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La Riqueza de Las Ideas. Una Historia Del Pensamiento Económico - Chapter Book PDF
La Riqueza de Las Ideas. Una Historia Del Pensamiento Económico - Chapter Book PDF
1.1. Introducción
La tesis que se sustenta en este capítulo es que la historia del pensa-
miento económico es esencial para cualquiera que se interese por com-
prender cómo funcionan las economías. Por lo tanto, los economistas, pre-
cisamente como productores y usuarios de teorías económicas, tienen que
estudiar y practicar la historia del pensamiento económico. Mientras ilus-
tramos esta tesis, examinaremos algunas cuestiones de método que, apar-
te de su interés intrínseco, pueden ayudar en la comprensión de nuestra
línea de razonamiento en este libro.
Nuestra tesis se opone al enfoque que ahora predomina. La mayor parte
de los economistas, especialmente en los países anglosajones, está convenci-
da de que la mirada retrospectiva puede tal vez ser de alguna utilidad para la
formación de economistas jóvenes, pero que no es necesaria para el progre-
so de la investigación, el cual requiere trabajar en la frontera teórica.
En el siguiente apartado consideraremos los fundamentos de este
enfoque, conocido también como la «visión acumulativa» del desarrollo
del pensamiento económico. Veremos cómo, incluso en este contexto apa-
rentemente hostil, se ha reivindicado un papel decisivo para la historia del
pensamiento económico.
18 La historia del pensamiento económico y su papel
paralelo con el enfoque marginalista. Una clase algo diferente de visión acu-
mulativa puede encontrarse en las breves digresiones sobre la historia del pen-
samiento económico que desarrollaron determinados economistas importan-
tes, como Smith y Keynes, utilizándolas para subrayar sus propias teorías y
contrastarlas con las que predominaban en épocas anteriores. Así, Smith, en
el libro IV de La riqueza de las naciones, critica el «sistema comercial o mer-
cantil» y el «sistema agrícola» (es decir, los fisiócratas). La crítica de los mer-
cantilistas —una categoría abstracta, diseñada a fin de colocar bajo una única
etiqueta una amplia serie de autores que a menudo son muy diferentes unos
de otros (cf. más adelante §2.6)— va de la mano con el liberalismo de Smith,
ilustrado en otras partes de su obra; la crítica de los fisiócratas sirve para recal-
car, por contraste, su propia distinción entre trabajadores productivos e
improductivos y su distribución tripartita de la sociedad en las clases de tra-
bajadores, capitalistas y terratenientes. De modo semejante, Marx contrasta
su «socialismo científico» con la economía «burguesa» (la de Smith y Ricar-
do) y la economía «vulgar» (la de Say y las «armonías económicas» de Bas-
tiat); Keynes crea una categoría —los «clásicos»— en la que incluye a todos
los autores anteriores que, como su colega de Cambridge, Pigou, excluyen la
posibilidad de un paro persistente que no es reabsorbido por las fuerzas auto-
máticas de los mercados competitivos. Evidentemente, no nos enfrentamos
con ejemplos de visiones acumulativas que acentúen la acumulación gradual
del conocimiento económico, sino más bien con reconstrucciones históricas
por medio de las cuales determinados protagonistas de la ciencia económica
recalcan el salto hacia delante efectuado por su disciplina gracias a su propia
contribución teórica. Como es lógico, recordar este hecho no equivale a negar
la validez de tales reconstrucciones históricas, puesto que en el caso de prota-
gonistas como Smith o Keynes estas reconstrucciones identifican los pasos
clave en la senda de la ciencia económica.
10 Entre los predecesores de Kuhn en este aspecto podemos recordar a Adam Smith
con su History of astronomy (Smith, 1795). Un vínculo de conexión entre Smith y Kuhn
podría localizarse en Schumpeter, que coloca aparte la History of astronomy como «la perla»
entre los escritos de Smith (Schumpeter, 1954, p. 182; p. 224 trad. cast.) y más adelante
considera el mismo caso histórico que más tarde iba a ser estudiado por Kuhn: «El sistema
astronómico llamado tolemaico no era simplemente “falso”. Daba satisfactoriamente razón
de una gran masa de observaciones. Y cuando se acumularon observaciones que a primera
vista no concordaban con el sistema, los astrónomos arbitraron hipótesis adicionales que
introdujeron los hechos recalcitrantes, o parte de ellos, en el seno del sistema» (Schumpe-
ter, 1954, p. 318 n.; p. 369 n., trad. cast.). Kuhn, como la mayoría de los protagonistas del
debate epistemológico, desarrolló originalmente sus ideas como una interpretación de la
historia de las ciencias naturales, específicamente la astronomía y la física, y no como una
receta metodológica para las ciencias sociales. Sin embargo, por lo menos alguna de sus
ideas puede utilizarse fácilmente en el campo de la teoría económica. Para un intento en
este sentido, cf. los ensayos reunidos en Latsis (1976).
