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Juan Antonio Nicolás

María José Frápolli


(Editores)

TEORÍAS DE LA VERDAD
EN EL SIGLO XX

temos
JUAN ANTONIO NICOLÁS
MARÍA JOSÉ FRÁPOLLI
(Editores)

TEORIAS DE LA VERDAD
EN EL SIGLO XX

Traducción de textos inéditos por

N. SM 1LG , J. R O D R ÍG U E Z ,
M . J. F R Á P O L L I y J. A. N IC O L Á S
Impresión ele cubierta:
Gráficas Molina

© EDITORIAL TECNOS, S.A., 1997


Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid
ISBN; 84-309-3072-8
Depósito Legal: M- 36323-1997

Printed in Spain. Impreso en España por Rigorma.


Polígono Alparrache. 28600 Navalcarnero (Madrid)
I. TEORÍAS PRAGMÁTICAS DE LA V E R D A D ..................................... 23
W. JAmes,' Concepción Je Ia verdad según el pragmatismo (1 9 0 6 )......... 25
I. ELLAfcURÍA, La realidad histórica como objeto de la filosofía (1981) . 45
, S. HA/tCK, El interés'por la verdad: qué significa, por qué importa
(1995) ........................................................... ............................................ 53

II. TEORÍAS DE LA CORRESPONDENCIA ............................................. 63


A) TEORÍAS SEM Á NTICAS.................................................................. 65
v A. 7 AlísKI, La concepción semántica de la verdad y los funda­
mentos de la semántica (1 9 4 4 )..................................................... 65
S. Kr'ipke, Esbozo de una teoría de la verdad (1975) ...................... 109
D. DAVIDSON, Estructura y contenido de la verdad ( 19 9 0 ).............. 145

13) TEORÍAS NO SEMÁNTICAS........................................................... 207


R. C arnap, Observaciones sobre la inducción y la verdad (1946) . 207
J. L. A ustin, Verdad ( 1950) ................................................................. 225
, A. S chaff, ¿Qué entendemos p o r «verdad»? (1 9 7 1 )....................... 243

III. TEORÍAS PRO-ORACIONALES............................................................... 263


F. P. Ramsey, La naturaleza de la verdad (1927) ...................................... 265
• P. F. Straw son, Verdad (1950)..................................................................... 281
C. J. W. Wll.T.IAMS, La teoría pro-oracional de la verdad (1992) ............ 309

IV. TEORÍAS FENOMENOLÓGICAS............................................................ 321


E. HusíJBR-l, El ideal de la adecuación. Evidencia y verdad ( 19 0 1) ........ 323
J. O rte o a y G asset, ¿A qué llamamos verdad? (1915) ........................... 335
*P. RlCOEyR, Verdad y mentira (1 9 5 1) .......................................................... 357
X. Zubiri, La ¡validad en la intelección sentiente: la verdad reaI (1980) . 385

V. TEORÍAS HERMENÉUTICAS DE LA VERDAD .................................. 397


M. Hei6ec¡ger, De la esencia de la verdad (19 4 3 ).................................... 399
K. Jaspers, De la verdad (1947).................................................................. 419
H. G. Gadam er, ¿Qué es la verdad? (1957) ............................................. 431
» M. F o u cau lt, Verdad y poder (1 9 7 7 )......................................................... 445<
«. J. Simón, Lenguaje y verdad (19 8 7 )............................................................ 461
VI. TEORÍAS COHERENCIALES .................................................................. 479
C. La teoría de la verdad de los positivistas lógicos (1 9 3 5 )....
H em pel, 481
t N. ResCI IBR, Verdad como coherencia ideal ( 1985) ........... ........ 495
L. B. P u n te l, Problemas y tareas de una teoría explicatívo-dejini-
cional de la verdad ( 1987) ...................................... 509

VIL TEORÍAS INTERSUBJETIVISTAS DE LA VERDAD ......................... 527


K. Lorenz, El concepto dialógico de verdad ( 1 9 7 2 ) .................. 529
, J. H a b e r M A S , Teorías de ¡a verdad ( 1 9 7 3 ) ........................... 543
K. O. A p e l , ¿Husserl, Tarsld o Peirce? Por una teoría semiótico-tras-

cendental de la verdad como consenso ( 1995) .................... 597

" BIBLIOGRAFÍA ..................................................................................................... 617

ÍNDICES
A utores ................................................................ 619
M a t e r ia s ............................................................................................................... 623
N ombres ............................................................... 625
PRESENTACIÓN

El final de siglo es un momento oportuno para hacer balance de


cuanto ha ocurrido a lo largo del mismo. Dos tareas han atravesado
toda la filosofía de la últim a centuria.
La prim era puede sintetizarse en el lema husserliano «a las cosas
mismas». Husserl planteó la necesidad de «recuperar la realidad» en
cuanto objeto e instancia prioritaria de la reflexión filosófica. Tras
los idealismos, que culminan con Hegel, se percibe a comienzos de
siglo la urgencia de volverse hacia lo real, en las diversas caras bajo
las que ello se presenta. El program a marcado por Husserl se ha de­
sarrollado a lo largo de todo el siglo xx, bien bajo la orientación
fenomenológica, bien bajo la óptica de la transform ación de la feno­
menología que ha sido la hermenéutica. Así, tenem os intentos más o
menos explícitos de ejecutar este programa, que van desde los exis-
tencialism os y los personalism os, que pretenden «mostrar» la reali­
dad hum ana al desnudo, hasta el marxismo, que se esfuerza en poner
de manifiesto el carácter determ inante de la realidad social, o la noo-
logía de Zubiri, que parte del hecho de que «en la realidad estamos
ya», o los pragmatismos, que ponen la eficacia en la praxis como
criterio último de evaluación del pensamiento y de la acción, o el ra-
eio-vitalism o de Ortega, que encuentra la realidad última en la
«vida», como categoría que unifica todo mundo individual.
La segunda tarea que ha desarrollado masivam ente la filosofía
del siglo xx ha consistido en desentrañar el profundo significado que
el lenguaje tiene en la configuración de la propia reflexión filosófica
y de sus productos (concepción del mundo, autocom prensión hu­
mana, reconstrucción de la historia, determ inación del saber, etc.).
Siguiendo el impulso dado, entre otros, por W ittgenstein, el análisis
del lenguaje se ha convertido en uno de los ejes de la filosofía en
nuestro siglo. El lugar preem inente del fenómeno lingüístico ha
adoptado diferentes figuras y objetivos: desde la búsqueda de un len­
guaje ideal como vehículo de la ciencia unificada (Neopositivismo,
Racionalism o Crítico), hasta el análisis del lenguaje corriente, que
entiende la actividad lingüística como una de las actividades hum a­
nas guiadas por regias (Filosofías del lenguaje ordinario,'Pragm ática
universal del lenguaje), pasando por la com prensión de la actividad
filosófica como interpretación de textos (ciertas Hermenéuticas), o
como desengañam iento de los presupuestos, tanto lógicos como on-
tológicos, del uso del lenguaje en la acción comunicativa (Pragmá­
tica trascendental del lenguaje), etc.
Esta doble orientación ha tenido su reflejo en el tema de la ver­
dad. Durante el siglo xx se ha desarrollado una am plísim a reflexión
sobre esta cuestión. Las aportaciones han sido tan variadas como las
corrientes filosóficas que han ido cobrando vigencia sucesiva o si­
multáneamente. Bien es verdad que no todas las propuestas acerca
de la verdad han tenido el mismo grado de elaboración ni la misma
influencia. Algunas de ellas ni siquiera han constituido propiamente
una teoría de la verdad en sentido estricto.
El tema de la verdad constituye el foco en el que confluyen la
mayor parte de los elem entos integrantes de la Filosofía del conoci­
miento. Todo saber teórico está orientado a la consecución de cono­
cimientos verdaderos. La Filosofía del conocim iento pretende deter­
minar los elementos que constituyen el conocimiento, la relación
entre ellos y su alcance, las posibilidades de fundamentación del co­
nocimiento, com enzando por una justificación de su misma posibili­
dad, etc. En cualquier caso, la verdad es un tema central de la refle­
xión gnoseológica y, con ello, de loda filosofía.
El tratamiento del tema de la verdad se inicia en nuestra tradi­
ción probablemente a la vez que la reflexión racional. Los com ien­
zos de la Filosofía occidental pueden interpretarse en esta clave. Las
prim eras preguntas de los pensadores m ilesios fueron acerca de qué
son verdaderamente las cosas (el mundo, lo real), cuál es la verdad
de lo que se nos presenta, dado que no es lo que en principio parece.
Se abre, pues, la Filosofía con una cuestión ontológica y gnoseoló­
gica sim ultáneam ente, aunque es el aspecto ontológico el determ i­
nante de esta reflexión en los prim eros siglos de su desarrollo. En
este tramo inicial de la Filosofía se configura una concepción de la
verdad cuya influencia ha alcanzado, cuando menos, desde Parméni-
des hasta Heidegger.
Todas las épocas se han ocupado de manera significativa del
tem a de la verdad, en conexión con el contexto cultural y filosófico
de cada momento. La concepción de la verdad se ha ido decantando
en un sentido, en el que el surgimiento del modelo galileano-newto-
PRESENTACIÓN 11

niano de ciencia ha tenido una incidencia muy significativa. Tal vez


por ser el modo de conocim iento más potente creado en nuestra tra­
dición, ha configurado un determ inado tipo de concepción de la ver­
dad, predominante en muchos ámbitos filosóficos, científicos y
prácticos de nuestras sociedades actuales.
En el complejo panorama que presenta el siglo xx en sus refle­
xiones sobre la verdad, es posible detectar, según se ha señalado en
diversos contextos, al menos tres raíces que nuestra tradición ha ido
incorporando históricamente a la concepción de la verdad. Por eso,
si examinamos nuestra experiencia respecto a lo que consideramos
verdadero, podemos encontrar: primero, que llamamos verdadero a
aquello que está realmente presente, al contraponerlo a lo imaginario
o ilusorio. Surge aquí la raíz griega de la experiencia de la verdad
{aletheia), com o lo que está patente. Es la dimensión que conecta lo
verdadero con lo que es, con lo real.
En segundo lugar, también consideram os algo com o verdadero
cuando es fiable, cuando se puede confiar en ello. Es la dimensión
que la verdad tiene de autenticidad. Esta puede entenderse de dos
modos: o bien, como confianza en las cosas, o bien com o confianza
en las personas. En cuanto se confía en la autenticidad de las cosas,
se enlaza con la raíz latina (veritas), que viene a expresar justam ente
aquello que es digno de crédito, lo que m erece confianza, y por
tanto, resulta firme y seguro, es auténtico. Pero la confianza puede
entenderse también referida a personas. Aquel en quien se puede
confiar m uestra un rasgo de verdad, en cuanto autenticidad. La con­
fianza adquiere el matiz de fidelidad , y ello a su vez genera también
seguridad, firm eza. Alguien en quien se puede confiar es alguien fir­
memente fiel a sus amigos, a su tarea como intelectual, a sus creen­
cias, a sus compromisos, etc. Esta es la dim ensión de la verdad
puesta de m anifiesto en la tradición hebrea (emünah).
Por último, se habla do verdad cuándo algo coincide con lo que
las cosas son. Aquí «verdadero» tiene también un sentido de segun­
dad, de firm eza, pero surgida m etodológicam ente del ajuste con la
realidad de las cosas. Se trata pues de una representación adecuada,
de un decir correctam ente lo que es. En cierto m odo se produce una
«juridificación» o «metodologización» de la com prensión de la ver­
dad. He aquí la dimensión de la adecuación, corrección, correspon­
dencia (iorthotes, adecuatio), presente en la mayor parte de las con­
cepciones de la verdad.
Cada una de estas dimensiones ha sido puesta en cuestión por al­
guna concepción de la verdad. Pero a su vez, todas ellas siguen la-
lentes, de un modo u otro, en la experiencia, tanto individual como
colectiva y tanto sincrónica como histórica de las sociedades arraiga­
das en nuestra tradición.
Algunas influyentes propuestas del panorama filosófico actual
han partido de la tesis de que el lugar propio (y en ocasiones exclu­
sivo) de la verdad es el lenguaje. Pero 110 todas las corrientes filosó­
ficas han com partido esta tesis, al no considerar el lenguaje como el
ámbito prioritario o exclusivo en el que tiene lugar la verdad. Plantea­
mientos como los existencialismos, algunas fenomenologías, el perso­
nalismo, ciertos pragmatismos, etc., anteponen otras instancias (la
vida, la historia, la experiencia del conocim iento intepersonal, lo
real, etc.) al nivel lingüístico de la comprensión de la verdad. Una teo­
ría de la verdad habría de contar, pues, tanto con una dimensión se­
m ántica, como con una dim ensión pragmática en su descripción del
hecho de la verdad. En el límite, hay incluso concepciones de la ver­
dad que explícitam ente se oponen al logicismo presente en la tesis
que liga verdad y lenguaje. Tal puede ser el caso de Nietzsche, para
quien el lenguaje, entendido argumentativamente, supone precisa­
mente una distorsión de la verdad. La alternativa es la corporalidad,
com o hilo conductor para el descubrimiento de la verdad. Esto im­
plica una «lógica de los sentidos», más bien que una lógica de la ra­
zón.

11

La im portancia de la reflexión sobre la verdad se desprende de


sus implicaciones para la Filosofía del conocimiento, la M etafísica,
la Ontología, la Filosofía del lenguaje, la Filosofía de la Lógica, la
Filosofía de la Ciencia, la Ética y la Filosofía Política. De ahí que to­
das las grandes corrientes que en la actualidad abordan los proble­
mas científicos y sociales del conocim iento, desde la perspectiva de
la reflexión teórico-práctica, hayan encontrado un polo de confluen­
cia en la elaboración y discusión de teorías de la verdad.
Cuando la reflexión sobre el hecho problemático de la verdad se
sistematiza, se constituye lina Teoría de la verdad. Los elementos
que componen tal teoría sistemática son muy diversos: concepto de
verdad, criterios de verdad, tipos de verdad, lugar de la teoría de la
verdad en el conjunto de la filosofía del conocimiento, clasificación
de las teorías de la verdad, fuentes del conocimiento verdadero, nive­
les de la verdad, etc. Cada uno de estos capítulos ha dado lugar a su
vez a m últiples problemas, discusiones, y alternativas. Así, p.e., se ha
PRESENTACIÓN 13

distinguido entre teorías definicionales o teorías criteriológicas de la


verdad, se ha considerado a la verdad desde la perspectiva teórica y
desde la perspectiva teórico-práctica, se han desarrollado teorías ló­
gico-semánticas y pragmáticas de la verdad al hilo de las dim ensio­
nes del lenguaje, se han elaborado múltiples clasificaciones de las
teorías de la verdad, se han considerado como criterios de verdad
desde la evidencia hasta la praxis histórica, etc. En ninguna de estas
discusiones podem os detenernos aquí.
No todos los filósofos que han reflexionado sobre la verdad se
han ocupado de todos y cada uno de los aspectos que constituyen
una teoría de la verdad. Han sido muy pocos los que han desarro­
llado sistemática, coherente e innovadoramente tal teoría. Esto puede
decirse tanto del siglo xx como de etapas anteriores de la reflexión
filosófica.
En la obra Teorías ele la verdad en el siglo XX se han recogido las
aportaciones, sean puntuales sean sistemáticas, de los filósofos que
desde diversas perspectivas han escrito sobre el tem a en ese período.
Los criterios formales utilizados para seleccionar los textos han sido
dos: pluralidad y relevancia. En unos casos ha prim ado uno, y en
ocasiones el otro. Naturalm ente, los textos seleccionados resultan
ineludibles en unos casos, y más discutibles en otros. Hemos querido
que estuvieran tanto los textos «clásicos» sobre el tema en el siglo
xx, como las más recientes aportaciones. Se ha atendido a la mayor
parte de las corrientes filosóficas en cuyo seno se ha reflexionado
sobre la verdad, aunque algunas hayan tenido bastante más influen­
cia que otras.
Aquí se revela tam bién una dimensión de esta obra, que hemos
querido m antener conscientemente: se trata de presentar un pano­
rama que recupere aportaciones perdidas o sem i-olvidadas, con la in­
tención de am pliar lo más posible los horizontes de los problemas y
de las propuestas de solución. Existe el peligro de reducir lo que his­
tóricamente se ha dado a lo que en un contexto u otro se destaca
como relevante con vistas a un cierto objetivo. Trabajos de recopila­
ción como los de G. Pitcher (1964), G. Skirbckk (1977), o L. B. Pun-
tcl (1987), pueden producir este efecto indeseado. Sin duda las apor­
taciones ahí resaltadas han sido y siguen siendo decisivas, tanto en
amplitud y diversidad como en intensidad, dinam ism o y profundi­
dad. Su parcialidad responde de modo coherente a los fines m arca­
dos, puesto que no han pretendido dibujar un panoram a completo.
Pero nuestro trabajo pretende ir m ás allá, y salvar dicho peligro.
Conviene am pliar al m áxim o el escenario de las discusiones, por tres
razones. En prim er lugar, por una cuestión de justicia histórica; uno
de los objetivos es aproximarse (conscientes de que toda elección su­
pone siem pre exclusiones) a todo lo que realmente ha sucedido en el
último siglo, fundamentalmente en las tradiciones anglosajona, ale­
mana, francesa e hispano-latinoamericana. En segundo lugar, para
evitar que poco a poco la perspectiva se vaya cerrando y los debates
vayan cayendo en disputas intraescolásticas que acaban siendo poco
productivas. Fin tercer lugar, porque reunir y reeditar estos textos ha
de contribuir a proponer puntos de vista alternativos, quizá poco ex­
plorados. o a sugerir nuevas líneas de investigación.
El conjunto obtenido creemos que presenta un panorama sufi­
cientemente am plio y ajustado de lo que ha sido este aspecto capital
de la reflexión filosófica. No es probable que hayan quedado fuera
en su totalidad planteam ientos relevantes. El resultado se presenta
clasificado en siete grupos distintos de Teorías de la verdad. Se trata
de una clasificación convencional y suficientem ente acreditada en
los estudios al respecto, aunque ello no la convierte en indiscutible.
Esta decisión está en consonancia con el carácter de la presente obra,
cuyo objetivo no es la discusión del problema de la clasificación de
las distintas teorías de la verdad, y la consiguiente elucidación de los
criterios pertinentes para la misma, sino el de ofrecer reunidos y or­
denados una serie de textos relevantes, algunos de ellos inéditos en
castellano, otros ya inaccesibles, y en conjunto, dispersos.
Siendo así, se han seleccionado finalm ente veintisiete ensayos de
diferentes autores y de diferentes planteamientos. Han habido limita­
ciones que han influido en el resultado final, derivadas principal­
mente de que ni el espacio ni el tiem po disponibles son infinitos. No
es posible explicar en este contexto la posición de cada uno de los
autores seleccionados. Por ello, nos limitam os aquí a'enum erar los
autores, junto con algunos otros de planteamientos cercanos, pero
que finalm ente han quedado excluidos. Las diversas teorías se han
agrupado según el rasgo más característico que las constituye. Dado
que ninguna teoría consta de un solo aspecto, hay ciertas teorías
que según la característica que se subraye de ellas, podrían ser in­
cluidas en un grupo u otro. Asim ism o, hay teorías que teniendo as­
pectos com unes han quedado encuadradas en grupos diferentes.
También ocurre que entre las teorías agrupadas en torno a una tesis
básica existen divergencias m uy notables. La aclaración sistem ática
de estas dificultades requeriría un espacio no disponible en este
contexto.
1. Teorías pragmáticas de la verdad:
— Teoría pragmático-funeionalista: W. James.
— Teoría pragmático-semiótica: Ch. S. Peirce.
— Teoría ético-pragmática: S. Haack.
— Teoría hermenéutico-relativista: R. Rorty.
— Teoría histórico-práctica: I. Ellacuría.
2. Teorías de la correspondencia:
a) Teorías semánticas:
— Teoría lógico-semántica: A. Tarski.
— Teoría semántico-formal: E. Tugendhat.
— Teoría semántico-fundamental: P. Hinst.
— Teoría sem ántica del realismo interno: H. Putnam.
— Teoría semántico-naturalista: W. v. O. Quine.
— Teoría sem ántico-esencialista: S. Kripke.
— Verdad como primitivo semántico: D. Davidson.
h) Teorías no semánticas:
- Teoría de las condiciones de la correlación: J. L. Austin.
— Teorías lógico-empíricas: B. Russell y L. W ittgens­
tein, R. Carnap.
— Teorías dialéctico-m aterialistas: K. Marx, A. Schaff,
M. Horkheimcr
3. Teorías pro-oracionales:
— F. P. Ramsey, P F. Strawson, D. Grover, C. J. F. Williams.
4. Teorías fenomenológicas:
a) Teoría evidencial: E. Husserl, F. Bren taño.
b) Teoría perspectivista: J. Ortega y Gasset.
c) Teoría metafórica: P. Ricoeur.
d) Teoría de la verdad real: X. Zubiri.
5. Teorías hermenéuticas de la verdad:
a) Teoría hermcnéutico-ontológica: M. Heidegger.
b) Teoría exislcncialista: K. Jaspers.
c) Teoría lingüístico-histórica: H.-G. Gadamer.
d) Teoría hermenéutico-práctica: M. Foucault.
e) Teoría hcrmenéutico-lingiiística: J. Simón.
6. Teorías coherenciales:
a) Teoría lógico-empírica: O. Neurath y C. Hempel.
b) Teoría eriteriológica: N. Rescher.
c) Teoría coherencial-sistemática: L. B. Puntel.
7. Teorías intersubjetivistas:
a) Teoría consensual: K. O. Apel y J. Habermas.
h) Teoría dialógica: K. Lorenz, P. Lorenzen-W. Kamlah.
Los textos de los autores m ás representativos de cada una de
estas corrientes o tendencias se han seleccionado del siguiente
modo:

1) Teorías pragmáticas cíe la verdad. Desarrolladas principal­


mente en la segunda mitad del siglo xix y principios del siglo xx.
Los autores más representativos del pragmatismo «clásico» am eri­
cano son .). Stuart Mili, W. James y Ch. S. Peirce. Ln la actualidad
son representantes del pragmatism o R. Rorty y S. Haack, aunque en­
tre ellos haya discrepancias muy considerables. También representan
posturas pragm áticas en cuanto a la concepción de la verdad K. O.
Apel y J. Haberm as, en la medida en que se centran en el uso del
lenguaje en el hecho de la acción comunicativa. Pero hemos prefe­
rido destacar de estos planteam ientos su rasgo de intersubjetividad
en cuanto constitutivo de la racionalidad. Por ello han constituido
un grupo específico. Se ha incluido en este apartado a I. Ellacuría,
cuyo planteam iento difiere considerablem ente de los anteriores,
pero considera la praxis histórica com o e l auténtico criterio de ver­
dad. Se han seleccionado los ensayos Concepción de la verdad se­
gún el pragm atism o, de W. Jam es (1906), «La realidad histórica
com o objeto de la filosofía», de I. Ellacuría (1981), y «La preocu­
pación por la verdad: qué significa, por qué im porta», de S. Haack
(1995).

2) Teorías de la correspondencia. Son sin duda las que mayor


fuerza y vigencia histórica han tenido. Tan es así, que la concepción
prototípica de la correspondencia se ha convertido en la referencia
respecto a la cual se definen otras concepciones alternativas de la
verdad, sean pragmáticas, coherentistas o hermenéuticas. La amplia
y dilatada discusión de las teorías de la correspondencia ha dado lu­
gar a gran m ultitud de variantes. Las desarrolladas durante nuestro
siglo se han clasificado, para sim plificar, en dos tipos:
a) Teorías semánticas de la verdad. Representa toda una línea
de desarrollo de reflexión sobre el tema. Su más neto representante
es A. Tarski. Posteriorm ente otros autores han desarrollado sus teo­
rías ateniéndose a la idea básica de la propuesta tarskiana. Tal es el
caso de la teoría sem ántico-form al de E. Tugendhat, la teoría semán-
tico-fundamental de P. Hinst, la teoría sem ántica del realismo interno
de H. Putnam, la teoría sem ántico-esencialista de S. Kripke y la teo­
ría scm ántico-naturalista de W. v. O. Quine. Se han seleccionado los
trabajos siguientes: «La concepción sem ántica de la verdad y los
Fundamentos de la semántica» de A. Tarski (1944); «Esbozo de una
teoría de la verdad» de S. Kripke (1975); y «Estructura y contenido
de la verdad» de D. Davidson (1990).
h) Teorías no semánticas de la verdad. Dentro del plantea­
miento de la correspondencia, pero no en el marco de las teorías se­
mánticas, se puede incluir la propuesta de J. Austin. Se ha seleccio­
nado su trabajo «Verdad» (1950), a propósito del cual sostiene una
fuerte polémica con P. F. Strawson.
Hay también otras concepciones que siendo teorías de la corres­
pondencia, no son teorías semánticas. Así, encontram os varios gru­
pos:
— Teorías lógico-empíricas. Se elaboran en el seno del Ato­
mismo Lógico y el Ncopositivismo. Sus representantes más signifi­
cativos son B. Russell, el «primer» W ittgenstein (Tractatus) y R.
Carnap. Se ha seleccionado «Observaciones sobre la inducción y la
verdad» (1946) de R. Carnap.
- Teorías dialéctico-materialistas. Aunque su fundador fue C.
Marx, muerto a las puertas del siglo xx, su influjo en nuestro siglo
ha sido muy relevante. Además de los m arxistas ortodoxos, se han
desarrollado otras «escuelas» dentro de esta tradición, que han te­
nido un carácter crítico. Es de resaltar la Escuela de Frankfurt, la Es­
cuela de Budapest, y junto a ellas, otros autores no inscritos en di­
chos círculos, como pueden ser E. Bloch, A. Schaff o J.-P. Sartre. Se
ha seleccionado el ensayo de A. Schaff, ¿Qué entendemos por ver­
dad? (1971).

3) Teorías pro-oracionales. En sentido estricto sólo son teorías


pro-oracionales las de D. Grover y C. J. W. W illiams. Proceden en
parte de las propuestas de F. P. Ramsey, cuya concepción de la ver­
dad ha dado lugar tam bién a las llamadas teorías de la redundancia.
I lablando con precisión, solamente la de A. J. Ayer podría ser deno­
minada así. Tanto la teoría de F. P. Ramsey como la de P. F. Strawson
se pueden clasificar, con más precisión, como teorías pro-oraciona­
les. Se han seleccionado los trabajos «La naturaleza de la verdad» de
F. P. Ramsey (1927/publicado por primera vez en 1991); «Verdad»
de P. F. Strawson (1950) y «La teoría pro-oracional de la verdad» de
C .J.W . Williams (1992).

4) Teorías fenomenológicas de la verdad. El gran fundador del


movimiento fenomenológico es E. Husserl. Su más significativo
antecedente y punto de referencia crítica fue F. Brentano. Posterior­
mente la Fenomenología ha seguido desarrollándose en diversos cam­
pos (ética, antropología, metafísica del conocimiento, etc.). Las con­
cepciones fenomenológicas de la verdad son tan variadas como el
mismo movimiento fenomenológico. La mayor parte de ellas están
emparentadas con el movimiento hermenéutico, tan cercano en algu­
nos puntos, pero tan distante en otros. Un caso representativo de esta
vecindad filosófica es el de P. Ricoeur. Entre nosotros encontramos las
significativas aportaciones en esta línea que representan J. Ortega y X.
Zubiri. Se han seleccionado algunos pasajes de las Investigaciones ló­
gicas de E. Husserl (1901); «¿A qué llamamos verdad?» de Ortega y
Gasset (1915); «Verdad y mentira» de P. Ricoeur (1951); y «La reali­
dad en la intelección sentiente: la verdad real» de X. Zubiri (1980).

5) Teorías hermenéuticas de la verdad. El creador fue iM. Hei­


degger a partir de su crítica a la Fenomenología, y con el im portante
antecedente de F. Nietzsche. El escrito «Verdad y mentira en sentido
extramoral» es pionero en esta línea. El movimiento herm enéutico se
ha desarrollado tam bién en lineas muy diversas. Al menos habría que
distinguir dos tendencias: hermenéutica no normativa, más ligada al
intento de superación de la modernidad, y hermenéutica normativa,
que intenta aprovechar el impulso crítico-ilustrado, pero transfor­
mado según diversas instancias. Aunque individualmente no todos
los casos son claram ente clasificables en una u otra dirección, pue­
den distinguirse indicativamente H.-G. Gadamer, K. Jaspers, M.
Foucault, .1. Simón, G. Vattimo, R. Rorty, J. Derrida, por un lado; por
otro, H. Habermas, K. O. Apcl, W. Becker, O. F. Bollnow, etc. Se han
seleccionado los trabajos de M. Heidegger, De la esencia de la ver­
dad (1943); «De la verdad» de K. Jaspers (1947); «¿Qué es la ver­
dad?» de H.-G. Gadam er (1957); «Verdad y poder» de M. Foucault
(1977); y «Lenguaje y verdad» de J. Simón (1987). Las obras relati­
vas a la H erm enéutica crítica se han recogido en el apartado 7, dedi­
cado a las Teorías intersubjetivistas de la verdad.

6) Teorías coherentistas de la verdad. Aunque la raíz última de


todo este planteam iento se encuentra de G. W. F. Hegel, en nuestro
siglo se ha desarrollado esta teoría en varias direcciones. Por un
lado, llegaron a una versión de ella, desde el positivismo lógico. O.
Neurath y C. Hempel. Por otro lado, desde posiciones más cercanas
a la lógica del hegelianismo, aunque tam bién muy transform ada, se
hallan los planteam ientos de N. Rescher y de L. B. Puntel. Se han se­
leccionado «La teoría de la verdad de los positivistas lógicos» de C.
llempel (1935); «Verdad como coherencia ideal» de N. Rescher
(1985); y «Problemas y tareas de una teoría explicativo-definicional
de la verdad» de L. B. Puntel (1987).

7) Teorías intersubjetivistas de la verdad. Se enm arcan en la


transformación dialógica de la racionalidad. Se han desarrollado por
un lado la teoría consensual de la verdad, representada principal­
mente por K. O. Apel y J. Habermas; por otro lado la teoría dialógica
de la verdad, representada por la llam ada Escuela de Erlangen: K.
Lorenz, P. Lorenzen, W. Kamlah. Se han seleccionado de J. Haber-
mas, «Teorías de la verdad» (1973); «¿Husserl, Tarski o Peirce? Para
una teoría sem iótico-trascendental de la verdad como consenso» de
K, O. Apel (1995); y «El concepto dialógico de verdad» de K. Lo­
renz (1972).

III

El conjunto de la obra Teorías de ¡a verdad en el siglo XX está di­


vidido en cuatro apartados: presentación, textos seleccionados, bi­
bliografía e índices. En la sección Textos seleccionados, se han reco­
pilado veintisiete ensayos, publicados como artículos o bien como
capítulos de libros. De ellos, trece han sido traducidos por prim era
vez a nuestro idioma. Otros tres son ahora mismo inaccesibles por
ser ediciones ya agotadas o ilocalizables. El resto (once) están dis­
persos en ediciones varias. Reunir todo este conjunto facilita el ac­
ceso a una problemática filosóficam ente capital.
Cada uno de los textos cuenta con una ficha inicial en la que se
recogen los datos bibliográficos más relevantes del texto en cuestión:
edición original, reediciones posteriores del texto original, edición
castellana, si la hay, otras ediciones en castellano, cuando es el caso,
nombre del traductor (si el original no es castellano), otros ensayos
del autor sobre el mismo tema, algunos títulos de bibliografía com ­
plementaria y, a veces, se añaden algunas observaciones, cuando se
considera necesario aclarar alguna circunstancia bibliográfica. Siem ­
pre que ha existido una versión castellana del texto, hem os aprove­
chado el trabajo ya realizado. Estos datos resultan útiles para orien­
tarse en la com prensión del texto y de la obra del autor, y facilitan la
ampliación de los conocimientos en caso de estar interesado en ello.
Por eso nos pareció conveniente reunir todos esos datos, que suelen
figurar dispersos o no figurar.
La Bibliografía la hemos reducido al máximo. Carece de sentido
incluir una bibliografía que, por un lado, no podría ser exhaustiva, y
por otro, tendría tales dim ensiones que engrosaría considerablem ente
el libro, y no resultaría útil, por no discrim inar el valor de los traba­
jos. Como se dice en la nota que encabeza la Bibliografía, los edito­
res ponemos a disposición de quienes estén interesados un am plí­
simo listado bibliográfico sobre el tema, que cuenta ya con más de
seiscientos títulos. Siendo así, hemos recogido en la Bibliografía so­
lamente aquellos títulos que contienen recopilaciones, ensayos pano­
rámicos, números m onográficos, actas de reuniones dedicadas al
tema, etc. Como prim er nivel de orientación, junto con la bibliogra­
fía com plem entaria específica que figura en la ficha de cada uno de
los textos recopilados, puede ser suficiente.
Finalmente, los Indices. En una obra de la pluralidad y enverga­
dura de la presente, conviene potenciar este aspecto. Por ello se han
realizado tres índices: un índice de autores, en el que figura una bre­
vísima nota biográfica sobre los autores de cada uno de textos selec­
cionados, junto con los títulos de sus obras principales y la fecha de
publicación original. En algunos casos los autores y su producción
filosófica son ampliam ente conocidos, pero en otros casos no es así.
Se ha realizado tam bién un Índice de nombres, que puede facilitar
la localización precisa de los diversos filósofos tratados en los
textos seleccionados. Y, por últim o, un índice de m aterias, útil
para la orientación en los tem as y problem áticas tratados en diver­
sos lugares.
Un trabajo como el presente requiere especialm ente un apartado
de agradecim ientos. Han sido muchas las personas que han interve­
nido de un modo u otro en su elaboración. En prim er lugar, quere­
mos agradecer especialm ente la colaboración a todas las editoriales
que han dado el permiso para reproducir o traducir los textos cuyos
derechos poseen. Todas figuran en el lugar correspondiente, en la fi­
cha que precede a cada texto, bien en el epígrafe de «Pedición origi­
nal», bien en el de «Edición castellana» cuando la hay. Sin dichos
permisos, no hubiera sido posible este trabajo.
También hay que dar las gracias a los autores que, en tres casos,
nos han proporcionado textos aún inéditos en cualquier idioma, y en
otros siete casos, han autorizado personalm ente la reproducción.
Igualmente queremos agradecer a nuestros com pañeros del Departa­
mento de Filosofía de la Universidad de Granada, que han respon­
dido am ablem ente ante nuestros requerimientos. También es de des­
tacar en este contexto la ayuda económica prestada por el Ministerio
PRESENTACIÓN 2!

tic Educación, a través de su Dirección General de Ciencia y Tecno­


logía (DG1CYT/PS 95-0238), que ha facilitado la ejecución de este
trabajo. Agradacer, finalm ente, a la Editorial Tecnos el haber acep­
tado acoger la presente obra entre sus publicaciones.
Es nuestro deseo ofrecer un instrumento de trabajo útil e ine­
xistente hasta ahora en nuestro idioma, que facilite y estim ule la in­
vestigación y discusión filosóficas en uno de los capítulos más signi­
ficativos de nuestra tradición intelectual.

LOS EDITORES
TEORÍAS PRAGMÁTICAS
D E L A VERDAD
WILLIAM JAMES
CONCEPCIÓN DE LA VERDAD SEGÚN EL PRAGMATISMO
( 1906)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Pragmatism’s Conception ofTruth», en Pragmatism, Lowell Ins-


titute Boston, nov.-dic. 1906.
♦ Columbia University, Nueva York, enero 1907.
• Longmans Green & Co„ Nueva York-Londres-Toronto, 1949,
pp. 197-236.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «Concepción ele la verdad según el pragmatismo», en Pragma­


tismo. Un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pen­
sar, Aguilai' Argentina, 1975, pp. 165-194.
• Ediciones Orbis, Barcelona, 1984, pp. 127-149. Reproducimos
el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa
editora.
T r a d u c c ió n : L. Rodríguez Aranda.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

The Meaning o f truth, Londres, 1909 (edición castellana, El signi­


ficado de la verdad, Aguilar, Buenos Aires, 1,a edición, 1957).

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— Y. Ben-Menahem, «Pragmatism and Revisionism: Jairte’s eoneep-


tion of truth» Int. Journal Phil.Studies, 3/2 (1995), pp. 270-289.
— D. Olin (ed.), William James: Pragmatism in Focus, Routledgc,
Nueva York, 1992.
— M. White, «Pragmatism and the revolt against Formal¡sm: revi-
sing some doctrines of Willliam James», en Transaction of the
Charles S. Peirce Society, 26/1 (1990), pp. 1-17.

1.25]
Se cuenta que, cuando Clerk-M axwell era niño, tenía la manía de
pedir que se lo explicasen todo, y si alguien evitaba hacerlo mediante
una vaga explicación del fenómeno, lo interrum pía con impaciencia
diciendo: «Sí, pero lo que yo necesito que me digas es el porqué de
ello». Si su pregunta hubiera versado sobre la verdad, sólo un prag­
matista podría haberle respondido adecuadamente. Creo que nues­
tros pragm atistas contem poráneos, especialm ente Schiller y Dewey,
han dado la única explicación atendible sobre el asunto. Es una cues­
tión delicada, con m uchos repliegues sutiles y difícil de tratar en la
form a esquemática que es propia de una conferencia pública. Pero el
punto de vista de la verdad de Schiller-Dewey ha sido atacado tan fe­
rozmente por los filósofos racionalistas, y tan abom inablem ente mal
interpretado, que debe hacerse aquí, si ha de hacerse en algún sitio,
una exposición clara y sencilla.
Espero que la concepción pragmatista de la verdad recorrerá las
etapas clásicas del curso de toda teoría. Como ustedes saben, en pri­
mer lugar toda teoría nueva es atacada por absurda; luego se la ad­
mite como cierta, aunque innecesaria e insignificante, y finalm ente
se la considera tan importante que son precisam ente sus adversarios
quienes pretenden haberla descubierto. Nuestra doctrina de la verdad
se encuentra actualmente en el prim ero de estos tres estadios, con
síntomas de haber entrado en ciertos sectores del segundo. Deseo
que esta conferencia la conduzca, a ojos de muchos de ustedes, más
allá del estado correspondiente al prim er estadio.
La verdad, como dicen los diccionarios, es una propiedad de al­
gunas de nuestras ideas. Significa adecuación con la realidad, así
como la falsedad significa inadecuación con ella. Tanto el pragma­
tismo como el intelectualismo aceptan esta definición, y discuten
sólo cuando surge la cuestión de qué ha de entenderse por los térm i­
nos «adecuación» y «realidad», cuando se juzga a la realidad como
algo con lo que hayan de estar de acuerdo nuestras ideas.
Al responder a estas cuestiones, los pragmatistas son analíticos y
concienzudos, y los intelectualistas son ligeros c irreflexivos, la no­
ción más popular es que una idea verdadera debe copiar su realidad.
Como otros puntos de vista populares, éste sigue la analogía de h
experiencia más corriente. Nuestras ideas verdaderas de las cosas
sensibles reproducen a éstas, sin duda alguna. C ierren ustedes los
ojos y piensen en ese reloj de pared y tendrán una verdadera imagen
o reproducción de su esfera. Pero su idea acerca de cóm o «anda» — a
menos de que ustedes sean relojeros— no llega a ser una reproduc­
ción, aunque pase por tal, pues de ningún modo se enfrenta con la
realidad. Aun cuando nos atuviéram os sólo a la palabra «andar», ésta
liene su utilidad; y cuando se habla de la función del reloj de «m ar­
car la hora» o de la «elasticidad» de su cuerda, es difícil ver exacta­
mente de que son copias sus ideas.
Adviértese que aquí existe un problema. Donde nuestras ideas no
pueden reproducir definitivam ente a su objeto, ¿qué significa la ade­
cuación con este objeto? Algunos idealistas parecen decir que son
verdaderas cuando son lo que Dios entiende que debemos pensar so­
bre este objeto. Otros mantienen íntegramente la concepción de la
reproducción y hablan como si nuestras ideas poseyeran la verdad en
la medida en que se aproximan a ser copias del eterno modo de pen­
sar de lo Absoluto.
Estas concepciones, como verán, invitan a una discusión pragma-
lista. Pero la gran suposición de los intelcctualistas es que la verdad
significa esencialm ente una relación estática inerte. Cuando ustedes
alcanzan la idea verdadera de algo, llegan al térm ino de la cuestión.
Están en posesión, conocen, han cumplido ustedes un destino del
pensar. Están donde deberían estar m entalmente; han obedecido su
imperativo categórico y 110 es necesario ir más allá de esta culm ina­
ción de su destino racional. Epistem ológicam ente se encuentran us­
tedes en un estado de equilibrio.
El pragmatism o, por otra parte, hace su pregunta usual. «Adm i­
tida como cierta una idea o creencia — dice— , ¿qué diferencia con­
creta se deducirá de ello para la vida real de un individuo? ¿Cómo se
realizará la verdad? ¿Qué experiencias serán diferentes de las que se
obtendrían si estas creencias fueran falsas ? En resumen, ¿cuál es, en
términos de experiencia, el valor efectivo de la verdad?».
En el momento en que el pragmatism o pregunta esta cuestión
comprende la respuesta: Ideas verdaderas son las que podem os asi­
milar, hacer vellidas, corroborar, y verificar; ideas falsas, son las que
no. Ésta es la diferencia práctica que supone para nosotros tener
ideas verdaderas; éste es, por lo tanto, el significado de la verdad,
pues ello es todo lo que es conocido de la verdad.
Ésta es la tesis que tengo que defender. La verdad de una idea no
es una propiedad estancada inherente a ella. La verdad acontece a una
idea. Llega a ser cierta, se hace cierta por los acontecimientos. Su
verdad es, en efecto, un proceso, un suceso, a saber: el proceso de ve­
rificarse, su verificación. Su validez es el proceso de su valid-ación.
Pero ¿cuál es el significado pragmático de las palabras verifica­
ción y validación? Insistimos otra vez en que significan determ ina­
das consecuencias prácticas de la idea verificada y validada. Es difí­
cil hallar una frase que caracterice estas consecuencias mejor que la
fórm ula corriente de la adecuación, siendo exactamente estas conse­
cuencias lo que tenemos en la mente cuando decim os que nuestras
ideas concuerdan con la realidad. Nos guían, m ediante los actos y las
demás ideas que suscitan, a otros sectores de la experiencia con los
que sentim os — estando este sentimiento entre nuestras posibilida­
des— que concuerdan las ideas originales, las conexiones y transi­
ciones llegan a nosotros punto por punto de modo progresivo, arm o­
nioso y satisfactorio. Esta función de orientación agradable es la que
denom inam os verificación de una idea. Esta explicación es en un
principio vaga, y parece completam ente trivial, pero ofrece resulta­
dos de los que me ocuparé a continuación.
Empezaré por recordarles el hecho de que la posesión de pensa­
mientos verdaderos significa en todas partes la posesión de unos
inestimables instrum entos de acción, y que nuestro deber para alcan­
zar la verdad, lejos de ser un mandam iento vacuo del cielo o una «pi­
rueta» impuesta a sí mismo por nuestro intelecto, puede explicarse
por excelentes razones prácticas.
La im portancia para la vida hum ana de poseer creencias verda­
deras acerca de hechos, es algo demasiado evidente. Vivimos en un
mundo de realidades que pueden ser infinitam ente útiles o infinita­
mente perjudiciales. Las ideas que nos dicen cuáles de éstas pueden
esperarse, se consideran com o las ideas verdaderas en toda esta es­
fera primaria de verificación y la búsqueda de tales ideas constituye
un deber prim ario humano. La posesión de la verdad, lejos de ser
aquí un fin en sí mismo, es solam ente un medio prelim inar hacia
otras satisfacciones vitales. Si me hallo perdido en un bosque, y
hambriento, y encuentro una senda de ganado, será de la m ayor im­
portancia que piense que existe un lugar con seres hum anos al final
del sendero, pues si lo hago así y sigo el sendero, salvaré mi vida. El
pensamiento verdadero, en este caso, es útil, porque la casa, que es
su objeto, es útil. El valor práctico de las ideas verdaderas se deriva,
pues, prim ariamente de la im portancia práctica de sus objetos para
nosotros. Sus objetos no son, sin duda alguna, im portantes en todo
momento. En otra ocasión puede no tener utilidad alguna la casa
para mí, y entonces mi idea de ella, aunque verificable, será práctica­
mente inadecuada y convendrá que permanezca latente. Pero puesto
que casi todo objeto puede algún día llegar a ser tem poralm ente im­
portante, es evidente la ventaja de poseer una reserva general de ver­
dades extra, de ideas que serán verdaderas en situaciones meramente
posibles.
Alm acenam os tales verdades en nuestra m em oria y con el so­
brante llenam os nuestros libros de consulta, y cuando una de estas
ideas extra se hace prácticamente adecuada para uno de nuestros ca­
sos de necesidad, del frigorífico donde estaba, pasa a actuar en el
mundo y nuestra creencia en ella se convierte en activa. Se puede de­
cir de ella que «es útil porque es verdadera» o que «es verdadera
porque es útil». Ambas frases significan exactamente lo mismo, a sa­
ber: que se trata de una idea que se cumple y que puede verificarse.
«Verdadera» es el nom bre para la idea que inicia el proceso de veri­
ficación; «útil» es el calificativo de su completa función en la expe­
riencia. Las ideas verdaderas nunca se habrían singularizado como
lales, nunca habrían adquirido nombre de clase, ni mucho menos un
nombre que sugiere un valor, a m enos que hubieran sido útiles desde
un principio en este sentido.
De esta circunstancia el pragmatismo obtiene su noción general
de la verdad com o algo esencialm ente ligado con el modo en el que
un momento de nuestra experiencia puede conducirnos hacia otros
momentos a los que vale la pena de ser conducidos. Primariamente,
y en el plano del sentido común, la verdad de un estado de espíritu
significa esta función de conducir a lo que vede la pena. Cuando un
momento de nuestra experiencia, de cualquier clase que sea, nos ins­
pira un pensam iento que es verdadero, esto quiere decir que más
pronto o más tarde nos sumiremos de nuevo, m ediante la guía de tal
experiencia, en los hechos particulares, estableciendo así ventajosas
conexiones con ellos. Ésta es una explicación bastante vaga, pero es
conveniente retenerla porque es esencial.
Entretanto, nuestra experiencia se halla acribillada de regularida­
des. Una partícula de ella puede ponernos sobre aviso para alcanzar
pronto otra y puede «proponerse» o ser «significativa de» ese objeto
más remoto. El advenimiento del objeto es la verificación del signi­
ficado. La verdad en estos casos, no significando sino la verifica­
ción eventual, es m anifiestam ente incompatible con la desobediencia
por nuestra parte. ¡Ay de aquel cuyas creencias no se ajustan al or­
den que siguen las realidades en su experiencia! No le conducirán a
parte alguna o le harán establecer falsas conexiones.
Por «realidades» u «objetos» entendem os aquí cosas del sentido
común, sensiblem ente presentes, o bien relaciones de sentido común
lales como fechas, lugares, distancias, géneros, actividades. Si­
guiendo nuestra imagen mental de una casa a lo largo de una senda
de ganado, llegamos ahora a ver la casa, obtenem os la verificación
plena de la imagen. Tales orientaciones simple y plenamente verifi­
cadas son, sin duda alguna, los originales y arquetipos en el proceso
de la verdad. La experiencia ofrece, indudablem ente, otras formas
del proceso de la verdad pero todas son concebibles como verifica­
ciones prim ariam ente aprehendidas, m ultiplicadas o sustituidas unas
por otras.
Consideren, por ejemplo, aquel objeto de la pared. Ustedes,
como yo, consideran que es un reloj, aunque ninguno de ustedes ha
visto la máquina escondida que le da la condición de tal. Admitamos
que nuestra noción pasa por cierta sin intentar verificarla. Si las ver­
dades significan esencialm ente un proceso de verificación, ¿no de­
beríamos considerar las verdades que no se verifican como aborti­
vas? No, pues constituyen el número abrum ador de verdades con
arreglo a las que vivimos. Se aceptan tanto las verificaciones direc­
tas como las indirectas. Donde la evidencia circunstancial basta, no
necesitam os testimonio ocular. De la misma form a que asumimos
aqui que el Japón existe, sin haber estado nunca en él. porque todo lo
que conocem os nos induce a aceptar esta creencia, y nada a recha­
zarla, de igual forma asumimos que aquello es un reloj. Lo usamos
como un reloj, al regular la duración de esta conferencia por él. La
verificación de esta suposición significa aquí que no nos conduce a
negación o contradicción. La «verificabilidad» de las ruedas, las pe­
sas y el péndulo, vale tanto como la verificación misma. Por un pro­
ceso de verdad que se verifique, existe un millón en nuestras vidas
en estado de formación. Nos orientan hacia la verificación directa:
nos conducen hacia los alrededores de los objetos con que se enfren­
tan; y entonces, si todo se desenvuelve arm oniosam ente, estamos tan
seguros de que la verificación es posible que la omitimos quedando
corrientem ente justificada por todo cuanto sucede.
La verdad descansa, en efecto, en su mayor parte sobre su sis­
tema de crédito. Nuestros pensam ientos y creencias «pasan» en tanto
que no haya nadie que los ponga a prueba, del mismo modo que pasa
un billete de banco en tanto que nadie lo rehúse. Pero todo esto
apunta a una verificación directa en alguna parte sin la que la estruc­
tura de la verdad se derrum ba como un sistema financiero que ca­
rece de respaldo económico. Ustedes aceptan mi verificación de una
cosa, yo la de otra de ustedes. Com erciamos uno con las verdades
del otro, pero las creencias concretam ente verificadas por alguien
son los pilares de toda la superestructura.
Otra gran razón — además de la economía de tiempo— para re­
nunciar a una verificación com pleta en los asuntos usuales de la
vida, es que todas las cosas existen en géneros y no singularmente.
Nuestro mundo, de una vez para siempre, hubo de m ostrar tal pecu­
liaridad. Así, una vez verificadas directam ente nuestras ideas sobre
el ejem plar de un género nos consideram os libres de aplicarlos a
otros ejem plares sin verificación. Una mente que habitualm ente dis­
cierne el género de una cosa que está ante ella y actúa inmedia­
tamente por la ley del género sin detenerse a verificarla, será una
mente «exacta» en el noventa y nueve por ciento de los casos, pro­
bado así por su conducta que se acom oda a todo lo que encuentra y
no sufre refutación.
Los procesos que se verifican indirectamente o sólo potencial-
mente, pueden, pues, ser tan verdaderos como los procesos plena­
mente verificados. Actúan como actuarían los procesos verdaderos.
Nos proporcionan las mismas ventajas y solicitan nuestro reconoci­
miento por las mismas razones. Todo esto en el plano del sentido co­
mún de los hechos, que es lo único que ahora estam os considerando.
Pero no son los hechos los únicos artículos de nuestro comercio.
Las relaciones entre ideas puramente mentales forman otra esfera
donde se obtienen creencias verdaderas y falsas, y aquí las creencias
son absolutas o incondicionadas. Cuando son verdaderas llevan el
nombre de definiciones o de principios. Es definición o principio
que 1 y 1 sum en 2, que 2 y 1 sumen 3, etcétera; que lo blanco difiera
menos de lo gris que de lo negro; que cuando las causas comiencen a
actuar, los efectos comiencen también. Tales proposiciones se sostie­
nen de todos los «unos» posibles, de todos los «blancos» concebi­
bles, y de los «grises» y de las «causas». Los objetos aquí son obje­
tos mentales. Sus relaciones son perceptivamente obvias a la primera
mirada y no es necesaria una verificación sensorial. Además, lo que
una vez es verdadero lo es siem pre de aquellos m ismos objetos m en­
tales. La verdad aquí posee un carácter «eterno». Si se halla una cosa
concreta en cualquier parte que es «una» o «blanca» o «gris» o un
«efecto», entonces los principios indicados se aplicarán eternam ente
a ellas. Se trata sólo de cerciorarse del género y después aplicar la
ley de su género al objeto particular. Se tendrá la certeza de haber al­
canzado la verdad sólo con poder nombrar el género adecuadamente,
pues las relaciones mentales se aplicarán a todo lo relativo a aquel
género sin excepción. Si entonces, no obstante, se falla en alcanzar
la verdad concretamente, podría decirse que se habían clasificado
inadecuadamente los objetos reales.
En este reino de las relaciones mentales, la verdad es además una
cuestión de orientación. Nosotros relacionam os unas ideas abstractas
con otras, formando al fin grandes sistem as de verdad lógica y m ate­
m ática bajo cuyos respectivos términos los hechos sensibles de la ex­
periencia se ordenan eventualmente entre sí, de forma que nuestras
verdades eternas se aplican también a las realidades. Este maridaje
entre hecho y teoría es ilim itadam ente fecundo. Lo que decimos aquí
es ya verdad antes de su verificación especial si hemos incluido
nuestros objetos rectamente. Nuestra armazón ideal libremente cons­
truida para toda clase de objetos posibles es determ inada por la pro­
pia estructura de nuestro pensar. Y así como no podem os jugar con
las experiencias sensibles, mucho menos podem os hacerlo con las
relaciones abstractas. Nos obligan y debemos tratarlas en forma con­
secuente, nos gusten o no los resultados. Las reglas de la suma se
aplican tan rigurosamente a nuestras deudas como a nuestros habe­
res. La centésima cifra decimal de «, razón de la circunferencia al
diámetro, se halla idealmente predeterminada, aunque nadie la haya
computado. Si necesitáram os esa cifra cuando nos ocupamos de un
círculo, la necesitaríam os tal como es, según las reglas usuales, pues
es el mismo género de verdad el que esas reglas calculan en todas
partes.
Nuestro espíritu está así firm em ente encajado entre las limitacio­
nes coercitivas del orden sensible y las del orden ideal. Nuestras
ideas deben conform arse a la realidad, sean tales realidades concre­
tas o abstractas, hechos o principios, so pena de inconsistencia y
frustración ilimitadas.
Hasta ahora los intelectualistas no tienen por qué protestar. Sola­
mente pueden decir que hemos tocado la superficie de la cuestión.
Las realidades significan, pues, o hechos concretos o géneros
abstractos de cosas y relaciones intuitivamente percibidas entre ellos.
Además significan, en tercer térm ino, como cosas que nuestras nue­
vas ideas no deben dejar de tener en cuenta, todo el cuerpo de verda­
des que ya poseem os. Pero, ¿qué significa ahora «adecuación» con
estas triples realidades, utilizando de nuevo la definición corriente?
Aquí es donde empiezan a separarse el pragmatism o y el intelec-
tualismo. Primariamente, sin duda, «adecuar» significa «copiar»,
aunque vemos que la palabra «reloj» hace el mismo papel que la re­
presentación mental de su mecanismo y que de muchas realidades
nuestras ideas pueden ser solam ente sím bolos y no copias. «Tiempo
pasado», «fuerza», «espontaneidad», ¿cómo podrá nuestra mente co­
piar tales realidades?
En su más amplio sentido, «adecuar» con una realidad sólo
puede significar ser guiado y a directamente hacia ella o bien a sus
alrededores, o ser colocado en tal activo contacto con ella que se la
maneje, a ella o a algo relacionado con ella, mejor que si no estuvié­
ramos conformes con ella. Mejor, ya sea en sentido intelectual o
práctico. Y a menudo adecuación significará exclusivamente el he­
cho negativo de que nada contradictorio del sector de esa realidad
habrá de interferir el camino por el que nuestras ideas nos conduz­
can. Copiar una realidad es, indudablemente, un modo muy im por­
tante de estar de acuerdo con ella, pero está lejos de ser esencial. Lo
esencial es el proceso de ser conducido. Cualquier idea que nos
ayude a tratar, práctica o intelectualmente, la realidad o sus conexio­
nes, que no com plique nuestro progreso con fracasos, que se adecúe,
de hecho, y adapte nuestra vida al marco de la realidad, estará de
acuerdo suficientem ente como para satisfacer la exigencia. M anten­
drá la verdad de aquella realidad.
Así, pues, los nombres son tan verdaderos o falsos como lo son
los cuadros mentales que son. Suscitan procesos de verificación y
conducen a resultados prácticos totalmente equivalentes.
Todo pensamiento humano es discursivo; cambiamos ideas; pres­
tamos y pedimos prestadas verificaciones, obteniéndolas unos de
otros por medio de intercambio social. Todas las verdades llegan a
ser así construcciones verbales que se almacenan y se hallan disponi­
bles para todos. De aquí que debamos hablar consistentem ente de
igual forma que debemos pensar consistentemente: pues tanto en el
lenguaje como en el pensamiento tratamos con géneros. Los nom ­
bres son arbitrarios, pero una vez entendidos se deben mantener. No
debemos llamar Abel a «Caín» o Caín a «Abel», pues si lo hacemos
así nos desligaríamos de todo el libro del Génesis y de todas sus
conexiones con el Universo del lenguaje y los hechos hasta la actua­
lidad. Nos apartaríam os de cualquier verdad que pudiera contener
ese entero sistem a de lenguaje y hechos.
La abrum adora m ayoría de nuestras ideas verdaderas no admite
un careo directo con la realidad: por ejemplo, las históricas, tales
como las de Caín y Abel. La corriente del tiem po sólo puede ser re­
montada verbalmente, o verificada de modo indirecto por las prolon­
gaciones presentes o efectos de lo que albergaba el pasado. Si no
obstante concuerdan con estas palabras y efectos podrem os conocer
que nuestras ideas del pasado son verdaderas. Tan cierto como que
hubo un tiempo pasado, fueron verdad Julio César y los monstruos
antediluvianos cada uno en su propia fecha y circunstancias. El
mismo tiempo pasado existió, lo garantiza su coherencia con todo lo
presente. Tan cierto com o el presente es, lo fue el pasado.
La adecuación, así, pasa a ser esencialm ente cuestión de orienta­
ción, orientación que es útil, pues se ejerce en dominios que contie­
nen objetos importantes. Las ideas verdaderas nos conducen a regio­
nes verbales y conceptuales útiles a la vez que nos relacionan direc­
tamente con térm inos sensibles útiles. Nos llevan a la congruencia, a
la estabilidad y al fluyente intercambio humano. Nos alejan de la ex­
centricidad y del aislamiento, del pensar estéril e infructuoso. El li­
bre flujo de! proceso de dirección, su libertad general de choque y
contradicción pasa por su verificación indirecta; pero todos los cam i­
nos van a Roma y al final y eventualmente todos los procesos ciertos
deben conducir a experiencias sensibles directam ente verificables en
alguna parte, que han copiado las ideas de algún individuo.
Tal es el amplio y holgado camino que el pragm atista sigue para
interpretar la palabra adecuación. La trata de un m odo enteramente
práctico. Le perm ite abarcar cualquier proceso de conducción de una
idea presente a un térm ino futuro, a condición de que se desenvuelva
prósperamente. Solamente así puede decirse que las ideas científi­
cas, yendo com o lo hacen más allá del sentido común, se adecúan a
sus realidades. Es, com o ya he dicho, como si la realidad estuviera
hecha de éter, átomos o electrones, pero no lo debemos pensar tan
literalmente. El térm ino «energía» no ha pretendido nunca represen­
tar nada «objetivo». Es solamente un medio de m edir la superficie de
los fenómenos, con el fin de registrar sus cambios en una fórmula
sencilla.
Pero en la elección de estas fórmulas de fabricación humana no
podemos ser caprichosos impunemente, como no lo somos en el
plano práctico del sentido común. Debemos hallar una teoría que ac­
túe, y esto significa algo extremadamente difícil, pues nuestra teoría
debe m ediar entre todas las verdades previas y determ inadas expe­
riencias nuevas. Debe perturbar lo menos posible al sentido común y
a las creencias previas, y debe conducir a algún térm ino sensible que
pueda verificarse exactamente. «Actuar» significa estas dos cosas y
la ligadura es tan estrecha que casi no deja lugar a ninguna hipótesis.
Nuestras teorías están cercadas y controladas como ninguna otra
cosa lo está. Sin embargo, algunas veces las fórmulas teóricas alter­
nativas son igualmente compatibles con todas las verdades que cono­
cemos, y entonces elegimos entre ellas por razones subjetivas. Esco­
gemos el género de teoría del cual somos ya partidarios; seguimos la
«elegancia» o la «economía». Clerk-Maxwell dice en alguna parte
que sería un «precario gusto científico» elegir la más complicada de
dos concepciones igualmente demostradas, y creo que estarán uste­
des de acuerdo con él. La verdad en la ciencia es lo que nos da la
máxima suma posible de satisfacciones, incluso de agrado, pero la
congruencia con la verdad previa y con el hecho nuevo es siempre el
requisito más imperioso.
Les he conducido por un desierto arenoso. Pero ahora, si se me
permite una expresión tan vulgar, empezarem os a paladear la leche
del coco. Aquí nuestros críticos racionalistas descargarán sus bate­
rías sobre nosotros y para contestarles saldremos de esta aridez a la
visión total de una importante alternativa filosófica.
Nuestra interpretación de la verdad es una interpretación de ver­
dades, en plural, de procesos de conducción realizados in rebus, con
usía única cualidad en común, la de que pagan. Pagan conduciéndo­
nos en o hacia alguna parte de un sistema que penetra en numerosos
puntos de lo percibido por los sentidos, que podem os copiar o no
mentalmente, pero con los que en cualquier caso nos hallamos en
una clase de relación vagamente designada como verificación. La
verdad para nosotros es sim plemente un nombre colectivo para los
procesos de verificación, igual que la salud, la riqueza, la fuerza, et­
cétera, son nombres para otros procesos conectados con la vida, y
también proseguidos porque su prosecución retribuye. La verdad se
liace lo mismo que se hacen la salud la riqueza y la fuerza en el
curso de la experiencia.
En este punto el racionalismo se levanta instantáneamente en ar­
mas contra nosotros. Imagino que un racionalista nos hablaría como
sigue:
«La verdad — dirá— no se hace, se obtiene absolutamente,
siendo una relación única que no depende de ningún proceso, sino
que marcha a la cabeza de la experiencia indicando su realidad en
todo momento. Nuestra creencia de que aquello que hay en la pared
es un reloj es ya verdadera, aunque nadie en toda la historia del
mundo lo verificara. La simple cualidad de estar en esa relación tras­
cendente es lo que hace verdadero cualquier pensamiento que la po­
sea, independientemente de su verificación. Vosotros, los pragm atis­
tas, tergiversáis la cuestión — dirá— , haciendo que la existencia de
la verdad resida en los procesos de verificación. Estos procesos son
meramente signos de su existencia, nuestros imperfectos m edios de
comprobar después el hecho del cual nuestras ideas poseían ya la
maravillosa cualidad. La cualidad misma es intemporal, como todas
las esencias y naturalezas. Los pensam ientos participan de ellas di­
rectamente, como participan de la falsedad o de la incongruencia.
No puede ser analizada con arreglo a las consecuencias pragm áti­
cas.»
Toda la plausibilidad de esta argum entación racionalista se debe
al hecho a que hemos prestado ya tanta atención. En nuestro mundo,
abundante como es en cosas de géneros similares y asociadas sim i­
larmente, una verificación sirve para otras de su género, y una de las
grandes utilidades de conocer las cosas es no tanto conducirnos a
ellas como a sus asociados, especialm ente a lo que los hombres di­
cen de ellas. La cualidad de la verdad, obtenida ante rem, significa
pragm áticam ente el hecho de que en un m undo tal, innumerables
ideas actúan m ejor por su verificación indirecta o posible que por la
directa y real. Así, pues, verdad ante rem significa solam ente verifi-
cabilidad; pues no es sino un ardid racionalista tratar el nombre de
una realidad concreta fenoménica com o una entidad independiente y
previa, colocándola tras la realidad com o su explicación.
He aquí un epigrama de Lessing que el profesor M ach cita:

Sagt Hanschen Schlau zu Vetter Fritz,


«Wie kommt es, Vetter Frilzen,
Das g ra d ’die Reichsten in der Welt,
Das meiste Geld besitzen?»'.

Hanschen Schlau considera aquí el principio riqueza como algo


distinto de los hechos denotados por la circunstancia de ser rico el
hombre. Anterior a ellos, los hechos llegan a ser solam ente una espe­
cie de coincidencia secundaria con la naturaleza esencial del hombre
rico.
En el caso de la «riqueza», a nadie se le oculta la falacia. Sabe­
mos que la riqueza no es sino un nom bre para el proceso concreto
que se efectúa en la vida de determ inados hombres y no una excelen­
cia natural que se encuentra en los señores Rockefeller y Carncgie, y
no en el resto de los mortales.
Como la riqueza, tam bién la salud vive in rebus. Es un nombre
para determ inados procesos, como la digestión, la circulación, el
sueño, etcétera, que se desenvuelven felizmente, aunque en este caso
nos inclinamos más a imaginarlo como un principio y a decir que el
hombre digiere y duerme bien porque él está sano.
Respecto de la «fuerza», creo que somos todavía m ás racionalis­
tas, y nos inclinamos decididam ente a tratarla como una excelencia

1 Juanito c) Astuto dicc a su primo Fritz: ¿Cómo te explicas que los más ricos en
el mundo tengan la mayor cantidad de dinero? (N. del. T.)
preexistente en el hombre y que explica las hazañas hercúleas de sus
músculos.
En cuanto a la «verdad», la mayoría de las personas se excede,
considerando la explicación racionalista como evidente por sí
misma. Pero lo cierto es que todas estas palabras son semejantes. La
verdad existe ante rem ni más ni menos que las otras cosas.
Los escolásticos, siguiendo a Aristóteles, usaron mucho la distin­
ción entre hábito y acto. La salud in actu significa, entre otras cosas,
dormir y digerir bien. Pero un hombre saludable no necesita estar
siempre durm iendo y digiriendo, como el hombre rico no necesita
estar siempre manejando dinero o el hombre fuerte levantando pesas,
liilcs cualidades caen en estado de «hábitos» entre sus tiempos de
ejercicio; c igualmente la verdad llega a ser un hábito de ciertas de
nuestras ideas y creencias en los intervalos de reposo de sus activida­
des de verificación. Tales actividades constituyen la raiz de toda la
cuestión y la condición de la existencia de cualquier hábito en ios in­
tervalos.
Lo verdadero, dicho brevemente, es sólo el expediente de nuestro
modo de pensar, de igual forma que lo justo es sólo el expediente del
modo de conducirnos. Expediente en casi todos los órdenes y en ge­
neral, por supuesto, pues lo que responde satisfactoriam ente a la ex­
periencia en perspectiva no responderá de modo necesario a todas las
u lte r i o r e s experiencias tan satisfactoriamente. La experiencia, como
Habernos, tiene modos de salirse y de hacernos corregir nuestras ac­
í d a l e s fórmulas.
Lo «absolutamente» verdadero, es decir, lo que ninguna expe­
riencia ulterior alterará nunca, es ese punto ideal hacia el que nos
imaginamos que convergerán algún día todas nuestras verdades tem ­
porales. Equivale al hombre perfectam ente sabio y a la experiencia
tibsohitamente completa; y si estos ideales se realizan algún día, se
realizarán conjuntamente. Entretanto, tendrem os que vivir hoy con
arreglo a la verdad que podamos obtener hoy y estar dispuestos a lla­
marla falsedad mañana.
La astronomía ptolomeica, el espacio euclidiano, la lógica aristo­
télica, la m etafísica escolástica fueron expedientes durante siglos,
pero la experiencia humana se ha salido de aquellos límites y ahora
consideramos que estas cosas son sólo relativamente verdaderas o
ciertas dentro de aquellos límites de experiencia. «Absolutamente»,
son falsas, pues sabemos que aquellos límites eran casuales y p o ­
drían haber sido trascendidos por teóricos de aquel tiempo lo mismo
que lo han sido por teóricos del presente.
Cuando nuevas experiencias nos conduzcan a juicios retrospecti­
vos, podremos decir, usando el pretérito indefinido, que lo que estos
juicios expresan fu e cierto, aun cuando ningún pensador pasado lo
formulara. Vivimos hacia adelante, dice un pensador danés, pero
com prendem os hacia atrás. El prcsenle proyecta una luz retrospec­
tiva sobre los procesos previos del mundo. Pueden éstos haber sido
procesos verdaderos para los que participaron en ellos. No lo son
para quien conoce las ulteriores revelaciones de la historia.
Esta noción reguladora de una verdad potencial mejor, se estable­
cerá más tarde, posiblem ente se establecerá algún día, con carácter
absoluto y con poderes de legislación retroactiva, y volverá su rostro,
como todas las nociones pragm atistas, hacia los hechos concretos y
hacia el futuro. Como todas las verdades a medias, la verdad abso­
luta tendrá que hacerse, y ha de ser hecha como una relación inci­
dental al desarrollo de una masa de experiencias de verificación a las
que contribuyen con su cuota las ideas semiverdaderas.
Ya he insistido en el hecho de que la verdad está hecha en gran
parte de otras verdades previas. Las creencias de los hombres en cual­
quier tiempo constituyen una experiencia fundada. Pues las creencias
son, en sí mismas, partes de la suma total de la experiencia del
mundo y llegan a ser, por lo tanto, la materia sobre la que se asientan
o fundan para las operaciones del día siguiente. En cuanto la realidad
significa realidad experimentable, tanto ella como las verdades que
el hombre obtiene acerca de ella están continuamente en proceso de
mutación, m utación acaso hacia una meta definitiva, pero mutación
al fin y al cabo.
Los m atem áticos pueden resolver problemas con dos variables.
En la teoría newtoniana, por ejemplo, la aceleración varía con la dis­
tancia, pero la distancia también varía con la aceleración. En el reino
de los procesos de la verdad, los hechos se dan independientemente y
determinan provisionalmente a nuestras creencias. Pero estas creen­
cias nos hacen actuar y, tan pronto como lo hacen, descubren u origi­
nan nuevos hechos que, consiguientem ente, vuelven a determ inar las
creencias. Así, todo el ovillo de la verdad, a m edida que se desenro­
lla, es el producto de una doble influencia. Las verdades emergen de
los hechos, pero vuelven a sum irse en ellos de nuevo y los aum en­
tan: esos hechos, otra vez, crean o revelan una nueva verdad — la pa­
labra es indiferente-— y así indefinidam ente. Los hechos mismos,
mientras tanto, no son verdaderos. Son, simplemente. La verdad es la
función de las creencias que com ienzan y acaban entre ellos.
Se trata de un caso semejante al crecimiento de una bola de
nieve, que se debe, por una parte, a la acumulación de la nieve, y, de
olía, a los sucesivos empujones de los muchachos, codetcrminán-
dose estos factores entre sí incesantemente.
Hallémonos ahora ante el punto decisivo de la diferencia que
existe entre ser racionalista y ser pragmatista. La experiencia está en
mutación, y en igual estado hállanse nuestras indagaciones psicoló­
gicas de la verdad; el racionalismo nos lo concederá, pero no que la
realidad o la verdad misma es mutable. La realidad perm anece com ­
pleta y ya hecha desde la eternidad insiste el racionalismo, y la ade­
cuación de nuestras ideas con ella es aquella única e inanalizable vir-
lud que existe en ella y de la que nos ha hablado. Como aquella
excelencia intrínseca, su verdad nada tiene que ver con nuestras ex­
periencias. No añade nada al contenido de la experiencia. Es indife­
rente a la realidad misma; es superveniente, inerte, estática, una refle­
xión meramente. No existe, se mantiene u obtiene, pertenece a otra
dimensión distinta a la de los hechos o a la de las relaciones de he­
chos, pertenece, en resumen, a la dimensión epistemológica, y he aquí
que con esta palabra altisonante el racionalismo cierra la discusión.
Así, tal como el pragmatismo mira hacia el futuro, el raciona­
lismo se orienta de nuevo a una eternidad pasada. Fiel a su invete­
rado hábito, el racionalismo se vuelve a los «principios» y estima
que, una vez que una abstracción ha sido nombrada, poseemos una
solución de oráculo.
La extraordinaria fecundidad de consecuencias para la vida de
esta radical diferencia de perspectiva- aparecerá claram ente en mis
últimas conferencias. Deseo, entretanto, acabar ésta dem ostrando
que la sublimidad del racionalismo no lo salva de la inanidad.
Cuando se pide a los racionalistas que, en lugar de acusar al prag­
matismo de profanar la noción de verdad, la definan diciendo exacta­
mente lo que ellos entienden por tal, se obtienen estas respuestas:

1. «La verdad es un sistema de proposiciones que ofrecen la


pretensión incondicional de ser reconocidas com o válidas»2.
2. «Verdad es el nombre que damos a todos aquellos juicios
que nos hallamos en la obligación de llevar a cabo por una especie
de deber im perativo»3.

: A. E. Taylor: Philosophical Review, XIV, p. 298.


' H. Rickert: Der Cegenstand der Erkenntnis, cap. sobre Die Urlheitnolhwen-
digkeit.
La prim era cosa que nos sorprende en tales definiciones es su
enorme trivialidad. Son absolutamente ciertas, por supuesto, pero
absolutam ente insignificantes hasta que se las considera pragmática­
mente. ¿Qué significa aquí «pretensión» y qué se quiere decir con la
palabra «deber»? Es perfectamente correcto hablar de pretensiones
por parte de la realidad, con la que ha de existir adecuación, y de
obligaciones por nuestra parte con respecto a la adecuación, enten­
diendo las palabras «pretensión» y «deber» como nombres resumi­
dos para las razones concretas del porqué pensar con arreglo a nor­
mas verdaderas es conveniente para los mortales. Sentimos las
pretensiones y las obligaciones, y las sentimos precisam ente por las
razones enunciadas.
Pero los racionalistas que hablan de pretensión y obligación dicen
expresamente que éstas nada tienen que ver con nuestros intereses
prácticos o razones personales. Nuestras razones para la adecuación
son hechos psicológicos, dicen, relativos a cada pensador y a los acci­
dentes de su vida. Son meramente su evidencia, no parte de la vida de
la verdad misma. Esta vida se lleva a cabo en una dimensión pura­
mente lógica o epistemológica, distinta de la psicología, y sus preten­
siones anteceden y exceden a toda motivación personal. Aunque ni el
hombre ni Dios llegaran a conocer la verdad, habría que definir la pa­
labra como lo que «debe» ser comprobado y reconocido.
Nunca hubo más excelente ejemplo de una idea abstraída de los
hechos concretos de la experiencia y usada luego para oponerse y
negar a aquello de que fue abstraída.
En la filosofía y en la vida corriente abundan ejem plos análogos.
«La falacia sentimentalista» consiste en derram ar lágrimas ante la
justicia en abstracto, la generosidad, la belleza, etcétera, etcétera, y
no conocer estas cualidades cuando se las encuentra en la calle, por­
que las circunstancias las hacen vulgares. Leo en la biografía de un
eminente racionalista editada privadamente: «Era extraño que con tal
admiración por la belleza en abstracto, mi hermano no sintiera entu­
siasmo por la arquitectura bella, los buenos cuadros o las flores». Y
en casi la últim a obra filosófica que he leído encuentro pasajes como
los siguientes: «La justicia es ideal, únicamente ideal. La razón con­
cibe que debe existir, pero la experiencia dem uestra que no puede...
La verdad que debiera existir, no puede ser... La razón está defor­
mada por la experiencia. Tan pronto como la razón entra en contacto
con la experiencia, ésta se vuelve contra aquélla».
La falacia racionalista es aquí exactamente análoga a la senti­
mentalista. Ambas extraen una cualidad de los cenagosos hechos de
In experiencia y la encuentran tan pura cuando la han extraído que la
comparan con todos y cada uno de sus cenagosos ejemplos, como si
Hiera de una naturaleza opuesta y más elevada. Tal es su naturaleza,
lis la naturaleza de las verdades que han de ser validadas, verifica­
das. Nuestra obligación de buscar la verdad es parte de nuestra obli­
gación general de hacer lo que vale la pena. La retribución que apor­
tan las ideas verdaderas es la única razón para seguirlas. Idénticas
razones existen con respecto a la riqueza y a la salud.
I ,a verdad no formula otra clase de pretensiones ni impone otra
clase de deberes que los que formulan e imponen la riqueza y la sa­
lud. Todas estas pretensiones son condicionales; los beneficios con­
cretos que ganamos se reducen a lo que llamamos la prosecución de
un deber. En el caso de la verdad las creencias falsas actúan a la
larga tan perniciosam ente com o beneficiosam ente actúan las creen­
cias verdaderas. Hablando abstractam ente, la cualidad «verdadera»
puede decirse que es absolutam ente valiosa y la cualidad «falsa» ab­
solutamente condenable: se puede llamar a la una buena y a la otra
mala, de modo incondicional. Imperativamente, debemos pensar lo
verdadero y rechazar lo falso.
Pero si tratamos literalmente toda esta abstracción, y la opone­
mos a su suelo materno de la experiencia, considérese cuán absurda
es la posición en que nos habremos colocado.
No podem os, pues, dar un paso adelante en nuestro pensamiento
real. ¿Cuándo reconoceré esta verdad y cuándo aquélla? El conoci­
miento ¿será en alta voz o silencioso? Si a veces es ruidoso y a veces
silencioso, ¿cómo será ahora? ¿Cuándo una verdad se incorporará
en el casillero de nuestra enciclopedia; y cuándo saldrá al combate?
¿Debo estar repitiendo constantemente la verdad «dos veces dos ha­
cen cuatro» a causa de su eterna pretensión al reconocim iento? ¿O
será algunas veces inadecuado? ¿Debe mi pensam iento preocuparse
noche y día con mis pecados y faltas porque los tengo realmente o
puedo ocultarlos e ignorarlos para ser un miembro social decoroso y
no una masa m órbida de m elancolía y disculpas?
Es com pletam ente evidente que nuestra obligación de reconocer
la verdad, lejos de ser incondicional, es sum am ente condicionada. La
Verdad, en singular y con mayúscula, exige abstractam ente ser reco­
nocida, pero las verdades concretas en plural, necesitan ser reconoci­
das sólo cuando su reconocim iento es conveniente. Debe preferirse
siempre una verdad a una falsedad cuando se relacionan am bas con
una situación dada, pero cuando no ocurre así la verdad no consti­
tuye más deber que la mentira. Si se me pregunta qué hora es, y con­
testo diciendo que vivo en el número 95 de «Irving Street», mi res­
puesta es, sin duda alguna, verdadera, pero no se comprenderá por
qué tengo que darla. Lo mismo sería dar una dirección equivocada.
A dm itiendo que existen condiciones que limitan la aplicación del
imperativo abstracto, la consideración pragmatista de la verdad se
nos impone en toda su plenitud. Se comprende que nuestro deber de
conform arnos con la realidad está fundado en una tram a perfecta de
conveniencias concretas.
Cuando Berkeley explicó lo que la gente entiende por materia, la
gente pensó que él negaba la existencia de la materia. Cuando Schi-
Iler y Dewey explican ahora lo que la gente entiende por verdad se
les acusa de negar su existencia. Los críticos dicen que los pragm a­
tistas destruyen todas las reglas objetivas y que sitúan la estupidez y
la sabiduría en un mismo plano. Una fórmula favorita para describir
las doctrinas de Schiller y las m ías consiste en decir que nosotros
creemos que al considerar como verdad cualquier cosa que nos
agrade llenamos todos los requisitos pragmatistas.
Dejo a la consideración de ustedes el juzgar si esto es o no una
insolente calumnia. Atenido el pragmatista más que ningún otro, a
todo el cuerpo de verdades fundamentales acum uladas desde el pa­
sado y a las coacciones que el mundo de los sentidos ejerce sobre él,
¿quién tan bien como él siente la presión inmensa del control obje­
tivo bajo el cual nuestras mentes realizan sus operaciones? Si alguien
imagina que esta ley es laxa, dejadle que se abstenga de su manda­
miento un solo día, dice Emerson. Mucho menos he oído hablar re­
cientemente del uso de la imaginación en la ciencia. Es tiempo de re­
com endar el empleo de un poco de imaginación en filosofía. La
mala gana de nuestros críticos para no leer sino el más necio de to­
dos los significados posibles en nuestros argumentos, hace tan poco
honor a su imaginación, que apenas descubro algo parecido en la fi­
losofía contemporánea. Schilicr dice que la verdad es aquello que
«actúa». Por lo tanto, se le reprocha que limita la verificación al más
bajo utilitarismo material. Dewey dice que la verdad es lo que pro­
porciona «satisfacción». Se le reprocha que subordina la verdad a lo
agradable.
Nuestros críticos necesitan, ciertam ente, más im aginación de las
realidades. He tratado honestam ente de forzar mi propia imaginación
y de leer el m ejor significado posible en la concepción racionalista,
pero confieso que ello me desconcierta. La noción de una realidad
que nos exige adecuarnos a ella, y por ninguna otra razón sino sim­
plemente porque su propósito es «incondicionado» o «trascendente»,
os algo en lo que yo no veo ni pies ni cabeza. Pruebo a imaginarme a
mi mismo como la única realidad en el mundo, y luego qué más
«pretendería» si se me permitiera. De admitirse la posibilidad de mi
pretensión de que de la nada surgiera un espíritu y me copiara, indu­
dablemente puedo imaginar lo que significaría la copia, pero no
puedo hacer conjeturas sobre el motivo. No puedo explicarm e qué
bien me liaría ser copiado, o qué bien le haría a aquel espíritu co­
piarme si las consecuencias ulteriores se excluyen expresam ente y en
principio com o motivos de la pretensión -—como lo son por nuestras
autoridades racionalistas— . Cuando los adm iradores del irlandés del
cuento lo llevaron al lugar del banquete en una silla de manos sin
asiento, él dijo: «En verdad, si no fuera por el honor que supone, po­
dría haber venido a pie». Así me sucede en este caso: si no fuera por
el honor que supone, podría muy bien haber prescindido de la copia.
Copiar es un modo genuino de conocer — lo que por alguna extraña
razón nuestros trascendentalistas contem poráneos se disputan por re­
pudiar— , pero cuando vamos m ás allá del acto de copiar y recurri­
mos a las formas innominadas de adecuación que se han negado ex­
presamente ser copias, orientaciones o acomodaciones, o cualquier
otro proceso pragmáticam ente definible, el qué de la «adecuación»
reclamada se hace tan ininteligible como el porqué de ella. No se
puede im aginar para ella ni motivo ni contenido. Es una abstracción
absolutamente carente de significado4.
Indudablemente, en este cam po de la verdad son los pragmatis-
tas, y no los racionalistas, los más genuinos defensores de la raciona­
lidad del Universo.

1 No olvido que el profesor Rickert renunció hace ya algún tiempo a toda noción
de verdad, como fundada en su adecuación con la realidad. Realidad, según él, es
cuanto se adecúa con la verdad, y la verdad está fundada únicamente en nuestro deber
fundamental. Esta evasión fantástica, junto con la cándida confesión de fracaso de Joa-
chim en su libro The Na tu re ofTruth, me parece indicar la bancarrota del racionalismo
en este asunto. Rickert se ocupa de parte de la posición pragmatista con la denomina­
ción de lo que él llama «relativismus». No puedo discutir aquí este texto. Baste decir
que su argumentación en aquel capítulo es tan endeble, que no parece corresponder al
talento de su autor.
IGNACIO ELLACURÍA
LA REALIDAD HISTÓRICA COM O OBJETO
DE LA FILOSOFÍA
(1981)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «El objeto de la filosofía», Revista de Estudios Centroamerica­


nos, 396-7 (1981), pp. 977-980. Reproducimos el texto de esta
edición con autorización expresa de la empresa editora.
— Reeditado en Filosofía de la realidad histórica, Trotta, Madrid
1991, pp. 17-42 y 473-475.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Función liberadora de la filosofía», Revista de Estudios Centroa­


mericanos, 435-6 (1985), pp. 45-64.
— «Voluntad de fundamentalidad y voluntad de verdad: conocimiento-fe
y su configuración histórica», Revista Latinoamericana de Filo­
sofía, 8 (1986), pp. 113-131.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— G. Marquínez Argote, «Zubiri visto desde Latinoamérica. Aportes


a la filosofía de la liberación», Revista de Estudios Centroamerica­
nos, 32/345 (1977), pp. 475-484.
— E. Dussel, Métodos para una filosofía de la liberación, Sígueme,
Salamanca, 1974.
— M. Cekic, «Ist die Praxis der MaBtab der Wahrheit?», Zeitschriftfiir
philosophische Forschung, 32 (1978), pp. 83-99.

«La realidad histórica como objeto de la filosofía»


O b s e r v a c io n e s :
forma parte del articulo más amplio titulado «El objeto de la filoso­
fía», reseñado como edición original.
La «realidad histórica» es el «objeto último» de la filosofía, en­
tendida como metafísica ultramundana, no sólo por su carácter en­
globante y totalizador sino en cuanto m anifestación suprema de la
realidad.
Evidentemente, esta grave afirm ación no puede ser el inicio de la
filosofía, sino que tan sólo puede sostenerse com o resultado de toda
una labor filosófica. No es un capricho ni un a priori dogmático. Ha
sido labor de la historia de la filosofía misma, que paulatinam ente ha
ido descubriendo y m ostrando dónde y en qué forma se da la reali­
dad por antonomasia, donde se da la mayor densidad de lo real. Los
que sostenían que la persona hum ana como realidad metafísica era el
summum de realidad; los que defendían que lo era la existencia hu­
mana o la vida humana, los que defendían que era la historia..., todos
ellos se acercaban a la definición del objeto de la filosofía como rea­
lidad histórica.
Aquí no vamos a hacer un desarrollo integral de esta tesis. Bas­
tará indicar qué se quiere decir con ella y en qué se fundamenta ese
decir.

I) Por «realidad histórica» no se entiende lo que pasa en la his­


toria, ni siquiera la serie ordenada y explicada del discurrir histórico.
Por consiguiente, no se dice que la filosofía haya de ser lo que ha so­
lido entenderse por filosofía de la historia. Precisamente para evitar
este equívoco no se habla de historia, sino de realidad histórica.
¿Qué se entiende, entonces, por realidad histórica?
Ya hem os sostenido en las tesis anteriores que la realidad intra-
m undana constituye una totalidad dinámica, estructural y dialéctica.
Esa única totalidad es el objeto de la filosofía. Lo que ocurre es que
esa totalidad ha ido haciéndose de modo que hay un incremento
cualitativo de realidad, pero de tal form a que la realidad superior, el
«más» de realidad, no se da separada de todos los m om entos ante­
riores del proceso real, del proceso de realidad, sino que al contrario
se da un «más» dinám ico de realidad desde, en y por la realidad in­
ferior, de modo que ésta se hace presente de m uchos m odos y siem ­
pre necesariam ente en la realidad superior. A este últim o estadio de
la realidad, en el que se hacen presentes todos los dem ás, es al que
llam am os realidad histórica: en él la realidad es m ás realidad, por­
que se halla toda la realidad anterior, pero en esa m odalidad que ve­
nimos llam ando histórica. Es la realidad entera asum ida en el reino
social de la libertad; es la realidad m ostrando sus m ás ricas virtuali­
dades y posibilidades, aún en estado dinám ico de desarrollo, pero
ya alcanzando el nivel cualitativo metafíisico desde el que la reali­
dad va a seguir dando de sí, pero ya desde el mismo subsuelo de la
realidad histórica, y sin dejar ya de ser intram undanamente realidad
histórica.
En efecto, la realidad histórica, ante todo, engloba todo otro tipo
de realidad: no hay realidad histórica sin realidad puramente mate­
rial, sin realidad biológica, sin realidad personal y sin realidad so- v
cial; en segundo lugar, toda otra forma de realidad donde da más de
si y donde reciber su para qué fáctico — no necesariamente finalís-
lico— es una realidad histórica; en tercer lugar, esa forma de reali­
dad que es la realidad histórica es donde la realidad es «más» y
donde es «más suya», donde tam bién es «más abierta».
Por eso se habla estrictamente de «realidad histórica». Con ello
no se alude lo que pasa en la historia y, menos aún, se elude la consi­
deración de qué es lo que pasa últimamente en la historia después de ,
que van pasando en ella tantas cosas. Pero la metafísica atiende, si se
quiere hablar así, a la historia de la realidad, a lo que pasa a la reali­
dad misma cuando entra con el hombre y la sociedad a eso que lla­
mamos historia. Y esto tanto en el salto cualitativo de la evolución
natural al proceso histórico como en el desarrollo creador, ya dentro
de la historia, de nuevos m odos de la realidad histórica. Es decir,
atiende a la realidad histórica en tanto que realidad, aunque sabiendo
que no se puede hablar de realidad al margen de las cosas reales.
Así por «realidad histórica» se entiende la totalidad de la reali­
dad tal com o se da unitariamente en su forma cualitativa más alta y
esa forma específica de realidad que es la historia, donde se nos da
110 sólo la form a más alta de realidad sino el cam po abierto de las
máximas posibilidades de lo real. No la historia simplemente, sino la
realidad histórica, lo cual significa que se tom a lo histórico como
ámbito histórico más que como contenidos históricos y que en ese
ámbito la pregunta es por su realidad, por lo que la realidad da de sí
y se m uestra en él.

2) Podría discutirse si ese summum de realidad no es más bien


la persona o la vida humana o la existencia, etc. Desde luego ha de
aceptarse que una consideración de la realidad histórica, que ladeara
o hiciese perder su especificidad a la persona humana, a la vida, a la
existencia, etc., dejaría de ser el objeto pleno de la filosofía, porque
entonces ese objeto quedaría disminuido, sim plemente porque en él
no entraría formal y específicam ente una form a de realidad, que en
algún sentido es la máxima manifestación de la realidad. Y éste es un
peligro real porque propiam ente la historia tiende a convertirse con
facilidad en historia social, en historia estructural, donde el quehacer
originario de las personas puede quedar desdibujado y disminuido.
Pero no es un peligro en el que ha de caerse necesariamente. Y, por
otra parte, la consideración puramente personal, incluso interperso-
nal y com unitaria, no explica el poder creador de la historia, cuando
es en ese poder creador y renovador, en ese novum histórico, donde
la realidad va dando efectivamente de sí. Por otro lado, sólo de la to­
talidad histórica, que es el modo concreto en el que se realiza la per­
sona humana, en el que vive el ser humana, se ven adecuadamente lo
que son esa persona y esa vida. Puestos en la realidad histórica, ésta
exige, por su explicación última, el estudio de la persona, de la vida,
de la materia, etc., mientras que la recíproca no es cierta: un estudio
de la persona y de la vida humana, al margen de la historia, es un es­
tudio abstracto e irreal, y lo m ismo cabe decir de la m ateria o de
cualquier forma de realidad, aunque por distintas razones.
Por difícil que sea su realización, la filosofía que tiene por objeto
la realidad histórica no pretende menoscabar ese específico summum
de realidad que es la persona. Y, aunque las relaciones entre historia
y persona sean mutua pero no unívocas, parecen más englobantes las
de la historia. Así tenemos que personas egregias no han podido dar
todo de sí por cuanto han vivido en momentos históricos que no lo
posibilitaban. Por otro lado, es distinta la apertura y la creatividad in­
novadora de la persona que la apertura y la creatividad de la historia.
En definitiva, la realidad histórica incluye más fácilmente la realidad
personal que ésta a aquélla.

3) ¿Cómo justificar metafíisicamente esta opción de la realidad


histórica como objeto de la filosofía? La justificación sería que la fi­
losofía debiera estudiar la totalidad de la realidad en su unidad más
englobante y manifestativa y que la realidad histórica es una unidad
más englobante y manifestativa de la realidad.
La pretensión filosófica de tratar acerca de todas las cosas en
cuanto todas ellas forman una unidad es una pretensión clásica y
continuada. Hoy día está un tanto desfasada tal pretensión. Pero no
hay duda de su fuerza entre los mayores y mejores filósofos. Esa
unidad de todas las cosas se ha buscado por distintos caminos: por el
camino de la construcción mental, por el camino de los conceptos
objetivos, por el camino de la realidad misma. Cuando se buscaba un
concepto generalísimo que abarcara todas las cosas y que fuese lo
último de todas ellas, se corría el peligro de igualarlas y vaciarlas,
cmilesquiera fueran los recursos que se seguían para ello, desde los
Intentos analógicos a los empeños dialécticos. Lo que así se propone
es otra cosa: hay una unidad real de todas las cosas reales, que no es
meramente una unidad de semejanza o cosa parecida, sino una uni-
ilnd física y dinámica, porque todas las cosas vienen unas de otras y
de un modo u otro están realmente m utuamente presentes, si no en
nú individualidad, sí como formas de realidad. En segundo caso, se
propone analizar esta unidad no desde sus orígenes, que ya no son
puros, pues lo originado ha revertido sobre lo originante de múltiples
formas sino desde su etapa última, que muestra lo que hasta ahora al
menos es la realidad. Conozcámosla o no como es en realidad. Esta
etapa últim a no es un concepto ni es una idea o ideal; es algo que
nos está dado y que, mientras se hace, se nos está dando.
Por todo ello, no parece injustificado proponer la realidad histó­
rica como objeto de la filosofía, si es que para la filosofía se sigue
queriendo el que busque decir lo que es la realidad últim am ente y lo
que es la realidad como un todo.
Por otro lado, la realidad histórica, dinám ica y concretamente
considerada, tiene un carácter de praxis, que junto a otros criterios
lleva a la verdad de la realidad y también a la verdad de la interpreta­
ción de la realidad. No es tanto la equivalencia de Vico entre el ve­
nan y el J'actum sino entre el ver uní y el faciendum. La verdad de la
realidad no es lo ya hecho; eso es sólo una parte de la realidad. Si no
nos volvemos a lo que está haciéndose y a lo que está por hacer, se
nos escapa la verdad de la realidad. Hay que hacer la verdad, lo cual
no supone prim ariamente poner en ejecución, realizar lo que ya se
sabe, sino hacer aquella realidad que en juego de praxis y teoría se
muestra como verdadera. Que la realidad y la verdad han de hacerse
y descubrirse, y que han de hacerse y descubrirse en la complej idad
colectiva y sucesiva de la historia, de la hum anidad es indicar que la
realidad histórica puede ser el objeto de la filosofía.

4) La realidad histórica es, además, la realidad abierta e inno­


vadora por antonomasia. Si hay una apertua viva a la transcendencia
es la de la historia. La m etafísica intram undana no puede cerrarse
sobre sí misma, precisam ente porque la historia es abierta, porque la
realidad es en sí misma dinámica y abierta, y lo ha sido hasta llegar a
la historia y desde la historia está abierta a lo que no es necesaria y
exclusivamente intramundano. Se dirá que esta apertura es propia de
la persona. Y así es. Pero ninguna persona puede desde sí misma dar
cuenta de toda la apertura de la realidad. Hay una experiencia de la
realidad, hay una praxis real y, consecuentemente, hay una apertura
que no pueden ser agotadas por una sola persona ni por la suma de
todas las personas separadamente consideradas. La realidad histórica
no se reduce a ser la suma de personas; es como realidad una reali­
dad unitaria su iju ñ s , que es creadora en las personas, pero que posi­
bilita esa creación de las personas.
Por este camino no queda Dios excluido del objeto de la filoso­
fía, cuando ese objeto se entiende como realidad histórica. Dios no
puede aparecer inicialmente en el discurrir filosófico, simplemente
porque su presencia 110 cabe junto a otras realidades intramundanas.
Es un intento en el fondo em pobreccdor de Dios y del resto de la
realidad el abarcarlos en un mismo tratamiento filosófico. El objeto
de la filosofía debe ser prim ariamente la realidad ultramundana, lo
cual no significa necesariamente que Dios haya de ser tan sólo ob­
jeto de fe, sin embargo, ha de aceptarse el fondo de la crítica kan­
tiana, cuando saca a Dios, como realidad de la Razón Pura, para re­
encontrarlo en la Razón Práctica, Lo que sucede es que la realidad
intramundana últimamente considerada no queda cerrada sobre sí
misma ni en lo que tiene de realidad personal ni tampoco en lo que
tiene de realidad histórica.
El análisis de la realidad personal muestra ciertam ente su aper-
' tura; puede m ostrar incluso su religación (Zubiri). Pero ni la inm en­
sidad de Dios, ni su novedad, incluso ni su misterio se hacen real­
m ente patentes más que en la totalidad de la experiencia histórica.
Hay una experiencia personal de Dios, pero la realidad más plena de
Dios sólo se ha hecho presente y sólo puede hacerse presente en una
realidad histórica. Si no podemos llegar a saber lo que es la hum ani­
dad y, en definitiva, el hombre, más que cuando el hombre acabe de
ser históricam ente todo lo que es capaz de dar de sí, seria presun­
tuoso pensar que podemos saber algo menos adecuadamente de Dios
más que en el aprovechamiento de todo el hacer y el experimental
históricos de la humanidad acerca de Dios. Todas las experiencias
personales y todos los saberes caben en la historia; más aún, la cons­
tituyen. Pero la plenitud de la realidad está m ás allá de cualquier ex­
periencia personal y de cualquier saber individual. Hay que reasum ir
todas las praxis y todos los saberes personales tanto para mostrar la
índole concreeta de la apertura de la realidad hum ana y, conse­
cuentemente, los trazos fundamentales de la pregunta y de la res­
puesta por lo m ás último y total de la realidad. No debe olvidarse
que las grandes religiones muestran siempre un Dios del pueblo, de
un pueblo que marcha por la historia; lo cual, como es sabido, no ex-
cluye la singularidad del revelador de Dios. Puede haber un Dios de
In naturaleza, puede haber un Dios de la persona y de la subjetividad;
pero hay, y sobre todo, un Dios de la historia, que no excluye, como
ya indicamos, ni a la naturaleza material ni a la realidad personal.
Hay quienes objetan que Dios es un invento del hombre y hay
quienes hacen de lo religioso un fenómeno puramente histórico, para
unos necesario y para otros alienante. Es una opinión que apunta a
nlgo verdadero. Dios aparece después de la persona y en el curso de
ki historia. No es objeto de una filosofía intramundana, aunque la
historia puede descubrir en la intram undanidad no sólo una transcen­
dencia formal, sino una realidad transm undana y transhistórica, pero
cuya transcendencia real es del m undo y de la historia.

5) Incluso, si no se aceptara que la realidad histórica es la reali­


dad por antonom asia y, consecuentem ente, el objeto adecuado de la
filosofía, habría que reconocer que es el lugar más adecuado de reve­
lación de la realidad. El despliegue de la realidad no sólo alcanza en
la historia su momento último, sino que el discurrir histórico va des­
velando y revelando la verdad de la realidad. Una realidad que, por
muchos capítulos, es un escándalo a la razón ahistórica, que estim a­
ría como irreales muchas de las estructuras y muchos de los sucesos
históricos. La identificación del ser con lo bueno y lo verdadero,
pero de suerte que sólo es lo que nos parece bueno y verdadero a una
razón que se ha constituido en medida -de todas las cosas, choca con
la realidad histórica del mal y del error. Lo cual trae consigo necesa­
riamente la aparición de la dialéctica en el plano teórico y de la pra­
xis revolucionaria en el plano de la acción. La historia era sacada an­
tes del ámbito de la ciencia y de la metafísica porque su aparente
contingencialidad no casaba con la aparente y superficial perm anen­
cia y universalidad de la realidad. Aquí se propone retrotraerla al nú­
cleo mismo de la ciencia y de la metafísica, porque si se la tom a en|
toda su realidad concreta y no sólo en lo que tiene de diferenciativo,
es el gran criterio de verdad, de revelación, de lo que es la realidad.
Porque de revelación se trata y no m eramente de dcsvelación, p ues la'
realidad misma se realiza y no meramente se despliega o se desvela
y la praxis hist;orica fuerza la realidad para que se transform e y se
manifieste.
Todo eso es lo que quiere decir cuando se afirm a que la realidad
histórica es el objeto de la filosofía. Cómo repercuta esta nueva con­
cepción del objeto en la estructuración misma de las categorías filo­
sóficas no es tema que aquí pueda ensayarse. Evidentem ente, su re-
percusión ha de ser grande en las categorías fundamentales, en el
método y aun en la partición de tratados, aunque propiam ente no
debe haber tratados cuando se afirm a la unidad de todo lo real y
quiere verse esa unidad no de abajo hacia arriba, sino de arriba hacia
abajo. Y es que la unidad y la totalidad son las que dan su lugar real
y su sentido a las partes. Tampoco queremos entrar en por qué y
cóm o desde este objeto primario de la filosofía, cabe por su propia
historicidad formas de filosofar y de filosofía específicas en distin-
( tas etapas y situaciones históricas, sin que esto rom pa la unidad,
múltiple y compleja, pero unitaria del objeto y del acercamiento ade­
cuado a ese objeto. Es bastante claro desde el propio planteamiento
que un objeto tal como el de la realidad histórica, entendido como
aquí se ha dicho, deja abiertas posibilidades reales para teorías y
prácticas distintas, ya que la unidad de la realidad histórica no es
monolítica.
Se ha dicho que intram undamente no ha habido «una» historia,
propiamente tal hasta tiempos recientes. Hoy es cada vez más «una»,
aunque esta unidad sea estrictam ente dialéctica y enormemente dolo-
rosa para la mayor parte de la humanidad. Aunque se habla de distin­
tos mundos (un Primer Mundo, un Tercer Mundo, etc.), el mundo
histórico es uno, aunque contradictorio. Quizá sólo lograda la unidad
del mundo empírico y de la historia constatable haya llegado la hora
de hacer de esa única historia el objeto de diferentes filosofías.
SUSAN HAACK
EL INTERÉS POR LA VERDAD: QUÉ SIGNIFICA,
POR QUÉ IM PORTA'
(1995)

r, .
E d i c ió n o r i g i n a l : Inédito.

— Título original: «Concern for Truth: What it Means, Why it Mat-


ters» (1995).

E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido—


con autorización expresa de la autora.
T r a d u c c ió n : M. J. Frápolli.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «The pragmatist theory of truth», British Journal for the Philo­


sophy o f Science, 27 (1976).
— «Is it true what they say about Tarski?», Philosophy, 51 (1976).
— «Two fallibilists in search of the truth», Proceedings ofthe Aristo-
telian Society, Supp. 51 (1977).
— «Analycity and logical truth», Theoria, 43 (1977).
— Philosophy of Logics, Cambridge University Press, 1978 (ed.
cast.: Filosofía de las lógicas, Cátedra, Madrid, 2.a ed., 1991).
•f. • -v -i* . •ST'.Jv'V .

1 Tomo lo que sigue de mis siguientes trabajos anteriores: Evidence and Inquiry:
rowards Reconstruction in Epistemology, Blackwell, Oxford, 1993, especialmente el
capítulo 8; «The First Rule of Reason», presentado en un congreso sobre «New Topics
iu the Philosophy o f C. S. Pcirce», Toronto, 10.92, aparecerá en un volumen editado
por Jaqueline Brunning and Paul Forster, Toronto University Press; «“The Ethics o f
lielief” Reconsidered», aparecerá en Levvis Hahn, ed., The Philosophy o f R. M. Chis-
holm, Open Court; «Preposterisme and Its Consequences», presentado en un congreso
sobre «Scientific Innovation, Philosophy and Public Policy», Bowling Oreen, OH,
4.95, aparecerá en Social Philosophy and Policy y en Ellen Frankel Paul et al., eds,
Scientific Innovation, Philosophy and Public Policy, Cambridge University Press.
Este artículo se preparó para la publicación con la ayuda de una beca NEH #FT-
40534-95. Me gustaría dar las gracias a Paul Gross por sus útiles comentarios a un bo­
rrador y a Mark Migotti por proporcionarme la cita de Nietzsche de la nota 4.
— Evidence and Inquiry. Towards reconstruction in Epislemology,
Blackwell, Oxford, 1993 (ed. east.: Evidencia e Investigación. Ha­
cia una reconstrucción en Epistemología, Tecnos, Madrid, 1997).
— «Dry truth and real Knowledge: Epistemologies of Metaphor and
Metaphors of Epistemology», en J. Hintikka (ed.), Aproaches to
Metaphor, Kluwer, Dordrecht (en prensa).

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia ;

— R. Rorty, Consequences o f Pragmatism, Harverster Press, Sussex,


1982.
— Ch. S. Peirce, Lecciones sobre Pragmatismo, Aguilar, Buenos Ai­
res, 1978 (ed. orig., 1903).
R. Almeder, «Peircean Fallibilism», Transactions of the Ch. S.
Peirce Society, 18 (1981), pp. 57-65.

C. S. Peirce escribió, hace un siglo o así, que «para razonar bien


[...] es absolutamente necesario poseer [...] virtudes tales como la ho­
nestidad intelectual y la sinceridad y un auténtico amor a la verdad»,
y que «[el genuino razonar consiste] en dirigir realmente el arco ha­
cia la verdad con resolución en el ojo, con energía en el brazo». C. I.
Lewis observó, hace cuarenta años o así, que «presumimos, de parte
de aquellos que siguen cualquier vocación científica [quería decir
“ intelectual”], [...] una suerte de voto tácito de no subordinar nunca
el motivo de búsqueda objetiva de la verdad a ninguna preferencia o
inclinación subjetivas o a ninguna conveniencia o consideración
op o rtunista»2. Estos filósofos tuvieron alguna intuición de lo que
exige la vida de la mente.
Ahora, sin embargo, está de moda sugerir que estas intuiciones
son en realidad ilusiones. Stephen Stich profesa una desilusión sofis­
ticada, al escribir que «una vez que tenemos una visión clara del
asunto, la mayoría de nosotros no encontrará ningún valor [...] en te­
ner creencias verdaderas». Richard Rorty se refiere a aquellos de no­
sotros que estam os dispuestos a describirnos a nosotros mismos

2 C. S. Pcircc, Collected Papers, eds Charles Hartshorne, Paul Weiss y Arthur


13urks, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1931-58, 2.82 y 1.235; C. I. Lewis,
The Ground and Sature o f the Right, Columbia University Press, Nueva York, NY,
1955, p. 34.
como buscando la verdad como «anticuados pedantes encantadores»,
(notándose de que él «no hace dem asiado uso de nociones como
“verdad objetiva”», puesto que, después de todo, llam ar a un enun­
ciado verdadero «no es más que darle una palmada retórica en la es­
palda». Jane Heal concluye con evidente satisfacción que «no hay
ninguna diosa, Verdad, de la que los académicos y los investigadores
puedan considerarse a sí mismos como sacerdotes o devotos»3. Estos
filósofos revelan un fracaso sorprendente en, o quizá un rechazo a,
captar lo que es la integridad intelectual, o por qué es importante.
Sin embargo, como reza el dicho, aquellos que sólo conocen su
lado de un caso conocen muy poco de él; así quizá es saludable estar
obligado a articular, como yo haré aquí, lo que significa el interés
por la verdad, por qué importa y lo que está mal en la manera de
pensar de los que lo denigran.
El primer paso es señalar que el concepto de verdad está interna­
mente relacionado con los conceptos de creencia, evidencia e investi­
gación. Creer que p es aceptar p como verdadero. La evidencia de que
¡> es la evidencia de que p es verdadero, una indicación de la verdad de
¡>. E investigar si p es investigar si p es verdadero; si usted no está in-
Icntando obtener la verdad usted no está en realidad investigando.
Por supuesto, tanto la pseudo-crecncia como la pseudo-investiga-
eión son lugares comunes. La pseudo-creencia incluye aquellos esta­
dos psicológicos familiares de lealtad obstinada a una proposición de
la que uno sospecha a medias que es falsa, y la atadura sentimental a
una proposición a la que uno no le ha dedicado ningún pensamiento
en absoluto. Samuel Butler lo dijo m ejor de lo que yo puedo [ha­
cerlo] cuando, tras describir la repentina concienciación por parte de
Ernest Pontifex de que «a pocos les im porta un comino la verdad, o
licnen alguna confianza en que es más correcto o mejor creer lo que
es verdadero que lo que no es verdadero», reflexiona «sin embargo,
son sólo esos pocos los que puede decirse que creen algo en abso­
luto; el resto son simplemente no creyentes disfrazados»4.

3 Stephen Stich, The Fragmenta/ion o f Reason, Bradford Books, MIT Press, Cam­
bridge, MA y Londres, 1990, p. 101; Richard Rorty, Essays on Heidegger and Others,
Cambridge University Press, Cambridge, 1991, p. 86 (trad. cast.: Ensayos sobre Hei­
degger y otros pensadores contemporáneos, Paidós, Barcelona, 1993; «Trotsky and
the Wild Orchids», Common Knowiedge, 1.3, 1992, p. 141, y Consequences o f Prag-
matism, Harvester Press, Hassocks, Sussex, 1982, p. XVII; Jane Heal, «The Disinte-
rested Search for Truth», Proceedings o f the Aristotelian Society, 88, 1987-8, p. 108.
1 Samuel Butler, The Way o f Alt Flesh (1903), Signct Books, The New American
Y la pseudo-investigación está tan lejos de ser inusual que,¡
cuando el gobierno o nuestra universidad instituye una Investigación;
Oficial sobre esto o aquello, algunos de nosotros nos ponem os en
guardia. Peirce identifica un tipo de pseudo-investigación cuando es­
cribe acerca del «razonam iento fingido»: intenta, no llegar a la ver­
dad de alguna cuestión, sino argumentar a favor de la verdad de al­
guna proposición respecto de la cual nuestro com prom iso ya está a
prueba de evidencia y de argumento. Tiene en la mente a los teólo­
gos que inventan elaborados andamios m etafísicos para proposicio­
nes teológicas que ninguna evidencia o argum ento les induciría a
abandonar; pero su argumento se aplica de igual modo a la «investi­
gación» propicia y al «trabajo académico» guiado por motivaciones
políticas de nuestros tiempos. Y además hay lo que he llegado a con­
siderar como razonamiento de pega: no intenta llegar a la verdad de
alguna cuestión, sino argumentar a favor de la verdad de alguna pro­
posición respecto de la cual el único com prom iso de uno es la con­
vicción de que defendiéndola avanzará uno mismo; también un fenó­
m eno fam iliar cuando, como en algunas áreas de la vida académica
contem poránea, una defensa inteligente de una idea llamativamente
falsa o impresionantem ente oscura es una buena ruta hacia la reputa­
ción y el dinero.
Pero necesitam os ir más allá de la tautología de que los investiga­
dores fingidos y los investigadores de pega no están en realidad in­
vestigando para ver lo que, sustantivamente, está mal en los razona­
mientos fingido y de pega. Los investigadores de pega y los que
fingen no tienen como objetivo encontrar la verdad sino argumentar
a favor de alguna proposición identificada previamente a la investi­
gación. Así tienen razones para evitar el examen cuidadoso de cual­
quier evidencia que pudiera im pugnar la proposición a favor de la
cual pretenden argumentar, para minim izar u ofuscar la importancia
o pertinencia de tal evidencia, para hacer esfuerzos sobrehumanos
para disolverla mediante una explicación. F,1 investigador genuino, a
cambio, quiere llegar a la verdad de la cuestión que le concierne,

Library o f World Classics, Nueva York, NY, 1960, p. 259. Véase también Fricdrich
Nietzschc, The Gay Science [(1882), traducido por Walter Kaufmann, Vintagc, Nueva
York, NY, 1974, p. 76: «Quiero decir que la gran mayoría no juzga despreciable creer
esto o aquello y vivir de acuerdo con eso sin haber considerado previamente los argu­
mentos últimos y más ciertos en pro y en contra y sin siquiera molestarse en indagar a
posteriori tales argumentos», trad. cast. Ch. Crego y G. Groot, F. Nietzsche, La Gaya
Ciencia, Akal, Madrid, 1988, § 2, p. 61].
(tinto si la verdad se ajusta a lo que creía al principio de la investiga­
ción como si no, y tanto si es probable que su reconocim iento de la
Verdad lo lleve a obtener un plaza fija, o lo haga rico, famoso o po­
pular, como si no. Tiene motivos, por tanto, para perseguir y evaluar
ol valor de la evidencia o de los argumentos com pleta e imparcial-
incnlc, para reconocer, ante sí mismo tanto como ante otros, dónde
mi evidencia o sus argumentos parecen más inestables y su articula­
ción del problema o de la solución [parece] más vaga, para ir con la
evidencia incluso hasta conclusiones impopulares o conclusiones
i|tie socavan sus anteriores convicciones más profundamente sosteni-
(llis, y para aceptar el que otro haya encontrado la verdad que él es-
lliha buscando.
listo no es negar que los razonadores fingidos y de pega pudieran
hiparse con la verdad, y que, cuando lo hacen, podrían encontrar
buena evidencia y argumentos, ni que los investigadores genuinos
pudieran llegar a conclusiones falsas y ser engañados por evidencia
desorientadora. El compromiso con una causa y el deseo de reputa­
ción pueden motivar un esfuerzo intelectual enérgico. Pero la inteli­
gencia que ayudará a un investigador genuino a resolver las cosas,
ayudará a un razonador fingido o de pega a suprim ir la evidencia
desfavorable de manera más efectiva, o a inventar las formulaciones
más impresionantemente oscuras. Un investigador genuino, en con-
Iraste, no suprim irá evidencia desfavorable, ni disfrazará su fracaso
con afectada oscuridad; así, incluso cuando fracasa, no obstaculizará
los esfuerzos de otros.
El am or a la verdad del investigador genuino, com o esto revela,
no es como el am or de un coleccionista por los m uebles antiguos o
por los sellos exóticos que colecciona, ni es como el am or a Dios de
una persona religiosa. No es un coleccionista de proposiciones ver­
daderas, ni es un adorador de un ideal intelectual. Es una persona de
integridad intelectual. No es, com o el razonador de pega, indife­
rente a la verdad de las proposiciones a favor de las que argumenta.
No es, com o el investigador fingido, inam oviblem ente leal a alguna
proposición, com prom etido sin im portar cóm o sea la evidencia. En
cualquier cuestión que investigue, trata de encontrar la verdad de
esta cuestión independientem ente del color del que esta verdad pu­
diera ser.
El argumento hasta aquí nos ha llevado más allá de la tautología
de que la investigación genuina está dirigida hacia la verdad, hasta la
afirmación sustantiva de que la falta de integridad intelectual es ca­
paz, a largo plazo y como un todo, de im pedir la investigación. Pero
¿por qué, se preguntará, deberíamos preocuparnos por esto? Despuesj
de todo, en algunas circunstancias uno podría estar m ejor sin investi-i
gar, o m ejor teniendo una creencia injustificada que una bien funda­
mentada en la evidencia, o m ejor teniendo una creencia falsa que¡
una verdadera; y algunas verdades son aburridas, triviales, poco im­
portantes, algunas cuestiones no merecen el esfuerzo de investi­
g arla s].
La integridad intelectual es instrum entahnente valiosa, porque, a
largo plazo y como un todo, hace avanzar la investigación y la inves­
tigación que tiene éxito es instrum entalm ente valiosa. Comparados
con otros anim ales, no somos especialmente hábiles o fuertes; nues­
tro fo rte es una capacidad para resolver cosas, por tanto para antici­
par y evitar el peligro. Admitámoslo, esto no es en absoluto una ben­
dición sin mezcla; la capacidad que, como Hobbes lo dijo, perm ite a
los hombres, a diferencia de las bestias, com prom eterse en el racio­
cinio, también permite a los hombres, a diferencia de las bestias,
«m ultiplicar una no-verdad por otra» ’. Pero ¿quién podría dudar de
que nuestra capacidad para razonar es de valor instrumental para no­
sotros los humanos?
Y la integridad intelectual es moralmente valiosa. Esto se sugiere
ya por la forma en que nuestro vocabulario para la valoración episté-
mica del carácter se solapa con nuestro vocabulario para la valora­
ción moral del carácter: e.g., «responsable», «negligente», «temera­
rio», «valiente» y, por supuesto, «honesto». Y «Es un buen hombre
pero intelectualmente deshonesto» tiene, para mis oidos, el auténtico
sonido del oxímoron.
Así como ei valor es p a r excellence la virtud del soldado del
mismo modo, podría uno decir sobresim plificando un poco, la inte­
gridad intelectual es la del académico. (La sobresim plificación es
que la integridad intelectual misma exige un tipo de valor, la firm eza
que se necesita para abandonar convicciones de mucho tiempo frente
a evidencia en contrario, o para resistir consignas de moda.) Yo diría,
más bruscam ente que Lewis, que es completam ente indecente para
quien denigra la importancia o niega la posibilidad de la investiga­
ción honesta el ganarse la vida com o académico.
Esto explica por qué a aquellos de nosotros que tenemos una es­
pecial obligación a encargarnos de la investigación se nos exige mo-

5 Thomas Hobbes, Human Nalure (1650), en Woodbridge, .1. E., ed., Hobbes Se-
lections, Charles Scribners Sons, Nueva York, Chicago, Boston, 1930, p. 23.
miníente integridad intelectual; pero la explicación de por qué es
llluralmente importante para todos nosotros tiene que ser más obli-
gtm, El creer de m ás (el creer más alia de lo que la evidencia le auto-
rl/it a uno) no siem pre tiene consecuencias, ni es siempre algo de lo
i|tie es responsable el que cree. Pero a veces es ambas cosas; y enton­
ces es moralmente culpable. Pensemos en el sorprendente caso de W.
K. Clifford del dueño de un barco que sabe que su barco está viejo y
deteriorado, pero no lo revisa y, consiguiendo engañarse a sí mismo
pilla creer que el barco está en condiciones de navegar, le permite
partir; es, como Clifford correctam ente dice, «verdaderam ente cul­
pable» de las m uertes de los pasajeros y la tripulación cuando el
bureo se hu nd e0. El mismo argumento se aplica, mutatis mutandis, al
creer de menos (el no creer cuando la evidencia de uno autoriza la
creencia). La deshonestidad intelectual, un hábito de la tem eraria o
Irreflexiva form ación de creencia auto-engañosa, le pone a uno ante
c! riesgo crónico del creer de más o de menos m oralm ente culpable.
Por tanto, ¿qué ha ido mal en el pensamiento de aquellos que de­
nigran el interés por la verdad? Desafortunadam ente, no la misma
cosa en cada caso, ni siquiera con los tres escritores que cité al co­
mienzo de este artículo.
Stich com ienza ignorando la conexión interna de los conceptos
de creencia y verdad, y construyendo equivocadam ente la creencia
como [si no fuera] nada más que «un estado del cerebro aplicado
| inapped] m ediante una función-interpretación sobre una proposi­
ción», o, com o le gusta decir para hacer la idea vivida, una ora­
ción inscrita en una caja dentro de' la cabeza de uno, etiquetada
«Creencias». Esto lo conduce a la idea equivocada de que la ver­
dad sería una propiedad que sería deseable que la tuviera una cre­
encia sólo si la verdad es o intrínsecam ente o instrum entalm ente
valiosa. Entonces construye la confusión a partir de dos non sequi­
láis m anifiestos: que, puesto que la verdad es sólo una dentro de
un rango com pleto de propiedades sem ánticas que pudiera tener
una oración en la cabeza de uno, la verdad no es intrínsecam ente
valiosa; y que, puesto que uno podría a veces estar m ejor con una
creencia falsa que con una verdadera, la verdad no es tam poco ins-
Irum entalm ente valiosa.
Con Heal uno se encuentra con un tipo diferente de dirección

‘ W. K. Clifford, «The Ethics o f Belícf» (1877), en The Elhics o f B elief and Other
/■'.ssaysy Watts and Co., Londres, 1947, 70-96.
equivocada. Ella apunta, correctamente, que no toda proposición
verdadera m erece ser conocida; también correctamente, que, como el
valor, la integridad intelectual puede ser útil al servicio de proyectos
moralm ente malos tanto com o buenos; correctam ente una vez más,
que lo que un investigador quiere saber es la respuesta a la cuestión
en la que investiga. Incluso su conclusión — que no hay ninguna
diosa Verdad, de la cuál los académicos puedan considerarse a sí
mismos como devotos— es suficientem ente verdadera; lo que hay de
equivocado en este asunto no es que sea falso, sino que sugiere que
si uno tom a el interés por la verdad como algo que importa, uno
debe negarlo. El valor instrum ental de la integridad intelectual no
exige que toda verdad m erezca ser conocida; su valor moral no re­
quiere que sea un rasgo del carácter capaz de servir sólo en usos
buenos; y valorar la integridad intelectual no es, como la conclusión
de Heal sugiere, un tipo de superstición.
Y como Rorty más que sugiere cuando nos dice que ve la histo­
ria intelectual de occidente como un intento «de sustituir un am or a
la verdad por un am or a D ios»7. Rorty está de parte de los que sos­
tienen con vehemencia que no hay una única verdad sino muchas
verdades. Si esto significa que descripciones del mundo diferentes
pero compatibles pueden ser verdaderas a la vez, es trivial; si signi­
fica que descripciones del mundo diferentes e incompatibles podrían
ser verdaderas a la vez, es tautológicam ente falso. Muy probable­
mente, Rorty la ha confundido con la declaración de que hay muchas
declaraciones-de-verdad incompatibles.
Esto revela una conexión con una falacia ubicua. Lo que pasa por
verdad conocida no es a m enudo tal cosa, y declaraciones-de-verdad
incompatibles a menudo están presionadas por intereses en com pe­
tencia. Pero obviamente no se sigue, y no es verdad que declaracio­
nes-de-verdad incompatibles puedan ser verdaderas a la vez, ni que
llamar a una declaración verdadera sólo sea hacer un tipo de gesto
retórico o de golpe de mano a su favor. Esta últim a inferencia equi­
vocada, como la inferencia de la premisa verdadera de que lo que
pasa por evidencia objetiva no es a menudo tal cosa, a la conclusión
falsa de que la idea de la evidencia objetiva es sólo una trola ideoló­
gica, es un caso especial de lo que he decidido apodar la falacia del

7 Richard Rorty, Contingency, Irony and Solidaríty, Cambridge University Press,


Cambridge, 1989, p. 22 (trad. cast., Contingencia, Ironía y Solidaridad, Paidós, Bar­
celona, 1991, p. 42).
«pasa p o r» 8. Rorty transmuta esta falacia en una poco profunda con­
cepción errónea que identifica «verdadero» y «“verdadero”», lo ver­
dadero con lo que pasa por verdadero. «Verdadero» es una palabra
que aplicamos a enunciados acerca de los que estamos de acuerdo,
simplemente porque, si estamos de acuerdo que p, estam os de
acuerdo que p es verdadero. Pero podríamos estar de acuerdo en que
P cuando p no es verdadero. Así «verdadero» no es una palabra que
verdaderamente se aplique a todos los enunciados acerca de los que
estamos de acuerdo o sólo a ellos; y tampoco, por supuesto, el llamar
a un enunciado «verdadero» significa que es un enunciado acerca del
cual estamos de acuerdo.
l ie aquí de nuevo a Peirce, describiendo lo que pasa si la pseu-
doinvestigación se convierte en lugar común: «el hombre pierde sus
concepciones de la verdad y de la razón [...] [y llega] a considerar el
razonamiento en gran medida com o decorativo. El resultado [...] es,
por supuesto, un deterioro rápido del vigor intelectual»’. Es la autén-
lica debacle teniendo lugar delante de nuestros ojos. El razonamiento
fingido en la forma de «investigación», comprado y pagado por gen­
tes interesadas en que las cosas fueran de esta m anera m ejor que de
esta otra, o motivado por convicción política, y el razonamiento de
pega en forma de «academicismo», m ejor caracterizado com o medio
de auto-promoción, son dem asiado frecuentes. Consciente de esto, la
confianza de la gente en lo que pasa por verdadero declina, y con
ello su buena disposición a usar las palabras «verdad», «evidencia»,
«objetividad», «investigación», sin la precaución de las comillas. Y
como esas comillas se hacen ubicuas, la confianza de la gente en los
conceptos de verdad, evidencia, investigación, desfallece; y uno co­
mienza a oír, de Rorty, Stich, Heal y cía., que el interés por la verdad
es sólo un tipo de superstición — que, añadiría yo, a su vez alienta la
idea de que no hay, después de todo, nada malo en el razonamiento
fingido o de pega [...] y así sucesivamente— .
Uno piensa en Primo Levi en el tema del Fascismo y la química:
«la quím ica y la física de la que nos alim entábam os, además de ser
alimentos vitales en sí mismos, eran el antídoto contra el Fascismo

* Un término que introduje en «Knowledge and Propaganda: Reflections o f an


Oíd Feminist», Partisan Review, otoño 1993, también reimpreso en Our Coimtry, Our
Culture, Edith Kurzweil y William Phillips (eds.), Partisan Review Press, Boston,
MA, 1995, 57-66.
5 Collected Papers, 1.57-9.
[...], porque eran claros y distintos y verificables en cada paso, y no
un tejido de m entiras y vacuidad, como la radio y los periódicos»l0.
Yo lo pondría de manera más prosaica, pero quizá un poco más pre­
cisa: el antídoto contra la pseudo-investigación y contra la pérdida de
confianza en la importancia de la integridad intelectual que engen­
dra, es la investigación auténtica y el respeto que engendra por las
demandas de evidencia y argumento. La investigación auténtica de
cualquier tipo, diría yo: científica, histórica, textual, forense, [...], in­
cluso filosófica. (Pero hay una razón para poner «científica» el pri­
mero en la lista, la misma razón que llevó a Lewis a escribir «voca­
ción científica», con el significado de «vocación intelectual», y que
llevó a Peirce a veces a describir el interés por la verdad de los inves­
tigadores genuinos como «la actitud científica» ": no que todos los
científicos o sólo ellos tengan la actitud científica, sino que ésta es la
actitud que hace posible la ciencia.) No es el interés por la verdad,
sino la idea de que tal interés es superstición, la que es supersticiosa.

10 Primo Levi, The Períodic Table, (1975), traducido del italiano por Raymond Ro-
senthal, Schocken Books, Nueva York, NY, 1984, p. 42. Debo esta referencia a Cora
D iam ond, «Truth: Defenders, Debunkers, Despisers», en Commitment in Rejlection,
ed. Leona Toker, Garland, Nueva York, NY, 1994, 19 5 -22 1, a cuyo trabajo dirijo a los
lectores para una discusión iluminadora de Rorty y Heal.
" Y otra razón también: que, en la investigación científica, la presión («circum-
pressure») de los hechos, de la evidencia, es relativamente directa (aunque no, creo,
tan directa como la cita de Levi sugiere). Merecería la pena recordar, en este contexto,
que Pcirce, un científico en activo tanto como el más grande de los filósofos america­
nos, tenía formación de químico.
II. TEORÍAS
DE LA CORRESPONDENCIA
A. TEORÍAS SEMÁNTICAS

ALFRED TARSKI
LA CONCEPCIÓN SEM ÁNTICA DE LA VERDAD
Y LOS FUNDAMENTOS DE LA SEM ÁNTICA
(1944)

E d ic ió n o r ig in a l :
' ’ ■■: :i / • . ' / - / ; ¡¿f;^^
— «The Semantic Conception of Truth and the Foundations of Seman­
tics», Philosophy and Phenomenological Research, IV (1944),
P P - 341-375. ,
H. Feigl, W. Sellars (eds.), Readings in Philosophical Analysis,
Nueva York, 1949, pp. 52-84.

E dición c a stella n a :
:: ' ’
- «La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la
semántica» en M. Bunge (ed.),’Antología semántica, Nueva Vi­
sión, Buenos Aires, 1960, pp. 111-157.
Reimpresión de la anterior, L. Valdés (ed.), La búsqueda del signi­
ficado, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 275-312. Reproducimos el texto
de esta edición con autorización expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : E. Colombo.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Der Wahrheitsbegriff ¡n den formaIisierten Sprachen», Studia


Plúlosophica, vol. 1, 1935, pp. 261-415 [reimpreso en Berka-Krei-
ser (eds.) Logik-Texte. Kommentierte Auswahl zur Geschichte der
modernen Logik, Berlín, 1971, pp. 447-559; también en Logic, Se­
mantics, Methamathematics, Oxford, 1956].
— «Truth and Proof», Scienüjle American, 6/220 (1969), pp. 63-77 I ¡EI
[editado también en L’Age de la Science 3 (1970), pp. 91 -99],
¿ y "< v. ‘ . ví • • i
— On Undccidable Statements in Enlarged System of Logic and de
Concept of Truth», The Journal o f Symbolic Logic, IV (1939),
pp. 105-112.
'■ ’V' '■ •> ■; ■' ■■■'.:') V " ■' !■■: .
V ."jK / •. / ’ - 3

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— H. Field, «Tarski’s Theory of Truth», The Journal o f Philosophy,


69/13 (1972), pp. 347-375.
-■ .1. Etchemendy, «Tarski on Truth and logical consequence», The
Journal o f syhibolic Logic, 52 (1987), pp. 51 -79.
— M. García Carpintero, «What is aTarskian Definition of Truth?»,
Philosophical Sludiés, 82/2 (1996), pp. 113-44.

Este trabajo consta de dos partes: la primera es de carácter expo­


sitivo, y la segunda es más bien polémica.
En la primera parte me propongo resumir de manera no formal
los principales resultados de mis investigaciones concernientes a la
definición de la verdad y al problema, más general, de los funda­
mentos de la semántica. Estos resultados están incorporados en una
obra publicada hace varios a ñ o s '. Aunque mis investigaciones con­
ciernen a conceptos de los que se ha ocupado la filosofía clásica, se
las conoce comparativam ente poco en los círculos filosóficos a
causa de su carácter estrictam ente técnico. Por esta razón espero que
se me excusará por retom ar el asunto2.
Desde que apareció mi obra, mis investigaciones han suscitado
varias objeciones de valor desigual; algunas de ellas fueron publica­
das y otras fueron formuladas en discusiones públicas y privadas en

' Compárese Tarski (2) (véase la bibliografía al final de este trabajo). Esta obra
puede consultarse para encontrar una presentación más detallada y formal del asunto
que trata esta memoria, y en particular de los tópicos incluidos en las secciones 6 y 9
a 13. También contiene referencias a mis primeras publicaciones sobre los problemas
semánticos [una comunicación en polaco, 1930; el articulo Tarski (1) en francés,
1931; una comunicación en alemán, 1932; y un libro en polaco, 1933], La parte expo­
sitiva del presente trabajo se relaciona con Tarski (3). Mis investigaciones sobre la no­
ción de verdad y sobre la semántica teórica han sido reseñadas o discutidas por Hofs-
tadter (1), Julios (1), Kokoszynska (1) y (2), Kotarbinski (2), Scholz (1), Weinberg (1)
y otros.
1 Puede esperarse que aumente el interés por la semántica teórica, de resultas de la
reciente publicación de la importante obra de Carnap (2).
(|uc he tomado p arte3. En la segunda parte de este trabajo expondré
luis opiniones acerca de estas objeciones. Espero que las observacio­
nes que formularé al respecto no sean consideradas de carácter pura­
mente polémico, sino que se encuentren en ellas algunas contribu­
ciones constructivas al asunto.
lin la segunda parte de este trabajo hago amplio uso de materiales
gentilmente puestos a mi disposición por la Dra. Marja Kokoszynska
(Universidad de Lwóvv). He contraído una deuda de gratitud con los
profesores Ernest Nagel (Universidad de Columbia) David Rynin
(Universidad de California), quienes me han ayudado a preparar el
lexto final y me han hecho varias observaciones críticas.

I. EXPOSICIÓN

1. El problema principal: una definición satisfactoria de la


verdad. Nuestro discurso tendrá como centro la no ció nJ de verdad.
I I problema principal es el de dar una definición satisfactoria de esta
noción, es decir, una definición que sea materialm ente adecuada y
formalmente correcta. Pero semejante formulación del problema no
puede, por su generalidad, considerarse inequívoca; requiere, pues,
algunos com entarios adicionales.
Con el fin de evitar toda ambigüedad, debemos com enzar por es­
pecificar las condiciones en que la definición de verdad será consi­
derada adecuada desde el punto de v.ista material. La definición de­
seada no se propone especificar el significado de una palabra
familiar que se usa para denotar una noción nueva; por el contrario,
se propone asir el significado real de una noción vieja. Por consi­
guiente, debemos caracterizar esta noción con la suficiente precisión

' Esto se aplica, en particular, a las discusiones públicas durante el I Congreso na­
cional para la Unidad de la Ciencia (París, 1935) y la Conferencia de Congresos Inter­
nacionales para la Unidad de la Ciencia (París, 1937); cfr., por ejemplo, Neurath (1) y
( íonseth ( I).
4 Las palabras «noción» y «concepto» se usan en este trabajo con toda la vague­
dad y ambigüedad con que figuran en la literatura filosófica. De modo que unas veces
se refieren simplemente a un término. A veces no tiene importancia determinar cuál
de estas interpretaciones se tiene en cuenta y en ciertos casos tal vez ninguna de ellas
se aplica adecuadamente. Si bien en principio comparto la tendencia a evitar estos tér­
minos en toda discusión exacta, no lie considerado necesario hacerlo así en esta pre­
sentación informal.
para que cualquiera pueda determinar si la definición desempeña real­
mente su tarea.
En segundo lugar, debemos determ inar de qué depende la correc­
ción formal de la definición. Por esto, debemos especificar las pala­
bras o conceptos que deseam os usar al definir la noción de verdad; y
también debemos dar las reglas formales a que debiera someterse la
definición. Hablando con m ayor generalidad, debem os describir la
estructura formal del lenguaje en que se dará la definición.
El tratamiento de estos puntos ocupará una considerable porción
de la primera parte de este trabajo.

2. La extensión del término «verdadero». Com enzarem os por


hacer algunas observaciones acerca de la extensión del concepto de
verdad que aquí consideramos.
El predicado «verdadero» se usa con referencia a fenómenos psi­
cológicos, tales como juicios o creencias, otras veces en relación con
ciertos objetos físicos — a saber, expresiones lingüísticas y, específi­
camente oraciones [sentences]— y a veces con ciertos entes ideales
llamados «proposiciones». Por «oración» entenderem os aquí lo que
en gram ática se llama usualm ente «oración enunciativa»; en lo que
respecta al térm ino «proposición», su significado es, notoriamente,
tem a de largas disputas de varios filósofos y lógicos, y parece que
nunca se lo ha tornado bastante claro e inequívoco. Por diversas ra­
zones, lo m ás conveniente parece aplicar el término «verdadero» a
las oraciones; es lo que harem os5.
Por consiguiente, siempre debemos relacionar la noción de ver­
dad, así como la de oración con un lenguaje específico; pues es ob­
vio que la misma expresión que es una oración verdadera en un len­
guaje puede ser falsa o carente de significado en otro.
Desde luego, el hecho de que en este lugar nos interese prim aria­
mente la noción de verdad de las oraciones no excluye la posibilidad
de extender subsiguientem ente esta noción a otras clases de objetos.

3. El significado del término «verdadero». El problem a del sig­


nificado (o intensión) del concepto de verdad plantea dificultades
mucho m ás graves.

5 Para nuestros fines es más conveniente entender por «expresiones», «frases»,


etc., no inscripciones individuales, sino clases de inscripciones de forma similar (por
consiguiente, no cosas tísicas individuales, sino clases de tales cosas).
I ¡i palabra «verdad», como otras palabras del lenguaje cotidiano,
Uliíl'l uniente no es inequívoca. Y 110 me parece que los filósofos que
hmi tratado este concepto hayan ayudado a dism inuir su ambigüedad.
|(ll Ihs obras y discusiones de filósofos encontramos muchas concep-
Ulnnes diferentes de la verdad y de la falsedad; debemos indicar cuál
tic ellas constituirá la base de nuestra discusión.
Quisiéramos que nuestra definición hiciese justicia a las intuicio­
nes vinculadas con la concepción aristotélica clásica de la verdad,
Inunciones que encuentran su expresión en las conocidas palabras de
lll Metafísica de Aristóteles:

Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso,


mientras que decir de lo que es que es, o de lo que no es que no
es, es verdadero.

Si quisiéramos adaptarnos a la term inología filosófica m oderna


t|iií/.á podríamos expresar esta concepción mediante la fam iliar fór­
mula:

La verdad de una oración consiste en su acuerdo (o correspon­


dencia) con la realidad.

(Se ha sugerido el término «teoría de la correspondencia» para desig-


11,11 una teoría de la verdad que se base en esta última formulación.)

lin cambio, si decidimos extender el uso popular del término


«designa» aplicándolo no sólo a nombres, sino también a oraciones;
y si acordamos hablar de los designados [designata] de las oraciones
romo de «estados de cosas», posiblemente podríam os usar, para los
mismos fines, la oración siguiente:

Una oración es verdadera si designa un estado de cosas


existenteb.

Sin embargo, todas estas form ulaciones pueden conducir a diver­


sos equívocos, pues ninguna de ellas es suficientem ente precisa y

* Para la formulación aristotélica, véase Aristóteles (1), Gamma, 7, 27. Las otras
los formulaciones son muy comunes en la literatura, pero no sé a quiénes se deben,
’uede encontrarse un tratamiento crítico de varias concepciones de la verdad p. ej., en
sotarbinski (1) (en polaco solamente por ahora), pp. 123 ss., y Russell (1), pp. 362 ss.
clara (aunque esto se aplica mucho menos a la formulación aristoté­
lica original que a cualquiera de las otras); en todo caso, ninguna de
ellas puede considerarse una definición satisfactoria de la verdad. De
nosotros depende que busquemos una expresión más precisa de
nuestras intuiciones.

4. Un criterio de adecuación m aterial de la definición ’. Em pe­


cemos con un ejemplo concreto. Considerem os la oración «la nieve
es blanca». Nos preguntamos en qué condiciones esta oración es ver­
dadera o falsa. Parece claro que, si nos basamos sobre la concepción
clásica de la verdad, diremos que la oración es verdadera si la nieve
es blanca, y falsa si la nieve no es blanca. Por consiguiente, si la de­
finición de verdad ha de conform arse a nuestra concepción, debe im ­
plicar la siguiente equivalencia:

La oración «la nieve es blanca» es verdadera si, y sólo si, la


nieve es blanca.

Obsérvese que la oración «la nieve es blanca» figura entre com i­


llas en el prim er miembro de esta equivalencia, y sin comillas en el
segundo miembro. En el segundo miembro tenemos la oración
misma, y en el prim ero el nombre de la oración. Empleando la term i­
nología lógica medieval, también podríam os decir que en el segundo
m iem bro las palabras «la nieve es blanca» figuran en suppositio for-
malis y en el primero en suppositio materialis. Apenas hace falta ex­
plicar por qué debemos poner el nom bre de la oración, y no la ora­
ción misma, en el prim er miembro de la equivalencia. En primer
lugar, desde el punto de vista de la gramática de nuestro lenguaje,
una expresión de la form a «X es verdadera» no se convertirá en una
oración significativa si en ella reem plazamos «X» por una oración o
por cualquier otra cosa que no sea un nombre, ya que el sujeto de

7 En lo que respecta a la mayoría de las observaciones contenidas en las secciones


4 y 8, reconozco mi deuda con S. Lesniewski, quien las desarrolló en sus clases inédi­
tas en la Universidad de Varsovia (en 1910 y años posteriores). Sin embargo, Les­
niewski no anticipó la posibilidad de un desarrollo riguroso de la teoría de la verdad, y
menos aún de una definición de esta noción; por consiguiente, si bien señaló equiva­
lencias de la forma (V) como premisas de la antinomia del mentiroso, no las concibió
como condiciones suficientes para un uso adecuado (o definición) de la noción de
verdad. Tampoco se le deben las observaciones de la sección 8 respecto de la presen­
cia de una premisa empírica en la antinomia del mentiroso, y la posibilidad de elimi­
nar dicha premisa.
una oración sólo puede ser un nombre o una expresión que funcione
como nombre. En segundo lugar, las convenciones fundamentales
que regulan el uso de cualquier lenguaje requieren que, toda vez que
nos pronunciemos acerca de un objeto, sea el nombre del objeto el
que se emplee y no el objeto mismo. Por consiguiente, si desearnos
decir algo acerca de una oración -—por ejemplo, que es verdadera—
debemos usar el nombre de esa oración y no la oración m ism a8.
Puede agregarse que el poner una oración entre com illas no es,
de ningún modo, la única manera de form ar su nombre. Por ejemplo,
suponiendo el orden usual de las letras de nuestro alfabeto, podemos
usar la siguiente expresión como nombre (descripción) de la oración
«la nieve es blanca».

La oración constituida por cuatro palabras, la prim era de las


cuales consiste en las letras 13.a y 1 la segunda en las letras
16.a, i 0.a, 25.“ y 6.a, la tercera en las letras 6.ay 22.a y la cuarta
en las letras 2 .a, 13.a, /." 16.a, 3.ay 1.adel alfabeto castellano.

Generalicemos ahora el procedim iento que acabam os de aplicar.


Consideremos una oración arbitraria; la reem plazarem os por la
letra «p». Formemos el nombre de esta oración y reem placémoslo
por otra letra, por ejemplo, «X». Nos preguntamos cuál es la relación
lógica que existe entre las dos oraciones «X es verdadera» y «p».
listá claro que, desde el punto de vista de nuestra concepción básica
tic la verdad, estas oraciones son equivalentes. En otras palabras,
vale la siguiente equivalencia:

(V) X es verdadera si, y sólo si, p.

Llamaremos «equivalencia de la forma (V)» a toda equivalencia


de esta clase (en la que «p» sea reemplazada por cualquier oración
del lenguaje a que se refiere la palabra «verdadero», y «X» sea reem­
plazada por un nombre de esta oración).
Por fin podem os formular de manera precisa las condiciones en
que consideraremos el uso y la definición del término «verdadero»,
como adecuado desde el punto de vista material: deseam os usar el
término «verdadero» de manera tal que puedan enunciarse todas las

* En relación con diversos problemas lógicos y metodológicos envueltos en esle


irabajo, el lector puede consultar Tarski (6).
equivalencias de la forma (V), y llamaremos «adecuada» a una defi­
nición de la verdad si de ella se siguen todas estas equivalencias.
Debemos subrayar que ni la expresión (V) misma (que no es una
oración sino sólo un esquema de oración), ni caso particular alguno
de la forma (V) pueden considerarse como una definición de la ver­
dad. Sólo podemos decir que toda equivalencia de la forma (V), ob­
tenida reemplazando «p» por una oración particular, y «X» por un
nom bre de esta oración, puede considerarse una definición parcial de
la verdad que explica en que consiste la verdad de esta oración indi­
vidual. La definición general debe ser, en cierto sentido, una conjun­
ción lógica de todas estas definiciones parciales.
(La última observación exige algunos comentarios. Un lenguaje
puede adm itir la construcción de infinitas oraciones; por lo tanto, el
número de definiciones parciales de la verdad referentes a oraciones
de dicho lenguaje también será infinito. De modo que, para darle a
nuestra observación un sentido preciso, tendríamos que explicar qué
se entiende por «conjunción lógica» de infinitas oraciones; pero esto
nos llevaría muy lejos en la consideración de problem as técnicos de
la lógica moderna.)

5. La verdad como concepto semántico. Propongo el nombre


de «concepción semántica de la verdad» para designar la concepción
de la verdad que se acaba de exponer.
La semántica es una disciplina que — para decirlo sin gran preci­
sión— se ocupa de ciertas relaciones entre las expresiones de un
lenguaje y los objetos (o «estados de cosas») a que se «refieren»
esas expresiones. Como ejemplos típicos de conceptos semánticos
m encionemos los de designación, satisfacción y definición, tal como
figuran en los ejemplos siguientes:
La expresión «el padre de este país» designa (denota) a George Was­
hington; la nieve satisface la función proporcional [sentential] (la
condición) «x es blanca»; la ecuación «2.x= l» define (determina
unívocamente) el número 1/2.
M ientras que las palabras «designa», «satisface» y «define» ex­
presan relaciones (entre ciertas expresiones y los objetos a que se
«refieren» estas expresiones), la palabra «verdadero» posee una na­
turaleza lógica diferente: expresa una propiedad (o denota una clase)
de ciertas expresiones, a saber, de oraciones. Sin embargo, se ve fá­
cilmente que todas las formulaciones que se dieron anteriormente
(cfr. las secciones 3 y 4) y que tenían por finalidad explicar el signi­
ficado de esta palabra, no se referían a las oraciones mismas sino a
objetos «acerca de los que hablan» estas oraciones, o posiblemente a
«estados de cosas» descritas por ellas. Más aún, resulta que la m a­
nera más sim ple y natural de obtener una definición exacta de ver­
dad es la que acarrea el uso de otras nociones semánticas, p. ej., la
noción de satisfacción. Por estas razones incluimos el concepto de
verdad que aquí tratamos entre los conceptos semánticos, y el pro­
blema de definir la verdad resulta estar estrecham ente relacionado
con el problema m ás general de echar los fundamentos de la semán-
lica teórica.
Acaso valga la pena decir que la semántica, tal como se la con­
cibe en este trabajo (y en trabajos anteriores del autor), es una disci­
plina sobria y modesta que no tiene pretensiones de ser una panacea
universal para curar todos los males y las enferm edades de la hum a­
nidad, sean imaginarios o reales. No se encontrará en la semántica
remedio alguno para la caries dental, el delirio de grandeza o los
conflictos de clase. Tampoco es la semántica un artificio para esta­
blecer que todos, con excepción del que habla y sus amigos, dicen
disparates.
Desde la antigüedad hasta nuestros días, los conceptos sem ánti­
cos han desempeñado un importante papel en las discusiones de los
filósofos, lógicos y filólogos. Sin embargo, estos conceptos se han
tratado durante mucho tiempo con cierta sospecha. Desde el punto
de vista histórico, esta sospecha está com pletam ente justificada.
Pues, aunque el significado de los conceptos semánticos, tal como se
los usa en el lenguaje cotidiano, parece bastante claro e inteligible,
todas las tentativas de caracterizar este significado de manera gene­
ral y exacta han fracasado. Y, lo que es peor, varios argumentos que
explicaban estos conceptos, y que por lo demás parecían correctos y
estar basados sobre premisas aparentem ente obvias, conducían con
frecuencia a paradojas y antinomias. Baste m encionar aquí la antino­
mia del mentiroso, la antinomia de la definibilidad (mediante un nú­
mero finito de palabras) de Richard, y la antinomia de los términos
heterólogos, de Grelling y N elson9.
Creo que el m étodo esbozado en este trabajo ayuda a superar es-
las dificultades y asegura la posibilidad de lograr un uso coherente
de los conceptos semánticos.

9 La antinomia del mentiroso (atribuida a Eubúlides o Epiménides) se trata en las


secciones 7 y 8. Para la antinomia de la definibilidad (debida a J. Richard) véase,
p. ej., Hilbert-Bemays (1), vol. 2, pp. 263 ss.; para la antinomia de los términos hete­
rólogos, véase Grelling-Nelson (1), p. 307.
6. Lenguajes con una estructura especificada. A causa de la
posible aparición de antinomias, el problema de especificar la es­
tructura formal y el vocabulario de un lenguaje en que hayan de
darse definiciones de conceptos semánticos se' hace especialmente
agudo. Nos ocuparemos ahora de este problema.
Hay ciertas condiciones generales en las cuales se considera
exactam ente especificada la estructura de un lenguaje. Para especifi­
car la estructura de un lenguaje debemos, por ejemplo, caracterizar
inequívocamente la clase de palabras o expresiones que hayan de
considerarse significativas [meaningfui]. En particular, debemos in­
dicar todas las palabras que hayamos decidido usar sin definirlas, y
que se llam an «térm inos indefinidos (o primitivos)»; y debemos dar
las llam adas reglas de definición para introducir térm inos definidos
o nuevos. M ás aún, debemos establecer criterios para distinguir, den­
tro de la clase de expresiones, aquellas que llamaremos «oraciones»
[sentences]. Por último, debemos formular las condiciones en que
puede afirm arse una oración del lenguaje. En particular, debemos in­
dicar todos los axiomas (u oraciones primitivas), esto es, oraciones
que hayamos decidido afirm ar sin prueba; y debemos dar las llam a­
das reglas de inferencia (o reglas de prueba) mediante las cuales po­
demos deducir nuevas oraciones afirm adas a partir de otras oracio­
nes afirm adas previamente. Los axiomas, así como las oraciones que
se deducen de ellos mediante las reglas de inferencia, se denominan
«teorem as» u «oraciones comprobables».
Si, al especificar la estructura de un lenguaje, nos referimos ex­
clusivam ente a la forma de las expresiones que com prenden, se dirá
que el lenguaje está form alizado. En tal lenguaje, los teoremas son
las únicas oraciones que pueden afirmarse.
En la actualidad, los únicos lenguajes que poseen una estructura
especificada son los lenguajes formalizados de los diversos sistemas
de lógica deductiva, posiblemente enriquecidos m ediante ciertos tér­
minos no lógicos. Sin embargo, el campo de aplicación de estos len­
guajes es bastante amplio; teóricam ente podem os desarrollar en ellos
varias ramas de la ciencia, por ejemplo, la m atemática y la física teó­
rica.
(En cambio, podem os im aginar la construcción de lenguajes que
tienen una estructura exactam ente especificada sin estar formaliza­
dos. En un lenguaje de este tipo la afirm abilidad [assertability\ de
las oraciones, por ejemplo, puede no depender siem pre de su forma
sino de otros factores, de índole no lingüística. Sería interesante e
im portante construir realm ente un lenguaje de este tipo, y más
particularmente un lenguaje que resultara suficiente para el desarro­
llo de una amplia rama de la ciencia empírica; pues esto justificaría
la esperanza de que los lenguajes de estructura especificada term ina­
rán por reem plazar el lenguaje cotidiano en el discurso científico.)
El problema de la definición de la verdad adquiere un signifi­
cado preciso y puede resolverse en form a rigurosa solamente para
aquellos lenguajes cuya estructura se ha especificado exactamente.
Para otros lenguajes — por ejemplo, para todos los lenguajes natura­
les o «hablados»— el significado del problema es más o menos
vago, y su solución sólo puede tener un carácter aproximado. Grosso
modo, la aproxim ación consiste en reem plazar un lenguaje natural (o
un trozo del mismo en que estem os interesados) por otro cuya es­
tructura se especifica exactamente, y que difiere del lenguaje dado
«tan poco com o sea posible».

7. La antinomia del mentiroso. Para descubrir algunas de las


condiciones más específicas que deben satisfacer los lenguajes en
que (o para los cuales) haya de darse la definición de la verdad, es
aconsejable com enzar con el tratamiento de la antinom ia que implica
directamente la noción de verdad, a saber, la antinom ia del m enti­
roso.
Para obtener esta antinom ia en una forma c la ra 10, considerem os
la oración siguiente:

la oración impresa en la página 75, líneas 23-24, de este trabajo,


no es verdadera.

Para abreviar reemplazaremos la oración que acabam os de enun­


ciar por la letra «s».
De acuerdo con nuestra convención concerniente al uso ade­
cuado del térm ino «verdadero», afirm am os la siguiente equivalencia
de la forma (V):

( 1) «s» es verdadera si, y sólo si, la oración impresa en la p á ­


gina 75, líneas 23-24, de este trabajo, no es verdadera.

Por otra parte, teniendo presente el significado del símbolo «s»,


establecemos em píricamente el siguiente hecho:

1(1 Debida al profesor J. Lukasiewicz (Universidad de Varsovia).


(2) «s» es idéntica a la oración impresa en la página 75, lineas
23-24 de este trabajo.

Ahora bien, por una ley fam iliar de la teoría de la identidad (ley
de Leibniz), se sigue de (2) que en (1) podemos reem plazar la expre­
sión «la oración impresa en la página 72, líneas 34-35, de este tra­
bajo» por el sím bolo «s». Obtenemos así lo que sigue:

(3) «s» es verdadera si, y sólo si, «s» no es verdadera.

De esta manera, hemos llegado a una contradicción evidente.


A mi juicio, sería erróneo y peligroso, desde el punto de vista del
progreso científico, despreciar la importancia de esta y otras antino­
mias, tratándolas como brom as o sofistiquerías. Es un hecho que es­
tamos en presencia de un absurdo, que nos hemos visto obligados a
afirm ar una oración falsa [puesto que (3), como equivalencia entre
dos oraciones contradictorias, es necesariamente falsa]. Si tomamos
en serio nuestro trabajo no podem os tolerar este hecho. Debemos
descubrir su causa, es decir, debemos analizar las prem isas sobre las
que se basa la antinomia; luego debemos rechazar por lo menos una
de esas prem isas, y debemos investigar las consecuencias que esto
tiene para el dominio íntegro de nuestra investigación.
Debemos insistir en que las antinomias han desempeñado un pa­
pel prom inente en el establecimiento de los fundamentos de las m o­
dernas ciencias deductivas. Y, así como las antinom ias de la teoría de
las clases — y en particular la antinom ia de Russell (de la clase de
todas las clases que no son m iem bros de sí m ismas)— fueron el
punto de partida de las tentativas exitosas por form alizar coherente­
mente la lógica y la matem ática, por su parte la antinom ia del menti­
roso y otras antinom ias sem ánticas dan origen a la construcción de la
semántica teórica.

8. La incoherencia [inconsistency] de los lenguajes semántica­


mente cerrados. Analizando las suposiciones que conducen a la anti­
nomia del mentiroso, observamos las siguientes:

(I) Hemos supuesto, implícitamente, que el lenguaje en que se


construye la antinomia contiene, además de sus expresiones, los nom­
bres de estas expresiones, así com o términos semánticos tales como
el término «verdadero» referido a oraciones de este lenguaje; también
liemos supuesto que todas las oraciones que determinan el uso ade-
euado de este término pueden afirm arse en el lenguaje. Un lenguaje
que goza de estas propiedades se llamará «sem ánticamente cerrado».
(II) Hemos supuesto que en este lenguaje valen las leyes ordi­
narias de la lógica.
(III) Hemos supuesto que podem os form ular y afirm ar en
nuestro lenguaje una prem isa empírica, tal como el enunciado (2 )
que figuraba en nuestro argumento.

Resulta que la suposición (111) no es esencial, pues es posible re­


construir la antinom ia del mentiroso sin su ayuda". En cambio, se
demuestra que las suposiciones (I) y (II) son esenciales. Puesto que
lodo lenguaje que satisface ambas suposiciones es incoherente [/«-
consistent], debemos rechazar al m enos una de ellas.
Sería superfluo subrayar en este punto las consecuencias del re­
chazo de la suposición (II), esto es, del cambio de nuestra lógica (su­
poniendo que esto fuera posible) aunque sólo fuera en sus partes más
elementales y fundamentales. Por esto considerarem os solam ente la
posibilidad de rechazar la suposición (I). Decidirem os no usar len­
guaje alguno que sea sem ánticam ente cerrado en el sentido dado
anteriormente.
Esta restricción sería, desde luego, inaceptable para quienes — por
razones que no son claras para mí— creen que hay un solo lenguaje
«genuino» (o, al menos, que todos los lenguajes «genuinos» son m u­
tuamente traducibles). Sin embargo, esta restricción no afecta a las
necesidades o a los intereses de la ciencia de una manera esencial.
Los lenguajes (sea los formalizados o — lo que ocurre con mayor
frecuencia— los trozos del lenguaje cotidiano) que se usan en el dis­
curso científico no tienen por qué ser sem ánticam ente cerrados. Esto

" Esto puede hacerse, a grandes rasgos, de la siguiente manera. Sea S un enun­
ciado cualquiera que comience con las palabras «Todo enunciado». Correlacionamos
con S un nuevo enunciado S’ sometiendo a S a las siguientes modificaciones: reem­
plazamos en S la primera palabra, «Todo», por «El»; y después de la segunda palabra,
«enunciado», insertamos toda la frase S entre comillas. Convengamos en llamar
«(auto) aplicable» o «no (auto) aplicable» al enunciado S, según que el enunciado co­
rrelacionado S ’ sea verdadero o falso. Consideremos ahora el enunciado siguiente:
Todo enunciado es no aplicable.
Es fácil comprobar que el enunciado que acaba de formularse debe ser a la vez
aplicable y no aplicable, por consiguiente, constituye una contradicción. Puede no ser
del todo claro en qué sentido esta formulación de la antinomia no envuelve una pre­
misa empírica; pero no me detendré más en este punto.
es obvio en el caso en que los fenómenos lingüísticos y, en particu­
lar, las nociones semánticas, no intervienen de m anera alguna en el
asunto de una ciencia; pues en tal caso el lenguaje de esta ciencia no
necesita ser provisto de térm inos semánticos. Sin embargo, veremos
en la próxima sección cómo puede prescindirse de lenguajes sem án­
ticamente cerrados incluso en aquellas discusiones científicas que
acarrean esencialm ente nociones semánticas.
Se presenta el problema de la posición que ocupa el lenguaje co­
tidiano a este respecto. A prim era vista parecería que este lenguaje
satisficiera las suposiciones (I) y (II), y que por ello es incoherente.
Pero en realidad el caso no es tan simple. Nuestro lenguaje cotidiano
no es, ciertam ente, un lenguaje que posea una estructura exacta­
mente especificada. No sabemos con precisión cuáles expresiones
son oraciones, y sabemos aún menos cuáles oraciones pueden to­
marse como afirm ables. De m anera que el problema de la coherencia
carece de sentido exacto respecto de este lenguaje. En el mejor de
los casos sólo podem os arriesgarnos a conjeturar que un lenguaje
cuya estructura ha sido especificada exactamente, y que se parece a
nuestro lenguaje cotidiano tanto com o sea posible, es incoherente.

9. Lenguaje-objeto y metalenguaje. Puesto que hemos acor­


dado no em plear lenguajes sem ánticam ente cerrados, debemos usar
dos lenguajes diferentes al tratar el problema de la definición de la
verdad y, en general, todos los problem as semánticos. El prim ero de
estos lenguajes es el lenguaje acerca del que «se habla», y que es el
tema de toda la discusión; la definición de la verdad que estamos
buscando se aplica a las oraciones de este lenguaje. El segundo es el
lenguaje en que «hablamos acerca del» prim er lenguaje, y en cuyos
térm inos deseamos, en particular, construir la definición de verdad
para el prim er lenguaje. Denominaremos lenguaje-objeto al prim er
lenguaje y metalenguaje al segundo.
Obsérvese que estos términos, «lenguaje-objeto» y «metalen-
guaje», sólo tienen un sentido relativo. Por ejemplo, si nos interesa la
noción de verdad aplicada a oraciones, este último se convierte auto­
máticam ente en el lenguaje objeto de nuestra discusión; y para defi­
nir la verdad para este lenguaje, debemos ir a un nuevo metalen-
guaje, a un m etalenguaje, por así decir, de un nivel superior. De esta
manera llegamos a toda una jerarquía de lenguajes.
El vocabulario del m etalenguaje está determ inado, en gran parte,
por las condiciones enunciadas anteriorm ente, en las que se conside­
rará m aterialm ente adecuada una definición de la verdad. Recorde-
inos que esta definición debe implicar todas las equivalencias de la
forma (V):

(V) X es verdadera si, y sólo si, p.

La definición misma, y todas las equivalencias implicadas por


ella, han de formularse en el m etalenguaje. En cambio, el símbolo
«p» que figura en (V) representa una oración arbitraria de nuestro
lenguaje-objeto. Por consiguiente, toda oración que figure en el len­
guaje-objeto también debe figurar en el metalenguaje; en otras pala­
bras, el m etalenguaje debe contener el lenguaje-objeto como parte de
él. Esto es al menos necesario para probar que la definición es ade­
cuada aun cuando la definición misma puede formularse a veces en
un m etalenguaje menos amplio que no satisface esta condición.
[La condición en cuestión puede modificarse un tanto, pues basta
suponer que el lenguaje-objeto puede traducirse al metalenguaje;
esto requiere cierto cambio de la interpretación del símbolo «p» en
(V). En todo lo que sigue ignoraremos la posibilidad de esta m odifi­
cación.]
Más aún, el símbolo «X» que figura en (V) representa el nom bre
de la oración representada por «p». Vemos, pues, que el metalen-
guaje debe tener la riqueza suficiente para dar la posibilidad de
construir un nombre para cada una de las frases del lenguaje objeto.
Además, el m etalenguaje debe contener, obviamente, térm inos
de carácter lógico general, tal como, la expresión «si y sólo si» '2.
Es deseable que el m etalenguaje no contenga térm inos indefini­
dos, a excepción de los involucrados explícita o im plícitam ente en
las observaciones precedentes (es decir, térm inos del lenguaje-ob­
jeto), de los términos referentes a la forma de las expresiones del
lenguaje objeto, de los térm inos que se usan para construir nombres
de estas expresiones, y de los térm inos lógicos. En particular, desea­
mos que los térm inos semánticos (referentes al lenguaje-objeto) se
introduzcan en el m etalenguaje sólo por definición. Pues, si se satis-

Los términos «lógica», y «lógico» se usan en esle trabajo en un sentido amplio,


que se ha tornado casi tradicional en las últimas décadas; la lógica comprende —se­
gún se supone aquí— toda la teoría de las clases y relaciones (esto es, la teoría mate­
mática de los conjuntos). Por muchas y diferentes razones, me inclino personalmente
a usar el término «lógica» en un estudio mucho más estrecho, a saber, de manera que
sólo se aplique a lo que a veces se llama la «lógica elemental», es decir, al cálculo
proposicional y al cálculo (restringido) de predicados.
face este postulado, la definición de la verdad, o de cualquier otro
concepto semántico, cumplirá lo que esperamos intuitivamente de
toda definición; es decir, explicará el significado del térm ino que se
define en térm inos cuyos significados parecen com pletam ente claros
e inequívocos. Más aún, tendrem os entonces una garantía de que el
uso de conceptos sem ánticos no nos com plicará en contradicciones.
No tendrem os otros requisitos que imponer a la estructura formal
del lenguaje-objeto y del metalenguaje; suponemos que es semejante
a la de otros lenguajes formalizados conocidos en la actualidad. En
particular, suponem os que en el m etalenguaje se observan las habi­
tuales reglas formales de definición.

10. Condiciones de una solución positiva del problema princi­


pal. Ahora ya tenemos una idea clara, tanto de las condiciones de
adecuación material a que se sujetará la definición de la verdad
como de la estructura formal del lenguaje en que haya de construirse
esta definición. En estas circunstancias, el problema de definir la
verdad adquiere el carácter de un problem a determ inado de natura­
leza puram ente deductiva.
Sin embargo, la solución del problema no es en m anera alguna
obvia, y no la daría en detalle sin usar toda la m aquinaria de la lógica
contem poránea. En este lugar m e limitaré a esbozar la solución y a
tratar algunos de los puntos de mayor interés general comprendidos
en ella.
La solución resulta ser unas veces positiva y otras negativa. Esto
depende de ciertas relaciones form ales entre el lenguaje objeto y su
m etalenguaje; o, más específicam ente, del hecho de si el metalen-
guaje en su parte lógica es «esencialm ente más rico» que el len-
guaje-objeto, o no. No es fácil dar una definición general y precisa
de esta noción de «riqueza esencial». Si nos limitamos a los lengua­
jes que se basan sobre la teoría lógica de los tipos, la condición para
que el m etalenguaje sea «esencialmente más rico» que el lenguaje-
objeto es que contenga variables de un tipo lógico superior al de las
del lenguaje-objeto.
Si no se satisface la condición de «riqueza esencial», usualmente
puede dem ostrarse que es posible formular una interpretación del
metalenguaje en el lenguaje-objeto; es decir, cualquier térm ino dado
el m etalenguaje puede correlacionarse con un térm ino bien determi­
nado del lenguaje-objeto, de m anera tal que las oraciones afirmables
[assertible] de uno de los lenguajes resulten correlacionadas con ora­
ciones afirm ables del otro. De resultas de esta interpretación, la hi­
pótesis de que en el m etalenguaje se ha formulado una definición sa­
tisfactoria de verdad implica la posibilidad de reconstruir, en ese’len-
(íiiaje, la antinomia del mentiroso; y esto nos obliga, a su vez, a re­
chazar la hipótesis en cuestión.
(El hecho de que el metalenguaje, en su parte no lógica, sea co­
múnmente más amplio que el lenguaje-objeto, no afecta a la posibili­
dad de interpretar el primero en el segundo. Por ejemplo, los nom­
bres de las expresiones del lenguaje-objeto figuran en el metalenguaje,
aunque en su mayor parte no figuran en el lenguaje-objeto; sin em ­
bargo, es posible interpretar estos nombres en términos del lenguaje-
objeto.)
Vemos, pues, que la condición de «riqueza esencial» es necesaria
para que sea posible dar una definición satisfactoria de la verdad en
el metalenguaje. Si queremos desarrollar la teoría de la verdad en un
metalenguaje que no satisfaga esta condición, debemos abandonar la
idea de definir la verdad con la sola ayuda de los térm inos que he­
mos señalado anteriorm ente (en la sección 8). Debemos incluir en­
tonces el término «verdadero», o algún otro térm ino semántico, en la
lista de los térm inos indefinidos del metalenguaje, expresando las
propiedades fundamentales de la noción de verdad en una serie de
axiomas. No hay nada que sea esencialmente incorrecto en sem e­
jante procedimiento axiomático, y puede resultar útil para diversos
fin es13.
Sucede, sin embargo, que puede evitarse este procedimiento.
Pues la condición de «riqueza esencial» del m etalenguaje resulta ser,
no sólo necesaria, sino también suficiente para construir una defini­
ción satisfactoria de la verdad; es decir, si el m etalenguaje satisface
esta condición, en él puede definirse la noción de verdad. Indicare­
mos ahora, en térm inos generales, cómo puede llevarse a cabo esta
construcción.

11. La construcción de la definición (bosquejo) 14 A partir de la


definición de otra noción semántica, la de satisfacción, puede obte­
nerse en form a muy sencilla una definición de verdad.

11 Véase, sin embargo Tarski (3), pp. 5 ss.


14 El método de construcción que esbozaremos puede aplicarse — mediando cam­
bios apropiados— a todos los lenguajes formalizados que se conocen en la'aclualidad;
sin embargo, 110 se sigue que no podría construirse un lenguaje al que no pudiera apli-
caVse este método.
La de satisfacción es una relación entre objetos arbitrarios y cier­
tas expresiones llamadas «funciones proposiciones» [sentential Jiinc-
tions]. Éstas son expresiones tales como «x es blanca», «x es mayor
que y», etc. Su estructura formal es análoga a la de las proposicio­
nes; sin embargo, pueden contener variables de las llamadas libres
(tales como «x» e «y» en «x es mayor que y») que pueden figurar en
enunciados.
Al definir la noción de función proposicional en los lenguajes
formalizados, comúnm ente aplicamos lo que se llama «procedi­
miento recursivo»; es decir, prim ero describimos funciones proposi­
cionales de la estructura más simple (lo que comúnm ente no ofrece
dificultades) y luego indicamos las operaciones m ediante las cuales
pueden construirse funciones compuestas a partir de otras más sim­
ples. Una operación de este tipo puede consistir, por ejemplo, en for­
mar la disyunción o la conjunción lógica de dos funciones dadas, es
decir, en com binarlas por las palabras «o» o «y». Una oración [sen-
tence] puede definirse ahora sim plemente como una función propo­
sicional que no contiene variables libres.
En lo que respecta a la noción de satisfacción, podríamos tratar
de definirla diciendo que ciertos objetos satisfacen una función dada
si ésta se convierte en una oración verdadera cuando reemplazamos
sus variables libres por nombres de los objetos dados. En este sen­
tido, por ejem plo, la nieve satisface la función proposicional «x es
blanca», ya que la oración «la nieve es blanca» es verdadera. Pero,
aparte de otras dificultades, no podem os em plear este método por­
que deseam os usar la noción de satisfacción para definir la verdad.
Para obtener una definición de satisfacción debem os aplicar nue­
vamente un procedim iento recurrente. Indicamos cuáles son los ob­
jetos que satisfacen las funciones proposicionales más simples; y
luego enunciam os las condiciones en que los objetos dados satisfa­
cen una función compuesta (suponiendo que sabemos cuales son los
objetos que satisfacen las funciones simples a partir de las cuales se
construye la compuesta). Así, por ejemplo, decimos que ciertos nú­
meros satisfacen la disyunción lógica «x es mayor que y o x es igual
a y» si satisfacen por lo menos una de las funciones «x es mayor que
y» o «x es igual a y».
Una vez obtenida la definición general de satisfacción, observa­
mos que también se le aplica autom áticam ente a las funciones pro­
posicionales especiales que no contienen variables libres, es decir, a
las oraciones. Resulta que para una oración hay sólo dos casos posi­
bles: una oración o bien es satisfecha por todos los objetos, o no es
wilisfecha por objeto alguno. Por consiguiente, llegamos a una defi­
nición de la verdad y de la falsedad diciendo simplemente que una
oración es verdadera si es satisfecha por todos los objetos, y falsa en
cuso contrariol5.
(Puede parecer extraño que hayamos elegido un rodeo para defi­
nir la verdad de una oración, en lugar de tratar de aplicar, por ejem ­
plo, un procedimiento directo de recurrencia. La razón de esto es que
lus oraciones com puestas se construyen a partir de funciones prepo­
sicionales sencillas, pero no siem pre a partir de oraciones simples;
por consiguiente, no se conoce ningún m étodo general de recurren­
cia que se aplique específicam ente a las oraciones.)
Este tosco esbozo no aclara dónde y cómo está implicada la su­
posición de la «riqueza esencial» del m etalenguaje; esto no se aclara
sino cuando se lleva a cabo la construcción de manera detallada y
Ibrm allh.

15 Al llevar a la práctica esta idea surge cierta dificultad técnica. Una función pre­
posicional puede contener un número arbitrario de variables libres; y la naturaleza ló­
gica de la noción de satisfacción varia con este número. Así, por ejemplo, la noción en
cuestión, aplicada a funciones de una variable, es una relación binaria entre estas fun­
ciones y objetos singulares; aplicada a funciones de dos variables se convierte en una
relación ternaria entre funciones y pares de objetos; y así sucesivamente. Por consi­
guiente, estrictamente hablando no se nos presenta una sola noción de satisfacción
sino infinitas nociones; y resulta que estas nociones no pueden definirse indepen­
dientemente entre sí, sino que deben introducirse simultáneamente.
Para vencer esta dificultad empleamos la noción matemática de sucesión infinita
(o, posiblemente, de sucesión finita con un número arbitrario de términos). Conveni­
mos en considerar la satisfacción, no como una relación de orden superior entre fun­
ciones preposicionales y un número indefinido de objetos, sino como una relación bi­
naria entre funciones y sucesiones de objetos. Con esta suposición, la formulación de
una definición genera, y precisa de satisfacción ya no presenta dificultades, y un
enunciado verdadero puede definirse ahora como aquel que es satisfecho por toda su­
cesión.
14 Para definir por recurrencia la noción de satisfacción, debemos aplicar cierta
forma de la definición por recurrencia que no se admite en el lenguaje-objeto. Luego,
la «riqueza esencial» del metalenguaje puede consistir simplemente en admitir este
lipo de definición. En cambio, se conoce un método general que haga posible la elimi­
nación de todas las definiciones por recurrencia, reemplazándolas por definiciones
normales explícitas. Si tratamos de aplicar este método a la definición de satisfacción,
vemos que, o bien debemos introducir en el metalenguaje variables de tipo lógico su­
perior al de las que figuran en el lenguaje-objeto, o bien debemos suponer axiomáti­
camente, en el metalenguaje, la existencia de clases más amplias que todas aquellas
cuya existencia puede establecerse en el lenguaje-objeto. Véase a este respecto Tarski
(2), pp. 393 ss., y Tarski (5). p. 110.
12. Consecuencias de la definición. La definición de verdad-
esbozada precedentem ente tiene muchas consecuencias interesantes.!
En prim er lugar, la definición resulta ser no sólo formalmente
correcta, sino también m aterialm ente adecuada (en el sentido esta­
blecido en la sección 4); en otras palabras, implica todas las equiva­
lencias de la form a (V). A este respecto, es im portante señalar que
las condiciones de adecuación material de la definición determinan
unívocam ente la extensión del térm ino «verdadero». Por esto, toda
definición de la verdad que sea materialm ente adecuada es necesa-;
riam ente equivalente a la que hemos construido. La concepción se­
m ántica de la verdad no nos da, por así decir, ninguna posibilidad de
elección entre diversas definiciones no equivalentes de esta noción.
Más aún, de nuestra definición podem os deducir varias leyes de
naturaleza general. En particular, con su ayuda podem os probar las
leyes de contradicción y del tercero excluido, tan características de la
concepción aristotélica de la verdad. Estas leyes sem ánticas no de­
bieran identificarse con las leyes lógicas de contradicción y del ter­
cero excluido, relacionadas con ellas; las leyes lógicas pertenecen al
cálculo proposicional, es decir, a la parte más elemental de la lógica,
y no incluyen para nada el térm ino «verdadero».
Aplicando la teoría de la verdad a los lenguajes formalizados de
cierta clase muy amplia de disciplinas matem áticas, se obtienen
otros resultados importantes; sólo se excluyen de esta clase discipli­
nas de un carácter elemental y de una estructura lógica muy elem en­
tal. Resulta que, para una disciplina de esta clase, la noción de ver­
dad nunca coincide con la de com probabilidad [probability]; pues
todas las oraciones com probables son verdaderas, pero hay oraciones
verdaderas que no son com probablesIT. Se sigue, entonces, que toda

17 A causa de) desarrollo de la lógica moderna, la noción de prueba matemática ha


sufrido una simplificación de grandes alcances. Un enunciado de una disciplina for­
malizada dada es comprobable si puede obtenerse a partir de los axiomas de esta dis­
ciplina por la aplicación de ciertas reglas de inferencia sencillas y puramente forma­
les, tales como las de separación y sustitución. Por consiguiente, para mostrar que
todos los enunciados comprobables son verdaderos, basta probar que lodos los enun­
ciados aceptados como axiomas son verdaderos, y que las reglas de inferencia, cuando
se las aplica a enunciados verdaderos, producen nuevos enunciados verdaderos; y por
lo común esto no ofrece dificultades.
En cambio, a causa de la naturaleza elemental de la noción de comprobabilidad
una definición precisa de esta noción sólo requiere medios lógicos bastante simples.
En la mayoría de los casos, los artificios lógicos disponibles en la disciplina formali­
zada (con la que está relacionada la noción de comprobabilidad) son más que sufi-
disciplina de este tipo es coherente pero incompleta; es decir, de dos
oraciones contradictorias cualesquiera, a lo sumo una es com proba­
ble y, lo que es más, existen un par de oraciones contradictorias nin­
guna de las cuales es com probable1*.

13. Extensión de los resultados a otras nociones semánticas.


I ,a mayor parte de los resultados obtenidos en las secciones anterio­
res al tratar la noción de verdad pueden extenderse, mediando cam ­
bios apropiados, a otras nociones semánticas; por ejemplo, a la no­
ción de satisfacción (implicada en nuestra discusión precedente) y a
las de designación y descripción.
Cada una de estas nociones puede analizarse siguiendo las li­
ncas generales del análisis de la verdad. De esta m anera pueden es-
lablecerse criterios para un uso adecuado de estas nociones; puede
mostrarse que cada una de estas nociones, cuando se la usa en un
lenguaje sem ánticam ente cerrado de acuerdo con estos criterios
conduce necesariam ente a una contradicción |IJ; vuelve a tornarse

cientos para estos fines. Sabemos, sin embargo, que en lo que respecta a la definición
tic la verdad vale justamente lo contrario. Por consiguiente, en general las nociones de
verdad y de comprobabilidad 110 pueden coincidir; y, puesto que todo enunciado com­
probable es verdadero, debe haber enunciados verdaderos que no son comprobables.
La teoría de la verdad nos da, pues, un método general para efectuar pruebas de
coherencia [coiisistency] en las disciplinas matemáticas formalizadas, lis fácil adver­
tir, sin embargo, que una prueba de coherencia obtenida por este método puede poseer
algún valor intuitivo, esto es, puede convencernos, o reforzar nuesta creencia, de que
la disciplina en cuestión es realmente coherente —tan sólo en el caso de que logremos
definir la verdad en términos de un metalenguaje que no contenga como parte al len­
guaje-objeto (ver a este respecto lina observación en la sección 9) —. Pues sólo en este
caso pueden ser intuitivamente más simples y obvias las suposiciones deductivas del
metalenguaje que las del lenguaje-objeto, aun cuando se satisfaga formalmente la
condición de «riqueza esencial». Cfr. también Tarski (3), p. 7.
La incompletitud de una amplia clase de disciplinas formalizadas constituye el
contenido esencial de un teorema fundamental de K. Godel; cfr. Godel (1), pp. 187 ss.
La explicación del hecho de que la teoría de la verdad conduce tan directamente al teo­
rema de Godel es bastante simple. Al deducir el resultado de Godel a partir de la teoría
de la verdad hacemos un uso esencial de! hecho de que la definición de verdad no
puede darse en un lenguaje que sea sólo tan «rico» como el lenguaje-objeto (cfr. nota
17); sin embargo, al establecer este hecho se aplica un método de razonamiento que
está estrechamente relacionado con el usado (por primera vez) por Godel. Puede aña­
dirse que Godel fue obviamente guiado, en su prueba, por ciertas consideraciones in­
tuitivas concernientes a la noción de verdad, aun cuando esta noción no figure explíci­
tamente en la prueba; cfr. Godel (1), pp. 174 ss.
14 Las nociones de designación y definición llevan directamente a las antinomias
indispensable una distinción entre el lenguaje-objeto y el metalenguaje;
y en todos los casos la «riqueza esencial» del metalenguaje resulta ser
una condición necesaria y suficiente para lograr una definición satis­
factoria de la noción en cuestión. Por consiguiente, los resultados obte­
nidos al discutir una noción semántica particular se aplican al problema
general de los fundamentos de la semántica teórica.
Dentro de la semántica teórica podemos definir y estudiar algunas
otras nociones, cuyo contenido intuitivo es más complicado y cuyo
origen semántico es menos evidente; nos referimos, por ejemplo, a las
importantes nociones de consecuencia, sinonimia y significado20.
En este trabajo nos hemos ocupado de la teoría de nociones se­
mánticas vinculadas con un lenguaje objeto individual (aun cuando
en nuestros argumentos no han figurado propiedades específicas de
este lenguaje). Sin embargo, también podríamos considerar el pro­
blema de desarrollar una sem ántica general que se aplique a una am ­
plia clase de lenguajes objeto. Una parte considerable de nuestras
observaciones previas puede extenderse a este problema general; sin
embargo, a este respecto surgen ciertas dificultades nuevas que no
discutirem os en este lugar. Sólo observaré que el m étodo axiomático
(m encionado en la sección 10 ) puede resultar el más apropiado para
el tratamiento del problem a21.

II. OBSERVACIONES POLÉM ICAS

14. La concepción semántica de Ia verdad ¿es la «correcta»?


Comenzaré la parte polém ica de este trabajo haciendo algunas obser­
vaciones generales.

de Grelling-Nelson y de Richard (cfr. nota 9). Para obtener una antinomia a partir de
la noción de satisfacción, construimos la siguiente expresión:
La función proposicional X no satisface a X.
Surge una contradicción cuando consideramos la cuestión de si esta expresión,
que es claramente una función proposicional, se satisface a sí misma o no.
Todas las nociones mencionadas en esta sección pueden definirse en términos
de satisfacción. Podemos decir, p. ej., que un término dado designa un objeto dado si
este objeto satisface la función proposicional «x es idéntico a T», donde «T» repre­
senta el término dado. Análogamente, se dirá que una función proposicional define un
objeto dado si este último es el único objeto que satisface esta función. Para una defi­
nición de consecuencia, véase Tarski (4), y para la sinonimia, Carnap (2).
11 La semántica general es el tema de Carnap (2). A este respecto véanse también
observaciones de Tarski (2), pp. 388 ss.
Espero que nada de lo que aquí se diga se interprete como una
pretensión de que la concepción semántica de la verdad es la «co­
necta» o aun la «única posible». No tengo la m enor intención de
contribuir de manera alguna a esas discusiones interm inables y a m e­
nudo violentas sobre el asunto: «¿Cuál es la concepción correcta de
Iíi verdad22?». C onfieso que no entiendo de qué se trata en esas dis­
putas pues el problem a mismo es tan vago que 110 es posible alcanzar
una solución determinada. En efecto, me parece que nunca se ha
aclarado el sentido en que se usa la oración «la concepción co­
rrecta». En la m ayoría de los casos se tiene la impresión de que la
oración se usa en un sentido casi místico que .se funda en la creencia
ile que toda palabra tiene un solo significado «real» (idea de tipo
platónico o aristotélico), y que todas las concepciones rivales real­
mente intentan captar este significado único; pero, puesto que se
contradicen entre sí, sólo una de las tentativas puede tener éxito, y
por lo tanto una sola de las concepciones es la «correcta».
Las disputas de este tipo no se restringen, en modo alguno, a la
noción de verdad. Se producen en todos los dom inios en que se usa
el lenguaje común, con su vaguedad y ambigüedad, en lugar de una
terminología exacta, científica; y carecen siem pre de sentido y son,
por ello, vanas.
Me parece evidente que el único enfoque racional de estos pro­
blemas es el siguiente: debiéramos aceptar el hecho de que no nos
enfrentamos con un concepto sino con diversos conceptos diferentes
denotados por una palabra; debiéramos tratar de aclarar estos con­
ceptos todo lo posible (mediante la definición, o un procedimiento
axiomático, o de alguna otra manera); para evitar más confusiones
debiéramos convenir en usar diferentes térm inos para designar los
diferentes conceptos; y luego podremos em prender un estudio tran­
quilo y sistemático de todos estos conceptos que exhiba sus principa­
les propiedades y relaciones mutuas.
Para referirnos específicamente a la noción de verdad, sin duda
acontece que en las discusiones filosóficas — y quizá también en el uso
cotidiano— pueden encontrarse algunas concepciones incipientes de
esta noción que difieren esencialmente de la clásica (y de la cual la
concepción semántica no es sino una forma modernizada). En efecto,
en la literatura se han discutido varias concepciones de esta clase; por
ejemplo, la concepción pragmatista, la teoría de la coherencia, etc.

Cfr. varias citas e» Ness (1), pp. 13 ss.


Me parece que ninguna ele estas concepciones ha sido formulada,
hasta ahora, de una m anera inteligible e inequívoca. Sin embargo,
esto puede cambiar; puede venir una época en que nos veamos frente
a varias concepciones de la verdad, incompatibles pero igualmente
claras y precisas. Se hará entonces necesario abandonar el uso am bi­
guo del térm ino «verdadero», introduciendo en su lugar diversos tér­
minos, cada uno de los cuales denote una noción diferente. Personal­
mente, no me sentiría herido si un futuro congreso mundial de
«teóricos de la verdad» decidiera, por mayoría de votos, reservar la
palabra «verdad» para una de las concepciones no clásicas y sugi­
riera otra palabra, por ejemplo «ferdad», para designar la concepción
que aquí consideramos. Pero no puedo im aginar que nadie pueda
presentar argumentos sólidos en sostén de la tesis de que la concep­
ción sem ántica es «equivocada» y debe abandonarse por entero.

15. Corrección form al de la definición de la verdad que se ha


sugerido. Las objeciones específicas que se han formulado a mis in­
vestigaciones pueden dividirse en varios grupos, que discutiremos
por separado.
Creo que prácticam ente todas estas objeciones se aplican, no a la
definición especial que he propuesto, sino a la concepción semántica
de la verdad en general. Aun aquellas que se formularon contra la
definición propuesta podrían referirse a cualquier otra definición que
se conform ara a esta concepción.
Esto se aplica, en particular, a aquellas objeciones que concier­
nen a la corrección formal de la definición. He oído unas pocas ob­
jeciones de esta clase; sin em bargo, dudo mucho que cualquiera de
ellas pueda ser tratada seriamente.
Como ejemplo típico citaré en sustancia una de estas objeciones23.
Al form ular la definición usam os necesariamente conectivas propo­
sicionales, es decir, expresiones tales como «si..., entonces», «o»,
etc. Ellas aparecen en el definiens; y una de ellas, a saber, la frase
«si, y sólo si», se emplea com únm ente para com binar el definiendum
con el definiens. Sin embargo, es bien sabido que el significado de
las conectivas proposicionales se explica en lógica con ayuda de las
palabras «verdadero» y «falso»; por ejemplo, decimos que una equi­
valencia, es decir, un enunciado de la forma «p si, y sólo si q», es

!! No citaremos los nombres de las personas que han formulado objeciones, a me­
nos que dichas objeciones hayan sido publicadas.
verdadero si sus dos miembros— esto es, las oraciones representadas
por «p» y «q»— son verdaderos, o son falsos. Por lo tanto, la defini­
ción de la verdad implica un círculo vicioso.
Si esta objeción fuera válida no sería posible ninguna definición
formalmente correcta de la verdad; pues no podem os form ular nin­
guna oración compuesta sin usar conectivas preposicionales u otros
(orminos lógicos definidos con su ayuda. Afortunadam ente, la situa­
ción no es tan grave.
Sin duda, un desarrollo estrictamente deductivo de la lógica es
precedido a menudo por ciertas declaraciones que explican en qué
condiciones se consideran verdaderas o falsas oraciones de la form a
«si p, entonces q», etc. (Tales explicaciones se dan a menudo esque­
máticamente, mediante las llamadas tablas de verdad.) Sin embargo
esas declaraciones están fuera del sistem a de la lógica, y no debieran
considerarse com o definiciones de los térm inos en cuestión. No se
formulan en el lenguaje del sistema, sino que constituyen consecuen­
cias especiales de la definición de la verdad que se da en el m etalen-
guaje. Más aún, esas declaraciones no influyen de m anera alguna el
desarrollo deductivo de la lógica. Pues en tal desarrollo no tratamos
la cuestión de si una oración dada es verdadera: sólo nos interesa el
problema de si es com probable24.
En cambio, desde el momento en que nos encontram os dentro
del sistema deductivo de la lógica — o de cualquier disciplina basada
sobre la lógica, tal como la sem ántica— tratamos las conectivas p re­
posicionales como térm inos indefinidos, o bien las definim os m e­
diante otras conectivas preposicionales, pero nunca mediante térm i­
nos semánticos tales como «verdadero» o «falso». Por ejemplo, si
convenimos en considerar las expresiones «no» y «si..., entonces» (y
posiblemente también «si y sólo si») como térm inos indefinidos, po­
demos definir «o» diciendo que una oración de la form a «p o q» es

;| Debe subrayarse, sin embargo, que en lo que respecta a la cuestión de un pre­


sunto circulo vicioso la situación 110 cambiaría aun cuando adoptáramos un punto de
vista diferente, tal como el de Carnap (2); esto es, si consideráramos la especificación
de las condiciones en que son verdaderas las oraciones de un lenguaje como parte
esencial de la descripción de ese lenguaje. En cambio, puede observarse que el punto
de vista representado en el texto no excluye la posibilidad de usar tablas de verdad en
un desarrollo deductivo de la lógica. Sin embargo, estas tablas deben considerarse me­
ramente como un instrumento formal para verificar la comprobabilidad de ciertas ora­
ciones; y los símbolos «V» y «F» que figuran en ellas, y que usualmente se conside­
ran abreviaturas de «verdadero» y «falso», no debieran interpretarse en ninguna forma
intuitiva.
equivalente a la oración correspondiente de la form a «si no p, enton­
ces q». La definición puede formularse, por ejemplo, de la manera
siguiente:

(p o q) si, y sólo si (si no p, entonces q).

