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2 Sep
Hay un fantasma que sobrevuela las ansiedades de la literatura argentina actual, con sus
ambientes mundanos, insulares y, en ocasiones, malignos. No es necesariamente la
presencia espectral y opresiva de categorías como “genio” u “obra maestra”, que al fin y
al cabo se endilgan con la misma generosidad con que en el fondo se descree de ellas. Es
más bien otra cosa: la simple y aparentemente inofensiva noción de “valor”. El fenotipo
actual en la literatura argentina pareciera ser el del autor cuyo método defensivo para
disimular su esterilidad consiste en elaborar todo un armazón teórico (más bien, pura
retórica), en el cual acomodar su obrita, como una urraca instala con cuidado sus huevos
en el nido recién armado. En ese nido temeroso – en el árbol de muchas ramas que
albergan muchos otros nidos temerosos: nuestra complaciente ciudad de las letras –, todo
autor recrea para sí mismo, en un ambiente artificial y calibrado, la creencia en el valor
de su obra. Y no es que deba discutirse necesariamente la realidad o irrealidad de ese
valor (al fin y al cabo, hay quizás más cosas válidas que inválidas bajo el cielo). Pero es
que el gesto proteccionista (cuidando los propios huevos) resulta odioso, ese gesto de
repliegue sindical que busca conjurar la comparación, el juicio de valor y que domestica
toda exterioridad silvestre. ¿Cómo se lleva a cabo esta cobardía? Instaurando – bajo el
disfraz más insidioso, el de la libertad experimental – un régimen donde sólo ciertas cosas
son literatura, donde sólo ciertas libertades y ciertos experimentos son pensables. Y
afuera, en el desierto, en las tierras exteriores a la Fortaleza Bastiani, queda toda una
literatura posible sin hacerse, una potencial invasión de bárbaros que nunca llegará. Pero
cuando llega uno de ellos, de orgullosa estirpe tártara, es invitado a pasar a la fortaleza y
tentado con cantos de sirena para quedarse a vivir allí y olvidar para siempre que llegó de
afuera, de un desierto, de una tierra baldía donde los conjuros que se realizan son
bestiales, y a esos conjuros los enclaustrados de la fortaleza le llaman “literatura”. Arlt,
Laiseca, Lamborghini, Marcelo Fox, Macedonio Fernández, entre otros (¿de qué sirve
una lista?), llegaron de ese desierto. Algunos de ellos no entraron nunca a la fortaleza.
Otros entraron y se fueron. Otros entraron y se quedaron.
Pero siempre es emocionante, desde las almenas de esa fortaleza mustia, ver aparecer en
el horizonte a uno de esos bárbaros que, si bien no llega acompañado por peligrosas
legiones, porque siempre vienen de a uno, tiene intacto el sentido incendiario de su
estirpe. Viene a destruir. Esa es su mayor virtud. Los habitantes de la fortaleza lo
despreciarán o lo venerarán, porque en el fondo odian esa construcción enorme y absurda,
y sueñan en vano con volver al desierto. A alguien que viene con afán de desmontar todo,
ladrillo a ladrillo, sólo pueden temerle.
En 2017 se publicó una novela titulada Las brigadas. Su autor se llama Ariel Luppino.
Ésta es su primera novela publicada y, entre las páginas, pueden verse todavía los granos
de arena del desierto donde la escribió.
Cuestión de estirpe
Al hablar de Tadeys de Lamborghini, Roberto Bolaño decía que era “una novela
insoportable”:
leo (dos o tres páginas ni una más) sólo cuando me siento particularmente valiente. De
pocos libros puedo decir que huelan a sangre, a vísceras abiertas, a licores corporales,
a actos sin perdón.
Hay que suponer que, en ese mismo espíritu, Las brigadas de Ariel Luppino habría
resultado una tortura para Bolaño, excepto porque lo más terrible que tiene esta novela es
que, precisamente, no se deja leer a cuentagotas… Pese a su horror superlativo, exige ser
leída sin interrupción. Es hipnótica.
Hay libros que inspiran miedo, miedo de verdad. Más que libros parecen bombas de
relojería o animales falsamente disecados dispuestos a saltarte al cuello en cuanto te
descuides.