26 La historia del pensamiento económico y su papel
23 Por ejemplo, como veremos en el capítulo 10, la teoría marginalista del equilibrio
del consumidor representa ciertamente un paso adelante en cuanto se refiere a la consis-
tencia lógica y al uso de sofisticadas técnicas de análisis, pero esto viene acompañado por
la reducción del agente económico a una máquina sensible.
La economía política y la historia del pensamiento económico 33
24 O historia del análisis económico: la distinción entre ambas parece algo arbitraria,
cuando consideramos la etapa de conceptualización como una parte esencial del trabajo
teórico. El propio Schumpeter, después de trazar una clara distinción entre la historia del
pensamiento y la historia del análisis, muestra en su libro (Schumpeter, 1954) sólo un vago
respeto por esa frontera. Su declaración de principios en este sentido debe tal vez interpre-
tarse más como una justificación de las muchas elecciones simplificadoras que son inevita-
bles incluso en el caso de un estudioso tan erudito como él.
34 La historia del pensamiento económico y su papel
25 Winch (1962) suscitó esta clase de crítica contra la corriente principal de la histo-
riografía.
¿Qué historia del pensamiento económico? 35
1 En ese período comenzó a usarse el término economía política; el primero que lo uti-
lizó como título de un libro (el Traité de l’économie politique, 1615) fue el francés Antoine
de Montchrétien (ca. 1575-1621). Se le considera tradicionalmente como un mercantilista
de segunda fila, que sólo debe recordarse por el título de este libro. De hecho, aunque inser-
tas en una discusión, que dista mucho de ser sistemática, de la situación económica de la
época, en este libro surgen algunas ideas interesantes, tales como una crítica de la tesis aris-
totélica de la independencia de la política en relación con otros aspectos de la vida social,
acompañada por la afirmación de que el trabajo es la fuente de la riqueza, la cual a su vez es
decisiva para la estabilidad social. Más adelante volveremos sobre estos temas.
2 Para ser exactos, la primera cátedra de Política Económica se estableció en Nápo-
les en 1754, para Antonio Genovesi; en 1769 siguió Milán con Cesare Beccaria. En otras
partes las cosas fueron más despacio. La lucha de Alfred Marshall en pro de la institución
de una carrera universitaria de economía en Cambridge y la profesionalización de la eco-
nomía, entre finales del siglo XIX y principios del XX, descritas en Groenewegen (1995) y
Maloney (1985), se recordarán brevemente más adelante (§ 13.4).
40 La prehistoria de la economía política
y las otras ciencias sociales. Así, por ejemplo, la distancia entre el estudio
de las instituciones económicas y el de las instituciones políticas era peque-
ña; era mucho mayor la distancia que separaba el estudio de las institu-
ciones del estudio del comportamiento del buen paterfamilias con respec-
to a las actividades de consumo y la supervisión del presupuesto familiar:
por ejemplo, el análisis de las tareas económicas del paterfamilias implica-
ba generalmente reflexiones sobre la educación de los hijos.
Un factor importante en la progresiva separación entre los dos campos
de investigación, como veremos en el capítulo siguiente, fue un cambio en
la perspectiva provocado por los descubrimientos que tuvieron lugar en las
ciencias naturales: desde el descubrimiento de la circulación de la sangre,
anunciado por Harvey en 1616, hasta el cambio que se iba a producir un
siglo después con Lavoisier (1743-1794), de la química descriptiva a la quí-
mica basada en relaciones cuantitativas. Tales descubrimientos favorecieron
el reconocimiento gradual de la existencia de cuestiones científicas, acerca
de nuestra comprensión del mundo físico, que debían abordarse con inde-
pendencia de las cuestiones morales, con métodos de análisis distintos de
los que tradicionalmente se habían aplicado a aquél. Ya con Nicolás
Maquiavelo (1469-1527) se había producido un giro en la misma direc-
ción, con su distinción entre ciencia política y filosofía moral, entre el aná-
lisis del comportamiento que deben adoptar los príncipes que persiguen el
poder y el juicio moral sobre tal comportamiento.
La importancia, para nuestro propósito, de la etapa formativa de la
economía política procede del hecho de que dejó como herencia a las eta-
pas sucesivas un conjunto de ideas y conceptos, junto con un conjunto
de significados —a menudo imprecisos y abigarrados— para cada uno de
ellos (como vimos más arriba para la noción de leyes naturales y como vere-
mos más adelante con respecto a la noción de mercado).
