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Cuando Misael Espinosa se enteró de que había sido aceptado para dictar clases en un plantel del Distrito, respiró

profundo. Es en la escuela San José, cerca de Usme, le dijeron sin mayor explicación. El inclinó la cabeza y se marchó
feliz para su casa. El lugar que le habían indicado no aparecía en el mapa, pero no le prestó atención. Tal vez estaba
un poco desactualizado y para él era claro que Bogotá ha cambiado mucho en los últimos años.

Era la tercera semana de enero del 2003. Lo que había esperado por varios años se materializaba y Misael no quería
desaprovechar la oportunidad; de familia de educadores, era el único que laboraba en un colegio privado y la
solicitud que presentó ante el Cadel solo tardó una semana en ser contestada. Así que empacó unos cuantos
pantalones, su madre le planchó cinco camisas y con algunos textos que conservaba sobre educación primaria, se
enrumbó hacia el nuevo trabajo.

Tenía presupuestado un viaje, máximo, de dos horas en bus. La escuela era de Bogotá, al fin de cuentas. Pero su
alegría muy pronto se opacó. En Usme le dieron la primera mala noticia del viaje: para llegar a la vereda San José,
jurisdicción de San Juan del Sumapaz, era necesario tomar una flota hasta el corregimiento de La Unión -trayecto de
seis horas por el difícil estado de la carretera-, y de ahí, un trecho similar a lomo de mula o caballo, si alguien se lo
prestaba. No quiso desfallecer de golpe y siguió. La ropa tampoco le ayudó mucho; después de casi ocho horas de
recorrido la temperatura estaba en cinco grados y ante sus ojos solo aparecía páramo, páramo y otro tanto de
páramo. Siempre soñé con trabajar con el Distrito y lo que me habían ofrecido era una buena oportunidad, en una
escuela distrital, no en el exilio, recuerda escondiendo las manos debajo de una ruana. La primera noche quiso salir
corriendo para huir de lo que había encontrado: un cuarto de dos por dos, sin luz, con las tejas medio caídas, pupitres
rotos, secuelas de una reciente guerra entre el Ejército y la guerrilla y un frío que le penetraba los huesos y le causaba
el más agudo dolor. Durmió en el piso, al borde de la hipotermia y en la más absoluta soledad, pues no había un alma
en muchos kilómetros a la redonda. Cuando el claro del día se coló por las desvencijadas paredes de la pieza, decidió
dar un vistazo y se encontró, a lo lejos, con la figura de tres personas que se acercaban. No tenía comida ni agua y la
del río Sumapaz que cruza frente a la escuela, estaba yerta. Pensó que los visitantes que se aproximaban llegarían en
cuestión de minutos. Solo hasta hora y media después escuchó sus voces: - Buenas, somos los papás de los niños que
estudian aquí. ¿Usted es el profe? La noticia del maestro que llegaba a dictar clase después de tres años de haber
sido cerrado el plantel, ya estaba en todas las veredas. - Si, soy yo. ¿Por qué se demoraron tanto en llegar? , les dijo
animado. Las distancias en el páramo son así, le respondieron. Meses después lo comprobaría él mismo. Los días
siguientes recibió ayuda de sus nuevos vecinos, comida, ropa adecuada y una ruana que todavía lo acompaña. Le
prestaron un colchón y le enseñaron a encender una hoguera para calentar tinto y cocinar sopa.

Sin embargo, a la semana vino la primera intención de marcharse. - ¡Esto no es para mí!- le dijo a una doña Marta,
una de las madres, que todos los días lo visitaba. Para ese entonces, cuatro niños ya asistían a las clases. - Profe, si
usted se va, no nos van a volver a mandar otro profesor y los niños se van a quedar sin escuela le dijo con angustia la
señora. - Vamos a ver qué pasa, pero lo mejor es que regrese a Bogotá -contestó Misael sin vacilación. Esa noche fue
la más larga de todas. El frío fue más penetrante y el silencio del páramo se coló en su estrecha habitación y en su
corazón. Tomó la decisión y le pidió a Dios que no fuera una equivocación. Al día siguiente le dijo a doña Marta que le
hiciera una descripción de las veredas cercanas donde había niños con edad para estudiar.

