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La invencion de Frida, por Vilma

Coccoz
Por Redacción | 16 diciembre, 2014

La invención de Frida[1]

El cuerpo, el arte, la imposible maternidad

Vilma Coccoz

Psicoanalista. Miembro de la ELP – AMP

Madrid – España

En su texto sobre Leonardo explica Freud que la Patografía no pretende hacer


comprensible la obra de un gran hombre. También distingue la labor del analítico
de la del biógrafo quien, cautivo de la idealización del personaje, se ve obligado a
sacrificar la verdad y así renuncia a descubrir los “más atractivos secretos de la
naturaleza humana.” Anticipando las posibles críticas, advierte Freud: “En nada
disminuiremos su grandeza [la de Leonardo] estudiando los sacrificios  que hubo
de costarle el paso de la infancia a la madurez y reuniendo los factores que
imprimieron a su persona el trágico estigma del fracasado.”[2] El estudio freudiano
se destinaba pues, a descifrar los fantasmas inconscientes que comandaban los
síntomas, rasgos de carácter e inhibiciones del genial florentino.

Un siglo más tarde, Jacques-Alain Miller se inspira en las Vidas de Plutarco, de


Vasari para escribir sobre Lacan. Esta elección se fundamenta en aquello en que
se diferencian  de las biografías y de “psicobiografías” derivadas del texto de
Freud. En la Antigüedad, comenta Miller, la escritura de la Vida pertenecía al
registro de la ética,[3] porque en la dimensión de la Vida lo público y lo  privado
confluyen.

En mi trabajo sobre Frida me he dejado guiar por esta orientación, intentando


cernir la cualidad de su deseo, el modo particular de arreglárselas con la
existencia, así como la construcción de su particular semblante femenino y la
invención de su nombre como artista. Es decir, valorando el asombroso hallazgo
de una solución singular, el sinthome, tal y como nos enseñó Lacan al estudiar a
Joyce.
 

Antes del accidente

Guillermo Kahlo, el padre de Frida, se instaló en México a los 19 años, luego de


verse truncada su prometedora carrera en su país de origen, Alemania, a causa
de los ataques epilépticos que comenzó a sufrir como consecuencia de un
accidente.  Su primera mujer mexicana falleció en su segundo parto, casándose
luego con Matilde Calderón, hija de un fotógrafo, quien persuadió a su esposo de
dedicarse a la fotografía.[4] Al poco de nacer Frida, su madre enfermó pasando la
niña a ser cuidada y amamantada por una nana indígena[5]. A los siete años
contrajo poliomielitis, por lo que le quedó una pierna más delgada. Tiene sumo
interés para la conformación de su solución existencial, el modo en que reaccionó
a este trauma infantil que le apartó de los entretenimientos infantiles y le valió
burlas por su “pata de palo”.  Como defensa a este forzoso aislamiento recurrió a
una curiosa invención fantástica: “por entonces “viví intensamente la amistad
imaginaria con una niña de mi misma edad (…) Sobre uno de los cristales de la
ventana echaba vaho y con el dedo dibujaba una “puerta ”. Por esa “puerta ” salía
en mi imaginación con gran alegría y urgencia. Atravesaba todo el llano hasta
llegar a una lechería que se llamaba “PINZON ”. Por la “O”[6] entraba y  bajaba
impetuosamente al interior de la tierra, donde “mi amiga imaginaria ” me esperaba
siempre (…) Era ágil y bailaba. Yo la seguía y le contaba, mientras ella bailaba,
mis problemas secretos”[7].  En su diario figura este pasaje como la razón de su
célebre cuadro Las dos Fridas, de 1939, en el que pinta un autorretrato doble,
diferenciado por los vestidos, que constituye una notable figuración de la
dimensión especular del yo. Unidos ambos corazones por una misma arteria, otra
sin embargo, aparece cortada con una tijera que porta la mano de la imagen
izquierda, vertiendo sangre sobre el vestido blanco.  La figura derecha exhibe
entre sus manos un camafeo con la imagen de Diego Rivera, el nombre del amor,
el nombre del estrago.