Sin embargo, en torno al siglo XVIII tuvo lugar un cambio en la forma
de abordar las cuestiones económicas. Para entenderlo tenemos que con-
siderar los cambios radicales que se habían producido en la organización
de la vida económica y social. En particular, podemos tomar como ejem-
plo el papel de los intercambios.3
7 Cf. Kautilya (1967) (y Dasgupta, 1993 sobre la historia del pensamiento econó-
mico indio) y Rickett (1985-1998) para el texto comentado de los Guanzi.
8 «Y rematada en el día sexto toda la obra que había hecho, descansó Dios el sépti-
mo día de cuanto hiciera» (Gn 2, 2).
9 «Tomó, pues, Dios al hombre, y le puso en el jardín de Edén para que lo cultiva-
se y guardase» (Gn 2, 15).
10 Gn 3, 17-19.
11 «Seis días trabajarás y harás tus obras» (Ex 20, 9; cf. también Dt 5, 13). Una fuer-
te ética del trabajo inspiró las epístolas de Pablo en particular. La idea del trabajo como
fuente de dignidad y un valor positivo en la vida humana, como el camino de la propia
realización del hombre en el mundo, resurge repetidamente a lo largo de los siglos, en par-
ticular entre los pensadores y las corrientes utópicas de los siglos XVI y XVII. Algunas de tales
corrientes, en particular las relacionadas con la reforma protestante, establecieron como
La Antigüedad clásica 47
14 Cf. Jenofonte (ca. 390 a. C.) (1923), p. 189: «La dirección de los intereses priva-
dos se diferencia sólo en cuestión de cantidad respecto a la de los negocios públicos. En
otros aspectos son muy parecidas». Cf. Lowry (1987a), pp. 12-14.
15 Pseudoaristóteles (1935), p. 341: Oeconomica, I.6.3. Este pasaje fue parafraseado
por Adam Smith en la Teoría de los sentimientos morales (cf. más adelante § 5.8), pero en el
nuevo contexto tenía que asumir un significado diferente: no el consejo del buen paterfa-
milias para ocuparse personalmente de sus propios asuntos, sino la justificación decisiva
para la elección del campo liberal.
La Antigüedad clásica 49
recibe la menor atención; los hombres cuidan mejor sus posesiones pri-
vadas, y menos las que son comunes, o sólo hasta donde toca a su parte
individual».16
Por otra parte, existe una convergencia general de las ideas sobre los
orígenes de la estratificación social, que debe fundamentarse en las dife-
rencias entre las habilidades innatas de las diferentes personas y la consi-
guiente subdivisión de tareas. Tal era, desde luego, el caso de la división
entre campesinos, militares y filósofos en la República de Platón. Él situa-
ba el origen del Estado en la división del trabajo entre papeles específicos
tales como campesino, albañil, trabajador textil; a su vez, la división del
trabajo tenía su origen en el hecho de que «nuestras diversas naturalezas
no son parecidas, sino diferentes. Un hombre es naturalmente idóneo para
una tarea, y otro lo es para otra».17
Aristóteles siguió a Platón al considerar intrínsecos a la naturaleza
humana los fundamentos de la estratificación social. Esto rige ante todo
para la diferencia básica en los papeles del hombre, la mujer y el esclavo:
«Así, la mujer y el esclavo son distintos por naturaleza (porque la natura-
16 Aristóteles (1977), p. 77: Política, II.3, 1261b. Tenemos que recordar, sin embar-
go, que estas afirmaciones iban acompañadas por la apertura a formas de utilización de bie-
nes en común, que puede ser estimulada por las autoridades públicas: «Es claro, por lo
tanto, que es mejor que las posesiones sean poseídas privadamente, pero hacerlas propie-
dad común en el uso; y adiestrar a los ciudadanos en ello es la tarea especial que incumbe
al legislador» (ibíd., p. 89: Política, II.5, 1263a).
