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Copia de 35. - MANUAL DE PROMOCION DE LA RESILIENCIA INFANTIL Y ADOLESCENTE - Compressed
Copia de 35. - MANUAL DE PROMOCION DE LA RESILIENCIA INFANTIL Y ADOLESCENTE - Compressed
de autores
Philip A. Fisher
Universidad de Oregón. Estados Unidos.
Javier Fresneda
Aldeas Infantiles SOS. España
Cynthia V. Healey
Oregon Social Learning Center. Estados Unidos.
Relación de autores
Prólogo
4. Casos especiales
4.1. Madre deprimida
4.2. Suicidio
5. Factores protectores
6. Conclusiones
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
5. Conclusiones
Lecturas recomendadas
Ejercicio propuesto y solución
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
5. Caso práctico
Bibliografía recomendada
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
Cuestionario de autoevaluación
Bibliografía
4. Neurobioquímica de la resiliencia
5. Volver a empezar
Bibliografía
Epílogo
Créditos
Prólogo
El ser humano pertenece a la especie con mayor capacidad de adaptación. Es posible que
organismos más sencillos como las bacterias (a las que damos cobijo en una cantidad nada
desdeñable) tengan también una acreditada adaptación, incluso más antigua; pero es el ser
humano el líder, el rey, en su facilidad para adaptarse a las condiciones, siempre cambiantes,
de la vida. Somos capaces de amoldarnos a los pequeños cambios que acontecen a diario y a
los grandes sucesos que, en ocasiones, nos ponen la vida a cero y requieren todo nuestro
esfuerzo para volver a darle sentido. Este libro versa sobre este principal asunto del que todos
tenemos experiencia y que, en determinadas circunstancias, en personas —niños y
adolescentes— y en situaciones de especial labilidad, como maltrato, familias
desestructuradas, pobreza, etc., adquieren una importancia capital. ¿Son los seres humanos
capaces de sobreponerse a este tipo de situaciones?, ¿existe un factor general de protección
que facilite la adaptación?, ¿cómo podemos ayudar a esa capacidad adaptativa de la especie?,
¿se trata de una característica personal o social? Estos interrogantes y otros muchos son
abordados en este libro, que reúne una gran parte de las investigaciones que ha hecho la
psicología sobre este tema y que, a buen seguro, le ayudarán a entender este fenómeno y a
saber cómo potenciarlo.
Tendrá usted ocasión de averiguar el significado y las definiciones del término
«resiliencia», una palabra que resulta de difícil pronunciación e, incluso, escritura. Por lo que
a este prólogo se refiere, basta con reseñar que su principal característica es la flexibilidad: la
metáfora del junco que traen López y Costa es ejemplo claro de la ventaja de este arbusto
frente al roble cuando ha de adaptarse, aliarse con el viento, con el enemigo, para impedir que
dé cuenta de él. La flexibilidad psicológica significa cómo la persona es capaz de avenirse a
una situación dada. Lo hace, en primer lugar, partiendo del suceso en cuestión. No negándolo.
No es buena estrategia ignorar el viento cuando sopla; tampoco menospreciarlo o ser
optimista pensando que por el mero hecho de serlo resistiremos su embate. Hay que ser
consciente de lo que ocurre y ajustarnos a las particulares circunstancias, a menudo
cambiantes. No valen los clichés, no puede preverse todo, hemos de ser capaces de
manejarnos en la incertidumbre.
La variabilidad, la diferencia son en sí mismas adaptativas, frente a la rigidez, la rutina, la
costumbre. En términos biológicos, hay una clara preminencia del heterocigoto frente al
homocigoto. En la variabilidad está la clave. Tomando como índice la variabilidad de la
frecuencia cardiaca, reflejo de las influencias del sistema nervioso autónomo y relacionado
con la morbilidad cardiovascular, la depresión y otros problemas psicológicos, ésta disminuye
inexorablemente con la edad. El niño, el joven, tienen una mayor capacidad de ajuste a los
cambios físicos y emocionales relacionados con la actividad cardiaca. Entre los adultos, la
presencia de problemas psicológicos crónicos se relaciona con una merma de dicha
variabilidad.
La diferencia es buena, por tanto. No somos todos iguales, afortunadamente. No tenemos
los mismos valores, ni idénticas habilidades, biografía o referencia social. Tenemos muchas
cosas en común, pero tal vez lo más importante es lo que nos diferencia. Se puede acordar —
así encontrará usted argumentos en el libro— que un estrato social medio o alto favorece la
resiliencia, del mismo modo que la pobreza la disminuye; sin embargo, y dando por sentado
que se ha de optar por la mejor de las condiciones socioeconómicas, esto no garantiza la
flexibilidad psicológica más que otras condiciones menos favorables.
Nos comportamos de forma distinta según las circunstancias y ello nos enriquece, nos da
flexibilidad. Su ausencia nos hace rígidos, estereotipados, previsibles, inadaptados, en suma.
Como podrán descubrir en el libro, cada uno de nosotros tiene múltiples contextos y roles que
le permiten ejercitar esa flexibilidad. Es una experiencia magnífica estar ora como hijo, ora
como hermano, ora como compañero, ora como enfermo, ora como sano… Ajustarnos a cada
papel y circunstancia contribuye notablemente a enriquecernos en esa flexibilidad que es
muestra de lo que es la vida: adaptación, cambio e incertidumbre. La incertidumbre no es cosa
agradable, pero, como el viento, no por negarla deja de existir.
De acuerdo, flexibilidad psicológica, resiliencia, como forma de adaptarnos aceptando lo
que acontece, pero ¿para qué? Bueno, siempre es mejor adaptarse que no hacerlo, podría
señalarse. No es ésta, sin embargo, la razón. Adaptarse para alcanzar nuestros objetivos, de
acuerdo con nuestros proyectos y valores. También podrán leer sobre valores en el libro. Sin
ellos, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿para qué afanarse? La flexibilidad psicológica nos permite
seguir trabajando por nuestros valores (ser amigo de mis amigos, ser honesto, respetarme a mí
mismo, etc.) conllevando las circunstancias, a veces propicias, a veces no, en ocasiones
agradables y animosas y en otras desagradables y desmotivadoras.
La resiliencia se asocia comúnmente a sucesos de cierta gravedad: catástrofes, violencia,
maltrato, etc. De algún modo se trata de hacer valer cómo incluso en situaciones dramáticas es
posible no sólo no sucumbir, sino fortalecerse. En efecto, seguro que puede ser así; sin
embargo, ¿quién quiere fortalecerse a ese precio? Nadie, seguramente. Esos mensajes que dan
la bienvenida a una enfermedad, discapacidad, etc., como una oportunidad para el
fortalecimiento deben «hacérselo mirar», como coloquialmente se dice, por su dosis de
irrealidad. La resiliencia debe ejercitarse día a día, en situaciones cotidianas, no sólo en los
grandes desastres. Difícilmente nos va a fortalecer una situación grave cuando no somos
capaces de afrontar de modo flexible el día a día. Por eso potenciar todos aquellos factores
que facilitan la flexibilidad frente a la rigidez, la aceptación frente a la evitación y el
comportamiento decidido acorde con nuestros proyectos y valores frente a la inacción
constituye un camino adecuado para fortalecer la resiliencia. No hay que esperar a que suceda
algo grave. Mejor no esperar.
El libro parte de una conveniente definición del concepto de resiliencia, su comprensión
terminológica y los estudios que muestran que se trata de un fenómeno interactivo del
individuo con el medio, y ofrece los diversos modelos que dan cuenta de la multiplicidad de
factores implicados. Los coordinadores de la obra han hecho un excelente trabajo al respecto.
Félix López, que ya abordó el tema sobre las necesidades en la infancia y adolescencia en un
excelente libro en esta misma editorial, recoge dichas necesidades en el contexto del
acogimiento familiar; necesidades específicas que es preciso considerar en un entorno siempre
difícil, pues el acogimiento deriva de problemas. Este capítulo introduce y prepara el
problema del maltrato, que es abordado por Paloma Santamaría y María Teresa Londoño con
una perspectiva práctica y completa. Sólo con esta perspectiva puede entenderse la
resiliencia. Victoria del Barrio aborda un problema emocional caracterizado como clínico, la
depresión, en los niños. Buena ocasión para estudiar la resiliencia, o mejor la fortaleza, como
ella propone frente a la mera traducción del término resilience. Sin embargo, los niños y
jóvenes no sólo tienen retos emocionales, sino también de ajuste al entorno familiar y social.
José Manuel Morell, Miguel Á. Baca, Carlos Belda y Paula Ruiz recogen estos aspectos en
relación con la resiliencia: son los problemas del comportamiento que ellos etiquetan de
forma ingeniosa como infancia o adolescencia «ruidosa», frente a la «silenciosa» de los niños
deprimidos. Cynthia V. Healey y Philip A. Fisher abordan a continuación un tema esencial: la
identificación de factores protectores y favorecedores de la resiliencia en el contexto del
acogimiento; de ello se deduce que pueden definirse factores de protección frente a factores de
riesgo. José Manuel Morell, Miguel Á. Baca y Carlos Belda tratan, a continuación, un asunto
de especial enjundia: el trauma grave en el desarrollo, y lo hacen desde una perspectiva
comprensiva incluyendo modelos concretos de intervención. La violencia en el seno de la
familia es un tema singular que requiere una atención específica. Pedro J. Amor y Enrique
Echeburúa se centran en este aspecto, con un enfoque orientado a la resiliencia. Desde una
perspectiva aplicada, Ernesto López y Miguel Costa explican cómo ser competentes en la
promoción de la resiliencia cuando, como adultos, intervenimos e interaccionamos con los
menores. Estos autores no sólo nos dicen cómo hacerlo sino que contribuyen a aclarar qué
factores son los responsables de la resiliencia. De una forma ya explícita, José Ortega y María
I. Comeche ofrecen un programa de promoción de la resiliencia desde la familia: se trata de un
instrumento bien fundamentado y listo para ser aplicado. Finalmente, Miguel Costa y Ernesto
López nos traen un trabajo imprescindible en una obra de estas características, a saber, la
responsabilidad de la comunidad, en un sentido amplio (institucional y político), en la
vulnerabilidad y los factores de protección, en términos de promoción de la resiliencia. El
cuidado y el fortalecimiento de los niños y adolescentes corresponden a todos y deben ser
tutelados por todos.
En suma, tiene el lector en sus manos una completa obra que le permitirá un acercamiento
científico-profesional a la resiliencia, en especial en el entorno de la infancia y la
adolescencia, un abordaje que no sólo tiene sentido en situaciones difíciles originadas por la
violencia, el maltrato o el trauma, sino también en las condiciones ordinarias, como medio de
fortalecer, haciendo más flexible el modo en que los niños y adolescentes se integran en el
medio social, vital para su desarrollo personal.
VICTOR FRANKL
1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS
Durante más de un tercio del siglo pasado se estudió en Hawái, de forma longitudinal, una
cohorte de 698 niños que vivían en condiciones muy nocivas para su salud e integridad.
Cuando los niños examinados, treinta años después, se convirtieron en adultos, se pudo
observar que un tercio de ellos habían evolucionado en positivo convirtiéndose en adultos
competentes y bien integrados (Werner y Smith, 1982, 1992). Aunque este trabajo, en un
principio, no tenía como objetivo fundamental el estudio de la resiliencia, con el tiempo se ha
convertido en todo un referente en las investigaciones al respecto (Vera, Carbelo y Vecina,
2006). Esta investigación longitudinal vino a cuestionar por primera vez las creencias
tradicionales que mantenían un fuerte determinismo en la vida de los individuos. Los trabajos
posteriores han seguido demostrando que un niño con una infancia infeliz no se convierte
necesariamente en un adulto fracasado. Todo ello está intrínsecamente ligado al fenómeno de
la resiliencia, objeto principal del libro que ahora se introduce. En efecto, el presente trabajo,
además de dar a conocer en mayor medida la resiliencia, ofrece una serie de propuestas de
cómo se puede promover ésta en los niños y jóvenes para conseguir que, aunque hayan vivido
una experiencia difícil en sus vidas, sean adultos competentes y felices.
¿Qué significa exactamente resiliencia? ¿Qué dicen los estudios de psicología al respecto?
¿Qué teorías explicativas se han desarrollado? El presente capítulo trata, pues, de responder a
estas preguntas revisando los trabajos más recientes publicados. Los objetivos, por tanto, son:
En primer lugar, un argumento de tipo epistemológico: el cambio del foco del interés de la
psicología desde la psicopatología hacia la psicología positiva. La psicología ha estado
tradicionalmente centrada en comprender la patología y la enfermedad mental, y el enfoque de
la resiliencia es diametralmente opuesto. Seligman, en la conferencia inaugural de su
presidencia de la APA (American Psychology Association) en 1996, concluyó su discurso
señalando que «la psicología no es una mera rama del sistema de salud pública, ni una simple
extensión de la medicina; nuestra misión es mucho más amplia. Hemos olvidado nuestro
objetivo primigenio, que es hacer mejor la vida de todas las personas, no sólo de las personas
con una enfermedad mental. Llamo a nuestros profesionales y a nuestra ciencia a retomar esta
misión original justo ahora que comienza un nuevo siglo» (Seligman, 1996). En este objetivo
de «hacer mejor la vida de todas las personas» se encuentra la resiliencia. Esta explicación se
centra en el posicionamiento de la psicología como ciencia que también estudia las cualidades
y emociones positivas del ser humano que le ayudan a vivir mejor, más allá de la patología.
En segundo lugar, y como consecuencia del anterior argumento, la resiliencia ha cobrado
importancia por las implicaciones que puede tener a nivel clínico y terapéutico. Promocionar
la resiliencia puede ser utilizado como un enfoque preventivo pero igualmente como elemento
de intervención para aquellos niños que ya han desarrollado una patología. De hecho, los
estudios longitudinales que se vienen realizando tratan de investigar la interacción entre los
factores de riesgo y los factores protectores para desarrollar modelos que sean útiles en la
práctica clínica. Esto es lo que Goldstein y Brooks (2013) han venido a denominar la
«psicología clínica de la resiliencia». Este enfoque no busca patologizar, más bien lo
contrario: busca empoderar, ayudar y fortalecer al individuo para que palíe su sufrimiento,
como defiende Seligman.
En tercer lugar, concurre un argumento de tipo sociológico. Los seres humanos hemos
estado siempre expuestos a riesgos (muerte, catástrofes naturales, guerras, falta de
alimentos...). Estos riesgos han aumentado con la implantación de las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación (TIC), que han generado fenómenos hasta ahora insospechados.
Un caso de acoso escolar, que hace tiempo nacía y moría entre los muros de la escuela, puede
saltar hoy fácilmente a las redes sociales y convertirse en un vídeo al alcance de innumerables
personas. Una víctima potencial de abusos sexuales puede verse, mediante la red, mucho más
expuesta e indefensa de lo que habría estado antes. Asimismo, las TIC están provocando que
los menores cada vez pasen más horas delante del ordenador, de una tableta, de un
smartphone o de la videoconsola. Esto puede llevar asociada una pérdida de relaciones y
vínculos sociales que son tan importantes para el desarrollo de los niños y de su actitud de
resiliencia ante la vida. Por ello parece claro que los niños que han nacido en esta era de las
tecnologías pueden tener más riesgos potenciales a los que hacer frente derivados del uso de
las TIC.
Y, finalmente, en cuarto lugar, un argumento de tipo económico. La situación de crisis que
en el último lustro ha asolado a las economías occidentales ha provocado la creación de
nuevas bolsas de pobreza. Ser pobre implica también un menor acceso a los recursos
sanitarios, escolares, de alimentación... En España los datos del INE son muy claros: un 20,4
por 100 se encuentra por debajo del umbral de la pobreza. En este sentido las estadísticas
también recogen que el 16,9 por 100 de los hogares españoles manifiestan llegar con «mucha
dificultad» a final de mes, lo que supone un aumento de un 3,4 por 100 frente a la encuesta del
año 2012 (Encuesta de Condiciones de Vida, Instituto Nacional de Estadística, 2013). En
suma, cada vez tenemos un número mayor de personas en riesgo de exclusión por cuestiones
económicas, lo que las hace más vulnerables frente a la adversidad. Ser pobre no es solamente
una mera cifra económica: ser pobre supone dificultades en el acceso a la educación y la salud
de los niños, ser pobre significa no poder comer o no poder hacerlo equilibradamente, como
les está ocurriendo a muchos niños en nuestro país. Esta situación económica está aumentando
los riesgos potenciales a los que se ve expuesta la infancia.
Estos cuatro argumentos, los dos primeros de corte conceptual y los segundos de tipo más
sociológico, son un acicate para promover la resiliencia en la infancia que se encuentra en
riesgo. Pero, antes de referirnos al plano de la intervención, conviene adentrarse en diferentes
aspectos conceptuales que encuadren la resiliencia.
2.1. Preguntas clave para comprender la resiliencia
1. ¿La resiliencia es producto únicamente de los individuos y las características que éstos
tengan o también está relacionada con la interacción del individuo con su grupo o
comunidad? La resiliencia se ha estudiado con diferentes tipos de poblaciones (mujeres,
niños con problemas de aprendizaje, adolescentes...) y en muchos de estos estudios se
trataba de investigar el peso de las variables individuales frente a las grupales. Todo
parece indicar, y los resultados de los estudios así lo demuestran, que la resiliencia de
un individuo se construye en el grupo/sociedad en el que vive modelando sus variables
personales (Gilliespie, Chaboyer y Grimberk, 2007; Gilliespie, Chaboyer, Wallis y
Grimberk, 2007). Aunque las variables personales tienen importancia, son factores de
tipo relacional los que más peso tienen en la construcción de la resiliencia en el
individuo. Radke-Yarrow y Sherman (1990), citados por Kaplan (2013), señalan que en
un nivel social las conductas de afrontamiento exitosas son aquellas que contribuyen al
bienestar personal y al bienestar de los otros... El niño que llega a ser un superviviente
es un niño que está feliz consigo mismo, es un niño física y conductualmente saludable y
además es alguien que está aprendiendo a aportar a su sociedad (p. 146). Por todo ello,
parece que la resiliencia se construye en la interacción del individuo con el grupo
social al que pertenece.
2. ¿Es la resiliencia lo opuesto a la «no resiliencia» o vulnerabilidad? Estos conceptos no
siempre son contrarios, ya que dependen de los riesgos externos que puedan sobrevenir.
Resiliencia y vulnerabilidad son los dos extremos de un continuo en el que también hay
que incluir variables como los estresores a los que se tenga que enfrentar el individuo y
la capacidad de sobreponerse a ellos. En este sentido, resiliencia viene a significar «la
bondad de ajuste» que tiene un individuo a las demandas situacionales y a las
contingencias del ambiente utilizando su capacidad de resolver problemas en función de
las circunstancias. La fragilidad o vulnerabilidad implica: poca flexibilidad, escasa
capacidad de adaptación e inhabilidad para responder a los requerimientos de la
situación. Un individuo vulnerable puede manifestar la tendencia a perseverar en sus
errores, además de tener dificultades para recuperarse cuando aparece un evento
traumático o estresante. Téngase en cuenta, por ejemplo, que estar enfermo no es lo
contrario que estar saludable. En este mismo sentido, no ser vulnerable no significa lo
mismo que tener resiliencia. Hay personas que sin estar enfermas no tienen conductas
saludables, de igual modo que hay personas no vulnerables que no tienen resiliencia. De
todo ello se puede deducir que resiliencia y vulnerabilidad no son exactamente
términos opuestos sino más bien los extremos de un continuo en los que influyen
factores de adaptación. La resiliencia va más allá de la mera vulnerabilidad o
invulnerabilidad.
3. ¿Se debe definir la resiliencia en términos de respuesta al estrés o más bien como uno
de los factores que interaccionan con él para producir una respuesta adaptativa? Los
estudios apuntan que la resiliencia no es el resultado de sufrir un acontecimiento vital
estresante, sino más bien el producto de la interacción de diferentes variables
(aprendizaje de nuevas estrategias, crecimiento personal, capacidad de solución de
problemas, iniciativa...) que aparecen con el objetivo de dar respuesta a esta fuente de
estrés (Kaplan, 2013). Por tanto, la resiliencia no es una mera respuesta directa al
estrés. La resiliencia es un proceso que necesita la interacción de diferentes
estrategias y que va más allá del estrés puntual más o menos intenso que pueda
sufrir un individuo.
4. ¿Es la resiliencia un fenómeno que aparece o desaparece en función de las situaciones
vitales o, por el contrario, es un constructo que tras la exposición a acontecimientos
vitales estresantes «reestructura» al individuo? La respuesta nos traslada al mito griego
del «ave fénix» que resurgió de sus cenizas. Las crisis vitales tienen que ser vistas como
confrontaciones que ayudan a replantearse la forma de enfocar nuestra vida y a crecer.
Los estresores, los problemas, debemos verlos como parte fundamental de nuestras
vidas que nos sirven para madurar y reenfocar el prisma con el que miramos nuestro día
a día. La conclusión de todo ello sería que los problemas forman parte de la vida pero
se puede aprender a tener resiliencia, y esta forma de afrontar el mundo nos puede
acompañar para toda nuestra vida, al menos en una determinada dirección.
5. Siendo así, los individuos son siempre capaces de generalizar. Es decir, ¿es la
resiliencia un concepto general para todas las dimensiones de la vida o se configura en
función de los contextos particulares? Las investigaciones (Luthar, Cichetti y Becker,
2000) parecen señalar que es más bien lo segundo. La resiliencia depende de las
diferentes esferas del individuo (personal, familiar, social) y, por tanto, éstos no
siempre son capaces de generalizar. En conclusión, existen diferentes dimensiones
dentro de la resiliencia. Un individuo puede tener resiliencia y afrontar con éxito y
crecimiento los problemas en un área de su vida. Sin embargo, ello no es garantía de
que ocurra lo mismo en otra faceta de su vida.
La resiliencia no elimina los riesgos o situaciones adversas, pero contribuye a que los
individuos nos enfrentemos con eficacia a esas situaciones. Brooks y Goldstein (2004)
defienden que la resiliencia también refleja una cierta «capacidad de reserva». La resiliencia
vendría a ser una especie de «parachoques» psicológico que nos ayuda a crecer frente a las
adversidades de la vida.
Una vez analizadas todas estas cuestiones previas, cabe preguntarse: ¿cuál es la definición
de resiliencia? Como entenderá el lector, muchos han sido los autores que han tratado de
definir el término, y por ello presentamos un cuadro-resumen (tabla 1.1) con las principales
definiciones. Todas ellas tienen varios elementos en común: la presencia de un acontecimiento
vital negativo, la adaptación a la adversidad, la capacidad de sobreponerse y el dinamismo.
TABLA 1.1
— Los factores de protección que modifican, mejoran o alteran la respuesta de una persona a algún peligro ambiental. Si no
existieran estos factores de protección, entonces la persona tendría una predisposición a dar una respuesta mal adaptada
(Rutter, 1987).
— Rasgo psicológico que pertenece al self, que capacita a los individuos para el éxito frente a la adversidad y que puede
ser reforzado o desgastado por ésta (Bartelt, 1994).
— Proceso de afrontamiento de eventos vitales desgarradores, estresantes o desafiantes de un modo que proporciona al
individuo una protección adicional y más habilidades de las que tenía antes de dichos eventos disruptivos (Richardson,
Nieger, Jensen y Kumpfer, 1990).
— El proceso, la capacidad o el resultado de una adaptación exitosa a pesar de los desafíos, amenazas o circunstancias
(Masten, Best y Garmezy, 1990).
— Un proceso dinámico que abarca la adaptación positiva de un individuo en un contexto de adversidad (Luthar, Cicchetti y
Becker, 2000).
— Una clase de fenómeno que se caracteriza por los buenos resultados a pesar de las serias amenazas para la adaptación o
el desarrollo (Masten, 2001).
— Las cualidades personales que permiten prosperar en medio de la adversidad (Connor y Davidson, 2003).
— La capacidad de sobreponerse a hechos potencialmente perjudiciales, como la muerte o el final de una relación, la
violencia o una amenaza para la vida, manteniendo niveles relativamente estables y saludables de funcionamiento
psicológico y físico, así como la capacidad de generar experiencias y emociones positivas (Bonnano, 2004).
— La capacidad de los individuos para hacer frente con éxito a los cambios significativos, la adversidad o el riesgo (Lee y
Cranford, 2008).
— La estabilidad de un individuo o su rápida recuperación (o crecimiento) en condiciones adversas significativas (Leipold y
Greve, 2009).
— Proceso consistente en superar los efectos negativos de exponerse a un riesgo, afrontarlo eficazmente y evitar, en la
medida de lo posible, las trayectorias negativas asociadas a él (Fergus y Zimmerman, 2005).
— El concepto de resiliencia no implica tanto que el individuo sea invulnerable al estrés, sino más bien la habilidad de
recuperarse de eventos negativos (Garmezy, 1991).
— La resiliencia es el desarrollo normal del individuo que ha crecido en situaciones difíciles (Fonagy et al., 1994).
— La habilidad para afrontar exitosamente el estrés y los eventos adversos procede de la interacción de diversos elementos
en la vida del niño como: sus características biológicas e internas, especialmente la inteligencia; su temperamento y el
locus de control interno o dominio; el entorno familiar y comunitario en el que vive, especialmente en lo referente a su
crianza y los factores de apoyo que están presentes, y el número, intensidad y duración de circunstancias estresantes o
adversas por las que ha pasado el niño (Becoña, 2006).
TABLA 1.2
Definiciones y ejemplos de palabras clave relacionadas con resiliencia (adaptada de Brooks y Goldstein, 2004, y
O’Dougherty, Master y Narayan, 2013)
Adversidad. Alteraciones en las funciones o en la Desastres naturales, conflictos políticos, pobreza o maltrato
viabilidad de un sistema. Experiencias infantil.
que amenazan la adaptación o
desarrollo de dicho sistema.
Riesgo. Elevada posibilidad de que aparezca un Posibilidad de desarrollar alguna enfermedad (por ejemplo,
problema indeseado. cáncer, esquizofrenia...) en familias con enfermos de este tipo.
Factores de Una característica medible en un grupo Nacimiento prematuro, divorcio de los padres, pobreza,
riesgo. de personas o su situación que predice maltrato...
un resultado negativo sobre un criterio
específico.
Riesgo Aumento del riesgo debido a: Los niños que viven en una familia sin hogar suelen presentar
acumulativo. riesgos acumulativos. Así, pueden vivir en familias
— Presencia de múltiples factores monoparentales, presentar desnutrición, dificultades en el
diferentes de riesgo. acceso a la educación y a la sanidad...
— Apariciones múltiples en el tiempo
del mismo factor.
— Efectos acumulativos de los
factores de riesgo.
Vulnerabilidad. Predisposición. Los niños ansiosos son más proclives a padecer enfermedades
Susceptibilidad a padecer resultados por la bajada de defensas.
indeseables.
Riesgo distal. Riesgo vinculado al contexto ecológico Recesión económica, altas tasas de violencia en la comunidad.
del niño que está influyendo en los
riesgos proximales que experimenta.
Hitos y tareas Hitos o logros en el desarrollo previstos Aprender a caminar, control de esfínteres, aprendizaje de la
en el para los niños en función de su edad y lectoescritura, capacidad de autonomía.
desarrollo de del contexto en que vive.
los individuos.
Todos estos conceptos, recogidos en la tabla 1.2, ponen de manifiesto que el riesgo que
puede experimentar un individuo no aparece de manera unidireccional. En la mayoría de las
ocasiones, surgen diferentes riesgos a un mismo tiempo que van desde los más externos (por
ejemplo, los riesgos asociados a la comunidad o contexto ecológico) hasta los más internos
(por ejemplo, grado de desarrollo madurativo de un individuo). Cuando un niño, por ejemplo,
pierde a sus padres, no solamente se encuentra con la adversidad de la pérdida sino que
también puede ser más vulnerable a padecer enfermedades, a cambiar de lugar de residencia o
de estatus socioeconómico, a tener dificultades de tipo escolar... De modo que la relación
entre los diferentes riesgos y adversidades que pueda experimentar un niño no es
exclusivamente lineal, sino multicausal, con posibles interacciones entre unos y otros.
TABLA 1.3
Factores de protección y compensación asociados a la resiliencia (adaptada de Becoña, 2006, Brooks y Goldstein,
2004, y O’Dougherty, Master y Narayan, 2013)
Características familiares:
Características de la comunidad:
— Vecindario seguro.
— Bajos niveles de violencia.
— Medio ambiente limpio.
— Casas confortables.
— Acceso a centros culturales, recreativos o bibliotecas.
Escuela:
— Profesores competentes.
— Estructura de apoyo adecuada a los alumnos de Necesidades Educativas Especiales.
— Amplios recursos (musicales, deportivos...).
Cobertura sanitaria.
Los primeros estudios de resiliencia aparecieron en los años setenta. Estos estudios partían
de un modelo biomédico centrado a su vez en la teoría psicoanalítica, y, en la mayoría de los
casos, se realizaron en un ámbito restringido, lo que propició que sus teorías tuvieran poca
utilidad práctica (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013). Sin embargo, no podemos dejar de
valorar que estas primeras aproximaciones pusieron el foco en la posibilidad de realizar un
desarrollo positivo frente a las situaciones adversas que pueda experimentar un individuo
durante su infancia.
El estudio de la resiliencia, a partir de estos primeros desarrollos psicoanalíticos, ha
avanzado en cuatro diferentes enfoques que se identifican a continuación (O’Dougherty,
Masten y Narayan, 2013; Masten, 2007; Salztman et al., 2011).
Figura 1.2.
Tercer enfoque: estudios basados en las intervenciones sobre resiliencia
Todas las lecciones aprendidas en los estudios anteriores han sido empleadas en este tercer
enfoque. Los estudios adscritos a esta vía intentan traducir la ciencia básica sobre resiliencia
en programas aplicados (O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013). En este grupo de estudios se
trata, por tanto, de diseñar programas de intervención efectivos y eficaces que promuevan la
resiliencia en los niños, siguiendo el enfoque de la psicología clínica. Pese a que existen
ciertas características intrínsecas de los individuos, éstos pueden aprender a tener resiliencia,
y la psicología puede aportar programas efectivos y eficaces que promuevan dicho enfoque.
Señala Becoña (2006), por ejemplo, que los hijos de padres divorciados tienen con mayor
frecuencia problemas de salud mental, menor rendimiento académico y mayor consumo de
drogas que los hijos de padres no divorciados. Estos factores de riesgo se vieron disminuidos
al trabajar con estos niños la resiliencia. La literatura (Salztman et al., 2011) también ha
descrito que los hijos de militares tienen grandes factores de riego que pueden ser mejorados
si se trabaja desde la perspectiva de la resiliencia. Por ello, tenemos pruebas empíricas que
nos demuestran que, con adecuados programas de resiliencia, estos problemas de salud mental
se pueden reducir (Becoña, 2006). Incluso los estudios longitudinales con seguimiento de
niños también van en la misma línea (Kaplan, 2013). Existen diferentes programas que han
demostrado su utilidad en poblaciones infantiles que han sufrido problemas. A continuación se
ilustran estos programas con un resumen de sus objetivos y contenidos. Todos ellos han
demostrado ser eficaces en la promoción y uso de la resiliencia.
TABLA 1.4
Al’s Pals: Los Programa escolar de prevención que busca desarrollar las habilidades sociales y Loos
niños toman emocionales tales como el autocontrol, la resolución de problemas y la toma de decisiones (2003a,
decisiones saludables en niños de 3 y 8 años. 2003b,
saludables. 2004a,
2004b,
2004c y
2005).
Una manzana Una manzana al día es un programa universal basado en obras literarias que ayuda a An Apple A
al día. construir y reforzar las habilidades de resiliencia para la prevención del abuso de Day
sustancias y la promoción de la salud mental en los niños desde infantil hasta 4.º de (página
primaria. web).
Celebrando Programa de entrenamiento de habilidades de crianza diseñado para familias en las que Celebrating
con las uno o ambos padres se encuentran en las primeras etapas de la recuperación de la Families!
familias. adicción a las drogas y existe un alto riesgo de violencia doméstica y / o abuso de (página
menores. web).
Intervención Este programa de promoción de la resiliencia está destinado a familias con padres con Beardslee,
psicoeducativa trastorno afectivo significativo. La intervención está diseñada para proporcionar Gladstone,
con familias. información sobre los trastornos del estado de ánimo de los padres, equiparlos con Wright y
habilidades que necesitan para comunicar esta información a sus hijos y fomentar el Cooper
diálogo abierto en el seno familiar acerca de los efectos de la depresión de los (2003).
progenitores.
Atreverse a Programa de prevención multinivel pensado para familias de alto riesgo psicosocial que Miller-Heyl,
ser tú. tengan hijos entre 2 y 5 años. Los objetivos del programa se centran en los logros de los MacPhee y
niños en el desarrollo y en aspectos de la crianza de los hijos que contribuyen a la Fritz
resiliencia, tales como auto-eficacia, apoyo social o habilidades de resolución de (1998).
problemas.
Programa Programa diseñado para padres divorciados que tienen hijos con edades comprendidas Wolchick,
«Nuevos entre 3 y 17 años. El objetivo es promover la resiliencia de los niños después del divorcio Sandler,
comienzos». parental. El programa consta de diez sesiones semanales de grupo y dos sesiones Weiss y
individuales. Winslow
(2007).
Crianza de los El programa combina la terapia de grupo y la familiar para el tratamiento de niños y Smith et al.
hijos con amor adolescentes de 10-18 años de edad que tienen problemas emocionales y conductuales (2006).
y límites. graves (trastorno de conducta, trastorno de oposición desafiante, déficit de atención /
hiperactividad) que con frecuencia coexisten con otros como la depresión, el consumo de
alcohol o drogas, el absentismo crónico, la destrucción de bienes, la violencia doméstica o
la ideación suicida.
Punto y Taller de un día para estudiantes de secundaria y bachillerato que tiene como objetivo Biddle
aparte. promover la resiliencia, romper las barreras educativas y sociales entre los jóvenes y, en (2012).
última instancia, reducir la violencia en la escuela, enseñando el valor de la resolución de
conflictos y el respeto a los demás.
Proyecto Programa para la promoción de la resiliencia en la escuela (desde los 3 hasta los 18 años). Harding,
LOGRAR. Este programa se centra en las habilidades de los estudiantes a nivel académico, social, Knoff,
emocional y conductual. Este programa trabaja el comportamiento positivo de toda la Glenn,
escuela y la seguridad escolar, el clima en el aula y la escuela positiva de divulgación y Johnson,
participación de la comunidad y de los padres. Schrag y
Schrag
(2008).
Sistema de Software interactivo para estudiantes que está diseñado para mejorar las competencias De Long-
intervención socioemocionales y en última instancia mejorar los resultados relacionados con el Cotty
de espectro rendimiento y el fracaso escolar, la delincuencia, el abuso de sustancias y la salud mental. (2008).
completo.
Programa de El programa de fortalecimiento de familias está diseñado para aumentar la resistencia y Kumpfer,
fortalecimiento reducir los factores de riesgo de problemas de conducta, emocionales, académicos y Greene,
en familias. sociales de los niños de 3-16 años de edad. Bates,
Cofrin y
Whiteside
(2007).
Sobreviviendo Intervención intensiva de un día en familia. Es un grupo de tratamiento diseñado para Kazak
al cáncer. reducir el estrés asociado a síntomas por estrés postraumático (TEP) en los supervivientes (2004).
Programa de adolescentes de cáncer infantil (edades 11-18) y sus padres / cuidadores y hermanos.
competencias
para familias.
Programa El programa EDUCA-R pretende la promoción de un patrón educativo positivo en los Ortega y
EDUCA-R. padres para, gracias a este nuevo estilo educativo, conseguir el fomento de las principales Comeche
cualidades resilientes en sus hijos. (2015).
4. MODELOS INTEGRADORES
Este modelo ofrece una visión general de la resiliencia que implica que puede ser aplicada
a diferentes tipos de estresores, adversidades y eventos vitales que puede sufrir un individuo.
En este modelo, la resiliencia comienza con un estado de homeostasis también denominado
«zona de confort». En esta «zona de confort» el individuo se siente bien física, mental y
espiritualmente. La interrupción del estado homeostático puede producirse, básicamente,
cuando un individuo no tiene recursos suficientes (factores protectores) para amortiguar los
acontecimientos vitales estresantes. Inmediatamente después de la interrupción de este estado,
se activan todos los recursos para buscar el equilibrio y volver al momento inicial. La
pregunta que cabe hacerse en este punto es: ¿cómo se realiza este proceso de recuperación?
Richardson (2002) indica cuatro maneras diferentes. La primera es la llamada reintegración
de resiliencia, que conduce a la búsqueda y obtención de factores de protección adicionales y
un nuevo nivel de homeostasis. La reintegración homeostática es la segunda fórmula, y en
ella se busca volver a la situación inicial, a la zona de confort previa, pero sin promover el
crecimiento personal, por lo que no se incluiría dentro de la resiliencia. El tercer proceso,
llamado reintegración con pérdida, sitúa al sujeto en un nivel inferior a la homeostasis inicial
y con una pérdida de factores protectores. Finalmente, la conocida como reintegración
disfuncional conduce a la pérdida de todos los recursos buscando reestablecer el equilibrio a
través de conductas destructivas como puede ser el consumo de sustancias, la agresividad...
Como el lector podrá advertir, el primer proceso, la reintegración de resiliencia,
realmente es el mecanismo que promueve la resiliencia. En la reintegración de resiliencia el
individuo vuelve a la zona de confort inicial pero además mejora su protección y sus
competencias frente a las posibles adversidades que le depare el futuro.
Las atribuciones son las explicaciones o interpretaciones que los seres humanos hacemos
de las causas y motivos de algún suceso que ocurre a nuestro alrededor. Como en el caso del
locus de control, éstas pueden ser internas (habilidad, esfuerzo) o externas (suerte...). El uso
de atribuciones internas incrementa la responsabilidad del individuo al darle control sobre sus
actos. Este control repercute positivamente en la resiliencia.
El concepto de personalidad resistente fue propuesto por Kobasa (1979a, 1979b). La
personalidad resistente señala que ante situaciones de alto estrés hay personas que enferman
con mayor facilidad y otras que reaccionan resistiendo frente a la adversidad. Las personas
con puntuaciones altas en personalidad resistente tienen un estilo de afrontamiento más
adecuado a las condiciones adversas de la vida, y, por tanto, parece ser un factor importante
dentro de la resiliencia (Becoña, 2006).
Como se ha señalado en páginas anteriores, los factores de personalidad no determinan de
manera unidireccional la presencia o ausencia de resiliencia en un individuo. Por ello Mancini
y Bonnano (2009) desarrollaron un modelo que tiene en cuenta los factores de personalidad —
variables individuales—, además de otros elementos tales como la identidad, las creencias y
el manejo de las emociones positivas y diferentes factores sociales, como mecanismos para
comprender la resiliencia.
Como puede apreciarse en el modelo, existen tres puntos de partida: las características de
personalidad, la pérdida o fuente de estrés y los recursos externos. Las características de
personalidad incluyen la seguridad en uno mismo y en la propia capacidad de afrontamiento,
tener un propósito significativo en la vida, creer que uno puede influir en lo que sucede a su
alrededor y que se puede aprender de las experiencias positivas y negativas, además de tener
una percepción de la identidad personal positiva. La pérdida es el elemento negativo, el
elemento que desencadena que el individuo sienta que su vida se tambalea; en el caso de los
niños y jóvenes, puede ser la muerte de algún padre, el abandono familiar, un cambio de
colegio, malos tratos o abusos... Como recursos externos podemos señalar el nivel
sociofamiliar y la salud física de los niños. Estos tres niveles (características de personalidad,
la pérdida y las variables externas) influyen tanto en el proceso de valoración de la pérdida
como en el apoyo (tanto emocional como instrumental) que puede recibir por parte de
terceros.
El último paso, antes de que aparezca la resiliencia, es el del afrontamiento en sí mismo
(cualquier actividad que el individuo puede poner en marcha, tanto de tipo cognitivo como de
tipo conductual o emocional), que trata de conseguir los mejores resultados posibles en una
determinada situación de pérdida. Estos recursos de afrontamiento también se ven influidos
por la personalidad. En este sentido, Bonanno, Field, Kovacevic y Kaltman (2002)
encontraron, en un estudio realizado con población civil bosnia que vivió la guerra de los
Balcanes, que aquellas personas que tenían esta tendencia hacia el sesgo positivo presentaban
un mejor afrontamiento que aquellas que no contaban con dicha característica.
El modelo protector estabilizador surge cuando un factor protector ayuda a neutralizar los
efectos del riesgo. Por consiguiente, altos niveles de riesgo se relacionan con presencia de
abundantes resultados negativos para la vida del niño-joven cuando el factor protector está
ausente. Sin embargo, aunque el riesgo se incremente, a mayor número de factores protectores,
menos resultados negativos y, por tanto, aparición de la resiliencia.
El modelo protector reactivo es una variante del anterior y hace referencia a una
disminución (pero no desaparición) del factor de protección. En este caso, el riesgo aumenta
cuando no está presente el factor de protección o si éste disminuye.
El cuarto modelo presentado por Fergus y Zimmerman (2005) representa una relación
curvilínea entre los factores de riesgo y los de protección. Esta relación sugiere que la
exposición tanto a bajos como a altos niveles de riesgo produce resultados negativos. Este
modelo promueve la idea de que el ser humano debe estar expuesto a un número moderado de
factores de riesgo para poder crecer y aprender. Una pequeña disputa familiar entre los
hermanos puede ayudar a un niño a mejorar las relaciones conflictivas que pueden darse en la
escuela o en cualquier otro entorno fuera del hogar. Es decir, para aprender a tener resiliencia
tan mala es la presencia de grandes factores de vulnerabilidad como que estos factores sean
muy pequeños. Necesitamos enfrentar a los niños a riesgos moderados.
El último modelo, el llamado modelo de inoculación, sostiene que la aparición periódica
de factores de riesgo ayuda a elaborar conductas de afrontamiento realistas y eficaces. En este
sentido, sería interesante, para promover la resiliencia en los niños y jóvenes, no solamente la
aparición de factores de riesgo moderado sino que éstos sean cíclicos.
El modelo del afrontamiento fue desarrollado por Gilliespie, Chaboyer y Grimberk (2007)
y Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007) y aplicado a enfermeras. Este modelo está
basado en el contexto laboral, y, precisamente, como veremos, los factores organizacionales
son los que menor peso tienen. Las autoras desarrollaron una primera aproximación teórica
basándose tanto en investigaciones previas como en revisiones sobre factores que influyen en
la resiliencia. El modelo que pusieron a prueba contenía diferentes conceptos que, a priori,
parecían tener peso como factores que influyen en la resiliencia. Así, introdujeron conceptos
como la autoeficacia, la esperanza, el afrontamiento y la cultural laboral (competencia,
colaboración y manejo del estrés) y variables personales tales como la edad, el sexo y el nivel
educativo. Se describen a continuación todos y cada uno de los conceptos propuestos (véase
figura 1.7).
Esperanza: las autoras manejan este concepto entendiéndolo como la capacidad para
orientarse a una meta además de la creencia de que se puede alcanzar los objetivos.
Autoeficacia: basándose en los estudios de Bandura (1977, 1989), se define como la
confianza que tienen los individuos en sí mismos sobre su capacidad para llevar a cabo tareas
específicas en situaciones particulares.
Afrontamiento (Lazarus y Folkman, 1984): entendido como los esfuerzos tanto a nivel
cognitivo como conductual que realiza un individuo con el fin de manejar los factores
estresantes internos y/o externos.
Cultura laboral: incluye la colaboración en el trabajo en grupo y las competencias
personales de cada individuo para llevar a cabo una tarea.
Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007) pusieron a prueba su modelo en un estudio
llevado a cabo con una muestra de 1.430 enfermeras a las que se les pidió que contestaran un
cuestionario. Los resultados obtenidos señalan que el 60 por 100 de la varianza del concepto
de resiliencia incluye las variables: esperanza, autoeficacia, afrontamiento, control y
competencia. Curiosamente, y pese a tratarse exclusivamente de un modelo desarrollado en el
entorno laboral, las variables organizacionales demostraron no tener ningún peso en el
modelo.
Estos resultados tienen una gran implicación práctica ya que demuestran que la promoción
de la resiliencia debe centrarse no tanto en los factores de riesgo como en potenciar los
recursos del individuo. El peso de los factores de protección fue demostrado inequívocamente
por las autoras del modelo. Esta visión es muy interesante para desarrollar la resiliencia en
menores en riesgo psicosocial, pues en estos casos promocionar todos los aspectos positivos
es muy importante.
Para finalizar, y una vez que se han analizado las teorías más importantes sobre la
resiliencia, cabría preguntarse qué factores según la investigación son más relevantes para
predecir la resiliencia. Para entender los factores que se interrelacionan con la resiliencia
para promoverla o para interrumpirla se presenta un estudio metaanalítico. Ji et al. (2013)
señalan que los factores que a tenor de los estudios influyen en la resiliencia se pueden dividir
en dos grandes bloques: a) variables demográficas y b) variables psicológicas. Las variables
demográficas que más se han estudiado son la edad y el sexo. Los resultados parecen indicar
que a mayor edad, más resiliencia se posee. Sin embargo, existe cierta contradicción en los
estudios con respecto al género, ya que algunos autores manifiestan que las mujeres tienen más
resiliencia (Davidson et al., 2005) y sin embargo otros trabajos parecen indicar que son los
hombres (Campbell-Sills et al., 2009).
A su vez, los factores psicológicos asociados con la resiliencia, tal y como se ha señalado
en páginas anteriores, pueden ser divididos en dos categorías: a) factores de riesgo y b)
factores protectores. La revisión metaanalítica determina que la presencia de mayores factores
de riesgo se traduce en un menor nivel de resiliencia en estudios realizados con depresivos,
personas con ansiedad, con estrés postraumático... (Ji et al., 2013). La literatura ha señalado
como factores protectores los siguientes: la satisfacción con la vida, el optimismo, el afecto
positivo, la autoeficacia, la autoestima y el apoyo social (Ji et al., 2013).
Pues bien, los resultados del metaanálisis (Ji et al., 2013) indican que existe una gran
relación entre los factores protectores y la resiliencia. En concreto, dentro de los factores
protectores, los que producen un mayor efecto son: la autoeficacia, el afecto positivo y la
autoestima. Un efecto moderado se vincula a los factores de riesgo. Entre los factores de
riesgo más destacables se encuentran la depresión y la ansiedad. Por último, las variables que
parecen tener una influencia menor son las demográficas.
Este trabajo tiene una gran importancia práctica. Los resultados nos indican que mejorar y
promover los factores protectores (como la autoeficacia, el afecto positivo y la autoestima) es
más efectivo que tratar de reducir los factores de riesgo. Asimismo, y como resultado de su
trabajo, Lee et al. (2013) apuntalan la importancia de los recursos externos, tales como la
familia y la comunidad, como fórmula para optimizar la resiliencia.
Figura 1.9.
De hecho, en estudios específicos realizados con niños uno de los factores que parecen
tener evidencia empírica en su relación con la resiliencia es la presencia de padres o
cuidadores competentes (Richters y Martínez, 1993; Masten et al., 1999; Masten, 2001;
Manciaux, Vanistendael, Lecomte y Cyrulnik, 2001). Pues bien, ésta es la idea que aquí se
pretende promover: adultos competentes que ayuden a los niños a crecer con resiliencia.
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Goldstein, S. y Brooks, R. (2013). Handbook of resilience in Children. Nueva York, NY: Springer. Este libro presenta las
últimas investigaciones sobre resiliencia. Ofrece además una revisión exhaustiva de la resiliencia en diferentes grupos
poblacionales. Es un libro indicado para investigadores.
Brooks, R. y Goldstein, S. (2004). El poder de la resiliencia. Cómo lograr el equilibrio, la seguridad y la fuerza interior
necesarios para vivir en paz. Barcelona: Paidós. Este libro, aunque está pensado para adultos, puede ser muy interesante
para hacer reflexionar a padres y educadores sobre el proceso de construcción de la resiliencia. Es un manual de autoayuda
con ejercicios prácticos para adultos.
3. La resiliencia es la habilidad para afrontar los eventos adversos. Esta habilidad viene determinada por
características idiosincráticas del niño (inteligencia, personalidad...), familiares, determinadas por las pautas de
crianza y apego que presten los padres o cuidadores, y las particularidades de la comunidad (ambiente,
escuela...) en que viva el niño. La interacción de todos estos factores posibilita a los menores que por
diferentes razones se encuentran en riesgo psicosocial la capacidad de afrontar con éxito la adversidad y
sobreponerse. Un mismo individuo puede presentar esta capacidad en diferentes grados. Este mayor o menor
nivel de resiliencia depende de los sistemas de apoyo con los que se cuente y los cambios a lo largo del tiempo.
4. En la revisión metaanalítica de Ji et al. (2013) un efecto moderado se vincula a los factores de riesgo.
6. El modelo de la mejora de la autoestima de Kaplan et al. (1986 y 1987) parte de una premisa principal: los
menores buscan la aceptación y la aprobación de sus conductas de sus figuras de referencia (padres,
educadores, maestros...). Cuando alguna conducta se desvía de las expectativas previstas, genera un cierto
malestar psicológico que los menores deben resolver.
7. En el modelo de Gilliespie, Chaboyer y Grimberk (2007) y Gilliespie, Chaboyer, Wallis y Grimberk (2007) tienen
un gran peso en la explicación de la resiliencia los factores organizacionales.
8. Para incrementar la resiliencia en los niños es necesario fomentar el locus de control interno, recordándoles que
son responsables de sus actos.
9. La resiliencia nunca se construye en la interacción del individuo con el grupo social al que pertenece.
10. Para aludir a la función ejecutiva se recurre normalmente a la metáfora del «director de orquesta».
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
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Wolchik, S., Sandler, I., Weiss, L. y Winslow, E. (2007). New beginnings: an empirically-based program to help divorced mothers
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2
Necesidades y acogimiento familiar
FÉLIX LÓPEZ SÁNCHEZ
1. INTRODUCCIÓN
Un niño o niña en acogimiento familiar siempre tiene una historia familiar conflictiva.
