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UNIVERSIDAD CATÓLICA ARGENTINA, FFYL, DEPARTAMENTO DE LETRAS

CÁTEDRA DE LITERATURA FRANCESA I (CÁMPORA-DE CABO)

Bénichou, Paul, 1948, “La métaphysique du jansénisme”, en Morales du gran siècle, París,
Gallimard, pp. 121-144. Traducción de Mariana de Cabo.

“La metafísica del jansenismo”

En primera instancia, resulta difícil definir el jansenismo, una corriente de pensamiento


del siglo XVIII que, según la opinión general, ha influido tanto en el espíritu de esta época.
Sin embargo, las nociones fundamentales del jansenismo y los hechos más importantes de
su historia son demasiados conocidos para que se los mencione brevemente.
El movimiento surgió a partir de las ideas y de los proyectos que intercambiaron Du
Vergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran, y su amigo Jansenio (o Jansenius), obispo de
Ypres entre 1617 y 1635. Ellos planeaban en secreto una reforma poco precisa de la Iglesia
católica. De sus proyectos sólo sobrevivió un libro latino de Jansenio, el Augustinus, una
especie de compilación de San Agustín, y la huella de Saint-Cyran en el convento de Port-
Royal. En 1638 Richelieu encarceló a Saint-Cyran ; en 1653 el Papa condenó el libro de
Jansenio, publicado post mortem; en 1656 la Sorbonne expulsó a Arnauld, discípulo de
Saint-Cyran y defensor del jansenismo. No obstante, el jansenismo se consolidó. Por un
lado, se sostuvo gracias al monasterio de Port-Royal: las religiosas no firmaron el
documento eclesiástico de 1656 que condenaba a Jansenio. Por otro lado, se apoyó en los
doctores y “solitarios” de Port-Royal, en especial, el gran Arnauld y Nicole, y en los
amigos del convento y sus escritos, por ejemplo, en Pascal. Los jansenistas pensaban que
la salvación del hombre después del pecado de Adán y la caída sólo podía provenir de un
favor gratuito de Dios y no del esfuerzo humano, incapaz de obtener la salvación por sí
mismo y de resistir. Pensar de otra forma implicaba poner al hombre a la altura de Dios: si
le adjudicaba a la criatura el poder de salvarse sola, se desvalorizaba la venida de Cristo y

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sus sufrimientos. En moral, los jansenistas defendían la tesis más rigurosa: criticaban el
debilitamiento de la moral y la corrupción de los principios cristianos. En el campo de la
teología y de la moral, se enfrentaban a la sociedad de Jesús que promovía una religión y
una moral más cómodas, inspiradas en la perspectiva del teólogo jesuita Molina y de la
Casuística. La realeza y el alto clero persiguieron sin cesar el jansenismo, y Luis XIV
mandó a tirar abajo el convento de Port-Royal en 1710. Esta larga crisis que incluso tuvo
consecuencias políticas durante el siglo XVIII dejó una profunda impronta en las ideas y la
literatura del siglo de Luis XIV. El jansenismo influenció tanto a Pascal como a La
Rochefoucauld, Racine y Boileau.
A grandes rasgos, reconocemos este conjunto de acontecimientos e ideas. Pero
comprender el sentido del jansenismo o su lugar en la historia de la sociedad francesa no
resulta tan fácil: numerosas dificultades nos detienen. No hemos analizado aquí las
expresiones más conmovedoras ni la riqueza de los personajes de la literatura heroica. Allá
se afirmaba una brillante concepción del hombre y de la vida. Acá todo es complejo, todo
se pierde en controversias, reservas y sutilezas. Allá triunfaban las costumbres de una clase,
las características de un entorno. Acá se oponen conceptos teológicos de sentido oscuro y
antiguo. Además, en general, al concebir el jansenismo como un fenómeno de pensamiento
que responde a su propia lógica, sólo estudiamos su historia. Es así que, si bien se reconoce
que la actividad exterior del jansenismo y el desarrollo del movimiento sufrieron
influencias del exterior, se estudia de forma errada la historia del jansenismo: se piensa que
la grandeza del jansenismo es ajena a su tiempo. Por eso de los acontecimientos del Port-
Royal real se extrae una suerte de Port-Royal eterno que no depende de la historia: sólo se
concibe el jansenismo como una respuesta del espíritu a los problemas de la Libertad y del
Bien.
Aunque cómoda, esta actitud se asimila con dificultad: terminamos encerrados en el
centro de la doctrina jansenista que cree que la virtud humana no sirve para alcanzar la
salvación y nos resistimos a analizar la doctrina jansenista desde otra perspectiva. De esta
manera, después de cien años de estudio, sólo se reconoce su sentido teológico cuando en
verdad el verdadero significado de un pensamiento se halla en la intención humana que lo
inspira, en la dirección que toma y en la naturaleza de los valores que defiende o condena.
Pues toda idea posee un sentido moral que nos ayuda a comprenderla más fácilmente que

