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Onnainty

Alemian, Ezequiel
Onnainty / Ezequiel Alemian ; ilustrado por Paco Fernández Onnainty.
1a ed. 1a reimp. - Rosario: Ivan Rosado, 2018.
56 p. : il. ; 20 x 13,5 cm.
ISBN 978-987-3708-18-3
1. Narrativa Argentina. I. Paco Fernández Onnainty, ilus. II. Título.
CDD A863

© Ezequiel Alemian
© Ivan Rosado

Dibujos en portada e interiores:


Paco Fernández Onnainty
Marcadores sobre papel. Medidas variables. 2013.

Ivan Rosado
Ana Wandzik y Maxi Masuelli
www.ivanrosado.com.ar
edicionesivanrosado@gmail.com

Rosario, Argentina
Ezequiel Alemian

Onnainty

IVAN ROSADO
Maxi era amigo de un amigo de un amigo mío.
Se iba unos meses a surfear a Brasil y necesitaba
que alguien alternara con su hermano Mariano en
el cuidado de la guardería de perros que tenían en
Tortuguitas, en una quinta. Me hicieron el contacto
y un mediodía de semana increíble, con un sol perfec-
to, me fui en tren a ver de qué se trataba.
Nunca antes había viajado en ese ramal; el pai-
saje cambiaba continuamente, estación tras estación.
Justo pintaban las instalaciones y renovaban los
alambrados, incluso los que estaban en perfecto es-
tado. En los cruces ponían barreras de repuesto al
lado de las vías y por todas partes se veían empleados
con uniforme.
Llegando a Tortuguitas le mandé un mensaje a
Maxi para que fuera a buscarme. Vino a la estación
con el furgón de los perros: una camioneta destarta-
lada, con una sola butaca, para el conductor, y atrás
una caja cerrada de chapa, donde se enganchaban
los arneses de los animales. La camioneta se sacudía
haciendo tanto ruido que adentro no se podía hablar.

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La guardería quedaba en el barrio de Yei-Porá,
que en guaraní significa lugar hermoso. Era una urba-
nización de casas de fin de semana con terrenos muy
grandes, desarrollada durante los años 70, a la que se
entraba por un camino flanqueado de eucaliptus, que
la dividía al medio.
La quinta tenía adelante un parque amplio y ve-
nido a menos, que los perros pisaban todo el tiempo.
A un costado de la casa había un primer grupo de
caniles, los demás estaban al fondo del terreno, cru-
zando otro espacio parquizado, con unas plantas
muy lindas, muy llamativas. La casa era un chalet de
dos niveles con techo de tejas a dos aguas y paredes
tomadas por enredaderas. Abajo tenía un living y un
par de habitaciones, una que daba al frente y otra a
un costado, y una escalera de madera que llevaba al
primer piso, donde había otra habitación y un altillo.
La suciedad profunda que había en los cuartos me
impresionó enseguida. Miré todo por el rabillo del
ojo, ni siquiera quise tocar los picaportes.
Ese día, lo primero que hizo Maxi fue explicar-
me lo básico del funcionamiento del lugar: dónde
estaban las llaves de la luz, la forma de calefaccionar
la casa, las distintas combinaciones de canillas que
activaban el sistema de riego.
Maxi era una persona muy particular: enorme,
rubio, de ojos celestes, quemado por el sol, andaba
con los pantalones medio caídos, hablaba con una
disfonía leve y era muy dado a la explicación.

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Los perros estaban sorprendidos con mi presen-
cia. Pico era un galgo ruso, blanco y negro, que parado
en cuatro patas me llegaba por encima del ombligo;
le encantaba apoyarme la cabeza en el pecho. Con
él se movían otros tres galgos, uno patagónico, más
peludo y gris, de menor tamaño, llamado Brandy,
y dos comunes, que al tacto parecían de terciopelo:
Yisca, que daba la impresión de ser blanca cuando
en realidad no se le veía el pelo, y Cymza, un ejemplar
atigrado.
Los galgos tenían una personalidad tremenda, de
campo, y formaban un grupo. Eran muy maleducados
y dañinos, peligrosos para los otros perros. Maxi me
recomendó especialmente no dejar nunca nada fue-
ra de la casa, porque los galgos lo destrozaban. Eran
de Mariano, que además criaba gallos de raza, para
pelea, de los que tenía unos setenta, y alimentaba una
yegua, Mora, que también le pertenecía. La yegua
estaba atada en los fondos del terreno, y los gallos y
las gallinas estaban enjaulados en un terreno vecino,
al que se accedía a través de un pequeño portoncito
de hierro.
Entre los perros también estaba Nacho, un
weimaraner. Su cuerpo era solo musculatura. Tenía
un pelo gris metalizado, corto. Era el perro con el
carácter más parecido al de un humano. Vivía en un
departamento en Olivos pero la dueña lo llevaba a la
guardería dos o tres veces por semana.

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La reina del lugar era La China, una bull terrier
blanca y marrón, con una mancha que le atravesaba
la cara en diagonal. Los bull terriers tienen una
potencia tremenda pero son muy vagos y poco in-
teligentes. A pesar del aspecto asesino que exhiben,
como guardianes no dan ninguna seguridad. Si en el
camino uno les pone de pronto una silla o alguna otra
cosa, se la llevan por delante. No les gusta andar y se
pasan la mayor parte del tiempo tirados. Duermen
hechos una bola, profundamente, y roncan. El pasto
les da alergia y se arrastran sobre la tierra para rascar-
se la comezón. Son muy lentos. Tienen una cabeza
que parece haber sido especialmente diseñada, una
suerte de ladrillo redondeado en los bordes, y los ojos
son dos tajos delgadísimos, a través de los cuales lo
miran todo.
La China era de un solo bloque. No tenía sua-
vidad. Cuando yo estaba comiendo, ella subía las
patas a la mesa, y si no la sacaba podía quedarse así,
inmóvil, hasta que terminara. No entendía indicacio-
nes del tipo: “andá para allá”, “quieta”, “salí de acá”. La
veía y me empezaba a reír. Sentí un enamoramiento
inmediato por esa perra.
Maxi, o Mariano, me había contado que una vez
La China había tenido de cría un solo perrito, que
jugando se había metido por un hueco del alam-
brado en el terreno de los vecinos, que tenían unos
rottweilers feroces que lo habían matado.

