Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
—1—
Henry S. Whitehead
—2—
Dulce hierba
—3—
Henry S. Whitehead
—4—
Dulce hierba
lunar. Observó el mar durante un buen rato. Después, cerró los ojos,
bebiendo de los aromas mezclados y embriagadores.
Un ruido atrajo su atención. Levantó la cabeza, observó el estrecho
camino privado que iba hasta el mar. Claramente contorneada bajo la luz
de la luna, una joven, posiblemente de unos quince años, ascendía el
camino en dirección a él. Un camisón holgado revoloteaba alrededor de
su ágil cuerpo, y alrededor de su cabeza, enroscada descuidadamente, lle-
vaba una toalla blanca enrollada como si fuera un turbante. Estaba muy
cerca, y apenas hacía ruido con sus pies descalzos sobre el camino arenoso.
Quizás la sobresaltó la sombra de Cornelis moviéndose ligeramente.
Entonces se detuvo en su lánguido caminar, elevando el esbelto cuello
como si fuera un cervato, los orificios nasales completamente abiertos,
los ojos de par en par, tomados por sorpresa.
Después la muchacha le reconoció y le hizo una reverencia, su súbita
sonrisa revelando unos dientes blancos y regulares en una boca delicada
y ancha... una boca hecha para el amor. Bajo la transformadora magia
de la luz lunar su pálida piel morena brillaba como la nata.
–Me estaba dando un baño –murmuró ella explicándose.
Perezosamente, como con desgana, reanudó su sedado y lento cami-
nar, los músculos fluyendo, ondulantes, como si fuera a rodear la casa
hasta el poblado que se extendía en la parte trasera. Sus ojos se mantu-
vieron fijos en Cornelis.
Cornelis, sobresaltado, se había sentido súbitamente congelado
ante la inesperada aparición. Ahora su sangre resurgió y su corazón
empezó a latir tumultuosamente. Una turbulenta ola de aire marino
endulzado por el acre aroma de la dulce hierba se abalanzó sobre él.
Cerró los ojos.
–¡Ven! –susurró, casi inaudiblemente.
Pero la muchacha le oyó. Se detuvo, le miró, dubitativa. Él consi-
guió asentir con la cabeza en su dirección. La sangre le latía con fuerza
en las venas; se sintió como si le hubieran separado de sí mismo, débil;
ahogado por el aroma de la dulce hierba y el jazmín.
La chica subió con ligereza los escalones de piedra de la galería. La
sombra de las pequeñas hojas de jazmín produjo un efecto grotesco
sobre su rostro cuando se detuvo y la luz de la luna se filtró atravesán-
dolas mientras se movían mecidas por la ligera e irregular brisa marina.
—5—
Henry S. Whitehead
—6—
Dulce hierba
—7—
Henry S. Whitehead
—8—
Dulce hierba
—9—
Henry S. Whitehead
pueblo. Sólo quedaba una cosa por averiguar. Ahora entendía por qué
nunca había visto a la muchacha en su finca. ¿Pero qué había estado
haciendo «dándose un baño en el mar», por la noche? Semejante prác-
tica resultaba inaudita entre los negros. Muy pocos, de hecho, se atre-
verían a alejarse tanto, y ni siquiera a salir de sus casas a menos que se
vieran obligados a ello, tras la puesta del sol. Las mismas casas queda-
ban completamente cerradas durante la noche, las puertas de las caba-
ñas marcadas con cruces para mantener fuera a los jumbee y a los fan-
tasmas; sus techos de hierro ondulado rociados con puñados de arena
de la playa para que los hombres lobo que merodean cada noche se
demorasen contándolos. Una vasta superstición gobernaba con cade-
nas de hierro las vidas de los negros santacruceros. Creían en la necro-
mancia, en la brujería; ellos mismos practicaban el obeah para curarse
las enfermedades, y se cobraban sus venganzas con la ayuda del Vaux-
doux; prácticas llegadas durante los días de la esclavitud a través de Car-
tagena y Jamaica; desde la desembocadura del Congo hasta Dakar;
Obayi de Ashanti; Vauxdoux, adoración de la Serpiente junto a los
horrores que la acompañan, a través de los salvajes dahomeyanos que
habían esclavizado para el Rey Cristophe en los cañaverales del Haití
negro.
Ir desde las colinas hasta el mar, por la noche, para darse un baño...
simplemente resultaba inaudito. Y sin embargo, la muchacha, al verle
allí en la galería, se había sobresaltado claramente. Venía del mar. Su
ágil cuerpo y la toalla alrededor de su cabeza estaban húmedos por el
mar aquella noche. Resultaba inaudito a menos que... Cornelis había
aprendido algo en los seis meses que duraba su estancia en Santa Cruz.
–¿Quién es la madre de Julietta? –preguntó repentinamente.
Honoria no sabía nada sobre la madre de Julietta. Aquello era el
extremo occidental de Santa Cruz, y Honoria había vivido toda su vida
cerca de Christiansted.
Pero tres días más tarde Cornelis supo la verdad gracias a un ceji-
junto Alonzo. La deferencia con la que la joven había sido tratada por
los otros criados, los negros de su poblado, había sido notable. Aunque
reacio, Alonzo terminó por revelarle a su amo la verdad. La madre de
Julietta era la mamaloi, la bruja, de aquella parte de la isla.