Además, hicieron un acuerdo para que ella, todas las mañanas, les preparara el desayuno a los pequeños. De cuatro
alumnos, pasó a doce, que se conocen entre sí porque pertenecen a la misma familia. Son primos medios, hermanos
y primos terceros. Entonces vino su segundo reto: conseguir las herramientas para enseñar. En los siete años que
lleva como profesor, siempre tuvo a la mano todos los implementos educativos para sus alumnos. En el Sumapaz, al
principio, tuvo que ingeniárselas para emplear los elementos y los libros que han ido recolectando. Casi un mes
después de haber llegado, un enviado del magisterio distrital le llevó una caja de cartillas y le anunció que tendría un
presupuesto para el refrigerio y el almuerzo diarios de los niños. Ser el profesor de la última escuela del Distrito
(geográficamente hablando) no ha impedido a Misael garantizar a sus 12 alumnos que todos los días haya clase.
Habilitó una vieja asta que queda en la mitad de la escuela, y todos los días, a las seis de la mañana, iza la bandera
para que los niños sepan que hay clase. Es fácil, porque desde el cerro más lejano se ve. Con ayuda de la gente,
también organizó un puente de madera sobre el río Sumapaz para que dos niñas pudieran cruzarlo e ir a estudiar.
Según él, los niños lo motivaron a quedarse y ahora lo impulsan a hacer cosas que nunca se imaginó, como pescar
truchas. Su motivación empieza a llegar sobre las siete y media de la mañana. Algunos traen zamarros, ruanas y
plásticos que los protegen del frío y las constantes lluvias. Todos vienen con botas pantaneras, que luego cambian por
tenis cuando entran al salón de clases. Ya está en remodelación y las tejas están bien puestas. El profesor también
tiene un cuarto modestamente arreglado, con un catre y muchas velas para la noche. Doce hijos. Los 12 menores
reciben la clase al mismo tiempo: cuatro en preescolar, cuatro en primero, uno en tercero, uno en cuarto y dos en
quinto. Misael los dispone sentados de acuerdo a la edad y pasa por los pupitres, poniendo a cada uno tareas
específicas. Cada uno tiene asignado su vaso marcado con el nombre, el cepillo de dientes y una crema dental.
También saben que deben compartir cada cuaderno y libro que lleguen a la escuela y entre ellos se cuidan a la hora
de salir hacia las veredas. Algunos gastan hasta hora y media de camino. Lo más sorprendente de esta experiencia es
escuchar preguntas que me hacen los niños, como qué es un mango y si se come, qué se siente al montar en bus, o
verles la cara de sorpresa ante una gaseosa en lata, dice Misael, quien a sus 24 años asegura haberse encontrado con
una experiencia inolvidable. El profesor cada ocho días baja hasta el alto de El Gavilán, a dos horas en la mula que le
prestan, a hablar con su novia en Bogotá. Allí hay servicio de telefonía rural. También aprovecha los jueves para
comprar el mercado de toda la semana, y cada mes va a su casa, pero el trayecto es muy largo. Lo bueno es que ya sé
montar en mula, dice riendo. Mientras tanto su novia espera que este año vuelva a Bogotá. Los niños insisten en que
no se vaya y le dicen cariñosamente teacher. Es lo que mejor han aprendido de sus clases de inglés. El los consiente,
dedica un tiempo considerable a cada uno y recuerda el inmenso abismo que hay entre un alumno de un colegio
privado y sus niños del páramo. En sus ratos libres divisa los confines del páramo, justo en el punto donde convergen
los departamentos de Meta, Huila, Tolima y Cundinamarca. Dice que se acuesta con las gallinas, a las 6 de la tarde y
sus vecinos son los frailejones y los conejos salvajes. Para la familia de Misael su estadía en el páramo ha sido una
locura, para él una prueba de vida y amor por su trabajo. Llega la hora del recreo y Misael organiza los niños para
comer. Algunos llevan panela y queso en bolsitas pláticas, otros corren al fogón de leña para calentar el chocolate
que les empacaron desde las cinco de la mañana en un frasco de plástico. Saben cuál es el día de baño de cada uno. A
Lucero le toca mañana porque se bañó antier, comenta el más grande. No lo pueden hacer todos los días, porque la
temperatura no lo permite. Lo mismo aprendió Misael, que calienta su ducha en una olla de aluminio. FOTO/Carlos
Julio Martínez EL TIEMPO. 1- Misael Espinosa, el teacher como lo llaman los niños de la escuela San José, revisa todos
los días los cuadernos y las cartillas de sus doce alumnos para repasarles la lección. 2- Pintar el escudo y la bandera de
Colombia fue una de las labores que cumplió Misael al llegar a la escuela. Ni un solo minuto se desprende de la ruana
que le regaló la mamá de su primer alumno

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