17 Platón (1930), pp. 151-153: República, II.11. Sobre la división del trabajo, Jeno-
fonte tenía algo que decir. (Jenofonte fue, como Platón, un discípulo de Sócrates, a cuya
figura están dedicados los Memorabilia: Jenofonte, 1923, y, por lo tanto, pertenecía a la
generación que precedió a la de Aristóteles, que fue un discípulo de Platón). Entre otras
cosas, Jenofonte relacionó la división del trabajo con la dimensión del mercado en un
famoso pasaje que se cita con frecuencia: «Porque en las ciudades pequeñas el mismo hom-
bre hace sillas y construye casas, e incluso está satisfecho cuando puede encontrar un tra-
bajo que le permita ganarse la vida. Y es, por supuesto, imposible que un hombre de
muchos oficios sea competente en todos ellos. En las grandes ciudades, por otra parte,
como mucha gente demanda cosas a cada rama de la industria, una sola actividad es sufi-
ciente para mantener a un hombre, y a menudo incluso no necesita ejercerla por comple-
to; un hombre, por ejemplo, hace zapatos para hombres, y otro para mujeres; y hay sitios
en los que un hombre se gana la vida sólo cosiendo zapatos, otro cortándolos, otro cosien-
do las palas, mientras que otro no realiza ninguna de estas operaciones, sino que sólo
monta las partes componentes. Por lo tanto, se deduce de ello, como algo habitual, que
quien se dedica a una línea de trabajo muy especializado tenga que hacerlo de la mejor
manera posible» (Jenofonte, 1914, p. 333: Cyropaedia, VIII.2.5).
50 La prehistoria de la economía política
leza hace […] una cosa para una finalidad […])», afirmó en tono peren-
torio Aristóteles en la Política.18 Hasta este punto, sin embargo, se estaba
tratando una distinción de papeles dentro de la sociedad, más que una dis-
tinción de tareas laborales. En opinión de Aristóteles, el segundo aspecto
se refería a los esclavos, y no a los dueños:
22 «Todo objeto de propiedad tiene dos usos: ambos están relacionados con el objeto
en sí mismo, pero no lo están de la misma manera —uno es peculiar a la cosa y el otro no
lo es— tomemos por ejemplo un zapato: puede usarse como tal zapato y puede utilizarse
como objeto de cambio» (Aristóteles, 1977, pp. 39-41: Política, I.9, 1257a). Como pode-
mos ver, en Aristóteles la distinción entre lo que después iba a denominarse valor de uso y
valor de cambio tenía una connotación ética: el uso «correcto», el consumo, se contrapo-
nía al uso «incorrecto», el intercambio; esto reflejaba un cierto desprecio por la actividad
mercantil, típico de las clases dominantes en una sociedad basada en el trabajo esclavo. De
hecho, el pasaje que se acaba de citar es parte de una ilustración de los modos «naturales»
y «antinaturales» de adquirir la riqueza (pastoreo, agricultura, caza, pesca e incluso pirate-
ría, son naturales; la usura se condena como lo más antinatural, pero en general todos los
beneficios procedentes del comercio —compra y venta de bienes a cambio de dinero— se
consideran antinaturales). Según Lowry (2003, pp. 15 y 22; cf. también la bibliografía que
allí se cita), «Aristóteles formuló claramente el concepto de utilidad marginal decreciente»
e «identificó los usos del dinero como medio de cambio, unidad de medida y depósito de
valor para compras futuras». Tanto Meikle (véase la nota siguiente) como Lowry aparecen
como ejemplos de «reconstrucciones racionales» (cf. más arriba, cap. 1, nota 26), que inter-
pretan a los autores del pasado desde el punto de vista de las teorías actuales (o en gran
parte posteriores).
23 El libro V de la Ética a Nicómaco (Aristóteles, 1926, pp. 252-323) consideraba la
justicia conmutativa y la distributiva. Aquí Aristóteles explicaba, entre otras cosas, por qué
pasaron los hombres, a partir del trueque, al intercambio de bienes por dinero. Los bienes
están distribuidos entre los hombres según su «naturaleza», y, por lo tanto, de acuerdo con
el papel que cada uno de ellos está llamado a desempeñar en la sociedad; en el intercam-
bio entre diferentes productos tenemos que respetar las proporciones adecuadas (pero dista
mucho de estar claro cómo deberían determinarse estas proporciones). Para las valoracio-
nes contrarias de la contribución de Aristóteles a la economía, cf. la valoración negativa de
Finley (1970) y la revalorización marxiana de Meikle (1995).
