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MENTES

EXTRAÑAS
relatos diferentes para gente rara

Jon Padgett
Michael Wehunt
Philip Fracassi
Ted E. Grau
DILATANDO MENTES EDITORIAL
Esta es una publicación gratuita de
Dilatando Mentes Editorial.
Prohibida su venta.
contenidos
-La quedada fílmica de octubre:
Bajo la casa
(Un relato de Michael Wehunt)

-Canciones de amor de la
máquina musical de hidrógeno
(Un relato de Ted E. Grau)

-Sueños Origami
(Un relato de Jon Padgett)

-Mandala
(Un relato de Philip Fracassi)
Un relato de
Michael Wehunt

lA QUEDADA FÍLMICA DE
OCTUBRE: BAJO LA CASA
Relato finalista de los Premios Ignotus
Alem

El primer plano de Bajo la Casa parte desde el borde de la fila de árboles y se prolonga
durante más del dos por ciento de la duración total de la cinta. La lente resplandece con
un parpadeo rosa-amarillento, las motas de polvo se hinchan hasta formar corpúsculos, y
más allá de la pradera con matas que llegarían hasta el pecho de un hombre, las sombras
pierden sus contornos con el incipiente atardecer. Es una introducción de corte elegante,
aunque incongruente.
Los cuatro hombres, creyendo que la película estaba incompleta, llegaron hasta allí
para concluirla. Se detuvieron en el primer mirador, contemplando la vieja casa colonial
mientras los pinos blancos crujían tras ellos, las ardillas gritando en las ramas. En algún
lugar cerca del lago Cord, los somormujos replicaban los aullidos de los lobeznos. Los dos
perros plantaron sus orejas ante aquellas llamadas, luego se volvieron para husmear por
el suelo, un tierra desconocida repleta de nuevos olores, vagando por la hierba hasta que
Cheung y Mayne les ordenaron regresar a su lado.
La casa parecía como si alguna vez se hubiera encogido de hombros y después se hubie-
ra acostado a dormir, y en ese ensueño, sorprendió a Adam con cierta familiaridad. Y no
simplemente por la película. Era el sabor del aire, la forma en la que el marco del cielo
mutaba cuando un viento aislado atrapaba las copas de los árboles. Aquello era algo así
como un lugar que él iba a ir a visitar, lo cual que no tenía sentido porque, por supuesto,
ya estaban allí. ¿Y qué importaba? Familiar o no, desde el extremo de su prado cargado de
vegetación, las ventanas de la casa le devolvían la mirada con una avidez muda nada disi-
MENTES EXTRAÑAS - LA QUEDADA FÍLMICA DE OCTUBRE: BAJO LA CASA
mulada. No parecían ojos en absoluto. Alem encontró ese efecto más discreto que cuan-
do había sido filmado por Lecomte, aun cuando sintió la más que perfecta anticipación de
las virutas de pintura vieja desprendiéndose de las paredes contra la palma de su mano.
Mientras que los demás habían perdido la cuenta las veces que habían visionado Bajo la
Casa, Alem había permanecido ajeno a ella hasta la semana que habían dejado atrás. No
podía creer que ese clásico de culto, por poco ortodoxo que fuera, hubiera permanecido
fuera de su radar durante tanto tiempo, y todavía estaba procesando lo que había visto.
Y lo que estaba percibiendo en esos momentos. La reconciliación de las dos sensaciones.
Lo único que sabía con certeza era que la casa parecía exhausta, como lo estaría cualquier
vivienda abandonada en un bosque, sobre todo cuando era contemplada a través de sus
lentillas.
Todos estaban agotados. Mil cien millas al norte de Nuevo Hampsire sin detenerse en
ningún hotel, y Alem, especialmente, no era mucho de dormir en el coche.
–No es tan espeluznante –dijo Harlan a su lado.
–Pero, ¿ves el círculo en la hierba? –Cheung señaló al prado del jardín.
–Sí –respondió Harlan–. Es difícil no verlo. Todavía no ha crecido demasiado.
–¿Esperas que lo haga? –preguntó Cheung–. Primero, allí se hizo una hoguera. Y segun-
do, los Lecomitas lo mantienen todo acorde a como estaba en la tercera escena.
–Nada de Lecomitas –dijo Mayne–. Necesitas haber forjado una leyenda detrás de ti
antes de optar a ganarte algún adepto.
Cheung se echó a reír y avanzó entre la hierba. Era el más alto de todos —Harlan parecía
referirse a él como Yao Ming en bastantes ocasiones— y los tallos se abrieron alrededor
de su cintura. Baily, su golden retriever, avanzó al trote junto a él. El perro de Mayne, un
border collie, rompió su vigilia y lo siguió. Al parecer, Mayne le ponía el nombre de Foster
a todos los perros que rescataba, e intentó que los del hogar de acogida temporal le per-
mitieran quedárselo.
Alem conocía apenas tres detalles triviales sobre cada uno de aquellos tipos. Eso no le
ayudó demasiado a que pudiera componerse una imagen de ellos que se saliera de la ubi-
cua idea del friki del terror. Término este que, había proliferado últimamente y del que
alardeaba él mismo, pero que, por algún motivo, no les sentaba demasiado bien a aquellas
personas. También se daban cierto aire a unos leñadores, si bien sin barba. Pero eran se-
rios, aunque solo eso. Escuchó hablar del blog La Quedada Fílmica de Octubre el pasado
invierno, y conocer a Cheung y Harlan en una convención en Atlanta le permitió, de
manera gradual, acceder al grupo.
Mayne también dio un paso hacia delante, pero no se adentró en el prado. El círculo
tenía unos veinte pies o más de ancho, como uno de esos anillos dibujados en la cosecha
pero a pequeña escala. La hierba de su interior había alcanzado más altura que la que

MENTES EXTRAÑAS - LA QUEDADA FÍLMICA DE OCTUBRE: BAJO LA CASA


no estaba contenida allí, como un difuso monumento a algo. Cheung fue engullido por
él cuando atravesó su circunferencia. Pegó un grito y el resto vio sus puños apretados en
señal de victoria.
Alem se frotó los labios con el dorso de la mano. Por su mente cruzó la opción de mar-
charse, en aquellos momentos, no había dado ni cinco pasos fuera del bosque. Aquella
era su primera quedada fílmica. Con anterioridad, casi desde el día en que se mudó a los
Estados Unidos, había llevado a cabo búsquedas de fantasmas. Incluso, una vez, pasó una
noche en la pequeña morgue de un asilo infantil abandonado. Durante una hora, inten-
tó dormir en una de las bandejas del depósito de cadáveres, encerrado en el interior del
compartimiento refrigerado, hasta que la absoluta oscuridad le impelió a abrir la puerta.
Polvo, dolor de espalda y una historia que adornaría cuando se la contara a Beth, quien le
había obligado a ducharse hasta por dos veces antes de dejar que la tocara.
No estaba seguro de por qué las impresiones de lo que estaba viviendo en esos momen-
tos eran diferentes, si era por la posibilidad de que hubiese “Lecomitas” merodeando por
allí, o por la sensación de avanzar a un nivel superior que emanaba de aquellas tres per-
sonas. De la propia casa — la atmósfera de la película le había perturbado lo suficiente
como para saber que era preferible no entrar en aquel sótano. Y, naturalmente, conocía el
género, y sabía que no se debería juzgar una casa embrujada solo por el aspecto que tuvie-
ra. Le asaltó la idea de estar actuando como los clichés del terror indicaban, la proverbial
incredulidad cercenada por un atisbo de inquietud. Se vio obligado a reírse un poco de sí
mismo.
Uno de los perros emitió un único ladrido, y la hierba del interior del círculo se balan-
ceó. Mayne corrió hacia el prado, pero Foster ya se había alejado del grupo. Alem observó
el difuso camino que había marcado el pánico del animal, hacia la casa, tal y como había
sucedido con el perro callejero de la película. Mayne volvió a llamar al collie mientras
desaparecía por la parte de atrás. La hierba dejó de agitarse y Cheung volvió a adentrarse
en el círculo.
La incomodidad de Alem se intensificó. Los perros no estaban capacitados para recrear
las escenas. No se les podía adiestrar para que lo hicieran, ¿verdad? Harlan se volvió hacia
él y le preguntó–: ¿Vienes? –Alem pensó en ello— la imagen de aquel agujero insondable
del final de la película se revelaba demasiado enigmática y excesivamente atávica en su
mente —antes de asentir.
Los cuatro, con Baily en la retaguardia, se acercaron a la casa casi en silencio, salvo por
el débil lamento del labrador. Los pocos grillos que quedaban, cantaban desde el exterior
del bosque, y una ardilla solitaria continuaba con firmeza con sus baladros inmersa en
su cháchara. Incluso cuando la casa se cernía frente a ellos, no era todavía más que una
simple estructura, con el lento desprendimiento de su pintura gris, con los postes blancos

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bajo el pórtico con muestras de cansada flaccidez. Cuatro escalones conducían hasta las
mecedoras volcadas y hasta una pesada puerta de caoba, sobre la cual había clavado un
pequeño tablón con las palabras Amada Desembocadura grabadas en su madera. Cada
uno de ellos miró la placa y continuaron como si no la hubieran visto. Alem pensó que
aquello era una reacción curiosa, justo cuando él actuaba de igual forma. Colocó una
mano contra la pared. Su piel zumbó un instante, y una tira de pintura se resquebrajó en
su palma.
–Debería ir a buscar a Foster –dijo Mayne, y los otros no tardaron en replicarle.
–Foster nos encontrará –dijo Cheung sonriendo–, si es que pasa como en la película.
–¿Qué? ¿Si es como qué? –Mayne negó con la cabeza–. Venga, tío. Si el perro de la pe-
lícula no era uno de los suyos. Tan solo estaba allí.
–Vaya, ¿entonces crees que es real? –preguntó Cheung, pero Mayne no respondió.
Harlan le había contado a Alem, antes de que subieran Bajo la Casa a YouTube el pa-
sado fin de semana, que pensaba que Mayne era el más friki del grupo, y que Cheung el
más crédulo de todos. Cheung pensaba que Lecomte no era en absoluto un cineasta, que
la película tenía solo carácter iniciático. ¿Para un culto? Tal vez, o solo para acceder a un
inmenso rompecabezas.
Mayne observó a Cheung durante un minuto, con un indicio de tirantez que no estaba
allí antes, luego se dio la vuelta, encarando la puerta, y la abrió. El polvo tamizaba la luz
que se colaba en el interior. Accedieron al interior.
–Tu perro estará en la cocina –dijo Cheung–. No te alejes, Baily. –En algún momento,
le había quitado la bolsa a Harlan, pero no hizo ningún gesto que indicara que fuera a
coger la pequeña cámara. La filmación había sido el punto de discordia durante todo el
trayecto, y habían cruzado la frontera de Nuevo Hampsire antes de todos expresaran que
querían ser ellos los que concluyeran la película–. Lecomte grabó primero el salón, luego
el comedor y después la cocina. Eso es algo que todos hemos visto.
–Lo que quieres saber es dónde está la puerta que conduce al sótano –dijo Alem. Puede
que allí estuviera la inminente llegada de un dolor de cabeza; tenía la vaga sensación de
los pensamientos confusos entremezclándose en su mente. Después de todo, Cheung te-
nía razón —aquello ya lo habían visto en la pantalla de un portátil.
Cheung lo ignoró y se alejó. Los demás le siguieron a través de las dos estancias principa-
les, la primera contenía tan solo un sofá conquistado por el moho que no tardaría en des-
integrarse y formar parte del suelo sucio. Una larga mesa con una única silla dominaba la
segunda habitación. Polvo por todas partes. Varios cables negros y delgados descansaban
en el suelo del comedor, desamparados, sin nada a lo que conectarse. Había un pequeño
agujero en la base de la pared. Alem se inclinó para descubrir un módem con cinco luce-
citas verdes, una de las cuales estaba parpadeando.

MENTES EXTRAÑAS - LA QUEDADA FÍLMICA DE OCTUBRE: BAJO LA CASA


–Chicos –dijo–, hay un… un módem en la pared. Está encendido.
–¿Un módem? –preguntó Cheung–. ¿Cómo si hubiera internet aquí? Y pensar que ni
siquiera llevamos nuestros teléfonos. –Sonrió, haciendo una referencia velada a una de las
normas de La Quedada Fílmica de Octubre.
–Pero, ¿quién diablos tiene contratada la luz para un sitio como este y mucho menos Net-
flix? –Mayne pasó la palma sobre la mesa, y su mano quedó forrada de polvo.
Nadie tenía una respuesta, así que comenzaron a probar los pocos interruptores que pudie-
ron encontrar. A excepción de aquel módem oculto, nada tenía corriente eléctrica. Al cabo
de un momento, a Alem se le ocurrió que faltaba algo más: los desperdicios de los desocupa-
dos y los mendigos. No había condones usados, ni latas de cerveza, y tampoco, hasta enton-
ces, habían encontrado camas improvisadas en cualquier zona de la casa, mucho menos un
colchón. Las señales de habitabilidad contradecían a las señales de completo aislamiento.
Luego estaba la cocina, y en ella el perro ausente.

«Dentro de Bajo la Casa», por Charles Mayne


Publicado en www.filmhaunt.com en septiembre de 2015

Aparte del ambiental que se percibe de fondo, no hay sonido en Bajo la Casa hasta el mi-
nuto dieciséis, cuando la oscuridad se ha adueñado de todo por completo. Solo se aprecia el
crujido de puertas y tablones durante el trasiego de pasos por la planta baja y ni tan siquiera
cuando el grupo encuentra al perro junto a la puerta del sótano pronuncian palabra alguna,
presumiblemente, se quedan en silencio. Entonces te das cuenta de que no has oído todavía
nada que no sea la respiración humana. No lo harás hasta que la película corta abruptamen-
te hacia el prado exterior. Una gran hoguera llena el encuadre, un montón de miembros cer-
cenados y apilados comienzan a humear. La pila comienza a crepitar. A lo lejos, los somor-
mujos trinan con su canto similar al de una flauta. Luego, la cámara se desplaza hacia arriba,
sobrepasando las siluetas de las copas de los árboles, para mostrarnos las estrellas borrosas a
consecuencia del humo, y alguien —los fans sostienen que es Lecomte— les recita algo. Ese
es el único fragmento considerable de diálogo en toda la película.
–Algunas de esas estrellas llevan colgadas en el firmamento mucho más tiempo del que lo
hizo mi padre. Objetos deformados. Puedo recordar una noche, la luna repleta de agujeros,
era más fuerte y joven por entonces. Mi padre ya había caído del cielo y yo pronto lo cul-
tivaría. El mundo era muy frío y silencioso y yo estaba desnudo, abrazándome a mí mismo
mientras mis pies descalzos se deslizaban por la superficie congelada del lago. A través de
aquellos árboles. Al tercer o cuarto intento de avanzar, caigo, mi pómulo se resquebraja
contra el hielo y me quedo tumbado tiritando, sintiendo mi rostro entumeciéndose incluso
mientras se hincha de un dolor amoratado. Por debajo de mi cuerpo, el hielo era opaco, cu-

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bierto de polvo blanquecino, y no reflejaba las estrellas.
»Y mi padre caminó hasta mí, sus pesadas y cálidas botas crujiendo en la nieve, con una
manta enrollada en su brazo. Contándome cómo las estrellas devoraban muchachos como
yo. Su gran boca se movió en dirección a mi rostro. Esas fueron la raíces de mi educación.
Los árboles se acercaron y apiñaron hombro con hombro. Cercaron el lago con fuerza, y
mengüé hasta no ser más que un grano en el recipiente que ellos conformaron. Ahora, en
medio de toda esta hierba muerta, me siento enorme.
Por algún motivo, los demás miembros del grupo se ríen de aquellas palabras. La cámara
desciende, para dejarlos expuestos alrededor del fuego y de los agitados tallos de hierba
amarillenta que tienen a su alrededor. De alguna manera, nada de todo aquello cae presa
de la fiereza de las llamas. En los siete años que han transcurrido desde que Bajo la Casa
apareció en la red, esta parte es con toda probabilidad, al margen de la escena principal, la
que más debates ha generado. El lago que hay próximo se verá un poco más avanzado el
metraje, pero el fuego en el prado es la única parte de la película que tiene una puesta en
escena exterior significativa, y está considerada el punto de inflexión de la historia.
El hombre rubio mira a través del fuego hacia la cámara —o hacia Lecomte, que nunca se
revela en la película— y dice–: De cette façon, tous nos père ont la meme yeux1.
Entonces, todos se mueven y miran hacia la cámara. Nadie pronuncia ni una palabra en
los siguientes once minutos, solo miran hacia el otro lado de la pantalla, hacia el espectador,
y el fuego estalla y oscila en primer plano. Un somormujo solitario lanza un único graznido
en aquel páramo silencioso.
Por fin, el hombre de pelo largo mira hacia abajo, hacia su regazo, y comienza a llorar–.
Dios mío –dije–, ¿eso es francés, Humley? ¿Qué significa? Tú no sabes francés, ¿verdad?
–Humley y el hombre calvo no tardarán en llorar también. Desconcertados, sin saber el mo-
tivo. La cámara, presumiblemente sostenida por Lecomte, lo capta todo asentada sobre su
firme e inmóvil trípode.
Luego, el perro abandonado mezcla de brindle y de pit bull, entra en el plano, con la co-
rona de madera y gruesos hilos de baba colgando de su boca. Lluvia de estática surcando la
pantalla. Entonces, Humley se desdobla y se tambalea saliendo del plano hacia oscuridad,
gritando. A partir de este punto, todo cambia.

Harlan

Después de todo, Foster había estado cerca de la puerta del sótano, y no estaba seguro
de qué le asustaba más, si la expresión fláccida del ausente rostro del collie o que se re-
plicara lo visto en la película. Encontraron al perro temblando sobre un charco de orina
1 En Francés en el original: De este modo, todos nuestros padres tienen los mismos ojos.

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que se extendía en tres ramificaciones frente a sus patas delanteras. Mayne se dio unas
palmaditas en las rodillas y llamó a Foster, pero el perro se limitó a mirar hacia delante,
con un surco de espuma pastosa alrededor de su boca. Harlan se sintió atraído hacia la
puerta del sótano, temiendo que él mismo pudiera comenzar a babear también. Al final,
se dieron por vencidos y dejaron a Mayne con el perro, su voz sonando cada vez más y
más desesperada. Volvieron al exterior y entraron en el círculo de hierba donde, en algún
momento, comenzaron a discutir sobre si encender una hoguera o no. Era casi seguro que
aquel lugar ardería por completo si llegaban a hacerlo. En el fondo, pensó Harlan, estaban
discutiendo si Lecomte era alguna especie de brujo negro.
–La última vez no hubo ningún fuego –dijo. Con sus palabras surgieron los primeros
indicios de vaho.
–¿La última vez? –Alem agitó una mano delante de la cara de Harlan–. Vimos la pelícu-
la el otro día, tío. Una hoguera.
Cheung, que seguía teniendo colgada de su hombro la mochila en la que estaba la cáma-
ra que todavía nadie había utilizado, maldijo a los demás cuando no fue tomado en con-
sideración. Se negó a reconocer el camino de árboles secos que los rodeaban, y la hierba
tan quebradiza como el periódico que esperaba para conducir el fuego hasta los árboles.
Se acomodaron sobre el suelo frío, con los restos del fuego entre ellos. Un somormujo
gritó desde una posición mucho más cercana que el lago. Cheung jugaba con su mechero,
como un recordatorio para los demás, y Baily no quería alejarse ni treinta centímetros de
su lado, prefiriendo subirse a su regazo cuando se lo permitió.
En un momento determinado, Cheung miró al cielo y comenzó a recitar el fragmento
de la película, pero rápidamente le dijeron que se detuviera. El silencio cayó mientras
esperaban la corona.

«Dentro de Bajo la Casa», por Charles Mayne


Publicado en www.filmhaunt.com en septiembre de 2015

La verdad es que, Bajo la Casa, es un cortometraje. Dura tan solo cuarenta y dos minu-
tos. Si tenemos en cuenta que más de un cuarto de ese metraje está ocupado por el in-
terminable silencio de esa hoguera encarada hacia el espectador, es claro que la película
está tratando de evitar con todas sus fuerzas ser una producción mayoritaria. Cuando un
personaje dice «De este modo, todos nuestros padres tienen los mismos ojos» en un fran-
cés bello y fluido, aunque se supone que desconoce el idioma, esa mirada no va dirigida a
Hollywood. Ni tan siquiera a las escuelas de cine.
Los comentarios en la red todavía aparecen, de manera intermitente, para cuestionar si
había sido creada para ser algo más que eso. Si Bajo la Casa, en la práctica, era una pelícu-

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la. Los personajes carecen de presentación, mucho menos sus entresijos y motivaciones.
La ausencia de diálogo es más preocupante si cabe si se tiene en cuenta que no hay una
historia identificable para que se dé pie a la interacción hablada. Hay quien dice que con
toda probabilidad se tuviera la intención de, como en el grueso de producciones, llegar a
los noventa minutos de metraje y que, por tanto, está inconclusa, mientras que otros, la
mayoría, niegan eso tajantemente.
Estos últimos señalan discordancias más que evidentes en la película como prueba de
que se trata de un producto terminado, editado y premeditado. En particular, hacen men-
ción a los últimos trece minutos y a su maraña de imágenes inquietantes propias de una
pesadilla. Por ejemplo, cuando Humley, el único aparte de Lecomte que es de alguna
manera identificable, patea el suelo antes de salir huyendo, parece que llevando puesta
la corona de madera. La estática y la deformación del vídeo hacen de ello una tarea com-
plicada, pero las diferentes aletas de la corona pueden verse por encima de su cabeza si
la cinta se detiene en el momento justo. Pero es evidente que la corona continúa sujeta a
la boca del perro sin nombre que acaba de entrar en el plano. Las zapatillas deportivas de
color rojo que vemos bajar las escaleras del sótano cerca del final, son idénticas a las que
tiene el hombre calvo (al que se refieren como «Pelón» en los estudios sobre la película)
y, sin embargo, «Pelón» ya está en el sótano junto al resto, volviéndose hacia las escaleras.
¿Cómo explicar esas zapatillas y cómo expresárselo a los que llegan a la película por pri-
mera vez ya que estamos? La película, desde luego, no lo hace. En otras partes, a partir
de la aparición de la corona, las caras de los miembros del grupo aparecen algunas veces
manchadas o borrosas de manera rudimentaria —bien gracias a algunos trucos digitales,
bien debido a algo más siniestro que sería preciso comentar en otra línea de discusión. Es
complicado encontrar algún atisbo de lucidez en esos últimos minutos.
Complementando todo esto, nos encontramos con su final abrupto, algo que, además, ha
contribuido a que nadie se ponga de acuerdo en si se trata de un trabajo de ficción o de
un documental. Cada una de las partes esgrime un argumento convincente. Uno puede
apartar sus elementos constitutivos y reclamar con facilidad que todo está orquestado con
la ayuda de efectos especiales, seguro. Pero si cortas El Proyecto de la Bruja de Blair en el
momento justo —digamos en el minuto cuarenta y dos— podría ser fácilmente interpre-
tada como un trabajo documental basado en hechos reales.
Es embarazoso adivinar lo que Lecomte tenía en mente, o lo que el medio tenía en men-
te para él. Bajo la Casa es su único trabajo, al menos como Lecomte. Por outré2 que pueda
parecer, no hay nada remotamente parecido a una filmografía que acompañe a ese ape-
llido. Hoy en día, una búsqueda en internet te conducirá a través de callejones sin salida
fruto de perfiles de Twitter y flujos de mensajes falsos. El vídeo, que simplemente apa-
2 En francés en el original: extravagante.

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reció en el hilo de un subreddit un buen día de 2008, cosechó cuatro millones de clics y
unas cuantas leyendas urbanas.
Pero todo esto parece conducirnos de nuevo a la misma pregunta: ¿Por qué existe esta
película? Y lo que es más importante, ¿por qué se editó del modo en el que se hizo y se su-
bió a la red para todo el mundo con una única palabra como introducción —«real»— junto
al nombre de «Lecomte»? La cuenta de usuario en cuestión no ofrece pistas de ningún
tipo. Aunque sea solo por obcecación, por ser el artífice de siete años de discusiones, po-
dríamos decir que Lecomte (presumiblemente) ha alcanzado el éxito. Queda descartado
como padre del avant-garde amateur por muchos, pero un número resiliente de fans en-
cuentran que el film desprecia por completo cualquier etiqueta o catalogación. Su único
propósito es infectar la forma en la que entendemos las películas de terror. O, como algu-
nos han sugerido, tan solo quiere enfermar la forma en la que uno piensa.
En verdad, el rol de Lecomte en la producción de la película no está claro. No se sabe
cuándo está presente, cuándo está tras las cámaras o cuando está «fuera de plano». Es
posible que Lecomte haya rodado la película él solo por completo y que los otros tres
personajes sean mostrados con suficiente frecuencia como para apoyar esta suposición,
aunque varias escenas de las denominadas de «peligro inminente» entran en conflicto
con otras en las que Lecomte (una vez más, presumiblemente, puesto que nunca se le ve)
se muestra misteriosamente sobrio. Pocas de las tomas tienen ese temblor casi inherente
al found-footage. Quienquiera que sostuviera la cámara, se trataba de una persona corpu-
lenta. El único indicio que se tiene de la participación de Lecomte, aparte del avatar de
quien subió el archivo, viene dado del momento en el que «Pelón» mira a cámara antes de
bajar al sótano y murmura–: Como sea. Es tu turno, Lecomte.
Así que a través de esa miríada de preguntas, desde La Quedada Fílmica de Octubre
tenemos intención de ir a encontrar la casa e introducirnos en sus entrañas. Hay un par
de comentarios escuetos en el panel de mensajes —como ese de un pequeño grupo de ca-
zadores de fantasmas afincados en Vermont y que, a juzgar por su página web, ahora ha
dejado de operar— en el que afirman que la casa ha sido localizada, pero que por el bien
de la cordura de los internautas, nadie lo ha revelado jamás. Pero nosotros creemos que
nos hemos topado con una pista, así que comienza el juego…

Mayne

Una vez que supieron dónde estaba la casa, no podían aguantarse las ganas de ir. Cheung
se burlaría entonces diciendo que deberían cambiarse el nombre por el de La Quedada
Fílmica de Agosto, luego por el de La Quedada Fílmica de Septiembre. Pero la tradición
mandaba. Realizaban un viaje por carretera una vez al año y acampaban en una de las

MENTES EXTRAÑAS - LA QUEDADA FÍLMICA DE OCTUBRE: BAJO LA CASA


localizaciones de una película de terror célebre, preferiblemente aquella que llevara aso-
ciada alguna oscura leyenda urbana, pero este año, la decisión fue unánime.
Cheung había descubierto dónde se encontraba utilizando como punto de partida un
oscuro y podrido letrero que había visto clavado en un árbol, cerca del final de la película.
Ni Mayne ni Harlan habían reparado en él antes, y solo después de que Cheung limpiara
la imagen unas cuantas veces con ayuda del ordenador, creyeron ver que en el letrero se
podía leer «Lago Cord», y un par de semanas después dio con la casa, el lago y el bosque
gracias a Google Earth, en lo más profundo del norte de Nuevo Hampshire.
Como escritores, su objetivo era la inspiración, empaparse de sus vibraciones. Nunca ha-
bían utilizado cámaras (hasta este viaje, aunque la de Cheung estaba todavía en su funda)
porque no les gustaba depender de la visión de una película. ¡El poder para las palabras!
A Cheung se le ocurrió la idea de las historias encadenadas en 2011, en el mausoleo que
pretendía ser el lugar en el que se rodó el extraño final de Sangre en Tus Cosas. Allí les
esperaba una sensación seca y prosaica, pero la historia que habían construido juntos no
había estado demasiado mal. Entre mil y dos mil palabras cada uno, utilización del pun-
to de vista de una tercera persona para narrar, el uso de la acción en tiempo pasado para
obtener el distanciamiento necesario, y luego a pasárselo al siguiente escritor. En busca
de nuevos enfoques. Los tres se engancharon a ese formato. Después, a cada uno se le
permitía quedarse con su parte de la historia y utilizarla para otros trabajos, pero durante
los dos últimos años las habían publicado al unísono en el blog de La Quedada Fílmica
de Octubre. El periodismo ficcional tenía buena acogida entre los frikis de las películas.
La clave era atenerse al punto de vista narrativo prescrito. Pensándolo bien, es como el
tío que no suelta la cámara ni cuando el mundo se está desmoronando a su alrededor o los
zombis lo acechan. Así, en otra ocasión, Harlan desapareció, y todo aquello le sucedió a
otra persona con su mismo nombre. Mayne estaba siendo fiel a la dupla tercera persona/
tiempo pasado, aunque se dio cuenta de que estaba haciéndolo todo muy meta, rompien-
do la construcción a través de la descripción del proceso. Pero decidió seguir con ella por-
que se sentía con los nervios a flor de piel, sentado en el dormitorio de la planta de arriba
de aquella maldita casa, con Cheung y Alem durmiendo, o fingiendo que lo hacían, en la
pared opuesta. Baily había salido de la habitación unos minutos antes con intención de
explorar la casa, y Mayne estaba demasiado nerviosa como para llamarla para que regre-
sara.
La desaparición de Harlan no había sido tan escalofriante como la de Humley. Cuando
Mayne se unió al resto, llevando sujeto por el collar a un renqueante Foster, que seguía
pareciendo más viejo y frágil, Harlan se levantó de un salto, dejó caer su diario entre las
cenizas de la vieja hoguera y anunció que tenía que ir a orinar. Miró fijamente al border
collie durante un momento antes de encaminarse hacia donde estaban los árboles, lejos

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de la casa, hacia el oeste. Mayne se inclinó hacia delante y comprobó la boca de Foster
para asegurarse, pero todos podían ver que la corona de madera no estaba allí. En cambio,
encontraron dos astillas de madera blanca clavadas en la lengua del perro.
En la película, después de que Humley se lanzara a la carrera en dirección a los árboles
y la fogata se propagara hasta formar un anillo de llamas perfecto, después de que los
protagonistas se desdibujen y se dilaten más allá de la pantalla, se puede ver al resto del
grupo en la distancia. Mayne, Cheung y Alem regresaron, pero solo después de tener la
delicadeza de gritar el nombre de Harlan durante media hora en la oscuridad. Cuando
el frío les obligó a resguardarse en el interior, se detuvieron frente a las escaleras, esa cosa
desnuda con su barandilla arrancada, y miraron a su alrededor. Baily inundó toda la casa
con un aullido largo y ondulante. Eso les ayudó a decidirse, y subieron.
Mayne tenía una idea sobre dónde podría estar Harlan. Todos la tenían. Ese estreme-
cimiento se les pegó al estómago, incluso con esa sensación tan típica de las películas de
terror en la que pensaron que tal vez Harlan les estaría gastando una broma pesada.
Hasta aquel momento, los cuatro habían seguido deliberadamente las secuencias de la
película, observando, accediendo a algo que no había estado presente en las otras tres
quedadas fílmicas de las que Mayne había sido partícipe. La corona de madera no había
aparecido todavía. Mayne se sentía agradecido de todas las películas y piezas de arte que
había tenido ocasión de ver en su vida, de todos los libros que había leído, lo que alguna
que otra vez le había ocasionado pesadillas. Aquel pensamiento le sacudió la cabeza. Sin
embargo, lo más importante, y más inmediato, era que no se había registrado la presencia
de ningún rostro en la ventana. Se sentó sobre su saco de dormir, con el farolillo de Co-
leman agitándose junto a él, e intentó no mirar hacia aquella ventana, vigilándola por el
rabillo del ojo.
–Mientras no haya corona –susurró.
Foster, sin embargo, se quedó observando la ventana. Mayne conocía al perro desde ha-
cía solo tres semanas, pero no era el mismo Foster que había saltado al interior del Jetta
Sportwagen de Alem y había comenzado a lamerle la boca a Baily. Aquel Foster tenía tres
años, pero pensó que todavía se comportaba como un cachorro. Ahora parecía avejentado,
lleno de una resignación calmada y fatigosa. Catatónico, o próximo a ella, sin reaccionar
ni a su nombre, ni a nada, con independencia de que Mayne alzara la voz o rascara ese
punto clave sobre los cuartos traseros de Foster. Se limitaba a mirar la ventana, a la espera
de unos rostros que no estaban allí todavía.
–¿Había algo entre la hierba, chico? –Mayne puso su mano en la espalda del perro, lue-
go se inclinó y apretó su cara contra aquel espeso pelaje negro. Olía a bosque. Lo envolvió
con sus brazos y lo apretó–. Si te llamo por tu nombre real –dijo–, ¿volverás?
Un hilo de baba unía la mandíbula de Foster con el suelo. Allí formó un charco.

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–Te llamaré Luna. Tu raza es perfecta para los niños, para las familias. Eso es lo que
iba a buscarte. Pero te quedarás conmigo, y así, cada noche, podré decir «Buenas noches,
Luna», ¿no? Suena bien, ¿verdad, chico? ¿Es un nombre estúpido?
El perro bien podría haber sido una estatua tallada en madera.

Cheung

El silencio de la casa parecía estar compuesto por diversas capas. Cheung se despertó de
su ensoñación a medias y se sentó, escuchando. Por debajo del lamento de Mayne y sus
húmedos resoplidos, mientras trataba de sacar a su perro del estado etéreo en el que se en-
contraba inmerso. Por debajo de los suaves e infantiles ronquidos de Alem. Cheung sintió
como si la casa hubiera aguantado la respiración antes de su llegada y hubiera tenido la
necesidad de susurrarle algo desde su llegada.
Ya no le importaba la recreación de la película. El blog y la novela que nunca había em-
pezado. Sentía que Lecomte estaba en aquella casa. Tal vez bajo ella, sí, formando parte
de la casa. No sería la primera vez que esa metáfora cobraba forma en su cabeza. Pero casi
se distinguía un olor en el aire, un sabor. La casa estaba llena de «casis» y de un temor
familiar que le era desconocido hasta entonces.
Baily había salido de la habitación. Casi se levantó para ir a buscarla. Sabía que debía
hacerlo, pero sentía sus huesos demasiado pesados. Hasta él llegó aquella otra parte del
sueño en aquel instante. Por un momento, pareció como si algo lo miraba desde el otro
lado de la puerta, pero no era nada. Se acomodó en su saco de dormir.
[Aquí, una palabra, o un nombre, ha sido tachado con trazos gruesos]

Lecomte

Entonces, aprendí cómo se llaman ellos a sí mismos. Quise contribuir a su mensaje.


«Cheung» y «Alem» fueron despertados por «Mayne», que se lanzó de la cama, chillan-
do y alejándose a rastras por el suelo.
–¿Qué? ¿Qué ocurre? –Alem se esforzó por salir de su saco de dormir.
Mayne apuntó hacia la ventana, señalando de nuevo, como si clavara estocadas con su
dedo en el aire–. ¡Caras! Mirando. ¡Como las del vídeo! –La ventana, los doce paneles de
cristal que la componían, estaba vacía. Cheung fue hacia Mayne, intentando levantarlo–.
Cálmate hombre. Ahí no hay nada.
Foster se acercó a la esquina de la habitación. El olor cálido de la orina inundó la habi-
tación y el perro se derrumbó sobre el charco. Cheung se acercó a la ventana y levantó la
vista, vio un brazo, unos dedos estirados, desapareciendo por el borde del tejado. O, no
desapareciendo, pero sí retirándose muy lentamente ahora que había sido descubierto.
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Miró hacia abajo y allí estaba «Harlan», paseando de un lado a otro por entre la hilera de
árboles, sosteniendo algo que apretaba contra su pecho, oscurecido por la noche.
Alem se acercó a su lado–. ¿Ves alg…? ¡Es Harlan!
Pero Cheung no lo escuchó. Su frente se apretaba contra el cristal frío mientras trataba
de averiguar qué llevaba Harlan entre los brazos–. Tiene a Baily. ¿Qué está haciendo con
ella?
Harlan levantó la mirada hacia ellos, se quedó paralizado un instante, luego dejó caer a
la perra al suelo. Esta, no se movió. De alguna manera, parecía arrugada, como una pila
de ropa sucia. Cheung golpeó con su palma contra la ventana, se dio la vuelta para salir
de la habitación. Alem le agarró del brazo y tiró de él–. Mira.
Los vi en la puerta. Abajo, a través de otros ojos, vi a Harlan enroscar sus brazos alre-
dedor del tronco de un abeto y escalar hasta sus ramas, como una araña veloz. Mayne se
había reunido con ellos frente a la ventana–. Tenemos que irnos –dijo, con sus palabras
ahogadas repletas de pánico–, no voy a quedarme aquí, chicos. Tenemos que irnos ya,
llamar a la policía, lo que sea.
Continuó así, su mente degenerando en una sarta de sandeces, pero Cheung tenía la
vista clavada en ese bulto amarillo que era Baily. A la espera de que se moviera.
Cuando no lo hizo, abandonaron la habitación, pero sin descubrir aquello que se había
ocultado entre las inconmensurables sombras del pasillo. Bajaron las escaleras y salieron
al exterior juntos, con sus pulmones conteniendo el frío del norte. Entre lo que tardaron
en abandonar su posición frente a la ventana y doblar la esquina de la casa, la perra bien
había revivido, bien alguien la había quitado de allí. Ya no estaba.
Alem observó el árbol al que había subido Harlan. Cheung se arrodilló y pasó sus dedos
sobre la zona en la que había estado Baily. Sus extremidades estaban manchadas de san-
gre.
Los tres gritaron el nombre de Harlan. Cheung pronto se detuvo y, en su lugar, clamó el
nombre de Baily. La copa del árbol, a aproximadamente veinte pies del suelo, temblaba,
pero ni el hombre ni el animal descendieron de ella.
–Esto está… Esto está… –Alem no sabía qué decir. Era evidente que lo único que
quería era llegar hasta el coche y marcharse, pero eso llevaba implícito que habría de
caminar unos cuarenta y cinco minutos a través de la oscuridad atravesando el bosque.
Con toda la luz que habían traído consigo, y lo incómodo que les resultaría llevarla en
su travesía.
–Esto está mal, eso es lo que pasa –dijo Mayne–. Te das cuenta de que uno de nosotros
acaba de trepar a un árbol en medio de la noche… –Su voz era, una vez más, vacilante, con
matices de evidente pánico.
Tal vez los otros dos imaginaron a sus parejas, lejos, en sus hogares, calentando sus ca-

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mas. Con absoluta seguridad, regresaron a su mente los recuerdos de los minutos finales
de Bajo la Casa, aquellos que se desarrollaban en el sótano.
Pero Cheung dijo–: Nos quedaremos e iremos a la parte subterránea de esta casa. –Miró
a cada uno de ellos–. ¿Por qué? Porque, en caso de que lo hayáis olvidado, Harlan es nues-
tro amigo. Y aquí hay algo que es real. Todos reparáis en ello. La película es real. Vamos a
sacar algo maravilloso de esta mierda.
–Es por eso mismo por lo que quiero largarme, tío –dijo Alem, y la conversación se cortó
allí, como si no fuera más que un parloteo intrascendente.
Llamaron a gritos a Harlan durante otro rato, pero las ramas se detuvieron y la noche
volvió a su calma. Finalmente, algo cayó sobre ellos, golpeando el hombro de Alem y ro-
dando en dirección a la hierba frondosa. Se acercó y le dio unos toques a la corona con el
pie. En la película, gracias a la luz de la fogata, era de un hermoso naranja amarillento,
pero allí, bajo el influjo de la luna, se revelaba con un sutil y regio tono plateado. Estaba
hecha de madera, cogida de cualquiera de aquellos árboles, tosca, a medio acabar y muy
frágil. Alem imaginó las yemas de sus dedos contra la superficie rugosa, recorriendo las
tres largas puntas que se alzarían sobre la cabeza del portador. Comenzó a picarle la ca-
beza y sentir que se estiraba, después, esa comezón se interrumpió, y más tarde volvió a
notar cómo se intensificaba una vez más.
Descendió desde una gran altura, con su mano, en el último momento, tirando de la bota
de Mayne, que pisó la corona provocando un chasquido seco. Nuestros ojos se cerraron
haciendo frente al sonido, y lancé un suspiro ante aquella pérdida. Alem se había caído
de lado y buscaba con la mirada el rostro de Mayne–. Dios mío, no, esa cosa no –dijo este,
jadeando, sacudiendo la cabeza de un lado a otro–. De ninguna manera.
Alem miró hacia el otro lado con un súbito y amargo disgusto, y vio cómo se colmaba
la ventana que estaba por encima. Dos figuras los miraban desde el mismo dormitorio
que habían abandonado minutos antes. El cristal estaba deformado desde aquel ángulo, o
bien las dos caras que los observaban eran como borrones oscuros. Les lancé una sonrisa a
aquellos dos rostros. Les lancé una sonrisa a mis nuevos amigos, pero ellos todavía no me
veían. Así que los dejé, devolviendo su libro al lugar que le correspondía.

Harlan

Por la mañana. Los otros dijeron que escribirían mi parte, que garabatearían sobre lo que
hice. No ven que alguien más ha estado escribiendo también. La luz, proveniente de los
bosques, es grisácea, y llega con dificultad a través de los tablones de las contraventanas
repletas de arañazos. Hay polvo en la luz. En la pared, la piel negra del can pende de un
gancho. Se agita como un abrigo colgado de una percha y me río. La sangre del suelo que

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hay bajo ella, ya se ha secado. No creo que los demás se hayan dado cuenta de ello cuando
se levantaron. Solo me preguntaron dónde había estado, pero yo no respondí.
Salimos del bosque hacia la noche. Regresamos a la casa y dormimos junto a Mayne
hasta que se cayó la piel del animal. El bolígrafo se pega a la savia que hay en mi mano,
toda manchada de rojo. La savia es espesa en esta época del año. Durante la oscuridad
hay figuras sin rostro de pie en nuestra puerta.
Se supone que debería decir esto para el padre de alguien: En Nuevo Hampshire hay
un lugar precioso, bosques y viejas moradas que tomaron los árboles. Los otros no saben
que se supone que deba hacerlo. Thetford. Thetford es el lugar. Así que busqué su rastro
en el bosque.
Las imágenes en mi cabeza no se reflejarán en el papel. Cierro los ojos y veo que me he
hecho muy pequeñito, y las paredes son túneles de papel de los que gotea miel lentamen-
te. Contiene en su interior una luz imposible de que quepa en sus entrañas. Tenemos
que arrastrarnos hasta ella. El único modo para llegar allí es impeliéndonos a través de los
túneles de miel. En esas oquedades que parecen bostezar como bocas exageradamente
abiertas. Después, pienso que las fauces pueden conducirnos hasta las estrellas y la pe-
numbra que sostienen entre ellas, hasta que todo lo que sabemos sobre nuestro mundo y
cada uno de los mundos, y todos nuestros pensamientos, sean tan solo un coágulo en las
venas de algo.
Abro los ojos para acceder bajo la casa. Los demás están hablando abajo, a los pies de la
escalera, pero todo lo que oigo es un zumbido. Ahora, dejo de escribir. Esas imágenes se
quedarán en mi cabeza. Tendré que mostrárselas.

Alem

Alem cogió el cuaderno de viaje de Harlan y comenzó a pasar las hojas desde atrás para
encontrar su artículo, así sabría dónde buscar. Pero había algo en los ojos de Harlan, cierta
falta de reconocimiento en su rostro, y, por un breve instante, hubiese jurado que Harlan
llevaba la corona, con su cabeza inclinada hasta casi tocarle el hombro. Sin embargo, re-
gresó a una página en blanco y registró su artículo, con pesar, como si él mismo estuviera
predispuesto a no escribir, «Esta parte es como esa en la que todos pensamos que vamos a
morir aquí». Y, por supuesto, se dio cuenta de que, de todos modos, lo había escrito.
Cheung todavía no le había mencionado a Harlan nada sobre Baily, pero estaba implíci-
to en su rostro. En el aire que lo rodeaba, a punto de aparecer de un instante a otro. Que
uno de ellos pudiera haber matado al perro y pudiera haber pasado casi media noche en
lo alto de un árbol y que, a la mañana siguiente, no tuviera ninguna pregunta que respon-
der, decía mucho de lo asustados que estaban todos.