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por el mero estudio de sus fórmulas. A partir de la lectura de San Agustin, Jansenius
considera que el pecado original ha corrompido la naturaleza humana de tal forma que el
hombre no puede alcanzar la salvación por sus propios medios. Por eso la gracia debe ser
independiente de nuestras virtudes o defectos naturales, debe ser absolutamente gratuita e
irresistible. Tras semejante afirmación, surgen las siguientes preguntas: ¿de qué sirve el
libro albedrio si todo depende de la decisión de Dios?, ¿qué sucede con la justicia divina
cuando Dios no elige al hombre por sus méritos? A estas preguntas podemos oponer otras
que sostienen la doctrina contraria: ¿dónde está la soberanía de Dios si cuando nuestra
elección es libre la suya deja de serlo?, ¿de qué corrupción hablamos cuando nuestra
salvación está al mismo nivel de nuestras virtudes naturales?, y así sucesivamente. Una
posición intermedia es imposible porque la mínima iniciativa del hombre monopoliza todo
el debate. Pero estos problemas que parecen imposibles de solucionar en el plano de la pura
razón (incluso Bousset lo adjudica al misterio) esconden el enfrentamiento de dos actitudes
vitales; los argumentos teológicos extraen su fuerza de una fuente humana más viva que el
puro pensamiento lógico. En este debate, se enfrentan dos formas de juzgar al hombre y de
cuestionar los valores. Si reducimos la discusión al plano teórico, nos centramos en la
desmesura y la vanidad de una pretensión metafísica del espíritu. Para dar un sentido al
debate y un plano humano a los pensamientos que se oponen, debemos buscar el interés
profundo, la pasión que ha dominado el jansenismo.
*
La doctrina de la gracia eficiente reside en una representación muy sombría del pecado
original y de la caída que conlleva. Pero, en realidad, se trata de una creación teológica de
una corriente muy severa que desconfía del hombre tal cómo se muestra, de su naturaleza y
de sus impulsos. La doctrina de la gracia eficiente se relaciona con una mirada acusadora de
la humanidad: esta doctrina es el producto de esta mirada más que su origen.
Muchas veces hemos identificado, en el jansenismo, como en la Reforma, un estallido
violento del cristianismo que se enfrentó a los primeros indicios que desde el Renacimiento
anunciaban una rehabilitación de la naturaleza que sacudiría toda la institución cristiana. En
especial, Port-Royal se opuso a los “libertinos” del siglo XVII, así de alguna manera
condenó anticipadamente el naturalismo, el gran movimiento de pensamiento y de moral
del siglo siguiente. Si queremos, podemos enfocar el jansenismo desde este ángulo,

