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Cf. LG 53
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conscientemente orientada al verdadero seguimiento de Cristo. Ella ha vivido por entero toda la
peregrinació n de la fe como madre de Cristo y luego como madre de los discípulos, sin que le fuera
ahorrada la incomprensió n y la necesidad de la bú squeda constante del proyecto del Padre.
Alcanzó así a estar al pie de la cruz en una comunió n profunda, para entrar plenamente en el
misterio de la Alianza.
La Virgen de Nazaret, es la misma del monte de los Olivos, que tuvo una misió n ú nica en la
historia de salvació n, concibiendo, educando y acompañ ado a su Hijo hasta su sacrificio definitivo.
Desde la cruz Jesucristo confió a sus discípulos, representados por Juan, el don de la maternidad
de María, que brota directamente de la hora pascual de Cristo: “Y desde aquel momento el
discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,27). Perseverando junto a los apó stoles a la espera del
Espíritu (cf. Hch 1,13-14), cooperó con el nacimiento de la Iglesia misionera. Como madre de
tantos, fortalece los vínculos fraternos entre todos, alienta a la reconciliació n y el perdó n, y ayuda
a que los discípulos de Jesucristo se experimenten como una familia, la familia de Dios. En María
nos encontramos con Cristo, con el Padre y el Espíritu Santo, así como con todos los hermanos.
María es la gran misionera, continuadora de la misió n de su Hijo y formadora de
misioneros. Ella, así como dio a luz al Salvador del mundo, trajo el Evangelio a nuestro continente,
y son incontables las comunidades que han encontrado en ella la inspiració n má s cercana para
aprender có mo ser discípulos y misioneros de Jesú s. Con gozo constatamos que se ha hecho parte
del caminar de cada uno de nuestros pueblos, entrando profundamente en el tejido de su historia
y acogiendo los rasgos má s nobles y significativos de su gente. Las diversas advocaciones y los
santuarios esparcidos a lo largo y ancho de nuestra patria y de nuestro Continente testimonian la
presencia cercana de María a la gente y, al mismo tiempo, manifiestan la fe y la confianza que los
devotos sienten por ella. Ella nos pertenece y siempre la sentimos como madre, hermana y
maestra.
Con los ojos puestos en sus hijos y en sus necesidades, como lo hizo en Caná de Galilea,
María ayuda a mantener vivas las actitudes de atenció n, de servicio, de entrega y de gratuidad que
deben distinguir a los discípulos de Jesú s. Ella indica, ademá s, cuá l es la pedagogía para que los
pobres, en cada comunidad cristiana, “se sientan como en su casa” 2. Crea comunió n y educa para
un estilo de vida compartida y solidaria, en fraternidad, en atenció n y acogida del otro,
especialmente del pobre y del necesitado. En nuestras comunidades, su fuerte presencia ha
enriquecido y seguirá enriqueciendo la dimensió n materna de la Iglesia y su actitud acogedora, la
convierte en “casa y escuela de la comunió n” 3, y en espacio espiritual que prepara para la misió n y
recrea la caridad.
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encontraron vacío (24,1-9; cf. 24,22-24). En Lc 8, 2-3 se nombra a algunas de ellas, como «María,
llamada Magdalena..., Juana, la mujer de Cusa, intendente de Heredes», y «Susana».
“María, la madre de Jesús”. María es conocida por Lc 1,27-56; 2,1-52, especialmente 2,34, donde
se hace referencia a ella como a «su madre». A ella se hace alusió n también en Lc 8,19-21, donde se
describe a Jesú s sustituyendo a su familia natural por una espiritual. Ahora, sin embargo, se
describe a María dentro de la primera comunidad de creyentes. Esto representa un desarrollo que
va má s allá de lo que de ella se dijo en la bienaventuranza que Isabel pronunció (Lc 1,45). Ahora,
no obstante, Lucas la describe entre los que creen en él. El Espíritu de Dios la cobijará bajo su
sombra (Lc 1,35) para que ella pueda traer a este mundo al que será Señ or y Mesías (Lc 2,11; cf.