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–Bueno, ya podemos irnos –dijo Alem, dándose por vencido ante cualquier pretexto.
Ahora hablaba siempre con un tono un punto más alto, y se paseaba por el estrecho óvalo
del vestíbulo, entre la escalera y la puerta principal, escribiendo en su cuaderno. Recordó
algo que Mayne le había dicho durante el largo viaje de ida: Eres el cámara que sigue gra-
bando aunque todo alrededor tuyo se haya convertido en un infierno.
–Foster está muerto, ¿verdad? –inquirió Mayne. Se sentía como si estuviera preguntan-
do más a la casa, vacía y oscura, que a sus tres amigos–. ¿No es así?
–No me marcharé hasta que encuentre a Baily –dijo Cheung, y se resquebrajó la fina
capa de tensión. Empujó a Harlan contra el muro, a punto de gritarle en su misma cara–.
¿Qué le hiciste?
Harlan apartó la mirada y sonrió. La sonrisa era propia de la del rostro de un niño, cons-
ciente a la par que melancólico y frío. Sabiendo que, poco más tarde, escucharán arañazos
provenientes de la parte trasera de la casa, uñas sobre la madera y un lastimero gemido.
–¿Foster? –Lo llamó Mayne a través del pequeño pasillo.
–Foster es un abrigo colgado del gancho –farfulló Harlan, todavía sonriente, todavía
aprisionado contra la pared con el antebrazo en su cuello–. ¿Es que no lo viste? Nunca
ves nada.
–No, se trata de Baily –dijo Cheung, acercándose a la cara de Harlan–. La encerraste
en el sótano, idiota, maravilloso. –Y lo soltó. Harlan se desplomó contra el suelo, tosiendo
y frotándose el pescuezo.
–Vamos, Cheung –dijo Mayne–. Déjala salir y vámonos.
Llegó un grito y el sonido de algo cayendo escaleras abajo. Cheung corrió hacia la coci-
na. Harlan se arrastró hasta la bolsa de Cheung y sacó la pequeña y resistente cámara. Le
lanzó una sonrisa a los demás–: Para tomar fotos.
–Valen más que mil palabras –dijo Mayne. El bolígrafo se partió en la mano de Alem,
cortándole la palma justo debajo del índice. Se desangró su tinta y se vertió sobre el papel,
buscando la grieta entre las páginas. Agarró el trozo de bolígrafo y escribió las palabras
que le quedaban, como si se trataran de las últimas que iba a escribir.

«Dentro de Bajo la Casa», por Charles Mayne


Publicado en www.filmhaunt.com en septiembre de 2015

Después de unos cuantos minutos de esas imágenes propias de un viaje lisérgico, siguen
la fogata y la corona, con esos extraños efectos visuales como la duplicidad y la transfor-
mación; una figura cubierta con la piel de un perro subiéndose encima de un hombre que
duerme; ochenta pesados y exasperantes segundos de un luminoso plano desde el punto
de vista de quien sujeta la cámara, paseando por el bosque mientras el lago brilla a través

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de las ramas que hay por delante; cosas arrastrándose por las paredes exteriores de la casa
–relativamente hablando, la película se encauza a sí misma con brusquedad, y la mañana
comienza con una calma lineal. Los integrantes del grupo se reúnen ante la puerta del
sótano, la cámara enfoca al suelo y a tres pares de piernas. Después de unos momentos,
te das cuenta de que el hombre calvo está usando unas Nike rojas. El hombre lampiño se
dirige a Lecomte con resignación y los cuatro bajan las escaleras.
Y a pesar de todo lo sugerido en la parte final de Bajo la Casa, de su terror, su tensión y
su oblicuidad Lynchiana, es el sonido lo que nos asusta, más que cualquier otra cosa. ¿De
qué se trata? ¿Fue añadido al metraje con posterioridad? Es fácil desear que no sea así.
Hay tantos elementos en la película que se sienten reales, que uno espera que ese halo
tétrico se mantenga vigente. Todavía perduran algunas docenas de vídeos de YouTube
sobre esta escena, desde intentos de réplica poco entusiastas, hasta parodias en las que se
ven unas figuras bajando las escaleras después de que los integrantes del grupo se revela-
ran como payasos de colores brillantes con matasuegras en sus bocas. O, como algunos de
los elaborados desde 2010, futbolistas soplando vuvuzelas de plástico.
En un primer momento, se trata de un simple sótano, de tierra y sorprendentemente pe-
queño. A la débil luz amarillenta de la cámara, aparece un agujero irregular en una pared
lejana, a nivel del suelo, con un gran disco de piedra apoyado a su lado. La abertura es, en
su origen, un elemento de paso, pero es, a todas luces, un destino. Porque, y eso es lo más
probable, titular la película Bajo la Casa, no viene dado por ese mundano suelo de tierra
rodeado de blanquecinos muros de ladrillo.
–Antes, aquí había otras cosas –dice Humley. Parece agitado y nervioso. Nadie le res-
ponde, y el espectador debe asumir que, con anterioridad, en un tiempo que no ha queda-
do reflejado, ya habían estado allí.
La puerta de arriba se abre con un débil crujido. La cámara gira hacia las escaleras
cuando el sonido comienza. Aunque otros están en desacuerdo, como si la naturaleza
de la cacofonía dependiera de su oyente, solo puedo describirlo como un gran zumbi-
do reproducido marcha atrás en un magnetófono, repleto de clics y filtros de suciedad
pero, de alguna manera, más húmedo. Vertiéndose sobre el mundo. El canto de una
colmena henchida, como la respiración profunda en una habitación olvidada a través
de unos altavoces baratos. Y, al mismo tiempo, algo que no se parece en nada a todo lo
expuesto.
Llegan las pisadas de los pies en las escaleras, luego los zapatos: las botas marrones,
los pies descalzos, las zapatillas negras y esas vívidas deportivas rojas con los blancos
emblemas de Nike. Entonces, las piernas descienden hasta ser visibles en el plano, y el
zumbido crece en intensidad, más distorsionado. Hay un estallido de gemidos, de movi-
miento. La cámara se precipita por el sótano y, agitándose, se introduce por aquel orificio

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fuliginoso. La película persiste en esa oscuridad durante más de un minuto antes de que
el vídeo se corte, pero sabes que ya ha finalizado porque el zumbido ha desaparecido.
Solo queda una pregunta.

Cámara

La pantalla es gris y está rayada con bandas temblorosas mientras desciende la escalera
en la penumbra y hace un barrido para mostrar todo el sótano. Se puede ver a Cheung en
la pared más próxima, agachado sobre algo. Un brillo amarillento llega desde la esquina
inferior izquierda y el sótano adquiere mayor nitidez.
–¿Cheung? –pregunta la voz de Mayne, fuera de plano–. ¿Estás bien?
Alem se mueve dentro de plano sosteniendo una linterna. Su otra mano se acerca y toca
a Cheung, que se levanta y camina hacia el centro del suelo de tierra. El cámara persiste
en grabar a la perra durante unos segundos. No está bien. Solo al hacer un zoom, se hace
evidente que Baily todavía respira, algo que se deduce de los leves estertores de su caja
torácica, con su pelaje pintado de rojo. Tiene la mirada perdida, los ojos en blanco.
–El otro es un abrigo –dice Harlan, y la pantalla se mueve al son de su risa.
–Aquí está el agujero –dice alguien, y la panorámica cambia para mostrar la cavidad en
la pared de ladrillo, hay una gruesa losa de piedra apoyada a su lado. En este punto, el
audio se vuelve plano y es engullido por un sonido nuevo. Un zumbido bajo, chirriante,
como si muchas puertas oxidadas se abrieran lentamente, es algo que se percibe en la ur-
dimbre del vídeo.
–Dios Santo –grita una voz. El cámara, que ha comenzado a avanzar hacia el agujero, se
gira. Cuatro figuras están bajando las escaleras, y mientras que Mayne, Cheung y Alem
corren hacia Harlan y pasan por delante de él, las cuatro efigies llegan al sótano. La lin-
terna se ha quedado a los pies de las escaleras, y en su haz de luz, se ven cuatro manchas
borrosas mirando hacia la pantalla. Lentamente, como si la lente estuviera corrigiendo su
enfoque, la sensación de emborronamiento se atenúa para dejar a la vista a Mayne, Che-
ung, Alem y Harlan, cada uno de ellos con la cabeza inclinada sobre su hombre izquierdo.
Tienen las bocas abiertas y emiten, o inhalan, ese profundo sonido sordo.
Harlan, el que sujeta la cámara, se ríe y dice–: Hola.
Las cuatro hombres no responden. El nuevo Alem toca la linterna con suavidad y el só-
tano se queda a oscuras con un clic.
–La única manera de llegar allí es a través de los túneles –dice el primer Harlan. Se mur-
mura algo, se arrastran los pies y se araña cerca del micrófono. La cámara pasa a modo
de visión nocturna, con las zapatillas de Harlan brillando con un verde extraño. Se ríe de
nuevo cuando la imagen se levanta para dejar al descubierto a los cuatro dopplegängers

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moviéndose con rapidez hacia donde está Harlan–. ¡De acuerdo, las réplicas están aquí!
–Da la vuelta y se precipita al interior del agujero de la pared, con una estela de fosfores-
cencia verde tras de sí que parecen algas oscuras agitadas de improviso.
La imagen de la pantalla rueda y cae al suelo por un momento, después se endereza. Se
escucha el sonido de la piedra rechinando contra la piedra, como, por ejemplo, si el disco
fuera movido para tapar la abertura del sótano de arriba. Ante la pantalla, se extiende
una gran sala, borrosa y fluorescente por el modo de visión nocturna, sus paredes expan-
diéndose a lo lejos. Da la sensación de ser algo así como un pulmón reanimado al que se
le insufla aire. Bajo los pies de Harlan, el suelo se hunde y se flexiona, sugiriendo alguna
forma de materia orgánica.
Es complicado identificar ese nuevo entorno. Es vagamente esferoide, la sala parece tan-
to un panal como una catacumba. Hay sonidos húmedos y ruidos provocados por cosas
que se deslizan. El cámara se mueve hacia delante y tropieza con el suelo. La pierna de
Harlan se ha hundido en un agujero de más de un metro de diámetro. Es uno de las do-
cenas, quizás centenares, de ellos que hay en la sala y siguen su perímetro en línea, uno
detrás de otro. Sacó su pierna desnuda y arrastró consigo hilos de un espeso líquido–. Pro-
bablemente te parezca verdoso, ¿eh? –Dice–. Es un tanto anaranjado. Como una lustrosa
naranja a la luz de la mañana. Creo que es miel, tal como escribí antes.
El cámara se mueve con precaución y toma una panorámica de toda la sala. Muchas de
las aberturas, o ranuras, están ocupadas. Una cara mira a través de una de las que hay en
el lado derecho, con la boca abierta y cubierta con algo que parece una especie de miel
gelatinosa. El cámara se dirige hacia allí. Mayne está forcejeando levemente y, tras unos
instantes, se ve con claridad que está tratando de darse la vuelta en aquel hueco.
–No tiene usted buen aspecto, Señor Charlie Mayne. –La voz de Harlan evidencia una
emoción temblorosa–. ¿Estás listo para ver a las réplicas? ¿Preparado para entrar en la
abertura? Conduce a un lugar lejano, tal vez a la eternidad. ¡Alem! –Harlan gira hacia la
izquierda y se topa con otra figura, que también está preparada para arrastrarse con los
pies por delante al interior del túnel–. Hay… –Harlan hace una pausa, escudriñando a
través de la sala, revelando con ello algunos rostros que observan desde los agujeros que
hay a lo largo de la pared–. Hay mucha gente aquí. ¡Hay mucho estudioso de la película!
¿Me podéis dar vuestro autógrafo? –Tras un ataque de risa histérica llega una tos húmeda.
En pantalla se pueden ver estirando el cuello a un hombre calvo y otro con largos me-
chones de pelo verdosos y relucientes, olisqueando, y luego recogiéndose en su intimidad.
Docenas de otras figuras, varias mujeres entre ellas, hacen lo mismo. Muchas, antes de
encogerse, sacan sus cuerpos hasta la cintura, dejando al descubierto torsos y brazos alar-
gados.
–¡Cheung! ¡Ey, Cheung! –grita Harlan–. Estoy buscando a Cheung, chicos. ¡Espera,

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ahí están esas famosas piernas largas, Yao Ming! ¿Ves sus zapatillas allí? –El brazo de
Harlan aparece en el encuadre y señala–. No importa. Se ha ido. Yo también quiero verlo.
El cámara cae al suelo y se enreda con un verdor brillante, se puede ver a Harlan enca-
ramándose a un agujero que hay vacante. Se detiene para embadurnar su cara con una
sustancia, mira hacia la cámara con una sonrisa y se arrastra hacia el interior. Un ensor-
decedor murmullo húmedo llena la sala, a diferencia del sonido de arriba, del sótano, este
es más pesado y melódico. Un serpenteo recorre la pared de la estancia, una hendidura
que avanza con pesadez, y el plano se detiene durante más de una hora en la abertura del
túnel de Harlan, hasta que la cámara se apaga y la imagen se funde a negro.
Hay un destello de luz rosada. Una cara mira con desprecio y determinación a la pan-
talla, entonces aparece una mano y cubre el objetivo. Cuando, poco después, la mano se
aparta, vemos una habitación bañada por la turbia luz del día, lo que nos permite apreciar
con más claridad ese rostro. Su piel es de un naranja grisáceo, carece de pelo. Sus ojos
ocupan todo el ancho de su tez, rodeando las sienes. No hay ni nariz ni boca.
La figura coloca la cámara sobre una mesa, frente a un aparatoso ordenador portátil gris
y una silla vacía. Se trata de un comedor, sin cortinas sobre sus dos ventanas. La efigie se
acomoda en el asiento y conecta un cable delgado a la computadora, luego se dirige hacia
la cámara con el otro extremo del mismo. La imagen se desplaza apenas tres centímetros
y luego se estabiliza. La figura abre un grueso libro y estira un brazo singularmente largo
sobre la mesa para que su mano pueda escribir.
Dos minutos y catorce segundos después de la escritura, el ser hace una pausa y mira
hacia arriba, más allá de la cámara. Sonríe, y su boca aparece al hacerlo, a lo largo de lo
que, un momento antes, habrías dicho que era su mandíbula. La habitación se ilumina
con rapidez, como si la casa al completo se inundara de luz. Es una luz blanca, que se
separa como una flor y se abre camino a empujones, más que tan solo intensificarse, a lo
que le sigue un intenso temblor y un gemido. La escayola se desprende y hace las veces de
cortinas, blanqueando más si cabe con su polvo al cuerpo que permanece allí sentado, y la
cámara se llena de una nieve digital parpadeante. Los largos ojos se cierran, tal vez como
paladeando algo, y el vídeo se pierde en la luz.

Lecomte

Oh, esos ojos. Todos los ojos de mi Padre.


Está hambriento de las estrellas que están por venir. Encadenadas como perlas en Su
vientre. Desde que cayó de las estrellas y Lo plantamos en la tierra para que creciera. Para
descubrir en qué Se convertiría cuando floreciese. Me siento y termino el libro que traje-
ron los muchachos, y hallo placer en el hecho de que mi película haya suscitado interés en

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sus vidas. Las vidas de muchos otros. Pero Padre está casi a punto de alcanzar Su estado
de maduración. No falta mucho para que salgamos a la luz del día.
Firmaré con mi nombre, y enviaré algunas imágenes irrevocables para satisfacer la cu-
riosidad de todos. Si Padre no está lleno, espera más alimento. Y todas las viejas estrellas
regresarán a Él con toda esa oscuridad pendiendo entre ellas.
Traedme los ojos de mi Padre, niños.
Oh, pero esta cadencia y esta luz. ¡Esta luz que llega de la boca de Padre! ¿Es que está
Él aquí ahora?

—M. Lecomte

Relato contenido en el libro


“UN LUGAR MEJOR”
DE MICHAEL WEHUNT

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Canciones de amor
de la máquina musical
de hidrógeno

Un relato de
Ted E. Grau
Hacía solo dos días que Doyle había vuelto a la Colina cuando ya planeaba su próxima
escapada.
Desapareció tres semanas atrás de una lectura en City Lights, haciendo autoestop hasta
el Aeropuerto Internacional de San Francisco y volando veintitrés horas para hacer un
tour por algún lugar de mala muerte de Indonesia. Gritando a través de la jungla, pro-
bando los productos autóctonos, sacando el máximo provecho a lo laxo de las prohibicio-
nes en cuanto a comportamientos poco apropiados. Siempre iba solo, y regresaba como
si hubiera madurado, con un par de cicatrices nuevas, una bolsa atiborrada de baratijas
extrañas, y suficientes historias para mantenernos ocupados hasta su próxima desapari-
ción. No lo culpé por ausentarse, al menos no esa noche. El poeta era un asco, mezclaba
tiempos y metáforas sin saber exactamente por qué. Debió haber absorbido una dosis de
Ferlinghetti1 en Boise por medio de un juego telefónico. Las chicas pensaban que era
fuerte, pero solo por su parecido con Tab Hunter2. Podría haber guardado cierto pareci-
do con Borgnine3 y las chicas seguirían locas por él, solo por el hecho de encontrarse en
un escalafón superior al nuestro, ensombrecido por el tejado iluminado. Se supone que
todo el mundo es hermoso cuando los focos se encienden. Pensé que era de la parte más
alejada de la costa, allí donde el cabello rubio y una barbilla prominente te garantizaban
un sueldo y los profesionales escribían todos los diálogos por ti. Aún así, se veía bastante
bien aquella noche, guardando su mejor verso para después del show.
1 Lawrence Ferlinghetti: poeta y editor estadounidense, perteneciente a la generación beat.
2 Actor y cantante estadounidense famoso por su canción “Young Love”.
3 Ernest Borgnine fue un actor estadounidense conocido por sus papeles en “De aquí a la eternidad”, “Johnny Guitar”, “Ve-
racruz”, “Marty”, “Doce del patíbulo” o “Grupo salvaje” entre otras películas.

MENTES EXTRAÑAS - CANCIONES DE AMOR DE LA MÁQUINA MUSICAL DE HIDRÓGENO


A falta de Doyle, North Beach parecía contener el aliento, más por anticipación a su re-
greso que por los agentes gubernamentales que estaban fisgando en antros despreciables
y tugurios de mala muerte en los que nos recluíamos en Telegraph Hill, esperando que el
resto del universo turístico pasara de largo y se dirigieran al Golden Gate. Los federales
pusieron todo su empeño en pasar desapercibidos, con sus camisas hawaianas abotonadas
hasta el cuello y monos, tratando de conseguir una tapadera y entablar conversación con
los glamorosos camellos, los borrachines y los chicos negros de torso desnudo que cruza-
ban las calles en sus Schwinns modificados. Pero sabíamos adónde conducían aquellos
callejones sin salida, con ellos peinando el área buscando a rojos y maricas, o el escenario
de pesadilla para cada ama de casa modelo de los Estados Unidos —el homosexual comu-
nista. Podíamos anticipar los cadáveres tan pronto como llegaron, incluso antes de que
los gritos de las calles nos dijeran que había moros en la costa. Porque no importa cuánto
se esforzaran en pasar desapercibidos, cuánta investigación llevaran a cabo entre las tribus
urbanas, esos estirados de Washington no podían evitar ser engullidos por sus disfraces, y
para colmo su calzado estaba siempre limpio. Un cuadrado no puede hacerse pasar por un
octógono, no importa cuántos ángulos utilice. No tiene los grados que se requieren para ello.
Cuando regresó, le contamos a Doyle acerca de los federales, pero él hizo caso omiso
mientras se lanzaba a narrarnos una historia de cómo disfrutó de una Coca Cola adere-
zada con Iboza mientras una bruja de Sumatra salía de un baúl y sacaba siete clavos he-
rrumbrosos de la espina dorsal de un niño lisiado. Era algo salvaje, como todas las historias
de Doyle, y nadie sabía dónde terminaban los hechos verídicos y dónde comenzaban las
mentiras. A nadie le importaba tampoco. Él era nuestro Chamán, incluso para aquellos
que no sabían lo que significaba tal título. Él nos curó con sus palabras, erradicando la
enfermedad de los hogares y el veneno de la memoria. Todos íbamos a hacer algo nuevo
en Telegraph Hill, así que naturalmente necesitábamos un punto de conexión. Ese punto
era Doyle, que parecía estar allí antes de que nosotros llegáramos.
Mientras contaba la historia de la bruja de la montaña, Doyle pasó una de aquellas es-
carpias al grupo congregado frente a él como en un círculo de oración, asentándose en
medio de los porreros que suspendieron su inactividad de tres semanas y se escabulleron
hacia las periferias. Era la hora sagrada, y nadie —ni Jack, ni Allen, ni ningún otro Mesías
callejero— podía tocarlo mientras convertía su seda en un tapiz luminiscente, elevándose
a más de quince pies del suelo. Aún así, antes ese mismo día, vi algo en sus ojos cuando
alguien mencionó a los agentes. Un destello de rabia que parecía extraño en su amplio y
plácido rostro que siempre parecía como al borde de una sonrisa a consecuencia de una
broma privada. Sabía cosas que nosotros desconocíamos, incluso sobre nosotros mismos,
y eso parecía ser uno de los motivos por el que el gobierno husmeaba por la colina. Pero
después de ese día, no volvió a mencionarse.

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Su fiesta de bienvenida fue apoteósica. Todos en North Beach conocían a Doyle, y lo
adoraban como su becerro de oro moldeado en el desierto bajo la mirada de un dios vo-
luble a fin de darles algo tangible en lo que confiar. Nadie sabía exactamente de dónde
venía, pero tenía cierto aire de la costa este, con esa templanza estoica de las tierras
salvajes. Los rasgos simétricos, la nariz aristocrática. Un pelo que lucía mejor de lo que
lo haría cualquiera con sus mejores galas. Por descontado, tenía dinero, como así lo
demostraban sus frecuentes escapadas a Perú, Afganistán y a otros cientos de destinos
inciertos, pero vivía como un mendigo, vistiendo pantalones desgastados y una camise-
ta azul marino. Nunca llevaba zapatos. –Me gusta sentir que la tierra se mueve debajo
de mí –me explicó el día después de llegar yo mientras nos fumábamos una variante
hawaiana de un Thai Stick. Doyle era un tipo extraño, pero ese era precisamente el
motivo por el que todos lo amábamos–. Héroe de los marginados –graznó un drogata al
que todos llamamos El Andrajoso una noche antes de vomitar en un cubo en el porche.
El vagabundo apaleado que perdió su verdadero nombre en un maldito pastizal en la
zona este de Francia hacía doce años, se limitó a secarse la boca, sonrió y asintió con
la cabeza, sabiendo que nadie lo molestaría hasta que regresara a las calles. Éramos los
proscritos, cada uno de nosotros a la nuestra, y todos bajo la protección de Doyle de
cualquier contratiempo que acechara en el mundo exterior. Al menos siempre y cuando
estuvieras entre los de su círculo, y muchos lo estábamos. Luchamos por mantenernos
dentro del resplandor con esas propiedades aislantes que se filtraban desde el fondo de
sus ojos, y probablemente también hicimos otras cosas. Todos necesitamos una familia,
y todos éramos Doyle.
En la fiesta, las chicas prepararon sándwiches con masa madre fresca y finos cortes de
salami italiano de Molinari, mientras que los muchachos mezclaron un montón de lico-
res en una bañera medio enterrada en el patio trasero. Doyle tenía una vivienda, un en-
cantadora casa victoriana de tres plantas justo al lado de Columbus Avenue, pero no un
vehículo. Decía que no le gustaba retorcerse dentro de una grasienta lata de sardinas. De
todos modos, las mejores historias se escuchaban en las aceras, y las canciones de amor
que sonaban desde sus rendijas contenían las armonías más deliciosas. Caminar, sin im-
portar dónde ir.
–Neeeelllssooooon –gritó Doyle con voz cantarina. Me volví y lo encontré sentado en
un alféizar del muro de contención del bloque de hormigón al lado del callejón, contem-
plando el oscuro cielo nocturno. Los ladrillos no debían de tener más de un pie de espe-
sor, pero él los hacía parecer un colchón gigante–. Nelson Barnacles –reflexionó, como
si saboreara las palabras. Mi apellido era Barnes, pero yo estaba encantado de que Doyle
me confiriera algo nuevo. Algo que provenía de él. Le puso apodos a mucha gente, y aho-
ra a mí también. De repente, me pareció que todo a mi alrededor intensificaba su brillo.

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Me sentí protegido de una manera que El Andrajoso nunca pudo, especialmente porque
El Andrajoso acabó con su la cabeza aplastada, sin ojos y sin brazo izquierdo cuando lo
sacaron de debajo del muelle la semana pasada. Ese bastardo inútil se aventuró demasia-
do lejos del radio de protección y terminó detrás de las líneas enemigas. Al igual que en
aquel pastizal al este de Francia–. Ven a ver esto, Barnacles.
Dejé mi botella y caminé hacia Doyle, secándome las manos en los pantalones como
un niño en el colegio al que se le ha ordenado salir a la palestra para recibir un premio.
Siempre ansié gustarle a Doyle por resultarle interesante o especial de algún modo,
pero en el fondo sabía que era más probable que se debiera a que yo dormía en mi Buick
Roadmaster del 48, que era el último vehículo que funcionaba de toda la manzana.
Nunca tuvo importancia que ese fuera el único hogar que tenía en la tierra. Probable-
mente podría haberme dejado caer por el apartamento de Doyle, pero no quería inmis-
cuirme. De todos modos, yo tenía un automóvil, lo que significaba que Doyle también
lo tenía.
Hizo un gesto hacia el cielo. Miré hacia arriba y no pude ver nada a través de la niebla
entrante que reflejaba la luz de la ciudad sobre sí misma como un dosel dorado. –¿Ves lo
que lo veo? –preguntó Doyle, más para sí mismo.
–Sí… Sí, creo que sí. –No veía nada, pero era muy importante para Doyle pensar que yo
estaba a su nivel en todo momento, aunque no podría encontrar su apartamento ni aun-
que me construyeses un ascensor dorado.
Doyle exhaló un nimbo perfectamente perfilado de humo de su sempiterno cigarrillo
especiado. No olía a hierba. No olía a nada con lo que alguna vez me hubiera topado. Su
voz bajó una octava. –Nelson, tenemos que encontrar la máquina musical de hidrógeno.
–Volvió sus ojos azul eléctrico sobre mí–. Necesitamos purificarnos.
Hice una pausa y luego asentí. –Seguro que sí.
Apagó el cigarrillo sobre su lengua y se tragó la colilla. –Arranca y vámonos.
Aguardé, esperando que continuara, pero Doyle se limitaba a mirarme, con la gelidez de
una piedra, como un profesor esperando una respuesta. –¿A… Ahora?
–¿Cuándo si no?
Me quedé pensando durante un minuto, tratando de deshacer el nudo que ahogaba mi
estómago, hasta que descubrí que su pregunta era retórica.
Doyle estaba esperando a que dijera lo que se suponía que debía decir, lo que cualquiera
diría, pero no lo hice, así que sonrió y saltó de la cornisa, aterrizando con suavidad sobre
sus pies descalzos. –Recógeme en el portal en treinta minutos –dijo mientras desaparecía,
llevándose la luminosidad con él.
Me quedé inmóvil en la oscuridad durante varios segundos. –¿Adónde vas?
–¡A por provisiones!

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Treinta y dos minutos más tarde, estábamos surcando la colina como una pesada lanza
sobre el pausado amanecer, justo en el momento en que la ciudad estaba sacudiéndose la
consternación de la noche anterior.
Sugarboy estaba en el asiento del copiloto, dándole vueltas a un bolón de chicle con
pica-pica entre sus deformes dientes y sacudiendo con torpeza la cabeza al ritmo de la
canción de Kay Starr que sonaba en la radio, como una barriga llena de anfetaminas gol-
peando una de las aberturas de su corazón. Doyle estaba detrás, sentado entre Cincinnati
y otro tipo al que no había visto antes. Se llamaba a sí mismo Escofet, que podría tratarse
tanto de un nombre como de un apellido. En verdad, no importaba. Solo era otro cliente
subido en este carrusel. Lo tomé por un marica, con su camisa de seda manchada de sudor
abierta hasta la cintura y largas pestañas que revoloteaban sobre unos ojos negros que pa-
recían estar constantemente al borde de las lágrimas, y parecía estar concentrado en mi-
rarme por el espejo retrovisor. Un espeluznante tatuaje de algo viejo y desnudo asomaba
por detrás de la hilera de botones nacarados. Doyle traía nuevas caras y nombres dentro
y fuera del grupo casi a diario, y nunca importaba el color o la creencia. Tenía un interés
en todo ello, y ponía todo su empeño en conseguirlo.
Entre sorbos de Old Fitzgerald y un besuqueo bastante ruidoso con Cincinnati, Doyle
indicó el camino a seguir justo cuando estábamos a punto de pasar de largo la indicación.
Sacudí y viré el volante, haciendo zozobrar el Buick a través de tres carriles y una colec-
ción de maldiciones, cogiendo la I-80 para salir de la ciudad. Mi padre habría sufrido
un ataque al corazón por la forma en la que estaba tratando su coche. Doyle aullaba con
cada chirrido de las ruedas, instando a cada viajero descontento a que sodomizara a varios
miembros de su familia en una amplia variedad de formas de lo más originales. Cincinna-
ti soltó una risita como si tuviera siete años en lugar de veinticuatro, perdida y borracha,
mientras Escofet persistía en mirarme por el espejo. Sugarboy cogió otro puñado de hier-
ba y se encendió un porro, perdido en el mundo que había al otro lado de su ventanilla
mientras rechinaba los dientes.
Cruzamos Red Bridge e invadimos la oscura ciudad de Oakland, rugiendo como bárba-
ros, saludando a las madres que se dirigían a la peluquería y haciendo gestos con la cabeza
a los tipos más duros del vecindario que ocupaban sus puestos bajo los aleros de sombrías
escalinatas. En ese momento, estaba nadando en whisky, y después de unos cuantas tra-
gos, me detuve preguntándome hacia dónde íbamos y centrándome en cómo de impor-
tante era que llegáramos allí. «Atrápalo y suéltalo», como solía llamarlo a menudo Doyle.
Aprovecha el cerebro de reptil para aprender los secretos de los reptiles, y abandonar el
ego del sapien. No era fácil para un niño criado entre fardos de heno.
Los adosados cedieron terreno a favor de la escarpada colina y los abetos españoles, y
pronto llegamos a la Ruta 24, dejando atrás Emeryville y Upper Rockridge, ya que el

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tiempo parecía acelerarse mientras las latas de sardinas a nuestro alrededor disminuían la
velocidad como juguetes con las pilas gastadas.

La carretera se estrechó, la velocidad del coche se estabilizó, y un silencio tácito se aga-


zapó justo debajo de la radio y el rugido del pavimento. Inspeccioné los letreros pinta-
dos por encima de nosotros, en busca de pistas. Nadie dijo una palabra durante mucho
tiempo, haciendo balance de por lo que habían pasado. Los ojos de Escofet hacían que los
minutos se transformaran en horas.
–De todos modos, ¿hacia dónde vamos? –preguntó Sugarboy mientras se volvía hacia el
asiento trasero, sus ojos inyectados en sangre pasando de Escofet a la ridícula minifalda
dirndl de Cincinnati que dejaba al descubierto el atisbo de una pieza de encaje. Se había
recuperado lo suficiente como para formular la pregunta que había querido hacer ya en
la colina, pero que no tuvo agallas de soltar. Yo quería aparentar ser un audaz aventurero,
marchándome y comenzando de cero antes del amanecer sin un destino fijado y sin preo-
cuparme por mi alma. Yo quería ser Dean Moriarty. Pero solo era Nelson Barnes, simple
y sin recovecos, y lo que más me preocupaba eran los frenos quejumbrosos de mi cinco
puertas.
Doyle pegó otro trago a la botella y sonrió, escupiendo un riachuelo de líquido tibio por
entre sus dientes en mi nuca, como una cobra escupiendo veneno.
–Hacia delante. Al frente del mundo occidental. Tenemos que conseguir una mejor vi-
sión de las cosas, ¿sabes?
No tenía idea de qué estaba hablando, y Sugarboy tampoco. El asiento trasero, por otro
lado, parecía empapado de comprensión. El poder unificador del licor y de la modestia
olvidada. Traté de congraciarme con una sonrisa. –¿Vamos a escalar la montaña? No tra-
je mis botas.
Doyle comenzó a tararear, o gorgotear, desde lo profundo de su garganta. Era un sonido
terrible. –El ruiseñoooor aguarda tras la cima de Devil’s Mountain, abriendo sus alas ma-
rrooooneeesss –cantaba con una voz extraña, luego volvió a la botella.
Sugarboy frunció el ceño y me miró. Me encogí de hombros. No nos conocíamos bien,
ya que él formaba del equipo nocturno de la casa, mientras que mi horario estaba más en
línea con el de un profesor universitario. Pero en este viaje, parecía que la línea divisoria
entre ambos estaba separada por unos asientos de vinilo azul claro. Escofet y Cincinnati
se limitaron a sonreír con reconocimiento. –Estamos a punto de ser instruidos –anunció
Doyle antes de soltar algunas cosas sobre su abuela y se recostó en su asiento.
Mi copiloto dio un par de respingos, tratando de atar los cabos de todo cuanto bailaba

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deslavazado en su cerebro, luego dio media vuelta y se metió un Tootsie Roll en la boca.
Tragué saliva. El whisky se estaba acabando y dejaba un vacío de hambre en su lugar.
–¿Pero qué significa eso?
Se sucedieron unos segundos de silencio. No podía ver los ojos de Doyle tras los cristales
oscuros de sus gafas, pero podía sentir los de Escofet fijos sobre mí, como si él me estuvie-
ra mirando por la persona tenía a su lado. –¿Qué quieres decir con eso, Barnacles?
Me aclaré la garganta, deseando que rulara la botella, pero Escofet la sujetaba con las dos
manos, soplando en su interior como si fuese un músico. Lamiendo la abertura. –Quiero
decir, sobre lo de instruidos. ¿Adónde quieres llegar?
Doyle bajó sus gafas de sol y me miró con una expresión que era nueva para mí.
Finalmente, rompió en una sonrisa que enseguida pasaría a ser una risa. El coro del
asiento de atrás se le unió, riendo como si estuvieran viendo un espectáculo de Jack
Benny.
–¿Es necesario que te lo explique? Nuestros hermanos están muriendo en las calles, los
cuerpos devorados por esa inmundicia de los arrozales Coreanos. Nuestras hermanas es-
tán siendo enjauladas por unos maridos que se creen sus dueños… esclavistas, mientras el
resto de nosotros mira su propio mundo resplandeciente, adorando a Cronkite y a Lucy.
Riéndonos entre las llamas. –Doyle se agarró al respaldo de mi asiento, tirándolo hacia
él, con los ojos encendidos. Era fuerte–. Lo que creemos que sabemos es una mierda, y
lo que desconocemos es nuestra salvación. Occidente no es lo mejor. Occidente no es
más que la rueda de un hámster. El descubrimiento de los lugares más antiguos es lo que
necesitamos en este momento. Estaría bien jodido si nos consumiéramos en esta bola y
no dejáramos más que una mancha negra debajo. Quiero profundizar, descubrir cómo
trascender.
–¡Eso es, papi! –chilló Cincinnati y se encendió un cigarrillo, colocándose el pelo rubio
y lacio detrás de las orejas. Era un perrito faldero, acrecentándose su defecto cuando es-
taba excitada.
–Vamos a ver al hombre que tiene el plan. –Antes de que pudiera preguntar, Doyle se
reclinó en su asiento, como agotado–. Toma la primera salida.
Conduje durante cinco millas más, y estaba a punto de dar la vuelta cuando vi el peque-
ño letrero verde al costado de la carretera. Parque Estatal Devil’s Mount.
El Buick se desvió hacia la 680 dirección sur. Ese era el camino de Devil’s Mountain,
donde nos aguardaba un ángel salvador.

Después de recorrer las laderas, comenzamos a atravesar la montaña por una carretera

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que degeneró en una vía en zigzag apenas pavimentada. Tuve que incorporarme y suje-
tar el volante como un capitán de barco en medio de una tempestad, no fuera a ser que
nos estrelláramos contra las rocas que aguardaban en el fondo de un desfiladero de tres-
cientos metros, con los neumáticos pasando a pocas pulgadas del borde del asfalto lleno
de unos baches que marcaban el camino como palomitas de maíz negras y aplastadas.
En cuestión de minutos, estábamos alejados de la civilización por completo, ya que las
secuoyas se apretujaban como torres colosales a nuestro alrededor, devorando el sol con
sus brazos de mil pies de altura. La señal de radio se había convertido en estática, y Doyle
comenzó a tararear de nuevo. Ese horrible y desafinado sonido, como si le faltaran notas
de manera intencionada. Me preguntaba si alguna vez daríamos media vuelta y descen-
deríamos. Al frente o morir.
La carretera se estabilizó, los baches se suavizaron debido al desgaste y a cierto grado de
mantenimiento bastante rudimentario. Bajé la ventanilla, y entre las bocanadas de humo
de Cincinnati pude oler un una gran congregación de pinos y tierra antigua, abandonada
por la montaña para dar a luz a millones de titanes de madera. Aquel era un tipo dife-
rente de olor al limo de Nebraska, que tenía un aroma húmedo a hielo fundido, ríos poco
profundos, y agronomía desmañada. Allí arriba descansa una pizca del polvo primigenio,
aferrándose a las espaldas de gigantes dormidos, repleto de sabiduría nacida de lo más
profundo.
Miré por el retrovisor, esperando toparme con la mirada Doyle, aunque ansiando en-
contrar la de otro, pero no vi nada. Me giré y me encontré a Doyle susurrando al oído de
Escofet. Estaba apoyado en el costado del automóvil, con los ojos cerrados. Cincinnati
hacía pucheros y se mordía las uñas, las orejas enrojecidas, sorbiéndose los mocos.
–¡Atento al camino, tío! –chilló Sugarboy, agarrando el volante y tirando de él hacia la
izquierda en el momento justo en el que el neumático delantero derecho casi se desliza
por el borde del camino. El vehículo recuperó la senda–. ¡Casi nos matas!
Mi cara era un poema y me estallaban los oídos. Me aterrorizaban las alturas, y ahí esta-
ba, conduciendo, llevando a un grupo de drogatas hasta el confín del mundo sobre la tela
rota de una araña. Doyle se limitaba a reír.

Más arriba en la montaña, el asfalto degeneró en un camino de tierra. Un par de figuras


se encontraban en el borde de la línea de árboles, cogidas de la mano. Hubiera sido difícil
decir si eran hombres o mujeres, puesto que ambas siluetas usaban máscaras de plástico
de la bruja Wanda. Pero los dos estaban desnudos, los dos eran hombres, y estaban erec-
tos. Sus cabezas se volvieron cuando pasamos, las cuencas vacías y negras de sus ojos ver-

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tiendo oscuridad sobre el coche. Sugarboy se llevó las manos a un lado de la cabeza, agitó
los dedos y les hizo una mueca por la ventanilla. Ellos, con parsimonia, imitaron los gestos
al unísono.
Miré a Doyle, quien frunció el ceño ante la pareja desnuda como un padre reprobador.
Nunca lo había tomado por un mojigato. Tal vez se oponía a la gratuidad. –¿Es una espe-
cie de orgía? –pregunté, ocultando mi incomodidad con un leve toque de humor.
Doyle se encogió de hombros. –Será lo que quieras que sea. Pero será algo, eso seguro.
–¡Estoy preparado para lo que sea! –chilló Cincinnati, abrazándose a Doyle, que había
estirado el cuello para mirar a los dos hombres que se alejaban corriendo hacia el bosque
como si los persiguieran.
Había un heterogéneo grupo de automóviles y autocaravanas estacionadas a ambos la-
dos de la carretera, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, adentrándose en las
profundidades oscuras del bosque teníamos delante.
–Colócate detrás del último vehículo –indicó Doyle.
–Hay mucha gente –musitó Sugarboy con los dientes apretados, rascándose el cuello
con fruición mientras el coche se detenía.
–Coge la tienda de campaña –le dijo Doyle a Sugarboy, que estaba a punto de protestar
cuando Doyle le lanzó una bolsita llena de pastillas. Su boca se quebró en una sonrisa
como de calabaza de Halloween, abrió la puerta y se dirigió al maletero a toda velocidad.
El resto nos juntamos para encaminarnos hacia el antinatural crepúsculo, a excepción
de Escofet, que dormía en el asiento trasero. –¿Qué hay de él? –pregunté, medio espe-
rando que hubiera sufrido una sobredosis de alguna sustancia de contrabando traída por
Doyle desde alguna selva.
–Dejémoslo. Ya nos alcanzará más tarde.
–¿Qué se ha tomado?
–No lo sé, pero me gustaría probarlo. –Doyle puso su firme brazo alrededor de mi cuello
y sonrió, proyectando ese brillo de su boca y de sus ojos como un manto–. Tendremos que
preguntárselo más tarde.

Caminamos casi una milla por una suave pendiente ascendente, uniéndonos a una pro-
cesión de viajeros de todos los estadios de la vida y de lo que parecían ser un centenar de
países. Muchos de ellos vieron a Doyle y le mostraron sus respetos en saludos de diversa
índole. Él respondió a su vez, como el embajador de una peregrinación. Aquella era la
lista de invitados navideños de Doyle que había cobrado vida y se había congregado en
una montaña de California. Una reunión de hermandad internacional alejada de ojos

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indiscretos. Su aura misteriosa se intensificó, si es que eso era posible. Entre saludos mul-
tilingües, caminamos en dirección al foco de luz que nos conduciría fuera del bosque,
hacia el sol.
Rompimos ese seno que formaban los árboles y salimos a un gran claro, y podría haber
jurado que habíamos llegado al seno de un carnaval medieval. Miles de personas vesti-
das con atuendos extravagantes o alguna vestimenta nativa lejana, bailaban, giraban y se
congregaban en grupos apiñados sobre la hierba aplastada. Al otro lado del claro estaba
instalada una urbe de tiendas de campaña, mientras que los puestos de vendedores ambu-
lantes adornadas con alegría estaban frente a los árboles que estaban a nuestra derecha.
Sobrevolando todo, había una estructura central descomunal construida a partir del acan-
tilado de la montaña que se elevaba hasta el cielo. Tenía cien pies de alto y la anchura de
un campo de fútbol, construida de piedra, mortero y gruesas tablas de madera, rematada
con una cúpula bulbosa que podría haber sido arrancada del Siam más viejo o del Moscú
más comunista. Las ventanas estrechas salpicaban sus lados, dando la impresión de ser
una iglesia, o tal vez un fuerte. En el exterior, las ramas de las enredaderas se arrastraban
por los laterales. Fuera lo que fuese aquel lugar, hacía tiempo que estaba allí.
–Qué locura, tío… –Respiré y enseguida me di cuenta de que Doyle esperaba mi reac-
ción–. ¿Qué lugar es este?
–Es un lugar para escuchar –respondió Doyle, analizándolo todo con la mirada evalua-
dora que tendría un capataz de la construcción. Me miró y me guiñó un ojo–. Uno de
muchos, a decir verdad.
Una mujer sonriente con llamativos ojos amarillos y piel bronceada por un sol lejano,
saltó sobre él y lo abrazó antes de entregarle a Cincinnati una flor. Parecía exótica y tropi-
cal, como si estuviera hecha de cera. Al igual que la mujer que se la había entregado. –El
poder para los niños –dijo con voz de ensueño.
Cincinnati se llevó la flor a la nariz y se quedó sin aliento. –Guau, huele a… como… la
granja de mi abuela. –Soltó una risita y unos susurros, y pude vislumbrar a la pequeña
niña pecosa de Ohio que fue, antes de que se decidiera a cambiar todo lo verdadero y se-
guro por diversión y chicos salvajes en la extraña casa invernáculo de San Francisco.
Sugarboy observaba la fila de vendedores, que estaba separada por una cuadrilla de
clientes que esperaban de forma paciente. –¿Venden dulces por aquí? –le preguntó a la
mujer sin mirarla. Ella le ofreció una flor idéntica a la anterior antes de alejarse, adornan-
do el cielo del crepúsculo con los rizos de su pelo negro. Sugarboy miró alrededor con
timidez, luego inhaló el aroma de los pétalos relucientes. Una mueca escapó de sus labios
y se tambaleó. Engullendo una ola de emociones, arrojó la flor al suelo y la aplastó, antes
de alejarse con esa forma de andar agitada tan característica suya.
–¿A qué olía? –inquirió Cincinnati.

