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Estimado Raúl:
Aquí te envío el artículo de acuerdo con lo conversado ayer.
Hasta pronto.
Un abrazo.
Rubén
COSMOVISIÓN CLASICISTA Y PENSAMIENTO ILUSTRADO
por Rubén Darío Salas

I. COSMOVISIÓN CLASICISTA
¿Qué pensamiento reinaba en Occidente y, dentro de él y en los veinte
primeros años del siglo XIX, en un rincón del paraje hispanoamericano llamado Río
de la Plata donde se desarrollaría una acción que lo modificaría geográfica y
políticamente? A esa cuestión procuramos dar respuesta aquí.
Como nosotros hoy, en todas las épocas los hombres buscaron una explicación
al mundo en que vivían. A lo largo de más de dos siglos, hasta casi los cuarenta
primeros años del siglo XIX, la «visión del mundo» que los hombres tenían permaneció
casi inmutable. Así, por ejemplo, la «cosmovisión» o «visión del mundo» que tuvieron
los hombres de la Edad Media empezó a formarse al terminar el siglo V para
comenzar a cambiar muy lentamente hacia mediados del siglo XII.
En resumen, las palabras «cosmovisión» o «visión del mundo» siempre
refieren a la manera en que una comunidad ve su realidad. A esa realidad le llamamos
«mundo».
«Cosmovisión» o «visión del mundo» no significa afirmar que todas las
personas de la misma edad que habitan el planeta en Occidente piensen exactamente
las mismas cosas; significa que hay ciertas cuestiones en que todos coinciden. Una
«cosmovisión» se asemeja a los pilares que sostienen la estructura de un edificio: un
edificio puede ser diferente de otro que tiene a su lado, pero los dos deben poseer
pilares.
¿Por qué se habla de visión? Porque permanentemente caminamos hacia el
aprendizaje de la realidad y, aprender, significa «ver algo». El ojo es el órgano de los
sentidos privilegiado, pues el cerebro ve a través de él. Todo lo que construimos,
primero lo vemos, luego lo percibimos, y, recién en un tercer momento, lo miramos:

mirar significa «ver concientemente» .


Con el ojo vemos, con la conciencia o mente, miramos. Por lo tanto, nuestro
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«mundo» es aquello que nosotros construimos mirándolo. ¿Qué es la vista? La


plataforma de lanzamiento de la mirada. La mirada es la operación mental que emplea
al ojo para construir cualquier realidad.
¿Qué es el «mundo»? Es una construcción mental, pues hablar de «mundo»
no significa hablar del planeta Tierra en que habitamos, que tiene una historia propia
distinta de la nuestra. De la historia de la Tierra hablan sus rocas; de la historia de los
hombres y de su «mundo» hablan los hechos y, sobre todo, sus ideas, que son las que
dan origen a esa cosa que llamamos «mundo».
Como el «mundo» es una construcción mental, decimos que tenemos
imágenes de él o que lo «representamos». Tener una imagen de una cosa es
representarse esa cosa, pero no guardarla materialmente. Decimos que tenemos la
imagen de la Revolución de Mayo, del cabildo de Buenos Aires, de los hombres que
aguardaban en la plaza una respuesta de los cabildantes, pero no tenemos la realidad,
tenemos una representación, que se forma tomando como base lo que leímos acerca
de esos hechos o lo que observamos en algún cuadro que retrata ese momento de la
Revolución. Todo ese entrecruzamiento de imágenes que impresionan la retina son
procesadas por el cerebro.
Después de haber hablado de la cosmovisión nos queda preguntarnos por el
«clasicismo».
¿Qué significa Clasicismo? Significa el deseo que surge en el siglo XVII de
seguir los modelos clásicos griego y romano. Para los hombres cultos del siglo XVII
sólo en ciertos momentos de la Antigüedad griega y romana se encontraban las
fuentes de inspiración que podían permitir al hombre de los nuevos tiempos elevarse
por sobre su mediocre realidad. Al Clasicismo no le interesó repasar la historia
humana, le preocupó hacerlo de lo que el hombre «debe ser», le preocupó el
compromiso moral del hombre. El Clasicismo fue aquella «visión del mundo» a la que
le interesó superar a su tiempo y construir un orden eterno y universal. Por eso el
hombre culto de esta época vio en la «razón» aquello que era común a todos y por
medio de la cual podría superarse. La «razón» es la escalera que Dios otorgó al
hombre para buscar lo eterno: para participar de ese orden debía expresarse con un
lenguaje riguroso que permitiera traducir un pensamiento a la vez claro e impersonal,
esto es, apropiado para todos los hombres. Todo lo vulgar era condenado por
entenderse propio de las almas viles.
Hablar de Clasicismo es hacerlo de lo que permanecía igual y para siempre. El
hombre clasicista es aquel que se muestra reacio a todo lo que signifique cambio,
porque en el cambio ve el caos. Esta actitud mental se va a extender hasta comienzos
del siglo XIX, logrando en el siglo XVIII alcanzar su cima. En este siglo se impone el
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pensamiento de René Descartes, quien decía que cuando analizamos algo debemos
extraer un concepto «claro» pero a su vez establecer la «distinción» en relación a
otros conceptos.
Dos pensadores captaron los sentimientos y pensamientos de los hombres del
siglo XVII: el francés René Descartes y el inglés Isaac Newton.
El sentimiento que dominaba en los hombres pensantes que habitaban el siglo
era de extremo pesimismo, dado que en el siglo anterior el astrónomo polaco Nicolás
Copérnico había comprobado que no era la Tierra sino el Sol el centro del Universo,
dando origen a la teoría heliocéntrica. Llegaba a su fin la teoría geocéntrica de
Ptolomeo que, desde el siglo IV, regía el pensamiento astronómico, pero
fundamentalmente religioso: decir que la Tierra no era el centro del Universo
significaba afirmar que el hombre quedaba desplazado de su lugar central en el orden
divino. Si bien el hombre era considerado pecador, se entendía que era la criatura más
querida por el Creador ya que le había dotado de «razón».
Con el filósofo francés Descartes comenzó la filosofía racionalista o idealismo,
aquella que dice que se arriba a la verdad por medio del análisis matemático. De esta
forma Descartes llegó a la conclusión de que hay algo de lo cual se puede hablar con
seguridad y, ese algo, es que «soy pensante»; puedo afirmar sin dudar que «pienso» .
Se trata de conclusiones que plasmó en su libro Discurso del método. El conocimiento
puede adquirir carácter científico siguiendo dos caminos: «a través de lo que nosotros
podemos ver por intuición con claridad y evidencia, o, a través de lo que nosotros
podemos deducir con certeza».
Intuición significa “ver claramente algo”, en tanto que deducción tiene que ver
con las certezas que derivan de la «memoria». El pensamiento deductivo es propio de
la matemática y a ésta ciencia que llamó “matemática u orden universal” dedicó toda
su atención.
Al físico inglés Newton, en cambio, le interesó la observación precisa de las
cosas, o sea, centró su interés en tres aspectos. Primero partió del análisis de los
hechos observados para llegar a algún principio fundamental. En segundo lugar, pasó
a la deducción de las consecuencias matemáticas de este principio y, finalmente,
buscó probar (mediante la observación y la experimentación) que lo que dedujo
coincidía con lo observado.
Newton completó la interpretación mecánica del Universo iniciada por
Descartes. Sometió los fenómenos de la naturaleza a las leyes de las matemáticas y
descubrió la «ley de gravitación universal», que se mantuvo vigente hasta muy entrado
el siglo XIX. Este gran sistema matemático deductivo y universal se consagró en el
siglo XVIII o «Edad de la Razón», y se entendió (siguiendo los pasos iniciados por
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Descartes) que la armonía matemática podía descubrirse también en la moral, la


