció encantado.
—Yo he seguido siempre una praxis que podríamos llamar heterodoxa —siguió diciendo Coyne
—, y así he llegado a la conclusión de que estos casos que llamamos de doble personalidad se
corresponden en realidad con la posesión.
—¿Cómo?
—Una posesión debida a otras… entidades, digamos… A eso me refiero, Dewey.
—¿Se refiere a la muerte? —le pregunté asombrado.
—Una posesión debida a otras entidades… vivas, o muertas, en efecto —me respondió Coyne—.
Es indudable que otra entidad, muy distinta a la suya propia, ha tomado posesión de Neil Farrant…
He podido comprobarlo en alguna ocasión, y estoy seguro de que usted, aun llevando muy poco
tiempo aquí, también lo ha comprobado.
—Pero… —no supe qué decir.
La sugestión de que era Menes, aquel personaje del antiguo Egipto, podía haber hecho mella en la
mente de Neil Farrant, en efecto, y que por culpa de esa idea violara todos los cánones del sentido
común. Observé que el doctor me miraba con expresión inquisitiva.
—Vayamos a ver al último de mis pacientes que quiero mostrarle, Dewey —dijo, sin hacer más
comentarios, y salimos al pasillo, donde nos esperaba la enfermera.
—¿Cómo sigue Miss Ware? —le preguntó el médico.
—Igual que en las dos últimas semanas —respondió la enfermera.
—Iré a verla —dijo Coyne—. Este caso —me dijo— es claramente lo que denominamos
demencia precoz. Quienes se ven afectados pueden estar semanas enteras en un estado aparente de
inconsciencia. Miss Rita Ware pertenece a una familia importante del sur y estaba prometida a un
joven caballero no menos notable, el hijo de un millonario que posee varias plantaciones de algodón.
De repente, inopinadamente, Miss Ware rompió el compromiso. Poco después comenzó a mostrar
claros síntomas de insania mental… Lleva conmigo casi un año.
—¿No hay esperanzas? —pregunté.
—La demencia precoz es un trastorno que se genera en la adolescencia y se considera incurable
—respondió Coyne—. En algunos casos, con mis métodos, desde luego, he obtenido algún resultado
relativamente satisfactorio. Pero ya le he dicho que suelo decantarme por una praxis heterodoxa, por
unos métodos propios, que trato de enseñar a mi mejor discípulo, el doctor Sellers, para que pueda
aplicarlos en lo sucesivo —se encogió de hombros y dijo a la enfermera—: Bien, vayamos a visitar
a Miss Ware.
La enfermera abrió una puerta que estaba al fondo del pasillo de la planta. La habitación era más
grande que las otras. Gracias a la luz de una lamparita que había justo sobre la cama pude contemplar
que el mobiliario era excelente, y que había en las paredes buenos cuadros, tapices y otros adornos.
Sentada en un magnífico sillón orejero, la joven nos contempló cuando entrábamos. Era realmente
joven. Como los demás, parecía atónita, como si no nos viera, aunque nos mirase. El doctor Coyne
dio una vuelta alrededor del sillón que ocupaba y luego se detuvo ante ella. Alargó un brazo para
pasarle la mano ante la cara, y lo volvió de inmediato a su posición anterior.
—Acérquese, Dewey, por favor —me pidió Coyne con su habitual tono imperativo—.
Manténgase en calma, pero observe con detenimiento su rostro… Quizá comience a entender algo…
Me acerqué al sillón orejero que ocupaba la chica. Y entonces se desató al fin la tormenta, con
una furia que no puedo calificar más que como maníaca… Se fue la luz y la habitación quedó a
oscuras. Únicamente llenaba la habitación el estallido de los relámpagos y algún rayo… Y llovía y
tronaba brutalmente. El aullido del viento parecía ir a derribar el edificio. El agua se estrellaba
violentamente contra los cristales de la ventana. Desde el exterior llegó un sonido que imaginé podía
tratarse del lamento de las almas en pena.
De repente vi a través de los cristales de la ventana, iluminados por los relámpagos, los ojos
feroces de dos halcones, que se clavaban en mí. Casi al instante, aquellos demonios con alas
consiguieron entrar en la habitación rompiendo los cristales. Pronto me di cuenta de que no eran dos,
sino veinte.
La enfermera gritó aterrada. Coyne braceaba violentamente para apartarlos. Levanté
instintivamente las manos para protegerme los ojos, pero los halcones no parecían en realidad
interesados en mí. Uno de ellos se posó en la cabeza de aquella muchacha con la razón perdida.
Después se perdieron todos por el pasillo.
Coyne salió tras ellos, gritando:
—¡Maldita estúpida! —dijo a la enfermera—. ¡Se dejó usted la puerta abierta!
Entró en otra habitación y pude ver, a la luz de los relámpagos, la sombra de tres o cuatro
halcones revoloteando.
De repente se encendieron las luces. Me vi en la habitación del viejo Welland. Seguía en su
butaca, pero ahora tenía cerrados los ojos de momia. Se veía la muerte en sus facciones como de
cera. Se oyó un grito en el pasillo.
—¡Están muertos! ¡Han muerto todos! ¡Los ha debido matar un rayo!
La enfermera, presa del pánico, llegó corriendo hasta donde se encontraba el doctor Coyne. Se
limitó a quitársela de encima con un empujón.
—¡Preocúpese de esos malditos halcones! —rugió el médico.
Los halcones revoloteaban por todas partes, metiéndose en las habitaciones que la enfermera
olvidó cerrar. Pero no me parecieron entonces más agresivos, al contrario. Creí que intentaban
buscar una salida, y así fue, porque poco después entraban en la habitación de Miss Ware y se iban a
través de la ventana, perdiéndose en la noche.
La tormenta, sin embargo, no remitía, al contrario. De todos los edificios del sanatorio salía el
grito de terror de los pacientes allí asilados. Se oían también las carreras de los empleados. Los
rayos y los relámpagos se alternaban casi mecánicamente con los truenos y el agua sugería un
diluvio. La enfermera que nos había acompañado sufrió un desvanecimiento, cayendo en el pasillo, y
otra acudió a reanimarla. Una tercera enfermera iba corriendo de habitación en habitación, sin
sentido aparente. Parecían haber perdido el juicio.
Coyne había entrado en la habitación de Rita Ware persiguiendo a los halcones. Como habían
escapado, levantó a la muchacha, que estaba caída en el suelo, y observó detenidamente su rostro. De
sus labios salió un grito de alivio.
—¡Gracias a Dios que no la han matado esos malditos diablos con alas! ¡Está viva, Dewey! ¡Está
viva!
Me miraba exultante. Yo seguía en la puerta. Por los cristales rotos de la ventana penetraba el
vendaval y el aguacero.
Coyne no se había preocupado de correr las cortinas, y el agua penetraba casi torrencialmente en
la habitación. Entré entonces, cerré las contraventanas y corrí la cortina. El médico aún sostenía a
Rita Ware en sus brazos, rígida ella como si fuese una estatua.
—¡Mírela, Dewey! —me dijo Coyne en un susurro ansioso.
La miré. Me estremecí. La cara de aquella chica inconsciente era, rasgo a rasgo, facción a
facción, línea por línea, la misma cara de la adorable princesa momificada, Amen-Ra.

Coyne la dejó de nuevo, con sumo cuidado, en el sillón orejero donde había estado sentada.
—Ayúdeme, Dewey —me pidió mientras seguían oyéndose pasos apresurados en el pasillo—.
Hemos de llevarla cuanto antes a casa de Farrant… ¡No permita que caiga en un sueño profundo!
Hemos de llevarla despierta.
Salió para atender a sus ayudantes, que requerían su presencia, cerrando la puerta a sus espaldas.
Oí algún intercambio de opiniones, alguna orden… Me percaté de que varios pacientes sufrían
ataques de pánico.
—¡No, no! —gritaba el doctor Coyne—. Que los atienda Sellers, él sabe qué hacer… Y que
venga para certificar las defunciones. Yo tengo cosas más importantes que hacer ahora mismo.
Yo seguía junto a Rita Ware, observando su rostro, tratando de convencerme de que aquel
parecido con la momia era simple casualidad, o una mera apreciación mía. Pero al tiempo no podía
evitar decirme que tenía que haber algo, una relación de alguna especie entre aquella pobre
muchacha y la princesa egipcia momificada. Y era evidente, además, que alguna importancia iba a
tener en el experimento que pretendía realizar Neil, o la había tenido ya. Me sentía confuso. Y
temeroso. No obstante, seguía allí, cuidando de la chica, mientras en el pasillo no dejaban de oírse
las voces y las carreras.
Coyne volvió a la habitación poco después.
—Bien, Dewey, ya ha visto lo que ha pasado… Supongo que comienza a comprender… Dewey,
confío en usted… Tengo que hacerlo, y usted debe ayudarme a hacerlo… Por la salud de Farrant, y
por la salud de todos nosotros, en realidad… Hemos de ocuparnos de esas malditas momias…
Tienen vida, Dewey, créame.
—¿Que tienen vida? —dije.
—¿Usted cree que los egipcios eran imbéciles? No, nada de eso… Esas momias que conserva
nuestro amigo no fueron vaciadas; conservan, pues, sus cerebros y órganos vitales… Fue mucho
después, en un periodo histórico ya tardío, cuando los sacerdotes egipcios decidieron eviscerar a los
muertos que embalsamaban. Pero le repito que esas momias tienen vida; una vida suspendida, cierto,
pero susceptible de resurrección. Si Farrant consiguiera al menos mantener a distancia a esos
malditos halcones…
—Pero ¿qué relación tienen los halcones con todo esto? Parecen halcones enfurecidos, sin más…
—Ahora no tengo tiempo para explicárselo, Dewey… Supongo que habrá observado que Rita
Ware es la reencarnación de la princesa Amen-Ra… No me malinterprete ni piense que trato de
convencerle de la bondad de una hipótesis descabellada. Sé bien, porque he podido comprobarlo,
que el alma ligada a un cuerpo humano vuelve tras la corrupción de ese cuerpo, con toda la
experiencia acumulada a lo largo de una vida, con las lecciones del pasado bien aprendidas… El
problema con que nos encontramos en este caso radica en que el alma de Amen-Ra tiene dos
cuerpos… Dos cuerpos con vida, Dewey… Porque en realidad el cuerpo originario, el cuerpo al que
perteneció en un principio, no se ha corrompido, sigue vivo… Uno de los dos cuerpos ha de morir,
pues. Da igual si es el cuerpo de Rita Ware, o el momificado… Pero si es Rita quien muere,
tendremos que enfrentarnos al hecho de que el cuerpo de la princesa Amen-Ra cobre existencia en
este mundo, y sea capaz sabe Dios de qué maldades…
—¿Eso explica el estado de postración mental en que se encuentra Miss Ware? —pregunté.
—Así es, Dewey… Su cuerpo está aquí, pero su alma… Bueno, ya se lo explicaré con más calma
en cuanto haya ocasión… Prométame que colaborará conmigo, por favor… La verdad es qué no sé
muy bien qué pretende hacer Farrant, no me fío del todo, no le veo en sus cabales… Me temo que lo
que quiere, en realidad, es devolver a la vida a esas momias que trajo de su viaje, sin más… En cuyo
caso, téngalo por seguro, lo que quiero de verdad no es otra cosa que destruir a esos monstruos
diabólicos… y devolver a Rita Ware a una vida normal, a un estado pleno de salud mental.
—Eso quiere decir…
—Eso quiere decir que un alma no puede habitar dos cuerpos al mismo tiempo, Dewey… Pero
nuestra primera tarea pasa por llevar a Miss Ware a casa de Farrant… Ya he ordenado que me
traigan mi automóvil… Ahí viene —dijo cuando, en efecto, se dejó sentir el sonido trepidante de un
motor—. Bajemos al coche a esta pobre chica… Y rece usted, Dewey, si es hombre de fe… Los
viejos, los bestiales dioses egipcios, puede que no vivan realmente, pero sí inciden en determinados
puntos de la conciencia de algunas gentes, por así decirlo… Por eso suponen una realidad aterradora.
Cuando esos oscuros poderes anidados en una mente humana se encarnan en una existencia real, tenga
usted por seguro que se activan unos mecanismos destructivos, que no son sino los de las
manifestaciones de esos poderes… Vamos, Dewey —añadió tras una pausa—, bajemos a Miss Ware
a mi coche… Ya me he ocupado de distanciar a las enfermeras y a Sellers para que no vean nada.
Entre los dos levantamos a la chica. Percibí que se daba en ella un cambio, cuanto menos extraño
por lo que le había observado hasta entonces. Aun inconsciente, o ajena, cada músculo de su cuerpo,
sin el menor tono antes, cobraba tensión ahora, como si estuviese en trance cataléptico. La llama de
la vida parecía alumbrarla ahora, no se había extinguido. Pero su rostro seguía mostrando esa
condición cérea de la muerte y no observé que respirase.
Coyne le tomó el pulso.
—Está viva —dijo, dando así respuesta a mis pensamientos—. Vive porque es la reencarnación
de Amen-Ra, aunque aún no hayamos desenredado la madeja del nuevo nacimiento… Esos cuatro
ancianos que acaban de fallecer no fueron sino extraños cuyas almas tomaron las momias.
—¿Almas… poseídas? —pregunté.
—Pero ella no está en peligro de muerte —siguió sin contestar a mi pregunta—. Al menos hasta
que comience la lucha que habrá de sostener su cuerpo contra la momia… Por eso debemos trabajar
juntos, muy coordinados.
Me eché a temblar. De repente había desaparecido de mí todo atisbo siquiera de escepticismo.
Nada parecía carecer de su oportuna explicación, convincente por lo demás.
Bajamos a Rita Ware por la escalera. Ante la puerta estaba aparcado el pequeño automóvil del
doctor Coyne, con el motor en marcha. Pero no había conductor. Todo parecía más tranquilo, aunque
aún se oía el grito de una mujer en una ventana en la que había luz, en el último piso del edificio
principal.
La tormenta seguía azotando la isla sin misericordia. Parecía aún más fuerte que cuando se inició.
Hasta donde nos encontrábamos llegaba el rugido del mar, el estruendo del oleaje desbocado.
Cuando salíamos del edificio oímos incluso cómo se tronchaban y caían a tierra algunos árboles.
Fue muy difícil introducir a Rita en el automóvil. Su cuerpo parecía resistirse increíblemente.
Tuvimos que doblarle las rodillas, pues tenía los miembros como si fueran de mármol. Temí
romperle algún hueso.
—No se preocupe —me dijo Coyne mientras tomaba asiento ante el volante—. Está mujer, un ser
vivo, se resiste a la momia, lo que actúa a nuestro favor… Espero que todo salga como lo he
previsto… Pero recuerde en todo momento que nuestro objetivo primordial es el de devolver a la
vida y a la salud mental a Miss Ware… Y de paso salvar a Neil Farrant.
—Pero ¿realmente aún no sabe usted en qué consiste el experimento? —pregunté extrañado a
Coyne, alzando la voz para hacerme oír por encima del rugido del viento.
—No, no lo sé, pero me temo que Farrant ha ideado algo llevado de su afán de devolver la vida a
la princesa, y también a las otras momias, como le he dicho… Y debemos luchar contra eso, Dewey.
Pero estamos hablando de un hombre, Farrant, muy inteligente, uno de los mejores en su
especialidad, por lo que habremos de aguzar nuestro ingenio para adelantarnos a sus planes y así
neutralizarlos.
Oímos el estruendo que hizo otro árbol al caer a tierra. Las rachas de viento parecían ir a volcar
el coche de un momento a otro, o a sacarlo de la carretera. La lluvia seguía cayendo torrencialmente,
como si se hubiese declarado el diluvio. El estruendo de las olas al romper contra la costa se hacía
cada vez más estremecedor. El barro salpicaba el coche como si lo apedreara cuando Coyne salió de
la carretera para tomar un camino que conducía a la casa de Farrant.
Vimos luz en la casa. Toda la casa estaba iluminada.
—¡Oh, Dios! Mire eso —me dijo Coyne de repente.
Parte del tejado de la casa de Farrant había sido levantado por el vendaval, partiendo en dos la
chimenea, cuyos ladrillos caían al suelo. En el camino había dos árboles derribados, que vimos
gracias a las luces del coche y a las de la casa. Coyne y yo salimos del automóvil y el diluvio nos
caló hasta los huesos al instante.
A pesar del furor de la tormenta, me di cuenta de que unos halcones revoloteaban sobre nosotros,
como si el agua no entorpeciera su vuelo. Rápidamente se dejaron caer sobre la parte del tejado
arrancada por el viento, para sobrevolarla de cerca.
—¡Vaya, parece que van a entrar en la casa! —dijo Coyne—. Eso complicaría considerablemente
nuestros planes, Dewey.
—¿Llevaremos a la casa a Miss Ware, de todas formas? —le pregunté.
Me tomó con fuerza de un brazo, para sacudirme.
—Pero ¿es que aún no se ha dado cuenta de lo que ocurre? —me dijo violentamente—. ¡Claro
que la llevaremos a la casa! Se trata de la vida de Miss Ware contra la de esa infernal momia
vampira. Hemos de reducir a polvo el cuerpo de la princesa. Para eso he venido, y es eso,
precisamente, lo que ignora Farrant.
Sacamos del coche a Rita Ware también con mucha dificultad, y la llevamos en volandas hasta la
puerta de la casa. Me daban más miedo que nunca aquellos pajarracos del infierno, pero no nos
molestaron. Volaban en círculo sobre la casa, sin aparente esfuerzo, en mitad de la tormenta, como si
el viento los llevara. Bajaban hasta el tejado, como si quisieran observar el hueco que se había
abierto allí, y volvían a levantar el vuelo.
Pugnando contra el vendaval alcanzamos la puerta.
Coyne llamó. No hubo respuesta. Pero oímos que Neil vociferaba de manera incoherente. El
doctor golpeó con furia la puerta, usando ahora el viejo llamador de hierro que había en ella, y tras
unos instantes de tensa espera oímos los pasos de Neil. Entreabrió la puerta y se quedó mirándonos
como si no entendiera el porqué de nuestra presencia. Tal y como me había recibido unas horas antes,
tras mi llegada a la isla. Pero de repente nos reconoció.
—Esos malditos halcones acaban de colarse por el tejado —nos dijo—. Y sé que antes
estuvieron en el sanatorio, lo intuyo… Las momias están muy contentas… Esperan recobrar la
libertad, claro… Las he visto intentando levantarse y salir de sus sarcófagos. ¡Dios mío! No pude
evitar reírme al verlas… Menos mal que siguen obedeciéndome… —se echó a reír a carcajadas
abrazándose al doctor Coyne y siguió diciendo—: Pero tendrán que esperar un poco, incluida la
princesa… No dejaré que se larguen así como así antes de que haya acabado mi experimento.
Coyne y yo estábamos en el umbral de la puerta, sosteniendo el cuerpo rígido de Miss Ware, que
parecía un leño. Neil se quedó mirándola entonces.
—¿Qué me traen? —preguntó.
—Es una de mis pacientes —dijo el doctor Coyne dándose mucha importancia, con todo el aire
profesoral de que podía hacer gala, en su afán de dominar al otro.
Neil contempló atentamente la cara de Miss Ware.
—Sí, es una chica muy bella, realmente —y se echó a reír de nuevo, como un loco—. Bien, pues
que sea bienvenida también ella… Quizá la princesa quiera tomarla como sirvienta cuando reviva…
Ya saben, está acostumbrada a que la sirvan, como corresponde a su clase.
Me sorprendió que Neil no hiciera ninguna observación acerca del parecido entre Miss Ware y la
princesa, pues la casa estaba bien iluminada.
—Vamos, adelante, entren —dijo Neil al fin—. No perdamos más tiempo, me parece que ya
hemos desperdiciado bastante…
Nos condujo hasta aquella gran sala que parecía un museo. Las luces estaban encendidas, y no
sólo las del techo, sino también otras lámparas eléctricas instaladas en las paredes, en las que no me
había fijado por la tarde. Así, toda la habitación estaba llena de luz. Quizá eso hizo que me fijase de
inmediato en los cinco sarcófagos.
De cuatro de ellos salía un sonido extraño, como de unos arañazos y golpes en la caja.
Neil se dirigió a los sarcófagos.
—Estáis vivos, queridos amigos, y no seré yo quien os impida disfrutar de este momento —dijo
—. Pero esperad un poco… ¿Por qué no tomáis ejemplo de la princesa? ¡Ya veis qué bien se
comporta!
Miró el quinto sarcófago, el de la princesa, y de allí no se oía ningún ruido.
Una especie de gruñido ahogado se dejó sentir entonces en uno de los otros sarcófagos. Aquello
me heló la sangre. Neil lo golpeó en la tapa y al poco se dejaron sentir los mismos golpecitos que ya
había oído antes en el interior.
Aquel ruido era el de unos nudillos, no había duda. Miré a Coyne y me di cuenta de que estaba
tan impresionado como yo.
Haciendo un gran esfuerzo dio un paso adelante, hacia la línea de los sarcófagos, para oír mejor
todo aquello. No había duda de que los ruidos se producían en el interior. Entonces creí realmente
que las momias estaban vivas… ¡Y trataban de salir de sus sarcófagos!
Sobre los sarcófagos vi además la huella de los halcones, como si aquellos obscenos pájaros se
hubieran posado allí en busca de reposo.

VI

Confieso que, por un momento, estuve a punto de no poder resistirme al terror que me invadía.
Me aparté cuanto pude y pegué mi espalda a la pared. Neil Farrant se echó a reír al verme.
—Ya te dije que habrías de pasar por experiencias más bien extrañas si me ayudabas, Jim —me
soltó entre risas—. Háblele de los halcones, doctor.
—Dewey, se trata de lo siguiente —comenzó a decir Coyne—. Los halcones eran animales
sagrados para la mitología del antiguo Egipto… Mesti[88], el dios halcón, era venerado por encima
de los demás dioses, a excepción de Osiris y Horus. Se le atribuía la función específica de extraer el
alma de los muertos para volver con ella cuando acabase el ciclo de la momificación y el difunto
volviese a la vida… ¿Me sigue usted, Dewey?
—¿Quiere decir que esos pájaros se llevaron las almas de los ancianos del sanatorio para
traérselas a estas momias?
—Dewey, no le he hablado de mis creencias, sino de lo que dice la leyenda mitológica… Eso es
lo que Farrant me ha pedido que hiciera.
Creo que moví la cabeza en sentido negativo. No, aquello era del todo increíble, que los halcones
se llevaran las almas de unos muertos para entregarlas a otros cuerpos… Trataba de mantener
incólumes mis facultades mentales… Eso, a pesar de que seguía oyendo aquellos golpes en el
interior de los sarcófagos, aquellos gruñidos que me helaban la sangre… Neil se volvió hacia ellos
de nuevo.
—De acuerdo, de acuerdo —les dijo—. Ya os dejaré salir, pero comportaos bien, no seáis malos
chicos.
Tomó el cortafríos y se dispuso a levantar la tapa de uno de los sarcófagos. Al poco salió de allí
un olor a especias aromáticas que llenó la habitación. No pude evitar gritar de horror ante aquella
visión. Coyne hizo lo mismo.
La momia se movía ondulante como una larva, pugnando por liberarse de las vendas que la
envolvían.
Yo contemplaba todo aquello, incapaz, no obstante, de creer que era cierto lo que me mostraban
mis ojos. Y sabía a la vez que no me engañaban. Los movimientos de la momia seguían y seguían… A
veces se quedaba quieta, como si se tomase un descanso, como si se hubiera quedado exhausta tras
una pugna tan larga. Pero al poco volvía a moverse, con más fuerza.
Me sentía tan horrorizado, tan enfermo, que se me escaparon algunos detalles de la escena. Pero
sí me di cuenta de que Neil procedía a la apertura de los otros sarcófagos, y que el hedor a natrón
hizo insoportable el ambiente. En cada uno de aquellos sarcófagos yacía una momia, pero no una
momia quieta, muerta desde hacía milenios, sino una momia activa, que luchaba para librarse de sus
vendajes, que emitía unos sonidos aterradores… Unos sonidos que les salían a las momias de sus
labios muertos.
Entonces se dirigió Neil al sarcófago de la princesa, para abrirlo también. Aun enfermo como
estaba, espantado, alterado psíquicamente, di unos pasos adelante para contemplar mejor todo
aquello, impelido por una curiosidad que no podía reprimir… Y comprobé que Amen-Ra tenía los
ojos abiertos.
No parecía molestarles la luz. El iris era de un color marrón oscuro; sus pupilas, grandes, muy
dilatadas y luminosas. Eran los ojos, desde luego, de alguien que puede verlo todo… ¡La momia de
la princesa veía! Miraba a los ojos de Neil y sonreía… Le sonreía abiertamente.
No tenía los vendajes de las otras momias, pues era evidente que se los había quitado Neil, pero
así y todo estaba tranquila, no intentaba salir de su sarcófago. No parecía desesperada, ni mucho
menos furiosa.
Pero en realidad no era una momia. Era una mujer. La tonalidad cérea había desaparecido de su
piel, que estaba sonrosada, la consecuencia lógica de un buen riego sanguíneo. Sus tejidos eran los
de una persona viva. Lo que yo veía era, al margen de cualquier otra consideración, un rostro
viviente.
Y era además el rostro de Rita Ware. No había ni una partícula que diferenciase los rostros de la
princesa y ella. Podría habérselas tomado por gemelas idénticas… pero no lo eran; no tenían nada
que ver la una con la otra… Aunque nada impedía que se las tomase por la misma persona.
Coyne se fue al fondo de la sala, tomó a Rita en brazos y la dejó yaciente junto al sarcófago de la
princesa.
—Farrant —dijo—, mírala… ¡Mírala, por el amor de Dios! ¿Es que no ves que son la misma
persona?
Neil observó detenidamente a Rita.
—¿Que son la misma persona? ¿Qué quiere decir con eso de que son la misma persona? —
preguntó extrañado—. Hay un cierto parecido entre ellas, desde luego, pero no deja de ser
superficial, sólo eso… ¿Qué pretende usted, doctor?
Neil se dirigió a uno de los armarios. Vi que los ojos de la princesa Amen-Ra lo seguían
atentamente. La mujer viva pero inconsciente, y la muerta consciente, yacían la una muy cerca de la
otra… Pero quien mostraba en su rostro los signos de la vida era la muerta, y quien tenía en el rostro
una palidez absolutamente mortal era la viva.
Neil tomó algo del armario. Era una vasija de obsidiana, de un verde muy apretado, y bastante
profunda, casi como un jarrón. Vertió allí una gran cantidad de un polvo pardusco que llevaba en un
papel convenientemente doblado. Luego tomó asiento ante una mesa y nos miró sonriente, con aire
triunfal.
—Y bien, ¿cuál es el secreto? —preguntó ansioso el doctor Coyne.
Vi que temblaba, que le costaba sobremanera mantener el control de sí mismo, que no era
entonces el médico seguro que todo lo dominaba. Era Neil, por el contrario, quien dominaba por
completo la situación.
—¿El secreto? —dijo Neil y al oírle comenzaron las momias a agitarse de nuevo, a intentar
romper sus ligaduras, a asirse con sus dedos descarnados al borde de los sarcófagos.
Yo retrocedí de nuevo, empavorecido, incapaz ahora de gritar, no ya de decir una palabra. La
princesa también sonreía triunfal; ella sí parecía hallarse en conocimiento de los secretos.
Seguramente se los había confiado Neil durante uno de sus cambios de personalidad…
—Ahora le desvelaré el secreto, doctor —siguió diciendo Neil—. Y además lo haré rápido, pues
no hay tiempo que perder. El secreto no es más que una enseñanza recibida de la lectura del papiro;
un secreto a cuya revelación aspiran los egiptólogos con el entusiasmo propio de los niños… Un
secreto, en fin, que se refiere a la razón por la que los egipcios embalsamaban a sus muertos… Le
aseguro, doctor, que aquellos antiguos egipcios no eran tontos, no… Mucho menos los que
embalsamaban a los muertos sin eviscerarlos, dejándoles el cerebro. Pero en realidad no creían que
el alma exhalada por un cuerpo volviera a morar en él… Sabían que sólo podría reencarnarse en otro
cuerpo… pues la llamada vida futura, y la presente, tienen existencia simultánea. Toda actividad
relacionada con nuestro cuerpo obtiene duplica inmediata en el inframundo de Ba, el alma, y de Ka,
el doble etéreo… Por eso, tanto como pueda preservarse el organismo humano, tanto seguirá la
actividad del alma en su inframundo, hasta que el ciclo de la reencarnación conduzca esa actividad a
su fin lógico. Si se destruye el cuerpo, el alma penará por unos tres mil años. Si se preserva el
cuerpo, el alma actuará eternamente, sin rupturas ni cambios. ¿Creen ustedes que los sacerdotes que
traicionaron a Amen-Ra escaparon realmente de su venganza por el mero hecho de morir? No, nada
de eso… El drama continúa, y tenemos la suerte de ser ahora espectadores privilegiados del mismo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Coyne, que parecía haber recobrado su pose y se atrevía a mirar
a Neil fijamente.
—Este incienso —siguió diciendo Neil—, que obtuve de la tumba de la princesa, y que estaba en
una redoma de cristal perfectamente sellada, es la auténtica droga de la inmortalidad, conocida por
los egipcios desde tiempos más que remotos… Ya los cretenses oyeron rumores acerca de su
existencia… El humo de este incienso actúa sobre el organismo humano de una manera muy parecida
a como actúa el hachís, si bien es mucho más potente… Destruye la ilusión del tiempo… Mientras se
queme, podremos liberarnos los tres de nuestra envoltura humana, de las ligaduras del tiempo, para
vivir en Ba aun cuando nuestros cuerpos sigan aquí… Seremos transportados al antiguo Egipto,
porque no será otra la idea que domine nuestros pensamientos… Sí, seremos los espectadores
privilegiados de un drama que se inició hace tres mil años.
Parecerá increíble, pero las momias entendían su discurso, lo celebraban golpeando el interior de
los sarcófagos con sus nudillos. Vi que una de ellas se incorporaba a tal punto que parecía a punto de
salir de allí.
—¡Quédate donde estás, viejo amigo! —le gritó Neil—. Ya te llegará el momento, muchacho…
¡Un gran momento! Has vivido durante tres mil años ahí metido, pero en breve regresarás a la
carne… ¡Sé paciente!
Neil encendió un fósforo y aplicó la llama al polvo que había depositado en la vasija. Un humo
negro comenzó a expandirse por el salón, llevando un aroma fuerte, picante, que acabó con el hedor
del natrón.
El humo ascendía en volutas ensortijadas. Su aroma era cada vez más penetrante. Comencé a
sentir algo extraño en mi cabeza. Me pareció que el salón se oscurecía, que a mi alrededor no había
más que sombras cimbreantes.
—¡Al fin ha llegado vuestro momento, queridos amigos! —gritó Neil—. Sacó unas tijeras y
comenzó a cortar los vendajes de las momias. Oí gruñidos de satisfacción que se producían en los
sarcófagos. Vi que caían al suelo aquellos vendajes de lino. La primera momia saltó al suelo
entonces, haciendo unos movimientos propios de quien desentumece sus músculos.
Era un hombre de unos setenta años, al que le caía sobre la cara huesuda el cabello largo y
blanco. Sus ojos no paraban de mirarlo todo, en una especie de movimiento vertiginoso. Era un
esqueleto vestido sólo con la piel; pero una mirada más atenta me hizo ver que, a pesar de su
consunción, poseía un cuerpo lleno de vida.
Neil hablaba con el monstruo en una lengua extraña y silbante, como si le diera explicaciones,
mientras la momia tomaba asiento como un hombre en el cuarto de baño y lo miraba atentamente, con
ojos inteligentes.
Neil fue liberando a las momias una por una. De cada sarcófago emergieron cabezas, caras,
hombros de ancianos… Cuerpos, en suma, de hombres resucitados.
Todo me parecía envuelto en bruma, como en un sueño. Me pareció ver a Neil, a las momias, a
Coyne… muy lejos, a gran distancia, como si repasara un libro ilustrado… No era capaz de decirme
siquiera quién era, había perdido la consciencia de mi propia identidad. El humo del incienso me
sumía en la estupefacción.
Allí estaban aquellos cuatro hombres, consumidos, viejos, oscuros, pero vivos, animados por una
vitalidad plena, renacidos, encarnados y sanguíneos, aunque pareciesen esqueletos cubiertos sólo por
la piel. Vi que movían los brazos; escuché sus voces, que eran como gruñidos o chillidos.
Entonces, cuando Neil la tocó delicadamente, se levantó la princesa. Se despojó de cuanto la
cubría, salvo de un velo blanco, de seda, que parecía muy nuevo, como si lo estrenara… Salió
despacio del sarcófago, con una elegancia insólita. Era una mujer bellísima, delicada y exquisita. La
vi junto a Rita Ware, cuya presencia pareció no descubrir, o al menos ignorar. Se dirigió a Neil con
los brazos abiertos.
Hablaron en aquella lengua ilegible, se sonreían felices.
Neil la estrechó en un abrazo y unieron sus labios. Supe que era ajeno a todo, salvo a ella.
Apenas podía sentir algo, pero me di cuenta de que Coyne se acercaba a mí y me tomaba del
brazo.
—Dewey, ha llegado el momento —me dijo—. Hemos de salvar a Miss Ware y acabar con toda
esta hechicería… Voy a matar a la princesa… pero antes…
Lo vi extender las manos hacia la vasija donde se quemaba el incienso, aunque me pareció que lo
hacía muy despacio, atribulado por la duda o por la incapacidad, como un paralítico. El humo le
afectaba tanto como a mí.
—¡Dios mío, no veo! —gritó y dejó caer sus brazos, derrotado.
Me percaté entonces de algo más. Una de las momias, la de un anciano cubierto por una especie
de túnica que le llegaba a los pies, comenzó a gruñir de tal manera que parecía soltar invectivas
mientras agitaba los brazos y hacía girar su cabeza sobre el eje del cuello de manera grotesca.
No sin trastabillar alcanzó la puerta, que estaba entreabierta. Pero parecía conocer bien su uso,
así que la abrió del todo y salió al vestíbulo sin dejar de gruñir.
¿O era Coyne quien hacía todo eso? Pensé entonces que la momia realmente se parecía a Coyne,
pero más viejo, como si le hubieran caído de golpe treinta años encima. Todo aquello, quise decirme,
no podía ser otra cosa que el efecto de la estupefacción provocada por el humo del incienso. Me
resultaba imposible razonar. Las siluetas de Neil y la princesa, que seguían abrazados y besándose,
me parecieron aún más tenues, fantasmagóricas.
Vi que en su huida a través del vestíbulo la momia chocaba con una silla antigua de las que se
había traído Neil de su viaje, y caía al suelo. Se levantó con gran dificultad y siguió su camino, sin
embargo, sin dejar de gruñir. Fue lo último que vi. Luego me envolvió la oscuridad completa.

VII

Sentí hallarme perdido, aunque vagamente. Caminaba por una especie de jardín a cuyos lados
había columnas. El sol se ponía, era una bola roja cuya luz atravesaba el desierto que tenía ante mi
vista. Muy cerca había un río caudaloso en el que bogaban embarcaciones de un solo mástil en las
que se veían marinos vestidos de blanco, ámbar y beige, acercándose a las dos orillas.
El jardín en el que me hallaba tenía un edificio inmenso construido con bloques gigantescos de
piedra. Había en su fachada y a sus lados imágenes de dioses, de un tamaño colosal, hechas también
de piedra. Oí voces que salían de aquel edificio, voces que parecían escapar de todas las partes del
edificio. No parecían voces de felicidad, al contrario. El edificio estaba iluminado.
Supe entonces quién era yo… ¿Acaso no había sido durante los últimos seis años uno de los
hombres de la guardia de la princesa Amen-Ra de Egipto? ¿Acaso no era yo el hijo de un noble que
poseía muchos esclavos e incontables acres de tierra a cada lado del sagrado Nilo, y que pasé a
formar parte de la guardia de la princesa porque mi familia era la más leal a la dinastía reinante
desde hacía generaciones?
Sabía todo eso y a la vez no sabía nada, lo que me provocaba cierta confusión mental, como si
soñara… Percibía un olor extraño, curioso… Era que acababa de asistir al embalsamamiento de un
pariente lejano, un anciano que había servido honestamente en la corte.
Debió ser la mezcla del olor a natrón y a especias lo que me causaba aquel cierto anonadamiento,
me dije mientras seguía caminando despacio con mi espada al cinto, deslizándose mis sandalias
sobre las piedras de los senderos del jardín. Tenía que permanecer de guardia en mi puesto en el
jardín durante tres horas, pues la princesa Amen-Ra precisaba de la protección de los nobles como
yo, y no de los simples soldados de la gleba.
Sin embargo, mis pensamientos eran oscuros, amargos, envidiosos… Aquélla sería la noche de
los esponsales de Amen-Ra con Menes de Tebas, un noble que no podía reclamarse de mejor cuna
que la mía, ya que los dos éramos descendientes directos de los dioses. La princesa se había
enamorado de él y ambos se habían prometido amor eterno ante Horus, para así mantenerse unidos
siempre, al menos por tres reencarnaciones sucesivas.
Todo Egipto era feliz en aquellos días, pues Amen-Ra se proclamaba descendiente directa de
Osiris, y su matrimonio auguraba una nueva edad de oro y larga paz para toda nuestra tierra, una vez
olvidada la última y terrible guerra, cuando regresaban los barcos a las orillas del Nilo cargados de
riqueza, pues habíamos firmado la paz con los cretenses, con los hititas y con los atlantes.
Pero yo amaba a la princesa desde la primera vez que mis ojos se clavaron en ella, cuando aún
era un muchacho, apenas seis años atrás… Sin embargo, Menes, aquel advenedizo, había cautivado
su corazón, y la sola idea de su matrimonio me resultaba intolerable.
Se hundía el sol en el desierto mientras yo me hundía en aquellas trágicas meditaciones. Las
sombras de las columnas comenzaban a arrastrarse bajo aquella luz dudosa. Un esclavo se acercó a
mí.
—Seti, mi señor —me dijo—, vengo a ti enviado por el sumo sacerdote Khof… Espera tu
beneplácito.
—Dile que no le fallaré —respondí—. Estaré a su entera disposición cuando llegue el momento.
El esclavo me dedicó una sumisa inclinación de cabeza y se fue. Seguí dando los cortos paseos
de un guardia. Poco después se dirigía hacia mí, saliendo de entre las columnas, una mujer. Era
joven, muy joven.
—Mi señor Seti —me dijo—, la princesa reclama tu presencia.
—¿Y quién me sustituirá en la guardia si me ausento? —repliqué.
La joven se echó a reír.
—Quien ha sido escogido por la princesa nada debe temer, mi señor Seti —me respondió—. Lo
que diga el sacerdote Khof no ha de tenerse en cuenta, pues unas veces pronuncia unas palabras y
otras veces dice las contrarias… Parecen llevadas por el viento; así, en ocasiones tienden en una
dirección, y al instante se producen en la otra… Pero la princesa tiene sus propios seguidores, muy
fieles, entre los que te cuenta… ¿Acaso vas tú, mi señor Seti, a poner en entredicho las órdenes de la
que desciende directamente del sol?
—No, claro que no… Iré contigo —le dije.
Era una de las siervas de la princesa, a la que mostraba su mayor fervor. Y noté que me tenía en
gran estima, que podía ser yo el dueño de sus favores. Aunque mi corazón ardiese de amor hacia
Amen-Ra, tenía que mostrarme complaciente con ella, pues era también de noble cuna y nuestras
familias se conocían desde generaciones atrás y compartían propiedades y tierras junto al Nilo…
Además, era una joven muy bella a la que pretendían muchos hombres.
—No te dejas ver mucho por donde estoy, mi señor Seti —me dijo aquella joven, tímidamente—.
Pero sé que estás hechizado por Amen-Ra.
—Pero ¿qué tonterías dices? —respondí ruborizado—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer,
sino decir estupideces? ¿No ves que si te oyeran, podrías ser duramente castigada por lo que dices?
—¡Ah, mi señor Seti! —exclamó la joven, deteniéndose, mirándome a la cara bajo aquella luz
del ocaso—. ¿De qué he de cuidarme? ¿Por qué he de preocuparme cuando el hombre al que amo no
me corresponde? ¿Qué me importa todo lo demás? ¡Tengo que decírtelo, mi señor! Te amo, Seti,
estoy segura de que lo sabes desde hace mucho tiempo… Y he de decirte que tu fatuo y vano amor
por la princesa te llevará a la ruina… ¡Mátame, atraviésame con tu espada, te lo suplico! —gritó
descubriendo su pecho.
Me sentí conmovido por la devoción que me demostraba aquella mujer, a pesar del celo amoroso
que me poseía a causa de la boda de la princesa.
—Lo que dices es verdad, Liftha —concedí a la hermosa joven—. Amo a la princesa; la amo
desde que la vi por primera vez… ¿Quién es ese advenedizo, Menes, al que ha escogido ella como
consorte? ¿Acaso me supera en linaje y abolengo? ¿Alguien puede demostrar que su fortuna es mayor
que la mía? He de decirte que…
—Calla, calla… —me susurró la doncella—. Si alguien te oyera decir eso… serías torturado sin
misericordia… Por Osiris te ruego que no consientas en esos sueños imposibles… ¿Acaso no te ha
pedido la princesa que la protejas junto a tus compañeros de la ira de los sacerdotes? ¿Podrías
hacerlo albergando los celos que demuestras?
Sus palabras despertaron la duda en mí. De nuevo me sentí confuso, embotado. Me vi por unos
momentos como si me hallase en alguna habitación de un lugar que desconocía, con la princesa y
Menes… Pero Menes vestía unas ropas extrañas, las propias de un bárbaro, y el sumo sacerdote
Khof, a mi lado, me tomaba de un brazo para decirme algo… Quería matar a Amen-Ra, a la que
abrazaba su enamorado… Y entonces observé que Khof también vestía las ropas propias de un
bárbaro.
Se esfumó entonces aquella visión. Decididamente, no podía tratarse de otra cosa que del influjo
del humo del incienso que había aspirado aquella tarde durante la ceremonia de embalsamamiento de
mi pariente.
—Tienes razón, Liftha —dije, y la seguí al interior del palacio.
Había guardias, mis compañeros, nobles como yo mismo, en los pasillos y corredores del
palacio. Todos tenían prestas las espadas. Me saludaban a medida que pasaba ante ellos, y yo les
devolvía el saludo. Liftha me dejó en una gran antecámara en la que había seis guardias más. Eran
hijos de los más altos nobles de nuestra tierra. Amen-Ra me había concedido el favor de ser su
comandante.
Un gran cortinón de lino carmesí, al abrirse en dos mitades, me franqueó el paso a donde se
hallaba la princesa Amen-Ra, a cuyo lado se encontraba Menes. Ante ellos estaban sentados en sillas
más bajas que el trono cuatro sabios, cuatro ancianos consejeros del reino, de unos setenta años
todos ellos, que servían a la princesa como antes habían servido a su hermano, a su buen padre y a su
abuelo.
Amen-Ra y Menes estaban sentados en sendos tronos, y tenían a su alcance unas mesas en las que
había pan y sal, copas de oro y una gran frasca con agua del Nilo. El matrimonio ya había sido
verificado por uno de los sacerdotes, un sacerdote menor, fiel por completo a la princesa, que por
ello tenía que afrontar la ira de Khof, pero los amantísimos esposos no tuvieron inconveniente en
posponer el banquete nupcial para atender al consejo de los sabios ancianos.
Hice una respetuosa inclinación de cabeza ante ellos, sin osar mirar directamente a la princesa
hasta que ella se dirigiera a mí, aunque sí miré a Menes, que estaba sentado a su lado como si fuese
un rey… Menes, el que ocupaba el lugar que me correspondía en el corazón de la princesa. De haber
sido inteligente hubiera comprendido mi mirada, me hubiese leído la mente.
Pero no tenía ojos ni pensamientos más que para la princesa. En realidad ambos no tenían ojos
más que para el otro. Por lo que repararon en mí sólo cuando me situé a la altura del círculo formado
por sus consejeros, haciéndoles otra reverencia de cumplido, tal y como lo exigía el ceremonial.
Amen-Ra me miró entonces, apartando sus ojos de Menes.
Me hizo una seña para que me acercase aún más, y yo obedecí y me arrodillé ante ella.
—Mi buen Seti —me dijo—, te he mandado llamar porque sé que me aprecias, y porque confío
en ti como en ningún otro hombre de mi guardia… Confío en ti tanto como en mi esposo y en estos
sabios consejeros.
Mi corazón se tornó frío, duro. Hubiera sido capaz de arremeter contra Menes y atravesarlo con
mi espada. De haber sabido el sumo sacerdote Khof que se me presentaría una oportunidad como
aquélla, me habría urgido sin duda a matarlo sin necesidad de urdir otros planes para hacerlo.
Miré a Amen-Ra, y mi corazón volvió a enternecerse. Hubo un tiempo, cuando ella se hizo mujer,
en que pude conquistarla. Lo sabía bien, y sabía igualmente que no le había resultado yo del todo
indiferente hasta que Menes hizo su aparición en escena.
Pero allí estaba él, sentado como consorte junto a la princesa reinante, vestido elegantemente,
con lino teñido de púrpura, contemplándome ahora con la arrogante condescendencia de un rey.
—Prométeme —se dirigió a mí la princesa— que tú y tus compañeros me daréis guardia
fielmente esta noche, y en adelante, siempre… He pensado elevarte de rango, ascenderte a la mayor
dignidad.
—Puedes estar segura de que así se hará, favorita del sol; puedes estar tranquila, pues sabré
cumplir bien con mi deber —le dije.
Amen-Ra me sonrió.
—Sé que lo harás, digno Seti —me respondió—. Pero mi astrólogo me ha asegurado que hay en
mi horóscopo una estrella diabólica, a la que sigue vigilando… Se halla en tránsito hacia Acuario, y
es una estrella desconocida hasta ahora, pero que tiene todo el aspecto de serme poco propicia y sí
muy peligrosa. Menes y yo no podremos consumar nuestro matrimonio, ni ofrecer un gran festín por
ello, hasta que esa estrella esté más allá de Acuario.
La princesa se volvió entonces hacia el más anciano de sus consejeros y me pidió que me
acercase a él.
—¿Sabes algo de Khof, mi señor Seti? —me preguntó el anciano.
—El sacerdote supremo no hará nada —dije—. ¿Acaso crees que osaría mostrar violencia contra
quien desciende de Osiris?
La princesa tomó en cuenta mis palabras.
—Pero me siento sola y amenazada, sólo encuentro sostén en mi señor Menes —dijo con una voz
que denotaba su angustia—. Si el sumo sacerdote se levanta contra mí…
—Entonces, tú, la descendiente del sol, no temerás nada porque atravesaré con mi espada a quien
se levante contra ti —dije—. No tienes nada que temer.
—Eso está bien —dijo Amen-Ra recobrando su compostura—. Ya no tengo miedo, digno Seti.
Sonrió entonces a Menes, y se esfumaron las dudas que envolvían mi corazón. Abrieron de nuevo
el cortinón y entró en la estancia el astrólogo. Era un hombre entre los sesenta y cinco y los setenta
años, con unos ojos azules escrutadores y la cara llena de arrugas. Se prosternó ante Amen-Ra; tenía
estampada en su túnica la imagen del dios halcón.
—Esa diabólica estrella… ¿ha superado ya a Acuario? —le preguntó ansiosa la princesa.
—Aún no —respondió el astrólogo—, aún orillea la constelación… Pero de aquí a una hora
quizá se haya aclarado el panorama y podamos entonces, ¡oh, tú, la elegida!, comprobar en qué
estado se encuentra la constelación con respecto a ti.
—¿Y si eso no ocurre?
—Si eso no ocurre, y la estrella prosigue su curso parabólico, sin abandonar la atracción
celestial de Acuario, correremos el serio peligro de sufrir cataclismos, pues imperará una
constelación de agua, ¡oh, tú, la elegida!
—¿Qué clase de cataclismos? —inquirió la princesa.
—La posición del planeta Marte señala derramamiento de sangre… Puede haber una guerra
civil…
—¡Ay! —se lamentó amargamente Amen-Ra—. ¿Por qué he de conformarme con saber de las
posibilidades, y no del conocimiento completo de lo que ha de suceder? ¿Es que no hay nadie que me
pueda hablar del futuro sin prevaricaciones o dudas? ¿Cuáles son tus vaticinios para mí y para mi
amado Menes?
—En su curso parabólico la estrella diabólica pasará a sólo veinte grados de Marte, y Júpiter, el
guardián benigno, aún no habrá despertado… Pero hay más peligros… —dijo el astrólogo, un tanto
reluctante.
—¿Más peligros? —se inquietó la princesa, levantándose—. ¡Dime toda la verdad, no me ocultes
nada! Si no lo haces, te maldeciré en nombre de Osiris, de Isis y de Horus, la santísima trinidad
cuyos nombres no pueden tomarse en vano.
—Habrá muertes, muchas muertes —susurró el astrólogo y se cubrió el rostro ante la princesa.

VIII

Seguí mi guardia caminando entre las estatuas de los dioses. Miré el reflejo de la luna en el agua
para saber la hora y vi así que apenas me quedaba ya una hora de guardia. En el palacio seguían
encendidas las luces, pero no se oían voces. Nada. Ni un sonido, salvo el monótono del Nilo
alcanzando sus riberas.
Era como si la naturaleza toda se hubiese suspendido al paso de una estrella diabólica. Yo, con
mi corazón dividido, amando y odiando por igual, ¿qué podría hacer ante algo tan ineluctable como
las órbitas errantes que pudieran ampararse en las esferas de Acuario?
Recordé a Amen-Ra en su trono, junto a Menes, rodeada por sus consejeros, aguardando la hora
propicia de consumar su matrimonio… y mi corazón se estremeció de nuevo, enternecido y apiadado.
¡Cuán sola estaba a pesar de su inmenso poder! ¡Cuán sola, aun gobernando el más vasto imperio del
mundo! Recordé entonces sus palabras, la confianza depositada en mí, y me asaltaron nuevamente las
dudas.
Miré al cielo en dirección a Acuario… Vi así la estrella errante, a la que supe reconocer porque,
como egipcio noble que era, había sido instruido en las artes astrológicas y en el influjo de los astros
en el destino humano. Vi bien el perfil de la constelación; pero vi también que unos pocos grados más
abajo Marte comenzaba a levantarse, rojo de sangre, adentrándose en el cielo oscuro… Y vi un
instante después que Marte se aprestaba a tomar posesión de la estrella errante.
Me quité las sandalias para que mis pasos no se oyesen y me dirigí a la orilla del río. El barco de
vela en el que la princesa bogaría placenteramente, aquel barco con velas de puro lino teñido de
escarlata, permanecía anclado, mecido con mucha suavidad por la corriente. Era el bajel más bello
que jamás se había construido. Y era mío. Tres meses habían tardado en construirlo, casi
secretamente, los más diestros armadores del reino, que dirigieron a mis esclavos, y sabía yo bien
por eso que sería muy difícil abordarlo en cuanto comenzara a deslizarse sobre las aguas.
El jefe de mis esclavos, Kor, que paseaba por la orilla, se quedó rígido como una estatua al
verme llegar.
—Bien, ¿ya está todo dispuesto? —le pregunté.
Dio unos pasos hacia mí.
—Sí, mi señor. Podremos cortar la cuerda del ancla con un hacha y bogar raudos, el viento nos
será favorable.
—¿Ya han subido a bordo también las provisiones de alimentos?
—Sí, mi señor Loti… Hay comida suficiente para llevarnos a Creta. Todas tus órdenes han sido
cumplidas.
—¿Han subido a bordo los dos esclavos encargados de la navegación?
—Ya esperan a bordo, mi señor Seti.
—Muy bien —me congratulé—. Si me sigues sirviendo como lo haces, Kor, pronto serás un
hombre libre… Sí, te libertaré apenas lleguemos a las costas de Creta, donde tendré garantizado el
refugio.
Y volví sobre mis pasos con el corazón encendido, latiéndome fuerte. Entre los que componían la
guardia real había tres hombres que me eran de una fidelidad inquebrantable, tres jóvenes nobles que
me habían jurado lealtad completa ante Horus, y que confiaban ciegamente en mí, cosa aún más
importante. Eso me hacía sentir tranquilo, pues con su ayuda y el barco dispuesto podría salvar a
Amen-Ra de los traidores sacerdotes comandados por Khof.
Tenía previsto conducir rápidamente a la princesa hasta el barco, apenas se iniciara la batalla en
palacio, y una vez a bordo, iniciar la travesía hasta el océano, desde el Nilo, para poner rumbo a la
tierra de Creta.
Me dirigí al oscuro templo de Serapis, al que sólo superaba en sus dimensiones el palacio.
Frente al templo se alzaba la estatua inconmensurable del dios, con su gran cabeza encornada, y con
el perro y la serpiente a sus pies.
El templo estaba sumido en la oscuridad. Todo parecía muerto, salvo el chacal que lo guardaba,
al que llevaban comida los sacerdotes a diario. Pero el chacal me reconoció pronto, tras acercarse a
mí cuando pasaba entre las columnas, y se apaciguó al instante, sometiéndose como si fuera uno de
mis esclavos. Poco después llegaba allí el esclavo con el que me había visto en la orilla del río una
hora antes.
—Sé bienvenido, mi señor… Khof te espera —me dijo.
—Voy a verle —dije, y el esclavo me hizo una inclinación de cabeza y se fue corriendo,
silencioso como una sombra.
Pasé entre la columnata y entré en el templo. Todo estaba tan oscuro que sólo quien como yo
había sido instruido en sus misterios sabría conducirse allí. Me vi ante otra gran estatua de Serapis,
una estatua que arrancaba del suelo para tocar el techo, pero que tenía la encornadura en las manos
para recibir en ella el óbolo de los fíeles.
Pasé junto a la estatua del dios y vi que al fondo, de una dependencia, salía luz bajo la gran
cortina. Era el cuarto reservado a los sacerdotes. Me detuve un momento. Repasé los planes que
había hecho y no encontré ni un fallo en ellos.
Había decidido mantener mi absoluta lealtad a Amen-Ra, y nada me haría ceder, ni desmayar en
el empeño.
Corrí la cortina y entré. El sumo sacerdote Khof y una docena de ayudantes, sacerdotes todos
ellos, me esperaban. Khof presidía la reunión sentado a la cabeza de la mesa, vestido con sus galas
de mayor esplendor, alumbrado por una lámpara de aceite que tenía junto a sí. Su larga barba blanca
le caía sobre el pecho. Sus ayudantes eran todos mucho más jóvenes, estaban bien rasurados, según
nuestra manera egipcia para los jóvenes, y pude ver el brillo del acero en sus cíngulos.
Me incliné ante ellos y se hizo un silencio momentáneo. Khof me miraba inquisitivamente.
—Llegas tarde, mi señor Seti —me dijo.
—Así es, ¡oh, tú, nacido de Osiris! La princesa me hizo llamar para pedirme que me mantuviese
fiel a ella.
—¿Y aceptaste? —me preguntó al momento.
—¡Claro! No le iba a decir que realmente sirvo a tus intereses y a tus designios, tenía que
mantener el secreto.
—¿Han consumado el matrimonio? ¿Han celebrado ya el sagrado festín nupcial?
—Aún no, señor… Ella y el intruso esperan a que el astrólogo les comunique que ya es la hora
propicia para hacerlo —dije—. Pero mientras hacía guardia en el jardín del palacio, alcé los ojos al
cielo y vi que la estrella diabólica de la que tanto temen ha entrado en las esferas de Acuario, y que
Marte se levanta en contra de la órbita… No tienen escapatoria, mi señor Khof.
—No tienen escapatoria —repitió el sumo sacerdote—. Yo, que tengo otros dioses más allá de
las estrellas, a los que serles fiel, he sabido leer lo que está escrito en mi corazón.
Clavó entonces sus ojos en mí de tal manera que sentí un fuerte escalofrío. Sabía bien que el
sumo sacerdote tenía a su disposición otros augures, que dejaban en un juego de niños las cuitas de
los astrólogos, receptores de las enseñanzas de un sabio muy notable llegado a Egipto desde la India
siglos atrás, un gran visionario que había enseñado a nuestros sacerdotes los secretos de la
adivinación.
—¿Y qué has leído en tu corazón, mi señor Khof? —le pregunté.
—¿Confías en tus hombres?
—Tanto como para asegurar que podremos llevar adelante nuestro plan sin temer nada.
—Ve a cumplir con tu deber, pues… En el momento oportuno deberás franquearnos las puertas
del palacio… No dudamos ni de tu fe ni de tu valor, mi señor Seti.
—¡Ah! Pero ¿qué hay de mi recompensa? —pregunté entonces, para hacerles ver que mis motivos
eran otros muy distintos a los suyos—. Recuerda la recompensa que me prometiste…
—Tendrás una habitación llena de plata, y ocuparás un puesto de la mayor dignidad,
inmediatamente por debajo del mío.
—De acuerdo, pero ten por seguro que no me harás esperar mucho tiempo para recompensarme
—le respondí.
Miré detenidamente a los jóvenes sacerdotes que le acompañaban. Eran fanáticos, no se
detendrían por ello ante nada. El viejo sumo sacerdote Khof, sin embargo, sabio y astuto, pensaba
por sí mismo, albergaba planes propios… Los jóvenes sacerdotes creían de verdad que eran el
instrumento de los dioses para asesinar a un advenedizo como Menes, pero Khof sabía muy bien que
los dioses no son más que un aspecto de lo Único, de lo Indivisible. Lo guiaba, pues, el interés, no el
fanatismo.
Le dediqué una inclinación de cabeza y salí de allí rápidamente, para ocupar mi puesto en la
guardia del palacio. Iba calzado de nuevo. El ruido de mis sandalias rompía el silencio de la noche.
Un silencio en el que se hubieran podido oír los pensamientos de la princesa Amen-Ra y de Menes,
sus súplicas para que pasara cuanto antes aquella estrella diabólica.
Pero no sería así. Alcé otra vez los ojos al cielo y vi que Marte y la estrella estaban ya a muy
pocos grados de distancia.
Una sombra se deslizó por el jardín en dirección al puesto que ocupaba entonces. Era Lifhta.
Vino hasta mí, me miró y se detuvo con las manos entrelazadas sobre su pecho. Siguió mirándome un
rato, en silencio, intensamente.
—¿Y bien? ¿Qué se te ofrece? ¿Vuelve a llamarme la que es nacida del sol? —le pregunté al fin.
—No, mi señor Seti… Pero te traigo malas nuevas de palacio.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté ansioso.
—La estrella diabólica aún no ha pasado… El matrimonio no puede consumarse todavía, ni la
celebración del banquete nupcial… Y te amo…
Me eché a reír.
—¿Eso último tiene que ver con las malas nuevas que dices traerme? —pregunté sarcástico.
Acarició mi brazo con su mano.
—No te rías de mí, mi señor Seti, no juegues más conmigo, que ya no soy una niña… Te pido que
me tomes por esposa tan pronto como hayan pasado los peligros que acechan, o no podré vivir más…
Dime la verdad, dime que sientes por mí lo mismo que yo siento por ti, y no tardes en tomarme.
La miré tratando de contener la ira que me invadió entonces.
—¿Quieres que te diga que te amo? ¿Eso es lo que pretendes, Liftha? ¿Es que alguna vez te he
dicho una sola palabra que te hiciera pensar que te amo?
—Nunca, mi señor Seti, pero a veces no hacen falta las palabras para demostrar el amor; las
miradas las suplen; el amor es un lenguaje que no siempre ha de expresarse con palabras, yo lo sé
bien.
—Lo sabes bien —dije—. Lo que tienes que saber es que no te amo, Liftha. Sólo amo a Amen-
Ra, y jamás podré amar a nadie aunque ella no me corresponda. Búscate un joven noble de la guardia
de la princesa, y olvídate de mí.
—¿Es tu última palabra? —me preguntó con la voz trémula.
—Sí, por la sagrada trinidad de Osiris, Isis y Horus —le dije haciendo un juramento que no ha de
romperse.
Hizo un gesto rápido, de angustia, llevándose la mano a los labios, y vi que se metía algo en la
boca. La tomé del brazo, pero ya era tarde.
—¿Qué tontería haces? —le pregunté.
—No es nada, mi señor Seti… Sólo un trozo de carne para los chacales, emponzoñada con un
potente veneno… Mi vida se acaba… Sé feliz… si puedes… Acaso…
Dio unos pasos y cayó en el sendero de piedras. Traté de levantarla, pero ya había exhalado su
último suspiro. Había usado un veneno cuya composición era conocida sólo por los sacerdotes, un
veneno destinado a los chacales que profanaban los templos y robaban lo que allí dejaban los fieles.
La estrella diabólica se acababa de cobrar su primera víctima. Alcé los ojos al cielo una vez más
y comprobé que a Marte y a la estrella apenas los separaba ya un dedo.
Me asustaron entonces las sombras que percibí en los alrededores, unas sombras que venían
hacia mí entre las columnas, pero vi pronto que se trataba del sumo sacerdote y sus acólitos. Todos
iban armados de espadas y puñales, se les veían bajo sus túnicas.
—¿Todo en orden? —me preguntó Khof.
—Todo en orden —le dije.
—Entonces franquéanos el paso.
Empuñé mi espada, aunque sin desenvainarla, y me dirigí al palacio, seguido por los sacerdotes.
En los pasillos y corredores seguían los guardias, cada uno en su puesto, que saludaban con el mayor
respeto al sumo sacerdote. Al llegar a la cortina que había ante la estancia de la princesa, me detuve
y ellos hicieron lo mismo.
Corrí lentamente la cortina de terciopelo carmesí. Nada parecía haber cambiado desde que
estuve allí una hora antes. La princesa y Menes seguían sentados, muy cerca el uno del otro. El pan,
la sal y el agua del Nilo aún no habían sido tocados por sus manos, custodiados los alimentos por los
ancianos consejeros. Junto a éstos se encontraba también el astrólogo, que tenía la barbilla hundida
en el pecho, como si meditase. Decía algo en voz muy baja y mostraba una clara expresión de
angustia.
Amen-Ra alzó la cabeza al percatarse de que yo corría la cortina. Me miró intensamente. Creí
entonces que era capaz de leerme incluso aquello que más oculto estaba en mi corazón.
Se puso de pie lentamente.
—¿Qué significa esta intromisión, digno Seti? —dijo—. ¿Es que te he mandado llamar? ¿O
acaso…?
Clavó entonces los ojos en el sumo sacerdote y en la partida que lo acompañaba. Tenían a medio
desenvainar las espadas y miraban a Menes con una furia que no dejaba lugar a dudas. Todo ocurrió
tan rápido que no fui capaz de ver más que leves fragmentos de la escena, movimientos veloces.
Amen-Ra se volvió hacia Menes, que también se había levantado y estaba junto a ella, tratando
de protegerla, aunque no tenía una espada a su alcance. La princesa se abrazó a él. Los cuatro
ancianos consejeros gritaban alarmados. Los guardias de la antecámara mostraban gran confusión, sin
saber qué hacer. Khof, el sumo sacerdote, dio una orden y él y su partida se lanzaron al ataque.

IX

—¡Alto, Khof! —le gritó el más anciano de los consejeros de la princesa, tratando de cerrarles el
paso con sus manos desnudas—. ¿Acaso ignoras el poder que detento, ante el cual han de someterse
incluso tus designios? ¡Alto, te digo, o te juro por los dioses que haré que seas arrojado al Nilo para
que te ahogues! ¡Detente, te lo ordeno! ¡Sabes que tienes que obedecerme!
Khof y los sacerdotes se detuvieron por unos instantes. Parecían reparar en las palabras del
anciano. Vi que los amantes seguían abrazados, tensos, a la espera. No había temor en sus ojos,
aunque me fijé en que la princesa me miraba de soslayo, como si me reprochase todo aquello, o
acaso esperanzada en que interviniera de una vez por todas.
—¡Traidor! —me gritó al fin, sin embargo, al comprobar que no me movía—. ¡Traidor a mí y a tu
juramento! Vamos, sé valiente y haz tú mismo aquello por lo que te han pagado.
Me sentí mordido por la duda una vez más. Pero ver a Amen-Ra abrazada al que consideraba mi
rival reavivó mi odio. Di unos pasos adelante, hacia donde estaban ambos. Oí que el viejo consejero
decía en voz alta las palabras de la fórmula mágica reservada para casos de extrema necesidad, unas
palabras para salvar el trono de la codicia de sus usurpadores. Pero no le presté atención. Me dirigí
a Menes. Amen-Ra trató de protegerlo con su cuerpo. Me retó con la mirada. Pero actué con la
astucia de la serpiente, y aprovechando un leve hueco que había entre ambos atravesé a Menes con
mi espada, sin remisión.
De un empujón hice a un lado a la princesa, y tomé el cuerpo del caído en mis brazos para
arrojarlo a los pies de la partida de los sacerdotes.
Me sentí herido por sus gritos victoriosos… La sala entera era una auténtica batalla, luchando
ahora los guardias contra los intrusos a espadazo limpio, en su intento de rescatar a la princesa. Y
mientras se producía aquel combate vi cómo Khof mataba a los ancianos consejeros, uno a uno. La
princesa sufrió entonces un desvanecimiento, la tomé en mis brazos y vi que tres o cuatro hombres de
la guardia trataban de llegar hasta mí.
El más anciano de los consejeros, aún con un hilo de vida, logró ponerse de pie a pesar de las
heridas que le había causado la espada del sumo sacerdote. Seguía diciendo la fórmula sagrada para
preservar el trono, heredada por los consejeros más ancianos de generación en generación. La
concluyó con un tono de éxtasis y lo vi caer al descargar Khof otro espadazo terrible contra él.
Y entonces tembló todo el palacio. Aún con Amen-Ra en mis brazos salí corriendo de allí entre
los muertos, que estaban apilados en el suelo.
El palacio temblaba hasta sus cimientos. Los antiguos dioses habían decidido actuar bajo el
influjo de la fórmula mágica en cuyo conocimiento estaba el más anciano de los consejeros. Los
dioses se habían removido en sus tumbas celestiales, y con ello el palacio, y los templos, y todas las
edificaciones del reino, se veían sacudidos por aquel terremoto. Todo fue pronto una ruina.
Hasta las grandes columnas cayeron rompiéndose en miles de piedras. El estruendo era tal que
parecía que el mismo cielo cayera sobre la tierra. Corría con la princesa en mis brazos mientras el
techo se me caía encima, cuando las paredes y los muros se derrumbaban.
Pronto me vi en un lugar donde estaba a salvo del derrumbamiento, donde ya no se dejaban sentir
los gritos de los sacerdotes y los guardias. Todo era oscuridad, silencio. Me detuve tratando de
reconocer dónde estaba, pero no pude. Y me aventuré por aquellos senderos en tinieblas.
A mi alrededor no había más que devastación, piedras, los restos del hundimiento del palacio…
Había logrado escapar de la muerte milagrosamente; a la luz escasa de las estrellas adiviné muertos,
los cuerpos sin vida de los sacerdotes, de la guardia, de los sirvientes… Había logrado salir
indemne, sin un solo hueso roto.
Oía a los lejos los gritos de la multitud, pero en los alrededores del palacio derruido todo era
silencio. Cuando logré salir a una superficie donde la claridad era mayor, me di cuenta de que había
caído en el gran hoyo hecho en la tierra por una piedra gigantesca, lo que me había salvado. Pero fui
consciente en ese momento de que ya no tenía conmigo a la princesa, y corrí de nuevo hacia las
ruinas del palacio para tratar de encontrarla.
Allí la vi, viva como yo mismo, pugnando violentamente por desplazar la gran piedra que había
caído sobre el cuerpo ya sin vida de Melles. Y mientras así pugnaba seguía diciéndole palabras de
amor muy tiernas, muy sentidas… Me detuve a contemplarla, sorprendido y conmovido a la vez por
su devoción más allá de la muerte.
La llamé suavemente pero no me oyó. Entonces me acerqué y la tomé de una mano.
—Está muerto —le dije—. Vámonos de aquí, Amen-Ra, pongámonos a salvo en un lugar seguro.
Se vino abajo por completo. Me miraba como si no me conociera. Era como si tuviese un velo en
los ojos.
—¡Traidor! —me gritó sin embargo—. Tú vives, y él, mi amado, está muerto… Pero entérate
bien: si los dioses han querido que vivas, será sólo para hacerte padecer tormentos que no harán que
me apiade de ti. Que caigan sobre ti las maldiciones de Thoth, de Horus, de Anubis, de Mesti, y la
del propio Osiris… ¡Que no te permitan el descanso eterno!
Era como una serpiente rabiosa que tratara de morderme. Pero yo sonreía triunfal. ¿Qué
significaban los dioses para mí, que era un iniciado y sabía por ello que los dioses no son más que
aspectos del ser Único?
—Te amo desde la primera vez que te vi —le respondí—. Si te hubieras dignado a sonreírme con
tu gracia, nada de todo esto hubiese ocurrido… ¿Es que acaso él era mejor que yo? ¿Es que acaso
tuvo mejor cuna? Te amo, te lo digo una vez más, y te lo digo no como un siervo sino como un
hombre digno y enamorado… Además, tu reino se ha sumido ahora en la más absoluta oscuridad.
Lías perdido, en realidad, tu reino —le dije mientras se oía más fuerte el llanto y el lamento de la
multitud—. Ya vienen los campesinos a acabar con lo que pueda quedar de tu trono… Pero tengo
preparado un barco —seguí diciéndole— que han construido mis esclavos pacientemente, a lo largo
de tres meses, bajo la supervisión de los mejores armadores del reino. No hay bajel que pueda darle
alcance, una vez despliegue sus velas al viento. Vayámonos de aquí, y te prometo que serás princesa
en otra tierra que conquistaré para ti. Huyamos juntos y olvidemos todo lo sucedido en virtud de
nuestro amor.
Seguía mirándome fijamente, pero me di cuenta de que sus ojos suavizaban la mirada lentamente.
Creí que mis palabras habían ablandado su corazón, pues corrieron lágrimas por sus mejillas. Me
acerqué más a ella y la tomé de una mano.
—Te amaré como ningún hombre ha podido amar jamás a una mujer —dije—. ¿Es que acaso no
ha sido por el amor que te tengo, que el trono de Egipto ha sido destruido? Contempla, pues, cuán
fuerte es mi amor. Y te prometo un nuevo reino, aún más grande que éste. ¡Vayámonos de aquí de una
vez, Amen-Ra!
Las palabras con que me respondió no mostraban ira. Eran solemnes y dulces, pero tan elocuentes
como el canto de las sibilas.
—Todo lo que ha ocurrido —me dijo— ya me fue adelantado por mi astrólogo… Lo supo sólo
cuando descubrió en el cielo el curso de la estrella diabólica… Pero también me dijo que algún día
podré reunirme con el hombre al que de veras amo, aunque haya sido víctima de un destino fatal…
Mi astrólogo predijo que cuando se haya completado el ciclo de la reencarnación, Menes, el hombre
al que amo, el único hombre al que puedo y podré amar, se reunirá conmigo pues nos hicimos
promesa de amor ante Horus, más allá de la muerte. Una promesa de amor que nada ni nadie podrá
romper jamás. Y a ti sólo te corresponde ayudar a la restauración de todo lo que has destruido. Es mi
voluntad que mi amado siga en el mundo de las sombras, bajo la protección de Osiris… En cuanto a
ti, mi digno Seti, sólo te queda una oportunidad para redimirte. No la desaproveches, pues si la
tomas, los dioses te serán propicios y sabrán perdonar tus pecados… Si así no lo hicieras, caerá
sobre ti el más cruel castigo eterno. Un castigo tan grande que hasta los dioses volverán la cara para
no verlo… ¡Mátame, digno Seti! —susurró entonces la princesa en un rapto desesperado, y vi que sus
ojos ardían, en efecto, con el deseo de la muerte—. Sólo así, según las palabras del astrólogo,
conseguiré vivir eternamente hasta que llegue el momento de la ansiada felicidad… ¡Mátame!
Puso en mi mano una daga. Me debatí en la duda. Bien sabía ya que Amen-Ra jamás sería mía,
pero así y todo se me hacía imposible matarla.
—Esto es una locura —dije.
—Esto es la verdad revelada. Lo que te pido significa la concesión de la paz eterna tanto para mí
como para el hombre al que amo… Y como te he dicho, sólo si me ayudas eludirás el juicio terrible
de Osiris y te será concedida la misma paz que te suplico para mí y para mi amado, una vez hayas
muerto.
Seguía debatiéndome en la duda. Pero al cabo decidí guardar la daga en mi cinturón.
—¡Nunca! —grité—. ¿Crees que he hecho todo esto de lo que soy el único culpable sólo para
perderte? ¡No! Si consigo poseerte en esta vida, poco me importarán los sufrimientos eternos, pues
sé además que la eternidad no existe, que todo llega a su fin en algún momento… Y en las edades de
tiniebla que han de suceder a mi muerte volveré a ser libre.
La estreché en mis brazos. Amen-Ra no ofreció resistencia, ni se desmayó. La aparté de allí.
Creo que me volví loco de alegría, me recuerdo exultante. Corrí llevándola de mi mano entre las
piedras y los cadáveres. Me detuve ante las piedras que tapaban lo que fue la entrada del palacio.
Hice un esfuerzo sobrehumano para apartarlas de allí, pues no quería soltar la mano de la princesa, y
así, arrastrándola, nos sumimos en aquella oscuridad terrible.
Se dejó sentir entonces el aullido de un chacal, al que pronto secundaron otros. Las llamas iban
arrasándolo todo a orillas del Nilo, unas llamas rojas que contrastaban contra el cielo negro. Oía yo
impávido los violentos rugidos de la multitud, mezclados con sus lamentaciones, pero sabía que no
llegarían hasta el palacio derruido. El palacio y el templo se alzaban en una loma, y entre la loma y
el río había una profunda depresión lacustre, que vadeé sin soltar a la princesa, incluso cuando el
agua me llegaba al cuello.
Luché fuertemente contra la corriente hasta llegar al canal que daba al Nilo, gritando el nombre
de mi fiel esclavo Kor, pero sin recibir respuesta. Además, en aquella oscuridad me resultaba
imposible discernir las sombras.
El Nilo había crecido mucho y me veía rodeado por una inmensa masa de agua negra, que cada
vez se hacía más honda. Seguí luchando con toda mi fuerza contra el agua, cuidando a la vez de que
nada le ocurriese a la princesa. Más allá el agua dejaba de ser negra para adquirir el tono rojo de la
sangre, pues se reflejaban en ella las llamas que ascendían en busca del cielo. Supe así que la ciudad
también había sido incendiada.
Todas mis esperanzas, todos mis anhelos, todos mis esfuerzos se desvanecieron al poco. No vi el
barco que había construido para la princesa. Nada. Y lo comprendí todo de golpe. Kor me había
traicionado, poniendo rumbo hacia Creta sin esperarme, con todo cuanto yo poseía a bordo.
Traición por traición. Grité desesperado, apretando contra mí, aún más fuertemente, el cuerpo de
Amen-Ra para que no me lo arrancara la furia del Nilo crecido. Nadé arrastrándola hasta una
plataforma de madera que había en la orilla, el puesto de uno de los guardias que vigilaban las
riberas. Aún confiaba en avistar desde allí, en contra de todos mis temores y de todas las evidencias,
mi barco. Aquella plataforma, clavada al fondo del río por unos maderos, comenzaba a ser alcanzada
por las aguas. Pronto la cubrirían, tal era la crecida del Nilo que amenazaba ya con desbordarse.
Apreté más a Amen-Ra contra mí, tratando de ver su rostro. Tenía los ojos abiertos y me miraba
con una sonrisa condescendiente y a la vez triste. Su expresión era la de quien ha pasado por tantas
desgracias que ya no teme nada más.
—Mátame, digno Seti… Hágase la voluntad de los dioses misericordiosos —me pidió de nuevo
—. Dame la paz eterna y libérate a la vez de los sufrimientos del infierno.
—¡Jamás! —grité.
Noté que, a pesar del momento, me invadía una exultación plena, una alegría desbordante. El
placer de vivir se dejaba sentir de nuevo en mi pecho. Podría perseguir a Kor, mi esclavo traidor,
hasta Creta, recuperar mis tesoros y darle su merecido. Podría levantar allí el imperio que ansiaba
regalar a Amen-Ra. Y acaso aguardar en esa tierra propicia el momento idóneo para regresar a
Egipto.
Gracias a la pálida luz de la luna que se dejaba sentir lentamente, vi botes y barcos bogando en la
corriente del río crecido hacia la orilla más cercana al palacio. Oía los gritos de quienes iban a
bordo. Eran campesinos y esclavos, los cuales, una vez saciado su apetito de venganza en la ciudad,
se dirigían a robar los tesoros que sabían escondidos en las tumbas de los reyes, en los sótanos del
palacio y en la cripta del templo.
Oía cada vez más cercanos sus gritos de ira, sus llamamientos a la venganza, mientras apretaba
contra mí el cuerpo de Amen-Ra, que parecía abandonado de sí misma.
Entonces me percaté de que alguien subía a la plataforma, por la parte en que la oscuridad era
mayor. Se dirigió lentamente a mí, y lo reconocí al instante, antes de verle la cara, por su brillante
túnica estampada. Era el astrólogo que había previsto todo lo que estaba sucediendo.
Me sentí abrasado por el fuego de su mirada. Saqué de mi cinto la espada de doble filo y lo
amenacé con ella, conminándole a que no diese ni un paso más. Ahora le culpaba realmente de lo que
pasaba, de tanta desgracia. Puse la punta de mi espada en su pecho.
Se detuvo, pero levantó orgulloso la cabeza para mirarme fijamente. Dimanaba de él un poder
extraño que me impedía asestarle el golpe mortal. Miró a Amen-Ra.
—¡Mátala! —me ordenó—. Mátala para que se cumpla la voluntad de los dioses. Sólo así podrá
reunirse con su enamorado cuando se haya iniciado el próximo ciclo de su vida mortal.
—¡Estúpido! —le grité—. ¿Acaso crees que la quiero perder para siempre?
El astrólogo me asió fuertemente de un brazo.
—Seti, mi señor —dijo—, tu camino y el de ella no habrán de encontrarse nunca como lo han
hecho esa estrella diabólica y Marte, que además habrán de seguir su órbita en breve por separado…
Así será contigo y la princesa; en tu próximo nacimiento a la vida podrás verla, sin embargo, y
sabrás entonces que tampoco podrá ser tuya ese día… Y acabará por esfumarse el deseo que sientes.
Mátala ahora, cumple lo dispuesto por los dioses, que son quienes rigen la vida desde la creación del
mundo. ¡Mátala, te digo! Así escaparás del castigo del infierno, pues se la devolverás a Menes, al
que quitaste la vida.
Oía el aullido de los chacales, temerosos de las aguas del río que al desbordarse amenazaban con
anegar el desierto. Sentí entonces un olor penetrante, acre, que me repugnó… Ante mí pareció abrirse
una oscuridad abisal. ¿Qué arte mágica disponía ahora de mí? Las formas de Amen-Ra y del
astrólogo me resultaban muy confusas, creí que se mezclaban.
—¡Mátala! —volvió a gritarme el astrólogo.
Alcé mi brazo, dubitativo, pero la oscuridad me impedía ver y seguía asqueado por aquel olor…
Sentí que me caía, que me hundía poco a poco en la tiniebla… Sentí un ruido muy fuerte… Entonces
abrí los ojos y me vi en aquel salón de la casa de Neil Farrant.

