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Relación

de autores

Pedro Javier Amor Andrés


Universidad Nacional de Educación a Distancia. España.

Miguel Ángel Baca García


Licenciado en Psicología. Psicólogo de la Aldea Infantil SOS de Granada. España.

Victoria del Barrio Gándara


Universidad Nacional de Educación a Distancia. España.

Carlos Belda Grindley


Especialista en Psicología Clínica. Centro de Psicología Clínica y de la Salud MENSANA.
España. Observatorio de la Infancia en Andalucía.

María Isabel Comeche Moreno


Universidad Nacional de Educación a Distancia. España.

Miguel Costa Cabanillas


Especialista en Psicología Clínica. Universidad Autónoma de Madrid. España.

Enrique Echeburúa Odriozola


Universidad del País Vasco. España.

Máximo Carlos Etchepareborda


Neurólogo infantil. Laboratorio para el Estudio de las Funciones Cerebrales Superiores –
LAFUN. Argentina.

Philip A. Fisher
Universidad de Oregón. Estados Unidos.

Javier Fresneda
Aldeas Infantiles SOS. España

Cynthia V. Healey
Oregon Social Learning Center. Estados Unidos.

María Teresa Londoño Restrepo


Psicóloga. Responsable de la formación continua de la Escuela Nacional de Formación de
Aldeas Infantiles SOS. España.

Ernesto López Méndez


Médico, especialista en medicina familiar y comunitaria, psicólogo clínico y psicopedagogo.
España.

Félix López Sánchez


Universidad de Salamanca.

José Manuel Morell Parera


Director de la Escuela Nacional de Formación de Aldeas Infantiles SOS. Especialista en
Psicología Clínica. España.

José Ortega Pardo


Universidad Nacional de Educación a Distancia. España.

María Luisa Palencia Avendaño


Neuróloga infantil. Laboratorio para el Estudio de las Funciones Cerebrales Superiores –
LAFUN. Argentina.

María de la Fe Rodríguez Muñoz


Universidad Nacional de Educación a Distancia. España.

Paula Ruiz Morell


Psicóloga sanitaria. Centro de Psicología Clínica y de la Salud MENSANA. España.

Paloma Santamaría Grediaga


Trabajadora social en Juzgado de Familia de la Comunidad de Madrid y terapeuta de familia.
España.
Índice

Relación de autores

Prólogo

1. Teorías y modelos que explican la resiliencia


1. Introducción y objetivos
2. Resiliencia
2.1. Preguntas clave para comprender la resiliencia
2.2. Resiliencia: factores de riesgo y de protección

3. Principales estudios sobre resiliencia


4. Modelos integradores
4.1. Modelo cognitivo de Kaplan (2013) basado en el modelo de mejora de la autoestima y la teoría integrativa de la
conducta desviada
4.2. Modelo homeostático de la resiliencia de Richardson (2002)
4.3. Resiliencia y factores de personalidad: diferentes variables y un modelo
4.4. Modelos sobre resiliencia y factores de riesgo
4.5. Modelo de resiliencia basado en el afrontamiento y en la percepción de autoeficacia

5. Qué variables afectan a la resiliencia: últimos estudios al respecto


Bibliografía recomendada
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

2. Necesidades y acogimiento familiar


1. Introducción
2. Un enfoque limitado y negativo: la perspectiva del maltrato
3. Modelo desde la perspectiva del buen cuidador y el buen trato: la teoría de las
necesidades como referencia
4. Las necesidades en la infancia
4.1. Necesidades fisiológicas
4.2. Necesidades mentales
4.3. Las necesidades emocionales y sociales
4.3.1. Necesidad de comprender, expresar, compartir, regular y usar socialmente bien las emociones
4.3.2. Necesidad de seguridad emocional: aceptación, estima, afecto y cuidados eficaces
4.3.3. Necesidad de red de relaciones sociales
4.3.4. Necesidades sexuales
4.4. Necesidad de participación y autonomía

5. La clasificación de las necesidades, los factores protectores y los riesgos


6. La intervención profesional
7. Algunos abusos de la teoría de las necesidades: los malos usos de la teoría del apego
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

3. Tipos de maltrato en la infancia y adolescencia


1. Familias transgeneracionalmente perturbadas
2. Familias negligentes
3. Familias suficientemente sanas
4. Familias maltratantes
5. Familias abusadoras
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

4. Resilience y depresión en niños


1. Definición
2. Ingredientes emocionales de la resilience (fortaleza)
2.1. Relación de la resilience con emociones positivas
2.2. Relación de la fortaleza con emociones negativas
2.3. Caso específico de relación con depresión

3. Condiciones que promueven la resilience


3.1. Programas de prevención

4. Casos especiales
4.1. Madre deprimida
4.2. Suicidio

5. Factores protectores
6. Conclusiones
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

5. Infancia y adolescencia ruidosas


1. Introducción
2. Los comportamientos disruptivos, un motivo frecuente de búsqueda de ayuda
3. Los niños y adolescentes ruidosos
3.1.¿Dónde y para qué surge el comportamiento disruptivo? Una aproximación al modelo de evaluación funcional

4. Evidencias empíricas sobre los problemas de comportamiento externalizantes


4.1. Prevalencia de los problemas de comportamiento externalizantes
4.2. Factores de riesgo

5. Problemas de conducta externalizantes: cambio de paradigma hacia los programas de


fortalecimiento
5.1.¿Qué pretendemos conseguir con los programas de fortalecimiento de la resiliencia en los problemas
externalizantes?
5.2. Modelo de florecimiento del adolescente
5.2.1. La familia
5.2.2. El centro escolar
5.2.3. La comunidad o barrio
5.3. Search Institute, 40 elementos fundamentales del desarrollo

6. Programa «Vincúlate»: niños y jóvenes rebeldes y desafiantes


6.1. Paso 1: ¿de qué estamos hablando?
6.2. Paso 2: una mirada serena
6.3. Paso 3: reencontrándonos con agrado
6.4. Paso 4: la senda del comportamiento
6.5. Enseño, refuerzo y castigo
6.6. Paso 6: yo te escucho, tú me escuchas
6.7. Paso 7: resolución de problemas
6.8. Paso 8: resolviendo un conflicto
6.9. Paso 9: cuando el todo es mayor que sus partes
6.10. Paso 10: la clave: un tren de largo recorrido

Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

6. La interacción de factores de riesgo y de protección: cómo influye el contexto en el


desarrollo de la resiliencia en niños en acogimiento familiar
1. Introducción
2. El acogimiento familiar
3. Historia del acogimiento
4. Prácticas de crianza
5. El estrés ambiental
6. El estado evolutivo
7. La autorregulación
8. Contextualizar el desarrollo de la resiliencia
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

7. Los niños y adolescentes con trauma en el desarrollo


1. Una aproximación al concepto de trauma en el desarrollo
1.1. La percepción del peligro: un recurso saludable para las etapas de la vida
1.2. Aprendiendo a defendernos
1.3.¿Cómo reaccionamos ante el peligro? Una triple línea de defensa
1.4. Cuando los propios sistemas defensivos se convierten en una amenaza
1.5. Cuando el peligro se trasforma en trauma
1.6. Del estrés postraumático al trauma complejo o en el desarrollo
1.7. El apego seguro, un antídoto frente al trauma en el desarrollo

2. La evaluación del trauma en el desarrollo: una aproximación al enfoque de análisis


funcional
2.1. Síntomas traumáticos en función del estadio evolutivo
2.2. Dos procesos de evaluación basados en la práctica aplicada
2.3. Pautas generales a tener en cuenta en el proceso de evaluación
2.4. Una propuesta para la evaluación inicial del trauma en el desarrollo

3. Modelo de intervención en el trauma complejo


3.1. Apego
3.1.1. Manejo del apego por parte del cuidador
3.1.2. Sintonía
3.1.3. Respuesta consistente
3.1.4. Rutinas y rituales
3.2. Autorregulación
3.2.1. Identificación de emociones
3.2.2. Modulación
3.2.3. Expresión del afecto
3.3. Competencia
3.3.1. Función ejecutiva
3.3.2. Autodesarrollo e identidad
3.4. Integración de la experiencia traumática

Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

8. Violencia intrafamiliar y resiliencia en niños y adolescentes


1. Introducción
2. Violencia contra la pareja y consecuencias psicopatológicas en los niños y adolescentes
2.1. Exposición a la violencia de pareja en niños y adolescentes
2.2. Consecuencias psicopatológicas en niños y adolescentes en contextos de violencia contra la pareja
2.2.1. Principales consecuencias psicopatológicas en niños y adolescentes expuestos a violencia de pareja

3. Factores de riesgo y de protección relacionados con la resiliencia en niños y


adolescentes en contextos de violencia contra la pareja
3.1. Factores de riesgo
3.2. Factores de protección

4. Intervención psicológica en niños y adolescentes que viven en contextos de violencia


contra la pareja
4.1. Objetivos de la intervención
4.2. Intervención psicosocial en niños y adolescentes expuestos a violencia contra la pareja
4.2.1. La importancia de la intervención en los casos de violencia intrafamiliar
4.2.2. Tratamientos psicosociales dirigidos a fomentar la resiliencia en niños y adolescentes

5. Conclusiones
Lecturas recomendadas
Ejercicio propuesto y solución
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

9. Competencias y habilidades de los adultos que intervienen con menores


1. Introducción y objetivos
2. La comunicación interpersonal en el proceso educativo y en el fortalecimiento de la
resiliencia
2.1. La comunicación interpersonal como principio constituyente del desarrollo biográfico de los menores
2.2. La comunicación interpersonal como un eje transversal de la acción educativa
2.3. La naturaleza de la comunicación interpersonal: un encuentro entre biografías
2.3.1. Una alianza compartida
2.3.2. Una perspectiva biográfica integral
2.3.3. Una perspectiva histórica y evolutiva
2.3.4. Biografías personales selectivamente permeables
2.3.5. Una relación interdependiente, de influencias y huellas mutuas
2.3.6. Un encuentro que valga la pena, que compense
2.3.7. Al comunicarnos, les definimos
2.3.8. Somos modelos de comunicación y de conducta
2.3.9. Cuando nos comunicamos, construimos la relación y nos construimos

3. La comunicación interpersonal como fuente de empoderamiento


3.1. Promover experiencias de dominio y competencias de afrontamiento
3.2. Empoderar para fortalecer la resiliencia
3.3. Facilitar su capacidad de participación y de influencia

4. Perfil, roles y funciones de los adultos que intervienen con menores


5. Un programa de competencias y habilidades de comunicación interpersonal para el
fortalecimiento de la resiliencia
5.1. Validar
5.1.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.1.2. Cómo validar
5.2. Escuchar activamente
5.2.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.2.2. Cómo escuchar
5.3. Parafrasear
5.3.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.3.2. Cómo parafrasear
5.4. Comunicar acuerdo y compartir
5.4.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.4.2. Cómo comunicar acuerdo
5.5. Comunicar empatía
5.5.1. Qué es empatía y qué ventajas tiene
5.5.2. Cómo comunicar empatía
5.6. Preguntar
5.6.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.6.2. Cómo preguntar
5.7. Comunicar con «mensajes yo»
5.7.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.7.2. Cómo comunicar con «mensajes yo»
5.8. Comunicar reconocimiento
5.8.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.8.2. Cómo comunicar reconocimiento
5.9. Comunicar realimentación o feedback
5.9.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.9.2. Cómo comunicar feedback
5.10. Promover la comunicación bidireccional
5.10.1. Qué es y qué ventajas tiene
5.10.2. Cómo promover la comunicación bidireccional

Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

10. Programa de promoción de la resiliencia en niños y adolescentes. Promover la


resiliencia desde la familia
1. Introducción y objetivos
2. La familia como factor de protección de la resiliencia
3. Promoción familiar de la resiliencia: panorama aplicado
4. Propuesta práctica: programa educa-r
4.1. Padres democráticos para hijos resilientes: pautas positivas de crianza
4.1.1. Competencia social: «Soy agradable y comunicativo»
4.1.2. Problemas y decisiones: «Puedo resolver mis problemas»
4.1.3. Autonomía y autocontrol: «Soy responsable y puedo controlarme»
4.1.4. Autoestima y autoconfianza: «Estoy seguro de que todo saldrá bien»
4.2. Consideraciones generales sobre el programa

5. Caso práctico
Bibliografía recomendada
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

11. Promover la resiliencia desde la comunidad


1. Introducción y objetivos
2. Niños resilientes, que no invulnerables
2.1. Flexibilidad frente a la adversidad
2.2. Una competencia que se construye en los contextos de la vida
2.3. Sienten afectos porque la adversidad les afecta
2.4. Riesgos, resiliencia, vulnerabilidad

3. Marco conceptual: un modelo de bienestar


3.1. Riesgos predecibles e impredecibles
3.1.1. La acumulación de riesgos
3.1.2. La acumulación de riesgos perturba el desarrollo
3.1.3. La acumulación de riesgos no se distribuye al azar
3.2. Los factores de protección-empoderamiento-resiliencia

4. Bienestar infantil: ¿un asunto de los padres?


4.1. La familia, un contexto de protección y de riesgo
4.2. Una responsabilidad compartida
4.3. La responsabilidad de los poderes públicos

5. Enfoques para la intervención


5.1. Estrategia de alto riesgo
5.2. Estrategia poblacional-comunitaria
5.3. Un enfoque restringido, centrado en los riesgos y en el maltrato
5.3.1. Concepción restringida del maltrato
5.3.2. El estilo pasivo o de espera del sistema de vigilancia
5.3.3. La intervención para empoderar a la familia suele ser inexistente
5.3.4. Los contextos de riesgo permanecen inalterables
5.4. Un enfoque comunitario: el buen trato a los niños
5.4.1. Vigilancia comunitaria
5.4.2. Trasciende a la familia
5.4.3. Contempla los riesgos y las condiciones de resiliencia
5.4.4. Un enfoque sensible y enraizado en la comunidad

6. Estrategias para promover la resiliencia en el ámbito comunitario


6.1. Comunidad resiliente
6.1.1. Poder y control distribuido: la equidad
6.1.2. Asumir asuntos con valor y que promueven compromiso
6.1.3. Servicios básicos, accesibles y eficientes
6.2. Una comunidad participativa y con cohesión
6.3. Reducir la acumulación de riesgos y aumentar los factores de protección
6.4. Vivir en la comunidad: un escenario idóneo para la acción
6.5. Mejorar y divulgar el conocimiento de las necesidades de la infancia
6.6. Ayudar y promover la interdependencia social
6.7. Disponer de información general de las condiciones resilientes
6.8. Atrevernos a soñar
6.8.1. Compartir sueños y hacerlo comunitario
6.8.2. Detallar la razón de nuestro sueño y ponerle un nombre
6.8.3. Ir con buen equipaje: deliberar y conversar requiere validar
6.8.4. Definir objetivos
6.8.5. Buscar aliados
6.8.6. Acordar acciones
6.8.7. Valorar y evaluar los resultados
6.8.8. Establecer un plan de comunicación

Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía

Apéndice. Bases neurobiológicas de la resiliencia


1. Presentación
2. Niveles de procesamiento cognitivo en la resiliencia
2.1. Primer nivel
2.2. Segundo nivel
2.3. Tercer nivel
2.4. Cuarto nivel

3. Actividad de las estructuras frontales


3.1. Regiones del córtex prefrontal

4. Neurobioquímica de la resiliencia
5. Volver a empezar
Bibliografía

Epílogo

Créditos
Prólogo

El ser humano pertenece a la especie con mayor capacidad de adaptación. Es posible que
organismos más sencillos como las bacterias (a las que damos cobijo en una cantidad nada
desdeñable) tengan también una acreditada adaptación, incluso más antigua; pero es el ser
humano el líder, el rey, en su facilidad para adaptarse a las condiciones, siempre cambiantes,
de la vida. Somos capaces de amoldarnos a los pequeños cambios que acontecen a diario y a
los grandes sucesos que, en ocasiones, nos ponen la vida a cero y requieren todo nuestro
esfuerzo para volver a darle sentido. Este libro versa sobre este principal asunto del que todos
tenemos experiencia y que, en determinadas circunstancias, en personas —niños y
adolescentes— y en situaciones de especial labilidad, como maltrato, familias
desestructuradas, pobreza, etc., adquieren una importancia capital. ¿Son los seres humanos
capaces de sobreponerse a este tipo de situaciones?, ¿existe un factor general de protección
que facilite la adaptación?, ¿cómo podemos ayudar a esa capacidad adaptativa de la especie?,
¿se trata de una característica personal o social? Estos interrogantes y otros muchos son
abordados en este libro, que reúne una gran parte de las investigaciones que ha hecho la
psicología sobre este tema y que, a buen seguro, le ayudarán a entender este fenómeno y a
saber cómo potenciarlo.
Tendrá usted ocasión de averiguar el significado y las definiciones del término
«resiliencia», una palabra que resulta de difícil pronunciación e, incluso, escritura. Por lo que
a este prólogo se refiere, basta con reseñar que su principal característica es la flexibilidad: la
metáfora del junco que traen López y Costa es ejemplo claro de la ventaja de este arbusto
frente al roble cuando ha de adaptarse, aliarse con el viento, con el enemigo, para impedir que
dé cuenta de él. La flexibilidad psicológica significa cómo la persona es capaz de avenirse a
una situación dada. Lo hace, en primer lugar, partiendo del suceso en cuestión. No negándolo.
No es buena estrategia ignorar el viento cuando sopla; tampoco menospreciarlo o ser
optimista pensando que por el mero hecho de serlo resistiremos su embate. Hay que ser
consciente de lo que ocurre y ajustarnos a las particulares circunstancias, a menudo
cambiantes. No valen los clichés, no puede preverse todo, hemos de ser capaces de
manejarnos en la incertidumbre.
La variabilidad, la diferencia son en sí mismas adaptativas, frente a la rigidez, la rutina, la
costumbre. En términos biológicos, hay una clara preminencia del heterocigoto frente al
homocigoto. En la variabilidad está la clave. Tomando como índice la variabilidad de la
frecuencia cardiaca, reflejo de las influencias del sistema nervioso autónomo y relacionado
con la morbilidad cardiovascular, la depresión y otros problemas psicológicos, ésta disminuye
inexorablemente con la edad. El niño, el joven, tienen una mayor capacidad de ajuste a los
cambios físicos y emocionales relacionados con la actividad cardiaca. Entre los adultos, la
presencia de problemas psicológicos crónicos se relaciona con una merma de dicha
variabilidad.
La diferencia es buena, por tanto. No somos todos iguales, afortunadamente. No tenemos
los mismos valores, ni idénticas habilidades, biografía o referencia social. Tenemos muchas
cosas en común, pero tal vez lo más importante es lo que nos diferencia. Se puede acordar —
así encontrará usted argumentos en el libro— que un estrato social medio o alto favorece la
resiliencia, del mismo modo que la pobreza la disminuye; sin embargo, y dando por sentado
que se ha de optar por la mejor de las condiciones socioeconómicas, esto no garantiza la
flexibilidad psicológica más que otras condiciones menos favorables.
Nos comportamos de forma distinta según las circunstancias y ello nos enriquece, nos da
flexibilidad. Su ausencia nos hace rígidos, estereotipados, previsibles, inadaptados, en suma.
Como podrán descubrir en el libro, cada uno de nosotros tiene múltiples contextos y roles que
le permiten ejercitar esa flexibilidad. Es una experiencia magnífica estar ora como hijo, ora
como hermano, ora como compañero, ora como enfermo, ora como sano… Ajustarnos a cada
papel y circunstancia contribuye notablemente a enriquecernos en esa flexibilidad que es
muestra de lo que es la vida: adaptación, cambio e incertidumbre. La incertidumbre no es cosa
agradable, pero, como el viento, no por negarla deja de existir.
De acuerdo, flexibilidad psicológica, resiliencia, como forma de adaptarnos aceptando lo
que acontece, pero ¿para qué? Bueno, siempre es mejor adaptarse que no hacerlo, podría
señalarse. No es ésta, sin embargo, la razón. Adaptarse para alcanzar nuestros objetivos, de
acuerdo con nuestros proyectos y valores. También podrán leer sobre valores en el libro. Sin
ellos, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿para qué afanarse? La flexibilidad psicológica nos permite
seguir trabajando por nuestros valores (ser amigo de mis amigos, ser honesto, respetarme a mí
mismo, etc.) conllevando las circunstancias, a veces propicias, a veces no, en ocasiones
agradables y animosas y en otras desagradables y desmotivadoras.
La resiliencia se asocia comúnmente a sucesos de cierta gravedad: catástrofes, violencia,
maltrato, etc. De algún modo se trata de hacer valer cómo incluso en situaciones dramáticas es
posible no sólo no sucumbir, sino fortalecerse. En efecto, seguro que puede ser así; sin
embargo, ¿quién quiere fortalecerse a ese precio? Nadie, seguramente. Esos mensajes que dan
la bienvenida a una enfermedad, discapacidad, etc., como una oportunidad para el
fortalecimiento deben «hacérselo mirar», como coloquialmente se dice, por su dosis de
irrealidad. La resiliencia debe ejercitarse día a día, en situaciones cotidianas, no sólo en los
grandes desastres. Difícilmente nos va a fortalecer una situación grave cuando no somos
capaces de afrontar de modo flexible el día a día. Por eso potenciar todos aquellos factores
que facilitan la flexibilidad frente a la rigidez, la aceptación frente a la evitación y el
comportamiento decidido acorde con nuestros proyectos y valores frente a la inacción
constituye un camino adecuado para fortalecer la resiliencia. No hay que esperar a que suceda
algo grave. Mejor no esperar.
El libro parte de una conveniente definición del concepto de resiliencia, su comprensión
terminológica y los estudios que muestran que se trata de un fenómeno interactivo del
individuo con el medio, y ofrece los diversos modelos que dan cuenta de la multiplicidad de
factores implicados. Los coordinadores de la obra han hecho un excelente trabajo al respecto.
Félix López, que ya abordó el tema sobre las necesidades en la infancia y adolescencia en un
excelente libro en esta misma editorial, recoge dichas necesidades en el contexto del
acogimiento familiar; necesidades específicas que es preciso considerar en un entorno siempre
difícil, pues el acogimiento deriva de problemas. Este capítulo introduce y prepara el
problema del maltrato, que es abordado por Paloma Santamaría y María Teresa Londoño con
una perspectiva práctica y completa. Sólo con esta perspectiva puede entenderse la
resiliencia. Victoria del Barrio aborda un problema emocional caracterizado como clínico, la
depresión, en los niños. Buena ocasión para estudiar la resiliencia, o mejor la fortaleza, como
ella propone frente a la mera traducción del término resilience. Sin embargo, los niños y
jóvenes no sólo tienen retos emocionales, sino también de ajuste al entorno familiar y social.
José Manuel Morell, Miguel Á. Baca, Carlos Belda y Paula Ruiz recogen estos aspectos en
relación con la resiliencia: son los problemas del comportamiento que ellos etiquetan de
forma ingeniosa como infancia o adolescencia «ruidosa», frente a la «silenciosa» de los niños
deprimidos. Cynthia V. Healey y Philip A. Fisher abordan a continuación un tema esencial: la
identificación de factores protectores y favorecedores de la resiliencia en el contexto del
acogimiento; de ello se deduce que pueden definirse factores de protección frente a factores de
riesgo. José Manuel Morell, Miguel Á. Baca y Carlos Belda tratan, a continuación, un asunto
de especial enjundia: el trauma grave en el desarrollo, y lo hacen desde una perspectiva
comprensiva incluyendo modelos concretos de intervención. La violencia en el seno de la
familia es un tema singular que requiere una atención específica. Pedro J. Amor y Enrique
Echeburúa se centran en este aspecto, con un enfoque orientado a la resiliencia. Desde una
perspectiva aplicada, Ernesto López y Miguel Costa explican cómo ser competentes en la
promoción de la resiliencia cuando, como adultos, intervenimos e interaccionamos con los
menores. Estos autores no sólo nos dicen cómo hacerlo sino que contribuyen a aclarar qué
factores son los responsables de la resiliencia. De una forma ya explícita, José Ortega y María
I. Comeche ofrecen un programa de promoción de la resiliencia desde la familia: se trata de un
instrumento bien fundamentado y listo para ser aplicado. Finalmente, Miguel Costa y Ernesto
López nos traen un trabajo imprescindible en una obra de estas características, a saber, la
responsabilidad de la comunidad, en un sentido amplio (institucional y político), en la
vulnerabilidad y los factores de protección, en términos de promoción de la resiliencia. El
cuidado y el fortalecimiento de los niños y adolescentes corresponden a todos y deben ser
tutelados por todos.
En suma, tiene el lector en sus manos una completa obra que le permitirá un acercamiento
científico-profesional a la resiliencia, en especial en el entorno de la infancia y la
adolescencia, un abordaje que no sólo tiene sentido en situaciones difíciles originadas por la
violencia, el maltrato o el trauma, sino también en las condiciones ordinarias, como medio de
fortalecer, haciendo más flexible el modo en que los niños y adolescentes se integran en el
medio social, vital para su desarrollo personal.

ROBLEDO DE CHAVELA en abril de 2015.


MIGUEL ÁNGEL VALLEJO PAREJA
Catedrático de Psicología. UNED.
1
Teorías y modelos que explican la resiliencia
MARÍA DE LA FE RODRÍGUEZ MUÑOZ

La vida cobra más sentido cuanto más difícil se hace.


Tan sólo existe un problema auténticamente serio, y es el de juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida.
Y la vida vale la pena porque hay razones, hay muchos motivos por los cuales vivir, y esto es lo que le da sentido a la
existencia humana. Pero el sentido de la vida no puede ser dado, sino que debe ser hallado por uno mismo.
El hombre es hijo de su pasado pero no esclavo de su pasado y es padre de su porvenir.

VICTOR FRANKL

1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS

Durante más de un tercio del siglo pasado se estudió en Hawái, de forma longitudinal, una
cohorte de 698 niños que vivían en condiciones muy nocivas para su salud e integridad.
Cuando los niños examinados, treinta años después, se convirtieron en adultos, se pudo
observar que un tercio de ellos habían evolucionado en positivo convirtiéndose en adultos
competentes y bien integrados (Werner y Smith, 1982, 1992). Aunque este trabajo, en un
principio, no tenía como objetivo fundamental el estudio de la resiliencia, con el tiempo se ha
convertido en todo un referente en las investigaciones al respecto (Vera, Carbelo y Vecina,
2006). Esta investigación longitudinal vino a cuestionar por primera vez las creencias
tradicionales que mantenían un fuerte determinismo en la vida de los individuos. Los trabajos
posteriores han seguido demostrando que un niño con una infancia infeliz no se convierte
necesariamente en un adulto fracasado. Todo ello está intrínsecamente ligado al fenómeno de
la resiliencia, objeto principal del libro que ahora se introduce. En efecto, el presente trabajo,
además de dar a conocer en mayor medida la resiliencia, ofrece una serie de propuestas de
cómo se puede promover ésta en los niños y jóvenes para conseguir que, aunque hayan vivido
una experiencia difícil en sus vidas, sean adultos competentes y felices.
¿Qué significa exactamente resiliencia? ¿Qué dicen los estudios de psicología al respecto?
¿Qué teorías explicativas se han desarrollado? El presente capítulo trata, pues, de responder a
estas preguntas revisando los trabajos más recientes publicados. Los objetivos, por tanto, son:

a) Definir con claridad la idea de resiliencia y todos los conceptos asociados.


b) Conocer las líneas de investigación más importantes sobre resiliencia.
c) Conocer las teorías más relevantes que se han desarrollado sobre el concepto.
2. RESILIENCIA

El término «resiliencia» es una expresión familiar y amigable que, en numerosas ocasiones,


se maneja sin precisión, utilizándola como sinónimo para definir cualquier situación de
superación por parte de un individuo. Conviene, por tanto, comenzar este trabajo definiendo el
significado más preciso de resiliencia en el contexto de la psicología. Solamente
comprendiendo bien el concepto podremos desarrollar y promocionar la resiliencia en los
niños. Enseñar a los niños a tener resiliencia es algo más que enseñarles a ser fuertes ante la
adversidad, y en estas páginas trataremos de entender por qué el concepto de resiliencia va
más allá de la fortaleza y qué factores influyen en la aparición o no de ésta.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su 23.ª edición, señala dos
acepciones para el término «resiliencia». Los dos significados tienen un denominador común:
la capacidad de volver a la situación inicial después de haber sufrido cualquier distorsión. A
nivel psicológico, el Diccionario define la resiliencia como: «capacidad humana de asumir
con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas». La segunda acepción se relaciona
con la mecánica y es la «capacidad de un material elástico para absorber y almacenar energía
de deformación».
Pero ¿por qué la psicología está interesada en la resiliencia?, ¿por qué se ha aumentado el
interés a lo largo de los últimos años por la resiliencia? Como se ha avanzado, la resiliencia
se comenzó a estudiar de forma longitudinal en Hawái, pero fundamentalmente en los últimos
veinte años se han ampliado los trabajos al respecto de manera significativa. Podría parecer
que la resiliencia es una palabra mágica, que habla de la capacidad casi milagrosa de
recuperación que pueden tener algunas personas. Sin embargo, décadas de trabajo nos
permiten concluir que existen multitud de factores que influyen en su aparición y desarrollo a
lo largo del ciclo vital de individuo. Algunos trabajos —estudios longitudinales— se han
centrado en mostrar las consecuencias tan positivas de la resiliencia; otros, en intentar
diferenciar si la resiliencia es producto del aprendizaje o bien existe cierta predisposición;
otros analizan los factores de protección y cómo desarrollarlos... El incremento tan importante
de la investigación es debido, al menos, a cuatro diferentes razones que se analizan a
continuación (Goldstein y Brooks, 2013).
Figura 1.1.

En primer lugar, un argumento de tipo epistemológico: el cambio del foco del interés de la
psicología desde la psicopatología hacia la psicología positiva. La psicología ha estado
tradicionalmente centrada en comprender la patología y la enfermedad mental, y el enfoque de
la resiliencia es diametralmente opuesto. Seligman, en la conferencia inaugural de su
presidencia de la APA (American Psychology Association) en 1996, concluyó su discurso
señalando que «la psicología no es una mera rama del sistema de salud pública, ni una simple
extensión de la medicina; nuestra misión es mucho más amplia. Hemos olvidado nuestro
objetivo primigenio, que es hacer mejor la vida de todas las personas, no sólo de las personas
con una enfermedad mental. Llamo a nuestros profesionales y a nuestra ciencia a retomar esta
misión original justo ahora que comienza un nuevo siglo» (Seligman, 1996). En este objetivo
de «hacer mejor la vida de todas las personas» se encuentra la resiliencia. Esta explicación se
centra en el posicionamiento de la psicología como ciencia que también estudia las cualidades
y emociones positivas del ser humano que le ayudan a vivir mejor, más allá de la patología.
En segundo lugar, y como consecuencia del anterior argumento, la resiliencia ha cobrado
importancia por las implicaciones que puede tener a nivel clínico y terapéutico. Promocionar
la resiliencia puede ser utilizado como un enfoque preventivo pero igualmente como elemento
de intervención para aquellos niños que ya han desarrollado una patología. De hecho, los
estudios longitudinales que se vienen realizando tratan de investigar la interacción entre los
factores de riesgo y los factores protectores para desarrollar modelos que sean útiles en la
práctica clínica. Esto es lo que Goldstein y Brooks (2013) han venido a denominar la
«psicología clínica de la resiliencia». Este enfoque no busca patologizar, más bien lo
contrario: busca empoderar, ayudar y fortalecer al individuo para que palíe su sufrimiento,
como defiende Seligman.
En tercer lugar, concurre un argumento de tipo sociológico. Los seres humanos hemos
estado siempre expuestos a riesgos (muerte, catástrofes naturales, guerras, falta de
alimentos...). Estos riesgos han aumentado con la implantación de las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación (TIC), que han generado fenómenos hasta ahora insospechados.
Un caso de acoso escolar, que hace tiempo nacía y moría entre los muros de la escuela, puede
saltar hoy fácilmente a las redes sociales y convertirse en un vídeo al alcance de innumerables
personas. Una víctima potencial de abusos sexuales puede verse, mediante la red, mucho más
expuesta e indefensa de lo que habría estado antes. Asimismo, las TIC están provocando que
los menores cada vez pasen más horas delante del ordenador, de una tableta, de un
smartphone o de la videoconsola. Esto puede llevar asociada una pérdida de relaciones y
vínculos sociales que son tan importantes para el desarrollo de los niños y de su actitud de
resiliencia ante la vida. Por ello parece claro que los niños que han nacido en esta era de las
tecnologías pueden tener más riesgos potenciales a los que hacer frente derivados del uso de
las TIC.
Y, finalmente, en cuarto lugar, un argumento de tipo económico. La situación de crisis que
en el último lustro ha asolado a las economías occidentales ha provocado la creación de
nuevas bolsas de pobreza. Ser pobre implica también un menor acceso a los recursos
sanitarios, escolares, de alimentación... En España los datos del INE son muy claros: un 20,4
por 100 se encuentra por debajo del umbral de la pobreza. En este sentido las estadísticas
también recogen que el 16,9 por 100 de los hogares españoles manifiestan llegar con «mucha
dificultad» a final de mes, lo que supone un aumento de un 3,4 por 100 frente a la encuesta del
año 2012 (Encuesta de Condiciones de Vida, Instituto Nacional de Estadística, 2013). En
suma, cada vez tenemos un número mayor de personas en riesgo de exclusión por cuestiones
económicas, lo que las hace más vulnerables frente a la adversidad. Ser pobre no es solamente
una mera cifra económica: ser pobre supone dificultades en el acceso a la educación y la salud
de los niños, ser pobre significa no poder comer o no poder hacerlo equilibradamente, como
les está ocurriendo a muchos niños en nuestro país. Esta situación económica está aumentando
los riesgos potenciales a los que se ve expuesta la infancia.
Estos cuatro argumentos, los dos primeros de corte conceptual y los segundos de tipo más
sociológico, son un acicate para promover la resiliencia en la infancia que se encuentra en
riesgo. Pero, antes de referirnos al plano de la intervención, conviene adentrarse en diferentes
aspectos conceptuales que encuadren la resiliencia.
2.1. Preguntas clave para comprender la resiliencia

Siguiendo la propuesta de Kaplan (2013) y Khanlou y Wray (2014), a continuación se van a


plantear una serie de cuestiones que tienen por objeto ilustrar al lector sobre el concepto de
resiliencia antes de formular su definición. Dado que el término «resiliencia» en ocasiones se
utiliza con una enorme laxitud, conviene atender a todas estas cuestiones previas para conocer
con exactitud a qué nos estamos refiriendo.

1. ¿La resiliencia es producto únicamente de los individuos y las características que éstos
tengan o también está relacionada con la interacción del individuo con su grupo o
comunidad? La resiliencia se ha estudiado con diferentes tipos de poblaciones (mujeres,
niños con problemas de aprendizaje, adolescentes...) y en muchos de estos estudios se
trataba de investigar el peso de las variables individuales frente a las grupales. Todo
parece indicar, y los resultados de los estudios así lo demuestran, que la resiliencia de
un individuo se construye en el grupo/sociedad en el que vive modelando sus variables
personales (Gilliespie, Chaboyer y Grimberk, 2007; Gilliespie, Chaboyer, Wallis y
Grimberk, 2007). Aunque las variables personales tienen importancia, son factores de
tipo relacional los que más peso tienen en la construcción de la resiliencia en el
individuo. Radke-Yarrow y Sherman (1990), citados por Kaplan (2013), señalan que en
un nivel social las conductas de afrontamiento exitosas son aquellas que contribuyen al
bienestar personal y al bienestar de los otros... El niño que llega a ser un superviviente
es un niño que está feliz consigo mismo, es un niño física y conductualmente saludable y
además es alguien que está aprendiendo a aportar a su sociedad (p. 146). Por todo ello,
parece que la resiliencia se construye en la interacción del individuo con el grupo
social al que pertenece.
2. ¿Es la resiliencia lo opuesto a la «no resiliencia» o vulnerabilidad? Estos conceptos no
siempre son contrarios, ya que dependen de los riesgos externos que puedan sobrevenir.
Resiliencia y vulnerabilidad son los dos extremos de un continuo en el que también hay
que incluir variables como los estresores a los que se tenga que enfrentar el individuo y
la capacidad de sobreponerse a ellos. En este sentido, resiliencia viene a significar «la
bondad de ajuste» que tiene un individuo a las demandas situacionales y a las
contingencias del ambiente utilizando su capacidad de resolver problemas en función de
las circunstancias. La fragilidad o vulnerabilidad implica: poca flexibilidad, escasa
capacidad de adaptación e inhabilidad para responder a los requerimientos de la
situación. Un individuo vulnerable puede manifestar la tendencia a perseverar en sus
errores, además de tener dificultades para recuperarse cuando aparece un evento
traumático o estresante. Téngase en cuenta, por ejemplo, que estar enfermo no es lo
contrario que estar saludable. En este mismo sentido, no ser vulnerable no significa lo
mismo que tener resiliencia. Hay personas que sin estar enfermas no tienen conductas
saludables, de igual modo que hay personas no vulnerables que no tienen resiliencia. De
todo ello se puede deducir que resiliencia y vulnerabilidad no son exactamente
términos opuestos sino más bien los extremos de un continuo en los que influyen
factores de adaptación. La resiliencia va más allá de la mera vulnerabilidad o
invulnerabilidad.
3. ¿Se debe definir la resiliencia en términos de respuesta al estrés o más bien como uno
de los factores que interaccionan con él para producir una respuesta adaptativa? Los
estudios apuntan que la resiliencia no es el resultado de sufrir un acontecimiento vital
estresante, sino más bien el producto de la interacción de diferentes variables
(aprendizaje de nuevas estrategias, crecimiento personal, capacidad de solución de
problemas, iniciativa...) que aparecen con el objetivo de dar respuesta a esta fuente de
estrés (Kaplan, 2013). Por tanto, la resiliencia no es una mera respuesta directa al
estrés. La resiliencia es un proceso que necesita la interacción de diferentes
estrategias y que va más allá del estrés puntual más o menos intenso que pueda
sufrir un individuo.
4. ¿Es la resiliencia un fenómeno que aparece o desaparece en función de las situaciones
vitales o, por el contrario, es un constructo que tras la exposición a acontecimientos
vitales estresantes «reestructura» al individuo? La respuesta nos traslada al mito griego
del «ave fénix» que resurgió de sus cenizas. Las crisis vitales tienen que ser vistas como
confrontaciones que ayudan a replantearse la forma de enfocar nuestra vida y a crecer.
Los estresores, los problemas, debemos verlos como parte fundamental de nuestras
vidas que nos sirven para madurar y reenfocar el prisma con el que miramos nuestro día
a día. La conclusión de todo ello sería que los problemas forman parte de la vida pero
se puede aprender a tener resiliencia, y esta forma de afrontar el mundo nos puede
acompañar para toda nuestra vida, al menos en una determinada dirección.
5. Siendo así, los individuos son siempre capaces de generalizar. Es decir, ¿es la
resiliencia un concepto general para todas las dimensiones de la vida o se configura en
función de los contextos particulares? Las investigaciones (Luthar, Cichetti y Becker,
2000) parecen señalar que es más bien lo segundo. La resiliencia depende de las
diferentes esferas del individuo (personal, familiar, social) y, por tanto, éstos no
siempre son capaces de generalizar. En conclusión, existen diferentes dimensiones
dentro de la resiliencia. Un individuo puede tener resiliencia y afrontar con éxito y
crecimiento los problemas en un área de su vida. Sin embargo, ello no es garantía de
que ocurra lo mismo en otra faceta de su vida.

La resiliencia no elimina los riesgos o situaciones adversas, pero contribuye a que los
individuos nos enfrentemos con eficacia a esas situaciones. Brooks y Goldstein (2004)
defienden que la resiliencia también refleja una cierta «capacidad de reserva». La resiliencia
vendría a ser una especie de «parachoques» psicológico que nos ayuda a crecer frente a las
adversidades de la vida.
Una vez analizadas todas estas cuestiones previas, cabe preguntarse: ¿cuál es la definición
de resiliencia? Como entenderá el lector, muchos han sido los autores que han tratado de
definir el término, y por ello presentamos un cuadro-resumen (tabla 1.1) con las principales
definiciones. Todas ellas tienen varios elementos en común: la presencia de un acontecimiento
vital negativo, la adaptación a la adversidad, la capacidad de sobreponerse y el dinamismo.

TABLA 1.1

Definiciones de resiliencia (adaptada de Flecher y Sarkar, 2013, y Becoña, 2006)

— Los factores de protección que modifican, mejoran o alteran la respuesta de una persona a algún peligro ambiental. Si no
existieran estos factores de protección, entonces la persona tendría una predisposición a dar una respuesta mal adaptada
(Rutter, 1987).
— Rasgo psicológico que pertenece al self, que capacita a los individuos para el éxito frente a la adversidad y que puede
ser reforzado o desgastado por ésta (Bartelt, 1994).
— Proceso de afrontamiento de eventos vitales desgarradores, estresantes o desafiantes de un modo que proporciona al
individuo una protección adicional y más habilidades de las que tenía antes de dichos eventos disruptivos (Richardson,
Nieger, Jensen y Kumpfer, 1990).
— El proceso, la capacidad o el resultado de una adaptación exitosa a pesar de los desafíos, amenazas o circunstancias
(Masten, Best y Garmezy, 1990).
— Un proceso dinámico que abarca la adaptación positiva de un individuo en un contexto de adversidad (Luthar, Cicchetti y
Becker, 2000).
— Una clase de fenómeno que se caracteriza por los buenos resultados a pesar de las serias amenazas para la adaptación o
el desarrollo (Masten, 2001).
— Las cualidades personales que permiten prosperar en medio de la adversidad (Connor y Davidson, 2003).
— La capacidad de sobreponerse a hechos potencialmente perjudiciales, como la muerte o el final de una relación, la
violencia o una amenaza para la vida, manteniendo niveles relativamente estables y saludables de funcionamiento
psicológico y físico, así como la capacidad de generar experiencias y emociones positivas (Bonnano, 2004).
— La capacidad de los individuos para hacer frente con éxito a los cambios significativos, la adversidad o el riesgo (Lee y
Cranford, 2008).
— La estabilidad de un individuo o su rápida recuperación (o crecimiento) en condiciones adversas significativas (Leipold y
Greve, 2009).
— Proceso consistente en superar los efectos negativos de exponerse a un riesgo, afrontarlo eficazmente y evitar, en la
medida de lo posible, las trayectorias negativas asociadas a él (Fergus y Zimmerman, 2005).
— El concepto de resiliencia no implica tanto que el individuo sea invulnerable al estrés, sino más bien la habilidad de
recuperarse de eventos negativos (Garmezy, 1991).
— La resiliencia es el desarrollo normal del individuo que ha crecido en situaciones difíciles (Fonagy et al., 1994).
— La habilidad para afrontar exitosamente el estrés y los eventos adversos procede de la interacción de diversos elementos
en la vida del niño como: sus características biológicas e internas, especialmente la inteligencia; su temperamento y el
locus de control interno o dominio; el entorno familiar y comunitario en el que vive, especialmente en lo referente a su
crianza y los factores de apoyo que están presentes, y el número, intensidad y duración de circunstancias estresantes o
adversas por las que ha pasado el niño (Becoña, 2006).

De una manera integradora, analizando todas las cuestiones expuestas anteriormente, se


propone la siguiente definición, que trata de explicar la resiliencia desde la perspectiva de la
interacción de las diferentes variables que pueden influir: la resiliencia es la habilidad para
afrontar los elementos adversos, cualidad que viene determinada por características
idiosincráticas del niño (inteligencia, personalidad...), características familiares establecidas
por las pautas de crianza y apego que le presten los padres o cuidadores y las particularidades
de la comunidad (ambiente, escuela...) donde viva. La interacción de todos estos factores
posibilita a los menores que, por diferentes razones, se encuentran en riesgo psicosocial la
capacidad de enfrentarse con éxito a la adversidad. Dentro de un mismo individuo pueden
coexistir diferentes grados de esta capacidad de resiliencia. Este mayor o menor nivel de
resiliencia depende de los sistemas de apoyo con los que se cuente y los cambios a lo largo
del tiempo. Esta definición recoge la propuesta reciente de Khanlou y Gray (2014), que
entiende la resiliencia como un proceso (va más allá de un acontecimiento único), un continuo
(más que un concepto basado en términos opuestos: resiliencia-vulnerabilidad) y un concepto
global con diferentes dimensiones (personal, familiar, grupal...).

2.2. Resiliencia: factores de riesgo y de protección

Hablar de resiliencia implica también hablar de adversidad. Para que un individuo


desarrolle la resiliencia, como se ha visto en las definiciones anteriores, debe enfrentarse a
una situación de riesgo que provoque el crecimiento personal. Relacionadas con el riesgo y la
adversidad, existen distintas palabras clave que se recogen de forma resumida en la tabla 1.2,
junto a su definición y ejemplos para facilitar su comprensión.

TABLA 1.2

Definiciones y ejemplos de palabras clave relacionadas con resiliencia (adaptada de Brooks y Goldstein, 2004, y
O’Dougherty, Master y Narayan, 2013)

Palabra clave Definición Ejemplo

Adversidad. Alteraciones en las funciones o en la Desastres naturales, conflictos políticos, pobreza o maltrato
viabilidad de un sistema. Experiencias infantil.
que amenazan la adaptación o
desarrollo de dicho sistema.

Riesgo. Elevada posibilidad de que aparezca un Posibilidad de desarrollar alguna enfermedad (por ejemplo,
problema indeseado. cáncer, esquizofrenia...) en familias con enfermos de este tipo.

Factores de Una característica medible en un grupo Nacimiento prematuro, divorcio de los padres, pobreza,
riesgo. de personas o su situación que predice maltrato...
un resultado negativo sobre un criterio
específico.

Riesgo Aumento del riesgo debido a: Los niños que viven en una familia sin hogar suelen presentar
acumulativo. riesgos acumulativos. Así, pueden vivir en familias
— Presencia de múltiples factores monoparentales, presentar desnutrición, dificultades en el
diferentes de riesgo. acceso a la educación y a la sanidad...
— Apariciones múltiples en el tiempo
del mismo factor.
— Efectos acumulativos de los
factores de riesgo.
Vulnerabilidad. Predisposición. Los niños ansiosos son más proclives a padecer enfermedades
Susceptibilidad a padecer resultados por la bajada de defensas.
indeseables.

Riesgo Factores de riesgo experimentados Vivir en una familia desestructurada.


proximal. directamente por el niño.

Riesgo distal. Riesgo vinculado al contexto ecológico Recesión económica, altas tasas de violencia en la comunidad.
del niño que está influyendo en los
riesgos proximales que experimenta.

Hitos y tareas Hitos o logros en el desarrollo previstos Aprender a caminar, control de esfínteres, aprendizaje de la
en el para los niños en función de su edad y lectoescritura, capacidad de autonomía.
desarrollo de del contexto en que vive.
los individuos.

Todos estos conceptos, recogidos en la tabla 1.2, ponen de manifiesto que el riesgo que
puede experimentar un individuo no aparece de manera unidireccional. En la mayoría de las
ocasiones, surgen diferentes riesgos a un mismo tiempo que van desde los más externos (por
ejemplo, los riesgos asociados a la comunidad o contexto ecológico) hasta los más internos
(por ejemplo, grado de desarrollo madurativo de un individuo). Cuando un niño, por ejemplo,
pierde a sus padres, no solamente se encuentra con la adversidad de la pérdida sino que
también puede ser más vulnerable a padecer enfermedades, a cambiar de lugar de residencia o
de estatus socioeconómico, a tener dificultades de tipo escolar... De modo que la relación
entre los diferentes riesgos y adversidades que pueda experimentar un niño no es
exclusivamente lineal, sino multicausal, con posibles interacciones entre unos y otros.

TABLA 1.3

Factores de protección y compensación asociados a la resiliencia (adaptada de Becoña, 2006, Brooks y Goldstein,
2004, y O’Dougherty, Master y Narayan, 2013)

Características del niño:

— Buenas capacidades cognitivas, de resolución de problemas y de funcionamiento ejecutivo.


— Sociabilidad y capacidad de adaptación al entorno social.
— Habilidad para crear y mantener relaciones sociales.
— Autoestima, autoeficacia.
— Características valoradas por la sociedad (talento, sentido del humor, atractivo...).
— Perspectiva positiva de la vida. Esperanza. Optimismo.
— Insight.
— Capacidad de dar sentido a la vida.
— Capacidad de empatía.
— Establecer metas y expectativas realistas.
— Determinación y perseverancia.
— Comunicación efectiva.
— Aprender tanto del éxito como del fracaso.
— Sentirse especial (no egocéntrico) mientras se ayuda a los demás.

Características familiares:

— Ambiente familiar estable.


— Relación armoniosa entre los padres.
— Sentirse querido y cuidado.
— Estilo parental educativo adecuado. Establecimiento de normas y límites.
— Relaciones positivas con la familia extensa.
— Padres involucrados en la educación de sus hijos.
— Buen nivel educativo de los padres.
— Afiliación religiosa.
— Estatus socioeconómico.

Características de la comunidad:

— Vecindario seguro.
— Bajos niveles de violencia.
— Medio ambiente limpio.
— Casas confortables.
— Acceso a centros culturales, recreativos o bibliotecas.

Escuela:

— Profesores competentes.
— Estructura de apoyo adecuada a los alumnos de Necesidades Educativas Especiales.
— Amplios recursos (musicales, deportivos...).

Alto grado de empleabilidad para adultos y adolescentes.

Cobertura sanitaria.

Acceso a los servicios de emergencia (policía, bomberos...).

Sistemas de mentoria y apoyo por parte de los adultos.

Características sociales y culturales:

— Políticas de apoyo a la infancia.


— Políticas de prevención de la violencia.

En sentido contrario, la resiliencia hace también referencia a factores protectores de los


individuos (tabla 1.3). Estudiar cuáles son y cómo influyen para facilitar su aparición puede
ser una buena manera de proteger a los individuos que se encuentran en situación de riesgo.
Los investigadores han establecido dos tipos de correlatos positivos. En primer lugar, los
llamados «factores compensadores», que se asocian con una buena adaptación al riesgo; estos
factores de protección se encuentran en el individuo antes de que el riesgo aparezca. En
segundo lugar, los «factores protectores», que parecen tener especial importancia para la
adaptación positiva. Los factores de compensación surgen una vez el individuo está
experimentando el riesgo.
En último término, la resiliencia busca el éxito vital, pero tener éxito no significa alto
estatus social o económico. Un individuo con éxito es alguien que se siente satisfecho consigo
mismo, que experimenta seguridad y fuerza interior. El éxito incluye un conjunto de aspectos
como tener relaciones positivas, experimentar satisfacción en el trabajo y en los otros roles
que un individuo puede desempeñar (padre, madre, hijo, amigo...), además de un sentimiento
de optimismo y de pertenencia a un grupo y/o comunidad. Los factores de protección-
compensación pueden actuar simultáneamente facilitando la aparición de la resiliencia, la
adaptación y el éxito vital (entendido en los términos expuestos anteriormente).

3. PRINCIPALES ESTUDIOS SOBRE RESILIENCIA

Los primeros estudios de resiliencia aparecieron en los años setenta. Estos estudios partían
de un modelo biomédico centrado a su vez en la teoría psicoanalítica, y, en la mayoría de los
casos, se realizaron en un ámbito restringido, lo que propició que sus teorías tuvieran poca
utilidad práctica (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013). Sin embargo, no podemos dejar de
valorar que estas primeras aproximaciones pusieron el foco en la posibilidad de realizar un
desarrollo positivo frente a las situaciones adversas que pueda experimentar un individuo
durante su infancia.
El estudio de la resiliencia, a partir de estos primeros desarrollos psicoanalíticos, ha
avanzado en cuatro diferentes enfoques que se identifican a continuación (O’Dougherty,
Masten y Narayan, 2013; Masten, 2007; Salztman et al., 2011).

Primer enfoque: estudios basados en identificar los factores individuales que


promueven la resiliencia
La idea de que los individuos pueden «caerse y levantarse más fuertes» encaja
perfectamente en la idiosincrasia del espíritu americano, que tiene como referencia histórica
las adversidades sufridas por los primeros pobladores de la Costa Este a partir de la llegada
del Mayflower. En este contexto surgen en Estados Unidos los primeros trabajos, que se
centran especialmente en las características y factores personales de los individuos con
resiliencia. Los investigadores se interesaron en evaluar qué variables individuales podrían
ser las responsables de las diferencias entre niños que han compartido similares situaciones
de riesgo. Entre los factores estudiados durante este período se encuentran tres grandes
grupos. En primer lugar, las capacidades cognitivas y su relación con la resiliencia. En
segundo término, las habilidades sociales como mecanismos de adaptación y respuesta al
entorno. Y en tercer lugar, variables de personalidad tales como «dureza» o el locus de control
(O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013; Salztman et al., 2011).

Segundo grupo: estudios basados en una perspectiva del aprendizaje. Entender la


resiliencia como fruto de un proceso del desarrollo y de interacción con el medio
Este segundo grupo de teorías, aparentemente contrapuesto al primero, se basa en un hecho
clave: se puede aprender a tener resiliencia (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013). La
resiliencia es un proceso de aprendizaje que se incrusta en el desarrollo del individuo y es
adaptativo. Siguiendo la teoría de desarrollo de sistemas (Bronfenbrenner y Crouter, 1983), la
resiliencia debe entenderse desde el punto de vista relacional. El foco pasa de estar en el
individuo a estar en la familia y el contexto comunitario. Estos elementos actúan en un
complejo patrón de interacciones y transacciones (factores de riesgo-individuo-entorno) que
afectan al individuo propiciando la aparición de la resiliencia. En esta área se han prodigado
estudios sobre la importancia de las pautas de crianza en niños de acogimiento familiar o el
impacto de la pobreza en la resiliencia de los niños (Salztman et al., 2011).
En este sentido, la resiliencia no es una característica absoluta ni si adquiere una vez en la
vida y sirve para siempre. Más bien lo contrario: la resiliencia es un proceso asociado al
cambio, al dinamismo y al aprendizaje que varía según las circunstancias, la etapa vital, el
contexto y la cultura en los que vive el individuo y que puede ser expresado de muy diferentes
formas y maneras (Vera, Carbelo y Vecina, 2006).

Figura 1.2.
Tercer enfoque: estudios basados en las intervenciones sobre resiliencia
Todas las lecciones aprendidas en los estudios anteriores han sido empleadas en este tercer
enfoque. Los estudios adscritos a esta vía intentan traducir la ciencia básica sobre resiliencia
en programas aplicados (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013). En este grupo de estudios se
trata, por tanto, de diseñar programas de intervención efectivos y eficaces que promuevan la
resiliencia en los niños, siguiendo el enfoque de la psicología clínica. Pese a que existen
ciertas características intrínsecas de los individuos, éstos pueden aprender a tener resiliencia,
y la psicología puede aportar programas efectivos y eficaces que promuevan dicho enfoque.
Señala Becoña (2006), por ejemplo, que los hijos de padres divorciados tienen con mayor
frecuencia problemas de salud mental, menor rendimiento académico y mayor consumo de
drogas que los hijos de padres no divorciados. Estos factores de riesgo se vieron disminuidos
al trabajar con estos niños la resiliencia. La literatura (Salztman et al., 2011) también ha
descrito que los hijos de militares tienen grandes factores de riego que pueden ser mejorados
si se trabaja desde la perspectiva de la resiliencia. Por ello, tenemos pruebas empíricas que
nos demuestran que, con adecuados programas de resiliencia, estos problemas de salud mental
se pueden reducir (Becoña, 2006). Incluso los estudios longitudinales con seguimiento de
niños también van en la misma línea (Kaplan, 2013). Existen diferentes programas que han
demostrado su utilidad en poblaciones infantiles que han sufrido problemas. A continuación se
ilustran estos programas con un resumen de sus objetivos y contenidos. Todos ellos han
demostrado ser eficaces en la promoción y uso de la resiliencia.

TABLA 1.4

Título Contenido Referencia

Al’s Pals: Los Programa escolar de prevención que busca desarrollar las habilidades sociales y Loos
niños toman emocionales tales como el autocontrol, la resolución de problemas y la toma de decisiones (2003a,
decisiones saludables en niños de 3 y 8 años. 2003b,
saludables. 2004a,
2004b,
2004c y
2005).

Una manzana Una manzana al día es un programa universal basado en obras literarias que ayuda a An Apple A
al día. construir y reforzar las habilidades de resiliencia para la prevención del abuso de Day
sustancias y la promoción de la salud mental en los niños desde infantil hasta 4.º de (página
primaria. web).

Celebrando Programa de entrenamiento de habilidades de crianza diseñado para familias en las que Celebrating
con las uno o ambos padres se encuentran en las primeras etapas de la recuperación de la Families!
familias. adicción a las drogas y existe un alto riesgo de violencia doméstica y / o abuso de (página
menores. web).

Intervención Este programa de promoción de la resiliencia está destinado a familias con padres con Beardslee,
psicoeducativa trastorno afectivo significativo. La intervención está diseñada para proporcionar Gladstone,
con familias. información sobre los trastornos del estado de ánimo de los padres, equiparlos con Wright y
habilidades que necesitan para comunicar esta información a sus hijos y fomentar el Cooper
diálogo abierto en el seno familiar acerca de los efectos de la depresión de los (2003).
progenitores.

Atreverse a Programa de prevención multinivel pensado para familias de alto riesgo psicosocial que Miller-Heyl,
ser tú. tengan hijos entre 2 y 5 años. Los objetivos del programa se centran en los logros de los MacPhee y
niños en el desarrollo y en aspectos de la crianza de los hijos que contribuyen a la Fritz
resiliencia, tales como auto-eficacia, apoyo social o habilidades de resolución de (1998).
problemas.

Programa Programa diseñado para padres divorciados que tienen hijos con edades comprendidas Wolchick,
«Nuevos entre 3 y 17 años. El objetivo es promover la resiliencia de los niños después del divorcio Sandler,
comienzos». parental. El programa consta de diez sesiones semanales de grupo y dos sesiones Weiss y
individuales. Winslow
(2007).

Crianza de los El programa combina la terapia de grupo y la familiar para el tratamiento de niños y Smith et al.
hijos con amor adolescentes de 10-18 años de edad que tienen problemas emocionales y conductuales (2006).
y límites. graves (trastorno de conducta, trastorno de oposición desafiante, déficit de atención /
hiperactividad) que con frecuencia coexisten con otros como la depresión, el consumo de
alcohol o drogas, el absentismo crónico, la destrucción de bienes, la violencia doméstica o
la ideación suicida.

Punto y Taller de un día para estudiantes de secundaria y bachillerato que tiene como objetivo Biddle
aparte. promover la resiliencia, romper las barreras educativas y sociales entre los jóvenes y, en (2012).
última instancia, reducir la violencia en la escuela, enseñando el valor de la resolución de
conflictos y el respeto a los demás.

Proyecto Programa para la promoción de la resiliencia en la escuela (desde los 3 hasta los 18 años). Harding,
LOGRAR. Este programa se centra en las habilidades de los estudiantes a nivel académico, social, Knoff,
emocional y conductual. Este programa trabaja el comportamiento positivo de toda la Glenn,
escuela y la seguridad escolar, el clima en el aula y la escuela positiva de divulgación y Johnson,
participación de la comunidad y de los padres. Schrag y
Schrag
(2008).

Sistema de Software interactivo para estudiantes que está diseñado para mejorar las competencias De Long-
intervención socioemocionales y en última instancia mejorar los resultados relacionados con el Cotty
de espectro rendimiento y el fracaso escolar, la delincuencia, el abuso de sustancias y la salud mental. (2008).
completo.

Programa de El programa de fortalecimiento de familias está diseñado para aumentar la resistencia y Kumpfer,
fortalecimiento reducir los factores de riesgo de problemas de conducta, emocionales, académicos y Greene,
en familias. sociales de los niños de 3-16 años de edad. Bates,
Cofrin y
Whiteside
(2007).

Sobreviviendo Intervención intensiva de un día en familia. Es un grupo de tratamiento diseñado para Kazak
al cáncer. reducir el estrés asociado a síntomas por estrés postraumático (TEP) en los supervivientes (2004).
Programa de adolescentes de cáncer infantil (edades 11-18) y sus padres / cuidadores y hermanos.
competencias
para familias.
Programa El programa EDUCA-R pretende la promoción de un patrón educativo positivo en los Ortega y
EDUCA-R. padres para, gracias a este nuevo estilo educativo, conseguir el fomento de las principales Comeche
cualidades resilientes en sus hijos. (2015).

Cuarto enfoque: estudio de los factores neurobiológicos y epigenéticos que están


incidiendo en la resiliencia
Los estudios más recientes en el área se están centrando en conceptos tales como genes,
adaptación neurobiológica, desarrollo cerebral o función ejecutiva. Las nuevas técnicas
cartográficas de estudio del cerebro están permitiendo un mayor conocimiento de cómo
funciona nuestro cerebro y de qué áreas, en concreto, se activan dependiendo de las tareas que
se realicen. Estos nuevos estudios intentan descubrir qué partes del cerebro se ponen en
funcionamiento para que la resiliencia aparezca.
En este sentido, sabemos que los individuos con mayores capacidades cognitivas tienen
más facilidad para manejar diferentes fuentes de información, además de una mayor
disposición para resolver problemas, lo que les lleva a disponer de un amplio repertorio de
estrategias de afrontamiento. Una mayor capacidad cognitiva igualmente implica una mejor
función ejecutiva. Para aludir a la función ejecutiva se recurre normalmente a la metáfora del
«director de orquesta» (este constructo define la actividad de un conjunto de procesos
cognitivos vinculada al funcionamiento de los lóbulos frontales cerebrales). La función
ejecutiva es un conjunto de habilidades cognitivas que permiten la autorregulación, la
anticipación y el establecimiento de metas y la formación de planes y programas. Los estudios
que se han realizado sobre función ejecutiva y resiliencia indican la participación de «el
director de orquesta» en este proceso, de tal manera que un mejor rendimiento en la función
ejecutiva predice un mejor afrontamiento (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013).
Existen otros trabajos que destacan la importancia de los neurotransmisores en la
construcción de la resiliencia o la ausencia de ésta en nuestro cerebro. Así, los estudios con
primates no humanos (Barr et al., 2003) ponen de manifiesto que la serotonina desempeña un
papel esencial en la capacidad de los monos para hacer frente a los estresores grupales. En
humanos también se ha detectado la relación con la presencia de un gen (5-HTTLPR) que está
asociado a una escasa producción de serotonina y a la vulnerabilidad de los individuos al
estrés. La presencia de este gen también está asociada a problemas de conducta (agresión,
consumo de alcohol...) (Bennett, 2007), por lo que estaría asimismo relacionada con bajos
niveles de resiliencia (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013).
Todo ello parece indicar que existen determinados factores neurobiológicos que influyen en
la resiliencia y que predisponen a los individuos a generar resiliencia o, por el contrario,
presentar bajos niveles de ella. En consecuencia, podríamos pensar que los seres humanos
nacemos con resiliencia o, en sentido opuesto, nacemos sin ella. Nada más lejos de la
realidad: los neurocientíficos, los genetistas o los biólogos, entre otros, que trabajan desde
esta perspectiva manejan el concepto de epigénesis (todos aquellos factores no genéticos que
intervienen en la determinación de la ontogenia o desarrollo de un organismo desde el proceso
de embriogénesis hasta la senectud), que nos ayuda a comprender la resiliencia más allá del
determinismo que implica la genética. Afortunadamente, podemos afirmar que existe una
predisposición biológico-genética a tener mayores o menores niveles de resiliencia, pero esta
predisposición, gracias a la epigénesis, se modula por las experiencias del ambiente. El lector
interesado puede ampliar la información a este respecto en el Apéndice.

4. MODELOS INTEGRADORES

4.1. Modelo cognitivo de Kaplan (2013) basado en el modelo de mejora de la


autoestima y la teoría integrativa de la conducta desviada

El modelo de la mejora de la autoestima de Kaplan et al. (1986 y 1987) parte de una


premisa principal: los menores buscan la aceptación y la aprobación de sus conductas de sus
figuras de referencia (padres, educadores, maestros...). Cuando alguna conducta se desvía de
las expectativas previstas, genera un cierto malestar psicológico que los menores deben
resolver.
Esta conducta desviada puede repercutir en la pérdida de apoyo de las figuras de
referencia, lo que, a su vez, conlleva la aparición de sentimientos de autorrechazo que
requieren una respuesta compensatoria. Esta respuesta compensatoria puede tomar varias
formas que se engloban en el citado modelo de mejora de la autoestima. Las respuestas
sociales negativas y las sanciones que se tomen como consecuencia de la actuación del menor
pueden resultar en un cambio en la conducta del niño-adolescente hacia la conformidad con las
expectativas de los padres u otras figuras de autoridad, aliviando de este modo las fuentes de
malestar y restaurando la autoestima; aunque en estas acciones no siempre el menor encuentra
satisfacción a su malestar. En efecto, existe otro tipo de respuestas positivas con resiliencia
encaminadas a incrementar la autoestima que incluyen aspectos como el manejo de las
habilidades sociales o la resolución de problemas.
De modo semejante a lo que propone el modelo de mejora de la estima (Kaplan et al., 1986
y 1987), en la teoría integrativa de la conducta desviada (Kaplan, 1996) es necesario que la
persona encuentre el modo de poder valorarse positivamente a sí misma a través de la
valoración positiva de quienes le rodean.
Figura 1.3.

Cuando no encuentra aceptación de su entorno, aun presentando conductas convencionales,


el menor estará más motivado para implicarse en actividades no convencionales de tipo
desviado. Con ello puede disfrutar de nuevas experiencias, refuerzos y sentimientos de respeto
hacía sí mismo que no tienen por qué implicar una percepción de resiliencia del individuo.
Como continuación de estas dos teorías, Kaplan (2013) propone un modelo integrador de la
resiliencia que intenta explicar no tanto por qué las personas superan la adversidad sino más
bien por qué no lo hacen, debido a la complejidad del proceso. Esta complejidad explica que
en numerosas ocasiones los individuos desistan y no desarrollen resiliencia.
La teoría integradora de la resiliencia de Kaplan contempla los siguientes conceptos: 1) los
efectos estructurales y de interacción de la autoconcepción del individuo (incluye cognición,
autopercepción, imaginación, conciencia); 2) la influencia de la autocognición en las
autoevaluaciones que el individuo realiza (cómo los seres humanos se juzgan más o menos
cercanos a lo que consideran un estándar de buena conducta); 3) la influencia de la
autoevaluación en los sentimientos hacia sí mismos; 4) la influencia de los sentimientos
negativos en la capacidad de auto-mejora y autoprotección, y 5) el impacto de la automejora y
la autoprotección en la conducta que busca disminuir la presencia de sentimientos que al
individuo le resultan estresantes. Este último paso provocaría la aparición de la resiliencia.
En un primer momento los sujetos a través de su capacidad cognitiva realizan una
evaluación acerca del punto en que se encuentran. La relación entre cognición y
autoevaluación está determinada por el contexto social, las normas y los valores en los que
vive el individuo. La evaluación también depende del momento vital en el que se realiza y de
los modelos de evaluación que tenga el individuo. Dependiendo de la distancia que separa, a
juicio de la persona, su estado en un momento dado y el que considera óptimo para sí mismo,
aparecerán los sentimientos. Existe una tendencia a buscar una evaluación positiva que a su
vez genere sentimiento positivo y que satisfaga sus necesidades. Los sentimientos positivos
conducen a la autoprotección que promueve el crecimiento en el individuo. Como último paso
antes de llegar a la resiliencia, Kaplan (2013) señala la existencia de una autorreferencia
positiva que busca aceptarse por los errores y congratularse por los éxitos.
El problema aparece según Kaplan (2013) en el momento en el que los individuos no
siguen esta espiral ascendente. Puede que en un primer lugar no se sientan aceptados y/o
aprobados y que esto genere un malestar psicológico que debe ser resuelto. Si este malestar no
se resuelve, buscando la espiral positiva que explica el modelo de resiliencia, puede aparecer
la conducta desviada, objeto de estudio de la teoría integrativa de la conducta desviada.
Figura 1.4.—Modelo integrador de la resiliencia de Kaplan (2013).

4.2. Modelo homeostático de la resiliencia de Richardson (2002)

Este modelo ofrece una visión general de la resiliencia que implica que puede ser aplicada
a diferentes tipos de estresores, adversidades y eventos vitales que puede sufrir un individuo.
En este modelo, la resiliencia comienza con un estado de homeostasis también denominado
«zona de confort». En esta «zona de confort» el individuo se siente bien física, mental y
espiritualmente. La interrupción del estado homeostático puede producirse, básicamente,
cuando un individuo no tiene recursos suficientes (factores protectores) para amortiguar los
acontecimientos vitales estresantes. Inmediatamente después de la interrupción de este estado,
se activan todos los recursos para buscar el equilibrio y volver al momento inicial. La
pregunta que cabe hacerse en este punto es: ¿cómo se realiza este proceso de recuperación?
Richardson (2002) indica cuatro maneras diferentes. La primera es la llamada reintegración
de resiliencia, que conduce a la búsqueda y obtención de factores de protección adicionales y
un nuevo nivel de homeostasis. La reintegración homeostática es la segunda fórmula, y en
ella se busca volver a la situación inicial, a la zona de confort previa, pero sin promover el
crecimiento personal, por lo que no se incluiría dentro de la resiliencia. El tercer proceso,
llamado reintegración con pérdida, sitúa al sujeto en un nivel inferior a la homeostasis inicial
y con una pérdida de factores protectores. Finalmente, la conocida como reintegración
disfuncional conduce a la pérdida de todos los recursos buscando reestablecer el equilibrio a
través de conductas destructivas como puede ser el consumo de sustancias, la agresividad...
Como el lector podrá advertir, el primer proceso, la reintegración de resiliencia,
realmente es el mecanismo que promueve la resiliencia. En la reintegración de resiliencia el
individuo vuelve a la zona de confort inicial pero además mejora su protección y sus
competencias frente a las posibles adversidades que le depare el futuro.

4.3. Resiliencia y factores de personalidad: diferentes variables y un modelo

Los modelos centrados en las variables de personalidad estudian grupos diferentes de


personas para analizar cómo resuelven la adversidad que puede aparecer en sus vidas. Estos
modelos intentan estudiar cuáles son las características de las personas con resiliencia en
comparación con aquellas que no presentan dichas conductas. En este sentido, Agaibi y Wilson
(2005) destacan la interrelación de los factores de personalidad con otras variables tales
como la modulación de las emociones, la capacidad de afrontamiento y los factores
protectores como elementos que determinan la aparición de una respuesta de resiliencia que
varía en función de los individuos.
La bibliografía ha sugerido (Becoña, 2006) como factores de personalidad relacionados
con la resiliencia el locus de control interno, un estilo atribucional optimista y la dureza
(hardiness) o personalidad resistente.
El locus de control es la forma en que un sujeto percibe el origen de eventos, conductas y
de su propio comportamiento. Este origen puede ser interno (percepción del sujeto de que los
eventos ocurren principalmente como efecto de sus propias acciones, es decir, la percepción
de que él mismo controla su vida) o externo (la percepción de que los eventos no tienen
relación con el propio desempeño y no pueden ser controlados por esfuerzo y dedicación
propios, sino que son más bien producto del azar, la suerte, el destino o las decisiones de
otros). Para incrementar la resiliencia en los niños, es necesario fomentar el locus de control
interno, recordándoles que son responsables de sus actos.
Figura 1.5.—Modelo de Bonnano y Mancini (2009).

Las atribuciones son las explicaciones o interpretaciones que los seres humanos hacemos
de las causas y motivos de algún suceso que ocurre a nuestro alrededor. Como en el caso del
locus de control, éstas pueden ser internas (habilidad, esfuerzo) o externas (suerte...). El uso
de atribuciones internas incrementa la responsabilidad del individuo al darle control sobre sus
actos. Este control repercute positivamente en la resiliencia.
El concepto de personalidad resistente fue propuesto por Kobasa (1979a, 1979b). La
personalidad resistente señala que ante situaciones de alto estrés hay personas que enferman
con mayor facilidad y otras que reaccionan resistiendo frente a la adversidad. Las personas
con puntuaciones altas en personalidad resistente tienen un estilo de afrontamiento más
adecuado a las condiciones adversas de la vida, y, por tanto, parece ser un factor importante
dentro de la resiliencia (Becoña, 2006).
Como se ha señalado en páginas anteriores, los factores de personalidad no determinan de
manera unidireccional la presencia o ausencia de resiliencia en un individuo. Por ello Mancini
y Bonnano (2009) desarrollaron un modelo que tiene en cuenta los factores de personalidad —
variables individuales—, además de otros elementos tales como la identidad, las creencias y
el manejo de las emociones positivas y diferentes factores sociales, como mecanismos para
comprender la resiliencia.
Como puede apreciarse en el modelo, existen tres puntos de partida: las características de
personalidad, la pérdida o fuente de estrés y los recursos externos. Las características de
personalidad incluyen la seguridad en uno mismo y en la propia capacidad de afrontamiento,
tener un propósito significativo en la vida, creer que uno puede influir en lo que sucede a su
alrededor y que se puede aprender de las experiencias positivas y negativas, además de tener
una percepción de la identidad personal positiva. La pérdida es el elemento negativo, el
elemento que desencadena que el individuo sienta que su vida se tambalea; en el caso de los
niños y jóvenes, puede ser la muerte de algún padre, el abandono familiar, un cambio de
colegio, malos tratos o abusos... Como recursos externos podemos señalar el nivel
sociofamiliar y la salud física de los niños. Estos tres niveles (características de personalidad,
la pérdida y las variables externas) influyen tanto en el proceso de valoración de la pérdida
como en el apoyo (tanto emocional como instrumental) que puede recibir por parte de
terceros.
El último paso, antes de que aparezca la resiliencia, es el del afrontamiento en sí mismo
(cualquier actividad que el individuo puede poner en marcha, tanto de tipo cognitivo como de
tipo conductual o emocional), que trata de conseguir los mejores resultados posibles en una
determinada situación de pérdida. Estos recursos de afrontamiento también se ven influidos
por la personalidad. En este sentido, Bonanno, Field, Kovacevic y Kaltman (2002)
encontraron, en un estudio realizado con población civil bosnia que vivió la guerra de los
Balcanes, que aquellas personas que tenían esta tendencia hacia el sesgo positivo presentaban
un mejor afrontamiento que aquellas que no contaban con dicha característica.

4.4. Modelos sobre resiliencia y factores de riesgo

Como se ha explicado anteriormente, la resiliencia viene marcada por la relación entre


factores de riesgo-vulnerabilidad y factores de protección. En un brillante trabajo de 2005,
Fergus y Zimmerman explicaron la relación entre estos factores a través de cuatros modelos
distintos llamados modelo de compensación, modelo de protección (estabilizador y reactivo),
modelo de cambio y por último modelo de inoculación.
El modelo compensatorio aparece cuando un factor de protección simplemente contrarresta
un factor de riesgo. Por ejemplo un niño puede vivir en un entorno donde la pobreza sea un
factor determinante porque genera mayores tasas de violencia. En este modelo la relación
entre riesgo-protección es lineal.
En el modelo protector, muy parecido al anterior, los recursos con los que cuenta el sujeto
moderan o reducen el riesgo de obtener resultados negativos. Un modelo de protección
aparece si por ejemplo la relación entre pobreza y conducta violenta se reduce en un joven
cuando tiene apoyo de sus padres. En este caso, el apoyo parental funciona como un
moderador entre la pobreza y la conducta violenta.
Figura 1.6.—Modelos de resiliencia-vulnerabilidad (adaptada de Fergus y Zimmerman, 2005).

El modelo protector estabilizador surge cuando un factor protector ayuda a neutralizar los
efectos del riesgo. Por consiguiente, altos niveles de riesgo se relacionan con presencia de
abundantes resultados negativos para la vida del niño-joven cuando el factor protector está
ausente. Sin embargo, aunque el riesgo se incremente, a mayor número de factores protectores,
menos resultados negativos y, por tanto, aparición de la resiliencia.
El modelo protector reactivo es una variante del anterior y hace referencia a una
disminución (pero no desaparición) del factor de protección. En este caso, el riesgo aumenta
cuando no está presente el factor de protección o si éste disminuye.
El cuarto modelo presentado por Fergus y Zimmerman (2005) representa una relación
curvilínea entre los factores de riesgo y los de protección. Esta relación sugiere que la
exposición tanto a bajos como a altos niveles de riesgo produce resultados negativos. Este
modelo promueve la idea de que el ser humano debe estar expuesto a un número moderado de
factores de riesgo para poder crecer y aprender. Una pequeña disputa familiar entre los
hermanos puede ayudar a un niño a mejorar las relaciones conflictivas que pueden darse en la
escuela o en cualquier otro entorno fuera del hogar. Es decir, para aprender a tener resiliencia
tan mala es la presencia de grandes factores de vulnerabilidad como que estos factores sean
muy pequeños. Necesitamos enfrentar a los niños a riesgos moderados.
El último modelo, el llamado modelo de inoculación, sostiene que la aparición periódica
de factores de riesgo ayuda a elaborar conductas de afrontamiento realistas y eficaces. En este
sentido, sería interesante, para promover la resiliencia en los niños y jóvenes, no solamente la
aparición de factores de riesgo moderado sino que éstos sean cíclicos.

4.5. Modelo de resiliencia basado en el afrontamiento y en la percepción de


autoeficacia

El modelo del afrontamiento fue desarrollado por Gilliespie, Chaboyer y Grimberk (2007)
y Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007) y aplicado a enfermeras. Este modelo está
basado en el contexto laboral, y, precisamente, como veremos, los factores organizacionales
son los que menor peso tienen. Las autoras desarrollaron una primera aproximación teórica
basándose tanto en investigaciones previas como en revisiones sobre factores que influyen en
la resiliencia. El modelo que pusieron a prueba contenía diferentes conceptos que, a priori,
parecían tener peso como factores que influyen en la resiliencia. Así, introdujeron conceptos
como la autoeficacia, la esperanza, el afrontamiento y la cultural laboral (competencia,
colaboración y manejo del estrés) y variables personales tales como la edad, el sexo y el nivel
educativo. Se describen a continuación todos y cada uno de los conceptos propuestos (véase
figura 1.7).

Esperanza: las autoras manejan este concepto entendiéndolo como la capacidad para
orientarse a una meta además de la creencia de que se puede alcanzar los objetivos.
Autoeficacia: basándose en los estudios de Bandura (1977, 1989), se define como la
confianza que tienen los individuos en sí mismos sobre su capacidad para llevar a cabo tareas
específicas en situaciones particulares.
Afrontamiento (Lazarus y Folkman, 1984): entendido como los esfuerzos tanto a nivel
cognitivo como conductual que realiza un individuo con el fin de manejar los factores
estresantes internos y/o externos.
Cultura laboral: incluye la colaboración en el trabajo en grupo y las competencias
personales de cada individuo para llevar a cabo una tarea.
Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007) pusieron a prueba su modelo en un estudio
llevado a cabo con una muestra de 1.430 enfermeras a las que se les pidió que contestaran un
cuestionario. Los resultados obtenidos señalan que el 60 por 100 de la varianza del concepto
de resiliencia incluye las variables: esperanza, autoeficacia, afrontamiento, control y
competencia. Curiosamente, y pese a tratarse exclusivamente de un modelo desarrollado en el
entorno laboral, las variables organizacionales demostraron no tener ningún peso en el
modelo.

Figura 1.7.—Modelo inicial de Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007).


Figura 1.8.—Modelo final de Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007).

Estos resultados tienen una gran implicación práctica ya que demuestran que la promoción
de la resiliencia debe centrarse no tanto en los factores de riesgo como en potenciar los
recursos del individuo. El peso de los factores de protección fue demostrado inequívocamente
por las autoras del modelo. Esta visión es muy interesante para desarrollar la resiliencia en
menores en riesgo psicosocial, pues en estos casos promocionar todos los aspectos positivos
es muy importante.

5. QUÉ VARIABLES AFECTAN A LA RESILIENCIA: ÚLTIMOS ESTUDIOS AL


RESPECTO

Para finalizar, y una vez que se han analizado las teorías más importantes sobre la
resiliencia, cabría preguntarse qué factores según la investigación son más relevantes para
predecir la resiliencia. Para entender los factores que se interrelacionan con la resiliencia
para promoverla o para interrumpirla se presenta un estudio metaanalítico. Ji et al. (2013)
señalan que los factores que a tenor de los estudios influyen en la resiliencia se pueden dividir
en dos grandes bloques: a) variables demográficas y b) variables psicológicas. Las variables
demográficas que más se han estudiado son la edad y el sexo. Los resultados parecen indicar
que a mayor edad, más resiliencia se posee. Sin embargo, existe cierta contradicción en los
estudios con respecto al género, ya que algunos autores manifiestan que las mujeres tienen más
resiliencia (Davidson et al., 2005) y sin embargo otros trabajos parecen indicar que son los
hombres (Campbell-Sills et al., 2009).
A su vez, los factores psicológicos asociados con la resiliencia, tal y como se ha señalado
en páginas anteriores, pueden ser divididos en dos categorías: a) factores de riesgo y b)
factores protectores. La revisión metaanalítica determina que la presencia de mayores factores
de riesgo se traduce en un menor nivel de resiliencia en estudios realizados con depresivos,
personas con ansiedad, con estrés postraumático... (Ji et al., 2013). La literatura ha señalado
como factores protectores los siguientes: la satisfacción con la vida, el optimismo, el afecto
positivo, la autoeficacia, la autoestima y el apoyo social (Ji et al., 2013).
Pues bien, los resultados del metaanálisis (Ji et al., 2013) indican que existe una gran
relación entre los factores protectores y la resiliencia. En concreto, dentro de los factores
protectores, los que producen un mayor efecto son: la autoeficacia, el afecto positivo y la
autoestima. Un efecto moderado se vincula a los factores de riesgo. Entre los factores de
riesgo más destacables se encuentran la depresión y la ansiedad. Por último, las variables que
parecen tener una influencia menor son las demográficas.
Este trabajo tiene una gran importancia práctica. Los resultados nos indican que mejorar y
promover los factores protectores (como la autoeficacia, el afecto positivo y la autoestima) es
más efectivo que tratar de reducir los factores de riesgo. Asimismo, y como resultado de su
trabajo, Lee et al. (2013) apuntalan la importancia de los recursos externos, tales como la
familia y la comunidad, como fórmula para optimizar la resiliencia.
Figura 1.9.

De hecho, en estudios específicos realizados con niños uno de los factores que parecen
tener evidencia empírica en su relación con la resiliencia es la presencia de padres o
cuidadores competentes (Richters y Martínez, 1993; Masten et al., 1999; Masten, 2001;
Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2001). Pues bien, ésta es la idea que aquí se
pretende promover: adultos competentes que ayuden a los niños a crecer con resiliencia.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Goldstein, S. y Brooks, R. (2013). Handbook of resilience in Children. Nueva York, NY: Springer. Este libro presenta las
últimas investigaciones sobre resiliencia. Ofrece además una revisión exhaustiva de la resiliencia en diferentes grupos
poblacionales. Es un libro indicado para investigadores.
Brooks, R. y Goldstein, S. (2004). El poder de la resiliencia. Cómo lograr el equilibrio, la seguridad y la fuerza interior
necesarios para vivir en paz. Barcelona: Paidós. Este libro, aunque está pensado para adultos, puede ser muy interesante
para hacer reflexionar a padres y educadores sobre el proceso de construcción de la resiliencia. Es un manual de autoayuda
con ejercicios prácticos para adultos.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)


V F

1. La resiliencia es un proceso de aprendizaje que se incrusta en el desarrollo del individuo y es adaptativo.

2. El riesgo siempre aparece de manera unidireccional.

3. La resiliencia es la habilidad para afrontar los eventos adversos. Esta habilidad viene determinada por
características idiosincráticas del niño (inteligencia, personalidad...), familiares, determinadas por las pautas de
crianza y apego que presten los padres o cuidadores, y las particularidades de la comunidad (ambiente,
escuela...) en que viva el niño. La interacción de todos estos factores posibilita a los menores que por
diferentes razones se encuentran en riesgo psicosocial la capacidad de afrontar con éxito la adversidad y
sobreponerse. Un mismo individuo puede presentar esta capacidad en diferentes grados. Este mayor o menor
nivel de resiliencia depende de los sistemas de apoyo con los que se cuente y los cambios a lo largo del tiempo.

4. En la revisión metaanalítica de Ji et al. (2013) un efecto moderado se vincula a los factores de riesgo.

5. Dentro del modelo homeostático de la resiliencia de Richardson, la reintegración homeostática produce el


crecimiento personal.

6. El modelo de la mejora de la autoestima de Kaplan et al. (1986 y 1987) parte de una premisa principal: los
menores buscan la aceptación y la aprobación de sus conductas de sus figuras de referencia (padres,
educadores, maestros...). Cuando alguna conducta se desvía de las expectativas previstas, genera un cierto
malestar psicológico que los menores deben resolver.

7. En el modelo de Gilliespie, Chaboyer y Grimberk (2007) y Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007) tienen
un gran peso en la explicación de la resiliencia los factores organizacionales.

8. Para incrementar la resiliencia en los niños es necesario fomentar el locus de control interno, recordándoles que
son responsables de sus actos.

9. La resiliencia nunca se construye en la interacción del individuo con el grupo social al que pertenece.

10. Para aludir a la función ejecutiva se recurre normalmente a la metáfora del «director de orquesta».

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

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2
Necesidades y acogimiento familiar
FÉLIX LÓPEZ SÁNCHEZ

1. INTRODUCCIÓN

Un niño o niña en acogimiento familiar siempre tiene una historia familiar conflictiva.
Precisamente por ello ha acabado, por unas u otras razones, en una familia o institución que le
acoge durante un tiempo o, según los casos, durante toda su infancia y adolescencia. En este
libro se trata de forma amplia y con solvencia el tema del acogimiento, por lo que no voy a
centrarme directamente en este tema. Lo que se me ha pedido es que presente como referencia
para la intervención familiar y profesional, en los casos de acogimiento, la teoría de las
necesidades infantiles y adolescentes. (El lector puede encontrar esta teoría, de forma más
amplia, en el libro: Félix López [2008]. Las necesidades en la infancia y la adolescencia:
respuesta familiar, escolar y social. Madrid: Pirámide.)
En realidad, desde el punto de vista de las necesidades, los menores en acogimiento
familiar tienen historias muy diversas, de modo que aquellos con los que se toma esta medida
pueden estar sufriendo consecuencias graves por las causas asociadas a la razón de su
acogimiento o gozar de una buena salud, si se trata de problemas circunstanciales que no han
provocado daños significativos. En todo caso, el acogimiento en sí es una medida protectora y
rehabilitadora, si se hace de manera adecuada.

2. UN ENFOQUE LIMITADO Y NEGATIVO: LA PERSPECTIVA DEL MALTRATO

Empezamos el siglo XX sin una conciencia de los problemas de la infancia. Sólo hacia la
mitad de este siglo se formuló el concepto de maltrato infantil y se aprobó la primera
declaración de derechos de la infancia. Todo ello fue un gran progreso, hasta el punto de que
este siglo llegó a llamarse «el siglo de la infancia».
Pero nuestras sociedades, cuya célula social básica es la familia, dejan la crianza en manos
de ésta, de forma que la fortuna o la desgracia de nacer en una u otra familia condiciona la
suerte de cada menor. Como no pocas familias incumplen su función, se hizo necesario crear
servicios de protección de menores, que intervienen cuando esos incumplimientos son
especialmente graves.
De esta forma, los servicios de protección de menores y, en general, los servicios sociales
sólo actúan en casos de maltrato grave, de modo que este concepto se convierte en el eje de
toda la intervención social sobre la infancia.
Nosotros consideramos que el concepto teórico, social y finalmente jurídico de maltrato es
necesario y esencial en la protección de la infancia, pero a la vez venimos insistiendo, desde
hace varias décadas, en que este enfoque es insuficiente.

¿Qué es, en realidad, el maltrato?


Aunque todas las personas tienen una cierta idea de lo que es el maltrato infantil, este
concepto resulta extremadamente difícil de precisar, y más difícil aún es operacionalizarlo en
el trabajo profesional.
Por ejemplo, en el caso, aparentemente más fácil, del maltrato físico, es sabido que cada
cultura, momento histórico y sociedad ponen el límite en un lugar diferente. Así, mientras que
unos se pronuncian por el rechazo a toda forma de castigo físico, otros hablan de la utilidad de
un cachete bien dado e incluso de la bondad educativa del tortazo, sin precisar claramente qué
se entiende por cachete o tortazo. De hecho, hasta hace pocas décadas se defendía
abiertamente que «la letra con sangre entra» y se animaba a los padres y a los profesores a que
pegaran a los hijos y a los alumnos si era necesario. Más difícil aún puede ser definir las
formas de maltrato emocional.
Entre las dificultades para definir el maltrato están las siguientes:

a) Las conductas de maltrato son muy heterogéneas. Por ejemplo, el maltrato físico y
emocional, la negligencia y el abuso sexual no tienen muchas cosas en común, por lo que
es muy difícil dar una definición de maltrato operativa que contemple todos estos tipos.
Por ejemplo, mientras que en el maltrato físico activo hay conductas coercitivas y
violentas, en el abuso sexual puede que el patrón de conducta del abusador sean las
caricias afectivas y sexuales.
b) La definición de maltrato puede centrarse en cosas distintas: la conducta del
maltratador, los efectos en la víctima, el Código Penal, etc. En general, la legislación y
los conceptos profesionales se han centrado más en la conducta del que maltrata, porque
el enfoque predominante durante décadas ha sido el penal, y se ha tomado como
posibles maltratadores a los padres. Finalmente «maltratar» es hacer o dejar de hacer
algo que provoca daños en el menor; pero el concepto se centra fundamentalmente en
indicar cuándo el maltratador supera ciertos límites, porque lo que se pretende es tomar
decisiones sobre su posible mala conducta.
Esta dificultad se hace patente cuando se intentan clasificar los abusos sexuales a
menores. Mientras resulta evidente que se considera maltrato que un familiar, educador
o persona con autoridad abuse del menor, los diferentes autores no saben qué hacer
cuando el abuso sexual es cometido por un desconocido, porque, por un lado, desde el
punto de vista de la víctima, existe maltrato, pero, por otro, desde el punto de vista del
sistema de protección, no hay ningún cuidador o persona responsable al que perseguir.
Por ello, estos casos pasan a considerarse un tema policial y judicial, no de protección
de menores.
c) La operacionalización o medida que diferencia el maltrato del no maltrato conlleva
dificultades objetivas y está sujeta a apreciaciones culturales, profesionales, legales y
judiciales que cambian con frecuencia y son diferentes entre culturas y sociedades.
Así, por ejemplo, a nosotros nos parece evidente que hacer trabajar a un menor de
forma asalariada o esclava es una forma de maltrato, mientras que en numerosas
sociedades (la nuestra hasta hace unas décadas) se considera normal, siempre que no
revista alguna forma de abuso brutal. Incluso en alguna sociedad tradicional el trabajo
de los menores es una forma de integración y cooperación con la familia y por ello está
valorado si no está sujeto condiciones inadecuadas.
d) Estamos hablando de un problema cuyas dimensiones desconocemos. Sólo una pequeña
parte de los casos de maltrato son detectados. Los estudios que hay son autonómicos, no
nacionales, y se suelen centrar en datos de incidencia (casos en los que ha intervenido la
administración durante un tiempo determinado). Estos datos sobre la incidencia reflejan
más la conciencia social que hay del problema y las prácticas profesionales que su
verdadera dimensión. Serían necesarios estudios nacionales sobre la prevalencia
(investigación sobre muestras representativas de la población), y sólo contamos con uno
sobre los abusos sexuales a menores.

En realidad, es muy importante comprender que, además de la heterogeneidad de las


situaciones a las que se refiere, el concepto de maltrato está condenado a ser impreciso y
relativo a cada cultura y momento histórico, porque se centra «en lo que hacen mal los padres
o cuidadores»; y «lo que hacen mal» lo determina cada sociedad, desde cada código penal,
cada ley de menores. No se basa en un discurso (conocimientos) sobre la infancia, al menos no
directamente, sino en lo que en cada sociedad se considera «mal hacer», «maltrato» a la
infancia.
Así se explica que en unos sitios se persigan unas conductas y en otros otras, que en un
momento histórico se considere maltrato una cosa y en otro otra. Por ejemplo, en el caso de
los abusos sexuales no existía prevención, detección y persecución (salvo excepciones muy
dramáticas) hasta hace pocos años, y hoy se han convertido en una obsesión en algunos países,
como en Estados Unidos.
Basta conocer los cambios que se han producido en los códigos penales y las leyes de
protección de cada país para comprender este relativismo. Incluso es suficiente comparar la
forma en que se definen en cada país determinados tipos de maltrato. Por ejemplo, mientras
que en el abuso sexual en unos países, como el nuestro, se señalan los 13 años como edad a
partir de la cual los menores pueden consentir tener actividad sexual, en otros el criterio
fundamental es la asimetría de edad entre víctima y perpetrador.
De hecho los códigos y las leyes que definen las formas del maltrato se cambian
continuamente en numerosos países de modo que se vayan ajustando a los cambios sociales.
Definiciones de maltrato
A pesar de estas dificultades, el maltrato ha sido definido reiteradamente, aunque sin
conseguir un verdadero consenso. Por ejemplo:

— Naciones Unidas, en Derechos de los Menores: «Toda violencia, perjuicio o abuso


físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, mientras el niño
se encuentra bajo la custodia de los padres, de un tutor o de cualquier otra persona que
lo tenga a su cargo». Se centra en los maltratadores y en un enfoque negativo: lo que no
hay que hacer.
— El Código Civil español: «Situación que se produce de hecho a causa del
incumplimiento o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección
establecidos en las leyes para la guarda de menores, cuando éstos queden privados de la
necesaria asistencia moral o material». Un enfoque negativo, centrado en conceptos
pasivos como «protección y guarda», con una referencia a necesidades muy imprecisa:
necesidades morales y materiales.
— El Observatorio de la Infancia de España ofrece otra definición más rica y compleja:
«Acción, omisión o trato negligente, no accidental, que prive al niño de sus derechos y
su bienestar, que amenacen y/o interfieran su ordenado desarrollo físico, psíquico y/o
social, cuyos autores pueden ser personas, instituciones o la propia sociedad». Mejora
mucho otros conceptos porque toma como referencia los derechos y el bienestar de la
infancia, señalando lo que se hace (acción), lo que no se hace (omisión) y lo que se hace
de forma inadecuada (negligencia). Pero, puesto que el enfoque es finalmente penal, se
sigue focalizando en la búsqueda de culpables (cuyos autores lo hacen de forma no
accidental).

El mismo concepto de «protección», complementario al de maltrato y que se usaba para


denominar la institución pública creada en relación al maltrato infantil (Protección de
menores), tiene esta misma óptica negativa: proteger de peligros, de conductas de maltrato.
Siempre se trata de una perspectiva negativa.

3. MODELO DESDE LA PERSPECTIVA DEL BUEN CUIDADOR Y EL BUEN


TRATO: LA TEORÍA DE LAS NECESIDADES COMO REFERENCIA

Es necesario, por tanto, un segundo modelo que parta del concepto de bienestar, como
derecho del menor, y defina el maltrato como «acción, omisión o trato negligente, no
accidental, que prive al niño de sus derechos y su bienestar, que amenace y/o interfiera su
ordenado desarrollo físico, psíquico y/o social, cuyos autores puedan ser personas,
instituciones o la propia sociedad» (como hace el Observatorio Nacional de la Infancia), pero
que concrete lo que se entiende por bienestar y proponga qué cuidados requiere conseguirlo.
Las ventajas de este modelo son evidentes, dado que toma como referencia el bienestar
infantil. Este enfoque nos parece especialmente útil para un enfoque preventivo del maltrato
infantil.

Figura 2.1.

Este enfoque tiene, a su vez, dos versiones complementarias:

a) La versión sociopolítica: formulada en forma de derechos de los menores. Se trata de


una declaración de derechos de la infancia consensuados por la mayor parte de los
países que se usa como referencia para la acción social, política y, hasta cierto grado,
jurídica.
Una versión que es necesaria, que fomenta las transformaciones sociales y que
pretende ser universal, aunque está sujeta a cambios producidos por acuerdos políticos
internacionales.
b) Una versión científico/profesional: caracterizada por un discurso fundamentado en las
necesidades humanas y las necesidades de la infancia.

Pretende ser un discurso sobre las características de la especie humana y sus necesidades
para conseguir un desarrollo más óptimo, y toma como referencia, en el caso concreto de los
menores, el bienestar de la infancia y su adecuada socialización.
Esta óptica científico/profesional está también sujeta a cambios. Pero éstos no se derivan
de los cambios en los códigos penales, ni de los acuerdos entre políticos de diferentes países,
sino del debate científico y profesional.
Creemos que esta óptica científico/profesional debe servir de fundamento y referencia
a las otras: la sociopolítica (las declaraciones de derechos de la infancia) y la penal (las
prácticas jurídicas con los menores maltratados).
La mayor limitación de este enfoque es la dificultad para aplicarlo penalmente, ya que si se
tuviera radicalmente en cuenta tendería a exigir condiciones de máximos (las que aseguran el
bienestar), que son aquellas a las que aspiramos, y no de mínimos (los límites donde empieza
el maltrato), que es como funciona el sistema jurídico.
Pero a pesar de estas dificultades, es posible, como parcialmente hacen ya algunas
clasificaciones, usar este discurso sobre las necesidades para fundamentar los derechos de la
infancia, las definiciones de maltrato que usan los profesionales, las leyes de la infancia y los
códigos penales.
En realidad, debajo de toda definición y clasificación de tipos de maltrato hay un discurso
implícito sobre el «buen trato» y sobre lo que los menores realmente necesitan. ¿Por qué no
hacer explícito y operacional este discurso?
Por todo ello, consideramos que es conveniente y necesario mantener el primero de los
modelos, especialmente cuando se trata de tomar decisiones judiciales, mientras que el
segundo nos parece más útil para el trabajo preventivo y para el diseño de la intervención con
los menores maltratados. Nosotros hemos dado contenido a este segundo modelo a partir de
una teoría de las necesidades de los menores que fundamentamos y desarrollamos más en un
nuevo libro (López, 2008). Completamos esta visión con una nueva clasificación de
necesidades y una propuesta de factores protectores y de riesgo en relación con cada una de
estas necesidades. Los factores protectores que se indican en el esquema sirven para diseñar
intervenciones preventivas, mientras que señalar los riesgos es útil para tomar decisiones en
los servicios de protección de menores y los juzgados.
De lo que se trata, desde nuestro punto de vista, es de tener en cuenta que todo menor
posee una serie de derechos referidos a la satisfacción de sus necesidades fundamentales.
Éstos deben ser la referencia de fondo, que oriente la prevención, la toma de decisiones y
la ayuda. El maltrato debe ser visto, en este contexto, como la superación de ciertos límites
por acción (maltrato físico o cualquier forma de maltrato activo) u omisión (negligencia,
abandono, etc.), límites que son diferentes según la cultura y el momento histórico. De esta
manera, se acaba reconociendo que el concepto de maltrato es relativo a la cultura, la
legislación y la práctica profesional, pero no ocurre así, sin embargo, con las necesidades y
derechos, que deben ser considerados universales. Una referencia universal que es
especialmente útil por varias razones:

a) Nos propone una meta (el bienestar infantil) siempre distante. Una utopía que debe
actuar como referencia exigente para que toda sociedad mejore el bienestar de la infancia y
proponga conceptos de maltrato cada vez más exigentes. Bienestar y maltrato son dos polos de
un continuo cuyo límite deben marcar cada sociedad y las leyes, pero teniendo en cuenta que la
aspiración es ir acercando ese límite al bienestar.
Como indica el siguiente esquema, el concepto de maltrato es relativo, por lo que conviene
que cada vez sea más exigente y contemple todo lo que vulnera de forma significativa el
bienestar del menor, de forma que todos los menores del mundo estén cada vez más cerca de
disfrutar de sus derechos humanos.
Figura 2.2.

Se trata de un continuo en el que la frontera entre maltrato y buen trato es


histórica/cultural/social y deseamos que sea cada vez más clara y exigente en la evitación de
todas las formas de maltrato. La inclusión de una descripción y operacionalización de las
formas de buen trato que se fundamenten en un discurso sobre las necesidades hará ir
cambiando las prácticas educativas y profesionales en favor de una infancia que vaya
alcanzando cada vez mayor grado de bienestar.
Los objetivos son así ambiciosos:

— Detectar y definir todas las formas de maltrato, las viejas y las nuevas, las que ya están
bien reconocidas y las silenciadas, y aprender a operar profesionalmente con ellas.
— Construir una sociedad en la que las familias, la escuela, la sanidad, los servicios de
protección y la propia organización de cada comunidad sepan cómo tratar bien a la
infancia porque reconocen cuáles son las necesidades de los niños y las niñas, de los
adolescentes y de los futuros adultos, saben cómo satisfacerlas y dedican recursos
prioritarios para ello. Una sociedad en cuya construcción los propios menores
participan activamente, como veremos.

b) Esta propuesta es una referencia crítica frente a aquellas conductas que ya son
consideradas maltrato en sociedades más avanzadas en el tratamiento de la infancia (por
ejemplo, hacer trabajar a un menor) pero que aún son permitidas en otras sociedades. Pero
también una referencia crítica en las sociedades avanzadas ante lo que podríamos llamar
«nuevas formas de maltrato»; por ejemplo, la exposición virtual a una sexualidad adulta muy
explícita y corrosiva y, por poner otro ejemplo bien distante, la comida rápida e inadecuada
que llena nuestra sociedad de menores y adultos obesos.
c) Esta teoría de las necesidades orienta los trabajos de promoción positiva del
desarrollo y cambia la perspectiva de los servicios sociales, que no deberían limitarse a
actuar cuando hay problemas sino tratar de evitarlos y, aún más, fomentar el bienestar de la
infancia.
d) Señala los factores de riesgo que deben ser evitados para que no se consume el
maltrato. Factores de riesgo no sólo de maltrato en sus formas más graves, sino de inadecuada
satisfacción de las necesidades de la infancia.
e) Igualmente aparecen con claridad los factores protectores que deben promocionarse,
tanto para favorecer el bienestar como para sobrevivir a posibles malos tratos.
f) Sirve como referencia para tomar decisiones profesionales, porque no se trata
únicamente de tener en cuenta si ha habido o no maltrato, sino el grado en que las alternativas
que se le pueden ofrecer a un menor solucionan sus necesidades. Por ejemplo, con frecuencia
se ha separado a un menor de la familia porque le maltrataba, pero no se ha tenido en cuenta si
la residencia que se le asignaba respondía a sus necesidades o, incluso, si en ella se daban
ciertas formas de maltrato. O, por poner un ejemplo más, se evaluaba el maltrato familiar pero
no los recursos positivos de que disponía esa familia para satisfacer las necesidades del hijo
por sí misma o con ciertas ayudas que le permitirían funcionar adecuadamente.
g) Pone el acento en lo que necesitan los menores, no en cómo han sido o son
convencionalmente determinadas instituciones. Por ejemplo, permite, como veremos,
revisar y plantear de forma adecuada el concepto y funciones de la familia en lugar de
convertir la supuesta protección de los menores en una forma de legitimar determinados tipos
de familia, como el católico y occidental.
En definitiva, se trata de saber «cómo somos y qué necesitamos para vivir mejor»,
entendiendo por ello el mayor bienestar subjetivo y el bienestar evaluado con criterios de
salud.
El siguiente esquema puede servir para entender nuestra propuesta, ubicando en ella
nuestra aportación: la DESCRIPCIÓN Y FUNDAMENTACIÓN DE LAS NECESIDADES DE
LA INFANCIA.
Figura 2.3.