La crítica usualmente gusta del término “tradición”. Parece haber un tufillo colectivista
en la denominación, la idea de una literatura que estamos construyendo entre todos. Pero
están aquellos que, como Arlt, escribieron en “orgullosa soledad”. Cuando se habla de
ellos, la palabra “tradición” pica. Parece mejor hablar de estirpe. De estirpe de escritores
que se comunican a distancia, a veces sin conocerse, y que, con obras arrogantes, reniegan
de cualquier filiación. No tienen “padres”. Ricardo Strafacce, para hablar de Las
brigadas, diferencia entre las poéticas grupales y los proyectos de los “lobos solitarios”
(y con Luppino uno puede pensar, como diría Faretta, que hay apellidos que son destino):
precisamente es esta soledad de promontorio la que uno percibe en la novela. Quizás sería
difícil para los lectores de 1973 que leyeron “Mi mujer” de Laiseca, o los de 1976, que
leyeron Su turno para morir, inferir el proyecto desmesurado que se estaba anunciando
en esas páginas prematuras. Las brigadas no posee ese obstáculo: como primera novela,
es indicio más que suficiente de la desmesura de un proyecto. Como Lamborghini con El
Fiord, Luppino abre la trayectoria de su proyectil con lo que las complacencias
museísticas suelen llamar obra maestra. Aunque todavía es un astro solitario en la
nebulosa de la actual literatura argentina, ya desde ahora pueden intuirse los satélites que
orbitarán a su alrededor.
Gabriela Cabezón Cámara llama al autor con el mote de la “Bestia”. No creo que necesite
aclararse nada más. Excepto, quizás, por citar a Lamborghini: “Las fuerzas de la
naturaleza se han desencadenado”.
A Luppino no le gusta que tilden su novela de contraseña, de obra secreta, de novela para
escritores… A Laiseca tampoco le gustaba. Ciertas obras exigen algo más que la mera
complacencia del susurro de salón.
Esteban Prado, un agudo lector de Libertella, acuñó la expresión “las Tres Eles” para
hablar de esa circulación experimental (podríamos decir, ese tríptico de destructores) que
se articula entre Lamborghini, Laiseca y Libertella. La expresión es afortunadísima (la
fortuna del hallazgo: la coincidencia de las letras iniciales parece brillar como una moneda
en el suelo, esperando a ser recogida). Pero, si recortamos a Libertella del grupo (en Las
brigadas se tira su cuadro al piso), es porque hay quizás sintonías más intensas entre
Lamborghini y Laiseca, sintonías estéticas y paranoias oscuras que Libertella no
desarrolla por el lado de la cuestión del poder y el Mal. Sí lo hace Luppino. He aquí otra
forma de cerrar el tríptico afortunado de Eles.
Es un ser del futuro que no pudo persistir en un presente que le sonaba a pasado de tan
anacrónico.
Las ratas, por su parte, poseen muchas dimensiones en esta novela: abundan como indicio
de la peste, son también símbolo de cierta animalización de los civiles sometidos por esta
dictadura. Pero también hay algo más, un nivel totémico con el que el Milico se identifica
a sí mismo y a partir de lo cual pone en escena ciertos espectáculos desquiciados. Esto
último, concentrado en dos episodios, el del teatro de sombras y el del teatrino, son de
una altura literaria tal que es prácticamente indescriptible el efecto que producen. Una
mezcla indesbrozable entre estupor, risa, pavor y depresión. Son escenas de una
perfección temible y de una calibrada malicia. Cuando uno termina de leerlas, se siente
como al despertar después de haber soñado algo particularmente opresivo y ambiguo,
algo que se va hundiendo en el olvido paulatinamente, para dejarnos una impresión de
angustia intransferible.
“Hacer sistema”
Querer leer Las brigadas como una forma de ciencia ficción diluye, sin duda, su
gradación alcohólica. Porque el futuro que exhibe no es una proyección hacia adelante,
sino el retorno de una latencia cuya morada se ubica en una suerte de inconsciente político
argentino.