política y la religión. En este siglo la experimentación y la deducción matemática
terminaron imponiéndose. En el siglo XVIII el hombre buscó ansiosamente algo que
lo liberará de la pesadilla de encontrarse a la deriva en un planeta que era uno más
entre tantos otros. Descartes dio el primer paso en esa dirección y pudo encontrar en
la «razón» el elemento que le devolvía al hombre su seguridad. Newton completó esa
esperanza y, pronto, la Naturaleza se convirtió en el modelo de toda perfección. Ahora
le quedaba al hombre la tarea de trasladar ese orden eterno, inmutable, perfecto, a los
distintos dominios de su vida.
No debe entenderse que las fórmulas de Copérnico, de Galileo, de Descartes
ni de Newton eran exactas. Todo lo contrario. Sólo traducían el estado de ánimo de la
época en que vivían.
¿Qué vínculo podía existir, por ejemplo, entre la teoría de Copérnico y el
pesimismo que desató? Copérnico tradujo en su teoría del Universo la incredulidad
religiosa que avanzaba en las mentes pensantes de la sociedad europea, incluso de la
misma Iglesia.
El pesimismo que desató el pensamiento de Copérnico encontró su
compensación en Descartes, cuyas conclusiones llevaron serenidad a una sociedad
que la necesitaba. Aunque muchos sectores de la Iglesia católica se resistieron a sus
razonamientos, Descartes había encontrado en la «razón» la herramienta que
entendía más apropiada para renovar la fuerza de la fe en Cristo y en la Iglesia.
Newton completó la obra y, la Naturaleza, surgió como sinónimo de Providencia.
Descartes y Newton expresaron en sus trabajos el sentir y el pensar clásico
que reproducía el sentir y el pensar de todos los tiempos, o sea, eterno y universal.
¿Qué significa hablar de eternidad? Significa hablar de una sensación llamada
«tiempo». ¿Dónde habita ese tiempo? Habita en Dios, en la Naturaleza, en la «razón».
El tiempo con que Dios actúa es difícil de medir. El Antiguo Testamento nos dice que
Dios creó todo lo existente en seis días. En la Naturaleza el tiempo es inmóvil. Cuando
pensamos, la «razón» pone en marcha todos los circuitos neuronales a velocidad
planetaria: cuanto más complejo es nuestro razonamiento (por ejemplo, comprender
un teorema) más recorridos realizan las corrientes que unen los distintos centros
cerebrales.
El «tiempo» es entonces una sensación: ahora bien, el llamado tiempo eterno
es sensación de lo fijo, sin movimiento, sin velocidad.
Si al iniciarse la Revolución de Mayo los hombres que actuaban u observaban
lo que acontecía no acababan de comprender la convulsión que tenían frente a sus
ojos, era porque vivían dentro de un «mundo» entendido como inmutable, eterno.
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Cuando comenzaron a observar con mayor precisión lo que acontecía, aceptaron que
sólo bastaba caminar con prudencia por el nuevo sendero para no convertir en
permanente borrasca un accidente que, de la misma forma que sobreviene la calma
luego de una tormenta, la Naturaleza corregiría.

II. EL CLASICISMO BARROCO


Regresemos al siglo XVII. ¿Por qué al Clasicismo de esta centuria se lo llama
«Siglo del Barroco»?¿Qué significa esta expresión?
La palabra «barroco» significa lo que es extravagante, inútil y hasta feo y de
mal gusto. Con este nombre se designó, en el siglo XVIII, al arte nacido en la centuria
anterior. Si bien en la segunda mitad del siglo XVII estas expresiones artísticas se
generalizaron y fueron ampliamente valoradas, al arte de ese siglo se lo conoce con el
nombre con que fue bautizado en la centuria siguiente.
El siglo XVII fue época de conmociones en casi todo el continente europeo.
Este panorama de caos, unido a una población temerosa de la ira de Dios en un
mundo al que Éste parecía haber olvidado, produjo sentimientos de desesperanza y
escepticismo, de lo que dieron cuenta con mucha fuerza las imágenes plasmadas por
los pintores de la época.
El arte experimentó un cambio notable en todas sus manifestaciones. En la
pintura y la escultura, a las imágenes luminosas y alegres de santos y vírgenes, a los
Cristos serenos de cuyo rostro siempre surgía la idea del perdón absoluto por los
pecados humanos que dominó en el arte del Renacimiento, sobrevino (de manera
particular en la Península itálica) una pintura donde dominaba el claro-oscuro (figuras
envueltas en una atmósfera donde el color oscuro avanza sobre su contrario),
mientras la escultura mostraba rostros dolientes y cuerpos vigorosos pero no bellos.
La arquitectura buscaba sorprender con muros que se retorcían y con columnas
salomónicas (semejan un tirabuzón, como lo muestra la fachada de la casa de
Tucumán).
El siglo XVII fue el gran siglo de Francia, país que alcanzó su máximo poder
hacia 1660 durante el reinado de Luis XIV de Borbón. Época del Barroco, que expresa
una manera de pensar el mundo y, a la vez, un estilo o forma de manifestación
artística que captura (en sus imágenes) esa manera de verlo. Es la representación
simultánea de lo que conmueve y estremece. Sólo al concluir el siglo el hombre
comienza a visualizar esa sensación de seguridad que le proporciona saberse
poseedor de algo que lo ubica en el centro de su planeta: el acto de pensar. La
sensación de incertidumbre aparecerá en primer plano; la sensación de seguridad (en
cambio) avanzará con distinto ritmo dependiendo de la realidad política, social y
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económica de cada país europeo.