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entonces el movimiento parte del cristianismo en su conjunto y sus escritores se unen a
todos los pensadores que en la Iglesia desde el comienzo de los tiempos modernos e incluso
desde antes han combatido las “novedades” y la impiedad del siglo. De esta manera, los
rasgos distintivos del jansenismo resultan inexplicables. O podemos pensar que fue en el
seno de la Iglesia que Port-Royal luchó y separarlo históricamente: el jansenismo se define
mejor por la religión que condena que por la impiedad. Igual que todas las doctrinas
intransigentes, su impronta radica en atacar a los vecinos más próximos que carecen de un
supremo rigor, marca necesaria de la verdad. El movimiento se reconoce fácilmente en los
Pensamientos de Pascal, una apología de la religión cristiana contra los libertinos: algunos
oponen los Pensamientos a la religión canónica y encuentran su originalidad en esta
oposición. La teología jansenista no busca destruir el materialismo, sino toda forma de
idealismo –incluso cristiano– que no niegue por completo los valores humanos o toda
forma de virtud o de grandeza que se relacione con la naturaleza o el instinto. En el siglo
XVII surgió un idealismo optimista que en cierta medida confiaba en los movimientos
naturales del hombre: este es el verdadero adversario del jansenismo que debemos
identificar y ubicar para explicar Port-Royal. A lo largo de la obra de Corneille, también se
presenta un pensamiento antinatural que opone lo sublime a lo bajo; pero a diferencia de la
estricta doctrina jansenista, lo sublime procede de un impulso glorioso de la naturaleza y la
ennoblece. Justamente, el jansenismo considera que esta confianza en el hombre es una
ilusión condenable. Pero el optimismo moral todavía se percibe en los orígenes
aristocráticos del siglo XVII: es una costumbre del hombre noble más que una proyección
del ser humano sobre Dios. Para Port-Royal, se trata de una quimera propia de la criatura
que ha caído y que todavía está enceguecida por el orgullo perdido: esta condena general y
metafísica se dirige al individuo noble. En Port-Royal, el mito cristiano de la caída no solo
posee un sentido teológico, sino que también critica a un tipo de moral, a un conjunto de
ideas sobre el hombre y, más allá de esas ideas, a un sistema de relaciones sociales. Al
oponer el idealismo aristocrático y la religión, Port-Royal ayudó a desintegrar las ideas
medievales heredadas. Bajo la forma de un cristianismo conservador, Port-Royal ha
contribuido de alguna forma con la modernidad.
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Sin duda, el conflicto entre las leyes cristianas y los valores que surgen espontáneamente
del individualismo noble era crónico. El principio de universalidad y de prohibición del
cristianismo se oponía al orgullo de los poderosos y adjudicaba a la Iglesia el rol del
regulador universal. De hecho, dominada por el peso de lo material y por la preocupación
por sus intereses, la Iglesia ha ejercido esta función con prudencia. La historia de la Iglesia
sigue en parte a la historia del mundo laico: reproduce sus instituciones y sus costumbres.
En el campo de las ideas y de la moral, las diferencias entre lo sacro y lo profano no han
impedido que se relacionen y se adecuen entre sí. De este vínculo surge el idealismo
caballeresco: una victoria del cristianismo sobre la sociedad laica, así como un retroceso del
cristianismo frente a los valores de la nobleza. En la caballería, la gloria humana y la
caridad cristiana se entendieron hasta cierto punto, al menos dejaron de combatirse
explícitamente y se jerarquizaron: formaron dos puntos en una cadena continua. Pero, sin
duda, el cristianismo no se reducía a este pacto; la Iglesia seguía siendo otra cosa y siempre
encontraba algo para censurar y atacar. Pero la tendencia a la síntesis y a la conciliación de
valores era más antigua y fuerte que la inclinación opuesta; la voluntad de oponer
naturaleza y gracia, y gloria terrestre y virtud cristiana era una novedad subversiva para la
sociedad y para la Iglesia, y no un retorno a una pureza doctrinal original que no podía
ubicarse en el tiempo. De hecho, los supuestos restauradores de los estrictos principios del
cristianismo –y los jansenistas que después de la reforma son numerosos– tuvieron
problemas con la Iglesia real.
El pacto secular entre la religión y el mundo, y entre la gracia y la naturaleza se mantuvo
intacto después del fracaso de la Reforma: cierta valoración del hombre natural y de sus
ambiciones subsistió en el catolicismo, siempre y cuando respondiera a las afirmaciones
esenciales del dogma. Henri Bremond denominó humanismo devoto a las ideas de esta
escuela tan favorable a la naturaleza humana, a sus dones, a sus facultades espontáneas y a
su supremacía en el centro del universo que debía considerar inadmisible al jansenismo.
Para esta escuela las virtudes y los talentos naturales establecen numerosos puentes que
conducen la excelencia puramente humana a la excelencia divina. Nos encontramos en las
antípodas de la frase de Pascal: “Mediante todos los cuerpos y los espíritus no se podría
extraer un gesto de verdadera caridad: esto es imposible; corresponde a otro orden,
sobrenatural”. En vez de esta imposible separación, el humanismo devoto dispone entre la