Hch 2,36). Ahora ella se sienta como creyente entre aquellos que está n reunidos y constituirá n la
Iglesia de su hijo que va a nacer mediante la efusió n del Espíritu.
La realidad de nuestros pueblos y de nuestra Iglesia, nos impone el reto de escuchar, de
atender con una nueva mirada contemplativa a todas aquellas situaciones en las que algo se
“agotó ”, en las que se hace necesario poner la mirada en Jesú s, para que, con fidelidad creativa,
hagamos lo que É l nos diga, a su estilo, desde sus criterios, en coherencia con sus opciones. Hagan
todo lo que É l diga. ¡Ya es la hora!, se constituye en un imperativo inaplazable. Con María, somos
invitadas/os a la fiesta del Reino, a ese banquete en el que hay lugar para todas/os.
María nos sigue invitando a “salir aprisa al encuentro de la vida”, a abrirnos a la palabra que
nos moviliza, que nos pone en salida, que nos dispone en compañ ía, con otras/os, a ofrecer lo
necesario para que acontezca el cambio, la transformació n, la conversió n. Para que podamos
seguir celebrando como pueblo, con conciencia eclesial, en sinodalidad y en un esfuerzo sostenido
y esperanzado, por mantener la alegría.
El Horizonte Inspirador, de la CLAR llega a nuestras manos, en el marco de la celebració n
de los 60 añ os de existencia de la CLAR y se constituye en una posibilidad de hacer memoria de la
vida de tantas consagradas y consagrados que han empeñ ado su vida por la causa del Reino, de
todas/os los que abonaron con su sangre, lo má s auténtico de nuestro compromiso, de quienes
con la lucidez que da el Espíritu y animados por la Palabra, supieron arriesgarse por caminos
insospechados y cuidaron de la vida en su estado má s germinal.
Este Horizonte Inspirador actual de la CLAR, tiene su origen en la escucha atenta a la realidad,
en una diná mica comunitaria y plural de discernimiento, de bú squeda conjunta, de oració n para
intuir el querer de Dios para la Vida Consagrada que peregrina por América Latina y el Caribe. Y
quiere contribuir a la dinamizació n de nuestra vida en misió n.
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acompañ arnos, cuidarnos y protegernos. Sea esta la oportunidad para continuar valorando
profética cada una de las apariciones de la Madre de Dios en la Iglesia, intentando recrear en la
propia vida el mensaje mariano de 1830, para dar nuevo impulso a nuestra espiritualidad
Mariana.
La Santísima Virgen se aparece en pie, a la altura del cuadro que preside San José; su estatura
es mediana. Viste de blanco aurora, y un velo largo, que desciende hasta los pies, cubre su cabeza;
resplandece de belleza, sus pies descansan sobre media esfera blanca y pisa la cabeza de una
serpiente verdusca con pintas amarillas. Sus manos alzan otra esfera, que corona una cruz, y que
es símbolo del mundo. Al pronto su mirada se torna suplicante; sus dedos se adornan con anillos
engarzados de piedras preciosas, de las que escapan rayos de luz. Luego, sus brazos, libres del
símbolo que sostenían, pero siempre irradiando luz, se dejan caer, iluminando la esfera interior,
en la que puede leerse la palabra «Francia». María hace comprender a la Hermana que esta
segunda esfera representa el mundo entero y a cada alma en particular; que de los rayos de luz
que parten de sus dedos figuran las gracias que con generosidad y alegría derrama sobre quienes
la invocan.
Después, despacio, muy lentamente, se va dibujando una línea oval, que enmarca la visió n, y,
comenzando a la altura de las manos, en letras de oro, se graba en semicírculo la invocació n: «¡Oh,
María sin pecado concebida!, rogad por nosotros, que recurrimos a Vos» En aquel instante la
vidente oye una voz interior, que le dice: «Haz grabar una medalla segú n este modelo. Todos los
que la lleven al cuello, impuesta con confianza, recibirá n muchas gracias.»
