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2. Explica el ideario colonialista a través de la imagen del anuncio de jabón Pears, del
texto de Kipling “La carga del hombre blanco” y del siguiente fragmento:
“Both the cult of domesticity and the new imperialism found in soap an exemplary
mediating form. The emergent middle class values — monogamy (“clean” sex, which
has value), industrial capital (“clean” money, which has value), Christianity (“being
washed in the blood of the lamb”), class control (“cleansing the great unwashed”) and
the imperial civilizing mission (“washing and clothing the savage”) — could all be
marvelously embodied in a single household commodity. Soap advertising, in particular
the Pears soap campaign, took its place at the vanguard of Britain’s new commodity
culture and its civilizing mission.” McClintock, Anne (1995): Imperial Leather: Race,
Gender and Sexuality in the Colonial Contest. New York-London: Routledge, p. 208.
A mis espaldas, un tintineo me hizo girar la cabeza. Seis negros avanzaban en fila,
ascendiendo fatigosamente por el sendero. Caminaban erguidos, muy despacio, llevando sobre
la cabeza pequeñas cestas de tierra, el tintineo acompasaba sus pasos. Alrededor de la cintura
llevaban unos harapos negros cuya parte posterior se movía hacia delante y hacia atrás, como
una cola. Se les veían las costillas y sus articulaciones eran como los nudos de una soga; todos
llevaban un anillo de metal alrededor del cuello e iban unidos por una cadena que se balanceaba
con cada paso, tintineando rítmicamente. Una nueva explosión me hizo pensar en el buque de
guerra que había visto disparar contra el continente. Era el mismo sonido abominable, pero ni
siquiera con el mayor esfuerzo de la imaginación podría llamarse enemigos a aquellos hombres.
Se les llamaba criminales, pero la ley que habían violado, al igual que los explosivos, había
llegado, como un misterio insondable, del otro lado del mar. Sus escuálidos pechos jadeaban al
unísono, las dilatadas aletas de su nariz se estremecían, tenían los ojos inertes, fijos en la cima
de la colina. Pasaron a menos de diez centímetros de mí, sin dirigirme la mirada, con la absoluta
y mortal indiferencia de salvajes infelices, de los salvajes que son víctima de la desgracia.
Detrás de aquel grupo de materia prima avanzaba, con desánimo, uno de los elegidos, producto
de las nuevas fuerzas de trabajo, con un rifle bajo el brazo. A la chaqueta de su uniforme le
faltaba un botón. Al verme, se echó el arma al hombro con celeridad. Simple prudencia por su
parte; a cierta distancia los hombres blancos éramos tan iguales que no podía saber quién era yo.
Lo comprobó muy pronto y con una enorme, blanca y pícara sonrisa, y dirigiendo una mirada a
su mercancía, pareció hacerme cómplice de su exaltada confianza. Al fin y al cabo, yo también
formaba parte de la gran causa que suponía aquella elevada y justa empresa. (34-35)
No quise detenerme por más tiempo en aquella sombra y me apresuré hacia la sede de la
Compañía. Ya cerca de los barracones me topé con un hombre blanco, de una elegancia en el
vestir tan inesperada que en un primer momento lo tomé por una especie de aparición. Llevaba
cuello alto almidonado, puños blancos, una chaqueta clara de alpaca, pantalones blancos como
la nieve, corbata de seda también clara y unas botas muy lustrosas. No llevaba sombrero e iba
bien peinado, con la raya en medio y el cabello engominado. Se protegía del sol con una
sombrilla de color verde que sostenía con una enorme mano blanca y llevaba un portalápices en
una oreja. Resultaba chocante. (39)
[…]arrojaron en dirección al feroz demonio del río puñados de plumas negras, una piel
sarnosa de la que pendía una cola, algo que parecía una calabaza seca; periódicamente, recitaban
un rosario de extrañas palabras que no recordaban a los sonidos de ninguna lengua; y los
profundos murmullos de la multitud, que se interrumpían bruscamente, eran como los responsos
de una satánica letanía. (150)
[…]se trata del deseo —o de la necesidad— de la psicología Occidental por establecer a África
como contraste de Europa, como un lugar de negaciones al mismo tiempo remoto y vagamente
familiar en comparación con el cual se manifestaría el estado de gracia espiritual de Europa.