52 La prehistoria de la economía política
27 Dos excepciones, recordadas —también en sus límites— por Viner (1978), pp.
17-20, son Lactancio y Teodoreto de Ciro. El primero era un severo crítico del colectivis-
mo (pero el principal objetivo de sus ataques era la comunidad de esposas), y el último un
defensor de las desigualdades sociales, incluyendo las que existían entre amo y esclavo. Por
otra parte, tenemos las diferentes corrientes heréticas —maniqueos, donatistas, pelagianos,
compocracianos y otros— que consideraban imposible la salvación del rico y mantenían la
54 La prehistoria de la economía política
las leyes sobre la propiedad privada después del pecado original, que, por
lo tanto, tenían en cuenta los límites de la naturaleza humana, era poner
coto a la avaricia humana y reducir a un mínimo el conflicto y el malestar
social. Duns Escoto (ca. 1265-1308) llegó a sostener que después de la
caída original la prosperidad privada se había convertido en algo confor-
me con el derecho natural.28
Las frecuentes exhortaciones respecto al deber moral de la limosna
seguían la misma lógica. El ideal de perfección era que el cristiano no debe
aceptar ser más rico que los demás hombres, por lo que debe dar al pobre
todo lo que excede de sus estrictas necesidades de subsistencia; en la prác-
tica, sin embargo, a la limosna se le asignaba solamente la tarea de aliviar la
indigencia más extrema: una carga que el rico podía llevar con facilidad, y
que ciertamente no era tal que modificase la estratificación social existente.
La esclavitud fue reconocida como un hecho que formaba parte del
sistema social de la época, y como tal no fue condenada. Los Padres que tra-
taron de ella —Agustín y Lactancio, por ejemplo— se limitaron a recordar
que ante Dios todos los hombres eran iguales, sin tener en cuenta el lugar
que ocupaban en la sociedad, y que un esclavo puede ser más digno en el
Paraíso que un hombre rico. Sin embargo, esto representaba un paso ade-
lante respecto de Platón y Aristóteles: ya no se consideraba la esclavitud
como una institución natural; en lo que se refiere al derecho de propiedad,
caía dentro del campo de las leyes humanas, más que en el de las divinas.
En este punto es más fácil comprender la actitud de los Padres ante la
actividad económica, en particular el comercio. La actitud hacia el traba-
jo —positiva en su conjunto, y en algún caso basada en su reconocimien-
to como un deber social, y que también es útil para alejar a los hombres
pobreza como un precepto, al menos para los sacerdotes. Una vez más, véase Viner (1978),
pp. 38-45, para un resumen equilibrado y referencias adicionales.
En la Edad Media la Iglesia se convirtió en uno de los mayores terratenientes del
mundo; en 1208, el papa Inocencio III condenó a los valdenses por su tesis de que la pro-
piedad privada es un obstáculo para la salvación eterna (cf. Viner, 1978, p. 108). Poste-
riormente, en el siglo XVI, los exponentes de la llamada escuela de Salamanca (de Francis-
co de Vitoria, 1492-1546, a Tomás de Mercado, ca. 1500-1575) afirmaron enérgicamente
la utilidad de la propiedad privada (cf. Chafuen, 1986). Cf. también Wood (2002),
pp. 17-67, que ilustra el cambio de actitud ante la propiedad, la pobreza y la riqueza que
se produjo entre los tiempos de Agustín y el siglo XV.
28 Cf. Pribram (1983), p. 11.
Los escolásticos 55
31 Una implicación de este hecho que merece ser considerada es la importancia del
individuo —de sus cánones de comportamiento, del objetivo de salvación del alma indi-
vidual— en los escritos escolásticos, que en esto contrastan con los economistas clásicos
(por ejemplo, Ricardo o Marx), los cuales se centraron en agregados de individuos, como
las clases sociales. Schumpeter (1954), pp. 86-87, destacó la atención prestada por los escri-
tores escolásticos al individuo como aspecto decisivo del proceso de nacimiento de la eco-
nomía política. Sin embargo, tenemos que añadir que en un contexto diferente un espíri-
tu individualista ya impregnaba el derecho romano (aunque, por otra parte, el célebre
apólogo de Menenio Agripa, con su comparación entre el cuerpo político y el cuerpo
humano, ya se había convertido en un lugar común para cualquiera que invocara una
reducción de las tensiones sociales).
32 La doctrina de la autoridad suprema de la Iglesia en todas las cuestiones tempora-
les y espirituales fue consagrada por la bula Unam Sanctam (1302), del papa Bonifacio VIII.
Los escolásticos 57
trina orgánica del Estado.33 Sin embargo, como destaca Pribram (1983,
pp. 7-8), «La concepción aristotélica de la comunidad política como un
conjunto integrado y dotado de existencia real no fue simplemente asu-
mida por los escolásticos. Ellos sólo aceptaron la proposición aristotélica
de que existía una «necesidad natural» de que los hombres vivieran en
sociedad». Por lo tanto, los escritores escolásticos adoptaron una versión
más moderada de la doctrina orgánica que la concepción original de Aris-
tóteles: un punto que vale la pena destacar, también para mostrar la posi-
bilidad de posiciones intermedias ante la clara dicotomía entre individua-
lismo metodológico y organicismo comúnmente aceptada en el siglo XX,
en especial por obra de la reacción liberal contra los regímenes totalitarios.