Precisamente por ello ha acabado, por unas u otras razones, en una familia o institución que le
acoge durante un tiempo o, según los casos, durante toda su infancia y adolescencia. En este
libro se trata de forma amplia y con solvencia el tema del acogimiento, por lo que no voy a
centrarme directamente en este tema. Lo que se me ha pedido es que presente como referencia
para la intervención familiar y profesional, en los casos de acogimiento, la teoría de las
necesidades infantiles y adolescentes. (El lector puede encontrar esta teoría, de forma más
amplia, en el libro: Félix López [2008]. Las necesidades en la infancia y la adolescencia:
respuesta familiar, escolar y social. Madrid: Pirámide.)
En realidad, desde el punto de vista de las necesidades, los menores en acogimiento
familiar tienen historias muy diversas, de modo que aquellos con los que se toma esta medida
pueden estar sufriendo consecuencias graves por las causas asociadas a la razón de su
acogimiento o gozar de una buena salud, si se trata de problemas circunstanciales que no han
provocado daños significativos. En todo caso, el acogimiento en sí es una medida protectora y
rehabilitadora, si se hace de manera adecuada.
Empezamos el siglo XX sin una conciencia de los problemas de la infancia. Sólo hacia la
mitad de este siglo se formuló el concepto de maltrato infantil y se aprobó la primera
declaración de derechos de la infancia. Todo ello fue un gran progreso, hasta el punto de que
este siglo llegó a llamarse «el siglo de la infancia».
Pero nuestras sociedades, cuya célula social básica es la familia, dejan la crianza en manos
de ésta, de forma que la fortuna o la desgracia de nacer en una u otra familia condiciona la
suerte de cada menor. Como no pocas familias incumplen su función, se hizo necesario crear
servicios de protección de menores, que intervienen cuando esos incumplimientos son
especialmente graves.
De esta forma, los servicios de protección de menores y, en general, los servicios sociales
sólo actúan en casos de maltrato grave, de modo que este concepto se convierte en el eje de
toda la intervención social sobre la infancia.
Nosotros consideramos que el concepto teórico, social y finalmente jurídico de maltrato es
necesario y esencial en la protección de la infancia, pero a la vez venimos insistiendo, desde
hace varias décadas, en que este enfoque es insuficiente.
a) Las conductas de maltrato son muy heterogéneas. Por ejemplo, el maltrato físico y
emocional, la negligencia y el abuso sexual no tienen muchas cosas en común, por lo que
es muy difícil dar una definición de maltrato operativa que contemple todos estos tipos.
Por ejemplo, mientras que en el maltrato físico activo hay conductas coercitivas y
violentas, en el abuso sexual puede que el patrón de conducta del abusador sean las
caricias afectivas y sexuales.
b) La definición de maltrato puede centrarse en cosas distintas: la conducta del
maltratador, los efectos en la víctima, el Código Penal, etc. En general, la legislación y
los conceptos profesionales se han centrado más en la conducta del que maltrata, porque
el enfoque predominante durante décadas ha sido el penal, y se ha tomado como
posibles maltratadores a los padres. Finalmente «maltratar» es hacer o dejar de hacer
algo que provoca daños en el menor; pero el concepto se centra fundamentalmente en
indicar cuándo el maltratador supera ciertos límites, porque lo que se pretende es tomar
decisiones sobre su posible mala conducta.
Esta dificultad se hace patente cuando se intentan clasificar los abusos sexuales a
menores. Mientras resulta evidente que se considera maltrato que un familiar, educador
o persona con autoridad abuse del menor, los diferentes autores no saben qué hacer
cuando el abuso sexual es cometido por un desconocido, porque, por un lado, desde el
punto de vista de la víctima, existe maltrato, pero, por otro, desde el punto de vista del
sistema de protección, no hay ningún cuidador o persona responsable al que perseguir.
Por ello, estos casos pasan a considerarse un tema policial y judicial, no de protección
de menores.
c) La operacionalización o medida que diferencia el maltrato del no maltrato conlleva
dificultades objetivas y está sujeta a apreciaciones culturales, profesionales, legales y
judiciales que cambian con frecuencia y son diferentes entre culturas y sociedades.
Así, por ejemplo, a nosotros nos parece evidente que hacer trabajar a un menor de
forma asalariada o esclava es una forma de maltrato, mientras que en numerosas
sociedades (la nuestra hasta hace unas décadas) se considera normal, siempre que no
revista alguna forma de abuso brutal. Incluso en alguna sociedad tradicional el trabajo
de los menores es una forma de integración y cooperación con la familia y por ello está
valorado si no está sujeto condiciones inadecuadas.
d) Estamos hablando de un problema cuyas dimensiones desconocemos. Sólo una pequeña
parte de los casos de maltrato son detectados. Los estudios que hay son autonómicos, no
nacionales, y se suelen centrar en datos de incidencia (casos en los que ha intervenido la
administración durante un tiempo determinado). Estos datos sobre la incidencia reflejan
más la conciencia social que hay del problema y las prácticas profesionales que su
verdadera dimensión. Serían necesarios estudios nacionales sobre la prevalencia
(investigación sobre muestras representativas de la población), y sólo contamos con uno
sobre los abusos sexuales a menores.
Es necesario, por tanto, un segundo modelo que parta del concepto de bienestar, como
derecho del menor, y defina el maltrato como «acción, omisión o trato negligente, no
accidental, que prive al niño de sus derechos y su bienestar, que amenace y/o interfiera su
ordenado desarrollo físico, psíquico y/o social, cuyos autores puedan ser personas,
instituciones o la propia sociedad» (como hace el Observatorio Nacional de la Infancia), pero
que concrete lo que se entiende por bienestar y proponga qué cuidados requiere conseguirlo.
Las ventajas de este modelo son evidentes, dado que toma como referencia el bienestar
infantil. Este enfoque nos parece especialmente útil para un enfoque preventivo del maltrato
infantil.
Figura 2.1.
Pretende ser un discurso sobre las características de la especie humana y sus necesidades
para conseguir un desarrollo más óptimo, y toma como referencia, en el caso concreto de los
menores, el bienestar de la infancia y su adecuada socialización.
Esta óptica científico/profesional está también sujeta a cambios. Pero éstos no se derivan
de los cambios en los códigos penales, ni de los acuerdos entre políticos de diferentes países,
sino del debate científico y profesional.
Creemos que esta óptica científico/profesional debe servir de fundamento y referencia
a las otras: la sociopolítica (las declaraciones de derechos de la infancia) y la penal (las
prácticas jurídicas con los menores maltratados).
La mayor limitación de este enfoque es la dificultad para aplicarlo penalmente, ya que si se
tuviera radicalmente en cuenta tendería a exigir condiciones de máximos (las que aseguran el
bienestar), que son aquellas a las que aspiramos, y no de mínimos (los límites donde empieza
el maltrato), que es como funciona el sistema jurídico.
Pero a pesar de estas dificultades, es posible, como parcialmente hacen ya algunas
clasificaciones, usar este discurso sobre las necesidades para fundamentar los derechos de la
infancia, las definiciones de maltrato que usan los profesionales, las leyes de la infancia y los
códigos penales.
En realidad, debajo de toda definición y clasificación de tipos de maltrato hay un discurso
implícito sobre el «buen trato» y sobre lo que los menores realmente necesitan. ¿Por qué no
hacer explícito y operacional este discurso?
Por todo ello, consideramos que es conveniente y necesario mantener el primero de los
modelos, especialmente cuando se trata de tomar decisiones judiciales, mientras que el
segundo nos parece más útil para el trabajo preventivo y para el diseño de la intervención con
los menores maltratados. Nosotros hemos dado contenido a este segundo modelo a partir de
una teoría de las necesidades de los menores que fundamentamos y desarrollamos más en un
nuevo libro (López, 2008). Completamos esta visión con una nueva clasificación de
necesidades y una propuesta de factores protectores y de riesgo en relación con cada una de
estas necesidades. Los factores protectores que se indican en el esquema sirven para diseñar
intervenciones preventivas, mientras que señalar los riesgos es útil para tomar decisiones en
los servicios de protección de menores y los juzgados.
De lo que se trata, desde nuestro punto de vista, es de tener en cuenta que todo menor
posee una serie de derechos referidos a la satisfacción de sus necesidades fundamentales.
Éstos deben ser la referencia de fondo, que oriente la prevención, la toma de decisiones y
la ayuda. El maltrato debe ser visto, en este contexto, como la superación de ciertos límites
por acción (maltrato físico o cualquier forma de maltrato activo) u omisión (negligencia,
abandono, etc.), límites que son diferentes según la cultura y el momento histórico. De esta
manera, se acaba reconociendo que el concepto de maltrato es relativo a la cultura, la
legislación y la práctica profesional, pero no ocurre así, sin embargo, con las necesidades y
derechos, que deben ser considerados universales. Una referencia universal que es
especialmente útil por varias razones:
a) Nos propone una meta (el bienestar infantil) siempre distante. Una utopía que debe
actuar como referencia exigente para que toda sociedad mejore el bienestar de la infancia y
proponga conceptos de maltrato cada vez más exigentes. Bienestar y maltrato son dos polos de
un continuo cuyo límite deben marcar cada sociedad y las leyes, pero teniendo en cuenta que la
aspiración es ir acercando ese límite al bienestar.
Como indica el siguiente esquema, el concepto de maltrato es relativo, por lo que conviene
que cada vez sea más exigente y contemple todo lo que vulnera de forma significativa el
bienestar del menor, de forma que todos los menores del mundo estén cada vez más cerca de
disfrutar de sus derechos humanos.
Figura 2.2.
— Detectar y definir todas las formas de maltrato, las viejas y las nuevas, las que ya están
bien reconocidas y las silenciadas, y aprender a operar profesionalmente con ellas.
— Construir una sociedad en la que las familias, la escuela, la sanidad, los servicios de
protección y la propia organización de cada comunidad sepan cómo tratar bien a la
infancia porque reconocen cuáles son las necesidades de los niños y las niñas, de los
adolescentes y de los futuros adultos, saben cómo satisfacerlas y dedican recursos
prioritarios para ello. Una sociedad en cuya construcción los propios menores
participan activamente, como veremos.
b) Esta propuesta es una referencia crítica frente a aquellas conductas que ya son
consideradas maltrato en sociedades más avanzadas en el tratamiento de la infancia (por
ejemplo, hacer trabajar a un menor) pero que aún son permitidas en otras sociedades. Pero
también una referencia crítica en las sociedades avanzadas ante lo que podríamos llamar
«nuevas formas de maltrato»; por ejemplo, la exposición virtual a una sexualidad adulta muy
explícita y corrosiva y, por poner otro ejemplo bien distante, la comida rápida e inadecuada
que llena nuestra sociedad de menores y adultos obesos.
c) Esta teoría de las necesidades orienta los trabajos de promoción positiva del
desarrollo y cambia la perspectiva de los servicios sociales, que no deberían limitarse a
actuar cuando hay problemas sino tratar de evitarlos y, aún más, fomentar el bienestar de la
infancia.
d) Señala los factores de riesgo que deben ser evitados para que no se consume el
maltrato. Factores de riesgo no sólo de maltrato en sus formas más graves, sino de inadecuada
satisfacción de las necesidades de la infancia.
e) Igualmente aparecen con claridad los factores protectores que deben promocionarse,
tanto para favorecer el bienestar como para sobrevivir a posibles malos tratos.
f) Sirve como referencia para tomar decisiones profesionales, porque no se trata
únicamente de tener en cuenta si ha habido o no maltrato, sino el grado en que las alternativas
que se le pueden ofrecer a un menor solucionan sus necesidades. Por ejemplo, con frecuencia
se ha separado a un menor de la familia porque le maltrataba, pero no se ha tenido en cuenta si
la residencia que se le asignaba respondía a sus necesidades o, incluso, si en ella se daban
ciertas formas de maltrato. O, por poner un ejemplo más, se evaluaba el maltrato familiar pero
no los recursos positivos de que disponía esa familia para satisfacer las necesidades del hijo
por sí misma o con ciertas ayudas que le permitirían funcionar adecuadamente.
g) Pone el acento en lo que necesitan los menores, no en cómo han sido o son
convencionalmente determinadas instituciones. Por ejemplo, permite, como veremos,
revisar y plantear de forma adecuada el concepto y funciones de la familia en lugar de
convertir la supuesta protección de los menores en una forma de legitimar determinados tipos
de familia, como el católico y occidental.
En definitiva, se trata de saber «cómo somos y qué necesitamos para vivir mejor»,
entendiendo por ello el mayor bienestar subjetivo y el bienestar evaluado con criterios de
salud.
El siguiente esquema puede servir para entender nuestra propuesta, ubicando en ella
nuestra aportación: la DESCRIPCIÓN Y FUNDAMENTACIÓN DE LAS NECESIDADES DE
LA INFANCIA.
Figura 2.3.
• En los países y familias pobres el riesgo más evidente es la desnutrición, que puede
desembocar en la muerte, o los déficit específicos en la alimentación. En este sentido
conviene tener en cuenta que la diversidad de gastronomías es una riqueza cultural,
pero también que no toda gastronomía ofrece los nutrientes necesarios. Por eso, sin
pretender uniformar los sistemas de alimentación, todos deben ser estudiados y
completados e incluso cambiados, si fuera necesario. La gastronomía nunca es más
importante que la vida y la salud de las personas; sólo si promociona la salud y es
compatible con el buen desarrollo, debe ser respetada.
• El estado del agua y de los alimentos es causa de muerte y enfermedades frecuentes,
especialmente en los países más pobres. La cloración de las aguas, la conservación
de los alimentos y la higiene son aspectos fundamentales que deben ser evaluados y
subsanados si queremos tomarnos en serio a la infancia de un país.
• En los países opulentos, como el nuestro, son frecuentes los malos usos de la
alimentación causados por el estilo de vida de los padres y por la publicidad y
ofertas de consumo basadas únicamente en intereses comerciales. El resultado es
evidente: según la Sociedad Española de Pediatría (2006), un 25 por 100 de los
menores son obesos. La obesidad obedece también a otras causas, como el
sedentarismo, pero está relacionada con cuanto acabamos de decir.
• Y no son éstos los únicos problemas relacionados con la alimentación. Los modelos
de belleza que se ofrecen/imponen a la población a través de las industrias de la
moda, la publicidad, la cosmética y la alimentación (en este caso crean una obsesión
por los productos que no engordan) han generado una problemática especialmente
grave que lleva a las chicas y chicos más vulnerables a sufrir anorexia o bulimia.
Figura 2.4.
— La higiene del entorno, de la casa, del centro educativo y del propio cuerpo, no sólo
por razones de salud sino también por educación social y por estética. Estar limpio, oler bien,
vestir ropas limpias, tener aseado todo el cuerpo, vivir en una casa limpia, en un centro limpio
y una localidad limpia es bueno para la salud (para los alimentos, para evitar parásitos, etc.),
las relaciones y el bienestar en general.
— La salud y el tratamiento de la enfermedad. Contempla la prevención y tratamiento de
la enfermedad y la promoción de la salud en cuanto bienestar positivo.
El acceso libre y gratuito a un sistema de salud universal adecuado es la mejor manera de
cubrir esta necesidad. La medicina ha avanzado mucho y puede conseguir que la mayor parte
de los menores nazcan, se críen y desarrollen de forma saludable. Lamentablemente en muchas
partes del mundo esto sigue siendo una quimera, no por irrealizable, sino por la falta de
responsabilidad de los gobiernos y los laboratorios farmacológicos y la irresponsabilidad de
los países poderosos.
— Los niños necesitan estar protegidos de numerosos peligros reales. Los hay de muchos
tipos.
Por ejemplo, no puede olvidarse, por empezar por casa, que los accidentes domésticos son
una de las principales causas de mortalidad infantil, incluso en los países ricos. Los niños
deben vivir en un ambiente ecológico seguro, sin tener a su alcance sustancias, medicamentos,
enchufes o aparatos que puedan convertirse en un peligro para ellos.
Otro caso es el de los menores que viven situaciones de guerra, víctimas directas o
indirectas, que mueren, son heridos o sufren mil problemas. En ocasiones son convertidos en
soldados y obligados a morir matando. Todo ello por el mero hecho de vivir en un país en
guerra, respirando odio y miedo, esperando lo peor y apoyando de una forma u otra a uno de
los bandos en conflicto. Se trata de menores criados en el aprendizaje del odio y en el terror, a
veces incluso manipulados desde creencias religiosas, haciéndoles creer que Dios está de su
parte y que se puede matar en nombre de Dios.
Estas necesidades requieren condiciones adecuadas de la casa y el entorno en el que viven
los niños, casa y entorno que deberían diseñarse pensando en ellos, incluyendo una vigilancia
estrecha por parte de los adultos a lo largo de toda la primera infancia —los adultos tienen
que estar sensorialmente cerca de los niños que cuidan—, unos adecuados alimentación, sueño
y ejercicio, y, por fin, revisiones sanitarias periódicas que aseguren la vacunación y los
cuidados sanitarios.
— Comprender, expresar y compartir: nos permite ser empáticos (tener en cuenta el punto
de vista de los demás, conectar emocionalmente con los otros y consolarlos o
alegrarnos con ellos) y provocar la empatía de los demás. Es decir, usar la emoción
social por excelencia, la empatía, para salir de nuestra soledad y conectar con los otros.
Ésta es la condición básica para comprender y ser comprendido, consolar y ser
consolado, lograr la conexión emocional que requiere la intimidad entre los amigos, la
pareja, con los hijos o padres, etc. Por cierto, también es fundamental para el trabajo
profesional, aunque en este caso más que compartir las emociones hay que tener
congruencia emocional con los pacientes, clientes o usuarios.
— Regular y controlar las emociones significa ser dueños de la vida emocional. Como
dijera Aristóteles, «enfadarse es fácil; pero hacerlo con la persona oportuna, en el
momento oportuno y en la forma e intensidad adecuadas es un arte».
Las emociones se pueden y deben expresar; pero no deben desbordarnos de forma
que perdamos el control o nos lleven a decir cosas o tener conductas impulsivas
descontroladas. La impulsividad genera problemas sociales y malestar personal por
haber dicho o hecho lo que en realidad no se quería.
El mayor riesgo de la falta de control es llegar a provocar conflictos innecesarios,
agresiones sin sentido y frustraciones, así como sentimientos de culpa e impotencia
posteriormente. La impulsividad genera frecuentes problemas en la pareja y en la
familia, es uno de los factores asociados al maltrato de menores, entre familiares y de la
mujer, crea dificultades laborales y se asocia también con las conductas delictivas,
especialmente las de carácter violento.
— Usar socialmente bien las emociones significa que hemos aprendido a expresar lo que
queremos, en términos socialmente aceptables y de manera eficaz. Para ello tenemos
que usar el conocimiento social, nuestras capacidades empáticas y el autocontrol
emocional.
Hoy sabemos que la inteligencia emocional es tan importante en la vida como el coeficiente
intelectual para la vida social y profesional y seguramente más importante para la vida
personal y afectiva.
Figura 2.5.
Todo el mundo emocional de la infancia depende en gran medida de las personas con las
que se vinculan los menores y de las interacciones que tienen con ellas. Por eso, en
realidad, casi todo se lo juegan en las relaciones con quienes les cuidan (figuras de apego
y profesionales) y con los amigos y compañeros que tienen. ¿Qué necesidades tienen en este
sentido?
La necesidad más primaria es la de seguridad emocional, que incluye la experiencia de
ser aceptado incondicionalmente, ser querido, ser valorado y ser cuidado por personas
que se perciben como eficaces. Es sentida subjetivamente como necesidad de sentirse
querido, aceptado, apoyado, acompañado, valorado, protegido, etc.
Pero al individuo no le es suficiente con disponer de una o varias figuras de apego y una
familia, sino que tiene también la necesidad de ampliar su mundo de relaciones con los
iguales y con la comunidad. El individuo y la familia nuclear no pueden vivir aislados;
incluso les sería casi imposible sobrevivir en esas condiciones. Necesita una amplia red de
relaciones sociales para no sentirse marginado, aislado socialmente y aburrido. Estas
relaciones satisfacen la necesidad de sentir que se pertenece a un grupo y una comunidad,
compartir proyectos, divertirse en común, etc., a través de las relaciones con los iguales, los
vínculos de amistad y el sentimiento de formar parte de un grupo. Favorecer las relaciones de
amistad, la formación de grupos y el asociacionismo es fundamental desde este punto de vista.
Los amigos y compañeros nos permiten saber quién somos, cuál es nuestra identidad de
niño, joven o adulto, comunicarnos con alguien que en ocasiones puede comprendernos y
apoyarnos mejor que los propios padres, jugar y divertirnos de forma diferente, explorar la
realidad más allá de la familia, ensayar conductas, cooperar en pie de igualdad, defender
nuestros derechos y los de los demás, etc.
La diferencia más importante con el vínculo del apego es que estas relaciones son
voluntarias y siempre exigen reciprocidad, obligándonos a salir de nosotros mismos y tener en
cuenta a los demás. Los padres nos vienen dados, los amigos y amigas nos los merecemos.
En relación con los iguales, tiene especial significado en la infancia la necesidad de jugar,
que está presente en todas las especies cercanas a la nuestra pero es, en el caso de los seres
humanos, especialmente clara y significativa. El juego proporciona a las personas, en todas las
edades, pero sobre todo en la infancia, la oportunidad de gozar, divertirse, disfrutar de
determinados momentos de la vida. El juego neutraliza otros momentos de sufrimiento, trabajo,
estrés, etc., contribuyendo a que el balance vital sea positivo.
La falta de una red de relaciones sociales provoca sentimientos de soledad social (carencia
de amistades y relaciones con intimidad, sentimientos de aburrimiento, aislamiento y
marginación), por un lado, y una falta real de apoyo social informal, por otro.
Los niños son actores dentro del sistema familiar, educativo y social, en general. Tienen el
derecho y la necesidad de participar en las decisiones y situaciones en las que estén
implicados en la medida de sus posibilidades; también en las que indirectamente les
conciernan de forma significativa. Los menores no deben ser considerados receptores pasivos
de beneficios y ayudas, sino participantes activos en las decisiones y gestiones relacionadas
con su vida. De esta forma se fomentan la participación y la autonomía. El proceso de
adquisición de la autonomía debe ir acompañado del establecimiento de límites en el
comportamiento, límites coherentes y definidos a través de formas de disciplina inductiva.
En realidad, lo ideal es que vayan haciéndose dueños de parcelas de su vida para que poco
a poco sean autónomos.
5. LA CLASIFICACIÓN DE LAS NECESIDADES, LOS FACTORES PROTECTORES
Y LOS RIESGOS
En el siguiente esquema resumimos la clasificación de las necesidades del niño, así como
algunas de las formas fundamentales de prevenir las carencias y los riesgos asociados más
frecuentes. Para no alejarnos de las formas de maltrato infantil, tal y como son descritas en la
literatura clásica, proponemos en cada caso las que están asociadas a estas necesidades y
riesgos.
Vacunaciones. No vacunación.
B) Necesidades cognitivas
Estimulación Estimular los sentidos. Entorno con estímulos: visuales, táctiles, auditivos, Privación sensorial.
sensorial etc. Pobreza sensorial.
No maduración del
cerebro.
Ofrecer «base de seguridad a los más pequeños», compartir exploración con No tener apoyo en la
ellos (los adultos y los iguales). exploración.
No compartir
exploración con adultos
e iguales.
Evitar verbalizaciones y conductas que fomenten los miedos: violencia Violencia verbal.
verbal o violencia física, discusiones inadecuadas, amenazas verbales, Violencia física en el
pérdidas de control, incoherencia en la conducta. entorno.
Amenazas.
Pérdida de control.
Incoherencia en la
relación.
a) Sociales:
Seguridad Apego incondicional: aceptación, disponibilidad, accesibilidad, respuesta Rechazo. Soledad emocional.
emocional adecuada a demandas y competencia. Ausencia de figuras de apego.
No accesibles.
No percibir, no interpretar, no
responder, no responder
contingentemente, incoherencia
en respuesta.
Red de Relaciones de amistad y compañerismo con los iguales: fomentar Aislamiento social.
relaciones contacto e interacción con iguales en el entorno familiar y en la escuela: Soledad social.
sociales tiempos de contacto, fiestas infantiles, comidas y estancias en casa de Separaciones largas de los
iguales, etc. amigos.
Continuidad en las relaciones. Imposibilidad de contacto con
Actividades conjuntas de familias con hijos que son amigos. amigos.
Incorporación a grupos o asociaciones infantiles. Prohibición de amistades.
Aburrimiento.
Compañeros de riesgo.
b) Sexuales:
— Los niños tienen derecho a que sus necesidades sean cubiertas y bien atendidas. Es
responsabilidad de la familia, la escuela, los servicios sociales y la sociedad en
general, porque los menores no pueden protegerse y cuidarse por sí solos.
— La familia, en sus diferentes formas, es la institución que mejor puede responder a las
necesidades básicas, con la ayuda de las instituciones sociales. Una familia la
constituye una relación entre un menor y, al menos, un adulto, aunque es más deseable
que el menor se desarrolle dentro de sistemas familiares más amplios.
— El rol de la escuela, en cuanto institución social universal, puede y debe complementar
el de la familia, ofreciendo los conocimientos y habilidades básicas, pero también
garantizando el bienestar de sus alumnos, especialmente teniendo la capacidad de
detectar situaciones de riesgo y de tomar las primeras medidas ante ellas.
— Cuando los menores sufren carencias y riesgos que amenazan su desarrollo, todas las
instituciones sociales deben sentirse responsables. La familia no es la propietaria de los
hijos, sino la primera responsable de su adecuado desarrollo. Si dicha responsabilidad
no es ejercida de forma adecuada, la sociedad debe intervenir ayudando a la familia, si
está capacitada y es eficaz, o asumiendo la tutela del menor, en caso contrario. La
intervención de la sociedad debe hacerse prioritariamente a través de los servicios de
protección de menores, salvo que, por urgencia, se recurra directamente a la policía o a
los jueces.
— Los menores sobre los que se tomen medidas de protección tienen derecho a ser
escuchados y a que se elabore para ellos un plan que prioritariamente debe hacer lo
posible por mantenerles en la familia (con las ayudas pertinentes) o reintegrarlos a ella
después de un tiempo. Si ninguna de estas dos posibilidades fuera viable, es
conveniente que, cuanto antes, se les ofrezcan a los menores medidas definitivas, como
la adopción.
— Las medidas de acogimiento temporal en familias de acogida o de integración en una
residencia de menores deberían durar lo menos posible, aunque tienen pleno sentido
cuando la familia va a ser recuperable o no se dispone de alternativas definitivas.
— Todas las medidas deben tomarse, como indica la ley, dando prioridad al interés del
menor. Aunque, como es sabido, no es fácil hacer compatible la prioridad de la familia
biológica (si cumple condiciones mínimas) con la prioridad del interés del menor. Por
ello estas decisiones son con frecuencia difíciles técnicamente y socialmente no siempre
comprensibles.
— La oferta que la comunidad hace a los menores que son separados de su familia tiene
que ser mejor que la que hacía la familia de origen. De forma que para tomar ciertas
decisiones no basta con que haya deficiencias en la familia de origen sino que se
precisa también que la sociedad pueda satisfacer mejor sus necesidades.
— El plan de actuación debe contemplar la mayor colaboración posible de los padres y
del propio menor.
Aunque sea de forma breve, queremos aclarar que la aplicación de la teoría de las
necesidades no debe hacerse de forma parcial y rígida, porque se pueden cometer errores. El
más conocido de ellos es la tendencia de algunos profesionales de los servicios de protección
de menores a aplicar de forma mecánica y simplista la teoría del apego. Entre las versiones de
este error está la siguiente:
Considerar que el niño está mejor en una residencia que en una familia de acogida
porque el acogimiento no preadoptivo (que es del que vamos a hablar aquí) le condena a
experiencias de vinculación y desvinculación que supuestamente le producirían daño.
Se tiende a pensar, en este caso, que es mejor que no esté vinculado con otras personas
si ha de volver a la familia.
Esta interpretación de la teoría del apego es rígida e incorrecta por varias razones, entre
las que destacamos:
— No tiene en cuenta que los niños pueden establecer varios vínculos del apego y que, por
tanto, el que supuestamente se vincule temporalmente a la familia de acogida no supone
necesariamente una desvinculación de la familia de origen.
— No tiene en cuenta que los niños mantienen a lo largo de la infancia (por cierto, esta
capacidad permanece abierta a lo largo de todo el ciclo vital) la posibilidad de
establecer nuevos vínculos, por lo que, si pierde el vínculo con la familia de origen
(porque, por ejemplo, es muy pequeño o está muy lejos de la familia de origen), puede
volver a establecerlo en el futuro.
— No tiene en cuenta que el sufrimiento por la desvinculación es menor y reparable, desde
el punto de vista emocional, si va seguida de cuidados biofisiológicos, cognitivos y
socioemocionales adecuados. Por lo que lo fundamental es preguntarse «qué oferta de
cuidados le va a hacer su familia de origen cuando vuelva». Si ésta es buena, la
desvinculación de la familia de acogida es reparable.
— No tiene en cuenta que los períodos sin cuidados adecuados y personalizados,
especialmente si se alargan, como sucede, de hecho, muchas veces, son mucho más
dañinos y peligrosos que las experiencias de desvinculación seguidas de nuevos
cuidados adecuados y nueva vinculación.
— Este planteamiento no está actualizado desde el punto de vista teórico, porque parece
basarse en la idea de que la única figura de apego es la madre o quien la sustituye y
considera el vínculo del apego referido sólo o principalmente a una persona, lo que no
se corresponde con la realidad. Es verdad que los niños suelen tener jerarquías de
preferencia, colocando como figura central a la madre normalmente, pero esto no es
necesariamente así y, además, la jerarquía de preferencias puede cambiar si cambia la
oferta de cuidados.
— En definitiva, lo importante es que las necesidades infantiles encuentren siempre una
oferta de cuidados básica, a ser posible ofrecida por varias personas.
Aclaradas las razones que hacen insostenible esta manera de pensar, nos parece, sin
embargo, útil indicar qué tipo de prácticas profesionales y sociales pueden favorecer la
seguridad emocional y la estima de los menores de edad cuando sus padres tienen dificultades
temporales para ofrecerles un adecuado sistema de protección y cuidados (que es lo que suele
dar lugar al acogimiento):
a) Prepararla para que acepte la necesidad de ser ayudada por otra familia temporalmente.
Nada sustituye mejor a una familia que otra familia. Sentido de la intervención: «Si
queréis el bienestar de vuestro hijo, lo mejor es que os dejéis ayudar por otra familia
durante un tiempo. Mientras tanto, debéis estar motivados para cambiar y para que de
este modo vuestro hijo vuelva con vosotros».
b) Dejar bien sentado que el hijo sigue siendo su hijo y que la otra familia no está para
competir con ellos, demostrar que son mejores o apropiarse del menor.
c) Sustentar en la familia de origen la motivación para superar las dificultades lo antes
posible (precisamente para hacerse de nuevo cargo del hijo). Es el momento de
ofrecerles todas las ayudas para que mejoren los recursos y superen los problemas.
d) Mantener en la familia de origen la esperanza fundada del final del proceso.
e) Dar oportunidad a la familia de origen de mantener la relación con el hijo, salvo
contraindicación expresa temporal.
f) Hacer una preparación especial para el reencuentro definitivo.
— Cuidar al menor.
— Saberse y aceptarse como padres profesionales temporales.
— Comprender, sentir empatía y relacionarse con la familia de origen.
— Hay que evitar a quienes quieren hacerse con un niño de forma explícita o implícita,
quienes están necesitados de relaciones afectivas y quienes tienden a rechazar y
hacer juicios negativos de la familia de origen.
b) Prepararlas para ser padres profesionales: ofrecer cuidados propios de padres sin serlo.
c) Dejarles claras la temporalidad de su función y la necesidad de que el niño vuelva con
la familia de origen.
d) Instarles a que mantengan en el menor de edad la memoria (si tiene edad para ello)
positiva de sus padres (que en todo caso serán presentados como personas que necesitan
ayuda, no como culpables).
e) Asegurarse de que estar dispuestos a facilitar la interacción de los hijos con los padres,
salvo que ésta no se considere temporalmente adecuada.
«Hacer de padres sin serlo, cuidar a un niño como propio sabiendo que es ajeno y
reconociendo su pertenencia a otra familia, que necesita ser ayudada temporalmente».
V F
2. Entre las dificultades para definir el maltrato encontramos que las conductas de maltrato son heterogéneas y
pueden centrarse en cosas distintas.
3. El concepto de maltrato es relativo a la cultura, la legislación y la práctica profesional, pero no lo son, sin
embargo, las necesidades y derechos, que deben ser considerados universales.
4. La necesidad de seguridad emocional incluye la experiencia de ser aceptado de manera incondicional, ser
querido, ser valorado y ser cuidado por personas que se perciben como eficaces.
5. Este capítulo apuesta por un modelo desde la perspectiva del buen cuidado y el buen trato, partiendo de la teoría
de las necesidades.
6. El modelo que se propone, del buen cuidado y buen trato, tiene dos versiones complementarias: la versión
sociopolítica y la versión científico/profesional.
8. La versión científico/profesional está caracterizada por un discurso fundamentado sobre las necesidades
humanas y las necesidades de la infancia.
10. Cuando se habla de necesidades, estamos haciendo referencia a que el menor está preprogramado para
desarrollarse de una determinada forma y que necesita determinadas condiciones y cuidados.
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V V V V V V V V V V
BIBLIOGRAFÍA
López, F. (2008). Necesidades en la infancia y adolescencia. Respuesta familiar escolar y social. Madrid: Pirámide (parte
del texto presentado en este capítulo procede de este libro).
López, F. (2010). Separarse sin grietas. Cómo sufrir menos y no hacer daño a los hijos. Barcelona: Grao.
3
Tipos de maltrato en la infancia y adolescencia
MARÍA TERESA LONDOÑO RESTREPO
PALOMA SANTAMARÍA GREDIAGA
El maltrato infantil es un problema mundial con graves consecuencias que pueden durar
toda la vida. Los estudios internacionales revelan que aproximadamente un 20 por 100 de las
mujeres y entre un 5 y un 10 por 100 de los hombres manifiestan haber sufrido abusos sexuales
en la infancia, mientras que entre un 25 y un 50 por 100 de los niños de ambos sexos refieren
maltratos físicos.
Se calcula que cada año mueren por homicidio 31.000 menores de 15 años. Esta cifra
subestima la verdadera magnitud del problema, dado que una importante proporción de las
muertes debidas al maltrato infantil se atribuyen erróneamente a caídas, quemaduras,
ahogamientos y otras causas.
El concepto «malos tratos a la infancia» representa una realidad compleja y difícil de
definir. Inicialmente se entendía por maltrato infantil el maltrato físico activo, con un
predominio de criterios médicos-clínicos. La evolución de los estudios e investigaciones
sociales y el evidente avance en la democratización de las sociedades más avanzadas han
determinado la situación actual, en la que las definiciones de maltrato se basan en las
necesidades y derechos de la infancia (Solís de Ovando, 2003).
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define el maltrato infantil «como los abusos y
la desatención de que son objeto los menores de 18 años, e incluye todos los tipos de maltrato
físico o psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación comercial o de otro
tipo que causen o puedan causar un daño a la salud, el desarrollo o la dignidad del niño, o
poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación de responsabilidad,
confianza o poder. La exposición a la violencia de pareja también se incluye a veces entre las
formas de maltrato infantil».
Figura 3.1.
Por tanto, hay que entender cuáles son las necesidades de cualquier niño en su desarrollo,
que están influidas por las costumbres culturales (ya que es imprescindible la socialización de
cada persona en su ambiente cultural), pero contemplar un mínimo de requisitos: cuidado,
atención y trato a la infancia sin distinciones.
Cuando el comportamiento (por acción u omisión) llega o puede llegar a poner en peligro
la salud psíquica y física del niño, la situación podría calificarse de maltrato.
Existen numerosas definiciones sobre el maltrato infantil. Entre ellas hemos seleccionado
la siguiente:
«Acción, omisión o trato negligente, no accidental, que priva al niño de sus derechos y su bienestar, amenazando y/o
interfiriendo su adecuado desarrollo físico, psíquico y /o social; cuyos autores pueden ser personas, instituciones o la
propia sociedad».
Figura 3.2.
Figura 3.3.
2. FAMILIAS NEGLIGENTES
a) Son familias cuyos adultos presentan de una manera permanente comportamientos que se
expresan por una omisión o una insuficiencia de cuidados a los hijos que tienen a su
cargo.
b) Esto coincide con una historia de carencias múltiples en la biografía de los padres; estos
padres negligentes no se ocupan de sus hijos y presentan fallos importantes en sus
funciones parentales.
c) Estos fallos pueden ser resultado de tres dinámicas que se entremezclan: una biológica,
otra cultural y otra contextual (véase figura 3.4).
d) Consecuencias de la negligencia en los niños:
Los niños mal cuidados sufren una ausencia o insuficiencia crónica de cuidados, ya
sean físicos, médicos, afectivos y /o cognitivos. Están mal alimentados, hambrientos,
sucios y mal vestidos. Los padres les dejan solos sin vigilancia adecuada y durante
largos períodos y sus enfermedades pueden ser ignoradas, de modo que no reciben
atención sanitaria adecuada.
Son niños con una deprivación psicoafectiva permanente y una falta de estimulación
social y cultural necesaria para asegurarles un desarrollo sociocognitivo adecuado.
Figura 3.4.
Son familias cuyos miembros están ligados por un apego sano. Se constata que los adultos y
los niños están vinculados por afectos, comportamientos y sistemas de creencias destinados a
promover y proteger la vida, así como a facilitar el crecimiento de sus miembros.
En este tipo de familias la interacción adulto-adulto y adulto-niño tiene por función
confirmar a cada miembro en su misión humana. En ellas la agresividad, la sexualidad y los
modelos de crianza son recursos para producir, defender y reproducir la vida.
El sistema familiar posee recursos y mecanismos naturales destinados a canalizar la
agresividad y la sexualidad dentro de la familia y, por otra parte, a producir los
comportamientos y las creencias necesarias para cuidar, proteger y socializar a los niños.
Estos comportamientos y representaciones cumplen el rol de reguladores para garantizar las
funciones familiares y mantener la cohesión del grupo familiar.
4. FAMILIAS MALTRATANTES
Cuando lo que fallan son los rituales humanos encargados de manejar la agresividad en el
interior de la familia, el resultado es la violencia y el maltrato físico. Si lo que falla son los
rituales que regulan la atracción sexual entre adultos y niños guiados por la experiencia de
apego, las consecuencias serían abusos sexuales.
Cuando la palabra es utilizada sistemáticamente para manipular y/o destruir el mundo de
los niños, nos encontramos ante el maltrato psicológico.
En el caso de abandono o negligencia, falla total o parcialmente la existencia de los lazos
de apego; en este caso los rituales casi no existen: los miembros de la familia son casi
transparentes los unos para los otros, es decir, no significan nada los unos para los otros.
— Mantener una cierta indiferencia afectiva hacia otros organismos vivos que sirven de
alimento.
— Controlar la agresividad interior por medio de rituales destinados a evitar destruirse los
unos a los otros.
Figura 3.5.
Entre las consecuencias del maltrato físico distinguimos por un lado las traumáticas y por
otro los mecanismos de adaptación a la situación, que implican interiorizar los modelos y
palabras del padre violento y la identificación con el agresor.
Entre las manifestaciones y secuelas del maltrato físico están las siguientes:
— Trastornos de identidad.
— Autoestima pobre.
— Ansiedad, angustia y depresión.
5. FAMILIAS ABUSADORAS
El abuso sexual intrafamiliar es el abuso cometido contra un niño por un miembro adulto de
la familia; el abuso sexual incestuoso es cuando el abusador y el niño están vinculados por
lazos familiares, y la agresión incestuosa es cuando se insiste sobre el carácter forzado de la
situación de abuso.
Cuando el agresor no pertenece al medio familiar del niño, hablamos de abuso sexual
extrafamiliar. El adulto agresor puede ser un sujeto totalmente desconocido para el niño y su
familia o alguien perteneciente al entorno del menor.
La familia sexualmente abusiva se caracteriza por fronteras y roles familiares poco claros y
mal definidos: las historias familiares son incoherentes, las jerarquías, los sentimientos y los
comportamientos son ambiguos, los estados afectivos y sentimentales están mal definidos, los
modos de comportamientos son poco claros y los límites entre la afectividad y la sexualidad
no son consistentes.
El incesto emerge de dinámicas familiares que forman parte de una cultura familiar singular
en la que los abusos incestuosos se pueden considerar estrategias del sistema familiar
construido a lo largo de generaciones para mantener un sentido de cohesión y de pertenencia.
No es un hecho aislado o un accidente de la vida de la familia. Al contrario, se trata de un
proceso relacional complejo que se desarrolla en el tiempo y en el que se pueden apreciar dos
períodos diferentes: primero se desarrolla en el interior de la intimidad familiar protegido por
el secreto y la ley del silencio; después aparece a la luz pública a través de la divulgación de
los abusos por parte de la víctima, lo que implica una crisis para el conjunto de la familia, así
como para su entorno, sistemas profesionales incluidos.
Existe el mito de que los abusos sexuales a niños son causados exclusivamente por
individuos enfermos, perturbados, sádicos, es decir, anormales. Estos mitos son reforzados a
menudo por el carácter sensacionalista de los medios de comunicación. Sin embargo, la
experiencia demuestra que en más de un 80 por 100 de los casos los abusadores son adultos
conocidos por el niño, y muchas veces miembros de su familia.
Otro mito generalizado es que el incesto es propio de las familias social y económicamente
desfavorecidas, pero en la práctica se observa que esto no corresponde con la realidad. Lo
que sí es real es que se detectan más casos en estas capas sociales, lo que se explica por el
control exacerbado ejercido sobre los más pobres.
Para estudiar el maltrato infantil, debemos considerar que hay distintos tipos:
— Dentro del ámbito familiar: por negligencia, abandono, físico, psíquico o emocional,
sexual, síndrome de Münchhausen por poderes y prenatal.
— Fuera del ámbito familiar:
Los criterios para definir una situación de maltrato han de fundamentarse en las
consecuencias en el niño, es decir, en los daños producidos, en las necesidades no atendidas y
en la presencia o ausencia de determinadas conductas parentales. Así, nos planteamos algunas
incógnitas: ¿hablamos de niño maltratado, de padre maltratante, de contexto maltratante?, ¿se
basa la definición en el comportamiento parental, en las consecuencias, en el niño o en ambos?
Gran parte de la sociedad no está concienciada de lo que ocurre a su alrededor aunque
existen numerosas campañas que procuran informar y colaborar en este asunto.
Vamos a diferenciar las distintas tipologías del maltrato:
Si nos centramos en la tipología del maltrato infantil por el tipo de acción u omisión, ya
hemos dicho que puede ser:
— Maltrato físico.
— Negligencia.
— Maltrato emocional.
— Abuso sexual.
Maltrato físico
— El maltrato físico supone el primer estadio que permite reconocer este síndrome, pues
el maltrato físico por acción es el más fácil de detectar desde el punto de vista clínico y,
por tanto, el que más se diagnostica. Se define como cualquier intervención no
accidental que provoque un daño físico o enfermedad en el niño o le coloque en una
situación de grave riesgo de padecerlo.
— Cuando estas intervenciones de tipo no accidental provoquen un daño físico en el niño,
los indicadores visuales consecuencia del maltrato son:
Negligencia
— La negligencia como forma de maltrato consiste en dejar u abstenerse de atender las
necesidades del niño y los deberes de guarda, protección o cuidado adecuado del
menor.
— El máximo grado es el abandono, que tiene repercusiones psicológicas y somáticas
características hasta el punto de que se podría hablar de una situación sanitaria
específica en aquellos que son atendidos en instituciones de protección a la infancia
(inclusas, orfanatos, hogares).
— Los indicadores que pueden aparecer son:
• Los «niños de la calle» son aquellos que carecen de hogar y de familiares que les
atiendan, que viven solos o que, a pesar de tener familia, están de forma continua o
transitoria en la calle, que por las obligaciones laborales de sus padres permanecen
solos la mayor parte del día disponiendo de llave para entrar en su domicilio pero
sin que exista un adulto que les atienda o cuide. Son niños sin escolarizar, que
cometen actos delictivos, realizan trabajos marginales, caen en las redes de la
prostitución infantil, etc.
• La explotación laboral podríamos pensar que en las sociedades avanzadas no es un
hecho frecuente. Pero la utilización de niños para obtener beneficio, que implique
explotación económica y el desempeño de cualquier trabajo que entorpezca su
educación o sea nocivo para su salud o su desarrollo no solo se da en países pobres
o en vías de desarrollo, porque la mendicidad y el trabajo profesional realizado por
menores también están presentes en nuestra sociedad.
• Una consecuencia del maltrato por omisión es el retraso del crecimiento no orgánico
en niños que no incrementan sus parámetros de crecimiento en estatura ponderal con
normalidad en ausencia de enfermedad orgánica. Su etiología es la inadecuada
atención (o directamente desatención) de sus necesidades psicoafectivas y sociales
que tienen consecuencias físicas, pues afectan a su crecimiento y desarrollo y su
estabilidad psicosocial.
• El niño que por exigencias académicas u obligación debe asistir a clases extra sin
contar con sus posibilidades. Eso le impide disfrutar de un tiempo de reposo y juego
necesario que se oculta tras el deseo de darle una mayor formación en un ambiente
progresivamente competitivo que le lleva a sufrir abuso pedagógico. La
consecuencia es un grave estrés escolar que se manifiesta en enfermedades más
frecuentes, diversos trastornos psicosomáticos o alteraciones emocionales que son
motivo de consulta.
— Para que se pueda hablar de una situación de maltrato negligente ha de tenerse en cuenta
un criterio de cronicidad, es decir, que alguno de estos indicadores se dé de forma
reiterada.
Maltrato emocional
— Las dificultades diagnósticas en el maltrato emocional y en el abandono / negligencia
son mayores que en otras formas de maltrato infantil como los abusos sexuales o el
maltrato físico. El maltrato emocional es difícil de definir y detectar, debido a las
dificultades que existen entre lo que podemos considerar maltrato y los conflictos y/o
trastornos derivados del vínculo padre/hijo. Las perturbaciones de la conducta y del
funcionamiento mental producto de las situaciones maltratantes no son específicas,
pudiéndose dar en cualquier otro tipo de patología psíquica.
— El maltrato emocional es inherente a todas las formas de maltrato infantil, y es el
principal efecto negativo del maltrato infantil de naturaleza psicológica. El maltrato
emocional también es un elemento central en cualquier tipo de maltrato infantil. El
maltrato físico, la negligencia, el abandono y el abuso sexual implican la existencia de
maltrato emocional.
— Al abordar el concepto de maltrato emocional en la infancia, debemos considerar:
TABLA 3.1
Amenazar al niño de forma siniestra haciéndole creer que el — Utilización del miedo como
mundo es caprichoso y hostil. disciplina.
Activa — Amenazas a la sensación
Aterrorizar
de seguridad del niño.
— Amenazas dramáticas,
misteriosas.
• Requisitos
— Para que se pueda catalogar este tipo de maltrato se requiere que alguno o
algunos de los indicadores se den de forma reiterada, destacando el carácter
persistente de la inestabilidad afectiva (véase figura 3.6).
Abuso sexual
El abuso sexual infantil se ha de definir según los expertos María Rosario Cortés y José
Cantón a partir de dos conceptos: coerción y asimetría de edad (López, Hernández y
Carpintero, 1995).
La coerción (uso de fuerza física, presión o engaño) debe considerarse por sí misma un
criterio suficiente para etiquetar una conducta de abuso sexual a un menor.
La asimetría de edad impide la verdadera libertad de decisión y hace imposible una
actividad sexual consentida, ya que los participantes tienen experiencias, grado de madurez
psíquica y biológica y expectativas muy diferentes.
Existen múltiples definiciones de abuso sexual, entre las cuales hemos destacado cuatro:
Figura 3.6.
Una vez que se establecen las diferentes tipologías de maltrato infantil, se debe tener en
cuenta que en un importante porcentaje de casos se produce un cierto solapamiento entre ellas.
Es frecuente que se den casos en los que aparezcan simultáneamente el maltrato y el abandono
físico o el maltrato físico y el abuso sexual (Arruabarrena y De Paúl, 1994).
— Los contactos sexuales e interacciones entre un niño y un adulto cuando éste (agresor)
usa al menor para estimularse sexualmente él mismo o a otra persona. El abuso sexual
puede también ser cometido por una persona menor de 18 años cuando ésta (el agresor)
es significativamente mayor que el niño (la víctima) o está en una posición de poder o
control sobre el menor (National Center of Child Abuse and Neglect, 1978).
— La utilización del niño por parte de un adulto con vistas a la obtención de placer o
beneficios económicos (Council of Cientifics Affairs of AMA, 1985. AMA diagnostic
and treatment guideline ens concerning child abuse and neglect. JAMA, 254, 796-800).
Otras definiciones hacen hincapié en las diferencias de edad entre víctima y agresor. Así
Finkelhor y Hotaing (1984) propusieron que el contacto sexual es abusivo sí:
— Hay una diferencia de cinco años de edad o más cuando el menor tiene menos de 13
años, y de diez años o más si éste tiene entre 13 y 16 años.
— El contacto sexual se realiza mediante el uso de la fuerza o amenaza mientras que la
víctima está indefensa o inconsciente, o a través de abuso de autoridad, sin importar la
diferencia de edad.
Berliner y Elliot (1996) definieron el abuso sexual infantil como cualquier actividad sexual
con un niño en la que se emplee la fuerza o la amenaza de utilizarla, con independencia de la
edad de los participantes, y cualquier contacto sexual entre un adulto y un niño con
independencia de que haga daño o de que el menor comprenda la naturaleza sexual de la
actividad.
El contacto sexual entre un adolescente y un niño más pequeño también se considera
abusivo si existe una disparidad de edad (cinco o más años), desarrollo o tamaño que impida
al niño más pequeño dar un consentimiento informado. La actividad sexual puede incluir
penetración, tocamientos o actos sexuales que no implican contacto, como la exposición o el
voyeurismo.