Una de las dos sillas egipcias que estaban contra la pared había caído al suelo. Ése fue el ruido
que me despertó, que me sacó del pozo de aquel sueño. Vi la oscura silueta de la momia aún en la
puerta, disponiéndose a salir del salón para dirigirse a la calle.
Y entonces le siguieron las otras momias, emitiendo sonidos que parecían de aves. Todas se iban
del salón, menos la princesa Amen-Ra; la tenía en mis brazos, pero lo que vi ahora en mis manos no
fue otra cosa que las tijeras con que Neil había liberado a las momias de sus vendas.
Estaba de pie, con el agua que entraba por la puerta de la calle abierta y por el hueco del tejado,
anegándolo todo; había más de un palmo de agua en el suelo. En el exterior la tormenta de lluvia y el
vendaval parecían haber llegado a unos extremos que nunca había conocido. El rugido del mar
próximo era aún más fuerte que el alarido del viento.
—¡Detenedlos! ¡Detenedlos! —grité sin saber muy bien qué decía, cuando me percaté de que las
momias se fugaban.
Aún no había recuperado del todo la consciencia; o quizá fuese que seguía confundido por los
retazos del sueño que se mezclaban con las imágenes de la realidad.
El humo que salía de la vasija de obsidiana había desaparecido, pero persistía el olor punzante.
Neil Farrant estaba apoyado contra la pared, aparentemente desorientado; cerca de mí se encontraba
Coyne, que también mostraba confusión y parecía esforzarse por recuperar la consciencia de sí
mismo.
—¡Mátela! ¡Mátela! —me gritó.
Entonces me di cuenta de que fue él quien había armado mi mano con las tijeras.
¿Matarla? ¿A quién? ¿A la momia? Pero si tenía en mis brazos a una mujer viva y palpitante,
aunque hubiera yacido siglos en aquel sarcófago, cubierta de vendas y de velos. ¿Matarla? Amen-Ra
miraba a Neil pero me di cuenta de que lo veía, pues parecía recién despertada, como si hubiera
dormido larga y profundamente, como si saliera de una escena infernal.
—¡Mátela! ¡Vamos, mátela, hágalo de una vez! —me gritó el doctor Coyne señalándola.
Entonces me fijé en Rita Ware, yaciente un poco más allá. Era totalmente como la princesa Amen-
Ra, salvo por su piel, más pálida. Entonces recordé lo que me había dicho Coyne, que una de las dos
tenía que morir.
La princesa se fijó por primera vez en Rita. Se soltó de mis brazos, se levantó con dificultad, me
arrancó la tijera de la mano y se dirigió hacia la paciente de Coyne.
Fue Coyne quien la detuvo. Tenía la cara congestionada por el esfuerzo que hubo de hacer para
desarmarla y someterla, para impedir que matase con la tijera a la joven viva.
—¡Dewey! ¡Dewey! ¡La tijera! ¡Cójala! ¡Mátela! —me gritó una vez más.
La lucha que siguió fue lo más duro y terrible, aun con todo, de aquella historia… Pronto
comprendí que Amen-Ra no era humana, ni acaso lo había sido nunca, sino una vampira, por lo que
la vida de Rita Ware le resultaba necesaria para evitar su destrucción. Ninguna mujer, por fuerte que
sea, podría resistirse con la fuerza bestial con que la princesa se resistió… Era un ser animado por
una voluntad carente, sin embargo, de inteligencia. Amen-Ra era la efigie de una princesa del antiguo
Egipto, pero la Amen-Ra vital era Rita Ware, que seguía yaciendo en el suelo, como sin vida.
Temí, me aterroricé al pensar que si dejábamos que Amen-Ra despojara a Rita Ware de su
esencia vital, habríamos puesto en libertad a un ser infernal, para que campase por sus respetos a lo
largo y ancho del mundo. Además, la salud mental de Neil Farrant dependía también de que fuésemos
capaces de destruir a la vampira que había sido liberada de un sarcófago egipcio.
—¡Menes! ¡Menes! —gritó Amen-Ra.
Después gritó algo más en su antigua lengua egipcia… Aunque aquello me trajo alguna
reminiscencia, no logré comprender lo que decía.
Neil, sin embargo, la escuchó. Y recuperó de golpe la consciencia plena. Se fue hacia nosotros,
pero no como Neil, sino como Menes de Egipto, pensando, no me cupo duda, que éramos unos
conspiradores a los que tenía que combatir en el palacio. Pero sobre todo se fijó en mí. Yo era, a sus
ojos, el traidor mayor, el cabecilla, Seti… Coyne y yo seguíamos luchando para reducir a Amen-Ra,
que no cejaba en su empeño de clavar la tijera en el corazón de Rita.
—¡Sujétela usted un momento! —dije al doctor y me fui al encuentro de Neil.
De muchacho fui muy buen boxeador, y le solté un directo que lo lanzó contra la pared,
tambaleante.
Volví sobre Amen-Ra, justo a tiempo porque había conseguido hacerse con las tijeras de nuevo y
pugnaba desesperadamente por caer sobre Rita. La sujeté con fuerza por la muñeca, tiré de ella hacia
atrás… y escuché entonces el crujido de los huesos de su muñeca, que se rompían. Se volvió como
un gato rabioso y me cruzó la cara con las uñas de su mano izquierda. Neil, recuperado, volvía ya
contra mí para ayudarla.
Ahora fue Coyne quien se encargó de Neil.
—¡Mátela! ¡Mátela! —me gritó una vez más, echándose con todas sus fuerzas sobre Neil para
dominarlo.
Allí estaba el viejo y frágil doctor luchando contra un hombre poseído por una fuerza primitiva,
con los músculos endurecidos en la vida del desierto, con una fuerza sobrehumana, en suma, capaz
por ello de lo más brutal, pues su vitalidad era bruta. Coyne cayó al suelo, pero arrastró en su caída a
Neil, y ambos rodaron por el piso encharcado.
Yo nunca hubiera luchado contra Neil ni contra la princesa, pero intervino el destino. Neil
consiguió derrumbar a Coyne en el suelo, golpeándole con la silla que había caído. Yo seguía
tratando de someter a Amen-Ra. Había hecho presa en su muñeca rota, pero aun así, con los huesos
astillados, luchaba frenéticamente, braceando con una bestialidad indecible para alcanzar a Rita y
clavarle la tijera. Me interpuse a duras penas. La punta de la tijera se clavó en mi chaquetón, sin
alcanzarme, y pude arrebatársela así a aquella criatura infernal.
—¡Menes! ¡Menes! —clamaba, y aquel grito fue como el eco del grito de las almas que penan
eternamente.
Neil, ya de pie, se dirigía hacia mí, gruñendo. Parecía un auténtico demente… Ocurrió que,
gracias a Dios, pude cobrar ventaja sobre él, sin embargo.
Tenía ya la tijera en mi poder. Empuñándola con mi mano izquierda di un tajo profundo en la cara
de Neil, cuando ya lo tuve a mi alcance, que le obligó a detenerse. Después, rápido, clavé la tijera en
el corazón de Amen-Ra.
Le clavé la tijera con tal violencia que casi le introduje el puño en la herida. Pronto dejó de
sangrar. Amen-Ra siguió de pie unos instantes, atravesada por el acero… Después fue como si se le
borrase de golpe la diabólica maldad que poco antes tenía en el rostro.
Era de nuevo la hermosa princesa, la virginal doncella a la que había visto en el sarcófago… y a
la que recordaba lejanamente, como en un sueño, haber visto radiante en el antiguo Egipto… Tenía en
la boca una sonrisa beatífica. Y entonces vi que se convertía en polvo, cayendo al suelo la tijera. Ya
no había momia, sólo un montoncito de polvo en el aire. De la Amen-Ra que había visto en el
sarcófago, pronto no quedó ni ese rastro.
Aquel horror que acababa de vivir me impactó fuertemente. Recuperé la tijera, temeroso de que
Neil volviese a atacarme, pero lo vi de pie, apoyado contra la pared, mirando como si acabara de
despertarse de un mal sueño… Mientras, Coyne se levantó a duras penas del suelo y fue lentamente
hacia mí.
Contempló un rato cómo el polvo en que se había convertido Amen-Ra se perdía en el agua de la
lluvia que había inundado la casa. Se dirigió entonces hasta donde yacía Rita Ware, y la levantó para
que no siguiera mojándose, porque el agua estaba a punto de cubrirle el rostro. Vi que tenía los ojos
abiertos y lo miraba todo en un estado de profundo anonadamiento.
Coyne la llevó hasta un sofá, donde la recostó. Estaba trémula, semiinconsciente. Neil no
mostraba signos de recuperación. Coyne se dirigió a mí, aliviado.
—¡Gracias a Dios, Dewey! —me dijo—. Ya sabía yo que podía confiar en usted… La que ha
muerto no era realmente Amen-Ra; esta joven sí es Amen-Ra, renacida… En tanto viviera esa
vampira, esa doble suya, tres almas correrían el peligro de penar en el infierno, la suya propia, la de
Farrant y la de esta joven… ¡Pero todo ha concluido bien, gracias a Dios!
Neil Farrant se dirigió hacia nosotros, trastabillando.
—¿Dónde estoy? —balbuceó—. ¿Por dónde ha entrado el agua? ¿Qué ha pasado? ¿El
experimento… salió mal? No puedo recordar… sólo sé que tuve un sueño… Soñé que era aquel tipo,
Menes… Ustedes dos también estaban en el sueño, también…
Comenzó a reírse con una risa histérica, y al cabo sus ojos se clavaron en Rita Ware.
—¿Quién es? —musitó apenas.
—Se lo contaré más tarde, Farrant —le respondió Coyne—. Antes hemos de salir de aquí. La
casa está completamente inundada. Vayamos al sanatorio, en tanto podamos hacerlo aún. Además
hemos de llevarla…
Neil comenzó a mirar a su alrededor.
—¡No están las momias! —gritó—. ¿Qué ha pasado con ellas?
—Abandonaron los sarcófagos —se limitó a decir Coyne—. Usted les facilitó la huida,
recuérdelo…
—Buenos, pues que les vaya bien —dijo Neil en tono sarcástico—. Ya estoy harto de todos ellos,
Coyne… Esa fórmula mágica ha resultado un fiasco, y me siento… muy decepcionado y aburrido de
las momias.
Hizo ademán de salir mientras hablaba, pero Coyne lo detuvo.
—Tómeselo con calma, Farrant —le dijo—. ¿Cree que debe salir así como así, con esa
tormenta? —y dirigiéndose a mí añadió—: Dewey, ayúdeme con Rita Ware, por favor.
—¿Dónde estoy, doctor? —preguntó entonces Rita, semiinconsciente, y su voz sonó tan
melodiosa como la de Amen-Ra en mi sueño—. Creo… que me llevaron a su sanatorio para que
descansara, ¿no? Pero esto no parece un sanatorio, ¿verdad?
—No, no lo es, pero enseguida estaremos allí —la tranquilizó Coyne, al que aún le sangraban los
labios por los golpes recibidos de Neil, y que mostraba un aspecto de lo más cómico, calado de agua
como lo estaba, pero que volvía a tener esa seguridad profesoral de siempre en la expresión, volvía
a ser el médico responsable de aquella institución, al que había conocido yo no hacía tantas horas—.
Este caballero y yo —dijo señalándome— la vamos a llevar a usted de vuelta al sanatorio. Hemos de
darnos prisa, antes de que el agua caída nos impida el paso… Pero no, no intente caminar, la
llevaremos haciendo una silla con nuestras manos… ¿Sabe cómo se hace, Dewey?
Asentí. Juntos levantamos a la joven del sofá. El nivel del agua seguía aumentando en la casa, ya
casi nos llegaba al pecho. En el exterior se escuchaban gritos, imponiéndose al vendaval y al
estruendo de las olas al romper contra la costa. Un gran relámpago cruzó el cielo, seguido de una
explosión fenomenal.
—¡Dios! ¿Qué ha sido eso? —dijo Coyne.
Neil se detuvo ante la puerta antes de abrirla.
—¡Tengamos cuidado con los halcones! —avisó.
—Me parece que los halcones ya no van a molestarnos —respondió el doctor.
Neil abrió al fin la puerta, y una violenta ráfaga de viento estuvo a punto de sacarla de los
goznes. Entró aún mucha más agua en tromba. Nos costó más de lo previsto sacar de allí a Rita, como
si vadeáramos un río con ella a cuestas. La puerta iba y venía con el agua, y hubo de sujetarla Neil
con fuerza para que pudiéramos salir. La inundación era grande. Un grupo de hombres se dirigía en
un bote hasta la casa. Dos de ellos, de pie, llevaban cuerdas.
—¡Agárrense, agárrense! —nos gritó uno de aquellos hombres—. Creímos que no habrían
logrado salir ustedes con vida… ¡Ah, pero si es usted, doctor! ¿No sabe que su sanatorio está en
llamas? ¡Y hay unas malditas momias corriendo libres por la isla!
Hablaba el encargado del ferry, el viejo incorruptible.

XI

No hubiera hecho falta que nos dijese que el sanatorio se había incendiado, pues muy pronto
vimos las llamas tras los árboles. Ardían todas las dependencias, el edificio principal y los otros.
Daba la impresión de que se derrumbarían de un momento a otro. Subimos a Rita al bote y la
sujetamos bien. Coyne parecía realmente conmocionado.
—No se preocupe, doctor, que sus pacientes estarán pronto a salvo… Hay media docena de
barcazas por allí para rescatarlos… Pero perdone que le diga a la cara que ese incendio no se
hubiera producido de no ser por culpa de las momias de Mr. Farrant… Y no estamos dispuestos a
permitir que esos monstruos vayan por ahí, por toda la isla de Pequod, asustando a las mujeres y a
los niños.
—¡Eso no tiene sentido! —dijo el doctor Coyne con cierta petulancia.
Neil, sin embargo, no decía una palabra. Miraba a Rita y parecía transfigurado. La inundación
había anegado toda la parte baja de la isla y flotaban en el agua, peligrosamente, los árboles
arrancados por el viento. El vendaval seguía siendo violentísimo; a medida que nos acercábamos al
sanatorio seguían cayendo árboles. La lluvia comenzó a menguar al rato, no obstante, y en el cielo se
produjo un desgarrón de su negrura. El bote encalló en la pequeña loma sobre la que se alzaba el
sanatorio ahora en llamas. Saltamos a tierra. Neil tomó a Rita en brazos.
—Usted quédese aquí con Miss Ware, Farrant —dijo Coyne—. ¡Sígame, Dewey!
Alrededor de los edificios en llamas de la institución bogaban los botes, y vi que en una
elevación del terreno, a la que apenas llegaba el agua, había un montón de personas. El incendio,
evidentemente, había sido devastador, a pesar de la terrible lluvia de la tormenta, y no nos cupo duda
de que en una hora, a lo sumo, todo aquello se vendría abajo con estrépito. Coyne corría y yo iba tras
él.
Uno de sus ayudantes nos salió al paso al reconocer al médico.
—¡Hemos conseguido salvar a todos! —dijo atropelladamente—, salvo a… bueno… a…
Supe a quiénes se refería. Coyne y yo corrimos hasta donde estaban los asilados, al cuidado del
personal de la institución. El ayudante de Coyne corría detrás de nosotros, diciendo cosas
incoherentes, atropelladas, mientras señalaba con la mano hacia algún sitio.
En el tejado del edificio donde había estado asilada Rita Ware vimos unas siluetas oscuras,
semidesnudas, que canturreaban algo alzando los brazos al cielo.
—¡No hemos conseguido bajarlos de ahí! —dijo el ayudante de Coyne—. ¿Quiénes son? ¿O qué
son? ¡Nunca los había visto!
Las llamas hacían que la escena fuese tan clara como bajo la luz del día. Los cuatro del tejado,
sin preocuparse de las llamas que los rodeaban, canturreaban y bailaban, y el canto salvaje que salía
de sus labios se dejaba sentir por encima del viento.
—¡Dios! ¡Pero si es el doctor! —gritó alguien.
Me fijé bien y vi que, en efecto, uno de los cuatro de la banda era la exacta réplica de Coyne. Sí,
tenía la cara y el cuerpo de Coyne; lo único que lo diferenciaba es que se cubría con algunos trozos
de venda de lino. Y, más aún, entonces lo reconocí bien: era el astrólogo de la corte de Amen-Ra…
Me vino a la mente mi sueño.
—¿Cómo voy a ser yo? Eso es una tontería… ¿No ve que estoy aquí? —decía Coyne.
—Tenemos que bajarlos de ahí como sea, y salvarlos aunque no sepamos quiénes son.
—No podremos, Sellers —dijo Coyne—. Moriríamos sin remedio si lo intentásemos.
—Pero ¿quiénes son? ¿De dónde han salido? —insistía Sellers.
—Son esas malditas momias —intervino el viejo incorruptible—. Dejemos que se mueran de una
vez… No queremos que asusten más a nuestras mujeres y a nuestros hijos. ¡Que se achicharren!
Los pescadores, reunidos en aquella especie de asamblea espontánea, jalearon las palabras del
viejo marino.
Arriba, en el tejado, los cuatro seguían danzando mientras el fuego comenzaba a alcanzarlos,
cuando las llamas apenas dejaban que se los viera desde abajo.
Y de repente concluyó todo.
El fuego se avivó aún más en un momento y el tejado se vino abajo con tal violencia que las
llamas parecieron rebotar en el suelo para llegar después al cielo. Así y todo, entre las ruinas en
llamas, vimos a los cuatro unos instantes más… Poco después no hubo más rastro de ellos en medio
de aquel holocausto.
Coyne se volvió hacia mí, pálido, tembloroso.
—Bueno, aquí acaba todo, Dewey —me dijo, y añadió dirigiéndose a Sellers—: Lleven a
nuestros pacientes a la villa, en los botes… Vamos a estar muy ocupados esta noche…

XII

Volví a donde aguardaba Neil con Rita Ware. Estaban juntos en un lugar donde no cubría mucho,
y parecían absortos el uno en el otro… Tanto que ni siquiera me vieron cuando me acerqué a ellos.
—Bueno, todo el mundo está a salvo —dije a Neil.
—Eso está bien —se limitó a responder—. Jim, ¿conoces a Miss Ware? Porque me ha dicho que
tiene la sensación de haberte visto antes… Cree que fue en Filadelfia…
—Sí, puede que nos hayamos visto casualmente en Filadelfia —dije, aunque la verdad es que
jamás había estado en esa ciudad.
—Escucha, Jim… Eres mi amigo —siguió diciéndome Neil—. Lo que voy a decirte puede que te
parezca una locura, pero pienso seguir dedicándome a las momias y a la egiptología a tiempo
completo… Además, bueno, Rita y yo vamos a casarnos en cuanto…
—¿Podemos confiar en tu amigo? —le preguntó Rita mirándome con una expresión extraña—.
Bueno, he estado enferma mucho tiempo… Fue como si me hundiera en un pozo negro… Pero ya
estoy bien… Y si eres amigo de Neil…
—Espero ser en adelante un buen amigo de los dos —dije—. Me alegro mucho de que vayáis a
casaros.
—Esto parece una locura —dijo ella—, pero verás… Neil y yo nos reconocimos al instante,
nada más vernos… Y el caso es que no tengo ni idea de dónde pudimos vernos, o si nos hemos visto
en esta vida, o en otra vida anterior, pero es indudable que nos conocemos profundamente, y que…
bueno, que nos pertenecemos, que estamos hechos el uno para el otro.
Se volvió de nuevo hacia Neil y me di cuenta de que me ignoraban por completo. Mejor, eso era
justo lo que deseaba. En el fondo estaba seguro de que el juramento hecho ante Horus había unido a
aquellas almas para siempre, tres mil años después de que sus cuerpos sucumbieran. Ni el agua ni el
fuego, ni siquiera mi espada traicionera, habían sido capaces de separarlos.
Fui a seguir ayudando en el rescate de los asilados en el sanatorio. Mi corazón se había liberado
de un peso mortal.
«Creo que mi vida es un ejemplo bastante aproximado de las teorías que el escritor Lester
Anderson expuso en un provocativo artículo sobre la superstición. Sea como fuere, nací en viernes
13, bajo los signos de Capricornio y Saturno, y desde siempre he flirteado con casi todos los gafes
conocidos. No silbo en la oscuridad, jamás he consultado libros de interpretación de los sueños ni
me he psicoanalizado y, siempre que resulta más cómodo, paso por debajo de las escaleras en lugar
de rodearlas. En lo referente a los gatos negros…, qué puedo deciros, pues hace ya muchos años que
tengo uno: una criatura sumamente siniestra, con todo el porte de un brujo de la antigüedad. Quizá
todo esto ayude a explicar el licor de kumiss que tengo dentro de la cabeza o mi capacidad para
contemplar los actos más horrendos sin pestañear. Acaso, del mismo modo que coexisten
supersticiones modernas y antiguas, también eso pueda explicar mi absoluta falta de fe en el plan
quinquenal, en el EPIC (Educational Program Innovations Center) o cualquier otra ridiculez utópica.
Asimismo, puede que contribuya a esclarecer mi interés por los fenómenos extraños e inexplicables,
así como por las teorías de Einstein y la ciencia moderna en general, pero con una saludable pizca de
sal».
Con estas palabras el escritor, poeta, pintor y escultor estadounidense Clark Ashton Smith
—«dibujar y esculpir me resulta mucho más fácil y placentero que escribir», confesó— se
presentaba a sus lectores en los años treinta, esbozando una falsa semblanza autobiográfica: no
estamos ante la descripción de una trayectoria vital, con sus hitos, fracasos y fechas para el recuerdo,
sino frente a una misteriosa radiografía del corazón, del alma. Y es que, al igual que su amigo H. P.
Lovecraft, Smith creó una imaginería fantástica y terrorífica a partir de su vida solitaria y
disfuncional, al borde casi de la misantropía, alejada de la sociedad, de los círculos literarios de la
época, sin interés aparente por los placeres mundanos y/o materiales. Por ello, no resulta extraño que
su carrera como escritor profesional durara alrededor de veinticinco años, entre 1912, fecha en que
publicó su primer libro de poemas, The Star-Trader and Other Poems —que le valió el calificativo,
por parte de la prensa especializada de San Francisco, del «Nuevo John Keats»— y 1937, año en el
que fallece Lovecraft a consecuencia de un cáncer intestinal —entre sus últimos escritos se halló un
poema dedicado a Clark Ashton Smith bajo su alias esotérico, Klarkash-Ton, Señor de Averoigne…
—, luctuoso suceso que lo sumió en una profunda depresión. Pero no sólo la desaparición de su más
querido amigo —a quien dedicó tres emotivos panegíricos publicados en Tesser Act (abril de 1937),
Science-Fiction Critic (mayo de 1937), y Weird Tales (julio de 1937), pese a no haberlo conocido
jamás en persona, sino únicamente a través de un intenso intercambio epistolar— fue el detonante de
su abatimiento: su padre murió en diciembre de ese mismo año tras una enfermedad que duró dos
años, Weird Tales y otras revistas empezaron a rechazar sus relatos por diferentes razones —
demasiado eróticos, demasiado macabros, demasiado enigmáticos…— y sus crecientes apuros
económicos le abocaron al alcoholismo. Quizá su necesidad de dinero y el decisivo apoyo de
algunos colegas como Augusth Derleth —otro de los integrantes del «Círculo Lovecraft»— fueron
determinantes para que, de manera muy intermitente, siguiera publicando en Weird Tales uno o dos
cuentos al año, hasta 1943. Después, el silencio. Uno de sus mejores amigos, el también escritor pulp
E. Hoffman Price (1898-1988), dijo de él: «Cavaba pozos. Trabajaba en los huertos que florecían en
las laderas de Auburn (pequeña localidad californiana, en Placer County, cerca de la cual vivió casi
toda su vida el artista, en una cabaña en plena naturaleza). Aserraba y cortaba maderos. Usaba sus
manos con lo que tuviera más cerca, y era capaz de escribir como quisiera y lo que quisiera sin
importarle los editores o los lectores a los que no les gustaba su obra. Clark jamás envidió la fama,
ni quiso ser un escritor profesional, ni le importaba que lo consideraran un simple “leñador”. Nunca
se degradó en aras de conseguir unos ingresos constantes y sustanciales. Una vez satisfecho, jamás
pensaba en “sacrificar” algo para conservar su “integridad artística” (…) Nunca estuvo a disgusto
con la civilización o con lo que le rodeaba: simplemente ignoraba lo que no le gustaba. Era
demasiado libre para dejarse impresionar por la sociedad».
Es muy difícil valorar, en unas pocas líneas, la extraordinaria calidad literaria de la obra en
prosa de Clark Ashton Smith, integrada por algo más de un centenar de relatos y novelas cortas, una
obra que, según confesión propia, podía inscribirse casi por completo en el terreno de la fantasía o la
ciencia-ficción. Narraciones en su mayoría excelentes, inolvidables, que participaron activamente en
la configuración de los Mitos Cthulhu —cf. “Estirpe de la cripta” (The Nameless Offspring, 1932),
“Ubbo-Sathla” (íd., 1933)—, a la vez que construyeron distintivos ciclos legendarios, como los de
Hyperbórea, Zothique y Averoigne —la tierra de los brujos y los vampiros—, que aluden a
continentes perdidos o a regiones malditas del medioevo. Y es que sus relatos de horror jamás se
ajustaron a las convenciones y artificios más conspicuos del género; su genio para imaginar lo
abominable, lo monstruoso, supera incluso al del mismísimo H. P. Lovecraft, quien afirmó al
respecto: «Nadie como él tañe tan bien los acordes del horror cósmico. Acaso no haya escritor
alguno, presente ni pretérito, que supere su prístina rareza demoníaca, su fertilidad en la concepción.
¿Quién sino él ha tenido unas visiones tan soberbias, pródigas en detalles, enfermizamente
distorsionadas, de esferas infinitas y múltiples dimensiones, y ha vivido para contarlo?» Así pues, en
“El coloso de Ylourgne” (The Colossus of Ylourgne, 1934), el infame Nathaire, alquimista, astrólogo
y nigromante, ayudado por fuerzas infernales, se afana en robar indiscriminadamente el fúnebre
contenido de criptas y sepulcros. Ellos que vinieron aquí como muchos partirán como uno solo,
invoca el pérfido mago, y así cumple su amenaza: un monstruoso gigante hecho de centenares de
cadáveres asolará la ciudad de Ylourgne. Mujeres mutiladas, hombres aplastados, sangre y
desolación son las dádivas del coloso. Pero Garspard du Nord, noble aprendiz de hechicero,
destruirá a Nathaire y a su infame criatura. Lo importante de “El coloso de Ylourgne” no es
únicamente la tenebrosa atmósfera del relato, sino su ritmo infernal in crescendo, su obsesión por
construir una transgresión poética de lo macabro a quienes atrapó (…) descuartizó miembro a
miembro como un niño haría con un insecto—, lo que convierte esta narración en una auténtica obra
maestra. Cabe recordar, por otra parte, su innovador enfoque de la ciencia-ficción, tal y como ponen
de manifiesto cuentos como “Las criptas de Yoh-Vombis” (The Vaults of Yoh-Vombis, 1931), “El
habitante de la sima” (The Dweller in the Gulf, 1932) o “El señor del asteroide” (The Master of the
Asteroid, 1932), historias de astronautas que, en calidad de aventureros, científicos o soldados, se
enfrentan a entidades de pesadilla. En este sentido, cabe considerar a “Las criptas de Yo-Vombis”
como una clara precursora de la célebre película Allen, el octavo pasajero (Allen, Ridley Scott,
1979): ocho arqueólogos descubren en Marte las ruinas de una primitiva civilización extraterrestre y,
en sus entrañas, los repugnantes restos momificados de uno de sus habitantes, instalado en una cripta
decorada con extraños jeroglíficos que advierten de algún peligro; lentamente, «algo» —… tan
informe como una gran sanguijuela, sin cabeza ni cola, ni órganos visibles…, una cosa inflada,
sucia y correosa, cubierta de pelusilla como moho, escribe Smith— irá eliminando uno a uno a los
miembros de la expedición, logrando escapar tan sólo uno de ellos con vida.
Hombre de vastísima cultura autodidacta —el kumiss al que hacía alusión en su escueto esbozo
autobiográfico, es una bebida mongol hecha de leche fermentada—, cuyas inquietudes intelectuales
iban de la política al arte, el éxito como narrador de Clark Ashton Smith —aunque pueda parecer una
blasfemia, habrá que darle la razón al erudito estadounidense Peter Ruber cuando asegura que los
cuentos de Smith son mucho más entretenidos y atrayentes que los de H. P. Lovecraft— residía en su
estilo, sensual, tremendamente gráfico cuando la ocasión lo requería, o sutilmente evocativo a la hora
de articular una envolvente atmósfera de espanto, gracias a una extensa panoplia de figuras retóricas,
lo que explicaría en parte su lentitud a la hora de escribir. Un cuidado en el estilo que provenía,
efectivamente, de su faceta como poeta, género que cultivó con notable intensidad hasta 1925,
periodo en que publicó sus principales obras: la ya citada The Star-Treader and Other Poems, Odes
and Sonnets (1918), Ebony and Cristal (1922) —con la que se ganó un rendido admirador, H. P.
Lovecraft, quien le escribió una carta expresándole su entusiasmo e inició una amistad que duró
quince años— y Sandalwood (1925), además de Selected Poems, antología que él mismo preparó en
1949 —compuesta por más de quinientos poemas, muchos de ellos inéditos—, y que no fue
publicada hasta 1971 por August Derleth y Arkham House. En estos trabajos abunda la poesía de
corte fantástico, incluso con claras alusiones a los Mitos de Cthulhu —cf. “The Dark Chateau”, “In
Lemuria”… —ya otros mundos ya muertos y olvidados. Por eso hemos seleccionado este pequeño
pero hermoso poema, “The Mummy”, perfecta ilustración del talento de Clark Ashton Smith como
rapsoda, poseído por una sobrecogedora visión mística donde el mundo que nos rodea, actual o
pretérito, es una constante fuente de oscuras fantasías.
LA MOMIA
(The Mummy, 1937)[89]

De la oscuridad de un día radiante,


desde el esplendor faraónico de las tinieblas de Menfis
y de la noche del eón de las tumbas,
sale a encontrar la línea del camino moderno.
Sobre su ceño, el sello incólume del barro,
mientras los dioses cumplen una sentencia olvidada
en el tiempo, y la desolación y el polvo toman
el templo y lo sumen en la decadencia.

Desde la eternidad sublime del útero


de la muerte ciclópea, inmersa en la tierra
de las tumbas y de las ciudades podridas al sol,
la momia renace para burlarse del paso inexorable del tiempo,
mientras los reyes se protegen contra el olvido
levantando muros y columnas de arena que lleva el viento.
Existen diversas razones para que un escritor profesional oculte su verdadero nombre tras un
pseudónimo. Por ejemplo, en la edad de oro de la literatura popular española, es decir, entre 1930 y
1970, época en la que menudeaba la ficción de todo tipo y condición —terror, western, ciencia-
ficción, policíaco, aventuras…—, novelistas como Francisco López Ledesma (Silver Kane) o Luis
García Lecha (Clark Carrados) firmaban con sobrenombre anglosajón por razones meramente
comerciales puesto que, según el absurdo criterio de sus lectores, un escritor español no podía
pergeñar una buena historia de vampiros, cowboys o gángsters. El mismo fenómeno se registró
también en Italia —el célebre autor de relatos de horror y fantascienza P. Kettridge era, realmente, el
prestigioso escritor italiano Franco Lucentini (1920-2002)— y contó en ambos países con su
correspondiente traslación al ámbito fílmico.
Igualmente, durante el siglo XIX y el primer tercio del XX, muchos de los «autores» más populares
de la narrativa fantástica británica y estadounidense eran, en realidad, mujeres dotadas de un
extraordinario genio artístico que, debido a la represiva estructura patriarcal de la sociedad, se
escondieron tras pseudónimos masculinos. En consecuencia, las primeras ediciones de Jane Eyre
(1847), de Charlotte Brontë, aparecen firmadas por «Currer Bell»; Edith Nesbit —“From the Dead”
(1893), “The Shadow” (1905)— publicó varios de sus mejores relatos de terror como Fabian Bland,
mientras que Violet Paget, la autora de narraciones tan inquietantes como “La virgen de los siete
puñales” (The Virgin of the Seven Daggers, 1889), ha pasado a la historia de la literatura fantástica
arropada por su célebre alias, Vernon Lee.
En contraste, los escritores varones podían permitirse el lujo de jugar con su ego mediante la
adopción de nombres falsos. De ahí que Arthur Henry Sarsfield Ward firmara como Sax Rohmer para
reclamar la atención del público gracias a su especial sonoridad —y, de paso, distinguirse de otros
insignes colegas—, o que el Conde Leigh de Hamong prefiriera el enigmático nom de guerre de
Cheiro, vinculándolo a sus creencias ocultistas. No obstante, la mayoría de pseudónimos literarios se
han utilizado para soterrar trabajos alimenticios poco dignos o para dedicarse a algún tipo de ficción
artística y moralmente poco estimable, pero muy bien remunerada.
A lo largo de sus sesenta años de intensa labor literaria, Robert Bloch empleó diferentes
nombres, como Will Folke, Nathan Hindin, E. K. Jarvis, Wilson Kane, John Sheldon o Tarleton Fiske.
Fue en su primera y más relevante etapa como escritor profesional, entre 1935 y 1942, durante la
cual colaboró con Weird Tales y otras revistas pulp de similares características, cuando Bloch más
acudió a los alias a causa de su prolífico nivel de escritura, que abarcaba casi todas las cabeceras de
corte fantástico o macabro existentes en aquel entonces en los Estados Unidos. «Viví de la literatura
pulp a lo largo del periodo entre 1935 y 1942 —explicaba Bloch—, simplemente porque en esa
época, para subsistir, se necesitaba únicamente entre cien y doscientos dólares al mes. Podías vivir
decentemente. Aunque si quería ganar ese dinero, incluso doscientos cincuenta dólares al mes, tenía
que ser productivo y escribir unas veinticinco mil palabras» [“More Mythos in Bloch”, por Will
Murray. The Crypt of Cthulhu, nº 40 (verano 1986)]. Tan frenético ritmo de trabajo le llevó en
repetidas ocasiones a doblar o triplicar sus colaboraciones en un mismo número de Weird Tales,
Imagination o Fantasy & Science Fiction. Por esta razón, el editor de Weird Tales, Farnsworth
Wright, le sugirió que adoptara una nueva identidad: así nació Tarleton Fiske, responsable de cuentos
como “Return to the Sabhath” (1938) —la primera aparición pública de Fiske—, “The Seal of the
Satyr” (1939) o “Mystery of the Creeping Underwear” (1943).
“Beetles” fue publicado por primera vez en las páginas de Weird Tales (diciembre de 1938). Sin
embargo, conviene reseñar que en dicho número no se encuentra ninguna otra colaboración de Robert
Bloch. En tal caso, ¿por qué firmar como Tarleton Fiske? En realidad, “Beetles” debía haberse
incluido en el número anterior, en noviembre —donde sí aparece otro relato de Bloch, titulado “The
Hound of Pedro” y firmado con su verdadero nombre—; pero la publicación ese mes de la primera
parte de la novela corta de Thomas P. Kelley (1905-1982) I Found Cleopatra —unida a la
maravillosa ilustración de portada de A. R. Tilburne—, hizo que Farnsworth Wright decidiera que ya
había suficiente terror egipcio en ese ejemplar. Desde entonces, “Beetles”, una de las más celebradas
narraciones de horror de Robert Bloch, ha sido objeto de diversas reediciones en los volúmenes
recopilatorios The Opener of the Way (Arkham House, 1945), Yours Truly, Jack the Ripper
(Belmont, 1962), The Opener of the Way (Panther, 1976), First World Fantasy Awards (Doubleday,
1977) y Robert Bloch: Appreciations of the Master (Tor Books, 1995).
No es “Beetles” el primer relato sobre momias revividas y maldiciones faraónicas escrito por
Robert Bloch. De hecho, el primero fue “Los ojos de la momia” (The Eyes of the Mummy),
publicado en el número de abril de 1938 de Weird Tales, y que era una especie de continuación de
otro relato previo asimismo ambientado en Egipto, “The Secret of Sebek” —Weird Tales, noviembre
de 1937—, donde hace su aparición el antropomorfo dios-cocodrilo Sebek, considerado por los
antiguos egipcios como el señor de los pantanos y de los ríos. Bloch decidió otorgar a “The Secret of
Sebek” un tratamiento entre lo lovecraftiano y lo gótico, idea que trasplantó a “Beetles” donde, con
su inimitable estilo ligero y sórdido, nos explica el horroroso destino sufrido por un arqueólogo que
tiene la disparatada ocurrencia de robar una momia egipcia protegida por el Escarabajo Sagrado,
llamado Khepri o Khepera. Hay que reconocerle al escritor estadounidense su mimo por los detalles
pues, en realidad, el Escarabajo Sagrado representaba para los egipcios la inmortalidad,
convirtiéndose con el paso del tiempo en un amuleto de vida y de poder. Aquel que lo llevaba en
vida tenía la protección contra el mal, visible o invisible, y el que lo llevaba en la muerte, es decir,
durante los ritos funerarios egipcios, tenía la posibilidad de resucitar y alcanzar la vida eterna.
Entre doscientos y cuatrocientos relatos cortos —cifra que oscila en función de las fuentes
consultadas, precisamente, a consecuencia de los pseudónimos y del trabajo en ignotas revistas pulp
que hoy ya no se pueden encontrar ni siquiera en los fondos de coleccionistas— y veintidós novelas
integran la trayectoria literaria de Robert Bloch, quien publicó su primer cuento de manera
profesional, “The Feast in the Abbey”, en el número de enero de 1935 de Weird Tales, en compañía
de sus admirados Seabury Quinn, Clark Ashton Smith y H. P. Lovecraft, con quien empezó a cartearse
apenas cumplidos los dieciséis años. Sin embargo, y no sin cierta ironía, a Robert Bloch suele
recordársele por una sola de sus novelas, Psicosis (Psycho, 1959), adaptada al cine nada menos que
por Alfred Hitchcock. Todo un clásico de la Historia del Cine, en una obra de referencia plagiada
una y mil veces y que, a partir de ese momento, mágico y aciago a un mismo tiempo, atrapó a su
autor en el Motel Bates. Pero como bien demuestra “Beetles”, su talento supera tan limitado espacio.
No en vano Richard Matheson, uno de los grandes de lo fantástico en el siglo XX —cf. Soy leyenda (I
am Legend, 1954), El hombre menguante (The Shrinking Man, 1956)— afirmó: «Robert Bloch ha
sido el guía de toda una generación de jóvenes escritores norteamericanos especializados en fantasía,
enseñándonos que la comercialidad y la calidad, la inspiración y la diversión, deben ser los mejores
distintivos de nuestro oficio. Fue maestro sin saberlo, fue un genio humilde que estaba dispuesto a
afrontar cada día un nuevo desafío».
ESCARABAJOS
(Beetles, 1938)[90]

Cuando Hartley regresó de Egipto, sus amigos dijeron que había cambiado. Les resultó difícil,
sin embargo, precisar la naturaleza específica del cambio, porque ninguno de ellos pudo verle más
que un rato. Sólo una vez se dejó caer por su club, antes de recluirse en su casa. Como si no quisiera
tratos con sus antiguas amistades. Sus maneras eran tan hostiles, tan antisociales, que muy pocos de
sus amigos se tomaron la molestia de visitarle, y quienes optaron ocasionalmente por hacerlo no
fueron recibidos.
Aquello fue causa de muchas habladurías. Todos los que habían conocido a Arthur Hartley en los
tiempos anteriores a su expedición a Egipto se sentían intrigados por la drástica metamorfosis que se
había obrado en él. Hartley, además de ser reconocido como un gran estudioso, como un hombre de
probada erudición en el trabajo de campo arqueológico, había sido siempre una persona
especialmente encantadora. Tenía, pues, ese reconocimiento de todos, asociado de común a los
héroes ficticios de E. Phillips Oppenheim, y su mismo sentido del humor condescendiente. Era un
tipo de esos que sabían elegir el vino adecuado en cada momento, dando la impresión a la vez de que
él mismo se sorprendía más de su excelente elección que sus propios invitados. A todos les fascinaba
su aire de cultura sin ostentación. Además había trasladado su sentido del ridículo a su trabajo, a tal
punto que, aun siendo bien conocida su solvencia en las cuestiones arqueológicas, y una figura más
que notable en dicho campo, siempre se refería a sus estudios como simples análisis de «potería y
fósiles que a menudo no son más que restos de potería».
En consecuencia, la sorpresa de todos sus amigos, al verle tan cambiado tras su regreso de aquel
viaje al antiguo Egipto sudanés, fue completa.
Lo único que se sabía realmente era que había pasado cerca de ocho meses de estudio e
investigaciones, y que a su regreso había interrumpido todo contacto con el instituto científico al que
pertenecía. En cuanto a lo que podía haberle sucedido durante aquel viaje, nadie podía decir algo
que no fuera producto de una mera conjetura, si bien parecía indudable que algo extraño tuvo que
haberle ocurrido.
Prueba de ello fue la breve visita que efectuó a nuestro club aquella noche. Llegó de manera
silenciosa y discreta. Hartley era una de esas personas que hacían una entrada en todo el sentido de
la palabra… Alto y bien parecido, impecablemente vestido siempre con traje de etiqueta, parecía un
galán de melodramas, con sus sienes plateadas a la manera de un Stokowski. Lo mismo podía pasar
por todo un hombre de mundo que por un ilusionista que esperase el momento de salir al escenario.
Aquella noche, sin embargo, Hartley había entrado en el salón del club de modo muy discreto, en
silencio, despacio. Vestía de etiqueta, pero la chaqueta le colgaba blandamente de los hombros, sus
cabellos mostraban bastantes más canas, y su tez, pese al bronceado adquirido bajo los soles de
Egipto, no lograba disimular su aspecto enfermizo. Tenía la mirada perdida y había desaparecido de
su expresión aquel aire amistoso y cálido de siempre.
No saludó a nadie y tomó asiento solo, en una mesa aparte. Como era lógico, todos los que le
conocían se acercaron a él para darle la bienvenida, pero no les invitó a que tomaran asiento a su
mesa. Ninguno insistió en acompañarle, de tan extraña como les resultó su actitud. Tras unas palabras
de saludo, volvieron a ocupar sus asientos y comentaron todo eso que tanto los había sorprendido.
Alguno de los presentes aventuró la posibilidad de que Hartley hubiese contraído alguna variante
de la fiebre en Egipto, pero no me parece que lo creyeran de corazón. Lo único cierto era que Arthur
Hartley parecía un extraño, un hombre al que acababan de conocer, y que había hablado con trémula
vocecilla al contestar a las preguntas que le hicieron, y que daba la impresión de no reconocer a los
que le saludaban. ¿Qué otra cosa puede decirse de un antiguo amigo que nos mira sin expresión
alguna cuando le hablamos, y cuyos ojos revelan la impresión del miedo?
Esto era lo más intrigante de la actitud de Hartley. Estaba aterrorizado. Se le notaba el pánico en
sus miradas huidizas. Se le notaba en el abatimiento de sus hombros. Se le notaba en la palidez
cenicienta de su cara. Se le notaba el pánico en el temblor de su voz.
Cuando me contaron todo eso decidí ir a verle a su apartamento. Ya me habían hablado otros de
sus intentos por hacer lo mismo, en la semana que siguió a la aparición de Hartley en el club, sin que
percibieran la menor señal de vida en su casa. Decían también que no se ponía al teléfono, por lo que
supusieron que lo había desconectado. Aquello me intrigó mucho más, e incluso me espoleó: verle
parecía una tarea difícil.
No permitiría que Hartley se hundiese. Era un buen amigo. Debo confesar que además me
intrigaba todo aquel misterio. La combinación de circunstancias lo hacía irresistible. Así que una
tarde me dirigí a su apartamento y llamé a la puerta.
Nadie contestó. Allí, en el oscuro descansillo de la escalera, pegué la oreja a la puerta e intenté
oír algo, unos pasos, cualquier cosa. Nada. Silencio absoluto. Pensé por un momento que quizá se
hubiera suicidado, pero aquella idea me pareció al cabo tan absurda que me hizo reír. Era una
estupidez, a pesar de lo que podía suponerse tras los informes que me habían dado acerca del estado
mental de Hartley. Es cierto que me habían alarmado aquellos informes recibidos de los estólidos
miembros del club, pero de ahí a aceptar la posibilidad de un suicidio…
Llamé otra vez, más por inercia, por hacer algo, que esperando un resultado tangible. Luego
comencé a bajar por la escalera. Sentí, debo decirlo así, un gran alivio a medida que me iba alejando
de la puerta de su casa. La idea de que se hubiera suicidado, aun no queriendo aceptarla, no era
precisamente agradable.
Iba a salir ya del portal cuando me crucé con una figura que entraba y me resultó familiar. Me
volví. Era Hartley.
Al fin lo veía tras su regreso. La verdad es que en la penumbra del portal parecía un fantasma. El
tiempo transcurrido, apenas una semana desde que hiciera su aparición en el club, había acentuado su
aspecto lamentable. Caminaba con la cabeza gacha. La levantó con dificultad cuando le saludé. Su
mirada me causó un shock terrible. Estaba vacía… Parecía la de un extraño, la de un hombre que
sufriese un encantamiento. Sólo reaccionó cuando volví a decir su nombre.
Se cubría con un abrigo andrajoso, que realmente parecía sobrarle por todas partes. Vi que
llevaba algo envuelto en papel de estraza.
Le dije algo, no recuerdo qué… En cualquier caso, algo, supongo, que me sirviera también para
salir de la confusión que me causaba verlo así… Creo que fui tan cordial como siempre, sin
embargo, porque se detuvo en el primer peldaño, lo que me llevó a dar un paso y ponerme a su
altura. Subimos las escaleras sin decir una palabra. Me sentía descorazonado, atónito. Pero a pesar
de su aparente oposición me invitó a entrar en su casa.
Nada más entrar, Hartley cerró con llave la puerta. Eso indicaba a las claras que se había obrado
en él una metamorfosis. En otro tiempo Hartley tenía siempre abierta la puerta, en el más amplio y
literal sentido de la palabra. Incluso cuando estaba en el instituto tenía abierta la puerta de su casa,
por si alguien decidía acudir a esperarlo. Ahora la cerraba con llave.
Eché un vistazo al apartamento. Mi mente se había preparado ya para lo peor, para cualquier
atisbo de cambio radical, pero no observé nada extraño. En realidad no había cambiado nada. Allí
seguían los muebles. Allí seguían los cuadros. Allí seguían las estanterías llenas de libros.
Hartley se excusó, entró en su dormitorio y salió después de quitarse aquel abrigo andrajoso.
Antes de sentarse se dirigió a la repisa de la chimenea y encendió una varilla de incienso ante una
figura que representaba a Horus. Al segundo, aquello comenzó a soltar espirales de humo gris en el
mejor estilo de una ficción exótica y comencé a sentir el penetrante olor del incienso.
Allí tenía la primera pista del enigma. Me comportaba inconscientemente como un detective en
busca de huellas, o quizá como un psiquiatra al acecho de tendencias neuróticas. El incienso, a fin de
cuentas, era una cosa totalmente ajena al Arthur Hartley que yo había conocido.
—Esto limpia el ambiente y despeja el mal olor —dijo mi amigo.
No le pregunté «qué olor». Ni le pregunté por su viaje, ni le pedí cuentas acerca de su proceder
inexplicable, ni le reproché que no respondiera a mis cartas antes de que saliera de Jartum, ni que
hubiese evitado mi presencia en los últimos tiempos. Esperé a que hablara.
Pero no le oí una palabra de interés al principio. Su conversación giraba sobre temas triviales.
Luego me dijo que había renunciado a su profesión y que era posible que tuviese que marcharse muy
pronto de la ciudad para volver con su familia, que residía en el campo. Había estado enfermo. Se
sentía defraudado por las limitaciones que presentaba la egiptología. Odiaba la oscuridad. En Kansas
había una gran plaga de langostas.
Aquellas divagaciones eran las de un desequilibrado.
Era evidente que Hartley se había vuelto loco. Las «limitaciones» de la egiptología. «Odio la
oscuridad». «La langosta que está asolando los campos de Kansas».
No obstante, me abstuve de hacer comentarios. Encendió una serie de velas situadas en distintos
puntos de la habitación, para volver a sentarse frente a mí, fija la vista en las nubes de humo de
aquellas velas que arrojaban una luz amarilla sobre su rostro consumido. Y entonces se decidió a
hablar.
—¿Eres amigo mío? —me dijo, aunque supe que era una afirmación y no una pregunta, por lo que
me limité a asentir en silencio, gravemente—. Sí, eres un buen amigo —dijo, como si hiciese una
declaración; luego respiró profundamente y prosiguió—: ¿Sabes lo que hay en ese paquete que traía
de la calle?
—No.
—Te lo diré… Insecticida. Nada más que eso. Un insecticida —y me miró con una nueva luz en
los ojos, más animado, antes de continuar—: Llevaba una semana sin salir de este apartamento. No
quería propagar esa plaga. Porque me siguen, ¿sabes? Por todas partes. Y hoy pensé que podría
utilizar insecticida, y fui a comprarlo. Un producto más mortífero que el arsénico. Ya lo ves, un
procedimiento de lo más elemental, pero su misma sencillez puede contrarrestar las fuerzas del mal.
Asentí de nuevo, como un tonto que no entiende una palabra, mientras me preguntaba cómo
sacarlo de allí aquella misma noche. Quizá mi amigo el doctor Sherman pudiera diagnosticar su…
—Y ahora —siguió diciendo Hartley—, ¡que vengan si quieren! Es mi última oportunidad. El
incienso no les causa ningún efecto, y las velas, aunque las tenga encendidas constantemente, no
sirven para nada, porque se arrastran por los rincones a los que no llega la luz. Me sorprende que el
suelo de madera resista tanto. Ya debería estar completamente agujereado.
¿De qué me hablaba?
—Olvidaba —dijo Hartley— que no sabes una palabra de todo esto… De la plaga, me refiero…
Y de la maldición —dijo levantando las manos, que arrojaron contra la pared una sombra semejante
a un pulpo—. Antes me reía de estas cosas, ya sabes. La arqueología no se dedica precisamente al
análisis de las supersticiones. Todo lo más a las ruinas… Nunca me pareció que unos cacharros y
unos fósiles pudieran contener una maldición, jamás di importancia a todo eso. La egiptología es algo
muy distinto… Pero allí hay cuerpos enterrados. Momificados, pero perfectamente humanos. Los
egipcios fueron una gran raza. Estaban en posesión de secretos científicos que aún no hemos podido
desentrañar. Y por supuesto, no estamos en condiciones de comprender, siquiera someramente, sus
conceptos sobre el misticismo.
¡Allí estaba el quid de la cuestión! Seguí escuchando atentamente lo que decía.
—He aprendido un montón en este viaje —continuó—. Conozco bastantes mitos egipcios: la
leyenda de Bubastis, la teoría de la resurrección referente a Isis… Los nombres de Ra, la alegoría de
Set… Esta vez descubrimos cosas muy interesantes en aquellas tumbas excavadas río arriba.
Pudimos hacernos con mucha potería, muebles, bajorrelieves… Pronto podrás leer en la prensa la
información completa del hallazgo. Lo peor fue que también encontramos momias. Momias malditas.
Y yo fui un insensato al hacer lo que hice. Nunca debí hacerlo, y no sólo por razones de ética, sino
por otras más importantes, unas razones que pueden costarme el alma.
En aquel momento tuve que realizar un esfuerzo para mantenerme callado, para recordar que el
que hablaba estaba loco y que su acento convincente no era más que un claro síntoma de su
desequilibrio mental. De otro modo, en aquel ambiente, con el resplandor de las velas que ardían a
nuestro alrededor, y con tantas historias sobre asuntos de la antigüedad, podría haber quedado
fácilmente persuadido de que el estado de extenuación en que se encontraba mi amigo era debido al
influjo de un poder maléfico.
—Pero yo no pude resistir la tentación —continuó Hartley—. ¡A pesar de haber leído la leyenda
sobre la Maldición del Escarabajo Sagrado! No sospeché, siquiera, que pudiera tener un mínimo
viso de realidad. Sabes bien que siempre he sido un escéptico. Todos lo somos, en cierta forma,
hasta que nos sucede algo grave. Cosas que son como el fenómeno de la muerte. Sabemos que es algo
que les ocurre a otras personas, pero no comprendemos que pueda sucedemos también a nosotros. La
Maldición del Escarabajo Sagrado viene a ser cosa parecida —recordé entonces algunas cosas
acerca de la maldición egipcia del Escarabajo Sagrado, y me acordé igualmente de las Siete Plagas,
y supe entonces de qué seguiría hablando mi amigo—: El caso fue que en el viaje de regreso
comprobé lo que estaba ocurriéndome. Entonces los vi por primera vez, arrastrándose por el suelo
de mi camarote, todas las noches, todas las noches… Cada vez que encendía la luz, se apresuraban a
refugiarse en las sombras que proyectaban la litera, las cortinas y otros objetos del camarote, pero
cuando me disponía a conciliar el sueño… entonces volvían, para trepar hasta mí y… al principio
quemé incienso, con la intención de ahuyentarlos. Luego me cambié de camarote, pero fue inútil,
porque me siguieron. Me seguían a todas partes. No me atreví a decírselo a nadie, lodos se hubieran
echado a reír. Y los otros egiptólogos de la expedición serían incapaces de prestarme ayuda. Además
no podía confesarles mi delito, el auténtico crimen que había cometido. Por eso decidí soportar a
solas la situación, por terrible que me resultase —sonaba su voz como si se le hubiera secado la
garganta—. Aquello era un infierno. Una noche en que estaba cenando en el comedor del barco, vi a
una de esas negras maldiciones en la comida de mi plato. A partir de entonces, comí a solas en mi
camarote, de donde procuraba no salir más de lo necesario. No quería que los demás se dieran
cuenta de lo que me pasaba. Porque aquellos seres malditos me seguían por dondequiera que fuese.
¡Es terrible! Te lo aseguro. Lo único que los mantenía alejados de mí era la luz, fuese la del sol o la
de una lámpara, o la de una llama. Aún no puedo explicarme cómo subieron al barco. Por eso no te
extrañe que en cuanto toqué tierra me faltara tiempo para ir al instituto y presentar mi dimisión. En
cualquier caso, tendría que haberla presentado cuando se descubriese la verdad. Que se descubrirá,
no te quepa duda, tarde o temprano, y será un escándalo. Y hace unas noches, al entrar en el club, con
el deseo de saludar a mis amigos… No sabes cómo me sentí… Apenas me hube sentado, vi que uno
de esos seres malditos se arrastraba por la alfombra, hacia mí. ¡No puedes hacerte idea del esfuerzo
a que me obligué para no gritar como un poseso! Tengo que vencer a la maldición. Es lo único que
me queda por hacer. No puedo esperar ninguna ayuda.
Iba a decir algo, pero me detuvo con un gesto y siguió hablando en tono de gran desesperación:
—No, no puedo huir. Me han seguido a través del océano, me siguen por la calle. ¡Aunque me
encerrase, conseguirían dar conmigo! Rodean mi cama todas las noches. Suben por las patas y se
arrastran hasta mi cara. Necesito dormir. Tengo que conciliar el sueño como sea, porque de lo
contrario me volveré loco; pero apenas consigo conciliar el sueño, se arrastran hasta mi cara y me
despiertan. Así una noche y otra. Sin descanso.
Era impresionante ver cómo decía aquellas palabras, con los dientes apretados, luchando
desesperadamente por mantener el necesario autocontrol.
—Puede que el insecticida los mate. No sé cómo no se me ocurrió antes, pero estaba tan
trastornado… Te parecerá ridículo, ¿verdad? Emplear insecticida contra una maldición secular.
Al fin pude decir algo.
—Son escarabajos, ¿no?
Hartley asintió.
—Escarabajos sagrados —dijo—. Ya conoces la maldición… Las momias puestas bajo su
protección no podrán ser violentadas.
Conocía aquella maldición, en efecto. Una de las más antiguas de la historia, y una de las más
conocidas. Una leyenda que tiene, como todas las leyendas, larga vida. Puede que incluso tengan algo
de razón. Y acaso pudiera empezar a tener yo alguna razón para comprender a Hartley.
—¿Y por qué habría de afectarte esa maldición? —le pregunté.
Sí, podía ser que comenzase a comprender a Hartley. La fiebre egipcia lo había descompuesto,
afectándole severamente, y por eso aquella leyenda tan exótica y colorista había ocupado su mente,
trastornándola. Por eso trataba de expresarme con lógica aguda, para demostrarle que padecía una
alucinación.
—¿Por qué habría de afectarte a ti, precisamente a ti, esa maldición? —volví a preguntarle.
Al cabo de una corta pausa, respondió como si las palabras pugnaran por salir de su boca:
—Porque robé una momia —dijo—. Robé la momia de una virgen del templo. Debí de volverme
loco, de lo contrario no me explico cómo pude hacer algo así. A veces, el sol del desierto le
reblandece la sesera a más de uno. En el sarcófago de la momia había además oro, joyas y
ornamentos propios del culto religioso, y también… También estaba escrita allí una maldición, pero
me dio igual, me lo llevé —lo miré fijamente y comprendí que decía la verdad—. ¿Comprendes
ahora por qué no podía continuar en mi puesto? Robé una momia… y estoy maldito. Al principio no
se me ocurrió ni pensar en la maldición. Luego, cuando comenzaron a perseguirme los escarabajos,
supe que se estaba cumpliendo, supe que la leyenda era cierta. También supuse que ahí acabaría todo,
que los escarabajos se limitarían a seguirme a cualquier parte para que no pudiese relacionarme más
con el resto de la gente. Pero desde hace unos días pienso que ahí no acaba la cosa. Ahora creo que
son heraldos vengadores y que acabarán matándome.
Aquello parecía un arrebato de locura, sin más.
—Desde entonces no me he atrevido a abrir el sarcófago de la momia —siguió diciendo—. Temo
leer de nuevo esa inscripción. La tengo aquí, en casa, pero está cerrada y no te la enseñaré… Querría
quemarla, destruirla definitivamente, pero, por otra parte, conviene que esté aquí… para que sirva
como prueba si me sucede algo. Y si esos malditos seres llegan a matarme…
—¡Suéltalo ya de una vez! —exclamé entonces, incapaz de continuar dominándome.
No sé bien qué palabras utilicé, pero dije unas cuantas cosas más, quizá duras, pero de todo
corazón, para incitarlo. Cuando acabé, Hartley sonreía. Con esa sonrisa martirizada que tienen los
obsesos.
—¿Crees que tengo alucinaciones? No, los escarabajos son reales. Pero no sé de dónde salen,
porque no hay ninguna grieta en el piso de tarima. Pero oigo el ruido que hacen en las paredes. Todas
las noches aparecen en mi dormitorio, miles y miles de escarabajos negros, de apenas una pulgada.
No muerden, desde luego; sólo se arrastran por ahí, sobre la alfombra, trepando a la cama, sin
dejarme conciliar el sueño… Nunca he podido atrapar a uno solo de ellos. Se mueven muy ágilmente,
como si adivinasen mis intenciones… O como si el poder que los dirige supiera lo que intento hacer.
Y esto no puede durar mucho tiempo más. Alguna noche, tarde o temprano, me quedaré dormido,
rendido de fatiga, y entonces…
De pronto se levantó, gritando:
—¡Ahí están, en aquel rincón!
Unas sombras se movían, en efecto; parecían avanzar.
Hartley sollozaba.
Encendí la luz eléctrica. No había nada, por supuesto. No dije una palabra. Me fui de allí
abruptamente, dejando a Hartley hundido en su butaca, con la cabeza entre las manos.
Salí para ver a mi amigo el doctor Sherman.

II

Su diagnóstico confirmó lo que yo había pensado: fobia acompañada de alucinaciones. El


sentimiento de culpa que albergaba Hartley por haber robado la momia le hacía sentirse perseguido.
Como resultado, la visión de los escarabajos.
El doctor Sherman dijo algo muy simple, pero acudiendo al lenguaje técnico de los psiquiatras.
Llamamos por teléfono al instituto donde Hartley había trabajado. Verificaron la historia, incluso
sabían que Hartley había robado una momia.
Sherman tenía una cita tras la cena, pero prometió reunirse conmigo a las diez para ir juntos al
apartamento de Hartley. Le había insistido para que lo hiciéramos, tenía yo la impresión de que ya no
se podía perder más tiempo. Aquello, por supuesto, quizá fuera una imprudencia por mi parte, pero
lo que había presenciado y oído por la tarde no me dejaba otra opción, aquello me había alterado
mucho.
Pasé un buen rato sumido en reflexiones enervantes. Quizá todo aquello no fuese más que una
manera común, una reacción propia de los egiptólogos. El complejo de culpa que sentía tras haber
robado en una tumba podía haberle llevado a proyectar las sombras de un castigo imaginario contra
sí mismo. Serían en ese caso, las suyas, alucinaciones de retribución. Puede que eso sirva igualmente
para explicar las muertes atribuidas a Tutankhamón; una justificación para los suicidas.
Por eso insistí tanto a Sherman para que visitase y reconociera a Hartley aquella misma noche.
Temía que Arthur Hartley, al borde del colapso mental, acudiera al suicidio para liberarse de su
imaginaria persecución.
Eran casi las once cuando llamamos a su puerta. No hubo respuesta. Estábamos casi a oscuras en
el descansillo de la escalera y volví a llamar a la puerta insistentemente. El silencio no hacía más
que aumentar mi ansiedad. Me sentía terriblemente asustado; de lo contrario, jamás hubiera osado
utilizar mi esqueleto como si fuese una llave.
Así lo hice, pensando que el fin justifica los medios. Abrí la puerta dándole unos cuantos
empellones con mi hombro y entramos.
En la sala de estar no había nadie. Observé que todo seguía igual que por la tarde, sin cambios;
lo pude comprobar bien pues las luces estaban encendidas igual que algunas velas.
Pero Sherman y yo percibimos de inmediato el olor hiriente del insecticida, un olor muy fuerte, y
comprobamos que el suelo estaba prácticamente cubierto por aquel polvo blanco para matar insectos.
Antes de aventurarme a entrar en el dormitorio le llamamos a voces, por supuesto. El dormitorio
estaba a oscuras y supuse que tampoco se encontraría allí Hartley. Pero al encender la luz vi un bulto
bajo las sábanas y las mantas de la cama. Era Arthur Hartley; no necesité mirarlo dos veces para
percatarme de que su cara blanca tenía la mueca inequívoca de la muerte.
En el dormitorio olía aún más a insecticida, un olor mezclado con el del incienso…
Pero olía a algo más… Era un hedor vagamente animal, quizá mohoso.
Sherman contemplaba la escena a mi lado, sin decir una palabra.
—¿Qué hacemos? —le pregunté.
—Bajaré a la calle para telefonear a la policía —me respondió—. No toque nada.
Salí tras él para verme fuera del dormitorio, me sentía enfermo. No quería estar cerca del
cadáver de mi amigo; el rictus terrible que tenía en la cara me daba mucho miedo. Suicidio,
asesinato, ataque al corazón… Me daba igual, hubiera preferido no conocer la causa de su muerte.
Me dolía mucho que no hubiésemos llegado a tiempo.
De repente, cuando salía del dormitorio, se me metió en la nariz un olor extraño, muy fuerte. Supe
enseguida qué era. ¡Escarabajos!
Pero ¿cómo podía ser que hubiese allí escarabajos? Aquello no había sido más que una
alucinación de la mente enferma del pobre Hartley. Hasta su cabeza enloquecida le hacía extrañarse
de que los hubiera, porque no había un solo lugar del que pudieran salir. Por lo tanto, no podía
haberlos.
Aquel hedor insoportable persistía, incluso aumentaba. Un olor a muerte, a decrepitud; a la
corrupción que imperaba en el antiguo Egipto. Me dejé llevar por aquel hedor hasta el segundo
dormitorio y forcé la puerta.
En la cama estaba la momia. Hartley me había contado que la tenía allí encerrada. El sarcófago
tenía puesta la tapa pero se veía que estaba abierto.
Levanté la tapa. A cada lado del sarcófago, en su interior, había unas inscripciones; quizá alguna
aludía a los Escarabajos Sagrados, no lo sé. Sí sé, sin embargo, que pronto captó toda mi atención la
momia, aquella visión fantasmagórica que yacía en la cama. Era una momia, evidentemente, y por
ello estaría seca. Todo era pura carcasa. Tenía una gran cavidad abierta a la altura del estómago, y al
acercarme pude ver ciertas formas, de no más de una pulgada, que se movían en aquel interior; unas
formas negras como botones, con largas antenas. Aunque la luz hizo que buscaran refugio
rápidamente en el cuerpo vacío y seco de la momia, supe que eran escarabajos.
Allí estaba el secreto de la maldición. Los escarabajos vivían en el interior de la momia. Se
alimentaban de ella y vivían en ella. Y salían por la noche, cuando todo estaba a oscuras. ¡Era cierto!
No pude evitar un grito. Me hería especialmente comprobar que Hartley había dicho la verdad y
volví a la habitación donde yacía sin vida. Oí pasos en el rellano de la escalera; llegaba la policía
pero no podía esperarlos. El corazón me urgía.
Así que la historia que me había contado Hartley era cierta… ¿Significaba eso que los
escarabajos eran los heraldos de una venganza divina?
Rápidamente pasé mis brazos bajo el cuerpo de Hartley y lo levanté, para examinarlo por todas
partes, pero no descubrí ni una herida en su cuerpo.
No había heridas, no había sangre, no había un arma… Tuvo que matarlo, pues, un shock brutal,
un ataque al corazón. Cuanto más lo miraba más me convencía de eso. Volví a dejar que su cabeza
reposara sobre los almohadones.
Debo decir, sin embargo, que me sentía relativamente contento, porque mientras levantaba el
cuerpo de Hartley para examinarlo, mis ojos recorrían la habitación en busca de los escarabajos y no
los vieron.
Hartley temía a los escarabajos, aquellos escarabajos que salían de la momia. Salían todas las
noches, si había que creer lo que decía. Y entraban en su dormitorio, y subían por las patas de la
cama, y alcanzaban sus almohadones.
Pero ¿dónde estaban ahora? Quizá se habían ido ya de la momia, una vez muerto Hartley…
¿Dónde estarían?
De repente me dio por mirar otra vez a Hartley. Había algo extraño en su cadáver yaciente sobre
la cama. Cuando lo moví me pareció muy liviano para un hombre de su corpulencia. Ahora me
parecía vacío de algo más que la vida. Me acerqué más a su cara. Entonces grité horrorizado… La
piel de su cuello se movía convulsa, su pecho parecía respirar, subía y bajaba… Su cabeza se movía
a ambos lados de los almohadones… Vivía… O quizá había en su interior algo vivo.
Grité otra vez, más fuerte, más horrorizado, pues comprendí de golpe qué había matado a Hartley.
Comprendí lo que significaba la maldición de los Escarabajos Sagrados, que los escarabajos habían
abandonado el interior de la momia para tomar la cama de Hartley. Supe bien qué habían hecho
aquella noche. Volví a gritar, esperando que mi grito tapara aquel sonido espantoso que llenaba la
habitación, que salía del cadáver de Hartley.
Ya no me cupieron dudas acerca de que lo había matado la maldición de los Escarabajos
Sagrados, y volví a gritar una y otra vez, al comprobar que se despegaban los labios del muerto y
salían de su boca varios escarabajos negros que corrían sobre los almohadones.
Para la literatura fantástica y de terror, las momias egipcias han sido y son algo más que un
amasijo de huesos polvorientos y carne apergaminada. Del mismo modo que los museos de
egiptología o de historia suelen ser mucho más que magnos templos alzados en honor del saber y de
la memoria. Las vacías cuencas oculares de una momia pueden convertirse, casi de repente, en las
umbrías puertas del Infierno; las amplias estancias del museo, donde se exhiben los restos de una
enigmática civilización del pasado, el siniestro receptáculo de la más pavorosa abominación… Y ése
es el espíritu que anima el sugerente relato de Donald Allen Wollheim, “Huesos” (Bones), publicado
en la revista Uncany Tales en julio de 1941 bajo el pseudónimo de David Grinnell. Observando
estrictamente las enseñanzas de sus más insignes predecesores —cf. Sir Arthur Conan Doyle—, el
decorado del museo, ubicado en una ciudad tan sombría, lovecraftiana, como Boston, adquiere una
fascinante textura gótica, idóneo para ubicar esta historia de horror de impreciso tono
cinematográfico. Probablemente, en la mente de Wollheim aún pesaba el impacto que causó en su
momento la película dirigida por el fotógrafo y realizador alemán Karl Freund (1890-1969) en 1932,
La momia —protagonizada por Boris Karloff—, y la popularidad de la serie de films que originó, la
cual arrancó con The Mummy’s Hand (William Christy Cabanne, 1940). Films que influyeron, de una
manera u otra, en el trabajo de numerosos escritores estadounidenses, como Victor Rosseau —cf. “La
maldición de Amen-Ra”—.
Pero lo más significativo de “Huesos” es su evidente relación con la ciencia-ficción —la momia
que pretenden resucitar los protagonistas, un grupo de sabios típicos de la narrativa pulp o del cine
serie B, es el resultado de un experimento milenario llevado a cabo por los sacerdotes de la IV
Dinastía, a fin de enviar a uno de los suyos al futuro, mediante un estado de animación suspendida…
—, género del que Donald A. Wollheim era un destacadísimo cultivador. A finales de los años treinta
del siglo pasado fundó «Los futuristas», un selecto círculo de escritores, editores y fans de la
ciencia-ficción. El deprimente entorno socioeconómico de la Gran Depresión, que abocó a millones
de ciudadanos al desempleo, y a muchos de ellos, a la indigencia, sin un techo sobre sus cabezas ni
nada que llevarse a la boca, hizo que Wollheim y sus amigos se sumergieran en sus mundos de
fantasía escribiendo historias y poesías que publicaban en sus propios fanzines. Así pues, el 18 de
Septiembre de 1938, Wollheim, junto a John B. Michael, Frederik Pohl y Robert Loundes, fundaron
la Sociedad Libertaria de Ciencia de Futuro (Futurian Science Libertary Society), origen de toda una
notable generación de escritores de ciencia-ficción —cf. Isaac Asimov—. No obstante, la
experiencia duró poco, hasta 1945, cuando muchos de sus asociados masculinos empezaron a intimar,
emparejarse y casarse con varias colegas femeninas —pensemos que todos ellos tenían entre
dieciocho y veinticinco años—, algo que molestaba sobremanera a Wollheim, aduciendo que «la
gente no puede concentrarse en la ciencia-ficción mientras otra gente está haciendo esas cosas». Tras
varios incidentes entre él y varias parejas, como la formada por James Blish (1921-1975) y Virginia
Kidd (1921-2003) —que llegaría a ser la agente de Ursula K. Leguin, Alan Dean Foster y Anne
McCaffery—, el grupo se deshizo.
Donald A. Wollheim, aparte de publicar veintidós novelas —cf. The Girl with the Hungry Eyes
(1949), Secret of the Martian Moons (1955), Secret of Saturn’s Rays (1966)—, y decenas de relatos
cortos recopilados en diferentes antologías —“Adventures in the Far Future” (1954), “Universe
Makers” (1971)—, también fue director de varias colecciones sobre ciencia-ficción en importantes
editoriales como Avon Books y Ace Books, hasta que en 1971 crea DAW Books, compañía que
dirigía junto a su esposa y su hija, hasta que quebró en 1985. Relegado a los más cerrados cenáculos
de la ciencia-ficción, el trabajo de Donald A. Wollheim únicamente adquirirá, por un breve espacio
de tiempo, cierta popularidad gracias a la adaptación fílmica que el cineasta mexicano Guillermo del
Toro hizo en 1997 de su cuento “Mimic”, publicado en diciembre de 1942 en la revista Astonishing
Stories bajo el pseudónimo de Martin Pearson.
HUESOS
(Bones, 1941)[91]

El Museo de Ciencias Naturales no estaba muy lejos de donde se hospedaba, así que Severus
decidió ir hasta allí dando un paseo por las calles oscuras en aquel anochecer ventoso. Estaba en
Boston de visita para ver a aquellos estudiosos con los que había hecho amistad e intercambiado
conocimientos un año antes. La carta que había recibido lo invitaba a una demostración de carácter
privado que se celebraría esa misma noche.
El paseo no era precisamente agradable, incluso lamentó no haberse decidido a tomar algún
medio de transporte. Las edificaciones que se alzaban a los lados de aquellas calles estrechas las
hacían aún más oscuras. La iluminación era escasa, casi toda de farolas viejas y con los cristales
polvorientos, de un siglo antes. Alrededor de aquellas luces pobres revoloteaban grandes polillas y
otros insectos, para añadir sus sombras trepidantes a la desolación que se apoderaba de las calles.
La luna y las estrellas se habían ocultado tras las nubes que poblaban el cielo otoñal. La noche se
cernía sobre él con ese calor inesperado y sorprendente que a veces se deja sentir en el otoño.
Severus tiritó alguna vez cuando la brisa le daba en la cara al doblar una esquina. Aprensivo,
apretaba entonces el paso.
Estaba en Boston, en la parte vieja de la ciudad. Algunas de aquellas edificaciones por cuyas
calles caminaba databan de los tiempos de la Revolución, e incluso de mucho más atrás. Eran lo que
dos siglos antes fueron las mansiones de las grandes familias. Ahora, el progreso las había
convertido en poco menos que barcos anclados en orillas desiertas. Con sus tres y hasta cuatro
plantas, muchas de aquellas casas de ladrillo rojo visto y ventanas negras, cuyas fachadas parecían ir
a derrumbarse sobre las aceras y la calzada de un momento a otro, servían ahora de refugio a los más
pobres, a los más raros habitantes de esa parte antigua de la ciudad. Olvidado de todos, el distrito
comunicaba su desesperación y abandono al hombre que caminaba por allí aquella noche.
Sin embargo, conquistado en parte por el aroma antiguo de aquellas casas, por el pulso de las
generaciones pasadas que de ellas se desprendía, evitó que su espíritu se hundiera. Severus salió al
fin de aquella encrucijada de calles estrechas y llegó a la amplia plaza donde se alzaba el museo.
Aquel cambio de ambiente le sorprendió. Era un lugar abierto. El cielo oscuro, cubierto por las
nubes, pareció ir a caer sobre él de un momento a otro. La marmórea fachada del museo le pareció
realmente extraña bajo aquella luz. Todo aquello parecía fuera de lugar en ese ambiente; todo aquello
parecía muy reciente, excesivamente nuevo, como para alzarse allí. Aquella construcción
pretendidamente griega resultaba sin embargo paradójica, horriblemente moderna y cruda, rodeada
como lo estaba de edificaciones hechas en el siglo XVIII.
Cruzó a buen paso la plaza, hacia las escaleras de acceso al museo. Entró por una de las puertas
laterales, que permanecía abierta, como si quisiera escapar del recuerdo de las calles por las que
había caminado hasta llegar allí.

¡Pero qué fútiles eran esas esperanzas en un museo! Se dio cuenta de ello nada más entrar, en
cuanto se cerró la puerta a sus espaldas. Se detuvo en el oscuro vestíbulo, apenas iluminado por una
lámpara que había sobre la entrada y otra en el extremo opuesto. Sintió al instante el olor inequívoco
que hay en esas instituciones, un olor del que resulta imposible abstraerse. ¡El olor del paso del
tiempo!
El aire mustio que respiraba lo invadió de pies a cabeza. El silencio asaltaba sus oídos de tal
manera que no escuchaba más que su propia respiración. Miró a su alrededor intentando hacer
acopio de fuerzas. Entonces se aventuró a caminar y fue a través de una amplia cámara, y siguió
después por un corredor que había al final de la misma. No miró ni una vez a cualquiera de los lados.
Le bastaba con las pesadas sombras que arrojaban al suelo unas cuantas cosas indescriptibles que
allí había. Su imaginación hacía el resto. La sombra inevitable de algún sarcófago y las sombras de
los grotescos ídolos hechos de distintos materiales le hicieron sentir un escalofrío que le recorrió la
espina dorsal.
Subió por una escalera estrecha y giró a la derecha. Al fin estaba ante la sala donde se produciría
la demostración privada a la que había sido convocado. Se detuvo un instante para controlar su
respiración y tomar aire para recobrar la compostura. Luego empujó la puerta y entró.