4. LAS NECESIDADES EN LA INFANCIA

Cuando hablamos de necesidades, queremos decir que el menor está preprogramado


para desarrollarse de una determinada forma, que es un proyecto que para cumplirse
necesita determinadas condiciones y cuidados. Se trata de un concepto que hace referencia a
«la naturaleza humana», a una manera de ser de nuestra especie, al proyecto de ser
humano que es cada individuo por el mero hecho de ser hombre. Esto quiere decir que el
hombre necesita determinadas cosas y no otras, que tiene una manera de ser que le es propia,
que sólo se desarrolla bien en determinadas condiciones.
Para dar sentido a la clasificación, tomamos las siguientes perspectivas: somos un
organismo biológico (necesidades biofisiológicas), tenemos capacidad para representar e
interpretar la realidad (necesidades mentales), somos emocionales, afectivos y sexuales
(necesidades emocionales, afectivas y sexuales) y somos sociales (necesidades de
participación). A éstas deben responder las familias e instituciones que acogen a los menores.
4.1. Necesidades fisiológicas

Las necesidades fisiológicas están directamente relacionadas con la vida, la salud, la


enfermedad y la muerte:

— En la especie humana las crías deben ser planificadas en un momento biológico y


social adecuado: cuando se tienen las condiciones óptimas para la crianza.
Entre nosotros tener hijos antes de los 18 o 20 años suele colocarlos en desventaja social.
De hecho las crías que nacen de madres tan jóvenes es más probable que no sean deseadas y
que sean peor atendidas, aunque esto varía mucho de unas culturas a otras. Por supuesto, la
posibilidad de que un embarazo no deseado acabe en aborto (dentro o fuera de las condiciones
legales), de que un hijo no deseado sea abandonado, etc., es más elevada.
En el otro extremo de edad, entre nosotros, las crías que nacen de madres mayores de 35 o
40 años están en desventaja biológica: es más probable que nazcan con bajo peso y tengan
otros problemas. También afectan la energía y salud de los padres para relacionarse con los
hijos, especialmente cuando éstos sean adolescentes.
De momento ya conocemos algunos efectos evidentes: nacen más crías con bajo peso y
otros problemas. Están por ver otros efectos. No criticamos a las madres concretas que
deciden tener hijos a esas edades, pero sí a una cultura y una sociedad en las que los menores
sean un valor secundario donde las crías se adapten a las conveniencias de los padres.
— La alimentación debe ser suficiente, variada, estar bien secuenciada en el tiempo y
adaptada a la edad.
— Los riesgos en relación con la alimentación son muchos y frecuentes, incluso en los
países y familias opulentas:

• En los países y familias pobres el riesgo más evidente es la desnutrición, que puede
desembocar en la muerte, o los déficit específicos en la alimentación. En este sentido
conviene tener en cuenta que la diversidad de gastronomías es una riqueza cultural,
pero también que no toda gastronomía ofrece los nutrientes necesarios. Por eso, sin
pretender uniformar los sistemas de alimentación, todos deben ser estudiados y
completados e incluso cambiados, si fuera necesario. La gastronomía nunca es más
importante que la vida y la salud de las personas; sólo si promociona la salud y es
compatible con el buen desarrollo, debe ser respetada.
• El estado del agua y de los alimentos es causa de muerte y enfermedades frecuentes,
especialmente en los países más pobres. La cloración de las aguas, la conservación
de los alimentos y la higiene son aspectos fundamentales que deben ser evaluados y
subsanados si queremos tomarnos en serio a la infancia de un país.
• En los países opulentos, como el nuestro, son frecuentes los malos usos de la
alimentación causados por el estilo de vida de los padres y por la publicidad y
ofertas de consumo basadas únicamente en intereses comerciales. El resultado es
evidente: según la Sociedad Española de Pediatría (2006), un 25 por 100 de los
menores son obesos. La obesidad obedece también a otras causas, como el
sedentarismo, pero está relacionada con cuanto acabamos de decir.
• Y no son éstos los únicos problemas relacionados con la alimentación. Los modelos
de belleza que se ofrecen/imponen a la población a través de las industrias de la
moda, la publicidad, la cosmética y la alimentación (en este caso crean una obsesión
por los productos que no engordan) han generado una problemática especialmente
grave que lleva a las chicas y chicos más vulnerables a sufrir anorexia o bulimia.

— La temperatura adecuada debe ser garantizada con apropiadas condiciones de vivienda


y vestido.
El riesgo en este caso son los problemas de salud relacionados con condiciones de
temperatura inadecuadas: congelación, resfriados crónicos, calor excesivo, etc., problemas
que se sufren fundamentalmente en los países pobres.
También tenemos riesgos en los países opulentos en relación con problemas como el
cáncer de piel, por exposición infantil a un exceso de sol en los países en los que se ha
adoptado como modelo de vacaciones pasar numerosas horas en la playa. Hay padres que van
con bebés a las playas, incluso en las horas más soleadas, confundiendo sus gustos (los de los
padres) con los criterios de salud.
— El ambiente que respiramos y nos envuelve. Son muchos los menores que viven en
condiciones ambientales de riesgo porque sus padres fuman delante de ellos durante años o
porque la contaminación de las grandes ciudades daña su sistema respiratorio y su
funcionamiento fisiológico. A ello se añaden las industrias contaminantes, más descuidadas
aún en los países pobres, o la convivencia con animales sin higiene apropiada.
La contaminación acústica y visual es también un grave riesgo.
— Dormir las horas necesarias y en condiciones ambientales adecuadas es también
fundamental para el desarrollo. Los lugares demasiado ruidosos, fríos o no higiénicos no
ofrecen condiciones adecuadas para la salud. Los horarios de sueño deben ser regulares y
amplios.
Al margen de los numerosos menores que no tienen donde dormir si no es en la calle o
hacinados, entre nosotros son muchos los que duermen poco tiempo y, durante horas, en
ambientes inadecuados. Menores que se quedan a ver la televisión o a divertirse con
videojuegos hasta altas horas de la noche, que ven programas con contenidos que pueden ser
perversos para la infancia (ya hablaremos de este tema) y en casas en las que no hay silencio y
tranquilidad hasta casi la madrugada.
— La actividad corporal, propia de todo organismo vivo animal, es necesaria para que
tengan lugar los procesos madurativos cerebrales y el adecuado desarrollo motor. Los niños
deben estar suficientemente libres y disponer de hábitat apropiado, a ser posible con amplios
períodos de tiempo al aire libre y en contacto con los elementos naturales (agua, tierra,
vegetación, animales, etc.) para llevar a cabo una variada actividad corporal. Los juguetes de
uso individual y, más aún, los juegos colectivos son fundamentales, pero para satisfacer esta
necesidad son especialmente adecuados los que requieren esfuerzo y destrezas físicas.
Ejercitar todas las articulaciones, hacer marchas, carreras, saltos y todo tipo de actividad
está en la buena dirección. Andar de unos sitios a otros, usando lo menos posible el coche e
incluso el transporte público.
Las excursiones con la familia o con los amigos que implican amplios recorridos por el
campo, especialmente si se hacen con periodicidad, responden muy bien a esta y otras
necesidades.

Figura 2.4.

— La higiene del entorno, de la casa, del centro educativo y del propio cuerpo, no sólo
por razones de salud sino también por educación social y por estética. Estar limpio, oler bien,
vestir ropas limpias, tener aseado todo el cuerpo, vivir en una casa limpia, en un centro limpio
y una localidad limpia es bueno para la salud (para los alimentos, para evitar parásitos, etc.),
las relaciones y el bienestar en general.
— La salud y el tratamiento de la enfermedad. Contempla la prevención y tratamiento de
la enfermedad y la promoción de la salud en cuanto bienestar positivo.
El acceso libre y gratuito a un sistema de salud universal adecuado es la mejor manera de
cubrir esta necesidad. La medicina ha avanzado mucho y puede conseguir que la mayor parte
de los menores nazcan, se críen y desarrollen de forma saludable. Lamentablemente en muchas
partes del mundo esto sigue siendo una quimera, no por irrealizable, sino por la falta de
responsabilidad de los gobiernos y los laboratorios farmacológicos y la irresponsabilidad de
los países poderosos.
— Los niños necesitan estar protegidos de numerosos peligros reales. Los hay de muchos
tipos.
Por ejemplo, no puede olvidarse, por empezar por casa, que los accidentes domésticos son
una de las principales causas de mortalidad infantil, incluso en los países ricos. Los niños
deben vivir en un ambiente ecológico seguro, sin tener a su alcance sustancias, medicamentos,
enchufes o aparatos que puedan convertirse en un peligro para ellos.
Otro caso es el de los menores que viven situaciones de guerra, víctimas directas o
indirectas, que mueren, son heridos o sufren mil problemas. En ocasiones son convertidos en
soldados y obligados a morir matando. Todo ello por el mero hecho de vivir en un país en
guerra, respirando odio y miedo, esperando lo peor y apoyando de una forma u otra a uno de
los bandos en conflicto. Se trata de menores criados en el aprendizaje del odio y en el terror, a
veces incluso manipulados desde creencias religiosas, haciéndoles creer que Dios está de su
parte y que se puede matar en nombre de Dios.
Estas necesidades requieren condiciones adecuadas de la casa y el entorno en el que viven
los niños, casa y entorno que deberían diseñarse pensando en ellos, incluyendo una vigilancia
estrecha por parte de los adultos a lo largo de toda la primera infancia —los adultos tienen
que estar sensorialmente cerca de los niños que cuidan—, unos adecuados alimentación, sueño
y ejercicio, y, por fin, revisiones sanitarias periódicas que aseguren la vacunación y los
cuidados sanitarios.

4.2. Necesidades mentales

La necesidad de estimulación es hoy ampliamente reconocida por todos los especialistas.


El cerebro de la especie humana, como se indicó en el primer capítulo, tiene que seguir
desarrollándose en los primeros meses y años de vida. Para ello es fundamental el descanso,
la salud, la buena alimentación y, ahora añadimos, la estimulación. En los tiempos de vigilia,
que aumentan mes a mes, los bebés deben ser estimulados. Esto es necesario para el cerebro
en su conjunto, para los sentidos y para el cuerpo en general.
El riesgo en este caso es la privación sensorial que impida un desarrollo adecuado de los
sentidos y todos los procesos madurativos que necesitan ser estimulados. La carencia de
estímulos, objetos, juguetes y personas con las que interactuar es también una amenaza para el
desarrollo cerebral y psicomotor del niño.
La necesidad de exploración del medio físico y social completa la anterior dándole un
sentido más global. Los niños son activos y curiosos; necesitan conocer el entorno físico y
social. Para explorarlo deben disponer de posibilidades ambientales de contacto con múltiples
objetos, el agua, la tierra, la arena, las rocas, las plantas, los animales y las personas. Un
conocimiento directo y sensorial de la naturaleza no artificial es muy importante,
especialmente en los menores que se crían en grandes ciudades. Deben poder satisfacer su
curiosidad en los ambientes naturales más ricos y variados posible.
El riesgo en este caso es la reducción de la vida del niño a un ámbito espacial y social
demasiado empobrecido, aburrido y limitado. O la ausencia de apoyo afectivo y social que le
permita abrirse confiadamente a los demás. O la falta de momentos de exaltación gozosa, por
no poder jugar o no tener con quien hacerlo. No se olvide que en los juegos las personas son
finalmente más importantes que los juguetes, aunque éstos son fundamentales.
La necesidad de ser escolarizados. La necesidad de conocer los contenidos esenciales de
la cultura que nos permiten vivir en la sociedad, trabajar, etc., es parte de la condición
humana. Estos aprendizajes se han hecho durante siglos sin escuela; pero en la actualidad, en
la mayor parte de las culturas, la escolarización se considera una necesidad básica, porque sin
ella los menores sufren discriminación y posibles carencias de conocimientos socialmente
básicos. Por ello, en cuanto seres eminentemente culturales, en todas las sociedades
desarrolladas la asistencia a la escuela (o a un sistema alternativo de enseñanza sistemática)
es fundamental.
La escuela es un factor protector de riesgos, para quienes asisten y se integran bien en ella,
y un factor de riesgo para quienes fracasan o no asisten a ella. En efecto, el fracaso escolar se
relaciona con conflictos con la familia, menor estima de compañeros y profesores, mayor
riesgo de abandono escolar, amistades de riesgo, acceso a ambientes de riesgo, mayor
posibilidad de consumir droga o delinquir, etc.
La escuela es fundamental tanto para adquirir conocimientos como para relacionarse con
personas de la misma edad y para aprender valores sociales fundamentales.
En los países con mayores índices de pobreza la escuela, especialmente la infantil, podría
compensar deficiencias familiares, asegurar una alimentación básica y cuidados sanitarios. Es
decir, compensar las deficiencias en la satisfacción de las necesidades biofisiológicas,
atender las mentales y colaborar en las emocionales y sociales.
Los niños necesitan también comprender el significado de las cosas, de las conductas, de
las personas, de las relaciones y del mundo. Es la necesidad de comprender la realidad.
Nuestro cerebro tiene una serie de especificidades, señaladas en el primer capítulo, entre las
que están hacer y hacerse preguntas, buscar el significado de las cosas e interpretar la
realidad. Somos «filósofos», amantes del saber. Tenemos además la ventaja de poder
intercambiar el conocimiento y las interpretaciones que hacemos con el lenguaje escrito y oral.
Por ello exploran una y otra vez lo que parecen conocer y por ello, cuando adquieren la
capacidad del lenguaje, preguntan continuamente. Escuchar estas preguntas, responderlas de
forma sincera, veraz, contingente a su petición, sencilla y adaptada a las propias capacidades
de los niños, es fundamental. Los adultos no pueden olvidar que son unos mediadores en la
comprensión de la realidad y que el significado que los niños dan a ésta depende en buena
medida de ellos. ¿Cómo interpreta un niño o niña la realidad?: como sus padres, sus
educadores, sus compañeros y los medios de comunicación. Estas preguntas son especialmente
cruciales cuando se refieren a su identidad —niño o niña—, el origen de los niños, el sentido
de diferentes conductas humanas (agresivas, amigables, amorosas, etc.) y la muerte.
Explicarles con sinceridad el significado de las cosas, transmitirles las creencias humanas,
políticas y religiosas, sin dogmatismo e intolerancia, decirles con sencillez lo que sabemos
sobre la sexualidad y el resto de relaciones humanas y, sobre todo, inculcarles una actitud de
búsqueda de conocimientos y de tolerancia con las diferentes formas de entender las cosas es
fundamental. Los adultos hemos de transmitirles un concepto del ser humano y de la sociedad
realista y positivo, de forma que aprendan que el ser humano tiene recursos afectivos y
cognitivos que puede orientar de forma solidaria, que los vínculos afectivos y sociales son una
posibilidad y un valor, que la vida de las personas y los grupos sociales, aun con sus
conflictos, puede valer la pena. Se trata de transmitirles un sentido positivo de la vida, de ser
biófilos en lugar de pesimistas y destructivos.
Este concepto positivo de las posibilidades del hombre y de la sociedad requiere el
desarrollo del juicio moral y la capacidad de asimilación crítica de valores y normas
sociales que permitan a los niños autocontrolar su conducta y llevar a cabo comportamientos
prosociales; ser, en definitiva, un buen ciudadano que respeta y fomenta los valores sociales
consensuados y aspira a transformar la sociedad teniendo como utopía de referencia la
universalización de los derechos humanos.
El riesgo en este caso es la falta de diálogo y comunicación con el niño y la transmisión de
ideas y creencias fundamentalistas que generen radicalismo, racismo o intolerancia y de un
sentido pesimista y egoísta de la vida. El riesgo de formar parte de grupos fundamentalistas de
uno u otro signo es también mayor, lo que incrementa la posibilidad de tener conductas
delictivas o antisociales.
Los padres, la escuela y la sociedad debemos apostar por las mejores posibilidades del ser
humano y conseguir que cada niño o niña que nace se haga amante de la vida (biófilo) y
desarrolle una visión positiva y esperanzada de lo que podemos esperar de las relaciones
humanas y del mundo futuro.
Desde el punto de vista mental, es importante también plantear la necesidad de encontrar
respuesta y ayuda ante temores imaginarios. El ser humano tiene sueños y fantasías, puede
inventar mentalmente una realidad virtual o interpretar la realidad de tal modo que se sienta
amenazado. En el caso de los menores, esto es frecuente. Los temores en la infancia eran el
centro de los cuentos infantiles clásicos (miedo a ser abandonados, miedo a la enfermedad,
etc.), lo que demuestra su importancia.
La necesidad de protección de los riesgos imaginarios tiene especial significado en la
infancia porque los niños, a medida que aumenta su capacidad de pensamiento y fantasía, son
conscientes de las amenazas que pueden sufrir su seguridad emocional, sus vínculos afectivos
y su salud. El riesgo en este caso es que los niños no puedan expresar sus miedos, no sean
escuchados, no reciban mensajes tranquilizadores y, sobre todo, estén sometidos a condiciones
de vida que fomenten estos temores: amenazas de ser abandonados, conflictos con violencia
verbal o física entre los padres, inseguridad en la relación con las figuras de apego,
preferencias entre los hijos, malos tratos físicos o psíquicos, abandono, uso del chantaje
emocional como forma de disciplina, etc.
4.3. Las necesidades emocionales y sociales

Las llamamos emocionales y sociales porque hacen referencia a lo que necesitamos


emocional y socialmente para sentirnos bien, tener bienestar y desarrollarnos bien; también
para relacionarnos adecuadamente con los demás.
La vida emocional y afectiva es una realidad muy compleja (el llamado mundo emocional,
de los sentimientos y de los vínculos) responsable finalmente de nuestros mayores gozos y
nuestras mayores tristezas. Todo es importante en la vida; pero el bienestar emocional y social
es el termómetro central de la felicidad y la infelicidad, ésa es la verdad. Intentemos una
clasificación de estas necesidades.

4.3.1. Necesidad de comprender, expresar, compartir, regular y usar


socialmente bien las emociones

Desde el punto de vista de las emociones, es necesario aprender a expresar, comprender,


compartir, regular, controlar y usar bien las emociones, tanto las positivas (alegría, felicidad,
placer, empatía, ternura, etc.) como las negativas (tristeza, ira, miedo, aversión, ansiedad,
etc.). Todas las emociones son útiles, dando significado a las cosas, los sucesos y las
relaciones.
La verdadera inteligencia emocional debe cumplir las condiciones indicadas que acabamos
de señalar:

— Comprender, expresar y compartir: nos permite ser empáticos (tener en cuenta el punto
de vista de los demás, conectar emocionalmente con los otros y consolarlos o
alegrarnos con ellos) y provocar la empatía de los demás. Es decir, usar la emoción
social por excelencia, la empatía, para salir de nuestra soledad y conectar con los otros.
Ésta es la condición básica para comprender y ser comprendido, consolar y ser
consolado, lograr la conexión emocional que requiere la intimidad entre los amigos, la
pareja, con los hijos o padres, etc. Por cierto, también es fundamental para el trabajo
profesional, aunque en este caso más que compartir las emociones hay que tener
congruencia emocional con los pacientes, clientes o usuarios.
— Regular y controlar las emociones significa ser dueños de la vida emocional. Como
dijera Aristóteles, «enfadarse es fácil; pero hacerlo con la persona oportuna, en el
momento oportuno y en la forma e intensidad adecuadas es un arte».
Las emociones se pueden y deben expresar; pero no deben desbordarnos de forma
que perdamos el control o nos lleven a decir cosas o tener conductas impulsivas
descontroladas. La impulsividad genera problemas sociales y malestar personal por
haber dicho o hecho lo que en realidad no se quería.
El mayor riesgo de la falta de control es llegar a provocar conflictos innecesarios,
agresiones sin sentido y frustraciones, así como sentimientos de culpa e impotencia
posteriormente. La impulsividad genera frecuentes problemas en la pareja y en la
familia, es uno de los factores asociados al maltrato de menores, entre familiares y de la
mujer, crea dificultades laborales y se asocia también con las conductas delictivas,
especialmente las de carácter violento.
— Usar socialmente bien las emociones significa que hemos aprendido a expresar lo que
queremos, en términos socialmente aceptables y de manera eficaz. Para ello tenemos
que usar el conocimiento social, nuestras capacidades empáticas y el autocontrol
emocional.

Hoy sabemos que la inteligencia emocional es tan importante en la vida como el coeficiente
intelectual para la vida social y profesional y seguramente más importante para la vida
personal y afectiva.
Figura 2.5.

4.3.2. Necesidad de seguridad emocional: aceptación, estima, afecto y


cuidados eficaces

Todo el mundo emocional de la infancia depende en gran medida de las personas con las
que se vinculan los menores y de las interacciones que tienen con ellas. Por eso, en
realidad, casi todo se lo juegan en las relaciones con quienes les cuidan (figuras de apego
y profesionales) y con los amigos y compañeros que tienen. ¿Qué necesidades tienen en este
sentido?
La necesidad más primaria es la de seguridad emocional, que incluye la experiencia de
ser aceptado incondicionalmente, ser querido, ser valorado y ser cuidado por personas
que se perciben como eficaces. Es sentida subjetivamente como necesidad de sentirse
querido, aceptado, apoyado, acompañado, valorado, protegido, etc.

— Aceptación incondicional significa que no se ponen condiciones a los hijos. Se los


acepta como son, aunque eso es compatible con la disciplina. No se le ponen
condiciones. La aceptación, el apoyo, etc., no están en cuestión, nunca se ponen en duda.
«Como eres te acepto, quiero, apoyo, valoro y cuido». Esto no quiere decir que no
procure «mejorar tus conductas» si no son adecuadas.
— Estima significa que tal y como es el menor, se le valora de forma positiva. Y que
aquello por lo que se le critica o que no se le permite no es «bueno para él, para lo que
vale y puede llegar a ser».
— Se le quiere y se le manifiesta el afecto en una relación cálida en la que las caricias, el
ofrecimiento del regazo, los arrullos, los abrazos, etc., consiguen la conexión emocional
positiva de la empatía, la ternura, etcétera.
— Se le cuida porque obras son amores y no sólo buenas razones: la dedicación, la
disponibilidad y la eficacia están entre las características que deben tener los cuidados.

La insatisfacción de esta necesidad es vivida como abandono, soledad, marginación,


rechazo, aislamiento, inseguridad, miedo, ansiedad, desamparo, etc. El vínculo que satisface
esta necesidad es fundamentalmente el del apego, que es el único que, en su propia naturaleza,
conlleva la incondicionalidad de la aceptación. Los menores necesitan al menos una figura de
apego que le ofrezca todo eso; pero es mejor que sean varias. Disponer, a ser posible, de
varias figuras de apego adecuadas es, por consiguiente, fundamental desde este punto de vista.
Tener, al menos, una figura de apego es una condición imprescindible para el apropiado
desarrollo de la infancia. Esta seguridad emocional es la base adecuada para que construya un
sentimiento de identidad personal y para que se autoestime. Una persona sólo puede
autoestimarse si se sabe querida, digna de ser querida tal y como es. Por ello la
incondicionalidad de las figuras de apego, el ofrecimiento de un espejo incondicional es la
base de la autoestima y la mejor forma de saberse aceptado en su diversidad o identidad
personal.
Un inadecuada historia de apego puede dar lugar a dificultades emociones y sociales, como
ocurre en el caso de los estilos de apego ansioso-ambivalente (con sufrimientos de
inseguridad, ansiedad, baja autoestima, necesidad excesiva de aprobación, celos infundados,
interacción emocional conflictiva, forma de afrontamiento inadecuada de los problemas
caracterizada por la conmoción emocional y la paralización ante los problemas, miedos a la
separación y pérdida de familiares y de la pareja, etc.), evitativo o distante (necesidad de
negar y controlar las emociones, miedo a la intimidad, desconfianza en los demás, visión
pesimista de lo que pueden llegar a ser los vínculos afectivos, relaciones frías, estrategias de
afrontamiento inadecuadas tendentes a la negación de los conflictos, etc.) y desorganizado
(relacionado precisamente con haber maltrato o graves problemas familiares y caracterizado
por sufrir ansiedad, por un lado, y miedo a la intimidad, por otro, lo que suele dar lugar
conductas estereotipadas y rigidez salpicadas de episodios de descontrol). En los casos más
acentuados, estos estilos de apego pueden estar asociados a síntomas clínicos internos o
externos y a dificultades emocionales, familiares y sociales.
La falta de apego seguro, en todas sus formas, se asocia en todo caso con sufrimientos de
soledad emocional: sentimientos de abandono e inseguridad por no disponer de al menos una
persona incondicional.

4.3.3. Necesidad de red de relaciones sociales

Pero al individuo no le es suficiente con disponer de una o varias figuras de apego y una
familia, sino que tiene también la necesidad de ampliar su mundo de relaciones con los
iguales y con la comunidad. El individuo y la familia nuclear no pueden vivir aislados;
incluso les sería casi imposible sobrevivir en esas condiciones. Necesita una amplia red de
relaciones sociales para no sentirse marginado, aislado socialmente y aburrido. Estas
relaciones satisfacen la necesidad de sentir que se pertenece a un grupo y una comunidad,
compartir proyectos, divertirse en común, etc., a través de las relaciones con los iguales, los
vínculos de amistad y el sentimiento de formar parte de un grupo. Favorecer las relaciones de
amistad, la formación de grupos y el asociacionismo es fundamental desde este punto de vista.
Los amigos y compañeros nos permiten saber quién somos, cuál es nuestra identidad de
niño, joven o adulto, comunicarnos con alguien que en ocasiones puede comprendernos y
apoyarnos mejor que los propios padres, jugar y divertirnos de forma diferente, explorar la
realidad más allá de la familia, ensayar conductas, cooperar en pie de igualdad, defender
nuestros derechos y los de los demás, etc.
La diferencia más importante con el vínculo del apego es que estas relaciones son
voluntarias y siempre exigen reciprocidad, obligándonos a salir de nosotros mismos y tener en
cuenta a los demás. Los padres nos vienen dados, los amigos y amigas nos los merecemos.
En relación con los iguales, tiene especial significado en la infancia la necesidad de jugar,
que está presente en todas las especies cercanas a la nuestra pero es, en el caso de los seres
humanos, especialmente clara y significativa. El juego proporciona a las personas, en todas las
edades, pero sobre todo en la infancia, la oportunidad de gozar, divertirse, disfrutar de
determinados momentos de la vida. El juego neutraliza otros momentos de sufrimiento, trabajo,
estrés, etc., contribuyendo a que el balance vital sea positivo.
La falta de una red de relaciones sociales provoca sentimientos de soledad social (carencia
de amistades y relaciones con intimidad, sentimientos de aburrimiento, aislamiento y
marginación), por un lado, y una falta real de apoyo social informal, por otro.

4.3.4. Necesidades sexuales


La sexualidad puede manifestarse en la infancia de múltiples formas (autoexploraciones,
exploración del cuerpo de otras personas, imitación de conductas observadas en los adultos,
descubrimiento del autoerotismo y conducta masturbatoria, preguntas a los adultos sobre
diferencias anatómicas, el origen de los niños, la forma en que se engendran, el significado de
numerosas conductas sexuales, etc.). Estas manifestaciones deben ser respetadas, y sus
preguntas, contestadas con veracidad y sencillez (López, 2005).
Los riesgos en este caso son la educación represiva, sexofóbica, los abusos sexuales de
menores y la transmisión de ideas pesimistas o destructivas sobre las relaciones amorosas.
Respetar la sexualidad infantil, por un lado, y no interferir en ella instrumentalizando a los
niños por parte de los adultos es fundamental en este caso. Pero lo más importante, en
definitiva, es aprender que las personas pueden formar parejas y quererse, que estas
relaciones valen la pena y pueden salir bien.
Otro riesgo, hoy demasiado presente, es la actividad sexual de riesgo entre adolescentes:
los embarazos no deseados, la coerción sexual, los abusos sexuales y las frustraciones
amorosas.
Aceptar la sexualidad infantil, ofrecer educación sexual en la familia y la escuela y brindar
atención profesional específica a los adolescentes están entre las intervenciones más
importantes para que los menores aprendan a vivir la sexualidad de forma placentera pero sin
riesgos y con responsabilidad ética y sanitaria.
Los abusos sexuales a menores (cometidos por adultos o por iguales que recurren a alguna
forma de coerción) constituyen la principal forma de maltrato en relación con esta necesidad y,
como es sabido, pueden provocar efectos a corto y medio plazo clínicamente muy importantes,
especialmente en los casos de incesto o experiencias especialmente traumáticas. De hecho se
correlacionan (aunque la relación causa-efecto no siempre es directa) con problemas de
ansiedad, baja autoestima, desconfianza, dificultades sexuales o comportamientos sexualmente
inapropiados, huidas de casa, absentismo y fracaso escolar, depresión, etc.

4.4. Necesidad de participación y autonomía

Los niños son actores dentro del sistema familiar, educativo y social, en general. Tienen el
derecho y la necesidad de participar en las decisiones y situaciones en las que estén
implicados en la medida de sus posibilidades; también en las que indirectamente les
conciernan de forma significativa. Los menores no deben ser considerados receptores pasivos
de beneficios y ayudas, sino participantes activos en las decisiones y gestiones relacionadas
con su vida. De esta forma se fomentan la participación y la autonomía. El proceso de
adquisición de la autonomía debe ir acompañado del establecimiento de límites en el
comportamiento, límites coherentes y definidos a través de formas de disciplina inductiva.
En realidad, lo ideal es que vayan haciéndose dueños de parcelas de su vida para que poco
a poco sean autónomos.
5. LA CLASIFICACIÓN DE LAS NECESIDADES, LOS FACTORES PROTECTORES
Y LOS RIESGOS

En el siguiente esquema resumimos la clasificación de las necesidades del niño, así como
algunas de las formas fundamentales de prevenir las carencias y los riesgos asociados más
frecuentes. Para no alejarnos de las formas de maltrato infantil, tal y como son descritas en la
literatura clásica, proponemos en cada caso las que están asociadas a estas necesidades y
riesgos.

Necesidades Prevención Riesgo

A) Necesidades de carácter físico-biológico

Nacido Planificación familiar. No deseado.


deseado Madre adolescente.
Madre muy mayor.

Alimentación Adecuada alimentación de la madre. Ingestión de sustancias que


Lactancia materna. dañan al feto.
Suficiente, variada, secuenciada en tiempo. Desnutrición.
Adaptada a la edad. Déficit específico.
Excesos: obesidad.

Temperatura Condiciones de vivienda, vestido y colegio adecuadas. Frío o calor en la vivienda.


Humedad, falta de higiene.
Falta de calzado.
Falta de vestido.

Higiene Higiene corporal. Suciedad.


Higiene de vivienda. Contaminación del entorno.
Higiene de alimentación. Gérmenes infecciosos.
Higiene de vestido. Parásitos y roedores.
Higiene de entorno.

Sueño Ambiente protegido y silencioso. Inseguridad.


Suficiente según edad. Contaminación acústica.
Durante la noche. Interrupciones frecuentes.
Con siestas, si es pequeño. Tiempo insuficiente.
Sin lugar apropiado de
descanso diurno.

Actividad Libertad de movimiento en el espacio. Inmovilidad corporal.


física: Espacio con objetos, juguetes y otros niños. Ausencia de espacio.
ejercicio y Contacto con elementos naturales: agua, tierra, plantas, animales, etc. Ausencia de objetos.
juego Paseos, marchas, excursiones, etc. Ausencia de juguetes.
Inactividad.
Sedentarismo.

Protección de Organización de la casa adecuada a seguridad: enchufes, detergentes, Castigo físico.


riesgos reales electrodomésticos, instrumentos y herramientas, escaleras, ventanas y Accidentes domésticos.
Integridad muebles.
física

Protección de Organización de la escuela adecuada a la seguridad: clases, patios y Accidentes en la escuela.


riesgos reales actividades.
Integridad
física Organización de la ciudad para proteger a la infancia: calles y jardines, Accidentes de circulación.
circulación, delincuencia.
Circulación prudente, niños en parte trasera y con cinturón.

Conocimiento y control sobre las relaciones de los niños. Agresiones.

Prevención violencia. Guerras.

Salud Revisiones adecuadas a edad y estado de salud. Falta de control.


Provocación de síntomas.

Vacunaciones. No vacunación.

Ocio saludable. Ocio con alcohol o drogas.

Ambiente sin humo. Tabaquismo.

Educación para la salud. Embarazo no deseado,


enfermedad de transmisión
sexual y sida.
Estilo de vida de riesgo.

Ambiente Cuidado ambiental. Contaminación de aire, agua


ecológico y otros elementos.
adecuado
Educación ambiental. Vandalismo ambiental.

Necesidades Prevención Riesgo

B) Necesidades cognitivas

Estimulación Estimular los sentidos. Entorno con estímulos: visuales, táctiles, auditivos, Privación sensorial.
sensorial etc. Pobreza sensorial.
No maduración del
cerebro.

Cantidad, variedad y contingencia de estímulos. Monotonía de estímulos.

Interacción lúdica en la familia, estimulación planificada en la escuela. No contingencia de la


respuesta.
Currículo escolar no
global, no secuenciado,
no significativo, etc.

Estimulación lingüística en la familia y en la escuela. Falta de estimulación


lingüística.
Exploración Contacto con el entorno físico y social rico en objetos, juguetes, elementos Entorno pobre.
física y social naturales y personas.
Exploración de ambientes físicos y sociales.

Ofrecer «base de seguridad a los más pequeños», compartir exploración con No tener apoyo en la
ellos (los adultos y los iguales). exploración.
No compartir
exploración con adultos
e iguales.

Escolarización Integración escolar. No escolarización.


Absentismo escolar.

Escuela de los rendimientos y de la vida. Fracaso escolar.


No educación para
calidad de vida y
bienestar.

Comprensión Escuchar y responder de forma contingente a las preguntas. Mentir.


de la realidad Decir la verdad. Ocultar la realidad.
física y social
Hacerles participar en el conocimiento de la vida, el sufrimiento, el placer y
la muerte.

Visión biófila de la vida, las relaciones y los vínculos. Visión pesimista.

Transmitir las actitudes, valores y normas. Anomia o valores


antisociales.

Tolerancia con discrepancias y diferencias: raza, sexo, clase social, Dogmatismo.


minusvalías, nacionalidad, etc. Racismo.

Protección de Escuchar, comprender y responder a sus temores: miedo al abandono, No escuchar.


riesgos rivalidad fraterna, miedo a enfermedad y miedo a la muerte. No responder.
imaginarios No tranquilizar.

Posibilidad de expresar el miedo. Inhibición emocional.

Evitar verbalizaciones y conductas que fomenten los miedos: violencia Violencia verbal.
verbal o violencia física, discusiones inadecuadas, amenazas verbales, Violencia física en el
pérdidas de control, incoherencia en la conducta. entorno.
Amenazas.
Pérdida de control.
Incoherencia en la
relación.

Educación para el consumo y evitación de contenidos violentos en medios Contenidos virtuales


(televisión, videojuegos, etc.). violentos.

Necesidades Prevención Riesgo


C) Necesidades emocionales y sociales

a) Sociales:

Seguridad Apego incondicional: aceptación, disponibilidad, accesibilidad, respuesta Rechazo. Soledad emocional.
emocional adecuada a demandas y competencia. Ausencia de figuras de apego.
No accesibles.
No percibir, no interpretar, no
responder, no responder
contingentemente, incoherencia
en respuesta.

Afecto. No relación afectiva.

Contacto íntimo: táctil, visual, lingüístico, etc. No código de intimidad.

Estima y valoración. Desvalorización.

Capacidad de protección/eficacia. Ineficacia protectora.

Resolver los conflictos con disciplina inductiva: explicaciones, Autoritarismo.


exigencias conforme a edad, coherencia en exigencias, posibilidad de Amenaza de retirada de amor.
revisión si el niño/a protesta la decisión. No poner límites.
Negligencia por amor.

Red de Relaciones de amistad y compañerismo con los iguales: fomentar Aislamiento social.
relaciones contacto e interacción con iguales en el entorno familiar y en la escuela: Soledad social.
sociales tiempos de contacto, fiestas infantiles, comidas y estancias en casa de Separaciones largas de los
iguales, etc. amigos.
Continuidad en las relaciones. Imposibilidad de contacto con
Actividades conjuntas de familias con hijos que son amigos. amigos.
Incorporación a grupos o asociaciones infantiles. Prohibición de amistades.
Aburrimiento.
Compañeros de riesgo.

Participación Participación en decisiones y en gestión de lo que le afecta y pueda No ser escuchado.


y autonomía hacer a favor de sí mismo y de los demás en familia, escuela y No ser tenido en cuenta.
progresivas sociedad. Dependencia.
Sobreprotección.

b) Sexuales:

Curiosidad, Responder a preguntas. No escuchar.


imitación y
contacto Permitir juegos y autoestimulación sexual. No responder.
Engañar.

Educación sexual. Castigar manifestaciones


infantiles.
Erotofobia.
Actividad sexual de riesgo.

Prevención de abusos. Abuso sexual.


6. LA INTERVENCIÓN PROFESIONAL

La intervención profesional debe basarse en una serie de principios fundamentales y


operar, en el caso de que los riesgos se hayan consumado, siguiendo una serie de pasos hoy
bastante consensuados.
Principios que se derivan de la teoría de las necesidades:

— Los niños tienen derecho a que sus necesidades sean cubiertas y bien atendidas. Es
responsabilidad de la familia, la escuela, los servicios sociales y la sociedad en
general, porque los menores no pueden protegerse y cuidarse por sí solos.
— La familia, en sus diferentes formas, es la institución que mejor puede responder a las
necesidades básicas, con la ayuda de las instituciones sociales. Una familia la
constituye una relación entre un menor y, al menos, un adulto, aunque es más deseable
que el menor se desarrolle dentro de sistemas familiares más amplios.
— El rol de la escuela, en cuanto institución social universal, puede y debe complementar
el de la familia, ofreciendo los conocimientos y habilidades básicas, pero también
garantizando el bienestar de sus alumnos, especialmente teniendo la capacidad de
detectar situaciones de riesgo y de tomar las primeras medidas ante ellas.
— Cuando los menores sufren carencias y riesgos que amenazan su desarrollo, todas las
instituciones sociales deben sentirse responsables. La familia no es la propietaria de los
hijos, sino la primera responsable de su adecuado desarrollo. Si dicha responsabilidad
no es ejercida de forma adecuada, la sociedad debe intervenir ayudando a la familia, si
está capacitada y es eficaz, o asumiendo la tutela del menor, en caso contrario. La
intervención de la sociedad debe hacerse prioritariamente a través de los servicios de
protección de menores, salvo que, por urgencia, se recurra directamente a la policía o a
los jueces.
— Los menores sobre los que se tomen medidas de protección tienen derecho a ser
escuchados y a que se elabore para ellos un plan que prioritariamente debe hacer lo
posible por mantenerles en la familia (con las ayudas pertinentes) o reintegrarlos a ella
después de un tiempo. Si ninguna de estas dos posibilidades fuera viable, es
conveniente que, cuanto antes, se les ofrezcan a los menores medidas definitivas, como
la adopción.
— Las medidas de acogimiento temporal en familias de acogida o de integración en una
residencia de menores deberían durar lo menos posible, aunque tienen pleno sentido
cuando la familia va a ser recuperable o no se dispone de alternativas definitivas.
— Todas las medidas deben tomarse, como indica la ley, dando prioridad al interés del
menor. Aunque, como es sabido, no es fácil hacer compatible la prioridad de la familia
biológica (si cumple condiciones mínimas) con la prioridad del interés del menor. Por
ello estas decisiones son con frecuencia difíciles técnicamente y socialmente no siempre
comprensibles.
— La oferta que la comunidad hace a los menores que son separados de su familia tiene
que ser mejor que la que hacía la familia de origen. De forma que para tomar ciertas
decisiones no basta con que haya deficiencias en la familia de origen sino que se
precisa también que la sociedad pueda satisfacer mejor sus necesidades.
— El plan de actuación debe contemplar la mayor colaboración posible de los padres y
del propio menor.

7. ALGUNOS ABUSOS DE LA TEORÍA DE LAS NECESIDADES: LOS MALOS


USOS DE LA TEORÍA DEL APEGO
Figura 2.6.

Aunque sea de forma breve, queremos aclarar que la aplicación de la teoría de las
necesidades no debe hacerse de forma parcial y rígida, porque se pueden cometer errores. El
más conocido de ellos es la tendencia de algunos profesionales de los servicios de protección
de menores a aplicar de forma mecánica y simplista la teoría del apego. Entre las versiones de
este error está la siguiente:

Considerar que el niño está mejor en una residencia que en una familia de acogida
porque el acogimiento no preadoptivo (que es del que vamos a hablar aquí) le condena a
experiencias de vinculación y desvinculación que supuestamente le producirían daño.
Se tiende a pensar, en este caso, que es mejor que no esté vinculado con otras personas
si ha de volver a la familia.

Esta interpretación de la teoría del apego es rígida e incorrecta por varias razones, entre
las que destacamos:

— No tiene en cuenta que los niños pueden establecer varios vínculos del apego y que, por
tanto, el que supuestamente se vincule temporalmente a la familia de acogida no supone
necesariamente una desvinculación de la familia de origen.
— No tiene en cuenta que los niños mantienen a lo largo de la infancia (por cierto, esta
capacidad permanece abierta a lo largo de todo el ciclo vital) la posibilidad de
establecer nuevos vínculos, por lo que, si pierde el vínculo con la familia de origen
(porque, por ejemplo, es muy pequeño o está muy lejos de la familia de origen), puede
volver a establecerlo en el futuro.
— No tiene en cuenta que el sufrimiento por la desvinculación es menor y reparable, desde
el punto de vista emocional, si va seguida de cuidados biofisiológicos, cognitivos y
socioemocionales adecuados. Por lo que lo fundamental es preguntarse «qué oferta de
cuidados le va a hacer su familia de origen cuando vuelva». Si ésta es buena, la
desvinculación de la familia de acogida es reparable.
— No tiene en cuenta que los períodos sin cuidados adecuados y personalizados,
especialmente si se alargan, como sucede, de hecho, muchas veces, son mucho más
dañinos y peligrosos que las experiencias de desvinculación seguidas de nuevos
cuidados adecuados y nueva vinculación.
— Este planteamiento no está actualizado desde el punto de vista teórico, porque parece
basarse en la idea de que la única figura de apego es la madre o quien la sustituye y
considera el vínculo del apego referido sólo o principalmente a una persona, lo que no
se corresponde con la realidad. Es verdad que los niños suelen tener jerarquías de
preferencia, colocando como figura central a la madre normalmente, pero esto no es
necesariamente así y, además, la jerarquía de preferencias puede cambiar si cambia la
oferta de cuidados.
— En definitiva, lo importante es que las necesidades infantiles encuentren siempre una
oferta de cuidados básica, a ser posible ofrecida por varias personas.

Aclaradas las razones que hacen insostenible esta manera de pensar, nos parece, sin
embargo, útil indicar qué tipo de prácticas profesionales y sociales pueden favorecer la
seguridad emocional y la estima de los menores de edad cuando sus padres tienen dificultades
temporales para ofrecerles un adecuado sistema de protección y cuidados (que es lo que suele
dar lugar al acogimiento):

Con la familia biológica:

a) Prepararla para que acepte la necesidad de ser ayudada por otra familia temporalmente.
Nada sustituye mejor a una familia que otra familia. Sentido de la intervención: «Si
queréis el bienestar de vuestro hijo, lo mejor es que os dejéis ayudar por otra familia
durante un tiempo. Mientras tanto, debéis estar motivados para cambiar y para que de
este modo vuestro hijo vuelva con vosotros».
b) Dejar bien sentado que el hijo sigue siendo su hijo y que la otra familia no está para
competir con ellos, demostrar que son mejores o apropiarse del menor.
c) Sustentar en la familia de origen la motivación para superar las dificultades lo antes
posible (precisamente para hacerse de nuevo cargo del hijo). Es el momento de
ofrecerles todas las ayudas para que mejoren los recursos y superen los problemas.
d) Mantener en la familia de origen la esperanza fundada del final del proceso.
e) Dar oportunidad a la familia de origen de mantener la relación con el hijo, salvo
contraindicación expresa temporal.
f) Hacer una preparación especial para el reencuentro definitivo.

Con la familia o institución de acogida:

a) Seleccionarlas en función de su capacidad para:

— Cuidar al menor.
— Saberse y aceptarse como padres profesionales temporales.
— Comprender, sentir empatía y relacionarse con la familia de origen.
— Hay que evitar a quienes quieren hacerse con un niño de forma explícita o implícita,
quienes están necesitados de relaciones afectivas y quienes tienden a rechazar y
hacer juicios negativos de la familia de origen.

b) Prepararlas para ser padres profesionales: ofrecer cuidados propios de padres sin serlo.
c) Dejarles claras la temporalidad de su función y la necesidad de que el niño vuelva con
la familia de origen.
d) Instarles a que mantengan en el menor de edad la memoria (si tiene edad para ello)
positiva de sus padres (que en todo caso serán presentados como personas que necesitan
ayuda, no como culpables).
e) Asegurarse de que estar dispuestos a facilitar la interacción de los hijos con los padres,
salvo que ésta no se considere temporalmente adecuada.

«Hacer de padres sin serlo, cuidar a un niño como propio sabiendo que es ajeno y
reconociendo su pertenencia a otra familia, que necesita ser ayudada temporalmente».

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. El acogimiento familiar es una medida protectora y rehabilitadora si se hace de manera adecuada.

2. Entre las dificultades para definir el maltrato encontramos que las conductas de maltrato son heterogéneas y
pueden centrarse en cosas distintas.

3. El concepto de maltrato es relativo a la cultura, la legislación y la práctica profesional, pero no lo son, sin
embargo, las necesidades y derechos, que deben ser considerados universales.

4. La necesidad de seguridad emocional incluye la experiencia de ser aceptado de manera incondicional, ser
querido, ser valorado y ser cuidado por personas que se perciben como eficaces.

5. Este capítulo apuesta por un modelo desde la perspectiva del buen cuidado y el buen trato, partiendo de la teoría
de las necesidades.

6. El modelo que se propone, del buen cuidado y buen trato, tiene dos versiones complementarias: la versión
sociopolítica y la versión científico/profesional.

7. La versión política hace referencia a la declaración de derechos de la infancia.

8. La versión científico/profesional está caracterizada por un discurso fundamentado sobre las necesidades
humanas y las necesidades de la infancia.

9. El concepto de maltrato es relativo a la cultura, la legislación y la práctica profesional.

10. Cuando se habla de necesidades, estamos haciendo referencia a que el menor está preprogramado para
desarrollarse de una determinada forma y que necesita determinadas condiciones y cuidados.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

V V V V V V V V V V
BIBLIOGRAFÍA
López, F. (2008). Necesidades en la infancia y adolescencia. Respuesta familiar escolar y social. Madrid: Pirámide (parte
del texto presentado en este capítulo procede de este libro).
López, F. (2010). Separarse sin grietas. Cómo sufrir menos y no hacer daño a los hijos. Barcelona: Grao.
3
Tipos de maltrato en la infancia y adolescencia
MARÍA TERESA LONDOÑO RESTREPO
PALOMA SANTAMARÍA GREDIAGA

El maltrato infantil es un problema mundial con graves consecuencias que pueden durar
toda la vida. Los estudios internacionales revelan que aproximadamente un 20 por 100 de las
mujeres y entre un 5 y un 10 por 100 de los hombres manifiestan haber sufrido abusos sexuales
en la infancia, mientras que entre un 25 y un 50 por 100 de los niños de ambos sexos refieren
maltratos físicos.
Se calcula que cada año mueren por homicidio 31.000 menores de 15 años. Esta cifra
subestima la verdadera magnitud del problema, dado que una importante proporción de las
muertes debidas al maltrato infantil se atribuyen erróneamente a caídas, quemaduras,
ahogamientos y otras causas.
El concepto «malos tratos a la infancia» representa una realidad compleja y difícil de
definir. Inicialmente se entendía por maltrato infantil el maltrato físico activo, con un
predominio de criterios médicos-clínicos. La evolución de los estudios e investigaciones
sociales y el evidente avance en la democratización de las sociedades más avanzadas han
determinado la situación actual, en la que las definiciones de maltrato se basan en las
necesidades y derechos de la infancia (Solís de Ovando, 2003).
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define el maltrato infantil «como los abusos y
la desatención de que son objeto los menores de 18 años, e incluye todos los tipos de maltrato
físico o psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación comercial o de otro
tipo que causen o puedan causar un daño a la salud, el desarrollo o la dignidad del niño, o
poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación de responsabilidad,
confianza o poder. La exposición a la violencia de pareja también se incluye a veces entre las
formas de maltrato infantil».
Figura 3.1.

Cuando pensamos en el maltrato infantil, nos vienen a la mente dos cuestiones


fundamentales:

1. ¿Dónde se coloca el límite entre lo que es maltrato y que no lo es?


2. ¿Se deben tener en cuenta las costumbres, los aspectos culturales a la hora de valorar un
comportamiento de este tipo?

Por tanto, hay que entender cuáles son las necesidades de cualquier niño en su desarrollo,
que están influidas por las costumbres culturales (ya que es imprescindible la socialización de
cada persona en su ambiente cultural), pero contemplar un mínimo de requisitos: cuidado,
atención y trato a la infancia sin distinciones.
Cuando el comportamiento (por acción u omisión) llega o puede llegar a poner en peligro
la salud psíquica y física del niño, la situación podría calificarse de maltrato.
Existen numerosas definiciones sobre el maltrato infantil. Entre ellas hemos seleccionado
la siguiente:
«Acción, omisión o trato negligente, no accidental, que priva al niño de sus derechos y su bienestar, amenazando y/o
interfiriendo su adecuado desarrollo físico, psíquico y /o social; cuyos autores pueden ser personas, instituciones o la
propia sociedad».

Figura 3.2.

Para poder entender el maltrato infantil de la infancia y adolescencia, es necesario conocer


lo que ocurre a las familias a las que pertenecen estos niños; por eso a continuación
expondremos los diferentes tipos de familias maltratantes o abusivas que J. Barudy describe
en su libro El dolor invisible de la infancia.

1. FAMILIAS TRANSGENERACIONALMENTE PERTURBADAS

Existen situaciones trágicas en que la violencia intrafamiliar, en particular el maltrato de


los niños, es un modo de vida, a menudo transgeneracional. Se trata de familias en las que los
adultos tienen tendencia a repetir crónicamente comportamientos abusivos y violentos sobre
sus hijos, quienes a su vez podrán transformarse en padres abusivos.
Es importante decir que no existe una familia maltratadora típica, sino más bien una
heterogeneidad de organizaciones familiares con producciones míticas diferentes que en un
momento dado de su historia generarán el fenómeno de los malos tratos.
Así la manera en que cada persona implicada en una situación de maltrato explica, a través
de su lenguaje natural, los gestos de violencia, su historia, su relación con el niño y otros
adultos constituye el hilo que hace posible construir un mapa del mundo interactivo de las
familias que maltratan a los niños de manera crónica.
Aun así, es posible distinguir vínculos entre las experiencias traumáticas y las carencias
vividas por las madres, maltratadoras en su historia familiar, y los comportamientos violentos
que tienen sus hijos y las explicaciones que dan a esos comportamientos.
Hablaremos de cuatro niveles, en torno a los cuales se organizan las interacciones abusivas
y el sistema de creencias que las justifican o mitigan.

Figura 3.3.

Carencias relacionadas con la función materna


— Adultos que crecieron en un medio familiar y social pobre de recursos maternales.
— Esperan que sus hijos colmen total o parcialmente las carencias del pasado.
— Se concibe al niño no como tal sino como objeto de reparación.
— Peligro de que se produzcan graves trastornos en el proceso de diferenciación e
individuación psicológica del niño.
— Otro momento crítico se produce cuando el nacimiento del niño y su presencia no
encajan en absoluto con lo que habían imaginado.

Carencias relacionadas con la función paterna


— Personas que se han socializado en instituciones y/o sistemas familiares donde no se les
han ofrecido suficientes atenciones socializantes.
— En la familia de origen de estos padres la autoridad se ejercía de forma abusiva como
método educativo.
— Ausencia de función paterna por falta de competencias personales.
— Actitud entre la debilidad y la indecisión y la rigidez y el autoritarismo.

Trastornos relacionados con la organización jerárquica de la familia


— Importantes trastornos de la organización jerárquica bien porque no hay claridad de
límites definidos, bien porque no se respetan en la práctica.
— Fenómeno de parentificación de los hijos.
— Cuando existe una estructura disfuncional que altera todo el proceso de aprendizaje
relacional de los niños.

Trastornos de los intercambios entre la familia


— La frontera simbólica es disfuncional, porque cierran y abren fronteras cuando no
deberían hacerlo, o bien porque tienden a abrir el sistema en todos los intercambios o a
cerrarlo.
— Las familias caóticas que funcionan con fronteras demasiado abiertas como modo de
adaptación a la pobreza de recursos internos y externos.
— Familias cerradas y rígidas que cierran las fronteras para protegerse de los peligros
reales o imaginarios que existen en el tejido extrafamiliar o en la dinámica intrafamiliar.

2. FAMILIAS NEGLIGENTES

a) Son familias cuyos adultos presentan de una manera permanente comportamientos que se
expresan por una omisión o una insuficiencia de cuidados a los hijos que tienen a su
cargo.
b) Esto coincide con una historia de carencias múltiples en la biografía de los padres; estos
padres negligentes no se ocupan de sus hijos y presentan fallos importantes en sus
funciones parentales.
c) Estos fallos pueden ser resultado de tres dinámicas que se entremezclan: una biológica,
otra cultural y otra contextual (véase figura 3.4).
d) Consecuencias de la negligencia en los niños:
Los niños mal cuidados sufren una ausencia o insuficiencia crónica de cuidados, ya
sean físicos, médicos, afectivos y /o cognitivos. Están mal alimentados, hambrientos,
sucios y mal vestidos. Los padres les dejan solos sin vigilancia adecuada y durante
largos períodos y sus enfermedades pueden ser ignoradas, de modo que no reciben
atención sanitaria adecuada.
Son niños con una deprivación psicoafectiva permanente y una falta de estimulación
social y cultural necesaria para asegurarles un desarrollo sociocognitivo adecuado.
Figura 3.4.

e) Consecuencias de la negligencia física. Son múltiples y van desde el retraso del


crecimiento por la desnutrición hasta el síndrome de enanismo psicosocial causado no
sólo por las deficiencias alimentarias sino también por la deprivación social y afectiva.
El niño víctima de negligencia se siente a menudo un ser aparte y su falta de higiene y
la forma inadecuada de vestirse y comportarse provocan un rechazo de sus compañeros
de clase y de los adultos que le cuidan.
f) Consecuencias de la negligencia psicoafectiva. Se produce en ciertas familias en
ausencia de maltrato y negligencia física.
Los niños parecen aparentemente bien cuidados pero interiormente sufren falta de
afecto y de reconocimiento de sus necesidades infantiles. Las violencias psicológicas se
presentan con más frecuencia en familias pertenecientes a las clases más
desfavorecidas. Los niños son golpeados físicamente con menor frecuencia, están bien
vestidos y alimentados y sufren una violencia que no deja huellas visibles, por lo que
suelen ser menos ayudados y protegidos.
Las carencias afectivas pueden provocar trastornos de crecimiento físico de las
víctimas.

3. FAMILIAS SUFICIENTEMENTE SANAS

Son familias cuyos miembros están ligados por un apego sano. Se constata que los adultos y
los niños están vinculados por afectos, comportamientos y sistemas de creencias destinados a
promover y proteger la vida, así como a facilitar el crecimiento de sus miembros.
En este tipo de familias la interacción adulto-adulto y adulto-niño tiene por función
confirmar a cada miembro en su misión humana. En ellas la agresividad, la sexualidad y los
modelos de crianza son recursos para producir, defender y reproducir la vida.
El sistema familiar posee recursos y mecanismos naturales destinados a canalizar la
agresividad y la sexualidad dentro de la familia y, por otra parte, a producir los
comportamientos y las creencias necesarias para cuidar, proteger y socializar a los niños.
Estos comportamientos y representaciones cumplen el rol de reguladores para garantizar las
funciones familiares y mantener la cohesión del grupo familiar.

4. FAMILIAS MALTRATANTES

Cuando lo que fallan son los rituales humanos encargados de manejar la agresividad en el
interior de la familia, el resultado es la violencia y el maltrato físico. Si lo que falla son los
rituales que regulan la atracción sexual entre adultos y niños guiados por la experiencia de
apego, las consecuencias serían abusos sexuales.
Cuando la palabra es utilizada sistemáticamente para manipular y/o destruir el mundo de
los niños, nos encontramos ante el maltrato psicológico.
En el caso de abandono o negligencia, falla total o parcialmente la existencia de los lazos
de apego; en este caso los rituales casi no existen: los miembros de la familia son casi
transparentes los unos para los otros, es decir, no significan nada los unos para los otros.

a) Agresividad, violencia y maltrato físico


La agresividad corresponde a esta mezcla de emociones, comportamientos y palabras
presentes en una familia que tiene la finalidad de producir la «energía» necesaria para
subsistir, actuar, reaccionar y mantener una jerarquía entre sus miembros, de tal manera que
permita hacer frente a los desafíos creados por las fluctuaciones del medio ambiente:
El manejo de la agresividad familiar tiene una doble finalidad:

— Mantener una cierta indiferencia afectiva hacia otros organismos vivos que sirven de
alimento.
— Controlar la agresividad interior por medio de rituales destinados a evitar destruirse los
unos a los otros.

En las familias agresivas se debe equilibrar la agresividad a través de la palabra y la


representación; esto facilitará el manejo de la agresividad en algunos casos y la obstaculizará
en otros.
Una familia no produce violencia si los miembros que la componen están vinculados por
una apego sano y si los rituales permiten controlar la agresividad manteniendo una distancia
adecuada para asegurar el sentido de pertenencia y una experiencia de individuación.
El desbordamiento agresivo, lo que llamamos «violencia agresiva», puede aparecer dentro
de una familia en las condiciones siguientes:

— Cuando la familia se enfrenta a amenazas vitales como consecuencia de un desorden,


esta situación puede desencadenar un desbordamiento de la agresividad que agote los
rituales normales destinados a controlarla.
— En familias cuyos rituales fallan o se agotan rápidamente como consecuencia de
trastornos de apego y en las que falla la capacidad de recurrir a la palabra.

Figura 3.5.

Entre las consecuencias del maltrato físico distinguimos por un lado las traumáticas y por
otro los mecanismos de adaptación a la situación, que implican interiorizar los modelos y
palabras del padre violento y la identificación con el agresor.
Entre las manifestaciones y secuelas del maltrato físico están las siguientes:

— Trastornos de identidad.
— Autoestima pobre.
— Ansiedad, angustia y depresión.

5. FAMILIAS ABUSADORAS

El abuso sexual intrafamiliar es el abuso cometido contra un niño por un miembro adulto de
la familia; el abuso sexual incestuoso es cuando el abusador y el niño están vinculados por
lazos familiares, y la agresión incestuosa es cuando se insiste sobre el carácter forzado de la
situación de abuso.
Cuando el agresor no pertenece al medio familiar del niño, hablamos de abuso sexual
extrafamiliar. El adulto agresor puede ser un sujeto totalmente desconocido para el niño y su
familia o alguien perteneciente al entorno del menor.
La familia sexualmente abusiva se caracteriza por fronteras y roles familiares poco claros y
mal definidos: las historias familiares son incoherentes, las jerarquías, los sentimientos y los
comportamientos son ambiguos, los estados afectivos y sentimentales están mal definidos, los
modos de comportamientos son poco claros y los límites entre la afectividad y la sexualidad
no son consistentes.
El incesto emerge de dinámicas familiares que forman parte de una cultura familiar singular
en la que los abusos incestuosos se pueden considerar estrategias del sistema familiar
construido a lo largo de generaciones para mantener un sentido de cohesión y de pertenencia.
No es un hecho aislado o un accidente de la vida de la familia. Al contrario, se trata de un
proceso relacional complejo que se desarrolla en el tiempo y en el que se pueden apreciar dos
períodos diferentes: primero se desarrolla en el interior de la intimidad familiar protegido por
el secreto y la ley del silencio; después aparece a la luz pública a través de la divulgación de
los abusos por parte de la víctima, lo que implica una crisis para el conjunto de la familia, así
como para su entorno, sistemas profesionales incluidos.
Existe el mito de que los abusos sexuales a niños son causados exclusivamente por
individuos enfermos, perturbados, sádicos, es decir, anormales. Estos mitos son reforzados a
menudo por el carácter sensacionalista de los medios de comunicación. Sin embargo, la
experiencia demuestra que en más de un 80 por 100 de los casos los abusadores son adultos
conocidos por el niño, y muchas veces miembros de su familia.
Otro mito generalizado es que el incesto es propio de las familias social y económicamente
desfavorecidas, pero en la práctica se observa que esto no corresponde con la realidad. Lo
que sí es real es que se detectan más casos en estas capas sociales, lo que se explica por el
control exacerbado ejercido sobre los más pobres.
Para estudiar el maltrato infantil, debemos considerar que hay distintos tipos:

— Dentro del ámbito familiar: por negligencia, abandono, físico, psíquico o emocional,
sexual, síndrome de Münchhausen por poderes y prenatal.
— Fuera del ámbito familiar:

a) Institucional (escolar, sanitario, jurídico, fuerzas de seguridad, servicios sociales,


medios de comunicación).
b) Explotación (laboral, sexual).
c) Consumismo.

Los criterios para definir una situación de maltrato han de fundamentarse en las
consecuencias en el niño, es decir, en los daños producidos, en las necesidades no atendidas y
en la presencia o ausencia de determinadas conductas parentales. Así, nos planteamos algunas
incógnitas: ¿hablamos de niño maltratado, de padre maltratante, de contexto maltratante?, ¿se
basa la definición en el comportamiento parental, en las consecuencias, en el niño o en ambos?
Gran parte de la sociedad no está concienciada de lo que ocurre a su alrededor aunque
existen numerosas campañas que procuran informar y colaborar en este asunto.
Vamos a diferenciar las distintas tipologías del maltrato:

— Según el momento en que se produce.


— Según los autores.
— Según las acciones concretas infligidas.

Si nos centramos en la tipología del maltrato infantil por el tipo de acción u omisión, ya
hemos dicho que puede ser:

— Maltrato físico.
— Negligencia.
— Maltrato emocional.
— Abuso sexual.

Vamos a analizar y profundizar en los indicadores y manifestaciones de cada uno de ellos.

Maltrato físico
— El maltrato físico supone el primer estadio que permite reconocer este síndrome, pues
el maltrato físico por acción es el más fácil de detectar desde el punto de vista clínico y,
por tanto, el que más se diagnostica. Se define como cualquier intervención no
accidental que provoque un daño físico o enfermedad en el niño o le coloque en una
situación de grave riesgo de padecerlo.
— Cuando estas intervenciones de tipo no accidental provoquen un daño físico en el niño,
los indicadores visuales consecuencia del maltrato son:

• Magulladuras o moratones en el rostro, los labios o la boca, en zonas extensas del


torso, la espalda, las nalgas o los muslos; suelen estar en diferentes fases de
cicatrización fruto de repetidas agresiones y su aspecto es llamativo porque están
agrupados o presentan formas o marcas del objeto con el que ha sido producida la
agresión.
• Quemaduras con formas definidas de objetos concretos o de cigarrillos o puros que
cubren las manos o los pies o que se explican como resultado de la inmersión en
agua caliente.
• Fracturas de nariz o mandíbula o en espiral de los huesos largos, por ejemplo. Suelen
aparecer en niños pequeños en diferentes fases de cicatrización.
• Torceduras o dislocaciones.
• Heridas o raspaduras en la boca, labios, encías y ojos o en la parte posterior de los
brazos, piernas o torso.
• Señales de mordeduras humanas, claramente realizadas por un adulto y reiteradas.
• Cortes o pinchazos.
• Lesiones internas, fracturas de cráneo, daños cerebrales, hematomas subdurales,
asfixia y ahogamiento.

— Dentro de esta tipología de maltrato, habría que incluir:

• El síndrome de Münchausen por poderes, que consiste en provocar o inventar


síntomas en los niños que inducen a someterlos a exploraciones, tratamiento e
ingresos hospitalarios innecesarios.

— Requisitos para considerar el maltrato físico.

• Al menos una vez se ha percibido la presencia de como mínimo uno de estos


indicadores y las lesiones producidas no son normales dentro de lo que se considera
habitual en un niño de esa edad y características.
• Aunque no se percibe ninguno de los indicadores señalados, existe la certeza de que
el niño ha padecido lesiones de ese tipo como consecuencia de las acciones de los
adultos o de que los adultos recurren con excesiva frecuencia al castigo corporal con
el menor.

Negligencia
— La negligencia como forma de maltrato consiste en dejar u abstenerse de atender las
necesidades del niño y los deberes de guarda, protección o cuidado adecuado del
menor.
— El máximo grado es el abandono, que tiene repercusiones psicológicas y somáticas
características hasta el punto de que se podría hablar de una situación sanitaria
específica en aquellos que son atendidos en instituciones de protección a la infancia
(inclusas, orfanatos, hogares).
— Los indicadores que pueden aparecer son:

• Alimentación: no se le proporciona la alimentación adecuada. Está hambriento.


• Vestido: vestuario inadecuado para la estación del año. El niño no va bien protegido
del frío.
• Higiene: constantemente sucio, escasa higiene corporal.
• Cuidados médicos: problemas físicos o necesidades médicas no atendidas o ausencia
de cuidados médicos rutinarios.
• Supervisión: un niño que pasa largos períodos de tiempo sin la supervisión y
vigilancia de un adulto. Se producen repetidos accidentes domésticos como
consecuencia evidente de la negligencia por parte de los padres o cuidadores del
niño.
• Condiciones higiénicas y de seguridad del hogar que son peligrosas para la salud y
seguridad del menor.
• Área educativa: inasistencia injustificada y repetida a la escuela.

— Otras situaciones negligentes son:

• Los «niños de la calle» son aquellos que carecen de hogar y de familiares que les
atiendan, que viven solos o que, a pesar de tener familia, están de forma continua o
transitoria en la calle, que por las obligaciones laborales de sus padres permanecen
solos la mayor parte del día disponiendo de llave para entrar en su domicilio pero
sin que exista un adulto que les atienda o cuide. Son niños sin escolarizar, que
cometen actos delictivos, realizan trabajos marginales, caen en las redes de la
prostitución infantil, etc.
• La explotación laboral podríamos pensar que en las sociedades avanzadas no es un
hecho frecuente. Pero la utilización de niños para obtener beneficio, que implique
explotación económica y el desempeño de cualquier trabajo que entorpezca su
educación o sea nocivo para su salud o su desarrollo no solo se da en países pobres
o en vías de desarrollo, porque la mendicidad y el trabajo profesional realizado por
menores también están presentes en nuestra sociedad.
• Una consecuencia del maltrato por omisión es el retraso del crecimiento no orgánico
en niños que no incrementan sus parámetros de crecimiento en estatura ponderal con
normalidad en ausencia de enfermedad orgánica. Su etiología es la inadecuada
atención (o directamente desatención) de sus necesidades psicoafectivas y sociales
que tienen consecuencias físicas, pues afectan a su crecimiento y desarrollo y su
estabilidad psicosocial.
• El niño que por exigencias académicas u obligación debe asistir a clases extra sin
contar con sus posibilidades. Eso le impide disfrutar de un tiempo de reposo y juego
necesario que se oculta tras el deseo de darle una mayor formación en un ambiente
progresivamente competitivo que le lleva a sufrir abuso pedagógico. La
consecuencia es un grave estrés escolar que se manifiesta en enfermedades más
frecuentes, diversos trastornos psicosomáticos o alteraciones emocionales que son
motivo de consulta.

— Para que se pueda hablar de una situación de maltrato negligente ha de tenerse en cuenta
un criterio de cronicidad, es decir, que alguno de estos indicadores se dé de forma
reiterada.

Maltrato emocional
— Las dificultades diagnósticas en el maltrato emocional y en el abandono / negligencia
son mayores que en otras formas de maltrato infantil como los abusos sexuales o el
maltrato físico. El maltrato emocional es difícil de definir y detectar, debido a las
dificultades que existen entre lo que podemos considerar maltrato y los conflictos y/o
trastornos derivados del vínculo padre/hijo. Las perturbaciones de la conducta y del
funcionamiento mental producto de las situaciones maltratantes no son específicas,
pudiéndose dar en cualquier otro tipo de patología psíquica.
— El maltrato emocional es inherente a todas las formas de maltrato infantil, y es el
principal efecto negativo del maltrato infantil de naturaleza psicológica. El maltrato
emocional también es un elemento central en cualquier tipo de maltrato infantil. El
maltrato físico, la negligencia, el abandono y el abuso sexual implican la existencia de
maltrato emocional.
— Al abordar el concepto de maltrato emocional en la infancia, debemos considerar:

• No confundir las causas con los efectos en el maltrato emocional.


• No todas las alteraciones emocionales y/o conductuales de la infancia son
causa/efecto de malos tratos.
• No confundir pobreza e incultura con malos tratos a la infancia.
• Los factores de riesgo son datos que hay que confirmar en cada caso y en cada
contexto.
• No confundir maltrato infantil con síntomas de otras alteraciones mentales de las
figuras parentales.

— La intencionalidad es otro elemento importante al considerar el maltrato emocional,


pero es difícil de delimitar cuando los hechos se inscriben en la esfera psíquica,
mientras que puede ser relativamente fácil en casos de abuso sexual y maltrato físico.
— Los casos en que la intencionalidad aparece de forma explicita son escasos, siendo más
comunes las situaciones que entrañan confusión, ambigüedad y la creencia por parte de
los adultos de que su conducta está justificada y ajustada al comportamiento del niño.
— El maltrato emocional serían aquellas:

• Situaciones en las que el adulto responsable de la tutoría provoca de manera crónica


sentimientos negativos para la autoestima del niño. Incluye menosprecio continuo,
desvaloración, insultos verbales, intimidación y discriminación. También están
incluidas amenazas, corrupción e interrupción o prohibición de las relaciones
sociales de manera continua.
— El maltrato emocional se produce en situaciones en que los adultos de los que depende
el niño (padres, tutores, responsables de su educación, etc.) son incapaces de organizar
y sostener un vínculo afectivo de carácter positivo que proporcione la estimulación, el
bienestar y el apoyo necesarios para su funcionamiento psíquico equilibrado,
incluyendo toda acción, omisión o negligencia capaz de originar cuadros psicológicos-
psiquiátricos, por afectar a las necesidades psicosociales del niño según los diferentes
estados evolutivos y sus características.
— Definición y manifestaciones de las distintas formas de maltrato emocional:

TABLA 3.1

Forma Definición Manifestaciones

Negarse a admitir la legitimidad e importancia de las — Rechazar las iniciativas de


necesidades del niño. apego del niño.
— Excluir activamente al niño
Rechazar de las actividades
familiares.
— Realizar constantes
valoraciones negativas.

Amenazar al niño de forma siniestra haciéndole creer que el — Utilización del miedo como
mundo es caprichoso y hostil. disciplina.
Activa — Amenazas a la sensación
Aterrorizar
de seguridad del niño.
— Amenazas dramáticas,
misteriosas.

Favorecer conductas que impiden la normal integración del — Alentar a cometer


niño en la sociedad, reforzar pautas de conducta antisocial. conductas delictivas.
— Exponer al niño a
Corromper
pornografía.
— Premiar conductas
agresivas.

Privar al niño de la estimulación necesaria, limitando su — Falta de atención al niño.


crecimiento emocional y su desarrollo intelectual. — Frialdad y falta de afecto.
Ignorar
— Falta de protección ante
demandas de ayuda.
Pasiva
Privar al niño de oportunidades para entablar relaciones — Negar la interacción con
Aislar sociales. compañeros y adultos.
— Impedir relaciones sociales.

— El abandono emocional ocurre en circunstancias en que los adultos significativos son


incapaces de proporcionar el cariño, la estimulación, el apoyo y la protección
necesarios para el niño en sus diferentes estadios de desarrollo de manera que inhiben
su funcionamiento óptimo.
— El maltrato emocional adquiere múltiples formas de presentación, como la
sobreprotección, consistente en privar al niño del aprendizaje para establecer
relaciones normales con su entorno (adultos, niños, juego, actividades escolares), el
crecimiento del niño en un contexto maltratante, de violencia, las situaciones de
separación y divorcio en que los niños son utilizados, etc.
— También podemos considerar el maltrato emocional utilizando como referencia los
indicadores comportamentales del niño y de los padres/tutores y la sintomatología
clínica del menor.

• Requisitos

— Para que se pueda catalogar este tipo de maltrato se requiere que alguno o
algunos de los indicadores se den de forma reiterada, destacando el carácter
persistente de la inestabilidad afectiva (véase figura 3.6).

Abuso sexual
El abuso sexual infantil se ha de definir según los expertos María Rosario Cortés y José
Cantón a partir de dos conceptos: coerción y asimetría de edad (López, Hernández y
Carpintero, 1995).
La coerción (uso de fuerza física, presión o engaño) debe considerarse por sí misma un
criterio suficiente para etiquetar una conducta de abuso sexual a un menor.
La asimetría de edad impide la verdadera libertad de decisión y hace imposible una
actividad sexual consentida, ya que los participantes tienen experiencias, grado de madurez
psíquica y biológica y expectativas muy diferentes.
Existen múltiples definiciones de abuso sexual, entre las cuales hemos destacado cuatro:

— La participación de niños y/o adolescentes, dependientes e inmaduros, en actividades


sexuales que no están en condiciones de comprender, que son inapropiadas a su edad y a
su desarrollo psicosexual, para las cuales son incapaces de dar un consentimiento
informado o han sido presionados por violencia, seducción, amenazas o engaños o que
transgreden los tabúes y las reglas familiares y sociales (Kempe y Helfer, 1978).
— Se define como cualquier clase de contacto sexual con una persona menor de 18 años
por parte de un adulto que ejerce una posición de poder o autoridad sobre el niño. El
niño puede ser utilizado para la realización de actos sexuales o como objeto de
estimulación sexual. Se podría expresar en cuatro tipos de categorías:

• Incesto. Si el contacto físico sexual lo realiza una persona de consanguinidad lineal


o un hermano, tío o sobrino. También se incluye el caso en que el adulto esté
asumiendo de manera estable el papel de los padres.
• Violación. Cuando la persona adulta es otra cualquiera no señalada en el apartado
anterior.
• Vejación sexual. Cuando el contacto sexual se realiza por el tocamiento intencionado
de zonas erógenas del niño o por forzar, alentar o permitir que éste lo haga en las
mismas zonas del adulto.
• Abuso sexual sin contacto físico. Se incluirían los casos de seducción verbal
explícita de un niño, la exposición de los órganos sexuales con el objeto de obtener
gratificación o excitación sexual con ello y la masturbación o realización
intencionada del acto sexual en presencia del niño con el objeto de obtener
satisfacción sexual.

Figura 3.6.
Una vez que se establecen las diferentes tipologías de maltrato infantil, se debe tener en
cuenta que en un importante porcentaje de casos se produce un cierto solapamiento entre ellas.
Es frecuente que se den casos en los que aparezcan simultáneamente el maltrato y el abandono
físico o el maltrato físico y el abuso sexual (Arruabarrena y De Paúl, 1994).

— Los contactos sexuales e interacciones entre un niño y un adulto cuando éste (agresor)
usa al menor para estimularse sexualmente él mismo o a otra persona. El abuso sexual
puede también ser cometido por una persona menor de 18 años cuando ésta (el agresor)
es significativamente mayor que el niño (la víctima) o está en una posición de poder o
control sobre el menor (National Center of Child Abuse and Neglect, 1978).
— La utilización del niño por parte de un adulto con vistas a la obtención de placer o
beneficios económicos (Council of Cientifics Affairs of AMA, 1985. AMA diagnostic
and treatment guideline ens concerning child abuse and neglect. JAMA, 254, 796-800).

Otras definiciones hacen hincapié en las diferencias de edad entre víctima y agresor. Así
Finkelhor y Hotaing (1984) propusieron que el contacto sexual es abusivo sí:

— Hay una diferencia de cinco años de edad o más cuando el menor tiene menos de 13
años, y de diez años o más si éste tiene entre 13 y 16 años.
— El contacto sexual se realiza mediante el uso de la fuerza o amenaza mientras que la
víctima está indefensa o inconsciente, o a través de abuso de autoridad, sin importar la
diferencia de edad.

Berliner y Elliot (1996) definieron el abuso sexual infantil como cualquier actividad sexual
con un niño en la que se emplee la fuerza o la amenaza de utilizarla, con independencia de la
edad de los participantes, y cualquier contacto sexual entre un adulto y un niño con
independencia de que haga daño o de que el menor comprenda la naturaleza sexual de la
actividad.
El contacto sexual entre un adolescente y un niño más pequeño también se considera
abusivo si existe una disparidad de edad (cinco o más años), desarrollo o tamaño que impida
al niño más pequeño dar un consentimiento informado. La actividad sexual puede incluir
penetración, tocamientos o actos sexuales que no implican contacto, como la exposición o el
voyeurismo.
Indicadores de abuso sexual
Según las definiciones aportadas en el punto anterior, se concibe el abuso sexual como la
implicación de los niños en actividades sexuales a fin de satisfacer necesidades del adulto,
tanto si hay contacto físico como si no lo hay. Por tanto, se hace necesario estudiar las
conductas que pueden darse en los abusos sexuales.
En la tabla 3.2 (Díaz Huertas, Atención al Maltrato Infantil desde los Servicios Sociales,
2002) se concretan los diferentes tipos de abuso sexual, indicando claramente las conductas
abusivas.

TABLA 3.2

Conductas físicas

Con contacto físico Sin contacto físico

Violación: penetración en la vagina, ano o boca con Propuestas verbales de actividad sexual explícita.
cualquier objeto (sin el consentimiento de la persona). Exhibicionismo: acto de mostrar los órganos sexuales de una
Penetración digital: inserción de un dedo en la vagina o manera inapropiada.
ano. Obligar a los niños a ver actividades sexuales de otras
Penetración vaginal o anal con el pene. personas: padres u otras personas implican a niños en la
Penetración vaginal o anal con un objeto. observación de coito o pornografía.
Caricias: toca o acariciar los genitales de otro, incluyendo
forzar a masturbar para cualquier contacto sexual menos
la penetración.
Sodomía o conductas sexuales con personas del mismo
sexo.
Contacto genital oral.
Involucrar al niño en contactos sexuales con animales.

Explotación sexual Culturales Omisión

Implicar a menores de edad en conductas o Anulación Consentimiento pasivo.


actividades relacionadas con la producción de quirúrgica del No atender a las necesidades del niño y su
pornografía. Promover la prostitución infantil. clítoris. protección en materia sexual.
Turismo sexual. Casamiento de
niños sin su
consentimiento.

Esta clasificación puede cruzarse con el grado de relación entre el autor del abuso y la
víctima. De esta forma se puede distinguir fácilmente entre los abusos intrafamiliares
(calificados de incestuosos) y los extrafamiliares (próximos a la víctima, desconocidos).
El incesto es el contacto físico sexual o relación sexual por un pariente de consanguinidad
lineal (padre, madre, abuelo/a, hermano o hermana, tío o tía, sobrino o sobrina).
Se incluye también el contacto sexual con figuras adultas que estén cumpliendo de manera
estable el papel de figuras parentales (padres adoptivos, padrastros, pareja estable...).
Igualmente necesario en la detección del abuso sexual es conocer los indicadores físicos y
comportamentales que nos van a señalar que se está produciendo algún tipo de abuso a fin de
actuar lo más pronto posible. En el siguiente cuadro se reflejan los distintos indicadores de
abuso sexual (Díaz Huertas).

TABLA 3.3

Físicos

Dificultad para caminar o sentarse.


Traumas físicos
Irritación en área ano-genital: dolores, picazón, hemorragias, magulladuras, desgarros, hinchazón...

Infecciones Zona genital. Tracto urinario. Enfermedades venéreas.

Presencia de esperma.
Embarazo.
Dificultades manifiestas en defecación.
Enuresis o encopresis.

TABLA 3.4
Comportamentales. Sexuales

Masturbación excesiva.
Interacción sexual con iguales.
Conductas Agresiones sexuales a otros niños más pequeños.
sexuales Conductas sexuales con adultos.
Conductas seductivas repetidas.
Promiscuidad.

Conocimientos Temas como: penetración digital, erección, eyaculación, cunnilingus, felación o qué es lo que se
sexuales siente durante la penetración...

Afirmaciones Claras e inapropiadas.


sexuales

TABLA 3.5

Comportamentales. No sexuales

Problemas de sueño: pesadillas, miedo a la oscuridad, hablar en sueños.


Enuresis y encopresis.
Desórdenes funcionales
Desórdenes del apetito.
Estreñimiento mantenido y repentino con dolor.

Depresión.
Ansiedad.
Retraimiento.
Fantasías excesivas.
Problemas emocionales Conductas regresivas.
Falta de control emocional.
Fobias repetidas y variadas.
Problemas psicosomáticos.
Labilidad afectiva.

Agresiones.
Fugas.
Conductas delictivas.
Problemas conductuales
Consumo de alcohol y drogas.
Conductas autodestructivas.
Intentos de suicidio.

Retraso en el habla.
Problemas de atención y concentración.
Problemas de desarrollo cognitivo
Disminución de rendimiento académico.
Retraimiento.

Retrasos en el crecimiento.
Problemas de desarrollo cognitivo Accidentes frecuentes.
Psicomotricidad lenta o hiperactividad.

Culpa.
Problemas afectivos Vergüenza.

Como resumen general, el informe del Centro Reina Sofía sobre el maltrato infantil en la
familia española realizado en el año 2011 nos desvela que:

— El tipo de maltrato más detectado por los psicopedagogos y responsables de guarderías


y colegios, entre los niños de 0 a 7 años, ha sido el maltrato físico. En concreto, el
59,68 por 100 de las víctimas sufrían maltrato físico, el 37,10 por 100 negligencia, el
17,74 por 100 maltrato psicológico y el 4,84 por 100 abuso sexual.
— Si tenemos en cuenta el sexo de las víctimas, los niños son quienes padecen más
maltrato físico, psicológico y negligencia, y las niñas, más abuso sexual.
— Si ponemos en relación el tipo de maltrato con quien lo perpetra, se observa que el
padre biológico es responsable de los porcentajes más altos de maltrato físico (43,75
por 100) y emocional (63,64 por 100), mientras que la madre biológica lo es de la
negligencia (72,73 por 100). El abuso sexual es perpetrado en un 50 por 100 tanto por
el padre biológico, como por los hermanos de la víctima.
— Vinculación del agresor con la víctima. En el 46,43 por 100 de los casos del agresor es
la madre biológica (estos datos deben ser tomados con prudencia, pues son las madres
en la mayoría de los casos las que están a cargo de los niños y en contacto con los
psicopedagogos. Por tanto, son las personas que se visibilizan como autoras del
maltrato), y en el 35,71 por 100, el padre biológico. A distancia quedan el padre no
biológico (10,71 por 100), un hermano (5,36 por 100) y la abuela (1,79 por 100).

Figura 3.7.—Tipos de maltrato (en porcentajes) (0 a 7 años).


Figura 3.8.—Prevalencia de maltrato por tramos de edad (8 a 17 años).

Figura 3.9.—Tipos de maltrato por sexo de la víctima (en porcentajes) (0 a 7 años).


Figura 3.10.—Tipos de maltrato por edad de la víctima (8 a 17 años).

Consecuencias del maltrato en la infancia y adolescencia


Aunque este tema no es el eje central de este capítulo, creemos que dar unas pequeñas
pinceladas sobre las consecuencias y el impacto que tiene el maltrato infantil sería de gran
utilidad para la mejor comprensión de capítulos siguientes.
Actualmente sabemos que no todos los niños maltratados sufren consecuencias a largo
plazo, pues esto puede depender de una combinación de factores como:

— La edad del niño y la etapa de su desarrollo en el momento de ocurrir el abuso o


descuido.
— El tipo de abuso: abuso físico, negligencia, abuso sexual, etc.
— La frecuencia, duración y severidad del abuso.
— La relación entre la víctima y el agresor (English et al., 2005; Chalk, Gibbons y
Scarupa, 2002).

Consecuencias a medio y largo plazo


El maltrato, en todas sus formas, tiene repercusiones en el desarrollo infantil. Además,
lamentablemente, muchos de los niños y adolescentes que lo han sufrido han estado expuestos
a varias formas de maltrato simultáneamente, lo cual agrava el cuadro.
Existe una estrecha relación entre los diferentes tipos de maltrato y el desarrollo
psicosocial del niño. Así lo demuestran diferentes estudios realizados en esta área, como el de
Barnett, Vondra y Shonk (1996) o el de Levendosky, Okun y Parker (1996), entre muchos otros,
que nos revelan un sinfín de consecuencias entre las que se encuentran principalmente:
problemas escolares, tanto en el plano cognitivo como en el de la interacción social, y
alteraciones de la conducta manifestadas por agresión y retraimiento.
El maltrato infantil también ha sido relacionado con: el consumo de sustancias tóxicas;
delincuencia; criminalidad; suicidios —aspecto que también ha cobrado una mayor relevancia
actualmente entre los niños y jóvenes desde los 10 hasta los 18-19 años de edad—; y el abuso
sexual, que se ha asociado a problemas psicosomáticos, alteraciones diversas del
comportamiento sexual en personas que tienen antecedentes de abuso sexual en la niñez e
incluso a trastornos de la personalidad más severos.

Consecuencias para la salud


Los efectos físicos inmediatos del maltrato pueden ser relativamente leves (moretones o
cortes) o severos (huesos rotos, hemorragias e incluso la muerte). En algunos casos estos
efectos no son visibles y desaparecen pronto, pero el dolor y el sufrimiento que causan a un
niño pueden durar toda la vida. A continuación ofrecemos varias de las consecuencias que los
investigadores están empezando a identificar:

— Síndrome del bebé sacudido.


— Desarrollo cerebral anormal: en algunos casos se ha comprobado que el maltrato
infantil causa estragos significativos en el desarrollo o el crecimiento del cerebro del
niño y que esto puede derivar en un desarrollo anormal (De Bellis y Thomas, 2003).
— Mala salud física: los adultos que fueron víctimas del abuso o la negligencia durante su
infancia tienen más probabilidades de padecer problemas físicos como artritis, asma,
bronquitis, presión alta, úlceras y alergias (Springer, Sheridan, Kuo y Carnes, 2007).

Consecuencias psicológicas
Los efectos emocionales inmediatos del maltrato infantil —aislamiento, miedo,
desconfianza— pueden prolongarse durante toda la vida, como la baja autoestima, la
depresión y las dificultades interpersonales.
En un estudio a largo plazo con jóvenes abusados, más del 80 por ciento fueron
diagnosticados con un desorden psicológico al cumplir los 21 años. Estos jóvenes tenían
problemas de depresión, ansiedad o desórdenes alimenticios, y muchos intentaron suicidarse
(Silverman, Reinherz y Giaconia, 1996). Otras condiciones psicológicas y emocionales
asociadas al abuso y a la negligencia son el pánico, la depresión, la ira, el trastorno
disociativo, el estrés postraumático, los trastornos afectivos y el llamado síndrome de déficit
de atención e hiperactividad (Teicher, 2000; De Bellis y Thomas, 2003; Springer, Sheridan,
Kuo y Carnes, 2007).

Consecuencias para el comportamiento


Varios estudios han concluido que los niños abusados o descuidados tienen por lo menos un
25 por 100 de probabilidades de meterse en problemas con la delincuencia, las drogas, el
bajo rendimiento académico e incluso el embarazo adolescente. Con frecuencia, también
tienen problemas de salud mental (Kelley, Thornberry y Smith, 1997). Otros estudios sugieren
que los niños abusados o descuidados tienen más probabilidades de arriesgarse sexualmente
al llegar a la adolescencia y contraer una enfermedad de transmisión sexual (Johnson, Rew y
Sternglanz, 2006).
Los estudios más recientes se están centrando en investigar por qué, dadas las mismas
condiciones, algunos niños sufren consecuencias a largo plazo mientras que otros salen
relativamente ilesos, y han llegado a la conclusión de que esto se debe a la «capacidad de
recuperación» que tienen las victimas, es decir, la habilidad para sobreponerse al abuso y
salir adelante después de una experiencia negativa. Varios factores de protección pueden
determinar la capacidad de recuperación de un niño abusado o descuidado.
Entre estos factores se pueden mencionar características individuales como el optimismo,
la autoestima, la inteligencia, la creatividad, el humor, el entusiasmo y la independencia, así
como el aprecio de los amigos y los compañeros. También tienen una gran importancia las
influencias positivas de los maestros, los mentores y las personas admiradas.
El entorno social del niño y la disponibilidad de los apoyos concretos en su comunidad
pueden ser otros factores. Pero también es importante que el niño viva en un vecindario seguro
y que tenga acceso a servicios médicos de calidad y a escuelas seguras, que son otros factores
de protección (Fraser y Terzian, 2005).

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. Para poder entender el maltrato infantil de la infancia y adolescencia, es necesario conocer lo que les ocurre a
las familias a las que pertenecen estos niños.

2. El concepto «malos tratos a la infancia» representa una realidad compleja y difícil de definir.

3. Las familias negligentes son aquellas cuyos adultos presentan de una manera permanente comportamientos que
se expresan por una omisión o una insuficiencia de cuidados a los hijos que tienen a su cargo.

4. Cuando la palabra es utilizada sistemáticamente para manipular y/o destruir el mundo de los niños nos
encontramos ante el maltrato psicológico.

5. Entre las manifestaciones y secuelas del maltrato físico están las siguientes: trastornos de identidad, autoestima
pobre, ansiedad, angustia y depresión.

6. La experiencia demuestra que más de un 80 por 100 de los casos de maltrato son producidos por adultos
conocidos por el niño y muchas veces por miembros de su familia.

7. Los criterios para definir una situación de maltrato han de fundamentarse en las consecuencias en el niño, es
decir, en los daños producidos, en las necesidades no atendidas y en la presencia o ausencia de determinadas
conductas parentales.

8. El abuso sexual infantil se ha de definir según los expertos a partir de dos conceptos: la coerción y la asimetría
de edad y los tipos de conducta de abuso sexual.

9. Si tenemos en cuenta el sexo de las víctimas, los niños son quienes padecen más maltrato físico, psicológico y
negligencia, y las niñas, más abuso sexual.

10. El maltrato emocional adquiere múltiples formas de presentación, como la sobreprotección, consistente en
privar al niño del aprendizaje para establecer relaciones normales con su entorno (adultos, niños, juego,
actividades escolares), el crecimiento del niño en un contexto maltratante, de violencia, las situaciones de
separación y divorcio en que los niños son utilizados, etc.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

V V V V V V V V V V

BIBLIOGRAFÍA
Barudy, J. (1998). El dolor invisible a la infancia. Barcelona: Paidós.
De Bellis, M. y Thomas, L. (2003). Biologic findings of post-traumatic stress disorder and child maltreatment. Current
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Teicher, M. D. (2000). Wounds that time won’t heal: the neurobiology of child abuse. Cerebrum: The Dana Forum on brain
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4
Resilience y depresión en niños
VICTORIA DEL BARRIO GÁNDARA

1. DEFINICIÓN

Los antecedentes del constructo resilience pueden rastrearse ya desde el mundo clásico,
pero su aparición como un tema en el campo de la psicología data de mediados de los años
setenta. A partir de ahí lo realmente determinante fue una revisión que Compas hizo en los
años noventa; ésta dio alas al tema y el concepto ha ido ganando fuerza y potencia, tantas que
hoy es perfectamente similar a otros constructos tan relevantes como, por ejemplo, el estrés.
Es conveniente hacer una pequeña introducción que delimite aquello que entendemos por
resilience. Si partimos de las distintas definiciones que se han dado del término, vemos que
unas son más apropiadas que otras porque explicitan con mayor precisión la novedad del
constructo. Por ejemplo, si tomamos la definición de Machacon (2011), quien sostiene que la
resilience es el convencimiento que tiene un individuo o equipo de poder superar los
obstáculos de manera exitosa, comprobamos que esto es verdad, pero también algo
insuficiente puesto que, si se somete a análisis estricto, se hace patente que no añade nada al
concepto de autoeficacia. Otras definiciones hacen mención de la competencia de solución de
problemas o de la resistencia al estrés, pero no añaden nada a los constructos de autoestima o
estabilidad emocional. Todas las definiciones hacen mención de una serie de actitudes,
habilidades y competencias que están relacionadas con la resilience, pero que son comunes a
otros constructos psicológicos, y lo realmente importante es delimitar las características
específicas que la definen y la diferencian de otros conceptos relacionados con ella.
Figura 4.1.

Después de repasar muchas definiciones, he escogido, como asumible, una de las primeras,
generada en un contexto de investigación específicamente infantil y emitida por una institución
cuyo carácter colectivo nos garantiza que ha habido una discusión plural antes de su emisión.
Es ésta: «Habilidad para resurgir de la adversidad, adaptarse, recuperarse y acceder a una
vida significativa y productiva» (ICCB, Institute on Child «Resilience» and Family, 1994).
Esta definición tiene varias ventajas: en primer lugar, es genérica y simple y por tanto se
pueden incluir en ella otras muchas definiciones que han surgido como setas en los últimos
tiempos; en segundo lugar hace alusión a la «recuperación», que es algo esencial en el
concepto de resilence frente a la clásica resistencia al estrés. No sólo se resisten los embates
de la vida sin hundirse, sino que se logra con rapidez el equilibrio de partida y de nuevo se
alcanza la situación de normalidad previa.
Otros autores señalan que los elementos esenciales de la resilience son: pensamiento
positivo, tenacidad y búsqueda de ayuda (Reuben y Moon-Ho, 2012). Es interesante que dos
de los elementos sean personales y uno de ellos tenga carácter social; por tanto, se subraya el
matiz contextual como un ingrediente esencial.
Es especialmente interesante una matización al concepto de resilience que hacen Dougherty
y Masten (2005): «un patrón de adaptación positiva en el contexto de la adversidad presente o
pasada». El interés de esta definición es doble: por una parte hace explícita la relación con la
psicología positiva y por otra conecta directamente con la depresión puesto que alude a la
adversidad presente y también a la pasada; le falta sólo mencionar la adversidad futura para
enunciar exactamente la definición de Beck.
Un sujeto con resilience es flexible ante el impacto y se recupera fácilmente; es, como
recuerda la filosofía oriental, un junco que resiste el viento por su flexibilidad, que le permite
inclinarse y recuperar la verticalidad en cuanto amaina la tempestad. Es decir, que la
resilience en el fondo consiste en reunir habilidades de afrontamiento que comprenden
esencialmente: competencia social, previsión de dificultades, buena capacidad de resolución
de problemas, reflexión de las consecuencias de la propia conducta, autonomía y
propositividad.
Finalmente hagamos una pequeña precisión terminológica; la palabra inglesa resilience se
ha introducido en la psicología de habla hispana en los dos lados del Atlántico sin que los
profesionales de la psicología hayan hecho ningún esfuerzo por adaptar el término al español,
aunque la RAE se ha apresurado a aceptar el vocablo «resiliencia» (esperemos que rectifique,
como lo ha hecho con «sicología»). En castellano hay palabras que pueden usarse para
sustituirlo: entereza, fortaleza y resistencia, por ejemplo. Entereza se centra más en el
momento agudo, que evita el derrumbamiento del sujeto. Fortaleza tiene toda la resonancia de
la virtud aristotélica que incluye la doble acepción de ser fuerte y de resistir. Por último
resistencia se refiere más bien a un mantenimiento de la entereza en el tiempo, aunque este
término tiene la ventaja de conservar una fonética más próxima a la palabra inglesa. Podría
adoptarse cualquiera de las tres, pero para ello es necesario que se produzca un consenso
entre profesionales. Yo me decantaría por traducir resilience por «fortaleza» por varias
razones: a) porque ya ha sido usado por profesionales prestigiosos; b) porque tiene un bagaje
de carácter más psicológico que los otros dos términos, y c) porque alude a una resistencia
activa y pasiva muy acorde a las características esenciales del concepto. Mientras ese
consenso entre profesionales de habla hispana no llegue, usaré el término en inglés, como se
comprobará en este capítulo.
El concepto resilience, una vez más, se ha gestado en el seno de la medicina que se
planteaba el estudio de aquellos elementos de naturaleza física o psíquica implicados en el
proceso de recuperación de una enfermedad. En un segundo momento, ya desde el campo de la
psicología, se plantea el análisis de los elementos de carácter estrictamente psicológico
implicados en ese proceso. Resulta evidente que este nuevo constructo es una perspectiva
actualizada del estrés, pero poniendo el énfasis en la capacidad de recuperación de la
normalidad en lugar de ponerlo en la ruptura de ésta. Ya Selye subrayó que la primera
reacción de un cuerpo sometido al estrés era la resistencia, y eso es lo que ha llevado a
analizar los elementos diferenciales entre los sujetos que resisten frente a los que se hunden.
Este giro en la atención en el estudio del proceso se debe fundamentalmente al cambio casi
paradigmático que la psicología ha sufrido en los últimos tiempos. Me refiero a la psicología
positiva, que ya no se busca conocer los estragos del estrés sino las características de los
individuos que no sucumben a él.
Cuando se analizan las revisiones sobre resilience hallamos que su contenido no difiere
esencialmente de analizar los elementos que se estudian como factores de riesgo en cualquier
tipo de patología infantil. Son los perennes factores de riesgo biológicos, personales y
sociales que aparecen una y otra vez con un paralelismo total en todas las patologías (Zolkoski
y Bullock, 2012). Hay que subrayar qué tipo de actitudes, creencias y conductas se han de
tener para ser resiliente y, por el contrario, cuáles se deben evitar para no convertirse en una
persona vulnerable. Vulnerabilidad frente a resilience es la pieza clave de la investigación
sobre este tema.
La resilience es un escudo de protección para la lucha de la vida; no es una
invulnerabilidad, sino una habilidad de superación que se adquiere. Esa adquisición se logra
por dos caminos: incrementando las propias fortalezas que emanan de las características
personales y aprendiendo técnicas de manejo de la reacción emocional excesiva producida
por las situaciones que se valoran como amenazantes. La resilience se compone de muchos
ingredientes diferentes, pero el resultado de poseerla es sólo uno: resultar indemne cuando
ataca la adversidad. Recurriendo a una metáfora se puede concluir que la resilience es un
colchón protector de los golpes a los que necesariamente un sujeto se ve abocado por el hecho
de vivir.
Por último, y como consecuencia de lo anterior, toda la preocupación de la investigación
sobre resilience se centra en lograr el conocimiento necesario para conseguir promocionarla
en aquellos sujetos que pertenecen precisamente a grupos de riesgo y que reúnen las
condiciones que los hacen vulnerables y, por tanto, no resistentes ante la adversidad (Masten,
2007). Y en ello estamos actualmente.

2. INGREDIENTES EMOCIONALES DE LA RESILIENCE (FORTALEZA)

El carácter fundamentalmente emocional de la resilience parece patente ya que ésta se


obtiene promocionando el control de las emociones para que la respuesta a los retos sea
medida, adecuada y eficaz y no se vea desbordada por una respuesta emocionalmente excesiva
que la convierta en ineficaz o patológica.
Es evidente que, además del control emocional, existen otros elementos, tales como la
competencia en el manejo de habilidades implicadas en el afrontamiento; pero éstos
resultarían inoperantes si, pese a estar presentes, no se diese previamente el dominio
emocional.
Para llegar a determinar cuáles son los ingredientes que conforman la resilience hay que
observarlos en aquellos sujetos que la poseen, y para ello resulta especialmente útil analizar a
personas que realmente hayan estado sometidas a muchos eventos negativos y se hayan
mantenido incólumes ante ellos. Veamos un ejemplo:

La persona que vamos a describir nació en el seno una familia acogedora, culta y de
economía solvente, y fue un bebé risueño y tranquilo. Su nacimiento fue enormemente
celebrado porque era el único varón en una familia de mujeres. En la primera infancia
sobrevivió a una grave y dolorosa enfermedad, y después de ello, y quizás potenciada por
este grave acontecimiento, tuvo una infancia especialmente cuidada y armónica.
El año en que comenzó sus estudios universitarios, falleció su padre. Tuvo que dejar la
universidad y ponerse a trabajar en un banco para mantener a la familia, que se había
quedado sin recursos; así vio precozmente truncado su primer proyecto vital.
Posteriormente, con mucho esfuerzo y estudiando por las noches, logró hacerse maestro
y ganar unas reñidas oposiciones de inspector. Subió en el escalafón profesional y con
bastante celeridad llegó a obtener la plaza que deseaba como inspector en la ciudad de
Barcelona. Al poco tiempo de alcanzar su meta profesional, comenzó la guerra civil, y en
ese tiempo convulso se casó con su compañera y tuvo su primer hijo.
Al término de la guerra, y después de la experiencia de un campo de concentración
francés, fue extraditado a España. A su vuelta no sólo se le destituyó de su cargo sino que
perdió también la carrera y fue deportado a una pequeña ciudad. De nuevo volvió a la
insolvencia. Aprovechando su condición de maestro, sobrevivió dando clases particulares,
pero no pudo vivir con su mujer y su hijo porque ella había obtenido una plaza de maestra
en una ciudad distinta y lejos de su lugar de destierro, lo que les condenó a una separación
indeseada. Muy poco después ella murió a consecuencia de una enfermedad banal para la
que, en aquel entonces, no se encontró una medicación adecuada. Se quedó viudo con un
hijo de dos años.
Al cabo del tiempo recuperó su carrera, pero fue relegado a ejercerla en aquella pequeña
ciudad de provincias. Era un gran profesional, pero sus nuevos intentos de promocionar en
la profesión y alcanzar una mejor plaza fueron inútiles, dados sus antecedentes. Así que
permaneció perfectamente adaptado en su pequeña ciudad el resto de su larga vida.

A pesar de esta frustrante y triste biografía, al cabo resultó ser un hombre pacífico, bien
humorado, sociable y que disfrutaba de todos los pequeños placeres de la vida: amigos,
comida, paisaje, paseos, cine, lectura y trabajo. Todo el que le conocía envidiaba su sentido
del humor y le apreciaba por su bonhomía. Se podía decir que era un superviviente a la
adversidad y, sin lugar a dudas, un hombre feliz.
Figura 4.2.

Es un ejemplo adulto, pero sus cualidades de resistencia se fraguaron en la niñez. Por otra
parte, sólo en sujetos adultos se pueden ver cumplidamente las consecuencias de la fortaleza,
puesto que éstas únicamente pueden ser contempladas con el paso del tiempo, que consolida
una historia con o sin problemas que afrontar; es entonces cuando se comprueba
verdaderamente si el sujeto ha soportado bien los embates del tiempo. Sólo así se ven
nítidamente los frutos de la resilience. Como decían los clásicos, «sólo al final de la vida se
puede confirmar la felicidad».
No cabe duda de que este que acabamos de ver es un ejemplo de persona resiliente cuyas
características temperamentales, sumadas a las condiciones contextuales familiares y sociales,
en su primera infancia, consolidaron su fortaleza ante la adversidad, que no fue poca. La
depresión o la violencia habrían sido reacciones naturales, comprensibles, pero mucho menos
adaptativas y, por tanto, exitosas. Por eso los estudios de resilience se han centrado muy
especialmente en el mundo infantil. Es coherente que se busque la esencia de la resilience en
aquella época de la vida en la que se conforman los patrones de respuesta ante el entorno de
manera más sólida y firme. Los niños son sujetos lábiles que aprenden con facilidad, y esos
aprendizajes primeros se conservan con una fuerza indeleble, son una segunda naturaleza. Los
hábitos primeros actúan como una segunda naturaleza por su solidez y duración.
Los niños, sobre todo en las sociedades desfavorecidas, están sometidos a
responsabilidades y presiones importantes tales como buscarse alimentos o cobijo e incluso
procurarse defensa. Estas actividades pueden hacer que un niño madure o sucumba, y, desde
luego, aplastarían a un niño urbano del primer mundo acostumbrado a una sobreprotección la
mayor parte de las veces inadecuada. Sin embargo, hay un número considerable de niños
sometidos a estrés que no sólo logran sobrevivir sino que salen fortalecidos de esa dura
experiencia. Las carencias han actuado como un estímulo a respuestas adaptativas. La
exposición es una técnica de superación de los problemas. La frase vulgar: «saber lo que vale
un peine» se ajusta perfectamente a esta situación, que consiste en el poder didáctico del
contacto con la realidad que se opone a nuestros deseos y necesidades y no se doblega ante
ellos, como suele ocurrir con las prescripciones paternas. Es exactamente lo contrario a la
situación del príncipe hindú que ignoraba todo acerca de la pobreza, la enfermedad, la
violencia y la muerte. La vida enseña y los niños han de enfrentarse a ella precisamente para
aprender a manejar las situaciones complicadas y así dotarse de las armas necesarias para la
lucha. Por eso es tan peligrosa la sobreprotección en la educación. Entre la dureza del tercer
mundo y la molicie del primero debe haber una tercera vía virtuosa, y en eso consiste
precisamente la promoción de la resilience.
El gran problema es tener suficientemente claro en qué consiste ese aprendizaje de la
respuesta adecuada en intensidad y especificidad y sobre todo cómo se puede llegar a trasmitir
con eficacia el manejo de las situaciones difíciles. En este sentido, hay unas preguntas
esenciales a las que tenemos que buscar respuesta: ¿por qué unos niños salen fortalecidos de
la adversidad y otros sucumben?, ¿es algo innato o se aprende?
Como ocurre en todo lo referente al hombre, sólo se puede contestar a estas preguntas si las
respuestas incluyen dos ingredientes: la natura y la nurtura. Por un lado, un cierto tipo de
personalidad pone las bases y, por otro, un aprendizaje aporta el contenido. El conjunto de
este binomio individuo y sociedad constituye la base de lo que se denomina «estrategias de
afrontamiento» ante los acontecimientos negativos. Estas estrategias no son inmutables, sino
que tienen que ser adaptadas en cada tipo de sociedad y a los elementos que en ella se
consideran valiosos. Por eso es tan difícil el acierto. Probablemente un niño del siglo XXI no
puede enfrentarse a su mundo adecuadamente sin el manejo de los ordenadores, pero hace sólo
un siglo un sujeto podía ser perfectamente eficaz en su resolución de problemas sin saber
siquiera leer. Un niño actual al que no le gusta el fútbol se siente aislado, pero la humanidad ha
descubierto este deporte hace pocas décadas. Es decir, que las competencias que hay que
trasmitir a un niño son las que le permitirán manejar su mundo, y esto no es tan fácil como
parece, porque el mundo cambiante en el que un niño ha de desenvolverse está en el futuro, y
éste no se conoce. La mayor parte de los españoles mayores de 50 han sido educados con el
francés como segunda lengua, pero cuando llegaron a adultos lo necesario era el inglés. Ésa
fue una equivocación colectiva porque se cometió el error de creer que la situación presente
se perpetuaría, y eso ocurre raramente porque el entorno está en constante cambio. Por eso hay
que plantearse muy seriamente qué será útil para la transmisión de eficacia ante el mundo, y
ésta es una ardua tarea. Bernard Shaw contestó a un periodista que le preguntaba sobre el
teatro del futuro: «si lo supiera, lo escribiría». Esto es lo que hay que plantearse para preparar
adecuadamente a un niño para ser eficaz en la gestión de su vida. El gran reto de la trasmisión
de una adecuada resilience es la imaginación para, gracias a ella, poder llegar a prever cuáles
serán los retos del futuro en un entorno más cambiante de lo que nunca lo ha sido hasta donde
históricamente hemos podido conocer.
Desde un punto de vista personal y psicológico, las cosas son un poco más fáciles, porque
el elemento estructural biológico que constituye a un individuo y sus consecuencias
conductuales ha sufrido escasos cambios en siglos. El aprendizaje psicológico más útil es,
fundamentalmente, la habilidad de mantener la calma y analizar la situación. Es evidente que,
cualquiera que sea el reto, la resilience es ante todo un estado de ánimo antes, durante y
después de la vivencia de la adversidad; por tanto es necesario plantearse en qué consiste ese
estado de ánimo y las características que lo acompañan.
En un primer análisis se observa una serie de elementos que se combinan de una manera
compleja tales como entereza, confianza y combatividad, pero hay que buscar cómo se
construyen estas habilidades. Parece que todas ellas nacen en la primera infancia en el seno de
la familia. Esto pone, una vez más, de manifiesto el carácter interactivo de la construcción de
la resilience.
Por una parte está la consistencia de los lazos que unen al grupo en el que el sujeto se
desarrolla y la vivencia de pertenencia con que el sujeto se siente vinculado a él. Esto es
esencial para la función de trasmisión de competencias. La familia nuclear es la que transmite
esos saberes primariamente, pero esta trasmisión, para que sea correcta, necesita un vínculo
sentimental. El cariño es el vehículo que trasporta más fácilmente la comunicación
intrafamiliar de emociones, valores, actitudes y conductas. Los niños atienden especialmente a
la persona de referencia y «copian» (aprendizaje vicario) todo aquello que acontece bajo su
mirada. Si la comunicación y el modelo son adecuados, la adaptación es fácil y se produce la
óptima prevención de todo tipo de disfunciones. La relación afectiva potente y sana explica en
una proporción considerable la capacidad de ajuste emocional infantil. Esta vinculación en
estadios primaros se llama «apego» y la analizaremos más adelante.
Otros muchos autores encuentran en esta correlación entre la comunicación afectiva y la
resilience la base de una menor vulnerabilidad en el niño para desarrollar trastornos y muy
especialmente una depresión (Beardslee, Glandstone y O’Connor, 2012; Kim, 2012).
Esta comunicación no sólo tiene vigencia en la niñez, sino que también se ha detectado en
la adolescencia. Brennan y Le Brocque (2003) estudiaron una población adolescente en dos
sociedades diferentes y hallaron que un control suave, altos niveles de afectividad y poca
sobreprotección incrementaban el nivel de resilience en los niños no sólo ante la depresión
sino también ante otros trastornos de tipo interiorizado como la ansiedad. En el caso de los
adolescentes, el apego se ve sustituido por un estilo de crianza en el que priman la relación
afectiva positiva, la confianza, la seguridad y la autonomía equilibrada.