Su padre, para quien Frida era la hija preferida debido a su inteligencia, la incitó a
practicar deportes, algo poco común en las niñas “respetables ” de entonces.
Jugaba al fútbol, boxeaba, llegó a ser campeona de natación. Esta inducción a
resolver el defecto del ego con una identificación masculina se complementaba
con el estímulo intelectual. También su padre le inició en una variedad de lecturas
e intereses, entre ellos la pintura, le enseñó a usar la cámara, llevándola consigo
en su excursiones fotográficas en las que ella le socorría en caso de que él
sufriera un ataque.

Al no tener hermanos varones “asumió la posición del hijo más prometedor, que
según la tradición, se prepararía para ejercer una profesión”[8] En 1922 Frida fue
una de las pocas jovencitas que consiguió entrar en la Escuela Nacional
Preparatoria, la mejor institución docente de su país.  Eligió un programa de
estudios que le permitiría pasar a la Facultad de Medicina. Enseguida destacó por
la independencia de criterios, su irreverencia, su destreza en los juegos de
palabras y su acerado humor. Hizo amistad con una pandilla formada sobretodo
por muchachos (Los cachuchas), la mayoría de los cuales se darían a conocer
años después, como destacados vanguardistas en diferentes ámbitos culturales.

El accidente

Estremece saber el accidente que cambiaría el rumbo de su vida se produjo


cuando contaba con la misma edad en que una caída truncó el de su padre.
Espantosa contingencia. Viajaba junto a su novio Alejandro Gómez Arias en un
autobús urbano, “el choque nos botó hacia delante y a mí el pasamanos me
atravesó como la espada a un toro.  Un hombre me vio con una tremenda
hemorragia, me cargó y me puso en una mesa de billar hasta que me recogió la
Cruz Roja”[9] La vida de Frida, desde 1925 en adelante consistió en una dura
batalla contra la progresiva decadencia física derivada de este accidente brutal y
de los tratamientos que recibió para paliar sus secuelas. Fue sometida a 32
operaciones quirúrgicas, la mayoría en la columna vertebral y el pie derecho. No
pudo llevar a término ninguno de sus deseados embarazos. Y así como después
de la polio se impuso el movimiento con el fin de curarse, después del accidente
tuvo que aprender a mantenerse quieta para intentar recomponer su columna
echa añicos.

El cuerpo, la pintura

Postrada durante casi un año, inmovilizada y doliente, le pidió a su padre que le


prestara su caja de pinturas para “hacer algo ” porque se aburría. Su madre diseñó
un caballete que fue sujetado a una especie de baldaquino porque Frida no podía
mantenerse sentada.  Un espejo situado en la parte superior recogía su imagen en
todo momento. Así comenzó a escrutarse y a componer su rostro, su máscara, su
autocreación, que daría lugar a su pintura-espejo[10], el pasaje de lo imaginario a
la escritura de lo real que supone la creación artística. En esas condiciones
extremas la más famosa pintora de su imagen de todos los tiempos pintó su
primer autorretrato, en 1926, para su novio, a quien dedicaba unas conmovedoras
cartas, súplicas de amor. Relataba los suplicios infernales manifestando una
fuerza y una vitalidad fuera de lo común, un espíritu firme que no se rindió ante la
adversidad, sin perder su sentido del humor. Pero el novio se alejaría de ella a
instancias de su familia. Según sus palabras, fue a través de estas experiencias
como pudo acceder, en un rapto de lucidez, “…al conocimiento de repente, como
si un rayo dilucidara la Tierra…”[11] Frente a estas desgraciadas contingencias,
Frida decide vivir:  “No estoy muerta, y además, tengo una razón para vivir. Esta
razón es la pintura”[12].
 

El amor, la política, el traje

Frida encuentra a Diego Rivera a través de su amistad con Tina Modotti, una
fotógrafa italiana. Por entonces Diego tenía cuarenta y dos años, ha estado
casado dos veces y tenido cuatro hijos. Rivera consideraba a las mujeres
superiores a los hombres, sus amores y amantes fueron inmortalizadas en sus
magníficos frescos. Quedó fascinado con la audaz joven que le pidió
inmediatamente una opinión sobre su pintura. “Sus cuadros, su habitación y su
vivaz presencia me llenaron de asombroso júbilo ” confesó más tarde el gran
muralista.[13]