Poco después el ó valo se vuelve, y la Hermana contempla el reverso de la Medalla que debe
hacer grabar. Ve dos corazones: el de la izquierda, coronado de espinas; el de la derecha,
traspasado por una espada, y sobre ellos una M mayú scula, rematada por una cruz. Doce estrellas
rodean el conjunto. Por una voz interior comprende la vidente que no hay que escribir má s, pues
esto ya es bastante elocuente.
La descripció n de la visió n no puede ser má s sencilla, precisa y clara. No sobra ninguna
palabra. Es una admirable, global y diná mica visió n en que los signos y las imá genes en ella
expresados se compenetran perfectamente, de forma que, simbó licamente, dan una idea exacta de
la Historia de María en el plan salvífico de Dios. El símbolo central, el que asume el tema de la
visió n, es la mujer, «bella en su totalidad», la madre de los vivientes, de los hijos de Dios. Los
demá s símbolos, con ser importantes, son como engalanaduras de éste.
Está poblada de símbolos bíblicos: las estrellas, que recuerdan el texto del Apocalipsis: «Y
en su cabeza, una corona de doce estrellas» (Ap 12,1). El color del vestido, que alude al mismo
versículo: «Una mujer vestida de sol.» Los corazones, que traen a la memoria la profecía de
Simeó n: «Y una espada atravesará tu alma» (Lc 2,35), al igual que la presencia de María en el
Calvario (Jn 19,25). La serpiente a los pies de María, que evoca al Protoevangelio: «Pondré
enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya, y habrá en su descendencia quien
quebrante tu cabeza» (Gén 3,15).
También hay símbolos naturales: los rayos de luz, «que simbolizan las “gracias que la
Virgen derrama». Las esferas, que «representan al mundo entero y a cada alma en particular». La
actitud orante de la Virgen y la actitud de distribuir gracias, que nos recuerdan su intercesió n y
mediació n.
Hay otros símbolos que han sido convencionalmente usados por los cristianos para el uso
cultual y devocional, y que pueden aludir, má s o menos remotamente, a textos bíblicos: la Cruz,
símbolo del cristianismo, y má s en concreto de Cristo y del modo doloroso con que nos redimió . La
M, que significa el nombre de María y su persona, es decir, su Maternidad. La M y la Cruz
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entrelazadas, que recuerdan la estrecha colaboració n de Cristo y María en la obra redentora. La
jaculatoria «Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros, que recurrimos a Vos», que,
evidentemente, expresa la creencia en el privilegio de la Inmaculada Concepció n de María.
Por esto mismo, también nos hace mucho bien acercarnos hoy a la figura de María en razó n de
la solemnidad de la Inmaculada Concepció n que pró ximamente vamos a celebrar, y que
providencialmente coincide con la clausura de estos ejercicios espirituales. Ademá s, tiene que ser
motivo de nuestra reflexió n el icono que expresa el caminar de la vida consagrada en América
Latina y el Caribe, durante este trienio: las Bodas de Caná , una referencia inspiradora
eminentemente mariana. Este icono da cuenta del deseo de la Vida Consagrada de caminar hacia
un nuevo modo de ser Iglesia: en sinodalidad, participació n, construcció n colectiva, relato comú n,
fiesta en la que no hay excluidos.
Para muchos cristianos, el camino de la fraternidad tiene una Madre, llamada María. Ella
recibió ante la Cruz esta maternidad universal (cf. Jn 19,26) y está atenta no só lo a Jesú s sino
también «al resto de sus descendientes» (Ap 12,17). Ella, con el poder del Resucitado, quiere parir
un mundo nuevo, donde todos seamos hermanos, donde haya lugar para cada descartado de
nuestras sociedades, donde resplandezcan la justicia y la paz (FT 278). La Iglesia es una casa con
las puertas abiertas, porque es madre». Y como María, la Madre de Jesú s, «queremos ser una
Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para
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acompañ ar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad […] para tender puentes, romper
muros, sembrar reconciliació n» (FT 276). Que, como Ella, sepamos poner la mirada en Jesú s y
escuchar lo que nos dice.
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