Obviamente, esta definición no contiene térm inos semánticos.


Sin embargo, un círculo vicioso surge en la definición sólo
cuando el defmiens contiene, ya el térm ino que se define, ya otros
términos definidos con su ayuda. Vemos así claram ente que el uso de
las conectivas preposicionales en la definición del término sem án­
tico «verdadero» no acarrea círculo alguno.
M encionaré otra objeción que encontré en la literatura y que
también parece concernir a la corrección formal, si no de la defini­
ción misma de verdad, al m enos a los argumentos que conducen a
esta definición25.
El autor de esta objeción se equivoca al considerar el esquema
(V) de la sección 4 como una definición de la verdad. Objeta a esta
presunta definición que está afectada de una «brevedad inadmisible,
es decir, incom pletitud», que «no nos da un medio para decidir si por
“equivalencia” se entiende una relación lógico-formal, o bien no ló­
gica y también estructuralm ente no descriptible». Para elim inar este
«defecto» sugiere com pletar (V) de una de las dos m aneras siguien­
tes:

(V ’) X e s verdadera si, y sólo si, p es verdadera.

(V ” ) X es verdadera si, y sólo si, se da p (es decir, si ocurre lo


que declara p).

Luego discute estas dos nuevas «definiciones», que estarían li­


bres del «defecto» formal de la vieja, pero que resultan insatisfacto­
rias por otras razones, de índole no formal.

” Cfr. Julios (1). Debo admitir que no entiendo claramente las objeciones de
Julios y que no sé cómo clasificarlas: por esto me limito a ciertos puntos de carácter
formal. Von Julios parece ignorar mi definición de la verdad: sólo se refiere a una pre­
sentación informal en Tarski (3), en la que la definición no aparece para nada. Si co­
nociera la definición real tendría que cambiar su argumento. Sin embargo, no dudo de
que también en esta definición descubriría algunos «defectos». Pues él cree que ha
probado que «por razones de principio es imposible dar tal definición».
Esta nueva objeción parece surgir de una incom prensión relativa
ii lanaturaleza de las conectivas proposicionales (por lo cual está de
alguna manera relacionada con la que tratamos anteriormente). El
autor de la objeción no parece advertir que la frase «si y sólo si»
(contrariamente a oraciones tales como «son equivalentes», o «es
equivalente a») no expresa una relación entre oraciones, puesto que
no combina nombres de oraciones.
En general, todo el argumento se funda sobre una obvia confu­
sión entre oraciones y sus nombres. Baste señalar que — a diferencia
de (V)— los esquem as (V ’) y (V ” ) no dan ninguna expresión signi­
ficativa si en ellos sustituimos «p» por una oración; pues las oracio­
nes «p es verdadera» y «se da p» (es decir, «lo que declara p ocu­
rre») pierden significado si se reemplazara por una oración, y no por
el nombre de una oración (cf. la sección 4 ) 26.
Mientras que el autor de la objeción considera el esquema (V)
como «inadmisiblemente breve», por mi parte me inclino a conside­
rar los esquemas (V ’) y (V ” ) como «inadm isiblemente largos». Y
hasta creo que puedo probar rigurosamente esta afirm ación sobre la
base de la siguiente definición: Se dice que una expresión es «inad­
misiblemente larga» si (I) no es significativa y (11) se ha obtenido a
partir de una expresión significativa insertándole palabras super-
11uas.

16. Redundancia de términos semánticos; su posible elimina­


ción. La objeción que me propongo discutir ahora no concierne ya a
la corrección formal de la definición, pero con todo trata de ciertos
rasgos formales de la concepción sem ántica de la verdad.
Hemos visto que esta concepción consiste, en esencia, en consi­
derar la oración «X es verdadera» como equivalente a la oración de­
notada por «X» (donde «X» representa un nom bre de una oración
del lenguaje-objeto). Por consiguiente, el térm ino «verdadero»,
cuando aparece en una oración simple de la forma «X es verdadera»,
puede elim inarse fácilmente, y la oración misma, que pertenece al
metalenguaje, puede reemplazarse por una oración equivalente del

Las oraciones «p es verdadera» y «ocurre p» [«/> is the. rase»] (o, mejor, «es
verdad que p» y «ocurre que p») se usan a veces en tratamientos informales, princi­
palmente por razones estilísticas; pero se las considera sinónimas de la oración repre­
sentada por «p». En cambio, en la medida en que entiendo la situación, las oraciones
en cuestión no pueden ser usadas por Juhos como sinónimas de «p»; pues de lo con­
trario la sustitución de (V) por (V ') o (V ” ) no constituirían ningún «adelanto».
lenguaje-objeto; y lo mismo se aplica a oraciones com puestas s ie m -;
pre que el térm ino «verdadero» figure en ellas exclusivamente como
parte de expresiones de la forma «X es verdadera».
Por este motivo, algunos lian insistido en que el térm ino «verda- ’
dero», en el sentido semántico, siem pre puede elim inarse, y que por
esta razón la concepción sem ántica de la verdad es del todo estéril e
inútil. Y, puesto que las mismas consideraciones se aplican a otras
nociones semánticas, se ha sacado la conclusión de que la semántica
en su conjunto es un juego puramente verbal y, en el m ejor de los ca­
sos, sólo un pasatiempo inofensivo.
Pero la cosa no es tan sim ple27. No siempre puede efectuarse esta
clase de eliminación. No puede hacerse en el caso de los enunciados
universales que expresan el hecho de que todos los enunciados de
cierto tipo son verdaderos, o que todas las oraciones verdaderas tie­
nen cierta propiedad. Por ejem plo, en la teoría de la verdad podemos
probar el siguiente enunciado:

Todas las consecuencias ele los enunciados verdaderos son ver­


daderas.

Sin embargo, no podem os librarnos en este caso de la palabra


«verdadera» en la form a sencilla que se ha puesto.
Además, aun en el caso de los enunciados particulares que tienen
la forma «X es verdadera», sem ejante eliminación sencilla no puede
hacerse siempre. En efecto, la eliminación es posible sólo en aque­
llos casos en que el nombre del enunciado del que se dice que es ver­
dadero figura en una forma que nos perm ite reconstruir el enunciado
mismo. Por ejemplo, nuestro conocimiento histórico actual no nos da
posibilidad de eliminar la palabra «verdadera» de la siguiente ora­
ción:

La prim era oración escrita p o r Platón es verdadera.

Por supuesto, desde que tenem os una definición de la verdad, y


desde que toda definición perm ite reem plazar el definiendum por su
definiens, siempre es teóricam ente posible elim inar el término «ver­
dadero» en un sentido semántico. Pero ésta no sería la eliminación
simple aludida anteriormente, y no daría como resultado la sustitu-

25 Cfr. la discusión de este problema en Kokoszynska (1), pp. 161 ss.


eión de un enunciado de! metalenguaje por un enunciado del len-
Hiiaje-objeto.
Sin embargo, si alguien insistiera en que -—a causa de la posibili­
dad teórica de elim inar la palabra «verdadero» sobre la base de su
definición— el concepto de verdad es estéril, debe aceptar la conclu­
sión de que todas las nociones definidas son estériles. Pero este re-
Niiltado es tan absurdo y tan irrazonable históricam ente, que no es
necesario comentarlo. Por mi parte, me inclino más bien a concordar
con quienes sostienen que los momentos de mayor avance creador de
In ciencia coinciden con frecuencia con la introducción de nuevas
nociones por medio de definiciones.

17. Conformidad de la concepción semántica de la verdad con


los usos filo só fico y vulgar. Se ha suscitado la cuestión de si la con­
cepción semántica de la verdad puede considerarse com o una forma
precisa de la vieja concepción clásica de esta noción.
En la primera parte de este trabajo se citaron varias formulaciones
de la concepción clásica (sección 3). Debo repetir que, a mi juicio,
ninguna de ellas es bastante precisa y clara. Por consiguiente, la única
manera segura de resolver la cuestión sería confrontar a los autores de
nquellos enunciados con nuestra nueva formulación, y preguntarles si
clin concuerda con sus intenciones. Desgraciadamente, este método no
es practicable, porque dichos autores murieron hace algún tiempo.
En lo que a mí respecta, no tengo duda alguna de que nuestra
formulación se conform a al contenido intuitivo de la de Aristóteles.
Estoy menos seguro respecto de las formulaciones posteriores de la
concepción clásica, pues son, por cierto, muy v ag as28. Más aún, se
lian expresado algunas dudas acerca de si la concepción sem ántica
refleja la noción de verdad en su uso vulgar y cotidiano. Me doy
cuenta (como ya lo he señalado) de que el sentido vulgar de la pala­
bra «verdadero» — como el de cualquier otra palabra del lenguaje
cotidiano— es hasta cierto punto vago, y que su uso es más o menos
íluctuante. Por lo tanto, el problem a de asignarle a esta palabra un
significado fijo y exacto queda relativamente muy especificado, y
(oda solución de este problema implica necesariam ente cierta desvia­
ción respecto de la práctica del lenguaje cotidiano.

!* La mayoría de los autores que han discutido mi obra sobre la noción de verdad
opinan que mi definición se conforma a la concepción clásica de esta noción; véase,
p.«j.. Kortabinski (2) y Scholz ( I).
A pesar de todo esto, creo que la concepción semántica se con­
form a en m edida considerable al uso vulgar, aunque me apresuro a
adm itir que puedo estar equivocado. Y, lo que es más pertinente, creó
que la cuestión suscitada puede resolverse científicam ente, aunque
desde luego no mediante un procedimiento deductivo, sino con
ayuda del método estadístico de la encuesta. De hecho, sem ejante inf
vestigación se ha llevado a cabo, y de algunos de sus resultados se ha
informado a congresos y han sido en parte publicados35.
Desearía subrayar que, en mi opinión, sem ejantes investigaciones
deben llevarse a cabo con el máximo cuidado. Por ejemplo, si le pre­
guntáram os a un muchacho de escuela secundaria, o a un adulto in te l
ligcnte sin preparación filosófica especial, si considera que una ora-l
ción es verdadera si concuerda con la realidad, o si designa unen
situación existente, puede resultar simplemente que no comprenda la
pregunta; por consiguiente su respuesta, cualquiera que sea, carecerá!
de valor para nosotros. Pero su respuesta a la pregunta acerca de sil
adm itiría que la oración «está nevando» pueda ser verdadera aun
cuando no esté nevando, o falsa aunque esté nevando, sería, natural-!
mente, muy importante para nuestro problema.
Por esto, nada me sorprendió (en una discusión dedicada a estos!
problemas) enterarm e de que en un grupo de personas preguntadas
sólo el 15 por 100 concordó en que «verdadero» significa para ellos:
«concordante con la realidad», en tanto que el 90 por 100 convino en j
que una oración tal como «está nevando» es verdadera si, y sólo si,
está nevando. De modo que una gran mayoría de esas personas pare­
cían rechazar la concepción clásica de la verdad en su formulación
«filosófica», aceptando en cambio la misma concepción cuando se
la formulaba en palabras sencillas (haciendo a un lado la cuestión de
si se justifica en este lugar el uso de la oración «la misma concep­
ción»).

18. La definición en su relación con «el problema filosófico de


la verdad» y con varias corrientes gnoseológicas. Me oído la obser­
vación de que la definición formal de la verdad no tiene nada que
ver con «el problema filosófico de la verdad»30. Sin embargo, nadie

” Cfr. Ness (1). Desgraciadamente, los resultados de la parte de la investigación


de Ness que es particularmente importante para nuestro problema no se tratan en su li­
bro; cfr. p. 148, nota 1.
Aunque he oído esta opinión varias veces, sólo una vez la he visto escrita y, lo
que por cierto es curioso, en una obra que no tiene un carácter filosófico: en Hilbert-
me ha enseñado jam ás, en forma inteligible, en que consiste este
problema. Se m e ha informado, a este respecto, que mi definición,
(Hinque enuncia condiciones necesarias y suficientes para que una
fnise sea verdadera, en realidad no aprehende la «esencia» de este
concepto. Como nunca he logrado entender lo que es la «esencia» de
un concepto, perm ítasem e abandonar la discusión en este punto.
En general, no creo que exista algo así como «el problema filosó­
fico de la verdad». Creo, en cambio, que hay varios problemas inteli­
gibles c interesantes (pero no necesariamente filosóficos) concernien-
Ics a la noción de verdad, pero creo también que pueden formularse
exactamente y resolverse, posiblemente, sólo sobre la base de una con­
cepción precisa de esta noción.
Si bien por una parte la definición de la verdad ha sido criticada
por no ser suficientem ente filosófica, por la otra se le han opuesto
una serie de objeciones que la acusan de graves im plicaciones filo-
HÓI'icas, todas ellas de naturaleza muy indeseable. Discutiré ahora
una objeción especial de este tipo; trataré otro grupo de objeciones
de esta clase en la próxima sección.
Se ha sostenido que — a causa de que una oración tal com o «la
nieve es blanca» se considera semánticamente verdadera si la nieve
es de hecho blanca (el subrayado es del crítico)— la lógica se en­
cuentra envuelta en un realismo extremadamente acrítico51.
Si yo tuviera la oportunidad de discutir esa objeción con su autor,
diría dos cosas. En prim er lugar, le pediría que elim inase las palabras
«de hecho», que no figuran en la formulación original y que son
equívocas, aun cuando no afectan el contenido. Pues estas palabras
producen la impresión de que la concepción semántica de la verdad
liene por finalidad establecer las condiciones en que tenemos la ga-
ranlía de poder afirm ar cualquier oración, y en particular cualquier
oración empírica. Pero bastará reflexionar brevemente para ver que
esta impresión no es sino una ilusión; y creo que el autor de la obje­
ción es víctima de la ilusión que él mismo creó.
En efecto, la definición sem ántica de la verdad nada implica res­
pecto de las condiciones en que puede afirm arse una oración tal
como (1),

liernays (1), vol. II, p. 269 (donde, dicho sea de pasada, no se la expresa como obje­
ción). En cambio, no he encontrado ninguna observación a este respecto en el trata­
miento de mi obra por los filósofos profesionales (cfr. nota I).
' 31 Cfr. Gonseth (1), pp. 187 ss.
La nieve es blanca.

Sólo implica que, siem pre que afirm am os o rechazam os esta ora­
ción, debemos estar listos para afirm ar o rechazar la oración correla­
cionada (2 ),

La oración «la nieve es blanca» es verdadera.

De m anera que podemos aceptar la concepción semántica de la


verdad sin abandonar ninguna actitud gnoseológica que podamos ha­
ber tenido; seguimos siendo realistas ingenuos, realistas críticos o
idealistas, em piristas o metafísicos: lo que hayamos sido antes. La
concepción semántica es com pletam ente neutral respecto de todas
esas posiciones.
En segundo lugar, yo trataría de obtener alguna información res­
pecto de la concepción de la verdad que, en opinión del autor de la
objeción, no envuelva a la lógica en el más ingenuo de los realismos.
Diría que esta concepción debe ser incompatible con la semántica.
Por ejemplo, debe haber oraciones que son verdaderas en una de es­
tas concepciones sin ser verdaderas en la otra. Supongamos, v.gr.,
que la oración (1) es de esta clase. La verdad de esta oración está de­
terminada, en la concepción semántica, por una equivalencia de la
forma (V):

La oración «la nieve es blanca» es verdadera si, y sólo si, la


nieve es blanca.

Por consiguiente, en la nueva concepción debemos rechazar esta


equivalencia, y por lo tanto, debemos aceptar su negación:

La oración «la nieve es blanca» es verdadera si, y sólo si, la


nieve no es blanca (o quizá, la nieve no es, de hecho, blanca).

Esto suena a paradoja. No considero absurda semejante conse­


cuencia de la nueva concepción; peto temo un poco que alguien, en
el futuro, pueda acusarla de envolver a la lógica en un «irrealismo
extremadamente artificioso». En todo caso, me parece importante
advertir que toda concepción de la verdad incompatible con la se­
mántica tiene consecuencias de este tipo.
Me he detenido un tanto en esta cuestión, no porque me parezca
importante la objeción que hemos tratado, sino porque al discutirla
lian surgido ciertos puntos que debieran tom ar en cuenta todos aque­
llos que, por diversas razones gnoseológicas, se inclinan a rechazar
la concepción semántica de la verdad.

19. Los supuestos elementos metafísicas de la semántica. La


concepción sem ántica de la verdad ha sido acusada varias veces de
envolver ciertos elementos metafísicos. Se han hecho objeciones de
esta clase no sólo a la teoría de la verdad, sino a todo el dominio de
la semántica teórica '2.
No me propongo tratar el problema general de si es objetable la
introducción de un elemento metafísico en la ciencia. El único punto
que me interesará en este lugar será si, y en qué sentido, está en­
vuelta la m etafísica en el tem a de nuestra discusión.
Toda la cuestión depende, evidentemente, de lo que se entienda
por «metafísica». Por desgracia, esta noción es extremadamente vaga
y equívoca. Cuando se escuchan discusiones sobre este tema, a veces
se tiene la impresión de que el término «metafísico» ha perdido todo
significado objetivo, usándoselo tan sólo como una especie de invec­
tiva filosófica profesional.
Para algunos, la m etafísica es una teoría general de los objetos
(ontología), una disciplina que debe desarrollarse de una manera pu­
ramente empírica, y que difiere de otras ciencias empíricas tan sólo
por su generalidad. No sé si realmente existe semejante disciplina
(algunos cínicos pretenden que en filosofía es habitual bautizar ni­
ños no nacidos); pero creo que, en todo caso, la metafísica así enten­
dida no puede ser objetada por nadie, y apenas tiene conexiones con
la semántica.
Pero la mayoría de las veces, el térm ino «m etafísico» se usa
como directamente opuesto — en uno u otro sentido— al térm ino
«empírico»; en todo caso, es usado de esta manera por quienes se in­
quietan con el pensamiento de que pueda haberse introducido algún
elemento m etafísico en la ciencia. Esta concepción general de la m e­
tafísica toma varias formas más específicas.
Por ejemplo, algunos consideran que es sintomático de la presen­
cia de un elem ento m etafísico en una ciencia cuando se emplean m é­
todos de investigación que no son deductivos ni empíricos. Pero en

Véase Nagel (1) y Nagcl (2), pp. 471 ss. Una observación dirigida, tal vez, en la
misma dirección, se encuentra también en Weinberg (I), p. 77; véase, sin embargo sus
observaciones anteriores, pp. 75 ss.
el desarrollo de la semántica no pueden encontrarse vestigios de este
síntoma (a menos que estén envueltos algunos elem entos m etafísicos
en el lenguaje-objeto a que se refieren las nociones semánticas). En
particular, la semántica de los lenguajes formalizados se construye
de manera puramente deductiva.
O tros sostienen que el carácter m etafísico de una ciencia de­
pende principalm ente de su vocabulario y, m ás específicam ente,
de sus térm inos prim itivos. Así, por ejem plo, se dice que un tér­
mino es m etafísico si no es lógico ni m atem ático, y si no está aso­
ciado con un procedim iento em pírico que nos perm ita decidir si
una cosa es denotada por este térm ino, o no. Con respecto a esta
opinión sobre la m etafísica, baste recordar que un m etalenguaje
sólo incluye tres clases de térm inos indefinidos: (1) térm inos to­
mados de la lógica, (II) térm inos del lenguaje-objeto correspon­
diente, y (III) nom bres de expresiones del lenguaje-objeto. Es,
pues, obvio que en el m etalenguaje no figuran térm inos indefini­
dos de índole m etafísica (a m enos, nuevam ente, que tales térm inos
aparezcan en el propio lenguaje-objeto).
Hay, sin embargo, quienes creen que, aun cuando no figuren tér­
minos m etafísicos entre los térm inos primitivos de un lenguaje, pue­
den introducirse por definición; a saber, mediante aquellas definicio­
nes que 110 nos proveen de criterios generales para decidir si un
objeto cae dentro del concepto definido. Se arguye que el término
«verdadero» es de esta clase, ya que ningún criterio universal de ver­
dad se deduce en forma inm ediata de la definición de este término, y
ya que se cree generalmente (y en cierto sentido hasta pudo pro­
barse) que jam ás se encontrará semejante criterio. Este comentario
sobre el carácter real de la noción de verdad parece perfectamente
justo. Sin embargo, debe advertirse que la noción de verdad no di­
fiere, a este respecto, de muchas nociones de la lógica, de la m ate­
mática, y de las partes teóricas de diversas ciencias empíricas, p. cj .,
de la física teórica.
En general, es preciso decir que si el térm ino «metafísico» se
emplea en un sentido tan amplio que abarque ciertas nociones (o m é­
todos) de la lógica, de la m atem ática o de las ciencias empíricas, se
aplicará a fo rtio ri a aquellas de la semántica. En efecto, como ya lo
sabemos por la Parte 1 de este trabajo, al desarrollar la semántica de
un lenguaje usamos todas las nociones de este lenguaje, y aplicamos
un aparato lógico aun más poderoso que el que se usa en el lenguaje
mismo. Por otra parte, puedo resum ir los argumentos expuestos ante­
riormente, afirm ando que en ninguna de las interpretaciones del tér­
mino «metafisico» que me son familiares o más o menos inteligibles,
envuelve la semántica términos m etafísicos que le sean peculiares.
Haré una última observación en relación con este grupo de obje­
ciones. La historia de la ciencia m uestra muchos ejemplos de con­
ceptos que fueron juzgados metafísicos (en un sentido vago, pero en
lodo caso despectivo de este térm ino) antes que fuera precisado su
sentido; pero una vez que recibieron una definición rigurosa, formal,
se evaporó la desconfianza que se les tenía. Como ejemplos típicos
podemos m encionar los conceptos de números negativos e im agina­
rios en la matemática. Espero que el concepto de verdad y otros con­
ceptos semánticos tengan un destino similar; y me parece, por lo
tanto, que quienes han desconfiado de dichos conceptos a causa de
sus presuntas implicaciones m etafísicas debieran acoger con agrado
el hecho de que se dispone ahora de definiciones precisas de ellos.
Si a consecuencia de esto los conceptos sem ánticos perdiesen interés
filosófico, no harían sino com partir el destino de muchos otros con­
ceptos científicos, lo que no es de lamentar.

20. Aplicabilidad de la semántica a las ciencias empíricas es­


peciales. Llegamos a las objeciones del último y acaso del más im­
portante de los grupos. Se han expresado algunas fuertes dudas
acerca de si las nociones semánticas tienen o pueden encontrar apli­
caciones en varios dominios de la actividad intelectual. En su mayo­
ría, estas dudas han concernido a la aplicabilidad de la semántica al
campo de la ciencia empírica, sea a las ciencias especiales o a la m e­
todología general de este campo; aunque se ha expresado un escepti­
cismo similar con respecto a las posibles aplicaciones de la semán-
(ica a las ciencias matemáticas y a su metodología.
Creo que es posible calmar un tanto estas dudas, y que no carece
de fundamento cierto optimismo respecto del valor potencial de la
semántica para varios dominios del pensamiento.
Para justificar este optimismo, creo que basta subrayar dos pun­
ios bastante obvios. En prim er lugar, el desarrollo de una teoría que
formula una definición precisa de una noción y establece sus propie­
dades generales provee, eo ipso de una base más firm e para todas las
discusiones en que se halle envuelta dicha noción; por esto, no puede
ser indiferente para nadie que use esa noción y desee hacerlo de m a­
nera consciente y coherente. En segundo lugar, las nociones sem ánti­
cas están de hecho com prendidas en varias ramas de la ciencia, y en
particular de la ciencia empírica.
• El hecho de que en la investigación em pírica sólo tratemos con
lenguajes naturales, y que la semántica teórica se aplique a estos len­
guajes sólo con cierta aproximación, no afecta esencialmente al pro­
blema. Sin embargo, tiene sin duda la consecuencia' de que el pro­
greso de la sem ántica tendrá una influencia retardada y algo limitada
a este campo. Esta situación no difiere esencialmente de la que se
presenta cuando aplicamos las leyes de la lógica a las discusiones de
la vida diaria o, en general, cuando intentamos aplicar la ciencia teó­
rica a los problemas empíricos.
En la psicología, la sociología y prácticamente en todas las hu­
manidades están envueltas, en mayor o menor grado, nociones se­
mánticas. Así, por ejemplo, un psicólogo define el llamado cociente
de inteligencia en términos del núm ero de respuestas verdaderas (co­
rrectas) y falsas (incorrectas) que da una persona a ciertas preguntas;
para un historiador de la cultura, puede ser de gran importancia el
dominio de los objetos para los cuales una raza humana, en etapas
sucesivas de su desenvolvimiento, posee designaciones adecuadas;
un estudioso de la literatura puede estar intensamente interesado en
el problema de si un autor dado siem pre usa dos palabras dadas con
el mismo significado. Los ejemplos de este tipo pueden multipli­
carse indefinidam ente.
El dominio más natural y promisorio para la aplicación de la se­
mántica teórica es, claramente, la lingüistica, esto es, el estudio empí­
rico de los lenguajes naturales. Ciertas partes de esta ciencia se llaman
incluso «semántica», a veces con un calificativo. Ocasionalmente se le
da este nombre a ese trozo de la gramática que intenta clasificar todas
las palabras de un lenguaje en partes de la oración, según lo que sig­
nifican o designan las palabras. A veces se llama «sem ántica histó­
rica» al estudio de la evolución de los significados en el desarrollo
histórico de un lenguaje. En general, la totalidad de las investigacio­
nes sobre relaciones semánticas que figuran en un lenguaje natural
se denom ina «sem ántica descriptiva». La relación entre la semántica
teórica y la descriptiva es análoga a la que existe entre la matemática
pura y la aplicada, o quizás a la que existe entre la física teórica y la
experimental; el papel que desempeñan los lenguajes formalizados
en la sem ántica puede com pararse grosso modo al de los sistemas
aislados en física.
Acaso sea innecesario decir que la semántica no puede encontrar
aplicación directa alguna en las ciencias naturales tales como la fí­
sica, la biología, etc.; pues en ninguna de estas ciencias tratamos con
fenómenos lingüísticos, y aun m enos con relaciones semánticas en­
tre expresiones lingüísticas y objetos a que se refieren estas expre-
sienes. En la sección siguiente veremos, sin embargo, que la sem án­
tica puede tener una especie de influencia indirecta sobre aquellas
ciencias en que no intervienen directamente las nociones semánticas.

21. Aplicabilidad de la semántica a la metodología de las cien­


cias empíricas. Además de la lingüística, otro importante dominio de
posibles aplicaciones de la semántica es la metodología de la ciencia;
este termino se usará aquí en un sentido amplio, que abarque la teo­
ría de la ciencia en general. Independientemente de si la ciencia se
concibe meramente como un sistema de enunciados o como una to­
talidad de ciertos enunciados y actividades humanas, el estudio del
lenguaje científico constituye una parte esencial del tratamiento me­
todológico de una ciencia. Y me parece claro que cualquier tenden­
cia a elim inar las nociones semánticas (tales como las de verdad y
designación) de esta discusión la haría fragmentaria e inadecuada33.
Más aún, tal tendencia no tiene razón de ser hoy día, cuando se han
superado las principales dificultades que presenta el uso de los tér­
minos semánticos. La semántica del lenguaje científico debiera in­
cluirse simplemente como parte de la metodología de la ciencia.
No me inclino, de modo alguno, a encargar a la metodología y,
en particular, a la semántica — sea teórica o descriptiva— la tarea de
aclarar los significados de todos los térm inos científicos. Esta tarea
se deja a las ciencias que usan los términos, y en realidad es cum ­
plida por ellas (de la misma manera en que, p. ej., la tarea de aclarar
el significado del térm ino «verdadero» se-deja a la semántica, la que
la lleva a cabo). Sin embargo, puede haber ciertos problemas espe­
ciales de esta clase, en que es deseable un enfoque metodológico, o
incluso en que éste es necesario (quizás el problem a de la noción de
causalidad sea un buen ejemplo de esto); y en una discusión m etodo­
lógica de semejantes problemas, las nociones semánticas pueden de­
sempeñar un papel esencial. Así, pues, la semántica puede tener al­
guna influencia sobre cualquiera de las ciencias.
Se presenta el problem a de si la sem ántica puede ayudar a resol­
ver problemas generales y, por decirlo así, clásicos de la m etodolo­
gía. Trataré con algún detalle un aspecto especial, aunque muy im­
portante, de esta cuestión.

” Esta tendencia era evidente en obras anteriores de Carnap [véase, p. ej., Carnap
( I ). especialmente Parte V] y en escritos de otros miembros del Circulo de Viena. Cfr.
ti este respecto Kokoszynska (1) y Wcinberg (1).
Uno de los principales problemas de la metodología de la ciencia
empírica consiste en establecer las condiciones en que puede consi­
derarse aceptable una teoría o una hipótesis empírica. Esta noción de
aceptabilidad debe hacerse relativa a una etapa dada del desarrollo
de una ciencia (o a un cierto cúmulo de conocimiento). En otras pa­
labras, podem os considerarla provista de un coeficiente dependiente
del tiempo; pues una teoría aceptable hoy, puede ser insostenible m a­
ñana como resultado de nuevos descubrimientos científicos.
Parece a p rio ri muy plausible que la aceptabilidad de una teoría
depende de alguna m anera de la verdad de sus enunciados, y que
por consiguiente un m etodólogo, en sus (hasta ahora bastante in­
fructuosos) intentos de precisar la noción de aceptabilidad, puede
esperar alguna ayuda de la teoría sem ántica de la verdad. Por consi­
guiente, nos preguntam os: ¿Hay algún postulado que pueda im po­
nerse razonablem ente a las teorías aceptables y que envuelva la no­
ción de verdad? Y, en particular, nos preguntam os si es razonable el
siguiente postulado:

Una teoría aceptable no puede contener (o implicar) enunciado


fa lso alguno.

La respuesta a esta última pregunta es claramente negativa. Pues


ante todo, estamos prácticam ente seguros — sobre la base de nuestra
experiencia histórica— que toda teoría empírica aceptada hoy será
tarde o temprano rechazada o reem plazada por otra teoría. También
es muy probable que la nueva teoría sea incompatible con la vieja; es
decir, implicará un enunciado contradictorio con uno de los enuncia­
dos contenidos en la vieja teoría. Por lo tanto, al m enos una de las
dos teorías debe incluir enunciados falsos, pese al hecho de que cada
una de ellas es aceptada en cierto momento. En segundo lugar, el
postulado en cuestión difícilmente podría ser satisfecho en la prác­
tica; pues no conocemos, y es muy improbable que los encontremos,
criterios de verdad que nos perm itan m ostrar que ningún enunciado
de una teoría empírica es falso.
El postulado en cuestión podría considerarse, a lo sumo, como la
expresión de un ideal de teorías sucesivamente más adecuadas en un
dominio dado de la, investigación; pero a esto apenas se le puede dar
un significado preciso.
Sin em bargo, me parece que hay un im portante postulado que
puede im ponerse razonablem ente a las teorías em píricas acepta­
bles y que envuelve la noción de verdad. Está estrecham ente reía-
d o nad o con el que acabam os de tratar, pero es esencialm ente más
débil. R ecordando que la noción de aceptabilidad está dotada de
un coeficiente tem poral, podem os darle a este postulado la si­
guiente forma:

Tan pronto como logramos mostrar que una teoría empírica


contiene (o implica) frases falsas, y a no puede considerarse
aceptable.

En apoyo de este postulado quisiera hacer las siguientes observa­


ciones.
Creo que todo el mundo concuerda en que una de las razones que
pueden obligarnos a rechazar una teoría em pírica es la prueba de su
incoherencia [inconsistency]: una teoría se torna insostenible si lo­
gramos deducir de ella dos frases contradictorias. Ahora podem os
preguntar cuáles son los motivos usuales para rechazar una teoría por
(ales motivos. Quienes están familiarizados con la lógica m oderna se
inclinan a responder a esta cuestión de la siguiente manera: Una co­
nocida ley lógica muestra que una teoría que nos perm ite deducir
dos frases contradictorias también nos permite deducir cualquier
enunciado; por consiguiente, tal teoría es trivial y carece de interés
científico.
Tengo algunas dudas de que esta respuesta contenga un análisis
adecuado de la situación. Creo que las personas que no conocen ló­
gica m oderna se inclinan tan poco a aceptar una teoría incoherente
como quienes están totalmente familiarizados con ella; y probable­
mente esto se aplique incluso a quienes consideran (como aún ocurre
con algunos) que la ley lógica sobre la que se basa el argumento es
altamente controvertible y casi paradójica. No creo que cambiara
nuestra actitud para con una teoría incoherente aun cuando decidié­
ramos, por alguna razón, debilitar nuestro sistema lógico privándo­
nos de la posibilidad de deducir lodo enunciado a partir de dos enun­
ciados contradictorios cualesquiera.
Me parece que la auténtica razón de nuestra actitud es diferente,
a saber: sabemos (aunque sólo sea intuitivamente) que una teoría in­
coherente debe contener ciertos enunciados falsos; y no nos inclina­
mos a considerar como aceptable ninguna teoría acerca de la cual se
haya demostrado que contiene enunciados de esa clase.
Hay varios métodos para m ostrar que una teoría dada incluye
enunciados falsos. Algunos se fundan sobre propiedades puramente
lógicas de la teoría en cuestión; el método que acabamos de tratar
(esto es, la prueba de la incoherencia) no es el único método de este
tipo, pero es el más simple y el que se aplica con mayor frecuencia
en la práctica. Con ayuda de ciertas suposiciones referentes a la ver­
dad de los enunciados empíricos, podemos obtener métodos que tie-4
nen la m ism a finalidad pero que no son de naturaleza puramente ló­
gica. Si decidim os aceptar el postulado general sugerido más arriba,
una aplicación exitosa de cualquiera de estos métodos tornará insos­
tenible a la teoría.

22. Aplicaciones de la semántica a la ciencia deductiva. En lo


que respecta a la aplicabilidad de la semántica a las ciencias mate­
máticas y a su metodología, esto es, a la matemática, estamos en una
posición mucho más favorable que en el caso de las ciencias empíri­
cas. Pues, en lugar de proponer razones que justifiquen algunas es­
peranzas para el futuro (haciendo asi una especie de propaganda en
favor de la semántica), podem os señalar resultados concretos que ya
se han alcanzado.
Siguen expresándose dudas acerca de si la noción de enunciado
verdadero — a diferencia de la de enunciado comprobable— puede
tener im portancia para las disciplinas matemáticas y desempeña al­
gún papel en las discusiones acerca de la metodología de la matemá­
tica. Me parece, sin embargo, que precisam ente esta noción de enun­
ciado verdadero constituye una valiosísima contribución de la
semántica a la metamatemática. Ya poseemos una serie de intere­
santes resultados metamatem áticos obtenidos con ayuda de la teoría
de la verdad. Estos resultados conciernen a las relaciones mutuas en­
tre la noción de verdad y la de comprobabilidad; establecen nuevas
propiedades de esta última noción (que, como es sabido, es una de
las nociones básicas de la m etamatemática), y echan alguna luz so­
bre los problemas fundamentales de la coherencia y de la completi-
tud. Los más importantes de estos resultados ya fueron considerados
brevemente en la sección 12 '4.
Más aún, aplicando el método semántico podem os definir ade­
cuadam ente diversas nociones m etamatemáticas de importancia que
hasta ahora se han usado solam ente en forma intuitiva; tales la no­
ción de definibilidad o la de m odelo de un sistem a axiomático. De
esta manera podemos encarar un estudio sistem ático de estas nocio-

M Para otros resultados obtenidos con ayuda de la teoría de la verdad, véase Godel
(2); Tarski (2), pp. 401 ss.; y Tarski (5), pp. 111 ss.
nes. En particular, las investigaciones sobre la definibilidad ya han
producido algunos resultados interesantes, y prom eten más para el
futuro35.
Hemos tratado las aplicaciones de la semántica a la metamate-
inática y no a la matemática propiam ente dicha. Pero esta distinción
entre matemática y m etam atem ática no tiene gran importancia. Pues
la propia metam atem ática es una disciplina deductiva y, por consi­
guiente, desde cierto punto de vista, es parte de la m atemática; y es
bien sabido que — a causa del carácter formal del m étodo deduc­
tivo— los resultados que se obtienen en una disciplina deductiva
pueden extenderse automáticamente a cualquier otra disciplina en
que la disciplina dada encuentre una interpretación. Así, por ejem ­
plo, todos los resultados metam atem áticos pueden interpretarse
como resultados de la teoría de los números. Tampoco desde el
punto de vista práctico existe una nítida linea divisoria entre la meta-
matemática y la m atemática propiam ente dicha; por ejemplo, las in­
vestigaciones sobre la definibilidad podrían incluirse en cualquiera
de estos dominios.

23. Observaciones finales. Deseo concluir esta discusión con


algunas observaciones generales y más bien libres acerca de la cues­
tión de la evaluación de las conquistas de la ciencia en térm inos de
su aplicabilidad. Debo confesar que tengo varias dudas a este res­
pecto.
Por ser m atemático (y también lógico, y acaso filósofo de cierta
especie), he tenido oportunidad de asistir a muchas discusiones entre

55 Un objeto —p. ej., un número o un conjunto de números— se dice definible (en


cierto formalismo) si existe una función proposicional que lo define; cfr. nota 20. Por
consiguiente, el término «definible», aunque de origen matemático (semántico), es
puramente matemático en lo que respecta a su extensión, puesto que expresa una pro­
piedad (denota una clase) de objetos matemáticos. Por consiguiente, la noción de defi­
nibilidad puede redefinirse en términos puramente matemáticos, aunque no dentro de
la disciplina formalizada a que se refiere esta noción; con todo, la idea fundamental
de la definición no cambia. Ver a este respecto, y también para mayores referencias
bibliográficas, Tarski (1). En la literatura pueden encontrarse varios otros resultados
concernientes a la definibilidad; p. ej., en Hilbert-Bernays (1), vol. I, pp 354 ss., 369
ss., 456 ss., etc., y en Lindenbaum-Tarski (1). Obsérvese que el término «definible» se
usa a veces en otro sentido, metamatemático pero no semántico; esto ocurre, por
ejemplo, cuando decimos que un término es definible en otros términos (sobre la base
de un sistema axiomático dado). Para una definición de modelo de un sistema axio­
mático, véase Tarski (4).
especialistas en m atemática, donde el problem a de la aplicación es
especialm ente agudo, y he observado en varias ocasiones el si­
guiente fenómeno: si un m atem ático desea dism inuir la importancia
de la obra de uno de sus colegas, digamos A, el mejor método que
encuentra para hacerlo es preguntarle a qué pueden aplicarse sus re­
sultados. El interrogado, puesto entre la espada y la pared, term ina
por desenterrar las investigaciones de otro matemático, B, como el
lugar de las aplicaciones de sus propios resultados. Si a su vez B es
sometido al mismo interrogatorio, se referirá a otro matemático C.
Después de unos pocos pasos de esta clase se vuelve a hacer referen­
cia a las investigaciones de A, cerrándose así la cadena.
Hablando más seriamente, no negaré que el valor de la obra de
un hom bre pueda aum entar por sus im plicaciones para la investiga­
ción de otros y para la práctica. Creo, sin embargo, que es contrario
al progreso de la ciencia medir la importancia de investigación al­
guna exhaustiva o prim ordialm ente en términos de su utilidad y apli-
cabilidad. Sabemos, por la historia de la ciencia, que muchos resulta­
dos y descubrim ientos de importancia hubieron de esperar siglos
hasta recibir aplicación en algún campo. Y, en mi opinión, hay otros
factores de im portancia que no pueden dejarse de lado al determ inar
el valor de una obra científica. Me parece que hay un dominio espe­
cial de necesidades humanas muy profundas e intensas, que están re­
lacionadas con la investigación científica, y que son en muchos res­
pectos sim ilares a las necesidades estéticas y acaso religiosas. Y
también me parece que la satisfacción de estas necesidades debiera
considerarse oomo una importante tarea de la investigación. Por con­
siguiente, creo que la cuestión del valor de una investigación cual­
quiera no puede contestarse adecuadamente sin tener en cuenta la sa­
tisfacción intelectual que producen los resultados de esa investigación
a quienes la comprenden y estiman. Acaso sea im popular y anti­
cuado decirlo, pero no creo que un resultado científico que nos dé
una m ejor com prensión del mundo y lo haga más arm onioso a nues­
tros ojos deba tenerse en m enos que, por ejemplo, una invención que
reduzca el costo de la pavim entación de los cam inos o mejore las
instalaciones sanitarias del hogar.
Está claro que las observaciones que acabo de hacer son inútiles si
se usa la palabra «aplicación» en un sentido muy amplio y liberal. No
es menos obvio, quizá, que nada se deduce, de estas observaciones ge­
nerales, que concierna a los tópicos específicos que se han tratado en
este trabajo; y realmente no sé si la investigación semántica puede ga­
nar o perder con la introducción del patrón de valor que he sugerido.
BIBLIOGRAFÍA

Sólo se da la lista de los libros y artículos a que se hace referencia en este trabajo.

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— (4): «Über der Begriff der logischen Folgerung», en Actes du Congrés Internatio­
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— (5): «On Undecidable Statements in Enlarged Systems o f Logic and the Concept
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— (6): 1ntroduction to Logic, Nueva York, 1941. [Traducción castellana: Introducción
a la lógica y a la metodología de las ciencias deductivas, Buenos Aires, 1951],
WEINBERG, J. (1): «Reseña» de Studia Philosophica, vol. I, en The Philosophical Re­
view, vol. XLVII, pp. 70-77.
SAUL KRIPKE

E d ic ió n o r ig in a l :

«Outline of a Theory ofTruth», Jo u rn a l o f P h ilo so p h y , 72/19


n(1975),
u - 7 < \ pp. ¿.on nií
690-715.
— Reeditado en R. L. Martin (ed.), Truth a n d de L ia r Paradox, Cla-
rendon Press, Oxford, 1984, pp. 53-81.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

•— E sbozo de una teoría d e la verdad, UNAM, México, 1984, 45 pp.


Reproducimos el texto de esta edición con autorización expresa
de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : M. M. Valdés.

1 Presentado en el Simposio sobre la Verdad organizado por la American Philo-


sophical Association, diciembre 28 de 1975.
Originalmente habíamos acordado que presentaría este trabajo oralmente sin en­
tregar previamente un texto preparado. En una fecha relativamente tardía, los editores
del Journal o f Philosophy me pidieron que entregara por lo menos los «lincamientos
generales» de mi trabajo por escrito. Estuve de acuerdo en que esto sería de utilidad.
Recibí la solicitud cuando ya había aceptado otro compromiso y tuve que preparar la
presente versión a toda prisa sin tener siquiera la oportunidad de revisar el primer bo­
rrador. Si hubiera tenido la oportunidad de hacer una revisión habría ampliado la pre­
sentación del modelo básico en la sección 111 con el fin de hacerlo más claro. El texto
muestra que una buena parte del material formal y filosófico, así como las pruebas de
los resultados, tuvieron que omitirse.
Breves resúmenes del presente trabajo se presentaron en la reunión de primavera
de 1975 de la Association fo r Symholic Logic que tuvo lugar en Chicago. Una versión
más amplia se presentó en forma de tres conferencias en la Universidad de Princeton
en junio de 1975. Espero publicar una versión más detallada en algún otro lugar. Di­
cha versión más amplia debería contener algunos planteamientos técnicos hechos aquí
sin suministrar la prueba y una buena cantidad de material técnico y filósofico no
mencionado o resumido en este esbozo.
B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— Y. Stephcn, «Truth, Definite Truth, and Paradox», Journal ofPhi-


losophy, 86 (1989), pp. 539-41.
~ V Megee, «Applying Kripke’s Theory of Truth», Journal o f Philo-
sophy, 86 (1989), pp. 530-39.
— M. Kremel, «Kripke and the logic of Truth», Journal o f Philoso­
phical Logic, 17 (1988), pp. 225-78.

Se han sustituido algunos términos de la traducción


O b s e r v a c io n e s :
utilizada, para adaptarla a la nomenclatura comúnmente aceptada.

1. EL PROBLEMA

Desde que Pilatos preguntó: «¿Qué es la verdad?» (San Juan,


XVIII, 38) la búsqueda subsecuente de una respuesta correcta se ha
visto inhibida por otro problema que, como es bien sabido, surge
también en el contexto del Nuevo Testamento. Si, com o supone el
autor de la Epístola a Tito (Tito 1, 12), un profeta cretense, «incluso
un profeta de ellos mismos», afirm a que «los cretenses son siempre
mentirosos» y si «este testimonio es verdadero» con respecto a todas
las dem ás proferencias cretenses, parece entonces que las palabras
del profeta cretense son verdaderas si y sólo si son falsas. Cualquier
tratamiento del concepto de verdad tiene que evitar esta paradoja.
El ejem plo cretense ilustra una manera de lograr la autorreferen-
cia. Sean P(x) y Q(x) predicados de oraciones. Entonces, en algunos
casos, las pruebas empíricas establecen que la oración «(x)(P(x) z>
Q(x))» [o «(3x)(P(x) a Q(x))» u otras similares] satisface ella misma
el predicado P(x); algunas veces las pruebas em píricas muestran que
dicha oración es el único objeto que satisface P(x). En este último
caso, la oración en cuestión «dice de sí misma» que satisface Q(x).
Si Q(x) es el predicado2 «es falso», el resultado es la paradoja del

7 S ig o la c o n v e n c ió n u s u a l d e la te o r ia « s e m á n tic a » d e la v e rd a d al c o n s id e r a r q u e
la v e r d a d y la f a ls e d a d s o n p r e d ic a d o s q u e s o n v e rd a d e r o s d e la s o ra c io n e s . S i lo s p r e ­
d ic a d o s d e v e rd a d y f a ls e d a d se a p lic a n e n p r im e r lu g a r a la s p r o p o s ic io n e s o a o tra s
e n tid a d e s n o lin g ü is tic a s , in te rp r é te s e e l p re d ic a d o a p lic a d o a o r a c io n e s c o m o « e x ­
p re s a u n a v e rd a d » .
H e e le g id o c o n s id e r a r a la s o r a c io n e s c o m o lo s v e h íc u lo s p r im a r io s d e la v e rd a d
Mentiroso. A manera de ejemplo, digamos que P(x) abrevia el predi­
cado «tiene instancias impresas en los ejem plares de Teorías de la
Venlacl en el siglo xx, artículo 5, sección 1, párrafo 2.°». Entonces, la
oración

(x)P(x) 3 Q(x)

conduce a la paradoja si interpretam os Q(x) com o la falsedad.


Las versiones de la paradoja del Mentiroso que usan predicados
em píricos señalan ya un aspecto importante del problema: machas
de nuestras afirmaciones ordinarias sobre la verdad y la falsedad,
probablemente la mayoría de ellas, son susceptibles de exhibir ras­
gos paradójicos cuando los hechos empíricos son extremadamente
desfavorables. Considérese el enunciado ordinario hecho por Juan:

(1) La mayor parte (es decir, una mayoría) de las afirm aciones
de Nixon acerca de Watergate son falsas.

Evidentemente no hay nada intrínsecamente incorrecto con res­


pecto a (1), tampoco es un enunciado mal formado. Com únmente el
valor de verdad de ( 1) podrá evaluarse mediante una enumeración de

no porque piense que la objeción que dice que la verdad es primariamente una propie­
dad de las proposiciones (o de los «enunciados») no es pertinente para el trabajo serio
sobre la verdad o para las paradojas semánticas. Por el contrario, creo que en último
término un tratamiento cuidadoso del problema bien puede hacer necesaria la separa­
ción entre el aspecto «expresa» (que relaciona las oraciones con las proposiciones) y
el aspecto «verdad» (que putativamente se aplica a las proposiciones). No he investi­
gado si las paradojas semánticas presentan problemas cuando se aplican directamente
a las proposiciones. La razón principal por la que aplico el predicado verdad directa­
mente a los objetos lingüísticos, es porque se ha desarrollado una teoría matemática
de la autorreferencia para tales objetos. (Véase también la nota 32.)
Además, una versión más desarrollada de la teoría admitiría a aquellos lenguajes
que contienen demostrativos y ambigüedades y hablaría de las proferencias, las ora­
ciones bajo una interpretación, y cosas similares, como aquello que tiene un valor de
verdad. En la exposición informal este artículo no pretende ser preciso con respecto a
estos asuntos. Las oraciones son los vehículos oficiales de la verdad pero informal­
mente hablaremos en ocasiones de las proferencias, los enunciados, las afirmaciones
y otras cosas. Podemos hablar ocasionalmente como si cada una de las proferencias de
una oración en un lenguaje constituyera un enunciado, aunque sugiramos más ade­
lante que una oración puede no ser enunciado en el caso de ser paradójica o in­
fundada. Trataremos de ser precisos sobre estos asuntos sólo cuando consideremos
que la imprecisión puede dar lugar a confusión o malentendidos. Observaciones simi­
lares se aplican 'a las convenciones sobre el uso de comillas.
las afirm aciones de Nixon relacionadas con Watergate y una evalua­
ción de cada una de ellas con respecto a la verdad o la falsedad. Sin
embargo, supongam os que las afirm aciones de Nixon sobre Water­
gate se encuentran repartidas por parejo entre la verdad y la falsedad,
excepto por un caso problemático:

(2) lo d o lo que dice Juan sobre Watergate es verdadero.

Supongam os, adem ás, que (1) es la única afirm ación que hace
.luán sobre Watergate o, alternativam ente, que todas sus afirm acio­
nes relacionadas con Watergate son verdaderas excepto, tal vez,
(I). No se requiere dem asiada habilidad entonces para m ostrar que
tanto ( 1 ) com o (2 ) son paradójicas: son verdaderas si y sólo si son
falsas.
El ejem plo de (1) pone de relieve una lección importante: sería
una tarea estéril buscar un criterio intrínseco que nos perm itiera cri­
bar — por carecer de significado o estar mal formadas— aquellas
oraciones que conducen a paradojas. Ciertamente (1) es el para­
digma de una afirm ación común que contiene la noción de falsedad;
justam ente este tipo de afirm aciones caracterizaron nuestro reciente
debate político. Sin embargo, ningún rasgo sintáctico o semántico de
(1) garantiza que no sea paradójica. Bajo los supuestos del párrafo
anterior (1) conduce a una paradoja’. Que se den o no dichos supues­
tos depende de los hechos em píricos sobre las afirm aciones de Ni­
xon (y del otro) y no de algo intrínseco a la sintaxis y a la semántica
de (1). (Aun los expertos más sutiles pueden ser incapaces de evitar
proferencias que conducen a paradojas. Se cuenta que Russell pre­
guntó en una ocasión a Moore si siem pre decía la verdad y que con­
sideró la respuesta negativa de M oore como la única falsedad em i­
tida por Moore. No hay duda de que nadie ha tenido un olfato más
fino para las paradojas que Russell. Sin embargo, es obvio que no se
percató de que si, como él pensaba, todas las otras proferencias de
M oore eran verdaderas, la respuesta negativa de M oore no sólo era
falsa, sino paradójica4.) La moraleja: una teoría adecuada debe per-

3 Tanto N ix o n como J u a n pueden haber hecho sus proferencias respectivas sin


darse cuenta de que lo s hechos empíricos los hacen paradójicos.
1 Conforme a la manera ordinaria de entender esto (en tanto que opuesta a las
convenciones de quienes enuncian paradojas del tipo del Mentiroso) el problema ra­
dica en la sinceridad de las proferencias de Moore y no en su verdad. Probablemente
también podrían derivarse las paradojas bajo esta interpretación.
mitir que sean riesgosos nuestros enunciados que contienen la no­
ción de verdad; corren el riesgo de ser paradójicos si los hechos em ­
píricos son extremadamente (e inesperadamente) desfavorables. No
puede haber ninguna «criba» sintáctica o sem ántica que deseche los
casos «malos» y conserve los casos «buenos».
En lo anterior me he concentrado en versiones de la paradoja que
usan propiedades empíricas de las oraciones, tales como el ser profe­
ridas por ciertas personas particulares. Gódel mostró esencialmente
que dichas propiedades son dispensables en favor de propiedades pu­
ramente sintácticas: mostró que, para todo predicado Q(x), podía
producirse un predicado sintáctico P(x) tal que la oración (x)(P(x) Z)
Q(x)) es el único objeto que satisface P(x) y que esto es demostrable.
Así, en un sentido, (x)(P(x) ^ Q(x)) «dice de sí misma» que satis­
face Q(x). También demostró que la sintaxis elemental puede inter­
pretarse en la teoría del número. De esta manera, Gódel puso fuera
de toda duda el asunto de la legitimidad de las oraciones autorre-
ferenciales; demostró que son tan irreprochablem ente legítimas
como la aritm ética misma. Pero los ejemplos que usan predicados
empíricos preservan su im portancia: ponen de relieve la moraleja
acerca del carácter riesgoso al que apunté antes.
Una forma más simple, y más directa, de autorreferencia usa los
demostrativos o los nombres propios: Sea «Jack» un nombre de la
oración «Jack es breve» y tenemos una oración que dice de sí misma
que es breve. No veo que haya nada incorrecto en la autorreferencia
«directa» de este tipo. Si «Jack» no había sido introducido previa­
mente como un nombre en el lenguaje5, ¿por qué no hemos de po­
derlo introducir como un nombre de cualquier entidad que nos
plazca? En particular, ¿por qué no puede ser el nombre de la secuen­
cia finita (no interpretada) de signos «Jack es breve»? (¿Se perm iti­
ría llamar a esta secuencia de signos «Harry», pero no «Jack»? Sin
duda alguna las prohibiciones acerca de dar nombres son arbitrarias
en este caso.) No hay ningún círculo vicioso en esta m anera de pro­
ceder, ya que no tenemos que interpretar la secuencia de signos
«Jack es breve» antes de nombrarla. No obstante, si le damos el
nombre «Jack», de inmediato se convierte en significativa y verda­
dera. (Nótese que estoy hablando de oraciones autorreferenciales, no
de proposiciones autorreferenciales6.)

5 Asumimos que «es breve» está ya en el lenguaje.


‘ No es obviamente posible aplicar esta técnica para obtener proposiciones «direc­
tamente» autorreferenciales.
En una versión m ás extensa, apuntalaría la conclusión anterior
no sólo m ediante una formulación filosófica más detallada, sino
también mediante una demostración m atem ática de que la clase sen­
cilla de autorreferencia ejem plificada mediante el caso de «Jack es
breve» podría de hecho usarse para probar el teorema m ism o de in-
completud de Godel (y también el teorem a de Godel y Tarski sobre
la indefinibiIidad de la verdad). Tal presentación de la prueba del teo­
rema de Godel podría ser más perspicua para el principiante que la
prueba usual. También despeja la impresión de que Godel estaba for­
zado a reem plazar la autorreferencia directa por otro artificio más
circunlocutorio. Tengo que om itir el argumento en este esbozo
Desde hace mucho tiempo se ha reconocido que parte del pro­
blema intuitivo que tenemos con oraciones del tipo del Mentiroso
también se encuentra en oraciones como:

(3) (3) es verdadera

las cuales, aunque no son paradójicas, tampoco dan lugar a condicio­


nes de verdad determinadas. Entre los ejem plos más com plicados se
encuentran, por ejemplo, el de un par de oraciones cada una de las
cuales dice de la otra que es verdadera y el de una secuencia infinita
de oraciones P_ en donde P. dice que P.+1 es verdadera. En general, si
una oración como ( 1) afirm a que (todas, la mayoría de, algunas de,
etcétera) las oraciones de cierta clase C son verdaderas, su valor de
verdad puede evaluarse si el valor de verdad de las oraciones de la
clase C puede evaluarse. Si algunas de estas oraciones contienen la
noción de verdad, su valor de verdad debe a su vez evaluarse consi­
derando otras oraciones y así sucesivamente. Si este proceso finaliza
en último térm ino en oraciones que no contienen el concepto de ver­
dad, de manera que el valor de verdad del enunciado original puede
establecerse, decimos que la oración original es fundada [grounded]\
de otra manera será infundada [ungrounded] s. Como lo indica el
ejemplo ( 1), el que una oración sea, o no, fundada, no es en general

; Hay varias maneras de hacer esto, usando una numeración de Godel no estándar
en la que los enunciados pueden contener numerales que designan sus propios núme­
ros de Godel, o usando una numeración de Godel estándar añadiendo además constan­
tes del tipo de «Jack».
* Si una oración afirma, por ejemplo, que todas las oraciones de la clase C son
verdaderas, dejaremos que sea falsa y fundada si hay una oración en C que sea falsa,
sin importarnos si son fundadas las otras oraciones en C.
una propiedad intrínseca (sintáctica o semántica) de la oración, sino
que generalm ente depende de los hechos empíricos. Hacemos profe-
rencias con la esperanza de que resulten fundadas. Las oraciones
como (3), aunque no son paradójicas, son infundadas. Lo anterior es
un tosco bosquejo de la noción común de fundamentación y no pre­
tende sum inistrar una definición formal: el hecho de que pueda su­
ministrar una definición formal será una de las virtudes principales
de la teoría formal sugerida en lo que sigue9.

II. PROPUESTAS ANTERIORES

Hasta el momento, el único enfoque de las paradojas semánticas


que se ha elaborado con algún detalle, es el que llamaré «el enfoque
ortodoxo» que conduce a la célebre jerarquía de lenguajes de Tarski
Sea L() un lenguaje formal construido mediante las operaciones co­
munes del cálculo de predicados de prim er orden a partir de un
elenco de predicados primitivos (completamente definidos) y ade­

* La fundamentación [groundedness] parccc haber sido explícitamente introdu­


cida, con ese nombre, en la literatura filosófica en el artículo de Hans Hertzberger,
«Paradoxes o f Grounding in Semantics», The Journal o f Philosophy, XVII, 6, marzo
26 de 1970, pp. 145-167. El artículo de Hertzberger se basa en un trabajo no publi­
cado sobre un enfoque de las paradojas semánticas desde el punto de vista de la «fun­
damentación» [«grotmdedness» approach] elaborado conjuntamente con Jerrold J.
Katz. En semántica, la noción intuitiva de «estar fundado» formaba parte del folklore
del asunto ciertamente desde mucho antes. Hasta donde yo sé, el presente trabajo pro­
porciona la primera definición rigurosa.
10 Entiendo por «enfoque ortodoxo» cualquier enfoque que trabaje dentro de la teo­
ría de la cuantificación clásica y exija que todos los predicados sean totalmente defini­
dos sobre el recorrido de las variables. Varios escritores hablan como si la «jerarquía
de lenguajes», o el enfoque tarskiano, le prohibiera a uno formar, por ejemplo, len­
guajes con cierto tipo de autorreferencia, o lenguajes que contienen sus propios predi­
cados de verdad. De acuerdo a mi interpretación, no hay ninguna prohibición; hay so­
lamente teoremas sobre lo que se puede y no se puede hacer dentro del marco de la
teoría clásica ordinaria de la cuantificación. Así Gódel demostró que un lenguaje clá­
sico puede hablar de su propia sintaxis; usando definiciones restringidas de la verdad
y otros artificios, dicho lenguaje puede decir muchas cosas sobre su propia semántica.
Por otro lado, Tarski probó que un lenguaje clásico no puede contener su propio predi­
cado de verdad y que un lenguaje de un orden superior puede definir un predicado de
verdad para un lenguaje de orden inferior. Nada de esto surgió a partir de ningunas
restricciones apriorí sobre la autorreferencia distintas de aquellas que se derivan de la
restricción para un lenguaje clásico en el que todos los predicados están totalmente
definidos.
cuado para discutir su propia sintaxis (usando tal vez la aritnietiza-
ción). (Omito una caracterización exacta.) Un lenguaje así, no puede
contener su propio predicado de verdad (en realidad, de satisfacción)
T^x) para L(). (De hecho, Tarski muestra cómo definir dicho predi­
cado en un lenguaje de orden superior.) El proceso puede repetirse,
conduciendo a una secuencia L0, L (, Ly, L , , ... de lenguajes, cada uno
de los cuales con su predicado de verdad para el anterior.
Los filósofos han tenido suspicacias con respecto al enfoque or­
todoxo en tanto que análisis de nuestras intuiciones. Sin lugar a du­
das nuestro lenguaje contiene una sola palabra «verdad», y no una
secuencia de expresiones distintas «verdad^», la cual se aplica a ora­
ciones de niveles más y más altos. Un defensor de la posición orto­
doxa puede responder en contra de esta objeción (en el caso de que
no m ande a volar de una vez por todas al lenguaje natural, como
Tarski se inclinaba a hacerlo) que la noción ordinaria de verdad es
sistem áticam ente ambigua: su «nivel» en una figuración particular
se determ ina por el contexto de la profcrcncia y por las intenciones
del que habla. La noción de predicados de verdad que difieren, cada
uno de ellos con su propio nivel, parece corresponder a la idea intui­
tiva siguiente, implícita en la discusión anterior sobre el «ser fun­
dado»; Primeramente hacemos varias proferencias, tales como «la
nieve es blanca», que no contienen la noción de verdad. Luego, les
atribuim os a dichas proferencias el predicado «verdadero,». («Verda­
dero!» significa — toscamente— «es un enunciado verdadero que no
contiene en sí mismo la noción de verdad u otras semejantes».) Po­
demos entonces form ar el predicado «verdadero,» que se aplica a
oraciones que contienen «verdadero!» y así sucesivamente. Podemos
asum ir que en cada ocasión de una preferencia, cuando un hablante
usa la palabra «verdadero», le agrega un subíndice implícito que va
creciendo a medida que, al reflexionar más y más, accede a niveles
cada vez m ás altos en su propia jerarquía de T arski".

" El artículo de Charles Parsons «The Liar Paradox», Journal o f Philosophical


Logic, III, 4, octubre de 1974, pp. 380-412, puede tomarse tal vez corno si proporcio­
nara un argumento similar al que se esboza en este párrafo. Sin embargo puede consi­
derarse que una gran parte de su artículo queda confirmada, y no refutada, por el pre­
sente enfoque. Véase en particular su nota 19 en la que expresa su esperanza de que
haya una teoría que evite los subíndices explícitos. El punto fijo mínimo (véase la
Sección III más adelante) evita los subíndices explícitos, pero tiene, no obstante, una
noción de nivel; en este respecto, puede compararse con la teoría estándar de los con­
juntos como opuesta a la teoría de los tipos. El hecho de que los niveles no sean in-
Desafortunadam ente esta forma de ver las cosas parece infiel a
los hechos. Si alguien hace una preferencia como (1), no agrega un
subíndice, ni explícito ni implícito, a su preferencia de «falso» que
determ ine el «nivel de lenguaje» en el que habla. Un subíndice im­
plícito no causaría ningún problema si estuviésem os seguros del «ni­
vel» de las preferencias de Nixon', podríamos entonces abarcarlos a
todos, en la preferencia de ( 1 ) o incluso en la del más fuerte

(4) Todas las proferencias de Nixon sobre Watergate son falsas,

escogiendo simplemente un subíndice más alto que el de cualquier


nivel contenido en los proferencias de Nixon sobre Watergate. G ene­
ralmente, sin embargo, un hablante no tiene ninguna manera de co­
nocer los «niveles» de las proferencias relevantes de Nixon. Así,
pues, Nixon pudo haber dicho «Dean es un mentiroso» o «Haldman
dijo la verdad cuando dijo que Dean mintió», etcétera, y los «nive­
les» de éstos pueden aun depender de los niveles de las proferencias
de Dean y así sucesivamente. Si se obliga al hablante a asignarle de
antemano un «nivel» a (4) [o a la palabra «falso» en (4)], puede estar
inseguro acerca de qué tan alto haya de ser el nivel; si, por ignorar el
«nivel» de las proferencias de Nixon, escoge un nivel demasiado
bajo, su preferencia de (4) falla en su propósito. La idea de que un
enunciado como (4) debiera tener un «nivel», en sus usos normales,
es convincente intuitivamente. Es, sin embargo, igualmente obvio in­
tuitivamente que el «nivel» de (4) no debe de depender solamente de
la forma de (4) (como sería el caso si se les asignaran subíndices ex­
plícitos a «falso», o tal vez a «preferencias»); el hablante tampoco
debe asignarlo por adelantado, sino que más bien su nivel debe de­
pender de los hechos empíricos relativos a lo que Nixon ha profe­
rido. M ientras más altos sean los «niveles» de Nixon, más alto será
el «nivel» de (4). Esto significa que, en algún sentido, se debe per-

trínsecos a las oraciones, es peculiar a la presente teoria y es algo adicional a la ausen­


cia de la subindicación explícita.
La asignación de niveles intrínsecos ortodoxa garantiza liberarse del «carácter
arriesgado» en el sentido explicado anteriormente en la Sección I. Con respecto a (4)
y (5) niás adelante, la mera asignación de niveles intrínsecos, que eliminaría su carác­
ter riesgoso, también les impediría «buscar sus propios niveles» (véanse pp. 14-15). Si
queremos permitir que las oraciones busquen sus propios niveles, parece obvio que
también tenemos que permitir oraciones riesgosas. En ese caso, tenemos que conside­
rar que las oraciones tratan de expresar proposiciones y tenemos que permitir vacíos
de valores de verdad. Véase la Sección III más adelante.
niitir que un enunciado encuentre su propio nivel, lo suficientemente
alto como para que diga lo que se propone decir. No debe tener un
nivel intrínseco fijado de antemano, corno en la jerarquía de Tarski.
Hay otra situación que resulta aún más difícil de acom odar den­
tro de los confines del enfoque ortodoxo. Supongamos que Dean
afirm a (4) en tanto que Nixon por su parte afirma:

(5) Todo lo que dice Dean sobre Watergatc es falso.

Al afirm ar Dean la oración om níabarcante (4) desea incluir en su


alcance la afirm ación (5) (como una de las afirm aciones de Nixon
sobre Watergate de las que dice que son falsas); Nixon, por su parte,
al afirm ar (5) quiere hacer lo mismo con la afirm ación (4) de Dean.
Ahora bien, en cualquier teoría que pretenda asignar «niveles» in­
trínsecos a tales enunciados, de manera que un enunciado de deter­
minado nivel sólo pueda hablar de la verdad o falsedad de los enun­
ciados de niveles inferiores, es claram ente imposible que ambas
afirm aciones tengan éxito: si los dos enunciados están en el mismo
nivel, ninguno de los dos puede hablar sobre la verdad o la falsedad
del otro, mientras que si no están en el mismo nivel, el que está en
un nivel más alto puede hablar del de nivel inferior, pero no a la in­
versa. Sin embargo, intuitivamente, podem os con frecuencia asignar
valores de verdad no ambiguos a (4) y a (5). Supongamos que Dean
hizo al menos un enunciado verdadero sobre Watergate [distinto de
(4)]. Entonces, independientemente de cualquier evaluación de (4),
podemos decidir que el (5) de Nixon es falso. Si todas las otras afir­
maciones de Nixon sobre Watergatc también son falsas, la afirm a­
ción (4) de Dean es verdadera; si alguna de ellas es verdadera, (4) es
falsa. Nótese que en el último caso, podríam os haber juzgado que (4)
es falsa sin evaluar (5), en tanto que en el prim er caso la evaluación
de (4) como verdadera dependía de la evaluación previa de (5) como
falsa. Bajo otro conjunto diferente de supuestos em píricos sobre la
veracidad de Nixon y Dean, (5) hubiera sido verdadera [y su evalua­
ción como verdadera dependería de una evaluación previa de (4)
como falsa]. Me parece difícil acom odar estas intuiciones dentro de
los confines del enfoque ortodoxo.
Algunos otros defectos del enfoque ortodoxo resultan más difíci­
les de explicar en un esbozo breve, aunque han constituido una parte
sustancial de mi investigación. Un problema es el de los niveles
transfinitos. Es fácil afirm ar dentro de los confines del enfoque orto­
doxo:
(6) La nieve es blanca

y afirm ar que (6) es verdadera, que «(6) es verdadera» es verdadera,


que «“ (6) es verdadera” es verdadera» es verdadera, y así sucesiva­
mente; a las distintas figuraciones con la secuencia de «es verda­
dera» se les asignan subíndices cada vez mayores. Es algo mucho
más difícil afirm ar que todos los enunciados en la secuencia que
acabamos de describir son verdaderos. Para hacer esto, necesitamos
un m etalenguaje de nivel transfinito, por encima de todos los lengua­
jes de nivel finito. Para mi sorpresa, he descubierto que el problema
de definir los lenguajes de nivel transfinito presenta dificultades téc­
nicas sustanciales que nunca han sido seriamente investigadas '2.
(Hilary Putnam y sus discípulos esencialm ente investigaron el
problema — descrito de diferente m anera y con una motivación m a­
temática en apariencia completam ente diferente— para el caso espe­
cial en el que empezamos en el nivel más bajo con el lenguaje de la
teoría elemental del número.) He obtenido algunos resultados positi­
vos sobre el problema, así como algunos resultados negativos; no
puedo detallarlos aquí. Pero dado el estado que presenta actualmente
la literatura sobre el tema debería decirse que si la «teoría de los ni­
veles de lenguaje» ha de incluir una explicación de los niveles trans-
finitos, entonces uno de los principales defectos de la teoría es sim ­
plemente su inexistencia. Podemos decir que la literatura existente
define «la jerarquía de lenguajes de Tarski» sólo para los niveles fi­
nitos, lo cual difícilmente puede considerarse adecuado. Mi propio
trabajo incluye una ampliación de la teoría ortodoxa a los niveles
transfintos, pero aún está incompleto. La falta de espacio no sólo me
impide describir el trabajo, sino también me impide m encionar las
dificultades matemáticas que convierten al problema en algo sum a­
mente no trivial.
Podemos sólo m encionar algunos otros problemas. Fue para mí
una sorpresa que el enfoque ortodoxo no garantice en absoluto de
manera obvia la fundamentación [groundednes] en el sentido intui­
tivo antes mencionado. El concepto de verdad para los enunciados
m atemáticos Z, es él mismo X, y este hecho puede ser usado para

l! El problema de los niveles transfinitos tal vez no es tan difícil de resolver de


manera canónica en el nivel w, pero se vuelve cada vez más agudo en los niveles ordi­
nales superiores.
construir enunciados de la forma de (3). Aun cuando estén en cues­
tión las definiciones irrestrictas de verdad, los teorem as estándar nos
permiten fácilmente construir una cadena descendente de lenguajes
de prim er orden L0, L,, L„ tal que L. contiene un predicado de
verdad para L. No sé si dicha cadena pueda engendrar oraciones
infundadas, ni siquiera sé bien cómo formular aquí el problema; al­
gunas cuestiones técnicas sustanciales en esta área tienen todavía
que resolverse.
Casi toda la literatura reciente que busca alternativas al enfoque
ortodoxo — m encionaré especialm ente los escritos de Bas van Fra-
assen y Robcrt L. M artin— 13 está de acuerdo en una sola idea bá­
sica: habrá de haber solamente un predicado de verdad, aplicable a
oraciones que contienen el predicado mismo; no obstante, la para­
doja ha de evitarse al perm itir vacíos de valores de verdad y al de­
clarar que las oraciones paradójicas en particular padecen de sem e­
jante vacío. Me parece que estos escritos sufren a veces de un
defecto m enor y casi siem pre de un defecto mayor. El defecto m e­
nor es que algunos de ellos critican una versión caricaturizada del
enfoque ortodoxo, no el enfoque genuino M. El defecto mayor es que
casi invariablemente estos escritos son meras sugerencias y no teo­

13 Véase Martin (cd.), The Paradox o f the Liar, New Haven, Yale, 1970, así como
las referencias ahí mencionadas.
14 Véase la nota 9 anterior. Martin, por ejemplo, en su trabajo «Toward a Solution
to the Liar Paradox», Philosophical Review, LXXXVI, 3, julio de 1967, pp. 279-311 y
«On Grelling’s Paradox», ibid. LXXVII, 3, julio de 1968, pp. 325-331, atribuye a «la
teoría de los niveles de lenguaje» todo tipo de restricciones sobre la autorreferencia
las cuales deben considerarse simplemente como refutadas, incluso para los lenguajes
clásicos, por el trabajo de Godel. Quizá hay o haya habido algunos teóricos que creye­
ran que todo lo que se dice de un lenguaje debe tener lugar en un metalenguaje dis­
tinto. Esto importa poco; el asunto principal es: ¿qué construcciones pueden llevarse a
cabo dentro de un lenguaje clásico y qué construcciones requieren vacíos de valores
de verdad? Casi todos los casos de autorreferencia mencionados por Martin pueden
llevarse a cabo por los métodos ortodoxos gódelianos, sin necesidad de invocar predi­
cados parcialmente definidos ni vacíos de valores de verdad. En la nota 5 de su se­
gundo artículo, Martin se percata de la demostración de üódel de que los lenguajes
suficientemente ricos contienen su propia sintaxis, pero parece no darse cuenta de que
ese trabajo convierte en irrelevante la mayor parte de su polémica contra los «niveles
de lenguaje».
En el otro extremo, algunos autores aún parecen pensar que es útil para el trata­
miento de las paradojas semánticas algún tipo de prohibición general sobre la autorre­
ferencia. En el caso de las oraciones autorreferenciales me parece que ésta es una po­
sición sin esperanzas.
rías germinas. Casi nunca hay una formulación sem ántica precisa de
un lenguaje que sea por lo menos lo suficientem ente rico como para
hablar de su propia sintaxis elemental (ya sea directam ente o m e­
diante la aritm etización) y contener su propio predicado de verdad.
Sólo en el caso en que dicho lenguaje fuese form ulado con preci­
sión formal podría decirse que se ha presentado una teoría de las
paradojas semánticas. Idealmente, una teoría debería mostrar que la
técnica puede aplicarse a lenguajes arbitrariam ente ricos sin im por­
tar cuáles sean sus otros predicados «ordinarios» distintos a la ver­
dad. Hay un sentido más en el que el enfoque ortodoxo sum inistra
una teoría, en tanto que la literatura reciente sobre el tema no lo
hace. Tarski muestra cómo puede proporcionar una definición m ate­
mática de verdad — para un lenguaje clásico de prim er orden cuyos
cuantificadores tienen com o recorrido un conjunto— usando los
predicados del lenguaje objeto además de la teoría de los conjuntos
(lógica de orden superior). La literatura alternativa abandona el ob­
jetivo de dar una definición m atem ática de verdad y se contenta con
tom ar la verdad com o un prim itivo intuitivo. Un solo artículo que
he leído dentro del género «vacíos de verdad» — un trabajo reciente
de M artin y Peter W oodruff— 15 podría considerarse como un inicio
de intento de satisfacer cualquiera de estos desiderata para una teo­
ría. Sin embargo, la influencia de esta literatura sobre mi propia
propuesta resultará o b v ia16.

15 En la terminología del presente artículo, el artículo de Martín y Woodruff


prueba la existencia de puntos fijos máximos (no el punto fijo mínimo) dentro del
contexto del enfoque trivalente débil. No desarrolla la teoría mucho más allá. Creo
que el artículo no ha sido todavía publicado, pero será incluido en un volumen de pró­
xima aparición dedicado a Yehoshua Bar-Hillel. Aunque anticipa parcialmente el enfo­
que aquí presentado, no era de mi conocimiento cuando realicé este trabajo.
16 De hecho tenía yo conocimiento de relativamente poca literatura sobre este
tema cuando inicié el trabajo sobre el enfoque aquí presentado. Incluso ahora desco­
nozco buena parte de esa literatura, de manera que es difícil trazar las conexiones. El
trabajo de Martin parece ser el más cercano al presente enfoque en lo que respecta a
sus consecuencias formales, no así en lo que respecta a sus bases filosóficas.
Hay también una literatura considerable sobre enfoques trivalentes o similares de
las paradojas de la teoría de los conjuntos; aunque la desconozco en detalle parece es­
tar estrechamente relacionada con el presente enfoque. Debería mencionar a Gilmorc,
Fitch y Feferman.
III. LA PRESENTE PROPUESTA

No considero que ninguna propuesta, incluyendo la que he de


presentar aquí, sea definitiva en el sentido de sum inistrar la interpre­
tación del uso ordinario de «verdadero», o de dar la solución a las
paradojas semánticas. Por el contrario, por ahora no he pensado a
fondo en una justificación filosófica detallada de la propuesta, ni es­
toy seguro de cuáles son las áreas exactas y las limitaciones de su
apiicabilidad. Espero que el modelo aquí suministrado tenga dos vir­
tudes: prim era, que proporcione un área rica en propiedades m ate­
máticas y relativas a la estructura formal; segunda, que estas propie­
dades recojan en buena medida algunas intuiciones importantes. Así,
pues, el m odelo ha de ser puesto a prueba por su fertilidad técnica.
No tiene que recoger todas las intuiciones, pero se espera que recoja
m uchas de ellas.
Siguiendo la literatura m encionada anteriormente, propongo in­
vestigar los lenguajes que permiten vacíos de verdad. A la manera de
Straw sonl7, podem os considerar una oración como un intento de ha­
cer un enunciado, expresar una proposición, o cosas similares. La
significatividad de una oración o el carácter de estar bien formada,
radica en el hecho de que hay circunstancias especificables bajo las
que tiene condiciones de verdad determ inadas (bajo las que expresa
una proposición), no en el hecho de que siempre exprese una propo­
sición. Una oración como (I) es siempre significativa, pero bajo dis­
tintas circunstancias puede no «hacer un enunciado» o no «expresar
una proposición». (No trato aquí de ser totalmente preciso filosófi­
camente.)
Para desarrollar cabalmente estas ideas, necesitamos un esquema
semántico que nos permita m anejar predicados que puedan estar sólo
parcialmente definidos. Dado un dominio no vacío D, un predicado
monádico P(x) se interpreta mediante un par (S„ S2) de conjuntos
disyuntas de D. S, es la extensión de P(x) y S2 es su antiextensión.
P(x) ha de ser verdadero de los objetos en S„ falso de aquéllos en S,,

17 Interpreto a Strawson como si sostuviera que «el actual rey de Francia es calvo»
no logra constituir un enunciado pero que, sin embargo, es significativa, pues da las
direcciones (condiciones) para hacer un enunciado. Aplico esta idea a las oraciones
paradójicas sin comprometerme con respecto a su alegato original de las descripcio­
nes. Debería aclarar que la doctrina de Strawson es un tanto ambigua y que lie elegido
una de las interpretaciones preferidas, la cual, creo yo, también es la preferida por
Strawson hoy en día.
de otra manera será indefinido. La generalización de esto para predi­
cados n-ádicos es obvia.
Un esquema apropiado para manejar las conectivas es la lógica
trivalente fuerte de Klcene. Supongamos que ~,P es verdadera (falsa)
si P es falsa (verdadera) y que es indefinida si P es indefinida. Una
disyunción es verdadera si al menos uno de los disyuntas es verda­
dero, sin im portar si el otro de los disyuntos es verdadero, falso o in­
definido IS; es falsa si ambos disyuntos son falsos, de otra manera es
indefinida. Las otras funciones de verdad pueden definirse en térm i­
nos de la disyunción y de la negación de la m anera usual. (En par­
ticular, entonces, una conjunción será verdadera cuando los dos con­
juntos son verdaderos, falsa si al menos un conjunto es falso; de otra
manera será indefinida.) (3x)A(x) es verdadera si A(x) es verdadera
para alguna asignación de un elemento de D a x; falsa si A(x) es
falsa para todas las asignaciones a x, de otra m anera será indefinida.
(x)A(x) puede definirse como ~X3x) ~A(x). Es, por lo tanto, verda­
dera si A(x) es verdadera para todas las asignaciones a x, falsa si
A(x) es falsa para por lo menos una de dichas asignaciones, de otra
manera es indefinida. Podríamos convertir lo anterior en una defini­
ción formal más precisa de la satisfacción, pero no nos tom aremos
esa molestia ■

'* Así, la disyunción de «la nieve es blanca» con una oración del tipo del Menti­
roso será verdadera. Si hubiésemos considerado que una oración del tipo del Menti­
roso carece de significado, presumiblemente hubiéramos tenido que considerar que
cualquier oración compuesta que la contuviera carecería también de significado.
'* Las reglas de evaluación son las de S. C. Kleenc en su Introduction lo Meta-
malhematics, Nueva York, Van Nostrand, 1952, Sección 64, pp. 332-340. La noción
de Kleenc de tablas regulares es equivalente (para la clase de evaluaciones que él con­
sidera) a nuestra exigencia de la monotonicidad de N más adelante.
Me ha sorprendido mucho oír que el uso que hago de la evaluación de Klcene se
compara ocasionalmente con la propuesta de quienes están en favor de abandonar la
lógica estándar «para la mecánica clásica» o de postular valores de verdad extra, es
decir, además de la verdad y la falsedad, etcétera. Esta reacción me sorprende a mí
tanto como presumiblemente sorprendería a Kleene quien intentó escribir (como lo
hago yo aquí) un trabajo de resultados matemáticos estándar susceptible de ser pro­
bado en la matemática convencional. «Indefinido» no es un valor de verdad extra, de
la misma manera que — en el libro de Kleene— no es un número extra cu la sección
63. Tampoco debería decirse que «la lógica clásica» no vale en general, ni que (en
Kleene) el uso de funciones parcialmente definidas invalida la ley de la conmutativi-
dad para la adición. Si algunas oraciones expresan proposiciones, cualquier función
de verdad tautológica de ellas expresa una proposición verdadera. Obviamente las fór­
mulas que tienen componentes que no expresan proposiciones, incluso aquellas con
forma de tautologías, pueden tener,funciones de verdad que tampoco expresan propo-
Queremos apresar una intuición que de alguna manera es del si­
guiente tipo: Supóngase que estamos explicando la palabra «verda­
dero» a una persona que todavía no la entiende. Podemos decir que
tenemos derecho a afirm ar (o negar) con respecto a una oración que
es verdadera precisam ente cuando las circunstancias son tales que
podem os afirm ar (o negar) la oración misma. Nuestro interlocutor
puede entonces entender lo que significa, por ejemplo, atribuir la
verdad a (6) («la nieve es blanca»), pero puede aun sentirse descon­
certado con respecto a las atribuciones de verdad a aquellas oracio­
nes que contienen la palabra misma «verdadero». Dado que inicial­
mente no entendió estas oraciones, carecería igualmente de valor
explicativo, inicialmente, explicarle que llamar a esas oraciones
«verdaderas» («falsas») equivale a afirm ar (negar) la oración misma.
Sin embargo, la noción de verdad, como una noción que se aplica
incluso a varias oraciones que contienen en sí mismas la palabra
«verdadero», puede irse aclarando gradualm ente a medida que refle­
xionamos más. Supongamos que consideram os la oración

(7) Alguna oración impresa en el New York Daily News del 7 de


octubre de 1971, es verdadera.

(7) es un ejem plo típico de una oración que comprende el concepto


mismo de verdad, de manera que, si (7) no es clara, tampoco lo será

(8) (7) es verdadera.

Sin embargo, si el sujeto en cuestión está dispuesto a afirm ar «la


nieve es blanca», estará dispuesto a afirm ar de conform idad con las
reglas «(6) es verdadera». Pero supongamos que entre las afirm acio­
nes impresas en el New York Daily News del 7 de octubre de 1971 se
encuentra (6) misma. Dado que nuestro sujeto está dispuesto a afir­
mar «(6) es verdadera» y a afirm ar también «(6) está impresa en el
New York Daily News del 7 de octubre de 1971», deducirá (7) me-

siciones. (Esto sucede bajo la evaluación de Kleene pero no en la de van Fraascn.) Las
meras convenciones para manejar los términos que no designan números no deberían
de ser llamadas cambios en la aritmética; las convenciones para manejar las oraciones
que no expresan proposiciones no son, en ningún sentido filosóficamente importante,
«cambios en la lógica». La expresión «lógica trivalente», ocasionalmente usada aquí
no debiera dar lugar a confusiones. Todas nuestras consideraciones pueden formali­
zarse en un metalenguaje clásico.
diante una generalización existencial. Una vez que esté dispuesto a
afirm ar (7), también estará dispuesto a afirm ar (8). De este modo, el
sujeto será capaz eventual mente de atribuir la verdad a más y más
enunciados que contienen la noción m isma de verdad. No hay nin­
guna razón para suponer que todos los enunciados que contienen
«verdadero» habrán de decidirse de esta manera, pero la mayor parte
se decidirán. De hecho, nuestra sugerencia es que las oraciones «fun­
dadas» pueden caracterizarse como aquellas que eventualmente lle­
gan a tener un valor de verdad en este proceso.
Por supuesto, una oración típicamente infundada como (3) no reci­
birá ningún valor de verdad en el proceso que acabamos de esbozar. En
particular, nunca será llamada «verdadera». Pero el sujeto no puede ex­
presar este hecho diciendo «(3) no es verdadera». Dicha afirmación en­
traría directamente en conflicto con la estipulación según la cual se
debe negar que una oración es verdadera precisamente en las circuns­
tancias en las que uno negaría la oración misma. Al imponer esta esti­
pulación hemos hecho una elección deliberada (véase más adelante).
Veamos cómo podemos dar a estas ideas una expresión formal.
Sea L un lenguaje de prim er orden del tipo clásico, interpretado, con
una lista finita (o incluso denumerable) de predicados primitivos. Se
asume que las variables recorren un dominio no vacío D y que los
predicados primitivos n-arios se interpretan mediante relaciones
n-arias (totalmente definidas) sobre D. La interpretación de los pre­
dicados de L se mantiene fija a lo largo de la discusión siguiente.
Asumamos también que el lenguaje L es lo suficientemente rico
como para poder expresar en L la sintaxis de L (digamos, mediante
la aritmetización) y que algún esquema de codificación [coding
scheme] codifica secuencias finitas de elementos de D en {irito] ele­
mentos de D. No tratamos de presentar rigurosamente estas ideas; la
noción de estructura «aceptable» de Y. N. Moschovakis lo h a ría 20.
Debo enfatizar que una buena parte de lo que haremos a continua­
ción puede obtenerse cuando consideram os hipótesis mucho más dé­
biles sobre L 21.

M Elemeníary ¡ntroduction on Abstract Structures, Amsterdam, North Holland,


1974. La noción de estructura aceptable se desarrolla en el capítulo 5.
Jl Es innecesario suponer, como lo hicimos por mor de simplicidad, que todos los
predicados en L están totalmente definidos. La hipótesis de que L contiene un artifi­
cio para codificar secuencias finitas sólo es necesaria si añadimos a L la satisfacción
más que la verdad. Otras hipótesis pueden hacerse mucho más débiles para la mayor
parte del trabajo.
Supongamos que ampliamos L a un lenguaje L ñadiéndole un
predicado monádico T(x) cuya interpretación sólo necesita definirse
parcialmente. Una interpretación de T(x) se da mediante un «con­
junto parcial» (S„ S2) en donde S„ como dijimos antes, es la exten­
sión de T(x), S, es la antiextensión de T(x) y T(x) es indefinido para
entidades fuera de S, U S2. Sea % (S,, S2) la interpretación de L que
resulta de interpretar T(x) mediante el par (S,, S2), quedando como
antes los otros predicados de L 22. Sea S ’, el conjunto de (códigos de)23
las oraciones verdaderas de % (S,, S J y sea S’, el conjunto de todos
los elementos de D que o no son (códigos de) oraciones de % (S„ S,)
o son (códigos de) oraciones falsas de (S„ S2). La elección de (S„
S2) determ ina de manera única a S ’, y S ’2 . Si T(x) lia de interpretarse
como la verdad para el lenguaje mismo L que contiene al propio
T(x), obviam ente debem os tener S, = S ’, y S2 = S ’2 . [Esto signi­
fica que si A es una oración cualquiera, A satisface (o falsifica)
T(x) si y sólo si A es verdadera (falsa) conform e a las reglas de
evaluación.]
Un par (S„ S2) que satisface esta condición se llam a un punto
fijo. Para que una determinada elección de (S,, S2) interprete T(x),
establézcase que 9 ((S„ S2)) = (S ’„ S ’2). 9 es entonces una función
unitaria definida sobre todos los pares (S„ S,) de subconjuntos dis­
yuntas de D y los «puntos fijos» (S„ S2) son literalm ente los puntos
fijos de ip; es decir, son aquellos pares (S„ S2) tales que <p ((S„ S2)) =
(S ’„ S ’2). Si (S„ S2) es un punto fijo, algunas veces llamamos tam ­
bién a (S,, S2) un punto fijo. Nuestra tarea básica es probar la exis­
tencia de puntos fijos e investigar sus propiedades.
Construyamos primeramente un punto fijo. Lo haremos conside­
rando una «jerarquía de lenguajes» determinada. Comenzamos por
definir el lenguaje interpretado ,L0 como £ (A, A) en donde A es el
conjunto vacío; es decir, £ 0 es el lenguaje en el que T(x) es total­
mente indefinido. (Nunca es un punto fijo.) Para cualquier entero a ,
supongamos que hemos definido JL0 = (S,, S2). Entonces establezca-

u f . es, asi, un lenguaje con todos los predicados interpretados menos T(x). T(x)
no está interpretado. El lenguaje JL (S|t S2) y los lenguajes JLa definidos más adelante,
son lenguajes obtenidos a partir de al especificar una interpretación para T(x).
n Escribo entre paréntesis «códigos de» o «números de Godel de» en varios luga­
res para recordar al lector que la sintaxis puede representarse en L mediante la asigna­
ción de números de Godel o algún otro artificio codificador. Por descuido algunas ve­
ces omito la cualificación entre paréntesis, identificando las expresiones con sus
códigos.
mos que = L (S’„ S \) , donde, como antes, S ’, es el conjunto de
(códigos de) oraciones verdaderas de a y S \ es el conjunto de todos
los elementos de D que o no son (códigos de) oraciones de L „ o son
(códigos de) oraciones falsas de f¿u.
La jerarquía de lenguajes que acabamos de dar es análoga a la je ­
rarquía de Tarski para el enfoque ortodoxo. T(x) se interpreta en L a+i
como el predicado de verdad para Pero surge un fenómeno inte­
resante en el presente enfoque que se expondrá con detalle en los si­
guientes párrafos.
Digamos que (S '„ S',) amplía a (S„ S2) [simbólicamente, (S+„
S‘,) > (S„ S,) o (S„ S2) < (S+„ S+2)] si y sólo si S, c S1,, S, c S^2 . In­
tuitivamente esto significa que si T(x) se interpreta por ( S ,\ S*2) la
interpretación concuerda con la interpretación dada por (S„ S2) en
todos los casos en los que esta última es definida; la única diferencia
es que una interpretación por (S,+, S ‘,) puede dar lugar a que T(x) sea
definida para algunos casos en los que era indefinida cuando se in­
terpretaba por (S„ S,). Ahora, una propiedad básica de nuestras re­
glas de evaluación es la siguiente: 9 es una operación monótona (que
preserva el orden) sobre < ; esto es, si (S„ S,) < (S, %S /) , 9 ((S„ S,))
<9 ((S ,\ S2+)). En otras palabras, si (S,, S2) < (S ,\ S2') entonces cual­
quier oración que sea verdadera (o falsa) en % (S„ S2) retiene su va­
lor de verdad en % (S ,\ S2'). Lo que esto significa es que si la inter­
pretación de T(x) se am plía dándole un valor de verdad definido a
algunos casos previamente indefinidos, ningún valor de verdad pre­
viamente establecido cambiará ni sé hará indefinido; cuando mucho,
algunos valores de verdad previamente indefinidos se vuelven defi­
nidos. Esta propiedad — hablando técnicam ente la monotonicidad de
9 — es crucial para todas nuestras construcciones.
Dada la monotonicidad de 9 , podem os deducir que para cada a ,
la interpretación de T(x) en L aH amplía la interpretación de T(x) en
L q. El hecho es obvio para a = 0, dado que, en J£0, T(x) es indefinido
para toda x, cualquier interpretación de T(x) lo amplía autom ática­
mente. Si la afirm ación vale para L,) — esto es, si la interpretación de
T(x) en Lp., amplía la de T(x) en L |S— entonces cualquier oración
verdadera o falsa en Lp permanece verdadera o falsa en £ |M. Si ve­
mos las definiciones, esto dice que la interpretación de T(x) en ]¿ÍU2
amplía la interpretación de T(x) en L 1M. Memos, pues, probado por
inducción que la interpretación de T(x) en L „+1 siempre amplía la in­
terpretación de T(x) en ]¿a para toda a finita. Se sigue que el predi­
cado T(x) crece, tanto en su extensión como en su antiextensión, a
medida que a crece. A medida que a crece un mayor número de ora­
ciones llegan a ser declaradas verdaderas o falsas, pero una vez que
una oración es declarada verdadera o falsa, conservará su valor de
verdad en todos los niveles superiores.
Hasta aquí, hemos definido solam ente los niveles finitos de
nuestra jerarquía. Para a finita, sea (Sla, S2o) la interpretación de
T(x) en J£a. Tanto S lK como S2a crecen (como conjuntos) a medida
que a crece. Hay entonces una manera obvia de definir el prim er ni­
vel «transfinito», llamémosle «]¿ ro». Defínase simplemente }Lm =
(S|,c¡> S2n) en donde S lra es la unión de todos los S lo, para a finita y
S2B, similarmente, es la unión de S2ít, para a finita. Dado pode­
mos entonces definir %atl, ¥-m}, etcétera, de la misma manera
como lo hicimos para los niveles finitos. Cuando volvemos a llegar a
un nivel «límite», tom am os una unión com o lo hicimos antes.
Formalmente, definim os los lenguajes %a para cada ordinal a . Si
a es un ordinal sucesor ( a = +1), sea JZa = J£ (S,„, S , J en donde
S la es el conjunto de (códigos de) oraciones verdaderas de y S2a
es el conjunto consistente en todos los elementos de D que o son
(códigos de) oraciones falsas de o no son (códigos de) oraciones
de JK. Si X es un ordinal límite, = (S u , S2Í ) en donde S u = Uw>.
S, p, S2, = U|¡(). S2|). Así, en los niveles «sucesores» tomamos el predi­
cado de verdad sobre el nivel previo y en los niveles límite (transfi-
nitos) tomamos la unión de todas las oraciones declaradas verdade­
ras o falsas en niveles anteriores. Aun cuando incluyamos los niveles
transfinitos, sigue siendo verdadero que la extensión y la antiexten­
sión de T(x) crecen al crecer a.
Hay que notar que «crece» no significa «crece estrictamente»;
hemos afirm ado que S¡„ £ Sia+1 (i= l, 2), lo cual perm ite que sean
iguales. ¿Continúa el proceso indefinidam ente con cada vez más
oraciones que se declaran verdaderas o falsas, o llega el momento en
el que el proceso se para? Es decir, ¿hay un nivel ordinal c para el
cual S10 = S I<J+I y S2o= S2o+l de m anera que ningún «nuevo» enun­
ciado se declare verdadero o falso en el siguiente nivel? La respuesta
debe ser afirmativa. Las oraciones de JL forman un conjunto. Si a
cada nivel se decidieran nuevas oraciones de JL, eventualmente ago­
taríamos L en algún nivel y ya no seríamos capaces de decidir nin­
guna más. Esto puede fácilmente convertirse en una prueba formal
(la técnica es elemental y bien conocida por los lógicos) de que hay
un nivel ordinal a tal que (S1o, S2(J) = (Sl0+I, S2ot|). Pero dado que
(S ,„ „ S ,GH) = cp ((S 1o, S J ) , esto significa que (S lo, S2o) es un punto
fijo. También puede probarse que es un punto fijo «mínimo» o «me-
ñor»: cualquier punto fijo amplía (SI(J) S, J . Esto es, si una oración
se evalúa como verdadera o falsa en ¿ 0, tiene el mismo valor de ver­
dad en cualquier punto fijo.
Relacionemos con nuestras ¡deas intuitivas la construcción de un
punto fijo que acabamos de dar. En la etapa inicial (E 0), T(x) es
com pletam ente indefinido. Esto corresponde a la etapa inicial en la
que el sujeto no tiene ninguna com prensión de la noción de verdad.
Dada una caracterización de la verdad mediante las reglas de evalua­
ción de Kleene, el sujeto puede fácilmente ascender al nivel }Cr Esto
es, puede evaluar varios enunciados como verdaderos o falsos sin sa­
ber nada sobre T(x) — en particular, puede evaluar todas aquellas
oraciones que no contienen T(x)— . Una vez que ha hecho la evalua­
ción, amplía T(x), com o en JZr Entonces puede usar la nueva inter­
pretación de T(x) para evaluar más oraciones como verdaderas o fal­
sas y ascender a ¿ 2, etcétera. Eventualmente, cuando el proceso se
vuelve «saturado», el sujeto alcanza el punto fijo J ( A l ser un
punto fijo, es un lenguaje que contiene su propio predicado de
verdad.) Así, la definición formal que acabam os de dar constituye un
buen paralelo de la construcción intuitiva previamente form ulada24.
Hemos estado hablando de un lenguaje que contiene su propio
predicado de verdad. Sin embargo, sería realm ente más interesante
am pliar un lenguaje arbitrario a otro lenguaje que contenga su propio
predicado de satisfacción. Si L contiene un nombre para cada uno de
los objetos de D y se define una relación de denotación (si D es no
denumerable, esto significa que L contiene un núm ero no denumera-
ble de constantes), la noción de satisfacción se puede reem plazar de
m anera efectiva (para la mayoría de los propósitos) por la de verdad:
por ejemplo, en lugar de decir que A(x) es satisfecho por un objeto a,
podemos decir que A(x) se vuelve verdadero cuando la variable se
reem plaza por un nombre de a. Basta entonces la construcción ante­
rior. De m anera alternativa, podem os am pliar L a X añadiendo un

M Una comparación con la jerarquía de Tarski: La jerarquía de Tarski usa un


nuevo predicado de verdad en cada nivel, siempre cambia. Los niveles límite de la je ­
rarquía de Tarski, que no han sido definidos en la literatura, pero que en alguna m e­
dida han sido definidos en mi propio trabajo, son enredosos de caracterizar.
La presente jerarquía usa un solo predicado de verdad, el cual crece cada vez más
al aumentar los niveles hasta alcanzar el nivel del punto fijo mínimo. Los niveles lí­
mite se definen fácilmente. Los lenguajes en la jerarquía no son el objeto de interés
primordial, pero sí son aproximaciones cada vez mejores al lenguaje mínimo con su
propio predicado de verdad.
predicado binario de satisfacción Sat(s,x) en el que s recorre secuen­
cias finitas de elementos de D y x recorre fórmulas. Definim os una
jerarquía de lenguajes, paralela a la que construim os antes para el
caso de la verdad, que eventualmente alcanza un punto fijo — un len­
guaje que contiene su propio predicado de satisfacción— . Si L es de-
numerable pero D no lo es, la construcción con la sola verdad se cie­
rra en un ordinal contable, pero la construcción con la satisfacción
puede cerrarse en un ordinal no contable. Más adelante continuare­
mos concentrándonos, con el fin de lograr sim plicidad en la exposi­
ción, en la construcción con la verdad, pero la construcción con la
satisfacción es más básica25.
La construcción puede generalizarse de m anera que perm ita una
notación en L mayor que la de la lógica de prim er orden. Por ejem ­
plo, podríam os tener un cuantificador que significara «para un nú­
mero no contable de x», o un cuantificador del tipo de «la mayoría
de», un lenguaje con infinitas conjunciones, etcétera. Hay una m a­
nera bastante canónica de am pliar, en el estilo de Klecne, la sem án­
tica de dichos cuantificadores y conectivas de tal manera que per­
m itan vacíos de valores de verdad, pero no darem os aquí los
detalles.
Constatemos que nuestro m odelo satisface algunos de los deside-
rata m encionados en las secciones anteriores. Sin duda alguna es una
teoría en el sentido exigido: cualquier lenguaje, incluyendo los que
contienen teoría del número o sintaxis, puede ampliarse a un len­
guaje con su propio predicado de verdad y el concepto de verdad

15 Considérese el caso en el que L tiene un nombre canónico para cada elemento


de D. Podemos entonces considerar pares (A,T), (A, F), en donde A es verdadero, o
falso, respectivamente. Las reglas de Kleene corresponden a condiciones de clau­
sura sobre un conjunto de dichos pares: por ejemplo, si (A (a),F) e S para todo
nombre del elemento oí de D, póngase ((3x)A(x),F) en S; si ((A(a),T) e S, póngase
((3 x)A(x).T) en S, etcétera. Considérese el más pequeño conjunto S de pares clau­
surados bajo los análogos de las reglas de Kleene, que contiene (A,T)(o(A,F)) para
cada A atómica verdadera (o falsa) de L y clausurada conforme a las dos condiciones
siguientes: (i) si (A.T) e S, (T(k),T) e S; (ii) si (A,F) 6 S, (T(k),F) e S, en donde «k»
es una abreviatura de un nombre de A. Fácilmente se muestra que el conjunto S co­
rresponde (en el sentido obvio) al punto fijo mínimo [por tanto, está clausurado bajo
las condiciones conversas de (i) y (ii)]. Usé esta definición para mostrar que el con­
junto de verdades en el punto fijo mínimo (sobre una estructura aceptable) es induc­
tivo en el sentido de Moschovakis. Probablemente es más simple que la definición
dada en el texto. La definición dada en el texto tiene, entre otras ventajas, la de una de­
finición de «nivel», facilitando una comparación con la jerarquía de Tarski y permi­
tiendo la generalización cómoda a otros esquemas de evaluación distintos al de Kleene.
asociado se define matem áticamente mediante técnicas de la teoría
de los conjuntos. No hay ningún problema con respecto a los lengua­
jes de nivel transfinito en la jerarquía.
Dada una oración A de,L , definam os que A será fundada si tiene
un valor de verdad en el punto fijo más pequeño J£0; de otra manera
será infundada. Lo que hasta ahora ha sido, hasta donde yo sé, un
concepto intuitivo sin ninguna definición formal, se vuelve un con­
cepto definido con precisión en la presente teoría. Si A es fundada,
defínase el nivel de A como el ordinal más pequeño a tal que A tiene
a
un valor de verdad en Y. .
,
Si ,L contiene teoría del número o sintaxis, no hay ningún pro­
blema de construir oraciones gódelianas que «dicen de sí mismas»
que son falsas (oraciones del M entiroso) o verdaderas [como en (3)];
puede mostrarse fácilmente que todas ellas son infundadas en el sen­
tido de la definición formal. Si, por ejemplo, se usa la forma góde-
liana de la paradoja del M entiroso, la oración del Mentiroso puede
tomar la forma siguiente:

(9) (x) (P(x) 3 ~ T(x))

en la que P(x) es un predicado sintáctico (o aritmético) que satisface


únicamente (el número gódeliano de) la propia oración (9). De m a­
nera sim ilar (3) toma la forma siguiente:

(10) (x)(Q (x)= > T(x))

en la que Q(x) es satisfecho únicamente por (el número gódeliano


de) la oración (10). Bajo estas hipótesis, es fácil probar mediante una
inducción sobre a que ni (9) ni (10) tendrán un valor de verdad en
ningún L„; esto es, que son infundadas. Otros casos intuitivos de
falta de fundamentación resultan de la misma manera.
En el modelo presente se aprecia con claridad el rasgo de los
enunciados ordinarios que he enfatizado, a saber, que no hay nin­
guna garantía intrínseca de su seguridad (de que sean fundados) y
que su «nivel» depende de hechos empíricos. Considérese, por ejem ­
plo, (9) una vez más, sólo que ahora P(x) es un predicado empírico
cuya extensión depende de hechos em píricos desconocidos. Si re­
sulta que P(x) es verdadero solam ente de la oración (9) misma, (9)
será infundada como antes. Si la extensión de P(x) consiste entera­
mente de oraciones fundadas de los niveles, digamos, 2, 4 y 13, (9)
será fundada y tendrá el nivel 14. Si la extensión de P(x) consiste de
oraciones fundadas de un nivel finito arbitrario, (9) será fundada y
tendrá el nivel 05; y así sucesivamente.
Considerem os ahora los casos (4) y (5). Podemos form alizar (4)
mediante (9), interpretando P(x) como «x es una oración que Nixon
afirm a acerca de Watergate» [Olvídese, por mor de simplicidad, que
«acerca de Watergate» introduce un com ponente semántico en la in­
terpretación de P(x).] Formalicemos (5) como

( 11) (x) (Q(x) 3 ~ T(x))

interpretando Q(x) de la manera obvia. Para com pletar el paralelo


con (4) y (5), supongam os que (9) está en la extensión de Q(x) y ( 1 1)
está en la extensión de P(x). Nada garantiza ahora que (9) y (11) ha­
yan de ser fundadas. Supóngase, sin embargo, paralelamente a la dis­
cusión intuitiva anterior, que alguna oración verdadera satisface
Q(x). Si el nivel más bajo de dicha oración es a , entonces ( I I ) será
falsa y fundada en el nivel a + 1. Si además todas las oraciones, dife­
rentes de (11), que satisfacen P(x) son falsas, (9) será entonces
fundada y verdadera. El nivel de (9) será por lo menos a +2, debido
al nivel de (II ). Por otro lado, si alguna oración que satisface P(x) es
fundada y verdadera, entonces (9) será fundada y falsa con nivel
P +1, en donde |3 es el nivel más bajo de aquella oración. Para que el
presente modelo pueda asignar niveles a (4) y (5) [(9) y (11)] es cru­
cial que los niveles dependan de hechos em píricos y no que sean
asignados de antemano.
Dijimos que los enunciados com o (3), a pesar de ser infunda­
dos, no son intuitivam ente paradójicos. Explorem os esto en térm i­
nos del m odelo propuesto. El punto fijo más pequeño de no es
el único punto fijo. Form alicem os (3) m ediante (10), en donde
Q(x) es un predicado sintáctico (de L) verdadero solam ente de la
propia oración (10). Supongam os que, en lugar de em pezar nuestra
jerarquía de lenguajes con T(x) com pletam ente indefinido, hubié­
semos em pezado estableciendo que T(x) es verdadero de (10), de
otra m anera sería indefinido. Podemos entonces continuar la je ra r­
quía de lenguajes exactam ente com o antes. Es fácil ver que si (10)
es verdadera en el lenguaje de un nivel determ inado, perm anecerá
verdadera en el siguiente nivel [usando el hecho de que Q(x) es
verdadero solam ente de (10), falso de lodo lo dem ás]. A partir de
esto podem os m ostrar como antes que la interpretación de T(x) en
cada nivel am plía todos los niveles anteriores y que en algún nivel
la construcción se cierra dando lugar a un punto fijo. La diferencia
es que ( 10), que carecía de valor de verdad en el punto fijo menor,
es ahora verdadera.
Esto sugiere la siguiente definición: una oración es paradójica si
no tiene valor de verdad en ningún punto fijo. Esto es, una oración
paradójica A es tal que si tp ((S¡,S2)) = (S,, S,), entonces A no es un
elem ento de S, ni un elem ento de S,.
(3) [o su versión formal (10)] es infundada, pero no paradójica.
Esto significa que podríamos usar consistentem ente el predicado
«verdadero» de manera que se le diese un valor de verdad a (3) [o a
( 10)], aunque el proceso mínimo para asignar valores de verdad no
se lo daría. Supongamos, por otro lado, con respecto a (9), que P(x)
es verdadero de (9) misma y falso de todo lo demás, de m anera que
(9) es una oración del M entiroso. Entonces el argumento de la para­
doja del M entiroso produce fácilmente una prueba de que (9) no
puede tener un valor de verdad en ningún punto fijo. De manera que
(9) es paradójica en nuestro sentido técnico. Nótese que, si el hecho
de que P(x) es verdadero de (9) y falso de todo lo dem ás es mera­
mente un hecho empírico, el hecho de que (9) sea paradójica será él
mismo empírico. (Podríamos definir las nociones de «intrínseca­
mente paradójico», «intrínsecamente fundado» y otras, pero no lo
haremos aquí.)
La situación parece ser intuitivamente la siguiente: Aunque el
punto fijo más pequeño es probablemente el modelo más natural
para el concepto intuitivo de verdad y es el modelo generado por las
instrucciones que nosotros dimos al sujeto imaginario, los otros pun­
tos fijos nunca entran en conflicto con estas instrucciones. Podría­
mos usar consistentem ente la palabra «verdadero» de manera que
otorgara un valor de verdad a una oración como (3) sin violar la idea
de que se debe afirm ar que una oración es verdadera precisamente
en el caso en que hubiéramos afirm ado la oración misma. "No puede
sostenerse lo mismo con respecto a las oraciones paradójicas.
Podemos probar, usando el lema de Zorn, que todo punto fijo
puede ampliarse a un punto fijo máximo, en donde un punto fijo m á­
ximo es un punto fijo que no tiene ninguna extensión propia que sea
también un punto fijo. Los puntos fijos máximos asignan «tantos va­
lores de verdad como es posible»; no podrían asignarse más de m a­
nera consistente con el concepto intuitivo de verdad. Las oraciones
como (3), aunque sean infundadas, tienen un valor de verdad en lodo
punto fijo máximo. Existen, sin embargo, oraciones infundadas que
tienen valores de verdad en algunos puntos fijos m áxim os, pero no
en todos.
Resulta igualm ente fácil construir puntos fijos que hacen falsa a
(3), que construir puntos fijos que la hacen verdadera. De manera
que la asignación de un valor de verdad a (3) es arbitraria. C ierta­
mente cualquier punto fijo que no asigne ningún valor de verdad a
(3) puede am pliarse a puntos fijos que la hacen verdadera y a puntos
fijos que la hacen falsa. Las oraciones fundadas tienen el mismo va­
lor de verdad en todos los puntos fijos. Hay, sin embargo, oraciones
infundadas no paradójicas que tienen el mismo valor de verdad en
todos los puntos fijos en los que tienen un valor de verdad. Un ejem ­
plo es el siguiente:

( 12 ) o ( 12) o su negación es verdadera.

Es fácil m ostrar que hay puntos fijos que hacen verdadera a (12)
y ninguno que la haga falsa. No obstante, (12) es infundada (no tiene
ningún valor de verdad en el punto fijo mínimo).
Llámese «intrínseco» a un punto fijo si y sólo si no asigna a nin­
guna oración un valor de verdad que entre en conflicto con su valor
de verdad en cualquier otro punto fijo. Esto es, un punto fijo (S |( S j
es intrínseco si y sólo si no hay ningún otro punto fijo ( Sf , S y
ninguna oración A de L’ tal que A e (S, n S' J U (S, n S+,). Decimos
que una oración tiene un valor de verdad intrínseco si y sólo si algún
punto fijo intrínseco le otorga un valor de verdad; es decir, A tiene
un valor de verdad intrínseco si y sólo si hay un punto fijo intrínseco
(S,, S,) tal que A e S, U S,. (12) es un buen ejemplo.
Hay oraciones no paradójicas que tienen el mismo valor de ver­
dad en lodos los puntos fijos en los que tienen valor de verdad, pero
que, sin embargo, carecen de valor de verdad intrínseco. Considérese
P V “’P, en donde P es cualquier oración no paradójica infundada.
Entonces, P V -,P es verdadera en algunos puntos fijos (a saber, en
aquellos en los que P tiene un valor de verdad) y en ningún punto
fijo es falsa. Sin embargo, supóngase que hay puntos fijos que hacen
verdadera a P y puntos fijos que hacen falsa a P. [Por ejem plo, diga­
mos, si P es (3).] Entonces, P V _,P no puede tener un valor de ver­
dad en ningún punto fijo intrínseco, pues de acuerdo a nuestras re­
glas de evaluación, no puede tener un valor de verdad a menos de
que uno de sus disyuntos lo tenga26.

“ Si usamos la técnica de superevaluación en lugar de las reglas de Kleene, P v - 1


P siempre será fundada y verdadera y tenemos que cambiar el ejemplo.
No hay ningún punto fijo que sea «el más grande» y que amplíe
cualquier otro punto fijo; efectivamente, cualesquiera dos puntos fi­
jo s que otorguen diferentes valores de verdad a la m ism a fórmula no
tienen ninguna extensión en común. Sin embargo, no es difícil mos­
trar que hay un punto fijo intrínseco que es el más grande (y, cierta­
mente, que los puntos fijos intrínsecos forman una red [latlice] com-
plela bajo <). El punto fijo intrínseco más grande es la única
interpretación «más grande» de T(x) que es consistente con nuestra
idea intuitiva de la verdad y que no hace una elección arbitraria en
las asignaciones de verdad. Es, pues, en tanto que modelo, un objeto
de interés teórico especial.
Es interesante comparar la «jerarquía de lenguajes de Tarski» con
el presente modelo. Desgraciadam ente esto es muy difícil de hacerse
con toda generalidad sin introducir los niveles transfinitos, tarea que
se omite en el presente esbozo. Pero podemos decir algo sobre los
niveles finitos. Intuitivamente parecería que los predicados «verda­
d e ro » de Tarski son todos ellos casos especiales de un solo predi­
cado de verdad. Por ejemplo, dijimos antes que «verdadero]» significa
«es una oración verdadera que no contiene verdad». Desarrollemos
formalm ente esta idea. Sea A,(x) un predicado sintáctico (aritmético)
verdadero justam ente de las fórmulas de }L que no contienen T(x), es
decir, de todas las fórmulas de L. A ((x), al ser sintáctico, es en si
mismo una fórmula de L, como lo son todas las otras fórmulas sin­
tácticas que se mencionan más adelante. Defínase «T (x)» como
«T(x) A A,(x)». Sea A,(x) un predicado sintáctico que se aplica a to­
das aquellas fórmulas cuyos predicados atómicos son los de L más
«T^x)». [De manera más precisa, la clase de dichas fórmulas puede
definirse como la clase más pequeña que incluye todas las fórmulas
de L y T(x ) A A ((x.), para cualquier variable xi clausuradas bajo la
cuantificación y las funciones de verdad.] Defínase entonces T,(x)
como T(x) A A,(x). En general, podem os definir AnM(x) como un
predicado sintáctico que se aplica precisam ente a las fórmulas cons­
truidas a partir de los predicados de L y Tn(x), y Tnt|(x) como T(x) A
An^(x). Asum am os que T(x) es interpretada por el punto fijo más pe­
queño (o cualquier otro). Entonces es fácil probar por inducción que
cada predicado Tn(x) es totalmente definido, que la extensión de
To(x) consiste precisam ente en las fórm ulas verdaderas del lenguaje
L, en tanto que la extensión de Tn ,(x) consiste en las fórmulas verda­
deras del lenguaje obtenido al añadir T (x) a L. Esto significa que to­
dos los predicados de verdad de la jerarquía finita de Tarski son defi­
nibles dentro de ]¿a, y que todos los lenguajes de esa jerarquía son
sublenguajes de L „ ” . Este tipo de resultado podría ampliarse al
transfinito si hubiéram os definido la jerarquía transfinita de Tarski.
Hay otros resultados más difíciles de formular en el presente es­
bozo. Las oraciones en la jerarquía de Tarski se caracterizan por ser
seguras (intrínsecam ente fundadas) y por ser intrínseco su nivel,
dado independientemente de los hechos empíricos. Resulta natural
conjeturar que toda oración fundada con nivel intrínseco n es, en al­
gún sentido, «equivalente» a una oración de nivel n en la jerarquía de
Tarski. Dadas las definiciones adecuadas de «nivel intrínseco»,
«equivalente» y otras similares, pueden formularse y probarse teore­
mas de esta clase, e incluso pueden am pliarse al transfinito.
Hasta aquí hem os asumido que los vacíos de verdad han de m a­
nejarse de acuerdo a los métodos de Kleene. No es de ninguna m a­
nera necesario hacer esto. Casi cualquier esquema para m anejar va­
cíos de verdad puede ser usado, con tal de que se conserve la
propiedad básica de la monotonicidad de <p; esto es, a condición de
que al am pliar la interpretación de T(x) nunca cambie el valor de
verdad de ninguna oración de , sino que, a lo más, se otorguen va­
lores de verdad a los casos que se hallaban previamente indefinidos.
Dado cualquier esquem a de este tipo, podemos usar los argumentos
anteriores para construir el punto fijo mínimo y otros puntos fijos,
definir los niveles de las oraciones y las nociones de «fundado»,
«paradójico», etcétera.
Un esquem a que puede usarse de esta m anera es la noción de su-
perevaluación introducida por van F raassen28. La definición es fácil
para el lenguaje y.. Dada una interpretación (S,, S2) de T(x) en J£,
llámese verdadera (falsa) a una fórm ula A si y sólo si resulta verda­
dera (falsa) conform e a la evaluación ordinaria clásica bajo toda in­
terpretación (S+,, S ‘2) que am plía (S )5 S2) y es totalmente definida, es
decir, que es tal que S~, U S*, = D. Podemos entonces definir como
antes la jerarquía {L„} y el punto fijo mínimo J£o. Bajo la interpreta­

i; Suponemos que la jerarquía de Tarski define I,o = L, L ( = L + T (x) (verdad, o


satisfacción, para L ). De manera alternativa, podríamos preferir la construcción in­
ductiva L = L, LbH = Ln + Tm ( x ), en la que el lenguaje de cada nuevo nivel contiene
todos los predicados de verdad previos. Es fácil modificar la construcción presentada
en el texto de manera que concuerde con la segunda definición. Las dos jerarquías al­
ternativas son equivalentes en lo que respecta al poder expresivo en cada nivel.
M Véase su artículo «Singular Terms, Truth-value Gaps and Free Logic» publicado
en The Journal o f Philosophy, LXIII, 17, septiembre 15 de 1966, pp. 481-495.
ción-superevaluación, todas las fórmulas que pueden probarse en la
teoría clásica de la cuantificación se vuelven verdaderas en JKo; bajo
la evaluación de Kleene solam ente se podía decir que eran verdade­
ras en el caso de ser definidas. Gracias al hecho de que ,Eo contiene
su propio predicado de verdad, no tenemos que expresar este hecho
mediante un esquema, o m ediante un enunciado de un metalenguaje.
Si PQT(x) es un predicado sintáctico verdadero justam ente de las
oraciones de £ que pueden probarse en la teoría de la cuantificación,
podemos afirmar:

(13) (x) (PQT(x) o T(x))

y (13) será verdadera en el punto fijo mínimo.


Hemos usado aquí superevaluaciones en las que se loman en
cuenta todas las ampliaciones totales de la interpretación de T(x). Es
natural considerar que hay restricciones sobre la familia de las exten­
siones totales; dichas restricciones son m otivadas por las propieda­
des intuitivas de la verdad. Por ejemplo, podríamos considerar sola­
mente las interpretaciones consistentes (S*,, S*,), en donde (S ,, S '2)
es consistente si y sólo si S no contiene ninguna oración junto con
su negación. Podríamos entonces definir que A es verdadera (falsa)
con T(x) interpretada por (S (, S,) si y sólo si A es verdadera (falsa)
clásicam ente cuando A se interpreta por cualquier extensión con­
sistente totalmente definida de (S^ S2).

(14) (x) ~’(T(x) A T(neg(x)))

será verdadera en el punto fijo mínimo. Si hemos restringido las ex­


tensiones totales admisibles a aquellas que definen conjuntos consis­
tentes, máximos de oraciones, en el sentido usual, resultará verda­
dera en el punto fijo m ínim o29, no sólo (14), sino incluso

(x) (Oraci(x) n .T(x)v T(neg(x)))

Sin embargo, esta última fórm ula debe interpretarse cuidadosa­


mente, pues aún no es el caso, ni siquiera bajo la interpretación-su-
perevaluación en cuestión, que haya algún punto fijo que haga ver­

2i Una paradoja del Mentiroso debida a H. Friedman muestra que hay límites a lo
que puede hacerse en esta dirección.
dadera a cualquier fórmula o su negación. (Las fórmulas paradójicas
siguen careciendo de valor de verdad en todos los puntos fijos.) El
fenómeno se halla asociado con el hecho de que,'bajo la interpreta-
ción-superevaluación, puede ser verdadera una disyunción sin que de
esto se siga que algún disyunto sea verdadero.
No es el propósito del presente trabajo hacer ninguna recom en­
dación particular entre el enfoque trivalente fuerte de Kleene, los en­
foques de superevaluación de van Fraassen, o cualquier otro es­
quema (como la lógica trivalente débil de Frege, preferida por
Martin y Woodruff, aunque me inclino tentativamente a considerar
que este último es excesivamente aparatoso). Ni siquiera es mi pro­
pósito presente hacer alguna recomendación firm e entre el punto fijo
mínimo de un esquem a particular de evaluación y los otros muchos
puntos fijo s’0. Ciertam ente no hubiéramos podido definir la diferen­
cia intuitiva entre «fundado» y «paradójico» si no hubiéramos
echado mano de los puntos fijos no mínimos. Mi propósito, más
bien, es sum inistrar toda una familia de instrumentos flexibles que
pueden explorarse sim ultáneam ente y cuya fertilidad y consonancia
con la intuición pueden constatarse.
Tengo alguna incertidumbre con respecto a que haya una cues­
tión fáctica definida sobre si el lenguaje natural maneja los vacíos de
verdad — por lo menos aquellos que surgen en conexión con las pa­
radojas sem ánticas— mediante los esquemas de Frege, Kleene, van
Fraassen, o quizá algún otro. Ni siquiera estoy completam ente se­
guro de que haya una cuestión de hecho definida con respecto a si el
lenguaje natural debiera evaluarse mediante el punto fijo mínimo o
mediante otro, dada la variedad de esquemas que se pueden elegir
para m anejar los vacíos ” . Por el momento no estam os buscando el
esquema correcto.

“ Aunque e! punto fijo mínimo se distingue ciertamente por ser natural en mu­
chos respectos.
” No es mi intención afirmar que no hay ninguna cuestión de hecho definida en
estas áreas, o incluso que yo mismo no pueda estar cu favor de algunos esquemas de
evaluación frente a otros. Pero mis ¡deas personales son menos importantes que la va­
riedad de herramientas a nuestra disposición, de manera que, para los propósitos de
este esbozo, asumo una posición agnóstica. (llago notar que si se asume el punto de
vista de que la lógica se aplica en primer lugar a las proposiciones, y que estamos so­
lamente formulando convenciones sobre cómo manejar las oraciones que no expresan
proposiciones, el atractivo del enfoque que introduce la superevaluación disminuye
frente al enfoque de Kleene. Véase la nota 18.)
El presente enfoque puede aplicarse a los lenguajes que contie­
nen operadores modales. En este caso, no solam ente consideramos la
verdad, sino que nos es dado un sistema de m undos posibles, a la
manera usual en la teoría modal de los modelos, y evaluamos la ver­
dad y T(x) en cada mundo posible. La definición inductiva de los
lenguajes que se aproximan al punto fijo m ínimo tiene que m odi­
ficarse conformemente. No podemos dar aquí los detalles32.
La aplicación del enfoque presente a los lenguajes con operado­
res m odales, irónicamente, puede ser de algún interés para aquellos a
quienes les desagradan los operadores intensionales y los mundos
posibles y prefieren considerar las m odalidades y las actitudes pre­
posicionales como predicados de oraciones verdaderas (o de ejem ­
plares particulares de oraciones). Montague y Kaplan, haciendo uso
de las aplicaciones elem entales de las técnicas gódelianas, han seña­
lado que dichos enfoques pueden conducir probablem ente a parado­
jas sem ánticas similares a la del Mentiroso ’3. A pesar de que se co­

Otra aplicación de las técnicas presentes es a la cuantificación sustitucional


«impredicativa», en la que los términos de la clase de sustitución contienen cuantifi-
cadorcs suslitucionales del tipo dado. (Por ejemplo, un lenguaje que contiene cuantifi-
cadores siistitucionalcs que tienen como sustituyentes oraciones arbitrarias del len­
guaje mismo.) En general, es imposible introducir dichos cuantificadores en los
lenguajes clásicos sin vacíos de verdad.
,J Richard Montague, «Syntactical Treatments o f Modal¡ty, with Corollaries on
Retleclion Principies and Finite Axiomatizability», Acia Philosopltica Fennica. I'ro-
ceedings o f a Colloquium on Modal and Many Valued Logics, 1963, pp. 153-167; Da­
vid Kaplan y Richard Montague, «A Paradox Regaincd», Notre Dame Journal o f ¡'or­
inal Logic, 1, 3, julio de 1960, pp. 79-90.
En la actualidad se sabe que los problemas surgen solamente si las modalidades y
las actitudes son predicados aplicados a oraciones o a sus ejemplares particulares. Los
argumentos de Kaplan-Montague no se aplican a las formalizaciones estándar que to­
man las modalidades o las actitudes preposicionales como operadores intensionales.
Incluso si quisiéramos cuantifiear sobre los objetos de las creencias, los argumentos
no se aplican si se considera que los objetos de las creencias son proposiciones y si es­
tas últimas se identifican con conjuntos de mundos posibles.
Sin embargo, si cuantificamos sobre proposiciones, pueden surgir paradojas en
conexión con las actitudes proposicionales dadas determinadas premisas empíricas
apropiadas. [Véase, por ejemplo, A. N. Prior, «On a Famiiy o f Paradoxes», Notre
Dame Journal o f Formal Logic, II, 1, enero de 1961, pp. 16-32]. También es posible
que queramos individuar las proposiciones (en conexión con las actitudes proposicio­
nales, pero no con las modalidades) de una manera más fina y no mediante conjuntos
de mundos posibles. Es posible que dicha «estructura fina» pueda permitir la aplica­
ción de los argumentos godelianos, del lipo de los usados por Montague y Kaplan, di­
rectamente a las proposiciones.
noce la dificultad desde hace tiempo, la extensa literatura en favor de
dichos tratamientos, en general, ha ignorado simplemente el pro­
blema en lugar de indicar cómo debería solucionarse' (por ejemplo,
¿m ediante una jerarquía de lenguajes?). Ahora bien, si admitimos un
operador de necesidad y un predicado de verdad, podríam os definir
un predicado de necesidad Nec(x) aplicado a las oraciones, o bien
mediante CjT(x) o mediante T(nec(x)) dependiendo de nuestro gusto M,
y tratarlo de acuerdo al esquema de mundos posibles esbozado en el
párrafo anterior. (No creo que ningún predicado de necesidad de ora­
ciones deba considerarse intuitivamente como derivado, definido en
térm inos de un operador y un predicado de verdad. Pienso tam bién
que esto es cierto con respecto a las actitudes proposicionales.) Po­
demos incluso «dar una patada a la escalera» y tom ar como prim i­
tivo Nec(x), tratándolo en un esquema de mundos posibles com o si
estuviese definido por un operador más un predicado de verdad. Ob­
servaciones sim ilares valen para las actitudes proposicionales si, ha­
ciendo uso de los mundos posibles, estamos dispuestos a tratarlas
como operadores modales. (Personalmente pienso que dicho trata­
miento supone considerables dificultades filosóficas.) Es posible
que el presente enfoque pueda ser aplicado a los supuestos predica­
dos de oraciones en cuestión sin usar ni operadores intensionales ni
mundos posibles, pero por el momento, no tengo ninguna idea de
cómo hacer esto.
Parece probable que muchos de quienes han trabajado sobre el
enfoque de las paradojas semánticas que introduce los vacíos de ver­
dad, hayan tenido esperanzas de encontrar un lenguaje universal en
el que todo lo que de alguna m anera se puede enunciar, se pueda ex­
presar. (La prueba dada por Godel y Tarski de que un lenguaje no
puede contener su propia semántica, se aplicaba sólo a los lenguajes
que 110 tienen vacíos de verdad). Ahora bien, los lenguajes considera­
dos en el presente enfoque contienen sus propios predicados de ver­
dad e incluso sus propios predicados de satisfacción y así, en esta
medida, aquellas esperanzas se han realizado. Sin embargo, el pre­
sente enfoque ciertam ente no pretende sum inistrar un lenguaje uni­
versal y dudo que pueda alcanzarse sem ejante meta. Primero, la in­

34 La segunda versión es mejor en términos generales, en lanto que formalización


del concepto propuesto por quienes hablan de las modalidades y de las actitudes como
predicados de oraciones. Esto es verdad especialmente para el caso de las actitudes
proposicionales.
ducción que define el punto fijo mínimo se lleva a cabo en un meta-
lenguaje de la teoría de los conjuntos, no en el lenguaje objeto
mismo. Segundo, hay afirm aciones que podemos hacer sobre el len­
guaje objeto que no podemos hacer en el lenguaje objeto. Por ejem ­
plo, las oraciones del M entiroso no son verdaderas en el lenguaje ob­
jeto, en el sentido de que el proceso inductivo nunca las hace
verdaderas; pero estamos imposibilitados para decir esto en el len­
guaje objeto debido a nuestra interpretación de la negación y del pre­
dicado de verdad. Si pensamos que el punto fijo m ínim o — digamos,
bajo la evaluación de Kleene— nos proporciona un modelo para el
lenguaje natural, entonces, el sentido en el que podem os decir, en el
lenguaje natural, que una oración del Mentiroso no es verdadera,
tiene que concebirse como asociado a alguna etapa posterior en el
desarrollo del lenguaje natural, una etapa en la que los hablantes re­
flexionan sobre el proceso de generación que conduce al punto fijo
mínimo. Ésta no es en sí misma parte de dicho proceso. La necesi­
dad de ascender a un m etalenguaje puede ser una de las debilidades
de la presente teoría. El fantasma de la jerarquía de Tarski está aún
con nosotros35.
El enfoque que hemos adoptado aquí presupone la siguiente ver­
sión de la «Convención T» de Tarski, adaptada al enfoque trivalente:
Si «k» es una abreviatura de un nom bre de una oración A, T(k) será
verdadera, o falsa respectivamente, si y sólo si A es verdadera, o
falsa. Esto recoge la intuición de que T(k) tendrá un vacío de verdad
si A lo tiene. Una intuición a lte rn a tiv a a firm a ría que, si A es falsa o
indefinida, entonces A no es verdadera y T(k) deberá ser falsa y su

ís Nótese que el metalenguaje en el que escribimos este artículo puede conside­


rarse como si no contuviera ningún vacío de verdad. Una oración, o tiene o no tiene
un valor de verdad en un punto fijo determinado.
Las nociones semánticas tales como «fundado», «paradójico», etcétera, pertene­
cen al metalenguaje. Me parece que esta situación es intuitivamente inaceptable en
contraste con la noción de verdad, ninguna de estas otras nociones ha de encontrarse
en el lenguaje natural con toda su claridad prístina antes de que los filósofos reflexio­
nen sobre su semántica (en particular, sobre las paradojas semánticas). Si abandona­
mos la meta de un lenguaje universal, los modelos del tipo presentado en este trabajo
resultan plausibles en tanto que modelos del lenguaje natural en una etapa anterior a
que reflexionemos sobre el proceso de generación asociado con el concepto de verdad,
la etapa que continúa con la vida cotidiana de los hablantes que no son filósofos.
ss Creo que puede defenderse la primacía de la primera intuición, y es por esta ra­
zón que lie enfatizado el enfoque basado en dicha intuición. La otra intuición surge
solamente después de haber reflexionado sobre el proceso que encarna la primera in­
tuición. Véase lo anteriormente dicho.
negación verdadera. De acuerdo a esla posición, T(x) será un predi­
cado, totalmente definido y no habrá ningún vacío de verdad. La
Convención T de Tarski debe presumiblemente restringirse de alguna
manera.
No es difícil m odificar el presente enfoque de tal manera que po­
damos acomodar dicha intuición alternativa. Tómese cualquier punto
fijo L’(S |5 S J. M odifiqúese la interpretación de T(x) a manera de ha­
cerlo falso de cualquier oración fuera de S. [Llamamos a esto «ce­
rrar» T(x).] Una versión m odificada de la Convención T de Tarski
vale en el sentido del condicional T(k) V T(neg(k)). 3 . A s T (k ). En
particular, si A es una oración paradójica, podemos ahora afirm ar
-'T(k). De manera equivalente, si A tenía un valor de verdad antes de
que se cerrara T(x), entonces A = T(k) es verdadera.
Dado que el lenguaje objeto obtenido al cerrar T(x) es un len­
guaje clásico con todos los predicados totalmente definidos, es posi­
ble definir a la m anera tarskiana usual un predicado de verdad para
ese lenguaje. Este predicado no coincidiría en extensión con el predi­
cado T(x) del lenguaje objeto y ciertam ente es razonable suponer
que realmente es el predicado del metalenguaje el que expresa el
concepto «genuino» de verdad del lenguaje objeto cerrado; el T(x)
del lenguaje cerrado define la verdad para el punto fijo antes de que
el lenguaje se cerrara. De manera que aún no podemos evitar la ne­
cesidad de un metalenguaje.
El hecho de parecer evasiva la m eta de un lenguaje universal ha
llevado a algunos a concluir que son estériles aquellos enfoques que
aceptan los vacíos de verdad, o cualquier enfoque que intente acer­
carse más al lenguaje natural de lo que lo hacc el enfoque ortodoxo.
Espero que la fertilidad del presente enfoque y su concordancia con
las intuiciones sobre el lenguaje natural en una gran cantidad de ca­
sos, arrojen dudas sobre tales actitudes negativas.
Hay aplicaciones matem áticas y problemas puramente técnicos
que no he m encionado en este esbozo; rebasarían el campo de un ar­
tículo destinado a una revista filosófica. Así, hay el problem a — que
puede contestarse con bastante generalidad— de caracterizar el ordi­
nal a en el que se cierra la construcción del punto fijo mínimo. Sí L
es un lenguaje de la aritmética de prim er orden, resulta que a es tn|(
el prim er ordinal no recursivo. Un conjunto es la extensión de una
fórm ula con una variable libre en L„ si y sólo si es 7C1,; y es la exten­
sión de una fórmula totalmente definida si y sólo si es hiperaritmé-
tico. Los lenguajes L„ que se aproximan al punto fijo mínimo dan
una versión «libre de notación» [notationfree] de la jerarquía hipera-
ritmética que resulta interesante. De manera más general, si L es el
lenguaje de una estructura aceptable, en el sentido de Moschovakis,
y si se usa la evaluación de Kleene, un conjunto es la extensión de
una fórmula m onádica en el punto fijo mínimo si y sólo si es induc­
tivo en el sentido de Moschovakis ".

•” Leo Harrington me informa que ha probado la conjetura de que un conjunto es


la extensión de una fórmula monádica totalmente definida si y sólo si es hiperelcmen-
tal. Si L es una teoría del número, el caso especial de II', y los conjuntos hiperaritméti-
cos es independiente de si se usa la formulación de Kleene o la de van Fraassen. Esto
no es así para el caso general en el que la formulación de van Fraassen conduce más
bien a los conjuntos II1,que a los conjuntos inductivos.
DONALD DAVIDSON
ESTRUCTURA Y CONTENIDO DE LA V ER D A D ’
(1990)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «The structure and content of truth», Journal of Philosophy, 87/6


(1990), pp. 279-328.

Inédito. Reproducimos el texto —traducido*—


E d ic ió n c a s t e l l a n a :
con autorización expresa de la empresa editora original.

T r a d u c c ió n : M. J. Frápolli.

O t r o s e n s a y o s d f .l a u t o r s o b r e e l m i s m o t e m a :

— «Truth and Meaning», Synthese XVII (1967), pp. 304-323 (reco­


gido en Inquiries into Truth and Intérpretation, pp. 17-36) (edi­
ción castellana: «Verdad y significado» en L. M. Valdés (ed.), La
búsqueda del significado, Tecnos, Madrid, 1991, pp. 314-334), y
también en De la verdad y de la interpretación, pp. 39-56).
—■ Inquines into Truth and Interpretation, Clarendon Press, Oxford,
1984; ed. cast.: De la verdad y de la interpretación, Gedisa, Bar­
celona, 1990 (se recoge, entre otros, el artículo anterior y también
el siguiente).

1 Presentado como tres conferencias sobre «El Concepto de Verdad», dadas en la


Universidad de Columbia en noviembre 1989; la primera, «La Estructura de la Ver­
dad», el 9 de noviembre; la segunda, «Verdad y Conocimiento», el 16 de noviembre; y
la tercera, «Los Contenidos de la Verdad», el 20 de noviembre. Estas conferencias,
que fueron posibles gracias a la Fundación John Dewey, constituyen la serie sexta de
las Conferencias John Dewey, que se establecieron en 1967 en honor del difunto John
Dewey, que fue profesor de Filosofía en Columbia desde 1905 a 1930. Estoy agrade­
cido a Akeel Bilgrami, Ernest LePore, Isaac Levi, y W. V. Quine por sus provechosas
sugerencias y por su amistoso estímulo.
— «Trae to de facts» Journal o f Philosophy, 66 (1969), pp. 748-764
(ed. cast.: «Fiel a los hechos», en De la verdad y de la interpreta­
ción, pp. 57-72).
— «A eoherence Theory of Truth and Rnowledge», en D. Henrich
(Hrsg.), Kant oder Hegel?, Klett-Cotta, Stuttgart, 1983, pp. 423-
438 [reeditado en E. Lepore (ed.), Truth and"Interpretado»: Pers-
pectives on the Philosophy o f Donald Davidson, Basil BÍackwell,
Oxford, 1986, pp. 307-319; ed. cast.: «Verdad y conocimiento:
una teoría de ia coherencia», en D. Davidson, Mente, mundo y ac­
ción, Paidós, Barcelona, 1992, pp. 73-97],

B ibliografía com plem en taria :

— O. Gjelsvik, «Davidson’s Use of Truth in Accounting for Mea-


ning», en G. Preyer (ed.), On Donald Davidson ’s Philosophy, Klu-
wcr, Dordrecht, 1994.
— R. Schantz, «Davidson on Truth», en R. Stoecker (ed.), Rejlecting
Davidson, Hawthrone, W. de Gruyter, 1993.
— M. Hernández Iglesias, La semántica de Davidson, Visor, Madrid,
1990.

Nada en el mundo, ni objeto ni evento, sería verdadero o falso si


no hubiera criaturas pensantes. John Dewey, en cuyo honor y memo­
ria se dieron las conferencias que constituyen este ensayo, sacó dos
conclusiones: que el acceso a la verdad no puede ser una prerroga­
tiva especial de la filosofía, y que la verdad debe tener conexiones
esenciales con los intereses humanos. Era despreciativo con la tradi­
ción filosófica que consideraba la verdad como correspondencia en­
tre el pensamiento y una realidad inaccesible a la investigación expe­
rimental y a la práctica ordinaria. Creía que esta imagen de la verdad
fue designada para servir a la tesis de que los filósofos poseen una
técnica privilegiada para lograr una forma de conocim iento diferente
de, y superior a, la ciencia. Dew ey2 escribió que

[...] la profusión de testimonios de la devoción suprema a la verdad por


parte de la filosofía es una cuestión que despierta sospecha. Porque usual­
mente ha sido un preliminar a la afirmación de que hay un órgano peculiar
de acceso a la verdad más alta y última. No hay nada de esto... La verdad
es una colección de verdades; y estas verdades constituyentes están en ma-

; Experience and Nature, Nueva York, Dover, 1958.


nos de los mejores métodos de investigación y comprobación disponibles
como cuestiones-de-hecho; métodos que son, cuando se los reúne bajo un
único nombre, la ciencia. En cuanto a la verdad, pues, la filosofía no tiene
un status preeminente [...] [ibici, p. 410].

El objetivo de Dewey fue traer la verdad, y con ella las pretensio­


nes de los filósofos, a la tierra. Podríamos pensar con justicia que
Dewey confundió la cuestión de qué clase de concepto es la verdad
con la cuestión de qué tipos de verdades hay. Pero está claro que los
dos temas están relacionados, puesto que lo que cae bajo el concepto
obviamente depende de lo que el concepto es. Y la idea de asegurar
que el dominio de la verdad puede convincentemente traerse dentro
del alcance de las capacidades humanas, recortando el concepto a
medida, difícilmente es exclusivo de Dewey; Dewey se vio a sí
mismo com partiendo los puntos de vista de C. S. Peirce y William
James en esta cuestión, y de un modo u otro el tema básico reaparece
hoy en los escritos de Hilary Putnam, Michael Dummett, Richard
Rorty, y muchos otros.
Aquellos que desean desacreditar o desinflar el concepto de ver­
dad a menudo em piezan rechazando cualquier insinuación de teoría
de la correspondencia, pero Dewey * no vio ningún peligro en la idea
de la correspondencia siempre y cuando se la entendiera apropiada­
mente. Dijo [que] «La verdad significa, como una cuestión obvia,
acuerdo, correspondencia, de idea y hecho», pero inm ediatam ente si­
guió «pero ¿qué es lo que acuerdo [o] correspondencia significan?»
(ibid., p. 304). Contestó «es verdadera la idea que trabaja para llevar­
nos a lo que se propone» (ibid.), y cita a Jam es4 con aprobación:

[...] cualquier idea que nos lleve prósperamente de cualquier parle de la ex­
periencia a cualquier otra, ligando las cosas satisfactoriamente, trabajando

3 Essays in Experimental Logic, Nueva York, Dover, 1953.


J Pragmatism, Nueva York, Longmans & Orcen, 1907. En otra parte (Logic: The
Tlieory oflnquiry, Nueva York, Holt, 1938), Dewey dice:
«La mejor definición de verdad desde el punto de vista lógico que conozco es la
de Peirce: “La opinión que está destinada a ser aceptada al final por todos aquellos
que investigan es lo que queremos decir por verdad”» (p. 5S).
Pero habitualmente Dewey estaba más cerca de James: las ideas, las teorías, son
verdaderas si son «instrumentales para una reorganización activa del entorno dado,
para una eliminación de algún problema y perplejidad especifica [...]. La hipótesis
que funciona es la verdadera» (Reconslruction in Philosophy, Nueva York, Holt, 1920,
p. 156).
de manera segura, simplificando, ahorrando esfuerzo, es verdadera sólo
por eso, verdadera de aquí en adelante [ibid., p. 58].

Probablemente pocos filósofos serán ahora tentados por estas


alegres y m ajestuosas formulaciones. Pero el problema que estaban
tratando los pragmatistas — el problema de cómo se relaciona la ver­
dad con los deseos humanos, las creencias, las intenciones y el uso
del lenguaje— me parece el adecuado para concentrarse en él
cuando pensam os acerca de la verdad. También me parece que no se
está ahora más cerca de una solución a este problema de lo que se
estaba en los días de Dewey.
Ver esto como el problema más importante acerca de la verdad
— o en cualquier caso como un problema en absoluto— es asumir
que el concepto de verdad está relacionado por caminos importantes
con las actitudes humanas; algo de lo que no es inusual dudar. No es
inusual, de hecho, dudar si el concepto de verdad tiene alguna im­
portancia filosófica seria en absoluto.
Rorty recoge la intención de Dewey de eliminar la verdad de un
ámbito tan exaltado al que sólo los filósofos se pueden atener cuando
introduce sus Consequences o f Pragmatism* con las palabras:

Los ensayos de este libro son intentos de sacar consecuencias de una


teoría pragmatista acerca de la verdad. Esta teoría dice que la verdad no es
la clase de cosa de la que uno esperaría tener una teoría filosóficamente
interesante [...] 110 hay ningún trabajo interesante que hacer en esta área
[ibíd., pp. XIII-XIV],

Pero me parece que Rorty se pierde la mitad de la miga de la ac­


titud de Dewey hacia el concepto de verdad: Dewey dice que las ver­
dades no son, en general, una provincia especial de la filosofía; pero
insiste también en que la verdad es lo que funciona. Esto no es lo
mismo que la tesis de que no hay nada interesante que decir acerca
de la verdad. Dewey encontró muchas cosas interesantes que decir
acerca de lo que funciona.
R o r t y h a com parado mis puntos de vista sobre la naturaleza de

Minneapolis, Minnesota UP, 1982.


" «Pragmatism, Davidson and Truth», en LePore, ed., Truth and Interpretation,
Nueva York, Blackwell, 1986, pp. 333-355 (ed. east., «Pragmatismo, Davidson, y ver­
dad», en Objetividad, relativismo y verdad, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 173-205).
Vcase también su «Representation, Social Practise, and Truth», Philosophical Studies,
XXX (1988): 215-228.
la verdad con los de Dewey. Encuentro agradable y penetrante m u­
cho de lo que él tiene que decir sobre este tem a, y creo que tiene ra­
zón en que. en líneas generales, com parto la actitud de Dewey hacia
la verdad. En un sentido, sin embargo, un sentido al que acabo de re­
ferirme, Rorty puede haberse equivocado con nosotros dos; tal como
yo lo leo, Dewey pensó que una vez que la verdad fue traída a la tie­
rra, hubo cosas filosóficam ente importantes e instructivas que decir
acerca de sus conexiones con las actitudes humanas, conexiones
constitutivas en parte del concepto de verdad. Éste es tam bién mi
punto de vista, aunque no creo que Dewey haya [trazado] las cone­
xiones adecuadamente.
Rorty correctam ente nota el papel fundamental que yo asigno al
trabajo de Alfred Tarski, que proporciona una manera de discutir la
com prensión del lenguaje, y él ve claramente que para mí esto está
relacionado con el rechazo de una concepción representacional del
lenguaje y de la idea de que la verdad consiste en un reflejo preciso
de los hechos. Éstas son cuestiones a las que volveré ahora. En este
artículo, discutiré prim ero la noción, a menudo asociada con el enfo­
que de Tarski, de que el discurso de la verdad es esencialm ente re­
dundante, y que no tiene propiedades importantes más allá de aque­
llas especificadas en las definiciones de la verdad de Tarski. La
prim era sección term ina con una defensa de la afirm ación de que
puede legítimamente considerarse que las definiciones de Tarski
ofrecen verdades sustantivas acerca de un lenguaje, pero que en este
caso debe de haber más en el concepto de lo que Tarski especificó.
En la segunda sección del artículo vuelvo a varios intentos de decir
qué más está involucrado: discuto las teorías de la correspondencia,
teorías de la coherencia, y teorías que de una form a u otra hacen de
la verdad un concepto epistémico. Yo rechazo todos estos tipos de teo­
rías. En la sección tercera, propongo un enfoque que difiere del resto,
uno que hace del concepto de verdad una parte esencial del esquema
que todos necesariamente empleamos para entender, criticar, expli­
car y predecir el pensamiento y la acción.

i. LA ESTRUCTURA DE LA VERDAD

La teoría de la redundancia es la que mejor encaja con expresio­


nes como ‘es verdadero que’ o ‘es un hecho q u e’ cuando se prefijan
a una oración. Tales expresiones pueden considerarse com o conecti­
vas oracionales veritativo-funcionales que, cuando se añaden a una
oración verdadera, dan como resultado una oración verdadera, y
cuando se añaden a una oración falsa, dan com o resultado una ora­
ción falsa. Estas conectivas funcionarían entonces exactamente como
la doble negación (cuando la negación se concibe de manera clásica).
AI m enos en lo que concierne al contenido cognitivo y a las condi­
ciones de verdad, tales añadidos son redundantes.
Frank R am sey7 parece haber pensado que todos los usos del con­
cepto de verdad son com o éste. Dice: « ‘Es verdadero que César fue
asesinado’ no significa más que César fue asesinado» (ibid., p. 143).
Entonces considera casos como ‘Todo lo que él dice es verdadero’ en
los que la referencia a la verdad no se elimina tan fácilmente, y su­
giere que, si nos restringim os a proposiciones de la forma aRb, po­
dríamos tratar ‘Todo lo que él dice es verdadero’ como ‘Para todo a,
R, b, si él dice aRb, entonces aR b’. Ramsey añade que, si se incluyen
todas las formas de proposición, las cosas se hacen más com plica­
das, «pero no esencialm ente diferentes» (ibid.). Aunque Ramsey no
siem pre distingue claram ente entre proposiciones y oraciones, o el
uso de oraciones y su mención, uno tiene la impresión de que, si
Ramsey hubiera llevado a cabo el análisis «más complicado», podría
haber term inado con algo muy parecido a las definiciones de verdad
de Tarski. En cualquier caso, Ramsey pensó que había dicho sufi­
ciente para m ostrar que «no hay ningún problem a de la verdad sepa­
rado sino simplemente un enredo lingüístico» (ibid., p. 142)*.
Ramsey se equivocaba si pensaba que el análisis del uso de ‘ver­
dadero’ como conectiva veritativo-fünciona) podría aplicarse directa­
mente a oraciones como ‘Todo lo que él dice es verdadero’, porque
en el prim er caso la expresión de verdad se considera una conectiva,
mientras que en el último caso debe tratarse como un predicado y, si
seguimos a Tarski, debe pertenecer a un lenguaje diferente del len­
guaje de las oraciones de las cuales se predica. Sería posible tratar
expresiones como ‘es verdadero que’ como predicados de proposi­
ciones mejor que com o conectivas oracionales, pero de nuevo la re­
dundancia sería m ucho menos m anifiesta de lo que Ram sey afirm ó.
Muchos filósofos han considerado sin embargo el trabajo de
Tarski esencialmente como una cuestión de aclaración de la intuición

7 «Facts and Propositions» ( 1927), reimpreso en The Foundations ofMathematics,


Nueva York: Humanitics, 1931, pp. 138-155.
* P. F. Strawson dice más o menos lo mismo en su famoso debate con J. L. Austin,
en «Truth», Proceedings o f the Arisíolelian Society, Sup. Vol. XXIV (1950): 129-156.
de Ramsey. W. V Q uine9, por ejemplo, escribe: «D ecir que el enun­
ciado ‘Bruto mató a C ésar’ es verdadero... es sim plem ente en efecto
decir que Bruto mató a César», y nos dice, en una nota a pie de pá­
gina, que hay que mirar a Tarski para el «desarrollo clásico» {ibid.,
p. 24). Putnam m antiene que Rorty y Quine comparten este punto de
vista acerca de la verdad. De acuerdo con P utnam l(), Rorty y Quine
creen que «llam ar a una oración ‘verdadera’ no es adscribir una pro­
piedad, la verdad, a una oración; es sim plemente otra m anera de afir­
mar la oración» (ibid., p. 62). (Añade que a esto se le llama la «con­
cepción desentrecom illadora» — «en la jerga de los filósofos del
lenguaje davidsonianos»— (ibid.). Quizás es así, pero entonces yo
no soy davidsoniano, porque yo no estoy tentado a referirm e a las de­
finiciones de verdad de Tarski como «desentrecom illadoras».) En
cualquier caso, Putnam no acepta esta tesis; la está atacando como
«puramente formal» y «vacía».
No tengo claro si Putnam piensa que el trabajo de Tarski sobre
la verdad no es más que una m ejora técnica sobre lo que b ásica­
m ente es una teoría de la redundancia, pero otros ciertam ente han
tom ado esta línea. Stephcn Leeds " ha sugerido que la «utilidad» o
im portancia del concepto de verdad podría consistir sim plem ente
en esto, que nos da una m anera de decir cosas com o «la m ayoría
de nuestras creencias son verdaderas», donde querem os hablar de,
o quizás aseverar, un conjunto de oraciones infinito o en cualquier
caso no catalogable. Ram sey no explicó cóm o hacer esto; Tarski
sí. Paul H o r w i c h c o m o Leeds, considera que Tarski es un teó­
rico de la redundancia; H orw ich está persuadido de que, a pesar
de nuestra intuición de que la verdad es concepto central e im por­
tante, «la noción de verdad fue com pletam ente captada por
Tarski» (ibid., p. 192). A esta idea, que Tarski hizo todo lo que
puede hacerse por el concepto de verdad, la llama H orw ich la teo­
ría deflacionista de la verdad.
Aunque no está de acuerdo con Horwich en que la verdad tal
como Tarski la definió especifique las condiciones adecuadas de ver­
dad para un tratamiento de lo que saben los usuarios del lenguaje,

9 Word and Object, Cambridge: MIT, 1960.


10 «A Comparison of Something with Something Else», New Lileraiy History,
XVII (1985): 61-79.
11 «Theories ofReference and Truth», Erkenntnis, XIII (1978): 111-130.
«Tlnee Forms o f Realism», Synlhese, LI (1982): 181-201.
Scott S oam es13 coincide en calificar de deflacionista el tratamiento
de la verdad de Tarski, y como Horwich, cree que, cuando se trata de
explicar el concepto de verdad, no deberíamos de' pedir nada más,
aparte de la aplicación de la verdad a proposiciones, etc.
Hartry Ficld N, en un útil artículo, explora el caso a favor de un
concepto deflacionista de verdad, y muestra lo difícil que sería ir
más alia de él. Explica lo que él quiere decir al llamar a una teoría de
la verdad deflacionista aproxim adam ente de la m anera en que lo
hace Horwich: la verdad es desentrecom illadora y nada más; pero
está menos seguro que Horwich de que Tarski se vea (o deba verse)
com o un desentrecomillador, aunque cree que el trabajo de Tarski
puede ser apropiado para el desentrecomillador. Michael W illiam s15
ha caracterizado recientem ente los puntos de vista de los desentreco-
m illadores de esta manera: ellos

[...] piensan que cuando hemos apuntado a ciertos rasgos formales del pre­
dicado de verdad (notablemente su rasgo ‘desentrecomillador’) y expli­
cado por qué es útil tener un predicado como éste (por ejemplo como un
mecanismo para afirmar conjunciones infinitas), hemos dicho práctica­
mente todo lo que hay que decir acerca de la verdad [ibíd., p. 424],

Él ex p lícitam ente acepta una actitud deflacionista hacia la


verdad
¿Cómo son de plausibles estas distintas teorías deflacionistas de
la verdad? Si restringim os la teoría de la redundancia a las ocurren­
cias de ‘verdadero’ como parte de una conectiva oracional veritativo-
funcional (como en ‘es verdadero que la nieve es blanca’), entonces
está claro que tales usos juegan sólo un pequeño papel en nuestro
discurso de la verdad; ésta no puede ser toda la historia. ¿Pueden las
teorías desentrecom illadoras hacerlo mejor? Las definiciones de ver­
dad de Tarski son desentrecom illadoras en este sentido: dada la defi­
nición (y la teoría de conjuntos y la sintaxis formal), y dada una ora­
ción de la forma « ‘la nieve es blanca’ es verdadera», podemos probar

13 «What is a Theory o f Truth?», The Journal o f Philosophy, LXXX1, 8 (1984):


411-429.
14 «The Dcflationary Conception of Truth», en C. Wright y O. McDonald, eds.,
Facts, Science and Morality, Nueva York: Blackwell, 1987, pp. 55-117.
15 «Epistemological Realism and the Basis o f Skeplicism», Mind, XCVII (1988):
415-439.
"i Véase «Do wc (Epistemologists) need a Theory o f Truth?», Philosophical To-
pics, XIV (1986): 223-242.
que la oración ‘la nieve es blanca’ es equivalente. Así, la oración en
la que ‘la nieve es blanca’ sólo está mencionada es probablemente
equivalente a la oración i a nieve es blanca’ m isma; la original « ‘la
nieve es blanca’» ha sido despojada de sus comillas; elim inar las co­
millas cancela, por así decirlo, el predicado de verdad. E incluso
cuando no podemos elim inar las com illas porque no hay comillas
que elim inar (como en ‘todo lo que él dijo era verdero’ o ‘una regla
válida de inferencia garantiza que de premisas verdaderas sólo se si­
guen conclusiones verdaderas’), Tarski nos ha m ostrado cómo libe­
rarnos del predicado de verdad, puesto que ha sido definido explíci­
tam ente l7. Esto deja claro que las definiciones de verdad de Tarski
no son estrictamente desentrecom illadoras, puesto que no dependen
de despojar de las comillas a las oraciones individuales para elim inar
los predicados de verdad. Menos aún dependen de usar oraciones
reales que se dicen verdaderas para efectuar la elim inación; esto es
obvio cuando la definición de verdad para un lenguaje se da en otro.
No se puede encontrar un equivalente castellano de la oración in­
glesa «‘Schnee ist w eiss’ es verdadera (en alemán)» quitando sim ple­
mente las comillas de « ‘Schnee ist w eiss’».
Además, queda el hecho de que los métodos de Tarski nos perm i­
tan reem plazar los predicados de verdad que él define en cualquier
contexto, y que el reemplazo no deje ningún predicado explícita­
mente sem ántico tras de sí; en este sentido, sus predicados de verdad
son com o la conectiva oracional ‘es verdadero que’, que puede eli­
minarse por simple supresión. Lo que. es sorprendente, por supuesto,
no es que la expresión ‘es verdadero’ puede reem plazarse, porque
éste puede ser el punto de la definición; lo que es sorprendente es
que no se reem place por ninguna otra cosa, sem ántica o de otro tipo.
Es presumiblem ente este rasgo lo que lleva a Putnam a decir que, de
acuerdo con tales teorías, la verdad no es una propiedad. (Esto no es
com pletam ente adecuado aplicado a las definiciones de verdad de
Tarski, sin embargo. Los predicados de verdad de Tarski son predica­
dos legítimos, con una extensión que no tiene ningún predicado en el
lenguaje objeto. Pero se ve lo que Putnam quiere decir con su obser­

Este punto, a menudo atribuido a Leeds, fue hecho por Tarski en «The Semantic
Conception of Truth», Philosophy and Philosophical Research, IV (1944), p. 359.
Tarski nota también que el mero desentrecomillado no puede eliminar la palabra ‘ver­
dadero' de oraciones como ‘la primera oración escrita por Platón es verdadera’. (Pero
tampoco ha mostrado Tarski cómo eliminar este uso del predicado de verdad a menos
que tenga una definición de la verdad para el lenguaje hablado por Platón).
vación). Putnam concluye que los predicados de verdad de Tarski no
tienen nada que ver con la semántica o con la concepción común de
la verdad: «Como tratamiento filosófico de la verdad, la teoría de
Tarski falla tanto como pueda fallar un tratamiento» (op. cit., p. 64).
Lo que está claro es que Tarski no definió el concepto de verdad,
ni siquiera aplicado a oraciones. Tarski mostró cómo definir un pre­
dicado de verdad para cada uno de entre un conjunto de lenguajes
que se com portan bien, pero sus definiciones, por supuesto, no nos
dicen qué tienen en común estos predicados. Dicho de una forma li­
geramente diferente: él definió distintos predicados de la forma ‘s es
verdadero, cada uno aplicable sólo a un lenguaje, pero no consi­
guió definir un predicado de la forma ‘s es verdadero en L para ‘L’
variable. La observación fue hecha por Max Black 18 y posterior­
mente por D um m ett19; pero por supuesto Tarski ha hecho esto atro­
nadoramente claro desde el principio probando que ningún predi­
cado único de este tipo podría definirse en un lenguaje consistente,
dadas sus asunciones concernientes a los predicados de verdad.
Dadas estas restricciones, nunca hubo ninguna posibilidad de que
diera una definición general del concepto de verdad, ni siquiera para
oraciones. Si consideram os la aplicación de verdad a creencias y fe­
nómenos relacionados como afirm aciones y aserciones, es obvio de
otra manera que Tarski no intentó una definición realmente general.
Considerando lo evidente que es que Tarski no dio una definición
general de verdad, y el hecho de que quizá su resultado más impor­
tante fue que esto no podía hacerse siguiendo las líneas que le hubie­
ran satisfecho, es notable cuánto esfuerzo han puesto algunos críti­
cos en el intento de persuadirnos que Tarski no consiguió ofrecernos
una definición tal.
Dummett dice en el «Prefacio» a Truth and Other Enigmas30 que
el «argumento fundamental» de su artículo anterior «Truth» era que
cualquier forma de teoría de la redundancia (y él incluye a las defini­
ciones de verdad de Tarski en esta categoría) debe ser falsa porque
ninguna teoría tal puede captar el sentido de introducir un predicado
de verdad. Esto puede verse, argumenta él, en el hecho de que, si te­
nemos una definición tarskiana de verdad para un lenguaje que no
entendemos,

'* Language and Philosophy, Ithaca: Cornell. 1949, p. 104.


w «Truth», en Proceedings o f the Arislotelian Society, LIX (1958-9): 141-162.
Londres: Duckworth, 1978.
no tendremos idea del sentido de introducir el predicado [...] a menos que
[...] sepamos ya de antemano cuál se supone que es el sentido de un predi­
cado así definido. Pero, si sabemos de antemano el sentido de introducir el
predicado «verdadero» entonces sabemos algo acerca del concepto de ver­
dad expresado por el predicado que no está encarnado en esta [...] defini­
ción de verdad [ibid., pp. xx-xxi],

Dummett añade que «aunque este argumento era tan obvio


cuando se formuló creo que mereció la pena expresarlo en el mo­
m ento» (ibid). Tiene razón: el argumento era obvio, y mereció la
pena expresarlo, al menos para m í31. La aplicación a las teorías del
significado es importante; pero el asunto es m ás general: Tarski sa­
bía que no podía dar una definición general de verdad, y así no había
ninguna m anera formal en la que él pudiera captar «el sentido» de
introducir los predicados de verdad, tanto si el sentido concernía a la
conexión entre la verdad y el significado o entre la verdad y algún
otro concepto o conceptos.
Dum m ett y otros han intentado de varias m aneras hacernos a los
lentos de mente apreciar el fracaso de los predicados de verdad de
Tarski para captar completam ente el concepto de verdad. La dificul­
tad central, com o hemos visto, se debe simplemente al hecho de que
las definiciones de Tarski no nos dan idea de cóm o aplicar el con­
cepto a un caso nuevo, tanto si el caso nuevo es un nuevo lenguaje o
una palabra añadida de nuevas a un lenguaje [éstas son realmente la
misma cuestión, señalada de ambas maneras por Dum m ett (op.cit.) y
de la segunda manera por H artry F ield22]. Este rasgo de las defini­
ciones de Tarski puede a su vez fácilmente conectarse con el hecho
de que dependen de dar la extensión o referencia de los nombres o
predicados básicos mediante la enum eración de casos: una defini­
ción dada de esta manera no puede ofrecer ninguna pista para el caso
general o siguiente.

:l Mi confusión en este punto es más que evidente en «Truth and Meaning», en


Inquines into Truth and Inlerprelalion (Nueva York, Oxford, 1984). Mi equivocación
fue pensar que podíamos a la vez tomar una definición de verdad de Tarski como si
nos di jera todo lo que necesitamos saber acerca de la verdad y usar la definición para
describir un lenguaje real. Pero en el mismo articulo incluso discutí (de manera incon­
sistente) cómo decir que una definición tal se aplicaba a un lenguaje. Pronto reconocí
el error. (Véase la «Introducción», pp. xiv-xv, y otros artículos en Inquines into Truth
and Interpreta/ion.)
■2 «Tarski’s Theory o f Truth», The Journal o f Philosophy, LXIX, 13 (1972):
347-375.
Un núm ero de críticas de, o com entarios sobre, el tratamiento de
la verdad de Tarski dependen del aspecto enumerativo de sus defini­
ciones. Una de este tipo es la afirm ación de que las definiciones de
Tarski no pueden explicar por qué, si la palabra ‘nieve’ hubiera signi­
ficado «carbón», la oración ‘la nieve es blanca’ hubiera sido verda­
dera si y sólo si la nieve hubiera sido negra. Putnam y Soames hacen
los dos este comentario, pero para Putnam es una crítica, mientras
que para Soam es ilustra lo absurdo de esperar mucho de una teoría o
definición de la verdad. Otra queja es que las definiciones de Tarski
no establecen la conexión entre verdad y significado que m uchos fi­
lósofos consideran esencial. (De nuevo, para Putnam esto muestra
qué está básicam ente equivocado en la concepción de la verdad de
Tarski; para Soames es un ejemplo más del aspecto loablemente de-
flacionista de las definiciones de Tarski.) Un comentario estrecha­
mente relacionado es que Tarski no relaciona la verdad con el uso o
los usos del lenguaje (Field, Putnam, Soames, Dummett). Cualquiera
que pudiera ser el valor de estos comentarios merece la pera m ante­
ner en la m ente que todos ellos se remontan al mismo rasgo simple
del trabajo de Tarski: al em plear una lista finita y exhaustiva de ca­
sos básicos en el curso de definir la satisfacción (en térm inos de la
cual se define la verdad), él necesariamente no consiguió especificar
cómo continuar con otros casos.
A pesar de las limitaciones que se han identificado o imaginado
en el trabajo de Tarski sobre la verdad, un número de filósofos, como
hemos visto, han m antenido este trabajo como si abarcara todos los
rasgos esenciales de la verdad. Entre estos filósofos se incluye a
Rorty, Lecds, Michel Williams, Horwich, Soames, y. de acuerdo con
Putnam, Quine; también, de acuerdo con Rorty, a m í” .
Sin em bargo yo no pertenezco a esta lista. El argumento básico,
que pretendía descubrir a Tarski como un deflacionista, puede to­
marse de dos maneras: como mostrando que él no captó aspectos
esenciales del concepto de verdad, o como mostrando que el con­
cepto de verdad no es tan profundo e interesante como muchos han

” No es sorprendente que las concepciones de la gente de esta lista difieran en el


sentido en el que Tarski es un deflacionista. Horwich, por ejemplo, introdujo el tér­
mino ‘deflacionista’ al hablar de Tarski, pero mantiene que el «esquema» de Tarski da
las condiciones de verdad, y así los significados, de las expresiones de un lenguaje; su
concepción es esencialmente la de mi «Truth and Meaning». La mayoría de los otros
piensa que el enfoque deflacionista de Tarski muestra que la verdad tal como él la de­
fine no tiene nada que ver con el significado.
pensado24. Como Dum m ett y Putnam, creo que debemos tomarlo en
la prim era de estas dos maneras. La razón es simple. Nada en las de­
finiciones de verdad de Tarski sugiere lo que estas definiciones tie­
nen en común. A menos que estem os preparados para decir que no
hay un único concepto de verdad (incluso en cuanto aplicado a ora­
ciones), sino sólo un núm ero de conceptos diferentes para los que
usamos la m isma palabra, tenem os que concluir que hay más en el
concepto de verdad — algo absolutamente básico, de hecho— que
las definiciones de Tarski no tocan. Lo que es ligeramente sorpren­
dente es que algunos filósofos que apelan a una versión del argu­
mento básico para mostrar que los predicados de verdad de Tarski
son deflacionistas acepten al mismo tiempo una teoría deflacionista.
Pero si el argumento básico es correcto, m uestra que definiciones
como la de Tarski, o teorías construidas sobre las mismas líneas, no
pueden captar el concepto de verdad.
Hay además otra afirm ación o asunción sobre el trabajo de
Tarski que, aunque a menudo va de la mano de algunos de los puntos
que acabam os de ensayar, m erece una discusión separada. El tema es
que, si aceptamos una de las definiciones de verdad de Tarski, enton­
ces los enunciados que deberían, si la verdad estuviera propiam ente
caracterizada, ser enunciados empíricos se convierten en verdades de
la lógica. Así, de acuerdo con Putnam, una oración como « ‘Schnee
ist w eiss’ es verdadera (en alemán) si y sólo si la nieve es blanca»
debería ser una verdad sustantiva acerca del alemán, pero si por el
predicado ‘s es verdadero (en alem án)’ sustituim os un predicado de­
finido al estilo de Tarski, la evidente verdad sustantiva se convierte
en una verdad de la lógica25. Es fácil ver que lo que quiera que haya
en este argumento depende del mismo rasgo del m étodo de Tarski
que hem os estado discutiendo: si la extensión de un predicado se de­
fine mediante la lista de cosas a las que se aplica, el aplicar el predi­
cado a un elemento de la lista dará como resultado un enunciado
equivalente a una verdad lógica. (Por razones técnicas ésta es una ex­

24 La primera actitud aparece en el comentario de Putnam de que la propiedad que


Tarski define no es «ni siquiera dudosa o sospechosamente ‘cercana’ a la propiedad de
la verdad es sólo que no es la verdad en absoluto» (op. cit., p. 64). Soames representa el
segundo pumo de vista: «lo que parece correcto acerca del enfoque de Tarski es su ca­
rácter deflacionista.» Pero «la noción de la verdad de Tarski no tiene nada que ver con la
compresión o la interpretación semántica» («What is a Theory o f Truth?», pp. 429,424).
Para versiones de este argumento, véase Putnam, op. cit., y «On Truth», en Lcigh
Cauman el alii, eds., How Many Questions (Indianápolis, Hackett, 1983), pp. 35-56.
plicación sobresim plificada de este aspecto del método de Tarski
cuando el lenguaje objeto incluye cuantificadores, etc. La fuerza del
com entario perm anece26.) Ésta parece ser la razón principal de Put­
nam para decir que Tarski fracasó «tanto como es posible fracasar»
al ofrecer un tratamiento filosófico de la verdad. Soames pudiera es­
tar pensando en la misma línea cuando mantiene que la única m a­
nera de defender la interpretación filosófica de Tarski de su trabajo
es rechazar la exigencia de que las aplicaciones de sus predicados de
verdad y satisfacción tengan contenido empírico. Cum plir la exigen­
cia sería, dice Soames, «incompatible» con el trabajo de Tarski
(op.cit., p. 425).
El argumento es explicado con alguna extensión por John Etche-
mendy (op.cit.). De acuerdo con Etchemendy, el objetivo de Tarski
era form ular predicados con dos propiedades: primero, deberían re­
lacionarse de una manera específica con el concepto intuitivo de ver­
dad y, segundo, deberían de estar garantizados, en la medida de lo
posible, contra la am enaza de paradoja e inconsistencia. La primera
condición se cum plía al inventar un concepto que pudiera fácilmente
mostrarse que se aplicaba a todas las oraciones verdaderas de un len­
guaje y sólo a ellas. La relación con el concepto intuitivo de verdad
se hace m anifiesta mediante la convención-T. La convención-T exige
que el predicado de verdad ‘s es verdadero| ’ para un lenguaje L se
caracterice de tal modo que implique, para toda oración s de L, un teo­
rema de la forma ‘s es verdadero, si y sólo si p ’, cuando ‘s ’ se reem­
plaza por una descripción sistem ática de s y p se reem plaza por una
traducción de s al lenguaje de la teoría. Llamemos a estos teorem as
oraciones-T. El predicado en las oraciones-T, ‘s es verdadero es un
predicado m onádico; el subíndice no es una variable, sino el nombre
o la descripción de un lenguaje particular y una parte no desligable
del predicado. La relación con ei concepto común de verdad es evi­
dente a partir del hecho de que las oraciones-T siguen siendo verda­
deras si por el predicado de verdad al estilo de Tarski sustituimos el
predicado castellano ‘s es verdadero en L\ (Éste es un predicado diá-
dico: podemos sustituir nombres o descripciones de otros lenguajes
en el lugar de ‘L’.) La exigencia de que el predicado de verdad no

* Para el desarrollo de este tema, véanse los trabajos de Putnam a los que nos re­
ferimos en la última nota a pie de página; también Soames, op. cit.; y John Etche-
mendy, «Tarski on Truth and Logical Consecuencc», The Journal ofSym bolic Logic.
Lll (1988): 51-79.
amenace con introducir inconsistencias en la teoría o el lenguaje se
cumple al dar una definición explícita del predicado sin usar concep­
tos semánticos; así, cualquier desafío a la consistencia que estos con­
ceptos pudieran presentar ha sido evitado. Si el m etalenguaje es con­
sistente antes de la introducción del predicado de verdad, está
garantizado que permanecerá así después de la introducción.
Las oracioncs-T que contienen predicados de verdad de Tarski
parecen transm itir hechos sustantivos acerca del lenguaje objeto, a
saber, que sus oraciones son verdaderas bajo las condiciones especi­
ficadas por la oración-T ( ‘Schnee ist weiss’ es verdadero en alemán
si y sólo si la nieve es blanca), pero de hecho, dice Etcheinendy, «no
portan ninguna información acerca de las propiedades semánticas
del lenguaje, ni siquiera acerca de las condiciones de verdad de sus
oraciones» (su énfasis, op. cit., p. 57). La razón de esto es que las
oraciones-T son verdades de la lógica, y así no pueden decirnos nada
que la lógica sola no pudiera decirnos. Las oraciones-T son verdades
de la lógica, a su vez, porque se siguen de las definiciones de Tarski,
y éstas son simplemente estipulaciones; nos hemos desorientado a
causa de «la facilidad con la que leemos contenido sustantivo en lo
que se pretende como definiciones estipulativas, la facilidad con la
que reemplazamos el ‘si y sólo s i’ de la definición por el ‘si y sólo
si’ de los axiom as o teorem as» (op. cit., p. 58). Si queremos afirm ar
hechos sustantivos acerca de un lenguaje, debemos sustituir en las
oraciones-T y en todas partes un predicado que transm ita algo como
el concepto intuitivo de verdad. Si hacemos esto, «las oraciones que
hacemos se parecerán a veces sorprendentem ente a las cláusulas» en
las definiciones de Tarski y (si esto es correcto) darán como resul­
tado inform ación genuina acerca de las propiedades sem ánticas de
un lenguaje.
Pero, y éste es el mensaje central de Etchemendy, las dos em pre­
sas — la de definir la verdad de acuerdo con los objetivos de Tarski,
y la de proporcionar un tratamiento semántico formal pero sustantivo
de un lenguaje— no sólo son em presas totalmente diferentes, sino
que están en «una oposición bastante directa la una con la otra... Por­
que sin dejar al lado el objetivo principal de Tarski, hay un sentido en
el que la semántica simplemente no puede hacerse» (op. cit., pp. 52-
3). La diferencia entre las dos es que la prim era exige un predicado
que pueda eliminarse sin residuos de todos los contextos, m ientras'
que la segunda requiere una noción de verdad «fija, metateórica».
Em plear el segundo concepto frustraría directam ente el sentido del
proyecto de Tarski. Así, la relación entre el logro pretendido y conse­
guido con éxito de Tarski, por un lado, y el proyecto de proporcionar
una m anera de describir la semántica de los lenguajes interpretados,
por otro, es «poco más que un accidente fortuito» (op. cit., pp. 52-3).
Putnam, Soam es y Etchemendy están de acuerdo en que las ora-
ciones-T de Tarski sólo parece que expresan verdades empíricas
acerca de un lenguaje; son de hecho «tautologías» (Putnam). Ellos
difieren en sus valoraciones de la tesis en la que están de acuerdo:
P u tn am 27 cree que lo que Tarski definió «sim plemente no es la ver­
dad en absoluto»; Soames y Etchemendy afirm an que Tarski sí que
hizo lo que se propuso. Soames mantiene que Tarski tenía razón al
dar un tratam iento deflacionista de la verdad, mientras que Etche­
mendy cree que la semántica em pírica es un estudio legítimo que
Tarski no estaba persiguiendo.
¿Qué deberíamos pensar acerca de estas afirmaciones? Una cosa
es cierta: Tarski no estaba de acuerdo con estas valoraciones de sus re­
sultados. En «The Semantic Conception o f Truth»28, hay una sección
titulada «Conformity o f thc Semantic Conception o f Truth with Philo­
sophical and Common-Sensc Usage». Permítanme que cite de ella:

F.n lo que a mi propia opinión concierne, no tengo ninguna duda de


que nuestra formulación está conforme con el contenido intuitivo de la de
Aristóteles... se han expresado algunas dudas acerca de si la concepción
semántica refleja la noción de verdad en su uso común y cotidiano. Me doy
cuenta claramente [...] de que el significado común de la palabra «verda­
dero» —como el de cualquier otra palabra del lenguaje de todos los días—
es hasta cierto punto vago [...]. Así [...] toda solución a este problema im­
plica necesariamente una cierta desviación de la práctica de! lenguaje de
todos los días.
A pesar de todo esto, ocurre que creo que la concepción semántica está
conforme en una medida considerable con el uso de sentido común [...]
[ibíd., p. 360],

Al plantear su problema, Tarski no se distancia del proyecto de


caracterizar conceptos que pueden usarse com o se usan los concep­
tos semánticos ordinarios; conceptos que expresan, como él dice,
«conexiones entre las expresiones de un lenguaje y los objetos y es­
tados de cosas referidos por esas expresiones»29. Él no se propone.

-7 «A Comparison o f Something with Else», p. 64.


Philosophy andPhenomenotogical Research, IV (1944): 341-375.
* «The Establishment of Scientific Semantics», en Logic, Semantics, Metama-
thematics, Nueva York: Oxford, 1956, p. 401.
dice, asignar un significado nuevo a una palabra antigua, sino «cap­
turar el significado real de una noción antigua»3#. En otras palabras,
él es bastante explícito en que no pretende, como mantiene Etche-
mendy, que sus definiciones sean puramente estipulativas.
Tarski describe su proyecto como «The Establishment o f Scienti-
fic Semantics», y dice que «los conceptos semánticos expresan cier­
tas relaciones entre objetos (y estados de cosas) referidos por el len­
guaje que se discute y expresiones del lenguaje que refieren a esos
objetos»31. Él considera la verdad de una oración como su «corres­
pondencia con la realidad» (ibid.). Tarski considera estas caracteriza­
ciones de los conceptos semánticos como «vagas», pero claramente
estarían totalmente equivocadas si los conceptos sem ánticos no tu­
vieran ninguna aplicación empírica. Cuando Tarski exige que sus de­
finiciones sean «m aterialmente adecuadas y en concordancia con el
uso ordinario», argumenta que la convención-T es justo lo que nos
asegura que la condición se cumple. El argumento es éste: dado un
lenguaje que entendemos, un lenguaje interpretado com o el caste­
llano, reconocemos como verdaderas todas las oraciones de la forma
« ‘la nieve es blanca’ es verdadera si y sólo si la nieve es blanca».
Tarski llama a tales oraciones «definiciones parciales» de la verdad.
Obviamente, una definición que im plica todas estas oraciones tendrá
la misma extensión que el concepto intuitivo de verdad con el cual
empezamos. Adm itir esto es contar a las oraciones-T com o si tuvie­
ran contenido empírico; de otra m anera la convención-T no tendría
sentido, ni lo tendría la insistencia de Tarski de que está interesado
en definir la verdad sólo para lenguajes interpretados.
Debemos concluir, creo, que, si Etchemendy, Soames, y Putnam
tienen razón, Tarski confundió completam ente su objetivo y la natu­
raleza de lo que consiguió. Sin embargo, sorprendentem ente se nece­
sita poco para reconciliar a Tarski con Etchemendy. Etchemendy
acepta, por supuesto, que «Tarski introdujo precisam ente las técnicas
matemáticas que se necesitaban para un tratamiento ilum inador de
las propiedades semánticas de ciertos lenguajes simples» y «llegar
desde una definición tarskiana de verdad a un tratamiento sustantivo
de las propiedades semánticas del lenguaje objeto puede involucrar
tan poco com o la reintroducción de una noción primitiva de verdad»
(op. cit., pp. 59-60). El truco es sólo añadir a la definición de Tarski

10 «The Semantic Conception ofTruth», p. 341.


31 «The Establishment of Scicnlific Scmanlics», pp. 403-4.
de un predicado de verdad para un lenguaje L (digamos, ‘s es verda­
d ero,’) el com entario de que el predicado de Tarski vale para todas
las oraciones verdaderas de L y sólo para ellas., Aquí, por supuesto,
la palabra ‘verdadero’ expresa el concepto no definido, sustantivo,
de la vida real, que necesitamos para la semántica seria. Llamemos a
este comentario el Axioma de Verdad.
La prim era cosa que hay que notar es que, si el lenguaje era con­
sistente antes de que añadiésem os el axioma de verdad el axiom a de
verdad no puede hacerlo inconsistente en la medida en que no dota­
mos formalm ente a nuestro nuevo predicado de ninguna propiedad.
Puede tener todo tipo de propiedades interesantes y no se hará nin­
gún daño formal si las propiedades no se meten explícitamente en la
teoría; y no se hará ningún daño informal si las propiedades adicio­
nales no llevan a contradicción.
Añadir el axioma de verdad es, desde un punto de vista formal,
inocuo; es adem ás inútil. Porque podemos de la misma manera con­
siderar el predicado de verdad de Tarski ‘s es verdaderoL’ como si tu­
viera las propiedades de nuestro predicado de la vida real ‘s es ver­
dadero en L’, siempre y cuando estas propiedades no creen
inconsistencias. La objeción a este pensamiento es que ya no pode­
mos sentirnos confiados de que, si tuviéramos que especificar todas
las propiedades del predicado de la vidad real, podrían resultar in­
consistencias; no sabemos exactamente qué significa nuestro predi­
cado de verdad. La «definición» de verdad ya no es una definición
puramente estipulativa.
Considerem os un lenguaje objeto formalizado y un mctalenguajc
exactamente com o aquellos descritos por Tarski en las secciones 2 y
3 de «The Concept o f Truth in Fomalized Languages» n. Ahora aña­
damos las definiciones de Tarski que conducen a, e incluyen, la defi­
nición de verdad; pero no las llamemos definiciones, y pensemos en
ellas como si emplearan expresiones em píricamente significativas
apropiadas para describir la semántica del lenguaje objeto (que ha
sido interpretado por Tarski como si fuera sobre el cálculo de clases).
De acuerdo con Etchemcndy, la diferencia entre este nuevo sistema y
el original de Tarski es extrema: el nuevo sistema describe correcta­
mente la semántica del lenguaje objeto, mientras que el sistema de
Tarski m eramente define un predicado que no puede usarse para
afirm ar nada, verdadero o falso, acerca de ningún lenguaje interpre-

•’2 Iin Logic, Semantics, and Metamathematics.


tado particular. Las definiciones de Tarski convierten a las oracio­
nes-T implicadas en verdades lógicas; el nuevo sistema las conserva
como comentarios instructivos acerca de las condiciones de verdad
de las oraciones. Pero este cambio poderoso no toca el sistem a for­
mal de ninguna manera; es un cambio en cómo describimos el sis­
tema, 110 en el sistema mismo. Si el sistema de Tarski es consistente,
lo mismo lo es el nuevo.
Todo el asunto gira, pues, alrededor de cómo consideramos las
definiciones. Algunas definiciones claramente pretenden introducir
palabras nuevas; otras tienen como objetivo expresar verdades sus­
tantivas de un tipo u otro. Como hemos visto, Tarski no pretendió
que sus definiciones encajaran un significado nuevo en un término
viejo, sino «captar el significado real de una noción vieja»” .
Deberíamos ahora echar una mirada retrospectiva al tema, que no
sólo se encuentra en Etchemendy, sino también en Putnam y Soa­
mes, de que las definiciones de verdad de Tarski no pueden tener
nada que ver con la semántica o la interpretación de lenguajes reales
porque, dadas sus definiciones, los teoremas relevantes (es decir, las
oraciones-T) son verdades lógicas. De hecho, son verdades lógicas
sólo sobre la asunción de que las definiciones de verdad de Tarski
son puramente estipulativas, que nos dicen todo lo que hay que saber
acerca del predicado que él define. No hay razón para aceptar esta
asunción. Una analogía simple dejará esto claro. Supongamos que
ofrecemos como una definición del predicado ‘x es un planeta solar’
lo siguiente: x es un planeta solar si y sólo si x es exactamente uno
de los siguientes: Mercurio, Venus, La Tierra, Marte, Júpiter, Sa­
turno, Urano, Ncptuno, Plutón. Esto implica la oración-P ‘Neptuno
es un planeta solar’. ¿Es esto último una verdad lógica? Uno también
podría decir eso si nuestra definición fuera puramente estipulativa,
de otra m anera no. La cuestión de si es puramente estipulativa no es
una que pueda responderse estudiando el sistem a formal; tiene que
ver con las intenciones de la persona que hace la definición. Si sim ­
plemente se nos presentara la oración que define, a duras penas po-

3i Etchemendy sugiere que el ‘si y sólo si’ de una definición no tiene el mismo
significado que el ‘si y sólo si’ de tina afirmación sustantiva, pero yo 110 creo que este
comentario deba tomarse en serio puesto que la diferencia 110 produce ninguna dife­
rencia en absoluto dentro del sistema, y si tuviéramos que marcar la supuesta diferen­
cia introduciendo símbolos diferentes, las reglas de inferencia del sistema tendrían
que alterarse. Rtchemendy dicc que su sugerencia no pretendía ser en serio (conversa­
ción privada).
(iríamos dejar de darnos cuenta de que, si interpretam os las palabras
más o menos de la forma usual, expresa una verdad sustantiva. Ape­
lando a la convención-T, Tarski nos invita a fijarnos en un rasgo aná­
logo de sus definiciones de verdad.
¿Qué deberíamos concluir acerca de cómo Tarski pretendió que
tomáramos sus definiciones? Las indicaciones pueden parecer am bi­
guas. Por un lado, tenemos su afirm ación repetida y explícita de que
él quería, y pensó que lo había hecho, «captar el significado real»
del concepto intuitivo de verdad, en la medida en que esto era posi­
ble; por otra parte, él claram ente dependía del hecho de que sus defi­
niciones permitieran la elim inación de todo el vocabulario semántico
explícito para garantizar que su concepto no introduciría inconsisten­
cias en un lenguaje de otro modo consistente. Pero ¿muestra esto que
Tarski estaba confundido? Creo que no. Aquí hay una manera de ver
el asunto.
Las definiciones de Tarski dotan a sus predicados de verdad con
propiedades que aseguran que definen la clase de oraciones verdade­
ras de un lenguaje. Si los predicados no tienen otras propiedades, sa­
bemos que no engendrarán inconsistencias. Esto hace útiles a los
predicados para ciertos propósitos. Si pensam os en los predicados de
verdad como si tuvieran otras propiedades no especificadas, no po­
demos estar seguros de que aquellas propiedades no causen proble­
mas si se las hace explícitas. Pero no hay nada que nos prohíba traba­
ja r dentro del sistema de Tarski y reconocer al mismo tiempo que los
predicados de verdad pueden tener otras propiedades esenciales,
siempre y cuando no hagamos uso de las propiedades no especifica­
das. De esta forma, podemos tom ar todas las ventajas del logro téc­
nico de Tarski y sin embargo no tratar a los contenidos de sus teorías
como «vacíos» o «m eram ente» formales.
C onsiderar el trabajo de Tarski bajo esta luz es adm itir que hay
un sentido en el que él no define un concepto de verdad, ni siquiera
para lenguajes particulares. Él definió la clase de las oraciones ver­
daderas dando la extensión del predicado de verdad pero no dio el
significado. Esto se sigue en el momento en que decidimos que las
oraciones-T tienen contenido empírico, porque esto im plica que hay
más en concepto de verdad de lo que la definición de Tarski nos
dice. Mi argumento no es que Tarski pudiera, después de todo, haber
captado un concepto sustancial de verdad sino que no necesaria­
mente nos confundim os si interpretam os sus sistemas formales como
teorías empíricas sobre los lenguajes. Al hacer eso, evitamos dos te­
sis potencialm entc m utilantes acerca de la verdad tesis que, como
hemos visto, son bastante comunes hoy. Una es que el trabajo de
Tarski está bastante poco relacionado con el concepto de verdad
como lo entendemos comúnmente, de modo que, si queremos estu­
diar la sem ántica de los lenguajes interpretados, debemos de tomar
otro rumbo. Caribdis es la tesis de que, aunque la versión de la ver­
dad de Tarski es meramente descntrecomilladora. dice todo lo que
hay que decir acerca del concepto de verdad.
Mi propio punto de vista es que Tarski no ha dicho mucho de lo
que querem os saber acerca del concepto de verdad, y de que debe
haber más. Debe haber más porque no hay ninguna indicación en el
trabajo formal de Tarski de qué es lo que sus distintos predicados
de verdad tienen en común, y esto debe form ar parte del contenido
del concepto. No es suficiente señalar a la convención-T como esta
indicación, porque no dice nada de la cuestión de cóm o sabemos
que una teoría de la verdad para un lenguaje es correcta. El con­
cepto de verdad tiene conexiones esenciales con los conceptos de
creencia y significado, pero esas conexiones no están tocadas por
el trabajo de Tarski. Es aquí donde deberíam os esperar destapar lo
que echam os en falta en las caracterizaciones de Tarski en los pre­
dicados de verdad.
Lo que Tarski ha hecho por nosotros es mostrar en detalle cómo
describir el tipo de patrón que la verdad debe hacer, tanto en el len­
guaje como en el pensamiento. Lo que necesitam os hacer ahora es
decir cómo identificar la presencia de tal patrón o estructura en la
conducta de la gente.

