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Por un lado, se han acentuado de manera cautelosa y gradual las categorías existentes dentro
de la sociedad que han funcionado usualmente como formas de exclusión. Las medidas
tomadas en diferentes lugares del mundo para combatir los efectos negativos de la pandemia
en muchos casos se han encargado de fraccionar el tejido social y de dividir a los ciudadanos
entre aptos o no aptos para sobrevivir o, incluso, han hecho revivificar debates muchas veces
olvidados sobre los atropellos cometidos contra algunas minorías, como, por ejemplo, los
recibidos por la población transexual en medio de la norma de pico y género implementada
en Bogotá.
Al no poder asignar un rostro o identificar por medio de cualquier forma física al enemigo
invisible llamado COVID-19, muchas personas han dirigido su furia y exasperación hacia sus
semejantes. En esta búsqueda inútil e insensata de un culpable, han transferido la
responsabilidad de los efectos negativos de la pandemia a otros seres humanos que también
son víctimas en estos momentos. Se revela, entonces, un cariz más de la decadencia moral
que solo necesitaba de un detonante como este para salir a flote. El grupo más afectado por
esta necesidad estúpida de señalar un enemigo ha sido el personal de salud que ha tenido que
soportar la intolerancia de muchos individuos que, por efectos de la desinformación, han
agredido a médicas o enfermeros, pues ven en ellos la representación de esta amenaza
incorpórea y el símbolo de la precariedad de un sistema de salud insuficiente, acusándolos,
así, de propagar el virus.
Las cosas no han sido más favorables para otras poblaciones que en medio de estas
circunstancias se han visto afectadas por nuevos brotes de xenofobia o racismo, como es el
caso de los asiáticos, quienes son culpados por muchos de haber originado el virus. Otra gran
cantidad de personas, además, que por sus condiciones sociales habituales son más
vulnerables ante este nuevo coronavirus, no solo afrontan la terrible realidad sanitaria, sino
que también deben soportar la actitud indiferente y cruel de ciertos grupos sociales que ven
en ellos simple material de descarte, pidiendo que los marginados sirvan como sacrificio para
consolidar la supremacía de las élites.
Una retórica despiadada se ha instaurado, asimismo, en los discursos de muchas personas que
se sienten muy cómodas cuando las cifras oficiales de la pandemia informan que la tasa de
mortalidad es mucho más alta en adultos mayores, celebrando que así, al ser ellas jóvenes, no
corren ningún riesgo y pueden continuar con sus vidas sin muchas complicaciones, pues
finalmente los ancianos conforman una población deleznable, y no tienen en cuenta que las
conductas individuales tienen un impacto en el entorno colectivo.
Las personas religiosas, por otro lado, ahora han debido presenciar con gran pena el cierre de
sus templos y, sin un espacio físico al que puedan asistir y cumplir con sus rituales de
redención para mantener su supuesta rectitud moral, han de enfrentarse al mundo por el que
oran y al compromiso por transformar sus consignas de fe en actos bondadosos. Sin embargo,
lo que ha evidenciado esta situación es que más allá de la visibilidad y aprobación que
implican la manifestación de sus creencias en ambientes públicos, no hay una verdadera
solidaridad abnegada o un real interés por el bienestar de los demás. No existe en muchos de
ellos la cooperación que necesitamos como seres humanos para salir bien librados de esta
crisis.