Y es que, en todo caso, lo que permite enhebrar Las brigadas con la serie de ficciones
postapocalípticas argentinas recientes es, no la filiación genérica estricta, sino más bien
todo aquello que, haciendo uso de un mero tópico de la ciencia ficción, permite poner en
vacilación los principios complacientes de la idea misma de narrar. Lo genérico sería
aquí, en esta novela, un medio para fundar una lengua y un método. Pero algo sucede con
Las brigadas: repugna instintivamente colocarla en series, agruparla, amontonarla entre
otros textos cuyo fenómeno común los abarcaría, los haría conjunto. Esa sospechable y
variable “nueva ola” de la ciencia ficción argentina tropieza demasiadas veces con los
vicios del oportunismo y la moda (como si todo escritor joven quisiera tener su novela de
ciencia ficción con la cual reinvertir y justificar el tiempo que usa en Netflix). Entonces,
para hablar de un texto que es a todas luces excepcional, sólo cabe empecinarse en refinar
el sistema de comparaciones. Hasta cierto punto, la novela de Luppino parece tolerar sólo
la puesta en diálogo con Pinedo (puede parecer incluso que, en el título, Las brigadas,
resuena Plop con sus divisiones del clan sobreviviente en diferentes brigadas). Y sin duda
son aplicables a Las brigadas las palabras con que Gaut vel Hartman definía la de Pinedo:
“festival antropológico de la degradación”.
No creo, sin embargo, que Pinedo alcance el nivel de inhospitalidad moral de Las
brigadas, con esa sensación de un mundo endemoniado, de un universo regido por esas
reglas totalmente carnales que prevalecen en el infierno.
• Por empezar, las novelas, hoy de culto, de Rafael Pinedo, especialmente con Plop
y Subte, primera y tercera de su tríptico postapocalíptico: como en Las brigadas,
en las ficciones de Pinedo parece primar la especulación humana por encima de
las exploraciones sobrenaturales, bajo un frontispicio que las abarca a todas, que
bien podría expresarse en el apotegma de Thomas Hobbes: “el hombre es lobo del
hombre”;
• El año del desierto de Pedro Mairal: hay, en ese sentido de futuro como retorno
a un pasado traumático reprimido, un diálogo posible entre Las brigadas y la
novela de Mairal, sólo que Luppino lleva a un extremo de pesadilla lo que en El
año del desierto de Mairal se tematizaba de manera más explícita como un
retroceso distópico a diferentes capas de la historia nacional, hasta regresar al
ominoso desierto fundacional;
• La trilogía de Oliverio Coelho – Los invertebrables, Borneo y Promesas
naturales: donde Luppino mira hacia Lamborghini y Laiseca, Coelho lo hace
hacia Aira, Levrero y acaso Cohen (y también hacia Lamborghini, pero desde otro
lugar). Un sistema de autores que Coelho denomina como “la ética de los lobos
solitarios”, y que no suena mal como lema para intentar comprender hacia dónde
va el proyecto de Luppino.
Mirando hacia atrás, imposible no nombrar algunos mojones argentinos de base, como El
aire de Chejfec (¿sería demasiado saeriano para Luppino?), Cruz diablo de Eduardo
Blaustein, La ciudad ausente de Piglia o el amplio mundo de Marcelo Cohen
(especialmente con El oído absoluto y El testamento de O’Jaral).
Ahora bien, como ya ha establecido la lectura de Gabriela Cabezón Cámara, Las brigadas
sería el engendro derivado de la cópula de Laiseca y Lamborghini – un nuevo Atilio
Tancredo Vacán parido entre las ondas, en esta llanura de los chistes que es nuestra
literatura -. Como Laiseca, Luppino domina el arte insidioso del diminutivo. Como
Lamborghini, exhibe cierto lunfardo personal, ciertas sordideces agauchadas. Y como
Laiseca, otra vez, el autor de Las brigadas es capaz de escribir en Argentina una novela
sobre violencia militar, introducir a un psicópata torturador al que bautiza como “el
Milico”, y, de todas formas, no someterse a las satisfacciones fáciles de una alegoría sobre
la dictadura. Porque, en cierto sentido es una novela sobre desaparecidos, secuestrados
por militares: un horror muy idiosincrásico. Pero en otro sentido, no lo es (el imperativo
lamborghineano: “Para cortar definitivamente con cualquier tipo de militancia o para
cortar con todo lo que no sea una”).