II. VERDAD Y CONOCIM IENTO

Si no hubiera nada más que saber acerca del concepto de verdad


que lo que podem os aprender de las definiciones de Tarski de los
predicados de verdad, no tendríamos un uso claro para el concepto
de verdad aparte de la conveniencia menor de su función desentreco-
milladora, puesto que Tarski ha mostrado cómo elim inar tales predi­
cados sin residuo semántico. Cualquier conexión de la verdad con el
significado o la creencia sería discutible. Si consideram os que las
definiciones de Tarski son puramente estipulativas, los teoremas que
tales predicados nos permiten probar, en particular las oraciones-T,
son equivalentes a las verdades de la lógica; a menos que leamos
más en los predicados de verdad de lo que las definiciones propor­
cionan, estos teoremas no pueden, por tanto, ofrecer verdades empí­
ricas acerca de las oraciones de cualquier lenguage, y no pueden to­
marse como si dieran las condiciones de verdad de las oraciones.
Tarski nunca afirm ó que sus predicados hicieran más que esco­
ger la clase de las oraciones verdaderas en lenguajes particulares.
Ciertam ente él no creía que hubiera definido un predicado de verdad
general, ni se propuso exceder los límites de la extensionalidad. Cap­
tar el significado, como algo distinto de la extensión, no era parte de
su proyecto. Ni le importaba que pudiera haber otras maneras de ca­
racterizar las mismas clases de oraciones — maneras que pudieran
ser más iluminadoras para propósitos diferentes del suyo— .
Los dos puntos están relacionados puesto que no hay ninguna
manera evidente de dar una caracterización general de la verdad sin
introducir criterios de un tipo bastante diferente a aquellos a los que
Tarski apeló. Se sugiere a veces por los partidarios de una concep­
ción deflacionista de la verdad que la convención-T proporciona una
respuesta adecuada a la cuestión de lo que tienen en común los dis­
tintos predicados de verdad de Tarski. Pero no deberíamos darnos
por satisfechos con esta idea. Porque en aquellos casos en los que el
lenguaje objeto está contenido en el metalenguaje, el requisito es
meramente sintáctico: nos dice algo acerca de los predicados, pero
no mucho acerca del concepto. En otros casos su aplicación depende
de nuestra previa com prensión de la noción de traducción, un con­
cepto mucho más oscuro que el de la verdad. El punto central es
éste: aparte de nuestra comprensión del concepto de traducción, la
convención-T no nos da ninguna idea de cómo decir en general
cuándo uno de los predicados de verdad de Tarski se aplica a un len­
guaje particular. Él no define el concepto de traducción34.
Todavía nos falta, pues, un enfoque satisfactorio del rasgo o ras­
gos generales del concepto de verdad que no podem os encontrar en
Tarski. Sin embargo, podem os aprender mucho de Tarski. Sus cons­
trucciones hacen, por ejemplo, evidente que, para un lenguaje con
algo como el poder expresivo de un lenguaje natural, la clase de las
oraciones verdaderas no puede caracterizarse sin introducir una rela­

M Michael Williams dice que un deflacionista piensa que «lo que se lleva de un len­
guaje a otro... es la utilidad, para cada lenguaje, de tener su propio mecanismo desentre-
comillador» — «Scepticism and Charity», Ratin (New Series), I (1988), p. 180— . Pero
aparte de asignar un significado claro a la «utilidad» de un mecanismo, está el hecho de
que en un lenguaje podemos hablar de la verdad en otro lenguaje; y aquí la generaliza­
ción sugerida por Williams no puede hacerlo mejor que la convención-T, con su apela­
ción esencial a la traducción.
ción como la satisfacción, que conecta palabras (términos singulares,
predicados) con objetos. Si consideramos la satisfacción como una
forma generalizada de referencia, Tarski ha m ostrado cómo la verdad
de las oraciones depende de los rasgos sem ánticos (i.e., referencia)
de ciertas partes propias de las oraciones. (Por supuesto, Tarski no
define el concepto general de referencia más de lo que lo hace con el
de verdad.) Así, incluso sin una respuesta a la cuestión de cómo sa­
bemos cuándo una definición de verdad se aplica a un lenguaje
dado, Tarski ha mostrado cómo el concepto de verdad puede usarse
para dar una descripción clara de un lenguaje. Por supuesto, para dar
tal descripción, debemos captar el concepto de verdad primero; pero
podemos captar eso sin ser capaces de formular una descripción sis­
temática de un lenguaje. La convención-T conecta nuestra com pren­
sión ingenua del concepto con la ingeniosa m aquinaria de Tarski;
nos persuade de que los trabajos de la maquinaria están de acuerdo
con el concepto como lo conocíamos.
Esto es, entonces, lo que podem os aprender de Tarski acerca del
concepto de verdad: puesto que es obvio que no ha definido el con­
cepto general de verdad, podemos ignorar la sugerencia de que sus
definiciones estipulativas captan todo lo que hay de este concepto.
Pero no hay razón para no hacer uso de la estructura que llevó a las
definiciones de Tarski. Para hacer esto, no necesitamos hacer ningún
cambio en los sistemas formales de Tarski; una vez que nos damos
cuenta de que esos sistemas no reflejan aspectos im portantes de los
conceptos de verdad y referencia, podem os considerar a los predica­
dos de verdad y referencia (satisfacción) como prim itivos en las
cláusulas que llevan a las caracterizaciones recursivas de Tarski de
referencia y verdad. Si encontram os que la palabra ‘definición’ en­
caja mal con la idea de que los predicados son primitivos, podemos
elim inar la palabra; esto no cambiará el sistema. Pero para honrar el
reconocimiento de que los predicados semánticos son primitivos, po­
demos elim inar el paso final que para Tarski convierte las caracteri­
zaciones recursivas en definiciones explícitas, y considerar los resul­
tados como teorías axiomatizadas de la verdad '5.

K Tarski reconoció la posibilidad de dar teorías axiomáticas de la verdad, y señaló


que ‘no hay nada esencialmente equivocado en tal procedimiento semántico y podría
ser útil para varios propósitos’ («The Semantic Conception o f Truth», p. 352). Tarski
tenía un número de razones para preferir una definición explícita a un tratamiento
axiomático del concepto de verdad. Primero, él nota que la elección de axiomas «tiene
Una teoría axiom atizada de la verdad puede compararse con, di­
gam os, la axiom atización de la probabilidad de Kolmogorov, que
pone claras restricciones al concepto de probabilidad, pero deja
abiertas cuestiones tales como si la probabilidad tiene que ser carac­
terizada posteriorm ente com o frecuencia relativa, grado de creencia,
o alguna otra cosa. H1 tratamiento axiom ático de Ramsey de la pre­
ferencia ante la incertidum bre, cuando se aplica a un agente particu­
lar, es análogo a una teoría axiomatizada de la verdad en el siguiente
respecto, que ofrece una teoría separada para cada agente, del mismo
modo en que las teorías de la verdad tarskianas son peculiares de un
lenguaje, o, com o propondré, de un individuo.
Así com o una teoría tarskiana no nos dice cómo determ inar el
que la teoría se aplique a un lenguaje o a un hablante particulares, así
nada en las teorías de Ramsey nos dice cuándo una teoría tal se
aplica a un agente particular. La cuestión en el caso de la teoría de la
decisión es, en parte, especificar las condiciones que un agente debe
satisfacer para que se diga que prefiere un objeto o curso de acción a
otro. En el caso de una teoría de la verdad lo que queremos saber es
cómo decir cuándo las oraciones-T (y así la teoría como un todo)
describen el lenguaje de un grupo o de un individuo. Esto obvia­
mente requiere especificar al menos parte del contenido del con­
cepto de verdad que los predicados de verdad de Tarski no consiguen
captar.
¿Qué añadim os, entonces, a las propiedades de verdad que Tarski
ha delineado cuando aplicamos el concepto intuitivo de verdad?
Aparte de la posición de que Tarski dijo todo lo que puede o debería
decirse acerca de la verdad, una posición que discutí y rechacé en la
primera sección de este artículo, creo que la mayoría de las propues­
tas contemporáneas caen en dos categorías amplias: aquellos que hu­

mas bien un carácter accidental, dependiendo de factores inesenciales (tales como por
ejemplo el estado real de nuestro conocimiento)». Segundo, sólo una definición explí­
cita puede garantizar la consistencia del sistema resultante (dada la consistencia del
sistema previa a la introducción de nuevos conceptos primitivos); y, tercero, sólo una
definición explícita puede dominar las dudas de si el concepto está ‘en armonía con
los postulados de la unidad de la ciencia y el fisicalismo’ («The Establishment o f
Scientific Semantics», pp. 405-6). El priiner peligro se evita si los axiomas se restrin­
gen a las cláusulas recursivas que se necesitan para caracterizar la satisfacción; esca­
pamos del segundo (menos concluyentemente) tan pronto como las maneras conoci­
das de producir paradojas no se introducen; y la amenaza de que la verdad podría
resultar no ser reducible a conceptos físicos es una amenaza de la cual, en mi opinión,
ni podemos ni deberíamos querer escapar.
manizan la verdad haciéndola básicamente epistém ica, y aquellos
que prom ocionan alguna form a de teoría de la correspondencia.
M uchos filósofos, en particular recientemente, han mantenido
que la verdad es un concepto epistémico: incluso cuando no han
mantenido explícitamente esta tesis, sus posiciones la han implicado
a menudo. Las teorías de la verdad como coherencia se mueven ha­
bitualmente por un m otor epistémico, com o lo hacen las caracteriza­
ciones más pragmáticas de la verdad. El antirrealism o de Dummctt y
Crispin Wright, la idea de Peirce de que la verdad es donde la cien­
cia acabará si continúa el tiem po suficiente, la afirm ación de Ri­
chard Boyd de que la verdad es lo que explica la convergencia de las
teorías científicas y el realismo interno de Putnam, todas incluyen o
implican un enfoque epistémico de la verdad. Quine también ha
mantenido, al menos a veces, que la verdad es interna a una teoría
del mundo y así que en esta medida depende de nuestra postura epis­
temológica. El relativismo acerca de la verdad es quizás siempre un
síntoma de infección por el virus epistemológico; esto parece en
cualquier caso ser verdad para Quine, Nelson Goodman y Putnam.
Aparentemente opuestas a estas concepciones está la idea intui­
tiva de que la verdad, quitando algunos pocos casos especiales, es
completam ente independiente de nuestras creencias; como se dice a
veces, nuestras creencias podrían ser exactamente como son y sin
embargo la realidad — y así la verdad acerca de la realidad— ser
muy diferente. De acuerdo con esta intuición, la verdad es ‘radical­
mente no epistém ica’ (así caracterizó Putnam el ‘realismo transcen­
dental’), o ‘transcendente a la evidencia’ (para usar la expresión de
Dummctt para el realismo). (Tanto Putnam com o Dummett se opo­
nen, por supuesto, a estas concepciones.) Si estuviéram os buscando
etiquetas para estas dos concepciones de la verdad, podríam os que­
darnos con los adjetivos ‘epistém ico’ y ‘realista’; la aserción de una
atadura esencial a la epistem ología introduce una dependencia de la
verdad de lo que de algún modo puede ser verificado por criaturas
racionales finitas, mientras que la negación de cualquier dependen­
cia de la verdad de la creencia u otra actitud hum ana define un uso
filosófico de la palabra ‘realism o’.
En la siguiente y última sección de este artículo, esbozo una
aproximación al concepto de verdad que rechaza ambas concepcio­
nes de la verdad. No me propongo reconciliar las dos posiciones.
Considero insostenibles las concepciones epistém icas, e ininteligi­
bles en último extremo a las concepciones realistas. Que ambas con­
cepciones, que sin duda responden a intuiciones poderosas, están
fundamentalmente equivocadas está al menos sugerido por el hecho
de que ambas invitan al escepticismo. Las teorías epistém icas son es­
cépticas de la m ism a manera en que son escépticos'el idealismo o el
fenomenalismo; son escépticos no porque hagan a la realidad incog­
noscible, sino porque reducen la realidad a mucho m enos de lo que
creem os que es. Las teorías realistas, por otra parte, parecen arrojar
en la duda no sólo nuestro conocim iento de lo que es «transcendente
a la evidencia», sino a todo el resto de lo que creemos que conoce­
mos, porque tales teorías niegan que lo que es verdad esté conectado
conceptualm ente de alguna manera con lo que creemos.
C onsiderem os el proyecto de dar contenido a una teoría de la
verdad. Las definiciones de Tarski se alcanzan norm almente a través
de varios pasos. Primero, hay una definición de lo que es ser una
oración en el lenguaje objeto; después una caracterización recursiva
de una relación de satisfacción (la satisfacción es una versión de la
referencia altamente generalizada); la caracterización recursiva de la
satisfacción se convierte en una definición explícita a la m anera de
Goltlob Frege y Dedekind; después la verdad se define sobre la base
de los conceptos de oración y satisfación. Estamos elim inando el
paso que convierte a la caracterización recursiva de la satisfacción en
una definición, haciendo así explícito el hecho de que estamos tra­
tando a los predicados de verdad y satisfacción como primitivos.
Desde un punto de vista formal, es una cuestión de elección cuál
de los dos conceptos semánticos, satisfacción o verdad, tomemos
como básico. La verdad, como Tarski mostró, se define fácilmente
sobre la base de la satisfacción; pero, alternativamente, la satisfac­
ción puede considerarse como cualquier relación que ofrezca un en­
foque correcto de la verdad. El trabajo de Tarski puede parecer que
da señales inciertas. El hecho de que la verdad de las oraciones se
defina apelando a las propiedades sem ánticas de las palabras sugiere
que, si pudiéramos dar un enfoque satisfactorio de las propiedades
semánticas de las palabras (esencialmente, de la referencia o de la
satisfacción), entenderíam os el concepto de verdad. Por otro lado, el
papel clave de la convención-T para determ inar que la verdad, como
se caracteriza por la teoría, tiene la misma extensión que el concepto
intuitivo de verdad hace parecer que es la verdad más que la referen­
cia lo que es el primitivo básico. La segunda es, crco, la concepción
correcta. En su apelación a la convención-T, Tarski asume, como he­
mos visto, una captación previa del concepto de verdad; entonces
muestra cómo esta intuición puede com pletarse en detalle para len­
guajes particulares. Esta compleción requiere la introducción de un
concepto referencial, una relación entre palabras y cosas — alguna
relación como la satisfacción— . La historia acerca de la verdad ge­
nera un patrón en el lenguaje, el patrón de las formas lógicas, o gra­
mática propiam ente concebida, y el entramado de dependencias se­
mánticas. No hay forma de contar esta historia, que, siendo acerca de
la verdad, es acerca de oraciones o de sus ocasiones de uso, sin asig­
nar papeles semánticos a las partes de las oraciones. Pero no se apela
a una comprensión previa del concepto de referencia.
Esta manera de concebir una teoría de la verdad va en contra de
la tradición. De acuerdo con la tradición, nunca podríamos llegar a
entender oraciones en su amplia o incluso infinita colección a menos
que entendam os las palabras, tomadas de un vocabulario finito, de
las que están compuestas; por tanto, las propiedades sem ánticas de
las palabras deben aprenderse antes de que entendam os las oraciones
y las propiedades semánticas de las palabras tienen prioridad con­
ceptual porque son ellas las que explican las propiedades semánticas
— por encima de todo las condiciones de verdad— de las oraciones.
Creo que esta línea de argumento, que comienza con una perogru­
llada, term ina con una conclusión falsa; así que algo debe estar mal.
El error es confundir el orden de la explicación que es apropiado una
vez que la teoría está, con la explicación de por qué la teoría es co­
rrecta. La teoría es correcta porque ofrece las oraciones-T correctas;
su corrección se contrasta contra nuestra captación del concepto de
verdad tal com o se aplica a oraciones. Puesto que las oraciones-T no
dicen nada en absoluto acerca de la referencia, la satisfacción, o de
las expresiones que 110 son oraciones, la contrastación de la correc­
ción de la teoría es independiente de las intuiciones que conciernen a
estos conceptos. Una vez que tenem os la teoría, sin embargo, pode­
mos explicar la verdad de las oraciones sobre la base de sus estructu­
ras y de las propiedades semánticas de las partes. La analogía con las
teorías de la ciencia es completa: para organizar y explicar lo que ob­
servamos directamente, postulamos objetos y fuerzas no observadas
u observadas indirectamente; la teoría se contrasta mediante lo que
se observa directamente.
La perspectiva sobre el lenguaje y la verdad que hemos ganado
es ésta: lo que está abierto a la observación es el uso de las oraciones
en contexto, y la verdad es el concepto semántico que m ejor enten­
demos. La referencia y las nociones semánticas relacionadas como la
satisfacción son, por comparación, conceptos teóricos (como lo son
las nociones de término singular, predicado, conectiva oracional, y el
resto). No puede cuestionarse la corrección de estos conceptos tcóri-
eos más allá de la cuestión de si ofrecen un enfoque satisfactorio del
uso de las oraciones.
Un efecto de estas reflexiones es fijarse en la centralidad del
concepto de verdad en la com prensión del lenguaje; es nuestra capta­
ción de este concepto lo que nos perm ite dar sentido a la cuestión de
si una teoría de la verdad para un lenguaje es correcta. No hay razón
para buscar un enfoque previo, o independiente, de alguna relación
referencial. La otra consecuencia principal de la presente posición es
que ofrece una oportunidad para decir con bastante exactitud lo que
falta en una teoría de la verdad al estilo de Tarski en cuanto enfoque
de la verdad.
Lo que falta es la conexión con los usuarios del lenguaje. Nada
contaría como una oración, y el concepto de verdad no tendría por
tanto aplicación, si no hubiera criaturas que usaran oraciones al pro­
ferir o inscribir ejem plares de ellas. Cualquier enfoque completo del
concepto de verdad debe relacionarlo con el intercambio lingüístico
real. Más precisamente: la cuestión de si una teoría de la verdad es
verdadera para un lenguaje dado (esto es, para un hablante o grupos
de hablantes) tiene sentido sólo si las oraciones de este lenguaje tie­
nen un significado que es independiente de la teoría (de otra forma
la teoría no es una teoría en el sentido usual, sino una descripción de
un lenguaje posible). O para volver a la forma definicional preferida
por Tarski: si puede plantearse la cuestión de si una definición de
verdad realmente define la verdad para un lenguaje dado, el lenguaje
debe tener una vida independiente de la definición (de otro modo la
definición es meram ente estipulativa: específica, pero no es verda­
dera de, un lenguaje).
Si supiéramos en general lo que hace que una teoría de la verdad
se aplique correctam ente a un hablante o grupo de hablantes, podría
plausiblemente decirse que entendemos el concepto de verdad; y si
pudiéramos decir exactamente qué es lo que hace que una teoría tal
sea verdadera, podríam os dar un tratamiento explícito — quizás una
definición— de la verdad. La evidencia última, como opuesta a un
criterio, para la corrección de una teoría de la verdad debe descansar
en los hechos disponibles acerca de cómo los hablantes usan el len­
guaje. Cuando digo disponibles, quiero decir públicamente disponi­
bles — disponibles no sólo en principio, sino disponibles en la prác­
tica para cualquiera que sea capaz de entender al hablante o
hablantes del lenguaje— . Puesto que todos nosotros entendem os a
algunos hablantes de algunos lenguajes, todos nosotros debemos te­
ner evidencia adecuada para atribuir condiciones de verdad a las pro-
fercncias de algunos hablantes; lodos nosotros tenemos, por tanto,
una captación competente del concepto de verdad tal como se aplica
a la conducta del habla de otros.
¿Hemos sentado ahora la cuestión de si la verdad es radicalmente
no epistémica, como los realistas declaran, o básicamente episté­
mica, como mantienen otros? Podría decirse que la cuestión se ha
sentado en favor de la concepción subjetiva o epistém ica, puesto que
hemos seguido una línea de argumento que llega a la conclusión de
que lo que decide si una teoría de la verdad para un lenguaje es ver­
dadera es cómo se usa este lenguaje. Pero de hecho la cuestión no
está sentada, porque los realistas podrían considerar que la cuestión
de si la teoría es verdadera para un lenguaje o grupo de hablantes
dado es de hecho empírica, pero sólo porque la cuestión de qué sig­
nifican las palabras es em pírica; el problema de la verdad, puede
considerarse, tiene todavía que responderse bien por la teoría misma
o de alguna otra manera.
¿Contiene la teoría ya la respuesta? La contiene si hay funda­
mento para la afirm ación de que una teoría de la verdad tipo Tarski
es una teoría de la correspondencia, porque entonces la teoría debe
en efecto definir a la verdad como correspondencia con la realidad
— la forma clásica de realism o con respecto a la verdad— . Tarski
mismo dijo que quería que sus definiciones de verdad «hagan justi­
cia a las intuiciones que apoyan a la concepción clásica de la
verdad»; entonces cita la Metafísica de Aristóteles («decir de lo que
es que es, o de lo que no es que no es, es verdadero»), y ofrece como
una formulación alternativa
La verdad de una oración consiste en su acuerdo (o correspon­
dencia) con la realidad.
(TarskiJ6 añade que la expresión ‘teoría de la correspondencia’ ha
sido sugerida por esta m anera de ver las cosas.) Yo mismo he argu­
mentado en el pasado que las teorías del tipo que Tarski enseñó a
producir eran teorías de la correspondencia de un tip o 37. Dije esto

36 «The Semantic Conception o f Truth», pp. 342-3. Tarski también habla de


oraciones «que describen» «estados de cosas», ibid., p. 345. Cf. «The Conccpt o f
Truth in Formalized Languagcs», p. 153, y «The Establishment o f Scientific Se­
mantics», p. 403.
” En «True to the Facts», en Inquines into Truth and Interpretation. El argumento
es éste. La verdad se define sobre la base de la satisfacción: una oración del lenguaje
objeto es verdadera si se satisface por cualquier sucesión de objetos sobre los que va­
ríen las variables de cuantificación del lenguaje objeto. Tórnese ‘corresponde con' por
sobre la base de que no hay manera de dar tal teoría sin em plear un
concepto como el de referencia o satisfacción que relaciona expre­
siones con objetos en el mundo.
Me parece ahora que ha sido un error llam ar a tales teorías teo­
rías de la correspondencia. Aquí está la razón por la que creo que fue
un error. La queja habitual acerca de las teorías de la corresponden­
cia es que no tiene sentido sugerir que es posible de algún modo
com parar las palabras o las creencias de uno con el mundo, puesto
que el intento debe siempre concluir simplemente con la adquisición
de más creencias. Esta queja fue expresada, por ejemplo, por Otto
Neurath ’8, quien por esta razón adoptó una concepción de la verdad
como coherencia; Cari H em pelw ha expresado la misma objeción,
hablando de la «fatal confrontación de enunciados y hechos» ( ib id .,
p. 51). R orty40 ha insistido repetidamente, declarando simpatía por De-
wey, en que una concepción de la verdad como correspondencia hace
inútil al concepto de verdad. Yo he dicho más o menos lo m ism o41.
Esta queja contra las teorías de la correspondencia 110 es co­
rrecta. Una razón por la que no es correcta es que depende de asumir
que alguna forma de teoría epistémica es correcta; por tanto, sólo se­
ría una queja legítima si la verdad fuera un concepto cpistémico. Si
ésta fuera la única razón para rechazar las teorías de la correspon­
dencia, el realista podría sim plemente replicar que su posición no ha

«satisface» y se habrá definido la verdad como correspondencia. La extrañeza de esta


idea se hace evidente por la naturaleza antiintuitiva y artificial de las entidades a las
que las oraciones «corresponden» y del hecho de que todas la oraciones verdaderas
corresponderían a las mismas entidades.
,í «Protokollsatze,» Erkenntnis, III (1932/33): 204-214.
«On the Logical Positivista theory ofT ruth», Analysis, II (1935): 49-59 (ed.
cast.: «La teoría de la verdad de los positivistas lógicos», en este mismo volumen).
* Consequences o f Pragmatista, «Introduction»; también en «Pragmatism, David­
son and Truth», en Ernest Lepore, ed., Truth and Interpretation: Perspectives on the
Philosophy o f Donald Davidson (Nueva York: Blackwell. 1986).
41 La posición que tomo en el presente artículo estuvo influida por un intercambio
entre Rorty y yo en la reunión de 1982 de la Pacific División o f the American Philoso-
ftca l Association. Rorty me persuadió de que no llamara a mi posición ni una teoría de
la correspondencia ni una teoría de la coherencia; creo que yo le persuadí a él de
abandonar la teoría pragmática de la verdad. «Pragmatism, Davidson and Truth» es
una versión revisada de la conferencia de Rorty de 1982 en la reunión de la Pacific
División.
Para un ejemplo de uso de ‘correspondencia’ que ahora deploro, véase mi «A
Coherence Theory ofT ruth and Knowledge», en Truth and Interpretation: Perspec­
tives on the Philosophy o f Donald Davidson.
sido tocada; él siempre mantuvo que la verdad era independiente de
nuestras creencias o de nuestra habilidad para aprender la verdad.
La objeción real a las teorías de la correspondencia es más sim­
ple; es que no hay nada interesante o instructivo a lo que las oracio­
nes verdaderas pudieran corresponder. Este punto fue señalado hace
algún tiempo por C. I. Lewis"2; él desafió a los teóricos de la corres­
pondencia a localizar el hecho o parte de la realidad, o del mundo, al
que una oración verdadera correspondía. Uno puede localizar obje­
tos individuales, si sucede que la oración los nombra o describe, pero
incluso tal localización sólo tiene sentido relativamente a un marco
de referencia, y así presumiblemente el marco de referencia debe es­
tar incluido en lo que quiera que sea aquello a lo que la oración ver­
dadera corresponde. Perseguir esta línea de pensamiento llevó a Le­
wis a concluir que, si las oraciones verdaderas no corresponden a
nada en absoluto, debe ser al universo como un todo; así, todas las
oraciones verdaderas corresponden a la misma cosa. Frege, como sa­
bemos, alcanzó la misma conclusión a través de una línea de razona­
miento de algún modo similar. El argumento de Frege, si Alonzo
C hurch43 tiene razón, puede formalizarse: empezando con las asun­
ciones de que una oración verdadera no puede hacerse corresponder
a algo diferente mediante la sustitución de los térm inos singulares
correferencialcs, o mediante la sustitución de oraciones lógicamente
equivalentes, es fácil mostrar que, si las oraciones verdaderas corres­
ponden a algo, todas ellas corresponden a la misma cosa. Pero esto
es trivializar el concepto de correspondencia completam ente; la rela­
ción de correspondencia no tiene ningún interés si sólo hay una cosa
a la que corresponder, puesto que, como en cualquier caso de este
tipo, la relación podría colapsar también en una propiedad simple:
así, ‘o corresponde al universo’, como ‘o corresponde a (o nombra)
lo Verdadero’, o ‘o corresponde a los hechos’ puede leerse de manera
menos desorientadora como ‘o es verdadera’. Pcter Straw son44 ha
observado que las partes de una oración podrían corresponder a las
partes del mundo (esto es, referir a ellas), pero añade,

■” An Analysis o f Knowiedge and Valúa ¡ion, La Salle, YL: Open Court, 1946,
pp. 50-55.
" El argumento, atribuido a Frcgc por Church, puede encontrarse en Church: In-
troductión to Mathematical Logic, Vol. 1, Princeton University Press, 1956, pp. 24-25.
El argumento de Frege se ensaya en mi «Truc to the Facts».
«Truth», en Logico-Llnguistic Papers, Londres: Methuen, 1971.
Es evidente que no hay nada más en el mundo con lo que el enunciado
mismo pueda relacionarse. [...] Y es evidente que la demanda de que haya
(al relatum es lógicamente absurda. [...] Pero la demanda de algo en el
mundo que haga verdadero al enunciado [...], o a lo que el enunciado co­
rresponda si es verdadero, es exactamente esta demanda [ibid., pp. 194-95],

Continúa él afirm ando correctam ente que, «mientras que deci­


mos ciertam ente que un enunciado corresponde a (encaja, está so­
portado por, concuerda con) los hechos», esto es meramente «una
variante de decir que es verdadero» (ibid.).
La objeción correcta a las teorías de la correspondencia no es,
entonces, que hagan de la verdad algo a lo que los humanos no pue­
den nunca aspirar legítimamente; la objeción real es más bien que ta­
les teorías no proporcionan las entidades a las cuales los vehículos
de verdad (tanto si consideramos que éstos son enunciados, oracio­
nes o proferencias) puede decirse que correspondan. Si esto es co­
rrecto, y estoy convencido de que lo es, deberíamos cuestionar tam ­
bién la asunción popular de que las oraciones, o sus ejemplares
hablados, o las entidades o configuraciones en nuestros cerebros del
tipo de las oraciones, puedan llamarse propiam ente «representacio­
nes», puesto que no hay nada que ellas representen. Si abandonam os
los hechos como entidades que hacen a las oraciones verdaderas, de­
beríamos abandonar las representaciones al mismo tiempo, porque la
legitimidad de cada una de ellas depende de la legitimidad de la otra.
Hay así una razón seria para sentir el haber dicho que una teoría
de la verdad al estilo de Tarski era una form a de la teoría de la co­
rrespondencia. Mi razón básica para decirlo no era que hubiera co­
metido el error de suponer que las oraciones o proferencias de ora­
ciones correspondiesen a algo en un sentido interesante. Sino que yo
estaba todavía bajo la influencia de la idea de que hay algo im por­
tante en la concepción realista de la verdad; la idea de que la verdad,
y por tanto la realidad, son (excepto en casos especiales) indepen­
dientes de lo que cualquiera crea o pueda conocer. Así, yo promo-
cioné mi concepción como un tipo de realismo, realismo con res­
pecto al «mundo exterior», con respecto al significado, y con
respecto a la verdad45.
Los términos ‘realism o’ y ‘correspondencia’ estaban mal elegi­
dos porque sugerían el apoyo positivo a una posición, o a una asun­
ción de que hay una tesis positiva clara que adoptar, m ientras que

45 «A Cohcrcnce Theory o f Truth and Knowledge», p. 307.


todo lo que yo estaba justificado para mantener, y todo lo que mi po­
sición realmente implicaba con respecto al realismo y la verdad, era
la concepción negativa de que las concepciones epistém icas eran fal­
sas. La concepción realista de la verdad, si tiene algún contenido,
debe basarse en la idea de la correspondencia, correspondencia tal
como se aplica a oraciones o a creencias o a proferencias — entida­
des que tienen un carácter proposicional— ; y tal correspondencia no
puede hacerse inteligible. Yo simplemente cometí el error de asumir
que el realismo y las teorías epistém icas eran las únicas posiciones
posibles. La única razón legítima que tenía para llamar a mi posición
una forma de realismo era rechazar posiciones como el antirrealismo
de Dummett; estaba preocupado en rechazar la doctrina de que la rea­
lidad o la verdad dependían directamente de nuestras capacidades
epistémicas. May una finalidad en este rechazo. Pero es inútil tanto
rechazar como aceptar el slogan de que lo real y lo verdadero son
«independientes de nuestras creencias». El único sentido positivo
evidente que esta expresión puede tener, el único uso que se ajusta a
las intenciones de aquellos que la valoran, deriva de la idea de la co­
rrespondencia, y ésta es una idea sin contenido46.
Rechazar la doctrina de que lo real y lo verdadero son indepen­
dientes de nuestras creencias, no es, por supuesto, rechazar la pero­
grullada de lo que equivocadamente puede pensarse que expresa:
creer algo no es en general hacerlo verdadero. Porque aceptar que la
perogrullada es verdadera no nos compromete a decir que no hay
ninguna conexión en absoluto entre la creencia y la verdad; debe ha­
ber alguna conexión si tenem os que relacionar la verdad de las pro­
ferencias con su uso. La cuestión es qué puede ser esta conexión.
Distintas formas de subjetivism o — esto es, de posiciones que
construyen la verdad a partir de un concepto epistém ico— conectan
los pensamientos, deseos, e intenciones humanas con la verdad de
maneras bastante diferentes, y no puedo fingir haber hecho justicia a
todas esas concepciones aquí. Lo mejor que puedo hacer es indicar
por qué, a pesar de las diferencias entre las distintas posiciones, tiene
sentido estar insatisfecho con todas ellas.

Arthur Fine rechazó el realismo por algunas de las mismas razones que yo, y
añadió una refutación espléndida de la tesis de que una concepción realista de la ver­
dad explica la práctica y el avance de la ciencia: «The Natural Ontological Attitude»,
en The Shaky Game: Einstein, Realism and (he Quantum Theory, Chicago: University
Press, 1986.
He clasificado a las teorías de la verdad como coherencia como
epistémicas, y esto necesita una explicación. Una teoría pura de la
verdad como coherencia debería mantener, supongo, que todas las
oraciones de un conjunto consistente de oraciones son verdaderas.
Quizás nadie ha mantenido nunca una teoría de tal tipo, porque es
una locura. Aquellos que han propuesto teorías de la coherencia, por
ejemplo, Neurath y R udolf Carnap (en un tiempo), han dejado claro
habitualmente que eran conjuntos de creencias, o de oraciones teni­
das por verdaderas, cuya consistencia era suficiente para hacerlas
verdaderas; por eso clasifico a las teorías de la coherencia con las
concepciones epistémicas: ligan la verdad directamente con lo que se
cree. Pero a menos que se añada algo más, esta concepción parece
tan equivocada como Moritz Schlick47 mantuvo que era (la llamó un
«error asombroso»); la objección obvia es que son posibles muchos
conjuntos consistentes diferentes de creencias que no son consis­
tentes entre s í48.
Hay teorías, similares en ciertos aspectos a la teoría de la cohe­
rencia, que tienen más o menos el mismo problema. Quine mantiene
que la verdad de algunas oraciones, a las que llama oraciones obser­
vacionales, está directam ente ligada a la experiencia (más precisa­
mente, a patrones de term inaciones nerviosas excitadas); otras ora­
ciones derivan su contenido empírico de sus conexiones con las
oraciones observacionales y sus mutuas relaciones lógicas. La ver­
dad de la teoría resultante depende sólo de en qué m edida sirva para
explicar o predecir oraciones observacionales verdaderas. Quine
plausiblemente mantiene que podría haber dos teorías igualmente ca­
paces de dar cuenta de todas las oraciones observacionales verdade­
ras, y sin embargo que ninguna de las teorías pueda ser reducida a la

47 «Über das Fundamcnt der Erkenntnis», Erkenntnis, IV (1934): 79-99.


No toda teoría que relaciona la verdad con conjuntos consistentes de creencias
está equivocada. Lo que debe añadirse a las teorías estándar de la coherencia es una
apreciación no sólo de cómo se relacionan causalmente y lógicamente las creencias
entre sí, sino de cómo dependen los contenidos de una creencia de su conexión causal
con el mundo. Discuto estos asuntos en la sección siguiente. Véase también mi «A
Coherence Theory o f Truth and Knowiedge» y «Empirical Content», en Truth and In-
terpretation: Perspectives on the Philosophy o f Donald Davidson. Ahora me parece
que es otro error terminológico más haber llamado a la tesis de «A Coherence Theory»
una teoría de la coherencia. Explico por qué con más amplitud en «Afterthoughts,
1987», añadido a la reimpresión de «A Coherence Theory» que aparecerá en A. Mali-
chowski, ed., Reading Rorty, Nueva York: Blackwell, 1990, pp. 136-8.
otra (cada teoría contiene al menos un predicado que no puede defi­
nirse usando los recursos de la otra teoría). Quine ha m antenido en
diferentes momentos diferentes formas de pensar esta situación. De
acuerdo con una de ellas, ambas teorías son verdaderas. No veo nin­
guna razón para objetar el punto de vista de que teorías em pírica­
mente equivalentes (como quiera que se caracterice el contenido em ­
pírico) sean verdaderas o falsas a la vez. De acuerdo con otro punto
de vista de Quine, un hablante o un pensador en un momento dado
opera con una teoría y, para él en ese momento, la teoría que está
usando es verdadera y la otra teoría falsa. Si cambia a la teoría alter­
nativa, entonces ésta se convierte en verdadera y la teoría previa­
mente aceptada en falsa. La posición puede ilustrar lo que Quine
quiere decir cuando dice que la verdad es «inm anente»49. Esta con­
cepción de la inmanencia o relatividad de la verdad no debe confun­
dirse con el sentido pedestre en que la verdad de una oración es rela­
tiva al lenguaje en el que aparece. Las dos teorías de Quine pueden
pertenecer a, y estar expresadas en, el mismo lenguaje; de hecho, de­
ben estarlo si hemos de entender la afirmación de que las teorías es­
tán en conflicto. No es fácil ver cómo la misma oración (sin elemen­
tos deícticos), sin cambiar la interpretación, puede ser verdadera
para una persona y no para otra, o para una persona dada en un m o­
mento y no en otro. La dificultad parece debida al intento de impor­
tar consideraciones epistem ológicas al concepto de verdad.
El «realismo interno» de Putnam también hace a la verdad inma­
nente, aunque no, como ocurre en la concepción de Quine, relativa a
una teoría, sino al lenguaje y al esquema conceptual completos que
una persona acepta. Por supuesto si todo esto significa que la verdad
de las oraciones o proferencias es relativa a un lenguaje, esto resulta
familiar y trivialmente correcto. Pero Putnam parece tener algo más
en mente — por ejemplo, que una oración luya y una oración mía
pueden contradecirse entre sí, y sin embargo cada una ser verdadera
«para el hablante»— . Es difícil pensar en qué lenguaje puede expre­
sarse esta posición coherentemente, no digamos ya persuasivamente.

w Véase Ontological Relalivity and Other Essays (Nueva York: Columbia,


1969). Para el problema de Quine acerca de las teorías empíricamente equivalentes
y mutuamente irreductibles véase su «On Empirically Equivalent Systems ol' the
World», Erkenntnis, IX (1975): 313-328; Theoríes and Things, Cambridge: Harvard,
1981, pp. 29-30; L. E. Hahn y P. A. Schilpp, eds., The Philosophy ofW. V. Quine, La
Salle, IL: Open Court, 1986, pp. 156:7.
La fuente del problema es de nuevo la necesidad que sentimos de ha­
cer a la verdad accesible. Putnam tiene claro que ésta es la conside­
ración que le concierne. Identifica explícitam ente la verdad con la
asertabilidad justificada idealizada. Llama a esto una forma de rea­
lismo porque hay «una cuestión acerca de cuál sería el veredicto si
las condiciones fueran suficientem ente buenas, un veredicto acerca
de qué opinión ‘convergería’ si fuéramos razonables»50. Añade que
su punto de vista es «un tipo de realismo humano, una creencia de
que hay una cuestión acerca de lo que es correctam ente ascrtable por
nosotros, como algo opuesto a lo que es correctam ente asertable
desde la perspectiva del ojo de Dios tan querida por el realismo me-
tafísico clásico» (ib id ). Uno sospecha que, si las condiciones bajo
las cuales alguien está justificado idealmente para asertar algo se ex­
plicaran com pletam ente, se haría patente que tales condiciones o
bien permiten la posibilidad de error o que son tan ideales que hacen
inútiles las pretendidas conexiones con las habilidades humanas.
También es sorprendente que Putnam parece no tener ningún argu­
mento a favor de su posición excepto que la alternativa («el realismo
metafísico» — esto es, una teoría de la correspondencia— ) es ina­
ceptable. El no argumenta que no puede haber otra posición.
Putnam describe su posición cercana a la de Dummett en el
punto central — el status epistemológico de la verdad— . Una dife­
rencia es que Putnam está menos seguro que Dummett de que la ver­
dad está limitada a lo que es definidam ente determinable, y por tanto
está menos seguro de que el principio de bivalencia deba abando­
narse; esto explica quizás por qué Putnam llama a su concepción una
forma de realismo mientras que Dummett llama antirrealista a su po­
sición. Putnam piensa también que se diferencia de Dummctt en que
liga la verdad a la asertabilidad justificada idealizada en vez de a la
asertabilidad justificada; pero aquí creo que una lectura cuidadosa de
Dummett mostraría que él tiene más o menos la misma idea. Si
Dummett no insiste en algo sim ilar a las condiciones ideales de Put­
nam, creo entonces que se aplica una crítica a Dummett que Putnam
formuló una vez: si la verdad depende de la asertabilidad justificada,
la verdad puede «perderse», esto es, una oración puede ser verdadera
para una persona en un momento y más tarde convertirse en falsa
porque cambien las condiciones de justificación. Esto debe estar

Realism and Reason: Philosophical Papers, Vol. 3, Nueva York: Cambridge,


1983, p. XVIII.
equivocado51. Dummett dice que está de acuerdo en que la verdad no
puede perderse, pero fracasa al dar una idea clara de cómo la aserta-
bilidad garantizada puede ser al mismo tiempo una propiedad fija y
una propiedad que depende de la capacidad real de los hablantes hu­
manos para reconocer que se satisfacen ciertas condiciones. Las ca­
pacidades reales aumentan y disminuyen, y difieren de persona a
persona; la verdad no.
¿Por qué sostiene Dummett esta concepción de la verdad? Hay
muchas razones, pero una parece ser está. Hemos visto que una teo­
ría de la verdad al estilo de Tarski ni define la verdad ni la caracte­
riza completamente; no hay forma de decir si la teoría se aplica a un
hablante o grupo de hablantes a menos que se añada algo que rela­
cione a la teoría con los usos hum anos del lenguaje. Dumm ctt piensa
que la única manera de hacer esto es hacer a la verdad humanamente
reconocible. El uso humano del lenguaje debe ser una función de
cómo entiende la gente el lenguaje, así si la verdad tiene que jugar
algún papel en la explicación de qué es entender un lenguaje, debe
haber algo, piensa Dummett, que cuente como el que una persona
tenga «evidencia concluyente» de que un enunciado es verdadero.
Uno puede apreciar la fuerza de esta idea y encontrarla al mismo
tiempo difícil de aceptar. He dado mi razón principal para recha­
zarla; que o bien es vacía o hace de la verdad una propiedad que
puede perderse. Pero es importante darse cuenta que hay otras intui­
ciones fuertes que tendrían que sacrificarse si Dum m ett tuviera ra­
zón. Una es la conexión de la verdad eon el significado: en la con­
cepción de Dummett, podem os entender una oración como ‘Nunca
se construirá una ciudad en este lugar’ sin tener idea de qué haría a
esta oración verdadera (puesto que la oración, o una preferencia de
ella, no tiene valor de verdad para Dummett). Otra es la conexión de
la verdad con la creencia: en la concepción de Dummett, puedo en­
tender y creer que nunca se construirá una ciudad en este lugar, pero
mi creencia no tendrá ningún valor de verdad. Parecería que, para
Dummett, tener una creencia que uno expresa m ediante una oración
dada no es necesariamente creer que la oración es verdadera.
Estaría tentado a seguir con Dummctt si pensara que debemos
elegir entre lo que Putnam llama realismo transcendental, esto es, la
concepción de que la verdad es «radicalmente no epistém ica», que

51 Putnam, «Reference and Undcrstanding» y «Reply lo Dummett’s Comment», en


A. Margalit, ed., Meaning and Use, Dordrecht: Rcidel, 1979, pp. 226-8.
todas nuestras teorías y creencias mejor investigadas y establecidas
podrían ser falsas, y la identificación de Dummett de la verdad con
la asertabilidad garantizada, puesto que encuentro a la primera con­
cepción — esencialm ente la concepción de la correspondencia— in­
comprensible, mientras que encuentro a la concepción de Dummett
m eram ente falsa. Pero no veo razón para suponer que realismo y an­
tirrealism o, explicados en los térm inos del carácter radicalm ente no
epistémico o radicalm ente epistémico de la verdad, sean las únicas
maneras de dar fundamento a una teoría de la verdad o del signifi­
cado.
Recapitulemos brevemente. En la prim era sección de este ar­
tículo, rechacé las concepciones deflacionistas de la verdad, aquellas
que enseñan que no hay nada más en el concepto de lo que Tarski ha
m ostrado cómo definir para lenguajes particulares. En esta sección,
he argumentado que ciertos intentos familiares de caracterizar la ver­
dad que van más allá de dar contenido empírico a una estructura del
tipo de las que Tarski nos enseñó a describir son vacíos, falsos, o
confusos. No deberíam os decir que la verdad es correspondencia,
coherencia, asertabilidad garantizada, asertabilidad justificada ideal­
mente, lo que es aceptado en la conversación de la gente adecuada,
lo que la ciencia acabará manteniendo, lo que explica la convergen­
cia hacia teorías simples en la ciencia, o el éxito de nuestras creen­
cias comunes. En la m edida en que realism o y antirrealismo depen­
den de una u otra de estas concepciones de la verdad deberíamos
rechazar el sostener ninguno de los dos. El realismo, con su insisten­
cia en la correspondencia radicalmente no epistémica, pide más a la
verdad de lo que podemos entender; el antirrealism o, con su limita­
ción de la verdad a lo que puede determinarse, priva a la verdad de
su papel de standard intersubjetivo. Debemos encontrar otra m anera
de considerar el asunto.

III. LOS CONTENIDOS DE LA VERDAD

Una teoría de la verdad, en contraste con una definición estipu-


laliva de la verdad, es una teoría em pírica acerca de las condiciones
de verdad de todas las oraciones de algún Corpus de oraciones. Pero,
por supuesto, las oraciones son objetos abstractos, formas, digamos,
y no tienen condiciones de verdad excepto cuando hablantes y gara-
bateadores los encarnan en sonidos y garabatos. Al final, una teoría
de la verdad debe tratar con preferencias y escrituras de los usuarios
del lenguaje; el papel de las oraciones en una teoría es meramente
hacer posible el tratar con tipos de proferencias e inscripciones, tanto
si estos tipos particulares se realizan como si 110. Introducir oracio­
nes sirve así para dos propósitos: nos perm ite hablar de todas la pro­
ferencias e inscripciones reales del mismo tipo de una vez; y nos
permite estipular cuáles serían las condiciones de verdad de una pre­
ferencia o inscripción de un tipo dado en el caso de que fuera profe­
rida. (Por cuestiones de brevedad, a partir de ahora me referiré a los
actos de escribir como proferencias de la misma manera que a sus
contrapartidas audibles.)
Aunque a veces podemos decir que un grupo habla con una sola
voz, las proferencias son esencialm ente personales; cada preferencia
tiene su agente y su tiempo. Una preferencia es un suceso de un tipo
especial, una acción intencional. Las teorías de la verdad se ocupan
en prim er lugar de las proferencias oracionales, preferencias que,
cualquiera que sea su gram ática superficial, deben tratarse como
proferencias de oraciones. La prim acía de las oraciones o de las pre­
ferencias oracionales la dicta el hecho de que la teoría ofrece condi­
ciones de verdad para, y la verdad se predica de, oraciones, en
cuanto proferidas en ocasiones particulares por hablantes particula­
res. A parte de las condiciones verbales de éxito, no hay razón para
no llamar a la preferencia de una oración, bajo las condiciones que
hacen verdadera a la oración, una preferencia verdadera.
Una teoría de la verdad hace más que describir un aspecto de la
conducta hablada de un agente, porque.no sólo da las condiciones de
verdad de las proferencias reales del agente; también especifica las
condiciones bajo las que la preferencia de una oración sería verda­
dera si fuera proferida. Esto se aplica tanto a las oraciones proferidas
realmente, diciéndonos lo que hubiera sido el caso si aquellas ora­
ciones hubieran sido proferidas en otros momentos o bajo otras cir­
cunstancias, com o a oraciones no proferidas nunca. La teoría des­
cribe así una cierta habilidad compleja.
Una preferencia tiene ciertas condiciones de verdad sólo si el ha­
blante pretende que sea interpretada como teniendo aquellas condi­
ciones de verdad. Consideraciones morales, sociales, o legales pue­
den a veces invitarnos a negar esto, pero no creo que las razones para
tales excepciones revelen nada im portante acerca de lo que es básico
para la comunicación. Alguien podría decir algo que fuera norm al­
mente ofensivo o insultante en un lenguaje que cree que sus oyentes
no entienden; pero en este caso su audiencia para el propósito de in­
terpretación es sólo, obviamente, el hablante mismo, lin malapro-
pismo o desliz de lengua, si significa algo, significa lo que el que lo
prom ulga pretende que signifique. A algunos les gusta mantener que
los significados de las palabras son m ágicamente independientes de
las intenciones del hablante; por ejemplo, que dependen de cómo ha­
bla la mayoría de, o los mejor informados, o los m ejor nacidos de la
com unidad en la que el hablante vive, o quizás de cómo hablarían si
tuvieran el suficiente cu id ad o 52. Esta doctrina implica que un ha­
blante puede ser perfectamente inteligible para sus oyentes, puede
ser interpretado exactamente como él pretende que se le interprete, y
sin embargo puede no saber lo que quiere decir mediante lo que dice.
Creo que esta concepción, aunque ha sido ingeniosamente elaborada
y defendida no revela ningún interés filosóficam ente serio acerca de
la naturaleza de la verdad o del significado (aunque puede tener mu­
cho que ver con m aneras buenas o aceptables, y puede representar
una intención, o incluso algún tipo de responsabilidad social por
parte de algunos hablantes)5J. Para el propósito de la empresa pre­
sente, el de entender la verdad y el significado, deberíamos, creo,
mantenernos tan cerca como sea posible de lo que el hablante pone
directamente a disposición de la audiencia, y éste es el estado rele­
vante de la mente del hablante. Lo que importa para la com unicación
lingüística con éxito es la intención del hablante de ser interpretado
de una cierta manera, por una parte, y la interpretación real de las
palabras del hablante en las líneas pretendidas a través del reconoci­
miento del intérprete de las intenciones del hablante, por o tra 54.

51 Saúl Kripke atribuye una concepción de este tipo a Wittgenstein en Wittgenstein


on Rules and Prívate Language, Nueva York: Blackwell, 1982, y la acepta tentativa­
mente. Para una versión diferente, véanse los numerosos trabajos de Tylcr Burge sobre
antiindividualismo, por ejemplo, «Individualism and the Mental», en P. French, T.
Uehling, H. Wettstein, eds., Midwest Studies in Philosophy, volumen 4, Minneápolis:
Minnesota UP, 1979, pp. 73-121; «Individualism and Psychology», Philosophical Re-
view, XCV (1986): 3-46; «Wherein is Languaje Social?» en A. George, ed., Reflec-
tionson Chomsky, Nueva York: Blackwell, 1989, pp. 176-191.
5-' Véase mi «Knowing One’s Own Mind», Proceedings and Addresses o f the Ame­
rican Philosophical Association, LX (1987): 441-458.
S4 La influencia de H. P. Gricc: «Meaning», The Philosophical Review, LXV1
(1957): 377-388, será evidente aquí. Mi caracterización de la comunicación con éxito
deja abierto un rango de posibilidades acerca de la cuestión de qué quiere decir un ha­
blante mediante sus palabras en una ocasión. Puesto que el hablante debe pretender
ser interpretado de una cierta manera, debe creer que su audiencia está equipada para
interpretar sus palabras de esta manera. Pero ¿cómo de justificada tiene que ser esta
creencia y cuán aproximadamente correcta? No creo que nuestros estándares para de­
cidir lo que significan las palabras de alguien, en cuanto habladas en una ocasión
La aproxim ación que estoy siguiendo no coloca ningún peso es­
pecial en el concepto de un lenguaje en cuanto algo com partido por
hablante e intérprete, o por un hablante y su com unidad de habla,
excepto en este sentido: aunque la com unicación m ediante el habla
110 requiere, hasta donde puedo ver, que ninguno de los dos hablan­
tes hable de la m ism a m anera, sí exige, por supuesto, una coinci­
dencia entre cóm o los hablantes pretenden que se les interprete y
cóm o los entienden sus intérpretes. Esta exigencia tiende sin duda
a anim ar a la convergencia en la conducta hablada entre aquellos
que intercam bian palabras, dependiendo del grado de factores
com o el status económ ico y social com partido, los antecedentes ét­
nicos y educacionales, etc. Que la convergencia exista es de tan
amplia im portancia práctica que podríam os exagerar tanto su grado
com o su significación filosófica. Pero creo que hacem os bien en
ignorar esta cuestión práctica al construir teorías del significado,
de la verdad, y de la com unicación lingüística55. Trataré, por tanto,
a las teorías de la verdad com o si se aplicaran en prim er lugar a ha­
blantes individuales en distintos períodos o incluso m om entos de
sus vidas.
Una teoría de la verdad liga al hablante con el intérprete: des­
cribe a la vez las habilidades y prácticas lingüísticas del hablante y
da contenido a lo que el intérprete erudito conoce que le permite
captar el significado de las proferencias del hablante. Esto no es de­
cir que o el hablante o el intérprete sean conscientes o tengan cono­
cimiento proposicional de los contenidos de una teoría tal. La teoría
describe las condiciones bajo las cuales una proferencia de un ha­
blante es verdadera, y así no dice nada directamente acerca de lo que
el hablante sabe. La teoría, sin embargo, implica algo acerca del con­
tenido proposicional de ciertas intenciones del hablante, a saber, las
intenciones de que sus proferencias se interpreten de una cierta ma­
nera. Y aunque ciertamente el intérprete no necesita tener conoci­
miento explícito de la teoría, la teoría proporciona la única manera
de especificar la infinidad de cosas que el intérprete sabe acerca del
hablante, a saber, las condiciones bajo las cuales cualquiera de entre

dada, sean lo suficientemente firmes corno para permitirnos trazar una línea nítida en­
tre una intención fallida de que las palabras de uno tengan un cierto significado y un
éxito en el significado acompañado por una intención fallida de ser intepretado como
se pretendía.
” Véase mi «Communication and Convention», en Inquines into Truth and Inter­
preta/ ion.
un número indefinidam ente amplio de oraciones del hablante sería
verdadera si fuera proferida.
Debe haber por supuesto algún sentido en que hablante c intér­
prete hayan internalizado una teoría; pero esto no es más que el he­
cho de que el hablante es capaz de hablar como si creyera que el in­
térprete lo interpretaría de la m anera en que la teoría describe, y el
hecho de que el intérprete está preparado para interpretarlo así. Todo
lo que necesitaríam os de una teoría de la verdad para un hablante es
que sea tal que, si un intérprete tuviera conocimiento proposicional
explícito de la teoría, sabría las condiciones de verdad de las prefe­
rencias del hablante56.
Una teoría de la verdad para un hablante es una teoría del signifi­
cado en este sentido, que el conocimiento explícito de la teoría bas­
taría para entender las preferencias de este hablante. Consigue esto
al describir el núcleo crítico de la conducta lingüística real y poten­
cial del hablante, en efecto, cómo el hablante pretende que sus prefe­
rencias sean interpretadas. El tipo de com prensión involucrada se
restringe a lo que podríam os tam bién llamar el significado literal de
las palabras, mediante lo cual quiero decir, más o menos, el signifi­
cado que el hablante pretende que el intérprete capte, cualquiera que
sea la significación o la fuerza posterior que el hablante quiera que
el intérprete desentrañe57.

56 Esto es, por supuesto, mucho más de lo que ofrece cualquier teoría que nadie
haya sido capaz de ofrecer para ningún lenguaje natural. La condición no es, por
tanto, una que sabemos que puede satisfacerse. Sabemos, por otra parte, cómo produ­
cir una teoría tal para un fragmento poderoso, quizá autosufíciente, del inglés y de
otros lenguajes naturales, y esto es suficiente para dar contenido a la idea de que la in­
corporación del concepto de verdad a una teoría ofrece una intuición acerca de la na­
turaleza del concepto. Podríamos tener que conformarnos al final con un sentido mu­
cho menos preciso de 'teoría’ de los que Tarski tenía en la mente.
Me estoy saltando un grupo de problemas bien trabajado, tales como proporcionar
las condiciones de verdad de los condicionales subjuntivos, de los imperativos, inte­
rrogativas, enunciados éticos, etc. He discutido (aunque ciertamente no solucionado)
la mayoría de estos problemas en otra parte.
57 Hay una intención no tocada por una teoría de la verdad que un hablante debe
pretender que un intérprete perciba, la fuerza de la preferencia. Un intérprete debe, si
es que entiende al hablante, ser capaz de decir si una proferencia pretende ser un
chiste, una aserción, una orden, una pregunta, y así sucesivamente. No creo que haya
reglas o convenciones que gobiernen este aspecto esencial del lenguaje. Es algo que
los usuarios del lenguaje pueden transmitir a los oyentes y que los oyentes pueden de­
tectar suficientemente a menudo; pero esto no muestra que estas habilidades puedan
regimentarse. Creo que hay razones fundadas para pensar que no es posible nada
La tesis de que una teoría de las condiciones de verdad ofrece un
enfoque adecuado de lo que se necesita para entender los significa­
dos literales de las proferencias está, por supuesto, muy discutida,
pero puesto que he argumentado a favor de ella ampliam ente en otro
sitio, trataré en su mayor parte la tesis aquí como una asunción. Si la
asunción está equivocada, muchos de los detalles a los que voy a
descender acerca de la aplicación del concepto de verdad se verán
amenazados, pero el enfoque general, creo, perm anecerá válido.
Una teoría de la verdad, considerada como una teoría empírica,
se contrasta por sus consecuencias relevantes, y éstas son las oracio-
nes-T implicadas por la teoría. Una oración-T dice de un hablante
particular que, en cualquier momento que él profiera la oración
dada, la proferencia será verdadera si y sólo si se satisfacen ciertas
condiciones. Así las oraciones-T tienen la form a y la función de le­
yes naturales; son bicondicionales universalmente cuantificados, y
como tales se entiende que se aplican contrafácticam ente y que se
confirm an mediante sus instancias58. Así, una teoría de la verdad es
una teoría para describir, explicar, entender, y predecir un aspecto
básico de la conducta verbal. Puesto que el concepto de verdad es
central a la teoría, tenemos justificación para decir que la verdad es
un concepto explicativo de importancia crucial.
La cuestión que queda es: ¿cóm o confirm am os la verdad de una
oración-T? La cuestión es un tipo de cuestión que se plantea con res­
pecto a muchas teorías, tanto en las ciencias físicas com o en psicolo­
gía. Una teoría de la medida fundamental del peso, por ejemplo,
afirm a en form a axiomática las propiedades de la relación entre x e y
que se dan cuando x es al menos tan pesado como y; esta relación
debe, entre otras cosas, ser transitiva, reflexiva, y no-simétrica. Una
teoría de la preferencia podría estipular que la relación de preferen­
cia débil tiene las mismas propiedades formales. Pero en ninguno de
los dos casos los axiomas definen la relación central (x es al menos

como una teoría seria concerniente a esta dimensión del lenguaje. Todavía menos hay
convenciones o reglas para crear o entender metáforas, ironía, humor, etc. Véase mi
«What Metaphors Mean?» y «Convention and Communication», en Inquines imo
Truth and Interpretation.
Si Esto de alguna manera responde a una crítica frecuente a las teorías de la ver­
dad como teorías del significado. Por ejemplo, dado el caso (inusual) de dos predica­
dos no estructurados con la misma extensión, una teoría de la verdad podría hacer una
distinción si hubiera circunstancias que nunca se dan pero bajo las cuales las condi­
ciones de verdad dieran diferentes.
tan pesado como y , x es débilm ente preferido a y), ni nos instruyen
en cómo determ inar cuándo se da la relación. Antes de que la teoría
pueda contrastarse o usarse, debe decirse algo aperca de la interpre­
tación de los conceptos no definidos. Lo mismo se aplica al con­
cepto de verdad w.
Es un error buscar una definición conductista, o cualquier otra
clase de definición explícita o reducción completa del concepto de
verdad. La verdad es uno de los conceptos más básicos y claros que
tenemos, así es inútil soñar en elim inarlo en favor de algo más sim­
ple o más fundamental. Nuestro procedimiento es m ás bien éste: nos
hemos preguntado cuáles son las propiedades formales del concepto
cuando se aplica a estructuras relativamente bien comprendidas, a
saber, a lenguajes. Aquí el trabajo de Tarski ofrece la inspiración.
Queda por indicar cómo una teoría de la verdad puede aplicarse a
hablantes o grupos de hablantes particulares. Dada la complejidad de
las estructuras a las que el concepto de verdad ayuda a caracterizar,
trozos comparativamente anémicos de evidencia, aplicados a una in­
finidad potencial de puntos, pueden ofrecer resultados ricos e ins­
tructivos. Pero no puede esperarse la formalización completa de la
relación entre la evidencia para la teoría y la teoría misma.
Lo que deberíamos exigir, sin embargo, es que la evidencia para
la teoría sea en principio accesible públicamente, y esto no es asum ir
de antemano los conceptos que tienen que ilustrarse. El requisito de
que la evidencia sea públicamente accesible no se debe a una año­
ranza atávica de fundamentaciones conductistas o verificacionistas,
sino al hecho de que lo que hay que explicar es un fenómeno social.
Los fenómenos mentales en general podrían ser privados o no, pero
la interpretación correcta del habla de una persona por otra debe en
principio ser posible. La intención de un hablante de que sus pala­
bras se entiendan de una cierta manera podrían por supuesto perm a­
necer opaca para los oyentes más capacitados y eruditos, pero lo que
tiene que ver con la interpretación correcta, con el significado, y con
las condiciones de verdad tiene que basarse necesariamente en evi­
dencia disponible. Como Ludwig Wittgenstein, por no m encionar a

” Expliqvé en la sección previa por qué creo que no debemos preocuparnos sepa­
radamente acerca de la referencia o la satisfacción. Dicho brevemente, la razón es que
las oraciones-T no contienen conceptos referenciales. Puesto que las implicaciones
contrastables de la teoría son oraciones-T en cuanto aplicadas a casos, cualquier ma­
nera de caracterizar la satisfacción que ofrezca oraciones-T confirmables será tan
buena como cualquier otra.
Dewey, G. H. Mead, Quine y muchos otros han destacado, el len­
guaje es intrínsecamente social. Esto no implica que la verdad y el
significado puedan definirse en térm inos de conducta observable o
que no sea «nada más que» conducta observable; pero sí implica que
el significado se determina completam ente m ediante conducta ob­
servable, incluso mediante conducta fácilmente observable. Que los
significados sean descifrables no es una cuestión de suerte; la dispo­
nibilidad pública es un aspecto constitutivo del lenguaje.
Los conceptos usados para expresar la evidencia no deben com e­
ter petición de principio; deben ser suficientem ente remotos de lo
que la teoría produce en último extremo. Esta conclusión final no es
más que lo que pedimos de cualquier análisis revelador, pero es difí­
cil, al menos en este caso, satisfacerla. Cualquier intento de entender
la com unicación verbal debe considerarla en su lecho natural como
parte de una empresa más amplia. Al principio parece que esto no
puede ser difícil, no teniendo el lenguaje más que transacciones pú­
blicas entre hablantes e intérpretes, y las aptitudes para tales transac­
ciones. Sin embargo la tarea nos elude. Porque el hecho de que los
fenómenos lingüísticos no sean más que fenómenos conductuales,
biológicos, o físicos descritos en un vocabulario exótico de signifi­
cado, referencia, verdad aserción, y así sucesivamente — la mera su­
perveniencia de esta clase de un tipo de hecho o descripción sobre
otro— no garantiza, o ni siquiera alarga la prom esa de la posibilidad
de la reducción conceptual.
Aquí descansa nuestro problem a. Ahora bosquejaré lo que creo
que es al m enos la clase correcta de solución. El entorno psicoló­
gico inm ediato de los logros y aptitudes lingüísticos tiene que en­
contrarse en las actitudes, estados, y eventos que se describen en
expresiones intcnsionales: acción intencional, deseos, creencias, y
sus parientes próximos tales com o esperanzas, m iedos, apetencias,
e intentos. No sólo las distintas aptitudes proposicionales, y sus
servidores conceptuales form an el lecho en el que ocurre el habla,
sino que no hay posibilidad de llegar a una com presión profunda de
los hechos lingüísticos excepto si esta com presión se acompaña
m ediante un enfoque entrelazado de las actitudes cognitivas y co-
nativas centrales.
Es pedir dem asiado que estas nociones intensionales básicas se
reduzcan a otra cosa — a algo más conductual, neurológico, o f i ­
siológico, por ejem plo— . No que podam os analizar ninguno de e s­
tos tres básicos — creencia, deseo, y significado— en térm inos de
uno o dos de los otros; o eso creo, y lo he argum entado en otra
p a rte 60. Pero incluso si pudiéram os efectuar una reducción en este
trio básico, los resultados no alcanzarían lo que podría esperarse
sim plem ente porque el punto final — la interpretación, digam os,
del habla— estaría dem asiado próxim a a donde em pezam os (con
creencia y deseo, o con intención, que es el producto de la creen­
cia y el deseo). Un tratam iento básico de cualquiera de estos con­
ceptos debe em pezar m ás allá o por debajo de todos ellos, o en al­
gún punto equidistante de todos ellos.
Si esto es así, un análisis del significado lingüístico que asuma la
identificación previa de intenciones o propósitos no lingüísticos será
radicalm ente incompleto. Y no ayudará el apelar a reglas o conven­
ciones explícitas o implícitas, aunque sólo sea porque éstas deben
entenderse en térm inos de intenciones y creencias. Las convenciones
y reglas no explican el lenguaje; el lenguaje las explica a ellas. No
hay duda, por supuesto, de la importancia de m ostrar cómo están co­
nectados significados e intenciones. Tales conexiones dan estructura
a las actitudes preposicionales y permiten un tratamiento sistemático
de ellas. Pero la interdependencia de las actitudes intencionales bási­
cas es tan completa que carece de base esperar entender una inde­
pendientemente del entendim iento de las otras. Lo que se busca, en­
tonces es un tratamiento que ofrezca una interpretación de las
palabras de los hablantes al mismo tiempo que proporcione una base
para atribuir al hablante creencias y deseos. Un tratamiento tal pre­
tende proporcionar una base para, m ejor que asumir, la individuación
de las actitudes preposicionales.
La teoría bayesiana de la decisión, tal como la desarrolló Ramsey
trata dos de los tres aspectos intencionales de la racionalidad que pa­
recen los más fundamentales, la creencia y el deseo. La elección de
un curso de acción sobre otro, o la preferencia de que se dé un es­
tado de cosas mejor que otro, es el producto de dos consideraciones:
el valor que se coloca en las distintas consecuencias posibles, y
cómo se juzga que serán esas consecuencias, dado que la acción se
realice o que el estado de cosas llegue a darse. Al elegir una acción o
estado de cosas, por tanto, un agente racional seleccionará una, el

í0 Para consideraciones en apoyo de estas afirmaciones, véase mi «Belief and the


Basis o f Meaning», Synthese, XXVII (1974): 309-323; «Radical Interpretaron», Dia­
léctica, XVII (1973): 313-328; y «Thought and Talk», en Samuel Guttenplan, ed.,
Mind and Language, Nueva York: Oxford, 1975, pp. 7-23.
41 «Truth and Probability», en The Foundatiom o f Mathematics, Nueva York: Hu­
manices, 1950, pp. 156-198.
valor relativo de cuyos posibles resultados, cuando se equilibra me­
diante la probabilidad que el agente asigna a esas consecuencias, es
el mayor. A ctuar es siempre un juego de azar, puesto que un agente
no puede nunca estar seguro de cómo resultarán las cosas. Así en la
medida en que un agente es racional tom ará lo que crea que es la
mejor apuesta disponible (él «maximiza la utilidad esperada»).
Un rasgo de una teoría tal es que lo que está diseñada para expli­
car — las preferencias o elecciones ordinales entre opciones— está
relativamente abierto a la observación, mientras que el mecanismo
explicativo, que involucra grado de creencia y valores cardinales, no
se considera observable. La cuestión que se plantea, por tanto, es
cuándo una persona tiene un cierto grado de creencia en alguna pro­
posición, o cuáles son las fuerzas relativas de sus preferencias. El
problema evidente es que lo que se conoce (la preferencia ordinal, o
simple) es la resultante de dos desconocidos, el grado de creencia y
la fuerza relativa de la preferencia. Si las preferencias cardinales de
una persona por los resultados se conocieran, entonces sus eleccio­
nes entre cursos de acción revelarían su grado de creencia; y si su
grado de creencia se conociera, sus elecciones dejarían al descu­
bierto los valores relativos que él coloca en los resultados. Pero
¿cómo pueden ambos desconocidos determinarse a partir de las elec­
ciones simples o las preferencias únicamente? Ramsey solucionó
este problema mostrando cómo, sobre la única base de elecciones
simples, es posible encontrar una proposición que se trata como si
tuviera la m isma probabilidad de ser verdadera que su negación. Esta
proposición simple puede usarse entonces para construir una serie
infinita de apuestas, elecciones entre las cuales ofrece una medida
del valor para todas las opciones y eventualidades posibles. Es en­
tonces rutina el calcular los grados de creencia de todas las proposi­
ciones.
Ramsey fue capaz de cambiar este truco especificando las res­
tricciones sobre los patrones permisibles de preferencias o eleccio­
nes simples. Estas restricciones no son arbitrarias, sino que son parte
de un tratamiento satisfactorio de las razones a favor de las preferen­
cias y la conducta electiva de una persona. Las restricciones explican
la exigencia de que un agente sea racional, no en sus valores particu­
lares y últimos, sino en los patrones que éstos forman unos con otros
y en com binación con sus creencias. La teoría tiene así un fuerte ele­
mento normativo, pero un elem ento que es esencial si los conceptos
de preferencia, creencia, razón, y acción intencional han de tener
aplicación.
El patrón en lo que se observa es central para la inteligibilidad de
la conducta electiva de un agente — determina nuestra habilidad para
entender acciones en cuanto hechas por una razón-r-, El mismo pa­
trón es central para el poder de la teoría para extraer, de los hechos
que tom ados de uno en uno están conectados de una m anera relativa­
m ente directa con lo que puede observarse, hechos de una clase más
sofisticada (grados de creencia, comparaciones de diferencias de va­
lor). Desde el punto de vista de la teoría, los hechos sofisticados ex­
plican los simples, más observables, mientras que los observables
constituyen la base evidencial para contrastar o aplicar la teoría.
La teoría de la decisión bayesiana no proporciona una definición
de los conceptos de creencia y preferencia sobre la base de nociones
no intensionales. Más bien, hace uso de una noción intensional la
preferencia ordinal entre apuestas o resultados, para dar contenido a
otras dos nociones, grado de creencia y comparaciones de diferen­
cias de valor. Así sería una equivocación creer que la teoría propor­
ciona una reducción de conceptos intensionales a otra cosa. Sin em ­
bargo, es un paso im portante en la dirección de reducir conceptos
intensionales com plejos y relativamente teóricos a conceptos inten­
sionales que en aplicación están más cerca de la conducta pública­
m ente observable. Por encima de todo, la teoría muestra cómo es po­
sible asignar un contenido a dos actitudes preposicionales básicas e
interrelacionadas sin asum ir que ninguna de las dos está entendida
de antemano.
Como teoría para explicar las acciones humanas, una teoría de la
decisión bayesiana del tipo de la que he estado describiendo está
abierta a la crítica de que presupone que podemos identificar e indi­
viduar las proposiciones a las que se dirigen actitudes como la creen­
cia y el deseo (o la preferencia). Pero como se dijo hace algunas pá­
ginas, nuestra habilidad para identificar, y distinguir entre, las
proposiciones que un agente mantiene no puede separarse de nuestra
habilidad para entender lo que dice. En general, descubrimos exacta­
m ente lo que alguien quiere, prefiere, o cree sólo mediante la inter­
pretación de su habla. Esto es particularm ente obvio en el caso de la
teoría de la decisión, donde los objetos que se escogen o prefieren
son a menudo apuestas complejas, con resultados que se describen
com o contingentes sobre la ocurrencia de eventos específicos. Clara­
mente, una teoría que intenta elim inar las actitudes y creencias que
explican las preferencias o elecciones debe incluir una teoría de la
interpretación verbal si no ha de hacer asunciones mutiladas.
Lo que debemos añadir a una teoría de la decisión, o incorporar a
ella, es una teoría de la interpretación verbal, una manera de decir lo
que un agente quiere decir m ediante sus palabras. Sin embargo esta
adición debe hacerse en ausencia de información detallada acerca de
los contenidos proposicionales de creencias, deseos, o intenciones.
En aspectos importantes, el tratam iento de Quine del significado
es sorprendentem ente sim ilar al tratamiento de Ramsey del tom ar
decisiones. Nótese que, m ientras que no hay una m anera directa de
observar lo que los hablantes quieren decir, toda la evidencia reque­
rida para llevar a cabo la com unicación debe estar disponible públi­
camente, Quine examina la evidencia disponible relevante, y pre­
gunta cómo podría usarse para elim inar los significados. Lo que
puede observarse, por supuesto, es la conducta del habla en relación
al entorno, y desde esto ciertas actitudes hacia oraciones pueden in­
ferirse de manera bastante directa, del mismo modo en que las pre­
ferencias pueden inferirse a partir de elecciones. Para Quine, los ob­
servables clave son actos de asentimiento y disentimiento, en cuanto
causados por eventos dentro del ámbito del hablante. A partir de ta­
les actos es posible inferir que ciertos tipos de eventos causan el que
el hablante m antenga que una oración es verdadera42.
Exactam ente aquí aparece un desafío básico. Un hablante m an­
tiene que una oración es verdadera como resultado de dos considera­
ciones: lo que él considera que la oración significa, y lo que él cree
que es el caso. El problema es que lo que es directam ente observable
relativamente para un intérprete es el producto de dos actitudes inob-
servables, creencia y significado. ¿Cómo pueden distinguirse los pa­
peles de estos dos factores explicativos y extraerse a partir de la evi­
dencia? Curiosamente el problem a es parecido al problem a de
desenredar los papeles de la creencia y la preferencia al determ inar
elecciones y preferencias.
La solución de Quine se parece, en principio si no en detalle, a la
de Ramsey. El paso crucial en ambos casos es encontrar la manera
de m antener un factor fijo en ciertas situaciones m ientras se deter­
mina el otro. La idea clave de Quine es que la interpretación correcta
de un agente por otro no puede adm itir inteligiblemente ciertas cla­
ses y grados de diferencia entre el que interpreta y lo interpretado
con respecto a la creencia. Como resultado, un intérprete está ju stifi­
cado a hacer ciertas asunciones acerca de las creencias de un agente

El paso desde los asentimientos observados a la actitud inferida de mantener


que algo es verdadero no está, creo, explícito en Quine.
antes de que com ience la interpretación. Como una restricción sobre
la interpretación, a esto se le llama a veces por el nombre que Neil
W ilson03 le dio, el Principio de Caridad. Como una estrategia para
separar el significado y la creencia sin asumir ninguno, es una alter­
nativa brillante a cualquier tratamiento del significado que tome a
los significados por garantizados o que asuma la distinción analítico-
sintético.
En lo que sigue, uso el inspirado método de Quine de maneras
que se desvían, a veces sustancial mente, de la suya. Una diferencia
relevante para el presente tópico es ésta. M ientras que a Quine le
conciernen las condiciones de traducción con éxito desde el lenguaje
de un hablante al de un intérprete, yo pongo el énfasis en lo que el
intérprete necesita conocer de la semántica del lenguaje del hablante,
esto es, lo que se transmite mediante las oraciones-T implicadas por
una teoría de la verdad. La relación entre estos dos proyectos, el de
Quine y el mío, es obvia; dada una teoría de la verdad para el len­
guaje de un hablante L expresado en el lenguaje del intérprete M, es
bastante simple producir un manual que traduzca (al menos aproxi­
m adamente) desde L a M M. Pero la conversa es falsa; hay muchas
oraciones que podem os traducir sin tener ni idea de cómo incorpo­
rarlas a una teoría de la verdad. Exigir que una teoría de la interpre­
tación satisfaga la restricción de una teoría de la verdad significa que
debe hacerse m anifiesta más estructura de la que se necesita para la
traducción.
Si suponemos, como el principio de caridad dice que inevitable­
mente debemos, que el patrón de oraciones al que el hablante asiente
refleja la sem ántica de las constantes lógicas, es posible detectar e
interpretar aquellas constantes. Los principios que guían aquí, como
en la teoría de la decisión, derivan de consideraciones normativas.
Las relaciones entre creencias juegan un papel constitutivo decisivo;
un intérprete no puede aceptar desviaciones grandes u obvias de sus
propios estándares de racionalidad sin destruir el fundamento de la
inteligibilidad sobre el que descansa loda interpretación. La posibili­
dad de entender el habla o las acciones de un agente depende de la

65 «Substances without Substraía», Review o f Metaphysics, XII (1959): 521-539.


" La navegación puede no ser completamente recta; es fácil imaginar un lenguaje
que no contenga traducción alguna de la palabra castellana ‘ahora’ pero que pueda dar­
las condiciones de verdad de las oraciones castellanas que contengan la palabra
‘ahora’.
existencia de un patrón fundamentalmente racional, un patrón que
debe, en líneas generales, ser com partido por todas las criaturas ra­
cionales. No tenem os más elección, entonces, que proyectar nuestra
propia lógica sobre el lenguaje y las creencias de otro. Esto significa
que es una restricción sobre las interpretaciones posibles de las ora­
ciones m antenidas como verdaderas el que sean (dentro de la razón)
lógicamente consistentes unas con otras.
La consistencia lógica no ofrece más que la interpretación de las
constantes lógicas, sin embargo (cualesquiera que sean los límites de
la lógica y la lista de las constantes lógicas). Mayor interpretación re­
quiere mayores formas de acuerdo entre el hablante y el intérprete.
Asumiendo que la identificación de las constantes lógicas requerida
para la estructura cuantificacional de primer orden se ha conseguido,
es posible identificar como tales a los términos singulares y a los pre­
dicados. Esto plantea la cuestión de cómo tienen que interpretarse és­
tos. Aquí el progreso depende de prestar atención, no sólo a qué ora­
ciones un agente considera verdaderas, sino también a los eventos y
objetos del mundo que causan el que él considere a las oraciones ver­
daderas. Las circunstancias, observables del mismo modo por hablante
e intérprete, que causan que un agente acepte oraciones como ‘está
lloviendo’, ‘eso es un caballo’, o ‘me duele un pie’ como verdaderas
proporcionan la evidencia más obvia para la interpretación de esas
oraciones y de los predicados en ellas. El intérprete, al darse cuenta de
que el agente acepta o rechaza regularmente la oración ‘el café está
preparado’ cuando el café está o no está preparado tenderá (aunque sea
tentativamente dependiendo de resultados relacionados) a una teoría
de la verdad que diga que una proferencia de un agente de la oración
‘el café está preparado’ es verdadera si y sólo si el agente puede obser­
var que el café está preparado en el momento de la proferencia.
La interpretación de los nom bres y predicados com unes depende
fuertemente de los elementos deícticos en el habla, tales como de­
mostrativos y tiempos verbales, puesto que son éstos los que de m a­
nera más directa permiten conectar predicados y térm inos singulares
con objetos y eventos en el mundo. (Para acom odar a los elementos
deícticos, las teorías de la verdad del tipo propuesto por Tarski deben
completarse; la naturaleza de estas m odificaciones ha sido discutida
en otro lu g ar65.) El método que propongo para interpretar los predi-

El tipo tic modificación requerida se discute en Inquines ¡uto Truth and lnter-
p retalion.
cados y las oraciones más observacionales es sim ilar en algunos as­
pectos al método de Quine en Word and Object (§ 7-10), pero es di­
ferente en otros. La diferencia más importante concierne a los obje­
tos o eventos que determinan el contenido comunicable. Para Quine,
son los patrones de las term inaciones nerviosas los que provocan el
asentim iento a una oración; una oración de observación de un ha­
blante es «estim ulativamente sinónima» de una oración de observa­
ción de un intérprete si los mismos patrones de estim ulación próxi­
ma! provocaran el aceptar o rechazar las oraciones respectivas de
hablante e intérprete. La idea de Quine es captar en una forma cientí­
ficam ente respetable la idea empirista de que el significado depende
de la evidencia directam ente disponible para cada hablante. En con­
traste, mi enfoque es externalista: sugiero que la interpretación de­
pende (en las situaciones más simples y básicas) de los objetos y
eventos externos sobresalientes tanto para el hablante como para el
intérprete, los mismos objetos y eventos son entonces considerados
por el intérprete com o el tema de las palabras del hablante. Es el es­
tímulo distal lo que cuenta para la interpretación66. El significado de
este punto será ahora valorado.
La dificultad con lo que podríam os llam ar Teoría Distal de la
Referencia es que hace difícil explicar el error, el hueco crucial entre
lo que uno cree que es verdadero y lo que es verdadero; puesto que
la teoría distal basa la verdad en la creencia, el problema es crucial.
La solución depende de dos estrategias interpretativas íntimamente
relacionadas. Un intérprete dedicado a trabajar sobre los significados
de un hablante se da cuenta de más cosas que las que causan asenti­
miento y disentimiento; se da cuenta de lo bien colocado y equipado
que está el hablante para observar aspectos de su entorno, y de
acuerdo con eso le da más peso a algunas respuestas verbales que a
otras. Esto le da los rudim entos de una explicación de los casos des­
viados donde el hablante llama a una oveja una cabra porque está
equivocado acerca del animal más que acerca de la palabra. La estra­
tegia más sutil y m ás importante depende de la interanimación de
oraciones. Con esto quiero decir la medida en la que un hablante
cuenta la verdad de una oracion como apoyo a la verdad de otras.

“ He discutido este aspecto de la teoría del significado de Quine en «Meaning,


Truth and Evidence», en R. Gibson, ed., Perspectives on Quine, Nueva York: Blac-
wcll, 1989. Allí señalo que Quine a veces parece también subscribir la teoría «distal»,
especialmente en The Roots ofReference, La Salle, YL: Open Court, 1973.
Hemos visto un ejem plo de cóm o la evidencia de tales dependencias
lleva a la interpretación de las constantes lógicas. Pero las cuestiones
de apoyo evidencia! pueden también ayudar en la interpretación de
los así llamados térm inos observacionales, ayudando a explicar el
error.
La interpretación de los térm inos menos directam ente depen­
dientes de la observación no atenta debe depender tam bién en una
amplia medida de probabilidades condicionales, que muestran lo que
el agente cuenta como evidencia para la aplicación de sus predicados
más teóricos. Si queremos identificar y así interpretar el papel de los
conceptos teóricos o su expresión lingüística, debemos saber cómo
se relaciona con otros conceptos y palabras. Estas relaciones son en
general bolistas y probabilísticas. Podemos, por tanto, localizarlas
sólo si podemos detectar el grado en el que un agente considera que
una oración es verdadera, sus probabilidades subjetivas. El asenti­
miento y disentimiento sim ples están en los límites extremos y
opuestos de una escala; necesitam os colocar las actitudes que son in­
termedias en cuanto a fuerza. El grado de creencia, sin embargo, no
puede ser directamente diagnosticado por un intérprete; como vimos
al discutir la teoría de la decisión, el grado de creencia es una cons­
trucción basada en actitudes más elementales.
La teoría de la interpretación verbal y la teoría de la decisión ba-
yesiana están evidentemente hechas la una para la otra. La teoría de
la decisión debe liberarse de la asunción del acceso independiente de
los significados; la teoría del significado necesita una teoría del
grado de creencia para hacer un uso serio de las relaciones de apoyo
evidcncial. Pero afirm ar estas dependencias m utuas no es suficiente,
porque ninguna teoría puede desarrollarse prim ero como una base
para la otra. No hay ninguna forma de añadir sim plemente una a la
otra porque cada una para em pezar requiere un elem ento extraído de
la otra. Lo que se busca es una teoría unificada que ofrezca el grado
de creencia, las deseabilidades en una escala de intervalos, y una in­
terpretación del habla, una teoría que no asuma que los deseos o las
creencias tienen que individualizarse de antemano, mucho menos
que se cuantifiquen.
Una teoría tal debe basarse en alguna actitud sim ple que un intér­
prete pueda reconocer en un agente antes de que el intérprete tenga
conocim iento detallado de ninguna de las actitudes proposicionales
del agente. La actitud siguiente servirá: la actitud que un agente tiene
hacia dos de sus oraciones cuando prefiere la verdad de una a la ver­
dad de la otra. Las oraciones deben estar dotadas de significado para
el hablante, por supuesto, pero interpretar las oraciones es parte de la
tarea del intérprete. Lo que el intérprete tiene que interpretar, enton­
ces, es la información acerca de qué episodios y situaciones en el
mundo causan que un agente prefiera que esta oración m ejor que
otra sea verdadera. Claram ente un intérprete puede saber esto sin sa­
ber lo que las oraciones significan, qué estados de cosas valora el
agente, o qué cree. Pero es igual de claro que el que un agente pre­
fiera la verdad de las oraciones es una función de lo que el agente
considere que las oraciones significan, el valor que coloque sobre los
distintos estados del mundo reales o posibles, y la probabilidad que
ligue a aquellos estados que son contingentes sobre la verdad de las
oraciones relevantes. Así no es absurdo pensar que estas tres actitu­
des del agente puedan abstraerse del patrón de preferencias entre
oraciones de un agente.
Podría objetarse que una preferencia por la verdad de una ora­
ción más que por otra es en sí misma un estado intencional, y uno
que podría saberse que se da sólo sobre la asunción de que están pre­
sentes m uchos factores psicológicos. Esto es verdad (como lo es
tam bién del asentim iento a, o del considerar verdadera, una oración).
Pero el objetivo no era el evitar estados intencionales; era evitar esta­
dos intencionales individuativos, estados intensionales, estados con
un objeto preposicional (como se dice). Una preferencia por la ver­
dad de una oración sobre otra es una relación extensional que rela­
ciona a un agente y a dos oraciones (y un tiempo). Porque puede de­
tectarse sin saber lo que las oraciones significan, una teoría de la
interpretación basada en ella puede esperar dar el paso crucial desde
lo no preposicional a lo preposicional.
Aquí, en esbozo, está cómo creo que la esperanza puede satisfa­
cerse. Hemos visto ya (de nuevo en forma esquemática) cómo llegar
a una teoría del significado y la creencia sobre la base del conoci­
miento acerca de los grados en los cuales las oraciones se consideran
verdaderas. Así, si pudiéramos derivar el grado de creencia en las
oraciones apelando a la información acerca de las preferencias de
que las oraciones sean verdaderas, tendríamos una teoría unificada
con éxito.
La versión de Ramsey de la teoría de la decisión bayesiana hace
un uso esencial de los juegos de azar o las apuestas, y esto crea una
dificultad para mi proyecto. Porque ¿cómo podemos decir que un
agente considera que una oración presenta una apuesta hasta que ha­
yamos llegado bastante lejos en el proceso de interpretar su len­
guaje? Una apuesta, después de todo, especifica una conexión, pre­
sum iblemente causal entre la ocurrencia de un cierto evento (una
moneda que cac de cara) y un resultado específico (ganas un caba­
llo). Incluso si asumimos que podemos decir cuándo un agente
acepta tal conexión, la aplicación clara de la teoría depende también
de que el evento que es la causa (la moneda cayendo de cara) no
tenga valor, positivo o negativo, en sí mismo. También es necesario
asum ir que la probabilidad que el agente asigna a que la moneda
caiga de cara no está contam inada por pensamientos acerca de la
probabilidad de ganar un caballo. En pruebas experim entales de teo­
rías de la decisión, uno trata de proporcionar entornos en los que es­
tas asunciones tengan una posibilidad de ser verdaderas; pero la apli­
cación general que tenemos en mente ahora no puede ser tan
detallada.
Le debemos a Richard Jeffrey67 una versión de la teoría de la de­
cisión bayesiana que no hace uso directo de apuestas, sino que trata a
los objetos de la preferencia, los objetos a los que se asignan las pro­
babilidades subjetivas, y a los objetos a los que se asignan valores re­
lativos todos como proposiciones. Jeffrey ha m ostrado en detalle
cómo extraer probabilidades subjetivas y valores a partir de las pre­
ferencias de que las proposiciones sean verdaderas.
Queda un problem a obvio. Jeffrey muestra cóm o conseguir resul­
tados más o menos como Ramsey sustituyendo preferencias entre
proposiciones por preferencias entre apuestas. Pero las proposiciones
son significados, u oraciones con significados, y si sabem os las pro­
posiciones entre las que un agente está escogiendo, nuestro problema
original de interpretar el lenguaje e individuar actitudes proposicio-

67 The Logic o f Decisión (Chicago: University Press, 2 “ ed., 1983). La teoría de


Jeffrey no determina las probabilidades y utilidades hasta los mismos conjuntos de
transformaciones que la teoría standard. En vez de una función de utilidad determi­
nada hasta una transformación lineal, en la teoría de Jefírey la función de utilidad es
única sólo hasta una transformación lineal fraccional; y las asignaciones de probabili­
dad, en vez de ser únicas una vez que se ha escogido un número para medir la certeza
(siempre Uno), son únicas sólo dentro de una cierta cuantización. Estas disminuciones
en la determinación son conceptual y prácticamente apropiadas: equivalen, entre otras
cosas, a permitir algo como el mismo tipo de indeterminación en la teoría de la deci­
sión que hemos llegado a esperar en una teoría de la interpretación lingüística. En la
misma medida en que se puede dar razón de los mismos datos en la teoría de la deci­
sión usando distintas funciones de utilidad haciendo los correspondientes cambios en
la función de probabilidad, asi se pueden cambiar los significados que se atribuyen a
las palabras de una persona (dentro de unos límites) siempre que se hagan los cambios
compensatorios en las creencias que se le atribuyen.
nales se asume que ha sido solucionado desde el principio. Lo que
queremos es alcanzar los resultados de Jeffrey, pero em pezando con
preferencias entre oraciones sin interpretar, no proposiciones.
Esto resulta ser un problema soluble. El método de Jeffrey para
encontrar las probabilidades subjetivas y las deseabilidades relativas
de las proposiciones sólo depende de la estructura veritativo-funcio-
nal de las proposiciones — de cómo se hacen las proposiones a partir
de proposiciones simples mediante la aplicación repetida de la con­
junción, disyunción, y de las otras operaciones definibles en términos
de éstas— . Si empezamos con oraciones en vez de proposiciones, en­
tonces la dificultad crucial se vencerá suponiendo que las conectivas
veritativo-funcionales puedan identificarse. Porque una vez que las
conectivas veritativo-funcionales hayan sido identificadas, Jeffrey ha
mostrado cómo fijar, hasta el grado deseado, las deseabilidades sub­
jetivas y las probabilidades de todas las oraciones; y esto, he argu­
mentado, es suficiente para ofrecer una teoría para la interpretación
de las oraciones. El conocer las actitudes evaluativas y cognitivas de
un agente hacia las oraciones interpretadas no es algo que se dis­
cierna (al menos en el contexto de este enfoque) a partir del conoci­
miento de las creencias y deseos del agente. Los pasos esenciales en
este procedimiento, particularm ente el procedimiento que saca la in­
terpretación de las conectivas veritativo-funcionales de hechos acerca
de la preferencia, se describen en el apéndice de este artículo.
El tratamiento de los problem as del significado, la creencia y el
deseo que he esbozado no pretende, estoy seguro de que esto está
claro, arrojar ninguna luz directa sobre cómo llegamos a entendernos
unos a otros en la vida real, ni sobre cómo dom inam os nuestros pri­
m eros conceptos y nuestro prim er lenguaje68. He estado com prom e­

“ Dado lo intrincado de cualquier sistema interpretable de pensamiento y len­


guaje, he asumido que debe haber muchos tratamientos alternativos a la interpreta­
ción. He bosquejado uno; otros podrían ser menos artificiales o más cercanos a nues­
tras intuiciones concernientes a la práctica interpretativa. Pero 110 deberíamos dar por
garantizado que el procedimiento que he esbozado es totalmente remoto de lo que es
practicable. Para empezar, obsérvese que toda preferencia que pueda tratarse como
una petición o demanda sincera debe tomarse como si expresara la preferencia del que
la profiere de que una oración, mejor que su negación, sea verdadera. La mayor parte
del trabajo experimental en teoría de la decisión toma como datos las elecciones que
los sujetos hacen entre alternativas que se describen por escrito o en el habla. Se
asume normalmente que los sujetos entienden estas descripciones que los experimen­
tadores hacen. Abandonar esta asunción da como resultado datos exactamente del tipo
requerido por el tratamiento presentado aquí.
tido en un ejercicio conceptual dirigido a revelar las dependencias
entre nuestras actitudes preposicionales básicas en un nivel sufi­
cientemente fundamental como para evitar la asunción de que pode­
mos llegar a captarlas — o a atribuírselas inteligiblemente a otros—
una cada vez. Realizar el ejercicio ha requerido m ostrar cóm o es po­
sible en principio llegar a todas ellas a la vez. M ostrar esto equivale a
presentar una prueba informal de que hemos dotado al pensamiento,
el deseo, y el habla de una estructura que haga posible la interpreta­
ción. Por supuesto, sabíamos que era posible de antemano. La cues­
tión filosófica era ¿,qué la hace posible?
Lo que hace a la tarea practicable en absoluto es la estructura que
el caracter normativo del pensam iento, el deseo, el habla y la acción
imponen sobre las atribuciones correctas de actitudes a los otros, y
así sobre las interpretaciones de su habla y las explicaciones de sus
acciones. Lo que he dicho acerca de las normas que gobiernan nues­
tras teorías de la atribución intensional es tosco, vago, e incompleto.
La manera de m ejorar nuestra comprensión de tal com prensión es
m ejorar nuestra captación de los standards de racionalidad implícitos
en toda interpretación del pensamiento y la acción.
La idea de que el contenido preposicional de las oraciones de
observación se determ ina (en la m ayoría de los casos) m ediante lo
que es com ún y sobresaliente tanto al hablante com o al interprete
es un correlato directo de la concepción de sentido com ún del
aprendizaje del lenguaje. Tiene profundas consecuencias para la re­
lación entre el pensam iento y el significado, y para nuestra concep­
ción del papel de la verdad, porque no sólo asegura que hay un ni­
vel básico en el cual los hablantes com parten sus concepciones,
sino que tam bién que lo que ellos com parten es una visión am plia­
mente correcta de un m undo com ún. La fuente últim a tanto de la
objetividad com o de la com unicación es el triángulo que, al rela­
cionar hablante, intérprete, y el mundo, determ ina los contenidos
del pensam iento y del habla. Dada esta fuente, no hay lugar para un
concepto relativizado de verdad.
Reconocemos que la verdad debe de alguna m anera relacionarse
con las actitudes de las criaturas racionales; esta relación se revela
ahora como si surgiera de la naturaleza del entendim iento interperso­
nal. La comunicación lingüística, el instrum ento indispensable del
entendim iento interpersonal de grano fino, descansa en las preferen­
cias m utuamente entendidas, cuyos contenidos se fijan finalm ente
mediante los patrones y las causas de las oraciones consideradas
verdaderas. El apuntalamiento conceptual de la interpretación es una
teoría de la verdad; la verdad descansa así, al final, en la creencia y,
m ás al final incluso, en las actitudes afectivas.

APÉNDICE

El método de Jeffrey para encontrar las probabilidades subjetivas


y las deseabilidades relativas de las proposiciones depende sólo de la
estructura veritativo-funcional de las proposiciones — de cómo están
construidas las proposiciones a partir de proposiciones sim ples por
la aplicación repetida de la conjunción, disyunción, negación, y las
otras operaciones definibles en térm inos de éstas— . Si empezamos
con oraciones en vez de con proposiciones, entonces nuestro pro­
blema se solucionará siempre y cuando las conectivas veritativo-fun­
cionales puedan ser identificadas. Porque una vez que las conectivas
veritativo-funcionales han sido identificadas, Jeffrey ha mostrado
cóm o fijar, con el grado deseado, las probabilidades y deseabilidades
subjetivas de todas las oraciones; y esto, he argumentado, basta para
dar una teoría para interpretar las oraciones.
El primitivo empírico básico en el método que hay que describir
es la preferencia (débil) del agente de que sea verdadera una oración
m ejor que otra; uno podría por tanto pensar en los datos como si fue­
ran del mismo tipo que los datos habitualm ente reunidos en una
prueba experimental de cualquier teoría bayesiana de la decisión,
siem pre y cuando la interpretación de las oraciones entre las que el
agente elige 110 se asuma como conocida de antemano por el intér­
prete.
La uniform idad y simplicidad de la ontología empírica del sis­
tema, que com prende sólo las proferencias y las oraciones, es esen­
cial para lograr el objetivo de com binar la teoría de la decisión con la
interpretación. Seguiré a Jeffrey, cuya teoría trata sólo de proposicio­
nes, tan cerca com o sea posible, sustituyendo oraciones sin interpre­
tar donde él asume proposiciones. Aquí, entonces, está el análogo del
Axioma de Deseabilidad (D) de Jeffrey, aplicado a oraciones en vez
de a proposiciones:

(D) Si prob(s y t) —0 y prob(s o t) 0, entonces

prob(s)des(s) + prob(t)des(t)
des(s o t) -------------—---------- — ----------
prob(s) + prob(t)
[Escribo ‘prob (s)’ para la probabilidad subjetiva de s y 'des(s)’ para
la deseabilidad de s.] Al relacionar la preferencia y la creencia, este
axiom a hace el tipo de trabajo que habitualmente se hace en las
apuestas; la relación es, sin embargo, diferente. Los eventos se corre­
lacionan con oraciones que bajo la interpretación resulta que dicen
que el evento ocurre (‘la carta siguiente es un trébol’)- Las acciones
y los resultados también están representados por oraciones (‘el
agente apuesta un dólar’, ‘el agente gana cinco dólares’). Las apues­
tas no entran directamente, pero el elem ento de riesgo está presente,
puesto que elegir que una oración sea verdadera es habitualm ente co­
rrer un riesgo acerca de lo que será concomitantem ente verdadero.
(Se asume que uno no puede elegir una oración lógicamente falsa.)
Así vemos que, si el agente elige hacer verdadera en vez de falsa la
oración ‘el agente apuesta un dólar’, está tomando una posibilidad
sobre un resultado, que podría pensarse, por ejemplo, que depende
de si la siguiente carta es o no un trébol. Entonces la deseabilidad de
la (verdad de) la oración ‘el agente apuesta un dólar’ será la deseabi­
lidad de las distintas circunstancias en las que la oración es verda­
dera, sopesadas de la forma habitual por las probabilidades de esas
circunstancias. Supongamos que el agente cree que ganará cinco dó­
lares si la carta siguiente es un trébol y que no ganará nada si la carta
siguiente no es un trébol; tendrá entonces un especial interés en si la
verdad de ‘el agente apuesta un dólar’ se em parejará con la verdad o
falsedad de ‘la siguiente carta es un trébol’. Abreviem os estas dos
oraciones por ‘s ’ y ‘t \ Entonces

prob(s y t)des(s y t) + prob(s y t)des(s y t)


des(s) = -----------------------------— -----------------------
prob(s)

Esto es, por supuesto, algo parecido a las apuestas de Ramsey. Di­
fiere, sin embargo, en que no hay ninguna asunción de que «los esta­
dos de la naturaleza» que podría pensarse que determ inan los resul­
tados sean, en la term inología de Ramsey, «m oralm ente neutrales»,
esto es, que no tengan efecto sobre las deseabilidades de los resulta­
dos. Ni hay tampoco la asunción de que las probabilidades de los re­
sultados dependan de nada más que de las probabilidades de los «es­
tados de naturaleza» (el agente podría creer que tiene una posibilidad
de ganar cinco dólares incluso si la siguiente carta no es un trébol, y
una posibilidad de que no ganará cinco dólares incluso si la próxima
carta es un trébol).
El axiom a de deseabilidad puede usarse para mostrar cómo las
probabilidades dependen de las deseabilidadcs en el sistem a de Jcf-
frey. Tomemos el caso especial donde t = s. Entonces'tenem os

( 1) des(s o s) = des(s)prob(s) + des(s)prob(s)


Puesto que prob(s) + prob(s) = 1, podemos resolver porprob(s):

/ . des(s o s ) - des(s)
(2 ) prob(s) = — - - - - - - - ■■■
des(s) - des(s)

Así, la probabilidad de una proposición depende de la deseabili­


dad de esta proposición y de su negación. Además, es fácil ver que,
si una oración s es más deseable que una verdad lógica arbitraria (tal
com o ‘t o - ,t ’)> entonces su negación (<_,s ’) no puede tam bién ser
más deseable que una verdad lógica. Supongamos que asignamos el
núm ero 0 a cualquier verdad lógica. (Esto es intuitivamente razona­
ble puesto que un agente es indiferente a la verdad de una tautolo­
gía.) Entonces (2) puede reescribirse:

(3) p ro b (s)= l
j des(s)
des(s)

De repente es evidente que des(s) y des(s) no pueden ser ambas


mayores, o ambas menores, que 0, la deseabilidad de cualquier ver­
dad lógica, si prob(s) tiene que caer en el intervalo de 0 a 1. Si (si­
guiendo a Jeffrey) llamamos buena a una opción si es preferida a una
verdad lógica y mala si una verdad lógica es preferida a ella, enton­
ces (3) muestra que es imposible que una opción (oración) y su nega­
ción sean ambas buenas o ambas malas.
Tomando ‘(s y s)’ como nuestra muestra de verdad lógica (pode­
mos afirm ar este principio en térm inos puramente de preferencias:

(4) Si des(s) > d e s ^ (s y -■ s)) entonces


des(-- (s y s)) > desC-1 s), y

Puesto que tanto la negación como la conjunción pueden defi­


nirse en términos de la barra de Sheffer ‘|’ («no a la vez»), (4) puede
reescribirse:
(5) Si dcs(s) > des((t|u)|((t|u)|(t|u))) entonces
des((t|u)|((t|u)|(t|u))) des(s|s), y
si des((t|u)|((t|u)|(t|u))) > des(s) entonces
des(s|s) ((des((t|u)|((t|u)|(t|u))).

El interés de (5) para los propósitos actuales es éste. Si asum i­


mos que ‘|’ es algún operador veritativo-funcional arbitrario que
form a oraciones a partir de pares de oraciones, entonces se cum ple
lo siguiente: si (5) es verdadero para todas las oraciones s, t, y u, y
para algún s y t, des(s|s) des(t|t), entonces ‘|’ debe ser la barra de
Sheffcr (debe tener las propiedades lógicas de «no a la vez»); nin­
guna otra interpretación es posible'’'’.
Así, los datos que involucran sólo preferencias entre oraciones,
cuyos significados son desconocidos para el intérprete, ha llevado
(dada las restricciones de la teoría) a la identificación de una conec­
tiva oracional. Puesto que todas las oraciones lógicamente equivalen­
tes son iguales en deseabilidad, es ahora posible interpretar todas las
otras conectivas oracionales veritativo-funcionales, puesto que todas
son definibles en términos de la barra de Sheffer. Por ejemplo, si se
encuentra que para toda oración s,

dcs(s|s) = d e s ^ s)

podemos concluir que la tilde es el signo de negación.


Ahora es posible medir la deseabilidad y probabilidad subjetiva de
todas las oraciones, porque la aplicación de fórmulas como (2) y (3)
exige la identificación sólo de las conectivas oracionales veritativo-fun­
cionales. Así, está claro a partir de (3) que, si dos oraciones son iguales
en deseabilidad (y se prefieren a una verdad lógica) y sus negaciones
son también iguales en deseabilidad, las oraciones deben tener la misma
probabilidad. Por lo mismo, si dos oraciones son iguales en deseabilidad
(y se prefieren a una verdad lógica), pero la negación de una se prefiere
a la negación de la otra, entonces la probabilidad de la primera es menor
que la de la segunda. Esto, junto con los apropiados axiomas de existen­
cia, es suficiente para establecer una escala de probabilidad. Entonces es
fácil determinar las deseabilidades relativas de todas las oraciones70.

65 Estoy en deuda con Stig Kangeen por mostrarme por qué un intento anterior
para solucionar esta problema no funcionaría. También él añadió algunos refinamien­
tos necesarios a la propuesta actual.
" Para los detalles véase Jeffrey, The Logic o f Decisión.
En este punto las probabilidades y deseabilidades de todas las
oraciones han sido en teoría determinadas. Pero ninguna oración
completa ha sido todavía interpretada, aunque las conectivas oracio­
nales veritativo-funcionales han sido identificadas, y así las oracio­
nes lógicamente verdaderas o falsas en virtud de la lógica oracional
pueden reconocerse.
Hemos m ostrado cómo interpretar las oraciones más simples so­
bre la base de (grados de) creencia en su verdad. Dados los grados
de creencia y fuerzas de deseo relativas do la verdad de las oraciones
interpretadas, podem os dar un contenido preposicional a las creen­
cias y deseos de un agente.
B. TEORÍAS NO SEMÁNTICAS

RUDOLFCARNAP
OBSERVACIONES SOBRE LA INDUCCIÓN
Y LA VERDAD
(1946)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Remarks on Induction and Truth», Philosophy and Phenomeno-


logical Research, 6 (1946), pp. 590-602.

Inédito. Reproducimos el texto -—traducido—


E d ic ió n c a s t e l l a n a :
con autorización expresa de la empresa editora original.

T ra du cció n : J. R odríguez A lcázar.

O t r o s en sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Die alte und die neue Logik», Erkenntnis, I (1930), pp. 12-26.
— «Wahrheit und Bewáhrung», A des du Congrés International de
Philosophie Scientifique, fase. 4, París, 1936, pp. 18-23.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— Coffa, A., «Carnap, Tarski and the search for Truth», Nous, 21
(1987), pp. 547-572.
— W. Stegmüller, Das Wahrheitsproblem und die Idee der Semantik.
Eine Einführung in die Theorien von A. Tarski und R. Carnap,
Springer, Viena, 1957.
— A. J. Ayer, «Truth», en The concept ofa Person and other Essays,
McMillan & Co., Londres, 1963, pp. 162-187 (ed. east.: «La s'er-
dad», en El concepto de persona, Seix Barral, Barcelona, 1969,
pp. 201-230).
O b s e r v a c i o n e s : F.1 ensayo «Remarles on índuction and Truth» es una

versión revisada de la ponencia «Wahrheit und Bewahfung», referida


anteriormente.

1. OBSERVACIONES GENERALES ENTO RNO


AL SIM POSIO SOBRE PRO BA BILID A D1

Tras leer las ponencias presentadas a este sim posio sobre pro­
babilidad, encuentro que las opiniones de Ernest N a g e l2, Félix
K au fm an n 1 y Donald W illiam s4 coinciden con las m ias en muchos
aspectos fundam entales. El acuerdo no se lim ita a la actitud em pi-
rista general, com partida por más o m enos todos los participantes
en el sim posio. Tam bién coincidim os en algunas convicciones más
específicas: en que el concepto de probabilidad com o frecuencia,
por sí solo, no es suficiente; en que resulta im prescindible para el
m étodo científico dar con un concepto diferente de probabilidad, y
en que éste es un concepto lógico fundam ental para la contrasta-
ción de hipótesis a p artir de la evidencia dada y, por tanto, para la
inferencia no dem ostrativa. Tengo la im presión de que la diferen­
cia principal que separa en dos bandos a los participantes en este
sim posio tiene que ver con la cuestión de la existencia y la fun­
ción de ese concepto lógico de probabilidad o, en otras palabras,
con la posibilidad y la naturaleza de la lógica inductiva, entendida
com o la teoría lógica de la confirm ación y de la inferencia no de­

: La revista Philosophy and Ph en om en o lógica I Research reunió contribuciones de


diversos autores en sus volúmenes V y VI bajo el epígrafe de «A Symposium on Pro-
babílity». Los artículos aparecieron agrupados en tres partes. La primera (vol. V
1944-45, n. 4) incluye artículos de R. Carnap, E. Nagel, H. Reichenbach y Donald
Williams. La segunda (vol. VI, 1945-46, n. 1), de G. Bergmann, F. Kaufmann, H.
Margeneau, R. von Mises y Donald Williams. Finalmente, en la tercera parte del
«Symposium» (vol. VI, 1945-46, n. 4) aparecen trabajos de R. Carnap (uno de ellos,
el que aquí incluimos), R. von Mises, E. Nagel y D. Williams. (N. del T.)
1 E. Nagel, «Probability and Non-Demonstratíve Inference», Philosophy and
Phenomenological Research, vol. V (1945), pp. 485-507.
5 Félix Kaufmann, «Scientific Procedure and Probability», loe. cit., vol. VI
(1945), pp. 47-66.
J Donald Williams, «On the Derivation o f Probabilities from Frcquencies», loe.
cit., vol. V (1945), pp. 449-484; “The Cliallengíng Situation in the Philosophy o f Pro­
bability”, loe. cit., vol. VI (1945), pp. 67-86.
m o strativ a5. Tanto Hans R eichenbach6 como Richard von M ise s7
rechazan toda concepción de la lógica inductiva que no considere
a ésta una teoría incluida en la de frecuencias. Sin em bargo, existe
una im portante diferencia entre las posiciones de estos dos auto­
res: R cicbenbach se percató bastante pronto de la necesidad de
una teoría de la inducción y ha tratado la cuestión en m uchos de
sus escritos. La discrepancia entre su posición y la que yo com ­
parto con los autores m encionados más arriba se reduce al carácter
especial de su teoría de la inducción. En efecto, R cichenbach
identifica el concepto básico de su teoría, el de «peso», con el
concepto de probabilidad com o frecuencia. Por su parte, von M i­
ses niega la necesidad e, incluso, la posibilidad de una teoría de la
confirm ación (o sea, de la inferencia no dem ostrativa o, usando mi
term inología, de la probabilidad,) que sea exacta, científica y ob­
jetiva (esto es, no m eram ente psico ló g ica)s.

5 Cfr. R. Carnap, «The Two Concepts o f Probability», loe. cit., vol. V (1945),
pp. 513-532, y R. Carnap, «On Inductive Logic», Philosophy o) Science, vol. XII
(1945), pp. 72-97. (Este último artículo apareció a la vez que la primera parle del
Simposio sobre Probabilidad; los demás autores no conocían su contenido cuando es­
cribieron sus contribuciones para las partes segunda y tercera.)
4 11. Reichenbach, «Rcply to Donald C. Williams' Criticism ol'the Frequency Theory
o f Probability», Philosophv and Phenomenological Research, vol. V (1945), pp. 508-
512.
! Cfr. R. von Mises, «Commcnts on Donald Williams’ Paper», loe. cit., vol. VI
(1945), pp. 45 ss., y von Mises, «Comments on Donald W illiams’ Reply», loe. cit.,
pp. 611-613.
8 Quisiera aprovechar la oportunidad para aclarar algunos puntos en los que von
Mises no ha entendido adecuadamente mi posición (cfr. su segunda contribución, nota
anterior).
(I) He propuesto los términos 'explicandum' y ‘explicatum' meramente como
dos abreviaturas con las que referirme a dos conceptos utilizados frecuentemente por
los científicos, incluido von Mises, y por los filósofos en sus discusiones en torno a la
metodología de la ciencia. Por señalar un ejemplo notorio, la «teoría de la probabili­
dad» de von Mises introduce el concepto de límite de una frecuencia relativa en una
secuencia con una distribución al azar (él lo llama «probabilidad») como un sustituto
exacto del usual pero inexacto concepto de frecuencia relativa a largo plazo (llamada
también a veces «probabilidad»). Así que, dicho con mi terminología, él propone el
primer concepto como un explicatum para el segundo, que sería el explicandum. Me
sorprende que von Mises considere mis conceptos de explicandum y explicatum como
“un tanto metafísicos». Supongo que, con todo, él está de acuerdo conmigo en que su
propia teoría, aunque basada en una explicación, no es de naturaleza metafísica sino
genuinamentc científica. (Por cierto, no puedo estar de acuerdo con von Mises en lo
concerniente a la región del reino científico a la que pertenece su teoría. Aquí, como
en publicaciones anteriores, von Mises sostiene que su teoría de la probabilidad es
A pesar de estar yo de acuerdo en lo fundamental con Nagel,
Kaufmann y Williams, quedan algunos asuntos en los que nuestras
opiniones difieren. Resulta tentador discutir todos esos problemas, y
estoy convencido, dado nuestro acuerdo en lo principal, de que la
discusión en torno a cualquiera de ellos resultaría fructífera. Sin em ­
bargo, en el presente artículo voy a limitarme a discutir dos cuestio­
nes. Dichas cuestiones me parecen especialmente im portantes y, por
otra parte, la discusión previa ha despejado el terreno lo suficiente
com o para que sea posible avanzar un paso más hacia la clarifica­
ción. En su excelente resumen del simposio, Kaufmann nos ha pro­
porcionado un claro esquema de las diversas posiciones y las el ife-

empírica, una rama de ciencias naturales como la física. Sin embargo, aunque sus teo­
remas se refieran a acontecimientos múltiples son, de forma bastante evidente, pura­
mente analíticos; las pruebas de esos teoremas, a diferencia de lo que ocurre con
ejemplos de aplicaciones, no hacen uso de ningún resultado observacional que tenga
que ver con esos acontecimientos múltiples, sino únicamente de métodos lógico-mate-
máticos y de su definición de «probabilidad». Su teoría, por tanto, pertenece a las ma­
temáticas puras, no a la física. F. Waismann ha discutido en detalle y ha aclarado por
completo esta cuestión en las pp. 239 ss. de su artículo «Logische Analyse des Wahrs-
cheinlichkeitsbegriffs», en Erkenntnis, vol. I, 1930, pp. 228-248.)
(2) No se caracteriza adecuadamente mi distinción entre probabilidad, y proba­
bilidad, diciendo que el segundo de estos conceptos se aplica a acontecimientos múlti­
ples o a juegos de azar, en tanto que el primero es el grado de confirmación de un solo
suceso. En realidad, el ámbito de la probabilidad, o grado de confirmación no se res­
tringe a acontecimientos individuales sino que se aplica a todo tipo de oraciones,
corno expliqué en mi artículo anterior. De hecho, la mayoría de las aplicaciones más
importantes de este concepto se realizan con acontecimientos múltiples, con afirma­
ciones estadísticas relativas a frecuencias en una cierta población o en una muestra de
ésta. [Cfr. los ejemplos de teoremas relativos al grado de confirmación que aparecen
en mi artículo «On Inductive Logic» (cfr. n. 5), §§ 9, 10, 12, 13.] La diferencia funda­
mental es más bien la siguiente: la expresión ‘probabilidad.’ designa una función em­
pírica, a saber, la frecuencia relativa, en tanto que ‘probabilidad!’ designa una cierta
relación lógica entre oraciones; estas oraciones, a su vez, pueden referir o no a fre­
cuencias.
(3) Von Mises se pregunta si estoy abandonando mi anterior convicción de que
toda oración (verdadera) o bien es una verdad lógica (analítica, tautológica) o bien es
una verdad empírica, en el caso de aquellas oraciones (verdaderas) que establecen el
valor de probabilidad, o grado de confirmación de una hipótesis h con respecto a una
evidencia dada e (por ejemplo, “c(h,e) ~ q”). Pues bien; sigo manteniendo la misma
convicción. Las oraciones del tipo descrito son analíticas, tal y como he sostenido en
un artículo anterior («The Two Concepts o f Probability», cfr. n. 5, pp. 522 y 526). Los
enunciados de la lógica inductiva y los de la lógica deductiva se diferencian única­
mente en que los primeros incorporan el concepto de grado de confirmación y están
basados en la definición de ese concepto, en tanto que los segundos son independien­
tes de dicho concepto.
ren das existentes entre ellas. Al explicar mi postura, ha discutido
dos asuntos en las que sus opiniones difieren de las mias. Estas tie­
nen que ver con la naturaleza de la inferencia inductiva y la legitim i­
dad del concepto de verdad. En las dos secciones siguientes vuelvo a
ocuparme de estos dos asuntos.
En el artículo ya m encionado9, en artículos anteriores10 y, sobre
todo, en su último libro" (cuya prim era mitad proporciona un análi­
sis detallado de la ciencia em pírica en general), Kaufmann ha expli­
cado sus puntos de vista acerca de la naturaleza y el propósito del
método de la ciencia empírica. Yo estoy en gran parte de acuerdo con
sus posiciones generales acerca de estas cuestiones. Cuando Kauf­
mann acertadam ente afirm a que mi concepción actual de la lógica
como una teoría basada en el análisis del significado se encuentra
más cercana a su posición que mi concepción anterior, yo puedo co­
rresponder expresando mi satisfacción al descubrir que sus opinio­
nes sobre la metodología de la ciencia empírica son ahora mucho
más parecidas que antes a las m ías y a las empiristas en general. In­
cluso llegaría a clasificar sus puntos de vista actuales sobre esta m a­
teria como una variante del empirismo. El que esta calificación esté
com pletam ente justificada depende principalm ente de cuál sea la na­
turaleza de las «reglas del proceder científico». Si yo entiendo co­
rrectamente cóm o concibe Kaufmann estas reglas, su intención es
que sirvan como definición de: «proceder científico correcto a la
hora de aceptar una oración»; supongo, por tanto, que aquellos enun­
ciados basados en estas reglas son considerados analíticos y que, por
consiguiente, no contravienen la exigencia empirista. Nagel, por su
parte, sospecha que hay un ingrediente de lo sintético a priori en es­
tas reglas y, por tanto, caracteriza la posición de Kaufmann como
apriorista y kantiana. No creo que esa caracterización sea acertada,
pero estoy de acuerdo con Nagel en que sería necesario aclarar algo
más este p u n to l2.

9 Cfr. n. 3.
10 Félix Kaufmann, «The Logical Rules of Scientific Piocedure», Philosophy and
Phenomenological Research, vol. II (1942), pp. 457-471; «Verification, Meaning and
Truth», Philosophy and Phenomenological Research, vol. IV (1944), pp. 267-284.
11 Félix Kaufmann, Methodology o f the Social Sciences, Londres y Nueva York,
1944.
El interesante debate entre Kaufmann y Nagel, que tuvo como punto de partida
uno de los artículos de Kaufmann (el segundo de los mencionados en la nota n," 10)
aparece en Philosophy and Phenomenological Research, vol. 5 (1945), pp. 50-58 (Na­
gel), 69-74 (Kaufmann), 75-79 (Nagel) y 350-353 (Kaufmann).
La inferencia inductiva (esto es, no demostrativa) y la deductiva
me parecen análogas en lo fundamental. Creo justificado, por tanto,
hablar en am bos casos de «lógica», distinguiendo entre las dos teo­
rías mediante las expresiones «lógica deductiva» y «lógica induc­
tiva». Kaufmann, en cambio, encuentra una diferencia fundamental
entre ambos procedimientos de inferencia. En este punto radica
nuestra principal discrepancia.
La analogía que yo encuentro entre los dos ámbitos quizás se
perciba más claram ente con ayuda de los ejemplos siguientes, pre­
sentados en dos columnas paralelas. Inserto de vez en cuando las ex­
presiones «[K:+]» y «[K :-]» para indicar que Kaufm ann (al menos,
según yo lo interpreto) está de acuerdo o no, respectivamente, con
mis afirm aciones; un signo de interrogación significa que no estoy
seguro de interpretar la posición de Kaufmann correctamente.

Lógica deductiva Lógica inductiva

Los siguientes enunciados de lógica Los siguientes enunciados de lógica


deductiva se refieren a estos ejemplos de inductiva se refieren a estos ejemplos de
oraciones: oraciones:

Premisa i: “Todos los hombres son Evidencia (o premisa) e: “El número


mortales y Sócrates es un hombre.” de habitantes de Chicago es tres millones;
de éstos, dos millones tienen el cabello
negro; b es un habitante de Chicago”.

Conclusión j: “Sócrates es mortal.” Hipótesis (o conclusión) li: “b tiene


el cabello negro.”

I.o que sigue es un ejemplo de un Lo que sigue es un ejemplo de un


enunciado elemental de la lógica deductiva: enunciado elemental de la lógica inductiva:

DI. “i L-implica / (en C).” (‘L-im- //. “El grado de confirmación de


plicación’ significa implicación lógica o la hipótesis h con respecto a la evidencia
deducción. C es aquí bien la lengua cas­ e(e n C ) es 2/3.”
tellana o un sistema semántico basado en
el castellano).

D2. Es posible probar el enun­ 12. Es posible probar el enunciado


ciado DI mediante un análisis lógico de 11 mediante un análisis lógico de los sig­
los significados de las oraciones i y j nificados de las oraciones e y h, siempre
[K:+], siempre y cuando esté dada la de­ y cuando esté dada la definición de
finición de ‘L-implicación’. 'grado de confirmación’ [K:-?].
D3. DI es un enunciado com­ ¡3. II es un enunciado completo.
pleto. No necesitamos añadirle ninguna No necesitamos añadirle ninguna referen­
referencia a reglas deductivas especifi­ cia a reglas inductivas específicas (por
cas (por ejemplo, el modo de Bárbara) ejemplo, en el caso de 11, la regla de la
[K:+], ya que estas reglas no son más inferencia inductiva directa: cfr. mi se­
que “ recursos técnicos que nos ayudan a gundo artículo en n. 5, §9) [K:-], ya que
percatarnos” de que D 1 y otros enuncia­ tales reglas no son más que recursos téc­
dos similares han sido bien establecidos nicos que nos ayudan a percatarnos de
[K:+; la cita está tomada de Kaufmann], que II y otros enunciados similares han
Sin embargo, la definición de ‘L-impli- sido bien es(ablecidos[K:-]. Sin embargo,
cación’ se presupone, naturalmente, para la definición de ‘grado de confirmación’
poder concluir D I. se presupone, naturalmente, para poder
concluir 11.

Lo que sigue es una consecuencia Lo que sigue es una consecuencia


de D2. de 12.

D4. La pregunta acerca de si se 14. La pregunta acerca de si se co­


conoce (ha sido bien establecida, está noce (ha sido bien establecida, está am­
ampliamente confirmada, es aceptada) la pliamente confirmada, es aceptada) la
premisa i resulta irrelevantc para DI premisa (evidencia) e resulta irrelevante
[K:+], Esa pregunta sólo adquiere rele­ para II [K:—]. Esa pregunta sólo adquiere
vancia en el momento de la aplicación relevancia en el momento de la aplica­
de DI (cfr. D6 y D7). ción de 11 (cfr. 16 e 17).

D5 se sigue de D 1: No hay aquí ningún enunciado aná­


logo a D5. No es posible inferir nada a
D5. “Si i es verdadero, entonces j es partir de 11 y “e es verdadero”.
verdadero” [K:+?].

D6 y D7 son consecuencias de DI 16 e 17 son consecuencias de 11 con


en lo tocante a la aplicación a posibles respecto a aplicaciones a posibles situa­
situaciones cognoscitivas. D 1 representa ciones cognoscitivas. 16 representa la
la aplicación teórica (es decir, cuando el aplicación teórica, 17 la aplicación prác­
resultado concierne a la situación cog­ tica.
noscitiva misma); D7 representa la apli­
cación práctica (esto es, el resultado
tiene que ver con una decisión).

1)6. “Si la persona X en el mo­ 16. “Si X en el momento i sabe que


mento t sabe (acepta, ha establecido su­ e y nocla más que eso, entonces h está
ficientemente bien) que i, entonces le confirmado por X en t en un grado de
ocurre lo mismo con / ’ [K:+7]. [Aquí, 2/3.” [Aquí, por el término ‘confirmado’
«saber» se entiende en un sentido am­ no debe entenderse el concepto lógico (se­
plio, incluyendo no sólo elementos del mántico) de grado de confirmación que
conocimiento explícito de X, esto es, aparecía en D I, sino el concepto pragmá­
aquellos que X es capaz de enunciar ex­ tico correspondiente; tal concepto no es,
plícitamente, sino también aquellos que sin embargo, lo mismo que til concepto de
están contenidos implícitamente en el grado de creencia real, sino que se refiere
conocimiento explícito de X], al grado de creencia justificado por el co-
nocimiento observacional de X en í]. La
expresión ‘y nada más’, que aparece en [6.
es fundamental. Frecuentemente se pasa
por alto el requisito de que la premisa
(evidencia) e represente el conocimiento
(observacional) total de X en / (o, al me­
nos, todo lo que de ese conocimiento sea
pertinente para h). Este requisito consti­
tuye una diferencia importante entre el
proceder inductivo y el deductivo; no una
diferencia puramente lógica sino metodo­
lógica (es decir, relativa a la aplicación).

D7. “Si X sabe que i en el mo­ 17. “Si X sabe que e, y nada más,
mento /, entonces aquella decisión de X en el momento t, entonces aquella deci­
en / que esté basada en el supuesto j está sión de X en t que esté basada en la atri­
racionalmente justificada.” bución de un grado de certeza de 2/3 a h
está racionalmente justificada (por ejem­
plo, la decisión de apostar por h dos, o
menos, contra uno).”

Paso ahora a discutir las opiniones de K aufm ann13 con respecto a


la diferencia entre los procederes inductivo y deductivo. Para ello,
aplicaré esas opiniones a los ejemplos de enunciados que acabo de
introducir. En contraste con 14, Kaufmann sostiene lo siguiente: “en
sentido estricto, no inferimos a partir de las proposiciones que repre­
sentan ‘la evidencia’, sino a partir de la afirmación de que esas pro­
posiciones pertenecen al cuerpo del conocimiento bien fundado” . El
único argumento que aporta en apoyo de esta opinión es el siguiente:
“Si no se exigiera que el apoyo inductivo consista en elementos del
cuerpo de conocimiento que se considera bien fundado en el m o­
m ento en el cual se lleva a cabo la inferencia, entonces deberíamos
ser capaces de confirm ar (esto es, establecer mediante inducción)
cualquier afirm ación, del mismo modo que podem os deducir cual­
quier proposición a partir de otras.” El requisito que se menciona
aquí es válido sin duda alguna; ahora bien, no tiene que ver con el
enunciado puramente lógico II, sino con los enunciados de las apli­
caciones 16 e 17. Así pues, la situación es análoga a la de la lógica
deductiva, donde la referencia a lo que X sabe no aparece en el enun­
ciado puramente lógico DI sino únicamente en los enunciados de

15 Las citas de Kaufmann que siguen están tomadas de la segunda parte del ar­
tículo «Scientific Procedure and Probability» (cfr. n. 3).
aplicación D6 y D7. Estoy por tanto de acuerdo con Kaufmann, en lo
tocante a D I, cuando rechaza la opinión de que “en el proceso de de­
ducción se hace referencia a conocim iento empírico aceptado” . Ade­
más, teniendo en cuenta la diferencia existente entre DI y sus aplica­
ciones habituales (como, por ejemplo, la que encontram os en D6),
estoy asim ismo de acuerdo cuando añade: “Pero éste no es el caso,
aunque las inferencias deductivas, tanto en la ciencia como en la
vida diaria, se obtengan norm alm ente a partir de proposiciones váli­
das. La cuestión decisiva es que la validez de las premisas resulta
irrelevante a la hora de llevar a cabo una inferencia deductiva.”
Hasta ahí, de acuerdo. Pero lo mismo vale para la lógica induc­
tiva. Es cierto que las inferencias inductivas se obtienen norm al­
mente, tanto en ciencia como en la vida diaria, a partir de premisas
válidas (conocidas, bien establecidas), como en 16. Pero esto es vá­
lido sólo para la aplicación habitual. La cuestión fundamental es que
resulta irrelevante desde el punto de vista de la corrección de la infe­
rencia inductiva en sí misma (11, por ejemplo), el que las premisas
(en el caso de II, la evidencia e) sean o no verdaderas y, en caso de
que lo sean, el que sepamos que lo son. El punto de vista de Kauf­
mann según el cual la inferencia inductiva, en oposición a la inferen­
cia deductiva, “tiene que ver de form a esencial con cuestiones de va­
lid e/”, se debe, en mi opinión, a que no distingue, dentro de la lógica
inductiva, entre la relación lógica en sí misma y su aplicación a si­
tuaciones epistém icas dadas (una distinción que el m ism o Kaufmann
realiza con tanta claridad en la lógica deductiva). Kaufmann concibe
la oración «h puede inferirse inductivamente a partir de e» como una
mera formulación elíptica de: «Si e es un elem ento del cuerpo de co­
nocimiento bien establecido en el momento en el cual se realiza la
inferencia, entonces es correcto incorporar/; a ese cuerpo de conoci­
miento.» Si sustituim os estas dos oraciones por mis formulaciones
11 e 16, ligeramente diferentes, podem os considerarlas análogas a DI
y D6 en lo siguiente: II no es elíptica sino com pleta; 16 no es más
explícita que 11 , sin que represente un caso especial de aplicación.
Kaufmann encuentra otra diferencia fundamental más entre la ló­
gica deductiva y la inductiva. En su opinión, la formulación com­
pleta de la relación inductiva entre dos oraciones debe referirse ex­
plícitamente a ciertas «reglas de inducción presupuestas.» De este
modo, rechaza 13 aunque esté de acuerdo con D3. Se me ocurren dos
interpretaciones posibles del punto de vista de Kaufmann. (i) Quizás
quiera decir sim plemente que se presupone la definición de «grado
de confirm ación.» En eso estoy, naturalmente, de acuerdo con él.
Pero a este respecto no hay diferencia alguna entre la lógica deductiva
y la inductiva, ya que cualquier enunciado en cualquier ámbito presu­
pone las definiciones de los términos que aparecen en él. (¡i) Ahora
bien, puesto que Kaufmann insiste en la existencia de una diferencia
entre la lógica inductiva y la deductiva, asumo que no se limita a su­
gerir que se presupone la definición, sino (o además) reglas específi­
cas de inducción. Si esto es lo que quiere decir, no puedo estar de
acuerdo con él. En mi opinión, una vez se formula una definición de
grado de confirm ación 110 es necesario invocar reglas adicionales
para probar enunciados con la forma II. Para mostrar que esto es así,
he definido una cierta función, c‘, que representa el grado de confir­
mación, y a continuación he demostrado dos tipos de teoremas: ( 1)
enunciados específicos que atribuyen a c' un valor numérico particu­
lar para dos oraciones dadas, e y h (como en II); (2) enunciados ge­
nerales de los cuales se siguen, como casos particulares, aquéllos de
la forma (1 )M. Las pruebas de esos teoremas sólo hacen uso de la de­
finición de c" (amén de los procedimientos deductivos habituales), sin
necesidad de introducir ninguna regla o postulado inductivos. Por
tanto, los teoremas no pueden contener referencia alguna a tales re­
glas. Las opiniones de Kaufmann en este punto se basan en la creen­
cia de que “a diferencia de la inferencia deductiva, aquélla fia infe­
rencia inductiva] no revela ninguna relación interna entre las
proposiciones conectadas mediante las reglas.” A mi juicio, por el
contrario, los enunciados elementales de la lógica inductiva (II, por
ejemplo) expresan una relación puramente lógica entre dos oraciones,
de la misma manera que lo hacen los enunciados elementales de la ló­
gica deductiva (por ejemplo, D I). En ambos casos, la relación es pu­
ramente lógica, en el sentido de que depende tan sólo de los significa­
dos de las oraciones o, para decirlo con mayor exactitud de sus
rangos. La relación deductiva consiste en la inclusión completa de un
rango en el otro; la relación inductiva, en una inclusión parciall5.
Otro punto en el que difiero de Kaufmann es su distinción entre
proposiciones aceptadas y rechazadas (si bien es posible que esta di­
ferencia no sea de gran im portancia y podam os llegar a ponernos de
acuerdo). Cuando leí en las primeras publicaciones de Kaufm ann su

14 La definición de teorema general, junto con unos pocos ejemplos, se encuentran


en el segundo de los dos artículos míos que aparecen citados en la nota 5.
15 Para más detalles acerca de dicha inclusión parcial, cfr. el segundo de mis artícu­
los (nota 5), pp. 74 ss. Allí se hace referencia a Waismann (cfr. nota 8), quien fue el pri­
mero en percibir con claridad el problema.
análisis de la metodología científica y, en particular, su estudio
acerca de cómo se com prueban las proposiciones científicas con vis­
tas a aceptarlas o rechazarlas, me sentí com pletam ente de acuerdo
con sus puntos de vista. Pensé que su distinción entre aceptación y
rechazo era una sim plificación deliberada, un prim er paso hacia la
descripción esquemática del proceder científico. Tras leer su último
artículo, sin embargo, me parece claro que Kaufmann la concibe
como una distinción literal: “Trazamos una línea nítida entre las pro­
posiciones aceptadas y las que no lo han sido” . Por el contrario, yo
sostengo la opinión, rechazada por Kaufmann, de que “en el proce­
der científico distinguimos entre proposiciones con un apoyo más
firm e o menos firm e, por lo que sería arbitrario trazar una nítida lí­
nea de demarcación entre las proposiciones aceptadas y las que no lo
han sido”. Me parece obvio que los buenos científicos proceden de
esta forma, y no alcanzo a ver ninguna razón convincente que pu­
diera obligarles a actuar de otro modo. Supongamos que le pregunta­
mos a un historiador si Napoleón hizo una determ inada cosa un
cierto día, o a un geógrafo si una cierta mancha en nuestro mapa de
África es un lago, o a un físico en tom o a 1939 ó 1940 si el bario que
aparece en un experimento es realm ente resultado de la fisión del
núcleo de un átomo de uranio. En cada uno de estos casos, o en otros
similares, la respuesta puede muy bien ser algo parecido a esto: “En
el momento presente, la evidencia disponible invita a suponer eso,
pero hay algunas razones para dudarlo; así pues, no podemos, por
ahora, ni aceptar sin más esa proposición, ni pretender que no sabe­
mos nada sobre el particular, ni, menos aún, rechazarla; la situación
es más bien la siguiente: atribuim os a la proposición un grado de
confirm ación (plausibilidad, probabilidad, credibilidad o aceptabili­
dad) más bien moderado.” En casos como los descritos, el científico
seguramente no especificará el grado de confirm ación en términos
numéricos; más bien preferirá indicarlo cualitativam ente, com parán­
dolo con el de otras hipótesis. Según Kaufmann, la “nítida línea de
dem arcación” se traza “distinguiendo entre el status que convierte a
ciertas proposiciones en buenas candidatas para funcionar como base
de una inferencia inductiva y el status de aquellas que no reúnen las
condiciones para desempeñar esa función”. Kaufm ann no rechaza la
distinción entre aquellas proposiciones sólidam ente respaldadas y
aquellas cuyo respaldo es menos firm e. Admite, además, que esa
distinción es imprescindible en cualquier análisis del proceder cientí­
fico. Sin embargo, piensa que dicha distinción presupone una dicoto­
mía tajante entre aquellas proposiciones que han sido aceptadas y
aquellas que no lo han sido. Y es cierto, efectivamente, que en los
casos más sim ples de aplicación de un procedim iento inductivo a
una situación cognoscitiva dada tomamos como evidencia los resul­
tados «conocidos» o «bien establecidos» de las observaciones. Es
cierto que habitualm ente describim os el proceder científico en tales
térm inos, y yo mismo he utilizado más arriba formulaciones de esc
tipo (en los ejemplos 16 c 17). Opino, sin embargo, que esas form ula­
ciones deberían considerarse meras sim plificaciones convenientes y
que en realidad no existe ninguna frontera precisa que separe las dos
supuestas clases de oraciones que describirían los resultados de las
observaciones realizadas por un individuo X, a saber, aquellas que
han sido adecuadamente validadas y aquellas que no lo han sido. Su­
pongamos que X ha llevado a cabo una cierta observación y a partir
de ella enuncia una oración O que describe el resultado de esa obser­
vación; supongamos, además, que A" juzga que O está bastante bien
(aunque no muy bien) validada. Entonces podría suceder que al calcu­
lar el grado de confirmación de una cierta hipótesis h, X incluya a O
entre la evidencia que la respalda, mientras que al mismo tiempo no
la utiliza como evidencia en favor de otra hipótesis h „ quizás porque
quiere ser más precavido en este caso y O no le parece lo suficiente­
mente fiable para sus propósitos. En una situación de este tipo, pues,
no podemos hablar sim plemente de «aceptación» o «no aceptación»
de O por X en el momento que sea. Cuando hablamos de que X «in­
cluye» a O entre la evidencia en favor de h. y «no incluye» a esa
misma oración en el caso de /?„ de nuevo caemos en una simplifica­
ción excesiva, pero se trata de una simplificación habitual en práctica­
mente todas las discusiones acerca de la aplicación de la lógica, de­
ductiva o inductiva, a contextos epistémicos. En lugar de decir que X
conoce o deja de conocer (o aceptar) la oración O en ese momento
dado, o que usa o deja de usar O como premisa para realizar inferen­
cias deductivas o inductivas, una formulación más refinada diría qui­
zás que X atribuye a O un cierto «peso inicial». Correspondería enton­
ces a la lógica inductiva la tarea de establecer el «peso derivado» de
una hipótesis con relación a un conjunto de oraciones portadoras de
evidencia cuyos «pesos iniciales» están dados. La lógica inductiva se
convertiría, de esta guisa, en algo mucho más complicado; de hecho,
creo que no se ha llevado a cabo ningún intento en esta direcciónl6. La

14 El problema de la asignación de «peso» a la evidencia ha sido apuntado por


O laf Helmer y Paul Oppenheim en «A Syntactical Definition o f Probability and of
forma habitual resulta, por su mayor simplicidad, más fácil de m anejar
y parece suficiente para propósitos diversos. Este es uno de los m u­
chos aspectos en que nuestros métodos lógicos se separan de la con­
ducta real de los científicos. Y es com prensible que se separen, pues
están basados en la sim plificación y la esquematización. Cierta­
mente, no hay por qué abandonar la esquematización; ésta es muy
útil, quizás indispensable. Pero en todo momento deberíamos ser
conscientes de lo que tenemos entre manos.

3. EL CONCEPTO DE VERDAD

El segundo punto en que no estoy de acuerdo con Kaufm ann es


su concepción de la verdad. Creo que su exposición sobre este tema
descansa sobre una antigua confusión: la insuficiente diferenciación
entre verdad y conocimiento de la verdad (o verificación). Esta con­
fusión es bastante común, y ya la he discutido en varias ocasiones17.
Quizás el análisis que sigue ayude a clarificar la cuestión.
Considérense las cuatro oraciones siguientes:
( 1) “La sustancia que contiene este recipiente es alcohol.”
(2) “La oración ‘la sustancia que contiene este recipiente es al­
cohol’ es verdadera.”
(3) X sabe (en este momento) que la sustancia que contiene este
recipiente es alcohol.”
(4) “X sabe que la oración ‘la sustancia que contiene este reci­
piente es alcohol’ es verdadera.”
En prim er lugar, permítaseme introducir unos breves com enta­
rios relativos a la interpretación del verbo «saber» cuando aparece en
oraciones como (3) y (4) y, en general, cuando se aplica a proposi­
ciones sintéticas relativas a objetos físicos. ¿En cuál de los dos senti­
dos siguientes, (a) y (b), deberíamos entender dicho verbo? (a) En el
sentido de conocimiento perfecto, esto es, un conocim iento que no
podrá refutar o siquiera debilitar ninguna experiencia futura.
(b) En el sentido de conocimiento imperfecto, esto es, un conoci­

Dcgree of Confirmation», Journal ofSym holic Logic, vol. 10 (1945), pp. 25-60; cfr.
en particular la p. 59. También ha sido abordado por Cari G. Hempel y P. Oppenheim
en «A Definition o f “Degree o f Confirmation”», Philosopliy o f Science, vol. XII
(1945), pp. 98-115 (cfr. pp. 114 ss.).
11 Cfr. la p. 5 3 1 del primero de los artículos míos citados en la nota 5, así como las
referencias que aparecen en la nota 21 de ese artículo.
miento que posee tan sólo un cierto grado de certeza, no certeza ab­
soluta, y que por tanto podría ser refutado o debilitado por alguna
experiencia futura. (Esto último se entiende como una posibilidad te­
órica; si el grado de certeza es lo suficientemente alto podemos, en
la práctica, descartar la posibilidad de una refutación futura).
Estoy de acuerdo con Kaufmann (y con casi todo el mundo) en
que oraciones como (3) siempre deberían entenderse en el sentido
(b) y no en el sentido (a). En la discusión que sigue presupongo esta
interpretación de las oraciones (3) y (4).
Ahora el punto decisivo para encarar nuestro problema en su in­
tegridad es el siguiente: las oraciones (1) y (2) son lógicamente equi­
valentes', en otras palabras, cada una de ellas implica la otra; no son
más que diversas form ulaciones del mismo contenido fáctico; nadie
puede aceptar una de ellas y rechazar la otra; si se usan con la inten­
ción de comunicar, ambas oraciones transmiten la misma informa­
ción aunque de form a diferente. La diferencia de form a tiene cierta­
mente su importancia: las dos oraciones pertenecen a dos regiones
bastante diferentes del lenguaje. (Usando mi term inología, (1) perte­
nece a esa región del lenguaje que llamo lenguaje objeto, mientras
que (2 ) pertenece a esa otra región que llamo metalengnaje, más
concretamente, a la región semántica). Esta diferencia en cuanto a la
forma no evita, sin embargo, su equivalencia lógica. A mi juicio, el
hecho de que tal equivalencia no haya sido tenida en cuenta por mu­
chos autores (por ejemplo, C. S. Peirce y John D e w c y '\ Reichen-
b a c h 19 y N eurath20) ha dado lugar a m ultitud de malentendidos en las
discusiones actuales en torno al concepto de verdad. Es necesario
adm itir que siem pre que se afirm a la equivalencia lógica de dos ora­
ciones en castellano es necesario añadir algunas matizaciones, de­
bido a la am bigüedad de las palabras del lenguaje habitual (en este
caso la palabra ‘verdadero’). Pero la equivalencia es ciertam ente vá­
lida si entendem os ‘verdadero’ en el sentido del concepto semántico
de verd ad21. Creo, como Tarski, que éste es tam bién el sentido en el

18 Cfr. John Dewey, Logic: The Theory oflnquiry, 1938, p. 345, n. 6, con citas de
Peirce.
19 Hans Reichenbach, Experience and Prediction, 1938; cfr. §§ 22 y 35.
20 Otto Neurath, «Universal Jargon and Terminology», Proceedings o f the Arísto-
telian Society, 1940-41, pp. 127-148; cfr. especialmente las pp. 138 ss.
!l Con respecto a esta cuestión, cfr. Alfred Tarski, «The Semantic Conception of
Truth, and the Foundations of Semantics», Philosophy and Phenomenological Research,
vol. IV (1944), pp. 341-376, donde se aclaran algunas confusiones habituales. Cfr. asi-
cual se suele utilizar la palabra ‘verdadero’ tanto en la vida cotidiana
como en la ciencia22. Sin embargo, ésta es una cuestión psicológica o
histórica en la que no necesitamos entrar ahora con mayor profundi­
dad. En cualquier caso, quede claro que a lo largo de la discusión
presente uso la palabra ‘verdadero’ en este sentido semántico.
Las oraciones (1) y (3) no dicen, evidentemente, lo mismo. De
ahí se sigue una conclusión im portante que, a pesar de su obviedad,
se pasa por alto con frecuencia: las oraciones (2) y (3) poseen conte­
nidos diferentes. (3) y (4) son lógicamente equivalentes ya que lo son
(1) y (2). De ahí se sigue que (2) y (4) tienen contenidos diferentes.
(Ahora queda claro que no es posible aceptar una cierta posibilidad
term inológica que Kaufmann toma en consideración: “ Si tenem os
presente en todo momento que podem os arrepentim os de nuestra
previa aceptación de una oración” [o, en otras palabras, que hemos
de usar siem pre la interpretación (b) y no (a)], “entonces podríam os
llam ar a las proposiciones aceptadas proposiciones verdaderas.”
Una convención tal sería, sin em bargo, fuente de confusiones, ya
que difum inaría la im portantísim a distinción entre (2) y (3). C ierta­
mente, no puedo estar de acuerdo con Kaufmann cuando afirm a que
“tal cosa estaría en consonancia con una costum bre bastante exten­
dida” . Bien es cierto que “serviría para establecer una conexión re­
cíproca entre los térm inos ‘conocim iento’ y ‘verdad’” ; pero es pre­
cisam ente en esta conexión o identificación donde yo sitúo el
origen de todo el lío.
Kaufmann llega a la conclusión de que mi concepción, si bien
acorde con “el punto de vista tradicional”, “es incompatible con el
principio heurístico que descarta la posibilidad de verdades inm uta­
bles en el caso de las proposiciones sintéticas. Es imposible que nin­
guna metodología empírica confirm e en grado alguno aquello que
está excluido por un principio general (constitutivo) del proceder
empírico. Es imposible alcanzar un conocimiento (perfecto o imper­
fecto) de la verdad invariable de las proposiciones sintéticas, y no
debido a las limitaciones del conocimiento humano, sino porque la

mismo mi Introduction to Semantics, 1942; en esle artículo, p. 26, afirmo lo.siguiente:


«Usamos aquí este término [‘verdadero’] en un sentido tal que afirmar que una ora­
ción es verdadera significa lo mismo que enunciar la oración misma.»
!! Ame Naess ha expresado algunas dudas a este respecto; pero admite que, en el
90 por 100 de los casos estudiados por él, la reacción de las personas interrogadas
daba a entender la aceptación de la equivalencia. Cfr. Tarski, op. cit., p. 360, donde se
hacc referencia a Naess.
mera concepción de un conocimiento de esas características consti­
tuye una contradicción en los términos". Este razonam iento me pa­
rece basado en lina identificación equivocada entre verdad y conoci­
miento perfecto, una identificación que, en el ejemplo anterior, sería
la identificación de (2) y (3) bajo la interpretación (a). Los princi­
pios del proceder científico ciertam ente descartan la posibilidad de
un conocimiento perfecto, pero no la verdad. No pueden descartar
(2), ya que ésta no dice nada que no se diga en ( 1), una oración a la
que, supongo, todos estaremos de acuerdo en atribuir significado
empírico. Así pues, cuando Kaufmann sostiene que es inalcanzable
incluso un conocim iento imperfecto de la verdad, ello significa que
no es posible obtener ni siquiera un conocimiento imperfecto de (2 )
y, por tanto, que no es posible que suceda un hecho como el descrito
en (4). Sin embargo, una vez que sucede el hecho descrito por (3),
que nadie [suponiendo ahora en todo caso la interpretación (b)] con­
sideraría imposible, entonces el suceso (4) también ocurre; pues las
oraciones (3) y (4) describen, sólo que con diferentes palabras, exac­
tamente el mismo hecho, a saber, un cierto estado cognoscitivo de la
persona X.
Formulemos ahora de m anera ligeramente distinta esta objeción
contra el concepto de verdad, con objeto de someter a examen el pre­
supuesto que está detrás del argumento principal que apoya dicha ob­
jeción. Esta va dirigida contra el concepto de verdad entendido en
sentido semántico; Kaufmann emplea aquí la expresión «verdad inva­
riable» porque la verdad en ese sentido es independiente de la persona
y del estado cognoscitivo; por tanto, también del momento. (La pala­
bra «invariable», por cierto, no es demasiado apropiada; sería más co­
rrecto decir que la verdad es un concepto «independiente del tiempo»
o «atemporal». El volumen de un cuerpo b puede o no cambiar en el
curso del tiempo; de ahí que podamos decir bien que es variable o
que es invariable. La oración “el volumen de b en el momento I es v”
tiene sentido, pero estaría incompleta sin la expresión «en el mo­
mento /». En cambio, la afirm ación “la oración O es verdadera en el
momento t” no tiene sentido; y cuando omitimos la expresión «en el
momento t» obtenemos un enunciado completo. Por tanto, no es de­
masiado correcto hablar de cambio o no cambio, de variabilidad o ¡n-
variabilidad de la verdad). Ahora bien, Kaufmann, Reichenbach ” ,

25 Reichenbach, op. cit., n. 20, p. 188: “Así pues, no hay ninguna proposición que
pueda verificarse de manera absoluta. El predicado que indica el valor de verdad de
N eurath 24 y otros autores opinan que se debería abandonar el con­
cepto sem ántico de verdad, al menos en su aplicación a oraciones
sintéticas que se refieran a objetos físicos, ya que no es posible con­
cluir con certeza absoluta si una oración es verdadera o no. Estoy de
acuerdo en que no es posible concluir tal cosa en esos términos. Pero
¿es acaso válido inferir sobre esa base que el concepto de verdad no
es admisible? Una inferencia tal parece presuponer la siguiente pre­
misa mayor P: “Un térm ino (predicado) debe rechazarse si nunca po­
demos decidir con certeza absoluta si el término puede emplearse
adecuadamente en una instancia dada cualquiera.” La argumentación
desarrollada por los autores citados sería válida si se presupusiera
este principio P, y no veo cómo se podría alcanzar la conclusión
m encionada sin recurrir a ese presupuesto. Pero no creo que dichos
autores crean realm ente el principio P. En cualquier caso, es fácil ver
que aceptar P acarrearía consecuencias absurdas. Por ejemplo, nunca
podemos decidir con absoluta certeza si una sustancia determinada
es alcohol o no; así que, de acuerdo con el principio P, deberíamos
rechazar el término ‘alcohol.’ Y lo mismo vale, evidentemente, para
cualquier térm ino del lenguaje físico. Asi pues, supongo que todos
estaremos de acuerdo en sustituir P por un principio más débil; este
principio, P \ que enuncio a continuación, es ciertam ente uno de los
principios del em pirism o o, si se quiere, de la investigación cientí­
fica: “ un térm ino (predicado) es un térm ino científico legítimo (tiene
contenido cognoscitivo, posee significado empírico) si y sólo si es
posible confirm ar, al menos en algún grado, una oración que asigna
el térm ino a un caso dado” . «Es posible» significa aquí «si se dan

una proposición, por tanto [!], expresa una cualidad meramente ficticia y tiene su lu­
gar únicamente en un mundo científico ideal. Sin embargo, la ciencia real no puede
hacer uso de él. La ciencia real utiliza en cambio constantemente el predicado que ex­
presa el peso de la proposición.”
Comparto el rechazo de Neurath a la posibilidad de un conocimiento absoluta­
mente cierto: por ejemplo, cuando critica a Schlick, quien creía que el conocimiento
proporcionado por ciertas oraciones básicas («Konstatierungen») era absolutamente
cierto. Cfr. Neurath, «Radikaler Physikalismus und “Wirkliche Welt”», Erkennlnis,
vol. IV (1934), pp. 346-362. Pero no puedo estar de acuerdo con él cuando, tomando
esta tesis como punto de partida, termina impugnando el concepto de verdad. En el ar­
tículo citado más arriba (nota 20) afirma lo siguiente (pp. 138-139): «Utilizando la
terminología tradicional, podemos decir que una determinada persona acepta ciertos
enunciados en un momento dado, y que esa misma persona no los acepta en otro mo­
mento, pero no podemos decir que algunos enunciados son hoy verdaderos y no lo son
mañana; “verdadero” y “falso” son términos “absolutos” que debemos evitar.»
ciertas observaciones especificabas»; «en algún grado» no tiene por
qué im plicar necesariamente una evaluación numérica. P' es una for­
mulación sim plificada del «requisito de confirm abilidad»23; éste, me
parece, coincide en lo esencial con el «prim er principio de la teoría
probabi 1istica del significado» de R e i c h e n b a c h y ambos son ver­
siones menos estrictas del requisito de verificabilidad, formulado
anteriorm ente por C. S. Peirce, W ittgenstein y otros. Así que, de
acuerdo con P \ ‘alcohol’ es un término científico legítimo, ya que es
posible confirm ar en algún grado la oración ( 1) siempre y cuando se
lleven a cabo las observaciones oportunas. Pero esas mismas obser­
vaciones confirm arían (2 ) en el mismo grado, ya que ésta es lógica­
mente equivalente a (1). Por tanto, de acuerdo con P \ ‘verdadero’ es
igualmente un término científico legítimo.

25 Cfr. mi «Testability and Meaning», Philosophy o f Science, vol. 111 (1936),


pp. 419-471, y vol. IV (1937), pp. 1-40. Vid. especialmente el vol. IV, p. 34.
26 Cfr. Reichenbach, o/>. cit., n. 20, § 7; ya en 1936 formuló por primera vez este
principio.
JOHN L. AUSTIN
VERDAD
(1950)

E dición o rig inal :

— «Truth», en Proceedings of the Aristotelian Society, sup. vol


XXIV (1950), pp. 111-128.'
— Philosophical Papera, Oxford University Press, Londres, 1961,
pp. ! 17-133.
— G. Pitcher (ed.), Truth, Prentice-Hall, Nueva Jersey, 1964, pp. 18-31.

ÉDlGlÓNCASffBIJíANAí ¿
spl'Zy.}*: v > V . \ \ * \ - v ' V ; ; v :; -i
— «Verdad», en Ensayos Filosóficos, Alianza, Madrid, 1989,
pp. 119-132. Reproducimos el texto de esta edición con autoriza­
ción expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : A. García Suárez.

O t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Unfair to Facts» (ed. orig., 1954), Philosophical Papers, Lon­


dres, 1961 (trad. east.: «Injusto con los hechos», en Ensayos Filo­
sóficos, Alianza, Madrid, 1989, pp. 151-168).

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— L. E. Johnson, Focusing on Truth, Roulledge, Londres-Nucva


York, 1982.
— J. Barwise, J. Etchemendy, The Liar: An Essay on Truth and circu-
larity, Oxford Univ. Press, 1987.. .. - .
— R. T. Garner, «On saying what is true», Noüs, 6 (1972), pp. 201-223.

1. ‘¿Qué es la verdad?’ dijo bromeando Pílatos, y no esperaría


una respuesta. Pilatos se adelantó a su época. Pues ‘verdad’ misma
es un nombre abstracto, es decir, un camello de una construcción ló­
gica, que no puede pasar por el ojo ni siquiera de un gramático. Nos
acercam os a ella gorro y categorías en mano: nos preguntamos si la
Verdad es una sustancia (la Verdad, el Cuerpo del Conocimiento), o
una cualidad (algo como el color rojo, que inhiere en las verdades), o
una relación (‘correspondencia’) P e r o los filósofos deberían en­
frentarse con algo más a su medida para esforzarse con ello. Lo que
m ás bien necesita discusión es el uso, o ciertos usos, de la palabra
‘verdadero’. In vino posiblemente, ‘veritas' pero en un sobrio sim­
posio 'veruní

2. ¿Qué es lo que decim os que es verdadero o es falso? O


¿cóm o ocurre la expresión ‘es verdadero’ en las oraciones castella­
nas? Las respuestas aparecen al punto abigarradas. Decimos (o se
dice que decim os) que las creencias son verdaderas, que las des­
cripciones o relatos son verdaderos, que las proposiciones o aser­
ciones o enunciados son verdaderos, y que las palabras o las ora­
ciones son verdaderas; y esto por m encionar sólo una selección de
los candidatos más obvios. Adem ás, decim os (o se dice que deci­
mos) ‘Es verdad que el galo está sobre la alfom bra’, o ‘Es verdad
decir que el gato está sobre la alfom bra’, o ‘«El gato está sobre la
alfom bra» es verdad’. También observam os en ocasiones, cuando
otra persona ha dicho algo, ‘Muy verdadero’, o ‘Eso es verdad’, o
‘Y tan verdad’.
La mayoría (aunque no todas) de estas expresiones, y otras ade­
más, ciertam ente ocurren bastante naturalmente. Pero parece razona­
ble preguntarse si no hay algún uso de ‘es verdadero’ que sea pri­
mario, o algún nombre genérico para aquello que en el fondo
siempre estamos diciendo que ‘es verdadero’. ¿Cuál, si es que al­
guna, de estas expresiones ha de tom arse al pie de la letra? Respon­
der a esto no nos llevará mucho, ni, quizá, muy lejos; pero en filoso­
fía el pie de la letra es el pie de la escalera2.
Sugiero que las siguientes son las formas primarias de expresión:
Es verdad (decir) que el gato está sobre la alfombra.
Este enunciado (suyo, etc.) es verdadero.

1 Es suficientemente obvio que ‘verdad’ es un sustantivo, ‘verdadero’ un adjetivo,


y ‘de’ en ‘verdadero de’ una preposición.
2 El juego de palabras de Austin — thefoot o f Ihe letter is Ihefoot o f the ladder—
es intraducibie (N. del T.)
El enunciado de que el gato está sobre la alfombra es verdadero.
Pero primero los candidatos rivales.

a) Algunos dicen que ‘la verdad es primariamente una propiedad


de las creencias’. Pero puede dudarse de si la expresión ‘una creencia
verdadera’ es en absoluto común fuera de la filosofía y de la teolo­
gía; y parece claro que se dice que un hom bre mantiene una creencia
verdadera cuando y en el sentido de que él cree (en) algo que es ver­
dadero. o cree que algo que es verdadero es verdadero. Además si,
como algunos también dicen, una creencia es ‘de la naturaleza de
una figura’, entonces es de la naturaleza de lo que no puede ser ver­
dadero, aunque puede ser, por ejemplo, fiel 3.
b) Las descripciones verdaderas y los relatos verdaderos son
sim plemente variedades de enunciados verdaderos o de colecciones
de enunciados verdaderos, como lo son las respuestas verdaderas y
cosas por el estilo. Lo mismo se aplica tam bién a las proposiciones,
en la medida en que de ellas se dice genuinam ente que son verda­
deras (y no, com o es más com ún, sensatas, sostenibles y d em ás)4.
Una proposición legal o geom étrica es algo portentoso, usualm ente
una generalización, que som os invitados a aceptar y que tiene que
ser recom endado mediante argumento; no puede ser un inform e di­
recto basado en la observación actual — si miras y m e inform as de
que el gato está sobre la alfom bra, eso 110 es una proposición, aun­
que es un enunciado— . En filosofía, realm ente, ‘proposición’ se
usa a veces de un modo especial com o ‘el significado o sentido de
una oración o familia de oraciones’; pero si pensam os un poco o un
mucho en esta usanza, una proposición en este sentido no puede, en
ningún caso, ser lo que decim os que es verdadero o falso. Pues
nunca decim os ‘El significado (o sentido) de esta oración (o de es­
tas palabras) es verdadero’; lo que decim os es lo que el ju ez o el ju ­
rado dice, es decir, que ‘Las palabras tomadas en este sentido, o si
les asignam os tal y cual significado, o interpretadas o entendidas
así, son verdaderas’.
c) De las palabras y de las oraciones se dice realmente que son
verdaderas, de las primeras con frecuencia, de las últim as raramente.

5 Un parecido es verdadero a la vida, pero 110 verdadero de ella, Una palabra-fi­


gura puede ser verdadera, precisamente porque no es una figura.
4 Predicados aplicables también a ‘argumentos’, de los que igualmente no deci­
mos que son verdaderos, sino, por ejemplo, válidos.
Las palabras tal como son discutidas por filólogos, o por lexicógra­
fos, gramáticos, lingüistas, fonetistas, impresores, críticos (esti­
lísticos o' textuales), etc., no son verdaderas o falsas; son formadas
incorrectam ente, o ambiguas, o defectuosas, o intraducibies, o im­
pronunciables, o mal pronunciadas, o arcaicas, o corruptas o cosas
por el estilo 5. Las oraciones en contextos similares son elípticas, o
com puestas, o aliterativas o agramaticalcs. Podemos, sin embargo,;
decir genuinam ente ‘Sus palabras finales eran muy verdaderas’ o ‘La
tercera oración de la página 5 de su discurso es totalmente falsa’;
pero aquí ‘palabras’ y ‘oración’ se refieren, como es mostrado por
los demostrativos (pronombres posesivos, verbos temporales, des­
cripciones definidas, etcétera), que las acompañan constantemente
en esta usanza, a las palabras o a la oración en cuanto usadas por una
determinada persona en una determinada ocasión. Es decir, se re­
fieren (como lo hace ‘Muchas palabras verdaderas dichas en brom a’)
a enunciados.
Un enunciado se hace, y el hacerlo es un evento histórico, la em i­
sión por parte de un determinado hablante o escritor de determinadas
palabras (una oración) a una audiencia con referencia a una situa­
ción, evento o lo que sea históricos6.
Una oración está hecha de palabras, un enunciado se hace con
palabras. Una oración es no castellana o no buen castellano, un
enunciado no está en castellano o no en buen castellano. Los enun­
ciados se hacen, las palabras o las oraciones se usan. Hablamos de
mi enunciado, pero de la oración castellana (si una oración es mía,
yo la acuñé, pero yo no acuño enunciados). La misma oración se usa
al hacer diferentes enunciados (yo digo ‘Es m ío’, tú dices ‘Es m ío’);
puede tam bién usarse en dos ocasiones o por dos personas para ha­
cer el mismo enunciado, pero para esto la emisión debe hacerse con

5 Peirce marcó un inicio al señalar que hay dos (o tres) sentidos diferentes de la
palabra ‘palabra’, y pergueñó una técnica ( ‘contar- palabras) para decidir qué es un
‘sentido diferente’. Pero sus dos sentidos no están bien definidos, y hay muchos más
— el sentido ‘vocablo’, el sentido del filólogo en que ‘gramática’ es la misma palabra
que 'glamour', el sentido critico textual en que el ‘el’ de 1. 254 ha sido escrito dos ve­
ces, etc. . Con todas sus 66 divisiones de los signos, Peirce no distingue, creo yo, en­
tre una oración y un enunciado.
6 ‘Histórico’ no significa, por cierto, que no podamos hablar de enunciados futu­
ros o posibles, un ‘determinado’ hablante no necesita ser algún hablante definido.
‘Emisión’ no necesita ser una emisión pública - la audiencia puede ser el hablante
mismo.
referencia a la misma situación o evento7. Hablamos de ‘el enunciado
de que E ’, pero de ‘la oración «S»’, no de ‘la oración de que S ’ \
Cuando digo que un enunciado es lo que es verdadero, no lengo
deseo alguno de aferrarm e a una palabra. ‘A serción’, por ejemplo,
serviría tan bien en la mayoría de los contextos, aunque quizá sea li­
geramente m ás amplia. Ambas palabras comparten la debilidad de
ser un tanto solemnes (mucho más de lo que lo son las más genera­
les, ‘lo que dijiste’ o ‘tus palabras’) — aunque quizá seamos general­
mente un poco solemnes cuando discutimos la verdad de algo— .
Pero ambas tienen el mérito de referirse claramente al uso histórico
de una oración por un emisor, y de no ser por tanto exactamente
equivalentes a oración. Pues es un error de moda el tom ar com o pri­
maria ‘(La oración) ‘S’ es verdadera (en el lenguaje castellano)’.
Aquí la adición de las palabras ‘en el lenguaje castellano’ sirve para
enfatizar el que ‘oración’ no se está usando como equivalente a
‘enunciado’, de modo que precisam ente no es lo que puede ser ver­
dadero 0 falso (y, además, ‘verdadera en el lenguaje castellano’ es un
solecismo, presumiblemente mal modelado, y con deplorable efecto,
sobre expresiones como ‘verdadera en geom etría’).
¿Cuándo es un enunciado verdadero? La tentación es responder
(al menos si nos limitamos a enunciados ‘directos’): ‘Cuando corres­
ponde a los hechos’. Y como trozo de castellano normal difícilmente
puede esto ser incorrecto. En realidad, debo confesar que no creo
realmente que sea incorrecto en absoluto: la teoría de la verdad es
una serie de perogrulladas. No obstante, puede al menos ser deso­
rientador.

7 ‘El mismo’ no significa siempre lo mismo. De hecho no tiene un significado de


la manera en que «na palabra ‘ordinaria’ como ‘rojo' o ‘caballo’ tiene un significado:
es un (el típico) recurso para establecer y distinguir los significados de las palabras or­
dinarias. Como ‘real’ es parte de nuestro aparato en palabras para fijar y ajustar la se­
mántica de palabras.
* Las comillas muestran que las palabras, aunque emitidas (al escribir), no han de
ser consideradas como un enunciado del emisor. Esto cubre dos casos posibles, i) en
que lo que ha de discutirse es la oración, ii) en que lo que ha de discutirse es un enun­
ciado hecho en ocasión distinta de las palabras ‘citadas’. Sólo en el caso i) es correcto
decir simplemente que la señal está haciendo las veces del tipo (e incluso aquí es to­
talmente incorrecto decir que ‘El gato está sobre la alfombra’ es el nombre de una ora­
ción castellana — aunque posiblemente «El Gato está sobre la Alfombra» podría ser el
título de una novela, o un toro podría ser conocido como Calla est in malta—), Sólo
en el caso ii) hay algo verdadero o falso, a saber, (no la cita sino) el enunciado hecho
en las palabras citadas.
Para que haya la com unicación del tipo que alcanzam os con ©|
lenguaje debe haber un stock de sím bolos de algún tipo que un
com unicador ( ‘el hab lan te’) pueda producir ‘a,voluntad’ y que ufo
com unicado (Ma audiencia’) pueda observar; a éstos se les puede
llam ar las ‘palab ras’ aunque, naturalm ente, no necesitan ser muy
parecidos a lo que norm alm ente llam aríam os palabras — podrían
ser banderas de señales, etc.— . Debe haber tam bién algo distinto
de las palabras, para cuya com unicación se usan las palabras — %
esto se le puede llam ar el ‘m undo’— . No hay razón por la que el
m undo no debiera incluir las palabras en todo sentido, excepto elf
sentido del enunciado efectivo m ism o, que en cualquier ocasión
p articular se está haciendo sobre el mundo. A dem ás, el m undo
debe exhibir (debem os observar) sem ejanzas y desem ejanzas (no
podría haber las unas sin las otras) — si todo fuese o absoluta­
m ente indiferenciable de todo lo dem ás o com pletam ente dife­
rente a todo lo dem ás, no habría nada que decir— . Y, finalm ente
(para los propósitos actuales, naturalm ente, hay otras condiciones
que deben satisfacerse tam bién), debe haber dos conjuntos de
convenciones:
Convenciones descriptivas que correlacionan las palabras (-o ra ­
ciones) con los tipos de situación, cosa, evento, etc., que se encuen­
tran en el mundo.
Convenciones demostrativas que correlacionan las palabras
R enunciados) con las situaciones, ctc., históricas que se encuentran
en el m undo'1.
Un enunciado se dice que es verdadero cuando el estado de cosas
histórico con el que está correlacionado por las convenciones dem os­
trativas (aquel al que ‘se refiere’) es de un tip o 10 con el que la ora-

5 Ambos conjuntos de convenciones pueden incluirse juntos bajo el rótulo ‘se­


mántica’. Pero difieren ampliamente.
‘Es de un tipo con el que ‘significa’ es suficientemente parecido a los estados
de cosas estándar con los que’. Así. para que un enunciado sea verdadero un estado de
cosas debe ser parecido a otros determinados, lo cual es una relación natural, pero
también suficientemente parecido para merecer la misma ‘descripción’, lo cual ya no
es una relación puramente natural. Decir ‘Esto es rojo’ no es lo mismo que decir ‘Esto
es como aquéllos’, ni siquiera que decir ‘Esto es como aquellos que fueron llamados
rojos’. El que las cosas son semejantes, o incluso ‘exactamente’ semejantes, yo puedo
verlo literalmente, pero el que son las mismas yo no puedo verlo literalmente — el lla­
marlas el mismo color involucra una convención adicional a la elección convencional
del nombre que se da al color del que se dice que son— .
d o n usada al hacerlo está correlacionada por las convenciones des­
criptivas

3a. Surgen dificultades del uso de la palabra ‘hechos’ para las


situaciones, eventos, etc., históricos, y en general para el mundo.
Pues ‘hecho’ se usa regularmente en conjunción con ‘que’ en las ora­
ciones ‘El hecho es que E’ o ‘Es un hecho que E ’ y en la expresión
‘el hecho de que E ’, todas las cuales implican que sería verdadero
decir que E 12.
Esto puede llevarnos a suponer que
i) ‘hecho’ es sólo una expresión alternativa a ‘enunciado verda­
dero’. Advertimos que cuando un detective dice ‘Fijémonos en los
hechos’ no se arrastra por la alfom bra, sino que procede a em itir una
cadena de enunciados; hablamos incluso de ‘enunciar los hechos’;
ii) para todo enunciado verdadero existe ‘uno’ y su propio he­

" El problema está en que las oraciones contienen palabras o recursos verbales
que sirven tanto a los propósitos descriptivos como a los demostrativos (por no
mencionar otros propósitos), frecuentemente a ambos a la vez. En filosofía confun­
dimos lo descriptivo con lo demostrativo (teoría de los universales) o lo demostra­
tivo con lo descriptivo (teoría de las mónadas). Una oración en cuanto normalmente
diferenciada de una mera palabra o expresión se caracteriza por contener un mínimo
de recursos verbales demostrativos (la ‘referencia al tiempo’ de Aristóteles); pero
muchas convenciones demostrativas son no verbales (señalar, etc.), y usándolas po­
demos hacer un enunciado con una sola palabra que no es una ‘oración’. Así, len­
guajes como el de señales (de tráfico, etc.) usan medios muy diferenciados para sus
elementos descriptivos y demostrativos (la señal en el poste, la localización del
poste). Y por muchos recursos demostrativos verbales que empleemos como auxilia­
res, debe siempre haber un origen no verbal para estas coordenadas, lo cual es la
clave de la emisión del enunciado.
Uso las siguientes abreviaturas:

li para el gato está sobre la alfombra.


EV para es verdad que el gato está sobre la alfombra.
ecq para el enunciado de que.

Tomo eeqE como mi ejemplo en lo sucesivo y no, pongamos por caso, ecq Julio
César era calvo o eeq todos los nudos son estériles, porque estos últimos son capaces
en sus diferentes formas de hacerlos pasar por alto la distinción entre oración y enun­
ciado; tenemos, aparentemente, en el primer caso una oración susceptible de ser usada
para referirse a sólo una situación histórica, en el otro un enunciado sin referencia a al
menos (o a cualquier particular) una.
Si el espacio lo permitiese otros tipos de enunciado (existencial, general, hipoté­
tico, etc.) deberían ser examinados; éstos plantean problemas más de significado que
de verdad, aunque siento incomodidad con respecto a los hipotéticos.
cho precisam ente correspondiente —para todo gorro la cabeza en
que ajusta— .
Es i) lo que lleva a algunos de los errores de las teorías formalis­
tas o de la ‘coherencia’; ii) a algunos de las teorías de la ‘correspon­
dencia’. O suponem os que no hay nada, excepto el propio enunciado
verdadero, nada a lo que él corresponda, o en otro caso poblamos el
mundo de Doppelgánger lingüísticos (y lo superpoblamos luju­
riantemente — todo pedazo de hecho ‘positivo’ veteado por una con­
centración masiva de hechos ‘negativos’, todo m agro hecho deta­
llado enriquecido con generosos hechos generales, etc.— ).
Cuando un enunciado es verdadero, hay, por cierto, un estado de
cosas que lo hace verdadero y que es loto mundo distinto del enun­
ciado verdadero sobre él; pero igualm ente por cierto, sólo podemos
describir este estado de cosas con palabras (ya sean las mismas o,
con suerte, distintas). Sólo puedo describir la situación en que es
verdadero decir que estoy sintiendo mareo diciendo que es una en la
que estoy sintiendo marco (o experim entando sensaciones de náu­
seas) ” ; sin embargo, entre el enunciar, por muy verdaderamente que
sea, que estoy sintiendo mareo y el sentir mareo hay un gran abismo
perm anente H.
‘Hecho que’ es una expresión pensada para usar en situaciones
en que la distinción entre un enunciado verdadero y el estado de co­
sas acerca del cual es una verdad se olvida; como frecuentemente
sucede con ventaja en la vida ordinaria, aunque rara vez en filosofía
— ante todo al discutir la verdad, donde es precisam ente nuestro co­
metido separar las palabras del mundo y distanciarlas de él— . El
preguntar ‘¿Es el hecho de que E el enunciado verdadero de que E o
aquello de lo que es verdadero?’ puede que alumbre respuestas ab­
surdas. Tomemos una analogía: aunque podemos preguntar sensata­
mente ‘¿M ontamos la palabra «elefante» o el anim al?’, y asimismo
sensatamente ‘¿Escribimos la palabra o el anim aí?’, es un sinsentido
preguntar ‘¿D efinim os la palabra o el anim al?’ Pues definir un ele­
fante (suponiendo que alguna vez hagamos esto) es una descripción

IJ Si esto es lo que se quiso decir con ‘«Llueve» es verdadera si y sólo si llueve’,


hasta ahí todo de acuerdo.
14 Cuesta dos hacer una verdad. De aquí (obviamente) que 110 pueda haber ningún
criterio de verdad en el sentido de algún rasgo dctectable en el enunciado mismo que
revele si es verdadero o falso. De aquí, también, que un enunciado no pueda sin ab­
surdo referirse a sí mismo.
resumida de una operación que involucra lanío la palabra com o el
animal (¿fijam os la imagen o el acorazado?); y así hablar de ‘el he­
cho de que’ es una forma resumida de hablar de una situación que in­
volucra tanto las palabras como el m undol5.

3b. ‘Corresponde’ también da lugar a problemas, poique común­


mente se le da un significado demasiado restringido o demasiado co­
lorista, o uno que en este contexto no puede soportar. El único punto
esencial es éste: que la correlación entre las palabras ( =oraciones) y el
tipo de situación, evento, etc., que ha de ser tal que cuando se hace un
enunciado con estas palabras con referencia a una situación.histórica
de este tipo el enunciado es entonces verdadero, es absoluta y pura­
mente convencional. Somos absolutamente libres de elegir cualquier
símbolo para describir cualquier tipo de situación, en la medida en que
se trata meramente de ser verdadero. En un pequeño lenguaje de un
solo palo eeq nueces podría ser verdadero en exactamente las mismas
circunstancias que el enunciado en castellano de que los Liberales Na­
cionales son la opción del p u e b l o N o hay ninguna necesidad en ab­
soluto de que las palabras usadas al hacer un enunciado verdadero ‘re­
flejen’ en forma alguna, por muy indirecta que sea, cualquier rasgo
que sea de la situación o evento; un enunciado no necesita más, a fin
de ser verdadero, reproducir la ‘multiplicidad’, digamos, o la ‘estruc­
tura’ o ‘form a’ de la realidad, que una palabra necesita ser onomatopé-
yica o una escritura pictográfica. Suponer que lo necesita, es caer una
vez más en el error de leer en el mundo los rasgos del lenguaje.
Cuanto más rudim entario es un lenguaje, más tenderá, muy a
menudo, a tener una ‘sim ple’ palabra para un tipo de situación alta­
mente ‘com plejo’; esto tiene desventajas tales como que el lenguaje
se vuelve dificultoso de aprender y es incapaz de tratar con situacio­
nes que son no estándar, imprevistas, para las cuales puede que no
haya justam ente ninguna palabra. Cuando vamos a ultram ar equipa­
dos sólo con un libro de frases, puede que consum am os largas horas
aprendiendo de memoria

,s ‘Es verdad que E’ y ‘Es un hecho que E’ son aplicables en las mismas circuns­
tancias; gorro ajusta cuando hay una cabeza en la que ajusta. Otras palabras pueden
cumplir el misino rol que ‘hecho’; decimos, por ejemplo, ‘La situación es que E’.
14 Podríamos usar ‘nueces’ incluso como una palabra en código; pero un código,
como una transformación del lenguaje, se distingue de un lenguaje, y una palabra en
código despachada no es (llamada) ‘verdadera’.
Kasi-enkontraa-moohair-day limpiay thaa,
Mee-voloontad estaa-torthecda (rota),

etc., etc., aunque encarados con la situación en que hemos llegado a,


‘Yes, very well' nos encontramos totalmente incapaces de decirlo así.
Las características de un lenguaje más desarrollado (articulación,
morfología, sintaxis, abstracciones, etc.) no hacen sus enunciados
más capaces de ser algo más verdaderos, los hacen más adaptables,
más aprendibles, más exhaustivos, más precisos, etc.; y estos fines
pueden sin duda proseguirse haciendo que el lenguaje (mención he­
cha de la naturaleza del medio) ‘refleje’ de formas convencionales
rasgos descubiertos en el mundo.
Aun cuando un lenguaje ‘refleja’ tales rasgos muy de cerca (¿y lo
hace alguna vez?), la verdad de los enunciados sigue siendo un asunto,
como lo era con los lenguajes más rudimentarios; que depende de que
las palabras usadas sean las convencionalmente elegidas para situacio­
nes del tipo al que pertenece la referida. Una figura, una copia, una ré­
plica, una fotografía — éstas nunca son verdaderas en la medida en que
son reproducciones, producidas por medios naturales o mecánicos— ;
una reproducción puede ser cuidadosa o fiel (verdadera al original)
como lo puede ser un disco de gramófono o una transcripción, pero no
verdadera (de) como un registro de actas lo puede ser. Del mismo
modo un signo (natural) de algo puede ser infalible o infiable, pero
sólo un signo (artificial) para a lg o 17 puede ser correcto o incorrecto
Hay m uchos casos intermedios entre un relato verdadero y una
figura fiel, tal como aquí se contrastan de un modo un tanto forzado,
y es del estudio de éstos (un largo asunto) del que podem os obtener
la visión más clara del contraste. Por ejemplo, mapas; éstos pueden
llamarse figuras, aunque son figuras extremamente convencionaliza-
das. Si un mapa puede ser claro o detallado o desorientador, como un
enunciado, ¿por qué no puede ser verdadero o exagerado? ¿Cómo di­
fieren los ‘sím bolos’ usados en la factura de mapas de los usados en
la factura de enunciados? Por otro lado, si un m osaico no es un
mapa, ¿por qué no lo es? ¿Y cuándo un mapa se convierte en un dia­
grama? Estas son las preguntas realm ente iluminadoras.

17 Sólo con violencia al castellano podemos señalar la distinción del inglés entre
‘a (natural) sign o f something’ y ‘an (artificial) sign fo r something’. (N. del T.)
'* Berkeley confunde estos dos. No habrá libros en los riachuelos fluyentes hasta
el inicio de la hidrosemántica.
4. Algunos han dicho que:

Decir que una aserción es verdadera no es hacer en absoluto ninguna


aserción ulterior.
En todas las oraciones de la forma ‘p es verdadera’, la expresión ‘es
verdadera’ es lógicamente superfina.
Decir que una proposición es verdadera es justam ente aseverarla, y
decir que es falsa es justam ente aseverar su contradictoria.

Pero erróneam ente, EeqE (excepto en casos paradójicos de m a­


nufactura forzada y dudosa) se refiere al mundo o a cualquier parte
de él, excluyendo a eeqE, i.e. a sí mismo '9. EeqEV se refiere al
mundo o a cualquier parte de él, incluyendo a eeqE, aunque una vez
más excluyéndose a sí mismo, i.e. a ccqEV. Es decir, eeqEV se re­
fiere a algo a lo que eeqE no puede referirse. EeqEV no incluye,
ciertamente, ningún enunciado referente al mundo con exclusión de
eeqE que no esté ya incluido en eeqE —-es más, parece dudoso que
incluya el enunciado sobre el mundo con exclusión de eeqE que se
hace cuando enunciamos que E— . (Si enuncio que eeqE es verda­
dero, ¿deberíam os realmente aceptar que he enunciado que E? Sólo
‘por im plicación’20.) Pero todo esto no viene en modo alguno a mos­
trar que eeqEV no sea un enunciado diferente de eeqE. Si el señor Q
escribe en la tabla de avisos ‘El señor W es un ladrón’, entonces se
celebra una vista para decidir si el enunciado hecho público por el
señor Q de que el señor W es un ladrón es un libelo: resultado ‘El
enunciado del señor Q era verdadero (en sustancia y de hecho)’.
Como consecuencia se celebra una segunda vista, para decidir si el
señor W es un ladrón, en la que el enunciado del señor Q ya no está
bajo consideración: veredicto ‘El señor W es un ladrón’. Es una ar­
dua tarea celebrar una segunda vista; ¿por qué se hace si el veredicto
es el mismo que el resultado previo?21.