Era una sala desnuda, sin rastro de mobiliario de ningún tipo. Había unos siete u ocho hombres en
su interior. Siempre en un tono bajo de voz le dieron la bienvenida y lo invitaron a compartir con
ellos el círculo que formaban. Todos estaban de pie; no había sillas. Sólo se veían dos cosas que
parecían potros de tortura con un tablero encima.
Justo en el centro de la sala, dominándola, estaba aquello, que era en realidad una mesa larga y
baja sobre la que se veían unas ropas de un gris oscuro y sucio que parecían las de un hombre de más
de dos metros, dispuestas en la mesa de tal forma que parecían un capullo de flor gigante. Severus se
quedó mirando aquello unos segundos y comprendió que se trataba de una momia egipcia sacada de
su sarcófago. Aquello, evidentemente, esperaba a ser desenrollado.
De manera que había sido invitado para presenciarlo, pensó mientras se decía a la vez que acaso
hubiera sido mejor no trabar amistad con los arqueólogos responsables de aquel museo.
Severus miró a su alrededor para tomar nota de los que allí estaban. Se sorprendió al reconocer
en uno de ellos a quien era uno de los médicos más estimados por su trabajo en el hospital de la
ciudad. Parecía además uno de los más activos participantes en lo que iba a producirse de inmediato,
pues llevaba puesta una bata blanca, lo que indicaba que se disponía a pasar a la acción.
Bantling, el egiptólogo, alzó la mano para pedir silencio.
—Muchos de ustedes —dijo— saben qué va a ocurrir esta noche; en cualquier caso, adelantaré
algo para completar la información de los que ya están al tanto de lo que nos ocupa, y también para
dar cuenta de ello a quienes no sabían nada de esto —e hizo una inclinación de cabeza dedicada a
Severus, sonriéndole, tras lo cual prosiguió—: Esto que ven aquí, como lo habrán supuesto, es una
momia egipcia. Pero se trata de una momia, eso esperamos, distinta de otras que hemos examinado
con anterioridad… De acuerdo con nuestra prolija traducción de los jeroglíficos del sarcófago del
que hemos extraído este cuerpo, se trata de un experimento de los sacerdotes de la Cuarta Dinastía
para enviar a uno de los suyos, vivo, al tiempo por venir… Lo más importante de lo que hemos visto
en esos jeroglíficos, aquello que nos ocupa fundamentalmente esta noche, es que este sacerdote no
murió realmente, pues se observa perfectamente que su cuerpo no fue sometido a ninguna mutilación.
No obstante, de acuerdo con dichas inscripciones, es evidente que fue bañado y embalsamado con
ciertos compuestos, los cuales servirían para suspender indefinidamente la vida, la actividad de cada
célula de su cuerpo. Le fue inducido el sueño hasta un extremo próximo a la muerte, que no era,
desde luego, la muerte en sí. Así podría mantenerse durante años y más años, hasta que llegara el
momento de que fuese reanimado y actuara como un hombre vivo… En resumen, y haciendo uso de la
terminología moderna, las gentes a las que llamamos de la antigüedad pugnaban por descubrir el
secreto de la suspensión de la vida. A nosotros corresponde ahora determinar si lo consiguieron o no.

Severus volvió a sentir escalofríos mientras intentaba asimilar lo que escuchaba. El pasado
llegaba hasta el presente. Iba a ser testigo de la resolución de un experimento iniciado miles de años
atrás. Quizá hasta pudiera charlar tranquilamente con un hombre que vivió en una edad ya perdida…
Aquel antiguo Egipto, enterrado cientos de siglos atrás, aquel Egipto perdido en el tiempo y más allá
de las creencias… Sí, un hombre de aquel tiempo perdido, de aquel imperio acabado, yacía allí, en
aquella sala, en la ciudad norteamericana de Boston.
—Tres mil setecientos años antes de Cristo —oyó decir Severus a alguien que respondía a una
pregunta que no había oído.
Severus apartó al fin los ojos de lo que estaba en la mesa y miró a la ventana para ver qué había
más allá de los cristales. El cielo se había despejado parcialmente de nubes y brillaban fríamente las
estrellas. Manchas luminosas y frías en el cielo, en suma, que también se habrían visto sobre el cielo
del antiguo Egipto. La luz que pasaba a través de su córnea quizá se había originado en aquel tiempo
en que la cosa que había sobre la mesa estuviera a punto de ser alumbrada a la vida y a la muerte.
Desde muy lejos, como embotado, llegó el sonido de la campana de una iglesia hasta la sala
donde estaban.
—Hola, viejo —uno de sus amigos dio una palmada a Severus en un hombro—. Pues no tiene tan
mala pinta, ¿verdad? Me pregunto qué hará este tipo cuando una vez pasada la noche sea uno más,
como nosotros… Habrá que tomarlo por un nuevo inmigrante.
Bantling, ayudado por un asistente, comenzó a remover de aquel montón trozos y más trozos de
tela y vendas que envolvían a la momia. Rollos y más rollos de vieja tela y de vendas corrompidas,
crujientes, que iban descubriendo poco a poco el cuerpo que había sobre la mesa. El aire se llenó de
polvo y edades. Se oyeron algunas toses. Tuvieron que abrir la puerta para que se renovara el aire de
la sala.
Quitaron a la momia el último rollo de venda. El cuerpo quedó así completamente descubierto.
Rápido, muy rápido, echaron las telas y las vendas a un receptáculo mientras los demás se acercaban
para contemplar al egipcio.
No estaba en mal estado de conservación, después de todo… Tenía la piel oscura y lisa. Sus
brazos y las piernas mostraban un cierto grado de flexibilidad, no había ni rastro del rigor mortis.
Bantling parecía muy contento.
Severus, horrorizado, observó que en el rostro y otras partes del cuerpo de aquel ser había
algunas manchas de un gris azulado, que reconoció sin necesidad de que nadie se lo dijera como una
especie de moho.
El doctor Zweig, el médico prestigioso del hospital, también se percató de aquello y extirpó
cuidadosamente las manchas de moho. Al quitárselas aparecieron unas cicatrices profundas que
estuvieron a punto de hacer que Severus se pusiera enfermo. Hubiera querido salir de la sala, del
museo, perderse en la fría y clara noche… Pero la fascinación del horror lo mantuvo allí, mirando
fijamente, como en un trance hipnótico, a lo que tenía ante sus ojos.
—Procedamos —dijo el doctor Zweig en voz baja.

Primero rociaron el cuerpo con una sustancia antiséptica para borrar toda huella de las sustancias
que se le hubieran aplicado en otro tiempo.
—Es admirable tanta perfección en este ser —dijo el médico con la respiración agitada—.
¡Realmente admirable!
Quedaba abierta la puerta a una especie de revival. Se aplicaron al cuerpo almohadillas
eléctricas. Pronto lo recorrió la corriente. Poco a poco aquel cuerpo fue adquiriendo temperatura.
Después le abrieron venas y arterias, en las que introdujeron unos tubos conectados a varios
aparatos que había bajo la mesa. Severus comprendió que se estaba transfundiendo sangre a la
momia en un intento de activar sus órganos vitales y hacer que tuviese de nuevo circulación
sanguínea.
Pronto anunció el doctor Zweig que acometería ya la parte final y más importante de su tarea, que
no era otra sino la de obtener de la momia un cuerpo vibrante, que no era otra sino la de convertir un
cadáver en un ser vivo. No tardó mucho aquel ser en parecerse a un hombre vivo; la sangre
transfundida hacía que sus mejillas, que toda su piel, adquiriesen un tono rosado. Severus sintió que
le corría por todo el cuerpo un sudor frío.
—La sangre corre de nuevo por sus venas y por sus arterias —susurró el egiptólogo—. Ha
llegado el momento de activar mecánicamente su corazón para que pueda recuperar definitivamente
la vida.
Clavaron un vial en su pecho y le inyectaron directamente una sustancia que habría de activar su
corazón embotado, seco, todo su aparato cardiovascular dormido durante miles de años. Supuso
Severus que se trataría de adrenalina.
Aplicaron oxígeno a la momia a través de la boca y de sus fosas nasales para que los pulmones
recuperasen su ritmo natural. Durante un buen rato pareció que nada de aquello daba el menor
resultado. Severus pedía fervientemente en su interior que todo siguiera igual, que no pasara nada…
Se percibía la tensión que había en el ambiente, la mezcla del horror con las expectativas científicas.
No se oía en la sala otra cosa que el sonido de los aparatos que utilizaban en la resucitación.
—¡Miren!
Alguien gritó aquello, electrificando con su aviso a todos los que estaban en la improvisada sala
de resucitación. Un dedo señalaba directamente al pecho del ser que había en la mesa. Aquello era
digno de mención, desde luego. El pecho de la momia comenzaba a agitarse con cierto vigor,
subiendo y bajando rítmicamente. El médico le quitó rápidamente la mascarilla de oxígeno y cerró la
bombona.
No obstante, el pecho del egipcio seguía haciendo los movimientos obvios de la respiración.
Respiraba por sí mismo. Percibieron un sonido extraño, o no tanto… El propio de la respiración de
un hombre que duerme.
—¡Ya respira! —exclamó el médico poniendo los dedos en una de las muñecas de la momia para
tomarle el pulso—. Su corazón late perfectamente.
—¡Ha vuelto a la vida!

Los ojos de los allí reunidos se clavaban expectantes en el ser revivido. Allí, sobre aquella
mesa, yacía un hombre de piel levemente oscura y de rasgos semíticos; un hombre que aparentaba ser
de mediana edad. Y sólo estaba plácidamente dormido.
—¿Quién querría despertarlo? —se preguntó Severus en un susurro cuando más fuerte latía su
corazón.
—Despertará pronto —dijo alguien a su lado, a modo de respuesta—. Se levantará y andará
como si nada hubiese ocurrido.
Severus, incrédulo, negó con la cabeza… Y entonces…
El egipcio comenzó a moverse. Temblaban sus manos. Se abrieron sus ojos como si acabara de
sentir una sacudida.
Sin poder decir una palabra, los americanos clavaron sus ojos en los de aquel hombre de la
antigüedad. Luego se miraron los unos a los otros, conmocionados.
El egipcio comenzó a incorporarse lentamente, como si le doliese hacerlo. No obstante, sus
facciones permanecían inalterables; su cuerpo se movía despacio, sacudido por leves estertores.
Los ojos de aquel hombre de la antigüedad contemplaron entonces a los que estaban reunidos a su
alrededor. Se clavaron por un instante en el rostro de Severus. Siguieron mirando a los demás. Aquel
ser verminoso parecía sentir un dolor hondo, de siglos; un dolor agónico, un sentimiento de infinita
tristeza cargada de centurias.
El rostro del egipcio comenzó a contraerse; lentamente alzó un brazo y abrió la boca como si
fuese a hablar.

Severus no pudo resistir aquello y salió corriendo de la sala, aterrorizado. Los otros le siguieron.
A sus espaldas se oía un bramido espantoso. Luchaban los unos contra los otros, como animales
acorralados, en busca de la salida, para alcanzar la calle cuanto antes, para dejar atrás el museo y
correr por las calles oscuras.
Hay partes del cuerpo humano que por no haber tenido jamás vida orgánica propia, no pueden
preservarse mediante la suspensión de la vida. Los huesos y los dientes, por ejemplo, los cuales, aun
fuertes en apariencia incluso durante la muerte, no pueden resistir el paso de los milenios.
Por eso, cuando el egipcio abrió su boca para hablar, su cara comenzó a descomponerse como un
trozo de madera infestado de termitas y sus huesos se rompieron atravesando la piel. Se agitó
brutalmente su cuerpo entonces y él mismo comenzó a quitarse con las manos aquellos trozos
informes de carne seca y sangre coagulada en los que había innumerables fragmentos de huesos
quebrados, de un color gris oscuro.
Entre octubre de 1925 y septiembre de 1951, el escritor norteamericano Seabury Quinn publicó
en la revista Weird Tales noventa y dos relatos cortos y una novela por entregas —The Devil’s Bride
(Weird Tales, febrero-junio de 1932)— sobre uno de los más estimados ghostfinders de la literatura
anglosajona, Jules de Grandin. A lo largo de todos estos años, Quinn fue el autor más célebre de
Weird Tales: sus narraciones fueron acreedoras de las mejores ilustraciones de portada —un total de
treinta y tres, más que ningún otro prosista de la publicación—, puesto que suscitaban todo tipo de
reacciones y polémicas entre los lectores, quienes colapsaban la redacción de la revista con sus
cartas, generalmente pródigas en exaltados elogios.
Aunque pueda sorprendernos, la popularidad de Seabury Quinn eclipsó a escritores hoy
legendarios, como H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith, Robert W. Howard o Robert Bloch. Sin
embargo, a Quinn no le importaba admitir que escribía por dinero —de ahí su prolífica obra,
integrada por unos 550 textos, que reúne narrativa de todos los géneros imaginables, desde historias
del Oeste hasta relatos de detectives, incluyendo ensayos sobre personajes como Barbazul (1923) o
el hombre-lobo de St. Bonnot (1924)—, y solía valorar el trabajo de sus colegas muy por encima del
suyo. Por ejemplo, con motivo del repentino e inesperado fallecimiento de Howard —quien se
suicidó el 11 de junio de 1936— escribió: El campo de la ficción fantástica pierde con Robert E.
Howard a uno de sus más destacados y reconocidos maestros. Sus historias sobre Solomon Kane,
sus relatos sobre el Rey Kull, y su saga de Conan, todas ellas son soberbias a su manera. Fue un
autor prolífico, pero siempre mantuvo un estilo fresco y vigoroso. No es algo de lo que muchos
puedan alardear [The Weird Tales Story, por Robert Weinberg. Wildside Press, Berkeley Heights
(Nueva Jersey), 1999, pág. 126]. Homenaje que pone de relieve la natural modestia del escritor
cuyos conocimientos en leyendas sobrenaturales, religiones bárbaras, misticismo, brujería,
necromancia y ritos fúnebres eran, según el historiador Peter Ruber, similar a Lovecraft (o incluso
aún más instruido), ya que poseía una enorme biblioteca con viejos libros versados en la materia
(Maestros del horror de Arkham House. Col. Gótica nº 46, Editorial Valdemar, Madrid, 2002. Págs.
461-467).
A lo largo de su azarosa trayectoria como «detective de lo oculto», Jules de Grandin —el
personaje que siempre se presenta como “De Grandin, de la policía parisina”, es uno de los
mejores anatomistas y fisiólogos de la Facultad de Medicina de París, y en tiempos formó parte de
los servicios de información durante la Gran Guerra— se enfrentó en cinco ocasiones con horrores y
misterios provenientes del Antiguo Egipto: “The Bleeding Mummy” (Weird Tales, noviembre de
1932), “The Children of Ubasti” [Weird tales, diciembre de 1929) —donde Jules de Grandin y su
amigo y ayudante, el Dr. Trowbridge, deben hacer frente a la monstruosa prole de la diosa-gata
Bastet…—, “The Dust of Egypt” (Weird Tales, abril de 1930) —aquí De Grandin intentará
neutralizar la maldición que desencadena la profanación de una tumba egipcia—, “El hombre de la
calle Crescent Terrace” [The Man in Crescent Terrace, Weird Tales, marzo de 1946) y “The Ring of
Bastet” (Weird Tales, septiembre de 1951). Y, con toda probabilidad, “El hombre de la calle
Crescent Terrace” sea uno de los mejores —lo cual, considerando el considerable nivel de los otros
relatos, no es poco—, salpicado de interesantes detalles. Uno de los más llamativos es la curiosa
mixtura de realidad y ficción de la que hace alarde la narración: con el fin de ilustrarse acerca de
cuestiones sobre magia negra egipcia y momias «vivas», Jules de Grandin se pone en contacto con el
escritor estadounidense Manly Wade Wellman (1903-1986), popular autor de ciencia-ficción que
también cultivó con éxito el horror, la fantasía, el western o la detective sotry, gran amigo de
Seabury Quinn y colaborador de Weird Tales. Un simpático apunte postmoderno al que se suma el
habitual erotismo sotto voce de las narraciones protagonizadas por el astuto investigador —Con
mucha delicadeza pero a la vez raudo [De Grandin] comenzó a desabotonar la blusa de la chica,
que le sacó por encima de la cabeza con idéntica suavidad, procediendo luego a quitarle la falda
de crêpe. No llevaba bragas, ni medias, ni sujetador. La pusimos de lado para examinar bien su
herida— y una sutil, pero evidente crítica de Quinn hacia el cine de horror de la época —
recordemos que, a mediados de los años cuarenta, el género está dominado por producciones de
serie B como The Mad Monster (Sam Newfield, 1942), Frankenstein y el Hombre Lobo
(Frankenstein Meets the Wolf Man, Roy William Neill, 1943), The Mummy’s Ghost (Reginald Le
Borg, 1944), La mansión de Drácula (House of Dracula, Erle C. Kenton, 1945)…—, a través de
una divertida conversación entre De Grandin y la heroína del relato, Edina Laurace:

—Me parece que he visto demasiadas películas de terror —dijo la chica—. Vi esa camilla,
nada más despertarme, y el instrumental y las vendas, y olí a medicinas, y me vi así vestida… En
fin, que mi primer pensamiento fue que me habían raptado, y que…
De Grandin soltó una carcajada ante la confesión que hacía la muchacha, un tanto ruborizada.
—Mondieu, ni que hubiera creído usted que estaba en la mansión de Monsieur Drácula J.
Frankenstein, y que un médico diabólico fuera a convertirla en un cerdito o en un conejito
blanco… ¿No es cierto, mademoiselle?

Con todo, más allá de tales matices y apuntes, “El hombre de la calle Crescent Terrace” es un
magnífico compendio del arte de Seabury Quinn como admirable fabulador de lo macabro —cf. los
movimientos de la momia son descritos como los de una marioneta, como si alguien la moviese con
unos hilos—, aderezado con oportunos toques de humor y un ingenio nada usual a la hora de plantear
un punto de vista novedoso a convenciones narrativas ya desgastadas por el uso. No es algo de lo que
muchos literatos, viejos o nuevos, puedan alardear.
EL HOMBRE DE LA CALLE CRESCENT TERRACE
(The Man in Crescent Terrace, 1946)[92]

—Esto es lo mejor, vraiment —me dijo Jules de Grandin cuando llegábamos a la esquina donde
la señal amarilla y negra anunciaba la parada del autobús. El moteur es lo más conveniente. Sí…
Whiz… Pouf… Y te lleva rápidamente al lugar que desees ir, y te devuelve al punto de partida igual
de rápidamente… Pero ahora no lo necesitamos para ir a donde vamos. Podemos hacerlo
sustituyendo la gasolina por el músculo, amigo Trowbridge. ¿No le apetece caminar en una noche tan
bonita?
La leve luz del otoño pareció ocultarse tras una cortina que se hubiera corrido sobre el cielo,
haciéndose la oscuridad; por el este apareció una estrella, a la que acompañaron al poco muchos más
puntos brillantes. Una suave brisa corrió entre los arces, aunque me pareció que el sonido que hacía
al pasar entre los árboles no era el de siempre, no era ese sonido grato de las noches de brisa suave,
sino una especie de lamento.
Con el sonido, con aquel silbido del viento, se sintió casi al instante el ruido estrepitoso de unos
pasos. Unos altos tacones golpeaban el pavimento en staccato, con una fuerza y rapidez que
denotaban pánico, un tamborileo asustado. El difuso globo de una farola la alumbró lo justo, sin
embargo, como para que pudiéramos verla. Iba casi corriendo, con esa inseguridad, con ese taconeo
descontrolado propio de las mujeres cuando se ven obligadas a apretar el paso, echando miradas
furtivas por encima de sus hombros a cada poco, aunque el terror no parecía detener su camino.
Nos vio cuando estábamos a muy poca distancia de ella y nos dirigió una mirada llena por igual
de súplica y de miedo.
—¡Socorro! —nos pidió con los ojos desorbitados—. ¡Vámonos, viene por ahí!
—Tenez —dijo De Grandin—. ¿Quién viene por ahí? Díganos quién la persigue… Será para mí
todo un placer romperle la nariz.
—¡Corran, corran, no se queden ahí como un par de tontos! —les gritó la joven histéricamente,
agarrándose a mi brazo como un náufrago se agarra a una tabla flotante—. Si ese hombre me
alcanza…
Aquellas palabras, dichas ya sin aliento, parecían salirle de las rodillas temblorosas. La sentí sin
fuerza, blanda como una muñeca de trapo.
Apreté su cuerpo liviano contra mi pecho y al hacerlo mis guantes se mancharon de sangre.
—¡De Grandin! —grité alarmado—. ¡Esta muchacha está herida! ¡Está sangrando!
—Hein? —dijo mientras seguía mirando calle abajo, a través de la semioscuridad—. ¿Qué dice
usted, mordieiu? ¡Tiene razón, amigo Trowbridge! Debemos examinarla… ¡Taxi, taxi!
Abordamos a toda prisa aquel taxi providencial que apareció por el arco que formaban los
árboles sobre la calzada.
—Lo siento, señores —dijo el taxista—. Ya he acabado el servicio por hoy y me queda la
gasolina justa para llegar al garaje.
—Pardieu, pues tendrá usted que seguir prestando servicio —le dijo sin más De Grandin—.
Somos médicos y esta señorita está herida. Así que hemos de procurarle tratamiento con prontitud…
Le daré cinco dólares… no, le daré tres dólares de propina…
—Le he oído a la primera, jefe —lo interrumpió el taxista—, cinco dólares estarán bien…
¡Vámonos!
Nuestra inopinada paciente estaba inconsciente cuando llegamos a mi casa, y mientras De
Grandin concluía sus acuerdos contractuales con el taxista la llevé a mi consulta. No pesaría más de
cincuenta kilos. Era liviana, muy liviana; tenía un cuerpo fibroso, casi de muchacho, y esa impresión
de leve masculinidad se veía acentuada por el corte de su cabello rubio. Su manera de vestir apenas
añadía algo de peso a su figura. Llevaba una blusa de seda negra, a la manera de Madame Chiang[93],
y una falda corta que dejaba al aire sus rodillas. No lucía tocado alguno en la cabeza, pero sí guantes
largos, hasta el codo, en sus manos largas y finas, y en sus pies pequeños unas sandalias negras, de
ante, con tiras doradas. No tenía bolso, lo que significaba que probablemente lo había perdido en su
huida.
—Bien, veamos qué hacer —dijo De Grandin mientras yo depositaba tan preciosa carga en la
camilla de mi consulta.
Con mucha delicadeza pero a la vez raudo comenzó a desabotonar la blusa de la chica, que le
sacó por encima de la cabeza con idéntica suavidad, procediendo luego a quitarle la falda de crêpe.
No llevaba bragas, ni medias, ni sujetador. La pusimos de lado para examinar bien su herida.
No era una herida muy grande. Presentaba un corte de unas cuatro pulgadas junto a la escápula
derecha, en dirección a la aponeurosis[94] vertebral en un ángulo de seis grados, pero sin alcanzarla.
Una primera impresión sugería que podría tratarse de una herida profunda, que hubiera ido de la
dermis a un nivel subcutáneo, pero la inspección detenida de la misma arrojaba el diagnóstico de que
se trataba de una herida superficial, que no había dañado tejidos importantes. Aunque sangraba, el
corte de la herida era limpio y bastaría la propia elasticidad cutánea para restañarla en poco tiempo.
—Dada la limpieza del corte —observó De Grandin—, me parece que la herida le fue infligida
con un cuchillo afilado o con una navaja de afeitar, igualmente muy afilada… ¿No le parece, amigo
Trowbridge?
Miré el hombro de la muchacha y asentí.
—Précisément… Y por la trayectoria que sigue el corte —continuó De Grandin—, mucho más
incisivo al principio, me atrevo a sugerir que fue atacada por la espalda, tomándola por sorpresa,
pero quizá un segundo tarde, lo que dio tiempo a que la chica se volviese, iniciara la huida y el
impacto fuera menor… Aventuro también que probablemente el atacante quería herirla en el cuello,
pero al percatarse de la agresión, la chica hizo un movimiento hacia delante, con lo que la cuchillada
no impactó de lleno en ella. Bueno, después de todo ha tenido suerte, la pobre… Un segundo antes, y
la cuchillada, aun fallando el agresor su objetivo, que era el cuello, le hubiera alcanzado el
romboideo[95], seccionándole la arteria —limpió la herida con una gasa y le aplicó después alcohol
en la epidermis, para unir después los labios del corte. Aplicó otra gasa a la herida, sobre la que
puso después un apósito elástico—. Voilà! —y sonrió con cara de elfo—. Está mucho mejor de lo
que me temía, amigo Trowbridge, se recuperará pronto. Tiene la ropa manchada de sangre, sin
embargo, y no debería ponérsela, así que… —hizo una pausa, entornando los ojos como si pensara
en algo muy serio—, excúseme, será un segundo, nada más —y salió de mi consulta.
Oí sus pasos en la escalera que conducía a la segunda planta de mi casa, preguntándome qué
habría desencadenado la actividad cerebral de aquel francés imprevisible, pero antes de que pudiera
salir a preguntárselo, regresó a la consulta con una amplia sonrisa en los labios, con una sonrisa de
auténtica satisfacción, y con una fina toalla turca doblada sobre su brazo.
—¡Míreme, amigo Trowbridge! ¡Míreme y admire cuántos son mis recursos! —y cubrió el torso
desnudo de la muchacha con aquella fina toalla, y más que el torso, pues como la toalla era de baño
le llegaba casi a las rodillas; luego, levantándola suavemente, fue enrollándosela y se la sujetó
después con un par de imperdibles—. Morbleu, a veces pienso que hubiera sido mucho mejor
modista que médico —dijo mientras daba los últimos toques a su obra—. ¿No le parece que esta
joven luce de lo más chic con mi creación? ¡Claro que sí!
—Bueno… Al menos está convenientemente tapada, si es lo que deseaba oír usted —admití.
—Esperaba un poco más de entusiasmo por su parte, la verdad —me dijo con una sonrisa
burlona en las comisuras—. Pero… que voulez-vous? Los diseñadores, como los profetas, jamás son
bien aceptados en este mundo… —y asintió gravemente, pero siempre con aquella sonrisa burlona,
mientras tomaba en sus brazos a la muchacha para dejarla en un sillón, cuidando de no rozar siquiera
el apósito con que había cubierto su herida.
Luego le puso ante la nariz un frasco de amoniaco, y la chica, al sentir aquellos efluvios, dio un
respingo y abrió los ojos.
—Y bien, mademoiselle, ¿se encuentra mejor ahora? ¡Claro que sí! Tome, beba un poco, le
sentará estupendamente —alcanzó a la chica un vaso con brandy—. Está bueno, n’est-ce-pas?
Morbleu, creo que sí, que está muy bueno, por lo que me parece conveniente que yo mismo tome una
pequeña dosis… —bebió un sorbo, se repasó los labios con la lengua, se cruzó de brazos y dijo—:
Y ahora, ¿tendría la bondad de contarnos qué ha ocurrido, mademoiselle?
Se echó hacia atrás en su asiento y vimos cómo le latía el pulso en el cuello. Tenía la mirada aún
algo perdida, pero seguía denotando miedo, como quien asoma la cabeza por la ventana y ve a un
muerto.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estoy? —rogó, más que preguntar—. ¿Dónde está? ¿La pueden
ver?
Tenía los dedos de las manos crispados, como quien padece un acceso de histeria, y se tiraba de
la toalla que la cubría. Luego, con el contacto de la toalla, parecieron relajarse sus dedos, como si
tuvieran inteligencia propia, separada del resto de su ser. Entonces bajó la vista, suspiró
profundamente, emitió una leve queja y se levantó del sillón.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué no tengo puesta mi ropa, qué hago
con esta toalla?
De Grandin la empujó suavemente para que volviera a sentarse.
—Le daré una respuesta, mademoiselle, y le haré después una pregunta —dijo De Grandin—.
Está usted en la casa del doctor Samuel Trowbridge, aquí presente —De Grandin me dedicó una
inclinación de cabeza—. Y yo soy Jules de Grandin… Ha sido usted herida, mademosille, aunque no
de gravedad, por eso está aquí; nos abordó usted en la calle y después se desmayó… Yo soy el
responsable de que luzca usted ese atuendo, improvisado con una toalla; pero tranquilícese, que está
usted muy guapa, luce muy chic, aunque quizá tenga el doctor Trowbridge otros gustos y no se lo
parezca. Si está así es porque la ropa que vestía está manchada de sangre… Pero eso tiene fácil
remedio. Bien —dijo abriendo mucho sus ojos azules, sin dejar de sonreír a la muchacha—, me
parece que ya he respondido a sus preguntas… ¿Sería usted tan amable de responder a las nuestras?
Su mirada era más franca, se había borrado de sus ojos el miedo de antes, incluso esbozaba una
sonrisa… La gente suele sonreír a De Grandin.
—Me parece que he visto demasiadas películas de terror —dijo la chica—. Vi esa camilla, nada
más despertarme, y el instrumental y las vendas, y olí a medicinas, y me vi así vestida… En fin, que
mi primer pensamiento fue que me habían raptado y que…
De Grandin soltó una carcajada ante la confesión que hacía la muchacha, un tanto ruborizada.
—Mordieu, ni que hubiera creído usted que estaba en la mansión de Monsieur Drácula J.
Frankenstein, y que un médico diabólico fuera a convertirla en un cerdito o en un conejito blanco…
¿No es cierto, mademoiselle? Puedo asegurarle que esos temores son del todo infundados. El doctor
Trowbridge es un médico tan eminente como respetado, y en lo que a mí respecta, aunque haya
podido ser acusado de unas cuantas cosas, le aseguro que la vivisección no es una de ellas… Hace
aproximadamente tres cuartos de hora el doctor Trowbridge y yo la encontramos a usted en la
esquina de Colfax con Dorondo, junto a la parada del autobús. Huía usted desesperadamente, al
parecer de alguien… Y estaba de veras aterrorizada… Cuando llegó a nuestra altura nos pidió que
corriéramos; luego la sostuvo entre sus brazos el doctor Trowbridge, justo cuando usted se
desmayaba. Entonces comprobamos que estaba herida, e hicimos lo correcto en estos casos. La
subimos a un taxi y vinimos hasta aquí para curar su herida… Ya ve usted que tuvimos que
desnudarla y vestirla después con ese atuendo de mi entera creación, que espero le guste… Ya
conoce usted los hechos, mademoiselle… Ahora debería referirnos qué le ocurrió antes de que nos
encontráramos… Puede hablar con absoluta libertad, pues somos médicos y sabremos mantener el
secreto… Por lo demás, si está en nuestra mano, nos resultará muy grato prestarle la ayuda que
precise.
Sonrió agradecida.
—Me parece que ustedes ya han hecho mucho por mí… Me llamo Edina Laurace y vivo con mi
tía, Mrs. Dorothy Van Artsdalen, en el 1840 de la Pennington Parkway… Esta tarde, tras hablar con
unos amigos que viven en Clinton Avenue, caminé hasta Dorondo Street a través de la Crescent
Terrace, para tomar el autobús 42. Iba todavía por la calle Crescent Terrace, cuando… —se detuvo y
pudimos ver que le palpitaba brutalmente una vena azul que se le transparentaba en el cuello, lo que
denotaba que tenía el corazón desbocado—. Y entonces me di cuenta de que alguien corría hacia
mí…
—Parbleu, otro corredor —murmuró Jules de Grandin y dijo—: Continúe, mademoiselle, por
favor.
—Como es lógico, me volví para mirar… Estaba todo tan oscuro… Yo iba sola…
—Lo comprendo… Y dígame… ¿Qué vio entonces?
—Que un hombre corría hacia mí… Quizá no exactamente hacia mí, pero sí en la misma
dirección… Tenía pinta de ser un desgraciado, un pobre; lo digo por cómo iba vestido, con una ropa
que le quedaba muy grande, y porque sus zapatos hacían mucho ruido… Ya saben cómo suenan en el
pavimento los zapatos malos… Encima debían ser de dos números más del que usaba… Parecía muy
asustado, desde luego, pues a cada poco miraba hacia atrás, como si quisiera ver dónde estaba quien
le perseguía… Entonces vi de qué huía, y me eché a correr yo también. Era… —se cubrió el rostro
con las manos como si quisiera evitar a sus ojos la visión de algo espantoso, y comenzó a temblar
como si una fría ráfaga de viento la hiciese tiritar—. ¡Era una momia!
—¿Cómo? —dije.
—Comment? —casi ladró Jules de Grandin.
—Claro —dijo la chica mientras las pálidas mejillas se le arrebolaban de golpe—, dirán ustedes
que estoy loca… Pero repito que era una momia, una de esas cosas que se ven en los museos, ya
saben… Era alta, seguro que medía más de dos metros… Y muy huesuda. Hasta donde pude ver, era
oscura como el betún y parecía desnuda… Corría de una forma muy particular, no como lo hacemos
los humanos, sino como una marioneta, como si alguien la moviese con unos hilos. Pero corría muy
rápido. El hombre que corría en la misma dirección que yo también lo hacía con todas sus fuerzas
pero no lograba adelantarme —sus palabras iban siendo por momentos las de alguien sumido en el
terror, pero no obstante hacía pausas para tomar aliento y poder referirnos todo con el mayor detalle
—. Al principio me pareció que la momia llevaba un palo en la mano, pero a medida que se acercaba
vi que no, que se trataba de una especie de bastón muy largo con la empuñadura de oro, aunque puede
que fuese de bronce, no lo sé… Ya saben ustedes lo que pasa cuando te ataca el miedo, que no
puedes ver bien lo que te rodea, y más si encima tienes que correr todo lo que te den de sí las
piernas… y mirar hacia atrás para ver a qué distancia tienes a tu perseguidor… Así corría yo. Corría
un poco y sentía la necesidad de volverme. Al principio no quería convencerme de que era una
momia, pero sí que lo era. Y cada vez se acercaba más a aquel pobre hombre que corría detrás de
mí… Justo cuando llegaba yo a la Dorondo Street oí un grito espantoso. Pero no fue exactamente un
grito, sino una especie de combinación de varios gritos de horror, de distinto tono pero aterradores
todos. Miré una vez más hacia atrás y vi que la momia había atrapado a aquel hombre y lo golpeaba
con la empuñadura de su bastón… Por eso gritaba tanto —hizo una nueva pausa, tomó aire otra vez y
prosiguió—: Luego vi que daba unos pasos, que ya no corría, y vi también que se derrumbaba sobre
la acera, con los brazos y las piernas abiertos en X.
—¿Y después? —preguntó De Grandin cuando la chica hizo otra pausa.
—Entonces aquella cosa se detuvo ante el pobre hombre caído y siguió golpeándole brutalmente
con la empuñadura de su bastón… Luego le clavó la punta, como una mujer que pincha el bizcocho
para ver si ya está hecho, no sé si esto les dirá algo…
De Grandin asintió despacio, muy serio.
—Es una buena descripción, mademoiselle —dijo—. ¿Y después?
—Corrí aún con más fuerza, porque aquella cosa venía a por mí… Seguí corriendo y mirando
hacia atrás, como ya les he contado, y una de las veces en que me volví me pareció que la momia
dudaba, que aminoraba su carrera para ver bien por dónde me dirigía… Eso me dio una idea.
Cambié de dirección y me dirigí a una esquina junto a la que había dos farolas, y crucé a la otra
calle, tratando de ocultarme en las sombras mientras seguía corriendo… Pero volví a mirar hacia
atrás y vi que aquel monstruo me seguía de nuevo. Tuve otra idea. Me pareció que, por su manera de
correr, aquella criatura estaba ciega, y me seguía más por el ruido de mis tacones que por verme. Así
que crucé de nuevo la calle y me oculté tras un gran árbol. En efecto, la momia apareció por allí al
poco y me di cuenta de que dudaba; se había detenido como si quisiera saber por dónde me había
escapado. Entonces comenzó a caminar por la acera, golpeando el suelo con su bastón como hacen
los ciegos. Llegó a menos de diez pasos de donde me había escondido, y me aterroricé… Supe que,
de seguir allí, acabaría encontrándome. Y antes de que pudiera reaccionar, allí estaba, dando vueltas
alrededor del tronco del árbol, y pegando bastonazos, mientras yo daba también vueltas alrededor
del árbol para evitar sus golpes… No se pueden hacer idea de cómo me sentía… Aquella cosa
estaba ciega, es cierto; tenía los labios muy finos y secos, como si sólo fuesen de piel; veía sus
dientes, porque entreabría la boca como si quisiera decir algo; me fijé entonces en sus ojos y vi que
tenía las cuencas vacías. Ciega o no, la momia podía oírme, sin embargo, y me sentía cada vez más
perdida, pues poco a poco se estrechaba la distancia entre nosotros y el árbol acabaría por no
ofrecerme un buen refugio… Así que eché a correr de nuevo con todas mis fuerzas por la acera, y me
protegí tras otro gran árbol, pero volvió a pasar lo mismo, no podía despegarme de aquella cosa,
estuvo a punto de alcanzarme con su bastón más de una vez… Así que me eché a correr, rodeando
mientras lo hacía todos los árboles que había en la acera, tratando de despistarla… Creí conseguirlo
y me detuve de nuevo para tomar un poco de aire, pues estaba agotada. Luego eché a correr hacia el
parque, y allí la hierba silenciaba mis pasos, lo que me hizo sentir bastante alivio. Seguí corriendo
por una zona sin césped, tranquila porque no hacía tanto ruido como al correr por la acera y la
calzada, pero así y todo la momia acabó detectándome… Ya la tenía otra vez corriendo tras de mí, a
punto de darme alcance. ¿Recuerdan ustedes ese cuento de los hermanos Grimm en el que un gigante
captura a un príncipe, y aunque éste lo deja ciego, el anillo mágico del gigante le permite mantenerlo
preso? Pues así me sentía yo, incapaz de despegar a mi perseguidor… Aquella cosa estaba ciega,
pero un sonido cualquiera, por leve que fuese, la ponía otra vez sobre mi pista, todo lo que intentaba
era en vano. Me resultaba imposible no hacer cualquier ruido que me traicionase… Había intentado
burlar a la momia entre los árboles, y nada; por el contrario, casi me cazó con su bastón. Bueno, en
realidad me alcanzó una vez en el hombro, aunque de refilón; y cuanto más corría, más sentía la
sangre corriendo a su vez por mi espalda. Aquello me hizo perder la cabeza por completo y echarme
a correr desesperadamente calle abajo, sin pensar ya en otra cosa que en salvar mi vida como
fuese… Y me hubiera llegado el fin, de no ser por aquel gato…
—¿Un gato, mademoiselle? —preguntó De Grandin.
—Sí, señor, un gato… La momia estaba ya a muy corta distancia de mí, a punto de darme alcance,
cuando un gran gato negro cruzó la acera… No sé de dónde salió, supongo que andaría de caza, a ver
si pillaba algún ratón para comérselo… Si volviera a verlo, le llevaría todas las noches un par de
ratoncillos para el postre… Lo haría durante el resto de su vida… ¿Han visto ustedes lo que hacen a
veces los gatos, cuando ven que alguien viene hacia ellos, que se quedan quietos como si esperasen
que los rodearas? Pues eso fue lo que hizo aquel gato, al principio. Pero cuando la momia estaba ya
muy cerca de él, se apartó, arqueó la espina dorsal, levantó la cola, todo el pelaje se le puso de
punta, bufó primero y después soltó un miau tan alto que hubiera sido capaz de despertar a la misma
muerte… Bueno, pues aquello hizo que la momia se parase de golpe. Ya saben cuán persuasivo
puede ser el maullido de un gato, que es como el aullido de una banshee[96] y parece venir de media
docena de sitios a la vez. La momia pareció atónita al sentir la vibración del maullido, como si fuese
un muy delicado aparato de radio que captase las ondas, aunque no podía precisar el lugar exacto del
que salió el maullido del gato. Miré atrás una vez más, y si lo que vi no era horrible, sí que fue al
menos gracioso, pues aquella momia ciega y asesina estaba quieta, absolutamente inmóvil, como si
alguien hubiera cortado los hilos invisibles que la movían, girando la cabeza con su cara de piel seca
y oscura a un lado y otro; y el gato negro seguía allí, a un lado, mirándola con sus ojos que parecían
dos llamas de fuego verde. Así estarían un par de minutos, por lo menos, si no más. Yo no dejaba de
volverme para verlos, aunque seguía corriendo con toda mi alma, claro, tenía que salvar mi vida
como fuese. Lo último que vi fue que el gato se ponía entonces a dar vueltas alrededor de la momia,
caminando muy despacito, como lo hacen los gatos cuando se disponen a pelear, sin apartar su
mirada de la momia ni un momento, emitiendo esos extraños sonidos sordos y profundos que hacen
los gatos cuando están enfurecidos. Creo que la momia trató de apartar al gato con su bastón, pero no
estoy segura… Pero no oí que el gato emitiera uno de esos chillidos de pánico que lanzan cuando
alguien los ataca… Y entonces los vi a usted y al doctor Trowbridge a la altura de la parada del
autobús, y… —dejó caer sus manos en un gesto de conclusión— aquí estamos.
—Pues sí, aquí estamos —dijo De Grandin con una sonrisa—. Pero no podemos quedarnos
mucho tiempo, me temo… Se está haciendo tarde y Tante Dorothée[97] se va a enfadar. La llevaremos
allí. Mañana podrá venir a recoger su ropa y reconoceremos su herida, aunque si lo prefiere puede
acudir usted al médico de su familia —tomó la barbilla de la muchacha con sus dedos pulgar e
índice, la miró fijamente y añadió—: Creo que su ropa aún tiene la sangre húmeda, y además sé por
experiencia que las manchas de sangre no son algo precisamente bonito… La llevaremos en el coche
del doctor Trowbridge… ¿Quiere ponerse encima uno de mis abrigos, aunque eso oculte la
maravillosa creación con que la he vestido? Así nadie podrá ver tan precioso atuendo, pero…
—Claro, señor, muchas gracias —dijo la chica sonriente, aguantándole la mirada—. Aunque este
vestido que llevo ahora es realmente precioso… Perdone, no quería burlarme…
—No se preocupe; acepto el cumplido, mademoiselle, aunque quizá lo haya hecho usted un poco
tarde, la verdad…
De Grandin se hizo a un lado, cediendo galantemente el paso a la chica, y salimos al vestíbulo.
Cuando ya íbamos de camino en mi coche, dijo a la chica:
—Creo que sería preferible que no contase nada de su aventura a Tante Dorothée… No lo
entendería…
—Quiere decir que nunca me creería, más bien —dijo la chica haciendo algo más que una broma
—. Yo tampoco creería a quien me viniese con una historia como ésa —su aire encantador y gracioso
dio paso entonces a un gesto severo—. Reconozco que es muy difícil aceptar que haya podido
pasarme algo así… Las momias no andan corriendo por ahí, matando gente por las calles… Pero es
que ocurrió tal y como se lo he contado a ustedes.
—No se preocupe, ma petite —dijo De Grandin con voz lisonjera—. Cuando llegue a la edad
que yo tengo, para lo cual le quedan a usted muchos años, verá que hasta las cosas en apariencia más
imposibles son ciertas… Así lo creo.
Llegamos a la modesta pero bonita casa donde la muchacha vivía con su tía.
—Usted se cree de verdad toda esa historia, ¿me equivoco? —dije a De Grandin cuando
regresábamos a mi casa.
—Claro.
—Pero eso es una fantasía, un delirio… Las momias no van por ahí corriendo como locas y
matando a la gente, hasta esa pobre chica lo ha dicho…
—Es verdad, las momias, por lo general, no andan por ahí corriendo por las calles —dijo De
Grandin—. No obstante, creo a esa chica.
—Bien, supongo entonces que ahora acudirá usted a Costello…
—Si no me equivoco, creo que al bueno de Costello no le hará falta que le digamos nada… ¿No
es el que está frente a su casa, amigo Trowbridge?
Nada más bajarnos del coche, De Grandin saludó al teniente Costello:
—Hola, mon lieutenant… ¿Qué buen viento le ha traído a usted hasta aquí?
—Buenas noches, caballeros —el teniente inspector Jeremiah Costello avanzó hasta nosotros
desde la puerta de mi casa—. Menos mal que los encuentro… Ya me ha dicho Mrs. McGuinnis que
salieron ustedes pitando, dejándola con la cena puesta en la mesa. También me dijo que no tenía ni
idea de cuándo regresarían.
—Bueno, pues aquí estamos ya… Y ya que se alegra tanto de vernos, lo invitamos a cenar —dijo
el francés.
—Gracias, señor, es usted muy amable, pero ya he cenado… Y tengo mucho trabajo por hacer
esta noche.
—Vamos, vamos —lo interrumpió De Grandin—. Me temo que está usted perdiendo la forma.
¿Desde cuándo no puede cenar dos veces en una misma noche? ¿Acaso le han cosido la boca para
que no pueda pedir más? No obstante, incluso si no tiene usted apetito, sería una terrible descortesía
por su parte no tomar asiento con nosotros, y compartir al menos un café, un licor, un cigarro…
—Claro, señor, me encantará acompañarlos —dijo Costello—. Pero ¿querrán escuchar mientras
cenan el cuento que les traigo?
—Por supuesto, mon vieux… Su charla siempre nos resulta de lo más interesante.
—Muy bien, señores —dijo el inspector.
Costello nos empezó a contar su historia mientras tomaba a sorbitos el whisky que le sirvió De
Grandin.
—La cosa está así —dijo el policía—: iba a salir de la comisaría a eso de las ocho de la tarde,
cansado de estar ahí metido todo el día, pues entré esta mañana a las ocho, que un teniente tiene que
dar ejemplo y trabajar mucho, porque en realidad trabajo ahora mucho más que cuando era sargento,
cuando sonó el teléfono. Al otro lado estaba Dogherty, de homicidios. Él y Schmelz, un buen
muchacho que no come ni una pizca de bacon en su desayuno con huevos fritos el día del Yom
Kippur, habían salido a dar una vuelta por ahí para ver si un tipo llamado Louis Westbrook, y
apodado Looie the Louse[98], tenía algo de interés que contarles… Un tipo sin problemas con la ley
pero sí con el alcohol, lo que le llevaba a causar algunos altercados, pero nada más… Un buen
stooly[99]…
—¿Un stooly? —se extrañó De Grandin—. ¿Qué es eso, si tiene la bondad de decírmelo?
—Claro, señor… Una paloma mensajera, vamos.
—¡Ah, sí, ya comprendo! A dénonciateur, un confidente… También los tenemos en la Sûreté.
—Eso es, señor… Como iba diciendo, Looie the Louse, según me contó Westbrook, había
muerto, lo acababan de encontrar tirado en plena calle Crescent Terrace y…
—Morbleu, ¿qué ha dicho usted? ¿En la Crescent Terrace?
—Eso mismo, señor. Y como iba a contarles…
—Un momento, por favor… Estaba muerto como consecuencia de los fuertes golpes recibidos en
la cabeza, y sobre todo en el cuello, donde tenía heridas incisocontusas… Y lo hallaron con todo el
cuerpo agujereado… ¿Es así?
—¡Caramba, señor! Lo encontraron tal cual lo ha dicho usted… ¿Cómo lo ha adivinado?
—Yo no adivino, amigo mío. Yo sé… Continúe con su relato del caso, por favor.
—Bien, señor, como iba a decir, encontraron a Looie tirado en el suelo, con la cabeza destrozada
y el cuello herido por una espada o algo así. Tenía rota la espina dorsal, además, y se le había
quedado la cabeza así —torció la cabeza para describirnos aquello, poniéndose los dedos a la altura
de la tercera vértebra cervical—. He visto gente a la que habían matado de la misma manera cuando
estuve en las Filipinas… Trabajan muy bien con el bolo[100] esos johnnies filipinos… Los
sanguinarios japos lo saben bien, los han sufrido… Y como ha dicho usted, señor, tenía todo el
cuerpo agujereado, el pecho, la espalda, las piernas… Le habían causado unas heridas brutales. Tuvo
que ser con un cuchillo de hoja muy ancha, o con un machete, o con una bayoneta. Claro que también
puede parecer un asesinato de la Camorra siciliana, el Sfregio, como lo llaman, eso de la tortura
hasta la muerte haciendo a la víctima setenta heridas… ¿No lo llaman así, Sfregio? Todo eso me ha
recordado la muerte del pobre Joe. Por lo tanto…
—Un momento, por favor —volvió a interrumpirle De Grandin—. ¿Quién es ese Joseph al que
acaba de referirse? ¿No hablábamos del infeliz Monsieur Louis the Louse, tan tristemente
desaparecido? Acaba de aludir usted a otra víctima…
—¡Ah, doctor De Grandin, eso! Es muy sencillo… —dijo Costello a medias entre la risa y la
sorpresa—. Cuando dije Joe quería decir Looie…
—¿De veras? ¿Son tales un mismo nombre?
—Así es, señor. Puede decirse que sí.
De Grandin me miró alzando levemente las cejas y se encogió de hombros, en un gesto
típicamente francés que indica una completa disconformidad con lo que se está oyendo.
—Díganos más, amigo mío —le ordenó De Grandin secamente—. Háblenos del infortunado
Monsieur Joseph-Louis y su trágica muerte…
—Bueno, señor, como iba a decirles, Looie no era un mal tipo y sí un buen confidente; como
delincuente no tenía la menor importancia, sólo se emborrachaba y montaba alguna pelea, además de
hacer algún negocio no muy provechoso por ahí, que aunque fuese ilegal no tenía mayor
trascendencia. Un pobre diablo, ya les digo… A veces pasaba por la comisaría y lo invitábamos a
tomar algo, porque estaba tieso, sin un centavo en el bolsillo… Le apreciábamos… Por eso
queremos saber quién fue capaz de matarlo de esa forma tan asquerosamente carnicera… Y sobre
todo queremos saber por qué lo hizo, quien fuese.
—Creo que puedo darle una respuesta, al menos parcial, mom Lieutenant —le dijo De Grandin
asintiendo gravemente.
—¿De veras, señor? ¡Eso estaría muy bien! Sería fantástico que me dijese quién lo hizo, al fin y
al cabo no tiene usted por qué guardárselo; esto no es un secreto militar, ¿no cree?
—Pues no, ciertamente… Mire usted, la verdad es que lo mató una momia.
—¡Alabado sea Dios! —Costello vació de un trago el whisky que acababa de servirse—. ¡Dice
usted que a ese pobre hombre lo mató una momia! Supongo que bromea usted, doctor De Grandin, ya
sé que le gusta mucho hacer chistes… Pero hablamos de un asunto muy serio.
De Grandin miró a Costello fríamente, con sus ojos azules más acerados que nunca.
—Hablo completamente en serio, amigo mío —dijo—. Le repito que a su confidente lo mató una
momia.
—Okay, señor… Si usted lo dice… La verdad es que nunca me había contado un cuento
semejante, al contrario, siempre me aporta usted soluciones… Pero que me diga que lo mató una
momia… Sería como si me dijese que los cerdos vuelan o que los gatos cantan ópera… Pero bueno;
si aceptamos lo que usted dice, ¿dónde encontrar a esa momia asesina? ¿En un museo? ¿O es que
anda por ahí tranquilamente, paseándose por las calles de la ciudad?
—Eso sólo lo sabe le bon Dieu —respondió el francés con cierta sorna—, pero quizá podamos
estrechar nuestro margen de búsqueda… Mañana iré a la morgue para examinar el cadáver de
Monsieur Joseph-Louis. Mientras, hay algo que sí puede hacer usted para ayudar un poco… La calle
Crescent Terrace es corta, por lo que tengo entendido. Hágase con los nombres de quienes viven ahí,
y recoja datos suficientes sobre ellos. Ya sabe: cuáles son sus hábitos, de dónde proceden, cuánto
tiempo llevan viviendo en esa calle… Todo eso, qué le voy a decir… Cualquier detalle, por mínimo
que sea, tendrá importancia, no lo dude. No puede despreciarse nada en un caso como el que nos
ocupa. ¿Me he explicado bien?
—Perfectamente, señor.
—Trés bien —dijo De Grandin echando una curiosa mirada, una mirada un tanto especulativa, a
la botella de whisky—. Quedan en esa botella unos cuantos dedos de whisky, amigos míos… ¿Por
qué no los acabamos tranquilamente?
Nos reunimos en mi despacho al anochecer del día siguiente, en una especie de consejo de
guerra, para examinar los datos de que disponíamos. La noche era fresca y por el oeste brillaban ya
las primeras estrellas. De Grandin tamborileaba con sus dedos sobre la carpeta que tenía ante sí.
—Este sujeto, Monsieur Grafton Loftus, me parece el principal sospechoso —dijo—. Aquí está
lo que su propio departamento dice de él, amigo Costello:

Crescent Terrace, 18. Loftus, Grafton. Soltero de unos cincuenta años. Nacido en
Inglaterra. Llegó a este país hace cuatro años, procedente de Londres. Sin ocupación
conocida, tiene algunas acciones en la Clifton Trust Co., que le ingresa los dividendos en un
banco extranjero. Paga siempre en efectivo. Sale poco de su casa, no tiene relación con sus
vecinos. Recibe pocas visitas. Nadie sabe nada de sus hábitos personales. No tiene animales
domésticos. Los vecinos de las casas adyacentes aseguran que por las noches se deja sentir en
la suya una especie de sonido de flauta, algo muy particular, que no llega a ser música. A
veces dura media hora. También afirman esos vecinos que de la casa de Loftus sale a veces un
fuerte olor a incienso chino.

—Quizá sea yo un poco obtuso —dije con sarcasmo—, pero la verdad es que no veo en ese
informe nada que resulte sospechoso… Falta además una descripción personal de Mr. Loftus… ¿Y si
fuera una momia?
—Yo no diría eso —intervino De Grandin—. Hablé con él esta tarde, pretextando que deseaba ir
a visitar a Monsieur John Garfield, un nombre que se me ocurrió de repente. Monsieur Loftus me
abrió la puerta de su casa, después de que llamara al timbre unas cuantas veces, casi durante media
hora, y me pareció bastante atontado, como si acabara de despertarse… Es un hombre alto, calvo,
moreno, con la cara bastante enrojecida y unas mejillas carnosas que hacen que apenas se le vean los
ojos… Tiene los labios muy rojos y la boca más bien pequeña. Habla con un tono de voz agudo y un
aire algo petulante. No puedo decir que me pareciese un hombre precisamente cortés, al contrario.
Cuando le pregunté si sabía cuál era la casa de Monsieur Garfield, lo que hice de manera harto
educada, me miró de una forma que no me gustó nada… La verdad es que ese hombre no me parece
muy de fiar.
—Estamos en las mismas —insistí en el tono sarcástico de antes—. No le he oído a usted decir
nada sobre si ese hombre tiene o no la pinta de una momia que va por ahí matando a pobres infelices.
—¡Bah! Usted pretende burlarse de mí, amigo Trowbridge —dijo De Grandin—. Escuche, por
favor… Una vez visto el tal Monsieur Loftus, puse una conferencia telefónica para hablar con
Scotland Yard. Comuniqué con mi buen amigo el inspector Grayson, que en tiempos sirvió en la
Inteligencia británica. Me contó muchas cosas que deseaba saber. Por ejemplo, que el tal Monsieur
Loftus estuvo en las tropas británicas destacadas en Egipto y Mesopotamia durante la Primera Guerra
Mundial. No fue precisamente un soldado disciplinado, y fue llevado hasta tres veces ante una corte
marcial, por desertar ante el avance de los nativos… ¿No les parece un detalle de importancia? ¿No?
Muy bien, oigan lo siguiente: Cuando regresó a Inglaterra se enredó en varias de esas pestíferas
sociedades secretas. La primera fue la de las Gorgonas, una sociedad dedicada al culto satánico.
Pasado un tiempo se cansó aparentemente de estar ahí, por lo que pasó a formar parte de otra de esas
sociedades, la del culto a Lokapala, de la que sólo se sabe que reivindicaba cultos africanos y se
dedicaba al sacrificio brutal de animales, sospechándose que al menos en una ocasión pudieron sus
miembros sacrificar igualmente a un humano… La policía disolvió al cabo esta sociedad, y varios de
sus miembros, entre ellos Loftus, fueron condenados a trabajos forzados, aunque por muy poco
tiempo. Bien, tras aquello nos lo encontramos en la sociedad secreta de los Leopardos Humanos,
cuya sede en Shooter’s Hill, localidad del condado de Blackhead, asaltó la policía en 1938. Nuestro
amigo Monsieur Loftus fue a parar otra vez a la cárcel, pero igualmente por poco tiempo. Estuvo
implicado también en las maquinaciones diabólicas de Rowely Thorne, el asesino de John
Thunstone, amigo del inspector Grayson y mío… Y bien —nos echó una fría mirada, una mirada de
desafío—, díganme ahora si no estamos ante un tipo al que al menos se puede considerar un
indeseable…
—Podríamos decir que sí —le concedí—, pero seguimos en las mismas. En realidad…
—Claro… Las mismas quiere decir que también formó parte de la sociedad esotérica de la
Resurrección… ¿Comprende?
—No podría decir que sí… ¿Es una de esas sociedades de carácter medio religioso?
—No exactamente, querido Trowbridge… Al menos en el sentido estricto del término… La
sociedad se formó con miembros de otras sociedades, de distintos países y de razas diversas…
Algunos eran científicos, hombres y mujeres que habían corrompido sus conocimientos. Otros eran
místicos de la India, de Egipto, de Siria… Y había también drusos, chinos, ingleses, franceses,
italianos… Incluso algunos norteamericanos. Buscaban la sabiduría oculta del Oriente para
ensamblarla en extraño maridaje con los avances científicos del Occidente. El resultado fue un
auténtico engendro. Permítanme que les lea, llegados a este punto, algunos puntos significativos de un
documento de la sociedad:

Los miembros del culto, vestidos completamente de blanco, levantarán en los jardines de
nuestra sede la réplica exacta de un enterramiento egipcio, con sus pesadas puertas
clausuradas por cerraduras y travesaños de plata. Tras una breve ceremonia de respeto y
saludo, los miembros de la sociedad cambiarán sus blancas vestiduras por otras negras, y
saldrán de la sede encabezados por el Gran Hierofante, que vestirá de rojo. Se prosternarán
ante la réplica de la tumba, y se taparán las orejas con las manos para no escuchar las
palabras secretas con que el Gran Hierofante y sus acólitos harán que se abran las puertas del
enterramiento. Después, el Sumo Sacerdote dirá la palabra sagrada para invocar el Poder
Secreto del Mundo, mientras sus siervos queman incienso en el brasero que hay ante la tumba.
Luego entrarán en la tumba para salir después con el negro sarcófago en el que habrá una
momia desnuda. Darán tres vueltas al jardín llevando a la momia, para que todos los
miembros vean que se trata realmente de un cuerpo embalsamado. Una vez concluida la
ceremonia de verificación, el Sumo Sacerdote y sus siervos devolverán el sarcófago a la
tumba.
Seguirá quemándose el incienso mientras los miembros se arrodillan sobre la tierra
desnuda y miran fija y devotamente hacia la entrada del enterramiento. Minutos después
verán aparecer ante aquella tumba a la momia, que mostrará movimientos lentos y mecánicos,
como una marioneta a la que moviesen unos hilos invisibles. La momia llevará en su mano
derecha el gran báculo de los antiguos egipcios, con la empuñadura filosa de cobre que sólo
ellos sabían hacer.
El Gran Hierofante se dirigirá a la momia, haciendo sonar una flauta de plata. Entonces,
el resucitado seguirá el sonido de la flauta. La momia resucitada dará tres vueltas al jardín,
siguiendo siempre al Gran Hierofante, que no dejará de tocar la flauta en ningún momento,
tras lo cual el Sumo Sacerdote y sus siervos la conducirán de nuevo al interior de su
enterramiento. Una vez hayan salido de allí, el Sumo Sacerdote cerrará de nuevo La puerta
con travesaños y cerraduras de plata. Se comprobará que suda profusamente, aunque la noche
sea fría.
Un silencio absoluto presidirá la ceremonia. Quien lo rompa mientras la momia da las tres
vueltas rituales alrededor del jardín, recibirá un severo castigo. En cierta ocasión, una mujer
sufrió un ataque de histeria al ver a la momia resucitada y comenzó a llorar
escandalosamente. La momia la golpeó con su báculo y luego le clavó la punta repetidamente
en todo el cuerpo, dejándola destrozada en el suelo. Sólo el sonido persistente de la flauta de
plata que tocaba el Gran Hierofante hizo que la momia se olvidase al cabo del cuerpo
ensangrentado y roto de aquella mujer para regresar a su tumba.

Tras una pausa, una vez concluida su lectura, De Grandin nos miró fijamente:
—¿Qué piensan ahora, hein? —dijo.
—Eso suena a delirio por intoxicación de hachís, o a un mal sueño —respondí.
No había ni un signo de impaciencia en la sonrisa que me dedicó De Grandin.
—Estoy de acuerdo, amigo Trowbridge, se trata de algo realmente extra ordinem —dijo—. Son
cosas difíciles de aceptar, como diría un abogado. Pero también es verdad que en muchas ocasiones
cometemos el error de no darles importancia. Cuando leí por teléfono esta tarde lo mismo que les
acabo de leer ahora a ustedes, a nuestro buen amigo Monsieur Manly Wade Wellman[101], me dijo que
le parecía más que posible que estas cosas sucedan.
—Como es lógico —de nuevo nos volvió a mirar fijamente, como si fuese un gato—, he
elaborado una hipótesis a partir de todo eso… Ese sujeto tan odioso, Loftus, miembro de tantas y no
menos detestables sociedades secretas, no desaprovechó la ocasión de hacerse con unos
conocimientos prohibidos. Así, mientras los demás miembros de la secta se taparon los oídos, como
lo exigía el ritual, mientras el Gran Hierofante decía aquella invocación secreta, él hizo como que se
los tapaba también, pero en realidad oyó perfectamente las palabras, que retuvo en su memoria.
Después hizo el mismo experimento alguna vez, no me cabe duda, pero el estallido de la Gran Guerra
y su posterior regreso a Londres interfirieron en sus planes. Alors, viajó tiempo después a este país,
vino a residir a la tranquila calle de Crescent Terrace, y volvió a intentarlo… De ahí ese olor a
incienso del que hablan sus vecinos, de ahí ese sonido de la flauta que han referido… ¿No les parece
razonable?
—No estoy de acuerdo —dije—, aunque, si sigo sus premisas, lo que dice puede ser razonable.
—Triomphe! —exclamó con una risa burlona—. No sabe cómo me alegra oírle decir eso, amigo
Trowbridge, no sabe cómo me alegra oírselo decir a un escéptico como usted… Creo que vamos
avanzando… Y ahora, amigos míos —dijo mirándonos uno a uno, a mí, a Costello, a Dogherty y a
Schmelz—, si les parece, pongámonos en marcha… Pronto será noche cerrada, eh bien… ¿Quién
podría decir lo que acontecerá?
Crescent Terrace era una calle semicircular que comunicaba con la Clinton Avenue y con la
Dorondo Street, con casas sólo en un lado de la calle, el oeste, pues el otro hacía un talud. Sólo había
veinte casas conformando el único bloque de la calle, cuyos números arrancaban de la casa más
próxima al pequeño parque que encaraba la curva de la calle hacia el este.
Aparcamos en el extremo del parque para caminar después entre lechos de berzas y salvias. Ya
en la acera vimos el bloque de casas.
—La segunda por el final es la del número 18 —nos dijo en voz baja Jules de Grandin—. Tome
posiciones tras esos arbustos, amigo Costello, y que los sargentos Dogherty y Schmelz se embosquen
tras aquellos pinabetos… Usted, amigo Trowbridge, quédese con el teniente, para que podamos
contar con dos partidas de reserva al completo.
—¿Y dónde se esconderá usted, señor? —le preguntó Costello.
—Digamos que yo seré el cebo, el inocente corderillo que el pastor ofrece al lobo para cazarlo
cuando se acerque.
—No podemos permitir que se arriesgue, señor —objetó Costello.
De Grandin, sin embargo, lo cortó tajantemente:
—¡No! Hará usted lo que yo le diga, mon ami… He trabajado matemáticamente esta estrategia y
sé lo que hago… Además, no he nacido precisamente ayer, o anteayer… Mucha suerte, mes amis —
dijo De Grandin y se deslizó silencioso entre las sombras como si se sumergiera lentamente en un
baño de agua negra.
Después lo vimos a lo lejos, saliendo a la Clinton Avenue, para girar a la izquierda y entrar en la
Crescent Terrace. Iba con toda la pinta de quien se ha extraviado, alzando el brazo para rascarse la
cabeza canosa, un gesto, al doblar el codo, que me sugirió el de un tamborilero de una banda de
música… Acto seguido le oímos mascullar algo, siempre como quien se ha perdido y precisa de
ayuda.
Había recorrido ya las apenas trescientas yardas de la curva en media luna de la calle,
caminando más despacio a medida que se aproximaba a la esquina de la Dorando Street.
—No veo nada —dijo entonces Dogherty, un tanto desalentado—. Me siento como un gato
esperando a que salga el ratón de la ratonera… No veo nada raro…
—¿De veras? —lo interpeló Costello—. Mira a la calle, y no al doctor De Grandin, y así quizá
veas algo interesante… ¿Qué es eso que se ve en la puerta del 18?
Hicimos lo que sugería Costello, y en vez de mirar a De Grandin miramos a la calle. Al aguzar
nuestras miradas vimos una silueta que se deslizaba ante la puerta y la fachada del número 18, una
silueta oculta por la sombra que arrojaba la propia casa. Al final no pareció más que un efecto de las
luces que salían de las casas adyacentes, que se colaban entre los árboles que había a cada lado de
las mismas, separándolas… No obstante, seguimos mirando con atención y así descubrimos que no se
trataba de eso, sino de una silueta alta y huesuda, como si un esqueleto caminase por allí al amparo
de las sombras.
Lentamente, aquello dio unos pasos adelante, y a despecho de mi incredulidad, de todas las
reservas que mantenía, sentí un escalofrío que me recorrió la espalda hasta el cuello y un calambre
en los brazos. Aquel ser era alto, muy alto; tendría unos dos metros desde sus pies desnudos a la
cabeza, la piel parecía muy pegada a su calavera y a todo el esqueleto, igualmente, sostenía apenas
un pellejo sobre sus huesos. La nariz era grande, en caballete, y corvada hacia abajo como el pico de
los halcones y las águilas, y su mentón era prominente, resaltado por aquel pellejo oscuro que lo
cubría. Sus ojos parecían cerrados, pero bien mirados se observaba en ellos una depresión, lo que
indicaba que tenía las cuencas vacías. Los labios descarnados, entreabiertos, dejaban ver dos líneas
de dientes prietos. Los movimientos de la momia eran imprecisos, como los de un monstruoso
muñeco mecánico, o como había dicho Edina Laurace, como los de una marioneta movida por hilos
invisibles. Eso fue al principio, cuando dio los primeros pasos desde la puerta de la casa, porque
después pareció convulsa, como si estuviese presa de una fuerte agitación. Salió a la acera
caminando como si se le fueran a quebrar las rodillas huesudas, giró sobre sus pies como si fueran un
pivote, y fue en la dirección en que venía De Grandin.
Cualquiera hubiese salido corriendo despavorido ante una presencia tan horrible. Pero De
Grandin se detuvo y esperó tranquilamente a que la momia llegase a su altura; entonces giró sobre sí
mismo, haciendo que pasara de largo, con sus ojos azules muy abiertos y a la vez burlones, sonriendo
con unos dientes apretados como los de la propia momia, pero desde luego bastante más limpios.
—Vaya, vaya, Monsieur le Cadavre —dijo muy divertido—. Me parece que ha llegado el
momento de que obtengamos algunas conclusiones de todo esto, ¿no cree? Monsieur Joe-Louis, el
Louse al que usted asesinó, se lo puso fácil… Pero conmigo las cosas le van a resultar muy
diferentes. A mí no me va a matar, ¡claro que no!
Como un rayo de plata bajo la luz de la farola más próxima brilló su espada mientras se ponía en
guardia. La momia no pareció prestar mayor atención a la espada que había sacado De Grandin,
como si fuese de palo. Avanzó entonces hacia él sacudiendo golpes con su báculo como quien utiliza
un hacha. De Grandin acertó a parar sus golpes, y por un momento no se oyó más que el sonido del
acero chocando contra el báculo. En una de esas, la diestra mano del francés, que manejaba su arma
con la mano enguantada, acertó con un soberbio golpe en el báculo, y se libró de los ataques del
monstruo con un magnífico juego de esgrima.
La momia siguió hacia delante, sin embargo, de manera estúpida. O acaso haya que decir de
manera insensata, como un autómata. Seguía sacudiendo golpes al aire con su báculo, y sus
movimientos eran cada vez más ridículos bajo la luz de la farola. Mientras, De Grandin danzaba a su
alrededor tan ágil como una mera sombra a la que pudiese mover el viento. Era tan bella la escena,
que su espada, ciertamente, más que de acero parecía de plata. Una vez, dos veces, tres veces,
incontables veces, contemplamos embobados su danza, su esgrima perfecta que lo libraba a veces
por una pulgada del golpe brutal de la momia… Pero la momia no pesaría más de lo que le pesaban
los huesos, y comenzó a decrecer su fuerza bajo los golpes de la espada que le daba De Grandin, por
lo que empezó a tambalearse y trastabillar.
—Mais cest l’enfantillage! ¡Pero si esto es un juego de niños! —oímos que gritaba el
hombrecillo francés, tan vigoroso, por otra parte, riéndose de su huesudo enemigo—. Quien lucha
siendo un engendro de Satán, aunque se pretenda humano, es un imbécil… ¡Tranquilos, amigos míos!
—nos gritó cuando vio que hacíamos intención de salir de nuestras cubiertas para auxiliarle—. ¡Esto
es cosa mía y ya estoy a punto de concluir mi tarea! ¡Por el cielo que lo haré!
Y esquivando una vez más el ataque de la momia, lanzó De Grandin el suyo y hundió su espada en
el cuerpo de su huesudo adversario.
Ya ensartada la momia, De Grandin le dio un empellón con su mano izquierda, para extraer su
espada y hacer caer al monstruo… Luego metió esa misma mano izquierda en su bolsillo… Oímos un
clic. Acababa de encender el bonito mechero que utilizaba para dar fuego a sus cigarrillos.
Acercó la llama azul del mechero a la piel de la momia, que parecía apergaminada, y al momento
todo aquel montón de huesos envueltos en un pellejo soltó una llamarada amarilla, y aquel saco de
huesos que era el monstruo no tardó mucho en consumirse bajo el fuego. Ni el algodón impregnado
de gasolina hubiese ardido tan rápido. La llamarada se extendió en un segundo por el torso y los
miembros de la momia; aquella cosa pasó a ser pronto sólo un montón de cenizas humeantes.
—¡Ja, usted no había imaginado que me guardaba esta treta, Monsieur le Cadavre! —De Grandin
comenzó a remover los restos humeantes de la momia con la punta de su espada, como si fuera un
atizador de chimenea—. Era usted, desde luego, invulnerable a mi espada, porque no tenía nada que
el acero pudiese vulnerar, estaba usted realmente seco, amigo mío… Pero no contaba con esto,
¿verdad? Oh, no, claro que no, mi viejo y sucio camarada… Usted mató al pobre Joe-Louis the
Louse, y aterró a la encantadora mademoiselle Edina, e incluso llegó a herirla en un hombro, pero no
ha podido conmigo, ¿lo ve? Jules de Grandin, amigo mío, es un tipo listo y diabólico, capaz de ganar
un match a cualquier momia de Egipto. ¡Ya ha visto que no miento! Y ahora, amigos míos —dijo
volviéndose hacia nosotros—, concluyamos el trabajo según lo previsto en nuestra agenda… Creo
que ha llegado el momento de que tengamos unas palabras con el infame Monsieur Loftus.
Había un llamador de bronce en la puerta del número 18 de la Crescent Terrace y Jules de
Grandin lo utilizó para descargar unos cuantos golpes que sonaron como truenos. En principio no
hubo respuesta, aunque cabría decir que no la hubo en un buen rato, pero cierto tiempo después se
dejaron sentir unos pasos cansinos en el interior y la puerta se abrió apenas unas pulgadas. El tipo
que nos miraba era ciertamente grande y ancho, además de turbio. Le colgaban las mejillas como a un
perro de presa y tenía la boca pequeña y carnosa, como un niño abandonado o como una mujer terca,
y nos miraba a través de sus pequeños lentes con una falta absoluta de amabilidad, como si nos
perdonase la vida.
—¿Sí? —dijo con una voz blanda, oleaginosa.
—¿Es usted Monsieur Loftus? —preguntó De Grandin.
Aquel hombre lo miró como si intentase hacer memoria.
—¡Ah, es usted! —dijo—. ¿No anduvo por aquí esta tarde?
—Assurément, Monsieur, y aquí me tiene de nuevo, acompañado por estos señores de la
policía… Nos gustaría hablar con usted, si puede dedicarnos unos minutos. Aunque si no le
apetece… bueno, da igual, hablaremos con usted de todas formas.
—¿Quieren hablar conmigo? ¿De qué?
—De unas cuantas cosas… Por ejemplo, de esa momia abominable a la que usted devolvió a la
vida, o a una pseudovida, más bien, merced a ciertos encantamientos aprendidos en su condición de
miembro de la Société de la Résurrection Esotérique… Y también nos gustaría hablar con usted a
propósito de la muerte de Monsieur Joe-Louis the Louse, que tuvo la desgracia de cruzarse con esa
momia, y nos gustaría hablar también del ataque sufrido por Mademoiselle Edina Laurace, a la que
hirió su detestable criatura momificada.
La gorda cara de aquel tipo parecía transformarse por momentos. Su boca de niño abandonado o
de mujer terca comenzó a temblar convulsivamente, cayéndole la saliva por las comisuras.
—¡No pueden hacerme nada! ¡Lo niego todo! ¡Yo jamás he tenido una momia! —gritaba Loftus—.
¿Qué es eso de que he revivido a una momia? ¿Y cómo podría hacer que saliera a matar por ahí?
¿Quién iba a creerles si pretendieran realmente llevarme ante un jurado bajo esos cargos? ¡Ningún
juez querría oírles! ¡Ningún jurado podría condenarme!
—¡Cállese, cochon! —le gritó De Grandin, enérgico—. Suba esa escalera y haga la maleta… Lo
llevaremos al burean de police sin más dilaciones.
Aquel hombre alto y gordo dio un paso atrás sonriendo como si se apiadara de De Grandin.
—Si quiere usted hacer el ridículo… —dijo.
—Allez vous-en! —le gritó el francés señalándole la escalera—. Recoja sus cosas, o nos lo
llevaremos como está… Por cierto, he reducido a su execrable momia a cenizas… Y usted se
quemará en la silla eléctrica, no lo dude.
Mientras Loftus comenzaba a subir los peldaños, el francés dijo a Costello en voz baja:
—Tiene razón, ¡maldita sea! Ningún jurado, ningún tribunal moderno le condenará por esos
cargos, sobre todo en este país… Es como si lo acusáramos de volar en una escoba o de convertirse
en lobo.
—Es verdad, señor, tiene usted razón —le concedió Costello—. Lo hemos visto todo con
nuestros propios ojos; vimos cómo luchaba usted contra esa cosa, y que al final le pegaba fuego…
Pero si le decimos eso a un juez… nos mandará al manicomio sin remedio… ¡Seguro que hace eso,
mierda!
—Précisément… Por esa razón le ruego que salga usted al porche con los otros. Espérenme allí.
Tengo un plan.
—No puedo imaginarme de qué plan se trata, señor.
—No es necesario que sea usted testigo, amigo mío. Es más, será mucho mejor que no vea
nada… Haga lo que le he dicho, por favor. En un momento ese tipo puede hallarse de nuevo entre
nosotros, y entonces será muy tarde.
Salimos y esperamos en el porche.
—No se oye nada —dijo Dhogerty.
Pero no pudo añadir más, porque al momento oímos un grito estremecedor, a medias de terror y a
medias de protesta, por lo que decidimos entrar de nuevo. La puerta estaba cerrada con llave, sin
embargo, y Costello y Dhogerty intentaban derribarla mientras Schmelz y yo nos dirigíamos a una
ventana.
—¡Entremos! —dijo nada más romper los cristales el sargento Schmelz—. ¡Aguante, que ya
llegamos, De Grandin!
Costello y Dhogerty consiguieron derribar la puerta cuando Schmelz y yo entrábamos por la
ventana.
—¡Por lo más sagrado! —exclamó Costello.
Loftus yacía en el suelo, al pie de la escalera, sin vida, tan grotesco como un espantapájaros
gordo. Tenía la cabeza en un ángulo imposible, y sus brazos y piernas parecían ir a desprenderse en
cualquier momento del cuerpo, retorcidos sobre los codos y las rodillas.
De Grandin estaba a su lado, y por la expresión de su rostro no hubiera sabido decir si lloraba de
risa o si reía por no llorar.
—Je suis désolé, estoy completamente desolado, amigos míos —nos dijo—. Justo cuando
Monsieur Loftus estaba a punto de bajar la escalera, resbaló y bueno… Cayó pesadamente… Me
temo que se ha roto el cuello. Es más, sería capaz de asegurar que se ha roto el cuello… Creo que
está muerto, sin remedio. ¿No les parece lamentable?
Costello se quedó mirando a Jules de Grandin, y Jules de Grandin miraba a Costello, y no se veía
en sus rostros ni un gesto, nada.
—Usted no pudo ayudarle, ¿verdad, señor? —preguntó al fin el irlandés.
—¿Prestarle ayuda, mon lieutenant? Pues… no… Iba delante de mí cuando cayó rodando… No
pude sujetarle… Es lamentable, una desgracia, desde luego… Pero las cosas son así tantas veces…
—Sí, señor —dijo Costello en un tono de voz bajo, no muy convincente—. A veces pasan cosas,
uno nunca sabe lo que puede ocurrir… ¡Schmelz! ¡Dhogerty! ¿Por qué os quedáis ahí parados como
si nunca hubierais visto a un muerto? ¿Es que no sois sargentos del cuerpo de homicidios? ¡Vamos, en
marcha, vagos, más que vagos! Telefonead de una vez al coronel y decidle que tenemos un negocio
que endosarle…
—¿Y ahora, señor, qué vamos a hacer? —preguntó a De Grandin.
—Eh bien, mi querido amigo… ¿Qué pueden hacer dos hombres que acaban un buen día de
trabajo?
—Claro, doctor De Grandin, señor… Nada mejor que tomarse unos tragos, aunque no sean muy
grandes, ¿no es verdad?
Ambos intercambiaron un largo y solemne guiño.
Durante la segunda mitad del siglo XX, la progresiva conversión de la literatura en un mero
producto de consumo, así como el tremendo impacto popular del cine en aquellos lectores que,
tiempo atrás, consumían ávidamente pulp fiction, best sellers o cualquier otro tipo de narrativa
popular, dará como resultado un tipo de novelas y/o relatos híbridos que tienen su origen en un film
más o menos célebre. De esta manera, nace la novelización, un mercenario maridaje entre el cine y
la literatura que intenta repetir en las librerías, como parte de una estudiada campaña de marketing,
el éxito ya experimentado en las taquillas de un «producto» audiovisual. Así pues, películas tan
dispares como La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), Rambo. Acorralado, II
parte (Rambo: First Blood Part II, George Pan Cosmatos, 1985), Wyatt Earp (íd., Lawrence
Kasdan, 1994) o Spider-Man (íd., Sam Raimi, 2002), entre otras, han tenido su correspondiente
novelización e, incluso, films que, curiosamente, ya se basaban en una novela previa, como son los
casos de Ben-Hur (íd., William Wyler, 1959) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man
Who Shoot Liberty Valance, John Ford, 1962).
Por lo que respecta a las novelizaciones en el cine de terror, podría decirse que se trata de un
fenómeno relativamente reciente, de producción bastante discontinua debido a las peculiaridades del
género. Si ya resulta extremadamente difícil adaptar a la pantalla ciertos universos literarios a causa
de su extraordinario poder de evocación, de su textura narrativa y de su elaborada composición
verbal, sintáctica y semántica —cf. Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Algernon Blackwood, M. R.
James…— aún lo es más cuando una historia, unos personajes, una atmósfera, previamente definidos
por las imágenes cinematográficas, se transfieren a un texto fabricado sin excesivas ambiciones
artísticas. La clave del éxito de cualquier relato fantástico es que su autor «se asemeja a un
prestidigitador, que muestra para mejor ocultar, que describe con el fin de transcribir lo indecible»
(Le récit fantastique, por Irène Bessière. Ed. Larousse, col. “Themes et Textes”, París, 1974. Pág.
33), mientras que en el cine, el poder de sugestión se basa en la concreción del horror a través de una
vívida experiencia casi onírica, semejante a una pesadilla. No en vano, el excelente realizador
británico Terence Fisher (1904-1980), autor de films como Drácula (Dracula, 1958), The Curse of
the Werewolf (1960) o El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed, 1969), dijo:
«Por favor, yo jamás he rodado películas de horror. Son cuentos de hadas para adultos».
Por ello, el trabajo del escritor inglés John Burke cobra una mayor relevancia si tenemos en
cuenta su sólido oficio a la hora de novelizar algunos de los más importantes títulos de Hammer
Films Productions, compañía británica que lideró el resurgir del cine fantástico europeo entre 1957 y
1968. Burke, gracias a sus obras sobre películas como La maldición de Frankenstein (The Curse of
Frankenstein, 1957), The Revenge of Frankenstein (1958), La gorgona (The Gorgon, 1964) o
Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965) —todas ellas dirigidas por
Terence Fisher—. Rasputín (Rasputin, The Mad Monk, 1965), de Don Sharp, o The Plague of the
Zombies (1966) y El reptil (The Reptile, 1966), ambas firmadas por John Gilling, contribuyó a
afianzar aún más si cabe el «mito» Hammer en los países anglosajones. En todas estas
novelizaciones —publicadas entre 1966 y 1967 por Pan Books— supo ahondar en el sesgo
mitológico de sus personajes, en el recargado hálito gótico de sus siniestras aventuras, combinando
un funcional pero riguroso estilo literario atractivo para el lector/espectador.
Por eso, en su novelización de The Curse of the Mummy’s Tomb (1964) —segunda producción
«de momias» de Hammer Films, dirigida por Michael Carreras después de La momia (The Mummy,
Terence Fisher, 1959)—, llama poderosamente la atención cómo John Burke esquiva la atemperada
mediocridad de su modelo. Ilustración de los tópicos más recurrentes sobre el tema que nos ocupa —
aventuras arqueológicas, choque de culturas, capitalistas sin escrúpulos, científicos abnegados,
exotismo novelesco…—. The Curse of the Mummy’s Tomb, la película, es sólo un irregular
encadenado de brillantes momentos de terror —cf. el asesinato en la escalinata de un neblinoso
callejón londinense, y la lucha entre la momia y la policía, en las amplias estancias de una sobria
biblioteca— protagonizados, of course, por la vengativa momia, y poco más. En cambio, en su
versión novelada, La maldición de la tumba de la momia consigue un notable ejemplo de pulp
fiction, similar a la que británicos y estadounidenses consumían en los años veinte y treinta, bien
construida a nivel argumental, con dosificados toques de suspense y carente del farragoso humor que
salpica la película de Carreras. Su autor modificó, además, ciertos elementos dramáticos para lograr
un ritmo mucho más fluido, un tono más compacto. La lectura de La maldición de la tumba de la
momia perturba la lógica de la tradición literaria, altera la idea que críticos, escritores y periodistas
se han forjado acerca de este tipo de ficciones, pues ostenta un grado de dignidad y artesanal talento
poco habitual. Y para corroborarlo, basta únicamente comparar cualquiera de las novelizaciones de
John Burke con las de otros colegas concentrados también en el cine de horror de Hammer Films:
The Brides Of Dracula, de Dean Owen (Monarch Publishers, 1960) —según Las novias de Drácula
(The Brides of Dracula, Terence Fisher, 1960)—. Hands Of The Ripper, de E. Spencer Shew
(Sphere, 1971) —inspirada en Las manos del Destripador (Hands of the Ripper, Peter Sasdy, 1971)
— o The Sears Of Dracula, de Angus Hall (Sphere, 1971) —basada en Las cicatrices de Drácula
(Sears of Dracula, Roy Ward Baker, 1970)—.
Dejando a un lado su vinculación literaria con Hammer Films, John Burke —cuya primera
novela, Swift Summer (1949), mereció el Atlantic Award concedido por la Rockefeller Foundation—
ha sido, sin duda, el último novelista pulp del Reino Unido cuando ya habían desaparecido los
magazines y semanarios literarios que alumbraron dicha forma de concebir la literatura fantástica.
Sus antologías Tales of Unease (1966), More Tales of Unease (1969) y New Tales of Unease (1976)
causaron cierto furor entre los aficionados más selectos, entusiasmo que se enardeció con la
aparición del sombrío «detective de lo oculto» Dr. Caspian —personaje que, respetando
escrupulosamente las constantes del subgénero, es un investigador psíquico asistido por su fiel amigo
y cronista Bronwen Powys—, protagonista de tres novelas, The Devil’s Footsteps (1976), The Black
Charade (1977) y Ladygrove (1978). Burke es también responsable de dos divertidas novelizaciones
de la popular serie televisiva UFO (Gerry & Sylvia Anderson, 1970-1971), tituladas Flesh Hunters
(1970) y Sporting Blood (1971), según confesión propia, un par de trabajos alimenticios que firmó
con el pseudónimo de Robert Miall.
LA MALDICIÓN DE LA TUMBA DE LA MOMIA
(The Curse of the Mummy’s Tomb, 1966)[102]