El arte Barroco fue, hasta nuestros días, el estilo artístico más popular que, en
su tiempo, supo interpretar los sentimientos dominantes. Recordemos que siempre la
imagen se adelanta al pensamiento a la hora de mostrar cambios en una cultura.
El Barroco dominó en las artes plásticas indianas. Esa región del Imperio
hispánico, denominada Indias, se rigió por leyes especiales llamadas Leyes de Indias,
porque atendían a las necesidades específicas de la vida cotidiana de sus distintas
regiones o comarcas. El arte no fue una excepción y, durante el siglo XVII y buena
parte del XVIII, se impuso el denominado «barroco mestizo». Estilo artístico que
reflejaba una sociedad que, con distintos matices fue, fundamentalmente, mestiza. Si
bien el arte barroco hispanoamericano trasplantó los modelos artísticos de la
Península, muestra diferencias como consecuencia del sentimiento indígena. Como
ocurría en otros aspectos, el arte no tuvo características homogéneas en las Indias y,
en este sentido, el arte de la actual Argentina (con alguna excepción en el noroeste)
fue aquel donde menos se verificó la influencia de los sentimientos indígenas. En
cambio, la presencia del «barroco mestizo» fue muy significativa en el Virreinato de
Nueva España (México), de Lima (Perú y Alto Perú), en Colombia y Ecuador. Dentro
de las artes plásticas, la arquitectura fue la que adquirió mayor vigor. Le siguen la
escultura y, como expresión menor, la pintura.
La importancia que adquiere la arquitectura en Nueva España, así como en
Perú y Bolivia (Alto Perú), se debe a la jerarquía político institucional de estas
regiones, a la mayor riqueza de quienes allí habitaban por efecto del tráfico comercial
y de la explotación de los yacimientos metalíferos (oro y plata). No acontecía lo mismo
con Buenos Aires y el Litoral, pues el puerto de Buenos Aires sólo operó como tal a
partir de la fundación del Virreinato del Río de la Plata, del cual Buenos Aires sería
capital. La región del noroeste, particularmente la actual provincia de Córdoba, sí
disponía de una rica arquitectura, pues esta región, protegida del comercio exterior,
gozaba de una prosperidad ausente en Buenos Aires y el Litoral.
En el norte de América del Sur y en Centro-América, la arquitectura religiosa,
civil y militar se caracterizó por la fuerte presencia del sentimiento indígena. Esta
presencia se observa en la necesidad de que el espacio de las iglesias se abra hacia
el exterior y menos hacia el interior de la misma: se trata de las «puertas-retablo»
(fachadas de la Iglesia de Santa Prisca, en Taxco, México y catedral de Lima), donde
las figuras religiosas parecen aguardar la llegada de visitantes. Existía una clara
relación de la arquitectura con el paisaje circundante, sitio en donde se desarrollaban
todas las festividades y se decoraban con arcos de triunfo desmontables, castillos de
fuegos de artificios y otros mecanismos de persuasión y deslumbramiento que eran
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parte de la modalidad de comunicación del barroco. Visión barroca que tiende a dar
carácter sagrado a todas las actividades. Mientras el europeo gusta de los espacios
interiores, el indígena rechaza toda vida recluida y siente que el ámbito arquitectónico
debe resolverse al aire libre.
En el noroeste argentino, la región del Alto Perú, Perú y Nueva España, se
impuso el arte barroco en expresiones escultóricas y arquitectónicas, sobre todo en lo
que se denomina «arte sagrado».
El arte barroco está lleno del estremecimiento que produjo el silencio eterno de
los espacios infinitos. El artista barroco es aquel que quiere sorprender al espectador,
realiza todo tipo de efectos visuales porque quiere mostrar un mundo que ve dinámico,
así como observa que la vida tiene un carácter transitorio. Todo lo firme y estable entra
en conmoción; todo se representa como por acaso.
Si bien los rasgos que mencionamos caracterizan al arte barroco, éste no fue
idéntico en todos los países de Europa, así por ejemplo, el arte de la península itálica
tuvo características diferentes al de Francia y, el de Holanda, fue diferente al de uno y
otro país. En Italia dominó el arte religioso, en Francia el barroco expresó, sobre todo,
la gloria de Luis XIV, y, en Holanda, exhibió la vida cotidiana de los comerciantes y
artesanos burgueses.
El siglo XVII fue aquel del resurgir de la ciencia natural, época en que
comenzaron los estudios sobre el «entendimiento humano» y que tuvo al filósofo
inglés John Locke como su más destacado representante. El hombre había sido objeto
de estudio ya en la antigua Grecia pero, por primera vez, la atención se centró en el
mecanismo de razonamiento. El siglo XVII fue aquel en que triunfó el espíritu
científico, sobre todo en la observación y en la experimentación y, debido a ese
interés, nacieron los observatorios (Observatorio de Greenwich, en Inglaterra,
Observatorio de París) y también los periódicos científicos.
Francia se convirtió en la gran potencia del siglo XVII, por lo tanto, lentamente,
su cultura fue siendo adoptada por toda Europa.
El siglo XVII y el siguiente recibieron el nombre de época del Clasicismo. Como
dijimos, al Clasicismo del siglo XVII se le llamó barroco, y se le dio el nombre de
ilustrado al del siglo XVIII.
Hacia 1640 comenzó efectivamente en toda Europa el Clasicismo barroco. Su
nota distintiva es el triunfo del signo, es decir, del lenguaje y de la gramática. A través
de la gramática se reglamenta el uso del idioma, aunque sin pretensión de fijarlo, pues
el idioma es un ser vivo. Una lengua que quiera lograr la perfección debe ser clara,
precisa, breve en sus expresiones y a la vez armoniosa. Se entiende que quien habla
y escribe bien es porque piensa bien. A partir del siglo XVII, el pensamiento tiene que
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expresarse en un lenguaje tan preciso como los teoremas de la matemática. Sólo de