11 Un enunciado puede referirse a ‘si mismo’ en el sentido, por ejemplo, de la ora­


ción usada o la emisión emitida al hacerlo (‘enunciado’ no está exenta de toda ambi­
güedad). Pero resulta una paradoja si un enunciado pretende referirse a sí mismo en
un sentido más fuerte, pretende, es decir, enunciar que el mismo es verdadero, o enun­
ciar a qué se refiere él mismo ( ‘Este enunciado es sobre Catón’). -
1,1 Y ‘por implicación’ eeqEV asevera algo sobre el hacer un enunciado que eeqE
ciertamente no asevera.
21 Esto no es totalmente justo: hay muchas razones legales y personales para cele­
brar dos vistas — lo cual, sin embargo, no afecta al punto de que el asunto tratado no
es el mismo— .
Lo que se siente es que la evidencia considerada para llegar a un
veredicto es la misma que la considerada para llegar al otro. Esto no
es estrictamente correcto. Es casi más correcto que siempre que
eeqE es verdadero entonces eeqEV es también verdadero y conversa­
mente, y que siempre que eeqE es falso eeqEV es tam bién falso y
conversam ente22. Y se defiende el que las palabras ‘es verdadero’
son lógicamente superfluas porque se cree que generalm ente si cua­
lesquiera dos enunciados son siempre verdaderos juntos y siempre
falsos juntos entonces deben significar lo mismo. Ahora bien, puede
dudarse de que éste sea un punto de vista sensato; pero incluso si lo
es, ¿por qué no habría de fallar en el caso de una expresión tan ob­
viamente ‘peculiar’ como ‘es verdadero’? En filosofía surgen noto­
riamente errores de pensar que lo que vale para palabras ‘ordinarias’
com o ‘rojo’ o ‘gruñe’ debe también valer para palabras extraordina­
rias como ‘real’ o ‘existe’. Pero el que ‘verdadero’ es precisam ente
otra palabra así de extraordinaria es obvio23.
Hay algo peculiar en el ‘hecho’ que es descrito por eeqEV, algo
que puede hacernos titubear en cuanto a llamarlo un ‘hecho’; a sa­
ber, que la relación entre eeqE y el m undo que eeqEV afirm a que se
da es una relación puramente convencional (una que ‘el pensar hacc
así’). Pues somos conscientes de que esta relación es una que podría­
mos alterar a voluntad, mientras que gustam os de restringir la pala­
bra ‘hecho’ a los hechos firmes, hechos que son naturales e inaltera­
bles, o en cualquier caso no alterables a voluntad. Así, para tom ar un
caso análogo, puede que no nos guste llamar un hecho al que la pala­
bra elefante significa lo que significa, aunque podem os ser induci­
dos a llamarlo un hecho (blando) — y aunque, naturalmente, no sen­
timos ningún titubeo en cuanto a llamar un hecho al que los
hablantes castellanos contem poráneos usen la palabra com o la usan.
Un punto im portante en torno a esta opinión es que confunde la
falsedad con la negación; pues, según ella, es la misma cosa decir
‘El no está en casa’ que decir ‘Es falso que él esté en casa’. (Pero
¿que pasa si nadie ha dicho que él está en casa? ¿Qué pasa si él yace
muerto en el piso de arriba?) Muchísimos filósofos sostienen, cuando
están preocupados por explicar la negación, que una negación es ju s­

° No enteramente correcto, porque eeqEV sólo está en su lugar cuando eeqE se


concibe como hecho y ha sido verificado.
13 Unum, verum, bonum — las viejas favoritas merecen su celebridad— . Hay algo
extraño en cada una de ellas. La teología teorética es una forma de onomatolatría.
tamente una afirm ación de segundo orden (al efecto de que una de­
terminada afirm ación de prim er orden es falsa), aunque, cuando es­
tán preocupados por explicar la falsedad sostienen que aseverar que
un enunciado es falso es justam ente aseverar su negación (contradic­
torio). Es imposible ocuparse de una cuestión tan fundamental aquí24.
Permítaseme afirm ar lo siguiente meramente. Afirmación y negación
están exactamente a un nivel, en el sentido de que no puede existir
ningún lenguaje que no contenga convenciones para ambos y que
ambos se refieren al mundo de m anera igualmente directa, no a
enunciados sobre el mundo; mientras que puede muy bien existir un
lenguaje sin ningún recurso que haga las veces de ‘verdadero’ y
‘falso’. Cualquier teoría satisfactoria de la verdad debe ser capaz de
habérselas igualmente con la falsedad” ; pero sólo puede sostenerse
que ‘es falsa’, es lógicamente superflua cometiendo esta confusión
fundamental.

Los siguientes dos conjuntos de axiomas lógicos son, como Aristóteles (aunque
no sus sucesores) los hace, enteramente distintos:

a) Ningún enunciado puede ser a la vez verdadero y falso.


Ningún enunciado puede ser ni verdadero ni falso.
b) De dos enunciados contradictorios:
Ambos no pueden ser verdaderos.
Ambos no pueden ser falsos.

El segundo conjunto exige una definición de contradictorios, y se une usualmenle


con un postulado inconsciente de que para todo enunciado hay uno y sólo otro enun­
ciado tal que el par son contradictorios. Es dudoso hasta qué punto cualquier lenguaje
contenga o deba contener contradictorios, sean como fueren definidos, tales que satis­
fagan tanto este postulado como el conjunto de axiomas b).
Las llamadas ‘paradojas lógicas’ (difícilmente una clase genuina) que conciernen
a ‘verdadero’ y ‘falso’ no deben reducirse a casos de contradicción, del mismo modo
que ‘E pero yo no lo creo’ no lo es. Un enunciado al efecto de que es él mismo verda­
dero es a lodo punto lan absurdo como uno al electo de que es él mismo falso. Hay
otros tipos de oración que pecan contra las condiciones fundamentales de toda comu­
nicación de formas distintas de la forma en que ‘Esto es rojo y 110 es rojo' peca -por
ejemplo, ‘Esto (yo) 110 existe (existo)’, o igualmente absurda ‘Esto existe (yo existo)’.
Hay más de un pecado mortal; y no está el camino para la salvación en una jerarquía.
K Ser falso es (no, por cierto, corresponder a un no hecho, sino) corresponder in­
correctamente a un hecho. Algunos no han visto cómo, entonces, dado que el enun­
ciado que es falso no describe el hecho al que corresponde incorrectamente (sino que
lo describe incorrectamente), sabemos con qué hecho compararlo; esto se debió a que
concibieron todas las convenciones lingüísticas como descriptivas — pero son las con­
venciones demostrativas las que fijan cuál es la situación a la que el enunciado se re­
fiere— . Ningún enunciado puede enunciar a qué se refiere él mismo.
5. Hay otra form a de llegar a ver que la expresión ‘es verda­
dera’ no es lógicamente superflua, y de apreciar qué tipo de enun­
ciado es decir que un determinado enunciado es verdadero. Hay mu­
chos otros adjetivos que están en la misma clase que ‘verdadero’ y
‘falso’, que tratan, es decir, de las relaciones entre las palabras (en
cuanto emitidas con referencia a una situación histórica) y el mundo,
y que, sin embargo, nadie despacharía como lógicamente superfluas.
Decimos, por ejemplo, que un determ inado enunciado es exagerado,
o vago o árido, una descripción un tanto tosca o desorientadora, o no
muy buena, un relato más bien general o demasiado conciso. En ca­
sos como éstos es inútil insistir en decidir en térm inos simples si el
enunciado es ‘verdadero o falso’. ¿Es verdadero o falso que Belfast
está al norte de Londres? ¿Que la galaxia es de la forma de un huevo
frito? ¿Que Beethoven era un alcohólico? ¿Que Wellington ganó la
batalla de Waterloo? Hay diversos grados y dim ensiones de éxito al
hacer enunciados: los enunciados se ajustan a los hechos siempre
más o m enos laxamente, de diferentes formas en diferentes ocasio­
nes para diferentes intentos y propósitos. Lo que puede que alcance
resultados máximos en una prueba general de conocimiento puede
que en otras circunstancias obtenga un simple aprobado. E incluso el
más apto de los lenguajes puede que no ‘funcione’ en una situación
anormal o que no logre habérselas, o habérselas de un modo razona­
blemente simple, con descubrimientos novedosos; ¿es verdadero o
falso que el perro ronda la vaca?26. ¿Qué pasa, además, con la amplia
clase de casos en que un enunciado no es tanto falso (o verdadero)
como fuera de lugar, inadecuado ( ‘Todos los indicios de p an ’ dicho
cuando el pan está ante nosotros)?
Nos obsesionam os con la ‘verdad’ cuando discutimos enuncia­
dos, del mismo modo que nos obsesionam os con la ‘libertad’ cuando
discutimos la conducta. M ientras pensamos que lo que siempre y so-

2" Aquí hay mucho sentido en las teorías de la verdad como ‘coherencia’ (y prag­
matistas), a pesar de que no logran apreciar el trillado pero central punto de que la
verdad es un asunto de la relación entre palabras y mundo, y a pesar de su obstinado
Gleichschallnng de todas las variedades de fallo enunciativo bajo el solo rótulo de
‘parcialmente verdadero' (en adelante incorrectamente igualado con ‘parte de la ver­
dad’). Los teóricos de la ‘correspondencia’ también a menudo hablan como alguien
que sostuviese que todo mapa es exacto o inexacto; que la exactitud es una sencilla y
la única virtud de un mapa; que toda provincia no puede tener más que un mapa
exacto; que un mapa a escala mayor o mostrando diferentes rasgos debe ser un mapa
de una provincia diferente; etc.
lamente tiene que decidirse es si una determ inada acción fue hecha
libremente, no logramos avanzar; pero tan pronto nos volvemos en
cambio a los demás numerosos adverbios usados en la misma cone­
xión (‘accidentalm ente’, ‘involuntariam ente’, ‘inadvertidam ente’,
etc.), las cosas se vuelven más fáciles, y llegamos a ver que no se re­
quiere ninguna inferencia concluyente de la forma ‘Ergo, fue hecho
libremente (o no librem ente)’. Al igual que la libertad, la verdad es
un m ínimum neto o un ideal ilusorio (la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad sobre, pongamos por caso, la batalla de Wa-
terloo o la Primavera).

6. No solamente es seco suponer que un enunciado en su totali­


dad pretende ser ‘verdadero’, sino que puede además ponerse en
duda el que todo ‘enunciado’ pretenda ser verdadero. El principio de
Lógica de que ‘Toda proposición debe ser verdadera o falsa’ ha ope­
rado demasiado como la forma más simple, más persuasiva y más
extendida de la falacia descriptiva. Bajo su influencia los filósofos
han interpretado forzadamente todas las ‘proposiciones’ sobre el m o­
delo del enunciado de que una determ inada cosa es roja, tal como es
hecho cuando la cosa en cuestión está actualmente a observación.
Recientemente ha llegado a com prenderse que m uchas emisiones
que han sido tomadas por enunciados (meramente porque no deben
clasificarse, sobre la base de su forma gramatical, como órdenes,
preguntas, etc.) no son de hecho descriptivas, ni susceptibles de ser
verdaderas o falsas. ¿Cuándo un enunciado no es un enunciado?
Cuando es una fórmula de un cálculo; cuando es una emisión reali-
zato riai7; cuando es un juicio de valor; cuando es una definición;
cuando es parte de una obra de ficción — hay m uchas respuestas su­
geridas de este tipo— . No es sencillam ente el com etido de tales em i­
siones el ‘corresponder a los hechos’ (e incluso los enunciados ge-
nuinos tienen otros com etidos además del de corresponder de este
modo).
Es una cuestión de decisión hasta qué punto continuaríamos lla­
mando ‘enunciados’ a tales máscaras, y cuán ampliam ente estaría­
mos dispuestos a extender los usos de ‘verdadero’ y ‘falso’ en ‘dife­
rentes sentidos’. Mi propia sensación es que es mejor, una vez que
una máscara ha sido desenmascarada, no llamarla un enunciado y no
decir que es verdadera o falsa. En la vida ordinaria no llamaríamos

v Performatory utterance. (N. del T.)


en absoluto enunciados a la mayoría de ellas, aunque los filósofos y
los gramáticos puedan tener que llegar a hacerlo (o mejor, las han
amontonado a todas juntas bajo el térm ino artificial ‘proposición’).
Diferenciamos entre ‘Dijiste que prom etías’ y ‘Enunciaste que pro­
m etías’; el prim ero puede significar que dijiste ‘Yo prom eto’, mien­
tras que el último debe significar que dijiste ‘Yo prom eto’; el último,
en que decimos que ‘enunciaste’, es algo que es verdadero o falso,
mientras que para el primero, que no es verdadero o falso, usamos el
verbo más amplio ‘decir’. Similarmente, hay una diferencia entre
‘Dices que éste es (llamas a éste) un buen cuadro’ y ‘Enuncias que
éste es un buen cuadro’. Además, fue sólo en la medida en que la na­
turaleza real de las fórmulas aritméticas, pongamos por caso, o de
los axiomas geométricos permaneció no reconocida, y se pensó que
proporcionaban información sobre el mundo, como fue razonable
llamarlos ‘verdaderos’ (y quizá incluso ‘enunciados’, aunque ¿siem ­
pre fueron llamados así?); pero, una vez que su naturaleza ha sido re­
conocida, ya no nos sentimos tentados a llamarlos ‘verdaderos’ o a
discutir sobre su verdad o falsedad.
En los casos hasta ahora considerados el modelo ‘Esto es rojo’
falla porque los ‘enunciados’ asimilados a él no son en absoluto de
una naturaleza que corresponda a los hechos — las palabras no son
palabras descriptivas, etcétera— . Pero hay también otro tipo de caso
en que las palabras son palabras descriptivas y la ‘proposición’ tiene
en cierto modo que corresponder a los hechos, pero no precisamente
del modo en que ‘Esto es rojo’, y enunciados sim ilares diseñados
para ser verdaderos tienen que hacerlo.
En la condición humana, para el uso en la cual está diseñado el
lenguaje, podemos desear hablar de estados de cosas que no han sido
observados o no están actualmente bajo observación (el futuro, por
ejemplo). Y aunque podem os enunciar algo ‘como un hecho’ (cuyo
enunciado será entonces verdadero o falso28) no necesitamos hacerlo
así; necesitamos sólo decir ‘El gato puede que esté sobre la alfom ­
bra’. Esta emisión es totalmente diferente de eeqE — no es en abso­
luto un enunciado (no es verdadera o falsa; es compatible con ‘El
gato puede que no esté sobre la alfom bra’— . Del mismo modo, la si­
tuación en que discutimos si y enunciam os que eeqE es verdadero es
diferente de la situación en que discutimos si es probable que E. Eeq

Aunque no es todavía adecuado llamarlo uno u otro por la misma razón, no se


puede mentir o decir la verdad sobre el futuro.
es probable que E está fuera de lugar, es inadecuado, en la situación
en que podemos hacer eeqEV, y, creo yo, conversamente. No es
nuestro com etido aquí discutir la probabilidad; pero vale la pena ob­
servar que las expresiones ‘Es verdad que’ y ‘Es probable que’ están
en la misma línea de com etido2'’ y son en esa medida incompatibles.

7. En un reciente artículo en Analysis el señor Strawson ha pro­


puesto una concepción de la verdad que estará claro que yo no
acepto. Él rechaza la explicación ‘sem ántica’ de la verdad sobre la
base perfectam ente correcta de que la expresión ‘es verdadera’ no se
usa al hablar de oraciones, reforzando esto con una hipótesis inge­
niosa respecto a cómo puede tener significado llegar a confundirse
con la verdad; pero esto no basta para mostrar lo que él quiere — que
‘es verdadero’ no se usa para hablar de (o que ‘verdad no es una pro­
piedad de’) nada— . Pues se usa al hablar de enunciados (que en su
artículo él 110 distingue claram ente de oraciones). Además, él re­
fuerza la concepción de la ‘superfluidad lógica’ hasta tal punto que
admite que decir que EV no es hacer ninguna ulterior aserción en ab­
soluto, más allá de la aserción de que E; pero él está en desacuerdo
con ella en la medida en que cree que decir que EV es hacer algo
más que justam ente aseverar que E — es concretam ente confirm ar o
garantizar (o algo por el estilo) la aserción, hecha o tom ada com o ya
hecha, de que E— . Estará claro que y por qué no acepto la primera
parte de esto; pero ¿qué pasa con la segunda parte? Estoy de acuerdo
en que decir que EV ‘es’ muy a menudo, y según la todopoderosa
ocasión lingüística, confirm ar eeqE o garantizarlo o cosas parecidas;
pero esto no puede dem ostrar que decir que EV no sea también y al
mismo tiem po hacer una aserción sobre eeqE. Decir que te creo ‘es’,
según la ocasión, aceptar tu enunciado; pero es tam bién hacer una
aserción, que no es hecha por la emisión estrictam ente ejecutoria
‘Acepto tu enunciado’. Es común el que enunciados perfectamente
ordinarios tengan un ‘aspecto’ realizatorio, decir que eres un cor­
nudo puede ser insultarte, pero es también y al mismo tiem po hacer
un enunciado que es verdadero o falso. El señor Strawson, además,
parece confinarse al caso en que yo digo ‘Tu enunciado es verda­
dero’ o algo semejante — pero ¿qué pasa con el caso en que tú enun­
cias que E y yo no digo nada, sino que ‘miro a v er’ si tu enunciado

M Compárense las extrañas conductas de ‘fue’ y ‘será’ cuando se unen a ‘verda­


dero’ y ‘probable’.
es verdadero?— . No veo cómo este caso crítico, análogo al cual
nada ocurre en el caso de las emisiones ejecutorias, podría hacerse
responder al tratamiento del señor Strawson.
Un punió final: si se admite (si) que la relación, un tanto abu­
rrida, aunque insatisfactoria, entre palabras y mundo que ha sido dis­
cutida aquí ocurre genuinamente, ¿por qué la expresión ‘es verda­
dero’ no habría de ser nuestro modo de describirla? Y si no lo es,
¿qué otra cosa es?
ADAM SCHAFF
¿QUÉ ENTENDEMOS POR «VERDAD»?
(1971)

E d ic ió n o r ig in a l :

«Was verstehen wir unter ‘Warheit’?» en Theorie der Wahrheit.


Versuch einer marxistischen Analyse, Europa VcrJag, Viena, 2.a ed.
revisada, 1971, pp. 11-28.

Inédito. Reproducimos el texto —traducido-


E d ic ió n c a s t e l l a n a :
con autorización expresa del autor.

T radu cció n : N. Smilg.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «De los problemas de la teoría marxista de la verdad», 1951 (hay


traducción castellana, según consta en Perspectivas deI socialismo
moderno, Sistema, Madrid, 1988, p. 425).
— «Sobre la verdad absoluta y la relativa», Mysl Wspólczesna, 1951.
— «Sobre la verdad objetiva en la sociología», Polityka, 43 (1966).
— «Relación cognoscitiva, proceso de conocimiento y verdad», Dia-
noia, 1970.
— Historia y verdad, Grijalbo, México, 1974 (ed. alemana, Ges-
chichte und Wahrheit, 1973; la edición original en lengua polaca
es de 1970).
— La teoría de la verdad en el materialismo y en el idealismo, trad.
R. Sciarreta, Lautaro, Buenos Aires, 1964 (citado por S. Rábade,
Teoría del conocimiento, Akal, 1995, p. 133).
‘■r— «Problemas de la teoría del conocimiento», en El marxismo a fi-
nal de siglo, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 111-120.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— K. H. Schwabe, G. Terton y K. Wagncr, Zur marxistisch-leninis-


tischen Wahrheitstheorie, Berlin, 1974.
— D. B. Myers, «Marx’s concept of Truth», Canadian Journal of
Philosophy, 1977.
— M. Horkheimer, «Zum Problem der Wahrheit», Zeitschrift fúr So-
zialforschung, IV/3 (1935), pp. 321-364 (rcimp., Kritische Theo-
rie. Studienausgabe, Fischer, Frankfurt a. M., 1968; reecf, 1977,
pp. 228-276). /

S"H” sí- V' Vív ■. i.! y .'. '.t • Ifv .. • ¡• ? . < : - - i •'iV.'Vk ‘
Traducido a partirde la 2 . a edición revisada y am­
O b s e r v a c io n e s :
pliada por el autor. 1.a edición original alemana es Zu einigen Fragen
der marxistischen Theorie der Wahrheit, Dietz Verlag, Berlín, 1954.
La primera edición del texto en lengua polaca es de 1951.

C ualquier sistem a filosófico y cualquier teoría científica aspiran


al conocimiento de la verdad o tienen muchas pretensiones de repre­
sentar dicho conocimiento. En caso contrario, ese sistema filosófico
perdería el derecho a la existencia y se negaría a sí mismo.
No existe ninguna gran escuela filosófica que no se refiera, en
alguna de sus posiciones, a un problema tan esencial como el de la
verdad. Pero la historia de la filosofía nos enseña que los problemas
más discutidos y com plicados son precisam ente los que se tocan con
mayor frecuencia y los que han ocupado el pensamiento de los seres
hum anos durante m ás tiempo. Hay problem as cuya consideración ha
sido tradicional. La historia de la filosofía muestra que precisamente
esos problemas son los más intrincados, debido a la multiplicidad de
concepciones y term inologías diferentes — por no hablar de las dife­
rencias fundamentales entre las concepciones aludidas - Esto se
aclara por completo cuando consideram os la posición de la filosofía
como ideología y tenem os en cuenta su vinculación a una clase. En
los grandes problemas centrales, sobresalen con la mayor nitidez la
dependencia clasista y la parcialidad de la filosofía, decidiendo indi­
rectamente el carácter del sistema. Puesto que la historia de la filoso­
fía refleja la lucha de clases y de partidos, nos muestra al modo de
un caleidoscopio la emergencia de concepciones siem pre nuevas,
perm itiendo al mismo tiempo una separación tajante entre los acan­
tonamientos de los contendientes.
La exposición de la teoría de la verdad del m aterialism o dialéc­
tico requiere una clara toma de postura frente a otras concepciones.
Sin embargo, esa polém ica exige de antemano que se precisen los
conceptos en disputa; pues, de otro modo, se cierne el peligro de
caer en un formalismo vacío y en consecuencia en discusiones inaca­
bables, como lo atestigua la historia de muchas disputas filosóficas.
Aún más, tratándose — como ya hemos mencionado— de una dis­
puta antigua y muy prolongada en la que la desigualdad de los pun­
tos de vista corre pareja con la diferencia term inológica que se
oculta con frecuencia bajo ropajes lingüísticos que suenan igual.
La necesidad de tal depuración introductoria del campo de bata­
lla se puede inferir de cualquier ejem plo sacado de la bibliografía es­
pecífica más reciente. Dichos ejemplos ponen a menudo de m ani­
fiesto una confusión en las operaciones con conceptos que, en
principio, parecen excluir la posibilidad de comprensión mutua y de
solución racional del problema.
Com enzarem os nuestras exposiciones con el análisis del signifi­
cado de conceptos fundamentales que nos servirán en el curso poste­
rior del trabajo. En la filosofía polaca, se suele denom inar en general
este método de trabajo «análisis semántico». Tomaremos postura
ante él.
En la filosofía polaca no m arxista de nuestra época existen ten­
dencias que conciben el postulado del análisis semántico como pura­
mente técnico, esto es, como un postulado sobre la precisión y el
perfeccionam iento de los conceptos que usamos. (Así es como lo en­
tiende, por ejemplo, T. Kotarbinski). Si el postulado del análisis se­
mántico realm ente se redujera sólo a eso, el marxism o podría adhe­
rirse a él por completo pues en su aplicación vería un medio para el
perfeccionamiento de sus reflexiones y también para el progreso de
la ciencia. Pero lo que se ha llamado análisis semántico, en tanto que
método de investigación que se ha implantado en la filosofía con­
temporánea y sobre todo en el neopositivismo como principal pro­
tector del análisis semántico, no reduce su significación ni al perfec­
cionamiento y precisión de los conceptos con los que se encuentra
ni, sobre todo, a un análisis de su significado. Tenemos que recordar
que el «análisis semántico», tal y como se usa en la actualidad y a
pesar de todo lo que se asegure, está inseparablemente unido a la to­
talidad del sistema del neopositivismo, especialm ente a su teoría del
análisis lógico del lenguaje.
No podem os olvidar que el denominado análisis semántico
apunta, tanto en la teoría como en la práctica, hacia la tendencia de
la filosofía burguesa contem poránea de querer sustituir toda filoso­
fía. Por eso, el marxismo tiene que distanciarse clara y expresamente
de un análisis semántico concebido de esta m anera, aun cuando
acepte sin reservas el postulado de la precisión y del análisis pro­
fundo del significado de los conceptos. Se podría concluir que todo
este asunto está tan claro, ante todo desde la posición marxista, que
no merece la pena detenerse mucho en él. Si a pesar de eso le hemos
dedicado tanto espacio, se debe a que en Polonia se define como
«análisis sem ántico» cualquier uso del análisis del significado de los
conceptos. Esto conduce a difum inar las diferencias fundamentales
entre las orientaciones filosóficas que, sin embargo, no justifica la
diferenciación m eram ente externa entre sus métodos de investiga­
ción. El m arxism o no sólo no está interesado en que se difuminen
estas diferencias sino que, al contrario, se esfuerza por resaltarlas y
clarificarlas en función de sus objetivos y sus conflictos. De aquí se
deriva la necesidad de definir con precisión el análisis semántico y la
relación en la que nos encontramos con él.
Tras esta observación introductoria, regresaremos ahora a nuestra
pregunta originaria: ¿Qué entendem os por «verdad»?
Entendemos por «verdad» un «juicio verdadero» o una proposi­
ción «verdadera», esto es, un juicio o una proposición que se corres­
ponden con la realidad objetiva. Una proposición correcta es, pues,
el enunciado de un juicio verdadero. Por el momento, dejaremos de
lado la cuestión de qué entendemos por un «juicio» al que le co­
rresponde la característica de la verdad. Cuando hablamos sobre la
«verdad», no hablamos de algún «ser conceptual» ideal, sino de pro­
posiciones y juicios que son verdaderos. Así pues, por verdad enten­
demos — según expondrem os en el transcurso de nuestras delibera­
ciones— la cualidad de un juicio que se basa en la correspondencia
del pensamiento con la realidad objetiva. La posición contraria, se­
gún la cual las verdades existen como entidades independientes (en el
sentido realista de la palabra, como por ejemplo, cuando decimos que
Jano existe), sólo la pueden defender los idealistas de tinte platónico.
Una concepción de este tipo hace su aparición en la filosofía del si­
glo xx con Husserl y Russell. Ellos conectan la teoría de los «juicios
en sentido lógico» tomada de Bolzano con las «entidades ideales» en
el sentido de Platón.
Estableciendo que la «verdad» es un «juicio verdadero» o una
«proposición verdadera», no sólo subrayamos la parte negativa — que
la verdad no es un objeto, un estado o un suceso— sino también la
parte positiva de que la verdad es un concepto abstracto cuyo corre­
lato objetivo es una determ inada propiedad del juicio (y por deriva­
ción, una propiedad de la proposición). Com enzando por Aristóteles,
establecemos junto con los más grandes pensadores de la historia de
la filosofía, que la verdad es una propiedad de los juicios.
Detengámonos un momento en esta última afirmación. ¿Es la
verdad de hecho una propiedad sólo de los juicios (y derivadamente,
de las proposiciones)? ¿No se puede hablar análogamente de la ver­
dad de las cosas, de los conceptos, de los estados? ¿No somos vícti­
mas de una visión tradicional, de una tradición arraigada o, como di­
ría Bacon de «las ilusiones del teatro»?
Si acudim os al lenguaje diario podría parecer a primera vista que
habla en contra de nuestra teoría. Con frecuencia decimos de alguien
que es una verdadera persona o un verdadero amigo, decimos que
algo es verdadero oro o verdadero m arfil, que alguien tiene la expe­
riencia de un am or verdadero o de un verdadero dolor, que algo es
un verdadero invento. Parece, por tanto, que de esta manera decimos
algo sobre la verdad o falsedad de estas cosas, conceptos, estados y
que, por eso, no sólo los juicios son verdaderos.
Pero en realidad, toda la argumentación basada en el lenguaje co­
tidiano induce al error. Aristóteles ya señaló que en todos estos casos
nos servimos del térm ino «verdadero» en sentido figurado. Análoga­
mente, hablamos en sentido figurado de un «entorno sano», aunque
la salud es una propiedad del cuerpo; hablamos de una «organiza­
ción inteligente», aunque la inteligencia es una cualidad del entendi­
miento y no de la organización. Así pues, cuando usamos el adjetivo
«verdadero» en sentido figurado, tomamos prestado el sentido de
este término de la cosa a la que califica — de la propiedad específica
de los juicios— .
Basta con analizar con mayor profundidad las expresiones del
lenguaje diario que hemos mencionado para no ceder a su aparente
poder de convicción. La realidad objetiva no es ni verdadera ni falsa,
simplemente es, existe. Los objetos del mundo exterior — seres hu­
manos, animales, casas, mesas— existen y no tiene ningún sentido
aplicarles los adjetivos verdadero o falso. De modo parecido, tam ­
poco se pueden aplicar con su significado estricto a representacio­
nes, vivencias o conceptos, según tratarem os aun en este capítulo. En
todos los ejemplos que hemos m encionado, calificam os realmente
determ inados juicios como verdaderos o falsos; por ejemplo, el ju i­
cio de que un objeto está hecho de oro o de marfil o el de que las ac­
ciones de una persona cualquiera dan testimonio de su amistad por
otra. Aristóteles ya era plenamente consciente de esto. Como vere­
mos más adelante, esta cuestión es de gran im portancia para la teoría
m aterialista de la verdad.
Como somos de la opinión de que la verdad sólo puede corres­
ponder única y exclusivamente al juicio (y a las proposiciones que lo
expresan), en las reflexiones que vienen a continuación adjudicare­
mos esta propiedad exclusivamente a los enunciados, es dccir, a los
juicios cuya finalidad consiste en la descripción de la realidad o de
una parte de la realidad desde algún punto de vista1. •
La posición de que la verdad en el significado más estricto de la
palabra, corresponde exclusivamente a los juicios, requiere una clari­
ficación adicional. De este m odo evitamos los malentendidos que
podrían resultar de la aparente restricción de la problemática de la teo­
ría del reflejo en una problemática de los juicios.
Desde la posición de la teoría del conocimiento marxista-le-
ninista, no cabe ninguna duda de que la verdad es única y exclusiva­
mente la característica del reflejo subjetivo de la realidad objetiva en
la conciencia humana. Entendemos el concepto «reflejo» en el sen­
tido más estricto, esto es, como un conocimiento que refleja la reali­
dad. En principio, el «reflejo de la realidad objetiva en el entendi­
miento humano» es un concepto amplio que abarca otras formas de

1 Así pues, eliminamos conscientemente las expresiones que poseen la forma gra­
matical de una proposición enunciativa, como los juicios estéticos y morales; y tam­
bién eliminamos aquellas expresiones que se diferencian de las proposiciones enun­
ciativas por su forma gramatical, como las normas morales. Este discutido y
complicado problema no puede ni debe resolverse, por así decirlo, al margen de otras
cuestiones. Aquí sólo queremos mostrar brevemente nuestra posición en este asunto.
En consonancia con la posición que hemos adoptado, la verdad le corresponde a
los juicios que reflejan fielmente la realidad. Así, para poder hablar sobre la verdad,
tenemos que habérnoslas con un juicio que enuncie algo sobre la realidad. Por el con­
trario, en el caso de los otros juicios mencionados hablamos de compatibilidad o de
no compatibilidad con un sistema de valores admitido (valores estéticos, morales u
otros). Aquí existe una conexión con la realidad, pero indirecta mediante el sistema de
valores dado; este sistema está ligado a la realidad de una forma complicada y es su
«reflejo», en un sentido específico de esta palabra. No se debe eliminar la diferencia
de estas dos relaciones entre determinados juicios y la realidad, calificando simple­
mente los juicios como verdaderos o falsos y haciendo surgir la convicción equivo­
cada de que con estos enunciados tenemos que ver con juicios sobre la realidad como
ocurre en los juicios del tipo «esta casa tiene dos pisos».
Esto aparece aún más claramente en el caso de las normas. Las normas poseen
una forma distinta de la de las proposiciones enunciativas y no enuncian nada sobre la
realidad, sino que contienen prescripciones sobre lo que debería ocurrir. Por eso no
pueden ser calificadas como verdaderas o falsas, pues esta calificación sólo tiene sen­
tido en referencia a juicios que enuncian algo acerca de la realidad. En el caso de los
juicios normativos, es totalmente cuestionable si las proposiciones que los expresan
pueden ser deducidas como proposiciones enunciativas. Ciertamente no es posible si
se trata de una deducibilidad lógico-formal. En mi opinión existe una deducibilidad en
sentido genético, pero que no justifica en modo alguno que se eliminen las diferencias
entre los respectivos tipos de juicios y proposiciones, calificando las normas como
verdaderas o falsas con algún significado especial de estas palabras.
la conciencia además del ámbito del entendimiento, como sentim ien­
tos, vivencias estéticas y otros similares. Es cierto que estas formas
están vinculadas a fenómenos del intelecto, sin embargo no remiten
a él; pero en cada una de ellas encontramos un reflejo del mundo ob­
jetivo. Visto desde el m aterialismo dialéctico, ésta es la única posi­
ción posible; pues cuando reconocemos la existencia objetiva de la
realidad y la relación entre el sujeto y el objeto como fundamento de
la conciencia humana, entonces tenem os que ver en cada una de es­
tas formas de conciencia su correspondencia objetivares decir, he­
mos de ver en esta o aquella form a el reflejo de la realidad objetiva.
A pesar de esto, no caracterizamos todas estas formas reflexivas
como verdaderas o falsas sino que, tanto en el lenguaje cotidiano
como en la terminología científica, las valoramos com o agradables o
desagradables, satisfactorias o insatisfactorias. Reservamos expresa­
mente la valoración mediante los adjetivos «verdadero» o «falso»
para el ám bito del entendimiento, sin negar por el momento que la
relación reflexiva — aunque de forma diferente y específica para
cada uno de los casos mencionados— no existe sólo en el ámbito del
entendim iento sino también en las restantes áreas.
Pero el problem a que acabam os de m encionar no se elim ina
m ediante la lim itación del análisis al ám bito del conocim iento in­
telectual, pues está incluido en su m arco. De lo que se trata es de
si reservam os la apreciación de la verdad al intelecto, es decir, si
reflejam os el reflejo de la realidad objetiva en el intelecto hum ano
bajo la form a de conocim iento, de pensam iento cognosccnte, sólo
a los ju icios o si debem os extenderlo a los conceptos, representa­
ciones y sentim ientos.
Esta cuestión está relacionada con la calificación de los concep­
tos o representaciones como verdaderos o falsos que hacen los clási­
cos del marxismo. La dificultad que conlleva es sólo aparente: el
análisis de los textos muestra que, cuando hablaban de ello, los clási­
cos entendían los conceptos o representaciones en un sentido amplio,
es decir, como ideas cognoscitivas a las que adjudicaban la verdad en
los casos en que se correspondían con la realidad objetiva. En estos
casos no se trata de conceptos o representaciones en el sentido pro­
pio de estas palabras, sino en un sentido amplio en el que el juicio
coincide con la idea cognoscitiva. Con este significado sí pueden ser
verdaderas o falsas. Además, los clásicos hablan de la corrección de
las representaciones, de las percepciones sensoriales en el sentido de
su relación subjetiva; esto es, en el sentido de que perm iten la form u­
lación de un juicio verdadero.
Ilustraremos esta concepción de la corrección de las representa­
ciones y los conceptos con algunos ejem plos tomados de los escritos
de los clásicos:

En el momento en el que utilizamos estas cosas para uso personal, se­


gún las propiedades que percibimos en ellas, en ese mismo momento so­
metemos nuestras percepciones sensoriales a una prueba infalible acerca
de su corrección o incorrección. Si estas percepciones eran incorrectas,
nuestro juicio sobre la utilidad de esa cosa tendrá que ser incorrecto y
nuestro intento de usarla habrá de fracasar. Pero si alcanzamos nuestro ob­
jetivo, encontramos que la cosa corresponde a nuestra representación de
ella, que sirve para lo que la usábamos y ésta es una prueba positiva de
que, dentro de estos limites, nuestras percepciones de la cosa y de sus pro­
piedades concuerdan con la realidad existente fuera de nosotros5.

El uso del térm ino «correcto» en Engels, en conexión con las


percepciones sensoriales se ajusta por completo al marco de la inter­
pretación que se ha ofrecido más arriba. Lenin expresa rotundamente
una idea parecida:

[...] las cosas existen fuera de nosotros. Nuestras percepciones y represen­


taciones son reproducciones de ellas. Mediante la praxis, estas reproduc­
ciones son objeto de una prueba que distinguirá las correctas de las inco­
rrectas '.

En otro lugar Lenin escribe:

Es patente que aquí están mezcladas dos cuestiones: I. ¿Existe una ver­
dad objetiva? Es decir, ¿puede darse un contenido en las representaciones
humanas que sea independiente del sujeto, que 110 dependa ni de los hom­
bres ni de la humanidad?'

No cabe duda de que aquí las representaciones son idénticas a las


ideas cognoscitivas. Como ya hemos dicho anteriorm ente con clari­
dad, defendemos la tesis de que la verdad es una propiedad de los
juicios. Sin embargo, ahora vamos a som eter a prueba los argumen­
tos de los defensores de la tesis contraria, tesis que afirm a que la

2 Friedrich Engels, «Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wis-
senschaft», en Karl Marx y Friedrich Engels, Ausgewáhlte Schríften in zwei Blinden,
Dietz Verlag, Berlín, 1953. vol. II, p. 90.
! W. I. Lenin, Materialisnius und EmpiriokrUizi.imus. Kritische Bemerkungen über
eine reaktionare Philosophie, Dietz Verlag, Berlín, 1952, p. 99.
J Op. cit., p. III.
verdad tam bién sería una propiedad de las percepciones sensoriales,
de las representaciones y de los conceptos.
Los representantes de esta postura argumentan del siguiente
modo: Si se afirm a que la verdad es una propiedad de los juicios y al
mismo tiempo se proclam a que es una propiedad del conocimiento
(esto es precisam ente lo que hace nuestro trabajo) no se puede afir­
mar que no es una propiedad de las partes constitutivas de cada co­
nocimiento y, por tanto, también del juicio — de las representaciones
y conceptos— .
El problem a exige un comentario adicional con independencia de
esta argumentación que yo tengo por falsa — pues no ocurre que una
propiedad del todo tenga que ser también propiedad de las partes— .
Según mi opinión, respecto a las percepciones sensoriales y re­
presentaciones la cuestión es muy sencilla. Simplemente no es ver­
dad que existan percepciones sensoriales y representaciones aisladas
—independientes— a partir de las cuales — como si fueran ladri­
llos— se construye el acto del conocimiento. Más bien es al contra­
rio: las percepciones sensoriales y las representaciones, en tanto que
unidades de conocimiento aisladas, son el fruto de una abstracción
que culm inaría en el acto total del conocimiento. Precisamente por
eso, la percepción y la representación aisladas del acto de juzgar que
está inseparablemente unido a ellas, son un producto de la fantasía
(con la excepción de los estados de semisueño, anestesia y otros si­
milares en los que la función cognoscitiva transcurre de forma anor­
mal, por lo que podemos excluirlos de nuestro campo de acción). Así
pues, es correcto decir que una percepción sensorial y una represen­
tación se corresponden o no se corresponden con la realidad (se
puede usar otra terminología con este mismo fin) y reservar el tér­
mino «verdadero» para el juicio respectivo (la impresión que produ­
cen dos bolas al tocarlas con los dedos cruzados no se corresponde
con la realidad y el juicio procedente de ella sería falso si no corri­
giésemos esa impresión mediante una percepción visual). Introducir
aquí el térm ino «verdadero» o «falso» sólo significaría que usamos
esos términos de forma ambigua, lo que acarrearía consecuencias fa­
tales si no nos diéramos cuenta de ello. Pero si tenemos clara esa am­
bigüedad ¿por qué complicarnos la vida por no introducir una term i­
nología especial?
Sin duda, el problem a de los conceptos es más com plicado y
sirve también frente a todos los ataques de los adversarios de la teo­
ría que reconocen que la verdad es una propiedad de los juicios. Los
conceptos — así lo dicen— tienen un contenido com plejo, pues de
hecho son la «cristalización» de muchos juicios (dicho en un sentido
no transferible: el contenido de los conceptos se puede expresar con
la ayuda de m uchos juicios). Así pues, si la verdad es una propiedad
de los juicios ¿por qué no ha de ser también una propiedad de forma­
ciones superiores que se componen de muchos juicios?
No cabc duda alguna de que en esta concepción la verdad es
tanto una propiedad de los juicios como de los conceptos, entendién­
dolos como «haces» de juicios, com o «expresión recopiladora» de
juicios o como se quiera describir. Pero ¿de qué estamos hablando
aquí? Hablamos del aspecto genético de los conceptos, de que los
conceptos a partir de los cuales se construyen supuestamente los ju i­
cios — com o a partir de elem entos— son, de hecho, una estructura
construida genéticamente a partir de juicios. ¿Entendem os realmente
esto por «concepto»? ¿Concebimos la palabra «concepto» siempre
de esta manera?
¡Claro que no! Es suficiente con recordar el prim er argumento de
los adversarios (que contradice abiertamente al que se acaba de intro­
ducir) para darse cuenta de la diferencia entre estas concepciones y
significados. Según el primer argumento, el concepto es una parte
constitutiva del juicio y, en virtud de ello, una propiedad del juicio
como un todo tam bién le corresponde al concepto como parte. De he­
cho, en la Lógica el concepto aparece como parte constitutiva, como
elemento del juicio, porque la Lógica (al menos algunas de sus con­
cepciones) no se interesa por el aspecto semántico de las expresiones
con las que opera en su cálculo. En este caso, tampoco se puede ha­
blar de la verdad del concepto. Basta con preguntar por el significado
del nombre o por el contenido del concepto, es decir, basta con «des­
cifrar» una «abreviatura» de cómo es el concepto para que se muestre
que estamos tratando con toda una serie (con frecuencia muy com­
pleja) de juicios. Pero entonces la cuestión se convierte en trivial: na­
turalmente la verdad es la propiedad de un conjunto de juicios, si es
que es propiedad de cada uno de ellos por separado.
Así pues, cuando hablamos de conceptos, siempre hay que preci­
sar en qué sentido lo hacemos: en sentido lógico-formal o en sentido
genético. Dependiendo de cuál de los dos se trate se puede o no se
puede hablar de la verdad o no-verdad de los conceptos.
Cuando formulamos la afirm ación de que la verdad es una pro­
piedad de los juicios, no explicamos suficientem ente lo que hemos
de entender por «juicio». Pero esto no es sencillo ya que surgen pro­
blemas sobre la cosmovisión universal relacionados con aquél, según
confirm a la historia del problema.
En Psicología entendemos por «juicio» una vivencia psíquica de­
terminada — el acto judicativo de que algo es de esta m anera o de
esta otra— . Por ejemplo, vemos unos objetos cualesquiera, de los
cuales dos son blancos y otros dos negros y juzgam os (experim enta­
mos el acto judicativo) de que hay cuatro objetos, puesto que 2+2=4.
En este sentido es en el que hablamos de juicios en el significado
psicológico de esta palabra.
Pero surge la cuestión de si la verdad caracteriza únicam ente a
los juicios en sentido psicológico. El juicio «dos y dos son cuatro»
¿no sería verdadero incluso cuando nadie lo experimentara como
acto judicativo? Algunos filósofos, sobre todo entre los lógicos m a­
temáticos, han sostenido consideraciones semejantes sobre la con­
cepción de los denominados juicios lógicos, que eran algún tipo de
entidades ideales en el espíritu del idealismo platónico. A tales «jui­
cios lógicos» ha de corresponderles verdad, con independencia de
que alguien realm ente los experimente o no. El iniciador de esta con­
cepción fue Bernhard Bolzano y sus ideas fueron recogidas, por una
parte por lógicos como Frege y Russell y por otra, por fcnomenólo-
gos como Husserl. Como es sabido, esta concepción está em paren­
tada con el idealismo objetivo de tinte platónico. Tal posición con­
duce — como se indicó antes— a una concepción idealista objetiva
que afirm a que la verdad sería una especie de atributo de ciertas
esencias reales independientes y de los juicios lógicos, como el olor
pertenece a la flor (Russell) — y conduce también a la concepción de
la «verdad en sí» que es independiente del acto del pensamiento y
que se basa en sí misma (Husserl)— .
Antes de pasar a responder a esta cuestión, nos remitirem os críti­
camente a cierto intento de responderla de forma nominalista. T. Ko­
tarbinski, que aplicó el criterio del reismo al problema que nos inte­
resa, propone en sus «Elem entos» 5 Una solución basada en la idea de
que la verdad no es la característica de los juicios concebidos de
forma psicológica o lógica, sino que lo es de las proposiciones. No
existe ninguna cosa que sea un juicio lógico — piensa Kotarbinski—
por consiguiente no existen tales juicios, no pudiendo poseer tam ­
poco cualidades como la verdad o la falsedad. Tampoco existe nada
semejante a un juicio en sentido psicológico. Todo esto hay .que en-

s T. Kotarbinski, Elementy teorii poznania, logiki jbrmalnej i metodologii nauk


(Elementos ele teoría del conocimiento, de lógica formal y de metodología científica),
Lemberg, 1929.
tenderlo a la manera de una locución sustitutiva. Por ejemplo, deci­
mos «el juicio de Juan es verdadero», pero de hecho queremos ex­
presar «Juan juzga verdaderamente»; por tanto, la afirm ación de la
verdad de este juicio es posible en un significado sustitutivo. Por el
contrario, hay proposiciones (escritas o enunciados orales) que pue­
den ser verdaderas o falsas en el significado literal de la palabra.
El autor se inclina claramente por la posición de que no se debe­
ría hablar de la verdad de los juicios, sino de la verdad de las propo­
siciones. ¿Proporciona esto alguna solución al problema de los jui­
cios? De ninguna manera. En último extremo, obtenem os como
resultado un desplazam iento term inológico de esta cuestión. Pero,
desplazar la cuestión no significa ni eliminarla ni responderla.
Los intérpretes nominalistas de este problema olvidan por com­
pleto que no se puede separar la proposición del juicio. La proposi­
ción, en tanto que objeto material — por ejemplo, com o cierto orden
de líneas de tinta— no es en sí ni verdadera ni falsa. Las líneas de
tinta no pueden poseer la propiedad de ser verdaderas o falsas, exac­
tamente igual que los seres humanos, los animales, las piedras o cual­
quier otro objeto material que tampoco puede tenerla. La función me­
diadora de la proposición y su papel en el proceso del pensamiento no
se derivan de que sea un objeto material, sino de que es enunciado de
un pensamiento determinado. En la teoría de la verdad sólo nos inte­
resa la proposición en tanto es enunciado de algún juicio.
A las «proposiciones» materiales (por ejemplo, un letrero) se les
atribuye corrección a causa de su conexión con proposiciones consi­
deradas como creaciones lingüísticas, cuya separación del proceso
del pensam iento es una consecuencia de la abstracción. Tal abstrac­
ción puede ser útil para determ inados fines de la investigación pero,
si la convertimos en principio, conduce a una separación metafísica
entre las dos partes de un proceso unitario de conocimiento. En reali­
dad, el proceso del pensamiento y el del lenguaje están inseparable­
mente unidos en el pensamiento conceptual. Aristóteles afirm ó que
una proposición era un juicio que enunciaba una verdad o una no
verdad. De este modo resaltó claram ente la conexión inseparable en­
tre estas proposiciones (es decir, proposiciones que poseen valor ló­
gico) y los juicios. El error fundamental del método nom inalista en
el denominado análisis semántico que opera con proposiciones, es la
suposición de que el complejo problema del proceso del pensa­
miento se podría elim inar del análisis mediante una limitación cons­
ciente a formas lingüísticas. Pero son cosas diferentes afirmar que se
limita a formas lingüísticas (proposiciones) y realizar tal limitación
del análisis. De hecho esto tiene que ver con el error fundamental
que se deriva de no com prender lo que el marxismo denom ina uni­
dad dialéctica entre el pensar y el hablar. El pensamiento conceptual
(juicio) sin lenguaje (proposiciones) carece de sentido tanto com o un
proceso lingüístico (proposiciones) sin pensamiento (juicios). Y de
aquí se obtiene claramente la desesperanza de la supuesta renuncia
del análisis semántico respecto a las cuestiones básicas por medio de
la afirm ación de que, en lo sucesivo, sólo se ocupará de proposicio­
nes o de formas lingüísticas en general. De aquí se concluye también
que la supuesta limitación a un análisis de las proposiciones no res­
ponde en absoluto a la importante cuestión de la relación entre los
«juicios lógicos» y los juicios en sentido psicológico, ni al problema
de cuáles de ellos han de calificarse como verdaderos o falsos.
Cuando decimos que la verdad es una propiedad de las proposicio­
nes, estam os expresando con ello — por lo dicho anteriorm ente—
que de hecho es una propiedad de los juicios. Pero ¿de qué juicios?
Kotarbinski está en la posición correcta cuando dice que cuando
hablamos de la verdad de la proposición, usamos el calificativo «ver­
dadero» de modo que está determinado por su papel en la relación
con los juicios y las ideas. De todo ello se podría inferir que el autor
se inclina por la posición de que el enlace de las proposiciones con
los juicios significa su enlace con los juicios en sentido psicológico.
Sin embargo, surge la cuestión de si la proposición «dos por dos son
cuatro» sigue siendo correcta aunque, en realidad nadie experimente
el juicio que en ella se expresa. El problem a de los juicios lógicos
aparece aquí bajo la forma de un problem a acerca de los contenidos
proposicionales. Los partidarios del m étodo del análisis semántico
dicen también que los juicios lógicos son lo mismo que los conteni­
dos de la proposición. Pero, de este modo el problem a vuelve a plan­
tearse en toda su extensión, aunque con otro ropaje terminológico.
Aquí tampoco puede ayudar aquella escapatoria externa como es la
afirm ación en nombre del reismo de que no existe ninguna cosa que
pueda ser un contenido proposicional. Los partidarios de la interpre­
tación nominalista tienen que decidirse entre aceptar la absurda teo­
ría de la separación y aislamiento de la forma lingüística respecto a
la forma de pensamiento (con lo que sus concepciones pierden cual­
quier valor científico), o tienen que reconocer que las artimañas ter­
minológicas nominalistas 110 elim inan el problema. Después de ha­
ber constatado el carácter insatisfactorio del intento nom inalista por
responder a esta cuestión, podem os continuar su análisis en el espí­
ritu de la filosofía marxista.
Decidir el problema de los juicios en sentido psicológico no le
crea serias dificultades a la filosofía y psicología m arxistas en lo que
concierne a las cuestiones que nos interesan aquí. En este sentido, un
juicio es una idea a la que subyace la convicción de que una cosa su­
cede de una determinada manera. De un proceso de pensamiento de
este estilo decim os con pleno sentido que es verdadero o falso, en­
tendiendo — según explicaremos con más precisión en adelante—
que concuerda con la realidad objetiva (alguien piensa con convic­
ción que algo es de esla manera o de esa otra y es de esa manera o de
la otra) o que no concuerda con ella. En consecuencia, los juicios en
sentido psicológico se caracterizan por tener la propiedad de ser ver­
daderos o falsos. Como se sabe, cuando decimos que la unidad del
mundo se basa en su materialidad, en el mundo existen sólo la m ate­
ria, sus propiedades y funciones, se trata de una m anera de hablar
abreviada (en el sentido literal de la palabra). Teniendo esto en
cuenta, entenderem os claramente que, de hecho, hablamos de seres
humanos que juzgan con verdad o falsedad cuando decimos de un
juicio que es verdadero o falso. En este sentido estamos de acuerdo
con el reismo cuando afirm a que no existen juicios en sentido psico­
lógico si es que la existencia de tal juicio ha de ser objetiva, como
por ejemplo la de una m esa o la de un árbol. Por el contrario, cuando
el reismo intenta realizar alguna diferenciación entre la caracteriza­
ción correcta de los juicios y la de las proposiciones sobre la base de
que el juicio no es un objeto mientras que la proposición sí lo es, en­
tonces hay que decir que eso es una em presa fallida. Con esa dife­
renciación se desdibuja el hecho principal de que la verdad no co­
rresponde nunca a las proposiciones en tanto que cosas (letreros, por
ejemplo), sino a los juicios-proposición. La unidad inseparable entre
el pensar y el hablar tira por tierra la construcción del nominalismo
reista.
¿Qué ocurre con los «juicios lógicos» o «contenidos preposicio­
nales» a los que les corresponde la verdad según Russell, Husserl,
Meinong, Marty y otros?
No cabe ninguna duda de que la concepción de los «juicios lógi­
cos», es decir la concepción de cualquier juicio «en sí» y de cual­
quier «contenido proposicional» que 110 son pensados pero, con
todo, existen realm ente de algún modo, es un renacim iento del idea­
lismo platónico. No hay duda de que, a la luz del m aterialism o dia­
léctico, no hay ningún lugar para tales «form as ideales de ser»,
como son los «juicios lógicos» o los «contenidos proposicionales».
Hay que adherirse a la opinión de que se trata de una hipóstasis, es
decir, del error niuy corriente en la historia de la filosofía de consi­
derar los conceptos separados como form as reales de ser puesto que
su expresión verbal perm ite una construcción de proposiciones su­
jeto-predicado de la misma form a que en el caso de los enunciados
sobre objetos.
Pero esto no significa que contestemos la pregunta con la sola
afirm ación de que no existen «juicios lógicos». De hecho, tam poco
existen objetos m ateriales que puedan representar a esos mismos ju i­
cios, pero aún queda la cuestión de si los juicios verdaderos (y las
proposiciones respectivas) poseen verdad aun cuando nadie los expe­
rimente. Precisamente aquí se m anifiesta toda la limitación del no­
minalismo y no sólo del medieval, sino también del que es contem ­
poráneo nuestro. Duro en la crítica al realismo conceptual, se torna
débil cuando se trata de una solución positiva del problema. El nom i­
nalismo practica también la negación del problema allí donde no lo
puede resolver. Pero como es sabido, el problema no resuelto retorna
pertinaz bajo esta u otra forma, a pesar de todas las afirm aciones de
que ya fue elim inado hace mucho tiempo.
Permaneciendo en los límites fijados, intentemos resolver el pro­
blema de los «juicios lógicos». La concepción de que tales juicios o
contenidos preposicionales son formas reales de ser tiene su raíz en
la experiencia de que los juicios y las proposiciones se repiten con
frecuencia y aparecen en una situación determ inada con diferentes
individuos y en tiempos distintos. La concepción idealista absolutiza
el elemento que les es común y lo convierte en una esencia ideal. El
m aterialismo dialéctico combate decididamente la existencia de tales
esencias, la existencia de cualquier tipo de «juicios» y «contenidos
proposicionales» no pensados por nadie. Sin embargo, 110 niega que
se puedan repetir. Unicamente los interpreta, sin recurrir ni al idea­
lismo ni a la mística. Esta posición se deriva consecuentem ente de la
teoría del conocim iento marxista. El proceso del conocim iento pre­
supone la existencia del sujeto que conoce y del objeto a conocer. El
conocimiento es el reflejo subjetivo en el entendim iento de quien co­
noce de la realidad que existe objetivamente. La verdad (esto es, el
juicio verdadero) es el reflejo fiel ai menos dentro de ciertos límites,
la verdad es un juicio adecuado a la realidad. Si en el año 1970 París
es la capital de Francia y nosotros experim entam os el ju icio (o lo ex­
presamos, o lo escribimos en la form a de una proposición) de que en
el año 1970 París es la capital de Francia, entonces el juicio es verda­
dero. Pero un juicio tal lo experim enta aquel que ha de juzgar sobre
ello con conocimiento objetivo. ¿Qué es lo común a todos estos ju i­
cios? Poseer la misma relación con la realidad objetiva. Aquí desapa­
rece inm ediatam ente el «juicio lógico» místico de la interpretación
idealista y tenem os el fenómeno simple y com prensible de la posibi­
lidad de repetir el reflejo de la realidad objetiva en un tiempo distinto
y en intelectos diferentes, así como el fenómeno de la com unidad de
relación objetiva con esta realidad. Del mismo modo, desde este tras-
fondo se hacen comprensibles los misteriosos «contenidos proposi-
cionales». El m om ento de la presencia material de lo escrito, es de­
cir, su existencia material también a lo largo del tiempo en el que
nadie lo lee ni, consecuentem ente, lo comprende, complica esta
cuestión sólo de modo aparente. Toda dificultad desaparece inmedia­
tam ente al darnos cuenta de que la proposición, en tanto que cosa
material (por ejem plo, como líneas de tinta ordenadas) es diferente a
la proposición como forma del conocimiento, como «proposición-
juicio»; pues el proceso del pensamiento y el del lenguaje están enla­
zados en una unidad inseparable. Entonces queda claro también que
aquella supuesta existencia de los «contenidos preposicionales»
como formas de ser autónom as e independientes del único proceso
real del conocim iento, es un reflejo del hecho idealistamente defor­
mado, basado en la posibilidad de repetir ciertas vivencias de cono­
cimiento. No existen los «juicios lógicos» ni los «contenidos prepo­
sicionales» com o seres reales; lo que hay es únicamente la
posibilidad de que se repitan los reflejos de la realidad. El idealismo
deform a la imagen del conocim iento que se basa realm ente en los re­
flejos individuales de una y la m ism a realidad objetiva en las cabezas
de los seres hum anos individuales — y, por eso, tiene que buscar
ayuda en el realismo conceptual. El m aterialismo consecuente re­
suelve este problema mediante un análisis del proceso del conoci­
miento y rechaza toda mística de las formas ideales de ser. Pero,
aunque rechace la concepción de los «juicios lógicos», su manera de
proceder es diferente de la del nominalismo. Este niega el conjunto
del problema sólo con las palabras, llevándolo a una vía muerta,
mientras que el materialismo dialéctico resuelve objetivamente el
problema rechazando la concepción idealista.
Ahora bien, cuando decimos que la verdad es una propiedad de
las proposiciones o de los juicios im pugnam os decididamente tanto
el intento idealista de interpretar los juicios como entidades ideales,
como también el intento nom inalista de separar los juicios de las
proposiciones y viceversa. De ese modo hacemos referencia a que
tenemos siem pre presente la unidad pensam iento-lenguaje con la ob­
servación de que rem arcam os este o aquel aspecto de esta unidad se-
gún hablemos de juicios o de proposiciones. Verdad o falsedad ca­
racterizan cierto tipo de reflejos subjetivos de la realidad objetiva, el
tipo de reflejos específicam ente intelectuales. Éstos se expresan en
formas de pensamiento-lenguaje. En este sentido decimos que la ver­
dad es una propiedad de los juicios o de las proposiciones que se de­
rivan de ellos.
Puesto que hemos aclarado la cuestión de qué fenómenos deben
caracterizarse com o verdaderos o falsos, podemos pasar a una consi­
deración más detallada — en esta etapa de nuestras reflexiones— del
núcleo del problema, a la cuestión de en qué consiste la propiedad de
los juicios que hemos caracterizado como verdad o no verdad.
El problema de la verdad no sólo se encuentra en el prim er plano
de las reflexiones filosóficas abstractas. En la vida cotidiana trope­
zamos con él a cada paso y tam bién lo encontram os en el ám bito de
las ciencias especializadas. Ciertam ente aquí se presenta en una
forma algo diferente, pues no se establece ninguna definición de la
verdad. Se investiga la verdad de los juicios individuales m ediante
un examen práctico (en el sentido de la praxis de la vida diaria y del
experimento científico). El examen es el conjunto de todas las activi­
dades encam inadas a la solución del problema de si los juicios (pro­
posiciones) dados son verdaderos o no verdaderos. Por tanto, presu­
pone algún conocimiento acerca del carácter de la verdad. Obviamente
este conocimiento no se expresa en una fórmula clara y unívoca, sino
que hemos obtenido este conocimiento o intuición a partir de la prác­
tica cotidiana y casi siempre lo suponemos tácitamente. Por eso, este
material es tanto más importante para nuestras investigaciones. De he­
cho es la base de las generalizaciones filosóficas, aunque seamos
completamente inconscientes de ello. Por eso debemos esforzarnos en
descifrar estos datos mudos que constituyen la base de la actividad
examinadora y concentrarnos en comprender el significado de la
«verdad» y la «falsedad» contenido en ellos.
Vemos ante nosotros un jarrón de flores y adm iram os sus bellas
formas y colores. De pronto, alguien dice: «Esas flores artificiales
están realmente bien hechas.» Sorprendidos decimos: «¿De verdad
son flores artificiales? Tengo que convencerme.» ¿Q ué hacemos para
convencernos de la verdad del juicio de quien ha hablado? Las ole­
mos. Así se demuestra que las flores no tienen ningún olor. Acto se­
guido las cogemos con la mano y se nota que los pétalos están he­
chos de terciopelo. Entonces decimos: «Es verdad, tienes razón, son
flores artificiales.»
Otro ejemplo, algo distinto, de la vida cotidiana. Alguien nos
muestra un trozo de tela y pregunta si es lana o algodón. Observa­
mos la tela, la tocamos, pero no podemos responder la pregunta. De­
cimos: «puede ser lana; ¡vamos a hacer una prueba! Un hilo de algo­
dón arde por completo, un hilo de lana hace brasa y produce olor a
quemado. Enseguida veremos de qué clase de tela se trata». Sacamos
algunas hebras, las encendemos y comprobamos que tienen las pro­
piedades características de la lana cuando arde. Entonces decimos:
«tenía yo razón, es verdad que esto es lana».
Si observam os la tarea de un investigador que verifica empírica­
mente la verdad de cualquier afirm ación, podemos constatar que no
se diferencia en absoluto de los ejemplos que hemos tomado de la
vida cotidiana, en lo que al tipo de tarea se refiere. Por su carácter, se
parece más al m étodo de examen del segundo ejemplo: ambos méto­
dos son indirectos. Naturalmente, son más com plicados y más preci­
sos. Los representantes de diferentes escuelas filosóficas reconocen
el hecho de que el método científico y el de la vida cotidiana son si­
milares. Verificamos la verdad de la afirm ación de que un objeto es
de oro, exponiéndolo a la acción de un ácido; examinamos la verdad
de la afirm ación de que el tifus es una enferm edad infecciosa, infec­
tando un organismo sano con bacilos del tifus, etc.
Actuam os de m odo parecido en un proceso judicial en el que
examinamos las declaraciones de las partos y de los testigos. Nos
convencemos de la verdad de la declaración de los testigos acerca
de que un objeto dado fue escondido en un determ inado lugar, si lo
encontram os en ese lugar. Basándonos en las letras de cambio equi­
valentes a una cantidad y firm adas por el deudor, nos convencemos
de la verdad de la afirm ación que hacen los acreedores acerca de
que el deudor se había com prom etido a pagarles determ inada suma.
Naturalm ente, aquí son posibles las más diversas com plicaciones,
pero el tipo de actividad verificadora es el mismo que en los casos
anteriores.
Ahora podem os pasar a ciertas generalizaciones que facilitarán
nuestra búsqueda del significado de la «verdad». En todos los casos
mencionados nos hemos encontrado con dos tipos de examen: el di­
recto y el indirecto. El examen directo se basa en la com paración de
nuestros juicios con la realidad recurriendo al testimonio de la per­
cepción sensorial. El examen indirecto también se apoya en este tes­
timonio pero con la diferencia de que, considerando que por algún
motivo no es posible el examen directo, deducim os a partir del juicio
a exam inar otros juicios que sí pueden ser examinados directam ente
y realizamos el examen en ellos. En ambos casos el examen se basa
en la convicción mediante percepción sensorial de que ocurre en la
realidad lo que enuncia el juicio. Decimos que un juicio es verda­
dero, tanto en la praxis diaria como en la investigación científica,
cuando este ju icio concuerda con la realidad; en caso contrario ha­
blamos de la fa lsed ad del juicio. El conjunto de la praxis de nuestra
vida — incluyendo la praxis de la investigación científica— muestra
una posición m aterialista espontánea completam ente independiente
de la opinión filosófica que declare el individuo. El modo de refle­
xión idealista hace sitio al m aterialismo espontáneo tan pronto como
nos introducimos en el ámbito de la praxis, en el de las acciones de
la vida cotidiana y en el de las ciencias. De aquí el dualismo de la
posición idealista de los científicos de la naturaleza que cuando se
entregan a una cuestión científica concreta, caminan sobre el suelo
del materialismo espontáneo. A veces lo hacen sin darse cuenta, a
veces en contra de sus solem nes afirm aciones idealistas.
El principio materialista consiste en «captar la realidad tal cual
es», sin ningún aditamento de especulación idealista. Ateniéndose a
este principio, el materialismo dialéctico desarrolla la teoría del reflejo
y sobre esa base resuelve el problema de la «verdad». El materialismo
dialéctico asume y desarrolla la definición aristotélica clásica de la
«verdad» como propiedad de los juicios que nos proporcionan un re­
flejo fiel de la realidad objetivamente existente.
Esta concepción de la «verdad» nos conduce al punto de disputa
más importante entre el m aterialismo y el idealismo en el terreno de
la teoría de la verdad, esto es, a la cuestión del carácter objetivo de la
verdad.
TEORÍAS PRO-ORACIONALES
FRANK P. RAMSEY
LA NATURALEZA DE LA VERDAD
(1927)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «The nature of truth», en On truth. Original manuscript materials


(1927-1929) J'rom Ramsey Collection at the Unlversity of Pitts-
hurgh, N. Rescher y U. Majer (eds.), Dordrecht, Boston, Londres,
Kluwer Academic Publishers, 1991, pp. 6-20.

Inédito. Reproducimos el texto —traducido—


E d ic ió n c a s t e l l a n a :
con autorización expresa de la empresa editora original.

T r a d u c c ió n : M. J. Frápolli.

O t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e el m is m o t e m a :

— «Truth and probability» (1926) en The Foimdations o f Mathema-


tics, Paterson (Nueva Jersey), Littlefield, Adams and Co., 1960,
pp. 156-198 [reeditado en D. H. Mellor (ed.), F. P. Ramsey. Philo-
sophical Papers, Cambridge Univ. Press, 1990, pp. 52-94],
— «Facts and Propositions», Proceedings of the Aristotelian Society,
suppl. vol. VII (1927), pp. 153-170 (recopilado en The Foundations
of Mathematics, Paterson (Nueva Jersey), Littlefield, Adams and
Co., .1960, pp. 138-155 [reeditado en D. H. Mellor (ed,), F. P. Ram­
sey. Philosophical Papéis, Cambridge Univ. Press, 1990, pp. 34-51;
reedición parcial en G. Pitcher (ed.), Truth, Nueva Jersey, 1964,
pp. 16-17].

V '" '- 'y - '? '' ,

B ib l i o g r a f í a

— U. Majer, «Ramsey’s theory of truth and the truth of the'ories: a


synthesis of Pragmatism and Intuitionism in Ramsey’s last Philo-
sophy», Theoria, 57/3 (1991), pp. 162-195.
— P. Horwich, Truth, Blackwell, Oxíord, 1990.
— L. Mackie, «Simple truth», Phil. Ouarterly, 20 (1970), pp. 321-333.
« i ' ’ > !» -% SUáwMsvíéx i. / itív iáíáü -
O b s e r v a c i o n e s : L o s e d it o r e s d e l m a n u s c r it o h a n i n c l u i d o e n e l t e x t o ,
e n tr e c o r c h e t e s « [ ] » , a q u e ll a s p a r t e s d e l m a n u s c r it o q u e a p a r e c e n ta ­
c h a d a s y h a n a ñ a d i d o , e n t r e á n g u l o s « < > » , a lg u n a s p a la b r a s c o n j e t u ­
ra d a s p o r e llo s .

1. ¿QUÉ ES LA VERDAD?

¿Qué es la verdad? ¿Qué carácter es el que adscribimos a una


opinión o a un enunciado cuando lo llamamos «verdadero»? Ésta es
nuestra prim era cuestión, pero antes de intentar contestarla, reflexio­
nemos por un m om ento sobre lo que significa. Porque debem os dis­
tinguir una cuestión, «¿qué es la verdad?», de la cuestión bastante
diferente «¿qué es verdadero'!». Si un hombre preguntara qué era
verdadero, el tipo de respuesta que podría esperar sería o bien una
enum eración tan completa como fuera posible de todas las verdades,
i.e., una enciclopedia, si no un test o criterio de verdad, un método
por el cual pudiera [discernir] una verdad de una falsedad. Pero por
lo que estamos preguntando no es ninguna de estas cosas, sino algo
mucho más modesto; no esperam os aprender un medio infalible de
distinguir verdad de falsedad sino sim plemente saber qué es lo que
esta palabra «verdadero» significa. Es una palabra que todos enten­
demos, pero si tratamos de explicarla, podemos fácilmente vernos
envueltos, como muestra la historia de la filosofía, en un laberinto de
confusión
Una fuente de tal confusión debe eliminarse directamente; junto
con el significado primario en el que la aplicamos a enunciados u opi­
niones, la palabra verdadero puede también usarse en una cantidad de
sentidos derivados y metafóricos cuya discusión no es parte de nuestro
problema. No intentaremos elucidar preferencias oscuras como «La
belleza es verdad, verdad belleza» [Beauty is truth, truth beauty], y
nos limitaremos al simple sentido de todos los días en el cual es verda­
dero que Carlos I fue decapitado y que la tierra es redonda.
Lo primero que tenem os que considerar es a qué clase de cosas
los epítetos ‘verdadero’ y ‘falso’ se aplican prim ariamente, puesto

1 L.o difícil del problema puede juzgarse a partir del hecho de que en los años
1904-25 el Sr. Bertrand Russell ha adoptado sucesivamente cinco soluciones diferen­
tes de él.
que hay tres clases que pueden ser sugeridas. Porque usam os ‘verda­
dero’ y ‘falso’ tanto para estados m entales2, tales como creencias,
juicios, opiniones o conjeturas; como tam bién para enunciados u
oraciones indicativas; y en tercer lugar, de acuerdo con algunos filó­
sofos, aplicamos estos térm inos a ‘proposiciones’, que son los obje­
tos de juicio y el significado de las oraciones, pero ellos mismos ni
juicios ni oraciones.
De acuerdo con los filósofos que creen en ellas, son estas propo­
siciones las que son verdaderas o falsas en el sentido más fundamen­
tal, siendo una creencia llamada verdadera o falsa por una extensión
de significado según que lo que se crea sea una proposición verda­
dera o falsa. Pero en tanto que la existencia de tales cosas como estas
proposiciones es generalmente (y, en mi opinión, correctamente)
puesta en duda, parece mejor no em pezar con ellas sino con los esta­
dos mentales de los que ellas son los supuestos objetos, y discutir los
términos verdadero y falso en su aplicación a estos estados mentales,
sin com prom eternos a nosotros mismos antes de lo necesario con
ninguna hipótesis dudosa sobre la naturaleza de sus objetos.
La tercera clase que consiste en enunciados u oraciones indicati­
vas no es un rival serio, porque es evidente que la verdad y la false­
dad de enunciados depende de su significado, de lo que la gente
quiere decir m ediante ellos, los pensam ientos y las opiniones que se
pretende que ellos transmitan. E incluso si, como algunos dicen, los
juicios no son más que oraciones proferidas para uno mismo, la ver­
dad de tales oraciones no será todavía más prim itiva que, sino sim ­
plemente idéntica a, la de los juicios.
Nuestra tarea es pues dilucidar los térm inos verdadero y falso
como se aplican a estados m entales y com o estados típicos que nos
conciernen podem os tom ar por el momento a las creencias. Ahora
bien, sea o no filosóficam ente correcto decir que tienen proposicio­
nes como sus objetos, las creencias sin duda tienen una característica
que me atrevo a llamar referencia proposicional. Una creencia es ne­
cesariamente una creencia de que alguna cosa u otra es así-y a s í},
por ejemplo que la tierra es plana; y es este aspecto suyo, su ser «que
la tierra es plana» lo que propongo llam ar su referencia proposicio-

: Uso «estado» como el término más amplio posible, no deseando expresar nin­
guna opinión como la naturaleza de las creencias, etc.
5 O, por supuesto, de que algo no es así y así, o de que si algo es así y así, algo no
es du tal y cual modo, y así sucesivamente en todas las posibles formas.
nal. Tan im portante es este carácter de la referencia proposicional
que estam os dispensados a olvidar que una creencia tenga ningunos
otros aspectos de caracteres en absoluto, y que cuando dos hombres
ambos creen que la tierra es plana decimos que tienen la misma creen­
cia, aunque puedan creerlo en diferentes momentos por diferentes ra­
zones y con diferentes grados de convicción y usar diferentes len­
guajes o sistemas de ideas; si las referencias preposicionales son las
m ismas, si son ambos «creencias de que» la misma cosa, habitual­
mente ignoramos todas las otras diferencias entre ellas y las llam a­
mos la misma creencia.
Es usual en lógica expresar este parecido entre las creencias de
dos hombres no diciendo como he hecho que tienen la misma re­
ferencia proposicional, sino llamándolas creencias en la misma pro­
posición; decir esto no es, sin embargo, negar la existencia del carác­
ter de la referencia proposicional, sino meramente adelantar una
cierta concepción de cómo este carácter debería de analizarse. Por­
que nadie puede negar que hablando de una creencia como una
creencia de que la tierra es plana le estam os adscribiendo algún ca­
rácter, y aunque es natural pensar que este carácter consiste en una
relación con una proposición; todavía, puesto que esta concepción ha
sido disputada, em pezarem os nuestra investigación a partir de lo que
es indudablemente real, que no es la proposición sino el carácter de
la referencia proposicional. Tendremos que discutir este análisis más
tarde, pero para nuestros propósitos inmediatos podemos aceptarlo
sin análisis como algo con lo que estamos todos familiarizados.
La referencia proposicional no está, por supuesto, confinada a
las creencias; mi conocimiento de que la tierra es redonda, mi opi­
nión de que el libre mercado es superior a la protección, cualquier
form a de pensar, saber, o tener la impresión de que tiene una referen­
cia proposicional, y sólo tales estados de la mente pueden ser verda­
deros o falsos. M eram ente pensar en Napoleón no puede ser verda­
dero o falso, a m enos que sea pensar que fue o hizo tal y cual cosa;
porque si la referencia no es proposicional, porque si no es el tipo de
referencia que necesita una oración para ser expresada, no puede ha­
ber ni verdad ni falsedad. Por otra parte, no todos los estados que tie­
nen referencia proposicional son o verdaderos o falsos; puedo espe­
rar que haga bueno mañana, preguntarm e si hará bueno mañana, y
finalm ente creer que hará bueno mañana. Estos tres estados tienen la
m ism a referencia proposicional pero sólo la creencia puede ser lla­
mada verdadera o falsa. No llamamos a lo que queremos, deseam os
o nos preguntamos verdadero, no porque no tenga referencia propo-
sicional, sino porque le falta lo que puede llamarse un carácter afir­
mativo o asertivo, el elem ento que está presente en pensar que, pero
ausente en preguntarse si. En ausencia de algún grado de este carác­
ter nunca usamos las palabras verdadero o falso, aunque el grado
sólo necesita ser el mínimo y podemos hablar de una asunción como
verdadera, incluso si sólo se hace para descubrir sus consecuencias.
Para estados con el carácter opuesto de negación no usamos natural­
mente las palabras verdadero o falso, aunque podemos llamarlos co­
rrectos o incorrectos según que las creencias con la misma referencia
proposicional fueran falsas o verdaderas.
Los estados mentales, [pues], que nos interesan, a saber, aquéllos
con referencia proposicional y algún grado de carácter afirm ativo,
no tienen desafortunadamente ningún nom bre común en el lenguaje
corriente. No hay ningún térm ino aplicable a todo el rango desde la
mera conjetura al conocimiento cierto, y propongo hacer frente a
esta deficiencia'1 usando los térm inos creencia y juicio com o sinóni­
mos para cubrir el rango completo de estados [mentales] en cuestión
[aunque esto implica una gran extensión de sus significados corrien­
tes] y no con sus significados corrientes más estrechos.
Es, entonces, en consideración a las creencias o juicios cuando
preguntam os por el significado de la verdad y falsedad, y parece
aconsejable em pezar explicando que éstos no son sólo térm inos va­
gos que indican aprecio o culpa de algún tipo, sino que tienen un sig­
nificado bastante definido. Hay varios aspectos en los cuales una
creencia puede ser considerada como buena o mala; puede ser verda­
dera o falsa, puede ser mantenida con un' mayor o m enor grado de
confianza, por buenas o malas razones, en aislam iento o com o parte
de un sistema coherente de pensamiento, y para que cualquier discu­
sión clara sea posible es esencial m antener estas form as de mérito
distintas unas de otras, y no confundirlas usando la palabra «verda­
dero» de una m anera vaga primero por uno y después por otro. Este
es un punto en el cual el habla cotidiana es m ás correcta que la de

1 [Debe quizá señalarse que el difunto Profesor C’ook Wilson mantuvo que estos
estados mentales 110 pertenecen de hecho...] Debería, sin embargo, señalarse que de
acuerdo con una teoría esto no es en realidad una deficiencia en absoluto, puesto que
los estados en cuestión no tienen nada importante en común. Conocimiento y opinión
tienen referencia proposicional en sentidos bastante diferentes y no son especies de un
género común. Este pumo de vista, defendido con la mayor claridad por J. Cook Wil­
son (pero también implicado por otros, e.g., Edmund Husserl) se explica y se consi­
dera más abajo.
los filósofos; por tom ar un ejemplo del Sr. Russell, alguien que
piensa que el nom bre del actual Prim er M inistro empieza por B pen­
saría eso con verdad, incluso si derivara su opinión de la idea equivo­
cada de que el Primer Ministro era Lord Birkenhead; y está claro que
al llamar a una creencia verdadera, ni queremos decir ni implicamos
que está bien fundada ni que es comprehensiva y que si estas cuali­
dades se confunden con la verdad com o hace, por ejemplo, Bosan-
q u et5 cualquier discusión provechosa del tema se convierte en impo­
sible. El tipo de mérito en una creencia a la que nos referimos
llam ándola verdadera puede verse fácilmente que es algo que de­
pende sólo de su referencia proposicional6; si la creencia de un hom­
bre de que la tierra es redonda es verdadera, así lo es la creencia de
cualquier otro de que la tierra es redonda, a pesar de la poca razón
que él pueda tener para pensar eso.
Tras estos prelim inares debemos llegar al punto: ¿cuál es el sig­
nificado de ‘verdadero’? Me parece que realmente la respuesta es
perfectamente obvia, que cualquiera puede ver lo que es y que la di­
ficultad sólo aparece cuando intentamos decir lo que es, porque es
algo para cuya expresión el lenguaje común está mal adaptado.
Supongamos que un hombre cree que la tierra es redonda; enton­
ces su creencia es verdadera porque la tierra es redonda; o generali­
zando esto, si él cree que A es B su creencia será verdadera si A es B
y falsa en caso contrario.

' Bernard Bosanquet, Logic, 2:' ed., vol. 11 (Oxford, 1911), pp. 282 ss. Por su­
puesto él ve la distinción pero deliberadamente la borra, argumentando que un enfo­
que de la verdad que permita que un enunciado nial fundado sea verdadero, no puede
ser correcto. Su ejemplo del hombre que hace un enunciado verdadero creyendo que
es falso, revela una confusión incluso mayor. Pregunta por qué tal enunciado es una
mentira, y contesta a eso diciendo que «era contrario al sistema de su conocimiento
determinado por su experiencia completa en el momento.» Aceptando esto, se seguiría
como mucho que la coherencia con el sistema de los conocimientos del hombre es
una marca no de verdín! (porque ex hypothesi tal enunciado habría sido falso) sino de
buena fie, ¡y esto se trae como un argumento a favor de una teoría de la verdad como
coherencia!
6 El Profesor Moore ha sugerido [«Facts and Propositions», Proceedings o f the
Arisloielian Society, Supplementary Volunte VII (1927), pp. 171-206; véase p. 178]
que la misma entidad puede ser tanto una creencia de que (digamos) la tierra es re­
donda y una creencia de algo más; en este caso tendrá dos referencias preposicionales
y podria ser verdadera respecto de una y falsa respecto de la otra. Ésta no es en mi
opinión una posibilidad real, pero todo en el presente capítulo podría ser fácilmente
alterado para permitirla, aunque la complicación del lenguaje que podría resultar me
parece que sobrepasa con mucho la posible ganancia en precisión.
Está, creo, claro que en esta última oración hemos explicado el
significado de la verdad, y que la única dificultad está en form ular
esta explicación como una definición en sentido estricto. Si intenta­
mos hacerlo, el obstáculo que encontram os es que no podemos des­
cribir todas las creencias como creencias de que A es B puesto que la
referencia proposicional de una creencia puede tener cualquier nú­
mero de formas diferentes más complicadas. Un hombre puede estar
creyendo que todos los A no son B, o que si todos los A son 5 , enton­
ces o todos los C son D o algunos E son F, o algo todavía más com ­
plicado. No podemos de hecho asignar ningún límite al número de
formas que podrían ocurrir, y que deben, por tanto, ser comprehendi-
das en una definición de verdad; así que si intentamos hacer una de­
finición que las cubra todas tendrá que continuar para siempre,
puesto que debemos decir que una creencia es verdadera, si supo­
niendo que es una creencia de que A es B, A es B, o si suponiendo
que es una creencia de que A no es B, A no es B, o si suponiendo que
es una creencia de que o A es B o C es D, o A es B o C es D, y así su­
cesivamente ad infinitum.
Para evitar esta infinitud debemos considerar la forma general de
una referencia proposicional de la cual todas esas formas sean espe­
cies; podemos sim bolizar cualquier creencia como una creencia de
que p , donde *p’ es una variable de oración en el mismo sentido en
que ‘A ’ y ‘B' son variables de palabras o expresiones (o térm inos tal
como se llaman en lógica). Podemos decir entonces que una creencia
es verdadera si es una creencia de que./?, y p \ Esta definición suena
extraña porque no nos damos cuenta a prim era vista de que es
una variable de oración y por eso debe considerarse que contiene un
verbo; «y p » suena absurdo porque parece que no tiene verbo y esta­
mos preparados para añadir tal verbo «es verdadero» que, por su­
puesto, convertiría a nuestra definición en absurda, aparentem ente
reintroduciendo lo que tenía que ser definido. Pero lp ' contiene real­
mente un verbo; por ejemplo, podría ser «A es B» y en este caso ter­
minaríamos «y A es B» que com o una cuestión de gram ática común
puede estar sólo perfectamente.
Exactamente el mismo punto aparece cuando tomam os, no el
símbolo ‘/ ; ’, sino el pronombre relativo que lo reem plaza en el len­
guaje corriente. Tomemos por ejemplo «lo que él creía era verda-

: En el simbolismo del Sr. Russell B es verdadera :=:(3p). B es una creencia de


que p & p. Df.
dero». Aqui lo que él creía era, por supuesto, algo expresado por una
oración que contiene un verbo. Pero cuando lo representamos por el
pronombre ‘lo ’, el verbo que realm ente está contenido en el ‘lo’
tiene, como una cuestión del lenguaje, que ser de nuevo com plem en­
tado por «era verdadero». Si, sin embargo, particularizam os la forma
de la creencia en cuestión toda la necesidad de las palabras «era ver­
dadero» desaparece com o antes y podem os decir «las cosas que él
creía que estaban conectadas por una cierta relación estaban, de he­
c h o 8, conectadas por esta relación».
Como afirm am os haber definido la verdad debemos ser capaces
de sustituir nuestra definición por la palabra ‘verdadero’ donde­
quiera que ocurra. Pero la dificultad que hemos m encionado vuelve
esto imposible en el lenguaje corriente que trata lo que realm ente de­
beríamos llamar pro-oraciones como si fueran pro-nombres. Las úni­
cas pro-oraciones admitidas en el lenguaje corriente son ‘sí’ y ‘n o ’,
que consideram os que expresan ellas m ismas un sentido completo,
m ientras ‘eso ’ y ‘lo’ incluso cuando funcionan como abreviaturas de
oraciones siempre requieren ser com plem entadas con un verbo: este
verbo es a m enudo «es verdadero» y esta peculiaridad del lenguaje
da lugar a problemas artificiales como el de la naturaleza de la ver­
dad, que desaparecen de una vez cuando se expresan en simbolismo
lógico, en el que podem os verter «lo que él creía es verdadero» por
«si p era lo que él creía,/?».
Hasta aquí nos hem os ocupado sólo de la verdad; ¿qué pasa con
la falsedad? La respuesta de nuevo es expresable de una form a sim ­
ple en simbolismo lógico, pero difícil de expresar en el lenguaje co­
rriente. No sólo hay la misma dificultad que hay con la verdad sino
una dificultad adicional debida a la ausencia en el lenguaje corriente
de una expresión simple y uniforme para la negación. En sim bolism o
lógico, para cualquier símbolo proposicional p (que corresponda a
una oración), formamos el contradictorio -p (o ~p en Principia Ma-
themalica); pero en castellano no tenemos habitualmente ninguna
forma similar de darle la vuelta al sentido de una oración sin un cir­
cunloquio considerable. No podemos hacerlo poniendo meram ente
un «no» excepto en los casos más simples; así «El Rey de Francia no
es inteligente» es ambiguo, pero en su interpretación más natural

* En una oración como ésta «de hecho» sirve .simplemente para mostrar que la
oralio obliqua introducida por «él creía» ha llegado ahora al final. No significa una
nueva noción que tenga que ser analizada, sino simplemente una partícula conectora.
significa «Hay un Rey de Francia pero no es inteligente» y eso no es
lo que conseguim os sim plemente negando «El Rey de Francia es
inteligente»; y en oraciones más complicadas tales como «si él
viene, ella vendrá con él» sólo podemos negar o con un método es­
pecial para la forma particular de la proposición, como «si él viene,
ella no necesariamente vendrá con él» o por el m étodo general de
prefijar «No es verdadero que -», «es falso que -» o «No es el caso
que -», donde [de nuevo] parece com o si dos nuevas ideas, ‘verdad’
y ‘falsedad’, estuvieran involucradas, pero en realidad estamos apli­
cando sim plemente un camino indirecto para aplicar no a la oración
como un lodo.
En consecuencia nuestra definición de falsedad (creer falsamente
es creer p, cuando -p) es doblemente difícil de poner en palabras;
pero argumentar que es circular, porque define la falsedad en térm i­
nos de la operación de negación que no puede siem pre ser traducida
en el lenguaje sin usar la palabra «falso», sería simplemente una
confusión. «Falso» se usa en el lenguaje corriente de dos maneras:
prim ero com o parte de una forma de expresar negación, correlativa­
mente al uso de «verdadero» como una adición puramente estilística
(como cuando «es verdadero que la tierra es redonda» no significa
más que que la tierra es redonda); y en segundo lugar como equiva­
lente a no verdadero, aplicado a creencias u otros estados de la
mente que tienen referencias proposicionales o derivadamente a ora­
ciones u otros sím bolos que expresan aquellos estados de la mente.
El uso que estamos tratando de definir es el segundo, no el primero,
que en la guisa del símbolo -p estam os dando por supuesto y propo­
nemos discutir más adelante bajo el epígrafe de negación''.
Nuestra definición de que una creencia es verdadera si es una
«creencia de que p » y p , pero falsa si es una «creencia de que p» y -p
es, debe subrayarse, sustancialm ente la de Aristóteles, quien conside­
rando sólo dos formas «A es» y «A no es» declaró que «Decir de lo
que es, que no es, o de lo que es, que es, es falso, mientras que decir
de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es verdadero»10.
Aunque todavía no hemos usado la palabra ‘correspondencia’, la
nuestra será probablemente llam ada una Teoría de la Verdad como
Correspondencia. Porque si A es B, podem os hablar de acuerdo con

9 Véase más abajo. «Presumiblemente esto es una referencia a un capitulo no es­


crito sobre la negación.>
Metafísica, Gamma, 6 101 lb25, en la traducción del Sr. Ross.
el uso común del hecho de que A es B y decir que corresponde a la
creencia de que A es B en una forma en la cual si A no es B no hay
tal hecho que le corresponda. Pero no podemos describir la natura­
leza de esta correspondencia hasta que conozcamos el análisis de la
referencia proposicional, de «creer que A es B». Sólo cuando conoz­
camos la estructura de la creencia podem os decir qué tipo de corres­
pondencia es el que une las creencias verdaderas con los hechos. Y
podem os muy bien ser escépticos en cuanto a que haya ninguna rela­
ción simple de correspondencia aplicable a todos los casos o incluso
que sea siempre correcto describir la relación como si se diera entre
la «creencia de que /;» y el «hecho de que /;»; por ejem plo si la
creencia es disyuntiva, como lo es cuando cuando Jones piensa que
Smith es o un m entiroso o un loco, ¿vamos a decir que se hace ver­
dadera por un «hecho disyuntivo», «el hecho», a saber, «de que
Smith es o un mentiroso o un loco»? [Si creemos que no contiene
meramente tal «o-o» tendremos que m odificar nuestro enfoque.] O
si m antenemos que es absurdo creer que la realidad contiene tal o-o,
¿a qué corresponde la creencia?
Pero la prospectiva de estas dificultades no debe angustiarnos o
llevarnos a suponer que vamos por un cam ino equivocado al adop­
tar lo que es, en un sentido vago, una teoría de la verdad com o co­
rrespondencia. Porque hemos dado una definición clara de verdad
que escapa de estas dificultades al no apelar a una noción de co­
rrespondencia en absoluto. Una creencia de que decim os, es ver­
dadera si, y sólo si />; por ejem plo una creencia de que Smith es o
un m entiroso o un loco es verdadera si Smith es o un m entiroso o
un loco y no en cualquier otro caso. Parece, de hecho, posible re­
em plazar esta definición por una perífrasis acerca de la correspon­
dencia de dos hechos; pero si tal perífrasis no es finalm ente legiti­
m ada eslo no prueba que nuestra definición está equivocada, sino
que no debería llam arse estrictam ente una teoría de la correspon­
dencia y que una enunciación de ella en térm inos de corresponden­
cia debería considerarse m eram ente com o una explicación inade­
cuada y popular. Verdad, decim os, es cuando un hom bre cree que A
es B y A es B, independientem ente de si tal ocurrencia pueda o no
ser adecuadam ente descrita como una correspondencia entre dos
hechos; el fracaso al describirla en térm inos de correspondencia no
puede m ostrar que no ocurra nunca y no es lo que querem os decir
por verdad.
Este enfoque de la verdad es sim plemente una trivialidad pero
no hay ninguna perogrullada tan obvia que filósofos em inentes no
hayan negado, y aun a riesgo de agotar al lector insistiré en nuestra
trivialidad una vez más.
Tomemos tres enunciados como:

La tierra es redonda
Es verdadero que la tierra es redonda
Cualquiera que crea que la tierra es redonda lo cree con verdad.

Es realm ente obvio que estos tres enunciados son todos equiva­
lentes, en el sentido de que no es posible afirm ar uno y negar otro
sin contradicción patente; decir, por ejemplo, que es verdadero que
la tierra es redonda pero que la tierra no es redonda es claramente
absurdo.
Ahora bien el prim er enunciado de los tres no involucra la idea
de verdad de ninguna manera, dice simplemente que la tierra es re­
donda. [En el segundo tenemos el prefijo «Es verdadero que» que se
añade generalm ente no para alterar el significado sino por lo que en
un sentido amplio son razones de estilo [y no afecta al significado de
los enunciados]. Así podemos usarlo m ás bien com o «aunque» al
conceder un punto pero negar una supuesta consecuencia, «Es verda­
dero que ia tierra es redonda, pero aún así ...», o tam bién a veces lo
usam os cuando lo que vamos a decir ha sido puesto en cuestión:
«¿Es esto verdadero?» «Si, es com pletamente verdadero». Pero en el
último caso la frase «es verdadero que la tierra es redonda» está
cambiando desde significar simplemente que la tierra es redonda ...]
El significado del segundo, por otra parte, está menos claro:
puede ser un mero sinónimo del primero, pero m ás a menudo con­
tiene alguna referencia a la posibilidad de que alguien crea o diga
que la tierra es redonda. Estamos pensando no meramente que la tie­
rra es redonda, sino que porque es redonda cualquiera" que crea o
diga que es redonda lo cree o lo dice con verdad. Hemos pasado del
primero de nuestros enunciados al tercero. Pero el tercero no quiere
decir en un sentido nada más que el primero, y es meram ente el pri­
mero pensado en conexión con la posibilidad de que alguien lo diga
o lo crea. Para tom ar un caso paralelo, podemos sim plemente decir

" Por ejemplo el hombre con el que estamos hablando puede haber sostenido eso
y nosotros lo concedemos. «Sí, es verdadero, corno dices, que la tierra es redonda,
pero -» o podemos haberlo sostenido y ser cuestionado «¿Es verdadero, lo que estu­
viste diciendo de que la tierra es redonda?» «Sí, completamente verdadero».
«El tiempo en Escocia fue malo en julio», o podemos pensar en el
hecho con referencia a su posible efecto sobre uno de nuestros ami­
gos y decir en cam bio «Si estuviste en Escocia en julio, tuviste mal
tiempo». Así también podemos pensar en la tierra como siendo re­
donda como tema posible de una creencia y decir «Si piensas que la
tierra es redonda, lo piensas con verdad» y esto no cuenta más que
que la tierra tiene la cualidad que tú piensas que tiene cuando pien­
sas que es redonda, i.e., que la tierra es redonda.
Todo esto es realmente tan obvio que uno se avergüenza de insistir en
ello, pero nuestra insistencia se ha vuelto necesaria por la forma extraor­
dinaria en la que los filósofos producen definiciones de la verdad de nin­
guna manera compatibles con nuestras perogrulladas, definiciones de
acuerdo con las cuales la tierra puede ser redonda sin ser verdadero que
es r e d o n d a L a razón de esto descansa en un número de confusiones
acerca de las cuales debe ser extremadamente difícil mantener la claridad
si hay que juzgar por su extraordinaria prevalencia. En el resto de este ca­
pítulo estaremos ocupados únicamente en la defensa de nuestra perogru­
llada de que una creencia de que p es verdadera si, y sólo si p, y en un in­
tento de desenredar las confusiones que la envuelven.
El prim er tipo de confusión surge de la am bigüedad de la pre­
gunta que estam os intentando contestar, la pregunta «¿qué es la ver­
dad?», que puede interpretarse al m enos de tres formas diferentes.
Porque en prim er lugar hay algunos filósofos que no ven ningún pro­
blema en lo que quiere decirse por ‘verdad', pero que toman nuestra
interpretación del térm ino por obviamente correcta, y proceden bajo
el título de «¿qué es la verdad?» a discutir el problema diferente de
dar un criterio general para distinguir verdad de falsedad. Ésta fue,
por ejemplo, la interpretación de K a n t15 y él continúa con bastante

12 Así de acuerdo con William James un pragmatista puede pensar tanto que las
obras de Shakespeare fueron escritas por Baeon y que la opinión de otra persona de
que Shakespeare las escribió podría ser perfectamente verdadera «para él». («The Mca-
ning of Truth», p. 274.) Acerca de la idea de que lo que es verdadero para una persona
puede no serlo para otra véase más abajo.
" Véase Krítik der reinen Vernunft, «Die transzendentale Logik». Einleitung III
(A57=B82): «Die alie und beríihmte Frage... Was isl Wahrheitl Die Namenerklarung
der Wahrheit, dass sie námlich die Übercinstimmung der Erkenntnis mit ¡toen
Gegenstande sei, wird hier geschenkt und vorausgesetzt; man verlangt aber zu wissen,
welches das allgemeine und sichere Kriterium der Wahrheit einer jedem Erkenntnis
sei». La razón por la que no puede haber (al criterio es que lodo objeto es distinguible
y por tanto tiene algo verdadero de él que no es verdadero de ningún otro objeto. Por
tanto no puede haber garantía de verdad sin tener en cuenta al objeto en cuestión.
razón diciendo que la idea de tal criterio de verdad es absurda, y que
para los hombres discutir tal cuestión es tan estúpido como ordeñar
una cabra m acho m ientras que otro sostiene un cedazo para recoger
la leche.
Y en segundo lugar incluso cuando estam os de acuerdo en que el
problema es definir la verdad en el sentido de explicar su signifi­
cado, este problema puede exhibir dos com plexiones bastante distin­
tas, de acuerdo con el tipo de definición con el que estemos dispues­
tos a contentarnos. Nuestra definición es una en térm inos de
referencia proposicional, que tomamos por un térm ino ya entendido.
Pero puede m antenerse que esta noción de referencia proposicional
está ella misma necesitada de análisis y definición, y que una defini­
ción de verdad en térm inos de una noción tan obscura representa un
progreso muy pequeño, si alguno. Si una creencia se identifica como
lo que el Sr. Jones estaba pensando a las diez en punto de la mañana,
y preguntamos qué significa llamar a la creencia así identificada una
creencia verdadera, para aplicar la única respuesta que hemos obte­
nido hasta aquí necesitamos saber de qué la creencia del Sr. Jones
era una «creencia de»; por ejemplo, decim os que si era una creencia
de que la tierra es plana, entonces era verdadera si la tierra es plana.
Pero para muchos esto puede parecer meramente escam otear la parte
m ás dura y más interesante del problema, que es descubrir cómo y
en qué sentido estas imágenes o ideas en la mente del Sr. Jones a las
diez en punto constituyen o expresan una «creencia de que la tierra
es plana». La verdad, se dirá, consiste en una relación entre ideas y
realidad, y el uso sin análisis de la expresión referencia proposicional
simplemente oculta y escam otea todos los problem as reales que esta
relación involucra.
Esta carga debe adm itirse que es justa, y un enfoque de la verdad
que acepte la noción de referencia proposicional sin análisis no es
posible que pueda considerarse completo. Porque todas las muchas
dificultades conectadas con esta noción están realm ente involucradas
en la verdad que depende de ella: si, por ejem plo, «referencia propo­
sicional» tiene significados bastante diferentes en relación a diferen­
tes tipos de creencia (como m ucha gente piensa) entonces una am bi­
güedad sim ilar está latente también en ‘verdad’, y está claro que no
tendrem os nuestra idea de verdad realm ente clara hasta que este y
otros problemas similares estén resueltos.
Pero aunque la reducción de la verdad a la referencia proposicio-
nal es una pequeña parte y con mucho la más fácil de su análisis, no
es una que, por lo tanto, podamos perm itirnos pasar por alto. [No
sólo es esencial darse cuenta de que la verdad y la referencia propo­
sicional no son nociones independientes que requieran análisis sepa­
rado, y que es la verdad la que depende de y debe ser definida vía re­
ferencia no referencia vía la verdad]M. Porque no sólo es esencial en
cualquier caso darse cuenta de que el problema se divide de esta ma­
nera en dos partes ”, la reducción de la verdad a la referencia y el
análisis de la referencia misma, y tener claro qué parte del problema
tiene en cada m om ento que ser abordada, pero para m uchos propósi­
tos es sólo la parte primera y más fácil de la solución la que se re­
quiere; a m enudo estamos interesados no en creencias o juicios
como ocurrencias en momentos particulares en mentes de hombres
particulares, por ejemplo, la creencia o juicio «todos los hombres
son m ortales»; en tal caso la única definición de verdad que pode­
mos posiblemente necesitar es una en térm inos de referencia propo­
sicional, que se presupone en la noción misma del juicio «todos los
hombres son m ortales»; porque cuando hablamos del juicio «todos
los hombres son m ortales» con lo que <nosotros> estamos realmente
tratando es con cualquier juicio particular en cualquier ocasión par­
ticular que tenga esta referencia proposicional, que es un juicio «de
que todos los hom bres son m ortales». Así, aunque las dificultades
psicológicas involucradas en esta noción de referencia deben enca­
rarse en cualquier tratamiento completo de la verdad, está bien em ­
pezar con una definición que es suficiente para muchísimos propósi­
tos y sólo depende de las consideraciones más simples.

14 [Esto podría quizá negarse si la referencia fuera algo esencialmente diferente en


los casos de creencias verdaderas y falsas; e.g., si la forma precisa en que la creencia
de un hombre hoy de que hará humedad mañana fuera una creencia «de que hará hu­
medad mañana» dependiera de cómo resultara realmente ser el tiempo mañana. Pero
esto es absurdo porque nos permitiría fijar el tiempo por adelantado simplemente con­
siderando la naturaleza de las expectativas del profeta y viendo si tenían referencia
verdadera o referencia falsa.]
15 Se podría posiblemente cuestionar si esta división del problema es correcta, no
porque la verdad de una creencia no depende obviamente de su referencia, i.e., de lo
que se cree, sino porque la referencia podría ser esencialmente diferente en los dos ca­
sos de verdad y falsedad, de tal modo que hubiera realmente dos ideas primitivas, la
referencia verdadera y la referencia falsa, que tendrían que ser analizadas por sepa­
rado. En este caso, sin embargo, podríamos decir si una creencia de que // es B era
verdadera o falsa, sin mirar a A simplemente viendo si la manera en que la creencia
era una «creencia de que A es B» era la de la referencia verdadera o la de la referencia
falsa, e inferir con certeza que mañana liaría bueno del hecho de que alguien creyera
de una manera particular, la manera de la referencia falsa, que haría humedad. Véase
más abajo.
Y cualquiera que pudiera ser la definición completa, debe con­
servar la conexión evidente entre verdad y referencia, que una creen­
cia de «que p» es verdadera si y sólo <si> p. Podemos burlarnos de
esto como de un formalismo trivial, pero puesto que no podemos
contradecirlo sin caer en el absurdo, proporciona un mínimo examen
de cualesquiera investigaciones más profundas que deben encajar
con esta trivialidad obvia.
PETER F. STRAWSON
VERDAD
(1950)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Truth», Próceedings of the Aristotelian Society, sup, vol. XXIV


(1950).
— G. Pitcher (ed.), Truth, Prentice-Hall, Nueva Jersey, 1964, pp. 32-53.
— Logico-Linguisfíe Papers, Methucn, Londres, 1971.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

«Verdad», en Ensayos lógico-lingüísticos, Tecnos, Madrid, 1983,


pp. 216-42. Reproducimos el texto de esta edición con autoriza­
ción expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : A. García Suárez y L. M. Valdés.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

;— «Truth», Analysis, IX/6 (1949), pp. 83-97.


— «A problem about Truth», en G. Pitcher (ed.), Truth, Nueva Jer­
sey, 1964, pp. 68-84 (reimpreso en Logico-linguistic Papers, Lon­
dres, 1971; ed. cast.: «Un problema sobre la verdad», en Ensayos
lógico-lingüísticos, Madrid, 1983, pp. 243-264).
— «Truth: a Reconsideration of Austin’s Views», Philosophical
Quarterly 15 (1965), pp. 289-301 (reimpreso en Logico-linguistic
Papers, Londres, 1971; ed. cast.: «Verdad: reconsideración de los
puntos de vista de Austin», en Ensayos lógico-lingüísticos, Ma­
drid, 1983, pp. 265-282).
— «Meaning and Truth», Oxford, 1969 [reimpreso en Logico-
lingüistic Papers, Londres; 1971; ed. cast.: «Significado y
verdad», en Ensayos lógico-lingüísticos, Madrid, 1983, pp.
194-215/reimpresa la traducción castellana en L. M. Valdés
(ed.), La búsqueda del significado, Tecnos, Madrid, 1991,
pp. 335-353],
B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— G. Ezorsky, «The performative theory ofTruth», en P. Edwards


(ed.), Encyclopedia o f Philosophy, vol. VI, Macmillan, Nueva
York, 1967.
— P. Geach, «Ascriplivism», Philosophical Review, 69 (1960),
pp. 221-25.
— R. Harre, «Is trae», Australasian Journal o f Philosophy, 35
(1957), pp. 119-124.

El Sr. Austin nos ofrece una versión purificada de la teoría de la


verdad como correspondencia'. Por una parte, él renuncia al error
del sem ántico consistente en suponer que «verdadero» es un predi­
cado de oraciones; por otra el error de suponer que la relación de co­
rrespondencia es otra que la puramente convencional, el error que
modela la palabra sobre el mundo o el mundo sobre la palabra. Su
propia teoría consiste, aproximadamente, en que decir que un enun­
ciado es verdadero es decir que un determ inado episodio de habla
está relacionado de una determ inada manera convencional con algo
del mundo que es exclusivo de él mismo. Pero ni la explicación que
el Sr. Austin da de los dos térm inos de la relación que confiere ver­
dad ni su explicación de la relación misma me parecen satisfactorias.
La teoría de la correspondencia requiere, no purificación, sino elim i­
nación.

I. Enunciados. Es, desde luego, indiscutible el que nosotros


usamos varias expresiones substantivas com o sujetos gram aticales de
«verdadero». Se trata, comúnmente, de frases nominales com o «Lo
que él dijo», o «Su enunciado»; o de pronom bres o frases nominales,
con una cláusula «que» completiva, por ejemplo, «... que p» y «El
enunciado de que p». Austin propone que deberíamos usar «enun­
ciado» de modo que sirva de m anera general para expresiones tales
como éstas. No tengo ninguna objeción. Esto nos capacitará para de­
cir, de una m anera filosóficam ente no comprom etedora, que, al usar
«verdadero» estam os hablando sobre enunciados. M ediante «decir
esto de una manera no comprometedora» me refiero a decirlo de una
manera que no nos comprometa con ningún punto de vista sobre la

1 En Proceedings o f the Arisíotelian Society, S u p p . V o lu m e , 1950.


naturaleza de los enunciados de los que hablamos así; que no nos
comprom eta, por ejemplo, con el punto de vista de que los enuncia­
dos, sobre los que hablamos así son eventos históricos.
Las palabras «aserción y «enunciado» tienen una paralela y con­
veniente duplicidad de sentido. «Mi enunciado» puede ser o lo que
digo o mi decirlo. Mi decir algo es, ciertam ente, un episodio. Lo que
digo no lo es. Es lo último, no lo primero, lo que declaram os que es
verdadero. (Decir la verdad 110 es una manera de hablar: es decir
algo verdadero.) Cuando decimos «Su enunciado fue recibido con un
estruendoso aplauso» o «Su vehemente aserción fue seguida de un
silencio sobrecogedor», estamos ciertam ente refiriéndonos a, carac­
terizando, un evento histórico, y colocándolo en el contexto de otros.
Si digo que el mismo enunciado fue primero susurrado por Juan y
después voceado por Pedro, emitido prim ero en francés y repetido
después en castellano, estoy haciendo claram ente observaciones his­
tóricas sobre ocasiones de emisión; pero la propia palabra «enun­
ciado» se ha sacudido la referencia a cualquier episodio particular de
habla. Los episodios de que estoy hablando son los susurros, voces,
emisiones y repeticiones. F,l enunciado no es algo que figure en to­
dos esos episodios. Ni tampoco estoy hablando indirectamente sobre
esos episodios, o sobre cualquier episodio en absoluto, cuando digo
que el enunciado es verdadero, como algo opuesto a decir que el
enunciado se hacía, de esas diversas maneras. (Decir de un enun­
ciado que es verdadero no está relacionado con decir de un episodio
de habla que era verdadero, como decir de un enunciado que era su­
surrado está relacionado con decir de un episodio de habla que era
un susurro.) Es inútil preguntar sobre qué cosa o evento estoy ha­
blando (además del tem a del enunciado) al declarar que un enun­
ciado es verdadero; pues no hay tal cosa o evento. La palabra «enun­
ciado» y la frase «Lo que él dijo», al igual que la conjunción «que»
seguida de una cláusula nominal, son dispositivos convenientes,
substantivos gramaticalmente, que em picam os en determ inadas oca­
siones, para determ inados propósitos, principalm ente (pero no sola­
mente) en aquellas ocasiones en que usamos la palabra «verdadero».
Más adelante intentaré elucidar qué ocasiones son ésas. Suponer que
siempre que usamos un substantivo singular estam os usándolo, o de­
beríamos estarlo, para hacer referencia a algo es un error antiguo,
pero no respetable ya por más tiempo.
Más plausible que la tesis de que al declarar que un enunciado es
verdadero estoy hablando sobre un episodio de habla, es la tesis de
que para que yo declare que un enunciado es verdadero, tiene que
haber ocurrido, dentro de mi conocim iento, a! menos un episodio
consistente en hacer ese enunciado. Esto es en gran parte correcto,
aunque (como Austin vio) no enteram ente. La ocasión para que yo
declare que un enunciado es verdadero puede no ser la de que al­
guien haya hecho un enunciado, sino la de que esté contemplando la
posibilidad de que alguien lo haga. Por ejem plo, al discutir los méri­
tos del Estado Benefactor, podría decir: «Es verdad que el estado sa­
nitario general de la com unidad ha mejorado (que p), pero esto se
debe solam ente al avance de la ciencia médica». No es necesario que
alguien tenga que haber dicho que p para que esto sea una observa­
ción perfectamente apropiada. Al hacerla, no estoy hablando sobre
un episodio de habla efectivo o posible. Estoy aseverando que p, de
una determinada m anera, con un determ inado propósito. Estoy con­
cediendo anticipadamente, con vistas a neutralizarla, una posible
objeción. Me anticipo a que alguien haga el enunciado de que p ha­
ciéndolo yo mismo, con algunas adiciones. Es de importancia funda­
mental el distinguir el hecho de que el uso de «verdadero» mire
siempre, hacia delante o hacia atrás, al hecho efectivo o contem ­
plado, de que alguien haga un enunciado, de la teoría que se usa para
caracterizar tales episodios (efectivos o posibles).
No es fácil explicar el sentido no episódico y no com prom etedor
de «enunciado» en el que «enunciado» = «lo que se dice que es ver­
dadero o falso». Pero, a riesgo de resultar tedioso, proseguiré con el
tema. Pues, si Austin está en lo cierto al sugerir que predicam os bási­
camente «verdadero» de episodios de habla, entonces sería posible
«reducir» las aserciones en las que decimos de un enunciado, en el
sentido no episódico, que es verdadero, a aserciones en las que pre­
dicamos verdad de episodios. Austin señala que la misma oración
puede usarse para hacer diferentes enunciados. Él estaría, sin duda,
de acuerdo en que diferentes oraciones pueden usarse para hacer el
mismo enunciado. No estoy pensando solamente en lenguajes dife­
rentes o expresiones sinónimas del mismo lenguaje, sino también en
ocasiones tales como aquellas en que tú dices de Juan «Él está en­
fermo», yo digo a Juan «Tú estás enferm o», y Juan dice «Estoy en­
fermo». En todos los casos hacemos «el mismo enunciado» usando
no sólo oraciones diferentes, sino también oraciones con significa­
dos diferentes; y éste es el sentido de «enunciado» que necesitam os
discutir, puesto que es, prim a facie de los enunciados en este sentido
de los que decim os que son verdaderos o falsos (por ejem plo, «Lo
que todos ellos dijeron, a saber, que Juan estaba enfermo, era com ­
pletamente verdadero»). Podríamos decir: la gente hace el mismo
enunciado cuando las palabras que usa en las situaciones en que las
usa son tales que, o bien toda ella debe (lógicamente) estar haciendo
un enunciado verdadero, o toda ella debe (lógicamente) estar ha­
ciendo un enunciado falso. Pero esto es usar «verdadero» en la eluci­
dación de «mismo enunciado». O podríamos decir del caso presente:
Juan, tú y yo estamos haciendo los tres el mismo enunciado puesto
que, al usar las palabras que usamos en la situación que las usamos,
estam os aplicando todos la misma descripción a la m ism a persona en
un momento determ inado de su historia; cualquiera que aplicase esta
descripción a esta persona (etc.), estaría haciendo este enunciado. El
Sr. Austin podría entonces querer analizar (A) «El enunciado de que
Juan estaba enferm o era verdadero» de una m anera semejante a la si­
guiente: «Si alguien ha emitido, o fuese a emitir, palabras tales que,
en la situación en que se emiten, está aplicando a una persona la
misma descripción que yo aplico a esa persona cuando emito ahora
las palabras ‘Juan estaba enferm o’, entonces el episodio de habla re­
sultante era, o sería, verdadero». Parece claro, sin embargo, que sola­
mente el deseo de encontrar un prim er térm ino m etafísicam ente irre­
prochable para la relación de correspondencia podría inducir a
alguien a aceptar este análisis de (A) como una hipótesis general ela­
borada. Sería una sugerencia plausible solamente si los sujetos gra­
maticales de «verdadero» fuesen comúnm ente expresiones que se re­
fieren a episodios de habla particulares, fechables de manera
singularizadora. Pero el hecho sim ple y obvio es que las expresiones
que aparecen como tales sujetos gramaticales («Lo que ellos dije­
ron», «...que p», y asi sucesivamente) jam ás representan, en esos
contextos, tales episodios ’. Lo que ellos dijeron no tiene fecha, aun­
que las diversas ocasiones en que se dijo son fechables. El enunciado
de que p no es un evento, aunque tuvo que hacerse por vez prim era y
tuvo que hacerse sabiéndolo yo si he de hablar de su verdad y false­
dad. Si suscribo un punto de vista de Platón, atribuyéndoselo erróne­
amente a lord Russell («El punto de vista de Russell de que p es
completamente verdadero»), y se me corrige, no he descubierto que
estaba hablando de un evento separado por siglos del que im aginaba
que estaba hablando. (Una vez corregido, puedo decir: «Bien,

2 Y los casos en que podría mostrarse más plausiblemente que tales frases desem­
peñan el papel de referirse a un episodio son precisamente aquellos que se someterían
más fácilmente a otro tratamiento, a saber, aquellos casos en los que un hablante co­
rrobora, confirma o garantiza lo que otro acaba de decir (cf. la sección IV ittfra).
quienquiera que io haya dicho es verdad») Mi juicio histórico impli­
cado es falso; eso es todo.

II. Hechos. ¿Qué sucede con el segundo térm ino de la rela­


ción de correspondencia? El Sr. Austin utiliza para él las siguientes
palabras o frases: «cosa», «evento», «situación», «estado de cosas»,
«característica» y «hecho». Todas éstas son palabras que deberían
manejarse con cuidado. Creo que el Sr. Austin, debido a que no logra
distinguir suficientem ente entre ellas, ( 1 ) fomenta la asim ilación de
hechos a cosas o (lo que es aproxim adam ente lo mismo) de enunciar
a hacer referencia; (2) tergiversa el uso de «verdadero»; y (3) obscu­
rece otro problema más fundamental.
En la sección 3 de su artículo, el Sr. Austin dice, o sugiere, que
todo enunciar incluye a la vez hacer referencia («mostración») y ca­
racterizar («descripción»). Es cuestionable el que todos los enuncia­
dos incluyan am bas co sas3, aunque es cierto que algunos las inclu­
yen. Las oraciones siguientes, por ejemplo, podrían usarse todas
ellas para hacer esos enunciados, esto es, enunciados tales que, al ha­
cerlos, se realizan a la vez las funciones refercncial y descriptiva,
siendo aproximadamente (aunque no exclusivamente) asignable la
realización de las dos funciones a partes diferentes de las oraciones
en tanto que emitidas:

El gato tiene la sarna. El loro habla mucho.

Su acompañante era un hombre de constitución mediana, correc­


tamente afeitado, bien vestido y con acento del norte.
Al usar tales oraciones para hacer enunciados, nos referim os a
una cosa o persona (objeto) para, a continuación, caracterizarlo (lo
mostramos para describirlo). Una referencia puede ser correcta o in­
correcta. Una descripción puede ajustarse, o no lograr ajustarse, a la
persona o cosa a la que se a p lic a '. Cuando hacemos referencia co­
rrectamente, hay ciertam ente una relación convencionalmente esta­

5 Cfr. la sección V infra. La tesis de que todos los enunciados incluyen a la vez de­
mostración y descripción es, dicho de manera aproximada, la tesis de que todos los
enunciados son, o incluyen, enunciados de sujeto-predicado (sin excluir a los enuncia­
dos relaciónales).
-1 Cfr. la frase «Él es descrito como...» Lo que llena el hueco no es una oración
(expresión que podría usarse normalmente para hacer un enunciado) sino una frase
que podría aparecer como parle de una expresión usada de esta manera.
blecida entre las palabras, usadas de esa manera, y la cosa a la que
nos referimos. Cuando describim os correctamente, hay ciertamente
una relación convencionalmente establecida entre las palabras que
usamos al describir y el tipo de cosa o persona que describimos.
Esas relaciones, como el Sr. Austin subraya, son diferentes. Una ex­
presión usada referencialm ente tiene un papel lógico diferente del de
una expresión usada descriptivamente. Están relacionadas de distinta
manera con el objeto. Y enunciar es diferente de hacer referencia y
de describir pues es (en tales casos) ambas cosas a la vez. El enun­
ciado (algún enunciado) es referencia-cum-descripción. Para evitar
expresiones engorrosas hablaré de aquí en adelante de partes de
enunciados (la parte referencial y la parte descriptiva); sin embargo,
las partes de enunciados no han de tenerse por equivalentes a partes
de oraciones (o partes de episodios de habla) en mayor medida que
los enunciados han de tenerse por equivalentes a oraciones (o episo­
dios de habla).
Aquello (persona, cosa, etc.) a que se refiere la parte referencial
del enunciado, y a lo que se ajusta o no logra ajustarse la parte des­
criptiva del enunciado, es aquello sobre lo que es el enunciado. Es
evidente que no hay nada más en el mundo que esté relacionado con
el enunciado mismo de alguna manera adicional que sea propia de
él mismo o bien de las diferentes maneras de las que esas partes di­
ferentes del enunciado están relacionadas con aquello sobre lo que
es el enunciado. Y es evidente que la exigencia de que tiene que ha­
ber un tal relatum es lógicam ente absurda: un error-tipo lógica­
mente fundamental. Pero la exigencia de que haya algo en el mundo
que hace al enunciado verdadero (frase del Sr. Austin), o a lo que el
enunciado corresponde cuando es verdadero, es precisam ente esta
exigencia. Y la teoría que responde decir que un enunciado es ver­
dadero es decir que un episodio de habla está relacionado conven­
cionalm ente de una m anera determ inada con tal relatum reproduce
el error-tipo incorporado en esta exigencia. Pues, m ientras que cier­
tam ente decim os que un enunciado corresponde a (se ajusta a, es
apoyado por, está de acuerdo con) los hechos, com o una variante de
decir que es verdadero, jam ás decimos que un enunciado corres­
ponde a la cosa, persona, etc., sobre la que es. Lo que «hace que el
enunciado» de que el gato tiene sarna sea «verdadero»,' no es el
gato, sino la condición del gato, esto es, el hecho de que el gato
tiene sarna. El único candidato plausible para el puesto de aquello
que (en el m undo) hace verdadero el enunciado es el hecho que éste
enuncia; pero el hecho que el enunciado enuncia no es algo del
m un do 5. No es un objeto; ni es tan siquiera (como algunos han su­
puesto) un objeto complejo consistente en uno o más elem entos par­
ticulares (constituyentes, partes) y un elem ento universal (constitu­
yente, parte). Yo puedo (quizás) pasarte, o encerrar en un círculo, o
cronom etrar con un reloj las cosas o incidentes a las que se hace re­
ferencia cuando se hace un enunciado. Los enunciados son sobre ta­
les objetos; pero enuncian hechos. El señor Austin parece ignorar la
com pleta diferencia de tipo entre, por ejemplo, «hecho» y «cosa»;
habla como si «hecho» fuera justam ente una palabra muy general
(con algunas características desorientadoras, desgraciadam ente)
para «evento», «cosa», etc., en lugar de ser (como lo es) com pleta­
mente diferente de estas últimas y, con todo, el único candidato po­
sible para el deseado correlato no-lingüístico de «enunciado». Di­
cho de m anera aproximada: la cosa, persona, etc., a que se hace
referencia es el correlato material de la parte referencial del enun­
ciado; la cualidad o propiedad que se dice que el referente «posee»
es el correlato pseudom aterial de su parte descriptiva, y el hecho al
que «corresponde» el enunciado es el correlato pseudom aterial del
enunciado com o un todo.
Estos puntos se reflejan, desde luego, en la conducta de la pala­
bra «hecho» en el lenguaje ordinario; conducta que el señor Austin
advierte, pero respecto a la cual no es lo suficientem ente cauto. «He­
cho», al igual que «verdadero», «enuncia» y «enunciado», está ca­
sado con cláusulas «que» y no hay nada sacrilego en esta unión. Los
hechos son conocidos, enunciados, aprendidos, olvidados, pasados
por alto, comentados, comunicados u observados. (Cada uno de esos
verbos puede estar seguido de una cláusula «que» o de una cláusula
«el hecho de que».) Los hechos son lo que los enunciados (cuando
son verdaderos) enuncian; no son aquello sobre lo que son los enun­
ciados. A diferencia de los acontecim ientos que ocurren sobre la faz
del globo, los hechos no se presencian ni se oyen ni se ven, no se

! Esto no es, desde luego, negar que exista en el mundo aquello sobre lo que es un
enunciado de este tipo (aquello de lo que es verdadero o falso), a lo que se hace re­
ferencia y se describe y a lo que la descripción se ajusta (si el enunciado es verdadero)
o no logra ajustarse (si es falso). Esta verdad de pcrogrullo es una introducción inade­
cuada a la tarca de elucidar, no nuestro uso de «verdadero», sino cierta manera gene­
ral de usar el lenguaje, un determinado tipo de discurso, a saber, el tipo de discurso
consislente en enunciar hechos. Lo que confunde la cuestión planteada sobre el uso de
la palabra «verdadero» es, precisamente, su embrollo con este problema mucho más
fundamental y difícil. [Cf. (2) de esta sección.]
rom pen ni se trastocan, no se interrumpen ni se prolongan, no se les
da un puntapié, no se destruyen, no se les enm ienda ni tampoco m e­
ten ruido. El Sr. Austin toma nota de la expresión «el hecho de que»,
nos advierte que puede tentarnos a identificar hechos con enuncia­
dos verdaderos y explica su existencia diciendo que, para ciertos
propósitos de la vida ordinaria, no hacemos caso de, o consideram os
irrelevante, la distinción entre decir algo verdadero y la cosa o episo­
dio del que estamos hablando. Sería efectivamente erróneo — pero
110 por las razones del Sr. Austin— identificar «hecho» con «enun­
ciado verdadero»; pues esas expresiones tienen papeles diferentes en
nuestro lenguaje, corno puede verse mediante el experimento con­
sistente en tratar de intercam biarlas en contexto. Sin embargo, sus
papeles — o los de expresiones relacionadas— se solapan. No hay
ningún matiz, excepto de estilo, entre «Esto es verdadero» y «Esto es
un hecho»; ni entre «¿Es verdadero que...?» y «¿Es un hecho
q ue...?»6. Pero las razones del Sr. Austin para objetar la identifica­
ción parecen erróneas, como también lo parece su explicación de la
usanza que (dice él) nos tienta a hacerlo. Puesto que piensa en los
enunciados como algo que está en el mundo (un episodio de habla) y
en los hechos como algo más que está en el mundo (aquello a lo que
«corresponde» o «sobre lo que es» el enunciado), concibe la distin­
ción como de importancia decisiva en filosofía, aunque (sorpren­
dentemente) susceptible de no ser tom ada en cuenta para propósitos
ordinarios. Pero no puedo concebir ninguna ocasión en la que podría
posiblem ente m antener que estaba «no tom ando en cuenta o consi­
derando como irrelevante» la distinción entre, digam os, el que mi
m ujer me estaba dando a luz gem elos (a m edianoche) y el que yo
diga (diez m inutos más tarde) que mi m ujer m e había dado a luz
gem elos. Según la tesis del Sr. Austin, sin em bargo, mi anunciar
«El hecho es que mi m ujer me ha dado a luz gem elos» sería ju sta­
mente tal ocasión.
En otra parte de su artículo, el Sr. Austin expresa el hecho de que
no hay límite teórico a lo que podría decirse con verdad sobre las co­

6 Pienso que, en general, la diferencia entre ellas consiste en que mientras el uso
de «verdadero», como ya se ha reconocido, dirige sus miradas, hacia detrás o hacia
delante, al hecho efectivo o previsto de que alguien haga un enunciado, el uso de «he­
cho» no hace generalmente esto, aunque puede hacerlo algunas veces. Ciertamente no
lo hace en, por ejemplo, la frase «F,l hecho es que...», que sirve más bien para prepa­
rarnos para lo inesperado e inoportuno.
sas del mundo, m ientras que hay límites prácticos muy definidos a lo
que los seres hum anos efectivamente pueden decir y dicen sobre
ellas, m ediante la observación de que los enunciados «se ajustan
siem pre a los hechos m ás o menos laxamente, de diversas maneras
para propósitos diferentes». Pero ¿qué podría ajustarse más perfecta­
mente al hecho de que está lloviendo que el enunciado de que está
lloviendo? Desde luego, los enunciados y los hechos se ajustan. Se
diría que están hechos los unos para los otros. Si se fuerza a los
enunciados a salir del mundo, se fuerza también a los hechos a salir
de él; pero el mundo no sería, de ninguna manera, más pobre. (No se
fuerza a salir del mundo también a aquello sobre lo que los enuncia­
dos son; para este m enester se necesitaría un género diferente de pa­
lanca.)
Un síntom a de la inquietud que el Sr. Austin siente respecto a los
hechos es su preferencia por las expresiones «situación» y «estado
de cosas», expresiones cuyo carácter y función son un poco menos
transparentes que los de «hecho». Son candidatos más plausibles
para ser incluidos en el mundo. Pues m ientras que es verdad que si­
tuaciones y estados de cosas no son vistos ni oídos (más que lo son
los hechos), sino que más bien son resumidos o captados de un vis­
tazo (frases que recalcan la conexión con enunciado y cláusula
«que», respectivamente), es también verdad que hay un sentido de
«sobre» en el que hablamos sobre, describimos, situaciones y esta­
dos de cosas. Decimos, por ejemplo, «La situación internacional es
grave» o «Este estado de cosas se arrastró desde la m uerte del rey
hasta la disolución del Parlamento». En el mismo sentido de «so­
bre», hablamos sobre hechos, com o cuando decimos «Estoy alar­
mado por el hecho de que los gastos de alimentación hayan subido
un 50 por 100 en el último año». Pero m ientras que «hecho» está li­
gado en estos usos a una cláusula «que» (o conectado no menos ob­
viamente con «enunciado», como cuando «tomamos nota de los he­
chos» o transm itim os a alguien los hechos en una hoja de papel),
«situación» y «estado de cosas» se m antienen por sí mismos; de los
estados de cosas se dice que tienen un comienzo y un final, y así su­
cesivamente. Sin embargo, las situaciones y los estados de cosas de
los que se habla así (al igual que los hechos de que se habla así) son
abstracciones que un lógico, si no un gramático, debe ser capaz de
exam inar com pletam ente. Estar alarm ado por un hecho no es algo
semejante a estar asustado por una sombra. Es estar alarm ado por­
que... Uno de los dispositivos más económicos y recurrentes del len­
guaje es el uso de expresiones substantivas para abreviar, resum ir y
conectar. Una vez que he hecho una serie de enunciados descriptivos,
puedo conectar comprensivamente con ellos el resto de mi discurso
mediante el uso de expresiones tales como «esta situación» o «este es­
tado de cosas»; precisamente como, una vez que he presentado lo que
consideraba como un conjunto de razones para una determinada con­
clusión, me permito tomar aliento diciendo «Puesto que estas cosas
son así, entonces...», en lugar de hacer que la conjunción preceda a
toda la historieta. Una situación o estado de cosas es, dicho aproxima­
damente, un conjunto de hechos, no un conjunto de cosas.
Un punto que es necesario mencionar a la vista del uso que el Sr.
Austin hace de esas expresiones (en las secciones 3a y 3b de su ar­
tículo) es que cuando «hablamos sobre» situaciones (como algo
opuesto a cosas y personas) la situación sobre la que hablamos no es,
como él parece pensar que lo es, identificada correctamente con el he­
cho que enunciamos (con «lo que hacc verdadero al enunciado»). Si
una situación es el «tema» de nuestro enunciado, entonces «lo que hace
verdadero al enunciado», no es la situación, sino el hecho de que la si­
tuación tiene el carácter que se asevera que tiene. Pienso que gran parte
de la capacidad persuasiva de la frase «hablar sobre situaciones» se de­
riva de esc uso de la palabra que acabo ahora mismo de comentar. Pero,
si una situación se trata como «tema» de un enunciado, entonces no
servirá como el término no lingüístico de la «relación de corresponden­
cia», que el Sr. Austin anda buscando; y, si se trata como término no
lingüístico de esta relación, no servirá corno tema del enunciado.
Alguien podría decir ahora: «Sin duda, ‘situación’, ‘estado de
cosas’ y ‘ hechos’ están relacionados dé esta manera con las cláusu­
las ‘que’ y las oraciones asertivas; pueden servir, de determinadas
maneras y para determ inados propósitos, como dobletes indefinidos
para expresiones específicas de esos tipos diversos. Así se relaciona
también ‘cosa’ con algunos nombres; ‘evento’ con algunos verbos,
nombres y oraciones; ‘cualidad’ con algunos adjetivos; ‘relación’
con algunos nombres, verbos y adjetivos. ¿Por qué m anifestar este
prejuicio a favor de cosas y eventos como si fuesen las únicas partes
del mundo o de su historia? ¿Por qué no tam bién situaciones y he­
chos?» La respuesta a esto (implícita en lo precedente) es doble.
1) La primera parte de la respuesta7 es que todo el encanto que

; Lo cual podría expresarse más brevemente diciendo que, si leemos «mundo»


(una palabra tristemente corrompida) como «cielos y tierra», hablar de hechos, situa­
ciones y estados de cosas, como «incluidos en» o «partes de», el mundo es, obvia­
mente, metafórico. El mundo es la totalidad de las cosas, no de los hechos.
proporciona el hablar de situaciones, estados de cosas o hechos
como incluidos en, o partes de, el mundo, consiste en pensar en ellos
como cosas y grupos de cosas; que la tentación de hablar de situacio­
nes, ctc., en el estilo apropiado para hablar de cosas y eventos es, una
vez que se da este prim er paso, arrolladora. El Sr. Austin no es capaz
de resistirla. Resbala significativam ente en la palabra «rasgo» (nari­
ces y colinas son rasgos de rostros y paisajes) como sustituto de «he­
chos». Dice que la razón por la que fotografías y mapas no son «ver­
daderos» de la m anera en que los enunciados son verdaderos es que
la relación de un mapa o de una fotografía con aquello de lo que es
mapa o fotografía no es com pletam ente (en el primer caso) y no es
en absoluto (en el segundo) una relación convencional. Pero no es
ésta la razón única, o la fundamental. (La relación entre el prim er
ministro de Inglaterra y la frase «el prim er ministro de Inglaterra» es
convencional; pero no tiene sentido decir que alguien que está
usando la frase fuera de contexto está diciendo algo verdadero o
falso.) La razón fundamental (para los presentes propósitos) consiste
en que «ser un mapa de» o «ser una fotografía de» son relaciones cu­
yos reíala no fotográficos y no cartográficos, respectivamente son,
digamos, entidades personales o geográficas. El problem a de las teo­
rías de la verdad como correspondencia no es prim ariamente la ten­
dencia a substituir relaciones no convencionales, por lo que es real­
mente una relación completamente convencional. Lo que da origen
al problema es la representación desorientadora de «correspondencia
entre enunciado y hecho» como una relación, de cualquier género,
entre eventos, cosas o grupos de cosas. Los teóricos de la correspon­
dencia piensan que un enunciado «describe aquello que lo hace ver­
dadero» (hecho, situación, estado de cosas) de la m anera en que un
predicado descriptivo puede usarse para describir, o una expresión
refcrcncial para hacer referencia a, una co sa8.

s Supongamos que en un tablero de ajedrez están colocadas las piezas, que se está
jugando una partida. Y supongamos que alguien da, en palabras, un enunciado exhaus­
tivo de la posición de las piezas. La objeción del Sr. Austin (o una de sus objecio­
nes) a las teorías primitivas de la correspondencia consistiría en que éstas representan
la relación entre la descripción y el tablero con las piezas encima de manera semejante
a, digamos, la relación entre un diagrama de un problema de ajedrez de un periódico y
un tablero con las piezas correspondientemente dispuestas. Él dice, más bien, que la
relación es puramente convencional. Mi objeción va más allá. Se trata de que no hay
ninguna cosa o evento llamado «enunciado» (aunque hay el hacer el enunciado) y no
hay ninguna cosa o evento llamado «hecho» o «situación» (aunque hay el tablero de
2) La segunda objeción al tratamiento que el Sr. Austin hace de
hechos, situaciones, estados de cosas, como «partes del mundo» que
nosotros declaramos que están en una determ inada relación con un
enunciado cuando declaramos verdadero al enunciado, es más pro­
funda que la anterior, pero en ella radica, en cierto sentido, su impor­
tancia. El Sr. Austin dice, o implica, correctam ente (sección 3) que
para alguno de los propósitos para los que usamos el lenguaje debe
haber convenciones que correlacionen las palabras de nuestro len­
guaje con lo que se encuentra en el mundo. No todos los propósitos
lingüísticos para los que vale esta necesidad son, sin embargo, idén­
ticos. Las órdenes, así como la inform ación, se com unican conven­
cionalmente. Supongamos que «naranja» significa siem pre lo que
queremos decir mediante «Tráeme una naranja», y «esa naranja» sig­
nifica siempre lo que querem os dccir mediante «Tráeme esa na­
ranja», y, en general, que nuestro lenguaje contuviese solam ente ora­
ciones imperativas de alguna manera semejante. No habría menor
necesidad de una relación convencional entre la palabra y el mundo.
Ni tampoco sería menos lo que se hallase en el mundo. Pero esas
pseudoentidades que hacen verdaderos a los enunciados no figura­
rían entre los correlatos no lingüísticos. No se las encontraría (no se
las han encontrado jam ás, y jam ás han figurado entre los correlatos
no lingüísticos). El punto es que la palabra «hecho» (y las palabras
pertenecientes al «conjunto-de-hechos» como «situación» y «estado
de cosas» tienen, al igual que las mismas palabras «enunciado» y
«verdadero», un cierto tipo de discurso (el inform ativo) relacionante
palabra-m undo empotrado dentro de ellas. La ocurrencia en el dis­
curso ordinario de las palabras «hecho», «enunciado», «verdadero»
señala la ocurrencia de este tipo de discurso; del m ism o modo que la
ocurrencia de las palabras «orden», «obedecida» señala la ocurren­
cia de otro género de com unicación convencional (el imperativo). Si

ajedrez con las piezas encima de él) que esté uno respecto de otro en una relación, ni
tan siquiera una relación puramente convencional, como el diagrama del periódico lo
está con el tablero-y-las-piezas. Por encima de los hechos (situación, estado de cosas)
no se puede, como por encima del tablero-y-las-piezas, derramar café, ni pueden ser
volcados por manos poco cuidadosas. El que el Sr. Austin necesite tales eventos y co­
sas para su teoría es la causa de que considere el hacer el enunciado conío el enun­
ciado y aquello sobre lo que es el enunciado como el hecho que enuncia.
Los eventos se pueden fechar y las cosas pueden localizarse. Pero los hechos que
los enunciados (cuando son verdaderos) enuncian no pueden ni fecharse ni locali­
zarse. (Ni tampoco pueden ser fechados ni localizados los enunciados, aunque sí el
hacerlos.) ¿Están incluidos en el mundo?
nuestra tarea fuese elucidar la naturaleza de este prim er tipo de dis­
curso, sería inútil intentar hacerlo en térm inos de las palabras «he­
cho», «enunciado», «verdadero», puesto que estas palabras contie­
nen el problema, pero no su solución. Por la misma razón, sería
igualmente inútil intentar elucidar cualquiera de esas palabras (en
tanto en cuanto la elucidación de esa palabra fuese la elucidación de
este problema) en términos de las otras. Y es efectivamente muy ex­
traño que ia gente haya procedido tan a menudo diciendo: «Bien, te­
nemos suficientem ente claro lo que es un enunciado, ¿no es cierto?
Planteemos ahora la cuestión adicional, a saber: ¿en qué consiste que
un enunciado sea verdadero?» Esto es lo mismo que decir: «Bien, te­
nemos claro lo que es una orden: ahora bien, ¿en qué consiste que
una orden sea obedecida? ¡Cómo si se pudiesen separar enunciados
y órdenes del objeto por el que se hacen o dan!
Supóngase que tuviésemos en nuestro lenguaje la palabra «ejecu­
ción» con el significado de «acción consistente en dar cumplimiento
a una orden». Y supóngase que alguien plantease la cuestión filosó­
fica: ¿Qué es obediencia? ¿En qué consiste que una orden sea obe­
decida? Un filósofo podría presentar la respuesta siguiente: «Obe­
diencia es una relación convencional entre una orden y una
ejecución. Se obedece una orden cuando ésta corresponde a una eje­
cución».
Ésta es la Teoría de la Obediencia com o Correspondencia. Tiene,
quizás, un poco menos de valor com o intento de elucidar la natura­
leza de un tipo de comunicación, que el que la Teoría de la Verdad
como Correspondencia tiene como intento de elucidar la del otro. En
ambos casos, las palabras que aparecen en la solución llevan incor­
porado el problema. Y, desde luego, esta íntima relación entre «enun­
ciado» y «hecho» (que se com prende cuando se ve que ambas pala­
bras llevan incorporado este problema) explica por qué cuando
tratamos de explicar verdad según el modelo de nom brar o clasificar,
o cualquier otro género de relación convencional o no convencional
entre una cosa y otra, nos encontram os siempre con que hemos ate­
rrizado en «hecho», «situación», «estado de cosas», com o térm inos
no lingüísticos de la relación.
Pero ¿por qué habría de verse el problema de la Verdad (el pro­
blema sobre el uso de «verdadero») com o el problema de elucidar el
tipo de discurso que enuncia hechos? La respuesta es que no debería
ser así; pero que la Teoría de la Correspondencia sólo puede ser
comprendida completam ente a fondo cuando se la contem pla como
un intento estéril de atacar este segundo problema. Desde luego, un
filósofo interesado en el segundo problema, interesado en elucidar
un determinado tipo general de discurso, tiene que estar de espaldas
al lenguaje y hablar sobre las diferentes maneras en que las em isio­
nes se relacionan con el mundo (aunque tiene que llegar más allá de
la «correspondencia de enunciado y hecho» si lo que dice ha de ser
fructífero). Pero — para recurrir a algo que he dicho anteriorm ente—
la aparición en el discurso ordinario de las palabras «verdadero»,
«hecho», etcétera, señala, sin comentarla, la aparición de cierta m a­
nera de usar el lenguaje. Cuando usamos esas palabras en la vida or­
dinaria, estamos hablando dentro, y no sobre, una cierta tram a de
discurso; no estamos hablando precisamente del modo en que las
emisiones se relacionan, o pueden relacionarse convencionalmente,
con el mundo. Estam os hablando sobre personas o cosas, pero de
una m anera en que no podríam os hablar sobre ellas si no se cum plie­
sen condiciones de determ inados géneros. El problem a que plantea
el uso de «verdadero» consiste en ver cómo encaja esta palabra den­
tro de la tram a de discurso. El cam ino más seguro hacia la respuesta
errónea es confundir este problema con la pregunta: ¿Que tipo de
discurso e s ’?

III. Correspondencia convencional. Resulta claro a partir del


parágrafo anterior lo que pienso que es erróneo respecto a la explica­
ción que el Sr. Austin proporciona de la relación misma, como
opuesta a sus términos. En la sección 4 de su artículo dice que,
cuando declaramos que un enunciado es verdadero, la relación entre
el enunciado y el mundo que nuestra declaración «asevera que se
da» es «una relación puramente convencional» y «una [relación] que
podríamos alterar a voluntad». Esta observación revela la confusión
fundamental, de la que el Sr. Austin es culpable, entre:

a) las condiciones sem ánticas que deben satisfacerse para que


el enunciado de que determ inado enunciado es verdadero sea, él
mismo, verdadero, y
/;) lo que se asevera cuando se enuncia que determinado enun­
ciado es verdadero.

4 Un error paralelo sería pensar que en nuestro uso ordinario (como opuesto al uso
de un filósofo) de la palabra «cualidad» estábamos hablando sobre usos de palabras
por parte de la gente; sobre la base (correcta en sí misma) de que esta palabra no ten­
dría ningún uso a 110 ser por la ocurrencia de una determinada manera general de usar
las palabras.
Supóngase que A hace un enunciado y B declara que el enun­
ciado de A es verdadero. Entonces para que el enunciado de B sea
verdadero es necesario, desde luego, que las palabras usadas por A al
hacer el enunciado estén en una determinada relación convencional
(semántica) con el mundo; y que las «reglas lingüísticas» subyacen­
tes a esta relación sean las reglas observadas tanto por A como por
B. Debe observarse que estas condiciones (con la excepción de la
condición sobre la observancia por parte de B de las reglas lingüísti­
cas) son igualm ente condiciones necesarias de que A haya hecho un
enunciado verdadero al usar las palabras que usó. No es más ni me­
nos absurdo sugerir que B, al hacer su enunciado, asevera que esas
condiciones sem ánticas se cum plen, que lo es el sugerir que A, al ha­
cer su enunciado, asevera que esas condiciones semánticas se cum ­
plen (esto es, que jam ás podem os usar palabras sin mencionarlas). Si
el Sr. Austin está en lo cierto al sugerir que decir que un enunciado
es verdadero es decir que «el estado de cosas histórico (esto es, para
el Sr. Austin, el episodio de hacerlo) con el que está correlacionado
m ediante las convenciones demostrativas (aquel a que ‘se refiere’) es
de un tipo con el que la oración usada al hacer el enunciado está co­
rrelacionada mediante las convenciones descriptivas», entonces
(como se muestra claram ente cuando dice que la relación que aseve­
ramos que se da es una «relación puram ente convencional» que «po­
dría alterarse a voluntad») al declarar que un enunciado es verda­
dero, estamos:

a) hablando sobre los significados de las palabras usadas por el


hablante cuyo acto de realizar el enunciado es la ocasión para nues­
tro uso de «verdadero» (es decir, estam os aprovechando la ocasión
para dar reglas sem ánticas), o bien
b) diciendo que el hablante ha usado correctam ente las pala­
bras que usó.

Es patentem ente falso que estem os haciendo una de estas dos co­
sas. Ciertam ente, usamos la palabra «verdadero» cuando las condi­
ciones sem ánticas descritas por A u s tin 10 se cumplen; pero no enun-

En que, debido a su uso de las palabras «enunciado», «hecho», «situación», et­


cétera, es una forma desorientadora. La explicación citada de las condiciones de un
enunciado veraz es bastante más apropiada como explicación de las condiciones de
referencia descriptiva correcta. Supongamos que digo en una habitación con un pájaro
ciamos, al usar la palabra, que se cumplen. (Y ésta es, dicho sea de
pasada, la respuesta a la pregunta con que el Sr. Austin concluye su
artículo.) El daño está hecho (confundidos los dos problemas distin­
guidos al inicio de la sección anterior) al plantear la pregunta de
¿Cuándo usamos la palabra «verdadero»? en lugar de ¿Cómo usa­
mos la palabra «verdadero»?
Alguien dice: «Es verdad que los gobiernos franceses raramente
duran más de unos pocos meses, pero el sistema electoral es el res­
ponsable de esto». ¿Es alterable el hecho que esa persona enuncia en
la primera parte de su oración cambiando las convenciones del len­
guaje? No lo es.

IV. Usos de cláusulas «que»; y de «enunciado», «verdadero»,


«hecho», «exagerado», etc.

(a) Hay muchas maneras de hacer una aserción sobre una cosa,
X, además del mero uso de la oración-modelo «X es Y». Muchas de
esas m aneras incluyen el uso de cláusulas «que». Por ejemplo:

Cuántas veces tengo que decirte


Hoy he aprendido
Es sorprendente
El hecho es i que X es Y
Se me acaba de recordar el hecho de
Es indiscutible
Está establecido fuera de duda

en una jaula: «Este loro es muy hablador». Entonces mi uso de la expresión referen­
cial («esle loro»), con la que comienza mi oración, es correcta cuando el objeto-ins­
tancia (pájaro) con la que mi expresión-instancia (evento) está correlacionada me­
diante las convenciones de demostración es de un género con el que la expresión-tipo
eslá correlacionada mediante las convenciones de descripción. Tenemos aquí un
evento, una cosa y una relación convencional (mediada por un tipo) entre ellos. Si al­
guien me corrige diciéndome «Eso no es un loro sino una cacatúa», esapersona puede
estar corrigiendo un error lingüístico o un error fáctico por mi parte. (La cuestión de
lo que está haciendo es la cuestión de si yo me habría aferrado a mi observación des­
pués de una observación más atenta del pájaro.) Solamente en el primer caso ella está
declarando que no se cumple una determinada condición semántica. En el segundo
caso está hablando sobre el pájaro. Ella asevera que es una cacatúa y no un loro, listo
lo podría haber hecho hubiese yo hablado o no. Ella me corrige también; esto no lo
podría haber hecho si yo no hubiera hablado.
Todas éstas son maneras de aseverar, en contextos y circunstan­
cias muy diferentes, que X es Y Algunas de ellas incluyen también
aserciones autobiográficas, y otras no. En el sentido gram atical ya
concedido, todas ellas son «sobre» hechos o enunciados. Ninguna de
ellas es, en ningún otro sentido, sobre alguna de estas dos cosas,
aunque algunas de ellas lleven aparejadas implicaciones sobre el ha­
cer enunciados.
(b) Hay m uchas circunstancias diferentes en las que la oración-
modelo simple «X es Y» puede usarse para hacer cosas que no sean
meramente enunciar (aunque todas ellas incluyan enunciar) que X es
Y. Al em itir las palabras de este modelo simple podemos estar ani­
mando, reprobando o aconsejando a alguien; haciéndole un recorda­
torio a alguien, respondiendo o replicando a alguien; negando lo que
alguien ha dicho; confirm ando, garantizando, corroborando, concor­
dando con, adm itiendo, lo que alguien ha dicho. El qué cosas de és­
tas estemos haciendo (si es que estam os haciendo alguna) depende
de las circunstancias en que aseveramos que X es Y, usando esta ora­
ción-m odelo simple.
(c) En m uchos de los casos en que estamos haciendo algo ade­
más de enunciar m eram ente que X es Y disponemos, para su uso en
contextos adecuados, de ciertos recursos de abreviación que nos ca­
pacitan para enunciar que X es Y (para hacer nuestra negación, res­
puesta, adm isión o lo que sea) sin usar la oración-m odelo «X es Y».
De este modo, si alguien nos pregunta «¿Es X Y?», podem os enun­
ciar (a modo de réplica) que X es Y diciendo «Sí». Si alguien dice
«X es Y», podem os enunciar (a m odo de negación) que X no es Y,
diciendo «No lo es» o diciendo «Eso no es verdadero»; o podemos
enunciar (a m odo de corroboración, acuerdo, garantía, etc.) que X es
Y diciendo «Efectivamente lo es» o «Eso es verdadero». En todos
estos casos (de réplica, negación y acuerdo) el contexto de nuestra
emisión, así como las palabras que usam os, deben tenerse en cuenta
si pretendemos que quede claro lo que estamos aseverando, a saber:
que X es (o no es) Y. Me parece evidente que en estos casos «verda­
dero» y «no verdadero» (raramente usamos «falso») están funcio­
nando como dispositivos de abreviación para enunciados de la

" Podría preferirse decir que en algunos de estos casos se estaba aseverando sola­
mente por implicación que X es Y; aunque me parece más probable que en todos estos
casos diríamos del hablante, no «lo que él dijo que implicaba que X es Y», sino «él
dijo que X era Y».
misma clase general que los otros que se han citado. Y parece tam ­
bién evidente que la única diferencia entre esos dispositivos que po­
dría tentarnos a decir que mientras que decimos de algunos («Sí».
«Efectivamente lo es», «No lo es») que, al usarlos, estábamos ha­
blando sobre X, diríamos de otros («Esto es verdadero», «Esto no es
verdadero») que, al usarlos, estábamos hablando sobre algo com ple­
tam ente diferente, a saber: la emisión que constituía la ocasión para
el uso de estos dispositivos, la constituye sus diferencias respecto a
sus estructuras gramaticales, esto es, el hecho de que «verdadero»
aparece como predicado gramatical '2. (Obviamente no es un predi­
cado de X.) Si la tesis del Sr. Austin de que al usar la palabra «verda­
dero» hacemos una aserción sobre un enunciado no fuese más que la
tesis de que la palabra «verdadero» aparece como un predicado gra­
matical con palabras y frases tales como «Eso», «Lo que él dijo»,
«Su enunciado» como sujetos gramaticales, entonces, desde luego,
sería indiscutible. Es evidente, sin embargo, que quiere decir más
que esto, y ya he presentado mis objeciones a ese más que él quiere
decir.
(d) Resultará claro que, ai igual que el Sr. Austin, rechazo la te­
sis de que la frase «es verdadero» es lógicamente superflua, junta­
mente con la tesis de que decir que una proposición es verdadera es
justam ente aseverarla y decir que es falsa es justam ente aseverar su
contradictoria. «Verdadero» y «no verdadero» tienen tarcas propias
que cumplir, algunas de las cuales, pero e'ri modo alguno todas, he
caracterizado anteriormente. Al usarlas no estam os justam ente ase­
verando que X es Y o que X no es Y. Estamos aseverando esto de
una manera en la que no podríam os hacerlo a m enos que ciertas con­
diciones se cumpliesen; podemos estar también garantizando, ne­
gando, confirm ando, etc. Resultará claro tam bién que el rechazo de
esas dos tesis no entraña la aceptación de la tesis del Sr. Austin de
que al usar «verdadero» estam os haciendo una aserción sobre un
enunciado. Tampoco entraña esto el rechazo de la tesis que el Sr.
Austin (en la sección 4 de su artículo) empareja con estas dos, a sa­
ber: la tesis de que decir que una aserción es verdadera no es hacer

12 Compárese también el hábito inglés de hacer un enunciado seguido de una peti­


ción interrogativa de acuerdo en formas tales como «isn‘t it?», «doesn ’t fie», etcétera,
con los giros alemanes e italianos correspondientes. «Nicht wahr?» «non e vero?» [y
castellanos, «¿no es verdad?», ¿no?, «¿no es cierto?» (T.)\. No hay seguramente nin­
guna diferencia significativa entre las frases que no emplean la palabra «verdadero» y
aquellas que la emplean: todas ellas piden el acuerdo de la misma manera.
ninguna aserción adicional en absoluto. Esta tesis vale para muchos
usos, pero exige modificación para otros.
(e) Las ocasiones para usar «verdadero» 'mencionadas hasta
aquí en esta sección no son evidentemente las únicas ocasiones para
su uso. Hay, por ejemplo, el empleo generalmente concesivo de «Es
verdadero que p...», que es difícil de ver cómo el Sr. Austin seria ca­
paz de acomodarlo. Todas esas ocasiones tienen, sin embargo, una
cierta inm ediatez contextual que está obviamente ausente cuando
emitimos oraciones tales como «Lo que dijo Juan ayer es completa­
mente verdadero» y «Lo que La Rochefoucauld dijo sobre la amistad
es verdadero». Aquí el contexto de nuestra emisión no nos identifica
el enunciado sobre el que estamos hablando (en el sentido filosófica­
mente no com prom etedor en el que estamos «hablando sobre enun­
ciados» cuando usamos la palabra «verdadero»), y de este modo usa­
mos una frase descriptiva para llevar a cabo la tarea. Pero la frase
descriptiva no identifica un evento; aunque el enunciado que hacemos
lleva aparejada la implicación (en algún sentido de «implicación») de
que ocurrió un evento consistente en que Juan hizo ayer (o La Roche­
foucauld lo hizo alguna vez) el enunciado de que p (esto es, el enun­
ciado que nosotros declaramos que es verdadero). Ciertamente noso­
tros no estamos diciendo a nuestro auditorio que el evento ocurrió
— por ejemplo, que Juan hizo el enunciado de que p— puesto que (1)
no enunciamos, ni mediante cita ni de otra manera, qué era lo que
Juan dijo ayer, y (2) nuestra emisión alcanza su propósito principal (el
de hacer, por vía de confirmación o aprobación, el enunciado de que
p) solamente si nuestro auditorio ya sabe que Juan hizo ayer el enun­
ciado de que p. La función abreviadora de «verdadero» en casos
como éstos se torna más clara si los comparamos con lo que decimos
en el caso donde ( 1) queremos aseverar que p; (2) queremos indicar
(o exhibir nuestro conocimiento de que) ocurrió un evento consistente
en que Juan hizo ayer el enunciado de que p; (3) creemos que nuestro
auditorio ignora o se ha olvidado del hecho de que Juan dijo ayer que
p. Entonces usamos la fórmula «Como Juan dijo ayer, p», o «Es ver­
dadero, como Juan dijo ayer, que p», o «Lo que Juan dijo ayer, a sa­
ber: que p, es verdadero». (Desde luego, las palabras representadas
por la letra p, que nosotros usamos, pueden ser — algunas veces, si
hemos de usar el m ismo enunciado, tienen que ser— diferentes de las
palabras que Juan usó.) Algunas veces para desconcertar o probar a
nuestro auditorio usamos, en los casos en que se cumple la tercera de
estas condiciones, la fórmula apropiada para su no cumplimiento, a
saber: «Lo que Juan dijo ayer es verdadero».
(f) En una crítica de mi punto de vista sobre la verdad presen­
tada en Analysis ”, y presumiblemente en apoyo de su propia tesis de
que «verdadero» se usa para aseverar que se da una determ inada re­
lación entre un episodio de habla y algo del m undo que es exclusivo
de ese episodio, el Sr. Austin hace la observación siguiente en la sec­
ción 7 de su artículo. Dice él: «El Sr. Strawson parece confinarse al
caso en que digo ‘Tu enunciado es verdadero’, o algo similar, pero
¿qué sucede con el caso en que tú enuncias que E y yo no digo nada,
sino que miro a ver si tu enunciado es verdadero?» El meollo de la
objeción es, supongo, que puesto que yo no digo nada, no puedo es­
tar haciendo ningún uso realizatorio de «verdadero»; pero, con todo,
puedo ver que tu enunciado es verdadero. El ejem plo, sin embargo,
me parece que tiene una fuerza precisam ente contraria a la que el Sr.
Austin intenta que tenga. Desde luego, «verdadero» tiene un papel
diferente en «X ve que el enunciado de Y es verdadero» del papel
que tiene en «El enunciado de Y es verdadero». ¿Cuál es este papel?
Austin dice en mi presencia «Hay un gato sobre la alfombra», y yo
miro a ver si hay un gato sobre la alfombra. Alguien (Z) informa:
«Strawson vio que el enunciado de Austin era verdadero». ¿De qué
está informando? Está informando de que yo he visto un gato sobre la
alfombra; pero está informando de esto de una manera de la que no
podría informar excepto en determinadas circunstancias, a saber; en
las circunstancias consistentes en que Austin dijo en mi presencia que
había un gato sobre la alfombra. La observación de Z lleva también
aparejada la implicación de que Austin hizo un enunciado, pero no
puede considerarse que está informando de esto por implicación,
puesto que cumple su propósito principal solamente si el auditorio co­
noce ya de antemano que Austin hizo un enunciado y qué enunciado
hizo; y la implicación (que puede considerarse como un informe im­
plicado) es que yo oí y comprendí lo que Austin d ijo 1'1. La persona que
mira a ver si el enunciado de que hay un gato encima de la alfombra es
verdadero, no ve ni más ni menos que la persona que mira a ver si hay
un gato sobre la alfombra o la persona que mira a ver si efectivamente
hay un gato encima de la alfombra. Pero la escenografía del primer
caso y del tercero puede ser diferente de la del segundo.

15 Vol. IX, n.° 6 (1949).


14 Si yo informo «Veo que el enunciado de Austin es verdadero», esto es simple­
mente nn informe corroborativo de primera mano de que hay un gato sobre la alfom­
bra, hecho de una manera en la que no podría hacerse excepto en esas circunstancias.
Este ejemplo, sin embargo, es valioso. Recalca la importancia
del concepto de la «ocasión» en que hacem os uso del dispositivo
asertivo que es el tema de este sim posio (la palabra «verdadero»); y
m inim iza (cosa que yo estaba inclinado a recalcar en exceso) el ca­
rácter realizatorio de nuestros usos de ella.
(g) El Sr. Austin subraya las diferencias entre negación y false­
dad; correctamente, en tanto que, hacerlo así, es subrayar la diferen­
cia (de ocasión y contexto) entre aseverar que X no es Y y negar la
aserción de que X es Y. También exagera la diferencia; pues, si he
captado el objeto de su ejemplo, él sugiere que hay casos en los que
«X no es Y» es inapropiado para una situación en la cual, si alguien
enunció que X era Y, sería correcto decir que el enunciado de que X
era Y era falso. Estos casos son aquellos en que la cuestión de si X
es o no es Y no se plantea (donde las condiciones para su plantea­
miento no se cum plen). Son igualmente casos, me parece, en los que
la cuestión de la verdad o la falsedad del enunciado de que X es Y no
se plantea.
(h) Se requiere una puntualización de mi tesis general de que al
usar «verdadero» y «no verdadero» no estamos hablando de un epi­
sodio de habla, a fin de tomar en consideración aquellos casos en
que nuestro interés no reside prim ariamente en lo que el hablante
asevera, sino en el hecho de que el hablante lo asevera, en, por así
decirlo, el hecho de que él haya dicho la verdad más bien que en el
hecho del que informó, al hacerlo así. (Podemos, desde luego, estar
interesados en am bas cosas; o nuestro interés en la veracidad evi­
dente de una persona en una ocasión puede deberse a nuestro interés
en el grado de su fiabilidad en otras.)
Pero este caso no reclama ningún análisis especial ni presenta
ventaja alguna para ningún teórico de la verdad, pues usar «verda­
dero» de esta m anera es sim plemente caracterizar un determinado
evento como algo que consiste en que alguien haga un enunciado
verdadero. El problema del análisis permanece.
(i) El Sr. Austin dice que habremos de encontrar más fácil el cla­
rificar «verdadero» si consideram os otros adjetivos «de la misma
clase», tales como «exagerado», «vago», «aproximado», «desorien­
tador», «general», «demasiado conciso». No pienso que esas pala­
bras sean com pletam ente de la m ism a clase que «verdadero» y
«falso». En cualquier lenguaje en el que puedan hacerse enunciados,
debe ser posible hacer enunciados verdaderos y falsos. Pero los
enunciados pueden sufrir ciertos defectos adicionales que el Sr. Aus-
tin menciona solam ente cuando el lenguaje ha alcanzado una deter­
minada riqueza. Imaginémonos uno de los lenguajes rudimentarios
del Sr. Austin con «palabras simples» para «situaciones complejas»
de géneros totalmente diferentes. Se podrían hacer enunciados ver­
daderos o falsos; pero no enunciados que fueran exagerados, super-
concisos, demasiado generales o más bien aproximados. E incluso,
dado un lenguaje tan rico como se quiera, m ientras que todos los
enunciados que se hiciesen en él podrían ser verdaderos o falsos, no
todos los enunciados podrían ser exagerados. ¿Cuándo podemos de­
cir que el enunciado de que p es exagerado? Una de las condiciones
es ésta: que, si la oración O,, se usa para hacer el enunciado de que
p, haya de haber alguna oración O, (que podría usarse para hacer el
enunciado de que q) tal que O, y O, están relacionadas de algún
modo como «Allí había 200 personas» está relacionada con «Allí ha­
bía 100 personas». (A la observación «Nos casam os ayer» no puedes
esperar que se te replique, excepto a modo de chiste: «Estás exage­
rando».)
Así pues, la creencia del Sr. Austin do que la palabra «exage­
rado» representa una relación entre un enunciado y algo del mundo
exclusivo de ese enunciado sería, cuando menos, una supersim plifi-
cación, incluso si no fuese objetable de otras maneras. Pero sí que lo
es. Las dificultades que plantean enunciados y hechos son recurren­
tes y tam bién las dificultades que plantea su relación. El Sr. Austin
no desearía decir que la relación entre un enunciado exagerado y el
mundo era semejante a la existente entre un guante y una mano de­
masiado pequeña para él. Él diría que la relación era convencional.
Pero el hecho de que el enunciado de que p sea exagerado no es, en
ningún sentido, un hecho convencional. (Lo es, quizás, el hecho de
que hubiera 1.200 personas y no 2.000.) Si una persona dice: «Allí
había por lo menos 2.000 personas», se puede replicar: A) «No, allí
no había tantas (muchas más)»; o se puede replicar: B) «Eso es una
exageración (subestimación)». A) y B) dicen lo mismo. Examinemos
la situación más de cerca. Al decir A) no se está meram ente aseve­
rando que allí había menos de 2.000 personas: se está corrigiendo
tam bién al prim er hablante, y corrigiéndolo de una determinada ma­
nera general, corrección que no se podría haber hecho si él no hu­
biese hablado como lo hizo, aunque se podría haber aseverado m era­
mente que allí había menos de 2.000 personas sin que él hubiese
hablado. Obsérvese también que lo que se asevera mediante el uso
de A) — que allí había menos de 2.000 personas— no puede enten­
derse sin tom ar en consideración la observación original que fue la
ocasión para la réplica A). A) tiene a la vez características contextúa­
les asertivas y realizatorias. B) tiene las mismas características y
lleva a cabo la misma tarea que A), pero m ás concisamente y con
mayor dependencia del contexto.
No todas las palabras que Austin considera que verosímilmente
han de ayudarnos a clarificar «verdadero» pertenecen a la misma
clase. «Exagerado» es, entre las que él menciona, la más relevante
para su tesis; pero ya se ha visto que da lugar a mi tratamiento. Ser
«superconciso» y «demasiado general» no son maneras de ser «no
completam ente verdadero». Ambas se relacionan obviam ente con los
propósitos específicos de realizaciones específicas de enunciados;
con los deseos insatisfechos de auditorios específicos. Ninguna alte­
ración en las cosas del mundo ni ninguna repetición mágica del
curso de los acontecim ientos podrían m eter en cintura a los enuncia­
dos condenados de este modo, de la manera en que podría m eterse
en cintura una «estimación exagerada» de la altura de un edificio
mediante crecim iento inorgánico. El que el enunciado (de que p) sea
verdadero o falso es asunto del modo en que las cosas son (de si p);
el que un enunciado sea exagerado (si la cuestión se plantea, lo cual
depende del tipo de enunciado y de las posibilidades del lenguaje) es
asunto del m odo en que las cosas son (por ejemplo, de si allí había o
no menos de 2.000 personas). Pero el que un enunciado sea super­
conciso 15 o dem asiado general depende de lo que el hablante quiera
saber. El m undo no exige que se le describa con un grado de detalle
más bien que con otro.

V Et alcance de «enunciado», «verdadero», «falso» y «hecho».


Las órdenes y preguntas no pretenden ser obviamente enunciados de
hecho: no son verdaderas o falsas. En la sección 6 de su artículo el
Sr. Austin nos recuerda que hay muchas expresiones que no son ni
imperativas ni interrogativas por lo que respecta a su forma, que em ­
pleamos para propósitos distintos de los de inform ar o pronosticar. A
partir de nuestro empleo de esas expresiones recom ienda que recha­
cemos (sospecha que en la práctica lo rechazamos en gran medida)
la apelación «enunciar hechos», las palabras «verdadero» y «falso».
Incluso en la esfera del lenguaje, los filósofos no son legisladores;

!S «Conciso» se usa quizás con menos frecuencia respecto de lo que una persona
dice que de la manera en que lo dice (por ejemplo, «dicho concisamente», «concisa­
mente expresado», «una formulación concisa»), A puede utilizar 500 palabras para
decir lo que B dice con 200. Entonces diré que la formulación de B era más concisa
que la de A, queriendo decir simplemente que B usó menos palabras.
sin embargo, no tengo ningún deseo de desafiar la restricción, en al­
gunos contextos filosóficos, de las palabras «enunciado», «verda­
dero», «falso», a lo que yo mismo he llamado anteriorm ente el tipo
de discurso «enunciador de hecho».
Lo que me preocupa más es el propio análisis incipiente que el
Sr. Austin hace de este tipo de discurso. Este análisis me parece que
es de tales características que lo fuerzan a llevar la restricción más
allá de lo que desea o intenta. Y hay aquí dos puntos que, aunque co­
nectados, necesitan distinguirse. E;n primer lugar hay dificultades
que hacen impracticable la teoría relacional de la verdad como tal;
en segundo lugar está la persistencia de estas dificultades de una
forma diferente cuando esta «teoría de la verdad» se revela como un
análisis m ás bien incipiente del uso del lenguaje consistente en hacer
enunciados.
Así pues, en prim er lugar, hechos del tipo el-gato-cstá-encima-
de-la-alfombra son la especie favorecida para los partidarios del
punto de vista del tipo que el Sr. Austin mantiene. Pues aquí tenemos
una cosa (un pedazo de realidad) sentada encim a de otra: podemos
(si estamos dispuestos a cometer los errores com entados en la sec­
ción II anterior) considerarlas a las dos juntas si queremos, como si
formasen una sola pieza, y llamarla hecho o estado de cosas. Puede
parecer entonces relativamente plausible que el decir que el enun­
ciado (que yo te hago) de que el gato está encima de la alfombra es
verdadero, es decir que el estado de cosas tridimensional, con que
está correlacionado mediante las convenciones demostrativas el epi­
sodio consistente en que yo haga el enunciado, es de un tipo con el
que la oración que uso está correlacionada mediante convenciones
descriptivas. Sin embargo, se sabe desde hace tiem po que otras espe­
cies de hecho presentan una dificultad mayor: el hecho de que, por
ejemplo, el gato no está encima de la alfombra, o el hecho de que
hay gatos blancos, o de que los gatos persiguen ratones, o de que si
le das a mi gato un huevo lo romperá y comerá su contenido. Consi­
deremos el más simple de estos casos, aquel que incluye la negación.
¿Con qué tipo de estado de cosas (pedazo de la realidad) está corre­
lacionada mediante convenciones de descripción la oración «F.I gato
no está encima de la alfombra»? ¿Con una alfombra s.impliciter'1
¿Con un perro encima de una alfombra? ¿Con un gato subido a un
árbol? La rectificación del punto de vista del Sr. Austin, que podría­
mos estar tentados a hacer para los enunciados negativos (esto es, «E
es verdadero» = «El estado de cosas con el que E está correlacionado
mediante las convenciones demostrativas no es del tipo con el que
está correlacionada mediante las convenciones descriptivas la forma
afirmativa de E»), destruye la sim plicidad de la historieta creando la
necesidad de un sentido diferente de «verdadero» cuando discutimos
enunciados negativos. Y es peor aún lo que sigue. No todos los enun­
ciados emplean convenciones de demostración. Los enunciados exis-
tenciales no las emplean, ni tampoco (ni tan siquiera relativamente)
los enunciados de generalidad irrestricta. ¿Hemos de negar que estos
son enunciados o hemos de crear un sentido adicional de «verda­
dero»? ¿Y en qué se ha convertido el correlato no lingüístico, el pe­
dazo de realidad? ¿Es, en el caso de los enunciados existenciales o
generales, el m undo entero? ¿O es, en el caso de los enunciados
existenciales negativos, una 110 presencia ubicua?
Como objeciones a la teoría de la verdad corno correspondencia
éstos son puntos familiares; sin embargo, presentarlos com o tales es
conceder dem asiado a la teoría. Lo que los hace interesantes es su
poder de revelar cóm o tal teoría, junto con sus defectos intrínsecos,
incorpora una concepción demasiado estrecha del uso del lenguaje
consistente en enunciar hechos. La descripción que el Sr. Austin
hace de las condiciones bajo las cuales un enunciado es verdadero,
considerado com o un análisis del uso consistente en enunciar he­
chos, se aplica solam ente a enunciados afirmativos de sujeto predi­
cado, esto es, enunciados tales que, al hacerlos, nos referim os a una
o más cosas o grupos de cosas localizados, a un evento o conjunto de
eventos, y los caracterizam os de alguna manera positiva (identifica­
mos el objeto u objetos y Ies pegamos la etiqueta). No se aplica a
enunciados negativos, generales y existenciales, ni, francamente, a
los enunciados hipotéticos y disyuntivos. Estoy de acuerdo en que
cualquier lenguaje capaz del uso enunciador de hechos debe tener al­
gunos dispositivos para realizar la función a la que el Sr. Austin di­
rige exclusivamente su atención, y en que otros tipos de enunciados
de hecho solam ente pueden com prenderse en relación con este tipo.
Pero los otros tipos son otros tipos. Por ejemplo, la palabra «no»
puede considerarse provechosamente com o un género de cristaliza­
ción de algo implícito en todo uso de lenguaje descriptivo (puesto
que ningún predicado tendría fuerza descriptiva si fuese compatible
con cualquier cosa). Pero de esto no se sigue que la negación (esto
es, la exclusión explícita de alguna característica) es un género de
afirm ación, que los enunciados negativos se discutan con propiedad
en el lenguaje apropiado para los enunciados afirmativos. O conside­
remos el caso de los enunciados existenciales. Aquí es necesario dis­
tinguir dos géneros de mostración o referencia. Está, en prim er lugar,
el género en virtud del cual capacitamos a nuestro oyente para que
identifique la cosa, persona, evento o conjunto de éstos que de al­
guna manera vamos a caracterizar a continuación. Está, en segundo
lugar, el género mediante el cual indicamos sim plemente una locali­
zación. El prim ero («Tabby tiene la sarna») responde a la pregunta
«¿De quién (de cuál, de qué) estás hablando?» La segunda («Hay un
gato allí») responde a la pregunta «¿Dónde?» Es claro que ninguna
de las partes de un enunciado existencial realiza la primera función;
con todo, la explicación de Austin de la referencia-a/m -descripción
es apropiada para la referencia de este género más bien que para la
del otro. Es claro también que un buen número de enunciados exis-
tenciales no responden a la pregunta «¿Dónde?», aunque pueden auto­
rizar su investigación. La diferencia entre los diversos tipos de enun­
ciados y sus relaciones m utuas es asunto que exige una descripción
cuidadosa. No se gana nada mezclándolos todos bajo una descrip­
ción apropiada solamente para un tipo, incluso si es del tipo básico.

VI. Conclusión. Mi objeción central a la tesis del Sr. Austin


es ésta. El describe las condiciones que deben darse si hemos de de­
clarar que un enunciado es correctam ente verdadero. Su descripción
detallada de esas condiciones es, con reservas, correcta dentro de sus
límites, aunque demasiado estrecha en varios aspectos. El error cen­
tral consiste en suponer que al usar la palabra «verdadero» estamos
aseverando que tales condiciones se dan. Que esto es un error lo
muestra el examen detallado de la conducta de palabras tales como
«enunciado», «hecho», etc., de la misma palabra «verdadero», y me­
diante el examen de distintos tipos de enunciado. Esto revela tam ­
bién las maneras en que «verdadero» funciona de hecho como un
dispositivo de aserción. Lo que confunde sobremanera la cuestión es
el fracaso en distinguir entre la tarea de elucidar la naturaleza de
cierto tipo de com unicación (la empíricamente informativa) del pro­
blema del funcionamiento efectivo de la palabra «verdadero» dentro
de esc tipo de comunicación.
CHRISTOPHER J. W. WILLIAMS
LA TEORÍA PRO-ORACIONAL DB LA VERDAD
(1992)

E d ic ió n o r ig in a l : Inédito.

— Título original: «The Prosentcníial Theory of Truth», 1992.

Inédito. Reproducirnos el texto — traducido—-


E d ic ió n c a s t e l l a n a :
con autorización expresa del autor.

T r a d u c c ió n : M. J. Frápolli.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «What does ‘x is truc’ say about x?», Analysis, 29 (1969), pp. 113-124.
— «Truth: a composite rejoinder», Analysis, 32 (1971/72), pp. 57-64.
— «Truth, or Bristol revisited», Proceedings o f (he Aristotelian So-
ciety, sup. vol. 47 (1973), pp. 121-133.
— «Predicating Truth», Mind, 84 (1975), pp. 270-272.
— What is Truth?, Cambridge Universiíy Press, Londres, 1976.
— «True tomorrow, never true today», The Philosophical Quarterly,
28 (1978), pp. 285-299.
— Being, Identity and Truth, Clarendon Press, Oxford, 1992.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

—? D. Grover, A prosentential theory o f Truth, Princeton University


Press, 1992.
— Ch. Sayward, «True propositions. A reply to C. J. F. Williams»,
Analysis, 32 (1971-2), pp. 101-3.
— M. J. Frápolli, «Lógica y Ontología: verdad, existencia e identidad
como funciones de segundo nivel», Revista de Filosofía, 7/11
(1994), pp. 265-74.

