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Alejandra Cragnolini

Argentina

Construyendo un “nosotros”
a través del relato en torno a la música
El chamamé en el imaginario de habitantes de la
ciudad de Mercedes, provincia de Corrientes, Argentina

Introducción

El objetivo de este artículo es realizar una aproximación al proceso de constitución


de identidad grupal en función de una práctica musical, en este caso los baile de
chamamé, a partir del análisis del relato producido por los actores sociales en torno a ella.
En esta oportunidad, y como ampliaré más adelante, las narraciones actualizan la práctica
de ese baile, en el contexto de una zona rural-urbana (Mercedes, provincia de Corrientes),
en auge durante las décadas de 1940 y 1970, la que progresivamente sufrió un proceso
de declinación cediendo y compartiendo hoy espacios con otras músicas consideradas
“ajenas” y difundidas a través de los medios, como la cumbia. A través de las narraciones
los relatores se definen desde un presente discursivo que resignifica historias pasadas en
función de un presente musical vivenciado en los términos de exclusión social, de
retracción hacia el endogrupo y de fuerte conservadurismo musical, reconfigurando
sentidos de localidad y de regionalismo frente a las propuestas de la globalización.
Construyendo un “nosotros” a través del relato entorno a la música

Acercarse a una práctica musical a través del relato de sus actores implica
reconocer su carácter de construcción, y, a la vez, la retroalimentación existente entre
discursos y prácticas. El lenguaje se piensa aquí, en los términos de Jodelet (1986) como
una perfomance constituyente y regulativa que mantiene y promueve ciertas relaciones
sociales, produciendo efectos discursivos. Determinada inserción socio-económica crea
un posicionamiento en el tejido social que se ve retroalimentado por un correspondiente
posicionamiento en el plano discursivo.

El hacer musical es concebido como formando parte de un entramado de textos,


de una cadena de enunciados a través de los cuales los sujetos elaboran sentidos de sí
mismos (-identidad narrativa-, Vila, 1998). Esto es, que encuentran referentes en los
discursos a través de las representaciones, categorías, valores, juicios estéticos creados
colectivamente, los que son incorporados a la tradición del grupo y a las formas en las
que los individuos pueden pensarse a sí mismos, elaborando sentidos de pertenecia e
identidad. Una identidad que deviene, en los términos de Pérez Agote, de la:

“...definición que los actores sociales hacen de sí mismos en cuanto grupo, en


términos de un conjunto de rasgos que supuestamente comparten todos sus
miembros [...] rasgos concebidos como distintivos [...] en contraposición a otro
u otros grupos con respecto a los cuales se marcan las diferencias”.
(cit. por Piqueras Infante, 1996: 274-275, el énfasis es de la autora)

Dentro de este marco, la constitución del nosotros, de la mismidad colectiva


deviene de la interacción endo y exogrupal, produciéndose una consensuación o
hegemonización hacia adentro del grupo y, a su vez, cierta contraposición o diferenciación
hacia los exogrupos (Piqueras Infante, 1996a: 278).

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Contextualización del tema

En términos generales, el chamamé1 es una danza de pareja enlazada practicada


en zonas rurales y urbanas del litoral mesopotámico argentino, habiéndose extendido en
las últimas décadas a distintos puntos del país. En el contexto de este trabajo es
importante recalcar que sus cultores se representan al género como originario de la
provincia de Corrientes, connotando ello un fuerte sentido de localidad y de pertenencia
frente a su difusión fuera de ese ámbito.

A mediados de la década de 1930, el chamamé sufrió un proceso de masificación,


a partir de su inserción en el mercado discográfico y el ámbito radiofónico, ampliando su
capacidad interpretativa a través de la generación de nuevos conjuntos, produciendo a la
vez una interrelación mas fluida entre el campo y la ciudad.