un hombre que habla bien puede decirse que tiene integridad moral.
En mayor o menor medida, el Clasicismo francés dejó huellas en toda la cultura
europea: el imperio de la llamada gramática general, razonada o filosófica dio cuenta
de ese dominio que aseguró la fecundidad del pensamiento del siglo XIX, aún frente a
la fuerza arrolladora del saber tecnológico. La gramática general se planteó como
patrimonio genético del género humano.
El Clasicismo es propiedad francesa y fue su ambición sostener que hay
verdades intangibles, de carácter eterno y universal sustentadas en verdades
profundas. El teatro trágico de escritores como Corneille y Racine capturaron ese
sentir clásico que encontraría un lugar privilegiado en el espíritu de la filosofía ilustrada
del siglo XVIII. Las tragedias mostraban la conducta moral ideal que los hombres
debían observar, así como criticaban los desvíos de la época. Entretanto, la
Arquitectura francesa exhibía a la vez la confianza y seguridad expresada por las
dimensiones gigantescas de los edificios oficiales, pero articuladas con la sugestión y
la duda de las formas elípticas y los efectos propios de los decorados del escenario
teatral. En suma, se procuraba sorprender al ojo del espectador a través de recursos
variados, de manera que el ojo nunca estuviera en reposo, de manera que ese ojo
llevara impresa en su retina algo de inseguridad.
Si la cultura barroca europea y el arte que la expresó no fue idéntico en todos
los países del continente, sin embargo, no deben olvidarse las características
compartidas: la contradicción en que se encontraba el hombre dentro de esa «visión
del mundo» vigente desde el Renacimiento. Está seguro de que ocupa un lugar
privilegiado en la Tierra (en relación con los demás seres vivientes) gracias a la
«razón», pero a la vez se sabe indefenso frente a la realidad que tiene que enfrentar.
¿De qué vale la gloria del mundo?, ¿existe un futuro que acabe con los pesares?, ¿por
qué el hombre parece condenado a padecer? Estas son algunas de las preguntas que
resonaron en los distintos países europeos durante la centuria barroca.
Sucedía que toda Europa se encontraba en crisis. Expresión de la crisis fue la
llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que involucró a los distintos estados
europeos: Francia, Inglaterra, España, Suecia, Dinamarca, Holanda, el Imperio de los
Habsburgo en Austria. Además, en el caso de Inglaterra, Francia y España, a la guerra
se sumaron desórdenes internos derivados de circunstancias diversas: Inglaterra pasó
por una guerra civil; Francia entró en los disturbios políticos y religiosos que recibieron
el nombre de «Fronda»; Cataluña y Portugal rompieron (la primera transitoriamente, el
segundo definitivamente) con el dominio de la Corona española.
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II. 1. ESPAÑA E INDIAS EN SIGLO XVII


El foco de nuestra especial atención girará ahora en torno al Imperio hispánico,
en gran medida porque la actual Argentina fue provincia integrante del Imperio y, en
otro orden, porque la realidad histórica de la Metrópolis presentó algunas diferencias
con Francia e Inglaterra.
Las diferencias principales estaban marcadas por la estrecha alianza entre la
Iglesia católica y la Monarquía. Por otro lado, la Monarquía hispánica ofrecía una
experiencia única en su tiempo: administraba el dilatado territorio indiano con salida a
los océanos Pacífico y Atlántico.
Indias es el nombre que jurídicamente corresponde al vasto continente llamado
América. La parte indiana del Imperio se extendía desde el centro del actual Estados
Unidos hasta Tierra del Fuego. Respecto de la voz España no es más que una
abreviatura cómoda, útil para designar los distintos Reinos o Provincias situados en la
Península ibérica: Reinos de Castilla, de Aragón, de Asturias, León, Navarra, etc..
Las Indias eran consideradas Provincias o Reinos en calidad de igualdad con
Castilla, Aragón y otras regiones de la Península ibérica. En suma, como éstos, las
Indias dependían directamente del monarca y nunca tuvieron el carácter de colonias,
esto es, no fueron dependencias jerárquicamente inferiores de la Monarquía.
La Monarquía católica española o Monarquía barroca fue gobernada desde
1516 por la dinastía de Habsburgo en la persona del rey Carlos I, monarca que
también gobernó el Sacro Imperio Romano Germánico (actual Alemania) con el
nombre de Carlos V.
Fue en el siglo XVI (época de los reinados de Carlos I y de Felipe II) cuando
España se convirtió en la mayor potencia mundial, de la misma forma que lo fue
Francia en el siglo XVII y que lo sería Inglaterra en los siglos XVIII y XIX.
Cuando en 1598 concluyó el reinado de Felipe II, la Monarquía se encontraba
endeudada como consecuencia de las guerras que había sostenido en Europa y,
además, por el esfuerzo que significaba la administración de los Reinos de Indias. Por
lo tanto, cuando asumió el trono imperial Felipe III (hijo del anterior), la Monarquía
comenzó a sentir los efectos de una crisis que se desataría en el gobierno de su hijo
Felipe IV, quien reinó entre 1621 y 1665. En 1640, después de una rebelión, Portugal
(reino incorporado a la Corona española por Felipe II) se independiza. A los problemas
internos se agregó la intervención de España en la Guerra de los Treinta Años, guerra
que acabó con la firma del Tratado de Westfalia (región de la actual Alemania) y en la
que España estuvo del lado de los vencidos.
La crisis se ahondó durante el reinado de Carlos II (1665-1700) quien, bajo las
presiones del rey de Francia y sin herederos directos para la sucesión al trono, eligió
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como sucesor al nieto de Luis XIV, Felipe de Anjou. En 1700 se convertiría en rey de
España con el nombre de Felipe V, iniciándose el gobierno de la dinastía francesa de
Borbón y, dos años más tarde, la llamada Guerra de Sucesión, como consecuencia de
los reclamos del archiduque Carlos de Habsburgo, pretendiente al trono imperial. La
actitud desafiante de Luis XIV frente a Inglaterra, Holanda, Austria y los príncipes
alemanes fue la causante de la guerra. Guerra que concluiría en 1713 con la firma de
la Paz de Utrech (Holanda), resultando favorable a Felipe V y contraria a los intereses
de los Habsburgo. No obstante, la potencia efectivamente vencedora fue Inglaterra,
aliada de Francia y de España en el último tramo de la guerra, pues se oponía a la
nueva realidad política austríaca, que colocaba en las manos de un mismo monarca
los tronos de Austria y España, lo cual, entendía, alteraba el equilibrio de posiciones
en Europa. En Indias, Inglaterra se aseguró el tráfico comercial mediante el Tratado
Asiento (tráfico de esclavos) y el Navío de Permiso (anualmente arribaría a puertos
indianos un «navío de permiso» con un número determinado de toneladas de carga).
La crisis del siglo XVII impactó también en los Reinos indianos del Imperio. En
cuanto al aspecto político y administrativo, se relajaron los controles que el poder
central ejercía y las necesidades financieras obligaron a vender la ocupación de
cargos públicos, lo cual se conoce como «régimen de beneficios». Así se ofrecían en
venta los cargos de gobernador y hasta los distintos oficios de los cabildos. Estos
últimos eran centros que administraban los recursos de las ciudades cabeceras (las
más importantes) de cada región (cabildo de Santiago del Estero, Córdoba, Buenos
Aires, entre otros). Recordemos que quienes ocupaban los cargos en el cabildo
(llamados «cargos capitulares») recibían el nombre de «vecinos», o sea, aquellos que
poseían una relativa fortuna (debían tener casa propia y familia en el lugar). Estaban
excluidos los religiosos, militares en servicio activo, ministros del Rey y dependientes.
También fue afectada la integridad del Imperio: en 1680, los portugueses
avanzaron sobre la Banda Oriental (actual Uruguay) y fundaron la ciudad de Colonia
del Sacramento, que (en adelante) sería motivo de conflictos entre las Coronas
española y portuguesa hasta que fuera recuperada definitivamente por la Monarquía
hispánica en 1776, fecha de la creación del Virreinato del Río de la Plata. Para hacer
frente al efecto de la presencia portuguesa en Colonia del Sacramento y a la intención
de establecer un fuerte en la bahía de Montevideo, el gobernador de Buenos Aires
ordenó (en 1726) fundar la ciudad de Montevideo.
Durante el decadente reinado de Carlos II concluyó el llamado «Siglo de Oro
español» (siglos XVI-XVII), una de las épocas más fértiles de la cultura peninsular,
entre cuyos representantes se encontraban escritores como Miguel de Cervantes
Saavedra (autor de la obra más importante de la literatura española y universal: El
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Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha), Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la