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Además de estos perros, que andaban sueltos
y no se peleaban, estaban los que venían cada
tanto, cuando sus dueños se iban de viaje o querían
descansar de ellos. Eran los perros que permanecían
encerrados en los caniles. Jamás se los soltaba, por su
propia seguridad.
Como estábamos en temporada baja, entonces
no eran demasiados los que había. Estaba Thor, un
american stafford que un empresario había dejado
hacía dos años, y cuya pensión pagaba el alcalde de
la ciudad norteamericana al que el empresario aseso-
raba. Los american stafford son capaces de dar saltos
enormes y de trepar por las paredes. Thor tenía un
ladrido estremecedor, asesino.
Mis funciones, me explicó Maxi, iban a ser las de
darles de comer a los perros cada día a las 16 horas,
a cada cual su comida, que debía sacar de las bolsas
correspondientes. Iba a tener que estar muy atento
a que en ningún momento los animales se quedaran
sin agua en los bebederos. Si los escuchaba ladrar,
tenía que saber que era por algo. A la mañana y a
la noche me tocaba alimentar con maíz a los gallos
y a las gallinas, y a la tarde, con avena, a Mora. No
me correspondían ni la limpieza de los caniles ni
del baño de los perros, cuestiones de las que se hacía
cargo Mariano.
Mientras tomábamos mate afuera, en unas
sillas de jardín blancas, preciosas, que no habían

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sido repintadas en años, puse dos condiciones para
aceptar el trabajo: que una señora fuese a limpiar
regularmente la casa, y que un jardinero se ocupara
de mantener prolija la vegetación del parque.
Mujer para la limpieza había, me dijo Maxi;
el problema era que nadie la controlaba. Eso iba a
poder hacerlo yo. Durante un tiempo empezó a ir
un jardinero, diariamente. Después iba de manera
esporádica, cuando se lo necesitaba. También ha-
cía trabajos de albañilería, arreglos y otras tareas de
tipo general.
Quedamos en que yo iría a la quinta los lunes y
me volvería los miércoles, aunque dos veces por mes
iría los viernes y regresaría los miércoles, siempre al
mediodía. El resto del tiempo, turnándose conmigo,
el lugar quedaría a cargo de Mariano.
Delgadísimo, muy alto, Mariano usaba el pelo
tan largo que le llegaba hasta el final de la espalda.
Llevaba la barba bien crecida, que le bajaba hasta el
pecho, y vestía siempre remeras descoloridas, bomba-
chas de campo y alpargatas.
Cuando empezó a caer la noche me volví.
Cuatro días después estaba viajando a Tortugitas
para instalarme en la quinta. Llevaba en la mochila
una muda de ropa de trabajo: un pantalón cargo
verde musgo, un sweater verde petróleo de corte
industrial, con vivos suaves en la pechera y rombos
marcados con puntos verdosos, y unas zapatillas
cómodas, beiges, con acolchado interior.

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También llevaba un cuaderno que me había com-
prado en Madrid, una caja de aluminio para jeringas
llena de marcadores con distinta punta, y dos libros:
Proximidad del amor, de Tracy Emin, que me había
prestado una amiga, y Estrella distante, de Roberto
Bolaño, que me había prestado otra amiga y tenía
en la última hoja, escrito con lápiz por ella, un lis-
tado de nombres de varón posibles para el hijo que
estaba esperando.
Además llevaba un aerosol plateado, sogas de
diferentes grosores y unos sobrantes de cortes de
telas que me habían quedado del espacio que había
armado para el concierto de una cantante. Pensé en
llevar mi computadora, pero en la quinta había una
muy buena.
Maxi me fue a buscar a la estación. En la quinta
compartimos unos mates y se fue. Me cambié en el
cuarto que daba al frente, abajo, que había elegido
como propio, y encima de la ropa de trabajo me
puse un pañuelo tipo chal, marroquí, y una gorra
del festival de cine de Nancy que me habían traído
especialmente. Así salí a hacer unas compras al su-
permercado más grande y lindo del lugar, que estaba
sobre la ruta 8, en su intersección con la avenida de
los eucaliptus, a unas treinta cuadras de la quinta. Era
un tinglado que habían levantado en el centro de una
hectárea vacía, un estacionamiento adelante y el pas-
to perfectamente cortado alrededor. La construcción

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era nueva, muy espaciosa, con techos altísimos, sin
contaminación visual. Reinaba un silencio llamativo.
En las góndolas habían acomodado todos los
productos con las etiquetas perfectamente orientadas
hacia adelante, separados entre sí a una misma distan-
cia milimétrica. Había una concepción de la belleza
de una geometría absoluta y obsesiva; la manera que
tenía un loco para decir algo.
En la verdulería quise averiguar quién era el re-
positor que había acomodado los productos de esa
forma. “¿Por qué? ¿Está mal? ¿Hay algo que no le
gusta?”, me respondió la chica que atendía. Para no
preocuparla, elogié el trabajo que había visto y le acla-
ré que no me estaba quejando. La chica sonrió pero
no dijo más nada. Era de pocas palabras, como si en
esa escasez hubiese una señal de sometimiento.
Al rato regresé porque me había olvidado algo,
y la chica me señaló a un muchacho que estaba ahí
parado, sin hacer nada. “Es ese”, me dijo. Lo miré
bien, era un paraguayo alto y flaco, con el pelo negro
y corto, muy varón. Tendría unos 18 años y ya era un
hombre. Quise establecer conversación con él pero se
mostró extremadamente tímido y no pude. Creo que
ni siquiera entendió lo que yo le decía.
Entrar al supermercado era como ir a otro país;
me sentía un turista, un personaje embelesado. Daba
vueltas por los pasillos, buscaba clientes con los cuales
ponerme a conversar. Si veía a una vieja observando

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los paquetes de yerba, me acercaba y le preguntaba
cuál era la mejor.
Después volví por segunda vez a la chica de la
verdulería y le pregunté si su amigo dibujaba. “No,
pero yo sí dibujo”, me contestó. Me dijo que era de
Misiones, que se levantaba a las cuatro de la mañana
y trabajaba muchísimas horas. Vivía ahí mismo. Me
sorprendió el dato, pero entonces se le acercó otra
chica y medio disimuladamente le tiró del pullover,
por detrás, llamándola, y bastante nerviosa, como
descubierta, la vendedora que me estaba hablando se
fue con la otra.
Una de las tardes en que estaba recorriendo
las góndolas vi que uno de los chinos empezaba a
seguirme de cerca sin ningún disimulo, al contrario.
Era un empleado joven y su actitud me incomodó
enseguida. Cuando llegué al sector de los lácteos fui a
agarrar un yogurt y estaba vencido. Eso desencadenó
toda mi furia. Me di vuelta y encaré al chino que me
venía observando. Enojadísimo, empecé a gritarle
que dejara de seguirme porque si no le iba a pegar
un tiro.
Pagué en la caja, salí, y en la puerta me topé con
un oficial de la policía bonaerense que siempre estaba
ahí de guardia. Era enorme y macizo. Me empecé a
quejar de que en el supermercado me habían tratado
como a un ladrón, pero enseguida me enojé con el
policía y terminé gritándole también a él.

