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Carlos Betancourt

Reflexión sobre la posición de los sistemas morales en la actualidad

La especie humana se encuentra actualmente haciendo frente a una coyuntura sanitaria,


económica, política y social que representa el fin de una era y supone el inicio de una nueva
con características puntuales que aún no estamos preparados para conocer, pero de la cual
empezamos a conjeturar de acuerdo a los acontecimientos actuales que van dejando indicios
del futuro que nos espera. Uno de los aspectos que se está redefiniendo es la moral en la
sociedad y los métodos que adoptamos para aplicarla en nuestros comportamientos. La
aparición de nuevos dolores, personales o colectivos, ha suscitado una revisión a las falencias
en nuestros sistemas morales tradicionales y, por consiguiente, una reestructuración de los
mismos.

Por un lado, se han acentuado de manera cautelosa y gradual las categorías existentes dentro
de la sociedad que han funcionado usualmente como formas de exclusión. Las medidas
tomadas en diferentes lugares del mundo para combatir los efectos negativos de la pandemia
en muchos casos se han encargado de fraccionar el tejido social y de dividir a los ciudadanos
entre aptos o no aptos para sobrevivir o, incluso, han hecho revivificar debates muchas veces
olvidados sobre los atropellos cometidos contra algunas minorías, como, por ejemplo, los
recibidos por la población transexual en medio de la norma de pico y género implementada
en Bogotá.

Al no poder asignar un rostro o identificar por medio de cualquier forma física al enemigo
invisible llamado COVID-19, muchas personas han dirigido su furia y exasperación hacia sus
semejantes. En esta búsqueda inútil e insensata de un culpable, han transferido la
responsabilidad de los efectos negativos de la pandemia a otros seres humanos que también
son víctimas en estos momentos. Se revela, entonces, un cariz más de la decadencia moral
que solo necesitaba de un detonante como este para salir a flote. El grupo más afectado por
esta necesidad estúpida de señalar un enemigo ha sido el personal de salud que ha tenido que
soportar la intolerancia de muchos individuos que, por efectos de la desinformación, han
agredido a médicas o enfermeros, pues ven en ellos la representación de esta amenaza
incorpórea y el símbolo de la precariedad de un sistema de salud insuficiente, acusándolos,
así, de propagar el virus.
Las cosas no han sido más favorables para otras poblaciones que en medio de estas
circunstancias se han visto afectadas por nuevos brotes de xenofobia o racismo, como es el
caso de los asiáticos, quienes son culpados por muchos de haber originado el virus. Otra gran
cantidad de personas, además, que por sus condiciones sociales habituales son más
vulnerables ante este nuevo coronavirus, no solo afrontan la terrible realidad sanitaria, sino
que también deben soportar la actitud indiferente y cruel de ciertos grupos sociales que ven
en ellos simple material de descarte, pidiendo que los marginados sirvan como sacrificio para
consolidar la supremacía de las élites.

Una retórica despiadada se ha instaurado, asimismo, en los discursos de muchas personas que
se sienten muy cómodas cuando las cifras oficiales de la pandemia informan que la tasa de
mortalidad es mucho más alta en adultos mayores, celebrando que así, al ser ellas jóvenes, no
corren ningún riesgo y pueden continuar con sus vidas sin muchas complicaciones, pues
finalmente los ancianos conforman una población deleznable, y no tienen en cuenta que las
conductas individuales tienen un impacto en el entorno colectivo.

En algunos hospitales los trabajadores de la salud enfrentan un dilema impersonal al decidir


entre las vidas que deben preservarse y las que pueden descartarse, debido a que la
infraestructura médica no es suficiente para garantizar un tratamiento efectivo para todos y
esto es consecuencia, a su vez, de la privatización masiva de los servicios de salud. Desde
otra perspectiva y con un tono perverso, el vicegobernador republicano de Texas, Dan
Patrick, propone que los ancianos deliberadamente elijan la muerte para salvar la economía y
así esta se mantenga sólida para las generaciones actuales y futuras conformadas por sus
descendientes. Ideas que, aun con distintos matices, han sido divulgadas en diferentes países
por los propios gobernantes, quienes no ocultan su mezquindad al respaldar proyectos que
dividen a los ciudadanos en categorías, en las que por un lado se encuentran los que merecen
ser salvados y por el otro los que se prefiere desechar, siendo estos últimos deshumanizados y
convertidos en simples datos estadísticos fatales.

Las personas religiosas, por otro lado, ahora han debido presenciar con gran pena el cierre de
sus templos y, sin un espacio físico al que puedan asistir y cumplir con sus rituales de
redención para mantener su supuesta rectitud moral, han de enfrentarse al mundo por el que
oran y al compromiso por transformar sus consignas de fe en actos bondadosos. Sin embargo,
lo que ha evidenciado esta situación es que más allá de la visibilidad y aprobación que
implican la manifestación de sus creencias en ambientes públicos, no hay una verdadera
solidaridad abnegada o un real interés por el bienestar de los demás. No existe en muchos de
ellos la cooperación que necesitamos como seres humanos para salir bien librados de esta
crisis.

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