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–A aftershave –murmuró Sugarboy, mientras su mente caía atrás en el tiempo a lugares
que había tratado de enterrar en la arena del oeste de Texas del este de Lubbock. A la
loción para después del afeitado de mi padrastro, pensó, esperando que su boca no se mo-
viera mientras las palabras se apelotonaban sobre su lengua hinchada.
Vi a Sugarboy mezclarse con la multitud. –Vamos a perderlo.
–Es probable –dijo Doyle–. Conseguirá lo que necesita, o se marchará a casa.
Me quedé rezagado y me maravillé ante la escena, notando de nuevo las sonrisas y las
reverencias que Doyle recibía. Aquello no era como en Telegraph Hill. Aquella era una
procesión internacional de jóvenes y ancianos. Mayormente ancianos. Sin embargo, to-
dos ellos respetuosos y a menudo casi reverentes. –¿Por qué parece que todos te conocen
aquí?
–No todos –respondió Doyle con cautela, mirando a una chica preciosa de cabellos ro-
jizos que giraba como un derviche en un claro cercano, sus pies formaban un círculo per-
fecto en la hierba y su rostro beatífico apuntaba hacia el cielo.
–¿Cómo encontraste este lugar? No parece real. Es como… como una representación
teatral, o algo así.
Doyle me cogió del brazo y caminamos juntos como los antiguos nobles de provincias,
Cincinnati se colocó detrás de nosotros, todavía sosteniendo la flor junto a su nariz, rozán-
dola con sus labios mientras inhalaba su aroma con intensidad, con los ojos entumecidos.
Era una niña pequeña de nuevo, casi hermosa. Casi.
–¿Alguna vez has viajado, Barnacles?
–¿Yo? Sí, por supuesto. Llegué hasta aquí, ¿no? A la ciudad, quiero decir.
–No me refiero a desplazarte de una ciudad a otra, estoy hablando de viajar. Desde este
plano a otro, y a otro, y billones de millones más allá.
Me sentí estúpido, de mente obtusa, como solía pasarme con Doyle. Como un chico tra-
tando de pasar el rato con el niño más mayor e inteligente. –No, supongo que no.
–Deberías intentarlo alguna vez. Te sorprenderá lo que vas a encontrarte.
–Pero, ¿qué es este lugar?
–Es… aquí. Es ahora. Pero no lo es, ¿entiendes?
Mi silencio le dijo que no lo hacía.
Doyle contempló el paisaje y sus ojos se posaron en las cumbres cubiertas de nieve.
–Las tribus indias evitaban este lugar como la peste. Lo llamaban «El lugar que tiene
demasiados secretos». Los armenios que llegaron después del genocidio lo llamaron
«Hetch Hetchi». Nada de nada. Los mediocres cartógrafos, al escuchar algunas de las
leyendas que circulaban, lo llamaron Devil’s Mountain, que es una maldita broma a
todos los niveles. Pero imagino que no sabían cómo describir lo que sucede aquí y en
otros lugares similares a este.

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–¿Qué es lo que pasa? –pregunté con cierta inquietud, recordaron a los dos hombres
desnudos del bosque. Enmascarados y pálidos.
Doyle hizo un gesto con la barbilla señalando a un hombre barbudo que llevaba solo un
taparrabos y que hacía pompas de jabón para un grupo de niños que saltaban y reían, ju-
gando a tratar de explotar las burbujas. A atrapar pequeños arcoriris redondeados. –¿Ves
a ese tipo? Ese es Randy, un ex marine del ejército de tu gobierno. Mató a tres hombres y
dos mujeres en las afueras de Pusan, y luego violó a la hija de diez años de la mujer a la
que había noqueado con la culata de su fusil dos minutos antes.
Reaccioné con horror, sintiendo que mi estómago se contraía en una náusea. –¡Qué
monstruo!
–Sí, lo era. Un monstruo no nato, pero creado por el ejército de los Estados Unidos de
América. Transformado de cordero a león en un breve espacio de tiempo.
–¿Qué cojones está haciendo aquí? –pregunté, alzando la voz–. ¡Aquí! ¡Merodeándolos!
–Señalé a los niños.
–Está reconvirtiéndose –dijo Doyle–. Aquel día en Corea, en mitad de aquel infierno en
llamas, miró al vacío y se encontró solo. No vio lo que realmente había allí, esperándolo,
mirándolo, animándolo. Randy estaba cegado por su lavado de cerebro, que solo existe
para anular la verdad y volvernos ciegos ante el Padre –Nunca tuve a Doyle por una per-
sona religiosa, pero lo que me estaba contando sonaba a uno de esos sermones dominica-
les que escuchaba de niño–. Vino hasta aquí, viajó en el sentido contrario a las agujas del
reloj por la espiral de lo que llamamos mente y lo que subyace en ella, encontrando al fin
lo que estaba buscando. Sus ojos se abrieron a la verdad, física y espiritualmente. Se ha
convertido en un niño otra vez.
Una vez más, no entendía de qué estaba hablando Doyle, y esta vez no traté de ocultarlo.
En su defecto, sacudí la cabeza y me dejé caer sobre la hierba, llevándome las manos a la
cabeza. –No sé qué es lo que está pasando –le dije, avergonzado, pensando que aquello
era el final. Tal vez era esa cosa extraña que Doyle fumaba, contagiándome por contacto
y no podía llevármelo. Fuese lo que fuese, sabía que no tenía lo que se necesita para estar
con Doyle, así que pensé que aquella farsa llegaba a su fin.
Se sentó frente a mí, cruzó las piernas y se metió una brizna de hierba en la boca. Des-
pués de casi un minuto sin decir nada, levanté la vista y lo descubrí contemplando la
enorme estructura que se extendía a través de la pradera, surgiendo de la montaña como
un vientre abultado. –Cuando cruzaba el Hindú Kush, en busca de perspectiva –comen-
zó Doyle, adoptando un tono de experiencia, como si ya hubiera contado esa historia con
anterioridad, aunque yo nunca la había escuchado–, me llegaron rumores por parte de los
sufíes locales de ese bizarro curandero que estaba sentado en la cima más alta de Cache-
mira, uno que perseguía ese estado de ánimo vacío llamado nirvana que nos aguarda a to-

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dos tras la ilusión de este traje de carne que llamamos ser. No había comido nada durante
treinta años. Treinta putos años, ¿puedes creerlo Barnacles?
–No –respondí.
La sonrisa de Doyle desapareció. –Bueno, es la maldita verdad. Al cuerpo se le pueden
convencer de muchas locuras si la mente sabe cómo hacerlo.
–Sí, eso lo entiendo.
Doyle me miró con más intensidad, sondeando qué ocultaban mis ojos, esperando una
chispa de algo parecido a la comprensión. Finalmente, prosiguió. –Así que de todos mo-
dos, mientras aquel tipo estaba allí, comunicándose y escuchando, sin comer ni pensar en
otra cosa que no fuera en lo que podía haber más allá del techo del mundo, una hebra de
Conocimiento atravesó la cima de la montaña, cayendo sobre él como el rayo que alcanzó
la llave en la cometa de Benjamin Franklin. La carne hizo las veces de antena. ¡Chas! –
Doyle chasqueó los dedos y se rio, pero no produjo sonido alguno–. El viejo no encontró
el Nirvana, dio con algo DIFERENTE. Algo más antiguo que Alá, Shiva, Yavé o cual-
quiera de esas majaderías. Algo que acecha en la oscuridad y con muchos secretos para
compartir. Y compartieron que eran… Ahora, nuestro amigo Punjabi está compartiendo
lo que aprendió, a una persona por cada época. Él es un gurú cósmico, actualmente. To-
talmente legítimo, y he conocido a varios. Él tiene la visión.
–¿Gurú?
–Un hombre santo. Un chamán. Un Maestro de lo Divino. Como quieras llamarlo. Lo
mismo da. Siempre lo ha sido. Nos hemos limitado a ponerle nuevas etiquetas para reco-
nocerlos, como una jodida lata de sopa. La misma sopa, la misma lata. Diferente embalaje.
Así que nos la comemos como buenos cristianos hambrientos, ¿lo pillas? –Doyle se encen-
dió uno de esos extraños cigarrillos suyos–. Ese gurú —el Chotacabras lo llamaron, como
un pájaro indio que anidaba en el suelo pero volaba por el aire— descendió de su elevada
posición como el mismísimo Jesucristo —quien pasó algún tiempo en la India, por cierto.
Los corrompidos con poder no te dirán eso, Barnacles. De ninguna manera. Demasiado
Oriiiientaaallll… –Pronunció aquella última palabra como el acento plano de un maldito
americano disgustado del centro del país, dio otra calada y exhaló, el humo se transformó
en un fantasmal Serafín que nos rodeó–. Como sea, el tipo comenzó a vagar, hablando
sobre la VERDAD de todo. La noticia se propagó por el norte, y en cuestión de semanas
estaba dividiendo el país, meándose en la jerarquía religiosa y señalando madrassas y fal-
sos lugares sagrados, aumentando su número de seguidores con otros nuevos, tallando el
nuevo status quo desde su epicentro, como un cáncer vivificante. Los hindúes lo odiaban,
y los pacíficos budistas no fueron mucho más amables. La policía de Uttar Pradesh puso
precio por su cabeza. Pero los aldeanos lo ocultaron durante todo el trayecto de Nepal a
China. Recordaban las historias de los ancianos, esas que se contaban alrededor de las

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hogueras de las cavernas, después de la extinción de los dinosaurios. Aquel hombre las
estaba contando de nuevo. Todo lo viejo es nuevo otra vez…
Doyle me pasó el pitillo, pero lo rechacé. Dio otra calada y prosiguió: –La cosa se com-
plicó, con las redadas de la policía en las reuniones y las amenazas de muerte, sus discípu-
los tuvieron que llevarlo oculto hasta Pakistán, envuelto en una mortaja y escondido en-
tre los musulmanes, con la esperanza de hacerlo llegar al puerto de Karachi. En cambio,
desapareció y visitó ocho pueblos en cuatro noches. Los imanes locales quemaron cada
uno de ellos después de que lo abandonara, una vez que escucharon lo que había suce-
dido. –Los ojos de Doyle centellearon, pero no con el habitual brillo protector. Era algo
más intenso, más íntimo–. Cuando el Chotacabras abre su boca y despliega sus brazos, lo
que fluye de él es el camino de la rectitud, el camino de regreso. La suya es la sabiduría
del Más Allá, del Hogar del Padre Primigenio, y lo que él enseña es acabar con la locura
de todo aquel que desangra a la humanidad con amenazas de condenación eterna en la
tierra de los cuentos de hadas. Leyó la poesía del universo, escuchó la música de las es-
trellas muertas y observó todo lo que aguardaba afuera, esperando, empleando su cuerpo
como recipiente. Escribiendo una canción. Una canción de amor de mi querido y anciano
padre. Una vez que descendió de la montaña, vaciado y llenado de nuevo, nos lo regaló a
todos compartiendo este paraje solitario con todos a cuantos conocía.
–¿Y qué es? –Me di cuenta de que no había tragado saliva desde que comenzó su histo-
ria. Tal vez creía más de lo que mi mente me permitía.
Sus pupilas dilatadas bailaron por encima de sus dientes blancos y perfectamente ali-
neados, como dos monedas negras anilladas de azul. –La comprensión.
–No lo entiendo.
–¿No te cansas nunca de decir eso?
–Sí –respondí, y lo dije en serio.
–Entonces quédate y no volverás a decirlo nunca más.
El bajo registro de una campana sonó a través del valle, saliendo de algún lugar en el
interior de la cúpula bulbosa. Se repitió el sonido y me sacudió como la vibración de una
cuerda de bajo tan grande como mi brazo.
Doyle se incorporó y prestó atención al sonido repetitivo, pareciendo encontrar cosas
nuevas en cada tonada. Me sonrió. –Hora del servicio.

Miles de personas aguardaban pacientemente en una cola que giraba en espiral alrededor
de la estructura, mirando hacia el interior de la puerta, con la esperanza de echar un vista-
zo a lo que había al otro lado. Mientras esperaban alcanzar la entrada, mujeres y hombres,

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casi indistinguibles unas de otros debido a la falta de vello facial y craneal, caminaban en
procesión sosteniendo unos cestos en los que estaba escrito «Donaciones para el Padre»
en vistosas letras de color rosa. Cuando cada peregrino pasaba, depositaban carteras, re-
lojes y joyas. Algunos incluso arrojaron sus ropas, dejando a la fila en varios estadios de
desnudez mientras las sombras de los árboles y los picos se recortaban lentamente en el
claro.
Avancé junto a Doyle, dirigiéndome hacia la entrada. Al igual que con cada uno de los
porros en The Hill, Doyle nunca hacía colas. Siempre era VIP, independientemente de
dónde se encontrara. –¿Por qué están haciendo esto? –pregunté, señalando hacia los ces-
tos que se llenaban a toda velocidad, tratando de evitar la desnudez esporádica, ya que mi
rubor seguramente me dejaría en evidencia como a un mojigato.
–No se puede acceder al templo lastrado por el mundo exterior –sentenció Doyle–.
Reduce los efectos, como el plomo en una radiografía. Pero aparte de todo eso –añadió,
lanzándome una sonrisa traviesa–, todo mejora cuando estás desnudo.
Miré a mi alrededor a aquella caterva de carne en su mayoría sin ropa, percibiendo la va-
riedad de formas, tamaños, tonos de piel y densidades de cabello. –Esto no lo tengo claro.
Doyle rio y me pasó el brazo por los hombros, besándome un lateral de la cabeza. –Eres
realmente bueno Barnacles, ¿lo sabes, verdad? Si no me gustaran tanto las mujeres, me
casaría contigo mañana mismo.
Avanzamos hacia el frente y traspasamos la amplia entrada. La zona de mi cabeza donde
Doyle había plantado sus labios, palpitaba con un calor líquido. Ninguno de nosotros se
había quitado nada de ropa, pero me sentía más desnudo de lo que nunca antes me había
sentido.
En el interior, la gente estaba sentada sobre el suelo sucio sobre el que había unas líneas
espaciadas de manera uniforme, a solo unos centímetros de distancia unos de otros, como
un mosaico hecho de humanidad. El aire estaba cargado de volutas de humo de incienso
que se elevaban desde los braseros de cobre gigantes que colgaban de gruesas cadenas
atornilladas al techo abovedado de la cúpula, que no era tan inclinado como uno supon-
dría al observar el exterior, pero que poseía una geometría hiperboloide que me mareaba.
O tal vez era a consecuencia del aroma, que olía como los extraños cigarrillos de Doyle.
La silenciosa congregación estaba frente a un escenario bajo construido en la parte de-
lantera del espacio cavernoso, resguardado por pesadas cortinas de tela gruesa y brillante.
Doyle me llevó al otro extremo de la habitación, justo enfrente de una subida, y me apretó
el hombro. –Espera aquí –me dijo al oído–, y no subas al escenario, independientemente
de lo que diga.
La campana sonó de nuevo, sobresaltándome, sobre todo porque parecía venir directa-
mente de debajo de la sala, de algún lugar en las profundidades de la montaña, y no desde

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un campanario oculto. Esta es la iglesia, este es el campanario, abre la puerta y mira a toda
esa gente… Después de un instante me di cuenta de que estaba observándolo todo con
mis dedos entrelazados. Quizás también me estaba transformando en un niño de nuevo.
Levanté la vista para mostrárselo a Doyle, pero se había marchado. Las luces empotradas
ocultas en una zanja rodeando los altos muros se atenuaron en ese preciso instante, y el
tañido de la campana se detuvo de manera abrupta. Podía escuchar los latidos de mi co-
razón en mis oídos. Era un ritmo lento y almibarado. El sonido de un órgano en medio de
la vigilia.
De aquel pesado silencio surgió el crujido de unas ruedas oxidadas. Todas las cabezas
se volvieron al unísono hacia la derecha, mientras otro de los hombres sin pelo tiraba de
una cuerda atada a un rudo carrito de madera, encima del cual estaba sentada una figura
pequeña y nervuda vestida con túnicas gruesas y sencillas del color de la cuajada, una
capucha cubría su cabeza. Ese carro fue conducido por una estrecha espiral alrededor
del escenario, luego se detuvo en el centro, de cara a la multitud. El hombre sin pelo se
dirigió a la cortina y la corrió a un lado, revelando a Doyle, ahora embutido en una túnica
ceremonial de ricos brocados color burdeos. La muchedumbre soltó un suave gemido, un
millar de firmes «oooooohhh» que alcanzaron una tenue intensidad, volumen comprimi-
do pero amplificado por el tono idéntico de tantas gargantas vibrantes.
Doyle se adelantó, alzando los brazos, como lo hacía justo al comienzo de la hora de sus
historias en Telegraph Hill, pero esta vez sin tu tarro Mason de zumo tropical en la mano.
Un círculo cosido en seda negra brillante adornaba su pecho. No, no era un círculo com-
pleto. Estaba fragmentado, sin una pieza de finalización en uno de sus lados redondeados.
La simetría corrupta de alguna manera me desconcertó, y de repente sentí nostalgia por
la pequeña media luna de la Familia que se reunía en círculo sobre el sucio cemento de
la vieja casona victoriana. Parecía una época más simple y pintoresca de un nostálgico
pasado, aunque solo había sucedido veinticuatro horas antes.
La multitud allí reunida emanaba una energía diferente a la de la colina. Este grupo,
aunque similar en el exterior, estaba impregnado de un anhelo frenético soterrado en sus
gemidos y súplicas. Doyle se acercó al carro y sin ceremonias retiró la capucha que cubría
la cabeza de la figura agazapada, dejando al descubierto unos pliegues de piel como de
cuero curtido amontonados sobre el cráneo y la cara de un hombre diminuto. Parecía una
patata podrida, o un globo desinflado envolviendo una muñeca.
El hombre levantó la barbilla de su pecho y miró a la muchedumbre a través de unos ojos
cerrados por profundas arrugas. Uno de sus párpados tembló, luego se abrió como carne
cortada en rodajas, como un orbe pegajoso del tamaño y la consistencia de una cebolleta
de cóctel que hubiera saltado sobre su rostro.
Su ojo era brumoso, de un pus amarillo devenido en cataratas, parecía carecer por com-

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pleto de visión, pero se movía a través de la gente con avidez, su inútil masa girando con
gran esfuerzo.
Doyle colocó un micrófono de pie delante del hombre sentado y lo encendió. Los co-
mentarios recorrieron la habitación, desvaneciéndose en un murmullo bajo.
El hombre encogido comenzó a tararear en ese punto. La audiencia replicó esa vibración
y toda la estructura abovedada se llenó cuando la fuerza del zumbido aumentó en textura,
creando una masa invisible en el aire que se apretaba contra todos. La acústica del edifi-
cio era perfecta, absorbiendo el sonido y amplificándolo sin eco. El suelo bajo mis pies se
sentía como si estuviera soltándose de su base y se levantara de la piel endurecida de la
montaña. Y los braseros todavía humeaban…
El sonido de unos tambores de mano comenzó desde algún lugar oculto, golpeados con
vigor y rapidez, intercalado con un lamento metálico. La aguda estridencia de unas flau-
tas que no iban al compás se unió al ritmo anterior, dando cuerpo a una melodía de ritmo
frenético y zigzagueante. Se estaba gestando una canción que se unía en algo intangible,
pero no por ello menos caótico, y que golpeaba el oído interno de una forma extraña, des-
equilibrando el cerebro. Lo único que faltaba era la letra.
–¿Quién de vosotros cantará? –El hombre arrugado rozaba el micrófono, sus labios ape-
nas se movían. La voz sonaba como un trasvase de arena, como el roce de dos grandes
rocas. El acento era extraño, socavado con una vacilación recortada. No era exactamente
de Asia Central. En verdad no era de lugar alguno.
–Yo lo haré –gritó una voz entre la multitud.
–Tu Padre te ama –dijo el hombre. No había ningún altavoz en el escenario, ni colgando
del techo arqueado, pero sus palabras resonaron en toda la estancia.
–Y nosotros amamos a Nuestro Padre –añadió la congregación como un solo ser.
–Tu Padre te espera.
–¡Y nosotros esperamos a Nuestro Padre!
–El padre es un Niño para su Padre, y su Padre antes que él. Todos somos Niños.
–¡Todos somos los Niños!
–¿Quién entrará en el lugar más sagrado de todos? –ladró el hombre a través de sus la-
bios gomosos. Doyle no estaba por ningún lado–. ¿Quién será bautizado y renacerá, pre-
parado para la verdad del paraíso?
La multitud se puso de pie, extendiendo sus manos hacia el escenario. –¡Nosotros lo
haremos! ¡Nosotros lo haremos!
–¿Quién sentirá la comprensión, el abrazo del sirviente?
–¡Nosotros lo haremos! ¡Nosotros lo haremos!
–¿Quién será el primero? ¿Quién será el primero en ser el último?
Los tambores, las flautas y el repique metálico cesaron. Sentí una mano sobre mi hom-

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bro. Me volví esperando a Doyle, pero era el hombre rapado del escenario.
La voz de Doyle quebró la repentina la serenidad de la estancia. –¡Mis hermanos lo ha-
rán! –Estaba inmóvil en el suelo como el resto de nosotros, frente al escenario. Escofet y
Sugarboy estaban a su lado, desnudos, ambos en tensión debido a la atención. El acné de
las espalda de Sugarboy parecía palpitar como ojos pequeños y enfermos con la extraña
luz de la habitación.
–Han venido para aprenderse la canción –dijo Doyle, agarrándolos con fuerza por el
hombro–. Han llegado a sentir el abrazo. Son los niños que esperan los brazos de su padre.
–Acercaos –graznó el hombrecillo, su único ojo abierto fijo con avidez en los dos volun-
tarios.
Doyle condujo a ambos al escenario y subió las bajas escaleras, llevándolos hasta el hom-
bre sentado, quien levantó los brazos con lentitud, sosteniéndolos abiertos. –El padre
brinda la atención y el cuidado que todos deberíamos haber recibido siendo niños –dijo
el anciano–. El padre busca resarcir los errores. Equilibrar la balanza.
La multitud volvió a gemir, un sonido de anhelo, de expectativa. Sugarboy y Escofet se
pusieron de rodillas y acariciaron con sus labios el torso del hombre, aferrándose a él como
dos gatitos que buscan las mamas del vientre de su madre. Sugarboy se estremeció con
sollozos que desmoronaron su cuerpo, sacudiendo su caja torácica. Escofet solo sonreía,
como si se encontrara en casa. Los brazos del hombre arrugado emergieron de su camufla-
je y se enroscaron alrededor de ambos, envolviéndolos en su abrazo. Su envergadura pa-
recía demasiado ancha para alguien de su estatura, sus dedos demasiado largos y con más
nudillos de los que debería tener. Abrazó a Sugarboy y Escofet con firmeza, atrayéndolos
hacia la abertura de su túnica, hacia la piel arrugada de su pecho y su estómago.
Su agarre se intensificó, los tendones de sus brazos extendidos se tensaron y los hom-
bres desaparecieron lentamente dentro de la túnica sin emitir sonido alguno. Primero
las caras y las cabezas, luego los torsos, las caderas y dos juegos de pies descalzos se pre-
cipitaron en el interior del hombre sentado como si se derramara mantequilla derretida
a través de un colador.
La campana oculta sonó. La multitud jadeó, se abrazó.
–Los niños se han ido a casa –dijo el hombrecillo. Su ojo se cerró, y su cabeza ocupó
su posición inicial apoyada en el pecho.
Doyle caminó hacia el frente del escenario y se inclinó sobre el micrófono, sus ojos
brillaban como las ascuas de una hoguera. –Así concluye el servicio de hoy.
La gente comenzó a parlotear a la vez, rompiendo el silencio con una explosión de
ruido confuso que despertó a aquel millar de cuerpos que antes estaban en letargo.
Muchos de ellos se balanceaban hacia delante y hacia atrás. Varios más se pusieron
de pie y se entrechocaron en una danza salvaje antes de caer al suelo, hablando en un

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galimatías como una ancestral reunión. Algunos se unieron al baile, otros se dirigieron
rápidamente hacia las puertas, con expresiones que iban desde la maravilla del ensue-
ño hasta el terror. Muchos de ellos lloraban y se abrazaban. No estaba seguro si se debía
a la decepción o al trauma. Posiblemente a ambas cosas.
No podía entender lo que acababa de suceder, si había sido testigo del truco de un
mago o de algo mucho más profundo. Mi cerebro lo encontró divertido. Me costaba
recordar el día anterior, cómo habíamos llegado a aquel lugar. Solo recordaba el mo-
vimiento, el trayecto. Un amasijo de asfalto gris de las autopistas que conducía hasta
aquel lugar que estaba muy por encima del mundo normal. Parecía que no había vuelta
atrás, porque avanzar era lo único que tenía sentido, y no estaba envuelto en un angus-
tioso misterio.
Nelson. De alguna manera oí la voz de Doyle sobre el estrépito, el choque de los cuer-
pos y el canto extraño. Doyle estaba parado en el escenario, el micrófono ya no estaba.
Nelson, dijo de nuevo, sus labios no dibujaban otra cosa que una curiosa sonrisa burlo-
na que iluminaba su rostro. ¿Lo imaginé? Extendió su mano. Toda la fuerza de ese res-
plandor me envolvió, y en lugar de dirigirme hacia la puerta, caminé hacia él mientras
la multitud se separaba a mi paso. Las caras envidiosas y suplicantes me miraban y no
pude evitar sentirme especial. Bendecido. Él me había llamado por mi nombre. No por
mi nombre en la colina, sino por mi verdadero nombre. Me conocía.
Ese nombre me poseyó, justo cuando subíamos las escaleras hasta el escenario, agarra-
dos de la mano, y seguíamos al hombre sentado en el carro a través de la abertura de la
cortina. No me importaba lo que pensaran los demás en la estancia. Doyle era mi gurú,
y lo seguiría hasta los confines de la tierra, y probablemente más allá.

La luz se desvaneció muy despacio con el sonido de la multitud detrás de nosotros


hasta que estuvimos en total oscuridad. Todo lo que podía escuchar era el chirrido de
las ruedas del carro y los latidos de mi propio corazón. Ya no podía sentir la mano de
Doyle en la mía. No podía sentir mis pies tocando el suelo esponjoso, y sin embargo
tuve la sensación de desplazarme hacia abajo en una espiral muy cerrada, aunque nun-
ca vi pared o techo alguno. Estaba a la deriva dentro de la garganta de una gran bestia
encaramada en el borde del vacío exterior, avanzando hacia la culminación de todo mi
deambular. Estaba a punto de viajar.
El sonido de las ruedas cesó y sentí que el aire cambiaba, tornándose más húmedo, frío
y constreñido, presionando sobre mí como lo haría el vapor de una habitación calenta-
da en exceso. Me embargó la sensación de que el mundo material se reconstituía a mi

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alrededor, y luego percibí el suelo bajo mis zapatos. Era irregular, arrugado, y tuve que
luchar por aguantarme de pie mientras mi cerebro parecía reencontrarse con el cuerpo
que había bajo él de nuevo.
–Tráenos algo de luz –oí decir a Doyle. No podría saber dónde estaba. Su voz sonaba
clara, pero amortiguada, como si hablaran directamente desde detrás de un azulejo ais-
lante.
–Como desee, señor Wolverton –dijo alguien.
Las antorchas cobraron vida una por una y comenzaron a moverse, mientras más hom-
bres afeitados salían de las alcobas en lo que la parpadeante luz del fuego que tenían
en las manos revelaba como una enorme caverna de paredes escarpadas, dos veces el
tamaño de la sala que acabábamos de dejar, más o menos ampliada por los cambios tec-
tónicos u otra fuerza ciega elemental que descubrió que la roca no era más que barro
engañado.
A medida que las antorchas crecían en número y la luz se hacía más brillante, me di
cuenta de que las paredes no eran las rocas de una cueva irregular, sino un tapiz de
huesos. Millones y millones de huesos, de diversas formas, tamaños y especies, de una
docena de eras de la historia planetaria, fusionados desde el suelo hasta el techo con
el mortero del tiempo y el fango glacial de la roca viviente. Y aunque los huesos esta-
ban esparcidos y las estructuras del cuerpo eran vagas, estaba claro que, fueran lo que
fueran aquellos seres vivos, todos se enfrentaban de manera individual —rindiendo
un eterno homenaje— a un único objeto: una vasta plancha de piedra negra azabache
en el centro de la caverna, que sobresalía en un ángulo de 45 grados desde el suelo de
la cueva, como una vitrina de insectos, y mantenía en hibernación lo que parecía una
serpiente gigante fosilizada, aunque coronada con una enorme calavera que se parecía
mucho a un Tyrannosaurio. O a un dragón. Murió formando casi un círculo completo,
con la boca abierta y los dientes mirando hacia la cola, pero sin alcanzarla... El patrón
del círculo fragmentado de la túnica de Doyle, aquí calcificado e inmortalizado en un
patrón infinito de peregrinos fallecidos...
El Ouroboros antes de que pudiera completar su demente autofagocitación... El fra-
caso del ciclo sin fin, congelado para toda la eternidad en mitad de un estrato de roca
volcánica que debía tener mil millones de años. Aquel era el cementerio de elefantes
de cada criatura vertebrada que se arrastraba, caminaba, nadaba o volaba a través del
planeta desde que se enfrió el caldo primigenio.
Me quedé parado, con la boca abierta y la mente dando vueltas en una espiral que,
todavía, de algún modo, seguía agarrada a mis pies, mientras los hombres afeitados se
ocupaban de mí, sin prestarme atención mientras clasificaban los cestos de las donacio-
nes, agrupando, contando y etiquetando cada artículo hasta el último calcetín y centa-

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vo descolorido. Otros empaquetaban documentos y guardaban las cortinas con las que
habían dado forma a tiendas improvisadas dentro de aquel hueco de tierra, básicamen-
te una casa nómada, si la casa de uno era el circo ambulante de los malditos.
–Estoy seguro de que tienes preguntas –dijo Doyle de repente a mi lado. Sacudió un
traje rígido de cuero como se hace con una manta mojada. Comenzó a doblarlo con cui-
dado, tratando de suavizar tantas arrugas como le era posible más como una manía que
como un acto efectivo. Entonces me di cuenta de lo que tenía en sus manos, pero no
pude creerlo. Pero, poco después, ya lo daba por hecho y hablaba de ello, como si fuera
posible, y hubiera sucedido. Un hombre sosteniendo el traje de carne de otro hombre,
en una cueva hecha de huesos. Lo surreal se había hecho real. Pesadillas más tangibles
que el mundo exterior, que parecía muy alejado de donde me encontraba en aquel mo-
mento.
–¿Qué le sucedió? Al Chotacabras –dije, sintiendo mi voz como si proviniera de otra
persona y la estaba escuchando como si fuera de un desconocido. Hice un gesto hacia el
traje mientras Doyle se peleaba con una cremallera, sacando la piel de sus dientes para
que se deslizara correctamente y subiera.
Miró hacia el techo, que estaba lleno de aberturas que fácilmente podrían dar cobijo a
una persona. O algo del tamaño de una persona. –Oh, él está por aquí en alguna parte.
–¿Qué es él? –El extraño con mi voz volvió a hablar.
–Un sirviente. Igual que yo... –Un siseo burlón se filtró desde el laberinto de agujeros
el techo de la caverna, y Doyle se limitó a sonreír, dejando el traje de piel plegado un
lado, que fue recogido de manera solemne por uno de los hombres sin pelo y lo guardó
en una de las cajas de madera que tan rápidamente se estaban llenando–. Bueno, está
bien, es muy diferente a cualquiera de nosotros, pero digamos que estamos en el mismo
bando.
Abrí la boca pero no emití sonido alguno. Necesitaba agua. Necesitaba beber cada
maldita gota del lago Ogallala, donde mi familia iba a acampar cada 4 de Julio. Los fue-
gos artificiales se veían muy hermosos reflejados en el lago. Como arañas cósmicas que
quedaban al descubierto en una explosión de luz y sonido aterrador que duraba unos
pocos segundos, antes de enterrarse en la oscuridad. Nebraska estaba tan lejos ahora...
Todo lo estaba. –¿Qué le ha pasado a Sugarboy y... al otro tipo? –pregunté, sintiendo
que mi voz volvía a mi garganta–. ¿A tu amigo?
–Eso no puedo decírtelo. Quiero decir, te lo diría si lo supiera, ¿lo pillas? Pero no lo
sé, así que no puedo.
La inclusión de «lo pillas» —algo que habría dicho el viejo Doyle, el Doyle que no era
un líder pseudo religioso— hizo que me recorriera un escalofrío y que mi mente se cen-
trara, sacándome del peligroso borde del temor y posiblemente la locura ante la exis-

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tencia de aquel lugar, de aquellas cosas, acercándome a un estado mental más racional,
atado a la realidad por el familiar empujón de la irritación. Era una blasfemia, su nueva
boca diciendo aquellas viejas palabras. Más que nada de lo que se dijo en aquel esce-
nario, de lo que fue enterrado aquí bajo esta montaña.
–¿Por qué me trajiste aquí?
–Quería que lo vieras –dijo Doyle, reclinándose contra el hueso de cadera de alguna
gran bestia olvidada–. Y luego quería que decidieras.
–¿Ver qué? ¿Un museo enterrado? ¿Algún tipo de religión burguesa y demente? ¿Un
truco de magia barato? –Aunque dije aquellas palabras, no las creía, al menos no en el
sentido desdeñosa en que las solté. Estaba involucrado en algo enorme, más allá de mi
comprensión. Pero quería insultarlo por mentirme, por creerme un idiota. Probable-
mente no saldría de aquella cueva, pero no saldría como un tonto.
Doyle tampoco podía creer mis palabras, a juzgar por la expresión de su rostro. –¿Tru-
co de magia? ¿Truco de magia? –gruñó, el aire salió de sus pulmones como una descar-
ga–. ¿Crees que lo que viste allí fue un maldito juego?
–No lo sé. –Me agaché, tratando de hacerme pequeño–. No sé lo que vi. No sé qué es
esto.
Su rostro se relajó hasta adoptar una calma sepulcral. –Déjame que te lo explique.
Doyle asintió, y uno de los hombres afeitados se adelantó y se quedó parado, inmó-
vil como una estatua. Doyle chasqueó los dedos y algo enorme aterrizó con un ruido
sordo detrás del hombre. Se produjo el sonido de una rasgadura, seguido de un suave
chapoteo. El rostro del hombre mantuvo su expresión concentrada mientras el sudor le
bañaba la frente, pasando luego a correr por su rostro. Su cuerpo tembló, después co-
menzó a retorcerse, mientras su piel se expandía hacia fuera como una salchicha esti-
rada y henchida, con sus rasgos faciales y sus músculos estallando, antes de que cada
pulgada de su cuerpo explotara, bañando un radio de veinte pasos con una lluvia de
sangre y carne. Los huesos y los trozos que quedaron eran devorados por un enorme
gusano que se retorcía, que tenía la forma y el color típicos de una lombriz de jardín,
pero el tamaño de un ternero Jersey cruzado con una variante de esos ciempiés de la
jungla.
–¡Joder! –grité, limpiando la sangre de mis ojos y trepando por la pared tan lejos como
me lo permitieran mis pies inútiles, que no fue mucho.
Una vez terminó de comer, la babosa emitió un chillido agudo como el metal doblán-
dose y se escabulló hacia arriba de la pared para escapar de la atención en un movi-
miento helicoidal, evidenciando una desconexión total con el movimiento en tierra o
en tres dimensiones.
–¿Qué es eso? –Me agaché y me protegí la cabeza cuando el gusano desapareció de

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nuevo en uno de los agujeros del techo, aullando en un tono ascendente y vacilante que
sonó como una risa demente mientras se enterraba en las profundidades del granito
primitivo detrás del esquelético arabesco.
Mi mente flotó, la estructura de huesos a mi alrededor girando y sumergiéndome en
un patrón de tartamudez que me produjo náuseas. Caí de rodillas y vomité. Quería
expulsar todo lo que había visto y ahora sabía. Estaba seguro de que todo aquello era el
resultado de algo que Doyle me había dado. Todo era fruto de un sueño alucinatorio.
Tenía que serlo. Oh, joder, sí, necesitaba que lo fuera, o de lo contrario me aplastaría yo
mismo el cerebro con una piedra. Con un hueso de dragón. –¿Qué es esa cosa? –pre-
gunté, interpretando el papel en mi sueño consciente, en ese déjà vu inverso, la bilis
goteando de mis labios temblorosos.
–Un sirviente –dijo Doyle, mirando hacia arriba con una sonrisa de orgullo al túnel
ahora habitado en la cavidad torácica del mundo–. Un Alma Pura enviado aquí como
misionero para difundir la canción del Parásito Primigenio. –Miré a Doyle sin enten-
der nada–. Ya sabes, la melodía que nos confirió el habla, que nos enseñó matemáticas,
física, cómo dividir el átomo.
–Yo no... Esto no...
–Esta bien, llámalo cantor. O tal vez el representante de A&R4. nuestro Nuestro pe-
queño amigo Punjabi aquí, o... –Doyle miró a su alrededor, sin encontrar el traje de
piel. Se encogió de hombros–. Donde quiera que esté, levantó las antenas de nuestro
planeta buscando dar oídos a algo, cualquier cosa, buscando SALIR de su caparazón
mortal para escuchar la verdad en medio del silencio sepulcral del universo, y otras
cosas encontraron su frecuencia. –Doyle observó la disposición circular en la losa de
piedra negra y sonrió–. Llamó, marcó el número correcto y alguien respondió. El resto
es historia, o pronto lo será. Él es solo uno de muchos.
–Entonces, ¿qué eres tú?
Doyle giró la cabeza a un lado, como si nunca se hubiera hecho esa pregunta con an-
terioridad. –Un recaudador de fondos, imagino. Un director de orquesta tal vez. –Se
echó a reír–. De pura raza, por supuesto.
–Nunca oí hablar de este... parásito. ¿Es tu dios?
–No y sí. Si es un dios, también lo es tuyo. Solo que todavía no lo sabías. Que no su-
pieras la verdad no significa que impidas su existencia, o que haga lo que debe hacer.
–¿Y eso que es?
–Encontrar su camino hacia la luz. En este caso, el Parásito Primigenio no está muy
interesado en toda esta iluminación, así que va a hacer una redecoración importante de
4 Artists and Repertoire es la división de una discográfica responsable del descubrimiento de nuevos talentos, así como de
llevar a cabo una supervisión del desarrollo de los músicos de la compañía. 

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este rincón del universo, hacerlo un poco más acogedor para cuando se pase a visitarlo.
Miré alrededor de la sala con los ojos todavía más abiertos, observando el peso de
los eones de animales y humanos apilados unos encima de otros, mostrando una
abnegación que se remontaba tan lejos que mi cerebro no podía comprenderla del
todo. El dios agazapado en las montañas, adorado en secreto bajo la misma. La hu-
manidad no sabía una mierda, tal vez no quería hacerlo. La ignorancia es dicha, la
dicha de la ignorancia, mi reino por un solo segundo más de ignorancia. –¿Tu dios
viene...? ¿Aquí?
–Oh, sí –dijo Doyle, sus ojos brillando a la luz de las antorchas–. Ese siempre ha sido
el plan. Mi familia, y algunos otros, se han esforzado por extender la alfombra roja para
cuando llegue.
Me encogí hecho una bola, levanté el fémur de un homínido temprano con mi mano y
lo acerqué a mi pecho como si fuera la muñeca de una niña pequeña. Una posición fe-
tal, el anhelo por el útero materno. Señor, quiero renacer, muy lejos de aquí. O hazme
nacer muerto, viscoso y azulado. Cualquier cosa menos esto.
–Quiero morir –musité, luchando por aplacar otra oleada de náuseas.
Doyle se acercó y se acuclilló frente a mí. –Ni lo sueñes –dijo, respirando en un lado
de mi cabeza–. Estamos llegando a la parte en la que se pone interesante. –Se levantó
de repente–. ¡El momento de la llegada se cierne sobre nosotros, y tú podrás ayudarnos
a sobrellevar la carga, hermano! Necesitamos buena gente, buenos hombres –Doyle fijó
su mirada en el esqueleto circular que cruzaba la caverna–. El Parásito Primigenio es
paciente, pero también es un hijo de puta impulsivo.
–No entiendo...
Se puso de rodillas y me cogió por los hombros. –¡Por supuesto que no, maldito
percebe! –La cara de Doyle parecía febril, sudorosa, demente–. Yo tampoco, si te soy
sincero. Esto es un derecho de nacimiento, y ¿quién puede medir la historia de una
familia ancestral que se remonta a la época del Mastodonte? ¿De la primera Tribu?
¿De una época en la que el funcionamiento del universo y la tierra estaba más estre-
chamente ligado? ¿De una época en la que la Oscuridad caminaba, o se deslizaba, por
nuestro planeta todas y cada una de las noches? Lo que sí sé es que se está organizan-
do una brigada. Los soldados de infantería están acurrucados en los barracones por
todos lados... –Doyle barrió los túneles que salpicaban el techo con su mano–. Y en
una docena de otros puestos diseminados por todo el planeta. Los he recorrido todos
y todo está dispuesto y a la espera. Ahora necesitamos a los generales. –Doyle apre-
tó mi cara con sus manos, estableciendo ese vínculo de nuevo. Esta vez, envuelto en
llamas–. Sé que sabes que sé lo que se arrastra en tu interior. Esa sed de experiencia,
paladear el abismo. Para el mandato de las cosas que no tienen nombre. Tú y yo so-

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mos iguales, Barnacles. ¡Queremos acabar con el status quo y derribar las barreras en
pos de una nueva era de iluminación que transformará a nuestra especie de los simios
que ahora somos a los dioses terrenales que estamos destinados a ser!
Me apretaba la cara, y me deshice de su agarre, llevándome los dedos hasta mi mejilla
magullada–. Has perdido la razón.
–¿Lo he hecho? –Puso cara larga, sus ojos se volvieron fríos como los de un reptil cuan-
do se levantó. Incluso su aspecto pareció cambiar. Hundirse o nadar. Cantar o conver-
tirse en alimento. Es tu elección. –Me tendió su mano. Me limité a mirarla–. Pronto
será la elección de todos, así que ten en cuenta que estás en esto desde el principio.
Después de unos instantes, me senté, lo miré a los ojos, sonriendo con pesar, y cogí la
mano de Doyle. La apretó y me obligó a incorporarme, estirando de en un brazo. Me
incliné cerca de su oreja, oliendo ese limpio dulzor del extraño incienso aferrándose a
su nuca. Ese aroma embriagador de mi antiguo gurú... En mi mente, me vi a mí mismo
corriendo por el bosque. Me seguían arriba y abajo, pero no me di la vuelta, porque
sabía que si lo hacía, querría que me atraparan. Para matarme, porque lo que me per-
seguía era peor que lo que había visto dentro de la montaña. Todavía había monstruos
peores que no habían sido revelados, y yo quería vivir en la ignorancia en lugar morir
por el conocimiento. Los tambores. Las flautas. La canción. En mi mente, corrí...
–Comida –susurré en el oído de Doyle, antes de clavarle el hueso en el cuello como
una daga, apretando con tanta fuerza que asomó por el otro lado con una explosión car-
mesí. Se apartó de mí, manoseando el hueso alojado dentro de su mandíbula, trastabilló
y cayó al suelo sobre sus posaderas, la sangre brotando de entre sus dedos, por entre sus
dientes.
–Lo hiciste Barnacles –gorgoteó mientras esbozaba una horrible sonrisa delineada con
rojo oscuro–. Tú... de verdad lo has hecho...
Me tambaleé hacia atrás, horrorizado y orgulloso de mi acción en igual medida, com-
pletamente ajeno al lugar del que había llegado mi motivación para asesinar a mi ami-
go, mi maestro, mi todo.
Cuando Doyle cayó al suelo, la vida se esfumó de su boca sonriente, la losa de piedra
negra se agitó como tinta, o tal vez carne, y un sonido —una voz— surgió de todo aquella
inabarcable oscuridad. Al principio fue algo calmo, vago, pero pronto alcanzó un volu-
men aterrador. Aulló, rugió, farfulló en un idioma que no podría entender pero que casi
me perforaba los tímpanos y me batía el cerebro como si fuera un huevo.
Y luego cantó, y yo me quedé allí, escuchando. Canta o conviértete en comida. Tanto
Doyle como yo teníamos nuestro papel ahora, y arrastré su cuerpo hacia la vibrante
losa negra ondulante que lamía los huesos. Desde los agujeros de la montaña surgieron
algunos ladridos estridentes y chasquidos agudos. Las cosas emergieron de aquellas
aberturas, y al poco contemplé la procesión que se había formado en el suelo del osario.
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La canción de la losa negra se intensificó, y comencé a tararear, ya que todo comenzaba
a tener sentido. Las vibraciones se convirtieron en palabra, unidas en estrofas. Nuevas
verdades comenzaron a formar parte de mi cerebro. Se hicieron nuevas conexiones
sinápticas. Nuevas notas descubiertas en un rango de sonar que nunca pensé que exis-
tían.
El primer verso de aquel salmo ya lo conocía. Nació en mi interior, en mi ADN de
lagarto, y solo necesitaba ser engullido y renacer para recordar:
Para trascender, uno debe acabar con sus ídolos. Ese es el camino para el Parásito Pri-
migenio.
Y con esto concluye el servicio de esta noche.

