Está en la página 1de 1

La gordita

Era una tarde lluviosa, de esas en las que todo da fiaca. Estaba a media
máquina, haciendo menos de lo que parecía. Sonó el teléfono. Era una compañera
que no veía desde hacía rato, o sea, desde antes de la pandemia y la cuarentena. Me
alegró oír su voz. Marcela es una de esas personas que te generan una sonrisa.
Comenzamos protestando por la situación actual. Una se queja de lo
inevitable, tal vez por esa costumbre tan porteña de vivir de bajón en bajón. Me contó
cuánto le había costado adaptarse al relacionamiento a distancia, las dificultades para
usar los programas a través de los que se toman clases grupales, la inestabilidad de
las conexiones y todo eso que venimos escuchando desde marzo.
Por mi parte, la reina del berrinche que me habita, se despachó con ganas.
Fue una catarsis transformadora, liberadora, sublime. Le manifesté mi gran miedo
inicial a salir de casa. Salía aterrorizada a comprar alimentos a los comercios
cercanos. Compraba casi a la velocidad de la luz para volver pronto de un exterior
donde me podía contagiar de una enfermedad prácticamente desconocida y que podía
ser fatal.
El relato fue mejorando de ambos lados. Marcela había aprovechado la
cuarentena para hacer muchas tareas pendientes en su casa. El ajetreo diario nos
suele dificultar ocuparnos de poner la casa linda haciendo reparaciones, ordenando y
decorando. Yo también me había estado ocupando de un pequeño porcentaje de
mejoras domésticas, como muchas otras personas que se paseaban por el centro
comercial con latas de pintura y, sobre todo, me aficioné a la jardinería.
Ambas pensábamos que la vida virtual no era tan mala después de todo y que
una vez vacunada la población, sus ventajas deberían ser incorporadas a nuestra
cotidianeidad para facilitarnos las cosas y evitar tantos viajes, sobre todo en días de
lluvia. Ya nos resultaban naturales los encuentros virtuales con amistades y parientes.
Por suerte vivíamos acompañadas y compartíamos actividades y
conversaciones en vivo y en directo, como se decía en nuestra infancia. Nuestras
vidas familiares venían muy bien y en este aspecto no teníamos de qué quejarnos,
para variar.
Sin embargo, Marcela me preguntó si seguía con la misma persona de
siempre, lo cuál me resultó llamativo. O, mejor dicho, hubo algo en su tono de voz que
era diferente y que me daba la impresión de que ella pensaba lo contrario. Le
confirmé que seguíamos juntos y que, créase o no, era la relación más larga que había
tenido.
Marcela hizo un silencio, que fue breve, pero me pareció interminable. Se
aclaró la voz y continuó. Me dijo que me quería mucho y que las amigas están para
ayudarse, incluso para dar las peores noticias pero con las mejores intenciones. Si las
circunstancias hubieran sido otras le hubiera gustado hablar conmigo personalmente.
Pero no podía esperar porque yo no me merecía que me pasara nada malo y era
urgente que lo supiera. Afirmó que lo había visto con otra, con una gordita, de la mano
por la avenida.
Me quedé helada y ahora fui yo la que hice una pausa. Respiré hondo y le
pregunté cuándo y dónde había sido. Me contó que ella pasaba con el auto cuando lo
vio caminando con la gordita, que de vez en cuando se abrazaban y se acariciaban.
Se notaba que se reían y la pasaban bien. Agregó que fue el sábado anterior al día de
la madre y que estaban delante de una vidriera de lencería. De inmediato me eché a
reír. Marcela me preguntó qué pasaba, atónita, ante lo cual le tuve que confesar que
la gordita era yo.
© Edith Fiamingo 2020

También podría gustarte