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Después estaba volviendo y sentí de golpe que
me rodeaba una sensación parecida al efecto de vacío
que se produce en los autos nuevos cuando se cierran
las puertas.
Había comprado frutillas, manzanas, peras,
jengibre. Revisé a fondo las alacenas y encontré que
había de todo: ollas, fuentes, vasos de aluminio, va-
jilla china, vajilla inglesa, jugueras, cucharas para
la sopa. Todo sin uso, sucio y engrasado.
Me gustaba que la casa estuviese mugrienta. La
limpieza es un tema que siempre me convoca. Es un
lugar en que desaparezco, en que descanso de mí.
Cuando limpio dejo de pensar, la mecanicidad me
funde en la acción. También es una forma de quitar
lo que no me deja ver.
Soy de maneras pragmáticas. Me gusta mirar una
casa y ver dónde están las vigas, darme cuenta de cómo
está hecha una mesa, de por qué una planta puede o no
puede crecer en una ventana. Me encanta saber cómo
están construidos los objetos, pongo mucho interés
cuando alguien sabe. Me atrae la gente que tiene un
sentido práctico de las cosas. El sentido práctico es
algo que me enamora, que me produce empatía. Me
parece erótico, me excita eso en las personas.
A veces me gusta hacerme el tonto, el que no sabe
hacer, para que el otro arremeta y haga; saco de ahí lo
que me interesa. A veces creo que lo hago todo mejor
que los demás, más prolijo.

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Miro mucho, ejerzo la observancia; eso fue lo
que me llevó a dibujar. El dibujo es como si algo de la
contemplación se concretara, orgásmico.
Es una cuestión nada esotérica: cero inspiración,
cero conexión con la naturaleza. No tiene nada que
ver con el orden místico.
Es como si en determinado momento muchas
líneas pasaran a través de mí, cruzándose. En el caudal
está la energía. No es que esté haciendo un objeto.
Lo empírico es aprender.
A dos cuadras del supermercado había un
pequeño, incipiente centro comercial. Ahí había
una panadería con unas mesitas donde uno podía
sentarse a tomar café, a leer los diarios. Alguna vez
fui, al principio, pero lo verdaderamente importante
sucedía afuera.
Si iba a Tortuguitas en bicicleta, viajaba en los
furgones del tren. Siempre hay uno en el primer
vagón y otro en el último. Son unos compartimien-
tos cuadrados, de acero inoxidable, con paredes que
brillan como pulidas por el roce, sin ventana ni asien-
tos, en los que se viaja con las puertas abiertas y en su
mayor parte están ocupados por bicicletas. Siempre
hay alguien arriba que para subir te levanta la bici,
y para bajar alguien te la alcanza siempre desde el
vagón. A medida que va subiendo gente, las bicis se
acumulan contra la pared. Cuantos más son, más se
incrementa el contacto físico. Al final los pasajeros

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van tan pegados los unos con los otros que un día
viajé tan cerca de la pared que el brillo que despedía
me dio ganas de pasarle la lengua por encima.
Viajaban vendedores, jardineros, chorros que
iban a comprar droga a la villa. Había de todas las
edades. Algunos chicos tenían unos cortes de pelo
muy particulares, y tatuajes, y usaban ropa deportiva.
A los que iban a trabajar no les interesaba nada de lo
que hacían los otros. Se fumaba porro paraguayo, se
tomaba merca, y muchos viajaban borrachos.
Yo intentaba no hablar demasiado y masticaba
mucho mi mirada burguesa. Si me ofrecían marihua-
na, aceptaba. No tenía miedo, estaba entregado. Era
como un juego, viajar tan apretado con un montón
de hombres, como si fuera uno de ellos. Temía que
se me acercaran a hablarme y no entender, porque no
los entendía cuando los escuchaba hablando entre sí.
Un viaje me lo pasé hablando con un chico y
bajamos juntos. Fantaseé con llevármelo a la quinta
pero no lo hice. Otra vez subieron dos borrachos muy
densos, provocando. De una de las bicis de los jardi-
neros sobresalían un machete y una tijera de podar,
y pensé que perfectamente alguno de los exaltados
podía agarrar esas herramientas y atacarnos. Quise
bajarme, pero mi bici estaba muy trabada con las
otras, y no pude.
Mi bici era roja y amarilla; las demás, en general,
de un color indefinido. En una oportunidad quise

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acomodar la mía y agarré otra para correrla, por una
rueda, justo donde estaba llena de mierda de perro.
Otra tarde, volviendo de la quinta, se subieron
al furgón varios tipos camino a una manifestación.
Cargaban bombos y redoblantes, que iban tocando,
y hacían un ruido insoportable. Yo tenía que llegar
a Coghlan para dar mi taller para chicos. En cada
estación se subían más manifestantes. El sonido de
los redoblantes se volvió infernal, pero de pronto to-
dos se habían bajado, y en el furgón solo quedábamos
dos pasajeros.
Si no iba en bici, en la estación me tomaba un
remís. De la quinta a la estación, de vuelta, me llevaba
Mariano cuando llegaba. En el tren viajaba sentado
en un vagón común, escuchando música o leyendo.
No recuerdo qué música escuchaba. En mi casa es-
cucho música constantemente, también en mi taller,
pero en Tortuguitas me gustaba escuchar los sonidos
del campo.
Descubrí los diferentes ladridos de los perros,
aprendí a distinguir el canto de cada pájaro. Los
árboles emitían un sonido diferente según la forma
en que el viento sacudiera sus ramas. Al principio
creía que algo pasaba cerca cuando en realidad suce-
día lejos, hasta que empecé a entender las distancias
de los ruidos.
De noche oía las locomotoras en la lejanía, y el
sonido de los motores de los autos. A veces sonaba la

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alarma de alguna casa próxima. Algunos ruidos eran
extraños. Una noche estuve un buen rato pegado a la
ventana, escuchando algo que no entendía, hasta que
me di cuenta de que se trataba de los caballos de un
vecino, que pastaban en la vereda. Otra vez resulta-
ron ser las pisadas de los cuises sobre las hojas secas
del parque.
Rápidamente desarrollé una pequeña capacidad
de mando sobre los perros. Hay que ser fuerte y preci-
so, no dudar. Los perros son como los niños: van ahí
donde ven la grieta. Darme cuenta de que no iban a
pasarme por encima, que era mi gran temor, me dio
mucha tranquilidad. Así pude establecer un método
de convivencia.
Jugábamos un montón juntos, en el parque.
Corría hacia un lado y me seguían, de pronto giraba
e iba en otra dirección y me seguían. Les ponía obs-
táculos, les tiraba palitos para que fueran a buscarlos.
Podía estar leyendo y venía La China con una
pelotita de tenis entre los dientes, me apoyaba la
trompa sobre una pierna y se quedaba quieta, sin
transmitirme nada. Para sacarle la pelotita tenía que
engañarla. El juego consistía en distraerla. Ella se de-
jaba engañar y yo tiraba con miedo, abriéndole las
mandíbulas con las manos, hasta que le quitaba la
pelotita. Entonces a La China se le despertaba una
energía increíble.