Cabalgaron hacia donde se encontraba, en aquel lugar del desierto, antes de que pudiera
percatarse de su llegada. Trataba de clasificar el hallazgo recién hecho en la excavación, una serie de
potes, cuando un puñado de arena le golpeó el rostro. Dubois alzó los ojos indignado.
Tres beduinos a caballo le miraban. Tras ellos, mudos y temerosos, estaban los tres porteadores
que le habían acompañado hasta poco antes. El silencio de los caballistas inspiraba miedo, pero el
profesor Dubois no hizo mucho caso; se levantó lentamente y les preguntó qué se les ofrecía. Estaba
seguro de que oiría una historia, ya familiar, de robos y expolios, acaso más exhaustiva que las
anteriores. Los porteadores a veces eran quejicas, a veces aduladores y a veces agresivos… Ahora,
en vista de su actitud, estaba seguro de que podían ser agresivos.
—¿Qué queréis? —preguntó.
No hubo respuesta. Los porteadores le rodearon en un momento y le pusieron las manos a la
espalda. Al tratar de esbozar una protesta, una mano oscura le tapó violentamente la boca. Fue atado
al poste que señalaba el extremo de la zanja excavada, a partir de donde habría de proseguir con sus
excavaciones la semana siguiente.
Uno de los beduinos desmontó de su caballo y sacó un cuchillo. Dubois lo miraba incrédulo.
Aquello no podía estar sucediendo realmente; había trabajado con esa gente mucho tiempo, respetaba
sus costumbres, los empleaba y pagaba bien, les daba la oportunidad de conocer un sinfín de cosas
acerca de su propia historia…
El beduino puso la hoja de su cuchillo en la cara de Dubois. Sentir el acero le hizo estremecerse.
Los otros, ante aquella escena, reían salvajemente. La hoja del cuchillo brilló al sol unos instantes y
luego se hundió en el vientre de Dubois.
Dubois se dobló sobre sí mismo e intentó desasirse del poste y escapar. Trató de gritar, pero no
le salía más que un lamento ahogado. Temía que uno de los porteadores le cortara la mano derecha.
Lúe el beduino quien alzó de nuevo el cuchillo, que ya no brillaba al sol. La hoja estaba teñida de
sangre. Un instante después aquella hoja seccionaba la mano derecha de Dubois, que vio con espanto
cómo caía sobre la arena.
II

La expedición de King en 1900 encontró pocas dificultades para iniciar sus trabajos en Egipto,
financiada por un americano poseedor de una gran fortuna, Alexander King, y dirigida por los dos
egiptólogos más reputados que Francia e Inglaterra podían aportar, era lo suficientemente prestigiosa
como para superar cualesquiera objeciones, tanto privadas como oficiales. Los ladrones de tumbas,
los especuladores franceses de 1877, habían dejado a sus espaldas un auténtico saqueo en las ruinas
de Abydos, sembrando con ello la hostilidad hacia los europeos, a los que se consideraba carentes
de escrúpulos y muy aprovechados. Flinders Petrie, sin embargo, hacía intentos por devolver su buen
nombre a los arqueólogos que trabajaban seriamente, y no obstante la impetuosidad que caracterizaba
al emprendedor Alexander King, la reputación de los profesores Pierre Dubois y sir Giles
Dalrymple, abrieron a la expedición las puertas del Valle de los Reyes. Algunos observadores
escépticos sugirieron que se le cambiara el nombre por el de Valle de Alexander King, pero no
obstante estos reparos, ajenos a las risas y a las burlas de dichos observadores, los arqueólogos se
aplicaban a la delicada tarea de excavar en busca de las tumbas y hacer un escrupuloso recuento de
lo que encontraban en ellas. Dubois y Dalrymple no tenían interés alguno en llevarse cosas que
pudieran vender luego con provecho, ni convertirlas en objeto de orgullo nacional ofreciéndoselas a
cualquier museo de la avaricia y la rapiña. Realmente querían profundizar en lo más oculto del
conocimiento de los faraones. Querían encontrar los eslabones perdidos en la sucesión dinástica. Las
momias de muchos reyes y príncipes del antiguo Egipto habían ido desapareciendo a lo largo de los
siglos, destruidas por lo general a manos de los vándalos… Pero quizá quedasen aún muchas que,
simplemente, no habían sido descubiertas.
El rey Sechembre Shetaui y su consorte, por ejemplo, habían sido irreverentemente ultrajados por
los ladrones de tumbas. Pero ¿indicaba eso que el gran Ra Antef, desaparecido del lugar donde
habría de reposar eternamente en el Valle de los Reyes, también había sido destruido? ¿Y dónde
estaba Tuthmosis IV, y dónde estaría el rey joven, Tutanhkamon? Los arduos trabajos para fijar una
cronología harto complicada y la investigación hecha en las tumbas, podrían confirmar sus teorías
acerca de la desaparición de muchos hombres de menor importancia de la antigüedad, cosa que, no
obstante, suponía la pérdida igualmente de los eslabones dinásticos. Bajo aquel sol hiriente, en el
ambiente podrido que preservaba las pirámides y las inscripciones que podrían quedar destruidas
tranquilamente a manos de hombres de otros países, sólo un fanático perseveraría… Dubois y
Dalrymple eran unos fanáticos de su trabajo, y además estaban orgullosos de serlo. Habían
consagrado sus vidas al estudio de la muerte y sus enredos.
Dubois llevaba como asistente a su hija, Annette. Sir Giles tenía consigo a John Bray, un joven
procedente de Cambridge, muy inteligente y bien preparado. Todos soportaban de buen grado la
presencia intermitente de Alexander King, pues al fin y al cabo era quien les procuraba dinero, y si
en ocasiones resultaba difícil tratar con él respetuosamente, no es menos cierto que le mostraban
gratitud. Por suerte para ellos, el americano no podía soportar mucho tiempo el clima del desierto;
sus visitas, así, eran breves, pues ansiaba regresar cuanto antes a su confortable hotel de El Cairo,
dejando a los arqueólogos que cavaran y buscasen, que hicieran acopio de datos y que especularan
con ellos, ya se tratase del ínfimo fragmento de una vasija, o de un rastro mínimo de algo que pudo
haber sido una inscripción significativa.
Después de diez meses de arduo trabajo descubrieron un pequeño paso de piedra, lo que hizo
suponer a los investigadores que al fin podrían ofrecer a las generaciones venideras el hallazgo de,
al menos, una pequeña cámara mortuoria. Las excavaciones que hicieron después de dar con ese
pequeño paso de piedra les reafirmaron en su convicción de que no se trataba de un descubrimiento
menor. No era, desde luego, una tumba perteneciente a los tiempos anteriores al inicio de las
dinastías, pero cuanto más se adentraban en aquella profundidad más cosas de interés encontraban.
Tras seis días de esfuerzos indecibles accedieron al umbral de una amplia cámara mortuoria. Habían
llegado a la gran puerta que les conduciría al pasado… Allí estaba la esfinge de Anubis, el de la
cabeza de perro, patrón de los embalsamamientos y guardián de las tumbas.
Cuando empujaron la puerta para entrar, comprobaron que el polvo de los siglos idos llenaba el
ambiente. El aire, pues, resultaba pesado, irrespirable y soporífero; parecía contener la textura y los
ecos de una civilización que se hubiese esfumado. Impregnaba las ropas y los cabellos de los
intrusos que habían descubierto el acceso a la cámara, y se les metía a través de las fosas nasales
para llevarlos a un estado próximo a la estupefacción y quitarles toda intención de ir más allá, de
seguir adelante.
Pero continuaron avanzando.
Ante otra puerta estaba la esfinge de Bubasti, la de la cabeza de gato, y un poco más allá de ella
una rica muestra del mobiliario fúnebre, junto a las pertenencias del príncipe. Había estatuas de su
dios, armas, granos y semillas, ropajes suntuosos y joyas; y junto a la pared del fondo estaba el
sarcófago, magníficamente ornado, que contenía los restos del príncipe. Sus ojos pintados aún
poseían una mirada llena de sabiduría que no podía por menos que aterrar a los que habían osado
aventurarse en su cámara fúnebre. Alrededor del sarcófago había jarras y papiros en los que se
mostraban diferentes modelos de barcos. Todo, pues, le había sido bien dispuesto para su travesía al
otro mundo.
Los intrusos estaban a la vez admirados y espantados del esplendor de quien yacía ante ellos.
Eran estudiosos acostumbrados al acopio y clasificación de objetos y restos intangibles de la
historia, pero se veían superados ahora por la magnitud y cantidad de lo que se ofrecía a sus ojos,
aunque al tiempo sentían una impresión, una emoción inclasificable, sugerida por la presencia del
gobernante muerto tantos siglos atrás. Procedieron a catalogar y describir los objetos que allí había,
así como a la traducción de los jeroglíficos… Pero con todo y con eso, hubieran sido incapaces de
hacer una descripción siquiera mínima de la pavorosa y a la vez emocionante sensación que
experimentaron en el interior de la cámara mortuoria.
En un oscuro rincón había un buitre tallado, que reposaba sobre el brazo de un sillón. Había
auténticos tesoros por doquier: en los rincones, en las paredes, por el suelo… Ningún
descubrimiento podía compararse al que habían hecho desde los tiempos en que Napoleón cayó
sobre Egipto y dio la orden de que fueran abatidas las puertas que conducían al pasado.
Dubois y Dalrymple, sin embargo, consiguieron recobrarse pronto de la estupefacción primera.
Casi al instante habían iniciado la reconstrucción de aquel periodo histórico que la tierra les
mostraba abriéndoles su seno. Su interés académico se impuso pronto, pues, al embotamiento de los
sentidos y de los pensamientos que les había provocado el descubrimiento de aquella sagrada cámara
mortuoria.
Annette Dubois, sin embargo, no conseguía recuperarse de la primera sensación sufrida. De pie,
inmóvil tras su padre cuando éste empujó la puerta para acceder a la cámara, apenas lo hubo hecho
sintió la necesidad urgente de huir de allí, de salir corriendo, aunque no lo hizo aun sabiendo ya que
todo aquello tenía un significado sobre el que acaso alguien debiera exponer su pensamiento, aunque
no quería ni oír las palabras que lo expresaran. Sentía que en aquella cámara había un peligro tan
evidente como agazapado, lo que le hacía sentir, a la vez, la necesidad de dar marchar atrás y
abandonar aquel proyecto para siempre, cuando todavía estaban a tiempo de hacerlo. Pero el influjo
que su padre ejercía sobre ella, así como su ejemplo, eran muy poderosos. Annette, por ello, siguió a
pie firme, no huyó, pero sólo se decidió a entrar en aquel lugar clausurado durante más de tres
milenios cuando su padre lo hizo y alumbró con su linterna aquellos oscuros y siniestros rincones.
Albergaba la terrible sensación de profanar la mascarilla sagrada y orgullosa de aquel hombre que
había decidido permanecer allí eternamente. Temblaba Annette mientras ayudaba en el acopio de
objetos y de datos. El ambiente pútrido y asfixiante de la cámara, el polvo que se le metía por la
nariz y raspaba en su garganta, el silencio mortal que imperaba en aquel interior, todo eso,
permanecería con ella por el resto de su vida, sin remedio. Sentía que al entrar en aquella cámara
mortuoria había contraído una enfermedad para la que no había curación posible.
Annette estaba aterrorizada, pero no obstante aquel pánico que la poseía siguió con su trabajo sin
decir una palabra. La rutina de las excavaciones y de la clasificación de lo descubierto, en cualquier
caso, no la absorbía como a los otros. En los días que siguieron al descubrimiento de la cámara se
sentía desfallecer de continuo bajo el sol inmisericorde. El sol, o quizá el espíritu vengativo de la
momia descubierta, minaba lenta pero implacablemente sus fuerzas, dificultaba su paso por las
arenas del desierto. Un día se atrevió a sugerir a su padre la posibilidad de que, al menos ella,
abandonara el lugar, y vio en sus ojos una absoluta reprobación. Siempre había creído y confiado en
ella, haciéndola sentir indispensable para su trabajo, tratándola como a la discípula más aventajada
de cuantas había tenido. Y ahora parecía una típica mujer común, desequilibrada, temerosa y débil.
No tardó mucho en decir bruscamente que sólo permanecería en las excavaciones el tiempo mínimo
imprescindible. Más aún, se quedaba a cubierto del sol en la cueva mientras los otros hacían el
recuento y clasificación de lo hallado. Annette, así, se convirtió en una especie de cajera de la
expedición, limitándose a hacer la anotación de cuanto su padre y Dalrymple descubrían, en largas
hojas de papel que escribía a la sombra.
Incluso entonces, cuando apenas participaba en las demás actividades de la expedición, el miedo,
un auténtico pavor, seguía con ella. Un pánico que se le acrecentó aquella noche en que su padre
tardaba en regresar a la cueva, cuando ya tenía que haber concluido la excavación en la que se
desempeñaba.
Unas lámparas de aceite daban luz a la entrada a la pequeña cueva donde habían establecido su
cuartel general. La cortina que habían puesto a la entrada estaba echada, por lo que no entraba un
poco de aire; tampoco llegaba hasta allí un sonido mínimo, un ruido que saliera de la árida extensión
de arena y rocas circundantes. Podría haber sido una aventura romántica. Incluso pensó que, cuando
pasara todo aquello y volviera su padre, seguramente le parecería una aventura romántica, un lugar
romántico aquella cueva… Pero ahora se le hacía un lugar inhóspito y siniestro.
John Bray venía de lavarse los brazos y las piernas en el fondo de la cueva, para quitar de ellos
el polvo acumulado durante las excavaciones. Annette se quedó mirándolo y le hizo la pregunta que
ya le había hecho varias veces.
—¿Qué hora es?
El rostro de Bray, recio y curtido por el sol, mostró contrariedad. Pareció que hacía un gran
esfuerzo, un esfuerzo incluso exagerado, mientras sacaba lentamente su reloj de bolsillo, de oro, y
dijo:
—Han pasado diez minutos exactos desde la última vez que me lo preguntaste.
—Perdona —dijo ella.
Su padre solía regresar a la cueva poco antes de que anocheciese. Annette no podría estar
tranquila hasta que lo viera llegar.
—Quizá haya encontrado algo de interés especial —dijo John Bray para tranquilizarla.
—Sí, esa jarra canónica —dijo ella tratando de hacer una broma—. Quería reconstruirla y quizá
se le haya pasado el tiempo haciéndolo…
—Querida, me refería a algo de mucho más interés que eso —dijo Bray—. Puede que se haya
encontrado con una doncella de los desiertos…
Annette se esforzó en sonreír.
—La única doncella del desierto con la que mi padre ansia encontrarse —respondió ella— está
momificada, no lo dudes… Y tiene más de tres mil años.
John asintió.
—Bueno, la verdad es que me parece un poco vieja incluso para tu padre.
Annette dejó al fin escapar una carcajada. En realidad quería reír. Deseaba que todo volviera a
ser divertido y grato como antes.
—Eso está mejor —dijo John—. ¿Quieres beber algo?
Sin esperar respuesta fue al pequeño aparador que sir Giles había instalado en un canto saliente
de la cueva. Dalrymple nunca viajaba sin eso que decía era su botiquín… El mueble, por lo demás,
un mueble de su entera invención, tenía la cerradura a prueba de los ladrones de tumbas con menos
escrúpulos.
—¿Es que quieres emborracharme? —dijo Annette.
John miró a su alrededor, como si buscase algo en las paredes y en el suelo de la cueva.
—No, aquí no… Tampoco esta noche… Aunque quizá más adelante, cuando hayamos regresado a
París…
Annette miraba su grotesca sombra en la pared, al tiempo que miraba también a John, que se
dirigía a ella con un vaso de vino; Annette pensó, aunque de manera un tanto abstracta, que cuando
estuvieran de regreso en París quizá le gustara verlo… A lo largo de aquellos doce meses que
llevaban trabajando juntos, haciendo los planes pertinentes en Europa, primero, y llevándolos a la
práctica sobre el terreno, después, algo indefinible había ido creciendo en ellos, algo que hacía que
les gustase estar juntos. Además, sabía que daría a su padre una gran alegría si le decía que iba a
casarse con John. Y sir Giles también bendeciría su matrimonio… John, estaba segura de ello, le
gustaba.
¿Y ella?
John se detuvo ante Annette, le ofreció el vaso y la besó… Sí, le gustaba mucho John, se llevaba
muy bien con él, y era evidente que también él con ella. Les gustaban las mismas bromas y el mismo
tipo de vida. John era inteligente, creativo, un joven bien dispuesto siempre, atractivo al punto de
hacer que a ella le gustase estar a su lado… Además, no había la menor duda por parte de nadie de
que algún día sería famoso y reconocido como uno de los mejores en su especialidad, algo que, al
menos hasta entonces, a ella le había parecido la carrera más importante de todas.
Incluso entonces, cuando su corazón parecía debilitado ante la adversidad, roto por el control
perdido de sí misma, pensar en aquellos años por venir, que podían resultar tan espléndidos como el
año anterior, excavando, clasificando hallazgos de gran interés, pactando con nativos desconfiados y
con unas autoridades poco dispuestas en un principio a darles su apoyo, le hacía recobrar el ánimo,
al menos parcialmente. No en vano, hasta entonces había disfrutado de su trabajo tanto como los
otros. Aunque… ahora, cierta intuición que tenía la hacía considerar el peligro de que hubieran
llegado a un punto sin posible retorno.
En el exterior, súbita e imprevisiblemente, se levantó el viento. Llegó envuelto en un coro de
voces árabes, al que ordenó silencio, con su tono bien conocido de autoridad, sir Giles Dalrymple.
Poco después entraba sir Giles en la cueva.
Era un hombre voluminoso, incapaz de adelgazar ni siquiera tras semanas de duro trabajo a pleno
sol. Su voz fuerte y tajante no casaba bien, por ello, con su aspecto rubicundo y con su cara un tanto
aniñada a pesar de sus años. Cualquiera esperaría de él una vocecilla amable, aun cuando hablara
con la precisión y el laconismo militar que le eran propios. Su voz le hacía más fuerte, incluso más
rudo, de lo que realmente era. No obstante, siempre había conducido a sus colegas, incluso por los
vericuetos más intrincados y peligrosos, con aparente impasibilidad. Sólo parecía gentil y
caballeroso cuando excavaba; entonces tomaba con mimo entre sus dedos cualquier mínimo
fragmento de lo que fuese, cualquier leve pista, temeroso de que se le convirtiera en polvo.
Ahora, sin embargo, parecía cansado y molesto. Su expresión era la propia de quien va a
anunciar un desastre. Annette le conocía bien. Ya estaba de pie antes de que sir Giles llegara hasta
ella.
—Annette, querida…
—¿Dónde está mi padre? —preguntó ella.
Sir Giles se detuvo en seco. Hashim, el representante del Gobierno egipcio, un hombre oscuro y
enjuto, que los acompañaba desde el inicio de las excavaciones, entró en la cueva tras sir Giles y
descorrió la cortina. Entraron también dos hombres de barba cerrada con unas parihuelas. Annette no
podía ver el rostro del cuerpo que llevaban entre ambos, pero no lo necesitó. Supo de inmediato que
había ocurrido lo que temió durante la espera.
Los dos hombres con barba avanzaron hasta el centro de la cueva y dejaron las parihuelas en el
suelo. Cayó la sábana que cubría el cadáver para mostrar el rostro del profesor Dubois. Tenía la
boca contraída en un rictus de pavor. Sus ojos de espanto parecían mirar al techo.
John Bray reaccionó violentamente. Annette, anonadada, lo sintió pasar como una exhalación a su
lado y vio que se abalanzaba contra uno de aquellos hombres con barba, uno bajo y huesudo, al que
derribó al suelo.
—¡John! —le gritó sir Giles, sujetándolo de un brazo.
—¡Ha sido él! —gritó John señalando al representante gubernamental—. Lo ha hecho
deliberadamente, es el líder… Lo he visto alentándoles…
Hashim dio un paso al frente.
—Está usted en un error, Mr. Bray… Nosotros no incitamos a matar.
—Sé muy bien lo que hacen —replicó John con rabia—. Hemos tenido unas cuantas
demostraciones en los últimos meses… El robo de nuestros descubrimientos… La incitación
continua para que desertaran quienes trabajaban con nosotros… Sí, claro que sí —estaba realmente
furioso—; al principio se mostraban agradecidos… Teníamos dinero y estaban ustedes muy felices
poniendo las manos para que se lo diésemos… Pero entonces descubrimos la tumba de Ra Antef…
Echaron un vistazo a su interior y decidieron que lo que hay allí tenía que ser para ustedes… Y ahora
—se interponía entre Annette y el cuerpo sin vida de su padre, para que ella no pudiera verlo—,
bien, he aquí lo que han hecho ustedes al profesor Dubois… Quieren aterrorizarnos, que nos
larguemos de aquí, ¿verdad?
—¿Cómo osa usted hacernos tales acusaciones? Mi Gobierno y yo les hemos ofrecido toda la
cooperación posible.
—Ustedes no…
—Caballeros, por favor —terció sir Giles, amable pero firme—. Ésta no es manera de honrar la
memoria del profesor Dubois.
Ordenó a los porteadores que levantasen de nuevo las parihuelas. Miraron nerviosos a John, pero
obedecieron. Llevaron el cadáver a una suerte de pequeña cámara que había al fondo de la cueva.
Annette los contemplaba muda. Las fuerzas la habían abandonado. Quiso seguirlos, tocar a su padre,
decirle que despertara, que no siguiera allí, inmóvil y silencioso. Pero no podía ni moverse.
—Debo pedirles que se vayan —dijo Hashmi.
—Mañana levantaremos el campamento —dijo sir Giles—, hemos de regresar a El Cairo.
Hashmi, incrédulo, se dirigió entonces a John.
—Pero aún no han concluido ustedes su trabajo —dijo.
—Por el bien de los tesoros encontrados, y por nuestra propia seguridad, seguiremos haciendo el
inventario en la ciudad —dijo John, sarcástico—. Da la impresión de que su estrategia al fin le ha
dado los resultados apetecidos, Hashmi… Ahora recogeremos nuestras cosas y nos iremos de aquí,
ya ve.
Los ojos de Hashmi parecían esconderse en una sombra impenetrable. La débil llama de la
lámpara de aceite que pendía de una percha, cerca de él, en vez de iluminarle lo mostraba más
oscuro. Entonces, en un tono de voz muy bajo, casi en un susurro, dijo algo que, no obstante, retumbó
como un eco en la cueva:
—No podrán irse de aquí… No podrán escapar a la maldición de la tumba de la momia.
Annette sintió que el corazón le daba un vuelco. Como sabía que su padre siempre había
rechazado la simple idea de que pudieran darse tales maldiciones, no se decidió a comentar siquiera
vagamente algo acerca de las antiguas leyendas de los faraones que habían sellado sus tumbas, no
con cera ni metales, sino con una maldición. Ella había experimentado cuán poderoso era aquel
encantamiento nada más entrar en la tumba.
—No diga tonterías, Hashmi —replicó John.
—Estamos condenados a morir —dijo Hashmi agachando la cabeza; por un momento pareció que
oraba—. Yo también estoy condenado a morir porque he cometido una profanación, como ustedes…
Yo también soy un transgresor… Por eso hemos sido condenados.
—No sé por qué quiere ponerme una venda en los ojos con esas viejas leyendas…
—No es una venda lo que oscurece sus ojos, Mr. Bray, sino la incapacidad de ver.
Con mano diestra sir Giles abrió su aparador. Se sirvió una copa de brandy que bebió de un
trago.
—No pesa maldición alguna —dijo John lentamente— sobre la tumba de Ra, Hashmi… Allí no
hay más que los huesos y las pertenencias de un príncipe de la antigüedad. Deberíamos admirarnos
de tan grande descubrimiento en vez de pensar que es cosa del demonio.
Annette se vio entonces caminando hacia el camastro donde los dos porteadores con barba habían
dejado el cuerpo sin vida de su padre… Los porteadores salieron de allí, pegados a la pared,
tratando de poner la mayor distancia posible entre John Bray y ellos.
Annette se inclinó sobre el camastro. Y entonces gritó.
Un brazo caía de un lado del camastro; el otro, en la parte contraria, doblado sobre el cuerpo,
mostraba un muñón sanguinolento. Junto al cuerpo estaba la mano cortada, y junto a ésta el cuchillo,
con la hoja ensangrentada.
Sir Giles corrió hacia ella, la sostuvo en sus brazos y la sacó de allí. John corrió hacia el
camastro y se detuvo de golpe, horrorizado.
—Será mejor que nos vayamos de aquí cuanto antes —dijo.

III

Trabajaron enfebrecidamente toda la semana, revisando informes, añadiendo datos, elaborando


minuciosos diagramas para describir la cámara mortuoria, haciendo una meticulosa descripción, en
suma, de los tesoros que allí habían descubierto. Ningún estudioso podría decir en adelante que la
Expedición King no había procedido de manera estrictamente científica, que sus excavaciones no
fueron fructuosas. Llegaron de El Cairo una gran cantidad de cuévanos y recipientes para guardar
todo aquello, además de un carro de madera. Hashmi, realmente asustado por el destino, por el mal
hado que en su sentir acechaba a los europeos, habida cuenta de lo que le había sucedido al profesor
Dubois, iba de un lado a otro haciendo gestiones ante el Gobierno egipcio y ante los responsables del
Museo de El Cairo. John seguía mirándole con reticencia, continuaba sospechando de él, aunque por
otra parte no le quedaba más remedio que admitir que Hashmi trabajaba con denuedo a favor de los
descubrimientos hechos. Quizá sólo fuese que aquel egipcio taimado y esquivo deseaba que se fueran
cuanto antes, sin más, y trataba por ello de allanarles el camino de regreso a casa.
En uno de esos viajes que hacía al lugar donde se habían producido las excavaciones, le
acompañaron dos veteranos conservadores del Museo, que iban de mala gana acaso porque el viaje
había interrumpido su perezoso estar en el trabajo al que se dedicaban, pero que se sorprendieron
mucho al ver a plena luz del día las excavaciones. El resultado inmediato de aquello fue la oferta de
setenta mil libras que hizo el Museo a los arqueólogos, a cambio de los tesoros de Ra Antef. Con eso
bastaba para sufragar los gastos de la expedición y para que obtuvieran los científicos un buen
provecho económico de sus esfuerzos.
Sir Giles estaba encantado. John compartía su entusiasmo, ciertamente, pero no dejaba de señalar
que la decisión final acerca de si aceptar o no la oferta correspondía a Alexander King.
—Convencerán ustedes a Mr. King de que es una buena oferta, la mejor oferta, ¿verdad? —decía
Hashmi—. Además, así ese tesoro quedará entre nosotros, en nuestro país.
—Creo sinceramente que sí, que esos tesoros deberían permanecer en su Museo —aceptó sir
Giles.
Hashmi hizo un gesto de alivio.
—Así quizá cese la maldición —dijo.
Sir Giles, un hombre de gran tacto, guardó silencio. John, más temperamental, a punto estuvo de
dar réplica a las palabras del egipcio, que para él carecían de sentido y en todo caso no intentaban
más que ocultar los motivos reales de su afán por que abandonasen las excavaciones, pero guardó
silencio igualmente al ver el ceño fruncido de sir Giles.
En los dos últimos días, sin embargo, habían tenido ocasión de intercambiar opiniones al
respecto y de argumentar acerca de muchas otras cosas. Habían precisado de ayuda para sacar de la
cámara los tesoros ya debidamente relacionados en sus informes, relacionados pieza a pieza, cabe
decir, y sólo quedaba allí el sarcófago. No habían intentado sacarlo, por supuesto, pues para eso
requerían de la ayuda de los porteadores, pero sabían que aquellos hombres no se atreverían a entrar
en la cámara mortuoria salvo si se les permitía hacerse con los trozos de estaño desprendidos del
mobiliario fúnebre.
Finalmente sacaron de allí el sarcófago que contenía los restos momificados del príncipe para
llevarlo al mundo exterior. En tiempos, Ra Antef había vivido y disfrutado bajo aquel mismo sol;
había cazado gansos salvajes, como lo mostraban las tallas hechas en la madera de sus sillones,
había pescado en el Nilo y se había recostado para oír plácidamente cómo los músicos tocaban y
cantaban para él. Luego, cuando le llegó la muerte, fue enterrado con todo aquello que pudiera
hacerle más grato el tránsito a la otra vida. Pero ahora retornaba, aún esplendoroso, a su intenso y
ardiente antiguo mundo de los vivos.
Sir Giles supervisó la tarea de depositar el sarcófago en el carro que había sido acondicionado a
propósito. El sudor le bañaba la cara. Quería, ante todo, evitar cualquier accidente que pudiera
afectar a la preciosa carga que se disponían a transportar. No quería ni pensar que aquello pudiese
sufrir el menor daño.
Un poco más allá, sobre una leve loma, John abrazaba a Annette mientras observaban las
operaciones.
—¡Cuidado! —repetía sir Giles—. ¡Tú, Hassan, sujétalo por el otro extremo!
Por momentos sólo se dejaba sentir el crujido de la madera del carro.
—¿Todo bien, John? —preguntaba sir Giles—. ¿Observas algún problema?
—No, todo va bien…
—Perfecto… ¡Ya está!
Rieron contentos los porteadores, entre gritos y vítores, pues allí concluía su tarea.
—Bien, ya hemos acabado… No creí que lo hiciéramos tan pronto —dijo John mirando las hojas
con informes que tenía en las manos; sacó después un lápiz y escribió algo más, concluyendo así el
inventario que hacía—. Annette —dijo después—, guarda esto en algún lugar donde esté a salvo.
Ella tomó los papeles que le ofrecía. Tenía un gesto grave. Su rostro mostraba tristeza y
desconsuelo. John se dijo que no estaría del todo contento hasta que la sacaran de allí. Le había
sugerido que se fuera del país mientras sir Giles y él concluían su trabajo, pero Annette se había
negado a hacerlo. Quería contemplar el final de las operaciones. Odiaba aquel lugar y todo lo que
suponía, pero como buena hija de su padre, de quien había recibido siempre el mejor ejemplo, jamás
dejaba una tarea sin acabar. Había trabajado en los últimos días sin ganas, abatida siempre, sin el
interés demostrado en otras excavaciones, hechas en otro tiempo y bajo circunstancias muy
distintas… Parecía encerrada en sí misma. John, sin embargo, aguardaba ansioso ahora el momento
en que estuviesen lejos de allí, suponiendo que así volvería a verla sonreír, que ella aceptaría otros
planes para más adelante, acaso el de contraer matrimonio, entre otros.
Sir Giles dio una vuelta alrededor del carro y acarició el sarcófago como si se tratase de una
mascota muy querida. Luego, en avanzadilla, inició el ascenso de la loma para dirigirse a la cueva
que hacía de cuartel general de las operaciones. John pensó que parecía al menos cinco años más
joven de lo que realmente era. Había concluido su misión. Había cesado la tensión, justo lo que John
ansiaba que le pasara a Annette.
—Acabamos de protagonizar un hito realmente histórico en la arqueología —proclamó sir Giles
—. Nuestros nombres jamás caerán en el olvido, muchacho… ¡Nunca! Ahora dispondrá el Museo de
una colección completa de mobiliario fúnebre, así como la momia en mejor estado de conservación
que jamás haya sido descubierta —hizo una pausa, mientras contemplaba el sarcófago con arrobo, y
concluyó—: ¡Esto es un triunfo vuestro, mío, de toda la humanidad!
Una oscura figura se dirigía a la cueva, donde ya estaba Alexander King, que acababa de llegar
para observar el final del trabajo de su expedición.
—¡Hashmi! —dijo John con bastante pesadumbre—. Me pregunto qué estupidez se le ocurrirá
ahora…
—Creo que no eres justo con él —le dijo sir Giles y se dirigió de inmediato al egipcio—. Bien,
Hashmi, creo que podemos felicitarnos todos, y celebrar nuestro éxito… Únase a nosotros. Su
Gobierno ha de estar muy contento con usted…
Aparentaba dignidad, como si se sintiese ultrajado. Era un hombre insignificante comparado con
el poderoso Alexander King, pero parecía crecerse ante todo lo que se relacionara con el americano.
—Me parece que no entiendo su sentido del humor, sir Giles… No comprendería que hablase
usted en serio —dijo abiertamente; honestamente, cabría decir—. En cualquier caso, tendré que
discutirlo con mis superiores.
—Pues vaya usted y hágalo, pídales permiso para celebrar…
Hashmi se volvió hacia sir Giles, que contemplaba el pequeño aparador en el que tenía la
bebida.
—Sir Giles —dijo Hashmi—, espero que su integridad y buenos modales prevalezcan en todo
momento.
—¡Sir Giles trabaja para mí! —exclamó entonces Alexander King con una voz filosa y tajante.
Hashmi asintió pensativamente. Comenzó a caminar en dirección a la salida de la cueva.
—Hemos de dar algunos pasos previos, en cualquier caso —dijo—. Si me disculpan, señores…
King le hizo con la mano el gesto de que se fuera. Luego se burló del egipcio.
—¡Bah!, son todos iguales… Siempre intentando fastidiarnos con lo que sea —dijo—. Bueno,
dejémosle que pregunte, que investigue, que compruebe lo que le venga en gana… No encontrará
nada en lo que hacer hincapié, ni alterar mínimamente nuestros planes. Hablemos de ciertos
detalles…
Sir Giles no pudo aguantar más. Abrió el pequeño aparador y llenó unos vasos —sobre todo el
suyo, que casi rebosaba—. John aceptó la bebida, aunque comprobó que no le sabía tan bien como
otras veces.
—El 3 de marzo presentaremos nuestro descubrimiento en Londres —anunció entonces
Alexander King.
—¿Lo dice en serio? —se extrañó sir Giles.
—Siempre hablo en serio… Y usted irá donde le diga mi dinero que vaya.
Sir Giles contempló silenciosamente su vaso ya vacío y decidió que debería llenarlo de nuevo…
Se lo bebió entonces de un trago.
—Pero…
—Usted —lo interrumpió King— me ha dicho que se trata de un descubrimiento único, ¿no es
así? Uno de los descubrimientos más grandes jamás hechos, ¿verdad? Algo que no se olvidará en
siglos, ¿me equivoco?
—Pero por el bien de la humanidad…
—¿Y quién mejor que yo puede obrar por el bien de la humanidad? —volvió a interrumpirle
King—. ¿Acaso usted? ¿Es que de veras pretende dejar todo eso en un oscuro y polvoriento museo
de un país de camelleros, donde no lo podrán contemplar más que pequeños grupos de turistas alguna
tarde en la que llueva? Yo quiero mostrar al mundo nuestro descubrimiento… Bien, si la gente ansia
educación, yo se la daré, claro que sí… A diez centavos la entrada.
Sir Giles enrojecía por momentos a causa del brandy y de la rabia que sentía. Los dos se miraban
fijamente, como retándose. Sir Giles, sin embargo, optó por la pomposidad en sus maneras, aunque a
la vez parecía pedir clemencia, hallarse perdido. John jamás le había visto así.
—No podemos hacer eso —dijo sir Giles desprovisto de toda convicción; miró en derredor suyo
y añadió—: No podemos hacerlo… King, Mr. King —dijo mientras posaba el vaso—, si insiste
usted en semejante locura, no me quedará más remedio… que… rechazar toda responsabilidad en
este asunto.
—Dígame de verdad quién está cometiendo una locura —le dijo King.
—No puedo sostener algo semejante —titubeó sir Giles.
Entonces salió de allí con aparente decisión. Pero en realidad no tenía adónde ir, no sabía hacia
dónde encaminar sus pasos; se quedó a la entrada de la cueva, meditabundo, sin saber bien qué hacer,
si quedarse o irse definitivamente.
Hubo una tensa pausa y un silencio más que enojoso. Alexander King esperó un rato, y luego se
dirigió a John. Mostraba una sonrisa sarcástica, con la que instaba al joven a que tratase de
convencer a su jefe. Tuvo que admitir que había algo infantil y teatral en sir Giles, algo muy poco
convincente, tan melodramático como su manera de posar el vaso.
King le dijo entonces, con toda intención:
—¿Te gustaría cambiar de trabajo, John? ¿Te gustaría hacerte cargo de todo esto en Londres?
¿Quieres supervisarlo todo y arreglar nuestra marcha?
John dudó, realmente contrariado. Le estaban ofreciendo el reconocimiento máximo, prestigio,
aclamaciones, la posibilidad de abrirse definitivamente todas las puertas. Pero entonces miró a sir
Giles. Su lealtad hacia el hombre que le había escogido como ayudante era firme; le había escogido
entre docenas de candidatos realmente bien preparados y dispuestos.
—En lo que a mí concierne, sir Giles sigue al mando de las operaciones —respondió.
—Sir Giles acaba de lavarse las manos —dijo King.
Dalrymple se volvió de golpe. Le temblaban las manos y tomó de nuevo el vaso entre ellas.
—No te preocupes, John —dijo a su ayudante—. Has escuchado a Mr. King y has oído también
mis argumentos… Estoy resignado.
—Pero…
—Por el mayor interés de la expedición —siguió diciendo sir Giles amargamente—, te sugiero
que aceptes la oferta de Mr. King. Al fin y al cabo, es él quien decide, y el producto de nuestro
trabajo debe ser trasladado con mimo, no importa si es una decisión honesta o no.
—Si piensa eso —dijo John en tono de reproche—, ¿por qué no se encarga usted de comandar
las operaciones como hasta ahora?
—No puedo hacerlo —dijo sir Giles tras echarse otro trago, antes de salir de la cueva—. Yo no
puedo hacer eso… Pero tú sí puedes… Ten por seguro que te dejaré las manos libres, no me
inmiscuiré en tu trabajo.
John acudió a Annette, sin decir una palabra. Pero ella apenas le ayudó, carente de cualquier
actitud. Se limitó a dedicarle una triste sonrisa, con la que acaso lo invitaba a aceptar la oferta del
americano. Había escuchado todo lo que se había dicho allí, sin que nada la conmoviese. Se sentía
ajena a lo que pasaba. No tenía sentido apelar a sus opiniones, ni a sus sentimientos, ni buscar
comprensión en ella; al fin y al cabo era Annette la que necesitaba ayuda.
—Cenemos juntos esta noche —propuso King con una sonrisa y un tono que pretendía fueran
amables—. Sé de un sitio donde podremos disfrutar de las mayores delicias culinarias locales.
Las delicias culinarias locales incluían para Mr. King bellas bailarinas y camareros harto
obsequiosos. John estaba más interesado, sin embargo, en los planes del americano que en la
banalidad de las noches sociales. Le repelían los hombres entregados al materialismo más grosero, si
bien Mr. King, aun sin dejar de repelerle, también lo fascinaba. Tenía una mayor proclividad hacia
gentes como sir Giles Dalrymple, y hasta por hombres como Hashim, pero había algo en las crudas
maneras de King que le forzaba a saber más de él, a saber, en el fondo, qué le tenía preparado. En
principio, le había propuesto un cambio en su trabajo a todas luces ventajoso. Algo probablemente
más brillante que la vida de restricciones académicas que tenía ante sí.
En medio de la confusión que le creaban tan discordantes instrumentos, dudando si convertirse o
no en una mera figura decorativa ante el sarcófago de Ra Antef, King recabó su atención,
abruptamente, a propósito de lo que se traía entre manos. Había apagado una parte de su mente, a la
vez que le encendía la otra.
—Debes decidir ya si quieres trabajar conmigo, muchacho —le dijo el americano.
John no supo hasta ese preciso instante que ya había tomado una decisión. Su respuesta, por ello,
le salió naturalmente.
—Sí, quiero trabajar para usted, Mr. King —dijo.
—Me alegro —dijo entonces Annette, sorpresivamente.
King se alegró.
—Eso es lo que deseaba oír —dijo—. Llegaremos muy lejos… Lo lamento por sir Giles, pero es
que vive en el pasado… Estamos en 1900. Se impone una mentalidad más moderna.
John pensaba que quizá el americano tuviera razón, que no había que dejar pasar las
oportunidades que se presentaran. Le aguardarían, sin duda, momentos difíciles, dado el carácter de
King, pero pensaba también que su propuesta de obtener beneficios de los tesoros de Ra Antef no era
descabellada, después de todo. Y además no era tan deshonroso pretender mostrarlos a la mayor
cantidad posible de gente, que así recibiría noticia de los esplendores del pasado. Era una manera de
defender un tiempo ya ido.
John se dio cuenta de que King les sonreía paternalmente, a Annette y a él mismo.
—¿Qué planes tenéis para el futuro, mis queridos niños? —les preguntó.
Annette bajó la mirada. Pocas semanas atrás hubiera respondido rauda, sin dudarlo, con esa
vivacidad francesa que tanta mella hacía en el corazón de John. Ahora parecía no saber qué decir.
Sentía que no estaba para juegos.
King seguía esperando una respuesta.
—¿El futuro? —dijo John con cierta rudeza—. Nunca se sabe… Quizá estemos juntos en un
futuro…
—No tengáis en cuenta eso de la maldición de los faraones, ¿eh?
No había forma de saber si King había dicho aquello en serio o era uno más de los tópicos que
usaba en sus conversaciones tan poco mesuradas.
—Así que también usted ha oído hablar de eso —dijo John un tanto sombrío.
—¿Que si he oído hablar de eso? ¡Vamos! ¡Pero si he sido yo quien lo ha inventado! Todo el que
abra la tumba de un faraón, ¡maldito sea para siempre, tendrá una muerte horrible! —King parecía
infantilmente divertido—. Una tontería semejante hace ganar muchos dólares, es un gran reclamo
publicitario. Como dice mi buen amigo Phineas T. Barnum, cada minuto nace alguien… Y ese alguien
gustará de cosas como ésa… La gente ama sentirse en peligro, siempre y cuando sepa en el fondo que
no se trata de un peligro real… Decidme… ¿creéis que diez centavos por cada entrada será
suficiente?
Un muchacho de piel oscura hizo acto de presencia en la cueva. John supuso que era uno de los
que solían dejarse caer por allí en busca de unas monedas, o de algo de comida. Pero antes de que
pudiera interpelarlo, dijo el muchacho:
—Efendi, traigo un mensaje urgente de su jefe… Dice que vaya rápidamente.
—¿De quién?
Annette pareció salir de un trance.
—Se referirá a sir Giles —dijo.
El muchacho asintió.
—Así es —dijo—. Venga rápido, por favor.
John miró a King.
—Debe ser urgente, de lo contrario no hubiese enviado a un mensajero —dijo—. ¿Le parece
bien, señor, que vaya?
—Iré contigo, muchacho —King se apresuró a dejar caer unas monedas para que las recogiese el
muchacho—. Démonos prisa, lo he organizado todo muy bien y no quiero incidentes.
Se decidieron a salir de la cueva.
Comenzaba una danza un tanto convulsa. King mostraba alguna dificultad, sin embargo, para
proceder con rapidez, parecía costarle salir de allí.
—Si esta gente aprendiera a hacer las cosas bien alguna vez, podría ayudarles a ganar fortunas —
dijo.
Fueron conducidos hacia las excavaciones cuando comenzaba a cernirse la pálida noche. Ya a
cierta distancia observaron luces, una actividad poco común a tales horas. John comenzó a
alarmarse.
Su alarma estaba justificada. La expresión de sir Giles, cuando llegaron a la excavación, bastaba
para confirmarla. A la luz de una linterna examinaba un estuche tomado al azar de entre los objetos
que había por el suelo, todos ellos extraídos de la tumba, caóticamente desperdigados por ahí como
si les hubiera caído encima una tormenta.
—Pero ¿qué ha ocurrido aquí? —dijo King plantándose en mitad de la zanja donde había
quedado su tesoro, tras sacarlo de la tumba de la momia.
—Ha habido un saqueo —dijo sir Giles—, pero no parece que hayan causado daños mayores,
gracias a Dios.
—¿Y han robado algo?
—No lo he comprobado aún… Es evidente que buscaban algo, pero no se han dado por
satisfechos con lo que hay aquí.
—¿Y qué buscaban? —preguntó King.
—Si fuéramos capaces de responder a esa pregunta —dijo Hashmi saliendo desde la cámara que
conectaba con la zanja—, sabríamos quiénes lo han hecho… No se han llevado ni el oro ni las joyas,
cosa que hubiera hecho cualquier ladrón.
Se miraron los unos a los otros con la duda en el rostro. Se habían tranquilizado al comprobar
que los tesoros estaban intactos, y se habían intranquilizado a la vez al comprobar cuán fácil les
había resultado a los asaltantes abrir los estuches y los cofres.
—¿Quién estaba de guardia? ¿No es usted el responsable de la guardia, eh? —espetó King a
Hashmi.
—Ahmed estaba de guardia —se excusó Hashmi—. Y… ha desaparecido.
—Claro, y supongo que ya no volveremos a saber de él…
—Efendi…
John, próximo a la entrada a la cámara desde la zanja, se volvió para ver los ojos
desmesuradamente abiertos y aterrorizados de uno de los porteadores que salía de allí. Corrió junto a
él y vio entonces lo que le señalaba, que no era sino el cadáver de un hombre. Era Ahmed. Estaba
muerto. Tenía un cuchillo clavado en el pecho y parecía haber sido arrastrado al interior de la
cámara desde la zanja donde montaba guardia.
Los hombres que habían acudido hasta allí, al percatarse del revuelo, comenzaron a retroceder
espantados. Una vez visto lo que le había ocurrido a su compañero se negaban a seguir allí.
—¡John!
Le llegó la voz de Annette desde lo alto de la zanja. Silueteada contra las luces de las linternas y
los hachones, le pedía con gestos que saliera de allí. John ordenó a dos de los porteadores que se
habían quedado, que sacaran de allí el cuerpo de Ahmed, pero no se quedó a comprobar si tenían la
valentía de obedecerle, o si se iban raudos como los otros.
—John, ha desaparecido la lista de tu inventario —le dijo Annette cuando estuvo con ella.
—¿Que ha desaparecido?
—Sí, han abierto el cofre donde la guardé…
John soltó una maldición. No había copia de aquella lista, no habían tenido tiempo de hacerla. En
cierto modo, todo su trabajo se había ido al traste.
—¿Por qué? —clamaba a punto de desesperar—. ¿Qué uso pueden hacer de ese inventario?
Hashmi se acercó a Annette.
—Si alguien quisiera saber exactamente qué había en la tumba, nada mejor que su lista para
saberlo —dijo.
—Eso quiere decir —respondió John— que no somos los únicos interesados en los tesoros de
Ra.

IV

De noche el mar parece tan oscuro e ilimitado como el desierto. Pero desde el mar llega una
brisa fresca que es como el vino frío tras meses de estancia en una tierra árida. Annette se sentía tan
a gusto que hubiera sido capaz de estar en el barco durante el resto de sus días, día y noche, oyendo
sin descanso el rumor del mar. Lejos ya de aquella civilización teñida con las evidencias de la
barbarie antigua y con el salvajismo de su presente, parecía recobrarse poco a poco del brutal
impacto que le había causado el asesinato de su padre. Nadie había sido acusado del crimen. Nadie
había sido detenido siquiera para ser interrogado. Era como si se considerase aquella muerte como
una cosa del azar, o como algo devenido de un hecho perfectamente habitual y comprensible. Quizá
con el tiempo pudiera, como los otros, quitarse aquello de la mente.
La orquesta del barco tocaba una melodía muy dulce y grata de escuchar, una melodía nostálgica.
La vida en el barco transcurría plácidamente, sin sobresaltos.
En la bodega, lejos de la cubierta y de los salones en los que se dejaba sentir la dulce música de
la orquesta, iban las reliquias de aquel pasado. El producto del descubrimiento de los arqueólogos
salía así de la tierra a la que pertenecía. Aquellas reliquias viajaban, por así decirlo, con sus
captores, y Annette, a pesar de todo, seguía sintiendo que eran un peso insoportable, casi un peso
físico.
Puso las manos en la borda mientras sentía la brisa del mar. Una mano firme se las cubrió al
poco.
—Hace una noche preciosa —dijo John.
—Recuerdo ahora otra noche como ésta, pero cuando veníamos a Egipto.
Él asintió.
—¿Sabes que hace ya más de un año de aquello? —dijo.
Había sido un buen viaje, habían hecho una travesía perfecta. Se había sentido muy bien junto a
John, entusiasmada ante la posibilidad de conformar ambos un excelente equipo de trabajo, capaz de
desentrañar los más recónditos secretos en aquella tierra secreta… El sabor de la aventura era ahora,
sin embargo, amargo. Ella se estremeció.
—¿Tienes frío? —le preguntó John.
—No, la verdad es que no.
—¿Te preocupa algo?
—No lo sé… Quizá sea que no me gusta pensar en la momia que viaja en la bodega…
—No te preocupes por eso… Está a buen recaudo y perfectamente etiquetada… Mira, el único
peligro real que te acecha, un peligro físico, no viene de la momia sino de mí…
Trató de abrazarla pero ella se apartó. No hubiera podido explicar, sin embargo, su rechazo a ser
tocada. Pensaba que pronto se sentiría mejor, y en consecuencia, más dispuesta hacia John, con lo
que podrían cumplirse todos sus planes… Pero ahora no se atrevía a mirarle a la cara al saber que
con su actitud le había herido.
—Perdona —dijo él.
—John, no creas que soy así de imbécil… Es que hay algo… No sé qué es, pero lo siento, aunque
no pueda explicarlo. Cuando hayamos regresado a la civilización todo volverá a ser como antes,
estoy segura.
John se esforzó en reír.
—Algunos expertos dirían que lo que acabamos de dejar atrás es precisamente la civilización…
La civilización más grande que jamás haya conocido el mundo.
Annette pensó entonces en la pútrida atmósfera de las tumbas, en la obsesiva preocupación por la
muerte que llevaba a aquellas gentes a construir necrópolis más grandes y suntuosas que los palacios,
y un millón de veces más importantes que los hogares de las gentes comunes. Y pensó también en los
sacrificios rituales como deuda sagrada, que aún se daban en aquella tierra a pesar del afán de las
autoridades por erradicarlos. Trataba, sin embargo, de pensar en otras cosas… Pronto estarían de
regreso a casa. Quizá en otro lugar aquella momia podría resultar incluso algo bonito y agradable…
En otro lugar podría ser, simplemente, eso que la gente llama una pieza de museo.
Alguien se acercó entonces a ellos, deslizándose raudo por la cubierta. Era sir Giles Dalrymple.
—Buenas noches, sir Giles —lo saludó John.
—¿Sí? ¡Ah, hola, buenas noches! Y a ti también, querida… Estás muy guapa… Buenas noches…
Sir Giles parecía confuso, o despistado. Incluso dubitativo. Al final siguió su camino. John se
alertó al ver en aquel estado al que hasta hacía poco tiempo fue su jefe.
—De continuar así —dijo—, acabará pronto convertido también él en una momia.
Annette seguía mirando al mar. A pesar de la tristeza en que se hallaba sumida, era consciente de
lo que le sucedía a sir Giles. Una tragedia. Al comienzo del viaje se había pasado casi todo el
tiempo encerrado en su camarote, y cuando al fin se le había visto en la cubierta resultaba evidente
que estaba a punto de caer, de tanto como había bebido. El negocio con King había acabado
hundiéndole. La decepción al ver que se derrumbaban sus sueños, todo aquello por lo que había
trabajado denodadamente, aquel escrito oficial del Gobierno egipcio, en el que se decía que
renunciaba a que la momia y cuanto había sido descubierto en la tumba fuese a parar al Museo de El
Cairo, por lo que daba su autorización para que se lo llevaran lejos del país, todo eso había acabado
con sir Giles. Más aún, el Gobierno egipcio hizo saber a sir Giles, y así lo notificó a la prensa,
además, que en adelante no se le autorizaría comandar ninguna expedición más en el país. Las
expediciones futuras, se decía en aquel comunicado, habrían de encomendarse a personas más
responsables. Eso fue lo que más duramente golpeó a sir Giles. No estaba en su naturaleza, sin
embargo, devolver los golpes a quien se los había dado, que en aquel caso concreto no había sido
otro que el propio Alexander King. Guardó un silencio absoluto. Aceptó la infamia de que se le hacía
objeto sin decir una palabra. Pero ya no podría ser el mismo. Idos sus sueños, trataba por todos los
medios de encontrar el sueño en las botellas.
—¿Qué podrá hacer en adelante? —dijo Annette.
—Tendrá que retirarse —dijo John—. Encima ya no es precisamente un jovenzuelo.
—Lo que le ha ocurrido es devastador… Sabe más del antiguo Egipto que nadie, aparte de mi
padre… Y mi padre…
Y volvió a sumirse en un silencio amargo. Entonces, por encima de la música de la orquesta, y
del rumor del mar, se dejó sentir un grito. Era un grito extraño, como una nota musical alta
súbitamente truncada. Era la voz de un hombre… La voz de sir Giles.
John salió corriendo al lugar del que había brotado el grito. Annette trató de seguirle, pero él le
pidió que esperase.
—¡Quédate ahí!
Corrió hacia unas puertas que había al final de la cubierta, que daban acceso a la escalera que
conducía al pasillo donde estaban los camarotes. Annette se agarró con todas sus fuerzas a la
barandilla de la borda, pero no pudo seguir allí mucho tiempo, esperando y preguntándose qué había
sucedido. Nadie más que ellos parecía haber oído aquel grito. Un hombre alto se acercaba despacio
a donde estaba ella: no hacía más que dar un paseo.
Annette salió corriendo hacia el lugar por el que se había perdido John.
Cuando ya estaba a punto de alcanzar la puerta que llevaba a los camarotes, salió de allí un
hombre. Se abalanzó contra ella, que instintivamente levantó un brazo para protegerse por temor a ser
derribada. A la incierta luz vio un brillo. Tenía muy cerca de la cara la hoja de un cuchillo. Annette
logró desasirse y salir corriendo hacia la cubierta. Tropezó y cayó contra una silla. El hombre se
abalanzaba ya sobre ella con el cuchillo en alto.
Se dejó sentir entonces el sonido de un golpe y un grito ahogado. Aquel joven alto que había
salido a dar un paseo por la cubierta actuó con rapidez y gran eficiencia. Soltó dos fuertes golpes en
el estómago del atacante, que cayó al suelo perdiendo el cuchillo.
Annette trató de levantarse, pero estaba como desvanecida. Pugnó por ponerse en pie, no
obstante, y cuando lo hizo vio dos siluetas oscuras que luchaban en el suelo, incapaz de distinguir a
la del atacante de la de su defensor. Se pusieron de nuevo en pie para enfrentarse a puñetazos. El
asaltante fue derribado de nuevo. Se levantó, y al recibir otro puñetazo cayó de espaldas sobre la
barandilla de la borda, rodando sobre ella lentamente, sin remedio.
De pronto, justo en ese instante, la cubierta pareció llenarse de gente que salía de todas partes.
Un primer murmullo de voces se resolvió al fin en un grito:
—¡Hombre al agua!
Aquello era para todos ellos una experiencia excitante. En el fondo parecían muy felices gritando
a la vez, como si tuviesen una sola voz.
Sonó entonces la campana del barco y se dejó sentir el rugido de la sirena.
—¡Hombre al agua!
El hombre que había salvado a Annette se dirigió a ella, recomponiéndose la chaqueta primero y
quitándose con fastidio los guantes después. Vio bajo las luces encendidas en la cubierta que no era
tan joven como le había parecido en un principio. Era un hombre de rostro anguloso y nariz aquilina,
que tenía ese gesto melancólico que da la experiencia. Causó de inmediato una honda impresión en
Annette. Una mirada más y le pareció fuerte, un hombre de una pieza, autosuficiente.
Aquel hombre se inclinó respetuosamente ante ella.
—Parece usted muy impresionada por el ataque de ese desalmado, y lo comprendo.
—No puedo imaginar quién era —dijo ella con la voz alterada—. ¿Dónde está John?
Se puso de pie de un salto para dirigirse hacia abajo, hacia los camarotes. El de sir Giles estaba
en la sexta puerta del pasillo. La puerta de aquel camarote estaba abierta y John trataba de ponerse
de pie en el umbral. Lo consiguió cuando Annette llegó hasta él. Le rodeó los hombros con sus
brazos. Aún tambaleante, se dirigió John al interior del camarote. Sir Giles estaba en un estado
semejante al suyo, pugnando por mantenerse en pie y con la cabeza entre las manos.
—¿Qué ha pasado, John? —preguntó Annette.
Él parecía ahora más firme sobre sus pies.
—Un hombre ha atacado a sir Giles —dijo recostándose en la puerta abierta, mesándose los
cabellos—, y después a mí… Creo que me va a salir un buen chichón, pero supongo que sir Giles se
sentirá como si le hubiera pasado un carro por encima.
Sir Giles se levantó trabajosamente y fue hasta un armarito que había en el camarote, junto a la
cama. Sacó de allí una botella y se bebió de golpe un gran trago. Luego ofreció la botella a John, que
negó primero con la cabeza aunque se desdijo al instante.
—¿Puedo ayudarles?
El extraño estaba junto a Annette… Al oírle se apartó, por lo que John lo vio de inmediato. Los
dos se miraron unos instantes. John parecía confuso, dubitativo; el otro, frío, consciente.
—Les presentaré —dijo Annette—. John Bray… Y…
—Me llamo Adam Beauchamp.
John y él se dieron la mano. Sir Giles, un poco más allá, volvía a beberse un largo trago. Después
pareció que buscaba algo.
—¿Se le ha perdido algo? —le preguntó John.
—¿Perdido? —Sir Giles le miraba sin comprender—. No puede ser… Aquí no hay nada que
robar —buscó en su valija y contó los cheques, el dinero en efectivo, dando por concluida la
búsqueda cuando sus dedos parecían impedidos para separar dos notas—. Está todo el dinero, no
falta nada.
—Y si no buscaba dinero, el que haya sido… ¿qué podría buscar? —preguntó entonces Adam
Beauchamp.
John miraba sin saber qué decir. Recordaba ahora aquellos papeles que había perdido en Egipto.
Antes de embarcar, y cuando ya estaba a bordo, había intentado rehacer el listado para iniciar la
redacción de un nuevo catálogo. Tenía todas las notas en su camarote, no en el de sir Giles.
¿Significaba eso que se produciría otro ataque?
—Me parece que todo esto tiene que ver con Ra —dijo entonces Annette—. Tantas coincidencias
no son una mera casualidad.
—¡Eso no puede ser! —dijo John.
Annette se dirigió a Adam Beauchamp.
—Verá… Nosotros…
—No hace falta que me cuente nada —dijo él con una sonrisa mientras dibujaba en el aire un
grácil movimiento con sus finas manos—. Todo el mundo sabe del descubrimiento que han hecho…
¿Seguro que sir Giles no guardaba en su camarote ninguno de esos tesoros?
—Claro que no —dijo John tan bruscamente que hubiese alarmado a cualquiera que pudiera estar
escuchando la conversación—. Los tesoros viajan en la bodega del barco, debidamente custodiados.
Annette pensaba, sin embargo, que alguien pugnaba para que aquellos tesoros volvieran a Egipto
como fuese. Se basaba en las muchas dificultades a las que habían tenido que hacer frente durante las
excavaciones, primero, y al hecho evidente del ataque que acababa de sufrir sir Giles. Los tesoros
estaban a salvo en la bodega del barco, parecía claro, pero alguno de ellos no parecía a salvo de
sufrir algún problema en adelante.
—¿Qué planes tienen? —preguntó Beauchamp.
—Trasladaremos a Londres todo eso —dijo John—. En principio habíamos pensado quedarnos
un tiempo en París, pero Mr. King arde en deseos de inaugurar pronto la exposición en Londres,
aunque antes habré de rehacer el catálogo con todo lo descubierto y extraído.
Después acudirían a la exposición miles de visitantes, y habría entre ellos, sin duda, enemigos.
Eso pensaba Annette, a quien el corazón le daba un vuelco al pensar en una vida futura junto a John,
acechados en adelante por el peligro, siempre bajo vigilancia, sin poder acaso pasear
tranquilamente… Y acaso, igualmente, sin escapatoria posible. No era precisamente lo que su padre
había previsto al dar inicio a las excavaciones.
—¿Dónde se hospedarán?
Adam Beauchamp, que acababa de hacer la pregunta, no parecía tener prisa por marcharse de
allí. Annette se daba cuenta de que John ansiaba que se fuese. John quería ir cuanto antes a su
camarote para cerciorarse de que no le habían robado nada, y echarse a descansar después. Ella
inició la salida del camarote de sir Giles, en un intento de satisfacer los deseos de John. De
inmediato la siguieron los dos.
—Hemos reservado habitaciones en el Hotel Bloomsbury —dijo John—. Allí nos alojaremos
Annette y yo.
—No me parece el mejor lugar para hospedarse —dijo Beauchamp.
Annette se volvió para mirarle, sorprendida ante sus palabras. John frunció el ceño. Era un
comentario extraño, hecho además por un perfecto extraño.
—El hotel está próximo al Museo Británico —dijo John, cortante—. Es una buena referencia. Y
parece un hotel suficientemente confortable.
—Vivo en una gran casa, cerca del Regent’s Park —dijo Beauchamp—. Me pregunto si
aceptarían alojarse en ella…
Se detuvieron ante la escalera que conducía al restaurante y a su bar. Annette se sentía
extrañamente, absurdamente excitada. Podía ver que John comenzaba a dudar ante la oferta hecha por
Beauchamp: era el típico inglés reticente, y una proposición tan directa no podía por menos que
embarazarlo. No había razón para que cambiaran sus planes de hospedaje, pues al fin y al cabo
Beauchamp era un desconocido, no tenía ningún sentido que les hiciera una invitación tan espontánea.
Le parecía ridículo, pero no por ello podía dejar de aceptar que el magnetismo de Beauchamp era
irresistible.
John, en cualquier caso, no percibía aquel atractivo en el otro.
—Lo siento —dijo al fin—, pero no hay caso, ya hemos tomado una decisión sobre nuestro
hospedaje.
—Muchas gracias, en cualquier caso; ha sido muy amable de su parte —dijo Annette al extraño,
intentando ser conciliadora.
—Me fascina el trabajo que hacen —dijo Beauchamp—; siempre me digo que debería dedicar
más tiempo a mis inclinaciones artísticas.
—La arqueología, más que un arte, es una ciencia —dijo John, acerado.
—¿De veras? Pero no me negará que los tesoros que descubren ustedes no tienen un valor
artístico muy por encima de su valor científico… O quizá participen por igual de ambos supuestos…
Una auténtica y perfecta combinación entre arte y ciencia, lo que siempre han querido los filósofos.
Me harían un gran favor si aceptaran alojarse en mi casa.
—Crea que me encantaría satisfacer sus ambiciones, Mr. Beauchamp, pero me temo que ya es
tarde como para que podamos alterar nuestros planes.
Beauchamp miró a Annette para observar su reacción. Ella trataba de mostrarse indiferente, de
mantenerse fiel a John. Aunque todo en su interior propendía a la esperanza de que al fin se alterasen
ciertamente sus planes, pues precisaba de los estímulos de un cambio, de una huida del peligro que
sentía cercano. Aunque podía ser que aquello resultara aún más peligroso para John y para ella, para
la relación que había surgido entre ambos, no obstante lo cual deseaba que ocurriese. Temía también
verse enfrentada a sí misma, y descubrir con ello qué era realmente lo que deseaba.
—Acompáñenme a tomar un licor —propuso Adam Beauchamp—, y lo discutiremos.
—Muy bien —dijo Annette.
John la miró molesto.
—Mira —le dijo—, no hay nada más que discutir.
—Nos vendrá bien tomar un trago y seguir hablando —insistió ella.
—Tenemos cosas más importantes que hacer —dijo John, de nuevo cortante.
Al final subieron al bar Adam Beauchamp y Annette. Luego se les uniría John, después de entrar
en su camarote para comprobar que todo estaba en orden.