“Prudentemente, Rivera se limitó a aconsejar a Frida, pero se abstuvo de


enseñarla: no quiso echar a perder su innato talento. Ella lo adoptó como mentor,
aprendía viéndolo, escuchándolo.  Aunque Frida observaba las cosas de modo
distinto a Diego. Evitando teorías generales, penetró en lo particular de la ropa y
de los rostros, en un intento de capar la vida individual, las emociones, los estados
de ánimo. […] Rivera abarcaba toda la extensión del mundo visible: poblaba sus
murales con toda la sociedad y el desfile de la historia”[14]. Se casaron en 1929 y
desde entonces fueron sus vidas -unidas para siempre- y sus acciones, un foco de
atención, una obligada referencia para sus contemporáneos. Eran dos personas
de una extraordinaria vitalidad, que se comprometieron en la realización de sus
convicciones políticas y estéticas.

El vestido, el aborto

En los primeros años de matrimonio, mientras Rivera trabajaba de sol a sol, Frida
se mostraba contenta con ser la joven esposa del genio, del gran hombre. Por
esas fechas, un paréntesis en su quehacer artístico, Frida adoptó un semblante
nuevo que le otorgaría una sustancial distinción, el traje de tehuana.[15] Para
Frida vestirse era un rito y un acto de creación de la imagen que cada día quería
presentar al mundo, por eso se dedicaba a ello con perfeccionismo y precisión,
complementándolo con el arreglo del cabello, adoptando modelos típicos o
inventando modos de decorarlo y trenzarlo.  Consumaba esta obra diaria con
joyas, se vestía como para una fiesta incluso en los últimos días de su vida[16].
Aunque por una parte, el vestuario nativo portaba un mensaje político que
convenía a su condición de esposa de Rivera, también daba consistencia a
una persona en la que dramatizar su carácter decidido, a tal punto que el traje
“retenía algo de su ser cuando se lo quitaba ”.  [17]
 

La delicada situación que vivía Rivera en el convulso México de aquellos


años[18] propició que aceptara la oferta que se le hizo en EEUU en la que el
muralismo mexicano se volvió célebre y él mismo, un personaje mítico. Políticos,
grandes hombres de negocios, artistas se disputaban su compañía y sus trabajos.

Durante la estancia en EEUU Frida trabó amistad con Leo Eloesser, un famoso
cirujano torácico, a quien confiaría, durante el resto de su vida, sus más íntimos
sentimientos. Podemos reconocer en las cartas los signos de una verdadera
transferencia en sentido analítico. El 26 de mayo de 1932 Frida le dirige una
demanda perentoria, le pide consejo acerca de lo que sería mejor para ella,
teniendo en cuenta su debilidad física. Está embarazada de dos meses. Y en esta
misiva describe el desgarro de su debate interior. En el Hospital Henry Ford la
atiende el Dr. Pratt a quien ella había pedido suministrarle sustancias abortivas en
la creencia de que, en su estado físico, muy delicado, era mejor interrumpir el
embarazo.[19] Luego de sufrir unas débiles hemorragias se comprueba que la
gestación continúa y el mencionado doctor le aconseja continuar y dar a luz
mediante cesárea. Las dudas arrecian su espíritu, piensa que Rivera no tiene
muchas ganas de tener otro hijo. Ella baraja las consecuencias: no podrá seguir a
Diego en sus viajes, debiendo hacer reposo hasta el nacimiento y trasladarse a
México, junto a su familia. Sin él, algo que la subleva.

El 4 de julio de 1932 Frida tuvo un segundo aborto; le escribe a Eloesser el día 29.
En esa carta le explica que ya había tomado la decisión de guardar el bebé
cuando la respuesta de él a la carta anterior, animándola, había llegado. Está
destrozada: “En el momento de escribirle yo no sé por qué lo he perdido y por qué
razón el feto no se había formado…”[20]

Luego del doloroso suceso le pidió al doctor un libro médico con ilustraciones
sobre el tema, pero éste se negó a concederle tal cosa. Rivera se lo trajo, y con
esa lectura comenzó a fraguarse el cuadro Henry Ford Hospital. En él Frida yace
desnuda en la cama de hospital, su sangre tiñe las blancas sábanas. Una gran
lágrima blanca recorre su mejilla. Su vientre todavía está hinchado. Por sus manos
pasan seis lazos rojos, uno de ellos está atado a un feto que muestra los genitales
de un varón (el Dieguito que esperaba). Los otros hilos se enlazan a un torso, una
pelvis,  un caracol, una orquídea y a una extraña máquina que se ha interpretado
como las caderas de Frida, o al terrible asimiento del dolor.

