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Fueron tantos los cambios, en su mayor parte sin precedentes, que se produjeron durante la
segunda mitad del siglo XVIII, que tanto en aquella época como más adelante, la mayoría de la
gente ha visto en ese período de la historia de la humanidad la línea divisoria fundamental entre
el pasado y el presente. Para ellos, este fue el verdadero comienzo de los «tiempos modernos»
La mayoría de los críticos de lo que se dio en llamar «la revolución industrial» ponían
reparos al dominio de las máquinas y a la monótona rutina del trabajo industrial, mientras que
los críticos de la Revolución francesa creían que lo que sucedía en el ciclo o secuencia
revolucionaria que concluyó con la derrota de Napoleón en Waterloo en 1815 podía explicarse
mejor por analogía con la naturaleza que con la historia, o, como harían los críticos posteriores,
con el teatro. Compararon la Revolución con una tempestad o, de modo más, truculento, con un
torrente o un río de lava, y fue, pues, con alivio, aunque con una prematura confianza.
En este sentido, las transformaciones políticas en Francia eran totalmente distintas de las
transformaciones económicas e industriales que se estaban produciendo en Gran Bretaña, y a las
que aplicó por primera vez la etiqueta de «revolución industrial» un economista francés de la
década de1820, Adolphe Blanqui. Al comparar las transformaciones políticas y sociales que
habían ocurrido en Francia en los decenios de 1780 y 1790 con los cambios sociales y
económicos que tuvieron lugar en Gran Bretaña, Blanqui destacaba como figuras señeras a
Georges Jacques Danton, a un lado del Canal, y a Watt, del otro.
Un historiador francés de la generación siguiente define lo sucedido en Gran Bretaña a
finales del siglo XVIII como «uno de los momentos de mayor importancia de la historia
moderna, cuyas consecuencias han afectado por entero al mundo civilizado y siguen
transformándolo y configurándolo ante nuestros propios ojos».
Se encontraron muchas razones. El sistema social francés, decían, era más rígido, a pesar
del surgimiento de una nueva prosperidad en el siglo XVIII, en buena parte derivada del Caribe,
al igual que buena parte de la reciente prosperidad de Gran Bretaña. Esa riqueza permitió que
apareciesen nuevos aristócratas, pero no favoreció a los empresarios. Los capitales se desviaban
con gran facilidad de los proyectos «útiles» a los «lujos». Los ingresos se gastaban en pura
ostentación, y no en inversiones productivas. Se prefería la calidad a la cantidad. Los incultos
mecánicos ingleses creaban máquinas; los artesanos franceses empleaban su ingenio en la
creación de chismes inútiles, como juguetes mecánicos.
Pese a todo, había una diferencia económica fundamental: mientras que ambos países se
habían beneficiado de lo que se ha dado en llamar (de forma equívoca) las «revoluciones
comerciales», basadas en el azúcar y los esclavos, que aumentaron su riqueza en el siglo XVIII,
en Francia, a diferencia de Gran Bretaña, no se produjo una «revolución agrícola», otro término
equívoco, aunque práctico, que designa una serie de importantes mejoras en la agricultura,
el sector económico más importante en ambos países. Las mejoras introducidas en Gran Bretaña
implicaban el mejor aprovechamiento de las tierras; nuevas técnicas de producción
de alimentos; la rotación sistemática de cultivos; el empleo de los cultivos de invierno como
forraje; la expansión de la producción de cereales, básica para una población cada vez mayor de
hombres, mujeres, niños... y caballos; y una cría más selectiva del ganado, atendiendo tanto a la
cantidad como a la calidad.