Indicadores de abuso sexual
Según las definiciones aportadas en el punto anterior, se concibe el abuso sexual como la
implicación de los niños en actividades sexuales a fin de satisfacer necesidades del adulto,
tanto si hay contacto físico como si no lo hay. Por tanto, se hace necesario estudiar las
conductas que pueden darse en los abusos sexuales.
En la tabla 3.2 (Díaz Huertas, Atención al Maltrato Infantil desde los Servicios Sociales,
2002) se concretan los diferentes tipos de abuso sexual, indicando claramente las conductas
abusivas.
TABLA 3.2
Conductas físicas
Violación: penetración en la vagina, ano o boca con Propuestas verbales de actividad sexual explícita.
cualquier objeto (sin el consentimiento de la persona). Exhibicionismo: acto de mostrar los órganos sexuales de una
Penetración digital: inserción de un dedo en la vagina o manera inapropiada.
ano. Obligar a los niños a ver actividades sexuales de otras
Penetración vaginal o anal con el pene. personas: padres u otras personas implican a niños en la
Penetración vaginal o anal con un objeto. observación de coito o pornografía.
Caricias: toca o acariciar los genitales de otro, incluyendo
forzar a masturbar para cualquier contacto sexual menos
la penetración.
Sodomía o conductas sexuales con personas del mismo
sexo.
Contacto genital oral.
Involucrar al niño en contactos sexuales con animales.
Esta clasificación puede cruzarse con el grado de relación entre el autor del abuso y la
víctima. De esta forma se puede distinguir fácilmente entre los abusos intrafamiliares
(calificados de incestuosos) y los extrafamiliares (próximos a la víctima, desconocidos).
El incesto es el contacto físico sexual o relación sexual por un pariente de consanguinidad
lineal (padre, madre, abuelo/a, hermano o hermana, tío o tía, sobrino o sobrina).
Se incluye también el contacto sexual con figuras adultas que estén cumpliendo de manera
estable el papel de figuras parentales (padres adoptivos, padrastros, pareja estable...).
Igualmente necesario en la detección del abuso sexual es conocer los indicadores físicos y
comportamentales que nos van a señalar que se está produciendo algún tipo de abuso a fin de
actuar lo más pronto posible. En el siguiente cuadro se reflejan los distintos indicadores de
abuso sexual (Díaz Huertas).
TABLA 3.3
Físicos
Presencia de esperma.
Embarazo.
Dificultades manifiestas en defecación.
Enuresis o encopresis.
TABLA 3.4
Comportamentales. Sexuales
Masturbación excesiva.
Interacción sexual con iguales.
Conductas Agresiones sexuales a otros niños más pequeños.
sexuales Conductas sexuales con adultos.
Conductas seductivas repetidas.
Promiscuidad.
Conocimientos Temas como: penetración digital, erección, eyaculación, cunnilingus, felación o qué es lo que se
sexuales siente durante la penetración...
TABLA 3.5
Comportamentales. No sexuales
Depresión.
Ansiedad.
Retraimiento.
Fantasías excesivas.
Problemas emocionales Conductas regresivas.
Falta de control emocional.
Fobias repetidas y variadas.
Problemas psicosomáticos.
Labilidad afectiva.
Agresiones.
Fugas.
Conductas delictivas.
Problemas conductuales
Consumo de alcohol y drogas.
Conductas autodestructivas.
Intentos de suicidio.
Retraso en el habla.
Problemas de atención y concentración.
Problemas de desarrollo cognitivo
Disminución de rendimiento académico.
Retraimiento.
Retrasos en el crecimiento.
Problemas de desarrollo cognitivo Accidentes frecuentes.
Psicomotricidad lenta o hiperactividad.
Culpa.
Problemas afectivos Vergüenza.
Como resumen general, el informe del Centro Reina Sofía sobre el maltrato infantil en la
familia española realizado en el año 2011 nos desvela que:
Consecuencias psicológicas
Los efectos emocionales inmediatos del maltrato infantil —aislamiento, miedo,
desconfianza— pueden prolongarse durante toda la vida, como la baja autoestima, la
depresión y las dificultades interpersonales.
En un estudio a largo plazo con jóvenes abusados, más del 80 por ciento fueron
diagnosticados con un desorden psicológico al cumplir los 21 años. Estos jóvenes tenían
problemas de depresión, ansiedad o desórdenes alimenticios, y muchos intentaron suicidarse
(Silverman, Reinherz y Giaconia, 1996). Otras condiciones psicológicas y emocionales
asociadas al abuso y a la negligencia son el pánico, la depresión, la ira, el trastorno
disociativo, el estrés postraumático, los trastornos afectivos y el llamado síndrome de déficit
de atención e hiperactividad (Teicher, 2000; De Bellis y Thomas, 2003; Springer, Sheridan,
Kuo y Carnes, 2007).
V F
1. Para poder entender el maltrato infantil de la infancia y adolescencia, es necesario conocer lo que les ocurre a
las familias a las que pertenecen estos niños.
2. El concepto «malos tratos a la infancia» representa una realidad compleja y difícil de definir.
3. Las familias negligentes son aquellas cuyos adultos presentan de una manera permanente comportamientos que
se expresan por una omisión o una insuficiencia de cuidados a los hijos que tienen a su cargo.
4. Cuando la palabra es utilizada sistemáticamente para manipular y/o destruir el mundo de los niños nos
encontramos ante el maltrato psicológico.
5. Entre las manifestaciones y secuelas del maltrato físico están las siguientes: trastornos de identidad, autoestima
pobre, ansiedad, angustia y depresión.
6. La experiencia demuestra que más de un 80 por 100 de los casos de maltrato son producidos por adultos
conocidos por el niño y muchas veces por miembros de su familia.
7. Los criterios para definir una situación de maltrato han de fundamentarse en las consecuencias en el niño, es
decir, en los daños producidos, en las necesidades no atendidas y en la presencia o ausencia de determinadas
conductas parentales.
8. El abuso sexual infantil se ha de definir según los expertos a partir de dos conceptos: la coerción y la asimetría
de edad y los tipos de conducta de abuso sexual.
9. Si tenemos en cuenta el sexo de las víctimas, los niños son quienes padecen más maltrato físico, psicológico y
negligencia, y las niñas, más abuso sexual.
10. El maltrato emocional adquiere múltiples formas de presentación, como la sobreprotección, consistente en
privar al niño del aprendizaje para establecer relaciones normales con su entorno (adultos, niños, juego,
actividades escolares), el crecimiento del niño en un contexto maltratante, de violencia, las situaciones de
separación y divorcio en que los niños son utilizados, etc.
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BIBLIOGRAFÍA
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4
Resilience y depresión en niños
VICTORIA DEL BARRIO GÁNDARA
1. DEFINICIÓN
Los antecedentes del constructo resilience pueden rastrearse ya desde el mundo clásico,
pero su aparición como un tema en el campo de la psicología data de mediados de los años
setenta. A partir de ahí lo realmente determinante fue una revisión que Compas hizo en los
años noventa; ésta dio alas al tema y el concepto ha ido ganando fuerza y potencia, tantas que
hoy es perfectamente similar a otros constructos tan relevantes como, por ejemplo, el estrés.
Es conveniente hacer una pequeña introducción que delimite aquello que entendemos por
resilience. Si partimos de las distintas definiciones que se han dado del término, vemos que
unas son más apropiadas que otras porque explicitan con mayor precisión la novedad del
constructo. Por ejemplo, si tomamos la definición de Machacon (2011), quien sostiene que la
resilience es el convencimiento que tiene un individuo o equipo de poder superar los
obstáculos de manera exitosa, comprobamos que esto es verdad, pero también algo
insuficiente puesto que, si se somete a análisis estricto, se hace patente que no añade nada al
concepto de autoeficacia. Otras definiciones hacen mención de la competencia de solución de
problemas o de la resistencia al estrés, pero no añaden nada a los constructos de autoestima o
estabilidad emocional. Todas las definiciones hacen mención de una serie de actitudes,
habilidades y competencias que están relacionadas con la resilience, pero que son comunes a
otros constructos psicológicos, y lo realmente importante es delimitar las características
específicas que la definen y la diferencian de otros conceptos relacionados con ella.
Figura 4.1.
Después de repasar muchas definiciones, he escogido, como asumible, una de las primeras,
generada en un contexto de investigación específicamente infantil y emitida por una institución
cuyo carácter colectivo nos garantiza que ha habido una discusión plural antes de su emisión.
Es ésta: «Habilidad para resurgir de la adversidad, adaptarse, recuperarse y acceder a una
vida significativa y productiva» (ICCB, Institute on Child «Resilience» and Family, 1994).
Esta definición tiene varias ventajas: en primer lugar, es genérica y simple y por tanto se
pueden incluir en ella otras muchas definiciones que han surgido como setas en los últimos
tiempos; en segundo lugar hace alusión a la «recuperación», que es algo esencial en el
concepto de resilence frente a la clásica resistencia al estrés. No sólo se resisten los embates
de la vida sin hundirse, sino que se logra con rapidez el equilibrio de partida y de nuevo se
alcanza la situación de normalidad previa.
Otros autores señalan que los elementos esenciales de la resilience son: pensamiento
positivo, tenacidad y búsqueda de ayuda (Reuben y Moon-Ho, 2012). Es interesante que dos
de los elementos sean personales y uno de ellos tenga carácter social; por tanto, se subraya el
matiz contextual como un ingrediente esencial.
Es especialmente interesante una matización al concepto de resilience que hacen Dougherty
y Masten (2005): «un patrón de adaptación positiva en el contexto de la adversidad presente o
pasada». El interés de esta definición es doble: por una parte hace explícita la relación con la
psicología positiva y por otra conecta directamente con la depresión puesto que alude a la
adversidad presente y también a la pasada; le falta sólo mencionar la adversidad futura para
enunciar exactamente la definición de Beck.
Un sujeto con resilience es flexible ante el impacto y se recupera fácilmente; es, como
recuerda la filosofía oriental, un junco que resiste el viento por su flexibilidad, que le permite
inclinarse y recuperar la verticalidad en cuanto amaina la tempestad. Es decir, que la
resilience en el fondo consiste en reunir habilidades de afrontamiento que comprenden
esencialmente: competencia social, previsión de dificultades, buena capacidad de resolución
de problemas, reflexión de las consecuencias de la propia conducta, autonomía y
propositividad.
Finalmente hagamos una pequeña precisión terminológica; la palabra inglesa resilience se
ha introducido en la psicología de habla hispana en los dos lados del Atlántico sin que los
profesionales de la psicología hayan hecho ningún esfuerzo por adaptar el término al español,
aunque la RAE se ha apresurado a aceptar el vocablo «resiliencia» (esperemos que rectifique,
como lo ha hecho con «sicología»). En castellano hay palabras que pueden usarse para
sustituirlo: entereza, fortaleza y resistencia, por ejemplo. Entereza se centra más en el
momento agudo, que evita el derrumbamiento del sujeto. Fortaleza tiene toda la resonancia de
la virtud aristotélica que incluye la doble acepción de ser fuerte y de resistir. Por último
resistencia se refiere más bien a un mantenimiento de la entereza en el tiempo, aunque este
término tiene la ventaja de conservar una fonética más próxima a la palabra inglesa. Podría
adoptarse cualquiera de las tres, pero para ello es necesario que se produzca un consenso
entre profesionales. Yo me decantaría por traducir resilience por «fortaleza» por varias
razones: a) porque ya ha sido usado por profesionales prestigiosos; b) porque tiene un bagaje
de carácter más psicológico que los otros dos términos, y c) porque alude a una resistencia
activa y pasiva muy acorde a las características esenciales del concepto. Mientras ese
consenso entre profesionales de habla hispana no llegue, usaré el término en inglés, como se
comprobará en este capítulo.
El concepto resilience, una vez más, se ha gestado en el seno de la medicina que se
planteaba el estudio de aquellos elementos de naturaleza física o psíquica implicados en el
proceso de recuperación de una enfermedad. En un segundo momento, ya desde el campo de la
psicología, se plantea el análisis de los elementos de carácter estrictamente psicológico
implicados en ese proceso. Resulta evidente que este nuevo constructo es una perspectiva
actualizada del estrés, pero poniendo el énfasis en la capacidad de recuperación de la
normalidad en lugar de ponerlo en la ruptura de ésta. Ya Selye subrayó que la primera
reacción de un cuerpo sometido al estrés era la resistencia, y eso es lo que ha llevado a
analizar los elementos diferenciales entre los sujetos que resisten frente a los que se hunden.
Este giro en la atención en el estudio del proceso se debe fundamentalmente al cambio casi
paradigmático que la psicología ha sufrido en los últimos tiempos. Me refiero a la psicología
positiva, que ya no se busca conocer los estragos del estrés sino las características de los
individuos que no sucumben a él.
Cuando se analizan las revisiones sobre resilience hallamos que su contenido no difiere
esencialmente de analizar los elementos que se estudian como factores de riesgo en cualquier
tipo de patología infantil. Son los perennes factores de riesgo biológicos, personales y
sociales que aparecen una y otra vez con un paralelismo total en todas las patologías (Zolkoski
y Bullock, 2012). Hay que subrayar qué tipo de actitudes, creencias y conductas se han de
tener para ser resiliente y, por el contrario, cuáles se deben evitar para no convertirse en una
persona vulnerable. Vulnerabilidad frente a resilience es la pieza clave de la investigación
sobre este tema.
La resilience es un escudo de protección para la lucha de la vida; no es una
invulnerabilidad, sino una habilidad de superación que se adquiere. Esa adquisición se logra
por dos caminos: incrementando las propias fortalezas que emanan de las características
personales y aprendiendo técnicas de manejo de la reacción emocional excesiva producida
por las situaciones que se valoran como amenazantes. La resilience se compone de muchos
ingredientes diferentes, pero el resultado de poseerla es sólo uno: resultar indemne cuando
ataca la adversidad. Recurriendo a una metáfora se puede concluir que la resilience es un
colchón protector de los golpes a los que necesariamente un sujeto se ve abocado por el hecho
de vivir.
Por último, y como consecuencia de lo anterior, toda la preocupación de la investigación
sobre resilience se centra en lograr el conocimiento necesario para conseguir promocionarla
en aquellos sujetos que pertenecen precisamente a grupos de riesgo y que reúnen las
condiciones que los hacen vulnerables y, por tanto, no resistentes ante la adversidad (Masten,
2007). Y en ello estamos actualmente.
La persona que vamos a describir nació en el seno una familia acogedora, culta y de
economía solvente, y fue un bebé risueño y tranquilo. Su nacimiento fue enormemente
celebrado porque era el único varón en una familia de mujeres. En la primera infancia
sobrevivió a una grave y dolorosa enfermedad, y después de ello, y quizás potenciada por
este grave acontecimiento, tuvo una infancia especialmente cuidada y armónica.
El año en que comenzó sus estudios universitarios, falleció su padre. Tuvo que dejar la
universidad y ponerse a trabajar en un banco para mantener a la familia, que se había
quedado sin recursos; así vio precozmente truncado su primer proyecto vital.
Posteriormente, con mucho esfuerzo y estudiando por las noches, logró hacerse maestro
y ganar unas reñidas oposiciones de inspector. Subió en el escalafón profesional y con
bastante celeridad llegó a obtener la plaza que deseaba como inspector en la ciudad de
Barcelona. Al poco tiempo de alcanzar su meta profesional, comenzó la guerra civil, y en
ese tiempo convulso se casó con su compañera y tuvo su primer hijo.
Al término de la guerra, y después de la experiencia de un campo de concentración
francés, fue extraditado a España. A su vuelta no sólo se le destituyó de su cargo sino que
perdió también la carrera y fue deportado a una pequeña ciudad. De nuevo volvió a la
insolvencia. Aprovechando su condición de maestro, sobrevivió dando clases particulares,
pero no pudo vivir con su mujer y su hijo porque ella había obtenido una plaza de maestra
en una ciudad distinta y lejos de su lugar de destierro, lo que les condenó a una separación
indeseada. Muy poco después ella murió a consecuencia de una enfermedad banal para la
que, en aquel entonces, no se encontró una medicación adecuada. Se quedó viudo con un
hijo de dos años.
Al cabo del tiempo recuperó su carrera, pero fue relegado a ejercerla en aquella pequeña
ciudad de provincias. Era un gran profesional, pero sus nuevos intentos de promocionar en
la profesión y alcanzar una mejor plaza fueron inútiles, dados sus antecedentes. Así que
permaneció perfectamente adaptado en su pequeña ciudad el resto de su larga vida.
A pesar de esta frustrante y triste biografía, al cabo resultó ser un hombre pacífico, bien
humorado, sociable y que disfrutaba de todos los pequeños placeres de la vida: amigos,
comida, paisaje, paseos, cine, lectura y trabajo. Todo el que le conocía envidiaba su sentido
del humor y le apreciaba por su bonhomía. Se podía decir que era un superviviente a la
adversidad y, sin lugar a dudas, un hombre feliz.
Figura 4.2.
Es un ejemplo adulto, pero sus cualidades de resistencia se fraguaron en la niñez. Por otra
parte, sólo en sujetos adultos se pueden ver cumplidamente las consecuencias de la fortaleza,
puesto que éstas únicamente pueden ser contempladas con el paso del tiempo, que consolida
una historia con o sin problemas que afrontar; es entonces cuando se comprueba
verdaderamente si el sujeto ha soportado bien los embates del tiempo. Sólo así se ven
nítidamente los frutos de la resilience. Como decían los clásicos, «sólo al final de la vida se
puede confirmar la felicidad».
No cabe duda de que este que acabamos de ver es un ejemplo de persona resiliente cuyas
características temperamentales, sumadas a las condiciones contextuales familiares y sociales,
en su primera infancia, consolidaron su fortaleza ante la adversidad, que no fue poca. La
depresión o la violencia habrían sido reacciones naturales, comprensibles, pero mucho menos
adaptativas y, por tanto, exitosas. Por eso los estudios de resilience se han centrado muy
especialmente en el mundo infantil. Es coherente que se busque la esencia de la resilience en
aquella época de la vida en la que se conforman los patrones de respuesta ante el entorno de
manera más sólida y firme. Los niños son sujetos lábiles que aprenden con facilidad, y esos
aprendizajes primeros se conservan con una fuerza indeleble, son una segunda naturaleza. Los
hábitos primeros actúan como una segunda naturaleza por su solidez y duración.
Los niños, sobre todo en las sociedades desfavorecidas, están sometidos a
responsabilidades y presiones importantes tales como buscarse alimentos o cobijo e incluso
procurarse defensa. Estas actividades pueden hacer que un niño madure o sucumba, y, desde
luego, aplastarían a un niño urbano del primer mundo acostumbrado a una sobreprotección la
mayor parte de las veces inadecuada. Sin embargo, hay un número considerable de niños
sometidos a estrés que no sólo logran sobrevivir sino que salen fortalecidos de esa dura
experiencia. Las carencias han actuado como un estímulo a respuestas adaptativas. La
exposición es una técnica de superación de los problemas. La frase vulgar: «saber lo que vale
un peine» se ajusta perfectamente a esta situación, que consiste en el poder didáctico del
contacto con la realidad que se opone a nuestros deseos y necesidades y no se doblega ante
ellos, como suele ocurrir con las prescripciones paternas. Es exactamente lo contrario a la
situación del príncipe hindú que ignoraba todo acerca de la pobreza, la enfermedad, la
violencia y la muerte. La vida enseña y los niños han de enfrentarse a ella precisamente para
aprender a manejar las situaciones complicadas y así dotarse de las armas necesarias para la
lucha. Por eso es tan peligrosa la sobreprotección en la educación. Entre la dureza del tercer
mundo y la molicie del primero debe haber una tercera vía virtuosa, y en eso consiste
precisamente la promoción de la resilience.
El gran problema es tener suficientemente claro en qué consiste ese aprendizaje de la
respuesta adecuada en intensidad y especificidad y sobre todo cómo se puede llegar a trasmitir
con eficacia el manejo de las situaciones difíciles. En este sentido, hay unas preguntas
esenciales a las que tenemos que buscar respuesta: ¿por qué unos niños salen fortalecidos de
la adversidad y otros sucumben?, ¿es algo innato o se aprende?
Como ocurre en todo lo referente al hombre, sólo se puede contestar a estas preguntas si las
respuestas incluyen dos ingredientes: la natura y la nurtura. Por un lado, un cierto tipo de
personalidad pone las bases y, por otro, un aprendizaje aporta el contenido. El conjunto de
este binomio individuo y sociedad constituye la base de lo que se denomina «estrategias de
afrontamiento» ante los acontecimientos negativos. Estas estrategias no son inmutables, sino
que tienen que ser adaptadas en cada tipo de sociedad y a los elementos que en ella se
consideran valiosos. Por eso es tan difícil el acierto. Probablemente un niño del siglo XXI no
puede enfrentarse a su mundo adecuadamente sin el manejo de los ordenadores, pero hace sólo
un siglo un sujeto podía ser perfectamente eficaz en su resolución de problemas sin saber
siquiera leer. Un niño actual al que no le gusta el fútbol se siente aislado, pero la humanidad ha
descubierto este deporte hace pocas décadas. Es decir, que las competencias que hay que
trasmitir a un niño son las que le permitirán manejar su mundo, y esto no es tan fácil como
parece, porque el mundo cambiante en el que un niño ha de desenvolverse está en el futuro, y
éste no se conoce. La mayor parte de los españoles mayores de 50 han sido educados con el
francés como segunda lengua, pero cuando llegaron a adultos lo necesario era el inglés. Ésa
fue una equivocación colectiva porque se cometió el error de creer que la situación presente
se perpetuaría, y eso ocurre raramente porque el entorno está en constante cambio. Por eso hay
que plantearse muy seriamente qué será útil para la transmisión de eficacia ante el mundo, y
ésta es una ardua tarea. Bernard Shaw contestó a un periodista que le preguntaba sobre el
teatro del futuro: «si lo supiera, lo escribiría». Esto es lo que hay que plantearse para preparar
adecuadamente a un niño para ser eficaz en la gestión de su vida. El gran reto de la trasmisión
de una adecuada resilience es la imaginación para, gracias a ella, poder llegar a prever cuáles
serán los retos del futuro en un entorno más cambiante de lo que nunca lo ha sido hasta donde
históricamente hemos podido conocer.
Desde un punto de vista personal y psicológico, las cosas son un poco más fáciles, porque
el elemento estructural biológico que constituye a un individuo y sus consecuencias
conductuales ha sufrido escasos cambios en siglos. El aprendizaje psicológico más útil es,
fundamentalmente, la habilidad de mantener la calma y analizar la situación. Es evidente que,
cualquiera que sea el reto, la resilience es ante todo un estado de ánimo antes, durante y
después de la vivencia de la adversidad; por tanto es necesario plantearse en qué consiste ese
estado de ánimo y las características que lo acompañan.
En un primer análisis se observa una serie de elementos que se combinan de una manera
compleja tales como entereza, confianza y combatividad, pero hay que buscar cómo se
construyen estas habilidades. Parece que todas ellas nacen en la primera infancia en el seno de
la familia. Esto pone, una vez más, de manifiesto el carácter interactivo de la construcción de
la resilience.
Por una parte está la consistencia de los lazos que unen al grupo en el que el sujeto se
desarrolla y la vivencia de pertenencia con que el sujeto se siente vinculado a él. Esto es
esencial para la función de trasmisión de competencias. La familia nuclear es la que transmite
esos saberes primariamente, pero esta trasmisión, para que sea correcta, necesita un vínculo
sentimental. El cariño es el vehículo que trasporta más fácilmente la comunicación
intrafamiliar de emociones, valores, actitudes y conductas. Los niños atienden especialmente a
la persona de referencia y «copian» (aprendizaje vicario) todo aquello que acontece bajo su
mirada. Si la comunicación y el modelo son adecuados, la adaptación es fácil y se produce la
óptima prevención de todo tipo de disfunciones. La relación afectiva potente y sana explica en
una proporción considerable la capacidad de ajuste emocional infantil. Esta vinculación en
estadios primaros se llama «apego» y la analizaremos más adelante.
Otros muchos autores encuentran en esta correlación entre la comunicación afectiva y la
resilience la base de una menor vulnerabilidad en el niño para desarrollar trastornos y muy
especialmente una depresión (Beardslee, Glandstone y O’Connor, 2012; Kim, 2012).
Esta comunicación no sólo tiene vigencia en la niñez, sino que también se ha detectado en
la adolescencia. Brennan y Le Brocque (2003) estudiaron una población adolescente en dos
sociedades diferentes y hallaron que un control suave, altos niveles de afectividad y poca
sobreprotección incrementaban el nivel de resilience en los niños no sólo ante la depresión
sino también ante otros trastornos de tipo interiorizado como la ansiedad. En el caso de los
adolescentes, el apego se ve sustituido por un estilo de crianza en el que priman la relación
afectiva positiva, la confianza, la seguridad y la autonomía equilibrada.
Como se puede apreciar, todas estas características son incompatibles con la depresión.
Es evidente, por la naturaleza de la depresión, que ésta coloca al sujeto en una situación de
indefensión incompatible con la resilience; ésta y la depresión son dos estados de ánimo
antagónicos. Por tanto, la depresión y la resilience tienen una relación de vasos comunicantes:
si hay un descenso en uno, se produce un incremento en el otro, y viceversa.
Tanto la depresión como otro tipo de perturbaciones descenderán si se aumenta la fortaleza
de los sujetos para manejar el estrés y recuperarse del embate.
Como la depresión, junto con la ansiedad, es uno de los trastornos infantiles más
prevalentes, hay que plantearse seriamente esta relación a efectos de reducir su aparición, y
para ello es evidente que la resilience desempeña un importante papel.
La prevalencia de la depresión se estima entre un 2 y un 13 por 100 desde la niñez hasta la
adolescencia respectivamente y se eleva aún más si se considera la totalidad de este período
de vida. Parece que uno de cada cinco adolescentes podría desarrollar una depresión, lo que
viene a representar un 20 por 100 de la población de ese segmento de edad (Del Barrio,
2013). La depresión es más prevalente en las niñas a partir de la adolescencia, lo que ha
llevado a pensar que la explicación de este dato se encuentra en las hormonas femeninas, y
también en el patrón social de dependencia aplicado a la mujer. Hay autores que subrayan que
justo la demanda social contraria sobre los varones: la responsabilidad en la resolución de
problemas, puede llegar a ser su desencadenante particular de depresión (Pollack, 1999)
Como es notorio, la depresión consiste en una alteración que se caracteriza por un
sentimiento de tristeza intensa; es, por tanto, una perturbación afectiva, es decir, que lo que se
altera son las emociones, y el individuo se ve invadido por esa emoción negativa melancólica.
Este sentimiento condiciona todos los demás síntomas criteriales de la depresión. Además de
tristeza, en la depresión está mermada la capacidad de disfrute (anhedonia) que junto con la
disforia son las condiciones indispensables para poder emitir un diagnóstico diferencial de
depresión. Se producen además problemas de concentración, sueño, intensa fatiga, que afectan
seriamente al rendimiento en las actividades normales; se pueden añadir problemas de
alimentación, sentimientos de culpabilidad e impotencia e ideas o intentos de suicidio. Todo
ello constituye el cuadro depresivo tanto para adultos como para niños. En el caso de estos
últimos, frecuentemente aparece irritabilidad, lo que en ocasionas enmascara y dificulta el
verdadero diagnóstico del problema. Pero este cuadro no es suficiente todavía para que se
pueda diagnosticar el trastorno. Es necesario que esté afectada la capacidad de actuación
normal en la vida diaria, lo que constituye la prueba definitiva de la presencia de un trastorno
depresivo propiamente dicho.
La depresión es un problema muy serio que afecta a muchos sujetos y que tiene una
tendencia preocupante al incremento en el que llamamos primer mundo. Es un problema a
combatir tanto por su magnitud como por el sufrimiento personal y social que lleva asociado.
Las prevalencias más altas de depresión infantil y juvenil se hallan en el mundo que
llamamos desarrollado, lo que nos debe obligar a estar especialmente atentos a las
características ambientales y sociales que pueden estar funcionando como mediadores en el
desarrollo del problema.
Afortunadamente en estos momentos hay una potente investigación en marcha para poder
controlar este fenómeno, y las estrategias de control del problema se construyen desde todos
los ámbitos de la psicología y ciencias afines.
Entre las numerosas vías de prevención de este problema se ha desarrollado, en el marco
de la psicología positiva, una fuerte corriente centrada en la prevención de los problemas
psicológicos (tanto en niños como en adultos). En el afán de limitar este problema se ha
desarrollado una fuerte corriente de promoción de las características positivas o fortalezas de
los sujetos. Si lo clásico ha sido la solución del problema basándose en la detección, el
análisis y el tratamiento de las debilidades afines al trastorno que afecta a un sujeto, la
tendencia actual se focaliza, por el contrario, en el análisis de las facultades, virtudes,
habilidades y competencias del sujeto para lograr su recuperación fortaleciéndolas.
Concretamente en este marco se inscribe la relación de la depresión con la resilience
(fortaleza). En el fondo la depresión consiste en una debilidad en el afrontamiento de los
problemas, puesto que es una emoción que se alveola en otras primarias: el miedo y la huida.
El miedo y la huida son los fundamentos básicos de la depresión. Ésta es más intensa en
sujetos que reúnen unas ciertas características que se derivan de una compleja interacción de
elementos biológicos, emocionales, cognitivos, familiares, interpersonales y ambientales
considerados factores de riesgo para el desarrollo de una depresión.
Las características personales tales como un temperamento lento y una personalidad
tendente a la inestabilidad emocional que tiene que lidiar con un entorno problemático
desembocan en una inhibición ante circunstancias adversas; como consecuencia de ello, el
sujeto se retrae ante los problemas, no los resuelve, se siente angustiado y se refugia en la
inactividad. El concepto de helplessness de Seligman sobre la retirada ante el fracaso para el
control del estrés ejemplifica perfectamente la interacción entre los elementos individuales y
los experienciales en el desarrollo de respuestas desadaptativas a los retos a los que el
entorno somete a los individuos que son menos hábiles en su resolución.
La mayor parte de las depresiones infantiles y juveniles son reactivas, es decir, suelen
desencadenarse ante sucesos negativos. Está probado que la resilience produce un efecto
protector ante este tipo de eventos, tanto mediato como inmediato (Zhu, Fan, Zheng y Sun,
2012).
Muchos de los programas pensados para el tratamiento de la depresión se centran en
analizar esas situaciones complicadas que pueden representar un reto insoluble. Cuando se
conjuga un determinado tipo de personalidad con un entorno donde es más fácil que se
produzcan respuestas depresivas, precisamente por la ausencia de las habilidades de
afrontamiento, resulta más pertinente proporcionar a los sujetos los recursos para la solución
de los problemas que les dotarían de la fortaleza suficiente para resistir ante la adversidad y
que podríamos muy bien denominar resilience.
Para hacer más patente lo dicho, analizaremos los elementos que se asocian a la aparición
de la depresión y, paralelamente a ello, aquellos que son los propios de la resilience o
fortaleza.
TABLA 4.1
Ineficacia. Autoeficacia.
Previsión catastrófica. Previsión ajustada de consecuencias.
Dependencia. Asertividad.
Desesperanza. Propositividad.
Pesimismo. Optimismo.
Anhedonia. Implicación.
En este listado aparece, como en un daguerrotipo, la nitidez de la imagen con una poderosa
oposición de fondo y figura que resalta las diferencias y concomitancias.
Como es natural, todos estos elementos característicos de la resilience están
cuidadosamente recogidos en los programas de intervención para promocionarla y, por tanto,
para prevenir la depresión, y esto tanto en niños como en adolescentes. De hecho se ha
constatado que el incremento de la resilience aumenta la capacidad de afrontamiento tanto
para los trastornos de tipo interiorizado como ansiedad y depresión como los exteriorizados,
como los problemas de conducta y oposición (Reuben y Moon-Ho, 2012).
Estos programas no sólo son aplicables a los sujetos afectados, sino que también han
proliferado distintos tipos de intervención que se han extendido a las familias con el objetivo
de enseñar a los padres el manejo de circunstancias difíciles que pueden prevenir los
problemas infantiles y promocionar las estrategias de superación de situaciones estresantes.
Veremos a continuación sus pormenores.
Nos plantearemos a continuación cómo podemos conseguir que los niños y adolescentes
incrementen aquellas características que se asocian a la resilience y que por tanto les permitan
dominar las emociones negativas, tales como la depresión, que siempre se asocian a los
acontecimientos que se perciben como amenazantes.
Hay dos campos claros de actuación: la familia y el sujeto. En el seno de la familia se
fraguan muy precozmente las habilidades que los niños han de poseer para el manejo de las
emociones. La familia enseña, ya sea por aprendizaje formal o vicario, el control emocional, y
además, mediante su colaboración, se puede llegar a remediar los fallos que pueden haberse
cometido en el primer estadio de desarrollo, bien por las condiciones personales del sujeto,
bien por los problemas asociados a los distintos elementos que caracterizan a la familia:
comunicación sentimental, control, dificultades sociales, métodos de enseñanza, etc.
La metodología que se ha utilizado para la preparación de la acción focalizada en la
familia es la observación diferencial del contexto familiar eficaz frente al ineficaz. Si se
analizan las condiciones familiares de los niños que carecen de una adecuada resilience,
vemos que coinciden absolutamente con los factores perturbadores familiares ligados tanto a
la depresión como a otro tipo de patologías infantiles. Si observamos estas condiciones
perturbadoras, las principales son: dejación de las funciones de la crianza, mal clima familiar,
perturbaciones paternas (enfermedad física o psíquica, droga, delincuencia, violencia),
afectividad deficiente, precarios recursos personales o sociales. Por el contrario, existen unas
características salvadoras que son la otra cara de la moneda: familia estable, buena relación
de pareja, cohesión familiar, apoyo paterno, entorno estimulante, exigencias ajustadas a la
situación, recursos sociales e ingresos adecuados (Benzies y Mychasiuk, 2009). Parece claro
que un programa de intervención preventiva tendrá que inhibir los primeros patrones
familiares y promocionar los segundos.
Se ha comprobado que cuando se somete a los padres a programas de prevención
orientados a promocionar la resilience (PRP), la situación emocional mejora tanto en los
progenitores como en los hijos; los padres logran gestionar mejor sus propias emociones, lo
que no sólo repercute en la interacción emocional con los hijos sino que los convierte en
modelos más apropiados para el aprendizaje vicario de una buena gestión emocional
(Compas, Forehand, Keller, Champion, Rakow, Reeslund et al., 2009).
Esto va más allá, puesto que tiene también implicaciones sociales, ya que las familias se
benefician cuando se dan las condiciones sociales que facilitan el bienestar que repercute en
los recursos familiares de todo orden.
Figura 4.4.
La sociedad que ofrece unas determinadas actividades preventivas adquiere una mayor
solvencia a la hora de producir ciudadanos resilientes. La sociedad debe ofrecer: programas
de prevención primaria, barrios seguros, servicios de apoyo, facilidades para actividades
lúdicas, centros de enseñanza suficientes, servicios de salud accesibles, oportunidades de
trabajo y organizaciones religiosas o espirituales que ayuden a los ciudadanos a conseguir un
manejo adecuado de los problemas.
Por otra parte, y no menos importantes, están las condiciones personales.
Los niños vienen al mundo dotados de un organismo que en buena parte condiciona su
interacción con el contexto: un sistema perceptivo, un repertorio de respuestas automáticas, un
cierto temperamento, una estructura personal. Cualquiera de estas estructuras básicas
condiciona, en cierto modo, la manera de ajustarse al mundo y ajustar la respuesta individual a
la demanda contextual. Los sujetos cuyas estructuras somáticas facilitan respuestas excesivas y
desproporcionadas constituyen los grupos de riesgo puesto que son más proclives a
desarrollar problemas emocionales.
Los programas de prevención se centran, precisamente, en promocionar aquellas
competencias personales que contrarrestan el riesgo y que enseñan a controlar e inhibir esas
características personales inadecuadas.
Como es lógico, estos programas no pueden ser implementados a nivel general; por tanto se
tiende a focalizar la atención en aquellos niños que personal y socialmente pertenecen a
grupos de riesgo.
Hoy hay que tener especialmente en cuenta aquellas poblaciones que pertenecen a minorías,
étnicas, religiosas o culturales, puesto que están ambientalmente sometidas a unos grados de
presión y estrés superiores y por tanto necesitan un mayor cuidado preventivo.
Respecto a la prevención de la depresión, la actuación sobre los factores de riesgo
familiares es esencial, y cuanto más precozmente se lleve a cabo, mejores serán los resultados
y menos intervención requerirán los individuos (Del Barrio, 2007).
TABLA 4.2
Todos los expertos han recomendado formalmente que se usen los programas para el
tratamiento y la prevención de la depresión en niños y jóvenes para producir un
fortalecimiento que permita el afrontamiento de todo tipo de problemas, es decir, resilience.
Realmente uno de los programas más famosos aplicable a depresión infantil es el Penn
«Resilience» Program (PRP; Gilliham, Hamilton, Freres, Seligman y Silver, 1990), que, como
su propio nombre indica, está orientado a conseguir en los adolescentes la competencia para
gestionar sus emociones de modo que estén preparados para afrontar la solución de sus
problemas. Fue creado en la Universidad de Pensilvania, en el departamento de Seligman, a
partir de los programas anteriores de Ellis y Beck. Pretende la prevención de problemas
emocionales interiorizados (depresión y ansiedad) haciendo a los individuos resistentes al
estrés y tocando alguno de los elementos anteriormente expuestos. Se aplica por docentes
entrenados para ello y los destinatarios pueden ser los adolescentes por separado o en grupo.
El programa incluye también a sus padres, a los que se enseña a manejar las situaciones en las
que más habitualmente se entra en conflicto y que representan los escollos típicos de los que
hay que aprender a salir.
Reivich, Guillham, Chaplin y Seligman (2013), en una revisión reciente del PRP para
comprobar su eficacia en la prevención de la depresión y la ansiedad, han constatado que no
sólo es específico para estas dos perturbaciones sino que lo que realmente consigue,
globalmente, es aumentar la resilience genérica de los sujetos que se han sometido a él puesto
que les prepara para el afrontamiento de todo tipo de problemas. Se ha comprobado la
consecución de las distintas metas que el programa propone.
Este programa ha sido fuente para otros muchos que han realizado muchas adaptaciones y
modificaciones, como por ejemplo el Penn Enhancement Program (PEP; Reivich, 1996), que
consiste en el uso de técnicas similares pero aplicadas a situaciones muy concretas (dilemas
éticos; confianza y desconfianza; comunicación; amigos; conflictos familiares; metas de
rendimiento; autoestima, e imagen corporal).
Como estos programas han tenido una aplicación masiva, se ha propiciado un cuerpo de
datos sobre la eficacia de su aplicación. En algunos casos se han encontrado diferencias entre
los distintos programas de intervención (levemente mejor el PRP que el PEP) pero éstas se
diluyen a largo plazo. Los programas de intervención siempre han sido claramente exitosos
comparando las distintas intervenciones con el grupo control (Guilligan, Reivich, Feres,
Chaplin et al., 2007). En todas las ocasiones se han advertido efectos mediadores tanto de la
escuela en donde se aplican como de situaciones familiares, como el estado marital, y otros
elementos tales como la asistencia a las sesiones de los programas. Esto hace pensar que las
diferencias detectadas en la eficacia de la intervención, llevada a cabo por diversos
investigadores, podrían deberse a las circunstancias en que se realiza.
4. CASOS ESPECIALES
Hay que hacer mención de las situaciones contextuales que representan para el niño un
riesgo especial porque en esos casos hay que cuidar mucho más la resilience ante la
depresión. Vamos a detenernos en aquellos que tienen una mayor relevancia en relación con la
depresión.
Es bien conocido que uno de los factores de riesgo más importantes de la depresión infantil
es la depresión materna o de la persona de referencia del niño. Por eso mismo es una situación
especialmente estudiada tanto en sus aspectos de vulnerabilidad como de resilience.
Un estudio reciente, con un potente diseño metodológico, ha seguido durante dieciséis años
a 702 niños de madres con depresión posparto comparándolas con otro grupo paralelo de
control sin madre deprimida; los dos grupos fueron evaluados al nacimiento, a los 8, a los 13 y
a los 16 años. Se pudo seguir hasta el final de la investigación al 93 por 100 de la muestra, lo
que es toda una hazaña. Los resultados muestran que los hijos de madres deprimidas sufrían
depresión o trastorno distímitico en un 41 por 100, frente al 12 por 100 del grupo control.
También se aislaron dos importantes mediadores en la prevención de la depresión: el apego y
el nivel de resilience (Murray, Arteche, Fearon, Halligan, Goodyear y Cooper, 2011). Estos
resultados, muy consistentes en relación con otras muchas investigaciones, certifican, una vez
más, dos cuestiones sumamente interesantes: por una parte la raíz afectiva de la depresión, que
ya estaba presente desde el comienzo mismo del estudio sobre el tema, y por otra la relación
de la resilience con la posibilidad de que aparezca o no depresión en los niños. Es evidente
que relación estrecha del niño con la madre o persona de referencia proporciona una
seguridad que una funciona como un escudo y hace al niño más resistente y, por tanto, menos
vulnerable a la depresión.
Figura 4.5.
4.2. Suicidio
5. FACTORES PROTECTORES
Como no podía de ser de otra manera hablando de resilience hay que considerar qué
factores hacen a los sujetos resistentes al suicidio, lo que los convierte en perfectamente
complementarios y opuestos a los factores de riesgo.
Un estudio reciente de revisión (Sánchez-Teruel y Robles-Bello, 2014) sobre 33 trabajos
de factores protectores de suicidio desde 2001 hasta 2013 muestra que los factores de riesgo
más habituales son problemas familiares graves (maltrato, enfermedad mental, maternidad
precoz), sexo, edad y raza, y que los factores protectores son la valoración positiva de sí
mismo, la autorregulación emocional, la flexibilidad mental, estilo atribucional positivo,
control de impulsos, optimismo, sentido del humor y apoyo familiar en todas sus formas.
Se ha constatado que los factores de riesgo actúan de diferente manera en hombres y
mujeres (McGee, Williams y Nada-Raja, 2001).
Así el acto de suicidio es más prevalente en los hombres que en las mujeres, lo que nos
lleva a pensar que las características biológicas y psicológicas de las mujeres (aunque son
más propensas a hacer intentos de suicidio no llegan al final) representan un cierto nivel de
protección frente a las de los varones. Entre los factores protectores se encuentran la
reflexividad y la acomodación (Karoly, 2012), que son las características tradicionales de rol
femenino y opuestas a la impulsividad y la agresión, que hacen más vulnerables a los varones
(Villalobos-Galbis, Arévalo y Rojas, 2012). La prudencia y el miedo protegen a las mujeres
frente a la asunción de riesgos y por tanto son menos susceptibles de agredir tanto a los otros
como a sí misma.
Figura 4.6.
Estas diferencias hacen patente que el sexo femenino es un factor protector del suicidio y
por ello la prevención debe ser diferente para hombres y mujeres. De todas las características
masculinas, el nivel de actividad e impulsividad y la búsqueda de sensaciones parecen las más
estrechamente correlacionadas positivamente con el suicidio; por tanto la reflexibilidad, el
control emocional y la capacidad de diferir la respuesta parecen cualidades antagónicas que
se recomienda promocionar en los programas de prevención para el aumento de la resistencia
a la tentación de suicidio (Del Barrio, Carrasco, Rodríguez y Gordillo, 2009; Palacios,
Sánchez y Andrade, 2010).
Todo esto ha de ser tenido muy en cuenta porque eleva no sólo el riesgo de suicidio sino el
número de intentos (Horesh, Orbach, Gohelf, Efrati y Apter, 2003).
El conflicto con los padres y las metas familiares desajustadas elevan considerablemente el
riesgo de suicidio entre adolescentes (Randell, Wen-Ling, Herting y Eggert, 2006). Desde un
punto de vista social, es importante prevenir el mal clima familiar que se asocia también con
suicidio infantil; por tanto terapias de pareja y habilidades de crianza resultan ser importantes
factores protectores que conviene promocionar y conseguir (Viñas, Canals, Gras, Ros y
Domenech, 2002). Respecto de los estilos de crianza, se ha constatado consistentemente que el
autoritarismo, la negligencia y la hostilidad paterna elevan los niveles de suicidio en
adolescentes, también en población española (Palacios, 2010). Si se focaliza más
precisamente este tema, se ha conseguido delimitar qué aspectos de la familia producen una
mayor resilience respecto de la depresión, y parece ser que el ajuste entre familia y niño, la
autoestima, la autoeficacia, el apoyo social, el funcionamiento de la familia y las
oportunidades de cambio son los elementos que producen una mayor resistencia a la aparición
de la depresión en los hijos (Chen y Kovacs, 2013). El conjunto de estos factores hace
afrontar retos con más garantías de éxito y, por tanto, proporciona una mayor seguridad ante la
adversidad, que es, en última instancia, la esencia de la resiliencia.
Un factor protector fortísimo y presente en todas las culturas es la sociabilidad, la
capacidad de buscar compañía y evitar la soledad. Por tanto es fundamental la capacidad de
establecer relaciones con los amigos. La soledad es un factor de riesgo, y la compañía, un
escudo. Es fundamental que los niños y adolescentes tengan un grupo de referencia en el que la
compañía esté garantizada. Por otra parte, los niños que tienen amigos son raramente objeto de
acoso, que es otro de los factores serios de riesgo de acciones suicidas (Hinduja y Pachin,
2010).
Relacionado con esto está el dato de que tener creencias religiosas protege del suicidio.
Efectivamente, los sujetos creyentes y practicantes tienen significativamente menor tasa de
suicidio que los no creyentes (Antón, Sánchez, Pérez, Labajos, De Diego et al., 2013),
probablemente porque el que cree siempre tiene compañía, y aunque algunos consideren que
es una compañía subjetiva, no objetiva, parece funcionar eficazmente.
Otro elemento importante es tener control del consumo de drogas activadoras, que han
mostrado fehacientemente su relación no sólo con conductas de escape ante los problemas sino
con la facilitación de actos suicidas (Valadez, Amezcua, González y Alfaro, 2009). El suicidio
es el máximo exponente de escape, y por tanto evitar las drogas activadoras en sujetos jóvenes
deprimidos ha de estar contemplado en cualquier programa de resilience ante el suicidio.
TABLA 4.3
Factores protectores personales y sociales
Personales Sociales
Miedo. Comunicación.
Seguridad. Religiosidad.
Afrontamiento.
Control emocional.
6. CONCLUSIONES
1. Infundir seguridad.
2. Animar a los niños a hablar abierta y frecuentemente de los problemas expresando sus
sentimientos.
3. Proporcionar información apropiada al nivel de edad acerca del acontecimiento para
descartar malas interpretaciones o sentimientos de culpabilidad.
4. Proporcionar una visión optimista respecto del acontecimiento subrayando sus aspectos
pasajeros e incluso positivos, si la situación lo permite.
5. Controlar la exposición a programas de televisión en los que permanentemente se
muestren escenas de los acontecimientos penosos.
6. Volver lo más rápidamente a las rutinas de la vida normal después de un acontecimiento
negativo.
7. Permanecer en contacto unos con otros, especialmente con las personas que son fuente
de seguridad.
8. Unirse con sujetos que están en las mismas circunstancias para buscar soluciones
conjuntas a las secuelas del acontecimiento.
9. Generar un afrontamiento dirigido a la solución de problemas.
10. Abrir caminos de búsqueda de apoyo.
11. Fomentar el sentido del humor ante adversidades irreparables.
Como se ve, una vez más, algunas de estas recomendaciones tienen como objeto al sujeto, y
otras, el apoyo que el entorno puede proporcionar. Es evidente que la expresión y el control de
la emoción negativa y la cooperación del entorno social son los elementos esenciales para
conseguir la fortaleza necesaria para enfrentarse a los avatares que la vida nos depara.
V F
1. Se ha demostrado que cambiar los esquemas cognitivos de los niños aumenta su resiliencia especialmente en
relación con la depresión y la autoeficacia, tan asociada a la depresión.
3. El Penn «Resilience» Program (PRP; Gilliham, Hamilton, Freres, Seligman y Silver, 1990) está orientado a
conseguir en los adolescentes la competencia para gestionar sus emociones y así lograr estar preparados para
afrontar la solución de sus problemas.
6. La depresión y la resiliencia están referidas la una a la otra en una función de vasos comunicantes: si hay un
descenso en uno se produce un incremento en el otro y viceversa.
8. La depresión materna es uno de los elementos que consistentemente correlaciona con la vulnerabilidad infantil.
10. Para promocionar la resiliencia no es necesario controlar los programas de televisión, en los que
permanentemente se emiten escenas de los acontecimientos penosos.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
V F V F V V F V V F
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5
Infancia y adolescencia ruidosas
CARLOS BELDA GRINDLEY
MIGUEL ÁNGEL BACA GARCÍA
JOSÉ MANUEL MORELL PARERA
PAULA RUIZ MORELL
BORIS CYRULNIK
Figura 5.1.
1. INTRODUCCIÓN
— Dificultad para establecer y mantener vínculos de apego estables entre los cuidadores
principales y los menores.
— Importante deterioro de las relaciones interpersonales.
— Tensión y estrés intensos y mantenidos en el tiempo en los contextos familiares,
escolares y sociales.
— Presencia de estilos educativos, por parte de los educadores principales, que son
erráticos y muy cambiantes (estilo explosivo/impulsivo, negligencia, permisividad,
etc.).
— Uso y abuso de métodos de castigo como «solución explosiva».
— Una importante merma de autoestima y bienestar en muchos de los integrantes del
sistema familiar y escolar.
— Presencia de síntomas de ansiedad y depresión silenciosas.
Por último, cuando se está interviniendo en esta problemática, se propone apostar por la
inclusión de modelos de intervención (en el ámbito de la prevención primaria, secundaria y
terciara) que tengan un enfoque proactivo, centrado en «poner», «dar», «enseñar» al niño o
adolescente, así como por modelos educativos de apoyo al comportamiento positivo y
orientados a favorecer las condiciones para que se presenten los comportamientos positivos,
su refuerzo, la enseñanza de comportamiento de ajuste, etc.
Es imprescindible, por tanto, que los adultos sean capaces de enfrentarse a los problemas
de comportamiento movilizando el mayor número de recursos y activos de salud para
favorecer el proceso resiliente de todos los actores (niños, adolescentes, padres, familias,
maestros, amigos, etc.) que están sufriendo un estrés «continuado» ante la situación de riesgo
sociofamiliar.
