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Historia Contemporánea de Europa, 1789-1989 (Briggs, Clavin)

 Fueron tantos los cambios, en su mayor parte sin precedentes, que se produjeron durante la
segunda mitad del siglo XVIII, que tanto en aquella época como más adelante, la mayoría de la
gente ha visto en ese período de la historia de la humanidad la línea divisoria fundamental entre
el pasado y el presente. Para ellos, este fue el verdadero comienzo de los «tiempos modernos»

 El pasado influyó en el futuro. También hemos introducido los términos «posmoderno» y


«postindustrial» en nuestro vocabulario para ampliar las perspectivas; sin embargo, la palabra
«revolución» sigue teniendo una fuerte carga dramática, tanto si la aplicamos a la situación
político-social de la Francia de finales del siglo XVIII.

 Originariamente, la palabra «revolución» era un término astronómico aplicado al recorrido


orbital de las estrellas; e incluso después de que empezara a utilizarse en política durante
el siglo XVII, su sentido implícito era que, a consecuencia de la revolución, se restauraría el
orden natural de las cosas, alterado por los poderosos; así pues, se trataba de volver a empezar
desde el principio. No obstante, después de 1789, la palabra «revolución» ya no volvería a tener
el mismo significado.

 Ya en 1790, Burke describió la Revolución como una «novedad», una deliberada ruptura


con la historia, en vez de su culminación.

 La mayoría de los críticos de lo que se dio en llamar «la revolución industrial» ponían
reparos al dominio de las máquinas y a la monótona rutina del trabajo industrial, mientras que
los críticos de la Revolución francesa creían que lo que sucedía en el ciclo o secuencia
revolucionaria que concluyó con la derrota de Napoleón en Waterloo en 1815 podía explicarse
mejor por analogía con la naturaleza que con la historia, o, como harían los críticos posteriores,
con el teatro. Compararon la Revolución con una tempestad o, de modo más, truculento, con un
torrente o un río de lava, y fue, pues, con alivio, aunque con una prematura confianza.

 En este sentido, las transformaciones políticas en Francia eran totalmente distintas de las
transformaciones económicas e industriales que se estaban produciendo en Gran Bretaña, y a las
que aplicó por primera vez la etiqueta de «revolución industrial» un economista francés de la
década de1820, Adolphe Blanqui. Al comparar las transformaciones políticas y sociales que
habían ocurrido en Francia en los decenios de 1780 y 1790 con los cambios sociales y
económicos que tuvieron lugar en Gran Bretaña, Blanqui destacaba como figuras señeras a
Georges Jacques Danton, a un lado del Canal, y a Watt, del otro.
 Un historiador francés de la generación siguiente define lo sucedido en Gran Bretaña a
finales del siglo XVIII como «uno de los momentos de mayor importancia de la historia
moderna, cuyas consecuencias han afectado por entero al mundo civilizado y siguen
transformándolo y configurándolo ante nuestros propios ojos».

 Algunos ingleses no estaban de acuerdo, sino que atribuían el éxito no a su fortaleza


industrial o financiera, sino a su «fortaleza moral», al protestantismo, o, parafraseando a Burke,
a la excelencia del «legado» institucional de la monarquía parlamentaria y el imperio de la ley.
Así se comparaban dos sistemas: el británico, que se fundamentaba en la historia, y el francés,
que, durante la revolución, había intentado librarse de la historia.

 Se encontraron muchas razones. El sistema social francés, decían, era más rígido, a pesar
del surgimiento de una nueva prosperidad en el siglo XVIII, en buena parte derivada del Caribe,
al igual que buena parte de la reciente prosperidad de Gran Bretaña. Esa riqueza permitió que
apareciesen nuevos aristócratas, pero no favoreció a los empresarios. Los capitales se desviaban
con gran facilidad de los proyectos «útiles» a los «lujos». Los ingresos se gastaban en pura
ostentación, y no en inversiones productivas. Se prefería la calidad a la cantidad. Los incultos
mecánicos ingleses creaban máquinas; los artesanos franceses empleaban su ingenio en la
creación de chismes inútiles, como juguetes mecánicos.
 Pese a todo, había una diferencia económica fundamental: mientras que ambos países se
habían beneficiado de lo que se ha dado en llamar (de forma equívoca) las «revoluciones
comerciales», basadas en el azúcar y los esclavos, que aumentaron su riqueza en el siglo XVIII,
en Francia, a diferencia de Gran Bretaña, no se produjo una «revolución agrícola», otro término
equívoco, aunque práctico, que designa una serie de importantes mejoras en la agricultura,
el sector económico más importante en ambos países. Las mejoras introducidas en Gran Bretaña
implicaban el mejor aprovechamiento de las tierras; nuevas técnicas de producción
de alimentos; la rotación sistemática de cultivos; el empleo de los cultivos de invierno como
forraje; la expansión de la producción de cereales, básica para una población cada vez mayor de
hombres, mujeres, niños... y caballos; y una cría más selectiva del ganado, atendiendo tanto a la
cantidad como a la calidad.