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naturaleza y la caridad una sucesión de escalones para acceder a la perfección: no pretende
que el hombre pueda solo superar todas las etapas, en especial la última, y no niega la
necesidad de la gracia, pero rechaza condenar todo lo que se haya hecho sin la intervención
de la gracia, todo lo que la prefigura y todo lo que ella no pueda recompensar. Esta doctrina
esencialmente optimista busca crear una región intermedia entre la concupiscencia y la
santidad, región fértil en producciones morales delicadas y espirituales, donde la naturaleza
humana despojada de su propia bajeza y casi sin sentir el pecado original alcanza a Dios y
sale de ella misma. Como una naturaleza ideal bajo una naturaleza vulgar, el hombre se
divide en dos y logra escapar a medias de la caída, sólo parcialmente, no de forma radical;
todavía queda algo del Edén en él.
Sin duda, esta corriente de pensamiento recupera la excelencia humana en los límites del
cristianismo; por la apariencia que adopta en el siglo XVII, se deduce cuánto ha tomado del
Humanismo del Renacimiento. Pero la influencia del pensamiento antiguo resucitado sólo
modifica una tradición de conciliación entre el hombre natural y la ley cristiana que ya
existía. ¿Esta región sublime que ya no es el lugar de la naturaleza brutal ni el de la gracia,
este país de maravillas humanas y espirituales que es la antecámara de la grandeza celestial
que describen sin césar los discípulos de François de Sales en el siglo XVII, no es acaso el
campo glorioso donde la tradición aristocrática ubica la fuente ideal de toda virtud? Hacía
tiempo que el cristianismo se ubicaba en este lugar porque hacía tiempo que estaba unido a
la moral noble; en el siglo XVII defender la excelencia del hombre en la doctrina cristiana
era abogar por el acuerdo entre la caridad y la gloria, y el amor perfecto y el espíritu bello.
Así actúo igual que otros Desmarets de Saint-Sorlin, unos de los enemigos más famosos
del jansenismo, espíritu curioso y notable, a pesar de la mediocridad de su talento, que
solemos encontrar en todas las polémicas del Gran Siglo. En su obra Délices de l’Esprit,
publicada en 1658 y hoy olvidada, describía los grados intermedios que conducen al
hombre desde los placeres carnales hacia la unión con Dios. El libro trata sobre un infiel
que convertido en cristiano comienza a apreciar los placeres más delicados que el espíritu
humano puede experimentar; sin estar todavía unido a Dios ya ha superado a través de su
propia naturaleza las satisfacciones de los apetitos bajos. Todo esto se encuentra en la obra:
glorificación de los poderes nobles del hombre, optimismo moral y teológico y, por último,
la profunda naturaleza aristocrática de sus delicias. Desmarets funda su optimismo en estas