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Algunos perros se excitaban tanto cuando
jugábamos que empezaban a enloquecer y a pelearse.
Nacho y Pico solían ser los primeros en descontro-
larse. Ahí se terminaba el juego, para todos.
Si podía divertirme con ellos era porque en su
momento también podía ponerle fin al juego. La
capacidad de mando no estaba desligada de la capa-
cidad de juego.
Los perros nunca me dejaban solo, los tenía siem-
pre a todos alrededor. A veces odiaba que pasara eso,
no quería que me siguieran.
La China tenía un gran componente de gato, y
la yegua de perro; era un tanto arisca y yo tenía con
ella una relación de poca confianza, de precaución.
Un día que había llovido y estaba toda embarrada,
busqué en la casa un cepillo hermoso, que calzaba en
la mano, me le acerqué con mucho cuidado y empecé
a cepillarla. Para Mora, el cepillado era una caricia.
Estuve horas haciendo eso. Le cepillé todo el cuerpo:
las patas, la panza, la cola, las crines, el cuello.
Al día siguiente, leía en el parque y escuché que
venía por detrás. Pasó a mi lado, muy cerca, casi ro-
zándome, y siguió. Unos metros más allá se inclinó
sobre sus patas delanteras, apoyó el mentón contra el
pasto y bajó todo el cuerpo. Dejé el libro, me levanté
despacio y fui hacia donde tenía la cabeza; con mu-
cho cuidado la puse de costado y me quedé un rato
acariciándola. Mora se puso patas para arriba y le pasé

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las manos por la panza. Después terminó de girar, se
paró y volvió a los fondos del terreno.
Normalmente, a eso de las 10, cuando ya le había
dado de comer a los gallos, aprovechaba para desa-
yunar. Me hacía el mate, unas tostadas de pan negro,
cortaba frutas y paltas, y me llevaba todo afuera aun-
que hiciese mucho frío, a una mesa de troncos que
había cerca de la parrilla y del horno de barro que la
casa tenía atrás.
Llevaba conmigo el cuaderno, que tenía en la
tapa la reproducción de un cuadro de Hopper, y en
él hacía algunos dibujos de los perros, de la casa, de
las plantas.
Todo el tiempo de la luz era mío, y lo usaba para
estar al aire libre. Incluso aprovechaba el día para
sacar fotos que después, a la noche, bajaba a la com-
putadora, y dibujaba en mi cuaderno lo que veía en
la pantalla.
Mariano tenía una escopeta en un estuche ma-
rrón de cuero gastado, con una manija para colgar al
hombro, y otra en una caja de madera lustrada, con un
interior de terciopelo bordó. La primera vez que abrí
esa caja dibujé la escopeta casi sin sacarle la mirada de
encima. A los perros los dibujaba rápido por miedo
a que se movieran, la escopeta la dibujé rápido por el
miedo en sí mismo.
Había un espacio exterior y otro interior en la
quinta, y un espacio intermedio, que era donde sentía

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que me encontraba. Era algo que todo el tiempo se
me manifestaba con la ropa: tenía que pensar qué
ponerme, cómo arreglarme. Si llovía, tanto el afuera
como el adentro estaban mojados; adentro se emba-
rraba por mis botas. Los días de sol eran claramente
del afuera. El afuera era un parque invadido por los
animales, con los pozos profundos que hacían los gal-
gos y la caca que dejaban los perros sobre el pasto.
No me gustan los lugares cerrados, prefiero espa-
cios ventilados. No me importa demasiado si tengo
frío; me abrigo. La falta de calefacción te deja a veces
medio tullido, pero la calefacción tiene para mí un
efecto de aburguesamiento atroz.
Para calentar la casa había dos radiadores eléctri-
cos grandes y una salamandra hermosa, antigua, de
hierro, negra, que estaba en la galería que comunicaba
la cocina con el comedor. La salamadra podía usarse
como cocina. De la parte superior se sacaban unas
tapas de hierro, de distinto tamaño, que permitían
poner una olla sobre las llamas, o una pava.
Cuando llegó el otoño intenté varias veces
prenderla y no pude. Me crucé con Fernando, un
boxeador que todas las mañanas pasaba corriendo
por la puerta de la quinta, y le conté el problema que
tenía. Fernando era una especie de hijo adoptivo de
El Gordo, un amigo de Mariano que también criaba
gallos y tenía galgos.

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Fernando vino al día siguiente, de sorpresa, para
ayudarme con la salamandra, pero entonces ya había
podido encender el fuego. Era de pocas palabras, tu-
vimos una conversación muy superficial hasta que en
un momento él vio que sobre la mesa había un mazo
de cartas y se interesó. Le propuse que jugáramos al
truco y aceptó. Estuvimos un rato largo jugando por
porotos en la mesa de la cocina.
No sé si antes o después me tocó ir a devolverle a
El Gordo uno de sus perros, que se había escapado y
se había mezclado con los nuestros. Las tres cuadras
de campo, largas, que separaban las quintas, el perro
fue siempre con el cuerpo pegado a mi pierna dere-
cha. La hija de El Gordo, que era una rubia de ojos
claros, simple, rústica, me invitó a conocer la quinta.
En un primer galpón que daba a la calle tenían
una balanza eléctrica donde pesaban a los gallos; las
paredes estaban tapizadas con decenas de jaulas, cada
una con un gallo negro. Los gallos parecían idénticos,
pero todos tenían alguna singularidad evidente: la
forma de la cola, una pluma de otro color, el torna-
solado del cuello. Había un sector de tierra seca, con
más jaulas, y después un segundo galpón, más chico,
en cuyo centro estaba el ring para las riñas, celeste,
similar a una pileta de lona.
Cuando no pasaba nada, cuando yo estaba sin
hacer nada, percibía en el aire una especie de lla-
mado del orden de la masculinidad. No era una