2.1. Relación de la resilience con emociones positivas

Además de las condiciones temperamentales, las emociones positivas se van afianzando y


desarrollando dentro del grupo familiar, y la resilience es fundamentalmente una respuesta
emocional. Continuamente toda la investigación sobre psicología positiva ha subrayado el
carácter protector de la resilience frente a la depresión. Parece que las bases de esa situación
se fundamentan, como ya hemos señalado, en las relaciones afectivas del grupo familiar, que, a
la postre, es donde se fragua el mundo emocional del niño (Martín, Cabrera, León y Rodrigo,
2013). De todas las condiciones familiares, desde el comienzo de la investigación sobre el
tema, se viene subrayando que el apoyo paterno es uno de los elementos que más fuertemente
correlaciona, negativamente, con la depresión infantil (Carrasco, Rodríguez y Del Barrio,
2011) y por tanto se ha convertido en una pieza fundamental en la explicación de la resilience
específica en los niños y adolescentes deprimidos (Carbonel, Reinherz y Giaconia, 1998).
Rueger y Malecki (2011) han subrayado que, en el mundo preadolescente, el apoyo paterno
incrementa el estilo atribucional positivo en los niños y esto tiene como consecuencia
inmediata un incremento de la resilience de los hijos. Por el contrario, los niveles de
depresión crecen en los niños sin apoyo paterno puesto que sistemáticamente, a su vez,
presentan un estilo atribucional negativo. También se hace hincapié en que el apoyo de los
padres y la estabilidad emocional de los niños dependen de la situación emocional de ambos;
así que otra vez se vuelve al proceso interactivo, puesto que parece que las emociones de los
padres se contagian o transmiten a los hijos y viceversa (Kim, 2012).
La sustitución de pensamientos negativos por positivos es una estrategia utilizada por todos
los profesionales que aplican TCC, lo que prueba la relación entre pensamientos positivos,
emociones positivas y adecuación a la percepción de la realidad y solución de problemas. Se
ha demostrado que cambiar los esquemas cognitivos de los niños aumenta su resilience
especialmente en relación con la depresión y la autoeficacia, tan asociada a la depresión
(Keyfitz, Lumey, Henning y Dozios, 2013). Mantener en un estado de ánimo positivo produce
inmunidad ante las situaciones problemáticas porque promociona la actividad focalizada en la
adecuada solución de los problemas. El estado de bienestar se ha asociado frecuentemente a
esa situación en la que el niño se siente seguro y es capaz de iniciar un adecuado afrontamiento
de las situaciones amenazantes (Masten, 2001).
Es especial el caso de la empatía, que quizás representa la única emoción positiva que
tiene una correlación positiva con la depresión. Ser muy empático hace al niño más vulnerable
a la percepción del dolor moral y físico de los otros y le convierte en un ser más atento al
sufrimiento, no sólo al propio sino también al ajeno; por tanto, al multiplicar su sensibilidad
hacia los acontecimientos negativos, se hace más vulnerable a la depresión o, si se quiere,
menos capaz de resistirla, y esto es especialmente importante si el sujeto tiene una respuesta
empática emocional (Del Barrio, Holgado y Carrasco, 2012).
Las personas resilientes ha sido definidas con las siguientes características positivas:

— Sentido de la autoestima fuerte y flexible.


— Independencia de pensamiento y de acción.
— Habilidad para dar y recibir en las relaciones con los demás.
— Alto grado de disciplina y de sentido de la responsabilidad.
— Reconocimiento y desarrollo de sus propias capacidades.
— Una mente abierta y receptiva a nuevas ideas.
— Una disposición para soñar.
— Gran variedad de intereses.
— Un refinado sentido del humor.
— La percepción de sus propios sentimientos y de los de los demás.
— Capacidad para comunicar estos sentimientos de manera adecuada.
— Una gran tolerancia al sufrimiento.
— Capacidad de concentración.
— Compromiso con la vida.
— Las experiencias personales interpretadas con un sentido de esperanza.
— Capacidad de afrontamiento.
— Apoyo social.
— La existencia de un propósito significativo en la vida.
— La creencia de que uno puede influir en lo que sucede a su alrededor.
— La creencia de que uno puede aprender con sus experiencias, sean éstas positivas o
negativas.

Como se puede apreciar, todas estas características son incompatibles con la depresión.

2.2. Relación de la fortaleza con emociones negativas

La vivencia de emociones negativas de una manera intensa y perdurable es síntoma


inequívoco de depresión y provoca, en los sujetos que la experimentan, reacciones
emocionales excesivas que se pueden calificar como poco resilentes y que, por tanto,
convierten a dichos sujetos en seres proclives a sucumbir ante las condiciones adversas. Ya
hemos subrayado repetidamente que la incontrolabilidad de la emoción es la base de la mayor
parte de las perturbaciones infantiles. Por otra parte, resulta también evidente que cuantas
menos emociones negativas ronden a un niño, menor es la probabilidad de desarrollar
patologías y por supuesto depresión.
Desde un punto de vista subjetivo, la inseguridad, la envidia, la desesperanza, la agresión,
la baja autoestima y la desconfianza son el caldo de cultivo óptimo para desarrollar una baja
resilience. Prácticamente todas las condiciones enumeradas tienen que ver con la aparición de
la depresión, que expondremos más adelante.
La agresividad es otro de los sentimientos negativos que restan fortaleza. Podría pensarse
que la agresión y la depresión no están vinculadas, pero es una primera impresión falsa; la
investigación ha mostrado repetidamente una asociación entre ambos constructos (Del Barrio,
Carrasco, Holgado y González, en prensa) e incluso se considera un criterio complementario
de la depresión infantil contemplada desde el punto de vista de la irritabilidad.
Las emociones negativas exteriorizadas se fraguan especialmente en los niños que están
expuestos a situaciones familiares peligrosas, entre las que se encuentran el maltrato, la
hostilidad (Carrasco, Holgado, Rodríguez y Del Barrio, 2009), el abuso o la drogadicción
paterna o materna. Luthar y Sexton (2007) han analizado este tema y han llegado a la
conclusión de que estas condiciones familiares funcionan de una manera similar a como lo
hace la depresión parental, puesto que crean un ambiente parecido: poca atención al niño, que
éste interpreta como desamor; aunque las causas de la desatención son absolutamente distintas,
las consecuencias son parecidas. Y es un hecho que trabajar la resilience en el niño produce
una mejora de la situación siempre que no haya una acumulación de experiencias de este tipo
(Samples, 2013).
Figura 4.3.

Vamos a considerar a continuación más detenidamente el tema de la relación entre


depresión y resilience.

2.3. Caso específico de relación con depresión

Es evidente, por la naturaleza de la depresión, que ésta coloca al sujeto en una situación de
indefensión incompatible con la resilience; ésta y la depresión son dos estados de ánimo
antagónicos. Por tanto, la depresión y la resilience tienen una relación de vasos comunicantes:
si hay un descenso en uno, se produce un incremento en el otro, y viceversa.
Tanto la depresión como otro tipo de perturbaciones descenderán si se aumenta la fortaleza
de los sujetos para manejar el estrés y recuperarse del embate.
Como la depresión, junto con la ansiedad, es uno de los trastornos infantiles más
prevalentes, hay que plantearse seriamente esta relación a efectos de reducir su aparición, y
para ello es evidente que la resilience desempeña un importante papel.
La prevalencia de la depresión se estima entre un 2 y un 13 por 100 desde la niñez hasta la
adolescencia respectivamente y se eleva aún más si se considera la totalidad de este período
de vida. Parece que uno de cada cinco adolescentes podría desarrollar una depresión, lo que
viene a representar un 20 por 100 de la población de ese segmento de edad (Del Barrio,
2013). La depresión es más prevalente en las niñas a partir de la adolescencia, lo que ha
llevado a pensar que la explicación de este dato se encuentra en las hormonas femeninas, y
también en el patrón social de dependencia aplicado a la mujer. Hay autores que subrayan que
justo la demanda social contraria sobre los varones: la responsabilidad en la resolución de
problemas, puede llegar a ser su desencadenante particular de depresión (Pollack, 1999)
Como es notorio, la depresión consiste en una alteración que se caracteriza por un
sentimiento de tristeza intensa; es, por tanto, una perturbación afectiva, es decir, que lo que se
altera son las emociones, y el individuo se ve invadido por esa emoción negativa melancólica.
Este sentimiento condiciona todos los demás síntomas criteriales de la depresión. Además de
tristeza, en la depresión está mermada la capacidad de disfrute (anhedonia) que junto con la
disforia son las condiciones indispensables para poder emitir un diagnóstico diferencial de
depresión. Se producen además problemas de concentración, sueño, intensa fatiga, que afectan
seriamente al rendimiento en las actividades normales; se pueden añadir problemas de
alimentación, sentimientos de culpabilidad e impotencia e ideas o intentos de suicidio. Todo
ello constituye el cuadro depresivo tanto para adultos como para niños. En el caso de estos
últimos, frecuentemente aparece irritabilidad, lo que en ocasionas enmascara y dificulta el
verdadero diagnóstico del problema. Pero este cuadro no es suficiente todavía para que se
pueda diagnosticar el trastorno. Es necesario que esté afectada la capacidad de actuación
normal en la vida diaria, lo que constituye la prueba definitiva de la presencia de un trastorno
depresivo propiamente dicho.
La depresión es un problema muy serio que afecta a muchos sujetos y que tiene una
tendencia preocupante al incremento en el que llamamos primer mundo. Es un problema a
combatir tanto por su magnitud como por el sufrimiento personal y social que lleva asociado.
Las prevalencias más altas de depresión infantil y juvenil se hallan en el mundo que
llamamos desarrollado, lo que nos debe obligar a estar especialmente atentos a las
características ambientales y sociales que pueden estar funcionando como mediadores en el
desarrollo del problema.
Afortunadamente en estos momentos hay una potente investigación en marcha para poder
controlar este fenómeno, y las estrategias de control del problema se construyen desde todos
los ámbitos de la psicología y ciencias afines.
Entre las numerosas vías de prevención de este problema se ha desarrollado, en el marco
de la psicología positiva, una fuerte corriente centrada en la prevención de los problemas
psicológicos (tanto en niños como en adultos). En el afán de limitar este problema se ha
desarrollado una fuerte corriente de promoción de las características positivas o fortalezas de
los sujetos. Si lo clásico ha sido la solución del problema basándose en la detección, el
análisis y el tratamiento de las debilidades afines al trastorno que afecta a un sujeto, la
tendencia actual se focaliza, por el contrario, en el análisis de las facultades, virtudes,
habilidades y competencias del sujeto para lograr su recuperación fortaleciéndolas.
Concretamente en este marco se inscribe la relación de la depresión con la resilience
(fortaleza). En el fondo la depresión consiste en una debilidad en el afrontamiento de los
problemas, puesto que es una emoción que se alveola en otras primarias: el miedo y la huida.
El miedo y la huida son los fundamentos básicos de la depresión. Ésta es más intensa en
sujetos que reúnen unas ciertas características que se derivan de una compleja interacción de
elementos biológicos, emocionales, cognitivos, familiares, interpersonales y ambientales
considerados factores de riesgo para el desarrollo de una depresión.
Las características personales tales como un temperamento lento y una personalidad
tendente a la inestabilidad emocional que tiene que lidiar con un entorno problemático
desembocan en una inhibición ante circunstancias adversas; como consecuencia de ello, el
sujeto se retrae ante los problemas, no los resuelve, se siente angustiado y se refugia en la
inactividad. El concepto de helplessness de Seligman sobre la retirada ante el fracaso para el
control del estrés ejemplifica perfectamente la interacción entre los elementos individuales y
los experienciales en el desarrollo de respuestas desadaptativas a los retos a los que el
entorno somete a los individuos que son menos hábiles en su resolución.
La mayor parte de las depresiones infantiles y juveniles son reactivas, es decir, suelen
desencadenarse ante sucesos negativos. Está probado que la resilience produce un efecto
protector ante este tipo de eventos, tanto mediato como inmediato (Zhu, Fan, Zheng y Sun,
2012).
Muchos de los programas pensados para el tratamiento de la depresión se centran en
analizar esas situaciones complicadas que pueden representar un reto insoluble. Cuando se
conjuga un determinado tipo de personalidad con un entorno donde es más fácil que se
produzcan respuestas depresivas, precisamente por la ausencia de las habilidades de
afrontamiento, resulta más pertinente proporcionar a los sujetos los recursos para la solución
de los problemas que les dotarían de la fortaleza suficiente para resistir ante la adversidad y
que podríamos muy bien denominar resilience.
Para hacer más patente lo dicho, analizaremos los elementos que se asocian a la aparición
de la depresión y, paralelamente a ello, aquellos que son los propios de la resilience o
fortaleza.

TABLA 4.1

Depresión versus resilience

Características de la depresión Características de la resilience

Aislamiento. Competencia social.

Ineficacia. Autoeficacia.
Previsión catastrófica. Previsión ajustada de consecuencias.

Dependencia. Asertividad.

Desesperanza. Propositividad.

Temperamento lento. Temperamento fácil.

Inestabilidad emocional. Autorregulación.

Apego inseguro. Apego seguro.

Pesimismo. Optimismo.

Anhedonia. Implicación.

Autoestima negativa. Autoestima.

En este listado aparece, como en un daguerrotipo, la nitidez de la imagen con una poderosa
oposición de fondo y figura que resalta las diferencias y concomitancias.
Como es natural, todos estos elementos característicos de la resilience están
cuidadosamente recogidos en los programas de intervención para promocionarla y, por tanto,
para prevenir la depresión, y esto tanto en niños como en adolescentes. De hecho se ha
constatado que el incremento de la resilience aumenta la capacidad de afrontamiento tanto
para los trastornos de tipo interiorizado como ansiedad y depresión como los exteriorizados,
como los problemas de conducta y oposición (Reuben y Moon-Ho, 2012).
Estos programas no sólo son aplicables a los sujetos afectados, sino que también han
proliferado distintos tipos de intervención que se han extendido a las familias con el objetivo
de enseñar a los padres el manejo de circunstancias difíciles que pueden prevenir los
problemas infantiles y promocionar las estrategias de superación de situaciones estresantes.
Veremos a continuación sus pormenores.

3. CONDICIONES QUE PROMUEVEN LA RESILIENCE

Nos plantearemos a continuación cómo podemos conseguir que los niños y adolescentes
incrementen aquellas características que se asocian a la resilience y que por tanto les permitan
dominar las emociones negativas, tales como la depresión, que siempre se asocian a los
acontecimientos que se perciben como amenazantes.
Hay dos campos claros de actuación: la familia y el sujeto. En el seno de la familia se
fraguan muy precozmente las habilidades que los niños han de poseer para el manejo de las
emociones. La familia enseña, ya sea por aprendizaje formal o vicario, el control emocional, y
además, mediante su colaboración, se puede llegar a remediar los fallos que pueden haberse
cometido en el primer estadio de desarrollo, bien por las condiciones personales del sujeto,
bien por los problemas asociados a los distintos elementos que caracterizan a la familia:
comunicación sentimental, control, dificultades sociales, métodos de enseñanza, etc.
La metodología que se ha utilizado para la preparación de la acción focalizada en la
familia es la observación diferencial del contexto familiar eficaz frente al ineficaz. Si se
analizan las condiciones familiares de los niños que carecen de una adecuada resilience,
vemos que coinciden absolutamente con los factores perturbadores familiares ligados tanto a
la depresión como a otro tipo de patologías infantiles. Si observamos estas condiciones
perturbadoras, las principales son: dejación de las funciones de la crianza, mal clima familiar,
perturbaciones paternas (enfermedad física o psíquica, droga, delincuencia, violencia),
afectividad deficiente, precarios recursos personales o sociales. Por el contrario, existen unas
características salvadoras que son la otra cara de la moneda: familia estable, buena relación
de pareja, cohesión familiar, apoyo paterno, entorno estimulante, exigencias ajustadas a la
situación, recursos sociales e ingresos adecuados (Benzies y Mychasiuk, 2009). Parece claro
que un programa de intervención preventiva tendrá que inhibir los primeros patrones
familiares y promocionar los segundos.
Se ha comprobado que cuando se somete a los padres a programas de prevención
orientados a promocionar la resilience (PRP), la situación emocional mejora tanto en los
progenitores como en los hijos; los padres logran gestionar mejor sus propias emociones, lo
que no sólo repercute en la interacción emocional con los hijos sino que los convierte en
modelos más apropiados para el aprendizaje vicario de una buena gestión emocional
(Compas, Forehand, Keller, Champion, Rakow, Reeslund et al., 2009).
Esto va más allá, puesto que tiene también implicaciones sociales, ya que las familias se
benefician cuando se dan las condiciones sociales que facilitan el bienestar que repercute en
los recursos familiares de todo orden.
Figura 4.4.

La sociedad que ofrece unas determinadas actividades preventivas adquiere una mayor
solvencia a la hora de producir ciudadanos resilientes. La sociedad debe ofrecer: programas
de prevención primaria, barrios seguros, servicios de apoyo, facilidades para actividades
lúdicas, centros de enseñanza suficientes, servicios de salud accesibles, oportunidades de
trabajo y organizaciones religiosas o espirituales que ayuden a los ciudadanos a conseguir un
manejo adecuado de los problemas.
Por otra parte, y no menos importantes, están las condiciones personales.
Los niños vienen al mundo dotados de un organismo que en buena parte condiciona su
interacción con el contexto: un sistema perceptivo, un repertorio de respuestas automáticas, un
cierto temperamento, una estructura personal. Cualquiera de estas estructuras básicas
condiciona, en cierto modo, la manera de ajustarse al mundo y ajustar la respuesta individual a
la demanda contextual. Los sujetos cuyas estructuras somáticas facilitan respuestas excesivas y
desproporcionadas constituyen los grupos de riesgo puesto que son más proclives a
desarrollar problemas emocionales.
Los programas de prevención se centran, precisamente, en promocionar aquellas
competencias personales que contrarrestan el riesgo y que enseñan a controlar e inhibir esas
características personales inadecuadas.
Como es lógico, estos programas no pueden ser implementados a nivel general; por tanto se
tiende a focalizar la atención en aquellos niños que personal y socialmente pertenecen a
grupos de riesgo.
Hoy hay que tener especialmente en cuenta aquellas poblaciones que pertenecen a minorías,
étnicas, religiosas o culturales, puesto que están ambientalmente sometidas a unos grados de
presión y estrés superiores y por tanto necesitan un mayor cuidado preventivo.
Respecto a la prevención de la depresión, la actuación sobre los factores de riesgo
familiares es esencial, y cuanto más precozmente se lleve a cabo, mejores serán los resultados
y menos intervención requerirán los individuos (Del Barrio, 2007).

3.1. Programas de prevención

Existen numerosos paquetes terapéuticos para la prevención de la depresión y otros


problemas interiorizados; en ellos se tocan diversas áreas relacionadas con estos trastornos en
diferentes contextos. Nos vamos a centrar en aquellos que previenen la depresión y que por
tanto dotan a los sujetos de una resilience adecuada y específica para defenderse de ella.
Vamos a considerar genéricamente las estrategias que se tocan en el ámbito personal,
familiar y social, puesto que, como ya hemos dicho, son los elementos que actúan en la
aparición de la depresión.
Como se puede observar, los elementos que se trabajan en prevención son muy similares a
los que conforman otros paquetes terapéuticos. Desde el principio la investigación sobre
resilience infantil ha rastreado en los síntomas de depresión los elementos que se oponen y,
por tanto, son fortalecedores y pueden incrementar la resistencia a dejarse vencer por las
circunstancias adversas. Las dificultades, según la ortodoxia de la teoría conductual, son el
origen de la respuesta depresiva, puesto que representan las situaciones en que los refuerzos
decaen absolutamente.

TABLA 4.2

Base de los programas de intervención

Personal Familiar Social

Información. Apoyo. Amigos adecuados.

Habilidades sociales. Apego. Relación con maestro.

Autoeficacia. Confianza. Oportunidad de éxito.

Habilidades académicas. Cohesión. Rendimiento escolar.

Actividades lúdicas. Comunicación. Contactos.

Todos los expertos han recomendado formalmente que se usen los programas para el
tratamiento y la prevención de la depresión en niños y jóvenes para producir un
fortalecimiento que permita el afrontamiento de todo tipo de problemas, es decir, resilience.
Realmente uno de los programas más famosos aplicable a depresión infantil es el Penn
«Resilience» Program (PRP; Gilliham, Hamilton, Freres, Seligman y Silver, 1990), que, como
su propio nombre indica, está orientado a conseguir en los adolescentes la competencia para
gestionar sus emociones de modo que estén preparados para afrontar la solución de sus
problemas. Fue creado en la Universidad de Pensilvania, en el departamento de Seligman, a
partir de los programas anteriores de Ellis y Beck. Pretende la prevención de problemas
emocionales interiorizados (depresión y ansiedad) haciendo a los individuos resistentes al
estrés y tocando alguno de los elementos anteriormente expuestos. Se aplica por docentes
entrenados para ello y los destinatarios pueden ser los adolescentes por separado o en grupo.
El programa incluye también a sus padres, a los que se enseña a manejar las situaciones en las
que más habitualmente se entra en conflicto y que representan los escollos típicos de los que
hay que aprender a salir.
Reivich, Guillham, Chaplin y Seligman (2013), en una revisión reciente del PRP para
comprobar su eficacia en la prevención de la depresión y la ansiedad, han constatado que no
sólo es específico para estas dos perturbaciones sino que lo que realmente consigue,
globalmente, es aumentar la resilience genérica de los sujetos que se han sometido a él puesto
que les prepara para el afrontamiento de todo tipo de problemas. Se ha comprobado la
consecución de las distintas metas que el programa propone.

a) Regulación de las emociones mediante el conocimiento de las mismas, reconociendo


sus características, nombrándolas y expresándolas adecuadamente y siendo conscientes
de su propio patrón de respuesta emocional.
b) Control emocional por relajación y consecuente capacidad de diferir las reacciones
desajustadas a una situación difícil. Esto permite también planificar reacciones futuras
ante situaciones similares.
c) Identificación de los desencadenantes de emociones inadecuadas. El análisis de causas
facilita la prevención de situaciones emocionales inadecuadas puesto que permite, en
primer lugar, evitarlas o anticiparlas y, en segundo lugar, prevenir la reacción ante ellas.
d) Pensamiento positivo sobre el entorno, ajustándolo a la realidad y cambiando creencias
negativas.
e) Autoeficacia en la resolución de problemas mediante su análisis y el de sus posibles
soluciones.
f) Capacidad empática para ser consciente del estado de los demás al tener un mayor
conocimiento de la propia situación emocional.
g) Capacidad de disfrute de la compañía de los otros promocionando habilidades
sociales.

Este programa ha sido fuente para otros muchos que han realizado muchas adaptaciones y
modificaciones, como por ejemplo el Penn Enhancement Program (PEP; Reivich, 1996), que
consiste en el uso de técnicas similares pero aplicadas a situaciones muy concretas (dilemas
éticos; confianza y desconfianza; comunicación; amigos; conflictos familiares; metas de
rendimiento; autoestima, e imagen corporal).
Como estos programas han tenido una aplicación masiva, se ha propiciado un cuerpo de
datos sobre la eficacia de su aplicación. En algunos casos se han encontrado diferencias entre
los distintos programas de intervención (levemente mejor el PRP que el PEP) pero éstas se
diluyen a largo plazo. Los programas de intervención siempre han sido claramente exitosos
comparando las distintas intervenciones con el grupo control (Guilligan, Reivich, Feres,
Chaplin et al., 2007). En todas las ocasiones se han advertido efectos mediadores tanto de la
escuela en donde se aplican como de situaciones familiares, como el estado marital, y otros
elementos tales como la asistencia a las sesiones de los programas. Esto hace pensar que las
diferencias detectadas en la eficacia de la intervención, llevada a cabo por diversos
investigadores, podrían deberse a las circunstancias en que se realiza.

4. CASOS ESPECIALES

Hay que hacer mención de las situaciones contextuales que representan para el niño un
riesgo especial porque en esos casos hay que cuidar mucho más la resilience ante la
depresión. Vamos a detenernos en aquellos que tienen una mayor relevancia en relación con la
depresión.

4.1. Madre deprimida

Es bien conocido que uno de los factores de riesgo más importantes de la depresión infantil
es la depresión materna o de la persona de referencia del niño. Por eso mismo es una situación
especialmente estudiada tanto en sus aspectos de vulnerabilidad como de resilience.
Un estudio reciente, con un potente diseño metodológico, ha seguido durante dieciséis años
a 702 niños de madres con depresión posparto comparándolas con otro grupo paralelo de
control sin madre deprimida; los dos grupos fueron evaluados al nacimiento, a los 8, a los 13 y
a los 16 años. Se pudo seguir hasta el final de la investigación al 93 por 100 de la muestra, lo
que es toda una hazaña. Los resultados muestran que los hijos de madres deprimidas sufrían
depresión o trastorno distímitico en un 41 por 100, frente al 12 por 100 del grupo control.
También se aislaron dos importantes mediadores en la prevención de la depresión: el apego y
el nivel de resilience (Murray, Arteche, Fearon, Halligan, Goodyear y Cooper, 2011). Estos
resultados, muy consistentes en relación con otras muchas investigaciones, certifican, una vez
más, dos cuestiones sumamente interesantes: por una parte la raíz afectiva de la depresión, que
ya estaba presente desde el comienzo mismo del estudio sobre el tema, y por otra la relación
de la resilience con la posibilidad de que aparezca o no depresión en los niños. Es evidente
que relación estrecha del niño con la madre o persona de referencia proporciona una
seguridad que una funciona como un escudo y hace al niño más resistente y, por tanto, menos
vulnerable a la depresión.
Figura 4.5.

La depresión materna es uno de los elementos que consistentemente correlaciona con la


vulnerabilidad infantil. Por ello se han hecho ingentes esfuerzos para combatirla. Dugravier,
Guedeney, Sias, Greacen y Tubach (2009) crearon un programa basado en la hipótesis de que
la intervención precoz, consistente en 40 sesiones de asistencia domiciliaria, podría prevenir
la depresión posparto y por tanto desórdenes patológicos infantiles interiorizados;
efectivamente siguieron a niños entre los 3 y los 24 meses y descubrieron que la promoción
del apego entre la madre y el hijo prevenía la aparición de la depresión no sólo en la madre
sino en el niño; además, los efectos se extendían a la prevención de otros tipos de trastorno.
Combatir la depresión materna es una manera indirecta de promover la resilience en el niño a
través de su madre.

4.2. Suicidio

Hablando de resilience y depresión, no puede olvidarse el caso especial del suicidio. El


suicidio ejemplifica mejor que ninguna otra cosa la ausencia de resilience, puesto que
representa la claudicación extrema y total ante la adversidad. Un sujeto que piensa o lleva a
cabo acciones que conllevan peligro o resultan en muerte ha renunciado a la lucha ante la
dificultad que le ha tocado afrontar y definitivamente se ha dejado aplastar por ella.
Se estima que el 1 por 100.000 de la población se suicida en las sociedades que tienen
estadísticas fiables. De ellos entre un 20 y un 30 por 100 lo comenten personas mentalmente
enfermas, especialmente con esquizofrenia o trastornos de personalidad esquizoide, y el 70-80
por 100 restante, personas con una depresión grave. Esta relación entre depresión y suicidio
se constata en todo tipo de sociedades y también en población infantil y adolescente española
(Domènech-Llaberia, 2005; Del Barrio, 2007).
Actualmente en el mundo adolescente el suicidio se ha convertido en la primera causa de
mortalidad, seguida de los accidentes. Se estima que en Estados Unidos un 12 por 100 de
estudiantes entre 14 y 24 años ha considerado seriamente la posibilidad de suicidio como
solución a sus problemas (CDCYRBSS, 2002), pero en población clínica la cifra se eleva al
80 por 100 (Cubillas, Román, Abril y Galaviz, 2012). Tiene una marcada incidencia
estacional: el 25 por 100.000 de los suicidios se dan en primavera y sobre todo en Navidades,
lo que debe ser tenido en cuenta para la acción preventiva. La tasa de suicidio adolescente ha
sufrido un incremento del 14 por 100 (US Public Health Service, 1999), aunque en los últimos
tiempos parece que se advierte un pequeño retroceso que es patente en casi todos los países
excepto Japón, China, Polonia e Irlanda.
En población clínica española de edad adolescente, un 81 por 100 de los sujetos con
depresión grave presenta una seria ideación suicida (Sanchís y Simón, 2012). El suicidio
infantil es menos prevalente que el adulto o adolescente, pero todos los investigadores hallan
indicios de incremento de las cifras en los últimos tiempos. El suicidio, en la mayor parte de
los casos juveniles, es silente, lo que lo convierte en más peligroso todavía: el 85 por 100 de
los chicos que han logrado suicidarse no levantaron ningún tipo de sospecha en su entorno
familiar y escolar.
Como habitualmente ocurre con los niños, las causas del suicidio son evolutivas; en los
pequeños están relacionadas con el ambiente familiar (García, Quintanilla, Sánchez, Morfín y
Cruz, 2011); en la infancia media, con las dificultades escolares y la deprivación emocional, y
en la adolescencia, con reveses amorosos, las excesivas expectativas paternas y las crisis de
identidad (Moral y Sirvent, 2011; Rosales, Córdova y Villafaña, 2011).
El 50 por 100 de los suicidios infantiles se da en hogares de padre único. Pfeffer (2001)
apunta que el peso de la familia en este tema permanece siendo un factor de riesgo constante.
El riesgo es especialmente alto si las circunstancias mencionadas concurren en un sujeto
con un tipo de personalidad neurótica y sin que se haya dado un aprendizaje suficiente de
control emocional; como siempre, actúa el binomio de predisposición biológica y ambiente.
Como ya hemos constatado por los datos epidemiológicos, la depresión es también el
antecedente más frecuente en los comportamientos suicidas. Por ello es necesario actuar
preventivamente creando resilience en aquellos sujetos que, por sus condiciones personales o
ambientales, pueden carecen de ella con el fin de evitar que la debilidad ante las dificultades
ponga en marcha el proceso suicida.
Este proceso se inicia con una ideación suicida pasiva y poco a poco progresa hacia etapas
más activas de planificación, preparación y ejecución hasta que deja de ser un proyecto y se
convierte en realidad mediante su consumación. Se pasa de pensar a planear y luego a ejecutar
el acto suicida. La ideación suicida es un buen predictor de la acción suicida, tanto en adultos
como en niños (Joiner et al., 2005), y a su vez los intentos reales de suicidio son el mejor
predictor de su consecución (Lecrubier, 2002). Por tanto es imprescindible para la prevención
la detección precoz de la ideación suicida sobre todo en poblaciones adolescentes dada la
historia de los sujetos que han cometido suicidio en el pasado.
Al riesgo que la depresión representa de conductas suicidas se añaden otras patologías que
incrementan la probabilidad de su aparición, tales como la agresividad, la impulsividad y el
consumo de alcohol y drogas por sus efectos desinhibitorios (Souza, Ores, Oliveira et al.,
2010), y, naturalmente, todo ello propiciado por la escasa capacidad previa de afrontamiento.
En este sentido también se han detectado efectos iatrogénicos en los tratamientos
farmacológicos de la depresión adolescente al constatarse un incremento de los casos de
suicidios entre los adolescentes que estaban consumiendo activadores (Del Barrio, 2013).
Además de su carácter estacional, se ha advertido que la acción suicida tiene un efecto de
halo y está sometida a un posible contagio. Relacionado con esto se ha advertido un nuevo
factor de riesgo: las relaciones por Internet, que han supuesto una ventana de exposición que
incrementa la posibilidad de comunicación y el consecuente contagio. Hay que tener en cuenta
esta nueva vía y convertirla no en un nuevo riesgo de suicidio sino en un nuevo método de
prevención (Moreno y Banco, 2012).

5. FACTORES PROTECTORES

Como no podía de ser de otra manera hablando de resilience hay que considerar qué
factores hacen a los sujetos resistentes al suicidio, lo que los convierte en perfectamente
complementarios y opuestos a los factores de riesgo.
Un estudio reciente de revisión (Sánchez-Teruel y Robles-Bello, 2014) sobre 33 trabajos
de factores protectores de suicidio desde 2001 hasta 2013 muestra que los factores de riesgo
más habituales son problemas familiares graves (maltrato, enfermedad mental, maternidad
precoz), sexo, edad y raza, y que los factores protectores son la valoración positiva de sí
mismo, la autorregulación emocional, la flexibilidad mental, estilo atribucional positivo,
control de impulsos, optimismo, sentido del humor y apoyo familiar en todas sus formas.
Se ha constatado que los factores de riesgo actúan de diferente manera en hombres y
mujeres (McGee, Williams y Nada-Raja, 2001).
Así el acto de suicidio es más prevalente en los hombres que en las mujeres, lo que nos
lleva a pensar que las características biológicas y psicológicas de las mujeres (aunque son
más propensas a hacer intentos de suicidio no llegan al final) representan un cierto nivel de
protección frente a las de los varones. Entre los factores protectores se encuentran la
reflexividad y la acomodación (Karoly, 2012), que son las características tradicionales de rol
femenino y opuestas a la impulsividad y la agresión, que hacen más vulnerables a los varones
(Villalobos-Galbis, Arévalo y Rojas, 2012). La prudencia y el miedo protegen a las mujeres
frente a la asunción de riesgos y por tanto son menos susceptibles de agredir tanto a los otros
como a sí misma.

Figura 4.6.

Estas diferencias hacen patente que el sexo femenino es un factor protector del suicidio y
por ello la prevención debe ser diferente para hombres y mujeres. De todas las características
masculinas, el nivel de actividad e impulsividad y la búsqueda de sensaciones parecen las más
estrechamente correlacionadas positivamente con el suicidio; por tanto la reflexibilidad, el
control emocional y la capacidad de diferir la respuesta parecen cualidades antagónicas que
se recomienda promocionar en los programas de prevención para el aumento de la resistencia
a la tentación de suicidio (Del Barrio, Carrasco, Rodríguez y Gordillo, 2009; Palacios,
Sánchez y Andrade, 2010).
Todo esto ha de ser tenido muy en cuenta porque eleva no sólo el riesgo de suicidio sino el
número de intentos (Horesh, Orbach, Gohelf, Efrati y Apter, 2003).
El conflicto con los padres y las metas familiares desajustadas elevan considerablemente el
riesgo de suicidio entre adolescentes (Randell, Wen-Ling, Herting y Eggert, 2006). Desde un
punto de vista social, es importante prevenir el mal clima familiar que se asocia también con
suicidio infantil; por tanto terapias de pareja y habilidades de crianza resultan ser importantes
factores protectores que conviene promocionar y conseguir (Viñas, Canals, Gras, Ros y
Domenech, 2002). Respecto de los estilos de crianza, se ha constatado consistentemente que el
autoritarismo, la negligencia y la hostilidad paterna elevan los niveles de suicidio en
adolescentes, también en población española (Palacios, 2010). Si se focaliza más
precisamente este tema, se ha conseguido delimitar qué aspectos de la familia producen una
mayor resilience respecto de la depresión, y parece ser que el ajuste entre familia y niño, la
autoestima, la autoeficacia, el apoyo social, el funcionamiento de la familia y las
oportunidades de cambio son los elementos que producen una mayor resistencia a la aparición
de la depresión en los hijos (Chen y Kovacs, 2013). El conjunto de estos factores hace
afrontar retos con más garantías de éxito y, por tanto, proporciona una mayor seguridad ante la
adversidad, que es, en última instancia, la esencia de la resiliencia.
Un factor protector fortísimo y presente en todas las culturas es la sociabilidad, la
capacidad de buscar compañía y evitar la soledad. Por tanto es fundamental la capacidad de
establecer relaciones con los amigos. La soledad es un factor de riesgo, y la compañía, un
escudo. Es fundamental que los niños y adolescentes tengan un grupo de referencia en el que la
compañía esté garantizada. Por otra parte, los niños que tienen amigos son raramente objeto de
acoso, que es otro de los factores serios de riesgo de acciones suicidas (Hinduja y Pachin,
2010).
Relacionado con esto está el dato de que tener creencias religiosas protege del suicidio.
Efectivamente, los sujetos creyentes y practicantes tienen significativamente menor tasa de
suicidio que los no creyentes (Antón, Sánchez, Pérez, Labajos, De Diego et al., 2013),
probablemente porque el que cree siempre tiene compañía, y aunque algunos consideren que
es una compañía subjetiva, no objetiva, parece funcionar eficazmente.
Otro elemento importante es tener control del consumo de drogas activadoras, que han
mostrado fehacientemente su relación no sólo con conductas de escape ante los problemas sino
con la facilitación de actos suicidas (Valadez, Amezcua, González y Alfaro, 2009). El suicidio
es el máximo exponente de escape, y por tanto evitar las drogas activadoras en sujetos jóvenes
deprimidos ha de estar contemplado en cualquier programa de resilience ante el suicidio.

TABLA 4.3
Factores protectores personales y sociales

Personales Sociales

Sexo femenino. Apego.

Reflexividad. Buen clima familiar.

Miedo. Comunicación.

Prudencia. Apoyo social.

Autoestima. Grupo de amigos.

Autoeficacia. Crianza responsable.

Emociones positivas. Crianza cariñosa.

Seguridad. Religiosidad.

Afrontamiento.

Control emocional.

6. CONCLUSIONES

Distintas investigaciones han mostrado que en el mundo infantil es especialmente


importante el clima de seguridad que trasmite la familia para construir ese escudo, la
resilience, que hace fuertes a los niños ante las dificultades. De todas ellas se derivan una
serie de actitudes ante acontecimientos negativos que se convertirían en los ingredientes con
los cuales construir un programa de intervención preventiva para la resistencia ante la
depresión, que tendría en cuenta tanto las condiciones personales como las del entorno y que
facilitaría el afrontamiento ante acontecimientos negativos. Dichas actitudes son:

1. Infundir seguridad.
2. Animar a los niños a hablar abierta y frecuentemente de los problemas expresando sus
sentimientos.
3. Proporcionar información apropiada al nivel de edad acerca del acontecimiento para
descartar malas interpretaciones o sentimientos de culpabilidad.
4. Proporcionar una visión optimista respecto del acontecimiento subrayando sus aspectos
pasajeros e incluso positivos, si la situación lo permite.
5. Controlar la exposición a programas de televisión en los que permanentemente se
muestren escenas de los acontecimientos penosos.
6. Volver lo más rápidamente a las rutinas de la vida normal después de un acontecimiento
negativo.
7. Permanecer en contacto unos con otros, especialmente con las personas que son fuente
de seguridad.
8. Unirse con sujetos que están en las mismas circunstancias para buscar soluciones
conjuntas a las secuelas del acontecimiento.
9. Generar un afrontamiento dirigido a la solución de problemas.
10. Abrir caminos de búsqueda de apoyo.
11. Fomentar el sentido del humor ante adversidades irreparables.

Como se ve, una vez más, algunas de estas recomendaciones tienen como objeto al sujeto, y
otras, el apoyo que el entorno puede proporcionar. Es evidente que la expresión y el control de
la emoción negativa y la cooperación del entorno social son los elementos esenciales para
conseguir la fortaleza necesaria para enfrentarse a los avatares que la vida nos depara.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. Se ha demostrado que cambiar los esquemas cognitivos de los niños aumenta su resiliencia especialmente en
relación con la depresión y la autoeficacia, tan asociada a la depresión.

2. Las personas resilientes no tienen un sentido de la autoestima fuerte y flexible.

3. El Penn «Resilience» Program (PRP; Gilliham, Hamilton, Freres, Seligman y Silver, 1990) está orientado a
conseguir en los adolescentes la competencia para gestionar sus emociones y así lograr estar preparados para
afrontar la solución de sus problemas.

4. Las personas resilientes no tienen un propósito significativo en la vida.

5. La agresividad es un sentimiento negativo que resta fortaleza.

6. La depresión y la resiliencia están referidas la una a la otra en una función de vasos comunicantes: si hay un
descenso en uno se produce un incremento en el otro y viceversa.

7. En la regulación de las emociones, mediante el conocimiento de éstas, nunca interviene la resiliencia.

8. La depresión materna es uno de los elementos que consistentemente correlaciona con la vulnerabilidad infantil.

9. La soledad es un factor de riesgo, y la compañía, un escudo.

10. Para promocionar la resiliencia no es necesario controlar los programas de televisión, en los que
permanentemente se emiten escenas de los acontecimientos penosos.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
V F V F V V F V V F

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5
Infancia y adolescencia ruidosas
CARLOS BELDA GRINDLEY
MIGUEL ÁNGEL BACA GARCÍA
JOSÉ MANUEL MORELL PARERA
PAULA RUIZ MORELL

Sin afecto, todo se detiene

BORIS CYRULNIK

Figura 5.1.

1. INTRODUCCIÓN

En este capítulo introducimos aquellas cuestiones que contribuyen en mayor medida al


fortalecimiento de la resiliencia desde un punto de vista aplicado y práctico. No haremos una
exposición detallada de los problemas de comportamiento disruptivo, es decir, no
abordaremos los criterios y clasificaciones diagnósticos, modelos teóricos, métodos de
evaluación y tratamientos de elección con evidencia empírica demostrada, ya que va más allá
del objetivo de estas líneas.
Vamos a centrarnos, en consecuencia, en exponer algunas de las características generales
que están presentes en los problemas de conducta, también llamados «problemas de
comportamiento externalizante», remarcando aquí su edad temprana de inicio y sus
consecuencias, las implicaciones que conlleva dilatar el comienzo de los tratamientos, el
curso que adquiere la presencia de estos problemas a lo largo del ciclo vital, su escalada en el
tiempo, así como el pronóstico asociado cuando se alcanza la adolescencia. Se analizará a
continuación la afectación de la esfera emocional y el malestar que supone para todas las
personas (niños y jóvenes, padres, educadores, familia, amigos, comunidad) implicadas de
manera más o menos directa en la problemática. También se hará un recorrido por aquellos
factores de riesgo, incluido el propio hogar, que hacen más probables la aparición y el
mantenimiento de problemas de comportamiento en niños y jóvenes. Remarcar, además, la
importancia que tienen los programas de prevención en población de riesgo y la promoción de
los activos y recursos disponibles en padres y niños en contextos en que los problemas de
comportamiento tienen una mayor probabilidad de ocurrencia.
Por otro lado, es importante introducir el concepto de resiliencia como modelo de
potenciación de los factores de protección, exponiendo algunas de las habilidades y
capacidades que se pueden activar a lo largo del proceso resiliente en adultos y en niños,
enfatizando la importancia de fortalecer dicha resiliencia en todos los actores implicados en
los problemas de conducta, ya que éstos suponen una importante fuente de estrés y tensión que
se mantiene a lo largo de períodos prolongados de tiempo. De forma esquemática, se
presentará la propuesta de un «modelo de florecimiento» que centra su modo de actuación en
la potenciación de activos de salud (factores de protección) y la promoción de recursos en
contextos en que interaccionan niños y jóvenes, padres, familias, educadores, etc.
Por último, se concluirá el capítulo con la presentación de un resumen del programa
«Vincúlate», un programa de entrenamiento a padres y familias dividido en diez pasos y cuyo
objetivo básico es mostrar las condiciones favorables para el cambio de conducta de todos los
actores del hogar y del contexto en que el niño y el joven se desarrollan.

2. LOS COMPORTAMIENTOS DISRUPTIVOS, UN MOTIVO FRECUENTE DE


BÚSQUEDA DE AYUDA

Los problemas de conductas disruptivas y sus posibles soluciones constituyen un motivo


habitual de búsqueda de asesoramiento y consulta entre las personas responsables de la
educación de un niño o adolescente. Insultos, amenazas, destrucción de objetos, negativas
hostiles a realizar las tareas, desafío, agresiones físicas, inatención, impulsividad e
hiperactividad, etcétera, cada vez son más frecuentes, y cada vez a edades más tempranas,
entre los niños y jóvenes de sociedades desarrolladas. Una problemática que, además,
despierta un importante interés científico, social y clínico tanto por la elevada prevalencia en
edades comprendidas entre los 6 y 18 años (puede alcanzar el 23 por 100 de la población
infantil y juvenil, siendo su incidencia mayor en el período comprendido entre los 14 y los 18
años; Aláez, Martínez-Arias y Rodríguez-Sutil, 2000) como por los efectos adversos que
suponen para el niño o el adolescente, y, de manera muy especial, para los entornos familiares,
sociales y escolares.
Las causas de este incremento de conductas claramente disruptivas son múltiples y
diversas: una sociedad de bienestar en la que la frustración resulta cada vez más inaceptable;
conflictividad familiar; la presencia de estilos disciplinarios permisivos o muy tolerantes;
estilos parentales impulsivos-explosivos; familias rotas en las que los padres perciben pocas
capacidades para ejercer su rol parental; la abundancia de modelos de observación que los
niños imitan en medios de comunicación y otros agentes educativos de valor, cuando menos,
cuestionable, y, en fin, determinadas características del niño y de los padres que hacen
probable la aparición de estos comportamientos.
Son varias las razones que justifican los contenidos que se van a introducir en este capítulo;
entre ellas:

Principio de escalonamiento del comportamiento agresivo. Está ampliamente


documentado por la experiencia clínica y la literatura científica que el comportamiento
disruptivo y otros problemas asociados, surgidos a edades muy tempranas y que no han sido
objeto de intervención ni se han resuelto de manera efectiva en estos períodos, pueden escalar
hacia comportamientos más agresivos y violentos en etapas evolutivas posteriores
(adolescencia). La detección precoz de los primeros indicadores de la presencia de conductas
problema resulta crucial para iniciar lo antes posible aquellos programas de intervención
familiar con evidencia probada y así aumentar su eficacia y beneficios, ya que, por ejemplo,
existe un número elevado de evidencias que demuestran que a menor edad del niño, mayor
receptividad de los programas por parte de padres e hijos y mayor eficacia terapéutica
(Kazdin, 1985). Por otro lado, y he aquí un importante logro que no conviene perder de vista:
a menor edad en el comienzo de las intervenciones para afrontar los problemas que ya
despuntan, menor es la probabilidad de aparición de la escalada del comportamiento
problema, mejores son las relaciones interpersonales (niños/padres-educadores), menores el
estrés y el malestar de todos los actores implicados en la situación problema y mayores la
satisfacción y el bienestar familiar y escolar.
Debido a las características que presentan los problemas de conducta, en especial su
resistencia al cambio, se produce un deterioro de las interacciones de los niños con los
adultos y sus iguales en los múltiples contextos en los que aquéllos se desenvuelven. Como
consecuencia, se requieren programas de intervención multicontextuales que sean
desarrollados de manera consensuada por los distintos agentes que participan en el proceso
educativo del niño/joven.
La importancia de rechazar el uso exclusivo de estilos educativos reduccionistas
(modelos de déficit centrados en la reducción del comportamiento problema como único
recurso de intervención), ya que tienen importantes consecuencias negativas para los niños y
adolescentes, padres, educadores, etc.
De forma muy resumida, las consecuencias negativas de estos estilos educativos
reduccionistas son:

— Dificultad para establecer y mantener vínculos de apego estables entre los cuidadores
principales y los menores.
— Importante deterioro de las relaciones interpersonales.
— Tensión y estrés intensos y mantenidos en el tiempo en los contextos familiares,
escolares y sociales.
— Presencia de estilos educativos, por parte de los educadores principales, que son
erráticos y muy cambiantes (estilo explosivo/impulsivo, negligencia, permisividad,
etc.).
— Uso y abuso de métodos de castigo como «solución explosiva».
— Una importante merma de autoestima y bienestar en muchos de los integrantes del
sistema familiar y escolar.
— Presencia de síntomas de ansiedad y depresión silenciosas.

Por último, cuando se está interviniendo en esta problemática, se propone apostar por la
inclusión de modelos de intervención (en el ámbito de la prevención primaria, secundaria y
terciara) que tengan un enfoque proactivo, centrado en «poner», «dar», «enseñar» al niño o
adolescente, así como por modelos educativos de apoyo al comportamiento positivo y
orientados a favorecer las condiciones para que se presenten los comportamientos positivos,
su refuerzo, la enseñanza de comportamiento de ajuste, etc.
Es imprescindible, por tanto, que los adultos sean capaces de enfrentarse a los problemas
de comportamiento movilizando el mayor número de recursos y activos de salud para
favorecer el proceso resiliente de todos los actores (niños, adolescentes, padres, familias,
maestros, amigos, etc.) que están sufriendo un estrés «continuado» ante la situación de riesgo
sociofamiliar.

3. LOS NIÑOS Y ADOLESCENTES RUIDOSOS

No es nuestro objetivo entrar en definiciones como las recogidas en los principales


manuales diagnósticos al uso, pues pretendemos alejarnos de las etiquetas diagnósticas, que se
sabe descontextualizan los problemas de salud mental de las experiencias personales, el
entorno familiar y cultural de las personas y que, además, tienen escasa utilidad de cara a
implementar intervenciones que están demostrando ser eficaces en la resolución de problemas
de conducta disruptiva. Entendemos por disruptivos el conjunto de dirigidos «al exterior» que
involucran a otras personas del contexto social (Achenbach y Rescola, 2001) y que por su
intensidad, duración o frecuencia afectan negativamente al desarrollo personal del individuo,
así como a sus oportunidades de participación en la comunidad (Emerson, 1995). Las
deficiencias atencionales, la agresión, la impulsividad, el desafío, el negativismo, la
hiperactividad y los problemas de conducta antisocial (Achenbach y Edelbrock, 1983) son
algunas de las características que, bien de manera aislada, bien formando parte de una
constelación de síntomas o indicadores de conducta, definen el modo de presentación de los
niños y adolescentes «ruidosos». No se ha de olvidar que tras esta apariencia externa de
comportamiento disruptivo existen otras realidades «más silenciosas» que acompañan a los
niños y jóvenes «ruidosos» y que pueden traducirse en problemas del estado de ánimo,
ansiedad, baja autoestima, inestabilidad emocional, etc.

3.1. ¿Dónde y para qué surge el comportamiento disruptivo? Una aproximación


al modelo de evaluación funcional

Nuestra trayectoria profesional a lo largo de años, en la que hemos tenido la oportunidad


de compartir experiencias con padres y educadores de menores con problemas disruptivos,
nos lleva a la conclusión de que los educadores se encuentran habitualmente muy
desorientados, estresados e inquietos a la hora de afrontar los problemas de comportamiento.
Es importante establecer una metodología educativa que ayude a orientarlos y que favorezca
un cambio de perspectiva sobre la forma de evaluar estos problemas e intervenir en ellos. El
objetivo fundamental que deben plantearse en los programas de intervención de problemas de
conducta es el fomento de buenas prácticas educativas, que ayude inicialmente a restablecer la
relación interpersonal, habitualmente muy deteriorada, como punto de arranque para llevar a
cabo acciones encaminadas a la solución de estos problemas. El programa Vincúlate: niños y
adolescentes rebeldes y desafiantes, que presentamos al final de este capítulo, bien podría
titularse Niños, adolescentes, padres y maestros, rebeldes y desafiantes, ya que cuando
aparecen los problemas de conducta, es muy probable que todas las partes (menores y agentes
educativos) terminen en conflicto y se presenten múltiples situaciones de ataque y
contraataque, lo que favorecerá en los educadores el uso de estilos educativos coercitivos
fruto de sus miedos, exigencias personales, su propia historia de vinculación, sus experiencias
de aprendizaje y, sobre todo, la falsa creencia de que exigiendo y castigando conseguirán que
los menores cumplan con las normas de conducta que ellos esperan. A todo esto hay que
añadir que habitualmente existe una relación emocional, afectiva y convivencial muy
deteriorada con las personas a las que tienen que educar. «Sin afecto, todo se detiene.»
Figura 5.2.

Los programas de entrenamiento a padres (parent training) constituyen una metodología


educativa que ha demostrado ser eficaz para la prevención y el tratamiento de los
comportamientos externalizantes (Moreno y Meneres, 2011). El programa «Vincúlate» sigue
este formato de intervención y está dirigido a instruir a los padres, educadores y maestros en
estrategias que permitan modificar las situaciones de interacción con los menores fomentando
la conducta prosocial y reduciendo los comportamientos problema.
El programa está dividido en una serie de pasos que hacen hincapié especialmente en el
análisis de la conducta, concretamente en el proceso de evaluación funcional del
comportamiento. Sabemos que la conducta humana es funcional, esto es, lo que una persona
hace o dice tiene como finalidad conseguir algo positivo o evitar algo negativo. Cada
comportamiento humano tiene un porqué (antecedentes, situaciones que hacen probable la
aparición de una conducta) y un para qué (consecuentes, ganancias o pérdidas que se
obtienen).
Partiendo de este planteamiento, el programa «Vincúlate» estima que los comportamientos
disruptivos (insultar, amenazar, pegar, destruir objetos, etc.) tienen este carácter propositivo,
es decir, están asociados a determinadas situaciones y personas y su finalidad es conseguir
determinados objetivos (ganar atención de las personas, evitar hacer una tarea, obtener
reconocimiento y poder, conseguir un juguete, reducir estrés, proteger nuestra autoestima, etc.)
encaminados a cubrir necesidades personales. Estas conductas, gracias al refuerzo que
obtienen, tenderán a repetirse una y otra vez en el futuro, a convertirse en hábitos de conducta.
Existe el peligro de que estos hábitos disruptivos se instalen como un patrón estable de
respuesta en menores y en sus responsables educativos, con el riesgo asociado de que los
educadores se conviertan en modelos de comportamientos agresivos que hacen uso de
recursos punitivos para resolver problemas y conflictos interpersonales.
Para poder llegar a determinar el porqué y para qué de los problemas de conducta,
utilizamos la metodología de evaluación funcional de los compartimentos disruptivos. Este
proceso de evaluación nos permite realizar un análisis de la situación de interacción que se
produce dentro de un contexto particular (hogar, escuela, etcétera). En nuestro programa,
partimos de un protocolo básico de análisis funcional, la senda del comportamiento problema
(véase figura 5.3), a través del cual se recoge, de manera sistematizada, información relevante
sobre las situaciones que hacen probable la aparición de los comportamientos disruptivos, así
como de las consecuencias asociadas a éstos, lo que nos permitirá elaborar hipótesis
funcionales sobre las relaciones existentes entre comportamientos-contextos-consecuencias,
punto central del programa de intervención.
Exponemos de manera resumida los motivos por los que se requiere una evaluación
funcional pormenorizada de los comportamientos disruptivos, dada la naturaleza resistente que
presentan:

— Son una herramienta de comunicación y expresión de necesidades.


— Tienen como finalidad obtener algo deseado o evitar algo molesto.
— Poseen un mensaje oculto que el educador/tutor ha de descubrir y determinar.
— Son resistentes al cambio.
— Son frecuentes.
— Son fáciles y rápidos de ejecutar.
— Su uso reiterado se convierte en un hábito de conducta.
— Habitualmente se saldan con múltiples consecuencias reforzantes.
— No desaparecerán mientras cumplan su función y no sean sustituidos por una conducta
alternativa que los haga ineficaces.
— Tendrán un mayor carácter comunicativo cuanto menor sea la edad del niño y mayor su
nivel de retraso en el desarrollo.
— Tienen un carácter adaptativo.
Figura 5.3.—La senda del comportamiento problema [FUENTE: Morell, J. M., Baca, M. A., Casado, F., Perdomo, J.,
Rodríguez, J. y Delgado, C. (2008). Manual NACE, Niños y Adolescentes con Condición/situación Especial].

La evaluación funcional de las conductas disruptivas es determinante, pues supone el punto


de arranque a partir del cual todos los agentes que intervienen en el proceso educativo del
menor pueden poner en marcha un plan de acción conjunto dirigido, prioritariamente, al apoyo
del comportamiento positivo de los menores y pueden darse respuestas de manera unívoca a
los desafíos que se presentan.

4. EVIDENCIAS EMPÍRICAS SOBRE LOS PROBLEMAS DE COMPORTAMIENTO


EXTERNALIZANTES

4.1. Prevalencia de los problemas de comportamiento externalizantes

A pesar de la creciente publicación de estudios epidemiológicos sobre los problemas de


comportamientos externalizantes, aún quedan muchas incertidumbres por clarificar sobre la
prevalencia de estas conductas en la infancia y adolescencia (Maughan, Rowe, Messer,
Goodman y Meltzer, 2004; Piquero et al., 2010). Recientes revisiones han concluido que hay
aún poca consistencia en los resultados sobre tendencias en la edad y género y en los patrones
de comorbilidad con otros trastornos (Loeber, Burke, Lahey, Winters y Zera, 2000). No
obstante, se constata en los datos existentes un predominio de chicos sobre chicas a la hora de
presentar trastornos de conducta (Kroes et al., 2001; Noakes y Rinaldi, 2006; Romano,
Tremblay y Vitaro, 2001; Moffitt, Caspi, Rutter y Silva, 2001). Además, los estudios sugieren
que la prevalencia aumenta con la edad, tanto en chicos como en chicas, sobre todo en la
adolescencia media (entre los 13 y los 16 años). El National Institute for Health and Clinical
Excellence (NICE) revela que el 7 por 100 y el 3 por 100 de niños y niñas, respectivamente,
entre 5 y 10 años presentan desórdenes en la conducta; asimismo, el 8 por 100 de los chicos y
el 5 por 100 de las chicas en edades comprendidas entre los 11 y los 16 años manifiestan
problemas de comportamiento externalizante. En cuanto a los comportamientos específicos,
los estudios sugieren que la agresión física común (pelearse) decae entre la infancia y la
adolescencia (Lahey et al., 2000; Loeber et al., 2000; Tremblay, 2000), mientras que las
conductas no agresivas parecen aumentar paulatinamente con la edad. En los casos en los que
la «violación de estatus» ha sido estudiada como categoría separada, su prevalencia aumenta
bruscamente, sobre todo en la adolescencia (Lahey et al., 2000). No obstante, aunque el hecho
de que los chicos o chicas exhiban comportamientos socialmente disruptivos de manera
puntual, no determina el desarrollo futuro de un trastorno de conducta, sin embargo, los
adolescentes o adultos que presentan trastornos disociales o antisociales suelen tener una
historia previa de comportamientos socialmente disruptivos (Kirk, Gallagher y Anastasiow,
2000) de forma persistente.
Las consecuencias de los problemas de comportamiento externalizante van ligadas a la
gravedad de las conductas disociales que manifiestan los niños y jóvenes. Aunque comúnmente
los efectos atañen a diversas áreas de la vida de los chicos y chicas, más precisamente
encontramos que los adolescentes suelen fracasar en niveles educativos básicos dentro del
ámbito académico, pueden desarrollar otros trastornos psicológicos cuando son adultos y
pueden llegar a tener problemas con la justicia cuando alcanzan la edad de responsabilidad
penal. Mientras que algunos de estos adolescentes ejercen maltrato sobre sus familiares
(madres, padres o hermanos/as), un alto número de ellos se inicia en el consumo de drogas y
se ve envuelto en embarazos no deseados (Biglan, Brennan, Foster y Holder, 2004; Fergusson
et al., 2005).

4.2. Factores de riesgo

El comienzo de la conducta antisocial y violenta está relacionado con numerosos factores


de riesgo que incrementan la oportunidad para que se produzca dicho comportamiento. En la
literatura, las distintas agrupaciones de los factores que explican los problemas de conducta
externalizantes varían; sin embargo, la subdivisión en las dimensiones internalizante y
externalizante ha acumulado el mayor consenso científico (Krueger, McGue e Iacono, 2001).
Los menores y jóvenes que muestran conductas externalizantes han sido el foco central de las
investigaciones y de los programas de intervención social y escolar, ya que sus acciones son
difíciles de ignorar. Sin embargo, los problemas internalizantes son complicados de detectar
por los profesionales del ámbito educativo o de la salud mental, ya que los menores con estos
trastornos no suelen «actuar» de manera evidente, inmediata y pública, lo que hace difícil
estimar un efecto claro y «dañino» de sus actuaciones hacia el entorno social.
Existen otras variables relacionadas con los problemas de conducta externalizante, entre
ellas los factores biológicos, los rasgos de personalidad, las condiciones sociodemográficas,
las características familiares y prácticas parentales, las relaciones entre iguales y el contexto
escolar y las habilidades verbales (De la Peña, 2004; Kazdin y Buela-Casal, 1994; Moreno y
Revuelta, 2002; Patterson, Forgatch, Yoerger y Stoolmiller, 1998; Pettit, 2004; Place, Wilson,
Martin y Hulsmeier, 2000; Tarren-Sweeney, 2008).
A pesar de la falta de evidencia a favor de los factores biológicos como precursores del
desarrollo de los trastornos de conducta (Loeber y Pardini, 2008), se ha estudiado la
influencia de algunos de ellos y se ha descubierto, por un lado, que existen anormalidades en
áreas frontolímbicas que se asemejan a las observados en adultos con trastornos antisociales
(Huebner et al., 2008) y una correlación positiva entre un funcionamiento disminuido en la
amígdala y rasgos de personalidad insensible o cruel (Marsh, Beauchaine y Williams, 2008).
En el caso de los problemas de comportamiento externalizante, siguen realizándose estudios
sobre el peso de los genes frente al del aprendizaje social (Kendler, Jacobson, Myers y Eaves,
2008). Se han analizado también las diferencias en patrones de sueño entre chicos que
manifiestan estas conductas y chicos que no, pero el estudio no arrojó diferencias
significativas al respecto (Lindberg et al., 2008).
En cuanto a los rasgos de personalidad, se ha estudiado cuáles están relacionados (Burt y
Donnellan, 2008; Romero, 1996). Se comprueba que los patrones extremos de personalidad
son los que correlacionan con la aparición de comportamientos externalizantes o «ruidosos»
(Cukrowicz, Taylor, Schatschneider e Iacono, 2006). Estudios llevados a cabo con reclusos
adultos han identificado cuatro patrones de personalidad: el tipo secundario, el tipo
controlado saludable, el tipo primario y el tipo inhibido-afectado (Mohino, Kirchner y Forns,
2008; Sobral, Luengo, Gómez-Fraguela, Romero y Villar, 2007), y en los cuatro aparece un
estilo de afrontamiento evitativo (Ramklint, Stalenheim, Von Knorring y Von Knorring, 2001).
Se ha comprobado, además, que los menores con problemas de comportamiento externalizante
puntúan significativamente en impulsividad (Krueger, Markon, Patrick, Benning y Kramer,
2007; Tranah, Harnett y Yule, 1998), y que la presencia de ésta correlaciona con el
diagnóstico posterior de rasgos de personalidad antisocial (Washburn et al., 2007). Otro dato
al respecto es que los rasgos de personalidad límite se solapan con los problemas de
comportamiento externalizantes (James y Taylor, 2008). Asimismo, los niños con estas
conductas problema presentan déficits en la interpretación de las señales sociales,
sobreestiman su competencia social y atribuyen intenciones hostiles excesivas a los demás
(Webster-Stratton y Lindsay, 1999). Por otro lado, la tasa de consumo de sustancias es alta
(Aarons, Brown, Hough, Garland y Wood, 2001; Compton, Conway, Stinson, Colliver y Grant,
2005; Wiesner y Windle, 2006) en comparación con la comorbilidad detectada en el caso de
los niños y jóvenes «silenciosos» (Lansford et al., 2008; Miller-Johnson, Lochman, Coie,
Terry y Hyman, 1998). También el hecho de que sus compañeros consuman sustancias supone
un factor de riesgo para que ellos se inicien en él (Ciairano, Bosma, Miceli y Settanni, 2008;
Mason, Hitchings, McMahon y Spoth, 2007). Con respecto al consumo de tabaco
específicamente, se ha descubierto que los chicos «ruidosos» fuman su primer cigarrillo a una
edad más temprana que los demás, siendo la relación mucho más estrecha cuanto menor es la
edad de comienzo (Bagot et al., 2006).
Otro grupo de estudios ha abordado las condiciones sociodemográficas relacionadas. Así,
el bajo nivel socioeconómico de la familia está fuertemente asociado con el comportamiento
antisocial y agresivo (Aguilar et al., 2000; Farrington, 2005). Estas familias experimentan
grandes tensiones y los padres están sujetos a experiencias negativas sobre las que tienen poco
control. En tales condiciones, los padres no están muy disponibles para sus hijos y tienden a
emplear medidas coercitivas y prácticas de crianza punitivas. El hecho de vivir en un barrio
desfavorecido y la existencia de conflictos familiares cuando los niños se encuentran en la
primera infancia suponen una situación de riesgo para que inicien y desarrollen
comportamientos disruptivos. Además, el hecho de que se relacionen con iguales que
presentan comportamientos externalizantes tiene gran importancia en el desarrollo de
conductas antisociales durante la infancia (Ingoldsby, Kohl, McMahon y Lengua, 2006).

Figura 5.4.
Con respecto a las características familiares, aquellas que experimentan altos niveles de
conflicto han mostrado una menor probabilidad de tener una buena implicación con sus hijos
(Ary, Duncan, Biglan et al., 1999; Ary, Duncan, Duncan y Hops, 1999), de modo que existe una
mayor probabilidad de que éstos desarrollen conductas externalizantes. En el seno de familias
formadas por padres irritables y negativos y con ausencia o disparidad de normas
sociomorales entre sus miembros, se observa un mayor índice de niños con problemas de
comportamiento externalizante (Del Barrio y Carrasco, 2002; Edwards, Barkley, Laneri,
Fletcher y Metevia, 2001; Kim, Hetherington y Reiss, 1999). Cuando los padres se rinden o
muestran respuestas inconsistentes a las conductas coercitivas del niño, también aumenta la
probabilidad de aparición de conductas disociales (Patterson, Reid y Dishion, 1992, citados
en Caseras et al., 2002). La permisividad excesiva parece tener efectos negativos,
favoreciendo en los hijos una conducta más inmadura, con escaso autocontrol y con una falta
de independencia y nula disposición a asumir responsabilidades (Olweus, 1980). Por el
contrario, el uso del castigo negativo —privación de recompensas tras la aparición de la
conducta— está relacionado con la aparición de conductas disruptivas (Hernández, Gómez-
Becerra, Martín y González, 2008), y el castigo severo puede desempeñar un papel causal en
el desarrollo de la conducta antisocial (Dodge, Bates y Pettit, 1990). Frick (1994), por su
parte, encontró que los estilos educativos inadecuados muestran una relación lineal positiva
con el número de conductas externalizantes en muchos jóvenes, aunque no en los que poseen
rasgos de insensibilidad afectiva. También se ha comprobado un mayor estrés y un
comportamiento menos eficaz en madres que en padres de niños con comportamientos
externalizantes (Calzada, Eyberg, Rich y Querido, 2004). Según la encuesta nacional de salud
de Reino Unido de 2004 casi el 40 por 100 de los niños que habían sido víctimas de maltrato
y ubicados en acogimiento familiar o residencial presentaban conductas problema (NICE,
2013).
Entre las prácticas parentales estudiadas está también la buena supervisión por parte de los
padres o cuidadores, que a su vez está relacionada con una menor probabilidad de aparición
de conductas externalizantes (Reitz, Prinzie, Dekovic y Buist, 2007; Williams, Conger y
Blozis, 2007); no obstante, un excesivo control psicológico de los padres o cuidadores se ha
asociado a un comienzo de las conductas problema en chicas y en adolescentes con edad
avanzada (Pettit, Laird, Dodge, Bates y Criss, 2003), y una repetición de manera reiterada de
las instrucciones parece estar relacionada con el desarrollo de problemas de comportamiento
externalizante (Hernández et al., 2008). Las buenas prácticas parentales, por otra parte, afectan
a las relaciones que los hijos establecen con sus iguales, siendo menos aceptados por éstos
cuando las relaciones padres-hijos están basadas en la autoridad y la imposición de normas
(Hurt, Hoza y Pelham, 2007). El grado de información que los padres tienen sobre las
actividades de sus hijos está claramente relacionado con el desarrollo de conductas problema;
así, a mayor información, menor probabilidad de que los hijos se comporten antisocialmente
(Laird, Criss, Pettit, Dodge y Bates, 2008). Asimismo, los adolescentes con uno o dos
progenitores con comportamiento antisocial o consumo de alcohol han mostrado una clara
probabilidad de desarrollar problemas de conducta externalizantes, independientemente del
género y la edad (en el rango 2-17 años) (Gottfredson y Hirschi, 1990; Hussong et al., 2007).
En lo referente a las relaciones entre iguales, la correlación entre tener amigos antisociales
y presentar comportamientos externalizantes ha sido evidenciada (Heinze, Toro y Urberg,
2004) aunque, a su vez, se ha constatado que la segregación no es la solución a este problema,
puesto que los jóvenes deben aprender a comportarse en un contexto social (Gifford-Smith,
Dodge, Dishion y McCord, 2005). En cualquier caso, como variable moduladora, hay que
añadir que la influencia que puedan tener los amigos depende de la importancia del papel que
desempeñen los padres del chico (Meeus, Branje y Overbeek, 2004). Cuando un niño acosa
verbalmente a otros, es probable que cuando sea adolescente muestre comportamientos
antisociales y abuse del alcohol, mientras que si acosa físicamente se puede predecir que en la
adolescencia agredirá físicamente, se relacionará con otros chicos antisociales y tendrá
múltiples problemas de conducta (Rusby, Forrester, Biglan y Metzler, 2005). Por otro lado, el
hecho de ser rechazado por los iguales durante la infancia supone un factor de riesgo para
desarrollar problemas de conducta externalizantes (Miller-Johnson, Coie, Maumary-Gremaud
y Bierman, 2002), mientras que la autorregulación actúa como factor de resiliencia contra la
influencia negativa de los iguales (Gardner, Dishion y Connell, 2008).
Finalmente, con respecto al estudio de los menores con problemas de comportamiento
externalizante en el contexto escolar (para una revisión específica sobre el tema véanse
Mooney, Epstein, Reid y Nelson, 2003; Trout, Nordness, Pierce y Epstein, 2003), se ha
encontrado que los chicos que presentan comportamientos antisociales y son rechazados por
sus iguales tienen más probabilidad de fracasar en la escuela (French y Conrad, 2001;
McEvoy y Welker, 2000) y, mientras están escolarizados, su rendimiento es significativamente
menor que el de los chicos que no presentan estos comportamientos (Reid, González,
Nordness, Trout y Epstein, 2004). Cuanto más tempranamente son detectados los problemas de
conducta externalizante en la escuela, mejor evolución pueden tener en el tratamiento (Reinke,
Herman, Petras e Ialongo, 2008), que, para una óptima eficacia, deberá implicar también a los
educadores (Reid, 1993; Webster-Stratton, Reid y Stoolmiller, 2008). Relacionadas con el
desempeño escolar, variables como «un pobre desarrollo verbal» y «dificultades en el
lenguaje» aparecen en un alto número de menores «ruidosos», aunque no de forma aislada,
sino en combinación con otros factores, como el nivel socioeconómico de la familia (Gibson,
Piquero y Tibbetts, 2001). En muestras clínicas se observa que estos chicos que tienen
dificultades a nivel verbal no presentan dificultades en áreas motoras (Gray, Jordan,
Ostergaard y Fischer, 2001). La relación se invierte en chicos que además presentan rasgos
psicopáticos, en los que se observa un desarrollo verbal normal (Muñoz, Frick, Kimonis y
Aucoin, 2008).
Para concluir, los factores de riesgo que se manifiestan de forma aislada no aseguran la
aparición de los comportamientos externalizantes, pero su combinación e interacción
pronostican una mayor probabilidad de que se presenten conductas violentas y antisociales en
los niños y jóvenes. La valoración de los agentes de riesgo que acompañan a los chicos y
chicas facilita la detección en la población infanto-juvenil de problemas de conducta
externalizante y, además, aporta una explicación a los comportamientos disruptivos ya
existentes. Sin embargo, no son elementos a tener en cuenta en la fase de evaluación, ya que
este proceso se centra en las conductas observables y específicas.

5. PROBLEMAS DE CONDUCTA EXTERNALIZANTES: CAMBIO DE PARADIGMA


HACIA LOS PROGRAMAS DE FORTALECIMIENTO

Principios básicos del educador


Hemos de considerar que trabajar con niños que manifiestan problemas de comportamiento
problemático requiere, por parte de los educadores, unos conocimientos, actividades y
habilidades algo especiales. En primer lugar, porque el niño con problemas de
comportamiento externalizantes, por el hecho de manifestar estas conductas, precisa que
nuestras intervenciones se ajusten a sus necesidades para paliar los efectos de estos
comportamientos. En segundo lugar, porque un pequeño porcentaje de estos niños puede
presentar problemas psicosociales significativos que demanden de nosotros modos especiales
de actuación.
En este apartado resumiremos todos los principios que consideramos son el punto de
partida que cualquier educador de infancia y adolescencia en riesgo tiene que conocer y poner
en práctica en la medida de lo posible. Esto es lo que diferencia nuestra labor educativa con
poblaciones de riesgo de otras modalidades educativas más normalizadas.
Centraremos nuestros principios en el fortalecimiento de factores de protección como el
mejor camino para que el niño pueda desarrollar competencias y habilidades al objeto de que
pueda afrontar las futuras situaciones de riesgo a las que se va a tener que enfrentar a lo largo
de su desarrollo. Expondremos, igualmente, qué principios básicos son esenciales cuando nos
encontramos ante un niño o joven que presenta problemas de conducta externalizantes.

5.1. ¿Qué pretendemos conseguir con los programas de fortalecimiento de la


resiliencia en los problemas externalizantes?

Históricamente la Organización Mundial de la Salud definió en 1948 la salud como «un


estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de
enfermedad». Aunque si analizamos la trayectoria hasta el presente, se ha entendido la salud, y
concretamente la salud mental, desde un enfoque en el que se valoraba que no existieran ni
trastornos emocionales ni conductas de riesgo. Por lo que se podría decir que era un enfoque
que se basaba en la valoración de la no existencia de «déficits» sin tener en cuenta factores
como las competencias, virtudes, optimismo, expectativas de futuro o relaciones
significativas.
Debemos erradicar la creencia de que la ausencia de enfermedad es suficiente para
alcanzar la felicidad o un grado óptimo de funcionamiento y reorientarnos a hacer más fuertes
y productivas a la personas normales y hacer visible en cada individuo el elevado potencial
humano que lleva consigo. Por supuesto no se pretende defender una postura dogmática y
afirmar que no es adecuado reducir y prevenir problemas de conducta, sino que son dos
enfoques necesarios y paralelos.
Diversos autores han realizado aportaciones relevantes en el camino de promover el
desarrollo y la competencia personales, y es necesario reseñar su influencia en los modelos
actuales.
De vital importancia han sido el modelo ecológico de Bronfrenbrenner (1979), el modelo
contextualista de Lerner (2002) y la psicología positiva de Martin Seligman y Csikszentmihaly
(2000), centrada en potenciar las fortalezas o virtudes de la persona para incrementar su
estado de bienestar y felicidad.
La psicóloga estadounidense Emmy E. Werner realizó un estudio longitudinal de cuarenta
años en la isla hawaiana de Kauai en el que apoyaba la idea de que muchos niños expuestos a
factores reproductivos y ambientales de riesgo (ser hijo prematuro, hogares inestables, figuras
de referencia o afectivas con trastornos emocionales...) iban a manifestar más problemas de
delincuencia, salud mental y física, etc. Pero el hallazgo más significativo fue que un tercio de
los niños que tenían factores de riesgo manifestó un factor de «resistencia» y se convirtieron
en adultos de confianza, competentes y seguros a pesar de su problemática historia de
desarrollo. Identificaron una serie de factores de protección en las vidas de estas personas
resilientes que favorecieron una respuesta adecuada a las situaciones y períodos críticos de su
desarrollo y entre los que destacaban tener un fuerte vínculo con un cuidador aunque no fuera
una figura paterna y la participación en algún grupo de la comunidad, entre otros.
El concepto de resiliencia (resistente) se aplica a aquellas personas que evitan resultados
negativos y/o logran resultados positivos a pesar de encontrarse en situación de alto riesgo.
Manifiestan ser competentes de forma mantenida bajo estrés y muestran recuperación ante el
sufrimiento provocado por un trauma. Sin embargo, pueden ser resistentes a estímulos
estresantes específicos pero vulnerables a otros. También esta resistencia puede variar a lo
largo del tiempo y a través de diferentes contextos. Es bajo este prisma donde enmarcamos los
programas de fortalecimiento de la resiliencia. Sabemos pues que una persona puede ser
resiliente a un estímulo específico y no a otros; incluso que con el paso del tiempo no lo sea a
ese mismo estímulo o que al cambiar el contexto en que se produce tampoco muestre este tipo
de «resistencia». Por eso cobra aún más sentido «activar» y «fomentar» programas que
desarrollen la parte «sana» para que crezca. Esto significa implementar programas que no
partan de un enfoque de riesgo y sí de uno que fomente factores que pueden incrementar la
probabilidad de actuar resistentemente ante el estrés. Como escribió Boris Cyrulnik en una
cita muy referenciada de su libro El murmullo de los fantasmas: «Es una estrategia de lucha
contra la desdicha que permite arrancarle placer a la vida, pese al murmullo de los fantasmas
que aún percibe en el fondo de su memoria».
Desde esta óptica no podemos dejar de mencionar a otros autores como Ann Masten
(2001), que en sus estudios continúa desarrollando el concepto de resiliencia, o Aaron
Antonovosky (1996), que dio una explicación de por qué algunos individuos permanecen
sanos a pesar de haber atravesado situaciones difíciles y estresantes. Todas estas
aportaciones, en alguna medida, han sido un referente para desarrollar un modelo en la
adolescencia que potencie recursos y oportunidades para adquirir competencias, con el
objetivo de hacer más resistentes a las personas a los factores de riesgo y así reducir las
conductas problemáticas. Pero fue Corey Keyes (2003, 2007) quien empezó a denominar
florecientes a las personas que tenían buena salud mental y William Damon (2004), desde el
Stanford Center on Adolescence, quien defendió una predisposición natural a la empatía y
conducta prosocial en la infancia y adolescencia que se irá trasformando en un compromiso
activo con la sociedad. Por ello es considerado uno de los pioneros del modelo de desarrollo
positivo del adolescente.
Analizaremos a continuación dos propuestas que consideramos interesantes y que se
pueden enmarcar en este modelo de desarrollo positivo en la adolescencia.

5.2. Modelo de florecimiento del adolescente

A nivel nacional ha tenido especial relevancia el estudio de Oliva (2008), en el que se


recogen las competencias que pueden incrementar la probabilidad de conseguir un desarrollo
adolescente saludable y positivo. Dicha propuesta se definió tras consultar a diversos expertos
de la psicología, la psiquiatría y del mundo de la educación y quedó recogida en el que pasó a
denominarse «modelo de florecimiento adolescente».
Figura 5.5.—Modelo de florecimiento adolescente (adaptado de Oliva, 2008).

Estas competencias se desarrollan en diferentes contextos, por lo que haremos mención de


los factores más significativos que pueden favorecer el desarrollo positivo de un adolescente.
Nos referimos, claro está, al contexto familiar, escolar y de la comunicad o del barrio.

5.2.1. La familia

La familia en el período de la adolescencia continúa siendo uno de los contextos más


protectores y generadores de recursos o activos para el adolescente. De hecho, diversos
estudios muestran que los adolescentes que manifiestan tener relaciones con sus padres y
madres caracterizadas por una mayor cohesión, comunicación y afecto manifiestan mayores
competencias. Dichos estudios ponen también de manifiesto una serie de factores o
indicadores que facilitan el ajuste y el desarrollo del adolescente en esta etapa:

— El afecto. En esta etapa evolutiva se suele mostrar rechazo a las manifestaciones de


afecto que realizan los padres. Eso no significa que no necesitan su afecto, sino que
prefieren la expresión de ese cariño de forma distinta, y más si se encuentran delante de
sus amistades. Necesitan por parte de los padres una mayor aceptación y comunicación,
teniendo en cuenta sus comportamientos, en las dificultades que se les presentan.
— Los conflictos. Suelen estar muy presentes a lo largo de la adolescencia y cubren
distintas funciones. Nos informan de la creciente madurez del niño y de cómo quiere ir
adquiriendo un rol distinto en las relaciones para que éstas sean más simétricas e
igualitarias. La presencia en «exceso» de conflictos entre los padres y los hijos puede
derivar en dificultades como baja autoestima, depresión o bajo rendimiento académico.
Aunque diversos estudios lo que reflejan es que es la intensidad del conflicto, más que
la frecuencia, la que determina que una disputa familiar sea positiva para el desarrollo
del adolescente o no (Smetana, 1996), siempre que se dé en un contexto de cercanía y
apoyo.
— El control y establecimiento de límites. Existe una relación curvilínea entre el control o
supervisión que se tiene que realizar sobre un adolescente y su desarrollo positivo,
siendo tan perjudicial el excesivo control como su ausencia. Niveles medios de control
son los que más beneficio producen. Por otra parte, se debe distinguir entre control
psicológico y conductual. El primero es un intento por parte de los padres de mantener
el estatus de poder en la relación con el hijo, y es un control intrusivo que intenta
manipular los pensamientos y sentimientos del adolescente mediante sentimientos como
culpabilizar, amenazar con la retirada del afecto, etc. Este tipo de control favorece la
aparición de problemas emocionales como ansiedad y depresión. En relación con el
control del comportamiento son claros los estudios que establecen la relación entre bajo
control de la conducta y la aparición de problemas de comportamiento. En definitiva,
podríamos afirmar que un bajo control de la conducta induce la aparición de
comportamientos externalizados mientras que un excesivo control psicológico favorece
los problemas internalizados, como baja autoestima, sentido de incompetencia o
depresión.

El ámbito familiar, tanto en los conflictos como en el control y establecimiento de límites,


necesita un clima positivo de comunicación y afecto en el que los padres animan, a pesar de
los posibles riesgos, a que cada adolescente exprese su propia individualidad.
Son muchos los estudios y los estilos educativos que se han puesto de manifiesto partiendo
de la concepción clásica: autoritario, negligente, permisivo y democrático. Todos ellos han
tenido diversas y múltiples revisiones. Las más interesantes, en estos últimos años, han puesto
en entredicho el estilo «democrático» o ciertas pautas educativas que cada día se dan más en
nuestra sociedad y que no dejan de ser estilos negligentes o permisivos. Nos referimos a
estilos como el «dejar hacer», la negligencia por omisión o por amor, etc. Cobra cada día más
relevancia el estilo denominando «inductor de apoyo» porque entiende que en las relaciones
entre padres e hijos tiene que haber una asimetría entre roles, o sea, que una de las partes tiene
que tener autoridad educativa sobre la otra; y se entiende que la relación de educación es una
relación de conducción, de orientación. Tiene que haber, pues, una autoridad educativa y un
educando que utilice los siguientes métodos educativos: participación, diálogo, discusión,
instrucción, vigilancia, evaluación y, cómo no, el refuerzo y el castigo educativo.
TABLA 5.1

Contexto familiar en el modelo de florecimiento adolescente

Contexto familiar

Estilo parental Ausencia/presencia de conflictos

— Afecto/Comunicación. — Ausencia de conflictos importantes.


— Control conductual.
— Bajo control psicológico.
— Promoción de autonomía.
— Humor.
— Revelación.

Se pueden considerar siete los activos más significativos en el contexto familiar: seis
dimensiones referentes al estilo parental (afecto/comunicación, control conductual, bajo
control psicológico, promoción de autonomía, humor y revelación) y el séptimo, que sería la
ausencia de conflictos interparentales.

5.2.2. El centro escolar

Debido a que los adolescentes pasan la mayor parte de su vida cotidiana en el contexto del
colegio, es necesario conocer las características que contribuyen de forma más significativa a
su desarrollo. La tabla 5.2 recoge de forma específica los factores más importantes del
contexto escolar.

TABLA 5.2

Centro escolar en el modelo de florecimiento adolescente

Centro escolar

Recursos externos

— Relaciones con otros adultos: el adolescente recibe apoyo de tres o más adultos que no son sus padres, entre ellos los
educadores.
— Clima escolar que apoya al alumnado: la escuela proporciona un entorno afectuoso y estimulante.
— Implicación de los padres en la escuela: los padres están implicados de forma activa en apoyar a su hijo para que le vaya
bien en la escuela.
— Seguridad: el adolescente se siente seguro en la escuela, además de en su familia y en el barrio.
— Límites claros en la escuela: la escuela tiene normas y sanciones claras.
— Modelos adultos: que no sólo los padres sino otros adultos —entre ellos los educadores— ofrezcan modelos de conducta
responsable y positiva.
— Influencia positiva de los iguales: los mejores amigos del adolescente ofrecen modelos de conducta responsable y
positiva. En la mayoría de los casos esas amistades se entablan en el ámbito escolar.
— Altas expectativas: padres y profesores animan al adolescente a que trabaje lo mejor que pueda.
Recursos internos

— Motivación de logro: el adolescente está motivado a trabajar bien en la escuela o instituto.


— Compromiso con la escuela: el adolescente está comprometido de forma activa con el aprendizaje.
— Tareas escolares: el adolescente dedica al menos una hora diaria a sus deberes o tareas escolares.
— Vinculación con la escuela: el adolescente se preocupa de su escuela o instituto.
— Lectura por placer: el adolescente lee por placer tres o más horas a la semana.

5.2.3. La comunidad o barrio

Se ha mencionado con anterioridad la influencia de Bronfrenbrenner (1979), y es su


modelo ecológico uno de los más importantes en poner de manifiesto la influencia de los
contextos en el desarrollo humano. La comunidad y el barrio toman una mayor relevancia en
una etapa evolutiva que comienza en la pubertad en la que los jóvenes pasan cada vez mayor
tiempo fuera de casa y en la que el grupo de iguales cobra una mayor relevancia.
Como en los anteriores contextos incluimos a continuación una tabla resumen que detalla
los principales activos que se pueden encontrar en la comunidad.

TABLA 5.3

Contexto de la comunidad o barrio en el modelo de florecimiento adolescente

Contexto de la comunidad o barrio

Nivel socioeconómico

— Alto estatus socioeconómico: se refiere a los ingresos salariales, al nivel de formación del vecindario o a otros
indicadores escolares como las calificaciones, la terminación de los estudios secundarios o la motivación académica.

Recursos institucionales

— La cantidad, calidad y diversidad de recursos institucionales existentes en el barrio.


— Participación en actividades recreativas y de ocio.
— Participación en actividades extraescolares.

Eficacia colectiva

— La eficacia colectiva hace referencia a una serie de dimensiones:


• La confianza mutua entre los residentes y el apoyo social percibido.
• La coincidencia en los valores sostenidos o el deseo de hacer cosas de forma conjunta para mejorar la comunidad.
• El control social o la decisión de intervenir para mantener el orden cuando no se respetan las normas vecinales.
• Pertenencia a grupos de iguales de barrios más favorecidos.
• Altos niveles de seguridad que impidan el acceso a drogas, actos antisociales, etc.

5.3. Search Institute, 40 elementos fundamentales del desarrollo


El concepto de activos para el desarrollo —developmental assets— (Benson, Scales,
Hamilton y Sesman, 2006; Scales y Leffert, 2004) propuesto por el Search Institute alude a los
recursos personales, familiares, escolares o comunitarios que proporcionan a los adolescentes
el apoyo y las experiencias necesarias para la promoción de su desarrollo positivo. Aumentan
la capacidad de las personas, las familias, los colegios y la comunidad para facilitar un
desarrollo saludable con el fin de reforzar la resistencia a las consecuencias negativas de los
factores de riesgo.
Son cada vez más los estudios que defienden que los adolescentes que tienen un mayor
número de activos presentan un desarrollo más saludable y positivo. Un estudio realizado en
Search Institute tras analizar los datos extraídos de encuestas de casi 150.000 estudiantes de
edades comprendidas entre los 11 y los 18 años en escuelas públicas y alternativas de los
Estados Unidos identificó 40 elementos fundamentales del desarrollo de los jóvenes (20
internos y 20 externos) que tienen un efecto acumulativo y que les ayudan a crecer sanos, a
interesarse por el bienestar común y a ser responsables.
A continuación describiremos los componentes clave que se reflejan en dicho estudio:

— Elementos externos: se agrupan en torno a los siguientes factores:

• Tipos de apoyo que puede tener un niño (familia, relaciones con los adultos, vivir en
una comunidad comprometida, profesores que se interesan por ellos y padres que
participan en el entorno escolar).
• Lo que denominan fortalecimiento, que es la valoración que la comunidad hace del
niño y la participación de éste en la comunidad, además de la necesidad de sentirse
seguro en su casa, colegio y barrio.
• Límites y expectativas: es necesario poner límites y normas tanto en el hogar como
en el colegio y en el barrio; serán los adultos los modelos de cumplimiento y
aceptación de estas normas, además de tener presente en el día a día modelos
positivos dentro del grupo de iguales.
• Uso adecuado del tiempo: el niño tiene que estar en un ambiente que favorezca de
forma continua la motivación, que debe de estar gestionada por los adultos. Hay que
favorecer su participación en actividades creativas, programas u organizaciones
juveniles, grupos religiosos o simplemente la posibilidad de que tenga y disfrute de
tiempo en casa sin un objetivo determinado.

— Elementos internos: se dirigen a resaltar qué competencias es necesario fomentar:

• El aprendizaje como motor sienta las bases de la importancia de estar


comprometido y motivado con el estudio y el trabajo escolar. Se pone el acento no
sólo en lograr los objetivos curriculares, sino en el proceso que debemos realizar
para conseguirlos. Nos referimos a preocuparse por las tareas escolares cotidianas y
realizarlas todos los días, asistir a clase y participar activamente o a la necesidad de
leer un mínimo de tres horas semanales por placer.
• Los valores personales y sociales como rumbo de las acciones: preocuparse por
los demás y querer ayudar al otro, defender la igualdad y la justicia social o, a nivel
personal, el valor de la honestidad y la responsabilidad. Se destaca además la
abstinencia como valor referido a tener prudencia o retrasar el contacto con ciertos
comportamientos que pueden ser de riesgo, como consumir alcohol o drogas o
incluso ser activo sexualmente.
• La capacidad de interacción y participación en la sociedad: son elementos
fundamentales la capacidad de resistir a las presiones de grupo y la de aprender a
decir no, saber gestionar de forma pacífica los conflictos, saber tomar decisiones
adecuadas para uno mismo y para los demás, además de ser una persona abierta que
hace amigos y que sabe relacionarse con niños y adultos de diferentes culturas o
etnias.
• La identidad positiva de sí mismo: es más fácil poder ir estructurando y formando
una identidad positiva de uno mismo cuando fomentamos un adecuado aprendizaje,
vivimos en función de una serie de valores y participamos e interaccionamos con los
demás. Y es así como podemos percibir que controlamos las cosas que hacemos y
que nuestra vida tiene un sentido y un propósito y, por ende, ser optimistas respecto
del futuro que nos espera; materiales fundamentales para forjar una alta autoestima.

El Search Institute también ha elaborado un listado de elementos fundamentales para el


desarrollo personal en niños y niñas de 3 a 5 años y otro para la preadolescencia, para chicos
y chicas de 8 a 12 años, que puede ser una interesante guía para los padres en la educación
temprana y en la preparación de la adolescencia. El documento está disponible en inglés,
francés y castellano y se puede acceder a él desde su página web (www.search-institute.org).

6. PROGRAMA «VINCÚLATE»: NIÑOS Y JÓVENES REBELDES Y DESAFIANTES


Figura 5.6.

El programa «Vincúlate» está elaborado por la Academia SOS de Aldeas Infantiles SOS de
España y se dirige a padres/educadores que estén relacionados con niños o jóvenes que
presenten problemas de conducta externalizada. El objetivo fundamental del programa es
proponer unas directrices básicas para que los responsables de los menores puedan organizar,
gracias al desarrollo de habilidades específicas, un ambiente escolar, familiar y social
positivo (relaciones humanas que sean cálidas, afectivas, asertivas y basadas en el respeto
mutuo) y eficiente (que la utilización de los recursos disponibles sea la óptima para la
reducción de los comportamientos disruptivos, el aumento de las conductas positivas y la
mejora de las interacciones entre el menor y el adulto). En otras palabras: empoderar a todos
los agentes educativos y a los menores, favoreciendo así el proceso resiliente de todas las
personas implicadas. ¿Cómo lo haremos?: mediante el desarrollo de habilidades y la puesta en
práctica de técnicas específicas y de recursos disponibles en el entorno para la mejora del
comportamiento.
La estructura que se sigue en el programa «Vincúlate» es la de un programa de
entrenamiento a padres, dirigido a instruir a los educadores en estrategias que les permitan
modificar las situaciones de interacción con los menores, fomentando la conducta prosocial y
disminuyendo la conducta inapropiada. Es un tipo de intervención estructurada cuyos
componentes clave están debidamente documentados, de forma que puede ser aplicado de
modo fiable por diferentes agentes entrenados para tal fin.
Este recurso educativo está avalado por evidencia científica y es un método válido para el
abordaje de este tipo de problemas ya que utiliza una metodología muy efectiva para:

— El aumento de la motivación de los responsables educativos que tienen que afrontar


problemas de comportamiento.
— El aprendizaje de técnicas específicas para hacer frente a situaciones concretas.
— El desarrollo de habilidades y competencias personales en formato grupal.
— La desdramatización de los sucesos negativos acaecidos en las familias.
— La resolución de problemas comunes y particulares en grupo.
— Hacer extensivos los efectos positivos del programa al hogar, la escuela y la
comunidad.
— Favorecer los «cuidados del cuidador», aspecto fundamental en el abordaje de este tipo
de problemas.
— Etc.

El programa de entrenamiento se organiza en sesiones grupales, y habitualmente se utiliza


un equipo guía de padres (que han sido preparados con anterioridad por un grupo de expertos
en la materia y que apoyan el programa de escuela de padres) para que lideren las sesiones de
trabajo del gran grupo (todos los participantes, responsables de los niños). Cada paso del
programa está documentado, mediante lecturas de apoyo, escalas y registros de evaluación
inicial, seguimiento y logros conseguidos. Se especifican los objetivos a conseguir, los
recursos que ayudan a la consecución de estas metas (materiales, personales, técnicas, etc.),
los obstáculos que se pueden presentar y sugerencias de solución. Durante el desarrollo de las
sesiones se instruye a los padres en temas específicos, se incentiva el debate, también
actividades de diversa índole y al final también tareas para casa, colegio, etc., relacionadas
con la materia que se ha tratado.
El programa «Vincúlate» se apoya en el Manual NACE (Niños y Adolescentes con
Condición/Situación Especial), elaborado por Aldeas Infantiles SOS de España (Morell,
Baca, Casado, Perdomo, Rodríguez y Delgado, 2008) para la evaluación funcional e
intervención del comportamiento. El Manual NACE introduce de una forma sencilla a
padres/educadores en el análisis de los contextos que preceden a la conducta (predisponentes
y precipitantes del comportamiento), conductas manifiestas, consecuencias (programas de
reforzamiento y castigo), etc. Asimismo, a lo largo de este manual se proponen
recomendaciones para favorecer los «cuidados de cuidador», principios básicos del educador
de infancia y adolescencia en riesgo psicosocial, recursos para el fortalecimiento de vínculos
de apego, regulación emocional, habilidades sociales y asertividad, etc. Muchos de los
recursos propuestos por este manual se han utilizado en el programa «Vincúlate».
La base teórica del programa se apoya en los modelos explicativos de adquisición,
desarrollo y mantenimiento de los problemas de comportamiento de Russell A. Barkley (1997)
(programa Defiant Chidren), el modelo cognitivo «Collaborative Problem Solving (CPS)»
(Greene, 1998) y, el modelo de coerción de Patterson (1982); por otro lado, sigue el modelo
de apoyo al comportamiento positivo (APC) utilizado en un inicio en España en los años
noventa por profesionales en centros de niños y jóvenes con necesidades especiales (Tamarit,
1997) y actualmente en centros regulares (Burgos, Del Yerro Valdés, Martín, Extremera,
Bustamante, Gómez y Prada, 2014), donde ha aportado evidencias de su eficacia: reduce las
conductas desafiantes y mejora el rendimiento académico y las interacciones con el entorno
escolar.

Programa Defiant Chidren


En líneas muy generales, Barkley (1997) propone cuatro factores que explicarían la
aparición y mantenimiento de problemas de comportamiento en la población infanto-juvenil;
éstos son:

1. Las prácticas de crianza inadecuadas (inconsistentes y no contingentes).


2. Las características del niño o adolescente.
3. Las características de los padres o educadores.
4. Los factores contextuales.

El programa «Vincúlate» se asienta en estos principios básicos junto con los programas de
modificación de conducta que propone el modelo de Barkley.

Collaborative Problem Solving (CPS)


Este modelo plantea que la probabilidad de que se manifiesten conductas disruptivas se ve
incrementada si los niños o jóvenes no poseen las habilidades necesarias para afrontar
determinadas situaciones de frustración. Por esta razón, el modelo cognitivo «Collaborative
Problem Solving (CPS)» (Greene, 1998) defiende que los problemas de comportamiento
suponen un retraso en el desarrollo de habilidades cognitivas concretas para tolerar la
frustración (conseguir algo deseado-evitar algo no deseado). Las habilidades a las que se
refiere el CPS son:

— Habilidades ejecutivas que determinan el modo de proceder ante ciertas situaciones.


— Habilidades en el procesamiento del lenguaje (estilos de pensamiento).
— Habilidad para regular emociones.
— Flexibilidad cognitiva para la búsqueda de nuevas soluciones a un problema.
— Habilidades sociales.

El programa CPS propone la enseñanza de estas habilidades de manera que mejore el


comportamiento de los menores y las interacciones con otras personas del hogar, colegio,
amigos, etc.
Modelo de coerción de Patterson
Una premisa básica de nuestro programa propone que el cambio principal deben realizarlo
los responsables de la educación del niño y adolescente, a saber, educadores, padres,
maestros, etc. Uno de los lemas que sustenta el programa y que se fundamenta en el modelo
explicativo de Patterson (1982) es: «sí cambio yo y el contexto donde los problemas
aparecen... cambia él».
Por lo general, las relaciones entre padres/educadores y el menor con problemas de
conducta externalizante se deterioran debido al proceso de coacción (ataque-contraataque)
descrito por Patterson (1982). El modelo defiende que el inicio temprano y el mantenimiento
del comportamiento problemático se deben al incumplimiento reiterado de las órdenes, que
desemboca en conductas de mayor gravedad. Ante tal incumplimiento, se produce un proceso
de coacción recíproca entre el adulto y el menor que se inicia cuando los
padres/educadores/tutores descubren que aumentando rápidamente la intensidad de su
conducta negativa hacia el adolescente, es más fácil que se rinda y obedezca, especialmente si
el menor contraviene inicialmente la orden. En ocasiones posteriores los adultos pueden
aumentar muy rápidamente la intensidad de la conducta negativa hacia el adolescente debido a
la historia de éxitos. A su vez, el menor también integra que si aumenta rápidamente su
conducta negativa o de desobediencia, el adulto cederá y se rendirá, sobre todo si ataca
primero; por tanto, sólo son necesarios éxitos ocasionales con la conducta coercitiva para que
los padres/educadores/tutores y los chicos mantengan este tipo de comportamiento. Las
interacciones se limitan a encuentros negativos, tensos y con niveles altos de emocionalidad.
En contraposición, se encuentran los modelos de apoyo al comportamiento positivo (ACP),
que previenen una conducta inadecuada mediante la enseñanza y el refuerzo de un
comportamiento apropiado. El deterioro de la relación hace que los responsables del niño o
joven filtren las conductas no deseadas del menor e intervengan para eliminarlas, obviando las
conductas positivas y adquiriendo una visión general del chico cada vez más negativa; por esta
razón, se integran pautas en los padres/educadores/tutores para fomentar la atención hacia el
comportamiento positivo de los chicos y reforzarlo para asegurarse de que se prolongue en el
tiempo.

Modelo de apoyo al comportamiento positivo (ACP)


Este modelo se describe como una alternativa educativa que propone dotar a los menores
de herramientas eficaces y aceptadas socialmente que les permitan desplegar sus habilidades
para desenvolverse mejor en el entorno que les rodea, ya que la mayoría de los problemas de
conducta ocurren en contextos que no proporcionan al niño o joven la oportunidad de utilizar y
adquirir comportamientos que sean admisibles socialmente y comprensibles por su edad. En
otras palabras, existe una relación entre las conductas coercitivas y la ausencia de estrategias
en el manejo, control y predicción del contexto, así como escasez de habilidades para
comunicarse y adquirir pautas sociales. Por esta razón, el modelo propone un acercamiento al
desarrollo de competencias que permitan que el menor interactúe y se mueva de forma
autónoma en los diferentes entornos; tenga mayor control de sus comportamientos,
contingencias, anticipación de las conductas de los demás y sobre su propia vida (Tamarit,
1995b), y perciba logros que acrecientan su autoestima y aumenten su autopercepción de valía
y éxito como persona en la sociedad.
La investigación empírica sobre la aplicación de este modelo de apoyo al comportamiento
positivo, a nivel escolar, muestra su eficacia ante la reducción de las conductas coercitivas y,
a su vez, mejora el rendimiento y el clima escolar (Crone et al., 2010; Warren, Bohanon,
Turnbull, Sailor, Wickham, Griggs y Beech, 2006). En el territorio español se ha aplicado este
modelo a personas con necesidades especiales (Tamarit, 1997) y actualmente se encuentran
estudios de la intervención en centros escolares regulares con evidencia de su eficacia en
dicho contexto (Burgos et al., 2014).
El modelo de Apoyo al Comportamiento Positivo propone pautas a seguir para llevar a
cabo una óptima intervención:

— Realiza un análisis funcional de la conducta, identificando la función de cada uno de los


comportamientos en el contexto en el que acontecen; de esta manera se detectan los
propósitos que satisfacen dichas acciones y que el contexto no está logrando cubrir.
— Entiende la evaluación de la conducta en diferentes contextos (hogar, escuela, iguales,
etc.) y contempla la posibilidad de una intervención múltiple.
— Proporciona herramientas para el aprendizaje de habilidades alternativas que cumplan
la función del comportamiento coercitivo y sean socialmente aceptadas en el ambiente.
— La intervención considera a la persona como individuo principal y respeta su
integridad, sus valores, creencias y preferencias y se dirige a la mejora de su estilo de
vida.
— Se hace uso de los recursos materiales y personales de los que se disponga en cada
contexto.