Figura 5.4.
Con respecto a las características familiares, aquellas que experimentan altos niveles de
conflicto han mostrado una menor probabilidad de tener una buena implicación con sus hijos
(Ary, Duncan, Biglan et al., 1999; Ary, Duncan, Duncan y Hops, 1999), de modo que existe una
mayor probabilidad de que éstos desarrollen conductas externalizantes. En el seno de familias
formadas por padres irritables y negativos y con ausencia o disparidad de normas
sociomorales entre sus miembros, se observa un mayor índice de niños con problemas de
comportamiento externalizante (Del Barrio y Carrasco, 2002; Edwards, Barkley, Laneri,
Fletcher y Metevia, 2001; Kim, Hetherington y Reiss, 1999). Cuando los padres se rinden o
muestran respuestas inconsistentes a las conductas coercitivas del niño, también aumenta la
probabilidad de aparición de conductas disociales (Patterson, Reid y Dishion, 1992, citados
en Caseras et al., 2002). La permisividad excesiva parece tener efectos negativos,
favoreciendo en los hijos una conducta más inmadura, con escaso autocontrol y con una falta
de independencia y nula disposición a asumir responsabilidades (Olweus, 1980). Por el
contrario, el uso del castigo negativo —privación de recompensas tras la aparición de la
conducta— está relacionado con la aparición de conductas disruptivas (Hernández, Gómez-
Becerra, Martín y González, 2008), y el castigo severo puede desempeñar un papel causal en
el desarrollo de la conducta antisocial (Dodge, Bates y Pettit, 1990). Frick (1994), por su
parte, encontró que los estilos educativos inadecuados muestran una relación lineal positiva
con el número de conductas externalizantes en muchos jóvenes, aunque no en los que poseen
rasgos de insensibilidad afectiva. También se ha comprobado un mayor estrés y un
comportamiento menos eficaz en madres que en padres de niños con comportamientos
externalizantes (Calzada, Eyberg, Rich y Querido, 2004). Según la encuesta nacional de salud
de Reino Unido de 2004 casi el 40 por 100 de los niños que habían sido víctimas de maltrato
y ubicados en acogimiento familiar o residencial presentaban conductas problema (NICE,
2013).
Entre las prácticas parentales estudiadas está también la buena supervisión por parte de los
padres o cuidadores, que a su vez está relacionada con una menor probabilidad de aparición
de conductas externalizantes (Reitz, Prinzie, Dekovic y Buist, 2007; Williams, Conger y
Blozis, 2007); no obstante, un excesivo control psicológico de los padres o cuidadores se ha
asociado a un comienzo de las conductas problema en chicas y en adolescentes con edad
avanzada (Pettit, Laird, Dodge, Bates y Criss, 2003), y una repetición de manera reiterada de
las instrucciones parece estar relacionada con el desarrollo de problemas de comportamiento
externalizante (Hernández et al., 2008). Las buenas prácticas parentales, por otra parte, afectan
a las relaciones que los hijos establecen con sus iguales, siendo menos aceptados por éstos
cuando las relaciones padres-hijos están basadas en la autoridad y la imposición de normas
(Hurt, Hoza y Pelham, 2007). El grado de información que los padres tienen sobre las
actividades de sus hijos está claramente relacionado con el desarrollo de conductas problema;
así, a mayor información, menor probabilidad de que los hijos se comporten antisocialmente
(Laird, Criss, Pettit, Dodge y Bates, 2008). Asimismo, los adolescentes con uno o dos
progenitores con comportamiento antisocial o consumo de alcohol han mostrado una clara
probabilidad de desarrollar problemas de conducta externalizantes, independientemente del
género y la edad (en el rango 2-17 años) (Gottfredson y Hirschi, 1990; Hussong et al., 2007).
En lo referente a las relaciones entre iguales, la correlación entre tener amigos antisociales
y presentar comportamientos externalizantes ha sido evidenciada (Heinze, Toro y Urberg,
2004) aunque, a su vez, se ha constatado que la segregación no es la solución a este problema,
puesto que los jóvenes deben aprender a comportarse en un contexto social (Gifford-Smith,
Dodge, Dishion y McCord, 2005). En cualquier caso, como variable moduladora, hay que
añadir que la influencia que puedan tener los amigos depende de la importancia del papel que
desempeñen los padres del chico (Meeus, Branje y Overbeek, 2004). Cuando un niño acosa
verbalmente a otros, es probable que cuando sea adolescente muestre comportamientos
antisociales y abuse del alcohol, mientras que si acosa físicamente se puede predecir que en la
adolescencia agredirá físicamente, se relacionará con otros chicos antisociales y tendrá
múltiples problemas de conducta (Rusby, Forrester, Biglan y Metzler, 2005). Por otro lado, el
hecho de ser rechazado por los iguales durante la infancia supone un factor de riesgo para
desarrollar problemas de conducta externalizantes (Miller-Johnson, Coie, Maumary-Gremaud
y Bierman, 2002), mientras que la autorregulación actúa como factor de resiliencia contra la
influencia negativa de los iguales (Gardner, Dishion y Connell, 2008).
Finalmente, con respecto al estudio de los menores con problemas de comportamiento
externalizante en el contexto escolar (para una revisión específica sobre el tema véanse
Mooney, Epstein, Reid y Nelson, 2003; Trout, Nordness, Pierce y Epstein, 2003), se ha
encontrado que los chicos que presentan comportamientos antisociales y son rechazados por
sus iguales tienen más probabilidad de fracasar en la escuela (French y Conrad, 2001;
McEvoy y Welker, 2000) y, mientras están escolarizados, su rendimiento es significativamente
menor que el de los chicos que no presentan estos comportamientos (Reid, González,
Nordness, Trout y Epstein, 2004). Cuanto más tempranamente son detectados los problemas de
conducta externalizante en la escuela, mejor evolución pueden tener en el tratamiento (Reinke,
Herman, Petras e Ialongo, 2008), que, para una óptima eficacia, deberá implicar también a los
educadores (Reid, 1993; Webster-Stratton, Reid y Stoolmiller, 2008). Relacionadas con el
desempeño escolar, variables como «un pobre desarrollo verbal» y «dificultades en el
lenguaje» aparecen en un alto número de menores «ruidosos», aunque no de forma aislada,
sino en combinación con otros factores, como el nivel socioeconómico de la familia (Gibson,
Piquero y Tibbetts, 2001). En muestras clínicas se observa que estos chicos que tienen
dificultades a nivel verbal no presentan dificultades en áreas motoras (Gray, Jordan,
Ostergaard y Fischer, 2001). La relación se invierte en chicos que además presentan rasgos
psicopáticos, en los que se observa un desarrollo verbal normal (Muñoz, Frick, Kimonis y
Aucoin, 2008).
Para concluir, los factores de riesgo que se manifiestan de forma aislada no aseguran la
aparición de los comportamientos externalizantes, pero su combinación e interacción
pronostican una mayor probabilidad de que se presenten conductas violentas y antisociales en
los niños y jóvenes. La valoración de los agentes de riesgo que acompañan a los chicos y
chicas facilita la detección en la población infanto-juvenil de problemas de conducta
externalizante y, además, aporta una explicación a los comportamientos disruptivos ya
existentes. Sin embargo, no son elementos a tener en cuenta en la fase de evaluación, ya que
este proceso se centra en las conductas observables y específicas.
5.2.1. La familia
Contexto familiar
Se pueden considerar siete los activos más significativos en el contexto familiar: seis
dimensiones referentes al estilo parental (afecto/comunicación, control conductual, bajo
control psicológico, promoción de autonomía, humor y revelación) y el séptimo, que sería la
ausencia de conflictos interparentales.
Debido a que los adolescentes pasan la mayor parte de su vida cotidiana en el contexto del
colegio, es necesario conocer las características que contribuyen de forma más significativa a
su desarrollo. La tabla 5.2 recoge de forma específica los factores más importantes del
contexto escolar.
TABLA 5.2
Centro escolar
Recursos externos
— Relaciones con otros adultos: el adolescente recibe apoyo de tres o más adultos que no son sus padres, entre ellos los
educadores.
— Clima escolar que apoya al alumnado: la escuela proporciona un entorno afectuoso y estimulante.
— Implicación de los padres en la escuela: los padres están implicados de forma activa en apoyar a su hijo para que le vaya
bien en la escuela.
— Seguridad: el adolescente se siente seguro en la escuela, además de en su familia y en el barrio.
— Límites claros en la escuela: la escuela tiene normas y sanciones claras.
— Modelos adultos: que no sólo los padres sino otros adultos —entre ellos los educadores— ofrezcan modelos de conducta
responsable y positiva.
— Influencia positiva de los iguales: los mejores amigos del adolescente ofrecen modelos de conducta responsable y
positiva. En la mayoría de los casos esas amistades se entablan en el ámbito escolar.
— Altas expectativas: padres y profesores animan al adolescente a que trabaje lo mejor que pueda.
Recursos internos
TABLA 5.3
Nivel socioeconómico
— Alto estatus socioeconómico: se refiere a los ingresos salariales, al nivel de formación del vecindario o a otros
indicadores escolares como las calificaciones, la terminación de los estudios secundarios o la motivación académica.
Recursos institucionales
Eficacia colectiva
• Tipos de apoyo que puede tener un niño (familia, relaciones con los adultos, vivir en
una comunidad comprometida, profesores que se interesan por ellos y padres que
participan en el entorno escolar).
• Lo que denominan fortalecimiento, que es la valoración que la comunidad hace del
niño y la participación de éste en la comunidad, además de la necesidad de sentirse
seguro en su casa, colegio y barrio.
• Límites y expectativas: es necesario poner límites y normas tanto en el hogar como
en el colegio y en el barrio; serán los adultos los modelos de cumplimiento y
aceptación de estas normas, además de tener presente en el día a día modelos
positivos dentro del grupo de iguales.
• Uso adecuado del tiempo: el niño tiene que estar en un ambiente que favorezca de
forma continua la motivación, que debe de estar gestionada por los adultos. Hay que
favorecer su participación en actividades creativas, programas u organizaciones
juveniles, grupos religiosos o simplemente la posibilidad de que tenga y disfrute de
tiempo en casa sin un objetivo determinado.
El programa «Vincúlate» está elaborado por la Academia SOS de Aldeas Infantiles SOS de
España y se dirige a padres/educadores que estén relacionados con niños o jóvenes que
presenten problemas de conducta externalizada. El objetivo fundamental del programa es
proponer unas directrices básicas para que los responsables de los menores puedan organizar,
gracias al desarrollo de habilidades específicas, un ambiente escolar, familiar y social
positivo (relaciones humanas que sean cálidas, afectivas, asertivas y basadas en el respeto
mutuo) y eficiente (que la utilización de los recursos disponibles sea la óptima para la
reducción de los comportamientos disruptivos, el aumento de las conductas positivas y la
mejora de las interacciones entre el menor y el adulto). En otras palabras: empoderar a todos
los agentes educativos y a los menores, favoreciendo así el proceso resiliente de todas las
personas implicadas. ¿Cómo lo haremos?: mediante el desarrollo de habilidades y la puesta en
práctica de técnicas específicas y de recursos disponibles en el entorno para la mejora del
comportamiento.
La estructura que se sigue en el programa «Vincúlate» es la de un programa de
entrenamiento a padres, dirigido a instruir a los educadores en estrategias que les permitan
modificar las situaciones de interacción con los menores, fomentando la conducta prosocial y
disminuyendo la conducta inapropiada. Es un tipo de intervención estructurada cuyos
componentes clave están debidamente documentados, de forma que puede ser aplicado de
modo fiable por diferentes agentes entrenados para tal fin.
Este recurso educativo está avalado por evidencia científica y es un método válido para el
abordaje de este tipo de problemas ya que utiliza una metodología muy efectiva para:
El programa «Vincúlate» se asienta en estos principios básicos junto con los programas de
modificación de conducta que propone el modelo de Barkley.
Según Escribano, Gómez, Márquez y Tamarit (2003), este enfoque proactivo se opone al
enfoque reactivo tradicional, que pretende suprimir las conductas problema mediante
contingencias negativas y medidas punitivas, porque considera que la base de la conducta
coercitiva se encuentra en el interior del individuo y no en la combinación de éste con su
contexto.
En función de las bases teóricas en las que se apoya el programa «Vincúlate», se describen
sus principios básicos sobre los que se organizan sus objetivos desde el modelo de
resiliencia:
Proporcionar a los agentes educativos del menor la información necesaria para que conozcan los factores
Objetivo que intervienen en el inicio y mantenimiento de los comportamientos disruptivos, así como las características
principal y tipologías en su forma de presentación. Aproximación teórica al proceso de desarrollo de la resiliencia y al
modelo de apoyo al comportamiento positivo en el que se fundamenta este programa.
— Aportar nociones teóricas básicas sobre la clasificación, inicio, desarrollo y mantenimiento de las
conductas disruptivas: programa Defiant Children (Barkley, 1997), Collaborative Problem Solving (Green,
1998) y modelo de Coerción de Patterson (1982). Modelo de Apoyo al Comportamiento Positivo.
Objetivos — Establecer los factores de protección y riesgo.
específicos — Comprender el fin de la educación: enfoque proactivo frente al modelo reduccionista.
— Establecer factores de promoción de la resiliencia. Modelo dual: educadores/menores.
— Conocer las cinco áreas de las competencias parentales (Azar y Weinzierl, 2005).
— Asumir los principios básicos del educador que apoyan este programa.
Objetivo Dotar a los padres, educadores y menores de aquellos conocimientos y actitudes positivas que le permitan
principal desarrollar habilidades para favorecer el autocontrol emocional y personal.
Objetivo Favorecer el desarrollo de una relación interpersonal cálida, afectiva y basada en el respeto mutuo entre
principal los agentes educativos y los menores.
Objetivo Desarrollar un método estructurado de evaluación funcional de los comportamientos disruptivos con el
principal objetivo de diseñar un plan de tratamiento.
Objetivo Dotar de conocimientos y recursos educativos para iniciar programas de modificación de conducta
principal utilizando un estilo educativo inductor de apoyo.
— Conocer los diferentes estilos educativos y sus consecuencias en los problemas disruptivos.
— Analizar el estilo inductor de apoyo como un recurso para la elaboración de un plan de disciplina
asertiva.
— Instaurar un sistema de normas, límites y rutinas en los contextos en que el menor se desenvuelve: los
Objetivos
semáforos del comportamiento.
específicos
— Establecer el plan de apoyo especial para incrementar el comportamiento positivo.
— Enseñanza de habilidades y refuerzo de comportamientos de ajuste de baja frecuencia.
— Establecer un programa de modificación de conducta: refuerzo y tipos de castigo.
— Determinar un plan de crisis: abordando situaciones especiales.
Adquirir los conocimientos para aplicar la técnica de solución de problemas apoyándose en unas estrategias
Objetivo
de afrontamiento dirigidas a metas y de esta forma fomentar la reflexividad y la independencia de los
principal
menores en la toma de decisiones.
— Clarificar los valores y metas personales: elaboración del proyecto de vida del joven.
— Aprender a definir la situación problema.
Objetivos
— Conocer métodos de resolución de problemas.
específicos
— Establecer recursos para reflexionar ante situaciones problema: el programa de cestas.
— Potenciar las habilidades de comunicación y de resolución de problemas.
Objetivo Determinar los recursos más efectivos para el mantenimiento de los logros alcanzados, así como el
principal desarrollo de estrategias para la prevención y el abordaje de recaídas.
V F
1. Los chicos y chicas que se encuentran en situación de marginación no suelen presentar problemas de
comportamiento externalizante.
2. El programa «Vincúlate» defiende las siguientes premisas: «sé amable pero firme», «sin afecto todo se detiene»
y «ceder-ceder, ganar-ganar, método todos ganan».
3. El modelo de florecimiento o desarrollo positivo involucra las áreas: cognitiva, social, moral, emocional y
desarrollo personal.
4. Si los problemas de comportamiento externalizantes tienen su inicio en la infancia, tendrán un mejor pronóstico.
7. Las conductas agresivas son un método de comunicación, sobre todo en la infancia; sin embargo, esta tipología
de comportamiento decae en la adolescencia sustituyéndose por conductas no agresivas como: robo, desafío,
etc.
8. El programa «Vincúlate» promueve cambios únicamente en el chico o chica, ya que no es necesario fomentar
la resiliencia en el educador/tutor.
9. El modelo de apoyo al comportamiento positivo defiende un estilo educativo que refuerza, principalmente, las
conductas positivas en vez de centrarse en eliminar las negativas.
10. Una persona puede llegar a ser resiliente en un contexto desfavorecido, si cuenta con un fuerte vínculo con un
adulto (aunque no sea el progenitor) y está involucrado en algún grupo de la comunidad.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
F V V F V V V F V V
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6
La interacción de factores de riesgo y de
protección: cómo influye el contexto en el
desarrollo de la resiliencia en niños en
acogimiento familiar
CYNTHIA V. HEALEY
PHILIP A. FISHER
1. INTRODUCCIÓN
Los niños en acogimiento familiar han sido expuestos a una variedad de riesgos que están
fuertemente vinculados a déficits a largo plazo en su funcionamiento en múltiples dominios del
desarrollo. Sin embargo, algunos niños arrojan resultados más favorables, y muestran
adaptación y el desarrollo de beneficios a pesar de los riesgos. Este capítulo examina las
variables que contribuyen al desarrollo de los resultados positivos y el contrapeso de estas
variables en su papel de factores de riesgo o de protección. Específicamente, el capítulo
analiza la historia y la estabilidad del acogimiento, las prácticas de crianza, el estrés
ambiental, el estado de desarrollo y la autorregulación. Finalmente, el capítulo describe el
contexto para el cuidado y la importancia del apoyo de los padres acogedores para crear y
mantener un marco terapéutico para el cuidado.
2. EL ACOGIMIENTO FAMILIAR
El maltrato en la temprana infancia puede tener efectos duraderos para toda la vida. La
edad de aparición, la gravedad y la duración del abuso, así como la relación con el agresor,
son factores mediadores en las secuelas del abuso infantil. En general, el abuso repetido, un
mayor grado de intrusismo, el abuso intrafamiliar versus el abuso extrafamiliar, un uso mayor
de la fuerza y la coerción para mantener el secreto producen mayores niveles de
psicopatología (Ackerman, Newton, McPherson, Jones y Dykman, 1998; Mian, Marton y
LeBaron, 1996; Weaver y Clum, 1993; Widom y Ames, 1994). Diferentes tipos de abuso (por
ejemplo, abuso físico, sexual, emocional, negligencia) tienen distinto impacto en el desarrollo
de la psicopatología y el ajuste general. Existe una amplia evidencia empírica que muestra que
muchas víctimas de abuso infantil presentan importantes dificultades mentales y emocionales
que justifican una intervención. Específicamente, los problemas internalizantes (por ejemplo
los trastornos de ansiedad, la sintomatología depresiva, los trastornos disociativos, las quejas
somáticas, los trastornos alimenticios, la ideación suicida), los trastornos de conducta
externalizantes (por ejemplo la agresión, la delincuencia, el comportamiento antisocial), los
trastornos de apego, los trastornos de la personalidad, los déficits en la autorregulación, los
déficits en el funcionamiento ejecutivo, la reactividad sexual, los déficits en competencia
social y la dificultad para establecer relaciones sanas con iguales y adultos (Ackerman et al.,
1998; Bendixen, Muus y Schei, 1994; Bolger y Patterson, 2003; Cicchetti y Toth, 1995;
Erickson y Egeland, 1996; Hernández, 1992; Kinard, 1999; Liem et al., 1999; Mian et al.,
1996; Trickett y McBride-Chang, 1995; Weaver y Clum, 1993; Welch y Fairburn, 1996).
También se ha demostrado evidencia del funcionamiento neuroendocrino disregulado (Bruce,
Fisher, Pears y Levine, 2008; Wismer Fries, Shirtcliff y Pollak, 2008) y de la deficiente
adaptación escolar (Rowe y Eckenrode, 1999; Shonk y Cicchetti, 2001; Trickett y McBride-
Chang, 1995; Wodarski, Kurtz, Gaudin y Howing, 1990) en niños con historias de maltrato.
Los niños en acogimiento familiar a menudo exhiben resultados negativos de gran alcance
como consecuencia del maltrato infantil. Los déficits en el funcionamiento en casi todos los
dominios (fisiológico, socioemocional y conductual) se han documentado bien en la literatura.
Sin embargo, no se han explicado bien las variables individuales y contextuales que
amortiguan y protegen contra estos riesgos a los niños acogidos. Los estudios mencionados
representan un enfoque largamente sostenido del examen de poblaciones en riesgo; la
inspección de los déficits y los riesgos, aunque valiosa, ha dado lugar a las limitaciones
inherentes al desarrollo de la intervención y sólo representa una historia unilateral. Los
estudios realizados en esta población han informado a los investigadores interesados y a los
clínicos de la necesidad de la intervención, dados los numerosos riesgos y la probabilidad de
resultados vitales negativos. Sin embargo, los estudiosos han hecho mucho menos para ilustrar
las oportunidades disponibles para fortalecer los factores de protección que tienen el
potencial de amortiguar el riesgo, cambiar las trayectorias y remediar los déficits clave para
los niños acogidos.
Figura 6.1.
Figura 6.2.
4. PRÁCTICAS DE CRIANZA
Los problemas de conducta en los niños pequeños se desarrollan de muchas formas, pero lo
más frecuente es que se fomenten y mantengan por las prácticas de crianza desadaptativas.
Desde la perspectiva evolutiva, se ha observado que los cuidados maternales cálidos y
receptivos producen niños social y emocionalmente competentes, con vínculos fuertes y
exitosos en la escuela. La crianza hostil y de rechazo produce un apego inseguro, problemas
externalizantes en la edad preescolar y comportamiento antisocial en la adolescencia
(Denham, Mitchell-Copeland, Strandberg, Auerbach y Blair, 1997; Fiese, Wilder y Bickham,
2000). Las prácticas de crianza de apoyo y afecto positivo contribuyen a la competencia y
regulación emocional a través del modelado eficaz ante eventos estresantes o relaciones y
sirven para amortiguar los efectos negativos del estrés (Morris, Silk, Steinberg, Myers y
Robinson, 2007; Power, 2004). Los estilos de crianza demasiado controladores pueden
provocar un aumento de patrones de incumplimiento que se traduce en problemas
externalizantes en niños preescolares y en trastornos de conducta en adolescentes. En los
debates sobre la teoría de la coerción, Patterson (1982, 2002) y sus colegas (Patterson,
Capaldi y Bank, 1991) examinan el proceso por el cual los padres refuerzan a los niños por su
conducta inapropiada, ya sea positiva o negativamente. Cuando estos comportamientos se
extienden de casa a otros ámbitos, a menudo llevan a fracasos escolares y contagian las
relaciones de pares y otras relaciones adultas, lo que se traduce en el mantenimiento a largo
plazo de comportamientos antisociales (por ejemplo, incumplimiento, delincuencia, fracaso
escolar, relaciones tensas, agresión, etc.). Todos estos aspectos han recibido un gran apoyo
por parte de la literatura. Se ha observado que las prácticas de crianza duras e inconsistentes
predicen significativamente resultados conductuales y emocionales negativos para los niños,
ya sea de forma inmediata o a largo plazo (Beauchaine, Webster-Stratton y Reid, 2005;
Dishion, Patterson, Stoolmiller y Skinner, 1991; Patterson, Reid y Dishion, 1992). Hoffman
(2000) ha defendido que las prácticas de crianza demasiado negativas o punitivas suelen
ocasionar una hiperactividad afectiva en los niños que, con el tiempo, puede comprometer el
desarrollo global de la regulación emocional y el aprendizaje. Asimismo, la regulación
fisiológica (medida por el tono vagal) de los padres se relaciona con la socialización de la
emoción y el posterior desarrollo de la competencia y comprensión de la emoción, en el
sentido de que un tono vagal de descanso más alto en los padres era indicativo de mejores
capacidades de regulación y menos reactividad. Porges (1995) informó de más
comportamientos deseables de socialización de la emoción y que los hijos tenían mejor
conocimiento y regulación de la emoción (Perlman, Camras y Pelphrey, 2008) cuando el tono
vagal de los padres era el adecuado. De hecho, se ha demostrado que la crianza positiva
afecta al desarrollo del control esforzado (un componente clave de la regulación de la
emoción), que en última instancia sirve de mediador para los problemas de comportamiento
externalizantes (Eisenberg et al., 2005).
Estas fuerzas están en juego desde el principio de la relación del niño con los padres
durante la infancia, la temprana niñez y los posteriores años de la niñez (Patterson, 2002).
Zaslow et al. (2006) encontraron que la crianza durante los años preescolares predijo
significativamente la cooperación y la habilidad lectora más adelante y era un predictor más
fuerte que el trasfondo demográfico. También descubrieron que mayor control y dirección por
parte de los padres tenían una alta correlación con los resultados positivos del niño.
Asimismo, Kilgore, Snyder y Lentz (2000) demostraron que la disciplina coercitiva y la
vigilancia deficiente a los cuatro años y medio predecían significativamente problemas de
conducta a los seis años, tanto para los chicos como para las chicas.
El mantenimiento de las prácticas de crianza se vuelve cada vez más difícil en el caso de
niños pequeños en acogimiento. Los retrasos en el desarrollo, la falta de apego y los
problemas de comportamiento preexistentes exacerban el estrés implícito en la crianza (Baker,
Blacher, Crnic y Edelbrock, 2002). El estrés de la crianza, junto con otros factores de riesgo
(por ejemplo, las dificultades económicas, los estresores ambientales, las características
antisociales de los padres, el género del niño), aumenta la probabilidad de las prácticas
disciplinarias negativas, incrementando así el riesgo de resultados negativos para las
poblaciones de niños ya de por sí vulnerables (Fiese et al., 2000; Fisher y Fagot, 1993). Sin
embargo, el comportamiento de los niños pequeños es especialmente susceptible de cambio en
respuesta a las prácticas parentales positivas. En un estudio, el 63 por 100 de los niños
menores de seis años de edad mostró cambios clínicamente significativos en su
comportamiento después de una modificación en las prácticas de crianza, mientras que sólo el
54 por 100 de los niños mayores manifestaron cambios en el comportamiento (Dishion y
Patterson, 1992). La crianza positiva en los niños en acogimiento familiar se vuelve cada vez
más importante, teniendo en cuenta el impacto del trauma y de la transición en su desarrollo.
La evidencia preliminar sugiere que la crianza sana puede servir para mitigar parcialmente los
déficits resultantes (Dozier, Albus, Fisher y Sepulveda, 2002).
Figura 6.3.
5. EL ESTRÉS AMBIENTAL
Los eventos vitales estresantes y la falta de afrontamiento positivo en las familias exponen
a los niños al riesgo de sufrir daño en varios niveles. En un estudio se encontró que el estrés y
la falta de apoyo social durante la infancia eran predictores significativos de malos tratos
durante el segundo y tercer años de vida (Kotch et al., 1997). Factores como el aislamiento
social, las desventajas socioeconómicas, el conflicto y la violencia familiar, el estrés, la falta
de apoyo social y la psicopatología parental se han relacionado consistentemente con
problemas de conducta posteriores en los niños (Maughan, 2001; Stoff, Breiling y Maser,
1997). Ya sea intencionado o no, el estrés está íntimamente relacionado con la crianza de los
hijos. Las prácticas disciplinarias (órdenes, el refuerzo o la atención prestada a los
comportamientos (in)apropiados, los niveles de coacción, etcétera) y la irritabilidad de los
padres debida al estrés tienen un impacto profundo en el mantenimiento o el cese de conductas
inapropiadas, ya sea directamente a través del modelado y la experiencia de ira o
indirectamente porque interfieren con los entornos familiares positivos (Deater-Deckard,
1998; Fisher, Fagot y Leve, 1998; Patterson, 1988; Patterson y Forgatch, 1990; Patterson, Reid
y Dishion, 1992). También se ha observado que el impacto del estrés en la crianza y la
consiguiente reactividad hacia las expresiones afectivas de los niños interfieren en el
desarrollo de los componentes clave de la regulación de la emoción en los niños (Valiente,
Lemery-Chalfant, Swanson y Reiser, 2008).
Existen unas ventanas evolutivas críticas durante la infancia, la temprana niñez y los años
preescolares que hacen que los niños pequeños sean cada vez más vulnerables a los estresores
que afectan a los procesos neurobiológicos, físicos y psicológicos (Gunnar et al., 2006; Pears
y Fisher, 2005; Trickett y McBride-Chang, 1995; Widom, Kahn, Kaplow, Sepulveda-
Kozakowski y Wilson, 2007). Se ha postulado que la experiencia de múltiples estresores tiene
un efecto aditivo (Deater-Deckard, Dodge, Bates y Pettit, 1998; Rutter, Tizard y Whitmore,
1970), especialmente en la activación y funcionamiento fisiológicos (Kliewer, Reid-Quiñones,
Shields y Foutz, 2009; Lepore y Evans, 1996). Aunque la evidencia del impacto psicológico a
largo plazo de múltiples estresores agudos es dispersa, un estudio encontró que la falta de
estrés ambiental experimentado durante el acogimiento en la primera infancia se relacionaba
positivamente con mejor regulación de la emoción y adaptación escolar durante la infancia
media (Healey y Fisher, 2011). Estos factores destacan la necesidad del cuidado estable y
consistente, instrucción en las estrategias de afrontamiento del estrés y de la ansiedad y apoyo
para que las familias de acogida creen y mantengan entornos terapéuticos que amortigüen el
estrés.
6. EL ESTADO EVOLUTIVO
El cuidado constante y enriquecedor durante los primeros años de vida establece una
trayectoria firme hacia un desarrollo saludable debido a las ventanas evolutivas críticas. La
investigación básica y la aplicada han demostrado que los procesos conductuales y
fisiológicos de los niños responden a los riesgos ambientales (estrés, maltrato, exposición a
sustancias, etc.) o a los factores protectores (capacidad de respuesta, consistencia, nutrición,
etc.) de forma relativamente predecible (Dozier et al., 2002; Horwitz, Simms y Farrington,
1994; Klee, Kronstadt y Zlotnick, 1997; Pears y Fisher, 2005; Sánchez, Ladd y Plotsky, 2001;
Trickett y McBride-Chang, 1995). Durante la infancia y la niñez temprana, los procesos de
autorregulación evolucionan en relación con las prácticas de crianza contingentes y sensibles.
Estos procesos de regulación, tanto fisiológicos como de comportamiento, promocionan la
adaptabilidad y la resiliencia a los estresores y déficits del funcionamiento que son
consecuencia de la adversidad temprana que hace más vulnerables a los niños.
A la vista de todo ello y de la tasa de cambio evolutivo y de crecimiento en múltiples
dominios durante la primera infancia (físico, psicológico, emocional, de autorregulación, etc.),
el impacto del maltrato infantil, la crianza inconsistente o estricta, la exposición a sustancias
tóxicas, el estrés y las interrupciones de los acogimientos tienen efectos de gran alcance. Esto
se observa en la tasa de prevalencia de retrasos evolutivos entre los niños acogidos. Un
estudio demostró que el 53 por 100 de los niños acogidos tenía retrasos evolutivos, y que esos
niños tenían 1,93 veces más probabilidades de permanecer en acogimiento que sus pares sin
retrasos evolutivos (Horwitz et al., 1994), una prueba clara de las necesidades intensivas que
complican la estabilización y la transición hacia la permanencia. Leslie, Gordon, Peoples y
Gist (2002) encontraron que hasta un 66 por 100 de los niños que habían sufrido malos tratos
mostraban retrasos evolutivos en al menos un dominio. El cuidado, o su falta, proporcionado
por los padres acogedores a los niños pequeños puede amortiguar, o contribuir estos riesgos
ya prevalentes (Dozier et al., 2002).
Los retrasos evolutivos que presentan niños maltratados y niños acogidos se manifiestan en
una variedad de dominios y tienden a vincularse de tal forma que los propios de un área a
menudo potencian los déficits en otra. Esto es especialmente cierto en el caso de la adversidad
experimentada durante la temprana infancia. Un estudio encontró que las experiencias
tempranas de abuso y negligencia durante la primera infancia, la niñez temprana y los años
preescolares predecían con mayor fuerza los resultados inadaptativos en los dominios
evolutivos que el abuso o la negligencia que se produjeran durante los años escolares (Manly,
Kim, Rogosch y Cicchetti, 2001). Además de los subproductos conductuales, cognitivos y
emocionales del maltrato, los contextos familiares abusivos y los cuidados interrumpidos
durante la primera infancia también pueden tener efectos perjudiciales sobre procesos
neurobiológicos cruciales (por ejemplo, bioquímicos, celulares, neurofisiológicos) (DeBellis,
2001; Dozier et al., 2002; Glaser, 2000; Gunnar et al., 2006; Noble, Tottenham y Casey, 2005;
Sánchez et al., 2001). Las respuestas de estrés a corto plazo, incluyendo la disregulación del
eje hipotalámico-hipófiso-adrenal (HPA), así como las secuelas a largo plazo del maltrato
infantil, tales como la reducción de volumen del cerebro, interfieren considerablemente con un
desarrollo global sano (Glaser, 2000).
Desde la perspectiva evolutiva y neurocientífica, se ha demostrado la especial importancia
del funcionamiento ejecutivo y del control esforzado durante la niñez. El desarrollo de la
atención ejecutiva y del control esforzado se rige por las cortezas prefrontales (Rossi, Pessoa,
Desimone y Ungerleider, 2009). Se ha observado que el control esforzado, definido como «la
eficiencia de la atención ejecutiva, incluyendo la capacidad de inhibir una respuesta
dominante y/o de activar una respuesta subdominante, de planificar y de detectar errores»,
desempeña un rol integral en el desarrollo de la regulación de la emoción (Rothbart y Bates,
2006), ya que permite que un individuo cambie voluntariamente el foco de atención, inhiba
respuestas emocionales y module la expresión emocional (Eisenberg et al., 2005). Los niños
con control esforzado disminuido son más rebeldes y están menos preparados para el aula
(Lewis et al., 2005). Por el contrario, Healey y Fisher (2011) encontraron que altos niveles de
atención y funcionamiento ejecutivo durante los años preescolares correlacionaban
positivamente con posteriores habilidades de regulación de la emoción y de ajuste escolar en
los niños que estaban en acogimiento familiar durante ese período de la infancia.
7. LA AUTORREGULACIÓN
V F
2. La negligencia no tiene un impacto tan negativo sobre el desarrollo como el abuso físico o sexual.
3. Para mejorar los resultados en niños en acogimiento familiar, es mejor iniciar los programas sólo después de que
se haya detectado un problema.
4. Cambiarse de un hogar de acogida a otro puede ser un riesgo para los niños, incluso cuando los acogimientos
son terapéuticos.
5. Los factores protectores en el medio ambiente pueden amortiguar el estrés y apoyar la resiliencia incluso
cuando se hayan observado riesgos evolutivos importantes en el niño.
6. Todos los niños en acogimiento familiar registrarán resultados negativos como adultos.
7. La capacidad de los padres para manejar su propio estrés tiene un efecto sobre el desarrollo socio-emocional
de los niños.
8. Al tratar con niños acogidos que tienen problemas de conducta, los estilos de crianza controladores son más
efectivos que los flexibles.
9. Los niños acogidos con dificultades evolutivas tienen más éxito porque reciben más servicios de apoyo.
10. Invertir en programas de prevención de riesgos para los niños en acogimiento familiar puede ser menos
costoso a largo plazo que proporcionar tratamiento para ellos cuando sean adolescentes y adultos.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
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7
Los niños y adolescentes con trauma en el
desarrollo
MIGUEL ÁNGEL BACA GARCÍA
CARLOS BELDA GRINDLEY
JOSÉ MANUEL MORELL PARERA
Aprender a vivir en el presente supone distinguir el aquí y ahora del allí y el entonces...
Figura 7.1.
A lo largo de estas líneas pretendemos hacer un breve recorrido de cómo las amenazas
para la vida se pueden trasformar en traumas personales. Hablaremos de un tipo de trauma, el
trauma en el desarrollo, que acontece en etapas de la vida de una mayor vulnerabilidad
humana, como es la infancia y adolescencia, y en el que los agentes causantes pueden ser los
contextos de desarrollo y/o las personas responsables de garantizar y favorecer que queden
cubiertas las necesidades básicas de estos menores. El trauma en el desarrollo puede acarrear
consecuencias significativas tanto para el desarrollo normalizado de estos niños y jóvenes
como para el desenvolvimiento ajustado de su vida adulta.
En nuestra dilatada experiencia clínica, asistimos a personas que consultan por una
constelación muy variable de problemas psicológicos, y no es raro descubrir a lo largo de sus
historiografías personales señales inequívocas de las huellas del maltrato en su infancia y
adolescencia. Se podría afirmar que esos primeros encuentros con la cuna y más tarde en la
convivencia diaria con sus figuras de vinculación y apoyo, debido a las distintitas
experiencias vitales con las que se han encontrado, han marcado sobremanera su vida
cotidiana actual. Estos sellos del pasado hacen que centren gran parte de sus energías
personales en prestar una atención excesiva a las amenazas potenciales de la vida, estén muy
pendientes de su desajuste emocional, de que sus cuerpos se estremezcan y se debiliten con
gran facilidad, dando respuestas de afrontamiento a los problemas desproporcionadas al
peligro que le suponen, y todo ello en un caldo de cultivo donde la seguridad personal y su
autoestima están muy debilitadas.
Podríamos concluir que su capacidad de resiliencia está mermada, ya que tienen muchas
dificultades para comprometerse con un proyecto de vida en el que puedan lograr
determinadas metas y propósitos y sacarlo adelante; es como si su sentido de compromiso
personal estuviera deteriorado. Su percepción de control es baja, y piensan que poco pueden
hacer sobre los acontecimientos de su vida; es como si vivieran en un remolino permanente y
su creencia acerca de las posibilidades de alcanzar la orilla es remota. La rigidez y el miedo
al cambio están siempre presentes. Utilizan patrones de respuesta inflexibles, una otra y otra
vez, ante los acontecimientos cambiantes y las situaciones por las que transitan; es como si no
hubieran aprendido que la vida es precisamente eso, cambio.
En este capítulo vamos a analizar la importancia que tienen la percepción y la valoración
del peligro en la vida de las personas, así como la adquisición de respuestas normalizadas a
lo largo del desarrollo evolutivo ante situaciones que implican riesgo vital. Se presentará la
conocida como «triple muralla de defensa» que las personas suelen utilizar como mecanismo
de defensa frente a las situaciones amenazantes. Continuaremos con una breve exposición de
las manifestaciones del estrés postraumático producido como consecuencia de amenazas
graves para la integridad física y emocional de la persona, tales como guerras, hambrunas,
catástrofes naturales, etc. Posteriormente nos dirigiremos al objetivo principal de esta unidad
temática, esto es, presentar las características de un tipo de trauma que no está suficientemente
reconocido e investigado: el trauma complejo o el trauma en el desarrollo. Se definirá bajo
qué situaciones puede aparecer este tipo de trauma, qué características tienen los cuidadores
cuando se constituyen en fuentes de maltrato físico y emocional y la sintomatología más
habitual asociada al trauma complejo, así como los efectos psicopatológicos que a lo largo del
desarrollo puede provocar. A continuación se expondrán algunos métodos y recursos para la
evaluación de este tipo de trauma y se dará fin a este recorrido explicando algunas claves para
intervenir desde un enfoque resiliente sobre los efectos del trauma en el desarrollo.
1.1. La percepción del peligro: un recurso saludable para las etapas de la vida
Cada momento evolutivo a lo largo de la vida tiene sus riesgos asociados. El peligro y el
miedo concomitante son parte inevitable de la vida. La adecuada percepción e interpretación
del peligro, es decir, poder discriminar aquellos «miedos amigos» que nos protegen la vida de
aquellos otros «miedos enemigos» que nos distancian de ella, es el primer eslabón de una
cadena de circunstancias que harán del peligro un aliado para vivir o un enemigo paralizante.
Otros factores que van a contribuir al manejo saludable del peligro hacen referencia a la
capacidad de la persona para aceptar y regular las emociones molestas, pero para que esto
pueda producirse es necesario que en nuestro transitar por la vida la persona haya dispuesto
de unas determinadas condiciones sociales, y sobre todo de personas de confianza, que le
hayan ayudado en el aprendizaje de esta tarea tan fundamental. Los ambientes del maltrato en
la infancia suponen un atentando a la posibilidad de brindarles a los niños estos apoyos y
aprendizajes esenciales. Más aún, el maltrato en la infancia es una situación que crea peligro y
dolor continuos sin darle al niño la posibilidad de aprender los recursos para afrontarlos.
A lo largo del ciclo vital, las situaciones potencialmente peligrosas van cambiando en cada
momento evolutivo. En la primera infancia, el niño requiere para su protección apoyos
continuos para salir exitoso del encuentro con muchas situaciones de riesgo (abandono,
desnutrición, enfermedades, etc.). Ya en la etapa escolar, y dado que se amplía el abanico de
situaciones en que el niño se desenvuelve y el control por parte de los adultos va
disminuyendo, pueden presentarse circunstancias que supongan un serio peligro para la
integridad física y psicológica del menor; un ejemplo podrían ser los conocidos efectos del
acoso escolar. Ya en la adolescencia, las fuentes de riesgo se multiplican significativamente;
es un período evolutivo en el que la supervisión de la vida del joven se diluye y los canales de
comunicación con su entorno se amplían considerablemente, a lo que se suma la necesidad de
expansión social del adolescente y el interés creciente por descubrir el mundo de los adultos;
en estas circunstancias pueden aparecer múltiples situaciones de peligro que pueden acarrear
al joven riesgos importantes, tales como embarazos no deseados, enfermedades de transmisión
sexual, conducción temería de vehículos, consumo de drogas, acoso a través de redes sociales,
etc.
Pero las fuentes de peligro también cambian en función de las circunstancias históricas,
geográficas, económicas y culturales; hay amenazas potenciales de evidente origen natural
(terremotos, inundaciones, son ejemplo prototípicos) y otras en que la cultura es el factor
determinante, como es el caso de la ablación genital de las niñas en determinadas sociedades
africanas, una práctica habitual no exenta de peligros físicos y psicológicos y que supone una
trasgresión básica de los derechos de la infancia, al menos desde nuestra perspectiva cultural.
En otras circunstancias la participación del ser humano es el factor clave del peligro a
confrontar, como ocurre en el caso de las guerras, la violencia física, el abuso sexual y el
maltrato infantil, por citar las más conocidas. No olvidemos que el daño producido por seres
humanos a otros seres humanos es el que ha acarreado y acarrea un mayor grado de
sufrimiento en la vida de las personas: la historia es un libro abierto.
Básicamente, cuando se percibe una situación como amenazante, se activa una triple
respuesta:
1. En primer lugar, se trata de establecer cuál es el peligro y cuál su gravedad (daño que la
amenaza puede producir).
2. Tras esta primera valoración, se experimentan fuertes reacciones emocionales y físicas
que, aunque pueden llegar a ser muy perturbadoras y difíciles de manejar, tienen un alto
valor adaptativo, pues nos predisponen a movilizarnos para preparar la tercera
respuesta.
3. Búsqueda de recursos y estrategias que nos ayuden a protegernos del peligro (respuesta
de defensa).
Las respuestas de defensa en humanos se pueden establecer igualmente desde una triple
perspectiva (triple muralla) y responden jerárquicamente frente a las dificultades ambientales.
Siguiendo el modelo que sobre los sistemas de defensa presentan Pat Ogden, Kekuni Minton y
Clare Pain en su libro El trauma y el cuerpo (2009), al que invitamos al lector a leer de
manera más detallada, hemos sintetizado y adaptado algunas de sus propuestas:
Los sistemas defensivos que hemos expuesto tienen un importante valor de adaptación y
protección y son recursos vitales para la supervivencia y el equilibrio del ser humano cuando
tiene que afrontar amenazas de diversa índole, que pueden ir desde cubrir necesidades básicas
(afectivas, vinculares, materiales, sociales, de salud, etc.) en cualquier momento de la vida
hasta hacer frente a catástrofes naturales, económicas, guerras y un largo etcétera de peligros
potenciales. El resultado de su uso es recuperar un estado óptimo de equilibrio y devolver a
las personas a sus zonas de confort y bienestar.
Pero ¿qué decir cuando una persona se encuentra en una situación que ya no supone ningún
tipo de peligro y sus estrategias defensivas se convierten en su propio enemigo porque
bloquean su capacidad de acción o la convierten en un ser que huye de sus propias
experiencias emocionales?, ¿cuando los recursos que utiliza para defenderse, sobrevivir y
serenarse le conducen a un camino sin salida?, ¿cuando sus respuestas defensivas resultan
desproporcionadas, inadecuadas por exceso o déficit a las situaciones vitales por las que
transita? Frente a esta situación, sólo nos cabe pensar que los sistemas defensivos pretenden
seguir cumpliendo su función, están actuando para cumplir un propósito, un para qué, pero
lamentablemente se activan ante una situación carente de peligro. Si la amenaza ya no existe
como tal, podemos decir que se han convertido en estrategias defensivas que son funcionales
pero en un contexto inadecuado. Desde esta perspectiva, podemos hablar de que la persona
está traumatizada. Las personas afectadas por un trauma continúan activando sistemas de
defensa para afrontar peligros ante situaciones de naturaleza inocua. Según Shalev (2005):
«Las personas traumatizadas continúan, durante décadas, dando respuestas defensivas después
de que acontezcan los acontecimientos amenazantes que las produjeron». En definitiva, son
formas de sobrevivir a los peligros o a las amenazas que se instauraron en el pasado como
recursos eficaces de protección pero que en el momento actual de la vida de la persona siguen
aún reactivándose, resultando contraproducentes e interfiriendo en la capacidad de vivir y
desarrollarse. Son esquemas cognitivos, emocionales y conductuales —estrategias de
supervivencia— del pasado que ya no sirven para el presente. Pero algo más se suma al
revivir de estas defensas: la persona se percibe a sí misma (si tiene conciencia de ello) dando
respuestas desproporcionadas y extrañas (pueden surgir experiencias disociativas,
desintegrativas) a situaciones poco amenazantes del presente, a lo que se suma un bajo nivel
de control sobre su capacidad para regular sus estados emocionales, conductuales y de
conciencia; y lo que puede empeorar aún más esta situación es que esta percepción de
incontrolabilidad personal se presente como un patrón de respuesta estable en el tiempo y ante
multiplicidad de situaciones aparentemente muy variadas. Su locus de control sobre su
capacidad para gestionar de modo saludable sus problemas está externalizado, es decir, la
persona se percibe con poca capacidad para poder manejar su mundo emocional y vivencial;
es como si fuera una víctima de los acontecimientos externos. No se ve con recursos ni con
fuerzas para salir del torbellino, tiene dificultades para adaptarse a la vida cotidiana actual,
para centrar sus energías en los sistemas de acción (comer, dormir, jugar, reproducirse,
relacionarse, trabajar, resolver problemas actuales), pues anda luchando con la desregulación
emocional y conductual del pasado.
Hay un dato importante en la práctica clínica que debemos tener muy presente en nuestra
labor psicoterapéutica: las personas que demandan ayuda terapéutica andan buscando, desde
un primer momento y con cierto grado de desesperación, recursos que les ayuden a percibir un
cierto grado de control sobre los problemas que les aquejan. Se encuentran como niños
perdidos en un bosque cuando la noche comienza a hacer acto de presencia. Muchos
problemas por los que acuden a consulta (ataques de pánico, problemas de alimentación,
depresión, quejas somáticas, etc.) tienen de fondo problemas disociativos, esto es, una enorme
dificultad para integrar de manera armónica posibles respuestas ajustadas en el presente ante
las situaciones vitales por las que transitan, con modos de respuesta defensivos que se
adquirieron en el pasado ante situaciones traumáticas. En un primer momento, y desde luego si
el encuentro terapéutico inicial ha sido afortunado, depositan en los terapeutas una confianza
básica de que a través del vínculo que establezcan con ellos podrán aprender nuevas formas
de responder a sus problemas que les ayuden a paliar poco a poco esa percepción de
incontrolabilidad y malestar que atenaza sus vidas. En definitiva, podríamos establecer un
cierto paralelismo entre la labor clínica y el establecimiento de vínculos de apego entre el
terapeuta y su paciente, de tal forma que aquél se erige en figura de referencia estable en la
que la persona deposita su confianza; es el medio a través del cual poder descubrir una nueva
mirada, zonas oscuras que reactivan estrategias de supervivencia útiles en el pasado e inútiles
en el presente; en definitiva, una guía para salir de ese bosque en penumbra. Se podría afirmar
que si se dan las condiciones que permiten que el terapeuta sea percibido como incondicional
(pase lo que pase...), disponible (cuando me necesites, me encontrarás...) y eficaz (dime qué te
ocurre e intentaremos solucionarlo...), se estarán fijando las bases para una relación segura.
Este tema resulta determinante para el trabajo con personas traumatizadas. En el último
apartado de este capítulo propondremos un modelo de intervención con niños y jóvenes
traumatizados por efecto del maltrato de índole integrador, en el que los educadores, padres y
cuidadores del niño con trauma complejo adquieren un papel decisivo como agentes activos en
su ayuda, enfatizándose la importancia de restablecer apegos estables entre él y sus cuidadores
de referencia, así como la relevancia que tiene saber reconocer el significado de esas
respuestas defensivas ante situaciones «aparentemente inocuas» para actuar en consecuencia,
ayudándole a identificar y regular esos modos de respuesta defensivos propios de
circunstancias ya pasadas.
¿Qué es un trauma? Si bien no hay una única definición que satisfaga a todos los
especialistas y sus múltiples enfoques, sí es cierto que en general las propuestas comparten
ciertos rasgos en común. He aquí un posible ejemplo:
Las amenazas, en forma de maltrato, pueden darse en ámbitos muy diversos: el hogar, la
familia, las personas cercanas, el colegio, etc., y pueden convertirse en experiencias
traumáticas en la infancia y la adolescencia. Desde esta perspectiva ahora más concreta, la
Organización Mundial de la Salud (OMS) en el año 2014 define el maltrato infantil como:
Los abusos y la desatención de que son objeto los menores de 18 años, e incluye todos los tipos de maltrato físico o
psicológico, abuso sexual, desatención, negligencia y explotación comercial o de otro tipo que causen o puedan causar un
daño a la salud, desarrollo o dignidad del niño, o poner en peligro su supervivencia, en el contexto de una relación de
responsabilidad, confianza o poder. La exposición a la violencia de pareja también se incluye a veces entre las formas de
maltrato infantil.