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masculinidad de la naturaleza. Había algo de la ho-
mosexualidad que desaparecía. No sabía qué era, ni
me interesaba. Era un llamado que me hacía elegir el
camino de la fuerza, del peligro. Ahí la masculinidad
estaba en las cosas del hacer con fuerza, y del detalle
que se expresaba en esa fuerza.
Una tarde temprano volvía de hacer unas compras
por una calle de tierra y en una cuadra flanqueada por
árboles vi a un muchacho que venía hacia mí por el
mismo lado. Me di cuenta de que no iba a correrse
y decidí que tampoco yo iba a correrme. Cuando
pasamos uno al lado del otro nos chocamos los
hombros. Me di vuelta y lo encaré. Él me empujó y caí
sentado. Tomé envión para levantarme y empezamos a
pegarnos. Durante unos segundos recuerdo no haber
escuchado más que nuestras respiraciones agitadas y
el sonido de los puñetazos que nos dábamos.
Cada tanto iba a la quinta una camioneta que
llevaba las bolsas de comida para los animales. Las
dejaba en la puerta y se volvía. Una vez me puse a
entrarlas con la carretilla, pero era un trabajo difícil
que me obligaba a hacer mucha fuerza con la cintura.
Decidí cargar las bolsas al hombro, acomodándo-
me para hacer el menor esfuerzo. Moví un par y fui
a buscar la cámara, que puse sobre un balde inverti-
do, a cierta distancia de encuadre, para grabar el ir y
venir. Quería que quedaran registradas las extrañas
torciones que iba adoptando mi cuerpo. Entonces

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aparecieron los perros, corriendo hacia donde estaba,
y también quedaron en las imágenes. Fue lo primero
que filmé en la quinta.
No llevaba una rutina de bañarme todos los días.
Me bañaba cuando me sentía sucio, pero también
para sentirme sucio dejaba de bañarme. Me sentía
cansado y me gustaba llevar ese olor encima. Siem-
pre tenía las manos tajeadas, con rayones, y las uñas
con tierra.
Sabía que los chicos querían que La China
quedara embarazada, y un día llegué y me encuentro
con que la habían inseminado con esperma de un
macho premiado.
Con el embarazo, más que engordar se infló. Le
dábamos vitaminas, comía más veces por día y se
le intensificó el carácter; dormía todo el tiempo. Los
galgos y el weimaraner, súper enérgicos, le hacían más
contrapunto que nunca. La China tendía a quedarse
en la casa. Los bull terriers son perros muy sensibles
al frío.
Parió adentro, un día que yo no estaba. Mariano
me mandó un mensajito por teléfono, dándome la
noticia, así que llegué sabiéndolo. Habían puesto a los
cachorros en una caja de cartón grande, una especie
de moisés compartido: eran muy pequeños, ciegos,
todavía no se les había formado la boca, y en su lu-
gar tenían unas especies de sopapitas. Eran siete, cua-
tro blancos con manchas negras y marrones, overos,

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y tres completamente blancos. Los blancos son más
difíciles de vender, los overos son más fuertes.
Como al moverse La China podía aplastarlos,
rompiéndoles algún huesito, una pata, la cola, había
que separarlos. A la perra se le destinó un cuarto en el
primer piso, cuarto del que además no le permitíamos
salir, por los riesgos de infección que corría. Incluso
sus necesidades hacía ahí adentro. Los cachorros
quedaron abajo, en su caja, sobre una manta térmica,
junto a uno de los radiadores eléctricos.
Cada tres horas, incluso de noche, por supues-
to, cargaba la caja, subía con ella la escalera, entraba
rápido al cuarto de arriba, para que la China no se
escapara, dejaba la caja en el piso, acostaba a la perra
sosteniéndole la cabeza con una mano, y con la otra
mano iba poniéndole los cachorros en las tetas.
Primero ponía a los overos en las tetas con más
leche, porque no en todas tenía la misma cantidad.
Después los ponía en las tetas con menos leche, y
ponía a los cachorros blancos en las tetas gordas. No
todos los perritos comían igual, algunos eran más dé-
biles; a esos les daba prioridad. Como los cachorros se
zafaban, tenía que reacomodarlos.
Estaba muy pendiente del reloj, pero a veces me
distraía y eran los perritos los que me recordaban el
momento, cuando de pronto empezaban a llorar to-
dos juntos. Eran un chillido desaforado, de una voz
intensa, bien aguda.

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Después de comer, los cachorros cagaban y
meaban en el cuarto. Yo los agarraba de a uno y los
ponía dándole el culo a la perra, que se los limpiaba
lamiéndolos sin parar.
Por el peligro que significaban los otros perros,
nunca se les permitía salir de la casa. Cuando
crecieron un poco los pasamos de la caja a una jaula
y empezamos a bajar a la perra al lado de la jaula. Ya
entonces tomaban la teta solos. Después de la ali-
mentación, volvíamos a subir a La China a su cuarto.
Visiblemente, la perra iba recuperando su cuerpo.
Si me encontraba adentro, un rato los dejaba salir
de la jaula. Eran como siete resortes: estaban quietos,
y de golpe pegaban un salto vertical. Tenían tanta
fuerza que saltaban sin envión. Eran muy jugue-
tones, tironeaban de todo, todo lo mordían, todo
lo rompían.
La etapa de alimentación siguiente consistió en
darles un balanceado especial, ablandado con leche,
tres veces por día. Había que educarlos con severidad,
por el potencial de daño que tenían. Si se lastimaban
entre sí, jugando, por la fuerza de las mordidas, había
que golpearlos para que entendieran que era algo que
no tenían que hacer.
No tenían rasgos de personalidad distinguibles;
como nunca tuvieron nombre, se integraban en una
especie de bloque indistinto. Es cierto que había uno
más agresivo, al que había que tratar con más decisión,

