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La teoría utilitarista se diferencia en insistir en que para que algo sea un bien debe ser bueno, de

algún modo, para alguien. En su sentido más general, «utilidad» significa meramente «útil». La
ética utilitarista es la teoría del bien utilizada habitualmente para dar contenido al marco
consecuencia lista más amplio. Hay un sentido del «utilitarismo», asociado a arquitectos y
ebanistas, que lo identifica con lo «funcional» y lo convierte en el enemigo de lo excelente y de lo
bello. Sin embargo, ahí radica una de las grandes ventajas del utilitarismo como teoría del bien: al
juzgar todo por las preferencias e intereses generales de la gente, no se compromete entre
diversas teorías más específicas del bien que puedan suscribir las personas, y está por igual abierto
a todas ellas.

¿Por qué se pregunta razonablemente- hemos de exigir alguna vez gestos que carecen de toda
utilidad para alguien? Pero cualquier teoría moral, dogma religioso o principio estético que se
negase a situar las consideraciones de utilidad en un lugar central tiene que correr necesariamente
el riesgo de exigir de vez en cuando semejantes gestos vacíos.

No es accidental que precisamente ese ataque a los «principios contrarios al principio de utilidad»
pase a un primer plano en la obra de Bentham Introduction to the principles of morals and
legislation, poco después de haber introducido el propio «principio de utilidad» (Bentham, 1823).
Este fue en la época de Bentham, y sigue siendo en la nuestra, el mejor argumento en favor de
una teoría moral basada en la utilidad.

Si el bien se identifica con la utilidad con la capacidad de uso: «¿útil para qué?»

El utilitarismo hedónico La respuesta inicial -del propio Bentham, a su vez prestada de los proto-
utilitaristas Hobbes y Hume- fue identificar la utilidad con la utilidad para fomentar el placer v
evitar el dolor. Este es el utilitarismo «hedónico» (o bien «hedonista»). Esa es la versión que más
fácilmente se prestó a la caricatura de los cultos y las personas de principios. La imagen de una
frenética reunión de puercos ávidos de placer constantemente a la busca de satisfacción no es una
imagen hermosa.

Semejantes caricaturas tendrían más mordiente, desde un punto de vista filosófico, si los
utilitaristas hedónicos pretendiesen en realidad -y aún más si, por la lógica de su teoría, se viesen
forzados a pretender- que las personas tienen que ser hedonistas. Sin embargo, al igual que todas
las caricaturas buenas, esta es una exageración. A lo sumo, escritores como Bentham meramente
afirmarían, en calidad de obvia proposición empírica, que las personas de hecho son hedonistas,
están motivadas por placeres y dolores, y que nuestras teorías morales deben respetar ese hecho
acerca del ser humano. De este modo, el hedonismo ético deriva sólo en sentido amplio de una
hipótesis de carácter esencialmente contingente, el hedonismo psicológico.

El utilitarismo benthamita puede caracterizarse, así como un ejercicio de inferencia de


conclusiones morales enojosas a partir de premisas psicológicas enojosas. El error merece ser
caricaturizado. Sin embargo, la caricatura es principalmente la de la psicología benthamiana, y de
la estructura de la ética benthamiana como tal.
Aristóteles define la virtud como la excelencia. La virtud es la acción más apropiada a la naturaleza
de cada ser; el acto más conforme con su esencia. Esta acción propia de cada ser que es la virtud,
es también el bien propio de cada ser. En el hombre, por tanto, la virtud es la excelencia de su
parte esencial que es el alma.

Ahora bien, habiendo dos partes en el alma, así también habrá dos tipos de virtudes. Las virtudes
éticas, correspondientes a la parte irracional del alma, y las virtudes dianoéticas correspondientes
a la parte racional del alma. Pero la parte irracional del alma debe seguir los dictados de la parte
racional, luego las virtudes éticas responden en su excelencia al comportamiento guiado por la
parte racional del alma.

Por tanto, la virtud ética es un hábito, no un don de la naturaleza, y así mismo, se niega con ello la
posibilidad defendida por los socráticos de que la virtud moral pueda ser susceptible de una
elaboración científica. Con ello, Aristóteles pretende señalar el papel que las pasiones juegan en la
realización de una vida virtuosa, pues muchas veces estas pasiones la obstaculizan, aun a
sabiendas de que no es lo mejor. La moralidad, por tanto, no pertenece únicamente al orden del
logos, sino también a la pasión y a las costumbres (ethos en griego, de donde proviene la palabra
ética). Diríamos que la moral requiere, por tanto, de una educación, fundamentalmente mediante
el ejemplo, que tenga como principal objetivo introducir la razón en las costumbres de manera
duradera, elaborando una serie de hábitos adecuados.

La sabiduría se refiere a lo necesario, lo que no nace ni perece; la prudencia, es la capacidad de


deliberar sobre las cosas contingentes, es decir, sobre las cosas en tanto que pueden no ser. No es,
por tanto, ciencia, sino juicio, discernimiento correcto de los posibles. La prudencia es la habilidad
del virtuoso, que guía a la virtud moral indicándole los medios para alcanzar los fines. Como virtud
intelectual, no es, sin embargo, la forma más elevada del saber; es simplemente, la capacidad de
discernir y realizar el «bien del hombre», una virtud que no conocen ni los animales ni los dioses;
es virtud media, como lo es la posición del hombre en el universo.

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