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Meditación Bíblica Hechos 17:26

“La inescrutable soberanía de Dios sobre las naciones “



y de uno hizo todas las naciones del mundo para que habitaran sobre toda la faz de la
tierra, habiendo determinado sus tiempos señalados y los límites de su habitación (LBLA).

Es difícil para todos nosotros, creaturas temporales, comprender los eternos designios de Dios.
Conceptos bíblicos como el que Dios nos conoció “desde antes de la creación del mundo” o
que Él ha preparado de antemano obras para nosotros superan nuestra capacidad natural de
comprensión: sólo los podemos recibir por la fe. Es que la providencia divina es una realidad
demasiado extensa para nuestra mente limitada.

Eso mismo se aplica a la historia y a los territorios de las naciones, al que se refiere el Apóstol
Pablo en su exposición en el Areópago de Atenas, la que sirvió para que Dionisio, un juez de la
suprema corte de la ciudad se convirtiera, como lo narra el capítulo 17 de Hechos. Allí Pablo
nos revela que Dios ha determinado la historia y las fronteras de las naciones.

Dios lo creó todo sin consultar al hombre, siguiendo su propio consejo (Romanos 11:32), según
sus planes eternos. Él fijó el límite de las naciones teniendo en vista sus futuros hijos, que
provendrán “de cada pueblo y nación”: “Cuando el Altísimo dio a las naciones su herencia,
cuando separó los hijos del hombre, fijó los límites de los pueblos según el número de los hijos
de Israel.” (Deuteronomio 32:8)

No podemos cuestionar la soberana voluntad de Dios; sus pensamientos son mucho más excelsos
que los nuestros: están fuera de nuestro limitado alcance (Isaías 55:8,9). Podremos concordar
con el historiador Gibbons en su obra magna (El Decline y la Caída del Imperio Romano), que
Dios debe haber permitido las conquistas de Roma para que por las mismas “vias” que ellos
construyeron para sus ejércitos viajara el Evangelio. Esto, y el llamado macedónico que
persuadió a Pablo a cambiar su rumbo de Asia hacia Europa, sirvió para que el Imperio Romano
sirviera como el centro del cristianismo mundial por más de un milenio (Hechos 16:6-10).
Podemos opinar, humilde y recatadamente, estas cosas, pero no podemos declararlas con certeza.

Otro tanto atañe al Descubrimiento de América el 12 de octubre de 1492, que abrió el último
capítulo de la historia. Hasta ese momento la Gran Comisión no pudo haberse cumplido, porque
los cristianos ni siquiera sabían que América existía. Colón atribuyó al Espíritu Santo su firme
convicción de que la empresa era factible. De hecho, él la justificó ante los Reyes Católicos
como respuesta al pedido del Gran Khan de la China que un siglo antes le había pedido al Papa
100 misioneros para evangelizar a su gente.
¿Porqué escogió Dios que España, con un cristianismo sincrético y sin reformar aprovechara tal
Azaña?
¿Porqué no permitió que 18 expediciones posteriores se establecieran en las costas de
Norteamérica sino hasta 119 años después, cuando los ingleses, en plena Reforma, lo lograron?
¿Será para que hoy podamos comparar los frutos de esas dos siembras de un Evangelio tan
diferente?
¿O será para que nosotros, impulsados por un Evangelio pujante en lugar de la desgastada iglesia
de Europa y USA, logremos cumplir su Gran Comisión?
¿Será para que las naciones cristianas de Latinoamérica le hagamos frente al gobierno mundial
del espíritu de Anticristo y nos convirtamos en el baluarte del Evangelio en los últimos tiempos?

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