Pues debe tenerse en cuenta que Las brigadas no es la cruza entre ciencia ficción post-
apocalíptica y novela de la dictadura: no es Cuerpo a cuerpo de Viñas más Plop de
Pinedo. No es Recuerdo de la muerte de Bonasso más El año del desierto de Mairal. En
todo caso – y porque la fuerza de Las brigadas no está supeditada ni a lo post-
apocalíptico, ni a la remisión a la dictadura -, es El Fiord más Los sorias. Y como punta
de lanza de un proyecto, va por más.
Cuando uno lee Las brigadas, las exégesis banales brotan solas en el lector para explicar
el mundo febril que se pone en escena en sus páginas: ¿se trata de una alegoría?, ¿es una
pesadilla?, ¿está, como se ha dicho de la escena final de Peer Gynt, situada en el Infierno?,
¿es una realidad delirante? La voz del autor parece interponerse para frenar el
despeñadero de hermenéuticas ociosas e ineptas: no, es la realidad. Pero la realidad
desplazada hasta sus bordes, desplegada hasta sus consecuencias finales, ese punto donde,
al estirarla, se vuelve ominosamente irreal, pero posible. Precisamente, al hablar de
Laiseca, Luppino afirma:
Laiseca no es un escritor del delirio. Eso sólo pueden decirlo quienes no lo leyeron o no
lo entendieron, o quienes se tomaron al pie de la letra la definición que él dio para su
obra: realismo “delirante” aquí debe entenderse como realismo desfasado, desplazado,
aunque ese corrimiento es hacia el plano de las hipótesis. Laiseca capta el núcleo
delirante del poder y lo despliega hasta sus últimas consecuencias: esas posibilidades
son las tramas de sus novelas.
Luppino estiró hasta el límite ese mismo elástico (la capacidad de torcer la lengua para el
horror) que habían comenzado a estirar Lamborghini y Laiseca, prescindiendo del
hermetismo, prescindiendo de la acumulación.
Puesta en Mito
Algunos momentos de Las brigadas son cúspides que reenvían a las consignas
lamborghineanas y a los apotegmas sadomasoporno de Laiseca. En cierto punto, por
ejemplo, la novela deja caer esto: “Dos pijas para una concha: algún culo iba a sangrar”.
Le recordé su frase a Luppino y él me contestó algo increíble: “es como un haiku”.
Luppino, él mismo, el autor, es, como lo era Laiseca, parte del efecto de su obra. Es capaz
de exponer la teoría de su proyecto con una claridad alarmante, como si detrás de cada
imagen del Mal, detrás de cada iluminación, hubiera una teoría personal y ominosa que
desea poner a prueba por medio de la ficción. Cuando hablamos de la escena del teatrino
(y su editor, que leyó siete veces la novela, también admira este episodio), el autor soltó
una teoría personal sobre la crueldad que los adultos infligen a los niños al reproducir un
lenguaje infantilizado; lo siniestro, la violencia y el poder que están implicados en la
situación antinatural de un adulto hablando como niño. Como si esbozara teorías sólo
posibles en otro planeta, Luppino logra iluminar conos de sombra de la realidad con un
método de pensamiento imposible de imitar.
Capítulo aparte merecen todos los indicios con que Luppino emparenta su propia figura,
a través del protagonista, con la de Laiseca, desde el bigote (“Ahora uso bigote […]
Parezco Laiseca”) y los delirios paranoicos sobre extraterrestres e inteligencia
suprahumana, hasta las lecturas esquizofrénicas y salteadas, entre Hitler, la Biblia y el I-
Ching; las justificaciones por “razones cósmicas”; los métodos para exterminar ratas del
capítulo XVII, que reenvían al segundo capítulo de Los sorias, con sus métodos para
exterminar “sorias”; la lista de compras del Milico en el capítulo IX para construir su rayo
catatónico; una terminología (“refocilar”, “serializar la violación” y todo un repertorio
sadomasoporno). Pero principalmente, la propia puesta en mito donde el narrador repite
el anecdotario laisequeano (el joven Laiseca cuando concebía su gran novela atonal e
interminable, y llevaba los manuscritos a todas partes con él):
Por aquella época yo andaba con un original bajo el brazo, como un fantasma. La idea
que tenía era delirante, absurda, pero por eso mismo alucinada: una novela anti-
saeriana que nadie quería publicar.