Los datos que propone la OMS (2014) sobre la magnitud de este problema confirman una
elevada incidencia en ambos sexos:
Los estudios internacionales revelan que aproximadamente un 20 por 100 de las mujeres y un 5 a 10 por 100 de los
hombres manifiestan haber sufrido abusos sexuales en la infancia, mientras que un 23 por 100 de las personas de ambos
sexos refieren maltratos físicos cuando eran niños. Además, muchos niños son objeto de maltrato psicológico (también
llamado maltrato emocional) y víctimas de desatención.
Estamos ante un problema mundial de salud pública de gran magnitud, con unas
consecuencias a corto y largo plazo en los ámbitos individual, familiar, social y comunitario
que requieren estudios en profundidad y la puesta en práctica de programas de prevención que
minimicen la probabilidad de aparición del maltrato en la infancia, y que se disponga de
estrategias terapéuticas integrales (individuo, familia, escuela, comunidad), con evidencias
empíricas demostrables, que aborden esta problemática que tantos daños (físicos,
emocionales, conductuales, etc.) puede producir al niño que la está sufriendo.
Leonore Terr (1985) propuso que cuando la situación estresante es suficientemente intensa
y duradera, y el menor la experimenta de forma directa, los niños y adolescentes pueden
presentar una sintomatología compatible con el diagnóstico de trastorno por estrés
postraumático (TPET) aunque sus características y evolución varían de unos niños a otros. En
la actualidad existen pocos estudios fiables sobre el TPET en niños y adolescentes, ya que la
investigación sobre las secuelas de experiencias traumatizantes se ha centrado
mayoritariamente en población adulta (consecuencias psicológicas de personas que han
participado en guerras o han sido víctimas de catástrofes naturales). Por otro lado, se
evidencia una escasez de instrumentos de evaluación propios para la infancia, por lo que
conocer datos reales sobre la prevalencia, sintomatología y alcance del trastorno en niños,
sobre todo de corta edad, resulta aventurado, ya que los resultados son muy variables y
dependen de la población y metodología utilizada.
Las reacciones de niños y adolescentes a las experiencias traumatizantes arrojan una gran
variabilidad; las secuelas pueden ser desde leves hasta graves, y la duración de los síntomas o
manifestaciones emocionales, físicas y conductuales también es muy variable, dependiendo en
gran medida de los estilos de afrontamiento que se utilicen y de la presencia de redes de
apoyo; eso explica que los efectos del estrés postraumático puedan durar desde meses hasta
años, con aparentes períodos de remisión sintomatológica y con la reaparición de los síntomas
de manera imprevisible y espontánea.
El tipo de reacción a la situación traumática en niños y adolescentes va a depender
fundamentalmente de dos factores:
1. Características asociadas a la experiencia traumática: el grado en que peligra la vida de
la persona o sus allegados (gravedad) y la duración de la experiencia traumática (el
tiempo de exposición al agente estresante).
2. La intensidad y la duración de las reacciones emocionales del niño y el adolescente ante
la experiencia traumática.
Se exponen a continuación los síntomas principales del TEPT, que hemos adaptado del
National Traumatic Stress Network:
3. Hiperactivación fisiológica:
Es posible que la persona continúe «en alerta», que tenga problemas para dormir, que se torne irritable o se enoje con
facilidad. Puede que esté más sobresaltada que antes, que se asuste al oír algún ruido, que tenga dificultad para
concentrarse o prestar atención y que tenga síntomas físicos recurrentes, tales como dolores de cabeza y de estómago.
A partir de los juicios clínicos basados en la opinión de expertos, así como de los datos
disponibles de las investigaciones que se vienen realizando (Van der Kolk et al., 2009),
conocemos que muchos niños y jóvenes que han vivido situaciones de maltrato familiar (por
acción u omisión) y que han quedado traumatizados presentan un patrón de síntomas físicos y
psicológicos (dificultades para la regulación de afectos, patrones de apego inestables,
regresiones comportamentales, comportamientos agresivos hacia sí mismo y hacia los demás,
problemas somáticos y un largo etcétera) que no quedan recogidos en los criterios
diagnósticos del trastorno por estrés postraumático (TEPT) (DSM-IV TR, 2003). En
consecuencia, Cook y colaboradores, en el año 2005, plantearon la denominación para este
tipo de trauma como trauma complejo, y Van der Kolk y su grupo definieron el concepto de
trastorno por trauma en el desarrollo:
Acontecimientos traumáticos múltiples, crónicos y prolongados, adversos para el desarrollo, la mayoría de las veces
de naturaleza interpersonal y de aparición en etapas tempranas de la vida. Así, estas exposiciones a menudo ocurren
dentro del sistema relacional de cuidados del niño, e incluyen la negligencia física, emocional y educativa y el maltrato
infantil iniciado en la primera infancia. El maltrato crónico, o los traumas repetidos inevitables, tienen un efecto
generalizado sobre el desarrollo de la mente y del cerebro, ya que interfieren en el desarrollo neurobiológico y en la
capacidad de integración de la información sensorial, emocional y cognitiva en un todo coherente.
Este mismo grupo de autores (2009) ha propuesto unos criterios para la inclusión de una
nueva categoría diagnóstica en el DSM-5, que la nueva edición no ha recogido. La importancia
de esta nueva propuesta no sería tanto la presentación de un nuevo trastorno (por trauma en el
desarrollo) como el reconocimiento de una constelación de manifestaciones sintomatológicas
derivadas de los efectos del maltrato en la infancia y adolescencia, que en muchas ocasiones
están pasando desapercibidas como un cuadro patológico con entidad propia y que
tradicionalmente han dado lugar a procesos de evaluación que concluyen en etiquetas
diagnósticas parciales, con la prescripción de tratamientos puntuales y resultados terapéuticos
cuestionables. El reconocimiento de esta realidad puede iluminar nuevos caminos en el
establecimiento de programas de tratamiento integrales con evidencia empírica, que ayuden a
niños y jóvenes a superar los importantes déficits en competencias y apoyos a los que han
estado sometidos. Ésta es, qué duda cabe, una importante contribución a la infancia maltratada.
Procede plantearse ahora, de forma más específica, qué características generales tienen los
hogares y las familias donde se produce maltrato sobre los niños y adolescentes y qué efectos
producen:
TABLA 7.1
Listado de situaciones potencialmente traumatizantes (adaptado de Internacional Society for the Study of Trauma
and Dissociation)
— Abuso físico.
— Abuso sexual.
— Abuso emocional (gritos, explotación y/o situaciones críticas y denigrantes).
— Negligencia crónica (ignorar repetidamente las necesidades físicas y/o emocionales del niño).
— Ser testigo de violencia familiar o callejera.
— Ser cuidado por padres que lo aterrorizan o que están aterrorizados.
— Heridas físicas, condiciones y procedimientos médicos (por ejemplo, en caso de quemaduras, cáncer, etc.).
— Accidentes dolorosos y que le hayan producido mucho miedo.
— Vivir un desastre natural o ser testigo de él (terremotos, inundaciones).
— Separación repetida de la persona que le cuida y que le da soporte emocional.
— Sufrir bullying (acoso en la escuela) de forma crónica e intensa.
¿Cuál es la importancia del establecimiento de los vínculos de apego seguros como factor
protector para el buen desarrollo físico y emocional de niños y jóvenes? ¿Por qué las tareas
dirigidas al restablecimiento de vinculaciones de apego estables se pueden constituir en la
piedra angular de las ayudas a niños y jóvenes traumatizados por efecto del maltrato?
Uno de los grandes temas de estudio en el campo de la protección infanto-juvenil han sido
los trabajos sobre la importancia de los vínculos de apego y sus distintas tipologías. Han
pasado más de 40 años desde que Bowlby (1969) postulara la teoría del apego, a partir de la
cual ha sido posible comprender muchos aspectos del desarrollo afectivo normal y desarrollar
buena parte de la psicopatología asociada a la infancia y a la vida adulta.
Según este modelo teórico, el vínculo de apego que una persona establece es el resultado
de esquemas afectivos, emocionales y cognitivos que tienden a activarse de forma reiterada —
con más énfasis ante situaciones de tensión o estrés— y que son fruto de experiencias de
interacción vividas a lo largo de su desarrollo evolutivo, principalmente en la infancia. Es
fundamental aclarar que el apego es un sistema de regulación del estrés y la exploración que
se encuentra en la motivación (biológica) del niño para protegerse de posibles peligros,
amenazas y/o situaciones estresantes, al acudir a un adulto más «sabio» (Bowlby, 1969). Esto
implica que el apego se desarrolla en situaciones que acarrean estados de estrés o
desregulaciones homeostáticas (Lecannelier, 2009).
Conviene recordar, a partir de las características expuestas anteriormente sobre los
ambientes donde muchos niños y jóvenes se desarrollan en situaciones de maltrato, que el
estrés y la acumulación de acontecimientos de naturaleza aversiva constituyen una de las
premisas que presiden el entorno vital donde estos menores tienen que desarrollarse. Desde
esta red de interacciones, los menores irán formando representaciones mentales (esquemas)
que se van modificando a lo largo de la vida en función del tipo y calidad de las relaciones
que mantienen con los demás; pero fuera de toda duda, y con el respaldo de una amplia
evidencia empírica, el momento crítico que dejará una mayor impronta es aquel que se
establece a lo largo de toda la infancia entre el niño y sus cuidadores principales. Es en este
delicado momento evolutivo cuando echan raíces una amplia gama de vinculaciones de apego
que van desde el tipo «seguro» hasta, en el otro extremo, el caracterizado por la inseguridad o
ambivalencia, pudiendo llegar incluso a una desorganización del propio vínculo. Con sus
características peculiares y distintivas, cada uno de ellos va a imprimir en el comportamiento
humano un sello especial que determinará los rasgos de personalidad distintivos en la juventud
y adultez.
Estos esquemas, por lo general silenciosos en su manifestación y arraigados en lo más
profundo de la estructura de la personalidad, suponen modos de sentir, pensar y actuar que
guían nuestro modo de acción en las relaciones personales y en nuestro encuentro con el
mundo. Pero ¿por qué resulta tan esencial el establecimiento de vínculos de apego saludables
a lo largo de la vida y principalmente en los primeros años del desarrollo? La razón habría
que buscarla en los aprendizajes nucleares y vivenciales que, a través de ellos, se establecen y
que han de servir de guía básica de actuación en nuestro modo de desenvolvernos en la vida.
Conviene no pasar por alto que precisamente a través del vínculo de apego el niño aprenderá,
sin palabras y con una considerable carga emocional, claves imprescindibles en su vida que
van desde cómo valorarse a sí mismo hasta cómo afrontar los problemas inherentes al hecho
de estar vivo. De manera muy resumida, el niño aprende:
Una infancia saludable lleva asociados, entre otros, dos pilares maestros para el adecuado
desarrollo: el establecimiento de un vínculo de apego estable con la/s figura/s de referencia
desde los primeros momentos de la vida y un correcto proceso de socialización, llamado a
iniciarse algo más tarde y que favorecerá la interiorización en el niño de normas de vida y
convivencia. Puede ocurrir, y de hecho ocurre con más frecuencia de lo que sería deseable,
que alguno de estos pilares quede truncado en su misma base por la dificultad de las figuras de
referencia para llevar a cabo estas tareas de crianza, cruciales para la salud mental actual y
futura del niño y el adulto. En el caso de niños y jóvenes provenientes de situaciones de
maltrato, los vínculos de apego seguros pueden haber sufrido un daño que deje un mensaje
grabado en la memoria:
No confíes, no sientas, no hables de eso...
Tal como comprendió muy bien Bowlby (1980): «En momentos de estrés/amenaza, la
mayoría de los seres vivos se escapan, se suben a los árboles, se esconden en cuevas, pero los
humanos hacemos algo completamente diferente: ¡acudimos a otros seres humanos!». Así
pues, a tenor de lo hasta ahora expuesto, no es de extrañar la aparición de importantes
trastornos del desarrollo cuando las figuras de referencia o cuidadores principales ejercen
maltrato de una manera persistente en el tiempo y los vínculos de apego no han servido como
recursos para hacer frente al estrés o la adversidad.
Esta sintomatología puede variar en función del desarrollo evolutivo del niño, ya que es un
proceso en el que se producen grandes cambios en un corto espacio de tiempo. Por ello, para
ayudar a identificar lo que pueden ser reacciones normales ante un evento traumático, se han
diferenciado cuatro períodos temporales de edad estableciendo un paralelismo con las etapas
escolares en las que pueden prevalecer diferentes síntomas:
1. EDAD PREESCOLAR (2-5 años): Predominan en esta etapa las fantasías y los temores
a la separación o rechazo y los niños presentan comportamientos regresivos. Se
identifica otra sintomatología como:
Creemos necesario destacar, antes de seguir avanzando, dos líneas de trabajo que nos
pueden ayudar a establecer un protocolo de evaluación para estos casos. En relación con la
infancia y adolescencia, Cook et al. (2005) proponen siete grupos de síntomas para el
diagnóstico de TEPT complejo que recogen las alteraciones que se producen cuando un niño
es expuesto a condiciones de riesgo graves y crónicas y desarrolla reacciones postraumáticas
complejas. Se incluyen las siete áreas que se establecen como afectadas, siendo fundamental
obtener datos en el proceso de evaluación que se planifique. Estas áreas pueden ser una guía
en la entrevista clínica y en la selección de los instrumentos y técnicas adecuados.
Por otra parte, a nivel nacional hay que destacar el proyecto PEDIMET (Proyecto de
Evaluación Diagnóstica y Tratamiento Psicológicos en Menores Tutelados) de la Comunidad
Murciana, que atiende a menores que han sufrido maltrato intrafamiliar crónico de tipo físico,
emocional y social (López-Soler, 2008). Lo más interesante, a nivel aplicado, de dicha
experiencia es que los diagnósticos que realizan en esas intervenciones describen múltiples
síntomas externalizantes en comorbilidad con sintomatología internalizante. Realizan además
una valoración de los síntomas centrales del TEPT complejo en menores maltratados y
elaboran un listado de 15 síntomas en menores entre 6 y 15 años en el que están presentes la
mayor parte de los indicadores, aunque se quedan en 14 porque uno de los síntomas no se da
en ninguno de los casos valorados. No podemos cuestionar su valor práctico aplicado y la
relevancia de la sintomatología que detectan, asociada a los diferentes casos evaluados.
Presentamos a continuación en tantos por ciento, la sintomatología asociada que detectan:
Planteamos a continuación unas líneas generales que nos deben servir de guía a la hora de
abordar la difícil tarea que nos compete, que no es otra que realizar un proceso de evaluación
fiable que pueda orientar el tratamiento y que dé respuesta a las necesidades de un niño que
pueda padecer un trauma en el desarrollo:
Llegados a este punto, en el que hemos tenido de referencia dos líneas de trabajo
relevantes, la literatura más referenciada e importante publicada sobre este tema, las
recomendaciones que provienen de la experiencia clínica y, habiendo establecido un marco
general (incluidas una serie de pautas generales a tener en cuenta en el proceso de
evaluación), nos encontramos en condiciones de poder sugerir al lector una guía orientativa
como propuesta de evaluación que contempla los instrumentos que entendemos son adecuados
para obtener una información válida y fiable. Debemos disponer de instrumentos de detección
sencillos y de fácil aplicabilidad, así como sensibles y específicos, para iniciar el tratamiento
con la mayor brevedad posible y evitar la progresión de la psicopatología y de los trastornos
asociados al trauma complejo que se pueden producir en el desarrollo. La observación de
cualquiera de los síntomas expuestos con anterioridad en el entorno habitual del niño (casa,
colegio, etc.) en el punto 2.1 es la primera señal de alarma. Pero a veces la observación
clínica no es suficiente y necesitamos instrumentos de medida. Para ello diferenciaremos, en
función de los diversos factores descritos, una serie de instrumentos que consideramos
muestran una fiabilidad y validez que nos ayudarán a realizar dicho proceso de evaluación.
Situación
Abuso físico.
Abuso sexual.
Negligencia crónica (ignorar las necesidades físicas y/o emocionales del niño).
2. Si el menor sigue teniendo contacto con la amenaza que puede ser una figura de
referencia, planifique las medidas adecuadas para poder tener contactos con el niño o la
familia sin su presencia.
3. ¿Se ha prolongado la situación traumática durante mucho tiempo? Indique la edad en la
que ocurrió y durante cuánto tiempo se ha prologado (tabla 7.3).
4. ¿Es un niño que está aislado o tiene una red familiar o de apoyo adecuada? Indique las
redes de apoyo (tabla 7.4).
Redes de apoyo
TABLA 7.5
Áreas de
Instrumentos de medida
exploración
— Inventario expresión ira-rasgo niños y adolescentes, STAXI-NA (Del Barrio, Spielberger y Aluja,
1998).
Afectivo- — Escala de afecto positivo y negativo para niños y adolescentes, PANASN (Sandín et al., 1999).
emocional — Evaluación adaptación socioemocional niños y adolescentes (Díaz-Aguado, Martínez Arias, Segura y
Royo García, Niños con dificultades socioemocionales. Instrumentos de evaluación, 1995).
— Escala de experiencia disociativa (adaptada por Berstein y Putman, 1986).
Adaptado de: Proyecto PEDIMET (Proyecto Evaluación Diagnóstica y Tratamiento Psicológicos en Menores Tutelados;
López-Soler, 2008).
Indique de
forma
específica
— Bloqueo cognitivo.
Situaciones que provocan
— Incapacidad para recordar hechos.
comportamientos
— Incapacidad para recordar hechos relacionados
desajustados/desproporcionados
con el trauma.
Reacción Reacción
adaptativa traumática
Aislamiento social.
Apego
Dificultades en las relaciones interpersonales con iguales.
Biología Analgesia.
Somatizaciones.
Despersonalización, desrealización.
Disociación Amnesia.
Comportamientos autodestructivos.
Oposicionismo.
Sumisión excesiva.
Dificultades atencionales.
Dificultades aprendizaje.
Baja autoestima.
Vergüenza y culpa.
8. Identifique qué necesidades básicas en la infancia, que caracterizan su buen trato, se han
podido ver afectadas o no desarrolladas a consecuencia de la situación traumática
(adaptado de López Sánchez, 2008) (tabla 7.8).
Afectada No afectada
Alimentación.
Temperatura.
Higiene sueño.
Necesidades físico-biológicas
Actividad física (ejercicio y juego).
Salud.
Estimulación sensorial.
Seguridad emocional.
Justificación:
2. De las alteraciones que ha identificado con anterioridad en el punto A7, indique cuáles
de ellas provocan un alto grado de sufrimiento y no tiene percepción de poder
afrontarlas (tabla 7.11).
Presente No
presente
Empatía.
Empatía.
Autoestima.
Autoconcepto.
Autoeficacia y vinculación.
Área desarrollo personal
Autocontrol.
(competencias personales)
Autonomía personal.
Sentido de pertenencia.
Iniciativa personal.
Compromiso social.
Responsabilidad.
Prosocialidad.
Área moral
(competencias morales)
Justicia.
Respeto a la diversidad.
Respeto a la diversidad.
Asertividad.
Habilidades relacionales.
Área social
Habilidades para la resolución de conflictos
(competencias y habilidades
interpersonales.
sociales)
Habilidades comunicativas.
Asertividad.
C) Tomando decisiones
2. Tras el estudio de todos los factores que se han ido analizando, indique a continuación
qué componentes clave tiene que programar en su intervención en función de los tres
factores que se presentan a continuación (para ello es recomendable que el lector
realice una lectura comprensiva del proceso de intervención que encontrará en
apartados posteriores del capítulo) (tabla 7.14).
1. Necesidad de establecer una relación afectivamente segura con una figura adulta de
referencia.
2. Necesidad de reconstruir y elaborar su historia pasada y las vivencias traumáticas
dando sentido a lo vivido y a las emociones y pensamientos relacionados.
3. Necesidad de expresar y hablar sobre las experiencias vividas para integrarlas en la
construcción de su identidad personal.
Con el avance en la definición del trauma complejo se han ido desarrollando paralelamente
modelos de tratamiento específicos para las personas víctimas de trauma complejo en la
infancia; tal es el caso del modelo de apego, autorregulación y competencia (ARC; Blaustein y
Kinniburgh, 2010) (figura 7.3).
Figura 7.3.—Componentes a trabajar según el modelo ARC (Blaustein y Kinnigurgh, 2010).
¿Qué es ARC?
Es un modelo basado en componentes de tratamiento que identifica tres áreas
fundamentales de intervención para niños y adolescentes víctimas de trauma y su sistema de
cuidadores: apego, autorregulación y competencia (Blaustein y Kinniburgh, 2010).
Dentro de estos tres componentes fundamentales se identifican nueve bloques de
intervención. Un décimo objetivo de intervención, el de integración de la experiencia
traumática, implica la integración de todos los demás objetivos, incluyendo recursos externos
y habilidades individuales.
3.1. Apego
Las habilidades de los cuidadores para apoyar al niño o niña a la hora de afrontar
estresores son un predictor clave del desarrollo. Esta habilidad está determinada por la que
éstos presenten para manejar sus propias experiencias. En este bloque de intervención se
aborda:
a) Cómo influye en el desarrollo del niño el manejo del afecto por parte del cuidador.
b) Los factores que inciden en la capacidad del cuidador para manejar la experiencia
emocional.
c) El papel crucial de apoyo que desempeñan los cuidadores.
d) Las habilidades básicas a trabajar en las personas del sistema de cuidadores, dentro de
las cuales estarían:
3.1.2. Sintonía
Sintonizar es la capacidad de los cuidadores para interpretar correctamente las señales del
niño y responder apropiadamente. Hay dos errores primarios que los adultos podemos cometer
al interpretar las señales que emite el niño: equivocarnos al leer todas las señales como un
todo o responder a las conductas manifiestas en lugar de descifrar el mensaje emocional que
subyace a la conducta.
Los niños que han experimentado trauma temprano significativo pueden tener especial
dificultad para comunicar sus sentimientos, deseos y necesidades de manera eficaz. En este
segundo objetivo de intervención se enfatiza la particular importancia de construir una sintonía
apropiada en el sistema de cuidadores de los niños víctimas de trauma complejo. Las
habilidades básicas y áreas en las que se focaliza la intervención en este estadio incluyen:
a) Psicoeducación sobre la importancia que tiene estar pendiente del niño o niña.
b) Psicoeducación sobre los desencadenantes del trauma y su expresión.
c) Desarrollo de un repertorio para comprender lo que el niño comunica (convertirse en un
«detective de las emociones»).
d) Desarrollo de habilidades de escucha reflexiva.
Las rutinas confieren al día a día un sentido de coherencia y predecibilidad, de manera que
romper una rutina puede hacer que nos sintamos desconcertados. Los niños y familias
expuestos a trauma complejo suelen haber vivido marcados por el caos y lo impredecible. En
la medida en que sus vidas continúen siendo impredecibles, estos niños invertirán un
porcentaje importante de su energía en mantenerse alertas ante el posible peligro. Aumentando
la predecibilidad generamos un sentido de seguridad y permitimos a los niños relajarse y
centrar sus energías en el desarrollo saludable en lugar de en la supervivencia.
Para fomentar el desarrollo de rutinas se discute cuáles son básicas para el desarrollo
saludable. Las rutinas deseables en casa se ejemplifican en sesión y en las actividades
cotidianas que se llevan a cabo en los distintos contextos.
3.2. Autorregulación
3.2.2. Modulación
El trauma complejo se cobra un peaje significativo sobre la capacidad de los niños para
regular de manera eficaz la experiencia fisiológica y emocional. El estrés crónico e intenso
expone a los niños a niveles de activación crónicamente altos y desregulados. Los sistemas de
cuidado, que normalmente actúan como amortiguadores y reguladores externos, pueden sufrir
daños dejando al niño solo en la lucha con la experiencia emocional y fisiológica extremas.
Muchos niños se adaptan para manejar su experiencia, pero esta adaptación puede dejarles
vulnerables para los siguientes retos.
Este bloque de intervención tiene por objetivo fortalecer las habilidades necesarias para
mantener los niveles óptimos de activación, expandir su «zona de confort» y ser capaces de
tolerar un rango amplio de experiencias emocionales. Las intervenciones concretas en este
bloque son:
3.3. Competencia
Y, por último, el objetivo con los niños y familias con las que vamos a trabajar es construir
recursos internos y externos que permitan un desarrollo continuado y saludable y un
funcionamiento positivo en las distintas áreas de competencia como las relaciones sociales, la
participación en la comunidad y el compromiso académico. Estos objetivos de intervención
destacan por un lado la importancia de que los niños alcancen maestría y éxito emocional y
adquieran las herramientas para continuar funcionando como constructores activos de sus
vidas y el desarrollo y consolidación de un sentido positivo y coherente de sí mismos. Aunque
la construcción de una competencia para el desarrollo se suele abordar como un aspecto
complementario en las terapias centradas en el trauma, en el modelo ARC es considerado un
componente de tratamiento fundamental para niños expuestos a trauma en el desarrollo
temprano.
Entre las tareas más importantes para un niño pequeño está desarrollar el sentido de que es
él el que dirige su vida, es decir, la percepción de que él mismo tiene la habilidad para influir
en el mundo. Esa sensación de dirigir su propia vida se desarrolla cuando puede intentar,
hacer y elegir. Hasta cierto punto este sentido descansa en el desarrollo de habilidades
apropiadas de función ejecutiva, es decir, las habilidades cognitivas alojadas en el córtex
prefrontal que nos permiten ejercer control sobre nuestras actuaciones, demorar las respuestas,
anticipar las consecuencias, evaluar los resultados y tomar decisiones activamente. Para los
niños expuestos al trauma crónico, el continuo «modo de alarma» de sus cerebros puede hacer
que no se desarrollen adecuadamente los controles prefrontales; de hecho la investigación
demuestra daños en la función ejecutiva de estos niños, comparados con otros de la misma
edad no expuestos a traumas (Beers y De Bellis, 2002) (Mezzacappa y Earls, 2001).
Las intervenciones concretas en este bloque son:
V F
1. El trauma complejo o el trauma en el desarrollo presenta características que no están suficientemente
reconocidas e investigadas.
2. El modo en el que reaccionamos ante el peligro depende de dos aspectos esenciales: la valoración primaria y la
valoración secundaria.
3. Una infancia saludable lleva asociados, entre otros, dos pilares maestros para el adecuado desarrollo: el
establecimiento de un vínculo de apego estable con las figuras de referencia y un correcto proceso de
socialización.
4. Los síntomas principales del TEPT son: reexperiencia del evento, evitación persistente de estímulos asociados
al trauma o embotamiento e hiperactivación fisiológica.
5. Es necesaria una evaluación continua en el tiempo ya que la manifestación de síntomas puede cambiar a
medida que los niños se desarrollan, tienen nuevas experiencias y pueden seguir estando expuestos a nuevos
estresores.
6. La intervención que se hace con niños víctimas de trauma complejo incluye al menos la atención de tres
necesidades fundamentales: necesidad de establecer una relación afectivamente segura con una figura adulta
de referencia, la necesidad de reconstruir y elaborar su historia pasada y vivencias traumáticas y la necesidad
de expresar y hablar sobre las experiencias vividas e integrarlas en la construcción de su identidad.
7. El modelo de tratamiento ARC está basado en componentes de tratamiento que identifican tres áreas
fundamentales de intervención para niños y adolescentes: apego, autorregulación y competencias.
8. El modelo ARC aporta un marco de intervención flexible que pretende combinar la evidencia científica con la
adaptación a la realidad que nos encontramos en la atención clínica.
9. Los menores víctima de trauma complejo han aprendido a internalizar experiencias y valores negativos sobre sí
mismos y eso les impide desarrollar un sentido del yo coherente y positivo.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
V V V V V V V V V V
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8
Violencia intrafamiliar y resiliencia en niños y
adolescentes
PEDRO JAVIER AMOR ANDRÉS
ENRIQUE ECHEBURÚA ODRIOZOLA
1. INTRODUCCIÓN
Según diferentes estudios de revisión (Chan y Yeung, 2009; Evans et al., 2008), existe una
relación significativa entre la exposición a la violencia de pareja en niños y adolescentes y el
padecimiento de diferentes problemas interiorizados (ansiedad, depresión, preocupaciones) y
exteriorizados (ira y conductas antisociales), así como de sintomatología traumática (Moylan,
2010).
Otras consecuencias de la exposición a la violencia de pareja son la presencia de baja
autoestima, retraimiento social, escasas habilidades de afrontamiento, dificultades en el
control de impulsos y regulación emocional, así como peor desempeño académico en
comparación con niños no maltratados (Moylan et al., 2010; Morelato, 2011a).
Según Chan y Yeung (2009), la sintomatología del trastorno de estrés postraumático
(TEPT), así como los problemas interiorizados y exteriorizados, son los que se ven más
afectados por la exposición a la violencia intrafamiliar. No obstante, hay una gran variabilidad
en cuanto al ajuste de los niños expuestos a violencia familiar.
TABLA 8.1
Síntomas nucleares del trastorno de estrés postraumático según el DSM-5 (APA, 2013; modificado)
Síntomas intrusivos:
1. Evitación o esfuerzos para evitar recuerdos, pensamientos o sentimientos desagradables estrechamente relacionados con
el suceso traumático.
2. Evitación o esfuerzos para evitar elementos externos (personas, lugares, conversaciones, actividades, objetos, situaciones)
que activan recuerdos, pensamientos o sentimientos desagradables relacionados con el suceso traumático.
1. Incapacidad para recordar alguno de los aspectos importantes del suceso traumático (normalmente debido a la amnesia
disociativa y no a otros factores tales como lesiones en la cabeza o consumo de alcohol o drogas).
2. Creencias o expectativas negativas persistentes y exageradas o sobre uno mismo, los otros o el mundo (por ejemplo, «soy
malo», «no se puede confiar en nadie», «el mundo es completamente peligroso»).
3. Distorsiones cognitivas persistentes sobre la causa o consecuencias del suceso traumático que llevan a la persona a
culparse a sí misma o a culpar a los otros.
4. Estado emocional negativo persistente (por ejemplo, miedo, horror, ira, culpa o vergüenza).
5. Disminución marcada del interés o de la participación en actividades significativas.
6. Sensación de distanciamiento o de extrañeza respecto a los demás.
7. Incapacidad persistente para experimentar emociones positivas (por ejemplo, felicidad, satisfacción o sentimientos
amorosos).
Hiperactivación y reactividad exageradas relacionadas con el suceso traumático:
1. Conducta irritable y explosiones de ira (en ausencia de provocación) habitualmente expresadas como agresión verbal o
física hacia las personas u objetos.
2. Conducta autodestructiva o imprudente.
3. Hipervigilancia.
4. Respuesta de alarma exagerada.
5. Dificultades de concentración.
6. Alteraciones del sueño (por ejemplo, insomnio o sueño poco reparador).
Aunque los cuatro síntomas nucleares del TEPT son los mismos para todas las edades,
existen diferencias en el contenido de algunos síntomas y también en el número de ellos
requerido para el diagnóstico de este cuadro clínico. En la figura 8.3 se indica el número de
síntomas específicos a considerar dentro de cada grupo de edad, así como los requeridos para
el diagnóstico del TEPT. Específicamente, para los niños de seis años o menos se requieren al
menos cuatro síntomas de los 16 establecidos y distribuidos según lo indicado en la figura 8.3;
en cambio, para las personas de siete años o mayores se requieren al menos seis síntomas de
los 20 establecidos y que estén distribuidos de una forma específica. Asimismo, para el
diagnóstico del TEPT se requiere, por una parte, que el suceso traumático produzca un estrés
clínicamente significativo y una interferencia grave en el desarrollo de la vida cotidiana, y,
por otra, que los síntomas se prolonguen durante más de un mes.
Figura 8.2.
Habitualmente, más allá de las reacciones inmediatas —malestar emocional generalizado,
aislamiento, pérdida de apetito, insomnio, etc.—, que tienden a remitir a las pocas semanas,
las víctimas pueden experimentar síntomas de ansiedad y de depresión, con una pérdida de
autoestima y una cierta desconfianza en los recursos propios para encauzar la vida futura. Por
otra parte, aquellos menores que se autoinculpan pueden verse dañados en su autoestima y
tener más dificultades para la readaptación emocional posterior. Todo ello puede llevar a una
reducción de la actividad social y lúdica de los menores y, en último término, a una
disminución de la capacidad para disfrutar de la vida (Foa y Riggs, 1995).
Figura 8.3.—Síntomas requeridos para el diagnóstico del trastorno de estrés postraumático según el DSM-5 en función de la
edad (APA, 2013).
a) Trastornos interiorizados
Los problemas interiorizados en niños y adolescentes expuestos a violencia de pareja
tienen que ver fundamentalmente con trastornos del estado de ánimo (depresión mayor y
distimia) y con diferentes trastornos de ansiedad, tales como diferentes problemas fóbicos,
ansiedad generalizada y ansiedad de separación.
Los trastornos del estado de ánimo se caracterizan por la presencia de tristeza, vacío o
ánimo irritable, acompañado por cambios somáticos y cognitivos que afectan
significativamente a la capacidad funcional del individuo (DSM-5, APA, 2013). Además de la
depresión mayor y de la distimia (forma más crónica de depresión en la que los síntomas se
mantienen durante más de un año en niños), se incluye un nuevo cuadro clínico denominado
trastorno de estado de ánimo disruptivo y no regulado, caracterizado por explosiones de ira
recurrentes y severas que se manifiestan verbal o conductualmente y que son
desproporcionadas en intensidad o duración a los estímulos provocadores. Estos síntomas
están presentes durante más de 12 meses y se producen en diferentes contextos (por ejemplo,
en casa, en la escuela y con el resto de los niños). Este cuadro clínico tiene una gran
comorbilidad con el trastorno oposicionista desafiante (pero no al revés) y también presenta
un alto riesgo de problemas conductuales de forma similar a los trastornos exteriorizados.
Todos los trastornos de ansiedad se caracterizan por la presencia de miedo y ansiedad
excesivos, así como por problemas de conducta relacionados. En cambio, se diferencian entre
sí por los tipos de objetos o situaciones que inducen miedo, ansiedad o evitación conductual,
así como por la ideación cognitiva. De todos ellos, uno de los que más se ha relacionado con
la exposición a la violencia intrafamiliar es el trastorno de ansiedad de separación, que tiene
que ver con un miedo o ansiedad excesivos relacionados con separarse de las figuras de apego
y que es inapropiado a la etapa del desarrollo en la que se encuentran los niños o
adolescentes. Algunos de los síntomas tienen que ver con un estrés excesivo y recurrente al
anticipar o experimentar la separación de casa o de las figuras de apego principales,
preocupaciones excesivas y persistentes sobre la pérdida de las figuras de apego principales o
posibles daños que pudieran sufrir (enfermedades, heridas, catástrofes o muerte), temor a
alejarse o a dormir fuera de casa, miedo a quedarse solo en casa, pesadillas repetidas
relacionadas con el tema de la separación y quejas habituales de síntomas físicos. El miedo, la
ansiedad o la evitación son persistentes y se prolongan al menos cuatro semanas en niños y
adolescentes.
Figura 8.4.—Trastornos interiorizados y exteriorizados que pueden presentarse en menores expuestos a violencia contra la
pareja.
b) Trastornos exteriorizados
Los problemas exteriorizados en niños expuestos a violencia de pareja tienen que ver
fundamentalmente con diversos trastornos de conducta, del control de impulsos y disruptivos
—por ejemplo, el trastorno oposicionista desafiante— y con el trastorno por déficit de
atención con hiperactividad. A su vez, en adolescentes es más frecuente la presencia de
síntomas que pueden ser precursores de un futuro trastorno de personalidad antisocial.
El trastorno por déficit de atención con hiperactividad se caracteriza por un patrón de
inatención y/o de hiperactividad-impulsividad que interfiere en el funcionamiento o desarrollo
normal. Pueden darse los dos grupos de síntomas o haber un mayor predominio de los
síntomas de inatención —por ejemplo, mostrar dificultades para mantener la atención en
tareas o tener la mente en otro lugar— o de hiperactividad e impulsividad, tales como
moverse en exceso, levantarse del asiento cuando se debería permanecer sentado o mostrar
dificultades para realizar actividades de ocio tranquilas.
Por otra parte, las personas que tienen el trastorno oposicionista desafiante o el trastorno
de conducta muestran problemas de autocontrol emocional y conductual que se manifiestan en
comportamientos que violan los derechos de los demás y/o llevan a la persona a un conflicto
con las normas sociales o con las figuras de autoridad. Las conductas de las personas que
tienen el trastorno oposicionista desafiante suelen ser de menor gravedad que las
características del trastorno de conducta, y no suelen agredir a personas o animales, ni destruir
la propiedad o manifestar un patrón de robo o engaño. El trastorno de conducta, si comienza
antes de los 10 años y viene acompañado de un trastorno por déficit de atención con
hiperactividad y de ciertas alteraciones en el desarrollo (abuso infantil, crianza inestable,
disciplina inconsistente), predispone en la vida adulta al desarrollo de un trastorno de
personalidad antisocial.
El trastorno de personalidad antisocial, diagnosticado a partir de los 18 años y con
antecedentes de trastornos de conducta en la infancia, se caracteriza por un patrón persistente
de desprecio y violación de los derechos de los demás y se puede manifestar en síntomas tales
como no ajustarse a las normas sociales, falsedad, mentiras repetidas, engaño a los demás
para beneficio propio o por diversión, impulsividad, agresividad (implicación en peleas),
desprecio por la seguridad de uno mismo o la de los demás, irresponsabilidad y falta de
remordimiento por las malas conductas.
Figura 8.5.
En este sentido, los niños que han estado expuestos a violencia intrafamiliar son capaces de
generar actitudes que justifican el uso personal de la violencia y son más proclives a agredir
físicamente y a tener más problemas de conducta y comportamientos delictivos (Moylan et al.,
2010). A su vez, los padres que se comportan violentamente enseñan a sus hijos que la
agresión es una herramienta poderosa y apropiada para las relaciones interpersonales y
pueden influir negativamente en el desarrollo de la empatía en los niños (McPhedran, 2009).
La resiliencia está inhibida por los factores de riesgo y promovida por los factores de
protección (Zolkoski y Bullock, 2012). Desde esta perspectiva, es fundamental conocer los
factores de riesgo del desarrollo de consecuencias perjudiciales para los niños y adolescentes
que observan violencia de pareja y/o que sufren maltrato infantil, así como los factores
protectores de esas consecuencias negativas. El conocimiento de estos factores va a facilitar
el desarrollo de programas de prevención.
El resultado de la compleja interacción entre los factores de riesgo y de protección es lo
que va a dar lugar a una mayor vulnerabilidad o a una respuesta resiliente que permita dar
continuidad al desarrollo del niño o adolescente (Morelato, 2011a).
Existen múltiples formas de clasificar los factores de riesgo y de protección en este ámbito.
Unas clasificaciones son más generales al dividir los factores de riesgo y de protección en
biológicos (o internos) y ambientales (o externos). Sin embargo, el modelo ecológico de
Bronfenbrenner permite integrar los diferentes factores de riesgo y de protección dentro de un
esquema multisistema (macrosistema, exosistema, mesosistema, microsistema, ontosistema y
cronosistema).
En este capítulo se describen, por una parte, los factores de riesgo, diferenciando entre
factores predisponentes (o variables pretrauma), factores precipitantes (correspondientes al
suceso traumático) y factores de mantenimiento (o variables postraumáticas); y, por otra, los
factores de protección, que se exponen en función de tres niveles: individual, familiar y
ambiental.
TABLA 8.2
Factores de riesgo y vulnerabilidad en niños y adolescentes en contextos de violencia intrafamiliar (De Young,
Kenardy y Cobham, 2011; Echeburúa y Corral, 2009)
— Diversos factores biológicos del desarrollo (bajo peso al nacer, diferentes enfermedades,
Factores etc.).
predisponentes — Personalidad vulnerable (elevado grado de neuroticismo, baja resistencia al estrés, escasos
(pretrauma) recursos de afrontamiento, mala adaptación a los cambios, etc.).
— Estrés acumulativo.
Los factores protectores son atributos de una persona o contexto que predicen mejores
resultados o consecuencias, particularmente en situaciones de alto riesgo (Wright y Masten,
2005). Los factores protectores alteran las respuestas ante eventos adversos de manera que los
potenciales resultados negativos pueden ser evitados o disminuidos o bien pueden ser
promovidos los aspectos positivos (Zolkoski y Bullock, 2012).
Para conceptualizar mejor los diferentes factores de protección se han planteado varios
modelos, entre los que destacan la psicopatología del desarrollo y la aproximación ecológica
(Howell, 2011). En estos modelos se alude al carácter interactivo entre el individuo y su
ambiente y a los diferentes sistemas en los que se pueden incluir los distintos factores de
protección: ontosistema, microsistema, mesosistema, exosistema, macrosistema (que irían
desde factores internos hasta factores externos o ambientales que influyen en el individuo y
potencialmente en la resiliencia) (Morelato, 2011b).
Según Zolkoski y Bullock (2012), desde una perspectiva global los factores de protección
se pueden clasificar en torno a características individuales (autorregulación, autoconcepto,
nivel de desarrollo de la persona, sistema de creencias, habilidades de diferente índole, etc.),
condiciones familiares, tales como el estilo de crianza, la estructura familiar, las relaciones
de pareja, la cohesión familiar, las interacciones de apoyo entre padres e hijos, el apoyo
social y un nivel estable y adecuado de ingresos económicos, y, finalmente, apoyo
comunitario, referido a los programas de intervención y prevención temprana, la
accesibilidad a buenos servicios de salud, las oportunidades económicas, los recursos para el
tiempo libre y la vinculación religiosa, así como el apoyo en la comunidad de vecinos
(Benzies y Mychasiuk, 2009). Estos factores protectores pueden actuar de diferentes maneras
según las etapas del desarrollo. A continuación se indican los principales factores protectores
en aquellos niños y adolescentes que han observado violencia de pareja o sufrido directamente
maltrato infantil (tabla 8.3).
TABLA 8.3
Familiar — Capacidad de las madres para afrontar con efectividad las situaciones adversas.
— Buena relación madre-hijo.
— Buena salud mental de las madres.
— Crianza efectiva y formas de violencia de menor gravedad.
— Adecuada organización familiar (flexibilidad, cohesión y recursos económicos y sociales).
— Cuidador estable, que ofrezca apoyo y respuestas emocionales positivas.
Ambiental — Entorno comunitario estable (familia extensa, escuela, ámbito religioso, etc.).
— Experiencias positivas al realizar actividades curriculares y extracurriculares.
a) Nivel personal
Algunos factores protectores son neurobiológicos y madurativos, tales como la plasticidad
cerebral, que está asociada a la inteligencia, la creatividad y la madurez cognitiva. Disponer
de más recursos cognitivos permite a los menores desarrollar un mayor número de estrategias
de afrontamiento ante diferentes circunstancias, así como una mayor capacidad para generar
alternativas de solución a los problemas planteados (Morelato, 2009).
Otro factor determinante es el tipo de apego que el niño establece con sus padres. Las
figuras de apego en la infancia ejercen dos funciones esenciales en el desarrollo: constituirse
en base de seguridad y ser puerto de refugio. Por ello, las personas con un estilo de apego
seguro desarrollan una autoestima positiva, generan un patrón de expectativas positivas ante
las relaciones interpersonales (intimidad, sociabilidad, autonomía emocional, etc.) y son más
resistentes a los sucesos traumáticos. Por el contrario, las personas con un estilo de apego
inseguro (de tipo ansioso, ambivalente o evitativo) son más vulnerables ante las adversidades
de la vida cotidiana. Aunque sea difícil en un contexto en el que hay violencia intrafamiliar, lo
adaptativo sería disponer de un estilo de apego seguro con el progenitor no maltratante o bien
un apego funcional con otro adulto cercano que posibilite amortiguar las consecuencias del
maltrato (Morelato, 2011a).
Otros factores de protección —que tienen que ver también con aspectos emocionales y con
la valoración que la persona hace de sí misma— son la empatía, la capacidad para expresar
emociones positivas, la autoestima, el autocontrol y las habilidades cognitivas de solución de
problemas. En general, este conjunto de factores protectores están relacionados, entre otros
aspectos, con una disminución de las conductas problemáticas y de la sintomatología ansiosa y
depresiva, así como con mejores procesos atribucionales ante la violencia y con mayores
niveles de ajuste psicosocial, control de impulsos, percepción de control ante determinados
eventos de su vida y capacidad para generar posibles soluciones (Morelato, 2011a; Pynoos,
Steinberg y Wraith, 1995).
Algunos de estos factores individualmente pueden tener una gran influencia en la resiliencia
y en diferentes áreas relevantes para el desarrollo adaptativo de los niños y adolescentes. Así,
estar dotado de una buena inteligencia puede facilitar que la persona tenga éxito en el ámbito
escolar o disponer de una elevada autoeficacia social puede contribuir a conseguir mayor
apoyo social.
A su vez, muchos de estos factores de protección pueden actuar de forma sinérgica y
reforzar la resiliencia en menores expuestos a la violencia de pareja. Por ejemplo, los niños
con alta autoestima pueden realizar mejores atribuciones acerca de las razones del maltrato
del que son objeto, evitando la internalización de autopercepciones negativas (Morelato,
2011a).
Asimismo hay otros aspectos del menor que pueden amortiguar la violencia, como por
ejemplo sentirse querido por los demás, mostrar espiritualidad o implicarse en aficiones,
conductas solidarias o actividades sociales positivas (Howell, 2011).
b) Nivel familiar
Dentro de un contexto en el que hay violencia intrafamiliar, es más difícil encontrar
factores generadores de resiliencia. Sin embargo, existen diferencias de unos casos a otros.
Además de los aspectos relacionados con el apego positivo entre padres e hijos, hay un
conjunto de factores que tienen que ver fundamentalmente con la madre. Entre ellos destacan
su salud mental y su capacidad para afrontar con éxito las situaciones adversas, lo que implica
contar con unas adecuadas estrategias de resolución de conflictos (Howell, 2011). Estos
aspectos claramente influyen en la competencia emocional y social de los niños y
adolescentes.
Otro factor protector es la presencia de una adecuada organización familiar, que tiene que
ver con la capacidad para resolver sus problemas (flexibilidad), con el respeto, el apoyo
mutuo, el establecimiento de límites y con los recursos económicos y sociales disponibles
(Morelato, 2011a). También es importante que el niño o adolescente tenga una persona que
actúe como cuidadora estable y que dé apoyo y respuestas emocionales positivas, lo que
contrarresta las consecuencias negativas relacionadas con el maltrato infantil (Houshyar y
Kaufman, 2005).
c) Nivel ambiental
Existen múltiples elementos extrafamiliares que pueden actuar como factores protectores.
Entre ellos destaca la presencia de un entorno comunitario estable para el niño, como puede
ser la familia extensa, la escuela, la pertenencia a un grupo religioso, etc. Son contextos que
pueden representar otras formas de protección e incrementar su resiliencia al potenciar otros
factores individuales de los menores, tales como la autoestima o las habilidades
interpersonales. Todos estos factores pueden amortiguar el riesgo de la violencia observada o
sufrida y, a su vez, permiten aprender otros modelos de interacción no violentos que puedan
prevenir de algún modo futuros comportamientos de maltrato o de victimización.
Existen múltiples intervenciones dirigidas a los niños y adolescentes que han sufrido uno o
más sucesos traumáticos, entre los que se encuentra la exposición a violencia entre sus padres
o entre uno de sus progenitores y su pareja. Como se puede observar en la página web del
National Child Traumatic Stress Network (NCTSN; http://www.nctsnet.org/), existen más de
40 intervenciones que se han analizado desde la perspectiva de los tratamientos
empíricamente validados. En la tabla 8.4 se describen algunos de los tratamientos que gozan
de mayor apoyo empírico y que son aplicables a los menores víctimas de violencia
intrafamiliar. Los tratamientos seleccionados están disponibles en inglés y también en español.
Aunque estos tratamientos se sustenten en diferentes bases teóricas, los principales
componentes de la intervención tienden a ser comunes. El primer aspecto que se aborda es el
tema de la seguridad, dado que es uno de los primeros y principales componentes de la
intervención. Habitualmente se suele trabajar con la mujer maltratada, buscando las diferentes
alternativas para garantizar su seguridad y la de sus hijos. Puede ser de gran ayuda recurrir a
otros ámbitos asistenciales y recibir diversos tipos de apoyo, como por ejemplo
asesoramiento jurídico, conocimiento y prevención de situaciones de riesgo, etc. También,
cuando las víctimas son adolescentes, es conveniente establecer un plan de seguridad con
ellas, desarrollando estrategias que les permitan tener un mayor grado de control y
herramientas para su seguridad. Asimismo la planificación de la seguridad es más efectiva
cuando se realiza de forma colaborativa con el ánimo de empoderar a la persona
(joven/familia) para que utilice estas habilidades independientemente en el futuro (Murray,
Cohen y Mannarino, 2013). Además estos planes de seguridad deberían ser concretos y
practicados.
Otro conjunto de componentes que suelen aplicarse tienen que ver con el apego y la
regulación emocional, así como con la identificación y expresión de emociones. La seguridad,
junto con el establecimiento de una fuerte relación de apego con respecto al adulto de
referencia (normalmente la madre), representan dos factores protectores que pueden mitigar el
impacto de la exposición a la violencia intrafamiliar (Holt et al., 2008). La intervención
temprana con los niños más pequeños y sus madres puede ser útil para promover unas
relaciones de apego saludables y reducir el impacto significativo que la victimización podría
tener sobre su desarrollo y salud a largo plazo (De Young et al., 2011).
Abordar el tema del apego y de la regulación emocional en las primeras fases del
tratamiento es fundamental porque tiene efectos protectores duraderos y además es precursor
del desarrollo de habilidades sociales y de resolución de conflictos (Gewirtz y Edleson,
2007).