26
y otro que tenía mal una pata, que los chicos pensa-
ron que iban a tener que regalar, y al que finalmente
sanaron acomodándosela con una madera y cinta.
En un momento uno de los cachorros blancos se
empezó a hinchar; me di cuenta de que era porque no
cagaba y le avisé a Mariano. Mariano fue a una vete-
rinaria y le compró un desparasitario, que enseguida
lo mejoró.
De tan sucios que estaban, finalmente decidí
bañarlos. Llené un balde con agua tibia y le tiré un
chorro de lavandina. Ahí me asaltó una duda y llamé
a la madre, bióloga, de una amiga, para preguntarle
a partir de cuándo se los podía bañar. Le conté lo
de la lavandina y me dijo que de ninguna manera
lo hiciera de esa forma. Que de última, me aconse-
jó, utilizara detergente. Preparé entonces otro balde
con agua tibia y le puse un poco de detergente. Aco-
modé el balde sobre la mesada, tomé unos paños
amarillos y fui bañando a cada uno de los cachorros.
No me importaba que tuvieran vida o no. Yo tenía
que limpiarlos.
Puse un paño en la mesada para apoyarlos y con
otro paño, mojado en la preparación, los iba limpian-
do: boca arriba, boca abajo, la cola, las patas, la cabeza,
adentro de las orejas. A los que estaban lastimados
les pasaba por las heridas un algodón embebido en
agua oxigenada. Después los sequé con otro paño.
También limpié la jaula donde los teníamos. Cuando

27
terminé me acosté en el piso, boca arriba, y dejé que
se me vinieran encima, y los abracé a todos juntos,
como nunca antes lo había hecho.
Con ese mismo tono de acción que tuve con los
perros me volqué a la poda, mecánicamente, con un
método. Elegía un árbol, me trepaba varios metros,
sujetándome con una sola mano, y con la otra serru-
chaba unas ramas enormes.
También lo hice con una tijera de podar, sobre
cien metros de ligustrina salvaje, que ocupaba mu-
chísimo espacio. Me pasé varios días cortando. Tenía
mucha energía. No me sentía cansado, nunca me
dolían los músculos.
Me gustaba salir a dar vueltas. En alguna parte,
detrás del barrio, decían que había un castillo. Fui en
bici a buscar; encontré una casa que tenía una especie
de torre pequeña en el techo y pensé que podía ser,
pero me pareció un poco decadente. Al rato me topé
con otra casa, más importante, que tenía dos mirado-
res, uno a cada costado, y esta vez me pareció que los
miradores habían sido la ocurrencia de un albañil.
Días más tarde salí a andar por esas calles sin
nombre, sinuosas, dejándome llevar por los impulsos
del momento, y llegué a una ruta asfaltada que no co-
nocía. Tomé por ella y pasé por delante de un campo
extenso. Después volví a meterme en el barrio, pero
enseguida me di cuenta de que me había perdido. No
quería deshacer camino regresando por la ruta. Las

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calles estaban cubiertas con piedras, lo que me difi-
cultaba el pedaleo, al punto de que algunas cuadras
tuve que hacerlas a pie, acarreando la bici.
En algún lugar, al doblar una esquina, me
encontré de golpe con el verdadero castillo, construi-
do sobre una parte de terreno más elevada. El casco
estaba cercado por enredaderas y árboles muy pega-
dos, distribuidos para impedir la visión de la casa.
No podía observársela entera desde ningún punto.
Alcancé a ver un pedazo de la entrada principal, con
varios peldaños de piedra gris, sucia. La construcción
estaba mal mantenida. A un costado tenía un parque
despejado y en medio del parque había una arcada
que dividía el espacio en dos terrenos enormes. Había
un auto, vi chicos jugando.
Si no estaban cubiertas con piedras, las calles
estaban surcadas con huellas profundas, de barro
seco. Anduve hasta un punto en que tenía que optar
entre ir a la derecha o a la izquierda. Me acerqué a
una casa a la que estaban entrando una camioneta,
me orientaron de manera aproximada, y así fui en-
contrando el camino de regreso.
Cuando llegué a la quinta busqué una escalera
oxidada, que enterré verticalmente en el piso hacien-
do peso colgado de los travesaños. La base era muy
filosa porque no tenía los topes plásticos, y se hundió
fácil. Quedó como si estuviese parada, sin sostén, un
par de metros por encima del césped. Alrededor de

29
las puntas superiores puse unos bollos que hice con
bolsas de residuos para consorcios. Me subí muy pe-
gado, haciendo equilibrio, las enrollé y rodeé con una
cinta adhesiva transparente.
Al lado de la escalera clavé una caña seca más alta,
en cuya punta había atado un hilo de nylon trenzado
que tensé desde abajo. Tiré todo lo posible y anudé la
soga a la base de un árbol que había cerca. Quedaron
la escalera vertical y al lado la caña en arco. El óxido
de la escalera y la delgadez de la caña hacían que las
figuras se desdibujaran un poco en el paisaje, así que,
formando sistema, aunque algo apartado, puse en el
piso un fuentón de plástico azul. El fuentón era lo
primero que se veía desde lejos. Después se comple-
taba la imagen.
Si llovía, desde el tren no se veía nada del afuera,
todo lo que sucedía pasaba en el vagón, pero si dejaba
de llover el exterior aparecía saturado de intensida-
des, como si estuviese intervenido. Una vez llegué a
Tortuguitas con una llovizna interminable y una luz
pareja, sin sombras, que resaltaba los colores. En el
camino de la estación a la casa saqué la cámara e hice
algunas fotos.
Ya Mariano me había dicho que se iba a ir un par
de horas antes, porque tenía algo que hacer, así que
cuando llegué no encontré a nadie. Me calcé unas bo-
tas de goma, una camisa marrón de lana, entallada, y
el chal.

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Llené un balde con la comida para los gallos y
crucé el parque hacia la puertita por la que se pasaba
al terreno donde estaban las aves. Cuando me esta-
ba acercando vi que sobre el fondo verde del césped,
de una intensidad flúo, había una mancha negra que
pasaba, y otra mancha, blanca, que se agitaba más
arriba. También vi a Mora, la yegua, muy nerviosa,
dando patadas en el aire. Enseguida reconocí que la
mancha negra correspondía a uno de los rottweilers
de los vecinos, que acababa de cazar en el aire a una
gallina blanca.
Iba a abrir la puerta para pasar, pero del otro
lado había dos perros más: uno estaba tirado, con un
gallo entre las patas, comiéndoselo, y el otro estaba
de pie, mirándome fijo. Salí corriendo hacia la casa,
en estado de locura. Tomé el teléfono, y empecé a
llamar a Mariano mientras corría hacia la casa de los
rottweilers. Mariano me preguntaba todo el tiempo
cuántos gallos habían muerto.
Cuando llegué vi a una adolescente agachada
debajo de la ligustrina del cerco que separaba su
propiedad del terreno de los gallos, llamando a los
perros muy bajito, más como si en realidad estuviese
mirando lo que pasaba.
Empecé a gritarle que no los llamara, sino que
fuera a buscarlos. La chica me respondió que sí, y en-
tró a la casa a buscar a su hermano. El hermano era
una especie de rugbier vestido con un pantaloncito