Relato contenido en el libro


“LA OSCURIDAD INNOMBRABLE”
DE TED E. GRAU

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Un relato de
Jon Padgett

SUEÑOS ORIGAMI
“Estaba limpiando una habitación y, deambulando por allí, me acerqué al di-
ván y no pude recordar si le había quitado el polvo o no. Dado que estos movi-
mientos son habituales e inconscientes, no pude recordar y sentí que era imposi-
ble hacerlo... Si las vidas complejas de muchas personas continúan inconscien-
temente, esas vidas son como si nunca hubieran existido.”
—León Tolstói

“Todo lo que hace que el mundo sea como es ahora, desaparecerá. Tendremos
nuevas reglas y nuevas formas de vivir. Tal vez haya una ley para no vivir en ca-
sas, entonces ya nadie podrá esconderse de nadie...”
—Shirley Jackson

N...,
He hecho un descubrimiento durante mi limpieza a fondo anual. Puede que las re-
cuerdes con cierta simpatía, o eso espero. Estaba limpiando el viejo y robusto suelo de
madera de debajo de mi cama cuando me fijé en una cinta adhesiva que colgaba del
somier. Despegué el resto del material semi pegajoso, revelando un agujero que tendría
tal vez el tamaño de una moneda de diez centavos. Mi curiosidad se despertó, metí el
dedo índice de una de mis manos en su interior y choqué con un pequeño cúmulo de
papeles doblados de bordes rasgados. Acabé por tener que agrandar aquella abertura
en el somier y saqué la figurita de papel, hojas satinadas que habían sido reconvertidas
en una pequeña casa, al estilo origami.
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Estoy algo inquieto, siendo el único propietario del somier en cuestión y he vivido
solo durante años (con la única excepción de nuestro demasiado breve tiempo juntos).
Además, a mis ojos expertos, las hojas que lo componen no parecen tener más que unos
años de antigüedad y, como sabes, he vivido solo en este rancho durante treinta años o
más.
Cuando los desdoblé, encontré que los papeles contenían palabras, en su mayoría
estaban llenos de una manuscrita caligrafía que en nada se parecía a tu elegante cali-
grafía, ni a mi minuciosa cursiva. Las hojas parecían ser entradas de un diario, aunque
cuestiono su autenticidad no ficcional por razones que enseguida pasarán a ser obvias.
Me pregunto si tendrías alguna idea de quién las escribió, o de cómo fueron a parar
debajo del colchón en el que he dormido durante tantos años. Lo que sigue es una tras-
cripción del texto.

Este sueño fue especial, comienza el diario, y quiero recordar los detalles tanto como mi
memoria me lo permita.
Los días previos a nuestro viaje había trabajado más horas de lo habitual. Estaba su-
pervisando el traslado de los materiales de la biblioteca jurídica de la antigua firma a
la nueva. Trataba de dejarlo todo cerrado antes de las vacaciones, lo que, por supuesto,
empeoró las cosas. Sin embargo, me marché una hora antes, para alivio de mis compa-
ñeros de trabajo. Margaret estaba de pie junto al ventanal cuando llegué a casa, y al
poco estábamos en la carretera Interestatal y cruzábamos el túnel de Foyle, en direc-
ción a la playa.
Cuando Foyle se alejó, frunciendo el ceño detrás de nosotros sobre el puente de la
bahía, nuestro estado de ánimo se relajó. Margaret sonrió, creo que por primera vez en
semanas.
Acabábamos de dejar a las niñas con los abuelos, con quienes pasarían una semana.
–Las quiero –dijo Margaret con un suspiro–, pero gracias a Dios que se han ido. –
Cuando sonríe, sus ojos siempre se arrugan —marrones con una sombra almendrada, la
cicatriz moteada y oscura debajo de uno de ellos, un recuerdo del vuelo 389, de la tra-
gedia que convirtió nuestras vidas en un caos hace una década. El barrio de Margaret
envuelto en llamas y cubierto por el humo negro. Lo recuerdo—.
Asiento, cojo su mano, y por una vez ella no la retira. A los quince minutos —una
puesta de sol en el cielo sobre el concurrido pero llevadero tráfico de la autopista— un
indicio de tranquilidad real comenzó a gestarse.
Ahora, más que nunca, necesitábamos ese descanso. El año pasado fue malo. El déci-

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mo aniversario del desastre del avión. Mi gran traslado de un bufete de abogados a otro.
Las quejas y exigencias de las gemelas. Me había perdido en mi trabajo. El sexo cayó en
el olvido, y las peleas se habían intensificado.
Sí, Margaret y yo necesitábamos este descanso. No importa que yo siempre me haya
sentido decepcionado desde que regresamos, asfixiado y vagamente deprimido. A me-
nudo he pensado que las vacaciones ideales serían aquellas en las que no sucediera
nada destacable. Sin embargo, con demasiada frecuencia, las “desconexiones” de este
tipo —estas realidades prestadas— están contaminadas por la idea de relax en lugar de
por la esencia de lo real. Esperaba que esta vez las cosas fueran diferentes. En el pasa-
do, es lo que siempre he esperado.
La Interestatal rugía debajo de nosotros. El crepúsculo. Margaret se había quedado
dormida a mi lado y, antes de que pudiera plantearme no hacerlo, encontré que yo tam-
bién estaba dando cabezadas.
Lo siguiente de lo que fui consciente cuando me desperté, fue de que nuestro coche
se sacudía hacia arriba y emitía un horrible sonido de raspado, y descubrí que me había
dormido y había cruzado la mediana.
Margaret gritó. Y estoy seguro de que yo también lo hice.
Un camión con al menos 18 ruedas, un sinfín de vehículos, todoterrenos y camionetas
pasaron a nuestro lado, con sus cláxones retumbando de un lado a otro. Una sensación
de ingravidez. El tiempo pareció desacelerarse cuando giraba el coche a derecha e iz-
quierda. Y entonces todo... cambió. Los vehículos que habían estado circulando a nues-
tro alrededor, ahora viajaban en nuestra misma dirección. Era como si el caos previo
hubiera sido solo una especie de ilusión intrincada que se disipaba en un abrir y cerrar
de ojos.
Margaret ya no clavaba sus uñas en mi brazo mientras gritaba, sino que ahora perma-
necía tranquila, sentada en su asiento, en silencio, mirando. La carretera Interestatal,
también parecía diferente. Era más pequeña, menos transitada, con solo dos carriles en
lugar de seis. Más como una carretera comarcal.
En ese momento, nada de aquello parecía extraño. Solo recuerdo haber buscado el
cambio de sentido que necesitaba. Me encontraba en el carril izquierdo cuando apa-
reció una señal verde que indicaba una salida —oculta entre los espesos arbustos a mi
derecha—. Hice el cambio de sentido bruscamente y me di cuenta, casi demasiado tar-
de, de que una camioneta destartalada circulaba en sentido contrario por la rampa de
salida hacia nosotros. Invadí la cuneta para impedirlo y nuestro vehículo se estremeció
hasta detenerse. La camioneta también detuvo su marcha con un frenazo frente a no-
sotros. Un joven, con los ojos abiertos como platos y el pelo de punta a consecuencia
de la impresión, salió del vehículo y corrió hacia donde estábamos nosotros. Reanudé

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la marcha, pensando al principio que se trataba de un borracho o de alguien que estaba
enfadado, pero poco a poco se hizo evidente que aquel muchacho estaba molesto por
otro motivo.
Bajé la ventanilla y le pregunté si se encontraba bien.
–Nuestra casa –dijo aquel chico que no tendría más de dieciséis años, con la voz de
un adolescente quebrándose. A pesar de su corta edad, su prominente cabello era de un
blanco inmaculado–. Está en nuestra casa.
–¿Quién?
–Patas Largas –respondió, abriendo más los ojos.
–¿Tu casa está infestada, hijo? ¿Tenéis arañas?
–No señor... No se trata de arañas. Es Patas Largas. Una especie de fantasma. Mamá
dice que solo alguien con seis dedos en una mano puede expulsar a Patas Largas.
Por gracioso que pueda sonar, ese fue el primer instante en que pensé que podría estar
soñando. Desde que tengo memoria, he tenido una vida onírica activa. Y recientemen-
te comencé a entrenarme para permanecer lúcido en ellos.
En lugar de responderle, inmediatamente conté los dedos de mi mano derecha y sa-
cudí la cabeza. Luego volví a contarlos de nuevo; un ejercicio que he convertido en un
hábito a fuerza de repetirlo varias veces tanto por el día como por la noche. La idea es
la siguiente: si estás soñando, contarás más o menos dedos en tu mano de los que tienes
cuando estás despierto. En esta ocasión, conté seis dedos.
Uno experimenta cierto grado de placer cuando es consciente de que está soñando,
que puedes controlar una especie de realidad temporal. Esta vez, no solo me había dado
cuenta de ello, sino que el sueño mismo me había recordado que contara mis dedos a
raíz del muchacho de cabellos erizados. Este era un sueño muy peculiar. Especial.
En ese momento sopesé la idea de cambiar el curso narrativo del sueño con algo de
fuerza de voluntad, pero tenía curiosidad por ver a dónde me llevaría mi imaginación
sin ataduras. Además, toda una vida de ensueño me había enseñado que si me resistía
al flujo de los sueños, podría despertarme de forma prematura. Sabía que, más que
probablemente, estaba dormido en mi propia cama con Margaret a mi lado, tal vez la
noche antes de que nuestras vacaciones “reales” tuvieran lugar. Da igual, pensé. Un
sueño lúcido puede hacer las veces de vacaciones, una especie de realidad prestada, si
se experimenta de forma consciente.
–Da la casualidad –dije–, que soy un experto exorcizando fantasmas, demonios y co-
sas por el estilo. ¿Qué ciudad es esta?
–Court Hill. Solo sígame, señor. Mi pobre madre está a punto de sufrir un colapso.
–Un hombre sabio dijo una vez: “Nunca molestas por la razón que piensas”.
Mientras seguía a la destartalada camioneta por la arboleda, grandes porciones de mi

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vida soñada empezaron a inundar mi mente. Recordé que uno de los personajes que
a menudo interpreto en mis sueños con era un bibliotecario más anciano y elegante.
Estaba especializado en el estudio de misterios, usualmente de naturaleza oculta. Un
nombre vino a mí: Solomon Kroth, Esotérico. Sonreí ante esa broma privada.
Cuando tomamos una bifurcación a la derecha en una zona del centro, comencé a
sentir que, con seguridad, había visitado esa pintoresca ciudad con anterioridad. La
arquitectura lucía un estilo Art Deco muy bien conservado. Todo empedrado, cubierto
de musgo español, las calles forradas de roble, las plazas bien cuidadas. De alguna ma-
nera sabía que más allá del pintoresco Ayuntamiento había un lago de tamaño medio,
bordeado en tres de sus lados por un denso bosque. Había una combinación de farola
y reloj sobre unas señales que anunciaban “Court Hill”, escrito con elegante caligrafía.
El siguiente giro que hicimos dejó al descubierto unas torrenteras llenas de delicadas
hiedras y cristalinas colinas coronadas por casas de inusual tamaño y estructura. Se me
ocurrió que tal geografía era imposible en el fangoso y pantanoso llano que yo sabía que
rodeaba la orilla este al otro lado de Foyle. Si estuviese despierto, pensé, Court Hill pro-
bablemente se asemejaría a uno de esos pueblos de corte rural —de esos que tienen una
única tienda de alimentos y tal vez un par de locales que son gasolinera, ultramarinos
y restaurantes de comida rápida todo en uno... de esos que salpican las carreteras del
sur más profundo.
La camioneta finalmente accedió a un largo camino bordeado de setos naturales, a am-
bos lados, que parecían fundirse entre sí por encima de nosotros. Mientras lo recorríamos
—pensé que era inusualmente largo— conté de nuevo los dedos de mi mano derecha, y
el número de estos llegó de nuevo hasta seis. Recuerdo que pensé que era extraño. Se
había producido también una consistencia inusual, en tiempo real a los acontecimientos
vividos, sin los saltos repentinos de una escena a la siguiente tan típica de los sueños.
La iluminación que nos rodeaba, sin embargo, había permanecido en un estado estático,
crepuscular desde que abandonamos la gravilla de la rampa de salida de la carretera. La
oscuridad no había llegado a descender. Lo que al menos era tranquilizador.
Finalmente, la vivienda ansiada irrumpió en nuestro campo de visión ocupando un
gran claro. Era una cabaña estrecha y alta con una puerta frontal prominente entre dos
ventanas constreñidas. La casa no podía tener más de quince pies de ancho y sobresalía
de la tierra como una punta de lanza. Hiedra o kuzu crecía ocupando tres cuartas par-
tes de la parte más alta, donde alcanzaban su máximo nivel.
Me acordé de Margaret por primera vez desde que abandonamos la Interestatal y me
volví para preguntarle qué le parecía aquel lugar. Pero ella miraba la casa que se alza-
ba frente a nosotros, con la boca abierta, aterrorizada. Sin pensarlo, puse mi mano de
seis dedos sobre su estómago y murmuré alguna especie de frase arcana contenida en

MENTES EXTRAÑAS - SUEÑOS ORIGAMI


mi aliento. De repente, pude ver a través de sus ojos, como si mirara a través de unos
prismáticos. La casa de campo que teníamos en frente se desplegaba como una figura
origami de papel desplegándose. En cuestión de segundos, una figura como una vara
se cernía sobre nuestro coche, donde había estado la casa, ahora había una silueta tan
delgada que dolía a la vista. El afilado filo de una navaja con extremidades.
Entonces le hice algo al brazo de Margaret —apretando algún punto en concreto,
creo—. Sea lo que fuere, se quedó dormida, y su cuerpo se volvió plano y se quedó in-
móvil. Abrí la puerta del vehículo. La casa había recobrado su forma original a través
de mis propios ojos, pero yo podía sentir la presencia de la figura gigante, poderosa,
esquelética, en cada espantoso ángulo de la misma.
A pesar del giro sobrenatural de los acontecimientos, sonreí, sabedor de que solo es-
taba habitando una realidad prestada, una historia nueva pero temporal y que era una
pieza del montaje. Y ahora, pensé, es hora de tomar el control.
–Las casas sueñan, ¿lo sabías? –le pregunté al chico de pelos de punta que me seguía;
su cabeza se incline (tal vez en señal de reverencia)–. Todas las cosas sueñan, en ma-
yor o menor grado. Y alguans veces, nuestros seres despiertos comparten sus sueños en
el oscuro vacío, en lo profundo del bosque, en las plazas de las ciudades. Al igual que
ellos, las casas sueñan, y cuando esos sueños son pesadillas, los llamamos embrujos. Eso
es lo que pasa en esta casa.
–Pero, ¿qué tiene que ver con Patas Largas? –preguntó el muchacho–. Él se materia-
liza a través de las esquinas. Te hace oír y ver cosas que duelen.
–Esas visiones y sonidos son manifestaciones de los sueños de esta casa, hijo, y las casas
sueñan tan despacio… Esos sueños podrían durar décadas o incluso hasta que la vivien-
da se derrumbe o se queme dejando un montón de cenizas frías que los animales y los
niños evitarán.
Entramos en la casa, que consistía en una habitación individual espaciosa y muy alta.
Todo estaba meticulosamente limpio, pintado de blanco. Del techo colgaban luces ha-
lógenas que parecían las de una catedral.
–Entonces, ¿la quemamos? –preguntó el chico–. A mamá no le va a gustar eso.
–En absoluto. Tenemos que despertarla.
Cuando nos acercamos al centro de la casa, oí un susurro proveniente de las paredes
y el techo, como si estuvieran infestadas de roedores.
–¿Oyes eso, hijo? –le pregunté–. Eso es la casa hablando en sueños.
Una especie de esterilidad se enfrentaba a la misteriosa presencia de Patas Largas (o el
Origami, como lo había bautizado yo para mí). Evité ciertas esquinas que parecían pe-
ligrosas o descuidadas. Cerré los ojos, escuchando el crujido continuo a mi alrededor.
Y lo entendí.

MENTES EXTRAÑAS - SUEÑOS ORIGAMI


–Ahora conozco su nombre. Hijo, querrás irte y recoger a tu familia. Para cuando
vuelvas, me habré ido, y vuestro problema estará resuelto.
El joven asintió y se marchó. Y cuando regresé hacia la puerta principal, sentí que la
casa se desplegaba alrededor mío. La figura espectral del origami se cernía como una
amenaza. Yo (como Solomon Kroth, Esotérico) permanecí impertérrito.
–Este sueño se ha terminado.
Esperaba despertar en mi cama entonces, disfrutando del resplandor de un fascinante
y satisfactorio sueño. Preparado por fin para unas vacaciones provechosas en el mundo
real. Pero no desperté.
Ahora podía verme en tercera persona —Kroth, un imponente y apuesto caballero,
con pajarita, y con una gran mata de pelo gris, limpio y bien cortado—. Mi boca se abrió
y pronunció el nombre secreto de la casa. Y sentí un gran ruido hecho de crujidos.
Cuando volví a ser yo mismo, la figura de origami había desaparecido, y la estructura
de la casa estaba cambiando ante mis ojos. El brillo estéril de la habitación se estaba
desvaneciendo, los halógenos colgantes titilaban como estrellas al amanecer. En su lu-
gar, aparecieron lámparas sucias, paredes blancas sangrando hasta un fino conglome-
rado. Los suelos de cerámica impecable aspecto se transformaron en una desagradable
alfombra de pelo gris. El techo abovedado se hundía hasta transformarse en uno bajo y
arrugado.
Mientras la casa todavía se hacía a sí misma, despertando poco a poco, salí al exterior.
La noche había caído al fin, y las cigarras gritaban por doquier entre los enormes cipre-
ses moteados de musgo. El aire estaba cargado de humedad. No sentí la necesidad de
mirar hacia atrás cuando me acerqué a nuestro coche, que estaba aparcado en un cami-
no de tierra roja. Mi esposa no se había movido y permanecía profundamente dormida
en su interior.
Me acomodé en el coche y conté mis dedos de nuevo. Cinco en cada mano, no importa
cuántas veces sacudiera la cabeza y volviera a contarlos. Mi suposición era que todavía
estaba soñando. Pero ahora sentía la embriagadora (pero no desagradable) sensación
de no haber estado soñando en ningún momento. Lo cual plantea algunas preguntas:
¿Dónde estábamos en ese momento? Y, ¿dónde habíamos estado antes?
Después de algunos problemas sin importancia y viajar a través de una ciudad indes-
criptible llamada Daphne, encontré la Interestatal otra vez. Me dirigí hacia la playa,
mi cabeza extrañamente tranquila cuando Margaret despertó, sonriendo y cogiendo mi
(ahora inalterada) mano.
–Has estado KO un buen rato, nena –le dije–. Oye, ¿tuviste algún sueño extraño?
Margaret me miró inquisitivamente. –Nada que pueda recordar. ¿He estado hablan-
do en sueños?

MENTES EXTRAÑAS - SUEÑOS ORIGAMI


–Bueno, sí. Parecías un poco asustada, ¿sabes?
–Vaya.
–¿Te sientes bien ahora, cariño?
–La verdad es que sí. Siento como si hubiera dormido profundamente toda la noche.
¿Falta mucho?
–Sí. Y creo que estas vacaciones van a ser maravillosas.
–¿Sabes qué, cielo? –preguntó ella, apretando mi mano, con sus ojos almendrados ilu-
minados por los faros de un coche que se acercaba–. Yo también.
Y fue genial. De hecho, han sido las mejores vacaciones que jamás tuvimos.
Ahora estoy escribiendo esto en un balcón con vistas al Golfo bajo la tenue luz
de la mañana. Me siento tranquilo y bien descansado. Es tranquilidad antinatural,
lo sé, después de lo sucedido en “Court Hill”. Hablando de lo cual, Margaret no
tiene recuerdo alguno de nuestro accidente, y mucho menos de la casa origami. Me
pregunto qué nos deparará nuestro regreso a casa. Las cosas se sienten diferentes
ahora entre Margarte y yo aquí, en la playa. No puedo recordar que nos llevásemos
tan bien.
He mantenido mi teléfono apagado. No he estado tentado de revisar mis mensajes
ni de navegar por internet, ni siquiera para saber cómo están las niñas. No puedo
dejar de desear quedarme aquí para siempre, por irreal que pueda sonar.
Confesión: No extraño a mis hijas en absoluto, y creo que a Margaret le sucede lo mis-
mo. Es horrible. Lo sé. En verdad debería erradicar ese pensamiento.

Postdata.
Han pasado algunos días. Algo en Margaret no va bien. Creo que puede estar derrum-
bándose otra vez, igual que después de lo del vuelo 389.
El viaje de vuelta a casa en sí transcurrió sin incidentes hasta que pasamos por el
puente de la bahía. Podía sentir a Margaret moviéndose inquieta a mi lado.
–Eso es raro –dijo.
–¿Qué es raro?
–Ese gran cosa que parece un invernadero.
Estábamos atravesando el distrito financiero de Foyle. Efectivamente, el grupo de ras-
cacielos y hoteles parecían estar rodeando un edificio acristalado que no había visto
antes.
–Vaya –contesté–. Debe ser algo relacionado con el acuario.
–Me ha parecido ver a gente en un bote que bajaba por un río allí dentro.

MENTES EXTRAÑAS - SUEÑOS ORIGAMI


–¿Estás bien, cariño? –Las dos franjas verticales de la ansiedad se habían apoderado
de las oscuras cejas de Margaret. No las había visto desde la mañana en que salimos
hacia la playa.
–Sí, solo que… las cosas parecen un poco diferentes. No lo sé, es como si hubiéramos
estado fuera durante año en lugar de días.
–Bueno, un sabio dijo una vez: “El hogar se ve diferente con la reminiscencia de unas
buenas vacaciones”.
Margaret frunció el ceño, la cicatriz que tenía bajo uno de sus ojos se contrajo. –¿Quién
dijo qué? Nunca lo había escuchado antes.
Y luego, el frío y rígido distanciamiento se instaló entre nosotros, como si nuestras glo-
riosas vacaciones nunca hubieran existido.
Recogimos a las niñas, que se mostraban más ruidosas e inquietas de lo normal. A los
pocos minutos, Margaret les estaba gritando que se callaran. Las pequeñas se enfu-
rruñaron y pusieron mala cara, pero en cuestión de minutos ya estaban quejándose de
nuevo. Y Margaret reincidió en su grito.
El resto del camino a casa, entre las escenas de drama familiar, me di cuenta de la
forma tan extraña en que se estaba comportando Margaret, observando las tiendas de
ultramarinos, las gasolineras, los comercios y los parques con creciente alarma.
–¿Esto no era un solar abandonado? ¿Había un parque ahí? –la oí murmurar para sí
misma.
La situación empeoró una vez que llegamos a nuestro vecindario, a nuestra casa.
–¿A dónde vas? Esta no es nuestra calle. Este no es nuestro hogar –dijo Margaret, casi
histérica. Una de las niñas rompió a llorar.
–Cariño, solo… intenta aguantar. Pronto estaremos dentro.
–Pero, ¿dónde estamos? ¿Dónde diablos estamos, Jack?
Nuestra casa de dos plantas estaba edificada entre otras en un barrio casi rural, donde
siempre había estado.
–¿Qué pasa, mamá? –preguntó una de las gemelas.
–No pasa nada, cariño. Mamá está cansada. –Me adelanté para acariciar la mano de
Margaret, pero ella la apartó.
–No me toques ni trates de fingir que todo va bien, Jack. Hay algo que va mal. Algo
está rematadamente mal.
Estaba oscuro, pero la casa se me antojó algo diferente cuando nos acercamos a ella.
Podría haber sido fruto de mi imaginación, pero el enorme edificio de dos pisos parecía
más alargada y más estrecha.
–Mira, todos estamos cansados y estresados, cielo. Limitémonos a meter a las niñas
dentro, comamos algo y a descansar.

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–Deja ya de decirme qué mierda hay que hacer, Jack –dijo ella, saliendo del vehícu-
lo y dirigiéndose hacia la puerta trasera, peleándose con las llaves.
Margaret está ahora en la habitación de invitados. Puedo escucharla hablar consigo
misma. Mañana a primera hora llamaré al psiquiatra. Este comportamiento no es del
todo desconocido, pero no la he visto tan mal en toda una década, tal vez ni siquiera
entonces. Delira. No hay nada diferente en nuestra casa.
Sin embargo, mientras estoy aquí sentado, en mi estudio, debo admitir que hay un
par de cosas que no terminan de encajar. La ventana que hay al lado del salón ha
adoptado una forma desconocida en la oscuridad. No puedo ubicarla. Y algunas de
las esquinas próximas a la chimenea se ven, de alguna manera, deformadas, torcidas.
Se me ocurre que tal vez estoy soñando. Sigo contando mis dedos y solo obtengo
un resultado de cinco en cada mano, sin importar cuántas veces sacuda la cabeza y
vuelva a contar. Estoy seguro de que todo esto es producto de los nervios y de la des-
ilusión. Algo peor que una depresión posvacacional. Tal vez mañana las cosas vayan
mejor.

Ha pasado tiempo desde mi última anotación. No estoy seguro de cuánto.


La mañana después de mi último apunte, Margaret seguía agitada, pero ya no habla-
ba, sino que estaba con los ojos muy abiertos, mirándolo todo fijamente (incluso a mí y
a las niñas). En el desayuno, cuando se veía presionada, se limitaba a formularme una
serie de preguntas.
–¿Te has fijado en cuántas chimeneas hay en la ciudad? ¿Cuándo se hizo tan grande
el Parque Municipal? ¿Recuerdas que hubiese tantas casa estilo rancho en Cypress
Street?
No respondí, perdido en mis pensamientos, tratando de preparar a las niñas para ir al
colegio. De algún modo, las pequeñas parecían diferentes después de las vacaciones —
más mayores, una de ellas más delgada de lo que recordaba. Ambas extrañas en lo que
a estado de ánimo y personalidad se refería—.
Tuve problemas para llevarlas al autobús. Había olvidado por completo la rutina. Te-
levisión, desayuno, ropa, cepillado de dientes, ¿qué más? En nada llegaría tarde al tra-
bajo. Margaret no fue de mucha ayuda, se quedaba mirando la mesa con el desayuno,
comiendo los cereales que tenía en frente, murmurando.
Me fui poco después, indicándole a las niñas que esperaran al autobús del colegio. No
realicé mi habitual ritual de despedida, distraído como estaba por el extraño paisaje del
exterior.

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Margaret estaba en lo cierto después de todo. El barrio, las calles, todo lo que había
alrededor de nuestra casa, parecía alterado. Un parque envejecido donde antes había
una zapatería. Un parking abandonado que se extendía hasta lo que parecía un alma-
cén. Nada era familiar. Pasé bastante tiempo deambulando por las calles, muchas de
las cuales tenían nombres de lo más peculiar.
En lugar de ir directamente al trabajo, decidí conducir hasta la Biblioteca de la Uni-
versidad que había cerca de mi bufete de abogados. Una vez allí, fui hasta el departa-
mento de consultas —escudriñando los estantes de las colecciones peculiares detrás
del escritorio de recepción, haciendo girar miles de microfilms—. Todo en un intento
por encontrar algún indicio de lo que estaba sucediendo en nuestra ciudad. No me sor-
prendió que descubrir que no constara la existencia de Court Hill en la costa este, solo
la pequeña aldea rural de Daphne. Tampoco encontré ninguna referencia a un fan-
tasma Patas Largas o a una casa Origami, ni a ningún caso interesante o aplicable que
guardara relación con mi curiosa experiencia. Pero estaba seguro de que los cambios
producidos estaban relacionados con aquello de alguna manera.

Ha pasado tiempo. De nuevo no estoy seguro de cuánto, porque empecé a experimen-


tar saltos repentinos de un día para otro. Sé que no llegué al bufete esa semana, y no
recuerdo haber recibido ninguna llamada o mensaje de preocupación de mis compañe-
ros. Tampoco me molesté en contactar con ellos. Simplemente, me limitaba a regresar
cada día a la biblioteca y pasaba las horas allí.
La vida, tal como era antes, se convirtió en un borrón. Las últimas noches, al regresar a
casa, me encontraba con Margaret encerrada en el dormitorio para invitados o inmóvil
freten a la ventana del salón, estática, observando el mundo alienígena del exterior. Las
mañanas también comenzaron a mezclarse. Patrones de estrés redundantes. Las niñas
se volvieron aún más extrañas para mí.
Y luego, una mañana, las pequeñas ya no estaban en su habitación. Ni en cualquier
otro lugar dentro o alrededor de la casa.
Entré en pánico, por supuesto, y supliqué a (y eventualmente arremetí contra) las
fuerzas policiales del Segundo Distrito. Creo que han bloqueado mi número, pero he
continuado enviándoles cartas amenazantes con advertencias nunca escuchadas. Pero
en el colegio no figura ningún registro de las niñas. Una noche regresé a casa y descu-
brí que ni siquiera era capaz de recordar sus nombres. Todavía soy incapaz de hacerlo.
Tampoco he podido encontrar ningún documento, certificado de nacimiento o de otro
tipo, para demostrar que alguna vez existieron. Su dormitorio es ahora un almacén.

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Todo lo que queda de ellas son unas imágenes rotas y un dolor hueco. Margaret no es
de mucha ayuda.
–No importa –dijo una noche, con su voz transformada en poco más que un susurro,
la cicatriz debajo de su ojo resplandeciendo a la luz de la luna–. Ellas no eran mis hijas.
No lo eran. Y tú… Tú no eres mi Jack. Ya no.
Para entonces Margaret pasaba los días y las noches de pie en el salón, mirando fija-
mente por la ventana. Y cuando no estaba allí, dormía en el sofá de la salita —rígida e
inmóvil—. Trate de conseguirle ayuda, intenté llamar a distintos psiquiatras docenas
de veces, pero un peculiar despiste se interponía siempre en mi camino. Por las maña-
nas me proponía concertar una cita para ella, pero luego, después de un duro día en la
biblioteca, ya no conseguía recordar los detalles. Esa noche, más tarde, o puede que una
semana después, me daría cuenta con un pequeño indicio de recuerdo que tenía que
conseguirle ayuda a Margaret. Obviando esos momentos de lucidez, sin embargo, mi
cabeza no dejaba de darle vueltas a elementos esotéricos de Foyle y alrededores. ¿Qué
le había sucedido a las niñas, a mí, a Margaret, a nuestras vidas? Me poseía una necesi-
dad de investigar para averiguarlo.
Descubrí lo mucho que Foyle en sí mismo había cambiado —una zona industrial inva-
diendo el norte de la ciudad y fusionándose con un parque cada vez más grande—. La
calidad del aire se había recrudecido, lo que provocaba días de niebla espesa y tóxica
que crecía en longitud e intensidad. Mi estado de salud —hasta entonces inalterable—
comenzó a renquear, lo que me llevó a frecuentes ataques de tos. Incluso me las arreglé
para conseguir algunos viejos tanques de oxígeno de algún lugar (no puedo recordar de
dónde). Pero mi investigación continuó sin cesar, paradójicamente el único respiro que
tuve para mi dolor y el horror de mi hogar.
Las lagunas o saltos en el tiempo aumentaron en frecuencia e intensidad. Horas, o
incluso días, pasaron sin que yo fuera consciente de dónde había estado o lo que había
estado haciendo. Estaba experimentando uno de esos saltos temporales cuando me di
cuenta de que Margaret, como nuestras hijas antes que ella, había desaparecido. Inme-
diatamente caí en una profunda depresión que me condujo a los límites del suicidio.
Una mañana, mientras estaba lúcido, masillé y sellé todas y cada una de las grietas y
aberturas de la casa. Toallas de baño y bolsas de plástico forraban los resquicios de las
puertas delanteras y traseras. Me dirigí a la cocina con la intención de abrir el horno y
apagar la luz, y luego, vuelta a empezar, me encontré de regreso en la biblioteca. Una
nueva y frenética energía se había adueñado de mí en ese intervalo, y de nuevo estaba
investigando. Pedí y consumí libros por medio del préstamo interbibliotecario sobre
sueños lúcidos, ventriloquia y desastres ambientales y su conexión con una abandona-
da fábrica de papel que yo estaba convencido que conectaban de alguna manera.

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Una vez me di cuenta de lo que me rodeaba mientras iba de camino a la biblioteca.
Estaba saliendo marcha atrás por el camino de entrada y vi la figura de Margaret ob-
servando ausente el exterior desde la ventana de nuestro salón. Pero cuando corrí al
interior de la casa, no había nadie.
Y entonces un día me desperté para encontrar una mujer extraña durmiendo junto
a mí en mi propia cama, una que afirmaba haber vivido conmigo como pareja durante
años. Ella dijo que su nombre era N… y me llamó Sol. Respondí con airadas negaciones
y amenazas. Después de que la mujer se marchó entre un mar de lágrimas de confu-
sión, pasé el resto del día gritando, sollozando, jadeando en el sofá de la sala de estar,
como si hubiera perdido a Margaret y a las niñas de nuevo.
No hace mucho, me obligué a ir a mi bufete, al que no había acudido desde las vaca-
ciones. En cambio, me encontré aparcando como de costumbre en la parte trasera de la
biblioteca de la Universidad. Mis bufetes, tanto el viejo como el nuevo, habían desapa-
recido. Cuando busqué las direcciones de la agencia de abogados, descubrí que ambas
habían sido sustituidas por una cutre clínica dental y una tienda de ropa de segunda
mano, respectivamente. Los socios, asociados y asistentes jurídicos con los que trabajé,
ya no estaban. Hora, viejos bibliotecarios andrajosos y un puñado de becarios eran mis
compañeros de trabajo. Todo el mundo me llamaba Sr. Kroth, y mi reflejo me mostraba
al hombre en quien me había convertido: un imponente pero pulcro caballero ya ma-
duro, con pajarita, vestido de tweed y un corte de pelo blanco sumamente agradable.
Conté mis dedos. Cinco en cada mano. Pero en los momentos de lucidez en mi casa,
escucho susurros y algo extraño en los rincones del salón —algo descompuesto—. Una
inmundicia ardiendo o desplegándose dentro y alrededor de la chimenea. Pero solo en
mi visión periférica.
Esta horrible casa estilo rancho de una planta ya no se parece a la de dos alturas que
Margaret, las niñas y yo vimos una vez. Me mudaría si pudiera concentrarme o mitigar
mi necesidad compulsiva de investigar los fenómenos extraños que ocurren en Foyle
y sus alrededores. Pero mis lagunas mentales están comenzando a intensificar su fre-
cuencia y duración. Puede que esté trabajando en la biblioteca cuando se me ocurre la
idea de hacer un viaje fuera de la ciudad, tal vez a la playa. Y de repente me despertaré
en medio de la noche, sudando, para descubrir a la mañana siguiente que ha transcurri-
do toda una semana. Algunas veces parezco solo un espectador a tiempo parcial de mi
propia vida, como en el tipo de sueños que pasan de la primera a la tercera persona y
vuelta a comenzar. Viendo al triste y solitario anciano esotérico malgastar sus cartuchos
mientras su vida y su salud se desmoronan. En esos momentos no controlo mis propias
acciones, y Kroth parece estar sujeto a una especie de manía adquirida —escribiendo y
charlando con los escépticos funcionarios sobre lo arcano, las mutaciones ambientales,

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las conspiraciones y las atrocidades que parecen estar ocurriendo a lo largo y ancho de
esta despreciable ciudad.
Sin embargo, algunos días me siento más lúcido que otros, y en esos momentos mi
estado de ánimo cae estrepitosamente al vacío. Llamo a la biblioteca y digo que estoy
enfermo, y paso el día recorriendo la casa, tratando de recordar cómo se veía antes de
que Court Hill y Origami trastocaran los cimientos de su existencia. En estos días fan-
taseo con quitarme la vida cada vez que cierro los ojos. En estos días, paso una cantidad
desmesurada de tiempo escudriñando todos los rincones impuros de esta casa extraña.
Sé que está cambiando gradualmente —desplegándose tal vez—. En un instante, por lo
que parece, un lapso mental me asaltará, y paso días o semanas lejos de mi cuerpo y de
mi mente. Me he convertido en un espectador indefenso de una realidad desconocida,
incapaz de realizar una acción que no sea trivial.
Soy consciente de que los dementes a menudo insisten en su cordura, y soy doblemen-
te consciente de que estas experiencias mías parecen locuras. Si estos son en realidad
delirios, son de una clase y consistencia que me es desconocida. Como cuando traté de
buscar ayuda psicológica para Margarte, parece que tampoco puedo conseguir ayuda
médica para mí, ya sea permanente o paliativa. Marcaré el número de alguno y olvi-
daré el motivo por el que llamé, o empezaré a molestar al desafortunado individuo del
otro lado de la línea telefónica con tonterías sobre fábricas, esqueletos mutados, cultos
de policías corruptos, o incluso sobre muñecos de ventriloquia. Solo después colgar, re-
cordaré que necesito ayuda, desesperadamente, y luego le seguirá la lamentable rutina,
repitiéndose a sí misma.

Ayer mismo me desperté para encontrarme con la vestigial protuberancia de un sexto


dedo en mi mano derecha. Al verlo, enfurecí, y comencé a destrozar el interior de esta
casa burlona —con todas sus horripilantes y baratas figuritas Hummel y sus cuadros
baratos con temas florales— y por un momento me sentí como si fuera yo de nuevo. In-
cluso me metí en el viejo Volvo de Kroth y pisé a fondo el acelerador para ir a la playa.
Pero cuando crucé el puente de la bahía de Foyle, mi temple comenzó a vacilar. Podía
sentir al propio Kroth luchando por volver a su importante trabajo. Podía sentir mi pie
luchando por frenar, y mis manos temblando ante el deseo de tomar la siguiente salida
para volver a Foyle y su biblioteca. En cambio, por pura fuerza de voluntad, pisé a fon-
do y me desvié por la mediana. No sé si el impulso fue por motivos suicidas o se debió a
un conato de enfermedad mental, o simplemente fue algo que escapaba de mi control.
Giré el volante para evitar el tráfico que se aproximaba a pesar de mi ferviente deseo

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de morir en ese momento. Al igual que hace mucho tiempo (o eso parecía), los vehículos
se desvanecieron a mi alrededor, sus cláxones sonando a derecha e izquierda. Sensa-
ción de ingravidez. Cerré los ojos con fuerza en un último intento de olvido. Pero cuan-
do los abrí de nuevo, circulaba por una carretera comarcal que me era familiar. Todo el
tráfico avanzaba en mi dirección. A pesar de que sabía que todavía era media mañana,
todo estaba envuelto con la tonalidad del crepúsculo, de un tono naranja-rosado. Como
había hecho antes, giré a la derecha y me encontré en la salida de Court Hill, pero no
apareció ninguna camioneta lanzándose contra mí. En vez de eso, continué y encontré
una calle de grava y, a partir de un recuerdo extrañamente vívido, giré de nuevo a la
derecha. Court Hill en sí parecía irreconocible. No había áreas atractivas en el centro
de la ciudad, ni calles empedradas, ni plazas bien cuidadas. Carecía de edificios pinto-
rescos, de letreros singulares o de cualquier signo de un lago. Pero sí vi varias colinas
y barrancos cubiertos por gruesas capas de kuzu, los cerros imposibles coronados por
casas delgadas y altas, que me miraban con una presencia colectiva aterradora. Habían
despertado. Y a pesar de la belleza espectral y crepuscular, una desolación intrínseca lo
impregnaba todo, como si incluso la vida verde que me rodeaba se hubiera convertido
en una expresión de su opuesto. Algunas de las casas, que parecían ser réplicas entre sí,
noté que tenían residentes dentro de ellas. Como mi pobre Margaret, tenían la mirada
vacía al otro lado de unas ventanas estrechas y alargadas.
Intenté darme la vuelta, traté de obligarme a parar el coche. Pero había renunciado a
todo control, y me había convertido en un mero espectador de sueños en una realidad
que no era un sueño. Finalmente giré, de manera automática, hacia lo que sentía que
era el centro de la ciudad —el epicentro del mal despertar—. Pero el Origami parecía
ser ahora tan solo un remolque, maltratado y desmoronado, casi a la vez que el kuzu que
lo sofocaba. Y entonces la caravana se desplegó. Y se desenvolvió. Y siguió haciéndolo.
Ya no estoy seguro de lo que pasó después. Una voz (¿mi voz?) me habló en susurros,
cuchicheos y gritos.
No me sorprendió volver a ser yo mismo —tal y como soy— algo más tarde, en el viaje
de regreso por el puente de la bahía. Podía oler la ciudad antes de ser capaz de verla,
pasando una señal que decía: “Bienvenido a Dunnstown. ¡Cerca de ti, la mejor ciudad
de todo Estados Unidos!” Foyle, tal y como la conocía, había desaparecido. Conduje
hacia una pequeña urbe invadida por el humo de las fábricas, por parques extensos y
un pantano cubierto en el corazón del distrito financiero. La voz del Origami, la cosa
que el chico de los pelos de punta había llamado Patas Largas, se repite en mi mente,
una estática que transmite mucho más de lo que las palabras serían capaces de hacer.
En cierto modo, siento una gran sensación de alivio. Ahora, nada está bajo mi control.
Nunca lo ha estado realmente. Pero otras veces me siento culpable. De alguna manera

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desperté una casa de Court Hill. Y ahora, todas las de la orilla este se están despertando
a una nueva realidad maligna. No hay posibilidad de escapar, ni a la playa, ni a ningún
otro lugar. Yo pertenezco a Dunnstown.
Prosigo con mi trabajo en la biblioteca, y todavía estoy sujeto a terribles episodios de
ataques nerviosos salpicados por conatos de depresión suicida. Pero cada vez más me
pierdo en el pensamiento de Dunnstown, en la terrible tragedia aeronáutica que la
mayoría de los habitantes de Dunnstown solo pueden recordar, la conspiración de la
policía para encubrir una nueva y terrible serie de delitos basados en el ocultismo. Una
fábrica abandonada en medio del parque de la ciudad que contiene un secreto ignomi-
nioso. Me he perdido en lo que pasa por ser la vida esotérica de Solomon Kroth. Estoy
despertando poco a poco en este sueño en el que las morgues y las capillas están llenas
y ni siquiera el aire en sí mismo se puede respirar a la ligera.
Cuando me siento en mi escritorio en la biblioteca, pegado de vez en cuando a uno de
mis tanques de oxígeno, cuento los dedos de mi mano derecha, ya por una manía que
se ha convertido en hábito. La vestigial protuberancia de mi mano derecha desapareció
o se cayó hace ya algún tiempo. Los recuerdos de Foyle que alguna vez me resultaron
familiares: lo que fue mi casa, Margaret, las gemelas, todo lo que creía que sabía cómo
era, se estaban desvaneciendo. Voy a quemar este diario o, al menos, voy a esconderlo
para que los recuerdos se disuelvan con mayor rapidez. En mis momentos más lúcidos,
sé que esa vida, tal y como es, no durará mucho más. El hombre que una vez fui lo con-
sideraría un acto de misericordia, pero ya ni siquiera creo en la liberación tras la muer-
te. Es solo una transición hacia otra realidad prestada.

Así que esto es lo que encontré dentro de una serie de papeles doblados dentro de mi
cama, N... Nunca antes he podido explicar por qué te obligué a abandonar la casa y
nuestra vida, serena y amorosa, y no espero que esta carta ayude a que llegue la com-
prensión o el perdón. Solo quiero saber que todavía estás ahí, que las cosas no están
cambiando de nuevo. Aquí, en Dunnstown, cada otoño que llega trae días más largos e
incómodos para la fábrica de papel. ¿Te acuerdas de eso, o son únicamente ondas del
caos en el tejido de las cosas? Más realidades ocultas u olvidadas despertando al sueño
del ahora.
Por favor, N..., respóndeme. Mi estad de salud está mermando, he desarrollado un
tartamudeo inaguantable y me he desmayado durante días. Incluso me vale si solo me
devuelves el sobre sellado con la dirección para saber que estás viva. Que alguna vez
exististe. Siento que todo desemboca en un nuevo mundo, una realidad más negra que

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cualquier otra que haya conocido o sentido. La mitad de los días ya no sé quién soy, y
me temo que los poderes que operan en Dunnstown —o los poderes detrás de estos—,
están cambiando las cosas una vez más. Patas Largas, el Origami... plegándose y desple-
gándose en su interior. Ayúdame, N...
Cuando miro estas páginas de letra nerviosa, siento que mi perspectiva se desliza de
la primera a la tercera persona, y me pregunto si ese bibliotecario viejo y de cabello
erizado no seré yo. Tal vez Solomon Kroth —ese tonto y solitario esotérico— es solo una
parte de lo que yo soy. Tal vez exista dentro de la textura de estas paredes, los techos
bajos y caídos de estas páginas. Puedo sentir cómo cambia la estructura mientras todo
varía de nuevo.
Contaría los dedos de mi mano para ver si sigo soñando. Pero tengo demasiados.