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delicias y allí, en los suburbios de la ciudad divina del Verdadero Placer, ubica los templos.
En primer lugar, se encuentran las delicias de las Artes: el autor las forja según el punto de
vista del espíritu bello, ampliado y dignificado por los teóricos del Renacimiento, y todavía
poderoso en el siglo XVII. Para el autor, las delicias del Arte son el ruido de un constante
refinamiento del gusto “que se agudiza a través del conocimiento” y al que la gloria suma
sus encantos. Pues si las obras de arte son amadas, es porque “el amor propio del hombre lo
conduce a amar la gloria de su especie; él ama la Imitación más que la Naturaleza”. Luego
se hallan las delicias de las Ciencias, incluso más espirituales que las Artes, que el autor, a
pesar de su perspectiva mística que desconfía de una búsqueda puramente intelectual,
elogia en numerosas oportunidades en un estilo que recuerda al de las Femmes savantes.
Después están las delicias de la Reputación que Desmarets adapta fácilmente a los
suburbios de la ciudad de Dios: en efecto, el amor de la gloria se origina en “el alma
inmortal que desea que una bella acción o una bella obra sea tan inmortal como ella”. “Así
el honor o la fama están en harmonía con Dios y con el alma, como la quinta en música
armoniza con las diez octavas.” Luego están las delicias de la Fortuna, es decir del poder y
de la grandeza; delicias muy fuertes que se relacionan más con la idea del poder, pues al ser
espiritualizadas se vinculan menos con la realidad del poder. Las delicias de la generosidad
o de la clemencia son el coronamiento porque uno de los placeres más grandes y más
nobles “consiste en poder vengarse, pero no vengarse. Así se alcanza mayor poder sobre el
prójimo, lo que vale más que triunfar de hecho. Se triunfa sobre uno mismo y todos
proclaman esta gran victoria”. Por último se encuentras las delicias de la Virtud, las últimas
antes de la unión mística: “El amante de la virtud experimenta la gloria de su propio triunfo
y al mismo tiempo experimenta y disfruta aún más la gloria de la virtud cuando triunfa
sobre sí mismo”. El atractivo irresistible de esta región intermedia entre la naturaleza y
Dios conduce al hombre hacia el camino de la salvación; la doctrina cristiana se une a los
agradables procedimientos del idealismo noble: sublimación de los deseos o de la gloria,
delicadeza de la razón o espíritu bello; en este vestíbulo aristocrático de la fe o, si se quiere,
en este prolongamiento cristiano de la gloria, se utilizan los movimientos del yo y no se los
reprime.
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La unión entre el cristianismo conciliador y el idealismo aristocrático es omnipresente a
lo largo de la literatura del siglo XVII. Es así que, en el discurso sobre la Gloria, al criticar
a los que pretenden oponer por completo la gloria del mundo a la del cielo, Balzac escribe:
“La bella pasión se entiende con la más alta santidad que está más cerca de la santidad
divina”. Su discurso es un largo panegírico del viejo sentimiento del honor. Por otro lado, el
acercamiento que a veces se establece entre Corneille y Port-Royal es falso: están en las
antípodas. ¿Cómo podría la gloria cornelliana encontrar la gloria en la doctrina jansenista?
Incluso Saint-Beuve que pretende vincular a Corneille con Port-Royal a través de
Polyeucte no puede evitar recordar que los escritores de Port-Royal siempre criticaron esta
tragedia. Las conversiones inesperadas y los golpes repentinos de la gracia que se presentan
en el Polyeucte no son exclusivos del jansenismo, sino que pertenecen a la tradición
cristiana común. Por el contrario, las reflexiones sobre Dios y la gracia responden a las
ideas de los jesuitas:
Él es siempre justo y bueno, pero su gracia
No siempre desciende con la misma eficacia;
Después de ciertos momentos que pierden nuestras dilaciones,
Ella deja estos trazos que entran en los corazones.
El nuestro se endurece, la repele, la pierde:
El brazo que la vierte se vuelve más avaro;
Y este santo fuego que debe conducir al bien
Pocas veces cae, o deja de obrar.