31
blanco ajustado, una remera y unas ojotas también
blancas. Alto, rubio, de ojos celestes, venía hacia mí
bajo la lluvia.
Le conté lo que estaba pasando y se disculpó con
pocas palabras. Era medio bruto, toda la energía pa-
recía tenerla depositada en el físico. Que no había
disculpa posible para un nivel de violencia tan alto,
le decía yo; ahora lo importante era que entre los dos
resolviéramos la situación.
Mientras íbamos de su casa a la quinta bajo esa
luz del mediodía, la ropa mojada se le iba pegando
al cuerpo.
Tranquilicé a los perros de la casa y los metí en
el living por seguridad. Después fuimos hasta el por-
toncito de hierro y vimos que dos de los rottweilers
ya los había pasado la hermana por el alambrado, a
través del mismo agujero que los perros habían hecho
para invadir el terreno. El vecino levantó al tercer pe-
rro, amagando con atravesar el parque para sacarlo
por adelante, pero le advertí que de ninguna manera
le permitiría hacer eso. Temía que pasara algo con los
perros de la quinta. Así que empujó al animal, hacién-
dolo pasar también por el alambrado. Después fui a
buscar un pallet, que usamos para tapar el hueco.
Los rottweilers habían aprovechado la caída de
una rama sobre el cable electrificado que les impedía
acercarse al cerco, y por ahí se habían abalanzado
sobre el alambrado, abriendo el agujero.

32
Empecé a caminar y vi sobre el paño verde del
terreno una mancha tornasolada de azul, con un pe-
dazo de gallo, un grupo de florcitas amarillas, y entre
ellas la cabeza con la cresta roja de una gallina, y otra
mancha, de plumas marrones.
Comprendido el espectáculo de la masacre,
le advertí al vecino que yo no iba a limpiar eso. Se
ofreció a juntar los cuerpos destrozados de las aves.
Fui a buscar dos bolsas de residuos grandes y a mano
empezamos a levantar los pedazos. No había ras-
tros de la enorme cantidad de pollitos que había
en las jaulas; seguramente los perros se los habían
comido enteros.
Juntando los restos se empezó a dar con el veci-
no un roce de manos, de piernas. Se agachaba y yo le
miraba los muslos. Se había embarrado los pies. Era
una sensación muy intensa. En algún momento había
empezado a generarse una tensión sexual.
Llenamos las bolsas con lo que quedaba de los
gallos y las gallinas y las dejamos a un costado. Entre
los restos estaban las patas de los gallos con los anillos
de identificación de cada uno de los animales.
Ya íbamos saliendo por el parque cuando le
ofrecí si quería tomar un vaso de agua y aceptó.
Entramos a la casa y fuimos a la cocina. En la cocina
empezamos a acariciarnos, a tocarnos las pijas y a
masturbarnos de pie. Cada uno se masturbaba y a la
vez masturbaba al otro. Acabamos sobre el piso.

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Mariano venía en viaje desde Lanús y me seguía
llamando por teléfono. Me decía que no quería ver
a nadie en su propiedad, y que si encontraba algún
rottweiler en el parque lo iba a matar de un tiro.
Acompañé al vecino hasta la puerta y le recordé
que los gallos eran de cría. Él me dijo que me quedara
tranquilo, que iba a haber una compensación.
Cuando se fue volví a la casa. Sentía mi cuerpo
como el de alguien que hubiera pasado por un cim-
bronazo emocional. Me saqué la ropa, empapada, me
puse ropa seca, me fumé un porro y salí a caminar.
Al volver de la caminata escribí un poema, que
luego titulé Los gallos, que dice así:

paño verde flúo


con plumas manchadas
sangre reciente
de encías clavadas
con huesitos de gallos
ya sin cabezas
mancha negra voraz
de mancebo rubio
de robusto muslo
su pierna desnuda
chorreada de gotas
muerte plomiza
y mediodía lluvioso de otoño

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bolsa de consorcio
pesada y densa
negro de fúnebre
sobre colorado de aves
tornasolado de alegría
el muchacho me mira

Esa noche encontré una gallina aterrorizada en


medio de la ligustrina, y a la mañana siguiente un
vecino vino a avisar que había encontrado otra en la
calle, y la había llevado a su casa. Fueron los dos úni-
cos animales que sobrevivieron a la matanza, aunque
las dos murieron unas horas más tarde, por el estrés.
Ya en mi imaginación todo estaba preparado
para que se produjera una nueva embestida, y una
madrugada me estalló la cabeza mientras dormía. Se
había producido una explosión fortísima, generando
un ruido que no podía comprender. Me levanté al se-
gundo, como todos los perros, que en ese momento
comenzaron a ladrar desesperados.
Me asomé a las ventanas de la casa, observando
el parque alrededor, pero fui incapaz de identificar
dónde se había originado el ruido. Afuera todo es-
taba como si no hubiese sucedido nada. Me pareció
estar un rato largo preguntándome por lo que había
pasado, pero seguro que fueron nada más que unos
segundos. Me sentía aturdido. Lo que había ocurrido
era del orden de lo mucho para mi comprensión.

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Abrí el ventanal del living para escuchar mejor,
y oí unas voces. Venían del otro lado del cerco, de
la vereda, a unos diez metros de distancia. Se daba
una situación violenta: las voces estaban gritando, y
algunos vecinos, a lo lejos, desde sus casas, también
empezaban a gritar. Entonces hubo una nueva explo-
sión, más leve que la primera, y enseguida otras tres,
menores. Después se escuchó una sirena de la policía.
Fuera lo que fuese que sucedía, no pensaba salir.
Pasaba en otro espacio, no en el mío. Afuera estaban
los perros, súper atentos y cebados por la situación.
Cuando regresé al cuarto a dormir, vi que a través de
la ventana, que dejaba con las cortinas abiertas, en-
traba un rayo de luz. Del lado de afuera había varios
policías con un revolver en una mano y una linterna
en la otra, apuntando en varias direcciones hacia el
interior de la casa.
Hablé con uno a través de la ventana. Me dijo
que había estallado un auto, que los vecinos asegu-
raban haber visto a unos delincuentes metiéndose
en un terreno lindero. Me preguntó si podía pasar
y no lo entendí, creí que me preguntaba si era posi-
ble que los delincuentes pasasen del terreno lindero
al parque. Le dije que no, también porque no quería
que entrara.
Al día siguiente, en la zanja, a unos metros de la
quinta, había un Honda Civic incendiado. Todo el
pasto alrededor del auto estaba quemado, y también
gran parte de un árbol que había cerca.