Relato contenido en el libro


“EL SECRETO DE LA VENTRILOQUIA”
DE JON PADGETT

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Un relato de
Philip Fracassi

MANDALA
Relato GANADOR DEL PREMIO DARK MUSE AL
MEJOR CUENTO DEL AÑO
Primera Parte
La cala

Las nubes se abrieron como cortinas, dejando al descubierto la tierra que se extendía más
allá.
Los dos muchachos avanzaban a lo largo de la cordillera que era todo su mundo, una
extensión azul que llenaba la parte izquierda de su campo de visión, quedando la derecha
destinado a acres de hierba alta y senderos rurales. El sol flotaba descuidadamente en su
posición de amanecer, esperando con eterna paciencia a que la Tierra prosiguiera su rota-
ción incesante, una bola azul que giraba lentamente en un cielo siempre oscuro y vigilado
por un dios etéreo e indiferente a cien millas de distancia. Casi se podía sentir cómo el
sol sofocaba un bostezo mientras los dos jóvenes corrían alocadamente sobre esa tierra, ya
bronceados como mini-dioses del verano. Gritaban, chillaban y saltaban, abogando por
más energía, desafiando a los cielos a tratar de frenarlos.
Alcanzaron su destino. Una cala pequeña y estrecha que se adentraba en una playa
rocosa, de no más de veinte yardas de ancho y cincuenta de largo desde la ribera hasta el
grueso del océano. Una entrada en forma de renacuajo que solo tenía un punto de acceso
franco —al menos por tierra firme—. El mar podía acceder a la cala siempre que le apete-
ciera, y le gustaba hacerlo siempre a la misma hora.
La marea. Constante como el sol y sometida a ese otro cuerpo celestial, la luna; la her-
mana fea, pálida y de rostro marcado del sol. Ella era una anciana muy malévola, la luna...
Una bromista, si es que eso era posible. Le gustaba jugar al tira y afloja con la humanidad.
Engendrar olas. Enloquecer a los hombres cuando estaba en pleno apogeo de su poder,

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su amplitud completa brillando como un dólar de plata incandescente; controlando el
vaivén de las ingentes masas de agua que cubrían el planeta azul, haciendo aullar a los
animales, instando a que las brujas ansiosas conjurasen sus hechizos. Traían a los hom-
bres lobo a la vida, si es que uno creía en tales cosas.
La pequeña cala estaba tan sujeta a los deseos de la luna como el resto del mundo. Cada
doce horas más o menos el océano se dirigía hacia la tierra, llenaba la ensenada con la
primera marea alta y el agua alcanzaba cinco o seis pies de altura, impeliéndose contra el
anillo de firmes rocas que lo rodeaban.
Y ese era solo el primer envite.
La siguiente visita de la dama azul puede agregar algunos pies más a los ya existentes.
Como un mecanismo de relojería, el espacio volvería a colmarse. Llegaría agradable y con
parsimonia, obedeciendo a la luna susurrante que se escondía detrás del paisaje, detrás de
la atmósfera terrestre, bisbiseándole al agua, ordenándole sus movimientos mientras son-
reía en su cara oculta, la región que mantenía escondida a ojos del divino sol, la cara que
le negaba al hombre. Cuando la luna está en su máximo florecimiento, blanca y redonda
como un plato vacío, el océano empuja con más fuerza, colmando la ensenada hasta cu-
brir casi la mitad de la escalera de acero desvencijada y oxidada que se construyó, hace
ya muchos años, en su ladera empinada de rocas con forma de herradura. Así llegamos a
los más de ocho pies de altura. Pero luego, como el suspiro de una persona enamorada, el
agua se marcha una vez más, convirtiéndose en una marea baja, dejando a la vista algo de
costa. Incluso deja vestigios de su ser en la arena de la playa, en las rocas irregulares, una
vez se ha ausentado. Pero siempre vuelve. Siempre.
Y así llegaron los dos muchachos, jadeando y con el torso desnudo. Se detuvieron en lo
alto de la empinada escalera de metal y observaron la pequeña ensenada de abajo, com-
probando que bajaba la marea, que el agua se retiraba hacia el gran océano, con sus alo-
cadas corrientes sacudiendo bajo su superficie como anguilas frenéticas bajo la piel de un
gigante, esperando la orden de la luna para lanzarse sobre las rocas.
–Vayamos a nadar –dijo Mike, un chico de cabello rubio con ojos azules con matices gri-
sáceos. Mike era bajito para su edad, pero fuerte y rápido como lo son a menudo los niños
pequeños. Tenía las palmas de las manos sobre las rodillas, recuperando el aliento tras la
carrera. Le picaban los pies descalzos por culpa de la hierba espesa de la playa que coro-
naba la línea del agua. Ambos muchachos llevaban bañadores, pero olvidaron sus toallas,
una ausencia que Mike lamentaría en horas venideras.
–Ya nadaremos cuando regresemos a mi casa –respondió Joe, un poco más grande y pe-
sado que Mike, con el pelo castaño ralo y ojos a juego, un vientre menudo que crecería y
absorbería su pecho en los años que estaban por llegar–. De todos modos, aquella playa
es más bonita.

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Joe no era el mejor amigo de Mike, pero era su mejor amigo de verano. Impulsados más
por la geografía y las circunstancias que por cualquier otro vínculo real, semejanzas de
personalidades o intereses, los dos chicos decidieron compartir el verano. Y es que, cuan-
do pasas un mes o más en una casa de veraneo, y el único otro niño de tu edad, doce años,
en un radio de diez millas era el chico que fue a tu mismo colegio y conocía las reglas del
béisbol, decides tomarlo como bueno. Era eso, o jugar solo.
–De acuerdo. ¿Qué tenemos que hacer?
Mike esperaba que no se tratara de nada estúpido, porque las majaderías eran la espe-
cialidad de Joe. Por lo general, eran ocurrencias que tendían a meter a uno o ambos en
problemas o —como sucedió unos veranos atrás, cuando Joe puso en práctica una idea
particularmente tonta— les llevaba a acabar heridos. Joe tuvo la brillante idea de bajar
con monopatín por un camino repleto de baches encharcados que era más empinado que
la primera subida de la montaña rusa preferida de Mike, el Diablo Azul del Parque Ce-
dar. Mike consiguió terminar con un par de rasguños, pero Joe se había roto dos dedos y se
había golpeado la rodilla lo suficientemente fuerte como para que se hinchara como una
pelota de béisbol de color negro. El padre de Mike pensó que no tenía sentido castigarlo
porque Joe apenas podía caminar, por lo que los chicos pasaron las siguientes tres sema-
nas jugando a cada juego de mesa de mierda, deteriorado y con piezas perdidas que caía
en sus manos. El padre de Joe, un agente estatal que siempre estaba de guardia, incluso
durante las vacaciones, y cuya interacción con los niños parecía limitada a unas cuantas
miradas aceradas, un gruñido ocasional y algún castigo leve a Joe, se encogió de hombros
y calificó lo sucedido como “cosas de chicos”.
Los ojos de Joe resplandecían y Mike casi gimió en voz alta a consecuencia de la mirada
traviesa que centelleaba en el centro de aquellas cuencas marrones.
–Juguemos a policías y ladrones –dijo, y aunque Mike pensó que era una estupidez, par-
te de él se interesó ante la idea de un juego en el que pudiera dispararle a Joe varias veces
con su dedo en forma de pistola.
Mike se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. –Bueno... ¿Cómo quieres hacerlo?
Joe pensó unos segundos, tocándose la barbilla con gesto dramático, luego le llegó la ilu-
minación. –Bien, esto es lo que haremos. Iremos cambiando. Primero seré yo el ladrón y
tú serás el policía. Cuando me atrapes, me llevarás a la cárcel y habrás ganado. Entonces
yo seré el policía y tú tendrás que intentar escapar de mí.
–O dispararte primero –dijo Mike, entendiendo las reglas.
–Correcto. Y tienes que aceptarlo si te disparan, sin quejarte.
–Bien.
Joe se volvió y comenzó a caminar hacia su casa, una casa de campo con paneles rojos
con una cubierta envolvente y un desván con una ventana que daba al mar. Joe y Mike se

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escondían allí arriba algunas veces, estornudando a consecuencia del polvo que invadía
sus narices y jugaban al póquer con reglas inventadas, botones, monedas de cinco centa-
vos, pinzas para la ropa y todo lo que pudieran encontrar en aquellos estantes olvidados,
o que descansara abandonado dentro de las cajas, y que les sirviera para apostar. La casa
de Mike era mucho más pequeña, casi una cabaña en realidad, pero él y su padre no la
usaban tan a menudo como la familia de Joe hacía con su vivienda. Mike y su padre, por
lo general, aguantaban unas cuatro semanas antes de comenzar a desesperarse. El pueblo
costero, que estaba a diez minutos en coche, tenía poco que ofrecer aparte de las tiendas
náuticas, los bares y los restaurantes que habitualmente cerraban a las ocho de la tarde.
Antes había una librería, principalmente de libros de bolsillo, que visitaban cuando era
más pequeño y su madre todavía estaba viva, pero que cerró por entonces y el dueño la
vendió hace unos años. Mike hizo por ir a visitarla cuando su padre y él acudieron al poco
de llegar, esperando que la librería hubiera regresado como por arte de magia, pues una
pancarta que decía NUEVO DUEÑO colgaba del cristal del escaparate delantero. Para
decepción suya, mayúscula, el verano pasado se había abierto al público de nuevo, pero
como una tienda para turistas, repleta de regalitos, llaveros y camisetas en las que podía
leerse CABO DE DOVER en el pecho en unas feas tonalidades de naranja y amarillo.
–¿A dónde vas? –preguntó Mike, corriendo para alcanzar a su amigo, que caminaba
rápido, con sus huesudos codos bronceados bamboleándose, su mata de cabello marrón
blanqueada por la constante exposición al sol.
–¡Solo voy a buscar provisiones, amigo! –gritó por encima del hombro con un acento
bastante común, y aunque Mike sintió que era una entonación más apropiada para jugar
a indios y vaqueros que a policías y ladrones, se vio marchando, irremediablemente, al
paso que marcaba su mejor amigo de verano.

Mike esperó fuera de la casa de Joe golpeando rítmicamente sus puños contra la baran-
dilla de madera que discurría a lo largo del porche, con el calor comenzando a calentar su
superficie. Pensó que debería ir a casa para coger protector solar, pero estaba demasiado
lejos y su padre estaría demasiado ocupado. Según le dijo a Mike antes del viaje, pasaría
mucho tiempo en su despacho, escribiendo un artículo para una importante revista mé-
dica. Su padre era cirujano, pero en los últimos años había estudiado más que trabajado,
tratando de crearse un “perfil académico”, fuera lo que fuese eso. Mike pensó que se tra-
taba de otra cosa. Algo que se originó cuando su madre murió. Como si un interruptor en
el cerebro de su padre hubiese sido accionado para asfixiarlo, apagando las luces que lo
guiaban y le animaban a preocuparse del mundo. Seguía siendo bueno con Mike, todavía

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lo amaba, y trató de estar ahí para él, pero incluso en esos momentos —durante un partido
de fútbol, cuando salían a comer pizza o jugaban juntos a las cartas— había una omnipre-
sente ausencia sobre sus atenciones, un vacío en su sonrisa. Mike sintió que la mayor par-
te del tiempo fingía, simulando ser feliz, pretendiendo querer a su hijo, teniendo cuidado
de decir lo correcto, una paternidad falsa.
Mike se paseó sobre las viejas tablas del suelo y miró hacia el paisaje azul verdoso cla-
ro del océano. A veces, en días despejados de verano, cuando el sol apenas había salido
y todo parecía estar en calma, pensaba en su madre; descubrió que la echaba de menos
más de lo que era habitual, más que cuando estaba en el colegio, haciendo deporte o los
deberes. Tenía más tiempo para reflexionar, supuso, y sonrió para sí mismo por la faci-
lidad con la que un pensamiento tan maduro se había gestado en su mente. También se
preocupaba por su padre, por su futuro. Mamá había sido todo para ellos, y él ansiaba que
ella siguiera allí, ejerciendo de madre, porque la vida parecía demasiado enigmática sin
ella, un rompecabezas borroso que no sabía resolver, la culminación de las piezas que una
vez ensambladas daban como resultado una imagen borrosa que no era capaz de ver con
nitidez. Mike creía que su padre se sentía igual, y es por eso que actuaba como lo hacía
con él. Porque Mike también era un enigma ahora. Y tal vez, cuando su padre lo miraba,
aunque lo quisiera, veía a un Mike borroso. Un Mike que era demasiado difícil de definir
con claridad. Entonces dejaba de intentarlo.
–¡Oye, espabila!
Mike se giró y vio a Joe de pie, sonriendo, sosteniendo un rifle y una pistola. Se había pues-
to una gastada gorra de los Dodgers, llevaba unos pantalones cortos de baloncesto y se había
enfundado una camiseta blanca, lo que hacía que Mike se sintiera un poco expuesto.
–Te has cambiado de ropa –dijo Mike.
–¿Y? ¿Quieres que te deje una camisa y unas zapatillas? Están todos comprando en la
ciudad, así que no hay nadie en casa de quien preocuparse.
Mike barajó la idea de ponerse ropa de Joe, pero la descartó. De todos modos, estarían
nadando más pronto que tarde. Es lo que siempre terminaban haciendo cuando las tardes
se volvían demasiado calurosas.
–No –dijo–. Molan las armas.
Sabía que eran juguetes. Había jugado con ellas antes. Ni siquiera disparaban perdigo-
nes, y el rifle había dejado de hacer el sonido de disparo, ruido que solía hacer cada vez se
amartillaba y apretaba el gatillo. Con todo, servirían.
–Me pido el rifle –dijo Mike, y se lo quitó a Joe de las manos.
–Bien –dijo Joe–. Pero eso significa que eres el malo.
Mike vio algo sobresaliendo de la cintura de los pantalones cortos azules de Joe. Algo
metálico.

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–¿Qué es eso?
Joe sonrió. –Lo descubrirás –dijo mientras se lo tapaba con la camiseta–. En el momento
en el que atrape tu patético trasero.
Mike no necesitó que se lo repitiera y, con el rifle aferrado con ambas manos, saltó del
porche y echó a correr. –¡Treinta segundos! –gritó mientras corría, y solo le restaba espe-
rar que Joe tuviera la decencia de contar todo ese tiempo con calma.
Iba a necesitar esos treinta segundos para esconderse.

Hank y Mariel Denton se abastecían en el único supermercado de Dover Point, con el


maletero de su camioneta lo suficientemente lleno de sándwiches, cerveza sin alcohol
(para Hank), vino tinto (para Mariel), aperitivos, verduras congeladas, bistecs, perritos
calientes, carne para hamburguesas, leche, zumo y cereales como para que les durase el
resto de sus vacaciones. Hank estaba cansado y odiaba ir de compras. Le ponía de mal
humor. Pasillos estrechos, comida cara, mala iluminación, la inevitable espera para mirar,
transportar todo de un lugar a otro... Si se tratase de poca cosa, Mariel podría escaparse a
por ello pero, en su mayor parte, Hank puso un tope para limitar su presencia en las com-
pras a un máximo de tres durante todo el verano, dos si Dios así lo quería y el pequeño Joe
no comía demasiado.
Hace más calor que en el ojete de un buitre, pensó, sin alcanzar a comprender la lógica
de su metáfora, pero demasiado acalorado y condenadamente cansado como para coger
una simple lata de judías. Miró la pantalla digital del salpicadero, las 8:58 AM. Dios San-
to, acaba de comenzar la mañana y ya hace un bochorno asfixiante, pensó, contento de
que decidieran anticipar las compras a la gente y al calor que estaba por llegar.
–¡Vamos, señora Denton! –gritó desde el asiento del conductor por la ventanilla abierta
del pasajero, mirando el trasero de su esposa, embutido en unos pantalones cortos de talle
alto y perneras ajustadas, mientras empujaba sus dos carros vacíos hacia la zona habilita-
da para dejarlos tras su uso, donde fueron encajonados como ganado. Al menos, para él,
su esposa tenía un buen culo, y lo había tenido durante los veintidós años que llevaban
juntos. Por supuesto, empujaba los carritos con torpeza, y Hank imaginó a los otros carri-
tos chillando mientras se adentraban en aquel corral de malla y metal. Mariel le enseñó
el dedo corazón mientras empujaba el último carro, luego se volvió y le brindó esa sonrisa
luminosa que siempre lograba lucir, independientemente de la situación, con la misma
pericia que un mago a la hora de sacar un conejo blanco de un brillante sombrero de copa.
A Hank todavía le producía un hormigueo en la espalda cada vez que ponía en práctica
ese pequeño truco. Y ella lo sabe bien, pensó, preguntándose si Joe estaría jugando por ahí

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con el niño de los Klein y si el helado aguantaría si él y su mujer se perdieran durante un
rato de regreso a su propio “establo”.
Su casa de veraneo era casi lo más alejado posible de un establo, eso era obvio, pero las
amplias tejas verticales pintadas de rojo y el marco en forma de “A” de la estructura le
habían conferido ese apodo, una reminiscencia de cuando era de los padres de Mariel.
Suponía un gran gasto para sus cuentas, por supuesto, incluso si no se preocupaban más
que de pagar los impuestos y mantenerla. La casa había quedado libre cuando sus padres
se marcharon persiguiendo sus sueños y se mudaron a Francia para vivir la vida que les
quedara. Su padre era escritor y su madre una romántica, así que mientras la mayoría de
las parejas que pasaban de los ochenta estaban felices con el sol de Florida o Arizona, sus
padres se fueron en busca de un palacete entre dos viñedos a las afueras de Aviñón, un
lugar que Mariel y él habían prometido que visitarían. Pronto. Por ahora, Hank se daría
con un canto en los dientes con llegar a casa, quitarle a Mariel la camiseta y conducirla
hasta el dormitorio. –¡Vamos, mujer! –ladró, y estaba a punto de tocar el claxon cuando
la sonrisa luminosa se convirtió en una ceja levantada. Adiós a las posibilidades, si es que
alguna vez tuvo alguna. Puso las manos sobre su regazo y cerró la boca mientras ella abría
la puerta y se acomodaba sobre el asiento de cuero caliente, subiendo la ventanilla para
escapar del calor de aquel horno con el aire acondicionado.
–¿Mujer?
–Bueno, lo eres, ¿no?
Pero Mariel ya estaba girando los conductos del aire acondicionado hacia ella, cerrando
los ojos frente al aire fresco. Hank se quedó mirando el sudor de su cuello durante un ins-
tante, luego fue pillado con las manos en la masa cuando ella dirigió sus ojos verdes hacia
él, con una sonrisa de complicidad en el rostro.
–Oh, vamos, hace demasiado calor –dijo, quitándose los zapatos y colocando los pies
sobre el salpicadero.
–¿Qué? –dijo él con el tono más inocente posible, forzado a lidiar con las piernas desnu-
das de ella que ahora copaban su campo de visión. Puso la marcha atrás y sacó la camio-
neta del supermercado más rápido de lo aconsejable.
Han sido solo dos segundos, pensó mucho después. Como mucho.
Ese fue el tiempo que Hank había desviado la atención con una última y anhelante
mirada hacia la piel bronceada de Mariel, cuando lanzó su Tahoe negra hacia la avenida
Seaside, la carretera bacheada de dos carriles que los sacaría del centro de Cabo de Dover.
–¡Hank! –gritó Mariel cuando comenzó a girar hacia la izquierda.
Al ver solo el destello de metal contra el sol y escuchar lo abrupto del chillido de Mariel,
Hank frenó violentamente, deteniendo la parrilla de la camioneta a una pulgada escasa
de un desgastado manillar verde.

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Era un maldito carro.
De algún modo, por alguna razón, algún idiota había dejado un carro fuera del parking,
sobre una isleta de hierba de tres pies que separaba el borde del aparcamiento y la carre-
tera, en dirección norte.
Como era un experimentado policía estatal, Hank se había visto envuelto en persecu-
ciones a gran velocidad, había estado en primera línea en más accidentes de carretera de
los que podía contabilizar, y se reprendió por ser tan descuidado y, lo que era peor, por
reaccionar como un chiquillo asustado. Él era un profesional, por el amor de Dios.
Entonces, ¿por qué su corazón latía con fuerza como si acabara de subir tres pisos por el
simple hecho de casi chocar contra un maldito carro de la compra?
Se volvió hacia Mariel, con una sonrisa irónica arrastrándose por su rostro. –Bueno, eso
ha estado cerca...
Por detrás del rostro a medio enfadar de ella, esa hermosa cara que ansiaba ver todas las
mañanas cuando se despertaba y todas las noches cuando regresaba a casa después de un
largo día de trabajo, a menudo horrible, se acercaba un Ford Taurus blanco a unas cua-
renta millas por hora. Hank tuvo tiempo de memorizar la abollada matrícula del vehículo
y la cara conmocionada del anciano canoso tras el volante, y su boca se abrió en señal de
sorpresa al ver el gran camión negro que vagaba sin rumbo por mitad de la carretera.
Actuando por instinto, las manos de Hank metieron la marcha atrás y piso el acelerador
a fondo.
Se había alejado unas seis pulgadas cuando el conductor del Taurus hizo girar su auto-
móvil hacia la derecha, los esfuerzos combinados de ambos conductores en el lapso de
una fracción de segundo que probablemente salvaron la vida de Mariel Benton.
El Taurus embistió el lado del pasajero de la Tahoe entre la puerta y el guardabarros
delantero, la parrilla del viejo Ford estrellándose contra la puerta de la camioneta, desen-
cajando su parachoques y la rueda delantera derecha. Esta salió rebotando de la camio-
neta sobre el cemento como una pelota de goma, el airbag lateral del único ocupante se
desplegó y cubrió la cara del anciano que, según las leyes de la física, habría atravesado el
parabrisas. El lado del pasajero de la Tahoe se elevó del suelo y Hank observó, como en
cámara lenta, cómo la puerta de Mariel se combaba hacia dentro, el cristal de la ventana
detonando en una nube de vidrio fragmentado. Hank percibió, por encima de todas las
cosas, que se abría la guantera y una serie de papeles, bolígrafos y un par de linternas de la
policía del Estado de Wa-shington se esparcieron. El cuerpo de Mariel fue lanzado hacia
delante y hacia los lados, y Hank escuchó claramente un crujido de huesos, el sonido no
camuflado de sus gritos cuando su cabeza y su cuello se quebraron como una muñeca de
trapo al embestir contra el cinturón de seguridad, sus brazos arrojados contra el techo, la
sangre salpicándola. En la fracción de segundo que le siguió, vio a su esposa salir impelida

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hacia el salpicadero, que se desarmó en diversas piezas y liberó un airbag que se desplegó
con un sonido explosivo, estrellándose contra su cara como si del gancho de un boxeador
se tratara.
La camioneta volvió a establecer contacto con el suelo, una rueda cedió y se quebró
como un jugador con una mala mano de cartas, hundiendo el lado del pasajero, dejándolo
a unas pulgadas del suelo.
El tiempo volvió a adquirir su velocidad natural, el airbag perdió consistencia y el estado
de aturdimiento de Hank duró solo unos segundos más. Luego se desabrochó, gritando
le nombre de ella y trepando por el interior de la camioneta para recoger el cuerpo roto e
inconsciente de su esposa.

Segunda Parte
Durante la marea baja
(9AM – 11AM, aproximadamente)

Mike corría a lo largo de la costa, con sus ojos fijos en la pequeña bajada que conducía a
la delgada franja de playa salvaje y espuma blanca del borde del océano. A su derecha
había un centenar de yardas de hierba espesa y cúmulos de rocas, y más allá de eso, la
pequeña arboleda de abetos de Douglas, con un manto de agujas caídas que cubría hasta
los tobillos. Mike contempló sus pies descalzos, se volvió para ver si Joe estaba ojo avizor
y lanzó una mirada más a la accidentada costa. La escalera que conducía a la cala estaba
a unas cincuenta yardas por delante, pero si bajaba, estaría atrapado.
El mismo camino para entrar que para salir.
Sus dedos se enroscaron con fuerza alrededor del plástico deteriorado del rifle y evaluó
sus opciones.
Entonces se decidió por los árboles.

La sombra parecía refrescar el cuello y los hombros desnudos de Mike, ya calentados por
el sol de media mañana. Su bañador rojo, que le llegaba hasta la rodilla, se había desteñi-
do hasta convertirse en rosa durante los últimos veranos, y no servía de mucho frente a
las finas ramas dispersas y las plantas altas que acariciaban la piel de sus espinillas como
dedos secos mientras se adentraba en la arboleda.
Escondiéndose detrás de uno de los árboles más altos, se agachó, se acuclilló, y echó un

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vistazo a la arboleda, respirando con sobriedad, anticipando el movimiento sombrío más
allá de la empalizada negra y vertical que conformaban los troncos, sus cubiertas colgan-
tes permitiendo que el sol goteara a través suyo en fragmentos, vertiéndose sobre las agu-
jas marrones del suelo. Podía oír los suaves y recurrentes barridos de las olas bañando la
tierra, un pájaro que cantaba por encima y detrás de él. Sus pies se arrastraron, se limpió
un efluvio de sudor que se escapaba hacia su ojo e intentó reducir la velocidad del latido
de su corazón después de la carrera.
No había señales de Joe, y las rodillas de Mike estaban empezando a tensarse en su es-
fuerzo por permanecer agachado. Se puso de pie, sacudió lo que parecía un insecto sobre
su rodilla, y esperó. Estaba a punto de desplazarse hasta otro árbol a fin de obtener una
mejor perspectiva que le permitiera coger a su amigo por sorpresa, pero crujió una rama.
Se quedó petrificado, el aliento atrapado en su garganta.
Alguien estaba detrás de él.
No se volvió, no movió ni un músculo. Pero, de alguna manera, por alguna razón, lo
sabía. Debe ser Joe, pero ¿cómo? pensó, sin creerlo pero queriendo hacerlo, desesperada-
mente. Sí, razonó, tragando saliva, Joe, de alguna manera, como un milagro, debió atrave-
sar la arboleda por el otro lado, la que se encontraba próxima a la carretera que conducía
a la ciudad, o tal vez había atajado por el patio trasero de su casa. No es algo imposible.
Pero Mike era consciente de que lo habría escuchado pasando entre los árboles, destro-
zando la maleza, especialmente ahora que llevaba calzado. Hubiera sido fácil escucharlo
a cien pies de distancia.
La húmeda sombra de los árboles le erizaba la piel, los pelos de la nuca. Quienquiera
que fuera podría verlo. Estaba cerca. Lo estaba mirando, lo sentía con tanta fuerza como
notaba el arma de juguete entre sus manos sudorosas y tensas. Un insecto se arrastraba
sobre su pie, pero no se atrevió a moverse.
Llegó el sonido de un paso entre los rastrojos. El suave chasquido de las agujas secas. El
aliento de Mike se aceleró, sus ojos escudriñaron la hilera de árboles esperando ver a Joe,
feliz de ser capturado o disparado siempre que significara que aquello ya se había termi-
nado, que podía salir del bosque, escapar de lo que fuera que se arrastraba hacia él.
Un eco, como una exhalación, vino justo detrás de su oreja. Casi podía sentir el aliento
en su cuello, justo donde terminaba su larga cabellera rubia y áspera a consecuencia de
la sal del mar. Estaba paralizado por el miedo y su cuerpo comenzó a temblar mientras
esperaba que unas manos frías se posaran sobre sus hombros, para enfrentarse a lo que
fuera que había surgido de entre las sombras.
Una voz más ligera que el aire, un murmullo tan frágil y distante que pudo haber venido
de su propio subconsciente, se posó sobre su oído.
–Mike... –dijo.

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Algo seco y angosto —un dedo, le susurró su mente— se deslizó sobre su piel y subió por
su omóplato hacia la curva de su cuello bronceado por el sol. Se escuchó a sí mismo gemir
de terror, y cuando las yemas de aquellos dedos fríos y húmedos rozaron su mandíbula
apretada para acariciar su mejilla, echó a correr.

Mientras una ambulancia cargaba a la madre de Joe en su estómago lleno de jeringuillas


y tubos —su cuerpo amarrado por la frente, su mentón, su pecho, su cintura y sus piernas
con cintas de velcro azules, una máscara de oxígeno sobre su boca y un gotero intravenoso
aferrado a su brazo— Mike salía de la congregación de abetos en una explanada abierta
al océano, con el rifle en el suelo junto a un árbol, donde lo había dejado caer, olvidado,
con una araña recorriendo su tambor, pensando que podría llegar a ser un hogar para sus
crías.
–¡Pum! –gritó Joe y, preso del pánico, Mike se giró hacia el sonido, levantando las manos
en el aire, queriendo gritar–: ¡No dispares! –Pero en cambio, se limitó a dejar escapar un
grito antes de darse cuenta de que simplemente se trataba de Joe, apuntando con una pis-
tola de plástico desde detrás de una gruesa roca del tamaño de un arcón para juguetes, sus
ojos entrecerrados tras del punto de mira, apuntando a Mike para matarlo con facilidad.
Los ojos de Joe se abrieron de par en par fruto de la sorpresa al ver la expresión de su
amigo. Mike no parecía molesto o sorprendido. Mike parecía asustado, esa mirada reser-
vada de manera exclusiva para determinados momentos de la infancia: terrores noctur-
nos, que un extraño te empujara contra un vehículo en movimiento, que te dijeran que
ibas a perder a uno de los progenitores que tanto amabas. Pero como al resto de niños, a
Joe no le importaba explorar ese sentimiento, no le molestaba identificarlo o justificar su
existencia, o la realidad de lo que podría hacer que tu mejor amigo de vacaciones se viera
como si se acabara de cagar en el bañador en mitad de una cálida mañana de julio. Así
pues, en lugar de abandonar el juego y descubrir qué es lo que había sucedido, Joe se puso
gallito y bromeó con ello, una voz susurrante en el fondo de su subconsciente informán-
dole de que esa era la mejor forma de que todo aquello desapareciera, de conseguir que
las cosas volvieran a la normalidad, seguro.
–¿Qué diablos te pasa? –preguntó. Luego, como en una ocurrencia tardía, añadió–: Es-
tás muerto.
El miedo de Mike se transformó en alivio y después en vergüenza. ¿Qué le sucedía?
¿Ahora oía cosas entre los árboles? ¿Huía a la carrera de las sombras como un niño peque-
ño? Miró sus manos temblorosas y notó que se ruborizaba al darse cuenta de que había
soltado el rifle. Lo más probable es que lo dejara junto al árbol... Miró hacia la arboleda y

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escudriñó los vacíos que había entre los monótonos troncos marrones... el frondoso capa-
razón verde de los árboles escondiendo lo que había dentro, observando incluso entonces.
–Eh... Yo... –comenzó. Se examinó los brazos y vio arañazos rojos, un par de ellos lo sufi-
cientemente profundos como para sangrar. Miró su estómago, sus piernas, descubriendo
algunas ronchas y una pequeña herida en la cadera donde recordaba vagamente haberse
golpeado con una rama de un tronco partido mientras corría.
–Pareces muy asustado –dijo Joe.
–Estoy bien. Creo que había algún tipo de animal.
–¡Venga ya! Mapaches tal vez. Bueno, que eso da igual, estás muerto. O mejor aún, ¡eres
mi prisionero! –gritó Joe y sacó el objeto metálico de debajo de su camiseta, aquello que
Mike había visto antes en su cintura.
Para sorpresa de Mike, que se transformó en deleite al poco, Joe había conseguido mila-
grosamente un brillante y del todo real juego de esposas.
–Guaaauuuu –dijo–. ¿Me las dejas?
–Claro –respondió Joe, encogiéndose de hombros–, son de mi padre. Tiene tres pares en
sus útiles de policía, las utiliza con malos de verdad. Mola, ¿eh?
Mike asintió y notó el frío peso del metal brillante sobre sus palmas, la gruesa cadena
corta entre las dos piezas circulares. Trató de abrir una de las partes, pero se decepcionó
al comprobar que no se movía. Lo empujó hacia adentro y el brazalete emitió un satisfac-
torio crujido cuando se estrechó. –Guay –dijo–. Pero no se abre.
Joe puso los ojos en blanco y le arrebató las esposas a Mike. –Para eso necesitas la llave,
tonto. –Con una floritura, Joe buscó en el bolsillo de sus pantalones cortos y sacó una lla-
ve metálica. La introdujo en el mecanismo de cierre de las esposas, la giró y se abrieron
de golpe.
–¡Haaalaaaaa! –dijo Mike, olvidándose de su temor a la criatura entre los árboles, el
azote del sol apenas perceptible a través de su asombro ante aquel artefacto milagroso
proveniente del mundo real de los policías y los ladrones. Quería volver a tenerlas entre
las manos, pero se detuvo cuando Joe levantó su arma, apuntando despreocupadamente
entre los ojos de Mike. Mike se quedó sin aliento a pesar de saber muy bien que se trataba
de un simple juguete. Sin embargo...
–Muy bien, capullo –dijo Joe, alargando la pronunciación en su parte favorita–, es hora
de que vayas a la cárcel. Has sido acusado de tres cargos de robo a mano armada, dos ase-
sinatos y... y...
–Me he escapado de la cárcel –terminó Mike, ayudando a componer la trama.
Joe asintió. –Vale. Eso solo ya son cuarenta años a la sombra. Ahora vamos, muévete. Las
manos a la vista, sin trucos.
Mike levantó los brazos y se dio la vuelta, luchando contra la inquietud que le embarga-

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ba —es solo un juego, idiota— sabiendo que Joe seguía apuntándole la nuca con la pistola.
Pensó en esos dedos sucios rozando sus mejillas y se estremeció.
–¡Camina, canalla! –gritó Joe, y le propinó a Mike un pequeño empujón.
–Vale, joder –dijo Mike, al que ya le gustaba menos el juego, de repente, sintiendo que
quería marcharse a casa y acostarse en su cama fresquita. Tal vez, si tenía suerte, su padre
tendría ganas de jugar, o quizás los dos podrían ir a nadar. Estaba cansado de jugar con
Joe todos los días, y echaba de menos hacer cosas con su padre. –Escucha –dijo, dejando
caer los brazos y medio girándose–, creo que me voy a ir a casa un rato. No tengo ganas de
esto ahora. Hace demasiado calor.
Empezó a darse la vuelta para encarar el camino a casa, pero Joe volvió a empujarle.
Con más intensidad esta vez. Tanto que Mike trastabilló.
–Chorradas –dijo Joe, aunque su voz no sonaba como la de Joe. Era como si fingiera ser
mayor. Más mezquino. Mike realmente sentía que el juego le superaba, pero no estaba
seguro de cómo abandonarlo sin parecer estúpido. Levantó las manos hacia atrás, a media
altura.
»No puedes abandonar el juego solo porque te pillé antes que tú a mí –dijo Joe, que so-
naba como un anciano–. ¿Qué te parecería que yo dejara cada juego que tú vayas ganan-
do? Eso sería hacer trampas, ¿no?
Mike siguió caminando, con las manos levantadas por encima de la cabeza, sin decir
nada.
–Y no voy a permitir que hagas trampas. Tienes que cumplir con aquello a lo que te has
comprometido –continuó Joe, y Mike sintió el frío cañón de la pistola descansando lige-
ramente contra la parte posterior de su cráneo–. Así que vas a ir a la cárcel, lameculos. Y
luego, luego, bueno... te daré diez minutos... y te dejaré marchar.
Tras eso, en el tiempo que dura un latido del corazón, la voz juvenil y corriente de Joe
regresó, y Mike descubrió que su miedo y su tensión se aplacaban ante aquel sonido, el
de la normalidad. Joe le hablaba casi como en un susurro mientras caminaban, como si no
quisiera alertar al otro Joe, al viejo, de su plan. –Entonces podrás ser el policía y yo seré el
ladrón, ¿te parece bien, Mike?
Tranquilizado por el regreso del Joe que conocía, y no queriendo que lo llamara trampo-
so durante el resto del verano, Mike cedió. Diez minutos, pensó. Trato hecho.
–Está bien, está bien –dijo con un suspiro, mirando al suelo–. Entonces, ¿dónde está esa
prisión tuya?
Durante un instante, aterrador, Mike pensó que Joe lo llevaría de vuelta hacia los árbo-
les, de regreso a lo que sea que se había colado detrás de él, recorriendo con su dedo su
espalda, colocado su mano alrededor de su cuello...
–Ahí –dijo Joe, y Mike supo a qué se refería sin siquiera ver cómo lo señalaba. La cala.

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En muchos sentidos, era la prisión perfecta. Cercada por todos los flancos por altas pa-
redes de roca, solo había una escalera que proteger. Mike no pudo evitar pensar que era
una idea de primera, y estaba algo triste de no haber considerado usar la ensenada como
base para su prisión durante el verano anterior.
Cuando llegaron a la escalera, Mike bajó los brazos para agarrarse a la barandilla de
pintura negra descascarillada, y sus pies sintieron los calientes surcos de los escalones de
metal corrugado al descender.
–Venga, hasta abajo –dijo Joe.
Mike se percató mientras avanzaba de cuánta arena había esa mañana. El agua estaba
bastante retirada y apenas rozaba las rocas más bajas de la cala. Pasaron el tramo por
donde llegaba la línea de flotación durante la marea alta, una marca reconocible porque
los escalones de debajo tenían moluscos pegados y eran rugosos, y la barandilla tenía una
gruesa capa de óxido. Si uno miraba con atención, también podía advertirse esa línea
en las rocas. Los pedruscos marrones estaban oscurecidos y salpicados de verdina, y por
encima eran de una tonalidad más cercana al caqui y estaban limpias. Había una franja
blanquecina de sal que había formado una costra a lo largo de los años, como una marca
de tiza que indicaba cuán alto podía esperar uno que llegara el agua.
En esos momentos, estaban muy por debajo de la misma.
Los pies de Mike tocaron la arena caliente. Estaba salpicada de restos de algas marinas
y conchas rotas, algún ocasional erizo de carcasa agujereada, pedazos de crustáceos y
pequeñas rocas puntiagudas. La playa tenía unos ocho pies hasta el borde suavemente
ondulante del océano. El agua de la ensenada era oscura, de un negro verdoso que parecía
no tener fondo. Más allá, se tornaba azulada y se extendía hasta el horizonte, una infini-
dad de mar vivo y en movimiento.
Mike hizo una mueca cuando algo duro y frío golpeó su muñeca. –¡Ay! –gritó, dándose
la vuelta.
Como temiendo un ataque, Joe apretó rápidamente la otra parte de las esposas en el
montante al pie de las escaleras, un recio metal negro que se hundía profundamente en
la arena, donde se encontraba con la base de la escalera, también adentrándose desde la
superficie.
Joe subió tres escalones a toda velocidad, con una sonrisa dividiendo su rostro.
Mike miró su muñeca y vio que las esposas estaban firmemente apretadas. Con la otra
mano, las agarró y las levantó deslizándolas hacia la parte superior del metal, donde se
tropezó con un pasamanos tan oxidado como sólido. Tiró, pero la barandilla no cedió.
Tiró con más fuerza, sintiendo un pinchazo en la muñeca.
–Están demasiado apretadas –dijo en voz baja, como para sí mismo, mirando con rabia
la robusta baranda.

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Miró a Joe, estudiando esa sonrisa y, en ese momento, en ese preciso instante de ese día
en particular de ese verano en concreto, Mike pensó que tal vez odiaba a Joe Denton. Pen-
só que tal vez, solo tal vez, podría no querer pasar el verano con Joe Denton el próximo
año. Podría querer esfumarse de ese lugar de veraneo, con su padre demasiado ocupado
para jugar, con esa playa vieja y árida, con el viejo bosquecillo de abetos y esa cala rocosa
con forma de renacuajo, con su escalera oxidada y las corrientes que le lamían los pies.
Pero sobre todo, pensó Mike, todo esto recorriendo su cerebro en una fracción de segundo
y sin emoción alguna, le gustaría pasar el próximo verano sin ver esa maldita sonrisa que
parecía pegada a la cara bronceada de Joe Denton. Sí, pensó Mike de manera distraída,
eso estaría muy bien. Sería absolutamente genial.
Mike se alejó visualmente de esa sonrisa y miró hacia el océano. Ya había tomado la
determinación de que una vez que Joe lo liberara, se marcharía a su casa, independiente-
mente de que Joe pensara o no que estaba haciendo trampas. Iría a casa y le pediría a su
padre, insistiría en ello, que jugara con él a algo. A las cartas, al Monopoly, a pasarse la
pelota que permanecía inerte en su porche cada verano... lo que fuera. Cualquier cosa.
Porque de repente, así como así, Mike había llegado a un punto de no retorno con las es-
tupideces de Joe Denton.
–¡Tienes que quedarte ahí diez minutos! –gritó Joe mientras ascendía a la carrera–. ¡Sin
trampas! –chilló.
Mike se volvió, miró a Joe, una pequeña sombra contra el cielo azul sin nubes que se ex-
tendía sobre él, y asintió.
–No veo cómo podría hacer trampas, imbécil. Estoy sin escapatoria.
La sonrisa de lobo de Joe vaciló. No estaba acostumbrado a que Mike se dirigiera a él en
esos términos. Mike era el bueno, el blandengue. Pero ahora ya no le parecía tan timora-
to a Joe, esposado al pie de la escalera, desnudo salvo por su desteñido bañador rojo, con
todo el océano a su espalda. Joe pensó que tal vez Mike estuviera un poco enojado.
–Mira, volveré en diez minutos. Voy corriendo a casa a plantar un pino y luego podrás
ser el policía si me atrapas, y podrás apresarme. Será divertido, ¿de acuerdo?
Mike no respondió y se limitó a darse la vuelta y sentarse en el escalón inferior de la escali-
nata, con el sol brillando sobre sus hombros, sus pies excavando en la áspera arena húmeda.
Por un instante, Joe pensó olvidarlo todo y soltar a su amigo. No quería resentimientos.
Pero el juego era el juego.
Joe se volvió y comenzó a caminar en dirección a su casa. El calor se intensificaba y son-
rió para sus adentros ante la idea de enfundarse el bañador y nadar un poco más tarde.
Eso animaría a Mike. Y demonios, tal vez Joe haría algo de trampas cuando regresara y
dejaría que Mike lo atrapara enseguida, así podría utilizar las esposas y estarían en igual-
dad de condiciones.

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Satisfecho con su propia generosidad y sentido de la justicia, Joe corrió hacia el Grane-
ro. Desconocía que sus pantalones cortos tenían un agujero y no se dio cuenta de que la
llave de las esposas se había deslizado por el mismo, rebotando en el talón de goma de sus
deportivas, cayendo entre la hierba alta mientras corría hacia su casa.

Cuando Joe alcanzó el lateral de su vivienda, vio a un hombre de pie en la puerta de entrada
preparándose para llamar. Era un hombre negro, alto y delgado, vestido con una camisa azul
claro y un sombrero de ala ancha con una insignia en la parte frontal. Un policía. Los ojos de
Joe se precipitaron hacia el camino de entrada, donde otro oficial lo miraba con impaciencia,
apoyado contra un vehículo policial plateado y azul, con el motor aún en marcha.
El oficial de la puerta miró a Joe con una mezcla de preocupación y cautela, como si Joe
pudiera salir huyendo en cualquier momento. Como si fuera un criminal, pensó distraí-
damente.
–¿Eres Joe? –preguntó el oficial, y Joe se encontró estudiando el pesado cinturón negro
que rodeaba la cintura del oficial, haciendo recuento de todos los artículos que sabía que
estarían allí porque su padre le había enseñado todas esas cosas durante toda su vida, has-
ta la pesada pistola negra enfundada.
–Sí, señor –dijo Joe, consciente de cómo hablar con las fuerzas del orden, fueran o no
uniformados.
–Joe –dijo el hombre alto, dejándose caer sobre una rodilla para estar cara a cara con el
niño–. Me llamo Jack Gordon, y el otro oficial de allí es Tim Wells. Somos amigos de tu
padre, y tienes que venir con nosotros, ¿de acuerdo? Te llevaremos hasta donde están tu
madre y tu padre.
Joe sintió que su cuerpo se entumecía por el miedo, su mente intentaba procesar ese ex-
traño giro de los acontecimientos. Su cerebro se vació como la leche derramándose por el
suelo hasta un desagüe. Nuevos chispazos de pensamiento llegaron hasta él, llenando el
espacio vacío. ¿Habrían muerto sus padres? ¿Estarían en la cárcel? ¿Les habían tiroteado?
¿Asesinado? ¿O simplemente les habían hecho daño? Tal vez habían tenido un accidente
de coche. Tal vez, tal vez, tal vez... las posibilidades se acumulaban, abrumándolo.
Miró al otro oficial, que ya estaba abriendo la puerta trasera del vehículo, esperando an-
siosamente a que Joe entrara.
–¿Qué ha pasado? –preguntó finalmente Joe, reuniendo el suficiente sentido común
como para formar las palabras.
El oficial —el oficial Gordon, recordó— miró hacia otro lado, como tratando de encon-
trar la respuesta correcta, y luego miró a Joe directamente a los ojos.