Barca, mientras que en la pintura descollaban Velázquez, Murillo, El Greco.
La literatura y las artes plásticas reflejaron vigorosamente los sentimientos de
pesimismo, duda y desconfianza del español peninsular en la naturaleza humana:
sirva como ejemplo el mejor libro de Calderón de la Barca, La vida es sueño, donde se
demuestra que todos los acontecimientos de este mundo son sueños, y que «cuando
más encumbrados nos creemos, despertamos en la desgracia, no hallándonos jamás
seguros de los bienes que poseemos».
Las Indias no estuvieron ajenas a esta actividad cultural, como lo muestra la
Universidad de San Marcos en Lima, la de México (siglo XVI) y la de Córdoba (siglo
XVI), en tanto en Buenos Aires se fundó el Colegio de San Carlos (hoy Colegio
Nacional de Buenos Aires). La literatura barroca contó con escritores destacados
como el Inca Gracilazo de la Vega (Perú), sor Juana Inés de la Cruz (México) y Luis de
Tejeda (Córdoba). Todos fueron expresiones indianas del «Siglo de Oro».
Respecto de la población indígena, recuérdese que ésta no constituía una
masa homogénea. Dentro de ella los caciques conservaron su jerarquía y obraron de
intermediarios con los funcionarios llegados de la Metrópolis. Integraban un órgano de
gobierno llamado «cacicazgo», reconocido como tal por la Corona y que los
diferenciaba del común de los indígenas. En una sociedad basada en la existencia de
una pirámide jerárquica, los caciques fueron integrados dentro del sistema de gobierno
peninsular y defendieron sus privilegios frente a cualquier intento de desconocimiento
por parte de los funcionarios metropolitanos. Los hijos de los caciques, además, tenían
derecho a asistir a escuelas especialmente creadas para ellos. La causa que
determinó que la Corona reconociera su jerarquía fue la necesidad de asimilar a una
población culturalmente diferente a la peninsular.
El siglo XVII puso en evidencia en toda Europa una actitud pesimista que se
caracterizó por poseer dos raíces. Una raíz se encuentra en la noción de historia: ésta
se ve como una ciega y brutal marea de momentos buenos y malos que, como ocurre
con las mareas, suben y bajan. El curso histórico es siempre irracional. La otra raíz se
encuentra en la imagen del hombre: esta imagen resulta todavía más pesimista que la
de la historia. El hombre parece una mezcla de estupidez y perfidia, y por ello requiere
ser gobernado de acuerdo con sus características, las cuales explican ese estado de
guerra constante que se vio como una abierta rebeldía del hombre contra su «razón».
El hombre a lo largo del siglo XVII parecía sentirse cómodo en sus aspectos más
brutales. Resulta así que, mientras Descartes reflexionaba sobre las bondades de la
«razón» que separaban al hombre (por su superioridad) del resto de los seres
vivientes, y sostenía que sólo aceptaría como válidas las demostraciones racionales
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que le permitieran ver las cosas a la vez como algo claro y distinto, el filósofo inglés
Thomas Hobbes observó al hombre en su degradación. De allí que entienda que éste
merece un castigo ejemplar y nada mejor para corregirlo que someterlo férreamente al
poder político. Hobbes dirá en su obra Leviatán que se requiere de un Estado fuerte
para acabar con las conductas antisociales. Y en ello ya venían coincidiendo muchos
pensadores desde el siglo XVI. Según el Libro de Job, el Leviatán es un monstruo
marino, mientras la Iglesia lo representa como demonio. El Estado (dirá Hobbes) debe
ser un poderoso Leviatán que se oponga a la guerra civil y garantice el orden social
¿Cuál sería el modelo de gobierno más apropiado para corregir desvíos? La
llamada Monarquía Absoluta, expresión que no debe interpretarse como forma de
gobierno que autoriza al monarca a abusar del poder. Por medio de ella éste procura
controlar de manera más efectiva el gobierno del Estado, a los efectos de evitar los
intentos separatistas de las distintas regiones de la Monarquía, pero siempre
entendiéndose sometido a las leyes del Reino. Entre otros países, Francia, Inglaterra y
España coincidieron en adoptar esta forma de gobierno, pero el Absolutismo no tuvo
idéntico carácter.
Durante el siglo XVII, Luis XIV (en Francia) fue el monarca que con mayor
fidelidad expresó el nuevo modelo de gobierno inaugurado en el siglo anterior. Se
afirmó tanto el centralismo político, según el cual todo el poder quedaba concentrado
en el rey, como el administrativo, pues las libertades de cada región fueron suprimidas
y cada gobernante en su provincia debió obedecer estrictamente las órdenes que
partían del centro, o sea, del rey que gobernaba desde la ciudad de París. En
Inglaterra el centralismo fue sólo político y, en España, apenas conseguirá imponerse
relativamente en el siglo XVIII.
¿En qué consiste el centralismo político y administrativo? Nace de la
profundización del Clasicismo iniciado en el siglo XVII y que había encontrado en el
Reino de Francia su triunfo. Consiste en entender la administración política del Estado
como si se tratara de una función propia de la Física, o sea, siguiendo los postulados
de la «ley de la gravitación» de Newton. La perfecta distancia entre los astros, su
disposición en el Cosmos, las formas que adoptaban las constelaciones, todo ello
debía observarse cuando correspondía dar forma al Estado. Como si se tratara del
sistema solar, donde el Sol se encuentra en el centro y a su alrededor giran los
planetas y cometas, así se encontraba el rey en relación con los distintas regiones del
Imperio. Del centro partían todas las decisiones que debían cumplir los súbditos y
hacia él llegaban todos los requerimientos. Si en el Cosmos los planetas se
jerarquizan por su distancia respecto del Sol, la misma imagen puede aplicarse a la
Monarquía; imagen cuyo modelo lo ofrecía Luis XIV. Fue llamado «Rey-Sol», pues el
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monarca lo había elegido como emblema oficial: entendía que su poder sobre Francia
era similar al ejercido por el astro rey sobre todos los planetas.