Según Escribano, Gómez, Márquez y Tamarit (2003), este enfoque proactivo se opone al
enfoque reactivo tradicional, que pretende suprimir las conductas problema mediante
contingencias negativas y medidas punitivas, porque considera que la base de la conducta
coercitiva se encuentra en el interior del individuo y no en la combinación de éste con su
contexto.

Disciplina y estilos educativos


El programa «Vincúlate» promueve un estilo de disciplina positivo basado en la creencia
de que los niños y jóvenes mejoran su comportamiento cuando se sienten mejor
emocionalmente; para ello se propone un modelo educativo apoyado en el afecto, el
razonamiento y la comunicación. Plantea como objetivo principal que el menor pueda lograr
un adecuado autocontrol personal y que consiga cumplir normas de comportamiento apropiado
para su propio beneficio y el de quienes le rodean en el medio social en que se desenvuelve.
La educación de un menor supone dirigir a un discípulo. El reto de educar implica
plantearnos cuál es el fin de nuestra acción educativa. Existen diferentes enfoques en relación
con la labor educativa, desde líneas muy reduccionistas, dirigidas casi con exclusividad a la
reducción de comportamientos problema, hasta planteamientos proactivos, encaminados a
generar las condiciones para que cada persona pueda desarrollar al máximo sus
potencialidades; este último enfoque es el que se ha considerado dentro del programa
«Vincúlate».
Los objetivos generales para el desarrollo integral de niños y jóvenes que constituyen la
base del programa podríamos resumirlos en:

— Desarrollar autoconfianza y autonomía que les permitan desenvolverse de forma


adecuada en los diferentes contextos.
— Ayudar a que los menores adquieran una percepción correcta de la realidad.
— Adquirir una actitud positiva frente a las nuevas experiencias y cambios.
— Fomentar la persistencia ante tareas difíciles, los hábitos y la percepción de logro y
motivación para alcanzar sus expectativas.
— En referencia a los grupos de iguales y las relaciones interpersonales, la educación se
enfoca al desarrollo y mantenimiento de vínculos saludables con los compañeros y
adultos.
— Favorecer la capacidad de cooperar y participar de forma pacífica y activa en un grupo.
— Desarrollar las habilidades para percibir, identificar, reconocer, comunicar y regular
las emociones en los propios menores y en los demás, siendo éste un factor que predice
el buen funcionamiento de las personas en su entorno y la calidad de las interacciones,
así como la capacidad para afrontar situaciones difíciles.
— Fomentar el desarrollo de valores y metas personales para la elaboración de un
proyecto de vida del menor.

En función de las bases teóricas en las que se apoya el programa «Vincúlate», se describen
sus principios básicos sobre los que se organizan sus objetivos desde el modelo de
resiliencia:

— Fomentar la paciencia, persistencia, sistematicidad y confianza.


— Favorecer la resiliencia de todas las personas involucradas en el problema.
— Recurrir a la prevención como herramienta principal: identificar lo más precozmente
posible a aquellos niños y familias que presenten indicadores de riesgo de problemas de
comportamiento e intentar llevar a cabo programas específicos con esta población para
favorecer su protección.
— Dejar asentado que la familia es el principal factor protector.
— Favorecer núcleos familiares estables, como objetivo fundamental, que propicien un
entorno cálido y cohesionado donde el niño o joven perciba respeto, cariño y afecto
entre sus miembros.
— Incentivar la presencia continua de adultos que acompañen, supervisen y estén
disponibles para los menores.
— Proporcionar la formación y el apoyo necesarios a padres y educadores para el
abordaje de los problemas de comportamiento.
— Usar programas de evaluación e intervención con validez empírica demostrada que:

• Estén dirigidos a todos los involucrados en los problemas de conducta: niños,


adolescentes, jóvenes, educadores, padres, maestros, médicos, etcétera.
• Pretendan que el cambio principal se realice en los responsables de la educación del
niño: educadores de centros, padres, maestros, etc.
• Estén protocolizados y definan qué debemos evaluar, cuándo y cómo.

— Empleo de intervenciones multicontextuales (familia, centro de acogida, escuela,


comunidad, etc.).

El método de trabajo que se presenta a continuación es un resumen de los 10 pasos que


componen el programa «Vincúlate», divididos según los objetivos previstos y ordenados para
su aplicación.

6.1. Paso 1: ¿de qué estamos hablando?

Paso 1: ¿de qué estamos hablando?

Proporcionar a los agentes educativos del menor la información necesaria para que conozcan los factores
Objetivo que intervienen en el inicio y mantenimiento de los comportamientos disruptivos, así como las características
principal y tipologías en su forma de presentación. Aproximación teórica al proceso de desarrollo de la resiliencia y al
modelo de apoyo al comportamiento positivo en el que se fundamenta este programa.

— Aportar nociones teóricas básicas sobre la clasificación, inicio, desarrollo y mantenimiento de las
conductas disruptivas: programa Defiant Children (Barkley, 1997), Collaborative Problem Solving (Green,
1998) y modelo de Coerción de Patterson (1982). Modelo de Apoyo al Comportamiento Positivo.
Objetivos — Establecer los factores de protección y riesgo.
específicos — Comprender el fin de la educación: enfoque proactivo frente al modelo reduccionista.
— Establecer factores de promoción de la resiliencia. Modelo dual: educadores/menores.
— Conocer las cinco áreas de las competencias parentales (Azar y Weinzierl, 2005).
— Asumir los principios básicos del educador que apoyan este programa.

— Material teórico explicativo y metáforas aclarativas.


Recursos — Recursos audiovisuales de apoyo.
— Registros de observación, cuestionarios para la evaluación del comportamiento.

6.2. Paso 2: una mirada serena


Paso 2: una mirada serena

Objetivo Dotar a los padres, educadores y menores de aquellos conocimientos y actitudes positivas que le permitan
principal desarrollar habilidades para favorecer el autocontrol emocional y personal.

— Adquirir una nueva visión de las conductas disruptivas.


— Identificar ¿qué pensamos?, ¿qué sentimos?, ¿qué hacemos?: el triángulo del bienestar.
Objetivos — Adquirir las habilidades para identificar pensamientos, creencias y atribuciones en los adultos y menores
específicos frente al comportamiento disruptivo.
— Desarrollar los recursos para favorecer «los cuidados del cuidador» y el aprendizaje de habilidades de
autocontrol personal en adultos y menores.

— Material teórico explicativo.


Recursos — Material audiovisual de apoyo.
— Registros, escalas y cuestionarios.

6.3. Paso 3: reencontrándonos con agrado

Paso 3: reencontrándonos con agrado

Objetivo Favorecer el desarrollo de una relación interpersonal cálida, afectiva y basada en el respeto mutuo entre
principal los agentes educativos y los menores.

— Favorecer una relación de apego estable entre el menor y sus educadores.


— Promover el ocio, el tiempo libre y el juego como recurso esencial para restablecer una relación
Objetivos interpersonal deteriorada.
específicos — Adquirir habilidades que permitan establecer el filtro mental hacia los comportamientos positivos: sin
refuerzo no hay conducta.
— Congelar los procesos de coacción recíproca (adultos-menores).

— Material teórico explicativo.


— Identificación y registro de refuerzos positivos.
Recursos
— Registro de competencias y conductas positivas del menor.
— Identificación y registro de actividades potencialmente reforzantes.

6.4. Paso 4: la senda del comportamiento

Paso 4: la senda del comportamiento

Objetivo Desarrollar un método estructurado de evaluación funcional de los comportamientos disruptivos con el
principal objetivo de diseñar un plan de tratamiento.

— Aprendizaje de métodos para la identificación y registros de comportamientos problema. Análisis de


antecedentes y consecuentes de la conducta.
Objetivos — Análisis e identificación del comportamiento deseado versus comportamiento alternativo.
específicos — Establecer la senda del comportamiento problema: un recurso para la evaluación funcional de la
conducta.
— Elaboración de hipótesis funcionales, un camino para el diseño del plan de intervención.
— Material teórico explicativo.
— Guía para el análisis funcional del comportamiento (versión adulto-adolescente).
Recursos
— Manual NACE para la clarificación de conceptos y metodología a utilizar, elaborado por la Escuela
Nacional de Formación de Aldeas Infantiles SOS de España.

6.5. Enseño, refuerzo y castigo

Paso 5: enseño, refuerzo y castigo

Objetivo Dotar de conocimientos y recursos educativos para iniciar programas de modificación de conducta
principal utilizando un estilo educativo inductor de apoyo.

— Conocer los diferentes estilos educativos y sus consecuencias en los problemas disruptivos.
— Analizar el estilo inductor de apoyo como un recurso para la elaboración de un plan de disciplina
asertiva.
— Instaurar un sistema de normas, límites y rutinas en los contextos en que el menor se desenvuelve: los
Objetivos
semáforos del comportamiento.
específicos
— Establecer el plan de apoyo especial para incrementar el comportamiento positivo.
— Enseñanza de habilidades y refuerzo de comportamientos de ajuste de baja frecuencia.
— Establecer un programa de modificación de conducta: refuerzo y tipos de castigo.
— Determinar un plan de crisis: abordando situaciones especiales.

— Material teórico explicativo.


Recursos — Fichas guía con los principios de modificación de conducta.
— Registros de observación y evaluación de progresos.

6.6. Paso 6: yo te escucho, tú me escuchas

Paso 6: yo te escucho, tú me escuchas

Proporcionar las herramientas necesarias para el desarrollo de habilidades de comunicación


Objetivo principal
eficaces.

— Establecer una fundamentación teórica: la comunicación humana, un vehículo para el cambio de


conducta.
Objetivos — Analizar los tipos de comunicación y sus consecuencias.
específicos — Desarrollar habilidades que favorezcan una comunicación eficaz.
— Identificar recursos para facilitar la comunicación frente a problemas disruptivos.
— Analizar obstáculos que interfieren en la comunicación.

— Material teórico explicativo.


— Material audiovisual de apoyo.
Recursos — Ficha guía para dirigir una comunicación en situaciones de conflicto.
— Registros de recursos que favorecen una comunicación positiva.
— Registros de hábitos negativos de la comunicación.

6.7. Paso 7: resolución de problemas


Paso 7: resolución de problemas

Adquirir los conocimientos para aplicar la técnica de solución de problemas apoyándose en unas estrategias
Objetivo
de afrontamiento dirigidas a metas y de esta forma fomentar la reflexividad y la independencia de los
principal
menores en la toma de decisiones.

— Clarificar los valores y metas personales: elaboración del proyecto de vida del joven.
— Aprender a definir la situación problema.
Objetivos
— Conocer métodos de resolución de problemas.
específicos
— Establecer recursos para reflexionar ante situaciones problema: el programa de cestas.
— Potenciar las habilidades de comunicación y de resolución de problemas.

— Material teórico explicativo.


Recursos — Guía de afrontamiento de problemas dirigida a metas.
— Guía para la elaboración de valores, metas y proyecto de vida.

6.8. Paso 8: resolviendo un conflicto

Paso 8: resolviendo un conflicto

Utilizar el método de negociación para la regulación de conflictos mediante una metodología de


Objetivo principal
ganancia recíproca.

— Conocer la importancia de la resolución pacífica y conjunta de conflictos.


— Determinar las posiciones personales ante un conflicto: agresión, inhibición, evitación y
asertividad.
— Utilizar la negociación: un recurso para llegar a acuerdos satisfactorios para ambas partes.
Objetivos
— Identificar temas negociables e innegociables en la infancia y adolescencia.
específicos
— Usar la negociación con el adolescente con problemas disruptivos: una negociación especial.
— Buscar momentos y espacios para la negociación.
— Aprender habilidades para desarrollar la negociación exitosa entre el adulto y el menor.
— Identificar factores que favorecen o interfieren en la regulación de un conflicto.

— Material teórico explicativo.


— Ficha para ayudar a la resolución de conflictos.
Recursos — Ficha guión de las posiciones ante situaciones interpersonales.
— Listado de recomendaciones para la preparación del ambiente propicio para la negociación.
— Listado de pautas de comunicación positiva ante el conflicto.

6.9. Paso 9: cuando el todo es mayor que sus partes

Paso 9: cuando el todo es mayor que sus partes

Establecer protocolos sistematizados para un intercambio de información y de aplicación del método de


Objetivo
apoyo al comportamiento positivo en aquellos contextos (escuela, actividades extraescolares, etc.) en que el
principal
menor se desenvuelve.

— Aumentar la comunicación entre el hogar y otros contextos de desarrollo del menor.


Objetivos — Mejorar las interacciones entre los agentes educativos y el menor.
específicos — Elaborar un plan de intervención consensuado (padres/profesores) con el centro escolar.
— Utilizar una metodología de apoyo al comportamiento positivo en el centro escolar.
— Promover entornos estables, predecibles, coherentes, afectivos y pacíficos.

— Material teórico explicativo.


— Ficha de comunicación entre hogar y otros contextos.
Recursos — Guía para el desarrollo del plan de apoyo en el centro escolar.
— Modelo de contrato de conducta positiva.
— Modelo de programas de economía de fichas.

6.10. Paso 10: la clave: un tren de largo recorrido

Paso 10: la clave: un tren de largo recorrido

Objetivo Determinar los recursos más efectivos para el mantenimiento de los logros alcanzados, así como el
principal desarrollo de estrategias para la prevención y el abordaje de recaídas.

— Sintetizar las nociones aprendidas en el programa.


— Hacer una revisión de los pasos del programa. Análisis crítico de factores de riesgo y protección.
Objetivos — Jerarquizar las herramientas y recursos según su efectividad.
específicos — Establecer un plan de apoyo para el mantenimiento de los logros alcanzados.
— Promocionar la prevención como el recurso para evitar la aparición de comportamientos disruptivos.
— Establecer un plan acción para prevenir y actuar ante situaciones de crisis.

— Fichas resumen de los objetivos y contenidos de cada paso.


Recursos — Listado de factores de riesgo y protección de cada paso del programa.
— Ficha guión de las estrategias de prevención y actuación ante comportamientos disruptivos futuros.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. Los chicos y chicas que se encuentran en situación de marginación no suelen presentar problemas de
comportamiento externalizante.

2. El programa «Vincúlate» defiende las siguientes premisas: «sé amable pero firme», «sin afecto todo se detiene»
y «ceder-ceder, ganar-ganar, método todos ganan».

3. El modelo de florecimiento o desarrollo positivo involucra las áreas: cognitiva, social, moral, emocional y
desarrollo personal.

4. Si los problemas de comportamiento externalizantes tienen su inicio en la infancia, tendrán un mejor pronóstico.

5. En la senda del comportamiento problemático que se define en el programa «Vincúlate» se busca un


comportamiento alternativo que cumpla las mismas funciones que el problemático, a pesar de que no
corresponde con el deseado.
6. Los estudios llevados a cabo por el Search Institute muestran que a mayor cantidad de activos de salud que
posea el menor (familia, escuela, comunidad, existencia de apoyo y límites, seguridad, características
psicológicas, alta autoestima, expectativas de futuro, etc.), mayor desarrollo saludable y positivo.

7. Las conductas agresivas son un método de comunicación, sobre todo en la infancia; sin embargo, esta tipología
de comportamiento decae en la adolescencia sustituyéndose por conductas no agresivas como: robo, desafío,
etc.

8. El programa «Vincúlate» promueve cambios únicamente en el chico o chica, ya que no es necesario fomentar
la resiliencia en el educador/tutor.

9. El modelo de apoyo al comportamiento positivo defiende un estilo educativo que refuerza, principalmente, las
conductas positivas en vez de centrarse en eliminar las negativas.

10. Una persona puede llegar a ser resiliente en un contexto desfavorecido, si cuenta con un fuerte vínculo con un
adulto (aunque no sea el progenitor) y está involucrado en algún grupo de la comunidad.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

F V V F V V V F V V

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6
La interacción de factores de riesgo y de
protección: cómo influye el contexto en el
desarrollo de la resiliencia en niños en
acogimiento familiar
CYNTHIA V. HEALEY
PHILIP A. FISHER

1. INTRODUCCIÓN

Los niños en acogimiento familiar han sido expuestos a una variedad de riesgos que están
fuertemente vinculados a déficits a largo plazo en su funcionamiento en múltiples dominios del
desarrollo. Sin embargo, algunos niños arrojan resultados más favorables, y muestran
adaptación y el desarrollo de beneficios a pesar de los riesgos. Este capítulo examina las
variables que contribuyen al desarrollo de los resultados positivos y el contrapeso de estas
variables en su papel de factores de riesgo o de protección. Específicamente, el capítulo
analiza la historia y la estabilidad del acogimiento, las prácticas de crianza, el estrés
ambiental, el estado de desarrollo y la autorregulación. Finalmente, el capítulo describe el
contexto para el cuidado y la importancia del apoyo de los padres acogedores para crear y
mantener un marco terapéutico para el cuidado.

2. EL ACOGIMIENTO FAMILIAR

El maltrato en la temprana infancia puede tener efectos duraderos para toda la vida. La
edad de aparición, la gravedad y la duración del abuso, así como la relación con el agresor,
son factores mediadores en las secuelas del abuso infantil. En general, el abuso repetido, un
mayor grado de intrusismo, el abuso intrafamiliar versus el abuso extrafamiliar, un uso mayor
de la fuerza y la coerción para mantener el secreto producen mayores niveles de
psicopatología (Ackerman, Newton, McPherson, Jones y Dykman, 1998; Mian, Marton y
LeBaron, 1996; Weaver y Clum, 1993; Widom y Ames, 1994). Diferentes tipos de abuso (por
ejemplo, abuso físico, sexual, emocional, negligencia) tienen distinto impacto en el desarrollo
de la psicopatología y el ajuste general. Existe una amplia evidencia empírica que muestra que
muchas víctimas de abuso infantil presentan importantes dificultades mentales y emocionales
que justifican una intervención. Específicamente, los problemas internalizantes (por ejemplo
los trastornos de ansiedad, la sintomatología depresiva, los trastornos disociativos, las quejas
somáticas, los trastornos alimenticios, la ideación suicida), los trastornos de conducta
externalizantes (por ejemplo la agresión, la delincuencia, el comportamiento antisocial), los
trastornos de apego, los trastornos de la personalidad, los déficits en la autorregulación, los
déficits en el funcionamiento ejecutivo, la reactividad sexual, los déficits en competencia
social y la dificultad para establecer relaciones sanas con iguales y adultos (Ackerman et al.,
1998; Bendixen, Muus y Schei, 1994; Bolger y Patterson, 2003; Cicchetti y Toth, 1995;
Erickson y Egeland, 1996; Hernández, 1992; Kinard, 1999; Liem et al., 1999; Mian et al.,
1996; Trickett y McBride-Chang, 1995; Weaver y Clum, 1993; Welch y Fairburn, 1996).
También se ha demostrado evidencia del funcionamiento neuroendocrino disregulado (Bruce,
Fisher, Pears y Levine, 2008; Wismer Fries, Shirtcliff y Pollak, 2008) y de la deficiente
adaptación escolar (Rowe y Eckenrode, 1999; Shonk y Cicchetti, 2001; Trickett y McBride-
Chang, 1995; Wodarski, Kurtz, Gaudin y Howing, 1990) en niños con historias de maltrato.
Los niños en acogimiento familiar a menudo exhiben resultados negativos de gran alcance
como consecuencia del maltrato infantil. Los déficits en el funcionamiento en casi todos los
dominios (fisiológico, socioemocional y conductual) se han documentado bien en la literatura.
Sin embargo, no se han explicado bien las variables individuales y contextuales que
amortiguan y protegen contra estos riesgos a los niños acogidos. Los estudios mencionados
representan un enfoque largamente sostenido del examen de poblaciones en riesgo; la
inspección de los déficits y los riesgos, aunque valiosa, ha dado lugar a las limitaciones
inherentes al desarrollo de la intervención y sólo representa una historia unilateral. Los
estudios realizados en esta población han informado a los investigadores interesados y a los
clínicos de la necesidad de la intervención, dados los numerosos riesgos y la probabilidad de
resultados vitales negativos. Sin embargo, los estudiosos han hecho mucho menos para ilustrar
las oportunidades disponibles para fortalecer los factores de protección que tienen el
potencial de amortiguar el riesgo, cambiar las trayectorias y remediar los déficits clave para
los niños acogidos.
Figura 6.1.

Los campos de investigación de la prevención del riesgo y la resiliencia han supuesto un


enfoque alternativo para el análisis de los niños en acogimiento familiar. Las prácticas de
prevención de riesgo deben implementarse por tres razones principales: 1) nunca habrá
suficientes proveedores de servicios para abordar los problemas de salud mental
adecuadamente; 2) en términos de coste, la prevención es un enfoque más efectivo que
remediar los problemas después de que se produzcan, y 3) es nuestra responsabilidad moral
aliviar el sufrimiento y evitar que los problemas ocurran (Coie, Miller-Jackson y Bagwell,
2000). Reschly y Ysseldyke (2002) pidieron un cambio de paradigma tanto en las profesiones
académicas como en las clínicas para pasar de la búsqueda de patología y la «admiración del
problema» a un análisis de las variables cambiables sobre las que intervenir con el fin de
mejorar los resultados de los niños en riesgo. Asimismo, el trabajo de la psicología positiva
se ha preguntado cómo se pueden fomentar las fortalezas y virtudes individuales que aumentan
la calidad de vida y el bienestar de los individuos, así como cultivar la responsabilidad dentro
de las comunidades. Seligman y Csikszentmihalyi (2000) escriben: «El tratamiento es no sólo
arreglar lo que está roto; es cuidar y dar alas a lo que es mejor» (p. 7). De esta manera,
facilitamos el fortalecimiento de los factores que influyen en el efecto de los riesgos. Los
esfuerzos realizados para aumentar los factores de protección y los beneficios evolutivos
sirven para: 1) disminuir la disfunción; 2) interactuar con el riesgo para amortiguar su efecto;
3) interrumpir la cadena mediacional que lleva a la patología, y 4) prevenir la aparición
inicial de conductas problemáticas y necesidades de salud mental (Greenburg, Domitrovich y
Bumbarger, 2001).
Dados los riesgos extremos entre los niños pequeños en acogimiento familiar, la indagación
de cómo facilitar el desarrollo de resultados favorables (por ejemplo, la resiliencia) es un fin
digno de mención. Además, existen importantes variables específicas a los niños en
acogimiento familiar que requieren más investigación para facilitar el avance del
conocimiento en este campo. En primer lugar, hasta hace poco, la resiliencia ha sido
mayormente tratada como un concepto global. Sin embargo, es más preciso ver la adaptación
positiva como específica para cada contexto, en el sentido de que ciertos riesgos implican
respuestas únicas (Luthar y Cicchetti, 2000; Luthar, Cicchetti y Becker, 2000). Tal es el caso
del acogimiento familiar y de los procesos por los cuales los niños se estabilizan durante el
acogimiento (por ejemplo, el desarrollo y aplicación de conductas de apego, sensibilidad al
control del comportamiento, reducciones en los problemas de conducta, etc.), proporcionando
así una base para la permanencia exitosa. En segundo lugar, dada la cronicidad de las secuelas
negativas asociadas al maltrato infantil, fomentar el desarrollo de resultados favorables se
traducirá no sólo en la reducción de resultados negativos, sino también en la promoción de la
adaptación con el paso del tiempo. Dado el alcance de los riesgos concomitantes asociados a
las poblaciones maltratadas (bajo nivel socioeconómico, acceso restringido a los servicios de
salud médica y mental, condiciones de vida caóticas e inestables, insuficiente acceso a una
educación de calidad, etc.), es aún más imperativo fortalecer las ventajas para que compitan
con las demandas existentes que son la consecuencia de entornos plagados de adversidades.
Vinculada con este problema está la noción de que los resultados favorables entre los niños
acogidos no debería conllevar competencias avanzadas, pero, de forma más realista, la
resiliencia se demostraría a través de un funcionamiento adecuado a pesar de los obstáculos
(Luthar et al., 2000). Tercero, la comprensión de los factores, ya sean protectores o dañinos,
que influyen desde un marco ecológico (Bronfenbrenner, 1977) sentará una base para
responder a las preguntas sobre el proceso mecanicista de fortalezas específicas mientras
interactúan con los entornos cambiantes y se ven afectadas por variables ontogénicas
posteriores.
A pesar de las desventajas aparentemente insuperables, hay niños que finalmente superan
estos obstáculos y exhiben un funcionamiento saludable. Los factores que contribuyen a
resultados favorables justifican un examen más profundo con el fin de conseguir una
intervención específica y relevante que se centre en el desarrollo de puntos fuertes y factores
protectores. Este capítulo propone una base para una inspección iterativa de los procesos de
desarrollo para los niños en acogimiento familiar. Los estudios realizados en esta área tienen
el potencial de convertirse en bases significativas para la política y el desarrollo de la
intervención. Esto facilitaría tanto la promulgación científica como una dirección para la
extensión de la salud pública.
No puede exagerarse la importancia de la prevención del riesgo combinada con la
intervención temprana y eficaz. Las investigaciones indican que si los déficits académicos y
del comportamiento evolutivo temprano no se interrumpen, con el tiempo pueden dar lugar a
disfunción a largo plazo, bajo rendimiento y pérdida de la productividad, trayectorias que se
pueden observar ya en la primera infancia. Una revisión de nueve estudios que examinan la
prevalencia y duración de los trastornos psiquiátricos en una muestra de 8.000 niños indicó
que entre el 40 por 100 y el 60 por 100 de los niños con un trastorno psiquiátrico en algún
momento de la medición también tenían un trastorno psiquiátrico cuando se les evaluó por
segunda vez después de dos a cinco años (Costello y Angold, 1995). Un estudio longitudinal
encontró que los niños que manifestaron un inicio temprano de la depresión tenían una
probabilidad acumulativa de un 72 por 100 para un episodio recurrente de depresión mayor en
el transcurso de los cinco años posteriores a la aparición inicial (Kovacs, Feinburg, Crouse-
Novak, Paulauskas, Pollock y Finkelstein, 1984). Con el tiempo, la incapacidad crónica para
retirar la atención de las señales de estrés o de inhibir respuestas agresivas (comportamientos
centrales a la regulación de la emoción) puede derivar en problemas clínicamente
significativos de ansiedad y agresión (Bradley, 2000; Rothbart, Ahadi y Hershey, 1994). De
hecho, se ha observado que a medida que los niños maduran, se vuelven cada vez más
resistentes a las intervenciones dirigidas a la regulación de la emoción y sus correlatos, lo que
sugiere que puede haber una ventana evolutiva crítica tras la cual estos patrones se arraigan
con más fuerza (Lewis, Granic y Lamm, 2006). Otro estudio indicó que el logro en el 8.º curso
puede predecirse por el nivel de competencia social del niño cinco años antes (Elias, Zins,
Gracyk y Weissburg, 2003). Kessler, Foster, Saunders y Stang (1995) encontraron una
correlación entre la aparición temprana de trastornos psiquiátricos, específicamente trastornos
de la conducta en los niños y trastornos de ansiedad en las niñas, y menores logros académicos
para aproximadamente 7,2 millones de estadounidenses. La importancia de los primeros éxitos
para amortiguar estos resultados es enorme, y los esfuerzos a ese fin pueden tener efectos
similares a largo plazo. En un estudio longitudinal, los autores encontraron que las
competencias psicosociales críticas aprendidas en los tres primeros años de vida predijeron
el logro académico durante la niñez y la adolescencia incluso después de controlar la
inteligencia (CI) y el logro previo (Teo, Carlson y Mathieu, 1996).
A medida que las habilidades decaen, los patrones de conducta se arraigan y los patrones
ontogénicos se vuelven cada vez más complejos. En un estudio de 900 personas, Widom
(2000) examinó los efectos del abuso infantil y la negligencia en el desarrollo intelectual,
conductual, social y psicológico en la edad adulta. Los datos revelaron que, en comparación
con un grupo control, el grupo maltratado obtuvo puntuaciones significativamente inferiores en
las medidas de rendimiento intelectual, completó menos años de escuela, tenía empleos más
serviles y semicualificados, registró tasas mayores de desempleo/infraempleo, de divorcio y
separación, se involucró en más casos de comportamiento criminal y era más probable que
presentara trastornos de personalidad y tendencias suicidas. El contexto de victimización se
define como la criminalidad parental, y el abuso de sustancias combinado con la victimización
infantil aumentaba la probabilidad de trastornos posteriores.

El balance de factores de riesgo y protectores


La resiliencia se ha definido como «buenos resultados a pesar de las amenazas a la
adaptación y el desarrollo» (Masten, 2001). Los factores ecológicos y evolutivos interactúan
para determinar los resultados para los niños en acogimiento familiar a través de procesos por
los cuales o bien mejoran su adaptación al amortiguar el riesgo, o bien crean vulnerabilidades
adicionales. Desde una perspectiva de la psicopatología evolutiva, tanto los factores
ecológicos como los evolutivos deben examinarse para determinar la etiología de lo que
consideramos resiliencia. La capacidad de mostrar los procesos de resiliencia a pesar de la
adversidad se promociona por la reducción o la prevención del riesgo combinada con el
aumento y fortalecimiento de los factores protectores individuales y ambientales más
importantes. Con el fin de resaltar los puntos salientes para una intervención y el
desplazamiento del riesgo, esta sección se centrará en las vulnerabilidades documentadas
entre niños acogidos y en la identificación de los factores protectores.

Figura 6.2.

3. HISTORIA DEL ACOGIMIENTO

En los niños acogidos, la característica distintiva de muchas familias de origen es su


inestabilidad (movilidad residencial, cambio de condición del cuidador, ambiente caótico e
impredecible). Actualmente en los Estados Unidos los niños pasan por un promedio de tres o
más cambios de familia acogedora durante su tiempo en acogimiento (Child Welfare
Information Gateway, 2013). Es más probable que los niños acogidos con problemas de
conducta pasen por acogimientos interrumpidos y desplazamientos frecuentes. El perjuicio que
causan estos patrones de acogimiento volátiles contribuye a problemas de conducta
internalizantes y externalizantes en los niños acogidos (Newton, Litrownik y Landsverk, 2000).
Asimismo, la duración del acogimiento familiar y el número de colocaciones en diferentes
familias se han relacionado con problemas de conducta y bajo rendimiento académico, y
cuanto mayor sea el número de convivencias interrumpidas peores peores serán los resultados
(Benbenishty y Oyserman, 1995; Zima et al., 2000). En general, la inestabilidad familiar se
relaciona significativamente con mayores tasas de emocionalidad negativa y con trastornos de
comportamiento internalizantes y externalizantes (Ackerman, Brown e Izard, 2003; Ackerman,
Brown, D’Eramo e Izard, 2002; Ackerman, Kogos, Youngstrom, Schoff e Izard, 1999). El
funcionamiento psicosocial es especialmente importante para los niños acogidos, ya que
predice significativamente la probabilidad de la reunificación después de dicho acogimiento
fuera de la familia (Landsverk, Davis, Ganger, Newton y Johnson, 1996). Asimismo, también
se ha observado que las historias de acogidas volátiles aumentan el riesgo de una adopción
interrumpida debido a los comportamientos problemáticos asociados a ellas (Simmel, 2007).
Las variables del niño (es decir, la adaptabilidad temperamental, la regulación del
comportamiento y la emoción) moderan el riesgo de desajustes debido a la inestabilidad
familiar, lo que significa que los niños con niveles inferiores en ambos presentan más
resultados negativos asociados a la inestabilidad familiar que sus pares de la misma edad
(Ackerman et al., 1999). Este ejemplo pone de relieve una compleja interacción de factores
que aumentan o disminuyen la vulnerabilidad y la resiliencia y la importancia de examinar la
historia de colocación dentro de una constelación de otras variables.
Además del desajuste conductual, el número de cambios de colocación tiene una
correlación negativa con las funciones ejecutivas en niños preescolares (Pears y Fisher, 2005)
y en el ajuste y funcionamiento escolar. Asimismo, se observó que los niños que
experimentaron múltiples cambios de colocación durante el acogimiento familiar tenían menos
control inhibitorio y más comportamiento oposicional cuando ya vivían con sus familias
adoptivas (Lewis, Dozier, Ackerman y Sepulveda-Kozakowski, 2007). Es probable que se
deba al impacto negativo de los cambios y el estrés en el desarrollo global (Gunnar, Fisher y
The Early Experience, Stress, and Prevention Network, 2006). Un estudio encontró que el
número de colocaciones en familias de acogida predecía significativamente el retraso en las
habilidades académicas: los niños con una mayor tasa de acogimientos interrumpidos eran más
propensos al retraso en al menos una habilidad académica que los niños acogidos con
historias de acogimiento más estables (Zima et al., 2000).

4. PRÁCTICAS DE CRIANZA

Los problemas de conducta en los niños pequeños se desarrollan de muchas formas, pero lo
más frecuente es que se fomenten y mantengan por las prácticas de crianza desadaptativas.
Desde la perspectiva evolutiva, se ha observado que los cuidados maternales cálidos y
receptivos producen niños social y emocionalmente competentes, con vínculos fuertes y
exitosos en la escuela. La crianza hostil y de rechazo produce un apego inseguro, problemas
externalizantes en la edad preescolar y comportamiento antisocial en la adolescencia
(Denham, Mitchell-Copeland, Strandberg, Auerbach y Blair, 1997; Fiese, Wilder y Bickham,
2000). Las prácticas de crianza de apoyo y afecto positivo contribuyen a la competencia y
regulación emocional a través del modelado eficaz ante eventos estresantes o relaciones y
sirven para amortiguar los efectos negativos del estrés (Morris, Silk, Steinberg, Myers y
Robinson, 2007; Power, 2004). Los estilos de crianza demasiado controladores pueden
provocar un aumento de patrones de incumplimiento que se traduce en problemas
externalizantes en niños preescolares y en trastornos de conducta en adolescentes. En los
debates sobre la teoría de la coerción, Patterson (1982, 2002) y sus colegas (Patterson,
Capaldi y Bank, 1991) examinan el proceso por el cual los padres refuerzan a los niños por su
conducta inapropiada, ya sea positiva o negativamente. Cuando estos comportamientos se
extienden de casa a otros ámbitos, a menudo llevan a fracasos escolares y contagian las
relaciones de pares y otras relaciones adultas, lo que se traduce en el mantenimiento a largo
plazo de comportamientos antisociales (por ejemplo, incumplimiento, delincuencia, fracaso
escolar, relaciones tensas, agresión, etc.). Todos estos aspectos han recibido un gran apoyo
por parte de la literatura. Se ha observado que las prácticas de crianza duras e inconsistentes
predicen significativamente resultados conductuales y emocionales negativos para los niños,
ya sea de forma inmediata o a largo plazo (Beauchaine, Webster-Stratton y Reid, 2005;
Dishion, Patterson, Stoolmiller y Skinner, 1991; Patterson, Reid y Dishion, 1992). Hoffman
(2000) ha defendido que las prácticas de crianza demasiado negativas o punitivas suelen
ocasionar una hiperactividad afectiva en los niños que, con el tiempo, puede comprometer el
desarrollo global de la regulación emocional y el aprendizaje. Asimismo, la regulación
fisiológica (medida por el tono vagal) de los padres se relaciona con la socialización de la
emoción y el posterior desarrollo de la competencia y comprensión de la emoción, en el
sentido de que un tono vagal de descanso más alto en los padres era indicativo de mejores
capacidades de regulación y menos reactividad. Porges (1995) informó de más
comportamientos deseables de socialización de la emoción y que los hijos tenían mejor
conocimiento y regulación de la emoción (Perlman, Camras y Pelphrey, 2008) cuando el tono
vagal de los padres era el adecuado. De hecho, se ha demostrado que la crianza positiva
afecta al desarrollo del control esforzado (un componente clave de la regulación de la
emoción), que en última instancia sirve de mediador para los problemas de comportamiento
externalizantes (Eisenberg et al., 2005).
Estas fuerzas están en juego desde el principio de la relación del niño con los padres
durante la infancia, la temprana niñez y los posteriores años de la niñez (Patterson, 2002).
Zaslow et al. (2006) encontraron que la crianza durante los años preescolares predijo
significativamente la cooperación y la habilidad lectora más adelante y era un predictor más
fuerte que el trasfondo demográfico. También descubrieron que mayor control y dirección por
parte de los padres tenían una alta correlación con los resultados positivos del niño.
Asimismo, Kilgore, Snyder y Lentz (2000) demostraron que la disciplina coercitiva y la
vigilancia deficiente a los cuatro años y medio predecían significativamente problemas de
conducta a los seis años, tanto para los chicos como para las chicas.
El mantenimiento de las prácticas de crianza se vuelve cada vez más difícil en el caso de
niños pequeños en acogimiento. Los retrasos en el desarrollo, la falta de apego y los
problemas de comportamiento preexistentes exacerban el estrés implícito en la crianza (Baker,
Blacher, Crnic y Edelbrock, 2002). El estrés de la crianza, junto con otros factores de riesgo
(por ejemplo, las dificultades económicas, los estresores ambientales, las características
antisociales de los padres, el género del niño), aumenta la probabilidad de las prácticas
disciplinarias negativas, incrementando así el riesgo de resultados negativos para las
poblaciones de niños ya de por sí vulnerables (Fiese et al., 2000; Fisher y Fagot, 1993). Sin
embargo, el comportamiento de los niños pequeños es especialmente susceptible de cambio en
respuesta a las prácticas parentales positivas. En un estudio, el 63 por 100 de los niños
menores de seis años de edad mostró cambios clínicamente significativos en su
comportamiento después de una modificación en las prácticas de crianza, mientras que sólo el
54 por 100 de los niños mayores manifestaron cambios en el comportamiento (Dishion y
Patterson, 1992). La crianza positiva en los niños en acogimiento familiar se vuelve cada vez
más importante, teniendo en cuenta el impacto del trauma y de la transición en su desarrollo.
La evidencia preliminar sugiere que la crianza sana puede servir para mitigar parcialmente los
déficits resultantes (Dozier, Albus, Fisher y Sepulveda, 2002).
Figura 6.3.

La investigación reciente ha señalado la importancia de la flexibilidad y la consistencia


dentro de la dinámica de padres e hijos como un factor clave en el desarrollo de la
autorregulación (Lewis et al., 2006). La crianza inflexible (caracterizada por luchas de poder
y la incapacidad de adaptarse a las demandas cambiantes) y/o inconsistente (caracterizada por
la vacilación entre respuestas excesivamente permisivas y punitivas) podría predecir mejor la
regulación de la emoción y la adaptación escolar a largo plazo debido a un modelado y
condicionamiento ineficientes que impactan en el desarrollo comportamental y la adaptación,
así como en la capacidad del niño para asociar contingencias ambientales.

5. EL ESTRÉS AMBIENTAL

Los eventos vitales estresantes y la falta de afrontamiento positivo en las familias exponen
a los niños al riesgo de sufrir daño en varios niveles. En un estudio se encontró que el estrés y
la falta de apoyo social durante la infancia eran predictores significativos de malos tratos
durante el segundo y tercer años de vida (Kotch et al., 1997). Factores como el aislamiento
social, las desventajas socioeconómicas, el conflicto y la violencia familiar, el estrés, la falta
de apoyo social y la psicopatología parental se han relacionado consistentemente con
problemas de conducta posteriores en los niños (Maughan, 2001; Stoff, Breiling y Maser,
1997). Ya sea intencionado o no, el estrés está íntimamente relacionado con la crianza de los
hijos. Las prácticas disciplinarias (órdenes, el refuerzo o la atención prestada a los
comportamientos (in)apropiados, los niveles de coacción, etcétera) y la irritabilidad de los
padres debida al estrés tienen un impacto profundo en el mantenimiento o el cese de conductas
inapropiadas, ya sea directamente a través del modelado y la experiencia de ira o
indirectamente porque interfieren con los entornos familiares positivos (Deater-Deckard,
1998; Fisher, Fagot y Leve, 1998; Patterson, 1988; Patterson y Forgatch, 1990; Patterson, Reid
y Dishion, 1992). También se ha observado que el impacto del estrés en la crianza y la
consiguiente reactividad hacia las expresiones afectivas de los niños interfieren en el
desarrollo de los componentes clave de la regulación de la emoción en los niños (Valiente,
Lemery-Chalfant, Swanson y Reiser, 2008).
Existen unas ventanas evolutivas críticas durante la infancia, la temprana niñez y los años
preescolares que hacen que los niños pequeños sean cada vez más vulnerables a los estresores
que afectan a los procesos neurobiológicos, físicos y psicológicos (Gunnar et al., 2006; Pears
y Fisher, 2005; Trickett y McBride-Chang, 1995; Widom, Kahn, Kaplow, Sepulveda-
Kozakowski y Wilson, 2007). Se ha postulado que la experiencia de múltiples estresores tiene
un efecto aditivo (Deater-Deckard, Dodge, Bates y Pettit, 1998; Rutter, Tizard y Whitmore,
1970), especialmente en la activación y funcionamiento fisiológicos (Kliewer, Reid-Quiñones,
Shields y Foutz, 2009; Lepore y Evans, 1996). Aunque la evidencia del impacto psicológico a
largo plazo de múltiples estresores agudos es dispersa, un estudio encontró que la falta de
estrés ambiental experimentado durante el acogimiento en la primera infancia se relacionaba
positivamente con mejor regulación de la emoción y adaptación escolar durante la infancia
media (Healey y Fisher, 2011). Estos factores destacan la necesidad del cuidado estable y
consistente, instrucción en las estrategias de afrontamiento del estrés y de la ansiedad y apoyo
para que las familias de acogida creen y mantengan entornos terapéuticos que amortigüen el
estrés.

6. EL ESTADO EVOLUTIVO

El cuidado constante y enriquecedor durante los primeros años de vida establece una
trayectoria firme hacia un desarrollo saludable debido a las ventanas evolutivas críticas. La
investigación básica y la aplicada han demostrado que los procesos conductuales y
fisiológicos de los niños responden a los riesgos ambientales (estrés, maltrato, exposición a
sustancias, etc.) o a los factores protectores (capacidad de respuesta, consistencia, nutrición,
etc.) de forma relativamente predecible (Dozier et al., 2002; Horwitz, Simms y Farrington,
1994; Klee, Kronstadt y Zlotnick, 1997; Pears y Fisher, 2005; Sánchez, Ladd y Plotsky, 2001;
Trickett y McBride-Chang, 1995). Durante la infancia y la niñez temprana, los procesos de
autorregulación evolucionan en relación con las prácticas de crianza contingentes y sensibles.
Estos procesos de regulación, tanto fisiológicos como de comportamiento, promocionan la
adaptabilidad y la resiliencia a los estresores y déficits del funcionamiento que son
consecuencia de la adversidad temprana que hace más vulnerables a los niños.
A la vista de todo ello y de la tasa de cambio evolutivo y de crecimiento en múltiples
dominios durante la primera infancia (físico, psicológico, emocional, de autorregulación, etc.),
el impacto del maltrato infantil, la crianza inconsistente o estricta, la exposición a sustancias
tóxicas, el estrés y las interrupciones de los acogimientos tienen efectos de gran alcance. Esto
se observa en la tasa de prevalencia de retrasos evolutivos entre los niños acogidos. Un
estudio demostró que el 53 por 100 de los niños acogidos tenía retrasos evolutivos, y que esos
niños tenían 1,93 veces más probabilidades de permanecer en acogimiento que sus pares sin
retrasos evolutivos (Horwitz et al., 1994), una prueba clara de las necesidades intensivas que
complican la estabilización y la transición hacia la permanencia. Leslie, Gordon, Peoples y
Gist (2002) encontraron que hasta un 66 por 100 de los niños que habían sufrido malos tratos
mostraban retrasos evolutivos en al menos un dominio. El cuidado, o su falta, proporcionado
por los padres acogedores a los niños pequeños puede amortiguar, o contribuir estos riesgos
ya prevalentes (Dozier et al., 2002).
Los retrasos evolutivos que presentan niños maltratados y niños acogidos se manifiestan en
una variedad de dominios y tienden a vincularse de tal forma que los propios de un área a
menudo potencian los déficits en otra. Esto es especialmente cierto en el caso de la adversidad
experimentada durante la temprana infancia. Un estudio encontró que las experiencias
tempranas de abuso y negligencia durante la primera infancia, la niñez temprana y los años
preescolares predecían con mayor fuerza los resultados inadaptativos en los dominios
evolutivos que el abuso o la negligencia que se produjeran durante los años escolares (Manly,
Kim, Rogosch y Cicchetti, 2001). Además de los subproductos conductuales, cognitivos y
emocionales del maltrato, los contextos familiares abusivos y los cuidados interrumpidos
durante la primera infancia también pueden tener efectos perjudiciales sobre procesos
neurobiológicos cruciales (por ejemplo, bioquímicos, celulares, neurofisiológicos) (DeBellis,
2001; Dozier et al., 2002; Glaser, 2000; Gunnar et al., 2006; Noble, Tottenham y Casey, 2005;
Sánchez et al., 2001). Las respuestas de estrés a corto plazo, incluyendo la disregulación del
eje hipotalámico-hipófiso-adrenal (HPA), así como las secuelas a largo plazo del maltrato
infantil, tales como la reducción de volumen del cerebro, interfieren considerablemente con un
desarrollo global sano (Glaser, 2000).
Desde la perspectiva evolutiva y neurocientífica, se ha demostrado la especial importancia
del funcionamiento ejecutivo y del control esforzado durante la niñez. El desarrollo de la
atención ejecutiva y del control esforzado se rige por las cortezas prefrontales (Rossi, Pessoa,
Desimone y Ungerleider, 2009). Se ha observado que el control esforzado, definido como «la
eficiencia de la atención ejecutiva, incluyendo la capacidad de inhibir una respuesta
dominante y/o de activar una respuesta subdominante, de planificar y de detectar errores»,
desempeña un rol integral en el desarrollo de la regulación de la emoción (Rothbart y Bates,
2006), ya que permite que un individuo cambie voluntariamente el foco de atención, inhiba
respuestas emocionales y module la expresión emocional (Eisenberg et al., 2005). Los niños
con control esforzado disminuido son más rebeldes y están menos preparados para el aula
(Lewis et al., 2005). Por el contrario, Healey y Fisher (2011) encontraron que altos niveles de
atención y funcionamiento ejecutivo durante los años preescolares correlacionaban
positivamente con posteriores habilidades de regulación de la emoción y de ajuste escolar en
los niños que estaban en acogimiento familiar durante ese período de la infancia.

7. LA AUTORREGULACIÓN

En las últimas dos décadas la investigación de la autorregulación (conductual y emocional)


llegó a su apogeo. A medida que emergían los constructos y sus definiciones se refinaron,
proliferaba investigación de sus contribuciones a la adaptación global y el funcionamiento
saludable. En su revisión del desarrollo de la regulación de la emoción, Morris y sus colegas
sostienen que la regulación de la emoción es central para el ajuste global (Morris et al., 2007).
La regulación de la emoción es un componente esencial de la competencia emocional (Barrett
y Campos, 1987), ya que prepara a los niños para responder ante situaciones emocionalmente
estimulantes de tal forma que se facilite su adaptación al entorno social (Shipman, Edwards,
Brown, Swisher y Jennings, 2005). De hecho, la capacidad de modular las emociones ante
estresores típicos y novedosos con el fin de responder de forma socialmente apropiada es
esencial no sólo para la adaptación psicológica sino también para el desarrollo de relaciones
saludables (Cicchetti, Ackerman e Izard, 1995; Denham et al., 2003). Además, muchas
personas han defendido que el control esforzado, como componente de la regulación
relacionada con las emociones, es una función esencial de la expresión emocional saludable
para minimizar la labilidad y la negatividad (Eisenberg y Spinrad, 2005; Spinrad et al., 2006;
Valiente et al., 2008). La capacidad de un niño para modular sus respuestas emocionales y su
comportamiento y controlar sus impulsos apropiadamente es una competencia fundamental en
el desarrollo de las relaciones y el ajuste escolar, ya que nuevos estresores y demandas surgen
constantemente a lo largo de la infancia y la adolescencia (Birch y Ladd, 1998; Garon, Bryson
y Smith, 2008; Ladd, Birch y Buhs, 1999; McLelland, Morrison y Holmes, 2000). La
disregulación, por tanto, supone poner a los niños en mayor riesgo de reacciones exageradas a
los eventos estresantes (Bruce, Davis y Gunnar, 2002).
Los niños con deficiente regulación de la emoción presentan dificultades escolares
consistentemente porque la transición y el ajuste a la escuela requieren la adaptación en
múltiples dominios. Los estudios han indicado que los niños que muestran agresividad,
labilidad y deficiente control esforzado tienen relaciones tensas con los maestros y
compañeros y bajo rendimiento académico (Birch y Ladd, 1998; Valiente et al., 2008; Wentzel
y Asher, 1995). Se ha demostrado que los déficits tempranos tienen efectos duraderos. Un
estudio encontró que la negatividad relacional entre profesores y alumnos en el jardín de
infancia se relacionaba con los resultados conductuales y académicos hasta el octavo curso
(Hamre y Pianta, 2001). Asimismo, la calidad de la relación docente-alumno, influenciada por
la manifestación temprana del comportamiento, repercute en el logro global y la participación
durante los primeros años de escolaridad (Ladd et al., 1999).
Figura 6.4.

El desarrollo de los procesos de autorregulación, específicamente la regulación de la


emoción, se ve afectado por una serie de factores ambientales y biológicos. Inicialmente, la
calidad de la relación progenitores-hijos, el estilo de apego y las posteriores interacciones
desempeñan un papel clave en el desarrollo de los procesos regulatorios en la primera
infancia. La sensibilidad, la calidez y el cuidado enriquecedor por parte de los padres —o su
falta— proporcionan la base para la regulación homeostática y fisiológica; en esencia, la
capacidad de manejar la tensión y la excitación eficazmente (Cole, Martin y Dennis, 2004;
Sroufe, 1979). Por tanto, durante los períodos de rápido desarrollo neurológico y fisiológico,
las influencias del cuidador pueden ejercer un gran impacto en el desarrollo del sistema
nervioso central (Cicchetti, Toth y Maughan, 2000; DeBellis, 2001; Pears y Fisher, 2005).
Esto coloca a los niños que sufran cuidados inconsistentes u hostiles en la primera infancia en
mayor riesgo de padecer déficits de autorregulación. Varios estudios hallaron que los niños
expuestos a la adversidad temprana demuestran anomalías en la actividad noradrenérgica (se
cree que está asociada a la atención y la inhibición), la actividad dopaminérgica (asociada con
el humor) y el funcionamiento de los glucocorticoides (asociado con el funcionamiento del eje
hipotalámico-pituitario-suprarrenal [HPA] que gobierna la respuesta al estrés y regula
numerosas funciones del cuerpo; Fisher, Stoolmiller, Gunnar y Burraston, 2007; Gunnar et al.,
2006; Hart, Gunnar y Cicchetti, 1995; Rogeness, 1991). Estos procesos fisiológicos
desempeñan un papel clave en la autorregulación y el control inhibitorio ya que en función de
ellos los niños adquieren la habilidad de adaptarse a los estresores y demandas ambientales
(DeBellis, 2001; Glaser, 2000; Gunnar et al., 2006).

8. CONTEXTUALIZAR EL DESARROLLO DE LA RESILIENCIA

El desarrollo de las competencias críticas en un contexto terapéutico de cuidados durante


la primera infancia es vital para promover la resiliencia en los niños en acogimiento familiar.
Para los niños pequeños acogidos, estos déficits tempranos pueden remediarse al mejorar el
cuidado y la intervención de apoyo, pero también pueden exacerbarse por la continua
exposición a riesgos. En términos generales, el acogimiento familiar está diseñado para
funcionar como un factor protector en el sentido de que el niño es sacado de un ambiente
insalubre y dejado a cargo de unos cuidadores más competentes. Los niños que llegan a una
casa de acogida ya han experimentado diversos grados de trauma y estrés y pueden necesitar
varios meses hasta que comiencen a mostrar signos de estabilización y recuperación. Cuando
el niño acogido llega a este nuevo entorno, se le presenta la tarea imponente de abandonar sus
patrones previos de interacción padres-hijos, que, aunque insalubres y a menudo orientados al
rechazo, son conocidos y bien entrenados. También debe aprender rutinas específicas y a
menudo muy desafiantes y desarrollar habilidades y competencias similares a las de sus pares
de la misma edad sin haber tenido el beneficio de años previos de preparación, modelado,
práctica y retroalimentación. Los efectos de la crianza negligente y abusiva durante los
primeros años de vida colocan a los niños en una gran desventaja para manejar incluso los
estresores más típicos. Durante la infancia y la temprana niñez, la capacidad de los cuidadores
de funcionar como una fuente externa de regulación afectiva y fisiológica lleva finalmente a
capacitar al niño para autogobernar estos procesos, que son esenciales para el desarrollo de la
regulación de la emoción. Los padres acogedores se enfrentan con la tarea de la regulación
proximal porque, como resultado del insuficiente cuidado evolutivo, los niños acogidos
preescolares pueden mostrar la capacidad de regulación y la madurez emocional de un bebé o
de un niño pequeño. Al mismo tiempo, debido a la adversidad crónica del impacto del estrés
en el desarrollo de sistemas regulatorios, los ritmos fisiológicos de los niños acogidos con
frecuencia están disregulados (Bruce et al., 2008), lo cual puede interferir en la adquisición de
nuevas habilidades y, finalmente, en la estabilización.
La tarea —tanto para los niños acogidos de recuperar y adaptarse como para los padres
acogedores de guiar, proteger y nutrir— es claramente inmensa. La introducción de estresores
adicionales en el entorno acogedor lleva a un impacto múltiple en los padres acogedores, el
niño acogido y la relación padres-hijo. La experiencia de ser padres acogedores no es en
absoluto sencilla, dada la propensión entre niños acogidos a mostrar dificultades emocionales
y de comportamiento. Los padres acogedores tienen que ser los «maestros» del niño antes de
convertirse en sus «padres» enseñándole la aparentemente sencilla pero, de hecho, sofisticada
travesía por las tareas y rutinas diarias. La introducción de un niño acogido en una familia
puede ser extremadamente disruptiva, ya que a menudo requiere atención especializada y una
consideración especial a lo que los padres acogedores generalmente encontraron que era
eficaz con sus hijos biológicos. Por tanto, los estresores adicionales pueden fácilmente
comprometer el esfuerzo concertado de los padres acogedores para criar a un niño acogido.
Bajo el estrés, la capacidad de la familia acogedora para atender eficazmente en su hogar al
niño acogido con fuertes necesidades se vuelve cada vez más difícil. En última instancia, esto
puede disminuir la naturaleza protectora del acogimiento y su potencial terapéutico y así
retrasar la estabilización.
A medida que los niños comienzan a establecer lazos con sus padres acogedores, a menudo
intentan recrear los patrones de interacción familiar, que frecuentemente se han caracterizado
por la imprevisión, el rechazo y el caos. Estas tendencias requieren que padres acogedores
ejerzan una cantidad inmensa de paciencia, compasión y tenacidad, porque los niños acogidos
a menudo intentarán rechazar antes de ser rechazados y resistirse a los mejores esfuerzos de
los padres acogedores para nutrirlos y amarlos. Aquí también el impacto del estrés puede
interferir en la capacidad de los padres acogedores de permanecer sin reaccionar ante los
intentos de los niños acogidos de recrear la hostilidad en el hogar y, en última instancia, de
interrumpir lo que ya es un proceso tenue de desarrollo de apego.
Entender cómo conseguir resultados más favorables para una población en riesgo extremo
es motivo de preocupación de la salud pública. Los niños acogidos con frecuencia llegan a la
adultez mostrando un nivel de necesidad psicológica, ocupacional y relacional que puede
traducirse en una enorme carga para la sociedad. Lo más importante es que se pueden
introducir factores de protección que amortigüen el impacto del abuso y la negligencia y
protejan a esta población tan vulnerable. Por tanto, es nuestra responsabilidad ética como
científicos y profesionales explorar la constelación de la necesidad en su totalidad en
proporción con el balance de riesgo y protección que puede servir o no para paliar estos
déficits en un intento de fomentar la resiliencia. Contra todo pronóstico, algunos niños superan
las adversidades, y aunque sus experiencias puedan ser anomalías estadísticas, no son
totalmente únicas. Como población, los niños en acogimiento familiar pueden darnos la receta
de la resiliencia y sus ideas pueden y deben emplearse para el desarrollo de las políticas y la
intervención. Aunque remediar la preponderancia de los déficits exhibida por los niños en
acogimiento familiar sea costoso y requiera el uso intensivo de recursos, es imperativo centrar
los esfuerzos en las variables que mejor predicen la mejora de esos factores protectores y de
las habilidades de resiliencia y éxito, tales como la emoción, la autorregulación y el ajuste
escolar.

Actividad – Identificar o diseñar una lista de cinco intervenciones o programas que


puedan prevenir o reducir el riesgo para los niños en acogimiento familiar.
Solución
A continuación se ofrecen ejemplos de los tipos de programas o intervenciones que podrían
aplicarse:

— Programas de apoyo para padres acogedores que disminuyan la estabilidad del


acogimiento y reduzcan el estrés ambiental.
— Formación en habilidades individuales en funcionamiento ejecutivo y autorregulación.
— Formación para las familias de acogida y biológicas en las prácticas de crianza basadas
en evidencia.
— Educación para las familias de acogida en cómo entrenar a niños en atención,
funcionamiento ejecutivo y autorregulación en el hogar.
— Mayor apoyo para dar un respiro a las familias de acogida en riesgo de interrupción del
acogimiento.
— Líneas telefónicas directas de crisis para las familias de acogida.
— Entrenamiento en habilidades conductuales para que los niños disminuyan sus
comportamientos disruptivos y aprendan competencias críticas.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. Las experiencias en la niñez pueden causar un impacto duradero a lo largo de la vida.

2. La negligencia no tiene un impacto tan negativo sobre el desarrollo como el abuso físico o sexual.

3. Para mejorar los resultados en niños en acogimiento familiar, es mejor iniciar los programas sólo después de que
se haya detectado un problema.

4. Cambiarse de un hogar de acogida a otro puede ser un riesgo para los niños, incluso cuando los acogimientos
son terapéuticos.

5. Los factores protectores en el medio ambiente pueden amortiguar el estrés y apoyar la resiliencia incluso
cuando se hayan observado riesgos evolutivos importantes en el niño.

6. Todos los niños en acogimiento familiar registrarán resultados negativos como adultos.

7. La capacidad de los padres para manejar su propio estrés tiene un efecto sobre el desarrollo socio-emocional
de los niños.

8. Al tratar con niños acogidos que tienen problemas de conducta, los estilos de crianza controladores son más
efectivos que los flexibles.

9. Los niños acogidos con dificultades evolutivas tienen más éxito porque reciben más servicios de apoyo.
10. Invertir en programas de prevención de riesgos para los niños en acogimiento familiar puede ser menos
costoso a largo plazo que proporcionar tratamiento para ellos cuando sean adolescentes y adultos.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

V F F V V F V F F V

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7
Los niños y adolescentes con trauma en el
desarrollo
MIGUEL ÁNGEL BACA GARCÍA
CARLOS BELDA GRINDLEY
JOSÉ MANUEL MORELL PARERA

Aprender a vivir en el presente supone distinguir el aquí y ahora del allí y el entonces...

Figura 7.1.

1. UNA APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE TRAUMA EN EL DESARROLLO

A lo largo de estas líneas pretendemos hacer un breve recorrido de cómo las amenazas
para la vida se pueden trasformar en traumas personales. Hablaremos de un tipo de trauma, el
trauma en el desarrollo, que acontece en etapas de la vida de una mayor vulnerabilidad
humana, como es la infancia y adolescencia, y en el que los agentes causantes pueden ser los
contextos de desarrollo y/o las personas responsables de garantizar y favorecer que queden
cubiertas las necesidades básicas de estos menores. El trauma en el desarrollo puede acarrear
consecuencias significativas tanto para el desarrollo normalizado de estos niños y jóvenes
como para el desenvolvimiento ajustado de su vida adulta.
En nuestra dilatada experiencia clínica, asistimos a personas que consultan por una
constelación muy variable de problemas psicológicos, y no es raro descubrir a lo largo de sus
historiografías personales señales inequívocas de las huellas del maltrato en su infancia y
adolescencia. Se podría afirmar que esos primeros encuentros con la cuna y más tarde en la
convivencia diaria con sus figuras de vinculación y apoyo, debido a las distintitas
experiencias vitales con las que se han encontrado, han marcado sobremanera su vida
cotidiana actual. Estos sellos del pasado hacen que centren gran parte de sus energías
personales en prestar una atención excesiva a las amenazas potenciales de la vida, estén muy
pendientes de su desajuste emocional, de que sus cuerpos se estremezcan y se debiliten con
gran facilidad, dando respuestas de afrontamiento a los problemas desproporcionadas al
peligro que le suponen, y todo ello en un caldo de cultivo donde la seguridad personal y su
autoestima están muy debilitadas.
Podríamos concluir que su capacidad de resiliencia está mermada, ya que tienen muchas
dificultades para comprometerse con un proyecto de vida en el que puedan lograr
determinadas metas y propósitos y sacarlo adelante; es como si su sentido de compromiso
personal estuviera deteriorado. Su percepción de control es baja, y piensan que poco pueden
hacer sobre los acontecimientos de su vida; es como si vivieran en un remolino permanente y
su creencia acerca de las posibilidades de alcanzar la orilla es remota. La rigidez y el miedo
al cambio están siempre presentes. Utilizan patrones de respuesta inflexibles, una otra y otra
vez, ante los acontecimientos cambiantes y las situaciones por las que transitan; es como si no
hubieran aprendido que la vida es precisamente eso, cambio.
En este capítulo vamos a analizar la importancia que tienen la percepción y la valoración
del peligro en la vida de las personas, así como la adquisición de respuestas normalizadas a
lo largo del desarrollo evolutivo ante situaciones que implican riesgo vital. Se presentará la
conocida como «triple muralla de defensa» que las personas suelen utilizar como mecanismo
de defensa frente a las situaciones amenazantes. Continuaremos con una breve exposición de
las manifestaciones del estrés postraumático producido como consecuencia de amenazas
graves para la integridad física y emocional de la persona, tales como guerras, hambrunas,
catástrofes naturales, etc. Posteriormente nos dirigiremos al objetivo principal de esta unidad
temática, esto es, presentar las características de un tipo de trauma que no está suficientemente
reconocido e investigado: el trauma complejo o el trauma en el desarrollo. Se definirá bajo
qué situaciones puede aparecer este tipo de trauma, qué características tienen los cuidadores
cuando se constituyen en fuentes de maltrato físico y emocional y la sintomatología más
habitual asociada al trauma complejo, así como los efectos psicopatológicos que a lo largo del
desarrollo puede provocar. A continuación se expondrán algunos métodos y recursos para la
evaluación de este tipo de trauma y se dará fin a este recorrido explicando algunas claves para
intervenir desde un enfoque resiliente sobre los efectos del trauma en el desarrollo.
1.1. La percepción del peligro: un recurso saludable para las etapas de la vida

Cada momento evolutivo a lo largo de la vida tiene sus riesgos asociados. El peligro y el
miedo concomitante son parte inevitable de la vida. La adecuada percepción e interpretación
del peligro, es decir, poder discriminar aquellos «miedos amigos» que nos protegen la vida de
aquellos otros «miedos enemigos» que nos distancian de ella, es el primer eslabón de una
cadena de circunstancias que harán del peligro un aliado para vivir o un enemigo paralizante.
Otros factores que van a contribuir al manejo saludable del peligro hacen referencia a la
capacidad de la persona para aceptar y regular las emociones molestas, pero para que esto
pueda producirse es necesario que en nuestro transitar por la vida la persona haya dispuesto
de unas determinadas condiciones sociales, y sobre todo de personas de confianza, que le
hayan ayudado en el aprendizaje de esta tarea tan fundamental. Los ambientes del maltrato en
la infancia suponen un atentando a la posibilidad de brindarles a los niños estos apoyos y
aprendizajes esenciales. Más aún, el maltrato en la infancia es una situación que crea peligro y
dolor continuos sin darle al niño la posibilidad de aprender los recursos para afrontarlos.
A lo largo del ciclo vital, las situaciones potencialmente peligrosas van cambiando en cada
momento evolutivo. En la primera infancia, el niño requiere para su protección apoyos
continuos para salir exitoso del encuentro con muchas situaciones de riesgo (abandono,
desnutrición, enfermedades, etc.). Ya en la etapa escolar, y dado que se amplía el abanico de
situaciones en que el niño se desenvuelve y el control por parte de los adultos va
disminuyendo, pueden presentarse circunstancias que supongan un serio peligro para la
integridad física y psicológica del menor; un ejemplo podrían ser los conocidos efectos del
acoso escolar. Ya en la adolescencia, las fuentes de riesgo se multiplican significativamente;
es un período evolutivo en el que la supervisión de la vida del joven se diluye y los canales de
comunicación con su entorno se amplían considerablemente, a lo que se suma la necesidad de
expansión social del adolescente y el interés creciente por descubrir el mundo de los adultos;
en estas circunstancias pueden aparecer múltiples situaciones de peligro que pueden acarrear
al joven riesgos importantes, tales como embarazos no deseados, enfermedades de transmisión
sexual, conducción temería de vehículos, consumo de drogas, acoso a través de redes sociales,
etc.
Pero las fuentes de peligro también cambian en función de las circunstancias históricas,
geográficas, económicas y culturales; hay amenazas potenciales de evidente origen natural
(terremotos, inundaciones, son ejemplo prototípicos) y otras en que la cultura es el factor
determinante, como es el caso de la ablación genital de las niñas en determinadas sociedades
africanas, una práctica habitual no exenta de peligros físicos y psicológicos y que supone una
trasgresión básica de los derechos de la infancia, al menos desde nuestra perspectiva cultural.
En otras circunstancias la participación del ser humano es el factor clave del peligro a
confrontar, como ocurre en el caso de las guerras, la violencia física, el abuso sexual y el
maltrato infantil, por citar las más conocidas. No olvidemos que el daño producido por seres
humanos a otros seres humanos es el que ha acarreado y acarrea un mayor grado de
sufrimiento en la vida de las personas: la historia es un libro abierto.

1.2. Aprendiendo a defendernos

A lo largo del desarrollo evolutivo —si las condiciones sociofamiliares lo favorecen y


existen figuras de referencia estables y apoyos sociales adecuados— vamos aprendiendo qué
situaciones son potencialmente peligrosas (valoración primaria), así como los modos que
podemos utilizar para prevenirlas y afrontarlas adaptativamente (valoración secundaria). De
esta forma vamos ganando seguridad, confianza y una adecuada percepción de control eficaz
sobre el entorno y el mundo en el que vivimos.
El aprendizaje evolutivo acerca de las fuentes de peligro y modos de protección tiene sus
características distintivas en cada etapa de desarrollo. Como se ha señalado, en la primera
infancia y hasta la etapa escolar se requiere la presencia permanente de escudos protectores
(básicamente personas adecuadas, sensibles y sintonizadas) para contrarrestar la gran
vulnerabilidad física y emocional característica de este período evolutivo; el papel de los
cuidadores principales —gracias a una adecuada vinculación de apego con los niños en este
período vital— va a resultar del todo crucial, como expondremos en otro epígrafe de este
capítulo. Pero puede ocurrir, como en el caso del maltrato, que la inadecuación de los escudos
protectores suponga un peligro añadido a la situación amenazante que ya de por sí encierra
este período de la vida, lo que añade así un grave riesgo actual y futuro a la integridad física y
emocional de los más pequeños y, por ende, más vulnerables.
En el período escolar y hasta la preadolescencia, los niños están más capacitados para
juzgar el nivel de gravedad de una amenaza y comienzan a pensar de qué forma podrían
protegerse e incluso ensayan estrategias de afrontamiento. En estos años ya se tiene adquirida
e interiorizada la conciencia de peligro, hecho que incidirá en que se sientan muy afectados y
desbordados por los estados emocionales ante las amenazas; pero estas capacidades a estas
edades aún no se regulan de una manera eficaz, por lo que la gestión del peligro va a depender
del grado de autocontrol emocional que se haya desarrollado. En líneas generales, podría
argumentarse que aún no se ven a sí mismos con el poder suficiente para encarar peligros
graves, ya que se está adquiriendo la capacidad de resolver problemas y de regulación
emocional.
Con la llegada a la adolescencia, y con la seguridad que brinda el soporte social que
suponen las amistades, los adolescentes comienzan a juzgar y a valorar las situaciones
potencialmente amenazantes con más independencia de sus «escudos protectores». Utilizan una
mayor reflexión y objetividad para sus evaluaciones y comienzan a enfrentarse por sí mismos
a estas situaciones; es un período de avances y retrocesos en el afrontamiento en el que la
estrategia de ensayo y error constituye una característica esencial. Bien es cierto que puede ser
también una etapa de alto riesgo personal para los jóvenes, ya que dado el grado de libertad y
de autonomía personal que se adquiere, el adolescente puede verse envuelto en situaciones
que pasan de ser una simple amenaza a convertirse en experiencias traumatizantes.
Como conclusión, cabe resaltar que a lo largo de todo el desarrollo físico y psicológico de
niños y adolescentes es fundamental la presencia de figuras de referencia y apoyos sociales
que ayuden a la adquisición de dos estrategias fundamentales (Lazarus y Folkman, 1984):

1. Estrategias de resolución de problemas: aquellas directamente dirigidas a manejar o


alterar el problema que está causando el malestar y peligro.
2. Estrategias de regulación emocional: métodos encaminados a regular la respuesta
emocional ante situaciones aversivas y de estrés.

1.3. ¿Cómo reaccionamos ante el peligro? Una triple línea de defensa

Básicamente, cuando se percibe una situación como amenazante, se activa una triple
respuesta:

1. En primer lugar, se trata de establecer cuál es el peligro y cuál su gravedad (daño que la
amenaza puede producir).
2. Tras esta primera valoración, se experimentan fuertes reacciones emocionales y físicas
que, aunque pueden llegar a ser muy perturbadoras y difíciles de manejar, tienen un alto
valor adaptativo, pues nos predisponen a movilizarnos para preparar la tercera
respuesta.
3. Búsqueda de recursos y estrategias que nos ayuden a protegernos del peligro (respuesta
de defensa).

Las respuestas de defensa en humanos se pueden establecer igualmente desde una triple
perspectiva (triple muralla) y responden jerárquicamente frente a las dificultades ambientales.
Siguiendo el modelo que sobre los sistemas de defensa presentan Pat Ogden, Kekuni Minton y
Clare Pain en su libro El trauma y el cuerpo (2009), al que invitamos al lector a leer de
manera más detallada, hemos sintetizado y adaptado algunas de sus propuestas:

1.ª MURALLA DE DEFENSA: La línea de conexión social y apego.


Conforma un sistema de protección humana instintivo que busca a través de la conexión
social y el apoyo en otros humanos poder hacer frente a las amenazas. Desde su nacimiento, el
niño está preparado instintivamente para buscar a otro humano, establecer una conexión social
con él (vínculos de apego) y de esta manera afrontar las amenazas que se presenten. Esta línea
de defensa estará presente durante todo el ciclo vital y es un importante y efectivo recurso
defensivo.
Este sistema de protección es el primero en aparecer en las líneas de defensa, aunque
puede actuar simultáneamente junto a otros sistemas defensivos, como la movilización y la
inmovilización. Es un sistema flexible y de elevado potencial de adaptación, que permite a la
persona mantenerse dentro de un nivel óptimo de actuación.
Mediante la estrategia defensiva de conexión social (establecer comunicación verbal,
lectura de expresiones faciales, tono de voz, movimientos, lenguaje corporal, etc.), la persona
puede responder a las amenazas de naturaleza interpersonal, ya que este sistema posibilita el
análisis de dichas amenazas y la puesta en práctica de recursos defensivos para minimizar el
peligro de aquéllas. Podemos utilizar el lenguaje verbal y no verbal como recurso
comunicativo para afrontar el peligro.
En el caso del maltrato durante las primeras etapas de la vida, estas amenazas se presentan
en múltiples situaciones (véase la tabla 7.1, p. 177), sobre la propuesta que hace la
Internacional Society for the Study of Trauma and Dissociation sobre situaciones
potencialmente traumatizantes).
Cuando la primera línea de defensa ha quedado dañada por dificultades en la vinculación
de apego, puede ocurrir que no se disponga de esas personas significativas de referencia, o
que éstas no estén en condiciones de ofrecer el apoyo adecuado a las amenazas que
experimenta el niño o, peor aún, que produzcan aún más daño en el encuentro con el niño. En
tales casos, no será posible apoyarse en esta importante barrera defensiva y la persona tendrá
que permanecer haciendo frente a las amenazas de su vida usando otras estrategias, entre ellas
la movilización del sistema nervioso autónomo (luchar o huir) y la inmovilización (quietud,
parálisis, sumisión) como recursos de afrontamiento; estas defensas se manifiestan mediante
comportamientos que van desde las expresiones de «ruido» hasta las de «silencio»; esto es,
bien se confrontan los conflictos, miedos y amenazas mediante reacciones defensivas tendentes
a interiorizar el malestar (son los llamados «niños silenciosos», es decir, niños y jóvenes que
pueden acabar con problemas de índole interno), bien mediante reacciones defensivas hacia el
exterior, claramente visibles, que hacen explícito su malestar (las rabietas serían ahora
frecuentes) y que podrían derivar en problemas ahora de naturaleza externa.

2.ª MURALLA DE DEFENSA: La movilización.


Esta otra muralla interviene como segunda línea de defensa o bien en paralelo con el
primer sistema de defensa (no debemos pasar por alto que en muchas ocasiones los humanos
especialmente corremos o huimos buscando a personas que nos puedan brindar apoyo y
protección). Con el escudo de protección de movilización se activa una importante
constelación de reacciones corporales en la que todos los sentidos participan (vista, tacto,
oído, gusto) actuando en alerta máxima para orientarnos y guiarnos hacia los focos del peligro
(respuesta de orientación); el cuerpo se prepara para la acción urgente de defensa, se produce
una activación del sistema nervioso simpático (aumento de frecuencia respiratoria, incremento
de la tasa cardiaca, tensión muscular de los grandes músculos del cuerpo, etc.), reacciones
todas encaminadas a posibilitar respuestas conductuales de lucha o huida, apoyadas en las
experiencias emocionales de miedo o rabia. Según Fanselow y Lester (1988): «La huida es la
respuesta más habitual y esperable cuando existe probabilidad de escapar con éxito y la
amenaza así lo justifica». Sin embargo, la conducta de ataque de este sistema de movilización
se puede presentar como recurso defensivo cuando resulta difícil escapar de la situación
amenazante o existen garantías de éxito sobre el control de la amenaza.
A tenor de lo expuesto, son múltiples los ejemplos que encontramos en consulta con
personas que buscan ayuda cuando nos relatan hechos dolorosos que viven o han vivido y que
presentan en sus cuerpos esas tendencias hacía la huida o la lucha. Sus cuerpos hablan, sus
sistemas defensivos de movilización están activados y debemos estar atentos a estas señales
para poder ayudarles a descifrar los mensajes que desde su cuerpo le llegan, tanto internos
(fisiológicos) como externos (lenguaje no verbal). Cuando se activa la movilización hacia la
huida, se aprecian signos corporales desde la cabeza hasta los pies, hay movimiento de
piernas, sus cuerpos se retuercen con un balanceo, tienden a echarse hacia atrás sobre el
respaldo de la silla, etc. Por el contrario, los signos de tensión mandibular, puños apretados,
golpes y demás, son expresión de un cuerpo que está movilizando un sistema de defensa
sustentado en el ataque. En niños y adolescentes que han vivido experiencias de maltrato, la
lectura de la expresión corporal por parte de sus cuidadores va a ser un indicador esencial
para poder ayudar a resolver experiencias traumáticas que se anclan en el pasado.

3.ª MURALLA DE DEFENSA: Inmovilización, parálisis, sumisión.


Esta tercera muralla defensiva entra en acción cuando las personas hacen una estimación de
que la amenaza no puede ser resuelta mediante los otros dos sistemas defensivos, aunque el
uso de este mecanismo de defensa no excluye el uso de los anteriores. En este caso, la lucha o
la huida no cumplen la función de reducir con garantías la amenaza que se presenta. Los
comportamientos más habituales que suelen presentarse como expresión del empleo de esta
defensa son fundamentalmente los de sumisión: los niños silenciosos. La funcionalidad que
aquí adquiere la conducta es escapar de la situación amenazante asociada a estados
emocionales de naturaleza muy aversiva o bien evitarla. Aunque se presenten conductas
aparentemente de sumisión, esto no es un indicador de que no vayan acompañadas de
reacciones emocionales de hiperactivación del sistema nervioso autónomo, tales como tensión
muscular, incremento de tasa cardiaca, respiración acelerada, vigilancia y expectación ansiosa
ante la situación. Existen muchos casos de comportamiento sumiso en niños que han sufrido
maltrato en la infancia, sobre todo si éste se produjo en edades tempranas, pues dados su
vulnerabilidad y sus pocos recursos para defenderse, aprendieron que a través del «silencio»
podrían conseguir controlar las amenazas.
Figura 7.2.

1.4. Cuando los propios sistemas defensivos se convierten en una amenaza

Los sistemas defensivos que hemos expuesto tienen un importante valor de adaptación y
protección y son recursos vitales para la supervivencia y el equilibrio del ser humano cuando
tiene que afrontar amenazas de diversa índole, que pueden ir desde cubrir necesidades básicas
(afectivas, vinculares, materiales, sociales, de salud, etc.) en cualquier momento de la vida
hasta hacer frente a catástrofes naturales, económicas, guerras y un largo etcétera de peligros
potenciales. El resultado de su uso es recuperar un estado óptimo de equilibrio y devolver a
las personas a sus zonas de confort y bienestar.
Pero ¿qué decir cuando una persona se encuentra en una situación que ya no supone ningún
tipo de peligro y sus estrategias defensivas se convierten en su propio enemigo porque
bloquean su capacidad de acción o la convierten en un ser que huye de sus propias
experiencias emocionales?, ¿cuando los recursos que utiliza para defenderse, sobrevivir y
serenarse le conducen a un camino sin salida?, ¿cuando sus respuestas defensivas resultan
desproporcionadas, inadecuadas por exceso o déficit a las situaciones vitales por las que
transita? Frente a esta situación, sólo nos cabe pensar que los sistemas defensivos pretenden
seguir cumpliendo su función, están actuando para cumplir un propósito, un para qué, pero
lamentablemente se activan ante una situación carente de peligro. Si la amenaza ya no existe
como tal, podemos decir que se han convertido en estrategias defensivas que son funcionales
pero en un contexto inadecuado. Desde esta perspectiva, podemos hablar de que la persona
está traumatizada. Las personas afectadas por un trauma continúan activando sistemas de
defensa para afrontar peligros ante situaciones de naturaleza inocua. Según Shalev (2005):
«Las personas traumatizadas continúan, durante décadas, dando respuestas defensivas después
de que acontezcan los acontecimientos amenazantes que las produjeron». En definitiva, son
formas de sobrevivir a los peligros o a las amenazas que se instauraron en el pasado como
recursos eficaces de protección pero que en el momento actual de la vida de la persona siguen
aún reactivándose, resultando contraproducentes e interfiriendo en la capacidad de vivir y
desarrollarse. Son esquemas cognitivos, emocionales y conductuales —estrategias de
supervivencia— del pasado que ya no sirven para el presente. Pero algo más se suma al
revivir de estas defensas: la persona se percibe a sí misma (si tiene conciencia de ello) dando
respuestas desproporcionadas y extrañas (pueden surgir experiencias disociativas,
desintegrativas) a situaciones poco amenazantes del presente, a lo que se suma un bajo nivel
de control sobre su capacidad para regular sus estados emocionales, conductuales y de
conciencia; y lo que puede empeorar aún más esta situación es que esta percepción de
incontrolabilidad personal se presente como un patrón de respuesta estable en el tiempo y ante
multiplicidad de situaciones aparentemente muy variadas. Su locus de control sobre su
capacidad para gestionar de modo saludable sus problemas está externalizado, es decir, la
persona se percibe con poca capacidad para poder manejar su mundo emocional y vivencial;
es como si fuera una víctima de los acontecimientos externos. No se ve con recursos ni con
fuerzas para salir del torbellino, tiene dificultades para adaptarse a la vida cotidiana actual,
para centrar sus energías en los sistemas de acción (comer, dormir, jugar, reproducirse,
relacionarse, trabajar, resolver problemas actuales), pues anda luchando con la desregulación
emocional y conductual del pasado.
Hay un dato importante en la práctica clínica que debemos tener muy presente en nuestra
labor psicoterapéutica: las personas que demandan ayuda terapéutica andan buscando, desde
un primer momento y con cierto grado de desesperación, recursos que les ayuden a percibir un
cierto grado de control sobre los problemas que les aquejan. Se encuentran como niños
perdidos en un bosque cuando la noche comienza a hacer acto de presencia. Muchos
problemas por los que acuden a consulta (ataques de pánico, problemas de alimentación,
depresión, quejas somáticas, etc.) tienen de fondo problemas disociativos, esto es, una enorme
dificultad para integrar de manera armónica posibles respuestas ajustadas en el presente ante
las situaciones vitales por las que transitan, con modos de respuesta defensivos que se
adquirieron en el pasado ante situaciones traumáticas. En un primer momento, y desde luego si
el encuentro terapéutico inicial ha sido afortunado, depositan en los terapeutas una confianza
básica de que a través del vínculo que establezcan con ellos podrán aprender nuevas formas
de responder a sus problemas que les ayuden a paliar poco a poco esa percepción de
incontrolabilidad y malestar que atenaza sus vidas. En definitiva, podríamos establecer un
cierto paralelismo entre la labor clínica y el establecimiento de vínculos de apego entre el
terapeuta y su paciente, de tal forma que aquél se erige en figura de referencia estable en la
que la persona deposita su confianza; es el medio a través del cual poder descubrir una nueva
mirada, zonas oscuras que reactivan estrategias de supervivencia útiles en el pasado e inútiles
en el presente; en definitiva, una guía para salir de ese bosque en penumbra. Se podría afirmar
que si se dan las condiciones que permiten que el terapeuta sea percibido como incondicional
(pase lo que pase...), disponible (cuando me necesites, me encontrarás...) y eficaz (dime qué te
ocurre e intentaremos solucionarlo...), se estarán fijando las bases para una relación segura.
Este tema resulta determinante para el trabajo con personas traumatizadas. En el último
apartado de este capítulo propondremos un modelo de intervención con niños y jóvenes
traumatizados por efecto del maltrato de índole integrador, en el que los educadores, padres y
cuidadores del niño con trauma complejo adquieren un papel decisivo como agentes activos en
su ayuda, enfatizándose la importancia de restablecer apegos estables entre él y sus cuidadores
de referencia, así como la relevancia que tiene saber reconocer el significado de esas
respuestas defensivas ante situaciones «aparentemente inocuas» para actuar en consecuencia,
ayudándole a identificar y regular esos modos de respuesta defensivos propios de
circunstancias ya pasadas.

1.5. Cuando el peligro se trasforma en trauma


Puede ocurrir que el peligro se trasforme en trauma.

¿Qué es un trauma? Si bien no hay una única definición que satisfaga a todos los
especialistas y sus múltiples enfoques, sí es cierto que en general las propuestas comparten
ciertos rasgos en común. He aquí un posible ejemplo:

Shalev (2005) afirma que las personas traumatizadas:


Están atrapadas en el círculo vicioso de los esfuerzos inapropiados por hacerle frente a un estresor, pierden la
capacidad de desprenderse de dicha actitud, fallan al usar los recursos disponibles a su alcance y se sienten cada vez
más perturbados.

El manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM-IV-TR, 2003) editado


por la APA (American Psychiatric Association) considera un hecho traumático «aquella
experiencia humana extrema que constituye una amenaza grave para la integridad física de una
persona y ante la que ésta ha respondido con temor, desesperanza u horror intensos». En otro
sistema de clasificación, CIE-10, se define el trauma como «aquella situación (breve o
duradera) de naturaleza excepcionalmente amenazante o catastrófica que causaría por sí misma
malestar generalizado en casi todo el mundo».
Ya en 1894 Pierre Janet definió el trauma psíquico como sigue:
Es el resultado de la exposición a un acontecimiento estresante inevitable que sobrepasa los mecanismos de
afrontamiento de la persona. Cuando las personas se sienten demasiado sobrepasadas por sus emociones, los recuerdos
no pueden transformarse en experiencias narrativas neutras. El terror se convierte en una fobia al recuerdo que impide
la integración (síntesis) del acontecimiento traumático y fragmenta los recuerdos traumáticos apartándolos de la
consciencia ordinaria, dejándolos organizados en percepciones visuales, preocupaciones somáticas y reactuaciones
conductuales.

Las amenazas, en forma de maltrato, pueden darse en ámbitos muy diversos: el hogar, la
familia, las personas cercanas, el colegio, etc., y pueden convertirse en experiencias
traumáticas en la infancia y la adolescencia. Desde esta perspectiva ahora más concreta, la
Organización Mundial de la Salud (OMS) en el año 2014 define el maltrato infantil como:
Los abusos y la desatención de que son objeto los menores de 18 años, e incluye todos los tipos de maltrato físico o
psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación comercial o de otro tipo que causen o puedan causar un
daño a la salud, desarrollo o dignidad del niño, o poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación de
responsabilidad, confianza o poder. La exposición a la violencia de pareja también se incluye a veces entre las formas de
maltrato infantil.

Los datos que propone la OMS (2014) sobre la magnitud de este problema confirman una
elevada incidencia en ambos sexos:
Los estudios internacionales revelan que aproximadamente un 20 por 100 de las mujeres y un 5 a 10 por 100 de los
hombres manifiestan haber sufrido abusos sexuales en la infancia, mientras que un 23 por 100 de las personas de ambos
sexos refieren maltratos físicos cuando eran niños. Además, muchos niños son objeto de maltrato psicológico (también
llamado maltrato emocional) y víctimas de desatención.

Estamos ante un problema mundial de salud pública de gran magnitud, con unas
consecuencias a corto y largo plazo en los ámbitos individual, familiar, social y comunitario
que requieren estudios en profundidad y la puesta en práctica de programas de prevención que
minimicen la probabilidad de aparición del maltrato en la infancia, y que se disponga de
estrategias terapéuticas integrales (individuo, familia, escuela, comunidad), con evidencias
empíricas demostrables, que aborden esta problemática que tantos daños (físicos,
emocionales, conductuales, etc.) puede producir al niño que la está sufriendo.
Leonore Terr (1985) propuso que cuando la situación estresante es suficientemente intensa
y duradera, y el menor la experimenta de forma directa, los niños y adolescentes pueden
presentar una sintomatología compatible con el diagnóstico de trastorno por estrés
postraumático (TPET) aunque sus características y evolución varían de unos niños a otros. En
la actualidad existen pocos estudios fiables sobre el TPET en niños y adolescentes, ya que la
investigación sobre las secuelas de experiencias traumatizantes se ha centrado
mayoritariamente en población adulta (consecuencias psicológicas de personas que han
participado en guerras o han sido víctimas de catástrofes naturales). Por otro lado, se
evidencia una escasez de instrumentos de evaluación propios para la infancia, por lo que
conocer datos reales sobre la prevalencia, sintomatología y alcance del trastorno en niños,
sobre todo de corta edad, resulta aventurado, ya que los resultados son muy variables y
dependen de la población y metodología utilizada.
Las reacciones de niños y adolescentes a las experiencias traumatizantes arrojan una gran
variabilidad; las secuelas pueden ser desde leves hasta graves, y la duración de los síntomas o
manifestaciones emocionales, físicas y conductuales también es muy variable, dependiendo en
gran medida de los estilos de afrontamiento que se utilicen y de la presencia de redes de
apoyo; eso explica que los efectos del estrés postraumático puedan durar desde meses hasta
años, con aparentes períodos de remisión sintomatológica y con la reaparición de los síntomas
de manera imprevisible y espontánea.
El tipo de reacción a la situación traumática en niños y adolescentes va a depender
fundamentalmente de dos factores:
1. Características asociadas a la experiencia traumática: el grado en que peligra la vida de
la persona o sus allegados (gravedad) y la duración de la experiencia traumática (el
tiempo de exposición al agente estresante).
2. La intensidad y la duración de las reacciones emocionales del niño y el adolescente ante
la experiencia traumática.

Se exponen a continuación los síntomas principales del TEPT, que hemos adaptado del
National Traumatic Stress Network:

1. Reexperiencia del evento:


La persona sigue percibiendo imágenes inquietantes de lo sucedido. Es probable que continúe pensando en esa
vivencia o en el daño que le ocasionó [...] pueden aparecer pesadillas. Estas vivencias pueden provocar reacciones muy
intensas —físicas y emocionales— al enfrentarse a diario con situaciones que le recuerden el suceso. Es posible que
tenga dificultad para determinar si una nueva situación es segura y para no confundirla con la situación traumatizante
por la que ha pasado... Podría reaccionar de manera exagerada a lo que está sucediendo y actuar como si el peligro
estuviese a punto de repetirse...

2. Evitación persistente de estímulos asociados al trauma o embotamiento:


La persona puede evitar —por todos los medios— ciertas situaciones que le recuerden lo sucedido y mantener una
lucha activa por mantener alejados pensamientos e imágenes que le evoquen el momento traumático. Incluso es posible
que presente una incapacidad para recordar algunas de las peores partes de la experiencia traumática...

3. Hiperactivación fisiológica:
Es posible que la persona continúe «en alerta», que tenga problemas para dormir, que se torne irritable o se enoje con
facilidad. Puede que esté más sobresaltada que antes, que se asuste al oír algún ruido, que tenga dificultad para
concentrarse o prestar atención y que tenga síntomas físicos recurrentes, tales como dolores de cabeza y de estómago.

1.6. Del estrés postraumático al trauma complejo o en el desarrollo

A partir de los juicios clínicos basados en la opinión de expertos, así como de los datos
disponibles de las investigaciones que se vienen realizando (Van der Kolk et al., 2009),
conocemos que muchos niños y jóvenes que han vivido situaciones de maltrato familiar (por
acción u omisión) y que han quedado traumatizados presentan un patrón de síntomas físicos y
psicológicos (dificultades para la regulación de afectos, patrones de apego inestables,
regresiones comportamentales, comportamientos agresivos hacia sí mismo y hacia los demás,
problemas somáticos y un largo etcétera) que no quedan recogidos en los criterios
diagnósticos del trastorno por estrés postraumático (TEPT) (DSM-IV TR, 2003). En
consecuencia, Cook y colaboradores, en el año 2005, plantearon la denominación para este
tipo de trauma como trauma complejo, y Van der Kolk y su grupo definieron el concepto de
trastorno por trauma en el desarrollo:
Acontecimientos traumáticos múltiples, crónicos y prolongados, adversos para el desarrollo, la mayoría de las veces
de naturaleza interpersonal y de aparición en etapas tempranas de la vida. Así, estas exposiciones a menudo ocurren
dentro del sistema relacional de cuidados del niño, e incluyen la negligencia física, emocional y educativa y el maltrato
infantil iniciado en la primera infancia. El maltrato crónico, o los traumas repetidos inevitables, tienen un efecto
generalizado sobre el desarrollo de la mente y del cerebro, ya que interfieren en el desarrollo neurobiológico y en la
capacidad de integración de la información sensorial, emocional y cognitiva en un todo coherente.

Este mismo grupo de autores (2009) ha propuesto unos criterios para la inclusión de una
nueva categoría diagnóstica en el DSM-5, que la nueva edición no ha recogido. La importancia
de esta nueva propuesta no sería tanto la presentación de un nuevo trastorno (por trauma en el
desarrollo) como el reconocimiento de una constelación de manifestaciones sintomatológicas
derivadas de los efectos del maltrato en la infancia y adolescencia, que en muchas ocasiones
están pasando desapercibidas como un cuadro patológico con entidad propia y que
tradicionalmente han dado lugar a procesos de evaluación que concluyen en etiquetas
diagnósticas parciales, con la prescripción de tratamientos puntuales y resultados terapéuticos
cuestionables. El reconocimiento de esta realidad puede iluminar nuevos caminos en el
establecimiento de programas de tratamiento integrales con evidencia empírica, que ayuden a
niños y jóvenes a superar los importantes déficits en competencias y apoyos a los que han
estado sometidos. Ésta es, qué duda cabe, una importante contribución a la infancia maltratada.
Procede plantearse ahora, de forma más específica, qué características generales tienen los
hogares y las familias donde se produce maltrato sobre los niños y adolescentes y qué efectos
producen:

1. El agente causante que produce el daño es un ser humano (padre/madre/ambos),


provocando en el niño una desconfianza hacia las personas adultas, y sobre todo hacia
las más allegadas. Esta situación, en la que el maltratador mantiene una relación de
vínculo con el niño, agrava más aún los efectos del maltrato.
2. Esta persona o familia maltratadora, que de hecho debería ser el «escudo protector» del
niño y adolescente y garantizarle la cobertura de sus necesidades básicas (materiales,
afectivas, sociales, cuidados, de salud, etc.), no cumple su rol asignado, sino que se
transforma en agente de acontecimientos estresantes y traumatizantes.
3. Los efectos de estas situaciones son continuos en el tiempo y por períodos prolongados.
Este tipo de trauma que se repite en el tiempo y de forma acumulativa se denomina
trauma complejo (Courtois, 2004).
4. Cuando las situaciones estresantes son muy intensas y son causadas por un ser humano,
como es el caso del maltrato, el cuadro clínico resultante es más grave y duradero, ya
que se aumenta la percepción de incontrolabilidad.
5. Ocurre (la situación traumática) en una etapa evolutiva especialmente vulnerable, en la
que tiene lugar el aprendizaje a través de las figuras de referencia y la familia, a saber:
quién soy, quiénes son los otros y qué puedo esperar del mundo. La tríada del sí mismo,
de los demás y del mundo es fácil que sufra importantes distorsiones que luego se
reflejen en problemas psicopatológicos.
6. En ambientes de maltrato no sólo aparecen acontecimientos estresantes aislados, sino
que se producen una multiplicidad de exposiciones al estrés que generan efectos
acumulativos; es el caso de la desestructuración del hogar, la violencia intrafamiliar, la
negligencia en el cuidado, conflictos de pareja, etc. Los efectos de estas fuentes de
estrés pueden acumularse y cada vivencia sucesiva puede conducir a reacciones
crónicas y cada vez más intensas de estrés postraumático, con serias consecuencias para
el desarrollo evolutivo.
7. Al contrario de lo que pudiera pensarse, el hecho de haber pasado por sucesos
traumatizantes nunca endurece a un niño. De hecho, es muy probable que un niño que
haya pasado por experiencias de esta naturaleza pueda tener reacciones más intensas al
pasar por otro trauma.
8. Se detecta un efecto transgeneracional del maltrato. Haber sufrido maltrato en el
desarrollo predispone a los niños y jóvenes a reproducir a su vez patrones de maltrato
en su vida adulta.

TABLA 7.1

Listado de situaciones potencialmente traumatizantes (adaptado de Internacional Society for the Study of Trauma
and Dissociation)

— Abuso físico.
— Abuso sexual.
— Abuso emocional (gritos, explotación y/o situaciones críticas y denigrantes).
— Negligencia crónica (ignorar repetidamente las necesidades físicas y/o emocionales del niño).
— Ser testigo de violencia familiar o callejera.
— Ser cuidado por padres que lo aterrorizan o que están aterrorizados.
— Heridas físicas, condiciones y procedimientos médicos (por ejemplo, en caso de quemaduras, cáncer, etc.).
— Accidentes dolorosos y que le hayan producido mucho miedo.
— Vivir un desastre natural o ser testigo de él (terremotos, inundaciones).
— Separación repetida de la persona que le cuida y que le da soporte emocional.
— Sufrir bullying (acoso en la escuela) de forma crónica e intensa.

1.7. El apego seguro, un antídoto frente al trauma en el desarrollo

¿Cuál es la importancia del establecimiento de los vínculos de apego seguros como factor
protector para el buen desarrollo físico y emocional de niños y jóvenes? ¿Por qué las tareas
dirigidas al restablecimiento de vinculaciones de apego estables se pueden constituir en la
piedra angular de las ayudas a niños y jóvenes traumatizados por efecto del maltrato?
Uno de los grandes temas de estudio en el campo de la protección infanto-juvenil han sido
los trabajos sobre la importancia de los vínculos de apego y sus distintas tipologías. Han
pasado más de 40 años desde que Bowlby (1969) postulara la teoría del apego, a partir de la
cual ha sido posible comprender muchos aspectos del desarrollo afectivo normal y desarrollar
buena parte de la psicopatología asociada a la infancia y a la vida adulta.
Según este modelo teórico, el vínculo de apego que una persona establece es el resultado
de esquemas afectivos, emocionales y cognitivos que tienden a activarse de forma reiterada —
con más énfasis ante situaciones de tensión o estrés— y que son fruto de experiencias de
interacción vividas a lo largo de su desarrollo evolutivo, principalmente en la infancia. Es
fundamental aclarar que el apego es un sistema de regulación del estrés y la exploración que
se encuentra en la motivación (biológica) del niño para protegerse de posibles peligros,
amenazas y/o situaciones estresantes, al acudir a un adulto más «sabio» (Bowlby, 1969). Esto
implica que el apego se desarrolla en situaciones que acarrean estados de estrés o
desregulaciones homeostáticas (Lecannelier, 2009).
Conviene recordar, a partir de las características expuestas anteriormente sobre los
ambientes donde muchos niños y jóvenes se desarrollan en situaciones de maltrato, que el
estrés y la acumulación de acontecimientos de naturaleza aversiva constituyen una de las
premisas que presiden el entorno vital donde estos menores tienen que desarrollarse. Desde
esta red de interacciones, los menores irán formando representaciones mentales (esquemas)
que se van modificando a lo largo de la vida en función del tipo y calidad de las relaciones
que mantienen con los demás; pero fuera de toda duda, y con el respaldo de una amplia
evidencia empírica, el momento crítico que dejará una mayor impronta es aquel que se
establece a lo largo de toda la infancia entre el niño y sus cuidadores principales. Es en este
delicado momento evolutivo cuando echan raíces una amplia gama de vinculaciones de apego
que van desde el tipo «seguro» hasta, en el otro extremo, el caracterizado por la inseguridad o
ambivalencia, pudiendo llegar incluso a una desorganización del propio vínculo. Con sus
características peculiares y distintivas, cada uno de ellos va a imprimir en el comportamiento
humano un sello especial que determinará los rasgos de personalidad distintivos en la juventud
y adultez.
Estos esquemas, por lo general silenciosos en su manifestación y arraigados en lo más
profundo de la estructura de la personalidad, suponen modos de sentir, pensar y actuar que
guían nuestro modo de acción en las relaciones personales y en nuestro encuentro con el
mundo. Pero ¿por qué resulta tan esencial el establecimiento de vínculos de apego saludables
a lo largo de la vida y principalmente en los primeros años del desarrollo? La razón habría
que buscarla en los aprendizajes nucleares y vivenciales que, a través de ellos, se establecen y
que han de servir de guía básica de actuación en nuestro modo de desenvolvernos en la vida.
Conviene no pasar por alto que precisamente a través del vínculo de apego el niño aprenderá,
sin palabras y con una considerable carga emocional, claves imprescindibles en su vida que
van desde cómo valorarse a sí mismo hasta cómo afrontar los problemas inherentes al hecho
de estar vivo. De manera muy resumida, el niño aprende:

1. Confianza o desconfianza hacia sí mismo y en las relaciones con los demás.


2. En qué grado el mundo y sus relaciones son más o menos predecibles y controlables.
3. A identificar emociones, ponerles nombre, otorgarles la importancia que tienen y cómo
regularlas de manera saludable.
4. Comportamientos de expresión o de inhibición social.
5. Seguridad o inseguridad en sus interacciones con el mundo.
6. Y un largo etcétera que permite concluir que un vínculo de apego estable y seguro nos
enseña a: confiar, sentir y expresar.

Una infancia saludable lleva asociados, entre otros, dos pilares maestros para el adecuado
desarrollo: el establecimiento de un vínculo de apego estable con la/s figura/s de referencia
desde los primeros momentos de la vida y un correcto proceso de socialización, llamado a
iniciarse algo más tarde y que favorecerá la interiorización en el niño de normas de vida y
convivencia. Puede ocurrir, y de hecho ocurre con más frecuencia de lo que sería deseable,
que alguno de estos pilares quede truncado en su misma base por la dificultad de las figuras de
referencia para llevar a cabo estas tareas de crianza, cruciales para la salud mental actual y
futura del niño y el adulto. En el caso de niños y jóvenes provenientes de situaciones de
maltrato, los vínculos de apego seguros pueden haber sufrido un daño que deje un mensaje
grabado en la memoria:
No confíes, no sientas, no hables de eso...

Tal como comprendió muy bien Bowlby (1980): «En momentos de estrés/amenaza, la
mayoría de los seres vivos se escapan, se suben a los árboles, se esconden en cuevas, pero los
humanos hacemos algo completamente diferente: ¡acudimos a otros seres humanos!». Así
pues, a tenor de lo hasta ahora expuesto, no es de extrañar la aparición de importantes
trastornos del desarrollo cuando las figuras de referencia o cuidadores principales ejercen
maltrato de una manera persistente en el tiempo y los vínculos de apego no han servido como
recursos para hacer frente al estrés o la adversidad.

2. LA EVALUACIÓN DEL TRAUMA EN EL DESARROLLO: UNA APROXIMACIÓN


AL ENFOQUE DE ANÁLISIS FUNCIONAL

A lo largo del capítulo se ha argumentado la necesidad de plantear una nueva categoría


diagnóstica que dé respuesta a lo que puede tener entidad de síndrome, que se inicia en la
infancia y adolescencia y que debe detectarse precozmente para minimizar la diversidad
sintomatológica que puede producir en etapas clave del desarrollo de un niño y adolescente.
Paralelamente se ha cuestionado si podemos aceptar, en este planteamiento, como únicas y
válidas las teorías que dan respuesta a la etiología del trastorno por estrés postraumático
(TEPT) en adultos y si se pueden extrapolar los procesos de evaluación del TEPT a esta
nueva propuesta de categoría diagnóstica. Recordemos al lector que en la etiología del TEPT
el condicionamiento clásico es esencial en el inicio del trastorno, mientras que el aprendizaje
instrumental explica las conductas de evitación, reexperimentación e hiperactivación que son
esenciales en su mantenimiento, siendo el principio de generalización de estímulos el que dé
respuesta a una serie de reacciones complejas ante una variedad de estímulos. Cabe
preguntarse qué proceso de evaluación puede ser el más idóneo para analizar y valorar un
síndrome tan complejo teniendo en cuenta que su evaluación ha estado muy influida por el
concepto de TEPT en adultos pero no tanto por las diferencias que se producen en procesos
traumáticos en los que se ven implicadas las figuras de referencia y que ocurren en las etapas
de mayor vulnerabilidad del desarrollo de una persona. Desde esta perspectiva, sin obviar
cómo se analiza el TEPT en adultos, valoramos que el proceso de evaluación más idóneo tiene
que partir de un enfoque de análisis funcional en el que se identifiquen las variables de control
potencialmente relevantes que nos permitan la comprensión individualizada de la persona,
pudiendo así obtener una imagen ideográfica que nos facilite la elaboración de un tratamiento
a medida con el fin de conseguir resultados positivos. Para ello nos podremos ayudar de
diversos instrumentos y técnicas que, aun no siendo muy específicos, pueden detectar tanto
estas variables como las conductas de evitación, reexperimentación e hiperactivación.
Este planteamiento inicial justifica la necesidad de realizar estudios empíricos aplicados,
no sólo para seguir buscando evidencias de la existencia de un trastorno específico y
diferenciado del TPET en adultos sino también para establecer protocolos de evaluación
específicos y sensibles a los síntomas derivados de sufrir situaciones traumáticas reiteradas en
la infancia. En esta línea se han detectado diferencias entre niños que han sufrido un evento
traumático natural respecto de los que han sufrido un evento traumático humano y se ha
concluido que las variables más significativas que determinan la gravedad e intensidad de los
daños psicológicos son:

— Si sucede a una edad temprana, cuanto más precoz, peor es el trauma.


