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La irreductible ajenidad del otro

Silvia Bleichmar

Necesidad de una puesta a punto de la teoría psicoanalítica acerca de la homosexualidad

 En la niña, por el contrario, activo y pasivo, en términos generales, se alternan: activa en la apropiación
gozosa del cuerpo del hijo es sin embargo considerada pasiva en la recepción del órgano sexual masculino.
Por supuesto, estas categorías son discutibles si ponemos en tela de juicio el carácter activo de la búsqueda
sexual de una meta de fin pasivo. Pero dejaremos para otra ocasión el abordaje de esta cuestión. A partir de
estas características de la sexualidad femenina, la homosexualidad cobra en la mujer un carácter diverso que
en el hombre (al menos tal como se presenta con coherencia entre la teoría que estoy desarrollando y la
observación no sólo clínica sino cultural): puede pasar por períodos de homosexualidad elegida tanto
amorosa como sexualmente (incluso con constitución de pareja del mismo sexo de cierta estabilidad)
seguidos por un ingreso a la heterosexualidad (con ejercicio del matrimonio y la maternidad) -o viceversa-, sin
el nivel de conflicto que encontramos en el hombre. Más aún, la confesión de episodios transitorios juveniles
de homosexualidad no cobra en la mujer un carácter tan dramático como lo hace en el hombre, e incluso
aparece como una vicisitud más de la vida y no como un núcleo pregnante de la sexualidad. Puede ser
comentado después de un tiempo de análisis como algo ocurrido en la adolescencia, o en la primera juventud,
sin que asuma el carácter estructurante que toman los traumatismos sexuales juveniles de los hombres que
han padecido episodios de seducción. En la mujer el padecimiento traumático de mayor calibre parecería
estar constituido por la violación, vale decir por la intromisión contra su voluntad de algo en su cuerpo, y no
por el carácter masculino o femenino de su portador.

Paradojas de la sexualidad masculina. Pág. 45

Consecuentes con este razonamiento, digamos que la fórmula canónica que plantea la constitución de la
feminidad a través del cambio de zona y del cambio de objeto no debe hoy ser necesariamente destituida, pero
sí puesta a punto. De los dos elementos en juego: cambio de zona y cambio de objeto, señalemos que, con
respecto al primero, considerar al clítoris como una zona erógena masculina de base tiene algunas virtudes
teóricas y ciertas limitaciones ya insostenibles. Es insostenible la homologación del clítoris, por su forma y
excitabilidad, con el órgano sexual masculino -si bien ello puede dar cuenta de una teoría sexual infantil del
varón respecto al pene cortado de la mujer, y en la niña ser el soporte de la fantasía de que desde ahí puede
desarrollarse el órgano masculino en tanto se ve atravesada por la preocupación con respecto a la diferencia
anatómica de los sexos-, cuando se cae en la cuenta de que estamos ante un soporte anatómico del goce
femenino que constituye un elemento pregnante del mismo, y cuya ausencia liquida toda posibilidad de placer
genital en la mujer, como lo indican las ablaciones del clítoris practicadas en la circuncisión femenina
musulmana. Su permanencia a lo largo de la vida como lugar de excitabilidad demuestra que no estamos ante
un pasaje de la maseu- linidad a la feminidad que impondría su abandono, sino de un complemento
importante de la sexualidad femenina que jamás es reemplazado. La idea freudiana de que el goce clitoridiano
se vería relevado por el vaginal se inscribe en la corriente dominante en su obra respecto al encaminamiento
de la sexualidad hacia la genitalidad reproductiva con abandono o integración de los componentes discretos,
llamados pregenitales, que hoy, siguiendo a Laplanche, consideramos del orden de lo paragenital.
Respecto al cambio de objeto, si bien es indudable que la mujer pasa de la dominancia del amor a la madre al
deseo por el padre, hay varias cuestiones que deberían ser reconsideradas. Entre ellas, la nostalgia por el
pecho, objetó' erótico nunca reencontrado en la heterosexualidad femenina salvo como parte del propio
cuerpo, al cual no se le ha otorgado, en los trabajos psicoanalíticos, la función princeps que implica en la
constitución de todo erotismo. La reducción de la función del pecho a su carácter nutricio no es sino el efecto
de la pacatería con la cual reaparece en el interior mismo del psicoanálisis la dificultad infantil de reconocer
que ese objeto sublime del amamantamiento es, simultáneamente, un objeto erótico, y no sólo en sentido
amplio, de erogeneidad primaria, sino partícipe fundamental de la vida genital.
Por el contrario, la teoría psicoanalítica del amor ha sido, desde sus comienzos, profundamente radical en
señalar el origen erótico de todo objeto sublime -en abierta discusión con un pensamiento religioso que
empapó a toda la sociedad de su tiempo-, planteando el origen carnal del amor y propiciando la inversión de
la idea que predominó durante siglos de un amor divinamente encamado.

Por el contrario, la teoría psicoanalítica del amor ha sido, desde sus comienzos, profundamente radical en
señalar el origen erótico de todo objeto sublime -en abierta discusión con un pensamiento religioso que
empapó a toda la sociedad de su tiempo-, planteando el origen carnal del amor y propiciando la inversión de
la idea que predominó durante siglos de un amor divinamente encamado. Resta establecer, sin embargo,
firmemente, las diferencias que se van organizando a nivel representacional cuando se producen represiones y
pasajes que permiten el surgimiento de la amistad, de la lealtad, del reconocimiento del otro. Se trata, en esta
dirección, de revisar las formas con las cuales la renuncia al otro como objeto de goce da origen, en la primera
infancia, al surgimiento de los sentimientos morales. La confluencia entre amor y deseo está suficientemente
asentada en el pensamiento contemporáneo, obligándonos entonces a marcar, también, sus diferencias.

Silvia Bleichmar en Clínica psicoanalítica y neogénesis

Irreductible agenidad del otro.

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