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12 de julio de 1930 La tragedia del tranvía obrero que cae al Riachuelo

Aquella mañana de invierno otra vez la niebla se había adueñado de Buenos Aires. En medio
de la espesa bruma, el tranvía avanzaba a pesar de todo. Es que debía llevar al trabajo a
sacrificados hombres, mujeres y hasta niños, en su mayoría inmigrantes, que venían de
Provincia a Capital. Aquel vagón sucio ya venía atestado desde su salida en Temperley y se
siguió llenando, desafiando las leyes de la física y violando todas las leyes que "protegen" a los
usuarios de los medios de transporte público. El tema entre muchos de los sufridos pasajeros
era el inminente debut de la Selección nacional en el próximo campeonato mundial de
Uruguay y los crecientes rumores de un golpe de Estado que terminaría con el gobierno de
Yrigoyen

El frio y lluvioso 12 de julio de 1930 el tranvía de la línea 105 (interno 75) de la Compañía de
Tranvías Eléctricos del Sur que venía de Temperley, cayó al Riachuelo desde el Puente Bosch.

Podría decirse que la tragedia comenzó a gestarse desde el momento que la empresa no
habituaba inspeccionar el estado de las unidades y por la ausencia de control del Estado; pero
ese fatídico día varios factores se conjugaron para la desgracia.

Esa madrugada, el puente estaba levantado con la señal de aviso encendida pero la neblina
impedía ver con claridad las señales que avisaban que venía, tocando las sirenas, la chata
petrolera Itaca II.

El encargado del puente levadizo, Manuel José Rodríguez, español de 68 años, lo fue
levantando para darle paso y encendió las luces para evitar que algún tranvía intentara cruzar
en ese momento.

Era el popularmente llamado "tranvía obrero": allí iban hombres, mujeres y también muchos
niños que oficiaban de aprendices haciendo las peores tareas en talleres y frigoríficos. Por
aquel Riachuelo que ya por entonces era el desagüe de todos los desperdicios de la industria
que lo rodeaban y que le daban su clásico aspecto denso y negro, venía cansinamente la chata
petrolera "Itaca II" que con sus sirenas le avisaba al encargado del puente levadizo, el español
Manuel José Rodríguez de 68 años, que fuera levantándolo para darle paso.

El hombre hizo lo de siempre, encendió las luces de peligro para evitar que algún tranvía
intentara cruzar en ese momento y puso en marcha el mecanismo para que el puente
comenzara a elevarse. Al frente del tranvía venía su motorman, un italiano de 31 años llamado
Juan Vescio que no llegó a ver a tiempo las señales de peligro, tomó la última curva antes de
cruzar el puente y fue ahí cuando se interpuso una falla técnica que Juan no pudo superar:
fallaron los frenos.

La manivela, desgastada, se trabó y dejó acelerado al tranvía que, al estar el puente levantado,
cayó al Riachuelo.
Habían pasado unos pocos minutos de las seis de la mañana cuando el tranvía cruzó la última
curva, aquella que les avisaba a los pasajeros que viajaban de memoria que estaban a punto de
cruzar el puente sobre el Riachuelo. El encargado del puente recordará: "En ese momento me
pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor frío. Me asomé por la ventana de mi
garita y vi, entre la niebla, las luces de las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al
puente. Medio desesperado, empecé a gritar para que el motorman me escuchara, pero fue
inútil. Era el tranvía 105, que venía muy ligero. El conductor no podía escucharme; tampoco
tenía tiempo ya de frenar. Pasó debajo mío como una tromba y lo vi caer al vacío en forma
espectacular, hasta que se hundió completamente en el río; en ese momento se apagaron los
chirridos de las ruedas y se sintió el ruido del impacto con el agua. Después todo fue silencio
aterrador. Bajé de la garita y me encontré con otras personas que también habían presenciado
la escena y empezamos a pensar cómo diablos podríamos sacar a esa gente de allí dentro".

De los 60 pasajeros sólo sobrevivieron cuatro: Remigio Benadasi, José Hohe, Buenaventura
Arlia y Gabina Carrera.

Remigio Benadasi había subido al tranvía en Lanús. Era un mecánico italiano que viajaba hacia
su empleo en la Compañía General Fabril y le contaba a uno de los cuatro cronistas apostados
por el diario Crítica en el lugar: "Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros del lado
de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros.
Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me extrañó que
no se detuviera. Sentí una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me
encontré en el agua. Todavía no me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio
de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano izquierda. Sin saber
nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me sacaron".

Las tareas de rescate de los escasos sobrevivientes y de los 56 cadáveres estuvieron a cargo del
personal policial y de buzos del Ministerio de Obras Públicas.

El país se paralizó y comenzó la búsqueda de culpables. El autor de El principito, Antoine de


Saint-Exupéry, escribió en su diario: "He escuchado una terrible noticia. En medio de la bruma,
el conductor no advirtió que el puente había sido abierto para dejar paso a un barco. Crítica
afirma que el culpable es el Gobierno, por no mantener suficientes controles".

Muchos acusaron de impericia al motorman Vescio, pero el juez de la causa, Miguel L. Jantus,
determinó que se trató de una falla mecánica debida a que el comando que accionaba el freno
se encontraba defectuoso debido al desgaste del uso. El fallo confirmaba que Vescio era una
víctima más del sistema, que dejaba cuatro hijos y a su viuda embarazada. La responsabilidad
era compartida: absoluta negligencia de la empresa propietaria, que no tenía entre sus hábitos
el control mecánico de unidades destinadas a simples obreros, y ausencia de control por parte
de un Estado ausente.

Las riberas del Riachuelo se llenaron de curiosos y cronistas de todos los medios. A todos los
conmovió la noticia de que entre los muertos había un obrerito, un niño trabajador. Entre los
que se condolían había uno de los hombres de Crítica que buscaba responsables más allá de
los visibles. Se preguntaba por qué tenía que estar allí ese niño.

Raúl González Tuñón escribió en la quinta edición de Crítica del 13 de julio de 1930: "Uno de
los cadáveres extraídos era el de un chiquilín como de 14 años de edad. Obrerito joven, la
muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Nadie lo reconoció en el
momento de ser sacado de las aguas. ¡Quién sabe si ese chiquilín no tiene más familia que una
abuelita vieja, a la que debe mantener con sus pobres jornales! Cuando levantaron ese
cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto
resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa,
seguramente sobra de la comida del día anterior. Ese sándwich era el único almuerzo de la
infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo, ese sándwich, último sándwich de quién sabe
cuántas jornadas de hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima".

Los restos de las víctimas del tranvía obrero fueron acompañados hasta el cementerio de
Avellaneda por una consternada multitud.

Luego, se extrajo el desvencijado tranvía, se cambiaron los motores eléctricos, se lo


reacondicionó, se le cambió su antiguo número por el de 575 y volvió a las calles funcionando
hasta principios de los años '40.

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