— Es causado por un padre/madre u otro cuidador.
— El trauma es severo.
— El trauma se prolonga durante mucho tiempo.
— Se está aislado.
— Se está todavía en contacto con el abusador y/o amenaza su seguridad.

Se han diferenciado, tradicionalmente, dos tipos de evaluación: evaluación primaria, en la


que se determina el valor de la amenaza, y evaluación secundaria, que establece la
controlabilidad del estímulo o situación, junto con los recursos de que dispone una persona
para poder afrontarlo.
Un proceso de evaluación válido y eficaz tiene que partir de diferenciar las reacciones
normales (temporales) ante la vivencia de un evento traumático y si el conjunto de secuelas
(por intensas y duraderas) configura un trastorno específico (trastorno adaptativo, trastorno
por estrés postraumático, TPET complejo, reacción por estrés agudo, etc.).

2.1. Síntomas traumáticos en función del estadio evolutivo

Esta sintomatología puede variar en función del desarrollo evolutivo del niño, ya que es un
proceso en el que se producen grandes cambios en un corto espacio de tiempo. Por ello, para
ayudar a identificar lo que pueden ser reacciones normales ante un evento traumático, se han
diferenciado cuatro períodos temporales de edad estableciendo un paralelismo con las etapas
escolares en las que pueden prevalecer diferentes síntomas:

1. EDAD PREESCOLAR (2-5 años): Predominan en esta etapa las fantasías y los temores
a la separación o rechazo y los niños presentan comportamientos regresivos. Se
identifica otra sintomatología como:

— Incontinencia urinaria nocturna (secundaria).


— Miedo a la oscuridad.
— Apego a figuras de referencia (materna, paterna, cuidadores, etc.).
— Sentimientos de culpa.
— Terrores nocturnos.
— Alteraciones en el lenguaje (tartamudeo secundario).
— Alteraciones del apetito.
— Terror injustificado.
— Inquietud psicomotriz.
— Miedo al abandono.
— Ansiedad de separación.

2. EDAD ESCOLAR (5-11 años): Ya existe un entendimiento del concepto de muerte,


aunque todavía no un pensamiento abstracto completo. Los miedos y la ansiedad
predominan en este grupo, junto con las somatizaciones, y los síntomas se relacionarán
con las ansiedades de sus figuras de referencia:

— Somatizaciones (algias múltiples inespecíficas, cefaleas, abdominalgias, dolores


musculares).
— Alteraciones del apetito.
— Trastornos del sueño (insomnio, terrores nocturnos, pesadillas).
— Tristeza.
— Irritabilidad.
— Labilidad emocional.
— Aislamiento social.
— Conducta agresiva.
— Miedos irracionales.
— Actitud oposicionista-desafiante.
— Demanda de atención (rivalidad con pares).
— Absentismo escolar (pérdida de interés y dificultades de concentración).
— Comportamiento regresivo (enuresis, chuparse el dedo, hablar como un bebé...).

3. PREADOLESCENCIA (11-14 años): El adolescente se guía por las reacciones del


grupo de iguales:

— Alteraciones del sueño.


— Trastornos de conducta alimentaria.
— Oposición a figuras paternas.
— Abandono en la realización de tareas.
— Problemas en la escuela (peleas, aislamiento social, pérdida de interés, llamadas de
atención).
— Somatizaciones (dolores de cabeza, dolores leves, erupciones en la piel, problemas
gástricos).
— Pérdida de interés en las actividades sociales de su grupo.

4. ADOLESCENCIA (14-18 años): En esta edad prevalece el sentimiento de


independencia del grupo y surgen sentimientos tales como la venganza y el temor a
perder a familia y amigos. Para que los síntomas se consideren patológicos tienen que
interferir en el funcionamiento normal del adolescente:

— Problemas físicos no específicos (algias múltiples).


— Trastornos de conducta alimentaria.
— Alteraciones del sueño.
— Tristeza.
— Aislamiento social.
— Irritabilidad, oposicionismo, actos dirigidos a llamar la atención.
— Apatía y anergia.
— Desilusión, desesperanza.
— Temores irracionales.
— Comportamiento temerario, búsqueda de situaciones de riesgo.
— Déficits de atención en grado ligero (hipoprosexia).
— Minimización del problema, indiferencia.
— Anestesia afectiva.
— Sentimientos de minusvalía e inutilidad.

Otro objetivo fundamental, que no se puede obviar, en el proceso de evaluación es detectar


en el niño y adolescente los recursos que lo protegen frente a la adversidad, es decir, sus
comportamientos de resiliencia, y que se pueden activar ante una situación traumática.
En definitiva, el proceso de evaluación tiene que detectar: el tipo de evento traumático, su
origen, quién lo produce, su sintomatología asociada en función de la edad o estadio
evolutivo, diferenciar las reacciones normales, saludables y adaptativas ante la vivencia de un
evento estresante y determinar qué tipo de trastorno ha podido manifestarse, incluyendo la
posibilidad de que se haya desarrollado un complejo síndrome que requiere otro tipo de
intervención. Es determinante, pues, un proceso de evaluación multifactorial, multisituacional
y multidisciplinar.

2.2. Dos procesos de evaluación basados en la práctica aplicada

Creemos necesario destacar, antes de seguir avanzando, dos líneas de trabajo que nos
pueden ayudar a establecer un protocolo de evaluación para estos casos. En relación con la
infancia y adolescencia, Cook et al. (2005) proponen siete grupos de síntomas para el
diagnóstico de TEPT complejo que recogen las alteraciones que se producen cuando un niño
es expuesto a condiciones de riesgo graves y crónicas y desarrolla reacciones postraumáticas
complejas. Se incluyen las siete áreas que se establecen como afectadas, siendo fundamental
obtener datos en el proceso de evaluación que se planifique. Estas áreas pueden ser una guía
en la entrevista clínica y en la selección de los instrumentos y técnicas adecuados.
Por otra parte, a nivel nacional hay que destacar el proyecto PEDIMET (Proyecto de
Evaluación Diagnóstica y Tratamiento Psicológicos en Menores Tutelados) de la Comunidad
Murciana, que atiende a menores que han sufrido maltrato intrafamiliar crónico de tipo físico,
emocional y social (López-Soler, 2008). Lo más interesante, a nivel aplicado, de dicha
experiencia es que los diagnósticos que realizan en esas intervenciones describen múltiples
síntomas externalizantes en comorbilidad con sintomatología internalizante. Realizan además
una valoración de los síntomas centrales del TEPT complejo en menores maltratados y
elaboran un listado de 15 síntomas en menores entre 6 y 15 años en el que están presentes la
mayor parte de los indicadores, aunque se quedan en 14 porque uno de los síntomas no se da
en ninguno de los casos valorados. No podemos cuestionar su valor práctico aplicado y la
relevancia de la sintomatología que detectan, asociada a los diferentes casos evaluados.
Presentamos a continuación en tantos por ciento, la sintomatología asociada que detectan:

1. Alteración regulación afectos: 94,2 por 100.


2. Problemas relaciones acogedores/educadores: 73,5 por 100.
3. Alteraciones consciencia: 70,6 por 100.
4. Alteración regulación impulsos: 67,7 por 100.
5. Ansiedad: 67,5 por 100.
6. Alteración relación iguales: 64,7 por 100.
7. Alteraciones autopercepción: 61,8 por 100.
8. Desesperanza: 58,8 por 100.
9. Alteraciones percepción maltratadores: 51,7 por 100.
10. Depresión: 49,9 por 100.
11. Problemas relaciones de intimidad: 41,2 por 100.
12. Comportamientos autodestructivos/riesgo: 20,6 por 100.
13. Victimización: 17,6 por 100.
14. Autolesiones: 8,8 por 100.
15. Abuso de sustancias: 0 por 100.

2.3. Pautas generales a tener en cuenta en el proceso de evaluación

Planteamos a continuación unas líneas generales que nos deben servir de guía a la hora de
abordar la difícil tarea que nos compete, que no es otra que realizar un proceso de evaluación
fiable que pueda orientar el tratamiento y que dé respuesta a las necesidades de un niño que
pueda padecer un trauma en el desarrollo:

1. Profesionales clínicos cualificados. La evaluación debe ser realizada por un


profesional clínico que tenga conocimientos tanto de los procesos de desarrollo y
evolutivos como del trauma complejo. Sería conveniente un equipo multidisciplinar en
el que pudieran participar profesionales que tengan una atención directa sobre el niño,
como pediatras, profesionales de salud mental y del contexto escolar, etc., sin excluir a
otros expertos que pudieran estar atendiendo al niño por procesos legales o
administrativos, como pueden ser los equipos de los juzgados de menores o de los
servicios de protección de menores de la comunidad.
2. Planificar la evaluación y crear un ambiente seguro. Al comienzo del proceso de
evaluación hay que informar a los participantes del objetivo de la misma, de cómo se va
a proceder y cómo se van a utilizar los resultados obtenidos. El objetivo central es la
protección del niño y la confidencialidad de la familia. Es importante, cuando hablamos
de trauma producido por una figura cercana o de referencia, que todas las personas que
participen en la evaluación conozcan y entiendan los límites de la confidencialidad. Por
ello, y teniendo en cuenta que debe ser una evaluación multidisciplinar, o sea que
intervendrán diversos profesionales, no todos tienen que saberlo todo y hacer pasar el
niño por la situación de revivir reiteradamente las situaciones traumáticas, como sucede
en los procesos de abusos sexuales a menores. También es fundamental tener en cuenta
que puede que se inicie el proceso de evaluación, siendo partícipe en él la persona
responsable del suceso traumático. Hay que ser prudentes hasta detectar la fuente
traumática y, cuando se conozca, establecer una serie de contactos sin la presencia del
posibles responsables del trauma. De ahí que la planificación y la creación de un
ambiente cálido y seguro sean vitales en el inicio de la evaluación.
3. Diversidad de fuentes de información. El proceso de evaluación debe proporcionar
información de la percepción que tiene el niño, el cuidador o figuras de referencia, el
profesor y otros profesionales que interaccionan con el menor.
4. Diversidad de instrumentos de medida. Dado que no existe un instrumento que pueda
medir la diversidad sintomática, es necesario recopilar información mediante diversas
técnicas tanto cuantitativas como cualitativas. Nos referimos a entrevistas clínicas
individuales, observación del comportamiento en diversos contextos, medidas
estandarizadas para observadores externos y medidas de autoinforme. Es importante que
las medidas estandarizadas tengan buenas propiedades psicométricas en lo referente a
su validez y fiabilidad.
5. Determinar la relación entre el evento traumático y los procesos del desarrollo. Hay
que evaluar una amplia gama de eventos traumáticos determinando la relación que existe
entre cada acontecimiento traumático y cómo ha afectado a los diferentes estadios
evolutivos y de desarrollo en los que se encontraba el niño cuando se produjeron dichos
acontecimientos traumáticos.
6. Diversidad sintomatológica. Evaluar una amplia gama de síntomas (más allá del
trastorno de estrés postraumático), desde posibles conductas de riesgo hasta
alteraciones funcionales o procesos de desarrollo evolutivo; y, desde luego, es un
objetivo prioritario detectar los factores protectores o de resiliencia.
7. Determinar la relación entre los acontecimientos traumáticos y los
comportamientos de evitación, reexperimentación y las reacciones fisiológicas.
Relacionar los acontecimientos traumáticos vivenciados con los recuerdos traumáticos
que tiene el niño y que pueden estar produciendo sintomatología o conductas de
evitación, teniendo en cuenta que dichos recuerdos pueden tener su manifestación tanto
en la memoria explícita como a nivel fisiológico y/o emocional.
8. Evaluar a los niños a través del tiempo. Nos referimos a que debe ser una evaluación
continua ya que la manifestación de síntomas puede cambiar a medida que los niños se
desarrollan, tienen nuevas experiencias y pueden seguir estando expuestos a nuevos
estresores. Por otra parte, puede suceder que la familia no dé a conocer en los primeros
contactos de la evaluación toda la información pertinente, sobre todo cuando se trata de
eventos traumáticos. Por eso esta evaluación continua en el tiempo permitirá que se
vaya estableciendo progresivamente una mayor confianza entre el profesional y la
familia y/o el niño. También nos permitirá, cuando se inicie el proceso de tratamiento,
valorar si las intervenciones implementadas están dando respuesta a las necesidades
que tiene.
9. Equipo multidisciplinar. En la medida de lo posible, los resultados tienen que ser
revisados por un equipo multidisciplinar para llegar a unas conclusiones comunes y
hacer recomendaciones apropiadas. Se recomienda que los resultados de la evaluación
sean revisados y discutidos por, al menos, dos profesionales, que deben planificar de
forma conjunta el proceso de tratamiento.
10. Informar de los resultados y coordinar la intervención. Al finalizar el proceso de
evaluación, se compartirán y examinarán las conclusiones con las figuras de referencia
del niño, a las que se permitirá que realicen las preguntas que estimen oportunas, así
como que expresen sus propias reflexiones. Y se informará de los resultados, con sus
respectivas recomendaciones, a los diferentes servicios y/o profesionales que han
realizado algún tipo de intervención con el niño.
2.4. Una propuesta para la evaluación inicial del trauma en el desarrollo

Llegados a este punto, en el que hemos tenido de referencia dos líneas de trabajo
relevantes, la literatura más referenciada e importante publicada sobre este tema, las
recomendaciones que provienen de la experiencia clínica y, habiendo establecido un marco
general (incluidas una serie de pautas generales a tener en cuenta en el proceso de
evaluación), nos encontramos en condiciones de poder sugerir al lector una guía orientativa
como propuesta de evaluación que contempla los instrumentos que entendemos son adecuados
para obtener una información válida y fiable. Debemos disponer de instrumentos de detección
sencillos y de fácil aplicabilidad, así como sensibles y específicos, para iniciar el tratamiento
con la mayor brevedad posible y evitar la progresión de la psicopatología y de los trastornos
asociados al trauma complejo que se pueden producir en el desarrollo. La observación de
cualquiera de los síntomas expuestos con anterioridad en el entorno habitual del niño (casa,
colegio, etc.) en el punto 2.1 es la primera señal de alarma. Pero a veces la observación
clínica no es suficiente y necesitamos instrumentos de medida. Para ello diferenciaremos, en
función de los diversos factores descritos, una serie de instrumentos que consideramos
muestran una fiabilidad y validez que nos ayudarán a realizar dicho proceso de evaluación.

A) Determinando el valor de la amenaza

1. ¿Se ha detectado la situación que ha generado el trauma? Identifique y señale el tipo de


evento traumático que lo ha podido producir (tabla 7.2).

TABLA 7.2 (Descargar o imprimir)

Situación

Abuso físico.

Abuso sexual.

Abuso emocional (gritos, explotación y /o situaciones críticas y denigrantes).

Negligencia crónica (ignorar las necesidades físicas y/o emocionales del niño).

Ser testigo de violencia familiar o callejera.

Ser cuidado por padres que lo aterrorizan o que están aterrorizados.

Heridas físicas, condiciones y procedimientos médicos (quemaduras, enfermedades graves, etc.).

Accidentes dolorosos y que le hayan producido mucho miedo.

Desastre natural (terremotos, inundaciones).


Separación repetida de personas que le dan soporte emocional.

2. Si el menor sigue teniendo contacto con la amenaza que puede ser una figura de
referencia, planifique las medidas adecuadas para poder tener contactos con el niño o la
familia sin su presencia.
3. ¿Se ha prolongado la situación traumática durante mucho tiempo? Indique la edad en la
que ocurrió y durante cuánto tiempo se ha prologado (tabla 7.3).

TABLA 7.3 (Descargar o imprimir)

Edad de comienzo Duración

4. ¿Es un niño que está aislado o tiene una red familiar o de apoyo adecuada? Indique las
redes de apoyo (tabla 7.4).

TABLA 7.4 (Descargar o imprimir)

Redes de apoyo

5. En la siguiente tabla encontrará una serie de instrumentos de medida que le ayudarán a


detectar la sintomatología asociada a las vivencias traumáticas experimentadas.
Seleccione los que considere más adecuados (tabla 7.5).

TABLA 7.5

Áreas de
Instrumentos de medida
exploración

— Entrevista semiestructurada maltrato (Arruabarrena Madariaga, Ochotorena y De Paúl, 1994).


— Evaluación competencias a través entrevista semiestructurada (Díaz-Aguado, Martínez Arias, Segura
y Royo García, Niños con dificultades Socioemocionales. Instrumentos de Evaluación, 1995).
Exploración
— Escala de maltrato psicológico (Walker, 1984; adaptación Garriga et al., 2007).
general
— CBCL (Child Behavior Checklist; Achenbach, 1991). Validación española de Pedreira y Sardinero
(1997).
— YSR (Youth Self Report; Achenbach, 1991).

— Escala pediátrica de estrés emocional, PEDS (Saylor et al., 1999).


Estrés y — Índice de reactividad al estrés infanto-juvenil (IRE-IJ) (Pedreira-Massa, 1995).
estrés — CPSS (The Child PTSD Symptom Scale; Foa et al., 2001).
postraumático — CITES-R (Children’s Impact Traumatic Events Scale; Wolfe et al., 1991).
— IES (Impact of Event Scale; Horowitz, Wilner et Álvarez, 1979).
— SCARED-R (Escala abreviada de cribado del TEPT; Muris, 1997).
— Cuestionario de ansiedad estado-rasgo en niños, STAIC (Spielberger, 1990).
— Índice sensibilidad a la ansiedad en niños, CASI (Sandín y Chorot, 1997; Sandín et al., 2002).
Ansiedad,
— Cuestionario de depresión infantil, CDI (Kovacs, 1994).
depresión
— Síndromes CBCL/YSR.
— Cuestionario de depresión para niños, CDN (Sandín y Valiente, 1996).

Adaptación, — Test autoevaluativo multifactorial de adaptación infantil, TAMAI (Hernández, 1999).


socialización — BASC (Reynolds y Kamphaus). Adaptado por: González, Fernández, Pérez y Santamaría, 2004.

— Inventario expresión ira-rasgo niños y adolescentes, STAXI-NA (Del Barrio, Spielberger y Aluja,
1998).
Afectivo- — Escala de afecto positivo y negativo para niños y adolescentes, PANASN (Sandín et al., 1999).
emocional — Evaluación adaptación socioemocional niños y adolescentes (Díaz-Aguado, Martínez Arias, Segura y
Royo García, Niños con dificultades socioemocionales. Instrumentos de evaluación, 1995).
— Escala de experiencia disociativa (adaptada por Berstein y Putman, 1986).

Atención, — Tarea de STROOP (Test de colores y palabras; Golden, 2007).


consciencia — Subescalas TAMAI.

— Escala de resiliencia (Wagnild y Young, 1993).


— Escala de autoeficacia para niños (Bandura, 1990; Pastorelli, Caprara, Barbaranelli, Rola, Rozsa y
Variables
Bandura, 2001).
resiliencia
— ACS (Escala de afrontamiento para adolescentes; Rydenberg y Lewys, 1996).
— 1.ª parte CBCL/YSR BAS subescalas.

Adaptado de: Proyecto PEDIMET (Proyecto Evaluación Diagnóstica y Tratamiento Psicológicos en Menores Tutelados;
López-Soler, 2008).

6. Indique a continuación situaciones y síntomas que se han detectado en el niño (tabla


7.6):

TABLA 7.6 (Descargar o imprimir)

Indique de
forma
específica

— Escenas retrospectivas, flashbacks, sueños


Situaciones que provocan vívidos.
comportamientos — Reexperimentación del trauma.
desajustados/desproporcionados — Pesadillas relacionadas con el trauma.
— Anestesia afectiva.

— Bloqueo cognitivo.
Situaciones que provocan
— Incapacidad para recordar hechos.
comportamientos
— Incapacidad para recordar hechos relacionados
desajustados/desproporcionados
con el trauma.

— Ansiedad ante hechos que recuerdan el trauma.


Comportamientos evitación/escape — Miedo irracional a sitios o lugares extraños.
— Aislamiento sociofamiliar.
— Absentismo escolar.

— Hipersensibilidad al medio, con reacciones


irracionales de sobresalto ante hechos mínimos.
— Reacciones explosivas, accesos de ira.
Reacciones fisiológicas de hiperactivación
— Distraibilidad o labilidad de la atención
y/o hipoactivación
(hipoprosexia).
— Alteraciones del sueño.
— Inquietud psicomotriz.

7. Valore qué alteraciones de las que se presentan a continuación se manifiestan en el niño,


cuáles han sido temporales (como reacciones de defensa y normalidad ante la situación
traumática sufrida) y cuáles siguen estando presentes por su intensidad y duración en el
tiempo (adaptado de Cook et al., 2005) (tabla 7.7).

TABLA 7.7 (Descargar o imprimir)

Reacción Reacción
adaptativa traumática

Desconfianza y suspicacia hacia las figuras afectivas o de


referencia.

Dificultades en la aceptación de normas y límites.

Aislamiento social.
Apego
Dificultades en las relaciones interpersonales con iguales.

Dificultades en la aceptación y regulación de los estados


emocionales de los demás.

Dificultades para tomar una adecuada perspectiva de las figuras y


de las relaciones afectivas.

Dificultades y/o retraso en el desarrollo psicomotor.

Dificultades en el tono/balance, coordinación.

Biología Analgesia.

Somatizaciones.

Incremento de enfermedades médicas.

Dificultades para reconocer sus propios estados internos.


Regulación Dificultades para reconocer/expresar emociones.
afecto
Dificultades para regular sus estados emocionales.

Dificultades para comunicar deseos y necesidades.

Manifiesta estados alterados de consciencia.

Despersonalización, desrealización.

Disociación Amnesia.

Dos o más estados de consciencia.

Dificultades para recordar sucesos que ha vivido.

Pobre regulación impulsos.

Comportamientos autodestructivos.

Oposicionismo.

Agresividad hacia otros.


Control
Dificultades para comprender/aceptar normas.

Dificultades para tranquilizarse.

Sumisión excesiva.

Dificultades o problemas con el juego.

Dificultades atencionales.

Dificultades en las funciones ejecutivas.

Falta de curiosidad mantenida en el tiempo.

Dificultades en el procesamiento de información nueva.


Cognición
Dificultades para concentrarse en tareas complejas.

Dificultades para ser constante en un objetivo.

Dificultades en la planificación y anticipación.

Baja comprensión de responsabilidades.

Dificultades aprendizaje.

Cognición Dificultades en el desarrollo del lenguaje.


Dificultades en la orientación del tiempo y el espacio.

Percepción del yo alterada.

Pobre sentido de separación.

Autoconcepto Imagen corporal alterada.

Baja autoestima.

Vergüenza y culpa.

8. Identifique qué necesidades básicas en la infancia, que caracterizan su buen trato, se han
podido ver afectadas o no desarrolladas a consecuencia de la situación traumática
(adaptado de López Sánchez, 2008) (tabla 7.8).

TABLA 7.8 (Descargar o imprimir)

Afectada No afectada

Alimentación.

Temperatura.

Higiene sueño.
Necesidades físico-biológicas
Actividad física (ejercicio y juego).

Salud.

Ambiente ecológico adecuado.

Estimulación sensorial.

Exploración física y social.

Necesidades cognitivas Escolarización.

Comprensión de la realidad física y social.

Protección de riesgos imaginarios.

Seguridad emocional.

Red de relaciones sociales.


Necesidades emocionales y sociales
Participación y autonomía progresivas.

Curiosidad, imitación y contacto.


9. Realice una valoración del trauma justificando qué factores o síntomas han determinado
el grado de gravedad (tabla 7.9).

TABLA 7.9 (Descargar o imprimir)

Leve Moderado Severo Grave

Justificación:

B) Determinando la controlabilidad de los estímulos/situaciones y los recursos para


afrontarlos

1. De los síntomas que ha identificado con anterioridad en el punto 9, indique en cuáles de


ellos tiene percepción de control y sobre todo especifique qué herramientas de
afrontamiento le son útiles y funcionan para disminuir el grado de sufrimiento (tabla
7.10).

TABLA 7.10 (Descargar o imprimir)

Síntomas Percepción control (Sí-No) Comportamientos/herramientas adaptativos

2. De las alteraciones que ha identificado con anterioridad en el punto A7, indique cuáles
de ellas provocan un alto grado de sufrimiento y no tiene percepción de poder
afrontarlas (tabla 7.11).

TABLA 7.11 (Descargar o imprimir)

Alteraciones Percepción control (Sí-No) Comportamientos/herramientas inadaptativos

3. Identifique qué potencialidades o comportamientos de resiliencia se han detectado en el


niño partiendo del modelo de florecimiento adolescente de Oliva (2008), en el que se
recogen las competencias que pueden incrementar la probabilidad de conseguir un
desarrollo saludable en la infancia y adolescencia (tabla 7.12).

TABLA 7.12 (Descargar o imprimir)

Presente No
presente

Capacidad de análisis crítico.

Capacidad de pensamiento analítico.


Área cognitiva(competencias
Creatividad.
cognitivas)
Capacidad de planificación y revisión.

Capacidad para tomar decisiones.

Empatía.

Reconocimiento y manejo de las emociones de los


demás.

Conocimiento y manejo de las propias emociones.


Área emocional
Tolerancia a la frustración.
(competencias emocionales)
Optimismo y sentido del humor.

Empatía.

Reconocimiento y manejo de las emociones de los


demás.

Autoestima.

Autoconcepto.

Autoeficacia y vinculación.
Área desarrollo personal
Autocontrol.
(competencias personales)
Autonomía personal.

Sentido de pertenencia.

Iniciativa personal.

Compromiso social.

Responsabilidad.

Prosocialidad.
Área moral
(competencias morales)
Justicia.

Igualdad (género, social...).

Respeto a la diversidad.
Respeto a la diversidad.

Asertividad.

Habilidades relacionales.
Área social
Habilidades para la resolución de conflictos
(competencias y habilidades
interpersonales.
sociales)
Habilidades comunicativas.

Asertividad.

C) Tomando decisiones

1. Teniendo en cuenta que en los casos de trauma se ha evidenciado que pueden ir


apareciendo nuevos datos significativos que pueden no aparecer al comienzo de la
evaluación o generarse nuevas situaciones de estrés, indique la temporalidad con la que
revisará su evaluación (tabla 7.13).

TABLA 7.13 (Descargar o imprimir)

Fechas revisión Factores a analizar

2. Tras el estudio de todos los factores que se han ido analizando, indique a continuación
qué componentes clave tiene que programar en su intervención en función de los tres
factores que se presentan a continuación (para ello es recomendable que el lector
realice una lectura comprensiva del proceso de intervención que encontrará en
apartados posteriores del capítulo) (tabla 7.14).

TABLA 7.14 (Descargar o imprimir)

Vínculos afectivos Comportamientos autorregulación Competencias

3. Por último, indique qué profesionales (médicos, educadores, psicólogos, etc.) y


personas de referencia del niño deben participar en la toma de decisiones, qué funciones
y objetivos tendrá cada uno de ellos y quién/es llevarán la coordinación del proceso de
tratamiento y/o intervención.

3. MODELO DE INTERVENCIÓN EN EL TRAUMA COMPLEJO


En este apartado sobre intervención, expondremos un modelo integrador y flexible para los
casos de menores víctimas de trauma complejo.
Hasta hace pocos años no contábamos con un tratamiento específico para el trauma
complejo en la infancia. Los primeros abordajes de las manifestaciones mostradas por los
niños víctimas de maltrato físico, psicológico y emocional en su entorno familiar se llevaron a
cabo mediante técnicas de exposición, que constituían el tratamiento de elección para estos
casos desde las terapias cognitivo-conductuales. Las manifestaciones del trauma complejo
eran entendidas como trastorno por estrés postraumático (TEPT) y por tanto eran tratadas con
las mismas técnicas de exposición utilizadas con veteranos de guerra, víctimas de violencia de
género, agresiones sexuales, acoso escolar, desastres naturales o terrorismo (Foa y Meadows,
1997; Foa y Rothbaum, 1998). Las técnicas de exposición descritas por Foa y Rothbaum para
el trastorno por estrés postraumático se centran en los pensamientos y reacciones emocionales
asociados a los recuerdos del acontecimiento traumático. Estas técnicas se han mejorado con
la tecnología de «realidad virtual», que permite la reexperimentación de situaciones asociadas
al trauma en un entorno simulado digitalmente.
En general, la intervención que se hace con niños víctimas de trauma complejo en su
infancia incluye al menos la atención de tres necesidades fundamentales:

1. Necesidad de establecer una relación afectivamente segura con una figura adulta de
referencia.
2. Necesidad de reconstruir y elaborar su historia pasada y las vivencias traumáticas
dando sentido a lo vivido y a las emociones y pensamientos relacionados.
3. Necesidad de expresar y hablar sobre las experiencias vividas para integrarlas en la
construcción de su identidad personal.

Con el avance en la definición del trauma complejo se han ido desarrollando paralelamente
modelos de tratamiento específicos para las personas víctimas de trauma complejo en la
infancia; tal es el caso del modelo de apego, autorregulación y competencia (ARC; Blaustein y
Kinniburgh, 2010) (figura 7.3).
Figura 7.3.—Componentes a trabajar según el modelo ARC (Blaustein y Kinnigurgh, 2010).

Modelo de tratamiento ARC (apego, autorregulación y competencia) de Blaustein y


Kinniburgh
Los protocolos estructurados que se utilizan en contextos muy controlados permiten al
clínico estudiar los objetivos de intervención para síntomas concretos con poblaciones
específicas, pero el reto está en trasladar esos protocolos a la realidad de los contextos
clínicos en los que la variabilidad de características que presentan los casos es muy alta. Las
personas menores de edad víctimas de trauma pueden presentar complejos conjuntos de
síntomas que los protocolos existentes no recogen adecuadamente; además los clínicos se
resisten a utilizar formatos de tratamiento demasiado estructurados que no ofrezcan respuesta a
las necesidades reales de intervención que presentan estas personas. Se da además la
circunstancia de que muchos niños víctimas de trauma complejo no reciben tratamiento clínico
individualizado sino que suelen recibir atención inespecífica en el contexto escolar, en centros
de acogimiento residencial, en servicios sociales o en centros sanitarios.
En el campo de la intervención psicológica se ha comenzado a reconocer el valor de la
identificación de componentes de tratamiento clave en lugar de aplicar intervenciones de
manera estándar a todos los pacientes. El marco de tratamiento de apego, autorregulación y
competencia (ARC) se diseñó para incorporar un modelo de componentes clave. Estos
componentes para el tratamiento del trauma complejo se han extraído de la revisión de la
literatura sobre impacto del trauma complejo, así como de los factores de resiliencia para las
personas víctimas de esas experiencias. Uno de los intereses principales del modelo ARC es
que los componentes de tratamiento que identifique sean transversales a los distintos contextos
de intervención. Así, los principios del modelo ARC se pueden aplicar individualmente en el
entorno familiar, con cuidadores exclusivamente o con cuidadores y menores conjuntamente.
Asimismo, los objetivos de intervención se pueden trabajar en grupos terapéuticos o en
contextos más naturales, como el aula, integrando los objetivos de la intervención en el
currículum o como unidades didácticas. Hasta el momento se ha utilizado en centros de
tratamiento, escuelas hogar, centros de internamiento para menores, programas de acogimiento
familiar terapéutico, centros de día para jóvenes, casas de acogida para personas sin casa y en
entornos clínicos públicos o privados.
Cada profesional y cada persona son diferentes. La excelencia en el tratamiento incluye una
combinación de ciencia y algo de arte, y hay pocos modelos que reconozcan el valor de la
flexibilidad. El buen trabajo terapéutico incluye una buena evaluación de las necesidades de la
persona y de sus fortalezas, identificación de los objetivos de tratamiento y flexibilidad para
aproximarse a estos objetivos de la manera que mejor funcione para cada persona en
particular en un momento concreto.
El modelo ARC aporta un marco de intervención flexible que pretende combinar la
evidencia científica con la adaptación a la realidad que nos encontramos en la atención
clínica.

¿Qué es ARC?
Es un modelo basado en componentes de tratamiento que identifica tres áreas
fundamentales de intervención para niños y adolescentes víctimas de trauma y su sistema de
cuidadores: apego, autorregulación y competencia (Blaustein y Kinniburgh, 2010).
Dentro de estos tres componentes fundamentales se identifican nueve bloques de
intervención. Un décimo objetivo de intervención, el de integración de la experiencia
traumática, implica la integración de todos los demás objetivos, incluyendo recursos externos
y habilidades individuales.

3.1. Apego

En todas las culturas el sistema de cuidados, aunque se defina de distintas maneras,


constituye el contexto fundamental para un desarrollo saludable. Un sistema de apego seguro y
sano puede amortiguar el impacto de estresores altamente traumáticos (Cohen y Mannarino,
2000), mientras que un sistema de apego disfuncional puede ser por sí mismo un riesgo
significativo (Wakschlag y Hans, 1999). Dado el papel que cumple el apego en el desarrollo,
parece crucial plantearse como objetivo el sistema de cuidados que tiene el niño cuando se
trabaja con menores y familias víctimas de trauma. Muchos jóvenes víctimas de trauma
complejo se han expuesto a un amplio abanico de sistemas de cuidadores que pueden incluir a
los padres biológicos o familiares, padres de acogida o adoptivos, profesores, educadores de
los centros de acogimiento y técnicos de los servicios de protección de menores entre otros. A
continuación presentaremos los bloques de intervención relacionados con el apego.

3.1.1. Manejo del apego por parte del cuidador

Las habilidades de los cuidadores para apoyar al niño o niña a la hora de afrontar
estresores son un predictor clave del desarrollo. Esta habilidad está determinada por la que
éstos presenten para manejar sus propias experiencias. En este bloque de intervención se
aborda:

a) Cómo influye en el desarrollo del niño el manejo del afecto por parte del cuidador.
b) Los factores que inciden en la capacidad del cuidador para manejar la experiencia
emocional.
c) El papel crucial de apoyo que desempeñan los cuidadores.
d) Las habilidades básicas a trabajar en las personas del sistema de cuidadores, dentro de
las cuales estarían:

— Psicoeducación sobre la naturaleza del trauma y normalización de la respuesta del


cuidador.
— Desarrollo de habilidades de automonitorización del cuidador.
— Desarrollo de habilidades de manejo del afecto por parte del cuidador.
— Mejora de los apoyos con los que cuenta el cuidador.
Figura 7.4.

3.1.2. Sintonía

Sintonizar es la capacidad de los cuidadores para interpretar correctamente las señales del
niño y responder apropiadamente. Hay dos errores primarios que los adultos podemos cometer
al interpretar las señales que emite el niño: equivocarnos al leer todas las señales como un
todo o responder a las conductas manifiestas en lugar de descifrar el mensaje emocional que
subyace a la conducta.
Los niños que han experimentado trauma temprano significativo pueden tener especial
dificultad para comunicar sus sentimientos, deseos y necesidades de manera eficaz. En este
segundo objetivo de intervención se enfatiza la particular importancia de construir una sintonía
apropiada en el sistema de cuidadores de los niños víctimas de trauma complejo. Las
habilidades básicas y áreas en las que se focaliza la intervención en este estadio incluyen:

a) Psicoeducación sobre la importancia que tiene estar pendiente del niño o niña.
b) Psicoeducación sobre los desencadenantes del trauma y su expresión.
c) Desarrollo de un repertorio para comprender lo que el niño comunica (convertirse en un
«detective de las emociones»).
d) Desarrollo de habilidades de escucha reflexiva.

3.1.3. Respuesta consistente

Aunque no hay una manera correcta de educar, la literatura científica coincide en la


importancia de que las respuestas que se les dan a los niños sean consistentes: los niños
responden mejor cuando las reglas están claras, las comprenden y las consecuencias del
entorno o de los adultos son en cierto grado predecibles. No obstante, en el caso de los niños
víctimas de trauma complejo, estas pautas se complican. Estos niños, al haberse desenvuelto
en un ambiente no consistente, suelen ejercer un control muy rígido para adquirir cierto sentido
de seguridad y suelen mostrarse resistentes o confusos ante las reglas impuestas. Las
actuaciones educativas típicas pueden desencadenar fuertes respuestas en los niños con
desregulación emocional. Los cuidadores, por su parte, pueden mostrarse reacios a imponer
consecuencias a menores que han sido maltratados o pueden ser excesivamente restrictivos
para mantener a los menores seguros. Muchos cuidadores han experimentado traumas
significativos en sus familias de origen y pueden no tener desarrollado un modelo de
educación consistente.
Con este objetivo de intervención se persigue precisamente construir un repertorio
consistente en las respuestas de los cuidadores a los niños. Para ello se combinan técnicas
educativas conductuales clásicas (por ejemplo, establecer límites, uso de reforzamiento
positivo y elogios) con educación sobre el papel que desempeña la respuesta al trauma. Se
anima a los cuidadores a poner en práctica estas estrategias hasta identificar cuál funciona
mejor en cada caso, con especial énfasis en el proceso completo más que en la técnica en sí
misma. Es esencial que los cuidadores tengan éxito en la aplicación de estas técnicas y
aumente así su maestría como educadores.

3.1.4. Rutinas y rituales

Las rutinas confieren al día a día un sentido de coherencia y predecibilidad, de manera que
romper una rutina puede hacer que nos sintamos desconcertados. Los niños y familias
expuestos a trauma complejo suelen haber vivido marcados por el caos y lo impredecible. En
la medida en que sus vidas continúen siendo impredecibles, estos niños invertirán un
porcentaje importante de su energía en mantenerse alertas ante el posible peligro. Aumentando
la predecibilidad generamos un sentido de seguridad y permitimos a los niños relajarse y
centrar sus energías en el desarrollo saludable en lugar de en la supervivencia.
Para fomentar el desarrollo de rutinas se discute cuáles son básicas para el desarrollo
saludable. Las rutinas deseables en casa se ejemplifican en sesión y en las actividades
cotidianas que se llevan a cabo en los distintos contextos.

3.2. Autorregulación

Como se ha mencionado anteriormente, el trauma en el desarrollo tiene un impacto


significativo en la regulación de la experiencia fisiológica, emocional, conductual y cognitiva
de los niños. Éstos están afectados por los fallos en el sistema de apego, por el impacto del
estrés significativo en los sistemas de regulación y por la combinación de los dos. Como
resultado debemos trabajar con niños que tienen desregulada su experiencia interna y limitada
su habilidad para comprenderla, identificarla y expresarla. Veamos los bloques de
intervención relacionados con la autorregulación.

3.2.1. Identificación de emociones

Los menores, víctimas de trauma complejo, suelen desconectar de su experiencia


emocional y física. En el contexto de un sistema de cuidadores que no proporciona una
adecuada reflexión y un lenguaje para los estados emocionales, muchos niños y niñas tienen
dificultades en la identificación y diferenciación de emociones («me siento mal»), presentan
además una falta de consciencia de los estados físicos y emocionales («no sé cómo me
siento») y de comprensión de la conexión entre las emociones y las experiencias que las
provocan («no sé por qué me siento así»). Para regular la experiencia emocional y fisiológica
de manera saludable, los niños deben primero tener algún grado de consciencia y comprensión
de los estados internos.
Los objetivos de esta intervención incluyen:

a) Construir un vocabulario de las emociones. Ejercicios de identificación de emociones


en uno mismo y en los demás. Conectar las emociones con sensaciones corporales,
pensamientos y conductas. Comprender la relación entre las emociones y los factores
internos y externos.
b) Proporcionarles psicoeducación sobre la respuesta humana de alarma y los
desencadenantes del trauma.
c) Normalizar la experiencia de tener emociones mezcladas.
Figura 7.5.

3.2.2. Modulación

El trauma complejo se cobra un peaje significativo sobre la capacidad de los niños para
regular de manera eficaz la experiencia fisiológica y emocional. El estrés crónico e intenso
expone a los niños a niveles de activación crónicamente altos y desregulados. Los sistemas de
cuidado, que normalmente actúan como amortiguadores y reguladores externos, pueden sufrir
daños dejando al niño solo en la lucha con la experiencia emocional y fisiológica extremas.
Muchos niños se adaptan para manejar su experiencia, pero esta adaptación puede dejarles
vulnerables para los siguientes retos.
Este bloque de intervención tiene por objetivo fortalecer las habilidades necesarias para
mantener los niveles óptimos de activación, expandir su «zona de confort» y ser capaces de
tolerar un rango amplio de experiencias emocionales. Las intervenciones concretas en este
bloque son:

a) Desarrollar la comprensión de los distintos grados de los sentimientos.


b) Fomentar la facilidad para tolerar y moverse a través de distintos estados de activación
usando estrategias que aumenten o disminuyan de manera clara los niveles de
activación.
c) Elaborar «cajas de herramientas de los sentimientos» con los niños y niñas que incluyan
estrategias y actividades dirigidas a trabajar las emociones.

3.2.3. Expresión del afecto

Compartir la experiencia emocional es un aspecto clave en las relaciones humanas. Cuando


alguien no se siente cómodo compartiendo aspectos de sí mismo, resulta difícil crear
relaciones íntimas o con frecuencia satisfacer las necesidades básicas. Muchos niños que han
experimentado trauma tienen problemas con la habilidad para expresar su experiencia interna
de manera eficaz. Los primeros intentos de mostrar esa experiencia es probable que fuesen
seguidos de ira, rechazo o indiferencia. Estos niños comprenden rápidamente que compartir
emociones puede hacerlos vulnerables y aprenden a esconder o cerrar la puerta a esta
experiencia interna en un intento de adquirir mayor control sobre su entorno. Como resultado,
estos niños o bien fallan para comunicar su experiencia interna por completo o comunican sus
emociones y necesidades de manera ineficaz. Con el tiempo, y debido a la ausencia de
modelos apropiados y de experiencias en la construcción de relaciones efectivas, los chicos
expuestos al trauma pueden quedar dañados en su comprensión de cómo construir relaciones
seguras.
El objetivo primordial de este bloque de intervención es proporcionar a los niños
habilidades que les ayuden a compartir de manera efectiva y segura su experiencia emocional
con otras personas de manera que puedan satisfacer sus necesidades emocionales. Las
intervenciones concretas en este bloque son:

a) Facilitar la identificación de recursos de comunicación seguros.


b) Usar de modo efectivo esos recursos, incluyendo la forma de «escoger su momento»
para iniciar la conversación.
c) Practicar estrategias efectivas de comunicación no verbal, incluyendo manejo del
espacio personal y sus límites, tono de la voz y contacto ocular.
d) Utilizar estrategias de comunicación verbal (sin dejar de trabajar el uso de frases que
comiencen por «yo»).
e) Construir un repertorio de estrategias de expresión sobre sí mismo.

3.3. Competencia

Y, por último, el objetivo con los niños y familias con las que vamos a trabajar es construir
recursos internos y externos que permitan un desarrollo continuado y saludable y un
funcionamiento positivo en las distintas áreas de competencia como las relaciones sociales, la
participación en la comunidad y el compromiso académico. Estos objetivos de intervención
destacan por un lado la importancia de que los niños alcancen maestría y éxito emocional y
adquieran las herramientas para continuar funcionando como constructores activos de sus
vidas y el desarrollo y consolidación de un sentido positivo y coherente de sí mismos. Aunque
la construcción de una competencia para el desarrollo se suele abordar como un aspecto
complementario en las terapias centradas en el trauma, en el modelo ARC es considerado un
componente de tratamiento fundamental para niños expuestos a trauma en el desarrollo
temprano.

3.3.1. Función ejecutiva

Entre las tareas más importantes para un niño pequeño está desarrollar el sentido de que es
él el que dirige su vida, es decir, la percepción de que él mismo tiene la habilidad para influir
en el mundo. Esa sensación de dirigir su propia vida se desarrolla cuando puede intentar,
hacer y elegir. Hasta cierto punto este sentido descansa en el desarrollo de habilidades
apropiadas de función ejecutiva, es decir, las habilidades cognitivas alojadas en el córtex
prefrontal que nos permiten ejercer control sobre nuestras actuaciones, demorar las respuestas,
anticipar las consecuencias, evaluar los resultados y tomar decisiones activamente. Para los
niños expuestos al trauma crónico, el continuo «modo de alarma» de sus cerebros puede hacer
que no se desarrollen adecuadamente los controles prefrontales; de hecho la investigación
demuestra daños en la función ejecutiva de estos niños, comparados con otros de la misma
edad no expuestos a traumas (Beers y De Bellis, 2002) (Mezzacappa y Earls, 2001).
Las intervenciones concretas en este bloque son:

a) Desarrollo de habilidades de solución de problemas, incluida la habilidad de evaluar


situaciones, respuestas de inhibición y toma de decisiones.
b) Distinción entre acción y reacción: desarrollo de consciencia de la elección.

3.3.2. Autodesarrollo e identidad

La conformación de un sentido coherente y positivo del yo suele ocurrir a lo largo del


desarrollo: los niños internalizan gradualmente las respuestas típicas de los otros y del
ambiente; incorporan experiencias en distintas áreas y comienzan a integrar valores, opiniones
y otros atributos; los adolescentes exploran y construyen su yo de manera muy activa,
desarrollando un sentido de identidad cada vez más complejo y matizado y la consciencia de
las posibilidades de futuro. Los niños más pequeños expuestos al trauma crónico con
frecuencia internalizan experiencias negativas y valores sobre sí mismos. La experiencia
puede ser fragmentada y hacerse «estado-dependiente». Para muchos niños traumatizados no
existe el sentido de futuro, sino un número de «ahoras» inconexos.
Las intervenciones concretas en este bloque van dirigidas a fomentar cuatro aspectos del yo
y de la identidad personal:

a) El yo único implica una exploración y celebración de los atributos personales,


incluyendo lo que le gusta y no gusta de sí mismo, los valores, opiniones, normas en la
familia, cultura, etc.
b) El yo positivo incluye el desarrollo de recursos internos y la identificación de fortalezas
y éxitos.
c) El yo coherente enfatiza el examen del yo a través de múltiples aspectos de la
experiencia: el yo antes y después del trauma, el yo con los padres biológicos versus los
adoptivos o acogedores y la expresión del yo versus el yo percibido.
d) Construcción de la capacidad del niño para imaginar al yo en el futuro y explorar las
posibilidades.

3.4. Integración de la experiencia traumática

El objetivo final en el marco del modelo ARC es la integración de la experiencia


traumática. Las experiencias pasadas suelen interferir en o anular la capacidad de los niños de
implicarse activamente en su vida actual. La influencia de la experiencia pasada se pone de
manifiesto en forma de recuerdos intrusivos, emociones asociadas, cogniciones, estados
fisiológicos y modelos del yo y de los otros, así como en la aparición de estados del yo
fragmentados y sus correspondientes patrones de funcionamiento provocados por temas
relacionados con las experiencias traumáticas durante las primeras etapas de la infancia.
En este bloque final se recuperan una serie de habilidades y recursos ya trabajados a lo
largo de los nueve bloques descritos, orientando ahora la intervención a desarrollar una
comprensión integrada y coherente del yo y de la capacidad para comprometerse en su vida
presente. La integración de los recuerdos específicos por un lado y de los estados
fragmentados del yo por otro se enmarca en un proceso que ocurre a lo largo de todo el
tratamiento y que se encaja en el sistema de cuidadores.

Reflexiones desde la cuna: A modo de epílogo


Ésta es la historia verídica de una joven que espera, noche tras noche, que alguien la
comprenda y sepa ayudarla a actuar frente a su drama personal. Ana (nombre ficticio) es una
niña-mujer de 13 años que vivió hasta los ocho en una familia muy desestructurada junto a su
hermano mayor. Su padre biológico era alcohólico, maltrataba físicamente a la madre casi a
diario y las palabras que dirigía a sus dos hijos, día sí y al siguiente también, estaban cargadas
de ira, reproche, odio y desamor. Actuaba con sus hijos de una manera errática y explosiva: a
veces les daba órdenes y normas y al rato siguiente ya estaba cambiando de criterio. Los dos
hermanos vivían paralizados por el miedo ya no sabían qué hacer para contentar y complacer a
su padre y evitar que éste les dedicara palabras de desaliento y azotes de venganza que él
achacaba a la necedad de sus hijos. La madre, cuando intuía la llegada de su marido,
preparaba a sus hijos rogándoles que mostraran su mejor cara y que expresaran mucha ilusión
y regocijo ante su presencia, y les advertía que de esta forma escaparían un día más de la
amenaza dolorosa de una familia azotada. Una historia triste a la espera de un nuevo capítulo
que albergue esperanzas, serenidad y destino. En definitiva, una vida esperando el empuje de
la resiliencia.
Actualmente Ana es una joven ruidosa, que estuvo durante muchos años escondida —los
años más cruciales para su desarrollo cerebral, corporal, cognitivo, emocional— bajo una
armadura de comportamientos rígidos para así protegerse de su propia familia.
A los ocho años fue acogida por una familia de clase media alta y separada de su hermano;
comenzó entonces a vivir en un entorno protector donde ya no eran necesarios sus escudos,
pero ya no supo quitárselos, y sus padres de acogida no entendían cómo en lugar de ponerse un
pijama para dormir se ponía una armadura oxidada.
El ruido aparente de Ana oculta un silencio atronador noche tras noche. Ana ya no es Ana,
es Anita. Una niña pequeña, asustada, huidiza, paralizada y complaciente. Ana no puede
dormir porque Anita no la deja. La oscuridad la transporta a aquellas noches infernales de su
infancia más frágil, cuando esperaban la llegada del páter familias y el comienzo de los
azotes, los llantos y las súplicas de su madre, implorando que el castigo fuera leve y que los
niños recibieran el mínimo posible. Ana vive, revive y vuelve a vivir estas imágenes y el
cuerpo se le estremece, se le agita, no puede respirar, suda y los escalofríos recorren toda su
existencia; las piernas están paralizadas, no puede moverse, y aparece un profundo sentimiento
de culpa que corroe su mente y su estima. Siempre la misma pregunta: ¿Por qué no hice nada
por ayudar a mi madre?
Un Pasado aterrador y un Futuro desolador distorsionan su Presente. Esperamos que la
infancia marque, pero no enmarque el destino de esta joven. La integridad actual de Ana, que
tiene todas las condiciones para vivir con ropa ligera, sin armadura, se disocia cada noche
esperando la mañana.
Este capítulo, que así concluye, pretende concienciar al lector de que hay niños
esperándonos para sacarlos del país de nunca jamás y poder devolverlos a un presente
esperanzador. Esto lo podremos conseguir si los adultos, que tenemos la obligación moral,
técnica y familiar, somos conscientes del dolor silencioso incrustado en los niños del maltrato
y nos preparamos e instruimos para poder ayudar a que estos niños puedan volverse
tentetiesos, es decir, esos muñequitos con una base semiesférica pesada que a pesar de ser
empujados por la adversidad son capaces de volver a su estado de equilibrio. Sólo entonces
se habrán convertido en niños y jóvenes resilientes que sabrán sacarle el aroma y el sabor a la
vida que se merecen vivir.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F
1. El trauma complejo o el trauma en el desarrollo presenta características que no están suficientemente
reconocidas e investigadas.

2. El modo en el que reaccionamos ante el peligro depende de dos aspectos esenciales: la valoración primaria y la
valoración secundaria.

3. Una infancia saludable lleva asociados, entre otros, dos pilares maestros para el adecuado desarrollo: el
establecimiento de un vínculo de apego estable con las figuras de referencia y un correcto proceso de
socialización.

4. Los síntomas principales del TEPT son: reexperiencia del evento, evitación persistente de estímulos asociados
al trauma o embotamiento e hiperactivación fisiológica.

5. Es necesaria una evaluación continua en el tiempo ya que la manifestación de síntomas puede cambiar a
medida que los niños se desarrollan, tienen nuevas experiencias y pueden seguir estando expuestos a nuevos
estresores.

6. La intervención que se hace con niños víctimas de trauma complejo incluye al menos la atención de tres
necesidades fundamentales: necesidad de establecer una relación afectivamente segura con una figura adulta
de referencia, la necesidad de reconstruir y elaborar su historia pasada y vivencias traumáticas y la necesidad
de expresar y hablar sobre las experiencias vividas e integrarlas en la construcción de su identidad.

7. El modelo de tratamiento ARC está basado en componentes de tratamiento que identifican tres áreas
fundamentales de intervención para niños y adolescentes: apego, autorregulación y competencias.

8. El modelo ARC aporta un marco de intervención flexible que pretende combinar la evidencia científica con la
adaptación a la realidad que nos encontramos en la atención clínica.

9. Los menores víctima de trauma complejo han aprendido a internalizar experiencias y valores negativos sobre sí
mismos y eso les impide desarrollar un sentido del yo coherente y positivo.

10. El trauma en el desarrollo tiene un impacto significativo en la regulación de la experiencia fisiológica,


emocional, conductual y cognitiva de los niños.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

V V V V V V V V V V

BIBLIOGRAFÍA
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8
Violencia intrafamiliar y resiliencia en niños y
adolescentes
PEDRO JAVIER AMOR ANDRÉS
ENRIQUE ECHEBURÚA ODRIOZOLA

1. INTRODUCCIÓN

La resiliencia (la resistencia al estrés y a la adversidad) es la capacidad del ser humano


para responder positivamente ante una grave contrariedad, es decir, el proceso de adaptación
positiva a sucesos de vida desafiantes o traumáticos. La resiliencia supone la presencia de dos
componentes: a) resistir a la adversidad y b) transformar las situaciones adversas en
oportunidades de desarrollo y crecimiento. Asimismo el afrontamiento resiliente tiene que ver
con la presencia de fortalezas en las habilidades de regulación emocional y en las habilidades
prosociales (Howell, 2011).
Como se puede observar en la vida cotidiana, hay personas que se muestran resistentes a la
aparición de síntomas clínicos tras la experimentación de un suceso traumático. Ello no quiere
decir que no sufran un dolor subclínico ni que no tengan recuerdos desagradables, sino que, a
pesar de ello, son capaces de hacer frente a la vida cotidiana y pueden disfrutar de otras
experiencias positivas (Avia y Vázquez, 1998; Seligman, 1999).
De igual modo ocurre con los niños y adolescentes que han observado violencia de pareja
o han sido objeto de maltrato infantil. No todos los niños maltratados experimentan problemas;
hay niños que logran una buena adaptación a los diferentes contextos interpersonales en los
que interactúan, y afrontan con buen pronóstico de evolución las situaciones estresantes.
Conocer la resiliencia en niños maltratados requiere el examen de factores genéticos, del
apego y de las interacciones entre los genes y el ambiente (Houshyar y Kaufman, 2005).
En general, el alcance del daño psicológico está mediado por la gravedad del suceso, el
daño físico o el grado de riesgo sufrido, la mayor o menor vulnerabilidad de la víctima, la
posible concurrencia de otros problemas actuales (a nivel familiar y escolar/laboral, por
ejemplo) y pasados (historia de victimización), el apoyo social existente y los recursos
psicológicos de afrontamiento disponibles. Todo ello configura la mayor o menor resistencia
de la víctima al estrés (Echeburúa y Amor, en prensa). A su vez, todos los factores de riesgo y
de protección interactúan de forma variable en cada caso y configuran las diferencias
individuales que se constatan entre las víctimas de un mismo hecho traumático.
En definitiva, la experiencia del suceso traumático en el niño puede sensibilizarle y hacerle
más vulnerable ante sucesos negativos posteriores o, por el contrario, ayudarle a desarrollar
estilos de afrontamiento maduros para hacer frente a las contrariedades de la vida.
Por otra parte, la resiliencia, entendida como un proceso dinámico, puede darse en los
niños que han sufrido maltrato infantil, referido no tanto a un atributo de la persona sino a un
ajuste positivo bajo circunstancias de reto o desafío (Morelato, 2011a).
En este capítulo se aborda la resiliencia en niños que han observado maltrato de pareja o
han sufrido directamente diferentes formas de maltrato infantil, debido a que, por una parte, un
elevado porcentaje de niños o adolescentes que son testigos de violencia contra la pareja
también son objeto de maltrato infantil y, por otra, que rara vez el maltrato infantil aparece
como una tipología «pura» (Morelato, 2011a).
Por último, cabe señalar que los padres que agreden a sus parejas y/o a sus hijos no son
conscientes del daño que hacen a su desarrollo psicoafectivo y social (problemas de
autoestima, autoconcepto, regulación emocional, etc.).
Los objetivos que se pretenden con este capítulo son los siguientes:

a) Delimitar las características de la violencia de pareja y las consecuencias que produce


en los niños y adolescentes que han estado expuestos a ella o que también han sufrido
directamente diferentes formas de maltrato infantil.
b) Describir los principales factores de riesgo y de protección relacionados con la
resiliencia en los menores que viven en un contexto de violencia de pareja.
c) Presentar algunos de los tratamientos psicológicos para niños y adolescentes que han
estado expuestos a violencia de pareja o han sufrido maltrato infantil en el hogar,
destacando aquellos dirigidos a fomentar la resiliencia.

2. VIOLENCIA CONTRA LA PAREJA Y CONSECUENCIAS PSICOPATOLÓGICAS


EN LOS NIÑOS Y ADOLESCENTES

La exposición a la violencia doméstica (o intrafamiliar) es una experiencia compleja que


tiene múltiples facetas. Dentro del concepto de violencia familiar se incluye un amplio rango
de actos violentos y agresivos hacia un miembro de la familia, es ejercida por otro miembro
de la esfera familiar y puede tener la forma de maltrato de pareja, maltrato infantil y maltrato
hacia los padres (Chan y Yeung, 2009).
En este trabajo se hace referencia fundamentalmente a los estudios relacionados con niños
y adolescentes que han estado expuestos a violencia dentro de la pareja (entre sus padres o
cuidadores), incluyendo también a aquellos menores que además han sido o podido ser
víctimas directas de maltrato.
Figura 8.1.

2.1. Exposición a la violencia de pareja en niños y adolescentes

Aunque no hay una definición totalmente unánime de lo que significa exposición a la


violencia de pareja en niños y adolescentes, ésta se da cuando los menores son conscientes,
observan o son testigos de la violencia entre sus padres (Evans, Davies y DiLillo, 2008).
Dentro de esta definición, cabe tanto la violencia unidireccional —del padre hacia la madre o
de la madre hacia el padre— como la violencia bidireccional (agresiones entre ambos
miembros de la pareja). Además, se incluye también la violencia que puede darse entre
parejas del mismo sexo.
La exposición a la violencia de pareja podría entenderse como un tipo más de
victimización que sufren los menores que viven en ese entorno familiar. Ser consciente, ver u
oír cómo uno de los padres agrede al otro física o psicológicamente, cómo le humilla, le
insulta, etc., a lo largo del tiempo iría más allá de lo que se denomina víctima indirecta del
maltrato. De hecho es considerado un tipo de victimización crónica en la medida en que los
episodios de violencia se prolongan a lo largo del tiempo.
A su vez, entre el 33 y el 48 por 100 de hogares en los que hay violencia de pareja también
es probable que los niños y adolescentes sufran directamente diferentes formas de maltrato
(Wekerle, Wall, Leung y Trocmé, 2007). Al margen de que hay que concretar si se trata de una
violencia unidireccional o bidireccional y el alcance de la frecuencia, tipo y gravedad de las
conductas violentas, estos aspectos deben tenerse en cuenta al planificar la evaluación y el
tratamiento de los menores que viven en contextos familiares violentos.

2.2. Consecuencias psicopatológicas en niños y adolescentes en contextos de


violencia contra la pareja

La exposición a la violencia intrafamiliar afecta negativamente a los niños y adolescentes


en forma de problemas emocionales, conductuales e interpersonales. Asimismo, las
consecuencias del maltrato infantil representan un alto riesgo para el desarrollo evolutivo de
los niños/as, quienes evidencian dificultades en casi todas las fases del ciclo vital (Morelato,
2011a).

2.2.1. Principales consecuencias psicopatológicas en niños y adolescentes


expuestos a violencia de pareja

Según diferentes estudios de revisión (Chan y Yeung, 2009; Evans et al., 2008), existe una
relación significativa entre la exposición a la violencia de pareja en niños y adolescentes y el
padecimiento de diferentes problemas interiorizados (ansiedad, depresión, preocupaciones) y
exteriorizados (ira y conductas antisociales), así como de sintomatología traumática (Moylan,
2010).
Otras consecuencias de la exposición a la violencia de pareja son la presencia de baja
autoestima, retraimiento social, escasas habilidades de afrontamiento, dificultades en el
control de impulsos y regulación emocional, así como peor desempeño académico en
comparación con niños no maltratados (Moylan et al., 2010; Morelato, 2011a).
Según Chan y Yeung (2009), la sintomatología del trastorno de estrés postraumático
(TEPT), así como los problemas interiorizados y exteriorizados, son los que se ven más
afectados por la exposición a la violencia intrafamiliar. No obstante, hay una gran variabilidad
en cuanto al ajuste de los niños expuestos a violencia familiar.

2.2.1.1. Trastorno de estrés postraumático


Los niños que han estado expuestos a la violencia doméstica tienden a sufrir síntomas
traumáticos, tales como la reexperimentación intrusiva del suceso traumático en forma de
sueños o flashbacks, una respuesta de alarma exagerada y síntomas de evitación emocional
(Evans et al., 2008).
Según el DSM-5 (American Psychiatric Association, 2013), el TEPT puede aparecer
cuando la persona ha sufrido una grave agresión física, violencia/abuso sexual o una amenaza
para su vida, bien de forma directa (en sí misma), bien de forma indirecta (en algún familiar).
Dentro de esta definición se incluye tanto a los menores que han sufrido maltrato infantil como
a aquellos que han estado expuestos a violencia dentro del ámbito familiar. Los niños testigos
de violencia interparental muestran significativamente peores consecuencias que niños testigos
de otras formas de violencia destructiva (Kitzmann, Gaylord, Holt y Kenny, 2003).
Son cuatro los aspectos nucleares presentes en este cuadro clínico: 1) síntomas intrusivos o
reexperimentación del suceso traumático en forma de pesadillas y de imágenes y de recuerdos
repetitivos e involuntarios; 2) evitación conductual y cognitiva de los lugares o recuerdos
asociados al hecho traumático; 3) alteraciones negativas en la cognición y cambios en el
estado de ánimo, y 4) alteraciones en la activación y la reactividad, en forma de dificultades
de concentración, irritabilidad, problemas para conciliar el sueño, etc. (tabla 8.1).

TABLA 8.1

Síntomas nucleares del trastorno de estrés postraumático según el DSM-5 (APA, 2013; modificado)

Síntomas intrusivos:

1. Recuerdos intrusivos desagradables, recurrentes e involuntarios del suceso traumático.


2. Sueños desagradables y recurrentes en los que el contenido y/o el afecto del sueño están relacionados con el suceso
traumático.
3. Reacciones disociativas (por ejemplo, flashback) en las que la persona siente o actúa como si el suceso estuviera
ocurriendo de nuevo. Tales reacciones pueden ocurrir en un continuo, siendo la pérdida completa de conciencia del
ambiente presente la expresión más extrema.
4. Malestar psicológico intenso o prolongado cuando la persona se expone a estímulos internos o externos que simbolizan o
recuerdan algún aspecto del acontecimiento traumático.
5. Marcada reactividad fisiológica cuando la persona se expone a estímulos internos o externos que simbolizan o recuerdan
algún aspecto del acontecimiento traumático.

Síntomas de evitación persistente de los estímulos relacionados con el suceso traumático:

1. Evitación o esfuerzos para evitar recuerdos, pensamientos o sentimientos desagradables estrechamente relacionados con
el suceso traumático.
2. Evitación o esfuerzos para evitar elementos externos (personas, lugares, conversaciones, actividades, objetos, situaciones)
que activan recuerdos, pensamientos o sentimientos desagradables relacionados con el suceso traumático.

Alteraciones negativas en las cogniciones y el estado de ánimo asociadas al suceso traumático:

1. Incapacidad para recordar alguno de los aspectos importantes del suceso traumático (normalmente debido a la amnesia
disociativa y no a otros factores tales como lesiones en la cabeza o consumo de alcohol o drogas).
2. Creencias o expectativas negativas persistentes y exageradas o sobre uno mismo, los otros o el mundo (por ejemplo, «soy
malo», «no se puede confiar en nadie», «el mundo es completamente peligroso»).
3. Distorsiones cognitivas persistentes sobre la causa o consecuencias del suceso traumático que llevan a la persona a
culparse a sí misma o a culpar a los otros.
4. Estado emocional negativo persistente (por ejemplo, miedo, horror, ira, culpa o vergüenza).
5. Disminución marcada del interés o de la participación en actividades significativas.
6. Sensación de distanciamiento o de extrañeza respecto a los demás.
7. Incapacidad persistente para experimentar emociones positivas (por ejemplo, felicidad, satisfacción o sentimientos
amorosos).
Hiperactivación y reactividad exageradas relacionadas con el suceso traumático:

1. Conducta irritable y explosiones de ira (en ausencia de provocación) habitualmente expresadas como agresión verbal o
física hacia las personas u objetos.
2. Conducta autodestructiva o imprudente.
3. Hipervigilancia.
4. Respuesta de alarma exagerada.
5. Dificultades de concentración.
6. Alteraciones del sueño (por ejemplo, insomnio o sueño poco reparador).

Aunque los cuatro síntomas nucleares del TEPT son los mismos para todas las edades,
existen diferencias en el contenido de algunos síntomas y también en el número de ellos
requerido para el diagnóstico de este cuadro clínico. En la figura 8.3 se indica el número de
síntomas específicos a considerar dentro de cada grupo de edad, así como los requeridos para
el diagnóstico del TEPT. Específicamente, para los niños de seis años o menos se requieren al
menos cuatro síntomas de los 16 establecidos y distribuidos según lo indicado en la figura 8.3;
en cambio, para las personas de siete años o mayores se requieren al menos seis síntomas de
los 20 establecidos y que estén distribuidos de una forma específica. Asimismo, para el
diagnóstico del TEPT se requiere, por una parte, que el suceso traumático produzca un estrés
clínicamente significativo y una interferencia grave en el desarrollo de la vida cotidiana, y,
por otra, que los síntomas se prolonguen durante más de un mes.

Figura 8.2.
Habitualmente, más allá de las reacciones inmediatas —malestar emocional generalizado,
aislamiento, pérdida de apetito, insomnio, etc.—, que tienden a remitir a las pocas semanas,
las víctimas pueden experimentar síntomas de ansiedad y de depresión, con una pérdida de
autoestima y una cierta desconfianza en los recursos propios para encauzar la vida futura. Por
otra parte, aquellos menores que se autoinculpan pueden verse dañados en su autoestima y
tener más dificultades para la readaptación emocional posterior. Todo ello puede llevar a una
reducción de la actividad social y lúdica de los menores y, en último término, a una
disminución de la capacidad para disfrutar de la vida (Foa y Riggs, 1995).

2.2.1.2. Trastornos y problemas interiorizados y exteriorizados


Como ya se ha comentado previamente, los niños y adolescentes expuestos a violencia de
pareja con frecuencia experimentan diferentes problemas o trastornos interiorizados y
exteriorizados (Evans et al., 2008; Moylan et al., 2010).

Figura 8.3.—Síntomas requeridos para el diagnóstico del trastorno de estrés postraumático según el DSM-5 en función de la
edad (APA, 2013).

Los trastornos interiorizados se refieren a la tendencia a expresar estrés hacia adentro; en


contraste, los trastornos exteriorizados describen la tendencia a expresar estrés hacia fuera
(Cosgrove et al., 2011). Ahora bien, trastornos interiorizados y exteriorizados pueden darse
simultáneamente. Por ejemplo, la irritabilidad puede traducirse en reacciones agresivas,
normalmente dirigidas a los familiares (a quienes tienen más próximos y cuentan con una
mayor capacidad de aguante) o hacia sí mismos (en forma de ideas de suicidio, de abuso de
alcohol o incluso de adopción de conductas de riesgo) (Echeburúa, 2004).
En la figura 8.4 se muestran algunos de los trastornos interiorizados y exteriorizados más
frecuentes en los niños y adolescentes que han estado expuestos a violencia de pareja.

a) Trastornos interiorizados
Los problemas interiorizados en niños y adolescentes expuestos a violencia de pareja
tienen que ver fundamentalmente con trastornos del estado de ánimo (depresión mayor y
distimia) y con diferentes trastornos de ansiedad, tales como diferentes problemas fóbicos,
ansiedad generalizada y ansiedad de separación.
Los trastornos del estado de ánimo se caracterizan por la presencia de tristeza, vacío o
ánimo irritable, acompañado por cambios somáticos y cognitivos que afectan
significativamente a la capacidad funcional del individuo (DSM-5, APA, 2013). Además de la
depresión mayor y de la distimia (forma más crónica de depresión en la que los síntomas se
mantienen durante más de un año en niños), se incluye un nuevo cuadro clínico denominado
trastorno de estado de ánimo disruptivo y no regulado, caracterizado por explosiones de ira
recurrentes y severas que se manifiestan verbal o conductualmente y que son
desproporcionadas en intensidad o duración a los estímulos provocadores. Estos síntomas
están presentes durante más de 12 meses y se producen en diferentes contextos (por ejemplo,
en casa, en la escuela y con el resto de los niños). Este cuadro clínico tiene una gran
comorbilidad con el trastorno oposicionista desafiante (pero no al revés) y también presenta
un alto riesgo de problemas conductuales de forma similar a los trastornos exteriorizados.
Todos los trastornos de ansiedad se caracterizan por la presencia de miedo y ansiedad
excesivos, así como por problemas de conducta relacionados. En cambio, se diferencian entre
sí por los tipos de objetos o situaciones que inducen miedo, ansiedad o evitación conductual,
así como por la ideación cognitiva. De todos ellos, uno de los que más se ha relacionado con
la exposición a la violencia intrafamiliar es el trastorno de ansiedad de separación, que tiene
que ver con un miedo o ansiedad excesivos relacionados con separarse de las figuras de apego
y que es inapropiado a la etapa del desarrollo en la que se encuentran los niños o
adolescentes. Algunos de los síntomas tienen que ver con un estrés excesivo y recurrente al
anticipar o experimentar la separación de casa o de las figuras de apego principales,
preocupaciones excesivas y persistentes sobre la pérdida de las figuras de apego principales o
posibles daños que pudieran sufrir (enfermedades, heridas, catástrofes o muerte), temor a
alejarse o a dormir fuera de casa, miedo a quedarse solo en casa, pesadillas repetidas
relacionadas con el tema de la separación y quejas habituales de síntomas físicos. El miedo, la
ansiedad o la evitación son persistentes y se prolongan al menos cuatro semanas en niños y
adolescentes.

Figura 8.4.—Trastornos interiorizados y exteriorizados que pueden presentarse en menores expuestos a violencia contra la
pareja.

Por su parte, el trastorno de ansiedad generalizada se caracteriza por una excesiva


ansiedad y preocupación sobre los acontecimientos de la vida cotidiana, que la persona ve
difícil controlar. Los síntomas más habituales son los siguientes: 1) agitación o nerviosismo;
2) cansancio; 3) dificultades de concentración; 4) irritabilidad; 5) tensión muscular, y 6)
problemas relacionados con el sueño.
Por último, el trastorno obsesivo-compulsivo, relacionado estrechamente con los
trastornos de ansiedad, se caracteriza por la presencia de obsesiones y/o compulsiones. Las
obsesiones son pensamientos persistentes y recurrentes, deseos o imágenes que son
experimentados como invasivos o indeseados. A su vez, las compulsiones son conductas
repetitivas o actos mentales que una persona siente que debe realizar en respuesta a una
obsesión o según unas reglas que deben ser aplicadas rígidamente.

b) Trastornos exteriorizados
Los problemas exteriorizados en niños expuestos a violencia de pareja tienen que ver
fundamentalmente con diversos trastornos de conducta, del control de impulsos y disruptivos
—por ejemplo, el trastorno oposicionista desafiante— y con el trastorno por déficit de
atención con hiperactividad. A su vez, en adolescentes es más frecuente la presencia de
síntomas que pueden ser precursores de un futuro trastorno de personalidad antisocial.
El trastorno por déficit de atención con hiperactividad se caracteriza por un patrón de
inatención y/o de hiperactividad-impulsividad que interfiere en el funcionamiento o desarrollo
normal. Pueden darse los dos grupos de síntomas o haber un mayor predominio de los
síntomas de inatención —por ejemplo, mostrar dificultades para mantener la atención en
tareas o tener la mente en otro lugar— o de hiperactividad e impulsividad, tales como
moverse en exceso, levantarse del asiento cuando se debería permanecer sentado o mostrar
dificultades para realizar actividades de ocio tranquilas.
Por otra parte, las personas que tienen el trastorno oposicionista desafiante o el trastorno
de conducta muestran problemas de autocontrol emocional y conductual que se manifiestan en
comportamientos que violan los derechos de los demás y/o llevan a la persona a un conflicto
con las normas sociales o con las figuras de autoridad. Las conductas de las personas que
tienen el trastorno oposicionista desafiante suelen ser de menor gravedad que las
características del trastorno de conducta, y no suelen agredir a personas o animales, ni destruir
la propiedad o manifestar un patrón de robo o engaño. El trastorno de conducta, si comienza
antes de los 10 años y viene acompañado de un trastorno por déficit de atención con
hiperactividad y de ciertas alteraciones en el desarrollo (abuso infantil, crianza inestable,
disciplina inconsistente), predispone en la vida adulta al desarrollo de un trastorno de
personalidad antisocial.
El trastorno de personalidad antisocial, diagnosticado a partir de los 18 años y con
antecedentes de trastornos de conducta en la infancia, se caracteriza por un patrón persistente
de desprecio y violación de los derechos de los demás y se puede manifestar en síntomas tales
como no ajustarse a las normas sociales, falsedad, mentiras repetidas, engaño a los demás
para beneficio propio o por diversión, impulsividad, agresividad (implicación en peleas),
desprecio por la seguridad de uno mismo o la de los demás, irresponsabilidad y falta de
remordimiento por las malas conductas.
Figura 8.5.

En este sentido, los niños que han estado expuestos a violencia intrafamiliar son capaces de
generar actitudes que justifican el uso personal de la violencia y son más proclives a agredir
físicamente y a tener más problemas de conducta y comportamientos delictivos (Moylan et al.,
2010). A su vez, los padres que se comportan violentamente enseñan a sus hijos que la
agresión es una herramienta poderosa y apropiada para las relaciones interpersonales y
pueden influir negativamente en el desarrollo de la empatía en los niños (McPhedran, 2009).

2.2.1.3. Otros problemas


Aunque las potenciales consecuencias negativas derivadas de la exposición a la violencia
intrafamiliar son muchas y variadas, es conveniente destacar al menos dos problemas que
están relacionados entre sí: el apego y la regulación emocional.
Por una parte, los niños que han sido testigos de violencia intrafamiliar o que han sufrido
directamente maltrato infantil tienen una mayor probabilidad de desarrollar un estilo de apego
inseguro, en especial de tipo desorganizado, que la población normativa (Gewirtz y Edleson,
2007). Además, el maltrato del padre hacia su pareja daña el sentido de seguridad y de
protección del niño con respecto a su madre, genera miedo al daño físico y facilita la
incorporación en el menor de un modelo negativo de representación interna de las figuras de
apego, lo que puede generar problemas de socialización y déficits en sus habilidades sociales
(Morelato, 2011a).
Por otra parte, la victimización infantil puede estar relacionada con déficits en la
regulación emocional (Kulkarni, Pole y Timko, 2013), con menos representaciones positivas
de las madres, menos imágenes positivas de sí mismos y menos comprensión de las
situaciones emocionales (Gewirtz y Edleson, 2007).
Por ello, los menores expuestos a violencia intrafamiliar pueden mostrar problemas para
modular sus sentimientos, conductas y respuestas fisiológicas ante determinadas situaciones y,
en definitiva, verse afectados en su funcionamiento en la vida diaria (Howell, 2011). A su vez,
tener una baja regulación emocional, sobre todo de la ira y del miedo, está relacionada con
problemas de conducta exteriorizados y bajos niveles de comportamientos prosociales
(Rydell, Berlin y Bohlin, 2003).

3. FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN RELACIONADOS CON LA


RESILIENCIA EN NIÑOS Y ADOLESCENTES EN CONTEXTOS DE VIOLENCIA
CONTRA LA PAREJA

La resiliencia está inhibida por los factores de riesgo y promovida por los factores de
protección (Zolkoski y Bullock, 2012). Desde esta perspectiva, es fundamental conocer los
factores de riesgo del desarrollo de consecuencias perjudiciales para los niños y adolescentes
que observan violencia de pareja y/o que sufren maltrato infantil, así como los factores
protectores de esas consecuencias negativas. El conocimiento de estos factores va a facilitar
el desarrollo de programas de prevención.
El resultado de la compleja interacción entre los factores de riesgo y de protección es lo
que va a dar lugar a una mayor vulnerabilidad o a una respuesta resiliente que permita dar
continuidad al desarrollo del niño o adolescente (Morelato, 2011a).
Existen múltiples formas de clasificar los factores de riesgo y de protección en este ámbito.
Unas clasificaciones son más generales al dividir los factores de riesgo y de protección en
biológicos (o internos) y ambientales (o externos). Sin embargo, el modelo ecológico de
Bronfenbrenner permite integrar los diferentes factores de riesgo y de protección dentro de un
esquema multisistema (macrosistema, exosistema, mesosistema, microsistema, ontosistema y
cronosistema).
En este capítulo se describen, por una parte, los factores de riesgo, diferenciando entre
factores predisponentes (o variables pretrauma), factores precipitantes (correspondientes al
suceso traumático) y factores de mantenimiento (o variables postraumáticas); y, por otra, los
factores de protección, que se exponen en función de tres niveles: individual, familiar y
ambiental.

3.1. Factores de riesgo

Desde una perspectiva global, existen diferentes factores de riesgo biológicos y


ambientales que pueden disminuir la resiliencia en niños y adolescentes (Zolkoski y Bullock,
2012). Entre los factores biológicos se encuentran defectos congénitos y el bajo peso al nacer
—que pueden estar relacionados con madres que han tenido un embarazo difícil o con madres
con problemas adictivos—, que repercuten negativamente sobre el recién nacido. Entre los
factores ambientales destacan la pobreza, el bajo nivel educativo de los padres y los
conflictos familiares, las experiencias vitales negativas (como la violencia intrafamiliar) y la
discriminación racial, así como la acumulación de diferentes factores de riesgo.
Muchos de los factores de riesgo son factores de vulnerabilidad, que se definen como
rasgos endógenos inherentes a la persona y duraderos que incrementan la probabilidad de
desarrollar un trastorno particular (Ingram y Price, 2009; Bomyea, Risbrough y Lang, 2012).
Dentro del contexto del maltrato infantil, sin duda, el principal factor de riesgo es el
cuidador violento (Morelato, 2011a). Se da aquí la paradoja de que precisamente quien debe
velar por el cuidado y la protección familiar, transmitir afecto, inculcar valores a sus hijos,
establecer un buen vínculo afectivo, etc., es quien maltrata, aterroriza y desestabiliza
emocionalmente a toda la familia.
Asimismo existen múltiples factores predisponentes, precipitantes y mantenedores de las
consecuencias derivadas de la exposición a la violencia dentro del ámbito familiar. Unos
factores de riesgo y de vulnerabilidad tienen que ver con aspectos previos al sufrimiento del
suceso traumático; otros están vinculados al suceso traumático y finalmente otro conjunto de
factores de riesgo dificultan el afrontamiento del suceso traumático (tabla 8.2).

TABLA 8.2

Factores de riesgo y vulnerabilidad en niños y adolescentes en contextos de violencia intrafamiliar (De Young,
Kenardy y Cobham, 2011; Echeburúa y Corral, 2009)

— Diversos factores biológicos del desarrollo (bajo peso al nacer, diferentes enfermedades,
Factores etc.).
predisponentes — Personalidad vulnerable (elevado grado de neuroticismo, baja resistencia al estrés, escasos
(pretrauma) recursos de afrontamiento, mala adaptación a los cambios, etc.).
— Estrés acumulativo.

— Nivel de exposición al suceso traumático.


Factores precipitantes
— Gravedad del suceso traumático (modelo dosis/efecto o modelo dosis/dependiente).
(suceso traumático)
— Intensa respuesta emocional ante el suceso traumático.

— Culparse por el suceso traumático o por la violencia existente.


Factores de
— Hacerse preguntas sin respuesta o buscar explicaciones imposibles de obtener.
mantenimiento
— Falta de apoyo social.
(postrauma)
— Problemas en la cohesión familiar.

Entre los factores predisponentes se incluyen diversos factores de vulnerabilidad, tanto


biológicos como psicológicos, así como otros de riesgo, tales como la exposición previa a
algún trauma o haber sufrido múltiples sucesos traumáticos. Algunos de los factores de
vulnerabilidad biológica tienen que ver con etapas muy tempranas en el desarrollo del niño
(alrededor del primer año de vida), tales como el bajo peso al nacer o haber sufrido diferentes
enfermedades —ictericia, vómitos, diarrea, infecciones, problemas de sueño, llanto frecuente,
pobre ganancia de peso, nerviosismo, etc.— que les harían más propensos a desarrollar el
TEPT ante un suceso traumático (Famularo, Fenton, Kinscherff y Augustyn, 1996).
Otro conjunto de factores de riesgo se relaciona con la denominada «personalidad
vulnerable»: elevado grado de neuroticismo, baja resistencia al estrés, escasos recursos de
afrontamiento, mala adaptación a los cambios, estilo cognitivo propenso a ver amenazas en el
ambiente, valoración negativa y sesgos sobre uno mismo, los demás y el mundo, etc. (Bomyea
et al., 2012).
Por último, un factor de riesgo destacado es la presencia de psicopatología previa en el
niño o adolescente (sobre todo trastornos de ansiedad) o en alguno de los padres
(especialmente si la madre padece o ha padecido el TEPT). En estos casos el niño maltratado
tiene el doble de riesgo de sufrir el TEPT que cuando la madre no presenta ningún cuadro
clínico (Costello, Erkanli, Fairbank y Angold, 2002).
Por otra parte, los principales factores precipitantes tienen que ver con el suceso
traumático y la respuesta emocional inmediata que se da en la persona que lo sufre. Así,
existiría un mayor riesgo de consecuencias psicopatológicas cuando el suceso traumático es
grave y el niño o adolescente se expone a la observación o vivencia de esa violencia con
carácter crónico (y no meramente puntual), como ocurre en este tipo de violencia. A su vez,
cuando la reacción emocional del niño o adolescente es intensa, existiría un mayor riesgo de
consecuencias psicopatológicas.
Otro conjunto de factores mantenedores de las consecuencias psicopatológicas derivadas
de la observación o vivencia de violencia de pareja en el hogar tienen que ver
fundamentalmente con la falta de apoyo social y familiar. También es más difícil para los
niños y adolescentes afrontar el trauma cuando se culpan de la violencia existente o se hacen
preguntas sin encontrar respuestas.
Finalmente, hay que tener en cuenta, por una parte, que estos factores están en constante
interacción y deben considerarse de forma dinámica e integrada. Por ejemplo, el suceso
traumático puede dañar la red de apoyo social de la persona o incitar al niño a buscar el
aislamiento. Y, por otra parte, es importante el momento del desarrollo en que el maltrato
ocurre (Morelato, 2011a).

3.2. Factores de protección

Los factores protectores son atributos de una persona o contexto que predicen mejores
resultados o consecuencias, particularmente en situaciones de alto riesgo (Wright y Masten,
2005). Los factores protectores alteran las respuestas ante eventos adversos de manera que los
potenciales resultados negativos pueden ser evitados o disminuidos o bien pueden ser
promovidos los aspectos positivos (Zolkoski y Bullock, 2012).
Para conceptualizar mejor los diferentes factores de protección se han planteado varios
modelos, entre los que destacan la psicopatología del desarrollo y la aproximación ecológica
(Howell, 2011). En estos modelos se alude al carácter interactivo entre el individuo y su
ambiente y a los diferentes sistemas en los que se pueden incluir los distintos factores de
protección: ontosistema, microsistema, mesosistema, exosistema, macrosistema (que irían
desde factores internos hasta factores externos o ambientales que influyen en el individuo y
potencialmente en la resiliencia) (Morelato, 2011b).
Según Zolkoski y Bullock (2012), desde una perspectiva global los factores de protección
se pueden clasificar en torno a características individuales (autorregulación, autoconcepto,
nivel de desarrollo de la persona, sistema de creencias, habilidades de diferente índole, etc.),
condiciones familiares, tales como el estilo de crianza, la estructura familiar, las relaciones
de pareja, la cohesión familiar, las interacciones de apoyo entre padres e hijos, el apoyo
social y un nivel estable y adecuado de ingresos económicos, y, finalmente, apoyo
comunitario, referido a los programas de intervención y prevención temprana, la
accesibilidad a buenos servicios de salud, las oportunidades económicas, los recursos para el
tiempo libre y la vinculación religiosa, así como el apoyo en la comunidad de vecinos
(Benzies y Mychasiuk, 2009). Estos factores protectores pueden actuar de diferentes maneras
según las etapas del desarrollo. A continuación se indican los principales factores protectores
en aquellos niños y adolescentes que han observado violencia de pareja o sufrido directamente
maltrato infantil (tabla 8.3).

TABLA 8.3

Factores protectores asociados a la resiliencia en niños y adolescentes en contextos de violencia intrafamiliar


(Houshyar y Kaufman, 2005; Howell, 2011; Morelato, 2011b)

Niveles Factores protectores

Personal — Plasticidad cerebral.


— Inteligencia, creatividad y madurez cognitiva.
— Apego seguro o funcional.
— Empatía, expresividad social y emociones positivas.
— Autoestima y autoconfianza.
— Autocontrol.
— Habilidades cognitivas de solución de problemas.
— No culparse por la violencia observada o sufrida.
— Autoeficacia social.
— Atractivo para los demás en apariencia y personalidad.
— Implicación en actividades sociales positivas.
— Aspiraciones educativas.
— Espiritualidad.

Familiar — Capacidad de las madres para afrontar con efectividad las situaciones adversas.
— Buena relación madre-hijo.
— Buena salud mental de las madres.
— Crianza efectiva y formas de violencia de menor gravedad.
— Adecuada organización familiar (flexibilidad, cohesión y recursos económicos y sociales).
— Cuidador estable, que ofrezca apoyo y respuestas emocionales positivas.
Ambiental — Entorno comunitario estable (familia extensa, escuela, ámbito religioso, etc.).
— Experiencias positivas al realizar actividades curriculares y extracurriculares.

a) Nivel personal
Algunos factores protectores son neurobiológicos y madurativos, tales como la plasticidad
cerebral, que está asociada a la inteligencia, la creatividad y la madurez cognitiva. Disponer
de más recursos cognitivos permite a los menores desarrollar un mayor número de estrategias
de afrontamiento ante diferentes circunstancias, así como una mayor capacidad para generar
alternativas de solución a los problemas planteados (Morelato, 2009).
Otro factor determinante es el tipo de apego que el niño establece con sus padres. Las
figuras de apego en la infancia ejercen dos funciones esenciales en el desarrollo: constituirse
en base de seguridad y ser puerto de refugio. Por ello, las personas con un estilo de apego
seguro desarrollan una autoestima positiva, generan un patrón de expectativas positivas ante
las relaciones interpersonales (intimidad, sociabilidad, autonomía emocional, etc.) y son más
resistentes a los sucesos traumáticos. Por el contrario, las personas con un estilo de apego
inseguro (de tipo ansioso, ambivalente o evitativo) son más vulnerables ante las adversidades
de la vida cotidiana. Aunque sea difícil en un contexto en el que hay violencia intrafamiliar, lo
adaptativo sería disponer de un estilo de apego seguro con el progenitor no maltratante o bien
un apego funcional con otro adulto cercano que posibilite amortiguar las consecuencias del
maltrato (Morelato, 2011a).
Otros factores de protección —que tienen que ver también con aspectos emocionales y con
la valoración que la persona hace de sí misma— son la empatía, la capacidad para expresar
emociones positivas, la autoestima, el autocontrol y las habilidades cognitivas de solución de
problemas. En general, este conjunto de factores protectores están relacionados, entre otros
aspectos, con una disminución de las conductas problemáticas y de la sintomatología ansiosa y
depresiva, así como con mejores procesos atribucionales ante la violencia y con mayores
niveles de ajuste psicosocial, control de impulsos, percepción de control ante determinados
eventos de su vida y capacidad para generar posibles soluciones (Morelato, 2011a; Pynoos,
Steinberg y Wraith, 1995).
Algunos de estos factores individualmente pueden tener una gran influencia en la resiliencia
y en diferentes áreas relevantes para el desarrollo adaptativo de los niños y adolescentes. Así,
estar dotado de una buena inteligencia puede facilitar que la persona tenga éxito en el ámbito
escolar o disponer de una elevada autoeficacia social puede contribuir a conseguir mayor
apoyo social.
A su vez, muchos de estos factores de protección pueden actuar de forma sinérgica y
reforzar la resiliencia en menores expuestos a la violencia de pareja. Por ejemplo, los niños
con alta autoestima pueden realizar mejores atribuciones acerca de las razones del maltrato
del que son objeto, evitando la internalización de autopercepciones negativas (Morelato,
2011a).
Asimismo hay otros aspectos del menor que pueden amortiguar la violencia, como por
ejemplo sentirse querido por los demás, mostrar espiritualidad o implicarse en aficiones,
conductas solidarias o actividades sociales positivas (Howell, 2011).

b) Nivel familiar
Dentro de un contexto en el que hay violencia intrafamiliar, es más difícil encontrar
factores generadores de resiliencia. Sin embargo, existen diferencias de unos casos a otros.
Además de los aspectos relacionados con el apego positivo entre padres e hijos, hay un
conjunto de factores que tienen que ver fundamentalmente con la madre. Entre ellos destacan
su salud mental y su capacidad para afrontar con éxito las situaciones adversas, lo que implica
contar con unas adecuadas estrategias de resolución de conflictos (Howell, 2011). Estos
aspectos claramente influyen en la competencia emocional y social de los niños y
adolescentes.
Otro factor protector es la presencia de una adecuada organización familiar, que tiene que
ver con la capacidad para resolver sus problemas (flexibilidad), con el respeto, el apoyo
mutuo, el establecimiento de límites y con los recursos económicos y sociales disponibles
(Morelato, 2011a). También es importante que el niño o adolescente tenga una persona que
actúe como cuidadora estable y que dé apoyo y respuestas emocionales positivas, lo que
contrarresta las consecuencias negativas relacionadas con el maltrato infantil (Houshyar y
Kaufman, 2005).

c) Nivel ambiental
Existen múltiples elementos extrafamiliares que pueden actuar como factores protectores.
Entre ellos destaca la presencia de un entorno comunitario estable para el niño, como puede
ser la familia extensa, la escuela, la pertenencia a un grupo religioso, etc. Son contextos que
pueden representar otras formas de protección e incrementar su resiliencia al potenciar otros
factores individuales de los menores, tales como la autoestima o las habilidades
interpersonales. Todos estos factores pueden amortiguar el riesgo de la violencia observada o
sufrida y, a su vez, permiten aprender otros modelos de interacción no violentos que puedan
prevenir de algún modo futuros comportamientos de maltrato o de victimización.

4. INTERVENCIÓN PSICOLÓGICA EN NIÑOS Y ADOLESCENTES QUE VIVEN EN


CONTEXTOS DE VIOLENCIA CONTRA LA PAREJA

Para que un menor supere las consecuencias de la exposición a la violencia y se fortalezca


su resiliencia, la intervención debe ir más allá de un tratamiento psicológico aplicado a la
víctima e intervenir también sobre los contextos familiar y comunitario (Zolkoski y Bullock,
2012). Además, se requiere una evaluación profunda en cada caso que permita conocer el
impacto psicológico derivado de la victimización sufrida, así como los diferentes factores de
riesgo y de protección. De esta forma, se conocerán con más claridad las posibilidades de
intervención en cada caso y hacia dónde orientar el tratamiento psicológico.

4.1. Objetivos de la intervención

El objetivo principal de la intervención psicológica es fomentar que la persona llegue a


integrar la experiencia traumática, asimilándola a la biografía personal, superar la
sintomatología psicopatológica y recuperar la senda normal de su desarrollo evolutivo. Para
ello se deben alcanzar los siguientes objetivos más específicos:

1. Garantizar la seguridad del menor y de la madre. En la medida de lo posible, se debe


impedir la revictimización o la presencia de violencia dentro del ámbito familiar. En
muchos casos, cuando la violencia de pareja cesa y se estabilizan las condiciones de
vida, los niños tienden a mejorar en múltiples ámbitos. Si esta seguridad no se puede
conseguir, es difícil que determinadas técnicas de intervención (por ejemplo la
exposición, la relajación, etc.) puedan tener el efecto terapéutico deseado, debido al
contexto de inseguridad para la integridad física y psicológica de las víctimas o
supervivientes de la violencia intrafamiliar.
2. Fomentar la resiliencia en los menores. Para ello es preciso analizar y abordar los
factores de riesgo y de protección en cada caso y dotar a los menores de diferentes
habilidades de afrontamiento para superar las consecuencias de la exposición a la
violencia intrafamiliar.
3. Tratar la sintomatología psicopatológica utilizando diferentes estrategias de
intervención psicológica. Cuando se han alcanzado los anteriores objetivos, se debe
analizar qué síntomas psicopatológicos siguen estando presentes y pueden ser tratados.

4.2. Intervención psicosocial en niños y adolescentes expuestos a violencia


contra la pareja

La intervención psicosocial en menores expuestos a violencia contra la pareja debería


seguir el siguiente orden (Morelato, 2011a): intervención sobre el microsistema familiar
(tomar medidas protectoras de la salud mental y física de los niños), tratamientos
individuales y grupales que fortalezcan diferentes habilidades (calidad del apego,
autoestima, estrategias de solución de problemas, habilidades cognitivas, etc.) y las redes
familiares y sociales y, finalmente, fortalecimiento del contexto cercano mediante programas
de apoyo comunitarios.

4.2.1. La importancia de la intervención en los casos de violencia intrafamiliar


Las personas que sufren un acontecimiento traumático tienen una mayor probabilidad de
afrontarlo en mejores condiciones si presentan una elevada resiliencia. De hecho, las personas
resilientes confían en su capacidad para superar los obstáculos y conciben las dificultades
como experiencias de aprendizaje (Werner y Smith, 1982). También se caracterizan por el
control emocional, la autoestima adecuada, unas aficiones gratificantes, una vida social
estimulante, un mundo interior rico y una actitud positiva ante la vida. Esto les permite echar
mano de los recursos disponibles y afrontar adecuadamente los sucesos vividos, superar las
adversidades y aprender de las experiencias dolorosas.
Sin embargo, podría decirse que los niños y adolescentes todavía no han tenido tiempo de
desarrollar de forma relativamente estable su resiliencia. A su vez, un suceso traumático
supone una grave interferencia en su desarrollo psicoafectivo, por lo que muy frecuentemente
se va a requerir algún tipo de intervención para que el menor recupere la senda normal de su
desarrollo.
Desde la perspectiva de la resiliencia, el centro del cambio se situaría en el desarrollo de
los recursos de la persona para afrontar el problema existente más que en la mejora del riesgo.
De esta forma, la resiliencia se puede incrementar cuando los factores protectores son
fortalecidos en todos los niveles interactivos —individual, familiar y comunitario— del
modelo socioecológico (Zolkoski y Bullock, 2012). Por ello, cada vez existen más modelos de
intervención basados en las fortalezas, que tratan de fomentar los factores protectores
familiares para promover la resiliencia familiar (Simon, Murphy y Smith, 2005).
Hay algunos factores que actúan como amortiguadores del impacto de este tipo de
victimización (violencia intrafamiliar). Los más significativos son disponer de un estilo de
apego seguro y de alta regulación emocional y tener habilidades sociales, de solución de
problemas y de resolución de conflictos, así como haber desarrollado empatía,
responsabilidad, ayuda a los demás y autoestima (Holt, Buckley y Whelan, 2008; Howell,
2011).
Muchos de estos factores están íntimamente relacionados entre sí. Por una parte, el estilo
de apego va a determinar en gran medida la forma en que la persona regulará sus emociones
(positivas y negativas) y dispondrá de otro tipo de habilidades (prosociales, de resolución de
conflictos, etc.). Por otra parte, la regulación emocional supone un requisito previo para la
mejora de habilidades sociales que permitan a los menores abordar con éxito situaciones
sociales complejas y desarrollar la reciprocidad y la empatía (Gewirtz y Edleson, 2007).
De este modo, la resiliencia estará siendo fomentada por todas aquellas intervenciones que
vayan dirigidas a fortalecer a la persona mediante la enseñanza de diferentes habilidades que
le doten de más recursos de afrontamiento ante la exposición a la violencia y a otras
circunstancias estresantes. Otro objetivo es reforzar los factores protectores y reducir los
factores de riesgo del desarrollo de consecuencias adversas. A su vez, también se pueden
incluir dentro de este grupo todas aquellas estrategias que intervengan adecuadamente en los
niveles familiar y sociocomunitario.
4.2.2. Tratamientos psicosociales dirigidos a fomentar la resiliencia en niños y
adolescentes

Existen múltiples intervenciones dirigidas a los niños y adolescentes que han sufrido uno o
más sucesos traumáticos, entre los que se encuentra la exposición a violencia entre sus padres
o entre uno de sus progenitores y su pareja. Como se puede observar en la página web del
National Child Traumatic Stress Network (NCTSN; http://www.nctsnet.org/), existen más de
40 intervenciones que se han analizado desde la perspectiva de los tratamientos
empíricamente validados. En la tabla 8.4 se describen algunos de los tratamientos que gozan
de mayor apoyo empírico y que son aplicables a los menores víctimas de violencia
intrafamiliar. Los tratamientos seleccionados están disponibles en inglés y también en español.
Aunque estos tratamientos se sustenten en diferentes bases teóricas, los principales
componentes de la intervención tienden a ser comunes. El primer aspecto que se aborda es el
tema de la seguridad, dado que es uno de los primeros y principales componentes de la
intervención. Habitualmente se suele trabajar con la mujer maltratada, buscando las diferentes
alternativas para garantizar su seguridad y la de sus hijos. Puede ser de gran ayuda recurrir a
otros ámbitos asistenciales y recibir diversos tipos de apoyo, como por ejemplo
asesoramiento jurídico, conocimiento y prevención de situaciones de riesgo, etc. También,
cuando las víctimas son adolescentes, es conveniente establecer un plan de seguridad con
ellas, desarrollando estrategias que les permitan tener un mayor grado de control y
herramientas para su seguridad. Asimismo la planificación de la seguridad es más efectiva
cuando se realiza de forma colaborativa con el ánimo de empoderar a la persona
(joven/familia) para que utilice estas habilidades independientemente en el futuro (Murray,
Cohen y Mannarino, 2013). Además estos planes de seguridad deberían ser concretos y
practicados.
Otro conjunto de componentes que suelen aplicarse tienen que ver con el apego y la
regulación emocional, así como con la identificación y expresión de emociones. La seguridad,
junto con el establecimiento de una fuerte relación de apego con respecto al adulto de
referencia (normalmente la madre), representan dos factores protectores que pueden mitigar el
impacto de la exposición a la violencia intrafamiliar (Holt et al., 2008). La intervención
temprana con los niños más pequeños y sus madres puede ser útil para promover unas
relaciones de apego saludables y reducir el impacto significativo que la victimización podría
tener sobre su desarrollo y salud a largo plazo (De Young et al., 2011).
Abordar el tema del apego y de la regulación emocional en las primeras fases del
tratamiento es fundamental porque tiene efectos protectores duraderos y además es precursor
del desarrollo de habilidades sociales y de resolución de conflictos (Gewirtz y Edleson,
2007).
Otro de los componentes es la enseñanza de diferentes habilidades, tales como solución
de problemas, comunicación, mejora de las relaciones interpersonales, conductas prosociales,
manejo de la ira, etc. De este modo, la persona puede disponer en su repertorio conductual de
un conjunto de estrategias de afrontamiento para ser más competente en múltiples áreas de su
vida y ante determinados problemas. Por ejemplo, las habilidades prosociales pueden
amortiguar la experiencia traumática de ser testigo de maltrato y ayudar a los niños a
establecer relaciones positivas de confianza con los otros (Howell, 2011).
Más adelante se pueden utilizar diferentes técnicas de exposición, como, por ejemplo, la
exposición gradual centrada en el trauma (Cohen, Mannarino y Deblinger, 2012) o la
exposición en imaginación del programa cognitivo-conductual «Alternativas para familias»
(AF-CBT).
Otro aspecto fundamental es fomentar buenas relaciones entre los menores y sus madres,
u otros familiares, mediante el tratamiento psicoterapéutico y también ayudando a las madres
vulnerables a acceder a los servicios necesarios y a desarrollar una red de apoyo social fuerte
(Gewirtz y Edleson, 2007).
Finalmente, existen otros componentes del tratamiento que, según el programa y las
circunstancias específicas de cada caso, se aplican y que también resultan sumamente
interesantes. Por ejemplo, la prevención de recaídas y el tratamiento del procesamiento
cognitivo de los pensamientos automáticos del programa AF-CBT, el entrenamiento de
diferentes habilidades que se aplica en la terapia de interacción padres-niños (PCIT) o la
normalización de la respuesta postraumática y la construcción de la narrativa del trauma de la
psicoterapia padres-hijos (CPP). En este sentido, trabajar para que el niño pueda poner en
palabras lo ocurrido, generando actividades y tareas que estimulen competencias, es un paso
para facilitar la reconstrucción y el proceso de resiliencia (Morelato, 2011a). También este
último programa ha resultado efectivo para reducir los síntomas de estrés traumático de los
niños, el total de problemas de conducta y los síntomas de evitación de la madre (Lieberman,
Van Horn e Ippen, 2005).

TABLA 8.4

Programas con mayor apoyo empírico para el tratamiento de la exposición a la violencia en niños y adolescentes

Componentes
N.º de
Nombre del programa Traumas Edades Bases teóricas principales del
sesiones
tratamiento

Child Parent — Violencia 0-6 50 Integración de — Seguridad.


Psychotherapy (CPP; doméstica. años diferentes teorías: — Regulación del afecto.
Lieberman y Van Horn, — Maltrato. cognitivo- — Relaciones niño-
2005; Lieberman e conductual, cuidador/a.
Inman, 2009). aprendizaje social, — Normalización de la
psicoanálisis, del respuesta
apego, del postraumática.
desarrollo, del — Construcción de una
trauma. narrativa del trauma.

Structured — Trauma 12-21 16 — Terapias — Mindfulness y dar


Psychotherapy for complejo. años cognitivo- significado a lo
Adolescents — Traumas conductual y ocurrido.
Responding to Chronic interpersonales conductual- — Habilidades (solución
Stress (SPARCS; De crónicos. dialéctica. de problemas,
Rosa et al., 2005; — Teoría del comunicación, etc.).
Habib, Labruna y trauma — Psicoeducación en
Newman, 2013). complejo. relación con el estrés y
su tolerancia.
— Precipitantes del
trauma.

Trauma-Focused — Violencia 3-21 12-25 Integración de — Relación terapéutica


Cognitive Behavioral doméstica. años terapia cognitivo- con menores y padres.
Therapy (TF-CBT; — Abuso sexual. conductual, de — Exposición gradual a lo
Cohen et al., 2012). — Otros traumas. familia y largo del tratamiento.
empoderamiento.

Alternatives for — Abuso físico. 5-17 20 Integración de — Establecimiento de


Families-Cognitive — Castigos muy años diferentes teorías y planes de seguridad,
Behavioral Therapy severos. terapias: implicación con el
(AF-CBT; Kolko, Iselin — Síntomas del conductual, tratamiento,
y Gully, 2011). TEPT. cognitiva, psicoeducación,
aprendizaje, revelación y
sistemas responsabilidad de la
familiares, violencia.
victimología del — Procesamiento
desarrollo y cognitivo de
psicología de la pensamientos
agresión. automáticos.
— Identificación/expresión
del afecto.
— Enseñanza de
habilidades:
interpersonales,
prosociales, de
comunicación y de
manejo de la ira.
— Exposición en
imaginación.
— Prevención de
recaídas.

Attachment, Self- — Trauma 2-21 12-52 Integración de — Estrategias para


Regulation and complejo. años cuatro teorías: del trabajar con los
Competency (ARC; — Trauma infantil apego, del niños/jóvenes, los
Blaustein y Kinniburgh, temprano. desarrollo infantil, cuidadores y el
2010). — Experiencias del impacto del sistema.
vitales estrés traumático y — Habilidades vinculadas
adversas. de los factores que al apego, la
promueven la autorregulación y la
resiliencia. competencia, dirigidas
a la integración de la
experiencia traumática.
Parent-Child Interaction — Traumas 2-12 12-20 Integración de tres — Enseñanza de
Therapy (PCIT; McNeil complejos años teorías: del apego, habilidades
et al., 2010). interpersonales. del desarrollo y del interpersonales y de
— Maltrato aprendizaje social. relación con sus
(físico, sexual, hijos/as para los
emocional) y padres.
abandono. — Entrenamiento de las
habilidades durante las
sesiones de
tratamiento,
observación y
corrección de sus
conductas.