O b s e r v a c i o n e s : Este artículo es el texto inédito de una conferencia


pronunciada por C. F. J. Williams en la Universidad Jagiellonia de
Cracovia el 30 de abril de 1992. El artículo ha sido ligeramente modi­
ficado en la primavera de 1995.
Llegar a Polonia y em pezar inmediatamente a criticar a Tarski
parece de muy m ala educación. Pero m e temo que e$ lo que voy a
hacer. La Teoría Sem ántica de la Verdad de T arski' ha tenido un des­
graciado efecto en el estudio de este concepto. Hay una cierta per­
versión en su enfoque que ha distorsionado la mayoría de los inten­
tos posteriores de descubrir la verdad acerca de la verdad.
Tarski toma com o su objetivo la definición de «verdadero» en
proposiciones com o « ‘La nieve es blanca’ es verdadero», o sus equi­
valentes formales. Podemos em pezar útilmente un exámen de las
proposiciones com o ésta recordando la así llam ada «Teoría de la Re­
dundancia de la Verdad» de Ramsey: «Es verdad que la nieve es
blanca» no significa ni más ni menos que «La nieve es blanca»’. El
significado de «La nieve es blanca» no se altera en lo más mínimo al
colocar las palabras «Es verdadero que» delante de ella. Ramsey, de
hecho, tenía más cosas que decir acerca de la verdad, pero por decir
esto es por lo que fundamentalmente se le recuerda. Pero la redun­
dancia de «Es verdadero que» necesita alguna explicación.
William Kneale, en unas pocas páginas escondidas en su monu­
mental obra The Development o f Logic*, introdujo las ideas de una
«designación» de una proposición y de una «expresión» de una pro­
posición. Si «La nieve es blanca» está escrita al principio de la pá­
gina 423 de Logic and Metamathematics de Tarski, me puedo referir
a ella con las palabras «la proposición al principio de la página 423
de Logic and Metamathematics de Tarski». Si Jorge acaba de proferir
las palabras «La nieve es blanca», me puedo referir a esta proposi­
ción con las palabras «lo que Jorge dijo». Si digo «No es probable
que se niegue que la nieve es blanca», la proposición de la que estoy
diciendo que probablem ente pocos negarán es indicada por mí m e­
diante las palabras «que la nieve es blanca». Finalmente, puedo indi­
car esta proposición colocando com illas alrededor de las palabras
«La nieve es blanca» mismas. Todas estas m aneras de hablar consti­
tuyen, en la term inología de Kneale, «designaciones» de la proposi­
ción. Las palabras mismas, «La nieve es blanca», junto con «Snieg

' A. Tarski, «The Concept ofT ruth in Formal ized Languages», en Logic. Seman-
tics and Metamathematics, Clarendon Press, Oxford, 1956.
2 F. P. Ramsey, «Facts and Propositions», en The Foundations o f Mathematics,
Totowa, Nueva Jersey: Littlefield. Adams and Co.,1965.
3 William y Martha Kneale, The Development o f Logic, Clarendon Press, Oxford,
1962, pp. 584-6.
jest bialy», «Der Schnee ist weiss», «La neige est blanche», etc.
constituyen «expresiones» de ella.
Si digo «Lo que Jorge dijo es verdadero», y lo que Jorge dijo es
que la nieve es blanca, es como si hubiera dicho yo mismo «La nieve
es blanca». Al decir que lo que Jorge dijo es verdadero me he com ­
prometido yo mismo con exactamente lo que el m ism o Jorge afirmó.
He convertido, como si dijéramos, la designación de la proposición,
a saber, «lo que Jorge dijo» en una expresión de la misma proposi­
ción. Esto es para lo que están las palabras «es verdadero»: son me­
canismos para convertir la designación de una proposición en una
expresión de esa proposición.
La palabra «que» y las comillas son mecanismos cuyo propósito es
precisamente el opuesto de éste, a saber, convertir una expresión de
una proposición en una designación de una proposición. Si se consi­
dera «es verdadero» y «que» como operadores, uno puede verse como
el converso del otro. Están relacionados como «el doble de» está rela­
cionado con «la mitad de». Es fácil ver lo que ocurre si se los aplica
sucesivamente a una hilera de palabras. No nos sorprendemos si pen­
samos en un número, digamos el siete, le añadimos la expresión «el
doble de», y al resultado, «el doble de siete», le añadimos la expresión
«la mitad de» sólo para encontrar que lo que tenemos al final de esto,
«la mitad del doble de siete», era aquello en lo que al principio pensa­
mos, a saber, el siete. No deberíamos tampoco sorprendernos si,
cuando usamos la palabra «que» para convertir «la nieve es blanca» en
su propia designación, «que la nieve es blanca», y añadimos a conti­
nuación las palabras «es verdadero», terminamos con algo que no vale
más que la oración con la que empezamos: «Que la nieve es blanca es
verdadero» no dice nada más que «La nieve es blanca».
Sería ridículo m irar sólo a expresiones como «la mitad del doble
de siete» y quejarse de que las palabras «la mitad de» eran estricta­
mente redundantes, que nunca permitían designar un núm ero que no
se pudiera designar perfectam ente bien om itiéndolas. Claramente, la
utilidad de la expresión «la mitad de» deriva de su uso en contextos
no-redundantes como «la m itad de dieciséis» donde nos lleva de un
núm ero a otro. De manera similar, el uso de «es verdadero» es evi­
dente, no en contextos donde se combina con «que» o con comillas,
sino en com binación con designaciones de proposiciones como «lo
que Jorge dijo», que no contienen ellas misma una expresión de la
proposición designada. El paradigm a de una proposición que con­
tiene la palabra «verdadero» debería ser, no «La nieve es blanca» de
Tarski, sino «Lo que Jorge dijo es verdadero».
«Lo que Jorge dijo» es, en la terminología de Russell, una des­
cripción definida 4. Es comparable a expresiones como «Lo que
M agda cocinó». De acuerdo con Russell, si yo dijera «Lo que Magda
cocinó estaba delicioso» estaría diciendo lo mismo que si hubiera di­
cho «M agda cocinó algo y eso estaba delicioso». (Para ahorrar com ­
plicaciones innecesarias supondré que M agda cocinó una sola cosa.
Esta presuposición está, en el análisis de Russell, form alm ente im­
plicada por «Lo que Magda cocinó estaba delicioso».) Supongamos
que Macek había capturado una carpa y que esto fue lo que Magda
cocinó. En este caso podemos considerar las proposiciones «M agda
cocinó algo y eso estaba delicioso» y «Lo que Magda cocinó estaba
delicioso» como generalizaciones existenciales de «M agda cocinó la
carpa de JVlacek y la carpa de Macek estaba deliciosa». Exactamente
así «Lo que Jorge dijo es verdadero» puede ser considerado como
una generalización existencial de «Jorge dijo que la nieve es blanca y
la nieve es blanca». La relación lógica entre «Jorge dijo que la nieve
es blanca y la nieve es blanca» y «Lo que Jorge dijo es verdadero» es
obviamente la misma que aquélla entre «Magda cocinó la carpa de
Macek y la carpa de Macek estaba deliciosa» y «Lo que M agda co­
cinó estaba delicioso».
¿Cómo debe entenderse una generalización existencial? Clara­
mente el aparato de los cuantificadores y las variables está concebido
para arrojar luz sobre esta cuestión. Con su ayuda podemos exhibir el
mecanismo por el cual una proposición como «Magda cocinó algo y
esto estaba delicioso» se deriva de una proposición como «Magda
cocinó la carpa de Macek y la carpa de Macek estaba deliciosa».
Tratemos, por conveniencia, «la carpa de Macek» como un nombre
— a las carpas m uertas no se les dan usualmente nombres propios
genuinos— . Podemos entonces decir que la versión formal de la ge­
neralización existencial, «3x (Magda cocinó x y x estaba deli­
cioso)», se obtiene al sustituir el nombre «la carpa de Macek» por la
variable nominal «x» en cada una de sus ocurrencias en «M agda co­
cinó la carpa de M acek y la carpa de M acek estaba deliciosa», y des­
pués prefijando « 3 x » al resultado de esta sustitución.
¿Cómo obtendríamos el equivalente formal de nuestra generali­
zación existencial, «Lo que Jorge dijo era verdadero»? Por analogía
con el procedim iento previo, podríam os intentar sustituir una varia­
ble proposicional, «p», por la proposición «La nieve es blanca» en

J Bertrand Russell, «On Denoling», Muid, 1905.


f

cada una de sus ocurrencias en «Jorge dijo que la nieve es blanca y


la nieve es blanca» y prefijando «3p» al resultado de esta sustitu­
ción. Así obtenemos «3/; (Jorge dijo que p y p)». La palabra «verda­
dero» se ha perdido en el proceso. Si de lo que estam os detrás es de
una definición de verdad, esta «evaporación» de la verdad es alta­
mente deseable.
Tanto Quine como Geach han puesto énfasis en muchas ocasio­
nes en el paralelismo entre las variables ligadas de la lógica cuantifi-
cacional y los pronom bres de los lenguajes naturales5. Así, «eso» en
«M agda cocinó algo y eso estaba delicioso» corresponde a la se­
gunda variable ligada en su equivalente formal «3x (M agda cocinó x
y x estaba delicioso)». Si tuviéramos que introducir variables para
ocupar las posiciones accesibles a los adverbios o a las expresiones
adverbiales que indican lugar, como «aquí» o «en Varsovia» o «en el
extranjero», podríamos construir generalizaciones existenciales for­
males de proposiciones como «Tomás está dando clase en M arrue­
cos y hace mucho calor en M arruecos». Usemos «m » como una va­
riable de este tipo. Estamos entonces en condiciones de ofrecer « 3 ni
(Tomás está dando clase en m y hace mucho calor en m)» como el
equivalente formal de «Tomás está dando clase en cierto lugar y
hace mucho calor allí». En esta oración del lenguaje natural «allí» se
relaciona con «en M arruecos» como «eso» se relaciona en nuestro
otro ejemplo con «la carpa de Macek». Si es apropiado llamar a
«eso» y, por extensión, a la variable nominal «x», pronombres, es
igualmente apropiado llam ar a «allí» y a la variable adverbial «/;?»
proadverbios. Los lenguajes naturales como el castellano y, no me
cabc la m enor duda, el polaco tienen ya proadverbios funcionando.
Los lenguajes naturales no tienen palabras que correspondan a la va­
riable proposicional «p», cuyo uso he explicado y que ocurre más de
una vez en el análogo formal de «Lo que Jorge dijo es verdadero», a
saber, «3p (Jorge dijo que p y /;)». Si tuvieran, sería apropiado lla­
marlas «prooraciones»; y así es precisam ente como fueron llamadas
por el filósofo que más hizo para desarrollar la teoría de la verdad
que estoy tratando de explicar, A rthur Prior. (La prim era vez que
Prior usó el térm ino «prooración» fue en su artículo de la Encyclo-
paedia o f Philosophy editado por Paul Edwards, sub voce «Corres-

5 W. V Quine, Malheinatical Logic, Harper Torchbooks, Nueva York, 1962, § 12;


P. T. Geach, Reference and Generality, Cornell University Press, Nueva York, 3." edi­
ción, 1980, §68.
pondence Theory o f Truth» 6. Fue, creo, Dorothy Grover y sus cole­
gas quienes prim ero dieron el nombre de «Teoría Prooracional de la
Verdad» a la teoría de R am sey-Prior7.)
¿Es realmente el caso de que en los lenguajes naturales faltan
prooraciones? Supongamos que digo «Lo que Jorge dijo fue negado
por Elizabeth». Esto puede ser parafraseado en el mismo estilo rus-
selliano por «Jorge dijo algo y Elizabeth lo negó». La versión formal
de esto sería « 3 p (Jorge dijo que p y Elizabeth negó que p)». Aquí
parece que «lo» en castellano está haciendo el mismo trabajo que la
últim a «p» en la versión formal. Si la variable proposicional tiene
que ser tomada como una prooración, ¿por qué no la palabra caste­
llana que está jugando el mismo papel en la proposición?
Podemos en efecto decir que «algo», al menos, está capacitada
para ocupar en oraciones posiciones diferentes de aquellas apropia­
das a los nombres. Si digo «Major es algo y Thatcher no lo era», una
instanciación existencial verosímil de esto es «Major es solidario y
Thatcher no lo era»; y aquí la posición ocupada por «algo» es ocupada
por un adjetivo «solidario», i.e., una expresión predicativa. Aquí
«algo» no es tanto un pronombre como un proadjetivo. Pero «algo» no
puede ocupar cualquier posición abierta a adjetivos; ni puede la habili­
dad de «algo» y «eso» reemplazar a las variables ligadas en «3p
(Jorge dijo que p y Elizabeth negó que p)». «Jorge dijo algo y eso» es
una oración incompleta. La palabra «y» exige ser seguida por algo en
forma proposicional: «eso» no puede servir por sí mismo como un
conyunto. Esto es por lo que en castellano tenemos que añadir las pa­
labras «es verdadero» a «eso» para completar la oración. Es aquí «es
verdadero» lo que convierte a «eso» en una prooración.
Otra forma de decir «Jorge dijo algo y Elizabeth lo negó» es de­
cir «Jorge dijo algo y eso fue negado por Elizabeth». Todas estas
oraciones pueden verse como equivalentes del más formal « 3 p
(Jorge dijo que p y Elizabeth negó que p)». De manera similar, «Lo
que Jorge dijo era verdadero» puede verse como el equivalente en
lenguaje natural de «3p (Jorge dijo que p y p)». Pero aquí no tene­
mos una versión de lenguaje natural que use las palabras «algo» y
«eso». «Jorge dijo algo y eso» es, com o hemos visto, incompleta. En

6 I’. Edwards (cd.), The Encyclopaedia o f Philosophy, C'ollier Macmillan Pu-


blishers, Nueva York y Londres, 1967, vol. 2, p. 229.
7 Dorothy Grover, Joseph L. Camp, Jr., y Nuel D. Belnap, .Ir., en su artículo «A
Prosentential Theory o f Truth», Philosophical Studies, vol. 27, 1975.
«Jorge dijo algo y eso fue negado por Elizabeth» el trabajo de « 3 p
(Jorge dijo que p y ... p )» es hecho por «Jorge dijo algo y eso», y en
«Lo que Jorge dijo fue negado por Elizabeth» el trabajo de «Lo que
Jorge dijo» es también hecho por «3/; (Jorge dijo que p y ... /;)».
Para dar el equivalente formal de «Lo que Jorge dijo fue negado por
Elizabeth» es necesario llenar el hueco en «3/; (Jorge dijo que p y ...
/>)» mediante una expresión como «Elizabeth negó que». Pero para
dar el equivalente formal de «Lo que Jorge dijo era verdad» no se re­
quiere ninguna otra expresión predicativa. Todo lo que tiene que ha­
cerse es cerrar el hueco. «3p (Jorge dijo que p y /?)» puede por sí
mismo suplir lo que está faltando en «Lo que Jorge dijo» para ha­
cerla una proposición completa.
Los lenguajes naturales están em pobrecidos en este aspecto. Lo
más ccrca que pueden llegar a proporcionar algo equivalente a «3/?
(Jorge dijo que p y p)» es producir las oraciones incompletas «Jorge
dijo algo y eso» y «Lo que Jorge dijo». Para com pletar estas oracio­
nes hemos inventado el pseudo-predicado «era verdadero». La fun­
ción de «es verdadero» es tanto convertir el pronom bre «eso» en una
prooración como convertir la descripción definida «Lo que Jorge
dijo» en una proposición completa.
Así com o en los lenguajes naturales tenem os pronom bres pero
no prooraciones, así las descripciones definidas de los lenguajes na­
turales toman forma nominal en vez de oracional. Un lenguaje for­
mal equipado con cuantificadores que liguen variables proposiciona-
les puede hacerlo mejor. No sólo dirá.«3/? (Jorge dijo que p y p )» lo
que se dice mediante «Jorge dijo algo y eso es verdadero», sino «El
p tal que (Jorge dijo que p) p» puede reproducir adecuadamente «Lo
que Jorge dijo era verdadero». Ambas oraciones formales nos dis­
pensan de la palabra «verdadero». En este sentido es realm ente re­
dundante.
Algunos filósofos han argumentado que no es m ejor dejar a «p»
sin nada más después de «y» en «3/? (Jorge dijo que p y p)r> de lo
que lo es dejar a «eso» solo después de «y» en «Jorge dijo algo y
eso » s. La variable ligada, por sí misma, no puede, en esta concep­
ción, constituir uno de los conyuntos de una oración conjuntiva
abierta. Sólo podemos entender «3/; (Jorge dijo que p y p )» si la
contem plam os como una elipsis de «3p (Jorge dijo que p y es verdad

s Cf. Kneale, loe. cit.


que p)». Si esto es así. la afirm ación de la teoría prooracional de
ber dado un análisis o definición de «verdadero» no está justificauu,*
el supuesto análisis com ete el error de cireulus in definiendo.
La misma queja la hacen aquellos que piensan que es necesario
ofrecer lo que se llama una interpretación «sustitucional» de la cuan-
tificación con variables proposicionales y otras variables no-nom ina­
les9. Estos filósofos piensan que la única manera en la que una ora­
ción como «3/? (Jorge dijo que p y p)» puede entenderse es
interpretándola com o la afirm ación de que alguna proposición ver­
dadera puede obtenerse sustituyendo una proposición simple por am ­
bas ocurrencias de «p» en «Jorge dijo que p y p». Si esto fuera así, el
analisans propuesto no sería inteligible a menos que entendiésem os
ya el analisandum.
Ninguna de estas versiones de la carga de circularidad pueden,
creo, sostenerse. Es posible entender la práctica de ligar variables
proposicionales con cuantificadores sin apelar al concepto de verdad
previamente entendido. Claramente, no todo uso de «algún» puede
entenderse m ediante la regla «sustitucional». «Una proposición de la
forma ‘Para algún H (...H ...)’ es verdadero si, y sólo si, alguna pro-
posicón verdadera puede encontrarse al sustituir una constante o
constantes del tipo apropiado por la variable o variables en la matriz
de la proposición cuantificada». Aquí el circidus in definiendo es in­
ducido por la ocurrencia de la palabra «algún» en la regla que pre­
tende dar su definición. Algún uso de «algún» debe tom arse como
primitivo.
Creo que de hecho una palabra como «alguien» se aprende
cuando a uno se le entrena en el reconocim iento de inferencias co­
rrectas. Uno aprende que de «Eduardo viene a cenar» se puede infe­
rir «Alguien viene a cenar». Uno aprende a reconocer «Si Julia viene
a cenar, alguien viene a cenar» com o lógicamente necesario. No es
entonces difícil adquirir el uso, digamos, de «de algún modo» por
analogía. Exactam ente igual que uno reconoce la validez de una in­
ferencia que resulta de sustituir «alguien» por un nombre, así uno re­
conoce la validez de una inferencia que resulta de la sustitución de

* Cf. Susan Haack, Philosophy o f Logias, Cambridge University Press, Cam­


bridge, capítulo VII; Paul Honvich, Trutlu Basil Blackwell, Oxford, 1990, capítulo I.
Para una explicación de la interpretación «sustitucional» de la cuantifícación, cf. W. V.
Quine, «Existence and Quantification», en Ontological Relativity and Other Essays.
Columbia University Press, Nueva York y Londres, 1969.
«de algún modo» por una frase adverbial de la form a «en tren» en
«fnrique llegará en tren». Aprendemos a usar «3x» como el equiva­
lente formal de «alguien». No sería difícil aprender a usar otra ex­
presión cuantificacional, digamos «3/?», como el equivalente formal
de «de algún modo».
Hay sólo un pequeño paso a partir de aquí para aprender el uso
«3py>. Todo lo que se necesita es que aprendiésemos a reconocer una
vez más la regla apropiada de generalización existencial. Dado que
Jorge ha dicho que la hierba es verde o que la nieve es blanca, pode­
mos sin riesgo inferir «3p (Jorge dijo q u ep)». A prender el uso de las
variables proposicionales cuantificadas no es más que estar entre­
nado en reconocer la validez de tales inferencias. Al afirm ar la regla
que expresa esta validez, podría ser conveniente usar la palabra «ver­
dadero»; pero una persona puede estar entrenada para hablar de
acuerdo con la regla, y así entender el modo de habla gobernado por
la regla, sin ser capaz de form ular la regla de esta o de cualquier otra
manera. No hay necesidad de entender el uso de la palabra «verda­
dero» para usar la expresión «de alguna manera» 10 correctamente. Ni
hay ninguna necesidad de entender el uso de la palabra «verdadero»
para usar la expresión «3;;» correctamente. De este modo no hay
obstáculo en analizar el concepto de verdad por medio de la noción
expresada por «3p».
Si aceptamos el enfoque prooracional del significado de «verda­
dero», nos com prom etemos con un análisis de toda proposición
ostensiblemente singular de que «verdadero» sea el predicado apa­
rente — un análisis que requiere que el sujeto aparente sea una des­
cripción definida— . La palabra «verdadero» tiene, como si dijéra­
mos, que desaparecer en la variable proposicional ligada que
depende del cuantificador implícito en la descripción definida. «Lo
que Jorge dijo era verdadero» se convierte en «El p tal que (Jorge
dijo que p) p». De acuerdo con esto, no hay m anera de construir una
oración en la que «es verdadero» se una a un nom bre propio.
¿Esto importa? Y ¿es un hecho que no hay proposiciones en las
que nombremos una proposición y continuem os diciendo de ella que
es verdadera? Bueno, hay palabras como «Platonism o» y «Utilita­

El texto inglés dice ‘the word «somehow»’. Como no hay en castellano ningún
equivalente de «somehow» que sea una sola palabra, he modificado ligeramente el
texto, vertiendo «word» por «expresión» para mantener la coherencia de la afirm a­
ción. (N. de la T.)
rismo» que podrían plausiblemente tomarse como nombres de pro­
posiciones. Aristóteles, sin embargo, dijo que era una marca de un
nombre el que significara por convención y que 110 tuviera ninguna
parte que fuera significativa separadamente. Claramente «Platón» es
una parte separadamente significativa de «Platonism o» (y de la
misma manera probablemente lo es «-ismo»), y el significado de
«Utilitarism o» no es completamente independiente del de «utilidad».
Sugiero que «Platonismo» es una abreviatura de algo como «lo más
famoso de lo que Platón enseñó», que en nuestra concepción será
equivalente también a «el p tal que (es famoso que Platón enseñó
que /;)», y «Utilitarismo» de «lo que creen aquellos que piensan que
lo bueno es lo que favorece la mayor felicidad al mayor número».
Así estos aparentes nombres propios se vuelven descripciones defi­
nidas ocultas y no constituyen ninguna excepción a la regla.
Pero ¿qué decir acerca del tipo de proposición que Tarski pensó
que era central al problema de la definición de la verdad? ¿Cómo en­
caja una proposición como « ‘La nieve es blanca’ es verdadera» en el
enfoque prooracional de la verdad? ¿No tenemos aquí un nombre de
una proposición de la cual se dice que es verdadera? Este tipo de
cosa se dice frecuentemente. Pero una vez más, en mi concepción, el
resultado de colocar una proposición entre comillas es darle la fuerza
de una descripción definida. «La nieve es blanca» entre comillas
equivale a la descripción definida «lo que alguien que diga e sto » — y
el hablante en este punto profiere las palabras «La nieve es blanca»
como una m uestra de aquello sobre lo que está hablando— «dice
mediante eso». « ‘La nieve es blanca’ es verdadero» puede entonces
analizarse de la siguiente manera: 3 p (alguien que diga esto — y el
hablante en este punto profiere las palabras «La nieve es blanca»
como una muestra de aquello sobre lo que está hablando— mediante
eso dice que p y p). De manera similar, «Es verdadero que la nieve
es blanca» significa «3p (alguien que dice que la nieve es blanca
dice mediante eso que p y p)».
¿Cómo explicamos la redundancia de «Es verdadero que» a la
luz de este enfoque del significado de «verdadero», m anteniendo
tanto como sea posible las intuiciones que Knealc nos dio? La gene­
ralización existencial «3/; (alguien que dice que la nieve es blanca
dice mediante eso que p y p )» sólo puede tener una instanciación
existencial: «Alguien que dice que la nieve es blanca dice mediante
eso quQ la nieve es blanca y la nieve es blanca». ¿Qué más que que la
nieve es blanca puede estar diciendo alguien que dice que la nieve es
blanca? Si una generalización existencial tiene sólo una instan-
d ació n lógicamente posible, ella y esta instanciación deben ser lógi­
camente equivalentes. Pero «Alguien que dice que la nieve es blanca
dice m ediante eso que la nieve es blanca y la nieve es blanca» es una
conjunción uno de cuyos conyuntos es una tautología. Su contenido
informativo, por tanto, debe ser idéntico a su conyunto no tautoló­
gico, en este caso «La nieve es blanca». Así el contenido informativo
de la proposición que es lógicamente equivalente a ella, a saber, «3/>
(alguien que dice que la nieve es blanca dice mediante ello que p y
p)», debe ser idéntico al contenido informativo de «La nieve es
blanca». «Es verdadero que la nieve es blanca» tiene el mismo conte­
nido informativo que «La nieve es blanca» exactam ente de la misma
m anera que «2+2=4 y la nieve es blanca» tiene el mismo contenido
informativo que «La nieve es blanca». Alguien que dice «Es verdad
que el gobierno ha perdido» puede estar haciendo algo diferente de
quien simplemente dice «El gobierno ha perdido»; ella puede estar
asumiendo lo que he dicho o concediendo una verdad aparentemente
conflictiva. Pero lo que está diciéndome no puede ser diferente de lo
que me estaría diciendo si simplemente dijera «El gobierno ha per­
dido». La pragmática puede ser diferente, pero la semántica es la
misma.
Tarski, y m uchos de los que lo han seguido, han estado preocu­
pados por predicados como «verdadero en L» que se aplican a hile­
ras de palabras consideradas com o meros patrones de sonido o m ar­
cas en un papel. Eso no es por lo que la mayoría de nosotros estamos
preocupados cuando queremos conocer si lo que el segundo testigo
de la defensa dijo era verdadero, o si la prim era cosa que M aría dijo
en su carta era verdadero. Pero la interpretación de «verdadero» que
la teoría prooracional da puede acom odar las necesidades de Tarski y
sus amigos. Hay proposiciones como «3/; (alguien que, hablando
castellano, dice esto — y el hablante en este punto profiere las pala­
bras «La nieve es blanca» como una muestra de aquello sobre lo que
está hablando— m ediante eso dice que p y p)» que se puede pensar
que predican algo del patrón de palabras indicado por «esto»; y lo
que se predica de este patrón así indicado puede, si se quiere, abre­
viarse a «es verdadero en castellano».
Esto tiene la ventaja de que se pueden escribir en este predicado
tantas subsecuentes relativizaciones de «verdadero» como se quie­
ran. La adaptación de la teoría de Tarski que se ha hecho en los últi­
mos años para tom ar en cuenta deícticos, etc. puede incorporarse fá­
cilmente a mi enfoque. Así «— es verdadero en castellano dicho por
C. J. F. Williams en Cracovia el 30 de abril de 1992», si se predica de
algún patrón de palabras indicado por «esto», equivale a «3/; (si C. J.
F. Williams dice esto en castellano en Cracovia el 30 de abril de
1992, m ediante eso dice que p y p)». El predicado «— es verdadero
en castellano dicho por C. J. F. Williams en Cracovia el 30 de abril
de 1992» es simplemente una abreviatura de «3/; (si C. J. F. Williams
dice — en castellano en Cracovia el 30 de abril de 1992, mediante
eso dice que p y /?)».
Déjenme asegurarles que esto — les estoy muy agradecido por
invitarme a dirigirm e a ustedes hoy aquí— es verdadero en caste­
llano dicho por C. J. F. Williams en Cracovia el 30 de abril de 1992.
TEORÍAS FENOMENOLÓGICAS
EDMUND HUSSERL
EL IDEAL DE LA ADECUACIÓN.
EVIDENCIA Y VERDAD
(1901)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Evidenz und Wahrheit», en Logische Unterstíchungen (1901), M.


Nicmeyer Verlag, Tubinga, 4.a ed., 1968, vol. 2, 2.“ parte, cap. 5,
pp. 115-127.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «El ideal de la adecuación. Evidencia y verdad», en Investiga­


ciones Lógicas, Alianza, Madrid, 2.a ed., 1985 (1.a ed. cast.,
1929), Investigación VI, cap. 5, pp. 681-689. Reproducimos el
texto de esta edición con autorización expresa de la empresa
editora.

T r a d u c c ió n : J. García Morente y J. Gaos.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

•— «Verflechtungen aller Vernunftarten. Theoretisehe, axiologis-


che und praktische Wahrheit», Ideen zu einer reinen Phdno-
menologie und phanomenologischen Philosophie, M. Nieme-
yer, Halle, 1913, vol. I, 4.a parte, 2." cap., § 139, pp. 321-4
(ed. cast.: «Verdad teórica, axiológica y práctica», Ideas rela­
tivas a una fenomenología pitra, FGE, México, 1993 (1.a ed.,
1949), § 139, pp. 332 ss.
— «Die konstitutive Problematik. Wahrheit und Wirklichkeit», Car-
tesianische Meditationen, M. Nijhoff, La Haya, 1929, 2.a ed.,
1973, pp. 91-99 (cd. cast.: «Los problemas constitutivos. Verdad y
realidad», Meditaciones cartesianas, Tecnos, Madrid, 1986 ( 1 ed.,
1979), Tercera Meditación, pp. 75-85 (reedición y nueva traduc­
ción en México, FCE, 1985).
B ib l io g r a f ía c o m p lem en ta r ia :

— E. Tugendhat, Der Wahrheitsbegriff bei Husserl und Heidegger,


W. de Gruyter, Berlín, 1967.
— R. S. Ortíz de Urbina, La fenomenología de la verdad: Husserl,
Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1984.
— M. García-Baró, La verdad y el tiempo, Sígueme, Salamanca,
1993.

INTRODUCCIÓN

En las consideraciones anteriores no se ha hablado para nada de


las cualidades de los actos; no se ha supuesto nada acerca de ellas.
La posibilidad y la im posibilidad no tienen ninguna relación espe­
cial con las cualidades. La posibilidad de una proposición, por
ejem plo, no depende para nada de que realicem os la m ateria de la
m isma com o m ateria de un acto ponente (no de un acto de fe que
asienta, que reconozca o acepte en el modo de la aprobación, sino
de uno que adm ita sim plem ente), o de que la hayamos dado en m o­
dificación cualitativa com o m ateria de un mero representar; siem ­
pre es válido que la proposición es «posible», cuando el acto con­
creto del significar proposicional adm ite la identificación impletiva
con una intuición objetivam ente com pleta de igual materia. Tiene,
asim ism o, poca im portancia que esta intuición impletiva sea una
percepción, o una mera fantasía, etc. Como la producción de imá­
genes en la fantasía está som etida a nuestro albedrío en medida in­
com parablem ente mayor que la de las percepciones y la de las po­
siciones en general, solem os referir con predilección la posibilidad
a la fantasía. C om o posible vale para nosotros lo que se puede rea­
lizar en el m odo de una imagen adecuada de la fantasía — form u­
lado objetivam ente— ; séanos ello posible o no a nosotros mismos,
los distintos individuos em píricos. Pero esta afirm ación es equiva­
lente a la nuestra, y la restricción del concepto a la im aginación re­
sulta inesencial en virtud de la conexión ideal entre la percepción y
la im aginación, por la cual corresponde a priori a toda percepción
una posible im aginación.
Trátase, por tanto, ahora de examinar, con toda brevedad, el in­
flujo que las distinciones que acabam os de indicar tienen sobre las
relaciones de cumplimiento, a fin de lograr una conclusión provisio­
nal, al menos, para nuestras consideraciones, y una perspectiva para
las investigaciones ulteriores.

LA FUNCIÓN IMPLETIVA DE LA PERCEPCIÓN.


EL IDEAL DEL CUM PLIM IENTO DEFINITIVO

Las diferencias de perfección en la plenitud han demostrado su


importancia, por lo que respecta a la forma en que lo objetivo es re­
presentado en la representación. Los actos signitivos forman el grado
inferior; carecen de toda plenitud. Los actos intuitivos tienen pleni­
tud, peto con diferencias graduales de más y de menos, dentro de la
esfera de la imaginación. Pero la perfección de una imaginación, por
grande que sea, presenta una diferencia frente a la percepción: no
nos da el objeto mismo, ni siquiera en parte; nos da sólo su imagen,
la cual, en cuanto que es imagen, no es nunca la cosa misma. Ésta la
tenem os en la percepción. La percepción «da» el objeto también con
diversos grados de perfección, en diversos grados de «escorzo». El
carácter intencional de la percepción consiste en presentar -—en con­
traste con el mero re-presentar de la imaginación— . Es ésta, como
sabemos, una diferencia íntima de los actos y, más concretamente,
una diferencia de la forma de su representación funcional (forma
aprehensiva). Pero el presentar no constituye, por lo general, un ver­
dadero estar presente, sino sólo un aparecer com o presente; en el
cual la presencia objetiva, y con ella la perfección de la percepción,
ofrecen distintos grados. Así lo enseña una mirada a las respectivas
series graduales del cumplimiento, en las cuales debe buscarse toda
ejem plificación de la perfección en la representación del objeto. En
ellas vemos claramente que sobre la plenitud de la percepción se ex­
tiende una diferencia de la que hemos intentado dar razón, hablando
del escorzo perceptivo; una diferencia que no afecta, empero, a la
plenitud por su contenido en sensaciones, por su carácter íntimo,
sino que significa una extensión gradual de su carácter como «pleni­
tud», o sea, del carácter de acto aprehensivo. Por eso valen para no­
sotros [siempre prescindiendo de todo lo genético, pues sabemos
muy bien que ésta, como todas las diferencias análogas, .ha surgido
asociativamente] muchos elementos de la plenitud como presenta­
ciones definitivas de elementos objetivos correspondientes; dándose
com o idénticos con ellos, no com o sus meros representantes, sino
como ellos mismos en sentido absoluto. Otros valen a su vez como
m eros «matices de color», meros «escorzos de perspectivas», etc..
siendo claro que algo hay también que responde a estas expresiones
en el contenido fenomenológico del acto y antes de toda reflexión.
Ya habíam os tocado estas diferencias y las habíamos encontrado
también en la imaginación, transportadas a las imágenes. Todo es­
corzo tiene carácter de representante, y hace de tal por semejanza;
pero el modo de esta representación funcional por semejanza es dis­
tinto, según que la representación funcional aprehenda el contenido
escorzado com o una imagen del objeto o como una representación
del objeto mismo [...]. El límite ideal que admite el aumento de la
plenitud en el escorzo es en el caso de la percepción «la cosa
misma» en absoluto (como en la imaginación es la imagen absoluta­
mente semejante); y lo es para cada aspecto, para cada elem ento pre­
sentado del objeto.
La consideración de las posibles relaciones de cumplimiento
conduce pues a un térm ino final en el aum ento del cumplimiento; en
el cual la intención plena y total ha alcanzado su cumplimiento, y no
un cumplimiento intermediario y parcial, sino último y definitivo. El
contenido total intuitivo de esta representación final es la suma abso­
luta de plenitud posible; el representante intuitivo es el objeto
mismo, tal com o éste es en sí. Contenido representante y contenido
representado son aquí una sola cosa idéntica. Y cuando una intención
representativa se ha procurado definitivo cumplimiento por medio de
esta percepción idealmente perfecta, se ha producido la auténtica
adaequaíio rei et intellectiis: lo objetivo es «dado» o está « presente»
real y exactam ente tal como lo que es en la intención; ya no queda
implícita ninguna intención parcial que carezca de cumplimiento.
Y con esto está señalado eo ipso el ideal de todo cum plim iento y,
por ende, también del significativo; el intellectus es aquí la intención
mental; la de la significación. Y la adaequaíio está realizada cuando
la objetividad significada es dada en la intuición en sentido estricto y
dada exactam ente tal como es pensada y nombrada. No hay ninguna
intención mental que no encuentre su cumplimiento, y además su de­
finitivo cum plimiento, puesto que lo impletivo mismo de la intuición
no implica ya nada de intenciones insatisfechas.
Obsérvese que la perfección de la adecuación del «pensamiento»
a la «cosa» es doble. Por una parte es perfecta la adecuación a la in­
tuición, pues el pensamiento no mienta nada que la intuición im ple­
tiva no represente completamente como correspondiente. Como es
notorio, en ésta hállanse comprendidas las dos perfecciones distin­
guidas anteriormente: ambas dan por resultado lo que hemos desig­
nado como «integridad objetiva» del cumplimiento. Por otra parte,
hay otra perfección en la m ism a intuición completa. La intuición no
cumple la intención, que term ina en ella, en el modo de una inten­
ción que necesite a su vez de cumplimiento, sino que produce el
cumplimiento definitivo de aquella intención. Debemos distinguir,
pues, la perfección de la adecuación a la intuición de la adecuación
en el sentido natural y más amplio) y la perfección del cumplimiento
definitivo (de la adecuación a la «cosa misma»), que supone la ante­
rior. Toda descripción pura y fiel de un objeto o proceso intuitivo
ofrece un ejemplo de la primera perfección. Si lo objetivo es algo vi­
vido interiormente y aprehendido tal como es en una percepción re­
fleja, puede agregarse la segunda perfección; com o si mirando, por
ejemplo, a un juicio categórico, que pronunciam os en el mismo ins­
tante, hablamos de la representación sujeto de este juicio. En cam­
bio, falta la prim era perfección cuando llamamos al árbol situado de­
lante de nosotros un manzano «seleccionado» o cuando hablamos
del «número de vibraciones» del sonido, que estam os oyendo, y en
general, de aquellas propiedades de un objeto de la percepción que
no caen dentro del fenómeno, en modo más o menos escorzado al
menos aunque sean mentadas 'concom itántem ente en la intención
perceptiva.
Advertimos, además, lo siguiente. Como el cumplimiento defini­
tivo no puede encerrar absolutamente ninguna intención incumplida,
ha de tener lugar sobre la base de una percepción pura, no puede bas­
tar para él una percepción objetivamente completa, pero que se verifi­
que en el modo de una síntesis continúa de percepciones impuras.
Contra este modo de considerar las cosas, que pone el cum pli­
miento definitivo de todas las intenciones en percepciones, se susci­
tará la siguiente duda: que la conciencia realizada de lo universal
— que es la que da a las representaciones conceptuales universales su
plenitud y pone delante de los ojos el «objeto universal» «mismo»—
se edifica sobre la base de meras imaginaciones, o es al m enos in­
sensible a la diferencia entre la percepción y la imaginación. Lo
mismo vale notoriam ente — a consecuencia de lo dicho ahora
mismo— para todos los enunciados generales evidentes, que son evi­
dentes, en forma axiomática, «sobre la base de los meros conceptos».
Esta objeción apunta a un flanco de nuestra investigación, que ya
hemos tocado ocasionalmente. Percepción valía para nosotros tanto
com o percepción sensible, intuición tanto com o intuición sensible
— am bas cosas, claro está, en un principio— . Tácitamente y sin m u­
cha conciencia de ello, hemos traspasado con frecuencia los límites
de estos conceptos, por ejemplo, en la conexión de las consideracio­
nes sobre la compatibilidad, y esto ha sucedido en general allí donde
hablamos de la intuición de una contrariedad, o de una unión, o de
otra síntesis. En el capítulo próximo, que se refiere a1las formas cate-
goriales en general, mostraremos la necesidad de am pliar los con­
ceptos de percepción y demás formas de intuición. Para eludir la ob­
jeción, observam os ahora tan sólo que la imaginación, que es base
de la abstracción generalizadora, no por esto ejerce la función real y
propia del cumplimiento, o sea, no representa la intuición «corres­
pondiente». Lo individual del fenómeno no es lo universal, ni lo con­
tiene en el modo de una parte real, como hemos subrayado repetidas
veces.

ACTOS PONENTES EN FUNCIÓN IMPLETIVA.


EVIDENCIA EN SENTIDO LAXO Y RIGUROSO

Bajo el título de intenciones hemos comprendido hasta ahora por


igual actos ponentes y 110 ponentes. Sin embargo, aunque lo univer­
sal en el carácter de cumplimiento está determinado esencialmente
por la m ateria y solam ente la materia entra también en consideración
para una serie de importantes relaciones, la cualidad se revela en
otras como decisiva, tanto, que el térm ino de intención, de tender,
parece convenir propia y exclusivamente a los actos ponentes. La
mención tiende hacia la cosa y alcanza su objetivo o no lo alcanza,
según que concuerde o no concuerde en cierto modo con la percep­
ción (que es aquí un acto ponente). Y en el prim er caso concuerda
una posición con otra posición; el acto intencional y el impletivo son
iguales en esta cualidad. Mas el mero representar es pasivo, «deja la
cosa indecisa». Cuando una percepción adecuada se agrega acciden­
talmente al mero representar, se produce sin duda una coincidencia
impletiva sobre la base de las materias congruentes; pero la repre­
sentación se apropia el carácter de posición ya en el tránsito a la uni­
dad de coincidencia, y ésta lo tiene seguramente en un modo hom o­
géneo. Toda identificación o distinción actual es un acto ponente,
esté o no fundada ella misma en posiciones; y esta ley sum inistra en
sus pocas palabras una característica fundamental que define los re­
sultados de las últimas investigaciones sobre las relaciones de com ­
patibilidad, y por medio de la cual se pone de m anifiesto, en medida
mucho mayor que hasta ahora, cómo la teoría de las identificaciones
y distinciones es un trozo capital de la teoría del juicio. Atendiendo a
si funcionan actos ponentes o tam bién actos no ponentes, como in­
tencionales e ¡mpletivos, se aclaran diferencias como las que hay en­
tre la ilustración (o eventualmente ejemplificación) y la confirm a­
ción (o verificación, y en el caso contrario, refutación). El concepto
de confirm ación se refiere exclusivamente a los actos ponentes en
relación a su cum plimiento ponente y, en último térm ino, a su cum­
plimiento por medio de percepciones.
Dediquemos una consideración más detallada a este caso, particu­
larmente señalado. El ideal de la adecuación proporciona en él la evi­
dencia. Hablamos de evidencia en un sentido laxo siempre que una
intención ponente (principalmente una aserción) encuentra su confir­
mación por medio de una percepción correspondiente y plenamente
adecuada, aunque ésta sea una síntesis adecuada de percepciones
particulares conectadas. En este caso puede hablarse con buen sen­
tido de grados de evidencia. Entran en consideración a este respecto
las aproximaciones de la percepción a la integridad objetiva de su
presentación de objetos, y además los progresos hacia el último ideal
de perfección, el de la percepción adecuada, el de la plena aparición
del objeto «mismo» — hasta donde era mentado de algún modo en la
intención-— . Pero el sentido riguroso de la evidencia, en la crítica del
conocimiento, se refiere exclusivamente a este últim o término in­
franqueable, al acto de esta síntesis de cum plimiento más perfecta,
que da a la intención — por ejemplo, a la intención judicativa-— la
absoluta plenitud de contenido, la del objeto mismo. El objeto no es
meramente mentado, sino dado — en el sentido más riguroso— tal
como es mentado e identificado con la mención. Por lo demás es in­
diferente que se trate de un objeto individual o universal, de un ob­
jeto en sentido estricto o de una situación de hecho (el correlato de
una síntesis identificadora o distintiva).
La evidencia misma es, dijim os, el acto de esa síntesis de coinci­
dencia más perfecta. Como toda identificación, es un acto objeti­
vante; su correlato objetivo se llama el ser en el sentido de la verdad,
o también la verdad, caso de que no se prefiera aplicar este último
térm ino a otro concepto de la serie de conceptos que radican en la si­
tuación fenomenológica mencionada. Pero en este punto es menester
una dilucidación más exacta.

EVIDENCIA Y VERDAD

1. Si nos atenemos, en prim er término, al concepto que acaba­


mos de indicar de la verdad, la verdad es, como correlato de un acto
identificador, una situación objetiva, y como correlato de una identi4
fieación de coincidencia, una identidad: la plena concordancia entre
lo mentado y lo dado como tal. Esta concordan'cia es vivida en la
evidencia, en cuanto que la evidencia es la verificación actual de la
identificación adecuada. Por otra parte, la afirmación de que la evi­
dencia es la vivencia de la verdad, 110 puede interpretarse sim ple­
mente diciendo que es la percepción, y en el caso de la rigurosa evi­
dencia, la percepción adecuada de la verdad (para lo cual es menester
que tomemos el concepto de percepción con suficiente amplitud).
Pues teniendo presente la duda manifestada con anterioridad, habre­
mos de confesar que la verificación de la coincidencia identificadora
todavía no es una percepción actual de la concordancia objetiva, sino
que se convierte en ésta por medio de un acto propio de aprehensión
objetivante, por medio de una consideración especial de la verdad
presente. Y «presente» está de hecho. En este caso existe a priori la
posibilidad de mirar en todo instante a la concordancia y de adquirir
coincidencia intencional de ella en una percepción adecuada.

2. Otro concepto de la verdad se refiere a la relación ideal que


impera en la unidad de coincidencia entre las esencias significativas
de los actos coincidentes — definida como evidencia— . Mientras la
verdad era, en el sentido anterior, lo objetivo que correspondía al
acto de la evidencia, la verdad es, en el presente sentido, la idea co­
rrespondiente a la form a del acto, es decir, la esencia cognoscitiva
— tom ada com o idea— del acto empírico y contingente de la eviden­
cia, o la idea de la adecuación absoluta como tal.

3. Por parte del acto que da plenitud, vivimos, además, en la


evidencia el objeto dado, en el modo del objeto mentado: el objeto
dado es la plenitud misma. También él puede designarse como el ser,
la verdad, lo verdadero, en cuanto que en este caso es vivido no
como en la mera percepción adecuada, sino como la plenitud ideal
de una intención, com o el objeto que la «hace verdadera», o como la
plenitud ideal de la esencia cognoscitiva específica de la intención.

4. Finalmente, desde el punto de vista de la intención, la aprehen­


sión de la relación de evidencia da por resultado la verdad como ju s­
teza de la intención (en especial, por ejemplo, como justeza del ju i­
cio), como su adecuación al objeto verdadero, o como justeza de la
esencia cognoscitiva de la intención «in specic». En este último res­
pecto, por ejem plo, la justeza del juicio en el sentido lógico de pro-
posición: la proposición se «ajusta» a la cosa misma; dice que es así,
y asi es realmente. Pero con esto se ha expresado la posibilidad ideal,
o sea, general, de que una proposición de tal m ateria se cumpla en el
sentido de la adecuación más rigurosa.

Debemos fijarnos especialm ente todavía en una cosa. El ser de


que aquí se trata (como prim er sentido objetivo de la verdad) no
debe confundirse con el ser de la cópula del enunciado categórico
«afirmativo». En la evidencia trátase de una coincidencia total; pero
a este ser corresponden, si no siempre, las más de las veces (juicio
de propiedad), identificaciones parciales.
Pero un ser no coincide con el otro, ni siquiera cuando una iden­
tificación total llega a la predicación. Pues observam os que en la evi­
dencia de un juicio (juicio=enunciado predicativo) el ser en el sen­
tido de la verdad del juicio es vivido, pero no expresado, o sea, no
coincide nunca con el ser vivido y mentado en el es del enunciado.
Este ser es el momento sintético de lo que es, en el sentido de lo ver­
dadero — ¿cómo podría expresar su ser verdad?— . Encontramos
aquí varias concordancias en síntesis. La una, parcial, predicativa, es
mentada asertóricam ente y percibida adecuadamente, o sea, dada en
sí misma. (Lo que esto quiere decir ganará en claridad en el próximo
capítulo, mediante la teoría más general de las objetivaciones catcgo-
riales.) Ésta es la concordancia entre el sujeto y el predicado, el con­
venir éste a aquél. Pero, en segundo término, tenem os la concordan­
cia que constituye la forma sintética del acto de la evidencia, o sea,
la coincidencia total entre la intención significativa del enunciado y
la percepción de la situación objetiva, coincidencia que tiene lugar,
naturalmente, de un modo paulatino: pero aquí no se trata de esto.
Esta coincidencia, notoriamente, no es enunciada, no se refiere obje­
tivamente a la situación efectiva juzgada, como aquella primera. In­
dudablemente puede ser enunciada en todo instante y con evidencia.
Pero entonces se convierte en la situación objetiva, que hace verda­
dera una nueva evidencia, de la cual es válido lo mismo; y así sucesi­
vamente. En cada avance hay que distinguir entre la situación obje­
tiva que hace verdadera y la que constituye la evidencia misma, entre
la situación objetivada y la no objetivada.
Las distinciones que acabam os de llevar a cabo nos conducen a
la siguiente dilucidación general.
En nuestra exposición de las relaciones entre los conceptos de
evidencia y de verdad, y al referirnos al aspecto objetivo de los actos,
que encuentran su adecuación rigurosa en la evidencia, ya sea en la
función de la intención, ya sea en la del cumplimiento, no hemos
distinguido entre las situaciones objetivas y los dem ás objetos. Y por
consiguiente, tam poco hem os tom ado en cuenta la distinción feno-
m enológica entre los actos relacionantes — los actos de la concor-'
dancia y la no-concordancia, los actos predicativos— y los actos no-|
relacionantes; ni tampoco la distinción entre las significaciones (y :
las esencias intencionales, idealmente tomadas, en general) relacio­
nantes y no relacionantes. La adecuación rigurosa puede identificar
tanto intenciones no-rclacionantes com o relacionantes con sus cum ­
plimientos perfectos. No necesita tratarse precisamente de juicios
como intenciones enunciativas o cum plimientos enunciativos — para
destacar en especial la esfera de las significaciones— , pues también
los actos nominales pueden figurar en una adecuación. Las más de
las veces, em pero, se toman los conceptos de verdad justeza, verda­
dero, de un modo más limitado que nosotros lo hemos hecho; se los
refiere a los juicios y proposiciones, o a sus correlatos objetivos, las
situaciones efectivas; a la vez se habla del ser preferentem ente con
respecto a los objetos absolutos (no-situaciones objetivas), aunque
sin una delimitación precisa. El derecho a nuestra interpretación más
general de los conceptos es incontestable. La naturaleza de la cosa
misma exige que los conceptos de verdad y falsedad se extiendan
tanto, al menos en un principio, que abarquen la esfera total de los
actos objetivantes. Junto a esto parece lo más adecuado diferenciar
de tal suerte los conceptos de verdad y ser, que los conceptos de la
verdad (cierto libre campo a los equívocos resulta inevitable, pero fá­
cilmente corregible después de aclarados los conceptos) se refieran a
la parte de los actos mismos y de sus momentos susceptibles de
aprehensión ideal y los conceptos del ser (ser verdadero) a los co­
rrespondientes correlatos objetivos. Por consiguiente, tendríamos
que definir la verdad según 2) y 4) com o la idea de la adecuación, o
como la justeza de la posición y significación objetivantes. Y el ser
en el sentido de la verdad debería definirse según 1) y 3) como la
identidad del objeto a la vez m entado y dado en la adecuación, o
(respondiendo al sentido natural de la palabra) como lo adecuada­
mente perceptible en general, en referencia indeterminada a alguna
intención, que debe ser hecha verdadera (cumplida adecuadamente)
mediante ello.
Después de haber considerado con esta amplitud y asegurado
fenomenológicamente los conceptos, podemos pasar a definir concep­
tos más estrechos de la verdad y del ser, tomando en cuenta la distin­
ción de los actos relacionantes y no relacionantes (predicaciones-posi-
líoncs absolutas). El concepto estricto de la verdad se limitaría a la
adecuación ideal de un acto relacionante a la respectiva percepción
ndecuada de la situación objetiva. El concepto estricto de! ser afecta-
rlti al ser de los objetos absolutos y lo distinguiría de la peculiar
«existencia» de las situaciones objetivas.
Según esto es claro lo siguiente. Si se define el juicio como un
neto ponente en general, la esfera del juicio — expresado subjetiva­
mente— coincide con las esferas reunidas de los conceptos de ver­
dad y falsedad en el sentido más amplio. Si se lo define mediante el
enunciado y sus posibles cumplimientos existe también la misma
coincidencia; bastando para ello tom ar por base los conceptos estric­
tos de verdad y falsedad.
I fasta aquí hemos tratado con preferencia exclusiva el caso de la
evidencia, o sea, el acto descrito como coincidencia total. Pero a la
evidencia corresponde, en el caso correlativo de la contrariedad, la
absurdidad, como vivencia de la contrariedad com pleta entre la in­
tención y el quasi-cumplimiento. En este caso corresponden a los
conceptos de verdad y ser los conceptos correlativos de falsedad y
no-ser. El esclarecim iento fenomenológico de estos conceptos puede
llevarse a cabo sin dificultades especiales, después de haber prepa­
rado todos los fundamentos. Ante todo habría que describir exacta­
mente el ideal negativo de la decepción definitiva.
Dada la formulación rigurosa del concepto de evidencia, que he­
mos tomado por base, es notorio que son absurdas dudas como las
que se han exteriorizado en ocasiones, en los últim os tiempos: por
ejemplo, si no podría enlazarse con la misma m ateria A la vivencia
de la evidencia en unos y la absurdidad en otros. Sem ejantes dudas
sólo eran posibles mientras se interpretaba la evidencia y la absurdi­
dad como unos sentimientos peculiares (positivo y negativo) que,
perteneciendo como accidentes al acto de juicio, le com unican ese
particular sello que valoram os lógicam ente como verdad o falsedad.
Si alguien vive la evidencia de A es evidente que ningún otro puede
vivir la absurdidad del mismo A; pues decir que A es evidente es de­
cir que A no es m eramente mentado, sino dado tam bién, verdadera y
exactamente, como aquello que es mentado; que está presente él
mismo, en el sentido más riguroso. ¿Cómo va, pues, tratándose de
una segunda persona, a ser mentado A y a ser excluida verdadera­
mente la mención de que es A por un no-A verdaderam ente dado?
Como se ve, trátase de una situación esencial, la misma que expresa
el principio de contradicción [...].
De nuestros análisis resulta con suficiente claridad que el ser y el
no ser no son conceptos que expresen por-su origen opuestas cuali­
dades del juicio. En el sentido de nuestra interpretación de las rela­
ciones fenomenológicas, todo juicio es ponente, y lá posición no es
un carácter del es, que tenga su correlato cualitativo en el no es. El
correlato cualitativo del juicio es la mera representación de la misma
materia. Las diferencias entre el es y el no es son diferencias en la
materia intencional. El es expresa en el modo de la intención signifi­
cativa la concordancia predicativa; el no es expresa la contrariedad
predicativa.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
¿A QUÉ LLAM AMOS VERDAD?
(1915)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Investigaciones psicológicas» en Obras completas, vol. XII,


Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1.a ed., 1979, Lecciones X,
XII, XIII y XIV, pp. 413-417 y 426-444. Reproducimos el texto de
esta edición con autorización expresa de los herederos del autor.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Trasmundos», en Meditaciones del Quijote (1914), Obras com­


pletas, vol. I, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1946, pp.
335-7.
— «Verdad y perspectiva», en El Espectador (1916), Obras completas,
vol. II, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1946, pp, 17-21.
— ¿Qué es conocimiento?, Revista de Occidente-Alianza, Madrid,
Í984, pp. 21-38 (redacción original 1929-30).
— «La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo», en
En torno a Galileo (1947), Obras completas, vol. V, pp. 81-92 (ed.
orig. Cruz y Raya, 1933).
— «Creencia y verdad», en La ¡dea de principio en Leibnizy la evo­
lución de la teoría deductiva (1958), § 30, Obras completas, V ol,
VIII, Alianza-Revista de Occidente, Madrid, 1962, pp. 285-93 (re­
dacción original 1947).
— «El nombre auténtico» en Origen y epílogo de la Filosofía (1960),
Obras completas, vol. IX, Alianza-Revista de Occidente, Madrid,
1962, pp. 384-88 (redacción original 1943-53).

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— R Cerezo Galán, La voluntad de aventura. Aproximamiento critico


al pensamiento de Ortega y Gasset, Ariel, Barcelona, 1984 (esp.
pp. 243-9 y 413-7).
— A. Rodríguez Huesear, Perspectiva y verdad: el problema de la
verdad en Ortega, Revista de Occidente, Madrid, 1966.
— P. J. Chamizo, Ortega y la cultura española, Cincel, Madrid, 1985
(esp. cap. 8: «Filosofía y verdad», pp. 142-52).
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O b ser va cio n es : El título que unifica los textos seleccionados es el


utilizado por el propio Ortega y Gasset para designar uno de los pará­
grafos aquí recogidos. El texto fue publicado por primera vez por P.
Garagorri en 1979, pero la fecha original de redacción es 1915.

LECCIÓN X

[Las ciencias suponen la existencia de la verdad.— Misión de la filo­


sofía.— Filosofía y escepticismo.— La disonancia de las verdades.—
Inanidad de tal principio.]

Toda teoría es un sistema de verdades.


Toda verdad requiere su comprobación como verdad universal y
como verdad particular. Ejemplo, una ley — y la ciencia toda— .
Flotan todas las ciencias en la inmensa suposición de la verdad.
La idea de la verdad como un hilo de oro, circunscribe, ciñe y
sustenta toda una provincia de la cultura. Y hay quien, solícito, den­
tro de ella trabaja, allá en un rincón, sin sospechar que acaso la ver­
dad no existe, que la colmena es ilusoria. Noten ustedes las conse­
cuencias de que así fuese, de que, en efecto, la verdad no existiese.
Como toda ciencia y toda parte de cada ciencia no es sino la creencia
de que se posee una serie de verdades, la inexistencia de la verdad
convertiría la actividad científica en un ejercicio sin sentido, ficticio
y huero.
Para que la ciencia tenga sentido es menester que la verdad sea
asegurada, fundamentada. Y aquí tienen la primera misión de la filo­
sofía: cim entar inconmoviblemente esa suposición matriz de toda
una provincia de la cultura.
Lo propio ocurre con la moral: la calificación y descalificación
de los actos en virtud de un juicio estimativo que cree distinguir lo
bueno de lo malo es un hecho. Pero ¿y si ese juicio que cree con toda
certidumbre discernir lo bueno de lo malo es una ficción? He aquí
otra provincia de la cultura que se levanta sobre la suposición del
bien, del valor bondad.
La belleza: si analizamos bien la significación que a «bello» da­
mos notaremos que con esta nota pretendemos dotar a la obra de un
valor sobreindividual. No es el «me gusta» porque me gusta, sino
«me gusta porque es objetivamente perfecto».
La filosofía, ciencia de la cultura, ciencia del sentido de la vida
consciente, ho anexétastos Bíos ou Bíotos anthrópos.
Mientras vivimos, vivimos em barcados en esos supuestos — usa­
mos de ellos— , los ejercitamos. Tratar de fundarlos es ya ponerlos
en crisis, y es apartarse de la vida espontánea de la conciencia, y pa­
sar como a una transvida o vida virtual. Por eso la filosofía es lo
contrario de la vida.
Fichte: «Ambas, vida y especulación no pueden determinarse
sino la una por la otra. Vida es propiam ente un no-filosofar: filosofar
es propiamente un no-vivir.»
Siendo el tema de la filosofía primera o fundamental la verdad
vimos ya que su modo de proceder, su método tiene que diferen­
ciarse de todos los de las demás ciencias, por lo menos en un punto:
tiene que proceder sin supuestos; y, especialmente, sin el supuesto de
la verdad.
Pero ¿cómo movernos entonces? Si todo tiene que retrotraerse a
la cuestión de la verdad ¿a dónde recurrirem os para resolver ésta?
Ya lo veremos.
Claro desde luego resulta que tenemos que habérnoslas cara a
cara con el absoluto escepticismo.
Pero esto no es una desdicha o una enojosa, fastidiosa aventura
que nos sobreviniese. El escepticismo no es un episodio de la filoso­
fía, y el escéptico no es un salteador que de súbito saliese al camino
real para desvalijar al filósofo transeúnte. (Es todo lo contrario. La
filosofía comienza por el escepticism o como la espada por su buida
punta.-Herbart.)
En la filosofía antigua que, como dijimos, no ha abandonado el
modo natural de la conciencia precientífica — que es la creencia no
sospechada— veía en el escéptico un hecho: sólo porque de hecho
existían hombres escépticos urgía responder al escepticismo.
Ahora bien, tan no es así que no ha habido escépticos absolutos.
(Georgias de Leontini.) El escepticismo no es una filosofía sino una
objeción a toda filosofía, es decir, el problem a prim ario de toda filo­
sofía. Si la filosofía comienza dudando de todo no es porque tenga
motivos concretos para dudar de todo sino por su condición de cien­
cia sin supuestos.
Por esto, adquiere la conciencia de sí misma en Descartes. El
m étodo es la duda metódica — no el hecho de la duda— . Dudar de
una proposición es una misma cosa que pedir su prueba, lagos cliclo-
iiai. Sólo entonces es la proposición verdadera — y de ser un creer en
que A es B pasa a ser un creer en que (A es B) es verdad— . Luego
desarrollaremos esto.
No hay, pues, que esperar a que acontezca el hecho de que al­
guien venga a ponernos en duda tal o cual proposición: es menester
que desde luego tracem os el círculo de la máxima duda posible, que
anticipemos el universo de la duda, y no hagamos uso de nada que
esté o pueda estar dentro de él. Por eso en las Meditaciones titula
Descartes una: no de ce qu 'on a revoqué en doute, sino de ce qu 'on
peu t revoquer en doute.
Como aquella sonata de Beethoven, «a la alegría por el dolor»,
tenemos que llegar a la verdad por la duda y a la filosofía por el es­
cepticismo.
Y los instrumentos de toda duda los forjaron los griegos.
Aún no hem os agotado en ciencia el horizonte de la pupila griega
— vem os las m ism as sierras, el m ismo horizonte y los mismos ár­
boles— .
Siguen siendo — cada uno en su medida— eficaces los cinco tro­
pos de Agrippa, las cinco lanzadas contra la verdad. El primero: ton
upó tes diafonías ton doxon, la disonancia de las opiniones. Si m ira­
mos en torno y, sobre todo, a redrotiem po hallamos sustentadas las
más opuestas teorías. He aquí el argumento que mayor fuerza de in­
flujo práctico tiene: y mayor hoy que en Grecia.
La historia es un largo panoram a de brazos que empuñan cada
uno su verdad — y la verdad de uno lucha con la del otro— . Es un
hecho que los hombres han sostenido y sostienen como verdades
proposiciones antitéticas. ¿Vamos a pretender que no ocurra lo pro­
pio con nosotros? Nuestra verdad se nos presenta com o una más que
viene a aum entar la universal disonancia. Mayor influjo tiene esta
advertencia sobre nosotros porque en el siglo último hemos apren­
dido a ver el pasado, a comprenderlo. Vemos cómo cada época está
constituida en definitiva por unas cuantas propensiones y unas cuan­
tas cegueras, dentro de las cuales viven los individuos. Llega cada si­
glo con su nuevo afán y su nueva virtud, pero a la vez con el dardo
que ha de m atarle clavado en el flanco. Y hemos aprendido a trasla­
darnos a cada una de esas almas de [cada] época, y a ver el mundo
por sus ojos, y hallar justificación y sentido a su ideario. De suerte
que por un lado vemos la vida hum ana sometida a la relatividad de
cada tiempo y, a la vez, justificada. Ya no caemos en el error del si­
glo xviit — ésa fue su limitación— que pretende salirse de la hilera
de los siglos y constituirse en una edad definitiva. Nos reconocemos
(ainbién com o un eslabón de la infinita cadena, y anticipando el fu­
turo acertam os a convertirnos a nosotros mismos en pasado, en algo
transitorio, y a mirarnos con esa mezcla de piedad y de desdén que
forman lo que se llama «el sentido histórico».
(Interpretación realmente democrática de la historia en que hace­
mos de nuestro siglo, de nuestro día — como dice Scherazade al em­
pezar sus cuentos— no más que un día de entre los días.)
Esto, con otras maneras, venía a pensar Agrippa: los hombres
han creído proposiciones opuestas o distintas, luego no es posible
que nosotros pensemos la verdad.
El indudable influjo emocional. Pero ¿cuál es el rigor teorético?
¿Es una prueba de la inexistencia de la verdad? Nada más inane.
¿Por qué parece probar la imposibilidad de la verdad? El hecho
de la pluralidad de opiniones no dice nada contra la verdad. Pensadlo
del revés: Sería una razón para que si os inclináis sinceram ente a es­
cuchar los rumores más profundos de nuestro corazón... ¿no es cierto
que halláis allí la inquietud de este argumento, que, en efecto, no os
sentís con valor para dar a vuestras opiniones un valor preeminente y
definitivo sobre todas las demás? (Esa falta de confianza del indivi­
duo en sí mismo era característica de nuestra edad y por eso hubo
una hora en la cual parecieron la cima del pensamiento aquellos es­
critores que acariciaban y alim entaban con flores retóricas esa des­
confianza, titubeo y anemia de nuestras personas. El Jardín de Epi-
curo, de Anatole France, es obra representativa de ese tiempo: no hay
allí una sola idea clara, profunda, es no más que un voluptuoso elo­
gio de nuestra debilidad espiritual.)
Es decir, que si ésta no existiese — la pluralidad de opiniones—
no habría por qué dudar de la verdad. Hacer criterio de la verdad el
consensus omnium — el sufragio universal— .
El hecho de la divergencia de opiniones ni siquiera prueba la
existencia de errores: ¿por qué no han de ser verdad en algún .sentido
todas esas opiniones? Porque dos opiniones antitéticas no pueden ser
ambas verdad: es así que existen opiniones antitéticas luego el error
existe. He ahí una verdad que, por lo visto, lo es sobre todo escepti­
cismo, la que permite reconocer en lo antitético un error.
Para que el hecho de la diafonia sea principio de duda ha sido
m enester que no haya duda sobre qué es verdad. Porque la verdad es
una, su muchedumbre es el error. Problema particular del error.
¿Cómo son posibles esos errores? ¿Lo son en verdad? Historia.
— El ton pros ti — la relatividad— .
Todo conocimiento nace y muere en un sujeto: es un algo subje­
tivo — incluso el conocimiento de lo verdadero y lo falso— . Protá-
goras — ser verdad es parecerle a uno J'aineszai. La bacía.
Tal ve?, fatalmente. Aquí el escepticismo n a c e 'd e la esencia
m ism a del conocimiento. Del ser al conocer va la intervención de un
sujeto: conocer y todas sus determ inaciones manan del ser de ese su­
jeto: dime quién eres y te diré lo que piensas.
La verdad es el sentimiento de evidencia — la creencia, Jammes,
la reacción emocional del hombre entero.— La customary connexion
de Hume.— Nietzsche: la verdad «es aquella clase de error sin la
cual no puede vivir una especie determinada». Voluntad de pode­
río.— Verdades y valores son monedas acuñadas por el troquel de la
voluntad de los grandes hombres. La verdad es cosa humana, dema­
siado humana. Ser verdad es parecerle a uno verdad: expresa, pues,
la palabra verdad — como grande y pequeño— un quid relativo.—
Somos movibles y querem os juzgar de lo que se mueve. A otro su­
jeto otra verdad.— El discípulo de Isis.
La verdad filosófica para Simmel, com o el arte, la danza. La ver­
dad es la danza nativa del alma, su m ódulo y compás.
Las verdades primeras son m odos de obrar una constitución. A
otro sujeto otra verdad.
Lipps, Mili.— Leyes naturales del pensar. Psicologismo.— Lipps.
El conocimiento, actividad biológica.— Principio de la econom ía del
pensar o del m ínim o esfuerzo.— Esta es la tendencia intelectual de la
época. El subjetivismo, el relativismo subjetivista.
¿Es, pues, sin orillas el ámbito de lo dubitable?— El escepticismo
absoluto.— Kant: 110 es una opinión seria — las cosas en serie.

LECCIÓN XII

[El escepticismo.— El sentido y la identidad: el contrasentido.— El


relativismo contem poráneo.— Quid est veritasl— La creencia.— La
posibilidad de la verdad.— El relativismo y la verdad.]

Comprenderán ustedes que ningún problema y menos el pro­


blema de los problemas que el escepticismo plantea, puede ser re­
suelto mientras se le m antenga en la penum bra de la comprensión.
Todo problema es un imperativo de mayor claridad y una apelación
que del crepúsculo hacemos al mediodía. Inútil es, por lo tanto, que
nos movamos en torno a la proposición escéptica con vagas generali­
dades sobre la luctuosa experiencia de errores que el hombre ha he­
cho a lo largo de su historia. Para el presente menester, resulta tan
ineficaz la elegía como el ditirambo. El escepticismo filosófico no
es una m elancolía, no es un dolor indefinible ni una inquietud difusa
que vagabundea por nuestro pecho. Si tai fuese, en efecto, sólo po­
dría curarse de ella quien fuese capaz de curarse con las untuosas p a­
labras de una m ística plática.
Es una cuestión teórica, puramente teórica — y teoría quiere de­
cir visión y visión es faena de claridad— . Quien no tenga esa audaz
voluntad de ver claro, esa trágica voluntad luciferina, que no hable
de verdad ni de duda, porque en ellas comienza la cultura, la cual es
ante todo, sobre todo, y después de todo, como Goethe sugería, un
inmenso afán desde lo oscuro hacia lo claro, una indomable voluntad
de mediodía.
Digo esto porque es frecuente en nosotros un com o am edrenta­
miento ante la som bra que en el aire tienden las palabras y que nos
impide ir derechos a su sentido concreto. Al amparo de esta impreci­
sión en que quedan adquieren sobre nosotros un m ágico poder que,
en rigor, le es ajeno.
Así ante la proposición escéptica nosotros no tenemos otro queha­
cer sino atenernos a lo que ella dice y reducirnos a examinarlo: y ha­
bremos hecho todo cuanto nos es forzoso hacer, si m ostram os que se
destruye a sí misma. Ni siquiera es necesario — conste bien esto—
para que el escepticismo quede como inadmisible, que lo contrario
de él sea probado, es decir, que logremos estatuir una teoría firm e de
la verdad y de su posesión por nosotros. .
Decía yo en pasadas conferencias que el escepticismo imposible
como teoría se ju stifica como objeción a toda teoría. A la manera de
M efistófeles queriendo el mal crea el bien: intentando perdurable­
mente negarlo todo, nos obliga a afirm ar y a asegurar bien todo. Una
muestra de ello hemos tenido en que apretados por él, menesterosos
de buscar una instancia que la duda extrema no pudiera rehusar, nos
ha ocurrido la aventura de desem bocar insospechadam ente en un
mundo más rico, más firm e y más claro que el m undo del ser y el
mundo de la verdad. Podrá acontecer que las cosas no sean tal y
como a nosotros nos parecen en verdad ser. Podrá acontecer que,
como Descartes tem ía llevando a! superlativo la suspicacia, exista un
«genio maligno» el cual se com plazca en mover nuestros pensam ien­
tos de manera que no hagamos sino engañarnos. Lo que no puede
ocurrir es que cuando pensemos A estem os pensando B, lo que no
puede ocurrir es que un sentido que entendemos no sea lo que enten­
demos.
Lo verdadero y lo falso y lo dudoso —decíam os— antes de ser
verdadero o falso o dudoso tiene que tener sentido. Si no lo tiene no
será verdadero, mas tampoco falso, mas tampoco dudoso.
Lo único a que el escéptico no puede renunciar es a que sus pala-!
bras tengan sentido. Pronto ensayaremos la investigación de qué sea
el «sentido»: este estudio a quien doy el nombre de Noología es, en
mi opinión, fundamento de todo lo demás, anterior a la lógica y a la
psicología y a la m atem ática y a la metafísica. Ahora nos basta con
haber caído en la cuenta de esta perogrullada: que para dudar de algo
ese algo tiene que ser tal algo, y no otro algo del cual no se duda.
No tenemos, pues, que detenernos más ante la proposición es­
céptica que a sí m ism a se anula: quien dice «no hay verdad», «dudo
que poseam os verdad» o como quiera que esto sea expresado, piensa
en la verdad y la distingue de la falsedad y no admite que esos dos
sentidos sean uno mismo. La verdad del principio de identidad es
condición para que la duda tenga sentido. Yo no puedo dudar mi
duda si aquello de que dudo no es algo idéntico a sí mismo y distinto
de cuanto no es ese algo. Por esto es la proposición escéptica un con­
trasentido como el cuadrado redondo. No podemos llegar a pensarla
completamente. Con esto nos basta. No aspiramos a mayor seguridad
para nuestros conocim ientos y opiniones que ésta de que la negación
o duda de ellos implique un contrasentido. Recordarán ustedes que
nos proponíam os anticipar todo el ámbito de la duda posible: con ob­
jeto de que el contenido de la ciencia fuera imposible de ponerse en
duda. Pues bien, ahora decimos: la duda posible concluye donde em ­
pieza el contrasentido, la duda tiene com o límite ciertas condiciones
sin las cuales no sería duda. Y una de éstas es que el sentido de la
duda supone el sentido de verdades: una de ellas, que lo que pensa­
mos tiene que ser además idéntico a sí mismo; otra de ellas, que la
duda existe; otra, que el que duda existe, etc., etc. En rigor, la duda
es imposible sin la admisión de un m undo literalmente infinito de
verdades.
Esta imposibilidad de negar la posibilidad de la verdad es la que
Lotze llamaba Selbslvertrauen y Joñas Cahan la Selbstgarantie der
Wahrheit.
Com prenderán ustedes que esta atención a la fórm ula de abso­
luto escepticismo, aunque necesaria para el edificio ideal de la cien­
cia, no tendría interés para nosotros si no fuera porque a los resulta­
dos de su crítica hay que referir las teorías de la verdad
históricamente sentadas y, sobre todo, vigentes hoy.
Hay un error que está por encim a de todos los errores, un error
absoluto, que invalida en grado último una teoría: este error consiste
en que la teoría de que se trata niegue las condiciones constitutivas
de toda teoría. Y siendo «teoría» — antes que nada— un orden y co­
nexión de verdades, claro es que la negación de la verdad, del sen-
lido de la verdad hace imposible toda teoría. Este error aparece for­
malmente en el escepticismo y por esto he dicho alguna vez que el
escepticismo o negación de la verdad es el error absoluto.
Y ahora dirijámonos al relativismo contemporáneo que es tarca
mucho más fecunda y sugestiva. Habla éste de la verdad, tanto que
no pretende ser sino la teoría de la verdad, la verdad de la verdad.
Consiste, como hemos indicado otras veces, en afirm ar que la ver­
dad es algo relativo al sujeto que conoce. Ahora vamos a ver si afir­
mar eso no es una y misma cosa con el escepticismo absoluto, con la
negación del sentido de la verdad.
Pero es ya sazón sobrada para que nos hagamos la pregunta que
una dramática tarde se hizo, en el pretorio, al justo de Galilea: Quid
est veritas?
¿Qué entendemos por esa «verdad» de quien andamos siguiendo
las trazas e inquiriendo si la hay o no la hay?
Cuanto hem os dicho en estas conferencias viene a servirnos
ahora, y nos perm ite dar brevedad a nuestra presente tarea.
Las cosas — hemos dicho— no son verdad ni falsedad, ni verda­
deras ni falsas; verdadera y falsa sólo puede serlo la conciencia de
las cosas, el pensar las cosas. Y no todo pensar. La imagen de una
quimera que acaso tengo, no es verdadera ni falsa. La misma percep­
ción alucinada no es verdadera ni falsa:'si yo en vez de esta estancia
llena de un público cortés viera de súbito ante mí una selva atroz hir­
viendo de fieras, no es dudoso que yo lo estaba viendo en efecto.
(Verdad y falsedad hacen sentir su presencia en el momento que
de representar, im aginar o percibir algo paso a juzgar, a creer.
«Los sentidos — dice Kant— no yerran nunca pero no porque
siempre juzguen con acierto sino sim plemente porque no juzgan.»
Dice en cambio Heráclito: Testigos y no m alos jueces.)
Nuestro análisis del juicio nos había llevado a aislar, como su
elemento esencial, la creencia: juzgar que ‘a ’ es ‘b ’ es creer que, en
efecto, ‘a ’ es ‘b ’. ¿Y qué quiere decir ese ‘en efecto’?
Para ver esto con claridad es m enester que siquiera aludamos rá­
pidamente a las nuevas investigaciones del austríaco M einong, sobre
lo que él llama Annahmen o asumpeiones. Era tradicional en la ló­
gica definir el juicio como el acto en que afirm am os o negamos.
Esta dualidad se daba como la característica del juicio; en realidad,
en un acto de im aginación ni afirm am os ni negamos nada; en una]
percepción es dudoso si hay afirm ación pero es cierto que no hay ni
puede haber negación. Pero Meinong ha subrayado, una advertencia
sum am ente trivial y que a toda hora hacemos en nuestros usos men­
tales. Nótese la diferencia de sentido que hay cuando digo sin reser­
vas «la guerra es un acto de barbarie», y cuando digo «que la guerra
es un acto de barbarie me parece sum am ente dudoso». En esta s e - 1
gunda frase parece que va incrustada la prim era y, sin embargo, en
este segundo caso ¿no significa algo distinto? Si yo digo que es du- ¡
doso su contenido ¿cómo es posible que en el mismo complejo de la
frase entera haya aseverado ese contenido? Prudentemente no lo he
hecho; en su segunda aparición ¿no es cierto que la frase ha perdido
algo con respecto a su primera aparición? Allí yo sentenciaba, daba,
por decirlo así, a mis palabras un valor ejecutivo: aquí no sentencio,
no asevero que la guerra es un acto de barbarie.
Otra manifestación acaso más clara de este cambio de sentido la
encontramos siempre que a una frase anteponemos un ‘si’ condicio­
nal. Digo por ejemplo: «ahora se apagan las luccs». Encuentran uste­
des, sin duda, que esto que yo digo es falso. Pero ahora digo: «Si
ahora se apagan las luces nos vamos a quedar a oscuras.» Y esto yo
creo que les parece a ustedes cosa bastante verosímil. Lo primero es
propiamente un juicio: lo segundo, diría Meinong, es una asump-
ción. El mismo contenido de objetos en uno y en otra; ambos pueden
ser afirm aciones o negaciones, y sin embargo, falta a la asumpción
aquel género de eficacia última, de ejecutividad, de sentencia, en
suma, que el juicio posee. La asum pción viene a ser la sombra de un
juicio, el hueco de un juicio, un juicio neutralizado, desvirtuado. Eso
que sobre aquélla tiene éste, ya lo sabemos de sobra, es la tesis de
convicción, la creencia.
No sé si a ustedes parecerán minucias estas distinciones; yo creo
que todo lo que vale algo —-un tapiz de Gobelinos, un poem a, una
ciencia, una amistad— no es más que un tejido de minucias y hum il­
des momentos. La realidad no es m ás que una suma infinita de pe-
queñeces y, si Dios al crearla hubiera desdeñado lo m enudo, yo
tengo para mí que no habría hecho el mundo, sino que hubiera hecho
un discurso. La m inucia es la lealtad del pensador, com o del creador.
Pues bien, vengamos ahora a la creencia.
No se cree en las cosas sino en nuestro pensar las cosas.
Cuando un pensam iento nuestro, un acto de nuestra m ente va
acom pañado de creencia queda dotado de la pretensión de que a él
corresponde exactam ente algo transconsciente, algo que no es
nuestra m entalidad. En menos palabras: creer es creer que a mi
conciencia corresponde un ser.
¡Palabra terrible ésta del ser, la terrible palabra de la metafísica,
erizada de equívocos; que, com o.a la cabeza de Medusa, no sabemos
por dónde coger!
Mas para el caso nos basta con advertir que ser significa esa ca­
pacidad que hace de las cosas cosas, de la realidad realidad y, en vir-
lud de la cual, las cosas y la realidad no consisten en meras ficcio­
nes, 110 dependen de una subjetividad.
En la ficción lo fingido no es supuesto por mí com o siendo, es
decir, como consistiendo fuera de este mi fingir. Lo fingido no es
real; es decir, lo que hay de real en lo fingido es el acto que lo finge.
Este acto mío empieza en un momento y acaba en otro y con él su
ficticia criatura. M as la creencia, por el contrario, es la declaración
de que lo creído vive por sí mismo independientemente de mi acto
de creer, de suerte que no nace ni m uere con éste.
No olviden que no estam os ensayando otra cosa que la descrip­
ción del fenómeno de nuestra creencia: no nos preocupa ahora la
cuestión de si ese carácter de nuestra creencia, esa pretensión que es
constitutiva de ella, está o no justificada.
Así, supongamos que todas mis creencias son ilusorias; en
cuanto creencias son, no obstante, un creer que no son ilusionas, que
son todo lo contrario que la ilusión: que a su contenido responden rea­
lidades, que en ellas se reflejan realidades.
La creencia, en suma, es la conciencia de que algo es — es inde­
pendiente de esta mi conciencia— .
Sobrem anera difícil es hacer fácil de aprehender este punto. Yo
diría acaso: como el color es el correlato del ver, es el ser correlato
del creer; en cierto modo, es lo que ve el creer. El color lo ve el ojo;
pero que ese color es, este ser lo ve el creer.
Pues bien: sólo la creencia en este sentido puede ser verdadera o
falsa. Verdad y falsedad son cualidades de las creencias.
Se me dirá ¿cómo es esto posible? Según lo dicho toda creencia,
aun la ilusoria, cree que lo que ella piensa es. Por tanto, toda creen­
cia cree que es verdadera. ¿Cóm o podrá haber una creencia que a sí
misma se crea falsa?
¡Poco a poco! ¡Poco a poco! Si en algún tema, en toda esta formi­
dable cuestión de la verdad, es [ahora] forzoso el bisturí de las más deli­
cadas distinciones. Estamos puliendo y asegurando el vértice sutil
donde viene a descansar el orbe inmenso y sagrado de la cultura. No
creo que haya más abonada ocasión para andar con pulcritud y alerta.
Como enseguida podremos ver, cualquiera ligereza y descuido en
este lugar trae consigo las más graves desviaciones en el resto del
edificio científico. Estamos manejando las verdades donde flotan to;
das las demás; y no sólo las demás verdades sino también donde vive
inmerso nuestro corazón; nuestra ciencia y nuestro arte, nuestra eco-a
nomía y nuestro derecho, nuestra ética y nuestro Dios respirarán
aquella atm ósfera que ahora le preparemos.
¡Poco a poco! — exclam aba yo— . He dicho que toda creencia es
un creer que lo que pienso es. Pero no he dicho ni m ucho'm enos que
toda creencia crea de sí misma que es verdadera.
Cuando aseguro que A es B, creo que A es B, y nada más. No;
creo que A es B, y, además, que esa mi creencia es una verdad. ¿No
notan ustedes que esto segundo es ya otra creencia con otro conte­
nido distinto? En la creencia ‘a ’ creo en la conexión entre A y B; en
la creencia N creo en la conexión de «Creencia a» y «Verdad». La
verdad es un carácter que creo encontrar en la «Creencia a ».
En qué consista este carácter no es ya cuestión intrincada para
nosotros.

(Al encerado:
La creencia que A es B = N
N es V (Verdad)
Creencia o.

Creencia N)

A B verdad

Si el creer es creer que A es B, esa creencia será una verdad


cuando su pretensión se confirm e, cuando, en efecto, resulte que A
es B. Para esto necesito comparar la creencia ‘a ’ con las cosas m is­
mas — no con sus conceptos— , con las cosas mismas A y B.
Con esto queda, sospecho, aclarado qué entendem os por verdad:
es el carácter que adquiere una proposición o creencia cuando cree­
mos que su pensam iento coincide con la realidad; como siempre se
ha dicho: adaequatio intellectus el rei.
Bsta creencia en que se advierte la verdad de otra creencia, es lo
que significa, estrictamente, una de las palabras que con más vague­
dad usamos: conocer. Ver una cosa no es conocerla. Yo conozco una
cosa cuando creo que mis proposiciones sobre ella son verdaderas.
No oculto que todas estas definiciones sobre el sentido de la
creencia, de la verdad y del conocer, bajo su aspecto de perogrulla­
das nada brillantes, me han costado algún trabajo y, si han tomado
ustedes nota de ellas, yo les estimaré que, a solas, las ensayen, con-
Irasten y depuren. Es en verdad increíble, pero son muy raros los li­
bros en que se acomete de una manera formal la aclaración de estos
conceptos fundamentales.
Mas es seguro que al llegar donde llegábamos se habrán dicho:
¿cómo es posible que la verdad de una proposición consista en que
hayamos visto su coincidencia con las cosas mismas, con el ser
mismo? Entonces no habría ninguna verdad: porque ¿cómo vamos a
comparar nuestros pensamientos con las cosas mismas? A éstas no
podemos llegar sino al través de otros actos de conciencia y así suce­
sivamente, sin salir jam ás de nosotros, porque ésta es la condición
incomparablemente trágica de la subjetividad: ser cárcel de sí
misma. Si es terrible hallarse perpetuam ente preso, cuál no será el
horror macabro de esta imagen: un preso que es, además, prisión.
«Es imposible — decía Hebbel— que encerremos en un armario su
propia llave». No menos imposible parece lo inverso: que el sujeto
salga de sí mismo y vea el ser tal y como él es.
Así piensa, en efecto, la Edad que a sí se llama «m oderna»; y so­
bre todo ese siglo de la «modernidad» superlativa, el xix. Es proba­
ble que yo piense de otra m anera; verdad es que no soy nada «mo­
derno», que aspiro a ser del siglo xx, el cual acaso se diferencia del
xix, entre otras cosas, en no sentir prurito de modernidad como tam ­
poco de palingenesias.
Pero de todas suertes, pensemos que hay manera o que no la hay
de palpar las cosas mismas, nuestro asunto de hoy no sufre m odifica­
ción: no he intentado mostrar cómo es posible la verdad. Me he limi­
tado a precisar qué entendemos por verdad qué buscamos cuando
buscamos la verdad. Si luego resulta que por la estructura de nuestra
mente no somos aptos para lograrla, tanto peor para nosotros. Pero lo
que no parece lícito es que desentendiéndose de lo que directamente
entendemos por verdad se busque, mediante un supuesto análisis de
nuestros medios cognoscitivos, aquello que éstos son aptos para pro­
ducir, y eso, sea lo que sea, se nos presente como el sentido de la ver­
dad. ¡Vano empeño! La creencia misma en que esa cuasi verdad se
afirme, creerá que lo que ella afirm a es, y ese ser, esa seguridad y
forzosidad en ella creada no admite reservas ni contenciones. Cuando
se cree que la verdad es algo relativo, esto se cree absolutamente.
Mas el creer admite grados, se me objetará: yo creo cierto algo, o
lo creo probable, poco o muy probable, etc. Sin duda; pero lie ahí e
curioso hum or de la creencia: cuando yo creo probable que A sea É
la probabilidad de que A sea B se me convierte en una seguridad de
esa probabilidad. Cuando se ha declarado que algo es probable se ha
declarado absolutam ente su probabilidad. F,l cálculo de probabilidad
des no es a su vez probable sino cierto.
Y ahora podemos ver cómo la dubitación misma es una modifi-i
cación de este carácter genérico de la creencia: cuando dudo de algo|
no es que no crea nada de ese algo, al contrario, creo indubitable­
m ente que es dudoso: su carácter dudoso se planta ante mí con la fir­
meza del ser cierto, sólo que envolviendo en su firm eza esta m odali­
dad de dudoso. Dicho de otro modo: el ser probable, el ser
cuestionable, el ser dudoso son siempre ser, y conservan de éste ese
carácter de inm utabilidad y solidez que es su nota constitutiva. Hus-
serl — a quien tanto debemos en todos estos asuntos— hace notar
que es un error considerar la duda, el creer probable, el parecerle a
uno o sospechar, etc., etc., como modos de conciencia entre los que
pueda situarse, cual uno de tantos, la creencia cierta, la convicción
plena, pura y simple. No hay tal: analícese atentamente el sentido de
aquéllos y se verá cómo por todos pasa como un nervio esencial que
los vitaliza, esta creencia cierta que es, por tanto, su modo originario
y que en ellos persiste. Duda, probabilidad, etc., son en rigor m odali­
dades de la creencia, como el estar sano y el estar enfermo, moda­
lidades del ser vivo.
Acaso no vean todos ustedes hoy con la misma claridad esto que
digo ahora. No importa: llegará, espero, ocasión de que a todos sea
patente.
I lechas todas estas consideraciones creo yo que bastará deducir
de ellas las más próxim as consecuencias para que se manifieste el
contrasentido o absurdo que yace en toda teoría relativa de la verdad,
en toda teoría donde se haga depender el carácter de verdad de la pe­
culiar estructura del sujeto.
No olvidem os, ante todo, esto: cuando yo creo que una proposi­
ción mía — A es B— es una verdad, puede que en realidad no sea B
el A. Entonces se dice que he com etido un error; o, de otra m anera
expresado, entonces ha sido verdad para mí lo que, en rigor, no era
verdad. Aquí hemos empleado dos veces la palabra verdad: una vez
señera, otra vez unida al para mí. Pero yo les ruego a ustedes, que de
una vez para siempre hagan el esfuerzo de fijar, con toda claridad,
qué entienden en la expresión «verdad para mí», y en qué se diferen­
cia su sentido de la expresión simple, «verdad», o «verdad en sí»
como escribe el genial Bolzano. Notarán ustedes que, en fin de
cuentas, no hay la menor diferencia: algo es verdad para mí, quiere
decir: creo que a este mi pensamiento de algo corresponde una reali­
dad. Y algo es «verdad en sí», o sim plemente verdad, quiere decir: a
esto que yo pienso corresponde una realidad, Supongan ustedes que
me he equivocado: entonces deja de ser verdad en sí mi proposición,
y al dejar de ser «verdad en sí» deja de ser verdad por completo, es
decir, deja de ser verdad para mí. En otra fórmula — porque en pun­
tos difíciles como éste conviene expresar las cosas de muchas m ane­
ras a fin de que en unos esta frase, en otros la otra suscite repentina­
mente la luz de la com prensión— , en otra fórmula, pues: algo es
verdad para mí cuando para mí es verdad en sí. Que he com etido un
error: entonces es que he tomado por verdad en sí lo que no lo era en
rigor, y ahora al dejar de ser verdad en sí deja de ser verdad para mi.
Como ven ustedes todo depende de un equívoco fatal que hay en es­
tas palabras «verdad para mí». Por un lado, y éste es el sentido ab­
surdo, imposible: parece con ellas indicarse una clase o especie de
verdad distinta de la verdad sin más o verdad en sí. Por otro, lo que
se quiere significar por «verdad para mí», es que para mí la proposi­
ción «A es B» es verdad. El para mí no afecta a la cosa «verdad»,
sino al enlace, tal vez erróneo, que establezco entre «A es B», por un
lado, y «verdad» por otro. Las naranjas son azules — esto es por
ejemplo una verdad para mí— ; es decir, que para mí el ser azules las
naranjas es absolutamente verdad, que para mí todo el mundo está
obligado a reconocer que las naranjas son azules. Noten el absurdo
que resultaría de dar el otro sentido a eso que llamo «verdad para
mí»; sería com o decir: las naranjas no son azules pero para mí lo
son. El «ser para mí» es un cuadrado redondo, un cuchillo sin hoja ni
mango. Ésta es la divina, desesperada burla de Cervantes cuando,
ante la bacía del barbero, hace concluir la cuestión a Don Quijote:
[«... eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el
yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (III capítulo
XXV).] Es decir, nuestros pareceres son varios y encontrados: sólo
en una cosa coincidimos, en que, a todos, no nos parece que nos pa­
rece sino nos parece que es tal y com o nos parece. El hecho del error
no quita ni pone quilates al objetivo «verdad» sino que consiste pre­
cisamente en que creemos ver esa cosa verdad donde no está.
Cuando, temerosos, en los caminos nocturnos poblados de patéticas
sospechas, creemos ver un hom bre donde hay una zarza el error está
justamente en que creamos ver un hombre, un verdadero hombre.
Del mismo modo, en el error del conocimiento creemos ver una ver­
dad, una verdadera y absoluta verdad donde [no] la hay. Si no enten­
demos por hombre un hombre real no sufriremos temores. Si 110 cree-
mos que es verdad sin más lo que pensamos, no habrá ocasión par?
el error.
No acierto, por el momento, a dar a esto mayor lucidez. Sólo ls
meditación de ustedes...
(Guía: no m ezclar dos cuestiones; qué es lo que entendemos por
verdad, y cómo podem os nosotros llegar a la posesión de ella.)

LECCIÓN XIII

[¿Qué entendemos por verdad?— Relativismo y constitución.]

Habíamos tratado, en la postrera conferencia, de contestar a la


pregunta que en el pretorio, una patética tarde, hizo el político, todo
frivolidad, al hijo del hombre, todo corazón: Quid est veritas?
Sin embargo, es esta pregunta, como tantas otras, por decirlo así,
tornasolada. Puede con ella buscarse qué sea, en qué consista, de qué
dependa la verdad — o simplemente podemos en ella solicitar que se
nos diga qué entendem os por verdad— . Ambas son, como de suyo se
advierte, muy distintas y de impar dificultad. Nosotros sólo intenta­
mos contestar esta segunda cuestión, la más fácil, la más urgente:
¿qué entendemos por verdad? Qué sea, en qué consiste, de qué de­
penda, cómo se obtiene son todas cuestiones que, por lo menos, ha­
brán de som eterse a esta irrecusable condición: que aquello cuyo ser,
cuya consistencia y dependencia, cuya obtención nos expliquen y
declaren sea esto mismo que por verdad entendemos, y no otra cosa,
la cual es diferente de la que entendemos.
Equívoco en «verdad para mí».— La verdad «carácter»...
En la creencia ‘a ’ es ‘b ’, yo encuentro ese carácter de verdad;
como antes decía que ‘a ’ es ‘b \ ahora digo que la creencia ‘a ’ es ver­
dadera o tiene verdad. Se me dirá: pero ese carácter de verdad es a su
vez contenido de una creencia; ese creer es como un sentimiento de
seguridad que, com o la tristeza y la alegría, se adhieren...
Relatividad de agrado y enojo — Platón.
lnsum abilidad del dolor y el placer.
Algo así es el sentim iento de evidencia.
No: sentimiento vacilante ante la insospechada evidencia.
«Ahora estoy viendo un encerado» — mi pensar, lo que pienso y
las cosas a que lo pensado se refiere— . Mi pensar y mi ver: lo pen­
sado es la form a ideal o conceptual de lo visto. Mi visión — mi per­
cepción visual— me da esas cosas. Lo que yo entiendo cuando he
pensado lo encuentro en mi visión: advierto, pues, la identidad entre
lo pensado y las cosas en mi visión dadas. El acto en el cual veo, ha­
llo esa identidad es la evidencia. Como en la visión veo colores en la
evidencia veo la identidad entre lo pensado y las cosas.
Toda verdad se funda en un acto de evidencia. Que las cosas no
son en sí tal y como me son dadas en la percepción.— Perfectamente,
pero como las cosas que mi pensamiento pensaba son estas que mi
percepción percibe y no otras a las que yo no me refería y de las que
nada sé...
No es, pues, un impulso subjetivo quien me mueve a declarar
verdaderos mis pensamientos de las cosas, sino las cosas quienes dan
la garantía a mi pensamiento.
La verdad de que sean 4, 2 y 2, es el mismo y su repetición.
Relativismo: ¿el ser de Sirio pensará acaso que 2 y 2 son 5? La
«constitución».
I. Que no haya matemática en Sirio. Si la hay, si piensa en dos,
en ese dos en que nosotros pensam os y piensa la repetición — ¿qué
sentido tiene decir que será para él otra la verdad?
Si algo es, en rigor, verdad para mí — será verdad en absoluto.
La verdad en tierra de ciegos — no ven las cosas de distinta
suerte que nosotros— . Sino que no las ven; las verdades sobre colo­
res no existen para ellos.
Distintas constituciones orgánicas, mundos distintos pero no an­
tagónicos.
Los cuerpos — cúbicos— se dan en una perspectiva. Pues bien, si
para Dios existen, existirán así.
Conversión del subjetivismo: donde está una pupila no está otra
— lo que ve una pupila no lo ve la otra— , luego mi verdad no es tu
verdad.
Nada de eso: donde yo estoy en efecto nadie está, y el mundo en­
vía hacía mí una perspectiva, toma un aspecto que sólo yo puedo ver.
Pero esto no quiere decir que el mundo no sea como yo digo y veo.
Todos los aspectos y perspectivas lo son verdaderam ente del objeto.
Los objetos ideales para quienes el espacio y el tiem po no exis­
ten, no ofrecen en el mismo sentido una forzosa diversificación de
aspecto. El órgano que los percibe — el intelecto— es ubicuo y
com penetrable — en cierto sentido— . El objeto ideal tierra y el ob­
jeto visual tierra, me ofrece una vertiente que sólo a mí ofrece — he
ahí una verdad que precisam ente por ser yo distinto es una verdad
de las cosas.
La constitución orgánica, un analizador.— Los, sentidos como di­
mensiones sensibles del mundo: la proyección de unos sentidos en
otros.— Frangois Huber y las abejas.— El arnero o cedazo; la erotiká.
La constitución psicológica: la atención directora de los sentidos.
Seleccionadora. Tesitura. Los tiburones.— Qué objetos y qué verda­
des sobre ellos lleguen a cada uno depende de su estructura. De su
ser. Por eso es al revés que el Darwin-Lamarck. El ser crea su medio
— lo selecciona, lo recorta. Cada individuo necesario. El foco.
El individuo como un órgano y un tentáculo del universo. La
raza.— La nación.
La vertiente española del mundo.
Los haces verdaderos o trozos del mundo se constituyen en las
razas, en las épocas, en los individuos. Y el universo no lo es en na­
die porque individuo es «punto de vista exclusivo». La historia es in­
terindividual como integración de esos trozos de mundo. Dios como
la integración, correlato del universo — omnitudo veritatum— es la
exclusión de toda exclusión. Dios exigencia derivada de la lógica. Si
no, la física no existe.
En suma, quien no se obstine en contrasentidos, en lugar de decir
«la verdad es la verdad para mí», tendrá que decir la «verdad para
mí» es verdad en sí, absoluta.
La consistencia de la especie, un suceso. La verdad como suceso
— luego la verdad no existe.
Husserl y la «no existencia de la constitución y existencia huma­
nas».
La no-existencia del mundo y en él el yo y la especie.— Sólo el
azar de que haya especies así constituidas — para quienes valga «la
existencia del mundo». Pero las especies se entienden como pro­
ducto del mundo, y sin embargo el mundo depende, es y no es, se­
gún ellas.
Errores de este calibre implican alguna grave frivolidad. Es el no
entenderse a sí mismo...
Las palabras — van de alma en alma llevando la intimidad—
como ideales naos que llegan de Ceilán cargadas de especias.— El
alma bronce. Aquiles.
Significación y signo-Ser-signo-Señal y fundamento. Conexión
ideal presente a la conciencia.
¿Palabra signo de la vida psíquica? Gesto, expresión emotiva,
llanto, palidez. Falta la conciencia de su expresividad.— Fisiognomía.
[El subjetivismo-relativismo es cosa de ayer.— Verdad, conoci­
miento: el equívoco de la verdad.— El núcleo de la psicología.— Las
clases de verdad.— Las «condiciones» del sujeto.— El foco lumi­
noso.— El ideal de la Psicología.]

Era urgente que tuviéramos un primer encuentro con la interpre­


tación subjetivista, relativista de la verdad. Como tantas veces he di­
cho desde los comienzos de este curso, es ella el aire ideológico
donde nuestras mentes se han movido mientras se iban construyendo
y ha llegado a ser como nuestro instinto espiritual. Por otra parte, es
un hecho patente que la ciencia filosófica cuando m enos — acaso
también la sensibilidad general del alma europea— se encuentra ya a
ultranza de esa interpretación y nada hay más infecundo para la obra
del intelecto com o encarcelarse en los pensamientos de ayer cuando
ya ha llegado el hoy con nuevos pensamientos.
En este prim er encuentro con el relativismo yo me he limitado a
señalar a ustedes el equívoco que existe en todo condicionamiento
del carácter «verdad» por el sujeto y su constitución, en toda fórmula
donde se hable de verdad para — sea para el hombre, para el habi­
tante de Alfa Centhauri o para Dios. Dos cosas ciertam ente no he
pretendido: ni que con lo dicho quede a todos plenam ente m anifiesto
el equívoco ni que sin más que lo dicho quede desarraigado el relati­
vismo.
No era verosímil que quid pro gao tan grave naciera de la sola y
en la sola palabra verdad. Pensemos que en ella llegan a verter sus
particulares significaciones otras muchas palabras, precisam ente las
de más peligrosa delimitación. Verdad era no más que un carácter
del conocim iento; el conocim iento a su vez supone los conceptos de
pensar, de realidad, de sujeto, de conciencia, de representación, de
contenido de la conciencia, etc. Germinado casi imperceptiblemente
en una de estas palabras, florecido en la otra, triunfante en la tercera,
multiplicado en la cuarta, etc., viene a explotar de un golpe el equí­
voco dentro del cuerpo m ínimo y de tan inocente sem blante, que
tiene el término verdad.
Sólo habrem os llegado a una plenaria penetración del equivoco
cuando paso a paso hayamos desarraigado sus gérm enes en cada uno
de esos elementales conceptos. A la par que esto, com o son ellos los
conceptos fundamentales de la psicología, nos encontrarem os sin
sospecharlo dueños de la clave de esta ciencia y, súbitamente, mien­
tras creíam os que habíamos hablado de lógica y de metafísica y de
gramática nos sorprenderem os con que hemos arribado al núcleo
cordial de la psicología.
Había yo tratado de mostrar en la penúltima conferencia me­
diante el análisis de la expresión «verdad para mí», que toda teoría
donde se reduce a un valor relativo el carácter «verdad», es un ab­
surdo en el mismo sentido en que lo sería la afirm ación de que lo
que estoy viendo cuando estoy viendo un color azul es un color
verde. Todo lo que no sea declarar que si hay verdad lo que sea ver­
dadero es absolutamente verdadero, y que lo que para mí es verdad
si, en efecto, lo es y no se trata de un error mío, lo será para todo
otro sujeto cualquiera que sea su condición — lleva al puro absurdo.
Pero en la tendencia relativista hay, sin duda, junto a este absurdo
doctrinal el propósito, bien fundado, de hacer notar que la posesión
de la verdad por el hombre está som etida a evidentes limitaciones.
En efecto, ni poseemos todas las verdades ni podem os poseerlas to­
das. En este sentido, claro es que la verdad es relativa; pero ese sen­
tido está mal expresado así. No es la verdad quien es relativa al hom­
bre sino el número y clases de verdades que podam os poseer.
Tenía, pues, yo alguna prisa de dar esta parte, ciertamente trivial,
de razón al relativismo y a ello dediqué mi última conferencia. El in­
tento de lo en ella dicho — me importa subrayar esto— fue presentar
ante ustedes en am plísim a anticipación la teoría positiva de la in­
fluencia del sujeto en la verdad, desde un punto de vista exento de
relativismo. Como un esquem a y plano fue lo que dije, nunca como
una prueba y fundada exposición.
¿Cómo negar — venía yo a decir— que el sujeto condiciona en
algún sentido la verdad? Empezando por su cuerpo, por sus órganos
de sensibilidad: el sistema nervioso se halla interpuesto entre nuestra
conciencia y el universo, lo mismo que una retícula o cedazo que
sólo deja pasar una porción de realidad e intercepta todo el resto. No
hay duda de que ve otro mundo el ojo de seis mil facetas de la rubia
abeja y el globo ocular del hombre que condensa los rayos lum ino­
sos. Pero ¿qué sentido tiene preguntarse cuál de los dos ve el mundo
visible como el mundo visible es? El mundo visible es de tantas ma­
neras como sean las formas de verlo: cuantos estemos en torno a un
objeto vemos de el caras y lados diversos y, porque sean entre sí di­
versos, no son todos menos propios del objeto.
Qué llegue, pues, del mundo al sujeto depende por lo pronto de
su estructura orgánica, específica e individual.
Pero mucho más de su estructura psíquica: para el hom bre atento
;i la m atemática las verdades biológicas no existen; tal individuo es
ciego para los problemas religiosos o artísticos y, en cambio, dotado
de suma perspicacia para los físicos o químicos. Evidentem ente si
una cosa existe para nosotros, si nos percatam os de ella y de otra no,
es, como suele decirse, porque tenem os para ella atención. Pero si
esta atención no ha de quedar como un vago término, y si intentamos
ver en qué consiste, hallaremos que no es sino el resultado de nuestra
individual contextura psíquica. Todos los hombres nos reunimos bajo
este título de hombres, precisam ente porque coincidim os en una gran
parte de nuestra predisposición o como yo suelo decir, tesitura. Una
parte de nuestro mundo nos es común a todos, precisam ente aquella
sobre la cual se ejercen las actividades básicas de la vida. Cuando al­
guien no coincide en esa parte con nosotros le excluim os de la nor­
malidad. Dentro de la especie hum ana forman las razas círculos más
estrechos de coincidencia y normalidades relativas, hasta llegar al in­
dividuo el cual posee ciertos rincones de verdad y de realidad que
son su individual propiedad, que nadie sino él puede intuir y ver. Y
de este unipersonal peculio aún habrá una parte que logre, por m e­
dios indirectos — como es la palabra— , hacer cuasi-ver a los demás,
pero siempre quedará un resto inexpresado y prácticam ente inexpre­
sable que no podrá comunicar. Esta es la razón psicológica de ese fe­
nómeno de soledad radical que van sintiendo los individuos humanos
conforme van individualizándose más, esa fatal incom prensión e in­
comunicabilidad en que vienen a desembocar a la postre las más pro­
fundas amistades y los más leales amores. Cada individuo es un ór­
gano de percepción en algo distinto de todos los demás, y como un
tentáculo que llega a trozos de universo para el resto secretos. Nin­
guna imagen más adecuada de la relación entre nuestra conciencia y
el mundo de las realidades y de las verdades que, en la noche marina,
el foco de un navio vagabundeando con su cono luminoso por el cielo
en tinieblas e iluminando súbitamente este o aquel trozo de nube.
Y aquí tienen ustedes, a lo que pienso, indicado el problema de
la Psicología: mientras las otras ciencias se ocupan de hacinar esas
verdades del mundo que cada sujeto ha ido arrancando al universo,
la psicología se vuelve de espaldas a ellas, al mundo, y estudia el
mecanismo y la estructura de cada conciencia subjetiva. Podemos es­
tudiar o los colores del paisaje o el ojo que los ve. Así, la psicología
vuelta de espaldas al mundo estudia la psique, órgano de percepción
del mundo.
Y el ideal de la Psicología sería averiguar qué había de peculiar,
de único, en la contextura psíquica de Newton, que hizo quedar en
ella enredada y aprisionada la idea de la mecánica; qué había en el
alm a de Cervantes...
Todas estas palabras mías no son más que ejemplos tras de los
cuales se ocultan largas hileras de problemas. La Psicología se ha­
llaba detenida ante algunos de ellos sin poder avanzar, sin poder ju s­
tificar la retirada. Había en los laboratorios y en las m editaciones de
los psicólogos una desesperanza y acedia, un como odium professio-
nis análogo al que suele acom eter al cenobita cuando los primeros
fuegos del entusiasmo religioso se han apagado.
No hay duda de que la repentina primavera que en estos últimos
años ha venido para la Psicología se debe a la publicación que en
1900 hizo Edmund Husserl de sus Investigaciones lógicas.
Y el más fecundo acierto de esta obra fue renovar, en cierto
m odo iniciar, los estudios de la significación.
PAUL RICOEUR
VERDAD Y MENTIRA
(1951)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Vérité et mensonge», Esprit, 19/12 (1951), pp. 753-778.


— Recopilado en Histoire et vérité, Seuil, París, 1955; 3.a ed. aumen­
tada, 1967.

E dición ca stellan a :

— «Verdad y mentira», en Historia y verdad, Encuentró, Madrid,


1990, pp. 145-168. Reproducimos el texto de esta edición con
autorización expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : A. Ortiz García.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Vers le concept de vérité métáphorique», én La mélaphore vive,


VII, 5, Seuil, 1975, pp. 310-321 (ed. east., «Hacia el concepto de
verdad metafórica» en La metáfora viva, Cristiandad, Madrid,
1980, pp. 332-343).
— «Can Fictional Narratives be True?», Analecta Husserliana, 14
(1983), pp. 3-19.
— «Conclusions», en H. L. van Breda (ed.), Vérité et vérification,
Actes du IV Colloque International de Phénomenologie, M. Nij-
hoff, La Haya, 1974, pp. 190-209.
— «Étre afecté par le passé», en Temps et récit, III, Seuil, París,
1985, pp. 322-329.
—- «Liebender Kampf um die Wahrheit. Gespraeh mit Paul Ricoeur»,
Evangelische Kómmentare, 16 (1983), n.° 7, 378, pp. 383-4.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :
. t¡.: 3. • i% •' •• ;■; i* v 5• • - v jv >y.. •. • •.. t ; •.

J. Grondin, «La conscience du travail de l'histoire et le probléme


de la vérité en hennéneutique». Archives de Philosophie, 44/3
(1981), pp. 435-453.
— A. M. Olson, «Myth, Symbol and Metaphorical Truth», en A. M.
Olson (ed.), Myth, Symbol and Reality, Univ. Nolre Dame Press,
Londres, 1980, pp. 99-125.
— O. F. Bollnow, «Paul Ricoeur und die Probleme der Hermeneutik
1-11», Zeitschrift fiir philosophische Fórschung, 30/2 (1976),
pp. 167-189 y 30/3 (1976), pp. 389-412.

Nos gustaría com enzar una meditación sobre la verdad con una
celebración de la unidad: la verdad no se contradice, la mentira es le­
gión; la verdad congrega a los hombres, la mentira los dispersa y los
enfrenta entre sí. Pero no es posible com enzar así: el Uno es una re­
compensa demasiado remota; y antes aún es una tentación maligna.
Por eso, la prim era parte de este estudio 1 se dedicará a la diferen­
ciación de nuestra noción de verdad. Me gustaría mostrar que este
esfuerzo por desm ultiplicar los planos o los órdenes de la verdad no
es un simple ejercicio escolar, sino que corresponde a un movi­
miento histórico de explosión; el Renacimiento pluridimensional de
la verdad; gracias a este proceso histórico el problema de la verdad
afecta al m ovimiento mismo de nuestra civilización y se presta a una
sociología del conocimiento.
Pero a este proceso de diferenciación responde un proceso in­
verso de unificación, de totalización, al que dedicarem os la segunda
parte de este estudio. La interpretación de este proceso será la clave
de esta exposición; intentaré m ostrar que la unificación de la verdad
es a la vez un anhelo de la razón y una primera violencia, una falta;
tocarem os así un punto de am bigüedad un punto de grandeza y de
culpabilidad; es precisamente el punto en que la m entira toca más de
cerca a la esencia de la verdad. Iremos directamente al aspecto del
problema que concierne a la interpretación de nuestra civilización.

' Este estudio era en su origen un Informe, sometido a la discusión del «Congrés
Esprit» (Jouy-en-.losas, septiembre de 1951); no hemos cambiado en nada su carácter
esquemático y unilateral. Exigía otras perspectivas complementarias que no dejaron
de surgir en la discusión; no hemos querido introducirlas dentro de este estudio, que
así queda mejor abierto a la discusión y a la crítica. Por otra parte, tenía que introducir
a otros dos informes de carácter más preciso y concreto sobre la Verdad y la Mentira
en la vida privada y en la política; por tanto, este informe no es más que una intro­
ducción, algo así como la atnbientación donde situar los otros dos estudios.
Históricamente, la tentación de unificar violentam ente lo verdadero
puede venir y ha venido realm ente de dos polos: el polo clerical y el
polo político; más exactamente, de dos poderes, el poder espiritual y
el poder temporal. Me gustaría m ostrar cómo la síntesis clerical de lo
verdadero es culpa de la autoridad especial que el creyente concede a
la verdad revelada, lo mismo que la síntesis política de lo verdadero
es culpa de la política, cuando pervierte su función natural y auténti­
camente dom inante en nuestra existencia histórica. Por consiguiente,
tendré que esbozar cuál es la especie de autoridad que puede ejercer
la verdad teológica en los otros planos de la verdad, cuál es el sen­
tido «escatológico» y no «sistem ático» con que puede unificar todos
los órdenes de la verdad a los ojos del creyente. E igualmente tendré
que aclarar los límites de una filosofía de la historia en sus preten­
siones de unificar los múltiples planos de la verdad en un único
«sentido», en una única dialéctica de la verdad.
Así pues, los puntos neurálgicos de mi análisis serán: la plurali-
zación de los órdenes de verdad en nuestra historia cultural — el ca­
rácter ambiguo de nuestra voluntad de unidad, a la vez como tarca de
la razón y como violencia— la naturaleza «escatológica» de la sínte­
sis teológica —el carácter meramente «probable» de toda síntesis he­
cha por la filosofía de la historia.
Quizá se adivine ya así que el espíritu de m entira está indisolu­
blemente unido a nuestra búsqueda de la verdad, como túnica de
Neso adherida al cuerpo humano.

LA DIFERENCIACIÓN DE LOS ÓRDENES DE VERDAD

A primera vista no hay nada tan simple como la noción de verdad.


La tradición la define por una consonancia, un acuerdo situado en el
nivel de nuestro poder de juzgar (de afirmar y de negar), un acuerdo
de nuestro discurso con la realidad y, secundariamente, un acuerdo
nuestro con nosotros mismos, un acuerdo entre los espíritus. Quedé­
monos con el cariz que toma la conducta de la verdad: es una manera
de disponernos «en conformidad con...», «según tal norma...».
Pero tras un prim er examen, esta definición se muestra pura­
mente formal, lo mismo que el térm ino de «realidad» que le sirve de
referencia. Hay 1111 caso-límite en donde el sentido es tanto más claro
cuanto más anodino: aquel en que la conform idad de nuestro pensa­
miento no es m ás que una simple repetición de un orden ya estructu­
rado, en donde nuestro decir no descubre nada, no innova nada, no
entra en polém ica contra ninguna contestación: llueve, la pared es
blanca; es verdad, todo el mundo lo sabe. Desde que salimos de estas
verdades rutinarias y perezosas es evidente que el gesto de dispo­
nerse según..., tal como es la cosa, es solidario de todo un trabajo
que consiste precisam ente en elaborar el hecho como hecho, en es­
tructurar lo real.
Pasemos a continuación al nivel de ciencia experimental; se trata
de la actividad de la verdad más conocida, pero también la más difí­
cil y la de desarrollo más lento.
Su manera de estructurar la realidad establece un tipo de verdad
fundamentalmente solidario de un estilo metodológico. Fue preciso
primero que las matemáticas, que vuelven la espalda a la realidad visi­
ble, alcanzaran cierto grado de madurez; luego, que el espíritu se atre­
viera a plantear que sólo el aspecto materializable de lo real era «obje­
tivo» y que las cualidades percibidas eran solamente «sujetivas». Esta
decisión del espíritu tiene una historia (escrita por Koyré), que puede
fecharse con exactitud en Galileo. Este acontecimiento cultural, es de­
cir, el nacimiento de la ciencia experimental, fue el que precipitó la ex­
plosión de la síntesis filosófico-teológica de lo verdadero, o por lo me­
nos el que hizo visible esta explosión porque, como se verá, no ha
existido nunca más que a título de intención o de pretensión.
¿Quiere decir esto que este plano de verdad puede convertirse en
el único plano de referencia de la verdad y que es posible profesar
una especie de monismo de la verdad científica? El carácter elabo­
rado de la noción de «hecho» científico nos advierte ya que el tra­
bajo que hace verdadero — el trabajo de verificación— , con el que
se identifica la verdad experimental, es solidario del método que re­
gula esc trabajo y de la decisión que toma el espíritu de definir lo
objetivo por lo materializable. Ese trabajo 110 existe, com o ha m os­
trado Duhem, hasta que hay unos instrum entos capaces de detectar
hechos científicos y contracciones m ateriales de toda la ciencia ante­
rior, unas teorías realizadas. Así pues, la verdad se muestra solidaria
del proceso de verificación, es decir, de las posibilidades instrum en­
tales, de la metodología particular de una ciencia determ inada (la
cual determ ina un hecho como físico, químico, biológico, psicoló­
gico, etc.) y del m étodo experim ental en general.
Por eso la verdad experimental deja fuera de su ám bito a otros
planos de verdad; puede m ostrarse brevemente cómo los implica en
una especie de «círculo».
En prim er lugar la verdad experimental supone lo mismo que ella
excluye: a saber, la fuerza de convicción que em ana de ese mundo
percibido por una com unidad de hombres. Se declaran subjetivos los
sonidos, los colores, las formas concretas que constituyen el entorno
de nuestra vida (nuestro Lebenwelt); sin embargo, en estamos en este
mundo, es porque hay algo que se percibe. Esto sigue siendo verdad
para el sabio no solamente en su vida extracientífica — también para
él el sol se levanta, el pan y el vino se distinguen por su sabor, su
consciencia, etc.— , sino incluso en su vida científica; porque los ob­
jetos científicos que elabora son las determ inaciones de ese mundo
que percibe; en el horizonte de ese «mundo» es com o su investiga­
ción es ultramundana; más aún, es en ese mundo percibido donde se
sitúan esos objetos culturales que constituyen el laboratorio mismo,
los hilos que se cruzan en su lente, la oscilación de la aguja, el tra­
zado de la partícula en la cámara de Wilson.
El movimiento de reabsorción de lo percibido en lo experimental
no puede pensarse, por tanto, hasta el fin, ya que lo percibido sigue
siendo el refugio existencial de la objetividad científica. Por primera
vez asistimos al desdoblamiento de la verdad entre la objetividad y la
existencia percibida; ese desdoblam iento aparece a continuación
como una envoltura mutua, como un «círculo». Esto es importante
para nuestra interpretación ulterior de la unidad de lo verdadero; no
es posible reducir este «círculo» a una «jerarquía», que es la idea
más satisfactoria para nuestro espíritu de síntesis. He em pezado por
este ejemplo, ya que es el más palpable; pero pasemos a algo que
toca más de cerca a nuestras preocupaciones éticas y culturales.
Hemos dicho que la aparición de la ciencia experimental era un
acontecimiento de nuestra historia cultural, lo mismo que la literatura,
la teología, la política; hemos llamado al laboratorio y a sus instru­
mentos objetos culturales, como las casas, los libros, el teatro, los len­
guajes, los ritos. Todos estos objetos culturales no sólo están arraiga­
dos en la presencia convincente de este mundo percibido, sino que son
obra de una actividad cultural, de una vida de cultura, de la que forma
parte la ciencia, considerada sujetivamente como trabajo humano.
Pues bien, la ciencia procede a la reducción de los objetos de
cultura, al mismo tiempo que de los objetos percibidos. Más todavía,
reduce a la m isma medida de objetividad al hombre portador de esa
cultura; la biología, la psicología, la sociología son departam entos de
la ciencia natural, en donde el hom bre no tiene com o objetó de cien­
cia ningún privilegio especial. Sin embargo, esta ciencia, que reab­
sorbe al hombre como un objeto, presupone una actividad científica
y a un hombre-sujeto, portador y autor de esas actividades; la reduc­
ción misma del hombre al estatuto de objeto no es posible más que
dentro de una vida de cultura que lo envuelve en su praxis total. Allí
la ciencia no es más que una «praxis» entre otras, una «praxis teoré­
tica», como dice Husserl, constituida por la decisión- de suspender
toda preocupación afectiva, utilitaria, política, estética, religiosa, y
por la decisión de no tener por verdadero más que lo que responda al
criterio del método científico en general y de la metodología particu­
lar de tal o cual disciplina.
De esta forma volvemos a encontrarnos con un «círculo» nuevo:
el del hombre como objeto de ciencia y el hombre como sujeto de
cultura. Y entonces surge un nuevo plano de verdad el que responde
a la coherencia de la praxis total del hombre, al orden de su obra; es
el plano mismo de una ética, en el sentido más general de la palabra.
Tendremos que volver más tarde sobre la noción difícil de verdad
ética; contentémonos por ahora con haber hecho surgir los órdenes
de verdad unos de otros, mediante un doble proceso de exclusión y
de implicación mutua. Hemos esbozado así una dialéctica en cierto
modo triangular entre el percibir, el saber y el obrar. Lo percibido,
con su horizonte de mundo, envuelve en cierto sentido al saber y al
obrar como el teatro más amplio de nuestra existencia; los laborato­
rios, las aplicaciones de la ciencia — al trabajo, al bienestar, a la gue­
rra— dan una presencia palpable a la ciencia, que de este modo está
mezclada con nuestra vida y con nuestra muerte.
Sin embargo, el saber científico a su vez lo envuelve todo, ya
que la ciencia es precisamente ciencia de lo percibido y ciencia de
toda vida biológica, psicológica y social. En este sentido, estamos
impregnados hasta tal punto de un mínimo de ciencia que «casi» per­
cibimos los objetos del sabio, las dim ensiones inm ensas del cielo, las
vibraciones del sonido y de la luz, las horm onas de nuestro vecino.
Pero tam bién puede decirse que el obrar lo envuelve todo, ya que
el saber y hasta el percibir son obra de cultura.
La verdad es que esta dialéctica en tres térm inos es todavía de­
masiado vulgar; cada actitud se «dialectiza» en cierto modo por sí
misma, y no sólo suscitando otras actitudes que pueda excluir o exi­
gir. Al decir que cada térm ino de esta tríada se «dialectiza» interior­
mente, quiero decir que cada uno de ellos está llevado por un pro­
ceso doble e inverso, por una tendencia a dogmatizarse y una
tendencia a problematizarse. Se trata de una manera más sutil de ha­
cer vibrar la verdad.
Consideremos la actitud científica que nos ha sen'i do de primer
punto de referencia, de primera aproximación a la verdad. Hemos ad­
mitido que nos proponía un estilo único y simple de comportamiento
frente a lo real: el estilo experimental. Pero no es eso lo que ocurre. Ese
estilo experimental es en muchos aspectos la contrapartida, el contrapié
de un estilo matemático, inaugurado por la negación de lo real. Pero la
obra científica se propone al hombre a la vez como ambición de la
Ciencia y como oficio de las ciencias. Continuamente, a lo largo de la
historia, la obra científica suscita un trabajo de agrupación, de sistema­
tización (a veces de disciplinas que han nacido por separado, de técni­
cas heterogéneas que llegan a fundirse en una metodología que las
engloba); continuamente esta obra se divide en disciplinas, en especia­
lidades, en metodologías diferentes. El árbol ramificado de la ciencia
sigue siendo nuestro presupuesto, pero todo encadenamiento dogmá­
tico de las ciencias se ve trastornado por hiatos o por invasiones que ha­
cen problemática la idea misma de sistema de las ciencias.
Y no es eso todo. Si la ciencia tiene una situación única en un
edificio eventual de la verdad es porque se presenta ante nosotros
como piedra de toque y como modelo de la verdad. Toda verdad,
pensamos, debería ser, si no de ciencia, sí al menos como la ciencia.
La ciencia pudo ser de forma excelente este modelo de verdad m ien­
tras que el ideal de la Episteme, salido de la geometría griega, se nos
presentó sin opacidad alguna, com o una respuesta satisfactoria, que
saturaba por com pleto la cuestión que le dio origen. La era de Gali-
leo, que está a punto de concluir, se basa en un crédito total al carác­
ter ejem plar del saber matem ático recibido de los grandes Alejandri­
nos; sobre ese fondo de claridad es como se fundó y como ha
proseguido con el éxito que todos conocemos la exploración de tipo
mecanicista de todo el imperio de lo visible.
De este modo, a un orden matemático seguro respondía, en la
otra extremidad, un mundo experimental capaz de ser matematizado.
Cuanto más ejem plar parecía el acto científico para cualquier otra
actividad (el derecho, la ética, la economía), menos problem ático re­
sultaba. Pero he aquí que resurge la opacidad en las dos extrem ida­
des: volviendo a la crisis prim aria de sus orígenes, las m atemáticas
descubren actos, decisiones, m anejos en donde Platón veía seres ma­
temáticos — no ciertam ente absolutos en iodos los sentidos, puesto
que veía ya en los números y las figuras «seres por posición», seres
de menos dignidad que los seres alcanzados por la dialéctica filosó­
fica— ; al m enos esos seres matem áticos tenían el poder de ligar el
pensamiento y de imponerse a un ver.
Nunca se dirá bastante cóm o nuestra sensibilidad por la verdad
se vio instruida, educada y en definitiva iluminada por la idea de que
la verdad es un espectáculo para nuestro entendim iento, espectáculo
que el orden celestial desplegaba generosam ente ante nuestros ojos
carnales como la belleza ordenada en que se encam a el orden m ate­
mático. Si la verdad ética tenía alguna dignidad para! un Kant, era
por ser la réplica práctica de ese orden que «obliga» al pensamiento:
el cielo estrellado por encima de nuestras cabezas y la ley moral en
nuestro corazón...
En el otro extremo de la exploración de nuestro mundo, a esta
crisis de los fundamentos responde el descubrimiento de una energía
que tam poco es un espectáculo como el orden celestial que contem ­
plaban los antiguos, sino algo así como la sanción de una empresa
del hombre; la energía nuclear que el hombre es responsable de ha­
ber liberado, con todas las oportunidades y peligros que encierra, es
como la réplica simétrica del acto por el que el hombre inaugura las
matemáticas. Y estos dos actos se cuestionan mutuamente. Por eso
mismo, todo el com portam iento situado más acá de la axiomática
m atemática sin aclarar y más acá de la peripecia nuclear de la física,
todo ese com portamiento científico, lanzado por la geografía de los
griegos y por la física m atem ática de Galileo, se presenta de pronto
como un com portamiento tranquilizante, claro y dogmático respecto
a la clarificación de las extrem idades de lo matemático y de las ex­
tremidades de la física, respecto a esa gran problematización de la
ciencia que se realiza ante nuestros ojos.
Nosotros som os los hombres que no hemos acabado de sacar las
consecuencias de la Episteme griega y que hemos puesto en discu­
sión los fundamentos de esa Episteme. Por un lado todo nos invita a
dogmatizar como hombres de ciencia y a aplastar despreciativamente
todo proceso que no haya pasado por la clarificación cuantitativa de
una disciplina científica: ¿no estamos acaso en los umbrales de un
dominio exaltante de los fenómenos de la vida? ¿no estamos casi a
punto de vislum brar lo que será una ciencia verdadera del psiquismo
superior? M ás aún, además de esos saltos de la ciencia más allá del
ciclo de la experiencia m atem ático-m ecanicista queda abierta una
nueva fase do teorización, no sólo debido a una proliferación de dis­
ciplinas m atemáticas, sino por su asociación con la nueva lógica
simbólica, por una parte, y con la teoría física, por otra. En resumen,
tom a forma ante nuestros ojos una razón científica de una amplitud
distinta de la que conocieron Descartes y K a n t2. Esto es verdad; y

1 Cf. D. Dubarle, «Le christianisme et les progrés de la scicnce», Espril, septiem­


bre de 1951.
todo esto invita a la inteligencia científica a dogm atizar y a descono­
cer ese «círculo» en el que está sin embargo incluida y en donde ha
de vérselas a la vez con la conciencia perceptiva de nuestro estar-en-
el-mundo y con la conciencia ética de nuestra responsabilidad, es de­
cir, con la verdad existencial y la verdad ética.
Pero precisam ente el trabajo de problematización que se realiza
en sentido inverso de las tendencias dogmatizantes de la inteligencia
científica vuelve a situar el acto científico en su contexto de existen­
cia y de responsabilidad.
He aquí que hay unas decisiones teóricas en el principio de las
m atem áticas y que unas decisiones prácticas, y hasta políticas y m i­
litares, son provocadas por la energía nuclear. La asim ilación por
parte de la hum anidad de sem ejante descubrim iento plantea proble­
mas, no ya de objetividad, de saber, sino de gestión de los asuntos
humanos. El problema militar, industrial y económ ico de la energía
atóm ica no se plantea en la escala en que es verdadera la teoría ató­
mica, sino en la escala en que existim os nosotros; se plantea en el
mundo tal com o aparece; se plantea no en el universo tal com o se lo
representan los físicos, sino en el m undo de la percepción en que
nosotros nacem os, vivimos y morimos. Es en el mundo de la per­
cepción donde nuestros instrum entos y nuestras m áquinas tienen
una significación ética y ponen e n ju eg o nuestras responsabilidades.
De este m odo volvemos a vernos metidos en nuestro «círculo». La
extensión de la verdad científica engloba al hombre com o un rincón
de objetos, pero las responsabilidades que pone en juego esta ver­
dad científica atestiguan que el acto científico queda englobado en
el conjunto de los actos del hom bre responsable, en la figura global
de la «praxis» humana.
Otro tanto habría que decir de la conquista de la vida por la cien­
cia y de la conquista eventual del psiquism o superior y de la sociali-
dad hum ana en unas disciplinas científicas rigurosas. Más que nin­
gún progreso científico, esta conquista pone al hom bre en el mismo
rango que a las cosas y lo reabsorbe en ellas; pero por otra parte,
más que ningún progreso científico, encierra tam bién una cuestión
ética virtual: ¿qué haremos con semejante poder sobre la vida y so­
bre el hombre?
El hecho de que podamos tem er por el hombre, discernir los peli­
gros para el hombre, porque com ienza y avanza la ciencia del hom ­
bre, ese mismo hecho atestigua el poder de im plicación m utua del
saber y de la ética. Estos temores por el hom bre — que degeneran en
muchos de nuestros contem poráneos en miedo y en desesperación—
son saludables en la m edida en que atestiguan que la verdad ética es
la respuesta del hombre al progreso de su saber, que la ética es en re­
sumen la vigilancia misma de ese hombre, en el corazón de su
mundo percibido, entre los demás hombres.
Esta manera con que se «dialectiza» la verdad científica en sí
misma se presta así al «círculo» del percibir, del saber y del obrar,
volvemos a encontrarla en el corazón de la verdad ética.
No hay nada tan dispuesto a dogm atizar com o la conciencia
ética; tampoco hay nada tan vulnerable a la problcmatización. Por un
lado, lo que constituye la coherencia de una conducta ética personal,
como la estabilidad de una tradición común, es el no recomenzar
continuam ente a evaluar sus opciones principales, el no volver a
cuestionar sus valores fundamentales, sino conservarlos com o con­
vicciones adquiridas y apoyarse en ellas, a fin de lanzarse ligera­
m ente y sin escrúpulos hacia nuevas situaciones. Así se consolida un
orden de valores que perm ite zanjar enseguida y desem barazar de las
vacilaciones últimas las decisiones de cada día.
Esta especie de sedimentación de nuestras opciones hace que
haya para nosotros un «mundo» ético, una concepción de la felicidad
y del honor que es nuestra referencia moral propia, y más aún el te­
soro de las grandes civilizaciones. De este m odo toda una historia,
individual y colectiva, queda recogida en un orden estable. Podemos
apoyarnos en ella; así es com o se constituye para nosotros uno de los
aspectos de la verdad ética: una conducta verdadera es en un sentido
aquella que se conform a a... que se dispone según ese orden moral
que no se cuestiona.
Pero basta con haber puesto una vez en duda una opción anti­
gua, una costum bre, una convicción, para que de pronto todo se
ponga a vacilar y se ponga de relieve la precariedad del «mundo
ético», para que un interrogante sin fin se adhiera a las ram as m a­
estras sobre las que se asienta nuestra acción y se apodere de no­
sotros el vértigo de nuestra condición ética. ¿Hay un poder que
pueda obligarnos, hay una autoridad que resista a nuestra fantasía,
a la tentación del acto gratuito? Este interrogante es la otra cara de
la idea de verdad ética; porque en esa duda, en ese interrogante
que quebranta el orden ya hecho, buscam os la obligación autén­
tica, nos disponem os aún según la exigencia más auténtica, m ás
original, capaz a la vez de m andarnos y de atraernos. S ospecha­
mos que la verdad m oral debe ser algo así com o esa tensión entre
una obediencia m uda a un orden ya hecho, siem pre bajo mano, y
esa obediencia interrogativa y, por decirlo así, dubitativa, dirigida
al valor esencial que siem pre se escapa más allá de toda costum ­
bre ya consolidada.
Quizá podría encontrarse este ritmo de dogmatización y de pro-
blematización de la verdad ética al principio de todas las paradojas
de la vida moral: yo no reconozco un valor más que sirviéndole; un
valor no es auténtico —-justicia, veracidad etc.— más que en su dia­
léctica con otro: lo universal es lo histórico, etc.
No es éste el lugar de hacer una teoría de la verdad moral; des­
pués de haber situado en líneas generales el uno respecto al otro tres
grandes órdenes de la verdad, era menester de algún m odo anim ar
interiormente — o, como hemos dicho, «dialectizar»— cada uno de
esos órdenes, para vislumbrar no solamente que la verdad es que hay
varios órdenes de verdad, pero que cada orden está dirigido por un
doble movimiento de dogmatización y de problematización.
De este m odo nunca deja de pluralizarse nuestra conciencia mo­
derna.
¿Qué ocurrirá si volvemos a introducir en este esquem a triangu­
lar la m ultitud de las otras dim ensiones en que puede intervenir una
conducta de «conformidad», es decir, una conducta de verdad?
El arte m ism o encierra verdad.
Verdad de respeto y verdad de duda.
No hay arquitectura sin respeto a las exigencias del material: el
arte de la piedra no tolera la madera, el arte del cem ento armado no
repite el de la piedra, las colum nas no disimulan el peso de la bó­
veda. La misma imaginación tiene su verdad, que conocen muy bien
tanto el novelista como su lector: un personaje es verdadero cuando
su coherencia interna, cuando su presencia completa en la im agina­
ción se impone a su creador y logra convencer al lector.
Pero esta verdad de sumisión es también verdad de cuestiona-
miento. Es verdadero el artista que no conoce más que la motivación
propia de su arte y no cede ante imperativos externos a su arte: com ­
placer al tirano, ilustrar la Revolución. Incluso cuando pinta la socie­
dad de su tiempo, incluso cuando profetiza tiempos nuevos, el artista
es verdadero si no plagia un análisis sociológico ya hecho y una rei­
vindicación que ya ha encontrado una expresión no estética. Es él,
por el contrario, el que creará algo nuevo, social y políticam ente vá­
lido, si es fiel al poder de análisis que procede de la autenticidad de
su sensibilidad como de la m adurez de los medios de expresión here­
dados. Habrá que volver sobre ello a propósito de la «síntesis polí­
tica de lo verdadero»: el arte verdadero, conform e con su propia mo­
tivación, es un arte com prometido cuando no lo pretende, cuando
acepta no conocer el mismo el principio de su integración en una ci­
vilización total.
Sea lo que fuere de esta situación política de la verdad estética,
ésta introduce en nuestra vida cultural una nueva línea de dem arca­
ción y de explosión. Es posible una existencia puramente estética; y
todos los demás hombres están al servicio de esta aventura; ¿qué se­
ría para nosotros el espectáculo conmovedor de este mundo perci­
bido, matriz de nuestra existencia, si el artista no nos devolviera con­
tinuam ente su gozo, incluso a través del artificio extremo del arte
abstracto? Salvando el color, y el sonido, y el sabor de la palabra, el
artista, sin quererlo expresamente, resucita la verdad más primitiva
del mundo de nuestra vida que el sabio había sepultado; creando fi­
guras y mitos interpreta el mundo y establece permanentem ente un
juicio ético sobre nuestra existencia, aun cuando no moralice, sobre
todo si no moraliza. Poetry is a criticism oflife...
De este modo todos los órdenes de la verdad se critican y se res­
tituyen m utuamente en un «círculo» sin fin.
Todavía sería m enester hacer que interviniera otra dim ensión en
este m ensaje cifrado y supercifrado de nuestra historia cultural: la
dim ensión crítica, la que abrió nuestra filosofía occidental de tipo
socrático, cartesiano, kantiano, y que consiste en plantear la cues­
tión previa: ¿cóm o es posible que haya un «sentido» para mí o en
sí? La filosofía occidental ha introducido en el cam po de la verdad
una fuerza, a la vez corrosiva y constructiva, de cuestionar, que
transform a el problem a mismo de la verdad con que se encontraban
las disciplinas particulares en un problem a de concordancia externa
y de coherencia interna. Ha hecho de él el problem a del funda­
mento. También esto form a parte de nuestra tradición cultural. A
m edida que las ciencias se iban desprendiendo de la filosofía, con­
cebida como C iencia universal, ésta volvía a surgir com o la cues­
tión del lím ite y del fundamento de toda ciencia. De este modo
daba origen a una historia de segundo grado, la historia de esa sub­
jetividad filosófica que duda y que interroga sobre el fundamento.
Y ésta no es una historia vana, ya que una crítica de la vida es ya
nueva vida, un nuevo tipo de relaciones hum anas: el género de vida
filosófica; esa historia que repercute en las ciencias, en el derecho,
en la ética — e incluso, como luego verem os, en la teología— , pro­
sigue de form a discontinua, a través de los im perios y de las gue­
rras, pasando por grandes silencios y reanudándose de pronto en
nuevas obras.
LA UNIDAD COMO TAREA Y COMO FALTA.
LA SÍNTESIS CLERICAL

Llegamos ahora al punto crítico de toda esta exposición. El desa­


rrollo cultural nacido del pensamiento griego es por tanto un proceso
de pluralización de la existencia humana, que se ha hecho capaz de
innumerables contrapuntos.
Sin embargo, estamos destinados a la unidad. Querem os que la
verdad se dé en singular, no sólo en la definición formal, sino en sus
obras. Nos gustaría que hubiera un sentido total, que fuera como la
figura significante que totalizara toda nuestra actividad cultural.
¿Qué significa esc deseo que concierne a la unidad de las verdades?
Me parece que ese deseo es muy ambiguo. Por un lado repre­
senta una exigencia, es decir, una tarea auténtica: un pluralismo ab­
soluto es inconcebible. Ésta es la significación profunda de la «ra­
zón», en el sentido en que Kant la distingue del entendimiento: el
entendimiento se aplica a los objetos, se encarna en las obras de pen­
samiento, está ya en la dispersión; la razón es la tarca suprema de
unificar los pensamientos entre sí, los pensamientos y las obras, los
hombres entre sí, la virtud y la felicidad.
Tanto como tarea de la razón, la unidad es también tarea del sen­
timiento. Entiendo por sentimiento esa preposesión confusa, a estilo
del deseo, de la tristeza y del gozo, de la unidad buscada, perdida o
vislumbrada: la unidad es amada. Sin concebirlo, comprendemos
afectivamente que el gozo de las matemáticas deber ser el mismo que
el de las artes o que el de la amistad; siem pre que presentimos unas
conexiones en profundidad entre unas realidades, entre unos puntos
de vista o entre unos personajes heterogéneos, som os felices; la feli­
cidad de la unidad atestigua un plan de Vida que es más profundo
que la dispersión de nuestra cultura. Sí, la Vida tiene que significar
finalm ente la unidad, como si hubiera primero la vida bruta, el que-
rer-vivir-no-escindido, luego la pujante explosión cultural de nuestra
existencia según todas las dim ensiones de la verdad y, más allá de
esta dispersión, otra unidad que fuera Razón y Vida...
Sea lo que fuere de este anhelo de unidad, está al principio y al
final de las verdades. Pero desde que entra en la historia la exigencia
de una verdad-una, como una larca de civilización, enseguida se ve
afectada de un índice de violencia; porque siempre se quiere rizar el
rizo demasiado pronto. La unidad realizada de lo verdadero es preci­
samente la mentira inicial.
Pues bien, esta culpabilidad vinculada a la unidad de la verdad
— esta mentira de la verdad— se pone de m anifiesto cuando la tarea
de unificar coincide con el fenómeno sociológico de la autoridad.
No es que la autoridad sea viciosa en principio; al contrario, es una
función insustituible. Quizá ni siquiera pueda pensarse que el go­
bierno de las personas, bajo todas sus formas, se disuelva en la adm i­
nistración de las cosas. Siempre se darán situaciones en las que el
hom bre mandará al hombre, aunque sea su delegado. La autoridad
no es culpable en sí misma. Pero es la ocasión de las pasiones del
poder. A través de esas pasiones del poder es como algunos hombres
ejercen una función unificante. Así es como la violencia sirve para
estim ular la tarea más alta de la razón y la más firm e aspiración del
sentimiento. Bonito ejemplo, de ambigüedad, en donde, como siem ­
pre, la falta no se puede distinguir de la grandeza...
La prim era m anifestación de esta unificación violenta de la ver­
dad — al m enos la primera que vamos a considerar, ya que no se
trata de agotar aquí todo el problema del poder— está ligada a la teo­
logía, a su autoridad al poder clerical de la verdad (tomo aquí la pa­
labra «clerical» en su sentido peyorativo, opuesto a «cclesial»).
Me situaré desde ahora en una perspectiva cristiana, e incluso
concretam ente teológica y eclesial, y he de decir que, si mi posición
está fuertem ente acentuada en un sentido «reformado», espero que la
com partan en gran parte mis camaradas católicos, aunque con algu­
nos acentos propios.
Para el cristiano, la teología introduce en su vida cultural una di­
mensión de verdad que hay que situar debidam ente respecto a las
anteriores. Pero la teología no es ella misma una realidad simple;
desde el punto de vista de nuestra investigación sobre la verdad, es
un com plejo de planos de verdades. Antes de ser esa tentación de
violencia que vamos a decir, es una realidad subordinada, sometida;
su referencia m ás allá de ella es la Verdad que es y que se muestra
como una Persona. Así es com o se presenta, y el sociólogo agnós­
tico puede todo lo más com prenderla fenom enológicam ente tal
com o se presenta. Esta Verdad no es la teología, sino la dueña de la
teología, y la teología ni siquiera tiene acceso directo a ella, ya que
esa Verdad que se ha m anifestado 110 llega a nosotros m ás que a tra­
vés de una cadena de testigos y de testimonios. A la verdad que es
se adhiere la verdad como testim onio sobre ella: el dedo que señala;
el prim er testimonio es la Escritura; a su verdad se subordina y con
ella se mide la verdad de la predicación, que en el acto de culto
transm ite y explica a la com unidad de hoy el testim onio primero.
Por tanto, si hay una verdad en la predicación, es dentro de su con­
formidad con el testimonio sobre la Verdad-persona. Pero como la
predicación es siempre un acto de hoy, un acto en la m odernidad
presente, m anifiesta ya los caracteres dialécticos de la verdad hu­
mana; tam bién ella se dialectiza entre los dos polos m ortales de una
repetición anacrónica y de una aventurada adaptación de la Palabra
a las necesidades actuales de la com unidad de los creyentes; por
tanto, esta verdad de la predicación está siempre en busca de una fi­
delidad que sea creadora.
Con esta verdad — siem pre en cam ino— de la predicación se ar­
ticula la verdad posible de la teología y la profesión de «doctor» que
soporta esta verdad posible. Pues bien, la teología es por necesidad
un acto cultural que interfiere con toda la vida cultural de un pueblo
o de una civilización.
En efecto, la teología es un esfuerzo por comprender; no ya en el
sentido de que quiera hacer creíble la Revelación, sino en un doble
sentido: ante todo es una crítica de la predicación; pero esta función
crítica supone una función de totalización: com prender para ella es
comprender en su conjunto los momentos de la Revelación. Com ­
prender es siempre captar una totalidad; m ientras que los temas de la
predicación se van desgranando a lo largo del año litúrgico, la teolo­
gía intenta hacer de todo ello un conjunto. De este modo es una rea­
lidad cultural, que puede com pararse con otras; busca implicaciones,
encadenamientos: pone orden: orden entre los tem as vitales para el
creyente (ser-pecador, justificado, se-santificado, esperar el fin) y
orden entre esos temas vitales y los acontecim ientos absolutos (En­
carnación, Cruz, Resurrección, Parusía), en resumen, entre una tota­
lidad de experiencia y una totalidad de acontecimiento. Por muy dia­
léctico, por muy sombreado de antítesis que esté este orden — tenso
entre encarnación y redención, entre conversión individual y vida co­
munitaria, entre vida presente y vida eterna, entre esfuerzo histórico
y fines últim os— , es una manera de comprender; com o tal, utiliza el
lenguaje, el instrumental nocional de la filosofía, del derecho, de la
vida social am biental, y de este modo interfiere con toda la cultura.
La teología interfiere con la cultura no solamente integrando los
elementos culturales, sino oponiéndose funcionalmente a ese otro in­
tento por captar el conjunto de nuestra existencia que es la filosofía.
La verdad teológica se constituye por esta misma polaridad; puede
existir una predicación indiferente a la filosofía, pero no puede exis­
tir teología sin una referencia filosófica, y esta referencia no puede
dejar de ser una oposición naciente, al menos de tipo metodológico.
En efecto, si la comprensión teológica es una crítica de la predica­
ción y si, por este título, está siempre en relación con una comunidad
de fieles, la filosofía es una crítica del entendim iento y del saber. S i
base de referencia es el ideal del saber racional, y más en concreto
de la ciencia contem poránea, tal como va modulando la estructura
del entendim iento en un momento determinado. La voluntad dé
com prender universalm ente está necesariam ente en tensión con la
voluntad teológica de com prender por acontecim ientos absolutos;
Esta polaridad tom ará una figura dramática a partir de la peripecia]
autoritaria y violenta que ahora vamos a comentar.
La teología interfiere con la cultura, no sólo por su manera de
comprender, sino por su carácter de autoridad. En ella la autoridad
no es un accidente social sobreañadido; es un aspecto fundamental
de la Revelación y de la verdad que el creyente reconoce en ella. Los
acontecim ientos de la Revelación son capaces de cam biar a mi vida;
son igualmente fundadores de una nueva existencia comunitaria; en
este sentido tienen autoridad sobre mi vida y sobre nuestra com uni­
dad. La palabra de Dios es autoridad por su sentido para mí y para
nosotros. La autoridad es un fenómeno de la esfera religiosa: Dios
quiere algo para mí y para nosotros. Como ha mostrado Cullmann,
tal es el prim er sentido de la palabra dogma, más radical y más am­
plia que la palabra doctrina, que sólo explícita una dimensión teó­
rica: el dogma es una orden para mí a través de un acontecimiento
absoluto y que, com o tal, encierra virtualm ente una doctrina. Así es
como la Verdad es autoridad; el encadenamiento se presenta de este
modo: autoridad del Verbo, autoridad del testimonio escriturístico,
autoridad de la predicación fiel, autoridad de la teología.
¡Terrible depósito y terrible tentación para las «autoridades» de
la com unidad cristiana, tener que ejercer esta autoridad de la Pala­
bra! Porque he aquí una autoridad del hom bre sobre el hom bre — la
autoridad del sacerdote, del guía eclesiástico— , que la autoridad de
la Palabra de Dios sobre el hom bre parece autentificar y sostener.
El equívoco de una autoridad sociológica especial y de la autoridad
de la Verdad está inscrito en la am bigüedad m ism a de la realidad
eclesial.
Este equívoco es la trampa privilegiada de la pasión clerical.
Porque hay un «pathos» clerical, que es a la vez rabies theologica y
pasión por el poder y que a m enudo coincide con el espíritu despó­
tico y la estrechez del campo de conciencia de la vejez. Esta pasión,
tanto más pérfida cuanto que se cree al servicio de la verdad, acom ­
paña com o una som bra a la historia de la Iglesia, a la historia de las
Iglesias.
A partir de esta situación fundamental de la autoridad clerical es
como hay que com prender la pretensión endémica en las Iglesias de
recapitular todos los planos de verdades en un sistema actual, que
fuera a la vez una doctrina y una civilización. No es un puro acci­
dente histórico el que en la edad media se haya intentado vincular la
palabra a un sistema del mundo, a una astronomía, a una física, a un
sistema social. Este intento tiene su razón en la desviación pasional
de la autoridad eclesiástica convertida en poder clerical. Debería vol­
verse a pensar toda la idea de cristiandad a partir de una crítica de las
pasiones por la unidad. Esta empresa grandiosa expresaba a la vez la
grandeza del hombre en busca de la unidad y la culpabilidad de la
violencia clerical.
Es aquí donde la mentira está más cerca de la verdad. Habría que
hacer toda una exégcsis de la m entira con motivaciones clericales.
¡Cuántas astucias para seguir estando «conforme», como si nada se
pareciese tanto a la conform idad de lo verdadero com o el confor­
mismo de la mentira! Cuando uno lleva a cabo una innovación en as­
tronomía o en física, intenta ocultar a los demás, incluso a sí mismo,
la ruptura de la síntesis clerical que implica su descubrimiento. To­
davía no se ha cerrado la era de estas artim añas, de estos manejos, de
estas maneras de decir sin decir, de dar a entender y retirarse; actual­
mente quizá no plantee la cosmología estos problemas — al menos
con los térm inos del Renacim iento— , pero ayer mismo la biología,
hoy y m añana las ciencias del hombre, han suscitado y suscitarán el
mismo tipo de alternativas que la que estuvo a punto de costarle la
vida a Galileo. La pasión clerical es capaz de engendrar todas las fi­
guras fundamentales de la mentira que volverá a inventar el totalita­
rismo político: desde la falsía vulgar, el disimulo y la habilidad,
hasta cierto arte de hacer creer, que es el alm a de la propaganda, y
que consiste en hacer coagular un conjunto de creencias, de costum ­
bres, de nociones, de representaciones en una masa indivisa que
ofrece una especie de superficie lisa, esclerótica e impermeable a la
acción disolvente de la reflexión y de la crítica. A su vez, esta m en­
tira activa de la propaganda clerical, que ha perdido con frecuencia
el hilo de sus propias maquinaciones, sirve de cobertura a «la más
astuta de las alimañas del jardín» — la impostura— , la impostura o la
mala fe consolidada como fe.
Me parece que, ante este hecho, el fenómeno de explosión de la
verdad, en el que habíamos reconocido en líneas generales el espíritu
del Renacimiento, adquiere un sentido totalmente nuevo. Lo había­
mos descrito como un proceso de diferenciación metodológica; ese
proceso puede ser reinterpretado a la luz de nuestras reflexiones sflB
bre la síntesis clerical.

1. Parece ser que esta explosión de la verdad fue ante


fundamentalmente la ruptura de la unidad clerical de lo
2. La autonom ía de la ciencia es el punto privilegiado de
ruptura; en este sentido el incidente de Galileo tiene un
simbólico: «Y sin embargo, se mueve...». Este asunto no es un
dente histórico, sino que resume un drama permanente: el drama
la verdad autoritaria de la Revelación y de la verdad libertaria de
ciencia. Pero esta autonomía, a su vez, corre siempre el peligro
caer en un nuevo dogmatismo, en una suficiencia pretenciosa
encierra su propio «pathos», frente al del teólogo.
3. Si la ciencia es el lugar de la ruptura, la filosofía, con su po-:
der de cuestionar sin fin, es el nervio de la revuelta. Es aquí donde!
volvemos a encontrarnos con nuestras reflexiones sobre la polaridad
de la teología y de la filosofía; pero hay que completarlas, ya que
esta polaridad m etodológica entre dos maneras de comprender, de
pensar por totalidad, va acompañada ahora de una polaridad pasio­
nal, de una polaridad culpable. Porque si hay un «pathos» teológico,
también hay un «pathos» filosófico; frente al «pathos» de la autori­
dad, el «pathos» de la libertad com o desafio. Y esto es algo que el
filósofo no adm ite fácilm ente. La libertad enloquecida no tolera la
autoridad de la Palabra y «elim inando al niño con el agua de la ba­
ñera» expulsa a lo eclesial con lo clerical, rechaza la «obediencia de
la fe», de la que habla san Pablo, junto con la obediencia-clerical. De
este modo la teología y la filosofía se enfrentan a lo largo de nuestra
historia de occidente, a través de sus propias expresiones pasionales;
el filósofo denuncia a la Inquisición y defiende a Galileo contra la
violencia clerical; el teólogo denuncia la hybris de los grandes siste­
mas filosóficos, incluso y sobre todo si esos sistemas son el sistema
de Dios. El filósofo y el teólogo anuncian cada uno de ellos algo
esencial: uno la audacia de la verdad y el otro la obediencia a la Ver­
dad; pero quizá ninguno de ellos esté lo suficientem ente cuerdo para
poder pronunciar auténticamente la verdad que le daría la razón.
Quizá el teólogo no pueda pronunciar, sin espíritu de anexión y de
amarga satisfacción, aquella terrible palabra: «Destruiré la sabiduría
de los sabios y aniquilaré la inteligencia de los inteligentes». Y quizá
tampoco el filósofo pueda ejercer sin orgullo la adm irable y tre­
menda libertad de la duda socrática...
4. Para el cristiano, la ruptura de esta unidad violenta de la ver­
dad es un bien. Por un lado m arca la tom a de conciencia de todas las
posibilidades de la verdad, la aceptación de toda su talla humana. Por
otro, significa la purificación de la verdad de la Palabra; la Palabra
de creación y de recreación no es un lenguaje de ciencia, ni una cos­
mología, no siquiera una ética, ni una estética. Es de un orden dis­
tinto. Esta distribución no puede ser, en nuestra econom ía pasional,
más que un cruel aprendizaje de la ruptura, una dura escuela de de­
cepciones en donde el desgarrón es la única oportunidad de la su­
tura. Este duro proceso está todavía en curso en las ciencias del hom­
bre, en la historia de las ciencias sociales, en la psicología y en la
política.

¿Qué es entonces, para el cristiano, la unidad de lo verdadero?


Una figura escatológica, la figura del «último día». La «recapitula­
ción de todas las cosas en Cristo», según la epístola a los Colo-
senses, significa a la vez que la unidad «se m anifestará en el último
día» y que la unidad no es una potencia de la historia. Entretanto, no
sabemos lo que significa que haya una verdad m atem ática y una Ver­
dad que es Alguien; todo lo más percibim os a veces algunas precio­
sas consonancias, que son como las «arras del Espíritu», más allá de
todas las síntesis violentas y de todas las disociaciones culturales de
la unidad clerical.
Por eso mismo es un espejismo la idea de un «humanismo inte­
gral», en el que se situarían armoniosam ente todos los planos de ver­
dad. El sentido final de las aventuras peligrosas del hom bre y de los
valores que éstas desarrollan está condenado a seguir siendo ambi­
guo: el tiempo sigue siendo tiem po de debate, de discernim iento y de
paciencia.

LA SÍNTESIS POLÍTICA DE LO VERDADERO

Lo que acabamos de decir sobre la síntesis «clerical» facilita el


acceso a la segunda tentación de unificación de lo verdadero: por la
conciencia política.
Hay aquí una nueva encrucijada que explorar. En efecto, la polí­
tica tiene una vocación fundamental y una capacidad de reunir los
intereses y las tareas de la existencia humana; en el poder político es
donde se decide el destino de un conjunto geo-histórico: la ciudad, la
nación, un grupo de pueblos. Para cada uno de nosotros, la vida en el
Estado no es un sector como los dem ás de nuestra existencia; allí se
está jugando algo que afecta al trabajo y al ocio, al bienestar y a la
educación, a las técnicas y a las artes, finalm ente a la vida y a la
muerte, como nos recuerda la guerra. Por eso mismo la vida en el
Estado es una totalidad envolvente respecto a las costumbres, las
ciencias y las artes. Lo vemos simplemente por el hecho de que las
ciencias, las artes, las costum bres son realidades que tienen un carác­
ter «público»; el Estado, en cuanto querer «público», central, tiene
un mínimo de responsabilidades en relación con esas actividades de
interés común; esto es verdad incluso en el Estado más liberal. Por
tanto, nos encontram os claram ente en una encrucijada entre lo polí­
tico y los diversos órdenes de verdades. En definitiva, no hay pro­
blema que sea políticam ente neutro, es decir, que no tenga inciden­
cias sobre la vida del Estado.
He acentuado adrede el giro hegeliano de estas indicaciones,
para presentar en resumen la irrupción de lo político en el terreno de
la verdad. El Estado es ciertam ente uno de los puntos en donde se
anudan los diversos hilos que nos hemos entretenido en deshilacliar
en la prim era parte.
Pues bien, la formación de una conciencia política, sobre todo
después de la Revolución francesa, coincide a la vez con el momento
en que llega a un punto elevado de virulencia la complejidad de los
planos de existencia y de verdad y con el momento en que la descris­
tianización de nuestra sociedad deja vacante la función teológica de
reunificación. Al final del triunfo del Renacimiento, queda abierta la
sucesión de la violencia clerical.
¿Cómo puede el Estado ejercer esta función hegemónica, espe­
cialmente sobre la investigación científica, la vida estética y hasta la
ética? La Iglesia la ejercía a través de una doctrina, a través de una
doctrina que tenía autoridad: la teología. Esta función mediadora,
desde el punto de vista de una sociología del conocim iento, entre el
poder del Estado y los diferentes planos de la búsqueda humana, la
ocupa desde hace cien años la filosofía de la historia.
Es verdad que no todas las filosofías de la historia son aptas para
esta función; la violencia o se insinúa por esta puerta m ás que bajo
dos condiciones. En prim er lugar, es m enester que la filosofía de la
historia se com prenda a sí misma como búsqueda de una unidad de
sentido; y no es éste el caso de todas las filosofías de la historia. En
contraposición, desde que la filosofía de la historia com prende en su
perspectiva todos los planos de verdad, todas las actividades cultura­
les, en relación con un motivo conductor de la historia, comienza a
ejercer una violencia virtual respecto a las tendencias divergentes de
la historia, aun cuando piense tan sólo com prender y no transform ar
la historia. Dice: «La verdad una se va haciendo y se hará; todas las
contradicciones se disolverán en una síntesis superior»; y entonces
no com prende ya lo que no entra en su ley de construcción, lo tacha
m entalm ente, lo destruye en el pensamiento.
La segunda condición en el camino de la violencia efectiva es la
identificación, por parte de la filosofía de la historia, de la única ley
de construcción (sea o no sea dialéctica) con una fuerza social, con
un «hombre de la historia». La tiranía de los fascism os era la más
burda, ya que a su hombre histórico se limitaba a un pueblo, a una
raza; su filosofía de la historia era meramente un provincialismo, sin
perspectiva para el conjunto de la humanidad, a no ser la sumisión a
la raza de los señores. Por eso el totalitarismo se realizaba allí como
en estado puro. El caso del marxismo es mucho más complejo. En
muchos aspectos él es la filosofía de la historia por excelencia: no
solamente ofrece una fórmula de la dialéctica de las fuerzas sociales
— bajo el nombre de m aterialismo histórico— , sino que discierne en
la clase proletaria la realidad a la vez universal y concreta que, opri­
mida en la actualidad, hará mañana la unidad de la historia. De este
modo, la perspectiva proletaria ofrece a la vez un sentido teórico de
la historia y una tarca práctica para la historia, un principio de expli­
cación y una línea de acción. El universalismo proletario es en prin­
cipio y fundamentalmente liberador respecto al provincialismo fas­
cista. Pero la toma de poder, en una provincia de la tierra, por los
hombres de la dialéctica hace resurgir todas las consecuencias au­
toritarias de una filosofía de la historia que pretende m onopolizar la
ortodoxia.
He aquí un Estado que se considera a la vez com o instrumento
humilde e intérprete orgulloso de la filosofía de la historia. Todas las
investigaciones, todas las hipótesis, incluso científicas, son entonces
encuadradas, orientadas y podadas por ese Estado; ya no hay verda­
des autónom as ni «objetividad» científica independiente; se ha ce­
rrado la era liberal abierta en el Renacimiento. Se com prende enton­
ces que pueda zanjarse según criterios políticos un debate de
biología o de lingüística.
Por eso una doctrina universalista, a través del prism a de la auto­
ridad y del poder, puede ser tan tiránica como una doctrina racista, si
comprende lo mismo que ella su deber de unificar. Del mismo
modo, aunque de forma más pueril, el american way o f Ufe, que se
niega a verse cuestionado por la historia del resto del mundo y se
precia de buena conciencia, es tan capaz de recoger la herencia nazi
como el «centralismo democrático»; desde el momento en que se in­
tenta una síntesis prem atura de los planos de existencia y de verdad,
se repiten con la misma vulgaridad los mismos procesos violentos.
No creo que se com prenda toda la importancia sociológica de
esta aparición de las filosofías de la historia, si antes no se ha adqui­
rido una conciencia clara del proceso de dispersión de la cultura con
el que esas filosofías han de tropezar. Tampoco creo que se la com ­
prenda si no se tiene en cuenta el papel histórico de la síntesis cleri­
cal. La filosofía de la historia es el nervio de la síntesis política,
como la teología fue el nervio de la síntesis clerical. Es impresio­
nante el paralelismo funcional entre la función de integración de la
filosofía de la historia y la de la teología medieval. La filosofía de la
historia — sea o no díalética— carga también con una tarea y con
una falta. Por un lado la filosofía de la historia es una de las em er­
gencias concretas de esa voluntad de unidad en la que habíamos re­
conocido la grandeza de la razón y del sentimiento; por otro, es un
testimonio más de esa violencia original que corrom pe toda preten­
sión por el «sistema».
Grandeza y culpabilidad de la unidad política de lo verdadero...
Este paralelismo funcional entre la unidad clerical y la unidad
política de lo verdadero, o mejor dicho esta semejanza entre los ins­
trum entos u órganos de la unidad entre la teología y la filosofía de la
historia, se traduce en un extraño parecido en el reino de la mentira.
El nacimiento clerical y el nacimiento político de la mentira tienen
un parentesco impresionante: sumisión hábil y desobediencia astuta,
propaganda artera y hábil para tocar todos los resortes psicológicos,
censura de las opiniones divergentes y puesta en el índice de libros y
películas, arte de «hacer creer» y de com pendiar todos los aspectos
de una civilización en una mentalidad impermeable a la crítica ex­
terna, transform ación perversa de la duda socrática en una autocrí­
tica que restaure solamente la ortodoxia quebrantada por un m o­
mento.
Se objetará, y con razón, que la filosofía de la historia y concre­
tamente la filosofía marxista de la historia es el único medio de po­
ner en orden toda la proliferación del pasado y sobre todo de prom o­
ver una política racional, capaz de abrazar a la vez los intereses de
los proletariados y de los pueblos de color y de elaborar una política
mundial a largo plazo; en resumen, que el universo marxista, por
esencia y por excelencia, libera de la violencia rom ántica de los
«Ftihrer» y de los «Duce».
Es cierto; por eso precisam ente existe el problema. Y por eso
nuestra crítica de la síntesis teológica de lo verdadero tampoco fue
sim plemente negativa. Entonces insistimos en el carácter escatoló-
gico de la unidad. Ahora hay que insistir en la fecundidad de las filo­
sofías de la historia en general y de la dialética inarxista en particular
como hipótesis de trabajo, es decir, al mismo tiempo como método
para los investigadores y como regla probable para los políticos.
Buscamos el orden, necesitam os orden: en el entramado de las
fibras históricas, toda hipótesis se legitima por su doble poder de
descubrimiento y de sim plificación comprensiva. En este sentido el
esquema económico-social tiene una superioridad evidente sobre el
relato arbitrario de las batallas, de las sucesiones y de los repartos de
la antigua historia m ilitar y dinámica; y sobre todo la función inter­
pretativa de una «gran hipótesis» m arxista va acom pañada de una fe­
cundidad política, de una aptitud no sólo para explicar, sino para
orientar los movimientos efectivos de liberación del proletariado y
de los pueblos de color. Pero la historia es muy rica; perm ite otros
muchos sistemas de lectura y es necesario que tengam os en cuenta la
acción limitativa de otros esquemas posibles, para protegernos del
fanatismo que nace con toda unidad prematura.
Esta acción ¡imitada que ejercen otras grandes hipótesis me pa­
rece que representa el mismo papel que la idea de escatología frente
a la tentación clerical. Por eso vale la pena insistir en ella. Sin poner­
nos a esbozar esas otras hipótesis de trabajo, me gustaría señalar poi­
qué razón de principio es posible una pluralidad de sistem as de inter­
pretación. Para ello situaré la pluralidad dentro m ism o del movi­
miento de crecimiento de la historia. La historia que escribimos, la
historia retrospectiva (die Historie) se ha hecho posible por la histo­
ria que se ha hecho (die Gescltichte). Si hay varias lecturas posibles
de la historia, quizá sea porque hay varios movimientos entrelazados
de «historización» (perm ítasem e hablar así).
Proseguimos a la vez varias historias, en unos tiem pos en que no
coinciden los períodos, las crisis, los momentos de quietud. Encade­
namos, abandonam os y volvemos a coger varias historias, como el
ajedrecista que juega varias partidas, volviendo unas veces a una y
otras a otra.
Si hubiera que seguir adelante aclarando esta ilusión principal de
la unicidad de la historia, no vacilaría en decir que en ella se oculta
una ilusión tenaz sobre el tiempo. Suponemos que hay una trayecto­
ria continua, lina duración única, que sincroniza la historia, tanto la
de las dos ciudades de san Agustín como la historia de las ciencias y
de los imperios, la historia de la filosofía o la del arte.
En realidad estam os sacando de las intuiciones de la m ecánica el
modelo del movimiento uniform e y continuo por el que se regulan
todas las duraciones. Por eso queremos que todos los acontecim ien­
tos de toda la historia vayan puntuando un único flujo indiferenciado
y continuo, que sería el correr del tiempo.
Sospecho que la reflexión de Bachelard sobre las superposicio­
nes te m p o ra le stra n sp o rta d a al corazón de la filosofía de la historia,
causaría allí una tremenda convulsión y minaría por su base el postu­
lado de una unidad de fluencia de la historia. Esa gran «sinfonía de
la historia» de que habla san Agustín -—y en la que M arrou m editaba
recientemente— está estructurada según innumerables ejes que tie­
nen su forma propia de encadenarse y de durar, haciendo prematuras
todas las lecturas globales.
Así, hay una historia de las ciencias, estructurada por el tiempo
de los descubrimientos, donde se perciben grandes lagunas, pero que
se va prolongando poco a poco gracias a una serie discontinua de
descubrimientos; esos descubrimientos, separados de sus inventores,
se van acumulando, se estratifican en una única historia del saber,
cuya línea atraviesa las dialécticas económico-sociales, la ascensión
y la decadencia de los imperios. Igualmente es posible escribir otras
historias que tienen su propio tipo de encadenamiento.
Los descubrim ientos técnicos tienen una form a bastante sim ilar
de encadenarse por acum ulación y de durar por capitalización. Así
se constituye un tiem po de progreso, que no es ni m ucho menos el
único eje temporal de nuestra existencia, sino que atraviesa todas
las historias com o una flecha del devenir; allí nada se pierde, todo
se acumula: la pólvora de los chinos, la escritura de los semitas, la
m áquina de vapor de los ingleses, etc. Todas las historias que tienen
este mismo estilo acumulativo -— la historia de los descubrimientos
científicos, de los inventos instrum entales, de las técnicas de tra­
bajo, del bienestar y de la guerra— , todas estas historias son fáciles
de acom odar dentro del mismo eje de duración, que confundim os
sin graves prejuicios con el tiem po de la m ecánica, regulado por el
movimiento de los astros. Pero ahí está la ocasión de la ilusión: un
único ritmo histórico, en contraste con el tiem po de la mecánica,
ofrece el esquem a de las fechas, es decir de las coincidencias y de
los encuentros, algo así como las rayas divisorias de los compases
en una sinfonía.

3 Diaiectique de la Durée.
Pero hay otros ritmos históricos que se entrelazan, que no se aco­
modan exactamente al eje del progreso de las ciencias y de las técni­
cas. Se abren y se cierran ciclos de civilización, surgen nuevos pode­
res y se consolidan; el tiempo exige aquí otras categorías distintas de
las de la sedim entación y del progreso: nociones de crisis, de apo­
geo, de renacimiento, de supervivencia, de revolución; tiempos de
nudos y de vientres (en cierto sentido, ese tiempo está más emparen­
tado con la estructura periódica de los fenómenos de la micro-física
que con la estructura lineal del tiem po de la cinemática y de la mecá­
nica racional).
Más aún, una civilización nueva no sigue un ritmo masivo: no
avanza en bloque ni se estanca en todos sus aspectos. Hay en ella va­
rias líneas que es posible seguir longitudinalmente. La ola no sube ni
refluye en el mismo momento en todas las playas de la vida de un
pueblo. Las crisis de un com portamiento social o cultural particular
tienen su motivación propia y su resolución propia; así la crisis de
las matem áticas en la época de Pitágoras es ampliam ente autónoma
respecto a la historia general; la suscitó un desafio interno a las ma­
temáticas (la irracionalidad de la diagonal respecto al lado del cua­
drado); nacida de un proceso propiam ente m atem ático, esta crisis
tuvo su desenlace propiam ente matemático.
La historia de la m úsica se prestaría a reflexiones del mismo
tipo, aunque en un grado mayor de complejidad; en cierto sentido se
la puede considerar como un encadenamiento relativamente autó­
nomo de las etapas de la técnica de escritura musical; pero el desa­
rrollo de la música expresa tam bién las sugerencias laterales de las
otras artes y de la sensibilidad general, deja ver las esperanzas de un
público y hasta los encargos de los m ecenas o del Estado. Una histo­
ria de la m úsica se m anifiesta com o una continuación técnica de ella
misma, con su motivación en cierto modo longitudinal, pero también
como una serie de explosiones inventivas ligadas a los grandes crea­
dores, y com o un aspecto de la época, con sus relaciones transversa­
les con las demás m anifestaciones de la cultura y de la vida.
De este m odo, la misma historia, que es una por el progreso del
instrumental material e intelectual, tiene por otra parte muchas for­
mas de ser múltiples; se divide no solamente en períodos sucesivos
(lo cual plantea ya m uchos problemas), sino tam bién en fibras longi­
tudinales que no siguen el mismo modo de encadenarse ni proponen
la misma problemática temporal. La idea de «historia integral» es
entonces una idea-límite; toda dialéctica resulta dem asiado simple y
se ve superada por el entramado de las m otivaciones longitudinales
propias de cada serie y por las interferencias transversales entre una
serie y las demás. Habría que poder leer a la vez los contrapuntos de
las líneas metódicas horizontales y la armonía de lo,s acordes vertica­
les. Todo esto nos lleva al carácter circular de las dialécticas más
claras que podemos descubrir. Un ejemplo: el progreso en las técni­
cas y en los instrum entos afecta en cierto modo a todo el proceso so­
cial y con él a las superestructuras ideológicas; pero a su vez las téc­
nicas dependen de las ciencias y principalmente de las matemáticas,
que florecieron en el umbral de las grandes m etafísicas pitagórica,
platónica y neoplatónica del Renacimiento; sin esas metafísicas idea­
listas habría sido impensable la idea misma de una matematización
de la naturaleza.
Por tanto sería «ingenua» la dialéctica que se em peñase en ser
ella misma única y en un sentido único. Se pueden escribir muchas
historias: de las técnicas o del trabajo, de las clases y de las civiliza­
ciones, del derecho, del poder político y de las ideas — sin contar la
historia de los cuestionamientos de la historia por la subjetividad so­
crática, cartesiana, kantiana— , la historia, en segundo grado, de la
reflexión filosófica.
C reo que había que llegar hasta esta raíz del problem a, para
poder esbozar la crítica interna de todas las pretensiones de resol­
ver por m edio de la historia el problem a de la unidad de los órde­
nes de la verdad. La historia se pluraliza tanto com o la verdad;
conviene m antener alerta esta reflexión en contra de toda ju stific a­
ción de las pasiones del poder al servicio de una filosofía dogm á­
tica de la historia.
Terminaré subrayando al alcance de estas reflexiones para una
investigación sobre la mentira en el mundo moderno.
M ientras que nos quedam os en un plano vulgar de la verdad
— en el enunciado perezoso de las proposiciones rutinarias (por el
estilo: «llueve»)— , el problema de la mentira sólo atañe al decir
(digo falsamente lo que sé o lo que creo que no es verdad; no digo lo
que sé o creo que es verdad). Esa mentira, que supone por tanto la
verdad conocida, tiene como contrario a la veracidad, m ientras que la
verdad tiene como contrario al error. Las dos parejas de contrarios
— mentira-verdad, error-verdad— parecen entonces que no guardan
relación.
Sin embargo, a medida que nos vamos elevando hacia verdades
que hay que formar, elaborar, la verdad entra en el terreno de las
obras, especialmente de las obras de civilización. Entonces la m en­
tira puede afectar muy de cerca a la obra de la verdad buscada; la
mentira verdaderamente «disimulada» no es la que concierne al de­
cir de la verdad conocida, sino la que pervierte la búsqueda de la
verdad. Creo que he tocado un punto en donde ci espíritu de mentira
—que es anterior a las mentiras— está más cerca del espíritu de ver­
dad, anterior a su vez a las verdades formadas; ese punto es aquel en
que la cuestión de la verdad culm ina en el problema de la unidad to­
tal de las verdades y de los planos de la verdad. El espíritu de men­
tira contam ina a la búsqueda de la verdad en su corazón, es decir, en
su exigencia unitaria; es el paso en fa lso ele lo total a lo totalitario.
Ese desliz se produce históricamente cuando un p oder sociológico
inclina y logra reagrupar más o menos com pletam ente todos los ór­
denes de la verdad y plegar a los hombres a la violencia de la unidad.
Ese poder sociológico tiene dos figuras típicas: el poder clerical y el
poder político. En efecto, resulta que tanto el uno como el otro tie­
nen una función auténtica de reagrupamiento; la totalidad religiosa y
la totalidad política son totalizaciones reales de nuestra existencia;
por eso precisam ente son las dos mayores tentaciones para el espíritu
de mentira, para la caída de lo total en lo totalitario; el p o d er— y por
excelencia el poder clerical y el poder político— es ocasión de caída
y de culpabilidad virtual.
En función de estas observaciones sobre la solidaridad entre tota­
lidad, mentira y poder, las tareas de un espíritu de verdad serían las
siguientes:

1. A nivel de la vida concreta de una civilización, el espíritu de


verdad consiste en respetar la com plejidad de los órdenes de verdad;
es el reconocim iento de la pluralidad. Incluso diré que este espíritu
sabe discernir, entre esos órdenes de verdad, varios círculos, en
donde nosotros establecemos prematuram ente jerarquía. (He seña­
lado uno de estos círculos entre el mundo como horizonte de mi
existencia, la objetivación científica de la naturaleza y las evaluacio­
nes morales, estéticas, utilitarias, etc., de mi vida de cultura.) El
«círculo» representa un fracaso para la unidad prematura.
2. La autonomía de la investigación científica es uno de los cri­
terios del espíritu de verdad de una sociedad. El hombre ha corrido
el riesgo de la objetivación y de la objetividad; es una aventura que
no puede limitarse en su propia línea, sino sólo establecerse como
uno de los aspectos de la «praxis» teórica. Por eso, el espíritu de ver­
dad no denunciará la deshum anización del hombre, basándose en la
objetividad científica; tam bién el tirano tiene este lenguaje.
3. Otro criterio del espíritu de verdad es la repugnancia del arte
y de la literatura respecto a la apologética clerical y política; no hsíy
que precipitarse en prescribir una eficacia próxima a las artes; lit
m entira se introduce a través de esta pasión por ser útil o edificante.
Un artista servirá con mayor seguridad a su tiempo — casi como de
propina— , si se preocupa prim ero de com prender la problemática in­
terna de su arte y de expresar lo más exigente de sí mismo; una li­
teratura «com prom etida» quizá no exprese sino lo más gastado de la
conciencia de su tiempo; y otra literatura «descomprometida» quizá
alcance un nivel de sentimiento y de esperanza más cargada de por­
venir. En resumen, el artista y el científico no repetirán nunca con
demasiada vehemencia la vieja crítica socrática de lo útil, para llegar
a la verdad según su orden.
4. Una reflexión sobre la relación entre el poder totalitario y la
mentira tendrá que esbozar una crítica útil de la conciencia política.
Señalemos aspectos importantes de esta crítica: hay que desenmas­
carar como mentirosa la idea de una política como ciencia. El nivel
de esta función, a pesar de ser fundamental, sigue siendo la «opi­
nión» en el sentido platónico, o mejor aún lo «probable», como lo
vio Aristóteles; nunca hay más que un «probabilismo» político. Por
otra parte, hay que desenm ascarar como mentira la idea de una com ­
prensión dialéctica única y exhaustiva de la dinámica social; la dialéc­
tica es un método y una hipótesis de trabajo; es excelente siempre que
se la limite con otros sistemas posibles de interpretación... y cuando
no esté ella en el poder.
5. Finalmente, los cristianos han de recobrar el sentido escato-
lógico de la unidad de lo verdadero, el significado de aquel «último
día» que a la vez «vendrá como un ladrón» y cum plirá la «historia»,
«recapitulando todas las cosas en Cristo». Una tarca importante de la
teología cristiana hoy es la de reflexionar conjuntam ente sobre una
escatología de la verdad y sobre una cscatología de la historia. Esta
reflexión tiene que dom inar en toda m editación sobre la autoridad en
la Iglesia, cuya grandeza y cuya tremenda tram pa hemos indicado
más arriba. La escatología es la curación de lo clerical. Quizá enton­
ces el cristiano sepa vivir en la más extrema multiplicidad de los ór­
denes de la verdad con la esperanza de com prender «algún día» la
unidad tal como él será com prendido por ella.
XAVIER ZUBIRI
LA REALIDAD EN LA INTELECCIÓN SENTIENTE:
LA VERDAD REAL
( 1980)

E d ició n o r ig in a l :

— «La realidad en la intelección sentiente: la verdad real», en Inteli­


gencia y realidad, Alianza-Sociedad de Estudios y Publicaciones,
Madrid, 1980, pp. 229-246. Reproducimos el texto de esta edición
con autorización expresa de la empresa editora.

O t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «La verdad y la ciencia», en Naturaleza, Historia, Dios, Alianza-


Fundación X. Zubiri, Madrid, 10.a ed., 1994 (ed. orig., 1944),
pp. 37-49.
— «Realidad y verdad», en Sobre la esencia, Alianza-Sociedad
de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1985 (ed. orig., 1962),
pp. 112-134.
— «Logos sentiente y verdad», en Inteligencia y Logos, Alianza-So­
ciedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1982, pp. 253-392.
— «La verdad racional», en Inteligencia y Razón, Alianza-Sociedad
de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1983, pp. 258-320.
— «La voluntad de verdad», en El hombre y Dios, Alianza-Sociedad
de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1984, pp. 245-258.
— «La realidad moral», en Sobre el hombre, Alianza-Sociedad de
Estudios y Publicaciones, Madrid, 1986, pp. 430-436.
— «La verdad religiosa», en El problema filosófico de la Historia de
las religiones, Alianza-Fundación X. Zubiri, Madrid, 1993, pp. 151 -
164.
— «Descartes: evidencia y verdad», en Los problemas fundamentales
de la metafísica occidental, Alianza-Fundación X. Zubiri, Madrid,
1994, pp. 136-150.
— «Hegel: lo absoluto y la razón», en Los problemas fundamentales
de la metafísica occidental, Alianza-Fundación X. Zubiri, Madrid,
1994. pp. 248-269.
— El hombre y la verdad (inédito/redac. orig. 1966).
B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :
c J F . V - v : - . . : • v.-. /• V V . i V V í .ó - V v - :’- v f";:•' [■■■. - • > ' -f \ i. ; ; ¡ ¿ j S
- í¡
— D. Gracia, Voluntad de verdad. Para leer a Zubiri, Lábor, Barce­
lona, 1986.
— A. Pintor-Ramos, Realidad y verdad. Las bases de ¡a filosofía de
Zubiri, UPS, Salamanca, 1994.
— J. A. Nicolás, «Teoría de la verdad conseiiso-cvidencial y teoría de la
verdad fenomenológico-ícal», en D. Blanco et al. (eds.), Discurso y
Realidad, Trotta, Madrid, 1994, pp. 144-156.

La cosa real es aprehendida com o real en y por sí misma: es «de


suyo» lo que es. Como este momento de formalidad es un prius de
las cosas, resulta que la realidad no consiste formalmente ni se agota
forzosamente en ser inteligida. En su virtud, por inteligir lo que la
cosa realm ente es, diremos que la intelección es verdadera. Lo que la
mera actualización de lo real añade a la realidad es pues, su verdad.
¿Qué se entiende por verdad? A primera vista la verdad parece
ser una cualidad de la afirmación. Pero esto no es así porque la afir­
mación es tan sólo un modo de intelección. La intelección no es ni
exclusivamente ni prim ariamente intelección afirmativa. La intelec­
ción consiste formalmente en aprehender algo como real, y esta inte­
lección tiene también su verdad. Como acabo de decir, verdad es la
intelección en cuanto aprehende lo real presente como real. La ver­
dad no añade nada a la realidad en las notas pero le añade su mera
actualización intelectiva. Por tanto, la pregunta de qué sea verdad es
una pregunta que concierne a la intelección en cuanto tal, y no sólo a
la intelección afirmativa.
Realidad y verdad no son idénticas. Intelección, y por tanto ver­
d a d son aspectos de actualización. Y la actualidad, repito, no añade
ninguna nota física a lo real. Pero, sin embargo, le añade la actuali­
dad de verdad. Y como no toda realidad está actualizada ni tiene por
qué estarlo, resulta que no toda realidad tiene verdad.
Por la misma razón, realidad y verdad tampoco son correlativas;
esto es, realidad no consiste en ser correlato de verdad. Toda verdad
envuelve realidad, pero no toda realidad envuelve verdad.
La realidad funda la verdad. La realidad es lo que da verdad a la
intelección, al estar meramente actualizada en ésta. Y esta actualiza­
ción es verdad porque envuelve la realidad. La realidad pues, es lo
que da verdad, y a este «dar verdad» es a lo que he solido llamar
«verdadear». La realidad verdadea en intelección. Pues bien, el «en»
en ciue la actualidad intelectiva consiste no es sino el verdadear. Por
esto, verdad no sólo no es algo correlativo a realidad, sino que ni si­
quiera es relación: es respectividad. Es un momento de la pura actua­
lización, es puro verdadear. Verdad es pura y simplemente el mo­
mento de la real presencia intelectiva de la realidad.
Con esto hay que elim inar de entrada dos concepciones de la ver­
dad que a fuerza de ser repetidas se admiten sin discusión, pero que
a mi modo de ver son falsas.
La primera es la concepción según la cual la verdad es concien­
cia objetiva. Es la concepción en que se apoya toda la filosofía de
Kant; en rigor viene de siglos atrás. Pero esto no es solamente que
sea falso, sino que es algo más grave: es un inexacto análisis del he­
cho de la intelección. Resuenan en esta concepción las ideas de
conciencia y objeto. Pero la intelección no es un acto de conciencia,
sino un acto de aprehensión, y lo inteligido mismo no tiene sólo
independencia objetiva, sino independencia real. La concepción de la
verdad como conciencia objetiva es, pues, falsa de raíz.
La segunda concepción consiste en apelar al hecho del error: hay
intelecciones no verdaderas. Y de aquí se pasa a decir que verdad y
error son dos cualidades que funcionan ex aequo, y que la intelec­
ción en cuanto tal es «neutra» respecto de esta diferencia. La intelec­
ción sería algo neutral en sí m ism o y, por tanto, lo propio de ella no
sería tener verdad, sino ser pretensión de verdad. Fue en el fondo la
concepción de Descartes, asociada inmediatamente al análisis idea­
lista de la intelección. Pero esto envuelve una serie de graves inexac­
titudes. En prim er lugar, la verdad y el error de que se nos habla en
esta concepción, son verdad y error de la afirm ación. Ahora bien,
como ya hemos dicho repetidam ente, la afirm ación jam ás es la
forma prim aria de intelección; hay un modo de intelección anterior.
Y entonces lo menos que ha de decirse es que no es tan inconcuso
que este m odo primario de intelección incluya verdad y error. Habría
que examinarlo, y lo haremos enseguida. Pero, en segundo lugar, aún
tratándose de la intelección afirmativa, el hecho inconcuso de afir­
maciones erróneas no equivale a equiparar sin más las dos cualida­
des de verdad y error: los errores de la afirmación son posibles pre­
cisamente porque la verdad es fundante de la posibilidad del error. El
error de la afirm ación no consiste, por tanto, en una mera «carencia»
de verdad sino que es formal y rigurosamente «privación» de ver­
dad. La intelección afirmativa, por tanto, no es algo neutral. No es
que la intelección afirmativa «pueda ser» verdadera «y» falsa, sino
que de hecho «tiene que ser» forzosamente «o bien» verdadera, «o
bien» falsa, porque de suyo la intelección afirmativa tendría que ser
verdadera. Por tanto, verdad y error no pueden equipararse como
cualidades que sobrevienen a una intelección en sí misma neutral. La
intelección incluso afirm ativa es algo más que pretensión. Por tanto,
la verdad no es conciencia objetiva ni es una cualidad de la intelec­
ción opuesta a otra que sería el error. Verdad es el momento de la ac­
tualización de lo real en intelección sentientc en cuanto tal. ¿En qué
consiste más precisamente?
Repito que se trata de la verdad de la intelección sentiente en
cuanto tal, es decir, de la índole prim aria y radical de la actualización
sentientc de lo real. No se trata, pues, de cualquier actualización in­
telectiva. Como ya vimos, intelección sentiente en su forma primaria
y radical es aquella en que lo aprehendido lo es en y por si mismo, es
decir, en que lo aprehendido está directamente, inm ediatam ente y
unitariam ente aprehendido. Ahora bien, en esta actualización sen-
tiente lo aprehendido lo es «de suyo». Y este momento de formali­
dad del «de suyo» es un momento de la cosa anterior (prius) a su
propio estar aprehendida. Y en esto consiste justam ente su realidad.
Pero claro está, este «de suyo» anterior a la aprehensión está, sin em ­
bargo, aprehendido en su propia anterioridad; esto es, está presente
en la intelección sentiente. Pues bien, este «de suyo» en cuanto ante­
rior a la aprehensión es realidad. Y este «de suyo», esta realidad, en
cuanto presente en la aprehensión es justam ente verdad. Verdad es
realidad presente en intelección en cuanto está realmente presente en
ella. Por tanto, la verdad prim aria y radical de la intelección sen-
tiente no se identifica con la realidad, pero no añade a lo real nada
distinto a su propia realidad. Lo que le añade es esa especie de ratifi­
cación según la cual lo aprehendido como real está presente en su
aprehensión misma: es justo ratificación del «de suyo», ratificación
de la realidad propia. Ratificación es la form a primaria y radical de
la verdad de la intelección sentiente. Es lo que yo llamo verdad real.
Es verdad, es un momento que no es form alm ente idéntico a rea­
lidad. La realidad es formalidad de la cosa, pero la verdad es cuali­
dad de la intelección en cuanto en ella está presente lo real. Ésta y no
otra es la diferencia entre realidad y verdad: verdad real es ratifica­
ción de la realidad.
Es real, porque es la realidad misma la que está en esta verdad; es
lo real mismo lo que verdadea. Claro está, trátase de la realidad como
formalidad del «de suyo», y no de la realidad allende su aprehensión;
es la realidad de lo aprehendido m ism o tal como es aprehendido en
su aprehensión. Inmediatamente volveré sobre esta idea.
He aquí la índole esencial de la verdad real: lo real está «en» la
intelección, y este «en» es ratificación. En la intelección sentiente la
verdad se halla en esa primaria forma que es la impresión de reali­
dad. La verdad de esta actualidad impresiva de lo real en y por sí
misma es justo la verdad real.
Tres observaciones esenciales servirán para perfilar esta idea con
más precisión.
Ante todo, trátase de una m era ratificación. Y esto es esencial.
Clásicamente la filosofía ha resbalado sobre este punto y ha pensado
siempre que la verdad está constituida en la referencia a una cosa
real desde lo que de ella se concibe o se afirma. Precisamente por
esto es por lo que pienso que la idea clásica de verdad es siempre lo
que llamo verdad dual. Pero en la verdad real no salimos de la cosa
real en y por sí misma; la inteligencia de esta verdad no es conci-
piente sino sentiente. Y en esta intelección no hay primariamente
nada concebido ni afirmado, sino que hay simplemente lo real actua­
lizado como real y por tanto ratificado en su realidad. La verdad real
es ratificación, y es por esto verdad simple. Para mayor claridad, y
aunque sea anticipando ideas que aparecerán en las otras dos partes
del libro, diré que la verdad puede adoptar formas diversas. En pri­
mer lugar, la verdad simple, es decir, la verdad real en la que no sali­
mos de lo real: es verdad como ratificación. En ella no solamente no
salimos de lo real, sino que hay un positivo y penoso acto de no sa­
limos de lo real: es la esencia misma de la ratificación. En segundo
lugar, hay la verdad dual. En ella hemos salido de la cosa real hacia
su concepto o hacia una afirm ación, o-hacia su razón. Si volvemos a
la cosa real desde su concepto, es la verdad como autenticidad. Si
volvemos a la cosa real desde una afirmación, es la verdad como
conformidad. Si volvemos a la cosa real desde su razón, es la verdad
como cumplimiento. Como veremos, esta tercera forma tampoco ha
sido considerada por la filosofía clásica. Autenticidad, conformidad
y cumplimiento son tres formas de verdad dual. Pero en la verdad
real no hay, como en la verdad dual, dos términos prim ariamente aje­
nos entre sí; de un lado la cosa real y de otro su concepto, su afirm a­
ción y su razón. No hay sino un solo término, la cosa real en sus dos
momentos internos suyos: su actualidad propia y su propia ratifica­
ción. Por esto es por lo que toda verdad dual se halla fundada en ver­
dad real. En la verdad real, lo real está ratificando. En la verdad de
autenticidad lo real está autenticando. En la verdad de conformidad,
lo real está veridictando; esto es, lo real está dictando su verdad. En
la verdad de razón, lo real está verificando. Autenticar, veridictar,
verificar son tres formas de m odalizar dualmente la verdad real, es
decir, la ratificación. Por esto, esta verdad real es, como veremos en
su momento, el fundamento de la verdad dual.
La segunda observación concierne a lo que apuntaba ya antes: la
verdad real no se contrapone al error, sencillamente porque la inte­
lección prim aria de lo real no admite la posibilidad de error. Toda
aprehensión prim aria de realidad es ratificante de lo aprehendido y,
por tanto, es siem pre constitutivamente y formalmente verdad real.
No hay posibilidad ninguna de error. La verdad es ratificación de lo
real en su actualidad. Nada tiene que ver con que haya o no haya una
actuación de la cosa real para llegar a ser aprehendida. Si nos coloca­
mos en lo real allende la aprehensión, es posible que esta actuación
deform e la cosa y, que por tanto, lo aprehendido no sea igual a lo
que es la cosa allende la aprehensión. Pero esto no obsta para que lo
aprehendido sea real «en» la aprehensión misma, sea o no real
allende la aprehensión. En el caso de cualquier error, por ejemplo, en
el caso de la ilusión, se sale de lo aprehendido y se va allende lo
aprehendido. La ilusión es por esto un fenómeno de dualidad. Pero la
mera actualidad de lo aprehendido «en» la aprehensión misma no es
dual: es una serie de notas que pertenecen a lo aprehendido «en pro­
pio»; es decir, «de suyo». Por tanto, el error consiste en identificar lo
real aprehendido con lo real allende la aprehensión; en m anera al­
guna consiste en que lo aprehendido sea irreal «en» la aprehensión,
y que se tome com o real. En la aprehensión el contenido aprehen­
dido es real en y por sí mismo; ratificado como tal constituye verdad
real. No hay posibilidad de error. Lo mismo debe decirse de errores
debidos más que a simples ilusiones a la m alform ación de los recep­
tores mismos; por ejemplo, el daltonismo. Un tipo daltónico ve un
color gris oscuro donde un hombre normal ve un color rojo. Pero en
ambos casos, y dentro de cada percepción, el gris que ve el daltónico
no es menos real que el rojo que ve el hombre normal, ni este rojo es
más real allende la percepción que el gris que ve el daltónico. Toda
intelección sentiente en la que se aprehende algo en y por sí mismo
es siempre y constitutivamente verdad real. Realidad no es sino la
formalidad del «de suyo», y verdad real es este «de suyo» ratificado
como «de suyo» en la aprehensión misma. El error sólo es posible
saliéndonos de esta intelección y lanzándonos a una intelección dual
allende la aprehensión.
Finalmente, una tercera observación. La verdad real, como acabo
de decir, es verdad simple. Pero es menester conceptuar correcta­
mente esta simplicidad. Para Aristóteles ser simple consiste en no te­
ner multiplicidad ninguna, en ser «sencillo» por así decirlo; así las
cualidades sensibles como objeto formal propio de cada sentido se­
rian ta haplá.J'cm esto no es así. Lo aprehendido en intelección sen-
tiente tiene en general una gran variedad de notas, es un sistema sus­
tantivo de notas. La simplicidad de esta aprehensión no consiste,
pues, en la «sencillez» de lo aprehendido sino en que toda su interna
variedad está aprehendida en y por sí misma de una m anera unitaria.
No se trata, pues, de la sencillez de un contenido (la cual en defini­
tiva nunca se da), sino de la simplicidad del modo de aprehensión, a
saber, el modo de aprehender algo directamente, inmediatamente y
unitariamente, es decir, p er mochan unius. Ver un paisaje, ver un li­
bro, en bloque, por así decirlo, sin pararse a aprehender cada una de
sus notas o conjuntos parciales de ellas, es una aprehensión simple
en el sentido de unitaria. Esta visión unitaria del sistema, ratificada
en la intelección de lo así presentado es su verdad real simple. Pu­
diera llamársela también verdad elemental.
He aquí la índole esencial de la verdad real: ratificación. Y esta
verdad tiene algunas dimensiones sumamente concretas.

DIM ENSIONES DE LA VERDAD REAL

En la verdad real, es la realidad la que en y por sí misma está verda-


deando en la inteligencia, es decir, es la realidad la que directamente,
inmediatamente y unitariamente está dando su verdad a la intelección.
Esta realidad tiene estructuralmente, como vimos, tres dimensiones: to­
talidad coherencia, duratividad. Pues bien, la ratificación de cada una
de estas dimensiones es una dim ensión de la verdad real. Las dim en­
siones son respectos formales, son la ratificación de los distintos
momentos de la respectividad en que lo real consiste. Al tratar de las
dimensiones de lo real me expliqué sobre el hecho de que lo dicho a
propósito de los sistemas de notas se aplica a cada una de ellas si es
aprehendida en y por sí misma. Por esto puedo perm itirm e no refe­
rirme aquí sino a sistemas.

A) Todo lo real tiene com o sistem a de notas esa dimensión de


ser un todo sistemático: es la dim ensión de totalidad. Actualizada la
cosa real en su respecto formal de totalidad su realidad se ratifica de
un modo muy preciso: es la riqueza de lo aprehendido. La riqueza
no es la totalidad de notas de lo real, sino que es esta totalidad en
cuanto ratificada en intelección sentiente. Es una dimensión de la
verdad real: la dimensión de totalidad de lo real ratificada en la inte­
lección.
B) Todo lo real es un sistem a coherente de notas. La coheren­
cia formal es una dimensión de lo real. Pero esta coherencia ratifi­
cada en la intelección constituye la verdad real como verdad de la
coherencia: es lo que llamamos el qué de algo. Es una dimensión de
la verdad real. Ser «qué» es la ratificación de la coherencia real del
sistema en la intelección.
C) Todo lo real es sistema durable en el sentido de ser duro. Si
no tuviera alguna dureza, la cosa no tendría realidad. Pues bien, la
ratificación de la dureza en la intelección constituye la verdad de
esta dureza, a saber, la estabilidad. Estabilidad significa aquí el ca­
rácter de ser algo establecido. Estar establecido es la dimensión de la
duratividad, del estar siendo de lo real, ratificada en la intelección.
Estar establecido es exactamente lo que constituye la ratificación del
estar siendo. El lector puede observar que esta idea de estabilidad
está conceptuada aquí, en este problema, de un m odo algo diferente
a como la he conceptuado en otras publicaciones mías.