Aparte de satisfacer su curiosidad, aquella noticia poco significaba
— 10 —
Dulce hierba
— 11 —
Henry S. Whitehead
— 12 —
Dulce hierba
— 13 —
Henry S. Whitehead
A las nueve bajó las escaleras, acudió hasta la galería sur bañada por
los aromas de las blancas flores de jazmín y la dulce hierba. Todo estaba
en silencio. Como de costumbre, hacía una hora que los criados habían
abandonado la casa.
La camisa colgaba sobre la barandilla de piedra de la galería. Bajó
corrien-do los escalones, encontró un palo, levantó cuidadosamente
con él la almidonada camisa por un extremo y la introdujo en la casa.
No tenía marcas, salvo las propias del almidonado. Había sido plan-
chada antes de su desaparición.
La llevó hasta la cocina e hizo descender cuidadosamente la esquina
de la fina prenda hasta que prendió en una de las ascuas de un hornillo.
El fino lino ardió, y ella lo manipuló con el palo hasta que todas sus par-
tículas se hubieron consumido; después, removió los carbones. Saltaron
un par de chispas. La camisa había quedado completamente quemada.
Con el rostro chupado, regresó al dormitorio de arriba. Cornelis se
había dormido. Se sentó junto a su cama durante dos horas; después,
tras dedicar una larga mirada a su enrojecido rostro, se dirigió en silen-
cio a su propia habitación.
Por la mañana la fiebre se había esfumado. Muchas de las pústulas
más pequeñas habían desaparecido. El sarpullido que quedaba estaba
bajando. Cornelis, atendiendo a sus súplicas, permaneció en la cama.
Pero al mediodía se levantó. Dijo que se sentía perfectamente bien.
–Tanta preocupación por un simple sarpullido provocado por el
calor –suspiró Honoria. Tenía cuatro hermanos. ¡Hombres! Todos eran
iguales. ¡Cuántas veces había oído decir aquello a su madre y a otras
mujeres maduras!
Aquella noche, la piel de Cornelis estaba completamente restable-
cida. Era como si aquel intervalo de ardiente agonía no hubiera exis-
tido nunca. Cornelis, aparentemente, había olvidado aquel doloroso
día. Pero la reacción le había vuelto especialmente alegre durante la
cena. Se rió y bromeó más de lo habitual. Ni siquiera le prestó atención
a Julietta mientras ésta servía la mesa silenciosamente.
Dos noches más tarde, en plena cena, Cornelis se atascó en mitad de
una frase. Su rostro adquirió una palidez mortal, sus labios se resecaron
repentinamente, experimentó un dolor abrasador, como el impulso de
un cuchillo hurgando en su pecho una y otra vez. Súbitos espumarajos
— 14 —
Dulce hierba
— 15 —
Henry S. Whitehead
–¡Ooh, por Dios, señora! ¡Oooh, Dios! ¡No he sido yo, señora, se lo
juro por Dios! ¡No he sido yo, señora! ¡Ooh, Dios, mis huesos! ¡Me los
va a romper, señora! ¡Por el amor de Dios, suélteme!
Pero Honoria, inflexible, despierta ahora la batalladora sangre de su
clan, seguía agarrando sin piedad a la joven negra.
–¡Quítaselo! –era la palabra que surgía una y otra vez a través de sus
pequeños y apretados dientes. La muchacha empezó a luchar, sin resul-
tado; después se rindió y se dejó agarrar sumisamente contra la pared,
sus ojos completamente abiertos, asustada ante aquella inesperada y
repentina violencia.
–¿Qué es lo que le estás diciendo que haga? –preguntó Cornelis
recobrándose, impactado, desconcertado.
–Se trata de su maldito «obi» –siseó Honoria–. Voy a obligarla a que
te lo quite o la mato.
–Ha sido su madre –dijo Cornelis repentinamente inspirado–. Sé
algo sobre su madre. Pregunté. Su madre, la madre de esta muchacha,
allá en las colinas... es la madre de la muchacha la que hace estas perver-
sidades.
Honoria renovó repentinamente su desesperada tenaza sobre los
insensibles brazos de la muchacha, retorciéndolos hasta que el esbelto
cuerpo de Julietta, rindiéndose, se derrumbó pesadamente sobre el
suelo. Honoria la amenazó con un gran cuchillo de cortar carne que
agarró de la mesa frente a su marido.
–¡Levántate! –ahora su voz era grave, mortal–. Levántate, diablesa, y
condúceme hasta la casa de tu madre.
Julietta, temblando, en silencio, se arrastró hasta ponerse de pie.
Honoria señaló hacia la puerta con la enorme y brillante hoja del
cuchillo. La muchacha salió en silencio, seguida por Honoria. Cornelis
permaneció sentado en su silla de caoba y, aún atontado por el insopor-
table dolor que había experimentado, se desplomó hacia adelante,
sobre la cabecera de la mesa. Permaneció inmóvil hasta que Alonzo, el
mozo, convocado por el aterrorizado cocinero de tez cenicienta, que lo
había oído todo, le levantó y le ayudó a subir a su cuarto.
Las dos mujeres doblaron la esquina de Casa Fairfield, dejaron atrás
en silencio las amontonadas cabañas del poblado de la finca e iniciaron
el ascenso de la inclinada colina que se alzaba detrás de la misma. A
— 16 —
Dulce hierba
— 17 —
Henry S. Whitehead
— 18 —
Dulce hierba
— 19 —