III. EL CLASICISMO ILUSTRADO


Continuación y profundización del pensamiento idealista o racionalista del siglo
XVII, el pensamiento ilustrado se extendió por todo Occidente.
«Época» o «Siglo de las luces», «Ilustración», son los nombres que recibe el
período histórico limitado, en general, al siglo XVIII y que, como resultante de un
determinado estado del espíritu, afecta a todos los aspectos de la actividad humana y
de la reflexión filosófica. La Ilustración, que se extendió particularmente por Francia,
Inglaterra y Alemania, se caracteriza ante todo por su optimismo en el poder de la
razón y en la posibilidad de reorganizar a fondo la sociedad a base de principios
racionales. Procedente directamente del Racionalismo o idealismo del siglo XVII y del
auge alcanzado por la ciencia de la Naturaleza, la época de la Ilustración ve en el
conocimiento de la naturaleza y en su intervención efectiva la tarea fundamental del
hombre. La Ilustración no niega la historia como un hecho efectivo, pero la considera
desde un punto de vista crítico y estima que el pasado no es una forma necesaria de
la evolución de la Humanidad, sino el conjunto de los errores por el insuficiente poder
de la razón. Por esta actitud crítica, la Ilustración sostiene un optimismo basado única
y exclusivamente en la conciencia que la humanidad pueda tener de sí misma y de sus
propios aciertos y torpezas. La razón tal como es entendida por los “ilustrados” del
siglo XVIII no posee la misma significación que la razón tal como fue empleada por los
filósofos del siglo XVII. En el siglo XVII la razón era la facultad por la cual se suponía
que podía llegarse a los primeros principios del «ser»; de ahí que su misión esencial
fuese descomponer lo complejo y llegar a lo simple para reconstruir desde él toda la
realidad. En otras palabras, el racionalismo o idealismo del siglo XVII es una
deducción de principios que no están fuera, sino dentro del alma, como “ideas
innatas”. En el siglo XVIII, en cambio, la razón era algo humano; no se trataba de
«ideas innatas», sino de una facultad que se desarrolla con la experiencia. Por eso la
razón no era para la Ilustración un principio, sino una fuerza para transformar lo real.
Más que un fundamento era un “camino” que podían recorrer en principio todos los
hombres. La razón era el medio para llegar a entender efectivamente a la Naturaleza y
la introducción indispensable para la reorganización de la sociedad.
¿Quiénes expresaron el pensamiento racionalista de la Ilustración?
Aquellos que criticaron a las instituciones y atacaron los principios religiosos,
recibieron el nombre de filósofos políticos, destacándose John Locke, el barón de
Montesquieu, Juan J. Rousseau y los «enciclopedistas», nombre con que se designó a
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los redactores de la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y


de los oficios. Esta obra se propuso abarcar todas las ramas del conocimiento y tuvo
como importantes colaboradores a Denis Diderot y Jean D’Alembert. Los autores que
se preocuparon por temas vinculados con la producción, el comercio y las finanzas
fueron llamados economistas, sobresaliendo el inglés Adam Smith y los franceses
François Quesnay y Robert Turgot.
El siglo XVIII se caracterizó por la disminución de los conflictos armados y por
la fuerza creciente de grupos humanos que se habían instalado hacia el siglo XI (por
ejemplo, en Francia) alrededor de castillos o burgos. Por el lugar de su emplazamiento
se los llamó «burgueses», siendo el comercio la actividad que los identificó. Para el
siglo XV la burguesía se había convertido en la clase social más poderosa en la
Península itálica donde habían organizado estados poderosos como Venecia y
Florencia, entre otros. Esta burguesía (ya para la centuria siguiente) había colapsado
políticamente ante el avance de los ejércitos franceses, mientras comenzaba a ganar
fuerza en Holanda, Inglaterra y Francia.
En el siglo XVII Inglaterra superó a Holanda como potencia marítima. Esa
centuria estuvo marcada para Inglaterra por interminables guerras civiles entre
quienes eran partidarios de la Monarquía Absoluta y quienes entendían que el poder
del monarca debía estar controlado por el Parlamento, integrado éste por la burguesía
más poderosa del Reino y por una parte de la nobleza. El conflicto terminó con el
triunfo de estos últimos en 1688: el hecho se conoce como «Gloriosa Revolución»,
duró sólo un día, careció de violencia y se convirtió en la primera revolución burguesa.
De allí en más el espíritu emprendedor de esta burguesía dedicada al comercio
(especialmente marítimo) no encontraría límites. La conquista de Canadá y de la India
por parte de Inglaterra implicó la necesidad de abastecer de productos
manufacturados (especialmente textiles) a estos territorios. Fue entonces que la nueva
clase triunfante presionó sobre los artesanos, quienes, de esta forma, comenzaron a
aumentar la producción de telas de algodón y de lana para la exportación.
Gradualmente (hacia 1740) comenzó la «Revolución Industrial» que se afirmaría hacia
el año 1800. Fue una época de grandes transformaciones técnicas, realizadas
básicamente por artesanos especializados (carpinteros, cerrajeros) acostumbrados al
trabajo de la madera y del metal. La «Revolución Industrial» inglesa no fue realizada
por científicos, pues hubo pocos inventos, entre ellos, la máquina a vapor. Enseguida
el automatismo pasó a la siderurgia, cuya demanda fue importante ante la necesidad
de construir caminos, puentes, canales, así como material bélico para nutrir a las
guerras derivadas de la Revolución Francesa.
Contrariamente, en Francia, la burguesía, si bien sobresalía económicamente,
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carecía de decisión política pues, en el siglo XVIII, la alta nobleza había recuperado el
poder perdido durante el reinado de Luis XIV. Sólo un siglo después que en Inglaterra,
pero de forma violenta y por no menos de cinco años a partir de 1789, una Revolución
puso fin a la Monarquía Absoluta y se tradujo en la muerte del rey Luis XVI y de su
esposa. Estas ideas revolucionarias se expandieron por toda Europa divulgadas por
un general triunfante y luego emperador de Francia: Napoleón Bonaparte.

