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Una gota de sangre y de, agua y sal.

Un gato, un perro. Un día de verano, en una lima de 1981. Un estallido de guerra, como 100 años
antes cuando chilenos ocupaban la ciudad. Esto es Sudamérica, son tiempos civilizados, pero esta
no es una región civilizada: perros y gatos siguen allá afuera, símbolos del egoísmo, la falta de
higiene de una comunidad y de un estado ineficiente como lo fue el peruano en distintos lustros
pasados (o década). El sol, los recuerdos en blanco y negro, un gato más negro que el negro. Un
perro chato, indirectamente proporcional su altura a su inteligencia- como las personas, como tú
que lees esto, que alguna vez te hicieron sentir perro, perro gregario, gato, gato miedoso. Has sido
valiente, lo sé, no siempre, lo sé. La valentía cuenta cada vez que uno lo tiene que ser o pagarás
por no serlo con tu cuerpo, con tu cabeza, con tu pelo.

¿Has logrado ver perros con gatos? Tal vez. No son enemigos mortales, por qué alguien tendría
que atacar a otro sólo por su forma, por su pelo, por su chirrido. Unos saltan y son más rápidos,
tienen tanta agilidad que hasta los envidiamos. Y es porque nunca se han dejado atrapar, es
porque los perros necesitan más de uno para atrapar un gato. En agilidad nunca los alcanzarán, y
quizá ni en inteligencia. No entiendo porque va uno detrás de otro. La historia de esta pelea no
comenzó porque uno sea más que otro. Eso sería humanizarlos. Son desconocidos que se topan en
un lugar con diferentes formas de pensar uno desde su individualidad completa, desde la soledad,
desde la indiferencia a su alrededor; el otro, acompañante, singular, en manada.

Ya los veíamos: el perro merodeando el barrio, el gato siendo gato. El perro ya estaba ahí, sus días
transcurrían en llegar a la pileta del parque, donde niños con sus madres aprovechan los días de
verano. Algunas se animaban a meter a estos a que se mojarán los pies. Marina, entre ellas, una
chica de 13 años llegaba aquí a merodear el espectáculo. El juego de agua de la pileta consistía en
que, desde la cima del poste de hierro de grabados de estilo rococó, salía durante 5 segundos un
chorro de agua que alcanzaba los 5 metros sobre el nivel de vereda; en la cima, un pequeño
destrabe (o trabe) en el que, al chocar, el agua y este destrabe, salpicaba en una circunferencia
menor a la base circular de la pileta, como si dibujara secciones de un paraguas de agua. Si esa
pileta existiese hoy, las madres irían con sus niños a tomarse unas fotos con la noche y las luces de
los postes atravesando el agua, y mostrando sus colores como en el prisma de Newton. En aquel
1981 de una Lima iniciando el terrorismo y luego, el toque de queda, las madres y el verano era lo
que para Marina hacían sus días. A 2 metros alrededor, fuera del área de bancas y el suelo de
concreto, en el pasto, mirando, esperaba que, como días anteriores a la muerte de su gato, el
destrabe gastado se malograra y la volvería a mojar en un golpe tan sorpresivo como cuando alzas
la cabeza en un partido de fútbol y te encuentras con la pelota cayendo a fracciones de segundo
de tu cara. Mojada, riéndose de ella, ella riéndose de sí misma, vuelve a casa. De regreso, en el
camino recordando los días en que llegó a sus manos este felino de cara discordante, con los
bigotes blancos en curva y las puntas de ellos hacia arriba que tornaba una mueca agradable y de
unos ojos preguntones del porqué de todo, el miedo a un lugar, luego los ronroneos en sus
piernas, las travesuras sobre el refrigerador alcanzando los dulces de alfañique, traído por Juan (el
tío de Marina), las peleas en la azotea con gatos techeros, su felino cada vez más magullado y
luego, cada vez menos. Hay algo especial en cada animal y persona. Algo para lo que están hechos,
algo como una semilla que germina en un momento dado en la tierra que siempre estuvo seca y se
moja cuando se decide, se quiere dejar la miseria o sé es un ser excepcional que cultiva y germina
esta semilla en el momento indicado, como Mujica, Benedetti o Juan. El tío carpintero de Marina
el cual tenía en el patio su taller había montado un plástico azul para proteger las
maderas del invierno y él, de los días de verano. Los gatos, herederos de razas y grandes culturas,
no dicen ni hacen mucho, pero sabes que siempre están ahí, vigilándote, juzgándote. La casa
constaba de 2 pisos, en el segundo, se repartían por un pasillo las habitaciones, generalmente su
lugar de permanencia dentro de la casa era la habitación de Marina. Parte del día era pararse en el
derrame de la ventana, en la habitación de los padres de Marina que daba hacia el patio trasero, y
contemplar allí a Juan. La sierra circular que este utilizaba en su trabajo aserrando la madera y la
cortina de partículas de madera en el aire hacia que el vigilante de ojos preguntones lo llevara al
día del gran estruendo: cuando se hallaba en la ventana e hizo que saltara a buscar refugio fuera
de la habitación de Marina, fuera del segundo piso, fuera del primer piso, hasta llegar al patio de
muros blancos y no poder saltar los 3 metros en tan poca distancia de vuelo. Aterrado. Se quedó
mirando la pared diciendo miau, giró la cabeza para encontrarse con los ojos de Juan. Los ojos del
miedo en un gato son sencillamente tristísimos, dilatados, grandes, brillosos, de cerca como dos
lagos perdidos en universos del iris.