Verdugos y verdugueados
Ese “desmundo” (esa realidad desfasada) de la novela está poblado por lo que
Lamborghini, en la orgía sanguinaria de El Fiord, bautizaba como “verdugos y
verdugueados”.
Durante el acto del Día de los Caídos, tras la anécdota infame que relata el Milico (el
homicidio indenunciable, en plena Guerra de Malvinas, contra un soldado connacional),
el carrero, cuya mujer fue brutalmente torturada anteriormente, le grita un insulto. El
Milico le dispara dos veces. Aunque el segundo lo mata, “El primer balazo le arrepolló
una oreja”. Inmediatamente recordamos otra escena. En El Fiord, en medio de la rebelión
sanguinaria contra el Loco Rodríguez, éste se defiende de los amotinados: “El primer
LATIGAZO me arrepolló la oreja izquierda”.
También como en El Fiord, Las brigadas posee una primera persona que es testigo del
horror, pero que luego es capaz también de refocilarse en la fiestonga, como diría
Lamborghini.
En la novela, el mundo militar del que hoy nos sentimos librados y a salvo, como si fuera
algo hundido para siempre en la noche mitológica de los tiempos, retorna como un
espectro lunático. Monitor y el Milico son seres que comparten la condición de ser el axis
mundi de una tiranía. La tiranía del Milico, sin embargo, es más pedestre, más sectorizada,
como la de un remoto guardián del infierno, y por eso mismo, de una malignidad que no
acepta la locura, la megalomanía ni la posibilidad de humanización que definen al
Monitor. El Milico no es un loco (o, en todo caso, no es sólo un loco). El Milico es –
como diría Luppino para definir la literatura – “algo radicalmente diferente a la vida”. Es
un demonio de la llanura, como los que definía Martínez Estrada al hablar de los caudillos
de Sarmiento: “Y aquellos siniestros demonios de la llanura que Sarmiento describió en
el Facundo, no habían perecido”. Quizás en esto el Milico pueda pensarse más cerca de
esa sordidez, sonriente como un ídolo pagano, que exhibe Matasiete, el matarife
echeverriano. O, esta vez sí Laiseca, el cadí torturador de la ya mencionada “Gran caída
de la indecorosa vieja”, relato al cual parece haber una suerte de guiño (voluntario o no)
en el primer capítulo de Las brigadas, como quien rompe el hielo con una remisión al
linaje de pertenencia.
Pero en ese proscenio feroz donde se escenifica Las brigadas, hay espacio para
paradójicas iluminaciones de ternura, como la conversación nocturna entre el
protagonista y el Milico, en la oscuridad del departamento de éste, con la lluvia sonando
fuera, recostados uno al lado del otro. Un episodio confesional y tan conmovedor como
tétrico: “Me dan ganas de abrazarlo”, piensa el narrador, mientras siente a su lado el “calor
amenazante” del cuerpo del Milico, en quien percibe cierta “sensualidad” y que cuando
narra una de sus anécdotas lo hace con un fraseo a la vez paternal y homicida. Este fraseo,
el del Milico, es uno de los logros más raros de la novela. Un canalla sentimental que
afirma finezas como “Pero con una mano en el corazón: ¿a quién no se lo cogieron de
prepo alguna vez? Me parece que no es para hacer tanto quilombo”[1].
Al final, al terminarse todo, uno no puede sacarse de la cabeza la imagen del Milico, viril,
comprador, monstruoso; recién afeitado, con olor a loción y el bigote perfectamente
recortado.
La indiferencia con que se relatan las atrocidades más obtusas es lo que va minando la
moral del lector. Al final uno termina extenuado. Pero uno ha leído la obra sin parpadear.
Desde el momento en que el Milico hace su obra de teatro, en el capítulo dos, la obra
crece, se torna poseída por un diabolismo extraño.