En este oportunidad referiré a dicha práctica en el ámbito de las pistas de baile


ubicadas en la periferia de la ciudad de Mercedes, entre las décadas de 1940 y 19702.
Cabe aclarar que dicha ciudad se encuentra en el centro de la provincia de Corrientes,
sita en el nordeste de la República Argentina. Cabecera de un departamento rural
caracterizado por la actividad agrícolo-ganadera, cuenta con aproximadamente 22.000
habitantes3. A pesar de haberse generado algunos cambios con visos de modernidad,
conserva algunas características pueblerinas, alternando tradiciones locales como fiestas,
bailes y cultos religiosos populares, con prácticas culturales resultantes de la introducción

1
En el denominado chamamé “tradicional”, a nivel de su conformación instrumental es usual la presencia
de guitarras, acordeón y/o bandoneón, y ocasionalmente contrabajo. Se caracteriza por la presencia de
birritmia con superposición de metros de 6/8 y 3/4. Es usual la ejecución de dúos en terceras y sextas
paralelas, tanto a nivel vocal como instrumental. A nivel formal los de carácter vocal se componen de dos
períodos ritmica y melodicamente contrastantes que se repiten. El texto es generalmente elaborado en
cuartetas octosilábicas, predominando las temáticas de carácter amoroso, las costumbristas y las
vinculadas a las consecuencias psicosociales de la migración. Los instrumentales suelen desarrollarse a
partir de la elaboración y variación de uno o dos motivos melódicos. Con respecto al baile pueden
distinguirse diversos estilos dependientes de factores regionales y de la habilidad personal de sus
ejecutantes -complejización o simplificación del paso básico, creación de distintas figuras, modo de
tomarse las manos-. En ese contexto es frecuente el zapateo, así como también el “sapukai” (grito en su
acepción guaraní), un tipo de emisión vocal lindante con el grito, signo de aprobación o agrado por parte
del público en relación a determinados temas o parámetros musicales (Cragnolini, 2000) cuyo análisis
excedería los límites del presente trabajo.
2
Entre las pistas citadas por los informantes figuran Punta Tacuara, La Costanera, Novel, La Tranquera,
Itá Pucú, El Rosedal, Itatí.
3
El total de las cincos secciones rurales que conforman el Departamento y la ciudad suman unos 35.000
habitantes.

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de medios masivos como la radio y la televisión, constituyendo progresivamente nuevos


espacios de hibridación cultural.

En 1998 inicié un trabajo de campo en Mercedes con el objetivo de indagar sobre


la práctica del chamamé, especialmente entre los jóvenes pertenecientes a los sectores
más bajos de la población, habitantes tanto de la periferia de la ciudad como de las zonas
rurales. Presentándome ante la comunidad con este interés, muchos informantes
insistieron en la importancia del establecimiento de contactos con los músicos “viejos” de
la zona, los que se representan como depositarios del “verdadero conocimiento” acerca
de la música del lugar. Los jóvenes, si bien bailan chamamé, en el ámbito de bailes
familiares, de gestión comunitaria o de una doma, son percibidos por los adultos como
“contaminados” por otras músicas, en especial la cumbia4, género ampliamente difundido
a través de los medios masivos de comunicación; o como poco conocedores de la
“esencia” del género.

Esa marcada tendencia de los cultores de chamamé a sobrevalorar su actividad


pasada, y su permanente insistencia en la importancia del “rescate de una música que se
está perdiendo”, me incentivó a realizar una serie de entrevistas a músicos y ex dueños
de locales de baile, que tuvieron su máxima actividad durante las décadas del ‘40 y del
‘70, con el objetivo de analizar el peso y la fuerza emotiva de estos recuerdos en la
memoria grupal, asi como también su incidencia en el proceso de construcción de su
identidad. La elección de dicho período se corresponde con el proceso de surgimiento y
de declinación de las pistas de baile, debido probablemente esta última a causas de
índole económica y de cambio musical.

Asimismo, es de destacar que los músicos entrevistados, los que cubren una
franja etaria de 50 a 76 años, tuvieron una fuerte actividad musical en las pistas durante
las décadas mencionadas, siendo ella una de sus principales fuentes de trabajo, de la que

4
La cumbia fue introducida en los ‘80 a partir un vasto movimiento de musical “tropical” centralizado en
Buenos Aires y difundido en el resto de las provincias de Argentina, el que provocó la proliferación de
distintos estilos regionales (ver Cragnolini, 1998). Tanto en las zonas rurales como urbanas lindantes con
la ciudad de Mercedes los jóvenes alternan el baile de cumbia con el de chamamé. Estos dos tipos de
baile, según sus ejecutantes, les permiten expresarse y relacionarse corporalmente de distintas maneras
con sus respectivas parejas. El chamamé, de enlace total les posibilita un mayor acercamiento corporal y
afectivo que la cumbia, de semi-enlace, la que les ofrece un tipo de seducción vinculado a la mirada
sobre el movimiento corporal del otro.