 
En el óleo Frida y la cesárea también fechado en 1932, aparece su figura yacente
en una cama de hospital. Una silueta informe se dibuja en el vientre. Los ojos
cerrados parecen indicarnos el sueño del bebé cuya figura se vincula, con débiles
trazos, al rostro de Rivera, ambos a la izquierda. A su derecha, en la parte
superior, se muestra un grupo de médicos ocupados en una intervención. Más
abajo, el retrato de una mujer con los ojos bien abiertos, una nube blanca parece
su vestido que se une una sábana sugerida, a unos frascos de análisis químicos.

A esa época pertenece también la impresionante litografía Frida y el aborto en la


que se representan las distintas etapas de un embarazo, desde lo informe a la
forma humana de un varón, conectado su ombligo con el feto situado en el interior
de su vientre mediante un hilo. Las lágrimas cubren su rostro y la sangre de la
hemorragia cae en forma de gotas hasta tocar la tierra desde donde se yerguen
las raíces de tres plantas coronadas por cuatro espermatozoides. Su cuerpo se
divide en dos mitades, una clara y una oscura, a la derecha. En esta parte se ve
surgir, desde el hombro, un tercer brazo asiendo una paleta. Y, en la parte
superior, la oscura luna llora.

Aun habiendo conseguido una prodigiosa sublimación del duelo en la pintura, la


tristeza por estas pérdidas permanecería siempre. “Mi pintura lleva dentro el
mensaje del dolor (…) Perdí tres hijos y otra serie de cosas (…) Todo eso lo
sustituyó la pintura. Yo creo que trabajar es lo mejor”[21].

A partir del aborto y a pesar del bienestar del que gozaban en EEUU, Frida insistía
en regresar a México por el que sentía una profunda nostalgia. El deseo de
abandonar New York queda patente en la complejidad del cuadro Mi vestido
cuelga ahí. Una imagen de Manhattan, sede del capitalismo y de la protesta
durante la Depresión. En el centro cuelga el vestido de tehuana, exótico,
delicadamente femenino. Contrasta con el gris frío de los rascacielos y con los
símbolos de la fatuidad de “gringolandia.”

Esta pintura constituye un exponente de la discordancia entre el cuerpo y el


semblante que llega a alcanzar, ante lo real del aborto, una dimensión trágica.  A
la vez, es la expresión de una punzante crítica al señalar otro tipo de discordancia,
la referida a la imagen de la mujer en la cultura que figura el vestido y los demás
símbolos del cuadro, vinculados todos ellos al dinero y a los despojos de las
masas enajenadas que ella percibía en la sociedad americana.

El arte de Frida ha suscitado tanta admiración y comentarios que hoy en día nadie
duda en situarla en el Olimpo de la pintura del siglo XX. Sus sangrantes y
dolientes autorretratos en nada invocan a un Dios que se ha alejado, son
poderosas imágenes de un barroco profano en el siglo durante el cual lo real sin
ley sacude el cuerpo con su estrepitosa emergencia. “…Frida, sola en un espacio
maquinizado, tendida sobre un catre, desde donde ve llorando que la vida-feto es
flor-máquina, caracol lento, maniquí y armadura ósea en su apariencia pero en su
realidad esencial (…) viaja más de prisa que la luz.”[22]

[1] En parte, un extracto del texto Las mujeres, el amor, el cuerpo. En


VVAA, Mujeres, una por una. RBA. Barcelona. 2009. Pág.

[2] S. Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci. OC. Tomo II. Editorial


Biblioteca Nueva. Pág. 1615

[3] J.A. Miller, Vida de Lacan. RBA. Barcelona.2011. Pág. 41

[4] En 1936 Frida representó su lugar de nacimiento y su árbol genealógico en el


cuadro Mis abuelos, mis padres y yo.

[5] En un cuadro del año 1937, Mi nana y yo, pintó el ama de cría como la
encarnación mítica de su herencia mexicana y a sí misma como niña de pecho.

[6] R. Tibol, Frida Kahlo. Una vida abierta. Universidad Autónoma de México.