La realidad, pues, tiene tres dimensiones: totalidad, coherencia y


duratividad. Estas dimensiones se ratifican en verdad real y constitu­
yen las tres dimensiones de esta verdad: la totalidad se ratifica en ri­
queza, la coherencia se ratifica en «qué», la duratividad se ratifica en
estabilidad. Riqueza, «qué», estabilidad son, pues, las tres dim ensio­
nes de la verdad real. Pero la ratificación misma no es un carácter
amorfo, por así decirlo, sino que en cada caso hay un modo propio
de ratificación. La totalidad se ratifica en riqueza según un modo
propio de ratificación: la manifestación. No es lo mismo manifesta­
ción que patentización, porque lo patente es ciertamente manifiesto,
pero es patente porque está manifestado. M anifestar es el modo de
ratificación de la totalidad en riqueza. La cosa m anifiesta la riqueza
de todas sus notas. La realidad es coherente, y se ratifica en un
«qué» según un modo propio de ratificación: la firm eza. Lo que lla­
mamos «qué» de una cosa es justo aquello en que ésta consiste y, por
tanto, le da su firm eza propia: es hierro, es perro, etc. El modo como
esta coherencia se ratifica es, pues, justam ente la firmeza: lo real
tiene la firm eza de ser un «qué». Finalmente, la realidad durable se
ratifica en estabilidad según un modo propio, la constatación. La
constatación no es aprehensión de un mero hecho: es un modo de ra­
tificación, es la aprehensión del estar siendo.
En resumen, las tres dim ensiones de lo real (totalidad, coheren­
cia, duratividad) se ratifican en tres dimensiones de la verdad real
(riqueza, «qué», estabilidad) según tres modos propios de ratifica­
ción (manifestación, firmeza, constatación). La unidad intrínseca de
estas tres dimensiones de ratificación y de sus modos propios consti­
tuye lo radical de la verdad real, lo radical de la ratificación de la reali­
dad en la intelección.
Esta idea de la ratificación no es una mera precisión conceptual,
sino algo que concierne a lo más esencial de la aprehensión sentiente
de lo real. Por ser sentiente, esta aprehensión es impresiva. Y toda
impresión, según veíamos en el capítulo II, tiene tres momentos:
afección, alteridad (contenido y formalidad), fuerza de imposición.
La inteligencia sentiente está esencialm ente constituida por impre­
sión de realidad. En cuanto imprensiva, esta intelección es sentiente.
En cuanto siente lo otro como alteridad de «en propio», de «de
suyo», este sentir es intelectivo. En cuanto la realidad aprehendida
está ratificada en la impresión misma, es verdad real. La ratificación
es la fuerza de imposición de la impresión de realidad. La ratifica­
ción es la fuerza de la realidad en la intelección. Y como esta intelec­
ción impresiva es mera actualización, resulta que no somos nosotros
los que vamos a la verdad real, sino que la verdad real nos tiene por
así decirlo en sus manos. No poseemos la verdad real sino que la
verdad real nos tiene poseídos por la fuerza de la realidad. Esta pose­
sión no es un mero estado mental o cosa semejante, sino que es la
estructura formal de nuestra intelección misma. Toda form a de inte­
lección ulterior a la intelección prim aria y radical está determinada
por lo real mismo: la determ inación és entonces un arrastre. Estamos
poseídos por la verdad real y arrastrados por ella a ulteriores intelec­
ciones. ¿Cómo? Es el problema de los modos ulteriores de intelec­
ción. Será el tem a de las otras dos partes del libro. Pero antes de en­
trar en ellas es conveniente concluir esta prim era parte con una
consideración modal. Voy a explicarme.
Lo que he hecho hasta ahora ha sido analizar la estructura formal
de la intelección en cuanto tal: es intelección sentiente. Pero en m u­
chos pasajes he advertido que trataba de la intelección primaria y ra­
dical. Esto indica ya que hay intelecciones que no son prim arias y ra­
dicales, pero que, sin embargo, son intelecciones, esto es tienen la
estructura formal de la intelección. Esto significa que én nuestro
análisis hemos tratado a la vez de qué es intelección y de cuál es su
modo primario. Es m enester ahora acotar con m ás precisión estos
dos momentos formal y modal de la intelección. Es el tem a del capí­
tulo siguiente.
APÉNDICE: CONSIDERACIONES SOBRE LAS DIMENSIONES
DE LA VERDAD REAL

Una vez más, estos conceptos que en cierto modo rebasan los lí­
mites estrictos de un análisis formal de la aprehensión de realidad,
los reúno en apéndice. En él, en prim er lugar, a título de mera ilus­
tración, aporto ciertos hechos lingüísticos sobradamente conocidos.
Y en segundo lugar apunto a las posibles dimensiones de la verdad
real en intelección ulterior.
I. C om o es bien sabido, los griegos llam aron a la verdad,
a-léth eia, descubrimiento, patentización. Peto no es el único voca­
blo con que en nuestras lenguas se designa la verdad. Para mayor
sencillez reproduciré aquí una página que escribí y publiqué ya en
1944.
«Por am or a la precisión no será ocioso decir que el sentido pri­
mario de la palabra aletheia no es «descubrimiento», «patencia».
Aunque el vocablo contiene la raíz la-dh-, «estar oculto», con un
-dh- sufijo de estado (lat. lateo de la-t, Benveniste; ai, rahú-, el de­
monio que eclipsa al sol y a la luna; tal vez gr. alasteis, el que 110 se
olvida de sus sentimientos, de sus resentimientos, el violento, etc.),
la palabra aletheia licne su origen en el adjetivo alethés, del que es
su abstracto. A su vez, alethés deriva de léthos, láthos, que significa
«olvido» (pasaje único Teoc. 23, 24). Primitivamente alétheia signi­
ficó, pues, algo sin olvido, algo en que nada ha caído en olvido «com ­
pleto» (Krctschmer, Dcbrunner). La patencia única a que alétheia
alude es, pues, sim plemente la del recuerdo. De aquí, por lo que
tiene de completo, alétheia vino a significar más tarde la simple pa­
tencia, el descubrimiento de algo, la verdad.
Pero la idea misma de verdad tiene su expresión primaria en otras
voces. El latín, el celta y el germánico expresan la idea de verdad a
base de una raíz itero, cuyo sentido original es difícil de precisar; se
encuentra como segundo término de un compuesto en latín se-verus
(seld[verus), «estricto, serio», lo que haría suponer que uero signifi­
caría confiar alegremente; de donde heorté, fiesta. La verdad es la
propiedad de algo que merece confianza, seguridad. El mismo pro­
ceso semántico se da en las lenguas semíticas. En hebreo, aman, «ser
de fiar», en hiphil «confiar», dio emunah, «fidelidad, firm eza»; amén
«verdaderamente, así sea»; emeth «fidelidad, verdad». En akkadio
ammatu «fundamento firm e»; tal vez emtu (Amai na), «verdad».
En cambio el griego y el indoiranio parten de la raíz es- «ser».
Así ved. satya-, av. haithya- «lo que es realmente, lo verdadero». El
griego deriva de la misma raíz el adjetivo etós, eteós, de s-e-tó «lo
que es en realidad»; etá=alethé (Hesych.). La verdad es la propiedad
de ser real. La misma raíz da lugar al verbo etázo «verificar», y esto
«sustancia, ousía».
Desde el punto de vista lingüístico, pues, en la idea de verdad
quedan indisolublemente articuladas tres esenciales dimensiones,
cuyo esclarecim iento ha de ser uno de los temas centrales de la filo­
sofía: la realidad (es-), la seguridad (uer-) y la patencia (la- dh-)».
La unidad radical de estas tres dimensiones es justo la verdad
real. Por esto he apelado a estos datos lingüísticos como m era ilus­
tración de un problema filosófico. (Naturaleza, Historia, D ios, 1.a
ed., p. 29, 1944.)
II. La verdad real, es decir, la ratificación de la realidad en la
intelección tiene, pues, tres modos: m anifestación, firm eza y consta­
tación. Como escribí en mi libro Sobre la esencia (1962, p. 131),
toda verdad real posee indefectible e indisolublemente aquellas tres
dimensiones. Ninguna de ellas tiene rango preferente ni prerrogativa
de ninguna clase sobre las otras dos. Las tres son congéneres como
momentos estructurales de la prim aria actualización intelectiva de
una cosa real. Sin embargo, son form alm ente distintas, tanto que su
despliegue en intelección ulterior matiza fundamentalmente la acti­
tud del hombre ante el problema de la verdad de lo real.
«Bl hombre, en efecto, puede moverse intelectivamente con pre­
ferencia en la riqueza insondable de la cosa. Ve en sus notas su ri­
queza en erupción. Está inseguro de todo y de todas las cosas. No
sabe si llegará a alguna parte, ni le inquieta demasiado lo exiguo de
la realidad y de la inseguridad que pueda encontrar en su marcha. Lo
que le interesa es agitar, sacudir por así decirlo la realidad, para po­
ner de m anifiesto y desenterrar sus riquezas; a lo sumo concebirlas y
clasificarlas con precisión. Es un tipo de intelección perfectamente
definido: la intelección como aventura en la realidad. Otras veces,
moviéndose a tientas y como en luz crepuscular, la imprescindible
para no tropezar y no desorientarse en sus movimientos, el hombre
busca en las cosas seguridades a que asirse intelectual mente con fir­
meza. Busca certezas, certezas de lo que las cosas son en realidad.
Es posible que al proceder así deje de lado grandes riquezas de las
cosas, pero es a cambio de lograr lo seguro de ellas, su «qué». Corre
tras lo firm e, tras lo cierto como «lo verdadero»; lo demás, por rico
que fuere, no pasa de ser para él simulacro de verdad y realidad, lo
«vero-simil». Es la intelección como logro de lo razonable. Otras ve­
ces, en fin, recorta con precisión el ámbito y la figura de sus movi­
mientos intelectuales en la realidad. Busca la clara constatación de
su realidad, el perfil aristado de lo que efectivamente es. En princi­
pio, nada queda excluido de esta pretensión; pero aunque fuera nece­
sario llevar a cabo dolorosas am putaciones, las acepta; prefiere que
quede fuera de lo intcligido todo aquello a que no alcance la consta­
tación, el propósito de claridad efectiva. Es la intelección como co­
nocimiento, en el sentido más amplio del vocablo». (Sobre la esen­
cia, p. 131.)
Toda intelección verdadera ulterior tiene algo de aventura en la
realidad, algo de firm eza cierta, y algo de conocimiento, porque ma­
nifestación, firm eza y constatación son tres dim ensiones constituti­
vas de la verdad real, y a fuer de tal son irrenunciables. Pero el pre­
dominio de algunas de estas cualidades sobre las dem ás en el
desarrollo de la intelección, matiza la actitud intelectual. Por aquel
predominio se constituyen así tres tipos de actitud intelectual.
TEORÍAS HERMENÉUTICAS
DE LA VERDAD
MARTIN HEIDEGGER
DE LA ESENCIA DE LA VERDAD
(1943)

E d ic ió n o r ig in a l :

— Vom Wesen der Wahrheit, Klostermann, Francfort, 1943.


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í- V . r\ ' ;• / ' ! £ • ; ';

E d ic ió n c a s t i l l a n a : '|

-— A) «De la esencia de la verdad», en Cuadernos de Filosofía


(Buenos Aires), n.D1 (1948).
-— B) «De la esencia de la verdad», en Heidegger. De la analítica on­
tológica a la dimensión dialéctica, Juárez, Buenos Aires, 1970.
— C) «De la esencia de la verdad», en Ser, verdad y fundamento,
Monte Ávila, Caracas, 1968, pp. 59-83.
— D) «De la esencia de la verdad», en ¿Qué es metafísica? y otros
ensayos, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1974, pp. 109-131. Re­
producimos el texto de esta edición con autorización expresa
de la empresa editora.

T r a d u c c ió n :

— A) y B): C. Aslrada.
— C) y D): E. Garcia Belsunce.
-v -i i- • . ‘ - >■. ■ ( • ' ' “V i v •'' > £
: ^ V : V v i o - ' A".r <4?
O t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :
i»-:'
— Sein und Zeit, M. Niemcyer Verlag, Tubinga, 1927 (11.a reimp.,
1967); § 44: «Dasein, Erschlossenheit, Wahrheit» [ed. east. El ser
y el tiempo, FCE, México, 1951 (2.a ed., 3.a reimp., 1980), § 44:
«Ser ahí, estado abierto, verdad»].
— «Platons Lehre von der Wahrheit», Franckc, Berna. 1947 fcd.
east., «Doctrina de la verdad según Platón», Cuadernos de Filoso­
fía, Universidad de Buenos Aires, 10/12 (1953), pp. 113-158].
—- «Aletheia» (Heraklit, Fragmento 16), recogido en Vortrage und
Aufsiitze, Neske, Pfullingen, 1954 (cd. east. «Aletheia», en Confe­
rencias y artículos, Ed. del Serbal, Barcelona, 1994, pp. 225-246.
— «Der Ursprang des Kunstwerkes», Holzwege (1950), Reclam,
Stuttgart, 1960, pp. 7-68 (reed., Klostermann, Francfort, 1984; ed.
cast.: «El origen de la obra de arte», en Camino.'; de bosque,
Alianza, Madrid, 1995, pp. 11-747; hay edición castellana anterior
de la obra completa bajo el título Sendas perdidas, 1960).
— Logik. Die Frage nach der Wahrheit, Gesamtausgabe, Bd. 21,
Klostermann, Francfort, 1976.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

—^ E. Tugendhat, Heideggers Idee von Wahrheit, en O. Poggeler (ed.),


Heidegqer. Perspektiven zur Deutung seines Werkes, Colonia-Ber-
lín, 1969.
—- C. F. Gethmann, «Zu Heideggers Wahrheitsbegriff», Kantstudien,
65/2(1974), pp. 186-200.
E. Richter (Hrsg.), Die Frage nach der Wahrheit, Klostermann,
Francfort, 1997.

El texto de Vom Wesen der Wahrheit fue redactado


O b s e r v a c io n e s :
inicialmente en 1930, aunque se publicara por primera vez en 1943.
En la presente edición se recoge la versión castellana de E. García
Belsunce.

Se trata de la esencia de la verdad. La pregunta por la esencia de la


verdad no se preocupa de si la verdad es en cada caso una verdad de la
experiencia práctica de la vida o de un cálculo económico, la verdad
de una reflexión técnica o de la perspicacia política, en particular, una
verdad de la investigación científica o de una creación artística, o aún
la verdad de una meditación pensante o de una fe en un culto. La pre­
gunta esencial aparta la vista de todo eso y mira hacia lo único que ca­
racteriza toda «verdad» en general en cuanto verdad.
¿Pero, con la pregunta por la esencia, no nos extraviamos en el va­
cío de lo general, que deja sin aliento a todo pensar? ¿El extravío de
ese preguntar no pone en claro lo inconsistente (Bodenlos) de toda fi­
losofía? Un pensamiento radical vuelto hacia lo real ( Wirklich) debe
insistir en establecer, en primer término y sin rodeos, la verdad real,
que nos da hoy medida y base contra la confusión de las opiniones y
los cálculos. Frente a la indigencia real, ¿qué importa la pregunta
«abstracta» por la esencia de la verdad, que prescinde de todo lo real?
¿No es la pregunta esencial lo más inesencial y lo menos compromete­
dor que se puede preguntar en general?
Nadie eludirá la evidente certeza de estas objeciones. Nadie
puede m enospreciar superficialm ente la apremiante gravedad de es­
tas objeciones. ¿Pero quién se expresa en estas objeciones? El
«sano» entendim iento humano. Insiste en la exigencia de la utilidad
aprensible y se encoleriza contra el saber acerca de la esencia del
ente, saber esencial que se llama desde hace mucho «filosofía». El
entendim iento humano común tiene su propia necesidad; afirm a su
derecho con la única arma que le corresponde. Ésta es la apelación a
la «evidencia» de sus pretensiones y objeciones. La filosofía no
puede refutar nunca el entendimiento común, porque éste es sordo a
su lenguaje. Ni siquiera debe querer refutarlo, porque el entendi­
miento común es ciego para lo que ella pone ante la mirada esencial.
Además, nosotros mismos permanecem os en la inteligibilidad
del entendim iento común, en cuanto nos creemos seguros en aque­
llas «verdades» de la experiencia de la vida y de la acción, de la in­
vestigación, la creación y la fe. Nosotros mismos tom am os parte en
esa sublevación de lo «evidente» contra toda exigencia de lo digno
de ser puesto en cuestión (Fragwurding).
Por eso, cuando hay que preguntar por la verdad se reclama la
respuesta a la pregunta: ¿dónde estamos hoy? Se quiere saber qué
nos pasa hoy. Se clama por la meta que ha de fijarse al hombre en y
para su historia. Se quiere la «verdad» real. Por consiguiente, ¡la ver­
dad!
Al clam ar por la «verdad» real ya se sabrá, pues, lo que significa
la verdad en general. ¿O es que esto se sabe sólo «sensitivamente» y
«en general»? ¿Pero este «saber» aproximativo y esta indiferencia no
son, al contrario, más indigentes que el simple no conocer la esencia
de la verdad?

I. EL CONCEPTO CORRIENTE DE VERDAD

¿Qué se entiende habitualmente por «verdad»? Esta palabra


«verdad», elevada y al mismo tiem po desgastada y casi hueca, alude
a aquello que hace verdadero lo verdadero. ¿Qué es algo verdadero?
Decimos por ej.: «es una verdadera alegría colaborar en el,éxito de
esta tarea». Pensamos; es una alegría pura, real (wirklich). Lo verda­
dero es lo real. De acuerdo con esto hablamos de oro verdadero a di­
ferencia del falso. El oro falso no es realmente lo que parece. Es sólo
una «apariencia» y por tanto irreal (unwirklich). Lo irreal es tenido
como lo contrario de lo real. Pero el oro aparente es tam bién algo
real. Por este motivo diremos más claramente que el oro real es el
oro auténtico. «Real» es uno y otro, el oro auténtico no menos que el
circulante inauténtico. Lo verdadero del oro auténtico no puede que­
dar garantizado ya por su realidad. Retorna la pregunta: ¿qué signi­
fica aquí auténtico y verdadero? Auténtico oro es aquel real, cuya rea­
lidad coincide con aquello que siempre y de antemano mentamos
«propiamente» con oro. A la inversa decimos cuando sospechamos
que un oro es falso: «Aquí algo no concuerda». Al contrario, de lo que
es «como corresponde», decimos que concuerda. La cosa concuerda.
Sin embargo, no sólo a una alegría real, al oro auténtico y a todo
ente de esa especie, los llamamos verdaderos, sino que llamamos
verdadero o falso, también y ante todo, a nuestros enunciados sobre
el ente, que puede ser, él mismo, según su especie, auténtico o inau­
téntico, y en su realidad así o de otra manera. Un enunciado es ver­
dadero cuando lo que mienta y dice coincide con la cosa sobre la que
enuncia. También en este caso decimos: concuerda. Pero ahora no
concuerda la cosa, sino la proposición. Lo verdadero, sea una cosa
verdadera o una proposición verdadera, es aquello que concuerda, lo
concordante (Stimmende). Ser verdadera y verdad significan concor­
dar y, por cierto, de un doble modo: por un lado la concordancia
(Einstimmigkeit) de una cosa con lo que se presume acerca de ella y
por otro la coincidencia ( Übereinstimmmg) de lo mentado en el
enunciado con la cosa.
Este doble carácter del concordar pone de manifiesto la tradicional
delimitación de la verdad: ventas est adaequatio rei et intellectus.
Esto puede significar: verdad es la adecuación de la cosa al conoci­
miento. Pero también puede decir: verdad es la adecuación del cono­
cimiento a la cosa. Por cierto, la citada delimitación esencial se suele
expresar casi siempre en la fórmula: veritas est adaequatio intellec­
tus ad rem. Sin embargo, la verdad com prendida así, la verdad de la
proposición, sólo es posible sobre el fundamento de la verdad de la
cosa (Sachwahrheit), de la adaequatio rei ad intellectum. Ambos
conceptos de la esencia de la veritas m ientan siempre un atenerse a...
y piensan de esc modo la verdad como conform idad (Richtigkeit).
Sin embargo, una no es la mera conversión de la otra. Más bien,
intellectus y res se piensan en cada caso diferentemente. Para reco­
nocer esto debemos referir la fórmula corriente del concepto común
de verdad a su origen inmediato (medieval). La veritas com o adae­
quatio rei ad intellectum no alude todavía al pensamiento trascen­
dental de Kant, muy posterior, que fue posible sólo sobre el funda­
mento de la subjetividad de la esencia humana, según el cual «los
objetos se ordenan de acuerdo a nuestro pensamiento», sino que
iilude a la fe teológica cristiana según la cual las cosas en su quid sit
y su an sil sólo son en cuanto que, como creadas (ens creatum), co­
rresponden a la idea previa pensada en el intellectus divinus, es de­
cir, en el espíritu de Dios, y de ese modo son ordenadas a la idea,
adecuadas, y en ese sentido «verdaderas». El intellectus humanus es
también un ens creatum. Como facultad conferida por Dios al hom ­
bre, debe satisfacer su idea. Pero el entendimiento es ordenado a la
idea sólo en el caso que cumpla en sus proposiciones la adecuación
de lo pensado a la cosa, que por su parte debe ser conform e a la idea.
I.a posibilidad de la verdad del conocimiento humano, si todo ente
os «creado», se fundamenta en que la cosa y la proposición están or­
denadas a la idea en igual form a y, por eso, surgidas de la unidad del
plan divino de creación, se ajustan una a otra. La veritas como adae-
quatio rei (creandae) ad intellectum da la garantía para la veritas
como adaequatio intellectus (humani) ad rem (creatam). Veritas
mienta, en esencia, siempre la convenientia, el convenir de los entes
entre sí como una criatura con el creador, un concordar según la de­
terminación del orden de la creación. Pero este orden, separado de la
idea de creación, también puede representarse, en general e indeter­
minadamente, como orden del mundo. En lugar del orden de la crea­
ción pensado teológicam ente avanza la planificación de todos los
objetos por la razón universal, que se da a sí misma la ley y por eso
reclama tam bién la inmediata inteligibilidad de su manera de proce­
der (aquello que se tiene por «lógico») : El hecho de que la esencia
de la verdad preposicional consista en la conformidad del enunciado
no requiere ya una fundamentación especial. Aun cuando se hacen
esfuerzos para explicar, con notable infructuosidad, cómo debe esta­
blecerse esa conformidad, ya está ella presupuesta com o la esencia
de la verdad. Así, la verdad de la cosa (Sachwahrheit) significa
siempre la concordancia de la cosa fáctica (vorhanden) con su con­
cepto esencial «racional». Nace entonces la apariencia de que esta
determinación de la esencia de la verdad sería independiente de la
interpretación de la esencia del ser de todo ente, que incluye siempre
una interpretación correspondiente de la esencia del hom bre como
soporte y realizador del intellectus. Así, la fórmula de la esencia de
la verdad (veritas est adaequatio intellectus el rei) obtiene enseguida
su validez general evidente para cualquiera. Bajo el imperio de la auto-
comprensibilidad -—apenas tomada en cuenta en sus fundamentos
esenciales— de este concepto de verdad, se acepta como igualmente
autocomprensible que la verdad tiene un contrario, y que hay la no-
verdad. La no-verdad de la proposición (no conform idad) es la no-
concordancia del enunciado con la cosa. La no-verdad de la cosa
(inautenticidad) significa el desacuerdo del ente con su esencia. La
no-verdad se puede com prender en cada caso como un no-concordar.
Esto cae fuera de la esencia de la verdad. Por eso, la no-verdad,
como lo opuesto de la verdad puede dejarse de lado cuando lo que
importa es la esencia pura de la verdad.
¿Se requiere todavía, en general, un especial descubrimiento de
la esencia de la verdad? ¿No está la esencia pura de la verdad repre­
sentada ya suficientem ente en este concepto comúnm ente válido, no
destruido por ninguna teoría y resguardado por su autocomprensibi-
lidad? Si además tomamos esta retroferencia de la verdad de la pro­
posición a la verdad de la cosa, tal como se muestra en primer tér­
mino, como una explicación teológica, y si m antenemos por
completo pura de toda intromisión de la teología la delimitación filo­
sófica y limitamos el concepto de verdad a la verdad de la proposi­
ción, entonces alcanzamos una antigua tradición del pensar, aunque
no la más antigua, según la cual la verdad es la coincidencia (ho-
moiosis) de un enunciado (lagos) con una cosa (pragmá). ¿Qué
queda de un enunciado que sea digno de ponerse en cuestión, supo­
niendo que sabemos lo que significa coincidencia de un enunciado
con la cosa? ¿Lo sabemos?

II. LA POSIBILIDAD INTRÍNSECA DE LA COINCIDENCIA

Hablamos de coincidencia con distintos significados. Decimos


por ejemplo ante la presencia de dos monedas de cinco marcos sobre
la mesa: coinciden recíprocamente. Ambas se corresponden en la
unidad de su aspecto. Por eso tienen éste en común, y por eso son
iguales en ese respecto. Además, hablamos de coincidencia cuando
decimos, por ejemplo, de una de las monedas presentes de cinco
marcos: esta moneda es redonda. En este caso, el enunciado coincide
con la cosa. Ahora la relación no existe entre cosa y cosa, sino entre
un enunciado y una cosa. ¿En qué han de coincidir la cosa y el enun­
ciado cuando los térm inos relacionados son abiertam ente distintos
en su aspecto? La moneda es de metal. El enunciado no es, como tal,
material. La moneda es redonda. El enunciado no tiene, como tal, la
forma de lo espacial. Con la moneda se puede com prar algo. El
enunciado acerca de ella nunca es un medio de pago. Pero a pesar de
toda la desigualdad entre ambos, el enunciado m encionado coincide
como verdadero con la moneda. Y este acuerdo debe ser una adecua­
ción, según el concepto corriente de verdad. ¿Cómo puede adecuarse
¡i la moneda el enunciado completamente desigual? Debería conver­
tirse en moneda y de ese modo renunciar por completo a sí mismo.
El enunciado nunca logra esto. En el momento que eso ocurriera, el
enunciado, como enunciado, ya 110 podría coincidir con la cosa. En
la adecuación, el enunciado debe seguir siendo, incluso llegar a ser,
lo que es. ¿En qué consiste su esencia absolutamente distinta de
cualquier cosa? ¿Cómo el enunciado justam ente por una persistencia
en su esencia, puede adecuarse a lo otro, a la cosa?
Adecuación no puede significar en este caso una igualación ma­
terial (dinghaft) entre cosas iguales. La esencia de la adecuación se
determina, más bien, por el modo de aquella relación que impera en­
tre el enunciado y la cosa. En tanto esta «relación» queda indetermi­
nada y no fundamentada en su esencia, toda disputa sobre la posibili­
dad e im posibilidad sobre el modo y el grado de la adecuación, cae
en el vacío. El enunciado sobre la moneda «se» relaciona a esta cosa,
en tanto la re-presenta (vorstellt), y dice de lo re-presentado (vorges-
tellet) cómo está ordenado (bestellt) con él según el sentido conduc­
tor. El enunciado que representa dice su dicho de la cosa represen­
tada, cómo es esta en cuanto tal. El «así-corno» concierne al
re-presentar y a su representado. Re-prcsentar significa, con exclu­
sión de todos los prejuicios «psicológicos» y de «teoría de la
conciencia», el dejar contraponerse la cosa en cuanto objeto. Lo con­
trapuesto (Entgegenstehende), en cuanto puesto así, debe m edir lo
[que está] enfrente abierto, y sin embargo permanecer en sí como
cosa y mostrarse como constante (Standing). Este aparecer de la
cosa en la m ediación de ese enfrente (entgegen), se cum ple dentro de
lo abierto, cuya apertura no fue creada por el representar, sino sólo
referida y asum ida como ámbito de relación. La relación del enun­
ciado representante a la cosa es el cumplimiento de aquella referen­
cia que originariamente, y siempre, se pone en vibración como com­
portamiento. Pero todo comportamiento se caracteriza por el hecho
de que, estando en lo abierto, se atiene a lo patente com o tal. Sólo lo
patente en sentido riguroso se experim entó en los prim eros tiempos
del pensamiento occidental como la «presencia» y se lo llamó desde
hace mucho, «el ente».
El com portamiento está abierto al ente. Toda relación que está
abierta es com portamiento. El estado de apertura del hombre es
siempre distinto, según la especie del ente y el modo de com porta­
miento. Todo trabajo y ejecución, toda acción y cálculo está y se
mantiene en lo abierto de un ámbito, dentro del cual el ente, en lo
que es y cóm o es, se pone propiam ente y se vuelve expresable.
A esto se llega sólo cuando el ente mismo se vuelve represcntable
en el enunciado re-presentante, de modo tal que éste se somete a la or­
den de decir el ente así-corno es. En la medida en que el enunciado si­
gue esa orden, se rige por el ente. Ese decir que se ordena de ese modo,
es conforme (verdadero). Lo dicho así, es lo conforme (verdadero).
El enunciado apoya su conform idad en esc estar abierto del com­
portamiento; pues sólo así puede lo abierto llegar a ser el patrón para
la adecuación que re-presenta. El comportamiento constantemente
abierto, debe dejarse dirigir por esta medida. Esto significa que debe
aceptar para todo representar un previo don de la medida patrón.
Esto pertenece a la apertura del comportamiento. Pero si sólo por
esta apertura del com portamiento es posible la conform idad (verdad)
del enunciado, entonces aquello que en prim er térm ino posibilita la
exactitud debe ser considerado, con derecho más originario, como la
esencia de la verdad. Así cae la atribución habitual y exclusiva de la
verdad al enunciado, como único lugar esencial. La verdad no afinca
originariamente en la proposición. Pero al mismo tiempo se plantea
la cuestión por el fundamento de la posibilidad intrínseca del com ­
portamiento abierto, que se da previam ente una medida patrón, única
posibilidad que presta la apariencia de que la conform idad de la pro­
posición lleva a cabo la esencia de la verdad.

III. EL FUNDAMENTO DE LA POSIBILITACIÓN


DE UNA CONFORM IDAD

¿De dónde obtiene el enunciado representante la indicación de


regirse por el objeto y acordarse según la conform idad? ¿Por qué ese
acordar concuerda con la esencia de la verdad? ¿Cómo puede ocurrir
algo como la realización del don previo de una dirección y la orde­
nación en una concordancia? Sólo si este don previo ya se ha libe­
rado en lo abierto para lo patente que impera desde allí, y que liga
todo representar. El liberarse para una dirección que liga, sólo es po­
sible com o ser libre para lo patente de lo abierto. Ese ser libre señala
la esencia hasta ahora incomprendida de la libertad. La apertura del
com portamiento como posibilitación interna de la exactitud se funda
en la libertad. La esencia de la verdad es la libertad.
¿Pero esta proposición sobre la esencia de la conformidad, no
pone en el lugar de un autocom prensible otro? Para poder realizar
una acción, y en consecuencia también la acción del enunciado que
representa, y aún la acción del asentir o disentir a una «verdad», el
que actúa debe ser, en efecto, libre. Esta proposición no significa que
;il cum plimiento de un enunciado, a su participación y apropiación,
pertenezca una acción sin coacción, sino que la proposición dice que
la libertad es la esencia de la verdad misma. «Esencia» se entiende
aquí como el fundamento de la posibilidad intrínseca de aquello que
en primer térm ino y en general se acepta como conocido. En el con­
cepto de libertad no pensamos, sin embargo, la verdad y menos su
esencia. La proposición: la esencia de la verdad (conform idad del
enunciado) es la libertad debe sorprender.
Poner la esencia de la verdad en la libertad ¿no significa dejar la
verdad al criterio del arbitrio del hombre? ¿Se puede socavar más
profundamente la verdad que al abandonarla al antojo de este «junco
vacilante»? Lo que ya se impuso al sano juicio durante la anterior
explicación, se revela ahora con más claridad: la verdad se reduce a
la subjetividad del sujeto humano. Aunque este sujeto alcanzara una
objetividad, ésta seguiría siendo humana junto con la subjetividad, y
a disposición del hombre.
Por cierto, se imputa al hombre la falsedad y la disimulación, la
mentira y el engaño, la ilusión y la apariencia, todas las formas de la
no-verdad. Pero la no-verdad es incluso lo opuesto a la verdad, por eso,
en cuanto es lo in-esencial (Unwesen) hay razón para mantenerlo lejos
del ámbito de la pregunta acerca de la pura esencia de la verdad. Este
origen humano de la no-verdad confirma, aunque sea sólo por oposi­
ción, que la esencia de la verdad «en sí» impera «más allá» del hombre.
Ella vale para la metafísica como imperecedera y eterna, como lo que
no puede construirse sobre la fugacidad y fragilidad de la esencia del
hombre. ¿Cómo entonces la esencia de la verdad puede encontrar en la
libertad del hombre su consistencia (Bestand) y su fundamento?
La resistencia frente a la proposición «la esencia de la verdad es la
libertad» se apoya en prejuicios, los más tenaces son: la libertad es una
propiedad de) hombre; la esencia de la libertad no requiere, ni soporta,
ningún cuestionamiento ulterior; todos saben lo que es el hombre.

IV LA ESENCIA DE LA LIBERTAD

La referencia a la conexión esencial entre la verdad com o confor­


midad y la libertad sacude estos prejuicios, supuesto, por cierto, que
estamos preparados para una transform ación del pensar. La m edita­
ción acerca de la conexión esencial entre verdad y libertad nos lleva
a proseguir la cuestión por la esencia del hombre en un respecto que
nos garantiza la experiencia de un oculto fundamento esencial del
hombre (el Dasein), de tal modo que nos traslada de antemano al
ám bito originariamente esenciante (wesend) de la verdad. Desde él
se ve también que la libertad es el fundamento de la posibilidad in­
trínseca de la conform idad sólo en tanto ella recibe su propia esencia
de la esencia más originaria de la única verdad esencial. La libertad
ha sido determ inada en prim er térm ino como libertad para que se
m anifieste en lo abierto. ¿Cómo hay que pensar esta esencia de la li­
bertad? Lo m anifiesto a lo que se adecúa un enunciado representante
(en cuanto conform e) es el ente, abierto siempre en un com porta­
miento que se mantiene abierto (offenstadig). La libertad para lo que
se m anifiesta en lo abierto, deja al respectivo ente ser el ente que es.
La libertad se descubre ahora com o el dejar ser al ente. Habitual-
m ente hablamos de dejar (Seinlassen), cuando, por ejemplo, desisti­
mos de una em presa planeada. «Dejamos algo» significa que no lo
tocam os y 110 tenemos nada más que ver con ello. Dejar algo tiene
aquí el sentido negativo de abstenerse de algo, de renunciar a algo,
de indiferencia e incluso sumisión.
La palabra, aquí necesaria, dejar-ser (Sein-lasseri) al ente no
alude, sin embargo, ni a la sumisión ni a la indiferencia, sino a lo
contrario. Dejar {Sein-lasseri) es comprometerse (sich einlassen) con
el ente. No hay que entender esto, por cierto, com o mero manejar,
resguardar, cuidar y planificar el ente, respectivamente buscado o
encontrado. Dejar — al ente, como el ente que es— significa com ­
prometerse en lo abierto y su apertura, en la que habita todo ente,
que la lleva, en cierto modo, consigo. Lo abierto fue concebido por
el pensamiento occidental en sus comienzos como ta alezéa lo deso­
culto. Cuando traducimos aletheia por «desocultamiento» en vez de
«verdad», esta traducción no sólo es más literal, sino que contiene la
indicación de transform ar y retrotraer con el pensamiento el con­
cepto habitual de verdad, en el sentido de conform idad del enun­
ciado, en y hacia aquel [concepto] aún incomprensible, de des-velar
(Entborgenheit) y des-velamiento (Entbergung) del ente. El com pro­
meterse en el desvelar del ente, no se pierde en éste, sino que se des­
pliega para un retroceso ante el ente, para que éste se m anifieste en
lo que es y cómo es, y la adecuación representante lo tome como pa­
trón de medida. En cuanto dejar-ser, se expone al ente como tal y
transfiere todo com portamiento hacia lo abierto. El dejar-ser, es de­
cir, la libertad, es en sí ex-ponente, ex-sistente. La esencia de la li-
lici tad, mirada desde la esencia de la verdad, se muestra como la ex­
posición en el desvelar del ente.
La libertad no es solamente lo que el entendimiento común pone
en circulación bajo tal nombre: el antojo que a veces se suscita para
presionar la elección hacia este o aquel lado. La libertad no es la li­
cencia para poder hacer o no hacer. Pero la libertad tampoco es sólo
la disposición para algo exigido y necesario (y así, en cierto modo,
un ente). La libertad antes que todo esto (que la libertad «negativa» y
«positiva») es el compromiso (Eingelassenheit), con el desvela­
miento del ente como tal. El mismo desvelar se resguarda en el com ­
prometerse ex-sistente, por el cual la apertura de lo abierto, es decir,
el «ahí» («Da») es lo que es. En el Da-sein se conserva para el hom­
bre el fundamento esencial, tanto tiempo infundado, desde el cual es
capaz de ex-sistir. «Existencia» no significa aquí existentia en el sen­
tido del sobrevenir ( Vorkommen) y del Dasein (presencia fáctica) de
un ente. Pero «existencia» tam poco significa «existencial» (existen-
ziell) [plano óntico], el esfuerzo moral del hombre en pos de su mis-
midad construido sobre una concepción anímico-corporal. La cx-sis-
tencia del hom bre histórico, aun sin ser com prendida y sin necesitar
siquiera una fundamentación esencial, comienza en el momento en
que el prim er pensador, al preguntarse por el desocultamiento (Un-
verborgenheii) del ente, plantea la pregunta qué es el ente. En esta
pregunta se experimenta por prim era vez el desocultamiento. El ser
en su totalidad se descubre como physis, «naturaleza»; que no
mienta todavía un ámbito particular del ente como tal en su totalidad,
y en realidad en el sentido de lo que surge como presente (aufgehen-
cien Anwesens). Sólo cuando el ente mismo es ex professo elevado y
resguardado en su desocultamiento, sólo cuando se com prende este
resguardar desde la pregunta por el ente como tal, comienza la histo­
ria (Geschichte). El desocultamiento inicial del ente en su totalidad,
la pregunta por el ente como tal, y el comienzo de la historia occi­
dental, son lo mismo y sim ultáneos en un «tiempo», que abre incon­
mensurablemente para cualquier medida, lo abierto.
Pero si el Da-sein ex-sistente — en cuanto dejar ser al ente— li­
bera al hom bre para su «libertad», en tanto le da a elegir en general
una posibilidad (un ente) y le encomienda algo necesario (un ente),
entonces el arbitrio del hombre no dispone de la libertad. El hombre
no «posee» la libertad como propiedad sino que ocurre, en máximo
grado, lo inverso: la libertad, el Da-sein ex-sistente y des-velador po­
see al hombre, y esto en form a tan originaria que únicamente ella
confiere a una humanidad esa referencia — que caracteriza y funda­
m enta toda historia— a un ente en su totalidad como tal. Sólo el
hombre ex-sistente es histórico. La «naturaleza» no tiene historia.
La libertad entendida como dejar-ser al ente, cumple y realiza la
esencia de la verdad en el sentido del desvelamiento del ente.
La verdad no es una nota de la proposición adecuada, que se
enuncia de un «objeto» por un «sujeto» humano y que luego «vale»
en alguna parte (no se sabe en qué ámbito); la verdad es el desvela­
miento del ente por el cual cobra presencia (west) una apertura. En
lo así abierto, se expone todo comportamiento humano y su actitud.
Por eso, el hombre es en el modo de la ex-sistencia.
Puesto que todo comportamiento humano está abierto a su ma­
nera y se ejercita en aquello con lo que está en relación, el com porta­
m iento del dejar-seres decir, la libertad, debe haberle otorgado aque­
lla dote que es la indicación intrínseca para la adecuación entre el
representar y el respectivo ente. Que el hombre ex-sista significa
ahora: la historia de las posibilidades esenciales de una humanidad
histórica le está resguardada en el desvelamiento del ente en su tota­
lidad. Las raras y simples decisiones de la historia surgen del modo
en que cobra presencia (west) la esencia originaria de la verdad.
Porque la verdad es en esencia libertad, por eso el hombre histó­
rico, por el dejar ser al ente, puede también no dejar ser al ente lo que
es y cómo es. Entonces el ente se encubre y se altera. La apariencia
cobra poder. Por ella sale a luz la no-csencia de la verdad. Puesto que
la libertad ex-sistente como esencia de la verdad no es una propiedad
del hombre, sino que el hombe ex-siste sólo como poseído por esta
verdad y así llega a ser capaz de historia. Por eso, tampoco la no-esen-
cia de la verdad puede nacer posteriormente de la mera incapacidad y
de la indolencia del hombre. La no-verdad debe venir más bien de la
esencia de la verdad. Sólo porque verdad y no-verdad no son en esen­
cia indiferentes, sino que se corresponden, una proposición verdadera
puede entrar en rigurosa oposición con la correspondiente proposición
no-verdadera. La pregunta por la esencia de la verdad sólo alcanza por
eso el ámbito originario de lo que se pregunta (Erfragte), cuando en la
previa mirada a la esencia plena de la verdad, se incluye también en el
desencubrimiento de la esencia, la no-verdad. La explicación de la no-
esencia de la verdad no es para llenar supletoriamente un vacío, sino
que es el paso decisivo para una suficiente posición de la pregunta por
la esencia de la verdad. ¿Pero cómo captaremos lo no-esencial en la
esencia de la verdad? Si la esencia de la verdad no se agota en la con­
formidad del enunciado, entonces tampoco la no-verdad puede ser
equiparada con la no conformidad del juicio.
V. LA ESENCIA DE LA VERDAD

La esencia de la verdad se descubre como libertad. Ésta es el ex-


sistente y desvelador dejar-ser al ente. Todo comportamiento abierto
Ilota en el dejar-ser al ente, y se pone siempre en relación con esté o
aquel ente. Como com prom iso con el desvelamiento del ente en su
totalidad, la libertad como tal ha concertado ya todo com portamiento
con el ente en su totalidad. La disposición (temple de ánimo) no se
puede captar nunca como «vivencia» o «sentimiento», porque de ese
modo se la priva de su esencia y se la explica desde instancias tales
(como la «vida» y el «alma») que incluso sólo pueden confirm ar la
apariencia de un derecho esencial, en tanto llevan en si la alteración
y la falsificación de la disposición. Una disposición, es decir una ex­
posición ex-sistente en el ente en su totalidad, sólo puede ser «viven-
ciada» y «sentida», porque el «hombre que vivencia, sin vislumbrar
la esencia del temple de ánimo, está comprometido siempre en una
disposición desveladora del ente en su totalidad. Todo com porta­
miento del hombre histórico, se lo subraye o no, se lo com prenda o
no, está en disposición, y por este tem ple de ánim o se eleva al ente
en su totalidad. La revelación del ente en su totalidad no coincide
con la sum a del ente de hecho conocido. Al contrario, allí donde el
ente es poco conocido para el hom bre y es apenas y toscam ente re­
conocido por la ciencia, la revelación del ente en su totalidad
puede im perar más esencialm ente que allí donde lo conocido y
siem pre cognoscible ha llegado a ser inabarcable, y no es capaz de
resistir la acom etida del conocer, m ientras que la dom inación téc­
nica de las cosas toma una actitud ilim itada. Justam ente en el acha-
tam iento de ese conocer, y nada más que conocer, se rebaja la reve­
lación del ente a la aparente nada de lo que no es siquiera
indiferente, sino sólo olvido.
El concordante dejar-ser al ente, penetra a través de todo com ­
portamiento abierto que en él flota, y le precede. El comportamiento
del hombre está completamente acordado por la revelación del ente
en su totalidad. Este «en su totalidad», visto desde el ámbito del cálculo
y el quehacer cotidianos, aparece como incalculable e inaprehensi-
ble. No se deja captar nunca desde el ente que se m anifiesta en cada
caso, aunque pertenezca ésta a la naturaleza o a la historia. Si bien es
lo que acuerda constantemente todo, permanece indeterminado, in­
determinable, y la mayoría de las veces coincide entonces con lo más
corriente y lo menos pensado. Sin embargo, lo que acuerda no es
nada, sino una ocultación ( Verbergung) del ente en su totalidad. Jus­
tamente en tanto el dejar deja ser al ente, con el que está en relación,
en un com portamiento individual, y con ello lo des-vela (entbirgt),
se oculta el ente en su totalidad. El dejar ser es en sí, simultánea­
mente, ocultar. En la libertad ex-sistente del Da-sein acaece la ocul­
tación del ente en su totalidad, es el ocultamiento.

VI. LA NO-VERDAD COMO OCULTACIÓN

El ocultam iento niega a la aleíheia el desvelar y no lo tolera aún


como stéresis (privación), sino que le conserva lo más propio como
propiedad. El ocultamiento, pues, pensado desde la verdad como
desvelamiento, es el no-desvelamiento y de ese modo, la no-verdad
auténtica y más propia a la esencia de la verdad. El ocultamiento del
ente en su totalidad nunca se implanta posteriormente como conse­
cuencia del conocimiento del ente, que es siempre fragmentario. El
ocultamiento del ente en su totalidad, la auténtica no-verdad es más
antigua que cualquier revelación de este o aquel ente. Es más antigua
aún que el mismo dejar-ser que desvelando mantiene ya lo oculto y
se relaciona con la ocultación.
¿Qué resguarda el dejar-ser en esta referencia a la ocultación?
Nada menos que la ocultación de lo oculto en su totalidad, del ente
como tal, es decir, el misterio (Geheimnis). No un misterio particula­
rizado sobre esto o aquello, sino sólo lo uno, el hecho de que en ge­
neral el misterio (la ocultación de lo oculto) como tal, gobierna el
Da-sein del hombre.
En el dejar-ser al ente en su totalidad, que desvela y simultánea­
mente oculta, ocurre que la ocultación parece como lo oculto en pri­
m er térm ino. El Da-sein, en tanto ex-siste, resguarda el primero y
más amplio no-desvelamicnto ( Un-entborgenheit), la auténtica no-
verdad. La auténtica no-esencia de la verdad es el misterio. No-esen-
cia no significa todavía en este caso caída a la esencia en el sentido
de lo universal (koinón génos), de su possibilitas (Ermóglichung) y
su fundamento. No-esencia es la esencia que, en ese sentido, hace
presente previamente (vor-wesende). «No esencia» indica en primer
término y casi siempre la desfiguración de aquella esencia ya caída.
Sin embargo, en todas estas significaciones, la no-esencia sigue
siendo, a su modo, esencial a la esencia y nunca llegará a ser inesen-
cial en el sentido de lo indiferente. Pero hablar así de la no-esencia y
la no-verdad va demasiado directamente contra la opinión corriente
y se lo toma como traer de aquí para allá paradojas rebuscadas.
l’uesto que es difícil apartar esta apariencia, hay que renunciar a este
discurso, que es paradójico sólo para la opinión corriente. Para el
que sabe, el «no» de la no-esencia inicial de la verdad, indica, como
no-verdad, el ám bito aún no experimentado de la verdad del ser (no
sólo del ente).
La libertad, en cuanto dejar-ser del ente, es en sí la relación re­
suelta (entschlossene), es decir, la que no se cierra. En esta relación
se funda todo comportamiento y de ella recibe la orientación hacia el
ente y su desvelamiento.
Pero esta relación con la ocultación se oculta ella misma, en
cuanto deja que prepondere el olvido del misterio, y desaparece en
éste. El hombre, en su comportamiento, se relaciona constantemente
con el ente, pero se conforma casi siempre con este o aquel ente y su
respectiva revelación. El hombre se atiene a lo corriente y a lo domi­
nadle, aun allí donde se trata de lo primero y lo último. Y cuando se
propone am pliar la revelación del ente en los más diversos ámbitos
de su acción, transformarla, reapropiársela y asegurarla, tom a sin
embargo las directivas, del círculo de sus intenciones y sus necesida­
des corrientes.
Afincarse en lo corriente es, en sí, el no dejar que impere la ocul­
tación de lo oculto. Por cierto, hay también en lo corriente enigmas,
oscuridades, indecisiones, dudas. Pero estas preguntas, seguras de sí
mismas, son sólo pasajes y lugares intermedios para el tránsito en lo
corriente y por eso no son esenciales. Allí donde el ocultam icnto del
ente en su totalidad se admite de paso sólo como un límite que a ve­
ces se anuncia, la ocultación, en cuanto acontecimiento fundamental,
se hunde en el olvido.
Pero el misterio olvidado del Dasein no es alejado por el olvido,
sino que el olvido presta una presencia propia a la aparente desapari­
ción de lo olvidado.
En la m edida en que el secreto se rehúsa en el olvido y para el
olvido deja estar al hombre histórico en lo corriente junto a sus he­
churas ( Gemachten). Dejada así, una hum anidad com pleta su
«mundo» a partir de sus necesidades y propósitos más recientes y lo
llena con sus proyectos y planes. De éstos toma el hombre su me­
dida, olvidando el ente en su totalidad. Persiste en ellos y se procura
de continuo nuevas medidas, sin m editar en el fundamento mismo de
este «tom ar com o medida», ni en la esencia de lo que da la medida.
A pesar del progreso hacia nuevas medidas y metas, se equivoca
el hombre en cuanto a la autenticidad esencial de sus medidas.
Cuanto m ás exclusivamente se toma a sí mismo en cuanto sujeto,
como medida para todo ente, más equivoca la medida. Este olvido
tem erario de la humanidad perdura en la seguridad de sí mismo, poi’
medio de lo corriente que es accesible en cada caso. Este perdurar
tiene su apoyo, incognoscible para él mismo, en la relación; como]
tal, el Dasein no sólo ex-siste, sino que simultáneam ente in-siste, es¡
decir, persiste aferrándose a aquello que ofrece, com o por sí y en sí,|
el ente abierto.
Ex-sistente, el Da-sein es in-sistcnte. Aún en la existencia in­
sistente impera el misterio, pero como esencia de la verdad que ha
llegado a ser olvidada y de ese m odo «inesencial».

VII. LA NO-VERDAD COM O ERROR

Al insistir, el hom bre se vuelve a la viabilidad cada vez más pró­


xima del ente. Pero insiste sólo como ya-existente, en cuanto toma
como patrón de medida el ente como tal. En su tom ar como medida,
la hum anidad se ha apartado del misterio. Aquel vuelco insistente
hacia lo corriente y este alejamiento ex-sistente del misterio, se co-
pertenecen. Son una y la m ism a cosa. Ese volcarse y alejarse son
consecuencias de un característico volverse de aquí para allá del Da-
sein. Ese trajinar del hombre que lo aleja del m isterio hacia lo co­
rriente, va de una cosa habitual a una más próxima y pasa de largo
junto al misterio, es el errar.
El hombre erra. El hombre no va primero al error. Sólo va al
error, porque, ex-sistente, in-siste y así está ya en el error. El error, a
través del cual va el hombre, no es algo que corre, en cierto modo,
junto al hombre como una fosa en la que a veces cae; el error perte­
nece a la constitución interna del Dasein, en la que está encajado el
hombre histórico. El error es el espacio de aquel volverse, en el cual
la ex-sistencia insistente, volviéndose una y otra vez, se olvida y
equivoca la medida. La ocultación del ente oculto en su totalidad,
impera en el desvelamiento del respectivo ente, que como olvido de
la ocultación se convierte en error.
El error es la esencial anti-esencia (Gegenwesen) respecto de la
esencia inicial de la verdad. El error es el sitio abierto y el funda­
mento de lo erróneo (Irrtum). Lo erróneo no es una falta aislada,
sino el reino (el señorío) de la historia, donde se enlazan intrincados,
todos los modos del errar.
rI'odo comportamiento, de acuerdo con su apertura y su referen­
cia al ente en su totalidad tiene su modo de errar. Lo erróneo se ex­
tiende desde el más corriente desacierto, equivocación y mal cálculo
liusla los desvíos y extravíos en las actitudes y decisiones esenciales.
I,t> que habitualmente y según las enseñanzas de la filosofía se co­
noce como lo erróneo, la no conform idad del juicio y la falsedad del
conocimiento, es sólo uno de los modos de errar, y el más superfi­
cial. El error en el que ha de andar una humanidad histórica para que
su marcha sea errada encuadra esencialmente con la apertura del Da-
sein. El error dom ina por entero al hombre, en tanto lo hace errar
(heirrt). El error, en cuanto hace errar, crea también al mismo
liempo la posibilidad, que el hombre puede sacar de su ex-sistencia,
de no dejarse llevar al error, en cuanto experimenta el error mismo y
no se asusta ante el misterio del Da-sein.
Puesto que la in-sistente ex-sistencia del hombre se mueve en el
error, y puesto que el error, en cuanto que hace errar (Beirrung), pre­
siona siempre de alguna manera y por esta opresión (Bedrangnis)
domina al misterio, y en realidad como misterio olvidado, por eso, el
hombre en la ex-sistencia de su Dasein, está sometido a la vez al im­
perio del misterio y a la opresión del error. Por uno y otro se halla en
la penuria de la coacción (No! der Nótingung). La plena esencia de
la verdad, que incluye a su no-esencia más propia, mantiene al Da-
sein en la penuria por este permanente volverse de aquí para allá. El
Dasein es ese volver ( Wendung) a la penuria. El desvelamiento de la
necesidad [vuelta a la penuria], y a causa de ello, el posible traslado
a lo inevitable, surgen del Dasein del hombre y sólo de él.
El desvelamiento del ente com o tal es en sí, simultáneamente, la
ocultación del ente en su totalidad. En la simultaneidad del desvela­
miento y de la ocultación impera el error. La ocultación de lo oculto
y el error pertenecen a la esencia inicial de la verdad. La libertad, en­
tendida desde la ex-sistencia in-sistente del Dasein es la esencia de la
verdad (en el sentido de la conformidad del re-presentar) sólo porque
la libertad misma nace de la esencia inicial de la verdad, del imperio
del misterio en el error. El dejar-ser al ente se cum ple en el com por­
tamiento siempre abierto. El dejar-ser al ente como tal en totalidad,
sólo acontece con legitimidad esencial cuando a veces se lo acoge en
su esencia inicial. Entonces, la abierta decisión (Ent-schlossenheit)
hacia el misterio está en camino al error como tal. Entonces, la pre­
gunta por la esencia de la verdad se pregunta más originariamente.
Entonces, se descubre el fundamento del entrelazamiento de la esen­
cia de la verdad con la verdad de la esencia. La mirada al misterio,
desde el error, es el preguntar, en el sentido de la única pregunta:
¿Qué es el ente como tal en su totalidad? Este preguntar piensa la
pregunta por el ser del ente, pregunta que esencialmente lleva a errar
y por eso no ha sido aún dominada en su multivocidad. El pensar del
ser, del que nace inicialmente tal preguntar, se comprende desde PlaJ
tón como «Filosofía» y recibe más tarde el nombre de «metafísica»,

VIH. LA PREGUNTA POR LA VERDAD Y LA FILOSOFÍA

La liberación del hombre — que fundamenta la historia— para la


ex-sistencia, llega a la palabra en el pensar del ser, ésta no es sólo lai
«expresión» de una opinión, sino que es ya la asegurada articulación
de la verdad del ente en su totalidad. No importa cuántos tienen oído
para esta palabra. Lo que decide sobre el lugar del hom bre en la his­
toria es quiénes son aquellos que pueden oir. Sin embargo, en el
mismo momento histórico que llenó el comienzo de la filosofía, em ­
pieza también el dominio expreso del entendimiento común (la So­
fística).
Éste se apoya en la incuestionabilidad del ente m anifiesto e inter­
preta todo preguntar pensante como un ataque al sano entendimiento
humano y su desdichada irritabilidad.
Pero la estimación del sano entendimiento, justificado en su ám­
bito, acerca de lo que es la filosofía, no toca la esencia de ésta que
sólo se puede determ inar desde la referencia a la verdad originaria
del ente com o tal en su totalidad. Pero, puesto que la esencia plena
de la verdad incluye la no-esencia e impera ante todo como oculta­
ción, la filosofía, como cuestionamiento de esta verdad está en sí di­
vidida. Su pensar es la serenidad de lo apacible (M ilde), que no se
rehúsa al ocultam iento del ente en su totalidad. Su pensar es sobre
todo la abierta decisión (Entschlossenheit) de rigor, que no rompe la
ocultación, pero obliga a su esencia intacta a abrirse al com prender y
de ese m odo a su propia verdad.
En el apacible rigor y en la rigurosa apacibilidad de su dejar-ser
al ente com o tal en su totalidad, llega la filosofía a un preguntar que
no se atiene únicamente al ente, pero tampoco puede soportar nin­
guna imposición exterior. Kant entrevio esta indigencia íntima del
pensar, pues dijo de la filosofía: «Vemos aquí a la filosofía en un
punto de vista desgraciado, que debe ser firm e, sin que, sin embargo
se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí
ha de m ostrar su pureza com o guardadora de sus leyes, no como he­
raldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué natura­
leza tutora...» (Grundlegung der Metaphysik der Sitien, AA, IV 425).
Con esta interpretación esencial de la filosofía, Kant, cuya obra
introduce el último giro de la m etafísica occidental, mira hacia un
ámbito que él, de acuerdo con su posición m etafísica fundamentada
en la subjetividad, sólo pudo com prender desde ella, y la debió com ­
prender como custodia de sus propias leyes. Esta m irada esencial en
el destino de la filosofía es, sin embargo, suficientem ente amplia
para rechazar toda servidumbre de su pensamiento, cuya forma más
inerme se esconde en el subterfugio que acuerda valor a la filosofía
como una «expresión» de la «cultura» (Spengler) o como adorno de
una humanidad creadora. Si la filosofía cumple su esencia, inicial-
mente decidida, como «autocustodia de sus leyes», o si ella misma
110 es sostenida y determinada a ese custodiar por la verdad de aque­
llo por lo cual sus leyes son siempre leyes, es algo que se decide
desde la iniciación, en la que la esencia originaria de la verdad llega
a ser esencial para el preguntar pensante.
El ensayo presentado aquí lleva la pregunta por la esencia de la
verdad más allá del recinto de la habitual delim itación del concepto
usual de esencia, y ayuda a m editar acerca de si la pregunta por la
esencia de la verdad no debe ser al mismo tiempo y en prim er tér­
mino la pregunta por la verdad de la esencia. En el concepto de
«esencia», la filosofía piensa el ser. La retroferencia de la posibili­
dad interna de la conformidad de un enunciado a la libertad ex-
sistente del dejar-ser, como su «fundamento», y del mismo modo la
previa remisión al comienzo esencial de este fundamento en la ocul­
tación y el error, quisieran señalar que. la esencia de la verdad no es
el vacío «general» de una universalidad «abstracta» sino lo único
que se oculta, de la historia irrepetible del desvelam iento del «sen­
tido» de aquello que llamamos el ser, y que desde hace mucho sólo
estamos habituados a meditar como el ente en su totalidad.

IX. NOTA

La pregunta por la esencia de la verdad surge de la pregunta por


la verdad de la esencia. Aquella pregunta entiende esencia en el sen­
tido de la quidditas (Washeií) o de la realitas (Sachheit) pero en­
tiende la verdad como un carácter del conocimiento. La pregunta por
la verdad de la esencia entiende «esencia» verbalm ente, y perm ane­
ciendo aún dentro del representar de la metafísica, piensa en esta pa­
labra Ser (Seyn) como la diferencia imperante entre ser y ente. Ver­
dad significa un cobijar que despeja (lichtendes Bergen), como rasgo
fundamental del Ser. La pregunta por la esencia de la verdad encuen­
tra su respuesta en la proposición: la esencia de la verdad es la ver­
dad de la esencia. Luego de la explicación, se ve con facilidad que lu
proposición no invierte simplemente una combinación de palabras
para provocar la apariencia de una paradoja. El sujeto de la propofflj
ción, en caso de que haya que usar todavía esta fatal categoría gra­
matical, es la verdad de la esencia.
El cobijar que despeja es; esto significa que deja que cobre pre­
sencia (wesen) la coincidencia entre conocimiento y ente. La propo­
sición no es dialéctica. No es en general una proposición en el sen­
tido de un enunciado. La respuesta a la pregunta por la esencia de la
verdad es el relato (Sage) de una vuelta (Kehre) dentro de la historia
del ser. Puesto que a él le corresponde el cobijar que despeja, el Seí
aparece inicialmente a la luz de una sustracción ocultadora. El nonH
bre de este despejamiento (Lichtung) es aletheia.
Ya en su proyecto original, la conferencia «De la esencia de la
verdad» debía completarse con una segunda acerca «De la verdad de
la esencia». Ésta fracasó por razones que ahora están indicadas en la
carta «sobre el humanismo».
La pregunta decisiva (Ser y tiempo, 1927) por el sentido es decir,
por el ámbito del proyecto, es dccir, por la patencia, es decir por la
verdad del ser y no sólo del ente, sigue intencionalmente sin desarro­
llarse. El pensamiento se mantiene, según la apariencia, en la vía de
la metafísica y sin embargo en sus pasos decisivos, que llevan desde
la verdad como conform idad hacia la libertad ex-sistente y de ésta
hacia la verdad como ocultación y error, realiza una transformación
de la metafísica. El pensar intentado en la conferencia se cumple en
la experiencia esencial de que sólo a partir del Da-sein, en el que el
hom bre puede ingresar, se prepara para el hom bre histórico una pro­
xim idad a la verdad del ser. No sólo se abandona toda especie de an­
tropología y toda subjetividad del hombre como sujeto, como en Ser
y Tiempo, y se persigue la verdad del ser como fundamento de un
cambio de posición histórica fundamental, sino que el curso mismo
de la conferencia, se dispone a pensar desde otro fundamento (el del
Da-sein). Los sucesivos pasos del preguntar son en sí el camino de
un pensar que, en vez de ofrecer representaciones y conceptos, se ex­
perim enta y se prueba como transformación de la referencia al ser.
KARL JASPERS
DE LA VERDAD
(1947)

E d ic ió n o r ig in a l :

— A) Von der Wahrheit, Piper, Munich, 1947 (2.a ed., 1958). pp.
453-463.
— B) Über das Tragische, Piper, Múnich, 1952, 63 pp. (reedición
parcial de la obra anterior, pp. 915-961).
— C) Die Sprache, Piper, Múnich, 1964 (reedición parcial de la
obra anterior, pp. 395-449).

E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto -—traducido—


con autorización expresa de su heredero.

T r a d u c c ió n : N. Smilg.

O t r o s e n s a y o s d f .l a u t o r s o b r e e l m i s m o t e m a :

— «La verdad como comunicabilidad», en Razón y existencia (trad.


H. Kahnemann), Nova, Buenos Aires, 1959, pp. 71-101 (ed. orig.,
Vernunft und Existenz, J. W. Wolters, Groningen, 1935).
— «Wahrheit» en Nietzsche, W. de Gruyter, Berlín, 1936, pp. 170-
234 (cd. east., «T.a verdad», en Nietzsche, trad. E. Estiú, Sudame­
ricana, Buenos Aires, 1963, pp. 257-339).
— «La verdad» en Filosofía de la existencia (trad. L. Rodríguez),
Aguilar, Madrid, 1958 (reedición en Planeta-Agostini, Barcelona,
1985, pp. 43-84) (ed. orig., Existenzphilosophie, W. de Gruyter,
Berlín, 1937; 2.a ed, 1956).
— «Wahrheit, Freiheit und Friede», Bórsenblatt f deut. Buchhandel,
Frankfurt a.M, 14/79 (1958), pp. 1318-1322 [ed. east., «Verdad,
Libertad y Paz», La Torre, Puerto Rico, 26 (1959), pp. 55-70],
— «Wahrheit und Wissenschaft», National-Zeitung, Basilca„ n.° 302,
3.7.1960 (ed. east, «La verdad y la Ciencia». Humboldt, Ham-
burgo, 3/11 (1962), 4-11.
— Der philosophische Glaube angesichts der OJfenbarung, Piper,
Múnich, 1962 (ed. east. La fe filosófica ante la revelación, Cre­
dos, Madrid, 1968, pp. 137 ss.).
— Wahrheit und Lehen, Europáischer Buchklub, Stuttgart, 1965 (rc-
cop. de artículos).
— Wahrheit und Bewáhrung, Piper, Múnich, 1983. 1

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— X. Tillíette, Karl Jaspers, Theorie de la vérité, Aubíer, París, 1959.


— M. Mounier, «Existence et vérité», en Introduction ata existentia-
lismes, Denoel, París, 1947; edición en Oeuvres, Seuil, París,
1962, vol. III, pp. 157-164 (ed. cast., «Existencia y verdad», en
Introducción a los existencialismos, Guadarrama, Madrid, 1967,
pp. 179-194).
— J.-P. Sartre, Vérité et existence, Gallimard, París, 1989 (ed. cast.,
Verdad y existencia, Paidós, Barcelona, 1996).

Existe traducción castellana parcial de la obra De la


O b s e r v a c io n e s :
verdad (Von der Wahrheit), bajo el título Esencia y formas de lo trá­
gico (trad. N. Silvetti Paz), Sur, Buenos Aires, 1960. Esta obra corres­
ponde a la edición parcial citada anteriormente titulada Üher das I'ra-
gische. También existe una edición conjunta de Üher das Tragische y
Die Sprache, en castellano titulada Lo trágico. El lenguaje (trad. J. L.
del Barco), Agora, Málaga, 1995. Esta edición no recoge las páginas
aquí seleccionadas.

Verdad: La palabra tiene un encanto incomparable. Parece pro­


meternos lo que realm ente nos importa.
La vulneración de la verdad envenena aquello que se consigue al
precio de esa vulneración. Pone el germen de la destrucción en todo
lo que se basa sobre tal vulneración, lo convierte en culpable y triste.
En el fondo, la no-verdad se agita sin descanso.
Pero la misma verdad reporta penas. «Quien aumenta el saber,
aumenta el dolor». ¡Qué abismo separa al ser humano de todos los
demás seres sólo porque él sabe que ha de morir!
La no-verdad y la verdad, am bas parecen intranquilizarme.
Pero la verdad puede — sólo por ser verdad, independientemente
del contenido— satisfacerm e profundamente: existe la verdad.
La verdad estimula: donde quiera que la conciba, despierta en mí
el impulso de perseguirla sin cesar.
La verdad proporciona apoyo: aquí hay algo indestructible, unido
al ser.
La verdad da confianza: «Si el mundo se está ahogando, debe
salvarse por la proclamación de la verdad» (M ong Dsi).
Pero la cuestión es qué es la verdad — no la verdad determinada
en cada caso, sino la verdad como tal— para fascinarnos poderosa­
mente. Las discusiones que nos preceden nos impiden que esta cues­
tión encuentre una respuesta cómoda, fútil y prematura.
En prim er lugar, clarificam os los modos del aprehender: la ver­
dad entera sólo está allí donde estén presentes todos los modos del
aprehender. Pero, como nunca se completa una unidad definitiva de
todos los modos, la verdad nunca existe en el tiempo de form a com ­
pleta y absoluta.
En segundo lugar, consideramos los límites a los que está ligado
el conocer, en tanto que pensamiento: para nosotros sólo existe la
verdad bajo las condiciones del pensar.
Mediante tales clarificaciones llevamos a nuestra conciencia al
extremo en el que, liberados de toda fijación supersticiosa en la ver­
dad, la buscamos en el fondo de todo. Conocemos el deslizamiento
hacia la vacía intelectualidad de lo correcto, hacia la gradual pateti-
zación moral, hacia la tosca inmediatez de los sentimientos no acre­
ditados, hacia todos los modos del tener definitivo de la verdad. Pero
cuando ya no poseemos palpablemente la verdad total y absoluta, en­
tonces el propio movimiento de búsqueda es tal vez la verdad en el
tiempo; entonces, vivir agonizando en la pregunta es la más pro­
funda verdad; y la plenitud del ser verdadero es el paso que corres­
ponde y no la duración en el tiempo; es como la m irada fugitiva de
los ojos en los que está todo.
Tenemos que empezar de nuevo por el principio para captar el ser
verdadero en toda la extensión a que nos sea posible acceder. Aquí
nuestra tarea no cosiste en mostrar la verdad en su realidad plena: la ló­
gica filosófica clarifica la verdad en los modos del ser verdadero y en
su movimiento, no la representa como verdad con contenido.

I. POR QUÉ PREGUNTAMOS POR EL SENTIDO


DEL SER VERDADERO

Existe la verdad: lo pensamos así, como si fuera obvio. Escucha­


mos y afirm am os verdades sobre cosas, sucesos, realidades que son
incuestionables para nosotros. Quizás tengamos incluso confianza en
que la verdad triunfará en el mundo. Pero estamos perplejos. Poco se
puede advertir acerca de una presencia segura de lo verdadero:
Las opiniones usuales se m anifiestan en la mayoría de los casoí
como expresión de la necesidad pero no de la verdad sino de u¿
apoyo: se prefiere con mucho algo firm e para liberarse de seguii
pensando, del esfuerzo y del peligro de seguir pensando continua­
mente.
Lo que se dice es, la mayoría de las veces, inexacto y sobre todo!
en su claridad aparente es la expresión de ocultos intereses de exis­
tencia.
Entre los seres humanos hay tan poca confianza en lo verdaderc
que, en lo público, no se puede prescindir del abogado para hacei
prevalecer una verdad en el mundo. La pretensión de verdad se con­
vierte en un medio de lucha también de lo 110 verdadero. Existe la
m aleza de lo irresoluble y la lucha mediante el engaño y el poder
Parece que son las casualidades quienes deciden que se imponga la
verdad, no el ser verdadero como tal. Y al final llega para todo lo in­
sospechado, ante lo cual sucumbe.
Estos ejemplos de carencia de verdad en situaciones sociológicas
y psicológicas 110 ponen en peligro al ser verdadero como tal, pero
sólo cuando éste existe intangible en sí mismo y se puede separar de
su realización ya sea acertada o fracasada. Sin embargo, aún la exis­
tencia de un ser verdadero en sí puede ser dudosa:

a) Un ser verdadero, como validez separada de la realidad,


tiene que parecer imaginario. Esa misma separación lo convierte en
no-verdadero. La separación entre la verdad en sí y su realización en
situaciones delimitadas tiene pleno sentido para verdades finitas y
particulares, cuando se separa entre el conocim iento y su aplicación
técnica. Pero tal separación puede admitirse para realizaciones espe­
cíficas de la verdad en determ inadas estructuras, pero en modo al­
guno para la verdad en su conjunto.
b) Experimentamos la imposibilidad de un acuerdo sobre lo
verdadero — a pesar de la voluntad despiadada de claridad y de
abierta disponibilidad— precisam ente ahí donde el contenido de esta
verdad nos resulta tan esencial que todo parece estar en él, porque él
es el fundamento de nuestra fe. Aquí es posible una incompatibilidad
de afirm aciones que parece mostrar desde diferentes orígenes la vida
y la fe. Esto nos obliga a dudar del ser verdadero, en el sentido ordi­
nario de un ser existente en sí. Lo verdadero, que es de lo que se
trata, podría escapar según su naturaleza a la univocidad y unanimi­
dad del enunciado.
Si el estado de cosas fundamental de nuestra captación de la ver­
dad en el inundo está condicionado psicológica y sociológicamente o
lo está por la carencia de una verdad en sí única y om niabarcante; si
esto ocurre de forma que lo m antenido com o absolutam ente verda­
dero queda marcado como falso — tanto interpersonalm ente como
ante la consideración de un individuo— de tal modo que no se pre­
senta una solución definitiva a pesar de que las personas creen po­
seer la verdad, entonces

a) La verdad de la que no se ha dudado y que dom ina fá s ic a ­


mente la vida se muestra a los otros como falsa. En nuestro mundo
occidental escuchamos el entrecruzam iento de afirm aciones con orí­
genes esencialmente distintos y el ruido ensordecedor que atraviesa
los siglos con sus explosiones en fenómenos de masas.
/;) Yo mismo experimento mi error. Ahí donde estaba fir­
memente convencido, puede desvelárseme la equivocación. Donde
creía saber con evidencia, puede mostrárseme la falta. La rectitud re­
conoce la contingencia de la seguridad individual.

Desde el punto de vista de esta realidad, continuam ente surge de


nuevo la duda [Skepsis], Hay una inclinación a la vieja frase: no
existe la verdad; y añade: si existiera una verdad, no podríamos co­
nocerla; y si la conociéramos, no podríamos comunicarla. La verdad
no se funda sobre sí misma, se deriva de alguna otra cosa (como de
situaciones sociológicas, técnicas de trabajo, razas, de la predisposi­
ción y condición personal, de los fines de la existencia, etc.) sólo
bajo cuya condición la verdad es verdad.
Así el ir y venir atraviesa la historia del pensamiento: desde la
afirmación de la verdad absoluta a la duda acerca de todo ser verda­
dero. Junto a ambos va caminando el uso sofista de la verdad apa­
rente con sus presuposiciones de que no hay nada cierto, nada se
puede demostrar: dependiendo de las circunstancias se pone en fun­
cionamiento como medio de lucha la apariencia de la verdad en vez
de la verdad que no existe. El fundamento último es: es así porque
yo lo quiero. Mi voluntad es la verdad.
La pregunta por el ser verdadero es una de las cuestiones vertigi­
nosas del filosofar y su proyección oscurece el brillo fascinante de la
verdad. Pero, de todos modos, se ha perdido toda la cómoda univoci­
dad de la verdad. La simple separación entre auténtico e inauténtico,
entre correcto e incorrecto, la manera de diferenciarlo todo en blanco
y negro es en sí misma una radical no-verdad. Ya ha acabado esa ob-
viedad inicial con la que se afirm aron verdades de forma indudable
La simple presunción de la existencia de verdades y la confianza ei
ellas no es veracidad, sino pasividad evasiva: «la verdad prevale­
cerá», «con el tiempo, lo correcto tiene que vencer»; siempre que ei
estas frases, «verdad» y «correcto» se refieran a algo sabido por la]
personas.
La pregunta ¿que es la verdad? no surge de una duda cansada
sino de la búsqueda apasionada.
Frente a la confusión proponemos una y otra vez la tesis de que
tiene que existir un reino establecido de la verdad válida, puesto que
se m uestra patentemente en las ciencias. De hecho, encontramos co­
nocimientos de ciencias particulares que (concebidas de manera real­
mente científica dentro del conjunto total de las denominadas cien­
cias), tienen la característica de la com prensibilidad concluyente y
por eso, también producen el efecto del acuerdo fáctico respecto a
sus resultados por parte de cualquier intelecto humano que los com ­
prenda.
Pero la cuestión es si la verdad, tan esencial para nosotros, no co­
m ienza precisam ente allí donde cesa lo científicam ente concluyente,
si el ser y la verdad posible no imperan más allá de lo que puede
abarcar la verdad de lo inmutablemente válido. Chocamos con el lí­
mite en el que nuestra existencia y la existencia de otro, aunque am ­
bas estén orientadas hacia la verdad y la realidad (tomada como
único ser universalmente válido), 110 la reconocen conjuntamente
como lo mismo sino que, o llegan a la lucha en la que deciden la
fuerza y la astucia, o en la situación de empate frente a la otra exis­
tencia, contraponen afirm aciones contra afirm aciones que no se en­
cuentran y que meramente se repiten.
Pero, llegar a estar seguro en estas experiencias sin disimulo de sí
mismo ni del ser debe perm itir aclarar la verdad en la lógica filosó­
fica.

II. INTENTOS DE DETERMINAR EL SENTIDO


DEL SER VERDADERO

En cuanto queremos enunciarlo, el sentido de la verdad es plural.


Fácilmente nos inclinamos a limitarlo (por ejemplo, a la correc­
ción de los juicios en el enunciado) o a yuxtaponer una simple plura­
lidad (por ejemplo, verdad del saber, verdad de las sensaciones, ver­
dad del querer).
Pero lo que im porta es:

a) Buscar el único ser verdadero en la pluralidad de sentidos de


la verdad.
b) Encontrar el ser verdadero en toda la amplitud, aun antes de
In forma racional. (Esto es, encontrarlo en aquello que tam bién en la
forma racional aún sigue siendo lo que hay que fundamentar y lo que
proporciona contenido; aunque para nosotros la verdad encuentre
también en el juicio su forma revelable, comunicable y fijable, ella
es lo abarcante previo a todo juicio, lo que es apuntado en el juicio,
pero no superado.)
c) Concebir el ser verdadero como carácter fundamental uni­
versal de todo ser para nosotros: de modo que no hay nada sobre lo
t|ue no se pueda preguntar cómo es verdadero o falso.
d) Ver que (oda determinación del ser verdadero, lo aísla, lo li­
mita a una manera de lo envolvente, lo destaca frente a lo otro (el ser
verdadero sólo se puede circundar en universalidades indeterm ina­
das, pero entonces desaparece en la indeterminación — por eso, sólo
se puede alcanzar, si acaso, atravesando todos las maneras del sen-
lido de la verdad— la lógica filosófica es este camino, en el que se
debe ver hasta dónde se llega).

Intentaremos circundar provisionalmente el sentido abarcante del


ser verdadero:

l. Jm verdad como validez de enunciados. La característica


más sencilla del ser verdadero ocurre en referencia al juicio. El ju i­
cio es la forma racional de la verdad en su ser pensada. Toda verdad
está en juicios, en tanto que sólo los juicios son proposiciones que
pueden ser verdaderas o falsas. De hecho, la forma del pensamiento
y también la forma de la alternativa entre verdadero y falso es aque­
lla a través de la cual todo lo que es verdadero accede a una claridad
plena para nosotros; claridad en la que tiene que entrar para llegar a
ser lo que realmente puede ser.
En este sentido universal, la verdad es la validez de los enunciados.
I o que se afirma en los enunciados se llama juicio. La verdad consiste
en juicios correctos. Los juicios tienen validez intemporal. La verdad,
que en este sentido es universalmente válida, está fuera del tiempo o. si
es pensada en el tiempo, es verdadera en cualquier tiempo.
Pero, aunque los juicios sean la forma universal del saber y de la
comunicación de la verdad, sólo son un indicador para el ser verda-
dero, no el propio ser verdadero. Los juicios se refieren a su objete!
Según su contenido, la verdad no está en el sentido del juicio sino en
aquello a lo que éste se dirige. El juicio da a conocer la verdad, pero
no es la verdad por sí mismo. La universalidad del juzgar es indiscui
tibie, es ciertam ente indispensable, pero insuficiente para caracteri­
zar al ser verdadero.
2. La verdad como revelarse. La verdad misma es la capaci-í
dad de revelarse de lo otro que viene a nuestro encuentro. La verdad
se m anifiesta al revelarse. La verdad es el ser mismo en su habersej
revelado (la palabra verdad en griego, alétheia, significa literalmente
desocultamiento).
La verdad se estructura según las maneras de revelarse y éstas se
fundamentan en las m aneras según las cuales el ser puede revelarse.
a) El revelarse acontece en el hacerse presente, ya sea en la vi­
vencia, en la intuición, en el pensamiento o en la ejecución del pen­
sar como tal. Todas las maneras de lo envolvente se manifiestan en
un aquí y ahora.
b) Se me revela lo otro o yo me revelo a mí mismo. La verdad
es, en prim er lugar, el revelarse de lo otro que se me muestra y que a
la vez permanece opaco; ese revelarse no lo transforma, sino que
sólo transform a su aparecer para nosotros. En segundo lugar, la ver­
dad es el ser que sólo llega a ser lo que puede ser al revelarse, el ser
sí misino que, al mismo tiempo, sólo es un realizarse de este ser.
c) El revelarse de los fenómenos aún no es el revelarse áe\ fun­
damento. El revelarse de los fenómenos alcanza su posible cum pli­
miento; el revelarse del fundamento sucede, ciertam ente, por los fe­
nómenos, pero por sí mismo permanece como envolvente y por eso
infinito e incumplible. El firm e mantenimiento de esta diferencia es
condición de la profundidad de nuestra conciencia del ser. El reve­
larse del ser en su fundamento no sucede porque algo especial en el
mundo — un fenómeno— se constituya en fundamento del mundo o
porque el ser se piense por analogía con ese algo especial. Por tanto,
la verdad del propio revelarse del ser comparte con el ser mismo este
carácter: no alcanza una auténtica revelación en el cumplimiento ob­
jetivo, concreto y concluyente, sino sólo en el abrirse camino de
cualquier revelación que se ha hecho presente por completo.
3. La verdad como ser. Cuando intentam os pensar el ser
com o idéntico al ser verdadero, al saber y al ser sabido, se hace per­
ceptible lo absolutam ente universal del ser verdadero.
Lo que nosotros diferenciam os está unido en el fundamento del
ser verdadero. Es verdad que sólo diferenciando podem os hablar del
fundamento del ser, pero en la perspectiva del fundamento podemos
hacer que lo diferenciado se vuelva a unir y se haga uno.
Al diferenciar, el ser verdadero se hace múltiple: el ser tiene el
carácter de ser verdadero quizás como la vida, en tanto su existencia
se conforma a su esencia, corresponde a su arquetipo y aún más: en
tanto en la alternancia de vida a vida se m anifiesta lo que realmente
es. — El saber se llama verdadero cuando es la realización de! saber
recto, del pensar correcto en oposición al falso. — El ser sabido es la
verdad pensada como lo otro, como lo que es opuesto y por lo que
un conocimiento se encuentra con el ser, en oposición al presunto ser
sabido que es falso, al que no corresponde ningún ser.
En la unidad del fundamento — para nosotros inconcebible—
está todo el ser en uno, el ser verdadero, el saber y el ser sabido. El
ser que no fuera ser sabido, no sería propiamente: si él mismo no
fuera saber, ¿qué otra cosa sería en tanto que sabido, sino una apa­
riencia para el que sabe? Ser verdadero es lo propio del ser porque, a
la vez, es saber y ser sabido. La verdad no es un ser especial en el
mundo, no es una manera determ inada de ser, sino lo abarcante del
ser mismo.
Desde la tradición del pensam iento filosófico nos hablan form u­
laciones peculiares que, para una m irada superficial, son vacías, tri­
viales o absurdas, pero que alcanzan la universalidad del ser verda­
dero mediante el vínculo en el único fundamento del ser. Utilizan
algunas de las categorías más universales, en su indeterminación de­
jan quizás indiferente, pero en una meditación detenida muestran
una profundidad extraordinaria.
El ser existe sólo como ser verdadero, el saber y el ser sabido del
ser pertenecen al ser mismo: om ne ens est verum.
En tanto que ser sabido, el ser tiene el carácter de un tener que
ser. Sólo el ser uno puede ser idéntico. Lo que se revela, se revela
como uno. En la medida en que este revelarse lo hace como uno, en
esa medida es ser para nosotros. Lo que no es uno, igualdad consigo
mismo, identidad, no es ser en absoluto: omne ens est unum.
Ser verdadero significa además m erecer ser. Lo que es, debe ser:
omne ens est bonum.
Esta conexión entre lo verdadero, uno y bueno en el ser significa
una am pliación del sentido del ser verdadero a la que nada se sus­
trae. La verdad es lo absolutam ente envolvente.
4. Los modos de ¡a verdad como modos de la concordancia.
En el fundamento del ser nuestro pensamiento pierde toda firmeza.
Donde algo es comprensible para nosotros, está dividido. Para noso-
]
tros, la verdad en su sentido abarcante tiene precisamente el carácter
fundamental de expresar una división radical: toda verdad tiene eni
común que allá donde existe, ha de ser posible en cualquier sentido
una no-verdad. Esta no-verdad puede aparecer como falsedad, en­
gaño, error, mentira, como deserción, defección, como lo malo.
Frente a la no-verdad, se puede concebir la verdad como concordan­
cia. La verdad no es un ser estable, indiviso, sino que a partir de una
posible división, recupera la concordancia consigo mismo y, por
cierto, de tal modo que la no-concordancia es posible como falsedad,
mientras que la concordancia es la verdad.
Existen muchos modos de concordancia. Son ejemplos de formula­
ciones antiguas los siguientes: la verdad del conocimiento es la concor­
dancia del conocimiento con su objeto; la verdad de una cosa es la
concordancia de esa cosa con su arquetipo ideal (1111 amigo verdadero,
un verdadero Estado, un perro de verdad); la verdad de la voluntad es la
concordancia de la acción querida en un instante con la auténtica vo­
luntad, o dicho de otro modo: la concordancia de la acción volitiva con
la ley moral; la verdad del juicio es la concordancia del sentido del jui­
cio con el objeto (estado de cosas), o dicho de otra manera: la concor­
dancia del sujeto con el predicado mediante la correlación entre ambos,
o la concordancia de un juicio con otros juicios sin contradicción; la
verdad de la percepción de los sentidos consiste en la concordancia de
la percepción con la capacidad objetiva de percibir.
Así pues, no es posible asegurar la concordancia de una sola ma­
nera. La verdad es tan múltiple como los modos de esta concordancia
o como los modos de aquello entre lo que tiene lugar la concordancia.
Las principales diferencias entre los modos de la concordancia signifi­
carán también diferenciaciones en la esencia de la verdad.
En todas partes encontram os la verdad a partir del error. Allí
donde concibamos claram ente la verdad, nos damos cuenta a la vez
de los posibles errores. La búsqueda de la verdad se puede com pren­
der negativamente como un deshacer errores y positivamente como
la captación del ser. Para nosotros, ambas cosas están unidas. La ver­
dad no sucede por sí sola; no existe como la seguridad inconsciente
de la ingenuidad, sino que sólo llega a ser por la superación decisiva
de los errores aclarados. Es consciente y real sólo como convenci­
miento expreso do la concordancia consigo misma.
La explicación de la verdad coincide, por tanto, con la explica­
ción del posible error. La verdad es la concordancia de aquello que
no concuerda en el error. Para nosotros, la concordancia es un carác­
ter formal fundamental de todo ser verdadero.
Que para nosotros no haya verdad sin concordancia significa
un límite en el sentido del ser verdadero. El ser verdadero envuelve
¡i lodo ser, pero en tanto que concordancia es el m odo del ser para
nosotros, no el ser en sí. Que tengam os que buscar la verdad
cuando buscam os el ser y que el ser tenga el carácter de abrirse a
nosotros en el ser verdadero, significa la inclusión de nuestra capa­
cidad de participación en el ser. No podem os pensar o im aginar ob­
jetivamente nada que sea el propio ser, ya estem os fuera o en el
fundamento del ser verdadero. Pero en el pensam iento formal po­
demos transcender y darnos cuenta del límite: la verdad que ya no
fuera concordancia en ningún modo, sino que fuese ella m ism a sin
posibilidad de error; esto es, la verdad que para nosotros ya no
tiene el carácter de verdad, sino que es anterior a toda verdad y es
más que ésta, eso es la divinidad.
5. El ser verdadero como origen y meta. Para nosotros la ver­
dad es buscar y alcanzar lo verdadero en formas siempre finitas.
Pero no podem os adherirnos a ninguna forma que sea todavía finita,
aislada, que sea sólo un modo, que sea todavía referencia a otra cosa.
Nuestra voluntad de verdad no está satisfecha con ninguna ver­
dad. Tiene la seguridad de que procede de un fundamento y se dirige
hacia una meta, desde los que no nos satisface ninguna form a del ser
verdadero que encontremos en el camino.
La verdad, en tanto que búsqueda, también es para nosotros un
elaborarse a partir de una no-verdad real y posible (a partir de ilu­
sión, apariencia, a partir del tiempo y desde el prim er plano). La vo­
luntad de verdad es la voluntad de alcanzar la liberación desde la
opresión y la bruma, desde el tem or y la miseria y la maldad, hacién­
dolo a través de todo saber, a través de todo pensar (que, al no tener
un fin último, sería distracción sin sentido ni valor): voluntad de en­
contrarse con el ser que nos redime.
Pero esta verdad del propio ser nunca nos es accesible inm edia­
tamente en el tiempo. Sin embargo, el fin último del ser verdadero
ilumina retrospectivamente todos los m odos en los que se nos hace
presente; aun la última, mera e indiferente rectitud tiene desde su
evidencia, un destello del propio ser verdadero, fundamento y meta
de nuestra búsqueda de la verdad.
Aun cuando esc fin últim o al que llam am os propiam ente ver­
dad sin tenerla nunca clara ante nosotros, no se alcanza jam ás en
el tiem po, sin em bargo nos puede conducir e ilum inar en el pre­
sente, atribuyendo im portancia y m anteniendo coherente nuestra
búsqueda.
Como el propio ser verdadero es también la auténtica realidad.
La idea de este ser verdadero último y envolvente significa que:
a) Él juzga todas las falsas anticipaciones de la redención, to­
das las liberaciones aparentes y las rechaza como prisión seductora
de un bienestar irreflexivo.
b) Nosotros preferim os cualquier sufrimiento a una locura feliz
en la que la verdad sólo se nos hiciera presente como apariencia.
Preferimos la honradez franca con sus consecuencias, a un dichoso
estado de seguridad adquirido y conservado sólo gracias a encubri­
mientos.
L.a idea del ser verdadero, originario e infinito proporciona la
fuerza para soportar la intranquilidad de la búsqueda.
HANS-GEORG GADAMER
¿QUÉ ES LA VERDAD?
(1957)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Was ist Wahrheit?», Zeitwende, 28 (1957), pp. 226-237.


— «Was ist Wahrheit?», Kleine Schriften, I, J. C. B. Mohr, Tubinga,
1967 (2.a ed., 1976), pp. 46-58.
— «Was ist Wahrheit?», Gesammelle Werke, Bd. 2: Hermeneutik II,
1986, pp. 44-56.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «¿Qué es la verdad?», en Verdad y Método II, Sígueme, Sala­


manca, 1992, pp. 51-62. Reproducimos el texto de esta edición
con autorización expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : M. Olasagasti.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— Wahrheit und Methode, Tubinga, 1960 (cd. cast., Verdad y


Método, Sígueme, Salamanca, 1977).
— «Wahrheit in den Gcisteswisscnschaften», 1953 (editado también
en Kleine Schriften I, 1967 (2.a ed., 1976), pp. 39-45; y en Gesam­
melle Werke, Bd. 2: Hermeneutik, II, 1986, pp. 37-43.
— «Über den Beitrag der Dichtkunst bei der Suche nach der Wahr­
heit», Zeitwende, 42 (1971), pp. 402-410 (editado también en
Kleine Schriften, IV, 1977, pp. 218-227).

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— J. Grondin, Hermeneutische Wahrheit? Zum Wahrheitsbegriff


Hans Georg Gadamers, Forum Academicum, Konigstein, 1982.
— J. Grondin, «Zur Entfaltung eines hermeneutischen Wahrheitsbe-
griff», Philosophisches Jahrbuch, 90 (1983). pp. 145-53.
— A. Domingo Moratalla, «Perfeccionistas y liberales. El horizonte
político de la verdad en Cíadamer y Rorty», Estudios Filosóficos,
129 (1996), pp. 261-296.

O b s e r v a c io n e s : La edición de «Was ist Wahrheit?» en Klein Schriften I


contenia epígrafes que dividían el texto. En la edición posterior de
Gesamm. ÍVerke 2 (1986) fueron suprimidos. En la edición castellana
de Editorial Sígueme tampoco aparecen. En nuestra edición (repro­
ducción de la de Editorial Sígueme) se recuperan los epígrafes, con lo
que se gana en claridad.

La pregunta de Pilato «¿qué es la verdad?» (Jn. 18,38), entendida


directam ente a partir del sentido de la situación histórica, viene a re­
sumir el problema de la neutralidad. La frase, tal com o fue pronun­
ciada por el gobernador Poncio Pilato en la situación política de Pa­
lestina, significa que lo afirm ado como verdad por un hombre como
Jesús no afecta al Estado para nada. La postura liberal y tolerante
que adopta así el poder estatal ante la situación resulta en algún as­
pecto muy extraña. Sería vano intento buscar algo sim ilar en el
mundo político antiguo e incluso en el moderno hasta la época del li­
beralismo. Es la situación jurídico-política especial de un poder esta­
tal que se mueve entre un ‘rey’judío y un gobernador romano la que
hace posible esa actitud de tolerancia. Quizá el aspecto político de la
tolerancia sea siempre algo similar; entonces la tarea política que
plantea el ideal de tolerancia consistirá en proporcionarle al poder
estatal unas situaciones de equilibrio en esa línea.
Sería pura ilusión creer que este problema no se da ya en el Es­
tado moderno porque este Estado reconoce en principio la libertad
de la ciencia. Pero la invocación de esa libertad es siem pre una peli­
grosa abstracción. Ts'o exime al investigador de su responsabilidad
política apenas abandona la quietud del cuarto de estudio y del labo­
ratorio, vetado a personal no autorizado, y com unica sus conoci­
mientos a la opinión pública. Aunque la idea de la verdad presida ab­
soluta e inequívocamente la vida del investigador, su libertad para
hablar es limitada y polivalente. Debe conocer las repercusiones de
su obra y responder de ellas. Pero la vertiente diabólica de esta situa­
ción es que, debido a esas repercusiones, induce al investigador a la
tentación de decir e incluso de aceptar como verdad lo que 1c dicta la
opinión pública o los intereses del Estado. Hay aquí un nexo interno
cutre las limitaciones en la expresión de las opiniones y la falta de li­
bertad en el pensamiento mismo. No podemos negar que la pregunta
«¿qué es la verdad?» en el sentido en que la formuló Pilato sigue
presidiendo hoy nuestra vida.
Pero esa frase solemos oírla también en otro tono: el de Nietzs-
clie cuando declara que es la única frase valiosa del Nuevo Testa­
mento. En ese sentido la frase de Pilato com porta un desvío escép­
tico respecto al «fanático». No en vano la recoge Nietzsche: también
su crítica al cristiano de su tiempo es la crítica de un psicólogo al fa­
nático.
Nietzsche extremó este escepticismo en un escepticismo frente a
la ciencia. La ciencia coincide, en efecto, con el fánatico en ser tan
intolerante como él porque exige y da siempre demostraciones. Na­
die es tan intolerante como aquel que pretende dem ostrar que lo que
dice ha de ser la verdad. La ciencia es intolerante, según Nietzsche,
porque es un síntoma de debilidad, un producto tardío de la vida, un
alejandrinismo, un legado de esa decadencia que Sócrates, el inven­
tor de la dialéctica, trajo a un mundo en el que no existía aún la
«incidencia de la demostración», sino que una soberana autocerteza
se limitaba a señalar y decir, sin demostración alguna.
Este escepticismo psicológico frente a la afirm ación de la verdad
no afecta a la ciencia misma. Nadie seguirá a Nietzsche en este
punto. Pero hay también una duda sobre la ciencia que nos ofrece,
detrás de la frase «¿qué es la verdad?», como un tercer estrato. ¿Es
cierto que la ciencia es realmente, como pretende, la última instancia
y el único soporte de la verdad?
Debemos a la ciencia la liberación de m uchos prejuicios y la
destrucción de muchas quim eras. Es pretcnsión de la ciencia cues­
tionar los prejuicios y conocer así la realidad m ejor que hasta
ahora. Pero a m edida que los m étodos de la ciencia se extienden a
todo lo existente resulta más dudoso que los presupuestos de la
ciencia perm itan plantear la cuestión de la verdad en todo su al­
cance. Nos preguntam os con inquietud si no hay que achacar a los
métodos de la ciencia la existencia de tantas cuestiones que dem an­
dan una respuesta que aquélla rehúsa dar. La ciencia se niega a dar
la respuesta desacreditando la pregunta, es decir, tachándola de ab­
surda. Porque sólo tiene sentido para ella lo que se ajusta a su m é­
todo de hallazgo y examen de la verdad. Este m alestar ante la pre­
tensión de la ciencia se da sobre todo en m ateria de religión,
filosofía y cosmovisión. Ellas son las instancias a las que apelan los
escépticos de la ciencia para m arcar los lím ites de la espcciali-
zación c ie n tífic a y de la investigación m etod o ló gica ante las cucs-j
tio n es decisivas de la vida.
Después de examinar la pregunta de Pilato en sus tres estratos,
queda claro que el último estrato, que viene a cuestionar la relación
interna entre verdad y ciencia, es el más im portante para nosotros.
Conviene pues, analizar en prim er lugar el hecho de que la verdad
haya establecido una conexión tan estrecha con la ciencia.

1. CIENCIA Y VERDAD

Es evidente que la ciencia confiere su peculiaridad y su unidad a


la civilización occidental. Pero si se quiere com prender este hecho
habrá que indagar los orígenes de esa ciencia occidental, es decir, su
procedencia griega. La ciencia griega es una novedad frente a todo lo
que sabían antes los hombres y cultivaban como saber. Al elaborar
esta ciencia, los griegos segregaron el occidente del oriente y le mar­
caron su propio camino. Fue un afán de saber, de conocimiento, de
explotación de lo ignoto, raro y extraño y un singular escepticismo
hacia lo que se narra y se da por verdadero, lo que los impulsó a
crear la ciencia. Valga como ejem plo una escena homérica: pregun­
tan a Telémaco quién es, y él responde: «Mi madre se llama Pené-
lope, pero nadie podrá saber nunca con certeza quién es mi padre. La
gente dice que es Ulises». Este escepticismo extremo revela el ta­
lento especial del hombre griego para convertir en ciencia su sed es­
pontánea de conocimiento y su ansia de verdad.
Por eso fue muy esclarecedor que Heidegger, en nuestra genera­
ción, recurriera al término con que los griegos designaron la verdad.
No fue Heidegger el primero en averiguar que aletheia significa pro­
piamente desocultación. Pero él nos ha enseñado lo que significa
para la concepción del ser que la verdad tenga que ser arrebatada del
estado de ocultación y encubrimiento. Ocultación y encubrimiento
son correlativos. Las cosas s? m antienen ocultas por naturaleza; «la
naturaleza tiende a ocultarse», parece que dijo Heráclito. Igual­
mente, el encubrimiento es propio de la acción y del lenguaje hu­
mano. Porque el lenguaje humano no expresa sólo la verdad, sino la
ficción, la mentira y el engaño. Hay, pues, una relación originaria en­
tre el ser verdadero y el discurso verdadero. La desocultación del
ente se produce en la sinceridad del lenguaje.
El modo de discurso que realiza con mayor pureza esta relación
es la enseñanza. Debemos hacer constar que para nosotros la expe-
ricncia singular y prim aria del discurso no es el enseñar, sino esa ex­
periencia que la filosofía griega tradujo primero en conceptos y la
ciencia movilizó con todas sus posibilidades. Es frecuente traducir el
discurso o habla, ¡ogos, por razón, y ello es legítimo en cuanto que
los griegos vieron pronto que son las cosas mismas en su intcligibili-
dad lo que el discurso encierra y guarda primariamente. Es la razón
misma de las cosas la que se representa y comunica en un modo es­
pecífico de discurso. Este modo se llama enunciado, proposición o
juicio. La palabra griega que lo designa es apophansis. La lógica
posterior lo llamó juicio. El juicio se caracteriza frente a todos los
otros modos de discurso por la pretensión de ser verdadero, de reve­
lar un ente tal como es. Se da el mandato, la súplica, la imprecación,
se da el fenómeno tan enigmático de la interrogación, sobre el que
volveremos, se dan innumerables formas de discurso, y todas ellas
contienen algo de verdad; pero no se definen exclusivamente por la
pretensión de mostrar el ente como es.
¿Qué clase de experiencia es la que hace consistir la verdad en
el discurso m ostrante? Verdad es desocultación. Dejar estar lo de­
socultado, hacerlo patente, es el sentido del discurso. Uno presenta
algo que así está presente y se com unica a otro tal com o está pre­
sente para uno. Dice Aristóteles: un juicio es verdadero si deja reu­
nido lo que en la cosa aparece reunido; un juicio es falso si hace
estar reunido en el discurso lo que en la cosa no está reunido. La
verdad del discurso se define, pues, com o adecuación del discurso
a la cosa, es decir, adecuación deí «dejar estar» el discurso a la
cosa presente. De ahí deriva la definición de la verdad divulgada
por la lógica: adaequatio intellectus a d rem. Esta definición da
como algo obvio que el discurso, es decir, el intellectus que se ex­
presa en el discurso, tiene la posibilidad de m edirse a sí m ism o de
forma que lo que alguien dice exprese sólo aquello que hay. A eso
llamamos en filosofía la verdad enunciativa, teniendo en cuenta
que hay tam bién otras posibilidades de verdad en el discurso. El lu­
gar de la verdad es el juicio.
Esto podría ser una afirmación unilateral que Aristóteles no res­
palda sin más. Pero es una derivación de la teoría griega del logos y
subyace en su evolución hacia el concepto moderno de la ciencia. La
ciencia creada por los griegos difiere mucho de nuestra noción de
cicncia. La verdadera ciencia no es la ciencia natural, mucho menos
la historia, sino la matemática. Porque su objeto es un ser puramente
racional y como lal es modelo de toda ciencia porque se puede repre­
sentar en un contexto deductivo cerrado. La ciencia m oderna, en
cambio, considera la m atem ática com o modelo no por el ser de sus
objetos, sino por su modo de conocimiento más perfecto. La figura
m oderna de la ciencia establece una ruptura decisiva con las figuras
de saber del occidente griego y cristiano. Lo que prevalece ahora es
la idea del método. Pero éste, en sentido moderno, es un concepto
unitario, pese a las modalidades que pueda tener en las diversas cien­
cias. El ideal de conocimiento perfilado por el concepto de método
consiste en recorrer una vía de conocimiento tan reflexivamente que
siem pre sea posible repetirla. Methodos significa «camino para ir en
busca de algo». Lo metódico es poder recorrer de nuevo el camino
andado, y tal es el modo de proceder de la ciencia. Pero eso supone
necesariamente una restricción en las pretensiones de alcanzar la
verdad. Si la verdad (ventas) supone la verificabilidad — en una u
otra forma— , el criterio que mide el conocimiento no es ya su ver­
dad, sino su certeza. Por eso el auténtico ethos de la ciencia moderna
es, desde que Descartes form ulara la clásica regla de certeza, que
ella sólo admite como satisfaciendo las condiciones de la verdad lo
que satisface el ideal de certeza.
F.sta concepción de la ciencia m oderna influye en todos los ám ­
bitos de nuestra vida. El ideal de verificación, la limitación del sa­
ber a lo com -probable culm ina en el re-producir iterativo. Así, ha
surgido de la legalidad progresiva de la ciencia m oderna, el uni­
verso íntegro de la planificación y de la técnica. El problema de
nuestra civilización y de los males que trae su tecnificación no con­
siste en carecer de una instancia interm edia adecuada entre el cono­
cimiento y la aplicación práctica. Precisamente el m odo de conoci­
miento de la ciencia es tal que imposibilita esa instancia. Ella
misma es técnica.
Lo verdaderam ente significativo en el cam bio que experimentó
el concepto de ciencia al com ienzo de la época m oderna es que en
medio de él persiste el enfoque fundamental de la idea griega del
ser. La física m oderna presupone la m etafísica antigua. Heidegger
ha puesto en claro este remoto origen del pensam iento occidental, y
en ese sentido su contribución ha sido decisiva para la autoconcien-
cia histórica del presente. Porque esa averiguación cierra el paso a
todos los intentos rom ánticos de restauración de antiguos ideales,
sea de la Edad M edia o del hum anism o helenístico, al establecer el
carácter inexorable de la historia de la civilización occidental. Tam­
poco es suficiente el esquem a creado por Hegel de una filosofía de
la historia y de una historia de la filosofía, porque según Hegel la
filosofía griega es tan sólo un preludio especulativo de lo realizado
modernamente en la autoconciencia del espíritu. El idealismo espe­
culativo y su postulado de una ciencia especulativa resultó ser en
del initiva una restauración impotente. La ciencia es, por mucho que
nc la censure, el alfa y omega de nuestra civilización.

2, VERDAD MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA

No es que la filosofía empiece a percatarse hoy del problema.


Mas bien se trata de una cruz tan evidente sobre nuestra entera
conciencia de la civilización, que la ciencia m oderna se ve perse­
guida, como por su sombra, por la crítica a la «escuela». A nivel filo­
sófico la pregunta se formula así: ¿en qué sentido y de qué modo
cabe recuperar — si cabe— el saber elaborado por las ciencias? Es
evidente que cada uno de nosotros recurre constantemente a la expe­
riencia práctica de la vida. Siempre podem os esperar que algún otro
corrobore lo que damos por verdadero aunque no lo podam os de­
mostrar. No siem pre se puede considerar la vía de la demostración
como el modo correcto de hacer conocer la verdad a otro. Todos tras­
pasamos constantemente la frontera de lo objetivable en la que se
mueve el enunciado por su forma lógica. Utilizamos de continuo for­
mas de comunicación para realidades no objetivables, formas que
nos ofrece el lenguaje, incluido el de los poetas.
Sin embargo, la pretensión de la ciencia es superar lo aleatorio
de la experiencia subjetiva m ediante'un conocimiento objetivo, y el
lenguaje del simbolismo equívoco mediante la univocidad del con­
cepto. Pero cabe preguntar: ¿hay dentro de la ciencia como tal un lí­
mite de lo objetivable basado en la esencia del juicio y de la verdad
enunciativa?
No es fácil responder a esta pregunta. Hay una corriente nada
desdeñable en la filosofía actual que encuentra una respuesta clara.
Estima que lodo el secreto y la tarca de la filosofía consiste en for­
mar el enunciado con la exactitud necesaria para que pueda expresar
unívocamente el contenido. La filosofía debe elaborar un sistem a de
signos que no dependa de la polivalencia metafórica del lenguaje na­
tural ni del plurilingiiismo de las naciones modernas, sino que al­
cance la univocidad y precisión de la matemática. La lógica m atem á­
tica sería la vía de solución para todos los problemas que la ciencia
ha dejado hasta ahora en manos de la filosofía. Esta corriente que de
la patria del nominalismo pasa al m undo entero representa un resur­
gir de las ideas del siglo xvin. Lo cierto es que esta corriente tro­
pieza, como filosofía, con una dificultad lógica, y se va percatando
de ello paulatinamente. Se ha demostrado que la introducción de sis­
temas de signos convencionales nunca se puede efectuar mediante el
sistema elegido en esas convenciones y que, en consecuencia, la in - '
traducción de un lenguaje artificial presupone ya otro lenguaje en el
que se habla. Se traía del problema del metalenguaje, que tiene aquí
su lugar de discusión. Pero detrás de eso hay algo más. El lenguaje
que hablamos y en el que vivimos ocupa un puesto privilegiado. Es a
la vez el presupuesto para cualquier análisis lógico posterior. Y no
como mera suma de enunciados, ya que el enunciado que pretenda
expresar la verdad debe satisfacer unas condiciones muy diferentes a
las del análisis lógico. Su pretensión desoeultadora no consiste sólo
en hacer constar la presencia de lo presente. No basta con proponer
en el enunciado lo que está delante. Porque el problema es justa­
mente saber si todo está delante de form a que se pueda proponer en
el discurso, y si al contem plar sólo lo que se puede proponer no se
relega el reconocimiento de aquello que sin embargo es y se percibe.
Yo creo que las ciencias del espíritu dan un testimonio muy elo­
cuente de este problema. También en ellas hay elementos que cabe
subsum ir en el concepto m etodológico de la ciencia moderna. Todos
hemos de aspirar como ideal a la verificabilidad de todos los conoci­
mientos dentro de lo posible. Pero hemos de reconocer que este ideal
se alcanza muy pocas veces y que los investigadores que aspiran a
alcanzar este ideal con la mayor precisión no suelen decirnos las co­
sas realmente importantes. Sucede así que hay algo en las ciencias
del espíritu que no es pensable de igual modo que en las ciencias na­
turales: a veces el investigador puede aprender más del libro de un
aficionado que de los libros de otros investigadores. Esto ocurre ob­
viam ente en casos excepcionales; pero su existencia muestra que se
da aquí una relación entre conocimiento de la verdad y cnunciabili-
dad que no es evaluable con la verificabilidad de los enunciados. Eso
lo conocemos tan bien por las ciencias del espíritu, que abrigamos
una fundada desconfianza hacia un determinado tipo de trabajos
científicos que muestran dem asiado a las claras, delante, detrás y so­
bre todo debajo (en las notas), el m étodo con el que están hechos.
¿Buscan esos trabajos algo nuevo? ¿Llegan realmente al conoci­
m iento de algo? ¿O imitan tan perfectamente el m étodo de conoci­
miento y sus formas externas que producen la impresión de un tra­
bajo científico? Hemos de reconocer que los resultados más
im portantes y fecundos alcanzados en las ciencias del espíritu que­
dan muy al margen del ideal de verificabilidad. Y esto resulta signi-
licalivo a nivel filosófico. No es que el investigador no original se
llaga pasar por competente con ánimo de impostura y que, a la in­
versa, el investigador fecundo tenga que destruir en una protesta re­
volucionaria todo lo que antes era válido en la ciencia. Lo que hay
uquí es una relación según la cual aquello que posibilita la ciencia
puede im pedir también la fecundidad del conocimiento científico. Se
Irnta de una relación de principio entre verdad y no verdad.
Esta relación aparece en el hecho de que la mera presentación de
lo que está delante es sin duda verdadera, es decir, lo m anifiesta
como es; pero perfila a la vez lo que se puede preguntar con sentido
y se puede poner de m anifiesto en futuros actos cognitivos. No es
posible avanzar en el conocimiento sin dejar a trasm ano una posible
verdad. No se trata de una relación cuantitativa en el sentido de que
sólo podemos certificar una parte de nuestro saber. No es sólo que
siempre encubramos y olvidemos la verdad al tiempo que la conoce­
mos, sino que chocamos forzosam ente con los límites de nuestra si­
tuación hermenéutica cuando buscamos la verdad. Pero eso significa
que no podem os conocer muchas cosas que son verdaderas porque
nos limitan los prejuicios sin saberlo. La «moda» se da tam bién en la
praxis del trabajo científico.
Nadie ignora el enorme poder y la capacidad impositiva de la
moda. Pero esta palabra resulta trem endam ente funesta en ciencia.
Por supuesto que intentamos estar por encim a de las exigencias de la
moda; pero la cuestión es saber si no es inevitable la existencia de la
moda incluso en la ciencia; si nuestro modo de conocer la verdad no
implica necesariamente que cada paso hacia adelante nos aleje más
de los presupuestos iniciales, los sum erja en la oscuridad de lo obvio
e incluso dificulte enormemente rebasar estos presupuestos, ensayar
otros y obtener así conocim ientos realmente nuevos. Se da una espe­
cie de burocratización, no sólo de la vida sino de las ciencias m is­
mas. Cabe preguntar si ello pertenece a la naturaleza de la ciencia o
es una enfermedad cultural de la misma, sim ilar a otros fenómenos
patológicos, conocidos en otras esferas, cuando admiramos, por
ejemplo, los bloques gigantescos de nuestros edificios adm inistrati­
vos y de organizaciones de seguros. Quizá se deba esto a la esencia
niisnia de la verdad, como pensaron los griegos, y tambiéfi a la natu­
raleza de nuestras posibilidades de conocimiento creadas por la pro­
pia ciencia griega. La ciencia m oderna se limitó, com o hemos visto,
a radicalizar los presupuestos de la ciencia griega. La investigación
fenomenológica guiada en Alemania, dentro de nuestra generación,
por Husserl y Heidegger ha intentado abordarlos preguntando cuáles
son las condiciones de la verdad, enunciando que van más allá de lo
lógico. Yo creo que la respuesta puede ser, en principio: no puede ha-J
ber un enunciado que sea del todo verdadero.
Esta tesis es conocida como el punto inicial de la autoconstruc-j
ción hegeliana de la razón m ediante la dialéctica. «La forma de pro­
posición no es adecuada para formular verdades especulativas». Por- ;
que la verdad es el todo. Pero esta crítica del enunciado y de la
proposición que hace Ilegel se refiere a su vez a un ideal de enun­
ciación total: la totalidad del proceso dialéctico que se hace cons­
ciente en el saber absoluto. Un ideal que viene a radicalizar una vez
más el planteamiento griego. El límite puesto a la lógica del enun­
ciado desde ella misma no se puede definir realmente en Hegel, pues
es preciso recurrir a las ciencias de la experiencia histórica, que se
imponen contra Hegel. Por eso los trabajos de Dilthey dedicados a la
experiencia del mundo histórico revisten mucha importancia en el
nuevo enfoque de Heidegger.

3. VERDAD COMO RESPUESTA

No hay ningún enunciado que se pueda entender únicamente por


el contenido que propone, si se quiere comprenderlo en su verdad.
Cada enunciado tiene su motivación. Cada enunciado tiene unos pre­
supuestos, que él no enuncia. Sólo quien medita también sobre estos
presupuestos, puede sopesar realmente la verdad de un enunciado.
Ahora bien, mi tesis es que la últim a forma lógica de esa motivación
de todo enunciado es la pregunta. No es el juicio, sino la pregunta lo
que tiene prioridad en la lógica, como confirm an históricamente el
diálogo platónico y el origen dialéctico de la lógica griega. Pero la
prioridad de la pregunta frente al enunciado significa que éste es
esencialm ente una respuesta. No hay ningún enunciado que no sea
fundamentalmente una especie de respuesta. Por eso la comprensión
de un enunciado tiene como única norma suprema la comprensión de
la pregunta a la que responde. Esto, así formulado, suena a obviedad
y todos lo conocen por su experiencia vital. Si alguien hace una afir­
mación que no se entiende, se intenta aclarar cómo ha llegado a ella.
¿Cuál es la pregunta formulada a la que su enunciado da respuesta?
Y si se trata de un enunciado que parece verdadero, hay que cote­
jarlo con la pregunta a la que el enunciado pretende dar respuesta.
No siempre será fácil encontrar Ia pregunta a la que un enunciado da
respuesta. No es fácil, sobre todo, porque una pregunta tampoco es
un primer elemento al que podamos trasladarnos a voluntad. Toda
pregunta es a su vez respuesta. Tal es la dialéctica en que nos halla­
mos inmersos. Toda pregunta tiene su motivación. Tampoco es posi­
ble dar plenamente con su sentido1. Si antes me refería a los proble­
mas de alejandrinismo que amenazan a nuestra cultura científica en
Imito que ésta oscurece la originariedad del preguntar, las raíces se
encuentran aquí. Lo decisivo, el núcleo del investigador científico,
consiste en ver las preguntas. Pero ver las preguntas es poder abrir lo
que domina todo nuestro pensar y conocer como una capa cerrada y
opaca de prejuicios asimilados. Lo que constituye al investigador
como tal es la capacidad de apertura para ver nuevas preguntas y po­
sibilitar nuevas respuestas. Un enunciado encuentra su horizonte de
sentido en la situación interrogativa, de la que procede.
Si yo utilizo en este contexto el concepto de «situación» es para
sugerir que la pregunta científica y el enunciado científico son un
caso especial de una circunstancia mucho más general que se con-
Icmpla en el concepto de situación. La situación y la verdad apare­
cen ya estrecham ente relacionadas en el pragmatismo americano.
Éste ve com o nota distintiva de la verdad el saber afrontar una situa­
ción. La fecundidad de un conocim iento se com prueba en su capaci­
dad para despejar una situación problemática. Yo no creo que el giro
pragmático que experimenta aquí el tema sea suficiente. Esto se ad­
vierte ya en que el pragmatismo relega sim plemente todas las pre­
guntas calificadas de filosóficas o m etafísicas porque lo importante
es salir airoso de cada situación. Es preciso, para progresar, tirar por
la borda todo el lastre dogmático de la tradición. M e parece que eso
es una evasiva. El primado de la pregunta del que yo hablaba no es
un prim ado pragmático. Y la respuesta verdadera tampoco va ligada
al criterio de las consecuencias de la acción. Pero el pragmatism o
acierta al afirm ar que se debe superar la relación formal en que está
la pregunta respecto al sentido del enunciado. Abordam os el fenó­
meno interhum ano de la pregunta en su plena concreción cuando de­
jam os de lado la relación teórica entre pregunta y respuesta que
constituye la ciencia y reflexionam os sobre situaciones específicas
en las que los seres humanos se sienten llamados e interrogados y se
preguntan a sí mismos. Entonces se ve que la naturaleza del enun­
ciado experim enta una ampliación. No es sólo que el enunciado sea

1 Cfr. I, 369 ss., 439 ss., 446 ss.


siempre respuesta y remita a una pregunta, sino que la pregunta y la
respuesta desempeñan en su carácter enunciativo común una función
hermenéutica. Ambas son interpelación. Este térm ino no significa
aquí sim plemente que siempre se infiltra algo del entorno social en
el contenido de nuestros enunciados. La observación es correcta!
pero no se trata de eso, sino de que sólo hay verdad en el enunciado
en la medida que éste es interpelación. El horizonte siUiacional que',
constituye la verdad de un enunciado implica a la persona a la que se
dice algo con el enunciado.
La filosofía de la existencia ha traído esta conclusión muy deli­
beradamente. Pienso en la filosofía de la comunicación en Jaspers,
según la cual la dimensión necesitante de la ciencia acaba allí donde
se tocan las auténticas cuestiones de la existencia humana: finitud,
historicidad, culpa, muerte; en suma, las «situaciones límite». La co­
municación no es ya aquí transm isión de conocim ientos mediante
pruebas categóricas, sino el trato de una existencia con otra. El que
habla es a su vez interpelado y contesta como un yo al tú porque
tam bién él es un tú para el tú. A mí no me parece suficiente acuñar
frente al concepto de verdad científica, que es anónimo, general y
necesitante, el concepto contrapuesto de verdad existencial. Este
nexo de la verdad a una posible existencia, que Jaspers subraya, en­
traña un problem a filosófico general.
Sólo la pregunta de Heidegger por la esencia de la verdad trans­
cendió realmente el ámbito de la subjetividad. Su pensamiento hizo
el recorrido desde el «útil», pasando por la «obra», hasta la «cosa»,
un recorrido que deja muy atrás la cuestión de la ciencia, incluso de
las ciencias históricas. Es hora de no olvidar que la historicidad del
ser sigue presente cuando el «ser ahí» se conoce a sí mismo y se
com porta históricam ente com o ciencia. La hermenéutica de las cien­
cias históricas, que se desarrolló en el romanticismo y en la escuela
histórica desde Schleierm acher a Dilthey, pasa a ser una tarea total­
mente nueva cuando, siguiendo a Heidegger, avanza más allá de la
problemática de la subjetividad. El único precursor en este terreno
fue Hans Lipps, cuya lógica herm enéutica2, sin ofrecer una verda­
dera hermenéutica, destaca con éxito la inexorabilidad del lenguaje
frente a su nivelación lógica.

2 Cfr. H. Lipps, Untersuchungen zu einer hermeneutischen Logik. Werke II, Franc­


fort, 1976 (1.a ed., 1938).
<1 HISTORIA Y VERDAD

Por eso, com o queda dicho, la tesis de que todo enunciado tiene
hii horizonte situacional y su función interpelativa es sólo la base
para la conclusión ulterior de que la historicidad de todos los enun­
ciados radica en la finitud fundamental de nuestro ser. Que un enun­
ciado es algo m ás que la simple actualización de un fenómeno pre­
sente significa ante todo que pertenece al conjunto de una existencia
histórica y es simultáneo con todo lo que pueda estar presente en
ella. Si queremos comprender ciertas ideas que se nos han transm i­
tido, movilizamos unas reflexiones históricas para aclarar dónde y
cómo se formularon esas ideas, cuál es su verdadero motivo y por
tanto su sentido. De ahí que, para actualizar una idea como tal, deba­
mos evocar a la vez su horizonte histórico. Pero es evidente que no
hasta eso para describir lo que hacemos realmente. Porque nuestra
actitud hacia la tradición no se queda en el intento de com prender
averiguando su sentido mediante una reconstrucción histórica. Eso
puede hacerlo el filólogo; pero el propio filólogo podría reconocer
que su labor, en realidad, es algo más que eso. Si la antigüedad no se
hubiera convertido en clásica, es decir, ejem plar para el decir, el pen­
sar y el poetizar, no existiría la filología clásica. Pero eso es aplica­
ble a cualquier otra filología: lo eficiente en ella es la fascinación de
lo otro, lo extraño o lo lejano que se nos descubre. La auténtica filo­
logía no es mera historia, porque la propia historia es en realidad una
ralio philosophandi, un camino para conocer la verdad. El que rea­
liza estudios históricos depende de la experiencia que él m ism o po­
sea de la historia. Por eso la historia debe escribirse siempre de
nuevo, ya que el presente nos define. No se trata en ella de recons­
truir, de sim ultanear lo pasado. El verdadero enigm a y problema de
la com prensión es que lo así simultaneado era ya coetáneo a noso­
tros como algo que pretende ser verdad. Lo que parecía mera recons­
trucción de un sentido pasado se funde con lo que nos atrae directa­
mente como verdad. Creo que uno de los ajustes capitales que
debemos hacer a nuestra idea de conciencia histórica es dejar patente
de ese modo la sim ultaneidad como un problema eminentemente
dialéctico. El conocimiento histórico no es nunca una m era actuali­
zación. Pero tampoco la comprensión es mera reconstrucción de una
estructura de sentido, interpretación consciente de una producción
inconsciente. La comprensión recíproca significa entenderse sobre
algo. Com prender el pasado significa percibirlo en aquello que
quiere decirnos como válido. El prim ado de la pregunta frente al
enunciado significa para la hermenéutica que cada pregunta que se
com prende vuelve a preguntar a su vez. La fusión del presente con éj
horizonte del pasado es el tema de las ciencias, históricas del espíritu!
Pero éstas, al desarrollarlo, se limitan a realizar lo que ya hacemos
por el mero hecho de existir.
Si yo hago uso del concepto de simultaneidad es para posibilitan
un modo de aplicación de este concepto que resulta obvio desde
Kierkegaard. Éste caracterizó la verdad de la predicación cristiana
como «simultaneidad». La verdadera misión del cristiano consiste en
salvar la distancia del pasado mediante la sincronización. Lo que
Kierkegaard formuló por razones teológicas en forma de paradoja es
realmente válido para toda nuestra relación con la tradición y el pa­
sado. Yo creo que el lenguaje hace la constante síntesis entre el hori­
zonte del pasado y el horizonte del presente. Nos entendemos con­
versando, muchas veces malentendiéndonos, pero al fin y al cabo
utilizando las palabras que nos hacen com partir las cosas referidas.
El lenguaje posee su propia historicidad. Cada uno de nosotros tiene
su propio lenguaje. No existe el problema de un lenguaje común para
todos, sino que se produce el m ilagro de que con diversos lenguajes
nos entendem os más allá de las fronteras de los individuos, los pue­
blos y los tiempos. Este milagro va indisolublemente unido al hecho
de que tam bién las cosas se nos presentan con una realidad común
cuando hablamos de ellas. El modo de ser de una cosa se nos revela
hablando de ella. Lo que queremos expresar con la verdad — aper­
tura, desocultación de las cosas— posee, pues, su propia temporali­
dad e historicidad. Lo que averiguamos con asombro cuando busca­
mos la verdad es que no podem os decir la verdad sin interpelación,
sin respuesta y por tanto sin el elemento común del consenso obte­
nido. Pero lo más asombroso en la esencia del lenguaje y de la con­
versación es que yo mismo tampoco estoy ligado a lo que pienso
cuando hablo con otros sobre algo, que ninguno de nosotros abarca
toda la verdad en su pensamiento y que, sin embargo, la verdad en­
tera puede envolvernos a unos y otros en nuestro pensamiento indivi­
dual. Una hermenéutica ajustada a nuestra existencia histórica ten­
dría la tarea de elaborar las relaciones de sentido entre lenguaje y
conversación que se producen por encima de nosotros.
MICHEL FOUCAULT
VERDAD Y PODER
(1977)

E dición or ig ina l :

— «Venté et pouvoir», L’Arc, 70 (1977), pp. 16-26.


- «Verité el pouvoir», en Microphysique du pouvoir, edición de
A. Fontana y P. Pasquino, Einaudi, Turín, 1977.

E dición c a st e l l a n a :

— «Verdad y poder», en Microfisica del poder, Las ediciones de La


Piqueta, Madrid, 1978 (2.a ed., 1979), pp. 175-189. Reproducimos
el texto de esta edición con autorización expresa de la empresa
editora.

T r a d u c c ió n : J. Varela y F. Álvarez-Uría.

O tros ensayos del autor sobr e el m ism o t e m a :

— «Le souci de la vérité», Magazine Littémire, 207 (1984), pp. 18-


23 (ed. cast. «El interés por la verdad», en Saber y verdad, Las
Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1991, pp. 229-242).
— A verdade e as formas jurídicas, Pontificia Universidade Católica,
Río de Janeiro, 1978 (ed. cast., La verdad y las formas jurídicas,
Gedisa, Barcelona, 1980).
— «Sur l’archeologie des sciences. Réponse au Cercle d’épistémolo-
gie», Cahiers pour l ’analyse, 9 (1968), pp. 9-40 (recopilado en
Dits et écrits, vol. I, París, Gallimard, 1994, pp. 696-731).
— «L’éthique du souci de soi comme pratique de la vérité», Concor­
dia, 4, (1984).
— «Philosophie et vérité», Dits et écrits (1954-1988), 4 vols., Galli­
mard, París, 1994, vol. I, pp. 448-464.
— «Le suplice de la vérité», Dits et écrits (1954-1988), 4 vols., Ga­
llimard, París, 1994, vol. III, pp. 331-2 (ed. orig., 1977).
— «Subjectivité et vérité», Dits et écrits (1954-1988), 4 vols., Galli­
mard, París, 1994, vol. IV, pp. 213-18.
— «Vérité, pouvoir et soi», Dits et écrits (1954-1988), 4 vols., Galli-
mard, París, 1994, vol. IV, pp. 777-83 (ed. cast., «Verdad, indivi­
duo y poder», en Tecnologías del yo, Paidós, Barcelona, 1991.
— «Le souci de la vérité», Dits et écrits (1954-1988), 4 vols., Galli-
mard, París, 1994, vol. IV, pp. 646-49 (el texto es distinto del ante­
rior de idéntico título/ed. orig. 1984).
— «Liberté et vérité», en Histoire de la sexualité, Gallimard, París,
1984, vol. II: L’usage desplatsirs, I, 4, pp. 91 - 107.
— «Avev, vcrité, justice et subjectivité», Revue interdisciplinaire
d ’études juridiques, n.° 7, 1981.

B ibliografía com plem en tar ia :

— M. Larrauri, «Verité et mensonge des jeux de vérité». Rué Des­


cartes, 11 (1994), pp. 32-49.
— J. Álvarez Yágüez, M. Foucault: Verdad, Poder, Subjetividad. La
modernidad cuestionada, Pedagógicas, Madrid, 1996.
— A. Gabilondo, «El saber y la verdad: para una genealogía del po­
der», en El discurso en acción, Foucault y una antología del pre­
sente, Anthropos, Barcelona, 1990, cap. 6, pp. 147-75.

F o n t a n a : ¿Podría esbozar brevemente el trayecto que le condujo


desde su trabajo sobre la locura en la edad clásica al estudio de la
criminalidad y la delincuencia?
F o u c a u l t : Cuando yo hice mis estudios hacia los años 50-55,
uno de los grandes problemas que se planteaba era el del estatuto po­
lítico de la ciencia y las funciones ideológicas que ella podría vehicu­
lar. No era exactamente el problema Lyssenko el que dominaba, pero
creo que alrededor de este ruin asunto, que ha estado durante mucho
tiempo disimulado y cuidadosam ente oculto, todo un conjunto de
cuestiones interesantes han sido removidas. Se resumen en dos pala­
bras: poder y saber. Creo que he escrito en la Historia de la locura
un poco sobre el horizonte de estas cuestiones. Se trataba para mí de
decir esto: ¿si a una ciencia como la física teórica o como la química
orgánica se le plantea el problema de sus relaciones con las estructu­
ras políticas y económicas de la sociedad, no se plantea un problema
demasiado complicado? ¿No se sitúa demasiado alto el listón de la
explicación posible? Si, por el contrario, se toma un saber como la
psiquiatría, ¿la cuestión no será mucho más fácil de resolver, dado
que el perfil epistemológico de la psiquiatría es bajo y que la prác­
tica psiquiátrica está ligada a toda una serie de instituciones, de exi-
lin d a s económ icas inmediatas, de urgencias políticas, de regulacio­
nes sociales? ¿En el caso de una ciencia tan «dudosa» como la psi­
quiatría no se podría captar de forma más cierta el entrecruzam iento
tic los efectos de saber y de poder? Esta misma cuestión he querido
plantearla en el Nacimiento de la clínica a propósito de la medicina:
ésta tiene ciertam ente una estructura científica mucho más fuerte
(|ue la psiquiatría, pero está también muy profundamente com prom e­
tida en las estructuras sociales. Lo que entonces me ha «desconcer­
tado» un poco, es el hecho de que esta cuestión que yo me planteaba
no ha interesado en absoluto a aquellos a quienes se la planteaba.
Consideraron que era un problema políticamente sin im portancia y
epistemológicamente sin nobleza.
Creo que existían en tal sentido tres razones. La primera es que
el problema de los intelectuales m arxistas en Francia era — y en esto
jugaban el papel que les prescribía el PCF— el de hacerse reconocer
por la institución universitaria y por el establishmenf, debían pues
plantear las mismas cuestiones que ellos, tratar los mismos proble­
mas y los mismos dominios: «Nos sentimos orgullosos de ser m ar­
xistas, no somos ajenos a aquello que os preocupa; pero somos los
únicos que ofrecemos soluciones nuevas a vuestras viejas preocupa­
ciones». El marxismo quería hacerse aceptar como renovación de la
tradición liberal, universitaria (del mismo modo que de una forma
más amplia y en la misma época los comunistas se presentaban
como los únicos susceptibles de retom ar y revigorizar la tradición
nacionalista). De aquí que hayan querido, en el campo que nos
ocupa, retom ar los problemas más académ icos y los más «nobles» de
la historia de las ciencias. La m edicina, la psiquiatría, no hacía ni
inuy noble ni muy serio, no estaba a la altura de las grandes formas
del racionalismo clásico.
La segunda razón es que el estalinismo postestaliniano, exclu­
yendo del discurso marxista todo lo que no era repitición tem erosa
de lo ya dicho, no permitía abordar dominios todavia no explorados.
No había conceptos formados, vocabulario validado para cuestiones
tales como efectos del poder de la psiquiatría o el funcionamiento
político de la medicina; mientras que los numerosos intercambios
que habían tenido lugar desde Marx hasta la época actual,,pasando
por Engels y Lenin, habían realimentado entre los universitarios y
los m arxistas toda una tradición de discursos sobre la «ciencia» en el
sentido en que ésta era entendida por el siglo xix. Los marxistas pa­
gaban su fidelidad al viejo positivismo, al precio de una sordera ra­
dical respecto a todas las cuestiones de la psiquiatría pauloviana;
para algunos médicos próximos al PCF la política psiquiátrica, la
psiquiatría como política no tenía suficiente dignidad.
Lo que yo había intentado hacer en este campo ha sido recibido!
con un gran silencio en la izquierda intelectual francesa. Y solamente
alrededor del 68, superando la tradición marxista y pese al PCF, to­
das estas cuestiones han adquirido su significación política, con una
intensidad que no había sospechado y que m ostraba bien en qué me­
dida mis anteriores libros eran todavía tímidos y confusos. Sin la
apertura política realizada estos mismos años no habría tenido sin
duda el valor de retomar el hilo de estos problemas y seguir mi in­
vestigación del lado de la penalidad, de las prisiones, de las discipli­
nas.
En fin, existe posiblemente una tercera razón, pero no estoy se­
guro absolutam ente de su influencia. Sin embargo me pregunto si no
existía en los intelectuales del PCF (o próximos a él) un rechazo a
plantear el problema del encierro, de la utilización política de la psi­
quiatría, de una forma más general, de la cuadriculación disciplinaria
de la sociedad. Pocos sin duda conocían hacia los años 55-60, la am ­
plitud del Goulag en la realidad pero creo que muchos la presentían,
muchos tenían el sentimiento de que, de estas cosas era mejor de to­
das formas no hablar: zona peligrosa, luz roja. Por supuesto es difícil
juzgar retrospectivamente su grado de conciencia. Pero de todas for­
mas, usted conoce bien con qué facilidad la dirección del Partido,
que no ignoraba nada, como es lógico, podía hacer circular consig­
nas, impedir que se hablase de esto o de aquello, descalificar a los
que hablaban de ello...
Una edición del «Petit Larouse» que acaba de aparecer dice:
«Foucault: filósofo que funda su teoría de la historia sobre la discon­
tinuidad». Esto me deja boquiabierto. Sin duda me he explicado in­
suficientem ente en Las Palabras y las Cosas, pese a que he hablado
mucho de ello. Me ha parecido que en ciertas formas empíricas de
saber como la biología, la economía política, la psiquiatría, la m edi­
cina, etc., el ritmo de las transform aciones no obedecía a los esque­
mas dulces y continuistas del desarrollo que se admite habitual­
mente. La gran imagen biológica de una maduración de la ciencia
subyace todavía en no pocos análisis históricos; no me parece perti­
nente históricamente. En una ciencia como la medicina, por ejemplo,
hasta finales del siglo xvm existe un cierto tipo de discurso en el que
las transform aciones lentas — 25, 30 años— han roto no solamente
con las proposiciones «verdaderas» que han podido ser formuladas
hasta entonces, sino más profundam ente, con las formas de hablar,
con las formas de ver, con todo el conjunto de prácticas que servían
de soporte a la medicina: no se trata simplemente de nuevos descu­
brimientos; es un nuevo «régimen» en el discurso y en el saber. Y
esto en pocos años. Es una cosa que no se puede negar a partir del
momento en que se examinan los textos con suficiente atención. Mi
problema no ha sido en absoluto decir: pues bien, viva la disconti­
nuidad, se está en la discontinuidad, permanezcam os en ella, sino de
plantear la cuestión: ¿cómo es posible que en ciertos momentos y en
ciertos órdenes de saber existan estos despegues bruscos, estas preci­
pitaciones de evolución, estas transform aciones que no responden al
la imagen tranquila y continuista que se tiene habitualm ente? Pero lo
importante en tales cambios no es si son rápidos o de gran amplitud,
más bien esta rapidez y esta amplitud no son más que el signo de
olías cosas: una modificación en las reglas de formación de los
enunciados que son aceptados como científicam ente verdaderos. No
os pues un cambio de contenido (refutación de antiguos errores, for­
mulación de nuevas verdades), no es tampoco una alteración de la
forma teórica (renovación del paradigm a, m odificación de los con­
juntos sistemáticos); lo que se plantea es lo que rige los enunciados
y la manera en la que se rigen los unos a los otros para constituir un
conjunto de proposiciones aceptables científicam ente y susceptibles
en consecuencia de ser verificadas o invalidadas mediante procedi­
mientos científicos. Problema en suma de régimen, de política del
enunciado científico. A este nivel, se trata de saber no cuál es el po­
der que pesa desde el exterior sobré la ciencia, sino qué efectos de
poder circulan entre los enunciados científicos; cuál es de algún
modo su régimen interior de poder; cómo y por qué en ciertos m o­
mentos dicho régimen se m odifica de forma global.
Son estos diferentes regímenes los que he intentado localizar y
describir en Las Palabras y las Cosas. Diciendo, bien es verdad, que
no intentaba de momento explicarlos. Y que era necesario intentar
hacerlo en un trabajo posterior. Pero lo que faltaba en mi trabajo era
este problema del «régimen discursivo», de los efectos de poder pro­
pios al juego enunciativo. Lo confundía demasiado con la sistem ati-
cidad, la forma teórica o algo como el paradigma. En el punto de
confluencia entre la Historia de la locura y Las Palabras y'las Cosas
se encontraba, bajo dos aspectos muy diferentes, ese problem a cen­
tral del poder que por entonces yo había aislado muy mal.
F o n t a n a : Por tanto es preciso volver a situar el concepto de dis­
continuidad en el lugar que le corresponde. Existe posiblemente un
concepto que es aun más denso, que es más central en su pensa­
miento, el concepto de suceso. Ahora bien, a propósito del suceso,
toda una generación ha estado durante mucho tiempo en un callejón
sin salida pues tras los trabajos de los etnólogos, c incluso de los
grandes etnólogos, se estableció esta dicotomía entre las estructuras
de una parte (lo que es pcnsable) y el suceso de otra, el cual sería ej
lugar de lo irracional, de lo impensable, de lo que no entra y no
puede entrar en la mecánica y en el juego del análisis, al menos en la
forma que éste ha adoptado en el interior del estructuralismo.
F o u c a u l t : Se admite que el estructuralismo ha sido el esfuerzo
m ás sistem ático para evacuar el concepto de suceso no sólo de la et­
nología sino de toda una serie de ciencias e incluso, en el límite, de
la historia. No veo quién puede ser más antiestructuralista que yo.]
Pero lo que es importante es no hacer con el suceso lo que se ha he­
cho con la estructura. No se trata de colocar todo en un cierto plano,:
que sería el del suceso, sino de considerar detenidamente que existe
toda una estratificación de tipos de sucesos diferentes que no tienen
ni la misma im portancia, ni la misma amplitud cronológica, ni la
m ism a capacidad para producir efectos.
El problema consiste al mismo tiempo en distinguir los sucesos, en
diferenciar las redes y los niveles a los que pertenecen, y en recons­
truir los hilos que los atan y los hacen engendrarse unos a partir de
otros. De aquí el rechazo a los análisis que se refieren al campo sim­
bólico o al dominio de las estructuras significantes; y el recurso a los
análisis hechos en términos de genealogía, de relaciones de fuerza, de
desarrollos estratégicos, de tácticas. Pienso que no hay que referirse al
gran modelo de la lengua y de los signos, sino al de la guerra y de la
batalla. La historicidad que nos arrastra y nos determ ina es belicosa;
110 es habladora. Relación de poder, no relación de sentido. La historia
no tiene «sentido», lo que no quiere decir que sea absurda e incohe­
rente. Al contrario es inteligible y debe poder ser analizada hasta su
más mínimo detalle: pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de
las estrategias y de las tácticas. Ni la dialéctica (como lógica de la con­
tradicción), ni la semiótica (como estructura de la comunicación) sa­
brían dar cuenta de la inteligibilidad intrínseca de los enfrentamientos.
Respecto a esta inteligibilidad la «dialéctica» aparece como una ma­
nera de esquivar la realidad cada vez más azarosa y abierta, reducién­
dola al esqueleto hegeliano; y la «semiología» como una manera de
esquivar el carácter violento, sangrante, mortal, reduciéndolo a la
forma apacible y platónica del lenguaje y del diálogo.
F o n t a n a : Creo que se puede decir tranquilamente que usted ha
sido el primero en plantear al discurso la cuestión del poder, plantearla
en el momento en que hacía furor un tipo de análisis que pasaba por el
concepto de texto, digamos objeto de texto con la metodología que
conlleva, es decir, la semiología, el estructuralismo, etc.
F o u c a u lt: No pienso haber sido el prim ero en plantear esta
cuestión. Al contrario, estoy sorprendido de la dificultad que tuve
para formularla. Cuando lo pienso de nuevo, ahora, me pregunto, ¿de
qué he podido hablar, por ejemplo en la Historia de la locura, o en el
Nacimiento de la clínica, si no era de poder? Ahora bien, soy perfec­
tamente consciente de no haber prácticam ente em pleado el término y
de no haber tenido este campo de análisis a mi disposición. Puedo
decir que ciertam ente existía una incapacidad que estaba ligada con
loda seguridad a la situación política en que nos encontrábamos. No
se ve de qué lado — a derecha o a izquierda— habría podido ser
planteado este problema del poder. A la derecha, no se planteaba más
que en térm inos de constitución, de soberanía, etc., por lo tanto en
términos jurídicos. Del lado marxista, en térm inos de aparato de Lis­
iado. La m anera como el poder se ejercía concretam ente y en detalle,
con toda su especificidad sus técnicas y sus tácticas, no se planteaba;
uno se contentaba con denunciarlo en el «otro», en el adversario, de
un modo a la vez polémico y global: el poder en el socialism o sovié­
tico era llamado por sus adversarios totalitarismo; y en el capita­
lismo occidental era denunciado por los m arxistas como dominación ,
de clase, pero la mecánica del poder jam ás era analizada. Sólo se ha
podido com enzar a realizar este trabajo después del 68, es decir a
partir de luchas cotidianas y realizadas por la base, con aquellos que
tenían que enfrentarse en los eslabones más finos de la red del poder.
Fue ahí donde la cara concreta del poder apareció y al mismo tiempo
la fecundidad verosímil de estos análisis del poder para darse cuenta
de las cosas que habían permanecido hasta entonces fuera del campo
del análisis político. Para decirlo sim plemente, el internam iento psi­
quiátrico, la normalización mental de los individuos, las institucio­
nes penales, tienen sin duda una im portancia bastante limitada si se
busca solamente la significación económica. Por el contrario, son in­
dudablemente esenciales en el funcionam iento general de los engra­
najes del poder. Siempre que se planteaba la cuestión del poder su­
bordinándola a la instancia económica y al sistema de interés que
aseguraba, se estaba abocado a considerar estos problem as com o de
poca importancia.
F ontana : ¿P ara la form ulación de esta problem ática constituye­
ron un obstáculo objetivo un cierto m arx ism o y una cierta fenom e­
nología?
)
F o u c a u lt: S í, si usted quiere, en la m edida en que es verdad que
las personas de mi generación han estado alim entadas cuando eran
estudiantes con estas dos form as de análisis: una que reenvía al su­
je to constituyente, y la otra que reenvía a lo económ ico en últim a
instancia, a la ideología y al ju eg o de las superestructuras y de las in­
fraestructuras.
F o n ta n a : Siguiendo en este marco metodológico, ¿cómo situaría
usted entonces la aproximación genealógica? ¿Cuál es su necesidad
como interrogación sobre las condiciones de posibilidad, las m odali­
dades y la constitución de los «objetos» y de los dominios que suce­
sivamente ha analizado?
F o u c a u lt: Quería ver cómo se podían resolver estos problemas
de constitución en el interior de una trama histórica en lugar de reen­
viarlos a un sujeto constituyente. Es preciso desembarazarse del su­
jeto constituyente, desembarazarse del sujeto mismo, es decir, llegar
a un análisis que pueda dar cuenta de la constitución del sujeto en la
trama histórica. Y es eso lo que yo llamaría genealogía, es decir, una
forma de historia que da cuenta de la constitución de los saberes, de
los discursos, de los dominios de objeto, etc., sin tener que referirse
a un sujeto que sea trascendente en relación al campo de los aconte­
cimientos o que corre en su identidad vacía, a través de la historia.
F o n ta n a : La fenomenología marxista, un cierto marxismo cier­
tamente han actuado como pantalla y obstáculo; existen también dos
conceptos que continúan siendo pantalla y obstáculo actualmente, el
de la ideología por una parte, y el de la represión por otra.
F o u c a u lt: La noción de ideología me parece difícilmente utili-
zable por tres razones. La primera es que, se quiera o no, está siem ­
pre en oposición virtual a algo que sería la verdad. Ahora bien, yo
creo que el problema no está en hacer la partición entre lo que, en un
discurso, evidencia la cientificidad y la verdad y lo que evidencia
otra cosa, sino ver históricamente cómo se producen los efectos de
verdad en el interior de los discursos que no son en sí mismos ni ver­
daderos ni falsos. Segundo inconveniente, es que se refiere, pienso,
necesariamente a algo com o a un sujeto. Y tercero, la ideología está
en posición secundaria respecto a algo que debe funcionar para ella
como infraestructura o determ inante económico, material, etc. Por
estas tres razones, creo que es una noción que no puede ser utilizada
sin precaución.
La noción de represión, es más pérfida o en cualquier caso yo he
tenido mucha más dificultad en librarme de ella en la medida en que,
en efecto, parece conjugarse bien con toda una serie de fenómenos
i|iic evidencian los efectos del poder. Cuando escribí la Historia de
la locura, me serví, al menos im plícitamente, de esta noción de re­
presión. Pienso que entonces imaginaba una especie de locura viva,
voluble y ansiosa a la que la m ecánica del poder y de la psiquiatría
llegarían a reprimir, a reducir al silencio. Ahora bien, me parece que
In noción de represión es totalmente inadecuada para dar cuenta de
lo que hay justam ente de productor en el poder. Cuando se definen
los efectos del poder por la represión se da una concepción pura­
mente jurídica del poder; se identifica el poder a una ley que dice no;
se privilegiaría sobre todo la fuerza de la prohibición. Ahora bien,
pienso que ésta es una concepción negativa, estrecha, esquelética del
poder que ha sido curiosamente com partida. Si el poder no fuera más
que represivo, si no hiciera nunca otra cosa que decir no, ¿pensáis
realmente que se le obedecería? Lo que hace que el poder agarre,
que se le acepte, es simplemente que no pesa solam ente como una
fuerza que dice no, sino que de hecho la atraviesa, produce cosas, in­
duce placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo
como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social más que
como una instancia negativa que tiene como función reprimir. En Vi­
gilar y castigar, lo que he querido m ostrar es cómo, a partir del siglo
xvn y xvin, ha existido un verdadero desbloqueo tecnológico de la
productividad del poder. No solamente las monarquías de la época
clásica han desarrollado grandes aparatos de Estado — ejército, poli­
cía, adm inistración fiscal- — sino que además en esta época se lia ins­
taurado lo que podría ser denominada una nueva «economía» del po­
der, es decir, procedim ientos que permiten hacer circular los efectos
de poder de forma a la vez continua, ininterrum pida, adaptada, «in­
dividualizada» en el cuerpo social todo entero. Estas nuevas técnicas
son a la vez mucho m ás eficaces y mucho menos dispendiosas (me­
nos costosas económicam ente, menos aleatorias en sus resultados,
menos susceptibles de escapatorias o de resistencias) que las técnicas
que se utilizaban hasta entonces y que descansaban en una m ezcla de
tolerancias más o menos forzadas (desde el privilegio reconocido
hasta la criminalidad endémica) y de ostentación costosa (interven­
ciones espectaculares y discontinuas del poder cuya form a más vio­
lenta era el castigo «ejemplar» ya que excepcional).
F o n t a n a : Para terminar, una cuestión que ya os han planteado:
estos trabajos que usted hace, estas preocupaciones, estos resultados
a los que llega, en sum a todo, ¿cómo pueden servir, digamos, en las
luchas cotidianas? ¿Cuál es el papel de los intelectuales hoy?
F o u c a u l t : Durante mucho tiem po, el intelectual llamado «de iz­
quierdas» ha tomado la palabra y se ha visto reconocer el derecho dé
hablar en tanto que maestro de la verdad y de la justicia. Se le esciw
chaba, o él pretendía hacerse escuchar como representante de lo uni-
versal. Ser intelectual, era ser un poco la conciencia de todos. Pienso
que se encontraba aquí una idea del marxismo, y de un marxismo in­
sípido: del mismo modo que el proletariado, por la necesidad de su
posición histórica, es portador de lo universal (pero portador inme­
diato, no reflexivo, poco consciente de sí mismo), el intelectual, por
su elección moral, teórica y política, quiere ser portador de esta uni­
versalidad, pero en su forma consciente y elaborada. El intelectual
sería la figura clara e individual de una universalidad de la que el
proletariado sería la form a sombría y colectiva.
Hace ya bastantes años que no se le pide al intelectual que ju e ­
gue este papel. Un nuevo modo de «ligazón entre la teoría y la prác­
tica» se ha constituido. Los intelectuales se han habituado a trabajar
no en el «universal», en el «ejem plar», en el «justo-y-verdadero-
para-todos», sino en sectores específicos, en puntos precisos en los
que los situaban sus condiciones de trabajo, o sus condiciones de
vida (la vivienda, el hospital, el manicomio, el laboratorio, la univer­
sidad, las relaciones familiares o sexuales). Han adquirido así una
conciencia mucho más inmediata y concreta de las luchas. Y han en­
contrado problemas que eran determinados, «no universales», dife­
rentes con frecuencia de los del proletariado y de las masas. Y entre
tanto se han acercado realm ente, creo, por dos razones: porque se
trata de luchas reales, materiales, cotidianas, y porque encontraban
con frecuencia, pero bajo una forma distinta, el mismo adversario
que el proletariado, el campesinado o las masas (las m ultinacionales,
el aparato judicial y policial, la especulación inmobiliaria, etc.); es lo
que llamaré intelectual «específico» por oposición al intelectual
«universal».
Esta nueva figura tiene otra significación política: ella ha permi­
tido si no soldar, al menos rearticular categorías bastante próximas
que habían permanecido separadas. El intelectual, hasta entonces,
era por excelencia el escritor: conciencia universal, sujeto libre, se
oponía a aquellos que no eran m ás que competentes al servicio del
Estado o del Capital (ingenieros, magistrados, profesores). Desde el
momento en que la politización se opera a partir de la actividad es­
pecífica de cada uno, el umbral de la escritura, com o marca sacrali-
zante del intelectual, desaparece; y pueden producirse entonces lazos
transversales de saber a saber, de un punto de politización al otro: así
los m agistrados y los psiquiatras, los médicos y los trabajadores so-
cíales, los trabajadores de laboratorio y los sociólogos pueden cada
uno en su lugar propio y mediante intercambios y ayudas, participar
en una politización global de los intelectuales. Este proceso explica
c|iie si el escritor tiende a desaparecer como figura de proa, el profe­
sor y la universidad aparecen no quiza como elementos principales
sino com o «ejes de transmisión», puntos privilegiados de cruza­
miento. Que la universidad y la enseñanza se hayan convertido en re­
giones políticam ente ultrasensibles, la razón es sin duda ésta. Y lo
que se llama la crisis de la universidad no debe ser interpretada
como pérdida de fuerza sino por el contrario como multiplicación y
refuerzo de sus efectos de poder, en medio de un conjunto m ulti­
forme de intelectuales, que, prácticam ente todos, pasan por ella y se
refieren a ella. Toda la teorización exasperada de la escritura a la que
se ha asistido en el decenio de los 60 no era sin duda más que el
canto del cisne: el escritor se debatía en ella para mantener su privi­
legio político; pero que se haya tratado justam ente de una «teoría»,
que haya sido precisa una garantía científica, apoyada en la lingüís­
tica, la semiología, el psicoanálisis, que esta teoría tuviese sus re­
ferencias en Saussure o en Chomsky, que haya dado lugar a obras li­
terarias tan mediocres, todo ello prueba que la actividad del escritor
no era ya el centro activo.
Me parece que esta figura del intelectual «específico» se ha desa­
rrollado a partir de la segunda guerra mundial. Es posiblemente el fí­
sico atómico, digamos una palabra, o mejor un nombre: Oppenheimer,
el que ha hecho de bisagra entre el intelectual universal y el intelectual
específico. El físico atómico intervenía porque tenía una relación di­
recta y localizada con la institución y con el saber científico; pero
dado que la amenaza atómica concernía al género humano entero y al
destino del mundo, su discurso podía ser al mismo tiempo el discurso
de lo universa!. Bajo la cobertura de esta protesta que concernía a todo
el mundo, el sabio atómico ha hecho funcionar su posición específica
en el orden del saber. Y por vez primera, el intelectual ha sido perse­
guido por el poder político, no en función del discurso general que te­
nía, sino a causa del saber de que era detentor: era en este nivel en el
que constituía un peligro político. No hablo aquí más que de los inte­
lectuales occidentales. Lo que ha pasado en la Unión Soviética es cier­
tamente análogo en ciertos puntos pero diferente en muchos otros.
Existe todo un estudio a hacer sobre el Dissent científico en Occidente
y en los países socialistas desde 1945.
Se puede suponer que el intelectual «universal» tal y como ha
funcionado en el siglo xix y a com ienzos del xx es de hecho una de­
rivación de una figura histórica m uy concreta: el hombre de justicia,
el hombre de le}', aquel que al poder, al despotismo, a los abusos, a
la arrogancia de la riqueza opone la universalidad de la justicia, la
equidad de una ley ideal. Las grandes luchas políticas del siglo xvm
se hicieron alrededor de la ley, del derecho, de la constitución, de lo
que es justo en razón y por naturaleza, de lo que puede y debe valer
universalmente. Lo que se denomina hoy «el intelectual» (quiero de­
cir intelectual en el sentido político y no sociológico o profesional
del térm ino, es decir, el que hace uso de su saber, de su competencia,
de su relación a la verdad en orden a las luchas políticas) nace, creo,
del jurista, o en todo caso del hombre que se reclamaba de la univer­
salidad de la ley justa, eventualmente contra los profesionales del de­
recho (Voltaire es en Francia el prototipo de estos intelectuales). El
intelectual «universal» deriva del jurista-notable y encuentra su ex­
presión más plena en el escritor, portador de significaciones y de valo­
res en los que todos pueden reconocerse. El intelectual «específico»
deriva de otra figura, no del «jurista-notable», sino del «sabio-ex-
perto». Dije hace un momento que éste ha venido a ocupar la pri­
mera fila junto con los físicos nucleares. De hecho se preparaba entre
bambalinas desde hace tiempo, estaba incluso presente al menos en
un rincón de escena desde, digamos, finales del siglo xix. Es sin duda
con Darwin o quizá con los evolucionistas post-darwinianos cuando
comienza a aparecer claramente. Las relaciones tormentosas entre el
evolucionismo y los socialistas, los efectos muy ambiguos del evolu­
cionismo (por ejemplo sobre la sociología, la criminología, la psiquia­
tría, el eugenismo), señalan el momento importante en el que en nom­
bre de una verdad científica «local» — sea ¡o importante que sea— se
da la intervención del sabio en las luchas políticas que le son contem­
poráneas. Históricamente, Darwin representa este punto de inflexión
en la historia del intelectual occidental (Zola desde este punto de vista
es muy significativo: es el tipo de intelectual «universal», portador de
la ley y militante de la equidad, pero carga su discurso de toda una re­
ferencia gnoseológica, evolucionista, que cree científica, que controla
muy mal y cuyos efectos políticos sobre su propio discurso son muy
equívocos). Sería preciso, si se estudiase esto más detenidamente, ver
cómo los físicos, al finalizar el siglo, se implicaron en el debate polí­
tico. Los debates entre los teóricos del socialismo y los teóricos de la
relatividad han sido capitales en esta historia.
Siempre la biología y la física han sido, de forma privilegiada,
las zonas de formación de este nuevo personaje del intelectual espe­
cífico. La extensión de las estructuras técnico-científicas en el orden
de la economía y de la estrategia le han dado su im portancia real. La
figura en la que se concentran las funciones y los prestigios de este
nuevo intelectual, no es ya el «escritor genial», es el «sabio abso­
luto», no aquel que lleva sobre sí mismo los valores de todos, se
opone al soberano o a los gobernantes injustos, y hace oír su grito
hasta en la inm ortalidad; es aquel que posee con algunos otros, es­
tando al servicio del Estado o contra él, poderes que pueden favore­
cer o matar definitivam ente la vida. No más cantor de la eternidad,
sino estratega de la vida y de la muerte. Vivimos actualmente la de­
saparición del «gran escritor».
Volvamos a cosas más precisas. Admitamos que con el desarrollo
en la sociedad contem poránea de las estructuras técnico-científicas,
adquiere importancia el intelectual específico desde hace una decena
de años y la aceleración de este movimiento desde 1960. El intelec­
tual específico encuentra obstáculos y se expone a peligros. Peligro
de atenerse a luchas de coyuntura, a reivindicaciones sectoriales.
Riesgo de dejarse m anipular por los partidos políticos o los aparatos
sindicales que conducen estas luchas locales. Riesgo sobre todo de
no poder desarrollar estas luchas por la ausencia de una estrategia
global y de apoyos exteriores. Riesgo también de no ser seguido o de
serlo por grupos muy limitados.
Me parece que nos encontram os en un momento en el que la fun­
ción del intelectual específico debe ser reelaborada. No abandonada,
a pesar de la nostalgia de algunos por los grandes intelectuales «uni­
versales» («tenemos necesidad, dicen, de una filosofía, de una visión
del mundo»); basta con pensar en los resultados importantes obteni­
dos en psiquiatría: prueban que estas luchas locales y específicas no
han sido un error ni han conducido a un callejón sin salida. Se puede
también decir que el papel del intelectual específico tendrá que ser
cada ve/, más importante, a la m edida de las responsabilidades políti­
cas, que de buen o mal grado está obligado a adoptar en tanto que fí­
sico nuclear, genetista, técnico de informática, farm acólogo, etc. No
solamente sería peligroso descalificarlo en su relación específica a
un saber local, con el pretexto de que es un asunto de especialista
que no interesa a las masas (cosa doblemente falsa: las masas tienen
conciencia y de todos modos están implicadas en ello), o que sirve a
los intereses del Capital y del Estado (lo cual es verdad pero m uestra
al mismo tiempo el lugar estratégico que ocupa), o aún que vehicula
una ideología cientista (lo cual no siem pre es verdad y no tiene sin
duda más que una importancia secundaria en relación a lo que es
principal: los efectos propios de los discursos verdaderos).
Lo im portante, creo, es que la verdad no está fuera del poder, ni
sin poder (no es, a pesar de un mito, del que sería preciso recons­
truir la historia y las funciones, la recom pensa de los espíritus li­
bres, el hijo de largas soledades, el privilegio de aquellos que han
sabido em anciparse). La verdad es de este mundo; está producida
aquí gracias a m últiples im posiciones. Tiene aquí efectos regla­
m entados de poder. Cada sociedad tiene su régim en de verdad, su
«política general de la verdad»: es decir, los tipos de discursos que
ella acoge y hace funcionar com o verdaderos; los m ecanism os y las
instancias que perm iten distinguir los enunciados verdaderos o fal­
sos, la m anera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedi­
m ientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el esta­
tuto de aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como
verdadero.
En sociedades como las nuestras la «economía política» de la
verdad está caracterizada por cinco rasgos históricam ente importan­
tes: la «verdad» está centrada en la forma del discurso científico y en
las instituciones que lo producen; está sometida a una constante inci­
tación económica y política (necesidad de verdad tanto para la pro­
ducción económica como para el poder político); es objeto bajo for­
mas diversas de una inm ensa difusión y consum o (circula en
aparatos de educación o de información cuya extensión es relativa­
mente amplia en el cuerpo social pese a ciertas limitaciones estric­
tas); es producida y transm itida bajo el control no exclusivo pero sí
dominante de algunos grandes aparatos políticos o económicos (uni­
versidad, ejército, escritura, medios de comunicación); en fin, es el nú­
cleo de la cuestión de todo un debate político y de todo un enfrenta­
miento social (luchas «ideológicas»).
Me parece que lo que es preciso tener en cuenta, ahora, en el
intelectual 110 es en consecuencia el «portador de valores universa­
les»; es más bien alguien que ocupa una posición específica — pero
de una especificidad que está ligada a las funciones generales del
dispositivo de verdad en una sociedad com o la nuestra. Dicho de
otro m odo, el intelectual evidencia una triple especificidad: la es­
pecificidad de su posición de clase (pequeño burgués al servicio
del capitalism o, intelectual «orgánico» del proletariado); la especi­
ficidad de sus condiciones de vida y de trabajo, ligadas a su condi­
ción de intelectual (su cam po de investigación, su puesto en el la­
boratorio, las exigencias económ icas o políticas a las que se som ete
o contra las que se revela en la universidad, en el hospital, etc.). En
fin, la especificidad de la política de verdad en nuestras socieda-
des. Y es aquí donde su posición puede tener una significación ge­
neral, donde el com bate local o especifico que desarrolla produce
electos, im plicaciones que no son sim plem ente profesionales o sec­
toriales. Funciona o lucha a nivel general de este régim en de ver­
dad tan esencial a las estructuras y al funcionam iento de nuestra
sociedad. Existe un com bate «por la verdad», o al m enos «alrede­
dor de la verdad» — una vez m ás entiéndase bien que por verdad
no quiero decir «el conjunto de cosas verdaderas que hay que des­
cubrir o aceptar», sino «el conjunto de reglas según las cuales se
discrim ina lo verdadero de lo falso y se ligan a lo verdadero efectos
políticos de poder»; se entiende asimismo que no se trata de un
combate «en favor» de la verdad sino en torno al estatuto de verdad
y al papel económ ico-político que juega— . Hay que pensar los
problem as políticos de los intelectuales no en térm inos de «cien­
cia/ideología» sino en térm inos de «verdad/poder». Y es a partir de
aquí que la cuestión de la profesionalización del intelectual, de la
división entre trabajo m anual/intelectual puede ser contem plada de
nuevo.
Todo esto debe parecer muy confuso e incierto. Incierto, si, y
esto que estoy diciendo es sobre todo a título de hipótesis. Sin em ­
bargo, para que sea un poco menos confuso, querría avanzar algunas
«proposiciones» — en el sentido no de las cosas admitidas sino sola­
mente ofrecidas para ensayos o pruebas futuras— :
Por «verdad», entender un conjunto de procedimientos reglam en­
tados por la producción, la ley. la. repartición, la puesta en circu­
lación, y el funcionamiento de los enunciados.
La «verdad» está ligada circularm ente a los sistemas de poder
que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce
y que la acompañan. «Régimen» de la verdad.
Lste régim en no es simplemente ideológico o superestructura!;
ha sido una condición de formación y de desarrollo del capitalismo.
Y es él quien, bajo reserva de algunas m odificaciones, funciona en
la mayor parte de los países socialistas (dejo abierta la cuestión de
China, que yo no conozco).
El problema político esencial para el intelectual no es criticar los
contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia,,o de hacer
de tal suerte que su práctica científica esté acompañada de una ideo­
logía justa. Es saber si es posible constituir una nueva política de la
verdad. El problema no es «cambiar la conciencia» de las gentes o lo
que tienen en la cabeza, sino el régim en político, económ ico, institu­
cional de la producción de la verdad.
No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder — esto
sería una quimera, ya que la verdad es ella misma poder— sino de
separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales,
económicas, culturales) en el interior de las cuales funciona por el
momento.
La cuestión política, en suma, no es el error, la ilusión, la
conciencia alienada o la ideología; es la verdad misma.
JOSEF SIMON
LENGUAJE Y VERDAD
(1987)

E dición o r ig ina l :

— «Sprache und Wahrheit», en E. Coreth (Hrsg.), Wahrheit in Ein-


heit uncí Vielheit, Patmos Verlag, Düsseldorf, 1987, pp. 28-41.

E dición c a st e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —-traducido—


con autorización expresa del autor.

T r a d u c c ió n : N. Smilg.

O tros ensayos del autor so br e el m ismo tf. m a :

— Sprache and Raum. Philosophische Untersuchungen zum Verhált-


nis zwischen Wahrheit und Bestimmtheit von Sátzen, Berlín, 1969.
— «Grammatik und Wahrheit. Über das Verhaltnis Nietzsches zur spe-
kulativen Satzgrammatik der metaphysischen Tradition», Nietzsche-
Studien, 1 (1972), 1-26.
— «Language and Some Aspects ofTruth», Gradúate Faculiy Philo­
sophy Journal, 6(1977), 181 -200.
— Wahrheit ais Freiheit, Berlín-Nueva York, W. de Gruyter, 1978
(ed. cast., La verdad como libertad, Sígueme, Salamanca, 1983).
— «Sprache und Sprachkritik bei Nietzsche», en M. Lutz-Bach-
mann, Über E Nietzsche. Eine Einjuhrung in seine Philosophie,
Francfort del M., 1985, pp. 63-97.

B iblio grafía com plem en tar ia :

— J. Conill, «Crítica genealógica a la metafísica: Nietzsche», en El cre­


púsculo de la metafísica, Anthropos, Barcelona, 1988, pp. 115-184.
— J. Granicr, Le probléme de la vérité dans la philosophie de Nietzs-
ché, Seuil, París, 1966.
— W. Stegmeier, «Nietzsches Neubestimmung der • Wahrheit»,
Nietzsche-Studien, 14 (1985), pp. 69-95.

O bservaciones : La versión definitiva del presente artículo ha sido re­


visada por el autor para esta edición castellana.
Enseguida se entiende que lenguaje y verdad se pertenecen mu­
tuamente de la form a más estrecha. No sólo porque la verdad ha de
decirse, para que siga teniendo sentido el decir en general. También
se dice que la verdad y la falsedad se refieren, en general, a lo lin­
güístico, a proposiciones, Una proposición enunciativa se entiende
com o aquello que, en general, puede ser verdadero.
Estas relaciones se presentan de la form a más clara en el impera­
tivo categórico de Kant. En él se indica que se debería obrar de tal
modo que la m áxima subjetiva, según la cual se actúa, pudiera valer
siem pre y al mismo tiempo como ley universal; lo cual significa que
no deben perm itirse máximas de acción que resulten imposibles
como fundamento determinativo de cualquier acción. Sólo se podría
hacer del m entir una m áxima si en general se dice la verdad, pues
sólo es posible mentir bajo este supuesto. Con oslo se está presupo­
niendo que se sabe la verdad. Que se pueda saber o no, ya no es una
cuestión de teoría del conocim iento, sino una cuestión práctica. Así
pues, antes de la pregunta por la veracidad está la pregunta por el sa­
ber de la verdad.
Sólo se puede querer ser veraz creyendo que se puede saber la
verdad. Si no se está seguro de esto, sería una falta de veracidad afir­
mar algo com o verdadero. Hay que hablar según el mejor saber y
conciencia1. Ambos se relacionan de forma inseparable. Pero ¿cómo
se sabe si se sabe?
Evidentem ente, la convicción subjetiva es el m ejor indicio posi­
ble. Según Hegel, por ser la convicción propia, pasa por encima de la
autoridad de los otros. Pero Hegel añade que sería «sólo vanidad»
pensar que la convicción propia fuera menos que las otras, atrapada
«en el sistem a de la opinión y el prejuicio»2. Pero no es necesario
decirle a los otros lo que es la convicción general, ya que sólo se
puede decir algo bajo el presupuesto de una convicción general.
Por lo tanto, la convicción propia de saber la verdad no podría
ser motivo para decirle algo a los otros. Los otros tienen también su
convicción, a veces frente a la propia, de que saben la verdad real­
mente mejor. Naturalmente, existen casos triviales en los que se ad­

1 En el original alemán se usa la expresión «nach bestem Wissen und Gewissen»,


cuya traducción ordinaria es «según el leal saber y entender». Entendiendo que el autor
está «jugando» con los significados de esta expresión y para una mejor compresión de
la frase en su contexto, se ha optado por ofrecer una versión literal. (N. del T.)
2 G. W. F. Hegel, Phánomenologie des Geisles, ed. Hofíineisler, Leipzig, 1949,
p. 68 (ed. cast., Fenomenología de! espíritu. ECE, México, 1966).
vierte que otros saben algo mejor que uno mismo, por ejemplo
cuando no teniendo reloj se le pregunta la hora a alguien que lo
tiene. En este caso se espera que diga la verdad, lo que exige como
es natural, que la sepa. Puede mirarla en el reloj y, en principio, po­
dría dejar que la viera yo mismo. Esto es lo que constituye la triviali­
dad de este caso. No sirve com o ejemplo para el problema de len­
guaje y verdad.
Lo que sí es problemático es cuándo me es imposible a mí
mismo conocer lo que el otro sabe. Entonces tiene una ventaja de sa­
ber que no es comprobable. Pero ¿cómo se puede saber — incluso él
mismo— que la tiene? ¡No puede saberlo! Pues él es para mí otro en
una situación diferente tanto como yo lo soy para él, sin que ninguno
de los dos pueda saber quién se encuentra en la m ejor situación.
También serían triviales en el sentido mencionado, los casos en los
que el otro pudiera guiarm e didácticamente hacia lo que él sabe para,
con el tiempo, llegar a saberlo tan bien como él mismo, por ejemplo
enseñándome a entender el reloj. Pero aquí la cuestión ya no es tri­
vial si se piensa que se trata, en contextos más complejos que los del
reloj, de que hay que dejarse dirigir por otro, sin conocer uno mismo
la meta. Entonces hay que creer para aprender a saber.
Si tomamos como punto de partida que otro podría decirnos algo
desde un saber superior, estamos ya creyendo. Esto es, creemos en
general que alguien podría decirle «algo» a otro, lo cual significa
que, primero él y después también el otro, sabrían «lo mismo». Cree­
mos que el lenguaje es el medio de transporte de los pensamientos.
De ahí derivamos que los lenguajes se com pondrían de unidades que
representarían algo diferente, ideas o representaciones y que éstas
serían las mismas para todos los hombres. A tales unidades las deno­
minamos «significados» de los signos lingüísticos. Obviamente, esta
concepción está estrechamente vinculada al problema de la verdad,
tal y como se ha discutido en la filosofía europea, por lo que quisiera
abordarla con detalle a continuación.

Hablar de significados de signos es el resultado de. preguntar


«qué» significa un signo. Preguntamos por su significado y conclui­
mos que un signo tiene significado sólo porque es un signo. Ahora
bien, solamente preguntamos por el significado cuando no com pren­
demos algo, esto es, un signo que querem os o debemos comprender.
La respuesta que esperam os no es algo com pletam ente distinto de un
signo, como por ejemplo un significado no sensible, sino otro signo
que com prendem os, o que al menos com prendem os «mejor» que el
anterior. El segundo responde del prim ero, porque no lo habíamos
comprendido, o no lo habíamos comprendido del todo, o suficiente­
mente bien. Un significado no se hace comprensible a no ser que el
prim er signo y el segundo, que hemos aceptado como «explicación
del significado»3 del primero, signifiquen «lo mismo».
Se puede decir que comprendemos un signo si lo comprendemos
en su significado. Pero ésta es sólo una formulación com plicada del
hecho de que hemos comprendido el signo sin preguntar por un sig­
nificado. Dos formulaciones significan «lo mismo» cuando no es
posible sustituir una mediante otros signos por otra distinta de la an­
terior, de tal modo que se entienda la diferencia de los nuevos signos
sin preguntar por el significado de esta diferencia. Comprendemos
un signo cuando no necesitamos preguntar por el significado.
¿Qué es lo que nos incita a preguntar por el significado, es decir,
a preguntar por otro signo puesto en el lugar de aquel por el que se
pregunta? Es obvio que necesitamos hacerlo si algo que com prende­
mos «en sí», es decir formando parte de unos contextos, no lo com ­
prendemos en conexión con otras cosas que también comprendemos
«en si». Por ejem plo, cuando decimos: Si esto es un X entonces no
com prendo que.... Preguntamos por el significado de un signo para
poder com prenderlo en conexión con otros signos y la respuesta
tiene que ser satisfactoria en este contexto. En ese caso aceptamos el
nuevo signo como significado de aquel por el que preguntábamos.
Si denom inam os lenguaje a un número de signos que com pren­
demos en general en sus relaciones mutuas, se sigue que sólo se
puede preguntar por el significado de un signo en el contexto de un
lenguaje determ inado. Sólo se puede preguntar por un signo en su
contexto, pues puede no ser cuestionable sin que se comprendan los
otros signos y, sin comprender otros signos, la pregunta por «su» sig­
nificado no puede encontrar ninguna respuesta. La respuesta tiene
que consistir en un signo que se entiende «en su lugar». También en
el caso de la traducción de un idioma a otro preguntam os desde la
perspectiva del idioma al que se traduce, por el significado de sig­
nos o de com posiciones de signos del idioma original. El significado

J L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, n. 560 (ed. cast., investigacio­


nes filosóficas, UNAM-Crítica, Barcelona, 1988, n.°560, p. 357).
de un signo es otro signo que, en el contexto de un idioma determ i­
nado puede ser comprendido «en su lugar». La pregunta por el signi­
ficado de los signos no nos conduce fuera de un idioma, sino al con­
trario, cuando parece que no lo comprendemos del todo, nos
introduce de nuevo en él.
Éste es el caso cuando otro usa el lenguaje de tal modo que nos
parece que no lo com prendem os, o que no lo comprendemos del
todo. Él tiene un uso lingüístico que se aparta del nuestro. Cuando
nos va a «explicar» su significado establece una hipótesis acerca del
nuestro, m odificando por ello sus signos hasta tanto le digamos que
hemos comprendido o hasta que ya no le preguntemos por el signifi­
cado de los signos.
Preguntar por el significado y responder a tal pregunta puede de­
nominarse habla «indirecta», como dice Frege, a diferencia del habla
«directa» o «usual» acerca de «objetos»4. Pero esta distinción es arti­
ficial. Pues tam bién se puede llegar a saber «indirectamente» algo
acerca del uso lingüístico de otro, prestando atención a cómo habla
«directamente» sobre «objetos». En el discurso «usual» está incor­
porado siempre un discurso «indirecto». Así es como se aprenden los
idiomas en la mayoría de los casos. Sólo se llega a preguntas directas
cuando ya no se com prende un contexto, porque no hemos aprendido
a com prender un signo en ese contexto. Tal signo nos parece raro en
ese contexto. Por así decirlo, sobresale del contexto com o algo ex­
traño, mientras que en el discurso «directo» sobre «objetos», pasa
desapercibido y desaparece en la concordancia del contexto.
Cuando al preguntar por «su» significado, se pone de relieve un
signo de este modo, el discurso «directo» queda interrumpido. Surge
una inseguridad y con ella la pregunta de «sobre qué» se está ha­
blando realmente. La atención se dirige hacia el significado por el
que se pregunta, esto es, hacia el desiderátum de otro signo «puesto
en el lugar» del cuestionado y con ello también se dirige la atención
sobre la pregunta p o r el tipo de «objetos» sobre los que se habla. En
el discurso, los «objetos» se diferencian por su designación. Así, al
no preguntar nadie por el significado de los signos, tampoco pre­
gunta nadie por los «objetos» del discurso. Entender de los signos
sin preguntar y entender de los «objetos», es lo mismo. Un físico en­

4 G. Frege, «Über Sinn und Bedeutung», en Funktion, Begriff, Bedeutung, ed. G.


Patzig, Gotinga, 1966, p. 43 (ed. cast., «Sobre sentido y referencia», en Estudios sobre
semántica, Ariel, Barcelona, 1971, pp. 49-84).
tiende de los «objetos» de la Física entendiendo el lenguaje de ésta,
pues distingue tantos objetos, por ejemplo partículas elementales,
como nombres substituyera por ellos de maneras diferentes mediante
signos o cadenas de signos (como definiciones nominales), si se le
preguntara por el significado de tales nombres.
Cuando al preguntar por su significado se substituye un signo
por otro o por varios, se formula una hipótesis sobre el uso lingüís­
tico de aquel que había preguntado por el significado. Esta hipótesis
se confirm a siempre que el afectado no pregunte también por el sig­
nificado del nuevo signo. En este sentido, el nuevo signo es mejor
que el primero. Pero sólo es mejor en este sentido, pues quien creía
poder aplicarlo había elegido en prim er lugar el signo por el que
ahora se pregunta y, así, lo consideró en prim er tugar como el signo
bueno, el «correcto», el adecuado. Sólo ahora parece más adecuado
el signo nuevo. Si se quiere decir que ambos son intercambiables y
consiguientem ente, igual de buenos, se dice que son «sinónimos».
Esto supone que hubiera podido decirlo exactamente igual de la
nueva forma y que no tiene importancia la elección de la palabra.
Ahora bien, la sinonimia perdura solamente mientras se admitan los
signos como sinónimos, es decir mientras que al hablante no le im­
porte la diferencia entre ellos, diferencia que poseen en tanto que
signos. Si se admite que el hablante es un especialista, un físico por
ejemplo, y que ha de introducir a otro en su saber, entonces él tiene
que determ inar qué diferencias deben tener importancia. Sólo puede
descender al nivel del que pregunta de una manera limitada, si no se
quiere desdibujar el «tema» con la sim plificación; es decir, en favor
del tema, tiene que excluir al profano en algún punto, si es que éste
pregunta una y otra vez por los significados de signos que ya se le
habían ofrecido como significados de otros signos o que se le habían
presentado «poniéndolos en su lugar». Como especialista, sabe tam ­
bién que su lenguaje no se puede traducir a cualquier otro, sabe que
no se puede convertir en cualquier otro uso lingüístico.
Así pues, el que sabe sólo puede comunicar la verdad sobre
«sus» objetos de form a condicionada. Esto no es válido solamente
para diferencias como la que se da entre el lenguaje ordinario, en el
grado que se desee de educación lingüística, y el lenguaje de la Tí­
sica entre físicos selectos, sino para cualquier uso lingüístico dife­
rente. Pues le corresponde a cada uno el acceso a los respectivos ti­
pos diferenciados de objetos y esta diferencialidad [Dijferenziertheit]
disminuye con la suposición del carácter intercambiable de los sig­
nos no com prendidos, o deficientem ente com prendidos mediante la
mención de «su» significado. También se puede expresar diciendo
que la suposición del carácter intercambiable es constituyente de un
«mundo común». Por el contrario, la suposición indudable de un
«mundo com ún» se realiza en tanto no surja ninguna pregunta por el
significado de los signos y esto significa, por tanto, que los signos se
entienden sin preguntar por ellos (y no sólo por la mención de su sig­
nificado).
Por consiguiente, la verdad sólo se puede decir si se encuentra un
lenguaje para ella; de modo que la verdad, dependiendo de cóm o la
sepa cada uno, no se puede form ular inadecuadamente5. Si se parte,
como hace Humboldt, de que en el fondo cada individuo habla su
propio lenguaje0, porque en su vida ha adquirido un determ inado uso
lingüístico en cuyo contexto entiende el lenguaje, entonces no se
puede decir en absoluto la verdad sin desfigurarla1. De aquí se tiene
que partir si alguien pregunta a otro lo que significa un giro. Enton­
ces tiene que preguntarse a sí mismo cómo podría decir/e «eso» sin
tener que hablar inadecuadamente y tiene que preguntarse también
hasta dónde so puede llegar fijando sinónimos frente al uso lingüís­
tico propio y más diferenciado. La equiparación de signos respecto a
su significado siempre es evidentemente, una reducción en la dife-
rencialidad de la expresión.
Así pues, se obtiene el resultado de que precisam ente si surge la
pregunta por el significado de los signos, se va haciendo más difícil
la pregunta por la verdad. De este modo se ha m ostrado que el pro­
blema de la verdad, es decir, la verdad como algo problemático, y el
platonismo europeo que pregunta por los significados verdaderos,
tienen el mismo fundamento. Ambos tienen su fundamento en la su­
posición de un saber superior, o en la concepción del saber en gene­
ral según la analogía con el saber especializado, tal y como se ex­
presa en los lenguajes especializados, en tanto que lenguajes que
destacan por su diferencialidad v que son condicionadam ente con­
vertibles*.

4 Cfr. J. Simón, «Vertieren und Pindén der Sprache. Zur GeseJiichtlichkeit der
menschlichen Existenz», en Phil. Jahrb., 91 (1984) 238 ss.
6 W. von Humboldt, Gesammelte Schriften, Berlín, 1903 ss., VI, 182 y muchos
otros lugares. Cfr. T. Borsche, Spmchanschichten. Der Begriff der menschlichen Rede
in der Sprachphitosophie Wilhehn von Humboldts, Sttutgart 1981, 69.
■ Sobre el concepto de «desfiguración» cfr. llegcl, op. cit., 434 ss.
* Cfr. Platón, Gorgias 449 b ss. y otros lugares.
II

Pues, si al que pregunta por el significado no se le puede dar una


respuesta satisfactoria, entonces los signos por los que se pregunta
no tienen o, mejor, no hallan significado ni para él, ni tampoco uni-j
versal. Pues entonces no se encuentra ningún otro signo que se
acepte como respuesta a la pregunta por el significado. El signifi­
cado propuesto sólo se encuentra en el «interior» de aquél que cree!
poder intercam biar el nuevo signo por el cuestionado, o se encuentra
sólo en el «interior» de la «intersubjetividad» dentro de la cual per­
manece como no problemático el intercambio. El que responde creía
poder defender el intercambio «desde la cosa» y se muestra que no
puede hacerlo, al m enos ante el que pregunta. El que había pregun-j
lado se opone. No lo hace incondicionalmente, porque no quiera
com prender y, porque no tenga «buena voluntad» para comprender.
Si fuera así, no se podría hablar con él con pleno sentido9. Se opone
porque no puede comprender, es decir, no puede en el contexto de su
diferente capacidad de com prensión, y en el de la identidad auto-
consciente de su persona. ¿Ha de ser inferior por eso? Podría suceder
que creyera no poder adm itir ciertas sinonimias [Synonymsetzungen], j
porque él tam bién es una persona «culta», pero de otro modo que su
oponente. También él mantiene una diferencialidad, porque para él
tampoco sería ya adecuada la admisión del otro uso lingüístico en el
que pueden sustituirse m utuamente dos determ inados signos, por
ejemplo «Deus sive natura». Como dice W ittgensteinl0, para poder
entenderse hay que coincidir también en los juicios, es decir, en lo
que se sostiene como verdadero, si se quiere llegar a un acuerdo so­
bre lo demás.
La concepción de que el lenguaje es un conjunto de signos
con significado depende por tanto de que, «con buena voluntad»,
se llegue a alcanzar siem pre el acuerdo acerca de los significa­
dos, de m odo que se pueda estar seguro de referirse al m undo con
las m ism as intensiones. Pero la buena voluntad tiene su lím ite en
lo que, por m or de la verdad, cree que puede adm itir. En tanto que

* Sobre el concepto de «buena voluntad» en este contexto, cfr. el debate entre


Gadamer y Dcrrida en Philippe Forget (edil.), Text ttnd Interpretation, Munich, 1984,
24 ss.
10 Wittgenstein, Bemerkwigen über die Grimdlagen der Mathematik, 343 (ed.
cast., Observaciones sobre los fundamentos de ¡a matemática, Alianza, Madrid,
1987).
«buena voluntad para com prender», exigida um versalm ente, sería
precisam ente una voluntad no-buena frente a los dem ás en el caso
de que no quisieran ser com prendidos en general y de que, en
conciencia, no pudieran hacerse com prender. Según N ietzsche,
«ser com prendido» tiene algo de « o fe n siv o » ", lo cual significa
hacer que el uso lingüístico propio se reduzca a lo que otro crea
poder com prender, representándolo en su uso lingüístico así
com o objetivándose para él m ismo en la sinonim ia de signos que
sostiene com o «posible».
Filósofos como Hamann, Humboldt, Hegel, Nietzsche, Wittgens­
tein y recientem ente Quine se refirieron a esta incertidum brel2. Así
pusieron en tela de juicio la presuposición platónica del acceso a una
realidad verdadera, o de un acceso verdadero a la realidad. Según
Platón, los filósofos en tanto que hombres Ubres" debían ser capaces
de tal acceso en contraposición a los sofistas, que desde el punto de
vista del Sócrates de los diálogos platónicos no practicaban ningún
arte (en comparación con especialistas com o médicos, constructores
y músicos), por lo que sus palabras tampoco se referían a «algo» de­
terminado. Sócrates acusa a los sofistas de contradecirse en sus pala­
bras y los lleva a admitir algo que al principio no querían conceder,
recordándoles sus palabras anteriores. Así se presupone que los sig­
nificados de estas palabras se habrían mantenido fijos en ese inter­
valo de tiempo. Se da por supuesta una identidad de su significado
en el uso alternativo entre los que dialogan y por encim a del tiempo,
y si esta presuposición es dudosa, sé intenta asegurar la identidad
ante un desarrollo ulterior del Logos. Se presupone y se sigue presu­
poniendo sin excepción que esto es posible siempre, independiente­
mente de la individualidad de los participantes y de circunstancias
especiales.
Esta presuposición aún es actualmente el presupuesto fundamen­
tal para posiciones como las que se encuentran en Apel y Habermas
cuando hablan de una «comunidad ilimitada de com unicación» o de
«discursos libres de poder» que se suponen «contrafácticam ente»

" F. Nietzsche, Nachiafi VIII I (182), Kritischc Studienausgabe 12,51.


12 Hegel trata el lenguaje «en su significado originario» bajo el concepto de «ena­
jenación» [«Entfmndwig»]. Cfr. op. cit., 362. Sobre la tesis de Quine acerca de la «in­
determinación de la traducción», cfr. Word and Object, trad. alemana Wort und
Gegenstand, Stuttgart, 1980 (ed. cast., Palabra y objeto, Labor, Barcelona, 1968).
B Cfr. Platón, Sofista 253 c 7 ss.
como posibles M. Pero ¿no es lo «contrafáctico» lo no verdadero? Cier­
tamente, no lo conciben de ese modo. Lo entienden como lo «ideal» y
por cierto un ideal al que se refiere anticipadamente cualquiera que
hable con otro. Pero aquí está el problema al que se referían los filóso­
fos que se han citado antes. Si se dice «cualquiera» que hable con
«otro», entonces se está suponiendo el carácter absolutamente inter­
cambiable y equivalente de las personas participantes, como en el Gor-
gias de Platón, cuando Calicles pide a Sócrates que mejor lleve a tér­
mino la conversación por sí mismo y sin in te r lo c u to r A q u í, el
problema estriba en la abstracción de la diferencia de los interlocuto­
res en tanto que abstracción de la diferencia de su lenguaje. El pro­
blema está en la presuposición de exactitud en la traducibilidad en­
tre los lenguajes. No basta decir que «cualquiera» que hable con
«otro», realiza esta presuposición. Precisamente esto podría ser el
punto de partida inicial para la utilización del otro. La cuestión es si
esta presuposición es verdadera, o si cada uno la acepta o no.
Podemos precisar la cuestión pensando si la mencionada presu­
posición se aplica incondicionalmente o sólo de forma condicionada
y en éste último caso, bajo qué condición se aplica. Con toda seguri­
dad no se aplica incondicionalmente, aceptando la hipótesis de que
cada uno entienda absolutam ente a cualquier otro. Si se aplica incon­
dicionalmente se hace, en general, en el sentido de que se respondan
absolutam ente todas las preguntas por el significado de lo dicho.
Pero esto supone que ha de darse algún punto alcanzable en el desa­
rrollo del discurso, en el que no se formulen ya más preguntas por el
significado de lo que se ha dicho. Si se sitúa este punto en el infi­
nito, entonces es inalcanzable en condiciones de tiempo finito y to­
dos los interlocutores están y permanecen igualmente alejados de él,
lo cual significa que esta condición no puede satisfacerse. Así pues,
sólo nos queda que la presuposición de una traducibilidad exacta del
lenguaje de uno al lenguaje de otro, o el supuesto de un lenguaje co­
mún que habría que encontrar, sólo se puede realizar bajo condiciones.