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hoy carecen. Los músicos vivencian esa falta como resultante de la “invasión” proveniente
desde un afuera y a través de los medios de comunicación, de otras músicas, sobre todo
la tropical, y de la monopolización de las actuaciones en algún baile esporádico
organizado por el municipio u otra entidad, por unos pocos conjuntos locales que
ingresaron en el circuito comercial. Así, se autodefinen como “los olvidados” influyendo
esto en una construcción del relato mediada por el refuerzo de una actitud nostálgica, de
sobrevaloración del pasado y de desmedro del presente.

Tópicos recurrentes en el relato

El relato de la mayoría de los músicos entrevistados es construido desde un


posicionamiento discursivo permeado por la exclusión social. Exclusión que se vivencia
tanto desde la música, como desde el sector social de pertenencia y del habitat.

Ello se trasluce en el uso recurrente de la dicotomía “centro-orilla”. En el trazado


urbano la misma hace alusión a la ubicación espacial, congregando el casco céntrico a los
habitantes más “pudientes” -muchos descendientes de inmigrantes españoles, italianos o
libaneses-, funcionarios públicos, estancieros, profesionales y comerciantes; mientras que
los barrios periféricos, las orillas, reúnen a los más “humildes” -generalmente de origen
criollo-, trabajadores de baja calificación, peones de campo, y jornaleros.

En el “centro” habitan, según los informantes, los “adinerados”, los “copetudos”, “la
crema”, la “sociedad” . Mientras que en la “orilla” lo hacen los “humildes”, los “sencillos”, y
“el populacho”. Estas asociaciones se corresponden con la inserción socieconómica de
aquellos a quienes remite y, asimismo, connota formas y prácticas culturales propias5.

Los orilleros, cultores del chamamé en las pistas de la periferia de la ciudad,


describen así sus bailes:

5
En un periódico local de 1944, un periodista describía de esta manera a los pobladores de las orillas en
el contexto de un relato que discurría acerca de la vida cotidana de la ciudad en la década anterior: “En
la orilla abundaban los ranchos hechos con barro como las criaturas de Dios, y allí anidaban en
penosa promiscuidad las gentes del pueblo. Andando por esos andurriales se nos estremecía el alma
cuando oíamos los arpegios de la música nativa en las guitarras y en los típicos acordeones de dos

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“En la orilla aparecían nuestros conjuntos, en pistas con muro de lona y piso de
tierra.. Ahí no le iba a ver al Dr. Fulano o la Sra. tal, eran todos paisanos”.
(Ruperto Alegre, acordeonista, 1998)

“La pista Punta Tacuara era un lugar de esquina, con un muro a la vuelta nomás
y una casulla donde era la cantina, y después todo tierra y ahí se bailaba. Se
hacían bailes jueves, sábado y domingo y la gente tenía que ir a trabajar pero
igual iban al baile y se iban a trabajar sin dormir”.
(Miguel Ramirez, acordeonista, 1998)

Estas pistas eran montadas con muy bajos recursos, muchas veces en los propios
hogares o en terrenos aledaños a la vivienda, constituyendo espacios de recreación
propios a los que los informantes se representan -en relación a los de la sociedad- como
lugares no institucionalizados o fuera del ámbito de la legalidad. La recurrente descripción
de las pistas haciendo alusión a su construcción con “muro de lona y piso de tierra”,
aunque muchas veces no se corresponda con lo real, se ha convertido en un fuerte
marcador identitario para sus asistentes, los que siempre refieren a ello de manera
enfática tratando de diferenciarse y de reconocerse a partir de su enunciación.