Las ratas recorren la novela. Son herramientas de tortura. Son máscaras teatrales… Las
ratas pueblan Las brigadas como el augurio simbólico de una peste moral. Como íconos
paganos del horror.
Hay que pensar en el “tormento de las ratas” que describe Freud en su estudio sobre la
neurosis del joven Ernst Lanzer. Este muchacho desarrolló una obsesión angustiante
cuando, sirviendo en el ejército, escuchó a un sádico oficial hablar de un método de
tortura: introducir ratas en el recto de las víctimas para que éstas destrocen sus vísceras.
Apenas escuchó esta narración, el joven no pudo evitar pensar con espanto, por una
simple variación imaginaria, que esa tortura podría ser aplicada a sus seres queridos, a su
padre y a su amada. Y no se pudo sacar esa idea insoportable de la cabeza. Las brigadas
ofrece un efecto semejante: como dispositivo traumático, es un generador de neurosis.
Echeverría y Ascasubi multiplicaron hasta el delirio el temor a la barbarie federal y a los
mazorqueros. Borges y Bioy, sugestionados como el joven Lanzer, leyeron “La refalosa”
y “El matadero” y pensaron que los jóvenes peronistas podían infligirles tormentos
análogos, entonces escribieron La fiesta del monstruo. Lamborghini percibió este artificio
neurótico y retribuyó con “El niño proletario”, una inversión del tópico. A todo esto, con
Las brigadas, Luppino desmonta los referentes ideológicos y nos deja el horror al
desnudo. Luppino es el sádico oficial que nos cuenta el “tormento de las ratas”. El lector
es el joven Lanzer.
Porque siendo todo lo sórdida que puede ser, la novela también es insidiosa. Pasa como
con Lamborghini y Laiseca: al leer Las brigadas uno no sabe si Luppino está del lado del
Bien o del Mal, del lado de las víctimas o de los victimarios. Porque la novela genera un
efecto: nos hace pensar que su autor tiene una extraña pericia para el horror, una capacidad
demasiado diestra para fabricar ese infierno.
“Logia Negra”
Estos hechiceros malignos, dugpas les llaman, cultivan el mal por el mal mismo y nada
más. Se expresan en la oscuridad para la oscuridad, sin ningún motivo. Esta fervorosa
pureza les permite acceder a un sitio secreto de gran poder, donde el cultivo del mal
aumenta de forma exponencial. Y con ello, la continuidad de su poder. Estos no son
cuentos de hadas o mitos. Este lugar poderoso es tangible, y como tal, puede ser
encontrado, se puede ingresar en él y, quizás, utilizarlo de alguna manera. Los dugpas
tienen muchos nombres para ese lugar, pero el principal entre ellos es el de “Logia
Negra”.
Lector malentretenido
Strafacce, al reseñar Las brigadas, desmontaba el prejuicio crítico según el cual una
novela divertida no puede ser buena. La elogia, entonces como profunda y divertida. Con
sencillez afirma: “a mí me gustó mucho”. Quizás en esta declaración de placer, en esta
subordinación completa a la condición de lector y en el uso de lo que parecería una mala
palabra (“divertido”), está una de las claves. Luppino logra escribir la novela de placer
que Charlie Feiling reclamaba hace casi treinta años como difícil de encontrar en nuestra
literatura, sin por ello bajar la vara de la experimentación y el valor. Como dice Strafacce:
profunda y divertida. Ese es el efecto que produce.
Por un lado, un ritmo kafkiano, pero del Kafka de los cuentos. No el ritmo cansino y en
bucle de El castillo, sino el compás pesadillesco, amenazante y levemente distanciado de
“La colonia penitenciaria” o de “Josefina la cantora”. Por otro lado, el terror (Plop misma,
en su momento, fue leída en parte como una novela de terror). Luciano Lamberti afirma
que “El matadero” o “El niño proletario” pueden leerse como literatura de terror. En ese
mismo impulso, también Las brigadas sería terror y “haría sistema” con la nueva ola del
género que parece haberse activado en los últimos años como por combustión espontánea
(Muzzio, Enríquez, Burzi, Schweblin, el propio Lamberti). Pero. Como sucede con la
ciencia ficción o con la alegoría política, ninguna etiqueta permite reducir ese núcleo
perverso que hace al efecto de sentido que transmite Las brigadas, que quizás ni siquiera
sea una novela. Es, eso sí, un ritual. De ahí la exigencia de su relectura: el ritual está hecho
para la iteratividad. Yo me descubrí releyéndola al hilo de terminarla, sin darme cuenta,
como si lo cíclico fuera su forma natural.