M K. O. Apel, Transformation (ler Philosophie, Francfort, 1973 (ed. east. La trans­


formación de la Filosofía, Taurus, Madrid, 1985); J. Habermas, «Vorbereitende Be-
merkungen zu einer Theorie der komimmikaliven Kompetenz», en Habermas/Luh-
niann, Theorie der Gesellschaft oder Sozialieclinologie, Francfort, 1971; ibíd.,
Theorie des kommunikativen Handelns, Francfort, 1981 (ed. east., Teoría de la acción
comunicativa, Taurus, Madrid, 1987).
15 Platón, Gorgias 505 d 6.
Si la presuposición de la irrelevancia «fundamental» de la dife­
rencia debe asum ir la función de fundamentación filosófica, la si­
guiente pregunta sería si tales condiciones pueden denom inarse uni­
versales. Tal condición universal consistiría en que aquello que uno
diga, le parezca al otro lo suficientemente exacto, desde su punto de
vista, como para poder referirse a la misma cosa. Esto supone la
existencia de un barcino de la suficiencia de exactitud o de una capa­
cidad para discernir acerca de cómo se asigna al especialista en dife­
rentes situaciones especializadas. Pero de este modo se contesta ya
negativamente a la pregunta por las condiciones universales aludi­
das. Se responde negativamente porque a un discurso en el que aún
hay que garantizar la referencia a objetos com unes, es decir, a un
discurso oblicuo en este sentido, no se le puede aplicar un barcino
«objetivo». Para un enjuiciamiento de su suficiente exactitud como
discurso común, habría que considerar a un hablante entre otros
como aquel que ostenta la precisión.
En el caso de las artes y los oficios aún se podría decir que al­
guien ha logrado esta consideración porque, por ejemplo, haya mos­
trado suficientem ente a través de su obra que entiende mejor que
otros de tales asuntos. La adecuación del discurso acerca de las cosas
se confirm aría aquí desde las cosas mismas que él ha creado y que
cualquiera puede contemplar. Por el contrario, sigue siendo proble­
mático en «objetos» como «lo bueno» o «la justicia». ¿Existen tam ­
bién especialistas que, como sucede en la argumentación de Sócrates
contra los sofistas, puedan actuar con respecto a la referencia obje­
tiva del discurso de forma análoga a las artes y oficios? ¿Existe el
especialista para lo universal ilimitado, o acaso en todos los discur­
sos acerca de lo bueno o de la justicia, no queda necesariamente
abierto cómo es adecuado hablar sobre ello? ¿Es exigible la de­
manda de un lenguaje común «sobre» estas cuestiones si tiene que
acabar en el reconocim iento de especialistas experim entados tam­
bién en este ámbito? ¿No es injusta esta exigencia?
En su crítica a la respuesta kantiana a la pregunta «¿Qué es Ilus­
tración?», es decir, a la respuesta a una pregunta por el significado
de una palabra, Hamann no criticó la «m inoría de edad culpable»
como hizo Kant, sino la «tutela c u lp a b le » q u e se erige en especia­
lista para responder preguntas que apuntan, más allá de la «ontología

J. G. Hamann, Bríefan Kraus vom 18. 12. 1784.


relativa»17 de los objetos de una especialidad concreta, a las que po­
demos considerar todavía hoy como ciencias particulares, por ejem­
plo la Física o la Biología. ¿Quién puede ser especialista, cuando se
trata de la pregunta de cómo la Física o la Biología debaten cuestio­
nes (éticas, por ejem plo) que afectan a todos del mismo m odo? En
tanto que «metaphysica genera lis», la m etafísica se com prendió
como ciencia de lo que es en cuanto tal, más allá de toda especifi­
cación en género y especie. La «Lógica» de Hegel comienza con el
establecimiento de que si se quiere hablar «de» lo que es en cuanto
tal, sin determ inación próxima, se tiene que hablar precisamente del
mismo modo que cuando se habla «de» la Nada; y que cuando por el
Ser se entiende la verdad, siempre se tiene que descender también a la
«no-verdad» del hablar limitado, si es que se quiere decir «algo»18. La
exactitud del Logos es una función de esta limitación. Por eso, tam ­
bién es siem pre excluyente. Si en su concepción ilimitada, el ser es la
verdad, entonces todo hablar de algo determ inado en sí está mediado
«gram aticalm ente» en la posibilidad de un hablar particular, y ade­
más es apariencia en la pretensión de validez objetiva de la informa­
ción del discurso en una forma finita, en la que al mismo tiempo se
da a entender como referencia a algo. De este modo, la Lógica de
Hegel es la superación filosófica de una metafísica que se com ­
prende a sí misma desde la presuposición de un lenguaje intersubje­
tivo sobre la verdad; según tal presuposición se podría decir con
Aristóteles que es verdadero el discurso que dice de lo que es, que es
y de lo que no-es, que no e s o la superación de una metafísica en­
tendida al menos desde el cumplimiento básico de esta presuposi­
ción, esforzándose por conseguir tal lenguaje común. Pero como se
ha dicho, la filosofía hegeliana no es la única que apunta en esta di­
rección y, por lo tanto, no es la única que ve la verdad en ella.

17 Cfr. W. V O. Quine, «Ontologische Relativitat», ibíd., Ontological Relativity


and other Essays, 1969, trad. alemana Ontologische Relativitat und andere Schriften,
Stuttgart, 1975 (ed. east., La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid,
1974).
" Hegel, Wissenschaft der Logik, ed. Lasson, Leipzig, 1951,1, 66 ss. y 95 ss. (ed.
casi., Ciencia de la Lógica, Ed. Solar Hachelte, Buenos Aires, 1968).
Aristóteles, Metafísica, 1008a ss., 1051 b ss., 1062a ss.
III

La crítica nominalista a la presuposición de la realidad de los


universales ya había apuntado, naturalmente, en esta dirección. Pero
el nominalismo conducía a la revocación del lenguaje como no-ver­
dadero, como mero «flatus vocis» frente a las cosas verdaderas. En­
tonces ya no se com prende un lenguaje como más adecuado que
otro, sino que todos los lenguajes se comprenden como inadecuados
frente a la única naturaleza. Así, todos los sujetos se encuentran
igual de mal. Son iguales en esta negatividad, es decir, por su dispo­
sición natural están ya en la diferencia de la verdad. Esta diferencia
ya no concierne al Logos, como si fuera una diferencia a superar «en
la lógica interna» de un discurso oblicuo o intensional, sino que
afecta a los órganos naturales con los que habría que percibir la ver­
dad. Así lo dice también Bacon: «Subtilitas naturae subtilitatem
sensu et intellectus multis partibus superat»20. La propia naturaleza
se representa como un ser de una sutileza inalcanzable, esto es con
una propiedad que hasta ahora había servido como ideal lingüístico
y que sólo se le había atribuido a la naturaleza en cuanto había ser­
vido también como palabra, como palabra de Dios.
De este modo se le atribuye a la naturaleza una propiedad que la
hace parecer comparable al lenguaje. El esfuerzo por la expresión
adecuada no se dirige ya más al lenguaje en com paración con el len­
guaje de otros, o con el otro fin último de un lenguaje divino, sino
que se dirige hacia la naturaleza inalcanzable. La interlocución in­
tensional, orientada hacia la palabra correcta, se convierte en ca­
rente de significado frente a esta meta y cae fuera del interés de la fi­
losofía. La extensión adquiere todo el interés, frente a la pregunta
por los significados idénticos en el sentido de la intensión. De este
modo, la intersubjetividad es considerada como una y surge el pro­
blema de «teoría del conocimiento» acerca de cómo la subjetividad,
tratada como una, puede ser capaz de conocim iento objetivo, en el
sentido de una aproximación a la naturaleza. Así, también Kant elige
una cita de Bacon como lema para la segunda edición de la Crítica
de la razón pura. La cita concluye así: «Por último, que nadie dé cré­
dito a que nuestra instauración representa algo infinito o suprahu-

® Francis Bacon, Novum organon, Libro primero, n. 10 (ed. cast,. La gran restau­
ración, Alianza, Madrid, 1985, p. 89: «La sutilidad de la naturaleza supera en mucho
la sutilidad del sentido y del entendimiento»).
mano, pues en verdad significa el fin y el térm ino requerido del
error interm inable»21. Si la teoría del conocimiento que presupone la
subjetividad com o una, aún precisa de la interlocución sobre el len­
guaje (interlocución en la que debe representarse a sí misma), enton­
ces lal interlocución debe poder llegar aI final, aunque sea sólo
como reflexión sobre las condiciones de posibilidad aprióricas del
conocim iento objetivo.
Tal com o m uestra la historia, esta esperanza no se ha cum plido.
El discurso prosigue sin que se alcance a ver un fin en el que se
realice un lenguaje común a todos acerca de la verdad, de modo tal
que nadie tuviera que preguntar qué significa algo. Hamann es­
cribe en su «M etacrítica» que Kant «se había im aginado como ya
hallado el carácter universa! de un lenguaje filosófico que hasta
ahora se b u scab a» 22. Los tutores y pioneros en el cam ino hacia tal
ideal 110 han sido generalm ente estim ados en com paración con los
prestigiosos especialistas. Se ha ido haciendo cada vez más claro
que en las cuestiones universales no se ha reconocido otra cosa
más que la individualidad de las personas interesadas y esto signi­
fica tam bién, según se dice, que no se ha reconocido más que su
derecho perm anente a las preguntas indispensables. Por consi­
guiente, la verdad no consiste en la coincidencia en lo «mismo»,
sino en la ju sticia frente a esta individualidad indeleble con la que
no hay concordancia, incluso en su incom prensibilidad ante la pro­
pia com prensión y los limites de su capacidad. El tercero excluido
de las «intersubjetividades» conjuntadas es la verdad de tales inter-
subjetividadcs en su aspiración de haber encontrado el lenguaje
verdadero y de, gracias a él, estar al m enos en el camino a la cosa.
La educación del individuo para capacitarlo en la participación en
modos de habla reglados «intersubjetivam ente» y en posibilidades
de com prensión carentes de problem as es concebida por Hegel
com o «enajenación» de la verdadera realidad, com o com porta­
miento bajo una D oxa23. Recientem ente, la filosofía de Lévinas ha

21 I. fían!, Krilik der reinen Vernunft, 2.“ ed. (B), II (ed. cast., Critica de la razón
pura, Alfaguara, Madrid, 1978).
*” I lamann, «Metakrilik líber den Purismum der Vernunft», Sámtliche Werke, ed. J.
Nadler, III, 289.
21 Hegel, Phánomenologie des Geisles, 345 ss.: «El espíritu extrañado de sí
mismo; la educación» Cfr. aquí J. Simón, Wahrheit ais Freiheit, Berlín./Nueva York,
1978, 213 ss. (ed. cast., La verdad como libertad. Sígueme, Salamanca, 1983).
tem atizado éticam ente esta verdad-4. Pero tam bién es la verdad de
las pretensiones de verdad de toda teoría que se form ule com o tal,
bajo la presuposición del dominio de un lenguaje adecuado a los
objetos.

IV

Con esta presuposición, el lenguaje se considera como un instru­


mento dominado o dominable. Según ella, decir la verdad es un decir
que se rige por la verdad sabida, no necesitando otra cosa sino esfor­
zarse por ella. Como ya vimos, esta presuposición sólo deja de ser
problemática cuando se puede dem ostrar que un decir determinado
es el especializado acerca de un objeto, o cuando puede ser recono­
cido como tal. Esta condición desaparece en la analogía entre el ha­
blar en general y el hablar especializado. Va hasta el fondo en la edu­
cación de un tutor «interno», también en los casos en los que
externam ente no se puede nombrar un especialista y en los que,
como en el escrito de Kant sobre la Ilustración (según lo apunta lla-
mann), sólo se habla anónimamente de «otro», sin cuya dirección
uno debería valerse de su propio entendimiento. Allí donde se trata
incondicionalmente de la verdad, se escapa el objeto según el cual
había que orientarse en la estructura del discurso para poder decir la
verdad.
Así, en el Decálogo tampoco se dice que haya que decir «la» ver­
dad, sino que no se debe dar falso testimonio contra el prójimo. No
se debe pasar falsamente como testigo, es decir, como uno que sabe,
si se trata de una opinión de alguien inform ado sobre algo que se
puede saber y en un lenguaje en el que se reconoce que se puede de­
cir, como por ejemplo ante los tribunales. Bajo la reconocida autori­
dad de alguien informado no hay que volverse com o testigo falso
contra el prójimo que está o se queda en su mera «individualidad».
Esto es tanto como el abuso del prestigio frente a la relativa insigni­
ficancia del otro. Pues, por «prójimo» no se entiende sencillamente
cualquier otra persona, sino aquella concreta por la que debo testifi­
car, es decir, aquella ante la cual debe hacerse valer mi palabra como

2í Cfr. J. Simón, «Ende der Herrschaft? Zu Schriften von Emmanuel Lévinas in


deutschen Übersetzungen», en Allgemeine Zeilschrifl fiir Philosophie (1985) vol.l,
pp. 25 ss.
verdadera. Esta es la verdad que yo puedo saber y que, por eso, me
obliga en conciencia. Aquí la moral se aplica a la justicia bajo condi­
ciones m undanas, m ientras que según Kant solo en el interior se está
obligado a la veracidad, en función de la racionalidad presupuesta a
priori en unidad con la de cualquier otro; pero, a pesar de esa obli­
gación, legalmente se puede decir lo que se quiera, pues los otros no
necesitan creerm e25, a menos que con lo que digo infrinja una ley de­
terminada de la legislación externa, por ejemplo como testigo ante
un tribunal. Así pues, según Kant sólo entonces tengo un «prójimo»
que, en su situación especial, depende de m í:í>. Por el contrario, el
Decálogo se aplica de antemano a mi prójimo en mi relación especí­
fic a con él, sin la presuposición «contrafáctica» de una «intersubjeti-
vidad» universal en la que todos están o en la que deberían llegar al
consenso con todos los demás. En este sentido tam bién hay que pos­
tular finalm ente la «buena voluntad» sólo «contrafáclicamente». de
modo que no se pueda apelar a ella simultáneamente. Pues también
la voluntad del hombre y no sólo su saber, es finita. El Decálogo se
refiere, en principio, al prójimo en tanto que me es próximo, tanto si
ambos lo queremos, como si no; tanto si podem os quererlo desde
nuestra capacidad condicionada, como si no; tanto si podem os com ­
prendernos, como si no. Su existencia [Dasein] es la verdad para mí,
frente a todo aquello que desde mí y desde mi competencia lingüís­
tica puedo com prender y pensar y decir como verdad. Si no puedo
comprenderlo es porque yo también tengo que comprenderm e a mí
mismo. Puesto que en la existencia del otro está Dios en tanto que la
verdad, así como en las preguntas últimas o absolutamente universa­
les nadie puede saberlas por otro y así como tampoco se pueden in­
troducir ya palabras con determinación última «en vez de» otros. Por
ello, tampoco las denom inadas proposiciones intensionales del tipo
«A cree que ‘p ’» o «A no cree que ‘p ’», indican nada definitivo
acerca de A. Lo que el otro cree sigue siendo inescrutable y si dice
que cree que ‘p \ entonces tengo que comprendcr/o inmediatamente
(es decir sin volver a preguntar «qué» es), o tengo que hacer/e dar
una respuesta que tal vez yo entienda desde mí mismo. Más allá del
símbolo, ‘p ’ no se convierte nunca en «intersubjetivo».

;s Kant, Metaphysik der Sitien, ed. tic la Academia VI, 238 (cd. cast., Metafísica
de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989).
“ De otro modo también se encuentra ciertamente en Kant, por ejemplo en Das
Ende aller Dinge, ed. de la Academia VIII, 337 ss.
Se puede resumir este resultado de la relación entre lenguaje y
verdad del siguiente modo: se suprime la dimensión filosófica si,
como en la tradición metafísico-platónica, se trata de explicar esta
relación con ejem plos de la praxis vital usual y no problematizada y
con ejemplos de ciencias particulares en su curso «norm al» con el
uso lingüístico usual correspondiente. La dimensión filosófica sólo
se inicia donde se ponen de relieve los límites de la traducibilidad y
termina la com prensión «habitual».
TEORÍAS COHERENCIALES
CARL HEMPEL
LA TEORÍA DE LA VERDAD
DE LOS POSITIVISTAS L Ó G IC O S'
(1935)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «On the Logical Posilivists’ Theory of Truth», Analysis, II/4


(1935), 49-59.

E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido—


con autorización expresa del autor.

T r a d u c c ió n : J. Rodríguez Alcázar.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Le probléme de la vérité», Theoria, 3 (1937), pp. 206-246.


— «On the nature of Mathematical Truth», American Math. Monthly,
52 (1945), pp. 543-46 (recopilado en Feigl-Sellars (eds.), Reci-
dings in Philosophical Analysis, Nueva York, 1949).
Tí . f. ‘ ‘ - ■' :> * « 1
¿ ,• • : •.: ..V V».Vv : É
v i . ' . v . J'jfI*.v jS*-:!f.v '
B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— M. Schlick, «Facts and Propositions», Analysis, 2 (1935), pp. 65-


70.
— O. Neurath, «Radikaler phísicalismus und “wirklichc Welt”», Er­
kenntnis, 4 (1934), pp. 346-362.
— A. J. Ayer, «Verificación y experiencia», Proceedings of the Aris-
totelian Sociéty, 37, 1936-37 (ed. cast. «Verificación y experien­
cia», en A. J. Ayer (ed.), El positivismo lógico, FCE, México, 3.a
reimp., 1986, pp. 233-48).

’ Ha sido necesario, por desgracia, condensar ligeramente este artículo del doctor
Hempel. (Nota del editor de Analysis, en cuyo número de enero de 1935 se publicó
originalmente el artículo.)
La idea de escribir el presente artículo me ha surgido a raíz de un
debate reciente entre el profesor Schlick y el doctor Neurath, que se
publicará en dos trabajos incluidos en el volumen' 4 de la revista Er­
kenntnis 2. Dicho debate gira principalm ente en torno a la concep­
ción positivista de la verificación y la verdad.
Puede resultar útil para la discusión que sigue hacer referencia a
esa clasificación, bien conocida aunque algo tosca, que divide las di­
ferentes teorías de la verdad en dos grandes grupos, a saber, las teo­
rías de la verdad como correspondencia y las teorías coherentistas de
la verdad. Para las teorías de la correspondencia, la verdad consiste
en una cierta concordancia o correspondencia entre un enunciado y
lo que se llam a «realidad» o «hechos». Para las teorías coherentistas,
en cambio, la verdad es una propiedad que pueden poseer ciertos sis­
temas de enunciados como un todo; dicho con otras palabras, la ver­
dad consistiría en una cierta conform idad de los enunciados entre sí.
En las teorías coherentistas extremas la verdad llega a identificarse
con la com patibilidad mutua entre los elementos de un sistema.
La teoría de la verdad de los positivistas lógicos evolucionó paso
a paso desde una teoría de la verdad como correspondencia hasta
una teoría parcialm ente coherentista. Consideremos ahora breve­
mente las fases lógicas más importantes de este proceso (que no se
corresponden exactamente con las históricas).
Las ideas filosóficas desarrolladas por L. Wittgenstein en su
Tractatus Logico-Philosophicus, que representan el punto de partida
lógico e histórico de las investigaciones del Círculo de Viena, se ca­
racterizan obviamente por la defensa de una teoría de la verdad
como correspondencia.
De acuerdo con una de las tesis fundamentales de Wittgenstein,
consideraremos verdadero un enunciado si existe el hecho o estado
de cosas que ese enunciado describe; en caso contrario lo considera­
remos falso. Ahora bien, según la teoría wittgensteiniana, los hechos
que componen el mundo constan en último análisis de ciertos tipos
de hechos elementales que a su vez no es posible reducir a otros. És­
tos son los llamados hechos atóm icos, mientras que los compuestos
a base de ellos se denominan «hechos moleculares». Dos tipos de
enunciados se corresponderían con estos dos tipos de hechos: los
enunciados atómicos describirían hechos atómicos y los enunciados

1 M. Schlick, «Über das Fundament der Erkenntnis», Erkenntnis 4, 79 ss. O. Neu­


rath, «Radikaler Physikalismus und ‘wirkliche Welt’», Erkenntnis 4, 346 ss.
moleculares, hechos moleculares. Un enunciado molecular se consti­
tuye a partir de enunciados atómicos de acuerdo con una cierta
form a lógica, y ésta refleja la estructura formal de los hechos; de ahí
se sigue que, del mismo modo que la existencia o no existencia de
un hecho molecular viene determinada por la existencia o no exis­
tencia de sus componentes atómicos, así también la verdad o false­
dad de un enunciado molecular está determ inada por las propiedades
correspondientes de los enunciados atómicos. Dicho con otras pala­
bras; cada enunciado se concibe como una función de verdad de los
enunciados atómicos.
Las ideas de W ittgenstein sobre la verdad fueron adoptadas de
forma casi general por los miembros del Círculo de Viena en su fase
inicial. El primero que puso sobre el tapete algunas dudas (unas du­
das que pronto darían paso a una oposición radical) fue el doctor
Neurath. El profesor Carnap, por su parte, fue el prim ero en recono­
cer la importancia de las ideas de Neurath. Carnap suscribió algunas
de las tesis principales de Neurath y les proporcionó una forma más
precisa. Finalmente, tras un proceso en el cual las ideas de cada uno
sirvieron de estímulo al otro, Carnap y Neurath acabaron elaborando
la teoría de la verdad de la que nos ocuparemos más abajo.
Ofrezco a continuación una formulación de las tesis principales
del doctor N eurath3, una formulación que, aunque no muy detallada,
crco representa fielm ente sus opiniones.
La ciencia es un sistema compuesto por enunciados de un cierto
tipo. Cualquiera de estos enunciados puede o bien com binarse o bien
compararse con cualquier otro, con el propósito, por ejemplo, de ex­
traer conclusiones a partir de los enunciados que hem os combinado
o para com probar si éstos son o no compatibles entre sí. Pero los
enunciados nunca se comparan con una «realidad», con «hechos».
Nadie de entre quienes defienden la existencia de una fisura entre
los enunciados y la realidad es capaz de explicar con exactitud cómo
pueden compararse aquéllos y ésta, ni cómo podríamos averiguar la
estructura de los hechos. Por consiguiente, la mencionada fisura no
es sino el resultado de una laboriosa m etafísica y los problemas co­
nectados con ella, pscudoproblemas.

3 Cfr. «Soziologic im Physikalismus», Erkenntnis 2, 393; (2) «Physikalismus»,


Scientia, Nov. 1931; (3) «Sozialbehaviorismus», Sociologus 8, 821 (1932); (4) Ein-
heitswissenschaft und Psychologie, en la serie Einheitswissenschaft, Gerold, Viena,
1933; «Protokollsalze», Erkenntnis 3, 204.
Ahora bien: ¿cómo ha de caracterizarse la verdad desde una posi­
ción como ésta? Obviamente, las ideas de Neurath implican una teoría
coherentista.
Carnap com enzó a desarrollar una cierta versión de lo que pre­
tendía ser una teoría satisfactoria de la verdad como coherencia. La
idea central de su propuesta se resume en la reflexión siguiente: si
fuera posible prescindir en la teoría de Wittgenstein de la idea de una
relación con «hechos», quizás pudiéram os salvar las aportaciones
w ittgensteinianas más importantes con respecto a los enunciados y a
las conexiones que se dan entre éstos sin tener que recurrir a una pe­
ligrosa confrontación entre enunciados y hechos ni hacer frente a sus
incómodas consecuencias.
Cierto tipo de proposiciones se mostraron útiles para este propó­
sito. Se trata de la clase de aquellos enunciados que expresan el re­
sultado de una experiencia inmediata pura, sin ningún aditamento teó­
rico. Se los denominó «enunciados protocolares», y en un principio se
pensó que no necesitaban pruebas añadidas.
Reem plazar el concepto de enunciados atómicos por el de enun­
ciados protocolares fue el prim er paso hacia el abandono de la teoría
de la verdad de Wittgenstein.
El segundo paso de la evolución que llevó desde la teoría witt-
gensteiniana de la verdad a la de Carnap y Neurath fue un cambio de
opinión con respecto a la estructura formal del sistema de los enun­
ciados científicos.
De acuerdo con Wittgenstein, una proposición que en última ins­
tancia no pueda verificarse no tiene significado; en otras palabras,
un enunciado tiene significado si y sólo si es una función de verdad
de las proposiciones atómicas.
Las llamadas leyes de la naturaleza, tal y com o mostraré más
abajo, no pueden verificarse de form a completa; de acuerdo con el
Tractatus, por tanto, no pueden considerarse enunciados en absoluto,
sino meras instrucciones a partir de las cuales podem os obtener
enunciados con significado.
Pero cuando Carnap desarrollaba la teoría de la que estoy ha­
blando se percató de que en la ciencia em pírica las leyes se formulan
en el mismo lenguaje que los dem ás enunciados y se combinan con
enunciados particulares al objeto de obtener predicciones. Concluyó,
por tanto, que el criterio de W ittgenstein para atribuir significado a
los enunciados era demasiado estrecho y que debía sustituirse por
otro más amplio. De acuerdo con la caracterización de Carnap, las
leyes em píricas serian enunciados implicatorios generales que difie-
rcn por su forma de los llamados enunciados particulares como
«Aquí hace ahora una temperatura de 20 grados centígrados».
La validez de un enunciado general se com prueba examinando
los enunciados particulares que se siguen de él. Pero, dado que de
cada enunciado general se deduce una clase infinita de enunciados
particulares, aquél no puede ser verificado por éstos de forma com ­
pleta y definitiva, sino tan sólo recibir apoyo de ellos en mayor o me­
nor medida. Es decir: un enunciado general no es una función de
verdad de enunciados particulares, sino que tiene con relación a és­
tos el carácter de una hipótesis. Este mismo hecho puede expresarse
de la manera siguiente: no es posible deducir formalmente una ley
general a partir de un conjunto finito de enunciados particulares.
Todo conjunto finito de enunciados admite una serie infinita de hi­
pótesis, cada una de las cuales implica, a su vez, todos los enuncia­
dos particulares del conjunto en cuestión. Así pues, el estableci­
miento del sistema de la ciencia incluye, en un momento dado, el
recurso a la convención; tenemos que elegir entre una amplia canti­
dad de hipótesis que son igualmente posibles desde el punto de vista
lógico, y por lo general escogemos una que sobresalga por su sim pli­
cidad formal, tal y como Poincaré y Duhem han señalado repetida­
mente.
Además, es importante recordar que, como ha m ostrado Carnap
en su Unity o f Science*, los enunciados particulares tienen el carác­
ter de hipótesis con relación a los enunciados protocolares. Permíta­
seme señalar entonces que, como consecuencia de lo anterior, incluso
qué enunciados particulares adoptemos,' incluso qué enunciados consi­
deremos verdaderos dependerá del sistema que elijamos de entre los
formalmente posibles.
Nuestra elección es arbitraria desde el punto de vista de la lógica,
pero el amplio número de posibilidades que se ofrecen a nuestra
elección está restringido en la práctica por factores psicológicos y
sociológicos, como ha señalado principalmente Neurath.
Así pues, hay que abandonar un segundo principio del Tractatus:
no es posible seguir definiendo la verdad o la falsedad de cada enun­
ciado en términos de la verdad o falsedad de ciertos enunciados bási­
cos, ya se trate de enunciados atómicos, de enunciados protocolares
o de otros tipos de enunciados particulares. Pues incluso los enuncia­
dos particulares habituales han resultado ser hipótesis con respecto a

4 The Unity o f Science, Kegan Paul, Londres, 1934. (N. del T.)
los enunciados básicos. Ahora bien, una hipótesis no puede ser veri­
ficada de manera completa y definitiva por una serie finita de enun­
ciados particulares; una hipótesis no es una función de verdad de
enunciados particulares y, como consecuencia de ello, un enunciado
particular que no sea él mismo un enunciado básico no es una fun­
ción de verdad de enunciados básicos.
De este modo, un análisis cuidadoso de la estructura formal del
sistema total de los enunciados conduce a un concepto de verdad
muchísimo más laxo o blando. De acuerdo con las consideraciones
que acabo de apuntar, podemos afirm ar lo siguiente: en ciencia, un
enunciado se acoge como verdadero si está suficientem ente apoyado
por enunciados protocolares 5.
En este punto encontramos un rasgo fundamental que la teoría
que estamos considerando com parte con la posición de Wittgenstein:
el principio de que la comprobación de cada enunciado ha de redu­
cirse a una determ inada forma de comparación entre el enunciado en
cuestión y cierta clase de proposiciones básicas que se consideran úl­
timas y acerca de las cuales no es posible dudar en absoluto.
La tercera y última fase de la evolución lógica que venimos consi­
derando puede caracterizarse como el proceso de eliminar de la teoría
de la verdad incluso esta última característica común.
Tal y como el doctor Neurath se ocupó de resaltar en una época
bastante tem prana, es ciertam ente fácil imaginar que el informe de
un cierto observador contenga dos enunciados m utuam ente contra­
dictorios. Por ejemplo: «Veo esta m ancha completam ente a/ul os­
cura y tam bién completam ente roja». Cuando algo así sucede en
ciencia, se deja de lado al menos uno de los dos enunciados protoco­
lares mencionados.
Ya no es posible, por tanto, defender que los enunciados protoco­
lares proporcionen una base inalterable para el sistem a global de los
enunciados científicos, aunque es verdad que con frecuencia nos li­
mitamos a retroceder hasta los enunciados protocolares cuando se
trata de com probar la validez de una proposición. Pero no renuncia-

5 En este lugar, el texto original añade la siguiente frase: «So there oecurs in
science, one drops at least one o f the mentioned protocol statements». Tal afirmación
es incomprensible en este contexto y todo indica que se trata de un error tipográfico;
sobre todo si tenemos en cuenta que dos párrafos más abajo, también en la última
frase del párrafo, aparece una afirmación casi idéntica, que esta vez sí tiene perfecto
sentido con relación a lo que en ese párrafo se dice: «And if that occurs ¡n science,
one drops at least one o f the mentioned protocol statements». (N. del T.)
mos, como dice Neurath, a recurrir a un juez que decida si un enun­
ciado disputado debe ser aceptado o rechazado; este juez viene dado
por el sistema de enunciados protocolares. Ahora bien: nuestro juez
puede ser destituido. Carnap sostiene el mismo punto de vista
cuando afirm a que no hay enunciados que se puedan considerar fun­
damento absoluto de la ciencia; todo enunciado de carácter empírico,
incluidos los enunciados protocolares, puede necesitar justificación
adicional. Por ejemplo, los enunciados protocolares de un cierto ob­
servador quizás se justifiquen con la ayuda de los enunciados conte­
nidos en el inform e de un psicólogo que analice (antes o, incluso, al
mismo tiempo que se realizan las observaciones) cómo de fiable es
ese observador.
De este modo, cualquier enunciado em pírico puede ir unido a
una cadena de pasos comprobatorios en la cual no hay un eslabón fi­
nal absoluto. A nosotros corresponde decidir en qué momento se da
por terminado el proceso de comprobaciones. Deja, pues, de ser ade­
cuada la comparación de la ciencia con una pirámide que se yergue
sobre una base sólida. Neurath prefiere com parar la ciencia con un
barco que sufre interminables m odificaciones en alta m ar y que no
puede llevarse jam ás a un astillero para reconstruirlo de abajo arriba,
empezando por la quilla.
Es obvio que estas ideas generales implican una teoría de la verdad
como coherencia. Pero téngase bien presente que, dado que Carnap y
Neurath se limitan a hablar de enunciados, no pretenden en absoluto
afirm ar lo siguiente: «No hay hechos, sólo hay proposiciones». Antes
al contrario, el que nos encontremos ciertos enunciados en el informe
de un observador o en un libro científico es considerado un hecho
empírico, y las proposiciones que ahí aparecen, objetos empíricos.
Lo que estos dos autores pretenden afirm ar puede expresarse con
mayor precisión gracias a la distinción carnapiana entre los modos
formal y material de discurso'’.
Como ha mostrado Carnap, toda consideración no m etafísica que
la filosofía lleve a cabo pertenece al dominio de la Lógica de la
Ciencia, a menos que tenga que ver con un asunto em pírico (en cuyo
caso debe ser la ciencia empírica la que se ocupe de ella). Además,

* Carnap: Logische Syntax der Sprache, Viena, 1934; «Philosophy and Logical
Syntax», conferencias pronunciadas en Londres el año 1934 y de las que se hace eco
la revista Analvsis, vol. 2, n. 3; The Unity o f Science, Psyche Miniatures 63, Londres,
1934.
es posible considerar a cada uno de los enunciados de la Lógica de la
Ciencia como una afirm ación relativa a ciertas propiedades y rela­
ciones de las proposiciones científicas, y sólo de tales proposiciones.
También es posible caracterizar el concepto de verdad utilizando este
modo formal de discurso; dicho sin excesivos tecnicismos, la verdad
se entendería como un nivel suficiente de concordancia entre el sis­
tema de los enunciados protocolares aceptados y las consecuencias
lógicas que pueden deducirse del enunciado bajo escrutinio combi­
nado con otros enunciados que han sido admitidos con anterioridad.
No sólo es posible, sino además mucho más adecuado, recurrir a
este modo formal mejor que al material. Pues este último acarrea
muchos pseudoproblemas que no es posible formular en el modo
formal correcto.
Decir que los enunciados empíricos «describen hechos» y que,
por consiguiente, la verdad consiste en una cierta correspondencia
entre los enunciados y los «hechos» descritos por aquéllos es un
ejemplo típico del modo material de discurso.
Los pseudoproblemas relacionados con este modo de discurso si­
guen vivos en muchas de las objeciones que se han dirigido contra
las ideas de Neurath y Carnap; esto vale tam bién para ciertas obje­
ciones expuestas en el artículo del profesor Schlick (y para algunas
de las consideraciones que, en un tenor bastante similar, ha desarro­
llado recientemente B. v. Julios)7.
El profesor Schlick comienza objetando que el abandono radical
de la idea de un sistema de enunciados básicos inalterables nos pri­
varía de unos cim ientos absolutos para el conocimiento y conduciría
a un relativismo completo en lo tocante a la verdad.
Pero hemos de contestar que una teoría sintáctica de la verificación
científica no puede tomar en consideración algo que no existe dentro
del sistema de la verificación científica. Pues está claro que en ningún
lugar de la ciencia es posible hallar un criterio de verdad absoluta e in­
cuestionable. Para encontrar un grado relativamente alto de certeza ne­
cesitamos retroceder hasta los enunciados protocolares de observadores
fiables; pero incluso tales enunciados pueden verse desplazados por
otros enunciados bien contrastados o por leyes generales. Así que no es
sensato demandar un criterio de verdad absoluta para enunciados empí­
ricos; tal demanda parte de una presuposición errónea.

7 B. v. Julios: «Kritischc Bemerkungen zur Wissenschaftstheorie des Physikalis-


mus», Erkenntnis 4, 397.
Podemos decir que la búsqueda de un criterio de verdad absoluta
representa uno de los pseudoproblemas debidos al modo material del
discurso. Pues la afirm ación de que para com probar la validez de un
enunciado necesitam os com pararlo con los hechos sugiere, en ver­
dad, la quimera de un mundo dado con unas propiedades precisas; y
es fácil que a continuación uno sienta la tentación de solicitar su co­
pia de aquel sistem a de enunciados que proporciona una descripción
completa y verdadera de ese mundo, un sistema que habríamos de
considerar absolutamente verdadero. Ahora bien, cuando utilizamos
el modo formal de discurso desaparece este malentendido imposible
de formular correctam ente y, con él, todo motivo para buscar un cri­
terio de verdad absoluta.
El profesor Schlick asume la existencia de una base del conoci­
miento absolutamente sólida; pero por otro lado admite que una teo­
ría de la verdad que tuviera en cuenta únicam ente proposiciones se
resentiría de ello. Sólo le queda, por tanto, una manera de caracteri­
zar la verdad, que consiste en asum ir que hay un cierta clase de
enunciados, sintéticos y, sin embargo, absoluta e incuestionable­
mente verdaderos, con los que com param os cualquier otro enunciado
cuya validez queramos comprobar. De hecho, el profesor Schlick
asume que existen enunciados con estas características; los llama
«Konstatierungen» (constataciones) y les atribuye la forma «Aquí y
ahora esto y lo otro»; por ejemplo, «Aquí y ahora azul y, al lado,
amarillo», «Aquí y ahora dolor».
Pero el mismo profesor Schlick reconoce que todo enunciado
científico es una hipótesis que se puede llegar a abandonar y, por
tanto, se ve obligado a adm itir que estos «Konstatierungen» imposi­
bles de contradecir no son enunciados científicos, sino m ás bien un
acicate para establecer los enunciados protocolares que se correspon­
den con ellos, como, por ejemplo: «El .observador M iller vio, en
aquel momento y lugar, azul y, al lado, amarillo».
El profesor Schlick sostiene (1) que, a diferencia de los enunciados
empíricos corrientes, basta una sola acción para comprender y verificar
estos «Konstatierungen», a saber, su comparación con hechos. De esta
manera retorna al modo material de discurso e, incluso, describe los
«Konstatierungen» como los sólidos puntos de contacto entre el cono­
cimiento y la realidad. Hace sólo un momento hemos señalado las in­
cómodas consecuencias que se siguen de esta forma de abordar la cues­
tión. Además, (2) el profesor Schlick asume que los «Konstatierungen»
no pueden escribirse en papel como los enunciados normales y que
sólo son válidos en el momento en que se establecen. Pero en ese caso
no hay forma de comprender cómo podríamos comparar un «Konstatie-
rung» con un enunciado científico ordinario. Y una comparación de ese
tipo es necesaria si asumimos, como hacc el profesor Schlick, que la
validez de todo enunciado empírico se establece en último término re­
curriendo a «Konstatierungen».
Es importante, de todas formas, dedicar un poco más de atención
al punto de partida de las ideas del profesor Schlick. Se trata de la
consideración siguiente:
La tesis de Carnap y Neurath según la cual en la ciencia un enun­
ciado se adopta como verdadero si está suficientemente respaldado
por enunciados protocolares se convierte en un sinsentido si se re­
chaza la idea de enunciados protocolares absolutamente verdaderos.
Pues resulta evidente que podemos imaginar muchos sistemas dife­
rentes de enunciados protocolares y también muchos enunciados hi­
potéticos suficientem ente apoyados por aquéllos. Además, si nos ate­
nemos al criterio formal de Carnap y Neurath, cada uno de esos
sistemas diferentes, que pueden resultar incluso incompatibles entre
sí, serían sin embargo verdaderos. Sería posible construir sistem as de
enunciados protocolares que prestaran apoyo suficiente a cualquier
cuento de hadas. Pero lo cierto es que consideramos falsos los cuen­
tos de hadas y verdaderos los enunciados de la ciencia empírica,
aunque ambos cumplan todos los requisitos formales.
Dicho brevemente: ¿qué características nos permiten, de acuerdo
con el punto de vista de Carnap y Neurath, distinguir los enunciados
protocolares verdaderos de la ciencia de aquellos otros falsos que
podemos encontrar en un cuento de hadas?
Ciertam ente, tal y com o los propios Carnap y Neurath han subra­
yado, la diferencia entre los dos sistem as no es lógica sino empírica.
El sistema de enunciados protocolares que llamamos verdadero, y al
cual nos referimos en nuestra vida cotidiana y en la ciencia, sólo
puede caracterizarse por el hecho histórico de que es el sistema que
ha sido efectivamente adoptado por la humanidad y por los científi­
cos de nuestro ámbito cultural. A su vez, los enunciados «verdade­
ros» en general pueden caracterizarse como aquellos que están sufi­
cientemente respaldados por ese sistem a de enunciados protocolares
efectivamente adoptados8.

8 Así pues, la verdad no se reduce sin más matices a las propiedades formales de un
sistema de enunciados: como señalábamos al comienzo, Carnap y Neurath no apoyan
una teoría pura de la verdad como coherencia, sino una teoría parcialmente coherentista.
Los enunciados protocolares adoptados se conciben como obje­
tos físicos hablados o escritos, producidos por los sujetos a los que
acabamos de referirnos; y pudiera darse el caso de que los enuncia­
dos protocolares producidos por diferentes seres humanos no adm i­
tieran la construcción de un único sistema de enunciados científicos,
esto es, de un sistema respaldado suficientem ente por el conjunto to­
tal de los enunciados protocolares de gentes diversas. Pero, afortuna­
damente, esta posibilidad no se da en la realidad: de hecho, la gran
mayoría de los científicos se ponen antes o después de acuerdo y, de
este modo (y éste es un hecho empírico), de sus enunciados protoco­
lares resulta un sistema de enunciados y teorías coherentes que crece
y se extiende sin cesar.
Replicando a una objeción planteada por Z ilsel9, C arn ap10 añade
una observación que quizás nos permita explicar ese afortunado he­
cho empírico.
¿Cómo aprendemos a pronunciar enunciados protocolares «ver­
daderos»? Por condicionamiento, evidentemente. Del mismo modo
que acostumbramos a un niño a que escupa los huesos de las cerezas
con la ayuda de nuestro buen ejemplo o echando mano a su boca,
también lo condicionamos para que realice, en ciertas circunstancias,
proferencias habladas o escritas concretas, como «Tengo hambre» o
«Esto es una pelota roja».
Podemos decir, del mismo modo, que los científicos jóvenes son
condicionados igualmente cuando se les enseña en sus clases univer­
sitarias a proferir, dadas ciertas circunstancias, expresiones como
«La aguja señala ahora el número 5 de la escala», «Este vocablo per­
tenece al alto alemán antiguo» o «Aquel documento histórico data
del siglo xvn».
Este condicionamiento generalizado y bastante uniform e de los
científicos quizás pueda explicar en alguna medida la existencia de
un único sistem a científico.
La evolución que hemos venido considerando del concepto de
verdad está íntimamente vinculada a un cambio de opinión con res­
pecto a la función lógica de los enunciados protocolares. Permíta­
seme term inar con algunas observaciones relativas a esta cuestión.
En un prim er momento, Carnap introdujo el concepto de enun­
ciados protocolares para referirse a la base que perm itiría com probar

9 Zilsel: «Bemerkungen zur Wissenschaftslogik», Erkenntnis 3, 143.


10 Carnap: «Erwiderung auf Zilsel und Duncker», Erkenntnis 3, 177.
la validez de los enunciados empíricos; separándose radicalm ente de
los principios wittgcnsteinianos, mostró que incluso los enunciados
particulares tienen el carácter de hipótesis con relación a los enun­
ciados protocolares: aquéllos no pueden ser verificados por éstos de
forma definitiva; únicamente pueden ser confirm ados en mayor o
menor medida. Además, no hay ninguna regla precisa que estipule
qué grado m ínim o de confirm ación es necesario para adoptar un
cierto enunciado. En último térm ino, la adopción o el rechazo de un
enunciado depende de una decisión.
En la versión más reciente de la teoría de Carnap y Neurath, los
enunciados protocolares son desprovistos de forma aún más radical
de su carácter básico, pues pierden la condición de irrefutables que
se les atribuyó originariamente. Incluso los enunciados protocolares
resultan ser hipótesis con respecto a otros enunciados del sistema
global. De este modo, es una decisión la que nos lleva a adoptar o re­
chazar un enunciado protocolar dado.
Así pues, me parece que ya no es posible señalar ninguna dife­
rencia esencial entre los enunciados protocolares y los demás.
El doctor Neurath propone restringir el uso de la expresión
«enunciados protocolares» a un grupo de enunciados con una cierta
forma; en concreto, aquéllos en los cuales aparece el nombre de
quien realiza la observación acompañado del resultado de ésta. Con
ello persigue subrayar el carácter empírico de la ciencia, cuyos tests
más concienzudos se apoyan principalm ente en enunciados observa-
cionales.
El profesor Carnap, por su parte, insiste en que (1) no todos los
tests se apoyan sobre tales enunciados observacionales; también en
que (2) la validez de los enunciados observacionales del tipo descrito
por el doctor Neurath puede som eterse a prueba mediante su reduc­
ción a otros enunciados, incluso enunciados diferentes en su forma.
Por último (3), señala que la determ inación de las características for­
males de los enunciados protocolares es una cuestión de convención,
no una cuestión de hecho. Para ilustrar esta opinión bosqueja tres
convenciones diferentes, cada una de las cuales podría utilizarse
igualmente a la hora de caracterizar formalmente una clase de enun­
ciados protocolares. Una de estas convenciones ha sido sugerida por
el doctor Popper; consiste en adm itir que enunciados con cualquier
forma puedan figurar como enunciados protocolares. El profesor
Carnap opina que la convención propuesta por Popper es la más
apropiada y más simple de las tres que somete a consideración. Y
ciertamente me parece que esta convención cuadra perfectamente
con las posiciones generales de Carnap y Neurath sobre la verifica­
ción y la verdad.
De este modo, el concepto de enunciados protocolares puede ha­
berse convertido finalm ente en un concepto superfluo. Pero ha sido,
cuando menos, un concepto auxiliar de enorme importancia, y su re-
lativización o su abandono completo no supondría más que el último
paso de un desarrollo teórico de amplias proporciones.
Consideremos para term inar qué consecuencias tiene esta evolu­
ción para el problema de los hechos atómicos, que ocupa un lugar
muy im portante en la teoría de Wittgenstein.
Una vez que expresamos correctam ente aquellos problemas que
han de resolverse en el modo formal de discurso, percibimos que la
doble pregunta acerca de qué son los hechos atómicos y qué los
enunciados atómicos resulta ser una sola pregunta, formulada pri­
mero en el modo material y luego en el modo formal.
En este punto sólo quedaba un problema por resolver, esto es,
averiguar cuál es la estructura de los hechos atóm icos o, en la ver­
sión de Carnap, averiguar cuál es la forma lógica de los enunciados
protocolares. En un prim er momento (p. ej., en Unity o f Science)
este problema se consideró una cuestión de hecho. M ás adelante, sin
embargo, los argumentos de Carnap condujeron a la conclusión de
que la forma de los enunciados protocolares no es algo que se averi­
güe sino algo que se determ ina por convención. Esta lúcida idea eli­
mina de la teoría de la verificación y la verdad de los positivistas lógi­
cos un vestigio de absolutismo que se debe a tendencias metafísicas y
que ningún análisis sintáctico correcto de la ciencia puede justificar.
NICHOLAS RESCHER
VERDAD COMO COHERENCIA IDEAL
(1985)

- E d ic ió n o r ig in a l :

— «Truth as Ideal Coherence», Review o f Metaphysics, 38 (1985),


pp. 795-806. k ü * '■
— Forbiden Knowledge, Reidel, Dordrecht, 1987, cap. 2, pp. 17-27.

E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto - -traducido—


con autorización expresa de la empresa editora original.

T r a d u c c ió n : J. Rodríguez Alcázar.

O t r o s e n s a y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— The Coherence Theory of Truth, Clarendon Press, Oxford, 1973.


— «Scientific Truth and the Arbitrament of Praxis», Nous, 14
(1980), pp. 59-74.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— S. D. Palmer, «Blanshard, Rescher and the coherence Theory of


Truth», Idealistic Síudies, 12 (1982), pp. 211-230.
— L. B. Puntel, «Einfíihrung in Nicholas Reschers pragmatische
Systemphilosophie», en N. Rescher, Die Grenzen der Wissens-
chaft, Reclam, Stuttgart. 1985, pp. 7-47 (la traducción castellana
de esta obra no contiene la «Introducción» referida de Puntel, pre­
sente en la edición alemana).
— H. Coomann, Die Kohárenztheorie der Wahrheit, P. Lang, Franc­
fort del M., 1983.

Quienes defienden un criterio coherentista para la verdad han de


mostrar que ese criterio concuerda debidamente con la naturaleza de
la verdad desde el punto de vista de su definición, pues debería ha­
ber una continuidad entre nuestro criterio evidencial de lo que es
aceptable-com o-verdadero y la «verdad», tal y como ésta se define.
C ualquier criterio satisfactorio debe ser capaz de proporcionarnos
acceso a la cosa misma (supuestas, claro está, unas condiciones sufi­
cientemente favorables). Por fortuna para los defensores del coheren-
tismo, es posible dem ostrar rigurosamente que la verdad equivale a
la coherencia ideal (esto es, que la verdad de una proposición equi­
vale de hecho a la coherencia óptima de ésta con una base de datos
ideal). Dado que están efectivamente en condiciones de responder a
este requisito de continuidad, los coherentistas cumplen con lo exi­
gido por la concepción tradicional de la verdad como concordancia
con los hechos (adaequatio ad rem). Sin embargo, la referencia a la
idealización nos indica que no podemos pretender que la coherencia
nos proporcione, en la práctica, un acceso incondicional a la verdad.
Las investigaciones que, tomando como base la exigencia de cohe­
rencia, llevamos efectivamente a cabo sólo pueden llegar a propor­
cionarnos la m ejor aproximación disponible de la verdad genuina.

La objeción más habitual a la teoría coherentista de la verdad


fáctica es que el vínculo de la coherencia con la verdad es demasiado
laxo como para que la coherencia proporcione un criterio definitivo
de verdad. Hace ya algunos años, Arthur Pap formuló la cuestión del
modo siguiente:

Es bastante sensato pensar que la teoría coherentista, más que un análi­


sis del significado de la palabra ‘verdadero’, proporciona una descripción
de cómo se llega a averiguar si los enunciados son verdaderos o falsos...
Alguien podría estar de acuerdo en que aceptamos como verdadero un
cierto enunciado porque se encuentra en ciertas relaciones lógicas con otros
enunciados; pero de ahí no se seguiría que cuando esc alguien dice que ese
enunciado es verdadero su intención sea atribuirle esas relaciones1.

Así pues, la objeción más habitual a la teoría coherentista de la


verdad sería la siguiente: «Puede proporcionarnos un criterio para
establecer qué es verdadero, pero no, ciertamente, una definición de
la verdad.» El presente escrito tiene como objetivo m ostrar que las
objeciones de este tipo no son acertadas.

Arthur Pap, Elements ofAnalytic PhUosophv, MacMillan, Nueva York, 1949, p. 356.
El asunto que nos ocupa es, por tanto, la polém ica cuestión de si
la coherencia es pertinente tan sólo como mero criterio potencial de
verdad fáctica, o si es inherente, de algún modo, a la definición de la
verdad, por reflejar algún aspecto esencial de su naturaleza2. M os­
traré que si se contempla la coherencia bajo una perspectiva ideali­
zada (esto es, como coherencia óptima con una base de datos p e r­
fecta, y no como coherencia aparente con los datos imperfectos de
que disponemos de hecho), entonces se pone de m anifiesto el vín­
culo esencial entre la verdad y la coherencia '.
Esta vinculación entre el criterio y la definición resulta crucial
incluso para la viabilidad de una teoría coherentista m eram ente crite-
riológica, pues la validación legitimadora de un criterio de verdad
debe ser capaz de m ostrar la conform idad de éste con la naturaleza
de la verdad tal y como queda recogida en una definición. Un crite­
rio de algo no puede considerarse adecuado a menos que estemos en
condiciones de m ostrar que ese criterio nos proporciona acceso a la
cosa misma, dadas unas condiciones lo suficientem ente favorables.
A partir de ahora llamaremos «requisito de continuidad» a esta exi­
gencia de que las proposiciones verdaderas sean coextensivas con
creencias justificadas criteriológicamente en circunstancias ideales.
Una pequeña dosis de simbolismo nos ayudará a form ular este
requisito de forma más precisa:

Por C(E/f) se entenderá lo siguiente: el enunciado ‘E ’ satisface el


criterio de verdad C en el supuesto de que se den las circunstan­
cias f

Por i(E) se entenderá lo siguiente: circunstancias ideales (desde


un punto de vista epistemológico) con respecto al enunciado ‘E’.

2 La dicotomía definición/criterio era el punto de partida de mi libro The Cohe-


rence Theory o f Truth, Oxford University Press, Oxford: 1973. También proporcionó
la base principal para mi critica del coherentismo que Blanshard defiende en The Na­
tura ufThought; esta crítica aparece en mi contribución a Paul A. Schilpp, ed., The
¡’hilosophy o f Brand Blanshard. Open Court, La Salle, Illinois, 1980. Varias publica­
ciones posteriores han mantenido viva la discusión; en particular el artículo de Scott
D. Palmer «Blanshard, Rescher and the Coherence Theory of Truth», tdealistic
Studies, 12 (1982): 21 1-30, así como el de RobertTad Lehe «Coherence-Criterion and
Nature ofTruth», ibíd., 13 (1983): 177-89.
5 En este punto mis opiniones han cambiado, en buena medida como resultado de
las estimulantes conversaciones que mantuve a lo largo del curso académico 1983-84
con el profesor Lorcnz Bruno Puntel, de la Universidad de Munich.
Teniendo presentes estas convenciones, formularem os el requi­
sito de continuidad como sigue:

Para que se pueda considerar a C un criterio adecuado de verdad,


ha de demostrarse que, dado cualquier enunciado E, decir que E
es verdadero equivale a decir que satisface C bajo unas condicio­
nes evidencíales que son ideales con respecto a E:

' £ ’ es verdadero syss C[E/i(E)]

Precisamente, Brand Blanshard requiere un vínculo profundo de


este tipo cuando correctamente sostiene que «una “brecha lógica” tan
profunda como para que un criterio pueda estar presente en ausencia
de aquello a lo que se supone que apunta, o viceversa, hace que ese
criterio no sea tan digno de confianza como debería4».
Así pues, ésta es la tesis que tenemos que demostrar. Si quere­
mos validar una criteriología coherentista debemos ser capaces de
m ostrar que, al menos en condiciones ideales (esto es, si hacemos
abstracción de las im perfecciones presentes en las complicadas si­
tuaciones de la vida real), la coherencia es realmente capaz de pro­
porcionarnos acceso a «la verdad genuina de las cosas.»
Pero antes es necesario introducir una observación preliminar: si
C ha de servirnos como criterio de verdad, entonces la satisfacción
de C en las circunstancias epistémicas más comunes habrá de pro­
porcionar un respaldo suficiente a nuestra atribución de verdad:

Si C(E/r), donde r son las circunstancias reales, entonces ‘E’ es


verdadero.

Nuestro com prom iso con esta conclusión es un corolario de la


previa adopción de C como criterio de verdad. Pero, naturalmente,
tal compromiso refleja tan sólo una línea de actuación práctica im­
plícita en nuestra adhesión a C como criterio de verdad, ya que se li­
mita a expresar nuestra determ inación de tornar ‘£" por verdadero
siempre que, de hecho, se satisfaga C. No se trata, pues, de invocar
ningún principio general abstracto, sino únicamente de adoptar un
cierto modus operandi. Cabe esperar, por supuesto, algún grado de

4 Brand Blanshard, «Reply to Nicholas Rescher», en Schilpp (ed.), The Philosophy


o f Brand Blanshard, pp. 589-600 (cfr. p. 596).
desajuste, pues las circunstancias reales r pueden ser bastante tnenos
que ideales con respecto a E. Esta «línea de actuación práctica» con­
siste, por resumir la cuestión de forma tosca y rápida, en dar por
buenas las condiciones epistémicas habituales (esto es, considerar
que los «datos disponibles» bastan para dar solución al problema de
que se trate). En cambio, el criterio de continuidad — ‘E ’ es verda­
dero syss C.(E/i(E))— recoge una cierta relación que debe satisfa-
cerse/árticam ente (si bien los hechos en cuestión son conceptuales).
Es decir, para considerar a C una condición adecuada de la verdad
debe demostrarse la existencia de la relación m encionada recu­
rriendo a «principios generales».

[I

Convengamos que una proposición fáctica satisface la exigencia


de la «coherencia ideal» si es coherente de forma óptima con una
base de datos perfecta (o completa). Dada la naturaleza de la «cohe­
rencia», una proposición tal cuadrará mejor que su negación con esa
base de datos idealizada (como también, por consiguiente, cuadrará
mejor que cualquier otra proposición que sea incompatible con ella).
A continuación, argumentamos que cuando la coherencia ideal se
concibe de esta manera, entonces es posible demostrar que la verdad
equivale a coherencia ideal. Nuestro propósito es dem ostrar que el
vínculo entre verdad y coherencia ideal se convierte de hecho, en es­
tas condiciones, en un vínculo esencial.
Para probar esta tesis es necesario mostrar que las dos im plica­
ciones siguientes son válidas para todos y cada uno de los enuncia­
dos:

J. verdadero idealmente coherente


II. idealmente coherente => verdadero

La noción de «coherencia ideal» que manejamos aquí debe en­


tenderse como una coherencia óptima (c) con una base de datos p er­
fecta (B). Si hacemos uso de todas estas abreviaturas, los dos'princi­
pios a debate pueden ser formulados como sigue:

(I) ‘E ’ es verdadero - ) ‘F c 8
(II) 'E' c B ‘E ’ es verdadero
Adviértase que cuando e! criterio específico de verdad como co­
herencia reemplaza a nuestro criterio genérico anterior, C, entonces
resulta que, por hipótesis, l£" c B equivale a C(E/i(E)). Así pues, es­
tos dos principios no hacen sino form ular de m odo diferente el re­
quisito de continuidad.
Para que podam os considerar adecuada la teoría coherentista, por
tanto, la validación de estos dos principios tendrá que basarse en la
naturaleza misma de la «coherencia óptima (c) con una base de datos
perfecta (/?)»• Así que con objeto de probar esos dos principios ten­
dremos que exam inar con mayor detenimiento las principales ideas
pertinentes al caso, a saber, los conceptos de «coherencia óptima» y
«base de datos perfecta».
Consideremos brevemente, en prim er lugar, la noción de cohe­
rencia óptima. ¿En qué consiste eso de «ser coherente de form a óp­
tima con una base de datos»? ¿A qué compromete (CE' c 5 » ? La res­
puesta viene dada por las dos condiciones siguientes:

1. ‘E’ representa a un miembro de una cierta familia de alternati­


vas exhaustivas y mutuamente excluyentes: { £ , E}, Et, ..., E J.
2. ‘£” es en este caso más fácilmente co-sistematizable con B
que ninguna de sus alternativas, juntas o por separado. (Ad­
viértase que esto significa específicam ente que lE ' es más
fácilmente co-sistematizable con B que ‘n o -£ ’).

Para satisfacer esta segunda condición necesitamos un conjunto


preciso de principios concretos de sistem atización cognoscitiva que
determine una conexión sistemática de acuerdo con la cual ‘E ’ sea
m ás fácilmente co-sistematizable con B que ninguna otra (combina­
ción) de las alternativas disponibles. Pero no necesitamos en este
momento tratar esta custión con más detalles.
Ocupémonos ahora de la noción de «base de datos perfecta».
Para ser perfecta ha de poseer dos características: ser completa (o
comprehensiva) y ser adecuada (o definitiva). Explicamos estas ca­
racterísticas a continuación:

1. Completud: para que consideremos a D una base de datos per­


fecta, debe ser los suficientemente completa y comprehensiva

5 Para un desarrollo más detallado de estas ideas, cfr. mis libros The Coherence
Theory ofTruth y Cognitive Systemalization, Blackwell, Oxford, 1979.
como para que, dada cualquier tesis ‘E’ perteneciente al do­
minio de la discusión de que se trate, bien la misma tesis E o
su negación, ‘no-E \ sea coherente de manera óptima con D:

Si p erf (D), entonces: para todos y cada uno de los enunciados


del dominio pertinente, es el caso que o bien ‘F c D o bien
‘n o -£ ’ c D.

2. Adecuación: el reconocimiento de D como una base de datos


perfecta equivale a atribuirle la capacidad de delimitar lo
que es real. Así pues, nos estamos comprom etiendo con que:

Si perf (£)), entonces: si ‘£ ’ c D , entonces R(E).

La completud exige capacidad para decidir, la adecuación re­


quiere /a d icid a d . Estas condiciones son inherentes a la noción
misma de «perfección» de una base de datos.
De todo lo anterior no se sigue, por supuesto, que algún día po­
damos hallar una base de datos perfecta en el sentido señalado. Se­
mejante cosa es, sin duda, imposible. La idea misma de una base de
datos semejante constituye una idealización y lo dicho más arriba
debe entenderse en sentido puramente hipotético: “Si existiera al­
guna base de datos perfecta, ésta debería poseer ipso f a d o ciertas ca­
racterísticas.” Estamos manejando, en efecto, ciertos postulados o
requisitos que nos permiten fijar el significado o la definición de
esta noción de «base de datos perfecta»; dicho de otro modo, opera­
mos con ciertas estipulaciones que explicitan ese ideal de una base
de datos perfecta (en el contexto de una «coherencia óptima»).
Com encemos demostrando que una base de datos perfecta es
efectivamente única desde el punto de vista de la coherencia óptima.
Para ello, supongamos que tanto B{ como fí, responden a la caracte­
rización de una «base de datos perfecta». Vamos a dem ostrar que:

Para todo enunciado ‘E ’, si ‘£ ’ c B[t entonces ‘£" c B

A esta conclusión se llega m ediante el siguiente argumento:

(1) Supongamos que: ‘E ’ c Br


(2) Supongamos que no es el caso que: lE' c Br
(3) De (2) se sigue que ‘no-£” c S, (por Completud).
(4) De (3) se sigue que R(no-E) (por Adecuación).
(5) Pero de (1) se sigue R(E) (por Adecuación).
(6) Ya que, por Tercio Excluso, (4) y (5) son contradictorias en­
tre sí, podem os negar el supuesto (2 ), con lo que tenemos
que: ‘F c B , Q.E.D.

Naturalmente, la proposición reciproca se dem uestra igualmente


utilizando el mismo curso de razonamiento. De modo que, por lo
que respecta a la «coherencia óptima», hay efectivamente, com o m á­
ximo, una base de datos perfecta. Sigamos refiriéndonos a ella como
B. Por definición, pues, B es la (única) base de datos perfecta. Como
ya hemos señalado, concebim os una base de datos semejante como
una idealización y no pretendem os que sea efectivamente realizable.
De los dos requisitos estipulados, completud y adecuación, se si­
gue de forma inmediata que B debe satisfacer las condiciones expre­
sadas en los principios siguientes:

(P l) Por el requisito de Adecuación, si 'E' es en verdad óptim a­


mente coherente con B, entonces debe darse realmente el
siguiente estado de cosas:

ÍE' c B -» R(E)

(P2) Por el requisito de Completud, si lE ’ no 6 es óptimamente


coherente con la base de datos perfecta (B), entonces se si­
gue que ‘n o -£ ’ será óptimamente coherente con la base de
datos perfecta B. Dicho con ayuda de nuestros símbolos:

- CE' c B) -> ‘no-E ’ c B

Los principios (P l) y (P2) nos proporcionan la base a partir de la


cual dem ostrar nuestras dos tesis principales, (I) y (II). Estos dos
principios son todo lo que tenemos; deben, pues, bastarnos (supo­
niendo que consigamos com pletar nuestra tarea).

6 Aquí parece haber una errata en el texto original. Literalmente dice: «[...] if ‘S ’
coheres optimaily with the perfected data base (B), then ¡1 follows Ihat ‘not-S’ will be
optimally coherent with the perfected data base B.» Pero esta última afirmación evi­
dentemente no se sigue del principio de Completud y no se corresponde, además, con
la formulación simbólica que aparece inmediatamente a continuación. De ahí que
haya añadido la palabra «no» para restablecer lo que parece ser el sentido de la frase.
(N. deIT.)
Antes, sin embargo, merece la pena añadir un breve comentario
acerca de la idea de «realidad» que aparece reflejada en nuestra expre­
sión «/?(£')». Lo que aquí aparece es una afirmación de facticidad, de
«adecuación a los hechos» (adaequatio ad rem): afirmar «R(E)» equi­
vale a sostener que el estado de cosas E forma parte del mundo real,
que la realidad existente se caracteriza, en parte, por ese estado de co­
sas. [Por tanto, afirm ar «/?(£)» equivale de hecho a sostener que E es
un «beslehender Sachverhalt», un estado de cosas real, en la termino­
logía del Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein], Lo
que se sostiene con «R(E)» es una tesis ontológica: se afirma que las
cosas son así de hecho, lo sepa alguien o no, lo crea alguien o no. Y
este rasgo de R, su carácter definitivo desde un punto de vista ontoló-
gico, significa que la «ley del tercio excluso» debe expresarse mediante
el siguiente principio de tertium non datur.

(LTE) -R {E ) syss R{m -E)

La realidad tiene que «decidirse» ante la dicotom ía R(E) / 7?(no-


E). Esta condición es axiom áticam ente inherente al significado
mismo de «realidad».
Sobre esta base, pasemos ahora a demostrar los principios (I) y
(II). La demostración requerida resulta ahora muy fácil.
Dado que la verdad está sujeta (por definición, se podría decir) al
viejo principio de concordancia con los hechos (adaequatio ad rem),

(A) l£” es verdadero R(E)

tenemos entonces que del principio (P l) se deduce de form a inme­


diata que:

c5 ‘E ’ es verdadero

Queda así probada la tesis (II), con lo que ya hemos com pletado
la mitad de nuestra misión.
Con objeto de obtener la tesis (I), recurram os ahora al principio
(P l), para el caso especial del estado de cosas no-£:

(1) ~‘R (no-E) —» -■(‘no-E’ c B)

Por la Ley de Tercio Excluso:

(LTE) R(E) <H> ~'R(no-E)


tenemos que de ( 1) se sigue:

(2) R(E) -» - ( ‘n o - F c B)

Ahora, teniendo en cuenta (P2), de esto se sigue que

R ( E ) - ^ ‘E 'c B

Y, dado (A), llegamos a que

lE' es verdadero -» *£’ c B

Queda así demostrada la tesis (I), con lo cual hemos completado


nuestra misión.
De la equivalencia resultante entre la verdad como adecuación y la
coherencia ideal se sigue que una concepción adecuacionista de la na­
turaleza de la verdad no ofrece obstáculos insuperables para el cohe-
rentismo. El vínculo entre verdad y coherencia (idealizada) se funda­
menta en los principios generales relevantes para la cuestión, de
manera que el criterio coherentista satisface el crucial requisito de
continuidad, que constituye una exigencia a cum plir por cualquier
criterio de verdad viable. De este modo, pues, se satisface el requi­
sito de continuidad. Así que podemos escribir un nihil obstat sobre la
propuesta de construir la verdad en términos de coherencia ideali­
zada, al menos por lo que toca a su adm isibilidad teórica.

III

Queda por mostrar, sin embargo, que el defensor del coherentismo


es capaz de cumplir con el «viejo principio de concordancia con los he­
chos o adaequatio ad rem» (es decir, la tesis (A) de más arriba). Des­
pués de todo, aquél no se propone definir la verdad en estos términos,
lo que significa que la satisfacción del principio mencionado no es para
él una mera obviedad (como lo es para el adecuacionista). Así pues, he­
mos de mostrar que es posible derivar esta misma tesis a partir de prin­
cipios coherentistas, teniendo presente que esos principios no se redu­
cen a (P l) y (P2), sino que incluyen también el axioma (o definición)
que se obtiene cuando combinamos las tesis (I) y (II):

(C) ‘E ’ es verdadero cB
Si tenemos presente este axioma, habremos de concluir que de
(P l) se sigue que

‘E ’ es verdadero —> R(E)

Para obtener la otra dirección del bicondicional, considérese el prin­


cipio (P l) en el caso especial del estado de cosas no-£:

^ (n o -E ) —» _,(‘no-£'’ c B)

De aquí deducimos, por la Ley del Tercio Excluso (LTE), que

/? (£ )-> - ( ‘n o -F c B)

Por (P2), esto implica lo siguiente:

R(E) ( “£” c B)

Lo cual, por (C), implica que

R(E) —> lE' es verdadero

Combinadas esta proposición y su recíproca, ya dem ostrada más


arriba, obtenemos (A).Q.E.D.
Se sigue de lo anterior que una concepción coherentista de la
naturaleza de la verdad tiene entre sus consecuencias im plícitas (en
el caso idealizado) la identificación de «la verdad (genuina)» con
la adecuación a los hechos (es decir, con cóm o son realm ente las
cosas en el m undo). El coherentista, por tanto, no tiene por qué re­
nunciar a la adecuación. Si bien el coherentista define la verdad en
térm inos de coherencia ideal, continúa aceptando el principio de
adecuación (A), en tanto que recoge un rasgo esencial de la verdad.
El coherentista está, por tanto, en tan buenas condiciones como
cualquier otro para reconocer que el principio (A) caracteriza la
esencia de la verdad.
Recordemos que el principio (A) resume aquella concepción de
la naturaleza de la verdad que entiende ésta como correspondencia
con o adecuación a los hechos:

(A) ‘£ ’ es verdadero <h> R(E)


Por otra parte, el principio (C) formula la concepción coherenlista,
que entiende la naturaleza de la verdad como coherencia ideal:

(C) 'E' es verdadero <-> l£” c B

Tengamos ahora presente que en el apartado II hemos demostrado


que:

De {(LTE), (P l), (P2), (A)} se sigue (C)

Por otra parte, la argumentación al inicio del apartado III ha demos­


trado que:

De {(LTE), (P l), (P2), (C)} se sigue (A)

Uniendo estas dos conclusiones, llegamos a la siguiente:

De {(LTE), (P l), (P 2)} se sigue [(A) <-> (C)]

Dada la interpretación de la noción de «coherencia ideal» que se


pone de m anifiesto en los principios Pl y P2 (o, de forma equiva­
lente, en los requisitos de Completud y Adecuación), resulta que el
adecuacionismo y el coherentism o son efectivamente armonizados.
Los criterios coherentistas para la verdad están al alcance del ade-
cuacionista, del mismo modo que la concepción adecuacionista de la
naturaleza de la verdad está al alcance del coherentista. Partiendo de
ciertos presupuestos plausibles, las dos posiciones pueden arm oni­
zarse y considerarse, sin más, equivalentes.
Queda, pues, resuelto el problem a principal que se planteaba en
el apartado I. Las consideraciones presentes sugieren que el criterio
coherentista que entiende la verdad como sistem atización óptima
vale como criterio veritativo, en tanto que satisface el requisito de
continuidad. La verdad genuina puede caracterizarse esencialmente
en términos de coherencia idealizada', la verdad supuesta puede
identificarse criteriológicam entc en términos de coherencia mani­
fiesta. De este modo, la continuidad queda asegurada.
Y es im portante que sea así. La insistencia de B rand B lans­
hard en el requisito de continuidad es com pletam ente pertinente.
En efecto, lo que él viene a reclam ar es lo siguiente: “ Si ustedes
están proponiendo seriam ente que adoptem os la coherencia con
«los datos» com o criterio de verdad, entonces deberán ser capa-
ccs de m ostrar que esa propuesta está respaldada por algún tipo
de vínculo esencial entre la verdad y la coherencia.” En sus pro­
pias palabras:

Si aceptamos como prueba la coherencia, entonces debemos aplicarla


en lodos los casos. Por tanto, debemos utilizarla también para comprobar
la propuesta de que la verdad sea algo distinto a la coherencia. Pero si ha­
cemos tal cosa, descubriremos que debemos rechazar tal propuesta porque
nos lleva a caer en la incoherencia1.

Este punto tiene toda la razón. Una definición o interpretación de la


verdad que no cum pliera el requisito mencionado pondría de m ani­
fiesto, por eso mismo, su propia invalidez.
Al m ostrar que el criterio coherentista de verdad es capaz de
cum plir el requisito de continuidad, las consideraciones presentes
permiten dejar de lado una de las principales reservas con respecto a
la aceptabilidad del cohcrentismo.

IV

Nos queda por tratar un problema importante. Dado que «la ver­
dad genuina» sólo está garantizada por la coherencia ideal (esto es,
por la coherencia óptima con una base de datos perfecta que no po­
seemos, y no con aquella otra algo menos que óptima a la que efecti­
vamente podemos acceder), no tenem os seguridad incondicional
acerca de la corrección efectiva de nuestras investigaciones, guiadas
por el objetivo de la coherencia; tampoco tenemos una garantía sin
reservas de que esas investigaciones nos proporcionen «la verdad ge­
nuina» que perseguimos cuando nos ocupamos de investigaciones
empíricas. Más bien al contrario: la historia de la ciencia muestra
que es necesario ajustar, corregir y reem plazar constantemente nues­
tros «descubrimientos», respaldados por el coherentism o científico,
acerca del comportamiento de las cosas en el mundo. No podemos
decir que nuestras indagaciones inductivas, cim entadas en la cohe­
rencia, nos proporcionen la verdad genuina (definitiva); tan sólo que
nos proveen de la mejor aproximación a la verdad que somos capa­
ces de lograr dadas las circunstancias.

’ Brand Blanshard, The Nature ofThoughl, 2 vols, Alien & Unwin, Londres, 1939,
vol. 2, pp. 267-68.
El conocim iento definitivo (en oposición al conocimiento «m era­
mente hipotético») es el resultado de una investigación perfecta.
Únicamente ahí, en el nivel idealizado de la ciencia perfecta, podría­
mos confiar en asegurarnos aquella verdad genúina sobre el mundo
que, como dice la expresión tradicional, «se correspondiera con la
realidad». El conocimiento fáctico, al nivel de generalidad y preci­
sión propios de la teorización científica, recuerda la búsqueda de un
círculo perfecto. Por mucho que lo intentamos, no acabamos de con­
seguirlo. Lo hacemos lo mejor que podemos, y al resultado lo llama­
mos conocimiento, igual que llamamos círculo al «círculo» que he­
mos dibujado cuidadosamente en la pizarra. Pero en el fondo, por así
decirlo, nos damos cuenta de que lo que en la actualidad llamamos
conocimiento científico tiene más o menos lo mismo de conoci­
miento genuino (perfecto) que eso que dibujamos sobre la pizarra y
llamamos «círculo» tiene de círculo auténtico (perfecto). Nuestro
«conocimiento» en tales casos no es más que nuestra mejor aproxi­
mación a la verdad de las cosas. Ya que no podemos ocupar el punto
de vista del ojo de Dios, sólo tenemos acceso a los hechos del
mundo a través de una investigación (potencialmente errada) de la
realidad. Todo lo que podemos hacer (y debe bastarnos, pues cierta­
mente es todo lo que podemos hacer) es realizar lo m ejor posible
nuestro trabajo, el arte cognoscitivo de intentar discernir cuál es la
respuesta «correcta» a nuestras preguntas científicas.
En la vida real, siempre por debajo de lo ideal, la verdad su­
puesta queda ciertam ente separada de la verdad indubitable por una
brecha evidencial. Pero, dada una critcriología adecuada de la ver­
dad, esta brecha se cierra en circunstancias ideales. El requisito de
continuidad refleja el hecho de que la investigación persigue la ver­
dad, el que la empresa científica tiene como objetivo y aspiración fi­
nal alcanzar la verdad genuina.
El hecho de que lo que consigamos en nuestra práctica del cohe-
rentismo científico no sea esa verdad genuina, sino únicamente
nuestra mejor aproximación a ella, refleja la circunstancia de que de­
bemos afanarnos en la búsqueda del conocimiento rodeados de las
ásperas realidades y com plejidades de un mundo imperfecto. Hemos
de ser conscientes siempre de la brecha entre lo real y lo ideal; tam ­
bién cuando debatimos la verdad de nuestras tesis científicas.
LORENZ B. PUNTEL
PROBLEMAS Y TAREAS DE UNA TEORÍA
EXPLICATIVO-DEFINICIONAL DE LA VERDAD
(1987)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Probleme und Aufgaben einer explikativ-definitionalen Theorie


der Wahrheit» en Der Wahrheitsbegriff, Wiss. Buchgesellschaft,
Darmstadt, 1987, pp. 1-33.

E d i c i ó n c a s t e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido—


con autorización expresa de la empresa editora original.

T r a d u c c ió n : J. A. Nicolás.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

—• «Einleitung», en Wahrheitstheorien in der neueren Philosophie,


Wiss. Buchgesellschaft, Darmstadt, 1978, pp. 1-25.
— Grurtdlagen einer Theorie der Wahrheit, W. de Gruyter, Berlín.
1990.
— «Theorie der Wahrheit. Thesen zur Klarung der Grundlagen», Et-
hikundSozialwissenschaften, 2/3 (1992), pp. 123-135.
— «Wahrheit», Krings, Baumgartner, Wild (Hrsg.) Handbuch philo-
sophischer Grundbegriffe, Munich, 1974, cois. 1649-1668 [ed.
east., «Verdad», Krings-Baumgartner-Wild (eds.), Conceptos fun­
damentales de Filosofía, Barcelona, Herder, 1979, vol. III,
pp. 616-637],
— «Sprachphilosophie und Wahrheitstheorie(n)», en Frey-Zelger
(eds.), Der Mensch und die Wissenschaften vom Menschen, Ins-
bruck, 1983, pp. 1023-1031.
— «Wahrheitstheorie, Wahrhcitspradikat und Wahrheitsontologie»,
Philosophische Rundschau, 31 (1984), pp. 95-108.
—- (ed.), Der Wahrheitsbegriff, Darmstadt, Wiss. Buchgesellschaft,
1987.
— «Kami die Wissenschafl auf den Wahrheitsbegriff verzichten?»,
en W. Kluxen (ed.), Tradition und Innova/ion, Meiner, Hamburgo,
1987, pp. 135-144.
— «Partidle Metakritík: Konsensustheorie, Wahrheitsbegriff und
Wahrheitskriterium», Etik u. Sozialwissenschaften, 1/3 (1990),
388-97.
— «That Unfortunate Word ‘Criterion’», Ethik u. Sozialwissenschaf­
ten, 1/3 (1990), pp. 398-399.
— «Prázisierungen und Aufgaben einer Klarung der Grundlagen
ciner Theorie der Wahrheit», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2
(1992), pp. 170-179.
— «Kompositionalitatsprinzíp, Doppelstatus der ‘Proposition’ und
‘aktuale’ Welt», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2 (1992),
pp. 195-196.
— «Zwei Schritte in der Philosophie: Kiárung der Grundlagen und
Ausflihrung der Theorie», Ethik u. Sozialwissenschaften, 3/2
(1992), pp. 196-198.

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— W. Becker, «Probleme einer Theorie der Wahrheit», Ethik u. So-


zialwissens chaften, 3/2 (1992), pp. 179-185.
— Th. Seebohm, «Variable, Objekte, Mengen von Universen und
maximale Konsistenz in formalisierten Sprachen», Ethik u. So-
zialwissenschaften, 3/2 (1992), pp. 186-195.
— H. D. Heckmann, Was ist Wahrheit?, Winter Univ. Verlag, Heidel-
berg, 1981 (esp. cap. V: «Kohárenztheoríen der Wahrheit»,
pp. 130-144.

O b s e r v a c io n e s : © 1987, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darms-


tad (Alemania).

1. ASPECTOS FUNDAMENTALES DE LA DISCUSIÓN ACTUAL


SOBRE LA EXPLICACIÓN
DEL CONCEPTO DE VERDAD

1.1. «T E O R ÍA DE LA VERDA D » (=TV)

La expresión «Teoría» se emplea en el contexto de la tem ática de


la verdad generalm ente en un sentido muy amplio e inespecífico.
Aquí no significa más que «concepción», «comprensión», entre
otros. Solamente en una parte relativamente pequeña del tema de la
verdad (especialmente la paradoja de la verdad) se han desarrollado
hasta ahora «Teorías» en sentido estricto. Si se considera toda la di-
versidad de la literatura sobre teoría de la verdad, se descubre rápida­
mente que bajo el altisonante rótulo «Teoría de la verdad» se tratan
muchas y muy heterogéneas cuestiones, las cuales no se integran fá­
cilmente en un concepto sistemático. El intento de ver uniformidad
en esta jungla de temas y modos de acceso, situaciones problemáti­
cas y perspectivas de solución, y de introducir claridad mediante una
coordinación y clasificación sistemática, conduce al siguiente resul­
tado: la expresión «Teoría de la verdad» indica una teoría que consta
(al menos) de cinco partes (o teorías parciales):
(1) La primera parte se ocupa de la explicación del concepto de
verdad. La correspondiente teoría parcial podría llamarse Teoría ex-
plicativo-definicional de la verdad. (El empleo de las expresiones
‘explicativo’ y ‘definicional’ motiva y explica el próximo apartado
[ 1.2].)
(2) El objeto de la segunda parte de la teoría de la verdad es la
problemática de los criterios de verdad. La correspondiente teoría de
la verdad debería llamarse en consecuencia Teoría criteriológica de
la verdad.
(3) La tipología o modos de decirse la verdad constituye la ter­
cera parte de la teoría de la verdad, y la teoría correspondiente se de­
signaría como Teoría tipológica de la verdad. Aquí hay que distinguir
dos tipos de clasificaciones: uno formal y otro material. Pertenecen al
tipo de clasificación formal distinciones como: verdad necesaria y
contingente, verdad de razón y verdad de hecho, verdad a priori y
verdad a posteriori, etc. Entre los tipos materiales hay que incluir
«verdades» que son caracterizadas mediante la organización tem á­
tica del contexto, en el cual se formulan las expresiones calificadas
como «verdaderas». Ejemplos de esto serían: verdad científico-natu­
ral, verdad de las ciencias del espíritu, verdad lógica, m atemática
(formal), verdad filosófica.
(4) Las paradojas de la verdad constituyen la cuarta parte de la
teoría de la verdad. Como muestra la intensa discusión desarrollada
desde hace tiempo y especialmente en la actualidad, no se trata de un
tema periférico, sino que afecta esencialmente a todos los aspectos
de la tem ática de la verdad. La parte de la teoría correspondiente po­
dría llevar el rótulo de Teoría «paradojológica» de la verdad.
(5) Por último, la quinta parte de la teoría de la verdad se ocupa
del lugar del concepto de verdad, del criterio de verdad, de la tipolo­
gía de la verdad y de las paradojas de la verdad en el marco del con­
junto de la ciencia y la filosofía. La parte de la teoría correspon­
diente podría llamarse la Teoría teorético-científica de la verdad.
Aquí cuentan cuestiones como: ¿es la verdad el objetivo de la ciencia
(y de la filosofía)1? entre otras.
Sin duda se podrían suscitar en relación con la «verdad» nuevas
preguntas, que no están incluidas en ninguna de las cinco partes cita­
das, como p.e.: preguntas acerca de la historia de la «verdad» (no in­
tercam biable con una concepción de la verdad como historia, lo que
siem pre es posible), cuestiones acerca de la relevancia ética, socio-
política, psicológica, etc., de la «verdad», etc. Aunque tales pregun­
tas podrían ser también tan importantes en su propio ámbito que no
deberían ser contadas como contenido propio de la teoría de la ver­
dad, representan aspectos más o menos externos y muy relativos de
la tem ática de la verdad.

1.2. TEORÍA DE LA VERDAD EXPLICATIVO-DEFINICIONAL

1.2.1. C u e s t io n e s m e t ó d ic a s p r e v ia s

1.2.1.1. La pregunta central de la teoría de la verdad

La teoría explicativo-definicional de la verdad podría ser consi­


derada com o la parte central, en sentido propio, de la teoría de la
verdad. Pues sin la especificación de lo que se entiende por «ver­
dad», no se pueden tratar las otras partes de la teoría de la verdad
con pleno sentido. ¿Qué significa exactamente una teoría explica-
tivo-definicional de la verdad?
Antes de formular una propuesta positiva para responder a esta
pregunta, hay que indicar que no existe acuerdo alguno sobre el ob­
jeto y el m étodo de tal parte de la teoría de la verdad — una circuns­
tancia que justifican ante todo los diferentes (la mayoría de las vcces
com pletam ente inexplicados) térm inos que se emplean en este con­
texto para la caracterización de las tareas propuestas— . Expresiones
como: «análisis», «caracterización», «aclaración», «determinación»,
«esclarecim iento», «demostración», «explicación», «definición»,
etc., muestran diversos modos de proceder, mientras que expresiones
como «el concepto», «el significado», «la extensión», «la inten­

1 Véase del autor, «¿Puede renunciar la ciencia al concepto de verdad? Observa­


ciones sobre una controversia», en Tradition und Innovaiion, Actas del XIII Congreso
Alemán de Filosofía (Bonn, 24-29 de septiembre de 1984 [aparecido en 1987]).
sión», «el sentido», «la esencia», «la naturaleza», etc., de la verdad,
articulan distintas «determ inaciones» del «objeto» de la teoría expli-
cativo-definicional de la verdad. Teniendo en cuenta que con estas
indeterminaciones se hace patente la urgente necesidad de com enzar
por aclaraciones term inológicas, en las que hay que observar que las
fijaciones de térm inos contienen siempre — al menos indirecta­
mente— una cierta decisión (previa) respecto a la cosa a clarificar.

1 .2 .1 .2. El concepto de «reconstrucción racional-sistemática»

(1) ¿Qué debe conseguir una teoría explicativo-definicional de


la verdad? En la discusión actual sobre la teoría de la verdad no hay
una respuesta única a esta pregunta. De todos modos se puede
constatar que los conceptos «aclaración», «explicación» y «defini­
ción» son considerados de modo creciente como centrales, cuando se
trata de detallar (los) tipos de procedimiento en el ámbito de la teoría
de la verdad. De hecho, no debería ser difícil m ostrar que los otros
conceptos se pueden «reducir» a estos tres. Sin duda es más difícil
determ inar el «objeto» del procedimiento denotado por estos con­
ceptos. Como objeto de la teoría explicativo-definicional de la ver­
dad — a eso tienden la mayoría de los autores ocupados con esta
temática— puede considerarse el significado de la expresión «ver­
dad». Una caracterización sem ejante es muy vaga. La amplia inde­
term inación de la expresión «significado» juega un importante papel
estratégico en la discusión sobre la teoría de la verdad en cuanto que
queda a cargo de cada autor precisar el significado de «significado».
Si se toma esta expresión en su sentido más amplio, entonces una de
las posibilidades de determ inarlo más de cerca consiste en enten­
derlo como «función». Precisar el significado de la expresión «ver­
dad» consiste por consiguiente en precisar su «función». Una parte
considerable de los esfuerzos actuales en la teoría de la verdad re­
caen sobre esta equiparación, con vistas a concebir la investigación
de su objeto.

(2) Pero ¿cómo hay que entender más exactam ente los concep­
tos de «aclaración» ( 'Erklarung’), «explicación» ( ‘Explikation’) y
«definición»? A continuación se esboza una propuesta para ello.
Parece que las expresiones «aclaración», «explicación» y «defi­
nición» presuponen algo previo (un «significado» previo). (Por lo
que respecta a la expresión «definición», esto vale solamente para
uno de los dos tipos de la misma, a saber, la llamada «definición ve­
rificativa». Del otro tipo de definición, la llamada «definición dcsig-
nativa o estipulativa» debe prescindirse aquí.) Esto es propio no de
un carácter constructivo, sino más bien de uno reconstructivo. Con
esto hay que atender indudablemente a tres aspectos.

(A) Sería ilusorio aceptar que las expresiones «lingüístico-natu-


rales» tienen un único y absoluto significado previo. Esto presupon­
dría que el lenguaje natural — y también en cierto modo el lenguaje
culto, el lenguaje histórico, filosófico e incluso (restringidámente) el
científico— es utilizado de manera absolutamente unívoca. Si se to­
man p.c. expresiones como «pez», «función», «modelo», etc., salla a
la vista enseguida que al respecto deben contarse en el mencionado
lenguaje expresiones existentes con la posibilidad en principio de
que cada expresión particular tenga no sólo un campo semántico
muy amplio, sino incluso inconsistente. En el lenguaje precientífico
las ballenas son peces, pero en el lenguaje científico no. Carnap, que
se ha dedicado insistentemente de este problema, señala: «Dicho en
general, no es indispensable que un explicatum tan cercano como sea
posible, tenga el mismo significado que el explicandum. No obs­
tante, debe corresponder de tal modo al explicandum que pueda ser
utilizado en lugar del últim o2. Carnap nombraba a continuación cua­
tro condiciones que ha de satisfacer una expresión que pueda valer
como explicans adecuado (la expresión expHcans sería más ade­
cuada que la expresión explicatum): (a) semejanza con el explican­
dum; (b) precisión; (c) utilidad científica; (d) sim plicidad3.
A partir de esta constatación o pretensión se hace patente que la
«aclaración» de una expresión científica y filosóficam ente intere­
sante tiene sin duda un carácter reconstructivo, pero no en sentido
ilimitado. Tal aclaración debe tener también una cara constructiva, y
con ello otra normativa en un sentido determinado. Desde este punto
de vista, que es una consecuencia del «desnivel» que hay entre len­
guaje natural y el lenguaje más estrictamente «aclarado», se muestra
justam ente, que se podría hablar de una reconstrucción racional-sis­
temática.
Joseph F. H anna ha emprendido un intento significativo de «ex-

2 R. Carnap, Bedeuiung und Nolwendigkeit (inglés, 1947); alemán, Berlín/Viena.


1972, pp. 11.
•' R. Carnap, The logicalfoundation.i ofprobability, Chicago, 1962, p. 7.
plicitar» el concepto de «explicación» 4. El distingue cuatro posicio­
nes respecto a la relación de correspondencia entre explicandum y
explicans'".

a) En la fijación del explicandum se observan absolutamente


las convenciones lingüísticas normales y los modos de aplicación,
por lo cual el explicans debe corresponder en cada caso y respecto a
cada particularidad.
b) En la descripción del explicandum se observan sin duda las
convenciones lingüísticas norm ales y los modos de aplicación, pero
el explicans no debe ser determ inado en cada caso y con respecto a
cada particularidad en conform idad con él (ejem plo conocido de
Carnap: la explicación de la expresión «pez» por los zoólogos).
c) En la caracterización del explicandum se puede (en determ i­
nados casos: se debe) apartar de las convenciones lingüísticas nor­
males y los modos de aplicación, por lo que es o elaborada o elegida
una «intensión definitiva» del explicandum, que lia satisfecho com­
pletamente al explicans.
d) Ni se debe mantener en la caracterización del explicandum
las convenciones lingüísticas norm ales y los modos de aplicación, ni
en la determ inación del explicans la caracterización efectuada del
explicandum.

El intento de precisión de Hanna hay que considerarlo como el


más significativo hasta ahora; sin embargo, no perm ite ser conside­
rado como adecuado para siempre, porque no tiene en cuenta el se­
gundo aspecto, que se expone a continuación, o al menos no lo
atiende suficientemente.

(B) Sin duda se podría sostener el punto de vista de que sola­


mente deben ser distinguidos y reconocidos dos niveles de lenguaje:
el ‘lenguaje ordinario’ y el ‘estrictamente científico’. Por consi­
guiente habría que atribuir en principio a las expresiones del primer
nivel tanto inconsistencias como indeterminaciones en un nuevo
campo comprehensivo de significación. El segundo sólo contendría
expresiones absolutam ente unívocas. Una posición semejante, que
identifica sin más cada «aclaración» o «explicación» con «defini­

4 «An F.xplication of ‘explicación’», Philosophy o f Science, 35 (1968), pp. 28-44.


5 ibíd., pp. 29 ss.
ción» en sentido estricto, es sin duda posible en muchos casos, pre­
sentados sobre todo en el ámbito de las ciencias formales, y en gene­
ral hay que intentar conseguirlo como previsión ideal. Sin embargo,
sería contraproducente querer reconocer y aplicar tal concepción
como única tesis metódica plena de sentido en la praxis científica.
No siempre es posible obtener una aclaración absolutam ente unívoca
en el sentido de una definición estricta de las expresiones utilizadas
en el discurso científico y filosófico sacadas del lenguaje ordinario.
En muchos, o quizás incluso en la mayoría de los casos, tal defini­
ción es antes que nada el resultado de un lento procedimiento. En
Kant se encuentra la penetrante observación siguiente: «Si no se pu­
diera utilizar en absoluto un concepto antes de haberlo definido, mal
se presentarían las cosas para todo filosofar. Ahora bien, desde el
momento en que pueden utilizarse bien y con seguridad los elem en­
tos (de la descomposición) hasta donde alcancen, también pueden
emplearse con gran provecho las definiciones defectuosas, es decir,
las proposiciones que no constituyen aún definiciones propiamente
dichas, pero que son, por otro lado, verdaderas y, por consiguiente,
aproximaciones a una definición. En las matemáticas, la definición
pertenece cid esse; en la filosofía, a d melius esse. Lograr una defini­
ción es algo hermoso, pero suele ser difícil» 6.
Entre el uso ‘lingüístico-ordinario’ y el 'estrictam ente definicio-
nal’ o significado de una expresión hay toda una escala de formas in­
termedias. ¿Podrían considerarse todas? Esto apenas sería posible.
También se m uestra aquí como ineludible encontrar una cierta regu­
lación. La propuesta señalada va a introducir, solamente, un nivel in­
termedio entre la aplicación o significado lingüístico ordinario y el
definicional estrictamente determinado, a saber, el nivel de la expli­
cación. Junto a este aspecto objetivo, la propuesta tiene también otro
terminológico. La expresión reconstrucción racional-sistemática es
introducida com o denominación de procedimiento en dos niveles de
la aclaración del significado de las expresiones (dadas en el lenguaje
ordinario). El térm ino «aclaración» [Erklarung] es aplicado com ple­
tamente en general para todo el procedimiento, y con ello para los
dos niveles. El prim er nivel de la aclaración es llamado «explica­
ción» y el segundo «definición». La propuesta debe ser expuesta y
precisada con m ás detalle.

6 Kant, Critica ele la razón pura, B759 nota (citado según la edición castellana de
P. Ribas, pp. 585-6).
(C) El tercer aspecto concierne a la estructura exacta de las «re­
laciones» entre los niveles de lenguaje indicados: el «lingüístico or­
dinario», el «explicativo» y el «definicional». Una aclaración de esta
pregunta encuentra cuestiones muy difíciles, especialmente el pro­
blema de la sinonimia, de la analiticidad, la llamada «paradoja del
análisis», etc. Existen propuestas de solución para estos problemas,
que no pueden ser discutidas aquí en detalle. Señálese en este punto
solamente esto: cada uno de los tres niveles está estructurado m e­
diante un determ inado sistema de conceptos, que lo distingue de los
otros. Para determ inar las diferencias y relaciones entre los diversos
sistemas de conceptos, no sería recomendable retom ar conceptos tra­
dicionales como «analiticidad», «sinonimia», entre o tro s7, al menos
en tanto estos términos no hayan sido aclarados de antemano con
exactitud.

(3) En lo que sigue debe exponerse informalmente el concepto (o


el procedim iento) de la reconstrucción racional-sistemática. Para fa­
cilitar la comprensión de los pensamientos fundamentales, se toma
en lo sucesivo «significado» [en sentido] puramente extensional.
(Con esto no se precisa y concibe el citado concepto, según mi opi­
nión, de modo adecuado. Pero la determinación puramente extensio­
nal es un comienzo o una base".) Por motivos de simplicidad es ne­
cesario tratar el status semántico de las expresiones predicativas.
Para la caracterización (extensional) del concepto de reconstruc­
ción racional-sistemática hay que distinguir entre cuatro formas o es­
tructuras del estatus semántico de las expresiones predicativas:
El status semántico general de una expresión predicativa se
puede determ inar mediante la indicación de un ámbito (el «universe
o f discourse») y tres «maneras» de aplicación de la expresión: la po­
sitiva (^determ inación positiva de la expresión), la negativa ^ d e te r ­
minación negativa de la expresión), la indeterminada (vaga) ( i n d e ­
terminación o vaguedad de la expresión), con lo cual en ningún caso
pueden faltar los modos positivo y negativo de determ inación, pero
eventualmente [puede hacerlo] el indeterminado. Se entiende por
«determinación» (o «indeterminación»), como ya se ha observado,

1 Véase sobre esto la memorable crítica de Quine a este concepto en su ensayo:


«Dos dogmas del empirismo», en W. O. Quine, Desde un punto de vista lógico, Orbis,
Barcelona, 1984, pp. 49-81.
* Véase sobre esto, entre otros, P. Weingartner, Wissenschafistheorie II, 1, Gntn-
dalgen probleme der Logik und Mathematik, Stuttgart, 1976, pp. 117-170.
el significado en el sentido de la extensión de la expresión. En un
lenguaje teorético cuantitativo se interpretarían el ámbito como m ag­
nitud fundamental y los tres tipos de aplicación como tres m agnitu­
des parciales de la magnitud fundamental, por lo cual la magnitud
parcial de los modos de aplicación positivos y la de los negativos no
están vacías.
El status semántico presistem ático (preteórico) de una expresión
predicativa expone una especificación del status semántico general
en el siguiente sentido: en principio no están excluidos los modos de
aplicación indeterminados y las com binaciones parciales de modos
de aplicación determ inados positiva y negativamente así como de
modos de aplicación determ inados e indeterminados positiva o nega­
tivamente. En un lenguaje teórico cuantitativo este status se caracte­
rizaría así: no son vacías (según la posibilidad) las magnitudes par­
ciales de los modos de aplicación indeterminados y todos los cortes
de las tres m agnitudes parciales de los (en principio posibles) modos
de aplicación. Dicho brevemente: una expresión predicativa con sta­
tus semántico presistemático es una expresión cuya aplicación com ­
pleta no excluye la determ inación positiva, la determ inación nega­
tiva, la indeterminación pura y «mixta», así como la inconsistencia.
Una expresión con status sistemático programático es una expre­
sión tal que excluye los modos de aplicación puramente indetermina­
dos y los inconsistentes. Pero no quedan excluidos los modos de
aplicación que representan una «síntesis» de modos de aplicación
determ inados e indeterminados (positivos o negativos).
Por último, una expresión con status sistemático completamente
determinado se caracteriza porque tiene solamente un modo de apli­
cación disyuntivo entre determinación positiva y determinación ne­
gativa.

(4) Sobre la base de la caracterización esbozada de un triple sta­


tus semántico de las expresiones lingüísticas es posible definir los
dos niveles de la reconstrucción racional-sistemática.
La explicación puede ser determ inada ahora como la correspon­
dencia entre una expresión con status presistemático y otra expresión
(la mayoría muy complejas) con status program ático-sistem ático. La
primera expresión se llama explicandum y la segunda explicans. La
correspondencia entre las dos hay que entenderla como una repro­
ducción de la prim era en la segunda, pero de tal modo que solamente
se reproduce una cantidad parcial de los m odos de aplicación de la
primera en la segunda. Con ello queda excluida la cantidad parcial
de los m odos de aplicación puram ente inconsistentes y pura­
m ente indeterm inados del explicandum. Esta correspondencia
debe entenderse, solam ente, com o representación inyectiva; 110
es ninguna equivalencia, sino una relación si-entonces. Como
ilustración se describe el ‘c a so ’ del m odo de aplicación positiva­
m ente determ inado. D esigne ‘a ’ un elem ento de la m agnitud p ar­
cial del m odo de aplicación positivam ente determ inado del expli­
candum ‘P ’; entonces hay un valor f(a), que es el elem ento de la
m agnitud parcial del m odo de aplicación positivam ente determ i­
nado del explicans ‘Q ’. C on esto se afirm a que el explicans con­
tiene una precisión del explicandum en el sentido de que elim ina
determ inados m odos de aplicación del últim o, esto es, que ya no
son tenidos en cuenta. A dem ás, de la determ inación ofrecida re­
sulta que la condición necesaria para poder decir algo concer­
niente a una expresión con status p resistem ático, acerca del uso
determ inado-positivo, hay que ver en ello que hay un «valor» c o ­
rrespondiente en el ám bito de otra expresión con status progra­
m ático sistem ático. Y viceversa: que de una determ inación p o si­
tiva de un explicans puede d ecirse que hay una condición
suficien te, pero no necesaria, para la existencia de la d eterm ina­
ción co rrespondiente en un explicandum. Es fácil com prender
que se derivan im portantes consecuencias de esta determ inación
del concepto de explicación.
A diferencia de la explicación, la definición (en sentido es­
tricto) indica una relación de equivalencia entre una expresión con
status program ático sistem ático y una expresión con status siste­
m ático com pletam ente determ inado. Se trata pues de una relación
unívoca entre una m agnitud parcial de los m odos de aplicación de
cada expresión, que ocupa el lugar de un explicans en el m arco del
procedim iento de reconstrucción racional-sistem ático, y otra ex­
presión, que en el m arco de este procedim iento hace las veces de
definiens del explicans. Esto indica que esas otras m agnitudes par­
ciales del explicans están excluidas en las relaciones de represen­
tación, las representan una síntesis de m odos de aplicación deter­
m inados, positiva o negativam ente, y puram ente indeterm inados.
Del nivel de la definición así concebida surge una nueva precisión,
y precisam ente una com pleta, la obtenida de la expresión resul­
tante de un status sistem ático com pletam ente determ inado, es de­
cir, que tiene solam ente m odos de aplicación determ inados posi­
tiva y negativam ente.
(5) l lagamos todavía algunas anotaciones para una nueva acla­
ración del procedim iento esbozado de la reconstrucción racional-sis-
temática.
Habitualmente hace falta una precisión si se habla de la defini­
ción de una pretendida expresión lingüística. Por ello no se atiende al
status semántico de esa expresión. Si se quiere presentar una defini­
ción «fijadora» en sentido estricto, se debe suponer que la explica­
ción de la expresión (en sentido demostrativo) ha sido ya realizada.
En muchos casos se puede pasar por alto este paso, con lo cual debe­
ría estar realmente claro que este acortam iento del proceso total está
autorizado, y que no hay ningún motivo para malentendidos. Éste es,
pues, el caso cuando se puede suponer que la expresión a definir
tiene el status de un explicans, es decir, que puede ser introducido en
una relación de equivalencia.
La reconstrucción racional-sistem ática en el sentido descrito es
un procedimiento idealizado, que como tal sólo en relativamente
raras ocasiones tendría una aplicación explícita y completa. Pero
también, cuando 110 consigue una realización completa y en todos
los detalles, es indispensable como instancia de control del proceso
de clarificación
La reconstrucción racional-sistem ática presupone que se dispone
o se desarrolla un lenguaje más exacto (o un sistema de conceptos
más preciso y amplio). Así se cvidcncia que la respuesta a la pre­
gunta de si una expresión es definible o no depende de si se dispone
de tal sistema de lenguaje o de conceptos o no.

1.2.2. A s p e c t o s d e c o n t e n id o

Se ha conseguido claridad acerca del objeto y de los m odos de


proceder de la teoría de la verdad; se plantea entonces la pregunta
por la determ inación del contenido. A continuación se abordan bre­
vemente algunos aspectos de esta problemática.

1.2.2.1. Sobre la comprensión intuitiva de la verdad

Si no se trata de definir un concepto determinante de verdad,


sino de aclarar, es decir, de reconstruir, es indispensable el recurso a
la comprensión intuitiva del significado de «verdad». (¿A dónde re­
currir si no?) Este fue también el avance de Tarski en sus dos investí-
gaciones sobre el concepto de verdad9. Será conveniente enlazar con
el intento de Tarski y precisar y com pletar sus formulaciones.
Tarski presenta en prim er lugar la siguiente caracterización infor­
mal del concepto de verdad:

(V) Una expresión verdadera es una expresión que enuncia que


las cosas se com portan de esta manera, y las cosas se com ­
portan exactam ente de esta m anera»

A partir de esta formulación alcanza Tarski este «esquem a gene­


ral» que es conocido como «criterio de adecuación» para la verdad o
como «convención general de la verdad»:

(VS) «X es una expresión verdadera si y sólo si ‘p ’»


(En ella «X» es reemplazada por el nombre de una expresión
del lenguaje objeto y ‘p ’ por una expresión que representa
una traducción de «X» en el metalenguaje.)

La caracterización de Tarski de la com prensión intuitiva de la


verdad en (V) contiene algunos pero no todos los mom entos irrenun-
ciables del significado de «verdad». Puede m ostrarse que esta com ­
prensión se caracteriza al menos por cuatro momentos:
(a) «Verdad» está relacionada de algún modo con «realidad»,
«mundo» y otras por el estilo (en donde «realidad» no significa sola­
mente «realidad empírica», sino sobre todo «dimensión objetiva»),
(b) El lenguaje sobre la verdad contiene una diferencia entre
dos niveles, que de algún modo están relacionados uno con otro. Tra­
dicionalmente se alude a este nivel como «pensamiento» o «reali­
dad», «lenguaje» o «mundo», «expresión» o «hecho», etc., estable­
ciendo entre ellos una relación de correspondencia. Las dificultades
para definir exactamente esta relación son notorias, y originan que
muchos autores se contenten con formulaciones com o «es el caso»,

’ A. Tarski, Der Wahrheitsbegriffin den formalisierten Sprachen, Lemberg, 1935;


citado según K. Berka/L. Kreiser (eds.), Logik-Texte, Berlín, 1983; también de A.
Tarski, Die semantische Konzeption der Wahrheit und die Grundlagen der Semantik
(1944); en alemán en J. Sinnreich (ed.), Zar Philosophie der idealen Sprache, Múnich,
1972, pp. 53-100 (ed. cast. en este mismo volumen; La concepción semántica de la
verdad y los fundamentos de la semántica).
“ Á. Tarski, Der Wahrheitsbegriff, p. 450.
11 Ibid.
«estado de hechos», entre otras. (V) y (VS) son elogiadas y acepta­
das a menudo entre otras cosas porque en ellas no ocurre (al menos
explícitam ente) el concepto problemático añadido de la correspon­
dencia. Debe dudarse si este punto de vista basta para recom endar
las formulaciones de Tarski.
(c) Hay un tercer momento en la comprensión intuitiva de la
verdad que no recibe atención expresa en las formulaciones de
Tarski: si se afirm a algo como verdadero, entonces está ligado con
ello (también) en cierto modo a una pretensión cualificada de va­
lidez, a saber, una pretensión de validez resoluble con medios racio­
nales.
(d) El cuarto momento de la com prensión intuitiva de la verdad
podría llamarse el momento de la determinación máxima. Cada ex­
presión lingüística, cada entidad en general cada «instancia» (de
cualquier tipo tam bién), tiene necesidad y capacidad de determ ina­
ción. Si a ellas se pudieran o debieran atribuir predicados o propie­
dades (relaciones), es decir, determinaciones, entonces ella debería
ser conceptuada (concebida, explicada, etc.) como tal. Hay los más
diversos tipos y niveles de «determinación». También «verdad(ero)»
es en este aspecto un modo, como una «instancia» es determinada o
puede serlo. Para las «instancias» a las cuales es atribuida la verdad,
esta calificación significa la más alta, la m áxima determinación. De
hecho ellas no pueden ser caracterizadas más allá de la determ ina­
ción de la verdad. Verdad significa algo definitivo, la conclusión del
proceso de determ inación de una «instancia».
Algo solamente puede considerarse como aclaración adecuada o
reconstrucción del concepto de verdad si cuenta al m enos con los ci­
tados cuatro momentos.

1.2.2.2. La problemática de los portadores de verdad

La expresión «portadores de verdad», que como se sabe es una


traducción literal de la expresión inglesa «truth bearer» y un término
habitual también en la discusión sobre teoría de la verdad en lengua
alemana, se utiliza aquí solamente con la advertencia de que propia­
mente debería ser evitada, por razón de sus connotaciones, que con­
ducen a preguntas aparentes.
Es innegable que «verdad» — especialm ente si se concibe como
modo de aplicación atributivo, com o «verdadera amistad», «verda­
dero [=auténtico] oro», etc.— tiene m uchas instancias (portadores de
verdad): enunciaciones, afirm aciones, opiniones, principios, propo­
siciones, m odelos, teorías, sistemas, etc. Una de las prim eras grandes
decisiones previas que cada principio orientativo de explicación debe
abordar, afecta a la pregunta de cóm o comportarse con la citada plu­
ralidad.
Se pueden distinguir en la literatura sobre teoría de la verdad al
menos cinco direcciones. La primera considera todos los portadores
de verdad como fenómenos superficiales de tipo lingüístico, e in­
tenta reducirla a la estructura profunda subyacente (procedimiento
totalmente reductivo). La tesis correspondiente dice: la «verdad»,
adecuadamente explicada, no es algo así como un predicado, una
propiedad, un operador (modal), etc. Esta concepción es defendida
hoy con gran radicalidad y consecuencia especialm ente por los re­
presentantes de la «teoría prooracional de la verdad». Una segunda
dirección elige una de las instancias de verdad (generalmente la pro­
posición) y 110 se ocupa de las otras (procedimiento selectivo). Una
tercera dirección se decide asimismo por un portador de verdad, pero
intenta reducir las otras a éste (procedimiento parcialm ente reduc­
tivo). Una cuarta dirección distingue y reconoce la pluralidad de los
portadores de verdad, sin presentar una conexión entre ellos (proce­
dimiento disyuntivo puro). Finalmente una quinta dirección se carac­
teriza por la fijación de un fin «distintivo-integrativo»: diferencia en­
tre diversas instancias de verdad y destaca las relaciones de unas con
otras.
Por cuál de estas direcciones decidirse de modo coherente, de­
pende entre otras cosas de qué teoría se desarrolla o presupone sobre
las entidades consideradas com o portadoras de verdad; tal teoría
puede ser determ inada decisivamente por la com prensión de la ver­
dad, que se tiene y se quiere hacer válida.

1.2.2.3. La conexión entre Teoría de la verdad, Lógica,


Filosofía del lenguaje, Teoría del conocimiento y Ontología

N inguna conexión de problem as es tan apropiada para presentar


las difíciles condiciones del m arco de una aclaración del concepto
de verdad com o las relaciones entre Lógica, Filosofía del lenguaje,
Teoría del conocim iento y Ontología. Entre un determ inado con­
cepto de verdad y una determ inada concepción de estas relaciones
hay una dependencia recíproca m anifiesta. A continuación se ilus­
tra con un ejem plo significativo que aquí deberían radicar las d ifi­
cultades decisivas que ha de superar un intento de aclaración del
concepto de verdad.
Si se reconoce y se aplica la lógica elemental (consistente en la
lógica de predicados de prim er orden con identidad, y en la lógica de
proposiciones) com o único ‘instrum ental’ formal, entonces se puede
conseguir una ontología de la cosa o del objeto puro. Para llevar esta
ontología a una fórm ula breve, se podría invertir una famosa frase
del Tractatus de Wittgenstein, y formular: el mundo es la totalidad
de los objetos, no de los hechos (el estado de cosas existente)...I2.
Esta presuposición e implicación ontológica incluida en la lógica
elemental es la responsable de hacer que la disputa entre nom inalis­
tas y platónicos nunca quiera acabar. El nom inalista acepta como en­
tidades reales solam ente «objetos» y cuestiona la relevancia ontoló­
gica de las propiedades, relaciones y proposiciones, Pero no puede
hacer comprensible lo que él llama atribuir una propiedad o relación
a un «objeto», o bien, afirm ar una proposición «referida» a un ob­
jeto. Como máxim o puede representar una interpretación puramente
extensional del predicado — una interpretación que no interpreta,
pues identifica el predicado tautológicamente con la multitud de ob­
jetos ya provistos de la propiedad correspondiente— .
El platónico por su parte intenta proporcionar realidad a las pro­
piedades y relaciones (y proposiciones), pero esto puede hacerlo so­
lamente — m ientras se mantenga exclusivamente en la lógica ele­
mental— atribuyéndoles relevancia ontológica «junto» o «además»
de los objetos. Tampoco puede aclarar la «relación onlológica» entre
un objeto y una propiedad, relación o proposición.
Las consecuencias de esta situación para la aclaración del con­
cepto de verdad saltan a la vista: bajo el presupuesto de que «ver­
dad» tiene en todo caso que ver (también) con «realidad», apenas
puede esperarse que sobre esta base lingüístico-lógico-ontológica se
consiga una aclaración positiva (sustancial) del concepto de verdad.
Según mi convicción, hay dos factores principales responsables
de las debilidades de esta posición: por un lado, se basa en un dogma
(a) y, por otro, m enosprecia un principio básico (b).
En cuanto a (a): el dogma es la tesis de que «objeto» («cosa») es
el concepto básico o la entidad básica de modo absoluto, es decir, o
bien de m anera que el concepto de «objeto» es introducido como no
analizado de nuevo o como no analizable de nuevo, o bien que la en-

u L. Wittgenstein, Schriften I, Francfort del Meno, 1969. Véase Proposición 1.1


tidad «objeto» es aceptada como no estructurada de nuevo o como
no estrueturable de nuevo. Este dogma debería haber tenido amplias
consecuencias y tenerlas aún. El intento debia conseguir quebrantar
lo m ostrado numerosas veces, especialm ente las preguntas tratadas
en la discusión sobre teoría de la verdad, com o cuestiones aparentes
y una parte considerable de la literatura filosófica correspondiente
como sin objeto. El resultado sería una Ontología cuya tesis funda­
mental form ula el Tractatus del siguiente modo: «El m undo es la to­
talidad de los hechos, no de los objetos...»I5.
Aquí sólo podemos esbozar qué estrategia podría conducir al
éxito con la mayor rapidez en la confrontación con el dogma del ob­
jeto ontológico. (a) En prim er lugar, habría que m ostrar las desastro­
sas consecuencias del dogma: se introduce el concepto de «objeto»
como un concepto «primitivo» (no analizado y no analizable), lo que
significa una renuncia a la inteligibilidad, (b) Una segunda estrategia
parcial se ocuparía de los presupuestos del dogma ontológico del ob­
jeto, que subyace en la vulneración del principio básico presentado a
continuación.
En cuanto a (b): El principio básico aludido es un principio ló­
gico-lingüístico. Fue formulado por Frege en Fundamentos de Arit­
mética y es llamado en la literatura especializada el principio contex-
tual. La versión más breve y pregnante dice: «Las palabras
significan algo solam ente en el contexto de una frase» M.
M. Dummet, el conocido intérprete de Frege, afirm a que este
principio fue la expresión más importante que Frege formuló jam ás;
además, la doctrina posterior de Frege ya no concuerda con él ’5.
El reconocimiento del principio contextúa! tiene consecuencias
decisivas, especialm ente para la aclaración de concepto de verdad.
Pues de este principio básico se puede inferir fácilmente que «el»
concepto central o «la» entidad central no es «objeto» sino «proposi­

15 Ibídem. Además hay que destacar que Wittgenstein en el Tractatus introduce los
objetos todavía «más allá» o «más acá» de! estado de cosas (de nuevo), en tanto que
concibe el «estado de cosas» como «configuración de los objetos» (2.0)72). Con ello
emergen para él todos los problemas que en el texto han sido señalados.
14 O. Frege, Die Grundlagen der Aritmetik. Eine logisch-mathematisthe Uníersu-
chungüber den Begrijf derZahl. Breslau, 1884; reimpresión en 1961 de la nueva edi­
ción aparecida en 1934, Darmstadt 1961, par. 62. Otras formulaciones del principio
contextual se encuentran al menos en otros tres pasajes de esta obra (Introd., p. XXII,
par. 60 y par. 106).
15 M. Dummet, Frege. Philosophy o f language, Cambridge, Mass., 2.“ ed., 1981,
pp. 6-7; del mismo autor, The interpreta/ion o f Frege 's Philosophy, Londres, 1981.
ción {estado de cosas)». Se podría mostrar que sobre esta base onto-
lógica de la proposición es posible acercarse más a la clarificación el
concepto de verdad.

1.2.2.4. ¿Un criterio para una aclaración adecuada del concepto


de verdad?

A la vista de esta situación problemática muy desarrollada se im­


pone la pregunta de si puede indicarse un criterio para una adecuada
teoría explicativo-definicional de la verdad. Sería muy difícil, si no
imposible, form ular un criterio claro, seguro y convincente. Pues tal
criterio está ligado por su parte a m uchos presupuestos, opciones, es­
tablecimiento de fines, etc., sobre lo que se debería alcanzar previa­
mente un acuerdo. No obstante se pueden enunciar algunos puntos
de vista que pueden considerarse como aspectos de un criterio rela­
tivo.
(a) En esto hay que retener que una aclaración del concepto de
verdad sólo puede ser tratada adecuadamente si considera positiva­
mente la com prensión intuitiva de la verdad, y precisam ente en el
sentido de que sean considerados todos los aspectos de esta com ­
prensión. Formulado negativamente: debería evitarse toda forma de
selección (voluntaria) y toda forma de reduccionismo infundado.
Formulado positivamente: en la aclaración del concepto de verdad
hay que integrar sistemáticamente todos los aspectos de la com pren­
sión intuitiva de la verdad.
(b) Los presupuestos y consecuencias lógicos, filosófico-lin-
güísticos, teórico-cognoscitivos y ontológicos deberían ser cuidado­
samente presentados en una aclaración intencionada, y ser sopesados
en su valor.
(c) Los conceptos utilizados (como explicantia y definientia)
deberían por su parte ser sometidos a una aclaración. Así sería recha­
zado un vago y puramente intuitivo «concepto» de correspondencia.
(d) Debería considerarse como la mejor aclaración posible del
concepto de verdad la que consiga alcanzar la mayor coherencia po­
sible en lo referente a los aspectos (a)-(c).
VII. TEORÍAS INTERSUBJETIVISTAS
DE LA VERDAD
KUNO LORENZ
EL CONCEPTO DIALÓGICO DE VERDAD
(1972)

EDICIÓN ORIGINAL:

— «Der dialogische Wahrheitsbegriff», Nene Hefte für Philosophie,


2/3 (1972), pp. 111-123.

Inédito. Reproducimos el texto —traducido—


E d ic ió n c a s t e l l a n a :
con autorización expresa del autor.

T r a d u c c ió n : J. A. Nicolás.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Artikulation und Prádikation», en M. Dascal, D. Gerhardus, K.


Lorenz, G. Meggle (Hrsg.), Sprachphilosophie, 2. Bd., W. de
Gruyter, Berlin-NuevaYork, 1996, esp. pp. 117-8.
— «Spiel in der Sprache», en en M. Dascal, D. Gerhardus, K. Lo­
renz, G. Meggle (Hrsg.), Sprachphilosophie, 2. Bd., W. de Gruy­
ter, Beiiín-Nueva York, 1996, esp. pp. 1383-7.
— «Sprachphilosophie», en Althaus, Henne, Wiegand (Hrsg.), Lexi-
kon der Germanistischen Lingiiistik, Max Niemeyer Verlag, Tu-
binga, 2. AufL 1980, esp. pp. 12-15.
— «Wahrheit», Enzyklopadie Philosophie und Wissenschaftstheorie,
B. I. W. Verlag, Mannheim/Viena/Zúrich, vol. IV (en prensa).
— «Wahrheitstheorien», Enzyklopadie Philosophie. und Wissens-
chaftstheorie, B. I. W. Verlag, Mannheim/Viena/'Zúrich, vol. IV
(en prensa).
— «Wahr/das Wahre», Enzyklopadie Philosophie und Wissenschaftsthe-
orie, B. I. W. Verlag, Mannheim/Viena/Zurich, vol. IV (en prensa).
V ’ VÍ" K ' íyi'-'yjz
B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

— W. Kamlah/P. Lorenzen, Logische Propadeutik. Vorschule des ver­


il ¿infligen Redens, 3.a ed., Stuttgart, 1996 (esp. cap. IV: «Wahrheit
und Wirklichkeit», pp. 117-128; y cap. VI. 2: «Nicht empirische
Wahrheit»).
— W. Karálah, «Der moderne Wahrhéitsbegriff», en K. Ochler/R.
Schaefíer (eds.), Einsichten. Gerhard Kriiger zum 60. Geburstag,
Francfort, 1962, pp. 107-130.
— P. Lorenzen, «Bemerkungen über cinc Móglichkeit der Definier-
barkeit von Wahrheit» Zeitschríft fiir allegeme'me Wissenschafts-
theorie, 2 (1971), pp. 63-5.

«Decir de lo que es, que no es, o de lo que no es, que es, es falso;
por el contrario, decir de lo que es, que es, y de lo que no es, que no
es, es v e r d a d e r o » E s ta famosa definición de «verdadero» y «falso»
dada por Aristóteles en conexión con Platón (para la fundamentación
del principio de tercero excluido: de uno debe ser o bien afirm ado o
bien negado un otro) se ha convertido en la fuente de la llam ada teo­
ría de la verdad como correspondencia, de la adaecuatio intellectus
el rei escolástica, así como de las teorías del conocimiento como re­
flejo en sus diferentes matices; incluso la siguiente equivalencia (me-
talingüística) de la definición semántica de verdad para lenguajes for­
males de Tarski «A es verdadero es equivalente a A» ( A Z w s A), en
donde «A» nombra la expresión del objeto lingüístico, que expresa la
traducción en el m etalenguaje «A», puede ser considerada como una
versión lingüístico-formal de la teoría de la correspondencia2, si no
se interpreta como puramente sintáctica, como por ejemplo en Car­
n a p ’, sino que se la toma en relación a los significados de expresio­
nes lingüísticas usadas.
Desde Platón hasta Marx y en la Filosofía analítica de nuestro si­
glo, tanto en representantes del empirismo lógico (p.e., el primer
Wittgcnstcin), com o en representantes del fenomenalismo lingüístico
(p.e., Austin), vale esta teoría de la verdad como correspondencia en
su autocom prensión o en la com prensión de sus intérpretes como la
única explicación adecuada del concepto de verdad. Junto a ella las

1 Aristóteles, Met. IV, 7, 101 Ib 26 ss. El principio de tercero excluido necesario


para expresiones elementales ha de distinguirse cuidadosamente del principio afir­
mado de tertiiun non datur A V ->A, general para expresiones lógicas compuestas.
1 En referencia expresa al pasaje citado de Aristóteles desarrolla Tarski el en­
sayo hoy clásico «El concepto de verdad en los lenguajes formalizados», Sludia
Philosophica, 1 (1936), pp. 261-405.
’ Cfr. sobre todo R. Carnap, Meaning and Necessity, Chicago, 2.a ed., 1956; supl.
A: «Empiricism, Semantics and Ontology», pp. 205-221.
concepciones heterodoxas han tenido difícil hasta hoy probar la per­
tinencia de sus objeciones y propuestas alternativas, especialmente
cuando con ello exigen al mismo tiempo em prender una nueva inter­
pretación, o mejor, reconstrucción racional de la teoría de la corres­
pondencia. Entre ellas figuran la teoría de la redundancia y la teoría
contextual de Ramsey, Ayer y S traw son' que la modifica: afirm ar la
verdad de una expresión es la afirm ación de una expresión equiva­
lente o indicación com plem entaria para otras acciones lingüísticas
dependientes del contexto, como una ratificación o confirm ación,
pero nunca afirm ación independiente en el metanivel en el que se
cumplen las condiciones de verdad de la afirm ación básica; también
la interpretación sintáctica ya mencionada de Carnap, de la definición
semántica de verdad y sus consecuencias quedan cerca de la teoría de
la redundancia.
Se debe llamar la atención aquí sobre las diversas concepciones
de los representantes de la teoría coherencial, especialm ente en el
empirismo lógico, p.e., Neurath (pero también ya antes en los suce­
sores de Hegel); en su forma estricta, hacen valer com o criterio de
verdad, naturalmente relativo a la elección de las expresiones funda­
mentales, la conservación de la libertad de contradicción sintáctica
de un sistema de expresiones ya reconocidas al añadir una nueva ex­
presión’.
Finalmente, toda una serie de conceptos pragmáticos de verdad
compiten por el honor de ser reconocidos como la alternativa mejor
fundada al concepto semántico de verdad, como yo ahora quisiera
expresar resumidam ente para el concepto de verdad en las diversas
teorías de la correspondencia. Para Charles S. Peirce6 lo que decide
sobre la verdad es la aproximación mediante el progreso científico al
consenso realizado por todos los investigadores en relación a una ex­
presión. Por el contrario, William James explica la eficacia o utilidad
de una expresión si es reconocida, como su verdad7, y esta tesis no

4 Cfr. F, P. Ramsey, Facts and Pmpositions, en The foundations o f Mathematics,


Londres, 1931, pp. 138-155: A. J. Ayer, Language, Truth and Logic, Londres, 2.a ed.,
1946, cap. 5; P. F. Strawson, «Truth», impreso en G. Pitcher (ed.), Truth, Ertglewood
Cliffs, 1964, pp. 32-53.
s Cfr. O. Neurath, «Radikaler Physikalismus und ‘wirkliche Welt’», Erkenntnis, 4
(1934), pp. 346-362.
‘ Cfr. Ch. S. Peirce, Collected Papers, C. Hartshorne y P. VVeiss (eds.), Cam­
bridge/Mass., 1931-35, 5.407 ss.
; Cfr. W. James, Pragmatista, Londres-Nueva York. 1907, pp. 257 ss.
está de nuevo muy alejada de la concepción presente ya en la antigua
sofística, en la que la vigencia de la expresión mediante medios retó­
ricos puede ser causada por su reconocimiento arbitrario: verdadero
es eficaz y con ello se convierte en práctico, pero ya no seguro y por
consiguiente sin pretensión teórica.
Con la perdida del m undo independiente del lenguaje, m undo
de objetos y hechos concebido sin lenguaje y constitutivo para el
concepto sem ántico de verdad en las teorías de la correspondencia,
se pierde aparentem ente la instancia de control para los conceptos
heterodoxos de verdad. Tampoco una teoría sobre el desarrollo fu­
turo de la ciencia, o sobre lo útil para el hom bre, etc., puede jugar
el papel de instancia de control, ya que su construcción misma de­
pende de la presencia de un concepto adecuado de verdad. U tilizar
algunos enunciados protocolarios de las ciencias em píricas como
base para el criterio de la libertad de contradicción, como hace
N eurath, no es ninguna solución, porque la definición de la verdad
se rem ite a los procedim ientos de las ciencias em píricas ya no criti­
cables ex hypothesi.
Estamos ante un dilema: el concepto sem ántico de verdad no pa­
rece satisfacerse sin relaciones adecuadas entre expresiones lingüísti­
cas y partes del m undo por principio libres de lenguaje, aunque cada
decir del mundo es patentem ente autocontradictorio. Una interpreta­
ción realista de la teoría de la correspondencia no tiene ninguna po­
sibilidad a pesar de todas las opiniones de sus defensores. Por el con­
trario, las propuestas alternativas parecen no poder escapar o del
ámbito del lenguaje (en las teorías de la redundancia, contextúales y
coherentistas) o quedan en manos de decisiones que afirm an arbitra­
riam ente una expresión (en las teorías pragmáticas). O bien faltan los
criterios de verdad, o bien no son controlables.
Esta situación debería desconcertar y levantar la sospecha de que
por un lado, ya los defensores originarios de la teoría de la corres­
pondencia no han sostenido seriamente una doctrina-realista-de-los-
dos-reinos, aquí el lenguaje ahí el mundo, sino que intentaron inter­
pretar más adecuadam ente el carácter de signo de las expresiones
lingüísticas, como sucede en las interpretaciones habituales; y por
otro lado, las diversas teorías alternativas, como afirm a R. M. M artin8
en defensa del concepto semántico de verdad, no presentan

* R. M. Martin, «Truth and its lllicit Surrogates, Nene Hefte /.’ Philosophie, 2/3
(1972), pp. 95-110.
equivalencias inadmisibles, sino que resaltan aspectos de una intro­
ducción adecuada del concepto de verdad, que en una especial inter­
pretación realista de la teoría de la correspondencia o no están consi­
deradas del todo o bien sólo parcialmente, y quizás entonces de
manera desfigurada. Esto se puede aclarar aún más mediante la con­
traposición de «verdadero» y «eficaz» en el sentido de un concepto
semántico y de un concepto pragmático de verdad.
El concepto semántico de vprdad <pculta del contexto la situación
de habla, en el que se afirm a la expresión problemática, y en especial
el hablante y el oyente, cuyo papel se considera como irrelevante
para la definición de «verdadero». Para quien la importancia está en
la verdad, debe ya de antemano, antes de ser enjuiciada la expresión
de su verdad, haber determinado con precisión qué quiere entender
por «verdad». Pero esta determinación debe expresar, so pena de ser
acusado de arbitrariedad, la referencia a objetos de expresiones, ju s ­
tamente la diferencia que se traduce en el lenguaje ordinario m e­
diante el giro de que esta expresión corresponde a los hechos, aqué­
lla, po r el contrario, no. Tampoco se considera la pregunta por si
estos «hechos» son reales y deben de ser aceptados o influenciados,
o si incluso según la expresión ya han sido influenciados, ni mucho
menos se toma en cuenta la pregunta de si todos estos hechos están
en el mismo nivel. Se comparan solamente las siguientes afirm acio­
nes: «La nieve es blanca», «El trabajo no deshonra», «Rojo es un co­
lor», «Llueve», «Los planos no paralelos tienen un corte común».
El interés detrás del concepto semántico de verdad en expresar o
anotar solamente expresiones verdaderas, es un interés teorético, al
que básicamente no le importa el papel que juegan además o juga­
rían las expresiones verdaderas. Sin duda hay que reducir ya aquí, en
cuanto que el expresar o subrayar una expresión enjuiciada como
verdadera ya nos podría llevar más allá del interés teorético, quiere
informar, podríamos decir, o más precavidam ente:Jiace posible in­
formar; autosuficiente en sentido estricto sería, sólo cuando no se
forma ninguna relación con otras personas y la verdad constatada en
privado no tiene posibilidad ni control de su eficacia pública.
Muy distinto se presenta el ám bito del concepto pragmático de
verdad. Aquí se recurre desde un principio a la situación de habla,
hablante y oyente, escritor y lector, para la determ inación de la ver­
dad: los procedim ientos aplicados o aplicables por las personas par­
ticipantes para la constatación de la verdad de una expresión son
equiparados con el concepto de verdad. Esto puede ser concebido
como un proceso cuasi histórico com o en la teoría del consenso de
Peirce, o incluso aparecer como principio de verificación en el pri­
mer empirismo lógico, en conexión con e! dictum de Wittgenstein:
«Para poder decir ‘p ’ es verdadero (o falso), debo haber determinado
bajo qué condiciones yo llamo ‘p ’ verdadero y con ello determ ino el
sentido de la proposición»9. Una determ inación del concepto de ver­
dad sin la inclusión del procedimiento para determ inar la verdad de
expresiones problemáticas, queda vacia, porque su aplicabilidad es
puesta en cuestión. La conexión de los objetos con las expresiones se
refleja sólo en este procedimiento de determinación de la verdad y
no juega ningún papel independiente. Pero dichos procedimientos se
presentan como indicaciones expresas de la relación de las expresio­
nes con las personas que las emplean. En el concepto pragmático de
verdad está presente un interés práctico — de ahí el nom bre— , a
saber, querer lograr la conformidad en el reconocim iento de expre­
siones: la mera constatación de la verdad de las expresiones sin la
seguridad de su potencial reconocimiento universal carece de conse­
cuencias, y por tanto, de interés.
Las dos posiciones, si se las caracteriza de este modo, muestran
una notable distorsión de las propiedades señaladas anteriorm ente en
el dilema. No es el concepto semántico de verdad, sino el concepto
pragm ático, el que utiliza un criterio no arbitrario para la verdad, me­
diante el recurso a veces oculto a un consenso universal. Si este con­
senso no es incluido en el concepto de verdad, entonces la determ i­
nación de la verdad queda como una cosa privada del que en cada
caso afirm a una proposición, ya que el mundo de los hechos, presen­
tándose como criterio único y libre básicamente del lenguaje, sólo
mediante postulado puede presentarse como mundo común para to­
dos. Sin embargo, parece crear nuevas dificultades, hacer valer la
conform idad como criterio eficaz de verdad, ya que la conformidad
misma debe poder ser som etida al enjuiciam iento de la adecuación
con la realidad. Por lo tanto, parece que cuando hay un consenso,
debe garantizar la verdad de la expresión en cuestión, todavía bajo
condiciones, cuya cum plimentación por su parte no puede ser orien­
tada de nuevo hacia un consenso.
Justamente en este lugar es habitual introducir la racionalidad del
hablante y del oyente, y contraponer una conformidad meram ente
fáctica, y por tanto insuficiente, a un consenso racional. Esta racio-

* L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Londres, 1922; Francfort, 1960;


Madrid, 1973,4.063.
nalidad es explicitada, por ejemplo por Kamlah y L orenzenl0, por un
lado, como independencia de emociones y tradiciones — la explica­
ción sigue ella misma una tradición superada en el uso del len­
guaje— , y por otro lado, com o apertura frente a los objetos com enta­
dos y recíprocamente apertura para las personas, es dccir, como
podría decirse brevemente, como competencia y sinceridad. Haber-
mas 11 ha señalado convincentemente que competencia y sinceridad
sólo pueden evidenciarse por su parte en el dominio de las reglas de
acción, pero un enjuiciamiento de acciones por su equidad depende
de nuevo sólo de un consenso fáctico. «No podem os enjuiciar la co­
rrección de una acción externamente, debemos asegurarnos de ella
com o participantes en una interacción o bien, si el consenso acos­
tumbrado se rompe, intentar proporcionar una comprensión discur­
siva entre los mismos participantes»12. Sólo se puede deshacer, según
Haberm as, el círculo latente en el concepto de un consenso racional
mediante la anticipación de una situación ideal de habla, esto es, la
suposición de que una norma de la com unidad todavía por caracteri­
zar es reconocida ya en cada consenso fáctico, y por ello fundamenta
junto con dicho consenso tam bién la exigencia de un consenso racio­
nal. Así, la situación ideal de habla es determ inada respecto al habla
mediante una distribución simétrica para todos los posibles partici­
pantes de las oportunidades para elegir y actualizar acciones lingüís­
ticas, un Principio de invariancia, que entonces asegura que ningún
consenso depende de quien de los posibles participantes elige y ac­
tualiza las correspondientes acciones lingüísticas — petición de ex­
plicaciones, por ejemplo, propuestas alternativas, etc.— .
También podemos llamarlo Principio de igualdad de habla, cuyo
reconocimiento debe ser supuesto igualmente válido por los demás
si en la situación de habla se trata de la crítica de expresiones o ex­
presamente de imperativos (máximas).
Pero la situación ideal de habla es caracterizada también por Ha-
bermas, en relación con el contexto de la acción, no m eram ente lin­
güística, ya actualizada: la igualdad de habla sola no basta para po-

ll> W. Kamlah/P. Lorenzen, Logische Propadeutik. Vorschule des vernünftigen Re-


dens, Mannheini, 1967, pp. 118 ss.
" Cfr. aquí y en lo que sigue, J. Habermas, «Vorbereitende Bemerkungen zu einer
Theorie der konimunikativen Kompetenz», en J. Habermas/N. Luhmann, Theoríe der
Gesellschaft oder Sozialtechnologie?, Suhrkamp, Francfort, 1971, pp. 101-141, esp.
pp. 129 ss.
u Art. cit., p. 134.
der hablar de la racionalidad de un consenso ya logrado; hay que
asegurar tam bién que el asentimiento de los hablantes no es sólo si­
mulado o subrepticio, que su inclusión en el resto del-conjunto de la
acción pertenece por lo tanto a la autodeterm inación de cada ha­
blante. Con este Principio de autonomía, utilizado para la caracteri­
zación de la situación ideal, se expresa que las acciones lingüísticas
son reconocidas realmente como acciones, porque sólo así constitu­
yen una praxis de la com unicación, y podría confirm arse su propia
autenticidad en el conjunto de la acción a la que pertenecen. Como
acciones son acciones lingüísticas, ahora distinguibles de aconteci­
mientos naturales, que en ciertas condiciones, incluso pueden ser in­
tencionalm ente provocadas — por ejemplo, bajo incitaciones o pro­
cedimientos especiales de la publicidad— . Podemos hablar aquí
también de Principio de libertad de acción, que debe ser reconocido,
antes de poder denom inar a un consenso fáctico como consenso, y
no debe valer como explicación aceptada de uno particular.
Ahora ya es claro que el térm ino ‘consenso’ o su sinónimo
‘acuerdo’ no es una expresión descriptiva, con la que se pueda repre­
sentar una conducta especial entre hombres, sino que su aplicación
adecuada en una situación de habla presupone ya el reconocimiento
general al menos de los dos principios de igualdad de habla y de li­
bertad de acción. Ahora es más que dudoso que el consenso entre
personas como fundamento de un concepto adecuado de verdad con­
duzca a una aporía sim ilar a la de la correspondencia entre habla y
mundo. Tan insostenible es la ficción de un mundo independiente del
lenguaje, como el reconocimiento de principios más allá de un con­
senso todavía por introducir con ello. Tampoco puede romperse me­
tódicamente la reducción recíproca de «racional» a «consenso» y vi­
ceversa, mediante la anticipación de la situación ideal de habla,
caracterizada por Habcrm as acertadam ente como apariencia consti­
tutiva
La oposición entre concepto sem ántico de verdad y concepto
pragmático ha llevado a la introducción de propuestas unilateral­
mente constituidas para los términos «correspondencia» y «con­
senso» aplicados o al menos aplicables en cada caso; en el marco de
estas propuestas sólo podrían ser tenidas en cuenta incompletamente
las justificadas objeciones del contrario. Para esto se pueden com pa­
rar pasajes, de Austin para una teoría de la correspondencia y de

° Art. cit., p. 141


Shwayder para una teoría consensual, que en su algo desamparada
afirmación son igualmente instructivos.
«Cuando un enunciado es verdadero, hay, p o r cierto, un estado
de cosas que lo hace verdadero y que es tofo mundo, distinto del
enunciado verdadero sobre él; pero igualmente por cierto, sólo pode­
mos describir este estado de cosas con palabras... Sólo puedo descri­
bir la situación en que es verdadero decir que estoy sintiendo mareo
diciendo que es una en la que estoy sintiendo mareo... Sin embargo,
entre el enunciar, por muy verdaderam ente que sea, que estoy sin­
tiendo mareo y el sentir mareo hay un gran abismo permanente.
Cuesta dos hacer una verdad. De aquí (obviamente) no que pueda
haber ningún criterio de verdad en el sentido de algún rasgo detecta-
ble en el enunciado mismo que revele si es verdadero o falso. De
aquí, también, que un enunciado no pueda sin absurdo referirse a sí
mismo» M.
«Lo que es a la vez más esencial y más asombroso del lenguaje
es que habla por sí mismo. Viéndome hacer lo que quiera que yo esté
haciendo, p.e., disparando a la parte superior de un blanco, usted
puede no saber qué estoy haciendo yo. Pero si usted me oye decir
algo, usted estará allí, y entonces llegará a saber lo que yo quiero de­
cir. Mi elección de palabras está calculada para decirle a usted lo que
yo quiero hacer con esas palabras. Ellas hablan por sí m ism as»l5.
En Austin la insistencia en la diferencia entre el aspecto metalin-
güístico y el objetual-lingüístico de una expresión, en Shwayder la
acentuación de la autorreferencia siempre presente del habla. Ambos
llaman la atención sobre propiedades que evidentemente conoce
cada hablante y de las cuales hace uso, pero sin explicar propia­
mente; es decir, sin reconstruir cóm o se llega a esto. Tal intento de
reconstrucción, que quiero ahora esbozar y para el cual he elegido el
título «Concepto dialógico de verdad», debe dar un sentido racional
tanto a la teoría de la verdad como correspondencia, como a la teoría
consensual, en su intento de confirm ar y enlazar aspectos teórico-
cognoscitivos y filosófico-m orales. Con esto se trata de destacar
desde el comienzo explícitamente la doble relación en la que está

M J. L. Austin, «Truth», en J. O. Ursom,/G. J. Warnock (eds.), PhiíosophicaI Pa­


péis, Oxford, 2 “ ed., 1970, pp. 123 ss. (ed. east., J. L. Austin, Ensayos filosóficos,
trad. A. García Suárez, Alianza, Madrid, 1989, p. 124).
15 D. S. Shwayder, The Stra/ification o f Behaviour, Londres, 1965, pp. 287 ss. (en
inglés en el original alemán).
cada conversación, la relación con los objetos sobre los que se habla,
y la relación con las personas con las que se habla, así como articular
su conexión. Y tampoco es sorprendente que surja de un impulso sis­
temático y decisivo de las reflexiones metódicas de Platón, precisa­
mente porque allí se encuentra la aparente definición teorética de la
verdad com o correspondencia, con la que he empezado, en inme­
diata vecindad con las reflexiones respecto al consenso.
En el Cratilo se introduce el habla, la acción lingüística del nom­
brar (ov o p á^E iv ) y del expresar (Xé^/eiv), con un doble objetivo: por
un lado, servir a la comprensión recíproca ( S i S á a m v t i oíA/Ui-
Axnx;), por otro, a la diferenciación de los objetos (SiaKpívr.iv t á
n p á y u a x a ) l6; y la determ inación de la expresión verdadera me­
diante el giro «expresar los objetos como son» (x á ó v x a XÉyeiv ax;
é'oTiv)'7 — en la que se puede reconocer sin dificultad tam bién una
parte de la concepción aristotélica posterior— , lleva en una cuida­
dosa interpretación casi por sí misma a la tesis de que la validez de
una expresión sobre un objeto, es decir, de expresiones elementales,
depende en lo esencial sólo de la comparación del uso del predicador
frente al objeto en la expresión con su previa introducción externa a
una expresión para la diferenciación de objetos. Pero esta introduc­
ción — así debe entenderse el fin de la comprensión m utua— se
puede reconstruir solam ente en una situación de enseñar y aprender
para los hablantes. Con esto ya tenemos la base sistemática sufi­
ciente para introducir el concepto dialógico de verdad.
P artim osls de que nos encontram os hablando y actuando básica­
mente en situaciones de uso del habla, sin que las situaciones de in­
troducción del habla, correspondientes fácticamente a la infancia y
adolescencia, sean conocidas por los participantes. Por lo tanto, para
reconstruir un consenso fáctico o un disenso en la situación de uso
del habla mediante un procedim iento paso a paso y convertir en am­
bos casos en un consenso racional (eventualmente primero en un me-
lanivel), es necesaria, primero, una reconstrucción de las situaciones

16 Cratilo, 387b-388b.
11 Cratilo, 385b; cfr. Sofista, 263b, así como la detallada discusión en K. Lorenz/J.
MittelstraG, «On Rational Philosophy o f Language: The Prograinme in Plato’s Cratilus
reconsidered», Mimi, 76 (1967), pp. 1-20.
IS Cfr. para lo siguiente también la construcción sistemática de K. Lorenz, Ele­
mente der Sprachkritik. Eine Alternative zum Dogmatismus und Skeptizismus in der
Analylischen Philosophie, Francfort del M., 1970, 2.a parte (Elementos de crítica del
lenguaje. Una alternativa al dogmatismo y al escepticismo en la filosofía analítica).
de introducción del habla para cada fragmento lingüístico del habla
en la situación de uso del habla. Estas situaciones de introducción
del habla son proporcionadas, en el caso más simple que es el de los
predicados, como situaciones de enseñanza y aprendizaje, en la des­
cripción naturalmente sim plificada, para la articulación lingüística
de esquemas de acción. Con esto por un lado, se establece con segu­
ridad que el esquema de acción de la enseñanza y del aprendizaje
obedece ya en el concepto al principio de autonomía y al principio
de invariancia — una enseñanza eficaz se distingue de aprender y en­
señar con éxito en que el aprendiz es en otro lugar tam bién ense­
ñante para «la misma» distinción— ; y por otro lado, es también se­
guro que el conocimiento y la sinceridad no son todavía
problemáticas: al comienzo de un saber sobre objetos y sobre los en­
señantes o aprendices respectivamente no hay ninguna diferen­
ciación entre el conocimiento y el error y entre la sinceridad y el en­
gaño. El problema de la validez de las expresiones así com o para las
máximas no existe todavía.
La praxis prim aria dialógicam ente construida, en las situaciones
de introducción del habla nunca dada, sino siempre por reconstruir,
es una acción mediada de enseñar y aprender, acción im plícitamente
lingüística, la base prim aria reducible a las situaciones de uso del ha­
bla, a saber, allí donde es formulada la pregunta por lo que es, y por
lo que debe ser. M ediante las situaciones de enseñanza y aprendizaje
de la praxis prim aria se garantiza la comprensibilidad de los concep­
tos, los predicados, es decir, una comprensión básica común de su
sentido, como se puede decir ahora en relación con el uso tradicional
del lenguaje. Sólo hay un problema, el paso de la situación de uso
del habla a la construcción de la situación de introducción del habla,
que hace transparente su éxito y fracaso, para los elem entos lingüís­
ticos del habla utilizada en la praxis científica y también en la coti­
diana.
La objeción fundamental m uestra en este lugar que tal recons­
trucción de la introducción del habla sólo se puede conseguir porque
el consenso racional del uso del habla final es ya previo y no puede
ser elaborado mediante ella. Esta dificultad parece tan insuperable
porque completam ente libre de objeción — prim eram ente sólo fin­
gida— la representación de la reconstrucción de las situaciones de
introducción del habla no se alcanza sin el uso del habla ya conse­
guido y se considera irrealizable transm itir según su intención las
discutibles reconstrucciones sin la ayuda de la representación lin­
güística. El punto clave de esta argumentación es naturalmente la in­
significante — traída por mí de manera lo menos significativa posi­
ble— determ inación adverbial «fiel a la intención» en la que está in­
cluido enteram ente el problema de la validez, que queda por expli­
car. Pero no es absolutam ente necesario — com o ya 'he intentado
m ostrar detalladamente en otro lu g a r”— cargar la introducción de
acciones lingüísticas elementales, p.e., la predicación, la denom ina­
ción, la regulación, etc. mediante situaciones sim plificadas de ense­
ñanza y aprendizaje, con condiciones añadidas, que son formidables
prim eram ente en un nivel de praxis lingüística y de acción más desa­
rrollado. Así es insignificante la consideración de malentendidos no
excluibles en el aprender y enseñar de una distinción insignificante
sin nuevos medios lingüísticos ya presentes (se piensa en el pro­
blema de la introducción de las palabras de los colores, m ientras no
estén aún a disposición diferencias categoriales básicas, como color
y forma), porque sólo es formidable bajo el presupuesto de una anti­
cipación de diversas continuaciones de la distinción introducida en
com ún mediante ejem plos y contraejemplos. Pero son productos lin­
güísticos más elevados, que exigen postulados ya en la base, lo que
sería metódicam ente absurdo. Por el contrario, se puede exigir con
razón de las situaciones de introducción del habla volver de nuevo a
las situaciones de uso del habla, de las cuales habíamos partido, por­
que la exigencia de posibilitar una orientación del hombre en el
mundo y entre sus semejantes, produce el problema de la validez, es­
pecialmente el problem a de la verdad de las expresiones.
El punto de partida para el próximo paso ahora necesario es la
propiedad de las situaciones de uso de habla, de ser diferentes bási­
camente de posibles situaciones de introducción de sus componentes
predicativos. En esto consiste el resultado específico del habla hu­
mana, la única que puede hacer presentes situaciones mediante pala­
bras, en las que no tiene lugar el dudoso habla. Hay un uso indepen­
diente de las situaciones de introducción posible en las expresiones
lingüísticas, un uso de distinciones ya sabidas sobre objetos repre­
sentados meramente lingüísticos, m ediante nominadores, que tam­
bién, si ellos se encuentran ya en la situación de uso del habla, en­
tonces no podrían ser contados para la situación de introducción.
Y esta capacidad de distinción entre introducción y uso consti­
tuye —fam a fert— la grandeza y la miseria del hombre, ya que la
independencia de la situación en cada caso presente, en la que al-

'* Art. cit., esp. pp. 167 ss.


guien actúa y habla es posible gracias al habla. Con esto la posibili­
dad de consenso sobre tiempos y espacios se convierte al mismo
tiempo en la fuente para la confianza que desaparece en la seguridad
de los modos de acción y especialmente de habla sólo transm itidas, a
saber, porque impulsa la duda en la ejem plificabilidad de muchas di­
ferencias tradicionales lingüísticamente articuladas, y porque enseña
a esbozar nuevas alternativas para situaciones hasta ahora lingüísti­
camente articuladas.
El consenso no problematizable en la praxis prim aria sobre la ar­
ticulación lingüística de las relaciones con el mundo —el núcleo ra­
cional de la correspondencia entre lenguaje y mundo se encuentra
aquí solo en el nivel de las expresiones predicativas y ya no puede
ser articulado en el plano de las expresiones que todavía no existen
en la praxis prim aria— se convierte en una mera exigencia en la pra­
xis secundaria por reconstruir dialógicam ente m ediante situaciones
de enseñanza y de aprendizaje, a saber, la situación de uso del habla.
Entre el habla y la acción debe ser introducida una conexión contro­
lable, más allá del mero com prender el sentido de las palabras, que
aparezca como fundamentabilidad del habla. En el caso de las expre­
siones — caracterizadas en la praxis secundaria mediante un procedi­
miento de afirm ación y discusión recíprocas, en una palabra, de ar­
gum entación— no se trata ya en la elaboración de la conexión
mencionada de una mera com prensión del sentido de las palabras,
sino del reconocimiento de la validez de las expresiones. En todo
caso, con este procedimiento de la argumentación introducido y tam ­
bién sim plificado en las situaciones de enseñanza y aprendizaje de
expresiones se diferencia el uso de expresiones para la afirm ación de
su uso, p.e., en cuentos y se asegura su validez independiente de las
circunstancias de la expresión. Este com ienzo del segundo paso es al
mismo tiempo una piedra para la fundamentación de una teoría de la
praxis primaria, porque aquí se presentan por prim era vez expresio­
nes cuya validez es asegurada dialógicamente mediante una praxis
secundaria. Para los fundamentos de la teoría cuentan (1 °) las lim ita­
ciones de la praxis primaria, p.e., mediante la caracterización de
ciertas expresiones lingüísticas com o partículas lógicas — esto se
consigue mediante definiciones— , o mediante el establecimiento re­
cíproco de las diferencias encontradas — esto se consigue mediante
regulaciones o determ inaciones conceptuales— ; de este modo los di­
versos elem entos lingüísticos de la praxis prim aria son ordenados
para nuevos objetivos. (2 .°) una com plicada justificación, en su deta­
lle, de la praxis secundaria de las reglas de com portam iento para ar­
gum entar sobre expresiones, lo que acontece en el transcurso de un
diálogo según reglas estrictas y conduce a la introducción, espe­
cialm ente para expresiones unidas por partículas lógicas, de un
concepto de verdad con contenidos, a saber, com o gánabilidad en
un diálogo de la expresión correspondiente; y (3.°) una limitación
de la praxis secundaria, p.e., m ediante la caracterización de ciertas
estrategias en este diálogo com o lógicas, y con ello la introducción
de la verdad lógica de las expresiones como caso especial de su
verdad con contenido.
Se concluye con esto la construcción de esta teoría, esto es, la
fundamentación de expresiones sobre el diálogo. Y en este lugar po­
sibilita por primera vez el cálculo de la teoría de una vuelta a una
praxis, naturalmente en un nivel más alto, que desgraciadamente en
la lógica moderna, en forma de cálculo lógico, ha sido denominada
ya como fundamento de la lógica20.
Un desarrollo de este esbozo de una construcción dialógica de la
lógica mostraría más claram ente que de este modo se conserva una
conexión de las determ inaciones prácticas y teóricas, que dejaría sin
razón de ser la antigua disputa sobre el primado de teoría y praxis.
Más bien esta construcción permite ver hasta los detalles técnicos de
la lógica formal como intento de una solución de la exigencia plató­
nica de un saber e intelección con ayuda de una Sic/Aeiaiicq Té%vq,
que no es otra cosa que la actualización de la más alta actividad filo­
sófica, del h ó yov Si8óvou (dar razón).
El no calificar nada como saber o inteligencia sin indicación de
los fundamentos, llega a ser un hilo conductor, especialmente para la
pregunta por la verdad, cuya formulación moderna, la que restituye
literalmente la formulación platónica, se encuentra en la concepción
leibniziana del principium reddendae rationis (principio de que se ha
de dar razón).

30 Cfr. sobre esto la parte del ensayo informativo más exacto de K. Lorenz, «Dia-
logspiele ais semantische Grundlage von Logikkalkiilen» («Juegos de diálogo como
fundamento semántico de los cálculos lógicos»), I, II, en Arch. f. math. Logik u.
Grundlagenf 11 (1968), pp. 32-55, 73-100, y «Rules versus Theorems. Approach for
Mediation betvveen Infuitionistic and Two-Valued Logic» (aún no publicado).
JÜRGEN HABERMAS
TEORÍAS DH LA VERDAD
(1973)

E d ic ió n o r ig in a l :

— «Wahrheitstheorien», en H. Fahrenbach (Hrsg.), Wirklichkeit und


Reflexión, Neske, Pfullingen, 1973, pp. 211-265.
— Vorstudien und Ergánzungen zur Theorie des kómmunikátiven
Handelns, Suhrkamp, Francfort del M., 1984, pp. 127-183.

E d ic ió n c a s t e l l a n a :

— «Teorías de la verdad», en J. Habermas, Teoría de la acción comu­


nicativa: complementos y estudios previos, Cátedra, Madrid,
1989, pp. 113-158. Reproducimos el texto de esta edición con au­
torización expresa de la empresa editora.

T r a d u c c ió n : M. Jiménez.

O t r o s e n sa y o s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

—7 «Objektivitat und Wahrheit», en Erkenntnis und Interesse, Suhr-


katnp, Francfort, 1968, pp. 382-417 (ed. cast. «Objetividad y ver­
dad», en Conocimiento e interés, Taurus, Madrid, 1982, pp. 310-
337).
— «La crítica nihilista del conocimiento en Nietzsche», epílogo en E
Nietzsche: Erkenntnistheoretische Schriften, Suhrkamp, Francfort,
1968, pp. 237 ss, (ed. cast., en Cuadernos Teorema, n.° 13, Valen­
cia, 1976; también en Sobre Nietzsche y otros ensayos, Tecnos,
Madrid, 1982, pp. 31-61 (recogido asimismo en la edición caste­
llana de La lógica de las ciencias sociales, pero bajo el título «So­
bre la teoría del conocimiento de Nietzsche», Tecnos, Madrid,
1988, pp. 423-41).
— «El carácter veritativo de las cuestiones prácticas», en Problemas
de legitimación del capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires,
4.a reimp.. 1991, pp. 124-34 (ed. orig., Legitimationsprobleme Un
Spatkapitalismus, Francfort, 1973).
— «Wahrheit und Gesellschaft», en Vorstudien und Ergánzungen zur
Theorie des kummunikativen Handelns, Suhrkamp, Francfort,
1984 (redacción original de 1970-71), pp. 104-126 (ed. cast.,
«Verdad y sociedad» en Teoría de la acción comunicativa: com­
plementos y estudios previos, Cátedra, Madrid, 1989, pp. 94-111).
— «Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikati-
ven Kompetenz», Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnolo-
gie. Was leistet die Systemfórschung?, Suhrkamp, Francfort, 1971,
pp. 101-41.
«Bedeutung und Wahrheit», en Faktizitát und Gelluitg, Suhrkamp,
Francfort, 1992, 24-32 (ed. cast., Facticidady validez, Trotta, Ma­
drid (en prensa).

B ibliografía com plem en taria :


\ v *:*'”■»••;;•,>■V. X V ‘ : - v . r v V : N l :.: ? ’■
— K. H. Ilting, «Gcltung ais Konsens», Neue Hefte fur Philosophie,
10(1976), 20-50.
— H. Keuth, «F-rkenntnis oder Entscheidung? Die Konsenstheorie
der Wahrheit und der Richtigkeit von J. Habermas», Zejtschrift fiir
allgemein Wissenschafts-theorie, 10 (1979), pp. 375-393.
— H. Scheit, Wahrheit, Diskurs, Demokratie. Studien zur Konsen-
sustheorie der Wahrheit', K. Alber, Munich, 1987.

1. TRES CUESTIONES PRELIMINARES

Antes de entrar en las teorías de la verdad, especialmente en dos de


ellas, a saber: la teoría de la verdad como correspondencia y la teoría
consensual de la verdad, voy a aclarar algunas cuestiones previas.
Primero: ¿de qué podemos decir que es verdadero o falso? Los
.candidatos más prom etedores son las oraciones (Sátze), las em isio­
n es (Áusserungen) y los enunciados (Aussagen). Escasas perspecti­
vas de éxito son las que ofrece la tentativa de escoger una determ i­
nada clase de oraciones como aquello a lo que podemos atribuir
verdad o f a ls e d a d P u e s oraciones de distintas lenguas o diversas

' Esto, como es obvio, no puede considerarse una caracterización suficiente de la


teoría semántica de la verdad. Cfr. Tarski, «The Semantic Conception ofTruth», en H.
Feigl y W. Selláis, Readings in PhilosophicalAnalysis, Nueva York, 1949 (ed. cast. en
este mismo volumen, pp. 65-108). Véase la critica de E. Tugendhat, en Philosophische
Rundschau, 8, H. 2/3, pp. 131-159. La interpretación más sutil que conozco es la de
oraciones de la misma lengua pueden reflejar el mismo estado de co­
sas, m ientras que las mismas oraciones cuando aparecen en diversos
contextos del habla, pueden también reflejar diversos estados de co­
sa s2. De ahí que A ustin propusiese considerar, no las oraciones, sino
determ inadas clases de emisiones, a saber: las afirm aciones (asser-
tions, statements) como aquello que podemos llam ar verdadero o
falso 3. Una oración se compone de palabras, una afirm ación se
«hace» recurriendo a palabras y empleando una oración. Se puede
utilizar la misma oración en afirm aciones diversas y con diversas
oraciones hacer la misma afirm ación. Pero aquí surge una nueva di­
ficultad. Pues las afirm aciones representan emisiones o episodios
lingüísticos datables, mientras que, m anifiestam ente, la verdad exige
invariabilidad y posee, por tanto, un carácter no episódico. Si distin­
tas personas, en distintas circunstancias y con distintas palabras pue­
den hacer la misma afirm ación, reflejan entonces el mismo estado de
cosas. Aquello que han afirm ado no es relativo a los actos de habla
con los que han afirm ado lo que han afirm ado. Straw son4 insiste con
razón en la convención de que no son las emisiones, sino los enun­
ciados los que deben llamarse verdaderos o falsos: «Mi decir algo es
ciertam ente un episodio. Lo que digo, no lo es. Es lo prim ero, no lo
segundo, lo que declaramos ser verdadero»5. Verdaderos o falsos,
llamamos a los enunciados en atención a los estados de cosas que en
estos enunciados se reflejan o expresan.
Sin embargo, no podem os privar a los enunciados de toda fuerza
asertórica. A cada enunciado podem os hacer corresponder un estado
de cosas, pero verdadero es un enunciado si y sólo si refleja un es­
tado de cosas real o un hecho — y no se limita a fingir un estado de
cosas como un hecho— . Ciertam ente que también los enunciados

Sellars, «Truth and Concspondanec», en Science, Perception and Reality, Londres,


1963, pp. 197-224. Pero también a él le alcanza el contraargumento de que mediante
la concordancia lógica del sentido de una oración metalingüíslica con el sentido de
una oración perteneciente al lenguaje objeto no cabe captar el significado pragmático
de la «correcta reproducción» de estados de cosas en enunciados. Cfr. sobre ello C. F.
v. Weizacker, Die Einheit der Natur, Munich, 1971, pp. 336 ss. Últimamente E.
Scheibe, «Wissenschaft und Wahrheit», en Zschrfí. Gymnasium, 80, Jg., 1973, H. 12,
pp. 56 ss., sobre Tarski, pp. 70-72.
P. F. Strawson, «Truth», en Analysis, t. IX (1949), n. 6.
3 J. L. Austin, «Truth», en Philosophical Papers, Oxford, 1971, pp. 117-133.
4 P. F. Strawson, «Truth» en G. Pitcher (ed.), Truth, Englewoods Cliffs, 1964,
pp. 32-53.
* Strawson, loe. cit., p. 33.
falsos, como podemos decir, tienen un contenido proposicional; pero
cuando hago un enunciado, afirm o un estado de cosas existente, es
decir un hecho. Un enunciado recibe fuerza asertórica por su inser­
ción en un acto de habla, por la circunstancia, pues, de que alguien
pueda afirm ar ese enunciado. Searle ha llamado la atención acerca
de que el mismo contenido proposicional puede aparecer en actos de
habla diversos, como son los m andatos, las preguntas, las promesas y
las afirm aciones, pero sólo en los actos de habla constatativos (afir­
maciones) puede un contenido proposicional aparecer en forma de
una proposición6. Nuestra primera pregunta podemos pues respon­
derla en los siguientes términos: verdad es una pretensión de validez
que vinculamos a los enunciados al afirmarlos. Las afirm aciones
pertenecen a la clase de actos de habla constatativos. Al afirm ar
algo, entablo la pretensión de que el enunciado que afirm o es verda­
dero. Esta pretensión puedo entablarla con razón o entablarla sin ra­
zón. Las afirm aciones no pueden ser verdaderas o falsas, están justi­
ficadas o no están justificadas. En la ejecución de actos de habla
constatativos se expresa lo que queremos decir con «verdad de los
enunciados»; de ahí que esos actos de habla no puedan ellos mismos
ser verdaderos. Verdad significa aquí el sentido del empleo de enun­
ciados en afirm aciones. El sentido de la verdad puede, por tanto,
aclararse con referencia a la pragm ática de una determ inada clase de
actos de habla.
Acerca de qué es una pretensión de validez podem os aclararnos
recurriendo al modelo de una pretensión o demanda jurídica. Una
pretensión puede entablarse, es decir, hacerse valer, puede discutirse
o defenderse, puede rechazarse o reconocerse. Las pretensiones que
son reconocidas cobran fuerza jurídica. La circunstancia de que las
pretensiones de validez encuentren efectivamente reconocimiento,
puede tener muchas razones (o causas). Pero en la medida en que
«de la cosa misma» pueda deducirse una razón suficiente para el re­
conocimiento de una pretensión de validez, decimos que ésta es re­
conocida porque, y exclusivamente porque, está justificada (o les pa­
rece justificada a aquellos que la reconocen). Una pretensión está
justificada sólo y en la medida en que pueda sostenerse; pues la vali­

* J. R. Searle, «Austin on Locutionary and (llocutionary Acts», en The Philosophi-


cal Review, 1. LXXVtl (1968). n. 4; del mismo autor, Speech Acts, Cambridge, 1969
(ed. east.. Actos de habla, Cátedra, Madrid, 1986).
dez justificada de una pretensión garantiza la fiabilidad con que pue­
den cum plirse las expectativas resultantes de una determ inada pre­
tensión.
La segunda cuestión previa que quiero aclarar ha sido planteada
por la teoría de la verdad como redundancia. Si es verdad que en to­
das las oraciones de la form a «p es verdadera» la expresión «es ver­
dadera» es lógicamente superfina, entonces no es m enester una teo­
ría de la verdad. Austin se atiene, a mi entender con razón a la
diferencia que se da entre la afirm ación de un enunciado (verdadero)
y la constatación m etalingüística de que la pretensión de validez
afirm ada para esc enunciado es una pretensión entablada con razón.
Esta segunda afirm ación contiene un enunciado que no se refiere a
un hecho, sino a un enunciado sobre un hecho. Sin embargo, la teo­
ría de la verdad como redundancia puede apelar a una observación
co rrecta7: «que «p» es verdadera», no añade nada a la afirm ación
«p». Pues al afirm ar «p», presento o entablo para «p» una pretensión
de verdad: en ello radica el sentido pragmático de las afirm aciones.
La mencionada diferencia, una diferencia que la teoría de la verdad
como redundancia pasa por alio, sólo se obtiene cuando la preten­
sión de validez de las afirm aciones, ingenuamente entablada, queda
puesta en cuestión. Una pretensión de validez sobre cuya justifica­
ción pueden hacerse afirm aciones controvertidas, sólo puede temati-
zarse en constataciones m etalingüísticas del tipo «p es verdadera/no
es verdadera». La expresión «constatación metalingüística» no debe
sugerir, sin embargo, una relación de deducción lógica entre afirm a­
ciones que pertenecen a distintos ámbitos de com unicación. Una re­
lación deductiva se da entre la oración “ la afirm ación «que p» está
justificada” y la oración «p» es verdadera». Entre afirm aciones de
este nivel y la afirmación directam ente hecha de «p» no se da, en
cambio, una relación deductiva, sino aquella relación reflexiva que
tiene lugar cuando se confirm a explícitam ente un plexo o relación de
justificación. La pretensión de validez implícitam ente contenida en
las afirm aciones hechas ingenuamente, se torna explícita en consta­
taciones y aseveraciones m etalingüísticas, en las que pasa a ser ob­
jeto de confirm ación o negación.

7 F. P. Ramsey, «Facts and Propositions», cu The Foudations o f Mathematics, Lon­


dres y Nueva York, 1931. Reimpreso en parte en Pitcher, loc.cit., pp. 16 ss. (ed. east.
en Revista de Filosofía, en prensa). Cfr. también G. Fregc, «Über Sinn und Bedeu-
Uing», en Kleine Schriflen, Gotinga.
El sentido de esta peculiar relación puede aclararse, en
térm inos generales, atendiendo a la relación entre discursos y ac­
ciones. Bajo la rú brica «acción» introduzco el ám bito de com uni­
cación en el que tácitam ente reconocem os y presuponem os las
p retensiones de validez im plicadas en las em isiones o m anifesta­
ciones (y, p or tanto, tam bién en las afirm aciones), para intercam ­
biar inform aciones (es decir, experiencias relativas a la acción).
B ajo la rú b rica «discurso» introduzco la form a de com unicación
caracterizada p or la argum entación, en la que se tornan tem a las
pretensiones de validez que se han vuelto problem áticas y se
exam ina si son legítim as o no. Para iniciar un discurso tenem os
en cierto m odo que salir de los contextos de acción y experien­
cia; en los discursos no intercam biam os inform aciones, sino a r­
gum entos que sirven para razonar (o rechazar) pretensiones de
validez problem atizadas. Los discursos exigen, en prim er lugar,
una suspensión de las coacciones de la acción, que ha de condu­
cir a que pueda quedar neutralizada cualquier otra m otivación
que no sea la de una disponibilidad cooperativa a entenderse (y a
establecer una separación entre cuestiones de validez y cuestio­
nes de génesis). En segundo lugar, exigen una virtualización de
las pretensiones de validez, que habría de conducir a dejar en
suspenso la cuestión de la existencia de objetos de la experiencia
(cosas, sucesos, personas, m anifestaciones) y a poder considerar
tanto los hechos com o las norm as desde el punto de vista de su
posible existencia o legitim idad (es decir, a poderlas tratar en ac­
titud hipotética). La diferenciación estructural entre ám bito de
acción y discurso, es, por lo dem ás, el reverso de la vinculación
de la estructura de la m otivación a la estructura de la com unica­
ción, que es característica de la etapa sociocultural de la evolu­
ción: los discursos son en este aspecto desconexiones a pos-
teriori y tem porales de am bas estructuras. Esta form a de
com unicación liberada de la presión de la experiencia y de las
coacciones de la acción posibilita, en situaciones de interacción
perturbada, restab lecer un entendim iento sobre pretensiones de
validez que se han vuelto problem áticas (las alternativas son, o
bien el paso al com portam iento estratégico, o la ruptura de la c o ­
m unicación).
N uestra segunda pregunta, podem os responderla, por tanto, de
la siguiente forma: en los plexos de acción comunicativa sería re­
dundante una explicitación de la pretensión de validez entablada
con las afirm aciones; pero tal explicitación es ineludible en los dis-
cursos, pues éstos tem atizan el derecho que asiste a tales pretensio-i
ncs de valid ez8.
La tercera cuestión previa, que nos conduce ya al tema propia­
mente dicho, se refiere a un supuesto básico de la teoría de la verdad
como correspondencia. ¿Cómo se relacionan los hechos que afirm a­
mos, con los objetos de nuestra experiencia? Strawson ha vuelto a
sacar a relucir en su discusión con A ustin9 la diferencia entre hechos!
y objetos de la experiencia o sucesos tratada ya por R am sey l0, y la
ha sometido a una ulterior aclaración recurriendo a la diferencia en­
tre descripción y denotación (o referencia). Aquello que justificada­
mente podem os afirm ar lo llamamos un hecho. Un hecho es aquello
que hace verdadero a un enunciado; de ahí que digamos que los
enunciados reflejan, describen, expresan, etc., hechos. En cambio,
las cosas y sucesos, las personas y sus manifestaciones, es decir, los
objetos de la experiencia son aquello acerca de lo que hacemos afir­
maciones o de lo que enunciam os algo: aquello que afirm am os de
los objetos, es un hecho cuando tal afirmación está justificada. Los
hechos tienen, pues, un status distinto que los objetos. «Hechos son
lo que las afirm aciones, cuando son verdaderas, afirm an; no son
aquello sobre lo que las afirm aciones versan. A diferencia de las co­
sas y sucesos en la faz del globo, no son presenciados u oídos o vis­
to s...» ". Con los objetos hago experiencias, los hechos los afirmo;
no puedo experim entar hechos ni afirm ar objetos (o experiencias con

* Esta circunstancia explica también la diferencia entre verdad/falsedad y afirma­


ción/negación. Empleamos dentro de un enunciado predicativo la negación para ex­
presar que un determinado predicado 110 conviene a un objeto. La negación determina
un estado de cosas, 110 el enunciado con que niego un estado de cosas. Este enunciado
puede a su vez ser no verdadero. La no verdad de 1111 enunciado no es la negación de
un enunciado; no puede negarse un enunciado, sino su valor de verdad. Pero cuando
niego el valor de verdad de un enunciado hago una afirmación discursiva: afirmo que
el enunciado p es falso. De ello hay que distinguir a su vez la negación que se refiere
a la ejecución del acto de habla mismo: es claro que «no afirmo que» 110 equivale a
«afirmo que p no es verdadero».
9 En G. Pitcher, loe. cit., pp. 35-43, cfr. P. F. Strawson, Individuáis, Londres, 1959,
cap. 6 (ed. east., Individuos, Tauros, Madrid, 1989).
10 Puede haber distintas descripciones coextensivas del mismo suceso, que 110 sean
sinónimas, por ejemplo, «la muerte de César» y «el asesinato de César»; pero el he­
cho de que César fuera asesinado sólo podemos reproducirlo mediante el mismo
enunciado; enunciados coextensivos que no sean sinónimos 110 pueden expresar el
mismo hecho. Cfr. sobre ello P. Cjochet, Esquisse d'une Theorie nominalista de la pm -
position, París, 1972, pp. 92 ss.
" Pitcher, loe. cit., p. 38.
los objetos). Al afirm ar un hecho me puedo basar en experiencia y
referirm e a objetos. Y si los objetos de nuestra experiencia son algo
¡ en el mundo, entonces no podem os decir igualm ente de los hechos
/que sean «algo en el mundo». Pero es precisam ente esta afirm ación
o una afirm ación equivalente la que ha de hacer la teoría de la ver­
dad como correspondencia: los enunciados verdaderos deben «co­
rresponder» a hechos, expresión que sólo puede tener sentido si los
correlatos de los enunciados representan algo real al modo com o lo
son los objetos de nuestra experiencia, es decir, son «algo en el
mundo». Si distinguim os de la form a indicada entre hechos y obje­
tos de la experiencia, tenem os que asentir a lo que dice Strawson:
«Las cosas, personas, etc., a que nos referim os, son el correlato
m aterial de la parte referencial de la afirm ación; la cualidad o pro­
piedad que el referente decim os que «posee» (es decir, el correlato
de la determ inación predicativa) es el correlato pseudo material de
su parte descriptiva; y el hecho al que la afirm ación «corresponde»
es el correlato pseudom aterial de la afirm ación tom ada en con­
junto» l2. Los hechos sólo son en apariencia correlatos objetivos de
los enunciados, si el sentido de «objetivo» (m aterial, que dice
Strawson) no puede definirse, sino aclarando qué es eso de objetos -
de la experiencia.
Esta objeción contra la teoría de la verdad como corespondencia
nos remite a la objeción lógica que ya hizo Peirce contra el carácter
autocontradictorio de esa teoría Si al término «realidad» no pode­
mos darle ningún otro sentido que el que vinculam os con los enun­
ciados sobre hechos, y entendemos el mundo como suma de lodos
los hechos, entonces la relación de correspondencia entre enunciados
y realidad sólo podría determ inarse a su vez mediante enunciados.
La teoría de la verdad como correspondencia trata en vano de rom­
per el ám bito de la lógica del lenguaje, que es el único lugar donde
cabe aclarar la pretensión de validez de los actos de habla.
Y, sin embargo, esa teoría descansa en una observación correcta.
t Si los enunciados «reflejan» hechos y no se limitan simplemente a
fingirlos o a inventarlos, entonces tales «hechos» tienen que estar
dados de alguna manera; y precisam ente esta es la propiedad que po­
seen los objetos «reales», es decir, los objetos de la experiencia, los

'■ Ibíd., p. 37.


15 Cfr. la introducción de K. O. Apel a su edición de Ch. S. Peirce, Schríften, t. I,
Francfort, 1968.
cuales «son algo en el mundo». Los enunciados han de ajustarse a
los hechos y no los hechos a los enunciados.
Esta dificultad desaparece si tenem os presente que los «hechos»
sólo advienen al lenguaje en el ámbito de comunicación que es el
discurso, es decir cuando, y sólo cuando, queda problem atizada la
pretensión de validez que los enunciados llevan aneja. En los contex­
tos de acción nos informamos o nos transmitimos inform aciones so­
bre objetos de la experiencia. Ciertam ente que el contenido de la in­
formación se apoya en hechos, pero sólo cuando la información se
pone en duda y pasa a discutirse acerca del contenido de esa afirm a­
ción desde el punto de vista de la posibilidad de que algo sea el caso,
pero pudiera también no serlo, hablamos de «hechos», que (a lo m e­
nos) un ponente afirm a y que (a lo menos) un oponente pone en
duda IJ. Que un semáforo esté en amarillo o que una m anzana sea
amarilla es, en el contexto del tráfico autom ovilístico o en el mer­
cado de fruta, una información (la comunicación de una experiencia
referida a la acción); se puede también decir que éstos son hechos,
pero lo decim os, es decir, empezamos a hablar de hechos, cuando
tras un accidente autom ovilístico hay que aclarar el estado de cosas
consistente en si aquel sem áforo en un determ inado momento estaba
en amarillo, o, al experim entar unos cultivos, hay que aclarar el es­
tado de cosas de si aquella manzana ya estaba am arilla en un deter­
minado punto del tiempo. En estos casos estam os ante afirm aciones
de la misma forma gramatical, pero esas afirm aciones significan co­
sas distintas en ambos ámbitos de comunicación. En el contexto de
acción la afirm ación tiene el papel de una inform ación acerca de una
experiencia con objetos, en el discurso cumple la función de un
enunciado con pretensión de validez problematizada. El mismo acto
de habla expresa, en el prim er caso, una experiencia, que puede ser
objetiva o simplemente subjetiva, en el segundo, un pensamiento
(Gedanke) que es verdadero o falso. En los contextos de acción
puedo equivocarme en mis experiencias con los objetos, en los dis­
cursos tengo o no tengo razón en lo tocante a la pretensión de vali­
dez que afirm o para mi enunciado.
Los hechos son deducidos de los estados de cosas; y por estados
de cosas entendemos el contenido proposicional de afirm aciones
cuyo contenido veritativo ha sido problematizado. Cuando decimos
que los hechos son estados de cosas existentes, a lo que nos estamos

14 El pensamiento hipotético puede considerarse entonces corno discurso interior.


refiriendo no es a la existencia de objetos, sino a la verdad de propo­
siciones. si bien estam os también suponiendo la existencia de obje­
tos identificables de los que predicam os algo. El sentido de «hecho»
o «estado de cosas» no puede aclararse sin hacer referencia a discur­
sos en los que examinamos la pretensión de validez de las afirm acio­
nes, dejada en suspenso (Gedanken en el sentido de Frege). Pensa­
mientos sobre objetos de la experiencia no son lo mismo que
experiencias o percepciones de objetos.
Ciertam ente que en el contexto de una argumentación también
puede apelarse a experiencias. Pero la apelación metódica a la expe­
riencia, por ejem plo, en un experimento, depende por su parte de in­
terpretaciones, que sólo pueden acreditar su validez en un discurso.
Las experiencias apoyan la pretensión de validez de los enunciados;
a tal pretensión solemos atenernos mientras no se presenten expe­
riencias disonantes. Pero «desempeñarse» sólo puede una pretensión
de verdad m ediante argumentos. Una pretensión basada en la expe­
riencia no es en modo alguno todavía una pretensión fundada.
El resultado de estas consideraciones prelim inares podem os re­
sumirlo en tres tesis, que necesitan un ulterior desarrollo15.

Primera tesis. Llamamos verdad a la pretensión de validez que


vinculamos con los actos de habla constatativos. Un enunciado es
verdadero cuando está justificada la pretensión de validez de los ac­
tos de habla con los que, haciendo uso de oraciones, afirm am os ese
enunciado.
Segunda tesis. Cuestiones de verdad sólo se plantean cuando
quedan problem atizadas las pretensiones de validez ingenuamente
supuestas en los contextos de acción. En los discursos, en los que se
someten a examen pretensiones de validez hipotéticas, no son, pues,
redundantes las em isiones o manifestaciones acerca de la verdad de
los enunciados.
Tercera tesis. En los contextos de acción las afirm aciones infor­
man acerca de objetos de la experiencia, en los discursos se someten

ls La teoría consensual de la verdad está para mí en conexión con los fundamentos


normativos de una teoría crítica de la sociedad y con los problemas de fundamenta-
ción de la ética. En esta dimensión saltan a la vista las relaciones con los esfuerzos fi­
losóficos que W. Schulz ha emprendido en su obra, Pliilosophie in der veránderten
Welt, Pfullingen, 1972. Cfr. también trabajos anteriores: «Neue Wege und Zieie in der
Philosophic», en Universitas, 17 (1962), H. 10; y del mismo autor: «Wandlungen der
Wirklichkeitsbegriff», en Universitas, 20 (1965), H. 6.
a discusión enunciados sobre hechos. Las cuestiones de verdad se
plantean, por consiguiente, no tanto en lo tocante a los correlatos in-
tram undanos del conocimiento referido a la acción, cuanto a los he­
chos que se hacen corresponder con discursos libres de experiencia y
descargados de acción. Sobre si un estado de cosas es el caso o no es
el caso, no decide la evidencia de experiencias, sino el resultado de
una argumentación. La idea de verdad sólo puede desarrollarse por
referencia al desempeño discursivo de pretensiones de validez.

De estas tesis voy a sacar algunas conclusiones provisionales que


sugieren una teoría consensual de la verdad.
De las informaciones decimos que son fiables (o no fiables). La
fiabilidad de una información se mide por la probabilidad con que
(en los contextos de acción) se cumplen las expectativas de com por­
tam iento derivadas de esa información. Ls posible que podamos ex­
plicar la relación pragmática entre conocimiento y objetos de la ex­
periencia con ayuda del concepto de correspondencia (aunque aun
así, tampoco debe olvidarse que la objetividad de la experiencia se
funda en las condiciones subjetivas generales de la posibilidad de la
experiencia). La verdad, en cambio, no es una propiedad de las infor­
maciones, sino de los enunciados; se mide no por la probabilidad de
cum plimiento de pronósticos, sino por la unívoca alternativa de si la
pretensión de validez de las afirm aciones es discursivamente desem ­
p e ñ a r e o no lo es. Llamamos verdaderos a los enunciados que pode­
mos fundamentar. El sentido de la verdad, implicado en la pragm á­
tica de las afirm aciones, sólo puede aclararse suficientem ente si
podemos a su vez aclarar qué significa «desempeño o resolución dis­
cursivos» (idiskursive Einlósung) de pretensiones de validez fundadas
en la experiencia. Precisamente esto es el fin de una teoría consen­
sual de la verdad.
Según esta teoría, sólo puedo (con ayuda de oraciones predicati­
vas) atribuir un predicado a un objeto, si tam bién cualquiera que pu­
diera entrar en discusión conmigo atribuyese el mismo predicado al
mismo objeto; para distinguir los enunciados verdaderos de los fal­
sos, me refiero al juicio de los otros y, por cierto, al juicio de todos
aquellos con los que pudiera iniciar una discusión (incluyendo contra-
fácticamente a todos los oponentes que pudiera encontrar si mi vida
fuera coextensiva con la historia del mundo humano). La condición
para la verdad de los enunciados es el potencial asentimiento de todos
los demás. Cualquier otro tendría que poder convencerse de que atri­
buyo justificadam ente al objeto el predicado de que se trate, pudiendo
darm e por tanto su asentimiento. La verdad de una proposición signi­
fica la prom esa de alcanzar un consenso racional sobre lo dicho.

II. PRETENSIONES DE VALIDEZ Y VIVENCIAS


DE CERTEZA

En la tradición filosófica el término «verdad» ha tenido en múlti­


ples ocasiones un significado más amplio que el hasta ahora indicado
de verdad de los enunciados. El término es utilizado a menudo como
sinónimo de «racionalidad». Pero llamamos racionales no sólo a las
afirm aciones, sino también a otras clases de actos de habla; a veces
llamamos racionales incluso a las normas, acciones y personas. Voy a
defender la tesis de que hay a lo menos cuatro clases de pretensiones
de validez, que son cooriginarias, y que esas cuatro clases, a saber:
i n te 1eg ib i 1idad, verdad, rectitud y veracidad, constituyen un plexo al
que podemos llamar racionalidad. Voy a distinguir primero entre estas
cuatro pretensiones de validez, y después entre pretensiones de vali­
dez y las correspondientes intenciones y vivencias de certeza, para
mostrar que no sólo con las afirmaciones, sino también con las nor­
mas vinculamos, asociamos pretensiones de validez que pueden re­
solverse o desempeñarse en un discurso. Las primeras pueden some­
terse a examen en discursos teoréticos, y las segundas en discursos
prácticos. Una teoría consensual de la verdad no sólo habrá de exten­
derse, pues, a la verdad de los enunciados, sino a la rectitud de los
preceptos y valoraciones. Por lo demás, la tabla de pretensiones de
validez nos servirá para explicar cómo han podido formularse teorías
de la verdad que resultan más que problemáticas (cfr. sección III).

1. Un juego de lenguaje que funciona, en el que se intercam ­


bian actos de habla coordinados, se ve acompañado de un «consenso
de fondo». Este consenso consiste en el reconocimiento recíproco
de, a lo menos, cuatro pretensiones de validez, que los hablantes
competentes han de entablar m utuamente en cada uno de sus actos
de habla: se pretende inteligibilidad para las emisiones o manifesta­
ciones, la verdad del contenido proposicional, la rectitud (Richtigkeit)
de su componente realizativo y la veracidad de la intención que el ha­
blante expresa. Una com unicación (no estratégica, es decir, endere­
zada al entendim iento) discurre sin perturbaciones (sobre la base de
un consenso «convertido en hábito») si y sólo si los sujetos hablan­
tes/agentes:
(a) hacen comprensible, así el sentido de la relación interperso­
nal (el cual puede expresarse en forma de una oración realizativa),
como el sentido del contenido proposicional de su emisión;
(b) prestan reconocim iento a la verdad del enunciado hecho
con el acto del habla (o de las presuposiciones de existencia del con­
tenido proposicional, al que el acto de habla hace mención);
(c) reconocen la rectitud de la norm a, como cumplimiento de la
cual puede considerarse en cada caso el acto de habla ejecutado;
(d) no ponen en cuestión la veracidad de los sujetos im pli­
cados.

Pero estas cuatro pretensiones de validez sólo se convierten en


tem a cuando el funcionam iento del acto de habla se ve perturbado,
y conm ovido el consenso de fondo. Entonces aparecen preguntas y
respuestas típicas; son un com ponente norm al de la práctica co­
m unicativa. Cuando la inteligibilidad de una em isión o m anifesta­
ción se torna problem ática, hacem os preguntas del tipo: ¿qué quie­
res decir con eso? ¿Cóm o he de entender eso? ¿Q ué significa eso?
Las respuestas a tales preguntas las llam am os interpretaciones.
Cuando se torna problem ática la verdad del contenido proposicio­
nal de una em isión, hacem os preguntas del tipo: ¿son las cosas
com o tú dices? ¿Por qué es eso así y no de otra m anera? A estas
preguntas replicam os con afirm aciones y explicaciones. Cuando
se torna problem ática la rectitud de la norm a que subyace al acto
de habla, hacem os preguntas del' tipo: ¿por qué has hecho eso?
¿Por qué te has com portado así? ¿Te es lícito hacer eso? ¿No te
deberías com portar de otra m anera? A estas preguntas responde­
mos con justificaciones. C uando, finalm ente, en un contexto de
interacción ponem os en duda la veracidad del prójim o, hacem os
preguntas del tipo: ¿me estará engañando? ¿No se estará enga­
ñando sobre sí mismo? Pero estas preguntas no las dirigim os a la
persona de la que hem os dejado de fiarnos, sino a un tercero. El
hablante sospechoso de no veracidad, puede a lo sum o, «ser inte­
rrogado», por ejem plo, en el curso de un proceso, o ser «traído a
razón» en un diálogo psicoanalítico.
No todas las cuatro pretensiones de validez se endérezan a ser
desem peñadas o resueltas en un discurso. Las pretensiones de vera­
cidad sólo pueden desem peñarse en los contextos de acción. Ni los
interrogatorios ni los diálogos psicoanalíticos entre m édico y pa­
ciente pueden entenderse com o discursos en el sentido de una bús­
queda cooperativa de la verdad. La cuestión de si alguien expresa
verdaderam ente sus intenciones o si en sus em isiones m anifiestas
se limita sim plem ente a fingir las intenciones que se im puta o le
im putam os (com portándose en realidad estratégicam ente), esto es
algo que habrá de m ostrarse en sus acciones con tal que prosiga­
mos nuestras interacciones con él por tiem po suficiente. Por eso
voy a distinguir entre «veracidad», com o pretensión de validez no
susceptible de desem peño o resolución discursivos y las pretensio­
nes de validez discursivas que son la «verdad» y la «rectitud».
Cosa distinta es lo que sucede con la pretensión de inteligibilidad.
Cuando las reglas de form ación del lenguaje del que uno de los ha­
blantes se sirve resultan al otro tan oscuras que no entiende las ora­
ciones em itidas (bien sea en el plano sem ántico, gram atical o in­
cluso fonético), entonces pueden tratar ambos de llegar a un
acuerdo sobre el lenguaje que quieren em plear en común. En este
aspecto la inteligibilidad podría figurar entre las pretensiones de
validez discursivas. Pero la diferencia es obvia. Las pretensiones de
verdad y rectitud funcionan en el habla e interacción diarias como
pretensiones, que se aceptan en atención a la posibilidad de que, en
caso necesario, pueden desem peñarse discursivam ente. La inteligi­
bilidad representa, en cam bio, m ientras la com unicación discurra
sin perturbaciones, una pretensión de validez fácticam ente ya re­
suelta; no es sim plem ente una prom esa. Por eso voy a poner la «in­
teligibilidad» entre las condiciones de la com unicación y no entre
las pretensiones de la validez, discursivas o no discursivas, que se
entablan en la com unicación.
Para precisar el puesto especial que com pete a las dos pretensio­
nes de validez discursivamente desempeñables y que por consi­
guiente son por igual relevantes para una teoría consensual de la ver­
dad, voy a poner en correspondencia con las pretcnsiones de validez
las intenciones y vivencias de certeza que las pretensiones de validez
llevan anejas. Resulta entonces que la verdad proposicional y la rec­
titu d a diferencia de la inteligibilidad y la veracidad carecen de base
directa en la experiencia.