Esta necesidad no es nueva, lo que debería aliviar a todos de una responsabilidad
considerable y, quizás, incluso hacernos ver este fenómeno desapasionadamente. No quiero, ni
tengo la capacidad, de hacer eso con las herramientas de las ciencias sociales y biológicas sino,
más simplemente, como un novelista que responde a un famoso libro europeo de ficción, El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, que despliega, mejor que cualquier otro libro que
conozca, ese deseo y esa necesidad de Occidente que acabo de mencionar. Desde luego, hay
muchos libros dedicados al mismo propósito pero muchos de ellos son tan obvios y tan toscos
que poca gente se preocupa por ellos en esta época. Conrad, en cambio, es, sin duda, uno de los
grandes estilistas de la ficción moderna y un buen contador de relatos, además. Su contribución,
por lo tanto, cae, automáticamente, en una clase diferente —literatura permanente—, leída y
enseñada y evaluada, constantemente, por académicos serios. El corazón de las tinieblas está
tan seguro hoy que un conocido estudioso de Conrad lo ha situado «entre las seis más grandes
novelas cortas de la lengua inglesa». (14)
El propósito de mis observaciones debe ser muy claro a estas alturas, es decir, que
Joseph Conrad era un completo racista. Que esta simple verdad sea pasada por alto en las
críticas a su obra se debe al hecho de que el racismo blanco contra África es una forma tan
habitual de pensar que sus manifestaciones pasan completamente desapercibidas […].
[…]La verdadera cuestión es la deshumanización de África y de los africanos que ha
fomentado y sigue fomentando esta actitud secular en el mundo. Y la pregunta es si una novela
que celebra esta deshumanización, que despersonaliza una parte de la raza humana, pueda ser
llamada una gran obra de arte. Mi respuesta es: no, no puede. (20)
¿Estás de acuerdo con su opinión? Explica por qué y ponla en relación con el
texto de Achille Mbembe que está a continuación:
¿Hay alguna relación entre los textos de El corazón de las tinieblas, “Rikki-
tikki-tavi”, Babar y los comentarios de Achebe y Mbembe?
Hoy he visto a Ikenna Okoro, un hombre al que creía muerto hacía tiempo. Tal vez
debería haberme agachado para coger un puñado de arena del suelo y habérselo arrojado, como
muchos hacen para asegurarse de que no es un fantasma. Pero he recibido una educación
occidental, soy un catedrático de matemáticas jubilado de setenta y un años, y se supone que he
sido armado de suficiente ciencia para reírme con indulgencia de las costumbres de mi gente.
No le he arrojado arena. De todos modos, no habría podido hacerlo aunque hubiera querido,
porque nos encontrábamos sobre el suelo de hormigón de la secretaría de la universidad
[…]
Parecía aliviado. No era de extrañar. Nosotros somos los cultos, los que hemos sido
educados para mantener fijos los límites de lo que se considera real. Yo era como él hasta que
Ebere apareció por primera vez tres semanas después de su funeral. Nkiru y su hijo acababan de
regresar a Estados Unidos. Estaba solo. Cuando oí la puerta de abajo cerrarse y abrirse, y
cerrarse de nuevo, no pensé nada. Siempre ocurría con el aire nocturno. Pero a través de la
ventana del dormitorio no se oía el susurro de las hojas, el susurro de los árboles de neem y los
anacardos. Fuera no soplaba el viento. Aun así la puerta de abajo se abría y se cerraba. En
retrospectiva, dudo que me asustara tanto como debiera. Oí los pies por las escaleras, muy
parecidos a los de Ebere, más pesados cada tercer paso. Me quedé tumbado en la oscuridad de
nuestra habitación. Luego sentí como apartaban el edredón y unas manos me masajeaban con
suavidad los brazos, las piernas, el pecho, la cremosa suavidad de la loción, y un agradable
letargo se apoderó de mí, un letargo que no logro combatir cada vez que viene. Me desperté,
como sigo haciendo después de sus visitas, con la piel suave e impregnada del olor a nívea.
A menudo quiero decirle a Nkiru que su madre viene una vez por semana durante el
harmattan y menos a menudo en la estación lluviosa, pero entonces tendrá por fin un motivo
para llevarme consigo a Estados Unidos y me veré obligado a vivir una vida tan acolchada de
comodidades que será estéril. Una vida plagada de lo que llamamos «oportunidades». Una vida
que no está hecha para mí. Me pregunto qué habría pasado si hubiéramos ganado la guerra en
1967. Tal vez no estaríamos buscando estas oportunidades en el extranjero y no tendría que
preocuparme por nuestro nieto, que no habla igbo y que la última vez que vino a verme no
entendía por qué se esperaba de él que dijera «buenas tardes» a los desconocidos, porque en su
mundo uno tiene que justificar las cortesías más simples. Pero ¿quién sabe? Tal vez nada habría
cambiado aunque hubiéramos ganado. (Chimamanda Ngozi Adichie (2017), “Fantasmas”, en
Algo alrededor de tu cuello. Barcelona: Random House, pp. 61-77, pp. 61 y 70-71)