V
Durante el resto del viaje, Adam Beauchamp desplegó sabiamente todos sus encantos para
derrotar a John en la guerra sorda que le había declarado. Annette, sin embargo, compartía con John
la extrañeza ante el interés que Adam se tomaba por ellos. Tenía toda la pinta de ser un hombre en
posesión de una gran fortuna, adornado además por unos modales exquisitos. Mucho más delicado y
joven que Alexander King, y mucho más educado, además… Adam, a pesar de su insistencia, no
daba la sensación de pretender que las cosas se desarrollasen como él las había previsto. Adam era
un hombre pertinaz, insistente, pero no hiriente ni grosero. Daba toda la impresión de que siempre
estaba haciendo un gran favor a los demás. Su sabia combinación de humildad y persistencia
resultaba realmente provocativa, realmente atractiva.
Describió su casa a Annette con orgullo y calidez, pero también con una sencillez que no pudo
dejar de impactarla, de hacerse más próximo a ella. Casi era capaz de ver las estancias de la casa
gracias a la minuciosa descripción que hacía Adam, para referírselo todo después a John, al que
Beauchamp describió su residencia, por otra parte, como un lugar pleno de calma, una casa idónea
para recluirse y trabajar en las mejores condiciones de confortabilidad y aislamiento. Allí, según
Beauchamp, no llegaba el ruido de los cascos de los caballos y el chirriar de los carruajes, como
ocurría en Bloomsbury, y por supuesto no se daban esas características de impersonalidad que tienen
los hoteles. Según él, John podría avanzar más, en un lugar semejante, en la elaboración de su
catálogo, en la preparación de la muestra que abrirían en el museo.
—¿Por qué estará tan deseoso de que nos hospedemos en su casa? —preguntó John a Annette una
vez más—. La verdad es que me parece un tanto obsesivo. ¿A qué vendrá ese interés por su parte?
Ella no sabía qué responderle. Si bien es cierto que en su mente cabía una explicación, era tan
privada y personal, y tan perturbadora, que prefería no decírsela a John. Aun así, se mostraba
reticente a admitir la verdad —si es que había alguna verdad que admitir— incluso para sí misma.
Pero a medida que se acercaban a Inglaterra se mostraba al tiempo alarmada y exhilarante. Le
resultaba imposible aguantar la mirada de Adam, que tan a menudo se clavaba en ella. Estaba
inmersa en un conflicto de emociones que nunca había sentido.
La confusión que se produjo en los muelles de Londres fue la causa última de la rendición de
John. Insistió en supervisar personalmente y en todos sus aspectos el desembarco de la preciosa
carga, sólo para descubrir que las formalidades y requisitos del proceso le ocuparían la mayor parte
del día, que ciertos papeles fundamentales y muy necesarios habían desaparecido, y que el
transportista con el que se habían hecho ya los arreglos para el porte no aparecía. Alexander King
rugía. John y Annette trataban de resolver un problema tras otro a medida que se presentaba. Así,
hubieran estado perdidos de no ser por Adam. Su dinero habló elocuentemente, aunque no tan alto ni
tan violentamente como lo hacía King, sino en un tono de voz mucho más convincente… Como John
parecía desbordado por los acontecimientos, él mismo partió de inmediato hacia el centro de
Londres para resolver la situación tan rápidamente como pudiera. Volvería para estar junto a sus
amigos recientes toda la noche y el día siguiente. Cuando al cabo de todo ese tiempo vieron que su
arduo trabajo estaba por fin a salvo, quedaron exhaustos. Entonces, Adam, echándose a reír
cordialmente, les aseguró que sólo había un sitio al que podían dirigirse… Su casa, donde
disfrutarían de excelentes alimentos y el confort y la decencia necesarios, lo que suponía magníficas
camas en habitaciones bien aireadas, donde dormir y allegarse el descanso que ansiaban.
—De acuerdo, vamos allá —aceptó John resignado, aunque al instante se echó a reír con los
otros.
La casa desde la que se dominaba el Regent’s Park era tal y como la había descrito Adam.
Aparecía ante ellos, rutilante y blanca, entre los árboles, a medida que se aproximaban, y Annette, a
despecho de su cansancio, iba anticipando para sus adentros lo que se vería acto continuo, ahora una
arcada, después un jardín precioso, enorme… Allí estaban al fin, en el lugar exacto al que les había
dicho Adam que los llevaría, alejados del mundanal ruido.
John y Annette fueron conducidos a sus habitaciones por Jessop, un mayordomo muy digno,
incluso altivo, al que evidentemente había anunciado su señor la llegada de sus huéspedes. Annette
pensaba que Adam sabía bien que acabarían hospedándose en su mansión, pero no dijo nada a John.
Su habitación era pequeña pero suficiente, nada estrecha. Las paredes estaban ricamente
empapeladas en satén, por lo que la luz del día parecía allí mucho más refulgente. La ventana daba al
jardín. Tras el polvo del desierto, tras el calor insufrible de Egipto, tras la singladura en el barco que
los había llevado a Inglaterra, y tras el sufrimiento y la irritación padecidos en los primeros
momentos de su llegada, aquella tranquilidad, aquella habitación idílica, era cuanto podía desear, y
más… Ansiaba acostarse en aquella cama tan bien hecha y dormir.
Pero su anfitrión les pidió que tomaran unos tragos en el salón de la planta baja. Confiaba
Annette en que no se tratase más que de un rato de conversación agradable, pero Adam quería darles
una bienvenida mucho más formal que eso y no hubiera sido elegante por su parte mostrar cansancio
y deseos de echarse a dormir.
No obstante, apenas entraron en el salón, sintió Annette que se le iba por completo el sueño. El
aroma especiado de una gran fuente de ponche caliente puesta sobre una mesa de bronce que estaba
justo en el medio del salón, era no ya agradable, sino muy estimulante. La sonrisa que le dedicó
Adam, al verla entrar, fue mucho más radiante y alegre que cualquiera de las que le había dedicado
durante la travesía. John parecía muy relajado, ajeno a todo aquello… A pesar de las muchas
reservas que seguía albergando acerca de Adam y de su hospitalidad, se encontraba cómodo, no
quería hacerse ahora más preguntas, sólo pretendía disfrutar de aquel confort.
Jessop, el mayordomo, sirvió ponche en una copa que ofreció a Annette. Ella comenzó a sorberlo
lentamente, deleitosamente… El clima inglés era, desde luego, muy distinto del egipcio, que le había
causado tantos temblores aunque allí no hiciera frío sino un calor insoportable. Annette se echó a
reír. Le parecía extraño que en un espacio de tiempo tan corto hubiera pasado de ansiar el agua a
degustar una bebida caliente.
Sostenía Annette la copa entre sus manos y notaba con gusto que aquel calor se las entibiaba
agradablemente mientras echaba un vistazo detenido al salón. La gracia de aquella estancia radicaba
tanto en sus dimensiones como en su decoración, lo que daba a quienes se encontraban allí una gran
sensación de tranquilidad. Era el salón que cualquiera desearía tener. Allí tenía cabida cualquier
cosa, menos la vulgaridad y la prisa.
Estaba junto a una cómoda con patas de haya sobre la que había un exquisito espejo de mano; el
marco del espejo era una auténtica joya, con piedras preciosas engastadas en plata recamada de la
más exquisita porcelana. Todo el mobiliario suponía una colección a la vez excéntrica, que iba
mucho más allá del capricho personal o del simple buen gusto, para hacer del salón una estancia
deliciosa, única en su belleza y armonía, de la que era el mejor ejemplo aquella cómoda con su
espejito de mano, que realzaba el valor y la belleza de la decoración.
Adam se acercó a ella.
—Veo que te interesa —dijo.
—Todo esto es adorable…
Adorable. Tanto, pensó Annette, como el lujo recargado del antiguo Egipto, como el no menos
recargado ornato que se podía ver en los tesoros descubiertos por sus excavaciones… Aunque todo
eso, ahora, en aquel maravilloso salón, le parecía a Annette muy poca cosa.
—Fabergé[103] resulta a veces un poco exagerado —dijo Adam tomando en sus manos el espejo
—, pero a veces tiene momentos de gran inspiración… Este espejo da cuenta de uno de esos
momentos —y, al mover un poco aquella joya, la luz del salón extrajo de ella brillos indescriptibles,
destellos únicos—. Perteneció a la emperatriz de Rusia —siguió diciendo Adam— y siempre he
creído que debería pertenecer de nuevo a una mujer bellísima.
Tomó la mano de Annette y puso en ella la joya.
—Es una maravilla —dijo ella.
—Quiero que te lo quedes —dijo Adam.
Annette le miró sorprendida y dio un pasito atrás. Vagamente, acaso por el cansancio, acaso por
el ponche, sintió que aquel hombre iba muy deprisa… y muy lejos… Ella había esperado que sus
pasos fuesen más contenidos, no tan veloces ni tempranos.
—Pero esto no tiene precio —acertó a decir.
Adam, con gesto grave y a la vez muy seguro, parecía dispuesto a hacerle una confesión
inminente. John, cómodamente instalado en un sillón, parecía ajeno por completo a la escena. Annette
hubiese querido en aquel momento que saliera de su abstracción, que interviniese para que las cosas
volvieran a su cauce; en cierto modo, para pararle los pies a Adam… Pero John, su querido y muy
trabajador John, su devoto John, parecía haberse perdido en sus pensamientos. Quizá estuviera
haciendo planes para la muestra a presentar en el museo, quizá pensara dónde habría de colocar cada
una de las piezas a exhibir…
Annette miró a Adam fijamente, directamente a los ojos. Tuvo otra vez la impresión de que estaba
unido a ella de algún modo, algo que acaso ya había sentido, ahora lo creía así, cuando se
conocieron. Aun joven, era lo suficientemente maduro, y mostraba tal seguridad en sí mismo que
resultaba arrebatador. Y mucho más inteligente aún de lo que ya parecía a simple vista. Todo lo que
hacía, era evidente, estaba perfectamente calculado, tenía un propósito plenamente consciente. Aquel
regalo, pues, no era una casualidad, ni una mera galantería. Tampoco un gesto impulsivo del que más
adelante se arrepintiera.
—Acéptalo, por favor —dijo Adam.
No era una orden, desde luego, ni un ruego, ni mucho menos una pregunta acerca de cualquier
cosa. Lo hacía de la manera más natural.
—Sería poco elegante por mi parte rechazarlo —dijo ella, muy turbada.
Adam la tomó de una mano. Ella no intentó retirarla. Con una leve presión en los dedos de
Annette, Adam se llevó su mano a los labios y la besó.
Annette se apartó entonces de él y comenzó a recorrer el salón como si quisiera hacer un recuento
detallado de lo que allí había. Temblaba de nervios. Ella misma se extrañó de la alteración de su
voz, de lo alto que hablaba, cuando se dirigió a John.
—Mira, John… ¿No es una maravilla?
John miró aquella joya que Annette le mostraba. Su mente, sin embargo, estaba en otras joyas, en
otros tesoros.
—Sí, es muy bonito —dijo sin mayor énfasis.
Tenía la copa vacía. Adam se la tomó de las manos para llenarla de nuevo. Dedicó una sonrisa
maliciosa a Annette. Aquello daba a entender que ambos, en cierto modo, eran partícipes de una
conspiración, de una especie de broma sostenida a medias, de una complicidad evidente contra John.
Annette no podía evitarlo, aunque no fuera lo que más deseaba.
Pero ¿realmente sabía lo que deseaba?
Adam se dirigió a ella y alzó su copa de ponche.
—¿Puedo proponer un brindis por el éxito de la exposición de Ra?
Annette y John alzaron sus copas.
—Brindo también —añadió Adam— para que los dioses inspiren con sus mejores sonrisas
nuestra amistad.
No tardaron mucho en retirarse a sus respectivas habitaciones. Annette cayó dormida muy pronto,
no sin antes contemplar con embeleso el espejo de mano, la joya regalada, que en el cuarto tan
elegante que le había sido destinado lucía aún más esplendorosa que sobre el mueble del salón.
Al día siguiente John y ella comenzaron a trabajar muy pronto.
Alexander King decidió de repente levantar una gran tienda de campaña en pleno Hyde Park.
Como se le habían hecho ciertas objeciones acerca de su afán por comercializar a tales extremos el
descubrimiento hecho por su expedición, King no paraba en mientes, no se detenía ante ellas.
Siempre había jugado con los aspectos culturales de aquellos eventos que financiaba, y estaba
acostumbrado a que ni los eminentes sabios a los que contrataba pusieran freno alguno a su show.
Ahora amenazaba con llevarse todo aquello a Estados Unidos, a poco que pretendieran torcerle los
planes, sin dejar en Inglaterra ni una sola cosa que mostrar de aquel tesoro de fábula del que era
propietario.
Iban a descubrirse los tesoros en aquella gran tienda, pues, y no en el musco, y pretendía King
que John supervisara la operación. No tuvo que insistir mucho. John jamás hubiera permitido que
alguien que no fuera él se responsabilizara de aquello. Mientras King comenzaba a contratar la
instalación de la tienda, las barreras que habrían de ponerse para contener a los visitantes y
conducirlos a la taquilla, los mostradores y las vitrinas, John se dedicó con una concentración suma a
desembalar los objetos hallados en la tumba.
Annette sabía bien que John no era feliz haciendo aquello, que aquel trabajo le parecía indigno y
vergonzoso. No obstante se dedicó con ahínco a elaborar el catálogo de los objetos a mostrar, cosa
para él más importante que la exhibición en sí misma, lo que en cierto modo tranquilizaba su
conciencia científica y le ayudaba a olvidarse de la previsible avalancha de gente deseosa de ver
aquello. Pero King era el jefe. Siempre lo había dejado claro. Aquello era una especie de show
itinerante, y si John pretendía preservar algunos aspectos del descubrimiento en el ámbito de lo
puramente científico, tendría que hacerlo al margen del espectáculo organizado por su jefe.
Ya estaba King dando órdenes, yendo y viniendo, incluso antes de que comenzara a levantarse la
gran tienda. La momia, según él, habría de ser el elemento principal de la muestra. Ya había
decidido, por ello, dónde habría que instalarla. Quería luces, muchas luces. Una tarima aquí, unos
paneles con los jeroglíficos allá… Un gran mural al fondo… Pedestales en los que poner las
vasijas…
—¡Bien, al fin estás aquí, John! —le dijo King al verlo llegar, mientras daba órdenes a los
operarios que descargaban las cajas donde estaban los tesoros—. Échame una mano, que no logro
hacerme entender bien por estos hombres… Trátalos en un lenguaje que puedan comprender.
—Sí, les hablaré en inglés antiguo —bromeó John en voz baja, dirigiéndose a Annette.
Tuvo que ir elaborando John el catálogo de los objetos a toda prisa, a la vez que transmitía a los
hombres encargados del montaje los deseos de King. Y hubo de hacer esfuerzos indecibles por
mantenerse en calma y no alzar la voz en protesta cuando King cambiaba de opinión un minuto
después de haber decidido una cosa, con lo que obligaba a un nuevo esfuerzo, a una recapitulación.
El ruido de los martillazos era además insoportable. Y en medio de todo aquello tenía John, además,
que ir desembalando uno a uno cada objeto, cada una de las partes del tesoro.
La cabeza de perro de Anubis parecía extrañada de verse en aquel ambiente. Algunos
trabajadores hicieron bromas de mal gusto al contemplar la mirada dorada de un príncipe del antiguo
Egipto. John era un auténtico manojo de nervios, temeroso de que algo se rompiera, en su afán de
supervisar hasta el detalle más ínfimo, avisando constantemente de la posibilidad de un desastre si
no se seguían estrictamente sus instrucciones.
Las cosas, sin embargo, fueron desarrollándose bien. Quedó situada la momia en el justo centro
de la tienda y el mobiliario que había alrededor del sarcófago dio a la escena un aspecto coherente
que evocaba los orígenes del enterramiento mismo y llamaba con un terror implícito, con un terror
religioso, a la contemplación sobrecogedora de todo el conjunto, algo que por fuerza tenía que hacer
mella incluso en el más materialista de aquellos hombres contratados para montar la exposición en la
tienda.
King se mostraba de nuevo feliz y contento, incluso afable. Dio unos golpecitos a John en los
hombros y le felicitó por todo.
—Sabía que podríamos hacerlo, y además a tiempo.
Nada más entrar en la tienda verían los visitantes la primera vitrina, que era un auténtico
relicario. Todo estaba dispuesto para que quienes accedieran a la exposición supieran al instante
cuanto concernía a la vida de Ra, para lo cual, junto a ese relicario con objetos preciosos, se habían
instalado unos grandes paneles con la información al respecto, y a la izquierda de ellos, siguiendo un
pasillo acordonado, la primera muestra del fantástico mobiliario fúnebre hallado en la tumba.
Annette, agotada de tanto trabajar en la instalación de los paneles y en la distribución de los
objetos que había en las cajas de embalaje, lo que también había hecho ella como un trabajador más
de los contratados entonces, se dirigió lentamente a la entrada y observó una vez más aquellos
paneles. Era la primera vez que se sorprendía contemplándolos, que reparaba en la maravilla de todo
aquello, algo que no había tenido en cuenta desde la muerte de su padre. Aquello le hizo sentir que
volvía a la vida. Y al tiempo, que aquel esplendor tan bien representado en el interior de la tienda,
que aquellos cuadros de un pasado mayestático que allí se ofrecían, no podrían por menos que atraer
la atención de las gentes que acudieran en breve a ver el producto de su trabajo, lo que era como
decir la gran importancia que tuvo en vida Ra Antef.
El primer gran panel mostraba a Ramsés VIII y a sus hijos, los hermanos gemelos, Ra y Be,
atendidos por mujeres harto obsequiosas. Ra, se explicaba allí, era el mayor de ambos, por cosa de
unos pocos minutos. Los dos niños habían crecido igual, con las mismas atenciones, no obstante lo
cual desarrollarían con el paso del tiempo características muy distintas, tanto físicas como mentales.
Ra llegó a convertirse en un gran pensador, alguien que buscaba la verdad de las cosas por encima de
todo, el secreto de la vida eterna. Be, sin embargo, fue un hombre de acusada sensualidad que se
pasó la mayor parte de su vida dedicado a los placeres del cuerpo.
Las edades están llenas de escritos y poemas que se refieren a los dos hermanos, y allí, en la
tienda, había pinturas de aquel tiempo real e ido muchos siglos atrás, que contaban la historia de
ambos con el dramatismo inequívoco de la inmediatez.
Be, sin embargo, siempre albergó celos de la posición respetable y de la popularidad que
adornaron a su hermano. Él mismo consideraba a Ra un sabio, un pensador de gran hondura, pero
conspiró contra él para hacerlo pasar por brujo. Su estrecho círculo de sicofantes le ayudaría a
hacerlo. Tuvo tanto éxito que el viejo Ramsés, en su afán de evitar la guerra civil, se vio obligado a
aceptar las insinuaciones de sus consejeros y relegar a su hijo preferido.
Meses después de vagar por el desierto, Ra y un pequeño grupo de seguidores fueron acogidos
por una tribu nómada del remoto Sahara, y así, aunque no volvieran a frecuentar las fértiles riberas
del Nilo, conocieron la bondad de los oasis del desierto y acostumbraron sus vidas a los rigores de
la vida nómada, lo que consideraban preferible a plegarse a la voluntad de un faraón autoritario.
A medida que pasaba el tiempo crecía el respeto de los nómadas hacia Ra. Habían comprendido
que tenían ante sí a un auténtico príncipe. Su filosofía fue la de él. Nobles en sí mismos, los nómadas
lo reconocieron como el más noble. Y le pidieron que fuese su rey y los gobernara.
Los nómadas adornaron a Ra en su coronación con todos los preciados objetos que poseían. Cada
uno aportó su tesoro más querido. Y en la exposición se mostraba el fantástico medallón en el que
estaban grabadas las secretas palabras de la vida, un secreto que poseía la tribu desde hacía siglos.
Se puede decir que conocían el secreto de conceder la inmortalidad, bajo ciertas circunstancias, un
poder, sin embargo, que sólo podía ser concedido por los dioses, mediando los nómadas para ello, a
quien se hubiera hecho acreedor a la inmortalidad.
Años después, siempre acompañado por su tribu devota, Ra hizo planes para regresar
triunfalmente a Egipto y recuperar aquello de lo que había sido despojado. Rezó a Bubasti, la diosa
de cabeza de gato, tan poderosa, la inmortal, que le fue favorable. Guiado espiritualmente por ella y
por la sabiduría que los nómadas le habían insuflado, acerca de la inmortalidad, marchó hacia su
tierra natal convencido de que podría llevar a buen término su sagrada misión.
Be, no obstante, tuvo conocimiento de unos rumores acerca de la intentona de su hermano gemelo,
elaborada en la soledad del desierto. A Ra no lo había traicionado ninguno de sus seguidores. Fueron
otros nómadas, menos orgullosos de su condición de tales, menos valientes, quienes lo hicieron. Y
Be envió al desierto a unos muy duchos asesinos a su servicio para que mataran a Ra.
El más intrincado de los paneles, que había una vez quedaban atrás las doradas puertas de la
tienda, mostraba un tropel de hombres en combate. Sus rostros, en los que se veía la emoción más
estilizada, sugerían un terror ignoto pocas veces contemplado en las manifestaciones artísticas del
realismo. Una de aquellas imágenes mostraba a Ra de rodillas, entre dos sacerdotes, con la cabeza
inclinada. El enemigo le rodeaba. El panel informaba de que allí se le había despojado de la vida.
No hubo piedad para Ra. Lo mataron a él, mataron también a sus nómadas y a sus sacerdotes…
Pero fue Ra la víctima más preciada. Una vez muerto, cortaron su mano izquierda para quitarle los
magníficos anillos que allí lucía, los que simbolizaban su alta cuna. Be recibió la mano de su
hermano como prueba de que sus crueles órdenes habían sido satisfechas.
El entierro de Ra se hizo apresuradamente, sin ceremonial. Más adelante, cuando ya estaba
próximo a la muerte, Ramsés ordenó que fuera recuperado el cuerpo y que recibiese la sepultura
debida a un príncipe en aquella suntuosa cámara fúnebre, con todos los esplendores del mayor rango.
—Bien, pues la momia ha sido desenterrada de nuevo —dijo una voz a espaldas de Annette.
Aquella voz la llevó rápidamente del pasado al presente. Adam estaba ahora junto a ella, a su
izquierda, y leía la historia que se contaba en uno de los paneles.
—¡Annette! —la llamó entonces John.
Hizo una seña a Adam, para que la siguiera, y dieron la vuelta sorteando la gran pantalla que
conformaban los paneles. Estaban disponiendo la colocación del sarcófago, de manera tal que los
visitantes pudieran contemplar de frente su parte superior, y su apariencia era impresionante,
majestuosa, realzada por la pasta de cristal con que había sido barnizado, y por las incrustaciones de
piedras semipreciosas que tenía en la tapa.
Annette y Adam se detuvieron ante aquella presencia imponente. Los mismos trabajadores que
habían situado el sarcófago en aquel lugar permanecían ahora en silencio. El sarcófago lo dominaba
todo, y no sólo la escena compuesta por los tesoros que habían sido dispuestos a su alrededor, sino
también el ambiente vivido de la tienda, incluso a quienes lo habían instalado allí.
—Bueno —se dejó sentir una voz un tanto destemplada—, ¿qué tenéis que decir, eh?
—Que es de veras impresionante —respondió Adam sin dejar de contemplar el sarcófago.
—Todo Londres está deseando ver esto —dijo King muy alegre, con su voz destemplada.
Adam salió entonces de aquel trance en que parecía sumido.
—¿Abrirá usted el sarcófago? —preguntó a King.
—¡Claro que lo abriré! ¿Quiere verlo?
Antes de que pudieran decir algo ya estaba King moviendo los dedos en el aire, como si llamara
al dependiente de un bazar o a los porteadores que le habían llevado las cosas hasta el Valle de los
Reyes. Annette lo contemplaba jugando con el medallón que tenía colgado alrededor del cuello,
sintiendo por primera vez que pesaba más de lo que creía, y diciéndose al tiempo que lucía mejor
que cualquier otro broche sobre el terciopelo verde de su vestido.
Aquello llamó la atención de Adam. La tomó de los brazos y la estrechó contra su pecho.
—¿Es nuevo?
—¿El medallón? No, es muy antiguo.
Entonces la besó en los hombros desnudos, lo que la llevó a preguntarse si realmente estaba
interesado en el medallón que lucía o había sido una mera excusa.
Durante la cena preguntó Adam más acerca del medallón, y Annette le dijo que era un regalo de
su padre… Hacía mucho que no hablaba de su padre. Y todo le vino de golpe a la memoria. La
escena dispuesta para la exhibición de los tesoros, su vestido de terciopelo verde, el medallón, acaso
ayudaron a ello… Pero ahora, ante Adam, se sintió fuerte, supo que al fin podía hacer frente a sus
peores recuerdos. Era como si insuflara en ella la mayor confianza mediante una suerte de hipnosis.
Hablaba ahora distendidamente, incluso de lo que había sucedido durante la expedición, sin que al
hacerlo se alterase.
Contó a Adam cosas de su niñez y le confesó sentir auténtica adoración por su padre.
—Aunque, cuando murió mi madre, se fue a dar clases en el Museo de Egiptología de París —
dijo—. Pasaron seis años hasta que volví a verlo.
—¿Por qué no te llevó a su lado?
—Yo era entonces un verdadero estorbo para él.
Adam hizo una pausa, sosteniendo el tenedor en el aire, a mitad de camino. Lo que acababa de
escuchar le parecía increíble.
—¿Por qué?
—Siempre quiso tener un hijo —respondió ella.
—Pues me parece que no estaba muy en sus cabales.
Annette siguió recordando: la amargura, su vergüenza al darse cuenta del rechazo de su padre, la
tristeza de tantos años alejada de él… Era muy joven, casi una niña, y por lo tanto muy fácil de
herir… No podía entender lo que sucedía, aunque intentaba hacerlo. Y tomó entonces una decisión:
se encontraría con su padre en el campo que le era propio, y le demostraría cuán capaz era.
—Creo que estudié tan duro como nadie lo haya podido hacer nunca; más aún que el mejor hijo
varón posible —recalcó—. Leí todo lo que había escrito y todo lo que habían escrito otros acerca de
sus trabajos. Mis amigos de aquel tiempo me consideraban una chica poco femenina, pero insistí,
perseveré en mi esfuerzo. Cuando fui a París ya podía hablar con él a su misma altura.
—¿Se sorprendió?
A partir de este momento los recuerdos de Annette fueron más gozosos. Nunca podría olvidar
aquello, tan feliz, de lo que hablaba.
—Estaba asombrado, encantado conmigo. Muy pronto me pidió que fuera su ayudante.
—Así que la historia tuvo un final feliz…
—Hasta aquella maldita noche en el desierto —dijo Annette, ahora llorosa.
Adam asintió. No dijo una palabra más hasta que les fue servido el café. En cierto modo se sentía
responsable de haberla sumido de nuevo en la tristeza cuando parecía tan feliz. Pero fue ella quien
quiso hablar de su padre, como si deseara quitarse de encima un maleficio. Ahora, sin embargo, más
que hablar parecía pensar, como si hiciese un gran esfuerzo por retomar el buen ánimo de antes.
Adam la comprendía. Era un hombre sensible; incluso parecía capaz de leerle los pensamientos.
Bebían ya un buen brandy cuando él la miró a través del cristal de la copa y dijo:
—Una destilación perfecta de los ingredientes más admirables… Como la belleza y la
inteligencia en una mujer.
Se levantaron de la mesa y fueron hacia unos sillones, donde Annette tomó asiento mientras Adam
la contemplaba pensativo.
—Debo confesarte, sin embargo, que me produce una gran perturbación que una mujer utilice su
inteligencia sólo con un propósito académico —dijo abruptamente.
Ella sintió una punzada de incomodidad y desagrado ante aquellas palabras. Nunca había
soportado a los que pensaban que no hay para las mujeres otro ámbito que no sea el doméstico.
—¿Crees que debemos quedarnos recluidas en casa? —le preguntó.
Adam sonrió.
—No me malinterpretes —dijo—. Sólo digo que la inteligencia, además de en la academia, debe
utilizarse en casa… Y creo que un hombre debe esperar de su mujer algo más que los débitos
conyugales obvios… Debe esperar de ella ingenio, intelecto… Una mujer deberá ocuparse de su
trabajo, y mostrar el más alto interés por lo que hace… Y creo que un hombre deberá respetar
siempre esos intereses de ella. Sólo así podrán ofrecerse una buena compañía; sólo así podrán ser
felices y esperar del otro la debida recompensa.
Oír sus propias ideas, expresadas por la voz de Adam, fue mucho para Annette… Dejó su copa
en la mesita baja que tenía al lado del sillón donde estaba sentada. No había percibido el menor tono
de superioridad en la voz de Adam, que se expresaba, por el contrario, como un igual a ella, que
hablaba de la relación entre un hombre y una mujer en términos de absoluta igualdad.
Con gran agudeza, ansioso de profundizar más en aquello de lo que hablaban, Adam dijo
entonces:
—Estoy seguro de que John también lo entiende así…
—No… No del todo.
—Pues deberías hablar de ello —dijo Adam—. Trabajáis en el mismo campo… Eso tiene que
significar mucho para ti.
—Él está dispuesto a permitir que continúe con mi carrera cuando nos hayamos casado.
—Eso suena a una simple concesión, no a una convicción positiva al respecto —dijo Adam
levantando su copa de brandy y sorbiendo elegantemente un poco del contenido—. Pero ¿de veras
quieres casarte con él?
Annette se sorprendió al oírse decir esto:
—No estoy segura.
Aunque sintió al instante que había caído en una trampa, no podía intentar justificar ahora sus
palabras. Además, ya había decidido que se casaría con John… Estaba segura, a menos que… ¿A
menos qué? Le resultaba imposible decirse en aquel momento cuándo comenzaron a surgir sus dudas,
la tentación de echarse atrás en la decisión de casarse.
—¿No estás segura? —dijo Adam—. Entonces te pido, te imploro, que lo pienses bien antes de ir
más lejos… Una vida echada a perder por un mal matrimonio es una auténtica tragedia, pero para
alguien como tú, verse sometida a los rigores de un compromiso apresurado, puede ser una doble
tragedia.
—Eres realmente… turbador, Adam.
—Y tú eres bellísima, Annette.
Esperaba que fuera a sentarse junto a ella. Y cuando lo hizo supo que no podría resistirse. Su
mundo se embrollaba de manera quizá inconveniente, pero no quería impedirlo.

VI
John Bray atravesó el vestíbulo y Jessop le abrió las puertas del salón comedor. Annette y Adam
se volvieron para mirarle. Parecían turbados, como actores interrumpidos bruscamente en mitad de
una escena, como si aguardasen a que el apuntador les diera el pie necesario para continuar. John se
detuvo y los miró. Comprendió que estaba fuera de lugar. En términos concretos, sintió que Annette y
él no se pertenecían. Ella tenía todo el aire de quien al fin acepta y es aceptado.
Pero John estaba muy cansado como para preocuparse ahora de eso.
—Siento llegar tarde —se disculpó, y aceptó pensativo la copa que Adam le puso en la mano.
—¿Estás muy cansado? —le preguntó solícito su anfitrión—. ¿Prefieres que te sirvan la cena en
tu cuarto? Le diré a Jessop que lo haga…
—Gracias, ya he cenado —dijo John, y habló con desgana y disgusto de los sándwiches que
había comido en la tienda, mientras él y King daban los últimos toques a la exposición, lo cual, si
bien no había satisfecho su paladar, al menos le había quitado el hambre—. Me temo —siguió
diciendo— que ese encanto de Mr. King, tan propio del Nuevo Mundo, acabará por hacer de mí un
hombre flaco y consumido… Si pretende que siga trabajando tan duro como él mismo lo hace, eso es
innegable, terminaré… bueno, como esa momia…
Tomó asiento en un sillón, frente a Annette. Antes la besó. Ella permaneció rígida. No pudo evitar
John una sospecha. Adam Beauchamp era un hombre atractivo, todo un caballero. Y había pasado
mucho tiempo con Annette. Y parecía excesivamente hospitalario. John se sintió como si estuviera a
punto de ser expulsado de allí.
Miraba intensamente a Annette, acaso inquisitivamente. Ella no podía soportarle la mirada.
Entonces se fijó John en el medallón que llevaba colgado al cuello.
—¿Qué es eso? No recuerdo habértelo visto antes.
Aunque con bastante desgana, Annette lo despegó de su pecho para que pudiese verlo bien. John
se restregó los ojos. Había trabajado tanto a lo largo del día, concentrado intensamente en su tarea,
que le fallaba ahora la vista. Le resultaba difícil, pues, ver lo que había grabado en la superficie del
medallón, aunque no obstante supuso que se trataba de algo puramente ornamental, además de bonito.
Una escritura cuneiforme. Pero de una cosa sí estaba seguro: aquello podía ser un buen ejemplo de
una muy antigua manifestación artesanal.
John miró de nuevo a Annette y luego a Adam.
—¿Te lo ha regalado él? —preguntó a Annette.
—Es un regalo que me hizo mi padre —dijo ella— justo el día antes de que muriese.
Adam se acercó con la mano extendida. Sin decir una palabra, Annette se quitó el medallón para
dárselo y que lo examinara.
—¿Tu padre lo encontró en la tumba? —preguntó John.
—¡Claro que no! —dijo Annette.
Respondió con gran indignación, aunque mientras lo hacía se preguntaba cómo podría saber
realmente de dónde provenía el medallón. Era extraño, como poco, que estuviera en posesión de una
pieza tan única, que su padre se la hubiese dado para que pudiera contemplarla todo el mundo.
—Todo esto es muy raro —siguió diciendo John—. Todas las piezas halladas durante la
expedición deberían haber sido catalogadas…
—John, no querrás sugerir que mi padre…
—Esto no puede haber salido de la tumba —intervino entonces Adam mostrando el medallón—.
Tanto la piedra como el jeroglífico que hay grabado en ella son, por lo menos, dos mil años más
antiguos que la propia tumba… Diría que este medallón pertenece a los tiempos del Primer Reino.
John reaccionó dando un respingo. Ya sabía unas cuantas cosas acerca de la autosuficiencia de su
anfitrión, pero que pretendiera ser también ducho en una materia en la que él era un especialista, le
molestó especialmente, le pareció muy pretencioso y artero por su parte.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó.
—Digamos que mi interés por vuestro trabajo no es sólo el de un amateur…
—Es la primera vez que lo dices —lo atajó John, mirando burlón a Annette, como si la invitase a
compartir su escepticismo, pero ella no le devolvió la mirada.
—No quiero inmiscuirme en asuntos que no son de mi entera competencia, o que te competen más
a ti que a mí —dijo Adam sin alterarse, en un tono realmente mesurado, aunque no por ello dejó de
percibir John el leve tinte de ironía que había en sus palabras—, pero gracias a mis estudios sé que
este medallón pertenece al periodo que ya he dicho.
Y se lo alargó a John para que lo examinara.
Era una pieza muy pequeña, comparada con las halladas en la tumba de Ra Antef, y además
estaba hecha en piedra, lo que venía a demostrar que no se correspondía con el esplendor de los
tiempos estudiados por ellos durante sus excavaciones. No obstante, pareció no concederle mayor
relevancia a la pieza.
—Insisto en que pudo hallarse en la tumba que excavamos —dijo inalterable.
Adam mostró una gran sorpresa y abrió desmesuradamente los ojos, que tenían ahora un punto de
furia contenida. John se alegró de haber roto la habitual imperturbabilidad de su anfitrión, de
obligarle a mostrarse un tanto hostil.
—Te repito, Mr. Bray, que este medallón pertenece al periodo del Primer Reino.
—Ningún experto se mostraría tan seguro como para decir eso, Mr. Beauchamp… Por lo menos,
no sin haber procedido antes a un minucioso examen de la pieza.
—¿Por qué no te reservas entonces tu opinión hasta que hayas procedido a ese minucioso examen
de la pieza del que hablas?
—Muy bien —dijo John mientras Adam hacía con su mano derecha ese típico movimiento con el
que uno requiere que le sea devuelto algo; John, antes de entregarle el medallón, miró a Annette y le
dijo—: Con tu permiso…
—Pero ¿qué ocurre? —preguntó ella, que parecía ahora al menos tan hostil como Adam.
John tuvo la certeza de que controlaba perfectamente la situación, así que habló con gran calma.
—Sólo hay una persona —dijo— que lo sabe todo acerca de ese periodo del Primer Reino, y esa
persona es sir Giles… Por supuesto que sabe más que cualquiera de nosotros… Me gustaría verle
ahora mismo.
—¿Ahora? —dijo Adam, que intentaba ser de nuevo cortés con su huésped—. John, creo que es
un poco tarde… Tomemos un trago más, y quizá mañana…
—No, quiero verle ahora mismo —insistió John—. Aún no se habrá acostado… Si me
disculpáis… Saldré de inmediato para verle.
Se volvieron para verle salir. Se fue de allí con la satisfacción de saber que al menos había
logrado alterarlos, algo que podría interferir en el placer de verse solos, dejándolos además
expectantes ante la posibilidad de su regreso, más o menos temprano.
Sir Giles, como había supuesto John, aún estaba despierto… si es que puede decirse así… Nada
más entrar en su biblioteca supo John que el viejo arqueólogo estaba borracho. Su deterioro, aun en
los pocos días transcurridos, era evidente. No había en él un mínimo rastro de aquella arrogancia
casi militar que siempre había mostrado. Sus palabras eran no ya ininteligibles, sino incoherentes.
No obstante, John, sin mayores preámbulos, le ofreció el medallón y quedó a la espera de un
veredicto. Sir Giles movió la cabeza, como para salir de su aturdimiento, miró el medallón… pero
no dijo más que sus lamentos de los últimos días… Que su gran amigo Dubois había muerto, que
King le había despedido, que nunca más podría trabajar… Pura autocompasión, no decía nada más.
—Acudo a usted —le dijo John recalcando acaso brutalmente sus palabras para que sir Giles
reaccionase— porque quiero que me diga qué hay de este medallón.
Y se lo puso ante los ojos.
Mientras John se iba a las estanterías de la biblioteca para repasar con la vista los volúmenes, sir
Giles, que había tomado en sus manos el medallón, se sirvió un trago más, tan largo que rebosó el
vaso y parte del licor cayó sobre la mesa.
—Si el dinero —farfullaba sir Giles— es la medida de todas las cosas, si el dinero es la vara
con que ha de medirse la educación, será mejor que todos nos convirtamos en asnos… Sí, en unos
asnos… Temo al futuro… Pensemos en el futuro que se nos viene encima… Pensemos en que los
grandes hombres del futuro serán como Mr. King… ¡Puaf! En apenas seis meses ha convertido los
campos de trabajo arqueológico en una especie de feria pueblerina de esas en las que los
propietarios de las casetas no piensan más que en obtener un provecho económico…
John tomó un volumen de páginas amarillentas, y dijo mientras le echaba un vistazo:
—Bueno, pero Mr. King estará contento de sus cálculos aritméticos, que le procurarán excelentes
resultados. Puede que todo radique en eso, en un cálculo bien hecho, para obtener unos dividendos
máximos.
Con aquellas palabras pretendía apelar a sir Giles, hacerlo salir de su abstracción. Lo consiguió.
Sir Giles comenzó a chascar la lengua en un gesto de disgusto y a removerse en su asiento. Pero acto
seguido no hizo más que proseguir con sus lamentos.
—¡Piensa en mí, John! —dijo—. ¿Alguien ha oído hablar de un egiptólogo al que se le prohíba la
entrada en Egipto? ¡Me han prohibido volver allí! ¡Me han tachado de indeseable, de persona non
grata! Y eso es lo que soy, realmente… Para esto no hay tribunal de apelación posible.
—¿En qué página estará lo que busco? —dijo John como si nada, repasando el complicado
índice del volumen que tenía entre las manos.
—¡Ah, ese maldito Hashmi! —siguió lamentándose sir Giles—. ¿Por qué no dijo a las
autoridades que el responsable de todo era Mr. King y no yo?
—¿En qué página, sir Giles?
—¿Cómo? ¡Ah, sí, ese libro! Creo que por la página trescientas o por ahí viene algo… Un par de
cosas breves… Quizá pueda ayudarte…
—Me preguntaba…
Pero John no concluyó su pregunta, dejó morir las palabras en sus labios. Parecía como si a sir
Giles se le hubieran borrado de la mente, antes prodigiosa, todos los conocimientos atesorados a lo
largo de muchos años de estudio. No parecía capaz de extractar siquiera una información mínima. Y
quizá nunca más lo fuese… Cuando un hombre bebe hasta alcanzar no ya la borrachera, sino el
anonadamiento absoluto, la estupefacción máxima, eso quiere decir que ha renunciado a los valores y
a la dignidad que pudo tener en otro tiempo.
Sir Giles, sin embargo, se sintió herido por la mirada de John. Intentó sonreír. Trató de hacerle
ver a quien fuera su pupilo que no se había olvidado del objeto de su visita, y puso el medallón sobre
la mesa para observarlo mejor, mientras hincaba los codos. Pero transcurrió un buen rato sin que
dijese una palabra. Su vaso de licor, sin embargo, amenazaba con rebosar de nuevo.
Ver hundido a quien había sido su ídolo hizo, sin embargo, que John perdiese la mesura.
—¡Maldito viejo borracho! —gritó a sir Giles.
Sir Giles hizo un repaso de sí mismo. Ya era demasiado tarde. Una lágrima incongruente le rodó
por el ojo izquierdo.
—Ya veo que me has perdido el respeto —se lamentó mientras intentaba levantarse—. Seguro
que te irá mucho mejor si trabajas solo, sin mi ayuda —dijo en un rapto de patética dignidad.
—Perdone, sir Giles… Es que…
—Buenas noches —le dijo sir Giles dirigiéndose dificultosamente hacia la puerta—. Quédate el
tiempo que quieras, ya conoces la salida.
John apoyó las manos en el respaldo de una silla, incapaz de insistir en lo que pretendía. Se
avergonzaba de su reacción, aunque estuviese justificada. Suponía que, presionándole, sir Giles
hubiera podido rehacerse, superar su adversidad. De haber estado sobrio… Pero ya sólo podía
lamentarse.
John volvió a centrar su mirada en el medallón. Tomó una lupa que había en la mesa de sir Giles
y empezó a examinarlo en detalle.
De inmediato se formó en su mente una teoría increíble… Vio que tanto Adam como él tenían
razón en sus apreciaciones. El medallón, en efecto, podía pertenecer al Primer Reino, y podía haber
estado igualmente en la tumba de Ra Antef. Acaso estaba ya en la tumba, o en la tierra donde se hizo
la tumba, desde mucho antes de que el príncipe tuviera allí la digna cámara fúnebre que le fuera
destinada… O acaso lo había dejado allí, cuando se produjo el enterramiento, algún devoto que
poseyera el medallón, pensando que un simple mortal no podría hacer la interpretación debida de su
significado, de aquellas palabras grabadas en la piedra.
Volvió a las estanterías repletas de libros. Una grata brisa entró por la ventana entreabierta. Miró
por encima de su hombro. La cortina de la ventana se agitaba con la brisa. John tomó un libro y lo
llevó a la mesa. Empezó a leer la historia que aludía a Ra y Be. Pero no encontró allí una
información suficiente sobre la que apoyar su tesis. Todo lo que allí venía ya le era conocido, ya
había sido escrito; es más, la expedición King, con sus hallazgos, disponía de más y mejores datos al
respecto. En el libro no se daba cuenta sino de especulaciones, referencias… Nada más.
No obstante, mediante la utilización del método consistente en acumular referencias, acaso
pudiera hallar una forma de aproximarse al menos a una interpretación de las palabras grabadas en el
medallón… Tomó de nuevo la lupa, pero la dejó al instante sobre la mesa.
Primero oyó unos pasos en dirección a la puerta. Trató de levantarse. Pero fue muy tarde. Intentó
protegerse del brazo que se alzaba ante él, pero le fue imposible. Recibió un gran golpe en la cabeza
y cayó desvanecido.

VII

Diez minutos antes de la apertura de la exposición a la prensa, y a las más selectas


personalidades, hizo su entrada en la tienda Hashmi Bey.
Annette fue la primera que lo vio. Adam y ella estaban de pie ante una mesa en la que había
viandas y bebidas con que obsequiar a los visitantes. Alexander King sabía bien cómo ganarse el
favor de las damas y de los caballeros tan distinguidos que acudirían en breve, así como el favor de
la prensa. King, apenas con tan pocos minutos para la inauguración, no cesaba de ir de un lado a otro
haciendo retoques, dando órdenes… Vestía elegantemente, de manera un tanto recargada y teatral…
Vestía, en realidad, con un atuendo egipcio de ceremonia…
—Hay que crear un ambiente —había dicho a la sorprendida Annette—. Así vestido ayudo a
crearlo.
Annette se dijo que la expresión de Hashmi, al ver de aquella guisa a King, hubiera resultado
divertida de no ser excesivamente agria. Pidió a Adam que observara al recién llegado, que hablaba
entonces con Alexander King, un tanto forzado y pretendidamente conspicuo, según era más que
perceptible. King, en un momento de la conversación que mantenía, movió la cabeza, en gesto de
negación rotunda. Hashmi abrió desmesuradamente los ojos y comenzó a golpear con el puño una
mesa.
—Creo que hemos de proteger a Mr. King —dijo Adam.
Annette dudaba que King necesitase la protección de alguien, pero quería saber qué ocurría, en
medio de todo le hacía gracia la escena.
Hashmi recibió su presencia con una cortés inclinación de cabeza. El incidente no parecía
haberle hecho olvidar las exigencias de la buena educación.
—No es cosa de broma, Mr. King —decía con gesto y actitud tan solemnes como orgullosos,
justo cuando Annette y Adam llegaron hasta donde hablaban—. Me gustaría que desistiera usted de
sus pretensiones… Recibiría por ello la suma de veinte mil libras inglesas… Confío en que esto le
haga reconsiderar su actitud.
—¡No me sea gallina, hombre! —le espetó King—. ¿De veras espera usted que recoja todo esto,
suspenda la inauguración y embarque de nuevo los tesoros?
—Mi Gobierno se hará cargo de todos los costes, y lo hará con absoluta responsabilidad y
beneplácito.
—¡Eso es como ofrecerme maíz para las gallinas! —dijo King dando unos golpecitos a Hashmi
en los hombros, que no eran del todo afectuosos—. Mi show ya ha sido anunciado en Estados
Unidos, y pienso ir allí en cuanto clausure la exposición en Londres, no piense otra cosa. Si no lo
hiciera así, no dude de que alguien me pegaría fuego apenas hubiera desembarcado en mi país… No
querrá usted que agravie a toda esa gente del medio oeste, ¿eh? No sabe usted lo que significa un
circo para ellos, les encanta…
—¡Un circo!
—Sí, un espectáculo para toda la familia —dijo King esbozando una sonrisa sentimental—. Un
día para el recuerdo.
—Le pido por última vez que acepte la generosa propuesta de mi Gobierno —insistió Hashmi.
King se echó a reír.
—Bien, pues entonces —amenazó Hashmi— aténgase a las consecuencias. Sólo usted será
responsable de cuanto pueda suceder.
—Bien, pues que empiecen de una vez por todas esas consecuencias —dijo King sin dejar de
reírse.
King se apartó de Hashmi para dirigirse a Annette con los brazos abiertos. Quería, desde luego,
que lo felicitase por su duelo con el otro, por su gallardía.
—Usted denigra la memoria de Ra —le dijo ella.
King acusó el golpe, pero se rehízo aparentando indiferencia.
—Lamento mucho que no esté aquí John —dijo—. Al fin y al cabo, gracias a él esta exposición
será todo un éxito, aunque a ti te parezca algo horrible, Annette… Por cierto, ¿dónde está John?
Adam y Annette lo habían dejado reposando cuando se dirigieron a la tienda. El médico había
dado órdenes estrictas de que John no se moviera de la casa de sir Giles Dalrymple hasta que se
hubiese recuperado del todo. Repentinamente sobrio cuando descubrió a su pupilo inconsciente, sir
Giles había dado pronto aviso al médico y fue la mejor compañía para John, que al recobrar el
conocimiento no sabía bien qué le había pasado, ni mucho menos quién lo había atacado… Fue sir
Giles quien le dio cuenta entonces de la desaparición del medallón, y se arrepentía ahora de no
haberse encontrado suficientemente despejado cuando John se lo ofreció para que lo examinara.
Pensaba Annette en la humildad de sir Giles, al reconocer su error, y pensaba al tiempo en lo fatuo y
arrogante que era Alexander King, por lo que le resultaba imposible mostrar simpatías hacia el
organizador de la exposición.
—John está muy enfermo —respondió llorosa a Alexander King, y se apartó de él.
King movió la cabeza, lamentándose. Pero nada podría deprimirle aquella noche. Sus previsiones
empezaban a cumplirse provechosamente. Sería en breve, sin dudarlo, el centro de toda atención…
Junto con la momia, por supuesto… Pero no estaba dispuesto a consentir que el príncipe muerto y
embalsamado le robase protagonismo.
Adam se volvió hacia la puerta al oír un montón de voces.
—Me parece que ya está ahí la prensa —dijo.
—Y unos cuantos amigos más —añadió King henchido de felicidad—. A los periodistas siempre
se les pegan sus amigos cuando hay barra libre… Si me disculpan… Tengo que dar inicio a mi
show…
Lo vieron recibir efusivamente al tropel recién llegado. Pronto se llenó la gran tienda de la
exposición de voces, de conversaciones que se producían aquí y allá… Sonaba de continuo el clic de
las copas al entrechocarse en un brindis. Pero por encima de todas las voces y de todos los ruidos se
escuchaba la de King, que no paraba de hablar, de explicar cualquier cosa, de lucirse, en suma…
Resultaba absolutamente infantil, pensó Annette, en su afán de mostrarse a todos como el único capaz
de apreciar en toda su grandeza lo que allí se mostraba, el único de todos que se hallaba en posesión
de un buen gusto definitivo.
No obstante, al comprobar la aceptación que tenía King entre los periodistas y hasta los críticos,
se preguntó Annette si realmente no era él quien estaba en lo cierto… Quizá expresarse en la cultura
de masas, en vez de hacerlo en el estudio sosegado, apartado del mundanal ruido, fuera mucho mejor,
aparte de mucho más rentable, para llegar a las masas, en vez de esperar a que éstas se interesaran
por los resultados de una investigación hecha en el silencio más absoluto.
Vio Annette, entre aquella muchedumbre, a sir Giles. Parecía realmente espantado ante el tumulto
creado en la tienda, aunque al menos ahora era dueño de todas sus facultades. Quizá hubiera sido
mejor, sin embargo, que se quedara en casa. Habría sufrido menos. Se hubiese evitado así el hondo
dolor que le produjo contemplar todo aquello. Pero al tiempo comprendió Annette que no hubiera
querido perdérselo, que no podía desligarse por completo de una investigación en la que había tenido
la mayor relevancia.
Se dejó sentir un gong tras el telón perfectamente teatral que cubría parte de la escena. El
murmullo de voces fue decreciendo hasta agostarse.
King, al frente de la escena, abrió los brazos y las trompetas atacaron una fanfarria.
Los reporteros apuraron sus vasos y buscaron los asientos. Sir Giles se quedó a un lado del
improvisado auditorio. Adam condujo a Annette hasta una silla, tomó asiento a su lado y entrelazaron
sus manos. Ella pensaba en John, rogaba que se recuperase pronto, pero junto a Adam se sentía
absolutamente feliz. En cada fibra de su ser experimentaba la cálida sensación de que las cosas
estaban a punto de alcanzar el clímax ansiado. Ya no le quedaba más remedio que tomar una
decisión. Pronto.
—Distinguidos invitados, amigos, y señores de la prensa —comenzó a decir King en tono jovial
—, estamos viviendo un momento histórico. Descubriremos hoy ante ustedes el sarcófago de Ra
Antef, muerto y momificado hace tres mil años… ¡Un gran príncipe del antiguo Egipto! —hizo un
mutis para que se dejara sentir otra fanfarria, y prosiguió—: Primero, no obstante, quiero que se
impregnen de este ambiente legendario, como lo han hecho los intrépidos arqueólogos artífices del
descubrimiento.
Se hizo a un lado y un haz de luz se clavó en la pantalla que el telón había descubierto a sus
espaldas. Para su sorpresa, vio Annette allí el rostro de sir Giles Dalrymple. Había olvidado que
King, en sus cortas visitas a las excavaciones, se pasaba el tiempo tomando fotografías, sobre todo
en los primeros días de trabajo, con la intención, ahora le parecía evidente, de convertirlas en
filminas para su proyección a través de la linterna. Hubiera querido saber qué pensaba sir Giles en
ese preciso momento. Seguramente, lo mismo que ella… Estaba claro que la expedición había sido
para King, desde el principio, poco menos que una trouppe de circo. Estaba claro que ya entonces
albergaba la idea de levantar aquella gran tienda de campaña.
—El miembro más importante de nuestra expedición —dijo entonces King— fue el profesor
Dubois, del Museo de Egiptología de París —y vio Annette a su padre, proyectado en la pantalla,
examinando junto a John una formación rocosa. Allí estaba el profesor Dubois, inmortalizado en la
foto para siempre, como inmortalizado estaba Ra Antef en aquellos paneles que narraban
pormenorizadamente su vida. Inmortalizados, preservados, ofrecidos a la posteridad… Pero muertos
—. El componente más joven y bello de nuestra expedición —siguió diciendo King a su audiencia,
sin tener en cuenta las susceptibilidades de algunas personas que se hallaban entre ella— es Annette
Dubois, con su encanto parisino, que fue una ráfaga de aire fresco en medio del calor del desierto…
Y que además de ser, por su belleza, un elemento decorativo de primer orden, demostró ser una muy
capaz asistente de su padre, el finado profesor Dubois, que desgraciadamente… —hizo una pausa
histriónica tras la cual alzó la cabeza—, para nuestra mayor desgracia, sí, murió a manos de unos
nativos supersticiosos —pareció recobrarse de inmediato de aquella tristeza que lo afligió unos
instantes, y anunció—: El gran inspirador de nuestra expedición, su gran guía, por ello…
Se vio entonces en la pantalla una representación de Ramsés VIII.
—No, no fue él, querido Mr. King… ¡Fui yo!
Estalló una carcajada en el auditorio.
King se detuvo cuando iba a hacer lo que según él sería la descripción técnica más propia de los
métodos utilizados para llevar a término las excavaciones. Annette se preguntó qué hubiese dicho de
John, de haber podido estar allí. Pero ella también se sorprendió al oír muy cerca de donde estaba
aquella voz que había interrumpido el discurso de King, y al volverse comprobó que, en efecto, había
sido la voz de sir Giles.
Varios periodistas comenzaron a apuntar aquello en sus libretas. Otros miraban a su alrededor
tratando de reconocer al interpelante.
King empalmó las últimas palabras que había dicho con las siguientes, hablando aún más alto:
—Damas y caballeros, por favor… Ahora… antes de proceder a la verificación de un momento
histórico, debo hacerles una confidencia. Debo prevenirles… Hay una maldición, según la cual toda
persona que se halle presente en el momento de abrir el sarcófago de un faraón, y mire a la momia…
morirá… —hubo un gran murmullo entre los asistentes, que llenó de satisfacción a King, por lo que
pasó a utilizar un tono de voz que pretendía fuese más impresionante, más melodramático aún—. Sí,
quien contemple a la momia… morirá sin remedio, víctima de la perfidia de los dioses egipcios…
Eso dice la leyenda. Así que, quienes entre ustedes propendan al trastorno nervioso, y deseen
abandonar esta sala, háganlo cuanto antes.
Miró retador a su audiencia. Una mujer se movía nerviosa en su silla. Sir Giles mascullaba
palabras de desaprobación y no paraba, igualmente, de moverse en su silla. Annette miraba a un lado
y a otro, y al fondo de la sala vio a Hashmi, serio, grave, sin demostrar emoción alguna, vigilante,
siempre vigilante…
—Bien, ya han sido avisados —dijo King.
Sonó de nuevo el gong, al que siguió un redoble de tambores que se resolvió con una fanfarria
mucho más florida que las anteriores. La iluminación se fue debilitando lentamente.
—Damas y caballeros… Por vez primera, y ante sus propios ojos, voy a cortar el precinto real.
Adam miró con una risa sardónica a Annette. Ella sabía bien que no era la primera vez que lo
hacían… Pero el show tenía que seguir.
El chorro de luz blanca de un foco cayó directamente sobre la tapa del sarcófago. Cuchillo en
mano, King se dirigió al túmulo funerario allí dispuesto. A cada lado había un nubio, como si
montaran guardia. A una seña de King levantaron la tapa del sarcófago.
—Es para mí, Alexander King, un gran orgullo presentarles a la momia de un miembro de la
familia real, el príncipe Ra Antef.
Hubo otro murmullo de expectación en el auditorio. Pero de repente destacó la risa de alguien.
—¡Vaya, esto sí que es importante! —dijo un reportero disponiéndose a tomar nota de lo
ocurrido.
Hubo un gran ruido de sillas moviéndose porque la gente comenzó a levantarse. Muchos
bromeaban y se reían.
El sarcófago estaba vacío.
Annette se puso de pie. King, con los brazos abiertos en un gesto histriónico, mostraba gran
turbación en su rostro al contemplar las reacciones de sus invitados. Se quedó mirando fijamente,
anonadado, el sarcófago. Abatido, dejó caer sus brazos a los lados del cuerpo.
Annette salió rauda para hablar con el inspector de policía encargado del pequeño contingente
que montaba guardia en los alrededores de la tienda desde que se dio inicio a los preparativos de la
exposición. El inspector se había empleado hasta entonces más en el ordenamiento del tráfico y en
mantener alejados a los curiosos, que en un trabajo puramente detectivesco. Pero le gustó aquel
cambio en su rutina y se puso raudo a investigar.
Varios periodistas y unos cuantos invitados habían salido ya de la tienda y se reían sin
misericordia.
El inspector ordenó a sus hombres que evitaran la fuga del culpable. Era harto difícil que alguien
pasara ante ellos con una momia a cuestas, pero hasta que no hubiera resuelto ciertas cuestiones,
como hacer algún que otro interrogatorio, no quería que los asistentes huyeran en desbandada.
La verdad es que no hizo unas preguntas muy agudas. Todas, encima, se circunscribían a lo
mismo.
—¿Quién querría robar una momia?
—Algún competidor —respondió King, rabioso—. Alguien que desea arruinarme.
—¿Tiene usted enemigos, Mr. King?
—¡Claro que tengo enemigos! ¡Soy un hombre del show business! Cualquiera de los que se dicen
mis amigos podría ser mi enemigo —King señaló entonces a Hashmi, que se encontraba entonces
junto al sarcófago vacío—. Este hombre, sin ir más lejos, ha tratado de chantajearme esta tarde…
Aquí tiene a uno de mis enemigos.
—¿Es eso cierto, señor? —preguntó el inspector a Hashmi.
—¿Que yo he intentado chantajearle? No, claro que no… Me limité a prevenirle, a decirle qué
podía suceder.
—¿Cree que alguien querría robar la momia? —preguntó el policía pretendiéndose muy agudo.
—Es lo último que podía esperarme —dijo Hashmi, que hablaba con el corazón en la mano.
—¡Ja! Sin duda el de hoy ha sido un gran día para él —dijo King con sorna.
—¿Por qué dice eso, señor? —preguntó el policía a King.
—Porque este hombre pretendía que la momia fuese a parar a cierto museo polvoriento…
Entonces se acercó a ellos sir Giles Dalrymple.
—Y así debió hacerse —dijo—. Nada de esto hubiese sucedido.
El inspector trataba de aparentar agudeza y calma, pero resultaba evidente que estaba perdido.
Procedió entonces a examinar una vez más el sarcófago, y lo que había bajo el túmulo, e incluso el
propio suelo sobre el que se había levantado todo aquello… Creyó al fin que le resultaría muy difícil
encontrar al culpable, pues todo estaba rodeado de reporteros y de curiosos, que no paraban de ir de
un lado a otro, como lo habían hecho antes de que King pretendiera inaugurar la exposición, por lo
que descubrir al autor del robo se le hacía poco menos que imposible.
Un par de reporteros hicieron algo más que relajarse, y que reírse… Al día siguiente publicaron
en sus columnas una dura crítica a los métodos policiales, o a la falta de método, mejor dicho, para
prevenir lo sucedido… Fue así porque no pudo evitar el inspector que se fueran de allí a tiempo para
redactar sus notas e incluirlas en las ediciones de la mañana. No obstante, ordenó a sus hombres que
anotaran los nombres y direcciones de todos los que pudieran y anduviesen por allí, tras lo cual los
dejó marchar. Los agentes apostados a la entrada de la tienda intentaron hacer su cometido de la
mejor manera posible.
—¿Eso es todo lo que va a hacer usted? —dijo King al policía.
—Descuide, que seguiremos trabajando en el caso, señor; le iremos dando cuenta de las
pesquisas que hagamos.
—¡Pero podrían sacar la momia de este país mañana mismo!
—Yo no me preocuparía por eso, señor… Nunca pasaría la aduana —dijo el inspector mientras
consultaba su reloj con una tranquilidad tal que parecía capaz de resolver cualquier caso, por
enrevesado que fuera—. Dejaré aquí, de guardia, a dos de mis hombres, señor, mientras yo voy a
Scotland Yard para pedir a nuestros científicos que vengan a inspeccionar el sarcófago. Tan pronto
como tengamos algo de que informar, nos pondremos en contacto con usted… Buenas noches, señor.
A King no se le ocurrió nada que decir mientras el inspector se alejaba.
—¡Bah!, no es más que un policía inglés —murmuró al cabo para sí mismo—. Sólo sirve para
que le preguntes la hora… Tendré que arreglármelas sin él.
Por mucho que detestara a King, Annette no podía reprimir una sonrisa de simpatía hacia él.
Aquella frustrada representación había dicho mucho de aquel hombre. Pudo haber sido su gran
momento, la culminación de todos sus esfuerzos hechos con tanto dinero y dedicándoles además
mucho tiempo, y todo había concluido en un desastre.
—¿Por qué no se va a casa y descansa? —le sugirió Annette con gran amabilidad.
—¿A casa? —dijo King—. Ese hotel… ¿Y cómo podría descansar con todo lo que ha pasado?
¡No he podido ni comenzar realmente el show!
Adam, que estaba junto a Annete, habló casi a la vez que ella:
—Si puedo ayudarle en algo…
—Sí —dijo King como si recobrase el vigor perdido—, pueden vendarse el cuerpo y meterse en
esa caja…
Adam tomó del brazo a Annette.
—Buenas noches, Mr. King.
—Buenas noches.
Se alejaron de la tienda mientras el furioso tendero daba vueltas y vueltas alrededor del
sarcófago, como si esperase que una puerta mágica, o un encantamiento hecho en escritura
cuneiforme, obrara el milagro de hacer que las cosas fuesen como debían.
VIII

Aún había luz en la tienda cuando llegó John Bray. Se dirigió con paso lento a la entrada, a
despecho del dolor y del aturdimiento que aún lo atenazaban. Sir Giles había intentado por todos los
medios que se quedara en la cama, pero después de lo que el egiptólogo le había referido a propósito
de la inauguración, John se dijo que debería acudir allí y colaborar en cuanto pudiera. Durante el
camino había intentado concentrarse, poner en claro las teorías dispersas y disímiles que le brotaron
en la cabeza mientras convalecía en cama, a medias consciente.
Un policía le salió al paso y le preguntó qué quería.
—Tengo que ver a Mr. King —dijo John en un tono de voz muy bajo; habló además de manera tan
dubitativa que el policía supuso que estaba borracho.
—Ahí ya no queda nadie, señor.
—¿Está seguro de que Mr. King…?
—¡John! ¡John! ¿Eres tú?
El policía condujo a John al interior de la tienda. King estaba en la plataforma, en su escenario,
firme junto al túmulo funerario sobre el que habían puesto el sarcófago. Era cierto, pues… La momia
había desaparecido… La visión del sarcófago vacío era más inapelable de lo que John había
supuesto.
—¡Pues es cierto que no está! —exclamó desazonado.
—Bueno, yo quería publicidad, ¿no? Pues seguro que la obtengo… —dijo King acercándose a él
—. Dime, ¿tú no estabas en la cama?
—Creo que sé por qué ha ocurrido esto —dijo John.
King lo miró expectante.
—¿Cómo dices?
—Al fin he descubierto el significado de las sagradas palabras de la vida… El medallón… Los
antiguos poderes de Ra Antef… Pero me lo han robado… Me lo han robado…
El rostro de King pasó de la palidez a la furia. Había gastado una gran suma de dinero en la
expedición, pero era incapaz de entender cualquier cosa referida a los hallazgos hechos en las
excavaciones. Para él, los tesoros descubiertos, como era un showman, tenían la misma importancia
que un freak sacado de alguna reserva india. Hasta un circo de pulgas le hubiera hecho feliz, siempre
y cuando las pulgas le diesen a ganar buenos dineros.
—Quien haya robado la momia —dijo John— pretende volverla a la vida.
Y de nuevo se sintió confuso, enfermo. El rostro de King se crispó.
—Tienes algo mal en la cabeza, muchacho —dijo King con un tono de voz que hirió los oídos de
John.
—¿Por qué no me cree?
—Creo que estás realmente enfermo, muchacho, muy mal… Te pediré un taxi…
—Mire, Mr. King…
Pero ¿cómo podría King, ayuno de todo conocimiento como estaba, comprender algo, siquiera
algo, acerca del significado del medallón y del mensaje que contenía? Empezar a contarle paso a
paso la historia de Ra Antef sería imposible, mucho más a tales horas de la noche… Así que John
decidió no hacerlo. Pero, en cualquier caso, se veía en la necesidad de forzar que el otro actuase de
manera correcta… Estaba poseído por visiones que le hablaban de antiguos ritos de brujería, de
ángeles del terror inmersos y libres en el mundo moderno, de la blasfema vuelta a la vida de
alguien… o de algo… que debería descansar toda la eternidad.
—Agente, ¿podría pedir un taxi para este caballero?
King contemplaba a John con gesto preocupado ante la tienda.
—Si alguien quiere vengarse realmente —insistió John—, ¿qué otra manera mejor de hacerlo que
devolviendo la vida a la momia?
—Claro, claro… Vamos…
—¿Qué mejor manera de hacerlo que ocultar los motivos reales de esa venganza bajo el pretexto
de una maldición legendaria?
—Venga, ve a dormir —le dijo King, solícito—. Te veré mañana temprano.
—Usted no quiere oír lo que digo, ¿verdad, Mr. King?
—Ahora mismo no, la verdad… Lo único que me pregunto —dijo King— es cómo pudo Hashmi
hacer esto…
—¿Hashmi?
—Sólo pudo hacerlo él, estoy seguro… Es lo único que tiene sentido en toda esta historia…
Tenías que haber visto su cara esta noche…
—¿Ha estado aquí?
—Sí, pero no me preguntes cómo pudo llevarse la momia… Bueno, la policía tiene su dirección.
En cuanto descubra cómo hizo el robo, acabaré con él.
Un agente acompañaba a John por un sendero hasta la calzada donde le aguardaba el taxi. Antes
de que lo alcanzaran le preguntó John:
—¿Tomaron ustedes la dirección de Hashmi Bey?
—¿A quién se refiere, señor?
—Hashmi Bey… Mr. King dice que tienen ustedes su dirección… Me gustaría verle.
El policía se detuvo bajo una farola de gas, a la entrada del parque, y sacó su cuaderno. Pasó
rápidamente unas páginas y consultó el listado de direcciones que tenía.
—Quizá tenga esa dirección uno de mis compañeros, señor… Hemos apuntado la dirección de
tantas personas… No, espere, aquí la tengo…
Se la mostró a John, que leyó aquella dirección y asintió dando las gracias al agente. Después
entró en el taxi.

IX

Alexander King estaba muy cansado. También estaba furioso. Pero ganaba el cansancio. No había
nada más que hacer aquella noche. La momia había desaparecido y por el momento de nada servía la
tienda; por mucho que caminara a su alrededor, fumando sin parar, la momia no aparecería… Al día
siguiente se sentiría mejor. Al día siguiente acudiría a la policía de Londres para urgirles a que
redoblaran sus esfuerzos.
Cuando salía de la tienda, el agente que montaba guardia a la entrada se dirigió a él.
—¿Le pido un taxi, señor?
—No, gracias.
Caminar por las calles vacías, con aquella fresca brisa, le vendría bien, ayudaría a que se
calmara. Necesitaba tranquilizarse si quería dormir bien aquella noche.
King se fue.
La neblina invadía las calles, se pegaba a los muros de las casas. Las farolas de gas contribuían a
dar a la ciudad un aspecto fantasmagórico, tiñéndola de un amarillo desvaído y pobre. Escuchó un
reloj que daba la hora y su sonido también pareció extraño en medio de la neblina.
Una mujer que estaba frente a la puerta de una casa le salió al paso.
—¿Tienes algún problema, muchacho?
—Yo no… ¿Puedo hacer algo por usted?
—Nada, cariño… Pero me pregunto si no seré yo quien pueda hacer algo por ti…
King pareció salir entonces de su abstracción.
—No, no… Muchas gracias.
Sorteó a la mujer y siguió su camino. Diez minutos después se dio cuenta de que se había
perdido. Creía conocer Londres muy bien, pero su mente, ocupada en otras cosas, en todo lo que
concernía a la momia, le había traicionado. Naturalmente, pensaba también, con mucho dolor, en el
ridículo que había hecho, y en que al día siguiente los periódicos le ridiculizarían aún más… Así, era
difícil que prestara mayor atención a las calles por las que iba.
Se detuvo en una esquina y resopló.
Las dudas y las especulaciones, no obstante, seguían rebosándole la cabeza… Quizá aquella
publicidad, aun negativa, le resultara beneficiosa… Eso, aunque hubiera desaparecido la momia,
podía hacer que mucha gente se acercara a la exposición… Y si conseguía encontrar la momia…
Tenía que encontrar la momia. Sin la momia, la exposición no estaría completa.
Cuando la tuviera de nuevo en su poder… Cuando la encontrara…
Intentó concentrarse en su camino. La calle en la que estaba no tenía el rótulo con su nombre.
Cruzó la calzada en dirección a una arcada en la que quizá hubiera un rótulo… Pero a medida que se
iba acercando no oía más que el rumor del agua, y un poco después la sirena de un barco.
Supo así que estaba muy cerca del río. Le pareció inconcebible que hubiese caminado tanto
tiempo en la dirección equivocada.
Tras unos momentos de duda volvió sobre sus pasos.
Vio otra arcada un poco más allá, entre la neblina cada vez más espesa. La proximidad del río
hacía que fuese mucho más densa, que aquella neblina arrojase sombras dudosas a su alrededor. La
arcada a la que se dirigía arrojaba una sombra mucho más sólida.
Cuando se acercaba, sin embargo, observó que aquella sombra no se disolvía, al contrario… Se
hizo más evidente. Porque no era una sombra sino la silueta de un hombre que aparentemente lo
esperaba, tranquilo, impávido.
Carraspeó para aclararse la voz, tomada por la neblina.
—Creo que me he perdido… ¿Voy bien por aquí al centro de la ciudad?
No hubo respuesta.
—Mire —King no estaba para bromas ni pérdidas de tiempo—, no sé quién demonios es usted,
pero no me…
La silueta avanzó desde la arcada. Bajo la difusa luz de las farolas, en mitad de la neblina cada
vez más densa, parecía una masa informe. King alcanzó a ver, sin embargo, que tenía los brazos
vendados, unos brazos que extendía hacia él. King vio su cara indescriptible. Y fue incapaz de
aceptar lo que veía.
Soltó una fuerte carcajada.
—Vamos, si esto te parece una buena broma…
Pero la momia no bromeaba. Era real y poderosa. Un fantasma tangible, fuerte, venido de una
edad remota. Aunque debiera de pertenecer a la muerte, estaba viva y en posesión de una fuerza
sobrenatural.
Estrechó a King entre sus brazos, que lo levantaron del suelo. Vio así los ojos furiosos de quien
en un tiempo lejano, muy lejano, fue un príncipe del antiguo Egipto. Y entonces no pudo King
reprimir un grito de pánico.
Las casas de aquella calle parecieron girar como aspas ante él… La arcada también giró ante él,
vertiginosa. La momia lo arrojó entonces, lejos, haciéndole experimentar la sensación de que iba
lanzado entre una sucesión infinita de arcadas… hasta que se estrelló contra las piedras
experimentando un dolor agónico. La momia lo recogió luego del suelo y lo tiró al río.
El agua cubrió a King rápidamente.

—Creo que se hospeda aquí un caballero extranjero, ¿me equivoco? —dijo John Bray.
Aquel hombre sin afeitar que le había abierto la puerta pareció suspicaz y gruñó su pregunta:
—¿Qué se le ha perdido a usted aquí?
John se metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de monedas. Tras el hombre vio la silueta
huidiza de una mujer con el cabello alborotado y el rostro cetrino. Lo único que denotaba alguna
felicidad en su rostro fue oír el sonido de aquellas monedas en la mano de John. Entonces se acercó
al hombre sin afeitar que había abierto la puerta.
—Se trata de un caballero egipcio —dijo John.
La mujer extendió la mano y John puso en ella el puñado de monedas.
—Sí, lo encontrará usted en el primer piso de la parte de atrás —dijo la mujer.
—Gracias.
Entró John y subió por la estrecha escalera que llevaba a la parte de atrás de la casa, cuidando de
no hacer ruido aunque el suelo era de linóleo. Tras él se producía entonces una discusión entre el
hombre y la mujer a propósito de las monedas. Sonó un portazo mientras seguían peleándose.
John caminó por el pasillo del primer piso hasta la parte trasera de la casa. La neblina había
cubierto por completo los cristales de las ventanas. Al final del pasillo había una sola puerta. Llamó
con los nudillos, aunque pareció que lo hacía con un martillo.
—¡Hashmi, abra la puerta!
No hubo respuesta. John miró atrás, hacia la escalera por la que había subido. Se dijo que mejor
no hacer ruido para no alertar a la pareja que seguía discutiendo. Podrían echarle de allí con cajas
destempladas. Quedó a la escucha. Ningún sonido de aquella habitación. Pronto cesaron también las
voces del hombre y la mujer.
Volvió a llamar y trató de girar el pomo de la cerradura. No se abrió pero parecía muy endeble.
John presionó la puerta con el hombro.
Abrió la puerta al segundo intento y entró en la habitación.
No había nadie.
Sacó un fósforo y encendió una lámpara de gas. El aspecto de aquella habitación era
absolutamente siniestro. Comenzó a investigar.
Desde luego, Hashmi tenía muy pocas cosas. En su maleta había unas cuantas prendas de vestir;
de una percha colgaba un traje polvoriento y arrugado. El escaso mobiliario era viejo. Quitaba John
la colcha de la cama cuando entró Hashmi despacio y silencioso como un gato, blandiendo un
cuchillo en la mano.
—¿Ha encontrado lo que busca, Mr. Bray? —dijo.
John se volvió asustado. Dejó caer la colcha de la cama.
—¿Dónde está? —dijo tras reponerse de la impresión primera.
Hashmi avanzó hacia él enarbolando su cuchillo.
—Si supiera a qué se refiere…
—Lo sabe muy bien… Me refiero al medallón. ¿Dónde lo tiene?
Hashmi respiró profundamente. Parecía aún más grotesco a la luz de la lámpara de gas.
—Así que es verdad que existe ese medallón…
—Sí, y usted me lo ha robado —dijo John.
Hashmi le observó unos instantes y dejó el cuchillo sobre una mesita. Después cerró la puerta.
—¿Hablamos del mismo medallón, del medallón sagrado que confirió a Ra Antef los secretos de
la vida, aquel medallón que según una leyenda le fue entregado por su tribu de nómadas? ¿El
medallón que bajo ningún concepto debía caer en manos de su hermano, Be, el asesino, el que nada
sabía de aquella preciosa posesión en cuyo poder estaba Ra?
—Sí, y me parece que sabe usted bastante del asunto —dijo John—. Y creo también que sabía de
la existencia de ese medallón desde el principio… Y justo cuando me disponía a descubrir la verdad,
cuando estaba a un paso de hacerlo…
—¡No sea tonto! —le gritó Hashmi—. Si yo tuviese ese medallón, y si poseyera el secreto de
revivir a los muertos, ¿cree usted de verdad que hubiese procedido de la manera tan estúpida que
dice usted?
John no sabía qué pensar. En realidad no podía acusar a Hashmi de nada, pues le faltaba una
secuencia bien hilada de los hechos. Así, no podría acusar ni a Hashmi ni a nadie. El hombre al que
había acusado de ladrón le pareció entonces realmente íntegro, sobre todo por la forma en que había
hablado de aquella santa reliquia de la historia de su país… Claro que también su integridad podría
ser una añagaza de fanático capaz de cualquier violencia para impedir que se descubriese el caso.
—¿Viene usted conmigo a la policía? —le preguntó John abruptamente.
—Me sentiré muy feliz de colaborar para que nadie pueda hacer uso de la violencia.
Ya en la puerta, cuando salían, John fue incapaz de reprimir una pregunta que le rondaba la
mente:
—¿Sabría usted decirme quién está detrás de todo este maldito y pavoroso asunto?
—Digamos que hay algunas fuerzas trabajando en ello, hasta donde yo sé —respondió Hashmi
con mucha seriedad—; unas fuerzas, por cierto, cuyas intenciones sería incapaz de comprender la
mente del científico más lúcido de este país.

XI

Sir Giles Dalrymple abrió la botella de brandy y alcanzó un vaso. Luego cerró la botella. Era
importante que mantuviese clara la mente, por lo que apartó el vaso, sin embargo, en el que acababa
de servirse un trago. Tenía mucho trabajo por delante. Tenía que haberse puesto a trabajar en el
mismo instante en que el joven John Bray acudió a él para comunicarle sus sospechas… Su antiguo
ayudante estaba en el buen camino. Por eso precisaba de las aportaciones que pudiera hacer alguien
más experto.
John había hecho algunas anotaciones antes de que fuera golpeado, y allí estaban dichas notas, en
su escritorio. Sir Giles vio en ellas las líneas maestras para descifrar unos jeroglíficos, pero no
estaba muy seguro de que sirvieran para la interpretación de otros. Conocía bastante bien aquello, no
obstante, pues no en vano había sido él quien instruyera a John en la materia.
¿Serían aquellos garabatos hechos en una de las notas el dibujo de algo que estuviese grabado en
el medallón? Sir Giles concentró toda su atención en ello. ¿Contendría aquello el significado último
de las sagradas palabras de las que hablaba la leyenda, las sagradas palabras de la vida? No, sería
absurdo… Las sagradas palabras de la vida…
Sir Giles se recostó en la silla. Quizá necesitara un trago… Pero no, tenía que ser fuerte y
mantenerse sobrio… Era capaz de resistirse a una tentación como la de beber. Tenía que demostrar a
todos, además, que seguía en poder de aquella sabiduría que le había valido la mayor reputación
como investigador e intérprete del antiguo Egipto, el único hombre capaz de desvelar los enigmas de
aquel pasado.
Comenzó a escribir con enorme precisión y buen pulso una línea jeroglífica que podría dar
sentido a lo apuntado por John. Y mientras lo hacía, leía en voz alta lo que iba escribiendo,
descubriendo así unas palabras que eran más vibrantes minuto a minuto.
Fue interrumpido, sin embargo, por un ruido de cristales rotos. Sir Giles se volvió hacia la
ventana y vio que la momia entraba en su biblioteca.
Tenía una pistola en el cajón derecho de su escritorio. Quizá no fuera suficiente para enfrentarse a
aquel monstruo, pero sir Giles echó mano del arma, instintivamente. Abrió fuego dos veces contra la
aparición. La momia pareció acusar los impactos, se tambaleó, pero no cayó al suelo. Sir Giles
disparó por tercera vez. Pero la momia alargó sus brazos portentosos y lo apretó fuertemente contra
sí.
Sir Giles apenas pudo exhalar un grito, pues la presión de los brazos de la momia le impedía
respirar. Después oyó cómo se le rompían todos los huesos del cuerpo cuando la momia lo golpeaba
contra el escritorio. El dolor que sentía era insoportable. Entonces la momia le puso las manos en el
cuello. Las sintió férreas bajo las vendas. Lo último que vio sir Giles, cuando ya le resultaba
imposible respirar, cuando comenzaba a nublarse su mirada, fue un gato de pedernal chino que tenía
en su mesa de trabajo. Sir Giles vio que la momia lo alzaba contra él. Le golpeó tres veces en la
cabeza, antes de que se rompiera la pieza. Pero sir Giles ya no pudo resistir el tercer golpe.

XII

Adam tenía un libro abierto sobre su regazo. Leía con su voz honda, reflexiva, pausada y musical,
alzando los ojos a intervalos para contemplar a Annette.

¿Quieres saber cómo te amo? Trataré de decírtelo.


Te amo hasta lo más profundo, hasta mi último aliento,
con toda la fuerza de mi alma; te amo con todo mi ser
henchido de tu ideal, infinita gracia.
Te amo en todas las horas del día,
te necesito más que al sol y más que a la luz.

Annette sentía mecerse bajo aquel ritmo cálido de la voz de Adam, que incrementaba el tibio
ambiente ofrecido por la chimenea. Sabía bien, no obstante, el porqué de todo aquello: Adam
pugnaba por apartarla de John como fuese… Y no tenía fuerzas para resistirse.

Te amo libremente, como el hombre que busca lo más cierto;


te amo con una pureza digna del Paraíso.
Te amo con toda la pasión de mis antiguos anhelos
y con la fe de mi infancia.
Te amo con un amor que ya creí perdido junto
a los santos que un día guiaron mi camino.
Te amo con el hálito, con las lágrimas, con las sonrisas
de mi vida entera.
Y si es que así lo quiere Dios, te amaré incluso
más allá de la muerte.