Una profunda oposición separa a Corneille, cuya obra glorifica todos los “bellos
movimientos” del hombre, y los pensamientos que lo inspiran de todos los que niegan la
grandeza del hombre caído y la lucidez de sus pensamientos. No podemos imaginar que
a los jansenistas les haya gustado la elevación estoica de los personajes cornellianos.
Jansenismo y estoicismo eran enemigos. Jansenio es muy violento con los Estoicos. A
pesar de su dureza, el estoicismo, que estaba muy en boga en la sociedad culta de la
época clásica francesa, se muestra como una glorificación de la libertad humana, como
una apoteosis filosófica del orgullo. La aceptación estoica de la desgracia, la
perseverancia, como se la denominaba, todavía resultaba demasiado alegre y brillante
para los jansenistas. Port-Royal pedía una renuncia más severa. No es casual que Pascal
se dedique a refutar a Epicteto, pero, por otro lado, piensa constantemente en él. El

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estoicismo, al mostrar el carácter sublime de la humanidad y elevar a las “grandes
almas” de la aristocracia, se sitúa evidentemente en el campo opuesto a Port-Royal.
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Entre las manifestaciones del espíritu aristocrático, quizá las que aluden a la
concepción del amor suelen mezclarse con el cristianismo optimista. François de Sales
frecuentó en Savoie a Honoré d’Urfé, autor del Astrée y teórico del amor novelesco.
Camus, uno de los amigos y vecinos de Sales, abad como él, escribía novelas que
instruían al hombre y glorificaban el amor divino. La delicadeza de la inspiración y del
lenguaje, el uso de metáforas floridas, los matices del sentimiento acercan
sorprendentemente el Astrée a la Introduction à la vie dévote. El cristianismo optimista
juega con la concepción cortés del amor, ve en el amor terrenal purificado un bosquejo
imperfecto, pero precioso, del amor de Dios y de las cosas celestes. Desde los
trovadores, se solía acercar de forma más o menos ortodoxa el amor profano purificado a
una devoción que se dirigía naturalmente a las criaturas intermedias entre el hombre y
Dios: a los santos y a las santas, a la virgen, y a los ángeles. Esta adoración, que
duplicaba la adoración cortés profana, la coronaba al elevar el impulso hasta el cielo.
Además, como la adoración cortés profana, la adoración a la criaturas intermedias se
originaba en la idea de la posible excelencia de la afectividad humana que ha sido
despojada de su condición baja.
Este cristianismo que podríamos denominar cristianismo de la sublimación porque
transfigura y eleva el corazón humano a Dios culmina en la oración mística. No debe
sorprendernos que los jansenistas sospechen de los estados de la oración sin importar
todas las precauciones que la disciplina religiosa tome. Desde el momento que Port-
Royal define su doctrina, no puede dejar de ser hostil al misticismo que cree posible que
la criatura experimente a Dios en este mundo. Pascal siempre diferencia la gracia que
alcanza el elegido en la tierra de la gloria que experimenta en el cielo. Por el contrario, el
converso Desmarets con sólo haber alcanzado la gracia dice que posee una “gloria
incomparable”. A cambio de los sacrificios que ha soportado, el instinto humano logra
aquí una experiencia previa del bien supremo. Pues, en la moral noble, la virtud tiene
atractivos de este tipo: después de la ley viene la caridad.