En algunos aspectos, la noción de los seres humanos como animales
intrínsecamente sociales, que ya estaba presente en Aristóteles, junto con
una forma moderada de organicismo y con la atención hacia el individuo
que es típica del pensamiento escolástico, anunciaba la posición sostenida
por los exponentes de la Ilustración escocesa, y en particular por Adam
Smith, lo que será considerado más adelante (§ 5.3).
En la filosofía medieval puede encontrarse un paralelo con el debate
entre el individualismo metodológico y el organicismo, en la discusión del lla-
mado problema de los universales, y con mayor precisión en la contraposición
entre «nominalismo» y «realismo» (o, como prefería decir Popper, «esencialis-
mo»).34 Consideremos este debate en términos muy simplificados.35
33 Popper (1945), vol. 1, insistió en el papel de Platón, mientras que Russell (1945),
especialmente p. 186, lo hizo en el de Aristóteles. Tanto Popper como Russell destacaron
el autoritarismo intrínseco en la visión orgánica de la sociedad, que en los tiempos moder-
nos ejemplificaron el marxismo y el nazismo. De acuerdo con la visión orgánica, de hecho,
para entender la sociedad es necesario tener en cuenta entidades colectivas tales como «el
proletariado» o «la nación», y en la acción política se atribuye a estas entidades un valor
superior al que se puede atribuir a los individuos que las componen. Por el contrario, el lla-
mado individualismo metodológico (que más tarde predominó en la teoría marginalista,
particularmente en la escuela austríaca: cf. más adelante cap. 11) sostenía que cualquier
fenómeno social debe analizarse sólo a partir del comportamiento individual.
34 Cf. Popper (1944-1945), p. 27. El mismo Popper (ibíd., pp. 26-34) propuso tal
relación, alineándose con el nominalismo. Sin embargo, Popper no hizo una referencia
específica a los filósofos medievales; además, en su breve tratamiento parece ignorar por
completo las opiniones de Abelardo, presentando el debate entre nominalistas y realistas
como una clara contraposición.
35 Cf. Fumagalli y Parodi (1989), particularmente pp. 165-185. Aquí dejamos de
lado autores incluso tan importantes como el franciscano Duns Escoto, un realista, y Gui-
llermo de Ockham (ca. 1300-1349), un nominalista (o, como alguno prefiere, «termina-
58 La prehistoria de la economía política
lista»). El debate entre nominalistas y realistas fue también recordado, en términos más
próximos a Popper que a los que aquí se han propuesto de forma resumida, por el histo-
riador del pensamiento económico Karl Pribram (1877-1973), una figura importante de
la cultura austríaca del período entre las dos guerras mundiales, que puede haber tenido
alguna influencia en el individualismo de Hayek y de Popper (cf. Pribram 1983, pp. 20-
30; el papel de Pribram fue destacado por Schumpeter 1954, p. 85 n.; p. 124, n. 15, trad.
cast.).
36 Uno de los más grandes lógicos medievales, Pedro Abelardo (ca. 1079-1142), pro-
fesor en París durante una serie de años y después monje, es también conocido por sus
amores trágicos con su alumna Eloísa, y por las cartas que intercambiaron después de su
forzosa separación.
37 Citado en Fumagalli y Parodi (1989), p. 171; cf. también ibíd.: «el “estado común”
[…] no es una sustancia, sino una manera de ser». Tenemos, pues, un «proceso de distin-
ción del mundo de los nombres respecto del mundo de las cosas» (ibíd., p. 172): el térmi-
no rosa contendría un significado, aunque negativo, incluso en un mundo en el que ya no
existieran rosas.
Usura y precio justo 59
38 Sin atribuir demasiada importancia a esto, podemos observar que el joven Keynes
leyó y disfrutó de Abelardo: cf. Skidelsky (1983), p. 113.
60 La prehistoria de la economía política
39 Cf. De Roover (1971), pp. 16-19. Wood (2002), p. 1, habla de «economía teoló-
gica»: «las ideas económicas medievales están fuertemente imbuidas de cuestiones de ética
y moralidad, de los motivos, más que de la mecánica, de la economía».
40 Sobre la personalidad y el pensamiento económico de Tomás, cf. Nuccio (1984-
1987), vol. 2, pp. 1469-1576, y la abundante bibliografía que allí se cita.
41 «Es muy razonable detestar la usura, porque sus ganancias provienen del dinero
mismo y no de aquello para lo que se inventó el dinero. Porque el dinero se introdujo a
efectos de utilizarlo en el cambio, pero el interés hace que aumente la cantidad del propio
dinero [...] en consecuencia, entre las formas de hacer negocios, ésta es la más contraria a
la naturaleza» (Aristóteles, 1977, p. 51: Política, I.10, 1258b).