III. 1. ESPAÑA E INDIAS EN EL SIGLO XVIII


Con el arribo a Madrid (capital del Imperio hispánico) del príncipe Felipe de
Anjou, comenzó una nueva manera de gobernar. Felipe V (nombre que adoptó el
primer monarca de la dinastía de Borbón en tierra española) inició la lenta introducción
del denominado centralismo político y administrativo.
En los primeros tiempos del reinado de Felipe V comenzaron a desplegarse las
«nuevas ideas» o «filosofía de la Ilustración», aquellas que encierran una amplia fe en
la «razón humana» y gran interés por construir teorías e indagar sobre su aplicación.
En este siglo los monarcas españoles intentaron rescatar al Imperio hispánico
de la prolongada crisis que arrastraba, por lo menos, desde el reinado de Felipe IV.
¿Qué imagen podemos construir de la dinastía de los Habsburgo y cuál de la
dinastía de Borbón? La primera nos da una línea horizontal, es decir, el poder del rey
se encuentra por encima de los integrantes del Imperio, pero, a su vez, todos (incluso
él) se disponen en la misma línea del plano. Para los Habsburgo el poder es como una
línea horizontal; esta línea no permite ilusionarse sobre su longitud y advierte que en
su trayectoria siempre puede encontrarse algún obstáculo que indica su límite.
En la región indiana del Imperio, las funciones dentro de la administración
imperial se superponían más allá de que el virrey apareciera como el más jerarquizado
de los funcionarios. La ciudad (a través de la institución del cabildo) constituía el
ámbito donde se discutían y resolvían la mayor parte de las disputas entre las
personas del común y, también, aquellas que involucraban a los «vecinos», o sea, las
familias más representativas de cada ciudad y campaña de los respectivos virreinatos.
La interpretación que nos deja la época de la dinastía de Borbón remite a la
forma vertical, es decir, el rey continúa ocupando el centro del poder, pero se
encuentra apartado y distante de todos los habitantes del Imperio. El rey se ubica en
una órbita diferente de los demás, como el Sol lo está respecto de los planetas. La
línea vertical es símbolo del infinito. El hombre para seguirla se detiene, alza los ojos
hasta el cielo, abandona su dirección normal. La línea vertical se desvanece en el
cielo, nunca encuentra obstáculos ni límites. Engaña acerca de su longitud, se la
supone infinita.
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El sentido vertical no tardó en aparecer en Indias y estuvo representado por la