2002. Pág. 36. En este relato discernimos uno de los elementos vitales para su
solución personal. La letra del nombre de la lechería, que adquiere el valor
imaginario de una puerta en la ensoñación infantil en la que el yo ideal
representado por la niña danzarina y divertida con la que regula su narcisismo
herido.

[7] H. Herrera Una biografía de Frida Kahlo. Planeta. Barcelona. 2007. Pág. 32/33.

[8] Ibidem, pág. 45

[9] Idem. Pág. 72

[10] Cuenta Diego Rivera que Picasso le había dicho que ninguno de ellos podría
igualar el arte de Frida para pintar retratos.

[11] Idem. Pág 104


[12] J.M.G. Le Clézio, Diego et Frida. Folio. Gallimard. París 1993

[13] Citado por Le Clézio. Op.cit. pág. 96

[14] H. Herrera, op.cit. págs. 129 a 131.

[15] “Al vestirse de tehuana estaba eligiendo una nueva identidad, y lo hizo con el
fervor de una monja que toma el velo (…) desde que se casó el vínculo intrincado
entre la vestimenta y la imagen de sí misma, entre su estilo personal y su pintura
se convirtió en una de las tramas secundarias del drama…” H. Herrera, op.cit pág
147

[16] Durante su estancia en París apareció en la primera página de Vogue. La


célebre diseñadora Elsa Schiaparelli creó el modelo Madame Rivera inspirado en
los atavíos mestizos que la pintora lució en su estancia en París.

[17] Queda patente en el cuadro  Mi vestido cuelga ahí.

[18] Se llegó a difundir la intriga de su participación en el intento de asesinato de


Trotski.

[19] Dos años antes había sufrido una interrupción quirúrgica de su primer


embarazo.

[20] Frida Kahlo par Frida Kahlo. Cristhian Bourgois Éditeur. France. Pág.124.

[21] H. Herrera, op.cit. pag. 195

[22] D. Rivera. En Frida. Landucci. México. 2007. Pág.233

Retorno a Gernika | Antoni Vicens


Por Antoni Vicens | 26 octubre, 2015

Pasado PIPOL 7 (“¡Víctima!”), podemos volver a hablar por un momento del


borramiento de Gernika, de ese significante construido en tres pasos: la
destrucción de la ciudad por los fascistas, la anulación del hecho por obra
de la propaganda franquista, y la sublimación persistente en la pintura de
Picasso. Gracias a ésta, nada borrará el nombre de Gernika, y su circulación
seguirá produciendo efectos allá donde vaya. Son los efectos de una carta
robada, aquellos que, como dice Lacan en su Seminario XVIII, feminizan el
pensamiento cuando quiere acercarse a lo real por descubrir. Sepamos
saber entonces que no todo está dicho; soportemos que el número de
muertos haya sido reducido a ceniza; y que el cuadro de Picasso esté escrito
–como debía serlo– en blanco y negro. (Salvo la lágrima roja que conservó
Bergamín, fuera del cuadro).

Lo que sabemos es que en aquella ocasión –y no sería la última– el espacio vital


del discurso fue aniquilado: el mercado, las estancias, las calles, los techos, las
puertas, los pasillos; los lugares donde se conjugan los verbos del discurso: estar,
circular, andar, encontrarse o no, negociar, hacer el amor, dormir, trabajar o morir
de muerte natural. En definitiva, desapareció esa escritura que es el arte de crear
un espacio urbano, con calles y casas donde estar y moverse. Las bombas
rompedoras perforaron los techos, piso tras piso. Las bombas incendiarias
acabaron con los envigados y los entramados de madera. No quedó cobijo ni
cubierto. No quedó ya hábitat humano. El lugar del discurso fue sustituido por la
muerte y por la segunda muerte sin sepultura.