42 Lc 6, 35; encontramos expresiones análogas en los evangelios de Mateo y Marcos.
Cf. también Ez 18, 8 y 18, 13.
43 De hecho, el interés constituye un pago por el uso de una mercancía, el dinero,
cuyo valor de cambio ya se ha pagado con la promesa de devolver una cantidad igual. Una
tesis más radical, pero sustancialmente semejante, era que el interés es el pago por el tiem-
po que transcurre entre el préstamo y la devolución del dinero prestado: de ahí que fuera
condenado porque el tiempo pertenece a Dios.
Usura y precio justo 61
47 Tawney (1926) concentró la atención en este aspecto mucho más de lo que Weber
(1904-1905) lo hizo en su célebre estudio del papel de la Reforma protestante en la tran-
sición de la cultura medieval a una cultura adecuada para el desarrollo capitalista. En con-
traste, Spiegel (1991, p. 66) sostiene que la prohibición medieval del préstamo con interés
favoreció diferentes formas de asociación entre inversionistas privados para compartir los
riesgos, estimulando así el nacimiento de las empresas capitalistas.
48 Como observó Pribram (1983), p. 30, «independientemente de las decisiones de
la jurisdicción secular, los consejos religiosos sobre el comportamiento económico conti-
nuaron siendo observados en casi todos los países hasta bien entrado el siglo XVI».
Usura y precio justo 63
52 Smith (1776), p. 357; p. 323, trad. cast. La respuesta de Bentham sobre este punto
(1787, «Letter XIII») se basaba en la identificación de los «proyectistas» smithianos con los
empresarios, protagonistas con sus iniciativas del cambio tecnológico. Aquí encontramos,
en oposición con la visión smithiana del progreso técnico como un proceso de general difu-
sión, llevado a cabo por una amplia gama de agentes, y en la exaltación del papel innova-
dor del empresario, una anticipación de la noción schumpeteriana del empresario innovador
(cf. más adelante § 15.2).
53 Citado por Langholm (1998), p. 101. Como observó Duns Escoto (citado ibíd.,
p. 102), el intercambio voluntario se considera ventajoso por ambas partes, comprador y
vendedor, y, por tanto, implica un elemento de regalo. (El libro de Langholm, probable-
mente la mejor obra sobre el pensamiento económico medieval, es también una preciosa
mina de citas de las fuentes originales.)
54 Cf. De Roover (1971), pp. 25 y ss., 52 y ss. La tesis de Tomás fue también adop-
tada por la «Escuela de Salamanca»: cf. Chafuen (1986), pp. 92 y ss. Entre los opositores
de la «visión del mercado», Wood (2002), p. 143, recuerda a «Jean Gerson (m. 1428), que
[…] recomendaba que todos los precios […] debían ser fijados por el Estado».
55 Cf. De Roover (1958). El término «competencia» no hizo su aparición hasta el
siglo XVII, mientras que el término «monopolio» se remonta a la Política de Aristóteles
(1977, p. 57: I.11, 1259a), y «oligopolio» a la Utopía de Tomás Moro (1518, pp. 67-69).
Usura y precio justo 65
Cf. De Roover (1971), p. 16, y Spiegel (1987). Langholm (1998), p. 85, destaca que «La
moderna concepción mecanicista del mercado […] era extraña a los maestros medievales.
Su marco de referencia era un universo moral que obligaba a cualquier comprador o ven-
dedor a actuar por el bien común y, por consiguiente, a estar de acuerdo con la relación de
intercambio». Cf. también ibíd., p. 163.
56 En contraste con las observaciones, con frecuencia repetidas de Schumpeter (1954,
p. 93; p. 132, trad. cast., refiriéndose a Tomás de Aquino y después a Duns Escoto; p. 98;
p. 137, trad. cast., refiriéndose a «los últimos escolásticos»).
57 En contraste con lo que creía Tawney (1926, p. 48), entre otros; él llegó a afirmar
categóricamente: «El verdadero descendiente de las doctrinas de Aquino es la teoría del
valor-trabajo. El último de los escolásticos fue Karl Marx».
58 Ésta era la opinión de Tomás de Aquino (cf. De Roover, 1971, pp. 43-44); pode-
mos recordar, entre otras, la opinión semejante que sostenía Heinrich von Langenstein, pro-
fesor de teología en la Universidad de Viena, que murió en 1397. Esto significa que se toma
como dato la estructura social de recompensas por las diferentes clases de trabajo, incluso
con amplias diferencias que reflejan el distinto estatus social de las diferentes actividades eco-
nómicas. Este aspecto constituye una distinción crucial entre las apelaciones a los costes del
trabajo en las teorías del precio justo y en las teorías del valor-trabajo clásicas, que al menos
como aproximación inicial se refieren a un trabajo común indistinguible.