fundación (entre otros) del Virreinato del Río de la Plata y también por la Real
Ordenanza de Intendentes. Se trata de la época de las grandes reformas ilustradas
basadas en el criterio racionalista, que comenzaron a ser pensadas por Felipe V y se
completaron durante el reinado de Carlos III. En Indias el empuje reformista se sintió
alrededor de 1750 y se tradujo en reformas militares, económicas y administrativas, no
así políticas, porque hubiera significado limitar el alcance del poder del rey. La dinastía
de Borbón y, especialmente Carlos III, pretendió devolverle al Imperio el prestigio de
que había gozado en el siglo XVI.
Si la dinastía de los Habsburgo se caracterizó por dar importancia a las
ciudades, la de Borbón privilegió la organización territorial. Si para la Monarquía
barroca el poder de decisión en Indias debía centrarse en los cabildos de las ciudades;
la Monarquía ilustrada entendió que las ciudades debían integrarse en una unidad
territorial mayor centrada en la autoridad del gobernador-intendente. Los cabildos de
las ciudades verían entonces recortadas sus atribuciones.
Para proteger a las provincias indianas de posibles invasiones extranjeras (por
ejemplo de Inglaterra) dispuso una mayor presencia militar; para fortalecer las finanzas
se inclinó por la aplicación de nuevos impuestos y el cobro efectivo de los existentes,
al mismo tiempo inauguró un orden administrativo más eficiente.
Se trató de avanzar desde el centro hacia la periferia. El centro lo constituye el
rey (que es la cabeza de la Monarquía) y sus decisiones equivalen a la sangre que
circula por un cuerpo y que debe llegar a todas las extremidades, o sea, a las regiones
del Imperio más alejadas del centro.
La Monarquía ilustrada, siguiendo el «orden de la razón», entendió la
organización política y administrativa con criterio matemático, donde cada parte enlaza
con la otra y el conjunto forma el todo llamado Monarquía. Las provincias indianas se
dividieron en intendencias y éstas formaron parte de virreinatos que convergían en el
centro del poder político. El Imperio semejaba una gran máquina o cuerpo donde cada
rueda u órgano debía articularse armoniosamente. Nada debía quedar librado al azar.
En 1776 se fundó el Virreinato del Río de la Plata para observar mejor desde el
centro del poder imperial una región que quedaba oculta dentro del Virreinato del Perú.
O sea, mientras el norte (Perú) recibía la «luz de la razón», el sur (el Río de la Plata)
permanecía en penumbras. Un nuevo centro, Buenos Aires, transformado en capital
virreinal, se convertía en el punto de convergencia de todas las regiones del nuevo
Virreinato, desde donde, a su vez, partía el flujo de productos extranjeros. Fue el
comienzo de la gran prosperidad de la región rioplatense pues, con Buenos Aires,
nacía el puerto por donde transitaría todo el comercio de la región. Significó también la
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rápida decadencia de la región Interior del nuevo Virreinato, que no pudo hacer frente
a la entrada indiscriminada de productos manufacturados extranjeros (telas, herrajes),
provenientes principalmente de Inglaterra.
El nuevo Virreinato se integró con territorios del Virreinato del Perú, entre los
que se encontraban las actuales Argentina, Bolivia, Uruguay, Paraguay y sur de Brasil.
A su vez, por medio de la Real Ordenanza de Intendentes, no aplicada en el Virreinato
de Nueva Granada (Colombia), se subdividieron los virreinatos en grandes unidades
territoriales. Surgieron así las gobernaciones-intendencias de cuyo fraccionamiento
surgirían, en época independiente, las provincias argentinas.
Reformas que también llegaron al orden económico, cuando se dictó el
Reglamento de Comercio libre, abriendo el tráfico comercial a un número mayor de
puertos en Indias y en la Metrópolis. Llegaba a su fin el sistema barroco del monopolio,
o sea, el comercio restringido por el cual sólo dos puertos de Indias podían comerciar
con otros tantos de la Península. En el marco de la reforma económica, la iniciativa
fiscal de la Corona, que buscaba compensar el bajo rendimiento de los yacimientos
mineros de Perú y México, no logró los resultados deseados y sí consiguió el repudio
casi unánime de la población: españoles peninsulares, españoles americanos o
criollos, indígenas y mestizos. En Nueva Granada, Nueva España y Perú se
generalizaron rebeliones contra la política impositiva. Pero estas rebeliones no
proponían independizarse de la Metrópolis; exigían la anulación de la reforma.
Sin embargo, el punto central de la reforma económica del siglo XVIII consistió
en reconocer que riqueza no era ya sinónimo de abundancia de metales preciosos,
sino de agricultura, ganadería y comercio. De allí que la Corona prestara especial
atención y cuidado al nuevo Virreinato, pues reconocía que había concluido el ciclo de
esplendor de los Virreinatos mineros de Lima y Nueva España.
En territorio indiano, las «ideas ilustradas» circularon especialmente en la
Universidad de Chuquisaca o Charcas (actual Bolivia), sobre todo vinculadas a las
ciencias naturales y a la economía. Contrariamente los libros de los filósofos políticos
fueron expresamente prohibidos por la Corona tanto en la Metrópolis como en Indias,
por entender que su lectura ponía en riesgo la integridad del Imperio. De todas formas
la censura era burlada y llegaban a las manos de todo aquel que tuviera interés por
tales lecturas. De esta forma, autores como Montesquieu y Voltaire, fueron
ampliamente conocidos.
El siglo XVIII y, la Filosofía de la Ilustración que lo define, significó el triunfo del
Clasicismo más auténtico, el francés. El clasicismo francés triunfó en Europa y en
Indias. Las reuniones sociales o tertulias de la aristocracia, la vestimenta y las
costumbres de las clases altas, las urbanización, el arte, la música y la literatura, la
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importancia del mérito de las personas sobre las del privilegio propio de la nobleza,
todo tuvo su centro impulsor en Francia. La burguesía criolla indiana descubrió que
«la filosofía de la Ilustración era la suya». Lo importante era acumular nociones y
conocimientos prácticos, tanto para entender de una manera no tradicional la
Naturaleza como para entender de la misma manera los problemas fundamentales de
la filosofía y de la vida social.
En todo el ámbito indiano había comenzado una reforma interna que germinó
dentro de la reforma ordenada por la Corona. La fuerza reformista (sin proponérselo)
hizo reflexionar a los criollos sobre el nuevo lugar que entendían les correspondía
dentro de la Monarquía. Sostuvieron que mejoraría su marcha, si ellos ocupaban el
gobierno local y los funcionarios españoles el metropolitano. El monarca actuaría
como enlace de todos los súbditos del Imperio.
Del plan reformista encarado desde Madrid participaron los virreyes ilustrados
Vértiz y Bucarelli en el Río de la Plata, el conde de Revillagigedo en Nueva España, y,
Caballero y Góngora, en Nueva Granada. Favorecidos por el Reglamento de comercio
libre, que estimuló la vida económica especialmente de las ciudades, dispusieron
medidas de ordenamiento urbanístico fomentando, a la vez, un modelo de desarrollo
cultural basado en el nuevo sentido ilustrado del racionalismo.
Esta etapa final del racionalismo recibió el nombre de Neoclasicismo y se
propuso reforzar aún más los valores sustentados por el Clasicismo, entendiendo que
en la «razón» se encontraba la única clave para resolverlo todo. El Neoclasicismo (de
manera más contundente) se identificó y pretendió reproducir en todos los aspectos de
la creación humana lo realizado en la Antigüedad griega y romana. Allí brotaban (así lo
entendían los ilustrados de esta época) las referencias morales que debían seguirse.
Con este espíritu reformador se creó en Buenos Aires el Real Convictorio
Carolino y la Academia de Náutica; en Nueva España la Escuela de Minería, la
Academia de Bellas Artes y el Jardín Botánico. Bogotá se convirtió en importante
centro científico al erigirse un observatorio astronómico.
Las ciudades también fueron mudando en su estructura física en la medida que
maduraba la sociedad criolla. Si hasta fines del siglo XVII las trazas de los pueblos
eran confusas, luego comenzó a trazarse un plan ordenado dando a cada grupo de
casas iguales dimensiones entre sí. Desde el siglo XVII la consigna fue la clara
disposición de los elementos urbanísticos y arquitectónicos: núcleo central de
estructura cuadrada ocupado por la plaza mayor, disponiéndose en semicírculo los
edificios principales (catedral, cabildo). Sin embargo, habría que esperar al siglo
siguiente a que la consigna se hiciera efectiva. Respecto de la higiene pública, ésta
mejoró poco, pues aunque se introdujo el alumbrado y la pavimentación, dominaban
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todavía las calles de barro. Avanzado el siglo XVIII y, por influencia del pensamiento
ilustrado con su visión matemática y geométrica del espacio, se exigió que las obras
de arquitectura quedaran en manos de arquitectos y no de artesanos: obras relevantes
fueron la Catedral de Córdoba (punto culminante de la arquitectura rioplatense) y la
Iglesia de San Ignacio, en Buenos Aires. De este siglo proceden los edificios de dos
plantas como, por ejemplo, los cabildos de Salta, de Córdoba y de Buenos Aires.
El arte neoclásico (tanto en pintura como en arquitectura) se caracterizó por su
carácter estático, es decir, exige la forma de plano, pues el dibujo lineal asegura mejor
la claridad y la armonía: ejemplos son el cabildo de Montevideo, de Córdoba y la gran
recova de Buenos Aires (demolida en el siglo XIX).
Frente al «Siglo de Oro», el Neoclasicismo en la literatura española e indiana
es sinónimo de decadencia. En España apenas resulta digno de mención el teatro de
Nicolás Fernández de Moratín y, en Indias, las obras del escritor venezolano Andrés
Bello, del ecuatoriano José Joaquín de Olmedo y, entre los rioplatenses, Vicente
López y Planes, autor de la «Marcha patriótica» (Himno Nacional Argentino).
Alrededor de 1790 (dos años después de la muerte de Carlos III)
fundamentalmente como consecuencia de los Pactos de Familia que (desde la llegada
de Felipe V) ataban a España a la suerte de Francia, comenzó la crisis de la
Monarquía ilustrada. A partir de 1795, España (aliada con el gobierno revolucionario
de Francia) se vio imposibilitada de mantener el tráfico comercial normal con sus
Reinos de Indias, motivo por el cual el gobierno metropolitano adoptó una serie de
medidas, entre ellas, autorizar el comercio con colonias extranjeras de países
neutrales. Las dificultades del flujo comercial también afectaron a la Metrópolis que se
veía privada de las materias primas y recursos naturales provenientes de Indias. La
medida dispuesta era una confesión explícita de su imposibilidad de cumplir con las
funciones a que estaba obligada como cabeza del Imperio.
Cuando en 1808 el ejército de Napoleón ocupó la Península ibérica y el rey
Fernando VII quedó internado en territorio francés, la alarma se hizo oír en las Indias
como también el sentimiento de desamparo de sus pobladores. El portentoso esfuerzo
iniciado por la Monarquía en el siglo XVIII para salvar el Imperio culminaba en fracaso.
Después de más de trescientos años, 1808 marcó el comienzo del fin de la integridad
del Imperio hispánico. Para 1830, cuando ya poco quedaba de aquel Imperio, se
agotaba también la cosmovisión clasicista y el pensamiento ilustrado.

ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA
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