5. CONCLUSIONES

Cualquier tipo de violencia dentro del ámbito familiar supone una grave amenaza para el
bienestar psicoafectivo de la víctima y para su desarrollo evolutivo. A su vez, muchos niños o
adolescentes que observan violencia de pareja también son objeto de maltrato infantil y tienen
un elevado riesgo de verse expuestos a otras adversidades en sus vidas. Este aspecto dificulta
conocer las peculiaridades sintomatológicas de estas formas de victimización, e incluso
delimitar conceptualmente lo que se entiende por exposición a violencia doméstica (Holt et
al., 2008).
Los efectos del maltrato van en detrimento del desarrollo biológico, cognitivo, social y
emocional de las víctimas, por lo que habitualmente las personas expuestas a violencia de
pareja suelen presentar problemas desadaptativos con el paso del tiempo y tienen un alto
riesgo de desarrollar diferentes cuadros psicopatológicos y conductas problemáticas a lo
largo de su vida (Wekerle et al., 2007).
Asimismo la exposición dual a violencia intrafamiliar —ser objeto de maltrato infantil y
observar violencia de pareja— parece estar relacionada con una mayor probabilidad de que
el menor desarrolle problemas interiorizados y exteriorizados en la adolescencia (Moylan et
al., 2010).
Sin embargo, las reacciones psicológicas ante la violencia intrafamiliar son muy variables
de unas personas a otras, y no resulta fácil predecir la reacción de un ser humano ante un
acontecimiento traumático. Conocer la respuesta dada por esa persona ante sucesos negativos
vividos anteriormente ayuda a realizar esa predicción. De este modo, se puede averiguar si
una persona es resistente al estrés o, en el extremo opuesto, si se derrumba emocionalmente
con facilidad ante las contrariedades experimentadas (Echeburúa, 2004).
Un suceso traumático en la infancia provoca siempre una reacción emocional inmediata en
el niño. La intensidad de las consecuencias va a depender de la figura del agresor, de la etapa
evolutiva del niño, de las reacciones anteriores ante las pérdidas y separaciones sufridas y del
comportamiento de las personas que están a su alrededor. Asimismo los niños son más
vulnerables si hay una desestructuración familiar. Además, cuanto más joven es la persona
afectada por un suceso traumático, más graves suelen ser los síntomas sufridos porque menor
es la percepción de control sobre su vida. Los niños son especialmente vulnerables a la
destrucción de su autoestima, que corre en paralelo con la humillación sentida.
Incluso la ausencia de graves problemas de ajuste no significa necesariamente que los
niños testigos no estén afectados por la violencia, debido a que éstos pueden experimentar
estrés subclínico u otros síntomas que pueden ponerles en riesgo de problemas psicológicos e
interpersonales posteriormente.
Dentro de la violencia intrafamiliar existen numerosos factores de riesgo y de protección
que afectan en mayor o menor medida al desarrollo de psicopatología en los menores
expuestos a este tipo de violencia. Los factores de riesgo se pueden dividir en predisponentes
(pretrauma), que tienen que ver con factores de vulnerabilidad de tipo biológico y
psicológico, precipitantes, que están referidos principalmente al nivel de exposición y
gravedad del suceso traumático y a la respuesta emocional posterior a su experimentación, y
de mantenimiento (postrauma), entre los que destacan las fuentes de apoyo familiar y social,
así como el tipo de afrontamiento utilizado por la persona (por ejemplo, mostrar síntomas de
evitación, culparse por la violencia existente en el hogar, hacerse preguntas sin respuesta,
etc.).
Por otra parte, los factores de protección se suelen dividir en personales, relacionados con
aspectos biológicos, de afrontamiento y de personalidad, familiares, vinculados en gran
medida al lazo afectivo del menor con sus padres (y en especial con la madre), así como con
las pautas de crianza y la organización familiar, y ambientales, en los que tiene una gran
relevancia el entorno comunitario en el que vive la persona y las actividades que el menor
realiza dentro de él.
Para que las intervenciones sean más efectivas, se debe tratar de conocer cómo los
procesos protectores y de vulnerabilidad están relacionados entre sí. Es decir, no sólo se debe
evitar el riesgo, sino lograr que cada persona desarrolle al máximo su potencial (Blum,
McNeely y Nonnemaker, 2002).
Desde una perspectiva global, la terapia cognitivo-conductual (TCC), especialmente la
TCC centrada en el trauma, ha mostrado su eficacia para el tratamiento de los síntomas del
TEPT en niños, si bien queda aún por averiguar la eficacia diferencial de cada uno de sus
componentes (Kowalik, Weller, Venter y Drachman, 2011). También pueden ser de interés
otras estrategias de intervención, que, además de centrarse en el alivio de los síntomas, tienen
como objetivo prioritario la mejora del funcionamiento, la resiliencia y/o la trayectoria del
desarrollo (Cohen et al., 2010).
En cualquier caso, se necesitan investigaciones multidisciplinares para abordar el
problema del maltrato infantil. En este sentido, algunas de las líneas de investigación más
prometedoras dentro de este contexto son las siguientes: a) conocer la capacidad predictiva de
los factores de vulnerabilidad biológicos y cognitivos ante el desarrollo de sintomatología
psicopatológica; b) analizar las diferencias de género y de edad con respecto a la resiliencia y
a los factores de riesgo y de protección; c) estudiar las consecuencias de la violencia
intrafamiliar sobre el control y la empatía futura de las víctimas (Currie, 2006), y d)
determinar los tratamientos y los componentes de la intervención más efectivos para superar
las consecuencias de la violencia intrafamiliar.
Muchas de las investigaciones sobre la resiliencia en niños y adolescentes que han sufrido
violencia intrafamiliar no son directamente comparables debido a los diferentes tamaños
muestrales, edades y procedimientos estadísticos utilizados. Se requiere, por ello, un mayor
consenso metodológico, una mayor integración de las investigaciones y el desarrollo de
sistemas de evaluación consistentes y precisos sobre la resiliencia (Houshyar y Kaufman,
2005; Moylan et al., 2010).

LECTURAS RECOMENDADAS
Anderson, K. M. (2010). Enhancing resilience in survivors of family violence. Nueva York: Springer.

Este libro está destinado a profesionales que trabajan con supervivientes de violencia familiar. Ofrece diferentes
estrategias de intervención que tratan de fomentar la resiliencia y las fortalezas de la persona para superar su victimización.
Dentro del texto se analizan múltiples aspectos, entre los que se pueden destacar el poder de la recuperación y el
crecimiento postraumático, la creación de una narrativa personal basada en las fortalezas y el papel positivo que puede
desempeñar la espiritualidad, así como múltiples recomendaciones para las personas supervivientes de violencia.

Barudy, J. y Dantagnan, M. (2012). La fiesta mágica y realista de la resiliencia infantil. Barcelona: Gedisa.

Este manual contiene diferentes actividades para realizar talleres grupales con niños y adolescentes que han estado en
contextos de injusticia social o en situaciones de violencia y maltrato ejercido por personas adultas. Se desarrolla un
programa dirigido al desarrollo y fortalecimiento de diferentes capacidades personales y potencialidades sociales de los
menores que han sido víctimas de maltrato y abuso. Las actividades que se plantean van dirigidas a tratar y prevenir los
síntomas derivados de la victimización primaria y secundaria.

Cyrulnik, B. (2013). Sálvate, la vida te espera. Madrid: Debate.

En este texto se hace un estudio sobre el poder de la resiliencia. Se analiza, a partir de un testimonio autobiográfico, el
papel de los recuerdos traumáticos y de su significación emocional, así como de la influencia que pueden tener en la vida
futura de una persona. La memoria no es una reconstrucción, sino una representación del pasado. Se señala el poder de la
verbalización y del apego seguro como dos poderosas armas para protegerse de acontecimientos desestabilizadores y para
dotar al suceso traumático de una resignificación positiva.

Goldstein, S. y Brooks, R. B. (2005). Handbook of resilience in children. Nueva York: Springer.

En este manual se analizan diferentes aspectos de la resiliencia en niños. Al principio se presenta una revisión del
concepto de resiliencia. Posteriormente se relaciona este concepto con diferentes contextos —violencia familiar y trastornos
en los padres, maltrato infantil, pobreza infantil y adolescente, etc.— y patologías psicológicas infantiles (trastornos
perturbadores, indefensión, dificultades de aprendizaje y problemas de autocontrol). Finalmente, se presentan diferentes
trabajos relacionados con la resiliencia y el ámbito educativo, la prevención de la violencia en los colegios y la construcción
de la resiliencia en todos los niños.

EJERCICIO PROPUESTO Y SOLUCIÓN


A continuación se presenta el caso de un niño que ha sido testigo de la violencia de su
padre contra su madre. En este ejercicio se propone, además de identificar los síntomas
existentes, determinar si el niño presenta el trastorno de estrés postraumático, qué tratamiento
aplicar en su caso y por qué o hacia qué objetivos debe ir encaminado.

Caso clínico
Joaquín es un niño de nueve años que ha observado en diferentes ocasiones a su padre
insultar e incluso agredir físicamente a su madre. Aunque no ha sido maltratado físicamente, sí
ha sido insultado y amenazado con ser pegado. Muchas veces, cuando oye a su padre llegar a
casa, se va rápidamente a su cuarto porque tiene miedo de que su padre se enfade con él o de
que por su culpa le grite a su madre.
Joaquín no recuerda con precisión cuándo empezaron los malos tratos. Según su madre, las
agresiones verbales aparecieron a los dos años de haberse casado y la violencia física a los
cinco años. Aunque no es una violencia de extrema gravedad, resulta muy dolorosa física y,
sobre todo, emocionalmente para la madre y para el resto de la familia (nuclear y extensa). A
Joaquín le cuesta mucho hablar de la violencia que ha observado en casa o de la relación con
su padre. Dice que se agobia mucho y que le dejen en paz.
La relación de Joaquín con su madre no es del todo mala, pero, a veces, la desobedece e
incluso en alguna ocasión la ha llegado a insultar.
Muchos días el niño no quiere salir a la calle y se queda medio encerrado en su cuarto; por
las noches no quiere irse a dormir porque dice que sueña con monstruos o cosas raras, que se
despierta con mucho miedo y a veces llorando.
Sus notas han empeorado considerablemente, sobre todo en el último curso académico;
últimamente no quiere ir al cole y algunas veces se ha escapado en la hora del recreo. En la
escuela dice que no tiene amigos y apenas se relaciona con los demás porque siente que se
aprovechan de él o que le quieren engañar. Incluso alguna vez se ha dejado engañar con tal de
no tener problemas con sus compañeros. En clase nunca suele hacer preguntas y su mente suele
estar en otros pensamientos; por ello, le cuesta atender a los profesores y seguir el ritmo de la
clase, sobre todo en matemáticas.
Le gusta estar en su cuarto con los videojuegos y haciendo sus cosas. No quiere ir al cole,
pero tampoco quiere hacer actividades extraescolares con sus compañeros de clase o con
gente del barrio. Siente que se está quedando solo, le da corte hablar con otros chicos y para
no sentirse mal prefiere quedarse en casa viendo la tele o metido en su cuarto.
En resumen, a Joaquín le gustaría encontrarse mejor, tener amigos con los que pasárselo
bien o colaborar en las tareas escolares, pero se siente sin ganas de hacer nada y como si
estuviera alejado de los demás y fuera diferente a ellos.

¿Presenta el trastorno de estrés postraumático según el DSM-5?


Si se analiza la información que aparece en el resumen del caso, tiene muchos síntomas de
este cuadro clínico y debería ser tratado por ellos, pero estrictamente no cumple con los
criterios diagnósticos requeridos para dicho cuadro clínico. Presenta tres de los cuatro
núcleos de síntomas del TEPT, pero no el núcleo de síntomas vinculados a las «alteraciones
en la activación y reactividad relacionadas con el suceso traumático», dado que se requieren
al menos dos síntomas y solo tiene uno de forma clara (dificultades para concentrarse).
Como síntoma intrusivo presenta sueños de carácter recurrente que le producen malestar y
pesadillas (que pueden ser sin un contenido reconocible en niños). También presenta un
síntoma de evitación relacionado con el suceso traumático (evita recordar la violencia
observada y no quiere hablar de ello). Finalmente, muestra numerosas alteraciones negativas
en la cognición y el humor asociadas al suceso traumático, tales como un estado emocional
negativo persistente de miedo, una reducción acusada del interés o de la participación en
actividades significativas y una sensación de extrañamiento frente a los demás. Estos síntomas
se han exacerbado a medida que se ha incrementado la violencia física y verbal en el ámbito
intrafamiliar.
Muchos de los síntomas y comportamientos del niño pueden estar relacionados directa o
indirectamente con la victimización sufrida y observada. El retraimiento y el abandono de
actividades le van llevando a estar más solo, a tener menos fuentes de reforzamiento y más
dificultades en el ámbito escolar (relaciones interpersonales y rendimiento académico).

¿Qué tratamiento aplicar y con qué fin?


A continuación se indican algunos de los componentes y estrategias de intervención que
podrían utilizarse para abordar este caso como pilares básicos de la intervención. En primer
lugar, hay que tratar de garantizar la seguridad del menor y de la madre, así como prevenir
la futura aparición de nuevos episodios de maltrato dentro del ámbito intrafamiliar. Y en
segundo lugar, procurar fomentar la resiliencia en el niño y también en la madre, así como
mejorar la relación entre los miembros de la familia (en especial la relación madre-hijo).
Por tanto, no sólo se trabajaría con el niño sino también con la madre y, en la medida de lo
posible, con el padre. En este último caso, habría que enseñarle diferentes habilidades
parentales de manejo conductual —atención positiva y selectiva, control de contingencias, etc.
—, así como también realizar sesiones conjuntas para los padres y el hijo, con el fin de
compartir a nivel familiar el relato del trauma y otras cuestiones abordadas dentro de la
intervención.
Aunque son muchos los componentes y estrategias de intervención que se podrían utilizar
en el tratamiento de este caso, los básicos serían los que a continuación se indican:

— Psicoeducación: dar información a los padres sobre el suceso traumático, las


reacciones normales que produce, los riesgos que conlleva para el desarrollo
psicoafectivo del menor, etc. También hay que explicarles en qué consistiría el
tratamiento.
— Mejora de la relación madre-hijo: es fundamental el estilo de apego del niño porque
está íntimamente relacionado con la regulación emocional cognitiva, así como con el
desarrollo de otro tipo de habilidades (sociales y prosociales, autoestima, etc.). En la
medida de lo posible se tiene que fomentar una relación de apego seguro, al menos con
la madre, o una relación de apego funcional con otra persona adulta.
— Habilidades en la modulación afectiva: identificar sentimientos, reconocer y regular
los estados afectivos negativos; utilizar un lenguaje interno positivo; recurrir a la parada
de pensamiento y a imágenes positivas, y entrenar en solución de problemas y
habilidades sociales y prosociales. Todos estos aspectos son fundamentales para
fomentar la resiliencia y mejorar las relaciones interpersonales del menor. Este tipo de
habilidades le van a facilitar relacionarse con sus compañeros y amigos sin tanta
ansiedad. A su vez, van a posibilitar que el niño acceda a nuevas fuentes de
reforzamiento.
— Incremento en las actividades escolares y extraescolares: tratar de que el niño realice
otro tipo de actividades para que pueda desarrollar su resiliencia, aprender a manejarse
emocionalmente en diferentes contextos, desarrollar relaciones positivas con los demás
y, en definitiva, salir del aislamiento en el que vive. El incremento de actividades puede
mejorar su estado emocional positivo y representar una nueva y potente fuente de
reforzamiento y de satisfacción personal.
— Habilidades de afrontamiento cognitivo: aprender a observar las relaciones entre
pensamientos, sentimientos y conductas y a cambiar los pensamientos imprecisos o
inútiles para la regulación afectiva. De esta forma se pueden corregir numerosas
distorsiones cognitivas y sentimientos de culpa, así como detectar el lado positivo de la
experiencia sufrida (fuente de aprendizaje, sentirse un superviviente de esa situación,
solidaridad recibida, etc.).
— Exposición a los recuerdos y terrores nocturnos traumáticos: exponerse gradualmente
a los estímulos temidos y a los terrores nocturnos o pesadillas para habituarse
progresivamente a ellos.
— Mejora de la seguridad y desarrollo futuro: prevenir nuevos traumas abordando
cuestiones relacionadas con la seguridad (dado que muchas víctimas de un suceso
traumático tienen una mayor vulnerabilidad y probabilidad de sufrir otros sucesos
traumáticos en el futuro) y fomentar la vuelta a la trayectoria normal del desarrollo.
Podría ser conveniente también una ayuda escolar para que Joaquín recuperase el ritmo
normal en sus estudios; así podría mejorar su concentración, su motivación para estudiar
y sus calificaciones, de modo que el colegio se convirtiera en una fuente de
reforzamiento más.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)


V F

1. En entre el 33 y el 48 por 100 de hogares en los que hay violencia de pareja también es probable que los niños y
adolescentes sufran directamente diferentes formas de maltrato.

2. El trastorno por déficit de atención con hiperactividad puede ser considerado un trastorno exteriorizado.

3. Para diagnosticar el trastorno de estrés postraumático en niños de seis años o menores se requieren al menos
siete síntomas o más de este cuadro clínico.

4. Los trastornos interiorizados en niños y adolescentes expuestos a violencia de pareja tienen que ver
fundamentalmente con trastornos del estado de ánimo y con diferentes trastornos de ansiedad.

5. El nivel de exposición al suceso traumático es un factor predisponente del sufrimiento de psicopatología.

6. Según Morelato, dentro del contexto del maltrato infantil el principal factor de riesgo es la psicopatología previa
de la madre.

7. Las personas menores de edad que disponen de apego funcional tienen una mayor protección en contextos de
violencia intrafamiliar que aquellas con un estilo de apego inseguro.

8. La página web del National Child Traumatic Stress Network recoge intervenciones relacionadas con el
tratamiento de sucesos traumáticos, estén o no estén empíricamente validadas..

9. La TF-CBT utiliza la inundación como técnica de exposición al suceso traumático.

10. La Alternatives for Families- Cognitive Behavioral Therapy va dirigida principalmente a las personas que han
sufrido abuso físico o castigos muy severos o a los síntomas del trastorno de estrés postraumático.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

V V F V F F V F F V

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9
Competencias y habilidades de los adultos que
intervienen con menores
ERNESTO LÓPEZ MÉNDEZ
MIGUEL COSTA CABANILLAS

1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS

El propósito de fortalecer la resiliencia adquiere un sentido especial cuando se inserta en


las políticas y estrategias del Sistema de Atención y Protección Social a la Infancia y en las
coordenadas del nuevo pacto jurídico y ético que supuso la Convención sobre los Derechos de
la Infancia, que habría de ser desde entonces una guía vinculante para las políticas y las
prácticas de intervención.
Fortalecer la resiliencia, como práctica de intervención comprometida con la infancia,
supone, pues, entre otras tareas, definir y promover las competencias y habilidades de
quienes tienen la responsabilidad de atender, en el marco de aquellas políticas y estrategias y
de aquel pacto, los problemas, necesidades y demandas de la infancia en situación de
desprotección social, sea o no en la atención residencial. El presente capítulo se ocupa en
particular de las competencias y habilidades de atención a la infancia que se despliegan en los
escenarios de la comunicación interpersonal entre los adultos y los menores y que pueden
tener una mayor incidencia en el fortalecimiento de la resiliencia.
Estableceremos primero un marco conceptual con el significado y el sentido que tiene la
comunicación interpersonal como componente esencial de las tareas de atención y de
protección, como senda por la que discurren los contenidos y mensajes de esas tareas y como
principio activo que, por sí mismo, tiene virtud educativa y contribuye a la construcción de las
biografías personales de los menores y, además, al desarrollo personal de quienes se ocupan
de ellos. Definiremos un estilo de comunicación basado en el modelo de potenciación y en el
empoderamiento de los menores que da sentido a las competencias y habilidades de
comunicación y a la resiliencia. Desplegaremos finalmente un conjunto de competencias y
habilidades de comunicación con las que los adultos que atienden a los menores pueden
concretar su compromiso responsable con ellos y con la construcción de su resiliencia, y que
pueden configurar en conjunto un programa de entrenamiento.
Los objetivos que se persiguen con este capítulo son:
a) Hacer visible el potencial que encierra la comunicación interpersonal entre los
adultos y los menores en situación de dificultad social como marco de referencia de las
competencias y habilidades de atención y de protección.
b) Definir un estilo de comunicación interpersonal basado en el empoderamiento de los
menores que da sentido a las competencias y habilidades de comunicación.
c) Desplegar un conjunto de competencias y habilidades de comunicación y de criterios
de aplicación para la intervención con menores que pueden configurar los componentes
de un programa de entrenamiento para quienes se ocupan de esa intervención.

2. LA COMUNICACIÓN INTERPERSONAL EN EL PROCESO EDUCATIVO Y EN


EL FORTALECIMIENTO DE LA RESILIENCIA

Los roles y funciones que desempeñan los adultos que atienden a los menores en cualquiera
de las modalidades de protección, sea o no residencial, así como sus cualidades y
competencias personales y profesionales, se despliegan habitualmente en escenarios de
encuentro interpersonal con los niños y adolescentes. La tarea educativa y su impacto en la
vida de los menores dependerán en buena parte de la calidad de esos encuentros y de las
oportunidades, recursos y factores de protección que éstos proporcionen.

2.1. La comunicación interpersonal como principio constituyente del desarrollo


biográfico de los menores

Más allá de las definiciones que se hagan del maltrato infantil (Arruabarrena y de Paúl,
1994; López et al., 1995; Gracia y Musitu, 1999), y más allá del tipo de daño real o potencial
y las consecuencias que se produzcan, podemos decir que los comportamientos de maltrato y
la condición de desprotección conciernen de lleno a las relaciones interpersonales entre
quienes maltratan y los menores maltratados y condicionan en mayor o menor grado la calidad
de las transacciones y vínculos interpersonales actuales y futuros entre ambos y con otras
personas.
La perspectiva interpersonal ante las situaciones de desprotección infantil nos sitúa frente
al valor constituyente que tienen las relaciones interpersonales, validantes o invalidantes, en
el desarrollo y en el aprendizaje, en la construcción de la biografía y la identidad personal, en
el tipo de relaciones interpersonales que los menores establecerán en lo sucesivo con los
adultos y los iguales, en el grado de confianza que puedan depositar en ellos y en el tipo de
estrategias interpersonales, entre la violencia y la cooperación, que utilizarán para afrontar las
dificultades en la comunicación.
Figura 9.1.

2.2. La comunicación interpersonal como un eje transversal de la acción


educativa

También la acción educativa y protectora se forja a través de encuentros interpersonales


que acontecen en los contextos educativos institucionales o comunitarios. La función educativa
requiere el establecimiento de una alianza con vínculos emocionales fuertes con los menores,
y con estabilidad y continuidad en el proceso de atención. Los factores de protección y los
factores de resistencia personal que definen la resiliencia están muy asociados a las
oportunidades disponibles para establecer vínculos interpersonales y emocionales protectores.
Uno de los componentes de la resiliencia señalados por Rutter (1987) es precisamente lograr
mantener la autoestima y la autoeficacia mediante la experiencia de relaciones afectivas
seguras y la realización exitosa de tareas significativas. Si los resortes son un ejemplo de
material resiliente, tener resiliencia es «tener resortes», y uno de los resortes importantes en la
vida de los menores en situación de desprotección es poder contar con esos vínculos
interpersonales protectores.
En la alianza educativa y protectora, la competencia de los adultos para la relación
educativa interpersonal constituye uno de los componentes clave de todo el proceso y es
complementaria e interdependiente con la competencia para la aplicación de los apropiados
métodos y técnicas pedagógicos, bien en el plan de intervención educativa personalizado de
la atención residencial, bien en las intervenciones informales de otros escenarios. Como
señalan Redondo, Muñoz y Torres (1998), la comunicación interpersonal entre los educadores
y los menores es un eje transversal a todas las áreas que configuran la atención residencial.

2.3. La naturaleza de la comunicación interpersonal: un encuentro entre


biografías

En los encuentros entre los adultos y los menores, la parte más sobresaliente y significativa
del contexto para cada una de sus biografías personales es la otra biografía. En otras
publicaciones (Costa y López, 2006, 2008), se expone con extensión, y con el apoyo didáctico
de la Fábula de la ostra y el pez, la naturaleza íntima de ese encuentro (véase figura 9.2).

Figura 9.2.—Un encuentro de dos biografías, de dos mundos.

2.3.1. Una alianza compartida

En el seno de la alianza de la tarea educativa, ambas biografías quedan comprometidas


para compartir por un tiempo un «sentido común», unos objetivos comunes y unas tareas y
responsabilidades comunes. En ese encuentro, ambas se comunican aunque no quieran, se
intercambian mutuamente señales y mensajes verbales y no verbales y establecen una relación
de influencia recíproca, siendo ambas a la vez emisores o fuentes y receptores de las señales
y de los mensajes. El significado de los mensajes de los adultos y el impacto que tengan en el
comportamiento de los menores estarán siempre condicionados por la calidad de la relación
establecida y por las características del contexto en el que ésta tiene lugar.

2.3.2. Una perspectiva biográfica integral

Una de las circunstancias que convierte a la intervención educativa en una tarea sensible es
el hecho de que se ejerce sobre experiencias y vivencias de una biografía personal entera
que podríamos definir como un patrimonio de la humanidad único, exclusivo, diferente. Cada
niño y adolescente es una biografía multidimensional que tiene cinco dimensiones complejas
interconectadas (percibir, pensar, sentir, actuar, biología), todas las cuales participan
conjuntamente en la experiencia interpersonal. No intervenimos, pues, sobre dimensiones
biográficas aisladas, sino sobre experiencias biográficas de toda la persona del niño o del
adolescente, de un sujeto biográfico que las integra todas, a la vez que transciende a cada una
de ellas, y que está siempre en un contexto con el que mantiene relaciones de
interdependencia, en el que puede influir con sus acciones y que, a su vez, le afecta y le
determina.

a) Cada biografía personal tiene una específica autoimagen (qué piensan y dicen de sí
mismos, cómo se definen), un grado mayor o menor de autoestima (qué afectos se
dedican a sí mismos, cuánto se quieren) y un grado mayor o menor de autoeficacia
(«soy capaz de...», «con lo que hago, puedo influir en...», «cuando quiero, lo puedo
lograr») que la comunicación educativa ha de fortalecer.
b) Tiene puntos de vista y perspectivas que considera genuinos y significativos y que
usualmente son selectivos, parciales y a la vez sólidos: «yo opino...», «para mí las
cosas no son tan sencillas», «no estoy de acuerdo contigo», «lo tengo claro y no me vas
a convencer de lo contrario», «la situación es muy chunga y no veo nada claro qué
hacer» . Debido a diferentes experiencias vitales, muchas de ellas dolorosas, percibe la
realidad y su propia situación de desprotección de modo también diferente.
c) Experimenta afectos (emociones, sentimientos) porque es sensible y le afectan las
circunstancias y experiencias contextuales de la vida que son la fuente de la que brota el
flujo de sus emociones: «me cabrea mucho que me traten así...», «sólo tengo ganas de
llorar desde que sé lo que ha hecho mi padre», «la esperanza es lo último que se pierde
y yo no la he perdido», «que una amiga te haga lo que me han hecho a mí te hunde en la
miseria».

Establecer transacciones educativas con estas biografías supone, pues:

a) Adoptar siempre una perspectiva biográfica compleja e integral que nos permita captar
y ser sensibles a las características perceptivas, cognitivas, emocionales, ejecutivas y
biológicas del niño o adolescente en cada momento evolutivo y en el contexto familiar,
escolar, residencial o comunitario en que está inevitablemente embebido. Así, por
ejemplo:
Me importa mucho que comprendas lo que te estoy diciendo, pero me importa mucho también cómo te sientes
cuando te lo digo y cómo va a afectar a las relaciones que tienes con tus padres y con tus compañeros; si, como dices,
no tienes ganas de hacerlo, es difícil que lo hagas, pero seguramente muchas veces habrás hecho cosas que no te
apetecía hacer porque te importaba mucho hacerlas, y al final incluso te han acabado gustando; es importante cómo se
siente uno, pero también son importantes las metas que uno quiere lograr, ¿no crees? Te invito a pensar en las metas
importantes para ti en este momento después de todo lo que ha pasado.

b) Saber que esos patrimonios de la humanidad que son los menores en situaciones de
dificultad social quieren ser tratados con consideración y respeto y ser valorados
como únicos y diferentes. Así, por ejemplo:
Dices que te ven rara; por mi parte yo te valoro tal como eres y como tú decides ser, sólo tú puedes decidir si quieres
cambiar, y en ese caso podrás contar conmigo.

2.3.3. Una perspectiva histórica y evolutiva

Tienen además los menores una compleja y más o menos larga historia biográfica
desplegada en el curso de la vida y llena de experiencias vitales, necesidades, valores,
objetivos, intereses, habilidades, logros, fracasos y expectativas que conforman su patrimonio
biográfico, su reserva psicológica, su mundo personal. En esa historia biográfica, tienen sin
duda especial significación todas aquellas situaciones críticas y experiencias adversas,
maltrato, negligencia, enfermedad, pobreza, divorcio, violencia, que caracterizan su condición
de dificultad y desprotección y que pueden haber determinado su separación de la familia y el
paso a una situación de protección, sea o no residencial.
Son las experiencias históricas que, como factores de riesgo y fuentes de estrés,
configuran uno de los polos que definen la resiliencia entendida como una competencia
compleja que permite a los niños y adolescentes hacerles frente y sobreponerse a ellos
manteniendo el ajuste psicológico, una competencia que pretendemos apuntalar y fortalecer
precisamente mediante los factores de protección y de recuperación inherentes a la tarea
educativa y a las intervenciones realizadas desde una perspectiva poblacional y comunitaria a
la que nos referiremos en el capítulo 11. Establecer transacciones educativas supone, pues,
adoptar siempre también una perspectiva histórica y evolutiva de cada uno de los menores
con los que nos comunicamos.

2.3.4. Biografías personales selectivamente permeables

Las biografías que se relacionan en el encuentro educativo están además envueltas por una
«membrana» selectivamente permeable que preserva su individualidad y su mundo personal y
que puede «abrirse» o «cerrarse» y hacerse impermeable a la comunicación. De acuerdo con
nuestra fábula de la ostra y el pez, se pueden «cerrar como una ostra».
Los menores se abrirán y serán permeables a la comunicación con nosotros si:
— Son tomados en consideración y son tratados con respeto.
— Deciden ellos hacerse permeables.
— Pueden salvaguardar su intimidad.
— Pueden participar e influir en las reglas y límites de la relación.
— Pueden dar su opinión.

La tarea educativa requiere, pues:

a) Que los adultos establezcamos un plan de permeabilidad que asegure que la biografía
de los niños y adolescentes sea permeable a la influencia educativa.
b) Que dicho plan asegure también nuestra permeabilidad hacia la biografía de los menores
y hacia sus problemas, necesidades y demandas.
c) Las competencias y habilidades que describiremos después tengan la virtud de hacer
más permeables a los menores y de hacernos a nosotros más permeables hacia ellos.

2.3.5. Una relación interdependiente, de influencias y huellas mutuas

La comunicación entre los adultos y los menores no es una yuxtaposición de dos biografías
ni una actuación por turnos, sino una transacción dinámica y circular en la que se influyen
mutuamente, se impresionan, se dejan huellas recíprocas. Su comportamiento, la atención que
nos prestan, el caso que nos hacen y el trato que nos dan no son independientes de nuestro
comportamiento comunicativo, dependen de él, no son un sinsentido, adquieren significado
interpretados por él. Los comportamientos comunicativos en la alianza educativa son
interdependientes. Por eso, porque lo que ellos hacen y dicen depende en buena medida de lo
que nosotros hacemos y decimos, tenemos cierto control y capacidad de influencia sobre lo
que ellos hacen y dicen en el encuentro educativo y en otras esferas de la vida. Influir es, en
efecto, uno de los objetivos del encuentro educativo. Pero precisamente por eso, asumimos
también un cierto grado de responsabilidad respecto a lo que de hecho hacen y dicen. Por ello,
comunicarse con los menores con el propósito de fortalecer su resiliencia supone:

a) Tomar conciencia del efecto que tienen nuestras palabras y nuestros gestos en su
conducta.
b) Observar y calibrar su comportamiento para hacer en el nuestro los ajustes y reajustes
necesarios.
c) Escuchar el feedback bidireccional que nos dan en relación a lo que hemos hecho y lo
que les hemos dicho.
d) Estar dispuestos a cambiar la segunda parte de una frase que hemos pronunciado en
función de la respuesta que nos den a la primera mitad de la misma. Así, por ejemplo:
Comenzamos diciendo: «Te he llamado para que hablemos del problema que se ha creado en el aula». El menor nos
interrumpe y dice: «A mí no me cuentes rollos, yo no tengo nada que ver en eso». Nosotros podemos continuar: «Sí que
tienes que ver, y mucho, y no empieces a poner ya disculpas», o «contarte un rollo sería muy pesado para ti y para mí, y
no te voy a contar ninguno, y de si has tenido o no algo que ver, me gustaría oír tu versión de lo ocurrido». El diálogo con
el menor transcurrirá probablemente de modo diferente según demos una u otra respuesta a su interrupción.

Figura 9.3.

e) Si no nos gusta lo que recibimos como respuesta de un menor, o es una respuesta que no
esperábamos, será útil prestar atención a lo que nosotros hemos comunicado
previamente y tratar de ver la respuesta desde el punto de vista del menor que nos la ha
dado, no sólo desde la intención que nosotros teníamos al comunicarnos. Puede que no
nos guste oír un «tú y mis padres me seguís tratando como un bebé que no se entera de
nada, como si vosotros fuerais perfectos», pero puede ser la respuesta de un menor a lo
que le acabamos de decir en tono de reproche: «Cuando madures un poco más, te darás
cuenta y entenderás mejor a tus padres».

2.3.6. Un encuentro que valga la pena, que compense

Una de las circunstancias que más nos mueven en la vida y que determinan lo que hacemos
o dejamos de hacer son las consecuencias que logramos con lo que hacemos. Uno de los
componentes de la resiliencia es también el resultado de éxito obtenido en la implicación
activa en el afrontamiento de los factores de riesgo y las fuentes de estrés, es la implicación
influyente, efectiva, que deja huella. También las consecuencias desempeñan un papel
determinante en la alianza comunicativa con los menores. Por eso,
a) Es más probable que se comuniquen con nosotros si les compensa, les recompensa,
hacerlo, si la comunicación tiene consecuencias que valen la pena, que cumplen para
ellos funciones significativas, si pueden comprobar que influyen, si dejan huella en
nosotros.
b) Cuando las consecuencias del encuentro comunicativo compensan, se pueden acabar
convirtiendo en propósitos e incentivos o motivos que dirigen e impulsan de nuevo a la
comunicación.
c) Es menos probable que se comuniquen con nosotros si no les compensa, no les
recompensa hacerlo, si la comunicación tiene para ellos consecuencias que no valen la
pena, que son insignificantes, o que les deparan experiencias nocivas como las que han
podido determinar su situación de desprotección.
d) Cuando las consecuencias de la comunicación educativa no compensan, es muy probable
que la comunicación pierda valor y significado e incluso se abandone.

Cuando en el encuentro comunicativo con los menores nuestra manera de responder a sus
mensajes, a sus preocupaciones, a su pena, a su rabia, a sus confidencias, a su silencio, a sus
críticas, les compensa, les resulta significativa, entonces ellos experimentan que tienen
capacidad para influir y probablemente se seguirán comunicando con nosotros, y nosotros
también experimentaremos que tenemos capacidad de influir en ellos y de dejar tal vez una
huella imborrable en su biografía y en su historia personal.
Sin duda alguna, un encuentro comunicativo se hace significativo cuando acontece entre
personas que ya mantienen vínculos emocionales gratificantes, pero también ocurre que una
relación educativa llega a ser significativa cuando depara experiencias emocionales
gratificantes. Los adultos llegamos a ser personas significativas y dignas de confianza para
los menores cuando la relación con nosotros es para ellos una fuente de experiencias
emocionales gratificantes. Y esta condición es un componente importante de la resiliencia. La
tarea educativa supone, pues, preguntarse a menudo:

a) Si a los menores les compensa establecer con nosotros la alianza comunicativa, si les
vale la pena hablar con nosotros, prestar atención a nuestros mensajes, hacernos
confidencias, cooperar con nosotros, establecer con nosotros compromisos para la
solución de un problema, fiarse de nosotros cuando les animamos a afrontar una fuente
de estrés que podría fortalecer su resiliencia.
b) En qué medida somos significativos o insignificantes para ellos.
c) Qué podríamos hacer para que el encuentro comunicativo les valga la pena en el caso de
que no sea así en este momento.
d) Cómo fortalecer nuestras competencias y habilidades comunicativas porque ellas
contribuyen a convertirnos en personas significativas y dignas de confianza.

2.3.7. Al comunicarnos, les definimos


Cuando nos comunicamos con los menores, sea para decirles «has sido capaz de defender
tu opinión sin acusar a los demás, has sido un ejemplo para toda la clase», «me admira tu
perseverancia, teniendo en cuenta sobre todo las dificultades que hay», «tendrías que haber
tomado ya una decisión, tienes edad suficiente para hacerlo, no sé a qué esperas», «tu opinión
es muy importante para mí y me gustaría conocerla», «cuando madures, lo verás de otra
manera», les estamos diciendo quiénes son para nosotros, por quiénes les tomamos, qué valor
tienen para nosotros, les estamos definiendo como personas, y esta definición influirá sin duda
en los encuentros sucesivos.
Las voces y los gestos que les comunicamos serán en buena medida las voces que con el
tiempo se dirán a sí mismos en el autodiálogo, y de acuerdo con las cuales observarán,
pensarán, sentirán y actuarán, con significado positivo o negativo, sobre sí mismos y sobre las
cosas del mundo, y desarrollarán su sentido de identidad. El autodiálogo interioriza en ese
caso el diálogo de la comunicación. Las voces que se dicen a sí mismos serán en buena
medida las voces que les decimos y con las que les definimos en la comunicación
interpersonal. «Eres imposible» puede conducir a interiorizar el autodiálogo «soy imposible».
«Me admira tu perseverancia» puede conducir a interiorizar «soy perseverante». «Cuando
madures, lo verás de otra manera» puede interiorizarse como «soy un inmaduro».

2.3.8. Somos modelos de comunicación y de conducta

Con nuestro modo verbal y no verbal de comunicarnos, con los mensajes que les
transmitimos, estamos siendo, aunque no lo queramos, un modelo de comunicación y de
conducta, que podrá, o no, ser imitado y con el que podrán o no identificarse. Sabemos que un
factor de protección que promueve la resiliencia es precisamente poder disponer de modelos
de identificación positivos y fuentes de apoyo fuera de la familia. Así por ejemplo:

a) Si nos dicen «yo le veo muchas pegas a esto», y quisiéramos que aprendieran a ver en
los problemas no sólo pegas, sino también oportunidades, pero les contestamos «pues
mal empezamos poniendo pegas», o «no haces más que poner pegas», les estamos dando
un ejemplo contradictorio con el comportamiento que quisiéramos que desarrollaran,
porque tampoco nosotros vemos oportunidades en el comportamiento de poner pegas,
del que sólo señalamos su aspecto negativo. Si les contestamos «lo raro sería que no le
vieras ninguna, siendo el asunto complicado como es, y me gustaría que habláramos hoy
de esas pegas», estamos siendo un ejemplo más coherente con la conducta que queremos
suscitar en ellos, porque nosotros vemos sentido y oportunidades en sus pegas.
b) Si ante una discusión con un adolescente le decimos «¡las cosas son así y no hay más
que hablar, de qué otra manera podrían ser!, ¿cómo es posible que no lo comprendas?,
¡deberías abrirte más a otros puntos de vista!», y deseamos, por otra parte, que sea
capaz de aceptar puntos de vista diferentes al suyo, probablemente nuestra manera de
afrontar las discrepancias de la discusión no sea un modelo coherente con nuestro deseo
educativo. Si le decimos, en cambio, «seguro que tienes motivos de sobra para verlo
como los ves, y no tienes por qué verlo como yo lo veo», comunicamos un modelo más
efectivo para tratar de deliberar sobre las diferentes perspectivas de un problema y
sobre el modo de llegar a aproximarlas.
c) Si nos dice «nunca podré lograr lo que quiero», y nosotros les decimos «claro que
podrás, cómo no vas a poder, no seas pesimista, ¿por qué te empeñas en ver el vaso
medio vacío cuando podrías verlo medio lleno», es posible que no estemos mostrando,
a pesar de nuestra buena intención, un modelo de comprensión empática con su
desilusión por no poder lograr lo que quiere. En cambio, si le decimos «me gustaría
conocer cómo has llegado a esa conclusión y poderte dar yo también mi opinión a partir
de lo que conozco de ti», le ofrecemos un modelo de comprensión y respeto bien
diferente.

2.3.9. Cuando nos comunicamos, construimos la relación y nos construimos

La calidad del encuentro educativo con los menores no está construida y definida de
antemano, la construimos conjuntamente en el curso de la historia interpersonal. Y al hacerlo,
contribuimos a la construcción de su biografía y de su patrimonio biográfico, y también a la
construcción de los nuestros. Poder decir «a lo largo de todo este tiempo he podido
comprobar con creces que eres una chica en la que se puede confiar plenamente» es el
resultado de numerosos encuentros educativos en los que se ha ido forjando una alianza sólida
entre adulto y menor y una biografía personal en la que se puede confiar.

3. LA COMUNICACIÓN INTERPERSONAL COMO FUENTE DE


EMPODERAMIENTO

El modelo de potenciación o de empoderamiento, al que nos hemos referido en otros


lugares (Costa y López, 2006, 2008; López y Costa, 2012), y al que aludiremos también en el
apartado 4, constituye un estilo de intervención que orienta nuestra comunicación educativa
con los menores, nuestra capacidad de influencia y nuestras acciones de fortalecimiento de la
resiliencia. Encierra valores que dan sentido a los encuentros de comunicación.

3.1. Promover experiencias de dominio y competencias de afrontamiento

Una de las metas del modelo de potenciación es empoderar, lo que supone:

a) Facilitar a los menores experiencias de dominio, de poder y control sobre la propia


vida, para poder actuar en los contextos y lograr resultados significativos: hacer
preguntas sobre la solución de un problema y dejar que ofrezcan ellos alternativas, ante
una decisión ofrecer varias opciones y dejar que ellos elijan una de ellas, tomar en
consideración sus sugerencias, proponerles tareas que sabemos que serán capaces de
realizar, no suplirles en las responsabilidades que les corresponden y dejar que, en su
caso, «paguen los vidrios rotos». Estos resultados significativos repercuten en su
biografía y en su comportamiento, lo hacen funcional, le dan sentido y significado, le
dan valor, determinan su probabilidad y frecuencia futuras, hacen que les compense o no
compense realizarlo de nuevo y determinan el grado de motivación para volver a
hacerlo. Estos resultados contribuyen además a construir su autoimagen, su autoestima,
su autoeficacia, su autoconfianza.
b) Potenciar, implicándolos en tareas significativas propias del proceso de enseñanza-
aprendizaje, de la vida familiar y residencial, de cooperación y de participación, el
aprendizaje, desarrollo y fortalecimiento de las competencias y capacidades de
afrontamiento, como componentes del poder y del control, en contraposición a los
modelos centrados en las disfunciones y deficiencias.
c) Contribuir al despliegue y desarrollo creciente del equipaje de competencias que los
menores tienen desde los primeros instantes de la vida y aun en sus historias breves,
únicas e irrepetibles. Robert White (1959), tras observar muchos años el
comportamiento de los niños, definió la competencia como la capacidad, casi un
«instinto de dominio», para explorar activamente el ambiente y aprender a interactuar de
manera efectiva y recíproca con él, y merced a la cual los niños crecen y se desarrollan,
equilibrando la satisfacción de sus necesidades y las del entorno social.
Figura 9.4.

3.2. Empoderar para fortalecer la resiliencia

Cuando nos comunicamos desde la perspectiva de la potenciación, estamos en condiciones


de fortalecer también la resiliencia, en la medida en que ésta requiere que los menores tengan
la oportunidad de desempeñar un papel activo e influyente sobre el contexto (Luthar, 1991,
1993), realizar, con el apoyo de los adultos, un afrontamiento activo y persistente de las
dificultades como problemas que pueden ser resueltos (Demos, 1989) y, como ya hemos
señalado, mantener la autoestima y la autoeficacia, gracias a las relaciones afectivas seguras y
a la realización exitosa de tareas significativas (Rutter, 1987).

3.3. Facilitar su capacidad de participación y de influencia

Un modo efectivo de empoderar y de fortalecer la resiliencia de los menores es depararles


oportunidades de participar e influir en todas aquellas situaciones que afectan a su vida, lo
cual supone, entre otras cosas, que puedan experimentar que lo que nos dicen se tiene en
consideración, que iniciativas suyas se llevan a la práctica y tienen resonancia social, que sus
sugerencias y deseos en relación con cuándo y dónde hablar, de qué hablar, qué callarse y qué
preservar en su intimidad, son respetados.

4. PERFIL, ROLES Y FUNCIONES DE LOS ADULTOS QUE INTERVIENEN CON


MENORES

Responder a los problemas, necesidades y demandas de los niños y adolescentes que se


encuentran en situación de desprotección social, en los escenarios de la comunicación
educativa y con la perspectiva del modelo de potenciación, para fortalecer la resiliencia,
plantea a los adultos que asumen esa responsabilidad una serie de exigencias que afectan al
sentido de la función educativa y a su capacitación y perfil personal para el ejercicio de las
correspondientes tareas y funciones que definen su rol educativo, sea en la atención
residencial o en otros ámbitos comunitarios. En la tabla 9.1 se resumen algunas de las
funciones más relevantes que concretan el rol educativo en la atención residencial (Redondo,
Muñoz y Torres, 1998). En el perfil de los adultos que intervienen con menores, incluimos
cuando menos (véase figura 9.5):

a) Conocimientos relacionados con los derechos de la infancia, con las necesidades


evolutivas cuya satisfacción es una de las condiciones del propio desarrollo (López et
al., 1995; López, 2004) y con los indicadores de desprotección que orientan las
decisiones de protección.
b) Competencias y habilidades para desempeñar las tareas y funciones, y que no son algo
superpuesto a la persona del educador y a sus roles y funciones, sino que se han de
integrar, como algo consustancial, en su propio perfil.
c) Principios y criterios de la comunicación interpersonal.
d) Perspectiva de la potenciación.
Figura 9.5.—Perfil, roles y competencias y habilidades educativas en la atención a los menores.

TABLA 9.1

Funciones del educador en la atención residencial con menores

1. Participar en el proceso de evaluación del menor y de su familia.


2. Participar en la evaluación de los programas y actividades del centro orientados a la autonomía y desarrollo del menor y a
la competencia de la familia.
3. Asistir y apoyar al menor en el proceso de afrontamiento de los problemas que surgen en la vida residencial y en sus
relaciones con la comunidad.
4. Asistir y apoyar a la familia en sus tareas de socialización y educación.
5. Planificar contextos y experiencias de aprendizaje para lograr los objetivos educativos previstos en el plan de
intervención.
6. Colaborar y coordinarse con otros profesionales implicados en la atención y educación de los menores.
7. Utilizar los recursos del centro y comunitarios en beneficio del menor y su familia.
8. Elaborar informes y documentos derivados de su labor profesional.

Por otra parte, el rol educativo, las tareas y funciones para ejercerlo, los conocimientos y
las competencias y habilidades, no están separados de las coordenadas del Sistema de
Atención y Protección Social a la Infancia y de las políticas sociales.
5. UN PROGRAMA DE COMPETENCIAS Y HABILIDADES DE COMUNICACIÓN
INTERPERSONAL PARA EL FORTALECIMIENTO DE LA RESILIENCIA

De todas las competencias y habilidades que contribuyen a definir el perfil y la


capacitación de los adultos que intervienen con menores, nos vamos a referir aquí a las que
tienen más incidencia en los encuentros de comunicación interpersonal con los menores,
teniendo en cuenta los principios y criterios de la comunicación interpersonal desarrollados en
el epígrafe 2 y la perspectiva de la potenciación descrita en el epígrafe 3. En conjunto,
configuran los contenidos de un programa de capacitación personal que cualquier adulto que
desempeñe funciones educativas con menores en cualquiera de los escenarios de protección,
sean o no de atención residencial, puede emprender para fortalecer su propio perfil educativo
y la resiliencia de los menores a los que atienden. En Costa y López (2005) se ha propuesto un
programa de entrenamiento específico para los educadores de atención residencial. En muchas
de las competencias y habilidades que se exponen a continuación, existen varias referencias al
proceso de solución de problemas en el que desempeñan un papel importante. En Costa y
López (2006, 2008) se desarrollan otras competencias y habilidades complejas, como
mostrar sentido del humor, comunicarse mediante el juego sobre todo con niños pequeños y
en particular la competencia para resolver problemas.
Competencia para la comunicación interpersonal quiere decir predisposición o aptitud
funcional, desarrollada en el curso de la historia personal y que se manifiesta mediante
acciones que logran resultados eficaces y satisfactorios de acuerdo con los objetivos que la
comunicación tenía. Cada acción comunicativa particular constituye una muestra de las muchas
posibles en las que se hace efectiva la aptitud funcional que define la competencia. Las
habilidades son también categorías disposicionales, incluidas en las categorías más amplias y
complejas de las competencias, que se manifiestan mediante acciones más específicas que las
que identifican a las competencias. En la práctica, competencia y habilidad son términos que a
menudo se usan indistintamente.

5.1. Validar

5.1.1. Qué es y qué ventajas tiene

La competencia para validar es el corazón y el fundamento sobre el que basar todas las
demás competencias y habilidades de comunicación, pedagógicas y de cambio de conducta.
Podríamos decir que es el corazón de toda la función educativa y de protección.

a) La validación biográfica («me importa mucho tu opinión», «todas las ideas que aportéis
serán bienvenidas») es el reverso de la experiencia dolorosa, tal vez vivida por los
menores, o por nosotros mismos, de que nos hayan dicho «tú no tienes ideas propias» o
«tú no tienes ni idea», «todo lo que has hecho no ha servido para nada», «no sé de qué te
ha servido tanto estudio si ahora no sabes hacer frente a algo tan sencillo», «eres un don
nadie».
b) La competencia para validar («llevo muchos días fijándome en el cuidado que pones
cuando haces las tareas», «no es nada fácil hacer frente a la situación que tú estás
viviendo desde que has llegado al centro, y me admira cómo lo estás llevando, claro
que a veces te disparas, como tú dices, pero quién no se dispara en situaciones como
ésta») es el reverso de las comunicaciones que «ponen el dedo en la llaga», que
invalidan y descalifican, que hacen quedar en ridículo, que «rebajan», que
desconsideran la competencia personal y profesional y que invierten un tiempo precioso
en detectar, observar y señalar los errores y las deficiencias: «te disparas y deberías
controlarte un poco más, muchos otros están pasando lo que tú pasas y lo llevan mejor,
si te disparas es un problema más».
c) Vivir la experiencia de ser validado («no dirías lo que dices si no tuvieras motivos para
decirlo», «para ti es muy sensato lo que dices, aunque a algunos no les parezca así») es
el reverso de la experiencia de que alguien desacredite lo que decimos («eso no tiene ni
pies ni cabeza»), o de la experiencia de que alguien nos desacredite por lo que decimos
(«¿pero, tú estás bien de la cabeza?») a pesar de que creemos que lo que decimos es
sensato y genuino.
d) Ser validado es experimentar el efecto de que alguien se interese por nosotros «como
persona», como «persona diferente», y nos respete «tal como somos».
e) Cuando validamos, nos convertimos en valedores y mentores de los menores a los que
atendemos. Mentor es el nombre del sabio cuidador y consejero al que Ulises deja a su
hijo Telémaco cuando abandona Ítaca. Mentor es una persona que dirige, enseña,
aconseja, apoya, guía, cuida y ayuda al desarrollo de alguien. Los educadores son ante
todo mentores, valedores y validadores de los derechos de los menores a los que
atienden, y de manera particular de los derechos de protección preferencial reafirmados
por la Convención: protección frente al abandono, los malos tratos y la explotación,
provisión de bienes y servicios (enseñanza, asistencia sanitaria) y participación.
f) Cuando validamos, mostramos un modelo de comunicación susceptible de ser imitado y
aprendido por los menores.

5.1.2. Cómo validar

Validar supone desarrollar en cada momento la conciencia plena del valor que los
menores tienen como patrimonios de la humanidad únicos, exclusivos y diferentes que quieren
ser tratados con consideración y respeto en su singularidad. Esto supone:

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué validar?


b) Explorar y poner de manifiesto sus competencias y fortalezas: «me he estado leyendo
con mucha atención el informe de los psicólogos y quisiera destacar lo que ellos llaman
tus virtudes; tengo mucha curiosidad por saber cómo te las has arreglado para
desarrollarlas, tu experiencia será muy útil a otros niños del centro, lo podemos contar
en clase si te parece», «no paras de reírte, como si la enfermedad que tienes no te
afectara, sabes que tus chistes son un consuelo para todos los que están hospitalizados».
c) Hacer que cada intervención sea una fuente que fortalezca su autoimagen, su autoestima
y su autoeficacia: «qué razón tenías al decir que tú podrías, los resultados lo
demuestran, no lo decías por decir, sabes muy bien dónde están tus puntos fuertes, lo que
no quiere decir que esté chupado hacerlo, al contrario, tienes que hacer un gran
esfuerzo, pero lo haces».
d) Mostrar interés y respeto por sus objetivos, necesidades e intereses y tomar en
consideración sus puntos de vista: «tú quieres volver cuanto antes a casa y vamos a
trabajar duro los dos para que lo puedas conseguir», «aquí hay muchas otras chicas a las
que interesa mucho la música, ¿qué te parece si montamos un grupo?».
e) Tomar en consideración el significado que para ellos tiene el hecho de haber sido
separados de sus familias y de encontrarse en una situación de desprotección: «sé
cuánto te fastidian los comentarios que algunos hacen sobre lo que ha pasado en tu
familia y por qué estás aquí. Te propongo que veamos qué hacer y qué decir cuando
oigas de nuevo esos comentarios».
f) Promover la autoconfianza comunicando que las cosas pueden ser diferentes, que ellos
son capaces de afrontar la adversidad que supone la situación de desprotección, que los
pasos específicos, incluso pequeños, que están dando son importantes y que pueden
contar con nosotros para apoyarlos en ese afrontamiento: «cuando te animo diciendo “ya
verás cómo todo va a ir a mejor”, veo que no te lo crees mucho; en realidad no es fácil,
pero si no hacemos nada tampoco cambiarán las cosas, y lo que estás haciendo está
dando ya sus frutos».
g) Confirmar sus iniciativas y sugerencias: «vamos a probar con lo que tú propones».
h) Involucrarlos en la definición de los objetivos y en la búsqueda de soluciones para los
problemas que se plantean en la tarea educativa y en el proceso de protección.
i) Movilizar, en función de la edad, su participación y su responsabilidad en las decisiones
educativas y de protección, de acuerdo con los objetivos y valores que son importantes
para ellos.
j) Preguntarles por norma «cuál es tu opinión, qué piensas sobre esto, cómo lo ves, tú qué
harías».

5.2. Escuchar activamente

5.2.1. Qué es y qué ventajas tiene


Escuchar es estar abierto a lo que necesitan decirnos, tratando de comprender justamente
lo que nos quieren decir. Escuchar activamente es uno de los más preciosos regalos de la vida
para el menor que es escuchado, el regalo de la libertad de comunicar lo que necesita
comunicar, de revelarse a sí mismo con confianza. Ser escuchados es uno de los deseos que
probablemente todos compartimos y algo que todos esperamos de los demás cuando
comunicamos una información, un estado de ánimo, una opinión. Sentirnos genuinamente
escuchados es el reverso de la experiencia de que alguien se niegue a escucharnos («no tengo
ningún interés en oírte») a pesar de que sentimos una gran necesidad de comunicarle algo
importante para nosotros. Escuchar, pues, es una competencia comunicativa con numerosas
ventajas en la atención a los menores:

a) El principio de la interdependencia de la comunicación nos dice que estar abierto a lo


que nos quieren contar es el primer paso para que ellos estén abiertos a lo que nosotros
les queremos comunicar.
b) Cuando se sienten escuchados sin censuras, se sienten aceptados y confiados,
motivados para abrirse y seguir comunicándose y compartir con nosotros información
relevante y confidencias, capaces de clarificar sus ideas y emociones y de llegar hasta
el fondo de los problemas.
c) A través de la escucha activa, captamos información relevante que nos permite
orientarnos, no ir a ciegas y regularnos en el escenario de la comunicación, comprender
el comportamiento de quien nos habla, evitar malentendidos, sincronizar nuestro
comportamiento con las demandas y necesidades de los menores, convertirnos en
personas significativas y dignas de confianza y de respeto con capacidad de influencia,
servir de modelos de escucha.
d) Cuando escuchamos, estamos en mejores condiciones para aceptar y gestionar mediante
la autoempatía («no es nada agradable lo que está pasando y es normal que me afecte»,
«ganas me dan de tirar todo por la borda, pero he decidido seguir aquí y voy a seguir»)
las emociones que a nosotros como educadores nos produce lo que está ocurriendo y lo
que nos están diciendo, y nos damos tiempo para preparar las decisiones que habremos
de tomar una vez que hemos escuchado.
e) Cuando escuchamos, mostramos un modelo de comunicación susceptible de ser imitado
y aprendido por los menores.

5.2.2. Cómo escuchar

Escuchar activamente supone adoptar una perspectiva biográfica integral (cómo se siente,
qué está pensando realmente, cómo nos sentiríamos si estuviéramos en su lugar, qué
dificultades están experimentando...) y desarrollar en cada momento la conciencia plena de la
situación especial en la que los menores se encuentran por su condición de desprotección, de
la necesidad de ser escuchados, de que son selectivamente permeables a la comunicación y de
que nuestra capacidad de escucha condiciona su permeabilidad. Desplegar la escucha activa
implica:

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué escuchar?


b) Mostrar una disposición favorable, tratando de entender su punto de vista y de
identificar el significado y la importancia que tiene para ellos lo que nos están
comunicando: «me gustaría oír tu opinión», «estoy a tu disposición por si deseas
contarme...», «¿te sería de ayuda si hablamos de ello?», «si tienes alguna duda en
relación con la tarea que hay que hacer, no dudes en decírmelo».
c) Cuando es preciso escuchar, pero no estamos en condiciones de hacerlo porque estamos
preocupados por un asunto grave personal, o porque estamos ocupados, puede ser útil
comunicarles que, en efecto, no estamos en las mejores condiciones. Es posible que
quien tiene necesidad de hablarnos se haga cargo y acceda a posponer lo que desea
decirnos. Se hará más cargo aún si nosotros nos hacemos cargo, a su vez, de su
necesidad y expresamos nuestro pesar por no poder hacerlo en ese momento: «me
gustaría tener todo el tiempo del mundo porque lo que me estás diciendo merece que lo
hablemos con calma, pero me temo que en este momento no estoy en condiciones de
prestarte la atención que me pides, tengo que salir corriendo por un asunto urgente, ¿lo
podemos dejar para mañana?».
d) La responsabilidad educativa puede implicar en ocasiones la conveniencia de escuchar,
aun sin estar en las mejores condiciones para hacerlo. Una negociación inaplazable, un
problema urgente, son situaciones, entre otras, que hemos de atender sin dilación y que
demandan nuestra disposición para la escucha. En estas situaciones, tal vez podamos
introducir pequeñas demoras, pausas o descansos que nos ayuden a mostrar una mejor
disposición. Pero si ni siquiera tenemos esta posibilidad, entonces afrontamos la
escucha teniendo en cuenta los objetivos educativos y cuánto nos importa el hacerlo, y
sabiendo que, a menudo, la propia escucha, el vernos comprometidos en lo que nos
importa como educadores y el asunto que nos comunican son una oportunidad para
recobrar una disposición que no teníamos desde el principio. En estos casos, puede
ayudarnos un autodiálogo de apoyo: «he tenido una noche fatal, llego al centro y me
cuentan el follón de ayer tarde y me vienen ahora estos dos a contarme sus problemas,
desde luego hoy no tengo ninguna gana de escuchar líos de adolescentes, gana no tengo,
pero voy a hacerlo porque sé lo importante que es, y sé que vienen a contármelo porque
saben que escucho bien».
e) Preparar el momento y el lugar. A veces se requerirá un momento especial para
escuchar. Otras veces lo más importante es cómo escuchemos, con independencia de que
contemos sólo con unos segundos o un minuto para escuchar. Ya sean unos segundos, un
minuto o una hora, podemos atender una demanda de escucha con ansiedad, con signos
de tener prisa y estar muy ocupados e incluso decir que no tenemos tiempo, o podemos
dar muestras en esos mismos instantes de recibir la demanda con suma atención, dar
señales en segundos de que la recibimos y, si es el caso, decir también que no la
podemos atender debidamente en ese momento, proponiendo uno posterior. Esto nos
ahorrará el estrés considerable, y la pérdida de tiempo, que suele producir la discusión
acerca de nuestra falta de tiempo para escuchar ante la insistente demanda de escucha.
f) Escuchar con los gestos.

— Mirar al interlocutor con calidez, no críticamente.


— Mantener una distancia que le sea confortable y una postura relajada, inclinándose
hacia delante ligeramente.
— Mostrar una expresión facial en consonancia con los mensajes que nos están
comunicando.
— Observar y calibrar atentamente su conducta no verbal.

g) Escuchar con las palabras.

— Utilizar palabras y frases que muestren interés, que ayuden al menor a abrirse y le
incentiven a continuar comunicando: «sí, te estoy escuchando, continúa», «dime algo
más sobre este aspecto», «me interesa mucho conocer su opinión».
— Comentar brevemente algo que el interlocutor ha dicho: «¡qué interesante!».
— Mostrar comprensión del significado de sus mensajes: «veo lo importante que es
para ti lo que me estás diciendo».
— Respetar las pausas y guardar silencio cuando el interlocutor se detiene
momentáneamente.
— No interrumpirle.
— No ofrecer consejos o soluciones antes de haber escuchado.
— No juzgar lo que están comunicando.
— No hacer «diagnósticos de personalidad» («¡qué obsesivo eres, no quieres que se
escape ni una!»), no «leer el pensamiento» («no me digas más, ya sé lo que estás
pensando»), no hacer juicios de intenciones ocultas («tú me dices esto para eludir tu
responsabilidad por lo ocurrido»), ni hacer de «sabihondos» («ya sé lo que me vas a
decir»).
— No hacer otras cosas mientras escuchamos.

h) Decidir cuándo es conveniente escuchar.

Escuchar tiene para quien habla efectos satisfactorios que le deparan una experiencia grata
y le motivan a seguir comunicándose. De este modo, la escucha activa podría estar fomentando
también inadvertidamente comportamientos comunicativos que, sin embargo, no queremos
promover, tales como «hablar por los codos», dedicar mucho tiempo a lamentarse, criticar a
los demás, comunicar rumores sin fundamento y otros muchos. Por eso, tan importante como
saber escuchar es calibrar bien y decidir cuándo es adecuado escuchar y seguir escuchando y
cuándo es preferible dejar de hacerlo, y no escuchar indiscriminadamente para que la
competencia comunicativa de la escucha tenga efectos educativos y contribuya a fortalecer la
resiliencia. Para ello, es importante estar atentos a las señales que los menores nos comunican
en cada momento de los encuentros educativos y tener en cuenta los objetivos que en cada
caso orienten nuestra tarea educativa y de protección. En cualquier caso, es oportuno escuchar
a los menores cuando:

a) Captamos señales verbales y no verbales que muestran deseos de querer comunicarnos


algo: «veo que algo me quieres decir; pues venga, nos sentamos y me lo cuentas,
¿quieres?».
b) Deseamos motivarles a que hablen: «a veces hablando se aclaran mejor las cosas, y yo
estoy dispuesta a escucharte».
c) Deseemos conocerles mejor o identificar un problema: «no sé bien lo que ha pasado y
me gustaría saberlo, ¿querrías decírmelo tú?».
d) Están expresando un problema y están afectados por él: «creo que lo que estás diciendo
es como para hablarlo con más calma; si quieres podemos hablarlo».
e) Nos muestran satisfacción u otra emoción positiva: «Eso es genial, cuéntame lo que
pasó».
f) Observamos un cambio brusco en sus palabras o en sus gestos que denota la presencia
de emociones importantes: «estabas hablando con toda normalidad y de repente, al
referirte a tu madre, te has parado y te has quedado con la mirada perdida; por mí,
podemos, si tú quieres, seguir hablando también de cómo van las cosas con tu madre».
g) Nos informan de algo que consideran muy importante: «si es importante para ti, también
a mí me importa».
h) Observamos expresiones que denotan oposición, escepticismo, ironía, hostilidad, estar
«fuera de sí» e incluso falta de respeto hacia nosotros. En estos casos, si la situación
nos resulta molesta o no tenemos control sobre ella, podríamos decidir cortar la
comunicación y dejar de escuchar, o pasar de inmediato a expresar nuestro malestar al
menor que se muestra agresivo o nos falta al respeto. No obstante, si nuestro objetivo es
influir de modo efectivo en su comportamiento, escuchar hasta el final e incluso un
«¿quieres añadir algo más?» serán también en estos casos competencias efectivas para
calmar la hostilidad y las emociones fuertes del menor y para hacerlo más receptivo a
las posibles quejas o críticas a su comportamiento que decidamos hacerle
posteriormente con calma. Si el menor experimenta una franca irritación y no se le
permite expresarla, puede irritarse aún más: «si has venido a decirme todo esto, y con el
tono que me lo has dicho, es una buena señal de cuánto te importaba decirlo y por eso
vamos a seguir hablando, también de lo que yo pinto y de la responsabilidad que tengo
en lo que ha ocurrido. Pero también te quiero decir cómo me he sentido cuando te has
referido a los educadores, y en concreto a mí; con las expresiones que has utilizado, de
verdad me he sentido ofendida».
i) Estamos comunicando algo o informando de algo y nos interrumpen o muestran señales
de querer hablar. Aun en estos casos, podemos decidir también continuar y decir
sencillamente «si no te importa, me gustaría poder terminar lo que estaba diciendo».
j) Hay algo de su mensaje que no hemos entendido con claridad y deseamos que lo
clarifiquen. En esos casos, escuchamos después de haber parafraseado y de hacer
preguntas aclaratorias que después veremos.
k) Se va de un tema a otro con gran facilidad y deseamos orientar el tema de discusión. En
estos casos, escuchamos después de haber parafraseado o formulado una síntesis, como
después veremos.

5.3. Parafrasear

5.3.1. Qué es y qué ventajas tiene

Después de escuchar, parafrasear es un modo de validar y de dar a conocer a nuestro


interlocutor, incluso en caso de divergencia y de conflicto, y antes de manifestar nuestro punto
de vista, que estamos tomando muy en serio sus ideas y sus preocupaciones.

a) Es un modo de darle a conocer que su mensaje ha sido realmente comprendido, o en


todo caso darle la oportunidad de aclarar los posibles malentendidos, lo cual le otorga
control sobre la relación.
b) Cuando parafraseamos y validamos lo que nos están diciendo, mostramos un modelo de
comunicación susceptible de ser imitado y aprendido por los menores.

5.3.2. Cómo parafrasear

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué parafrasear?


b) Retransmitir a nuestro interlocutor con nuestras propias palabras y de manera resumida
lo que hemos comprendido que ha dicho: «Si he entendido bien...», «me parece que...»,
«eso suena como si...», «déjame ver si te he entendido bien, me estás diciendo que...»,
«en otras palabras...».
c) Escuchar y observar y, en su caso, preguntar, para comprobar si la paráfrasis ha sido
correcta y eficaz: «¿es así?», «¿es esto lo que querías decirme?», «¿te he entendido
bien?».
d) Unir dos o más paráfrasis referidas a los diferentes mensajes que nos han transmitido
puede servir para hacer un resumen o síntesis de todo lo comunicado: «llegados a este
punto, podemos decir que...», «veamos si te he entendido; por una parte me dices que...,
además me dices que... y finalmente...». Esta síntesis puede ser útil para organizar la
información que nos han comunicado, enlazar los diferentes mensajes y dar feedback
sobre ellos, identificar y enfocar temas o un tema común reiterado por el menor en su
comunicación, «poner freno» a la excesiva ambigüedad, prolijidad o divagación del
discurso y centrar de nuevo la comunicación, hacer visible el progreso realizado
durante una entrevista o entrevistas anteriores y retomar la dirección del proceso,
moderar el ritmo demasiado rápido de una sesión permitiendo momentos de descanso,
orientar el proceso de solución de problemas proporcionando feedback de los asuntos
que se van abordando y de lo que aún quedan por resolver.

5.4. Comunicar acuerdo y compartir

5.4.1. Qué es y qué ventajas tiene

Escuchar no implica en modo alguno estar de acuerdo con lo que nos relatan. Escuchar es
«tomar nota» de lo que nos comunican e informarles de que lo estamos recibiendo y de que lo
estamos tomando muy en consideración. Pero no cabe duda de que, después de escuchar,
comunicar acuerdo es un modo de validar y de dar a conocer al menor, incluso en caso de
divergencia y de conflicto, y antes de mostrar nuestro propio punto de vista, cuántas cosas
tenemos en común que son importantes para ambos y que podemos compartir. El acuerdo no
reconoce y legitima tan sólo las razones, opiniones u objeciones de los menores, sino también,
o sobre todo, la biografía que los comunica, su deseo de que sus opiniones sean tomadas en
consideración y el papel que quieren desempeñar en el proceso educativo. El acuerdo presenta
varias ventajas para la comunicación y la solución de problemas.

a) Evita la pérdida de tiempo y el desgaste emocional que provoca continuar discutiendo


sobre temas ajenos a los objetivos de los interlocutores.
b) Evita los riesgos que para la permeabilidad comporta intentar convencer por encima de
todo de que estamos haciendo lo correcto.
c) Damos «cancha» explícita a las opiniones, deseos, sentimientos y objeciones o réplicas
que nos comunican. De esta manera, reconocemos implícitamente que los menores
tienen opiniones, deseos y sentimientos propios, diferentes y hasta contrapuestos a los
nuestros y que les asisten razones legítimas para expresarlos.
d) En caso de que el menor haya hecho una crítica, una objeción o un reproche para
ponernos a la defensiva y desviar la atención del asunto del que estamos tratando,
cuando descubre que esta estrategia no le funciona, es menos probable que la siga
utilizando.
e) Cuando escuchamos y reconocemos con el acuerdo la objeción, la crítica o las
resistencias, nuestros interlocutores se dan cuenta de que les escuchamos y
probablemente ya no se vean tan obligados a repetirla una y otra vez, y además tendrán
la satisfacción de que su mensaje ha sido recibido.
f) Cuando señalamos aquello que tenemos en común y todo lo que podemos compartir,
estamos transmitiendo un modelo comunicativo susceptible de ser imitado y aprendido
por los menores.

5.4.2. Cómo comunicar acuerdo

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué comunicar acuerdo?


b) Comunicar a nuestro interlocutor lo que compartimos y el acuerdo en relación con lo
que dijo, en lugar de expresar en un primer momento desacuerdo y «peros» en relación
con los aspectos en los que disentimos: «déjame decirte cuántas cosas tenemos en
común...», «estoy de acuerdo contigo en que...», «comparto contigo...».
c) La extensión del acuerdo puede ir desde el acuerdo parcial o reconocimiento de que le
asisten razones y motivos para opinar, sentir y desear como lo hace, para decir lo que
dice e incluso para hacer las objeciones y las quejas que hace («es posible que sea
como tú dices», «no dudo que tienes razones para opinar como opinas»), sin que
tengamos que hacerlas necesariamente nuestras, hasta el acuerdo total, que es estar
completamente de acuerdo con ellas («estoy totalmente de acuerdo contigo en lo que
dices», «llevas toda la razón», «mirado así, no puedo estar en desacuerdo contigo»).
d) En ambos casos, puede interesarnos muy a menudo persistir en la expresión de nuestros
objetivos, deseos, sentimientos, peticiones y normas, como un «disco rayado» y con
«mensajes yo», después de haber expresado el acuerdo parcial o total.
e) Mostrar acuerdo puede suponer aceptar la propia responsabilidad y los propios errores:
«es cierto, me he equivocado».

5.5. Comunicar empatía

5.5.1. Qué es empatía y qué ventajas tiene

La dimensión emocional está siempre presente aun en las situaciones más racionales, y lo
está en las circunstancias difíciles de la vida de los menores, en las decisiones importantes, en
los conflictos. La empatía implica reconocer, escuchar y validar esa dimensión biográfica y
ponernos a nosotros mismos en el lugar de nuestro interlocutor para tratar de comprender y de
empatizar profundamente con sus sentimientos y preocupaciones. Comunicarse con nosotros y
sentirse escuchados con empatía es para los menores:

a) Un aliciente para comunicar sus sentimientos.


b) Un componente básico del vínculo emocional seguro que constituye la resiliencia.
c) Un indicador de que el problema del que están tratando con nosotros podría ser
resuelto, una expectativa que interviene también en la experiencia de la resiliencia.
d) Una experiencia de influencia efectiva sobre el entorno social, otro componente de la
resiliencia.
e) Una oportunidad para comprender mejor sus propios sentimientos y aprender a
aceptarlos, y no negarlos o combatirlos.
f) Una oportunidad para aliviar el dolor, el abatimiento, la rabia, la tristeza.
g) Una oportunidad para reducir el impacto de las fuentes de estrés que tienen que
afrontar, evitando su efecto acumulativo, y limitar sus propias experiencias de diestrés,
minimizando el daño, beneficios todos ellos que integran la experiencia de la
resiliencia.
h) Una oportunidad para colocarse en una perspectiva distinta ante sus emociones y ante
las situaciones adversas de las que surgen. Por el hecho de hablar de las experiencias
adversas, de los problemas ante alguien que escucha con empatía, los afrontan de otra
manera y pueden comprobar que la postura que mantenían hasta ahora no era la única
posible.
i) Una oportunidad para aprender, viéndonos, a comunicar empatía ellos también.

5.5.2. Cómo comunicar empatía

Comunicar empatía supone, desde una perspectiva biográfica integral, ser conscientes de
que los menores experimentan afectos porque les influyen las circunstancias del contexto y las
experiencias que han determinado y están determinando su situación de desprotección.
Comunicar empatía implica:

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué comunicar empatía?


b) Observar y calibrar atentamente la conducta no verbal del menor, que denota emociones.
c) Promover la expresión de las emociones: «si quieres y crees que eso te ayuda, puedes
decirme cómo te afecta lo ocurrido y cómo te sientes».
d) Reconocer los sentimientos como respuestas a situaciones y acontecimientos que les
afectan, no como rasgos de personalidad o como condiciones crónicas.
e) Aceptar, alentar y escuchar las emociones como señales de vida que son y resultado del
impacto de las experiencias de la vida. No negarlas, silenciarlas, evitarla o combatirlas
(«no tienes motivos para sentirte así», «esa reacción es de niños pequeños», «tienes que
tratar de no darle tanta importancia a las cosas si no quieres sufrir tanto»).
f) Reconocer que a veces nosotros mismos podemos sentirnos incómodos, ansiosos,
desbordados, frustrados o amenazados por las experiencias emocionales de los menores
a los que atendemos, y sin saber qué hacer y qué decir, y pensando en abandonar la
situación o dando una respuesta estereotipada. Aceptamos y no combatimos tampoco
estas emociones nuestras porque son también señales de vida y del compromiso que
tenemos con los menores a los que hemos decidido en esta ocasión comunicarles
empatía.
g) No juzgar las emociones, evitar dar consejos y seguridades prematuras y quitar
importancia («no te preocupes, todo irá bien», «no le des tanta importancia»).
h) Mostrar expresión facial y tono de voz que reflejen las emociones que estamos
escuchando, porque a menudo sobran las palabras y una mirada, un gesto con la cabeza,
un apretón de manos o un abrazo en silencio pueden ser señales de empatía más
elocuentes que las frases «me hago cargo» o «entiendo cómo te sientes».
i) Comunicar mensajes de empatía, confortar con expresiones que sintonicen con el tono
emocional y la intensidad expresada y que aludan al contexto o suceso que provoca las
emociones: «me pareces triste», «después de todo lo ocurrido, puedo entender que te
sientas...», «te estoy mirando y puedo ver tu malestar», «tu voz suena cansada», «sé que
no va a ser fácil», «debe de ser muy frustrante haber hecho el esfuerzo que has hecho y
encontrarte ahora con esto», «no resulta fácil ponerse en tu lugar porque ha debido de
ser duro», «entiendo que te sientas dolido por...», «sólo tú sabes por lo que estás
pasando».

5.6. Preguntar

5.6.1. Qué es y qué ventajas tiene

A menudo pensamos que la función educativa comporta sobre todo transmitir información
útil, dar pautas de conducta, hacer sugerencias que estamos seguros que orientarán a los
menores en la buena dirección, hacer advertencias que les prevengan frente a los riesgos. Nos
basamos para pensar así en que sabemos bien qué es lo que a los menores les conviene más
para su aprendizaje, crecimiento y desarrollo. Seguramente, no nos faltará razón en ello. Pero
también es verdad que a menudo no sabemos cómo acertar en determinadas situaciones,
tratándose sobre todo de menores que han vivido ya muchas experiencias adversas, que se
conducen de manera desajustada o que se encierran en sí mismos sin darnos a conocer claves
que orientarían nuestra tarea educativa. En estos y otros muchos casos, la competencia para
preguntar con el ánimo de comprender mejor será un componente clave de nuestro perfil de
educadores. Preguntar, pues, encierra muchas ventajas:

a) Obtener más información.


b) Hacer fluido un proceso de deliberación con los menores.
c) Proporcionar luz ante asuntos difíciles de comprender.
d) Encontrar respuestas y soluciones en las que antes no se había reparado.
e) Promover la participación y la implicación de los menores en el proceso educativo y en
el afrontamiento de las dificultades que comporta su situación de desprotección, lo cual
es, como ya sabemos, un componente importante de la resiliencia. El grado de
implicación será diferente dependiendo de que hagamos una afirmación, «tienes que
esforzarte más porque, de lo contrario, no vas a conseguir lo que quieres», o una
pregunta: «¿cómo crees que vas en relación con lo que quieres conseguir y, según eso,
qué crees que te conviene?».
f) Poner en manos de los menores la decisión de responder y el sentido y dirección de sus
respuestas.
g) Preparar las acciones y las decisiones.
h) Proporcionar un modelo de comunicación susceptible de ser imitado y aprendido por
los menores.

5.6.2. Cómo preguntar

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué preguntar?


b) Preguntar con interés genuino y con perspectiva biográfica integral, no preguntar por
preguntar ni hacer un «interrogatorio», y respetar la decisión de los menores de
responder o de guardar silencio ante nuestras preguntas.
c) Preguntas específicas. Si nos comunican generalidades, mostramos mayor interés y
preguntamos por ejemplos específicos: «¿querrías ponerme un ejemplo de lo que me
acabas de decir? Creo que de ese modo te comprendería mejor».
d) Preguntas de estilo indirecto cuando la pregunta directa pudiera parecer desafiante: «no
estoy seguro de haber comprendido bien cuándo prevés comenzar», «me pregunto si
estás dispuesta a comenzar».
e) Preguntas de clarificación. Preguntamos por más detalles cuando percibimos que tienen
más que decir, cuando algo no resulta claro todavía y queremos ayudarles a expresarse
de manera más inteligible, cuando queremos que se reformule mejor la definición de un
problema que estamos analizando o cuando queremos comprobar hasta qué punto les
hemos comprendido bien: «¿a qué te refieres cuando dices...?», «¿qué me quieres decir
con eso?», «¿me estás diciendo que...?».
f) Preguntas abiertas para entablar una conversación, indagar si necesitan ayuda, conocer
cómo se encuentran, promover la definición de un problema y las alternativas de
solución, ayudar a explorar, a reflexionar y a revelar información: «¿conoces cuáles son
los riesgos a los que te expones con esto?», «¿te parece que hablemos un poco sobre
ello?», «¿qué dificultades percibes en la tareas que tienes ahora entre manos?», «¿cómo
estás después de lo ocurrido ayer?», «¿a qué crees que se debe lo ocurrido», «¿qué
podrías hacer tú para contribuir a la solución del problema?», «¿qué te parece la
propuesta?».
Figura 9.6.

g) Preguntas cerradas para obtener una información concreta, de «sí» o «no», o para
corroborar una información previa: «cuándo, quién, dónde, qué día».
h) Cuando estamos tratando de resolver un problema:

— No pasamos precipitadamente a la solución, primero preguntamos por la definición


que ellos hacen del problema y por las alternativas que proponen...
— Hacemos preguntas abiertas enfocadas a la acción y a las posibles soluciones:
«¿qué hacer?», «¿cómo seguir avanzando?».
— Hacemos preguntas enfocadas al futuro, no al pasado: «¿qué hacer a partir de
ahora?», «¿cómo querrías que fueran las cosas en lo sucesivo?».

i) Hacemos preguntas qué y cómo cuando:

— Estamos tratando de los objetivos, necesidades, intereses, valores y


preocupaciones, mostrando así que los tomamos en consideración: «¿qué es lo que
deseas?», «¿qué te gustaría lograr?», «¿qué crees que puedes aprender de esta
situación?», «¿qué opciones ves para la solución del problema?», «¿qué es lo que
más necesitas ahora para afrontar la situación?», «¿qué recursos te podrían ayudar en
esta situación?», «¿cómo podrían colmarse tus aspiraciones?», «¿qué es lo que más
te preocupa en este momento?», «¿cómo superar los obstáculos que estás
encontrando?», «¿qué crees que debería hacerse?», «¿qué valores te animan a seguir
adelante?».
— Queremos acercar perspectivas y posiciones para la solución de un problema:
«¿qué crees que aporta tu manera de ver el problema?», «¿qué inconvenientes puede
presentar verlo como tú lo ves y las soluciones que propones?», «¿qué crees que
aportan las otras maneras de verlo?», «si tú hubieras pasado por lo que ha pasado X,
¿cómo lo verías?», «¿cuáles crees que son los puntos de acuerdo entre tu forma de
verlo y como lo ve X?», «¿qué podrías hacer tú para llegar más fácilmente a una
solución sabiendo que tenéis formas diferentes de ver el problema?».
— Queremos suscitar en los menores el pensamiento consecuencial: «¿qué pasó
cuando...?», «¿qué pasaría si...?», «imagínate que, en efecto, haces o dices... ¿qué
pasaría, qué podría ocurrir?, ¿y si no lo haces?, ¿y si hicieras...?».

j) Hacemos preguntas cómo cuando queremos promover la participación y la


cooperación: «¿cómo crees tú que podríamos salir de esta situación tan difícil?».
k) ¡Cuidado con las preguntas por qué! («¿por qué has hecho?», «¿por qué no has
hecho?»). Excepto cuando se hacen en procesos de evaluación, pueden determinar que
el menor se ponga a la defensiva y responda con evasivas.
l) Hacemos un comentario amortiguador antes de las preguntas comprometidas: «no
quiero entrar en tu vida personal, pero me preocupa tu cambio de actitud y tu falta de
participación en las actividades y me gustaría preguntarte, si no te importa, si existe
algún motivo de tipo personal que quisieras comentarme...», «no me extrañaría que se te
olvidara, a mí también me ocurre en ocasiones, ¿qué ocurrió en realidad?», «cuando yo
me enfrento a problemas de esta naturaleza, confieso que a menudo necesitaría ayuda
imperiosamente, o tener a alguien cerca con quien comentarlo o intercambiar opiniones,
¿es éste también tu caso?», «es habitual que en las primeras relaciones sexuales pueda
haber dificultades, ¿te ha ocurrido algo que desees contarme?», «me han dicho que sin
tomar pastillas es difícil divertirse en las discotecas, ¿qué opinas tú de ello?», «a veces
la gente está tan desesperada que piensa que lo mejor es quitarse la vida, ¿te ha
sucedido esto alguna vez?».
m) Evitamos preguntas retóricas: «¿cómo es posible que a estas alturas estemos todavía
preguntando lo que cada uno tiene que hacer?».
n) Evitamos preguntas sarcásticas: «¿dónde tenías la cabeza cuando lo hiciste?».
o) Preguntamos para confrontar con las contradicciones e incoherencias.

— Incoherencias entre mensajes: «ayer me comentaste tu preocupación por los


resultados de los exámenes y ahora me parece entender que no les das importancia,
¿no hay una incoherencia en ello?».
— Incoherencias entre mensaje verbal y lenguaje no verbal: «aunque tal vez te calles
por respeto, tengo la impresión de que algo de lo que he dicho te ha molestado,
¿podrías decirme qué ha sido?».
— Incoherencias entre los dichos y los hechos: «por lo que me has dicho, para ti es
importante... y crees además que... Sin embargo, lo que estás haciendo parece decir
lo contrario. ¿Cómo lo ves?».
— Incoherencias entre las inferencias y suposiciones y las evidencias: «¿en qué hechos
te basas para creer que...?»...

5.7. Comunicar con «mensajes yo»

5.7.1. Qué es y qué ventajas tiene

El «mensaje yo» es aquel que se comunica en primera persona, una autorrevelación


precedida de los pronombres personales «yo», «mí» o «me» para asumir la responsabilidad
de los propios sentimientos, opiniones, deseos, preferencias y decisiones («a mí me parece»,
«en mi opinión», «yo te ruego que», «me gustaría que», «me duele que», «me molesta que»,
«prefiero», «he decidido») desde la propia perspectiva. Enfatizar la propia perspectiva y el
origen personal de lo que comunicamos equivale a cambiar «así son las cosas» por «así lo
veo yo». La competencia comunicativa para hablar honestamente desde la propia perspectiva
respetando las demás tiene muchas ventajas:

a) Es descriptivo: concreto, específico, sin juicios de intenciones ni generalizaciones.


b) Es responsable: asume la responsabilidad personal en lo que se comunica.
c) Es respetuoso y democrático: respeta que los demás tengan perspectivas diferentes y no
estén de acuerdo con lo que decimos y pensamos («no tienes por qué verlo como yo lo
veo», «seguro que tienes razones para pensar y sentirte así, aunque yo no las comparta»,
«ésa es tu opinión, yo tengo otra diferente»), lo cual promueve el compromiso y la
participación.
d) Es asertivo: expresado con firmeza y sin titubeos: «así es como me siento», «yo tengo
una visión diferente», «he decidido decirlo y lo digo», «puede parecerte una tontería,
pero a mí no me lo parece, al contrario, me parece muy importante», «ésta es mi
opinión, aunque sé que no es compartida por todos».
e) Hacemos valer con firmeza la legitimidad de nuestra perspectiva personal, hablamos
por nosotros mismos, asumimos la responsabilidad de nuestra perspectiva, no la
diluimos en afirmaciones genéricas y no se la imputamos o atribuimos a los demás, no
les culpamos o reprochamos por lo que a nosotros nos concierne.
f) Nos ofrecemos a compartir nuestras necesidades, deseos, sentimientos, opiniones y
nuestra perspectiva con otras incluso diferentes, de una manera franca, respetuosa y no
amenazante, impositiva, evaluadora, culpabilizadora o humillante para los demás, lo
cual facilita la expresión libre de las diferencias y discrepancias y prepara el camino
para un eventual acercamiento de las posiciones en un proceso de solución de
problemas.
g) Los demás no tienen que «adivinar» o hacer interpretaciones aventuradas acerca de
nuestras necesidades, deseos, sentimientos y opiniones.
h) Es probable que nuestras necesidades, opiniones, deseos y sentimientos sean más
dignos de crédito, y que los menores se «hagan cargo» de ellos y los tengan en cuenta.
i) Promovemos una mayor permeabilidad en los menores, al contrario de lo que ocurre con
el «mensaje tú», que puede ser un obstáculo y hacer que los demás se lo tomen como una
ofensa, se pongan a la defensiva, muestren más «cerrazón» y resistencia, sientan
ansiedad u hostilidad y pasen al contraataque.
j) Facilitamos la expresión de las diferencias, de los desacuerdos y de las peticiones de
cambio y creamos un clima de comunicación en el que resulta más fácil resolver los
problemas y conflictos.
k) En las situaciones emocionalmente difíciles, nos es más fácil mantener la calma,
controlar el riesgo de «perder los estribos» y la paciencia, autorregular el «carácter
fuerte» o impulsivo.
l) Al canalizar y manifestar sentimientos negativos, tenemos mayor control sobre ellos, y al
expresarlos de una manera constructiva y asumiendo la responsabilidad sobre ellos,
facilitamos la solución de problemas.
m) Mostramos un modelo de comunicación susceptible de ser imitado y aprendido por los
menores.

5.7.2. Cómo comunicar con «mensajes yo»

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué comunicar con «mensajes yo» en esta
ocasión?
b) Describir breve y escuetamente la situación o el comportamiento al que nos queremos
referir y que está condicionando nuestra decisión de hacer explícitos mis pensamientos
y sentimientos, sin juicios de valor, etiquetas personales («eres la típica persona
que...») o generalizaciones («siempre...», «nunca...»), con frases que comiencen por
«cuando...», «estando...» u otras expresiones que permitan conocer de manera concreta y
específica la situación que nos está afectando: «ayer me dijiste aquí mismo que te ibas a
ocupar de la tarea que tenías asignada para el campeonato, y ahora veo que no ha sido
así».
c) Expresar directamente, sin miedo, sin rodeos y sin ocultamientos lo que necesitamos,
pensamos, sentimos, opinamos, preferimos, decidimos en relación con aquella
situación: «me he sentido muy mal al comprobarlo, te diré incluso que desilusionado».
d) Describir las consecuencias o efectos tangibles y concretos que dicho comportamiento
o situación tiene o puede tener, lo cual justifica nuestra comunicación: «porque...», «esto
ocasiona...»: «porque esto retrasa muchísimo la preparación del campeonato y vamos a
ir muy mal de tiempo, y yo no puedo más».

5.8. Comunicar reconocimiento

5.8.1. Qué es y qué ventajas tiene

Sabemos que la resiliencia de los menores se fortalece cuando sus acciones de


afrontamiento de las circunstancias adversas tienen resultados de éxito que les compensan por
los esfuerzos realizados y que las convierten en experiencias de dominio. Uno de esos
resultados significativos puede ser el impacto y la repercusión que sus acciones de
afrontamiento tengan en el entorno social en el que viven. Comunicarles reconocimiento por
el afrontamiento realizado y por los resultados obtenidos es un modo de hacer visible ese
impacto y de contribuir, pues, a fortalecer la resiliencia. El reconocimiento no es una fórmula
de cortesía, es un mensaje que comunica de manera genuina:

a) El valor que tienen el afrontamiento y esfuerzo realizados, y el rendimiento y los


resultados alcanzados: «lo que has hecho, y sobre todo el empeño que has puesto, tiene
una gran importancia...».
b) El valor de la biografía personal del menor que los realiza: «... dice mucho de ti como
persona capaz de cumplir sus promesas...».
c) El impacto positivo que tiene en el desarrollo personal, en el proceso educativo, en la
relación entre los menores y los educadores: «... va a contribuir a mejorar las relaciones
con tu familia...».
d) La estima que el contexto social y el familiar tienen por lo que ha hecho: «... a mí me ha
dado una gran alegría cuando me enteré».

El reconocimiento tiene otras muchas ventajas:

a) Es una fuente de motivación para hacer lo que tienen que hacer, para asumir
responsabilidades, para cooperar, para comunicarse. La motivación es una
predisposición que les mueve e incentiva para preferir opciones, decisiones y acciones
que les permiten obtener resultados que les compensan, que tienen valor para ellos y
que, de este modo, otorgan valor a lo que hacen.
b) Nos convertimos en una persona significativa y digna de confianza.
c) Logramos que los menores estén más abiertos y receptivos a nuestros mensajes.
d) Fortalecemos el esfuerzo y el afrontamiento realizados, que serán más frecuentes y
probables.
e) Suscitamos expectativas optimistas respecto a lo que puede suceder si perseveran en el
esfuerzo y el afrontamiento.
f) Aumentamos nuestra capacidad para influir en el cambio y reducir las resistencias al
cambio.
g) Promovemos la autoobservación de los éxitos y de los puntos fuertes, lo cual es
alentador frente a la autobservación de los fracasos.
h) Potenciamos la autoeficacia, la autoimagen positiva y la autoestima.
i) Reducimos los sentimientos de desmoralización e indefensión.
j) Elevamos la perseverancia en la realización de las tareas y la tolerancia a la frustración
en los momentos difíciles en los que no se ven los resultados deseados o en los que se
perciben sobre todo los inconvenientes.
k) Contribuimos a que los menores estén «a las duras y a las maduras» cuando tengamos
que hacerles una crítica por errores o comportamientos inadecuados.
l) Mostramos un modelo de comunicación interpersonal susceptible de ser imitado y
aprendido por los menores

5.8.2. Cómo comunicar reconocimiento

Condiciones

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué comunicar reconocimiento?


b) Poner en cuestión el valor cultural que se le otorga a la información negativa y que
entiende que ser sincero o «poner los puntos sobre las íes» quiere decir sobre todo
señalar los errores o incumplimientos, que cuando alguien está cumpliendo con su deber
no es preciso comunicarle el valor que tiene lo que hace o que comunicar
reconocimiento y elogio es una práctica manipuladora o mera diplomacia.
c) Estar continuamente atentos a los comportamientos de los menores que muestran
afrontamiento responsable de los momentos difíciles de la vida, porque «los
comportamientos competentes son demasiado preciosos como para dejarlos pasar
desapercibidos».
d) Tratar de pillarlos haciendo o diciendo cosas que tienen valor y que son dignas de ser
recompensadas, en contraposición a la estrategia de «pillar en renuncio».
e) Comunicarlo lo más inmediatamente posible al momento en que se produce el
comportamiento competente de los menores.
f) De manera equitativa, sin agravios comparativos entre los menores a los que atendemos.
g) No dar por supuesta la motivación de los menores ni perder el tiempo lamentando que
no exista, sino plantear cuánto podemos hacer para que se produzca.

Estrategia comunicativa

a) Describir de manera específica el esfuerzo y el afrontamiento realizados, de manera


que tengan claro qué comportamiento estamos reconociendo: «el comentario que le
acabas de hacer a tu madre indica a las claras cuánto apoyo le das, has podido
comprobar cómo se ha emocionado, yo también me he emocionado».
b) Comunicarlos de manera personalizada.

— Usar el nombre de pila.


— Va al núcleo del menor y a sus méritos, no a los del adulto que comunica el
reconocimiento. Decimos: «es tu esfuerzo el que ha lo conseguido». No decimos: «lo
has conseguido, menos mal que me hiciste caso».
— Tomar como base los niveles de progreso anterior alcanzado por el menor en su
desempeño: «te parece poca cosa, pero fíjate el progreso que supone si tienes en
cuenta cómo estabas al comienzo del curso».
— Que sea reconocido como propio, debido a su esfuerzo (atribución interna), no al
azar o a la suerte ni al humor del educador. Hacer visibles los resultados
conseguidos y los objetivos alcanzados de modo que se consideren «propietarios»
del éxito y puedan decir «ha sido importante mi aportación, esto se debe a mí, a mi
esfuerzo».

c) Acompañarlo de argumentos que apoyen la importancia y el valor del comportamiento,


del esfuerzo o del resultado alcanzado, para que sea más creíble. Ese valor se destaca
más si se hacen visibles los obstáculos y dificultades que el menor ha tenido que
superar para lograr los resultados: «no estaba nada fácil, parece que todo estaba en
contra y, sin embargo, no te echaste para atrás; otros se rinden en cuanto aparecen las
primeras dificultades, y tú parece que te creces cuando aparecen, tienes un estilo de gran
deportista, ¿lo sabías?».
d) Desvelar logros y oportunidades incluso en los errores y problemas: «sólo cometen
errores los que se arriesgan y se esfuerzan como tú haces».
e) Acompañarlo de interés por el trabajo que hacen y por sus intereses («se interesan por
mí, les importo, les importamos»).
f) Anticipar otras ventajas y beneficios del afrontamiento realizado, lo cual genera
expectativas optimistas: «por la experiencia que tengo, te puedo decir que este esfuerzo
tuyo no va a ser en vano, hay muchas ventajas, unas las estamos viendo ya, pero hay
otras que te voy a comentar...».
g) Proporcional a la magnitud de la tarea realizada, al esfuerzo invertido, al rendimiento
logrado, al cambio y la mejora introducidos. Mayores esfuerzos han de recibir mayor
reconocimiento.
h) Comunicar al mismo tiempo con «mensajes yo» lo que sentimos frente al valor de lo que
han hecho: «no sabes la alegría que me dio cuando supe lo que habías hecho».
i) Poner nombre al comportamiento: «esto es lo que yo llamo...».
j) No desvirtuarlo ni frivolizarlo.

— No usarlo como estrategia de «apaciguamiento» para calmar los ánimos de un menor


que esté enfadado: «venga, hombre, no te enfades, que tú sabes muy bien hacer las
cosas sin enfadarte».
— No querer sacar ventaja del reconocimiento para pedir después algo al menor.
— No hacer referencias a lo que antes se hacía mal: «ahora muy bien..., no como
antes».
— No usarlo como «latiguillo» o formulismo social para quedar bien.
— No es una «palmadita en la espalda».
— Evitar la ironía: «hombre, quién habría dicho que tú eras capaz de hacerlo...».

k) Incorporar a otras personas al reconocimiento, comunicándoles lo que el menor ha


hecho, hablando bien de él, para que ellas le comuniquen también reconocimiento.
l) Comunicarle el reconocimiento y los comentarios elogiosos que otros han hecho de ellos
(«me acabo de enterar de lo que has hecho, me lo han dicho, y yo me uno a las
felicitaciones»).
m) Asegurar que el afrontamiento tenga, además de nuestro reconocimiento, incentivo
intrínseco, que sea motivador por sí mismo, bien porque las acciones de afrontamiento
son tareas interesantes y estimulantes, porque pueden realizarlas con autonomía y a su
gusto o porque con ellas practican habilidades personales interesantes.

5.9. Comunicar realimentación o feedback

5.9.1. Qué es y qué ventajas tiene


El afrontamiento y el esfuerzo que los menores realizan en las situaciones adversas y en las
tareas diarias del proceso educativo y de protección no siempre obtienen los resultados
apetecidos en los primeros intentos. El fortalecimiento de las competencias de afrontamiento
que caracterizan la resiliencia suele ser un proceso gradual en el que no todos los pasos son
firmes. Ocurre como en el juego de la gallinita ciega, en el que alguien va buscando a alguien
y va a tientas, a veces se aproxima a la meta, a veces se aleja, y cuenta para ello con la
información que los demás le van dando, frío, caliente, templado. Si no existiera esta
información orientadora o si esa información fuera siempre frío, frío, frío, el juego dejaría de
ser motivador, se haría muy arduo llegar a la meta e incluso podría llegar a abandonarse.
Comunicar realimentación o feedback es una competencia educativa para acompañar a los
menores en su proceso de desarrollo, para suscitar en ellos motivación para seguir adelante a
pesar de las dificultades y para mejorar paso a paso. Es un mensaje que comunica de manera
genuina:

a) Cómo van las cosas en este momento.


b) El impacto que la implicación en las tareas, el desempeño y los resultados están
teniendo en el proceso educativo y en la evolución de la situación de desprotección.
c) Los aspectos del comportamiento que están en la dirección adecuada.
d) Posibles cambios, reajustes y mejoras en aquellos otros que no lo están.

Los mensajes de feedback tienen muchas ventajas en el proceso educativo:

a) Tomamos conciencia de que muchos comportamientos y rendimientos de los menores


tienen aspectos que son mejorables, pero también aspectos que son merecedores de
reconocimiento, bien porque son adecuados, bien por el esfuerzo y la buena intención
puesta en ellos.
b) Hacemos énfasis en la información positiva y esto estimula el cambio y las emociones
positivas, lo cual es especialmente importante en el caso de los menores que están en
situaciones difíciles, hacen frente a un proceso de protección complicado o viven
experiencias de estrés.
c) Nos convertimos en facilitadores del aprendizaje, en «entrenadores» que crean
oportunidades y contextos en los que los menores aprenden de lo que ellos mismos
hacen, de los éxitos logrados, y en los que cambian y mejoran, progresando y
construyendo sobre sus puntos fuertes.
d) Promovemos en los menores la autoobservación de los logros que le alienta para
aceptar también lo que les queda por hacer y mejorar.
e) Se reducen los esfuerzos y el tiempo requerido para el aprendizaje y el cambio, en la
medida en que subrayamos, como en el juego de la «gallinita ciega», los
comportamientos que están en la dirección deseada más que aquellos que obstaculizan
el cambio o que van en la dirección opuesta.
f) A través del feedback, la función educativa con los menores se convierte en un taller de
entrenamiento y aprendizaje continuos.
g) Mostramos un modelo de comunicación interpersonal susceptible de ser imitado y
aprendido por los menores.

5.9.2. Cómo comunicar feedback

Condiciones

a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué comunicar feedback?


b) Convertir el feedback en una práctica habitual de la función educadora y en una seña de
identidad del perfil personal del educador.
c) Comunicarlo con perspectiva biográfica:

— El menor que recibe el feedback puede tener una perspectiva diferente y estar en
desacuerdo con quien lo da pues opina que su desempeño es ajustado. Quizá opina
que los fallos encontrados en su desempeño se deben a otros o a causas externas.
— El feedback produce impacto emocional. Algunos menores no lo recibirán de buen
grado. A algunos les provocará miedo y desconfianza, lo cual impedirá la
permeabilidad al feedback y las oportunidades de aprendizaje y de mejora.
— Algunos se resistirán a él y se pondrán a la defensiva si no lo ven justo ni ajustado a
la realidad o lo viven como un ataque personal, una desautorización de toda su
persona o una amenaza que pone en duda y en peligro su autoeficacia, su
autoconfianza y su autoestima.

d) No es un ataque personal, ni un juicio de valor sobre el menor ni atribuciones o


interpretaciones sobre supuestos rasgos de carácter, poco susceptibles de cambio («eres
una persona poco comprometida», «eres muy rígido haciendo las cosas», «deberías
haber sido más sistemático en la redacción del trabajo», «¡qué desordenada eres en lo
que haces!», «tenías que haberte mantenido más firme»).
e) Ha de ser útil, es decir, centrado en aspectos o comportamientos que puedan ser
cambiados.
f) Argumentado y «cargado de razón», identificando los resultados, rendimientos y
progresos alcanzados en relación con los objetivos previstos y las normas de
rendimiento establecidas.
g) Comunicarlo lo más inmediatamente posible. Mostrar los progresos tanto más pronto,
cuanto más difícil estén resultando el cambio y la mejora.

Estrategia comunicativa
a) Comunicar con «mensajes yo» información positiva y específica sobre los aspectos
positivos y puntos fuertes del desempeño del menor: «me ha gustado especialmente...»,
«en mi opinión, la eficacia lograda...», «identifico varias ventajas en lo que has
hecho...».
b) Sugerir alternativas de cambio y de mejora.

— Con frases en positivo: «te entendería mejor si hablaras más bajo», en lugar de «te
entendería mejor si no gritaras tanto».
— Orientadas al presente y al futuro.
«En mi opinión, podría mejorarse si...», «en mi opinión, tu eficacia sería mayor si...».

c) Entre a y b, es preferible una «y» que un «pero».


d) Pedir opinión sobre el feedback que hemos comunicado: «¿qué te parece?», «¿cómo lo
ves?».

5.10. Promover la comunicación bidireccional

5.10.1. Qué es y qué ventajas tiene

Cualquiera que sea la habilidad que estemos desplegando en el proceso educativo con los
menores, pero sobre todo en aquellos casos en que hayamos comunicado un mensaje con
cualquier contenido, siempre podremos promover activamente la comunicación bidireccional
por parte de los menores a los que se lo hayamos comunicado. Algunos menores pueden tener
dificultades en mostrar reciprocidad y ser reacios a hacer preguntas, pedir aclaraciones,
solicitar más información, por miedo a parecer poco competentes, por miedo a recibir críticas
o correcciones inadecuadas o por otros motivos. La comunicación bidireccional reviste
numerosas ventajas:

a) Permite mantener los canales de comunicación abiertos a la entrada y salida de ideas y


opiniones, la presentación de objeciones y dificultades y la demanda de más
información.
b) Aumenta la certeza y la precisión de la transmisión y la comprensión de los mensajes y
disminuye las dudas, los errores y los malentendidos.
c) Aumenta el grado de control que los menores pueden tener sobre el proceso de
comunicación.
d) Aumenta los sentimientos de satisfacción y de confianza en quien transmite los mensajes
y en quien los recibe.
e) Disminuye la frustración, la irritación e incluso la hostilidad que los receptores de los
mensajes pueden llegar a sentir en la comunicación unidireccional y reduce las críticas
a la tarea asignada.
f) Promueve el compromiso y la responsabilidad compartida en el desarrollo de los
procesos educativos.
g) Suele requerir bastante más tiempo que la comunicación unidireccional.