Entre los espacios de ocio vinculados a la “sociedad”, aparecen el Club Social y


las confiterías bailables donde los géneros bailables más usuales eran los de consumo
hegemónico a nivel internacional de la época, como el pasodoble, el fox-trox y el tango, y
donde ocasionalmente se realizaban conciertos de música académica; el Teatro
“Cervantes” de la Sociedad Española, la Sociedad Rural y el Lown Tennis Club.
Asismismo, los entrevistados suelen aludir a la realización de recitales de músicos
chamameceros en el Teatro Cervantes. Dichos músicos, en general provenientes de
localidades más céntricas o de Buenos Aires6, poseían cierto reconocimiento como
consecuencia de su masificación a través de los medios y de su participación en sellos

hileras”. Por José Marcos Carioni, “Cómo era Mercedes cuando las escuelas populares”, en Diario La
Razón, 12 de agosto de 1944 (el resaltado es de la autora).
6
Tengase en cuenta que a raiz del proceso migratorio interno producido a partir de las décadas del ‘30 y
del ‘40 de pobladores de distintas provincias de Argentina hacia Buenos Aires, por entonces foco de
industrialización, músicos chamameceros provenientes de la provincia de Corrientes se asentaron en
Buenos Aires generando un movimiento musical amplio a partir de la práctica del chamamé. Insertos en
un circuito de comercialización y de masificación de su música, realizaban giras por el interior de su
provincia natal investidos de una legitimidad que los jerarquizaba frente a sus colegas locales.

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discográficos multinacionales, así como también por el constante cuidado de su imagen -


vestuario, modos y gestos- el que los acercaba a los valores de los sectores medios.
Según los entrevistados, a tales “conciertos” soloconcurría la “sociedad”, la que lo hacía
“por curiosidad” mas que porque gustara de esa música. Allí no concurrían los “orilleros”
pues “no se hallaban”, al no reconocerse en ese ámbito. Un ámbito ajeno desde un
espacio arquitectónico vivenciado como limitante de la expresividad corporal. El teatro era
un lugar para “sentarse a escuchar” y no para bailar o “sentir auténticamente” la música.

Si bien no aparecen en las narraciones lugares de encuentro en común entre estos


sectores, muchos de los entrevistados hacen alusión a una pista de baile sita en
Perugorría, un pueblo ubicado a 55 km de la ciudad de Mercedes, a la que asistía tanto
público perteneciente a la “ sociedad” como a la “orilla”. Esta referencia es utilizada en el
relato de manera metafórica, pues parecería condensar en esa imagen el posicionamiento
diferencial, y la imposibilidad de roces entre dos clases disímiles:

“En Perugorría había una pista en un club dividido con dos entradas, una para
la orilla, el populacho, y otro para la sociedad y la orquesta en el medio tocaba
para los dos. Vos mismo tenés que ubicarte ahí y ya sabés donde, solo te
ubicás, vos sabés que sos el hijo del barrendero, el hijo del panadero y que no
sos de la sociedad. Estaban las mesas y las sillas para el sector populacho, y
las mesas y las sillas para la sociedad, y ahí nomás bailaban y los músicos en
el medio. Generalmente los que organizaban eran de la sociedad, la
cooperadora escolar o la municipalidad. Pero el pobrerío o la negrada siempre
aparte. Era como el aceite y el agua, no se podía mezclar”.
(Lacho Sena, cantor, 1998)

La referencia a esta pista de baile apareció en la mayoría de las narraciones de los


entrevistados, operando muchas veces como cierre de las alusiones a la vivencia de la
exclusión padecida por los músicos y aficionados al chamamé. Exclusión expresada a
través de los términos mediante los cuales los músicos se autodefinen a partir de la
mirada de los “otros”, tales como: “los mal mirados”, “los guasos”, “los denigrados”, o “el
último orejón del tarro”.

En la década del ‘60 se generó en distintas zonas de Argentina un amplio


movimiento musical tendiente a difundir a través de festivales, peñas, y del mercado

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discográfico y de los medios de comunicación, conjuntos denominados de música


folklórica, privilegiando a aquellos que ejecutaban repertorio propio de las zonas del
Noroeste, de la Pampa y de Cuyo, quedando relegado a un segundo plano, el chamamé.