2. Un sujeto, al reconocer una determ inada pretensión de


validez, sigue una determ inada intención. «E ntiende» trivial-
m entc un producto sim bólico generado conform e a reglas, tan
pronto com o se cum ple la «inteligibilidad» com o condición que
es de la com unicación. A lguien «sabe» algo sobre un objeto de la
experiencia (o sabe un hecho) cuando acepta la pretensión de
verdad de una afirm ación. E stá «convencido» de la rectitud o
adecuación de una norm a, cuando reconoce la pretensión de vali­
dez de las co rrespondientes recom endaciones en la elección de
esa norm a. Finalm ente, una persona «cree» a alguien si lo tiene
por veraz en sus m anifestaciones. Con todas estas «intenciones»
se asocian vivencias de certeza, pero en un sentido inespecífico.
C uando entiendo algo o sé algo, cuando reconozco algo como
válido o creo a alguien, tengo certezas, pero certezas que pueden
ser muy distintas.
Las pretensiones de validez se distinguen de las vivencias de cer­
teza por su intersubjetividad; no puede afirm arse con sentido que un
enunciado sólo sea verdadero para un determinado individuo, que
una persona sea veraz en sus m anifestaciones sólo para algunos indi­
viduos. En cambio, la certeza de una percepción, paradigm a de la
certeza en general, sólo se da para el sujeto percipiente y para nadie
más. Ciertam ente que diversos sujetos pueden com partir la certeza
de que han hecho una determ inada percepción; pero entonces tienen
que decirlo, es decir, tienen que hacer la misma afirm ación. Una pre­
tensión de validez es algo que presento como algo susceptible de
com probación intersubjetiva, una certeza es algo que sólo puedo ex­
presar como algo subjetivo si bien puede servir de ocasión para po­
ner en cuestión pretensiones de validez disonantes. Una pretensión
de validez la entablo, una certeza la tengo. Esta distinción es impor­
tante en lo concerniente a que precisam ente las dos pretensiones dis­
cursivas de validez (verdad y rectitud) sólo m ediatam ente se fundan
en la experiencia.
Entender un objeto sim bólico significa que he adquirido aque­
lla com petencia de regla que me perm ite probar (llegado el caso
repitiendo las operaciones) si ese producto está correctam ente ge­
nerado. La vivencia de certeza que acom paña a tal acto de enten­
der, o bien es tan obvia, que no resalta com o m om ento especial
(por ejem plo, en las em isiones de rutina en nuestra lengua m a­
terna), o cobra el rango de una intuición ejem plar o paradigm ática
(como ocurre en el caso de las proposiciones m atem áticas senci­
llas). En am bos casos la fuerza garantizadora de certeza que posee
la com prensión brota de que ese objeto sim bólico que entende­
mos, som os nosotros m ism os quienes lo hem os producido con­
forme a reglas o quienes al m enos lo hem os reconstruido, y plena­
mente lo entendem os m erced precisam ente a esta transparente
historia de su nacim iento.
Tabla de las pretensiones de validez

Condición de Pretensiones de validez 1menciones Vivencias Base en la


la comunicación correspondientes ’de certeza expenencia
No discursiva Discursivas

Inteligibilidad Entender algo Certeza no Percepción


sensible de signos

Veracidad C reerá alguien Certeza de fe Experiencias


interactivas con
personas y sus
emisiones o
manifestaciones

Reclitud Estar convencido X Ninguna directa


de algo

X Verdad (de los Saber algo X Ninguna directa


enunciados)
X Ver, percibir algo Certeza sensible Percepción de
. ____ ________ cosas y sucesos

Hn este proceso interviene la experiencia en la medida en que la


comprensión de sím bolos se basa directamente en la percepción de
signos. El acto de comprensión, dependiente de la percepción de sig­
nos, se ve acompañado por vivencias de certeza de un tipo al que va­
mos a llamar certeza no sensible.
Otra cosa es lo que ocurre con la confianza que ponemos en la
veracidad de una persona. Creer a una persona significa excluir que
esa persona pudiera estar pensando algo distinto de lo que dice. La
vivencia de certeza que acompaña a cada acto de fe en una persona,
se debe a las interacciones en las que lie hecho experiencia de la ve­
racidad del afectado. La certeza de fe, que es como voy a llamar a
este tipo de vivencia de certeza, depende de experiencias com unica­
tivas; de ahí tam bién que las pretensiones de veracidad sólo puedan
desempeñarse o «darse prueba» de ellas en interacciones16. En ello
no hace ninguna diferencia el que la sospecha se deba a engaños o
autoengaños.

' Quien da testimonio de algo trata üe suministrar indirectamente certeza de fe.


En este sentido Kierkegaard, por ejemplo, funda la certeza cristiana de la fe en el testi­
monio de los contemporáneos de Cristo.
La certeza no sensible y lo que hemos llamado «certeza de fe» se
distingue característicam ente de la certeza sensible que acompaña
directam ente a las percepciones. Percibir algo significa estar seguro
de las cosas y sucesos percibidos. El acto de ver es uno con la cer­
teza de que veo lo que veo: incluso hablar así resulta ya más bien ab­
surdo. Naturalmente que «sé» que a posteriori una percepción puede
resultar haber sido una equivocación; pero sólo como algo pertene­
ciente al pasado puede una certeza sensible ser puesta en tela de ju i­
cio. En cambio, la certeza que acompaña al creer a una persona des­
cansa per se en experiencias pasadas y no excluye, por tanto, en el
acto de creer la posibilidad de equivocación, del mismo modo como
la certeza sensible la excluye en el acto de percepción sensible. Por
el contrario, la certeza no sensible que asociam os con los actos de
com prensión está inm unizada incluso contra la posibilidad de descu­
brir una equivocación a posteriori. Si a posteriori me percato de que
110 entendí algo o que 110 lo entendí correctamente, aquello que en­
tendí, si es que en general entendí alguna cosa, no puede haber sido
falso: sim plemente entendí otra cosa. El error se produjo en el plano
de la identificación del objeto, no en el plano de la aprehensión del
objeto mismo (que uno siempre pudo identificar mal).
Lo que característicamente distingue a la certeza sensible de otros
tipos de certeza es la circunstancia de que la vivencia de que brota la
fuerza generadora de certeza no puede ser hecha corresponder a nin­
guna pretensión de validez: cuando entiendo a alguien o crco a al­
guien, correspondo a la pretensión de validez que una emisión entabla
en punto a inteligibilidad, o a la pretensión de validez que una persona
que habla entabla en punto a veracidad; pero al ver, oir, oler, o gustar
algo, no correspondo a ninguna pretensión de validez en absoluto.
Ciertamente que también puedo afirm ar lo que he percibido; pero en­
tonces entablo la pretensión de validez que siempre asocio con mis
afirmaciones, y no la pretensión de que la percepción es lo que es, a
saber: una percepción que para mí, el sujeto pcrcipicnle, se convierte
en fuente de certeza sensible. Las percepciones que, por el hecho de
serlo, son sensorialmente seguras, son actos a los que, a diferencia de
lo que acaece con «entender», «creer», «reconocer» y «saber» no co­
rresponde directamente una pretensión de validez17.

ir Ciertamente que ia certeza sensible puede hacerse corresponder con la preten­


sión de «objetividad de la experiencia»; pero ésta no debe confundirse entonces con la
verdad do las proposiciones, es decir, con una pretensión de validez discursiva; cfr.
más abajo sección IV
Por otro lado, hay pretensiones de validez cuyas correspondien­
tes intenciones, a diferencia de lo que ocurre con los actos de enten­
der o creer, no se ven acompañadas por vivencias significativas de
certeza. Cuando sé una cosa o estoy convencido de la rectitud de una
regulación no estoy seguro de la m anera como puedo estarlo cuando
se trata de la inteligibilidad de una emisión o de la veracidad de una
persona (incluso de una percepción). E incluso un saber seguro y una
convicción firm e sólo descansan en las razones que, llegado el caso,
puedo aducir para desvirtuar las objeciones en contra. El saber y las
convicciones extraen su «fuerza» de las razones que ya he dado o
que puedo dar (o que a lo menos pienso que puedo dar). Directa­
mente estas «certezas» se basan en la argumentación y no en la expe­
riencia, si bien los juicios empíricos de percepción o los enunciados
de observación pueden, naturalmente, entrar en la argumentación.
Mediante el saber y la pretensión de verdad aceptada pueden muy
bien basarse en la certeza sensible, de forma sim ilar a como las con­
vicciones y las pretensiones de rectitud aceptadas pueden basarse en
la certeza que acom paña al creer (a saber; en la certeza de los parti­
cipantes en un discurso práctico de que, al considerar adecuadas de­
term inadas interpretaciones de sus necesidades, no se están enga­
ñando sobre sí mismos). Los actos de saber y de convicción, que
expresan el reconocim iento de pretensiones de verdad y actitud sus­
ceptibles de desempeño discursivo sólo tienen en la experiencia,
com o hemos dicho, una base. Se ven acompañados de un tipo de
«vivencia de certeza», que sólo se debe a la experiencia de la pecu­
liar coacción sin coacciones que ejerce el mejor argumento. Y así
como a esta experiencia no la llamamos norm alm ente experiencia,
así tam bién esa certeza se aleja de la form a paradigm ática de la cer­
teza sensible, que siem pre expresa algo inmediato.
3. Si la rectitud, junto con la verdad, puede calificarse de pre­
tensión de validez susceptible de desempeño discursivo, de ello se si­
gue que la rectitud de una norma puede som eterse a examen lo
mismo que la verdad de los enunciados. En la tradición filosófica se
han venido enfrentando, entre otras, dos formas de ver las cosas. La
prim era fue desarrollada en el derecho natural clásico y afirm a que
los enunciados normativos son susceptibles de verdad en el mismo
sentido que los enunciados descriptivos; la otra se ha convertido, de
la mano del nom inalism o y del empirismo, en la concepción hoy do­
m inante y dice que los enunciados normativos no son susceptibles de
verdad. Tengo por falsos los supuestos que subyacen a ambas versio­
nes. Sospecho que la justificación de la pretensión de validez conte-
nida en las recomendaciones, ya sea de norm as de acción, o de nor­
mas de valoración, es tan susceptible de examen discursivo como la
justificación de la pretensión de validez implicada en las afirm acio­
nes ls. Ciertam ente que la fundam entación de preceptos y valoracio­
nes correctos se distingue de la fundamentación de enunciados ver­
daderos en la forma de la argumentación. En los discursos prácticos,
las condiciones lógicas bajo las que cabe alcanzar un consenso racio­
nalmente motivado, son distintas que en los discursos teóricosl9.

18 Cfr. el capítulo sobre la susceptibilidad de verdad de las cuestiones prácticas, en


Habermas, Legitimationsprobleme ¡m SpatkapUalismus, Francfort, 1973 (ed. cast.,
Problemas de legitimación del capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 4.a
reimp., 1991).
19 La lógica del discurso práctico es imprescindible para la fundamentación de una
ética universalista del lenguaje, pues en ella las normas básicas del discurso racional
se consideran condiciones pragmático-universales de toda fundamentación de normas.
Pero ello no implica la afirmación de que tal lógica del discurso resulte de por sí sufi­
ciente para tal tarea. Con toda razón Walter Schulz ha introducido como «instancias
de la ética» no sólo a la razón, sino también a la compasión. La universalidad de la
compasión puede justificarse como una máxima etica fundamental si entendemos la
compasión como reacción a la violación de estructuras universales de la intersubjetivi-
dad en las que se estabiliza una identidad del yo que siempre ha menester protección.
La compasión entendida como categoría ética y no como categoría psicológica viene
provocada por las violaciones de la integridad del yo, es decir, de la estructura simbó­
lica que es la dignidad humana, y sólo indirectamente por las violaciones de la integri­
dad del cuerpo. En este aspecto la compasión se corresponde exactamente con el con­
cepto de mal moral que Schulz desarrolla: «Una de las más profundas intuiciones de
Fichtc es que, consideradas las cosas en términos teóricos y abstractos, el otro, en
tanto que yo autoconsciente, puede ser negado por mí, lo mismo que el mundo de los
objetos, y que sólo el aspecto moral impide tal aniquilación exigiéndome limitar mi
yo frente al otro y reconocerlo. Aquí se muestra con claridad la estructura dialéctica
del yo. El yo, en tanto que autoconciencia, se da la posibilidad de aniquilar al otro, y,
por tanto, sólo puede ser el yo mismo el que como autoconciencia moral se impide la
posibilidad. La ética descansa en la autodisciplina, es decir, en oponerme a tal egoísmo
en mí mismo... Pero en vista de esta figura del mal como negación sin objeto, como
negación pura, no hay más remedio que radicalizar la idea de que la yoidad abre la po­
sibilidad de ruptura con los demás, y ello mediante un análisis más diferenciado del
yo. Sólo porque, y en la medida en que, el yo se pervierte en si mismo puede pervertir
su relación con los otros en las formas de tortura, humillación y degradación que aca­
bamos de mencionar. Kant se percató, por lo menos a grandes rasgos, de 'esta situa­
ción dialéctica. En su escrito sobre la religión, en la famosa sección acerca del mal ra­
dical, explica Kant que el mal no radica ni en las pulsiones ni en la sensibilidad ni
tampoco en una razón malvada, sino en que el hombre invierte el orden en sí mismo:
coloca el móvil que representa el amor propio por encima de la ley moral y lo con­
vierte en condición de esa ley. Sólo esta perversión de mí mismo puede dar como re­
sultado la «perversión del corazón», es decir, el mal, que después se vuelve también
En relación con esto voy a recurrir a algunas distinciones que re­
sultan de la relación entre cultura y naturaleza. Llamamos «cultura»
al ám bito de la realidad que está estructurado lingüísticamente.
Frente a él podemos adoptar una doble actitud, como participantes y
como observadores. La cultura se compone de emisiones o manifes­
taciones (o sedimentos de emisiones y manifestaciones) que han sido
generadas conform e a reglas por sujetos capaces de lenguaje y de ac­
ción (o que fueron generadas por las generaciones pasadas). Como
todas esas manifestaciones implican pretensiones de validez, el ám­
bito de realidad que llamamos cultura reposa sobre la facticidad de
pretensiones de validez. Para el propósito de nuestra discusión me
voy a limitar al fragm ento de la cultura que viene determinado por
norm as de acción. Las instituciones sociales pretenden frente a los
agentes una validez normativa, no viniendo generada tal validez por
las acciones particulares de los sujetos que se guían en cada caso por
norm as20.
La pretensión de validez de un acto de habla constatativo se re­
fiere a objetos de la experiencia y a hechos; la pretensión de validez
de una norma reconocida es ella misma objeto de la experiencia o
hecho. De ahí que podamos hablar de «norm as existentes». La vi­
gencia (normativa) es la form a de existencia de las normas. Se ex­
presa en oraciones de deber del tipo: en tales o cuales situaciones se
debe (es obligatorio) ejecutar (u omitir) la acción x. El operador mo­
dal «es obligatorio» juega para los miembros de los sistemas sociales
un papel sim ilar al que juega el cuantor de existencia «existe» para el
observador de la naturaleza; ambos expresan una forma de existen­
cia. Tales oraciones de deber (o preceptos) expresan la pretensión de
validez de normas existentes; no pertenecen a los actos de habla que
pueden ejecutarse ateniéndose a normas.
Todo acto de habla puede ser el cum plim iento de una norma,
pero sólo lina determ inada clase de actos de habla expresa las rela­
ciones universales que sujetos hablantes y agentes pueden entablar

contra los otros» {toe. cit., p. 725). Base de esta interpretación del mal (que fue objeto
de ulterior desarrollo en la filosofía última de Schelling) es la bella y original inter­
pretación que Schulz hace del escrito de Fichte «Die Bestimmung des Menschen», es­
crito que, si 110 entiendo mal, ocupa una posición sistemática central en la propia argu­
mentación de Schulz (loe. cit., pp. 328 ss.).
!0 Añadido, 1983: las consideraciones que siguen, todavía muy tentativas, las he pre­
cisado mientras tanto en la sección IV de mi artículo sobre ética del discurso, en J. I la-
bermas, Momlbewusstsein und kommimikutives Húndela, Francfort, 1983, pp. 67-72.
entre sí basándose en normas. Ejemplos son: ordenar, exigir, rogar,
amonestar, aprobar, sancionar, salir fiador de; disculparse, perdo­
nar; aconsejar, advertir, proponer, recomendar, rechazar, otorgar,
conceder, etc. Los actos de habla regulativos podem os distinguirlos,
así de los actos de habla constatativos como afirm ar, describir, refe­
rir, narrar, exponer, explicar, predecir, etc., como de los actos de ha­
bla representativos, que se refieren a la expresión de intenciones,
actitudes y modos de expresión de un hablante. Ejem plos son: ocul­
tar, fingir, encubrir, dejar de decir, negar, etc. A los actos de habla
constatativos pertenece como pretensión de validez la verdad, a los
actos de habla representativos la veracidad; pero a los actos de habla
regulativos no cabe hacerles corresponder del mismo modo la recti­
tud. Pues, al intentarlo, resulta que la pretensión de validez asociada
a los actos de habla regulativos está tom ada de la validez fáctica de
una norma que antecede ya siem pre a esos actos. Al dar a alguien
una orden, o bien estoy expresando una necesidad subjetiva y una
relación contingente de poder, y en tales casos estoy expresando una
intención; o bien estoy expresando una relación legítim a de depen­
dencia, y en tal caso me estoy apoyando en una norm a, cuya validez
no es generada por mi acto de habla (como sucede en los actos de
habla constatativos o representativos), sino que ya viene presu­
puesta en mi acto de habla. Esta circunstancia explica tam bién por
qué la validez norm ativa sólo puede expresarse en la form a im per­
sonal de oraciones de deber y no en la form a de actos de habla. La
rectitud de acciones particulares (o dé actos de habla particulares)
deriva de la legitimidad de las norm as subyacentes. Cuando se pone
en cuestión una orden dada legítimamente, ésta puede justificarse
haciendo referencia a una norm a vigente, que otorga el correspon­
diente poder de mando.
Es la rectitud de tales norm as fácticam ente reconocidas la que
puede ser objeto de fundam entación. Son las pretensiones de vali­
dez de las norm as existentes, pretensiones que vienen form uladas
en oraciones de deber, las que se convierten en objeto de los dis­
cursos prácticos (y no las pretensiones de validez de los actos de
habla regulativos). C iertam ente que en el tránsito de la acción al
discurso práctico, las pretensiones de validez fácticam ente'recono­
cidas de las norm as, al igual que las pretensiones de validez inge­
nuam ente reconocidas de las afirm aciones, quedan transform adas
en pretensiones de validez hipotéticas, de m odo que las correspon­
dientes norm as pueden considerarse com o «puestas» (y sustituí-
bles). En el discurso las norm as quedan a disposición desde el
punto de vista de si deben tener vigencia o n o -'. Para los estados
em píricos acerca de los que discutim os com o «estados de cosas»
dejando en suspenso su existencia, hemos introducido el térm ino
«hecho»; para las norm as sobre las que discutim os dejando en sus­
penso su validez nos falta un térm ino análogo. Podemos recurrir, a
título de estipulación term inológica, a la expresión «propuesta nor­
mativa». En ambos casos se abre un discurso, sea con la (contro­
vertible) afirm ación de que p (siendo p un enunciado), o con la
(controvertible) recom endación de que m (siendo m un precepto
general). Las recom endaciones (o advertencias) cuando se las hace
en discursos, im plican, del mismo modo que las afirm aciones, pre­
tensiones de validez hipotéticas.
A la pretensión de validez de las afirm aciones, ingenuam ente
reconocida en contextos de acción, corresponde la vigencia o vali­
dez fáctica de las normas. A la pretensión de verdad de los enun­
ciados acerca de estados de cosas (hechos), que pueden existir o no
existir, tem atizada en los discursos teóricos, corresponde la preten­
sión de rectitud, tem atizada en los discursos prácticos, que las reco­
m endaciones entablan en favor de preceptos que afectan a todos y a
los que es posible deba prestarse vigencia (y que en cuanto rigen
Tácticamente, representan norm as reconocidas). A un hecho debe
corresponderle (por lo menos) una afirm ación justificada (o un
enunciado verdadero); a una norm a que en circunstancias dadas
debe regir, debe corresponderle (por lo m enos) una recom endación
ju stificad a (o m andato correcto). Ciertam ente que una norm a fácti-
cam ente vigente, no por eso tiene la razón de su parte, y norm as
correctas puede que no lleguen a alcanzar vigencia fáctica. De ahí
que los resultados de los discursos prácticos, en los que se dem ues­
tra que la pretensión de validez de norm as cuya pretensión de vali­
dez sería susceptible de desem peñarse con argum entos que no es­
tán en realidad vigentes, se com porten críticam ente frente a la
realidad (es decir, frente a la realidad sim bólica de la sociedad),
m ientras que los discursos teóricos no pueden dirigirse contra la
realidad (naturaleza) misma, sino contra afirm aciones falsas acerca
de la realidad.

11 De ahí que las etapas posconvencionales de la conciencia moral (Piaget, Kohl-


berg) presupongan la capacidad de participar en discursos prácticos.
III. M ODELOS NO APTOS DE LA VERDAD

Antes de pasar a estudiar (valiéndome de las distintas formas de


argumentación) qué puede significar resolución o desempeño discur­
sivo de pretensiones de validez, voy a intercalar un excurso. Las hue­
llas de las teorías de la verdad formadas a lo largo de la historia de la
Filosofía conducen a cuatro fuentes de error:
1. La teoría consensual de la verdad tiene la ventaja de identifi­
car la verdad y la rectitud com o pretensiones de validez susceptibles
de desempeño discursivo, sin borrar a la vez las diferencias lógicas
que se dan entre los discursos teoréticos y los discursos prácticos.
Por el contrario, las teorías metafísicas de la verdad, al declarar las
cuestiones prácticas susceptibles de verdad en el mismo sentido que
las teóricas, resultan demasiado extensivas22; y las teorías positivistas
de la verdad, al negar que las cuestiones prácticas sean susceptibles
de verdad, resultan demasiado restrictivas23.
2. La teoría consensual de la verdad tiene la ventaja de distin­
guir entre sistemas en los que hacemos experiencias, transmitimos
inform aciones y ejecutamos acciones, y discursos en los que pueden
aclararse mediante argumentación pretensiones de validez problema-
tizadas. En cambio, las teorías trascendentales de la verdad confun­
den las condiciones de objetividad de la experiencia posible (y con
ello de la comunicabilidad de las percepciones) con las condiciones
de desempeño discursivo de pretensiones de verdad, para las cuales
la experiencia no puede constituir otra cosa que una base. Una teoría
de la constitución de la experiencia, que analiza los objetos de la ex­
periencia posible, no puede cum plir el papel de una teoría de la ver­
dad (primera línea del esquema que sigue).
3. La teoría consensual de la verdad tiene la ventaja de distin­
guir entre pretensiones de validez susceptibles de desempeño discur­
sivo y no susceptibles de desem peño discursivo. En cambio, algunas
teorías de la verdad confunden el concepto de verdad, interpretado
en térm inos excesivamente extensivos o restrictivos, con la inteligi­
bilidad, la rectitud o la veracidad (cfr. la m itad inferior del esquema
que sigue).
Como he discutido el prim er punto de la sección anterior (III),

21 Un ejemplo reciente lo representa Leo Strauss, Nalurrecht und Geschichte,


Stuttgart, 1956 (Introducción).
2Í Un conocido ejemplo es R. M. liare, The Language o f Moráis, Oxford, 1952.
me voy a lim itar a señalar las debilidades de las teorías de la verdad
m encionadas en 2-4; naturalmente que sólo puede tratarse de re­
ferencias estratégicas y no de objeciones sistemáticas. Además, teo­
rías de la verdad más o menos elaboradas son sólo la teoría de la ver­
dad como correspondencia y la teoría de la verdad com o evidencia,
por una lado, y las teorías pragmatista y analítica de la verdad, por
otro. Lo que llamo teoría de la verdad como manifestación y teoría
voluntarista de la verdad son más bien constructos que resultan de
nuestra clasificación; lo que no quiere decir que en la tradición no se
encuentren lineas de argumentación, que se mueven en la dirección
de esos constructos.

Modelos no aptos de la verdad

Objetividad de la experiencia Teoría trascendental de la verdad

Certeza sensible Teoría de la verdad como correspondencia o copia


Certeza no sensible Teoría de la verdad como evidencia
Certeza de fe [Teoría voluntarista de la verdad]

Veracidad Teoría de la verdad como manifestación


Rectitud Teoría de la verdad como éxito (pragmatismo)
Inteligibilidad Teoría analítica de la verdad

a d 2: confusión de objetividad y verdad


En cierto m odo las percepciones no pueden ser falsas.
C uando nos hem os equivocado, entonces no era esa percepción,
sino una percepción distinta de la que habíam os pensado; o no se
trataba de ninguna percepción en absoluto, aunque creim os haber
percibido algo — com o ocurre, por ejem plo, en el caso de las
alucinaciones y fantasías— . Ello tiene su precipitado, com o h e­
m os dicho, en la vivencia de certeza sensible. No es ninguna
contradicción a la subjetividad de esa certeza el que las p ercep ­
ciones se presenten a la vez con la pretensión de objetividad: la
vivencia de certeza es el fiador subjetivo de la objetividad de la
experiencia. Todo el que sea dueño de sus sentidos, debería p o ­
der hacer (en circu nstancias com parables), en otro acto de per­
cepción, la «m ism a» percepción y p o d er estar a su vez seguro de
ella. De ahí que las percepciones se hayan considerado a m enudo
paradigm a del conocim iento en general y las teorías de la verdad
se hayan d esarrollad o la m ayor parte de las veces recurriendo a
estos elem entos, los más sim ples e indubitables del co n o ci­
m iento (en alem án, incluso el propio térm ino «percepción»
( Wahrnehmung), hace ya referencia a la verdad). Las teorías em-
p iristas de la verdad parten del m om ento de certeza sensible, las
teorías trascendentales de la verdad parten de la pretensión de
objetividad; pero am bas concuerdan en el peralte paradigm ático
que dan a la percepción o al ju icio de percepción y a la observa­
ción o al enunciado observacional.
Por mi p arte, voy a defender la tesis de que la verdad p erte­
nece categ o rialm en te al m undo de los «pensam ientos» (en el
sentido de Frege) y no al de las percepciones. C om o las p ercep ­
ciones en cierto modo no pueden ser falsas, en el plano de ellas
la cuestión de la verdad no puede ni siquiera plantearse. Puede
que m e haya podido equivocar en una (supuesta) percepción
(entonces, o no era esa percepción, o no se trata en absoluto de
percepción alguna); pero tales equivocaciones pueden aclararse
sin m ás, a saber: reiterando la percepción: «¿N o crees que la
casa de al lado esté ardiendo? ¡Ve y convéncete tu m ism o!» En
este caso el oponente ha puesto en cuestión una percepción; so s­
pecha que el otro se ha equivocado. Su duda no se re fie re d irec­
tam ente a la no verdad del co rresp o n d ien te enunciado de que la
casa de la esq u ina esté ardiendo, si bien ese enunciado tiene que
ser falso en la m edida en que le subyace un e rro r de los senti­
dos. Las cu estiones de verdad só lo pueden convertirse en tem a
cuando la duda ya no se dirige contra percepciones (duda que
puede elim in arse repitiendo la percep ció n ), sino directam ente
contra la verdad del enunciado, es decir, cuando u n a pretensión
de v alidez (que sólo puede d esem peñarse m ediante argum entos)
se torna problem ática.
Conocim ientos ejemplares, con ayuda de los cuales podemos
aclarar el sentido de la verdad, no son las percepciones o los enun­
ciados singulares en que se com unican percepciones, sino los enun­
ciados universales, negativos y modales; en éstos se expresa lo espe­
cífico del conocimiento, a saber: la organización conceptual del
m aterial de la experiencia. El conocimiento, que trae experiencias a
conceptos, se expresa en oraciones que en modo alguno reflejan di­
rectamente percepciones. Su pretensión de validez está, por tanto, re­
ferida a la argumentación. La certeza sensible o la objetividad de la
experiencia no son modelos adecuados de la verdad. Sobre el malen­
tendido em pirista volveré en la próxim a sección; aquí me limitaré al
malentendido de las teorías trascendentales de la verdad, que pasan
por alto la distinción entre objetividad y verdad24.
Mi tesis es: las experiencias se presentan con la.pretensión de ob­
jetividad; pero ésta 110 es idéntica a la verdad del correspondiente
enunciado. La objetividad de la experiencia puede entenderse en el
sentido de un pragmatism o de orientación trascendental25. La estruc­
tura categoría] de los objetos de la experiencia posible hace posible
la objetividad de la experiencia; la objetividad de una determinada
experiencia se acredita en el éxito, susceptible de control, de las ac­
ciones que se basan en esas experiencias. La verdad, es decir, el de­
recho que asiste a la pretensión de validez implícitam ente entablada
con las afirm aciones, se m uestra, en cambio, no en acciones suscep­
tibles de venir controladas por el éxito que nos procuran, sino en ar­
gum entaciones que nos perm iten desem peñar discursivamente esa
pretensión de validez. Esto puede explicarse también recurriendo a
los enunciados singulares que expresam ente no considero paradigma
de conocimiento. Una afirm ación (esta pelota es roja) que se hace en
un contexto de acción, implica una pretensión de validez (es decir,
supone la verdad de la proposición expresada), pero tematiza una ex­
periencia con un objeto en el mundo: afirm a una experiencia, no un
pensamiento. La misma afirmación puede convertirse en elemento
de un discurso. Entonces cambia su sentido: tem atiza un estado de
cosas con vistas a una pretensión de validez hecha explícita y puesta
en cuestión, y supone que ese estado de cosas, si existe, puede con­
firm arse mediante experiencias. Sin embargo, al afirm ar un estado
de cosas no estoy afirm ando una experiencia.
Esta consideración justifica una ulterior distinción entre el sen­
tido categorial de la validez de un enunciado y el sentido de la pre­
tensión discursiva de la correspondiente afirmación. El sentido cate­
gorial de la validez de un enunciado se mide por la estructura del
ámbito objetual abierto por un a priori de la experiencia, ya sea prag­
mático (cosas y sucesos) o comunicativo (personas y sus manifesta­
ciones); el sentido de la pretensión discursiva de validez se mide, en
cambio, por las condiciones de la situación ideal de habla, exigidas
por el a priori de la argumentación y supuestas a la hora de proceder

M Cfr. también sobre lo que sigue el epílogo a J. Habermas, Erkenntnis und Inte-
resse, Francfort, 1973; en especial, pp. 381-401 (ed. cast., Conocimiento e interés,
Taurus, Madrid, 1982).
!S Cfr. K. O. Apel, Die Transformation der Philosophie, 2 tomos, Francfort, 1973
(ed. cast., La transformación de la Filosofía, Taurus, Madrid, 1985).
a fundamentar, bajo las que tal pretensión de validez puede resol­
verse o desempeñarse. Los problem as que a la teoria del conoci­
miento plantea la constitución del objeto no deben mezclarse, en el
sentido de las teorías trascendentales de la verdad, con los problemas
de la resolución o desempeño de pretensiones de validez.
Voy a m encionar una consecuencia anticipándom e a lo que diré
después. Si queremos entender el progreso científico como un desa­
rrollo crítico de lenguajes teoréticos, que a largo plazo interpretan de
forma cada vez «más adecuada» los ámbitos objetuales precientífi-
camente constituidos, la identificación de verdad y objetividad no
puede menos que plantear dificultades. Pues si las pretensiones de
verdad no se desempeñasen mediante argumentación, sino mediante
experiencias, los progresos teoréticos dependerían de la producción
de nuevas experiencias y no de nuevas interpretaciones de las mis­
mas experiencias. Más plausible es la idea de que la objetividad de
una experiencia no asegura la verdad de la correspondiente afirm a­
ción, sino sólo la identidad de una experiencia en la diversidad de
sus posibles interpretaciones.

cid 3: confusión de pretensiones de validez y vivencias de certeza


(a) Las teorías que quieren fundar la pretensión de validez de
las afirm aciones empíricas en la certeza que acom paña a nuestras
percepciones, interpretan la relación de verdad conform e a la rela­
ción de copia o semejanza sugerida por el modelo de la visión. No
voy a entrar en las distintas versiones' que la teoría de la verdad como
adecuación ha tenido desde Aristóteles. Esas versiones no aciertan
con el sentido pragmático de la verdad, pues las imágenes pueden ser
más o menos parecidas al original que tratan de representar, mientras
que un enunciado que es verdadero, no puede ser más o menos pró­
ximo o parecido a la realidad: la verdad no es una relación com para­
tiva (sobre esto han llamado la atención, entre otros, Austin y Sellars).
Esta diferencia se torna clara cuando se comparan simulaciones técni­
camente realizables de fragmentos de la realidad con teorías sobre
esos fragm entos de la realidad. Los modelos sim uladores pueden ser
más o m enos próximos a la realidad y pertenecen categorialm ente al
mismo ámbito objetual que aquello de que son m odelos;-las teorías
sobre un ámbito objetual fundan, en cambio, ya sea enunciados ver­
daderos o enunciados falsos y no pueden pertenecer categorialmente
ellas mismas a esc ámbito objetual.
Tampoco la versión debilitada de esa relación de copia, a saber:
la relación de correspondencia que se entiende com o una correspon­
dencia no icónica y biunívoca entre elementos del enunciado y ele­
mentos del ám bito objetual, resulta adecuada para una interpretación
de la relación de verdad2'’; pues los hechos no pertenecen al sistema
de experiencias referidas a la acción, sino, inseparablem ente de los
enunciados en los que quedan reflejados” , a los contextos de posible
argumentación. El quid pro quo de verdad y certeza sensible sugiere
(como el m encionado quid pro quo entre verdad y objetividad de la
experiencia) una confusión entre hechos y objetos de la experiencia.
(b) Las teorías que pretenden fundar la verdad de los enunciados
en aquella certeza que acompaña a nuestra comprensión de los produc­
tos simbólicos, interpretan la relación de verdad conforme a la relación
entre expectativa y cumplimiento, sugerida por el modelo de la genera­
ción operativa de objetos ideales. Así, Husserl basó su teoría de la ver­
dad como evidencia en el cumplimiento de intenciones. La impractica­
bilidad de este programa queda patente en la tentativa de probar para
los enunciados universales la existencia de una intuición no sensible (o
categorial), en que los elementos universales pudieran darse por sí mis­
mos. Y es claro que también los enunciados singulares (los llamados
juicios de percepción) contienen a lo menos una expresión universal (a
saber: uno de los predicados relativos a disposiciones, medida, relación
o sensación, permitidos en los lenguajes observacionales), cuyo conte­
nido intencional no puede quedar cumplido por las evidencias suminis­
tradas por un número finito de observaciones particulares. Los signifi­
cados de las palabras y oraciones, como Wittgenstein mostró
analizando la introducción de reglas mediante ejemplos, tienen siempre
un excedente de universalidad que por principio va más allá de todos
los posibles cumplimientos particulares.
La pretensión de validez implicada en una afirm ación no puede,
por tanto, quedar desempeñada mediante evidencias suministradas
por la experiencia, ya elijam os como paradigm a la certeza sensible o
la certeza no sensible.
(c) No voy a detenerm e en las argumentaciones que de forma
análoga apelan a una conexión entre verdad y la certeza que acom­
paña al creer en la veracidad del otro. Tales argumentaciones apare-

Cfr. G. Pitcher en su introducción al colectivo editado por él: Tmth (véase nota
4), pp. 9 ss.
v En este sentido se expresa P. Goehet, loe. cit., p. 98: «Este estudio nos ha con­
firmado, en efecto, que el hecho, contrariamente al suceso, no puede alcanzarse
sino por mediación del lenguaje y que es lógicamente inseparable de la frase que lo
formula».
cen sobre todo en los contextos de fundamentación de las teorías ra­
cionalistas cuando se trata de inmunizar la verdad de los axiomas,
principios supremos, etc., contra las dudas convencionalistas, ape­
lando a la veracidad de un Dios que procede en térm inos volunta-
ristas (cfr., por ejemplo, el papel que la suposición contrafáctica de
un deus m alignus juega en Descartes).

ctcl 4: sobre la confusión de pretensiones de validez


Las cuatro pretensiones de validez que hemos introducido son
genuinas; no pueden reducirse a una de ellas, ni tampoco a un funda­
mento común. Especialmente en la tradición em pirista se han hecho
tentativas (en forma de falacias naturalistas) de reducir la veracidad,
la rectitud y la inteligibilidad a relaciones de verdad. Falacias com ­
plementarias son las que subyaccn a las teorías que, a la inversa,
identifican la verdad con la veracidad, la rectitud o la inteligibilidad.
(a) La veracidad es una pretensión de validez asociada a los actos
de habla de la clase que hemos llamado representativos, y que dice
que las intenciones que expreso (pensam ientos, necesidades y senti­
mientos) las estoy pensando en serio, exactamente como las expreso.
Un hablante es veraz cuando con sus emisiones o m anifestaciones ni
se engaña a sí mismo ni engaña a los demás. La posibilidad de en­
gaño y autoengaño no tiene nada que ver con la no verdad. Así como
la «verdad» se refiere al sentido en que afirm o una proposición, así
también la «veracidad» se refiere al sentido en que doy expresión a
una intención. Tan pronto com o entendemos la veracidad como una
relación entre una oración intencional expresada y la entidad interna
de una vivencia o un estado, la hemos interpretado y malentendido
ya conform e al modelo de una relación de verdad; en los actos de
autoexpresión no afirm o nada acerca de episodios internos, no hago
en general ninguna afirm ación, sino que estoy expresando vivencias.
A las teorías de la verdad como m anifestación subyace un m alenten­
dido complementario. De él pueden encontrarse ejem plos tanto en
las tradiciones místicas como incluso en algunos aspectos de la teo­
ría de la verdad de Heidegger. El acontecer de la verdad como una
dialéctica de manifestación y ocultamiento está concebido conform e
al modelo de un ser que a la vez que se m anifiesta en sus formas de
aparición se resiste a quedar extrañado de sí. Tal concepción no hace
justicia a la referencia del uso cognitivo del lenguaje a la realidad28.

ís Cfr. E. Tugendhat, Der Wahrheitsbegriff bei Husserl wul Heidegger, Berlín, 1967.
(b) También la rectitud es una pretensión de validez genuina
que no puede reducirse a la verdad. La rectitud es como hemos visto
una pretensión de validez que dice que una norma de acción (o de
valoración) vigente es reconocida con razón, que «debe» estar vi­
gente. Estas reiteradas objeciones contra las falacias naturalistas en
el ám bito de la ética acentúan esa diferencia. En cuanto interpreta­
mos la rectitud como una relación entre una recomendación o adver­
tencia y la entidad interna de la satisfacción de una necesidad (o
com o descarga de la tensión interna provocada por un displacer), la
hemos ya m alentendido conform e al modelo de una relación de ver­
dad. Al igual que en los actos de autopresentación, tampoco en la
elección de norm as estoy haciendo afirm aciones sobre episodios in­
ternos; no estoy haciendo en general enunciado alguno, sino que es­
toy obrando bien u obrando mal. A las teorías que entienden la ver­
dad com o éxito (en la dim ensión que fuere) les subyace un error
complem entario. De tal m alentendido pueden encontrarse buenos
ejemplos en Nietzsche, en el pragmatism o de orientación psicológica
de VV. James y F. C. Schiller y en el concepto sistémico de verdad de
Luhman. Según esta concepción, la verdad se mide por el cum pli­
miento de funciones importantes para la vida, viniendo determinada
esa im portancia para la vida por los valores-m eta de un organismo o
de una especie o por los imperativos de supervivencia o consistencia
de un sistema social. En tal tentativa de m inar el concepto de verdad
en térm inos funcionalistas, habríamos de atenernos a los imperativos
dominantes de funciones evaluativas, relativas a aspectos de control
sistémico, sin que por su parte tales funciones pudieran ya conside­
rarse susceptibles de verdad. Pero tal concepción no hace justicia al
m omento contrafáctico contenido en el concepto de pretensión nor­
mativa de validez2’.
(c) Parece evidente que la inteligibilidad de una m anifesta­
ción nada tiene que ver con la verdad. La inteligibilidad es una
pretensión de validez que dice que dispongo de una determ inada
com petencia de regla, a saber: que dom ino (a lo m enos) un len­
guaje natural. Una em isión o m anifestación es inteligible cuando
está form ada de suerte que todo el que dom ine los correspondien­
tes sistem as de reglas podría generar la m ism a em isión o m anifes­
tación. En este aspecto, lo que llam am os «verdad analítica» es un

29 Cfr. mi discusión con Luhmann, en J, Habernias y N. Luhrnarm, Theorie der


Gesellschaft oder Sozialtechnologie, Francfort, 1971, pp. 221 ss.
caso especial de inteligibilidad, a saber: la inteligibilidad de ora­
ciones form alm ente construidas. Tanto mayor es entonces la tenta­
ción de, a la inversa, defin ir la verdad por la inteligibilidad. Una
teoría analítica de la verdad ha sido últim am ente propuesta por
Kuno Lorenz basándose en la filosofía m etódica de la Escuela de
E rlan g cn 3,). Kuno Lorenz parte de la conocida tesis de que las con­
diciones de verdad de un enunciado vienen regidas por las reglas
de uso de las expresiones lingüísticas que aparecen en esc enun­
ciado. La cuestión de si en un caso dado se cum plen o no las con­
diciones de verdad tiene que poderse com probar m ediante com pa­
ración de la situación de uso actual de esas expresiones con la
correspondiente situación (racionalm ente reconstruible) de intro­
ducción de esas expresiones. Es claro que este procedim iento ga­
rantiza la inteligibilidad de los actos de habla constatativos, pero
no toca su pretensión de verdad M.

IV. SOBRE LA LÓGICA DEL DISCURSO

La teoría consensual de la verdad se ve expuesta a dos objecio­


nes centrales. La primera la trataré brevemente, en la segunda he de
entrar con bastante más detalle.
Contra las teorías pragmáticas de la verdad, que se refieren al
proceso de entendimiento entre sujetos capaces de lenguaje y acción,
se ha hecho siempre la objeción de que la verdad no debe confun­
dirse con los métodos de obtención de enunciados verdaderos: «La
verdad no debería confundirse con asuntos relativos a cómo se ob­
tiene o a cóm o se llega a ella. Obtener una verdad es una noción,
“ ser verdadero” es una noción muy distinta». Esta objeción no

* K. Lorenz, «Der dialogische WahrheitsbegrifF», en Neue Hefie Jtir Philosophie,


1972, H. 2/3, pp. 111-123.
11 Lorenz se percata de la diferencia enlre la comprensión del sentido de las pala­
bras y el reconocimiento de la pretcnsión de verdad de los enunciados. Pero piensa
q.uc la pertinencia de los argumentos, al igual que el significado de las palabras, puede
someterse a examen mediante recurso al procedimiento argumentativo- introducido en
situaciones estilizadas de enseñanza y aprendizaje. Si no entiendo mal, Lorenz des­
plaza asi la carga de la prueba de la teoría de la predicación a la teoría de los juegos
dialógicos o de la fundamentación estratégica de enunciados que ha desarrollado P.
Lorenzen. Esa teoría proporciona ciertamente una elegante fundamentación de las
partículas lógicas, pero, de nuevo si no entiendo mal, no aporta nada a la fundamenta­
ción de la lógica del discurso exigida por la teoría consensual de la verdad.
afecta a la teoría que yo defiendo33. La afirm ación de que la verdad
y la rectitud son pretensiones de validez discursivamente desempe-
ñables de las em isiones o manifestaciones hace ciertam ente referen­
cia a la práctica de la argumentación en general, pero en modo al­
guno a métodos determ inados de obtención de enunciados
verdaderos o norm as correctas. Por así decirlo, a la propia naturaleza
de las pretensiones de validez pertenece el poder ser desempeñadas.
Y aquello mediante lo que pueden ser desempeñadas, es precisa­
mente lo que constituye su sentido. Cuando trato de explicar un de­
term inado título jurídico, por ejemplo, un derecho de propiedad
como tal, puedo referirm e a las garantías que están previstas para el
caso de que otro ponga mi derecho en cuestión: en tanto que título
jurídico puedo procurar a mi propiedad, si ello fuera menester, un re­
conocimiento general recurriendo a un proceso judicial. Otro tanto
sucede con la verdad como pretensión de validez. El sentido de esta
clase de pretensiones remite a un señalado modo de com probación,
que tales pretensiones han de ser capaces de resistir. Y naturalmente,
la «forma de acción» que es la producción argumentativa de un con­
senso, mediante el que queda desempeñada una pretensión discur­
siva de validez, 110 puede ser externa al sentido de la verdad y la rec­
titud.
Más grave es la segunda objeción. Si por «consenso» entendiéra­
mos todo acuerdo que se produjese contingentemente, es claro que
no podría valer como criterio de verdad53. De ahí que el concepto de
«resolución discursiva» o «desempeño discursivo» sea un concepto
normativo; el acuerdo a que llegamos en los discursos tiene que ser
un consenso fundado M. Este vale como criterio de verdad, pero el
significado de la verdad no consiste en la circunstancia de que se al-

51 R. M. Martin, «Truth and its illicit Surrogates», Nene Hefte Jiir Philosophie,
1972, H. 2/3, p. 10!.
" Cfr. las matizaciones que T. A. McCarthy hace al criterio de verdad aquí pro­
puesto, en «A Theory o f Communicative Competence», Phil. Soc. Se., 3 (1973),
pp. 135-156. Añadido 1983: hablar de criterio de verdad puede conducir a confusio­
nes. La teoría consensual explica el significado del concepto de verdad, para lo cual
recurre ciertamente a un procedimiento, pero no de hallazgo de la verdad, sino de re­
solución o desempeño de pretensiones de verdad.
14 Quizá, para prevenir malentendidos, debería hablarse de una teoría discursiva de
la verdad en vez de una teoría consensual de la verdad. Cfr. A. Beckermann, «Die rea-
listischen Voraussetzungen von Konsensustheorie von Habermas», Zeitschrift fu r alt.
Wissenschaftstheorie, III, H. 1, 1972, 63-80.
cancc un consenso, sino en que en todo momento y en todas partes,
con tal que entrem os en un discurso, pueda llegarse a un consenso en
condiciones que permitan calificar ese consenso de consenso fun­
dado. Verdad significa warranled asserlibility'K Ahora bien, si como
criterio de verdad sólo se perm ite un consenso fundado, la teoría
consensual de la verdad se ve envuelta en una contradicción. Las
condiciones bajo las que un consenso puede considerarse real o ra­
cional y, en todo caso, garantizador de verdad, no pueden hacerse a
su vez depender de un consenso: «Parece que un consenso, para po­
der garantizar la verdad de enunciados puestos en cuestión, está so­
metido aún a condiciones cuyo cumplimiento no puede orientarse a
su vez por un consenso»36.
Esta objeción es correcta. Si el sentido de la verdad consiste en
la posibilidad de llegar en los discursos a una decisión positiva
acerca de la justificación de una pretensión de validez problemati-
zada, y si la decisión a que discursivamente se ha llegado sólo puede
producirse en forma de un consenso alcanzado argumentativamente,
entonces hay que mostrar en qué consiste la fuerza generadora de
consenso de un argumento; pues no puede consistir en el simple he­
cho de poder llegar argumentativamente a un acuerdo, sino que este
hecho ha m enester él mismo de explicación.
La teoría consensual de la verdad pretende explicar la peculiar
coacción sin coacciones que ejerce el m ejor argum ento por las pro­
piedades formales del discurso y no por algo que, com o la consis­
tencia lógica de las oraciones, subyace al contexto de argum enta­
ción o que, como la evidencia de las experiencias, penetra, por así
decirlo, en la argumentación desde fuera. El resultado de un dis­
curso no puede decidirse ni por coacción lógica ni por coacción em ­
pírica, sino por la «fuerza del mejor argumento». A esta fuerza es a
lo que llam am os motivación racional. Tiene que ser aclarada en el
marco de una lógica del discurso, para la que, por lo que veo, sólo
existen por el momento unos cuantos trabajos previos. Por parte de
la retórica habría que m encionar las investigaciones de Ch. Perel-
mann y por parte de la lógica los trabajos de Y. Bar-Hillel. Me ba­
saré en el análisis que hace St. Toulmin del uso de argum entos47

15 Se trata de una formulación de R. M. Martin apoyada en Dewey, cfr. más arriba


nota 32.
K. Lorenz, loe. cit., p. 115.
y St. Toulmin, The Uses ofArgimient, Cambridge, 1964.
porque entiendo que Toulmin elige el plano m ás adecuado para
lina lógica del discurso.
La lógica del discurso se distingue, así de la lógica de enuncia­
dos que suministra las reglas para la construcción y transformación
de enunciados manteniendo constantes sus valores de verdad, como
de la lógica trascendental que investiga los conceptos básicos (cate­
gorías) relevantes para la constitución de objetos de experiencia po­
sible. La lógica del discurso es una lógica pragmática. Investiga las
propiedades formales de los plexos de argumentación.
La expectativa de que la pertinencia de un argumento habría de
basarse en la necesidad lógica y/o la evidencia empírica, surge de la
errónea suposición de que una argumentación consta de una cadena
de oraciones. Sólo en este caso habría de justificarse el tránsito de
una oración a otra, o bien por derivación lógica (relativa a lógica de
enunciados o a lógica modal) o por referencia (interpretada en térm i­
nos realistas) a una baso experimental. Esta alternativa no se plantea
en cuanto nos percatam os de que una argumentación no consta de
una cadena de oraciones, sino de actos de habla. Entre estas unidades
pragmáticas del habla el tránsito no puede fundarse ni en términos
exclusivamente lógicos (pues no se trata de enunciados, sino de em i­
siones o m anifestaciones y justificaciones), ni tampoco em pírica­
mente (pues las unidades pragmáticas del habla han interpretado ya
en cada caso específica referencia a la realidad, mientras que las ora­
ciones han de em pezar siendo puestas en contacto con la realidad).
En la lógica del discurso aparecen en lugar de las m odalidades
lógicas: imposible (contradicción), necesario (im posibilidad de la
negación), posible (negación de la imposibilidad), otras modalidades
que califican formalmente la adecuación de un argumento para apo­
yar o debilitar una pretensión de validez. En lo tocante a la funda-
mentación de una pretensión de validez un argumento puede ser in­
consistente («imposible») o concluyente («necesario») por razones
analíticas; pero el caso interesante es el de los argumentos que son
pertinentes («posibles») para la obtención discursiva de un consenso.
Llam am os a estos argumentos sustanciales porque son informativos
y no sólo son válidos (o no válidos) en virtud de consistencia (o in­
consistencia) analítica.
Un argumento es la razón que nos motiva a reconocer la preten­
sión de validez de una afirmación o de una norma/o valoración. La
estructura formal de una argumento la expone Toulmin en el si­
guiente esquema (simplificado):
TEORÍAS INTERSUBJETIVISTAS DE LA VERDAD

Estructura de un argumento (según Toulmin)

D (data)----------------------------------------------------------C (conclusión)

W (warrant)

B (ibacking)

La afirm ación: «H arry es ciudadano británico» (C= conclu­


sión) se explica dando una causa: «H arry nació en las Berm udas»
(D= data). Introduciendo una regla deductiva: «Un hom bre nacido
en las B erm udas es por lo general un ciudadano británico» (W =
warrant) esa explicación se convierte en una deducción perm isi­
ble. La plausibilidad de esa prem isa (o regla de deducción) gene­
ral se ju stific a m ediante la indicación: «H abida cuenta de los si­
guientes estatutos y los siguientes elem entos jurídicos» (B=
backing). Vamos a aplicar este esquem a a los discursos teoréticos
en los que, m ediante argum entación puede desem peñarse la pre­
tcnsión de validez de los m andatos y valoraciones. En las afirm a­
ciones se afirm a o niega la existencia de estas dos cosas, con una
pretensión de verdad. El oponente pone en tela de ju icio la verdad
y afirm a la no verdad del enunciado. En los m andatos se exigen o
prohíben acciones, con una pretensión de rectitud. El oponente
pone en tela de juicio la rectitud y afirm a la no rectitud de la ac­
ción prescrita. En las valoraciones se jerarquizan objetos (sucesos,
obras, reglas, etc.), com o buenos o m alos, con una pretensión de
adecuación. El oponente pone en tela de juicio la adecuación y
afirm a la no adecuación de la clasificación o jerarquización que se
hace. El oponente exige en el prim er caso una explicación fundada
y en los otros dos casos una ju stificació n fundada. Los argum en­
tos exigidos pueden representarse de la siguiente form a, haciendo
uso de los sím bolos introducidos por Toulmin.
Tipos de discurso

Discurso (eórico-empírico Discurso práctico

c Afirmaciones Mandatos/valoraciones

Pretensión de validez Verdad Rectitud

El oponente exige Explicaciones Justificaciones

D Causas (en caso de sucesos), Razones


motivos (en caso de acciones)

W Regularidades empíricas, Normas o principios de


hipótesis legaliformes, etc. acción/valoración

B Observaciones, resultados Necesidades interpretadas


de encuestas, constataciones (valores), consecuencias,
consecuencias secundarias,
etc.

Un argumento es inconsistente (imposible) (en el sentido de las


modalidades discursivas), si W no puede interpretarse como una regla
que permita el paso analítico de D a C. Un argumento es concluyente
(necesario) si D puede seguirse de B. En este caso estamos ante un ar­
gumento analítico y no ante un argumento sustancial, pues W no es
informativo frente a B. El ejemplo de Toulmin: C: Ana es pelirroja;
D: Ana es una de las hermanas de Jack; W: todas las hermanas de
Jack son pelirrojas; B: cada una de las hermanas de Jack (hemos
comprobado individualmente cada caso) tiene el pelo rojo. Llamamos
convincente o pertinente sólo al argumento que es posible (en el sen­
tido de modalidades discursivas). Es lo que ocurre cuando entre B y
W no existe ninguna relación deductiva y, sin embargo, B es un mo­
tivo suficiente para considerar plausible W. Sustanciales llamamos
sólo a los argumentos que pese a la discontinuidad lógica, es dccir,
pese al «salto de tipos» que se da entre B y W, generan plausibilidad.
Este bosquejo de tipos de discurso ha m enester ciertam ente de
precisión. Pero basta para localizar el problema a que hemos de en­
frentarnos si queremos aclarar en qué consiste la fuerza generadora
de consenso de un argumento, es decir, qué es aquello que conduce a
un consenso «racionalmente motivado», a un consenso fundado.
¿Bajo qué condiciones nos sentimos justificados a pasar de B a W?
Dos ejemplos triviales:
1. Afirm ación necesitada de explicación (C): el agua de este
puchero se dilata.
Explicación (D): está recibiendo calor.
Fundamentación mediante una hipótesis legaliforme (W): (una
correspondiente ley de la termodinámica).
Evidencia casuística en apoyo de la hipótesis (B): (una serie de
constataciones sobre la covarianza reiteradam ente observada entre
magnitudes como el volumen, la tem peratura y el peso de los cuer­
pos).
2. Recomendación necesitada de justificación (C): debes de­
volver a A los 50 marcos antes del fin de semana.
Justificación (D): A te prestó el dinero por cuatro semanas.
Fundam entación mediante una norm a de acción (W) (una corres­
pondiente norma, por ejemplo): los préstamos deben devolverse en
los plazos acordados.
Evidencia casuística en apoyo de la norm a (B) (una serie de re­
ferencias a las consecuencias y consecuencias secundarias de la apli­
cación de la norm a para la satisfacción de necesidades aceptadas,
por ejemplo): los préstamos posibilitan una utilización flexible de re­
cursos escasos.
Pues bien, a mí me parece que la fuerza generadora de consenso
de un argumento tiene que ver con la adecuación del lenguaje y del
correspondiente sistema conceptual em pleados con fines argum enta­
tivos. Sólo estamos ante un argumento satisfactorio cuando todas las
partes de un argumento pertenecen al mismo lenguaje. Pues el sis­
tema del lenguaje fija los conceptos básicos con que el fenómeno
necesitado de explicación o de justificación (C) queda descrito, de
form a que, por un lado, el enunciado singular de existencia que apa­
rece en esa descripción puede deducirse de los enunciados que apa­
recen en D y W y, por otro, para cualquiera que participe en un dis­
curso B se convierte en motivo suficiente para aceptar W. El papel
del lenguaje de fundamentación elegido puede explicarse bajo el do­
ble aspecto de descripción del fenómeno y elección de los datos.
Con la elección de un sistema de lenguaje asignam os el fenó­
meno necesitado de explicación o de justificación a un determinado
ámbito objetual. Los predicados básicos del sistema de lenguaje de­
ciden acerca de con qué tipo de causas, motivos y razones y con qué
clase de hipótesis legaliformes o norm as puede ponerse en relación
el fenómeno descrito. La argumentación sirve al despliegue de im­
plicaciones que, m erced al correspondiente sistem a de lenguaje y
sistema conceptual, están contenidas en la descripción del fenómeno.
Sólo como elementos de su sistema de lenguaje son las afirmaciones
y recom endaciones susceptibles de fundamentación. Las fundamen-
taciones no tienen nada que ver con la relación entre esta o aquella
oración y la realidad, sino en prim er término con la coherencia entre
oraciones dentro de un sistema de lenguaje.
Pero más importante es el segundo aspecto. El sistema del len­
guaje elegido decide también acerca de qué clase de experiencias
pueden entrar como evidencias en un contexto de argumentación
dado, es decir, sobre qué clase de backings se permite. Pues tanto los
datos resultantes de observaciones y pesquisas como las interpreta­
ciones de las necesidades (es dccir, las experiencias obtenidas en el
trato con la naturaleza externa e interna), que tratamos de introducir
en los discursos, son, naturalmente, experiencias interpretadas y, por
tanto, dependientes del marco categorial del sistema de lenguaje ele­
gid o 38. Y aunque no se dan relaciones deductivas entre los enunciados
que aparecen en el warrant y en el backing, un argumento extrae su
fuerza generadora de consenso de la justificación con que se pasa de
B a W. Tal justificación se ha tratado de explicar recurriendo al prin­
cipio de inducción (para fundamentación de hipótesis monológicas) y
al principio de universalización39 (para la fundamentación de las nor­
mas de acción). La inducción sirve como principio puente para justi­
ficar el tránsito lógicamente discontinuo de un número finito de
enunciados singulares (datos) a un enunciado universal (hipótesis); la
universalización sirve de principio puente para justificar el paso
desde referencias descriptivas (a las consecuencias y consecuencias
secundarias de la aplicación de una norma para la satisfacción de ne­
cesidades generalmente aceptadas) a la norma misma. El papel de es­
tos principios puente está estrechamente ligado con el lenguaje de
fundamentación. Pues si el sistema de lenguaje empleado para las ar­
gumentaciones, el lenguaje de fundamentación, que en cierto modo
antecede a la experiencia, lo entendemos a la vez como resultado de
procesos de formación dependientes de la experiencia, puede expli­
carse por qué en la fundamentación de las afirmaciones es posible el
principio de inducción y por qué en la fundamentación de norm as y
valoraciones es necesario el principio de universalización.

“ lin los discursos científicos sólo se admiten cu general datos «medidos», y


«medir» significa la transformación sistemática de experiencias referidas a la acción
en datos discursivamente utilizables. Cfr. sobre esto V. Cicourel, Methode and Measu-
rement in Sociology, San Francisco, 1965.
” Cfr. M. G. Singcr, Generalizaíion in Ethics, Londres, 1963.
Los predicados básicos de lenguajes de fundamentación acredita­
dos expresan esquemas cognitivos. Propongo entender esos esque­
mas en el sentido de Piaget (y también de una teoría m aterialista del
conocimiento, que entiende el trabajo social como síntesis •”) . Los
esquemas cognitivos son resultado de una discusión activa del sis­
tema de la personalidad y del sistema social con la naturaleza: se for­
man en procesos de asimilación que son simultáneam ente procesos
de adaptación. La capa fundamental de esos esquemas penetra en el
sistema de la personalidad formando el aparato cognitivo; pero tam ­
bién esquemas menos fundamentales y más mudables, que como
conceptos fundamentales aparecen en teorías y otros sistemas de in­
terpretación, juegan un papel constitutivo en la construcción, así de
los ámbitos objetuales como de las estructuras de interacción. Por un
lado, estos esquemas son ellos mismos resultado de procesos de for­
mación dependientes de la experiencia; por otro, frente a las expe­
riencias que en ellos son organizadas como experiencias, esos esque­
mas tienen, por así decirlo, una validez apriórica.
Pues bien, si los predicados básicos de los lenguajes de funda-
mentación expresan esquemas cognitivos en el sentido indicado, la
inducción significa algo bastante trivial, a saber: la repetición por vía
de ejem plos de exactamente el tipo de experiencia en el que se for­
maron previamente los esquemas cognitivos que entraron en los pre­
dicados básicos del lenguaje de fundamentación. Mediante evidencia
casuística podemos asegurarnos por vía inductiva de la verdad de un
enunciado universal si y sólo si el sistema de lenguaje y conceptual
elegido recoge los resultados de una evolución cognitiva; pues ésta
garantiza lo que vamos a llam ar «adecuación» de un lenguaje de fun­
damentación a un determ inado ámbito objetual que, de la manera
que fuere, se ha vuelto relevante. Y en este aspecto la evolución cog­
nitiva sale también indirectamente fiadora de la validez de los enun­
ciados que son posibles en los sistemas de descripción dependientes
de ella. La inducción, cuando se la considera en estos términos,
pierde su carácter m isterioso; ciertam ente que entonces se hacen
también visibles el alcance y límites del procedim iento inductivo.
Los datos permitidos para una confirmación o refutación inductivas
inevitablemente vienen hasta tal punto seleccionados por el sistema
de lenguaje elegido, que la «experiencia» no puede representar una
instancia de comprobación absolutamente independiente. La induc-

A" H. O. Fruth, Piaget and Knowlcdge, Englewood Cliffs, 1969.


ción garantiza la coherencia de los enunciados universales que apa­
recen en un argumento con otros enunciados universales que pueden
formarse dentro del mismo sistema de lenguaje; ese procedimiento
no confronta con la realidad a este o aquel enunciado, sino a todo un
sistema de lenguaje. La relación del lenguaje de fundamcntación con
la realidad viene ya regulada por un proceso de aprendizaje y evolu­
ción previos, es decir, por una evolución cognitiva que, al determ inar
los predicados básicos del sistema de lenguaje elegido, antecede a
toda argumentación posible en ese lenguaje. Pero, si no en la con­
frontación de enunciados particulares con las experiencias interpre­
tadas, ¿en que descansa entonces la fuerza generadora de consenso
de un argumento?
Para responder a esta pregunta lo más obvio sería recurrir a la
m encionada «adecuación» del sistema de lenguaje al ámbito obje-
tual. C. F. von Weizsácker ha sugerido una teoría cibernética de la
verdad, que trata de interpretar la «verdad» como aquella relación
sistema-entorno que en la etapa sociocultural de la evolución res­
ponde a la relación de adaptación de los organismos a su entorno.
«Un animal puede com portarse correcta o incorrectamente... Deci­
mos entonces algo así como que “ la corrección es la adaptación del
comportamiento a las circunstancias” ... El comportamiento no es en
modo alguno “copia” (Abbild) de las circunstancias; no se ajusta a la
circunstancia como una fotografía al objeto, sino como una llave a la
cerrad u ra» 41. Partiendo de esta idea de «verdad del com porta­
miento», W eizsácker introduce un concepto de verdad que viene a
coincidir con el de «adecuación» de los esquemas cognitivos, suge­
rido por Piaget: tam bién éstos «se adecúan» a una realidad que se
constituye como realidad para nosotros en nuestros procesos de for­
mación. Si se pudiese identificar tal adecuación con la verdad, quizá
pudiera rehabilitarse aún por esta vía la teoría de la verdad como co­
rrespondencia.
Sólo que la adecuación de los esquemas cognitivos (y de los co­
rrespondientes sistem as de lenguaje) a los ámbitos objetuales (o a
los fragmentos de realidad constituidos) no puede entenderse como
verdad si al concepto de «verdad» no se le quiere disociar por com ­
pleto de la pretensión de validez que asociam os a los enunciados, es
decir, si al concepto de verdad no se le sustituye por otro concepto.
Ni los esquemas cognitivos ni los conceptos o predicados pueden ser

41 C. F. v. Weizsácker, Die Einheil der Nainr, Munich, 1971, pp. 338 ss.
verdaderos o falsos. Verdaderos o falsos sólo son los enunciados que
formamos empleando tales conceptos y predicados. La «adecuación»
es una categoría que pertenece al ám bito de la cognición, es decir, de
la obtención de informaciones sobre los objetos de la experiencia.
En esta esfera de experiencia referida a la acción no se tematizan en
absoluto, com o hemos mostrado, pretensiones de validez. En cam ­
bio, cuando, como ocurre en los discursos, lo que se pone a discu­
sión son estados de cosas, se trata de la validez de enunciados y no
de la fiabilidad de informaciones o de la pertinencia o seriedad de
actos cognitivos. A la confusión, más arriba analizada, entre correla­
tos de la experiencia (objetos en el mundo) y correlatos de la argu­
mentación (hechos) responde aquí la confusión de la adecuación de
un sistem a de lenguaje y un sistem a conceptual con la verdad de las
proposiciones.
Los sistemas de lenguaje son condición de la posibilidad de
enunciados (los enunciados sobre sistemas de lenguaje pertenecen
por su parte a otro sistema de lenguaje que se halla sujeto a condi­
ciones similares a las del lenguaje objeto de esos enunciados). Entre
esas condiciones hay que contar también, en la medida en que nos es
posible argumentar tales lenguajes, la adecuación antecedente de los
esquemas cognitivos y lingüísticos que (por adecuados que se los su­
pongan) son en cada caso determ inados estados de cosas que pueden
ser el caso o no serlo. Es la existencia de tales estados de cosas la
que decide sobre la verdad de los enunciados en los que quedan re­
flejados, pero no sobre la adecuación del sistema de lenguaje del que
están tomados los conceptos y predicados empleados en esos enun­
ciados. Si un sistema de lenguaje es inadecuado, ha dejado de cum ­
plirse una de las condiciones necesarias para la verdad de los enun­
ciados que formulamos en categorías de ese lenguaje, y nada más.
Ciertamente que de forma indirecta podemos com probar si un sis­
tema de lenguaje es adecuado por los enunciados verdaderos que
cabe formar en él. Pero la adecuación de los sistem as de lenguaje y
de los sistemas conceptuales sólo podríam os ponerla directamente en
relación con la verdad de los enunciados formados en ellos si las
evoluciones cognitivas, que (según nuestra hipótesis) subyacen en
cada caso a la «adecuación», se hubieran efectuado conscientemente
en forma de procesos de aprendizaje discursivos, es decir, en el m e­
dio de la argumentación. Esto sólo sería el caso si las evoluciones
cognitivas que, bajo la presión de la acción y la experiencia, discu­
rren de forma no discursiva, quedaran desconectadas de sus m eca­
nismos empíricos de control y ligadas estructuralm ente a discursos.
Pues bien, a mi juicio tenemos que suponer ya siempre cumplida
esta exigencia (¿cumplida aproximativamente en el sistema de la
ciencia?) cuando nos plegamos a la fuerza de convicción de un argu­
mento, es decir, cuando nos dejamos motivar racionalmente.
Voy a recapitular nuestras consideraciones. Dentro de un sistema
de lenguaje y de un sistema conceptual elegidos, la afirm ación o la
recomendación necesitada de explicación es puesta en una relación
deductiva con al menos otras dos oraciones; después, mediante evi­
dencia casuística, se apoya la aceptabilidad del enunciado universal
que hace de premisa (hipótesis legaliforme, norma de acción o valo­
ración). La fuerza generadora de consenso de un argumento des­
cansa en el tránsito, justificado mediante inducción o universaliza­
ción, de B a W. Por de pronto sólo hemos discutido el caso de la
confirm ación deductiva de hipótesis legal ¡formes y expresado la sos­
pecha de que la inducción puede explicarse por la adecuación del
lenguaje de fundamentación al correspondiente ámbito objetual.
Pero entonces la fuerza generadora de consenso de un argumento
descansa en la evolución cognitiva que garantiza la adecuación del
sistem a de descripción, evolución cognitiva que antecede a toda ar­
gum entación concreta. La tentativa entonces obvia, de fundar la ver­
dad, no en el procedim iento de discusión mismo, sino en esa adecua­
ción, fracasa, empero, ante la circunstancia de que ni los predicados
y conceptos, ni los sistemas de lenguaje y sistemas conceptuales en
que aparecen, pueden ser verdaderos. Sólo los enunciados pueden
ser verdaderos o falsos. La verdad ha de definirse, pues, por referen­
cia a la argumentación. Pero ésta sólo puede pretender una fuerza ge­
neradora de consenso qua argumentación, si está asegurado que no
sólo se apoya en una relación entre sistema de lenguaje y realidad,
que ex antecedente venga espontáneam ente regulada por evolución
cognoscitiva, es decir, en una relación de «adecuación» entre sistema
de lenguaje y realidad, sino que representa ella misma el medio en
que puede proseguirse esa evolución cognoscitiva como proceso de
aprendizaje consciente. La cuestión de si un sistema de lenguaje es
adecuado a un ámbito objetual y de si el fenómeno necesitado de ex­
plicación ha de asignarse precisam ente al ámbito objetual para el que
el lenguaje elegido resulta adecuado, es una cuestión que ha de po­
der convertirse ella misma en objeto de la argumentación. Se trata de
una cuestión que directam ente sólo podría decidirse mediante un ir y
venir entre concepto y cosa. Pero sólo a un espíritu metafísico, que
no seria ya espíritu de nuestro espíritu, le sería posible tal acceso di­
recto. Nosotros dependemos del curso de la argumentación, que
afortunadamente permite un cambio de los niveles de la argumenta­
ción. Las propiedades formales del discurso tienen, por tanto, que
ser tales que pueda cambiarse en todo momento de nivel de discurso,
de suerte que un sistema de lenguaje y conceptual elegido pueda, lle­
gado el caso, reconocerse como inadecuado y ser sometido a revi­
sión: el progreso del conocimiento se efectúa en form a de una crítica
sustancial del lenguaje. Un consenso alcanzado argumentativamente
puede considerarse criterio de verdad si, pero sólo si, se da estructu-
ralmente la posibilidad de revisar, m odificar y sustituir el lenguaje
de fundamentación en que se interpretan las experiencias. La expe­
riencia reflexiva de la inadecuación de las interpretaciones de nues­
tras experiencias tiene que poder entrar en la argumentación. Antes
de investigar qué significa esta exigencia hecha a los discursos teóri­
cos y cómo puede cumplirse, voy a tratar de explicar el papel que
cumple la universalización en los contextos de discurso práctico42.
Como en los discursos prácticos, a diferencia de lo que ocurre
en la com probación de pretensiones de verdad, no hem os de recu­
rrir a experiencias con la realidad externa, objetivada, y ni siquiera
hemos de hacer la tentativa de entender la pretensión de validez
vinculada a las norm as como una relación entre lenguaje y natura­
leza externa, una teoría consensual de la rectitud no se enfrenta a
las mismas objeciones que una teoría consensual de la verdad. Pa­
rece obvio que las cuestiones prácticas que se plantean en lo to­
cante a la elección de norm as, sólo pueden decidirse m ediante un
consenso entre todos los im plicados y todos los afectados potencia­
les. Las norm as regulan oportunidades legítimas de satisfacción de
las necesidades; y las necesidades interpretadas son un fragm ento
de la naturaleza interna, a la que cada sujeto, en la medida en que
se com porte con veracidad, tiene un acceso privilegiado. Una teoría
consensual de la rectitud se expone más bien a la duda de si las
cuestiones prácticas son en general susceptibles de verdad, de si la
rectitud de los m andatos o las prohibiciones es una pretensión de
validez discursivam ente desem peñable y no más bien algo m era­
mente subjetivo.
Ésta es la convicción que subyace a las éticas no cognitivistas.
Pues bien, en este contexto, el principio de universalización, según el

<z Cfr, el capítulo sobre la susceptibilidad de verdad de las cuestiones prácticas, en


Legitimationsprobleme im Spátkapitalismus, Francfort, 1973. (ed. cast., Problemas de
legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, 4." reinip., 1991, pp. 124 ss.)
cual sólo se permiten norm as que en su ámbito de validez pudiesen
encontrar un asentim iento general, cobra una im portancia central.
Pues el principio de universalización sirve para excluir, como no
susceptibles de consenso todas las normas que encarnan intereses
particulares, intereses no susceptibles de universalización. En la
m edida en que tam bién sobre tales norm as no susceptibles de uni­
versalización puede producirse un consenso en determ inadas cir­
cunstancias, se trata de un com prom iso entre intereses particulares
y no de un consenso alcanzado argumentativam ente. Los com pro­
m isos son resultado de acciones y negociaciones inteligentes, no de
discursos. Lo m ism o que la inducción, la universalización cum ple
la función de un principio puente que ha de explicar por qué la
norm a de acción propuesta puede hacerse plausible por referencia a
las consecuencias y consecuencias secundarias de la aplicación de
la norm a para las ne?to descansa en la suposición de que el sistema
de lenguaje en cuyo marco se interpretan tanto la recom endación
necesitada de justificación, como tam bién la norm a y las necesida­
des general o universalm ente aceptadas que se aducen para apo­
yarla, es adecuado.
Y, asim ism o, los conceptos básicos de un lenguaje ético pueden
entenderse com o esquem as cognitivos que filogenéticam ente se
han form ado con la evolución de las imágenes del m undo y de los
sistem as m orales, y en el plano de la ontogénesis con la evolución
de la conciencia m oral. Llamamos adecuado a un lenguaje moral
que perm ita a determ inadas personas y grupos, en circunstancias
dadas, una interpretación veraz, así de sus necesidades particulares,
com o tam bién y sobre todo de las necesidades com unes y suscepti­
bles de consenso. El sistem a de lenguaje elegido debe perm itir
exactam ente aquellas interpretaciones de las necesidades en que
los participantes en el discurso pueden hacer transparente su natu­
raleza interna y saber qué es lo que realm ente quieren. Ciertam ente
que al igual que la verdad de los enunciados, tam poco la rectitud
de las norm as puede reducirse a la adecuación de conceptos. Por
tanto, tam bién aquí la argum entación sólo podrá pretender fuerza
generadora de consenso qua argum entación si se asegura que los
participantes puedan cam biar en cada m om ento de nivel de dis­
curso y percatarse de la inadecuación de las interpretaciones de las
necesidades, que han recibido de sus antepasados. Tienen que po­
der desarrollar aquel sistema de lenguaje que les perm ita decir qué
es lo que pueden querer, habida cuenta de las circunstancias dadas
y de las circunstancias factibles.
V LA SITUACIÓN IDEAL DE HABLA

Si la estructura de la argumentación, que hemos expuesto (par­


tiendo de Toulmin), ha de bastar para generar decisiones racional­
mente motivadas acerca de pretensiones de validez teoréticas y prác­
ticas, el discurso tiene que tener una forma que perm ita la revisión
del sistem a de lenguaje inicialmente elegido. Sólo entonces puede la
experiencia reflexiva de la inadecuación de los sistemas de lenguaje
entrar en la argumentación misma. Pero, ¿qué significa esta exigen­
cia en lo concerniente a las propiedades formales de los discursos?
Voy a tratar esta cuestión prim ero para los discursos teoréticos y des­
pués para los discursos prácticos.
La forma del discurso teórico tiene que hacer posible una progre­
siva radicalización, es decir, autorreflexión del sujeto cognoscente.
El prim er paso es el tránsito desde las afirm aciones problematizadas,
que representan ellas mismas acciones, a afirm aciones cuya contro­
vertida pretensión de validez se ha convertido en objeto del discurso
(entrada en el discurso). El segundo paso consiste en la explicación
teorética de la afirmación problematizada, es decir, en dar (a lo m e­
nos) un argumento dentro del sistema de lenguaje elegido (discurso
teórico)43. El tercer paso es el tránsito a una m odificación del sis­
tema de lenguaje inicialmente elegido o a una ponderación de la ade­
cuación de sistemas de lenguaje alternativos (discurso metateórico).
El último paso y una ulterior radicalización consiste en el tránsito a
una reflexión sobre los cambios sistemáticos de los lenguajes de fun­
damentación. La reconstrucción del progreso del conocimiento, pro­
greso que se efectúa en forma de una crítica sustancial del lenguaje,
es decir, de una sucesiva superación de sistemas de lenguaje y siste­
mas conceptuales inadecuados, conduce a un concepto normativo de
conocimiento en general (crítica del conocim iento)44. Es interesante

Empico aquí la expresión «explicación teorética» extensivamente; comprende


tanto la explicación de fenómenos con ayuda de regularidades observadas, hipótesis
particulares o teorías conclusas, como la explicación de enunciados teóricos y teorías
con ayuda de otras teorías, mientras se trate de argumentos dentro de un sistema de
lenguaje dado.
“ Fin las discusiones entre Kuhn y l'opper y otros participantes (sobre todo Laka-
tos y Toulmin) queda cada vez más clara la conexión sistemática entre teoría de las
ciencias e historia sistemática de las ciencias. Cfr. sobre es(e tema las interesantes ob­
servaciones de R. Bubner, «Dialektische Elemente einer Forschungslogik», en Dialek-
tik und Wissenschafl, Francfort, 1972, pp. 129 ss.
notar que este último paso rompe los límites del discurso teórico.
Pues conduce a un plano de discurso en el que con la ayuda del mo­
vimiento peculiarm ente circular que caracteriza a las-reconstruccio­
nes racionales, nos aseguramos de qué debe valer como conoci­
miento: ¿qué aspectos han de tener los rendimientos cognitivos para
poder pretender al título de conocim iento? En la reconstrucción del
progreso del conocim iento las normas teoréticas básicas revelan su
núcleo práctico: el conocimiento se mide tanto por la cosa como por
el interés con que en cada caso ha de acertar el concepto de la cosa.
Análogamente, también la forma del discurso práctico ha de posi­
bilitar una progresiva radicalización, esto es, autorreflexión del sujeto
agente. El primer paso consiste en el tránsito desde el mandato/prohi­
bición problem atizados, que representan ellos mismos acciones, a
recom endaciones o advertencias, cuya controvertida pretensión
de validez se convierte en objeto del discurso (entrada en el discur­
so). El segundo paso consiste en la justificación teorética de los
mandatos/prohibiciones problematizados, es decir, en dar a lo menos
un argumento dentro de un sistema de lenguaje elegido (discurso
práctico). El tercer paso consiste en el tránsito a una m odificación
del sistema de lenguaje inicialmente elegido o a una ponderación de
la adecuación de sistemas de lenguaje alternativos (discurso metaé-
tico o m etapolítico)45. El último paso y una ulterior radicalización
consiste en el tránsito a una reflexión acerca de la dependencia de las
estructuras de nuestras necesidades respecto del estado de nuestro
saber y de nuestro poder. Nos ponemos de acuerdo sobre las inter­
pretaciones de las necesidades a la luz de las informaciones exis­
tentes acerca de lo factible y lo conscguible. A qué clase de informa­
ciones queremos dar preferencia en el futuro se convierte entonces a
su vez en una cuestión práctica que afecta, por ejemplo, a las priori­
dades en el fomento de la ciencia (formación de la voluntad colec­
tiva en punto a política del conocimiento). En este plano del discurso
se plantea la cuestión: ¿qué debemos querer conocer?
Con ello el discurso práctico se hace extensivo a una evolución cog-
nitiva que, por su parte, vuelve a quedar ligada a la argumentación. Al
propio tiempo, este último paso rompe los límites del discurso práctico,
porque la cuestión práctica de qué conocimiento debemos querer tras
saber qué debe valer como conocimiento, depende evidentemente de la
cuestión teorética de qué conocimiento podemos querer.

4S Cfr. O. Schwemmer, Philosophie der Praxis, Francfort, 1971.


El siguiente esquema da una visión de conjunto de las etapas de
radicalización que hemos de poder em prender en los discursos, para
que una explicación teorética o una justificación práctica puedan
mover racionalm ente a la aceptación de una pretensión de validez
controvertida. Pues la fuerza generadora de consenso de un argu­
mento descansa en que podamos ir y venir entre los distintos niveles
del discurso, tan a menudo como sea menester, hasta que surja un con­
senso. Un consenso alcanzado argumentativamente es condición sufi­
ciente de resolución o desempeño de pretensiones de validez discursi­
vas si y sólo si en virtud de las propiedades formales del discurso está
asegurado el paso libre entre los distintos niveles de discurso. Y, ¿cuá­
les son las cualidades formales que cumplen esa condición? Mi tesis
es: las propiedades de una situación ideal de habla.

Niveles de discurso

Etapas de radicalización Discurso teórico Discurso práctico

Acciones Afirmaciones Mandatos/proh ¡bidones

Fundamentaciones Explicaciones teoréticas Justificaciones teoréticas

Critica sustancial Cambio metateórico Cambio metateórico/


del lenguaje metapolítico
del sistema de lenguaje y sister la conceptual

Autorreflexión Crítica del conocimiento Toma de decisiones


colectivas relativas
a política del conocimiento

Llamo ideal a una situación de habla en que las com unicacio­


nes no solam ente no vienen im pedidas por influjos externos con­
tingentes, sino tam poco por las coacciones que se siguen de la
propia estructura de la com unicación. La situación ideal de habla
excluye las distorsiones sistem áticas de la com unicación. Y la es­
tructura de la com unicación deja de generar coacciones sólo si
para todos los participantes en el discurso está dada una distribu­
ción sim étrica de las oportunidades de elegir y ejecutar actos de
habla. De esta exigencia general de sim etría pueden deducirse
para las distintas clases de actos de habla exigencias especiales de
equidistribución de las oportunidades de elegir y ejecutar actos de
habla. Las situaciones ideales de habla tienen que cum plir, pri­
m ero, dos condiciones triviales:
1) Todos los participantes potenciales en un discurso tienen
que tener la misma oportunidad de emplear actos de habla com uni­
cativos, de suerte que en todo momento tengan la oportunidad tanto
de abrir un discurso como de perpetuarlo mediante intervenciones y
réplicas, preguntas y respuestas.
2) Todos los participantes en el discurso tienen que tener igual
oportunidad de hacer interpretaciones, afirm aciones, recom endacio­
nes, dar explicaciones y justificaciones y de problematizar, razonar o
refutar las pretcnsiones de validez de ellas, de suerte que a la larga
ningún prejuicio quede sustraído a la tematización y a la crítica.
No triviales son las dos condiciones siguientes, que las situa­
ciones ideales de habla han de cum plir para que quede garantizado
que los participantes puedan en efecto em prender un discurso, y
no sim plem ente im aginarse estar desarrollando un discurso
cuando en realidad están com unicando bajo las coacciones de la
acción. No deja de ser sorprendente que la situación ideal de habla
exija determ inaciones que sólo m ediatam ente se refieren a los dis­
cursos, pero que inm ediatam ente afectan a la organización de los
contextos de acción. Pues la liberación del discurso respecto de las
coacciones de la acción sólo es posible en el contexto de la acción
com unicativa pura:
3) Para el discurso sólo se perm iten hablantes que como agen­
tes, es decir, en los contextos de acción, tengan iguales oportunida­
des de em plear actos de habla representativos, esto es, de expresar
sus actitudes, sentimientos y deseos. Pues sólo la recíproca sintoni­
zación de los espacios de expresión individual y la complementarie-
dad en el juego de proximidad y distancia en los contextos de acción
garantizan que los agentes, tam bién como participantes en el dis­
curso, sean tam bién veraces unos con otros y hagan transparente su
naturaleza interna.
4) Para el discurso sólo se permiten hablantes que com o agen­
tes tengan la m ism a oportunidad de em plear actos de habla regulati­
vos, es decir, de mandar y oponerse, de perm itir y prohibir, de hacer
y retirar promesas, de dar razón y exigirla. Pues sólo la completa
reciprocidad de expectativas de com portamiento, que excluye privi­
legios en el sentido de normas de acción y valoración que sólo obli­
guen unilateralm ente, puede garantizar que la equidistribución for­
mal de las oportunidades de abrir una discusión y proseguirla, se
emplee también fácticamente para dejar en suspenso las coacciones
de la realidad y pasar al ámbito de comunicación exento de experien­
cia y descargado de acción que es el discurso.
Las condiciones mencionadas de 1) a 4) formulan presupuestos
de la situación ideal de habla, que han de cum plirse si es que, en ge­
neral, han de tener lugar discursos. El postulado de igual derecho a
hablar, formulado en la segunda condición, describe la propiedad
formal que todos los discursos han de tener para desarrollar la fuerza
de una motivación racional (y como en el plano en que el discurso
práctico puede radicalizarse y convertirse en crítica del conocimiento
no puede mantenerse la separación entre discurso teórico y discurso
práctico, el postulado de veracidad ha de valer también indirecta­
mente para todos los discursos).
La estructura de la com unicación, por la que se caracteriza la si­
tuación ideal de habla, excluye distorsiones sistemáticas y garantiza
en especial el libre paso entre acción y discurso y, dentro del dis­
curso, el libre paso entre los distintos niveles del discurso. Por eso,
todo consenso que haya sido generado argumentativamente en las
condiciones de una situación ideal de habla, puede considerarse cri­
terio de desempeño de la pretensión de validez tem atizada en cada
caso. Un consenso racional sólo puede distinguirse, en últim a instan­
cia, de un consenso engañoso por referencia a una situación ideal de
habla. Pero ¿qué status puede corresponder a tal referencia a una si­
tuación ideal de habla, por inevitable que se la suponga? En prim er
lugar, cabe dudar de que una situación ideal de habla pueda reali­
zarse, y pensar si no se trata más bien de una simple construcción.
Toda habla empírica, tanto por las ¡imitaciones espacio-temporales
del proceso de comunicación, com o por las limitaciones de la capa­
cidad psicológica de los participantes en el discurso, está sometida,
en principio, a restricciones que excluyen un entero cum plimiento de
esas condiciones ideales. Pese a ello, no considero a priori imposible
una realización suficiente de las exigencias que hemos de im poner a
los discursos, porque las m encionadas limitaciones, o bien pueden
compensarse mediante dispositivos institucionales, o bien pueden
neutralizarse en cuanto a las consecuencias negativas que puedan te­
ner sobre el declarado fin de una equidistribución de las oportunida­
des de em plear actos de habla. M ás grave es la objeción de si (y
cómo) puede comprobarse em píricamente cuándo se cumplen las
condiciones de una situación ideal de habla. Las condiciones del ha­
bla empírica, incluso cuando nos atenemos a la declarada intención
de abrir un discurso, distan, la m ayoría de las veces, de las de una si­
tuación ideal de habla. Retrospectivamente podem os decidir muchas
veces cuándo hemos estado muy lejos de una situación ideal de ha­
bla. Sin embargo, falta un criterio externo de enjuiciamiento, de
suerte que en las situaciones dadas nunca podemos estar seguros de
si estamos realizando en verdad un discurso o de si estamos ac­
tuando, más bien, bajo las coacciones de la acción y realizando sólo
un pseudodiscurso. De esta circunstancia se sigue una interesante
respuesta a nuestra pregunta inicial.
Si es verdad que, en última instancia, sólo podemos distinguir
entre un consenso racional, es decir, un consenso alcanzado argu­
mentativamente y que sea al tiempo garantía de verdad, y un con­
senso meramente impuesto o consenso engañoso por referencia a
una situación ideal de habla; y si además hemos de partir de que fác­
ticam ente nos atribuimos en todo momento y también tenemos que
atribuirnos la capacidad de distinguir entre un consenso racional y
un consenso engañoso, porque, si no, tendríamos que abandonar la
idea del carácter racional del habla; y si, ello no obstante, en ningún
caso empírico es posible decidir unívocamente si está dada o no una
situación ideal de habla, entonces sólo queda la siguiente explica­
ción: la situación ideal de habla no es ni un fenómeno empírico ni
una simple construcción, sino una suposición inevitable que recípro­
camente nos hacemos en los discursos— . Esa suposición puede ser
contrafáctica, pero no tiene por qué serlo: mas, aún cuando se haga
contrafácticamente, es una ficción operante en el proceso de comu­
nicación. Prefiero hablar, por tanto, de una anticipación, de la antici­
pación de una situación ideal de habla. Sólo esta anticipación garan­
tiza que con el consenso fácticamente alcanzado podamos asociar la
pretensión de un consenso racional; a la vez se convierte en canon
crítico con que se puede poner en cuestión todo consenso fáctica-
mente alcanzado y examinar si puede considerarse indicador sufi­
ciente de un consenso fundado46.

16 W. Schulz (en Philosophie in der veranderten Welt, loe. cil., pp. 173 ss.) se suma
a las reservas contra la «aterradora irrealidad» de las suposiciones de la situación ideal
de habla (o de la acción comunicativa pura). Si esta objeción está pensada en términos
de principio, lo que en ella se expresa es la duda de si puedo hacer también frente a la
carga de la prueba en lo concerniente al carácter cuasi-trascendcntal que atribuyo al
sistema de reglas pragmático-universales. Para mostrar que, cuando entramos en un
discurso, hacemos aquellas suposiciones, a la vez universales e inevitables, que han de
cumplir las situaciones ideales de habla, escojo en el presente artículo la vía de una de­
fensa de una teoría consensual de la verdad. Por lo demás, se dan paralelismos entre la
situación ideal de habla y la estructura de la «original position», a la que John Rawls (A
Theory o f Juslice, Oxford, 1972, pp. 118 ss.; ed. casi., Teoría de la justicia, FCE, Ma-
Pertenece a los presupuestos de la argumentación el que en la eje­
cución de los actos de habla hagamos contrafácticamente como si la
situación ideal de habla no fuera simplemente ficticia sino real — es
precisam ente a esto a lo que llamamos una presuposición— . El fun­
damento normativo del entendim iento lingüístico es, por tanto, am ­
bas cosas: un fundamento anticipado, pero, en tanto que fundamento
anticipado, también operante. La anticipación formal del diálogo
idealizado (¿como una forma de vida a realizar en el futuro?) garan­
tiza el acuerdo contrafáctico «último» (que sirve ya de.soporte y que
por tanto no hay que em pezar estableciendo) que ha de unir ex ante­
cedente a los hablantes/oyentes potenciales y acerca del que no ha de
exigirse ya un entendim iento si es que los argumentos han de poseer,
en general, una fuerza generadora de consenso. En este aspecto el
concepto de una situación ideal de habla no es solam ente un princi­
pio regulativo en el sentido de Kant. Pues con el prim er acto de en­
tendimiento lingüístico, fácticamente hacemos siem pre ya esa supo­
sición. Por otro lado, el concepto de situación ideal de habla tampoco
es un «concepto existente» en el sentido de Hegel; pues ninguna so­
ciedad histórica coincide con la forma de vida que podemos caracteri­
zar en principio por referencia a la situación ideal de habla47. Con Jo
que m ejor cabría com parar la situación ideal de habla sería con una
apariencia transcendental, si esa apariencia, en lugar de deberse a
una transferencia impermisible (como ocurre en el uso de las catego­
rías del entendim iento de espaldas a la experiencia), no fuera a la vez
condición constitutiva del habla racional. La anticipación de la situa­
ción ideal de habla tiene para toda com unicación posible el signifi­
cado de una apariencia constitutiva, que a la vez es barrunto de una
forma de vida. Ciertamente que a priori no podem os saber si ese ba­
rrunto es sólo una subrepción, por más que tenga su fuente en supo­

drid, 1978) recurre para una fundamentación de la ética en términos de una renovada
teoría del contrato social. Pero en la medida en que la objeción de Schulz esté pensada
en términos pragmáticos, no veo por mi parte ninguna razón para oponerme a ella: la
institucionalización de discursos pertenece, como es evidente, a las innovaciones más
difíciles y más sujetas a riesgos que registra la historia humana. Cfr. mi introducción a
la nueva edición de Theorie und Praxis, Francfort, 1971, pp. 31 ss., (ed. cast., Teoría y
praxis, Tecnos, Madrid, 1990). Y mi réplica a R. Spaeman en mi colección de artículos
Kultur und Kritik, Francfort, 1973, pp. 378 ss.
*’ Es decir, una forma de vida comunicativa que se caracterice porque la validez
de todas las normas de acción políticamente relevantes se haga depender de procesos
discursivos de formación de la voluntad política. Añadido 1983: cfr. en contra de esta
interpretación, más arriba nota 46.
siciones inevitables, o si pueden producirse en la práctica las condi­
ciones empíricas para la realización, aunque sea aproximativa, de la
forma de vida supuesta en las propias estructuras de la comunica­
ción. Bajo este punto de vista, las normas fundamentales del habla
racional, inscritas en la pragmática universal, contienen una hipótesis
práctica.
La circunstancia de que nunca podarnos tener certeza definitiva
acerca de si nos estam os equivocando sobre nosotros mismos
cuando em prendem os un discurso, hace, a lo m enos, aparecer
com o necesario un hilo conductor con ayuda del cual podem os m e­
tódicam ente superar las barreras de la com unicación sistem ática­
mente distorsionada cuando tales barreras existen. Cuando a aque­
llo que im pide el discurso querem os oponerle la fuerza del propio
discurso, podem os elegir una form a de com unicación que tiene una
estructura peculiar y que proporciona algo único. Esa forma de co­
municación puede analizarse conform e al m odelo del diálogo
psicoanalítico entre m édico y paciente. Pues el diálogo psicoanalí-
tico pretende satisfacer las condiciones de una form a de com unica­
ción que perm ite desempeñar, a la vez que una pretensión do ver­
dad, tam bién una pretensión de veracidad.
El diálogo psicoanalítico proporciona menos y más que el dis­
curso usual. La crítica terapéutica, que es como vamos a llamarla,
proporciona menos, en la medida que el paciente en modo alguno
adopta desde el principio frente al médico una posición simétrica:
pues el paciente no cumple las condiciones de un participante en el
discurso. El resultado del discurso terapéutico logrado es precisa­
mente aquello que para el discurso habitual hay que em pezar exi­
giendo desde el principio. La efectiva igualdad de oportunidades en
la realización de roles dialógicos, y en general en la elección y eje­
cución de actos de habla, es precisamente a lo que como resultado se
endereza esc «discurso» terapéutico iniciado entre dialogantes desi­
gualmente situados. Por otro lado, el discurso terapéutico propor­
ciona también más que el discurso usual. Al perm anecer peculiar­
mente entrelazado con el sistema de acción y experiencia, es decir, al
no constituir un discurso exento de experiencia y descargado de ac­
ción, en el que se tematicen exclusivamente cuestiones de validez y
al que todo contenido o inform ación haya de sum inistrársele desde
fuera, la autorreflexión lograda acaba en un «tornarse consciente»
que no sólo cum ple la condición de un desempeño de una pretensión
de veracidad (desempeño que norm alm ente no puede conseguirse en
térm inos de discurso). Al aceptar el paciente las interpretaciones que
el médico le propone y que el médico ha «elaborado», y al confir­
marlas como acertadas, el paciente se percata, a la vez, de que estaba
siendo víctima de un autoengaño. La verdad de la interpretación po­
sibilita a la vez la veracidad del sujeto en sus manifestaciones, con
las que hasta ese m om ento se estaba engañando (por lo menos a sí
mismo y probablemente también a otros). Las pretensiones de vera­
cidad sólo pueden, por lo general, someterse a prueba en los contex­
tos de acción. Esa señalada forma de comunicación en la que incluso
pueden superarse distorsiones en la estructura de la comunicación, es
la única en la que junto con una pretensión de verdad, puede som e­
terse sim ultáneam ente a examen «discursivo» una pretcnsión de ve­
racidad (y rechazarse como no ju stificad a)48.

4" Cfr. Conocimiento e Interés, caps. 10 y 11 y la introducción a la nueva edición


de Theorie undPixixis, Francfort, 1971.
KARL OTTO APEL
¿ H U S S E R L , T A R S K I O P E IR C E ?
POR UNA TEORÍA SEM IÓTICO-TRASCENDENTAL
DE LA VERDAD COMO CONSENSO
(1995)

o r i g i n a l : Inédito (título original: «Husserl, Tarski oder


E d ic ió n
Peirce? Für eine transzendentalsemiotische Konsenstheorie der Wahr-
heit» (1995).

E dición c a st e l l a n a : Inédito. Reproducimos el texto —traducido—


con autorización expresa del autor.

T r a d u c c ió n : N . S m ilg.

O t r o s t r a b a jo s d e l a u t o r s o b r e e l m is m o t e m a :

— «Der philosophische Wahrheitsbegriff einer inhaltlich orientierten


Sprachwissenschaft», en H. Gipper (ed.), Spmche-Schliissel zur
Welt, Dusseldorf, 1959, pp. 11-38 (recogido en Transformation
der Philosophie, Suhrkamp, Francfort, 1972; ed. cast., «El con­
cepto filosófico de la verdad como presupuesto de una lingüística
orientada al contenido», en La transformación de la filosofía, Tau­
rus, Madrid, 1985, pp. 101-131).
— «Sprache und Wahrheit in der gegemvartigen Situation der Philo-
sophie», en Philosophische Rundschau, 7 (1959), pp. 161 -184 (re­
cogido en Transformation der Philosophie, Suhrkamp, Francfort,
1972; ed. cast., «Lenguaje y verdad en la situación actual de la fi­
losofía» en La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid,
1985, pp. 133-160).
— «Ch. S. Peirce and the Post-Tarskian Problem of an adequate Ex­
plicaron of the Mcaning of Truth: Towards a Trascendental-Prag-
matic Theory of Truth», part I, The Monist vol. 63/3, julio (1980),
pp. 386-407, part II, in Transactions of the Ch. S. Peirce Society,
invierno (1982), vol. XVII/1, pp. 3-17 [reeditado en E. Freemann
(comp.), The Relevance o f Ch. Peirce, La Salle/Tllinois, 1983,
pp. 189-223],
— «Fallibílismus, Konsenstheorie der Wahrheit und Letztbegiün-
dung», en W. Kuhlmann (Hrsg.), Philosophie und Begriindung,
Suhrkamp, Francfort del M., 1987, pp. 116-211 (ed. cast., «Fali-
bilismo, teoría consensual de la verdad y fundamenfación última»,
en K. O. Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós,
Barcelona, 1991, pp. 37-145).
— «Sprachliche Bedeutung, Wahrheit und normative Gültigkeit», Ar-
chivio di Filosofía, LV (1987), pp. 51-88 (ed. cast., «Significado
lingüístico, verdad y validez normativa», en Semiótica filosófica,
Almagesto, Buenos Aires, 1994, pp. 89-149).
—• «Das Problem der phanomenologischen Evidenz im Lichte einer
transzendentalen Scmiotik», en M. Benedikt/R. Burger (eds.), Die
Krise der Phánomenologie und die Pragmatik des Wissenschafts-
fortschritts, Viena, 1986, pp. 78-99 [ed. cast., «El problema de la
evidencia fenomenológica a la luz de una semiótica trascenden­
tal», en G. Vattimo (eomp.), La secularización de la filosofía, Ge-
disa, Barcelona, 1992, pp. 175-213].

B ib l io g r a f ía c o m p l e m e n t a r ia :

—- W. Becker, «Der prozedurale Rationalitatsbegriff und die Korisen-


sustheorie der Wahrheit», Ethik und Sozialwissenschaften 1/3
(1990), pp. 343-50.
- - A. Cortina, «K. O. Apel: verdad y responsabilidad», en K. O.
Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, Paidós, Barcelona,
1991, pp. 9-33.
— J. M. Ferry, Philosophie de la communication. De l'antinomie de
la vérité á la fondation ultime de la raison, Cerf, París, 1994.

1. INTRODUCCIÓN: LA APORÉTICA DE LA TEORÍA


METAFÍSICO-ONTOLÓGICA DE LA VERDAD
COM O CORRESPONDENCIA

Quisiera com enzar con algunas observaciones acerca de la teoría


ontológica de la verdad como correspondencia. Su topos clásico en
Aristóteles dice así: «Decir de lo que es, que no es y de lo que no es,
que es, es falso; pero dccir de lo que no es, que no es y de lo que es,
que es, es verdadero» (Met. 1011 b 26 s.).
En mi opinión, una lectura débil de esta formulación de la teoría
de la verdad como correspondencia expresa una intuición que ha de
ser presupuesta y tom ada en consideración por cualquier teoría plau­
sible de la verdad. Pero, también sostengo que la versión im prescin­
dible y débil de la teoría de la correspondencia es irrelevante crite-
riológicamente — es decir, com o posible fundamento de una teoría
de la ciencia y del conocimiento-— . Volveré a este punto más ade­
lante. A continuación me ocuparé expresamente de una teoría de la
verdad criteriológicamente relevante en el sentido indicado. Como
tal apareció la teoría aristotélica de la correspondencia y, por así de­
cirlo, como prim er paradigma en la historia de la filosofía; y por
cierto, en su versión ontológica fuerte, como teoría de la homoiosis o
como concepción de la adequatio rei et intellectus (en Tomás de
Aquino, Summa theolog. I, 16.2; y De veri tale 1,1). Pero, a mi enten­
der, esta versión fuerte de la teoría de la verdad como corresponden­
cia es igualmente irrelevante criteriológicamente, porque cualquier
intento de hacer efectivo de forma teórico-cognoscitiva el ajuste en­
tre el nous o intellectus y las cosas está condenado a fracasar.
Me parece que el motivo de este fracaso no está tanto en la intui­
ción realista de sentido común vinculada generalm ente a la teoría de
la correspondencia, sino más bien en la siguiente circunstancia:
Como concepción típica del prim er paradigma de la Prima Phi-
losophia — de la metafísica ontológica— la teoría de la verdad como
correspondencia o adecuación en sentido fuerte concibe la relación
entre el espíritu o la conciencia, por una parte, y las cosas como ob­
jeto de conocimiento, por otra — según su esquematism o— como
una relación entre dos cosas en el mundo, esto es, com o relación en­
tre dos objetos de conocimiento. Este esquematism o de la concep­
ción ontológica de la correspondencia como ajuste, nos conduce a
dos aporías alternativas:
O hay que suponer que la relación del conocim iento verdadero,
es decir adecuado (y con ella, también la diferencia entre éste y el
conocimiento falso), es algo así com o una relación entre cosas natu­
rales que, hasta cierto punto, puede ser descubierta por una ciencia
de la naturaleza; o hay que suponer que nosotros, los seres humanos,
estamos en situación de colocarnos también fuera de la relación su­
jeto-objeto del conocimiento y percibir nuestro conocim iento actual,
en cierto modo, desde fuera — desde un punto de vista cuasi-di-
vino— : como una relación formal de ajuste entre el espíritu y las co-
sas-en-sí.
Me parece que estas dos alternativas paradigm áticas correspon­
den a las im plicaciones características de la metafísica ontológica,
en sentido prekantiano. De la prim era concepción, es decir, de la es-
quematización quasi-naturalista de la homoiosis o de la adequatio
intellectus et rei, encontramos un ejemplo ya en el escrito aristotélico
De Anima. En último término, nos introduce en las m odernas teorías
de la cognitive science acerca de la ciencia cuasi-natural que no pue­
den determinar, sino que lian de presuponer, la diferencia entre ver­
dadero y falso. La segunda concepción es característica de Tomás de
Aquino que, por decirlo así, intenta comprender la'relación de la
adequatio intellectus el rei a la luz del punto de vista extramundano,
divino.
La aporía criteriológica de esta concepción metafísica que com ­
para entre la conciencia y las cosas desde un punto de vista exterior a
la relación sujeto-objeto del conocim iento, fue descubierta más tarde
por Kant, Brentano (c im plícitamente y de la form a más radical, por
G. Frege): Puesto que no podem os comparar nuestros juicios de co­
nocimiento más que con oíros juicios de conocimiento (por ejemplo,
con juicios de la percepción) y éstos, a su vez, tampoco pueden ser
com parados con las cosas-en-sí, el intento de dem ostrar la adequatio
intellectus el rei tiene que conducir a un regressus a d infinitum
Pero, al margen de su crítica al sentido fuerte de la teoría de la
verdad como correspondencia, Kant afirm ó que la verdad empírico-
realista de nuestro conocimiento tenía que ser remitida a la afección
de nuestros sentidos producida por la (incognoscible) cosa-en-sí, si
es que debe evitarse el idealismo subjetivo. En mi opinión, de este
modo se enredó en un problema insoluble de su filosofía. Pues si­
guió dependiendo de una versión metafísica, en sentido fuerte, de la
teoría de la verdad como correspondencia, cuya aporía central había
revelado él mismo. Pero el problema de una explicación post-metafí-
sica de la verdad em pírico-realista del conocimiento, que Kant plan­
teó al menos implícitamente, encontró su primera solución criterio-
lógicamente relevante en la teoría fenomenológica de la verdad de
Edmund Husserl. A mi entender, se la puede caracterizar como teoría
de la evidencia p o r correspondencia.

2. VENTAJAS Y LÍMITES INTERNOS DE LA TEORÍA


FENOM ENOLÓGICA DE LA VERDAD COM O EVIDENCIA

En mi opinión, la teoría de Husserl tiene la ventaja de aparecer


completam ente desprovista de la antigua presuposición m etafísico-
ontológica que esquem atizaba la relación sujeto-objeto del conoci­
miento como una relación intramundana objeto-objeto, que se podía
exam inar en cierto modo desde fuera. También evita Husserl la supo-

1 Cfr. Kant, Logik, edil, por Jiische, Akad.Texlausg. IX, 50.6


sición de la incognoscible cosa-en-sí. Por vez primera, concibe la re­
lación del conocim iento verdadero o de la verdad del conocimiento,
desde la perspectiva del conocimiento y de su autorreflexión interna:
es decir, como «cumplimiento» [Erfüllung] de las «intenciones noe-
máticas» del sujeto del conocimiento por la «autodonación» de los
fenóm enos2.
Así, el enunciado «a mi espalda hay un gato tum bado sobre una
esterilla» sería verdadero precisam ente si al darme la vuelta pudiera
com probar mediante un juicio de percepción que el noema de mi in­
tención se cumple de hecho por la autodonación del fenómeno de un
gato que está tumbado sobre una esterilla.
De hecho pienso que, mediante su análisis fenomenológico de la
evidencia qua relación de cumplimiento, Husserl ha conseguido ex­
plicar la intención natural que subyace a nuestra idea de sentido co­
mún acerca de la verdad como correspondencia entre nuestros juicios
y los hechos, sin la presuposición de una objetivación ontológica de la
relación sujeto-objeto del conocimiento.
Sin embargo, esta teoría fenomenológica de la verdad como eviden­
cia presenta un déficit importante. Sólo es satisfactoria en tanto que
presupone como obvio que todos los seres humanos que tienen que ver
con el desempeño de pretensiones de verdad, participan ya siempre de
una interpretación lingüística común de los fenómenos dados. Ahora
bien, esto precisamente puede darse por supuesto, de hecho, en la co­
municación cotidiana, en el «mundo de la vida» en el sentido de Hus­
serl: por ejemplo, en el caso de enunciados como «llueve» o «el gato
está sobre la esterilla». (En estos casos, la traducción al francés o al in­
glés tampoco representaría ningún problema.) La circunstancia de que
cualquier comprensión de los fenómenos «como algo», es decir, en una
signijicatividcid [Bedeutsamkeit], tiene que estar ya mediada por una
comprensión lingüística del mundo — esta concepción básica del giro
hermenéutieo de la fenomenología— puede ser hasta cierto punto igno­
rada o desatendida en los casos de comunicación cotidiana del mundo
de la vida acerca de los fenómenos existentes.
Pero esto no significa que una teoría filosófica de la verdad, cri-
teriológicamente relevante, pueda ignorar la mediación lingüística en

2 Cfr. E. Husserl, Fórmate und transzendentale Logik, Halle, 1929, 140 ss. (ed.
cast., Lógica form al y lógica trascendental, 1962 ; también ibid., Cartesianischen Me-
ditationen und Pariser Vortrage, Husserliana I, La Haya, 1963, 55 ss., 92 ss., 143 (ed.
cast., Meditaciones cartesianas, FCE, México, 1985).
la interpretación del mundo. Pues la situación cambia por completo,
respecto al desempeño de pretensiones de verdad, cuando se trata de
enunciados científicos sobre fenómenos experimentales o cuando se
trata de problemas de com prensión entre diferentes culturas y sus di­
ferentes interpretaciones del mundo. En estos casos, la interpretación
lingüística del m undo que se ha presupuesto tácitamente en cada per­
cepción de algo como algo, llama la atención en cierto modo, como
problema. En estos casos, la afirm ación de la verdad de un enun­
ciado ya no es un asunto de evidencia perceptiva del objeto del co­
nocimiento para un solo sujeto. Más bien se muestra que cualquier
juicio de conocim iento, verdadero o falso, acerca de algo como algo,
contiene también una comunicación hermenéutica, una comprensión
con otros acerca de la interpretación lingüísticamente correcta de
los fenómenos qua signos\ (En el caso de la ciencia, esto podría sig­
nificar que la comprensión adecuada de los fenómenos dados como
algo, plantea la necesidad de nuevas teorías o incluso de nuevos ju e ­
gos lingüísticos que se correspondan con los nuevos paradigmas de
la investigación. En el caso del encuentro con culturas ajenas podría
significar que se ha de aprender un idioma, a cuya luz hay que inter­
pretar de nuevo en gran parte el m undo de la vida de la comprensión
cotidiana.)
En este lugar de mi reflexión podría introducir la concepción de
Ch. S. Peirce acerca de la interpretación de signos y acerca de la
formación del consenso in the long run4 sobre la interpretación de
signos, sugiriendo así la integración de la teoría fenomenológico-
transcendental de la verdad como evidencia en una teoría semiótico-
transcendental de la verdad como consenso5. Sin embargo me gusta­

5 Sobre esta tesis de la complententariedad entre la teoría del conocimiento y la


teoría de la ciencia cfr. K. O. Apel, Transformation der Philosophie, Suhrkamp,
Francfort del M., 1973, vol. II, especialmente pp. 96 ss. y 178 ss. (ed. cast. La transfor­
mación de la filosofía, Taurus, Madrid, 1985; también, del mismo autor Die «Erkla-
ren: Verstehen »-Kon tro verse in tivnszendentalpragmatischer Sicht, Francfort del M.,
Suhrkamp, 1979, índice de materias; ibíd., «Die hermeneutische Dimensión von So-
zialwissenschañ und ihrc normativo Grundlage», en K. O. Apel/M. Kettner (eds.),
Mythos Wertfreiheit?, Campus, Francfort del M., 1994, pp. 17-48.
4 In the long run - a la larga, en inglés en el original. (N. del T.)
5 Cfr. K. O. Apel, «Linguistic meaning and lntentionality, The Compatibility of
the “Linguistic Turn” and the “Pragmatic Tura” of Meaning-Theorie vvithin the Fra-
mework o f a Transcendental Semiotics», en H. Silverman/D.Welton (eds.), Critica!
and Dialéctica! Phenomenology, State University o f Nueva York Press, Albanv, 1987,
pp. 2-53 (también en K. O. Apel, Towards a Transcendental Semiotics, Humanities
ría considerar primero otra teoría post-metafísica de la verdad que
puede considerarse inmediatamente como la alternativa contem porá­
nea de la teoría husserliana de la evidencia, en el sentido de una pri­
mera fase del linguistic turn": se trata de la teoría lógico-semántica
de la verdad de Alfred Tarski.

3. LA ALTERNATIVA LÓGICO-SEM ÁNTICA DE TARSKI


A LA TEORÍA FENOM ENOLÓGICA DE LA VERDAD
COMO EVIDENCIA DE HUSSERL

Si la com param os con la teoría fenomenológica de la evidencia


de Husserl, la teoría lógico-semántica de la v erd ad ' de Tarski puede
considerarse como una concepción polarm ente opuesta a aquélla y
que representa una coinplem entación unilateral pero sugerente de la
teoría husserliana. La relación entre ambas teorías podría caracteri­
zarse del siguiente modo:
M ientras Husserl aparece com o el últim o clásico de la filosofía
transcendental (prelingüística o presem iótica) de la conciencia,
Tarski es uno de los prim eros clásicos de la filosofía analítica del
lenguaje, un clásico de su fase sem ántico-abstracta y orientada de
form a lingüístico-artificial, fase que es previa al giro pragm ático

Press, Atlantic Highlands/N. Y., 1994), traducción alemana: «Sprachliche Bedeutung


und Intentionalitát», en «S»-European Journal Jór Semiotic, 1 (1988), pp. 11-74 (edi­
ción castellana: «Significado lingüístico e intencionalidad», en K. O. Apel, Semiótica
filosófica, Almagesto, Buenos Aires, 1994, pp. 189-267); además, ibíd., «Das Problem
der phanomenologische Evidenz im Lichte einer transzendentalen Semiotik», en: M.
Benedikt/R. Burger (eds.) Die Krise der Phanomenologie in der Pragmatik des Wis-
senschaftsforlschritts. Oesterr. Staatsdruckerei, Viena, 1986, pp. 78-99 [cd. east., «El
problema de la evidencia fenomenológica a la luz de una semiótica trascendental»,
en G. Vattimo (comp.), La secularización de la filosofía, Gedisa, Barcelona, 1992,
pp. 175-213]; además, ibíd., «Fallibilismus, Konsenstheorie der Wahrheit und Letzt-
begriindung», en Forum für Philosopbie Bad Homburg (ed.), Philosophie und Begriin-
dung, Suhrkamp, Francfort del M., 1987, pp. 116-211 (ed. east., «Falibilisino, teoría
consensual de la verdad y fundamentación última», en Teoría de. la verdad y ética del
discurso, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 37-145).
‘ Linguistic turn - giro lingüístico, en inglés en el original. (N. deIT.)
’ Cfr. A. Tarski, «Der Wahrheitsbegriff in den formalisierten Sprachcn», en K.
Berka/L. Kreise (eds.), Logik-Texte, Berlín, 1971, pp. 447-550, y del mismo autor:
«Die semantische IConzeption der Wahrheit in den Grundlagen der Semantik», en J.
Sinnreich (ed.), Zur Philosophie der idealen Sprache, DTV, Munich, 1972, pp. 5-100
(ed. east. en este mismo volumen, «La concepción semántica de la verdad y los funda­
mentos de la semántica», pp. 65-108).
hacia el análisis del ordinary language. Esta diferencia entre litis»
serl y Tarski se m anifiesta en sus teorías de la verdad de la manera
que sigue:
M ientras que Husserl no reflexiona en absoluto sobre la pro-in­
terpretación lingüística de lo que él mismo denom ina evidencia
fenom enológica, Tarski restringe de antem ano su análisis acerca del
significado de «verdadero» a la explicación del significado del pre­
dicado «es verdadero» en relación a enunciados de un determinado
lenguaje artificial \Kons truktsprache] o de un sistem a semántico
formalizable. Por eso Tarski, a diferencia de Husserl, no tiene apa­
rentem ente ningún problema con la indeterminación o pluralidad de
significados de la interpretación lingüística del mundo. Puede con­
fiar desde un principio en la seguridad de los significados de los
signos dentro de un sistem a sem ántico formalizable. Mediante su
definición de «verdadero en 1» (es decir, en un determ inado len­
guaje artificial), todos los enunciados de 1 reciben, por así decirlo,
de un golpe, su significado determ inado, pues se les asignan sus
condiciones de verdad mediante reglas veritativas8. Pero el precio
de este beneficio consiste en la abstracción del sistema semántico.
M ediante su explicación de la verdad de los enunciados en 1, Tarski
tiene que excluir todos los significados situacionales de los lengua-

* Cfr. W. Stegmüller, Das Wahrheitspmblem und die Idee der Semantik, Viena/Nueva
York, 1968, pp. 47 ss.
Se ha objetado contra Tarski que la verdad no es un predicado de los enunciados,
sino de las proposiciones. Esta objeción es pertinente cuando Tarski entiende los
enunciados como vehículos materiales de los signos, Tal interpretación viene sugerida
por la circunstancia de que Tarski participó del programa reduccionista del fisicalismo
de R. Carnap. Sin embargo, me parece que la relativización de la verdad a enunciados
de un sistema semántico que hace Tarski. puede entenderse aún en otro sentido que
constituye el pinito esencial del semanticismo, en Jauto que primera fase del linguistic
titrn en la filosofía. En el sentido de este punto esencial, los significados de las propo­
siciones están constituidos de tal modo que son significados de determinados enuncia­
dos de un sistema semántico. listo es lo esencial de la afirmación de Wittgenstein
(Trocíalas Logico-philosophicus. prop. 4): «El pensamiento es el enunciado con sen­
tido». La misma cuestión queda expresada de forma aún más clara en la siguiente ob­
servación: «El limite del lenguaje se muestra en la imposibilidad de describir el hecho
[Tatsache] que corresponde a un enunciado [...] sin repetir, precisamente, el enun­
ciado», Vermischte Bemerkungen, Suhrkamp, Francfort del M., 1977, 27. Esta obser­
vación aclara también lo esencial de la «convention T» de Tarski, por ejemplo, la equi­
valencia: «El enunciado ‘p’ es verdadero si y sólo si ‘p ’».
Aquí se muestra que la teoría semántica de la verdad de Tarski representa exacta­
mente la posición contraria a la teoría fcnomcnológico-transcendental de la evidencia
prelingüistica de Husserl.
jes naturales como lenguajes aplicables pragm áticam ente, por ejem ­
plo los significados de térm inos indexicales. Pero, no sólo éstos,
sino tam bién los significados de predicados que han de introducirse
ejemplarmente de manera situacional. Brevemente: la teoría de la
verdad de Tarski no puede alcanzar, por principio, los fenóm enos
dados del mundo real.
Con otras palabras: en el esquem a definitorio de su «convention
T » 9 — x es verdadero sólo si p , o tam bién «p» es verdadero sólo en
el caso de que p— Tarski intenta reconstruir lo esencial de la teoría
de la correspondencia de Aristóteles —-en especial en la versión que
he citado (Met. 1011 b 26 s.)— . Mediante la segunda p — la p sin co ­
millas— Tarski remite, al mundo real, desde la luz del significado de
un enunciado del «lenguaje objeto». Pero al mismo tiempo, mediante
su explicación recursiva del significado de los enunciados de un sis­
tema semántico, pretende evitar las implicaciones ontológico-metafi-
sicas o epistem ológicas de su teoría. La teoría debe ser metafísica-
mente neutral, como también debe ser neutral en referencia al
problema de la verificación (o falsación), como el propio Tarski
subrayal0.
El precio de esta restricción abstractiva en el sentido de una se­
mántica lógica estriba de nuevo en que, mediante la teoría, no se al­
canzan los fenómenos del mundo real; lo cual indica, como el propio
Tarski confirm a, que la teoría no posee ninguna relevancia criterio-
lógica para la teoría del conocimiento. En tanto que teoría de la ver­
dad, tiene en cuenta únicamente una pre-condición semántica necesa­
ria del concepto de decibilidad lógica, a saber, la de la transferencia
veritativa en un sistema sem ántico de enunciados, a diferencia del
mero concepto lógico-sintáctico de implicación. Pero esta comple-
mentación de la sintaxis lógica mediante la semántica lógica no ga­
rantiza de ninguna manera que se pueda aplicar al mundo real el sis­
tema construido semánticamente — por ejemplo, como reconstrucción
de un lenguaje científico— .
Para asegurar la aplicabilidad al mundo real es necesario presu­
poner que todo el sistema sem ántico —junto con la correspondiente
definición (recursiva) de sus enunciados verdaderos— pueda ser in­
terpretado pragmáticamente. Pero esto sólo se puede realizar con la
ayuda de un lenguaje natural, como el usado por los científicos, por

* Cfr. Tarski (1971), pp. 452 ss.; (1972), pp. 60 s.


10 Cfr. Tarski (1972), p. 87.
ejemplo. El lenguaje natural, que tam bién contiene signos indexica-
les y predicados que se pueden introducir ejemplarmente, es el úl­
timo metalenguaje pragmático en referencia a toda la jerarquía abs­
tracta de sistem as semánticos.
De aquí que sea falso, en mi opinión, suponer como hacen Tarski
y Carnap que la definición lógico-semántica de la verdad propor­
cione un fundamento o pre-condición suficientes para la explicación
del significado de la verdad, de tal modo que, bajo esta presuposi­
ción, las mismas ciencias empíricas pudieran resolver el problema de
la verificación (o el de la falsación). Yo postularía más bien, que la
solución del problem a de la verificación — o el de la confirm ación, o
el de la falsación— presupone una explicación del significado de la
verdad que está referida de antemano al lenguaje natural, en tanto
que último metalenguaje pragmático, y con cuya ayuda tiene que in­
terpretarse cualquier lenguaje semántico construido y tiene que ser
aplicado al mundo de los fenómenos actualmente dado. Pero si este
análisis es correcto, se sigue que todos los problemas acerca de la
interpretación lingüistica del mundo que se han indicado y que están
relacionados con la percepción primordial de los fenómenos dados
— por ejemplo, los problemas de la indeterminación y de la polivoci-
dad de los significados lingüísticos— tienen que reaparecer en la in­
terpretación pragmática de un sistema semántico.
Dicho brevem ente: aún sigue existiendo un vacío entre la teoría
fenom enológica de la evidencia de Husserl, que no considera en
absoluto la pre-interpretación lingüística de los fenóm enos y la teo­
ría sem ántico-abstracta de la verdad de Tarski que no considera la
problem ática de la interpretación pragm ática de los lenguajes arti­
ficiales.
Ninguna de estas dos concepciones opuestas tiene en cuenta los
problemas de la interpretación lingüística de los fenómenos dados
que hacen los co-sujetos humanos de la comunicación y, en este sen­
tido, no considera la dimensión intersubjetiva del conocimiento ver­
dadero como el conocimiento públicamente válido. En la concepción
husserliana del cumplimiento de las intenciones noemáticas sólo se
considera el lado «solipsista-transcendental» de la relación sujeto-
objeto en el conocimiento verdadero, sin reflexionar sobre la media­
ción de este conocim iento por el significado intersubjetivamente vá­
lido de los signos lingüísticos. Por otra parte, en la concepción de
Tarski sólo se tienen en cuenta los significados prefijados de un sis­
tema lingüístico y su referencia a los posibles designata del sistema
abstracto, mientras que ha de ser presupuesta tácitam ente la posibili-
dad de aplicación del sistema semántico m ediante el acuerdo com u­
nicativo y m ediante la identificación de los denótala reales".
En este lugar surge claramente la cuestión de qué tipo de teoría
de la verdad puede cerrar el vacío entre la evidencia de la percepción
de los fenómenos dados y la explicación abstracta y lógico-sem án­
tica de la verdad, tal como se supone en un sistem a coherente de
transferencia veritativa. ¿No debería cum plir esta función la denom i­
nada teoría coherencia! de la verdad?
Desde su primera aparición en la modernidad, con Leibniz y so­
bre todo con Hegel, siempre se ha vinculado con ella la distinción de
la interpretación conceptual y, por tanto, lingüística de todos los fe­
nómenos posibles del conocimiento teórico.

4. MÉRITOS Y CARENCIAS DE LA TEORÍA COHERENCIA L


DE LA VERDAD: EL CASO DE HEGEL

Hegel valoró ya «el lenguaje» como «lo más verdadero», en


com paración con la «certeza sensible», a la que llam a «lo no-verda­
dero». En este sentido, en el capítulo introductorio de la Fenomeno­
logía del espíritu'1, mostró que los térm inos indexicales del lenguaje
que representan nuestra «certeza sensible» — palabras como «esto»,
«aquí» y «ahora»— no poseen ningún significado referencial ni nin­
guna relevancia para la verdad de nuestra representación del mundo
cuando se aíslan, es decir, cuando se conciben separados del signifi­
cado universal de las palabras-concepto del lenguaje: el «esto», el
«aquí» o el «ahora» (tal y como Hegel caricaturiza la hipóstasis de la
certeza sensible, no pueden representar en modo alguno ningún ob­
jeto determ inado del conocimiento).
Sin embargo, mediante estos ejemplos Hegel quiso dar a enten­
der que sólo las palabras-concepto de nuestro lenguaje, gracias a su

" Con la ayuda de los «identificadores» (por ejemplo, signos indexicales) Charles
W. Morris introdujo la diferencia entre desígnala, como objetos de referencia supuestos
de un sistema semántico abstracto y denótala reales, como objetos de referencia del uso
lingüístico pragmático-cognitivo; cfr. Charles W. Morris, Zeichen, Sprache und Verlial-
ten, Schwann, Dusseldorf, 1973, reed. en Ullstein Materialien, Francfort/Berlín/Viena,
1981.
15 Cfr. O. W. F. Hegel, Die Phanomenologie des Geistes, Meiner, Leipzig, 1949,
pp. 79 ss.: cfr. también M. Kettncr, Hegels «sinnliche Gewissheit»: diskursanatytis-
cher Kommentar, Francfort/Nueva York, Campus, 1990.
coherencia (la «comunidad» y el «entrelazamiento de las ideas» de
Platón) representan la verdad de nuestra representación lingüística
del mundo. No ve o no tiene en cuenta que los térm inos indexicales,
por sus significados referidos a situaciones, contribuyen de forma
específica c indispensable a la m ediación y representación de nues­
tro conocim iento — a saber, cuando aparecen como partes constituti­
vas específicas de juicios de percepción, por ejemplo, de protocolos
experimentales— . En estos casos, los términos indexicales, al dirigir
nuestra atención hacia los fenómenos dados — por cierto, de manera
aún conceptualm ente determ inada— , suministran precisam ente el
tipo de evidencia que es necesario en ciencias empíricas, en la me­
dida en que son diferentes del tipo de ciencia filosófico-conceptual
que, tanto 1legel como antes Platón, favorecieron como fuente de la
verdad coherencia].
Dicho con otras palabras: en el contexto de los juicios de percep­
ción, es decir, en referencia a las cualidades del ser-así, los términos
indexicales proporcionan precisam ente el tipo de conocimiento
(«percepción») que hace posible que diferenciemos entre el mundo
real de la experiencia y todos los mundos m eram ente posibles que
pudieran satisfacer las condiciones criteriales de la coherencia. En
mi opinión, hay que hacer notar que la necesidad de diferenciar entre
el mundo real y los posibles mundos ficticios, reconociendo de esa
manera a la teoría de la verdad com o evidencia como rival de la teo­
ría coherencial, no haya sido tomada en serio por los representantes
de la teoría de la coherencia — desde Leibniz, pasando por Hegel y
Neurath, hasta Rcscher y Puntel
Pero debe entenderse, que mis observaciones críticas a la teoría
de la verdad com o coherencia no sugieren un retorno a la teoría
fenomenológica de la evidencia ni (en la línea de la crítica de Feuer-
bach a Hegel) otorgan prioridad a la intuición prelingüística frente al
concepto. Quisiera afirmar, más bien, que con su apelación a la ver­
dad del lenguaje, Hegel no ha entendido suficientem ente la Junción
semiótica de los términos indexicales, así como la verdad de la inter­
pretación lingüística del mundo que depende de esa función. Me pa­
rece que la clave para diferenciar entre juicios de percepción y meros
enunciados afirmativos estriba precisam ente en que los primeros,
mediante la función de los signos indexicales, están en condiciones

13 Cfr. B. Puntel, Wahrheitstheorien in der ¡Veneren Philosophie, Wiss. Buchgc-


sellschaft, Darmstadt, 1978, caps. 5 y 6.
de integrar nuevas informaciones em píricas en la interpretación lin-
güistico-conceptual del mundo. Están en la situación de ampliar, por
lo menos, el significado intensional y por su mediación, también el
significado extensional de las palabras-concepto; por ejemplo, la
ampliación del significado de la palabra-concepto «cisne» mediante
la constatación: «Eso que hay allí enfrente (bajo el sauce) es un cisne
n eg ro » l4.
Fue Charles S. Peirce quien en su Semiótica diferenció entre
tres tipos de signos (tanto lingüísticos com o extralingüísticos), a
saber, «iconos», «índices» y «sím bolos» y coordinó estos tres tipos
distintos con tres categorías fundamentales de la «Fenomenología»
y de la «Lógica sem iótica», que son «prim eridad», «segundidad» y
«terceridad».
De este modo, Peirce se encontró en situación de hacer compren­
sible la arm onía y la síntesis entre la evidencia «fenomenológica» o
«phaneroscópica» y la coherencia conceptual en la interpretación
lingüística del mundo. Para él no era epistemológicamente irrele­
vante la evidencia prclingüístico-conccptual del ser-así cualitativo de
los fenómenos dados, como lo era para Hegel o los sem anticistas del
siglo xx (por ejemplo, Carnap o Popper); pero esa evidencia tam ­
poco era ya un fundamento suficiente de la verdad del conocimiento,
como ocurría con Husserl. Según Peirce, la evidencia fenomenoló-
gica proporciona sólo — por supuesto— un ingrediente necesario de
la verdad en el plano de la prim eridad (es decir, en el de las cualida­
des del ser-así exentas de relación) en conexión con el de la segundi­
dad (es decir, el plano de la relación entre Yo y No-yo o entre sujeto
del conocimiento y mundo exterior, en la percepción actual). Ambos
planos están incluidos —en virtud de la función sígnica de los ico­
nos y de los índices— en las conclusiones abductivas que son ya la
base de la percepción. Pero sólo se llega al conocim iento verdadero
o falso en el plano de la terceridad, es decir, en el plano de la inter­
pretación lingüístico-conceptual de la percepción m ediante símbo­
los, interpretación que com pleta las conclusiones abductivas en el
sentido de los juicios de percepción.
Naturalmente, debido a la interpretación lingüístico-conceptual
de las percepciones, nuestra valoración discursiva de la .verdad o fal­
sedad de los juicios de percepción tiene que depender tam bién de la
coherencia (o no coherencia) de los juicios con la totalidad de nues­

" Cfr. los trabajos citados en la nota 5.


tro saber experiencial adecuadamente confirmado. Pero esto no
quiere decir (precisamente) — en el sentido de una teoría absoluti-
zada de la verdad como coherencia— que la verdad o falsedad de
los juicios de percepción resida sólo en su coherencia con cualquier
sistema posible de enunciados preposicionales.
Más bien, la selección del sistem a que será candidato a la cohe­
rencia postulada entre proposiciones (o teorías com pletas), habrá de
quedar restringida por la posibilidad de una justificación (corrobora­
ción) de su pretcnsión perceptiva por medio de la autoridad de la evi­
dencia de los juicios de percepción'5.
Así, la relación entre la evidencia de la percepción y la coheren­
cia conceptual o proposicional se muestra como una relación entre
criterios de verdad que se oponen y se complementan, que han de
equilibrarse m utuamente una y otra vez y que han de ser llevados a
un equilibrio reflexivo (reflective equilibrium) provisional. Pero, se­
gún Peirce, esto ocurre gracias al proceso de entendimiento a largo
plazo y de form ación del consenso en la (ilimitada) «com unidad de
los investigadores». Esta síntesis de la formación del consenso no
puede concebirse de tal m odo que pudiera deducirse el consenso a
partir de los criterios de evidencia -—y de coherencia— . El consenso
al que se aspira no puede ser concebido él mismo como un criterio
de verdad adicional. (En todo caso, un consenso fáctico de todos los
científicos, fijado desde la perspectiva externa de un observador, po­
dría ser valorado por la sociedad — por ejemplo, por los políticos—
como un criterio de verdad débil — en el sentido de la estim a aristo­
télica por aquello que «todos, la mayoría o los sabios» tienen por
verdadero— .) La síntesis de la formación del consenso debería com ­
prenderse, más bien, como un resultado libremente obtenido a partir
de todos los tipos de procesos de razonam iento (deducción, induc­
ción y abducción) y a partir de los procesos de interpretación de sig­
nos ligados a aquellos y que conducen a argumentos plausibles en la
comunidad de discurso.

IS Según me parece, el hecho de la mutua dependencia entre coherencia y evi­


dencia empírica lo presuponen, tanto Leibniz como N. Reschcr, claramente inspi­
rado en aquél, como una obviedad y lo encubren en beneficio de la relevancia ex­
clusivamente criteriológica de la coherencia. Cfr. N. Rescber, Leibniz, Blackwell,
Oxford, 1979; del mismo autor, The Coherence Theory o f Truth, Clarendon Press,
Oxford, 1973.
5. INTERPRETACIÓN DE LOS CRITERIOS DE VERDAD
EN EL SENTIDO DE LA IDEA REGULADORA
DE LA TEORÍA CONSENSUAL DE LA VERDAD
DE PEIRCE

Las reflexiones anteriores dan ya a entender que una teoría con­


sensual de la verdad de carácter semiótico-transcendental (lo cual
significa tam bién, de carácter pragmático-transcendental) que siga
la inspiración de Peirce debería estar en situación de hacer valer, con
una finalidad sintética, todos los criterios de verdad destacados pol­
las m odernas teorías postm etafísicas de la verdad: evidencia fenom e­
nal, concluibilidad inferencial y coherencia proposicional-concep-
tual de la interpretación lingüistica del mundo

1. Desde un punto de vista sem iótico(-transcendental) se aclara


que la teoría de la interpretación de los signos de Peirce se refiere a
lo que, desde C. M orris l7, se ha denominado dimensión «pragmá­
tica» de la función de los signos o semiosis. Hay que presuponer ya
siem pre esta dimensión pragm ática en el sentido de la trilateralidad
de la función o relación sígnica, para poder hacer uso del instrum en­
tal m oderno para la construcción sintáctica y semántica de lenguajes
formalizados. La trilateralidad de la semiosis postulada por Peirce
indica que la teoría semiótico-transcendental, a diferencia de la se­
mántica form al, no hace abstracción de la posición y la función del
intérprete de los signos — o, dicho en la term inología tradicional, no
hace abstracción ni del sujeto del conocimiento mediado por signos,
ni de sus pretensiones de verdad— . Pero, a diferencia de la filosofía
transcendental tradicional, la teoría peirceana m uestra que la función
del intérprete de los signos, com o la del sujeto del conocimiento, es­
tán integradas a priori en la función correspondiente de una comuni­
dad de interpretación y deform ación del consenso acerca de las pre­
tensiones de verdad. Pues el conocimiento mediado por signos
depende a priori de un proceso de interpretación de los signos m e­
diante «intérpretes» que es, en principio, indefinido. Con todo — de­

15 Para lo que sigue, cfr. K. O. Apcl, Der Denkweg von Charles Sanders Peirce.
Eine Einfiihrung in den amerikanisdien Pragmatismus, Suhrkamp, Francfort del M.,
1975, así como los trabajos citados en la nota 5.
11 Cfr. C. W. Morris: Foundations o f the Theory o /Signs, Univ. o f Chicago Press,
Chicago/Ill., 1938 (ed. cast., Fundamentos de ¡a teoría de los signos, Paidós, Barce­
lona, 1985).
bido a la tr i lateral idad de la función signica— este proceso de inter­
pretación está referido en todo momento a «lo cognoscible real», en
tanto que objeto transcendental de referencia y a lá comunidad
transcendental de interpretación, y esto hay que reivindicarlo desde
el punto de vista peirceano frente a J. D errid aiS. En el plano de esta
transform ación semiótico-transcendenta! de la Lógica transcendental
de Kant, la idea reguladora del consenso último de la comunidad ili­
mitada de interpretación asume, por así decirlo, la función de la
«síntesis de la apercepción», en tanto que «punto más elevado» de la
«deducción transcendental» de los principios del conocimiento. Con
la única diferencia de que, como principios [Prinzipien], no hay que
su p o n er— como en Kant— los «principios» [Grundsatze], en el sen­
tido de «juicios sintéticos a priori», sino las tres formas de proceder
en el razonamiento —deducción, inducción y abducción— vincula­
das in the long run con la interpretación de los signos. Estos proce­
dimientos de razonam iento, junto con la interpretación de los signos
qua interpretación de «iconos», «índices» y «símbolos», están en la
base de todos los juicios proposicionales — también y precisamente,
los juicios de percepción— y, por otra parte están en la base de los
«principios» [Grundsatze] del conocimiento científico — llamados
por Kant «juicios sintéticos a priori»— . De todo esto se obtiene, se­
gún Peirce, el falibUismo de todo conocimiento de experiencia (in­
cluido el de los «principios» [Grundsatze]).
Otros dos rasgos esenciales de la teoría peirceana de la verdad
como consenso están enlazados con la transform ación semiótico-
transcendcntal de la función tradicional del objeto del conocimiento.
2. La «Lógica sem iótica de la investigación» de Peirce, que
para él es parte de la «ciencia normativa», se diferencia de la con­
cepción de la pragm ática empírica o form al de M orris y de C arn ap w
por la circunstancia de que aquélla no sólo proporciona la base para
una descripción del uso lingüístico, sino además una serie de ideas
reguladoras (en el sentido de Kant) para el modo de proceder de los
procesos de razonamiento — en parte— sintéticos y la interpretación
correspondiente de los signos. Según Peirce, aquí se trata de postula­

18 Cfr. Umberto Ecco, «Semiosi illimitata e deriva. Pragmaticismo e pragma­


tismo», en A. Bonfantini c A. Martone (eds.): Peirce in Italia, Liguori, Ñapóles, 1993,
pp. 169-190.
" Cfr. C. W. Morris (1938) (v. ñola 17) y R. Carnap, «On some concepts o f prag-
matics», en Philos. Studies, VI, pp. 85-91.
dos normativamente relevantes que regulan la dirección de la form a­
ción a largo plazo del consenso sobre los «intérpretes lógicos» de los
signos: la dirección, en el sentido de la idea de la ultímate opinion de
una com unidad ilimitada de investigadores que trabajan bajo condi­
ciones ideales, comunidad que representaría (pensado «contrafácti-
camente») la verdad acerca de lo real.
Esta concepción peirceana de la sem iótica como una lógica nor­
mativa de la investigación, en la que se explica la verdad mediante la
idea reguladora del consenso último acerca de los posibles criterios
de verdad, se corresponde con el carácter orientado normativamente
del «pragmaticism o» peirceano, que se funda en la «m áxim a prag­
mática» de la clarificación del significado20. Desde mi perspectiva,
esta teoría del significado que hay que entender de form a pragm á­
tico-transcendental, se diferencia también de m anera notable de
otras teorías sobre el uso de los signos también llamadas pragmáti­
cas (incluyendo la del W ittgenstein tardío). Como teoría normativa,
metodológicamente relevante, la teoría de Peirce 110 le insinúa al
científico que se pregunta por el significado de un concepto, que se
pregunte por el uso lingüístico habitual en el marco de las formas de
vida existentes — lo cual sería de poca ayuda en el caso de conceptos
difíciles— ; más bien, le proporciona un hilo conductor para realizar
experimentos mentales m ediante los que pueden descubrirse relacio­
nes contrafácticas del tipo si-entonces entre las acciones u operacio­
nes posibles y las experiencias que cabe esperar.
De este modo, incluso puede hacerse patente progresivamente el
trasfondo de mundo de la vida que hay en nuestra com prensión del
mundo y que se presupone ya siem pre de forma inconsciente en la
comprensión del uso lingüístico habitual — como ha mostrado espe­
cialmente J. S earle21— alcanzando de esc modo una com prensión
más profunda del significado de los conceptos. Esto se puede acla­
rar, por ejemplo, con la «teoría especial de la relatividad» de Eins-
tein. En el sentido de la «m áxim a pragmática» de Peirce, esta teoría
puede ser entendida como un ingenioso experim ento mental que res­
ponde a la pregunta por el auténtico significado de la expresión «dos
sucesos son simultáneos», cuando intentamos encontrar cómo deter­
m inar con m ediciones la simultaneidad de los acontecimientos. De

í0 Cfr. Charles S. Peirce, Collected Papers, ed. por Ch. I lartsthorne y P. Weiss,
Harvard Univ. Press, Cambridge/Mass., 1931-35, vol. V, § 388-407.
21 Cfr. J. Searle, IiUenlionality, Cambridge Univ. Press, 1983, capítulo 5.
manera parecida, J. Rawls intenta encontrar lo que significa «justi­
cia» cuando intentam os imaginarnos cuál sería el orden social de
m áxim a libertad y (también) m áxima limitación del riesgo para sí
mismos que todos los seres hum anos considerarían como racional­
mente aceptable, presuponiendo que nadie posee un saber especial
sobre su posición en el orden social que va a elegir.
Se entiende que el consenso ideal y último de una comunidad ili­
mitada de investigadores, mediante cuya anticipación contrafáctica
define Peirce la idea de la verdad, no va a poder realizarse nunca en
el espacio y en el tiempo, como factum empírico.
No debe ser presentado como factum ni siquiera críticamente pues,
tanto según Kant como según Peirce, eso contradice a priori la concep­
ción de una «idea reguladora». Tampoco es una idea «metafísica» o
«utópica» — como hoy se supone de diversas m aneras”— , sino la alter­
nativa crítica a la hipóstasis platónica de las ideas transcendentales —
tal como está previsto en la dialéctica transcendental de K ant23— .
Pero la idea reguladora del consenso último no es por ello menos
relevante criteriológicamente — a diferencia de la concepción onto-
lógica de la correspondencia como adaequatio— . Esta relevancia se
basa, a mi juicio, en las siguientes im plicaciones normativas de la
idea de consenso:

1. Quienquiera que, en una argumentación seria, form ule una


afirmación y reclam e de ese modo una pretensión de verdad, presu­
pone nolens volens la capacidad intersubjetiva e ilimitada para el
consenso sobre la afirm ación formulada. Esta presuposición funda­
mental es completam ente compatible con la versión débil c ineludi­
ble de la teoría de la verdad como correspondencia que, por su parte,
no posee ninguna relevancia criteriológica. Esta presuposición tam ­
poco puede ser contestada de manera interesante por los adversarios
de la teoría de la verdad como consenso — por ejem plo, Lyotard o
N. R escher24— sin autocontradicción performativa.

” Cfr., por ejemplo, A. Wcllmcr, Endspiele: die unversóhntiche Moderna, Suhr­


kamp, Francfort del M., 1993, pp. 161 ss. (cd. cast., Finales de partida, Cátedra, Ma­
drid, 1997).
-1 Cfr. D. Koveker, Grenzen der Verstiindigung. Kant und das «Reguhtive Prin-
zip» in Wissenschafi und Philosophie, Francforlcr Dissertation, 1993.
24 Cfr. J. F. Lyotard, l.a Condilion Postmoderne, París 1979 (ed. cast., La condi­
ción posmoderna, Cátedra, Madrid, 1989), y N. Rescher, Pluratism, Against the De-
m andfor Consensus, Oxford, 1993.
2. En tanto que idea reguladora, la exigencia del consenso de­
manda que se busquen todos los criterios posibles de verdad (que to­
mados individualmente nunca son suficientes) y que se ponderen
mutuamente, para alcanzar de ese modo un consenso fáciico pero,
por supuesto, falible y por ello provisional, sobre la base del discurso
argumentativo de la com unidad real de los investigadores. Esta con­
cepción es com patible con la versión débil de una teoría realista de la
correspondencia, así como con las versiones débiles de las teorías de
la evidencia y de la coherencia, pero no con las versiones fuertes y
absolutas de esas teorías de la verdad.
3. La idea reguladora de la búsqueda del consenso último exije, jun­
tamente con la demanda de la formación fáctica del consenso basada en
los criterios de verdad que se descubran, que se cuestione todo consenso
fáctico de una comunidad finita y real de investigadores mediante contra­
argumentos derivados de la consideración de nuevos criterios de verdad y
de la formación de los juegos lingüísticos que los acompañan (también en
el sentido de nuevos «paradigmas»). Esta investigación está dirigida por la
búsqueda del consenso ideal último, por cuanto ha de mantener practica­
ble el camino hacia ese fin. Hasta aquí es completamente compatible con
la exigencia de crítica permanente y con la de búsqueda de alternativas y
no lo es, por el contrario, con la propagación de la discrepancia y \afor-
mación de la diferencia por ellas mismas. He aquí, hasta donde yo lo
puedo ver, el límite con lo que se ha llamado postmodernismo.
La teoría de la verdad como consenso que se acaba de explicar en
su relevancia criteriológica, puede considerarse como un ejemplo para
la aplicación de la «máxima pragmática» de la clarificación del signi­
ficado de Ch. S. Peirce. Pues, como idea reguladora, remite a los pro­
cedimientos mediante los cuales se puede observar la búsqueda de la
verdad en la praxis de los científicos y remite también a los posibles
resultados que, en este caso, cabe esperar en el futuro. Hasta aquí, en
la teoría semiótico-transcendental y pragmática de la verdad como
consenso hay una referencia a aquello que ayuda a la comunidad de
los investigadores a seguir en la praxis y que es para ella útil o satis­
factorio (satisfactory). Pero esta referencia a la praxis no debe confun­
dirse con los efectos satisfactorios o útiles que pudiera tener la creen­
cia en ciertas opiniones para la vida de una persona o de un grupo de
seres humanos. (Esta última aplicación de la «máxima pragmática» al
concepto de verdad quiso cedérsela Peirce a los kidnappers2S de la idea

15 Kidnapper = secuestrador, en inglés en e! original. (N. ctet T.)


del «pragmaticismo»26. El último de ellos es, en nuestros días, Richard
Rorty que — siguiendo las huellas de W. James— definiría el predi­
cado «es verdad» mediante el predicado «is good to believe» 27.)
Para Pcirce, el contexto normativo adecuado para la aplicación
de la «máxima pragmática» de la clarificación del significado al
concepto de verdad no está constituido por el horizonte finito y la
perspectiva subjetiva de una vida humana con sus necesidades e in­
tereses vitales2!i, sino que está constituido por el horizonte potencial­
m ente infinito del discurso argumentativo de la comunidad ilimitada
de los investigadores.
Según Peirce, los miembros de esta com unidad están sometidos
incluso a la exigencia moral de subordinar todos los intereses priva­
dos o de grupo (en el sentido de un self-surrender) al interés, que
nunca se puede realizar fácticamente, de la búsqueda del consenso
últim o 29. Me parece que, por lo menos, esta explicación del sentido
de la verdad se corresponde completam ente con la referencia metó­
dica a la praxis de la ciencia teórica; en el caso de la formación del
consenso acerca de lo normativamente correcto en la ética y en la
política se hacen patentes problemas adicionales debido a la circuns­
tancia de que aquí no se puede dejar de tom ar en consideración el
horizonte finito de las necesidades e intereses vitales de los afecta­
dos, así como las soluciones que se exigen a problemas apremiantes.
Lo cual no significa, desde luego, que la idea reguladora del con­
senso universal sea irrelevante en estos casos.

“ Cfr. C. S. Peirce, Coll. Papers, vol. V, § 414 y 432.


37 Is good to believe = es bueno creer, en inglés en el original. (N. del
Cfr. C. S. Pcirce, Coll. Papers, vol. V § 589: «Detached Ideas o f Vilally Impor-
tant Topics», y vol. I, § 636.
* Cfr. C. S. Peirce, Coll. Papers, vol. V, § 354 ss.
BIBLIOGRAFÍA

La bibliografía sobre la verdad y en particular sobre teorías de la verdad es prácti­


camente imposible de recopilar de modo exhaustivo; por otro lado, la propia extensión
del listado lo convertiría en muy poco útil. No obstante, los editores ponen a disposi­
ción de quienes estén interesados en ello, una base bibliográfica que contiene unos
600 títulos aproximadamente. En el presente libro se ha incluido una breve bibliogra­
fía complementaria específica al comienzo de cada uno de los ensayos seleccionados.
En esta «Bibliografía», de carácter general, se reseñan solamente algunos títulos en
los que se hacen recopilaciones, colectivos, números monográficos de revistas y estu­
dios panorámicos sobre el tema.

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K a r l O t t o A p e l (1922-). Profesor de Filosofía en las Universidades de Magun­
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discursiva. Sintetiza filosofía del lenguaje, pragmatismo y hermenéutica. Obras prin­
cipales: Transforma/ion der Philosophie, 1972-3; «Das Problem der philosophischen
Letzbegründung im Lichtc einer transzendentalen Sprachpragmatik», 1976; Estudios
éticos, 1986; Semiótica filosófica, 1994; Teoría de la verdad y ética del discurso,
1991 («Fallibilismus, Konsenstheorie der Wahrheit und Letztbegründung», 1987).

J o h n L. A u s t in (1911-1960). Profesor de Filosofía moral en Oxford desde 1952


hasta su muerte. Uno de los principales representantes de la Escuela de Oxford, orien­
tada al análisis del lenguaje ordinario. Casi toda su obra se publicó postumamente en
dos recopilaciones: Sense and Sensibilia, 1962; y How lo Do Things with Words, 1962.

R u d o lf C arnap (1891-1970). Profesor de Filosofía en las Universidades de


Viena, Praga, Chicago, Princeton y Los Ángeles. Fundador de la revísta Erkenntnis.
Es uno de los más importantes representantes del Neopositivismo lógico y del «Cír­
culo de Viena». Obras principales: Physikalische Begrifflnldung, 1926: Die logische
Aufbau der Welt, 1928; «Überwindung der Metaphysik durch logische Analyse der
Sprache», 1931; Logische Syntax der Sprache, 1934; LógicaI Foundations o f Probabi-
lity, 1950; «A basic system o f inductive logic», 1972.

D o n a l d D a v id s o n (1917- ). Profesor de Filosofía en las Universidades de Stan-


ford. Rockeffeller (Nueva York) y Chicago. Actualmente es Profesor en la Universidad
de California en Berkelcy. Obras principales: «The Logical Form of Aciion Senten-
ces», 1966; «The Individuation o f Mental Events», 1969; «In Defense o f Convention
T», 1973; Inquines into Truth and Interpretation, I9S4.

Ignacio E llacuría (1930-1989). Fundador v director del Seminario X. Zubiri.


Profesor y Rector de la Universidad Centroamericana (El Salvador). Representante de
la Filosofía y la Teología de la Liberación. Obras principales: (coed.), Mysterium Libe-
rationis, 1981; Filosofía de la realidad histórica, 19 9 1.

M i c h e l F o u c a u l t (1926-1985). Profesor del Collége de France (París) y activo


participante en la vida intelectual y cultural francesa. Su obra liene un componente es-
tructuralista, junto con cierta hermenéutica y un análisis de las estructuras de poder;
reconstruye así la genealogía del saber en la historia. Obras principales: Les Mots et
les dioses, 1966; L'archéologie du savoir, 1969; Microphysique du pouvoir, 1977; A
verdade e as formas jurídicas, 1978; Histoire de la sexualité, 1976-84; Dits et écrits,
1994.

H a n s G e o r g G a d a m e r (1900- ). Profesor de Filosofía en Leipzig, Francfort y


Heidelberg. Discípulo de Heidegger y uno de los nías influyentes impulsores de la
Hermenéutica. Obras principales: Platons dialektische Ethik, 1931; Wahrheit und
Methode, 1960; «Die Universalitat des hermeneutischen Problem» 1966; Rhetorik,
Hermeneutik und Ideologiekritik, 1967; Vernunft im Zeitaller der Wissenschaft, 1976;
Le //róbleme de ¡a conscience historique, 1963; Das Erbe Europas,• 1989; Hegels Dia-
lektik, 1971; Wahrheit und Methode. Erganzungen, 1986.

Susan H aack (1945-). Estudió filosofía en Oxford y se doctoró en Cambridge en


1972. Profesora de Filosofía en la Universidad de Warwick (Inglaterra) y actualmente
en la Universidad de Miami (EE.UU.) Obras principales: Deviant Logic, 1974; Philo-
sophy o/Logics, 1978; Evidence and Inquiry, 1993; Deviant Logic, Fuzzy Logic, 1996.

J ü r g e n H a b e r m a s (1929-). Profesor de Sociología y Filosofía en las Universida­


des de Heidelberg y Francfort. Director del Max-Planck-Institut de Stanberg. Es uno
de los principales representantes de la segunda generación de la «Escuela de Franc­
fort». Obras principales: Erkenntnis und Interesse, 1968; Technikund Wissenschaft ais
Ideologie, 1968: Theorie des kommunikativett Handelns, 1981; Moralbewusstsein und
Kommunikatives Húndela, 1983; Der philosophische Diskurs der Moderne, 1985;
Nachmetaphysisches Denken, 1988; Faktizitaí und Celtung, 1992.

M a r t in H e i d e g g e r (1889-1976). Discípulo crítico de Husserl y creador de la Her­


menéutica filosófica. Profesor de Filosofía en Marburgo y Friburgo. Ha tenido una
gran influencia en toda la filosofía del siglo XX. Obras principales: Sein und Zeit,
1927; Kant und das Problem der Metaphysik, 1929; Was ist Metaphysik? (1929); Vorn
Wesen des Grundes, 1929; Holzwege, 1950; Einfiihrung in die Metaphysik, 1953; Was
heisst Denken?, 1954; Die Frage nac.h der Technik, 1954; Der Satz vom Grund, 1957;
Nietzsche, 1961; Die Frage nach dem Ding, 1962.

C a r l H e m p e l (1905- ). Profesor de Filosofía en las Universidades de Chicago,


Nueva York, Yale, Princeton y Pittsburgh. Se ha dedicado fundamentalmente a proble­
mas de lógica y filosofía de la ciencia, desde la orientación del neopositivismo lógico.
Obras principales: Der Tipusbegriff im Lichte der neuen Logik, 1936; «Problems and
Changes in the Empiricist critcrion o f Mcaning», 1950; Aspects o f Scientijlc Expluna-
tions and other essays, 1965; Philosophy o f Natural Science, 1966.

E d m u n d H u s s e r l (1859-1938). Profesor en las Universidades de Halle, Gotinga y


Friburgo. Fundador de la Fenomenología. Ha tenido amplia influencia en el movi­
miento fenomenológico y la Hermenéutica. Obras principales: Logische Untersuchun-
gen, 1901; Philosophie ais strenge Wissenschaft, 1910; Ideen zu einer reien Phánome-
nologie and phanomenologische Philosophie, 1913; Fórmale und transzendentale
Logik, 1929; Méditations cartésiennes, 1931; Die Krísis der europdischen Wissens-
chaften, 1936; Erfahrung und Urteil, 1939.

W i l u a m J a m e s (1842-1910). Estudió medicina en Harvard, donde se doctoró en


1869. Profesor en la Universidad de Harvard desde 1872, donde coincidió con George
Santayana y Ch. S. Peirce. Es uno de los más conocidos representantes del llamado
«Pragmatismo americano». Obras principales: The Varieties o f Keligious Experience:
a Stiidy in Human Nature, 1902; Pragmatism: a New Ñame fo r some Oíd Ways o f
Thinking, 1907; The Meaning o f Truth, 1909.

K a r l J a s p e r s (1883-1969). Médico de formación. Profesor de Filosofía en las


Universidades de Heidelberg y Basilea. Desarrolla una metafísica existencialista y hu­
manista. Obras principales: Psycologie der Weltanschawtngen, 1919; Die Idee der
Universiíaí, 1923; Vennmft und Existenz, 1935; Nietzsche, 1936; Existenzphilosophie,
1938; Von der Wahrheit, 1947; Die grossen Philosophen, 1957; Wahrheit und Wissens-
chaft, 1960; Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung, 1962.

S a ú l A. K r i p k f (1941-). Profesor en las Universidades Rockefeller (Nueva York)


y desde 1977 en la de Princeton. Defiende la concepción externalista del significado,
y ha recuperado un cierto esencialismo. Obras principales: «Semantical Analysis of
Modal Logic», 1963; «Identity and Necessity», 1971; «Naming and Necessity». 1972;
«A Puzzle about Bclief», 1979; Wittgenstein on Rules und Prívate Languages. 1982.

K u n o L o r e n z (1932- ). Profesor de Filosofía en Hamburgo y Saarbriicken. Ana­


liza el lenguaje centrándose en la dimensión dialógica del mismo. Obras principales:
Elemente der Sprachkritik, 1970; (con Lorenzen) Dialogische Logik, 1978;
«Sprachphilosophie», en Lexikon der Gennanistischen Linguislik, 2 ed., 1980; (col.)
Enzyklopadie Philosophie und Wissenschaftstheorie, 4 vols., 1980 ss.; (ed.)
Sprachphilosophie. Philosophy o/Language. La philosophie du langage, 1996.

Josís O rtega y G asset (1883-1955). Profesor de Metafísica en la Universidad


Complutense (Madrid). Influido por el neokantismo de la Escuela de Marburgo y por
la Fenomenología de Husserl. Fundador de la Revista de Occidente. Ha tenido gran
influencia en la vida intelectual española. Obras principales: Meditaciones del
Quijote, 1914; El espectador, 1916-39; El tema de nuestro tiempo, 1923; La misión de
¡a Universidad, 1930; Meditación de la técnica, 1939; ¡deas y creencias, 1940; ¿Qué
es Filosofía?, 1958; La idea de principio en Leibniz, 1958.

L orenz B. P untee (1935-). (Profesor de Filosofía en Munich. Defiende una filo­


sofía sistemática y coherencial, de raigambre liegeliana. Obras principales: Darste-
ítung, Methode und Struktur. Untersuchungen zur Einheit der systematischen Philo­
sophie Hegels, 1973; Wahrheitstheorien in der neueren Philosophie, 1978; (ed.) Der
Wahrheitsbegrijf 1987; Grundlagen einer Theorie der Wahrheit, 1990.

F r a n k P. R a m s e y (1903-1930). Trabajó en Cambridge (Inglaterra) y fue amigo de


B. Russcll y L. Wittgenstein, en el que influyó notablemente. Sus obras fueron publi­
cadas postumamente en recopilaciones: R. B. Braithwaite (ed.), The Foundations o f
Mathematics, and others Lógica! Essays, 1931; D. II. Mellor (ed.), F. I: Ramsey. Phi-
losophical Papers, 1990; N. R eschery U. M ajer(eds.), On Truth. Original Manuscript
Materials (1927-1929) from Ramsey, 1991.

N i c h o l a s . R e s c i i e r (1928- ). Profesor de Filosofía en las Universidades de


Lchigh (Pensilvania) y Pittsburgh. Se ha ocupado de la historia de la lógica y de­
fiende el coherentism o en metodología y teoría del conocim iento. Fundador de la
revista American Philosophical Quarterly. Obras principales: An ¡ntroduction to
logíc, 1964; The philosophie o f Leibniz, 1967; ¡ntroduction to Valué Theory,
1969; The coherence Theory o f Truth, 1973; The Primacy o f Practice, 1973;
Methodological Pragmatism, 1977; Cognitive Systematization, 1979; The Limits
o f Science, 1984; Rationalíty, 1988.

Paul RiCorui< (1913- ). Profesor de Filosofía en Estrasburgo y Sorbona-IV (Pa­


rís). Desarrolla su filosofía en diálogo crítico con la Fenomenología y la Hermenéu-
(ica; también ha sido influido por el Existencialismo y el Personalismo. Obras princi­
pales: Philosophie de la volante /, 1950; Finiiucle et culpabilité, 1960; D e Vinterpré-
lation: essai sur Freud, 1965; Le conflit des interprétations, '1969; La métaphore
vive, 1975; Temps et récit, 1983-5; Du texte á i'action, 1986; Soi-méme comme un
autre, 1990.

Adam Schaff (1913-). Profesor de la Universidad de Varsovia. Marxista renova­


dor, confronta el marxismo con el existencialismo y con la filosofía analítica. Obras
principales: Introducción a la semántica, orig. polaco, 1960; Marxismo y existencia­
lismo, orig. polaco, 1961; Lenguaje y conocimiento, orig. polaco, 1967; El marxismo
y el individuo humano, orig. polaco, 1965; Historia y verdad, orig. polaco, 1970; Es-
tructuralismo y marxismo, 1976; Via democrática al socialismo, 1981; Perspectivas
del socialismo moderno, 1988; El marxismo a jin a ! de siglo, 1994.

Josf.f SIMON (1930- ). Profesor de Filosofía en las Universidades de Tubinga y


Bonn. Su obra filosófica se sitúa en torno al análisis del lenguaje en la modernidad,
desde las tradiciones de Humboldt, Hegel y Nietzsche. Es el editor de la revista
Nietzsche Studien. Obras principales: Das Probtem der Sprache bei Hegel, 1966;
Sprache und liattm, 1969; Philosophie und tinguistiche Theorie, 1971; (ed.), Aspekte
und Probleme der Sprachphilosophie, 1974; Wahrheit ais Freiheit, 1978; Sprachphih-
sophie, 1981.

Petiír F. Strawson (1919- ). Profesor de Metafísica en Oxford. Destacado miem­


bro de la Escuela de Oxford, orientada hacia la llamada Filosofía del lenguaje ordina­
rio. Conjuga esta orientación con el pragmatismo y cierto kantismo. Obras principa­
les: Introduction to Lógica! Theory, 1952; Individuáis: an Essay in Descriptive
Mctaphysics, 1959; The Boands ofSense, 1966; Logico-linguistic Papers, 1971.

A lfred T arski (1901-1983). Profesor de Lógica en Varsovia desde 1926 hasta


1939. Posteriormente fue Profesor de matemáticas en la Universidad de California en
Berkelcy, desde 1942. Uno de los más influyentes teóricos de la lógica y de la mate­
mática de nuestro siglo. Obras principales: Introduction to Logic and to the Metholo-
gogy o f Deductive Sciences, 1936; Undecidable Theoríes, 1953; «What is Elementary
Geometry?», 1959.

C. J. W. W illiams. Profesor de Filosofía en la Universidad de Bristol (Inglaterra).


Ha traducido al inglés De generatione et corruptione, de Aristóteles. Obras principa­
les: What is Truth?, 1976; What is Existence?, 1981; What is Identity?, 1989; lieing,
Identity and Truth, 1992.

X avier Z ijbiri (1898-1983). Profesor en las Universidades Complutense (Madrid)


y Barcelona. Fundador de la Sociedad de Estudios y Publicaciones y editor de la Re­
vista Realitas. Obras principales: Naturaleza, Historia, Dios, 1944; Sobre la esencia
1962; Inteligencia sentiente, 1980-3; El hombre y Dios, 1984; Sobre el hombre, 1986;
Estructura dinámica de la realidad, 1989; Sobre el sentimiento y la volición, 1992; El
problema filosófico de ¡a historia de tas religiones, 1993; Los problemas fundamenta­
les de !a metafísica occidental, 1994; Espacio, tiempo, materia, 1996.
Se recogen en este índice aquellos conceptos que resultan relevantes con relación
al tema central de Teorías de la Verdad.

— Adecuación: II, 26-8, 32-4, 39, 40, — Consenso: 19, 386, 444, 476, 531-41,
43, 70, 80, 84, 323, 326-33, 402-10, 554-5, 561, 574-93, 597, 602, 610-6.
435, 471, 501-6, 521, 534, 557, 569, — Contingencia: 5 1 ,4 2 3 ,.
576-9,581-9, 623. — Correspondencia: 11, 15-7, 63, 69,
— Aletheia: 11, 394, 399, 408, 412, 418, 146, 147, 149, 161, 169, 173-7, 180,
434. 182, 226, 232, 246, 249, 273-4, 282,
— Aprehensión: 330, 332, 387-94, 559. 285-6, 291-5, 306, 482, 488, 505,
— Alteridad: 393. 515, 518-9, 521-2, 526, 530-3, 536-8,
— Analogía: 26, 163, 171, 212, 232, 541, 544, 549-50. 553, 556, 566, 569,
312,316, 426,467,475. 582,598-601,605,614-5.
- Antinomia: 73-7, 81.
— Axioma: 74, 81, 162, 167, 168, 187, - Dialéctica: 46, 51, 52, 255, 359, 362-
202-5,240,504-5,571. 3, 367, 377. 380-4, 399, 418, 433,
440-1,450, 571,614.
— Certeza: 31,214, 220, 223, 395, 401, - Diálogo: 440, 450, 469, 542, 555,
433-4. 436, 488. 554, 556-60, 566- 593-4,617,622.
70, 594, 607.
— Coherencia: 15, 19, 33, 78, 87, 103, — Empirismo: 211, 223, 530-1. 534,
104, 149, 169, 174, 178, 182, 232, 560.
362, 366-8, 391-2, 479, 484, 487, — Ente: 401-18, 435.
495-507, 526, 531, 580, 582, 607-11, — Entendimiento: 190,201,247-9, 257,
615. 363, 369, 372, 401, 403, 416, 475,
— Comprensión: 9, 11, 12, 19, 106, 548, 554, 573, 593,610.
129, 149, 166, 167, 171, 172, 186, — Escepticismo: 99, 170, 336-43, 433-4.
201, 245, 340, 349, 355, 371, 384, — Esencia: 18, 91, 257, 330, 340, 358,
440, 443, 468, 474, 477, 510. 517, 378, 385, 389, 395-6, 399-420, 427-
520-3, 526, 530, 535, 538-9, 541, 8, 437-9, 442, 444, 505, 513, 621-2.
557-9, 570, 601-2, 613. — Evidencia: 13, 15,30,40,54-62, 170,
— Conciencia: 55, 327, 337, 343, 345, 172, 181, 188, 189, 192, 193. 195-7,
347-8, 352-5, 365-7, 372. 375-8, 384, 208, 212-8, 236, 323, 401, 423, 429,
387-8, 405, 421, 426, 436-7, 443, 495, 498. 508, 553, 566, 570, 575,
448,454, 457,459-60,462, 469, 476, 576, 579-81. 584, 586, 598, 600-11,
586, 599, 600, 603. 615.
— Concordancia: 142, 161, 330-4, 368, Lxpericncia: 11, 12, 26-41, 49, 50.
402-6, 427-9, 465, 474, 482, 488, 102, 147, 178, 219-20, 247, 257, 340,
496, 503-4. 364, 371, 400-1, 408, 418. 424, 435,
— Conformidad: 93. 124,359, 367, 371, 437, 440, 443, 481, 484, 548-70,
373, 389, 400, 402-10, 415-8, 482, 575-6, 580-7, 591. 593-4, 608, 610,
497,515, 534. 612-3.
— Falibilismo: 598, 612. 150, 151, 169, 170, 259, 324-8, 426,
— Falsedad: 26, 35, 37, 41, 69, 83, 111, 557, 570, 598-9, 608.
112, 118, 203, 236-7, 240, 247, 253,
256, 259, 261, 266-9, 272-3, 276, — Libertad: 34, 46, 238-9, 374, 400,
285, 302, 332-3, 342-3, 345, 407, 406-19, 432-3, 461, 531-2, 536, 614,
415, 428.462, 483, 485. 544, 609-10. 618.
— Fenómeno: 9, 26, 34, 51, 56, 68, 78, — Logos: 12, 18, 31, 37, 40, 53, 70-7,
100. 106, 127, 138, 154, 188-9, 249, 80-4, 88-90, 95, 96, 98, 100, 103,
258-9, 327-8, 345, 355, 364, 370, 104, 107, 108, 121, 123, 130, 138,
372-3, 381, 390, 423, 426, 435, 439, 157, 159, 163, 165, 171, 178, 194,
441-3, 452, 523, 579, 584, 592, 601- 195, 197, 204-6, 337, 385. 404, 435,
2, 605-9. 455, 469, 472-3.
— Fenomenología: 9, 12, 18. 323-4,
451-2,601,607, 609, 620-2. — Metafísica: 12, 18, 37, 46-51, 69, 97-
— Fundamento: 17, 65, 66, 73, 76, 86, 9, 173, 342, 345, 354, 385, 399, 407,
99, 173, 182. 194, 249, 333, 342, 416-8, 436, 441, 461, 472, 483, 487,
352, 364, 368, 390, 394. 399-418, 493, 565, 599, 600, 603, 605, 611,
422-9, 462, 467, 487, 525, 536, 541- 614, 620-22.
2,571,593, 598,606,609. — Método: 45, 52, 73, 82, 83, 86, 93,
94, 97, 98, 103-6, 136, 147, 153, 157.
- Horizonte: 13, 338, 361-2, 383, 432, 158, 194-6, 200, 202, 208, 211, 245,
441-6,616. 254-5, 260, 266, 273, 337, 360, 362,
379, 384, 431, 433, 436, 438, 512,
— Idealismo: 9. 170, 243, 253, 256-8, 573-4.
261,437. 600.
— Identidad: 76, 309, 330, 332, 340, — Objetividad: 201, 326, 361, 365, 377,
342, 351, 427, 452, 468-9, 524, 569. 383, 407, 543, 553, 565-70.
— Impresión: 87, 95, 97, 114. 150, 208, - Ontología: 12, 97, 202, 309, 446,
251,268,389, 393. 471,523-5.
— Individuo: 27, 34, 168, 218, 257,
261, 324, 338-9, 352, 355, 423, 444, - Percepción: 251, 260-1, 324-33, 343-
451,467, 474,557, 622. 4, 351, 355, 365, 390, 427, 557-9,
— Inteligir/Intelección: 18, 385-96, 542. 566-7, 570, 600-2,606-12.
- Intención: 13,87, 148, 184, 188, 190, - Perspectiva: 12-14, 37, 39, 171, 180,
211, 220, 326-34, 360, 496, 539-40, 325, 335, 351,370, 376, 377, 427,
554, 556,563,571,591,601. 464, 497, 511,544, 601, 610, 613,
- Interés: 53, 55, 59-62, 80, 99, 103. 616,622.
135, 139, 175, 184, 302, 342, 376, Poder: 18, 38, 48, 192, 166, 341, 359,
445, 451, 473, 533-4, 543, 588, 616 . 365, 366, 370, 372-377, 382-384,
— Interpretación: 10. 35, 49, 59, 79, 80, 410, 422, 432, 439, 445-460, 563,
105, 122, 125-9, 132, 135-8, 141, 588,619.
142, 145, 146, 158, 163, 179, 183, - Positivismo: 18, 447, 481, 619-20.
184, 188, 190-205, 219-22, 250, 255, — Postulados: 437, 501, 534, 540, 591,
258, 272, 276, 316, 319, 332, 334, 613.
339, 353, 358, 361, 379, 384, 403, — Pragmatismo: 9. 12, 16, 25-9, 32, 39,
417, 443, 506-7, 524, 531-3, 538, 54, 441, 566, 568, 572, 619-20, 622.
570,581,586, 595. 601-12. — Praxis: 9,13, 16, 45, 49, 50, 51, 250,
— Intersubjetividad: 16, 468, 473-4, 259, 261, 362,365, 383, 439, 477,
457,476. 495,516, 536, 539-42,615-6.
— Intuición: 54, 124, 138, 141, 142, — Presencia: 50, 76, 97, 165, 258, 288,
301, 306, 325, 343, 361-2, 367, 387, 129, 133, 249-50, 257, 317, 327,
404-5, 409-10, 413, 418, 421, 438, 339-40, 343-8, 353-5, 361-2, 368,
532, 549. 381, 402, 407, 410, 413, 417-8, 428,
Probabilidad: 168, 191, 197-206, 442, 446, 452, 454, 468, 473-4, 476,
208-9,217, 241,348, 553. 491, 554-9, 562, 566, 573, 583, 585-
Proposición: 55-60, 68, 122, 150, 8, 595, 599, 600-2, 606, 609, 611.
191, 204, 214, 217, 227, 235, 239-40, - Sustancia: 164, 219, 223, 226, 235,
246, 254-258, 267-8, 273, 299, 310- 273, 524, 576, 578, 585, 587, 589.
19, 324, 331, 337-8, 340-2, 346-9,
402-7, 410, 418, 435, 440, 462, 484, Teoría del significado: 186, 197-8.
486, 496, 499, 502, 505, 523-4, 526, Teoría de la verdad:
534, 546, 554,568, 571. — T.“ coherencial: 15, 16, 18, 87,
146, 149, 169, 178, 232. 479,
Razón/Racionalidad: 12, 16, 19, 30, 482, 484,495-8, 500, 504-7, 531-
32, 40-43, 50, 51, 61, 62, 66, 83, 92, 2. 607-8.
101, 103, 125, 149, 155-163, 167, — T.a consensual: 15, 19, 386, 533,
172, 174-9, 181-3, 191, 192, 194, 537, 544, 553-6, 565, 573, 575,
195, 201, 217, 230, 259-60, 270, 585, 597-8,602, 611-15.
276-7, 292, 294, 325, 339, 354-5, — T.a correspondencia: 15-7,63,69,
358-9, 364, 369-70, 373-4, 378-9, 146-7, 149, 169, 173-6, 180,273-
385, 389, 403, 407, 419, 435, 440, 4, 282, 292, 294, 306, 482, 530-8,
447-8, 455-6, 473, 476, 507, 511, 544, 549-50, 566, 582, 598-9,
522, 534-6, 540, 542, 545-7, 551, 600-1,605,614.
554-5, 564, 572, 576, 590. — T.“ definicional: 13, 19, 509, 511-
Realismo: 15-6, 95, 96, 169. 173, 13,526.
176-82, 257-8. — T* dialógica: 15, 19, 529, 537-8.
Relativismo: 169, 340, 343, 350-4, — T.a fenomenológica: 15, 17, 18,
488. 386, 600-8.
Representación: 11, 32, 250-1. 292, — T* hermenéutica: 15, 18,397.
325-8, 334, 353,519, 539, 607-8. — T." intersubjetiva: 15, 18, 19, 527.
— T.“ metafórica: 15,357.
Semántica: 12-17, 65-6, 72, 73, 76-8, — T.a pragmática: 13, 15, 16, 23,
81, 84-106, 112, 113, 115, 121, 122, 532, 573,615.
130, 138, 139, 140, 146, 153, 154, - T.a pro-oracional: 15, 17, 263,
159-63, 165, 170, 171, 194,220,241, 309, 523.
295-6, 310, 319, 530, 531, 603, 605- — T.a perspectivista: 15.
7, 611,622. — T.a de la redundancia: 17, 149,
Sensación/Sensibilidad: 239, 353-4, 151, 152, 154, 310, 531, 532,
363,367,381, 570. 547.
Sentido: 52, 72, 78, 99, 121, 154, — T."semántica: 15, 16, 102, 310.
155, 159, 161, 172, 174, 175, 177, — T.a trascendental de la v.: 19, 565-
220, 222, 232, 239, 247, 252-3, 256, 9, 597-8.
266, 272, 283-4, 292, 300, 306, 325,
329-31, 336-51, 354, 359, 368-9, - Veracidad: 118, 302,'367, 382, 424,
373-7, 382, 384, 391, 394, 416-7, 462, 476, 554-9, 563-6, 570-1, 585,
421, 424-9, 432, 435, 439, 441, 443- 591-5.
4, 450, 462, 468. 490, 512-3, 516-7, — Verdad:
537, 541, 546, 553, 555, 557, 567, — Criterios de v.: 12, 13, 16, 51, 98,
569, 574-5,616. 102, 266, 276-7, 339, 383, 488-9,
Sujeto/Subjetividad: 16,51, 124, 125, 495-8, 500, 504-8, 510-11, 521,
526, 531-2, 534, 537, 574-5, 585, — V. absoluta: 38, 220, 223, 243,
610-15. 350, 352,421,423,488-9.
Definición de v.: 66, 67, 70-5, 78, — V. de hecho: ,511.
80, 81, 83, 84, 88, 89, 90, 92, 94, — V de razón: 511.
95, 121, 153-6, 161, 162, 167, V. lógica: 31, 157, 163, 204, 205,
172. 182, 259, 261, 271-8, 310, 511, 542.
313, 316, 318, 359, 369, 435, V. originaria: 416.
495-7, 507, 514, 519, 530-3, 538, — V real: 15, 18, 385, 388-96. 400,
604-6. 429.
Dimensiones de la v.: II, 12, 369, Verificación: 27-38, 42, 219. 329-30.
391,-6. 360, 436, 481-2, 488, 493, 534,
Portadores de v,: 522-3. 605-6.
Tipos de v.: 11, 173, 195, 458, Voluntad: 45, 230, 236, 295-6, 335,
511-4,522, 559. 340-1,359, 372,378,385-6.
Agustín de I lipona: 379, 380. — Dussel, E.: 45.
Almcder, R.: 54.
Alvarez, J.: 446. — Ellacuría, 1.: 15, 16,619.
Alvarez, M.: 617. — Etehemendy, J.: 66, 158-63.
Apel, K.O.: 15, 16, 18, 19, 469, 597- — Ezorky, G.: 282.
8,619.
Aquino, T.: 599, 600. — Ferry, J. M.: 598.
Aristóteles: 37, 69, 93, 107, 160, 173, — Feuerbach, L.: 608.
246-7, 254, 273, 318, 384, 390, 435, — Field, H.: 66.
472, 530, 569, 598, 605, 622. — Foucault, M.: 15, 18, 445-53, 619.
Austin J. L.: 15, 17, 225, 281-307, — Frápolli, M. J.: 53, 145, 265, 309.
530, 536, 537, 545, 547, 549, 569, — Frege, G.: 138, 170, 175, 253, 465,
619. 525, 552, 567, 600.
Ayer A. 1: 17,207,300,481,531.
— Gabilondo, A.: 446.
Bacon, K: 247,473. Gadamer, II. G.: 15, 18, 431-2, 617,
Barwise, J.: 225. 620.
Becker, W.: 18,510, 598. — García Baró, M.: 324.
Ben-Menahem: 25. — García Carpintero, M : 66.
Berkeley G.: 42, 619. — García Morcnte, M.: 323.
Bollnow, O. F.: 18, 358. García Suárez, A.: 225, 281.
Brentano, F.: 15, 17,600. — Garner, R. T.: 225.
Geach, P.: 282.
Carnap, R.: 15, 17, 107, 178, 207, — Gethmann, C. F,: 400.
483-93, 514-5, 530-1, 606, 609, 612, — Gjelsvik, O.: 146.
619. — Gódel, K.: 107, 113-4, 131, 139-40.
Cekic, M.: 45. — Gracia, D.: 386.
Cerezo Galán, P.: 335. — Granier, J.: 461.
Chamizo, P. J.: 336. — Grondin, J.: 357, 431.
Cofia, A.: 207. — Grover, D.: 15, 17,309,314.
Conilí, J.: 461.
Coomann, II.: 495. — Haack, S.: 15, 16, 53,620.
Cortina, A.: 598. — Habermas, J.: 15-9, 469, 535-6, 543-
4, 620.
Davidson, D.: 15, 17. 145-6, 151, 619. — Harre, R.: 282.
Descartes, R.: 107, 337-8, 341, 364, — Heckmann, II. D.: 510.
385,387, 436,446, 571. — Hegel, G. F. W.: 9, 18,'146, 376, 385,
Dewey, J.: 26, 42, 146-50, 174, 189, 436, 440, 450, 462, 469, 472, 474,
220 . 531,593,607-9, 620-2.
Dilthey, W.: 440. 442. - Heidegger, M.: 10, 15, 18, 324, 399,
Domingo Moratalla. A.: 432. 400, 434, 436, 439-40, 442, 571, 620.
Dummett, M.: 147, 154-7, 169, 177. — Hempel, C:: 15, 18, 19, 174, 481.
180-2, 525. 620.
— Hernández Iglesias, M.: 146. - Nicolás, J. A.: 386, 509, 529.
— Hinst, P.: 15, 16.
— Horkheimer, M.: 15,244. - Olin, D.: 25.
— Horwich, P.: 151-2, 156, 265, 617. - Olson, A. M.: 357. •
— Hume, D.: 340. - Ortega y Gasset, J.: 9, 15, 18, 335,
— Husserl, E.: 9, 15, 17, 18, 19, 246, 336,621.
253, 256, 323, 324, 348, 352, 356, — Ortiz de Urbina, R. S.: 324.
357, 362, 439, 570, 597, 600, 601,
603, 604,606, 609,620,621. Palmer, S. D.: 495.
- Peirce, Ch. S.: 15, 16, 19, 25, 54, 56,
— Ilting, K. H.: 544. 61-2, 147, 169, 220, 224, 531, 534,
550, 597, 602, 609-16,620.
— James, W.: 15, 16, 25, 147, 531, 572, — Pintor Ramos, A.: 386.
616, 620. - Pitclier, G.: 13, 225, 265, 281. 617.
— Jaspers. K.: 15, 18, 419, 420, 442, 620. Platón: 87, 92, 246, 253, 256, 285,
— Johnson, L. E.: 205, 617. 318, 350, 363, 382, 384, 399, 416,
440, 450, 469, 470, 477, 524, 530,
— Kamlah, W.: 15. 19, 529-30, 535. 538,542, 608,614.
- Kant, I.: 50, 146, 211, 276, 340, 343, — Popper, K.: 492, 609.
364, 368, 369, 382, 387, 400, 402, - Puntel, L. B.: 13-19, 495, 509, 608,
416, 417, 462, 471, 473-6, 516, 593, 618, 621.
599, 600,612,614, 620-2. - Putnam, H.: 15, 16, 119, 147, 151,
— Keuth, H.: 544. 153-8, 160-3, 169, 179, 180-1.
— Kremel, M.: 110.
Kripke, S.: 15, 16, 17, 109, 110, 620. - Quine, W. O.: 15, 16, 151, 156, 169,
178, 179, 189, 193, 194, 196, 313,
— Larrauri, M.: 446. 469.
— Leibniz, G. W.: 76, 335, 542, 607,
608, 621. — Ramsey, F. P.: 15, 17, 150, 151, 168,
— Lorenz, K..: 15, 19, 509, 529, 530, 190. 191, 193, 198, 199, 203, 265,
535, 573,621. 310,314, 531,543, 621.
— Lorenzen, P.: 15, 19, 529, 530, 535, Rcscher, N.: 15, 18, 19, 265, 495,
621. 608,614, 621.
— Richter, E.: 400.
— Mackie, E.: 265. - Ricoeur, R: 15, 18,357,358,622.
— Majer, U.: 265. — Rodríguez Alcázar, J.: 207, 481, 495.
— Marquinez Argotc, G.: 45. — Rodríguez Huesear, A.: 335.
— Marx, K.: 9, 15, 17, 245, 246, 248, Rorty, R.: 15, 16, 1 8 ,5 4 ,6 0 ,6 1 , 147-
249, 255-7, 377, 378, 379, 447, 448, 9, 151, 156, 174,432.616.
451,452, 454, 530,622. — Russell, B.: 15, 17, 76, 107, 108, 112,
— Mcgee, W: 110. 246, 253, 256, 270, 285, 312, 314,
— Morris, Ch.: 611-12. 621.
— Mounier, M.: 420.
— Myers, D. B.: 244. — Sartre, I R: 17.420.
- Sayward, Ch.: 309.
Nictzsche, E: 12, 18, 340, 419, 433, — Schaff, A.: 15, 17,243,622.
461, 469, 543, 469, 543, 572, 602, - Schantz, R.: 146.
622. — Schlick, M.: 178, 481, 482, 488-90.
— Neurath, 0.:15, 18, 107, 174, 178, — Searle, J.: 546, 613.
220, 223, 481-93, 531, 532, 608. — Scheit, H.: 544.
Seebohm, Th.: 510. 176, 181, 182, 188, 195, 207, 220,
Scllars, W.: 65,481, 569. 310, 311, 318, 319, 520-2, 530, 597,
Simón, J.: 15, 18,461,622. 603-6, 622.
Skirbekk, G.: 13,618. — Tilliettc, X.: 420.
Smilg, N.: 243,419, 461,597. — Tugendhat, E.: 15, 16,324, 400.
Sócrates: 433, 469,470, 471.
Stegmeicr, W.: 461. — Valdcs, L. M.: 65, 145, 281, 618.
Stegmüller, M.: 207.
Stephen, Y.: 110. - Williams, C. J .W.:15, 17, 152, 156,
Strawson, P. F.: 15, 17, 122, 175, 241, 208,210, 309,319, 320, 622.
242, 281, 301, 531, 545, 549, 550, - - White, M.: 25.
622. - Wittgenstein, L.: 9, 15, 17, 188, 224,
Stuart Mili, J.: 16. 468-9, 482-6. 492-3, 503, 524, 530,
534, 570,613, 621.
Tarski, A.: 15-7, 19, 53, 65, 66, 107,
108, 114-6, 118, 119, 121, 127, 135, — Zubiri, X.: 9, 15, 18, 45, 50, 385,
136, 140-2, 149-68, 170, 172, 173, 386,619, 622.
STA obra representa la más extensa recopilación de
textos sobre el tema filosóficamente capital de Teorías
de la Verdad realizada hasta la fecha en lengua cas-
■ <■ tellana. Recoge la producción más significativa de
las diferentes corrientes filosóficas influyentes a lo largo del
siglo xx. La panorámica ofrecida abarca desde los textos clá­
sicos sobre el tema (W. James, M. Heidegger o A. Tarski), has­
ta las más recientes aportaciones (D. Davidson, K. O. Apel,
S. Haack o L. B. Puntel).
Algunos de los textos seleccionados son inéditos, otros se
han traducido por primera vez a nuestro idioma, y otros, en fin,
han sido rescatados de ediciones ya inaccesibles. El conjunto
ofrece una panorámica amplia y plural de cuanto se ha escrito
sobre el tema durante este siglo, y muestra cuáles son las pers­
pectivas abiertas de cara al futuro.
La importancia y actualidad del tema han sido sintética y
certeramente expresadas por un filósofo español cuando escri­
bió: «La verdad es un ingrediente esencial del hombre, y todo
intento — teórico o práctico— de aplastar la verdad sería en el
fondo un intento — teórico y práctico— de aplastar al hombre.»

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