5.10.2. Cómo promover la comunicación bidireccional

Hay mil maneras de promover la comunicación bidireccional de los menores. Una de ellas
es practicar la competencia de preguntar:
«¿Qué os parecen las técnicas que os he dicho que vamos a emplear?», «¿cómo te sientes al estar aquí?», «¿cómo te
sientes en relación conmigo?», «¿qué os parece lo que hemos hecho hoy?», «¿cómo te sentiste después de la última
reunión?», «¿hay algo de lo que yo he dicho que resulta confuso o que no ha quedado suficientemente claro?»,
«¿estamos centrándonos bien en lo que es más importante para ti?», «¿creéis que hay algo que todavía no hemos tratado
o que hemos pasado por alto y que podría ser importante tratar?», «¿qué es lo que os puede ser de más ayuda de todo lo
que hemos planteado?», «¿qué os parecen las tareas que hemos propuesto, creéis que las vais a poder realizar, habrá
algún inconveniente?», «¿qué crees que podríamos hacer para superar la dificultad que estamos teniendo ahora?»,
«tengo la impresión de que no estás muy entusiasmado con lo que te propongo, ¿tienes alguna duda o sugerencia que
quisieras plantearme al respecto?», «¿deseas decirme algo más antes de que terminemos la entrevista de hoy?».

Actividad 1. Fortalecer la resiliencia es uno de los propósitos de la función educativa


con los menores en situación de desprotección. Uno de los componentes centrales de la
experiencia de resiliencia es poder comprobar que las acciones realizadas obtienen
resultados significativos. Indicar qué competencia o competencias de comunicación de los
educadores promueven de manera más específica este componente de la resiliencia.

Solución
Sin duda, todas las competencias y habilidades de comunicación pueden contribuir a la
experiencia de la resiliencia. Pero el componente de la eficacia en el logro de resultados
significativos lo señalan de una manera más expresa las competencias para comunicar
reconocimiento y para comunicar realimentación o feedback.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. En la comunicación con los menores, los adultos tenemos capacidad de influencia en ellos, pero ellos no pueden
influir en los adultos.

2. Cuando nos comunicamos con los menores, aunque no lo queramos, estamos ofreciendo un modelo de
comunicación susceptible de ser imitado por ellos.

3. Cuando un menor se comunica con nosotros con enfado y con hostilidad, lo mejor es cortar cuanto antes sin
pararnos a escuchar.

4. Mostrar empatía es comunicar de manera genuina las emociones que nos produce el comportamiento de los
menores.

5. Parafrasear es un modo de dar a conocer al menor que su mensaje ha sido comprendido.

6. Cuando estamos tratando de resolver un problema, las preguntas han de enfocarse sobre todo al pasado.

7. Uno de los componentes del «mensaje yo» es referirse a las consecuencias que tiene el comportamiento o la
situación que justifica el mensaje.

8. Una de las ventajas de comunicar reconocimiento es que suscita expectativas optimistas respecto a lo que
puede ocurrir en el futuro.

9. En el feedback, las alternativas de cambio han de orientarse al presente y al futuro.

10. La comunicación bidireccional requiere mucho menos tiempo que la unidireccional.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

F V F F V F V V V F

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10
Programa de promoción de la resiliencia en
niños y adolescentes. Promover la resiliencia
desde la familia
JOSÉ ORTEGA PARDO
MARÍA ISABEL COMECHE MORENO

1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS

A pesar de la diversidad de enfoques y propuestas desde los que se conceptualiza tanto a la


resiliencia como a los elementos que la integran, en el afrontamiento positivo y adaptativo a la
adversidad suelen participar (e interaccionar) mecanismos procedentes de tres áreas
principales: la individual, la social y la familiar (Becoña, 2006; Zolkoski y Bullock, 2012).
La familia va a constituir uno de los contextos más relevantes en la promoción y fomento de
la resiliencia en los menores. Los padres o familiares que se encarguen del cuidado de niños y
adolescentes suelen ser protagonistas de excepción tanto en la detección de posibles conflictos
o problemas que presente el menor como en la tarea de potenciación de los recursos con que
éste cuenta para responder de la forma más exitosa posible a dichos problemas, superando la
adversidad e incluso creciendo con ella; es decir, la familia puede (y debe) ser uno de los
principales agentes implicados en la tarea de fomentar el potencial de resiliencia del menor.
En este capítulo se va a abordar este tema, incidiendo en primer lugar en el papel de la
familia como factor de protección de la resiliencia, para lo que se analiza, entre otros
aspectos, la influencia del patrón general de crianza y de los estilos educativos de los padres
en la capacidad de adaptación de los hijos.
En un segundo apartado se presenta un panorama aplicado de la promoción de la
resiliencia a nivel familiar, revisando tanto los estudios enfocados a conocer cómo es el
afrontamiento de los niños y jóvenes en condiciones de adversidad como las investigaciones
en las que se presentan algunos de los programas preventivos y de intervención a nivel
familiar.
Finalmente, se realiza una propuesta práctica, el programa que denominamos EDUCA-R,
que, junto a otras contribuciones, supone una adaptación al ámbito de la promoción de la
resiliencia desde el contexto familiar de un programa previamente desarrollado por nuestro
equipo, el programa EDUCA (Díaz-Sibaja, Comeche y Díaz, 2009), a modo de «escuela de
padres» orientada a promover un enfoque positivo de la educación que facilite el proceso
educativo de sus hijos. En este caso, el programa que aquí se presenta pretende la promoción
de un patrón educativo positivo en los padres para, con este nuevo estilo educativo, conseguir
el fomento de las principales cualidades resilientes en sus hijos.

Objetivos
— Que los padres y educadores conozcan la influencia que sus acciones (su estilo
educativo, las conductas que sirven al niño de ejemplo, etc.) pueden tener sobre el
potencial de resiliencia de sus hijos o menores a su cargo.
— Que los padres o cuidadores principales aprendan a aplicar en al ámbito familiar, e
integradas en su papel educador, aquellas estrategias que les permitan promover la
resiliencia de sus hijos o menores a su cargo.

2. LA FAMILIA COMO FACTOR DE PROTECCIÓN DE LA RESILIENCIA

Durante las sucesivas etapas evolutivas, niños y adolescentes encuentran en los contextos
en los que viven tanto las condiciones que favorecen su desarrollo como aquellas otras que lo
pueden dificultar o vulnerar. En este sentido, la implicación (e interacción) de diferentes
factores familiares de riesgo y protección en la compleja dinámica del proceso de resiliencia
es, actualmente, un hecho incuestionable y ampliamente confirmado, bien por colaborar en la
adaptación y superación por parte del menor de riesgos y adversidades, bien por conformar en
sí mismo un contexto adverso o de riesgo para éste (Engel, Castel y Menon, 1996; Benzies y
Mychasiuk, 2009).
Entre el conglomerado de factores de riesgo a los que puede estar expuesto el niño o
adolescente a lo largo de su vida, junto a los factores de naturaleza más socioambiental
(desastres naturales, guerras, pobreza, hambruna, etc.) (Engel et al., 1996), la presencia de
episodios familiares recurrentes de maltrato, abuso o negligencia y/o el diagnóstico de alguna
adicción o psicopatología grave en el padre madre o cuidador principal son algunas de las
experiencias adversas o de riesgo en las que se ha evaluado el nivel de desarrollo,
competencia y recuperación infanto-juvenil (Cicchetti y Rogosch, 1997; Hetherington y
Stanley-Hagan, 1999; Carle y Chassin, 2004).
Figura 10.1.

Desde la literatura desarrollada alrededor del binomio resiliencia-riesgo, no sólo se ha


destacado al contexto familiar como un foco importante de circunstancias adversas o
negativas, sino también como una fuente primaria de protección y, sobre todo, de promoción
de la resiliencia en el hijo (Benzies y Mychasiuk, 2009; Bowes, Maughan, Caspi, Moffitt y
Arseneault, 2010). En este sentido, como espacio social desde el que se protege al menor y se
fomenta su capacidad de adaptación y superación frente a la adversidad, el carácter protector
y resiliente de la familia se ha evidenciado a través de diferentes variables que, a nivel
cuantitativo y cualitativo, suelen definir a esta institución social (Benzies y Mychasiuk, 2009).
De acuerdo con los diferentes y diversos factores familiares de protección y promoción de la
resiliencia identificados por Benzies y Mychasiuk (2009) en su artículo de revisión sobre el
tema, entre las variables pertenecientes al primer nivel, cuantitativo, los autores señalan la
estructura familiar junto con la estabilidad económica y una vivienda adecuadamente
acondicionada como algunos de los recursos formales básicos para comenzar a asegurar una
promoción óptima de la resiliencia desde el contexto familiar. Por otro lado, entre las
variables de orden cualitativo señaladas por Benzies y Mychasiuk (2009), algunas de las que
se ha comprobado que proporcionan un entorno coherente para el desarrollo ajustado y
adaptativo de los hijos son las relativas a la cohesión familiar, las relaciones estables, junto a
un alto nivel de comunicación entre los progenitores, miembros de la pareja o cuidadores
principales del niño o adolescente.
Más allá de los efectos de las variables anteriores sobre la resiliencia, dentro de las
influencias familiares, la literatura también ha señalado otra variable, cualitativa en este caso,
como uno de los factores relacionados significativamente con la posibilidad de que los hijos
desarrollen o presenten dicha capacidad: el patrón general de crianza o estilo educativo
(Zakeri, Jowkar y Razmjoee, 2010; Zolkoski y Bullock, 2012). En general, las investigaciones
sobre el efecto del patrón conductual de los padres en el nivel de adaptación psicosocial de
los hijos han demostrado que este factor, el patrón educativo, es un buen predictor del
desarrollo del niño en los dominios relativos a la competencia psicosocial, rendimiento
académico, estilo de vida, desarrollo afectivo y comportamientos disociales (Torío, Peña y
Rodríguez, 2008; Díaz y Díaz-Sibaja, 2012). En el ámbito de la resiliencia, si la forma de
comportarse de los adultos (padres, tutores o cuidadores principales) con los niños o
adolescentes está basada en la cordialidad, calidez, firmeza, receptividad y apoyo emocional,
entre otras cualidades, el estilo educativo o la práctica de crianza se convierte en un factor
protector clave al favorecer la promoción de la capacidad de superar las adversidades vitales
de forma positiva y/o constructiva (Becoña, 2006; Zakeri et al., 2010).
Con respecto al momento evolutivo concreto de la adolescencia, a pesar de ser un período
caracterizado por una desconexión y un desencuentro entre el joven y su contexto familiar de
referencia, entre los factores protectores efectivos frente a las numerosas y variadas
condiciones estresantes a las que se enfrenta o tiene que adaptarse el adolescente, la presencia
de adultos responsables, competentes y vinculados afectivamente con él, sigue siendo uno de
los más destacados y constantes (Fergus y Zimmerman, 2005; Vinaccia, Quiceno y Moreno,
2007). Pautas de crianza o estilos educativos caracterizados por escasas manifestaciones
afectuosas, niveles bajos de comunicación y un control rígido y severo de su comportamiento
se han asociado con un desarrollo desadaptativo del menor y, por ejemplo, con un aumento del
riesgo de desarrollar problemas emocionales (García, Pelegrina y Lendínez, 2002; Iglesias y
Romero, 2009). La familia, y más concretamente su efecto protector, comienza desde la
infancia y parece prolongarse hasta la adolescencia. Este hecho, junto al cambio de paradigma
que conlleva la resiliencia dentro de la psicología, al focalizarse en las potencialidades y
recursos y no en las carencias o deficiencias, no sólo no señala a la familia como una
constante de riesgo para el hijo sino que propone dicho contexto como una fuente desde la que
promover y potenciar los procesos, mecanismos o variables que modifican el impacto de una
situación negativa y permiten una adaptación positiva y constructiva por parte del niño y
adolescente.

3. PROMOCIÓN FAMILIAR DE LA RESILIENCIA: PANORAMA APLICADO


Los diversos estudios longitudinales interesados en investigar cómo es el afrontamiento de
los niños y jóvenes en condiciones de adversidad han proporcionado un mayor conocimiento
de los diferentes factores críticos implicados tanto en el desarrollo como en el fortalecimiento
de la resiliencia. En este sentido, la investigación realizada sobre el tema no sólo ha
encontrado a menores que afrontan el riesgo de forma positiva frente a otros que quedan
superados por éste, sino que también ha identificado diferentes factores con los que los niños y
jóvenes resilientes suelen contar para protegerse del impacto y la severidad de los eventos
negativos. Autonomía, optimismo, autoestima y competencia intelectual, mantener relaciones
de cordialidad, cohesión y apoyo con familiares y contar con el apoyo social de otros adultos
y relaciones positivas con los iguales son algunos de los factores de los que los niños y
jóvenes resilientes disponen para protegerse del impacto y severidad de los eventos negativos
(Becoña, 2006: Zolkiski y Bullock, 2012). Por el contrario, el consumo de sustancias
adictivas, comportamientos violentos, bajo rendimiento académico e incluso abandono
escolar, embarazo juvenil y el desarrollo de determinadas psicopatologías y alteraciones
emocionales, entre otros, suelen ser los problemas que con mayor probabilidad presentan los
menores «sin protección» expuestos a situaciones de riesgo o adversidad (Luthar y Cicchetti,
2000; Zolkiski y Bullock, 2012). Por todo lo anterior, parece más que justificada, y sobre todo
necesaria, la intervención en menores inmersos en condiciones negativos o significativamente
desfavorables (Luthar y Cicchetti, 2000). Dichas intervenciones, desde la perspectiva de la
resiliencia, deberían focalizarse en el desarrollo y potenciación de las características
personales positivas y de los recursos familiares y sociales constructivos (Fergus y
Zimmerman, 2005).
Dado el carácter positivo de la asociación evidenciada en la literatura entre las variables
como el clima familiar y el estilo educativo parental y el desarrollo resiliente del niño y
adolescente (García et al., 2002; Torío et al., 2008; Iglesias y Romero, 2009; Zakeri et al.,
2010), no sólo es destacable la implicación de la familia como factor de protección sino
también el planteamiento de cualquier intervención a este nivel para el desarrollo y promoción
de la resiliencia. A pesar de diferenciarse en el tipo de población en riesgo a la que van
dirigidos, la mayoría de los programas de intervención a nivel familiar suelen presentar una
dinámica de funcionamiento y unos componentes o estrategias muy similares entre sí. En este
sentido, con alguna que otra diferencia a nivel formal, en la mayoría de ellos se intenta
modelar y moldear en los padres o en los cuidadores principales las habilidades y destrezas
básicas y necesarias para construir una mejor cohesión familiar, ejercer un uso apropiado de
las estrategias de control parental y la disciplina y para fortalecer la relación paterno-filial
(Spoth, Reyes, Redmond y Shin, 1999; Olsson, 2003; Caldwell et al., 2004; Terzian y Fraser,
2005). Además, las intervenciones no sólo se centran en los padres sino que también trabajan
con los hijos enseñándoles y ayudándoles a practicar las diferentes habilidades personales que
los protegerán y les permitirán afrontar de forma positiva las situaciones de riesgo y
adversidad a las que pueden verse expuestos en un futuro. Algunas de las situaciones o
condiciones de riesgo sobre las que se ha programado y aplicado un programa de prevención a
nivel familiar han sido, por ejemplo, adolescentes en riesgo por consumo de sustancias
adictivas, hijos con padres divorciados o familias de inmigrantes (Spoth et al., 1999;
Coatsworth, Patin y Szapocknik, 2002; Hogue, Liddle, Becker y Johnson-Leskrone, 2002;
Caldwell et al., 2004; Terzian y Fraser, 2005).
La investigación sobre la eficacia de los programas de prevención basados en la familia
ofrece un nivel de evidencia positivo para este tipo de intervenciones (Terzian y Fraser,
2005), eficacia que, por otro lado, sólo se ha evidenciado ante (potenciales) situaciones
negativas o de riesgo. A pesar de que tanto los factores de riesgo como los de protección son
necesarios para que aparezca la resiliencia (Becoña, 2006) y de que desde la literatura se
critique cualquier intento por promocionarla en ausencia de riesgo o adversidad (Fergus y
Zimmerman, 2005), la prevención, vista desde la perspectiva de la resiliencia, ofrece un
potencial que debería ser aprovechado a todos los niveles (Muñoz y De Pedro, 2005). En este
sentido, y en el caso concreto del contexto o nivel familiar, intervenciones generales dirigidas
a reforzar la función educativa y formadora de la familia deberían fomentarse y aplicarse
como vías alternativas para promover la resiliencia en el niño y adolescente. Este tipo de
intervenciones reflejarían una expansión del enfoque preventivo proyectado generalmente
desde los programas basados en la familia, el cual dejaría de ser secundario para ser más
primario o positivo.
Uno de los escasos ejemplos de este tipo de intervenciones familiares a nivel preventivo y
general sería el Programa de Parentalidad Positiva Triple P (Sanders, 1999; Sanders,
Markies-Dadds y Turner, 2003). Este programa, desarrollado por el profesor Matt Sanders y
sus colaboradores en la Facultad de Psicología de la Universidad de Queensland (Australia),
es un sistema de apoyo parental y familiar que, a través de la mejora del estilo educativo de
los padres, y mediante el aprendizaje de diferentes y diversas estrategias cognitivo-
conductuales, pretende evitar o anticipar la aparición de problemas conductuales, emocionales
y evolutivos durante el desarrollo del niño. Esta intervención ha demostrado ampliamente su
eficacia al aplicarse con éxito en distintas culturas, grupos de diferente nivel socioeconómico
y estructuras familiares muy heterogéneas (Sanders, Cann y Markies-Dadds, 2003).
Dentro del marco de la resiliencia y también a un nivel general, existen propuestas de
prevención primaria dirigidas a promocionar la resiliencia en los niños y adolescentes a
través de las prácticas educativas y de crianza de los padres (Brooks y Goldstein, 2001;
Ginsburg y Jablow, 2011), resultado de todo el conocimiento y experiencia práctica
acumulados por sus autores. De igual forma que ocurre con el Programa de Parentalidad
Positiva Triple P, los programas dirigidos a promocionar primariamente la resiliencia
pretenden fortalecer los principales factores de protección destacados desde la literatura
publicada sobre la resiliencia mediante el aprendizaje y práctica en los padres de diferentes
estrategias y habilidades. De forma concreta, el programa propuesto por Brooks y Goldstein
(2001), titulado: Raising resilient children: Fostering strength, hope, and optimism in your
child (Formar niños resilientes: Fomentar la fuerza, esperanza y optimismo en su hijo), ofrece
tanto a padres y tutores como, en general, a los principales cuidadores y responsables de la
crianza y educación del niño y adolescente un conjunto de estrategias, consejos e ideas,
procedentes de la práctica clínica, dirigidos a desarrollar las principales cualidades y
recursos infanto-juveniles implicados en la promoción y génesis de la resiliencia. Algunas de
las cualidades resilientes en las que se centra el programa son la competencia social, la
solución de problemas y toma de decisiones y la autoestima y el autocontrol. Además de su
contenido eminentemente práctico o aplicado, el programa cuenta con una importante carga
psicoeducativa tanto por incluir en cada una de las cualidades resilientes los obstáculos que
los padres encuentran a la hora de intentar desarrollar y fomentar cada cualidad como por
explicar cuáles son los pilares en los que debe de asentarse el estilo educativo parental para
resultar efectivo a la hora de intentar fomentar y reforzar la capacidad de resiliencia del hijo.
Propuestas como todas las anteriores, subrayan, en último término, no sólo la potencialidad
que el fomento de la resiliencia, por su carácter positivo y constructivo, aporta o aportaría al
área de la prevención primaria, sino que dicha potencialidad debe de dejar de estar latente y
materializarse u operacionalizarse en programas como el que se propone a continuación.

4. PROPUESTA PRÁCTICA: PROGRAMA EDUCA-R

Tanto de forma indirecta, en base a los efectos que sobre el desarrollo biopsicosocial ha
demostrado tener el estilo educativo parental, como más directa, de acuerdo con la eficacia
evidenciada por las intervenciones basadas en la familia, se ha terminado por conceptualizar
este contexto o ámbito como un recurso terapéutico más para la promoción de la resiliencia en
el niño y adolescente y no sólo para el tratamiento y prevención de los problemas de
comportamiento infanto-juvenil. Dada la clara relevancia de la resiliencia tanto para la
prevención como para el tratamiento (Master, 2001), el programa que aquí se presenta tiene
por objetivo: «promocionar desde el contexto familiar las principales cualidades resilientes
en niños y adolescentes, así como mejorar o cambiar el estilo educativo parental hacia una
perspectiva más democrática o positiva». Este programa, denominado EDUCA-R, se
caracteriza por ser un programa cognitivo-conductual, estructurado con una clara orientación
psicoeducativa que pretende promocionar la resiliencia en el niño y adolescente a través de la
práctica en los padres, tutores o cuidadores principales de una serie de estrategias
(conductuales y cognitivas) que fortalezcan sus funciones educativas y socializadoras. Este
programa, como ya se ha comentado, supone (junto a otras contribuciones) una adaptación al
ámbito de la promoción de la resiliencia desde el contexto familiar de un programa
previamente desarrollado por nuestro equipo, el programa EDUCA (Díaz-Sibaja, Comeche y
Díaz, 2009), a modo de «escuela de padres» orientada a promover un enfoque positivo de la
educación que facilite el proceso educativo de sus hijos.
Figura 10.2.

De igual forma que el marco conceptual en el que se inserta la resiliencia es amplio, dada
la diversidad de definiciones existentes sobre dicho concepto en la literatura, también han
proliferado los estudios que han intentado precisar la combinación de factores o recursos con
los que suele contar el individuo (niño o adolescente) resiliente para afrontar y superar las
adversidades y contratiempos de forma positiva y/o adaptativa (Becoña, 2006; Zolkiski y
Bullock, 2012). Junto, o en combinación, con las condiciones ambientales (sociales y
familiares), asociadas positivamente con el desarrollo de la resiliencia, la investigación
también ha identificado y descrito un conjunto variado y variable de atributos, recursos y/o
características personales o individuales que de forma significativa también se han
evidenciado como factores de protección clave para que se manifiesten conductas resilientes
(Olsson, 2003; Benzies y Mychasiuk, 2009). Como consecuencia tanto de la variedad como de
la variabilidad de factores personales implicados desde la literatura en la promoción de la
resiliencia, resulta muy difícil abstraer un conjunto concreto de características, recursos y/o
atributos clave que caracterizan y definen, de forma general, a un niño o adolescente resiliente.
Con el fin de superar este obstáculo o dificultad, y desde la pretensión constante de
fomentar la naturaleza psicoeducativa y el sentido práctico de este programa, las diferentes
estrategias e indicaciones incluidas en él van dirigidas a desarrollar, fomentar y/o fortalecer
las habilidades y cualidades más representativas de la resiliencia. En este sentido, y de
acuerdo con toda la literatura publicada sobre el tema, entre los diferentes factores personales
de protección en niños y adolescentes, Munits y colaboradores (1998), en su Manual de
identificación y promoción de la resiliencia en niños y adolescentes, señalaron cuatro
recursos, atributos y/o características como los «componentes básicos» de las conductas
resilientes en los menores: competencia social, capacidad de resolver problemas, autonomía y
autoestima/autoeficacia o sentido del propósito y de futuro (Munits et al., 1998).
El factor de protección ante la adversidad correspondiente a la competencia social
implicaría, a grandes rasgos, un funcionamiento positivo y adaptativo del menor dentro de los
contextos sociales en los cuales éste se desarrolla. Esta eficacia en el funcionamiento social
suele manifestarse a través de cualidades resilientes como la facilidad y disposición a
responder a cualquier situación y comunicarse con facilidad, generando reacciones positivas
en las personas con las que el niño o adolescente suele relacionarse. Además de por ser
socialmente habilidoso, la competencia social en el chico resiliente también se manifiesta a
través de comportamientos prosociales, como la comprensión, la solidaridad, la cooperación
y el respeto. Todas estas manifestaciones no sólo indican una buena competencia social en el
niño o adolescente resiliente, sino, sobre todo, que éste posee las «herramientas» básicas e
indispensables para comenzar a mostrarse resiliente a ese nivel.
Junto al recurso o atributo anterior, otra de las características que desde la literatura se ha
identificado, con bastante unanimidad, como un «indicador básico» del potencial de
resiliencia en el niño y adolescente es la solución de problemas. Enseñar y fomentar la
práctica de esta habilidad en el menor, junto con la destreza de tomar decisiones,
incrementarán las posibilidades de que el hijo, desde edad muy temprana, pueda afrontar de
forma flexible y reflexiva, y tanto a nivel cognitivo como social, situaciones problemáticas o
que impliquen tomar una decisión con la confianza y el autocontrol propios de los chicos
resilientes.
Un tercer factor protector propio de niños y adolescentes resilientes está relacionado con la
autodisciplina y la autonomía o sentido de independencia. El desarrollo y fortalecimiento de
estas cualidades, destacados mecanismos de protección por la mayoría de trabajos publicados
en el campo de la resiliencia, proporcionan las condiciones necesarias para que las anteriores
características resilientes continúen reforzándose y practicándose por el niño y adolescente.
Además de mejorar indirectamente el afrontamiento constructivo de la adversidad y del
riesgo, el sentido de control interno y de poder personal propio de chicos resilientes
permitiría el desarrollo y fortalecimiento de la última de las cualidades esenciales para el
desarrollo de la capacidad de resiliencia, como es la autoestima y el establecimiento de
objetivos positivos.
La última de las cuatro características resilientes, que en los estudios se asocia
significativamente con experiencias vitales positivas y constructivas, tiene que ver con la
autoestima y/o la autoeficacia. Esta característica suele manifestarse en los chicos resilientes
a través de varios factores o mecanismos de protección como un fuerte sentido de control
sobre los éxitos y logros, mostrando una orientación y motivación altas hacia la consecución
de los mismos, y la concepción de éstos como resultado de las capacidades, decisiones y
esfuerzo del niño y adolescente.
Para facilitar la tarea de promocionar (primariamente) en los hijos las principales
manifestaciones o cualidades propias de conductas resilientes, los padres deberían empezar
por reafirmar y mejorar su estilo educativo, en el caso de que éste responda a las pautas de
crianza propias del estilo democrático, o cambiar su tendencia habitual de comportarse y
relacionarse con sus hijos, en el caso de que sus prácticas educativas se identifiquen con
relativa consistencia como permisivas, autoritarias o indiferentes. En este sentido, y
justificado por los beneficios y/o efectos positivos que sobre el desarrollo de los hijos ha
demostrado aportar (Torío et al., 2008; Díaz y Díaz-Sibaja, 2012), los padres deberían
enfocar su implicación en este programa y, sobre todo, la puesta en práctica de las estrategias
y recursos que en él se incluyen, desde una perspectiva democrática, estilo educativo que se
manifiesta en aquellos padres que, según la definición formal de Díaz y Díaz-Sibaja (2012):
«son a su vez exigentes y receptivos con sus hijos. Consideran a éstos como sujetos activos en
el proceso de socialización y desarrollo y dotan de gran importancia al afecto y a la emoción
en dicho proceso. Este tipo de padres examina la conducta de sus hijos e impone criterios
claros sobre el comportamiento que deben tener los niños, pero establecen una jerarquía
respecto a la cualidad y al cumplimiento de las normas, y fomentan el diálogo y el
razonamiento sobre ellas. Son asertivos, pero no intrusivos o restrictivos. Sus métodos
disciplinarios se basan más en el apoyo que en el castigo. Su método educativo persigue
lograr individuos asertivos, responsables, con alto grado de autocontrol, además de
cooperativos» (Díaz y Díaz-Sibaja, 2012, p. 465).
Hay que destacar, para aquellos padres «no-democráticos» que, como norma general, se
muestran poco afectuosos y comunicativos con sus hijos y/o controlan el comportamiento de
éstos de forma desadaptativa, bien por hacerlo de forma rígida y severa, bien por no imponer
norma o límite alguno, que las pautas educativas positivas propias del estilo democrático
pueden ser entrenadas. Por ello, la participación en este programa, a la vez que ayuda a
preparar al hijo para afrontar de forma resiliente adversidades y riesgos, también permite a
los padres aprender y, sobre todo, practicar formas positivas de expresar cariño y aceptación,
comunicarse de forma efectiva con el hijo y establecer un control adaptativo que guíe el
comportamiento de éste hacia una mayor independencia y «resistencia».
Junto a la naturaleza modificable de las pautas de crianza, es importante tener en cuenta,
antes de iniciar un programa como el que aquí se incluye, que el estilo educativo no es una
característica o una pauta de comportamiento rígida y constante; las pautas de crianza son
una tendencia que, a pesar de presentarse con una elevada consistencia, pueden (y deben)
cambiarse y adaptarse puntualmente, dependiendo de las circunstancias y del momento
personal del padre y del hijo (Díaz y Díaz-Sibaja, 2012).
De acuerdo con todo lo expuesto hasta aquí, y tomando como principal punto de partida e
inspiración el programa desarrollado por Brooks y Goldstein (2001) para la promoción de la
resiliencia, comentado brevemente en el apartado anterior, la eficacia del programa aquí
propuesto se evidenciaría si el hijo resiliente de padres democráticos al finalizar el programa
estuviese en condiciones de verbalizar expresiones como «soy agradable y comunicativo»,
«puedo resolver mis problemas», «soy responsable y puedo controlarme» y «estoy seguro de
que todo saldrá bien». Con el fin de promover y reforzar estas expresiones, fuentes
generadoras de resiliencia según el modelo de Grotberg (1995), en el repertorio verbal del
niño y adolescente, para cada una de las cualidades resilientes representadas por cada una de
ellas (competencia social, solución de problemas, autonomía/autocontrol y
autoestima/autoeficacia) al principio se expondrán las creencias o actitudes negativas que
suelen existir y dificultar el desarrollo y fortalecimiento de cada uno de los factores de
resiliencia a los que se dedica este programa.
Una vez expuestos y explicados los obstáculos más frecuentes para el establecimiento de
unas pautas educativas democráticas o positivas, a continuación se presentan una serie de
estrategias que, además de fomentar un cambio de actitud en los padres hacia un perspectiva
más positiva y constructiva de la educación, enseñarán al hijo un conjunto de comportamientos
que fomentarán y reforzarán las principales cualidades resilientes en él. Al final del programa
se presentan, a modo de conclusiones e indicaciones generales, una serie de consideraciones y
aclaraciones que permitirán un mejor aprovechamiento de este programa por parte de los
padres o cuidadores principales.
Como se representa gráficamente en la figura 10.3, la familia en general, y los padres en
particular, son el centro del programa, los principales agentes promotores de la resiliencia en
el hijo. Tanto los aspectos teóricos como los prácticos que lo integran pretenden, en todo
momento, convertir el proceso educativo del hijo, niño o adolescente en una experiencia
enriquecedora tanto para éste, al crecer con una mayor autoestima, confianza, seguridad,
adaptación y buen comportamiento, como para sus padres, que disfrutarán de él «trabajando»
en su «fortalecimiento» en un clima mucho más constructivo y adaptativo.

Figura 10.3—Principales componentes del programa EDUCA-R.

4.1. Padres democráticos para hijos resilientes: pautas positivas de crianza


Feliz, capaz, útil, valioso, responsable, amigable, satisfecho con su vida, valiente, positivo,
con una «vida sana», optimista, alegre..., éstos, entre muchos otros, son los adjetivos que los
padres, generalmente, utilizarían como respuesta a la pregunta: ¿cómo desearía que fuese su
hijo? Además, ¿a qué padre o madre no le gustaría que su hijo fuese inmune a la tristeza, a la
frustración, a la decepción, al nerviosismo, al estrés, a la incertidumbre, a las pérdidas y, en
general, a cualquier circunstancia traumática o negativa? Desgraciadamente, y hasta el día de
hoy, no existe ninguna vacuna que proteja contra todo eso, ¿o sí...?
De igual forma, tampoco existe complejo vitamínico alguno que en el niño fortalezca sus
habilidades sociales, le ayude a resolver todos sus problemas con éxito, fomente su
responsabilidad y autodisciplina o le proporcione unos niveles altos de optimismo y
confianza, ¿o sí...?
La vacuna que puede protegerle del riesgo o la vitamina que puede fortalecerle para
afrontar de forma positiva y adaptativa los desafíos y demandas con los que se encuentra a
diario existen, y se llama RESILIENCIA. Un niño protegido frente al riesgo y fortalecido ante
los desafíos y las demandas cotidianas, esto es, un NIÑO RESILIENTE, entre otras
cualidades, se manifiesta principalmente como socialmente hábil, de trato cordial, empático,
afectivo, con comportamientos prosociales, capaz de resolver problemas, autodisciplinado e
independiente y con expectativas saludables, orientado hacia objetivos, motivado para
alcanzarlos y con éxito al alcanzarlos.
La resiliencia supone, como se desprende de sus cualidades definitorias y características,
una forma particular de ver, interpretar e interactuar con el mundo y, sobre todo, conlleva un
estilo educativo y unas pautas de crianza, por parte de los padres, determinadas y particulares,
si lo que se pretende en todo momento es proteger y fortalecer al niño. Aunque resulta casi
imposible, o muy difícil, encontrar dos padres exactamente iguales, existen ciertas actitudes y
pautas de comportamiento autoritarias, permisivas e indiferentes que, si se conforman como
una tendencia habitual, pueden terminar dificultando el establecimiento de un estilo educativo
que favorezca el desarrollo y/o fortalecimiento de la capacidad de resiliencia. En este sentido,
mostrarse poco afectuosos, mantener bajos niveles de comunicación, establecer normas y
límites exigentes e injustificados o no imponer ningún tipo de norma y límite, controlar de
forma rígida y severa el comportamiento del hijo o ejercer poco control sobre éste pueden
provocar la aparición en el niño o adolescente de una serie de problemas como, por ejemplo,
baja autoestima, depresión, rebeldía, conductas problemáticas o de riesgo, dificultad para
controlar los impulsos o poco interés por la escuela. No existen recetas o fórmulas mágicas
para conseguir que el niño o adolescente sea feliz, responsable, optimista..., pero existe la
resiliencia. No todos los adultos pueden proteger y fortalecer a los menores a su cargo, sólo
los que no tengan la tendencia habitual de comportarse de forma autoritaria, permisiva o
indiferente se encontrarán en la dirección correcta. El camino adecuado lo marca el estilo
educativo democrático. En este sentido, y en general, padres, tutores y, en general, los
cuidadores protagonistas de la educación y crianza del menor que se muestren muy afectuosos,
mantengan un alto nivel de comunicación, a la vez que controlen los comportamientos del niño
y adolescente mediante normas y límites explicados y justificados de forma razonable, están
preparados para comenzar a dar pasos firmes y decididos hacia la promoción de la resiliencia
en éste.
Aunque son muchos las estrategias y recursos con los que cuentan los «padres
democráticos» para favorecer el desarrollo y refuerzo de la resiliencia en el niño o
adolescente, los «primeros pasos» en esa dirección deben consistir en el aprendizaje y
fortalecimiento de las siguientes actitudes y pautas de comportamiento:

Afecto especial y aceptación incondicional


Transmitir un afecto especial y una aceptación incondicional es uno de los pilares básicos
sobre los que debería fundamentarse cualquier aproximación o intento dirigido a desarrollar
y/o fomentar la capacidad de resiliencia en el niño y adolescente. En este sentido, una relación
adulto-menor basada en el amor y la aceptación es el mejor clima familiar en el que un niño o
adolescente puede aprender las cualidades y actitudes resilientes básicas. Cuando el chico
siente que es especial para las personas con las que vive y que es aceptado por éstas,
inevitablemente se sentirá más seguro y menos a la defensiva en su relación con ellas,
mostrando nula o escasa oposición a las normas y límites y, sobre todo, mejor y más
predispuesto a escuchar, aprender y pedir ayuda, cuando así lo necesite.
A pesar de la relación positiva (y necesaria) que ambas actitudes, afecto y aceptación,
mantienen con el desarrollo y promoción de la resiliencia y, sobre todo, el carácter innato de
la presencia de dichas cualidades en las prácticas de crianza, muchos padres encuentran
dificultades al intentar demostrar amor y aceptación incondicional hacia sus hijos, bien porque
nunca la experimentaron siendo niños o adolescentes, bien por las creencias y actitudes sobre
las que justifican su estilo educativo. Dado que está ampliamente demostrado que la ausencia
de amor y aceptación incondicional es la piedra angular para un desarrollo desajustado y,
sobre todo, no resiliente del niño o adolescente, es vital que los adultos cambien su visión
sobre la presencia de dichas actitudes en sus prácticas de crianza, orientándose de cara a
proporcionar ambas cualidades de forma incondicional y genuina sobre los menores. Algunas
tácticas y consideraciones útiles para facilitar el desarrollo del afecto y la aceptación en los
padres se indican, brevemente, a continuación:

— Crear momentos y celebraciones especiales. Programar o establecer determinadas


fechas del calendario o circunstancias como momentos y celebraciones especiales
sumerge al hijo en un clima de amor y aprecio muy valioso, sobre todo por el mensaje
implícito que los padres le transmiten de que «eres importante y especial para mí y me
gusta pasar tiempo contigo», mensaje que solidifica la relación padre-hijo.
— Demostrar el amor poco a poco. Para aquellos padres a los que les resulta incómodo o
difícil expresar afecto hacia sus hijos, una estrategia o pauta para comenzar a hacerlo es
demostrarlo poco a poco con pequeños gestos y en aquellas situaciones en las que se
encuentren más cómodos o menos nerviosos, de tal forma que, además de incrementar la
práctica de dicha actitud, también se vayan superando las dificultades y las muestras de
cariño y amor terminen por generalizarse a otras situaciones.
— Aceptar a los hijos por lo que son, no por lo que queremos que sean. Para comenzar
a conseguir este cambio de perspectiva puede ser útil considerar que la única vía para
conseguirlo es que la persona (el niño y adolescente en este caso) quiera ser ayudada, lo
cual sólo se consigue desde la aceptación. Es importante saber que si se reconocen y
aprecian las cualidades del menor como únicas, esto es, si se le aceptará
incondicionalmente, se le proporcionará seguridad y protección y se podrá influir para
que su desarrollo sea lo más positivo, adaptativo y, por tanto, resiliente posible.

Empatía
«Ver el mundo a través de los ojos del niño o adolescente» es una de las habilidades
básicas para poder comenzar a desarrollar y/o fomentar la resiliencia en él. Considerar y
valorar el punto de vista del menor (sus sentimientos, pensamientos y conductas) maximiza la
disposición de éste a escuchar, responder y, sobre todo, cooperar, incrementándose la
influencia y el efecto de las pautas educativas sobre las cualidades resilientes infanto-
juveniles. Es importante señalar que tratar de conectar empáticamente con los hijos no
significa, obligatoriamente, intentar estar de acuerdo con sus pensamientos, sentimientos y
acciones, sino tener presente, en todo momento, la consideración y valoración del punto de
vista de éstos. Por otro lado, intentar relacionarse de forma empática con el niño o
adolescente, a su vez, no debe confundirse en ningún momento con estar cediendo, ser
permisivo o mostrar indecisión o falta de coherencia; considerar el punto de vista del niño o
adolescente maximiza la disposición de éste a escuchar, responder y, sobre todo, cooperar.
Es necesario que los adultos intenten superar los obstáculos y desmantelar las creencias
irracionales que les estén dificultando practicar la empatía, sobre todo porque el modelado de
esta habilidad o destreza en el niño o adolescente ayuda a la promoción y fortalecimiento de
su capacidad de resiliencia. En este sentido, se ha comprobado que los menores empáticos
suelen estar mejor adaptados emocionalmente, tienen un mayor manejo y control de sus
emociones, son más sensibles, comprensivos, responsables y poseen una mayor conciencia
social.
A continuación se describen dos estrategias generales para comenzar a favorecer la
práctica de la empatía en los padres, tutores y educadores principales, la primera, y para
facilitar el desarrollo y fortalecimiento de esta habilidad resiliente en los niños y
adolescentes, la segunda:

— Para ser un adulto más empático..., un ejercicio que puede resultar útil consiste en
describir un día normal o típico en la vida del hijo como creen los padres que el niño o
adolescente lo haría: «¿cómo se siente cuando se levanta por la mañana?», ¿qué piensa y
siente en ese momento?», «¿y cuando suspende un examen y se lo comenta el profesor?»,
«¿y cuando habla con sus amigos del colegio?», «¿y cuando hace los deberes?», «¿qué
piensa y siente su hijo mientras realiza sus actividades y comportamientos cotidianos?».
— Para tener niños y adolescentes más empáticos..., en aquellos momentos en que estén
viendo una película o leyendo juntos algún cuento, ante una situación emotiva, los
adultos pueden dirigirse al menor y preguntarle lo que él cree que el personaje de la
película o del cuento podría estar sintiendo en ese momento. Es importante que al
aplicar esta estrategia se motive al chico a expresarse de la forma más abierta y
detallada posible, evitando que responda con monosílabos o expresiones del tipo: «está
triste», «tiene miedo», «llora», etc.

Comunicación efectiva
En el marco de cualquier aproximación práctica dirigida a promocionar la resiliencia, la
comunicación es algo más que el simple intercambio de información entre dos personas. Junto
a las habilidades anteriores, otro de los pilares sobre los que se sustentan un desarrollo y
fortalecimiento óptimo de la resiliencia es el de la comunicación positiva, ya que es la vía por
la cual los adultos pueden modelar y reforzar positivamente todas y cada una de las cualidades
resilientes (competencia social, solución de problemas, independencia, autocontrol y
autoestima) en el niño y adolescente. Por todo ello, es necesario conocer y reconocer, antes de
comenzar a trabajar en la promoción de la resiliencia, las circunstancias que suelen afectar
negativamente a la calidad de la comunicación y, sobre todo, las estrategias y consideraciones
que favorecen una comunicación efectiva.
Figura 10.4.

Uno de los principales motivos que pueden explicar la dificultad de desarrollar un estilo de
comunicación positivo o efectivo sobre los hijos puede ser que los padres, durante su infancia
y/o adolescencia, estuvieran expuestos a modelos disfuncionales de comunicación. Como
consecuencia de este aprendizaje por modelado, suele ser muy difícil que los adultos
desarrollen de forma natural un estilo de comunicación efectivo, presentándose con bastante
probabilidad como inefectivos o negativos en sus interacciones con el menor. Junto al posible
efecto de las experiencias previas, un segundo factor que puede afectar a la calidad de la
interacción es el estado emocional de los adultos en el momento de comunicarse con el hijo.
En este sentido, las emociones negativas en los padres (enfado, ira, tristeza, ansiedad, etc.)
pueden llegar a condicionar su estilo de comunicación, resultando éste ineficaz y agravando,
en último término, las circunstancias que pudieron generar sus emociones negativas cuyo
afrontamiento debería partir de un estilo de comunicación opuesto al manifestado por ellos.
Una última dificultad a la hora de establecer una comunicación efectiva puede deberse a la
existencia de la creencia de que los niños y adolescentes ponen constantemente a prueba a los
adultos con el fin de demostrar, o poner en duda, la capacidad de éstos para ser unos «buenos
educadores». Esta actitud negativa acerca del proceso educativo se reflejaría en el estilo de
comunicación, quedando su carácter negativo e inefectivo justificado y reforzado por las
creencias disfuncionales existentes en los padres.
Escuchar de forma activa, es decir, intentando comprender al niño y adolescente sin
presunciones ni prejuicios, haciéndole saber que ha sido escuchado, comunicarse con él con
claridad y brevedad son, entre otras, algunas de las estrategias que promueven una
comunicación efectiva. Junto a estas estrategias, existen dos principios básicos sobre los que
debe articularse un estilo de comunicación positivo y que, por su importancia, se comentan a
continuación con más detalle:

— Comunicarse desde la cuna. La mejor manera de fomentar un estilo de comunicación


abierto y efectivo con el menor es comenzar a hacerlo desde el principio, desde su
nacimiento. No es necesario esperar a que el niño haya comenzado a adquirir un relativo
dominio del lenguaje para comenzar a plantearse la tarea de desarrollar y fortalecer un
estilo comunicativo positivo con éste. Los adultos cuentan con numerosas oportunidades
de comunicación no verbal con él. Mientras lo sostienen en sus brazos, jugando con él,
respondiendo a sus primeros sonidos y balbuceos, con expresiones faciales de alegría o
tristeza: todas son pequeñas muestras de las señales no verbales sobre las que los
padres, tutores o cuidadores principales pueden (y deben) empezar a construir una
comunicación efectiva con el niño. A nivel verbal, es importante destacar que cuando
los adultos se comuniquen, siempre lo hagan teniendo en cuenta el nivel de desarrollo
del niño, usando un lenguaje y expresiones adecuadas a su edad para que éste pueda
entenderlos.
— Repetir, repetir y repetir. Siempre que se quiere promover una comunicación efectiva,
los adultos implicados en el cuidado y educación del niño han de saber que tienen que
estar preparados para responder a la misma pregunta o transmitir el mismo mensaje en
repetidas ocasiones. Para que el niño entienda y asimile la información, antes debe
escucharla muchas veces. La repetición, junto con la práctica, es uno de los pilares del
aprendizaje. Por ello, las repeticiones no deben hacer perder la paciencia ni el interés
de los padres por comunicarse de forma positiva con su hijo. Con cada repetición están
ayudando al niño a que comprenda y construya su mundo, están fortaleciendo su
sensación de dominio sobre éste y reforzando la capacidad del hijo para afrontar los
problemas de forma eficaz. Con cada repetición, los padres están consiguiendo que su
hijo sea más fuerte, más resiliente.

Sobre la base de los pilares anteriores, los padres o cuidadores pueden comenzar a
incorporar en sus pautas de crianza democrática o positiva diferentes estrategias que
favorezcan la aplicación de la «vacuna» y/o «vitamina» de la resiliencia en el niño. Con el fin
de facilitar dicha tarea, a continuación, para cada una de las principales cualidades resilientes,
se expondrán los obstáculos o dificultades que suelen encontrar los adultos al tratar de
promoverlos, junto con las estrategias y consideraciones que han demostrado ser más idóneas
y eficaces para fomentar y fortalecer cada cualidad, siempre, y en todo momento, con la
promoción de la resiliencia como horizonte.

4.1.1. Competencia social: «Soy agradable y comunicativo»

De acuerdo con la valoración que los adultos con un estilo educativo democrático hacen
del grado de implicación del menor en el proceso de socialización, los niños y adolescentes
educados bajo estas pautas de crianza positivas suelen caracterizarse por ser socialmente
habilidosos, mostrar una alta predisposición a la interacción social y provocar reacciones de
aceptación en las personas con las que interaccionan. Por el contrario, los hijos de padres
extremadamente exigentes y rígidos o excesivamente sobreprotectores suelen presentar
importantes lagunas y/o deficiencias en sus habilidades sociales, mostrándose en sus
interacciones como niños o adolescentes tímidos, temerosos e inseguros y generando
reacciones de rechazo y menosprecio en las otras personas. En este sentido, en muchos casos,
el hecho de haber estado expuestos a modelos de crianza sobreprotectores o autoritarios, el no
querer repetir la falta de cariño o disciplina que como hijos experimentaron o la vivencia de
alguna situación traumática previa hacen que los padres adopten una perspectiva
sobreprotectora o autoritaria en la educación de sus hijos, perspectiva que suele conducir el
proceso de socialización del hijo hacia una situación de aislamiento social que convierte a
éste en un niño o adolescente con escasas habilidades y cualidades en ese dominio. Entre
todos los factores que permiten al niño o adolescente afrontar y superar de forma positiva y
adaptativa los problemas y adversidades en la vida, se encuentra un funcionamiento eficaz
dentro de los contextos sociales, competencia que, a su vez, favorece el desarrollo y
fortalecimiento del resto de cualidades resilientes. Junto a la manifestación de habilidades
sociales, el otro componente de la competencia social presente en niños y adolescentes
resilientes suele incluir comportamientos prosociales, como la responsabilidad, empatía y
conciencia social. En este sentido, manifestaciones de compresión, solidaridad, cooperación y
respecto son frecuentes en el repertorio conductual de niños y adolescentes con una gran
capacidad de superación y adaptación a condiciones significativamente adversas.
El contexto familiar, como primer ámbito de relación social del niño y adolescente, debe
ser el principal entorno para la transmisión y enseñanza de valores, normas y hábitos positivos
de convivencia social. Las estrategias y consideraciones que se presentan a continuación
pretenden facilitar la enseñanza de las diferentes habilidades que se incluyen en el dominio de
la competencia social y que reflejan el desarrollo de la resiliencia en el niño y adolescente. Su
puesta en práctica exige un enfoque diferente de la práctica educativa en los adultos hacia un
estilo democrático, siempre con el fin último de conseguir que el niño adquiera las cualidades
resilientes dentro de este dominio, lo cual se manifestará en frases como: «soy una persona
por la que los otros sienten aprecio y cariño», «soy agradable y comunicativo con mis
familiares y vecinos» o «soy feliz cuando hago algo bueno para los demás y les demuestro mi
afecto».
— Enseñar a ser socialmente hábil es fácil, si se sabe cómo. Los padres, tutores y
cuidadores principales son los modelos más importantes para los niños y adolescentes;
por ello, demostrar implícita y explícitamente cómo aplicar determinadas habilidades
en la vida cotidiana, a través de sus propias actitudes, es una de las estrategias más
eficaces para enseñar habilidades sociales. En la enseñanza de las habilidades sociales,
bien por medio del modelado o de cualquier otra técnica, los padres deberán tener en
cuenta las siguientes estrategias y consideraciones con el fin de facilitar y optimizar el
aprendizaje en el menor de dichas habilidades:

• La enseñanza y práctica de las habilidades debe ser gradual o secuencial,


comenzando por las más simples (saludar, sonreír, pedir permiso, etc.) y terminando
por las más complejas (iniciar conversaciones, defender los derechos y opiniones,
expresar emociones, responder a los cumplidos, etc.).
• Se debe favorecer no sólo el aprendizaje, sino también la práctica de las habilidades.
Para ello, fomentar las actividades familiares puede ser una estrategia adecuada ya
que son ocasiones propicias para que el niño o adolescente ponga en práctica las
habilidades aprendidas con personas diversas y en diversas situaciones.
• No obligar al hijo a que se comporte de una determinada manera en situaciones
sociales, además de no prestarle demasiada atención en dichas situaciones, ya que
esto puede hacer que el niño o adolescente se encuentre más tenso o nervioso en
circunstancias similares e intente evitarlas.
• No catalogar al hijo como «callado», «serio», «tímido», puesto que, actuando de esa
manera, lo único que pueden conseguir los padres es que el niño, con bastante
probabilidad, termine comportándose de acuerdo con el «papel» o «etiqueta» que
éstos le han asignado.

— Yo te ayudo, tú me fortaleces. Además de las manifestaciones de habilidades sociales,


la competencia social en niños y adolescentes resilientes también se caracteriza por
comportamientos de compresión, solidaridad, cooperación, respeto y conciencia social.
Dada la importante contribución de estas cualidades prosociales al desarrollo y
fortalecimiento de la capacidad de superación y adaptación en el menor, es labor de los
padres trabajar para fomentar manifestaciones conductuales de dichas cualidades en el
repertorio de comportamientos del hijo. A continuación se proponen algunos recursos
que utilizados desde muy temprana edad de manera constante y consecuente por los
padres pueden facilitar el desarrollo y fortalecimiento de comportamientos prosociales
en el hijo:

• Colaborar en las tareas del hogar. Implicar al hijo en las tareas de casa puede ser
una estrategia sencilla pero muy útil y efectiva de cara a inculcar el sentido de
compromiso, deber y cooperación en el niño o adolescente. Además, la participación
del menor en actividades de esta naturaleza le ayudará a considerar y valorar
positivamente su papel en la dinámica familiar, por lo que desde muy pequeños se
les debería dar responsabilidades dentro del hogar, siempre teniendo en cuenta que:

— Nunca se le puede pedir al hijo algo que no sabe hacer.


— Las tareas deben presentar una dificultad moderada y progresiva.
— Los padres deberán tener en cuenta la edad y las capacidades físicas y cognitivas
del hijo a la hora de elegir la tarea que se le asigna.

• Acciones solidarias. De igual forma que ocurre en el caso del aprendizaje de las
habilidades sociales, que los padres muestren en su repertorio conductual acciones
comprometidas y solidarias es la estrategia más eficaz para que el hijo aprenda este
tipo de comportamientos. Sin embargo, en la mayoría de casos, obligaciones
familiares o laborales suelen dificultar a los padres su participación en actividades
de acción social, como por ejemplo de voluntariado. Para no perder la oportunidad
de promocionar la conciencia social en el hijo, los padres pueden utilizar las
siguientes estrategias cuando las dificultades familiares o laborales les impiden
realizar otro tipo de actividades de acción social más directas y enriquecedoras.

— Utilizar situaciones de la vida cotidiana. Con el objetivo de fomentar su sentido


de solidaridad y de conciencia social, cuando el hijo no quiera comerse la
comida o empiece a jugar con ella, éste puede ser un buen momento para que los
padres le expliquen que muchos chicos no tienen qué comer; cuándo el hijo no
quiera jugar con algún juguete o empiece a romperlo, es una ocasión idónea para
que los padres le comenten que muchos niños no disponen juguetes porque sus
papás no disponen de dinero para poder comprárselos.
— Participar en campañas solidarias. El mensaje que con la estrategia anterior
transmiten los padres al hijo se puede complementar en la práctica con la
implicación del niño o adolescente en campañas de donación. De forma más
concreta, los padres pueden dejar que el niño elija el alimento que van a donar al
banco de alimentos que hay en la puerta del supermercado, qué juguetes con los
que ya no se divierte va a guardar para que no se rompan y otros chicos puedan
disfrutarlos o decidir qué ropa va a donar a la parroquia.

4.1.2. Problemas y decisiones: «Puedo resolver mis problemas»

Educar a los niños y adolescentes para la toma de decisiones y el afrontamiento o solución


de problemas es uno de los aprendizajes más necesarios y básicos de todos los que deben de
afrontar padres, tutores y educadores. En este sentido, los adultos con un estilo educativo
democrático se caracterizan por pensar que los niños son capaces de resolver problemas por
sí mismos y que hay que dejarlos elegir y aprender de las consecuencias. Con estas creencias
como base de las pautas de crianza, se fomentan y refuerzan tanto el aprendizaje como la
práctica de ambas habilidades en el niño o adolescente.
A pesar del efecto positivo que existe entre las pautas democráticas de crianza y el
afrontamiento de los problemas en los hijos, la reacción más habitual, entre los adultos con un
estilo educativo diferente al democrático, consiste en no promover ni reforzar ni el
aprendizaje ni la práctica de ambas habilidades, actitud influida por las creencias que existen
con respecto al desarrollo y adquisición de las mismas en los menores. Una de las
suposiciones que caracterizan las pautas de crianza permisivas o autoritarias consiste en creer
que los menores no tienen la capacidad de solucionar ni de decidir, de tal forma que la
responsabilidad ante los problemas y decisiones recae exclusivamente en los propios adultos.
Al percibir al niño o adolescente como incapaz de resolver problemas o tomar decisiones, los
padres, tutores o cuidadores principales están retrasando el aprendizaje de ambas destrezas en
éste. Junto a la suposición anterior, otro obstáculo que con frecuencia dificulta el desarrollo de
ambas habilidades suele responder a la tendencia generalizada entre los adultos a establecer
metas y expectativas excesivamente altas y/o exigentes para con los menores. En esas
circunstancias, animar a los niños y adolescentes a enfrentarse a problemas o decisiones que
exceden sus capacidades puede provocar en ellos un fuerte sentimiento de inseguridad, que
puede verse reforzado por la intervención adulta como única vía para solucionar el problema
o tomar la decisión adecuada o correcta. Por último, la capacitación de los hijos para
solucionar problemas y tomar decisiones también se ve amenazada cuando los adultos
solamente permiten aquellas soluciones y decisiones que estén en consonancia con lo que ellos
entienden como la mejor solución y/o decisión.
Antes de que plantearse su participación en la misión de desarrollar y/o fortalecer tanto la
habilidad de solución de problemas como la destreza de tomar decisiones en su hijo, los
adultos deberían determinar tanto la presencia como el grado de influencia de los anteriores
supuestos u obstáculos en sus prácticas de crianza, ya que basar un estilo educativo en todos o
algunos de ellos dificulta o frena cualquier intento por conseguir el aprendizaje de estas dos
habilidades, fundamentales, por otro lado, para el desarrollo de la resiliencia. En este sentido,
tanto la habilidad de solución de problemas como la destreza de tomar decisiones son unas de
las principales cualidades de los niños y adolescentes resilientes. Así, problemas graves y
decisiones arriesgadas son afrontados con más confianza y sentimiento de control por los
niños y adolescentes resilientes. Además, el afrontamiento adaptativo y positivo que ambas
habilidades proporcionan al niño y adolescente hace a éste menos propenso a involucrarse en
conflictos y luchas de poder.
A continuación se describen, brevemente, las principales estrategias y algunas de las
condiciones generales necesarias para el óptimo desarrollo y fortalecimiento de las
habilidades resilientes de solución de problemas y toma de decisiones. El objetivo principal
que se persigue con las técnicas y principios formulados, en todo momento desde un plano
eminentemente práctico, es su integración en las pautas educativas de los padres, de tal forma
que el niño o adolescente, cuando se enfrente a una situación problemática o de indecisión que
implique riesgo y adversidad, pueda decir con firmeza: «puedo buscar la manera de resolver
mis problemas».

— Decidir desde el principio. Es imposible, o muy difícil, que los menores, cuando
lleguen a ser adultos, tomen decisiones adecuadas si no han aprendido y practicado esta
destreza desde la infancia. Por ello, es importante que los adultos responsables de su
educación y crianza acompañen al niño y adolescente en este aprendizaje, sin sustituirlo
y respetando la decisión tomada por él, con el propósito de que pueda experimentar sus
consecuencias, elemento clave en la adquisición y refuerzo de este hábito. Siempre se
ha de comenzar por decisiones sencillas o simples, relacionadas bien con la comida, la
ropa o el juego, para ir incorporando, paulatinamente, otras situaciones de mayor
complejidad o trascendencia. Junto con la premisa anterior, a continuación se mencionan
algunas consideraciones prácticas que ayudarán a un aprendizaje más eficaz de la
habilidad de toma de decisiones:

• Las decisiones tomadas por el menor siempre deben respetar y no entrar en conflicto
con las normas establecidas y consensuadas por la familia.
• Hacer siempre sugerencias y críticas constructivas, nunca personales.
• En aquellas situaciones en las que el hijo no se decida por ninguna de las opciones
planteadas por los padres (siempre preferiblemente no más de dos), se le puede
pedir, como algo excepcional, que formule una opción alternativa y siempre
razonable.

— Resolviendo problemas paso a paso. Muchos niños y adolescentes no saben identificar


una situación problemática como tal o, sencillamente no saben cómo solucionarla. La
solución de problemas es una habilidad que ayudará al menor en la toma de cualquier
tipo de decisión, pero, como toda habilidad o destreza, necesita ser aprendida y, sobre
todo, practicada. Este entrenamiento consta de varias etapas o fases que el niño o
adolescente deberá ir superando progresivamente. Tanto las fases como la composición
de cada una de ellas se basan en la estructura y contenido señalados por Bermúdez
(2000) en su propuesta de entrenamiento de la habilidad dirigida a niños y adolescentes.
Figura 10.5.

a) Reconozco que tengo un problema. ¿Cómo enseñar a un niño o adolescente que está
ante un problema?
El primer paso para comenzar a solucionar un problema es conseguir que el niño o
adolescente acepte el hecho de que los problemas son normales e inevitables en la vida, que
se pueden solventar y que no existe una única solución perfecta, sino muchas formas
igualmente válidas de resolver un mismo problema. En este momento inicial puede ser útil
tratar las diferentes distorsiones existentes sobre los problemas, como por ejemplo pensar que
es terrible tener un problema o que hay que reaccionar de forma inmediata, con la intención de
sustituirlas por otras más reales, adaptativas y positivas.
Una vez que el niño o adolescente comprende y acepta el carácter normal de los problemas,
el siguiente paso en esta fase inicial del proceso de solución de problemas implica aprender a
identificar de forma fácil y rápida cuando está ante una situación problemática. Para ello, se le
enseña a identificar aquellas señales corporales que siente cuando está ante un problema. Para
poner en práctica esta fase se puede trabajar sobre algún ejemplo de situación problemática
que no fue solucionada con éxito por el menor. Esa experiencia se representará de la forma
más real posible, de tal manera que el niño o adolescente discrimine qué es lo que piensa o se
dice en ese tipo de situaciones y qué emociones o sentimientos de malestar le acompañan
(rabia, ira, tristeza...). Toda esta información será utilizada por el niño o adolescente como
señal de alarma que le indicará que se encuentra ante una situación problemática y que debe
poner en marcha el proceso que acaba de comenzar para buscar y encontrar una solución
eficaz para dicho problema.

b) Mi problema es... ¿cómo enseñar a un niño a definir cuál es su problema?


En muchas ocasiones, el niño o adolescente sabe que existe un problema porque el malestar
emocional y físico que siente así se lo indican, aunque es incapaz de definirlo con detalle y
sólo se refiere a él haciendo alusión a las emociones y sentimientos de malestar que
experimenta. Definir el problema de la forma más clara y concreta posible es básico para
poder continuar con el proceso de búsqueda de soluciones. Formularle al hijo las siguientes
preguntas puede ayudarle a ver con claridad los diferentes aspectos del problema:

— ¿Quién tiene el problema?


— ¿En qué consiste el problema?
— ¿Por qué es un problema para mí?
— ¿A qué áreas de mi vida afecta?
— ¿A qué otras personas afecta?
— ¿Desde cuándo tengo este problema?

c) ¿Cuántas y cuáles son las soluciones que puede tener este problema? ¿Cómo
enseñar al niño o adolescente a buscar alternativas?
En esta fase del proceso la tarea del menor consistiría en proponer el mayor número
posible de alternativas para solucionar el problema. Con tal fin, se le pide al hijo que elabore
una lista con todos las posibles soluciones sin valorar ninguna de ellas ya que en este momento
resultan útiles todas las que sirvan para conseguir que el niño o adolescente deje de sentirse
enfadado, triste o nervioso. Además de esta estrategia, en este momento del entrenamiento de
la habilidad se pueden utilizar otras dos de cara a generar el mayor número y la mayor
variabilidad de alternativas: recordar cómo solucionó el niño o adolescente situaciones
similares a las que se enfrentó en el pasado y pedirle que imagine cómo resolvería ese
problema una persona o un personaje ficticio admirado por él.

d) Necesito escoger una... ¿Cómo valorar las soluciones y elegir la más adecuada?
En este momento del entrenamiento es cuando hay que enseñar al niño o adolescente que
aplicar la solución que elija tendrá consecuencias, las cuales tendrá que valorar antes de
decidirse por una u otra alternativa. Para facilitar y hacer más atractiva la tarea de valorar
cada una de las posibles soluciones se puede realizar el siguiente ejercicio con el niño o
adolescente. En una hoja de papel se dibujarán dos escaleras, iguales en todo, incluido el
número de peldaños, una a la izquierda y otra a la derecha. Una de ellas sería la escalera de
las ventajas y la otra la de los inconvenientes. En la parte superior de la escalera de las
ventajas el hijo escribirá: «se solucionará mi problema», y en la misma parte pero de la
escalera de los inconvenientes: «no se solucionará mi problema». Para cada una de las
posibles soluciones escribirá en cada peldaño de la escalera de las ventajas las consecuencias
positivas que conllevaría aplicar la solución y en los de la escalera de los inconvenientes las
consecuencias negativas que implicaría poner en práctica la misma alternativa. Con este
ejercicio lo que se pretende es que el niño o adolescente valore de forma sencilla aquellas
alternativas que le aproximarán a solucionar su problema (más ventajas que inconvenientes) o
lo alejarán de acabar con él (más inconvenientes que ventajas).

e) Escojo la solución más adecuada. ¿Cómo enseñar a decidir qué alternativa escoger?
Entre todas las alternativas de solución propuestas, aparte de indicar al niño que la elegida
tiene que presentar más ventajas y menos inconvenientes que el resto, también se le puede
ayudar en la elección indicándole que la solución debe conseguir eliminar los sentimientos de
malestar que el problema le causa y no ocasionar daños en los demás. El menor no debe dudar
de la idoneidad de la solución elegida ya que no se ha escogido de forma impulsiva o por azar.
Aunque los adultos le pueden sugerir o indicar, el niño o adolescente debe ser el último en
elegir la solución, con la seguridad que el proceso seguido le proporciona y olvidándose de
las demás alternativas.

f) Pongo en práctica la solución y me olvido del resto. ¿Cómo enseñar al niño a aplicar
la solución elegida y valorar el resultado?
Una vez que la solución ha sido elegida, el último paso es elaborar el plan de acción que
especifique paso a paso cada una de las acciones intermedias para llegar a la solución final.
Después de poner en práctica la alternativa elegida, se debe enseñar al niño o adolescente a
evaluar los resultados, contestando a preguntas como ¿qué paso?, ¿cómo afronté el problema?,
¿qué debo cambiar para la próxima vez?
Es importante terminar el proceso reforzando al menor y reforzándose también éste a sí
mismo, de tal forma que la probabilidad de practicar esta habilidad ante futuros problemas se
incremente.

4.1.3. Autonomía y autocontrol: «Soy responsable y puedo controlarme»

La estimulación, en el niño y adolescente, de la independencia y el autocontrol es básica


para que éste se desarrolle de forma saludable y adaptativa. Desde el estilo educativo
democrático se fomenta dicho desarrollo al establecerse normas claras, coherentes y
razonadas, junto a la oportunidad de experimentar, por parte del menor, cómo sus actos afectan
a los demás y a sí mismo. Por ello, los niños y adolescentes que crecen siguiendo este tipo de
pautas de crianza suelen manifestarse como individuos responsables y con un alto grado de
autocontrol. En muchos casos, sin embargo, los padres, dando por válido el tipo de práctica
disciplinaria que sus padres utilizaron en su educación, vuelven a aplicar esos mismos
principios en la crianza de sus hijos. En el caso de que dicho estilo disciplinario no promueva
control en el niño o adolescente sobre su propia conducta ni tampoco fortalezca su autonomía,
bien por tratarse de estilos ineficaces por permisivos o autoritarios, se podrían estar
fomentando reacciones desafiantes o sumisas e introvertidas en el hijo, dependiendo del tipo
de método disciplinario tomado como referencia por los padres.
Las prácticas disciplinarias que se recomiendan a continuación están estrechamente
relacionadas con el resto de cualidades y habilidades resilientes. En este sentido, la
optimización tanto de la capacidad de autocontrol como de la autonomía fortalece y mejora a
su vez el resto de características que un niño o adolescente resiliente debe presentar, esto es,
competencia social, afrontamiento positivo de los problemas y autoestima. Por ello los padres,
tutores y educadores principales no deben temer la reacción que en el niño o adolescente
pueda provocar el establecimiento de normas y límites, ni heredar en sus pautas de crianza el
estilo educativo de sus progenitores o de los adultos que se encargaron de su educación y
crianza. Estos dos obstáculos que pueden impedir el desarrollo de un estilo educativo
democrático deben superarse. La disciplina debe conceptualizarse como un proceso educativo
condicionado tanto por las características del contexto en el que viven adultos y menores
como por las capacidades y cualidades de los niños o adolescentes sobre los que se aplicarán
dichas prácticas disciplinarias.
Por tanto, la promoción del autocontrol y la autonomía reforzará en el hijo la capacidad de
superación y adaptación ante las adversidades y riesgos. Las estrategias y principios que a
continuación se indicarán tienen como objetivo que el niño o adolescente pueda afirmar que
«cuenta con personas que le ponen límites para que aprenda a evitar peligros o problemas»,
«tiene personas que quieren que aprenda a desenvolverse solo», «está dispuesto a
responsabilizarse de sus actos» y «puede controlarse cuando tiene ganas de hacer algo
peligroso o que no está bien».

— Los catalizadores educativos. Para que los padres consigan desarrollar en el hijo la
autodisciplina y el autocontrol, cualidades resilientes que facilitan el comportamiento
ajustado, es vital que los padres sean proactivos y no reactivos en sus interacciones
disciplinarias con el hijo. En el proceso educativo, existen un conjunto de acciones que
pueden facilitar el desarrollo y refuerzo de dichas cualidades: los catalizadores
educativos. En este sentido, dichos recursos serían «todas aquellas acciones, mañas o
estrategias que los padres pueden poner en práctica para prevenir la probabilidad de
ocurrencia de comportamientos disruptivos o desadaptativos, favoreciendo la
realización de conductas adaptativas y positivas que resultan incompatibles con las
previstas» (Díaz-Sibaja, Comeche y Díaz, 2009, p. 81). Por tanto, el uso de estos
instrumentos fomenta formas de disciplina proactiva o positiva ya que todas las
estrategias que se describen a continuación se basan en el principio de que «los padres
son responsables de los buenos comportamientos de sus hijos».

• Normas y límites. Una de las mejores maneras de prevenir los malos


comportamientos y favorecer la autodisciplina y el autocontrol es mediante el
establecimiento de normas y/o límites, bien definidos, razonables y adecuados a las
capacidades y edad del menor, siempre referido a conductas concretas en momentos
concretos y aplicados de forma coherente, siempre y en todo lugar. Es muy
importante que el niño o adolescente sepa qué es lo que se espera de él, ya que de
este modo se sentirá seguro y responsable de sus actos.
• Más vale prevenir que curar. Otra forma que tienen los adultos de favorecer el buen
comportamiento infantil y juvenil es anticipándose a la ocurrencia de conductas
desajustadas. Uno de los catalizadores educativos más eficaces para tal fin consiste
en la prevención de situaciones de riesgo. Si los padres, tutores y/o educadores
conocen con antelación aquellas situaciones en las que el niño o adolescente suele
mostrarse indisciplinado o sin control alguno sobre su comportamiento, las pueden
prevenir recordándole al hijo qué es lo que se espera de él en dichas situaciones y,
sobre todo, las consecuencias que tendrá que se comporte de manera
autodisciplinada y/o muestre un buen nivel de autocontrol. Además de este
catalizador educativo, otra estrategia con la que cuentan los padres para prevenir el
desajuste en el comportamiento del hijo pasa por enseñarle conductas alternativas y
reforzar todas aquellas que resulten incompatibles con éstas. Una de las maneras
más eficaces de conseguir dicho aprendizaje en el niño o adolescente es mediante la
creación de hábitos o rutinas. Un ejemplo de una de las rutinas que puede prevenir la
indisciplina y la falta de autocontrol en el hijo puede ser la detallada en la siguiente
cadena conductual: «deberes, salir al parque, jugar con la consola de videojuegos,
ducha, cena, ver los dibujos animados, a la cama, cuento y a dormir».

— Control mediante consecuencias lógicas y naturales. Utilizar las consecuencias


derivadas del comportamiento del niño o adolescente sin intervención directa de un
adulto, consecuencias naturales, o aplicar las diseñadas y programadas por los adultos
según el signo de la conducta del menor, consecuencias lógicas, es otra de las
estrategias que se pueden poner en práctica para promover la independencia y
autocontrol. «No salir a jugar al parque si no ha terminado los deberes» o «tener que
hacer tareas domésticas para poder ahorrar y comprarle a su hermana la revista que le
tiró a la basura» son resultados naturales y lógicos que ayudarán a los padres a
promover en el hijo la responsabilidad y la capacidad de aprender de los errores
(Herbert, 1999). Este mismo autor, en su libro Padres e hijos. Mejorar los hábitos y las
relaciones, señala algunas de las condiciones que favorecen la aplicación de esta
estrategia por parte de los padres, algunas de la cuales se indican a continuación:

• Aplicar las consecuencias inmediatamente.


• Adoptar las consecuencias a la edad del hijo.
• Consecuencias nunca de naturaleza hiriente.
• Aplicar consecuencias breves y apropiadas.
• Implicar al niño siempre que sea posible.
• Ser amigable y positivo.
• Ofrecer rápidamente oportunidades de aprendizajes nuevos para tener éxito.

— Marcar metas y objetivos. La adquisición, por parte del niño o adolescente, de un


considerable grado de control sobre su conducta se puede promover en la medida en
que los adultos encargados de su educación y crianza le permitan plantearse los
objetivos que quiere conseguir. Los padres, tutores y educadores deben vigilar que las
metas establecidas por los menores sean, en todo momento, realistas, además de
dividirlas en subobjetivos cuando sean excesivas o muy generales, de tal forma que
optimicen el alcance de la meta por parte del niño, sobre todo a corto plazo. Cumplir
los objetivos marcados aumentará la capacidad de autocontrol, de acuerdo con el
refuerzo que implica haberlos conseguido. Además, esta cualidad se verá fortalecida
por el refuerzo procedente del resto de personas que rodean al niño o adolescente y que
«premiarán» su motivación e implicación en conseguir la meta que se marcó.
— Fomentar la autonomía. A pesar de que tanto las estrategias anteriores como las
incluidas en la promoción de otras cualidades resilientes, como la solución de
problemas y la toma de decisiones, están relacionadas con el desarrollo y
fortalecimiento de la autonomía, las prácticas educativas desplegadas facilitarán la
promoción de esta cualidad si incorporan o contemplan las siguientes consideraciones
y/o estrategias, de manera constante y consecuente y desde muy temprana edad:

• Enseñar desde pequeño al hijo a realizar acciones y actividades que pueda hacer por
sí mismo.
• Celebrar siempre sus éxitos y apoyarle en los fracasos.
• Respetar el nivel de capacidad del menor en todo momento, de tal forma que no se le
exija más de lo que pueda dar, evitando así cualquier atisbo de malestar y frustración
y, sobre todo, el desarrollo de conductas de evitación.
• Estimularle para que exprese su opinión y gustos, respetándolos y considerándolos
siempre que sean positivos y adecuados.

4.1.4. Autoestima y autoconfianza: «Estoy seguro de que todo saldrá bien»

«Soy agradable y comunicativo con mis familiares y vecinos», «puedo buscar la manera de
resolver mis problemas» y «estoy dispuesto a responsabilizarme de mis actos» no son sólo
afirmaciones de un niño o adolescente resiliente, sino también de un niño o adolescente con
una alta autoestima. Reconocerse capaz y válido es, junto con las cualidades anteriores, o
como consecuencia de su presencia conjunta en el menor, la última de las cualidades
resilientes que caracterizan y definen la capacidad de afrontamiento efectiva ante las
adversidades de la vida. Al igual que ocurre con las habilidades anteriores, el ambiente
familiar es una de las principales variables que determinan la autoestima del menor. En este
sentido, el tipo de interacción de éste con sus padres o cuidadores principales, junto con la
evaluación que éstos hacen del comportamiento del niño o adolescente y el estilo educativo,
son factores clave en la determinación tanto del nivel como del signo de la autoestima. De la
misma forma que sucede en las cualidades previamente comentadas, entre todos los estilos
educativos el democrático es el que promueve una autoestima positiva, al basar sus pautas de
crianza en el diálogo y la comunicación, los valores y las normas, así como en el respeto de
las opiniones.
La autoestima en los niños y adolescentes resilientes se manifiesta a través del fuerte
sentimiento de control que tienen sobre sus vidas y la creencia de que son los únicos dueños
de su destino, de sus éxitos y logros, los cuales son consecuencias de sus decisiones y
elecciones y, sobre todo, producto de su capacidad y esfuerzo. En términos de
comportamientos más concretos, un niño o adolescente preparado para afrontar con éxito las
adversidades hace amigos con facilidad, se muestra entusiasmado y motivado al afrontar retos,
coopera y asume mejor las responsabilidades, es creativo y tiene sus propias ideas, se siente
orgulloso de sus logros y sabe aceptar la frustración, entre otros comportamientos. Todas estas
características justifican la necesidad de promover y fomentar la autoestima con la resiliencia
como marco general.
Con bastante frecuencia, el niño o adolescente encuentra obstáculos en su «camino al
éxito», en el reconocimiento de su propia capacidad y valía personal, lo que acaba
dificultando la consecución de sus logros y/o conduciéndolo hacia un déficit en su autoestima.
Establecer un criterio de éxito excesivamente estricto o alto, junto al hecho de que dicho
criterio sea únicamente establecido por los adultos, suelen ser algunos de los obstáculos que
encuentra el menor en la senda del logro y que le empujan al fracaso y a desarrollar una baja
autoestima. Además de estas «piedras», otros obstáculos que pueden aparecer consisten en la
atribución de los escasos éxitos y logros a factores que se encuentran fuera del control del
hijo, como la suerte o el azar, o conseguir el sentimiento de competencia y capacidad por
destacar en actividades antisociales o por manifestar comportamientos disruptivos o
desadaptativos.
La resiliencia tiene como piedra angular para su desarrollo y fortalecimiento la autoestima;
de ahí que cualquier intento por promover dicha capacidad desde la familia pase por evitar la
aparición de un déficit de autoestima en el hijo. A continuación se proponen algunas
estrategias y consideraciones incluidas por María Paz Bermúdez (2000) en su libro Déficit de
autoestima. Evaluación, tratamiento y prevención en la infancia y adolescencia y otras que,
aunque no están contempladas en dicho trabajo, son claves para la promoción de la
resiliencia. La incorporación de dichas pautas a las prácticas educativas de los padres puede
prevenir la aparición de un déficit de autoestima y/o favorecer el desarrollo de un sentimiento
de competencia, capacidad y valía en el niño o adolescente.
— Evaluar de forma objetiva al menor. En el momento de describir al niño o
adolescente, hay que hacerlo de la forma más real posible, para lo cual los padres,
tutores o educadores principales deberán centrar toda su atención en las cualidades y
comportamientos de éste, es decir, en cómo es y no en cómo les gustaría que fuese.
— No comparar el esfuerzo del niño o adolescente con el de los demás. A pesar de que
es una pauta educativa bastante generalizada, comparar al menor con otros como
estrategia de motivación puede afectar muy negativamente a la autoestima de éste. En
este sentido, los adultos han de aceptar y nunca olvidar que siempre habrá chicos y
chicas mejores y peores; la clave está en reforzar los intentos y no exclusivamente los
éxitos y logros.
— Premiar los éxitos y los esfuerzos. Cualquier esfuerzo y pequeño paso que realice el
niño o adolescente siempre es un triunfo para él y, como tal, debe ser reconocido y
celebrado por los adultos con la misma intensidad que cualquier logro importante.
Premiando el esfuerzo, se estará transmitiendo la idea de que éste es más importante
para conseguir un logro que el logro en sí mismo. Además de celebrar los esfuerzos, no
se pueden dejar de premiar las metas conseguidas por el niño o adolescente, ya que de
esta forma también se le estará enseñando tanto a autorreforzarse como a estar motivado
de cara a conseguir un objetivo y no abandonar hasta alcanzarlo.
— Ayudar a plantear objetivos alcanzables. Los adultos han de colaborar con el niño y
adolescente para que las metas que éste se proponga sean reales tanto a corto como a
largo plazo y, sobre todo, siempre se formulen en función de las capacidades y
habilidades del menor. Por ello es importante que los padres, tutores o educadores
principales no tengan una imagen irreal o distorsionada con el fin de no promover la
orientación del niño o adolescente hacia metas excesivamente elevadas o imposibles (o
muy difíciles) de conseguir para éste.
— Elogiar al menor de forma adecuada. Es importante que los adultos habitualmente
refuercen los comportamientos adecuados del niño o adolescente con frases y/o
expresiones positivas para éste. Cuando se premie al menor, sólo se debe hacer
referencia a la conducta concreta que se premia y no hacer extensivo el comentario
reforzante al resto de sus características. Otro aspecto importante al reforzar es prevenir
la pérdida de efectividad de los elogios, para lo cual se recomienda a los padres
originalidad en sus formas de reforzar y variedad de expresiones y adjetivos. Por
último, indicar que no sólo se debe premiar una conducta determinada sino todos los
pasos que el niño y adolescente haya dado o vaya dando hasta conseguirla.
— Corregir de forma adecuada. La corrección sólo debe aplicarse sobre aquellas
conductas infantiles o juveniles que se quieren suprimir por su carácter desadaptativo.
Por ello, sólo hay que corregir el comportamiento negativo concreto y no al niño o
adolescente en su conjunto. Si los adultos actúan de esa forma, independientemente de
que eliminen o no la conducta negativa, lo que con seguridad pueden estar consiguiendo
es etiquetar al niño, etiqueta que se puede convertir en la justificación para explicar
tanto el comportamiento actual como la incapacidad del menor de modificar esa
conducta, así como otras relacionadas con la etiqueta asignada.
— Resaltar siempre la implicación del menor en la consecución del logro. Con el
objetivo de promover el hecho de que el niño se responsabilice de sus logros y éxitos,
los padres, tutores o cuidadores principales deben proporcionarle el mayor número de
experiencias y actividades posibles, la totalidad o gran parte de las cuales dependan de
la implicación y trabajo del menor. Con esta estrategia se estará transmitiendo al menor
el mensaje de que es parte activa y esencial de lo que consigue en su vida, de sus
logros, de sus éxitos. Con el fin de que no pueda atribuir el éxito o su logro en mayor
medida a elementos externos que a su propio esfuerzo, es conveniente que los adultos
intenten equilibrar la ayuda que prestan al hijo, cuando tienen que hacerlo, y siempre
dejen alguna parte de la actividad para que la haga o concluya el niño o adolescente
solo. Con ello lo que se pretende es que se maximice la probabilidad de que el niño se
atribuya el logro de su trabajo e implicación, con el consiguiente efecto positivo sobre
su autoestima y, en general, sobre su resiliencia.

4.2. Consideraciones generales sobre el programa

Tras la presentación general del programa EDUCA-R, la información teórico-práctica que


en él se proporciona a padres, tutores y educadores se completa con las siguientes
observaciones, a modo de consideraciones generales, con las cuales se pretende tanto
cumplimentar la información proporcionada en el programa como destacar algunos de sus
aspectos que son importantes a la hora de entender este tipo de intervención y su aplicación
para la promoción de la resiliencia. Las consideraciones generales son las siguientes:

— El final del principio. Un primer paso para la promoción familiar de la resiliencia


De entre todas las consideraciones que sobre el programa planteado en este capítulo se
pueden formular, la primera y principal es la relativa a su carácter innovador y exploratorio.
Al tratarse de una propuesta o aproximación inicial para la promoción familiar de la
resiliencia, el punto de partida del programa ha sido basarse en los componentes básicos de
las conductas resilientes y utilizar estrategias y consideraciones generales y fáciles con el fin
de facilitar el acercamiento de la familia al ámbito de la resiliencia y promover su interés e
implicación en la promoción de dicha capacidad de forma positiva y constructiva.

— Promocionar la resiliencia en el menor (y sus circunstancias)


El programa presentado a lo largo de este capítulo no es, ni pretender ser en ningún
momento, un recetario cuyo cumplimiento, de principio a fin, asegure un afrontamiento
positivo y constructivo de (potenciales) situaciones adversas o negativas en el niño y
adolescente. Todo lo contrario.
Es fundamental indicar, dentro de las consideraciones generales, que la propuesta de
intervención planteada desde el programa EDUCA-R es, en todo momento, una guía
orientativa, un libro de instrucciones que para conseguir su objetivo debe ser siempre
adaptado y aplicado de acuerdo a las circunstancias y necesidades del menor. Por ello, antes
de focalizar el estilo educativo hacia una perspectiva más democrática o positiva, es
indispensable que padres, tutores o educadores principales conozcan y sean conscientes tanto
del nivel de competencia del niño como de sus problemas en cada uno de los dominios
resilientes incluidos en el programa; esta información les ayudará a determinar y priorizar
tanto la característica por la que comenzar a trabajar como las estrategias a utilizar, todo ello
siempre de cara a una aplicación eficaz y efectiva del programa.

— Estilo educativo flexiblemente democrático


A pesar de que se ha pretendido que quedase lo suficientemente claro en el planteamiento
del programa, el papel que el estilo educativo cumple en la intervención es tan importante que
es de obligado cumplimiento incluirlo en este aparatado final de consideraciones sobre el
programa.
Como se indica en los momentos iniciales del programa EDUCA-R, uno de los principales
obstáculos que pueden estar dificultando el desarrollo y fortalecimiento de la resiliencia en el
niño y adolescente es el uso habitual, por parte de los adultos encargados de su educación y
crianza, de ciertas pautas y actitudes no democráticas. Sin embargo, esta dificultad no implica
que padres, madres, tutores y educadores tengan que comportarse siempre de la misma forma
(democrática) con el menor. En este sentido, aunque los «ingredientes fundamentales» del
estilo educativo democrático deben estar presentes durante la educación y crianza de los niños
y adolescentes (resilientes), también debe mostrarse cierta flexibilidad y capacidad de
adaptación en las pautas. De esta forma, frente a determinadas situaciones y comportamientos
del menor, a veces lo más democrático es mostrarse autoritario, permisivo o indiferente. Así,
apelar a la obediencia a la autoridad sin importar ni valorar el aspecto emocional puede ser
adecuado cuando se va a casa de alguien por primera vez con el menor o cuando éste no
quiere tomarse la medicación que le ha recetado el médico. De igual forma, tolerar y ser
condescendiente sin exigir un comportamiento responsable puede ser lo más democrático, por
ejemplo, el día del cumpleaños del niño o, simplemente (porque así se haya acordado), los
domingos por la mañana. Por último, no mostrar ningún tipo de interés ni atender al
comportamiento y exigencias del menor (retirada de atención) es el comportamiento adecuado
que debería mostrarse cuando el niño o adolescente quiere llamar la atención con una rabieta
en el supermercado porque no le han comprado lo que quería o, simplemente, cuando
interrumpe de forma sistemática cualquier conversación entre mayores.
Comportarse puntual y circunstancialmente, de forma autoritaria, permisiva o indiferente no
va en contra del desarrollo y fortalecimiento de la resiliencia, sino todo lo contrario.
Mostrarse flexible en un contexto caracterizado habitualmente por altos niveles de
comunicación y afecto y un control racional del comportamiento del niño y adolescente puede,
en último término, facilitar el modelado de la flexibilidad en éste, cualidad fundamental para
un afrontamiento positivo y constructivo de cualquier adversidad o riesgo.

— Haz lo que yo diga (y también lo que yo haga): los padres siempre como modelos
Entre todas las personas con las que el niño y adolescente convive y se relaciona, los
adultos más significativos (padres, tutores y educadores) son, o deberían ser, el mejor ejemplo
a seguir. Ofrecer un modelo adecuado es básico para que el menor observe, imite y aprenda
tanto los comportamientos que definen cada una de las cualidades resilientes como las
estrategias que los adultos utilizan al tratar de educarle de forma positiva, de forma resiliente.
Por todo ello, la última consideración sobre el programa EDUCA-R, no por última menos
importante, es que padres, tutores y educadores deben intentar exhibir los comportamientos y
actitudes (resilientes) que quieren enseñar al menor; al actuar de esa manera, utilizando de
forma intencionada y consciente un procedimiento natural de adquisición de conductas como
es el modelado, estarán facilitando el aprendizaje en el niño, al añadir la sistematización al
sentido común (Díaz-Sibaja et al., 2009). Los autores anteriormente referenciados en su
programa de escuela de padres, programa EDUCA, del cual toma el aquí descrito tanto
nombre y filosofía como alguna estrategia, incluyen algunas condiciones importantes al poner
en práctica la técnica del modelado. A continuación se indicarán algunas de ellas, invitando a
la consulta del programa original (Díaz-Sibaja et al., 2009) para un mayor conocimiento y
aplicación eficaz de la técnica o estrategia.

— Se recomienda que, cuando los adultos actúen de modelos, muestren una actitud amable
y simpática y que el menor perciba su comportamiento como cercano y afable.
— Mientras se actúa como modelo, es importante que el adulto describa verbalmente lo
que está haciendo y las consecuencias que espera obtener con ese comportamiento.
— Una vez que el modelo haya concluido su actuación, el niño o adolescente debería
ensayar y practicar la conducta modelada.
— Por último, ofrecer al menor la posibilidad de actuar como modelo, mostrando los
comportamientos aprendidos, es una condición o estrategia que se ha comprobado que
favorece la consolidación de lo aprendido, al ser muy reforzante para éste.

5. CASO PRÁCTICO

Antonio y Joana son los padres de Pedro, de ocho años de edad. Han asistido a las sesiones
informativas sobre el programa EDUCA-R organizadas en el colegio de su hijo. Los dos están
muy interesados en participar en el programa, ya que están totalmente de acuerdo en que tanto
su estilo educativo como sus prácticas de crianza son determinantes en el desarrollo positivo
de su hijo; por eso, y según palabras textuales de Joana, la madre: «igual que hay colegios
para los niños también debería haber escuelas donde los padres aprendiésemos a ser mejores
padres y sobre todo a hacer a nuestros hijos más fuertes». Aunque se consideran «buenos
padres», saben que pueden mejorar y aprender mucho, ya que están convencidos de que hay
cosas que no están haciendo bien a la hora de educar y criar a su pequeño Pedro.
En la entrevista que los padres mantuvieron antes de comenzar el programa, describieron a
Pedro como un niño muy «reservado», «desconfiado», «miedoso» e «inseguro» y, sobre todo,
muy «mimado»; en palabras de su madre: «a veces se comporta como un bebé». Aunque en el
fondo no se comporta como un mal chico, siempre según sus padres, éstos se lamentan de que
no se parezca a su hermano Pablo, seis años mayor que Pedro. Según comenta su padre: «es
una pena que no sea como Pablo; a la edad de Pedro, estaba todo el tiempo en casa de algún
amigo y lo invitaban a todos los cumpleaños, le encantaba la música y daba sus primeros
conciertos caseros de guitarra; era más maduro que Pedro, más extrovertido, más cariñoso,
tenía temas de conversación de persona mayor...». Reconocen que Pedro puede ser más
introvertido que su hermano porque ahora hacen menos vida social y familiar que antes,
apenas acuden a reuniones y celebraciones familiares, algo que ven normal por todas las
obligaciones que tienen y, sobre todo, por lo cansados que están cuando llega el fin de semana.
Un aspecto que Antonio destaca que le preocupa es que a Pablo hay que explicarle las
cosas varias veces, pues suele preguntar lo mismo en diferentes momentos. No recuerda si con
su hijo mayor, Pablo, también pasó lo mismo, aunque él entiende que el comportamiento de su
Pedro sea una muestra de su inseguridad, desconfianza y dependencia. Tanto para Joana como
para Antonio es normal que sea tan dependiente de ellos: los niños tan pequeños no necesitan,
según ellos, aprender todavía a solucionar problemas ni tomar decisiones; por eso es normal
que Pedro nunca sepa qué quiere y que siempre que ayuda en casa, o le dan alguna
responsabilidad, terminen haciéndola por él. Su madre dice que tampoco es tan desastre, que
suele intentar hacer las cosas bien, que ella ve que se esfuerza, que pone empeño, pero como
nunca lo termina de hacer bien, según ella, siempre hay que estar corrigiéndole y diciéndole lo
que ha hecho mal para intentar que lo haga bien la próxima vez.
Por último, al preguntarles a ambos cómo respondía Pedro a las normas y límites que ellos
establecían, tanto Joana como Antonio comentaron que ellos no suelen poner normas y límites
a sus hijos, según sus palabras; ellos fueron educados por el método «porque lo digo yo» y no
quieren que sus hijos se eduquen de la misma manera. Además, tienen miedo a que éstos se
conviertan en personas agresivas, a los traumas que el control y la disciplina les puedan
ocasionar. Joana comentó que una vez intentó explicarle a Pedro por qué no podía coger todas
las «chuches» que quisiera cuando van a comprar al supermercado y lo que podría pasarle si
lo hacía, pero fue tal en berrinche de Pedro que la única solución que se le ocurrió fue la de no
llevarlo con ella a comprar al supermercado hasta que fuera un poco más grande.
De acuerdo con las actitudes, pautas de comportamiento, estrategias y demás
consideraciones que integran el programa EDUCA-R, señale aquellos aspectos, según la
información recogida en la entrevista a ambos, que pueden estar dificultando el desarrollo de
unas pautas de crianza positivas en ellos y la promoción de la resiliencia en su hijo, y que por
tanto deberán ser tratados en su participación en el programa.

Solución del caso práctico


Según la información recogida en la entrevista con los padres de Pedro antes de comenzar
el programa EDUCA-R, los aspectos negativos que se pueden destacar según el objetivo del
programa y las estrategias que éste recoge serían los siguientes:

— Los padres no evalúan al hijo de forma objetiva pues se centran, al describirlo, en cómo
les gustaría que fuese y no en cómo es.
— Pedro es catalogado por sus padres como «reservado», «desconfiado», «miedoso»,
«inseguro» y «mimado», lo que puede estar motivando que el niño se siga comportando
de acuerdo con cada una de las diferentes etiquetas que recibe por parte de sus padres.
— Ausencia de actividades familiares y sociales en las que Pedro pueda relacionarse con
otros y practicar u observar diferentes habilidades sociales.
— Los padres no suelen responder a las preguntas que el hijo les formula en repetidas
ocasiones, lo cual puede estar impidiendo el desarrollo de una comunicación efectiva y
positiva entre padres e hijo y el aprendizaje de éste.
— Los padres suponen que la responsabilidad ante los problemas y las decisiones del hijo
es de los padres, ya que el niño no tiene capacidad ni para tomar decisiones ni para
solucionar problemas.
— Los padres de Pedro no celebran ni refuerzan los logros o esfuerzos de su hijo y sólo le
señalan sus errores y fracasos.
— Los padres de Pedro no suelen establecer normas y límites por el miedo a las
reacciones de sus hijos.

BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA

Herbert, M. (2002). Padres e hijos: mejorar los hábitos y las relaciones. Madrid: Pirámide.

Éste es un libro diseñado y planteado a modo de guía práctica, dirigido tanto a padres como a educadores y psicólogos,
con el objetivo de proporcionar la información y habilidades necesarias tanto para aprender a detectar e intervenir con
efectividad en los problemas infantiles del comportamiento cotidianos (problemas a la hora de comer, problemas con el
control de esfínteres, etc.) como para desarrollar un estilo educativo parental democrático o positivo frente a los problemas
de disciplina y normas de conducta de los hijos. Respecto a los problemas que se incluyen en el libro, en primer lugar se
exponen de forma muy sencilla y clara los conocimientos básicos sobre cada uno de ellos, seguidos de una serie de ejercicios
y consejos prácticos y pautas de tratamiento útiles para poder conseguir superarlos. El contenido teórico-práctico de la obra
se completa con la presentación de un conjunto de instrumentos de evaluación indispensables tanto si el libro se utiliza en el
ámbito profesional como material de apoyo como si lo usan los padres como material de autoayuda.

Díaz-Sibaja, M. A., Comeche, M. I. y Díaz, M. I. (2009). Programa EDUCA. Escuela de padres. Educación positiva para
enseñar a los hijos. Madrid: Pirámide.

Esta obra propone un programa cuyo objetivo principal es guiar a los padres en el proceso educativo de sus hijos
permitiendo o facilitando, en todo momento, el desarrollo de las funciones educativas y socializadoras de éstos. Para tal fin, el
programa incluye, en primer lugar, algunos conocimientos teóricos y metodológicos necesarios para conseguir y fomentar en
los padres un cambio de actitud hacia una perspectiva más positiva y constructiva de la educación. Este cambio de
perspectiva se complementa con la enseñanza de una serie de estrategias, basadas todas ellas en el modelo de modificación
de conducta, que permitirán a los padres y madres enseñar y fomentar comportamientos buenos y normalizados a su hijo,
eliminar o corregir aquellos hábitos inadecuados y motivar en el niño aquellas conductas que sabe hacer pero que aún no ha
puesto en práctica. Aunque el programa de intervención EDUCA fue elaborado inicialmente para ser aplicado en grupo
dentro del contexto o ámbito de una escuela de padres, puede ser adaptado y aplicado con facilidad a un formato individual y
autónomo. Dada su eficacia y fácil aplicación, las pautas de intervención que propone este programa pueden contemplarse
como una alternativa de tratamiento frente a los trastornos perturbadores del comportamiento y no sólo para tratar la
desobediencia y los problemas cotidianos de la conducta infantil, objetivos terapéuticos iniciales del mismo.

Lila, M., Buelga, S. y Musitu, G. (2006). Programa LISIS. Las relaciones entre padres e hijos en la adolescencia. Madrid:
Pirámide.

El programa que se propone desde este monográfico tiene como objetivo principal la prevención familiar, a nivel primario,
secundario y terciario, de comportamientos de riesgo en la adolescencia. Fundamentado teóricamente en el modelo de estrés
familiar en la adolescencia, el programa LISIS propone a los padres y madres un conjunto de actividades a realizar de
acuerdo con los principales componentes de dicho modelo teórico (adolescencia, sistema familiar, recursos psicosociales y
ajuste), así como con las variables destacadas en cada uno de ellos.

Los ejercicios propuestos en cada una de las unidades en las que se divide el programa pretenden que los padres
adquieran un conocimiento práctico respecto de los principales recursos psicosociales (habilidades, estrategias de
afrontamiento, etc.) presentes en el contexto familiar que potencian su funcionamiento positivo y, por tanto, permiten una
educación adecuada y un desarrollo normalizado del hijo adolescente. El hecho de que no se señale como criterio de
inclusión, en ningún momento del programa, la existencia de un contexto familiar adverso o la presencia de conductas
problemáticas y de riesgo en el adolescente, como por ejemplo consumo de sustancias, conductas delictivas y otros
comportamientos problemáticos, convierte al programa LISIS en una manual general que puede ser seguido y completado
por cualquier padre o madre que tenga hijos en edad adolescente. A pesar de su empleo generalizado dentro de los contextos
tanto de la familia como de la adolescencia, el programa LISIS se presenta sólo para ser aplicado en grupo y en presencia de
un profesional (formador según el programa), el cual se encargará tanto de exponer cada una de las actividades como de
explicarlas y valorar cómo las realizan los padres integrantes del grupo.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN

1. En el ámbito de la resiliencia, el estilo educativo o la práctica de crianza se convierte


en un factor protector clave, al favorecer, en el niño y adolescente, la promoción de su
capacidad para superar las adversidades vitales de forma positiva y/o constructiva.
Respuesta: (Falso) En el ámbito de la resiliencia, el estilo educativo o la práctica
de crianza es un buen predictor del desarrollo del niño y adolescente, siendo el estilo
o la práctica basados en la cordialidad, calidez, firmeza, receptividad y apoyo
emocional (estilo democrático) el factor clave para la promoción de la resiliencia.

2. El estilo educativo no puede ser entrenado al ser una característica o pauta de


comportamiento rígida y constante en los adultos responsables de la educación y crianza
de los menores.
Respuesta: (Falso) Las pautas educativas de cada uno de los estilos de crianza
son una tendencia habitual en el comportamiento de los adultos con los menores, que
cambian y se adaptan a las circunstancias y momentos personales y, por tanto, son
modificables.
3. El programa EDUCA-R tiene por objetivo la promoción primaria de las principales
cualidades resilientes en niños y adolescentes.
Respuesta: (Falso). El programa EDUCA-R tiene por objetivo la promoción
primaria de las principales cualidades resilientes en niños y adolescentes, así como
la mejora y cambio del estilo educativo parental hacia una perspectiva más
democrática o positiva.

4. Ser empático con el niño y adolescente implica estar siempre de acuerdo con sus
pensamientos, sentimientos y acciones.
Respuesta: (Falso) Ser empático con el menor no significa, obligatoriamente,
intentar estar de acuerdo con sus pensamientos, sentimientos y acciones, sino tener
presentes siempre la consideración y valoración del punto de vista del niño y
adolescente.

5. Dos de los pilares básicos sobre los que el adulto debe fundamentar un estilo de
comunicación positivo con el niño son comenzar a aplicarlo desde el mismo momento
del nacimiento de éste y estar preparado para responder a la misma información
planteada por el niño y adolescente en repetidas ocasiones.
Respuesta: (Verdadero) Para fomentar un estilo de comunicación abierto y
efectivo no es necesario esperar a que el niño adquiera un relativo dominio del
lenguaje, ya que existen señales no verbales (sonidos, balbuceos y expresiones
faciales) sobre las que puede empezar a formar dicho estilo. Por otro lado, al repetir
la misma información el adulto (padre, tutor o cuidador principal) estará ayudando a
que el menor comprenda y controle su mundo. Por tanto, ambos principios son
básicos para el desarrollo de una comunicación efectiva con el niño y adolescente.

6. Al enseñar habilidades sociales al niño y adolescente, los adultos responsables de su


educación y crianza no deben obligarle, ante situaciones sociales, a comportarse de una
determinada manera ni prestarle excesiva atención en dichas situaciones, además de no
etiquetarle como «callado», «serio» o «tímido».
Respuesta: (Verdadero) Con el fin de evitar que el menor, ante situaciones
sociales, se encuentre más nervioso y tenso y termine comportándose de forma
diferente a como debería hacerlo, durante el aprendizaje y práctica de las
habilidades sociales los adultos responsables de su educación y crianza no deben
obligarle a comportarse de una determinada manera ni prestarle excesiva atención
en dichas situaciones, además de no etiquetarle como «callado», «serio» o «tímido».

7. En el aprendizaje de la habilidad de solución de problemas, el niño o adolescente


aprenderá a identificar una situación como problemática al responder a las preguntas
relativas a quién tiene el problema, en qué consiste, por qué es un problema para él, a
qué áreas de su vida y otras personas afecta y desde cuándo lo tiene.
Respuesta: (Falso) Durante el aprendizaje de la habilidad de solución de
problemas, el niño o adolescente aprenderá a identificar una situación como
problemática al detectar aquellas señales corporales que siente cuando está ante un
problema, mientras que las preguntas referidas a quién tiene el problema, en qué
consiste, por qué es un problema, áreas y personas a las que afecta y desde cuándo es
un problema son útiles para definirlo.

8. El establecimiento de normas y límites, junto con la prevención de situaciones de riesgo


y el reforzamiento de conductas alternativas e incompatibles, son catalizadores
educativos útiles para la promoción del autocontrol y la autonomía en el niño y
adolescente.
Respuesta: (Verdadero) Dentro de los recursos que favorecen la autodisciplina y
el autocontrol en el niño y adolescente, el establecimiento de normas y límites, junto
con la prevención de situaciones de riesgo y el refuerzo de conductas alternativas e
incompatibles, son acciones, mañas y/o estrategias que favorecen la realización de
conductas adaptativas y positivas en el menor.

9. Evaluar al niño o adolescente centrándose en las cualidades y conductas deseables por


los padres, tutores o educadores principales, junto con la comparación con otros, son
dos de las estrategias que incrementan la autoestima en el menor y promueven en él un
sentimiento de competencia, capacidad y valía.
Respuesta: (Falso) Evaluar de forma subjetiva al niño y adolescente y compararlo
con otros son estrategias que pueden provocarle un déficit de autoestima, mientras
que favorece el desarrollo de un sentimiento de competencia, capacidad y valía
valorarle por cómo es sin compararlo con otros.

10. El programa EDUCA-R es un libro de instrucciones cuyo cumplimiento, de principio a


fin, asegura un afrontamiento positivo y constructivo en el niño y adolescente,
independientemente de sus circunstancias y necesidades.
Respuesta: (Falso) El programa EDUCA-R es una guía orientativa, un libro de
instrucciones que para conseguir su objetivo, la promoción de las principales
cualidades resilientes en el niño y adolescente, necesita ser aplicado de acuerdo con
las circunstancias y necesidades del menor, no pretendiendo ser en ningún momento
un recetario cuyo seguimiento, de principio a fin, asegure un afrontamiento positivo y
constructivo de (potenciales) situaciones adversas o negativas.

BIBLIOGRAFÍA
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11
Promover la resiliencia desde la comunidad
ERNESTO LÓPEZ MÉNDEZ
MIGUEL COSTA CABANILLAS

1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS

El 20 de noviembre de 1989 tuvo lugar un hecho de dimensiones históricas: la Asamblea


General de las Naciones Unidas proclamaba solemnemente la Convención sobre los Derechos
de la Infancia. Los seres más indefensos, pero más cargados de futuro esperanzador en el
devenir de la humanidad, los niños, adquieren el estatus de seres humanos, sujetos de derecho.
Se establece así una vinculación jurídica y ética para todos los Estados que la ratificaron y
una guía para dirigir las políticas y las prácticas que preserven y garanticen la protección, la
seguridad y el buen desarrollo de la infancia.
Todo ello tenía y tiene sin duda implicaciones importantes para los padres, para las
intervenciones y responsabilidades de las instituciones y de los profesionales, de las
organizaciones sociales y de la comunidad en general. Más aún cuando se trata de niños que
están en riesgo o sufren quebrantos en su propio desarrollo y carencias socio-emocionales
importantes. Los servicios que implican a la infancia han de orientarse por la excelencia en el
trato, en el cuidado y en la atención en general, pero cuando son menores que presentan
historias de especial quebranto en su desarrollo, aquélla ha de extremarse más si cabe. Es
necesario generar contextos, experiencias y acciones educativas y psicosociales que permitan
la reconstitución de las relaciones sociales y los lazos intrafamiliares, y también un
compromiso de los poderes públicos para garantizar los derechos y la satisfacción de las
necesidades que la infancia tiene en su desarrollo.
Figura 11.1.