En su famosa conferencia de Baltimore, Lacan relata su mirada sobre la ciudad al


amanecer: nada de lo que se ve remite a una función obvia de los sujetos a los
que da cobijo. Lo que hay está ahí; el sujeto desaparece. Quizá la ciudad está ahí,
sí, para que el sujeto desaparezca, y quede su gadget (véase la conferencia de
Jacques-Alain Miller en Comandatuba). Ahí está el resultado de los deseos; se
constituye como la trama y como el circuito en el que circulan los objetos que
causan los deseos: “heavy traffic”, dice Lacan en Baltimore. Es la imagen misma
del inconsciente, como discurso del Otro: tráfico intenso en ambos lados de la
banda de Moebius. No falta el Witz, que desplegó muy bien Jacques Tati. Es
también la imagen de un mercado; no el abstracto del capitalismo, sino ese en el
que circulan objetos que devienen vínculos sociales. Marx detectó que los
hombres y las mujeres que se mueven ahí lo hacen también como mercancías,
puestas a la venta por su valor de uso, la fuerza de trabajo. Pero es también el
mercado en el que encontramos a gente como nosotros, compradores y
vendedores, mediodichos de la verdad, junto a saludadores, contadores de
cuentos, ladronzuelos, pícaros o charlatanes. Fue en un mercado donde Freud
escuchó el relato de la horrenda historia de Edipo, quien sin saberlo mató a su
padre y fue esposo de su madre, con las consecuencias que se derivaron para él y
su descendencia. Como también se cuentan ahí los cuentos de Simbad, o de
Ulises, o de Medea, o de Antígona, o de Rama, que pueden ocupar el lugar dejado
vacío por el sujeto, del que queda, como dice Lacan en esa conferencia, “un
objeto perdido”.

Eric Laurent, en un texto titulado “Ciudades psicoanalíticas” relacionaba estas


consideraciones de Lacan con el interés de Freud por las civilizaciones perdidas.
Esto nos da una pista sobre el sentido de la destrucción de Gernika. Se trataba de
no dejar ruinas, siempre ofrecidas a una interpretación futura generadora de
esperanzas, más o menos universitarias. Se trataba de borrar ese lugar del Otro y
dejar al goce sin cobijo ni vía de circulación. Un mundo sin discurso y sin política
no es ningún lugar practicable. Carece del sentido que podría ser atrapado en las
redes de alguna interpretación.
El procedimiento utilizado por la Legión Cóndor fue el mismo que siguió la policía
del cuento de Edgar Allan Poe “La carta robada”, comentado por Lacan:
geometrizaron el espacio, procedieron ordenadamente, barrio por barrio, metro a
metro hasta la reducción a cenizas de todo lugar practicable. La labor negacionista
comenzó ya en el mismo bombardeo. Pero el espacio contiene otra lógica, no
visible al amo, como enseña muy bien Lacan en su comentario del cuento: algo no
es visible para los ojos del geómetra, y es el vacío mismo en el que la vida
desplegó sus potencialidades de discurso. No se trata del espacio cartesiano, sino
de aquel en el que la ausencia no responde a ninguna presencia anterior. El
hábitat humano no es el lugar donde se aloja el ser hablante, sino aquel en el que
vive, esto es, donde se hace presente algo que nunca faltó antes de que llegase a
la existencia.

Esto es lo que Picasso plasma en su cuadro, esencialmente: un espacio destruido,


un interior habitado por la muerte, pero aún circulable para quien sea capaz de
contemplar el horror de su propio fantasma.

Más información sobre el bombardeo de Gernika en la conferencia de Xabier


Irujo y siguientes.

¿De quién es el arte: de Antonio de


Felipe o de Fumiko? | Santiago
Gerchunoff
Por Santiago Gerchunoff | 17 octubre, 2016

Que las pinturas de Antonio De


Felipe nos parezcan horribles no debería impedir que planteemos las reflexiones
filosóficas que la disputa sobre su autoría puede implicar. El affaire Fumiko-De
Felipe contiene, en efecto, -además del dulce matrimonio entre kitsch cultural y
corrupción política-, algunas preguntas difíciles sobre la naturaleza de la obra de
arte y de la creación artística.
El caso: un pintor famoso, -cuyas obras han sido compradas a altos precios por
instituciones públicas-, es acusado por su ayudante de no haber participado de
hecho en la producción de la mayoría de las pinturas que firma y vende. Según
Fumiko Negishi, la ayudante despechada, si no fuera por ella y su trabajo
silencioso, las pinturas de Antonio De Felipe no podrían existir. Según el artista De
Felipe, Fumiko era sólo una obrera que llevaba a cabo la parte tediosa de las
obras (¡pintarlas de principio a fin!), pero la clave, lo importante, las “ideas” (lo que
las hace únicas al fin y al cabo) eran de él.

