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Había una vez una hermosa princesa que había leído demasiados cuentos de hadas y visto

demasiadas comedias románticas para su propio bien. Desde pequeña sintió fascinación por
aquel personaje masculino que aparecía eventualmente en la vida de una y todo parecía
arreglarse; todo aquello que estuviese mal, que doliera, que fuese incómodo e imperfecto se
desvanecería ante la presencia de un hombre que trajera consigo EL AMOR VERDADERO.
Pero cuando la princesa entró a la adolescencia, vio con decepción que aquel maravilloso amor
no se presentaba con facilidad y que por el contrario había sido reemplazado por interacciones
torpes, botellas borrachas y besos con las almohadas. Y todo era divertido pero en el fondo no
lo era tanto. No lo era porque había inseguridades adentro, porque la princesa no era la más
guapa del grupo, ni la más cool, porque sentía que no era lo suficientemente interesante.
Chicos había, sí, pero varios de ellos le hacían la vida imposible y ella no se atrevía a
enfrentarlos; a los hombres había que atraerlos, no rechazarlos, después de todo. Alguien le
dijo “lo hacen porque están interesados en ti” y en su cabeza quedó tatuada la idea de que el
amor puede llevar todo tipo de disfraces desagradables.
De repente llega alguien que le nubla la cabeza, la pone nerviosa, la hace reír, la tiene en vilo.
¿Es un príncipe? No, pero ella quiere que lo sea, así que ignora las señales, se involucra y ve
una fortaleza donde sólo hay un castillo de naipes. Ella lo quiere a él, él no la quiere a ella, y la
historia termina antes de empezar.
La princesa conoce el dolor del corazón roto y cómo éste parece abarcarlo todo.

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