En la ciudad de Mercedes, los que ejecutaban esta música folklórica parecen


haber estado asociados a los sectores medios, y en ocasiones, sectores altos de la
población. Al respecto, un cantor de chamamé expresaba lo siguiente:

“Los muchachos que aprendían a tocar la guitarra armaban conjuntos de zamba


porque era lo que estaba de moda en esa época. Estaba de moda la música
foklórica del norte, era como estar en otro nivel cantar zamba. Y nosotros
estabamos en nuestro barrio, cantábamos chamamé y era la música orillera,
que no podía trascender, que no entraba en la sociedad”.
(Lacho Sena, cantor, 1999)

“Cuando hacían festivales de música folklórica norteña, en un club o negocio


grande que rifaba algo, contrataban a todos los conjuntos de música norteña, y
a nosotros nos invitaban nomás, y cuando terminaba de actuar esos conjuntos
folklóricos norteños nos decían ‘hay un espacio para ustedes’, pero al final,
cuando ya la gente se iba”.
(Ruperto Alegre, acordeonista, 1998)

La zamba, género musical al que aluden estos músicos era calificada desde la
visión hegemónica del momento como folklore, y había incursionado en un proceso de
legitimación a partir de su inserción en los medios masivos de comunicación, abarcando
en su consumo a un público más amplio y de un nivel social más alto que el que
originariamente lo consumía. Esta mediatización, de la que participaron otros géneros,
llegó también a la ciudad de Mercedes.

En el relato citado se presenta nuevamente la dicotomía orilla-sociedad aunque


esta vez el último término se extiende de los sectores altos a los sectores medios. Los
cultores de chamamé, los orilleros, continúan siendo los excluidos, no solo frente a
manifestaciones de música popular tradicionalmente legitimada por los grupos
hegemónicos, sino también en relación a otros géneros de música folklórica, que
comenzaban a formar parte de dicho proceso. Nuevamente la “sociedad” está conformada

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por todos los que no constituyen el “nosotros” y por todos aquellos ajenos al espacio
propio, al barrio y a la música “local”.

La calificación “estaba de moda” remite, para los chamameceros, a lo pasajero, lo


que no tiene esencia, lo que no permanece, y está asociado a prácticas musicales que,
desde su mirada, y en el presente contexto discursivo, no crearian sentidos de
pertenencia, no solo en ellos sino también en quienes lo consumían o producían. Es decir,
para los músicos que interpretan chamamé, la incorporación de otros repertorios, como el
denominado folklore del noroeste, connota una apropiación mediática por sujetos a los
que se representan como oportunistas y sin un gusto musical definido. Esto es, mientras
otros sectores son permeables a la incorporación de otras músicas, los chamameceros
producen una especie de encapsulamiento, de retracción a su propio entorno, marcando
límites fuertes de territorialidad y de localidad, lo que trasunta en un lenguaje plagado de
deícticos que establecen una relación de contiguidad espacio temporal: “nosotros”
“nuestro barrio” ”nuestra gente” ”nuestra música”.

La expresión “el chamamé era música orillera que ‘no podía trascender’, que ‘no
entraba en la sociedad’ ”, remite nuevamente al concepto “estar al margen”. El no
trascender entendido como la imposibilidad de proyectarse más allá del propio ámbito.

El posicionamiento de los orilleros en la periferia del espacio urbano, se representa


también como un “estar hacia fuera”, proyectándose a un “entorno abierto” que permite la
concreción de ciertas formas de expresividad que no son posibles de realizar en el ámbito
cerrado del centro. Entre ellas, la práctica del chamamé en el contexto del baile parecería
poseer ciertos atributos que por su tendencia a la transgresión solo serían factibles en
espacios libres de cualquier coerción o límite, convirtiéndose para sus cultores en
diacríticos de su identidad grupal.

El zapateo con el que se “levanta polvo al piso”; la emisión de sapukai prohibido y


reprimido por las fuezas de seguridad; las peleas ocasionadas por competencias
relacionadas con la habilidad en el baile, por exceso de alcohol o por la disputa por una
mujer, son temas recurrentes en el relato de los informantes. Su enunciación conforma un
entramado textual a través del cual “se dibuja una identidad narrativa construida en
relación a aquella a la que sus actores se representan como opuesta”.