36
Para colocar a los perros de La China, los chicos
subieron imágenes de los cachorros a una página de
internet para amantes de los bull terriers. Un día lle-
gué a la quinta y había dos perritos menos. Otro día
vino un hombre con su hijo de diez años a elegir un
perro. Les mostré los cachorros y empezaron a jugar
con ellos. Le pedí al hombre que no dejara que se
fueran hacia donde estaban los demás perros, pero
enseguida me di cuenta de su incapacidad.
Eligieron una hembra blanquita, que dejaron
con la idea de volver a buscarla en unas semanas.
De inmediato llamé a Mariano y le dije que de
ninguna manera les diera el animal. El tipo no tenía
autoridad, le advertí. Iba a tratar a la perra como si
fuese una caniche.
Antes había venido el dueño del macho insemi-
nador, al que, por el servicio, como forma de pago,
le correspondía elegir primero. Puso a cada perrito
encima de la mesa, perfectamente parados, levan-
tándoles la trompa y la cola; les sacó fotos a todos y
revisó al que había estado entablillado. También les
miró los dientes, que tienen que calzar perfectamente
para no lastimarse cuando cierran la boca.
Volvió al mes y escogió un macho overo hermoso,
que entretanto se había revelado como el más fornido.
Como todavía no estaba para destetar lo dejó unas
semanas más, antes de llevárselo.

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Después del dueño del macho, el que eligió
cachorro fue Maxi, que se quedó con una hembra
blanca, a la que le puso Bonnie. Cuando empezó a
socializar con el resto de los perros, Bonnie era tan
juguetona que los otros terminaban por irritarse con
ella y la mordían.
Si alguno quedaba sin vender, los chicos me
propusieron llevármelo yo, pero me iba a ser
imposible ocuparme del animal, así que rechacé la
idea, agradecido.
Ya se habían ido todos los cachorros cuando un
día vino Mariano a buscar dos perros de los caniles,
para llevárserlos a sus dueños. Eran animales grandes,
uno tipo collie, viejo, y el otro un schnauzer gigante.
Los llevamos hasta el galponcito donde estaba
la peluquería de los perros. Había una bañadera,
unos duchadores y un par de secadores industriales.
Mariano los duchó y yo los sequé. Para eso tuve que
subirlos a una mesa de hierro, típica de veterinaria,
con una superficie de goma, y sostenerlos con fuerza,
porque a ningún perro le gusta que lo sequen. Agarré
al collie del collar, con una actitud determinante, y
se tranquilizó. Después me puse a hablarle. Le pasé
unos toallones, y mientras le pasaba el secador y el
pelo se le abría mostrándome su piel, pensé en una
idea de acontecimiento, en un espacio y un tiempo
concretos donde todos los elementos de la realidad se
ecualizaban: un perro viejito y entregado, una acción

38
mecánica y amorosa, la acumulación de los días que
pasaban, la luz a media tarde, las ganas de merendar,
los pelos volando por todas partes.
Pensé en un encuadre en el que hubiese un equi-
librio entre el valor de lo que estuviera adentro y lo
que estuviese afuera, donde el fuera de campo de ese
campo de Tortuguitas tuviera la misma intensidad
que aquello que filmaba, dibujaba o escribía.
Tiempo después quisieron volver a inseminar a
La China, pero esta vez no quedó embarazada.
Con la llegada del calor las plantas empezaron a
brotar, el pasto a crecer y a volverse más tupido. Todo
empezó a transformarse. Por la calle me cruzaba con
más gente; había pintores, jardineros arreglando las
quintas. Las casas y los parques se iban emprolijando.
Algo de ese cambio me hacía cambiar.
Vino el camión de un corralón y dejó una
montaña de arena en la entrada, para renovar la de los
caniles. De llevarla adentro y distribuirla se encargó
el jardinero. Estuvo todo el día. Cuando se fue al
caer la tarde, fui a ver lo que había hecho y con un
rastrillo empecé a dibujar sobre la arena nueva que
había puesto en el piso. Aplanaba grandes super-
ficies, que quedaban perfectamente lisas, o dibujaba
figuras geométricas.
Si caminando por la calle, paseando, veía una
zanja prolija, y un sector de pasto diferente, tierno,
con unas hojas redondas, me tentaba, me acostaba

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encima y me quedaba un rato ahí tirado, pensando
en un montón de cosas, mirando el cielo.
Un sábado al mediodía invité por primera
vez a unos amigos a la quinta. Vinieron a hacer un
asado en la parrilla gigantesca que había en el fondo
del parque. Dejaron el auto en el estacionamiento
del supermercado de los chinos, donde habíamos
quedado en encontrarnos. Pasé a buscarlos y fuimos a
comprar lo que necesitábamos.
Entramos al supermercado, yo decidido a mos-
trarles lo que tanto me había impresionado, pero
cuando estuvimos ahí me di cuenta de que eran
ellos los que me estaban mostrando el lugar a mí.
Comprendí que en la quinta había estado entregado
a una gran historia, jugando mi gran juego. El juego
era el modo en que me enfrentaba todo el tiempo a
situaciones nuevas que me pasaban. Y de golpe, con
la llegada de mis amigos, con ese modo de mirar en
el que también me reconocí, porque era el punto de
vista compartido a diario en la ciudad, me di cuenta
de que mi estadía en Tortuguitas había sido una
especie de ensoñación.

40
Nota

Conocí a Paco Fernández Onnainty en el verano de


2013. Ese año nos vimos un par de veces y me contó cosas
dispersas de su trabajo en la guardería. A principios del año
siguiente me mostró unos videos que había hecho con los
perros. Me gustó escucharlo, y le propuse que nos reuniéra-
mos a hablar sobre su temporada en Tortuguitas. Durante
unas semanas, los viernes a la mañana nos encontramos en
su taller del Abasto. Él de un lado de su mesa de trabajo,
yo del otro, comíamos galletas de arroz, tomábamos mate
y conversábamos. Había una dinámica, un ejercicio: yo le
preguntaba, él me contaba. De ratos venía a hacernos com-
pañía la gata Chicabestia. Casi siempre fumábamos. De
las notas que tomé en esas charlas salió Onnainty. No hay
en el texto una sola frase que no haya sido dicha por Paco.
se imprimió en el mes de septiembre de 2018
en Gráfica Amalevi SRL
Mendoza 1851 - Tel (0341) 4242293
Rosario
Argentina
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