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–Ha habido un accidente, hijo. Tu madre ha resultado herida, pero se va a poner bien,
¿de acuerdo? Todos van a ponerse bien. Tu padre está con ella en el hospital ahora, y nos
pidió, como un favor, que viniéramos a buscarte y te lleváramos con ellos. ¿Lo ves bien?
Puedes llamarlo antes si quieres, tengo el número del hospital y podemos entrar a llamar
antes de ir, ¿te parece?
Joe se dio cuenta de que estaba temblando y que, en algún momento durante su conver-
sación con el oficial Gordon, había roto a llorar. –No –respondió, mientras un miedo pro-
fundo desgarraba su joven mente y le oprimía el corazón–. Solo quiero irme. Sois policías,
así que por mí está bien, mi padre siempre decía...
El oficial Gordon asintió y se puso de pie. –Así es, hijo. –Hizo una señal con la cabeza
indicando el coche patrulla–. En media hora podrás ver a tu padre.
Joe también asintió y corrió hacia el coche. Saltó sobre el frío asiento trasero y el segundo
oficial cerró la puerta detrás de él. Miró hacia delante a través del grueso divisor de plexi-
glás, escuchó los graznidos de la radio de la policía y miró la escopeta antidisturbios que
sobresalía del centro de la amplia consola de instrumentos.
El oficial Gordon se colocó detrás del volante y el segundo oficial, un chico joven, Joe se
dio cuenta de eso, cerró la puerta del pasajero, se dio la vuelta y le sonrió.
–Usaremos las luces y las sirenas, llegaremos enseguida. Será divertido –dijo, accionó
algunos interruptores y Joe escuchó el fuerte y confuso sonido de la sirena cuando die-
ron media vuelta y salieron del camino de grava, acelerando tan rápido que Joe se sintió
empujado suavemente hacia la parte posterior del asiento.
A él le daban igual las luces y las sirenas, su padre se las había enseñado un millón
de veces. Lo único que quería, lo único en lo que podía pensar, era que su madre y su
padre estuvieran bien, que no se hubieran lastimado. Que no se iban a morir, eso es lo
que Joe estaba rumiando realmente, pero mantuvo ese pensamiento enterrado, en lo
más profundo, donde no pudiera alcanzarlo.
Mientras el vehículo aceleraba por la avenida Seaside hacia el hospital, con las sirenas
aullando en el ardiente sol diurno, Joe permanecía en silencio, ansioso por saber qué
encontraría en el hospital. Estaba tan asustado como no lo había estado anteriormente
en su corta vida, y un millón de horribles imágenes pasaban por su mente. A Joe no le
quedaba ni un atisbo de energía para pensar en otra cosa que no fuera en sus padres
heridos.
Se podría decir que, además de preocuparse por su gente, Joe no estaba pensando en
nada en absoluto.

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Paul Klein estaba borracho. Bueno, como una cuba. Había estado bebiendo. Más de lo
habitual. Bastante más, de hecho. Miró por la ventana del pequeño dormitorio de invi-
tados que utilizaba como “oficina de verano” y observó aquel brillante recuadro de luz
mientras este se burlaba de él.
No debería beber tanto, pensó, mirando la luz. Sabía que Mike podría volver a casa en
cualquier momento, y que tendría que volver a ser papá. Ser de nuevo responsable. Tenía
que sacar tiempo para alimentarlo, para superarlo, o para lo que sea que se suponía que
estaba haciendo y fracasando estrepitosamente. Llenó el pequeño vaso grabado con una
gaviota, el que habían comprado en su primer verano allí, y ya habían pasado casi diez
años desde entonces hasta ese quinto Jack Daniels derramándose por los laterales, dejan-
do una mancha sobre el escritorio de pino, penetrando en la madera poco a poco con el
poder destructivo que solo el whisky tenía. Pasó su mano sobre las páginas color crema de
su agenda abierta, siguiendo con un dedo las palabras escritas con tinta temblorosa.
¿Es una nota de suicidio? pensó, asombrado ante esa idea y, lo que era más sorprendente,
por lo incierto de la respuesta. No, no, respondió rápidamente a su propia pregunta. Un
no retórico, entonces. No, nunca lo haría. Tenía dos razones para ello. Una, que era un
cobarde. Dos, Mike. Tenía que encargarse de Mike. El pobre Mike, que ya había perdido
a su madre, esa madre que había exhalado su último suspiro en la misma habitación en
la que Paul se encontraba. En aquellos días, la estancia seguía siendo un cuarto para in-
vitados. Había una cama de matrimonio, un tocador inmenso con un espejo ovalado con
un marco de madera tallado con ondas colocado encima. Lo primero que vieron mientras
buscaban oportunidades en una tienda de antigüedades en Seattle fue el tocador. Había
resultado más costoso enviar aquel trasto a la cabaña de veraneo de lo que pagaron real-
mente por él, recordó Paul. Le vino a la mente lo mucho que odiaba aquel gran espejo
ovalado atrapado en aquel marco oscuro, retorcido y de movimiento sinuoso congelado.
Ese espejo parecía absorber cada momento. ¿Cuántas veces, cuando ella había estado en-
ferma, había visto inadvertidamente su pálido reflejo y sus ojos oscurecidos? Era como si
el espejo no le permitiera alejarse por completo de aquel dolor. Si la miraba, veía muerte.
Si apartaba la vista hacia otro lado, en busca de un respiro, se topaba con sus ojos teñidos
de amarillo mirándolo a través del espejo, y él sabía que ella veía su disgusto, su rendición.
La máscara del marido ejemplar quedaba anulada, y sus miradas se encontrarían en esa
dimensión alternativa por unos instantes, y luego ella cerraría sus ojos cansados, lo odia-
ría a él y se odiaría a sí misma.
Cuando ella murió, Paul se deshizo de la cómoda, la cama, una mesa auxiliar y una
mesita de noche que llenaban el resto de la estancia, regalándoselo a la beneficencia. Él
mismo pintó la habitación eliminando el azul profundo al que lo sustituyó un blanco
austero, deseando que quedara limpia, vacía. Vacía por completo. De pensamientos,

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sentimientos, enfermedades, muerte. De recuerdos. Tuvo que aplicar tres manos de
pintura para ello.
Se había topado con el escritorio en un mercadillo, una monstruosidad de pino con
seis cajones que parecía haber sido golpeada y torturada durante la mayor parte de su
vida. Estaba rayada y los cajones se pegaban un poco al abrirlos, tenía una mancha oscura
tipo de las de Rorschach en su superficie, filtrándose profundamente en la madera tan po-
rosa como nudosa. De una botella de tinta tal vez. Sangre quizá. A Paul no le importaba
lo más mínimo. Hizo que se lo llevaran a casa, donde encajaba a la perfección en la misma
habitación en la que la mujer que había sido su esposa durante diez años fue devorada en
vida desde el interior de su cuerpo.
Ahora, cada verano, arrojaba su portátil sobre el escritorio de pino avejentado y trataba
de trabajar en uno o dos artículos. Sabía tan bien como cualquiera la importancia de pu-
blicar en las revistas adecuadas, y era algo que no había conseguido hacer en años. Así
que intentaba trabajar, con la estantería comprada online yaciendo tristemente a sus es-
paldas, atiborrada de textos médicos y libros de referencia.
Y aspiró a ello. Oh, Señor, vaya si lo hizo. Después de todo, intentarlo era lo mejor que
podía hacer. Pretender ser un buen esposo. Un buen cirujano. Un buen padre. Pero
ahora estaba en un punto intermedio —tenía cuarenta y tantos, su esposa había falle-
cido, compaginaba sus servicios en un hospital y en una clínica privada, su único hijo
estaba desamparado, distante, sin la orientación y el apoyo adecuados, y sin la cantidad
necesaria de amor o amistad que un niño debería esperar de un padre—.
Paul miró las palabras garabateadas en las páginas. En su cuaderno, su diario, su vida
derretida como un helado de dos bolas. Vio las frases y casi lloró ante cada púa que ha-
bía colocado en ellas. Vocablos como error, inútil o fracaso.
Levantó la mano y miró el anillo de plata deslucida alrededor de su dedo. Ahora le
parecía un símbolo de vacío, una circunferencia que definía un vacío interior. Pasó una
página y leyó desde el comienzo de su última entrada.
Todos los días siento que estoy buscando la otra parte de mí mismo. Sueño con la es-
peranza de estar allí, escondiéndome, y estaría dispuesto a seguirme a mí mismo a casa,
al mundo real, donde las partes de mí se combinan y vuelven a estar completas. Jung
dice que el yo, si es completo, es armonioso.
Estoy en desacuerdo. Yo giro en una espiral descendente. Siempre cayendo, y cada
día caigo más y más, apartándome más y más de las cosas que me rodean, de mí mismo,
de mi pasado, de mi hijo. Pronto seré solo una mota, un punto sobre una inmensidad. Y
pronto esta mancha se desvanecerá, dejando atrás solo un vacío oscilante.
Cogió el vaso y bebió su whisky. Este se derramó sobre su barbilla. Dio la vuelta al
vaso, lo apretó sobre el papel. Un delgado círculo húmedo apareció cuando lo retiró,

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impregnando las palabras, sellando algunas en su interior. Cerró el diario, lo metió en
el cajón donde guardaba los demás diarios, sus otras notas, su biografía despedazada.
Se puso de pie y la habitación se tambaleó.
–Maldita sea Paul –murmuró para sus adentros, y salió dando tumbos de la oficina. Por
un momento pensó en buscar a Mike, al menos ver que estaba bien, aunque no interactuara
con él. Pero la habitación estaba desenfocada y el suelo se inclinaba bajo sus pies descalzos.
»Necesito dormir la mona –añadió, sin importarle el hecho de haberse levantado pocas
horas antes. El de la otra noche fue un sueño precario en el mejor de los casos. Las pesa-
dillas habían vuelto, como solían hacer en la cabaña. Con la maldita precisión de un me-
canismo de relojería, pensó mientras avanzaba por el angosto pasillo hasta el dormitorio
principal.
Se desplomó sobre la cama y se las arregló para orientar el reloj despertador hacia él, con
sus brillantes, acusadores y fríos dígitos verdes. Con los dedos, a tientas, activó la alarma
de la radio para que sonara a la una en punto, justo cuando Mike llegaría a casa para co-
mer. Una vez cumplida esa heroica tarea, Paul se dio la vuelta y se tumbó boca abajo so-
bre una de las almohadas húmedas. Esperaba dormir. Un descanso agradable y tranquilo,
sin sueños, sin pesadillas.
Las pesadillas... Siempre las pesadillas. Siempre tan parecidas, si no exactamente igua-
les. Todas mostrándole a su esposa muerta, incluso si ella no estaba necesariamente pre-
sente, aunque fuese en forma de una presencia que pudiera sentir. Llamándolo.
¿Le hacía señas? ¿Le avisaba de algo? ¿Estaba enfadada? ¿Buscaba venganza? O sim-
plemente era miedo... Era incapaz de decirlo al despertar. Nunca supo el trasfondo de
aquellos malos sueños, y nunca encontró fuerzas ni voluntad para analizarlos.
Solo había una constante. En cada pesadilla, a pesar de las protestas de su esposa desde
más allá de la muerte, él tenía un asiento de primera fila para la tragedia. Para ver la muer-
te de su hijo. Cada vez un poco diferente. Cada sueño con su propio tono.
En algunos sueños, Paul casi llegaba a tiempo. Casi lo salvaba. En otros se limitaba a
observar, tan pasivo como una planta, o una porción de cielo.
De repente, embargado por una extraña oleada de pánico, Paul cambió de opinión. Ya
no quería dormir. Algo en lo más profundo de su corazón le impelía a despertar, a no dor-
mir, a no soñar. Intentó escuchar esa voz interior, trató desesperadamente de levantarse,
pensando que podría sustituir la siesta por un paseo. Por aire fresco. Por los rayos del sol.
Llevó los pies hasta el borde de la cama, comenzó a levantarse y el suelo se movió como
la cubierta de un barco zarandeado por el mar. Indefenso, se derrumbó hacia atrás sobre
la cama, dejó que el mundo girara, que se alejara en espiral. Cayó en las profundidades
de la oscuridad y rezó, mientras era engullido, para no volver a soñar.
No tenía ningún interés en ver a su hijo morir. No otra vez.

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x

Mike descansaba sobre la arena, con la espalda apoyada contra una piedra fría, incómoda,
hundida junto al poste al pie de las escaleras. Las plantas de sus pies apuntaban hacia el
mar, y su muñeca colgaba flácida, atrapada por el brazalete de acero; a su lado, la otra mi-
tad de las esposas descansaban silenciosamente junto al montante. Su barbilla cayó hasta
su pecho. El sol, más abrasador a cada minuto que pasaba, le golpeaba la parte superior
de la cabeza, la nuca, los hombros y las piernas. Levantó la mirada para estudiar las sua-
ves olas, observándolas con una hipnótica fascinación mientras formaban onda tras onda
sobre la arena mojada, como si el océano lamiera la playa con avidez del mismo modo en
que un niño daría buena cuenta de un apetitoso helado o un chupachups.
Pensar en el helado intensificó la sequedad de su boca. Chasqueó sus labios resecos, dejó
que su lengua se enraizara para proporcionar algo de humedad al interior de su cavidad
bucal. Se estaba deshidratando allí, esperando como un idiota a que Joe regresara con la
llave.
Se fijó en que el sol todavía estaba ascendiendo, con lo que imaginó que probablemente
ya eran más de las once. Su estómago rugió ante la idea de almorzar, y lamentó haberse
saltado el desayuno cuando se levantó. Su padre estaba dormido cuando Joe llamó a la
puerta poco después de las nueve, ya preparado y con esa sonrisa en la cara que indicaba
que estaba deseando ir a jugar.
El estómago de Mike protestó de nuevo, y desplazó su cuerpo a lo largo de la roca, tra-
tando de encontrar un lugar donde la superficie áspera no castigara con tanto dolor su
espalda. Sus muslos estaban achicharrándose, así que los movió, se sentó con las piernas
cruzadas, ahuecó la arena húmeda con su mano libre y la arrojó descuidadamente sobre
sus pies descalzos, refrescándolos mientras aguardaba a que Joe regresara.
¿No han pasado ya diez minutos?, pensó, sin estar seguro. Allí el tiempo se dilataba, ob-
servando el oleaje, casi disfrutando de poder estar solo y pensar, de alejarse del mundo,
de la tristeza de su padre, de lo odioso de Joe, de sus pensamientos sobre volver al colegio.
Echaba de menos a su madre, como siempre, especialmente cuando estaban en la cabaña
durante los veranos. Era allí donde se formaron sus primeros recuerdos de ellos jugando
juntos cuando era más pequeño, las cenas familiares, la normalidad. Nadaban en esa
misma ensenada, aferrándose a una colchoneta que se bañaba con cada suave oleaje, ella
con su traje de baño azul brillante, su cabello rubio recogido en una coleta, sonriéndole
mientras braceaba en aquellas aguas frías, riéndose del cosquilleo de las algas entre los
dedos de sus pies.
–¿Lo sientes? –le preguntaba siempre–. ¿Sientes cómo te llaman las algas marinas, ca-
riño? Alzándose, buscando el sol, la vida. –Algunas veces empujaba su colchoneta hacia

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donde la maleza era más espesa, algo que él temía–. Quiere conocerte, cariño –decía
ella–. Quiere saludarte. ¿Puedes percibirlo?
Mike lo había sentido alguna que otra vez. Especialmente en los últimos años, cuando
era más alto y sus pies llegaban más al fondo, más cerca del fango, con las hebras verdes
acariciando sus tobillos. A él no le interesaban las algas. Las encontraba tan aterradoras
como asquerosas. Pero nunca le dijo eso a su madre. Era su juego y él estaba feliz de poder
jugar con ella. Le gustaba más la playa de California, a la que acudían cuando visitaban
a su tía Stacy, que vivía en Los Ángeles y solo veía a Mike cada dos años más o menos,
mientras su madre todavía estaba viva. Hacía tres años que no la veía. Desde el funeral.
La tía Stacy reaccionaba igual cada vez que veía a Mike. Lo abrazaba con fuerza, lo aga-
rraba con los brazos extendidos, lo estudiaba de arriba abajo y le decía: –¡Oh, vaya cómo
pasa el tiempo! –Luego se reía y lo abrazaba de nuevo. El padre de Mike se refería al lugar
en el que vivía la tía Stacy como el Hollywood raro, pero Mike no consideraba que allí
hubiese nada extraño. Pensaba que era un sitio genial. Había mucha gente, muchas cosas
que ver y hacer. Grandes playas de arena, inmensas, en las que podías correr o construir
castillos, y cuando entrabas en el agua, la arena seguía acompañándote hasta que el agua
alcanzaba tu barbilla, y luego estaba demasiado profundo como para saber qué pasaba
por debajo. En el fondo. Mike se quedaba invariablemente en la parte más superficial y
arenosa.
Siempre deseó que la playa de aquí fuera como la de allí. Deseaba que la cala fuera igual,
pero sabía que no era posible. A unos diez pies dentro del agua desde donde estaba sen-
tado, el fondo se precipitaba hacia abajo, por lo menos veinte pies en algunas zonas, pero
más de lo que él medía, demasiado profundo para tocar el fondo, incluso para los adultos.
Y el agua no era azul y transparente como en Los Ángeles. Era verde, turbia y muy fría.
Y las algas eran de tamaño considerable, ligeras, deslizándose bajo la superficie del agua,
así que cuando nadabas, te alcanzaban con sus extremidades frondosas, rozándote y en
algunas ocasiones (Mike podría haber jurado que había sucedido más de una vez) te aga-
rraban. Era eso por lo que a su padre no le gustaba nadar allí, ese era el motivo por el que
se limitaba a mirar mientras Mike y su madre nadaban, adentrándose más y más.
Solo había dejado atrás el perímetro de la cala una vez, y había sido por accidente. Su
madre se había acercado a la orilla a indicarle las instrucciones para el almuerzo a su pa-
dre, que estaba en lo alto de la escalera. Él se había quedado dentro flotando. Fue su padre
quien lo advirtió y gritó, y comenzó a correr escaleras abajo. Pero su madre llegó primero
al agua, y Mike observó, casi aturdido, cómo nadaba hacia él, cada vez más rápido. Vio
a su padre entrar en el agua, tan pequeño y distante, con la ropa puesta, probablemente
también con la cartera.
Mike había escudriñado a su alrededor, esperando ver la gran masa de rocas marrones

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rodeándolo, y se sorprendió al ver tanta agua azul, la costa extendiéndose hacia ambos
lados, hacia la ciudad por un lado, hacia una masificación de árboles distantes e inmensos
por la otra... Miró hacia la playa, pudo ver la entrada de la ensenada y se dio cuenta, en
ese momento, de que el océano se había precipitado sobre sus padres y sobre él. Cuando
nadie miraba, cuando nadie le prestaba atención, y él menos que nadie, el océano había
deslizado su mano gigantesca y húmeda por la ensenada y, mudo, tan silenciosamente,
había arrastrado a Mike hacia su amplio y frío regazo. Como si el océano mismo fuera ese
ser extraño que siempre imaginaste. Ese que se lleva a los niños.
Su madre lo alcanzó unos minutos después, jadeando y casi llorando por el esfuerzo, por
el miedo. Agarró el extremo de la colchoneta púrpura a la que él se aferraba discretamen-
te, descansando un momento mientras recuperaba el aliento.
Vio que su padre se había detenido y le hacía gestos con la mano desde la entrada de la
cueva —o la salida, como era entonces el caso— y ella le devolvió el saludo. Levantó la
mirada hacia Mike con el rostro sonrojado, escupiendo agua salada tan rápido como esta
entraba en su boca.
–¿Estás bien, cariño? –preguntó ella, sonando muy cansada.
–Sí –respondió, pensando en lo que había sucedido; solo tenía ocho años por aquel en-
tonces y no era plenamente consciente del peligro que había corrido–. Estaba flotando.
Su madre rompió a reír y, lentamente, con más de un descanso, lo arrastró de nuevo a la
orilla, nadando lo mejor que podía con una mano aferrada a la colchoneta.
Fue después de ese incidente que Mike recibió una charla sobre los peligros de la playa,
le informaron sobre las corrientes y las olas encrespadas, y le indicaron las precauciones
que debía tomar al nadar. Como añadido a esa hora de explicaciones, le dijeron algo más
sobre la ensenada, algo que, según advirtió, era el peligro más grande de todos. La marea.
La marea subía dos veces al día, elevándose a más de la mitad de la altura de las empi-
nadas rocas, y a Mike se le prohibía estrictamente nadar allí cuando la marea estaba alta
porque era demasiado peligroso, las corrientes demasiado fuertes, las rocas demasiado
próximas y afiladas. Como dientes, le había dicho su madre una vez, y apretaba las man-
díbulas mostrando su dentadura, para ejemplificar cómo las rocas de la ensenada podían
morderte, triturarte y tragarte.
Mientras permanecía sentado sobre la arena caliente, trasteando en aquellos viejos re-
cuerdos, Mike observaba las rocas y repitió las palabras de su madre una vez más, dándo-
le vueltas en su cabeza. Las rocas no le parecían dientes. Simplemente eran rocas, secas
y afiladas, azotadas por el sol lo mismo que él. Le asombró pensar en todas las cosas del
mundo que a uno podrían lastimarle, incluso algo tan natural como el agua y las rocas
eran villanos agazapados de los que protegerse.
Cada vez más inquieto, tanto por los pensamientos negativos como por el calor del sol,

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se giró y miró hacia la parte superior de las escaleras. ¿Dónde está?, pensó, y sintió como
el aleteo del ala de un cuervo negro en las entrañas. Un ligerísimo destello de miedo, de
pánico. Pero logró contenerlo, alejándolo, negándose a comportarse como un bebé. Sol-
tó un suspiro y se obligó a relajarse. Se dejó caer contra la roca y esperó. Joe regresaría
en cualquier momento, el juego habría terminado y podría marcharse a casa, almorzar y
buscar a su padre. Se negó a darle a Joe la satisfacción de llamarlo, de mostrar cualquier
muestra de temor. Se acomodó en la arena y extendió sus piernas una vez más, con los
talones hacia el mar.
El agua lamía la playa, ansiosa por alcanzar los pies de Mike. Con el tiempo, lo haría.
Mike notó con sorpresa que el agua estaba unas pulgadas más cerca de lo que lo había
estado poco antes.
Dios mío, pensó, casi sonriendo ante el recuerdo mientras contemplaba el agua que se
aproximaba, desesperada por alcanzarlo. Cómo pasa el tiempo.
Mike dejó caer su barbilla sobre el pecho y el sonido hipnótico de las finas olas lo arru-
llaron en una falsa sensación de paz. Después de unos minutos, su cuerpo se derrumbó
ligeramente contra el puntal tibio, y las nerviosas olas se acercaban cada vez más, hacia él,
y cedió a la dulce canción del océano, durmiéndose.
Durmió, y no soñó.

Tercera Parte
Primera marea alta
(12PM – 3 PM, aproximadamente)

Mike despertó una hora más tarde.


Miró hacia el agua, que esperaba con impaciencia, como una gata azul decidida, enros-
cada en los pliegues de su estómago. Las espumantes olas lo miraban con miles de ojos
blancos. ¡Despierta, Mike!, le decían. Ven a nadar con nosotras. Ven a nadar para que
podamos estar contigo. El gran azul al que irás te dará la bienvenida a casa y podremos
estar todos juntos.
Impresionado al comprobar que el agua helada le cubría de cintura para abajo, Mike se
levantó de un salto, tosiendo con sorpresa y terror.
A medio camino de ponerse de pie, un dolor cortante y agudo le mordió la muñeca y se
quedó enganchado a medio salto, se zarandeó y cayó al agua de cara.
¡Las malditas esposas!, pensó, levantando la cabeza y escupiendo, recordando en ese
momento la magnitud de su situación.

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El agua... pensó embargado por el horror, ese tipo de miedo que entumece tu mente, te
lleva a hacer cosas estúpidas, irreflexivas y alocadas. Cosas que harían los protagonistas
de una película de terror mientras uno les gritaba desde detrás del bol de palomitas que
se detuvieran, que no fueran tan tontos.
Pero Mike no era tonto. Era un niño pequeño inteligente y sensato que podía resolver
problemas como el que más. El único contratiempo era que ese problema en particular no
tenía demasiadas posibilidades de solución.
El océano golpeaba su espalda cuando giró sobre sus rodillas sumergidas para enfrentar-
se al puntal de acero al que estaba esposado. Levantó su muñeca, arrastrando las esposas
a lo largo del metal negro. Se puso de pie lentamente mientras deslizaba su muñeca hacia
arriba, al menos hasta que encontró la barandilla de la mano atrapada soldada a la parte
superior del montante. Ahora, capaz de mantenerse en pie, su pánico remitió. El agua
le llegaba por las rodillas, y el peligro parecía más lejano. También se dio cuenta de que
girando su cuerpo podía encaramarse al primer escalón, cosa que hizo. El agua le llegaba
allí por encima de los tobillos, envolviendo sus espinillas. Cogió aire y, cuando la conmo-
ción y el pánico disminuyeron, un nuevo dolor emergió lentamente. Volvió la cabeza y
miró sus hombros, luego su pecho y su vientre.
Estaba rojo como una gamba.
Levantó la vista hacia el sol y vio que estaba justamente sobre su cabeza, inclinándose
un poco hacia el este, pero definitivamente en su apogeo. Pasado el mediodía, pensó, no
queriendo hacerlo, pero al darse cuenta de que, inexplicablemente, había estado en la
cala durante casi dos horas. Su respiración se aceleró cuando el miedo volvió a adueñarse
de su mente. Puso la mano libre sobre la muñeca contraria y tiró tan fuerte como pudo,
rezando para que el metal estuviera lo suficientemente oxidado como para poder partirlo.
Con torpeza, puso un pie descalzo sobre el montante, empujando mientras tiraba. Nada.
Agarró la barra de metal con ambas manos, tiró y tiró, el agua a su alrededor salpicando
sus piernas y su cintura como una horda de juguetones cachorros mientras luchaba por
liberarse.
Agotado, dejando a un lado su orgullo, Mike miró a la parte superior de las escaleras,
pero no había nada más que un cielo azul, y gritó pidiendo auxilio. –¡Joe! –chilló–. ¡Mal-
dita sea, Joe Denton! ¡Esto no es gracioso! ¡Estoy achicharrado y el agua está subiendo!
¡Joe!
La gran extensión del sereno cielo cerúleo contemplaba impasible las protestas del mu-
chacho, el ojo de todo el planeta de aquella cúpula sin parpadear, aburrido ante el peligro
que Mike corría.
–¡Hola! –gritó, con una voz típica de adolescente quebrándose–. ¿Hay alguien? ¿Al-
guien?

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Algo bajo el agua se aferró a la pantorrilla de Mike y tiró. Él jadeó y se giró, levantó la
pierna como si tirara de una mano fría que la agarraba. Escudriñó el agua, agitó la super-
ficie con su mano libre, pero no vio nada. Lo que sea que haya sido —¿un pez?, ¿algas tal
vez?— se había ido.
Pero el agua había remontado. Incluso de pie, le llegaba por las rodillas. No habían pa-
sado más de diez minutos desde que despertó, pero el agua había subido unas cuantas
pulgadas en ese período. Si no más.
Buscó la línea salada a lo largo de las rocas y vio con un miedo creciente que había va-
rias: la más baja se encontraba a su nivel si se mantenía en el primer escalón. Las demás
estaban más arriba. Mucho más arriba.
La piel de Mike estaba tan quemada que, a pesar de la ironía de buscar refugio, bajó las
escaleras y se metió en el agua, dejando que esta le cubriera tanto los hombros como el
cuello chamuscados. El alivio fue inmediato e intentó encontrar una posición más cómo-
da para agacharse. Su cara ardía y no tardó en meter la cabeza bajo el agua, conteniendo
la respiración unos momentos, y abrió los ojos.
No podía ver mucho, y el agua del mar picaba. Era turbia y verdosa. Durante los breves
segundos que pudo aguantar, observó lo profundo de la ensenada, vio los brazos ondulan-
tes de las algas oscuras, las sombras oscilantes que se movían entre ellas, y algo más. Pare-
cía una mancha oscura, como tinta derramada, girando en la corriente, luego lanzándose,
con precisión, directamente hacia él.
Sacó la cabeza del agua con una explosión y dio unos pasos atrás sobre los escalones me-
tálicos, uno, dos, su brazo extendiéndose hacia abajo, estirado en toda su longitud. Dejó
escapar un grito, se apartó el pelo de la frente y comenzó a frotarse con furia el fuego de
sus ojos.
Picaban de lo lindo, pero aquello fue apaciguándose. Su piel, sin embargo, le quemaba.
La combinación de la sal y el sol ardiente castigaba sus hombros, asándole la cabeza y la
cara.
Incluso en el segundo escalón, el agua sobrepasaba sus rodillas. No sabía qué hacer.
¿Zambullirse para escapar del sol? ¿Con eso que iba a su encuentro? ¿Gritar de nuevo y
esperar a que alguien lo escuchara por encima de la rompiente de las olas? Le dolía el bra-
zo, tenía la muñeca enrojecida y se había hecho cortes allí donde había estirado. Le ardía
la piel y le picaban los ojos. No sabía cómo actuar. Estaba asustado, muy asustado.
Llegó a un punto intermedio y se arrodilló en el primer escalón, con el agua salpicando
descuidadamente su estómago y su pecho. Escondió su cara en el hueco que dejaba su
codo y comenzó a llorar.

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En su sueño, Paul estaba en el despacho que ya no era un despacho. Las paredes que tanto
le habían costado pintar de blanco, volvían a ser azules. Había una cama como de hospital
en lugar de un escritorio, y la gran cómoda marrón junto con el espejo ovalado colocado
en la parte superior habían regresado. Contempló el espejo. El tallado de la madera, las
ondas que rodeaban a la superficie pulida y que fluían mientras miraba, encrespándose,
sobresaliendo del espejo como un lecho de flores antes de que los bordes se filtraran y se
disolvieran en el aire.
El espejo en sí, en lugar de reflejar las paredes azules de la habitación, era de un negro
intenso, brillante como el ónix pulido, con algo con forma geométrica en su interior par-
padeando, una estrella de varias puntas que se flexionaba repetidamente —una imagen
emergente: la habitación detrás de él cobrando fuerza—. Mientras miraba más de cerca
en aquella suave oscuridad, buscando su propio reflejo, vio a su esposa sentada detrás de
él, mirándolo con el rabillo del ojo desde la cama.
Con un escalofrío recorriendo su cuerpo, se dio la vuelta; pero cuando la miró, el miedo
se desvaneció, y se sintió aliviado de que ella estuviera allí sentada. Debe sentirse mejor
hoy, pensó. Así que, si es capaz de sentarse, es que es un buen día. Así sería capaz de ca-
minar por sí misma para ir al baño a vomitar, hacer sus necesidades, o lo que fuera que
necesitaba hacer para expurgar su cuerpo envenenado y marchito en un momento dado.
–¿Cariño? –dijo, con la esperanza de que ella le sonriera, de que se sintiera lo suficien-
temente bien como para hacerlo. Ella sonrió, y él se sintió tan agradecido, tan lleno de
alegría, que corrió hacia ella, se arrodilló y cogió sus manos. La miró, sorprendido de lo
saludable que parecía.
Para empezar, tenía pelo. Y dientes. Blancos y perfectos. Su piel era de color de rosa y
había sido besada por el sol, y sus brillantes ojos azules eran olas que lo miraban con amor.
Su delicado cabello rubio caía por sus mejillas, sobre su hombro. Llevaba un vestido ne-
gro, sedoso, insinuante, y Paul quiso empujar su rostro contra su cálido pecho, deslizar sus
manos por sus muslos una vez más.
Los dedos de ella pellizcaron su barbilla, sujetándola. Su piel era suave, cálida y olía
bien. Como una playa bañada por el sol, como el océano.
–Paul –dijo ella. Su aliento era fresco y vivo, una brisa pura y teñida de sal–. Creo que
deberíamos hablar, ¿no?
La alegría de Paul vaciló junto con su sonrisa, y su barbilla se estremeció ante su firme
agarre.
Esa voz.
Ahora lo recordaba. Se alejó de la ilusión de ver a su esposa tan sana, tan viva. Su mirada
se crispó cuando escuchó esas palabras...
Creo que deberíamos hablar, ¿no?

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¿Cuántas veces había escuchado esa frase? ¿Visto esa sonrisa de confianza en su ros-
tro? Aunque, recordó, algunas veces era algo más que una sonrisa. Especialmente cerca
del final, justo antes de que enfermara. Le recordó cómo eran realmente las cosas entre
ellos. Recordó cómo ella lo había controlado, manipulado. Amedrentado. Antes de su
enfermedad, su matrimonio había estado igualmente aquejado, igualmente necesitado
de tratamiento. A pesar del dinero que ganaba, a ella le gustaba recordarle las cosas de las
que carecían. Cosas que ella quería, para mí y para Mike, como decía siempre. Pero Paul
estaba hipotecado por al menos diez años más y sus ingresos no eran suficientes para vivir
a todo lujo, al menos hasta que los préstamos de la facultad de medicina se pagasen. Con
suerte, cinco años, cuatro si renunciaban a otras cosas. Pero no hubo salvación. Una niñe-
ra cuando Mike era un bebé, una casa nueva, un coche nuevo. Una residencia de verano.
Y había más. La culpa por sus extensas horas de trabajo. Irónicamente, para poder con-
seguir más dinero. Hacía doble turno, atento a las llamadas de cirugía, trabajando seis
días a la semana, y todo para ganar tanto dinero como le fuera posible. Con todo, ello le
reprendía por no estar en casa para ella, para su hijo.
–Te estás perdiendo la vida –decía ella, cuando lo llamaban durante uno de los partidos
de la liga infantil de béisbol y tenía que marcharse corriendo al hospital–. No puedo ha-
cer esto sola, Paul –decía cuando llegaba tarde a una fiesta de cumpleaños después de una
jornada de doce horas de ver pacientes en su consulta y en el hospital.
Ella nunca lo culpó por su enfermedad, pero sí que dejó caer el amargo comentario
de que no tenía ninguna opción para tratamientos especiales, o que no disponía de fa-
voritismos para obtener nuevos medicamentos, como si la comunidad médica estuviese
escondiendo todos los tratamientos más novedosos en la lucha contra el cáncer en algún
laboratorio secreto en alguna parte, solo distribuyéndolos entre aquellos que tenían a su
alcance los medios y el acceso.
Con todo, había sentido mucha culpa. Culpa por no poder hacer más, por consolarla,
por curarla. Ser un buen padre para Mike, ser un mejor esposo, un mejor cirujano. Nun-
ca fue lo suficientemente bueno para ella, nunca lo suficientemente rico, nunca lo sufi-
cientemente presente, nunca, nunca, nunca...
Y él le había fallado tanto en la muerte como lo había hecho en la vida. Bebiendo en
exceso. Reduciendo el número de pacientes y vacilando a la hora de coger otros nuevos,
dedicándose exclusivamente a los estudios, perdiendo la voluntad y la confianza para se-
guir practicando su arte. Su capacidad de ahorro se redujo a la supervivencia.
Ahora ella quería “hablar”. Y él sabía lo que eso significaba, vaya que sí. Siempre supo lo
que significaba.
Significaba que había hecho algo mal. Que, de algún modo, la había cagado y que iba
a recibir un sermón por ello. Una reprimenda. Pensaba que había terminado con esas

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conversaciones, que habían quedado atrás el abuso, los sentimientos de ineptitud y el ser
juzgado.
–¿Qué...? –dijo, tragó saliva, bajó la vista y ya no pudo mirarla a los ojos–. ¿Qué sucede?
–Se trata de Mike. Quiero hablar de nuestro hijo –dijo, y sus palabras fueron nítidas y
fuertes, exigiendo toda su atención.
Él la miró, tratando de encontrar sus ojos, pero se movían de una forma extraña. Ondu-
lantes, en espiral. Soltó sus manos, se levantó y le dio la espalda.
–¿Qué pasa con él? Él está bien –dijo–. Está... lo estamos haciendo lo mejor posible. –Se-
ñaló a la ventana. La luz del sol era tan pálida... Se giró, no le gustaba que ella estuviera a
su espalda. Él jugueteaba con su anillo de boda, dándole vueltas en su dedo, algo a lo que
siempre recurría cuando estaba nervioso o a la defensiva–. Está jugando por ahí ahora.
Ella arqueó una ceja, su boca se curvó hasta esculpir una sonrisa sardónica. –¿Jugando?
¿De verdad?
Paul no dijo nada. Su esposa muerta se puso de pie, se acercó a él, le rodeó los hombros
con los brazos, acercó su boca a los labios de él, luego a la mejilla y después al cuello. Él se
estremeció de placer, añorándola, sabiendo que estaba jugando con algo extraño pero no
importándole. Se estremeció ante el anhelo de sentirse amado.
Ella apartó los labios de su cuello, le besó la oreja y luego le susurró. –Quiero tenerlo
para mí. Quiero quedarme con nuestro hijo.
Paul se envaró. La apartó y la miró. –¿Qué diablos estás diciendo?
Ella sonrió, y la sonrisa pareció romper la realidad de su rostro, sombras parpadeando
debajo de su piel. Ella tenía las manos crispadas sobre sus hombros, las uñas clavadas en
la carne debajo de su camiseta. –Justo lo que he dicho. Lo quiero. Tú no lo quieres, y yo
sí. Quiero decir, mírate. Apenas puedes mantenerlo en estas condiciones, Paul. No ne-
cesitas esta carga. Sabes que sería un alivio... y, además –ella compuso su mejor rostro de
tristeza–, estoy solita. Lo que es, es, Paul. Lo que es, es.
Paul, aturdido, la observó unos instantes, estudiando su extraño rostro. La piel estaba
moteada. Finas venas negras, como vello de bebé, se extendían debajo de sus mejillas, de
su barbilla. Algo flotaba justo detrás de sus ojos, luego se escabulló.
–No –dijo, y dio otro paso atrás, obligándola a apartar sus manos de él–. Es mi hijo, se
queda conmigo. –Sacudió la cabeza, cada vez más acalorado–. De ninguna manera, no,
no puedes quedártelo. Ni siquiera estás aquí. –Le puso un dedo frente al rostro–. Estás
muerta, querida.
La intensidad de la sonrisa de ella mermó, sus ojos se estrecharon. Caminó despreocu-
padamente hacia el espejo de ónix, el que estaba rodeado por aquellas ondulantes olas, el
que parecía de algún modo vivo, y lo miró, como si estudiara su reflejo invisible.
–Hubiera preferido no tener que discutir sobre esto –dijo–. Me lo llevaré si quiero. –Se

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giró, sus ojos eran ahora tan negros como el espejo–. No puedes detenerme... y además,
siempre consigo lo que quiero. Pero eso ya lo sabes. ¿No es verdad, cariño?
Ella saltó hacia él, con una velocidad imposible, y le apresó las mejillas con unas manos
que eran garras, sus ojos negros ensanchándose, expandiéndose, hasta que fue todo cuan-
to pudo ver. –Tengo una idea –dijo, nada más que una voz en la oscuridad–. Hagámoslo
por las malas.
Paul sintió que un líquido inundaba su boca, que se derramaba por su faringe. No podía
respirar. Un grito se elevó desde su garganta ahogada y se revolvió, apartándose de ella,
tratando de resurgir. Estaba siendo arrastrado a las profundidades, más y más hondo a
través de aquel líquido negro, hasta que golpeó el fondo de lo que sea de donde lo habían
lanzado, siendo engullido por ello. Tenía la sensación de estar siendo sondado, atrapado
por tubos, su vida absorbida por un organismo sobre el que había caído. Trató de gritar,
luego su mente flotó a la deriva, sin las ataduras de la corporeidad. Carecía de sentimien-
tos.
En los segundos que siguieron, sus sentidos, sus funciones vitales, regresaron. Podía res-
pirar de nuevo.
Abrió los ojos y estaba de vuelta en la habitación. Pero ahora se encontraba tumbado
sobre la cama, desnudo excepto por una especie de camisón liviano, con la manta tapán-
dole hasta la barbilla y una vía intravenosa sobresaliendo de su brazo. Se sentía débil, muy
débil. Se llevó una mano a la cara, sintió la sequedad de su piel bajo sus dedos, la rasurada
cúpula de su cráneo.
Su esposa estaba de pie junto a él, con los ojos tan negros como su vestido de seda, la car-
ne opaca como el humo, con la melena rubia elevándose sobre su cabeza como si estuviera
flotando.
–Deberías descansar –dijo ella–. Estás muy, muy enfermo.
Ella se dio la vuelta y se evaporó, dejándolo demasiado débil para llamarla, demasiado
exhausto para detenerla, demasiado debilitado, demasiado cansado... y cuando desapa-
reció, sintió la necesidad más que urgente de descansar. Aunque luchó contra ello, ella
tenía razón. Podía sentir lo terriblemente enfermo, lo agotado y lo falto de descanso que
estaba, y tenía que descansar aunque fuese un rato. Y luego, más tarde, buscaría a Mike.
Pero primero, esa siesta corta...
Paul se sumió en el más profundo del reino de los sueños, en uno que estaba en lo más
insondable de su subconsciente en el que el espejo hacía las veces de monstruosa pupila
dilatada y vigilante.

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Mike estaba de puntillas.
El agua acariciaba su barbilla. Respiraba y expulsaba el aire por la boca. Muy rápido. No
sabía lo que era la hiperventilación. No entendía que su cuerpo estaba cambiando a modo
de supervivencia extrema, listo para hacer lo que fuera necesario con tal de no dejar de
respirar.
Miró hacia el cielo y sintió un fugaz momento de alivio porque el agua pasó a rozar su
cuello en lugar de sus labios. El sol lo miraba impasible, vertiendo su calor, deleitándose
con el poder de su propia luminiscencia contra el cielo aciano.
La cadena estaba estirada al límite, y Mike tenía que empujar su cuerpo hacia delante
para llegar al tercer escalón, o para estar de pie en el segundo. Ambas opciones parecían
llevarle a un mismo resultado, y ninguna tenía la altura suficiente.
Mike se dio cuenta, con tranquila fascinación, de que iba a ahogarse.
Su cuerpo, completamente sumergido en las turbulentas corrientes del mar, estaba he-
lado, su piel quemada agradeciendo la sombra y la frescura del agua, pero sus dientes cas-
tañeteaban entre respiraciones, ya fuera por miedo o por frío, ni lo sabía, ni le importaba.
Las lágrimas brotaban de sus ojos enrojecidos y giró la cabeza, miró hacia las rocas, vio el
brillo oscuro allí donde el agua se había rozado contra ellas, notó que había subido hasta
la línea de sal.
Por favor, le rezó al dios del sol de allá arriba, al dios del agua que le mordisqueaba el
cuello, a cualquier dios que quisiera escuchar. Por favor, para. Por favor, no me mates.
Permanecía de puntillas, sumergido hasta la barbilla, y aguardó. Esperó que la marea
subiera unas pulgadas más y cubriera su cara por completo, para atraparlo para siempre
en su gélido regazo, enterrarlo bajo las olas, dejar su cadáver expuesto con la marea baja,
la carne picoteada, los labios morados y abiertos, con la boca supurando agua, la cara tem-
blando a consecuencia de los pequeños cangrejos que se alimentan en el interior de sus
mejillas, con su lengua, de sus ojos vidriosos.
Intentó apartar de su mente esas imágenes, calmarse, ser fuerte.
Soltó un gemido y las sacudidas de su rostro dejaron como premio un trago de agua de
mar en su boca. Escupió un poco de agua, pero tragó más. Llegaba demasiado rápido. So-
llozó con tristeza, miedo y desesperación.
Le dolían los dedos de los pies. Le dolían las piernas a consecuencia de la tensión de
haber soportado su peso de puntillas durante horas. Pero el agua lo sepultaba. Resistiría.
Soportaría aquello tanto tiempo como fuera necesario... si el agua no subía más. Si se que-
daba donde estaba, podría sobrevivir.
Pero era consciente de que eso no sucedería, y estaba tan, tan cansado.
Su cabeza se contrajo involuntariamente, su cuello sufrió un espasmo. El agua le inun-
dó la boca, y tosió, con la garganta en carne viva, el dolor agudo y las lágrimas calientes.