Otro de los componentes es la enseñanza de diferentes habilidades, tales como solución
de problemas, comunicación, mejora de las relaciones interpersonales, conductas prosociales,
manejo de la ira, etc. De este modo, la persona puede disponer en su repertorio conductual de
un conjunto de estrategias de afrontamiento para ser más competente en múltiples áreas de su
vida y ante determinados problemas. Por ejemplo, las habilidades prosociales pueden
amortiguar la experiencia traumática de ser testigo de maltrato y ayudar a los niños a
establecer relaciones positivas de confianza con los otros (Howell, 2011).
Más adelante se pueden utilizar diferentes técnicas de exposición, como, por ejemplo, la
exposición gradual centrada en el trauma (Cohen, Mannarino y Deblinger, 2012) o la
exposición en imaginación del programa cognitivo-conductual «Alternativas para familias»
(AF-CBT).
Otro aspecto fundamental es fomentar buenas relaciones entre los menores y sus madres,
u otros familiares, mediante el tratamiento psicoterapéutico y también ayudando a las madres
vulnerables a acceder a los servicios necesarios y a desarrollar una red de apoyo social fuerte
(Gewirtz y Edleson, 2007).
Finalmente, existen otros componentes del tratamiento que, según el programa y las
circunstancias específicas de cada caso, se aplican y que también resultan sumamente
interesantes. Por ejemplo, la prevención de recaídas y el tratamiento del procesamiento
cognitivo de los pensamientos automáticos del programa AF-CBT, el entrenamiento de
diferentes habilidades que se aplica en la terapia de interacción padres-niños (PCIT) o la
normalización de la respuesta postraumática y la construcción de la narrativa del trauma de la
psicoterapia padres-hijos (CPP). En este sentido, trabajar para que el niño pueda poner en
palabras lo ocurrido, generando actividades y tareas que estimulen competencias, es un paso
para facilitar la reconstrucción y el proceso de resiliencia (Morelato, 2011a). También este
último programa ha resultado efectivo para reducir los síntomas de estrés traumático de los
niños, el total de problemas de conducta y los síntomas de evitación de la madre (Lieberman,
Van Horn e Ippen, 2005).
TABLA 8.4
Programas con mayor apoyo empírico para el tratamiento de la exposición a la violencia en niños y adolescentes
Componentes
N.º de
Nombre del programa Traumas Edades Bases teóricas principales del
sesiones
tratamiento
5. CONCLUSIONES
Cualquier tipo de violencia dentro del ámbito familiar supone una grave amenaza para el
bienestar psicoafectivo de la víctima y para su desarrollo evolutivo. A su vez, muchos niños o
adolescentes que observan violencia de pareja también son objeto de maltrato infantil y tienen
un elevado riesgo de verse expuestos a otras adversidades en sus vidas. Este aspecto dificulta
conocer las peculiaridades sintomatológicas de estas formas de victimización, e incluso
delimitar conceptualmente lo que se entiende por exposición a violencia doméstica (Holt et
al., 2008).
Los efectos del maltrato van en detrimento del desarrollo biológico, cognitivo, social y
emocional de las víctimas, por lo que habitualmente las personas expuestas a violencia de
pareja suelen presentar problemas desadaptativos con el paso del tiempo y tienen un alto
riesgo de desarrollar diferentes cuadros psicopatológicos y conductas problemáticas a lo
largo de su vida (Wekerle et al., 2007).
Asimismo la exposición dual a violencia intrafamiliar —ser objeto de maltrato infantil y
observar violencia de pareja— parece estar relacionada con una mayor probabilidad de que
el menor desarrolle problemas interiorizados y exteriorizados en la adolescencia (Moylan et
al., 2010).
Sin embargo, las reacciones psicológicas ante la violencia intrafamiliar son muy variables
de unas personas a otras, y no resulta fácil predecir la reacción de un ser humano ante un
acontecimiento traumático. Conocer la respuesta dada por esa persona ante sucesos negativos
vividos anteriormente ayuda a realizar esa predicción. De este modo, se puede averiguar si
una persona es resistente al estrés o, en el extremo opuesto, si se derrumba emocionalmente
con facilidad ante las contrariedades experimentadas (Echeburúa, 2004).
Un suceso traumático en la infancia provoca siempre una reacción emocional inmediata en
el niño. La intensidad de las consecuencias va a depender de la figura del agresor, de la etapa
evolutiva del niño, de las reacciones anteriores ante las pérdidas y separaciones sufridas y del
comportamiento de las personas que están a su alrededor. Asimismo los niños son más
vulnerables si hay una desestructuración familiar. Además, cuanto más joven es la persona
afectada por un suceso traumático, más graves suelen ser los síntomas sufridos porque menor
es la percepción de control sobre su vida. Los niños son especialmente vulnerables a la
destrucción de su autoestima, que corre en paralelo con la humillación sentida.
Incluso la ausencia de graves problemas de ajuste no significa necesariamente que los
niños testigos no estén afectados por la violencia, debido a que éstos pueden experimentar
estrés subclínico u otros síntomas que pueden ponerles en riesgo de problemas psicológicos e
interpersonales posteriormente.
Dentro de la violencia intrafamiliar existen numerosos factores de riesgo y de protección
que afectan en mayor o menor medida al desarrollo de psicopatología en los menores
expuestos a este tipo de violencia. Los factores de riesgo se pueden dividir en predisponentes
(pretrauma), que tienen que ver con factores de vulnerabilidad de tipo biológico y
psicológico, precipitantes, que están referidos principalmente al nivel de exposición y
gravedad del suceso traumático y a la respuesta emocional posterior a su experimentación, y
de mantenimiento (postrauma), entre los que destacan las fuentes de apoyo familiar y social,
así como el tipo de afrontamiento utilizado por la persona (por ejemplo, mostrar síntomas de
evitación, culparse por la violencia existente en el hogar, hacerse preguntas sin respuesta,
etc.).
Por otra parte, los factores de protección se suelen dividir en personales, relacionados con
aspectos biológicos, de afrontamiento y de personalidad, familiares, vinculados en gran
medida al lazo afectivo del menor con sus padres (y en especial con la madre), así como con
las pautas de crianza y la organización familiar, y ambientales, en los que tiene una gran
relevancia el entorno comunitario en el que vive la persona y las actividades que el menor
realiza dentro de él.
Para que las intervenciones sean más efectivas, se debe tratar de conocer cómo los
procesos protectores y de vulnerabilidad están relacionados entre sí. Es decir, no sólo se debe
evitar el riesgo, sino lograr que cada persona desarrolle al máximo su potencial (Blum,
McNeely y Nonnemaker, 2002).
Desde una perspectiva global, la terapia cognitivo-conductual (TCC), especialmente la
TCC centrada en el trauma, ha mostrado su eficacia para el tratamiento de los síntomas del
TEPT en niños, si bien queda aún por averiguar la eficacia diferencial de cada uno de sus
componentes (Kowalik, Weller, Venter y Drachman, 2011). También pueden ser de interés
otras estrategias de intervención, que, además de centrarse en el alivio de los síntomas, tienen
como objetivo prioritario la mejora del funcionamiento, la resiliencia y/o la trayectoria del
desarrollo (Cohen et al., 2010).
En cualquier caso, se necesitan investigaciones multidisciplinares para abordar el
problema del maltrato infantil. En este sentido, algunas de las líneas de investigación más
prometedoras dentro de este contexto son las siguientes: a) conocer la capacidad predictiva de
los factores de vulnerabilidad biológicos y cognitivos ante el desarrollo de sintomatología
psicopatológica; b) analizar las diferencias de género y de edad con respecto a la resiliencia y
a los factores de riesgo y de protección; c) estudiar las consecuencias de la violencia
intrafamiliar sobre el control y la empatía futura de las víctimas (Currie, 2006), y d)
determinar los tratamientos y los componentes de la intervención más efectivos para superar
las consecuencias de la violencia intrafamiliar.
Muchas de las investigaciones sobre la resiliencia en niños y adolescentes que han sufrido
violencia intrafamiliar no son directamente comparables debido a los diferentes tamaños
muestrales, edades y procedimientos estadísticos utilizados. Se requiere, por ello, un mayor
consenso metodológico, una mayor integración de las investigaciones y el desarrollo de
sistemas de evaluación consistentes y precisos sobre la resiliencia (Houshyar y Kaufman,
2005; Moylan et al., 2010).
LECTURAS RECOMENDADAS
Anderson, K. M. (2010). Enhancing resilience in survivors of family violence. Nueva York: Springer.
Este libro está destinado a profesionales que trabajan con supervivientes de violencia familiar. Ofrece diferentes
estrategias de intervención que tratan de fomentar la resiliencia y las fortalezas de la persona para superar su victimización.
Dentro del texto se analizan múltiples aspectos, entre los que se pueden destacar el poder de la recuperación y el
crecimiento postraumático, la creación de una narrativa personal basada en las fortalezas y el papel positivo que puede
desempeñar la espiritualidad, así como múltiples recomendaciones para las personas supervivientes de violencia.
Barudy, J. y Dantagnan, M. (2012). La fiesta mágica y realista de la resiliencia infantil. Barcelona: Gedisa.
Este manual contiene diferentes actividades para realizar talleres grupales con niños y adolescentes que han estado en
contextos de injusticia social o en situaciones de violencia y maltrato ejercido por personas adultas. Se desarrolla un
programa dirigido al desarrollo y fortalecimiento de diferentes capacidades personales y potencialidades sociales de los
menores que han sido víctimas de maltrato y abuso. Las actividades que se plantean van dirigidas a tratar y prevenir los
síntomas derivados de la victimización primaria y secundaria.
En este texto se hace un estudio sobre el poder de la resiliencia. Se analiza, a partir de un testimonio autobiográfico, el
papel de los recuerdos traumáticos y de su significación emocional, así como de la influencia que pueden tener en la vida
futura de una persona. La memoria no es una reconstrucción, sino una representación del pasado. Se señala el poder de la
verbalización y del apego seguro como dos poderosas armas para protegerse de acontecimientos desestabilizadores y para
dotar al suceso traumático de una resignificación positiva.
En este manual se analizan diferentes aspectos de la resiliencia en niños. Al principio se presenta una revisión del
concepto de resiliencia. Posteriormente se relaciona este concepto con diferentes contextos —violencia familiar y trastornos
en los padres, maltrato infantil, pobreza infantil y adolescente, etc.— y patologías psicológicas infantiles (trastornos
perturbadores, indefensión, dificultades de aprendizaje y problemas de autocontrol). Finalmente, se presentan diferentes
trabajos relacionados con la resiliencia y el ámbito educativo, la prevención de la violencia en los colegios y la construcción
de la resiliencia en todos los niños.
Caso clínico
Joaquín es un niño de nueve años que ha observado en diferentes ocasiones a su padre
insultar e incluso agredir físicamente a su madre. Aunque no ha sido maltratado físicamente, sí
ha sido insultado y amenazado con ser pegado. Muchas veces, cuando oye a su padre llegar a
casa, se va rápidamente a su cuarto porque tiene miedo de que su padre se enfade con él o de
que por su culpa le grite a su madre.
Joaquín no recuerda con precisión cuándo empezaron los malos tratos. Según su madre, las
agresiones verbales aparecieron a los dos años de haberse casado y la violencia física a los
cinco años. Aunque no es una violencia de extrema gravedad, resulta muy dolorosa física y,
sobre todo, emocionalmente para la madre y para el resto de la familia (nuclear y extensa). A
Joaquín le cuesta mucho hablar de la violencia que ha observado en casa o de la relación con
su padre. Dice que se agobia mucho y que le dejen en paz.
La relación de Joaquín con su madre no es del todo mala, pero, a veces, la desobedece e
incluso en alguna ocasión la ha llegado a insultar.
Muchos días el niño no quiere salir a la calle y se queda medio encerrado en su cuarto; por
las noches no quiere irse a dormir porque dice que sueña con monstruos o cosas raras, que se
despierta con mucho miedo y a veces llorando.
Sus notas han empeorado considerablemente, sobre todo en el último curso académico;
últimamente no quiere ir al cole y algunas veces se ha escapado en la hora del recreo. En la
escuela dice que no tiene amigos y apenas se relaciona con los demás porque siente que se
aprovechan de él o que le quieren engañar. Incluso alguna vez se ha dejado engañar con tal de
no tener problemas con sus compañeros. En clase nunca suele hacer preguntas y su mente suele
estar en otros pensamientos; por ello, le cuesta atender a los profesores y seguir el ritmo de la
clase, sobre todo en matemáticas.
Le gusta estar en su cuarto con los videojuegos y haciendo sus cosas. No quiere ir al cole,
pero tampoco quiere hacer actividades extraescolares con sus compañeros de clase o con
gente del barrio. Siente que se está quedando solo, le da corte hablar con otros chicos y para
no sentirse mal prefiere quedarse en casa viendo la tele o metido en su cuarto.
En resumen, a Joaquín le gustaría encontrarse mejor, tener amigos con los que pasárselo
bien o colaborar en las tareas escolares, pero se siente sin ganas de hacer nada y como si
estuviera alejado de los demás y fuera diferente a ellos.
1. En entre el 33 y el 48 por 100 de hogares en los que hay violencia de pareja también es probable que los niños y
adolescentes sufran directamente diferentes formas de maltrato.
2. El trastorno por déficit de atención con hiperactividad puede ser considerado un trastorno exteriorizado.
3. Para diagnosticar el trastorno de estrés postraumático en niños de seis años o menores se requieren al menos
siete síntomas o más de este cuadro clínico.
4. Los trastornos interiorizados en niños y adolescentes expuestos a violencia de pareja tienen que ver
fundamentalmente con trastornos del estado de ánimo y con diferentes trastornos de ansiedad.
6. Según Morelato, dentro del contexto del maltrato infantil el principal factor de riesgo es la psicopatología previa
de la madre.
7. Las personas menores de edad que disponen de apego funcional tienen una mayor protección en contextos de
violencia intrafamiliar que aquellas con un estilo de apego inseguro.
8. La página web del National Child Traumatic Stress Network recoge intervenciones relacionadas con el
tratamiento de sucesos traumáticos, estén o no estén empíricamente validadas..
10. La Alternatives for Families- Cognitive Behavioral Therapy va dirigida principalmente a las personas que han
sufrido abuso físico o castigos muy severos o a los síntomas del trastorno de estrés postraumático.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
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9
Competencias y habilidades de los adultos que
intervienen con menores
ERNESTO LÓPEZ MÉNDEZ
MIGUEL COSTA CABANILLAS
1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS
Los roles y funciones que desempeñan los adultos que atienden a los menores en cualquiera
de las modalidades de protección, sea o no residencial, así como sus cualidades y
competencias personales y profesionales, se despliegan habitualmente en escenarios de
encuentro interpersonal con los niños y adolescentes. La tarea educativa y su impacto en la
vida de los menores dependerán en buena parte de la calidad de esos encuentros y de las
oportunidades, recursos y factores de protección que éstos proporcionen.
Más allá de las definiciones que se hagan del maltrato infantil (Arruabarrena y de Paúl,
1994; López et al., 1995; Gracia y Musitu, 1999), y más allá del tipo de daño real o potencial
y las consecuencias que se produzcan, podemos decir que los comportamientos de maltrato y
la condición de desprotección conciernen de lleno a las relaciones interpersonales entre
quienes maltratan y los menores maltratados y condicionan en mayor o menor grado la calidad
de las transacciones y vínculos interpersonales actuales y futuros entre ambos y con otras
personas.
La perspectiva interpersonal ante las situaciones de desprotección infantil nos sitúa frente
al valor constituyente que tienen las relaciones interpersonales, validantes o invalidantes, en
el desarrollo y en el aprendizaje, en la construcción de la biografía y la identidad personal, en
el tipo de relaciones interpersonales que los menores establecerán en lo sucesivo con los
adultos y los iguales, en el grado de confianza que puedan depositar en ellos y en el tipo de
estrategias interpersonales, entre la violencia y la cooperación, que utilizarán para afrontar las
dificultades en la comunicación.
Figura 9.1.
En los encuentros entre los adultos y los menores, la parte más sobresaliente y significativa
del contexto para cada una de sus biografías personales es la otra biografía. En otras
publicaciones (Costa y López, 2006, 2008), se expone con extensión, y con el apoyo didáctico
de la Fábula de la ostra y el pez, la naturaleza íntima de ese encuentro (véase figura 9.2).
Una de las circunstancias que convierte a la intervención educativa en una tarea sensible es
el hecho de que se ejerce sobre experiencias y vivencias de una biografía personal entera
que podríamos definir como un patrimonio de la humanidad único, exclusivo, diferente. Cada
niño y adolescente es una biografía multidimensional que tiene cinco dimensiones complejas
interconectadas (percibir, pensar, sentir, actuar, biología), todas las cuales participan
conjuntamente en la experiencia interpersonal. No intervenimos, pues, sobre dimensiones
biográficas aisladas, sino sobre experiencias biográficas de toda la persona del niño o del
adolescente, de un sujeto biográfico que las integra todas, a la vez que transciende a cada una
de ellas, y que está siempre en un contexto con el que mantiene relaciones de
interdependencia, en el que puede influir con sus acciones y que, a su vez, le afecta y le
determina.
a) Cada biografía personal tiene una específica autoimagen (qué piensan y dicen de sí
mismos, cómo se definen), un grado mayor o menor de autoestima (qué afectos se
dedican a sí mismos, cuánto se quieren) y un grado mayor o menor de autoeficacia
(«soy capaz de...», «con lo que hago, puedo influir en...», «cuando quiero, lo puedo
lograr») que la comunicación educativa ha de fortalecer.
b) Tiene puntos de vista y perspectivas que considera genuinos y significativos y que
usualmente son selectivos, parciales y a la vez sólidos: «yo opino...», «para mí las
cosas no son tan sencillas», «no estoy de acuerdo contigo», «lo tengo claro y no me vas
a convencer de lo contrario», «la situación es muy chunga y no veo nada claro qué
hacer» . Debido a diferentes experiencias vitales, muchas de ellas dolorosas, percibe la
realidad y su propia situación de desprotección de modo también diferente.
c) Experimenta afectos (emociones, sentimientos) porque es sensible y le afectan las
circunstancias y experiencias contextuales de la vida que son la fuente de la que brota el
flujo de sus emociones: «me cabrea mucho que me traten así...», «sólo tengo ganas de
llorar desde que sé lo que ha hecho mi padre», «la esperanza es lo último que se pierde
y yo no la he perdido», «que una amiga te haga lo que me han hecho a mí te hunde en la
miseria».
a) Adoptar siempre una perspectiva biográfica compleja e integral que nos permita captar
y ser sensibles a las características perceptivas, cognitivas, emocionales, ejecutivas y
biológicas del niño o adolescente en cada momento evolutivo y en el contexto familiar,
escolar, residencial o comunitario en que está inevitablemente embebido. Así, por
ejemplo:
Me importa mucho que comprendas lo que te estoy diciendo, pero me importa mucho también cómo te sientes
cuando te lo digo y cómo va a afectar a las relaciones que tienes con tus padres y con tus compañeros; si, como dices,
no tienes ganas de hacerlo, es difícil que lo hagas, pero seguramente muchas veces habrás hecho cosas que no te
apetecía hacer porque te importaba mucho hacerlas, y al final incluso te han acabado gustando; es importante cómo se
siente uno, pero también son importantes las metas que uno quiere lograr, ¿no crees? Te invito a pensar en las metas
importantes para ti en este momento después de todo lo que ha pasado.
b) Saber que esos patrimonios de la humanidad que son los menores en situaciones de
dificultad social quieren ser tratados con consideración y respeto y ser valorados
como únicos y diferentes. Así, por ejemplo:
Dices que te ven rara; por mi parte yo te valoro tal como eres y como tú decides ser, sólo tú puedes decidir si quieres
cambiar, y en ese caso podrás contar conmigo.
Tienen además los menores una compleja y más o menos larga historia biográfica
desplegada en el curso de la vida y llena de experiencias vitales, necesidades, valores,
objetivos, intereses, habilidades, logros, fracasos y expectativas que conforman su patrimonio
biográfico, su reserva psicológica, su mundo personal. En esa historia biográfica, tienen sin
duda especial significación todas aquellas situaciones críticas y experiencias adversas,
maltrato, negligencia, enfermedad, pobreza, divorcio, violencia, que caracterizan su condición
de dificultad y desprotección y que pueden haber determinado su separación de la familia y el
paso a una situación de protección, sea o no residencial.
Son las experiencias históricas que, como factores de riesgo y fuentes de estrés,
configuran uno de los polos que definen la resiliencia entendida como una competencia
compleja que permite a los niños y adolescentes hacerles frente y sobreponerse a ellos
manteniendo el ajuste psicológico, una competencia que pretendemos apuntalar y fortalecer
precisamente mediante los factores de protección y de recuperación inherentes a la tarea
educativa y a las intervenciones realizadas desde una perspectiva poblacional y comunitaria a
la que nos referiremos en el capítulo 11. Establecer transacciones educativas supone, pues,
adoptar siempre también una perspectiva histórica y evolutiva de cada uno de los menores
con los que nos comunicamos.
Las biografías que se relacionan en el encuentro educativo están además envueltas por una
«membrana» selectivamente permeable que preserva su individualidad y su mundo personal y
que puede «abrirse» o «cerrarse» y hacerse impermeable a la comunicación. De acuerdo con
nuestra fábula de la ostra y el pez, se pueden «cerrar como una ostra».
Los menores se abrirán y serán permeables a la comunicación con nosotros si:
— Son tomados en consideración y son tratados con respeto.
— Deciden ellos hacerse permeables.
— Pueden salvaguardar su intimidad.
— Pueden participar e influir en las reglas y límites de la relación.
— Pueden dar su opinión.
a) Que los adultos establezcamos un plan de permeabilidad que asegure que la biografía
de los niños y adolescentes sea permeable a la influencia educativa.
b) Que dicho plan asegure también nuestra permeabilidad hacia la biografía de los menores
y hacia sus problemas, necesidades y demandas.
c) Las competencias y habilidades que describiremos después tengan la virtud de hacer
más permeables a los menores y de hacernos a nosotros más permeables hacia ellos.
La comunicación entre los adultos y los menores no es una yuxtaposición de dos biografías
ni una actuación por turnos, sino una transacción dinámica y circular en la que se influyen
mutuamente, se impresionan, se dejan huellas recíprocas. Su comportamiento, la atención que
nos prestan, el caso que nos hacen y el trato que nos dan no son independientes de nuestro
comportamiento comunicativo, dependen de él, no son un sinsentido, adquieren significado
interpretados por él. Los comportamientos comunicativos en la alianza educativa son
interdependientes. Por eso, porque lo que ellos hacen y dicen depende en buena medida de lo
que nosotros hacemos y decimos, tenemos cierto control y capacidad de influencia sobre lo
que ellos hacen y dicen en el encuentro educativo y en otras esferas de la vida. Influir es, en
efecto, uno de los objetivos del encuentro educativo. Pero precisamente por eso, asumimos
también un cierto grado de responsabilidad respecto a lo que de hecho hacen y dicen. Por ello,
comunicarse con los menores con el propósito de fortalecer su resiliencia supone:
a) Tomar conciencia del efecto que tienen nuestras palabras y nuestros gestos en su
conducta.
b) Observar y calibrar su comportamiento para hacer en el nuestro los ajustes y reajustes
necesarios.
c) Escuchar el feedback bidireccional que nos dan en relación a lo que hemos hecho y lo
que les hemos dicho.
d) Estar dispuestos a cambiar la segunda parte de una frase que hemos pronunciado en
función de la respuesta que nos den a la primera mitad de la misma. Así, por ejemplo:
Comenzamos diciendo: «Te he llamado para que hablemos del problema que se ha creado en el aula». El menor nos
interrumpe y dice: «A mí no me cuentes rollos, yo no tengo nada que ver en eso». Nosotros podemos continuar: «Sí que
tienes que ver, y mucho, y no empieces a poner ya disculpas», o «contarte un rollo sería muy pesado para ti y para mí, y
no te voy a contar ninguno, y de si has tenido o no algo que ver, me gustaría oír tu versión de lo ocurrido». El diálogo con
el menor transcurrirá probablemente de modo diferente según demos una u otra respuesta a su interrupción.
Figura 9.3.
e) Si no nos gusta lo que recibimos como respuesta de un menor, o es una respuesta que no
esperábamos, será útil prestar atención a lo que nosotros hemos comunicado
previamente y tratar de ver la respuesta desde el punto de vista del menor que nos la ha
dado, no sólo desde la intención que nosotros teníamos al comunicarnos. Puede que no
nos guste oír un «tú y mis padres me seguís tratando como un bebé que no se entera de
nada, como si vosotros fuerais perfectos», pero puede ser la respuesta de un menor a lo
que le acabamos de decir en tono de reproche: «Cuando madures un poco más, te darás
cuenta y entenderás mejor a tus padres».
Una de las circunstancias que más nos mueven en la vida y que determinan lo que hacemos
o dejamos de hacer son las consecuencias que logramos con lo que hacemos. Uno de los
componentes de la resiliencia es también el resultado de éxito obtenido en la implicación
activa en el afrontamiento de los factores de riesgo y las fuentes de estrés, es la implicación
influyente, efectiva, que deja huella. También las consecuencias desempeñan un papel
determinante en la alianza comunicativa con los menores. Por eso,
a) Es más probable que se comuniquen con nosotros si les compensa, les recompensa,
hacerlo, si la comunicación tiene consecuencias que valen la pena, que cumplen para
ellos funciones significativas, si pueden comprobar que influyen, si dejan huella en
nosotros.
b) Cuando las consecuencias del encuentro comunicativo compensan, se pueden acabar
convirtiendo en propósitos e incentivos o motivos que dirigen e impulsan de nuevo a la
comunicación.
c) Es menos probable que se comuniquen con nosotros si no les compensa, no les
recompensa hacerlo, si la comunicación tiene para ellos consecuencias que no valen la
pena, que son insignificantes, o que les deparan experiencias nocivas como las que han
podido determinar su situación de desprotección.
d) Cuando las consecuencias de la comunicación educativa no compensan, es muy probable
que la comunicación pierda valor y significado e incluso se abandone.
Cuando en el encuentro comunicativo con los menores nuestra manera de responder a sus
mensajes, a sus preocupaciones, a su pena, a su rabia, a sus confidencias, a su silencio, a sus
críticas, les compensa, les resulta significativa, entonces ellos experimentan que tienen
capacidad para influir y probablemente se seguirán comunicando con nosotros, y nosotros
también experimentaremos que tenemos capacidad de influir en ellos y de dejar tal vez una
huella imborrable en su biografía y en su historia personal.
Sin duda alguna, un encuentro comunicativo se hace significativo cuando acontece entre
personas que ya mantienen vínculos emocionales gratificantes, pero también ocurre que una
relación educativa llega a ser significativa cuando depara experiencias emocionales
gratificantes. Los adultos llegamos a ser personas significativas y dignas de confianza para
los menores cuando la relación con nosotros es para ellos una fuente de experiencias
emocionales gratificantes. Y esta condición es un componente importante de la resiliencia. La
tarea educativa supone, pues, preguntarse a menudo:
a) Si a los menores les compensa establecer con nosotros la alianza comunicativa, si les
vale la pena hablar con nosotros, prestar atención a nuestros mensajes, hacernos
confidencias, cooperar con nosotros, establecer con nosotros compromisos para la
solución de un problema, fiarse de nosotros cuando les animamos a afrontar una fuente
de estrés que podría fortalecer su resiliencia.
b) En qué medida somos significativos o insignificantes para ellos.
c) Qué podríamos hacer para que el encuentro comunicativo les valga la pena en el caso de
que no sea así en este momento.
d) Cómo fortalecer nuestras competencias y habilidades comunicativas porque ellas
contribuyen a convertirnos en personas significativas y dignas de confianza.
Con nuestro modo verbal y no verbal de comunicarnos, con los mensajes que les
transmitimos, estamos siendo, aunque no lo queramos, un modelo de comunicación y de
conducta, que podrá, o no, ser imitado y con el que podrán o no identificarse. Sabemos que un
factor de protección que promueve la resiliencia es precisamente poder disponer de modelos
de identificación positivos y fuentes de apoyo fuera de la familia. Así por ejemplo:
a) Si nos dicen «yo le veo muchas pegas a esto», y quisiéramos que aprendieran a ver en
los problemas no sólo pegas, sino también oportunidades, pero les contestamos «pues
mal empezamos poniendo pegas», o «no haces más que poner pegas», les estamos dando
un ejemplo contradictorio con el comportamiento que quisiéramos que desarrollaran,
porque tampoco nosotros vemos oportunidades en el comportamiento de poner pegas,
del que sólo señalamos su aspecto negativo. Si les contestamos «lo raro sería que no le
vieras ninguna, siendo el asunto complicado como es, y me gustaría que habláramos hoy
de esas pegas», estamos siendo un ejemplo más coherente con la conducta que queremos
suscitar en ellos, porque nosotros vemos sentido y oportunidades en sus pegas.
b) Si ante una discusión con un adolescente le decimos «¡las cosas son así y no hay más
que hablar, de qué otra manera podrían ser!, ¿cómo es posible que no lo comprendas?,
¡deberías abrirte más a otros puntos de vista!», y deseamos, por otra parte, que sea
capaz de aceptar puntos de vista diferentes al suyo, probablemente nuestra manera de
afrontar las discrepancias de la discusión no sea un modelo coherente con nuestro deseo
educativo. Si le decimos, en cambio, «seguro que tienes motivos de sobra para verlo
como los ves, y no tienes por qué verlo como yo lo veo», comunicamos un modelo más
efectivo para tratar de deliberar sobre las diferentes perspectivas de un problema y
sobre el modo de llegar a aproximarlas.
c) Si nos dice «nunca podré lograr lo que quiero», y nosotros les decimos «claro que
podrás, cómo no vas a poder, no seas pesimista, ¿por qué te empeñas en ver el vaso
medio vacío cuando podrías verlo medio lleno», es posible que no estemos mostrando,
a pesar de nuestra buena intención, un modelo de comprensión empática con su
desilusión por no poder lograr lo que quiere. En cambio, si le decimos «me gustaría
conocer cómo has llegado a esa conclusión y poderte dar yo también mi opinión a partir
de lo que conozco de ti», le ofrecemos un modelo de comprensión y respeto bien
diferente.
La calidad del encuentro educativo con los menores no está construida y definida de
antemano, la construimos conjuntamente en el curso de la historia interpersonal. Y al hacerlo,
contribuimos a la construcción de su biografía y de su patrimonio biográfico, y también a la
construcción de los nuestros. Poder decir «a lo largo de todo este tiempo he podido
comprobar con creces que eres una chica en la que se puede confiar plenamente» es el
resultado de numerosos encuentros educativos en los que se ha ido forjando una alianza sólida
entre adulto y menor y una biografía personal en la que se puede confiar.
TABLA 9.1
Por otra parte, el rol educativo, las tareas y funciones para ejercerlo, los conocimientos y
las competencias y habilidades, no están separados de las coordenadas del Sistema de
Atención y Protección Social a la Infancia y de las políticas sociales.
5. UN PROGRAMA DE COMPETENCIAS Y HABILIDADES DE COMUNICACIÓN
INTERPERSONAL PARA EL FORTALECIMIENTO DE LA RESILIENCIA
5.1. Validar
La competencia para validar es el corazón y el fundamento sobre el que basar todas las
demás competencias y habilidades de comunicación, pedagógicas y de cambio de conducta.
Podríamos decir que es el corazón de toda la función educativa y de protección.
a) La validación biográfica («me importa mucho tu opinión», «todas las ideas que aportéis
serán bienvenidas») es el reverso de la experiencia dolorosa, tal vez vivida por los
menores, o por nosotros mismos, de que nos hayan dicho «tú no tienes ideas propias» o
«tú no tienes ni idea», «todo lo que has hecho no ha servido para nada», «no sé de qué te
ha servido tanto estudio si ahora no sabes hacer frente a algo tan sencillo», «eres un don
nadie».
b) La competencia para validar («llevo muchos días fijándome en el cuidado que pones
cuando haces las tareas», «no es nada fácil hacer frente a la situación que tú estás
viviendo desde que has llegado al centro, y me admira cómo lo estás llevando, claro
que a veces te disparas, como tú dices, pero quién no se dispara en situaciones como
ésta») es el reverso de las comunicaciones que «ponen el dedo en la llaga», que
invalidan y descalifican, que hacen quedar en ridículo, que «rebajan», que
desconsideran la competencia personal y profesional y que invierten un tiempo precioso
en detectar, observar y señalar los errores y las deficiencias: «te disparas y deberías
controlarte un poco más, muchos otros están pasando lo que tú pasas y lo llevan mejor,
si te disparas es un problema más».
c) Vivir la experiencia de ser validado («no dirías lo que dices si no tuvieras motivos para
decirlo», «para ti es muy sensato lo que dices, aunque a algunos no les parezca así») es
el reverso de la experiencia de que alguien desacredite lo que decimos («eso no tiene ni
pies ni cabeza»), o de la experiencia de que alguien nos desacredite por lo que decimos
(«¿pero, tú estás bien de la cabeza?») a pesar de que creemos que lo que decimos es
sensato y genuino.
d) Ser validado es experimentar el efecto de que alguien se interese por nosotros «como
persona», como «persona diferente», y nos respete «tal como somos».
e) Cuando validamos, nos convertimos en valedores y mentores de los menores a los que
atendemos. Mentor es el nombre del sabio cuidador y consejero al que Ulises deja a su
hijo Telémaco cuando abandona Ítaca. Mentor es una persona que dirige, enseña,
aconseja, apoya, guía, cuida y ayuda al desarrollo de alguien. Los educadores son ante
todo mentores, valedores y validadores de los derechos de los menores a los que
atienden, y de manera particular de los derechos de protección preferencial reafirmados
por la Convención: protección frente al abandono, los malos tratos y la explotación,
provisión de bienes y servicios (enseñanza, asistencia sanitaria) y participación.
f) Cuando validamos, mostramos un modelo de comunicación susceptible de ser imitado y
aprendido por los menores.
Validar supone desarrollar en cada momento la conciencia plena del valor que los
menores tienen como patrimonios de la humanidad únicos, exclusivos y diferentes que quieren
ser tratados con consideración y respeto en su singularidad. Esto supone:
Escuchar activamente supone adoptar una perspectiva biográfica integral (cómo se siente,
qué está pensando realmente, cómo nos sentiríamos si estuviéramos en su lugar, qué
dificultades están experimentando...) y desarrollar en cada momento la conciencia plena de la
situación especial en la que los menores se encuentran por su condición de desprotección, de
la necesidad de ser escuchados, de que son selectivamente permeables a la comunicación y de
que nuestra capacidad de escucha condiciona su permeabilidad. Desplegar la escucha activa
implica:
— Utilizar palabras y frases que muestren interés, que ayuden al menor a abrirse y le
incentiven a continuar comunicando: «sí, te estoy escuchando, continúa», «dime algo
más sobre este aspecto», «me interesa mucho conocer su opinión».
— Comentar brevemente algo que el interlocutor ha dicho: «¡qué interesante!».
— Mostrar comprensión del significado de sus mensajes: «veo lo importante que es
para ti lo que me estás diciendo».
— Respetar las pausas y guardar silencio cuando el interlocutor se detiene
momentáneamente.
— No interrumpirle.
— No ofrecer consejos o soluciones antes de haber escuchado.
— No juzgar lo que están comunicando.
— No hacer «diagnósticos de personalidad» («¡qué obsesivo eres, no quieres que se
escape ni una!»), no «leer el pensamiento» («no me digas más, ya sé lo que estás
pensando»), no hacer juicios de intenciones ocultas («tú me dices esto para eludir tu
responsabilidad por lo ocurrido»), ni hacer de «sabihondos» («ya sé lo que me vas a
decir»).
— No hacer otras cosas mientras escuchamos.
Escuchar tiene para quien habla efectos satisfactorios que le deparan una experiencia grata
y le motivan a seguir comunicándose. De este modo, la escucha activa podría estar fomentando
también inadvertidamente comportamientos comunicativos que, sin embargo, no queremos
promover, tales como «hablar por los codos», dedicar mucho tiempo a lamentarse, criticar a
los demás, comunicar rumores sin fundamento y otros muchos. Por eso, tan importante como
saber escuchar es calibrar bien y decidir cuándo es adecuado escuchar y seguir escuchando y
cuándo es preferible dejar de hacerlo, y no escuchar indiscriminadamente para que la
competencia comunicativa de la escucha tenga efectos educativos y contribuya a fortalecer la
resiliencia. Para ello, es importante estar atentos a las señales que los menores nos comunican
en cada momento de los encuentros educativos y tener en cuenta los objetivos que en cada
caso orienten nuestra tarea educativa y de protección. En cualquier caso, es oportuno escuchar
a los menores cuando:
5.3. Parafrasear
Escuchar no implica en modo alguno estar de acuerdo con lo que nos relatan. Escuchar es
«tomar nota» de lo que nos comunican e informarles de que lo estamos recibiendo y de que lo
estamos tomando muy en consideración. Pero no cabe duda de que, después de escuchar,
comunicar acuerdo es un modo de validar y de dar a conocer al menor, incluso en caso de
divergencia y de conflicto, y antes de mostrar nuestro propio punto de vista, cuántas cosas
tenemos en común que son importantes para ambos y que podemos compartir. El acuerdo no
reconoce y legitima tan sólo las razones, opiniones u objeciones de los menores, sino también,
o sobre todo, la biografía que los comunica, su deseo de que sus opiniones sean tomadas en
consideración y el papel que quieren desempeñar en el proceso educativo. El acuerdo presenta
varias ventajas para la comunicación y la solución de problemas.
La dimensión emocional está siempre presente aun en las situaciones más racionales, y lo
está en las circunstancias difíciles de la vida de los menores, en las decisiones importantes, en
los conflictos. La empatía implica reconocer, escuchar y validar esa dimensión biográfica y
ponernos a nosotros mismos en el lugar de nuestro interlocutor para tratar de comprender y de
empatizar profundamente con sus sentimientos y preocupaciones. Comunicarse con nosotros y
sentirse escuchados con empatía es para los menores:
Comunicar empatía supone, desde una perspectiva biográfica integral, ser conscientes de
que los menores experimentan afectos porque les influyen las circunstancias del contexto y las
experiencias que han determinado y están determinando su situación de desprotección.
Comunicar empatía implica:
5.6. Preguntar
A menudo pensamos que la función educativa comporta sobre todo transmitir información
útil, dar pautas de conducta, hacer sugerencias que estamos seguros que orientarán a los
menores en la buena dirección, hacer advertencias que les prevengan frente a los riesgos. Nos
basamos para pensar así en que sabemos bien qué es lo que a los menores les conviene más
para su aprendizaje, crecimiento y desarrollo. Seguramente, no nos faltará razón en ello. Pero
también es verdad que a menudo no sabemos cómo acertar en determinadas situaciones,
tratándose sobre todo de menores que han vivido ya muchas experiencias adversas, que se
conducen de manera desajustada o que se encierran en sí mismos sin darnos a conocer claves
que orientarían nuestra tarea educativa. En estos y otros muchos casos, la competencia para
preguntar con el ánimo de comprender mejor será un componente clave de nuestro perfil de
educadores. Preguntar, pues, encierra muchas ventajas:
g) Preguntas cerradas para obtener una información concreta, de «sí» o «no», o para
corroborar una información previa: «cuándo, quién, dónde, qué día».
h) Cuando estamos tratando de resolver un problema:
a) Clarificar los objetivos: ¿por qué y para qué comunicar con «mensajes yo» en esta
ocasión?
b) Describir breve y escuetamente la situación o el comportamiento al que nos queremos
referir y que está condicionando nuestra decisión de hacer explícitos mis pensamientos
y sentimientos, sin juicios de valor, etiquetas personales («eres la típica persona
que...») o generalizaciones («siempre...», «nunca...»), con frases que comiencen por
«cuando...», «estando...» u otras expresiones que permitan conocer de manera concreta y
específica la situación que nos está afectando: «ayer me dijiste aquí mismo que te ibas a
ocupar de la tarea que tenías asignada para el campeonato, y ahora veo que no ha sido
así».
c) Expresar directamente, sin miedo, sin rodeos y sin ocultamientos lo que necesitamos,
pensamos, sentimos, opinamos, preferimos, decidimos en relación con aquella
situación: «me he sentido muy mal al comprobarlo, te diré incluso que desilusionado».
d) Describir las consecuencias o efectos tangibles y concretos que dicho comportamiento
o situación tiene o puede tener, lo cual justifica nuestra comunicación: «porque...», «esto
ocasiona...»: «porque esto retrasa muchísimo la preparación del campeonato y vamos a
ir muy mal de tiempo, y yo no puedo más».
a) Es una fuente de motivación para hacer lo que tienen que hacer, para asumir
responsabilidades, para cooperar, para comunicarse. La motivación es una
predisposición que les mueve e incentiva para preferir opciones, decisiones y acciones
que les permiten obtener resultados que les compensan, que tienen valor para ellos y
que, de este modo, otorgan valor a lo que hacen.
b) Nos convertimos en una persona significativa y digna de confianza.
c) Logramos que los menores estén más abiertos y receptivos a nuestros mensajes.
d) Fortalecemos el esfuerzo y el afrontamiento realizados, que serán más frecuentes y
probables.
e) Suscitamos expectativas optimistas respecto a lo que puede suceder si perseveran en el
esfuerzo y el afrontamiento.
f) Aumentamos nuestra capacidad para influir en el cambio y reducir las resistencias al
cambio.
g) Promovemos la autoobservación de los éxitos y de los puntos fuertes, lo cual es
alentador frente a la autobservación de los fracasos.
h) Potenciamos la autoeficacia, la autoimagen positiva y la autoestima.
i) Reducimos los sentimientos de desmoralización e indefensión.
j) Elevamos la perseverancia en la realización de las tareas y la tolerancia a la frustración
en los momentos difíciles en los que no se ven los resultados deseados o en los que se
perciben sobre todo los inconvenientes.
k) Contribuimos a que los menores estén «a las duras y a las maduras» cuando tengamos
que hacerles una crítica por errores o comportamientos inadecuados.
l) Mostramos un modelo de comunicación interpersonal susceptible de ser imitado y
aprendido por los menores
Condiciones
Estrategia comunicativa
Condiciones
— El menor que recibe el feedback puede tener una perspectiva diferente y estar en
desacuerdo con quien lo da pues opina que su desempeño es ajustado. Quizá opina
que los fallos encontrados en su desempeño se deben a otros o a causas externas.
— El feedback produce impacto emocional. Algunos menores no lo recibirán de buen
grado. A algunos les provocará miedo y desconfianza, lo cual impedirá la
permeabilidad al feedback y las oportunidades de aprendizaje y de mejora.
— Algunos se resistirán a él y se pondrán a la defensiva si no lo ven justo ni ajustado a
la realidad o lo viven como un ataque personal, una desautorización de toda su
persona o una amenaza que pone en duda y en peligro su autoeficacia, su
autoconfianza y su autoestima.
Estrategia comunicativa
a) Comunicar con «mensajes yo» información positiva y específica sobre los aspectos
positivos y puntos fuertes del desempeño del menor: «me ha gustado especialmente...»,
«en mi opinión, la eficacia lograda...», «identifico varias ventajas en lo que has
hecho...».
b) Sugerir alternativas de cambio y de mejora.
— Con frases en positivo: «te entendería mejor si hablaras más bajo», en lugar de «te
entendería mejor si no gritaras tanto».
— Orientadas al presente y al futuro.
«En mi opinión, podría mejorarse si...», «en mi opinión, tu eficacia sería mayor si...».
Cualquiera que sea la habilidad que estemos desplegando en el proceso educativo con los
menores, pero sobre todo en aquellos casos en que hayamos comunicado un mensaje con
cualquier contenido, siempre podremos promover activamente la comunicación bidireccional
por parte de los menores a los que se lo hayamos comunicado. Algunos menores pueden tener
dificultades en mostrar reciprocidad y ser reacios a hacer preguntas, pedir aclaraciones,
solicitar más información, por miedo a parecer poco competentes, por miedo a recibir críticas
o correcciones inadecuadas o por otros motivos. La comunicación bidireccional reviste
numerosas ventajas:
Hay mil maneras de promover la comunicación bidireccional de los menores. Una de ellas
es practicar la competencia de preguntar:
«¿Qué os parecen las técnicas que os he dicho que vamos a emplear?», «¿cómo te sientes al estar aquí?», «¿cómo te
sientes en relación conmigo?», «¿qué os parece lo que hemos hecho hoy?», «¿cómo te sentiste después de la última
reunión?», «¿hay algo de lo que yo he dicho que resulta confuso o que no ha quedado suficientemente claro?»,
«¿estamos centrándonos bien en lo que es más importante para ti?», «¿creéis que hay algo que todavía no hemos tratado
o que hemos pasado por alto y que podría ser importante tratar?», «¿qué es lo que os puede ser de más ayuda de todo lo
que hemos planteado?», «¿qué os parecen las tareas que hemos propuesto, creéis que las vais a poder realizar, habrá
algún inconveniente?», «¿qué crees que podríamos hacer para superar la dificultad que estamos teniendo ahora?»,
«tengo la impresión de que no estás muy entusiasmado con lo que te propongo, ¿tienes alguna duda o sugerencia que
quisieras plantearme al respecto?», «¿deseas decirme algo más antes de que terminemos la entrevista de hoy?».
Solución
Sin duda, todas las competencias y habilidades de comunicación pueden contribuir a la
experiencia de la resiliencia. Pero el componente de la eficacia en el logro de resultados
significativos lo señalan de una manera más expresa las competencias para comunicar
reconocimiento y para comunicar realimentación o feedback.
V F
1. En la comunicación con los menores, los adultos tenemos capacidad de influencia en ellos, pero ellos no pueden
influir en los adultos.
2. Cuando nos comunicamos con los menores, aunque no lo queramos, estamos ofreciendo un modelo de
comunicación susceptible de ser imitado por ellos.
3. Cuando un menor se comunica con nosotros con enfado y con hostilidad, lo mejor es cortar cuanto antes sin
pararnos a escuchar.
4. Mostrar empatía es comunicar de manera genuina las emociones que nos produce el comportamiento de los
menores.
6. Cuando estamos tratando de resolver un problema, las preguntas han de enfocarse sobre todo al pasado.
7. Uno de los componentes del «mensaje yo» es referirse a las consecuencias que tiene el comportamiento o la
situación que justifica el mensaje.
8. Una de las ventajas de comunicar reconocimiento es que suscita expectativas optimistas respecto a lo que
puede ocurrir en el futuro.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
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10
Programa de promoción de la resiliencia en
niños y adolescentes. Promover la resiliencia
desde la familia
JOSÉ ORTEGA PARDO
MARÍA ISABEL COMECHE MORENO
1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS
Objetivos
— Que los padres y educadores conozcan la influencia que sus acciones (su estilo
educativo, las conductas que sirven al niño de ejemplo, etc.) pueden tener sobre el
potencial de resiliencia de sus hijos o menores a su cargo.
— Que los padres o cuidadores principales aprendan a aplicar en al ámbito familiar, e
integradas en su papel educador, aquellas estrategias que les permitan promover la
resiliencia de sus hijos o menores a su cargo.
Durante las sucesivas etapas evolutivas, niños y adolescentes encuentran en los contextos
en los que viven tanto las condiciones que favorecen su desarrollo como aquellas otras que lo
pueden dificultar o vulnerar. En este sentido, la implicación (e interacción) de diferentes
factores familiares de riesgo y protección en la compleja dinámica del proceso de resiliencia
es, actualmente, un hecho incuestionable y ampliamente confirmado, bien por colaborar en la
adaptación y superación por parte del menor de riesgos y adversidades, bien por conformar en
sí mismo un contexto adverso o de riesgo para éste (Engel, Castel y Menon, 1996; Benzies y
Mychasiuk, 2009).
Entre el conglomerado de factores de riesgo a los que puede estar expuesto el niño o
adolescente a lo largo de su vida, junto a los factores de naturaleza más socioambiental
(desastres naturales, guerras, pobreza, hambruna, etc.) (Engel et al., 1996), la presencia de
episodios familiares recurrentes de maltrato, abuso o negligencia y/o el diagnóstico de alguna
adicción o psicopatología grave en el padre madre o cuidador principal son algunas de las
experiencias adversas o de riesgo en las que se ha evaluado el nivel de desarrollo,
competencia y recuperación infanto-juvenil (Cicchetti y Rogosch, 1997; Hetherington y
Stanley-Hagan, 1999; Carle y Chassin, 2004).
Figura 10.1.
Tanto de forma indirecta, en base a los efectos que sobre el desarrollo biopsicosocial ha
demostrado tener el estilo educativo parental, como más directa, de acuerdo con la eficacia
evidenciada por las intervenciones basadas en la familia, se ha terminado por conceptualizar
este contexto o ámbito como un recurso terapéutico más para la promoción de la resiliencia en
el niño y adolescente y no sólo para el tratamiento y prevención de los problemas de
comportamiento infanto-juvenil. Dada la clara relevancia de la resiliencia tanto para la
prevención como para el tratamiento (Master, 2001), el programa que aquí se presenta tiene
por objetivo: «promocionar desde el contexto familiar las principales cualidades resilientes
en niños y adolescentes, así como mejorar o cambiar el estilo educativo parental hacia una
perspectiva más democrática o positiva». Este programa, denominado EDUCA-R, se
caracteriza por ser un programa cognitivo-conductual, estructurado con una clara orientación
psicoeducativa que pretende promocionar la resiliencia en el niño y adolescente a través de la
práctica en los padres, tutores o cuidadores principales de una serie de estrategias
(conductuales y cognitivas) que fortalezcan sus funciones educativas y socializadoras. Este
programa, como ya se ha comentado, supone (junto a otras contribuciones) una adaptación al
ámbito de la promoción de la resiliencia desde el contexto familiar de un programa
previamente desarrollado por nuestro equipo, el programa EDUCA (Díaz-Sibaja, Comeche y
Díaz, 2009), a modo de «escuela de padres» orientada a promover un enfoque positivo de la
educación que facilite el proceso educativo de sus hijos.
Figura 10.2.