El último verso retumbó en el salón. Adam se quedó en silencio, mirando aquella página durante
un rato que se hizo eterno. Al fin alzó la mirada hacia Annette.
—Más allá de la muerte —repitió.
Annette intentó encontrar algo divertido en aquello, algo con lo que poder bromear, pero
evidentemente no era momento para bromas. Era el momento de la verdad. Un momento inaplazable.
Adam cerró el libro.
—Tengo que salir de Londres —dijo.
—¡Oh, no!
Aquella protesta de Annette tuvo un tono desesperado.
—Lo he ordenado todo para que John y tú sigáis en esta casa mientras dure la exposición.
—¿Sin ti?
—Aquí estaréis bien atendidos. No os faltará de nada.
—No podré quedarme aquí —dijo ella.
Adam dejó el libro en el suelo, se acercó a ella, tomó asiento a sus pies y tomó sus manos entre
las suyas.
—Bien —dijo—; pues en ese caso, ven conmigo… Me gustaría que vinieses conmigo… ¿Puedo
pedírtelo?
No se le ocurrió a Annette preguntarle siquiera adónde irían, ni cuánto tiempo estarían fuera. No
pareció tener una sola duda, pues se limitó a preguntar:
—¿Cuándo salimos?
—Mañana temprano. Muy temprano.
—¿Cómo se lo diremos a John?
Pero daba ya lo mismo cómo decírselo; no pensaba en las posibles complicaciones presentes, ni
mucho menos en unas posibles complicaciones futuras. No es preciso decir que, en realidad, a
Annette le preocupaba muy poco John a aquellas alturas… Ya había tomado su decisión y no se veía
en la necesidad de justificarse ante nadie. Llegado el momento, se la haría saber a John, sin más.
—Mejor no le hagas una escena, ten en cuenta que aún está convaleciente —dijo Adam—. Mejor,
déjale una nota…
—No me parece bien, pero…
—Escríbesela ahora —dijo Adam con mucha calma e igual autoritarismo.
Annette sintió por unos instantes que había depositado la vida en sus manos… Sintió que carecía
ya de iniciativa. Nunca hubiera supuesto algo semejante, ni mucho menos que pareciera no
importarle… Ciertamente, había autoritarismo en la voz y en los modos de Adam, aunque jamás
perdiera la mesura. Entonces pensó en que realmente no sabía nada de él, salvo que era
evidentemente rico; y que en ese no saber nada de él se incluía eso, un total desconocimiento de
cómo había hecho fortuna, de la carrera que le había dado aquella seguridad en sí mismo con la que
hablaba, de su habilidad para dar órdenes sin que pareciera que las daba, y ser obedecido sin
contestación…
Annette quitó sus manos de entre las de Adam y se fue a su cuarto. En el silencio blanco y limpio
de su habitación estaría a salvo del influjo de Adam, que empezaba a resultarle molesto. Y allí, a
solas, quizá sintiera renacer en ella su necesaria rebeldía. Él dejó que retirase sus manos y la vio
salir del salón. Annette le dijo que necesitaba pensar en cómo dirigirse a John, y él se quedó en
silencio.
Pronto, sin embargo, la ansiedad y la duda hicieron presa en Adam. Aunque se dijo que en breve
acabaría Annette de redactar su carta para regresar a su lado.
Annette, en efecto, comenzó a escribir una carta a John.
Frente al pequeño escritorio del cuarto tenía un espejo de pared. Se detuvo a pensar cuál sería la
mejor frase para iniciar la escritura de su misiva, y se contempló allí pálida, con un gesto de
reproche que evidentemente dirigía a sí misma… Era muy cruel hacerle eso a John… Era de cobarde
no decírselo francamente, hablándole a la cara. Pero estaba poseída. Ya no prevalecía en ella
ninguno de los valores que había sostenido siempre.
«Sólo espero que algún día consigas olvidarme…»
Dijo en alto aquellas palabras, antes de escribirlas. Entonces, cuando ya estaba a punto de
llevarlas al papel, oyó un gran ruido que retumbó en toda la casa. No fue un ruido común,
reconocible; nada semejante a un accidente doméstico, como la caída de una mesa, de cualquier
mueble, de una bandeja llena de platos. Luego sintió otro ruido, sordo ahora, como de lucha.
Annette se levantó y fue hacia la puerta. Se asomó primero y luego fue hasta la escalera para
mirar en dirección a la planta baja. No pudo evitar un grito desgarrador.
Adam luchaba desesperadamente con la momia. A la siniestra criatura se le había soltado parte
del vendaje que la cubría y vio sus brazos desnudos que intentaban estrangular a Adam, que trataba
en vano ahora de golpear a aquel ser en la cabeza.
Annette volvió a lanzar un grito desesperado, un grito de socorro, y la momia se detuvo. Adam
estaba ya sin fuerza. La momia lo arrastró hasta el arranque de la escalera.
La momia lo pisoteó y después comenzó a subir los peldaños. Annette retrocedió unos pasos
hasta pegar su espalda a la pared. Quiso huir, pero no encontró las fuerzas necesarias para hacerlo.
Se quedó clavada donde estaba. Si buscaba refugio en su cuarto, resultaría en vano, aquella criatura
no encontraría la menor dificultad para derribar la puerta. Tenía que encontrar, pues, otra salida, otra
vía de escape, toda vez que no podía huir ya por la escalera. Era preciso que saliera de allí cuanto
antes para dar la alarma. Pero el horror seguía paralizándola; su cuerpo no respondía a sus
pensamientos. Y aquel ser monstruoso e implacable seguía avanzando hacia ella, peldaño a peldaño.
De repente sintió que su propia respiración la hería en la garganta y, lo que es peor, que la
respiración agitada de la momia imponía su ruido al de la suya propia. La momia respiraba.
Estaba a punto de darle alcance. La momia extendía hacia ella uno de sus brazos. Annette sintió
que le temblaban las piernas, que se le doblaban las rodillas. Estaba a punto de ceder, estaba a punto
de derrumbarse, de hundirse en un colapso.
Pero entonces, Adam, desde el arranque de la escalera, trataba de ponerse en pie.
Sobreponiéndose a la merma de sus fuerzas, haciendo un esfuerzo suficiente para recabar para su voz
toda la autoridad de que era capaz, gritó:
—¡Detente, Ra!
La momia se detuvo.
Adam logró subir con dificultad dos escalones.
—¡Detente, Ra! ¡Por Nekhebet te lo pido!
La momia pareció sorprendida, indecisa. Volvió lentamente la cabeza, con gran solemnidad.
Annette dio unos pasos hacia atrás, para alejarse de ella todo lo que pudiese, hacia un rincón. Su
movimiento, sin embargo, volvió a atraer a la momia, que de nuevo avanzó hacia ella. Aquella forma
tan lenta y a la vez segura en que extendió su brazo hacia ella fue irresistible para Annette. Cayó de
rodillas, sollozando.
Ansiaba oír de nuevo la llamada rítmica, profunda, de Adam dirigiéndose a la momia para
detenerla. Annette trataba de reincorporarse para alejarse más; en su anonadamiento, las palabras de
Adam le parecieron llegar desde más allá de una pesadilla dolorosa que, paradójicamente, la
insensibilizaba. La momia se detuvo de nuevo y volvió a girar la cabeza hacia el hombre que la
llamaba, como si quisiera cerciorarse de las palabras que oía. Y de nuevo, un instante después, se
dirigió a Annette, que ahora se debatía en la pregunta de cuánto de aquello era realidad y cuánto un
mal sueño, una fantasía que todo lo distorsionaba. Por un lado, le parecía que la momia avanzaba
hacia ella con toda la furia de las edades transcurridas, y por otro que lo hacía gentilmente,
tiernamente… Sintió entonces que olía a bálsamo y especias, dulcemente. Y sintió de nuevo,
igualmente, con más fuerza, su respiración.
Un momento después se esfumó aquel olor, cesó también el sonido de aquella respiración fuerte y
agitada. Derrumbada, vio Annette, con la mejilla contra el suelo, cómo la momia se giraba lentamente
e iniciaba el descenso de la escalera. Hizo un esfuerzo desesperado y brutal por acercarse a la
barandilla, y vio desde allí que Adam aguardaba a que bajase la momia, como si retase a la hórrida
criatura.
Vio Annette entonces que al llegar a la planta baja la momia alzaba un brazo, y lo dejaba caer
pesadamente, como un martillo. Un instante después Adam yacía en el suelo.
Entonces sintió ruido, mucho ruido, un gran ruido. Annette creía seguir oyendo aquella
respiración enfermiza de la momia junto al sonido de la campanilla de la puerta, y unos pasos
lejanos, y voces de hombres.
Cuando se fijó bien, la momia había desaparecido. Adam seguía en el suelo. Y de golpe la planta
baja se llenó de gente. Hombres en el vestíbulo y en el salón. Uno de ellos subió corriendo la
escalera y la sujetó entre sus brazos.
—¡Cariño, cariño! ¿Qué ha ocurrido?
Era John. Aún en el momento más terrible de su pesadilla lamentó que fuese John, precisamente
él, quien hubiera acudido en su auxilio.
—¿Cómo está Adam? —preguntó Annette.
Dos policías de uniforme introdujeron una nota discordante en el espléndido salón.
—¿Todo bien, señor? —preguntó uno de ellos a Adam.
—Adam… —musitó ella.
—Se pondrá bien, señorita —dijo el policía.
—¡Gracias a Dios!
Annette comenzó a descender los peldaños, ayudada por John, para reunirse con el grupo.
—Supongo que me recordará usted, señorita, soy el inspector Mackenzie…
Lo recordaba perfectamente. Había hablado con él un rato cuando en la inauguración se
descubrió que la momia había desaparecido. Desde entonces, y a pesar del poco tiempo transcurrido,
habían pasado muchas cosas. Tantas, que seguía siendo incapaz Annette, a despecho de sus vividas
sensaciones, de saber si todo era un mal sueño o sucedía realmente.
—Señorita —siguió diciendo Mackenzie—, ¿podría decirme qué ha sucedido?
—La momia… —acertó a decir Annette.
Sólo decir aquello la hizo temblar de nuevo. John la sujetaba con todas sus fuerzas para evitar
que se derrumbase otra vez. Hashmi Bey —¿qué demonios pintaba allí?, se preguntó Annette— se
acercó a ella interesado en lo que pudiera referirles.
—¿De veras ha estado aquí la momia? —preguntó Hashmi.
—Así es —dijo ella—. Está viva.
—¿Asegura usted que la vio? —preguntó el inspector Mackenzie.
—Sí… Atacó a Adam…
—¿Que atacó a Adam? —dijo John, incrédulo.
Su incredulidad, supo ella por el tono de su voz, no se refería, sin embargo, a que no creyera
posible que aquello hubiese sucedido. Había en su tono algo más extraño, más recóndito.
Hashmi y John se miraron como si ratificasen algo.
—No me explico cómo ha podido suceder —dijo Hashmi con gran extrañeza.
El inspector, pensativo, repasaba su labio inferior con un dedo.
—Todo apunta a que su teoría es errónea, inspector —le dijo John.
—Bueno, eso es lo que suele pasar tantas veces con las teorías, señor.
Una de las puertas del salón se abrió lentamente e hizo su entrada Jessop, que parecía inalterable,
como de costumbre. Abrió desmesuradamente los ojos, sin embargo, cuando vio a su señor en el
suelo. Un sargento le ayudó a llevarlo a su cuarto. Cuando salieron de allí, los demás policías y
algunos curiosos que se habían quedado a la entrada del salón, en el vestíbulo, seguían mudos, como
a la espera de una respuesta, deseosos de oír algo que tuviera sentido.
Fue John quien se decidió a romper el silencio espeso.
—Bien, pues quizá —dijo— hayamos confirmado la única teoría posible… A menos que…
Bueno, puede que esta teoría también sea errónea, habrá que verlo.
Annette no sabía de qué hablaba. Dudaba, en cualquier caso, de que la teoría del inspector
pudiera ser mejor que cualquiera de las que hiciese John.
—Mire —dijo John al inspector—, sería conveniente que nos diera una oportunidad de
demostrar que estamos en lo cierto…
—Los detectives amateur tienen esa ventaja, disponen de una segunda oportunidad —dijo
Mackenzie.
John pensaba en su segunda oportunidad, cuando Annette se apartó de él para dirigirse a la
habitación de Adam.
Jessop y el sargento le observaban allí, tumbado sobre la blanca colcha de su cama. Sorprendía
el ambiente espartano de la habitación, que un hombre como él careciera allí casi por completo de
mobiliario. Adam parecía irse recobrando poco a poco de su inconsciencia, e hizo un gesto a Jessop,
que dirigió igualmente al sargento de policía.
El sargento se dirigió a la puerta.
—Creo que el inspector desea hablar con usted, señor —dijo a Adam antes de irse.
—Ahora no —respondió Adam con su autoritarismo de siempre.
—Claro, señor… Cuando se haya recuperado usted —dijo el sargento.
—Seré yo quien diga cuándo hablamos…
Tras un momento de duda, salió el sargento. Adam se recostó contra el cabecero de la cama y
alargó sus manos a Annette, que las tomó entre las suyas.
—No logro comprender nada, todo esto carece de sentido —dijo ella.
—Verás como sí lo tiene —dijo Adam mirando el techo—. Todo te parecerá lógico cuando sepas
la verdad.
—¿La verdad? ¿Y qué más necesito saber después de haber visto que la momia te atacaba? Si
todas esas antiguas leyendas son ciertas… Si es posible la vida desde las tumbas… Entonces de nada
sirven nuestros estudios, ni lo que hemos hecho hasta ahora sir Giles, John, yo misma… Tampoco
creo que tú puedas saber la verdad… No estuviste allí, con nosotros, cuando descubrimos el
enterramiento… Nos conocimos cuando regresábamos a Inglaterra y nos ofreciste tu hospitalidad.
Estaba sorprendida ante la calma que demostraba Adam. A pesar del terrible ataque sufrido, no
parecía tener miedo, ni siquiera un resto de resentimiento; parecía el hombre generoso y dominador
de la situación que siempre era. Descansaba tranquilo, con los ojos abiertos, como si atisbase algo
remoto, muy remoto, que sólo él era capaz de contemplar. En realidad parecía contento por todo lo
que había sucedido. Y por lo que aún estaba por suceder. Como si aguardase la verificación de un
acontecimiento memorable, algo que cambiaría sus vidas para siempre.
—Hablaremos cuando toda esa gente se haya largado —dijo.
—Puede que aún se queden un buen rato —observó ella.
—No lo creo —dijo él con mucha calma.
Como si quisiera confirmar sus palabras, John se presentó en la habitación con aire de
despedirse. Lógicamente, se detuvo un instante ante la escena que contemplaba: Annette y Adam
tenían las manos entrelazadas. Mantuvo sin embargo la tranquilidad, logró que su voz no demostrase
la menor emoción, y dijo:
—Creo que debemos ir más allá de nuestras teorías… Si damos por cierto el hecho del
encantamiento debido a una maldición, quizá estemos en el buen camino… Hemos de ir a consultar
con sir Giles; hemos de pedirle que trabaje estrechamente con nosotros… si conseguimos que se
olvide del alcohol al menos por un rato…
Adam seguía mirando el techo.
—Te veo muy… decidido —dijo abstractamente.
—Pues sí —respondió John con un vigor inusual—. Estoy muy decidido a llegar al final de todo
este asunto… Por cierto, en cuanto te hayas recobrado —añadió con un muy perceptible tono de
ironía, creciéndose al ver que las mejillas de Annette se ponían coloradas—, quizá puedas ayudarnos
un poco, por ejemplo describiendo a la policía los pormenores del ataque… Se quedarán de guardia
en el salón hasta que decidas bajar a declarar formalmente.
Annette reconoció perfectamente la burla que había en sus palabras. Aquello, sin embargo, no
pareció hacer mella en Adam, aunque mostró un gesto de desagrado, como un niño al que se le priva
de unas vacaciones. Algo, desde luego, se interponía en su ansiada felicidad. Ya no podrían viajar,
tal y como lo habían planeado. Estaban envueltos en un asunto ciertamente horroroso y no podrían
partir al menos hasta que todo aquello hubiera quedado resuelto, siquiera parcialmente. John apenas
podía disimular la alegría que todo eso le producía. Los policías eran para él, más que unos
protectores, unos auténticos garantes.
—Creo que Adam necesita descansar —dijo ella.
—No, si ya lo hace —respondió John.
Salió de allí sin decir más. Oyeron sus pasos raudos. Oyeron también que se cerraba de un golpe
la puerta de la calle.
Tras una larga pausa, Adam acertó a decir:
—Son unos auténticos imbéciles si creen que voy a permitir la presencia de unos policías en mi
casa…
—Quizá… —comenzó a decir Annette y se interrumpió; añadió luego—: ¿Vamos a irnos de
viaje, como habíamos previsto? ¿Crees que deberíamos, después de todo lo que ha sucedido?
—Primero —dijo Adam— quiero que sepas toda la verdad.
Ahora la miró fijamente. Annette se estremeció al descubrir el pozo de las edades que contenían
sus ojos. No era el mismo Adam que conocía, aquélla no era su mirada de antes… Había en su
expresión algo más, algo que parecía haber estado oculto hasta entonces.
—Estás cansado —dijo ella, como si quisiera postergar aquel momento de una revelación tan
inminente como inaceptable—. Ya hablaremos más adelante.
—Tengo mucho que contarte —dijo él—. Piensa primero en la leyenda de Ra… Verás que hay
elementos que no puedes interpretar, por muy experta que seas en los jeroglíficos, ni por muy grandes
que sean tus conocimientos del antiguo Egipto. Por otra parte, el paso del tiempo ha borrado
inequívocamente algunas huellas significativas de esa antigüedad… Los estudiosos, pues, debéis
conformaros con el conocimiento de unos simples fragmentos… ¡Y os dais por satisfechos! ¡Cuán
vanidosos sois! Verás… Cuando Ramsés oyó las malas nuevas que le hablaban de la muerte de Ra,
su hijo predilecto, sufrió un choque brutal que en muy poco tiempo acabó con su vida… Antes de
morir, sin embargo, había enviado emisarios para que dieran a Ra el enterramiento que merecía.
Hasta ahí conoces la historia, más o menos… Pero no sabes nada acerca de lo que hizo Ramsés
cuando ya estaba en su lecho de muerte… No sabes que luchó por capturar a quien era responsable
de la muerte de Ra, para hacerle pagar con su propia vida, más allá del tiempo. Y así lo maldijo por
el resto de su existencia a través de las edades, condenándole a morir a manos de su propio hermano
ya muerto.
—¿Y cómo sabes tú todo eso? —dijo Annette en una especie de susurro aterrado.
—Porque yo soy ese hombre —dijo Adam reincorporándose, bajando entonces las piernas de la
cama e irguiéndose triunfal en medio de la habitación, con la cabeza alta, arrogante, mirándola desde
el infinito—. Yo soy Be —prosiguió—, el hijo menor de Ramsés de Egipto, el faraón de faraones.
La casa pareció venírsele encima. Sintió Annette que las paredes de la habitación se estrechaban
para hacerla presa. Quería creer que sólo escuchaba las palabras de un loco, pero al tiempo sabía
que no era así, que todo aquello sucedía realmente. Adam le había prometido contarle toda la verdad,
y acababa de hacerlo.
—Sí, fui condenado a vagar eternamente —siguió diciendo Adam—, fui condenado a vivir
eternamente. Y la única persona capaz de liberarme de esa maldición ha sido asesinada por quien ha
de asesinarme. Mi padre me castigó con tan infamante y grotesco destino. Pero la eternidad tampoco
me será plácida; jamás podré hallar reposo si soy muerto por un muerto. Es una maldición macabra,
hiriente. Una broma, un imposible —parecía convulso a causa de su propia desesperación, hablando
de algo sucedido miles de años atrás—. Y al fin parece haberme llegado ese momento fatal —
concluyó con una voz apenas audible.
XIII

El cadáver de sir Giles Dalrymple yacía en la penumbra de su biblioteca. Cuando John entró allí,
después de que el ama de llaves del egiptólogo llamara varias veces a la puerta sin recibir respuesta,
John, Hashmi y el inspector Mackenzie se detuvieron de golpe al verlo. El ama de llaves sufrió un
desmayo.
El inspector pidió refuerzos mientras John y Hashmi consultaban unos libros. Poco después
varios policías procedían a examinar el cuerpo sin vida del anciano, la ventana destrozada y todo lo
que había en el escritorio. Más tarde retiraron el cadáver. A despecho de las dudas que aquello
pudiera suscitar en sus superiores, el inspector comenzó a redactar su informe basándose en lo que le
decían John y el egipcio.
Corrieron las cortinas para ocultar los destrozos hechos en la ventana. El inspector Mackenzie
sugirió que quizá fuera conveniente hacer que reparasen ya la ventana, pero John mostró su
disconformidad.
—Tengo una sensación que me llega hasta los huesos —esta frase sorprendió al inspector en
aquel gélido ambiente—, una sensación que me dice que alguien pretende distraernos de nuestras
investigaciones… Por eso creo que hemos de proceder con mucha calma. Deje usted la ventana tal y
como está, inspector, que no vamos a morirnos de frío… Pero quizá sea necesario que despliegue
usted unos cuantos hombres alrededor de la casa.
El inspector Mackenzie le garantizó que tomaría las medidas necesarias y se fue de allí, dejando
a John y a Hashmi en la biblioteca de sir Giles.
Los libros que consultaban no parecían despejar sus dudas. No decían más que lo que John ya
sabía, no hacían más que confirmar las sospechas que tanto Hashmi como él albergaban, pero sin
aportarles una solución al enigma. Cada alusión a las maldiciones se resolvía con el aserto de que,
todo aquel que osara profanar una tumba real, correría peligro mortal. Tenían que hallar, pues, otros
elementos de análisis, algo que nunca hubiera sido de dominio común… Algo, en fin, que no estaría
escrito en ninguno de aquellos libros.
Era inconcebible, por lo demás, que la momia, una vez devuelta a la vida, se convirtiera en un
mero asesino sin cerebro. De ser así, resultaría sencillo detenerla. Pero el antiguo ritual contenía
otros enigmas. ¿Cómo saber quién corría un peligro inminente, y por qué? ¿Quién sería la próxima
víctima? ¿Qué antiguo ritual gobernaba los pasos de la momia?
John albergaba en cierto modo la esperanza de que aquella noche fuese él quien tuviera que
encararse con la momia. Si tenía que ocurrir, que sucediera cuanto antes. Hashmi y él estaban, al fin y
al cabo, relacionados de una u otra manera con la profanación de la tumba; y ahora se encontraban
juntos, trabajando estrechamente, y por ello, si alguna fuerza psíquica movía a la momia en busca de
sus víctimas, más tarde o más temprano tendrían que enfrentarse a ella.
Las cortinas que cubrían la ventana se agitaron a causa de una ráfaga de viento. Se agitaron como
las faldas de una mujer.
Hashmi miró a su alrededor.
—¿Ha descubierto algo? —preguntó John.
—Nada —respondió Hashmi tomando otro grueso volumen de una de las estanterías.
Otra vez se movieron violentamente las cortinas. John se dirigió a la ventana. Vio entonces una
mano vendada que agarraba una de las cortinas de terciopelo que cubría los visillos. Los dedos de
aquella mano parecían pugnar en busca de su mayor flexibilidad, como si quisieran liberarse de la
venda.
Hashmi observó el rostro de John y lo comprendió todo al instante. Se dirigió raudo al escritorio.
Entonces cayeron las cortinas y los visillos. La momia había entrado por la ventana destrozada.
Respiraba con dificultad, con mucha agitación; sus movimientos eran lentos pero tan inexorables
como los de un magistrado dispuesto a dictar sentencia.
John corrió hacia la puerta y la abrió.
—¡Inspector! —gritó.
Mackenzie acudió a la carrera. Hashmi y John se hicieron a un lado al ver que dos policías
entraban con una gran red. El inspector les dio con un gesto su aprobación y los agentes echaron la
red sobre la momia, inmovilizándola. El inspector se acercó a ella y la derribó entonces al suelo. La
momia trataba de desasirse, intentaba bracear, pero ya en el suelo le resultó imposible, y para los
otros fue mucho más fácil inmovilizarla. Luego la amarraron con cuerdas. Parecía impotente, ante la
complacencia de John y de Hashmi, que contemplaban atentamente la escena.
Hashmi se acercó a la impresionante criatura. Su rostro parecía muy contrito. Y entonces salió de
sus labios un grito:
—¡Alto!
El inspector Mackenzie lo miró sorprendido. John levantó una mano para pedir calma a los
policías, mientras Hashmi caía de rodillas ante la momia.
—¡Oh, Ra Antef! —exclamó Hashmi admirado y devoto.
La momia dejó de agitarse ante sus palabras. Dejó de oírse su respiración dificultosa.
—¡Oh, tú, príncipe de Egipto, hijo del faraón de faraones! ¡Mírame, contempla a tu siervo, que ha
profanado tu tumba y es culpable del ridículo en que te ves!
—¡Hashmi! —le gritó John mientras trataba de llevárselo de allí, pero se detuvo de golpe, como
si una fuerza ignota se lo impidiese, algo que tenía que ver con la estricta aplicación de la justicia.
—Haz que la memoria de mis ancestros se borre por siempre de la faz de la tierra —decía
Hashmi entre sollozos—. Haz que la memoria de mí mismo, yo, infiel e indigno, quede sólo en el
recuerdo de las lombrices que se arrastran por la tierra… ¡Yo, que he cometido lo que sólo podría
hacer el más vil de los infieles, imploro de ti la destrucción, que aniquiles mi cuerpo mísero, para
que pene mi alma eternamente!
De nuevo se dejó sentir la respiración de la momia, fuerte y tenebrosa. Los dos agentes que la
habían atado trataban de apartar a Hashmi. Antes de que pudieran advertirlo, la momia rompió sus
ligaduras, liberando sus brazos poderosos, con los que destrozó la red.
Uno de los agentes perdió la compostura y echó a correr.
La momia, ya de pie, se dirigió a Hashmi, que seguía de rodillas.
La cabeza de Hashmi se estrelló violentamente contra el suelo. La momia levantó un pie y lo dejó
caer sobre la sien de Hashmi. Levantó otra vez el pie, y lo mismo… Y así una y otra vez, hasta que el
cráneo del egipcio quedó destrozado. De Hashmi no salió ni un grito, ni un lamento… Sólo un sonido
que no parecía humano. La cabeza de Hashmi era una masa sanguinolenta. Una masa de sesos y
huesos.
El otro agente comenzó a vomitar. El inspector tomó un pesado tintero de la mesa y amenazaba
con tirárselo a la momia.
John supuso que le había llegado su turno, que la momia lo aplastaría como acababa de aplastar a
Hashmi. Pero entonces el inspector Mackenzie y dos de sus hombres, que habían acudido a su
llamada, se interpusieron entre ambos. La momia pareció ahora renunciar a su ataque. Aquellos
agentes que habían entrado en la biblioteca llevaban consigo otra gran red. La momia huyó rauda por
la ventana.
El inspector se asomó, dio la impresión de que iba a salir en su persecución, pero se detuvo y dio
una orden.
—¡Sargento Walters, siga a esa criatura! —dijo—. ¡Pero manténgase a una distancia prudencial,
tenga cuidado! ¡Smith, cubra usted al sargento! —luego se quedó mirando unos momentos al cuerpo
que yacía en el suelo con la cabeza aplastada, y dijo después a John—: ¿Tiene alguna idea a
propósito de adónde puede dirigirse?
—Aparte de atacar otra vez a Adam Beauchamp, supongo que sólo se volverá contra quienes la
molesten —dijo John.
—Creo que Miss Dubois y usted están en peligro —dijo el inspector—. Creo que ha llegado el
momento de…
—Iré con el sargento —dijo John.
—No, no lo hará solo —dijo el inspector Mackenzie con determinación—. Quiero…
—¿Qué quiere hacer?
—Iba a decir que quiero matarla.

XIV

El sótano era mucho más grande de lo que sugería la ya de por sí espaciosa casa. Annette se
quedó contemplando el sótano en aquella semioscuridad, maravillada ante el mundo que acababa de
descubrir. Pero no fue aquel espacio inmenso lo que le quitó el aliento, sino todo lo que allí había. Al
pie de la escalera del sótano se alzaba una estatua negra del dios chacal, Anubis, con ojos de
obsidiana y alabastro. A su lado, altiva, con una lámpara a sus pies, había otra estatua, la de Osiris.
Las paredes estaban tapizadas en negro y colgaban de ellas objetos realmente preciosos. Muchos le
resultaban familiares a Annette, aunque nunca los había visto tan perfectos, tan únicos y además
reunidos en un mismo lugar.
—No puedo creerlo —dijo Annette—. Todo está maravillosamente bien conservado.
Adam la acompañaba en silencio. Annette se detuvo ante un anaquel y tomó en sus manos una
espléndida corona. Tenía la forma de la cabeza de la diosa buitre Nekhabet, con incrustaciones de
turquesas y lapislázuli.
—¡Es la corona de un faraón! —exclamó Annette.
—Tuvo que ser mía —dijo Adam.
Annette la volvió a dejar donde estaba y se volvió para mirar a Adam a los ojos. Allí
contemplaba al verdadero Adam, en un lugar increíble. ¿O tendría que aceptar ya que se trataba de
Be?
—¿Qué va a pasar ahora? Tú… yo… ¿Qué va ser de nosotros?
—Yo debo morir.
—¡Adam!
Gritó ella un nombre humano, el de un hombre que pertenecía a su propio tiempo… Y hablaba de
alejarse de ella… Lo hacía tranquilo, implacable. Pero ya no podía seguir siendo Adam.
—Cuando tu padre descubrió la tumba de mi hermano —dijo Adam—, descubrió también los
significados de su hallazgo. Y eso le mató. Eso lo apartó de ti, mi querida Annette… Tu padre
descubrió las palabras que revivirían a la momia. Y te hizo partícipe de su descubrimiento.
—¿A mí?
Adam sacó de su bolsillo el medallón. Antes de que pudiera preguntarle Annette cómo seguía en
su poder, Adam se lo puso delicadamente alrededor del cuello.
—Debo hacer uso de este medallón mientras mi hermano tenga viva la mano… Así podremos
estar j untos tú y yo en adelante, que es todo lo que anhelo. Tú y yo, Annette, juntos… Dijiste que te
irías conmigo, ¿verdad?
—Sí —respondió ella, aunque no sabía bien qué decía.
—Pues hagámoslo ya.
La tomó de un brazo y la condujo al centro del sótano, donde podían ser contemplados mejor por
los dioses con cabeza de animal que había sobre los muebles y en los anaqueles. El lugar, pensaba un
tanto histérica Annette, parecía una tienda de juguetes sobrenaturales. Hubiera querido hacerle esta
observación a Adam, pero no era, desde luego, el hombre que había conocido. Adam clavó las
rodillas en el suelo y pidió a Annette que hiciera lo mismo. Habló con un tono de voz inusitadamente
duro. Obedeció Annette, aunque todo su ser intentaba rebelarse.
—Repite conmigo estas palabras —le ordenó Adam—: Despierta, ¡oh, tú, el Silencioso, tú que
tanto tiempo has dormido!
Los labios de Annette estaban sellados, seca su garganta. Unió sus manos, pero no dijo una sola
palabra.
—¡Di esas palabras! —le gritó Adam.
De los labios de Annette comenzaron a salir las palabras que él exigía, dichas apenas con fuerza
e incoherentemente.
—Despierta, ¡oh, tú, el Silencioso, tú que tanto tiempo has dormido…!
—¡Levántate! —siguió diciendo Adam—. Estás justificado para vengarte de quienes han
profanado el lugar donde descansabas eternamente…
—¡Levántate! —dijo ella—. Estás justificado…
Annette parpadeó. Un panel que estaba al fondo del sótano hizo el ruido inequívoco de
resquebrajarse. De allí salió la momia. Comenzó a caminar lentamente por el suelo de piedra.
Adam, con las manos unidas en oración, alzó los ojos. Todo su rostro demostró una gran ternura.
El color se le iba y le venía. Su voz denotaba una alegría emocionada.
—Osiris, padre nuestro, concede a tu siervo lo que regalas al pajarillo que aún no ha salido del
huevo. Dame la vida y los poderes de la muerte —Adam extendía sus manos implorantes hacia la
momia—. Osiris, haz que llegue el tiempo en que todos vuelvan a adorarte. Y que sea tal tu voluntad.
Osiris, libérame para adorarte siempre —de rodillas aún, levantó los ojos hacia la momia, seguía
con las manos extendidas hacia ella—. ¡Despierta, Ra, hermano mío! —clamó—. ¡Despierta, hijo del
faraón de faraones! ¡Despierta, Ra, príncipe del desierto!
Annette oyó al fin lo que nunca supuso que oiría: la respiración de la momia, que ahora era
pausada, rítmica, intensa. La momia dio tres pasos hacia Adam.
Adam se levantó.
—Bienvenido, hermano mío —dijo—. Ha llegado el tiempo en que cumplas la última misión que
te queda por hacer en esta tierra; después podrás descansar eternamente por toda la eternidad…
Apiádate de mí… Para implorar tu perdón te ofrezco —dijo señalando a Annette— a esta miserable
blasfema que profanó tu tumba. Es a ella a quien buscabas.
Annette trató de huir, pero las manos de aquel hombre, al que tenía definitivamente por un loco,
se lo impidieron. Gritó desesperadamente mientras Adam sonreía saboreando ya su sádico triunfo.
La momia se acercó a ella, alzando su brazo derecho. Annette volvió a gritar aterrorizada. Adam
la empujó hacia la momia para entregársela en sacrificio. Así le demostraba su amor; aquello era lo
que le tenía reservado: entregarla a un sacrificio ritual tal y como lo demandaban las antiguas
tradiciones de su tierra.
—Antes de que nosotros dos, hermanos como lo somos, pasemos a la región de las sombras —
siguió diciendo Adam—, sacrifica a esta criatura indigna… Ella no debe contemplar nuestro ritual
último. Libérame de mi condena, Ra, pero no lo hagas en presencia de esta extraña.
En algún lugar, sobre sus cabezas, se dejaron sentir pasos en tropel. Pasos que se expandían por
todo el techo como ratas lejanas buscando una cubierta.
Entonces se dejó sentir la voz del inspector Mackenzie:
—¡Registrad toda la casa! ¡Toda la casa! ¡No os dejéis ni un rincón sin registrar!
Annette volvió a gritar con todas sus fuerzas, una y otra vez, Adam trató de callarla, pero Annette
seguía gritando hasta enronquecer. Se dejó sentir un portazo, no muy lejos… Comenzaron a oírse
voces en lo alto de la escalera del sótano. Annette logró desasirse de Adam y corrió hasta unos
fuertes brazos que la estrecharon. Sintió un olor de ultratumba, terriblemente fétido. La momia la
levantó en vilo y la arrojó lejos de sí, contra uno de los paneles. Luego volvió a atraparla.
—¡Adam! —oyó entonces la voz fuerte de John—. ¿Dónde está Annette?
La puerta de acceso al sótano se cerró tras él, por lo que apenas podía ver algo. El hedor de la
momia lo dominaba todo. Era un olor putrefacto. Annette no sabía en qué modo podrían avanzar
quienes iban a rescatarla, en medio de aquella oscuridad infernal; supo, sin embargo, que bajaban los
peldaños de la escalera y sintió que lo hacían para dirigirse al justo centro de la tierra.
Se oyó tras ellos un ruido y se filtró una luz. El reflejo de aquella luz parecía el de un agua
oscura.
Era un colector, que tenía el acceso en un extremo del sótano. Adam corrió a su interior. John
salió tras él. La entrada al túnel de la alcantarilla arrojaba sombras entremezcladas.
La momia también se dirigió a la entrada de la alcantarilla para introducirse en el estrecho túnel
del que llegaba al sótano un rumor de agua envuelto en un hedor aún más pestífero. Adam corría
cuanto le era posible hacerlo, yendo de un túnel a otro, con John y el inspector Mackenzie tras él,
guiándose por el ruido de las pisadas del fugitivo. John logró darle alcance al fin, antes de que
pudiera alcanzar otro de aquellos túneles, cuando ya había levantado una reja para adentrarse en otra
alcantarilla. John pisó la verja con violencia y le pilló los dedos de la mano, que se le desprendieron
seccionados. Adam aulló como una bestia herida. Se oyó el ruido que hizo al caer al agua fétida del
canal. Así logró escapar.
La momia tampoco dudó por dónde ir. Llevaba a Annette consigo e hizo que se detuviera antes de
saltar sobre un canal. Annette trató de mirar atrás, pero no percibió más que la superficie del agua
oscura.
Un poco más allá Adam lograba salir del canal, no sin grandes dificultades. La momia,
arrastrando a Annette, lo siguió. Ambos desembocaron en un amplio espacio de aquellas siniestras
catacumbas.
—¡Allí! —indicó Adam a la momia.
La momia, con cierta delicadeza pero firme, arrastró hasta allí a Annette, poniéndola contra la
pared de aquella amplia cámara. Adam y la momia tapaban la salida.
Adam se retorcía de dolor y parecía dudar por dónde ir. La sangre que manaba de su mano
encharcaba el suelo. Pronto estaría excesivamente débil como para seguir huyendo o para seguir
pensando. Pero era inmortal, pensó Annette; seguiría viviendo, se recuperaría, nada podía acabar con
él… Salvo…
La momia se volvió para mirarla, se dirigió de nuevo a ella.
—Adam, por favor.
Annette no quería morir. Mucho menos allí, en aquel lugar infame, a manos de un monstruo…
—Adam, detenlo, por favor, no le dejes que lo haga…
—No temas a la muerte —a despecho de su dolor agónico, la voz de Adam era más persuasiva
que nunca—. Acéptala como una liberación, dale la bienvenida… Al fin acabará para ti esa
angustiosa tortura a la que los tontos llaman vida…
—¡No! ¡Quiero vivir!
—No sufrirás… La muerte es rápida. No es nada en comparación con el dolor que he visto al
vagar por el mundo durante tres mil años… Plagas, hambrunas, pestes, guerras… Y los hombres
comportándose inhumanamente con los otros hombres, día tras día… —Adam alzó su mano mutilada
—. Este dolor que siento no es nada comparado con los sufrimientos de los que he sido testigo. La
vida sin fin es lo único contra lo que nos debemos rebelar, es lo único que nunca podremos
soportar… Eres muy afortunada, Annette… Muy afortunada, querida mía —entonces miró a la momia
y sonrió, urgiéndola a que culminase su tarea—: ¡Ahora, Ra, ahora!
La mano de la momia agarró a Annette por el cuello. Pero sintió que no apretaba. Entonces notó
un tirón en la cadena de la que llevaba colgando el medallón.
La momia dio un paso atrás con el medallón en su mano.
Adam se quedó mirándola.
—¡Mátala de una vez!
Aquel grito, tan distinto de la dulzura con que poco antes había hablado, retumbó en aquella
cámara hedionda, se expandió por todos los túneles del colector.
La momia seguía impávida. El medallón apenas se veía en la penumbra.
—¡Mátala!
Adam blandió un cuchillo con la mano que le quedaba sana. Pasó junto a la momia para dirigirse
a Annette. Aquel carácter diabólico que había tenido tantos siglos atrás lo había transfigurado.
—¡Ra! —gritó pleno de furia—. ¿Es que quieres que la mate yo en vez de hacerlo tú? ¡Mi pobre
hermano, un esteta! ¡Mi pobre hermano, el amante de la belleza!
Levantó el cuchillo. Annette dejó escapar un sollozo. Pero el cuchillo no bajaba, seguía en el
aire. La momia sujetaba la muñeca de Adam. Hubo un instante en el que ambos parecieron
completamente inmóviles. Entonces, Adam, con una mano herida y con la otra sujeta, comenzó a
ceder.
La momia, sin embargo, no cedió. Hundió a Adam en el canal de aguas fétidas, sujetándole por la
muñeca. Adam sacó la otra mano, la que tenía herida. Los dedos que en su mano sana sujetaban aún
el cuchillo, lo soltaron. Annette nunca podría olvidar aquella escena, por muchos años que viviese.
Poco a poco fue hundiéndose la mano que había sacado del agua, hasta desaparecer.
La momia soltó entonces a su hermano muerto y se volvió hacia Annette, que temblaba. Pensó que
le quedaba poco de vida. Pensó que todo había acabado ya para ella. Creyó que también acabaría
ahogada en el canal. Pero una vez más se resistió, intentó huir de allí… La momia, sin embargo, le
tapó la salida. Volvió a sentirse fatalmente rendida.
A la momia se le cayó el medallón de la mano, que hizo un sonido extraño al chocar contra el
suelo. La momia miró hacia abajo y se dispuso a recogerlo.
Allí acabaría todo, definitivamente. Annette comenzó a rezar en silencio. La maldición legendaria
había caído sobre ella. Iba a morir en pago por el crimen cometido. Iba a morir por haber profanado
una tumba, la de Ra Antef… Iba a expiar al fin su pecado.
De repente, sin embargo, la momia se apartó de la única salida que había en la cámara. Se fue
hacia el extremo del canal, hasta donde se abrían dos nuevos túneles. Annette se levantó buscando
por dónde escapar una vez superada la salida de la cámara. Tenía que irse de allí cuanto antes,
aunque no sabía por dónde hacer el camino de vuelta.
La momia se metió por uno de aquellos túneles, agachando la cabeza para no golpeársela contra
el bajo techo abovedado. La momia alzó la mano hasta el techo y cayeron piedras en el agua fétida.
Una de ellas debió de ser muy grande, por el estruendo que hizo.
Annette iba muy pegada a la pared, caminando por la estrecha acera junto al canal, mirando de
continuo hacia donde desaparecía la momia. Vio entonces que la momia golpeaba el techo del túnel
con sus manos, que comenzaban a caer más piedras, a pesar de lo cual seguía golpeando el techo con
una furia inhumana.
El techo comenzó a derrumbarse por completo, cayendo sobre la cabeza y los hombros de la
momia grandes piedras. Una avalancha de piedras y polvo. La momia seguía erguida en mitad de
aquel derrumbe, soportando los impactos de las piedras sin intentar siquiera protegerse con sus
brazos. Entre el polvo brillaba el medallón, que seguía teniendo en una de sus manos.
—¡Allí está!
Era la voz del inspector, no muy lejos. Acababa de ver a Annette.
—¡No veo a nadie más! —dijo Mackenzie tras unos instantes de duda.
—¡Annette! —gritó John.
Volvió la cabeza para dirigir la mirada al lugar de donde venía la voz, cuando una de las piedras
del techo estuvo a punto de alcanzarla… Pero tenía que contemplar el final de la momia, así que se
quedó mirando hacia donde estaba. Seguía soportando la caída de más piedras, de auténticas rocas.
Observó Annette que al fin dejaba caer el medallón, que se perdió en el agua sucia sobre la que caían
incesantemente las piedras. Vio que las manos de la momia se abatían por completo. Vio que
inclinaba al fin la cabeza, que cedían sus hombros, que se doblaba hacia el frente… Y vio que
aquellas pútridas vendas se hundían en el agua, bajo las piedras y el polvo, para perderse en la
oscuridad más absoluta.
Dejaron de caer las piedras y entró luz a través del enorme boquete del techo del túnel. John se
dirigía hacia ella por la estrecha acera del canal.
Y entonces se dejó sentir una voz de ultratumba que retumbó haciendo eco en los túneles de la
alcantarilla:
—¡Aquí concluye todo, padre mío! ¡Al fin puedo descansar…!
¿Cuál será el secreto de José María Latorre para publicar novelas sin descanso y no bajar
nunca el listón de exigencia? Quizás el entusiasmo contagioso con el que están escritas… Con
estas palabras, pronunciadas en las páginas del rotativo asturiano La Nueva España, el periodista y
escritor Tino Pertierra se refería al espíritu que domina la labor literaria de José María Latorre. Un
espíritu por supuesto latente en “La sonrisa púrpura”, relato inédito incluido en esta antología, el cual
sintetiza el genio de su autor: un estilo sobrio, del que cabe subrayar su peculiar práctica de le mot
juste, con un lenguaje cuidado, medido, fundamental para construir el ambiente opresivo e
inquietante que poco a poco va adueñándose de la acción, donde ningún detalle es intrascendente.
Por ejemplo, en una de sus más logradas novelas de horror, Visita de tinieblas (1999), nos
enfrentamos a la siguiente frase: El cielo se hallaba cubierto de unas nubes blanquecinas
bordeadas de negro y sobre el bosque caía una luz lechosa que le confería un aire irreal. Sencillo
pero perturbador, delicadamente démodé aunque, sin duda, cargado de un oscuro sentido, como una
inscripción en piedra medio borrada. Frases como la que sigue son las que hacen progresar la
narración en “La sonrisa púrpura”: Esa mañana la bruma era tan intensa que impedía ver los
árboles a ambos lados del camino, y tan hedionda que Pettigrew se dijo que era como si las aguas
del Támesis fueran un depósito de cadáveres descompuestos. El tiempo se acelera, el misterio se
adueña de las situaciones, las desgracias acechan sigilosas, los sucesos escapan a la semirrealidad
del pasado para invadir violentamente la realidad del presente y el horror acaba por manifestarse…
Con una treintena larga de títulos publicados, entre novelas y antologias de cuentos, a la extensa
obra de José María Latorre cabe sumar sus colaboraciones en diversas antologías de ficción —cf.
Cuentos bíblicos (1994), Nuevas aventuras de Simbad el marino (1996), Homenaje a Casanova
(1998)—, ensayos sobre cine, literatura y música —El cine fantástico (1987), Niño Rota, la imagen
de la música (1989) o Los sueños de la palabra (1992)—, centenares de artículos alrededor de los
citados temas —publicados en revistas y periódicos como Film Ideal, Dirigido por…, Nosferatu,
Quimera, Camp de l’arpa, Gimlet, La Vanguardia, El Día de Aragón, Cartelera Turia o El
Noticiero Universal— y guiones para televisión —para el programa de TVE Ficciones (1973/74),
entre los cuales destacan sus adaptaciones de “La condesa de Gratz” (Bram Stoker), “Estirpe de la
cripta” (Clark Ashton Smith) y “La muerta enamorada” (Teophile Gautier)—. Una obra que, desde
todos sus frentes, deja bien patente el cariño de su autor por lo fantástico, lo terrorífico. Latorre no es
sólo uno de los escasos escritores españoles en activo que frecuenta el género con tanto tesón como
acierto —cf. Las trece campanadas (1989), La mirada de la noche (2002), Codex Nigrum (2004),
El palacio de la noche eterna (2004) y el recopilatorio de narraciones breves Fiesta perpetua
(1991), dentro del cual se incluyen dos cuentos verdaderamente memorables, “Shelleyana” e
“Instantáneas”—, sino que es un profundo conocedor y teórico sobre la materia.
José María Latorre argumenta, muy consecuentemente, que lo fantástico es el género o
movimiento que más obras maestras ha suministrado a la literatura universal, y que todos los grandes
autores, en algún momento de su trayectoria, han escrito historias fantásticas, cuando no abiertamente
de terror —cf. William Faulkner (“Una rosa para Emily”), Robert Graves (“El grito”), León Tolstoi
(“La muñeca de Porcelana”), Truman Capote (“Miriam”), Julio Cortázar (“Las babas del diablo”),
Emilia Pardo Bazán (“La resucitada”), Miguel de Unamuno (“Niebla”)—, pero, lamentablemente,
apenas han obtenido reconocimiento. De ahí que, por ejemplo, Edith Wharton sea más valorada por
La edad de la inocencia (Age of Inoncence, 1920) que por sus cuentos de fantasmas, por mucho que
estos relatos sean cualitativamente superiores a la acreditada novela. Hay prejuicios tontos contra
la literatura fantástica, recalca. Latorre se confiesa poco «original» en cuanto a sus escritores
fantásticos favoritos: suele citar a Edgar Allan Poe, M. R. James —Poe y James me fascinan, resalta
—. H. P. Lovecraft, Théophile Gautier, Clark Ashton Smith, y Charles Dickens —en concreto, sus
historias de aparecidos y espectros—. Asimismo, asegura guardar escasas afinidades con los autores
modernos, pese a la mirada personal de gente como Clive Barker. Sin embargo, entre sus muchas
preferencias fuera del estricto ámbito del género figuran los novelistas centroeuropeos en general y
dos estadounidenses modernos, Philip Roth y Cormack McCarthy.
“La sonrisa púrpura” no es la primera incursión de Latorre en el universo de las momias
redivivas y las maldiciones egipcias, como bien acreditan sus novelas La mano de la momia (2002)
—una historia que combina con destreza el satanismo y el advenimiento del nazismo— y El sudario
de hiedra (2006) —primera entrega de las insólitas aventuras de un «detective de lo oculto», Henry
Saville—. Un logro nada desdeñable si reconocemos, como hace el propio autor, las limitaciones
creativas que, hasta el momento, prevalecen en el subgénero de las momias. Por eso, “La sonrisa
púrpura”, a pesar de su extraordinaria atmósfera gótica —en ocasiones, el lector tiene la impresión
de estar leyendo un relato de Jerome K. Jerome (1859-1927) o Bernard Capes (1870-1918), o
contemplando una película Hammer firmada por Terence Fisher…—, sabe adornar la narración con
elementos tan perturbadores como el enterramiento en vida, o con la notable presencia de personajes
reales, como la duquesa Caroline de Brunswick (1768-1821), esposa del rey George IV de
Inglaterra, que falleció misteriosamente seis meses después de los hechos ficticios que recoge “La
sonrisa púrpura”. Por último, destacar que el héroe de esta truculenta aventura es el doctor Thomas
Joseph Pettigrew (1791-1865), cirujano, anticuario y experto en momias egipcias, autor del conocido
tratado History of Egyptian Mummies (1834), libro descrito por el egiptólogo William H. Peck
como una «histórica piedra angular en esta clase de estudios» (Mummies of Ancient Egypt, Aidan,
Cockburn & Reyman Publishers, 1998). El mismo personaje aparece en La mano de la momia —
citado a través de unas conferencias manuscritas sobre el desvendaje de momias— y en El sudario
de hiedra —John Handley, el camarada de Saville, consulta uno de los textos escritos por Pettigrew
—, confiriéndole al trabajo de Latorre una singular coherencia.
LA SONRISA PÚRPURA
… entró y vio los secretos de la ignota tierra/
vio los lechos de los muertos…
William Blake

Cuando Thomas John Pettigrew fue llamado a presentarse con premura en el castillo de Windsor
en la mañana del 8 de febrero de 1821, estaba lejos de sospechar que eso iba a involucrarlo en unos
sucesos extraordinarios que le harían dudar de su sentido de la realidad. La invitación, cursada por
Caroline, la esposa del nuevo monarca todavía no coronado, George IV, le había llegado el día
anterior de manos de un lacayo y en ella no se hacía referencia al motivo de que se le requiriera con
apremio; sólo apuntaba que debía acudir provisto de su instrumental. Aunque la nota le produjo
extrañeza había procurado no pensar en eso, ni aun por la noche en la cama, hasta el momento de
acudir allí, pero cuando al punto de la mañana el coche tirado por dos caballos enviado por Caroline
lo llevaba a Windsor sintió crecer su curiosidad. Estaba seguro de que la llamada no tenía que ver
con problemas cortesanos, porque nunca había tenido relaciones con la realeza ni la aristocracia y su
vida transcurría con placidez, dedicado como estaba al ejercicio de la medicina, terreno en el que —
eso no se le escapaba— había adquirido cierta notoriedad.
«Probablemente me ha llamado por algo relacionado con un problema de salud; de ahí que deba
ir con mi instrumental», pensó, no sin un cierto asomo de vanidad.
Lo que sí sabía, pues era el principal tema de conversación en las reuniones a las que había
asistido desde la reciente muerte de George III, era que el rey y su esposa hadan vidas separadas, y
se comentaba con repugnante malicia que George habría compartido el trono de mejor gana con una
cualquiera de sus muchas amantes, y Caroline la cama con uno de los suyos. No era ningún secreto
que la pareja apenas se relacionaba, y el hecho de que la mujer llevara viviendo unas semanas en
Windsor parecía indicar que se trataba de un gesto inducido por George para acallar las
murmuraciones, por lo menos hasta el día de la coronación, fijado para el 19 de julio. Se rumoreaba
que la mujer se hallaba de viaje por Europa acatando órdenes de su marido, quien la quería mantener
alejada de Londres, pero aquella nota era una prueba irrefutable de que no era así. «La atmósfera de
malestar que en tales circunstancias debe de respirar Caroline en el castillo puede afectar a su
salud», siguió reflexionando Pettigrew. «Pero… ¿por qué me ha llamado precisamente a mí en lugar
de a uno de los médicos de la corte? ¿Es posible que las opiniones sobre mi trabajo hayan llegado al
castillo?»
Esa mañana la bruma era tan intensa que impedía ver los árboles a ambos lados del camino, y tan
hedionda que Pettigrew se dijo que era como si las aguas del Támesis fueran un depósito de
cadáveres descompuestos. Cada vez que, para observar el paisaje, aproximaba su cabeza al cristal
de la ventanilla acariciándolo con las mejillas o con la frente hasta sentir en sus entrañas el frío del
vidrio, veía los árboles convertidos en unas sombras informes, haciéndole pensar en un ejército
fantasmal acechante del paso de viajeros, y advertía que la niebla se hacía cada vez más espesa,
hasta el punto de que temió sufrir un accidente, si bien se daba cuenta de que el cochero tenía
cuidado de no azuzar en demasía a los caballos. Sentía como si el coche lo estuviera llevando a un
destino incierto internándose por tierras desconocidas. No le gustaba alejarse de Londres, y menos
aún viajar. Se sentía a gusto con sus costumbres, contaba con una distinguida clientela en la ciudad, y
por ese motivo había rechazado una propuesta que le había hecho su amigo italiano Giovanni Battista
Belzoni para viajar juntos a Egipto a la llegada del otoño con el propósito de cultivar su compartido
interés por las momias y por otros hallazgos pertenecientes a la antigüedad de ese país. Egipto le
agradaba, pero visto desde Londres, con la pipa de opio preparada, un buen libro en las manos y el
fuego de la chimenea caldeando la habitación.
Ese pensamiento le hizo sentirse mejor, como si el evocado ambiente de su casa se hubiera
trasladado mágicamente al interior del coche. Cuando éste se detuvo por unos instantes, oyó piafar a
los caballos y cerró los ojos después de apoyar la cabeza en el respaldo. Windsor distaba pocas
millas de la ciudad e hizo el resto del viaje sumido en un estado próximo a la ensoñación, mecido
por el traqueteo y tratando de no pensar en nada que no fuera su trabajo. La niebla tampoco le dejó
ver el castillo en lo alto de una colina que se elevaba orgullosa desde el Támesis, pero conforme el
coche se aproximaba a él por el neblinoso camino se iba haciendo más visible, aunque siempre en
forma de gigantesca sombra. Nunca había estado en aquel lugar, al que sólo conocía por medio de un
cuadro de su amigo John Constable, quien lo había pintado atraído por la belleza del paisaje. Y ya no
apartó la mirada de la mole hasta que el coche, con él dentro, pasó a formar parte del castillo. Por un
momento tuvo la extraña sensación de que ambos habían sido adheridos mágicamente en otro cuadro
al patio de piedra, a los pies de una torre cilíndrica engullida en su parte superior por la bruma.
—Ya estamos, señor —le gritó el cochero.
—Lo sé…, lo sé… —repuso algo molesto.
Si bien le atraía saber que pronto iba a salir de dudas con respecto a la causa de su viaje, se
había sentido a gusto en el último tramo del trayecto y no le agradaba el tono familiar que había
utilizado el hombre para advertirle de la llegada. Se hizo cargo de la bolsa con su instrumental y al
bajar miró en torno suyo, mas sólo vio niebla. Una pareja de guardias se despegaron de ella para
acercarse al coche.
—¿Tengo que esperar? —preguntó el cochero con voz más apagada, quizá amedrentado.
—Puedes marcharte —le ordenó uno de los guardias entregándole varias monedas.
Tras hacer una inclinación de cabeza, el cochero hizo dar la vuelta al coche y movió las bridas
azuzando a los caballos. Pettigrew oyó rechinar las ruedas en el suelo humedecido y lo vio alejarse
por el mismo camino que había seguido para entrar.
—Acompañadnos —le pidió el otro guardia.
Ambos le hicieron ir hasta un portón abierto, donde dos compañeros suyos se hicieron cargo de
él. A pesar de la rapidez con que lo condujeron a través del hall y de varias salas y salones,
Pettigrew advirtió que la magnificencia del lugar superaba a cuanto hubiera podido imaginar, y al fin
lo dejaron solo en una estancia cuyas paredes estaban cubiertas de candelabros de oro y tapices, en
la que había un pianoforte, una espineta, un clavicordio y unas sillas, todo ello sobre un suelo
ajedrezado tan fúlgido que se asemejaba a un descomunal espejo.
«Debe de ser la sala de música», se dijo.
Permaneció de pie hasta que pasado un rato se cansó de esperar, y aunque no le habían invitado a
sentarse ocupó la silla más próxima al piano dejando la bolsa en el suelo. Desde allí miró
insistentemente el teclado, atraído por la combinación blanquinegra; amante de las artes como era
desde su infancia, le gustaban la música, la pintura, la escultura, el teatro y la literatura, tenía un
pianoforte en su casa y le tentaba la idea de posar sus manos sobre aquél. En principio no le pareció
correcto porque estaba en el castillo de Windsor y no conocía a la mujer que lo había llamado,
esposa además del nuevo rey George por mucho que se hablara de sus malas relaciones, pero la
tentación fue más fuerte que su voluntad. Se levantó para ir a pulsar unas teclas. El sonido que
produjeron le pareció tan estridente y tan alejado de la armoniosa música de Haendel que se había
propuesto tocar, que se arrepintió en el acto de haberlo hecho, y más todavía cuando oyó detrás de él
la voz de una mujer:
—¿Os gusta la música? Os aseguro que no es fácil encontrar a un médico a quien le agrade…,
por lo común sólo suelen interesarse, y aun así no mucho, por los problemas de nuestra salud.
Al darse la vuelta, avergonzado como un chiquillo sorprendido cometiendo una travesura, se vio
ante una mujer alta, delgada, arropada con un vestido de color azul celeste. No era hermosa, pero su
rostro tenía un raro atractivo, realzado por un grueso collar de rubíes y por unos pendientes a juego
cuyos destellos daban la impresión de teñir las blanquecinas mejillas con una leve capa carmesí. Las
arrugas que rodeaban su boca a la manera de una cadena de paréntesis trazados sobre la piel podían
interpretarse como huellas dejadas por las preocupaciones y el sufrimiento. Su vestimenta y su
actitud dieron a entender a Pettigrew que la llamada tenía un carácter más privado que oficial, pero
la saludó con un gesto respetuoso.
—No os dé vergüenza…, no hagáis como tantos hombres que consideran la música un
pasatiempo, una diversión, antes de pasar a dedicarse a asuntos que juzgan más importantes. El día
que sea considerada en más alto grado que la guerra y las murmuraciones cortesanas, la humanidad
habrá dado un paso adelante —sonrió—. Me parece estupendo que un reputado médico no sea
indiferente a ella y pueda armonizar el trabajo con las artes y con otras aficiones…, como la de
ampliar conocimientos sobre los fabulosos legados del antiguo Egipto.
—¿Estáis enterada de mi interés por la antigüedad egipcia? —le preguntó Pettigrew, extrañado.
—Sé que el año pasado abristeis unas momias a petición de vuestro amigo Belzoni y que después
habéis adquirido una que otro médico, Charles Perry, trajo a Inglaterra hace mucho…, mucho tiempo,
cuando ni vos ni yo habíamos nacido todavía. Lo que desconozco es si también habéis abierto ésa.
No tengo noticia de ello.
—Lo hice…, en privado —confesó en voz baja.
Hubo un breve silencio, durante el cual Caroline miró sin disimulo la bolsa que el hombre había
dejado en el suelo.
—Veo que habéis seguido mis instrucciones —comentó—. Bien…, eso hará que perdamos menos
tiempo… Si os he hecho venir no es por vuestra condición de médico, aunque me han llegado ecos de
vuestro buen hacer, ni porque os guste la música —se permitió esbozar otra sonrisa—, sino por la
curiosidad científica que sentís por las momias.
Se calló para observar el rostro del hombre, como si quisiera comprobar el efecto que sus
palabras obraban en él. Pettigrew estaba sorprendido, si bien procuró no demostrarlo: era el último
motivo en el que habría pensado para explicarse por qué había sido requerido en el castillo de
Windsor.
—La campaña de Bonaparte en Egipto tuvo dos inmejorables conclusiones: la derrota del Corso
y haber despertado el interés científico en Europa por los hallazgos arqueológicos efectuados en esa
tierra…, y al decir esto me incluyo entre los interesados, como vos, pero de una forma mucho más
modesta, con menores conocimientos —prosiguió Caroline—. La existencia no ha tenido a bien
depararme hasta hoy muchas satisfacciones, y una de las pocas que he conocido es poder tener cerca
de mí objetos arrancados del suelo egipcio… Sin duda no sabéis que Charlotte, la esposa del
anterior George, recibió un regalo del rey de Persia: un pedazo de un mineral formado, al parecer,
del alquitrán en las faldas de los volcanes y al que se atribuyen propiedades milagrosas; en aquellas
tierras le dan el nombre de mummia y afirman que es capaz de curar instantáneamente heridas y
cortes, mas debo reconocer que no hay constancia de ello.
El doctor Pettigrew hizo una mueca desdeñosa; no era reacio a considerar la posibilidad de que
la medicina pudiera progresar por medio del estudio de los minerales, igual que se había logrado
experimentando con plantas, pero no creía que ninguno poseyera la milagrosa propiedad de soldar
heridas, por mucho que proviniera de un país exótico. Su reacción no le pasó inadvertida a Caroline.
—Veo que no lo creéis —dijo suspirando—. No puedo erigirme en paladín de ninguna causa
médica porque soy profana en esa materia. Sin embargo, la curiosidad es lo único que puede
mantenernos vivos. Cuando lo conocido nos inspira tedio sólo queda la excitación ante lo
desconocido. Charlotte tampoco debió de creerlo, pues el pedazo de mummia sigue intacto en un
lugar de este castillo como si nadie lo hubiera tocado nunca. Quizá Charlotte tenía bastante con sus
plantas…, y con ese Mozart por quien estaba tan entusiasmada.
—Y pretendéis que yo compruebe si esos poderes medicinales son ciertos —aventuró Pettigrew.
—No es tan sencillo. Voy a explicaros qué espero de vos. Charlotte también conservaba una
momia que le fue regalada meses después. Las dos cosas se encuentran en una sala subterránea del
castillo, esperando que les presten la debida atención… Quiero que abráis la momia, intocada desde
entonces, y que analicéis el mineral; estoy persuadida de que gracias a vuestra intervención el pasado
nos hablará con claridad.
—Si me permitís la pregunta, ¿por qué yo?
—Ya lo habéis hecho antes de ahora. Podría haber recurrido a los servicios de ese experto
italiano amigo vuestro, pero prefiero que lo hagáis vos…, sois inglés. Por ello os he pedido que
trajerais vuestro instrumental.
—En estos momentos no estoy preparado, es preciso cierto estado de ánimo —arguyó Pettigrew.
—Os lo ruego…
—¿Y ha de ser ahora?
—Lo he estado meditando unos días y no puedo esperar —repuso Caroline con firmeza—. Venid
conmigo.
Desconcertado, Pettigrew cogió la bolsa y siguió a la mujer hasta la puerta del salón para dejarse
llevar después por un largo corredor cerrado de techo a suelo con deslumbrantes cristaleras
venecianas, tras las cuales se advertía un jardín difuminado tras la niebla del que provenía un rumor
de agua corriente. Apenas tuvo tiempo para divisar la sombra de una fuente, pues Caroline, que
caminaba delante de él, abrió una pequeña puerta con forma de arco situada al fondo del corredor y
le indicó que fuera hacia allí. Pettigrew se vio ante el nacimiento de una escalera de la que surgió
una vaharada de aire viciado, donde esperaba un lacayo con un candelabro de seis brazos, quien se
inclinó saludando respetuosamente a la mujer.
—Vamos a la sala de las reliquias, Basil —le dijo Caroline; y volviéndose a Pettigrew añadió—.
Y vos, seguidnos.
Una capa de moho cubría las paredes de la escalera, y el médico, molesto por el intenso olor a
humedad, reparó no sin aprensión en las telarañas que pendían del techo.
—Los criados se encargan de limpiarlas a menudo, mas no tardan en volver a salir…, no lo
tengáis en cuenta —explicó la mujer—. El mundo subterráneo es diferente del nuestro, se rige por
leyes diferentes a las de los humanos. Sin embargo, no he querido trasladar la momia a otro lugar del
castillo…, después de todo pertenece al subsuelo. El mineral está con ella…, uno y otra son hijos del
Oriente.
—Es cierto, no esperaba ver otra cosa —mintió Pettigrew.
La luz del candelabro era insuficiente para despejar del todo la oscuridad de la escalera y del
sótano al que llegaron, por lo que bajaron con cuidado de no perder pie. En cierto momento, el
médico apoyó su mano derecha en la pared y la retiró asqueado al apercibirse de que había
desprendido unos grumos de tierra. Nadie dijo nada hasta que el lacayo se detuvo ante una celda con
la puerta abierta. Pettigrew dejó pasar delante a la mujer y el criado entró detrás de ellos. En contra
de lo que cabía esperar, a tenor del camino recorrido para llegar allí, la estancia estaba limpia,
aunque desprovista de ornamentos. Dos antorchas ardían en las paredes laterales, desprendiendo el
aroma dulzón de la resina, y en medio de la celda destacaba una especie de sarcófago colocado en un
catafalco, y dos sillas, en una de las cuales había un objeto oscuro como la brea, semejante a un
mineral cristalizado. «Debe de ser la mummia», pensó Pettigrew.
—Desde que decidí llamaros di la orden de conservar la estancia iluminada; se ha convertido en
un lugar muy importante para mí —explicó Caroline—. Y tú, Basil, espera en la puerta, te llamaré si
te necesitamos.
El lacayo se retiró después de haber dejado el candelabro sobre el sarcófago.
—No demoremos lo que hay que hacer…, empezad ya, os lo ruego —dijo la mujer.
—¿Vais a quedaros delante?
—No os habría llamado si no hubiera tenido el propósito de ser testigo de vuestro trabajo.
Proceded como si yo no estuviera, haceos cuenta de que soy invisible.
Asintiendo, el doctor Pettigrew dejó la bolsa en la silla que estaba libre y la abrió mientras se
preguntaba si dispondría de lo necesario para desvendar la momia. Al menos contaba con lo
fundamental: un cuchillo, unos cinceles y, sobre todo, confianza en sí mismo y en la habilidad de sus
manos, que tanto servían para devolver la salud a un cuerpo enfermo como para internarse por los
secretos de un cuerpo muerto desde hacía siglos. Lo único que fallaba era tener de testigo a la esposa
oficial de quien iba a ser el nuevo rey y la falta de estímulo personal, pues no se trataba de una
decisión propia sino de cumplir una orden. Sus experiencias le habían enseñado que dentro de los
sarcófagos solía haber un jeroglífico con la momia, y se propuso encontrarlo antes de que llegara el
momento de desvendarla.
—Habría estado bien tener un martillo —le comentó a Caroline.
—Le diré a Basil que traiga uno.
—Esperemos a ver si hace falta…
Tras acercar al sarcófago la silla con la bolsa con objeto de tener así más luz, el doctor Pettigrew
trasladó a ella el candelabro y, poniéndose unos guantes negros, procedió a limpiar con sumo
cuidado los laterales usando un pañuelo. No tardó en dejar a la vista unos dibujos que representaban
al dios Anubis en forma de chacal. Al cabo de un rato, sirviéndose del cuchillo consiguió abrir la
tapa y se sintió impresionado por lo que vio y olió al desprenderla: un fuerte aroma a especias y a
bálsamos corrompidos que, mezclado con el humo que desprendían las antorchas de las paredes, le
provocó una rara sensación de embriaguez, pero lo más fascinante para él fue el cuerpo seco,
mineralizado casi, que había dentro del sarcófago. El cadáver tenía los brazos alzados como si
hubiera sido enterrado en vida y hubiese consumido sus últimas fuerzas en querer liberarse de su
terrible prisión tratando de mover la tapa que cerraba el féretro. Junto a él, medio oculto bajo lo que
había sido el costado derecho, había un papiro que Pettigrew, después de arrojarle un rápido vistazo,
no se consideró capaz de descifrar en esos momentos delante de otra persona. Más que vendas y
ropajes podridos por el transcurso del tiempo, lo que envolvía el cadáver era algo parecido a una
gruesa capa de betún sólido, la cual ofreció resistencia a las sucesivas incisiones que intentó hacer
en ella con el cincel, sin dejar de observar lo que restaba del rostro ni la postura de los brazos. En
más de una ocasión tuvo que apartarse con repugnancia al notar en sus mejillas y en su frente el frío
roce de las manos del cadáver. Desprender una mínima capa de betún le llevó el resto de la mañana y
necesitó la ayuda de un martillo que llevó el lacayo a petición de Caroline. A su lado, ésta no perdía
detalle de sus movimientos sin dar señales de fatiga.
—Las dos momias que he tenido oportunidad de abrir eran diferentes —le explicó Pettigrew—.
Se trataba de cadáveres embalsamados, momificados, y da la impresión de que este hombre fue
enterrado vivo, si bien lo vendaron. Tampoco hay ornamentos ni monedas…, ni siquiera cornalinas,
escarabeos o amuletos. Puede ser que la explicación esté en el papiro; es preciso descifrarlo, y para
ello debería llevármelo a casa porque no puedo hacerlo sin consultar mis documentos.
—¿Se ha fijado en su boca? —le preguntó la mujer—. Parece que sonría…, y eso no se entiende
si fue enterrado estando con vida.
—Sí, es una sonrisa macabra…
Pettigrew se inclinó para mirar de cerca la boca del cadáver y reparó en que los labios, o lo que
alguna vez debieron de ser labios, tenían un color distinto al del resto del cuerpo, lo cual los hacía
aún más siniestros. Eran de un ligero tono púrpura y daban la impresión de pertenecer a un hombre
vivo.
—No, no fue embalsamado… Esperad, he visto más… A un lado de la boca hay un bulto
cristalizado con una mancha oscura en su interior. Parece resina, pero no creo que lo sea.
Caroline se acercó al cuerpo.
—Sí, es en la comisura izquierda de los labios, y, tal como decís, dentro de él hay algo más
oscuro —corroboró.
—Permitidme, voy a examinarlo con mi lente de aumento —Pettigrew abrió la bolsa para extraer
de ella una lupa—. Es un insecto…, diría que se trata de una especie de escarabajo, pero no me
atrevería a asegurarlo. Hace falta más luz…, siempre es necesaria más luz para todo, acercadme el
candelabro…
—Las velas se están extinguiendo, haré que Basil traiga otro. Y si lo deseáis diré que os sirva un
té.
—Os lo agradezco, pero no voy a tomar nada.
El médico esperó al lacayo observando el cristalino bulto. Aquel insecto no parecía pertenecer a
ninguna especie de las conocidas del antiguo Egipto, mas eso no significaba nada porque la envoltura
lo mantenía semioculto y porque los descubrimientos eran pocos y mucho lo que aún quedaba por
descubrir y estudiar en ese terreno. La falsa sonrisa del cadáver le resultaba cada vez más
perturbadora, tanto como la postura de los brazos; sin embargo, no podía apartar su mirada de la
boca. Lo que estaba claro era que esta vez no debería desvendar el cuerpo porque los podridos
andrajos se hallaban adheridos a la capa de betún que lo recubría y se habían desprendido con ella.
¿Qué misterio escondía aquel cadáver y qué significaba el insecto colocado en la comisura de los
labios? ¿Quién habría sido aquella persona?
Pudo contemplarlo mejor con el nuevo candelabro: era como un escarabajo, aunque su cabeza,
más oscura que el resto del cuerpo, se asemejaba antes bien a una mosca de gran tamaño, quizá a la
de un ejemplar gigante de tábano.
—Bien, señora, he hecho todo lo que estaba en mis manos, pero ignoro qué clase de insecto es
ése —dijo.
—¿Y podéis extraer alguna conclusión?
Pettigrew meditó lo que debía contestar. «No quiero equivocarme y que mi error permanezca
conmigo», se dijo, recordando un verso de Blake.
—Mi amigo Giovanni Battista sabe más que yo de estos temas —repuso con cautela—. Ahora no
se encuentra en Londres pero, si os parece, le expondré el caso en cuanto vuelva a verlo.
Probablemente deba examinar él mismo esta… momia. ¿Habría algún impedimento para que me
acompañara?
—No, también yo quiero saber lo más posible. ¿Y el mineral?
—Antes de pronunciarme debería hacer algún experimento. No me atrevo a pediros permiso para
llevármelo a casa, pero si pudiera arrancar un pedazo, aunque fuera pequeño…
—Contáis con él —asintió Caroline.
Con la ayuda del cincel y del martillo, Pettigrew pudo hacerse al cabo de un rato con una muestra
de mummia y, envolviéndola con su pañuelo de batista, la introdujo en la bolsa sin olvidarse de
guardar también el papiro.
—¡Mirad la boca del muerto! —dijo la mujer, con voz alterada.
Habían dejado el candelabro cerca de la mejilla izquierda del cadáver y el bulto de la boca
comenzaba a disolverse a causa del calor. Un espeso líquido ambarino se deslizaba por ella como
una suerte de babas podridas expelidas por un organismo enfermo, y la sonrisa del muerto parecía
más acentuada. Ambos se quedaron mirándolo con una mezcla de fascinación y rechazo, sin que se
les ocurriera apartar las llamas con el fin de evitar que el bulto acabara de licuarse, y observaron
maravillados cómo el líquido caía encima del resto de los vendajes y del cuerpo ennegrecido
dejando tras él un sucio reguero y el rastro del insecto pegado a los restos de la boca.
—¡Es perfecto en su fealdad! —exclamó Pettigrew.
—No, es monstruoso… —le rectificó Caroline—. Habría que diseccionarlo y estudiarlo. ¡Pero
no está completamente inmóvil!
En efecto, un leve movimiento apenas perceptible había parecido sacudir la cabeza del insecto.
—Es imposible, lleva miles de años muerto —comentó Pettigrew, aunque con un escalofrío—.
Sólo ha sido una ilusión óptica; lo examinaré con mi lupa —añadió, situando la lente a la altura de la
cabeza del animal y procurando no mirar los brazos del cadáver; «es como si antes de morir hubiera
querido abrazar la eternidad», se dijo; lo agitado de su respiración y el temblor de sus manos hacían
notar que estaba alterado.
—Una quietud total… —dijo—. Nada, es lo que cabía esperar, lo anormal habría sido que se
moviera.
—¿Puedo mirar? —inquirió Caroline.
—Por supuesto, pero tened cuidado de no mancharos.
La mujer dedicó más tiempo a observar el insecto.
—Tenéis razón —reconoció—. ¿Vais a llevároslo para abrirlo?
—Prefiero dedicar mi tiempo en los próximos días a descifrar el papiro y a efectuar pruebas con
la mummia, si me lo permitís, claro está. Ni el cadáver ni el insecto se moverán entretanto de aquí.
—Sí, hay prioridades. Lo que está muerto puede esperar. Quiero saber qué propiedades tiene ese
mineral y, si es posible, quién era ese hombre.
—Ese hombre o esa mujer… por el momento no hay elementos para afirmar una cosa u otra —
dijo Pettigrew.
—Es un hombre, estoy segura de que es un hombre —concluyó Caroline.