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Su rostro quemado por el sol, levantado hacia el astro para evitar que el agua se deslizara
hasta su interior, era una agonía.
No puedo más, pensó.
Simplemente no podía soportar un segundo más aquel ardiente sol sobre su cara. Si era
hora de morir, entonces que así fuera. Cerró la boca con fuerza, cerró los ojos llorosos y
dejó que sus pies adoptaran su postura natural, flexionando sus rodillas magulladas, y se
dejó caer, deslizando su cuerpo hacia el fondo.
Se hizo un ovillo, manteniendo los ojos cerrados esta vez, aguantando la respiración, de-
jando que su rostro se enfriara. Se preguntó con cierta curiosidad si a la hora de emerger
encontraría algo de aire. ¿Sería ya demasiado tarde? ¿Estaba condenando su último alien-
to permaneciendo con las rodillas contra el pecho, de espaldas, apoyado contra el duro
metal de la escalera?
Comenzaron a arderle los pulmones y Mike abrió los ojos para mirar el mundo acuoso
que pronto sería su tumba. El sol se inclinaba hacia abajo a través del glacial inframundo
verdoso, embadurnándolo con matices de color azul. Podría jurar que las algas estaban
más cerca de él ahora, balanceándose hacia delante y hacia atrás al son de la corriente,
estirándose hacia él, alcanzando...
Inclinó la cabeza hacia atrás, miró el mundo distorsionado que tenía por encima, rezó
para que cuando saliera a la superficie encontrara aire. Rogó para que no fuera demasiado
tarde.
Se imaginó el acto de ahogarse. El agua fluyendo por su garganta, el sabor salado des-
cendiendo, anegando sus pulmones, las algas arrancando su mano blanca y muerta de las
esposas, tirando de él hacia lo profundo, envolviéndolo. ¿Sería él un dios para ellas? ¿Un
compañero? ¿O simplemente comida?
Aguantó la respiración hasta la desesperación, ganando tiempo, sabiendo que podrían
ser sus últimos instantes con vida. Luchó contra la quemazón que se extendía desde sus
pulmones hacia su pecho y su estómago. Le zumbaba la cabeza, sombrías manchas apare-
cieron en su visión, oscureciendo el mar verde.
Aún así, aguantó, queriendo mantener la vida dentro de él. Por eso contenía la respira-
ción.
Aguantaba. Aguantaba. Aguantaba.
Su cuerpo se volvió contra él, convulsionándose, anhelando vivir. No podía soportarlo
más. Cerró los ojos y se impulsó hacia arriba. Su boca comenzaba a abrirse, esperando
encontrar aire.
Si no lo hacía, estaría muerto.

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Nanana nana nananana nana na...
Nanana nana nananana nana na...

Esa melodía... la reconocía...


Paul abrió los ojos. Se sentía como si tuviera cien años. Tenía los párpados costrosos, el
interior de su cuerpo parecía líquido, ingrávido.
¿Qué canción era aquella?
Ahora sonaba un tambor.

Pum, pum, pum.


Nanana nana nananana nana na pum nanana nana nananana nana na...
Nanana nana nananana nana na pum nanana nana nananana nana na...

Se le aceleró el pulso. ¡Sí! Conocía esa canción. Sus ojos cetrinos recorrieron la pequeña
habitación buscando la fuente de origen. La conocía. Una canción llamada Video Killed
the Radio Star. Estaba sonando en...

¡Oh, a oh!

Trató de sentarse, pero su estómago se contrajo y sus músculos se negaron a ayudarlo. Su


pecho se apretó y dejó caer la cabeza sobre la almohada. Miró el goteo intravenoso, la mú-
sica se hizo más débil. Levantó la mano en la que tenía clavada la aguja, vio el esparadrapo
gris deshilachado que la sujetaba, la mancha de sangre roja en el centro. Su piel parecía
amarilla y arrugada. Dejó caer la mano y puso los ojos en blanco, exasperado, aterrorizado.
¡Puedo escucharla!, rugió en su mente.

¡Oh, a oh!

Procedía... ¡De una radio! Sí, una radio despertador. La música... La música...
Se supone que debo despertarme, pensó. Pero la voz de su cabeza se apagaba. Estaba tan
condenadamente cansado. Sintió como si tiraran de él hacia abajo, apartándolo de allí.
Sin radio no hay canción, dijo una voz.
Su mente se licuaba, porque estaba muriendo. Muriendo en aquella cama pequeña y
apestosa. Cerró los ojos, incapaz de ver las frenéticas olas fluir alrededor del espejo ova-
lado negro, como si estuviera embravecido, entrando y saliendo de la existencia. Los cajo-
nes de madera oscura de la cómoda eran como dos hileras de sonrientes dientes marrones
debajo del inquieto y errático ojo fosco, el único testigo de su muerte.

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Mike tiene que comer, pensó, mientras se deslizaba hacia la inconsciencia. Ella quería
quedarse con Mike... está bien, entonces, está bien. Pero él necesitará comer... es un niño
en edad de crecer, después de todo... espero que ella le lleve algo de comer...
Y luego se marchó, de vuelta a la oscuridad. La música sonaba.
Nadie la escuchaba ya.

Mike rompió la superficie del agua, con el rostro hacia el cielo y la boca abierta.
Y respiró.
Tomó aire en dos o tres respiraciones profundas y entrecortadas. Seguía respirando.
Inhalar, exhalar, inhalar, exhalar. Agachó la cabeza con cautela, pero el agua apenas le
llegaba a la pequeña cicatriz blanca de la barbilla de cuando se la rompió en el columpio
cuando tenía seis años. Le llegaba por el cuello... No podía creerlo.
El nivel del agua estaba disminuyendo.
Rio, vertiendo lágrimas de alivio. Se rio y gritó en señal de victoria, levantó su mano libre
y la lanzó contra una ola rápida. Un último jadeo de ira que el océano le lanzaba. Escupió
al agua, levantó la cabeza y aulló al sol del mediodía.
–Toma, toma, toma –gritó, desafiante contra la naturaleza–. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! –gritaba una y
otra vez, el agua cada vez más baja a cada minuto que pasaba, su muñeca produciéndole
un dolor agudo, los cortes en su brazo enturbiando el agua del mar, pero no lo sentía, no
le importaba.
Había sobrevivido.
Pronto, el mar retrocedería por completo y sería capaz de sentarse y descansar.
Ahora vendrá la ayuda, pensó. Sabía que Joe regresaría tarde o temprano. Sabía que su
padre iría a buscarlo cuando viera que no volvía a casa. Sí, la ayuda llegaría. Lo notaba en
los huesos, lo sabía como una verdad absoluta. Se había salvado. Se había salvado.
Miró hacia el océano, más allá de los límites de la bahía, asombrado ante la bestia frus-
trada a la que había derrotado, un gigante del tamaño de planetas. El mar lo miraba con
evidentes muestras de odio. Odio y querencia. Su vida. El océano ansiaba su vida. Pero
él lo había vencido. Había sobrevivido, y ahora, con cautela, victoriosamente, observaba
a la criatura que se extendía ante él como la eternidad, mientras retrocedía más y más.
Esperando su momento.
Los pensamientos de triunfo de Mike se esfumaron mientras contemplaba la superficie
del océano; vio algo imposible de creer.
Había alguien en la cala.
Cerca del borde en el punto en el que la ensenada se encontraba con el mar abierto,

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Mike vio claramente... ¿Qué? Una cabeza, escudriñando sobre el agua. El cabello rubio se
fundió con la superficie. Una cara pálida, blanca. Sombras oscuras en lugar de ojos. Unos
ojos que lo estaban mirando.
–¿Hola? –gritó Mike, agitando su mano.
La cabeza permaneció inmóvil. Estaba demasiado lejos. Las olas la escondieron, pero al
poco volvieron a mostrarla, en el mismo lugar. ¿Sería una roca? ¿Algo que no había adver-
tido con anterioridad?
Pero aquel bulto se movió. Se dio la vuelta, como si escuchara algo. Como si una señal
de alarma lo hubiera activado.
La cabeza se hundió. Una ola obstaculizó la visión de Mike una vez más, y cuando se
fue, la persona, o lo que fuera que había visto, había desaparecido.
Siguió buscando al nadador mientras el agua bajaba a ojos vista. Sabía que se trataba de
una persona. Se había movido. Pero nunca había emergido. Así pues, no recibiría ayuda
por esa parte.
Pero estoy vivo, pensó, agotado hasta la extenuación, listo para que lo auxiliaran.
Miró hacia el cielo, vio la sombra blanca de la luna pálida que le observaba desde el nor-
te, neblinosa detrás del gran velo azul de la atmósfera terrestre.
¿Qué? ¿Disfrutando de las vistas?, pensó con cierto desafío.
Luego espero pacientemente a que la marea retrocediera por completo, se alejara y lo
dejara en paz.

Joe, desaliñado, esperó a su padre en la sala de espera, con los ojos enrojecidos. Los oficia-
les lo acompañaron hasta un área de emergencia en el que vio a su padre reposado, con
las piernas colgando, sobre el borde de la cama. La habitación estaba atestada de camas
similares, cada una separada por finas cortinas azules recortadas en el techo. Las enfer-
meras y los celadores se movían agitados, empujando carros, hablando, atendiendo a otros
pacientes. No había muchos.
Hank agradeció a los oficiales el que le hubieran llevado y uno de ellos le había agitado
el pelo de la cabeza cuando se marchaba, explicándole a Joe lo sucedido. Se había pro-
ducido un accidente. Uno tonto, según su padre, que estaba sin camisa y colocándose el
aparatoso vendaje de uno de sus antebrazos. Mientras hablaba, los ojos de Joe iban de su
padre a su madre, de una herida a otra, comprobando hasta por dos veces que ninguno de
los arañazos y rasguños de su padre parecían poner su vida en peligro. Tenía unos cuantos
en la cara. Barbilla, mejillas, frente. Una herida de feo aspecto en el puente de su nariz,
que parecía un poco hinchada (del airbag, le había dicho), una raspadura en su hombro

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(del cinturón de seguridad, le había explicado), y una rasgadura en el antebrazo que nece-
sitó de puntos de sutura y vendas. Joe tocó el vendaje con cuidado, asombrado, mientras
su padre lo miraba. No le preocupaba que su padre pudiera sentir dolor al hacerlo pero,
con todo, lo inundaba un extraño y helado vacío al verlo así. Le hacía sentir más vulnera-
ble ante el mundo de lo que nunca antes se había sentido. Le hacía pensar en la muerte,
en las cosas que podrían pasarle a su cuerpo.
A pesar de parecer conmocionado y magullado, su padre le dedicó la más gentil de las
sonrisas, una que caldeó ligeramente las tripas heladas de Joe.
–Voy a ponerme bien, Joe –dijo, y atrajo al chico para darle un fuerte abrazo–. Y tu ma-
dre también.
Joe se dejó apretujar contra el enorme pecho de su padre, inhaló el aroma de su piel al-
mizcleña, dejó que la sensación de miedo y vulnerabilidad se escabulleran en la calidez
de su progenitor.
–¿Señor Denton? –preguntó una voz detrás de Joe, y su padre lo soltó, alzando la vista
expectante. Joe se volvió y vio a una mujer con un atuendo azul. Se dio cuenta de que
tenía protectores de tela cubriéndole los zuecos.
Para que no se manchen con la sangre, pensó, luego apartó el pensamiento y esperó a
escuchar lo que la doctora tenía que decir sobre su madre.
–¿Es usted el señor Denton? –preguntó de nuevo, esperando confirmación.
Hank colocó su pesada mano sobre el pequeño hombro de Joe y se levantó de la cama.
Joe sintió un apretón rápido y un instante de pesadez cuando su padre se balanceó en una
sacudida antes de enderezarse.
–Sí –respondió–. Y este es nuestro hijo Joe.
–Hola Joe –dijo la doctora, y le sonrió.
Por favor, no estés muerta, por favor, no estés muerta, por favor, no estés muerta, pensó
mientras intentaba devolverle la sonrisa, pero le dolía el estómago y solo pudo hacer una
mueca.
–Bueno –prosiguió–, su esposa ha salido de quirófano. Solo hemos tenido que hacer
unos pequeños ajustes en el brazo, donde el hueso... –miró a Joe un momento y Joe sintió
la mano de su padre apretarle, esta vez con más suavidad.
–Sé lo que pasó –dijo Hank.
–Bien, bueno, lo hemos arreglado y está recuperándose. El resto de sus heridas eran bas-
tante superficiales, aparte del trauma de la cabeza, que creemos que es solo una conmo-
ción cerebral de grado uno. Pasará la noche en observación, y si todo va bien, podrá irse a
casa por la mañana, o al final de la tarde en el peor de los casos.
–Fantástico –dijo Hank–, gracias. ¿Podemos verla?
–Por supuesto, haré que una enfermera les lleve hasta su habitación. Todavía está dur-

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miendo, pero es probable que se despierte en un par de horas. Se alegrará mucho al ver
que están allí, seguro que sí.
–Gracias, doctora –dijo Hank nuevamente, para luego estrecharle la mano. Ella le lanzó
una sonrisa a Joe y se marchó.
–Déjame que vea si puedo conseguir un pijama o una bata del hospital –dijo Hank–.
Debería haberle pedido a uno de los oficiales que me trajera una camisa. Espera un mo-
mento, campeón. Quédate aquí un minuto.
Hank se alejó, dejando a Joe quieto como un pasmarote junto a la cama, incómodo y an-
sioso por ver a su madre. Buscó a su alrededor a la enfermera que tenía que acompañarlos,
pero no vio a nadie, así que trató de seguir a su padre.
Había un anciano en la cama de al lado. Había estado gimiendo silenciosamente todo el
tiempo, pero ahora su volumen había aumentado. Por Dios, pensó Joe, el tipo suena como
si fuera a morir o algo así. Una enfermera se acercó al anciano y comenzó a hablarle con
voz suave.
–¡Quiero salir de aquííííííííííííííí! –aulló el hombre, tan fuerte que Joe dio un bote y vio
que se acercaban dos celadores desde el otro extremo de la sala–. ¡Tenéis que dejar que
me vaya, maldita sea! –gritó, su voz ronca y flemática al mismo tiempo, como un niño
aquejado de un fuerte resfriado. Joe vio que un pie desnudo aparecía en el divisor que
colgaba entre las camas, golpeando la sábana, haciéndola crepitar.
–Señor Slatsky, tiene que calmarse, señor –dijo la enfermera, y los dos ayudantes ya es-
taban allí, ayudando a controlar aquel caos.
–¡Suéltame, perra! –vociferó el anciano, y durante una fracción de segundo, la cortina se
apartó, uno de los celadores la echó hacia atrás, y Joe pudo ver el rostro del hombre. Tenía
el cabello blanco y descuidado, y lo que parecía una gruesa oruga como bigote. Su cuello
era como un hueso de pollo y su cara afilada y estirada, con la piel manchada y quemada,
como la de alguien a quien hubieran encontrado en una balsa a la deriva en el mar, mori-
bundo.
Joe no pudo evitar mirarlo, y el anciano se volvió hacia él y lo miró a los ojos. Estos eran
oscuros, casi negros, y le gruñó algo, mostrando sus dientes grises como los de un animal,
con esas cuencas oculares sin fondo clavadas en sus propios y temblorosos ojos marrones
con enloquecida furia.
–¿Qué estás mirando, meapilas? –rugió, dirigiendo su ira inexplicablemente hacia Joe,
quien se limitó a negar con la cabeza como toda respuesta, con la boca abierta en estado de
shock ante el giro de los acontecimientos. La enfermera se giró, vio a Joe y apresó la corti-
na con su puño. Antes de que pudiera correr la cortina, separando a aquel viejo demente
y enfadado del niño pequeño que permanecía inmóvil al otro lado, el hombre asomó un
largo dedo en dirección a Joe y le dijo–: ¡Vete a jugar con tus amigos, pequeño cabrón!

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Y entonces la cortina se cerró, aislándolo. El hombre gemía de nuevo, su voz horrible
parecía alejarse de Joe, como si los separara una pared real en lugar de una delgada franja
de tela azul.
Entonces, como un rayo, un pensamiento lo golpeó.
Se le heló la sangre, comenzó a temblar. Oh, mierda, pensó. Oh, mierda, mierda, mierda.
Su padre había regresado, colocándose una camisa azul por encima de la cabeza. –Un
tipo me la ha dado. ¿Está bien, verdad? Oye, ¿te encuentras bien?
Joe comenzó a responder, pero Hank estaba atento a los gemidos y chillidos del anciano.
–Vamos, Joe –dijo, y comenzó a guiar a su hijo hacia la sala de enfermeras–. Encontrare-
mos a esa enfermera y veremos a tu madre.
Mientras avanzaban, su padre preguntó a una de las sanitarias. A Joe le botaba el cora-
zón como una liebre a la carrera. Su mente era una tormenta, la confusión pululaba por
doquier y giraba como nubarrones, el miedo lo apuñaló como un cuchillo en el estómago.
Una de las enfermeras se acercó al mostrador, le echó una mirada rápida a Joe y a su
padre con una de las cálidas sonrisas que le brindaban la mayoría de las mujeres. Esta
enfermera en particular lucía una especialmente brillante. Como el letrero de un casino,
pensó Joe, sin tener ni idea de dónde había sacado esa metáfora, y sin importarle lo más
mínimo. Otro día, en diferentes circunstancias, podría haberle hablado a su padre de la
bella mujer, pero ahora lo único en lo que podía pensar Joe mientras seguía a su padre y
a la coqueta señora que balanceaba las caderas por aquel pasillo blanco de olor aséptico,
era una sola palabra:
Mike.

Cuarta Parte
Segunda marea alta
(4PM – 7 PM, aproximadamente)

Mike no sabía qué hora era y se había cansado de mirar el sol en busca de una pista.
El agua se había retirado, revelando una playa húmeda y algunas hebras de algas relu-
cientes. El brazo de Mike colgaba aturdido a un lado mientras descansaba sentado, encor-
vado y temblando, en el último escalón de la escalera al mismo tiempo que el cálido sol
de la tarde azotaba despiadadamente una vez más su espalda y cuello ya quemados, su
cuerpo fluctuando entre el calor y el frío.
Su piel era de color rojo brillante, manchada de carmesí en algunas zonas. No estaba se-
guro de cuánto tiempo llevaba sentado en la cala, pero calculó que unas cinco o seis horas.

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El sol ya había sobrepasado su cenit, así que sería casi la última hora de la tarde. Pasada la
hora de la merienda.
Se preguntó por enésima vez dónde estaba su padre, por qué no había ido a buscarlo. A
Mike se le confería absoluta libertad de movimientos en verano, pero una regla inamovi-
ble era estar en casa a la hora de la comida, las 3PM, y a la hora de la cena, las 6PM. Mike
pensó, basándose en el dolor de estómago, que se había saltado la primera de las dos citas.
Para empeorar las cosas, era uno de esos días más que calurosos que Mike conocía bien.
O tal vez lo sentía así porque estaba atrapado bajo el caliente astro como un insecto cla-
vado y al amparo de una lupa. Le dolían la espalda y los hombros a consecuencia de las
quemaduras solares, pero estaba tan cansado, tan fatigado por sobrevivir a la primera de
las mareas, física y emocionalmente, que no podía pensar con la claridad suficiente como
para encontrar una solución. Tal vez podría tumbarse sobre la arena. Cubrirse con ella.
Pero la idea de enterrarse allí abajo, con un brazo extendido colgando fláccidamente de
la barandilla, le puso los pelos de punta y se alejó de ella como una mosca que se aparta
de un matamoscas.
Miró hacia el agua de nuevo. La creía mirándolo. Aguardando.
La próxima vez, dijo el océano, acariciando la playa con sus dedos húmedos y palmea-
dos, voy a tragarte entero, muchacho. Voy a devorarte.
Mike quería llorar, pero ya no le quedaban lágrimas. Se levantó de nuevo, estiró su es-
palda, necesitaba moverse, hacer algo.
–¿Hola? –trató de gritar, un graznido que voló bajo rebotando en los escalones y regresó
hasta él–. ¡Hola!
Había memorizado todo lo que veía en la parte superior. Había una agrupación de hierba
seca a la izquierda y una formación de rocas desmoronadas a la derecha que adoptaban la
forma de una cara, como una máscara rota que ya había visto antes. Parecía una de las más-
caras que colgaban de su clase de lengua en el colegio, la que estaba justo encima del cestillo
en el que dejaban sus deberes. Incluso estudiaron sobre ella una vez para un trabajo.
Las máscaras de Comedia y Tragedia.
Mike analizó las rocas fragmentadas y debatió si la boca de piedra labrada se parecía más
a la primera o a la segunda. ¿Era un ceño fruncido o una sonrisa? De cualquier manera,
aquello no sirvió para aplacar sus nervios. La idea de estar en una monumental obra a la
que asistían el sol ardiente, el inmenso océano y luna pálida y difuminada, ni mejoró su
estado de ánimo ni le insufló esperanzas.
–Por favor –dijo, hablándole a la máscara y, sin saber por qué, hablando lo suficiente-
mente alto como para que le escuchara lo que sea que estuviese detrás de él, lo que fuera
aquello que se estaba escondiendo de él, para que tuviera en cuenta su súplica–. Por favor
–repitió.

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La máscara terrenal —ahora estaba bastante seguro de que era Tragedia, aunque parecía
estar riéndose— permaneció en silencio.

En su sueño —porque seguramente era solo eso— se sienta en la playa rocosa, mirando el
océano. Casi podía sentir la cálida brisa del mar sobre su piel, sentir la picazón de la hier-
ba cosquilleando en la parte posterior de sus rodillas.
Su esposa fallecida está sentada a su lado, sin decir nada. Desde su punto de vista en el
sueño, puede ver las piernas de ella. Su piel es pálida y sabe que está desnuda, que no lleva
ropa. O como mucho la parte de abajo de un bikini. No gira la cabeza. No quiere mirarla.
Así que observa el océano.
Es amplio y claro. Olas bajas y extensas, como ondas, que se abren paso hacia la orilla.
El sol rojizo cuelga como una manzana madura sobre el borrón de un horizonte con las
tonalidades de una fresa.
–¡Ayuda! –oye, tan distante y tenue, como si solo pudiera tratarse del quejido de un pá-
jaro que vuela junto a la costa.
Una mano fría y suave se desliza sobre su brazo. Mira hacia abajo, no al rostro, por amor
de Dios no la mires al rostro, y ve los dedos de su esposa apretados alrededor de su muñe-
ca. Como impidiéndole avanzar.
–¡Papá!
Paul levanta la mirada, con ojos perspicaces. Lo ha escuchado, sabe que lo ha hecho.
Trata de avanzar, para ver mejor el agua, pero la mano helada está apretada, reteniéndolo.
Sin molestarse en dirigirle la mirada, agarra la mano, se la quita de encima y se detiene a
examinar el agua desesperadamente, buscando, buscando...
–¡Papá!
¡Ahí! A unas cincuenta yardas, ve a Mike chapoteando en el agua, agitando los brazos y
moviendo la cabeza arriba y abajo. Se sumerge, luego aparece de nuevo.
–¡Mike! –gritó. Oh, Señor, ¿qué le pasa?, piensa, luego se dirige al borde que cae unos
pocos pies hacia la playa grumosa–. ¡Mike! ¡Aguanta! –chilla, sabiendo —de algún modo
así era— que tenía que darse prisa.
Detrás de él oye una voz, instándolo a regresar. Advirtiéndole.
Él la ignora. Salta, estrellando sus zapatos contra la arena y corre hacia el agua, atrave-
sando su superficie en una brusca zambullida, las manos dirigidas hacia su hijo. Nada con
frenesí para alcanzar a su pequeño. Mira hacia arriba, asegurándose de que todavía está
a la vista, el cuerpo se levanta con la sacudida de una ola y... ¡Sí, allí! Él lo ve, agitando su
brazo más despacio ahora, como si estuviera cansado.

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–¡Mike! –gritó una vez más, estúpidamente porque no servía para otra cosa que no fuera
avisar al chico de que su padre estaba por llegar.
Paul nadaba, incansable, hasta la extenuación, para alcanzar a su hijo mientras todavía
pudiera, mientras el niño todavía estuviera fuera del agua. Miraba con precipitación y
veía que estaba cerca.¡Tan cerca! Mike estaba a unas pocas yardas, su rostro pintado con
cansancio y miedo, sus ojos suplicantes.
–¡Ya voy, hijo! –brama y se abalanza hacia el muchacho.
Unos brazos lo agarran desde abajo y lo empujan hacia el fondo. Paul suelta un grito
antes de que su boca se llene de agua salada. La escupe y contiene la respiración ins-
tintivamente. Da vueltas y ve a su esposa en lo más profundo, acercándose a él, con los
brazos enredados en sus piernas, tirando de él salvajemente, su boca transformada en un
gruñido, sus ojos negros como los de un tiburón, su cabello rubio y ondulado como algas
amarillas que cuelgan de una cabeza de coral gris.
Le propina unas cuantas patadas con vehemencia, aterrorizado, pero también enfadado.
Tiene que salvar a Mike. Como un canto en lo más profundo de su ser, clamando una y
otra vez en su cerebro, resuena: ¡SÁLVALO! ¡SÁLVALO!
Paul le propina un puñetazo en la cara y trata de zafarse de sus garras hambrientas. Ella
le muerde, le araña, sus afilados dientes cortando la carne de sus dedos, sus uñas duras tra-
zando carnosas lágrimas rojas sobre su piel. Él grita pero continúa luchando, y finalmente
logra liberarse y salir a la superficie. Mirando a su alrededor, asustado, esperando que ella
apareciera a su lado y le sonriera con esos dientes afilados y sus ojos de escualo.
–¿Mike? –dice, mirando tontamente al espacio vacío de mar en el que, unos momentos
atrás, estaba su hijo.
Nada un par de yardas más, hacia donde se encontraba Mike antes, y permanece alerta
por si ella vuelve a apresarlo con intención de sumergirlo. –¡Mike! –vocifera, con la gar-
ganta en carne viva.
Se zambulle en el agua, con los ojos abiertos, ignorando el escozor.
Ve el cabello de Mike, su mano pálida.
Paul nada hacia abajo, agarra la mano de su hijo y tira de él hacia arriba.
Juntos rompen la superficie. Las gaviotas están gritando y el cielo luce plomizo y frío,
pero él sostiene a Mike entre sus brazos, jadeando, llorando. Están a salvo.
–¿Mike? ¿Estás bien? ¿Mike?
Su hijo se da la vuelta para mirarlo, sonríe aliviado, las lágrimas que gotean por sus me-
jillas se mezclan con el ya vasto líquido oceánico. –¿Papá?
Por un breve espacio de tiempo, el asombro inunda sus ojos. Entonces su boca se abre
formando una “O”, al igual que sus órbitas oculares, y es arrastrado hacia el fondo. Con
un grito ahogado y una mano extendida, es arrancado de los brazos de su padre, siendo

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succionado por el agua. Paul intenta alcanzarlo, coge una mano, trata de aferrarse a ella,
de apresarla. Grita a consecuencia del esfuerzo, pero la mano se le resbala... se desliza...
Paul se zambulle de nuevo, agarra a su hijo con fuerza con ambas manos mientras ambos
son arrastrados hacia abajo, hacia el fondo.
El pecho de Paul se tensa mientras cae en picado, pero mantiene los ojos abiertos y fijos
en el rostro desencajado de Mike, asegurándole que todo saldrá bien.
Que están juntos.

Paul abrió los ojos y el peso del mundo cayó sobre él. Estaba de vuelta en la habitación,
con la vía intravenosa goteando en su brazo, su cuerpo demasiado débil para moverse, casi
demasiado frágil para funcionar. El colapso es inminente, pensó. Gracias por los buenos
momentos, chicos, le dice a su corazón, sus pulmones, su hígado, pero ya podéis descan-
sar.
Yacía en la cama, su corazón lento e inestable. La baba se escapaba de su boca. La habi-
tación era brumosa, gris, etérea. Trató de enfocar sus pensamientos, pero estos eran con-
fusos, como tirabuzones. ¿Qué había sido aquel sueño? No podía recordarlo. ¿Acaso esto
era la realidad y no un sueño?
Dirigió la mirada al espejo que estaba al otro lado de la habitación, su brillante superficie
negra palpitando, las olas de su marco chapoteando y chocando unas contra otras.
Paul levantó un brazo tan débil como frágil y se obligó a concentrarse en él. Podía dis-
tinguir los contornos del hueso bajo su piel amarilla y fina como el papel. Se quitó la vía
intravenosa de la mano y la dejó caer, manchando de sangre el suelo. Haciendo acopio de
todas las fuerzas que le quedaban, se centró en el recuerdo de los ojos de Mike. Esas cuen-
cas grandes y asustadas de su hijo, sus manos entrelazadas mientras ambos eran arrastra-
dos hacia abajo, hacia las profundidades.
Se sentó, gimiendo de dolor, su estómago era una colmena de abejas aguijoneándole.
Apartó la manta de su delgado cuerpo, empujó sus piernas, las dejó caer al suelo, sus tobi-
llos nudosos y magullados, sus pies hormigueando contra las frías tablas del suelo.
–Mike... –dijo con una voz que salió como una tos susurrada. Tenía la garganta tan seca,
la boca tan pegajosa, la lengua como papel de lija.
Se levantó. Sus rodillas casi cedieron, pero gracias a Dios aguantaron su peso. Se alejó
de aquella cama de hospital arrastrando los pies, en dirección al espejo. Podía verse a sí
mismo en su ondulante reflejo, y en él no estaba enfermo, viejo y frágil. Era él mismo. Jo-
ven y saludable.
Henchido de coraje, dio unos pocos pasos más y apoyó sus manos sobre la cómoda. Es-

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cudriñó en la superficie de ónix del espejo. En él, vio un pequeño cuerpo parecido a un
insecto, atrapado en aquella oscuridad almibarada, zarandeado. ¡Mike!
Paul levantó una mano, se inclinó hacia el diminuto cuerpo de su hijo que estaba siendo
anegado por las olas negras. Sus dedos se acercaron, un poco más...
–Estoy aquí, Mike –dijo, y se dio cuenta de que estaba llorando. Lo había hecho tan
mal... ¡Había sido un idiota! ¡Su hijo estaba a saber dónde! ¡Su hijo necesitaba de su ayu-
da!–. Estoy aquí –dijo, sollozando, y acto seguido introdujo sus dedos en aquella oscuri-
dad arremolinada del espejo.
No se asustó cuando primero sus pies, y luego su cuerpo, se elevaron hasta adquirir una
posición casi horizontal en el aire, acercándose al espejo. A ese mundo onírico, al vacío.

Cuando Mike ya no pudo soportar más el sol, se arrodilló a la derecha del primer esca-
lón y comenzó a cavar, con su mano libre, debajo de una gran roca que se sobresalía unas
cuantas pulgadas de la arena. Un angosto y sombrío hogar de cangrejos cuando estaba
seca, de angulas cuando era sobrepasada por el agua del mar. Excavó, sacando tierra lo
mejor que pudo, tan hondo como le fue posible, su muñeca atrapada tirando de la cadena
con tensión.
Minutos después, tras deshacerse del agua y del barro, fue capaz de deslizar las cade-
ras, la cabeza y los hombros debajo de la roca, dejando las piernas y el brazo prisionero
expuestos. Respiró profundamente, luego comenzó a amontonar arena sobre sus piernas,
manteniendo el sol alejado de su dolorida piel.
La sombra húmeda y fría era como un bálsamo, incluso con su estómago sumergido en
un charco frío y su codo atorado torpemente contra el borde irregular de la roca. Su rostro
finalmente estaba fresco, pero sus ojos seguían hinchados e irritados.
Mientras yacía en la arena húmeda, observó el agua, se preguntó cuánto tiempo tendría
hasta que volviera a por él, o si alguien iría antes a buscarlo. Antes de que fuera demasia-
do tarde.
Tienen que hacerlo, pensó.
Su mente repasaba todos los pasos que lo habían conducido hasta allí una y otra vez. Se
preguntó si había enfadado a Joe en algún momento. Si le había ofendido de alguna ma-
nera. Pero no creía que se tratara de eso. Joe no era demasiado listo, y a veces no era muy
agradable, pero Mike no lo consideraba un ser explícitamente cruel. Ciertamente no un
asesino. No, Mike pensó que debía de haberle sucedido algo. Se preguntó si Joe se habría
lastimado. Si se habría caído y golpeado la cabeza contra una roca. O por las escaleras de
casa. O si lo habían secuestrado en el bosque. Quizás aquella voz también lo había llama-

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do a él. Tal vez había pronunciado su nombre desde la penumbra de la arboleda, convo-
cándolo, poniendo sus frías manos sobre su cabeza, llevándoselo a rastras lejos.
Tal vez...
Mike también pensó en su padre. ¿Por qué no había ido a buscarlo? ¿Habría llamado a
la familia Denton? ¿Estarían en casa? ¿Por qué no estaba preocupado?
Los ojos de Mike se elevaron hacia el cielo. El sol descendía, muy lentamente, desde su
pináculo. Mike pensó que sería ya muy tarde, y rezó para que alguien lo encontrara pron-
to.
Un par de insectos zumbaron frente a la cara de Mike, y él, lentamente, agitó un brazo
en el aire para espantarlos. Algo se arrastró por su pie, pero no se molestó en mirar. Estaba
demasiado cansado, demasiado quemado por el sol, demasiado agotado emocionalmente.
Solo quería que alguien lo rescatara. Deseaba tanto irse a casa...
Mike percibió más que vio a la mujer agachada a su lado en la playa, vertiendo amoro-
samente arena sobre sus piernas y pies doloridos y expuestos. Ella tarareaba una melodía
familiar mientras llevaba a cabo su tarea, cubriendo los dedos de los pies, las pantorrillas,
las rodillas de Mike.
Ella le lanzó un poco de arena al rostro y rompió a reír, y él sonrió. Sin embargo, él no la
veía. Esa sombra carnosa, era algo imposible.
Él cerró los ojos y se concentró en el ritmo del agua, el zumbido de la cosa encorvada
sobre la arena, y dejó que su deshilachada mente se entumeciera.

Paul se sentó con un grito en la garganta. Respiraba con dificultad, rápido, con sus pul-
mones agitados, su corazón latiendo con frenesí. Miró alrededor de la habitación, pero
cuando dejó de hacerlo, la estancia siguió girando sobre él, que ahora había adoptado el
rol de eje de rotación.
Se llevó una mano a la cara y se tocó el pelo. Estaba empapado. Sus ropas estaban ba-
ñadas, sudadas. Se secó el sudor pegajoso de la frente y las mejillas y trató de aclarar su
mente, de calmarse.
Una pesadilla, pensó. Oh, Dios, qué pesadilla.
Puso los pies en el suelo y la cabeza entre las manos, deseó que las náuseas que anegaban
su garganta se disiparan. ¡Marchaos, malditas seáis!
Respiró hondo, estabilizándose, encontrando los dígitos verdes del reloj despertador:
6:03 PM
–Oh, Dios mío –gimió, y se puso de pie, demasiado rápido, por lo que se vio obligado a
colocar una mano sobre el colchón para sujetarse. A través de su malestar y su resaca, vio

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la puerta del baño y tropezó con ella, irrumpió a través de ella y se lanzó sobre el lavabo,
donde vomitó todo lo que tenía en su estómago.
Se quedó allí durante cinco, diez, veinte minutos, tumbado junto al inodoro, con las
piernas extendidas, el cabello pegado al cuello y a la frente, baba con vómito corriendo
por su barbilla. Vomitó de nuevo, y luego una vez más.
Finalmente, mientras pedía disculpas a la nada, al universo, pudo tirar de la cadena y
ponerse de pie. Se desvistió, con cuidado de no mirarse en el espejo.
Necesitaba una ducha. Y café. Pero primero, una ducha.
Se metió en el minúsculo espacio y dejó que el agua le golpeara, drenando el sudor de
aquella pesadilla. Gimió y usó la pastilla de jabón con vehemencia, solo deseando estar
limpio y sobrio. Desesperado por volver a ser dueño de su mente.
Son más de las seis, pensó. ¿Dónde estará Mike? Él...
El sueño volvió a su mente a toda velocidad. Allí, en la ducha, lo recordó todo. La cama
de hospital, el espejo negro, Mike luchando contra el océano, ahogándose, llamándolo. Su
esposa, que había regresado de entre los muertos, tirando de los dos hacia abajo, hacía las
tenebrosas profundidades...
–Oh, Señor –dijo en voz alta y cortó el suministro de agua. Agarró una toalla y se secó
apresuradamente. Herviría un poco de agua y se tomaría una taza de café instantáneo.
Luego otra. Hasta estar sobrio, joder. Luego, cuando se encontrara bien, cuando pudiera
ser padre una vez más, iría a casa de los Denton, porque estaba convencido de que Mike
estaría allí. –Sí, sí, está bien –dijo, calmándose–. Solo tengo que estar un poco más sobrio.
Él estará allí. Jugando al póquer o con ese niño, Joe. Estará bien. Estará bien.
Paul terminó de secarse, encontró unas bermudas y una camiseta negra y se vistió. Mien-
tras se dirigía a la cocina en busca de la gran lata de café, casi se rio de su propio miedo,
alimentado por las pesadillas y una mala resaca.
Dos tazas rápidas de café, pensó.
Luego saldría a buscar a su hijo.

La madre de Joe todavía estaba dormida. Él se sentó en una silla de plástico duro que
había junto a la pared, justo debajo de un ventanal orientado al oeste, al brumoso océano
perceptible a lo lejos, agrupándose hasta el horizonte.
Miraba hacia abajo, hacia sus manos apretadas, a sus dedos inquietos sobre su regazo.
Sus entrañas se retorcían de culpa, vergüenza y preocupación. Su padre no parecía darse
cuenta, y estaba confuso en cuanto a cómo solucionar aquella situación de mierda. Mien-
tras estaban sentados al lado de la cama de su madre en la pequeña habitación privada,

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su padre viendo las noticias en la televisión y Joe mirando desde la pantalla historias sin
volumen —imágenes de carreteras destrozadas, juzgados, imágenes de cámaras de seguri-
dad del robo de una tienda— su madre dormía, con la frente vendada, el brazo en cabes-
trillo y la pierna enyesada, y habría querido decirle, casi había dado el paso, lo que había
sucedido. Pero el miedo se lo impedía.
Miedo a tener problemas por coger las esposas de su padre, lo cual tenía estrictamente
prohibido. Había deseado impresionar tanto a Mike, aunque pensaba que a él no le había
parecido buena idea, en realidad no...
Miedo a meterse en un gran problema por lo que le hizo a Mike. Tal vez verse inmerso
en problemas más serios, como con la policía. ¿Sería un crimen lo que había hecho? No
lo sabía.
El miedo se había acrecentado cuando revisó el bolsillo de sus pantalones cortos para
buscar la llave y se encontró con un agujero en el forro interior. La llave no estaba. Había
examinado a conciencia el bolsillo, dos veces. Había mirado en sus calcetines, en las za-
patillas, solo había dejado de buscar cuando su padre le dirigió una mirada cautelosa y le
preguntó, sarcásticamente, si había perdido la cartera.
Pero el peor de los miedos, el temor que le impedía decir una sola palabra, era la sospe-
cha de que le hubiera sucedido algo malo a Mike. Que tal vez, mientras estaba atrapado
en la playa, algo real, verdadera e inconcebiblemente malo le podía haber sucedido. No
podía imaginar qué, aparte de una desagradable quemadura de sol, lo más seguro es que
estuviera más que enfadado y muerto de hambre, pero vivo, probablemente. ¿Pero y si
no lo estaba? ¿Y si un animal o algo así le había atacado y no había podido escapar? ¿Qué
pasaría si un extraño lo hubiera encontrado allí, esposado? Un tipo malo. ¡Un secuestra-
dor, un violador o un asesino! Oh, mierda, Joe, pensó en una ráfaga oscura que atravesó
su cerebro, ¿y si estaba malherido? ¿Qué pasaría si Mike, oh Dios, qué pasaría si estaba
muerto? Y de repente, se lo imaginó, vaya que sí, le vino como el tañido de una campana
en la iglesia: el cadáver de Mike, atado a las escaleras, las olas haciéndolo flotar hacia den-
tro y hacia fuera, las esposas tintineando cada vez que el mar estiraba de ellas...
A Joe se le revolvió el estómago y lanzó un quejido, lo suficientemente fuerte como para
que los ojos de su padre lo buscaran, lejos de la televisión.
–Joe, ¿estás bien?
Mierda, mierda, mierda, pensó.
–Sí –dijo, mientras sus manos se retorcían–. Ojalá mamá se despertara.
Sintió cómo su padre sonreía y supo que había eludido otra oportunidad para decir la
verdad. Era casi demasiado fácil...
–Dale tiempo. Dormir es bueno para ella. –Su padre se levantó, estirándose–. Mira, voy
a buscar un teléfono y haré una llamada. Tengo que saber qué pasa con la camioneta y

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quiero ver a la otra persona, aunque parecía estar bien... después... no quiero molestar
a tu madre, así que volveré en quince minutos. Si se despierta, dile dónde estoy, ¿de
acuerdo?
Joe asintió e intentó sonreír, pero su padre ni siquiera le estaba mirando. Tenía la mi-
rada fija en su esposa, con una mano descansando ligeramente sobre su pie, observando
cómo dormía. Se quedó allí un instante, luego un poco más, después salió por la puerta
y la cerró a su espalda.
Joe estudió la puerta por un momento. Era de un azul pastel. La habitación parecía com-
primida con ella cerrada, sellando la pared con ellos dentro. Tal vez así era una zona se-
gura. Quizás ahora él podría hablar. Joe se puso de pie con las piernas temblorosas. Hacía
frío en la estancia y tenía la piel de gallina en los brazos. Se dirigió a uno de los lados de
la cama de su madre, observando su respiración constante. Suavemente puso una mano
sobre su antebrazo desnudo, saboreando su calidez. Él temblaba ahora, el secreto se hin-
chaba dentro de él como una burbuja que le haría explotar, salpicando pedazos de él por
todas partes, borrándolo de la existencia.
–¿Mamá? –dijo mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Apretó su muñeca un
poco más, solo para ver si se despertaba.
Ella no respondió, solo respiraba.
–Mamá –comenzó de nuevo, con los ojos dirigiéndose a la puerta azulada primero, y a la
cara de su madre después. La única persona en quien realmente podía confiar–. Creo...
–dejó escapar un suspiro tembloroso, constriñendo las palabras que iba a decir en una
frase apretada, luego dejó que se deslizaran como el secreto oscuro y resbaladizo que era,
susurrándolo en la oreja de su madre.
»Mamá, creo que he matado a un niño.
Casi estalló en un grito cuando los ojos de ella se abrieron y su cabeza se volvió hacia él.