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El “espacio de la periferia es un espacio abierto hacia lo que no tiene límites”: se


puede bailar, zapatear, beber, gritar; es un espacio de libertad. El espacio del centro es un
espacio cerrado, vivenciado como un ámbito en el que se ejerce el control corporal. El
baile, a través del cual se exterioriza la interiorización de la música se transforma, en la
periferia, en un marcador identitario a través del cual dibujan maneras de ser y de
vivenciar el cuerpo7, legitimidas desde la naturalización del “saber auténtico” del baile del
orillero. En oposición, si algún bailarín “de la sociedad” baila chamamé, baila como
“doctor”: “acartonado”, “duro”, “contenido” y “sin gracia”.

A estas pistas de baile del pasado se suman otros espacios de concreción de la


práctica del chamamé. En las fiestas de santos organizadas por los dueños de altares
dedicados a distintas santidades, durante las procesiones se alternaban rezos con
ejecuciones de chamamé, cerrando la festividad con un baile; y en las despedidas o
bienvenidas a puebleros que migraban de otra ciudad, se contrataban a músicos del
pueblo o de zonas rurales aledañas para su ejecución. En el decir de un informante:

“Siempre había un motivo para la música. El santo era una excusa, nosotros
esperábamos el baile”.
(Juan Ferraú, cantor, 1999)

Conclusiones

Estos microespacios de práctica musical conformaron una red social de


pertenencia a través de la cual sus actores han ido perfilando categorías para definirse a
sí mismos y para definir a los otros. Con la urbanización de su entorno, con la
centralización y la monopolización de las actividades de poder en los sectores de
dirigentes altos y medios de la comunidad, y con su constitución como habitantes
periféricos han dibujado una imagen de sí, de los otros y de su música. Hoy, en el
contexto discursivo de las entrevistas, delimitan un “nosotros” polisémico que oscila entre

7
Sobre las maneras de “construir el cuerpo” creando diferentes mundos experienciales a través de la
música, ver Mc Clary, 1995.

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definirse como los cultores de la música “local”, “originaria de su tierra”, en contraposición


a la propuesta musical hegemónica -y homogénea ante su mirada-, sostenida por los
sectores altos en el pasado; y una visión actual desplazada hacia una oposición a la
música globalizada difundida por los medios. Cabe aclarar que en el transcurso de las
décadas aquí trabajadas los dirigentes políticos han producido cambios estratégicos en
relación al lugar otorgado al chamamé en el contexto del área cultural. Hacia adentro de la
comunidad, los funcionarios han negociado una imagen folklórica del género tratando
oportunamente de ganar adeptos y de resolver momentaneamente conflictos de clase,
apoyando en ocasiones algunos eventos musicales. Mientras que hacia fuera de la
misma, han reelaborado esa imagen otorgándole un sentido turístico y no conflictivo.

En el imaginario grupal estos sentidos circulan delimitando identidades grupales


atravesadas por la música. La historia de exclusión conformó una definición del “nosotros”
desde la marginalidad debiendo elaborar la carga social de estar posicionados en un lugar
de desprestigio frente a los más pudientes. Ello condujo a un encapsulamiento, a un
retraimiento de sus cultores produciendo categorías, valores estéticos y una música
fuertemente conservadora, y con una marcada tendencia a desvalorizar toda música
proveniente de un afuera, la que hoy interpela sobre todo a los oyentes adolescentes y
jóvenes. Asimismo, generó un discurso caracterizado por la constante alusión a la
“localidad” del chamamé, naturalizándola como práctica originaria de su tierra.

El goce producido por la vivencia musical, definida por sus cultores como descarga
y desahogo: vivencia esperada y deseada durante los días laborables, necesidad
imperiosa de expresividad por la cual se gastan todos los ahorros, es una vivencia que
sólo puede concretarse en los margenes, en las afueras y en la soledad grupal. Allí donde
los limites trazados al cuerpo desde el control hegemónico se desdibujan pudiendo
expresarse sin inhibiciones, sin el estigma internalizado de la exclusión. Allí donde la
nostredad de los que poco poseen se construye cotidianamente, aunque mas no sea,
hablando de su música.

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Bibliografía

Cragnolini, Alejandra. 2000.


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Mc Clary, Susan. 1997.
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Piqueras Infante, Andrés.1996a.
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_______________.1996b.
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