***

En el camino de regreso, que hizo a la hora del crepúsculo en otro coche que le aguardaba en el
patio, Pettigrew se dedicó a reflexionar sobre lo sucedido y, ajeno al paisaje que se apagaba con
tenuidad a ambos lados, abría de tanto en tanto la bolsa para acariciar con las yemas de los dedos el
papiro y el trozo de mummia, como si al hacerlo extrajera un placer táctil. En un primer momento
había pensado que todo obedecía al capricho de una mujer que, insatisfecha con su vida, trataba de
trascenderla interesándose por objetos provenientes de antiguas civilizaciones, pero conforme el día
había avanzado al encuentro de la noche le había parecido que su interés era auténtico. Todavía
recordaba el brillo de ansiedad en sus ojos. «¿Por qué —se preguntó, mirando la negrura dibujada al
otro lado de la ventanilla, sin verla, como si estuviera atraído por un abismo negro de pensamiento—
habría insistido en que el muerto era un hombre? ¿Acaso le desagradaba, por afinidades de sexo, ver
los efectos de la muerte en el cuerpo de una mujer? Veremos si tiene razón, siempre y cuando pueda
descifrar el papiro y en él se haga referencia al muerto».
Londres lo recibió con una total oscuridad que convertía cada rincón en un enigma, cada calleja
en una trampa peligrosa. No era un lugar agradable por las noches. La niebla ocultaba los edificios y
llevaba hasta el interior del coche un repugnante olor a coles hervidas y a excrecencias corporales, y
por unos momentos tuvo la sensación de encontrarse en una ciudad extraña, fuera del mundo, a la que
ni siquiera los fantasmas se querían asomar. «Debería pensar en otra cosa», se dijo, «no existen
fantasmas; cuando abro un cuerpo sólo veo materia ante mí, viva si el individuo está con vida, y en
putrefacción si no lo está». Mas reconoció para sí mismo que la visión del cadáver le había afectado
en mayor medida de lo que creía, en especial los brazos tendidos en busca de luz y de aire, y su
sonrisa muerta, coloreada de púrpura, que parecía dedicada con desprecio al mundo de los vivos.
Pudo imaginar lo que aquella persona debió de sentir viendo cómo el sarcófago se cerraba sobre
ella.
Se alegró de no tener que pagar al cochero y no perdió tiempo para subir los peldaños que lo
separaban de su casa. Sin volverse a mirar atrás, oyó el sonido del coche al alejarse. Sólo lo hizo en
el instante de entrar en el hall, para ver ante sí sólo la calle silenciosa y desierta, y cerró
rápidamente la puerta como si temiera que la niebla pudiera entrar en él. Le preguntó a su criado,
Malcolm, si habían entregado algún mensaje y su respuesta negativa le alegró porque nada le
apetecía menos que internarse a esas horas por las calles de Londres. Profiriendo un suspiro le dijo
que no iba a cenar y se retiraba a su despacho.
—No quiero ser molestado —ordenó.
Después de echar el pestillo de la estancia extrajo de la bolsa el papiro y el trozo de mummia, y
los miró pensativamente. Por una parte se sentía tentado de dedicarles las siguientes horas para
intentar descifrar uno y analizar otro, pero al fin pudo más la fatiga de la jornada y se acostó pronto,
dejando ambos en la mesilla como compañeros nocturnos junto a la palmatoria.
Esa noche no pudo dormir bien. En cuanto cerraba los ojos le perseguía el recuerdo de la
macabra sonrisa del cadáver, por lo que tuvo que recurrir más de una vez a la luz de la vela para
comprobar si estaba solo en el dormitorio, y si conseguía descabezar un sueño se veía asaltado por
una pesadilla en la que la sonrisa púrpura se abría paso en la oscuridad y se aproximaba al lecho,
ella sola, sin cuerpo. Por eso, fatigado como estaba, al levantarse decidió pasar la mañana en su
despacho sin atender a sus compromisos tras haber dado orden a Malcolm de que si se presentaban
preguntando por él le excusara alegando una indisposición. «También los médicos tenemos derecho a
estar enfermos», reflexionó con ironía.
Las diversas pruebas que hizo con el mineral no arrojaron luz alguna sobre su naturaleza y sus
presuntas propiedades curativas. Sólo le faltaba aplicarlo a una herida, y él mismo se practicó un
corte poco profundo en el dedo índice de su mano izquierda, sobre el cual aplicó la mummia. Esperó
un rato, pero la herida no se cerró a pesar de que la frotó insistentemente con el mineral. «Sea quien
fuere el que le dijo eso a Charlotte, la engañó», concluyó.
No estaba decepcionado porque no había tenido confianza en el resultado positivo de las
pruebas, pero en el fondo le molestó reconocer su fracaso. Al dejarlo se sintió aún más cansado, sin
saber si se debería al exceso de trabajo o al efecto del frotamiento con la mummia sobre la herida, y
al tocarse la frente y las mejillas notó algo de calentura, por lo que se propuso guardar cama luego de
tomar una frugal comida, dejando para otra ocasión el asunto del papiro, pues uno o dos días de
espera no significarían nada para algo que arrastraba una antigüedad de varios siglos.
Se levantó avanzado el nuevo día, sintiéndose mejor después de una noche sin pesadillas. Tenía
la intención de dedicar un rato de su tiempo a tratar de descifrar el papiro, pero le esperaban tantas
visitas, inexcusables en su mayor parte, que tuvo que posponerlo otra vez. Sólo temía que Caroline le
hiciera ir a Windsor para interesarse por el papiro y por el experimento con la mummia, mas por
fortuna no recibió ninguna noticia de ella.
El tiempo transcurrido desde su marcha del castillo y del primer examen de la momia, el
repentino acceso de fiebre que le había postrado unas horas en el lecho y las atenciones que debió
dispensar a sus enfermos enfriaron un tanto su curiosidad, chasqueada además por sus fracasos con el
trozo de mummia, y pasaron otros cuatro días sin que hubiera tocado el papiro, el cual yacía sobre la
mesa de su escritorio, mezclado entre los papeles, como si se tratara de un vulgar recuerdo de viaje o
de un objeto adquirido sin entusiasmo en la tienda de un brocantero.
Una semana después, ya anochecido, mientras oía golpear la lluvia en la cristalera del ventanal y
estaba tomando notas sobre la enfermedad de una de sus pacientes, lady Margaret, y los primeros
resultados de la medicación que le estaba aplicando, Malcolm llamó a la puerta del despacho para
decirle que acababan de entregar un mensaje. El médico observó que estaba lacrado con el sello de
Windsor.
—¿Esperan respuesta? —quiso saber.
—El hombre que lo ha traído ya se ha marchado.
Pettigrew abrió el mensaje sospechando que su presencia iba a ser requerida de nuevo en el
castillo. Su intuición no le engañaba. La nota, escrita con letra apresurada y levemente inclinada
hacia la izquierda, decía:
«Tenéis una hora para prepararos. Un coche os recogerá en vuestra casa y os traerá a Windsor. Es
un asunto de suma importancia y puede que debáis permanecer en el castillo hasta mañana. C».
Tras asimilar el contenido de la nota subió a cambiarse de ropa y, cubierto con su capa, esperó la
anunciada llegada del coche mientras echaba un vistazo al papiro tratando de descifrar su contenido.
Estaba seguro de que la mujer le preguntaría por él y debía estar preparado para ofrecerle una
respuesta. Lo que creía entender era incoherente, aparte de que no encontraba explicación al hecho
de que no hubiera referencias a la identidad de la persona enterrada en el sarcófago. ¡Si su amigo
Belzoni hubiera estado en la ciudad él habría sabido disipar la incógnita! No le extrañaba que
Caroline le hiciera ir otra vez a su residencia, pero sí su tono perentorio y el aviso de que tal vez
debería hacer noche en Windsor. La nota no decía nada sobre su instrumental, por lo que ante la duda
decidió llevar la bolsa.
El coche apareció por fin, tirado por dos caballos negros, y Pettigrew subió a él luego de
impartir instrucciones a Malcolm y decirle que no debía esperarle levantado, pues ignoraba cuándo
regresaría.
—Puede que no pase la noche en casa… No te preocupes, no sucede nada —añadió para
tranquilizarlo al advertir su expresión de inquietud.
La lluvia había barrido las calles de prostitutas, ladrones y mendigos, y sólo se advertía
ocasionalmente algún ventanal iluminado detrás de la oscuridad. Por lo demás, la atmósfera seguía
siendo pestilente y tuvo cuidado de ajustar bien las ventanillas para evitar el hedor y que la lluvia
salpicara al interior del coche. Cerró los ojos, proponiéndose no abrirlos hasta el final del viaje. Eso
le hizo rememorar su visita anterior al castillo y experimentó cierta turbación al pensar que volvería
a ver los brazos alzados del cadáver, su macabra sonrisa y el repulsivo insecto adherido a la
comisura izquierda de los labios como si fuera baba solidificada.
Cuando, tras un último traqueteo, el coche se detuvo en el patio, Pettigrew salió dando un ágil
salto y, sin pararse a mirar a su alrededor, se cubrió con la capa para resguardarse de la lluvia y
dirigirse corriendo, chapoteando en los charcos, hacia el mismo portón por el que había entrado la
otra vez, el cual le fue abierto por un guardia que se encontraba de pie ante él. Le sorprendió que
Caroline le estuviera esperando en el hall.
—Os doy las gracias por haber venido —dijo la mujer.
Pettigrew le restó importancia con un gesto.
—Lo que os tengo que decir es muy extraño… Pero quitaos la capa mojada y tomad asiento…
¿Recordáis vuestra visita? —inquirió Caroline.
—No puedo olvidarla —repuso, haciendo lo que le había dicho la mujer—. Y os debo una
explicación por mi largo silencio: deberéis disculparme, pues permanecí un día en cama y he tenido
mucho trabajo…, las enfermedades se enseñorean de Londres en esta época… No obstante, he hecho
pruebas con la mummia y…
—¡Olvidad el dichoso mineral! Es más grave lo que está sucediendo en este lugar desde el día
que abristeis el sarcófago. Esa misma noche murió Basil, el lacayo que nos acompañó…, fue un
fallecimiento súbito, no estaba enfermo y lo encontraron por la mañana, muerto en su cama.
—Hay muertes repentinas… —alegó Pettigrew.
—Sí, yo también pensé eso, y probablemente lo habría seguido pensando de no haber sido porque
al día siguiente falleció Helen, una de mis doncellas. Tenía dieciséis años y era una muchacha sana.
Apareció muerta en el lecho. Y dos días después le sucedió lo mismo a otra, Elizabeth, tan joven
como Helen. ¿No os parece sospechoso que tres personas hayan fallecido repentinamente en pocos
días y que todas bajaran al menos una vez al subterráneo donde se encuentra el sarcófago con la
momia? ¿No resulta llamativo?
Mientras hablaba, Caroline había estado dando vueltas alrededor del sillón en el que se había
sentado Pettigrew, y se detuvo para añadir con énfasis:
—Los tres estuvieron allí y los tres murieron.
—Es sorprendente, sí, pero las casualidades existen —Pettigrew se removió inquieto—. Supongo
que un médico se encargaría de estudiar los cadáveres para dictaminar la causa de las muertes.
—Sólo pudo certificarlas, no encontró nada que apuntara a las causas de los fallecimientos.
—¿Y vos no habéis detectado algo anómalo? El día que abrí el sarcófago y la momia me di
cuenta de que sois una buena observadora.
—De eso os quería hablar —la mujer miró fijamente a Pettigrew; tenía una expresión seria y él
observó que unos cercos violáceos habían nacido bajo sus ojos—. Después de la tercera muerte yo
misma bajé a la celda para examinar el sarcófago… y descubrí que el insecto que habíamos visto en
la boca de la momia no estaba allí… había desaparecido.
Había bajado la voz, como si temiera pronunciar esas palabras.
—El insecto estaba muerto —le recordó Pettigrew.
—¡Os dije que lo vi moverse! Por incomprensible que pueda parecer, vivía.
—Nada puede vivir miles de años… Es probable que lo haya cogido alguien.
—Os aseguro que nadie ha entrado en ella aparte de Basil, Helen, Elizabeth y yo, pues la he
mantenido cerrada con llave. Eso quiere decir algo…
—Pero vos estáis viva…
—Y debo dar gracias al cielo porque así sea… Esperad, aún no os he contado todo… Tengo
motivos de sobra para creer que ese insecto está vivo. Como he dicho, bajé a la celda, movida por la
curiosidad y la sospecha. En principio no tenía intención de hacerlo y no había ordenado prender las
antorchas. Estaba completamente a oscuras, y puedo jurar que el momento en que puse los pies en
ella percibí algo maligno en la atmósfera, hasta el extremo de que llegué a pensar en renunciar a
inspeccionarla, volver a cerrar la puerta y alejarme de allí. Fue una sensación espantosa, como si
alguien que no fuera de este mundo me observara desde la negrura, y mis manos temblaban cuando
me ocupé de las antorchas para procurarme luz. Lo hice adoptando la precaución de mirar hacia
atrás, pues creía percibir una presencia a mi lado. La sensación de estar siendo observada no
desapareció ni cuando examiné la celda a la luz. Era algo oscuro, siniestro, ominoso… Con ese
estado de ánimo fui hasta el sarcófago, pensando que aquel cuerpo muerto poseía un poder para hacer
el mal… La mueca de la momia se asemejaba más que nunca a una sonrisa, y a pesar del horror que
me inspiraba reuní el valor suficiente para mirar sus brazos y su rostro. Fue entonces cuando
descubrí que el insecto no estaba en la boca del cadáver, y no pude evitar recordar que días atrás lo
había visto moverse. Al darme cuenta grité, retrocedí hasta que mi espalda chocó contra el obstáculo
de la pared, y me quedé mirando con fijeza el sarcófago, incapaz de moverme, como si hubiera sido
víctima de una experiencia mesmérica que hubiese atado mis pies al suelo… En ese instante no me
habría extrañado ver a la momia alzándose del féretro, e hice lo más prudente que en tales
circunstancias podía hacer: marcharme. Pero antes de que hubiera alcanzado la puerta percibí un
zumbido… ¡Algo estaba revoloteando por la celda! Inevitablemente pensé que el insecto de la boca
de la momia estaba vivo y en aquel lugar. Oí el zumbido todavía más cerca de mí… Agité las manos
para ahuyentarlo y salí cerrando de golpe la puerta, pensando que la muerte nunca se me había
manifestado con tanta proximidad… Eso sucedió anoche.
—Ningún ser puede existir durante siglos…, todo lo que tiene vida muere —comentó Pettigrew,
impresionado a su pesar por las palabras de Caroline. Las emociones que habían suscitado en él eran
una mezcla de terror físico y mental que no le costaba esfuerzo alguno vincular con sus propias
pesadillas, aunque en principio se negó a reconocerlo; aun así insistió filosóficamente—: todo lo que
florece se extingue…
—Esperad, aún no he concluido… Esta mañana, un impulso me ha llevado a visitar las tumbas de
Basil, Helen y Elizabeth. Sin duda sabéis que algunos miembros de la realeza, entre ellos la querida
Charlotte, están inhumados en la capilla de San George de este lugar. Pero ignoráis que en las
inmediaciones hay un pequeño cementerio que da cobijo a los despojos de la servidumbre…, cuando
el cadáver no es reclamado por la familia, lo cual sucede raras veces. Una de las acusaciones que me
imputan es la de profesar demasiada estima a lacayos y criadas… Pues bien, tal estima, más lo
inesperado de sus muertes y lo que había sentido y oído en la celda han guiado mis pies a ese
camposanto. Me hallaba ante la tumba de Elizabeth pensando con melancolía en cómo la muerte siega
cruelmente tantas vidas jóvenes, cuando percibí unos ruidos y gritos ahogados que parecían surgir de
las entrañas de la tierra, y recordé la momia del sarcófago y nuestra sospecha de que ese hombre
había sido enterrado vivo. Y me pregunté si no habría sucedido lo mismo con Elizabeth. Era una
posibilidad tan espantosa que me incliné hacia la tumba con el fin de sentirme más cerca de la
enterrada y oír mejor, mientras pensaba que quizá había sido víctima de una ilusión porque el viento
arrancaba gemidos de las viejas cruces de madera podrida y de la hierba crecida en las sepulturas, y
eso podía haberme confundido. Aunque permanecí así durante un rato, no volví a percibir nada. Pero
os juro que los ruidos y los gritos me habían llegado al alma. De allí fui corriendo a las tumbas de
Helen y Basil, decidida incluso a aplicar mi oído contra la tierra, mas sólo percibí el silencio de la
tumba…, noté el frío de la muerte hasta en los huesos… si bien algo me decía en mi interior que
también habían sido víctimas de un enterramiento prematuro. Regresé a la tumba de Elizabeth para
cerciorarme, y de nuevo creí percibir debajo de mí unos golpes contra algo duro y unos gemidos
ahogados. Sé que voy a ser una efímera ocupante de Windsor, porque mi lugar dejará de estar en este
castillo en cuanto George sea coronado en Westminster, pero al menos de momento mi voz sigue
siendo escuchada, y para poder dormir en paz en lo sucesivo se me ha ocurrido solicitar al arzobispo
que conceda autorización para abrir sin demora las tres tumbas… ¡No podría continuar viviendo con
esa sospecha! El permiso me ha sido concedido y he hecho llamar al abate Ackland a la vez que a
vos. Hay cuatro sepultureros aguardando a que nos personemos en el cementerio.
—Lo que me habéis contado es horrible y espero que no haya sucedido así —dijo Pettigrew—.
Pero no entiendo qué puedo hacer yo.
—¡Estoy segura de que todo tiene relación con la momia que abristeis! He estado pensando en lo
sucedido hasta temer que iba a perder la razón y deseo saber… Pero, callad…, creo que llega el
abate Ackland.
El sonido de otro coche al detenerse en el patio se mezcló con el producido por la lluvia
azotando los cristales de las ventanas, y Pettigrew miró inquieto a su alrededor. Hasta entonces no
había reparado en ello, absorto en el relato de Caroline, pero el hall sólo estaba tenuemente
iluminado con un candelabro y la luz no alcanzaba a sacar de la oscuridad todos los rincones y
recovecos, lo cual lo llevó a imaginar la fantasía de que no se encontraba en Windsor sino en un
grande y lóbrego mausoleo donde se acabara de oficiar un responso de tinieblas, a lo cual contribuyó
el punzante olor a cera quemada. Las figuras de los cuadros habían desaparecido de su vista, creando
la impresión de que las molduras doradas servían de marco a inquietantes telas negras en las que
creía ver reflejada la negrura de su propio pensamiento, y las paredes tenían un color desvaído. Era
como si la estancia hubiera ido perdiendo colorido y realidad a medida que el relato de Caroline
llegaba a su fin: como si la realidad estuviera dejando de serlo. Sus divagaciones quedaron
interrumpidas cuando la puerta se abrió súbitamente para dar paso a un anciano clérigo alto, calvo,
de rostro blancuzco, y tan esquelético que podría haber servido de modelo a un pintor que se hubiera
propuesto dotar a la Muerte de un rostro y un cuerpo con apariencia humana. «¡Por todos los cielos!,
¿acaso no había en Londres un clérigo de aspecto menos siniestro?», se preguntó. Su aspecto
resultaba más horrible visto de cerca, pues tenía una fina línea en vez de labios, le faltaba un ojo y el
otro chispeaba con una mirada cruel en la que los vicios habían dejado su huella. El recién llegado
apenas prestó atención al médico, limitándose a hablar con Caroline, a quien dijo que estaba
informado y se hallaba dispuesto a acompañarla. Su voz tenía una resonancia cavernosa.
—El camposanto no está lejos, pero he dado orden de que tengan preparado un coche para
protegernos de la lluvia hasta que lleguemos —le dijo Caroline a Pettigrew, como si dirigiéndose a
él tratara de paliar un tanto la descortesía del clérigo.
El coche estaba en el patio, junto al que acababa de llevar al abate Ackland. En cuanto subió,
Pettigrew pensó que se habría sentido mejor yendo a solas con la mujer, pues el clérigo le inspiraba
repulsión, y no sólo por sus pésimos modales. El trayecto se le antojó demasiado largo a pesar de su
brevedad y procuró mantener la mirada apartada del abate para dirigirla a la ventanilla y escuchar el
monótono golpear de la lluvia contra el coche y el camino, pero cuando en ocasiones lo observaba de
reojo reparaba en que, al contrario, él lo miraba con insistencia. El coche fue a detenerse en un lugar
que respondía a lo que Pettigrew esperaba ver tras oír la descripción de Caroline. Consistía en
varias filas de tumbas desordenadas y una pequeña capilla, de la cual salieron cuatro hombres
provistos de picos y palas. El cielo cosía con hilos de lluvia su negrura con la oscuridad de la tierra.
Los cuatro saludaron con respeto a Caroline y al abate, y a una indicación de la mujer se
encaminaron hacia una de las sepulturas donde, una vez que el clérigo hubo trazado la señal de la
cruz sobre ella, empezaron a excavar en la tierra. Viéndolos, Pettigrew se acordó de la sonrisa
púrpura de la momia y no advirtió que la lluvia estaba empapando sus ropas hasta que vio gotear el
agua desde su sombrero. Caroline asistía a la ceremonia con la mirada fija en la tumba, retorciéndose
las manos, lo cual hacía más llamativa la indiferencia que se dibujaba en el rostro del abate. De vez
en cuando, la mujer les pedía a los sepultureros que cesaran en su actividad por unos instantes y
escuchaba sin ocultar su emoción, mas sólo rompía el silencio el doble fragor de la lluvia y el viento.
—En mi opinión no debéis temer —le dijo el clérigo con tono persuasivo—. Los médicos de la
corte son inmejorables y tienen mucha experiencia…, saben cuándo ha muerto una persona.
—¿Lo creéis de verdad así? —repuso Caroline sin mirarle.
El abate Ackland no contestó. Unos golpes de las palas contra algo que sonó a madera indicaron
que los sepultureros habían llegado al ataúd. Caroline dio unos pasos sobre la tierra removida hasta
colocarse en el borde de la fosa, y Pettigrew hizo lo mismo; sólo el clérigo se mantuvo apartado, sin
dejar de mirar por ello. La mujer tenía el rostro demudado y los cabellos mojados se le adherían
como una máscara a las mejillas y al rostro.
—¡Callad! —pidió—. ¿No oís nada?
Un sordo pánico invadió a Pettigrew al ver el féretro despuntando entre la tierra. ¿Tendría razón
Caroline al temer que su doncella había sido inhumada en vida? Los sepultureros procedieron a
desprender la tapa y el horror surgió ante todos: la joven enterrada en él yacía inmóvil, pero sus
manos se hallaban alzadas, las puntas de los dedos no eran sino muñones ensangrentados, tenía la
boca abierta en un mudo grito de espanto; lo peor era la mirada muerta de sus ojos, abiertos a un
horror indefinible. Pettigrew miró al cielo y se dijo que nunca podría olvidar aquella mirada.
—Vivía… esta mañana todavía estaba con vida… —murmuró Caroline antes de desplomarse sin
conocimiento.
Entre los seis hombres la llevaron a la capilla, donde recobró la consciencia a los pies de un
Cristo crucificado —«otro indiferente al dolor humano, como el que se llama a sí mismo su ministro
en la tierra», se dijo Pettigrew— después de que el médico le aplicara a la nariz un frasco de sales.
Caroline tardó en hablar, y lo hizo para balbucir:
—La momia… ha sido culpa de la momia…
—¿A qué os referís? —inquirió el abate, dando por primera vez muestras de interés.
—Es necesario abrir las otras tumbas, tengo que saberlo… —se volvió hacia Pettigrew—. Vos
me comprendéis…
—Sigue lloviendo, señora —repuso el médico—, deberíamos dejarlo para mañana.
—Hay que abrirlas esta noche —insistió ella.
—Como queráis, pero será mejor que esperéis entretanto en la capilla; hace frío, podríais
enfermar.
—Mi puesto está ahí fuera.
Con esas palabras Caroline dio por zanjada la discusión y el grupo salió al cementerio. La lluvia
había cesado como por ensalmo durante el tiempo que habían permanecido en la capilla, mas la
tierra estaba tan embarrada que los pies se hundían en ella y el cielo parecía formado por una sola
inmensa nube negra. Pettigrew se dio cuenta de que el abate Ackland le miraba frunciendo el ceño,
con expresión de recelo. Caroline no dijo nada más; se limitó a asistir a las exhumaciones sin indicar
cuáles eran las tumbas, ya que los sepultureros las conocían bien por ser ellos mismos quienes las
habían cubierto días atrás, pero su rostro acusó la impresión que le producía ver en una y otra la
siniestra estrechez del féretro, la expresión de horror, los brazos extendidos, la boca abierta y los
ojos desorbitados cerrados para siempre a los colores del mundo. Los cuerpos de Basil y Helen
acusaban la rigidez de la muerte, y sin embargo parecían vivos, poseídos por un miedo sin límites, a
la espera de que alguien pudiera extraerlos de su encierro. Caroline se mostraba tan angustiada como
Pettigrew, e incluso el abate y los sepultureros temblaban a la vista de los cadáveres.
—Por qué… por qué todo esto, oh, Dios… —musitó la mujer.
Un sentimiento de culpa se había apoderado de Pettigrew al verse asaltado por el pensamiento de
que Caroline podía estar en lo cierto al atribuir aquello a la apertura del sarcófago de la momia, y al
ver el tercer cuerpo sintió que no podía soportarlo más, por lo que se alejó del grupo congregado en
torno a la tumba y no se movió de allí hasta que Caroline se reunió con él. Empezaba a llover de
nuevo y no supo si lo que se deslizaba por el rostro de la mujer eran lágrimas o gotas de lluvia.
—Van a cubrir las sepulturas, no podemos hacer nada —oyó que le decía.
El coche devolvió a Windsor a unos enmudecidos pasajeros. La lluvia hacía brillar las piedras
del patio y el cielo anunciaba la inminente llegada del alba. Una vez allí, el abate pidió permiso para
retirarse a la estancia que le habían preparado, a la que lo condujo uno de los lacayos. Su aspecto
testimoniaba lo que había sido la terrible noche y estaba aún más pálido, si cabe.
—En previsión, he hecho preparar otra estancia para vos. Ahora os llevarán a ella —le dijo
Caroline.
Sus cabellos seguían ocultando una parte de su rostro, sus ojeras eran más pronunciadas y tenía la
expresión de estar padeciendo un tormento interior. Aunque todavía se mostraba capaz de mantener
su porte, no se asemejaba a la mujer que Pettigrew había conocido.
—Si no lo tomáis como descortesía, prefiero regresar a mi casa, donde debo proseguir mi
trabajo. Pero antes me gustaría ver otra vez la celda y la momia —repuso el médico.
—¿Estáis seguro?
Pettigrew asintió.
—En tal caso os llevaré yo misma. No quiero que nadie más vuelva a entrar en esa celda, ya
basta con lo que ha sucedido.
Caminó como un sonámbulo siguiéndola a través de diversos salones hasta que llenaron la
galería con cristaleras venecianas. En ausencia de niebla, el jardín, y con él la fuente, eran visibles.
La luz de la naciente mañana permitía advertir las plantas mojadas por la lluvia, y la fuente consistía
en una figura mitológica de cuya boca abierta brotaba el agua. El doctor Pettigrew creyó que nunca
podría volver a mirar la boca abierta de un ser humano si no lograba olvidar lo que había visto esa
noche en el cementerio. Se detuvo a contemplar el cielo plomizo, pero siguió inmediatamente a
Caroline hasta el subterráneo.
La mujer extrajo una llave para abrir la puerta de la celda, donde los recibió una negrura intensa
como la brea. Pettigrew se estremeció: también él había notado algo aterrador en el aire viciado de
aquel lugar. Caroline prendió una de las antorchas, y el pedazo de mummia y el sarcófago quedaron
expuestos a la luz oscilante de la llama. Los brazos de la momia recordaron al médico la postura de
los tres cadáveres exhumados; pero había una diferencia: la momia parecía sonreír, mientras los
otros habían muerto profiriendo gritos de horror. ¿Qué secreto ocultaba ese sarcófago? ¿Era una
locura creer que existía alguna relación entre él y los sucesos acaecidos en Windsor? Un zumbido lo
sacó de su ensimismamiento.
—¡Otra vez ese horrible animal! —gritó Caroline.
Pettigrew escrutó la celda con atención hasta que alcanzó a divisar el vuelo de una suerte de
escarabajo que de vez en cuando se posaba sobre una de las paredes, y lo siguió con la mirada,
fascinado por el zumbido. Era más grueso y rojizo que cualquier otra especie de insecto volador
conocida. La náusea que le inspiró fue más fuerte que su curiosidad científica y ni siquiera se
preguntó si se trataba del mismo que Caroline y él habían visto adherido a la boca de la momia,
aunque cualquier cosa parecía posible esa noche. Después de quitarse el sombrero, se acercó
cautelosamente a la pared donde se hallaba posado el escarabajo y, con un rápido movimiento, lo
cubrió con él y lo arrastró de allí al suelo procurando no dejar ningún resquicio por el que pudiera
escapar. Como temía que el insecto pudiera levantar el vuelo, ante la mirada horrorizada de Caroline
pisoteó el sombrero y no cesó hasta que estuvo convencido de que el animal debía de haber muerto.
Cuando al fin se decidió a levantar el sombrero descubrió debajo un grueso insecto reventado de
cuyo cuerpo había surgido un repugnante líquido entre rojizo y amarillento. Había actuado así
movido por la ira, sin hacerse ninguna pregunta.
—Era un bicho repugnante —comentó, como excusándose.
—Más que eso…, era un misterio —dijo Caroline.
Hubo un silencio durante el cual cada uno de ellos se preguntó qué debía de estar pensando el
otro.
—¿Habéis decidido qué hacer con el mineral y con la momia? —preguntó el médico.
—Hoy no me siento con ánimo para pensar en eso…, no lo sé…, es probable que lo legue al
Museo. Como quiera que sea, hacedme un favor… Considerad un regalo el papiro que os llevasteis,
pero si alguna vez llegáis a descifrar su contenido no me lo digáis nunca, no quiero saber nada de esa
maldita cosa… Disculpad mi lenguaje.
—Lo incorporaré a mi colección de antigüedades —repuso Pettigrew—. Y ahora voy a
marcharme, con vuestro permiso.
Caroline se aproximó a él, y lo miró fijamente. En sus ojos se advertía tanto horror como dolor.
—Debéis jurármelo —le exigió.
—Os doy mi palabra… —el médico titubeó—. Lo juro.
De regreso a la ciudad, Pettigrew se esforzó por olvidar la momia, el insecto aplastado y la
macabra experiencia vívida, e incluso tomó la determinación de no descifrar el papiro, pero en
cuanto llegó a su casa volvió a pensar en él. Por su profesión, estaba acostumbrado a tratar de
averiguar las causas de las anomalías físicas, y todo cuanto había vivido en las últimas jornadas era
una gran anomalía. Se sentó a la mesa del despacho y acarició el papiro mientras preparaba una pipa
de opio. Estaba seguro de que debía buscar la explicación en él y no podía renunciar a conocerla
aunque luego debiera guardarla para sí mismo. Descifrarlo le llevó un día, que pasó encerrado sin
comer ni atender a su criado más que con monosílabos a través de la puerta. Cuando lo consiguió se
sintió atenazado por el horror. La traducción libre del papiro era:

«El nombre de quien ocupa este sarcófago no sea pronunciado nunca más. Profanador de
tumbas, ladrón de reliquias, inmundo e impuro. Eterna será la oscuridad de su condena. Que sus
ojos no vuelvan a abrirse a la luz. Él, que tantos sueños perturbó por codicia, es vendado y
enterrado con vida, maldito de Osiris, en una de las tumbas profanadas por sus manos, en
compañía del escarabajo del sueño mortal. Quien recibe su picadura adquiere apariencia de
muerte. Cuando despierte se sentirá encerrado, inmovilizado. Es designio de Amenemheb que
muera con sufrimiento. Así se escribió y así se cumple. No se le mata porque sería sencillo para
él. No se le hace dormir ni se le extirpan los ojos para que cuando despierte del sueño de la
muerte asista al horror del castigo y mire de frente a la oscuridad eterna, no se le cortan las
manos para que padezca la tortura de querer moverse y no poder. La comida que dejamos
prolongará su agonía. Está en nosotros alimentarnos cuando tenemos hambre, aunque nos sepamos
encerrados en un lugar sin salida. Nuestra maldición, la comida y el escarabajo serán sus
compañeros. Unas se acabarán, mas el otro es eterno porque Anubis lo mira con buenos ojos. El
escarabajo no morirá».

—Caroline no estaba equivocada —dijo en voz alta; y arrojó el papiro a las llamas de la
chimenea.
Norberto Luis Romero nació en Córdoba, Argentina. Profesor y licenciado en cinematografía, en
1983 publica en España, en Editorial Noega, su primer libro de cuentos, Transgresiones. A esta
edición sigue un largo silencio, roto por la aparición en 1996 de una nueva antología de relatos, El
momento del unicornio (Ediciones Nobel), y de su primera novela, Signos de descomposición,
publicada por la Editorial Valdemar. Este sello madrileño edita también su segunda novela, La noche
del Zepelín (1999), y la tercera, Isla de sirenas (2002). Un año después, Romero publica otra
novela, Ceremonia de máscaras (Editorial Laertes), junto con The Last Night of Caminal (Leaping
Dog Press) en 2004, y en 2005, The Arrival of the Autumn in Constantinople & Others Stories,
antología de narraciones cortas en traducción de H. E. Francis, y la novela Bajo el signo de Aries
(Editorial Egales). Sus cuentos aparecen habitualmente en prestigiosos periódicos y revistas
literarias de España, Argentina, Canadá, Estados Unidos, Francia y Alemania. Muchos de ellos han
sido incluidos en recopilaciones como Literary Olympians II, Crosscurrents Anthologies, Asylum
Annual, Dos veces cuento, Antología de microrrelatos, Antología de ficción súbita, Antología de
Literatura Fantástica o Antología de relatos gays.
Norberto Luis Romero domina una prosa fluida, estilísticamente muy elaborada, la cual contrasta
con su sombría visión del mundo y de los seres humanos. De ahí que Norberto guste de las
atmósferas turbias, los espacios asfixiantes, las casas-prisiones, las situaciones límite, el hedor
que desprende la ancestral convivencia familiar. Sus personajes —fascinantes, bellos, turbios,
crueles, frágiles, desmesurados— aman y odian con la pasión de la desesperación, se mueven en
esa antesala mórbida de las relaciones familiares, esa que antecede al lado más oscuro de la
familia, al viejo tabú del incesto (Javier Goñi, El País, “Babelia”, 19/01/03, crítica de Isla de
sirenas). Un universo tenebroso que alcanza su cenit en la que es, posiblemente, su mejor novela,
Signos de descomposición, obra de acusado carácter escatológico, de atmósfera opresiva y
angustiante, donde asistimos al proceso de desintegración mental y físico del narrador, en la línea de
escritores como William S. Burroughs y J. G. Ballard.
“El relicario de lady Inzúa” nos sitúa lejos de los ardientes desiertos egipcios, pero también de
la brumosa Inglaterra. Distanciado de las convenciones de la literatura fantástica victoriana, de sus
automatismos más usuales, y ajeno a los maravillosos excesos y efectos de la literatura pulp, el texto
de Norberto Luis Romero nos traslada a un Buenos Aires decimonónico donde la burguesía local, al
igual que sus coetáneas británica o francesa, organiza animadas soirées en las cuales, como principal
atractivo, se libra a una momia egipcia de sus vendas. En el relato, sin embargo, todo se complica
cuando, ante la imposibilidad de que tan preciada reliquia llegue a tiempo a la capital, la dama que
ha preparado la velada deba recurrir a métodos poco limpios para conseguir otra momia, con
nefastas consecuencias… Construido de manera impecable, con un meritorio dominio del tempo
narrativo y de los mecanismos más sutiles del género —… mis lecturas, aquellas que me formaron
fueron las que hallé al alcance de mi mano en las estanterías de la casa de mis padres, y que eran
en su mayoría novelas y cuentos de autores anglosajones, de terror, fantásticas, aventuras,
románticas, muchos clásicos. Pero lo que marcó mi narrativa definitivamente fueron los autores de
literatura fantástica del siglo XIX y los ya sobradamente conocidos del XX, desde Bradbury a
Calvino o Buzzati, desde Borges a Cortázar, comenta Norberto—, “El relicario de lady Inzúa”
sorprende a causa de su inicial tono ligero, humorístico, ligeramente costumbrista, que poco a poco
degenera en algo monstruoso. Estamos ante un cuento gótico, romántico, extravagante y con toques de
terror cómico.
Sobre los orígenes históricos y culturales del relato, sobre sus matices creativos, Norberto Luis
Romero cuenta: Era costumbre en los salones europeos durante el siglo XIX proceder a desenvolver
una momia traída de Egipto, como una atracción exótica. Llevaba tiempo deseando escribir un
cuento sobre este asunto, pues tenía la imagen de una dama de la aristocracia londinense,
ataviada en rojo sangre, contemplando impávida el espectáculo desde la barandilla del
distribuidor de las habitaciones superiores del palacete; pero no sé cómo la historia acabó en
Argentina, entre Buenos Aires, Córdoba y el pueblo donde pasé mi infancia y juventud, pero, eso sí,
en el siglo XIX. Y como casi siempre ocurre, la narración cobró vida propia siguiendo derroteros
ajenos a mi voluntad original, que tuve que reconducir, felizmente o no, hacia un nudo y un
desenlace.
Darwin, en su libro Viaje de un naturalista alrededor de mundo (A Naturalist’s Voyage, 1843-
1845), cuando llega a Buenos Aires en 1833, durante el primer mandato del general Rosas —Juan
Manuel de Rosas (1793-1877), político y militar de claras tendencias dictatoriales, fue gobernador
de Buenos Aires por primera vez entre 1829 y 1832—, dice de los porteños que son gente amable, y
habla a continuación de las frecuentes luchas por el poder, de la corrupción generalizada, de los
gobernadores de las provincias, que son en su mayoría militares incultos que apenas saben firmar
y cuyo cargo es mérito de la cantidad de orejas de indios que traigan a la vuelta de sus campañas.
Un par de orejas equivale a un indio muerto, éste era el valor de cambio por entonces.
Recordando estos párrafos de Darwin, Norberto hace que el naturalista aparezca en la historia.
Es posible que el lector español, al desconocer la historia y cultura argentinas, se pierda muchos
de los matices, no sólo de carácter histórico, sino y sobre todo humorístico, que se detectan en el
libro. Existen numerosas alusiones vinculadas a la cultura y costumbres argentinas y, sobre todo, a la
historia que se impartía en los colegios, en la época en que el autor era niño. Esa historia falsa y
políticamente correcta donde siempre se escamoteaba la verdad —comenta Norberto—; la
anécdota era lo esencial y jamás el fondo de los acontecimientos y sus relaciones entre sí, ni sus
consecuencias. Por ejemplo, que las hermanas Rocamora se llamen una Celeste y Blanca la otra,
aluden directamente a los colores de la bandera argentina, es como si en España se llamaran
Gualda y Roja. La alusión a Mariquita Sánchez de Thonson, a quien hago amenizar la fiesta
tocando el piano, es un personaje histórico de quien se nos dijo que había interpretado por
primera vez el Himno Nacional, pero nunca que esta mujer fue una defensora de los derechos
humanos y sobre todo de las mujeres y una progresista librepensadora. Enemiga de Rosas, hubo de
exiliarse en Uruguay a causa de su lucidez, concluye.
Resulta también llamativa la presencia de los nativos de la provincia de Córdoba, los indios
sanavirones y comechingones, cuyo origen ha sido objeto de varias teorías científicas, la más
extravagante les atribuye origen sueco. Luego, todo aquello que a los ojos de un europeo puede
parecer exagerado inmediata y automáticamente pasa a etiquetarse como realismo mágico —
apunta Norberto—; un europeo no puede concebir que las hormigas derriben una casa, y eso es,
sencillamente, una realidad en algunas latitudes. Argentina es un país que una vez independizado
de la corona española entra en una lucha constante por el poder, con una tradición de caudillos y
con un constante enfrentamiento entre quienes pretendían un gobierno unitario y otros uno
federalista. La frase pronunciada por lady Inzúa que cierra el cuento, es, desgraciadamente, la
conclusión de una realidad que no ha cambiado apenas en más de doscientos años.
EL RELICARIO DE LADY INZÚA
Lady Inzúa, Elizabeth Sheridan de soltera, llevaba casada con Gonzalo Inzúa Aguirre poco más
de tres años. Era éste acaudalado comerciante y eminente miembro de la sociedad porteña,
proveniente de las Vascongadas españolas, perseguido en 1819 acusado de afrancesado y liberal por
el gobierno absolutista de Fernando VII, y aunque no lo pareciera a simple vista, dados su tamaño y
aspecto rústico y campechano, era hombre de excelsa cultura, refinados modales, carácter retraído y
taciturno, que casi rozaba la melancolía. Si bien eran parte de su carácter estos sentimientos
sombríos, es verdad que, para sorpresa de todos y de la misma lady Inzúa, y contrariamente a lo
esperado, dado el amor sostenido durante el noviazgo y que continuaban profesándose, los
sentimientos sombríos, repito, iban gradualmente acentuándose a medida que pasaban los años y
comprobaba, con profunda tristeza, cómo los sueños de perpetuar su estirpe se desvanecían con cada
primavera. Gonzalo le llevaba a su esposa veinte años y esta diferencia de edad le provocaba un
profundo aunque infundado sentimiento de culpa, así como una continua tendencia a infravalorarse.
Elizabeth apenas frisaba los veintitrés años, tenía esa piel de aspecto transparente y frágil que
refleja una exquisita procedencia familiar, un privilegiado linaje y los mayores cuidados recibidos a
lo largo de todas las etapas de su vida. Su cabello, de un negro azulado, habitualmente partido al
medio y recogido en un moño a la nuca, brillaba con más fuerza a medida que pasaban los años, y en
sus ojos no había indicio alguno de su íntima y oculta tristeza. Su carácter abierto, jovial y
extremadamente dulce, contrastaba con el de su marido, que se agriaba año tras año volviéndose más
huraño a causa de ese hijo anhelado que se resistía a venir al mundo y llenar sus vidas de plenitud.
Esa relampagueante noche, los Inzúa Sheridan celebrarían en su casona de Palermo una fiesta por
todo lo alto. No había sido Elizabeth la única responsable en concebir y convocar esta fiesta, lo fue
sólo en parte, como un intento más de los que habitualmente hacía para distraer a su amado esposo
procurando paliar su tristeza; porque las verdaderas artífices, quienes vislumbraron la idea original
del espectáculo que habría de quedar registrado en los anales de la historia de Buenos Aires, fueron
tres importantes damas de la rancia sociedad porteña, íntimas amigas, sí, de lady Inzúa, quienes
inocentemente conspiraron a espaldas de Gonzalo. Una de estas damas, Celeste Rocamora, apodada
en la intimidad «la pizpireta», había sido, meses antes, quien le había sugerido a Elizabeth lo de la
momia.
—Querida —le había dicho—, es lo que se lleva en los salones de Londres y París. ¡Hace furor!
En efecto, el mayor refinamiento y esnobismo que podía exhibirse por entonces en una fiesta de
aristócratas que se preciara de serlo, consistía en desenvolver ante los invitados atónitos una momia
traída de Egipto. Abundaban de tal forma estas reliquias en los desiertos, que los barcos llegaban a
Liverpool cargados de sarcófagos cuya dudosa utilidad hacía que acabaran en su mayor parte en los
hornos de los telares a vapor de las industrias textiles de Inglaterra.
Al oír la propuesta de su amiga, Elizabeth se había llevado una mano al pecho con un marcado
mohín de disgusto. Escandalizada, le había respondido que la idea le parecía de mal gusto y una
afrenta a los muertos.
—¡Pero querida, mi conciencia me impide hacer semejante cosa! —protestó—. Jamás me
perdonaría si llegase a cometer tal afrenta a la naturaleza humana y divina. No volvería a pegar ojo y
el remordimiento acabaría conmigo.
Dos años antes, los señores Rocamora Stegman, padres de Celeste y Blanca, con ocasión de un
viaje de placer por Europa, asistieron a una velada en un salón londinense, donde se llevó a cabo el
desenvolvimiento de una momia especialmente traída desde El Cairo. Según palabras del
matrimonio: «Una experiencia inolvidable, sublime y muy inquietante». A su regreso a Buenos Aires,
la señora de Rocamora había comentado a sus amigas más íntimas mientras tomaban el té:
—¡Ya pueden imaginarse lo que sentí, queridas, cuando vi aquello! Me quedé paralizada de
miedo, a punto estuve de desmayarme en brazos de un general prusiano que se encontraba a mi lado
en aquel momento terrorífico. —Y había continuado su narración—: Y esa misma noche, según nos
contaron al día siguiente, tanto la momia como el policromado sarcófago acabaron en el sótano,
formando parte del combustible para las estufas y salamandras.
Ante la negativa de Elizabeth, Celeste buscó apoyo en su hermana Blanca y en Rosaura Laprida,
para convencerla.
Quizá fruto de la insistencia de éstas, y en parte también por su carácter un tanto inseguro, e
incluso movida por el profundo y tenaz deseo de contribuir a que su marido recuperase la alegría y el
entusiasmo por la vida, Elizabeth fue cediendo a los ruegos de sus amigas, hasta convencerse
plenamente de que desenvolver una momia egipcia sería lo único capaz de devolver la felicidad a su
amado esposo. Su convencimiento pronto derivó en enorme entusiasmo.
Fue Celeste quien se encargó, a partir de ese momento, casi de todo, y empezó por rogarle al
coronel Gutiérrez Anchorena, íntimo y fiel amigo de su familia, que usara sus influencias para
gestionar ante el consulado británico la consecución de una momia egipcia, una cualquiera de las que
tanto abundaban allí.
—Se lo agradecería eternamente —le dijo, tomándole las manos y besándoselas con sentimiento
tal, que el coronel, débil ante las súplicas de la agraciada dama, acabó por ceder y comprometerse a
hacer cuanto estuviera en sus manos. No obstante, quiso saber el motivo de tan extraño pedido, pero
Celeste Rocamora esquivó con sonrisas y arrumacos una respuesta y además le hizo jurar que lo
mantendría en secreto. Pocos hombres se resistían a los caprichos de Celeste Rocamora; su belleza,
frescura, carácter tierno y agraciado cautivaban al instante a cualquier alma sensible, por viril que
fuera el pecho donde ésta se alojase.
—Ni siquiera los sirvientes deben enterarse de esto. Ya sabés cómo son estos indios, unos
desagradecidos incapaces de guardar un secreto; olvidan con demasiada frecuencia que cuanto
poseen nos lo deben a nosotros —fue éste uno de los consejos que Celeste dio a sus amigas durante
las frecuentes, estrechas visitas y reuniones en las cuales las cuatro muchachas, como una piña,
fueron urdiendo los detalles de la fiesta.
En los días siguientes, cuando la decisión estuvo plenamente aceptada, pudo verse a una
Elizabeth más jovial que nunca, yendo de un lado a otro de la casona de Palermo, encerrándose horas
en su gabinete, diseñando los adornos con los que habría de engalanar los salones, confeccionando el
menú, encargando empanadas de Córdoba y Tucumán; pasteles del Barrio del Tambor, mazamorra y
dulces; agregando y quitando nombres a la lista de invitados y atendiendo los pormenores de la
fiesta, pues no quería que un descuido tonto empañara el brillo de tan crucial evento.
La decepción de las muchachas llegaría al cabo de unas semanas cuando, entre las misivas que
los criados llevaban y traían de casa de Elizabeth a la de los Rocamora de la calle Victoria, Celeste
recibió una carta del Coronel Gutiérrez Anchorena, comunicándole, muy compungido, la
imposibilidad de conseguir en Londres una momia egipcia. Se excusaba diciendo que había hecho las
gestiones a su alcance, que incluso había echado mano de sus socios y albaceas en el extranjero, pero
que a pesar de sus influencias, nada había logrado: las autoridades de Londres se habían negado de
plano, sin dar un solo motivo que justificase tal arbitraria negativa.
Celeste fue a casa de Elizabeth y le comunicó la triste noticia. Ésta, tras oírla con aparente
entereza y cuando su amiga se hubo marchado, se encerró en su habitación donde dio rienda suelta al
llanto. En los días siguientes procuró disimular su abatimiento, sobre todo ante su marido, pero su
estado de ánimo no escapó a la sagacidad de su ama de cría, la negra Prudencia que, alarmada, le
pidió que abriera su corazón y se lo contara todo. Así fue como Prudencia se enteró de lo de la
momia y, sin inmutarse, le lanzó con la mayor naturalidad:
—Ezo no ez un problema, zeñora Elizabeth, momiaz zobran en las zierras de Córdoba. Yo
hablaré con la zeñorita Celeste.
—¿Una momia de indio? —quiso cerciorarse Elizabeth, extrañada.
—¿Por qué no? ¿Acazo están máz muertaz las momiaz egipciaz que las nueztraz?
Elizabeth lo pensó un momento y decidió que Prudencia, demostrando una vez más su sentido
práctico, no estaba desencaminada en su propuesta, y que seguramente Celeste estaría de acuerdo y
encontraría una forma de llevarlo a cabo.
—De acuerdo —le dijo a Prudencia—, pero deberás prometerme que esto no saldrá de esta
habitación. Será un secreto.
Después de prometerle el silencio más absoluto y jurar por sus ancestros, la negra Prudencia
salió rauda a casa de los Rocamora y se lo contó todo a Celeste. Ésta, su hermana Blanca y Rosaura
Laprida, se presentaron horas después en casa de Elizabeth, visiblemente entusiasmadas:
—Darling —le propuso Celeste a su querida amiga—, mi prometido saldrá el lunes próximo
rumbo a Córdoba. El coronel Vieytes Alsina le ha encomendado una misión muy delicada e
importantísima: sosegar a los indios rebeldes amotinados en la Cueva del Tigre, en las Sierras
Chicas, al pie del Cerro Uritorco.
—Lo conozco, querida. Allí cerca tenemos la estancia —la interrumpió Elizabeth. Celeste
continuó:
—No creo que mi querido y dulce Thomas se niegue a hacerme este pequeño favor, él jamás se
atreve a contradecirme; ni creo que le resulte dificultoso hacerse con una momia de Comechingón,
pues dicen que abundan por esa zona —y agregó haciendo un mohín de repugnancia—; y es fácil
encontrarlas tiradas por todas partes.
Blanca asentía a cada palabra de su hermana y cada tanto se tapaba la boca para ahogar la
sensación de aprensión que le producía la charla. Rosaura ponía los ojos en blanco y se abanicaba,
próxima al sofoco o al desvanecimiento, como era habitual en ella.
Celeste continuó, ilusionada, sin dejar de sonreír y gesticular:
—La envolveremos en gasas y nadie notará la diferencia —y añadió, fingiendo escalofríos—: Al
fin y al cabo todas las momias se parecen, con esas bocas descarnadas, esas crenchas hirsutas, esos
cuerpos resecos y marrones como vainas de algarrobo.
—Pero las momias de comechingones —protestó Elizabeth con un conato de rebeldía fruto de su
propia inseguridad y el temor a fracasar— están sentadas, en cuclillas…
—Eso tiene remedio, darling. Con dejarla un par de días en remojo será suficiente: las
articulaciones volverán a hidratarse y recuperarán la elasticidad. La estiraremos y… listo.
Fue cuando intervino Rosaura:
—De todas maneras, querida, no puedes comparar una momia egipcia con una momia de
Comechingón. ¡Existe un abismo de clases entre una y otra! Es como si vos te pusieses a la altura de
uno de tus sirvientes…
—Rosaura tiene razón; los egipcios eran todos ellos reyes… o faraones, nobles y civilizados, no
como estos indios miserables y taimados —acoto Blanca.
—No se hable más —zanjó Celeste—. Yo me ocuparé de todo y nadie notará la diferencia.
—¡Oh, queridas! —exclamó Elizabeth, emocionada—, son ustedes maravillosas. No sé yo qué
haría sin ustedes, mis amigas, estaría perdida en la oscuridad. Esta fiesta excede mis escasas fuerzas,
a pesar de la energía que me otorga el inmenso cariño que siento por mi esposo.
—Tu adorable esposo te lo agradecerá eternamente —dijo Celeste, enfatizando lo de adorable
—; pero no tenés que darnos las gracias por esto, porque nosotras lo hacemos de corazón, por tu
bienestar y felicidad.

El verano se presentó ese año particularmente húmedo y bochornoso, los patios olían como nunca
a carne podrida por más que se cubrieran con tablas y arpilleras mojadas los pozos de desperdicios.
Las tormentas hicieron más ruido que dejaron lluvias y hubo abundantes tardes en las que el cielo se
encapotó de tal manera que pareció caer la noche, y los relámpagos convulsionaron de azul la ciudad
entera durante largas horas.
Por esos mismos días comenzaron a llegar de Europa numerosos barcos con mercancías
procedentes de los puertos de Liverpool y Havre: ponchos de Inglaterra, loza y vajillas de Sevres y
Limoges, sedas de Japón, especias de la India, vestidos y sombreros a la última moda y exquisitas
fragancias de Grasse, y de España llegaban objetos para el sagrado culto en la catedral. También
desembarcaron algunos extranjeros: petimetres, presumidos y románticos bohemios provenientes de
París; avaros comerciantes oriundos de Holanda y Cataluña; industriales, científicos y viajeros
curiosos de Inglaterra y una extravagante dama portuguesa procedente de Brasil, que se presentó en
sociedad diciendo ser una afamada pitonisa. Asimismo, de España vino un cura y una veintena de
monjas pertenecientes a la orden de las Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, recientemente fundada
por Fray Miguel Pastrana de Almeida y Garay, excomulgado unos quince años atrás y despojado de
sus hábitos jesuitas por anatema, blasfemo y sacrílego, durante sus años de misionero en Paraguay,
donde se decía que había vendido su alma a dioses paganos, y cuya muerte, acaecida el año anterior
a manos de una tribu de indígenas del Amazonas, había sido muy sonada pues se decía que había sido
convertido en un acerico viviente durante una fiesta donde los aborígenes se excedieron con sus
brebajes de mandioca fermentada. Iban todos estos religiosos destinados a un convento en Cosquín,
en las sierras de Córdoba, abandonado desde hacía años, perteneciente otrora a la orden de las
Teresianas de clausura y ahora nuevamente consagrado —merced a la influyente intermediación de un
importantísimo miembro de la masonería inglesa— para alojar a esta nueva orden. Eran muchachas
jovencísimas, de espesas cejas, gesto sombrío y enjuto, y olían bastante mal. Sus hábitos eran de
riguroso negro y semejaban estar confeccionados con vendas, retales y remiendos; llevaban al cuello
un crucifijo igualmente envuelto en trapos negros y, desde el momento de su ordenación hasta el día
de su muerte, ceñían un cinturón de castidad de cuero que jamás se quitaban, ni siquiera para hacer
sus necesidades más íntimas, pues poseían éstos una hechura y ciertas aberturas pensadas para tales
propósitos: una rejilla por delante y un orificio por detrás, rodeado de púas ligeramente orientadas
hacia fuera. Este cinturón las obligaba a permanecer casi todo el tiempo de pie o recostadas de lado
y las salvaguardaba de caer en garras de la concupiscencia o de indígenas violadores; y a pesar de
soportar estas incomodidades y padecer las llagas y escaras que el talabarte les producía a lo largo
de sus vidas, aceptaban el tormento como penitencia y prueba de su amor al cuerpo incorrupto de
Cristo.
Comandando a las monjas venía Sor Estigma, mujer de unos cincuenta años, de mirar torvo y
gesto duro, que apenas hablaba, y un fraile llamado Mamerto Fernández Nuño, natural de Castilla,
cuyo destino junto a las religiosas era el citado convento de Córdoba. Era éste un hombre joven, de
rostro afilado y pálido, con profundos ojos negros, penetrantes y severos, a la vez que soñadores
cuando se lo sorprendía a solas. Su figura era recia y fuerte, como la de un campesino, pero había en
sus gestos una delicadeza y elegancia que lo desmentían y ponían al descubierto cierta condición y
cierto origen noble. Al poco de llegar a puerto, las religiosas salieron en dos carretas rumbo a
Córdoba, pero Fray Mamerto hubo de permanecer en Buenos Aires hasta recibir las nuevas órdenes
del obispo que, a decir verdad, se había mostrado reticente en todo momento con esta dudosa orden
religiosa.

Las jóvenes amigas continuaban organizando la fiesta a la espera de noticias de Thomas, el


prometido de Celeste, y mataban su tiempo a la sombra de los sauces del riachuelo tomando sorbetes
de granizo con limón o visitando a los tenderos de la calle Maipú y próximos a la Recova, que
exhibían en sus vidrieras sus mejores géneros recientemente venidos de Europa.
Al cabo de seis días de traqueteado viaje, llegó en una carreta proveniente de las sierras de
Córdoba la esperada vasija con la momia, embalada en un esqueleto de madera de quebracho. Desde
la ventana de su gabinete, situada en el piso superior, lady Elizabeth y sus amigas observaban, presas
de gran agitación, las esmeradas maniobras de los esclavos que, bajo las ceceantes órdenes de la
negra Prudencia, la bajaron del vehículo y entraron en la casa por la puerta de servicio, desde donde
la trasladaron al gabinete en el cual habitualmente recibía los jueves a los más íntimos.
—Déjenla aquí —les indicó ésta, señalando un quillango de vicuña a los pies de una mesa
redonda que había hecho disponer para la ocasión. Y despidió a los negros en cuanto hubieron
retirado las tablas del embalaje, no sin antes advertirles que nunca jamás hablaran del asunto; y para
mejor asegurarse su silencio, les dio a cada uno medio real de plata.
—Vos también andate abajo. Prudencia —le pidió a la negra, haciéndole un guiño—. Prefiero
que estés abajo vigilando para que a nadie le dé por subir aquí a chusmear. —Prudencia reajustó el
nudo del pañuelo con lunares rojos que ceñía su pelo y obedeció a su señora sin rechistar, pues
aparte de lista era sumamente obediente. Antes de salir se volvió y, haciendo un gesto altivo y de
desdén a la vez, puntualizó—: Era de un príncipe, dijeron ezoz que la trajeron.
Las muchachas quedaron a solas, de pie alrededor de la vasija de barro, observándola con
ansiedad, mordiéndose los labios e intentando apaciguarse inútilmente, pues cuando fueron a decir
algo, lo hicieron las cuatro a la vez. Riéronse ante la situación, y fue Elizabeth quien habló para
decir:
—Bueno, por fin ya está aquí —suspiró aparatosamente—. Ahora, ¿a ver qué hacemos?
—¡Oh! —exclamó Rosaura Laprida, llevándose una mano a la boca—. Éste será un momento
inolvidable. Querida Elizabeth, ¿te das cuenta de que esto significa el principio de tu reencuentro con
la felicidad?
—Dios te oiga, darling.
—Sí, querida amiga —asintieron las hermanas Rocamora—. A partir de hoy tu vida dará un
vuelco.
—Ya verás como recuperas tu felicidad y la de tu adorable esposo —sentenció Blanca—. Pero
ahora soseguémonos y pongámonos manos a la obra.
Se miraron entre ellas esperando ver quién de las cuatro tomaba la iniciativa. Y fue Celeste,
siempre dispuesta y comedida, quien lo hizo, pidiendo a Elizabeth que le diera unas tijeras con las
que cortar los tientos que ceñían el trozo de cuero tensado que tapaba la boca de la vasija.
Una vez retirado el tapón, dudaron un momento antes de asomar los ojos al interior de la vasija,
de la cual salía un penetrante olor ácido. Rosaura retrocedió un paso y se mantuvo tensa, junto a la
ventana, sin atreverse a mirar directamente a la vasija.
—Mandaré que suban una canasta con limones —dijo Elizabeth—. Está claro que aquí huele a
chiquero.
Fue Celeste la primera en atreverse a mirar dentro de la vasija y anunció:
—Bah, es sólo una momia inofensiva envuelta en trapos. Vamos a sacarla y ponerla sobre la
mesa. No podemos perder el tiempo, hay mucho que hacer. ¡Vamos, niñas! —ordenó a la par que las
sacudía de un brazo para que se espabilaran—. Y ahora, Rosaura, hace el favor de cerrar las puertas
con llave para que nadie nos moleste, no sea cosa que Prudencia se descuide.
Nada más asomar del envoltorio la momia, Rosaura Laprida se desvaneció y cayó redonda al
suelo, sobre el quillango que amortiguó el golpe, pero tanto Elizabeth como las hermanas Rocamora
permanecieron, aunque sudorosas, íntegras, en pie, e inmediatamente acudieron en su auxilio y,
abanicándola, la reanimaron.
—Sos una floja, Rosaura —Celeste Rocamora fue la primera en recriminarle su debilidad—. Si
vas a estar desmayándote a cada rato, como siempre te ocurre, mejor bajás a la sala a tocar el piano,
que nosotras tres, solitas, podemos hacerlo todo.
—Tiene razón Celeste —apostilló su hermana.
Pero Rosaura, desde la butaca en la que se desmadejaba, pálida como la cera, con un hilo de voz
prometió reponerse y no volver a desmayarse: no quería perderse aquello por nada del mundo.
Después de numerosas y torpes maniobras pudieron extraer el cuerpo de la momia y colocarlo
encima de la mesa, hecho un ovillo como estaba, sentado en cuclillas. Fue entonces cuando las
muchachas se quedaron de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, observando detenidamente
por primera vez, llenas de malsana curiosidad, al malogrado príncipe comechingón. Rosaura
temblaba, pero fiel a su juramento, hacía lo imposible por mantenerse íntegra y rogaba en silencio no
volver a desmayarse, mientras los colores le iban y volvían, se le nublaba la vista, y la salita, con
todo lo que en ella había, le daba vueltas.
Desde lo alto de la mesa, envuelta en varios ponchos y mantas de lana de guanaco, tocada la
cabeza con los restos de una principesca pero apolillada corona de plumas de ñandú, la momia, cuya
faz asomaba entre trapos, parecía observarlas a su vez, con similar curiosidad e incomprensión,
también atónita, a través de unos ojos convertidos en dos pasas de uva que reposaban al fondo de las
órbitas exageradamente abiertas, pues los párpados habían desaparecido por completo. Acaso el
infeliz no entendiera qué significaba aquello: ese entorno cúbico limitado e insólito, lleno de ricas
colgaduras e incomprensibles objetos, y esas cuatro mujeres blancas, pasmadas, cubiertas con
inútiles y raros ropajes, que se comportaban con afectación y olían tan raro.
—¡Es horrible! —murmuró Rosaura en voz muy baja, como si quisiera evitar que la momia la
oyera, y se llevó una mano a la boca, igual que si hubiera escapado de sus labios una palabrota.
—Sí, querida, la verdad es que la pobre es un poco repugnante —dijo Celeste, rompiendo así la
tensión acumulada. Y todas se echaron a reír, con esa risa nerviosa que pretende encubrir un miedo
intermitente y ancestral.
Armadas de coraje, sobre todo Rosaura, que temblaba como una hoja y sudaba copiosamente,
procedieron a retirar las mantas y ponchos que la envolvían, el tocado de plumas y las hojotas de
cuero de los pies, hasta dejarla totalmente desnuda, en la piel y los huesos.
—Parece que es un hombrecito —manifestó Celeste Rocamora, haciendo un gesto pícaro con los
ojos, que discretamente dirigió a la entrepierna de la momia.
—¡Por Dios, Celeste! —exclamó Rosaura, con las mejillas arreboladas—. ¿Cómo podés decir
esas cosas? Estás ante un muerto que, a pesar de su lamentable estado, merece respeto.
—¿A ver? —Blanca se acercó muerta de curiosidad, pero Elizabeth la retuvo por un brazo y la
reconvino:
—Blanca, no le hagas caso a tu hermana, que es una irrespetuosa.
—Es más fea de lo que imaginaba —comentó Rosaura, acercándose e inclinándose hacia la
momia para observarla más de cerca, y apoyando la barbilla en una mano y el brazo plegado sobre el
pecho, en actitud reflexiva, suspiró profundamente y recapacitó en voz alta—: Pensar que esta pobre
criaturita estuvo viva un día… que rió, sufrió y amó como cualquier hombre creado por Dios…
—Rosaura, darling, no es momento de ponerte trascendental —la interrumpió Celeste—. Todavía
hay mucho que hacer.
Elizabeth, en esos momentos se disponía a tirar dentro de la vasija los trapos de lana, que se
deshacían sólo con tocarlos, y al asomarse descubrió algo en el fondo. Se trataba de un envoltorio
doblado en numerosas partes, aparentemente hecho con algún tipo de corteza o cuero muy fino. Dejó
en el suelo los trapos para poder maniobrar con facilidad, metió un brazo en la vasija para alcanzarlo
y una vez en sus manos lo desplegó no sin dificultad. Había en la superficie dibujos torpemente
ejecutados, pintados en rojos, verdes y azules desvaídos, que no se molestó en observar
detenidamente, porque le pareció un objeto muy feo, acaso pintado por un niño o un adulto muy torpe.
—Cosas de indios —murmuró con desdén. Y volvió a dejarlo en el fondo de la vasija, donde
asimismo echó los restos de vestiduras y las plumas del tocado que había dejado a un lado.
Venía la parte más complicada de toda esta ceremonia fútil y caprichosa, que era enderezar a la
momia, vendarla y darle un aspecto tal que pasara inadvertido su origen criollo plebeyo y adquiriera
la apariencia noble de una auténtica y noble momia egipcia. Para esto, Elizabeth ya había pensado y
tenía dispuesta en su habitación la tina de zinc en la que un día tuvo el capricho de bañarse con la
triste consecuencia de enfermar gravemente, y que desde entonces permaneció arrinconada detrás de
un biombo chino. Las criadas, convencidas de que su ama había enloquecido encaprichándose por
segunda vez en bañarse, la habían llenado horas antes con agua muy caliente, a la que habían
agregado pétalos de rosas frescas, cogidas del jardín esa misma mañana, agua de lavándula y hojas
de té.
Celeste sugirió dejar la momia sumergida hasta el día siguiente, convencida de que serían
necesarias al menos veinticuatro horas para que las articulaciones volvieran a adquirir la
flexibilidad originaria que les permitiera estirarla y cruzarle los brazos sobre el pecho, hasta darle la
postura de una auténtica momia egipcia. Secaron sus manos en toallas humedecidas con agua de
violetas y bajaron a las cocinas, lejos de los fogones, donde llegaba el aire fresco que salía del
sótano, allí se aposentaron a una mesa y, amablemente, se pusieron a tomar mate perfumado con
canela, acompañado con tortas fritas, y a charlar en inglés, como lo hacían habitualmente delante de
los criados y esclavos, que a esas horas de la tarde pululaban desplumando palomas, vaciando
achuras, limpiando las verduras y lo necesario para la cena, bajo las indicaciones y la mirada celosa
de la negra Prudencia, cuyas facciones simulaban la mayor de las ignorancias.

Esa noche, Elizabeth apenas pudo dormir, pues no tuvo en cuenta su temeridad cuando dejó la
momia remojándose en su recámara, detrás del biombo, a escasos tres o cuatro metros del lecho.
Intentó conciliar el sueño en varias ocasiones sin resultados, pues cada tanto, desde la duermevela, la
asaltaba la imagen del indio mirándola a través de las cuencas vacías.
Por la mañana, mientras tomaba el mate que cebaba Prudencia en la galería, decidió participarle
a ésta su inquietud, esperando acallar su conciencia, pues algo la reconcomía, pero la negra la
tranquilizó diciéndole que las momias estaban muertas pero que bien muertas, y que a quienes había
que temer era a los comechingones y sanavirones vivos:
—Ezoz zí que zon peligrozoz, zeñora, dígamelo a mí…
La negra Prudencia hablaba por boca de la experiencia, ya que de niña había sufrido en sus
carnes las consecuencias de un malón: los indios le habían destrozado los dientes superiores de un
macanazo, antes de que pudiera huir y esconderse en los galpones, bajo las parvas de alfalfa; «azí me
dejaron ezoz demonioz», decía, señalándose la boca.
Mediaba la tarde cuando volvieron a presentarse las tres amigas en casa de Elizabeth y lo
primero que hicieron fue reprocharle su estado:
—Pero ¿qué te pasó, darling, que tenés tan mala cara?
—¿No dormiste, acaso?
Pero Elizabeth no respondió, se limitó a ordenarles que subieran de inmediato, pues todavía
quedaba mucho por hacer. Y le preguntó a Celeste con viveza:
—¿Trajiste las plumas que te pedí, querida?
—Sí —contestó ésta, agitando delante de sus ojos un envoltorio alargado de papel.
Una vez en el gabinete, sacaron la momia del agua, la tendieron sobre la mesa usada el día
anterior, y procedieron a flexionarle las extremidades buscando la postura deseada. No fue
complicado, porque las articulaciones se habían ablandado bastante, salvo la del hombro derecho,
que se partió nada más intentar torcerla.
—Esto no es ningún problema —dijo Celeste, muy resuelta. Y sacándose del cabello una cinta
azul de raso, le ató la escápula al hombro en un santiamén. Una vez enderezada le ajustaron a la
cabeza una vincha roja de lana, en la que ensartaron las plumas de pavo real traídas por Celeste, y
con tiras de sábanas y enaguas gastadas, la vendaron de arriba abajo con numerosas vueltas.
Satisfechas, cubrieron la momia con sábanas limpias y la ocultaron debajo de la cama hasta el día
siguiente, día señalado para la gran fiesta.
—Hay un detalle… —comentó Rosaura, ciertamente preocupada.
—¿Cuál?
—No hay sarcófago.
—Bah, no te preocupes por eso —la tranquilizó de inmediato Celeste—. Diremos que durante la
travesía en alta mar una fuerte tormenta destrozó el sarcófago y el capitán se vio obligado a arrojar
los restos por la borda.

Por la mañana se celebró una misa especial en la catedral, por encargo de lady Elizabeth. Todo
se desenvolvía con marcada etiqueta, únicamente se oían en el sacro recinto los estornudos de la
negra Prudencia, que padecía una fuerte alergia a las flores de retama, con las que Elizabeth había
mandado engalanar el altar. De improviso, en el inviolable momento de la consagración, las
feligresas sintieron un escalofrío que les recorrió el cuerpo, y una extraña pero agradable sensación
las recorrió por dentro aposentándose finalmente en los lugares más escondidos de su delicada
anatomía; fue un hormigueo creciente e íntimo que duró unos segundos, segundos que se hicieron
escasos y acabaron en una indescriptible sensación de plenitud femenina. Todas ellas suspiraron a un
tiempo, aturdidas por las oleadas de bienestar, pero afortunadamente no se oyeron los suspiros, pues
en ese mismo instante el monaguillo, hijo menor de los Druring Bartrina, niño extraño por sus
refinados modales, exagerados y un tanto equívocos, agitaba como un poseso la campanilla en alto.
Su carita rubicunda, enrojecida más de lo habitual, estaba tan congestionada que más parecía un
pequeño demonio que un monaguillo.
También el obispo que oficiaba fue presa de escalofríos, del aliento lascivo que se esparció por
el ámbito con el filo de una blasfemia, y tuvo una súbita y marcada erección que —por fortuna para
él y los asistentes, aunque no para Dios, a cuyos ojos son inútiles velos y encubrimientos— quedó
oculta bajo los hábitos holgados y negros. También los hombres y los niños, aunque ajenos a tales
lúbricos influjos, notaron un momentáneo malestar, una ligera ansiedad que atenazó sus corazones
con similar angustia a cuando se pierde de repente a un ser amado.
Pero la ilusión que los concurrentes tenían puesta en la fiesta de los Inzúa Sheridan, en cuyo
programa anunciaban el desenvolvimiento de una momia, era tal que a media tarde ya había olvidado
lo ocurrido en la catedral.

La fiesta se inició a las siete, con la concurrencia de lo más granado de la sociedad porteña.
Mariquita Sánchez de Thonson interpretó al piano el minué, el cielito criollo, el montonero, y un par
de veces el pericón nacional, que los asistentes bailaron con patriótico entusiasmo, porque, como
susurrara al oído de lady Elizabeth el coronel Mansilla durante la danza: «Querida, no podemos
dejar pasar esta ocasión, pronto hará treinta años que arrojamos a los buitres esa pesada e impropia
corona española que oprimía nuestras sienes».
Blanca Rocamora consumó el anhelado sueño de interpretar una danza egipcia vestida de
odalisca, envuelta en superpuestos velos, luciendo una hermosa peluca azul y una gargantilla copiada
del pectoral de una momia de El Cairo, cuyo grabado había visto en un ejemplar de El Grito
Argentino, Un flautista libanés, un criado chino que tocaba las campanillas y un mulato con un
tambor, disfrazados todos ellos de árabes, fueron los encargados de interpretar la música egipcia
inventada y compuesta por su hermana Celeste, que sin llegar al virtuosismo al piano de Mariquita
Sánchez, se defendía con bastante dignidad, sobre todo cuando interpretaba a Chopin.
Elizabeth y sus amigas habían dispuesto una mesa alargada de cocina en el salón de baile, ante la
chimenea de piedra, cubierta por un faldón de terciopelo rojo con pasamanería. Tras las cortinas
cerradas que daban al distribuidor de la zona de servicio, aguardaba la momia en una improvisada
camilla cubierta por una sábana, y dos criados vestidos de egipcios, con sendos nemes dorados en la
cabeza y faldones de piel de tigre el uno y de gato montés el otro, se encargarían de introducir la
momia y retirarla luego una vez desenvuelta.
Circulaban el vino y las empanadas, los cuencos con mazamorra, cuando a unos sonoros acordes
al piano, de manos de la virtuosa Mariquita Sánchez, los criados apagaron ceremoniosamente las
velas de sebo y dejaron encendidas únicamente las lámparas de aceite, cuidadosamente cubiertas con
velos de seda carmesí, que crearon una penumbra misteriosa e inquietante. Asimismo, a un acorde
señalado, los criados introdujeron la momia al salón, a paso solemne, sin llegar a la pompa de un
desfile fúnebre, y la depositaron sobre la citada mesa.
Elizabeth y Celeste, vestidas asimismo de egipcias, con profusión de velos, entraron por la puerta
enfrentada. Con una sonrisa de lado a lado, y tras una reverencia graciosa al público, anunciaron el
espectáculo y se aplicaron a la paciente y aparatosa tarea de quitarle las vendas a la momia, que
habían bautizado con el rimbombante nombre de «Alef-Katón, faraón del Alto y Bajo Egipto», según
rezaba el programa. Durante el vendaje, habían tomado la precaución de introducir baratijas entre las
bandas de tela, de manera que cada tanto fingían sorprenderse, lanzaban a la concurrencia un
exagerado: «¡Oh!», y exhibían en alto uno de los supuestos tesoros egipcios que, acto seguido, ante
los ojos atónitos de damas y caballeros, arrojaban al aire como si hieran flores.
Temerosas, las señoras avanzaban con las manos en alto, disputándose la posesión del valioso
presente, que luego recogían no sin gesto de aprensión, y volvían junto a los demás con paso
apresurado y una risita histérica y juguetona, como si acabaran de cometer una travesura.
Pero el momento culminante, en el que las anfitrionas depositaron toda la tensión y el buen arte
del aspaviento, llegó cuando Elizabeth anunció que procederían a retirar las últimas capas del
vendaje, e instó a los asistentes a acercarse para disfrutar mejor del espectáculo. Hubo un murmullo
de aprobación y también una oculta resistencia a hacerlo, cierto temor a la proximidad con aquel
sujeto u objeto inerte que encerraba tanta dignidad real a pesar de su repugnancia.
Celeste y Elizabeth, dado el éxito obtenido, confiaron plenamente en su talento teatral, redoblaron
sus afectaciones y, morosamente, con aparatosidad estudiada, fueron quitando las últimas vendas,
dejando a la vista los miembros resecos y marrones de la momia. Un par de criados, severamente
instruidos, no daban abasto en administrar sales entre las damas, pues una tras otra se desvanecían
entre ayes a medida que el cuerpo descarnado del indio salía a la luz. Y en el preciso momento en
que Elizabeth retiró las gasas que envolvían el cráneo, hubo un grito de horror generalizado y
algunos, incapaces de resistir el miedo, salieron de allí huyendo hacia los jardines. Fue entonces
cuando la anciana Mariquita Sánchez, demostrando su temple, arreció los acordes al piano
aporreando las teclas más bajas de la escala cromática, acordes que acabaría con un glissando que
abarcaba más de la mitad del teclado, seguido de un acorde sonoro y definitivo.
Los aplausos no se escatimaron y los vítores y risas resonaron a lo largo y ancho de todas las
dependencias de la enorme casona de Palermo. Elizabeth corrió junto a su marido, dichosa, radiante
y más bella que nunca y lo abrazó riendo, consciente y satisfecha de haber cumplido su cometido,
pues vio enseguida en el semblante de éste dibujada la alegría y en los ojos negros y duros, por
primera vez después de años, destellar el fulgor acuoso de la felicidad.
Mientras tanto, los asistentes se reponían de tantas emociones y, envalentonados, se acercaban a
la mesa donde yacía la momia entre un revoltijo de vendas perfumadas y se atrevían a tocarla con la
punta de los dedos, acompañando el gesto valiente con un gritito agudo y breve que les robustecía el
coraje. Y aquellas señoras que no habían tenido la suerte de verse agraciadas con alguna reliquia,
osaban incluso recoger una falange, una uña, un diente o un trozo de piel reseca, para llevárselo
como recuerdo.
—¡Ha sido maravilloso, querida! ¡Nunca habíamos disfrutado de una fiesta tan original!
Elizabeth no dejó de recibir elogios durante el resto de la velada. Y por qué no, también ella
tenía derecho de guardar para sí un recuerdo, de manera que, cogiendo del brazo a su marido, se
acercó a lo que quedaba de la momia y, a falta de una pieza definida, se quedó con un trozo de
materia renegrida, tal vez un apéndice carnoso que semejaba un puñado de pasas de ciruela. Recogió
una servilleta bordada de una mesa vecina y en ella lo envolvió.
También Fray Mamerto, que había sido invitado antes de su partida definitiva al convento donde
habría de hacerse cargo de los futuros feligreses y de las monjas, venciendo sus pruritos recogió algo
de la momia y se lo guardó en un bolsillo de la sotana.
Había una alegría desmedida en la atmósfera del salón de baile, ciertos efluvios de extraña
jocosidad se desplazaban de un lado a otro y envolvían a los asistentes como pámpanos carnosos de
una insolente enredadera. Acaso fuera el espíritu de las bebidas, el ponche, los vinos priorato y
carlón o acaso fuera el ánima del príncipe indio, que arrancada de su milenario letargo se mezclaba
jubilosamente con los asistentes, contagiada de la jarana y empeñada en participar de la fiesta desde
el más allá.
Y mientras la luna lucía esplendorosa y llena en el cielo y los grillos vibraban lanzando sus
requiebros en el aire para regalo de las hembras, cuando los numerosos relojes de campana
distribuidos en las habitaciones tocaron al unísono las doce campanadas, se levantó un viento frío
que entró por las puertas y ventanas abiertas y estremeció a la sorprendida concurrencia, no
dispuesta para unas temperaturas fuera de estación, y apagó las lámparas y las velas dejando en
tinieblas el salón y el resto de la casa. El cielo se cubrió de nubes espesas y plomizas y estallaron
furiosos truenos que conmovieron la vajilla de Sevres y la cristalería, quebrando las piezas más
elegantes y frágiles. Un relámpago furioso, de un azul intenso, iluminó la estancia como una
fantasmagoría, y fue entonces cuando las parejas interrumpieron el pericón nacional y descubrieron
horrorizadas a la momia, sentada en la mesa. Y cuando tenían puestos sus ojos aturdidos en ella, con
un chirrido de huesos, el indio giró la cabeza hacia el público. Su cara descarnada era el mismísimo
horror incrustado en el nimbo de iridiscencias verdes de las plumas de pavo real. Para mayor
sorpresa y terror de los asistentes, el indio abrió la boca y se puso a hablar, con voz de ultratumba,
grave y sonora:
—Ima_rayku ruwaranki chayta.
Se hizo un gélido silencio que heló los corazones. El coronel Mansilla ordenó, alzando un brazo
en alto:
—¡Silencio! ¡Está hablando en quechua! —y luego de escuchar con atención, agregó—: Pero no
entiendo del todo lo que dice, es quechua, sí, pero mezclado con kakán —y volvió a pedir silencio,
un silencio que no se hizo, pues el horror era de tal magnitud que muchas damas lloraban, otras huían
como posesas por los grandes ventanales, los hombres juraban por sus antepasados llevándose las
manos a la cabeza, y los militares desenvainando sus espadas. Pero el griterío acabó muy pronto,
cuando la negra Prudencia se llevó una mano al pecho como impidiendo que se le saliera el corazón
y con la otra señaló hacia el fondo del salón en dirección opuesta a la horrible momia y gritó:
—¡Ez ella, la pitoniza portugueza!
Todos se volvieron hacia donde señalaba y vieron a Agostinha Das Luengas traspuesta, de pie
junto a una columna con su vaporoso vestido verde, con las manos crispadas en alto, el rostro
congestionado y los ojos en blanco, la boca llena de espumarajos, profiriendo palabras en quechua:
—Sunqunkuna…
—¡Silencio, silencio! —insistió Mansilla—. Habla de muerte…
Pero nadie le hizo caso, por el contrario, arreciaron las voces y chillidos, el llanto de impotencia
y pánico.
—¡Eztá pozeída por la momia! —destacó por encima de las voces el grito agudo de Prudencia. Y
en todo el salón se dejó oír un «Ho», generalizado.
En efecto, Agostinha das Luengas, la portuguesa, hablaba por la boca del indio. El espíritu del
infeliz se había metido en su cuerpo y lo usaba para lanzar su maldición de momia, maldición que, si
bien todos reconocieron como tal, nadie supo adivinar su alcance o contenido, pues el coronel
Mansilla aunque tenía conocimientos de la lengua quechua, no distinguió más que algunas palabras
dispersas, que hablaban de desgracias, podredumbre y muerte.
Ante la mirada atónita de todos, la pitonisa emitió un fuerte suspiro y enmudeció de pronto; sus
ojos se cerraron, sus manos recuperaron la laxitud y la cabeza le cayó sobre el pecho: dormía
profundamente y una baba espumosa se deslizaba por la comisura de sus labios. Se hizo un enorme y
gélido silencio, no se atrevieron ni a hablar ni a moverse, permanecieron allí paralizados por los
extraordinarios sucesos. Pero éstos no acabarían aquí, porque cuando los cuerpos y las mentes
comenzaban a templarse y cada uno de los asistentes recuperaba la vida que había estado a punto de
salirle huyendo del pecho, la momia, como si hubiese acabado su cometido, se derrumbó sobre sí
misma, el cráneo cayó de la mesa al suelo y rodó a lo largo del salón hasta acabar a los pies del
piano, junto al ruedo de holandas del vestido de Mariquita Sánchez, que cerró el teclado y se levantó
de un salto, con un grito, seguido de un silencio y una sonora e histérica carcajada, hilaridad que,
pasado el susto, todos acompañaron de buen grado. Y aunque la risa pareciera estar fuera de lugar,
tenía el poder de conjurar el terror, alejar los espíritus llegados de ultratumba y devolver a los allí
reunidos al plano de la vida terrenal.

Horas después de medianoche, quizá a causa de estos sucesos de naturaleza inquietante y


enigmática, si bien inofensivos, los que permanecieron en la casona de Palermo, tanto las familias
patricias invitadas como los criados y esclavos, e incluso los animales: las aves del columbario, las
gallinas y los conejos, se vieron invadidos por un infundado y contradictorio entusiasmo, por cierta
jocosidad malsana con visos de indecencia que, en algunos casos terminó en sofocos y calenturas. Se
trataba de similares extraños efluvios a los acaecidos en la catedral esa misma mañana. Los criados,
por su naturaleza simple e ignorante, libres de prejuicios y ataduras morales, se lanzaron a las calles
oscuras y se metieron en los zaguanes, donde dieron rienda suelta a sus bajos instintos poseyéndose
unos a otros. Mientras, en la casa, más de uno y una, con cuidada discreción, se deslizó por los
amplios corredores a oscuras en busca de una puerta que no era exactamente la de su aposento,
buscando al otro lado las manos y los labios precisos para aplacar su apetito. Fray Mamerto,
recluido en la habitación de huéspedes asignada en lo más alto de la casa, se azotaba las carnes
prietas y ardientes conjurando así corrompidos pensamientos, deseos inconfesables, imágenes
sacrílegas y lujuriosas que surgían de la oscuridad cenagosa de su mente. Jamás en sus treinta y seis
años el demonio lo había tentado con semejante encono, jamás había tenido que luchar contra él con
tal ahínco y tal energía.
Elizabeth, a pesar de sus sólidos principios y sentido de la responsabilidad propios de su rango,
no se vio exenta del general embrujo, tampoco su marido que, contraviniendo su habitual carácter
frío y distante, le sonreía lascivamente y le echaba miradas encubiertas desde el lecho donde se
había tumbado, completamente desnudo, contrariando el decoro. Supo ella enseguida que este cambio
no se debía a los efectos del ponche, pues su amado esposo nunca bebió más allá de lo que marcan
las reglas de la etiqueta. Y fue esa noche cuando Elizabeth conoció por vez primera la pasión de un
hombre desbocado como un potro salvaje, y ella, debido a la influencia de la noche, también dio
rienda suelta a sus instintos de yegua en celo.
Simultáneamente, a doscientas leguas de posta de allí, en el recientemente ocupado convento de
las Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, la atmósfera de los claustros se enrareció de golpe, la madre
superiora y las monjas despertaron a causa de una repentina opresión en el pecho y un calor
sofocante que las bañaba en sudor frío. Abrieron las ventanas y se asomaron buscando alivio en el
sereno de la noche, pero al poco volvieron a asfixiarse y se echaron a los jardines y la huerta donde
corrieron como posesas entre los yuyos y abrojos, pisoteando los recientes almácigos de flores y
hortalizas con los pies desnudos. Sus voces despertaron a calandrias y zorzales que, confundidos, se
pusieron a gorjear como si fuese el alba; y los chelcos y lagartijas, víboras, cuises, mulitas, tatús,
vizcachas y quirquinchos abandonaron las madrigueras y, como si huyeran de las voraces llamas de
un incendio, se escabulleron hacia los montes más lejanos. Ya en el paroxismo de la locura, las
hermanas se desvanecieron entre ayes. Amanecieron tiradas entre las matas de carqueja y paja brava,
con los hábitos desgarrados y sucios, llenas de magulladuras y cortes. Con horror, descubrieron
abiertos los cinturones de castidad y, sin perder un instante, unas a otras se palparon en lo más íntimo
para comprobar, con un suspiro de alivio, que seguían intactas. En Cosquín, pueblo vecino al
convento, no faltaron quienes afirmaron haber oído esa noche al lobisón sietemesino aullar con
mayor desgarro que nunca, como poseído por el mismo mandinga.