De igual forma que el marco conceptual en el que se inserta la resiliencia es amplio, dada
la diversidad de definiciones existentes sobre dicho concepto en la literatura, también han
proliferado los estudios que han intentado precisar la combinación de factores o recursos con
los que suele contar el individuo (niño o adolescente) resiliente para afrontar y superar las
adversidades y contratiempos de forma positiva y/o adaptativa (Becoña, 2006; Zolkiski y
Bullock, 2012). Junto, o en combinación, con las condiciones ambientales (sociales y
familiares), asociadas positivamente con el desarrollo de la resiliencia, la investigación
también ha identificado y descrito un conjunto variado y variable de atributos, recursos y/o
características personales o individuales que de forma significativa también se han
evidenciado como factores de protección clave para que se manifiesten conductas resilientes
(Olsson, 2003; Benzies y Mychasiuk, 2009). Como consecuencia tanto de la variedad como de
la variabilidad de factores personales implicados desde la literatura en la promoción de la
resiliencia, resulta muy difícil abstraer un conjunto concreto de características, recursos y/o
atributos clave que caracterizan y definen, de forma general, a un niño o adolescente resiliente.
Con el fin de superar este obstáculo o dificultad, y desde la pretensión constante de
fomentar la naturaleza psicoeducativa y el sentido práctico de este programa, las diferentes
estrategias e indicaciones incluidas en él van dirigidas a desarrollar, fomentar y/o fortalecer
las habilidades y cualidades más representativas de la resiliencia. En este sentido, y de
acuerdo con toda la literatura publicada sobre el tema, entre los diferentes factores personales
de protección en niños y adolescentes, Munits y colaboradores (1998), en su Manual de
identificación y promoción de la resiliencia en niños y adolescentes, señalaron cuatro
recursos, atributos y/o características como los «componentes básicos» de las conductas
resilientes en los menores: competencia social, capacidad de resolver problemas, autonomía y
autoestima/autoeficacia o sentido del propósito y de futuro (Munits et al., 1998).
El factor de protección ante la adversidad correspondiente a la competencia social
implicaría, a grandes rasgos, un funcionamiento positivo y adaptativo del menor dentro de los
contextos sociales en los cuales éste se desarrolla. Esta eficacia en el funcionamiento social
suele manifestarse a través de cualidades resilientes como la facilidad y disposición a
responder a cualquier situación y comunicarse con facilidad, generando reacciones positivas
en las personas con las que el niño o adolescente suele relacionarse. Además de por ser
socialmente habilidoso, la competencia social en el chico resiliente también se manifiesta a
través de comportamientos prosociales, como la comprensión, la solidaridad, la cooperación
y el respeto. Todas estas manifestaciones no sólo indican una buena competencia social en el
niño o adolescente resiliente, sino, sobre todo, que éste posee las «herramientas» básicas e
indispensables para comenzar a mostrarse resiliente a ese nivel.
Junto al recurso o atributo anterior, otra de las características que desde la literatura se ha
identificado, con bastante unanimidad, como un «indicador básico» del potencial de
resiliencia en el niño y adolescente es la solución de problemas. Enseñar y fomentar la
práctica de esta habilidad en el menor, junto con la destreza de tomar decisiones,
incrementarán las posibilidades de que el hijo, desde edad muy temprana, pueda afrontar de
forma flexible y reflexiva, y tanto a nivel cognitivo como social, situaciones problemáticas o
que impliquen tomar una decisión con la confianza y el autocontrol propios de los chicos
resilientes.
Un tercer factor protector propio de niños y adolescentes resilientes está relacionado con la
autodisciplina y la autonomía o sentido de independencia. El desarrollo y fortalecimiento de
estas cualidades, destacados mecanismos de protección por la mayoría de trabajos publicados
en el campo de la resiliencia, proporcionan las condiciones necesarias para que las anteriores
características resilientes continúen reforzándose y practicándose por el niño y adolescente.
Además de mejorar indirectamente el afrontamiento constructivo de la adversidad y del
riesgo, el sentido de control interno y de poder personal propio de chicos resilientes
permitiría el desarrollo y fortalecimiento de la última de las cualidades esenciales para el
desarrollo de la capacidad de resiliencia, como es la autoestima y el establecimiento de
objetivos positivos.
La última de las cuatro características resilientes, que en los estudios se asocia
significativamente con experiencias vitales positivas y constructivas, tiene que ver con la
autoestima y/o la autoeficacia. Esta característica suele manifestarse en los chicos resilientes
a través de varios factores o mecanismos de protección como un fuerte sentido de control
sobre los éxitos y logros, mostrando una orientación y motivación altas hacia la consecución
de los mismos, y la concepción de éstos como resultado de las capacidades, decisiones y
esfuerzo del niño y adolescente.
Para facilitar la tarea de promocionar (primariamente) en los hijos las principales
manifestaciones o cualidades propias de conductas resilientes, los padres deberían empezar
por reafirmar y mejorar su estilo educativo, en el caso de que éste responda a las pautas de
crianza propias del estilo democrático, o cambiar su tendencia habitual de comportarse y
relacionarse con sus hijos, en el caso de que sus prácticas educativas se identifiquen con
relativa consistencia como permisivas, autoritarias o indiferentes. En este sentido, y
justificado por los beneficios y/o efectos positivos que sobre el desarrollo de los hijos ha
demostrado aportar (Torío et al., 2008; Díaz y Díaz-Sibaja, 2012), los padres deberían
enfocar su implicación en este programa y, sobre todo, la puesta en práctica de las estrategias
y recursos que en él se incluyen, desde una perspectiva democrática, estilo educativo que se
manifiesta en aquellos padres que, según la definición formal de Díaz y Díaz-Sibaja (2012):
«son a su vez exigentes y receptivos con sus hijos. Consideran a éstos como sujetos activos en
el proceso de socialización y desarrollo y dotan de gran importancia al afecto y a la emoción
en dicho proceso. Este tipo de padres examina la conducta de sus hijos e impone criterios
claros sobre el comportamiento que deben tener los niños, pero establecen una jerarquía
respecto a la cualidad y al cumplimiento de las normas, y fomentan el diálogo y el
razonamiento sobre ellas. Son asertivos, pero no intrusivos o restrictivos. Sus métodos
disciplinarios se basan más en el apoyo que en el castigo. Su método educativo persigue
lograr individuos asertivos, responsables, con alto grado de autocontrol, además de
cooperativos» (Díaz y Díaz-Sibaja, 2012, p. 465).
Hay que destacar, para aquellos padres «no-democráticos» que, como norma general, se
muestran poco afectuosos y comunicativos con sus hijos y/o controlan el comportamiento de
éstos de forma desadaptativa, bien por hacerlo de forma rígida y severa, bien por no imponer
norma o límite alguno, que las pautas educativas positivas propias del estilo democrático
pueden ser entrenadas. Por ello, la participación en este programa, a la vez que ayuda a
preparar al hijo para afrontar de forma resiliente adversidades y riesgos, también permite a
los padres aprender y, sobre todo, practicar formas positivas de expresar cariño y aceptación,
comunicarse de forma efectiva con el hijo y establecer un control adaptativo que guíe el
comportamiento de éste hacia una mayor independencia y «resistencia».
Junto a la naturaleza modificable de las pautas de crianza, es importante tener en cuenta,
antes de iniciar un programa como el que aquí se incluye, que el estilo educativo no es una
característica o una pauta de comportamiento rígida y constante; las pautas de crianza son
una tendencia que, a pesar de presentarse con una elevada consistencia, pueden (y deben)
cambiarse y adaptarse puntualmente, dependiendo de las circunstancias y del momento
personal del padre y del hijo (Díaz y Díaz-Sibaja, 2012).
De acuerdo con todo lo expuesto hasta aquí, y tomando como principal punto de partida e
inspiración el programa desarrollado por Brooks y Goldstein (2001) para la promoción de la
resiliencia, comentado brevemente en el apartado anterior, la eficacia del programa aquí
propuesto se evidenciaría si el hijo resiliente de padres democráticos al finalizar el programa
estuviese en condiciones de verbalizar expresiones como «soy agradable y comunicativo»,
«puedo resolver mis problemas», «soy responsable y puedo controlarme» y «estoy seguro de
que todo saldrá bien». Con el fin de promover y reforzar estas expresiones, fuentes
generadoras de resiliencia según el modelo de Grotberg (1995), en el repertorio verbal del
niño y adolescente, para cada una de las cualidades resilientes representadas por cada una de
ellas (competencia social, solución de problemas, autonomía/autocontrol y
autoestima/autoeficacia) al principio se expondrán las creencias o actitudes negativas que
suelen existir y dificultar el desarrollo y fortalecimiento de cada uno de los factores de
resiliencia a los que se dedica este programa.
Una vez expuestos y explicados los obstáculos más frecuentes para el establecimiento de
unas pautas educativas democráticas o positivas, a continuación se presentan una serie de
estrategias que, además de fomentar un cambio de actitud en los padres hacia un perspectiva
más positiva y constructiva de la educación, enseñarán al hijo un conjunto de comportamientos
que fomentarán y reforzarán las principales cualidades resilientes en él. Al final del programa
se presentan, a modo de conclusiones e indicaciones generales, una serie de consideraciones y
aclaraciones que permitirán un mejor aprovechamiento de este programa por parte de los
padres o cuidadores principales.
Como se representa gráficamente en la figura 10.3, la familia en general, y los padres en
particular, son el centro del programa, los principales agentes promotores de la resiliencia en
el hijo. Tanto los aspectos teóricos como los prácticos que lo integran pretenden, en todo
momento, convertir el proceso educativo del hijo, niño o adolescente en una experiencia
enriquecedora tanto para éste, al crecer con una mayor autoestima, confianza, seguridad,
adaptación y buen comportamiento, como para sus padres, que disfrutarán de él «trabajando»
en su «fortalecimiento» en un clima mucho más constructivo y adaptativo.
Empatía
«Ver el mundo a través de los ojos del niño o adolescente» es una de las habilidades
básicas para poder comenzar a desarrollar y/o fomentar la resiliencia en él. Considerar y
valorar el punto de vista del menor (sus sentimientos, pensamientos y conductas) maximiza la
disposición de éste a escuchar, responder y, sobre todo, cooperar, incrementándose la
influencia y el efecto de las pautas educativas sobre las cualidades resilientes infanto-
juveniles. Es importante señalar que tratar de conectar empáticamente con los hijos no
significa, obligatoriamente, intentar estar de acuerdo con sus pensamientos, sentimientos y
acciones, sino tener presente, en todo momento, la consideración y valoración del punto de
vista de éstos. Por otro lado, intentar relacionarse de forma empática con el niño o
adolescente, a su vez, no debe confundirse en ningún momento con estar cediendo, ser
permisivo o mostrar indecisión o falta de coherencia; considerar el punto de vista del niño o
adolescente maximiza la disposición de éste a escuchar, responder y, sobre todo, cooperar.
Es necesario que los adultos intenten superar los obstáculos y desmantelar las creencias
irracionales que les estén dificultando practicar la empatía, sobre todo porque el modelado de
esta habilidad o destreza en el niño o adolescente ayuda a la promoción y fortalecimiento de
su capacidad de resiliencia. En este sentido, se ha comprobado que los menores empáticos
suelen estar mejor adaptados emocionalmente, tienen un mayor manejo y control de sus
emociones, son más sensibles, comprensivos, responsables y poseen una mayor conciencia
social.
A continuación se describen dos estrategias generales para comenzar a favorecer la
práctica de la empatía en los padres, tutores y educadores principales, la primera, y para
facilitar el desarrollo y fortalecimiento de esta habilidad resiliente en los niños y
adolescentes, la segunda:
— Para ser un adulto más empático..., un ejercicio que puede resultar útil consiste en
describir un día normal o típico en la vida del hijo como creen los padres que el niño o
adolescente lo haría: «¿cómo se siente cuando se levanta por la mañana?», ¿qué piensa y
siente en ese momento?», «¿y cuando suspende un examen y se lo comenta el profesor?»,
«¿y cuando habla con sus amigos del colegio?», «¿y cuando hace los deberes?», «¿qué
piensa y siente su hijo mientras realiza sus actividades y comportamientos cotidianos?».
— Para tener niños y adolescentes más empáticos..., en aquellos momentos en que estén
viendo una película o leyendo juntos algún cuento, ante una situación emotiva, los
adultos pueden dirigirse al menor y preguntarle lo que él cree que el personaje de la
película o del cuento podría estar sintiendo en ese momento. Es importante que al
aplicar esta estrategia se motive al chico a expresarse de la forma más abierta y
detallada posible, evitando que responda con monosílabos o expresiones del tipo: «está
triste», «tiene miedo», «llora», etc.
Comunicación efectiva
En el marco de cualquier aproximación práctica dirigida a promocionar la resiliencia, la
comunicación es algo más que el simple intercambio de información entre dos personas. Junto
a las habilidades anteriores, otro de los pilares sobre los que se sustentan un desarrollo y
fortalecimiento óptimo de la resiliencia es el de la comunicación positiva, ya que es la vía por
la cual los adultos pueden modelar y reforzar positivamente todas y cada una de las cualidades
resilientes (competencia social, solución de problemas, independencia, autocontrol y
autoestima) en el niño y adolescente. Por todo ello, es necesario conocer y reconocer, antes de
comenzar a trabajar en la promoción de la resiliencia, las circunstancias que suelen afectar
negativamente a la calidad de la comunicación y, sobre todo, las estrategias y consideraciones
que favorecen una comunicación efectiva.
Figura 10.4.
Uno de los principales motivos que pueden explicar la dificultad de desarrollar un estilo de
comunicación positivo o efectivo sobre los hijos puede ser que los padres, durante su infancia
y/o adolescencia, estuvieran expuestos a modelos disfuncionales de comunicación. Como
consecuencia de este aprendizaje por modelado, suele ser muy difícil que los adultos
desarrollen de forma natural un estilo de comunicación efectivo, presentándose con bastante
probabilidad como inefectivos o negativos en sus interacciones con el menor. Junto al posible
efecto de las experiencias previas, un segundo factor que puede afectar a la calidad de la
interacción es el estado emocional de los adultos en el momento de comunicarse con el hijo.
En este sentido, las emociones negativas en los padres (enfado, ira, tristeza, ansiedad, etc.)
pueden llegar a condicionar su estilo de comunicación, resultando éste ineficaz y agravando,
en último término, las circunstancias que pudieron generar sus emociones negativas cuyo
afrontamiento debería partir de un estilo de comunicación opuesto al manifestado por ellos.
Una última dificultad a la hora de establecer una comunicación efectiva puede deberse a la
existencia de la creencia de que los niños y adolescentes ponen constantemente a prueba a los
adultos con el fin de demostrar, o poner en duda, la capacidad de éstos para ser unos «buenos
educadores». Esta actitud negativa acerca del proceso educativo se reflejaría en el estilo de
comunicación, quedando su carácter negativo e inefectivo justificado y reforzado por las
creencias disfuncionales existentes en los padres.
Escuchar de forma activa, es decir, intentando comprender al niño y adolescente sin
presunciones ni prejuicios, haciéndole saber que ha sido escuchado, comunicarse con él con
claridad y brevedad son, entre otras, algunas de las estrategias que promueven una
comunicación efectiva. Junto a estas estrategias, existen dos principios básicos sobre los que
debe articularse un estilo de comunicación positivo y que, por su importancia, se comentan a
continuación con más detalle:
Sobre la base de los pilares anteriores, los padres o cuidadores pueden comenzar a
incorporar en sus pautas de crianza democrática o positiva diferentes estrategias que
favorezcan la aplicación de la «vacuna» y/o «vitamina» de la resiliencia en el niño. Con el fin
de facilitar dicha tarea, a continuación, para cada una de las principales cualidades resilientes,
se expondrán los obstáculos o dificultades que suelen encontrar los adultos al tratar de
promoverlos, junto con las estrategias y consideraciones que han demostrado ser más idóneas
y eficaces para fomentar y fortalecer cada cualidad, siempre, y en todo momento, con la
promoción de la resiliencia como horizonte.
De acuerdo con la valoración que los adultos con un estilo educativo democrático hacen
del grado de implicación del menor en el proceso de socialización, los niños y adolescentes
educados bajo estas pautas de crianza positivas suelen caracterizarse por ser socialmente
habilidosos, mostrar una alta predisposición a la interacción social y provocar reacciones de
aceptación en las personas con las que interaccionan. Por el contrario, los hijos de padres
extremadamente exigentes y rígidos o excesivamente sobreprotectores suelen presentar
importantes lagunas y/o deficiencias en sus habilidades sociales, mostrándose en sus
interacciones como niños o adolescentes tímidos, temerosos e inseguros y generando
reacciones de rechazo y menosprecio en las otras personas. En este sentido, en muchos casos,
el hecho de haber estado expuestos a modelos de crianza sobreprotectores o autoritarios, el no
querer repetir la falta de cariño o disciplina que como hijos experimentaron o la vivencia de
alguna situación traumática previa hacen que los padres adopten una perspectiva
sobreprotectora o autoritaria en la educación de sus hijos, perspectiva que suele conducir el
proceso de socialización del hijo hacia una situación de aislamiento social que convierte a
éste en un niño o adolescente con escasas habilidades y cualidades en ese dominio. Entre
todos los factores que permiten al niño o adolescente afrontar y superar de forma positiva y
adaptativa los problemas y adversidades en la vida, se encuentra un funcionamiento eficaz
dentro de los contextos sociales, competencia que, a su vez, favorece el desarrollo y
fortalecimiento del resto de cualidades resilientes. Junto a la manifestación de habilidades
sociales, el otro componente de la competencia social presente en niños y adolescentes
resilientes suele incluir comportamientos prosociales, como la responsabilidad, empatía y
conciencia social. En este sentido, manifestaciones de compresión, solidaridad, cooperación y
respecto son frecuentes en el repertorio conductual de niños y adolescentes con una gran
capacidad de superación y adaptación a condiciones significativamente adversas.
El contexto familiar, como primer ámbito de relación social del niño y adolescente, debe
ser el principal entorno para la transmisión y enseñanza de valores, normas y hábitos positivos
de convivencia social. Las estrategias y consideraciones que se presentan a continuación
pretenden facilitar la enseñanza de las diferentes habilidades que se incluyen en el dominio de
la competencia social y que reflejan el desarrollo de la resiliencia en el niño y adolescente. Su
puesta en práctica exige un enfoque diferente de la práctica educativa en los adultos hacia un
estilo democrático, siempre con el fin último de conseguir que el niño adquiera las cualidades
resilientes dentro de este dominio, lo cual se manifestará en frases como: «soy una persona
por la que los otros sienten aprecio y cariño», «soy agradable y comunicativo con mis
familiares y vecinos» o «soy feliz cuando hago algo bueno para los demás y les demuestro mi
afecto».
— Enseñar a ser socialmente hábil es fácil, si se sabe cómo. Los padres, tutores y
cuidadores principales son los modelos más importantes para los niños y adolescentes;
por ello, demostrar implícita y explícitamente cómo aplicar determinadas habilidades
en la vida cotidiana, a través de sus propias actitudes, es una de las estrategias más
eficaces para enseñar habilidades sociales. En la enseñanza de las habilidades sociales,
bien por medio del modelado o de cualquier otra técnica, los padres deberán tener en
cuenta las siguientes estrategias y consideraciones con el fin de facilitar y optimizar el
aprendizaje en el menor de dichas habilidades:
• Colaborar en las tareas del hogar. Implicar al hijo en las tareas de casa puede ser
una estrategia sencilla pero muy útil y efectiva de cara a inculcar el sentido de
compromiso, deber y cooperación en el niño o adolescente. Además, la participación
del menor en actividades de esta naturaleza le ayudará a considerar y valorar
positivamente su papel en la dinámica familiar, por lo que desde muy pequeños se
les debería dar responsabilidades dentro del hogar, siempre teniendo en cuenta que:
• Acciones solidarias. De igual forma que ocurre en el caso del aprendizaje de las
habilidades sociales, que los padres muestren en su repertorio conductual acciones
comprometidas y solidarias es la estrategia más eficaz para que el hijo aprenda este
tipo de comportamientos. Sin embargo, en la mayoría de casos, obligaciones
familiares o laborales suelen dificultar a los padres su participación en actividades
de acción social, como por ejemplo de voluntariado. Para no perder la oportunidad
de promocionar la conciencia social en el hijo, los padres pueden utilizar las
siguientes estrategias cuando las dificultades familiares o laborales les impiden
realizar otro tipo de actividades de acción social más directas y enriquecedoras.
— Decidir desde el principio. Es imposible, o muy difícil, que los menores, cuando
lleguen a ser adultos, tomen decisiones adecuadas si no han aprendido y practicado esta
destreza desde la infancia. Por ello, es importante que los adultos responsables de su
educación y crianza acompañen al niño y adolescente en este aprendizaje, sin sustituirlo
y respetando la decisión tomada por él, con el propósito de que pueda experimentar sus
consecuencias, elemento clave en la adquisición y refuerzo de este hábito. Siempre se
ha de comenzar por decisiones sencillas o simples, relacionadas bien con la comida, la
ropa o el juego, para ir incorporando, paulatinamente, otras situaciones de mayor
complejidad o trascendencia. Junto con la premisa anterior, a continuación se mencionan
algunas consideraciones prácticas que ayudarán a un aprendizaje más eficaz de la
habilidad de toma de decisiones:
• Las decisiones tomadas por el menor siempre deben respetar y no entrar en conflicto
con las normas establecidas y consensuadas por la familia.
• Hacer siempre sugerencias y críticas constructivas, nunca personales.
• En aquellas situaciones en las que el hijo no se decida por ninguna de las opciones
planteadas por los padres (siempre preferiblemente no más de dos), se le puede
pedir, como algo excepcional, que formule una opción alternativa y siempre
razonable.
a) Reconozco que tengo un problema. ¿Cómo enseñar a un niño o adolescente que está
ante un problema?
El primer paso para comenzar a solucionar un problema es conseguir que el niño o
adolescente acepte el hecho de que los problemas son normales e inevitables en la vida, que
se pueden solventar y que no existe una única solución perfecta, sino muchas formas
igualmente válidas de resolver un mismo problema. En este momento inicial puede ser útil
tratar las diferentes distorsiones existentes sobre los problemas, como por ejemplo pensar que
es terrible tener un problema o que hay que reaccionar de forma inmediata, con la intención de
sustituirlas por otras más reales, adaptativas y positivas.
Una vez que el niño o adolescente comprende y acepta el carácter normal de los problemas,
el siguiente paso en esta fase inicial del proceso de solución de problemas implica aprender a
identificar de forma fácil y rápida cuando está ante una situación problemática. Para ello, se le
enseña a identificar aquellas señales corporales que siente cuando está ante un problema. Para
poner en práctica esta fase se puede trabajar sobre algún ejemplo de situación problemática
que no fue solucionada con éxito por el menor. Esa experiencia se representará de la forma
más real posible, de tal manera que el niño o adolescente discrimine qué es lo que piensa o se
dice en ese tipo de situaciones y qué emociones o sentimientos de malestar le acompañan
(rabia, ira, tristeza...). Toda esta información será utilizada por el niño o adolescente como
señal de alarma que le indicará que se encuentra ante una situación problemática y que debe
poner en marcha el proceso que acaba de comenzar para buscar y encontrar una solución
eficaz para dicho problema.
c) ¿Cuántas y cuáles son las soluciones que puede tener este problema? ¿Cómo
enseñar al niño o adolescente a buscar alternativas?
En esta fase del proceso la tarea del menor consistiría en proponer el mayor número
posible de alternativas para solucionar el problema. Con tal fin, se le pide al hijo que elabore
una lista con todos las posibles soluciones sin valorar ninguna de ellas ya que en este momento
resultan útiles todas las que sirvan para conseguir que el niño o adolescente deje de sentirse
enfadado, triste o nervioso. Además de esta estrategia, en este momento del entrenamiento de
la habilidad se pueden utilizar otras dos de cara a generar el mayor número y la mayor
variabilidad de alternativas: recordar cómo solucionó el niño o adolescente situaciones
similares a las que se enfrentó en el pasado y pedirle que imagine cómo resolvería ese
problema una persona o un personaje ficticio admirado por él.
d) Necesito escoger una... ¿Cómo valorar las soluciones y elegir la más adecuada?
En este momento del entrenamiento es cuando hay que enseñar al niño o adolescente que
aplicar la solución que elija tendrá consecuencias, las cuales tendrá que valorar antes de
decidirse por una u otra alternativa. Para facilitar y hacer más atractiva la tarea de valorar
cada una de las posibles soluciones se puede realizar el siguiente ejercicio con el niño o
adolescente. En una hoja de papel se dibujarán dos escaleras, iguales en todo, incluido el
número de peldaños, una a la izquierda y otra a la derecha. Una de ellas sería la escalera de
las ventajas y la otra la de los inconvenientes. En la parte superior de la escalera de las
ventajas el hijo escribirá: «se solucionará mi problema», y en la misma parte pero de la
escalera de los inconvenientes: «no se solucionará mi problema». Para cada una de las
posibles soluciones escribirá en cada peldaño de la escalera de las ventajas las consecuencias
positivas que conllevaría aplicar la solución y en los de la escalera de los inconvenientes las
consecuencias negativas que implicaría poner en práctica la misma alternativa. Con este
ejercicio lo que se pretende es que el niño o adolescente valore de forma sencilla aquellas
alternativas que le aproximarán a solucionar su problema (más ventajas que inconvenientes) o
lo alejarán de acabar con él (más inconvenientes que ventajas).
e) Escojo la solución más adecuada. ¿Cómo enseñar a decidir qué alternativa escoger?
Entre todas las alternativas de solución propuestas, aparte de indicar al niño que la elegida
tiene que presentar más ventajas y menos inconvenientes que el resto, también se le puede
ayudar en la elección indicándole que la solución debe conseguir eliminar los sentimientos de
malestar que el problema le causa y no ocasionar daños en los demás. El menor no debe dudar
de la idoneidad de la solución elegida ya que no se ha escogido de forma impulsiva o por azar.
Aunque los adultos le pueden sugerir o indicar, el niño o adolescente debe ser el último en
elegir la solución, con la seguridad que el proceso seguido le proporciona y olvidándose de
las demás alternativas.
f) Pongo en práctica la solución y me olvido del resto. ¿Cómo enseñar al niño a aplicar
la solución elegida y valorar el resultado?
Una vez que la solución ha sido elegida, el último paso es elaborar el plan de acción que
especifique paso a paso cada una de las acciones intermedias para llegar a la solución final.
Después de poner en práctica la alternativa elegida, se debe enseñar al niño o adolescente a
evaluar los resultados, contestando a preguntas como ¿qué paso?, ¿cómo afronté el problema?,
¿qué debo cambiar para la próxima vez?
Es importante terminar el proceso reforzando al menor y reforzándose también éste a sí
mismo, de tal forma que la probabilidad de practicar esta habilidad ante futuros problemas se
incremente.
— Los catalizadores educativos. Para que los padres consigan desarrollar en el hijo la
autodisciplina y el autocontrol, cualidades resilientes que facilitan el comportamiento
ajustado, es vital que los padres sean proactivos y no reactivos en sus interacciones
disciplinarias con el hijo. En el proceso educativo, existen un conjunto de acciones que
pueden facilitar el desarrollo y refuerzo de dichas cualidades: los catalizadores
educativos. En este sentido, dichos recursos serían «todas aquellas acciones, mañas o
estrategias que los padres pueden poner en práctica para prevenir la probabilidad de
ocurrencia de comportamientos disruptivos o desadaptativos, favoreciendo la
realización de conductas adaptativas y positivas que resultan incompatibles con las
previstas» (Díaz-Sibaja, Comeche y Díaz, 2009, p. 81). Por tanto, el uso de estos
instrumentos fomenta formas de disciplina proactiva o positiva ya que todas las
estrategias que se describen a continuación se basan en el principio de que «los padres
son responsables de los buenos comportamientos de sus hijos».
• Enseñar desde pequeño al hijo a realizar acciones y actividades que pueda hacer por
sí mismo.
• Celebrar siempre sus éxitos y apoyarle en los fracasos.
• Respetar el nivel de capacidad del menor en todo momento, de tal forma que no se le
exija más de lo que pueda dar, evitando así cualquier atisbo de malestar y frustración
y, sobre todo, el desarrollo de conductas de evitación.
• Estimularle para que exprese su opinión y gustos, respetándolos y considerándolos
siempre que sean positivos y adecuados.
«Soy agradable y comunicativo con mis familiares y vecinos», «puedo buscar la manera de
resolver mis problemas» y «estoy dispuesto a responsabilizarme de mis actos» no son sólo
afirmaciones de un niño o adolescente resiliente, sino también de un niño o adolescente con
una alta autoestima. Reconocerse capaz y válido es, junto con las cualidades anteriores, o
como consecuencia de su presencia conjunta en el menor, la última de las cualidades
resilientes que caracterizan y definen la capacidad de afrontamiento efectiva ante las
adversidades de la vida. Al igual que ocurre con las habilidades anteriores, el ambiente
familiar es una de las principales variables que determinan la autoestima del menor. En este
sentido, el tipo de interacción de éste con sus padres o cuidadores principales, junto con la
evaluación que éstos hacen del comportamiento del niño o adolescente y el estilo educativo,
son factores clave en la determinación tanto del nivel como del signo de la autoestima. De la
misma forma que sucede en las cualidades previamente comentadas, entre todos los estilos
educativos el democrático es el que promueve una autoestima positiva, al basar sus pautas de
crianza en el diálogo y la comunicación, los valores y las normas, así como en el respeto de
las opiniones.
La autoestima en los niños y adolescentes resilientes se manifiesta a través del fuerte
sentimiento de control que tienen sobre sus vidas y la creencia de que son los únicos dueños
de su destino, de sus éxitos y logros, los cuales son consecuencias de sus decisiones y
elecciones y, sobre todo, producto de su capacidad y esfuerzo. En términos de
comportamientos más concretos, un niño o adolescente preparado para afrontar con éxito las
adversidades hace amigos con facilidad, se muestra entusiasmado y motivado al afrontar retos,
coopera y asume mejor las responsabilidades, es creativo y tiene sus propias ideas, se siente
orgulloso de sus logros y sabe aceptar la frustración, entre otros comportamientos. Todas estas
características justifican la necesidad de promover y fomentar la autoestima con la resiliencia
como marco general.
Con bastante frecuencia, el niño o adolescente encuentra obstáculos en su «camino al
éxito», en el reconocimiento de su propia capacidad y valía personal, lo que acaba
dificultando la consecución de sus logros y/o conduciéndolo hacia un déficit en su autoestima.
Establecer un criterio de éxito excesivamente estricto o alto, junto al hecho de que dicho
criterio sea únicamente establecido por los adultos, suelen ser algunos de los obstáculos que
encuentra el menor en la senda del logro y que le empujan al fracaso y a desarrollar una baja
autoestima. Además de estas «piedras», otros obstáculos que pueden aparecer consisten en la
atribución de los escasos éxitos y logros a factores que se encuentran fuera del control del
hijo, como la suerte o el azar, o conseguir el sentimiento de competencia y capacidad por
destacar en actividades antisociales o por manifestar comportamientos disruptivos o
desadaptativos.
La resiliencia tiene como piedra angular para su desarrollo y fortalecimiento la autoestima;
de ahí que cualquier intento por promover dicha capacidad desde la familia pase por evitar la
aparición de un déficit de autoestima en el hijo. A continuación se proponen algunas
estrategias y consideraciones incluidas por María Paz Bermúdez (2000) en su libro Déficit de
autoestima. Evaluación, tratamiento y prevención en la infancia y adolescencia y otras que,
aunque no están contempladas en dicho trabajo, son claves para la promoción de la
resiliencia. La incorporación de dichas pautas a las prácticas educativas de los padres puede
prevenir la aparición de un déficit de autoestima y/o favorecer el desarrollo de un sentimiento
de competencia, capacidad y valía en el niño o adolescente.
— Evaluar de forma objetiva al menor. En el momento de describir al niño o
adolescente, hay que hacerlo de la forma más real posible, para lo cual los padres,
tutores o educadores principales deberán centrar toda su atención en las cualidades y
comportamientos de éste, es decir, en cómo es y no en cómo les gustaría que fuese.
— No comparar el esfuerzo del niño o adolescente con el de los demás. A pesar de que
es una pauta educativa bastante generalizada, comparar al menor con otros como
estrategia de motivación puede afectar muy negativamente a la autoestima de éste. En
este sentido, los adultos han de aceptar y nunca olvidar que siempre habrá chicos y
chicas mejores y peores; la clave está en reforzar los intentos y no exclusivamente los
éxitos y logros.
— Premiar los éxitos y los esfuerzos. Cualquier esfuerzo y pequeño paso que realice el
niño o adolescente siempre es un triunfo para él y, como tal, debe ser reconocido y
celebrado por los adultos con la misma intensidad que cualquier logro importante.
Premiando el esfuerzo, se estará transmitiendo la idea de que éste es más importante
para conseguir un logro que el logro en sí mismo. Además de celebrar los esfuerzos, no
se pueden dejar de premiar las metas conseguidas por el niño o adolescente, ya que de
esta forma también se le estará enseñando tanto a autorreforzarse como a estar motivado
de cara a conseguir un objetivo y no abandonar hasta alcanzarlo.
— Ayudar a plantear objetivos alcanzables. Los adultos han de colaborar con el niño y
adolescente para que las metas que éste se proponga sean reales tanto a corto como a
largo plazo y, sobre todo, siempre se formulen en función de las capacidades y
habilidades del menor. Por ello es importante que los padres, tutores o educadores
principales no tengan una imagen irreal o distorsionada con el fin de no promover la
orientación del niño o adolescente hacia metas excesivamente elevadas o imposibles (o
muy difíciles) de conseguir para éste.
— Elogiar al menor de forma adecuada. Es importante que los adultos habitualmente
refuercen los comportamientos adecuados del niño o adolescente con frases y/o
expresiones positivas para éste. Cuando se premie al menor, sólo se debe hacer
referencia a la conducta concreta que se premia y no hacer extensivo el comentario
reforzante al resto de sus características. Otro aspecto importante al reforzar es prevenir
la pérdida de efectividad de los elogios, para lo cual se recomienda a los padres
originalidad en sus formas de reforzar y variedad de expresiones y adjetivos. Por
último, indicar que no sólo se debe premiar una conducta determinada sino todos los
pasos que el niño y adolescente haya dado o vaya dando hasta conseguirla.
— Corregir de forma adecuada. La corrección sólo debe aplicarse sobre aquellas
conductas infantiles o juveniles que se quieren suprimir por su carácter desadaptativo.
Por ello, sólo hay que corregir el comportamiento negativo concreto y no al niño o
adolescente en su conjunto. Si los adultos actúan de esa forma, independientemente de
que eliminen o no la conducta negativa, lo que con seguridad pueden estar consiguiendo
es etiquetar al niño, etiqueta que se puede convertir en la justificación para explicar
tanto el comportamiento actual como la incapacidad del menor de modificar esa
conducta, así como otras relacionadas con la etiqueta asignada.
— Resaltar siempre la implicación del menor en la consecución del logro. Con el
objetivo de promover el hecho de que el niño se responsabilice de sus logros y éxitos,
los padres, tutores o cuidadores principales deben proporcionarle el mayor número de
experiencias y actividades posibles, la totalidad o gran parte de las cuales dependan de
la implicación y trabajo del menor. Con esta estrategia se estará transmitiendo al menor
el mensaje de que es parte activa y esencial de lo que consigue en su vida, de sus
logros, de sus éxitos. Con el fin de que no pueda atribuir el éxito o su logro en mayor
medida a elementos externos que a su propio esfuerzo, es conveniente que los adultos
intenten equilibrar la ayuda que prestan al hijo, cuando tienen que hacerlo, y siempre
dejen alguna parte de la actividad para que la haga o concluya el niño o adolescente
solo. Con ello lo que se pretende es que se maximice la probabilidad de que el niño se
atribuya el logro de su trabajo e implicación, con el consiguiente efecto positivo sobre
su autoestima y, en general, sobre su resiliencia.
— Haz lo que yo diga (y también lo que yo haga): los padres siempre como modelos
Entre todas las personas con las que el niño y adolescente convive y se relaciona, los
adultos más significativos (padres, tutores y educadores) son, o deberían ser, el mejor ejemplo
a seguir. Ofrecer un modelo adecuado es básico para que el menor observe, imite y aprenda
tanto los comportamientos que definen cada una de las cualidades resilientes como las
estrategias que los adultos utilizan al tratar de educarle de forma positiva, de forma resiliente.
Por todo ello, la última consideración sobre el programa EDUCA-R, no por última menos
importante, es que padres, tutores y educadores deben intentar exhibir los comportamientos y
actitudes (resilientes) que quieren enseñar al menor; al actuar de esa manera, utilizando de
forma intencionada y consciente un procedimiento natural de adquisición de conductas como
es el modelado, estarán facilitando el aprendizaje en el niño, al añadir la sistematización al
sentido común (Díaz-Sibaja et al., 2009). Los autores anteriormente referenciados en su
programa de escuela de padres, programa EDUCA, del cual toma el aquí descrito tanto
nombre y filosofía como alguna estrategia, incluyen algunas condiciones importantes al poner
en práctica la técnica del modelado. A continuación se indicarán algunas de ellas, invitando a
la consulta del programa original (Díaz-Sibaja et al., 2009) para un mayor conocimiento y
aplicación eficaz de la técnica o estrategia.
— Se recomienda que, cuando los adultos actúen de modelos, muestren una actitud amable
y simpática y que el menor perciba su comportamiento como cercano y afable.
— Mientras se actúa como modelo, es importante que el adulto describa verbalmente lo
que está haciendo y las consecuencias que espera obtener con ese comportamiento.
— Una vez que el modelo haya concluido su actuación, el niño o adolescente debería
ensayar y practicar la conducta modelada.
— Por último, ofrecer al menor la posibilidad de actuar como modelo, mostrando los
comportamientos aprendidos, es una condición o estrategia que se ha comprobado que
favorece la consolidación de lo aprendido, al ser muy reforzante para éste.
5. CASO PRÁCTICO
Antonio y Joana son los padres de Pedro, de ocho años de edad. Han asistido a las sesiones
informativas sobre el programa EDUCA-R organizadas en el colegio de su hijo. Los dos están
muy interesados en participar en el programa, ya que están totalmente de acuerdo en que tanto
su estilo educativo como sus prácticas de crianza son determinantes en el desarrollo positivo
de su hijo; por eso, y según palabras textuales de Joana, la madre: «igual que hay colegios
para los niños también debería haber escuelas donde los padres aprendiésemos a ser mejores
padres y sobre todo a hacer a nuestros hijos más fuertes». Aunque se consideran «buenos
padres», saben que pueden mejorar y aprender mucho, ya que están convencidos de que hay
cosas que no están haciendo bien a la hora de educar y criar a su pequeño Pedro.
En la entrevista que los padres mantuvieron antes de comenzar el programa, describieron a
Pedro como un niño muy «reservado», «desconfiado», «miedoso» e «inseguro» y, sobre todo,
muy «mimado»; en palabras de su madre: «a veces se comporta como un bebé». Aunque en el
fondo no se comporta como un mal chico, siempre según sus padres, éstos se lamentan de que
no se parezca a su hermano Pablo, seis años mayor que Pedro. Según comenta su padre: «es
una pena que no sea como Pablo; a la edad de Pedro, estaba todo el tiempo en casa de algún
amigo y lo invitaban a todos los cumpleaños, le encantaba la música y daba sus primeros
conciertos caseros de guitarra; era más maduro que Pedro, más extrovertido, más cariñoso,
tenía temas de conversación de persona mayor...». Reconocen que Pedro puede ser más
introvertido que su hermano porque ahora hacen menos vida social y familiar que antes,
apenas acuden a reuniones y celebraciones familiares, algo que ven normal por todas las
obligaciones que tienen y, sobre todo, por lo cansados que están cuando llega el fin de semana.
Un aspecto que Antonio destaca que le preocupa es que a Pablo hay que explicarle las
cosas varias veces, pues suele preguntar lo mismo en diferentes momentos. No recuerda si con
su hijo mayor, Pablo, también pasó lo mismo, aunque él entiende que el comportamiento de su
Pedro sea una muestra de su inseguridad, desconfianza y dependencia. Tanto para Joana como
para Antonio es normal que sea tan dependiente de ellos: los niños tan pequeños no necesitan,
según ellos, aprender todavía a solucionar problemas ni tomar decisiones; por eso es normal
que Pedro nunca sepa qué quiere y que siempre que ayuda en casa, o le dan alguna
responsabilidad, terminen haciéndola por él. Su madre dice que tampoco es tan desastre, que
suele intentar hacer las cosas bien, que ella ve que se esfuerza, que pone empeño, pero como
nunca lo termina de hacer bien, según ella, siempre hay que estar corrigiéndole y diciéndole lo
que ha hecho mal para intentar que lo haga bien la próxima vez.
Por último, al preguntarles a ambos cómo respondía Pedro a las normas y límites que ellos
establecían, tanto Joana como Antonio comentaron que ellos no suelen poner normas y límites
a sus hijos, según sus palabras; ellos fueron educados por el método «porque lo digo yo» y no
quieren que sus hijos se eduquen de la misma manera. Además, tienen miedo a que éstos se
conviertan en personas agresivas, a los traumas que el control y la disciplina les puedan
ocasionar. Joana comentó que una vez intentó explicarle a Pedro por qué no podía coger todas
las «chuches» que quisiera cuando van a comprar al supermercado y lo que podría pasarle si
lo hacía, pero fue tal en berrinche de Pedro que la única solución que se le ocurrió fue la de no
llevarlo con ella a comprar al supermercado hasta que fuera un poco más grande.
De acuerdo con las actitudes, pautas de comportamiento, estrategias y demás
consideraciones que integran el programa EDUCA-R, señale aquellos aspectos, según la
información recogida en la entrevista a ambos, que pueden estar dificultando el desarrollo de
unas pautas de crianza positivas en ellos y la promoción de la resiliencia en su hijo, y que por
tanto deberán ser tratados en su participación en el programa.
— Los padres no evalúan al hijo de forma objetiva pues se centran, al describirlo, en cómo
les gustaría que fuese y no en cómo es.
— Pedro es catalogado por sus padres como «reservado», «desconfiado», «miedoso»,
«inseguro» y «mimado», lo que puede estar motivando que el niño se siga comportando
de acuerdo con cada una de las diferentes etiquetas que recibe por parte de sus padres.
— Ausencia de actividades familiares y sociales en las que Pedro pueda relacionarse con
otros y practicar u observar diferentes habilidades sociales.
— Los padres no suelen responder a las preguntas que el hijo les formula en repetidas
ocasiones, lo cual puede estar impidiendo el desarrollo de una comunicación efectiva y
positiva entre padres e hijo y el aprendizaje de éste.
— Los padres suponen que la responsabilidad ante los problemas y las decisiones del hijo
es de los padres, ya que el niño no tiene capacidad ni para tomar decisiones ni para
solucionar problemas.
— Los padres de Pedro no celebran ni refuerzan los logros o esfuerzos de su hijo y sólo le
señalan sus errores y fracasos.
— Los padres de Pedro no suelen establecer normas y límites por el miedo a las
reacciones de sus hijos.
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Herbert, M. (2002). Padres e hijos: mejorar los hábitos y las relaciones. Madrid: Pirámide.
Éste es un libro diseñado y planteado a modo de guía práctica, dirigido tanto a padres como a educadores y psicólogos,
con el objetivo de proporcionar la información y habilidades necesarias tanto para aprender a detectar e intervenir con
efectividad en los problemas infantiles del comportamiento cotidianos (problemas a la hora de comer, problemas con el
control de esfínteres, etc.) como para desarrollar un estilo educativo parental democrático o positivo frente a los problemas
de disciplina y normas de conducta de los hijos. Respecto a los problemas que se incluyen en el libro, en primer lugar se
exponen de forma muy sencilla y clara los conocimientos básicos sobre cada uno de ellos, seguidos de una serie de ejercicios
y consejos prácticos y pautas de tratamiento útiles para poder conseguir superarlos. El contenido teórico-práctico de la obra
se completa con la presentación de un conjunto de instrumentos de evaluación indispensables tanto si el libro se utiliza en el
ámbito profesional como material de apoyo como si lo usan los padres como material de autoayuda.
Díaz-Sibaja, M. A., Comeche, M. I. y Díaz, M. I. (2009). Programa EDUCA. Escuela de padres. Educación positiva para
enseñar a los hijos. Madrid: Pirámide.
Esta obra propone un programa cuyo objetivo principal es guiar a los padres en el proceso educativo de sus hijos
permitiendo o facilitando, en todo momento, el desarrollo de las funciones educativas y socializadoras de éstos. Para tal fin, el
programa incluye, en primer lugar, algunos conocimientos teóricos y metodológicos necesarios para conseguir y fomentar en
los padres un cambio de actitud hacia una perspectiva más positiva y constructiva de la educación. Este cambio de
perspectiva se complementa con la enseñanza de una serie de estrategias, basadas todas ellas en el modelo de modificación
de conducta, que permitirán a los padres y madres enseñar y fomentar comportamientos buenos y normalizados a su hijo,
eliminar o corregir aquellos hábitos inadecuados y motivar en el niño aquellas conductas que sabe hacer pero que aún no ha
puesto en práctica. Aunque el programa de intervención EDUCA fue elaborado inicialmente para ser aplicado en grupo
dentro del contexto o ámbito de una escuela de padres, puede ser adaptado y aplicado con facilidad a un formato individual y
autónomo. Dada su eficacia y fácil aplicación, las pautas de intervención que propone este programa pueden contemplarse
como una alternativa de tratamiento frente a los trastornos perturbadores del comportamiento y no sólo para tratar la
desobediencia y los problemas cotidianos de la conducta infantil, objetivos terapéuticos iniciales del mismo.
Lila, M., Buelga, S. y Musitu, G. (2006). Programa LISIS. Las relaciones entre padres e hijos en la adolescencia. Madrid:
Pirámide.
El programa que se propone desde este monográfico tiene como objetivo principal la prevención familiar, a nivel primario,
secundario y terciario, de comportamientos de riesgo en la adolescencia. Fundamentado teóricamente en el modelo de estrés
familiar en la adolescencia, el programa LISIS propone a los padres y madres un conjunto de actividades a realizar de
acuerdo con los principales componentes de dicho modelo teórico (adolescencia, sistema familiar, recursos psicosociales y
ajuste), así como con las variables destacadas en cada uno de ellos.
Los ejercicios propuestos en cada una de las unidades en las que se divide el programa pretenden que los padres
adquieran un conocimiento práctico respecto de los principales recursos psicosociales (habilidades, estrategias de
afrontamiento, etc.) presentes en el contexto familiar que potencian su funcionamiento positivo y, por tanto, permiten una
educación adecuada y un desarrollo normalizado del hijo adolescente. El hecho de que no se señale como criterio de
inclusión, en ningún momento del programa, la existencia de un contexto familiar adverso o la presencia de conductas
problemáticas y de riesgo en el adolescente, como por ejemplo consumo de sustancias, conductas delictivas y otros
comportamientos problemáticos, convierte al programa LISIS en una manual general que puede ser seguido y completado
por cualquier padre o madre que tenga hijos en edad adolescente. A pesar de su empleo generalizado dentro de los contextos
tanto de la familia como de la adolescencia, el programa LISIS se presenta sólo para ser aplicado en grupo y en presencia de
un profesional (formador según el programa), el cual se encargará tanto de exponer cada una de las actividades como de
explicarlas y valorar cómo las realizan los padres integrantes del grupo.
CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN
4. Ser empático con el niño y adolescente implica estar siempre de acuerdo con sus
pensamientos, sentimientos y acciones.
Respuesta: (Falso) Ser empático con el menor no significa, obligatoriamente,
intentar estar de acuerdo con sus pensamientos, sentimientos y acciones, sino tener
presentes siempre la consideración y valoración del punto de vista del niño y
adolescente.
5. Dos de los pilares básicos sobre los que el adulto debe fundamentar un estilo de
comunicación positivo con el niño son comenzar a aplicarlo desde el mismo momento
del nacimiento de éste y estar preparado para responder a la misma información
planteada por el niño y adolescente en repetidas ocasiones.
Respuesta: (Verdadero) Para fomentar un estilo de comunicación abierto y
efectivo no es necesario esperar a que el niño adquiera un relativo dominio del
lenguaje, ya que existen señales no verbales (sonidos, balbuceos y expresiones
faciales) sobre las que puede empezar a formar dicho estilo. Por otro lado, al repetir
la misma información el adulto (padre, tutor o cuidador principal) estará ayudando a
que el menor comprenda y controle su mundo. Por tanto, ambos principios son
básicos para el desarrollo de una comunicación efectiva con el niño y adolescente.
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11
Promover la resiliencia desde la comunidad
ERNESTO LÓPEZ MÉNDEZ
MIGUEL COSTA CABANILLAS
1. INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS
Tal como fue definida en los capítulos anteriores, la resiliencia es la «capacidad humana
de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas». En la tabla 11.1 se
recoge la metáfora del junco, una recreación realizada por nosotros (Costa y López, 2008) a
partir de la fábula de Esopo, que enfatiza precisamente la flexibilidad como característica
central para la adaptación y que evoca el sentido del término «resiliencia».
TABLA 11.1
A la orilla de un río, un roble fue derribado por una tormenta y, arrastrado por la corriente, una de sus ramas se encontró con
un junco crecido en un juncal cerca de la ribera. El impacto produjo un gran desconcierto en el roble, que no pudo evitar
preguntarle al junco cómo había logrado mantenerse sano y salvo, en medio de una tempestad que, por su furia, incluso había
sido capaz de arrancar de raíz un roble. El porqué, dijo el junco, consiste en que yo logro mi seguridad mediante una habilidad
opuesta a la tuya: en vez de permanecer inflexible y testarudo, me adapto ante las ráfagas del viento y no sucumbo.
Hay riesgos de aparición predecible que permiten una preparación anticipada y minimizar,
por tanto, su impacto. Otros riesgos, en cambio, acontecen de manera imprevista a modo de
golpes de la vida y todos ellos pueden aparecer en los ámbitos de la familia, de la escuela, en
las relaciones con los amigos o del trabajo o en la comunidad donde vivimos. Entre otros
factores, cabría destacar la maternidad prematura y no deseada, los conflictos en la pareja o
con otras personas, la separación o el divorcio, la pérdida de trabajo, las enfermedades,
accidentes, la muerte de seres queridos y tantos otros acontecimientos que pueden ocasionar
dolor y sufrimiento.