No sabemos si el juez que atienda a la demanda de Fumiko lo formulará de este


modo, pero la pregunta que aparece aquí es nada menos ¿en dónde reside la
autoría de una obra de arte? ¿Lo más importante, lo más propio de una obra de
arte es la idea que la impulsa o su realización material, efectiva?

Concepto vs. Realización o idealismo contra materialismo

Estilizando el caso se podría decir que la posición de De Felipe implica una


concepción “idealista” de la obra de arte y la de Fumiko (que dice que “la pintura
ya habla por sí misma, aunque no tenga concepto”) una concepción “materialista”.

A favor de Fumiko encontramos por ejemplo al filósofo y sociólogo Richard


Sennett. En su ensayo El artesano, Sennett analiza la historia de la transición del
taller del artesano medieval (producción colectiva y anónima) al estudio del artista
moderno (producción individual y firmada) y afirma que “en términos prácticos no
hay arte sin artesanía: la idea de una pintura no es una pintura”.

También en esta línea materialista pro Fumiko se pueden encontrar argumentos


en otras artes más allá de la pintura. Se cuenta que un día el pintor Edgar Degas
le dijo al escritor Stéphane Mallarmé: “Tengo una idea magnífica para un poema,
pero no creo que sea capaz de desarrollarla”, a lo que Mallarmé respondió: “Mi
querido Edgar, los poemas no se hacen con ideas, sino con palabras”.

Que la idea de una pintura no es una pintura y que los poemas no se hacen con
ideas, sino con palabras, parecen ser convicciones de sentido común, por eso, el
escándalo develado por EL ESPAÑOL pone inmediatamente al público a favor de
Fumiko. ¿Habrá alguien a favor de De Felipe?

Pintura conceptual y música silenciosa

A favor de la posición “idealista” de De Felipe sería tentador apoyarse en los


pilares teóricos del arte plástico contemporáneo, para el cuál “el concepto” es, en
cierto sentido, ya la obra misma o lo más relevante de la obra. Pero el ejemplo de
idealismo artístico más radical, el fanatismo más grande por la “idea” como núcleo
de la obra de arte no lo encontraremos en Marcel Duchamp o Andy Warhol sino en
el gran músico americano Raymond Scott.
Ray Scott fue director de orquestas de swing y entre los años 30’ y 60’ compuso
cientos de obras musicales para cine y publicidad. Pero además fue uno de los
grandes renovadores de las técnicas de grabación en estudio e inventor y pionero
(junto a Bob Moog) de la actual “música electrónica”. El interés de Scott por la
innovación no era solo un hobby, estaba dirigido por su obsesión idealista:
consideraba que había que eliminar todas las interferencias materiales entre la
mente del artista (entre su idea) y la mente del oyente.

Desde el gusto personal de los arreglistas que dan la forma final en que la
composición va a ser grabada, pasando por la falibilidad de los músicos que
interpretaran, hasta el criterio individual de los ingenieros de grabación que se
encargarán de registrarla y editarla, la obra está sometida a infinitas distorsiones
que alejan lo que el oyente acaba escuchando de lo que el compositor
originalmente “tenía en la cabeza”. En 1949 Scott expresó su sueño de ciencia
ficción de la música ideal:

“Algún día, quizás en los próximos 100 años, la ciencia perfeccionará el proceso
de transferencia de pensamientos del compositor al oyente. Ya se han
perfeccionado dispositivos para grabar los impulsos del cerebro. En la música del
futuro, el compositor se sentará sólo en el escenario y simplemente PENSARÁ
una concepción idealizada de su música. Sus ondas cerebrales se recogerán por
medio de equipamiento mecánico y serán canalizadas directamente dentro de las
mentes de sus oyentes, sin pasar por ningún espacio que distorsione la idea
original.”

Esta música del futuro, perfecta, pura, librada de toda materialidad distorsionante,
sin músicos ni instrumentos musicales, sería, hay que decirlo, una música
silenciosa. No es difícil imaginar a Antonio De Felipe enamorado de este ideal
aplicado a su arte: una pintura donde sus ideas se manifiesten puras, sin
necesidad de pasar por ninguna mediación material, sin pasar por el tedio de tener
que pintar, desechando toda interferencia física, sin necesidad de pinceles,
pinturas o manchas en las manos, y sin necesidad, por supuesto, de ninguna
Fumiko Negishi.

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