Aplacados los extraños sucesos, los ánimos se serenaron y la rutina volvió a instalarse entre
amos y criados según fueron pasando los días; Elizabeth fue comprobando, con creciente dicha,
significativos cambios en el ánimo de su marido: el semblante más luminoso, el gesto menos
endurecido que de costumbre y en sus ojos un antiguo brillo que denotaba una íntima satisfacción con
la vida.
Movida por la esperanza, después de tantos años de padecer la lánguida frialdad de su marido, el
lento descenso a la indiferencia y la tristeza, Elizabeth concluyó que el mérito de semejante cambio
no podía ser otro que el éxito de la fiesta y el aún más acertado desenvolvimiento de la momia.
Recordó entonces el despojo que esa noche había recogido de entre los vendajes y tuvo la certeza de
que su naciente felicidad se debía a éste, a los efluvios del alma del príncipe que de él emanaban, y
decidió convertirlo en un talismán y hacerlo objeto de reverencia.
A dos cuadras del Cabildo, vivía el maestro orfebre Henri Chabrom, venido de París hacía una
veintena de años, famoso entre otras cosas por sus hermosas y trabajadas bombillas de alpaca, plata
y oro. Elizabeth no dudó un instante en dirigirse hacia allí una tarde bochornosa, montada en el sulky,
acompañada de la negra Prudencia, llevando envuelta en un pañuelo su preciada reliquia.
Fue tanta la felicidad de Elizabeth por aquellos días que, en las siguientes semanas a la fiesta no
cesó de acudir a casa de sus amigas, cómplices de su argucia, para agradecerles su colaboración y
participarles, llena de entusiasmo, la notoria mejoría de carácter de su marido, pormenorizando y
prodigando detalles de su amable y dulce comportamiento.
—Y no es de extrañar —les dijo dejando ver una enorme sonrisa, para agregar a continuación—:
¡Estoy encinta!
—¡Oh, darling! Ésa sí que es una buena noticia —dijeron éstas a coro. Y, tras mirarse unas a
otras, rompieron en un llanto convulso.
—¿Qué ocurre, queridas? —preguntó Elizabeth, llena de desconcierto, mirando a una y a otra en
busca de un gesto, una palabra—. Pero ¿qué pasa aquí? —reiteró al ver que callaban. Y fue Celeste
quien rompió el silencio con un hilo de voz:
—También nosotras estamos encinta…
—¿Qué? Pero si…, ¿es broma, no?
—No, no es broma. Te parecerá imposible, pero es así.
—Pero, Blanca, ¿tú también?
—Sí —respondió ésta, ruborizándose y mirando el suelo.
—Naturalmente, nadie debe saberlo —dijo Celeste—, reponiéndose y recuperando su habitual
temple.
—Pero ¿quién es el padre? —insistió Elizabeth, acercándose a Blanca y rodeándola con sus
brazos.
—Nadie. No hay padre. Será un hijo del viento, como dicen las indias —y Blanca volvió a
deshacerse en llanto.

Una tarde, por mediación de un aprendiz, Elizabeth recibió recado del joyero comunicándole que
el relicario estaba listo, y si deseaba retirarlo personalmente o prefería que se lo enviase a casa.
Elizabeth despidió al negro, se echó la toquilla sobre los hombros y sin perder un momento llamó a
Prudencia, le ordenó recoger la sombrilla y acompañarla a la joyería. A continuación mandó
enganchar los caballos al sulky y partió rauda.
El resultado fue una primorosa caja de alpaca labrada, con cristales de roca a los lados, a través
de los cuales se apreciaba perfectamente la extraña reliquia. La tapa practicable era igualmente de
alpaca, en la que había incrustados tallos y hojas de ónice verde y flores del mismo mineral en tono
rosa. Una vez en casa, Elizabeth se lo enseñó a su esposo diciéndole que debían su felicidad a la
reliquia, y lo colocó sobre la cómoda en su dormitorio, junto a una imagen de la virgen.
Una extraña influencia ejercía aquel despojo sobre Elizabeth. Influjo del que no era totalmente
consciente, pero pasaba horas contemplándolo con fijeza mientras era invadida por una progresiva
sensación de plenitud, y al cabo de unos minutos se hacía tan intensa que se estremecía bajo
estertores y escalofríos, los dientes le castañeteaban y, sin proponérselo, alcanzaba una sensación
muy similar al éxtasis. Era entonces cuando Elizabeth se acariciaba el vientre convexo en cuyo
interior palpitaba una vida.
Pero al cabo de un par de meses, cuando lady Inzúa y su marido rubricaban lo que parecía la
cúspide de su felicidad, unas fiebres vespertinas y una pertinaz debilidad se apoderaron de ella, y
sus mejillas comenzaron a perder color. Curanderos y gualicheras desfilaron por las habitaciones de
la casona del barrio de Palermo, incluso Agostinha das Luengas, que por sus acertadas predicciones
estaba haciéndose famosa y rica entre los poderosos de Buenos Aires, hizo un diagnóstico poco feliz
por boca del espíritu de Paracelso. Pero nada pudieron hacer vivos y muertos. Elizabeth continuó
empalideciendo, adelgazando día a día y perdiendo su espíritu alegre y emprendedor. Poco le costó
al médico de a bordo de la nave Beagle, en esos días de paso por El Plata, diagnosticar tuberculosis,
pues vio claros los síntomas aunque todavía no hubiera esputo sanguinolento. El hombre prescribió
sosiego, una dieta a base de lentejas e infusiones de carqueja y le prohibió el mate cocido. Si
deseaban salvaguardar las vidas de la madre y su retoño, Elizabeth tendría que abandonar el clima
húmedo y fétido de Buenos Aires, alejarse del bullicio, las reuniones sociales y también
obligaciones, y guardar reposo al amparo del aire de las Sierras Chicas.
A la semana, el matrimonio cuya felicidad se veía tronchada por el destino de forma tan repentina
e injusta, partió en compañía de la negra Prudencia, en diligencia rumbo a «Los Sauces», escoltada
por un puñado de gendarmes, ya que los indígenas vagaban soliviantados por aquellas tierras,
diezmados, hambrientos, desarrapados y deseosos de justicia. Dos carretas cargadas de criados y
baúles con los ajuares y las vestimentas de los señores, los seguían a escasos metros. Elizabeth
llevaba a buen recaudo, en el bolso de mano, el querido relicario del que jamás se separaba.
Justamente por entonces, cuando a pesar de su dispersión los escasos y diezmados indígenas
rumiaban un fuerte resentimiento contra los invasores blancos, llegó a oídos de los indios lo del robo
y sacrilegio de la momia de su príncipe a manos de los señores Inzúa Sheridan, propietarios de la
estancia.
Sanavirones y comechingones se unieron bajo el mando del cacique Vinachel con la excusa de
recuperar la momia; evasiva falsa, pues la verdadera razón de esta alianza no era otra que presionar
al gobierno central para que les devolviera sus legítimas tierras, arrebatadas durante la conquista.
Hartos de chicha, montados a pelo en sus alazanes, ataviados con sus cueros y sus vinchas
emplumadas ceñidas a la frente, enarbolando lanzas, macanas y boleadoras, avanzaron una
medianoche en desvencijado malón sobre «Los Sauces», aprovecharon el sueño de los moradores,
derribaron la tranquera y saquearon lo que pudieron de la estancia con sus dependencias, incluidos
los establos, de donde robaron los caballos; se alzaron con los aperos de los galpones y de la capilla
se fueron cargados con la plata, la ropa del cura, los santos y los objetos litúrgicos; entraron en
algunas habitaciones torpemente, con más miedo que convencimiento y arrasaron con cuanto pudieron
o, como urracas, con cuanto brillaba, incluido el relicario, del que jamás sospecharon su verdadera
esencia, pues lo desconocían. Huyeron al galope, algunos malheridos por los escasos peones que,
aunque reaccionaron a destiempo, repelieron con todas sus fuerzas y armas de fuego el ataque, a
pesar de que se vieron obligados a atender también los numerosos focos de incendio provocados por
los infelices. Los indios huyeron a campo traviesa perdiendo lo saqueado en cada empellón, dejando
tirados a los heridos; así regresaron al valle al otro lado del Cerro Uritorco, a la Cueva del Tigre,
donde dos semanas después la mayoría sería masacrada y desorejada por los hombres del caudillo
Juan Manuel.
Los señores de la casa, junto con unos cuantos sirvientes y esclavos entre quienes se hallaba la
negra Prudencia, salieron ilesos gracias a que reaccionaron justo a tiempo para refugiarse en los
sótanos.
El relicario desapareció aquella noche para siempre, si bien algunos años después, hubo quienes
aseguraron haberlo visto formando parte del tesoro de la catedral de Toledo, en España.
A pesar de las bonanzas del clima cordobés, Elizabeth, lejos de reponerse, fue empeorando día a
día. Su delgadez se hizo extrema, padecía fiebres, frecuentes accesos de tos y su pañuelo de mano
empezó a ocultar flores malditas de sangre. Únicamente la mantenía con vida la esperanza: el fruto
del amor que llevaba en su vientre abultado.
En la misma semana que en «Los Sauces» nació el hijo de Elizabeth, de manos de la negra
Prudencia, en la capital vieron la luz tres niñas, hijas de Celeste, Blanca Rocamora, y de Rosaura
Laprida; unas criaturitas del tamaño de ratas, oscuras, feísimas y ciegas como topos y que, por
fortuna para todos, nacieron muertas. Nadie supo por entonces que dos meses antes, a doscientas
leguas de Buenos Aires, en el convento de las hermanas españolas Adoradoras del Cuerpo
Incorrupto, inexplicablemente habían venido a este mundo en una misma noche una veintena de
sietemesinos varones que apenas tuvieron tiempo de exhalar su primer berrido, pues se esfumaron al
instante de nacer, sin dejar rastro, gracias a la voracidad de los chanchos del chiquero. Y
absolutamente nadie, salvo las monjas y la madre superiora, tuvo constancia de estos hechos
ocurridos de puertas adentro del convento.
Y Elizabeth fue mejorando su aspecto y su salud dejó de quebrantarse. Su hijo, al que también
llamaron Gonzalo, era hermoso, vivaz, con ojos renegridos como los de su padre, pero al cabo de los
días, en los que no dejaba de llorar, y según iba acercándose el primer aniversario de aquella fiesta,
empezó a frenar su crecimiento y a verse poseído por extrañas fiebres. No tardó en comenzar a
deshidratarse y a perder su blancura a causa de unas manchas marrones que avanzaban desde el
pecho hacia el resto de su cuerpecito inocente. Sus rasgos infantiles y puros se fueron deformando
como si envejeciera prematuramente. Elizabeth desesperó y la enfermedad volvió a hacerla su presa:
rosas rojas salían por su boca, flores de sangre maldita.
No hubo médicos capaces de diagnosticar el mal ni de impedir que avanzara apoderándose del
niño, ni hubo curanderos venidos del interior con sus sortilegios, gualichos y pases mágicos que
paliaran o interrumpieran su precipitado deterioro o el mal de la madre. En su desesperación, el
coronel escribió urgentes cartas a la corona, solicitando la intervención de los mejores médicos de
Londres, pero para cuando éstos contestaron el niño había muerto.
En los últimos días de vida de Gonzalito su aspecto fue algo horrible, espantaba y movía a las
lágrimas, pues se había oscurecido como el color del café; se había resecado hasta quedar de él
únicamente la piel finísima pegada a los huesos y las articulaciones se habían rebelado a las leyes de
la anatomía humana doblándose caprichosamente en cualquier sentido. Y a las doce de la noche, el
niño abrió desmesuradamente la boca por donde salió un eructo de adulto junto a su alma inocente.
Así murió Gonzalito, con la boquita abierta. Después de cuatro días de velatorio en la catedral, al
que asistió compungida la gran mayoría de los vecinos de Buenos Aires, fue enterrado en el
cementerio de «La Recoleta», y al año exacto la tumba fue profanada y el cuerpo desapareció
misteriosamente. Una leyenda asegura que los indios lo robaron y se lo llevaron a las tolderías donde
lo guardaron en una tinaja en reemplazo del príncipe robado.
Elizabeth volvió a «Los Sauces», donde permaneció con el fin de recuperarse de su enfermedad y
también de los golpes asestados por el destino. Al cabo de unos meses pudo vérsela un poco
recuperada de semblante, si bien poseída por una melancolía que la perseguiría hasta la tumba. Se
encontraba en los jardines de la estancia, bajo el sol cálido de la mañana, adormecida en un sillón de
mimbre, con la bandeja del té en la mesa a su lado, atendida por un lacayo diligente y fiel.
Su marido, que jamás pudo recobrarse del golpe y cuya apariencia a pesar de sus cuarenta y
cinco años era la de un anciano centenario, se acercó a ella diciéndole que había hallado algo muy
curioso en los galpones de la estancia, que oficiaban de tambo.
—Mirá, querida —le dijo—, parece un códice pintado por un niño. Son unos dibujos torpes y
muy desvaídos, acaso lo pintaron los indios hace siglos. Estaba dentro de una tinaja enorme, junto a
un montón de trapos deshechos y mugrientos.
Elizabeth fijó sus ojos desganados en el objeto que su marido depositó en la mesa, junto a la
bandeja del té, y lo reconoció de inmediato. Sin dejar traslucir sorpresa ni sentimiento alguno que
delatara su aversión por el objeto, ni reconocer su remota y cómplice familiaridad, lo tomó en sus
manos y lo desplegó con cierta desgana, mientras su amable esposo la observaba con una sonrisa de
resignación, doblegado a la fuerza del destino que había transformado a su hermosa y jovial mujer en
un ser abatido que se consumía a orillas de la muerte.
Elizabeth dejó caer sus ojos hundidos en los dibujos, recordó entonces a su querida amiga
Celeste Rocamora, «la pizpireta», muerta pocos días después del parto de su criatura desalmada y
fea, la recordó en aquella tarde ahora lejana, cuando desnudaron la momia y ella se fijó en el sexo de
ésta sonriendo con esa picardía y espontaneidad tan suyas. Distraídamente, con la mente puesta en
aquel aciago pasado, Elizabeth recorrió con ojos húmedos la serie de dibujos cuya secuencia lógica
descubría ahora por vez primera: sí, allí estaba plasmada su propia y desventurada historia, desde el
día en que trajeron la momia a la estancia hasta el día de la muerte de su infortunado hijo; allí se
iluminaban las escenas, como el vía crucis de todo su infortunio, encadenadas como una maldición:
sus amigas, la sacrílega fiesta, los malogrados hijos. Y cuando creyó haber llegado al final de la
narración, nuevas escenas se iluminaron floreciendo del pergamino donde estaban latentes: su propia
muerte y asimismo la de su amado esposo estaban allí, muy cercanas. Horrorizada, profirió un grito
y, como si le quemara las manos, arrojó lejos de sí el códice.
—¡Pero Elizabeth! —alcanzó a protestar su marido, a la par que, con dificultad, se agachaba a
recogerlo de entre el pasto.
Ella permaneció impertérrita, manteniendo toda la dignidad de la que fue capaz, a pesar de su
profundo dolor. Le temblaba la barbilla y los ojos se le anegaron en lágrimas, fijos en un punto
inconsistente del lejano Cerro Uritorco.
Su esposo volvió a mirar el pergamino con mayor detenimiento, pero no apreció más que
monigotes, figuras humanas torpemente ejecutadas, formando escenas con un ligero aire obsceno en
el que antes no había reparado.
—Perdona, querida, no creí que estos dibujos fueran a disgustarte tanto —le dijo a su esposa,
inclinándose solícito hacia ella y acariciándole el cabello recogido en una trenza que encanecía.
—No es nada, Gonzalo —murmuró Elizabeth alzando la cabeza y mirándolo con dolorosa
ternura. Y con un profundo temblor de amargura en la voz reiteró—: No es nada, Gonzalo. Es el sol
que me deslumbra.
Se llevó a los labios la taza de té, sorbió apenas unas gotas y al cabo de unos instantes, entre los
labios apretados precisó, esta vez con una voz firme, llena de resentimiento:
—Es el sol que incendia esta tierra de bárbaros.
Desde un congreso científico en Roma a las criptas del Convento de los Frailes Capuchinos de
Palermo, éste es el maravilloso —y también macabro— recorrido literario que nos propone Pilar
Pedraza en su relato “Carne de ángel”. Perturbadora aficionada a les contes cruels —además de
profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valencia y extraordinaria ensayista, como
prueban La bella, enigma y pesadilla (Tusquests Editores, 1991) y Máquinas de amar. Secretos del
cuerpo artificial (Ed. Valdemar, 1998)—, cuentos rebosantes de misterio, de viciada atmósfera
gótica y de un poético ensimismamiento necrófilo, la narración de Pedraza tiene una protagonista
indiscutible, Rosalía Lombardo, una niñita italiana de dos años que falleció en 1920 y cuyo cuerpo
incorrupto —sorprendentemente incorrupto, cabría añadir—, reposa en las catacumbas del
Convento de los Frailes Capuchinos de Palermo (Sicilia), expuesta a la mirada impúdica de cientos
de turistas y curiosos que pasan por allí, insensibles a la conmovedora belleza de esta muerta —las
muertas que parecen vivas, lascivas vampiras, seductoras revenants, dañinas hechiceras, damas que
regresan de la tumba y otras belles dames sans merci, son un recurrente tema literario y erudito para
Pilar: ver Espectra. Descenso a las criptas de la literatura y el cine (Ed. Valdemar, 2004)—, una
criatura que parece dormir un largo y profundo sueño del cual, tal vez algún día, despierte.
Efectivamente, las catacumbas del Convento de los Frailes Capuchinos de Palermo acogen la
mayor colección de momias europeas que existe en el mundo, pues se calcula que atesora cerca de
novecientos cuerpos en distintos grados de conservación. Los capuchinos, o frailes menores, son una
de las tres ramas autónomas de la Orden franciscana procedentes de la reforma emprendida por
Mateo de Bassi (1495-1552), austero religioso que quiso para la Orden un mayor rigor y perfección
espiritual. Hasta el s. XVII, los capuchinos de Palermo eran los únicos que recibían sepultura en las
catacumbas de su convento. Pero un Decreto de la Santa Sede de 1637 autorizó a los frailes para que
aceptaran en su peculiar cementerio a los seglares. Así se cumplía el deseo de los fíeles de reposar
en la iglesia, y de esta manera, según creían, estar más cerca de Dios.
Los datos más antiguos sobre los embalsamamientos artificiales realizados por estos frailes
proceden de la obra de Fray Benedetto Sambenedetti, Vita de Fra Bernardo de Carbone (siglo XIV
aproximadamente), donde se hace referencia a la preservación de cuerpos desecados. La cripta
disponía de un lavadero especial para los cadáveres —donde eran enjuagados con vinagre— y un
secadero, espacio cerrado y muy ventilado. A veces, los cadáveres eran envueltos en telas de saco
llenas de paja, lo que ayudaba a la desecación y eliminación de humedades o de posibles hongos.
Tras pasar allí un par de semanas, eran vestidos y colocados en los nichos o en cajas de madera
alineadas a lo largo de los corredores de la cripta. Algunos manuscritos de la Orden aseguran que los
cuerpos eran bañados en arsénico y cal, mientras que los más recientes —fechados a principios del
siglo XX— hablan de la inyección de soluciones químicas en los cadáveres. Por último, otros escritos
señalan que los cuerpos eran tratados con una fórmula secreta inventada por el Dr. Alfredo Salafia,
«creador» de la momia de Rosalía Lombardo.
Deambular por la cripta de los capuchinos de Palermo es una experiencia impresionante. Las
momias aparecen situadas de pie, adosadas o colgando de las paredes de las galerías, inclinadas
hacia el visitante curioso, vestidas de las formas más extrañas. Unas llevan gabardinas, otras, trajes
militares, otras visten pantalón y chaqueta, camisa y corbata, dejando ver solamente las manos
esqueléticas y la cara momificada, asomando los pies secos. Hay una galería dedicada sólo a momias
de frailes capuchinos, otra para profesionales, otra para mujeres, otra para «vírgenes» y otra para
niños. Actualmente, es uno de los espacios turísticos más concurridos de la ciudad italiana.
Pilar Pedraza se confiesa obsesionada por la imagen de Rosalía Lombardo desde el primer
momento que la vi. Parece como si tuviera sudor en la frente, y sus rizos están frescos, no resecos
como el de las otras momias de la cripta, aclara. Una fijación patente en esta historia, que se cuenta
entre lo mejor de su obra. Esa sensación extraña de estar entre la vigilia y el sueño (entre la realidad
y la pesadilla), una de las características estilísticas y cosmogónicas más recurrentes en Pilar,
teñidas siempre de un vago hálito de memoria personal —… me contó que cuando descubrió por sí
mismo las inmensas criptas de Palermo, los pasillos interminables con los centenares de
cadáveres colgados de las paredes o en sus sarcófagos abiertos, su entusiasmo no tuvo límites y
decidió dedicar su vida a investigar la conmoción que aquello había producido en su espíritu. Fue
para él una revelación de la amable inexistencia de la muerte, la ausencia de peligro, la
discreción inofensiva. Porque todos aquellos muertos secos y ataviados, de pie o tumbados,
repartidos por oficios, conversando entre sí o abismados en su nada, eran la viva estampa de la
paz. Especialmente la pequeña Rosalía Lombardo, precioso cadáver de alguien que murió a los
dos o tres años pero que llevaba allí desde los años veinte del siglo pasado, flanqueada por los
extraños ataúdes de dos compañeritas resecas, una de ellas con la boca abierta con el bostezo de
los muertos ante el vacío o simplemente por el desecamiento de las mejillas, y la otra malcarada,
con la frente percudida de hongos grises y un poco malévola, pero graciosa… Todas permanecían
tranquilas bajo una luz fría y marmórea, casta, en sus cajas de cristal, como muñecas de una
pequeña diablesa abandonadas en un desván—, sensación que combina con su desatención por los
tópicos más trillados del género aunque, como en el caso que nos ocupa, percibamos algo más que
huellas de la mejor ghost story. A nuestra autora, según comenta, no le atraen las momias egipcias:
están excesivamente muertas. Los espectros, los zombies, en el umbral de la vida y de la muerte,
tienen más carácter.
En efecto, “Carne de ángel”, al igual que sucediera con los relatos que componen su libro Arcano
trece (2000) o su novela Piel de sátiro (1998), únicamente viene a confirmar una impresión tan
intensa como subjetiva: la literatura de Pilar Pedraza es una versión (moderadamente) moderna de
aquellas grandes escritoras góticas y victorianas del siglo XIX y principios del XX, como Sarah
Wilkinson, Mary W. Shelley, Edith Nesbit, Vernon Lee, Sarah Wilkinson o Greye La Spina. Y no
solamente por su compartida condición femenina, la cual hace que su percepción del mundo y de los
seres humanos sea, evidentemente, distinta a la de los varones por muchas y muy evidentes razones.
Está, sobre todo, ese malsaine poder de evocación, su pasión por los detalles, esa prosa de delicada
tenebrosidad… Por contra, la propia autora se declara más cercana de sus colegas escritores
masculinos —Edgar Allan Poe, E. T. A. Hoffman, Guy de Maupassant—, que de tanta dama sombría.
CARNE DE ÁNGEL
Para Juan López Gandía

—¡Pase! —grité un par de veces antes de que el visitante me oyera y empujara la puerta de mi
despacho.
Lo hizo suavemente, con timidez.
—¿Se puede? —preguntó—. ¿Llego en mal momento?
Al contrario. Me alegró su aparición. Interrumpía el molesto sopor que solía acometerme al
mediodía, después de las clases.
La cabeza de Goran Pizska, mi estudiante del Doctorado europeo, hizo amistosas muecas y
reverencias desde el umbral. Precedía a un cuerpo grande, blando y desgarbado, que consiguió dejar
de tropezar consigo mismo y entrar en mi pequeño habitáculo abarrotado de libros y tapizado con
carteles de las exposiciones en las que había participado como comisaria.
Conocía poco a Pizska, pero lo tenía por persona excelente y apasionado estudioso de la cultura
de la muerte. Y además algo necrófilo. Esto último lo supe desde el día en que le conocí, en un
congreso en Pavía, donde presentó una breve y nerviosa comunicación en la mesa que presidía yo
misma. Me agradó el brioso amor con que trataba su tema en una sede como aquélla, académica,
pretendidamente científica y más bien fría. Ni siquiera se servía del power point, sino que disertaba
sin leer, con diapositivas y fragmentos de video que manejaba con nerviosismo.
Según supe después, su necrofilia pertenecía al género platónico. La cruda realidad es que no
había visto un muerto, un verdadero muerto de carne y hueso, en toda su vida. También yo soy amante
de la palabra muerte más que de los cadáveres. Pizska, que me conocía por referencias, se pegó a mí
enseguida irradiando ese cariño admirativo de quienes nos interesamos por lo mismo, ya sea
coleccionar vitolas de habano o estudiar las costumbres de los escorpiones.
Llevada por la atmósfera fraternal y generosa del congreso, accedí, quizá precipitadamente y
contagiada por el entusiasmo de aquel individuo tan llamativo, a dirigir su tesis doctoral sobre la
artesanía macabra practicada por los monjes capuchinos. Pizska se lo había pedido en vano a algunos
otros colegas, que no vieron la utilidad de tal estudio, ya muy trillado, y lo rechazaron con diversas
excusas. Yo confiaba más en los jóvenes que la mayoría de mis compañeros. Al cabo de un día, las
obsesiones de Pizska se me habían contagiado y ya hablaba —como él— de muertos momificados
con quien se me pusiera por delante. Mientras tomábamos una copa en el vestíbulo del hotel con
algunos colegas antes de retirarnos a descansar, mencioné la cripta de Via Veneto en Roma. Pocos de
los circunstantes, en su mayoría historiadores del arte y estudiosos de tumbas blanqueadas, la
conocían. Pizska la había visto en fotografías, pero no había estado allí. Le recomendé que la visitara
cuanto antes e incluso que la estudiara. En ningún otro lugar iba a encontrar una ordenación tan
rigurosa de arquitectura de huesos combinada con momias enteras expuestas al aire, cinchadas a los
muros para mantenerse en pie.
Había que fechar aquellas maravillas cuanto antes y con rigor, porque sin duda habían sido
retocadas modernamente con pastelería decimonónica más propia de monjas que de austeros
barbudos. Los esqueletos infantiles figurando querubines con alitas hechas con omoplatos, y otros
detalles de un gusto afeminado, no correspondían a la época del traslado de los huesos y mojamas
desde el Quirinal. Poner orden en aquel aparente rigor geométrico que no era más que un caos
paranoico, no era fácil, pero alguien tenía que hacerlo, y yo estaba ocupada en otras cosas. Los
circunstantes apuraron sus copas entonando alabanzas a tan raro enterramiento, pero nadie mostró
interés por trabajar en él, ni siquiera el entusiasta Goran Pizska.
No vi al estudiante checo por algún tiempo. Durante el curso siguiente me visitó en mi despacho
de la universidad un par de veces para que le firmara el papeleo de la inscripción de la tesis. Dijo
que había estado siguiendo la pista a la momia de la india peluda mexicana Julia Pastrana desde
Oslo, de cuyo museo de ciencias naturales había desaparecido como todos sabíamos, y que el rastro
parecía perderse en París. Pero había encontrado la manera de hacer hablar a la persona que tenía
más datos sobre ese asunto, un policía francés retirado, de la Interpol.
Esta vez me eché a temblar. La Interpol, París, Oslo… aquel chico deliraba, y si creía que una
tesis doctoral era una novela negra por entregas, estaba aviado. Yo tenía algunas experiencias en ese
sentido y sabía que una folie à deux académica era fatal y solía terminar como el rosario de la
aurora. Pero en este caso era la pura verdad. Los documentos y materiales gráficos que me mostró me
sacaron de dudas. Se las había ingeniado para ver lo que quedaba de la momia de Julia Pastrana y su
bebé. Aquello que, según viejas leyendas urbanas, había acabado en un vertedero o había sido
rescatado de él. Las fotos de Pizska coincidían con los horribles daguerrotipos tomados en la carpa
bajo la cual Theodore Lent, el marido de la Pastrana, exhibía las momias de aquellos dos pobres
seres, la mujer simio y su peluda criatura muerta al nacer, a la vez que se casaba con una nueva mujer
barbuda, movido por una extraña locura tricófila, de la que murió en un asilo.
—¿Tú crees que la momia infantil que aparece en las fotos es la de su hijo? —pregunté a mi
doctorando.
—No, sin lugar a dudas ese niño vestido de marinerito es un cadáver anónimo. El suyo era más
pequeño, recién nacido. Creo que en esto, como en tantas cosas, Lent hizo trampas antes de volverse
loco.
Goran no podía ocultar su interés hacia la abyecta locura de Theodor Lent. Le exaltaba
especialmente su vagabundeo de ciudad en ciudad con su espectáculo y la exhibición en él de las
momias de su esposa y del pequeño fraude, tieso y envarado gracias a una armazón de alambre, como
ella misma, que parecía dar un paso de danza, volviendo con horrible coquetería su rostro barbudo y
simiesco y levantando delicadamente un pie calzado con una zapatilla de raso.
Evidentemente, Goran Pizska sabía cosas, tenía buen gusto en materia de cadáveres y era sensible
al encanto letal de los muertos. Un romántico. Me di cuenta de que le gustaban las momias europeas.
No hacía gran aprecio de las de Guanajuato ni del negro de Banyoles recubierto con la capa de
alquitrán o pintura negra, que había visto sin emoción antes de su desmantelamiento humanitario en
1997 y su envío a Boswana para enterrarle.
Estuve a punto de creer que el objeto de su obsesión eran las mojamas peludas, y que finalmente
iba a proponerme encaminar los pasos de su investigación doctoral hacia ellas. No estuve dispuesta a
consentirlo aunque también a mí me fascinaran. Con la cuota de excentricidad que había alcanzado en
la universidad tenía más que suficiente. Pero por fin salió a la superficie de aquellas aguas cenagosas
la muerta sublime, la bella durmiente.
Pizska me contó que cuando descubrió por sí mismo las inmensas criptas de Palermo, los pasillos
interminables con los centenares de cadáveres colgados de las paredes o en sus sarcófagos abiertos,
su entusiasmo no tuvo límites y decidió dedicar su vida a investigar la conmoción que aquello había
producido en su espíritu. Fue para él una revelación de la amable inexistencia de la muerte, la
ausencia de peligro, la discreción inofensiva. Porque todos aquellos muertos secos y ataviados, de
pie o tumbados, repartidos por oficios, conversando entre sí o abismados en su nada, eran la viva
estampa de la paz. Especialmente la pequeña Rosalía Lombardo, precioso cadáver de alguien que
murió a los dos o tres años pero que llevaba allí desde los años veinte del siglo pasado, flanqueada
por los extraños ataúdes de dos compañeritas resecas, una de ellas con la boca abierta con el bostezo
de los muertos ante el vacío o simplemente por el desecamiento de las mejillas, y la otra malcarada,
con la frente percudida de hongos grises y un poco malévola, pero graciosa… Todas permanecían
tranquilas bajo una luz fría y marmórea, casta, en sus cajas de cristal, como muñecas de una pequeña
diablesa abandonadas en un desván.
Rosalía era la reina. Parecía dormir y sudar ligeramente bajo la tapa transparente de su féretro.
Todo en ella rezumaba pureza, como otros rezuman erotismo. Con su gran lazo de raso de color
vainilla prendido en los cabellos rubios, era la momia más hermosa de la tierra, la menos muerta, la
bella durmiente. Eso decía Goran Pizska, sin darse cuenta de que repetía como un papanatas los
tópicos de los folletos turísticos y las postales que vendía un viejo y gordo capuchino a la entrada a
las criptas, encargado quizá también de demostrar que no sólo los muertos olían mal. La bella
durmiente parecía respirar, nunca soñar. Goran Pizska a veces utilizaba abundantes y buenos verbos
cuando hablaba de ella. Siendo su necrofilia platónica, no estaba enamorado sino prendado.
—Ahora que ya estoy bien, he terminado del todo. Aquí tiene un capítulo de la introducción, por
si fuera buena —dijo al cabo de diez meses, poniendo sobre mi abarrotada mesa un centenar de
folios a modo de muestra.
Estaban pulcramente impresos en letra Times, numerados y con un aspecto muy académico
gracias a las notas a pie de página, que ahora son tan fáciles de insertar gracias a los procesadores
de textos.
Hojeé la entrega y así, por encima, no me pareció mal. Había trabajado de firme. Mucha
documentación y poca reflexión, como es habitual. Mejor de lo que esperaba. En el índice eché de
menos un capítulo dedicado a Rosalía Lombardo. Supuse que estaría en los seiscientos folios que
Pizska amenazaba con mandarme por correo electrónico. El joven me miró fijamente con sus ojos
azules ligeramente estrábicos, que me mareaban porque no parecían mirar a ningún sitio en concreto,
y se pasó ligeramente las puntas de los dedos por la frente. Lo consideré un signo de interrogación a
la vez que un gesto propio de una persona sudorosa. Tenía una cara muy agradable, de amplia frente y
nariz fina, larga y algo respingona.
—Muy bien —dije—. Mándame el resto. No te prometo nada. Puedo tardar un mes o más en
leerlo, porque es un mal momento. Parece como si os hubierais puesto de acuerdo todos en traerme
manuscritos, y yo por mi parte he de entregar a mi editor mi propio libro. Y por si fuera poco dirijo
un ciclo de conferencias que me roba más tiempo del que pensaba.
—No se preocupe, sin prisa. Me vuelvo a mi país y no volveré en algunos meses. Tengo que
hacer reposo.
—¿Te encuentras mal? ¿Tienes problemas de salud?
—Sí. Sufrí depresión. En Palermo puse muy malo. Todavía en tratamiento.
Bajamos a la cafetería de la Facultad. Pedí una cerveza aunque sabía que no me sentaría bien
antes del almuerzo, pero tenía la garganta seca como siempre que hablo con extranjeros, aunque sea
en mi idioma. Goran pidió agua mineral —por las pastillas, se excusó por no acompañarme con el
alcohol. Su educación a veces me parecía portentosamente austrohúngara.
Me contó su obsesión por la momia de Rosalía Lombardo. Había vuelto varias veces a Palermo,
con lo cual su beca sufrió serias menguas a causa de los viajes. Perdió el sentido del tiempo en la
contemplación de aquel enigma, de aquel misterio de belleza que desafiaba al tiempo, obra del
doctor Alfredo Salafia, que la embalsamó por un procedimiento secreto. Había descubierto muchas
cosas en torno a la familia Salafia, y concretamente sobre el autor del embalsamamiento de Rosalía,
y del envenenamiento presuntamente accidental de ésta con arsénico.
También me dijo que él mismo había pedido en vano a las autoridades municipales y a las
eclesiásticas permiso para verla de cerca, mejor dicho, para fotografiarla sin la tapa de cristal que
cubre todo el frente del ataúd. Las cartas y autorizaciones que le otorgaron en la Universidad de
Palermo, y las que llevaba nuestras, no le sirvieron de nada. Pero él no podía escribir un tratado
sobre las criptas sin examinar su obra maestra. La respuesta fue un no tan rotundo que Goran
enloqueció como los héroes necrófilos de Lovecraft y estuvo varios días vagando por aquellos
corredores desde los que los muertos parecían mirarle, aunque en realidad ya sólo estaban allí para
ser mirados. Por suerte tuvo fuerzas para reaccionar y acabó encerrándose en las criptas por la noche
en compañía de un experto en aperturas, es decir, un ladrón, con quien le puso en contacto uno de los
chicos de la pensión donde se alojaba —lugar más de regocijo que de estudio—, visto que pagaría
bien el trabajo, que por otra parte no era difícil ni peligroso. Cataldo Marchesi estaba además libre
de cualquier clase de supersticiones, tenía los nervios templados y desde luego prefería abrir una
caja de bombones como aquélla a una caja fuerte como las que constituían su especialidad y su arte.
Se introdujeron por la tarde con los turistas. Dieron al grasiento hermano portero unas monedas a
cambio de una estampa y de que dejara de mirarlos como si fueran delincuentes en potencia, como
hacía con todos, japoneses o no. Cataldo sólo llevaba una manta de algodón doblada debajo de su
cazadora, una linterna y una pequeña palanca de hierro. No les fue difícil esconderse en un hueco de
uno de los corredores de aquel dédalo infinito, tapizado de cadáveres de palermitanos ilustres,
vestidos y tocados para su última reunión social, detrás de unos féretros poco frecuentados a causa
del nulo interés que ofrecía su contenido —unos monjes muy estropeados que parecían estar absortos
en un intercambio de opiniones teológicas o culinarias—. Cuando al cabo de una hora el guardián
pasó agitando su campanilla y el manojo de llaves con la cantinela «Si chiude», se acercó
peligrosamente a ellos, pero Cataldo tiró de Goran hacia abajo y no los vio. Los visitantes fueron
saliendo, sin demorarse mucho por miedo a quedar encerrados, al contrario que Goran y su
compañero.
Al cabo de media hora, la luz parpadeó a modo de aviso durante dos largos minutos y luego se
apagó, quedando encendidos unos pilotos anaranjados en las esquinas de los corredores y en algunas
otras partes para orientación de vivos y muertos.
Cataldo sacó la linterna, la manta y la ganzúa. Permanecieron quietos un buen rato, oyendo los
diversos ruidos y rumores del edificio. Goran nunca había sentido menos miedo ni aprensión. Estaba
a gusto, casi eufórico. Por fin iba a tener en los brazos el objeto de su pasión. Sólo quería tocarla,
sentir su peso y en sus dedos el tacto de aquella piel que la vista anunciaba sedosa y tibia como la de
los albaricoques.
Haciendo presión con la palanca y tomando el cristal entre los dos, ayudándose de la manta para
no dañarse y proteger el vidrio, tuvieron abierta la tapa en un santiamén.
Truenos lejanos habían estado sonando toda la tarde, pero ahora la tormenta estaba encima del
convento y las criptas. Una ráfaga de viento abrió con estrépito una de las ventanas termales situadas
cerca del techo de la capillita de las niñas. Cuando Pizska cogió el cadáver de Rosalía con manos
temblorosas por la emoción, no se percató de la tromba de agua que arrastrada por el viento cayó
sobre él y su compañero, que por su parte se percató absolutamente, porque exclamó: «Porca
miseria!»
Goran estaba absorto en otra cosa. Se le había caído el alma a los pies… porque aquella muñeca
con olor a pergamino y alcanfor no pesaba nada, pero nada de nada, como una pluma, como una hoja
seca o el ala de una libélula. Toda aquella plétora de vida aparente, la adorable cabeza —cofre de
tranquilos sueños—, el sudorcillo, el pelo, el lazo… no eran nada, una pavesa. Las piernecitas,
invisibles hasta entonces por estar tapada la niña hasta la barbilla con un espectacular tejido de color
magenta, se desprendieron y cayeron al suelo, y la cabeza, como la de una marioneta, se torció. La
desesperación, o tal vez el temor reprimido hasta entonces, puso histérico a Goran. Su compañero
tuvo que sacarle de allí a empujones, tras asegurarse de que el pequeño y maltrecho cadáver quedaba
en su sitio. No hubo tiempo de volver a colocar el cristal sobre la caja, porque empezaron a sonar
alarmas, nada previsibles en un lugar tan añoso y amojamado, entre los truenos y relámpagos de la
tormenta, mucho más potentes.
Pizska me enseñó recortes de prensa que llevaba en el portafolios de falsa piel, de donde minutos
antes había sacado las hojas que me entregó. En efecto, no eran delirios suyos. Los diarios locales se
hacían eco vagamente de la profanación de la tumba de Rosalía, aunque en realidad, a juzgar por las
fotos, Goran y su compañero —que no aparecían por parte alguna— no habían estropeado gran cosa.
Ignoro si se puede llamar profanación a algo tan pulcro. Ayudó sin duda la pericia y celeridad de los
monjes en la reparación de los desperfectos. Pero el cadáver, dijo Goran, parecía haber perdido su
esplendor, al entrar en contacto el aire y el tiempo tras largos años de reposo bajo la protección del
cristal. En efecto, en las fotografías posteriores al suceso, parecía como si la que fue la rosa del
muladar se hubiera marchitado y hubiera adquirido cierto parecido con sus compañeritas de los otros
ataúdes infantiles. Incluso el lazo parecía menos tieso que antes.
—No sabe usted cómo he sufrido a causa de mi irresponsabilidad. Sólo me consuela el hecho de
que mi fechoría no sin castigo quedó —me confesó Goran—. Una noche desperté presa de un gran
malestar y ahogo. Algo pesaba sobre mí. Ese peso era como otro peso que nunca pude tener, cuando
cogí a la nena y fue como coger un cáscaro. No podía moverme, pero no tenía nada encima. Algo me
miraba con ojos vacíos desde el umbral de la puerta. Desapareció y no volvió hasta algún tiempo
después. Cuando recogía y ordenaba las hojas de la tesis para llevarlas a encuadernar, el capítulo
dedicado a ella había desaparecido. Traté de imprimirlo de nuevo. Imposible. Desde entonces la vi a
menudo. Me seguía. En la biblioteca de la Facultad sobre todo, se sentaba en el pupitre contiguo y se
quedaba dormida, con la cabecita apoyada en los brazos, rubia y llena como un melocotón. No me
causaba ningún daño, pero me turbaba. Se lo conté a mi doctor de cabecera. Le pregunté si era
posible que Rosalía volviera para atormentarme. «¿Una revenante? —preguntó—. Sin duda, las
muertas regresan. Los hombres, no, no sabemos por qué. Tenemos ahora muy buenos tratamientos
para ese mal gracias al descubrimiento de la revenancina». Me dio consejos y píldoras muy buenas y
muy caras, que me devolvieron la tranquilidad. Rosalía desapareció. Ahora casi la echo de menos.
Pero sigo sin poder imprimir el capítulo que le corresponde.
—¿Has probado a escribirlo a mano? —pregunté.
Me miró perplejo y luego desvió la vista hacia la ventana. Quizá al otro lado del cristal la
revenante había llamado su atención con alguna travesura.
Nunca parece que va a llegar el día de la defensa de una tesis doctoral. Pero indefectiblemente
llega, como la muerte. Yo, como directora de la de Goran, tuve que hacerme cargo de la enojosa
misión de convencer a siete colegas europeos para que se reunieran en mi universidad. Tras una
primera gestión telefónica con cada uno de ellos, dejé los asuntos administrativos y los viajes en
manos de mis secretarias, salvo en el caso de mi amigo personal Denis Labastille, de la Universidad
de Nanterre, hombre guapo y discreto, que había escrito un libro admirable sobre las momificaciones
que realizaban las monjas clarisas rellenando los cuerpos con resinas aromáticas y pétalos de clavel.
Fui a recogerle al aeropuerto. Por suerte lo encontré enseguida y sin problemas de equipaje. Me
pareció más alto y delgado que de costumbre, algo demacrado y con el cabello largo. Siempre me
parecía un hombre al que acabaran de atormentar sin que hubieran logrado hacerle confesar. Tenía
aureola, carisma, como un personaje de ficción. Llevaba sólo una bolsa negra en bandolera y tenía un
aire más juvenil que nunca. Me fijé en sus zapatos estrepitosamente modernos bajo su aparente
discreción. Nos alegraba encontrarnos, lo que era relativamente frecuente desde que nos movíamos
en el espacio transnacional de una universidad integrada por todas las de los países de la Unión.
Le llevé a su hotel y luego a un restaurante a cenar. Cuando nos hubimos sentado y tuve cerca su
rostro, me admiró una vez más la pátina romántica que lo cubría. Era como si matizara su rostro con
polvos de arroz, cosa que, naturalmente, no hacía. La montura de sus gafas, que renovaba con
frecuencia, siempre me llamaba la atención. La actual era de un ámbar muy claro, con las patillas
negras. Los chispeantes ojos azules brillaban tras los cristales como joyas en un escaparate. Pero no
eran piedras: eran ojos que me miraban y por los que yo me sentía mirada. Le conocía lo bastante
como para darme cuenta de que algo le disgustaba. Algo le atormentaba y esta vez confesaría. Se lo
pregunté a bocajarro. Él respondió que sabía que me daría cuenta, pero que no quería preocuparme.
Le pregunté si tenía algo que ver con la tesis de Goran Piszka, temerosa como es frecuente en un
director de tesis doctoral en vísperas del acontecimiento. Pero no parecía encontrarla especialmente
mala. Al fin, dijo:
—No es la tesis lo que me perturba, sino que se estudie en ella a la niña Rosalía Lombardo, cuyo
recuerdo va ligado al de mi madre. Ya ves, a mi edad y todavía con achaques freudianos. Como tú y
yo, mi madre era una gran aficionada a las cosas de la muerte, de un modo laico y casi amable, quizá
porque estaba predestinada a morir antes de los treinta años. Cuando yo tenía diez, fui con mis
padres a Sicilia. Mi padre no era un gran viajero. Solía entregarse a placeres sencillos, como
callejear y degustar las especialidades culinarias. Pero mi madre, que era una mujer culta y gran
lectora, deseaba ver las criptas capuchinas, que conocía por el libro de Odette Olifant, que por cierto
Goran Pizska no cita en su tesis —dijo sonriendo con cierta crueldad natural en él—. En aquella
época, cuando los turistas de las criptas eran escasos y no había necesidad de arrojarlos a la calle a
grito pelado o con la campanilla, que pronto se convertirá en una sirena, aún había culto en la capilla
de Santa Rosalía, y unos cuantos bancos para los fíeles, estratégicamente situados en torno a los
sarcófagos de las niñas.
»Mi joven madre, que vivía sin miedo en una permanente víspera de la muerte a causa de una
enfermedad incurable, se aficionó a pasar unos momentos al día en aquel fresco remanso de paz. Mi
padre sólo la acompañó una vez. Creo que se asustó. La vista de aquellas cajitas que guardaban sin
velarlos aquellos cadáveres angelicales, le dejó confundido. No pudo convencerla de que no
volviera a aquel lugar, que consideraba macabro y nocivo para su salud. Así que ella aprovechaba la
hora de la siesta para acercarse a los Capuchinos. Recorría automáticamente los corredores
tapizados de cadáveres y se sentaba en un banco de la capilla de Santa Rosalía, no sin antes
inclinarse sobre el cristal de la niña con la boca levemente fruncida en un amago de beso como
Narciso sobre el espejo del agua. A veces hallaba sobre el cristal una rosa dejada allí por algún otro
admirador.
»Al cabo de unos días se dio cuenta de que entre los escasos visitantes reconocía a una joven, en
cuyos ojos sorprendió una mirada furtiva dirigida a sí misma. No contenta con sentarse frente a ella,
se alineó a su lado. Yo iba con mi madre ese día, porque mi padre había tenido que hacer una visita y
no quisieron dejarme solo en el hotel. La señorita que llamaba la atención de mi madre era pequeña y
distinguida —yo solía apreciar la distinción donde la hubiera, habilidad que he perdido con el
tiempo—, de unos veinte años, de cuerpo algo deforme y rostro lindísimo, como una hermosa foca.
La «sirena de Palermo», dijo mi madre más tarde refiriéndose a ella. Pero no era la desproporción
entre las partes superior e inferior de su cuerpo lo que sorprendía en ella, sino cierto aire de
semejanza con la pequeña muerta, cierto parecido tan inasible como un perfume en el fondo del viejo
armario de una dama. Un velillo de tela de araña con pequeños lunares de terciopelo velaba sin
borrarlas las facciones y un flequillo rizado y rubio espumeaba sobre la frente.
»Aquella muchacha inconfundible se levantó de pronto del banco, se acercó al sarcófago de
Rosalía Lombardo, se agarró firmemente con las manos enguantadas de encaje a ambos lados del
féretro, miró adentro con fijeza de loca y se puso a gritar y a patalear como una posesa. No tardó en
acudir uno de los monjes barbudos que me daban tanto miedo y le dijo algo al oído. Ella no hizo
caso. Él entonces la separó de la caja. Para ello tuvo que tocar a la mujer, pero lo hizo con extraña
delicadeza. Yo no hubiera sabido arrancar a una persona de allí sin algún tirón. Con el tiempo no se
aprende, se olvida lo que una vez se supo. Yo olvidé afortunadamente cómo tocaba aquel barbudo un
cuerpo de mujer. Mi madre era entrometida, o más bien curiosa, una artista de la vida que lo quería
saber todo para poder arreglarlo a su manera. Me dejó sentado en el banco y corrió tras el monje,
hacia el altar, cuando todos se fueron. Hablaron largo rato, y vi también que ella echaba dinero en un
cepillo y él se lo agradecía gentilmente con un movimiento de cabeza y una bendición.
»La velada fue inolvidable. Cenamos en un comedor reservado del hotel en obsequio de unos
amigos de mi padre que comieron con nosotros. Mi madre estaba deslumbrante. Cuanto más tiempo
pasaba en el cementerio de los capuchinos, más hermosa y fresca se volvía. Uno de los invitados, el
arquitecto Francesco Valmarana, explicó las propiedades de las criptas para conservar a los muertos
y embellecer a los vivos. Al preguntarle mi madre si también ella aumentaría en belleza y juventud en
aquel lugar, que frecuentaba, el viejo zorro dijo que no se podía añadir nada a lo excelente, pero que,
de todas formas, mejor que un lugar tan melancólico le sentaría su propio jardín secreto, típico de las
grandes casas palermitanas.
»Ella entonces se hizo la interesante contando la escena desgarradora junto al féretro de Rosalía
Lombardo, que habíamos presenciado aquella tarde, cuando la muchacha desconocida se abalanzó
sobre el cristal de la caja gritando come une hysthérique, como una energúmena. El arquitecto
Valmarana exclamó que no era posible que hubiéramos visto a la “signora Lombardo, la sorella”,
pues su existencia no era más que una leyenda, que hacía años había propagado un fraile chiflado,
lejano pariente de la familia. Según él, había una hermana superviviente y gemela idéntica de la
Rosalía Lombardo que tanto gustaba a todos por ser rosa fresca del jardín de muerte. Se llamaba
Virginia y habría ido creciendo al compás natural de los años, dejando atrás a su hermanita muerta.
Se decía que eran como dos gotas de agua y que vivieron como si fueran un solo ser hasta que
Rosalía murió intoxicada accidentalmente por el veneno que se usaba en la casa para exterminar
cucarachas gigantes que habían invadido las alacenas y carboneras. Casi todo el mundo pasa por alto
este tema del veneno, pero para mí —prosiguió Labastille— es esencial en la historia. Pocos saben
que el arsénico dota a los cuerpos que lo han ingerido de una especie de resistencia a la putrefacción.
»Los Lombardo quisieron hacer embalsamar a la niña y darle sepultura en la cripta familiar de su
lugar natal de Monreale. El doctor Salafia, a quien encargaron el embalsamamiento, pidió permiso
para llevar a cabo su trabajo en las instalaciones de los capuchinos, que conocía bien y con las que
estaba familiarizado. No hubo inconveniente. La niña fue trasladada inmediatamente a las estancias
del baño de natrón y al secadero, y comenzó a sometérsela al procedimiento secreto que daba tan
buenos resultados. Naturalmente, la otra niña, la hermanita superviviente, no supo nada de esto.
Cuando al cabo de ocho meses el cuerpo de Rosalía hubo vencido a la corrupción y podía pasarse a
una fase superior del arte, el doctor Salafia sufrió un infarto cerebral y dejó el mundo de los vivos y
hasta el de los muertos. El prior propuso a los Lombardo que los monjes embalsamadores terminaran
el trabajo con Rosalía, a cambio de que la familia la permitiera descansar allí, probablemente
porque era tan bella, tan extraña, tan sublime, que la querían para sí como un trofeo, como una obra
de la que estaban orgullosos.
»He sostenido en varios artículos que el hecho de que Rosalía muriera envenenada con arsénico
facilitó su buena conservación —prosiguió Labastille, cada vez más melancólico y alterado—. No he
encontrado más que dificultades. Aquí nunca se ha querido ni oír hablar del tema. El caso es que la
familia no vio con malos ojos que se estableciera una capilla de Santa Rosalía en los Capuchinos
para cobijo de la niña y que el mundo pudiera verla y admirarla, sin estar oculta en la cripta familiar
húmeda e ignota. No fue un secreto sino un orgullo. Quizá incluso una manera de alejar de sí
cualquier indicio de sospecha por leve que fuera sobre la muerte de la pequeña, no por asesinato
sino simplemente por descuido.
»Cuentan que cuando cumplió quince años, con su joroba, su melena imposible y su aparato de
ortodoncia, Virginia, la gemela viva, se enfrentó por vez primera con el rebelde espejo que constituía
la bellísima Rosalía. Se le prohibió visitarla, pero desde muy joven se escapaba para verla detenida
en el tiempo mientras por ella pasaban los días y los años. Goran Pizska ha reparado en la madera
del féretro que corresponde a la cabeza, en un letrero de letras irregulares que dice MORS SPES
MEA (la muerte es mi esperanza). Él conjetura que se hizo a punta de navaja, pero yo creo que fue
rascando con las uñas de una mano femenina. Expresa de un modo muy patético la angustia de la
muchacha solitaria que se asomaba una y otra vez al agua turbia del cristal para ver el rostro
delicioso de su hermana y percibir el negro soplo del tiempo.
Cuando despedí a Labastille en la puerta del hotel, caminé preocupada bajo la lluvia. ¿Qué sabía
yo, en definitiva, de todo aquello? ¿Y Goran, qué diablos sabía Goran, que había acarreado toneladas
de papelotes, que de pronto me parecían vanos? Cuando llegué a mi casa tomé un vaso de leche con
un valium y hojeé mi ejemplar de la tesis. No estaba tan mal como había creído en mi crisis de
pánico. Estaba muy bien, lo que ocurría era que en el tema se mezclaban insidiosamente las líneas de
investigación con la cultura popular viva, pero de eso ni mi alumno ni yo teníamos la culpa.
Al día siguiente, el de la lectura pública de la tesis, me di cuenta de que, aunque casi todos los
miembros del tribunal eran amigos míos, no apreciaban demasiado el trabajo de mi pupilo. Temí que
fueran crueles con él. Podemos serlo todos, yo misma lo he sido a veces con otros aspirantes a
doctor. Pizska no se lo merecía. Había trabajado mucho y si sus conclusiones no eran geniales, tal
vez se debía a la mezcla de mi propia ineptitud para dirigirle y su tozudez en seguir su propio camino
sin hacer caso de nadie. En eso se parecía a otra doctoranda extranjera, la iraquí Nedjwa Rashid, que
me había hecho perder la paciencia en varias ocasiones con su tesis sobre enterramientos asirios.
Pobre Nedjwa, quizá pereció bajo una bomba norteamericana pocos años después.
Cuando el viejo doctor Leonardo Sigismondi, el último en hablar porque presidía la sesión,
protestó porque en su ejemplar de la tesis uno de los capítulos estaba escrito con máquina de escribir
y no con ordenador como el resto, lo que le parecía un desaliño y una falta de respeto al tribunal, la
puerta de la sala de grados donde estábamos se abrió de golpe con estruendo, y entró por ella una
ráfaga de aire helado que nos hizo estremecer. Se extendió por la sala un intensísimo olor a amoniaco
y a almendras amargas. Una niña rubia muy pequeña, con un gran lazo de color crema recogiendo uno
de sus rizos en lo alto de la cabeza, apareció en el umbral. Llevaba un vestido rosa sobre unas
anticuadas enaguas almidonadas, calcetines blancos de ganchillo y zapatitos rosas. Se sentó en una
butaca de la última fila y allí se quedó muy formal, mirando fijamente a Goran, que estaba de
espaldas y no la había visto en el primer momento pero que enseguida no sólo la vio sino que quedó
petrificado. Todos la vimos. Luego entró una joven vestida de un modo un tanto formal y anticuado,
como si fuera a asistir a una Primera Comunión o a alguna fiesta eclesiástica, con guantes hasta el
codo y la cabeza adornada con un tocado discreto pero no soso. Buscó con la mirada, angustiada, a la
pequeña. Cuando la vio, se acercó a ella, tiró de su brazo violentamente y la sacó de la sala. La niña
no protestó. Quiso únicamente pararse a recoger el lazo que se le había caído, pero la otra no se lo
permitió. Hubiera dado diez años de mi vida por aquel lazo, que finalmente recogió Goran cuando
abandonábamos la sala. Justicia poética. Quizá nadie se dio cuenta salvo yo de la reacción de
Labastille. Se quitó las gafas, las limpió cuidadosamente y las introdujo en el bolsillo superior de la
chaqueta. Tenía las ojeras muy acentuadas y los ojos con el brillo helado de los zafiros azules.
El presidente del tribunal no tardó en reponerse de aquellos accidentes, y tranquilizó a Goran
sobre la valía de su trabajo. Había llegado la hora de comer y una angustia nauseosa se extendía por
la sala. Era cruel tenernos a las tres de la tarde oyendo hablar de desventramientos, trepanaciones,
baños de arsénico, natrón, sulfito de sosa y otras materias relacionadas con la mojama humana. Sobre
todo después del sobresalto del viento abriendo la puerta, que ocupaba todas las mentes. Sentí un
leve mareo, del que procuré reponerme pensando que aquello no iba a durar mucho y sólo quedaba
ya un último suplicio, la comida en un buen restaurante a costa del pobre doctorando.
Con todo lo que se dijo y se insinuó allí, y los cientos de folios que ya tenía redactados Goran, le
envié de nuevo a Palermo con una beca y le dije que no volviera a verme sin un libro que estuviera a
la altura del tema. Lo hizo. Es magnífico, pero le falta la explicación de uno de los pequeños
misterios: el de su propia profanación de la momia de Rosalía Lombardo. Yo siempre lo he tenido
por un suceso apócrifo, fruto del delirio doctoral.
Notas
[1] No obstante, algunas fuentes documentales apuntan que la palabra árabe «mummya» deriva del
vocablo persa mummeia o mum, que significa alquitrán, un preservante recomendado en el
tratamiento de maderas duras, y que se utilizaba para la construcción de navíos y como aislante. <<
[2]Curiosamente (¿o no?), la creencia en las fabulosas propiedades curativas del polvo de momia se
prolongó hasta la primera mitad del siglo XIX, cuando los avances científicos de la época probaron
fehacientemente que todo ello era un mito. A consecuencia del descubrimiento, los gatos
momificados —animal doméstico sagrado, objeto de culto desde el 2900 a. C. por mediación de la
diosa-felina Bastet, y protegido por rigurosísimas leyes que prohibían su maltrato o muerte, so pena
de ser condenado a la esclavitud de por vida o ser decapitado— sufrieron la rapacidad de los
europeos, concretamente de los británicos, que las convirtieron, una vez trituradas, en fertilizante
para las cosechas (¡). Está documentado un caso especialmente deplorable acaecido en 1859: el
descubrimiento en Beni Hasen de un cementerio con 300.000 momias de gatos, llevó a un grupo de
«comerciantes» a arrasar el lugar, triturando todas las momias para conseguir veinte toneladas de
«abono» que vendieron a cuatro libras esterlinas la tonelada. <<
[3] Según explica Gerardo Jofre en su excelente artículo “El polvo de momia”, aparecido en el
Boletín de Amigos de la Egiptología. Año II, número 15. Septiembre 2004.
http://www.egiptologia.com/bolelin/htm/biae15.htm <<
[4]Las raíces del miedo. Antropología del cine de terror, por Román Bubern y Joan Prat Carós.
Tusquets Editores, col. Cuadernos Ínfimos nº 86. Barcelona, 1979. Pág. 135. <<
[5]Pierre Loti se inició en la literatura en 1876 tras haber viajado por todo el Oriente, lugar que fue
el escenario de muchas de sus novelas, por lo que se le considera el padre de la ficción exótica
moderna. Mediante un acusado tono romántico y un estilo muy sencillo, intentaba provocar en sus
lectores experiencias nostálgicas indirectas sobre lugares donde jamás habían estado. Sus obras más
destacadas son La novela de un Spahi (1881), Pescador de Islandia (1886), Ramuntcho (1897) y
Las desencantadas (1913). <<
[6]Idea que luego se vio sustancialmente transformada y ampliada, en plena eclosión de la cultura
pop y de las paraciencias ocultas, gracias a la irrupción del fenómeno OVNI: según las nuevas
creencias, las pirámides fueron construidas con ayuda de tecnología extraterrestre (sic). <<
[7]Estos hechos, y otros muchos que nos es imposible relatar aquí por falta de espacio, hicieron que
la prensa londinense empezara a hablar de «la maldición de la momia». Un reportero gráfico se
atrevió a tomar una fotografía del sarcófago; pero cuando reveló la instantánea descubrió para su
sorpresa y horror que el bello rostro de la princesa, tallado en la parte superior de la tapa, se había
convertido en una faz monstruosa. El fotógrafo, presa de una fuerte crisis nerviosa, comentó la
escalofriante metamorfosis a uno de sus colegas periodistas y le enseñó la foto. Éste,
inmediatamente, huyó despavorido hacia su casa, y una vez allí, se voló la cabeza de un disparo. <<
[8]The Curse Of The Pharaohs, de Philipp Vandenberg. Book Club Associates, Londres, 1976.
“Research Ship May Have to Halt Effort to Locate the Titanic”, The Washington Post, 17 de agosto
de 1980. <<
[9] The Secret Vaults of Time. Grosset & Dunlap, Nueva York, 1978. <<
[10]En opinión del egiptólogo y paleontólogo estadounidense Bob Brier (n. 1943), el golpe en la
cabeza que acabó con Tutankamon «tuvo que ser causado por alguien cercano al rey: un guardia, su
asistente personal o el copera real. Nadie podía ponerse tras el faraón, a no ser que fuera parte de su
trabajo». The Murder of Tutankhamen. Berkley Trade / Univesity of Berkley, California, 1999. <<
[11]
Fantasmas y aparecidos en la Edad Media, por Claude Lacouteux. José J. de Olañeta Editor.
Palma de Mallorca, 1999. Pág. 155. <<
[12] Las raíces del miedo. Antropología del cine de terror. op. cit. 4. Págs. 141-144. <<
[13]Cuentos 2, de Edgar Allan Poe. Traducción, prólogo y notas de Julio Cortázar. Ed. Alianza
Editorial, col. Libro de Bolsillo, Madrid, 1984. Págs. 512-513. <<
[14]En La Casa de la Muerte/la Casa de la Purificación —institución dependiente de los templos—
trabajaban grandes y respetados profesionales de la momificación, pero también parias de la
sociedad y fugitivos de la justicia, quienes eran repudiados por todos, incluso por las prostitutas de
más baja ralea, quienes se negaban a comerciar sexualmente con ellos. Tal contingencia hizo que se
produjera, en más de una ocasión, la violación de las muertas más jóvenes y hermosas, delito que era
castigado con la mayor severidad. Este hecho, conocido sotto voce por todos, llevó a los parientes
de las muchachas fallecidas a entregar sus cuerpos a La Casa de la Muerte tres o cuatro días más
tarde de lo prescrito. Con las altas temperaturas de Egipto, el proceso de descomposición se
aceleraba y sus primeros signos, ya evidentes, disuadían a los potenciales necrófilos. <<
[15] Edición en castellano por Editorial Mateu (Barcelona, 1966). <<
[16] La leyenda de la momia, op. cit X. Págs. 271-272. <<
[17] “Los mitos del terror: La momia” en Terror-Fantastic nº 5, febrero 1972. Pág. 9. <<
[18]
La joya de las siete estrellas, por Bram Stoker. Ediciones Montesinos. Barcelona, 1987. Pág.
217. <<
[19] Las raíces del miedo, Antropología del cine de terror, op. cit. 4. Pág. 147. <<
[20]Everett Bleiler, uno de los primeros historiadores de la ciencia ficción literaria, escribió en la
revista The Arkham Sampler (primavera de 1949): The Mummy. A Tale of Twenty-Second Century
de Jane Weeb es un extraño estofado (sic). En él, el «Frankenstein» de Mary Shelley permanece a
modo de pastiche, donde el hombre ahora se dedica en serio a juguetear con medios científicos bajo
su poder, y donde la momia de Keops, revivida por la sacrílega ciencia, hace del monstruo de
Frankenstein un aficionado. <<
[21]Relato hasta hace unos pocos años totalmente desconocido, fue encontrado por el prestigioso
egiptólogo británico Dominic Montserrat (1964-2004) en los archivos de la Biblioteca del Congreso
de los Estados Unidos, en Washington D. C. —profundamente enterrado entre la colección de
revistas y semanarios—, en el transcurso de unas investigaciones que éste llevó a cabo para
determinar cuándo nació, desde una óptica literaria, el mito de «la maldición de la momia». <<
[22]Marie Corelli era el pseudónimo de la escocesa Marie Mackey (1855-1924), autora de libros tan
populares en su época como The Sorrows of Satan (1895) —de la que el pionero del cine
estadounidense, David Wark Griffith (1875-1948), di rigió una espléndida adaptación fílmica en
1917—, además de Barabbas: A Dream of the World’s Tragedy (1893) o Devil’s Motor: A Fantasy
(1910). A Marie Corelli le interesó por igual la ciencia, la magia y, por supuesto, el misterioso
Egipto de los faraones: aparte de Twin Souls: The Strange Experiences of Mr Ramses (1887) —
extravagante mezcla de ocultismo y novela «rosa»—, su obra maestra al respecto es Ziska: The
Problem of a Wicked Soul (1897), una historia repleta de erotismo y horror en torno a la
trasmigración del alma y la reencarnación desde el Antiguo Egipto, cuyo clímax tiene lugar en la
cámara mortuoria de una pirámide. <<
[23]Cf. The Mummy Walks Among Us, por Vic Ghidalia (Ed.); Xerox Education Publications,
Connecticut, 1971. Mummy!: A Chrestomathy of Cryptology, por Bill Pronzini (Ed.); Arbor House
Pub Company, Nueva York, 1980. Mummy Stories, por Martin Harry Greenberg (Ed.); Ballantine
Books, Nueva York, 1990. Into the Mummy’s Tomb, por John Richard Stephens (Ed.); Berkley Trade,
Nueva York, 2001. Pharaoh Fantastic, por Brittiany A Koren & Martin H. Greenberg (Eds.); Daw
Books Inc., Nueva York, 2002 <<
[24] Declaración extraída del rotativo London Daily Telegraph, 27 de noviembre de 1976. <<
[25] El vampiro en el cine, por David Pirie. Ed. Centropress S. L., 1977. Pág. 74. <<
[26] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[27]Según la traducción hecha al inglés por el egiptólogo E. A. Wallis Budge, en su versión de El
libro de los muertos. (N. del T.) <<
[28]
Los médicos en el Antiguo Egipto eran queridos y respetados; se les conocía como hombres que
cuidan de los que sufren, que es lo que significa Sun-Nu, plural de Nu, médico. (N. del T.) <<
[29] La casa de la alegría fue el antiguo nombre que recibió la residencia palaciega de Amen-Hotep
III. Actualmente, este yacimiento recibe el nombre árabe de Malkata o más concretamente el de
Malkat el Bahirat, el lugar donde las cosas antiguas se pueden sacar en la ciudad de el Bahira.
(N. del T.) <<
[30] La antigua Nubia. (N. del T.) <<
[31] El dios del aire seco. (N. del T.) <<
[32] El dios Tifón. (N. del T.) <<
[33] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[34] Nombre griego de Ramsés III. (N. del T.) <<
[35] Nombre moderno de la antigua Tebas. (N. del T.) <<
[36] La actual ciudad de Aswan. (N. del T.) <<
[37]Ciudad del Alto Egipto, la actual Kom Ombo. Puede que en la Antigüedad, como sugiere el autor,
fuese también nombre de persona. (N. del T.) <<
[38] Nombre antiguo del Peloponeso. (N. del T.) <<
[39]Hubo un faraón llamado Thutmes III, también de la dinastía XVIII, del que dieron primera noticia
los griegos. No consta ninguno como Thutmes XXVII, el rey de este relato. (N. del T.) <<
[40]Alusión a la llamada del Memnon de la mitología griega a su madre Aurora, la diosa del alba. Si
no la hacía, se entendía que el dios estaba enojado. (N. del T.) <<
[41] Faraón de la dinastía XII, conquistador de Nubia. (N. del T.) <<
[42] Evocación de la reina Hatasu, de la dinastía XVIII. (N. del T.) <<
[43]La humorada es evidente, pues en 1878, fecha de la aparición de este relato, no había rey en
Inglaterra sino reina: Victoria. (N. del T.) <<
[44] Se refiere a la ortodoxia cristiana. (N. del T.) <<
[45]En realidad es un remedo humorístico de Shakespeare, en Hamlet, donde dice: Hay más cosas en
el ciclo y la tierra de las que puede soñar tu filosofía, Horacio. Sitúa además a Shakespeare en
Phike, en la actual Bostwana, de la que dice que es bardo, y menciona a Cefrenes, en vez de Horacio,
que fue constructor de la segunda pirámide. (N. del T.) <<
[46] Traducción: J. L Velázquez. <<
[47] Traducción: Amando Lázaro Ros. <<
[48] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[49]Es el faraón también conocido como Keops, hijo de Senefru, de la III dinastía, constructor de la
pirámide blanca. (N. del T.) <<
[50]La creadora del universo físico y de lodos los astros. Sus hijos fueron Osiris, Isis, Seth, Neftis y
Horus. A estos hijos suyos se los llama hijos del desorden, debido a las perturbaciones que, con sus
disputas, introdujeron en la creación. (N. del T.) <<
[51] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[52] Cuerpo de camelleros del ejército británico. (N. del T.) <<
[53]Calle de Londres tradicionalmente llamada de los médicos por haber allí en tiempos
innumerables consultas. En la actualidad acoge las sedes de varios laboratorios médicos y
farmacéuticos de gran importancia. (N. del T.) <<
[54]Bajá, general, gobernador, funcionario superior o almirante turco y egipcio. Un notable, en
cualquier caso. (N. del T.) <<
[55]O Sheikh el Balad, estatuilla en madera a la que dieron tal nombre, que significa El alcalde,
según dicen por su parecido con quienes detentaban dicho cargo. Data de la V dinastía. (N. del T.) <<
[56]Son innumerables las estatuillas egipcias que representan al escriba sentado en todos los
periodos. (N. del T.) <<
[57] O Amenemhat, faraón de la XII dinastía. (N. del T.) <<
[58] Según la mitología egipcia, la primera tierra creada por los dioses. (N, del T.) <<
[59] Traducción: Miguel Ángel Ávila. <<
[60] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[61] En el original, Anglian coast. Del latín angli, anglos, ingleses. (N. del T.) <<
[62]
Coche de dos ruedas, tirado por un caballo, con dos asientos unidos por el respaldo, y un espacio
habilitado bajo éstos para llevar a los perros. (N. del T.) <<
[63]
Baelbrow, voz de etimología difícil de precisar, era en la antigüedad el cenotafio donde recibían
honores los caídos en una batalla. (N. del T.) <<
[64] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[65]
El Mar Rojo. En este punto introduce el autor una nota en la que señala que entre los hebreos, el
Mar Rojo (Yam-Mitzrayim), era el Mar de Egipto. (N. del T.) <<
[66]El desierto de Zin se encuentra al nordeste del desierto de Paran; el oasis de Cades, entre ambas
zonas desérticas, fue el lugar en el que, según la mitología hebrea, pasaron casi cuarenta altos los
israelitas tras su éxodo de Egipto. (N. del T.) <<
[67]Azazel es el nombre de una entidad demoníaca. Su origen es hebreo y significa la cabra del
emisario, o chivo expiatorio, expuesto en Levítico 16, 8-10, y no vuelve a mencionarse en ninguna
otra parte de la Biblia hebrea. Se origina de dos palabras de raíz, aze, que significa la cabra, y azel,
que significa la salida. Otro posible origen del nombre es que sea un derivado de las palabras
hebreas azaz, que significa veneno, y el, que significa resplandeciente o luminoso. Cabe indicar que
este sufijo, el, se aplica a casi todos los ángeles y a buena parte de los ángeles caídos. (N. del T.) <<
[68] Inserta aquí Iliowizi una nota muy interesante que dice así:
Esta leyenda del judío errante, sobre la que nada he visto escrito, hasta donde me ha sido dado
investigar, salvo algunas referencias en el Corán, es sin duda el origen de la leyenda cristiana del
judío errante, leyenda originada unos 1.500 años antes de la era cristiana. En mi opinión, posee un
interés psicológico evidente. Dice el Corán: Y Al Zameri tomó cuanto había recibido y creó con ello
un becerro. Y Al Zameri y los suyos dijeron éste es vuestro dios y el dios de Moisés… Y Moisés le
dijo ¿qué pretendes, Al Zameri? Y Al Zameri contestó sé bien que no saben que he tomado un
puñado de oro de los mensajeros de Dios, y he hecho con ello un becerro, llenado de mi propia
intención (Sura 20).
La presencia avisa del peligro de que le toquen, del peligro de todo contacto con él, a quien le ha
salvado, cuando le dice: «¡No me toques!» La referencia coránica en la que me he basado dice así:
Moisés dijo a Al Zameri ve y camina, pues tu castigo es el de penar eternamente y decir a quien se
te acerque no me toques. (Sura 20).
El errabundo Al Zameri viene a ser para el folklore oriental una especie de compañero de Caín,
también errante, de quien se dice que vive eternamente. <<
[69] El ángel caído que representa la muerte y la destrucción. (N. del T.) <<
[70]
Incluye Ilowizi una nota en este punto, que dice así: Es un gesto común en Oriente, mediante el
cual se expresa una emoción dolorosa. Primero se abren de brazos y después se golpean el pecho
con las manos, que luego juntan con un trémulo espasmo. (N. del T.) <<
[71] O Baalbek, la Heliópolis griega tras la conquista de Alejandro el Magno. (N. del T.) <<
[72] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[73] Así en el original. (N. del T.) <<
[74] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[75] El Mar Rojo. Llamado así durante la dominación otomana de Egipto, en el siglo XVI. (N. del T.)
<<
[76]
El artífice del Canal de Suez, vizconde Ferdinand-Marie de Lesseps, nacido en Versalles en 1805
y muerto en 1894. Había sido nombrado vicecónsul de Francia en Alejandría en 1835. (N. del T.) <<
[77] Viento que sopla desde el desierto del Sahara. (N. del T.) <<
[78] Viento que sopla desde el norte de África. (N. del T.) <<
[79]Iniciales de un personaje, un reportero, que aparece en alguno de los cuentos de Rohmer. Un
recuerdo acaso de sí mismo, pues cuando ejerció de joven como periodista de sucesos firmó varias
crónicas con dichas iniciales. (N. del T.) <<
[80] El velo femenino de color negro, más a la manera turca que árabe. (N. del T.) <<
[81] Licor de hierbas con un sabor amargo. (N. del T.) <<
[82]Traducción imposible. Ni siquiera consultando un ensayo excelente y muy interesante, de 2005:
Sax Rohmer’s Use of Oriental Words in His Fiction, de Garland Cannon, profesor emérito de
lingüística, de la Texas A&M University. (N. del T.) <<
[83] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[84] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[85]
La chanza es evidente: de Samuel Pepys decían sus contemporáneos que tenía cara de momia,
dada su fealdad. (N. del T.) <<
[86] Se refiere a los Colosos de Memnóm. (N. del T.) <<
[87] Traducción: José Luis Moreno Ruiz. <<
[88]
El dios halcón, según la mitología egipcia, es Horus. Mesti es hijo de Horus. Resulta extraño que
Coyne coloque a Mesti por encima de Horus, identificándolo con el dios halcón. (N. del T.) <<
[89] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[90] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[91] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[92] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[93]Se refiere a la socióloga china Mayling Soong, educada en Estados Unidos y conocida como
Madame Chiang tras su matrimonio con el líder nacionalista chino Chian Kai-Shek, opuesto a Mao.
(N. del T.) <<
[94]Membrana formada por tejido conjuntivo fibroso, cuyos hacecillos están entrecruzados, y que
sirve de envoltura a los músculos. La descripción anatómica que hace Quinn no deja de ser un tanto
sui generis, en cualquier caso, pero vale para designar una herida leve, superficial. (N. del T.) <<
[95]O romboidal, músculo situado en la parte superior de la espalda, que va de la apófisis espinosa
de las últimas vértebras cervicales y de las primeras dorsales hasta el borde interno del omoplato.
(N. del T.) <<
[96] Según la mitología céltica irlandesa, la banshee es una diablesa que vaga por el mundo
alimentándose de almas afligidas. Caza sólo de noche y usa su voz para emitir una aguda llamada con
la cual detecta a sus víctimas, pues rebota en el dolor y la aflicción de éstas. (N. del T.) <<
[97] La tía Dorotea. La chica dijo que su tía se llamaba Dorothy. (N. del T.) <<
[98] Louse significa piojo; Crab-louse, significa ladilla, y Plant-louse, pulgón. (N. del T.) <<
[99]
De la expresión de jerga escocesa To go to stool, que significa hacer de vientre. Evacuar, en
suma. Stoll es banqueta, escabel, silleta, etcétera… Y de allí, inodoro, taza del WC. (N. del T.) <<
[100] Machete filipino. (N. del T.) <<
[101]
Manly Wade Wellman, nacido en Kamundongo (ahora Angola) en 1903, ha sido uno de los
maestros del cuento de terror, escribiendo multitud de relatos para Weird Tales, Wonder Stories y
Astounding Stories. (N. del T.) <<
[102] Traducción: José Luis Moreno-Ruiz. <<
[103] Se refiere a Carl Fabergé (1846-1920), el joyero ruso creador ele un estilo. (N. del T.) <<

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