En octubre del 80’ sucedió lo que da origen a estos sucesos. Los miedos de los limeños no eran aún
la sangre que se derramaría en los siguientes años, no era preocupación los hechos que se venían
cometiendo en las provincias de la Sierra, mejor dicho, el estado y la prensa actores de guiones
con sangre que sacan y esconden la cabeza cual tortuga sea este el caso: indiferencia o miedo.

En el cerco de su casa y por encima de los 3 metros de este, un frondoso árbol sombrea el ingreso
y la vereda de la calle. En el jardín, el árbol y su pequeña terraza a desnivel del ingreso principal de
la casa de los Silvestre. Marina Silvestre, vive con sus padres, tíos y su gato. Es 3 de febrero, 10 de
la mañana, segundo piso. Su cuarto vuela por encima del jardín. Su gato, Chirrín, vigilante del
jardín, la ventana, el patio y la calle, no está.

Jesús María, distrito de Lima Centro cerca a la plaza Bolognesi, por la av. Brasil, en un área
residencial, de esas que parecen que el sol les llega perfectamente en temperatura y el viento
corre y se siente como a relación de dos pasos más que trotar, Chirrín ha saltado de la ventana a la
cima del cerco, camina sobre este y a un paso de saltar y estar nuevamente en la vereda de la calle
balbucea, gira, mira, bosteza, muerde su aliento, saborea, parpadea, camina y salta. Son las 5: 30
am. Marina dormida. Esa sería la última vez que Chirrín la vería.

Desde la ventana, hacia la derecha, a través del frondoso árbol en el jardín estaba el parque de la
pileta. El felino en dirección al parque, recorriendo el parque percata a este perro durmiendo bajo
un árbol, en la sombra y detrás esta bola de luz del verano que no dejaba que se le mirase y que
empezaba a iluminar. Camina. El can ha despertado, se para, se acerca, mira de izquierda a
derecha, no sé si para ver si había alguien, agacha la cabeza como oliendo el pasto y mirando al
gato. Salta a la vereda, camina igual que él, en dirección contraria, se encuentran, Chirrín sigue de
frente, el otro solo al caminar giró su hocico para olerlo sin perder el paso y siguió.

Y es que solo basta que dos almas se encuentren y vuelvan a encontrarse por causalidad para que
la bondad de la empatía, amor, solidaridad o como le decimos nosotros, humanidad, se exprese en
reconocimiento. Se alejaron en cuanto como dos caminos se bifurcan. No sabrían que volverían a
encontrarse de modo en que sólo uno lo reconocería. A partir de ahí.