El hogar de los Denton era más grande de lo que Paul recordaba. No pudo controlar la
puñalada de envidia que le atravesó el estómago mientras estaba de pie en el amplio por-
che acristalado y levantó la mirada hacia la infinitud de ventanas del segundo piso, hacia
ese alto techo en forma de “A”.
El granero, pensó con una mueca, recordando el apodo que le pusieron a la construcción
en una de las cenas que ambas familias habían compartido muchos años atrás, antes de
la muerte de su esposa. Las invitaciones posteriores se perdieron con las condolencias,
pensó, luego negó con la cabeza y volvió a centrarse en el asunto que tenía entre manos,
aproximándose al amplio juego de puertas dobles de roble. Las golpeó con fuerza, esperó,

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luego volvió a llamar. Buscó el timbre y lo pulsó, escuchando cómo las campanillas rebo-
taban por el interior de la vivienda.
Se sintió mejor después de la ducha y el café, pero la náusea acechaba todavía en la boca
de su estómago. Sentía los párpados pesados, su mente espesa. Estúpido, se increpó a sí
mismo una vez más, avergonzado de haberse emborrachado tanto. Y antes de la comida
nada menos. Vaya demostración de clase, doctor, se reprendió con vehemencia.
Llamó de nuevo, con más fuerza esta vez. Rozando lo descortés. ¡Vamos!, pensó mien-
tras una preocupación real comenzaba a enraizarse a lo largo de su espina dorsal.
Paul ya había mirado en los lugares más obvios. Había recorrido toda la playa desde su
casa hasta la de los Denton, e hizo lo propio al volver, mientras regresaba. Se asomó a la
ensenada en la que le gustaba nadar a los chicos, pero no vio nada más que arena y agua
clara, el sol rojizo bañando las olas con un brillo de espuma escarlata como la sangre.
Si hubiera gritado su nombre, Mike lo habría escuchado fácilmente, ya que estaba tum-
bado sobre la arena mojada, refrescando su cuerpo tras aquella roca que sobresalía. O, lo
que era incluso más exasperante, si hubiera descendido uno o dos escalones, seguramente
habría advertido la mano pálida que colgaba flácida —el frágil antebrazo rosado arrastrán-
dose bajo la roca donde el niño esperaba ayuda—. Y si las piernas de Mike no estuvieran
cubiertas de arena —cómo se hizo aquello o quién se lo hizo es algo que ni Paul ni Mike se
atreverían a preguntarse—, podría haber visto sus extremidades sobresaliendo por debajo,
en dirección al agua. Sin embargo, ninguna de estas cosas sucedió. Si cualquiera de ellas
se hubiese cumplido, todo habría resultado de una manera muy diferente al final de esta
historia. Mientras el destino, o cualquier fuerza que hubiera dirigido su atención hacia la
familia Klein ese día así lo deseara, todo lo que Paul vería sería una ensenada y una playa
vacías. Y de este modo, prosiguió su camino.
Tras abandonar la bahía, Paul se dirigió hacia el interior, buscando arriba y abajo por
toda la costa rocosa, entre las elevadas agrupaciones de hierba, en la pequeña arboleda del
sureste. Caminó a través del oscuro grupo de árboles en el que algunas veces jugaban los
muchachos, gritó llamándolos a ambos, pero no encontró nada más que un rifle de plásti-
co abandonado por el que correteaba una araña.
Finalmente, frustrado y cada vez más preocupado, regresó al lugar en el que sabía que
podrían estar refugiados. La casa de los Denton, por supuesto. Probablemente estarían en
el desván destruyendo planetas enteros con la plétora de figuritas de acción y maquetas
de naves espaciales de Joe, algo que Mike no paraba de contarle a Paul.
Cuando no obtuvo respuesta, Paul miró a través de algunas ventanas de la planta baja.
Caminó hacia la parte trasera de la casa, llamó a Mike, llamó a Hank, a Joe, a Mariel. A
quien fuera.
¿Se lo habrían llevado por ahí? ¿A cenar o al cine? ¿A una excursión por el pueblo? Paul

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pensó en eso mientras escrutaba los alrededores, marchándose vacío de respuestas. No,
pensó con una resolución férrea. De ninguna manera. Hank me habría llamado. Y sabía
que estaba en lo cierto. Hank era policía y era demasiado cauteloso con esas cosas, ya que
estaba familiarizado con las reglas que un niño debería seguir. Jamás se lo habría llevado
a ningún sitio sin permiso. Aunque Mike hubiera mentido al respecto, lo cual no habría
hecho —¿qué conseguiría con eso?—, puesto que Hank lo habría comprobado de todos
modos. Y lo mismo sucedía con Mariel. Entonces... ¿dónde estaba?
El malestar que revoloteaba en su interior abandonó su pozo para hacerle sitio, uno más
grande, a la ansiedad y al miedo.
–Mierda –dijo Paul, y comenzó a trotar de vuelta a su casa, atajando por el bosque. El
esfuerzo y la adrenalina le ayudaron a clarificar su mente, a elaborar un plan de acción.
Irrumpió por la puerta de la cabaña, dejándola abierta mientras agarraba el teléfono de
la pared. Leyó lo que ponía en la pegatina que había pegada justo en un lateral, la que
contenía los números de emergencia y que llevaba allí más de cinco años, y rezó para que
siguieran operativos.
Para su alivio, así fue.
–Hola –dijo en respuesta a la voz del otro lado del teléfono cuando fue capaz de con-
testar–. Me llamo Paul Klein. –Tragó saliva, repentinamente desesperado por conseguir
un trago de agua. Puso una mano sobre el viejo anaquel de cerámica para mantener el
equilibrio, cerró los ojos y, cuando se le deshizo el nudo de la garganta, logró pronunciar
las palabras que ningún padre debería tener que proferir sobre su hijo.
»Creo que mi hijo ha desaparecido.

Quinta Parte
Segunda marea alta
(8PM – Medianoche, aproximadamente)

El sol se está poniendo, pensó Mike mientras lo veía descender lentamente a través del
espeso cielo azul oscuro en dirección a las enormes fauces del océano. Un muro de nu-
bes rosadas, como de algodón de azúcar, flotaba sobre el horizonte, enalteciendo los ricos
colores del sol poniente, tirando de sus mejillas amarillas para crear un efecto ilusorio de
disolución, como si el sol no se estuviera ocultando, sino deshaciendo, transformándose
en una borrosa sopa gaseosa para ser sorbida por las estrellas, aniquilado por el frío y os-
curo universo.
Se había arrastrado desde debajo de la roca y, aunque ya no sentía el aguijón del sol so-

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bre su piel, se estremeció a consecuencia del frío crepuscular. Sus dientes castañeteaban
mientras se abrazaba las rodillas con su brazo libre, la arena que había formado una costra
sobre sus pantalones cortos era un incordio, algunos pequeños mordiscos de una criatura
desconocida que le acechaba entre las sombras le picaban sobremanera, incluso más que
la quemadura producida por el sol.
Pero sabía que nada de eso importaba, porque cuando se sentó en el segundo peldaño
de la escalera, sus ojos quedaron atrapados por el suelo que se extendía bajo los dedos de
sus pies, debajo del metal del primer escalón, zona que había vuelto a ocupar el agua, tal
y como le había prometido.
La línea de playa había desaparecido. El océano había regresado a por Mike, encantado
de haberlo encontrado justo donde lo había dejado.
Mike tenía la sensación de que esta vez no se salvaría por los pelos, que no podría guar-
dar un último aliento. Miró fijamente su muñeca encadenada, ahora en carne viva y san-
grando por donde el metal de las esposas se había abierto camino sobre su piel. La sacudió
ligeramente y tragó aire, luego levantó el brazalete hacia la parte superior, donde se en-
contró con la barandilla que había sido tan tenazmente soldada. Puso su otra mano en la
baranda una vez más y tiró con fuerza, tanta como tenía.
Gimió de dolor cuando las esposas se hundieron más profundamente en su carne, ha-
ciéndole gritar mientras empujaba y tiraba desesperadamente, ansioso por escapar, an-
helando vivir. Con un último reducto de adrenalina, golpeó el metal con su mano libre,
sollozando, las lágrimas y los mocos corriendo por su rostro mientras sus nudillos se en-
sangrentaron golpeando una y otra vez el grueso metal.
El agua le acariciaba los pies con pequeñas olas que le salpicaban los dedos; primero se
abalanzaba sobre él para rodear sus tobillos, y después se retiraba. Dejó de aporrear el me-
tal y, con una oleada de energía desesperada derivada de un miedo irracional, del instinto
primario por sobrevivir, se levantó y le lanzó un grito al océano. Aulló con la descarnada
ferocidad de un animal.
–¡Ya basta! –le gritó al mar, con las lágrimas derramándose sobre sus labios tembloro-
sos–. ¡Déjame en paz!
Se dio la vuelta y pateó el montante, sin miramientos hacia su propio cuerpo, exigiendo
libertad inmediata, insistiendo en aferrarse a la vida. Un dedo del pie, uno del medio, se
rompió cuando conectó con el acero y bramó de nuevo, aunque esta vez de agonía, sen-
tándose con brusquedad en la escalera sin percatarse de que el agua fría bañaba la parte
inferior de su tronco, agarrándose el pie, meciéndose y lloriqueando tanto de dolor como
de consternación.
Descuidadamente, sin piedad, el agua continuaba ganando terreno, y Mike no podía
hacer nada salvo observar impotente, tratando de que su mente no se hiciera añicos, de

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no ser consumido por el miedo; del mismo modo en que el sol estaba siendo devorado len-
tamente, en la lejanía, por las monumentales fauces del Pacífico.

Los pensamientos de Hank eran como un torbellino. Se veía incapaz de asir todos los hi-
los que giraban en su interior a gran velocidad. Cuando alcanzaba uno, este se escapaba,
entonces se acercaba a otro e iba a por él, pero también se alejaba, evadiendo su lógica, su
habilidad para resolver problemas.
Yo e... es... ¡Esposé a Mike a las escaleras! había gritado Joe a través de sus lágrimas, por
entre sus sollozos. ¡Lo siento mucho! ¡Lo siento mucho!
Hank había hecho su llamada telefónica y había regresado a la habitación del hospital
que había dejado pocos minutos antes para encontrarse con enfermeras entrando y sa-
liendo y los gritos de su hijo. Su primer pensamiento había sido, ¡Dios mío! ¡Se ha muerto!
¡Mi esposa se ha muerto!, y echó a correr hacia la estancia, irrumpiendo en ella, no solo
para descubrir que estaba viva, ¡sino que estaba despierta y mirándolo!
De acuerdo, aquel había sido el primer escalafón en su estado de shock.
Sonrió y se encaminó hacia la cama, tomó su mano, eufórico de ver a su esposa buscán-
dolo con la mirada, con los ojos claros y vivos, ¡tan llenos de vida!
–Cariño –comenzó a decir, y luego se detuvo al estudiar su expresión. ¿Era miedo?–
¿Qué sucede? –fue todo cuanto pudo decir. Ella agarró su mano y miró a Joe, que se había
desplomado en la silla que estaba junto la pared del fondo, con la cara entre las manos,
llorando como un niño pequeño que acababa de ver a su perro atropellado por la camio-
neta de un mensajero.
–¿Joe? –dijo, cada vez más agitado y asustado–. ¿Qué narices está pasando aquí? –In-
cluso miró a una de las enfermeras buscando ayuda, pero ella se limitó a encogerse de
hombros y depositar su atención en los monitores de su esposa, tomando algunas notas en
su libreta.
Mariel apretó la mano de Hank con fuerza. Él la miró, embriagada de emociones. Ella le
devolvió la mirada, y luego atravesó la estancia hasta posar los ojos sobre su hijo.
–Cuéntaselo, Joe. Díselo ahora mismo –dijo ella con voz fuerte, a pesar de que se perci-
bía la debilidad que se ocultaba en ella, el esfuerzo por sonar así.
Joe miró a su padre, su cara bañada por las lágrimas, y le contó lo que había hecho.
Aquel fue el segundo escalafón en su estado de shock.
Hank estaba ya en el maldito aparcamiento, esperando. Joe permanecía a su lado, toda-
vía sollozando. Hank le había pasado un brazo por los hombros, pero apenas podía pensar
con claridad esperando a que Jack acudiera en su busca para llevarlos hasta casa.

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–Está bien –musitó, a medias, con aire ausente. Su mente era un huracán de pensamien-
tos. Si Joe había hecho lo que había dicho que había hecho, y los detalles eran correctos,
probablemente ya sería demasiado tarde. Hank conocía la marea, y si el pequeño Mike
Klein había quedado atrapado a los pies de la escalera, ya se habría ahogado.
Y, si por obra de algún milagro, la primera marea no había acabado con el pobre niño, la
segunda lo haría sin ninguna duda. En esa fase alcanzaba su altura máxima, incluso a un
hombre adulto de pie en el último escalón le resultaría imposible respirar.
Miró su reloj en intentó evaluar qué posibilidades tenían. Eran casi las 9PM. Mierda.
Demasiado tarde, demasiado tarde, pensó. Aunque la marea no alcanzaría su cenit hasta
dos horas después, ya sería lo suficientemente alta como para matar al chico.
Apretó de nuevo los hombros de Joe, tratando de ser tranquilizador, pero sabía que la
situación no era buena. Nada buena para ninguno de ellos. Joe sería acusado de homi-
cidio involuntario como mínimo y pasaría algunos años en un correccional juvenil, muy
probablemente más que algunos años. Si allí se enteraban de que era hijo de un policía...
Eso no va a pasar, no va a pasar, pensó, ya buscando contactos en las altas esferas en su
cabeza, reclamando favores prestados. Movería algunos hilos, contraería algunas deudas
con grandes personalidades, pero mantendría a su hijo fuera del ambiente delictivo juve-
nil. Haría lo que fuera necesario.
Pero Mike... Oh, Dios mío.
Pensó en el niño que jugaba con Joe todos los veranos. Un buen chico, muy agradable.
Su madre había muerto, trágicamente, de cáncer hacía años. El padre, un médico, un ciru-
jano o algo así, había tocado fondo. Cualquiera podía ver que su vida se había convertido
en un absoluto desastre. A Mariel nunca le había gustado su esposa, la consideraba una
perra arrogante (si no recordaba mal, su frase exacta para ella era que tenía “un palo en el
culo”). El marido era un poco estúpido, siendo honestos. Habían cenado juntos un par de
veces, pero no repitieron. Algunas veces las cosas no funcionan. Personalidades contra-
puestas y todo eso. Pero los chicos, ellos parecían llevarse siempre bien. No se peleaban,
ni delinquían, ni se metían en cosas que no debían. Eran buenos muchachos, y a Hank le
caía bien Mike. Siempre fue amable y se portó bien con Joe.
A Hank se le aceleró el pulso cuando vio el coche patrulla entrando en el parking del
hospital. Iba a oscuras, sin luces y sin sirenas, para no alertar a los médicos de emergen-
cias, pero habían llegado enseguida.
El vehículo se detuvo frente a Hank y Joe, con Jack en el asiento del conductor, acom-
pañado de un policía joven, Tim no sé qué, que salió y les abrió la puerta trasera. Dirigió
a Joe una mirada rápida que Hank reconoció enseguida, mientras se acomodaban en la
parte trasera del coche patrulla. Era la misma mirada que Hank le regalaba a un criminal
antes de meter la cabeza del sujeto en su propio vehículo. Esa que decía: ¿Eres el nuevo

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mierdecilla? Encantado de conocerte. Ahora, amablemente, vete a la tomar por el culo.
Hank se sentó y Joe se encogió a su lado. Cuando Tim cerró la puerta, Hank no estaba
seguro de si la mirada no había sido tan fugaz.
–Vamos, Jack –dijo, y el auto salió del aparcamiento a toda velocidad.
Se encendieron las luces, se activaron las sirenas, y el coche alcanzó su máxima veloci-
dad en la avenida. Jack había enviado otro vehículo por delante, así como una ambulan-
cia. A la velocidad que conducía Jack, Hank estaba bastante seguro de que llegarían los
primeros. Alcanzado este punto, todos los involucrados sabían que era una carrera en
contra del tiempo, y Hank rezó para que no fuera demasiado tarde.

Sonó el teléfono y Paul lo descolgó antes de que los ecos del primer timbrazo se hubieran
desvanecido. –¡Sí! ¿Sí? –dijo, frenético, desesperado.
Había pasado más de una hora desde que había llamado a la policía, que habían anotado
su información y una descripción de su hijo, que le habían prometido estudiarla y ver si
encontraban alguna pista. De lo contrario, le habían comunicado con una calma exaspe-
rante, tendría que esperar y presentar un informe oficial de personas desaparecidas por la
mañana. Les había dado las gracias y no había dejado de dar vueltas y vueltas, llamando
a la casa de los Denton cada diez minutos, sin querer alejarse de su propia casa.
Había oscurecido, casi era de noche, cerca de las 9 PM. Durante sus paseos de preo-
cupación, Paul había pensado una y otra vez en aquel sueño. No podía deshacerse de
la sensación de realidad que lo impregnaba; atrapado en aquella cama, tan enfermo que
no podía moverse, consumido por la misma enfermedad que ella, muriendo en la misma
cama en la que ella falleció. Y ella estaba allí. Ahora lo recordaba. Ella le había lanzado
una advertencia, le había avisado de que se iba a quedar con Mike. Recordaba el espejo
negro, que palpitaba y giraba como un globo ocular, resonaban en su mente las olas fre-
néticas del marco. Durante la última hora, asfixiado por la preocupación, cavilando sobre
sus pesadillas, Paul se había dado cuenta de muchas cosas: algunas sobre sí mismo, otras
sobre su esposa, más sobre su relación con Mike.
Solo concédeme algo de tiempo, imploró a cualquier dios que quisiera escucharle. Dame
tiempo y lo arreglaré, suplicaba una y otra vez mientras caminaba y se impacientaba. Sa-
bía que podría ser demasiado tarde. Cuando el mundo se oscureció, y el teléfono no sonó
y la puerta principal no acogió el cuerpo de su hijo, supo que existía una posibilidad muy
real de que no lo fuera a recuperar. Perdió su oportunidad de ser padre, permitió que su
hijo se alejara de él.
Pero aquel sonido había desmoronado sus pensamientos y cuando respondió, la espe-

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ranza volvió a brotar en su interior, como un estallido de luz en la penumbra, como el
nacimiento de una estrella.
–¿Señor Klein? –preguntó la voz de un hombre.
–¿Sí? Por favor...
–Señor, hemos enviado a un grupo de oficiales a su ubicación. Mantenga la calma y la
ayuda estará ahí lo antes posible. El agente estatal Denton sabe dónde está su hijo, y va de
camino con dos de nuestros oficiales...
El cerebro adormecido de Paul trató de procesar la información según le llegaba. Saben
dónde está. Pero, ¿está vivo? ¿Muerto? ¿Herido? ¿Cómo es que Denton lo sabe?
–¿Dónde está? –gimió al teléfono, su mundos se desmoronaba, cada nervio de su cuerpo
aullaba, la sangre bombeaba en su cabeza tan fuerte, que apenas podía oír la voz cuando
respondía.
–Señor, aparentemente se produjo un percance... –dijo con duda la voz, como si se estu-
viera conteniendo–. El chico de los Denton...
–¡Por amor de Dios! ¿Dónde cojones está mi hijo? –gritó Paul, agarrando el auricular lo
suficientemente fuerte como para romper la carcasa de plástico.
–Señor, por lo que me han dicho, está cerca de la cala que hay junto a su casa. Aparen-
temente, estuvo allí todo el día. ¿Señor? ¿Señor Denton?
La voz del oficial llegaba a través del receptor que colgaba mientras se balanceaba casi
rozando el suelo, olvidado.
Paul atravesó la puerta, dejó atrás el porche y se adentró en la noche. Las nubes que se
habían estado construyendo lentamente al acercarse el crepúsculo, comenzaron a frag-
mentarse, y una lluvia fina y fría se filtraba a través de la oscuridad nocturna. Paul sintió
que las gélidas gotas golpeaban su cara, y una parte de él oyó el distante estruendo de la
tormenta que se aproximaba. Si hubiera estado al tanto de algo más, habría escuchado el
sonido de las sirenas. Si se hubiera girado y hubiera mirado hacia la costa, podría haber
captado el parpadeo rojo y azul de las distantes luces de policía, los impulsos luminosos
rojos y blancos de una ambulancia.
Pero Paul no percibió la tormenta, ni las sirenas, ni las luces. Escuchaba la voz del telé-
fono decir aquellas palabras una y otra vez, resonando en su cabeza, como un fonógrafo
transmitiendo en baja frecuencia: –Está en la cala. Está en la cala. Está en la cala.
Escuchaba el golpeteo de sus pasos contra la tierra. Escuchó los latidos de su corazón en
sus oídos, su respiración aguda y fuerte.
Las nubes se abrieron de golpe y los truenos descendieron, un destello de relámpago
latió en el cielo nocturno y la lluvia se colapsó en olas, empapándolo todo en segundos.
Pero Paul no advertía nada de eso. Lo único en lo que podía pensar era en correr, correr,
correr.

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Y así, mientras Hank Denton comenzó a gritar pidiendo luz, y la peor tormenta de ese
horrible verano hizo añicos el cielo nocturno, Paul corría.

Durante las últimas horas, Mike se había quedado en silencio observando cómo el océano
engullía al sol, mientras el agua del mar se elevaba, pulgada a pulgada, agonizante, a lo
largo de su cuerpo extenuado.
Cuando el primer roce del viento frío raspó su piel, miró hacia el norte, y vio un grupo de
nubes grises deslizarse elegantemente a lo largo del techo celestial, agitándose, arqueán-
dose a medida que se acercaban cada vez más.
En el momento en que el sol se puso, las nubes se encontraban sobre su cabeza, y el azul
del mar había sido reemplazado por una nada negra que se mezclaba perfectamente con
el cielo nocturno. El agua helada se había elevado hasta su pecho, y se estremeció tanto
que sufrió un espasmo, con su pequeño cuerpo sacudiéndose incontrolablemente. Sus
músculos estaban envarados por la tensión, la deshidratación y el frío, y ya no podía sentir
la mano que estaba atrapada en las esposas. Permanecía flácida en el agua, como un pez
muerto, alimento para quien quisiera tomarla. Sus pies también estaban entumecidos, e
intentó moverse para que la sangre fluyera por debajo de su cintura, cualquier cosa que
hiciera entrar en calor a su organismo.
Estaba maravillado, a pesar de lo terrible de su situación, de lo aciaga que era. Una vez
que el sol había desaparecido, y el brumoso resplandor amarillo de su descenso se había
suavizado y disipado en la noche, la ensenada se había transformado en una cala. Vol-
viendo la vista hacia la escalera, solo pudo distinguir la vaga silueta de las rocas en la parte
superior, el borde de la cresta antes de que se convirtiera en un lienzo de cielo negro y
extinto. El océano en sí era tan inmenso ahora que había absorbido la configuración de la
ensenada, que había anulado la tierra y su circunferencia.
Buscó la luna, pero no estaba. Ha abandonado pronto la función, razonó, pensando en las
máscaras que había visto en las rocas. Probablemente porque conocía el final de la obra.
Mirando fijamente aquel vasto espacio sin forma, aquel oscuro susurro, vio el vacío irre-
flexivo abrirse, expandirse para encontrarse con él. Se vio dentro de aquella gran boca,
una mota de polvo en la superficie de un planeta insignificante; un gran poder, destruc-
tivo y ciego, arrojando la sombra de una montaña sobre su pequeño caparazón de carne
húmeda y temblorosa. Contemplad el vacío, decía, y en ese momento de toma de con-
ciencia, de reconocimiento de aquella visión, Mike supo que pronto estaría muerto.
El agua subió más. Envolviéndose alrededor de sus hombros como una serpiente. Unos
minutos más tarde, le lamía el cuello, y después la barbilla.

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Mike pensó que había vertido todas las lágrimas que podía contener, pero cuando se
puso de puntillas una vez más, sabiendo que el final estaba próximo a abrazarlo, hizo lo
que haría cualquier niño aterrorizado cuando se enfrentaba a la realidad imposible de
que su vida estaba a punto de acabarse.
Lloró.
Los cielos retumbaron, el sonido de una lámina de metal siendo golpeada contra el lim-
bo, y luego cayó la lluvia.
Mientras esta se desplomaba a su alrededor, añadiendo sus escasas gotas a la creciente
marea, Mike casi rio a carcajadas ante la completa injusticia de todo aquello. Casi. En lu-
gar de reírse, simplemente suspiró. Un profundo y largo suspiro. El tipo de exhalación en
el que toda la tensión que tienes atrapada en tu corazón escapa junto con tu respiración,
y te sientes un poco más en paz. Mike estaba listo para morir.
–Papi... –dijo. Una última y afligida súplica.
Agotado más allá de sus límites, consumido emocionalmente y golpeado psicológica-
mente, Mike bajó los talones hacia el metal frío del escalón. El agua se levantó, como una
niña que se pone de puntillas para dar un beso, para acariciar sus labios. Entonces, Mike
cerró los ojos, dejó que su cuerpo se relajara y esperó a que llegara la hora de morir.
Por encima y detrás de él, perdidos para sus oídos a consecuencia de un trueno y el
sonido de la lluvia estrellándose contra el agua circundante, fluían los gritos de un hom-
bre.

El coche patrulla accedió al camino de entrada de los Denton al mismo tiempo que un se-
gundo vehículo abría sus puertas frente al porche. Estacionaron junto al primero y ambos
oficiales salieron y abrieron las puertas traseras de Hank y Joe antes de que Hank pudiera
pronunciar la palabra: –¡Rápido!
Hank comenzó a alejarse en dirección a la cala. Joe gritó detrás de él. –¡Papá! ¡La llave!
¡Necesitas la llave!
Había comenzado a llover. Se produjo un suave murmullo de truenos en lo alto cuando
Hank se giró para mirar a Joe con un leve destello de ira, de hostilidad, luego se esfumó y
dejó paso una especie de calma queda.
–Joe, ¿qué esposas cogiste? ¿Las del armario? ¿Las que tenía en la bolsa de gimnasia?
–Sí –dijo Joe, ya no le importaba si se metía en problemas, ya no le importaba si iba a la
cárcel durante el resto de su vida. Había captado suficientes fragmentos de las conversa-
ciones de sus padres y de otros policías para saber que las cosas eran mucho peores de lo
que habría imaginado.

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La marea, decían una y otra vez. Entonces él también lo recordó. Recordó que la ensena-
da se llenaba de agua y que por eso se suponía que no debían nadar allí, porque la corrien-
te podía tornarse demasiado fuerte, podía arrastrarlos al mar, podía engullirlos. Se había
dado cuenta, después de todo, con un horror helado, de que probablemente había matado
a su amigo. Pero este no había fallecido a manos de un hombre malo o un animal salvaje.
Fue Joe quien lo había esposado, Joe quien se había olvidado de él en medio de la confu-
sión y la conmoción del accidente de sus padres, Joe quien había tenido demasiado miedo
de decirle la verdad a nadie hasta que fue demasiado tarde. Y si era demasiado tarde, no
importaría lo que le hicieran a él, porque nunca, hasta el día de su muerte, se perdonaría
a sí mismo haber hecho algo tan horrible.
–¡La perdí! ¡No sé dónde está! –gritó, tratado de ser escuchado por la lluvia y la confu-
sión.
Hank se volvió hacia uno de sus oficiales. –Son estándar. Dame tus llaves, Jack. –El
enorme oficial que había esperado a Joe en el porche esa misma mañana se metió la mano
en un bolsillo y le entregó a Hank un pequeño juego de llaves. Las agarró, luego se volvió
hacia Joe, mientras retrocedía, listo para correr. Otros oficiales ya se dirigían hacia la cala.
Detrás de Joe, sonó una sirena, giró para ver que una ambulancia se detenía y se echaba
a un lado del camino de grava. Dio media vuelta y vio que su padre corría.
–¡Papá!
Hank se giro, sin aminorar. –¡Quédate ahí! ¡Volveré enseguida!
Y se marchó, sobrepasando al resto de hombres corriendo. Los paramédicos se dirigieron
a los coches de policía. Uno de ellos, un chico que parecía tener la edad de los más mayo-
res del colegio al que Mike y él iban, se volvió hacia Mike.
–¿Qué sucede, chico? Venimos a ciegas.
Joe comenzó a responder cuando los truenos atravesaron el cielo y la lluvia comenzó
a caer. –¡Creemos que mi amigo se ha ahogado! –gritó, odiando la realidad de aquellas
palabras, pero sintiéndose mejor ahora que ya había llegado la ayuda. Quizás esté bien,
pensó con esperanza.
–Oh, mierda –dijo la otra persona, una mujer más mayor con una gorra de béisbol azul y
una gruesa chaqueta también azul que llevaba una caja roja sobre su hombro–. ¿Dónde?
–¡Vamos, os lo mostraré! –dijo, y siguió a su padre, corriendo tan rápido como pudo, de-
seando que los dos médicos que iban tras él se dieran prisa.

Paul alcanzó el borde de la cala y miró hacia abajo, buscando desesperadamente a su hijo.
Estaba tan oscuro, y la lluvia y la tormenta que se acercaban eran tan intensas, que era

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como mirar dentro de un agujero negro, con todo cuanto le rodeaba siendo succionado
hacia su interior.
Escuchó un grito y se volvió. Un poco más abajo, en la costa, había un grupo de hombres.
Dos de ellos tenían linternas y Paul podía distinguir, a lo lejos, las luces giratorias de los
coches patrulla y una ambulancia.
–Dios mío –dijo, y avanzó hacia la escalera de metal–. ¡Mike! –gritó, buscando entre las
rocas. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
Entonces lo escuchó.
–¡Papá!
El débil bramido llegó de abajo. Miró hacia el final de la escalera, y en medio de la os-
curidad pudo ver un rostro pálido mirando hacia arriba, casi perdido entre las sombras
invasoras, casi sepultado por el mar.
–¡Mike!
–¡Papá! –gritó su hijo, pero la palabra fue interrumpida por una repentina ola que sepul-
tó la cara de Mike.
No resurgió.
Paul dio los siguientes tres pasos a toda velocidad, luego saltó a mitad de camino, botan-
do hacia el mar que se extendía tres metros más abajo y que estaba siendo azotado por la
lluvia.
Golpeó el agua como una bofetada y el frío le dejó sin aliento. Giraba en el interior de
la corriente, se retorcía e impulsaba a través del agua. Salió a la superficie y respiró, con la
penetrante lluvia cayendo sobre él. Movió la cabeza de lado a lado, tratando de orientarse.
Vio que la escalera estaba a poca distancia y nadó hasta ella.
Mike volvió a aparecer, con la cara inclinada, los ojos clavados en el cielo y estirando
desesperadamente sus últimos segundos de aire. Paul lo alcanzó, le puso las manos sobre
los hombros, el cuello y los laterales de la cara. Los ojos desorbitados de Mike lo miraron,
estaban henchidos de terror.
–Papá –dijo, tan desesperadamente que rompió el corazón de Paul.
¡Hijo mío, hijo mío! Aullaba su mente en delirio febril mientras trataba de entender lo
que estaba sucediendo. Una luz golpeó el agua y surgieron dos poderosos haces de luces
de linternas.
–¿Mike? ¿Qué pasa? –Paul agarró al chico por la cintura e intentó levantarlo. Para su
sorpresa, Mike no se movió solo gritó como si lo hubieran apuñalado. ¿Qué diablos ocu-
rre?
–¡Mi muñeca! –gritó Mike, el agua entraba en su boca más rápido de lo que era capaz de
escupirla. Tosió, escupió, entró más agua y se la tragó–. ¡Tengo la muñeca esposada!
–¿Qué? –Paul no pudo asimilar la información. ¡No tenía sentido! ¿Esposado? Recorrió

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el brazo del niño con sus manos y descubrió el aro de flemático metal, siguió la cadena y
comprobó que estaba firmemente anclada a la barandilla de acero de la escalera–. ¡Oh,
Dios mío! –dijo, y se produjo un gran chapoteo. Se giró y vio la cara de Hank Denton
emerger del agua.
–¡Aquí, Paul! –rugió–. ¡Tengo la llave!
Paul asintió y se hizo a un lado, sin soltar la otra mano de Mike. Nunca dejaré que te
marches.
–¡Dadme luz! –chilló Hank, y las dos luces cayeron sobre la cara elevada de Mike, ro-
deada por un halo de agua negra.
Hank se sumergió.
Abrió los ojos y pudo ver el contorno blanco y turbio del cuerpo de Mike, el duro metal
negro de la escalera, el reluciente cromado de las esposas. La sangre se arremolinaba en la
muñeca de Mike y Hank quiso gritar por el dolor que debía estar sufriendo el chico, por
el terror que estaría experimentando. Extendió una mano y puso la otra alrededor de la
base del poste.
Dios mío, no puede subir más, pensó mientras conducía la llave hacia el brazalete. Ya
casi está, chico, solo aguanta. Casi...
Algo tiró de la pernera de Hank. La sorpresa de ser agarrado por algo en el agua, algo
que parecía tener manos, hizo que Hank se girara instintivamente para ver qué demonios
era lo que lo estaba arrastrando al fondo del mar.
Mientras giraba, se soltó. La mano que sujetaba la llave se estremeció y la llavecita se
deslizo de entre sus dedos, quedando atrapada en una corriente y desapareciendo con
ella.
Hank sintió que el agua se agitaba a su lado. Vio la brillante silueta de Mike cada vez
más lejos mientras la cosa lo transportaba como si llevara un motor. Pateó y forcejeó y re-
torció su cuerpo. Zarcillos de algas se asían a sus brazos, le azotaban la cara. Cerró los ojos
y pateó de nuevo a lo que fuera que lo sujetaba.
Casi sin aliento, salió a la superficie, liberándose con un grito de terror y frustración.
Las escaleras estaban a veinte yardas, y la corriente lo impulsaba.
Paul estaba gritando, haciendo señas. Vio a Tim Wells entregándole algo a Jack, que es-
taba cerca de la línea de flotación con una luz encendida y luego se lo tendió a Paul. Paul
se sumergió.
Era incapaz de ver a Mike.

Paul no sabía qué hacer con su hijo. El agua lo cubría con sus olas.

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Mike trataba de respirar, de hablar.
–Mantén la boca cerrada, Mike –dijo, viendo impotente cómo el agua del mar descen-
día por la garganta del muchacho–. ¡Aguanta la respiración!
¡Piensa! Paul intentó dilucidar qué hacer, su mente era un torbellino de pánico. ¿Un
tubo? Algo que le ayudara a respirar. ¿Dónde estaba Hank? Miró a su alrededor, pero no
lo veía por ningún lado. Escuchó un grito detrás de él, se giró y vio a Hank emerger, casi
en el borde de la ensenada. ¿Qué diablos...?
Hank nadaba, de regreso hacia donde estaban ellos, pero era lento, demasiado.
¡La llave!
–¡Necesitamos otra llave! –gritó Paul al policía que estaba encorvado a unos pocos es-
calones por encima de ellos. El enorme policía asintió, comenzó a buscar en su bolsillo,
luego se detuvo y la frustración se extendió por su rostro.
–¡Tim! ¡Necesito las llaves de tus esposas! –le gritó a su compañero.
El otro policía dejó caer la linterna, cogió la cadena que pendía de su cinturón, sacó un
pequeño juego de llaves y se la dio. El policía miró a Paul.
–¿Podrás hacerlo? Yo te iluminaré.
Paul cogió la llave y asintió, rezando para que Mike pudiera aguantar la respiración un
minuto más. Cogió aire y se sumergió.

Los ojos de Mike estaban abiertos y observaban la luz borrosa. El agua lo cubría por
completo, y allí debajo los sonidos llegaban apagados pero voluminosos. Sintió que po-
día escuchar los latidos del corazón de la tierra acompasándose con el suyo. Sintió un
tirón en su mano y miró hacia abajo para ver a su padre tratando de abrir las esposas. A
Mike le ardían los pulmones. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar la respira-
ción.
Estiró su mano libre a través de ese efecto de cámara lenta del agua y la colocó sobre el
hombro de su padre. Era un alivio tocarlo, sentir su peso tan cerca. Ya no tenía miedo. Al
menos no estaba solo, al menos su padre estaba allí con él; al final, su padre había ido a
buscarlo. Las luces de arriba disparaban amplios rayos verdes a través del agua. Miró más
allá del hombro de su padre mientras este luchaba con las esposas, y vio una cara penetrar
en uno de esos haces de luz.
Su madre le sonrió. Una amplia sonrisa, como si no estuviera en absoluto debajo del
agua. Su cabello rubio parecía el de un ángel, arremolinándose alrededor de su cabeza,
brillando como el oro con aquella fosforescencia.
–Ven conmigo, Mike –dijo, y ahora estaba junto a él, su boca sobre su oreja, sus manos

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cogiéndole de la barbilla, acariciando sus sienes con sus largos dedos–. Te quiero, cariño.
Te echo tanto de menos...
Mike sabía lo que ella quería.
Miró sus hermosos ojos, ahora a escasas pulgadas de los suyos. Sus manos le acariciaron
el rostro y sintió una oleada de calor atravesándolo, una sensación de bienestar tan mara-
villosa que quiso no sentir nada más en su vida.
–Ven conmigo –repitió, y besó ligeramente sus labios.
Su boca se quedó allí quieta, apretando con fuerza, presionando sus dedos contra la cara
del chico, entre su pelo.
Finalmente, él no fue capaz de aguantar más. Sus ojos se cerraron y abrió la boca.
El ansioso mar entró por ella a toda velocidad.

Paul consiguió finalmente meter la llave en la pequeña cerradura y la giró.


El brazalete alrededor de la muñeca de Mike se soltó con un chasquido. Paul lo agarró y
se abrieron sus extremos como garras extendidas. Una nube de sangre inundó el agua, y
la muñeca flácida de Mike flotó a través de la abertura.
Paul hizo pie, agarró a su hijo sin vida, Dios mío, no está respirando, oh, por favor no, lo
alzó y lo sacó del agua.
–¡Mike! –gritó mientras comenzaba a subir las escaleras con él entre sus brazos, liberado
del agua. Los ojos de Mike permanecían cerrados–. ¡Mike! –gritó de nuevo, llevando el
cuerpo del muchacho a través de los escalones metálicos tan rápido como podía.
Escuchó voces que gritaban: –¡Vamos, vamos! –y– ¡Rápido, por aquí! –Pero por su men-
te solo pasaba el abandonar aquella ensenada. Se tambaleó una vez sobrepasado el último
escalón, y dos paramédicos cogieron con suavidad a su hijo de entre sus brazos, diciendo
cosas reconfortantes como–: Lo tenemos, señor. Se pondrá bien.
Paul se levantó, impotente, y observó cómo dejaban el cuerpo de Mike sobre la hierba.
La mujer, la de más edad, tenía su mano sobre el pecho de Mike. No se movía. Ella des-
plazó la mano hacia el cuello.
–No tiene pulso –dijo.
Junto a ellos, de pie, había dos policías, y otros dos esperaban entre las sombras, uno de
ellos hablando por la radio, dirigiendo una linterna de menor potencia hacia los pies del
pequeño que estaba a su lado.
Joe, se percató Paul. Ese es su amigo, Joe.
Paul quería acercarse, preguntarle qué había sucedido, cómo es que Mike había acabado
en el fondo de aquella cala, esposado, atrapado y abandonado a su suerte.

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No, todavía no. Se agachó, se abrazó las rodillas, la lluvia los empapaba, y observó a los
sanitarios practicarle a su pequeño una reanimación cardiopulmonar.
Hank Denton se colocó a su lado, respirando pesadamente. Puso una mano en la espal-
da de Paul y luego la retiró. Ambos observaban a los médicos mientras trabajaban, espe-
rando que se obrara el milagro, aguardando el momento en que escupiera el agua y dejara
paso al aliento y a la vida en aquel cuerpo menudo.
–Algo tiró de mí –dijo Hank, los suficientemente flojo como para haberlo dicho para sí
mismo, quizás solo para que Paul y él lo oyeran–. Estaba a punto de abrir las esposas, y
algo... mierda, algo tiró de mí, no me soltó hasta que...
Paul escuchaba pero no oía. Sus ojos estaban fijos en Mike. Observaba el masaje car-
díaco. Escuchó al otro niño, Joe, llorar y gritarle a Mike que se despertase. –¡Por favor,
despierta!
Se acordó de la pesadilla. La amenaza de su esposa. La cama de hospital. El espejo ne-
gro. Ella lo había mantenido allí, sumido en un estado de letargo, para poder obrar aque-
llo. Así se quedaría con él.
El Ojo.
Ese ojo negro y ovalado, mirándolo. No, un ojo no. Un sol negro. El verdadero poder
del universo, el dios oculto. Ese poder había creado una manifestación que encontró su
camino en un subconsciente compartido. ¿Sabía ella siquiera que estaba allí? ¿Sabía que
los estaba mirando?
Ella había marcado el camino hasta su subconsciente y lo había seguido. Un sueño den-
tro de un sueño, del que había escapado pero, ¿de qué y hacia qué noche oscura?
Miró hacia el cielo nocturno y entrecerró los ojos. Las gotas de lluvia repiqueteaban más
allá de él. Se preguntó si el universo sería tan insensible como muchos sospechaban. Pen-
só, tal vez, que el rasgado límite entre la vida y la muerte, tan maleable como el alquitrán
pegajoso, no estaba tan desprovisto de compasión y conocimiento como podría parecer.
Paul pensó que tal vez, solo tal vez, el universo podría tomar partido. Ejercer de juez. Dic-
tar los términos si fuese necesario. Si se le convocaba.
Escuchó una risa ligera. Una risa suave y familiar que lo saco del tumulto que lo rodea-
ba. Podía sentir su presencia. Se volvió hacia el agua y la vio.
Negro sobre negro, de pie en la parte superior de la escalera, mirándolos a todos, espe-
rando. La lluvia la emborronaba, pero ciertamente estaba allí; una sombra goteante con-
tra la noche, el mar a su espalda, una leve insinuación de cabello rubio ondeando con el
impetuoso viento, los ojos brillando mirándolo, triunfantes.
Ha venido a por él, pensó, y supo que había ganado, supo que era verdad en el fondo de
su corazón roto. Ella había deseado tenerlo y ahora iba a ser suyo. Para siempre.
Dio un paso hacia ella, apartándose de Mike, de los policías, del estéril trabajo de los pa-

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ramédicos. Lejos de la bruma de las linternas, acercándose al ojo viscoso y a la mujer que
se había atrevido a convocarlo.
–Louisa –dijo, por lo bajo, pero sabía que ella podía escucharlo.
La cabeza de la sombra se ladeó, los ojos flotantes en un charco de humo se volvieron
para estudiarlo, con curiosidad. Se materializó el destello de un relámpago, y la sombra se
transformó, se convirtió en algo parecido a un insecto. Los brazos se tornaron delgados y
puntiagudos, el cabello se transformó en un amasijo de tentáculos. Una cabeza triangular
inclinada, el blanco de los ojos llameantes, de repente enfurecidos, exultantes.
Paul se acercó un poco más. Se quitó el anillo de bodas del dedo húmedo, lo sostuvo en
la palma de su mano, la lluvia bailaba en la superficie como duendecillos danzarines.
–Es mío, y no voy a dártelo –dijo él. Tiró del brazo hacia atrás y arrojó la alianza al océa-
no de oscuridad del que había salido. Tomar parte. Dio un paso hacia ella, con agresivi-
dad, y entonces los ojos se estrecharon, la sombra alargada, insectoide, retrocedió un paso,
aquella silueta soltando hilillos de sangre, el cabello rubio convirtiéndose en tentáculos
que se desvanecieron en la lluvia, aquella forma fragmentándose en pedazos, retirándose
como si la hubiesen llamado–. Es mío –dijo de nuevo, suplicándole no solo a ella, sino
a todo aquel que pudiera escucharle, sabiendo lo que significaban esas palabras, que se
mantendría fiel a ellas. Que nunca lo dejaría ir de nuevo.
Se produjo un leve gemido, luego un crujido como el restallido de un látigo. Una ráfaga
de viento helado golpeó su cara y soltó un quejido. Ella dijo su nombre, y dejó una adver-
tencia mientras pasaba. Captó su olor y ella desapareció.
Paul esperó, sin atreverse a darse lo vuelta. Miró al mar, al negro horizonte. Esperando,
rezando. Prometiéndole todo tipo de cosas.
Algo se abrió dentro de su pecho, floreciendo hacia fuera, extendiéndose en espiral,
como el óvulo de una planta desplegándose, recibiendo un impulso que lo llenaba con
su electricidad, calentando los dedos de sus pies, las puntas de sus orejas, las raíces de su
pelo. En un instante, lo vio todo claro. Se llevó un puño a la boca y quiso gritar.
Detrás de él, escuchó a Mike toser, escupir, y luego inhalar aire con sus pulmones.
–¡Lo tenemos! –gritó alguien.
Paul dejó escapar su grito, se volvió y corrió hacia su hijo, se dejó caer en el barro a su
lado. La gente chillaba y escuchó al otro niño aullar como si hubiera perdido la cordura.
Los rayos de la linterna iluminaron el cuerpo de Mike, su carne brillando intensamente.
Una máscara de oxígeno se deslizó sobre su boca. Sus ojos estaban abiertos, buscando.
Vivos.
La lluvia los bañaba y se produjo un alarido generalizado de triunfo mezclado con llan-
tos. Para Paul, sonaba como una multitud.
–Estoy contigo –dijo Paul, apartando el pelo de la frente de Mike para darle un beso. Le

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levantó la cabeza, se encontró con los ojos azules grisáceos de su hijo y le sostuvo la mira-
da con sus pupilas giratorias.
Los ojos de Mike se abrieron de par en par en señal de alarma.
–Estoy justo aquí.

Relato contenido en el libro


“CONTEMPLAD EL VACÍO”
DE PHILIP FRACASSI

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