Porque da la sensación de que no escribió una novela. Sino que hay algo demiúrgico:
Luppino, como el teatrino del Milico, montó un pequeño infierno de cámara. A nosotros
nos llega con la forma de una novela.
Pero Las brigadas es verdaderamente inagotable (las lecturas de Mein Kampf, los delirios
paranoicos sobre los extraterrestres del planeta Inauro, las sutiles referencias literarias,
las batallas entre pandillas por el control territorial de la ciudad estragada, con el Cucarda
a la cabeza; el Ministro megalómano, llamado Visir por su secta; toda la iconografía
laisequeana con la que el narrador construye su propia imagen de escritor, y un pródigo
etcétera). En cada relectura parece densificarse hacia dentro. Al volver a la novela, una y
otra vez, el lector se vuelve susceptible y paranoico, toda palabra parece tener doble filo,
todo parece anunciar la inminencia de una revelación que antes pasó desapercibida. Como
pocos textos, esta novela genera la obsesión de una exégesis donde todo es
hipersignificante.
El interés obsesivo que causa su lectura quizás provenga en parte de una herencia a la que
Luppino no renuncia: el invencionismo aireano, resolverlo todo en lo novelesco puro.
Pero donde Aira opta por el clasicismo de la lengua literaria, Luppino optó por el destierro
esforzado que siempre está implicado en la búsqueda de un idioma secreto, encriptado
dentro del idioma conocido. Porque sorprende el extraño nivel de entretenimiento que
logra la novela, si se tiene en cuenta la enorme autoexigencia compositiva que se percibe
en su escritura. Si en Lamborghini y en Laiseca el horror se distribuye episódicamente,
aquí se expande, como en ciertos cuentos de Martínez Estrada, para germinar en un efecto
de pesadilla interminable. Después de leer las primeras páginas, que parecerían
insuperables en su sordidez, uno piensa, ¿a dónde va a llevar todo esto? Y el miedo y la
tensión se declinan en interés obsesivo. Pero si hay un placer, un divertimento, bajo este
efecto subyace el temor a una trampa: como en el movimiento de una araña, es un texto
que mantiene nuestra atención exigentemente a fin de retenernos, de atarnos a él y de, a
fin de cuentas, neutralizados, llevarnos a donde quiera. Algo abyecto reside apelmazado
dentro de esta novela. Si el lector sintió placer (con la culpa del vago y malentretenido
que merece el castigo del estado), se pregunta al final de todo: ¿cómo pude sentir placer
con esta abyección? Luppino nos recuerda nuestra insidia: el espectáculo del Mal nos
divierte.
Un tal Luppino llegó a la ciudad. Las carpas de su circo demencial se levantan ya en las
afueras. Hay payasos uniformados, pequeños animalillos, verdugos y verdugueados.
Ablande, teatro de sombras y de títeres. La entrada al circo es gratis y los que salieron de
ver el espectáculo no pueden dejar de pensar con espanto en lo que allí les fue mostrado.
Pero quieren volver.
Agustin Conde de Boeck
[1] En un primer momento cité mal esta frase. En realidad, la frase podría ser
perfectamente del Milico, pero es de otro personaje: el Trompa, quien, junto a la figura
siniestra del Ministro, conforman un tríptico de personajes especulares e intercambiables:
el mal en diferentes niveles arquetípicos del poder, de abajo hacia arriba. El Milico, en
todo caso, es, en esa trinidad, el núcleo donde el ojo de Luppino decide posarse para su
escenificación. En algunas de sus ficciones inéditas se perciben también otros
desplazamientos del foco de la crueldad hacia figuras equivalentes, donde sólo cambia la
denominación y la máscara: como la figura del Comisario en Las máquinas orientales.