El perro no es más que un vagabundo hasta ahora, es de la calle, de nadie más. Tras carros que
pasan y ladridos y patadas y manos con piedras invisibles alrededor del parque, cuidando su casa.
Evitaré comentar el sufrimiento de Marina por el desaparecimiento de Chirrín, que como en un
parque alguien contempla una actividad que no la implica pero a la vez completa o llena algo
dentro de sí misma, que versa en su cabeza el agua de una pileta en forma de paraguas para
ponerse a danzar allí como imaginando como el agua y el descubrimiento de Newton la colorea en
la noche sin estrellas y sin luna, y los grabados del siglo XVIII la hacen pertenecer a otra época-
quizá mejor- como los románticos ven las nostalgia y los recuerdos. Ella es Marina. La mascota de
su vida se aleja sin saber realmente y seriamente por qué.

Amanece. Sale de casa en busca del desayuno, han pasados varios días de la desaparición de
Chirrín, pero se sabe eso de los gatos, te abandonan. O está en su naturaleza hacerlo, no existe
una relación tan romántica como los humanizamos. En las calles, mientras el sol naranja y de
líneas degradándose infinitamente, piensa la mejor vida que tendrá su gato ahora. Una gata,
quizá, una familia de gatos quizá. O la libertad. Cuando uno tiene una mascota en un lugar
urbanizado, o para que se entienda mejor, en la ciudad, tenemos una cantidad contada de metros
cuadrados propios, luego tenemos los metros cuadrados de los parques que dependerán del
tiempo tuyo para gozar con esas áreas verde, acaso sino con la libertad. Entonces la libertad de
ellos, las mascotas, está obviamente supeditada a la nuestra.

- Hasta vivir en la calle, como la naturaleza animal, quizá le sea mejor. La libertad –
piensa.

Las visitas al parque fueron disminuyendo, pero pasó algo diferente al anochecer del viernes 15 de
agosto. Cinco perros, de los cuales cuatro machos perseguían a una cocker lunada. Dos ellos, los
más cercanos a la victoria, empezaron a gruñir y pelear.

- Idiotas- pensó, Marina. Viéndolos como hombres, como los tontos hombres.

Luego recuerda la naturaleza femenina. Animal.

El perro que ladraba a los carros y peleaba y temía a piedras invisibles se quedó siempre en su
lugar. Hizo esto: acostado, la parte inferior de su hocico apoyada en el pasto, ojos abiertos,
pestañea, vira su cabeza a la derecha, los ve, pestañea y vuelve a acostar su cabeza en el pasto- A
todo esto, imagínate correr en el prado medianamente extenso, de día, en verano, a las 11 de la
mañana, en un lugar donde el horizonte sea arboles púrpuras- Marina lo ve bajo el mismo árbol
donde él vio a Chirrín. Puedo hacer un paréntesis aquí y decir que lo que alguna vez me dijeron:
estamos conectados a las cosas que amamos, por eso siempre vuelven y a veces sólo en diferente
empaque. Enrollado en sí encima del pasto, lo acaricia. Hay en ella una mirada de algo más
profundo, algo que dice más. Marina vuelve a casa por un pedazo de Melcocha que había sobrado
de su visita al Centro de Lima, decidida a dársela y que este fuera consigo a casa. Después de
haberlo alimentado y dispuesta a que pasase los días con ella, en el primer día cuando Juan abre la
puerta principal el can ha salido corriendo de la casa. Rápidamente, desde su habitación baja a la
entrada de su casa y allí lo ve corriendo en dirección al parque. Ya no corre Marina. Chirrín es un
gato con su propia naturaleza animal felina, el perro (aún sin nombre) con su propia naturaleza
canina. Y ella con su naturaleza humana. Todos queremos la libertad de conocer nuestra
naturaleza. Ya no está triste Marina.

En un escondrijo se reúnen los militantes de la agrupación terrorista Sendero Luminoso

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