66 La prehistoria de la economía política
59 Langholm (1998), pp. 87, 131, insiste en la complementariedad de los dos ele-
mentos, coste y estimación común. Sin embargo, ambos elementos pueden también con-
siderarse en oposición: por ejemplo, Juan de Medina (1490-1546) criticó la tesis de Esco-
to de que el precio justo debía cubrir los costes de producción, sosteniendo que el hecho
de que la común estimación de una mercancía pueda ser inferior a su coste forma parte de
los riesgos del comercio (cf. Chafuen, 1986, pp. 100-101).
60 La cuestión es importante: implica la prioridad ética de la escala económica de
valores sobre la ontológica (cf. Viner, 1978, p. 83). «De otro modo, como observa Buri-
dán, una mosca, que es un ser vivo, tendría un valor mayor que todo el oro del mundo»
(De Roover, 1971, p. 41). La indigentia fue recordada, entre otros, por Tomás (cf. De
Roover, 1971, pp. 46-47, para las referencias textuales). De Roover (ibíd., pp. 47-48)
recuerda después que Buridán (Jean Buridan, rector de la Universidad de París hacia
mediados del siglo XIV, m. ca. 1372) resolvió la «paradoja del valor», por la que el oro vale
más que el agua, a pesar de ser menos útil, refiriéndose a la abundancia y escasez de las mer-
cancías; según De Roover, el tratamiento del valor ofrecido por Buridán no fue superado
por los autores posteriores, incluidos Smith y Ricardo, hasta la «revolución marginalista».
61 De Roover (1971), pp. 48-49; De Roover (ibíd.) asocia la virtuositas con la «utili-
dad objetiva» y la complacibilitas con la «utilidad subjetiva», recordando que Bernardino de
Siena (1380-1444) y Antonino, arzobispo de Florencia (1389-1459), vuelven a proponer
las tesis de Olivi. En vez de ello, Buridán centró su atención solamente en la «utilidad obje-
tiva». Chafuen (1986, p. 91) y Langholm (1987, p. 124) observan que aunque la distin-
ción entre los dos aspectos decisivos —escasez y utilidad— debe atribuirse a Olivi, la ter-
minología que se le atribuye se encuentra efectivamente en un manuscrito suyo, pero como
una glosa al margen de la hoja, con la letra de Bernardino. Las observaciones de Olivi y los
demás fueron posteriormente recogidas por los estudiosos de la «Escuela de Salamanca»:
cf. Chafuen (1986), pp. 91-97. Sobre Bernardino de Siena y Antonino de Florencia cf.
Nuccio (1984-1987), vol. 3, pp. 2573-2684 y 2733-2813.
Bullonistas y mercantilistas 67
deraba como legítima: Tantum valet quantum vendi potest («Una cosa vale el
precio por el que pueda venderse»: un lema repetido con frecuencia, con
pequeñas variaciones, entre otros lugares, en el Digesto de Justiniano).62 La
legitimidad de un acto de venta acordado voluntariamente sólo puede
impugnarse en el caso de laesio enormis (‘gran daño’), o, en otras palabras,
cuando el precio acordado fuera tan distinto del precio predominante en el
mercado que hiciera completamente anómalo el acto de intercambio. Según
los teóricos medievales del precio justo que aceptaban la referencia al precio
de mercado, el lema de los juristas latinos tiene que modificarse para rela-
cionar explícitamente el precio justo en el acto individual de intercambio
con el precio medio: el glosador Accursio (1182-1260) propuso la expresión
Tantum valet quantum vendi potest, sed communiter («Una cosa vale el precio
por el que pueda comúnmente venderse»).63
Como hemos visto, la referencia al precio «común» o de mercado no
implicaba el reconocimiento de mecanismos competitivos. El proceso de
transición hacia la teoría moderna fue largo e implicó cambios radicales en
la cultura predominante, incluyendo la transferencia del problema econó-
mico del campo de la ética al del pensamiento científico (cf. más adelante
§ 3.2). Algunos elementos de la transición fueron, sin embargo, anuncia-
dos en plena madurez del pensamiento escolástico: tales como la idea de
que la justicia en el campo de la actividad económica supone cumplir la
forma de los contratos y no su contenido, una vez que han sido libremen-
te acordados por las partes interesadas; y la progresiva despersonalización
de la noción de mercado.64