Por lo que se refiere a la infancia, los riesgos y amenazas pueden acumularse con facilidad.
La sola presencia de uno o dos factores de riesgo no afecta necesariamente el desarrollo de un
niño. Es, por el contrario, la acumulación de los riesgos lo que facilita el daño y lo que afecta
de manera significativa su desarrollo.
Los niños están especialmente expuestos a los riesgos que acontecen en el ámbito familiar y
la mayor parte de ellos pueden luchar con éxito con uno o varios de estos riesgos aislados. El
panorama se vuelve más sombrío cuando tienen que hacer frente a la acumulación de riesgos,
cuando a los riesgos de la familia se unen los del propio niño, los de la escuela o los del
barrio donde vive. La situación se agrava especialmente si en la vida de ese niño o niña en
particular existe escasa presencia de factores de protección que compensen y, como
consecuencia, sus recursos personales de afrontamiento resultan deficitarios.
Sameroff, Siefer et al. (1987) estudiaron factores de riesgo tales como cronicidad de
enfermedad mental de la madre, pobreza, falta de apoyo social, gran tamaño familiar, rigidez
parental, temprana interacción negativa con los padres, alta ansiedad parental, bajo nivel
educativo de la madre, familia monoparental. Encontraron que las puntuaciones medias de
inteligencia de los niños permanecían bien hasta que tres y más factores de riesgo se
acumulaban. Después, las puntuaciones cayeron a un rango problemático (véase figura 11.3).
Figura 11.3.—Las medias de las puntuaciones de CI verbal de los niños de cuatro años de edad para cada puntuación de riesgo
acumulativo. Las puntuaciones de riesgo acumulativo son los totales de los factores de alto riesgo presentes en cada una de las
familias del niño. WPPSI, Wechsler Primary and Preschool Scales of Inteligence (Sameroff et al., 1987).
TABLA 11.2
La acumulación de riesgos
Es la acumulación de las amenazas lo que daña. Y los problemas se establecen —en un niño— realmente cuando esas
amenazas se acumulan sin una acumulación paralela de factores compensatorios «de oportunidad». Cuando uno está
desbordado, las defensas están debilitadas para la próxima vez que el niño ha de hacer frente a una amenaza. Los niños y
adolescentes llegan a ser altamente sensibles a cualquiera de las influencias negativas de su alrededor. Yo lo miro de esta
manera: dame una bola de tenis, y puedo moverla arriba y abajo con facilidad. Dame dos, y puedo aún manejarlas con
facilidad. Añade una tercera, y será necesaria la habilidad especial para hacer juegos malabares. Juego con cuatro y se
caerán todas.
Un factor de empoderamiento puede influir, modificar, alterar o mejorar cómo una persona
responde a una circunstancia adversa haciéndola desaparecer o convirtiéndola en algo
controlable. Fueron Emmy Werner y un equipo de pediatras, psicólogos, psiquiatras,
trabajadores sociales y de salud pública (Werner y Smith, 1982; Werner, 1993) quienes
comenzaron en 1955 un estudio longitudinal en la isla de Kauai del archipiélago de Hawái que
duró 32 años. Este estudio fue uno de los primeros en encontrar, de manera consistente, apoyo
empírico para identificar algunos factores de resiliencia del numerador referido. Entre otras
fortalezas, descubrieron en los niños y niñas de alto riesgo que tuvieron una buena adaptación
en su juventud y edad adulta buena capacidad para relacionarse y sentido de la oportunidad,
autonomía, percepción de control y también capacidad para encontrar fuera de su familia un
sólido apoyo social y emocional.
En diferentes revisiones (Afifi y MacMillan, 2011; Burt y Paysnick, 2012) se han
identificado factores de resiliencia tales como la competencia social, el buen desempeño
educativo, la coherencia y estabilidad familiares, el buen apoyo afectivo, la presencia estable
de al menos un cuidador responsivo en ausencia de los padres, redes de amigos, buenas
relaciones con adultos. En particular, predictores de una buena transición a la edad adulta son
la capacidad para demorar la gratificación, la experiencia positiva en relaciones íntimas
continuadas con los padres, parejas, amigos íntimos y disponer de recursos económicos.
Los niños serían, más bien, un asunto compartido entre padres y la comunidad en la que
viven y, en particular, los poderes públicos, que asumen, o deberían asumir, la responsabilidad
administrativa de velar por los niños. Por una parte, el contexto social en el que vivimos
otorga a los padres el derecho a la custodia, a la crianza y educación de los hijos y, por otra,
el ordenamiento jurídico en el marco de los derechos humanos faculta también a los poderes
públicos para supervisar estas tareas y amparar a los hijos en el supuesto de desprotección.
Por lo que se refiere a España, el desarrollo normativo del Estado (Constitución de 1978, art.
39; Ley 21/87, que modifica algunos artículos del Código Civil en materia de adopción; Ley
1/1996 de Protección Jurídica del Menor y la Convención de los Derechos del Niño ratificada
por el Parlamento español el 6 de diciembre de 1990), junto con el desarrollo y
descentralización de los servicios de protección en la comunidades autónomas y su
consiguiente desarrollo normativo, dan luz al Sistema de Protección Social a la Infancia.
4.3. La responsabilidad de los poderes públicos
En este marco, los padres no pueden hacer lo que quieran con sus hijos, tienen limitaciones
importantes cuando vulneran sus derechos. El cometido de los poderes públicos sería por una
parte el de apoyar la tarea de los padres proveyéndoles de los recursos necesarios para ello,
pero también sancionándoles y poniéndoles limitaciones importantes hasta quitarles tanto la
custodia como la patria potestad de sus hijos si hicieran dejación de sus obligaciones
parentales o no pudieran responsabilizarse de ellas. Los poderes públicos asumen también, y
sobre todo, la tarea de garantizar el desarrollo de los derechos del niño de manera que puedan
acceder a un contexto en el que se satisfagan sus necesidades básicas en relación con su
alimentación, seguridad y desarrollo integral. Bien es verdad que hay padres que pueden
percibir que sus derechos pudieran ser atropellados al creer que por el hecho de ser padres
sus hijos son de su absoluta responsabilidad. La propia Convención, derecho positivo de
obligado cumplimiento en nuestro país, establece que en el caso de duda sobre la
compatibilidad entre los derechos de los padres y el de los hijos prevalece el derecho de
estos últimos. Y cabe hacerse la pregunta: ¿el que los poderes públicos asuman la tarea de
supervisión de la protección de los niños es garantía de protección? La respuesta parece
obvia, no es garantía, en efecto. Al igual que los padres, los poderes públicos pueden hacer
dejación, y de hecho ocurre, de sus obligaciones. No habría mejor garantía, sin embargo, de
que ello no ocurriera que existiera una conciencia colectiva sobre el valor de los niños y una
comunidad democrática, plural, viva, activa, comprometida y a la que pertenezcan tanto los
vecinos como los padres, responsables políticos comprometidos, profesionales
independientes de los servicios públicos, organizaciones sociales y hasta los propios niños
que desean tomar parte activa en la gestión y bienestar de sus vidas.
Son dos las estrategias con las que se pueden enfocar la protección y el bienestar infantil:
estrategia de alto riesgo y estrategia poblacional-comunitaria (figura 11.4).
Figura 11.4.—Estrategia poblacional y de alto riesgo.
La estrategia de alto riesgo se orienta a detectar niños en riesgo y/o casos de maltrato para
intervenir sobre ellos.
Pudiera parecer conveniente que los poderes públicos extremaran su vigilancia sobre estos
casos individuales que se caracterizan por incidentes de abusos o abandono de sus padres y
los pusieran bajo especial cuidado y atención (estrategia de alto riesgo). Sin embargo, nos
asalta la duda de si ésta sería la mejor opción, ya que no se interviene sobre las condiciones
de pobreza y de riesgo extremo en las que viven muchas familias y que son, por otra parte, los
factores de riesgo más consistentes que «fabrican» el maltrato.
TABLA 11.3
Amplitud de la No detecta bien niños vulnerables y, por tanto, no Afecta a toda la población: niños «normales»,
intervención interviene con ellos. maltratados o en riesgo de maltrato y niños
vulnerables.
Sesgo de Sólo detecta predominantemente casos de riesgo o de Permite corregir los sesgos de selección al
selección maltrato en la población de alto riesgo social, usuaria dirigirse a toda la población.
de los servicios sociales.
Anticipación No es una actividad preventiva propiamente dicha por Engloba acciones marcadamente
su naturaleza escasamente anticipatoria del riesgo. anticipatorias (prevención primaria) del
maltrato y acciones de alto riesgo.
Dificultad en el Los sectores implicados son menos y los cambios Son muchos los sectores implicados y los
cambio pueden resultar más sencillos y más fáciles de objetivos y cambios más difíciles de alcanzar.
alcanzar. Requiere una fuerte planificación
intersectorial.
Resultados El éxito derivado de la intervención aislada de casos es La atención abarca aquellas condiciones en
reducido y sobrepasado ampliamente por el número de que vive y se educa toda la población infantil
casos vulnerables provenientes de la población general y puede poner freno al transvase de población
que engrosan la categoría de alto riesgo. vulnerable a la categoría de alto riesgo.
Equidad No cambia las condiciones de falta de equidad. Cambia o palía las condiciones de falta de
equidad.
Una estrategia de alto riesgo tiene, en efecto, un foco más restringido, tiene sesgos de
selección, su éxito es bastante limitado porque no impide el trasvase de niños vulnerables a la
categoría de maltrato, puede promover cierto estigma al categorizarlos como «niños de
protección» y ubicarlos preferentemente en alojamientos especiales y, por último, no cambia
las condiciones de falta de equidad, que es un factor estructural decisivo que genera riesgos en
su desarrollo.
En la figura 11.5 se presenta un sencillo esquema que resulta funcional para comprender el
marco normativo desde el que puede establecerse una estrategia de alto riesgo en relación con
el maltrato.
Nótese que la figura 11.5 establece un sesgo importante al señalar a la familia como el
origen del maltrato, cuando entendemos por maltrato cualquier cosa que hagan o dejen de
hacer los individuos, instituciones o procesos que directa o indirectamente dañen a un niño
(Jack, 2004). Desde esta perspectiva, el maltrato puede acontecer en la familia, en el colegio,
en las organizaciones sociales y en la calle.
En la figura 11.6 se muestran los dos iceberg de Last del sistema de atención de los SS.SS.
con sus posibles deficiencias debido al estilo pasivo, de espera, del profesional que aguarda
pasivamente a que venga cualquier notificante a denunciar una situación de riesgo o de
maltrato.
Figura 11.6.—Los Icebergs del maltrato.
El iceberg de la población de riesgo social, como muestra la figura, se caracteriza por los
pocos casos que se ven y lo poco o nada que se detecta también de las circunstancias de
riesgo. Conviene recordar que los bebés de meses o niños de pocos años no son, como es
obvio, notificantes activos, y el riesgo puede ser letal si no se establece un sistema proactivo,
rápido y eficiente. El sesgo del segundo iceberg de Last de la población sin riesgo social es
más llamativo aún por cuanto el profesional con el estilo mencionado puede no ver
absolutamente nada, ya que esta población no es usuaria habitual de los SS.SS.
En el contexto del Estado español hay una gran variedad en las intervenciones entre las
diferentes CC.AA., si bien, en su mayor parte, se reducen a actos administrativos que lo que
hacen es testificar lo que ocurre y «recolocar» al niño en alojamientos alternativos, y
raramente logran cambiar de manera significativa las condiciones familiares que ocasionan las
situaciones de maltrato. Por otra parte, las prestaciones sociales son escasísimas y el número
de trabajadores sociales, psicólogos y educadores resulta insuficiente para las necesidades
familiares que conviene atender.
La clave para integrar y equilibrar las políticas para niños vulnerables y en riesgo de
maltrato se apoya en una perspectiva oficial más amplia del abuso infantil, una perspectiva
que reconoce el daño hecho a los niños por el modo en que son tratados en la sociedad más
que en los menos confines de sus propias casas (Jack, 2004). Los niños necesitan condiciones
y recursos suficientes como para satisfacer sus necesidades de desarrollo (López et al., 1996),
y no hacerlo es un maltrato institucional y social, no sólo familiar, que compromete a todos.
Este enfoque, más o menos desarrollado parcialmente en algunas CC.AA., tendría las
siguientes características.
Una comunidad sensible con las necesidades de los niños tiene «ojos» a través de los
vecinos comprometidos, de las organizaciones sociales y de las instituciones y profesionales
que atienden y velan por la seguridad y desarrollo de los niños. Nos referimos a los centros de
salud, a los centros educativos, a la policía de barrio, a los profesionales de la salud y de la
educación, a las plataformas cívicas que surgen ante cualquier atropello o injusticia, a las
organizaciones de padres y de madres, a los sindicatos, a los órganos de participación
sectorial e intersectorial, organizaciones de personas mayores, organizaciones profesionales, a
los profesionales que visitan el domicilio para ayudar... y, ¡por qué no!, a los representantes de
las administraciones locales. El sistema de vigilancia no se asienta solo en los SSEI, sino en
toda la comunidad en su conjunto (figura 11.7).
FIGURA 11.7.—Sistema Comunitario de Vigilancia de las Condiciones de la Infancia (SCVCI)
Es un enfoque que contempla no sólo a la familia como fuente de riesgo para el maltrato
sino que, incluye también cualquier escenario donde transcurre la vida de un niño: los
acogimientos residenciales y familiares, la escuela, el barrio, los parques en los que juega, la
publicidad de riesgo en televisión, etc. Ello requiere un Sistema Comunitario de Vigilancia de
las Condiciones de la Infancia (SCVCI) con sensores múltiples: vecinos, padres, profesores,
educadores, usuarios de parques e instalaciones deportivas, profesionales de la salud.
El SCVCI no es específico de los SSEI, sino que está extendido por los centros de salud,
los centros educativos, los barrios y las organizaciones sociales y profesionales. Podríamos
imaginar cómo serían por ejemplo los icebergs de Last (figura 11.9) del programa «Niño
Sano» de la Atención Primaria de Salud por el que pasa cualquier niño a poco de nacer y cuyo
desarrollo es chequeado periódicamente por el pediatra o enfermera pediátrica con
independencia de su etnia, de su nivel socioeconómico, de su nivel de estudios o de la
condición laboral de los padres. Ello es posible porque estos centros tienen una cobertura
universal, pública y gratuita. Podríamos imaginarlo también en los colegios en donde los
profesores mantienen relaciones estables con los niños y sus familias y en donde las
variaciones y percances que dejan huella en el cuerpo y comportamiento de los niños son un
indicador fiable con valor suficiente como para investigar e indagar. La visita de salud al
domicilio de manera periódica y continuada es otra fuente excelente de información y de
tratamiento. Sin duda, sería un sistema de información con menos sesgos que si se confía sólo
en los ojos de los SS.SS. Y así, un enfoque de alto riesgo resultaría más efectivo en el marco
de un enfoque poblacional-comunitario que implique la mejora, coordinación y participación
de servicios e instituciones.
TABLA 11.4
1. De titularidad pública y gratuita y, por tanto, accesible desde el punto de vista económico.
2. Buena formación de sus profesionales.
3. Actividades de atención, docencia e investigación epidemiológica.
4. Accesible:
— A horas convenientes.
— Fuera de las horas de oficina o trabajo.
— Cercano en distancia.
— Cortos en tiempos de espera.
— Posibilidad de visitas a domicilio.
— Relación de confianza.
— Respeto.
— Servicios responsivos.
7. Responsabilidad:
TABLA 11.5
Tengo
Soy
Puedo
TABLA 11.6
«Ahora vamos a hacer un juego. Vamos a pensar que estas niñas están jugando con estos juguetes (señalar en la figura) y
es la hora de recogerlos. Aquí hay un problema. Un problema es cuando algo está mal.
Vamos a pensar que esta niña (señala la niña que se está marchando de la habitación) se marcha y no quiere ayudar a esta
niña (señala a la otra niña) a recoger los juguetes.
Ahora recuerda, ambas niñas estuvieron jugando con los juguetes.
¿Estuvo esta niña (señala a la primera niña) jugando?
¿Estuvo esta niña (señala a la segunda niña) jugando?
¿Quiénes deberían ayudar a recoger los juguetes?
¿Es justo que esta niña (señala a la niña que está junto a los juguetes) recoja ella sola todos los juguetes y que ésta (señala a
la niña que se marcha) se marche sin ayudarla?
¿Es justo que ambas niñas ayuden a recoger los juguetes?
¿Por qué es justo que ambas niñas ayuden a recoger los juguetes? Porque__________________.
Sí, es justo que ambas niñas ayuden a recoger los juguetes porque las dos estuvieron jugando.
O sea que el problema es que esta niña (señala a la niña que se marcha) no ayuda a recoger los juguetes.
Ahora, ¿qué puede esta niña (señala a la niña que permanece junto a los juguetes) hacer o decir a la otra niña para que le
ayude a recoger los juguetes?
Voy a escribir todas vuestras ideas en la pizarra.
(Ejemplos de respuestas)
Pedírselo.
(Profesor) Eso es un modo de resolverlo. Ahora la idea de este juego es pensar de muchas maneras diferentes para resolver
este problema.
¿Quién tiene la idea número 2?
(Continúa de esta manera)
TABLA 11.7
1. Servicios orientados a apoyar situaciones o transiciones críticas de la familia: embarazo, posparto hasta los dos o tres
años, niños con discapacidad...
2. Servicios planificados en el nivel primario de la atención.
3. Flexibilidad en la duración, frecuencia y tipo de visitas para adaptarlas a las necesidades de la familia y sus niveles de
riesgo.
4. Servicios con profesionales o paraprofesionales, polivalentes, cualificados y con competencias varias:
Los niños que viven en hogares pobres, con padres sobrecargados, agobiados y con
escaso control de sus vidas y en barrios sin equipamiento están en alto riesgo de abandono y
maltrato y tienen muy limitadas sus oportunidades de desarrollo. Son sólo unos pocos los que,
a pesar de este ambiente posiblemente errático, suelen salir a flote porque el propio contexto
en el que viven aporta, de manera aislada, recursos excelentes para resistir: un buen amigo, un
educador o profesor excelente, un hermano mayor o un familiar que les provee de confianza,
seguridad y estabilidad o una habilidad del propio niño que desarrolló haciendo frente a
determinadas adversidades.
Importa, pues, dónde vivimos. Vivir en barrios empobrecidos e inseguros aumenta
considerablemente los riesgos y se deteriora el bienestar de los niños y de sus padres. En la
figura 11.13 se presentan gráficamente dos fenómenos que suelen ir asociados: comunidad
deprimida y familias aisladas.
Muchos estudios han identificado el aislamiento de las familias con niveles más altos de
maltrato (Coohey, 1996). Este aislamiento conlleva, por una parte, la falta de apoyo de
familiares y amigos que puedan amortiguar el estrés, la pobreza y las condiciones
indispensables para vivir al menos con las mínimas condiciones de seguridad, de nutrientes y
de confort, y, por otra, el aislamiento, que contribuye a perpetuar creencias y pautas erróneas
maltratantes de crianza. Por el contrario, estar bien conectados socialmente y formar parte de
redes sociales activas está asociado a bajas tasas de crímenes y de maltrato infantil, mejor
salud, logro educativo y mayor expectativa de vida.
Una comunidad con buen capital social es un componente esencial desde el cual promover
la resiliencia comunitaria y la resiliencia de los niños y adolescentes. Se entiende por «capital
social» aquellos rasgos de una organización social, tales como redes, comunicación, confianza
y un sentido de responsabilidad colectiva, que capacitan a la gente para trabajar juntos en
beneficio mutuo (Wright, 2004). Por extensión, decimos también que una comunidad tiene un
fuerte capital social cuando en su desarrollo promueve la cohesión, la participación, el
empoderamiento de los vecinos y las redes y organizaciones sociales de ayuda mutua. En una
comunidad así resulta difícil el aislamiento de las familias. Se ha argumentado ampliamente
que promover capital social en comunidades pobres o deprimidas es un modo muy efectivo
para mejorar el bienestar de los niños y los esfuerzos aislados de los servicios de protección
infantil y apoyo familiar (Gordon y Jordan, 1999). No obstante, el capital social no ha de ser
una coartada que inhiba a los poderes públicos de fortalecer el Estado de Bienestar; por el
contrario, es una condición absolutamente necesaria para promover la resiliencia desde la
comunidad.
A partir de las circunstancias concretas en las que viven los menores y de acuerdo con el
modelo de bienestar, el propósito general de la intervención habrá de contemplar la reducción
de la acumulación de riesgos y el aumento de los factores de protección. En la tabla 11.8
puede verse un listado más detallado de los factores de riesgo y de protección/resiliencia más
relevantes que clarifican y orientan este propósito. Los escenarios en los que se desarrollan
los niños no necesitan estar completamente libres de riesgos —cosa imposible de lograr—
para que su desarrollo tenga un curso con esperanzas para el éxito. Los niños necesitan, por
una parte, que éstos no resulten excesivos y, por otra, que en su vida también existan factores o
condiciones que compensen y neutralicen la acción de los factores de riesgo que de manera
inevitable acontezcan en su vida.
La movilización resulta más fácil con la proximidad. No es lo mismo oír «el maltrato a los
niños» que ponerles cara y ver a las personas, con nombre y apellidos, que sufren o a los
amiguitos o a los hijos de nuestros amigos que atraviesan dificultades y se pierden
oportunidades. Estamos viendo recientemente ejemplos de movilización encomiable por los
estragos de la crisis político-económica que venimos atravesando en España, movilización
que ha sido posible por el movimiento ciudadano al poner cara a los amigos y vecinos que con
sus hijos son arrojados de sus casas sin miramiento alguno. Hemos quedado impresionados
por ver dibujado en sus caras el horror de ser despojados de todo y de su historia y echados a
la calle sin amparo alguno. Estar próximos a los vecinos con los que convivimos hace que nos
conmuevan su dolor y sufrimiento. El primer paso, pues, es estar cerca y participar en la
ayuda. Es nutrirnos de comunidad.
TABLA 11.8
— Alta proporción de familias en riesgo social. — Familias de todos los estratos sociales.
— Mal clima escolar, sin normas claras y sin — Buen clima escolar con normas claras y
cauces de participación de los padres. vías de participación de los padres y
— Bajas expectativas sobre el alumnado con alumnos.
tutores «quemados» o poco sensibles. — Altas expectativas sobre el alumnado con
Escuela — Clases con alto porcentaje de alumnado con tutores cualificados y comprometidos.
fracaso escolar y conductas de riesgo. — Oportunidades para participar en
— Alta ratio alumno/profesor. actividades motivadoras.
— Equipamiento e instalaciones deficientes. — Baja ratio alumno/profesor. Servicios de
apoyo.
— Equipamiento e instalaciones de calidad.
— Inequidad. — Equidad.
— Normas sociales y culturales que glorifican la — Normas sociales y culturales que
Sociedad violencia. glorifican la convivencia.
— Normas que disminuyen el estatus de los — Normas que dan valor a los niños y los
niños en las relaciones padres-hijos. empoderan en las relaciones padres-hijos.
TABLA 11.9
Es una pequeña historia de un niño que tenía una imaginación maravillosa. Cuando el profesor de la guardería dijo que era el
momento de pintar, él imaginó todos los animales salvajes que dibujaría —leones, tigres, elefantes...—. Pero el profesor dijo:
«Hoy vamos a dibujar flores». Impávido, el niño imaginó todas las flores coloreadas que dibujaría magníficamente: unas rojas
y otras amarillas, algunas de color púrpura, otras azules. Pero luego el profesor dijo, «Vamos a dibujarlas como ésta», y
entonces dibujó una simple flor marrón con un tallo verde.
El niño cumplió y dibujó su flor como el profesor le había instruido. Así transcurrió todo el año. El profesor siempre decía a la
clase cómo y qué dibujar.
Ese verano, el niño y su familia se trasladaron a otra ciudad y a una nueva escuela. Cuando el profesor de esta escuela
anunció que era el tiempo para el arte, el niño quedó sentado allí sin hacer nada. Todos los otros niños y niñas comenzaron a
dibujar, pero el niño esperaba. Finalmente, el profesor se acercó a su mesa y le preguntó al niño por qué no estaba dibujando.
«¿Qué he de dibujar?», le preguntó el niño.
«Cualquier cosa que tú quieras», replicó el profesor.
El niño esperó unos momentos y después comenzó a dibujar... una flor marrón con un tallo verde.
Los niños necesitan ser tratados con respeto y consideración, ser preguntados y que se les
dé la opción de elegir, más que decirles lo que tienen que hacer. Se requiere una nueva cultura
que siente las bases de una humanidad mejor a través del conocimiento de lo que los niños
necesitan y tratarles acorde con el objetivo de su buen desarrollo.
La interdependencia social es uno de los valores comunitarios que se fabrica con nuestra
disposición a ayudar. Un papel significativo que desempeña una comunidad resiliente es el
apoyo mutuo. Un ejemplo de ello es el caso de los acogimientos familiares comunitarios.
Entendemos por tal el acogimiento de niños que hace una familia del mismo barrio cuando los
padres o uno de ellos, en el caso de familias monoparentales, han de salir de viaje por
motivos urgentes durante un tiempo más o menos prolongado y no tienen con quien dejar a sus
hijos. Permitir que el acogimiento se realice en la misma comunidad, con la supervisión de los
SS.SS., facilita que los niños no cambien de colegio y no rompan con su red social de amigos.
La propias organizaciones comunitarias pueden poner en contacto a personas y grupos para
practicar innumerables acciones de ayuda mutua, tales como el banco del tiempo, en el que
una hora trabajada en cualquier tarea es intercambiada por un tiempo similar para recibir
cualquier otra ayuda; las gallofas, experiencia muy popular en la isla de La Palma (Canarias),
donde familias de asentamientos rurales se unen para ayudarse entre sí y construir el granero
de una familia, el pozo de otra o la canalización del agua de otra; intercambiar saberes y
habilidades, como jóvenes de instituto que enseñan informática a personas mayores y algunos
virtuosos de la música o de otros saberes que acuden al instituto a compartirlo. Experiencias
muy interesantes para enseñar a los niños, jóvenes y mayores el valor de la interdependencia
social o ayuda mutua.
A menudo nos movilizamos cuando detectamos un problema que nos afecta directamente o
a alguien próximo a quien le ponemos cara. Una manera de identificar problemas es mirar a
nuestro alrededor y captar discrepancias entre cómo están las cosas y cómo me gustaría que
estuvieran. El esquema de la figura 11.15 nos ayuda a chequear algunas de las condiciones de
los contextos y servicios de infancia y de apoyo a las familias.
Nos permite también chequear la responsabilidad que los poderes públicos han asumido en
relación con el bienestar de la infancia y también nuestra responsabilidad como personas
activas de la comunidad donde vivimos. Basta hacer un repaso sencillo acerca de cómo están
los diferentes contextos. ¿Qué información tenemos y cómo podemos acceder a ella?, ¿qué
indicadores tenemos sobre los problemas que afectan a la infancia directamente? (abandonos,
negligencia, maltrato, obesidad, problemas de conducta, absentismo escolar), ¿y sobre los
indicadores de bienestar? (desempeño escolar, espacios de juego de los niños, calles y
viviendas seguras), ¿cuál es el estado de los contextos y servicios que inciden en el bienestar?
(colegios, servicios de apoyo a los hogares, centros de salud, espacios comunitarios como
clubes juveniles, parques), ¿es pública o privada la titularidad de los equipamientos y
servicios básicos?, ¿cómo nos afecta? Un complemento de este esquema son algunos objetivos
generales que Michael Marmot (2010) plantea como horizontes hacia los que caminar para
promover la equidad y facilitar la resiliencia en Gran Bretaña, objetivos que pueden ser
trasladados a cualquier otro país incluido España (tabla 11.10).
Cualquier servicio o recurso que afecte a los menores y a sus familias ha de pasar por el
tamiz de si es apto o competente, de si está disponible, de si resulta accesible o hay barreras
que lo impiden. El resultado de esta valoración nos permite hacernos una idea aproximada de
aquello que está bien, de lo que está por hacer y de los cambios que resultaría necesario
acometer. El resultado de esta valoración puede formar parte del plan de comunicación que se
verá más adelante.
La realidad puede transformarse cuando los seres humanos desarrollamos el valor de soñar
con los cambios que queremos. Visionar un mundo mejor para los niños es pensar cómo nos
gustaría que fuera el futuro de los niños de nuestro barrio, pueblo, ciudad, como efecto de lo
que habríamos podido hacer y de los cambios que nos habríamos atrevido a acometer. Donde
sólo vemos descampados llenos de basuras podemos soñar con un parque acogedor; donde
percibimos cómo el tráfico rodado impide que los niños salgan a jugar a la calle con sus
amigos ahora vemos calles despejadas donde los niños juegan con seguridad; donde
observamos un ambiente desolador de escuelas masificadas y desvencijadas y profesores
poco comprometidos ahora contemplamos escuelas limpias, con instalaciones deportivas,
aulas personalizadas y tutorías con profesionales cultos, sensibles y comprometidos; donde
vemos jóvenes drogándose por las calles desiertas del barrio en una estampa que se repite
ahora descubrimos otro paisaje diferente donde las calles están pobladas de vecinos
relacionándose y conversando activamente; donde los padres y profesores inhiben a menudo la
participación de los niños diciéndoles lo que tienen que hacer ahora comprobamos que se les
pregunta, se les da la opción de elegir y se les empodera. Atrevernos a soñar y compartirlo,
atrevernos también a pasar a la acción. Es lo mismo que dar un sentido a lo que hacemos y lo
que deseamos conseguir. Tenemos derecho a ello.
Si nos importa que nuestro sueño se convierta en realidad, resulta decisivo compartirlo y
convertirlo en un sueño comunitario. Muchos de los sueños que tenemos pueden ser meras
quimeras que se nos olvidan rápidamente y que tampoco se realizan. Existen multitud de
enormes obras sociales realizadas que partieron de un sueño. Lo que hizo posible su
realización fue comenzar a compartirlo y dialogarlo una y otra vez con amigos y vecinos.
Conversar en la calle, en el bar, en el club, a la salida del colegio, en cuantas reuniones o
tertulias se monten o en cualquier lugar. Conversar sobre las condiciones del colegio, sobre la
escuela infantil, sobre los centros de salud, sobre la falta o acondicionamiento de los espacios
de juego, sobre la seguridad de los parques y calles por las que transitan y pasean nuestros
niños.
TABLA 11.10
1. Dar a cada niño el mejor comienzo en la vida. Servicios de maternidad de alta calidad, prioridad a los servicios pre y
posnatales, proveer de un mínimo de ingresos a las familias en el primer año de vida que permita llevar una vida
saludable, programas para los padres de formación y mejora de las competencias parentales.
2. Facilitar a todos los niños, gente joven y adultos el aprendizaje y optimación de sus capacidades de manera
que tengan control de sus vidas. El acceso a experiencias de aprendizaje de calidad en habilidades para la vida,
eliminando el gradiente social, apoyo de las escuelas a las familias y formación de los jóvenes para integrarse en la vida
laboral.
3. Crear empleo justo y buen trabajo para todos. Iniciativas legislativas que faciliten la creación de empleo, incentivo a
los empleadores en la adaptación del empleo a las condiciones de discapacidad y necesidades parentales.
4. Asegurar un estándar de vida saludable para todos. Compromiso de los poderes públicos de un mínimo de ingresos
para la gente, reduciendo el gradiente social en el estándar de vida a través de tasas progresivas y de otras medidas
fiscales.
5. Crear y desarrollar lugares y comunidades sostenibles y saludables. Mejora del capital social comunitario con
equipamientos y servicios que reduzcan el aislamiento social y eliminen barreras para la participación comunitaria.
La visión compartida queda más perfilada aún cuando nos atrevemos a detallar sus razones,
como «en nuestro barrio no hay lugares donde pueden jugar los niños y dialogar con sus
amigos, y queremos que lo haya» o «en nuestro barrio no hay lugar donde podamos reunirnos
los vecinos y queremos que lo haya», «el colegio...», «la escuela infantil...», «la ayuda a
domicilio...». Podemos poner incluso un nombre a nuestra visión, sobre todo si engloba varios
sueños. Poner un nombre no es una cuestión meramente formal sino que, por el contrario,
puede ser un elemento relevante para promover sentimiento de pertenencia y compromiso. El
nombre ha de ser sencillo, fácil de recordar, que tenga sentido en el contexto cultural en el que
vivamos o trabajemos, que promueva emociones gratas y, sobre todo, que haya sido decidido
en un proceso de participación. Puede ser «los niños importan», «legado para los niños», «las
personas importamos» o cualquier otro nombre evocador que suscite adhesión.
Se añade a esto lo que en planificación se denomina la misión, que no es otra cosa que
concretar nuestro sueño en términos de qué queremos y por qué lo queremos, ir pensando en
acciones concretas para obtener los resultados que deseamos.
Se trata de especificar qué queremos lograr y para cuándo. Ello nos ayuda a clarificar
mejor nuestra visión y misión, y al definirla en términos concretos y en un calendario
comenzamos a verla más factible, nos anima y nos ayuda a caminar de manera más atinada.
El plan tiene como objetivo dar a conocer aquello que funciona correctamente y los
problemas y necesidades que tiene la comunidad, exponer los problemas y necesidades de la
infancia, así como las acciones emprendidas y los resultados obtenidos, además de asentar los
valores comunitarios. Pueden utilizarse los medios de comunicación mediante entrevistas en
radio o en emisoras locales de televisión, y recurrir a la elaboración y divulgación de
historias que cultiven la gratitud, que fortalezcan las relaciones, den valor a la validación y
minimicen el pensamiento catastrofista y derrotista. Un plan de comunicación ha de ser fiable
tanto por la veracidad de lo que transmite como por los mensajeros que utiliza, que han de ser
conocidos y gozar de prestigio en la comunidad. En el plan pueden contemplarse los hallazgos
de estudios de interés (Bradley y Corwyn, 2002) que sugieren que mejorar las condiciones y
experiencias del vecindario puede individual y colectivamente tener impacto sobre la salud o
que la infancia es un período crítico por el efecto de las condiciones residenciales.
Solución
La competencia del recurso (parque infantil, competencia parental o del tutor, acogimiento
familiar, etc.) se valora si cumple de manera satisfactoria la tarea para la que está destinada;
la disponibilidad del recurso se valora si existe considerando su importancia para atender una
tarea necesaria para el menor; la accesibilidad del recurso se valora si el menor o miembros
de su familia pueden utilizarlo porque no existen barreras económicas, falta de información o
cualquier otro obstáculo. Esta valoración de conjunto permitirá definir los cambios que se
necesitaría introducir y aquellos aspectos de los que puede sentirse orgullosa cualquier
comunidad porque funcionan bien.
V F
2. El aislamiento familiar puede ser una situación de riesgo para los hijos.
3. Un Servicio de Ayuda a Domicilio profesionalizado, y que intervenga en momentos críticos de la vida de los
padres o de la madre, puede ser un excelente método para prevenir el maltrato infantil.
4. La excelente competencia del profesor es suficiente para promover resiliencia en los alumnos.
6. Resulta conveniente que el alumnado de un colegio refleje una extracción socioeconómica propia de la curva
normal de la población con el objetivo de promover mejor la resiliencia de los alumnos.
7. Teniendo buenos tutores y una extracción socioeconómica adecuada, la ratio profesor/alumno carece de
importancia.
8. Un problema que tienen los niños de hoy día es que se les consulta y se les pide opinión en demasía.
9. El mejor capital social de un barrio no es tanto si viven personas de alto poder adquisitivo como que resulte
cohesivo socialmente, sea muy participativo y se camine con confianza por sus calles.
10. Los países con mejor equidad suelen tener los mejores indicadores de bienestar.
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
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Apéndice
Bases neurobiológicas de la resiliencia
MARÍA LUISA PALENCIA AVENDAÑO
MÁXIMO CARLOS ETCHEPAREBORDA
1. PRESENTACIÓN
Una vez detectada la situación problema, o estímulo agresor, se acciona una intrincada red
córtico-subcortical bihemisférica necesaria para su análisis y resolución. En este nivel se
reconoce la participación conjunta de todos los lóbulos cerebrales con el fin de desarrollar
estrategias adecuadas a la resolución del conflicto. Así, entonces, la respuesta de lucha-huida
requiere un análisis y una toma de decisión frente a la evaluación contingente. La combinación
de procesos perceptivos, atencionales, cognitivos, emocionales y volitivos resulta necesaria
para adecuar la conducta a un fin y a un contexto (Stuss, 1992; Jordán Vicente, 2004; Muñoz
Yunta, Palau, Salvadó y Valls, 2006).
En este segundo nivel, se reconoce la participación fundamental de las denominadas
funciones ejecutivas, que hacen referencia a los procesos cognitivos que son resultado de la
actividad frontal. Éstas comprenden la generación, supervisión, regulación, ejecución y
monitoreo de conductas para alcanzar una meta, enfrentarse a un problema o responder a una
exigencia (Lezak, 1982; Miyake et al., 2000; Fuster, 2002; Papazian, 2006; Etchepareborda,
1997, 2005). Paralelamente, la tenacidad cognitiva, la asertividad, el optimismo y la
creatividad, que son características en una persona resiliente, describen también una óptima
capacidad ejecutiva o directiva de la conducta (Gross, 2002).
El carácter de las funciones ejecutivas implica diversas habilidades relacionadas entre sí
que operan en distintos contextos y son necesarias para el funcionamiento adecuado y el
cuidado de una dimensión ética, moral y social (Flores Lázaro y Ostrosky-Solís, 2008; Gilbert
y Burgess, 2008). Cada componente del funcionamiento ejecutivo se añade al conjunto de
procesos cognitivos, que incluyen el mantenimiento de un contexto para la solución de
problemas (planificación), dirección de la conducta (monitorización y memoria de trabajo) y
la habilidad para anticipar consecuencias (Ardila y Ostrosky-Solís, 2008; Tirapu, García,
Ríos y Ardila, 2012).
Como parte de la elección de alternativas cognitivas, Gómez y Tirapu (2012) señalan que
los lóbulos frontales se encargan de realizar predicciones por simulación interna que permiten
reducir la incertidumbre del entorno y garantizar la supervivencia y el bienestar y están
modulados por la actividad subcortical (sistema límbico, ganglios de la base, núcleo
accumbens).
Se desarrolla una experiencia con una carga afectiva determinada que implica un
aprendizaje importante que condiciona la forma en que se afrontarán en el futuro los nuevos
desafíos. Así, entonces, podemos observar que existen personas poco resilientes, con especial
dificultad para ajustar sus respuestas a circunstancias que suponen adversidad y generan
estrés, ansiedad y depresión y que se traduce en serios problemas para movilizar los recursos
cognitivos y emocionales, con respuestas rígidas y poco eficientes (Lezak, 1982; Masten,
2004; D’Alessio, 2010).
Así, la resiliencia implica una reestructuración de los recursos cognitivos en respuesta a
los nuevos contextos y necesidades (Hornak et al., 2004; Cicchetti y Blender, 2007), por lo
que ser resiliente significa disponer de una alta capacidad de adaptación, esto es, suficiente
flexibilidad como para adaptar los planes y reorientar las metas, encarando las situaciones de
cambio sin aferrarse a un plan inicial o cerrarse a una única alternativa de resolución.
Las personas resilientes no sólo son capaces de sobreponerse, sino que también utilizan las
vivencias adversas para aprender y crecer, ya que cuentan con una gran tenacidad y
motivación intrínseca que les ayudan a mantenerse constantes y seguras de sí mismas
(Cyrulnik, 2001, 2004).
Los lóbulos frontales constituyen no sólo la estructura más voluminosa del cerebro humano,
sino una de las regiones de mayor complejidad, por su estructura y conexiones. Observaciones
clínicas y experimentales han permitido reconocer su papel en distintas tareas, como los
procesos cognitivos, el lenguaje, el acto motor voluntario, la regulación emocional y el
comportamiento social (Luria, 1965; Goldberg, 2001; Fuster, 2008), que lo convierten en el
centro ejecutivo por excelencia.
Un importante número de estudios en neuropsicología y neurofisiología vinculan
directamente la actividad frontal con habilidades como la flexibilidad (analizar la situación,
considerar opciones, evaluar decisiones, ejecutarlas y realizar un cambio de estrategia acorde
a la necesidad), la regulación de las emociones, la consciencia de sí mismo, así como la
empatía y comunicación armónica (percibir el sentido de la experiencia ajena), el balance
entre el sistema simpático y parasimpático para la regulación del cuerpo y la extinción del
miedo (Miyake, Friedman, Emerson, Witzki y Howerter, 2000; Fuster, 2002), entre otras.
En términos generales, la flexibilidad cognitiva y la capacidad adaptativa son habilidades
cognitivas y conductuales, vinculadas entre sí, propias del lóbulo frontal, más específicamente
de la corteza prefrontal, en ambos hemisferios. Aquí podemos distinguir características
dominantes para el lado izquierdo, como funciones de planificación y mantenimiento
motivacional necesario para lograr una meta, y para el lado derecho, como la capacidad de
integrar eventos externos e internos, logrando una modulación emocional y empática (Barkley,
1997; Etchepareborda, 1997, 2005).
Asimismo, tales habilidades no están aisladas, consideradas las múltiples conexiones
desde y hacia la corteza frontal, sino que se correlacionan con la actividad de distintas áreas
del encéfalo (Luria, 1998; Fuster, 1999; Jódar-Vicente, 2004; Stahl, 2011). Es el caso de las
funciones del sistema límbico, según el carácter emocional generado al encarar la adversidad
con motivación y estabilidad anímica, la búsqueda por restablecer un estado de bienestar y la
generación de aprendizajes ante cada vivencia. Las áreas de asociación parieto-temporo-
occipital de la corteza participan también en el lenguaje y la integración de información
polimodal, asignando significados a cada experiencia sensoperceptiva. Como también los
circuitos cortico-estriado-talámicos implicados en los mecanismos atencionales.
Presentamos a continuación una breve revisión de las principales regiones frontales, su
delimitación neuroanatómica, conexiones, funciones asociadas y algunos resultados empíricos
en caso de lesión.
TABLA A.1
Región prefrontal dorsolateral Las lesiones causan déficits en la atención, atención selectiva y
(áreas 46 y 8 de Brodmann) sostenida (Allegri y Harris, 2001).
El síndrome prefrontal dorsolateral o disejecutivo se asocia con
Posee circuitos cortico-corticales locales y hacia déficit en la atención selectiva, pobre control de la interferencia,
otras regiones límbicas, como la amígdala y el problemas en la memoria de trabajo, planificación e integración
hipocampo (Fuster, 1999), así como hacia la corteza temporal de la conducta, que se manifiesta como un alto grado de
motora suplementaria, el cerebelo y el colículo desorganización (Delgado-Mejía y Etchepareborda, 2013).
superior (Miller y Cohen, 2001).
Participa en funciones ejecutivas y otras como
atención o memoria de trabajo.
Región del cíngulo anterior La lesión de estas áreas (síndrome prefrontal medial o del cíngulo
(áreas 24 y 32 de Brodmann) anterior) se asocia con alteración de la motivación, apatía, pasividad
e inercia (Delgado-Mejía y Etchepareborda, 2013).
Recibe y envía información necesaria para Los resultados de magnetoencefalografía muestran una mayor
monitorear la ejecución de tareas cognitivas, actividad del cíngulo anterior ante la condición de cambio, en un test
controlando los mecanismos de anticipación, las para evaluar flexibilidad cognitiva, en niños con un desarrollo normal,
consecuencias y los errores (Miller y Cohen, 2001). comparados con niños con diagnóstico de TDAH (Etchepareborda,
Esta región se activa durante los paradigmas de la Mulas et al., 2004).
compatibilidad estímulo-respuesta, la memoria de
trabajo, la génesis semántica y la memoria episódica
(Etchepareborda et al., 2006).
4. NEUROBIOQUÍMICA DE LA RESILIENCIA
Como hemos visto, el cerebro humano es un sistema altamente dinámico que tiene la
capacidad de modificar su estructura y función según las necesidades percibidas. Esta
propiedad, conocida como plasticidad o neuroplasticidad cerebral (Cicchetti y Blender, 2007;
Malleret, Alarcón et al., 2010), comprende mecanismos estructurales (génesis sináptica,
arborización dendrítica y neurogénesis) y neuroquímicos (mediadores celulares de las
respuestas fisiológicas).
Las respuestas biológicas inducidas por contextos estresantes, situaciones de incertidumbre
y cambio, así como las vivencias traumáticas, ponen en juego la química del cerebro a través
de distintos neurotransmisores, neuropéptidos, neurotrofinas, citoquinas y hormonas.
A continuación mencionamos aquellos asociados a la flexibilidad, considerados
prorresilientes, que involucran principalmente mecanismos serotoninérgicos y
dopaminérgicos, así como la acción de ciertas neurotrofinas, responsables también de la
neuroplasticidad adaptativa, siguiendo la revisión de Charney (2004).
TABLA A.2
Se produce en la Contrarresta los efectos dañinos del cortisol, por lo que se presumen efectos
glándula suprarrenal y positivos en el estado de ánimo. Actúa como neuroprotector.
Dehidroepian-
se presume que es La respuesta baja de este neuroquímico en situaciones de estrés elevado puede
drosterona
regulada por el predisponer a depresión y ansiedad, entre otras cosas.
hipotálamo.
Amígdala, hipocampo, Un incremento adaptativo del neuropéptido Y en la amígdala se asocia con una
hipotálamo, septo, reducción de la ansiedad y depresión.
Neuropéptido
sustancia gris Contrarresta los efectos de la hormona liberadora de hormona
Y
periacueductal, locus adrenocorticotropa (CRH) y del sistema locus ceruleus/noradrenérgico.
ceruleus.
TABLA A.3
Neuroquímicos no resilientes
5. VOLVER A EMPEZAR
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Tirapu, J., García, A., Ríos, M. y Ardila, A. (2012). Neuropsicología de la corteza prefrontal y las funciones ejecutivas.
Barcelona: Viguera Editores.
Epílogo
Y después de leído este libro, me surgen algunas reflexiones sobre la relación entre
resiliencia y el trabajo que se realiza en Aldeas Infantiles SOS.
La situación actual de cambios rápidos en las estructuras sociales: roles de padres,
modelos de familia, un nuevo paisaje económico, fórmulas distintas de relaciones personales
generadas por la tecnología, provoca en padres y educadores una incertidumbre sobre si sus
formas de actuación son las correctas para una adecuada educación de niños y jóvenes.
Las dificultades para predecir cómo será el entorno en el que tendrán que desenvolverse
los niños en el futuro nos generan inquietud, y deseamos encontrar aquellas características que
faciliten la resistencia a las adversidades, y la capacidad de responder con ánimo a
situaciones de presión. Pues bien, parece que los factores de competencia social y emocional
(autonomía, autoestima y confianza) son básicos como elementos de protección. Y que el
establecimiento de vínculos emocionales adecuados por parte de los padres es la clave; así, la
intervención educativa debe iniciarse lo más pronto posible, y el reconocimiento y el mensaje
positivo son necesarios en el desarrollo de competencias resilientes.
Podemos pues establecer un continuo donde en un extremo encontramos vulnerabilidad y en
el otro resiliencia. Tanto una como otra son características que adquirimos con nuestras
relaciones en la vida, y son los cruces entre la biografía del niño y del adulto, y también entre
sus iguales, lo que marca en qué punto del continuo nos situamos. Aldeas Infantiles plantea en
sus distintos programas de protección, acogimiento, prevención y fortalecimiento familiar la
construcción de un entorno protector donde se establezca un espacio de seguridad y confianza,
donde las relaciones amables sean lo cotidiano y el aprendizaje de normas y límites transmita
seguridad en uno mismo y en los otros, procurando escenarios en los que el éxito ayude a
construir confianza y los errores nos permitan aprender. Un mundo más previsible, en el que
nuestras competencias personales sean eficaces.
Aldeas Infantiles SOS busca una solución válida en el ámbito de la protección, y para ello
establece distintas fórmulas de acogimiento: «la aldea», hogares funcionales, acogimiento en
familia ajena o profesionalizada, programas de primera acogida y valoración y el apoyo al
acogimiento en familia extensa. Cada una tiene su peculiaridad y su sentido, dependiendo de
cada realidad, pero cada una es la más adecuada según qué circunstancia se dé en los niños y
jóvenes y todas comparten la necesidad de facilitar ese entorno protector que la familia debe
ser. En la idea de esa construcción, la no separación de hermanos, la existencia de personas de
referencia estable con un compromiso personal con el acogimiento, junto con los apoyos que
sean necesarios, la formación continua, incentivar y promover la participación infantil y
juvenil y la evaluación y seguimiento son inherentes al trabajo de calidad, y aquí cabe insistir
en que el afecto y el buen trato no son un plus en la educación, son una necesidad para que en
ésta se den las características de invulnerabilidad y resiliencia que buscamos.
En los programas de prevención, Aldeas Infantiles busca el fortalecimiento familiar como
vía de apoyo a niños y jóvenes, y los distintos servicios de atención a las familias y el trabajo
directo con los chicos constituyen un contexto idóneo para construir las competencias que les
permitan ser autónomos y responsables. Como vemos, la familia es fundamental en la
adquisición de las características resilientes que cada individuo tiene, pero la comunidad, la
sociedad, es generadora también de nuestra capacidad de respuesta ante la adversidad.
Este manual sobre resiliencia nos ayuda a ser más conscientes del peso de nuestras
relaciones con los demás, nos plantea otro punto de vista sobre la vulnerabilidad y nos ayuda
a establecer el buen trato, la confianza y la empatía como un bagaje del que no podemos
desprendernos si pretendemos compartir nuestra biografía con los demás.
Por último, mi agradecimiento a todos los que han hecho posible con su generosidad esta
obra, un reconocimiento a todos los trabajadores de Aldeas Infantiles SOS, que con su
dedicación y esfuerzo llevan a la práctica estas ideas, y sobre todo a los niños y jóvenes que
con su ilusión y fortaleza nos contagian la vida.
JAVIER FRESNEDA,
Aldeas Infantiles SOS España