 Ambas revoluciones, tienen significativas coincidencias existentes entre ellas. En primer


lugar, cada una estaba provista de un mensaje universal, aplicable a más de un país y más de
una época. El universalismo formaba parte de la retórica de la Revolución francesa, en los
llamamientos de los revolucionarios de París en 1789 a sus «conciudadanos» de Europa para
que se unieran a ellos y se liberasen de sus cadenas; llamamientos que al principio tuvieron un
éxito considerable, incluso en Gran Bretaña. La Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano del verano de 1789 era una declaración de derechos humanos, y no un simple
fuero de los franceses. No era sólo Francia la que se desgajaba del pasado, sino que se invitaba
al mundo entero a hacer lo mismo.
 También había universalismo en la «revolución industrial», que no podía restringirse a
Gran Bretaña. La fuerza del vapor era tan universal como la de las ideas, hasta el punto de
que podía escribirse apropósito de la máquina de vapor de Watt.
 En segundo lugar, ambas revoluciones se presentaban como «inacabadas», lo cual resulta
evidente en el caso de la revolución industrial, puesto que era de por sí improbable que las
técnicas inventadas por los ingleses en las últimas décadas del siglo XVIII estuvieran siempre
«al día». Los objetos hechos amano se estandarizarían, y el vapor cedería su puesto a la
electricidad. El carácter «inacabado» de la Revolución francesa es algo más complejo.
A algunos franceses les hubiera gustado «acabar» la revolución en un momento dado: 1789,
antes de la toma de la Bastilla, un acontecimiento de gran carga simbólica; 1791, cuando se
completó el primer programa revolucionario y el «feudalismo» quedó definitivamente superado;
1795, después del agotamiento provocado por el «Terror», durante el cual los revolucionarios se
enfrentaron a los revolucionarios; o 1799, antes de que Napoleón asumiera plenos poderes.

Largo Plazo: corto plazo


Si miramos hacia atrás en lugar de hacia adelante, es fácil ver la continuidad. El culto a la libertad y la
idea de ciudadanía eran anteriores a la Revolución francesa. La explotación del vapor como fuente
de energía no empezó con Watt, quien registró su primera patente de una máquina de vapor veinte años
antes de la toma de la Bastilla, sino que en la década de 1680 ya había sido inventado un motor
«atmosférico», y una bomba de vapor, en 1698.En el siglo XVIII, la fe en la razón había sido la
creencia fundamental de la «Ilustración», término que, a diferencia de «revolución industrial»,
emplearon los contemporáneos; y los portavoces de la Ilustración, los enciclopedistas, formaron una
república mucho antes de la fundación de la República Francesa, una e indivisible, mediante la
revolución en 1792. Al cuestionar la «autoridad», los enciclopedistas usaban generosamente nombres
abstractos como «razón», «libertad», «felicidad», «utilidad» y «progreso»; sin embargo, les interesaba
tanto o más la aplicación práctica de las políticas que realizaban o podían realizarlos soberanos o sus
gobiernos, interés manifestado en una de sus grandes obras colectivas, los 18volúmenes de la
Encyclopédie, el primero de los cuales apareció en 1751. «Hay que examinarlo todo», escribieron sus
editores, Diderot y d’Alembert. «Hay que darles una buena sacudida a todas las cosas, sin
excepción ni contemplaciones.» La obra abordaba casi todos los aspectos del pensamiento y la acción
del hombre, incluida la «tecnología», palabra nueva de finales del siglo XVIII, así como la palabra
«industria» en su acepción actual. La palabra «constitución» también adquirió una nueva relevancia. La
idea de la Encyclopédie se la había sugerido a los franceses una enciclopedia anterior en inglés, y a lo
largo del siglo XVIII la comunicación en el terreno literario y filosófico entre Francia e Inglaterra (y
después con Escocia) fue de gran importancia a la hora de hacer cambiar de opinión a la gente y
ensanchar sus horizontes. La mayoría de los enciclopedistas eran cosmopolitas. Ni los fisiócratas ni
Smith, cuya Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones tendría una
influencia inmensa en la forma de los debates venideros sobre lo que se daría en llamar política
económica, previeron con toda claridad las consecuencias revolucionarias del siglo XVIII, revolución
industrial incluida. Y es que ellos observaban a la sociedad desde arriba, no desde abajo. Y lo mismo
hacían los enciclopedistas franceses, la mayoría de los cuales confiaban más en los gobernantes que en
el pueblo como impulsores del cambio. En 1770, Diderot afirmó que «el gobierno más feliz sería el de
un déspota justo e ilustrado». E incluso Jean-Jacques Rousseau, una figura con entidad propia y cuya
teoría de la «voluntad general» serviría de justificación a la soberanía popular, consideraba necesaria la
existencia de un legislador. Por ello no resulta sorprendente que la mayoría de enciclopedistas creyese
que los cambios vendrían desde arriba, aunque supieran también que la «razón» que prefería seguir
hasta el más «ilustrado» de los monarcas sería la «razón de estado», definida por el propio monarca, y
no por ellos. Entre las otras y muy variadas fuerzas económicas y psicológicas que influían no en «los
grandes», sino en «los pequeños» (les petits), gran parte de los cuales eran analfabetos, estaban el
hambre, el desprecio y la rabia. La cara oscura de París, «la urbanidad, el libertinaje, la cortesía, la
picaresca y todas las ventajas y abusos de la vida urbana». Las aspiraciones y ambiciones propias
podían hacer que los miembros de lo que los ingleses llamaban «las clases medias» y que los franceses
llamaban burguesía se mostraran activos en el campo económico y político. Las aspiraciones de los
abogados podían ser las mismas que las de los comerciantes.

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