Mas, a pesar de esta Carta Magna que supone la Convención, un informe de la


Organización Mundial de la Salud (OMS) y de la Sociedad Internacional para la Prevención
del Abuso y Abandono Infantil (Butchart et al., 2006) estima que cada año millones de niños
en el mundo son objeto de abuso y abandono a lo largo y ancho de nuestro planeta.
Afortunadamente, hay muchos más niños que no viven las experiencias del maltrato y
abandono y otros niños que, siendo maltratados, sin embargo no sufren efectos tan
devastadores como los que acabamos de describir. Por el contrario, hay niños que salen
indemnes y hacen frente con éxito a tanta adversidad. Son los denominados niños
«resilientes», así llamados por su capacidad para resistir el estrés y mostrarse como
«invulnerables» ante las circunstancias adversas de la vida. Lo que pretende este capítulo es,
precisamente, desarrollar algunos criterios para promover fortaleza en los niños y
adolescentes y que sean resistentes ante la adversidad. Una manera de hacerlo es contribuir a
crear un mundo más grato y más equitativo. Otra manera, complemento de la anterior, es
fortalecer el Estado de Bienestar de manera que palíe las desventajas existentes, mejore el
Sistema de Protección a la Infancia y, sobre todo, los contextos en que nacen, crecen y se
desarrollan. De todo esto trata este capítulo con dos objetivos:
— Conocer el marco conceptual que permita orientar desde la comunidad intervenciones
para mejorar la resiliencia infantil.
— Conocer las condiciones que definen la resiliencia comunitaria.

2. NIÑOS RESILIENTES, QUE NO INVULNERABLES

2.1. Flexibilidad frente a la adversidad

Tal como fue definida en los capítulos anteriores, la resiliencia es la «capacidad humana
de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas». En la tabla 11.1 se
recoge la metáfora del junco, una recreación realizada por nosotros (Costa y López, 2008) a
partir de la fábula de Esopo, que enfatiza precisamente la flexibilidad como característica
central para la adaptación y que evoca el sentido del término «resiliencia».

TABLA 11.1

Metáfora del junco

A la orilla de un río, un roble fue derribado por una tormenta y, arrastrado por la corriente, una de sus ramas se encontró con
un junco crecido en un juncal cerca de la ribera. El impacto produjo un gran desconcierto en el roble, que no pudo evitar
preguntarle al junco cómo había logrado mantenerse sano y salvo, en medio de una tempestad que, por su furia, incluso había
sido capaz de arrancar de raíz un roble. El porqué, dijo el junco, consiste en que yo logro mi seguridad mediante una habilidad
opuesta a la tuya: en vez de permanecer inflexible y testarudo, me adapto ante las ráfagas del viento y no sucumbo.

2.2. Una competencia que se construye en los contextos de la vida

Conviene decir, no obstante, que el concepto de resiliencia en modo alguno se refiere a un


rasgo o cualidad inmanente al propio individuo de manera que quien tuviera la suerte de estar
tocado por esta cualidad fuera «invulnerable» o casi invulnerable frente a la adversidad. Por
el contrario, este concepto hay que entenderlo como un proceso en el que intervienen multitud
de factores y condiciones, desde la mayor o menor vulnerabilidad biológica del niño hasta su
historia biográfica, su aprendizaje social y experiencias de afrontamiento, las condiciones de
crianza, etc. La resiliencia es también una capacidad que se construye a partir de experiencias
de afrontamiento y de dominio que acontecen en los contextos de la vida de los niños y
adolescentes y que desarrollan y pulen nuevas habilidades y competencias.

2.3. Sienten afectos porque la adversidad les afecta

La resiliencia no implica insensibilidad al estrés, sino más bien la capacidad para


restablecerse de las experiencias adversas, logrando mantener el ajuste psicológico y saliendo
de la prueba incluso más fortalecidos que antes (Costa y López, 2008; Murphy y Moriarty,
1976). Bienestar emocional no quiere decir carencia de emociones ni ausencia de diestrés
frente a la adversidad, fortaleza no quiere decir invulnerabilidad o atravesar por experiencias
dolorosas sin ser afectados por ellas, y, a la inversa, vulnerabilidad emocional no quiere decir
debilidad. Por el contrario, la tristeza, la aflicción, el diestrés, la rabia, el dolor o el
sufrimiento que acompañan a la experiencia adversa puede ser el máximo exponente de que un
niño o adolescente no son invulnerables a la adversidad, de que la adversidad les afecta, les
produce afectos, de que el diestrés es tanto mayor cuanto mayor es la severidad de la
experiencia adversa, y de que están haciendo con coraje un afrontamiento competente de ella.
El mantenimiento del ajuste psicológico aun en medio de un fuerte impacto emocional puede
ser la muestra del mayor nivel de resiliencia.

2.4. Riesgos, resiliencia, vulnerabilidad

Desde el punto de vista epidemiológico, el concepto de «resiliencia» es el contrapunto al


concepto de «vulnerabilidad». Mientras este último viene a ser como un amplificador que
aumenta la probabilidad de resultados negativos en presencia de los riesgos, el primero, por
el contrario, viene a ser un amortiguador o reductor de la probabilidad de resultados negativos
en presencia de los riesgos o adversidades de la vida. En cualquier caso, conviene advertir
que todos estos conceptos epidemiológicos (vulnerabilidad, riesgo, resiliencia) no han de
contemplarse como variables que operan de manera causal-lineal. Por el contrario, han de
entenderse como una función relacional. Así por ejemplo, un mismo evento puede ser un
riesgo en determinado contexto por su relación con ciertas variables y circunstancias y tener
una función protectora en otro por su relación con otras condiciones.

3. MARCO CONCEPTUAL: UN MODELO DE BIENESTAR

A partir del modelo de competencia de prevención primaria de Albee (1980) hemos


desarrollado el modelo de bienestar de la infancia (figura 11.2), que orienta las acciones
relevantes en la promoción de la resiliencia de los niños.
Este modelo concibe el bienestar como una razón variable que tiene un numerador, los
factores de empoderamiento/resiliencia, y un denominador, los factores de riesgo. Un
desequilibrio importante a favor del denominador ocasionaría un mayor porcentaje de
problemas y un bienestar precario. Por el contrario, la resiliencia o fortaleza de los niños y su
bienestar tienen lugar como consecuencia de una mayor entidad del numerador de la ecuación.

3.1. Riesgos predecibles e impredecibles

Hay riesgos de aparición predecible que permiten una preparación anticipada y minimizar,
por tanto, su impacto. Otros riesgos, en cambio, acontecen de manera imprevista a modo de
golpes de la vida y todos ellos pueden aparecer en los ámbitos de la familia, de la escuela, en
las relaciones con los amigos o del trabajo o en la comunidad donde vivimos. Entre otros
factores, cabría destacar la maternidad prematura y no deseada, los conflictos en la pareja o
con otras personas, la separación o el divorcio, la pérdida de trabajo, las enfermedades,
accidentes, la muerte de seres queridos y tantos otros acontecimientos que pueden ocasionar
dolor y sufrimiento.

3.1.1. La acumulación de riesgos

Por lo que se refiere a la infancia, los riesgos y amenazas pueden acumularse con facilidad.
La sola presencia de uno o dos factores de riesgo no afecta necesariamente el desarrollo de un
niño. Es, por el contrario, la acumulación de los riesgos lo que facilita el daño y lo que afecta
de manera significativa su desarrollo.

Figura 11.2.—Modelo de bienestar de la infancia (adaptado de Albee).

Los niños están especialmente expuestos a los riesgos que acontecen en el ámbito familiar y
la mayor parte de ellos pueden luchar con éxito con uno o varios de estos riesgos aislados. El
panorama se vuelve más sombrío cuando tienen que hacer frente a la acumulación de riesgos,
cuando a los riesgos de la familia se unen los del propio niño, los de la escuela o los del
barrio donde vive. La situación se agrava especialmente si en la vida de ese niño o niña en
particular existe escasa presencia de factores de protección que compensen y, como
consecuencia, sus recursos personales de afrontamiento resultan deficitarios.

3.1.2. La acumulación de riesgos perturba el desarrollo

Sameroff, Siefer et al. (1987) estudiaron factores de riesgo tales como cronicidad de
enfermedad mental de la madre, pobreza, falta de apoyo social, gran tamaño familiar, rigidez
parental, temprana interacción negativa con los padres, alta ansiedad parental, bajo nivel
educativo de la madre, familia monoparental. Encontraron que las puntuaciones medias de
inteligencia de los niños permanecían bien hasta que tres y más factores de riesgo se
acumulaban. Después, las puntuaciones cayeron a un rango problemático (véase figura 11.3).

Figura 11.3.—Las medias de las puntuaciones de CI verbal de los niños de cuatro años de edad para cada puntuación de riesgo
acumulativo. Las puntuaciones de riesgo acumulativo son los totales de los factores de alto riesgo presentes en cada una de las
familias del niño. WPPSI, Wechsler Primary and Preschool Scales of Inteligence (Sameroff et al., 1987).

A partir de estos y otros estudios, Sameroff y sus colegas desarrollaron un modelo de


riesgo acumulativo que, básicamente, establece que la mayor parte de los niños pueden
afrontar bajos niveles de estrés —uno o dos factores de riesgo— pero, en cambio, pueden
presentar problemas en su desarrollo cuando éstos se presentan de manera acumulada y no
existen fuerzas o factores compensatorios que entren en funcionamiento. El texto de Garbarino
en la tabla 11.2 hace referencia a este efecto de manera elocuente.
3.1.3. La acumulación de riesgos no se distribuye al azar

La prevalencia del maltrato se distribuye de una manera desigual a lo largo y ancho de la


curva normal de la población infantil. La falta de equidad es el resultado de factores
estructurales en la distribución de recursos tales como ingresos económicos, educación,
empleo, capital social de las áreas de residencia, apoyo social, etc. Garbarino y Kostelny
(1992) señalaron el concepto de «empobrecimiento social» como una característica de los
ambientes familiares en alto riesgo. Esta falta de equidad conlleva que ciertas familias y sus
hijos estén expuestos a la pobreza y otras desventajas con el riesgo subsiguiente de
experimentar tasas de prevalencia más altas de maltrato y de problemas psicológicos en
general (Jack, 2004). Este escenario es de alto riesgo porque, como dice Garbarino, su
ecología humana está tan empobrecida que, por una parte, sus interacciones familiares
cotidianas están cargadas de tensión por la cantidad de problemas a los que se enfrentan y por
la escasez de recursos con los que cuentan y, por otra, en un vecindario hostil, con aislamiento
acusado y sin redes sociales activas, resulta difícil hacer amigos y tener apoyos.

TABLA 11.2

La acumulación de riesgos

Es la acumulación de las amenazas lo que daña. Y los problemas se establecen —en un niño— realmente cuando esas
amenazas se acumulan sin una acumulación paralela de factores compensatorios «de oportunidad». Cuando uno está
desbordado, las defensas están debilitadas para la próxima vez que el niño ha de hacer frente a una amenaza. Los niños y
adolescentes llegan a ser altamente sensibles a cualquiera de las influencias negativas de su alrededor. Yo lo miro de esta
manera: dame una bola de tenis, y puedo moverla arriba y abajo con facilidad. Dame dos, y puedo aún manejarlas con
facilidad. Añade una tercera, y será necesaria la habilidad especial para hacer juegos malabares. Juego con cuatro y se
caerán todas.

JAMES GARBARINO, 1999.

3.2. Los factores de protección-empoderamiento-resiliencia

Un factor de empoderamiento puede influir, modificar, alterar o mejorar cómo una persona
responde a una circunstancia adversa haciéndola desaparecer o convirtiéndola en algo
controlable. Fueron Emmy Werner y un equipo de pediatras, psicólogos, psiquiatras,
trabajadores sociales y de salud pública (Werner y Smith, 1982; Werner, 1993) quienes
comenzaron en 1955 un estudio longitudinal en la isla de Kauai del archipiélago de Hawái que
duró 32 años. Este estudio fue uno de los primeros en encontrar, de manera consistente, apoyo
empírico para identificar algunos factores de resiliencia del numerador referido. Entre otras
fortalezas, descubrieron en los niños y niñas de alto riesgo que tuvieron una buena adaptación
en su juventud y edad adulta buena capacidad para relacionarse y sentido de la oportunidad,
autonomía, percepción de control y también capacidad para encontrar fuera de su familia un
sólido apoyo social y emocional.
En diferentes revisiones (Afifi y MacMillan, 2011; Burt y Paysnick, 2012) se han
identificado factores de resiliencia tales como la competencia social, el buen desempeño
educativo, la coherencia y estabilidad familiares, el buen apoyo afectivo, la presencia estable
de al menos un cuidador responsivo en ausencia de los padres, redes de amigos, buenas
relaciones con adultos. En particular, predictores de una buena transición a la edad adulta son
la capacidad para demorar la gratificación, la experiencia positiva en relaciones íntimas
continuadas con los padres, parejas, amigos íntimos y disponer de recursos económicos.

4. BIENESTAR INFANTIL: ¿UN ASUNTO DE LOS PADRES?

4.1. La familia, un contexto de protección y de riesgo

No faltan quienes otorgan a los padres la responsabilidad de la educación y crianza de sus


hijos de un modo omnímodo. Se supone que los padres quieren lo mejor para sus hijos y que
todo lo que hagan será bienvenido. Pero la realidad desmiente esta suposición: el porcentaje
más amplio de maltrato y abuso infantil tiene lugar en el escenario familiar (Arruabarrena y
De Paúl, 1994). El contexto más cercano de los niños, su familia, resulta muy vulnerable por
las condiciones sociales y económicas en las que viven sus padres, por la ausencia de éstos o
por el comportamiento errático e incluso violento con que no pocos padres crían y educan a
sus hijos. Podríamos, pues, adelantar alguna respuesta a la pregunta planteada: dejar a los
niños exclusivamente en manos de sus padres no es garantía de protección.

4.2. Una responsabilidad compartida

Los niños serían, más bien, un asunto compartido entre padres y la comunidad en la que
viven y, en particular, los poderes públicos, que asumen, o deberían asumir, la responsabilidad
administrativa de velar por los niños. Por una parte, el contexto social en el que vivimos
otorga a los padres el derecho a la custodia, a la crianza y educación de los hijos y, por otra,
el ordenamiento jurídico en el marco de los derechos humanos faculta también a los poderes
públicos para supervisar estas tareas y amparar a los hijos en el supuesto de desprotección.
Por lo que se refiere a España, el desarrollo normativo del Estado (Constitución de 1978, art.
39; Ley 21/87, que modifica algunos artículos del Código Civil en materia de adopción; Ley
1/1996 de Protección Jurídica del Menor y la Convención de los Derechos del Niño ratificada
por el Parlamento español el 6 de diciembre de 1990), junto con el desarrollo y
descentralización de los servicios de protección en la comunidades autónomas y su
consiguiente desarrollo normativo, dan luz al Sistema de Protección Social a la Infancia.
4.3. La responsabilidad de los poderes públicos

En este marco, los padres no pueden hacer lo que quieran con sus hijos, tienen limitaciones
importantes cuando vulneran sus derechos. El cometido de los poderes públicos sería por una
parte el de apoyar la tarea de los padres proveyéndoles de los recursos necesarios para ello,
pero también sancionándoles y poniéndoles limitaciones importantes hasta quitarles tanto la
custodia como la patria potestad de sus hijos si hicieran dejación de sus obligaciones
parentales o no pudieran responsabilizarse de ellas. Los poderes públicos asumen también, y
sobre todo, la tarea de garantizar el desarrollo de los derechos del niño de manera que puedan
acceder a un contexto en el que se satisfagan sus necesidades básicas en relación con su
alimentación, seguridad y desarrollo integral. Bien es verdad que hay padres que pueden
percibir que sus derechos pudieran ser atropellados al creer que por el hecho de ser padres
sus hijos son de su absoluta responsabilidad. La propia Convención, derecho positivo de
obligado cumplimiento en nuestro país, establece que en el caso de duda sobre la
compatibilidad entre los derechos de los padres y el de los hijos prevalece el derecho de
estos últimos. Y cabe hacerse la pregunta: ¿el que los poderes públicos asuman la tarea de
supervisión de la protección de los niños es garantía de protección? La respuesta parece
obvia, no es garantía, en efecto. Al igual que los padres, los poderes públicos pueden hacer
dejación, y de hecho ocurre, de sus obligaciones. No habría mejor garantía, sin embargo, de
que ello no ocurriera que existiera una conciencia colectiva sobre el valor de los niños y una
comunidad democrática, plural, viva, activa, comprometida y a la que pertenezcan tanto los
vecinos como los padres, responsables políticos comprometidos, profesionales
independientes de los servicios públicos, organizaciones sociales y hasta los propios niños
que desean tomar parte activa en la gestión y bienestar de sus vidas.

5. ENFOQUES PARA LA INTERVENCIÓN

Son dos las estrategias con las que se pueden enfocar la protección y el bienestar infantil:
estrategia de alto riesgo y estrategia poblacional-comunitaria (figura 11.4).
Figura 11.4.—Estrategia poblacional y de alto riesgo.

5.1. Estrategia de alto riesgo

La estrategia de alto riesgo se orienta a detectar niños en riesgo y/o casos de maltrato para
intervenir sobre ellos.
Pudiera parecer conveniente que los poderes públicos extremaran su vigilancia sobre estos
casos individuales que se caracterizan por incidentes de abusos o abandono de sus padres y
los pusieran bajo especial cuidado y atención (estrategia de alto riesgo). Sin embargo, nos
asalta la duda de si ésta sería la mejor opción, ya que no se interviene sobre las condiciones
de pobreza y de riesgo extremo en las que viven muchas familias y que son, por otra parte, los
factores de riesgo más consistentes que «fabrican» el maltrato.

5.2. Estrategia poblacional-comunitaria

La estrategia poblacional-comunitaria, por el contrario, pone el énfasis en toda la


población infantil, en la promoción del bienestar de los niños vulnerables y no vulnerables y
en la mejora de los servicios generales educativos, sociales y de salud y, en particular, en la
mejora de los contextos con desventajas y en la reducción de la inequidad. Esta estrategia
provee de amortiguadores sociales al aislamiento social y a las situaciones más o menos
crónicas de desventaja, promueve acciones de prevención primaria compatibles con acciones
de alto riesgo, evita los sesgos de selección, mejora la accesibilidad de los servicios, diluye
la estigmatización de los niños y contribuye a paliar las condiciones de inequidad.
En la tabla 11.3 se muestran las características de una y otra estrategias.

TABLA 11.3

Análisis comparativo de las estrategias de intervención

Características Alto riesgo Poblacional-comunitaria

Foco Centrada en casos individuales de maltrato o en riesgo Centrada en el conjunto de la población y en


de maltrato. la mejora de los servicios y contextos sociales
en que viven los niños.

Amplitud de la No detecta bien niños vulnerables y, por tanto, no Afecta a toda la población: niños «normales»,
intervención interviene con ellos. maltratados o en riesgo de maltrato y niños
vulnerables.

Sesgo de Sólo detecta predominantemente casos de riesgo o de Permite corregir los sesgos de selección al
selección maltrato en la población de alto riesgo social, usuaria dirigirse a toda la población.
de los servicios sociales.

Anticipación No es una actividad preventiva propiamente dicha por Engloba acciones marcadamente
su naturaleza escasamente anticipatoria del riesgo. anticipatorias (prevención primaria) del
maltrato y acciones de alto riesgo.

Riesgo de Estigma derivado de su clasificación como No promueve espacios específicos de


estigma «especiales». atención de los niños.

Dificultad en el Los sectores implicados son menos y los cambios Son muchos los sectores implicados y los
cambio pueden resultar más sencillos y más fáciles de objetivos y cambios más difíciles de alcanzar.
alcanzar. Requiere una fuerte planificación
intersectorial.

Resultados El éxito derivado de la intervención aislada de casos es La atención abarca aquellas condiciones en
reducido y sobrepasado ampliamente por el número de que vive y se educa toda la población infantil
casos vulnerables provenientes de la población general y puede poner freno al transvase de población
que engrosan la categoría de alto riesgo. vulnerable a la categoría de alto riesgo.

Equidad No cambia las condiciones de falta de equidad. Cambia o palía las condiciones de falta de
equidad.

5.3. Un enfoque restringido, centrado en los riesgos y en el maltrato

Una estrategia de alto riesgo tiene, en efecto, un foco más restringido, tiene sesgos de
selección, su éxito es bastante limitado porque no impide el trasvase de niños vulnerables a la
categoría de maltrato, puede promover cierto estigma al categorizarlos como «niños de
protección» y ubicarlos preferentemente en alojamientos especiales y, por último, no cambia
las condiciones de falta de equidad, que es un factor estructural decisivo que genera riesgos en
su desarrollo.
En la figura 11.5 se presenta un sencillo esquema que resulta funcional para comprender el
marco normativo desde el que puede establecerse una estrategia de alto riesgo en relación con
el maltrato.

Figura 11.5.—Un marco de protección a la infancia.

La responsabilidad político-administrativa de la protección a la infancia reside en las


comunidades autónomas (CC.AA.). En particular, los Servicios Sociales Especializados de
Infancia (SSEI) asumen el papel de vigilancia y supervisión de las necesidades de los niños de
su CA respectiva y en estrecha colaboración con los Servicios Sociales de Base de la
Administración Local (SSB). No procede entrar con excesivo detalle en el papel de los SSEI
y de los SSB, que varía de unas CC.AA. a otras y dependiendo del grado de descentralización
alcanzado (para más información, véase Rodríguez y Morell, 2012). En síntesis, el protocolo
más habitual que suele utilizarse es el siguiente: a) montar un sistema de vigilancia sensible
para la detección de situaciones de riesgo de maltrato; b) una vez recibidas por parte de los
SSEI las notificaciones de riesgo o de maltrato, se inicia un proceso de investigación y
evaluación y, finalmente, c) se toman decisiones, o bien la CA o entidad pública asume
provisionalmente la tutela, denominada ex lege, y se hace cargo de la guarda del niño, cuando
se valora que dejarlo con sus padres conllevaría más riesgo. Esta guarda adopta las figuras de
acogimiento residencial, en el que el niño es internado en un centro de acogida bajo la
supervisión de la CA, y de acogimiento familiar, que supone que el niño es ubicado en una
familia diferente a su familia de origen. Puede adoptarse también la decisión de dejar al niño
en su hogar si no entraña especiales riesgos, y, en cualquier caso, se inicia un apoyo, e incluso
tratamiento si procede, tanto con el niño como con la familia de origen.
Ambas medidas de acogimiento, residencial y familiar, en teoría resultan provisionales,
pues el objetivo es que el niño retorne a su familia de origen una vez que ésta esté capacitada
para cumplir con sus tareas de guarda, de crianza y de educación. Cuando ello no es posible,
suelen plantearse medidas definitivas como la adopción.
Este sistema puede adolecer, no obstante, de ciertas limitaciones que hacen insuficiente el
afrontamiento del maltrato e imposible su prevención.

5.3.1. Concepción restringida del maltrato

Nótese que la figura 11.5 establece un sesgo importante al señalar a la familia como el
origen del maltrato, cuando entendemos por maltrato cualquier cosa que hagan o dejen de
hacer los individuos, instituciones o procesos que directa o indirectamente dañen a un niño
(Jack, 2004). Desde esta perspectiva, el maltrato puede acontecer en la familia, en el colegio,
en las organizaciones sociales y en la calle.

5.3.2. El estilo pasivo o de espera del sistema de vigilancia

En la figura 11.6 se muestran los dos iceberg de Last del sistema de atención de los SS.SS.
con sus posibles deficiencias debido al estilo pasivo, de espera, del profesional que aguarda
pasivamente a que venga cualquier notificante a denunciar una situación de riesgo o de
maltrato.
Figura 11.6.—Los Icebergs del maltrato.

El iceberg de la población de riesgo social, como muestra la figura, se caracteriza por los
pocos casos que se ven y lo poco o nada que se detecta también de las circunstancias de
riesgo. Conviene recordar que los bebés de meses o niños de pocos años no son, como es
obvio, notificantes activos, y el riesgo puede ser letal si no se establece un sistema proactivo,
rápido y eficiente. El sesgo del segundo iceberg de Last de la población sin riesgo social es
más llamativo aún por cuanto el profesional con el estilo mencionado puede no ver
absolutamente nada, ya que esta población no es usuaria habitual de los SS.SS.

5.3.3. La intervención para empoderar a la familia suele ser inexistente

En el contexto del Estado español hay una gran variedad en las intervenciones entre las
diferentes CC.AA., si bien, en su mayor parte, se reducen a actos administrativos que lo que
hacen es testificar lo que ocurre y «recolocar» al niño en alojamientos alternativos, y
raramente logran cambiar de manera significativa las condiciones familiares que ocasionan las
situaciones de maltrato. Por otra parte, las prestaciones sociales son escasísimas y el número
de trabajadores sociales, psicólogos y educadores resulta insuficiente para las necesidades
familiares que conviene atender.

5.3.4. Los contextos de riesgo permanecen inalterables

Salvo raras excepciones, la ausencia de una perspectiva intersectorial y el planteamiento


pasivo del estilo de intervención ocasionan que otros contextos o situaciones de riesgo, como
la zona residencial donde se vive, la escuela, la crianza, el estrés y el desempleo de los
padres, resulten también inalterables.
5.4. Un enfoque comunitario: el buen trato a los niños

La clave para integrar y equilibrar las políticas para niños vulnerables y en riesgo de
maltrato se apoya en una perspectiva oficial más amplia del abuso infantil, una perspectiva
que reconoce el daño hecho a los niños por el modo en que son tratados en la sociedad más
que en los menos confines de sus propias casas (Jack, 2004). Los niños necesitan condiciones
y recursos suficientes como para satisfacer sus necesidades de desarrollo (López et al., 1996),
y no hacerlo es un maltrato institucional y social, no sólo familiar, que compromete a todos.
Este enfoque, más o menos desarrollado parcialmente en algunas CC.AA., tendría las
siguientes características.

5.4.1. Vigilancia comunitaria

Una comunidad sensible con las necesidades de los niños tiene «ojos» a través de los
vecinos comprometidos, de las organizaciones sociales y de las instituciones y profesionales
que atienden y velan por la seguridad y desarrollo de los niños. Nos referimos a los centros de
salud, a los centros educativos, a la policía de barrio, a los profesionales de la salud y de la
educación, a las plataformas cívicas que surgen ante cualquier atropello o injusticia, a las
organizaciones de padres y de madres, a los sindicatos, a los órganos de participación
sectorial e intersectorial, organizaciones de personas mayores, organizaciones profesionales, a
los profesionales que visitan el domicilio para ayudar... y, ¡por qué no!, a los representantes de
las administraciones locales. El sistema de vigilancia no se asienta solo en los SSEI, sino en
toda la comunidad en su conjunto (figura 11.7).
FIGURA 11.7.—Sistema Comunitario de Vigilancia de las Condiciones de la Infancia (SCVCI)

5.4.2. Trasciende a la familia

Es un enfoque que contempla no sólo a la familia como fuente de riesgo para el maltrato
sino que, incluye también cualquier escenario donde transcurre la vida de un niño: los
acogimientos residenciales y familiares, la escuela, el barrio, los parques en los que juega, la
publicidad de riesgo en televisión, etc. Ello requiere un Sistema Comunitario de Vigilancia de
las Condiciones de la Infancia (SCVCI) con sensores múltiples: vecinos, padres, profesores,
educadores, usuarios de parques e instalaciones deportivas, profesionales de la salud.

5.4.3. Contempla los riesgos y las condiciones de resiliencia

El SCVCI tiene otro aspecto especialmente relevante: es un sensor de condiciones


resilientes del niño y de condiciones de buen trato del contexto, así como de los riesgos y del
maltrato. Las acciones derivadas van más allá, pues, de la tutela y de la guarda y comprenden
acciones que proveen de publicidad y de recompensa para las condiciones detectadas de buen
trato y de cambios para las condiciones del maltrato. Ello requiere órganos político-
administrativos al más alto nivel si es que se da valor a trabajar por la infancia.
Figura 11.8.

5.4.4. Un enfoque sensible y enraizado en la comunidad

El SCVCI no es específico de los SSEI, sino que está extendido por los centros de salud,
los centros educativos, los barrios y las organizaciones sociales y profesionales. Podríamos
imaginar cómo serían por ejemplo los icebergs de Last (figura 11.9) del programa «Niño
Sano» de la Atención Primaria de Salud por el que pasa cualquier niño a poco de nacer y cuyo
desarrollo es chequeado periódicamente por el pediatra o enfermera pediátrica con
independencia de su etnia, de su nivel socioeconómico, de su nivel de estudios o de la
condición laboral de los padres. Ello es posible porque estos centros tienen una cobertura
universal, pública y gratuita. Podríamos imaginarlo también en los colegios en donde los
profesores mantienen relaciones estables con los niños y sus familias y en donde las
variaciones y percances que dejan huella en el cuerpo y comportamiento de los niños son un
indicador fiable con valor suficiente como para investigar e indagar. La visita de salud al
domicilio de manera periódica y continuada es otra fuente excelente de información y de
tratamiento. Sin duda, sería un sistema de información con menos sesgos que si se confía sólo
en los ojos de los SS.SS. Y así, un enfoque de alto riesgo resultaría más efectivo en el marco
de un enfoque poblacional-comunitario que implique la mejora, coordinación y participación
de servicios e instituciones.

Figura 11.9.—Iceberg de Last en escenarios básicos.

Un enfoque poblacional-comunitario conlleva que los profesionales de los SSEI han de


trabajar en una perspectiva intersectorial, salir de sus despachos y establecer alianzas con los
centros educativos y centros de atención primaria de salud.

6. ESTRATEGIAS PARA PROMOVER LA RESILIENCIA EN EL ÁMBITO


COMUNITARIO

Definimos «comunidad» como un grupo de personas que viven en un lugar geográfico


determinado y acotado que les vincula, si bien dentro de un área territorial determinada
pueden existir diferentes comunidades con vínculos culturales incluso más fuertes que los de
la zona donde viven. Lo que da sentido a la comunidad es la identidad que confiere a las
personas por vivir donde viven. No obstante, hay grupos de personas para las que ni siquiera
el lugar donde viven tiene algún sentido porque no lo han elegido.

6.1. Comunidad resiliente

La «comunidad resiliente» no es la suma de resiliencias individuales. Ha sido definida


como la capacidad sostenida de una comunidad para resistir y sobreponerse a la adversidad
(desastres, estrés económico) a través de las redes y contextos sociales de apoyo que enfatizan
la evaluación y facilitación de las fortalezas comunitarias (Plough et al., 2013). En relación
con la infancia, podrían considerarse cuatro condiciones que configurarían a una comunidad
como resiliente y que favorecen la resiliencia:
— Poder y control distribuido: la equidad.
— Asumir asuntos con valor y que promueven compromiso.
— Servicios sociales básicos accesibles y eficientes.
— Una comunidad participativa y con cohesión social.

6.1.1. Poder y control distribuido: la equidad

La falta de equidad estructural que existe en nuestra sociedad y, en especial, en los


núcleos urbanos de nuestras ciudades produce resultados que determinan tanto las
circunstancias personales de riesgo de la vida cotidiana como el decidir dónde vivir. Y de
esta manera, las personas pobres se ven forzadas a vivir en lugares y comunidades muy
similares, polarización que ocasiona graves problemas al ser colocadas en barrios o áreas
muy deprimidas sin apenas equipamientos, sin espacios de juego seguro y confortables para
los niños y expuestos a los riesgos del tráfico rodado. Los niños, debido a la inseguridad de
las calles y a otras circunstancias, son retenidos frente al televisor de sus casas y aislados de
sus amigos. Por otra parte, estas áreas deprimidas suelen ser también áreas socialmente
empobrecidas, caracterizadas por bajos niveles de interacción vecinal y confianza o donde
hay una falta de integración de las personas y ausencia de redes sociales comunitarias. Serían
comunidades no resilientes.
La falta de equidad es un elemento especialmente corrosivo que deteriora la salud y
bienestar de las personas y de las comunidades en las que viven y disuade de hacer amistades.
La equidad es una condición básica para que surja la amistad, el apoyo mutuo y las
condiciones que hacen posible que las personas asuman el poder y control de sus vidas. Los
países con menos equidad son, por otra parte, aquellos que tienen indicadores más pobres de
bienestar (Wilkinson y Pickett, 2009).
En la figura 11.10 exponemos un resumen del modelo de Prilleltensky, Nelson y Peirson
(2001), que, a nuestro juicio, señala, en diferentes contextos ecológicos, las oportunidades
para promover poder y control y mejorar la equidad.
Figura 11.10.—Contextos y oportunidades para promover poder y control (Prilleltensky, Nelson y Peirson, 2001).

Chinman y Linney (1998) han puesto de manifiesto la importancia que la participación y la


toma de decisiones tienen en los adolescentes para el desarrollo de la identidad personal, el
aprendizaje de competencias y habilidades (interpersonales, de solución de problemas, de
negociación, de participación democrática, de conciencia y análisis crítico de la sociedad, de
búsqueda de recursos), la cooperación y el aumento de la responsabilidad; son fuente de
reconocimiento social, lo cual contribuye, a su vez, a fortalecer los comportamientos
prosociales de los adolescentes; son una base sólida para la construcción de la autoeficacia,
la autoimagen y la autoestima y una fuente de información sobre su capacidad real de
influencia y de poder y control social e institucional; contribuyen al proceso de formación de
vínculos con las organizaciones de la comunidad y al desarrollo de un sentido de pertenencia
y pueden tener un impacto positivo en la prevención y reducción de la delincuencia y de otros
problemas de comportamiento, como consumo de drogas.

6.1.2. Asumir asuntos con valor y que promueven compromiso

Un grupo de personas, además de compartir un área territorial determinada, pueden


compartir también algo de valor como, en el caso que nos ocupa, el interés por la protección y
el desarrollo de los ciudadanos más vulnerables: los niños. Desde esta perspectiva, nuestro
concepto de comunidad englobaría a los propios padres y tutores, a los vecinos del barrio o
de la localidad donde viven, a los profesores, a las organizaciones sociales de infancia, a los
policías encargados de la seguridad, a las organizaciones educativas y de salud, a los jueces y
fiscales de menores, a los responsables administrativos del Sistema de Protección Social de la
Infancia, junto con sus profesionales encargados de ejecutar las medidas convenientes para su
desarrollo y protección, y, cómo no, a los propios niños, que intervienen activamente en sus
propias vidas. Sería una comunidad que caracterizaría un territorio porque viven y trabajan en
él pero que lo trascenderían también.
Otros valores como el de la interdependencia social o ayuda mutua, el empoderamiento
vinculado a la libertad de opciones, el respeto a la diferencia, el diálogo y la autonomía
plantean como horizonte el desarrollo de una comunidad plural, democrática, compasiva y
crítica, el mejor contexto para que los niños puedan desarrollarse. En cualquier caso, los
valores no son meras expresiones o declaraciones verbales, necesitan el concurso de la
acción. Así, por ejemplo, facilitar que los alumnos de un centro educativo dediquen parte de
su tiempo a acompañar a ancianos que viven aislados en una residencia o facilitar que los
ancianos de una comunidad enseñen en un colegio la historia del barrio es una fuente de
resiliencia porque promueve el valor de la interdependencia o ayuda mutua.

6.1.3. Servicios básicos, accesibles y eficientes

La falta de equidad contribuye a que las diferencias se perpetúen y se transfieran muy


tempranamente al desarrollo infantil. En la figura 11.11 se expone una muestra del excelente
trabajo de Feinstein (2003) sobre una cohorte de niños británicos y su diferente desarrollo
cognitivo según el estatus socioeconómico.
Figura 11.11.—Rango promedio de puntuaciones de tests de desarrollo cognitivo a los 22, 42, 60 y 120 meses según el estatus
socieconómico de los padres (Feinstein, 2003).

Prevenir la acumulación de riesgos es una buena estrategia para facilitar el desarrollo de


los niños y evitar alteraciones o problemas en su desarrollo, y una diana excelente para ello
sería el ámbito familiar. No obstante, influir de manera preventiva en la familia es muy
complicado porque es tributaria de políticas sociales que afectan al trabajo, a los ingresos y al
lugar de residencia de los padres y es habitual que haya niños que por sus experiencias
adversas en el seno de su familia estén ya en una zona peligrosa como para ser expuestos a
riesgos adicionales que pueden acontecer en otros contextos. En estos casos, facilitar
servicios sociales de calidad y experiencias educativas de excelencia resulta un imperativo
ineludible de las políticas sociales y educativas como un medio de compensar la historia que
les precede de riesgos acumulados.

6.1.3.1. Centros de salud de atención primaria personalizada


La Atención Primaria de Salud ha supuesto una de las grandes mejoras de nuestro sistema
sanitario. Este nivel, por su accesibilidad y cercanía, desempeña un papel muy relevante tanto
para hacer un seguimiento del desarrollo de los niños como para salir al paso de eventuales
riesgos que acontecen en la vida de los jóvenes y familiares (prevención de embarazos no
deseados y de infecciones de transmisión sexual, accidentes, tratar enfermedades, prevención
de enfermedades cardiovasculares, desarrollo de hábitos saludables...). En la tabla 11.4 se
detallan algunas condiciones que configuran un centro de salud como resiliente.

TABLA 11.4

Condiciones de un centro de salud resiliente

1. De titularidad pública y gratuita y, por tanto, accesible desde el punto de vista económico.
2. Buena formación de sus profesionales.
3. Actividades de atención, docencia e investigación epidemiológica.
4. Accesible:

— A horas convenientes.
— Fuera de las horas de oficina o trabajo.
— Cercano en distancia.
— Cortos en tiempos de espera.
— Posibilidad de visitas a domicilio.

5. Atención continua y comprensiva.


6. Continuidad interpersonal:

— Relación de confianza.
— Respeto.
— Servicios responsivos.

7. Responsabilidad:

— Salud y sus determinantes sociales y ambientales.


— La equidad.
— Capacitar a las personas y los contextos sociales.

6.1.3.2. Centros educativos resilientes


El contexto escolar es una fuente de resiliencia y que promueve poder y control si reúne
una serie de condiciones.

Centros personalizados y amigables


Son colegios con un alto sentido de coherencia escolar (Bowen y Bowen, 1999), es decir,
muestran un ambiente comprensible, bastante manejable y responsivo con las necesidades de
sus alumnos y facilitan la participación y experiencias de control. Son de tamaño relativamente
pequeño, lo que permite la personalización de las relaciones entre tutores, alumnos y padres,
tienen una baja ratio alumno/profesor, la formación del profesorado garantiza una docencia
de calidad con compromiso y sentido ético y disponen de una buena dotación y equipamiento
de recursos que los hacen atractivo y cómodos. En un colegio de estas características resulta
muy difícil el abuso de alumnos.

Contexto sociocultural como factor facilitador del desempeño


El contexto sociocultural de un colegio lo define la extracción social de los padres. Si el
contexto sociocultural es bajo, las expectativas y el rendimiento también lo son. En la figura
11.12 se reproduce una curva normal propia de una extracción social general equilibrada y una
curva de una extracción social muy baja, propia de un colegio de alto riesgo. La educación es
un recurso para paliar las desventajas sociales, pero acceder a un colegio en donde la
extracción social y económica es en su mayoría muy baja acaba perpetuando y agrandando aún
más la brecha de la inequidad.

Figura 11.12.—Curvas de población escolar.

Prioridad de una enseñanza pública y gratuita


La única manera efectiva de paliar la inequidad existente es asegurar el acceso de toda
población escolar a una educación sin barreras económicas ni ideológicas y sin ningún tipo de
discriminación, y ello lo garantiza mejor una enseñanza pública y gratuita; además, y por esta
facilidad de acceso, la población con menos recursos y con mayores riesgos socioeconómicos
tiene asegurada una oferta educativa de calidad.

Política de admisión socialmente integradora


Una manera de controlar el contexto sociocultural medio de un centro sería a través de una
adecuada política de admisión de manera que asegurara condiciones más equitativas que
equilibrasen la composición social de sus alumnos. La realidad de lo que está ocurriendo es
que existen centros públicos en los que la proporción de inmigrantes y de alumnos de
extracción social de riesgo es claramente abusiva en relación con la de otros centros,
especialmente los de titularidad privada. No obstante, esto sería muy complicado si se
propician asentamientos humanos con criterios segregacionistas y se establecen áreas
residenciales para «pobres» y para «ricos». Como dirían Wilkinson y Pickett (1999), la
equidad también beneficia a los ricos. Qué duda cabe de que los niños, hijos de familias
acomodadas, que tienen que recorrer enormes distancias para acceder a sus colegios privados
de élite, no disfrutan de la experiencia de que el centro escolar esté cercano a su domicilio y
puedan acceder a él caminando con su red de amigos, con los propios padres y con los de los
amigos, en animada conversación.

Un centro donde los niños tienen control: normas y estatuto de aula


Las normas son como las señales de tráfico del comportamiento. Ordenan y organizan el
comportamiento social y establecen, como las leyes de tráfico, lo que se debe y no se debe
hacer. Las normas vienen a reflejar valores en acción ya que facilitan comportamientos que
denotan respeto hacia los compañeros, alumnos y profesores, compromiso con el trabajo y con
el aprendizaje y responsabilidad con las decisiones que se toman y los acuerdos que se
establecen. Para que las normas resulten efectivas han de ser pocas, las imprescindibles,
claras y redactadas en términos muy específicos y concretos, y, sobre todo, han de
comprometer a quienes han de seguirlas: profesores y alumnos. Ello requiere que sean
debatidas y elaboradas conjuntamente hasta configurar su estatuto de aula. Es un proceso
resiliente, de empoderamiento, en el que los alumnos configuran su espacio para estudiar,
dialogar y resolver problemas.

Un estilo docente sobre la base del empoderamiento


Un centro educativo resiliente ha de configurarse acorde con las necesidades de los niños y
con la importancia y valor que la comunidad confiere a la infancia. Ello conlleva poner en
valor también la formación y el prestigio de los docentes, formación que les capacite para
relacionarse bien con sus alumnos, para motivarles, empoderarles e instruirles en habilidades
para la vida (Herrera y Chahín, 2007), además de contribuir a mejorar su desempeño en un
estilo de vida saludable y en los diferentes ámbitos del currículum escolar. Un estilo docente
así está en condiciones de promover competencias en sus alumnos para relacionarse de
manera ajustada en los diversos entornos sociales, afrontar los diferentes dilemas éticos que
se les plantean y la presión del grupo de iguales, resolver problemas y conflictos y desarrollar
su autonomía (Costa y López, 2008).

Un desarrollo curricular resiliente. Cuanto más temprano, mejor


En el ámbito del desarrollo temprano de la infancia que vive en circunstancias
especialmente difíciles, la Fundación Bernard van Leer ha promovido un Proyecto
Internacional sobre Resistencia al Estrés (International Resilience Project). Sobre los
resultados de este proyecto, Edith Grotberg elaboró una guía para promover esa competencia
en los niños pequeños (Grotberg, 1995). Esta guía para padres y cuidadores considera que,
para enfrentarse a la adversidad y superar sus potenciales efectos dañinos, los niños pueden
disponer de tres fuentes de fortaleza y resistencia que Edith Grotberg denomina tengo, soy y
puedo (véase tabla 11.5).

TABLA 11.5

Tres fuentes de fortaleza como experiencias tempranas de aprendizaje

Tengo

— Personas a mi alrededor en las que puedo confiar y que me quieren.


— Personas que me ponen límites, de manera que sé cuándo debo detenerme antes de que aparezcan los daños o los
problemas.
— Personas que me muestran cómo hacer las cosas correctamente por la manera en que ellas las hacen.
— Personas que quieren que aprenda a hacer cosas por mí mismo.
— Personas que me ayudan cuando estoy enfermo, en peligro o con necesidad de aprender.

Soy

— Una persona que gusta a los demás y a la que quieren.


— Feliz por hacer cosas agradables por los demás y mostrar mi preocupación.
— Respetuoso conmigo mismo y con los demás.
— Dispuesto a responsabilizarme de lo que hago.
— Seguro de que las cosas saldrán bien.

Puedo

— Hablar con los demás de las cosas que me asustan o me preocupan.


— Encontrar vías para resolver los problemas con los que me enfrento.
— Controlarme a mí mismo cuando veo que estoy haciendo algo incorrecto o peligroso.
— Saber cuándo es un buen momento para hablar con alguien o para actuar.
— Encontrar a alguien que me ayude cuando lo necesito.

Una fuente competencial de resiliencia en pre-escolares es la capacitación en solución de


problemas interpersonales (Shure, 1997). El foco del programa no es lo que se piensa sino
cómo se piensa en relación con soluciones o cursos de acción alternativos ante hipotéticos
problemas interpersonales. Este programa ha demostrado que puede mejorar
significativamente las habilidades de solución de problemas y reducir la inhibición e
impulsividad con efectos que se mantienen más allá del año de seguimiento. En la tabla 11.6
puede verse un ejemplo de guión tomado de Myrna Shure (1997) acerca de cómo trabaja el
profesor este tipo de habilidades.

TABLA 11.6

Profesor enseñando a resolver problemas (Shure, 1997; pp. 176-177)

«Ahora vamos a hacer un juego. Vamos a pensar que estas niñas están jugando con estos juguetes (señalar en la figura) y
es la hora de recogerlos. Aquí hay un problema. Un problema es cuando algo está mal.
Vamos a pensar que esta niña (señala la niña que se está marchando de la habitación) se marcha y no quiere ayudar a esta
niña (señala a la otra niña) a recoger los juguetes.
Ahora recuerda, ambas niñas estuvieron jugando con los juguetes.
¿Estuvo esta niña (señala a la primera niña) jugando?
¿Estuvo esta niña (señala a la segunda niña) jugando?
¿Quiénes deberían ayudar a recoger los juguetes?
¿Es justo que esta niña (señala a la niña que está junto a los juguetes) recoja ella sola todos los juguetes y que ésta (señala a
la niña que se marcha) se marche sin ayudarla?
¿Es justo que ambas niñas ayuden a recoger los juguetes?
¿Por qué es justo que ambas niñas ayuden a recoger los juguetes? Porque__________________.
Sí, es justo que ambas niñas ayuden a recoger los juguetes porque las dos estuvieron jugando.
O sea que el problema es que esta niña (señala a la niña que se marcha) no ayuda a recoger los juguetes.
Ahora, ¿qué puede esta niña (señala a la niña que permanece junto a los juguetes) hacer o decir a la otra niña para que le
ayude a recoger los juguetes?
Voy a escribir todas vuestras ideas en la pizarra.
(Ejemplos de respuestas)
Pedírselo.
(Profesor) Eso es un modo de resolverlo. Ahora la idea de este juego es pensar de muchas maneras diferentes para resolver
este problema.
¿Quién tiene la idea número 2?
(Continúa de esta manera)

6.1.3.3. Servicios sociales resilientes


En páginas anteriores hemos visto el protagonismo que las leyes confieren a los SS.SS. y,
en especial, a los SSEI en relación con la protección a la infancia. Este papel les coloca en
una situación de especial protagonismo en relación con el resto de servicios básicos de la
comunidad y con el tejido social de la comunidad, territorio o área de referencia. Estos
servicios, además de estar bien dotados y capacitados, han de desempeñar un papel decisivo
en colaborar en la promoción de redes sociales de la comunidad y en el desarrollo de
competencias, así como facilitar el establecimiento de alianzas con el resto de dispositivos
educativos y de salud que trabajan con los niños y sus familias y planificar adecuadamente,
junto con los centros de salud, el Servicio Social de Salud a Domicilio.

6.1.3.4. El Servicio Social de Salud a Domicilio


Una de las mejores estrategias con apoyo empírico de prevención del maltrato es la visita
al domicilio protocolizada por Olds y su equipo desde hace poco más de 25 años (1986, 2002,
2007). En otra parte (Costa y Morales, 1997; Costa, Juste y Morales, 1997) nos hemos
referido al rigor metodológico de los trabajos de Olds y a las condiciones que debe reunir un
servicio de esta naturaleza para ser efectivo.
El Servicio Social de Ayuda o de Salud a Domicilio, a menudo impecable según es
definido por la normativa de su creación, en la práctica viene a ser, en muchos casos, un
servicio doméstico muy vinculado a la asistencia a personas mayores con barreras
económicas. El servicio al que hemos aludido que se ha revelado como una estrategia
preventiva excelente de maltrato es un servicio de salud profesionalizado que se basa en un
programa de visitas al hogar por parte de profesionales de enfermería capacitados y se centra
en madres en situación de riesgo (adolescentes, pobreza). Las madres son captadas a lo largo
del segundo trimestre del embarazo y completan un promedio de 7-9 visitas durante el
embarazo y un promedio de 23-26 visitas desde el parto hasta el segundo año. Cada una de las
visitas dura aproximadamente entre 75-90 minutos, si bien las enfermeras suelen realizar más
visitas en los hogares con menos recursos.
Entre los resultados más relevantes de este servicio de ayuda a domicilio se contemplan:
reducción del bajo peso al nacer, reducción de un 75 por 100 de partos antes de término,
aumento de los intervalos entre el nacimiento del primero y segundo hijos, mejora del ajuste
académico de los niños, reducción de la mortalidad de los niños por causas prevenibles,
disminución de las consultas de urgencia y reducción significativa en el abuso de menores. Así
por ejemplo, a lo largo del seguimiento, las madres hicieron menos uso del castigo, los
incidentes de maltrato se redujeron significativamente, las familias mejoraron su condición
financiera y los menores costes que ocasionaron dichas familias para el gobierno compensaron
ampliamente el coste total del programa.
Esta intervención ha sido reproducida, con éxito comparable, en diferentes comunidades en
los Estados Unidos y ha sido adoptada por algunos países de Europa. No obstante, no todos
los programas de esta naturaleza han sido efectivos, lo que plantea seguir investigando para
identificar mejor aquellos componentes que parecen ser fuertes en el éxito de programa.
En la tabla 11.7 se recogen algunas condiciones que, según nuestro criterio y sobre la base
de los estudios revisados, configuran un Servicio de la Visita de Salud al Domicilio orientado
a promover la resiliencia y el buen trato en la familia.

TABLA 11.7

Criterios del Servicio de Salud a Domicilio

1. Servicios orientados a apoyar situaciones o transiciones críticas de la familia: embarazo, posparto hasta los dos o tres
años, niños con discapacidad...
2. Servicios planificados en el nivel primario de la atención.
3. Flexibilidad en la duración, frecuencia y tipo de visitas para adaptarlas a las necesidades de la familia y sus niveles de
riesgo.
4. Servicios con profesionales o paraprofesionales, polivalentes, cualificados y con competencias varias:

a) Para desarrollar una relación de confianza, captar problemas y ayudar a resolverlos.


b) Con buen conocimiento del desarrollo infantil y de los signos tempranos del abuso y abandono.
c) Con conocimientos y destrezas para el cambio de conducta.
d) Con conocimientos básicos de nutrición y de hábitos saludables.
e) Con buena información de los recursos de la comunidad y sus servicios.
5. Servicios orientados a mejorar la integración social de las familias en riesgo

6.2. Una comunidad participativa y con cohesión

Los niños que viven en hogares pobres, con padres sobrecargados, agobiados y con
escaso control de sus vidas y en barrios sin equipamiento están en alto riesgo de abandono y
maltrato y tienen muy limitadas sus oportunidades de desarrollo. Son sólo unos pocos los que,
a pesar de este ambiente posiblemente errático, suelen salir a flote porque el propio contexto
en el que viven aporta, de manera aislada, recursos excelentes para resistir: un buen amigo, un
educador o profesor excelente, un hermano mayor o un familiar que les provee de confianza,
seguridad y estabilidad o una habilidad del propio niño que desarrolló haciendo frente a
determinadas adversidades.
Importa, pues, dónde vivimos. Vivir en barrios empobrecidos e inseguros aumenta
considerablemente los riesgos y se deteriora el bienestar de los niños y de sus padres. En la
figura 11.13 se presentan gráficamente dos fenómenos que suelen ir asociados: comunidad
deprimida y familias aisladas.

Figura 11.13.—Familias aisladas.

Muchos estudios han identificado el aislamiento de las familias con niveles más altos de
maltrato (Coohey, 1996). Este aislamiento conlleva, por una parte, la falta de apoyo de
familiares y amigos que puedan amortiguar el estrés, la pobreza y las condiciones
indispensables para vivir al menos con las mínimas condiciones de seguridad, de nutrientes y
de confort, y, por otra, el aislamiento, que contribuye a perpetuar creencias y pautas erróneas
maltratantes de crianza. Por el contrario, estar bien conectados socialmente y formar parte de
redes sociales activas está asociado a bajas tasas de crímenes y de maltrato infantil, mejor
salud, logro educativo y mayor expectativa de vida.
Una comunidad con buen capital social es un componente esencial desde el cual promover
la resiliencia comunitaria y la resiliencia de los niños y adolescentes. Se entiende por «capital
social» aquellos rasgos de una organización social, tales como redes, comunicación, confianza
y un sentido de responsabilidad colectiva, que capacitan a la gente para trabajar juntos en
beneficio mutuo (Wright, 2004). Por extensión, decimos también que una comunidad tiene un
fuerte capital social cuando en su desarrollo promueve la cohesión, la participación, el
empoderamiento de los vecinos y las redes y organizaciones sociales de ayuda mutua. En una
comunidad así resulta difícil el aislamiento de las familias. Se ha argumentado ampliamente
que promover capital social en comunidades pobres o deprimidas es un modo muy efectivo
para mejorar el bienestar de los niños y los esfuerzos aislados de los servicios de protección
infantil y apoyo familiar (Gordon y Jordan, 1999). No obstante, el capital social no ha de ser
una coartada que inhiba a los poderes públicos de fortalecer el Estado de Bienestar; por el
contrario, es una condición absolutamente necesaria para promover la resiliencia desde la
comunidad.

6.3. Reducir la acumulación de riesgos y aumentar los factores de protección

A partir de las circunstancias concretas en las que viven los menores y de acuerdo con el
modelo de bienestar, el propósito general de la intervención habrá de contemplar la reducción
de la acumulación de riesgos y el aumento de los factores de protección. En la tabla 11.8
puede verse un listado más detallado de los factores de riesgo y de protección/resiliencia más
relevantes que clarifican y orientan este propósito. Los escenarios en los que se desarrollan
los niños no necesitan estar completamente libres de riesgos —cosa imposible de lograr—
para que su desarrollo tenga un curso con esperanzas para el éxito. Los niños necesitan, por
una parte, que éstos no resulten excesivos y, por otra, que en su vida también existan factores o
condiciones que compensen y neutralicen la acción de los factores de riesgo que de manera
inevitable acontezcan en su vida.

6.4. Vivir en la comunidad: un escenario idóneo para la acción

La movilización resulta más fácil con la proximidad. No es lo mismo oír «el maltrato a los
niños» que ponerles cara y ver a las personas, con nombre y apellidos, que sufren o a los
amiguitos o a los hijos de nuestros amigos que atraviesan dificultades y se pierden
oportunidades. Estamos viendo recientemente ejemplos de movilización encomiable por los
estragos de la crisis político-económica que venimos atravesando en España, movilización
que ha sido posible por el movimiento ciudadano al poner cara a los amigos y vecinos que con
sus hijos son arrojados de sus casas sin miramiento alguno. Hemos quedado impresionados
por ver dibujado en sus caras el horror de ser despojados de todo y de su historia y echados a
la calle sin amparo alguno. Estar próximos a los vecinos con los que convivimos hace que nos
conmuevan su dolor y sufrimiento. El primer paso, pues, es estar cerca y participar en la
ayuda. Es nutrirnos de comunidad.

TABLA 11.8

Factores de riesgo y de protección en diferentes niveles y entornos

Factores de riesgo Factores de resiliencia

— Los bebés no queridos. — Bebés queridos.


— Los bebés son más susceptibles al maltrato. — A más edad, menor vulnerabilidad
— Llora persistentemente y difícil de calmar. maltrato.
Niños — Hiperactividad, impulsividad, discapacidad. — Ausencia de conductas aversivas.
— Susceptible a la presión de grupo. — No discapacidad.
— Asertividad y comunicación
interpersonal.

— Pobreza crónica. — Poder adquisitivo estable.


— Padres muy jóvenes y sin experiencia. — Empatía, apoyo y estimulación apropiada.
— Normas erráticas y uso del castigo físico. — Estabilidad emocional de los padres.
— Alteraciones psicológicas de los padres. — Altas expectativas, intereses variados y
— Bajo nivel educativo de los padres, pocos buena supervisión con normas claras.
Familia intereses, desorganización doméstica. — Buenas relaciones con la familia extensa
— Conflicto y/o violencia en la pareja y malas y con el entorno social.
relaciones, aislamiento con el entorno social. — Modelos ejemplares: hábitos saludables
— Modelos de riesgo: conducta antisocial, en higiene, actividad física y consumo.
consumo de sustancias tóxicas, vida y ocio — Buen apoyo a domicilio.
sedentarios.

— Alta proporción de familias en riesgo social. — Familias de todos los estratos sociales.
— Mal clima escolar, sin normas claras y sin — Buen clima escolar con normas claras y
cauces de participación de los padres. vías de participación de los padres y
— Bajas expectativas sobre el alumnado con alumnos.
tutores «quemados» o poco sensibles. — Altas expectativas sobre el alumnado con
Escuela — Clases con alto porcentaje de alumnado con tutores cualificados y comprometidos.
fracaso escolar y conductas de riesgo. — Oportunidades para participar en
— Alta ratio alumno/profesor. actividades motivadoras.
— Equipamiento e instalaciones deficientes. — Baja ratio alumno/profesor. Servicios de
apoyo.
— Equipamiento e instalaciones de calidad.

— Compañeros con conductas de riesgo. — Amigos con buenos hábitos.


Iguales
— Aislamiento social, mala relación con amigos. — Buena relación con amigos.

— Servicios dispersos, mal dotados y poco — Atención Primaria pública,


Servicios básicos accesibles. adecuadamente dotada, accesible y
continuada.
— Recursos y servicios de apoyo a las
familias.

— Inseguridad, vecinos de paso. — Barrios seguros, vecinos estables.


— Entorno sin espacios donde los vecinos — Relaciones de cohesión entre los vecinos.
puedan relacionarse y conversar. — Parques y espacios gratos donde los
Área residencial o
— Barrios masificados y sin identidad. vecinos se reúnen y puedan conversar.
comunidad donde se
— Empleo parental con horarios extensos. — Organizaciones sociales y políticas que
vive
— Entorno social y político escasamente promueven la participación social.
participativo. — Ofertas de empleo y/o actividad
— Altas tasas de desempleo juvenil. remunerada.

— Inequidad. — Equidad.
— Normas sociales y culturales que glorifican la — Normas sociales y culturales que
Sociedad violencia. glorifican la convivencia.
— Normas que disminuyen el estatus de los — Normas que dan valor a los niños y los
niños en las relaciones padres-hijos. empoderan en las relaciones padres-hijos.

6.5. Mejorar y divulgar el conocimiento de las necesidades de la infancia

Otro paso importante es el de acrecentar el conocimiento de la comunidad acerca de las


necesidades de la infancia. La atención a la infancia se hace sobre la base de un juicio social
y en un contexto cultural e histórico determinado (figura 11.14).

Figura 11.14.—Línea divisoria entre el buen trato y el maltrato.

No resulta fácil establecer la línea de separación donde termina el maltrato y comienza el


buen trato. El contexto cultural e histórico y el mayor o menor conocimiento que tengamos de
las necesidades de la infancia contribuyen a que la línea resulte más o menos difuminada e
incluso que las prácticas de crianza y de educación se acerquen en mayor o menor grado al
buen trato o al maltrato. Así, por ejemplo, hace años no resultaba extraño que un profesor
diera un palmetazo o un guantazo a un niño que mostrara una actitud insolente o incluso hablara
tan sólo con un compañero de clase; en cambio, hoy día, en determinados contextos, esta
práctica puede ser catalogada como maltrato. El caso del niño con una imaginación
maravillosa de nuestra pequeña historia de la tabla 11.9 posiblemente ni siquiera hoy se
consideraría maltrato, pero lo cierto es que sería una práctica sutilmente maltratante a tenor de
lo que sabemos del desarrollo infantil y de la huella que el estilo de este profesor deja en la
biografía del niño, huella que puede inhibir su propio desarrollo.
Está en nuestras manos influir en la biografía de cada niño de nuestra comunidad, en sus
historias y desarrollo dependiendo del ambiente que seamos capaces de crear a su alrededor.
Sin duda los niños son especialmente vulnerables al ambiente en que viven y son afectados
para bien o para mal muy tempranamente. Cuanto mejor conocimiento tengamos de los factores
que promueven el desarrollo y resiliencia de los niños y cuanto más capacitados estemos para
relacionarnos bien con ellos, nuestras acciones podrán ser más atinadas. Sería, por otra parte,
un compromiso social y ético emprender una visión compartida del buen trato para con la
infancia de nuestra comunidad.

TABLA 11.9

La historia de una imaginación maravillosa

Es una pequeña historia de un niño que tenía una imaginación maravillosa. Cuando el profesor de la guardería dijo que era el
momento de pintar, él imaginó todos los animales salvajes que dibujaría —leones, tigres, elefantes...—. Pero el profesor dijo:
«Hoy vamos a dibujar flores». Impávido, el niño imaginó todas las flores coloreadas que dibujaría magníficamente: unas rojas
y otras amarillas, algunas de color púrpura, otras azules. Pero luego el profesor dijo, «Vamos a dibujarlas como ésta», y
entonces dibujó una simple flor marrón con un tallo verde.
El niño cumplió y dibujó su flor como el profesor le había instruido. Así transcurrió todo el año. El profesor siempre decía a la
clase cómo y qué dibujar.
Ese verano, el niño y su familia se trasladaron a otra ciudad y a una nueva escuela. Cuando el profesor de esta escuela
anunció que era el tiempo para el arte, el niño quedó sentado allí sin hacer nada. Todos los otros niños y niñas comenzaron a
dibujar, pero el niño esperaba. Finalmente, el profesor se acercó a su mesa y le preguntó al niño por qué no estaba dibujando.
«¿Qué he de dibujar?», le preguntó el niño.
«Cualquier cosa que tú quieras», replicó el profesor.
El niño esperó unos momentos y después comenzó a dibujar... una flor marrón con un tallo verde.

Los niños necesitan ser tratados con respeto y consideración, ser preguntados y que se les
dé la opción de elegir, más que decirles lo que tienen que hacer. Se requiere una nueva cultura
que siente las bases de una humanidad mejor a través del conocimiento de lo que los niños
necesitan y tratarles acorde con el objetivo de su buen desarrollo.

6.6. Ayudar y promover la interdependencia social

La interdependencia social es uno de los valores comunitarios que se fabrica con nuestra
disposición a ayudar. Un papel significativo que desempeña una comunidad resiliente es el
apoyo mutuo. Un ejemplo de ello es el caso de los acogimientos familiares comunitarios.
Entendemos por tal el acogimiento de niños que hace una familia del mismo barrio cuando los
padres o uno de ellos, en el caso de familias monoparentales, han de salir de viaje por
motivos urgentes durante un tiempo más o menos prolongado y no tienen con quien dejar a sus
hijos. Permitir que el acogimiento se realice en la misma comunidad, con la supervisión de los
SS.SS., facilita que los niños no cambien de colegio y no rompan con su red social de amigos.
La propias organizaciones comunitarias pueden poner en contacto a personas y grupos para
practicar innumerables acciones de ayuda mutua, tales como el banco del tiempo, en el que
una hora trabajada en cualquier tarea es intercambiada por un tiempo similar para recibir
cualquier otra ayuda; las gallofas, experiencia muy popular en la isla de La Palma (Canarias),
donde familias de asentamientos rurales se unen para ayudarse entre sí y construir el granero
de una familia, el pozo de otra o la canalización del agua de otra; intercambiar saberes y
habilidades, como jóvenes de instituto que enseñan informática a personas mayores y algunos
virtuosos de la música o de otros saberes que acuden al instituto a compartirlo. Experiencias
muy interesantes para enseñar a los niños, jóvenes y mayores el valor de la interdependencia
social o ayuda mutua.

6.7. Disponer de información general de las condiciones resilientes

A menudo nos movilizamos cuando detectamos un problema que nos afecta directamente o
a alguien próximo a quien le ponemos cara. Una manera de identificar problemas es mirar a
nuestro alrededor y captar discrepancias entre cómo están las cosas y cómo me gustaría que
estuvieran. El esquema de la figura 11.15 nos ayuda a chequear algunas de las condiciones de
los contextos y servicios de infancia y de apoyo a las familias.
Nos permite también chequear la responsabilidad que los poderes públicos han asumido en
relación con el bienestar de la infancia y también nuestra responsabilidad como personas
activas de la comunidad donde vivimos. Basta hacer un repaso sencillo acerca de cómo están
los diferentes contextos. ¿Qué información tenemos y cómo podemos acceder a ella?, ¿qué
indicadores tenemos sobre los problemas que afectan a la infancia directamente? (abandonos,
negligencia, maltrato, obesidad, problemas de conducta, absentismo escolar), ¿y sobre los
indicadores de bienestar? (desempeño escolar, espacios de juego de los niños, calles y
viviendas seguras), ¿cuál es el estado de los contextos y servicios que inciden en el bienestar?
(colegios, servicios de apoyo a los hogares, centros de salud, espacios comunitarios como
clubes juveniles, parques), ¿es pública o privada la titularidad de los equipamientos y
servicios básicos?, ¿cómo nos afecta? Un complemento de este esquema son algunos objetivos
generales que Michael Marmot (2010) plantea como horizontes hacia los que caminar para
promover la equidad y facilitar la resiliencia en Gran Bretaña, objetivos que pueden ser
trasladados a cualquier otro país incluido España (tabla 11.10).
Cualquier servicio o recurso que afecte a los menores y a sus familias ha de pasar por el
tamiz de si es apto o competente, de si está disponible, de si resulta accesible o hay barreras
que lo impiden. El resultado de esta valoración nos permite hacernos una idea aproximada de
aquello que está bien, de lo que está por hacer y de los cambios que resultaría necesario
acometer. El resultado de esta valoración puede formar parte del plan de comunicación que se
verá más adelante.

Figura 11.15.—Esquema conceptual para chequear los espacios de infancia.

6.8. Atrevernos a soñar

La realidad puede transformarse cuando los seres humanos desarrollamos el valor de soñar
con los cambios que queremos. Visionar un mundo mejor para los niños es pensar cómo nos
gustaría que fuera el futuro de los niños de nuestro barrio, pueblo, ciudad, como efecto de lo
que habríamos podido hacer y de los cambios que nos habríamos atrevido a acometer. Donde
sólo vemos descampados llenos de basuras podemos soñar con un parque acogedor; donde
percibimos cómo el tráfico rodado impide que los niños salgan a jugar a la calle con sus
amigos ahora vemos calles despejadas donde los niños juegan con seguridad; donde
observamos un ambiente desolador de escuelas masificadas y desvencijadas y profesores
poco comprometidos ahora contemplamos escuelas limpias, con instalaciones deportivas,
aulas personalizadas y tutorías con profesionales cultos, sensibles y comprometidos; donde
vemos jóvenes drogándose por las calles desiertas del barrio en una estampa que se repite
ahora descubrimos otro paisaje diferente donde las calles están pobladas de vecinos
relacionándose y conversando activamente; donde los padres y profesores inhiben a menudo la
participación de los niños diciéndoles lo que tienen que hacer ahora comprobamos que se les
pregunta, se les da la opción de elegir y se les empodera. Atrevernos a soñar y compartirlo,
atrevernos también a pasar a la acción. Es lo mismo que dar un sentido a lo que hacemos y lo
que deseamos conseguir. Tenemos derecho a ello.

6.8.1. Compartir sueños y hacerlo comunitario

Si nos importa que nuestro sueño se convierta en realidad, resulta decisivo compartirlo y
convertirlo en un sueño comunitario. Muchos de los sueños que tenemos pueden ser meras
quimeras que se nos olvidan rápidamente y que tampoco se realizan. Existen multitud de
enormes obras sociales realizadas que partieron de un sueño. Lo que hizo posible su
realización fue comenzar a compartirlo y dialogarlo una y otra vez con amigos y vecinos.
Conversar en la calle, en el bar, en el club, a la salida del colegio, en cuantas reuniones o
tertulias se monten o en cualquier lugar. Conversar sobre las condiciones del colegio, sobre la
escuela infantil, sobre los centros de salud, sobre la falta o acondicionamiento de los espacios
de juego, sobre la seguridad de los parques y calles por las que transitan y pasean nuestros
niños.

TABLA 11.10

Objetivos generales de equidad y de resiliencia comunitaria

1. Dar a cada niño el mejor comienzo en la vida. Servicios de maternidad de alta calidad, prioridad a los servicios pre y
posnatales, proveer de un mínimo de ingresos a las familias en el primer año de vida que permita llevar una vida
saludable, programas para los padres de formación y mejora de las competencias parentales.
2. Facilitar a todos los niños, gente joven y adultos el aprendizaje y optimación de sus capacidades de manera
que tengan control de sus vidas. El acceso a experiencias de aprendizaje de calidad en habilidades para la vida,
eliminando el gradiente social, apoyo de las escuelas a las familias y formación de los jóvenes para integrarse en la vida
laboral.
3. Crear empleo justo y buen trabajo para todos. Iniciativas legislativas que faciliten la creación de empleo, incentivo a
los empleadores en la adaptación del empleo a las condiciones de discapacidad y necesidades parentales.
4. Asegurar un estándar de vida saludable para todos. Compromiso de los poderes públicos de un mínimo de ingresos
para la gente, reduciendo el gradiente social en el estándar de vida a través de tasas progresivas y de otras medidas
fiscales.
5. Crear y desarrollar lugares y comunidades sostenibles y saludables. Mejora del capital social comunitario con
equipamientos y servicios que reduzcan el aislamiento social y eliminen barreras para la participación comunitaria.

6.8.2. Detallar la razón de nuestro sueño y ponerle un nombre

La visión compartida queda más perfilada aún cuando nos atrevemos a detallar sus razones,
como «en nuestro barrio no hay lugares donde pueden jugar los niños y dialogar con sus
amigos, y queremos que lo haya» o «en nuestro barrio no hay lugar donde podamos reunirnos
los vecinos y queremos que lo haya», «el colegio...», «la escuela infantil...», «la ayuda a
domicilio...». Podemos poner incluso un nombre a nuestra visión, sobre todo si engloba varios
sueños. Poner un nombre no es una cuestión meramente formal sino que, por el contrario,
puede ser un elemento relevante para promover sentimiento de pertenencia y compromiso. El
nombre ha de ser sencillo, fácil de recordar, que tenga sentido en el contexto cultural en el que
vivamos o trabajemos, que promueva emociones gratas y, sobre todo, que haya sido decidido
en un proceso de participación. Puede ser «los niños importan», «legado para los niños», «las
personas importamos» o cualquier otro nombre evocador que suscite adhesión.
Se añade a esto lo que en planificación se denomina la misión, que no es otra cosa que
concretar nuestro sueño en términos de qué queremos y por qué lo queremos, ir pensando en
acciones concretas para obtener los resultados que deseamos.

6.8.3. Ir con buen equipaje: deliberar y conversar requiere validar

En el ámbito comunitario existen multitud de sueños y perspectivas, diferentes y hasta


encontradas, y la acción comunitaria requiere la participación de muchos. Podría parecernos
un contrasentido; si cada uno tiene su propio sueño y su propia perspectiva, ¿cómo va a ser
posible vincular a tantas personas con perspectivas diferentes? El secreto no está en discutir
la perspectiva de nadie, ni siquiera los matices que la hacen diferente, y tampoco en que
defendamos nuestra perspectiva frente a otras. El secreto está en validar y legitimar cualquier
perspectiva diferente a la nuestra, por disparatada que parezca, en hacer esfuerzos por
comprender las distintas perspectivas. Cuando validamos, surge un clima social por el cual
acercamos perspectivas, desechamos los matices que nos parecían importantes pero que ahora
no nos lo parecen e incluso nos acogemos a las de otros y aunamos voluntades, precisamente,
porque cuando dialogamos no nos sentimos amenazados ni juzgados, por el contrario, nos
sentimos reconocidos y acreditados. Y, sobre todo, a todos nos afecta lo que tenemos entre
manos: los niños y la comunidad donde vivimos.

6.8.4. Definir objetivos

Se trata de especificar qué queremos lograr y para cuándo. Ello nos ayuda a clarificar
mejor nuestra visión y misión, y al definirla en términos concretos y en un calendario
comenzamos a verla más factible, nos anima y nos ayuda a caminar de manera más atinada.

6.8.5. Buscar aliados

Si somos vecinos o vecinas, profesionales de la educación o de cualquier otro sector,


madre-padre, abuelos, niño o joven, miembros de una organización social, preocupados por la
situación de los niños del barrio o del pueblo donde vivimos, puede resultar necesario buscar
aliados que compartan con nosotros esta preocupación, que la traslademos a aquellas
organizaciones sociales que frecuentemos y participemos (sindicatos, clubes juveniles,
asociación de padres y madres, consejo de salud...).
En cualquier caso, tenemos indicios empíricos a partir de la experiencia que hemos podido
acumular en este campo de que una alianza estratégica de gran alcance es la que se establece
entre la comunidad con sus organizaciones sociales o no gubernamentales y el mundo de los
servicios y la universidad. La primera aporta el conocimiento práctico y las necesidades que
detecta, y la segunda, el rigor del conocimiento que provee la investigación y la evaluación y
la capacidad para amplificar la información y los saberes sobre la infancia (publicaciones,
jornadas científicas...). En este sentido, merece destacarse la alianza que han establecido la
Universidad Nacional a Distancia y la organización social Aldeas Infantiles SOS.

6.8.6. Acordar acciones

Acciones que van desde establecer un sistema de vigilancia comunitario, emprender


mejoras en el colegio, en el barrio o mantener entrevistas con autoridades locales para lograr
determinados cambios hasta debates y jornadas invitando a los medios de comunicación para
promover iniciativas en los contextos en donde viven los niños y dar publicidad a la pequeña
comunidad naciente.
Esta fase puede ser un momento para ampliar las alianzas y buscar organizaciones
sociales y políticas y profesionales especializados en las diferentes áreas de conocimiento que
requieran los diferentes cursos de acción (educadores, arquitectos, enfermeras, médicos,
ingenieros, abogados, psicólogos). No es necesario que todo funcione bien para comenzar. El
programa «El legado para los niños» (Kaminsky, Peoru et al., 2013), una experiencia
comunitaria, parece demostrar que la relación madre-hijo es tan crítica, que cuando recibe un
apoyo mejora la resiliencia de las madres y de sus bebés.

6.8.7. Valorar y evaluar los resultados

Se necesita motivación para persistir, y para ello conviene detenernos periódicamente,


enfatizar los resultados que vamos obteniendo y mejorarlos si cabe.

6.8.8. Establecer un plan de comunicación

El plan tiene como objetivo dar a conocer aquello que funciona correctamente y los
problemas y necesidades que tiene la comunidad, exponer los problemas y necesidades de la
infancia, así como las acciones emprendidas y los resultados obtenidos, además de asentar los
valores comunitarios. Pueden utilizarse los medios de comunicación mediante entrevistas en
radio o en emisoras locales de televisión, y recurrir a la elaboración y divulgación de
historias que cultiven la gratitud, que fortalezcan las relaciones, den valor a la validación y
minimicen el pensamiento catastrofista y derrotista. Un plan de comunicación ha de ser fiable
tanto por la veracidad de lo que transmite como por los mensajeros que utiliza, que han de ser
conocidos y gozar de prestigio en la comunidad. En el plan pueden contemplarse los hallazgos
de estudios de interés (Bradley y Corwyn, 2002) que sugieren que mejorar las condiciones y
experiencias del vecindario puede individual y colectivamente tener impacto sobre la salud o
que la infancia es un período crítico por el efecto de las condiciones residenciales.

Actividad – Fortalecer la resiliencia comunitaria es uno de los propósitos de la salud


pública con los menores en general y con los menores en situación de riesgo en particular.
En la tabla Factores de riesgo y de protección en diferentes niveles y entornos del capítulo
se muestra una relación más o menos extensa de dichos factores. Teniendo en cuenta los
factores, servicios y recursos sobre los que resultaría factible intervenir para mejorar la
situación de los menores del ámbito en el que vive o trabaja el lector, elija uno de ellos y
valórelo según los criterios que se plantean en la figura 11.15 (competencia, accesibilidad,
disponibilidad).

Solución
La competencia del recurso (parque infantil, competencia parental o del tutor, acogimiento
familiar, etc.) se valora si cumple de manera satisfactoria la tarea para la que está destinada;
la disponibilidad del recurso se valora si existe considerando su importancia para atender una
tarea necesaria para el menor; la accesibilidad del recurso se valora si el menor o miembros
de su familia pueden utilizarlo porque no existen barreras económicas, falta de información o
cualquier otro obstáculo. Esta valoración de conjunto permitirá definir los cambios que se
necesitaría introducir y aquellos aspectos de los que puede sentirse orgullosa cualquier
comunidad porque funcionan bien.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN (Descargar o imprimir)

V F

1. No importa dónde viva el niño si tiene padres competentes.

2. El aislamiento familiar puede ser una situación de riesgo para los hijos.

3. Un Servicio de Ayuda a Domicilio profesionalizado, y que intervenga en momentos críticos de la vida de los
padres o de la madre, puede ser un excelente método para prevenir el maltrato infantil.

4. La excelente competencia del profesor es suficiente para promover resiliencia en los alumnos.

5. El mejor sistema comunitario de detección de riesgos infantiles se centra fundamentalmente en la familia.

6. Resulta conveniente que el alumnado de un colegio refleje una extracción socioeconómica propia de la curva
normal de la población con el objetivo de promover mejor la resiliencia de los alumnos.

7. Teniendo buenos tutores y una extracción socioeconómica adecuada, la ratio profesor/alumno carece de
importancia.
8. Un problema que tienen los niños de hoy día es que se les consulta y se les pide opinión en demasía.

9. El mejor capital social de un barrio no es tanto si viven personas de alto poder adquisitivo como que resulte
cohesivo socialmente, sea muy participativo y se camine con confianza por sus calles.

10. Los países con mejor equidad suelen tener los mejores indicadores de bienestar.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10

F V V F F V F F V V

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Apéndice
Bases neurobiológicas de la resiliencia
MARÍA LUISA PALENCIA AVENDAÑO
MÁXIMO CARLOS ETCHEPAREBORDA

1. PRESENTACIÓN

Distintas líneas de investigación coexisten en torno a la resiliencia: estudios sobre los


dispositivos de respuesta al estrés, las estrategias de afrontamiento, los factores protectores de
enfermedad mental, el estilo cognitivo vulnerabilidad-resiliencia, la personalidad resiliente,
etc.
Todos estos modelos explicativos convergen en dos aspectos centrales. Primero, la
definición compartida sobre resiliencia, entendida como la capacidad para afrontar, adaptarse,
resistir, superar o sobreponerse a situaciones adversas, traumáticas o que causan sufrimiento.
Y segundo, el creciente interés por comprender la relación que existe entre ella, la resiliencia,
y el funcionamiento del Sistema Nervioso Central y, más específicamente, el desarrollo de las
funciones cognitivas y/o ejecutivas en la respuesta resiliente.
La primera descripción del término resiliencia correspondió a las ciencias físicas para
describir la propiedad de un cuerpo de recuperar su forma luego de que se le aplique una
tensión que lo deforme pero no lo rompa. Este concepto aplicado a los seres vivos introduce
la aparición de un mecanismo biológico complejo que alcanza múltiples niveles o sistemas de
organización para adaptarse a situaciones y cambios y facilita el afrontamiento de la
adversidad.
Frente a una situación adversa, se acciona una serie de procesos que podemos distinguir en
la respuesta de lucha-huida, que permite alertar al organismo de la posible existencia de
peligro y genera cambios inmediatos y automáticos desencadenados por el Sistema Nervioso
Autónomo (taquicardia, redistribución del flujo sanguíneo, sudoración, dilatación pupilar,
etc.), además de generar otros cambios a nivel cognitivo para el análisis de la situación y la
búsqueda de estrategias para superarla.
En este capítulo revisamos exclusivamente los mecanismos neurobiológicos:
neuropsicológicos y neurobioquímicos, involucrados en la resiliencia, considerada aquí
básicamente una respuesta adaptativa y flexible, asociada principalmente a la actividad de los
lóbulos frontales del cerebro humano, es decir, la repuesta del Sistema Nervioso Central.
2. NIVELES DE PROCESAMIENTO COGNITIVO EN LA RESILIENCIA

2.1. Primer nivel

Una respuesta resiliente involucra distintos niveles de procesamiento cognitivo. El primero


de ellos corresponde al reconocimiento del estímulo o nivel sensoperceptivo, que realiza un
análisis multimodal del mismo (características físicas, forma, cantidad, dimensión, etc.), de su
contenido emocional y/o empático, de su carga semántica y, finalmente, de su grado de
peligrosidad o de riesgo (Lou, Henriksen y Bruhn, 1989).
La evaluación del contenido emocional y/o empático, asociado a eventos adversos y
complejos, supone la participación inicial de un sistema límbico y amigdalino, encargado de
la detección de los estímulos con carga afectiva, modulados por la memoria y el aprendizaje, y
también del córtex órbito-frontal y del cíngulo anterior.

2.2. Segundo nivel

Una vez detectada la situación problema, o estímulo agresor, se acciona una intrincada red
córtico-subcortical bihemisférica necesaria para su análisis y resolución. En este nivel se
reconoce la participación conjunta de todos los lóbulos cerebrales con el fin de desarrollar
estrategias adecuadas a la resolución del conflicto. Así, entonces, la respuesta de lucha-huida
requiere un análisis y una toma de decisión frente a la evaluación contingente. La combinación
de procesos perceptivos, atencionales, cognitivos, emocionales y volitivos resulta necesaria
para adecuar la conducta a un fin y a un contexto (Stuss, 1992; Jordán Vicente, 2004; Muñoz
Yunta, Palau, Salvadó y Valls, 2006).
En este segundo nivel, se reconoce la participación fundamental de las denominadas
funciones ejecutivas, que hacen referencia a los procesos cognitivos que son resultado de la
actividad frontal. Éstas comprenden la generación, supervisión, regulación, ejecución y
monitoreo de conductas para alcanzar una meta, enfrentarse a un problema o responder a una
exigencia (Lezak, 1982; Miyake et al., 2000; Fuster, 2002; Papazian, 2006; Etchepareborda,
1997, 2005). Paralelamente, la tenacidad cognitiva, la asertividad, el optimismo y la
creatividad, que son características en una persona resiliente, describen también una óptima
capacidad ejecutiva o directiva de la conducta (Gross, 2002).
El carácter de las funciones ejecutivas implica diversas habilidades relacionadas entre sí
que operan en distintos contextos y son necesarias para el funcionamiento adecuado y el
cuidado de una dimensión ética, moral y social (Flores Lázaro y Ostrosky-Solís, 2008; Gilbert
y Burgess, 2008). Cada componente del funcionamiento ejecutivo se añade al conjunto de
procesos cognitivos, que incluyen el mantenimiento de un contexto para la solución de
problemas (planificación), dirección de la conducta (monitorización y memoria de trabajo) y
la habilidad para anticipar consecuencias (Ardila y Ostrosky-Solís, 2008; Tirapu, García,
Ríos y Ardila, 2012).
Como parte de la elección de alternativas cognitivas, Gómez y Tirapu (2012) señalan que
los lóbulos frontales se encargan de realizar predicciones por simulación interna que permiten
reducir la incertidumbre del entorno y garantizar la supervivencia y el bienestar y están
modulados por la actividad subcortical (sistema límbico, ganglios de la base, núcleo
accumbens).

2.3. Tercer nivel

Está referido a la acción, es decir, la ejecución de las respuestas elegidas oportunamente


para resolver el conflicto presentado. Las conductas dirigidas a una meta suponen
necesariamente la intervención de otras funciones ejecutivas, tales como programación,
planificación, memoria de trabajo, monitoreo cognitivo prefuncional y posfuncional, la
flexibilidad y el cambio de estrategia de acuerdo a la prosecución de la tarea (Luria, 1998;
Papazian, 2006; Tirapu, García, Ríos y Ardila, 2012).
Merece una mención especial el concepto de regulación del tono de la respuesta
emocional, conocida como toda estrategia dirigida a mantener, aumentar o suprimir un estado
afectivo en curso (Gross, 2002; Charney, 2004; Masten, 2004). Dos de las estrategias de
regulación más estudiadas son la reevaluación (asignación de significados no emocionales a
los eventos vividos) y la supresión (control de la respuesta somática de una emoción). Ambas
estrategias tienen efectos en la experiencia de los afectos, la expresión facial de emociones, la
fisiología, la memoria y la interacción interpersonal de los sujetos que las usan. Una región
cerebral de importancia en este proceso de regulación es la corteza prefrontal, que por medio
de la modulación de la amígdala permite que las emociones negativas ante una experiencia
traumática puedan ser modificadas. Más aún: la actividad tónica del córtex prefrontal
determina la reactividad emocional y las disposiciones anímicas de una persona.
El modelo de vulnerabilidad/resiliencia (Charney, 2004; Silva, 2005) relaciona las
asimetrías funcionales de la corteza prefrontal y el estilo afectivo de respuesta. Así, una
prevalencia de la actividad de la corteza prefrontal izquierda, sumada a un alto nivel
reflexivo, genera una condición resiliente más adecuada; por el contrario, la prevalencia
derecha y un pobre nivel reflexivo ocasionan mayor vulnerabilidad psíquica.

2.4. Cuarto nivel

Se desarrolla una experiencia con una carga afectiva determinada que implica un
aprendizaje importante que condiciona la forma en que se afrontarán en el futuro los nuevos
desafíos. Así, entonces, podemos observar que existen personas poco resilientes, con especial
dificultad para ajustar sus respuestas a circunstancias que suponen adversidad y generan
estrés, ansiedad y depresión y que se traduce en serios problemas para movilizar los recursos
cognitivos y emocionales, con respuestas rígidas y poco eficientes (Lezak, 1982; Masten,
2004; D’Alessio, 2010).
Así, la resiliencia implica una reestructuración de los recursos cognitivos en respuesta a
los nuevos contextos y necesidades (Hornak et al., 2004; Cicchetti y Blender, 2007), por lo
que ser resiliente significa disponer de una alta capacidad de adaptación, esto es, suficiente
flexibilidad como para adaptar los planes y reorientar las metas, encarando las situaciones de
cambio sin aferrarse a un plan inicial o cerrarse a una única alternativa de resolución.
Las personas resilientes no sólo son capaces de sobreponerse, sino que también utilizan las
vivencias adversas para aprender y crecer, ya que cuentan con una gran tenacidad y
motivación intrínseca que les ayudan a mantenerse constantes y seguras de sí mismas
(Cyrulnik, 2001, 2004).

3. ACTIVIDAD DE LAS ESTRUCTURAS FRONTALES

Los lóbulos frontales constituyen no sólo la estructura más voluminosa del cerebro humano,
sino una de las regiones de mayor complejidad, por su estructura y conexiones. Observaciones
clínicas y experimentales han permitido reconocer su papel en distintas tareas, como los
procesos cognitivos, el lenguaje, el acto motor voluntario, la regulación emocional y el
comportamiento social (Luria, 1965; Goldberg, 2001; Fuster, 2008), que lo convierten en el
centro ejecutivo por excelencia.
Un importante número de estudios en neuropsicología y neurofisiología vinculan
directamente la actividad frontal con habilidades como la flexibilidad (analizar la situación,
considerar opciones, evaluar decisiones, ejecutarlas y realizar un cambio de estrategia acorde
a la necesidad), la regulación de las emociones, la consciencia de sí mismo, así como la
empatía y comunicación armónica (percibir el sentido de la experiencia ajena), el balance
entre el sistema simpático y parasimpático para la regulación del cuerpo y la extinción del
miedo (Miyake, Friedman, Emerson, Witzki y Howerter, 2000; Fuster, 2002), entre otras.
En términos generales, la flexibilidad cognitiva y la capacidad adaptativa son habilidades
cognitivas y conductuales, vinculadas entre sí, propias del lóbulo frontal, más específicamente
de la corteza prefrontal, en ambos hemisferios. Aquí podemos distinguir características
dominantes para el lado izquierdo, como funciones de planificación y mantenimiento
motivacional necesario para lograr una meta, y para el lado derecho, como la capacidad de
integrar eventos externos e internos, logrando una modulación emocional y empática (Barkley,
1997; Etchepareborda, 1997, 2005).
Asimismo, tales habilidades no están aisladas, consideradas las múltiples conexiones
desde y hacia la corteza frontal, sino que se correlacionan con la actividad de distintas áreas
del encéfalo (Luria, 1998; Fuster, 1999; Jódar-Vicente, 2004; Stahl, 2011). Es el caso de las
funciones del sistema límbico, según el carácter emocional generado al encarar la adversidad
con motivación y estabilidad anímica, la búsqueda por restablecer un estado de bienestar y la
generación de aprendizajes ante cada vivencia. Las áreas de asociación parieto-temporo-
occipital de la corteza participan también en el lenguaje y la integración de información
polimodal, asignando significados a cada experiencia sensoperceptiva. Como también los
circuitos cortico-estriado-talámicos implicados en los mecanismos atencionales.
Presentamos a continuación una breve revisión de las principales regiones frontales, su
delimitación neuroanatómica, conexiones, funciones asociadas y algunos resultados empíricos
en caso de lesión.

3.1. Regiones del córtex prefrontal

TABLA A.1

Regiones del córtex prefrontal

Tomado de Fuster (2008). Modificado.

Región prefrontal dorsolateral Las lesiones causan déficits en la atención, atención selectiva y
(áreas 46 y 8 de Brodmann) sostenida (Allegri y Harris, 2001).
El síndrome prefrontal dorsolateral o disejecutivo se asocia con
Posee circuitos cortico-corticales locales y hacia déficit en la atención selectiva, pobre control de la interferencia,
otras regiones límbicas, como la amígdala y el problemas en la memoria de trabajo, planificación e integración
hipocampo (Fuster, 1999), así como hacia la corteza temporal de la conducta, que se manifiesta como un alto grado de
motora suplementaria, el cerebelo y el colículo desorganización (Delgado-Mejía y Etchepareborda, 2013).
superior (Miller y Cohen, 2001).
Participa en funciones ejecutivas y otras como
atención o memoria de trabajo.

Región orbitofrontal Participa en la regulación de los impulsos y la inhibición de las


(áreas 10, 11, 13 y 14 de Brodman) respuestas emocionales, que se evidencian en la conducta social.
Además está implicada en el procesamiento del riesgo y el miedo y
Recibe aferencias desde la amígdala, córtex desempeña un papel importante en la toma de decisiones.
entorrinal y cíngulo, además de las áreas La lesión en estas áreas provoca desinhibición conductual e
sensoriales. Envía proyecciones al córtex temporal impulsividad, o síndrome prefrontal orbital (Delgado-Mejía y
inferior, corteza entorrinal, cíngulo, hipotálamo Etchepareborda, 2013).
lateral, la amígdala, la corteza motora y otras Reynaud, Guedj et al. (2013) observaron una mayor activación de la
(Barbas, 2000).
Se relaciona con la motivación, en el nivel amígdala derecha, que estaría implicada en el procesamiento
neocortical (Fuster, 2008), a través de una afectivo de estímulos negativos, y la corteza orbitofrontal izquierda,
proyección del estriado ventral hacia la región asociada a la articulación de conductas dirigidas a metas.
orbitofrontal.
El área 13 se conecta con la amígdala y el
hipotálamo, en respuesta a estímulos auditivos
desagradables, mientras que el área 11, de
conexiones cortico-temporales mediales, se activa
ante información visual abstracta (Stuss y Levine,
2002).

Región del cíngulo anterior La lesión de estas áreas (síndrome prefrontal medial o del cíngulo
(áreas 24 y 32 de Brodmann) anterior) se asocia con alteración de la motivación, apatía, pasividad
e inercia (Delgado-Mejía y Etchepareborda, 2013).
Recibe y envía información necesaria para Los resultados de magnetoencefalografía muestran una mayor
monitorear la ejecución de tareas cognitivas, actividad del cíngulo anterior ante la condición de cambio, en un test
controlando los mecanismos de anticipación, las para evaluar flexibilidad cognitiva, en niños con un desarrollo normal,
consecuencias y los errores (Miller y Cohen, 2001). comparados con niños con diagnóstico de TDAH (Etchepareborda,
Esta región se activa durante los paradigmas de la Mulas et al., 2004).
compatibilidad estímulo-respuesta, la memoria de
trabajo, la génesis semántica y la memoria episódica
(Etchepareborda et al., 2006).

4. NEUROBIOQUÍMICA DE LA RESILIENCIA

Como hemos visto, el cerebro humano es un sistema altamente dinámico que tiene la
capacidad de modificar su estructura y función según las necesidades percibidas. Esta
propiedad, conocida como plasticidad o neuroplasticidad cerebral (Cicchetti y Blender, 2007;
Malleret, Alarcón et al., 2010), comprende mecanismos estructurales (génesis sináptica,
arborización dendrítica y neurogénesis) y neuroquímicos (mediadores celulares de las
respuestas fisiológicas).
Las respuestas biológicas inducidas por contextos estresantes, situaciones de incertidumbre
y cambio, así como las vivencias traumáticas, ponen en juego la química del cerebro a través
de distintos neurotransmisores, neuropéptidos, neurotrofinas, citoquinas y hormonas.
A continuación mencionamos aquellos asociados a la flexibilidad, considerados
prorresilientes, que involucran principalmente mecanismos serotoninérgicos y
dopaminérgicos, así como la acción de ciertas neurotrofinas, responsables también de la
neuroplasticidad adaptativa, siguiendo la revisión de Charney (2004).

TABLA A.2

Neuroquímicos asociados a la respuesta resiliente

Región asociada Interacciones funcionales prorresilientes

Córtex prefrontal, Los sistemas dopaminérgicos corticales y subcorticales se mantienen en


núcleo accumbens, óptima actividad para preservar las funciones que involucran la recompensa y
amígdala. la extinción del miedo.
Dopamina Niveles persistentemente elevados en la corteza prefrontal y bajos niveles de la
(DA) actividad dopaminérgica subcortical están asociados a disfunción cognitiva y
depresión; niveles persistentemente bajos de dopamina en la corteza prefrontal
se asocian con ansiedad crónica y miedo.
Niveles elevados de DA en la corteza prefrontal y bajos en el núcleo
accumbens se asocian con anhedonia y desesperanza.

Córtex prefrontal; Alta actividad de receptores posinápticos 5-HT1A puede facilitar la


amígdala, hipocampo, recuperación ante situaciones estresantes. Baja actividad de los receptores
Serotonina
núcleo dorsal de Rafe. posinápticos 5-HT1A puede predisponer a ansiedad y depresión.
(5HT)
La estimulación serotinérgica de receptores 5-HT2 es ansiogénica, mientras
que la estimulación de los receptores 5-HT 1A es ansiolítica.

Se produce en la Contrarresta los efectos dañinos del cortisol, por lo que se presumen efectos
glándula suprarrenal y positivos en el estado de ánimo. Actúa como neuroprotector.
Dehidroepian-
se presume que es La respuesta baja de este neuroquímico en situaciones de estrés elevado puede
drosterona
regulada por el predisponer a depresión y ansiedad, entre otras cosas.
hipotálamo.

Amígdala, hipocampo, Un incremento adaptativo del neuropéptido Y en la amígdala se asocia con una
hipotálamo, septo, reducción de la ansiedad y depresión.
Neuropéptido
sustancia gris Contrarresta los efectos de la hormona liberadora de hormona
Y
periacueductal, locus adrenocorticotropa (CRH) y del sistema locus ceruleus/noradrenérgico.
ceruleus.

Córtex prefrontal, Reduce el condicionamiento al miedo.


amígdala, hipocampo, El incremento adaptativo de galanina se asocia a una reducción de la ansiedad
Galanina
hipotálamo, locus y depresión.
ceruleus.

En sentido contrario, alteraciones en los mecanismos neurobioquímicos se vinculan con


rigidez cognitiva, dificultad para la adaptación al cambio y respuestas inadecuadas a los
estresores.

TABLA A.3

Neuroquímicos no resilientes

Región asociada Interacciones funcionales no resilientes

Se produce en la Participa en los estados de alerta, enfoque de la atención, formación de


glándula suprarrenal y la memoria y aprendizaje del miedo.
actúa sobre el córtex La liberación excesiva o prolongada conlleva depresión, hipertensión,
Cortisol
prefrontal, hipocampo, osteoporosis, resistencia a la insulina, enfermedad vascular coronaria;
amígdala e hipotálamo. por el contrario, la liberación restringida provoca hipocortisolemia,
observada en algunos pacientes con síndrome de estrés postraumático.

Cíngulo, amígdala, Activa comportamientos asociados al miedo, aumenta estado de alerta


CRH
núcleo accumbens, y actividad motora, inhibición de actividad neurovegetativa, disminución
Hormona hipocampo, hipotálamo, de las expectativas de recompensa.
liberadora de estriado, locus ceruleus, El exceso de CRH puede predisponer al estrés, crisis de angustia y
hormona núcleo de Rafe dorsal. depresión. Puede estar asociada a los síntomas crónicos de ansiedad,
adrenocorticotropa miedo y anhedonia.

Córtex prefrontal, Función de alarma general activada por amenazas intrínsecas y


amígdala, hipocampo, extrínsecas que genera hipervigilancia y preparación de la respuesta de
Sistema
hipotálamo, locus huida.
noradrenérgico
ceruleus. La actividad aumentada del sistema noradrenérgico ha sido observada
(locus ceruleus)
en pacientes con estrés crónico, desórdenes de pánico y depresión
mayor.

Córtex prefrontal, La disminución en los receptores corticales de benzodiacepinas (BZD)


Receptores BZD
hipocampo. se relaciona con trastornos de pánico y estrés crónico.

Hipotálamo. Un aumento en los niveles de testosterona puede promover un


incremento de la energía y de la forma de hacer frente a ciertas
Testosterona situaciones, así como una reducción de los síntomas de la depresión. Sin
embargo, en casos de estrés postraumático se ha observado una
disminución inadecuada de ésta.

Hipotálamo e Incrementos de estrógeno a corto plazo puede atenuar los efectos de la


hipocampo. activación del eje hipotálamo-pituitaria-adrenal y del sistema
noardrenérgico, inducidos por el estrés.
Estrógeno
Incrementos a largo plazo en los niveles de estrógenos pueden dar lugar
a una regulación hacia abajo de los receptores de 5-HT 1 A,
aumentando el riesgo de depresión y ansiedad.

La regulación y el equilibrio en la neuroquímica humana resultan determinantes para los


estados de bienestar físico, cognitivo y emocional. Cada vivencia de peligro o amenaza genera
respuestas diferenciadas a nivel orgánico y psicológico; el nivel de protección o
vulnerabilidad con que cuenta cada persona se relaciona con su capacidad para reconocer la
situación amenazante en su complejidad, analizarla y responder a ella. No obstante, estos
procesos operan con distinto grado de eficiencia dependiendo del estado homeostático inicial,
así como de los aprendizajes previos al afrontar otras dificultades pasadas, el estado anímico,
la red de apoyo familiar y/o social con que se cuenta, los ideales y proyectos personales, entre
otros.

5. VOLVER A EMPEZAR

La resiliencia depende de una estructura biológica genéticamente determinada y es


vulnerable a múltiples estresores vitales, por ejemplo experiencias de maltrato y abuso en la
infancia, vivencias difíciles durante la adultez, como el divorcio o contratiempos económicos,
y estresores biológicos, como enfermedades graves de la infancia, congénitas o adquiridas.
Tanto la genética como las condiciones del neurodesarrollo y el contexto de experiencias
vividas durante las primeras etapas de la infancia determinan la forma en que se responde ante
la exigencia del entorno o se supera la adversidad. Contextos estimulantes, afectuosos y sanos
potencian estas habilidades.
El desarrollo y la conservación de una respuesta resiliente dependerán entonces de la
adquisición de los diversos niveles de procesamiento cognitivo (sensoperceptivos,
atencionales, regulación emocional y funciones ejecutivas), así como de un equilibrio
dinámico entre las experiencias significativas y el aprendizaje de nuevas estrategias de
respuesta, emocional y cognitivamente más adaptativas, que permitan retornar al estado de
base.
Si bien puede existir una tendencia genética y un sustrato neurobiológico dependiente, la
resiliencia puede desarrollarse a lo largo de la vida de manera espontánea o a través de un
esfuerzo personal o grupal, mediante un soporte externo, que puede incluir la intervención
psicoterapéutica y el apoyo emocional, espiritual y/o farmacológico.

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Epílogo

Y después de leído este libro, me surgen algunas reflexiones sobre la relación entre
resiliencia y el trabajo que se realiza en Aldeas Infantiles SOS.
La situación actual de cambios rápidos en las estructuras sociales: roles de padres,
modelos de familia, un nuevo paisaje económico, fórmulas distintas de relaciones personales
generadas por la tecnología, provoca en padres y educadores una incertidumbre sobre si sus
formas de actuación son las correctas para una adecuada educación de niños y jóvenes.
Las dificultades para predecir cómo será el entorno en el que tendrán que desenvolverse
los niños en el futuro nos generan inquietud, y deseamos encontrar aquellas características que
faciliten la resistencia a las adversidades, y la capacidad de responder con ánimo a
situaciones de presión. Pues bien, parece que los factores de competencia social y emocional
(autonomía, autoestima y confianza) son básicos como elementos de protección. Y que el
establecimiento de vínculos emocionales adecuados por parte de los padres es la clave; así, la
intervención educativa debe iniciarse lo más pronto posible, y el reconocimiento y el mensaje
positivo son necesarios en el desarrollo de competencias resilientes.
Podemos pues establecer un continuo donde en un extremo encontramos vulnerabilidad y en
el otro resiliencia. Tanto una como otra son características que adquirimos con nuestras
relaciones en la vida, y son los cruces entre la biografía del niño y del adulto, y también entre
sus iguales, lo que marca en qué punto del continuo nos situamos. Aldeas Infantiles plantea en
sus distintos programas de protección, acogimiento, prevención y fortalecimiento familiar la
construcción de un entorno protector donde se establezca un espacio de seguridad y confianza,
donde las relaciones amables sean lo cotidiano y el aprendizaje de normas y límites transmita
seguridad en uno mismo y en los otros, procurando escenarios en los que el éxito ayude a
construir confianza y los errores nos permitan aprender. Un mundo más previsible, en el que
nuestras competencias personales sean eficaces.
Aldeas Infantiles SOS busca una solución válida en el ámbito de la protección, y para ello
establece distintas fórmulas de acogimiento: «la aldea», hogares funcionales, acogimiento en
familia ajena o profesionalizada, programas de primera acogida y valoración y el apoyo al
acogimiento en familia extensa. Cada una tiene su peculiaridad y su sentido, dependiendo de
cada realidad, pero cada una es la más adecuada según qué circunstancia se dé en los niños y
jóvenes y todas comparten la necesidad de facilitar ese entorno protector que la familia debe
ser. En la idea de esa construcción, la no separación de hermanos, la existencia de personas de
referencia estable con un compromiso personal con el acogimiento, junto con los apoyos que
sean necesarios, la formación continua, incentivar y promover la participación infantil y
juvenil y la evaluación y seguimiento son inherentes al trabajo de calidad, y aquí cabe insistir
en que el afecto y el buen trato no son un plus en la educación, son una necesidad para que en
ésta se den las características de invulnerabilidad y resiliencia que buscamos.
En los programas de prevención, Aldeas Infantiles busca el fortalecimiento familiar como
vía de apoyo a niños y jóvenes, y los distintos servicios de atención a las familias y el trabajo
directo con los chicos constituyen un contexto idóneo para construir las competencias que les
permitan ser autónomos y responsables. Como vemos, la familia es fundamental en la
adquisición de las características resilientes que cada individuo tiene, pero la comunidad, la
sociedad, es generadora también de nuestra capacidad de respuesta ante la adversidad.
Este manual sobre resiliencia nos ayuda a ser más conscientes del peso de nuestras
relaciones con los demás, nos plantea otro punto de vista sobre la vulnerabilidad y nos ayuda
a establecer el buen trato, la confianza y la empatía como un bagaje del que no podemos
desprendernos si pretendemos compartir nuestra biografía con los demás.
Por último, mi agradecimiento a todos los que han hecho posible con su generosidad esta
obra, un reconocimiento a todos los trabajadores de Aldeas Infantiles SOS, que con su
dedicación y esfuerzo llevan a la práctica estas ideas, y sobre todo a los niños y jóvenes que
con su ilusión y fortaleza nos contagian la vida.
JAVIER FRESNEDA,
Aldeas Infantiles SOS España

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