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El debate sobre el misticismo escondía en el fondo un problema muy concreto que la
simple moral ya poseía: ¿es posible que el instinto del hombre se purifique realmente,
que se satisfaga con un objeto ideal y que su deseo natural se encuentre al servicio del
bien? La virtud aristocrática no reniega de la grandeza del hombre; por el contrario, el
jansenismo desconfía de la sublimación del instinto y se justifica a través de la idea de la
corrupción radical del hombre. Las discusiones sobre los estados de la oración nos
recuerdan el problema de los impulsos ideales, de su valor y de su existencia. En este
sentido, los tiempos modernos en sus comienzos le han preguntado a la Edad Media que
terminaba por este problema y, en general, han adoptado como Port-Royal una
perspectiva realista.
El debate más importante sobre este tema se dio entre Nicole y Desmarets alrededor
de 1665. Desmarets acusaba a los jansenistas de querer eliminar por completo la oración,
de “jamás haber experimentado los atractivos divinos ni lo espiritual”, es decir lo acusa
de no entender “la espiritualidad interior”. Nicole le responde en Visionnaires: por
medio de una crítica psicológica a los estados de la oración y pone en duda la
sensibilidad ideal del hombre. Según Nicole, es difícil distinguir la oración natural de la
oración sobrenatural. En la primera, los movimientos del alma hacia Dios son puros
impulsos humanos, por eso la oración natural sólo responde a nuestros intereses y es
ajena a la gracia. La segunda oración sería la inspirada por Dios mismo. Pero no
podemos saber con seguridad de que tipo de oración se trata ni identificar el movimiento
interior que es movido por la gracia. Pues, como nuestra única herramienta es el
sentimiento interior que es falible, podemos confundir fácilmente los efectos disfrazados
de la concupiscencia con impulsos de la verdadera piedad. Más aún el peligro es mayor
porque solemos emplear dos poderes tramposos: nuestro “amor propio” que engrandece
todas las cosas y el demonio que hace obrar al amor propio.
La teología jansenista está acompañada de una psicología pesimista. El refinamiento
de la espiritualidad mística que se considera una consecuencia de la gracia es en verdad
un “refinamiento del orgullo”: nos adulamos por experimentar a Dios, pero en realidad
esto no sucede; en el fervor y en los impulsos de la devoción, Nicole cree encontrar las
malas agitaciones del corazón humano espiritualizadas por un falso lenguaje místico; la
alegría perfecta que sentimos en la oración es “el reino tranquilo del amor propio”: si el

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alma que se cree unida a Dios en su éxtasis se siente segura es porque “el demonio le
otorga esa paz que suele dar a los que posee”.
En conclusión, estas críticas nos conducen a dudar del valor del sentimiento que cada
uno puede experimentar. Esta duda se puede generalizar y alcanzar finalmente todo
conocimiento introspectivo del hombre por considerar que el hombre padece el poder
tramposo del amor propio. De esta manera, el hombre se transforma en un ser oscuro
para sí mismo que ignora su verdadero fin y actúa sin conocerse. Sólo logramos conocer
el exterior de nuestro ser o podríamos decir que nuestro conocimiento moldea nuestro
exterior y crea bellos pensamientos que toma por profundos, a causa de “una inclinación
natural del amor propio que nos lleva a confundir las virtudes con nuestros pensamientos
y a creer que en nuestro corazón está todo lo que se halla en la superficie de nuestro
espíritu”.
Al distinguir la superficie humana de su profundidad, se niega el valor de los dones
de la conciencia: “Por amor propio, podemos desear ser liberados del amor propio; por
orgullo, podemos desear la humildad. En estos actos del alma, hay un círculo infinito e
imperceptible de vueltas sobre vueltas, de reflexiones sobre reflexiones, y hay siempre
en nosotros cierto fondo, cierta raíz que permanece desconocida e impenetrable durante
toda nuestra vida.” La decisión de buscar la verdad sobre el hombre fuera del
sentimiento interior, fuera de la conciencia, se encuentra en todos los pensadores del
siglo XVII que intentan destruir lo sublime aristocrático. El recurso del inconsciente es
el arma suprema de los jansenistas cuando quieren poner en duda las afirmaciones del
idealismo. El jansenismo ha sabido emplear la vieja obsesión cristiana del demonio: al
confundir las trampas del Diablo con el instinto, ha logrado que confluyera el mito
demoniaco con el examen lúcido de la naturaleza humana.
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Reconocemos hasta qué punto todo se relaciona en el jansenismo y cómo la teología,
la religión y la psicología de Port-Royal están dirigidas por un movimiento fundamental
que niega el carácter heroico o divino de nuestra naturaleza. Esta negación alcanza a
todos los grados de la ambición humana, desde la simple virtud hasta la cúspide la
oración mística, y se muestra tanto en el corazón humano como en los debates sobre la
gracia. Evidentemente, en los escalones más próximos a la vida, en la discusión sobre la

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moral y el hombre, la subversión obra de forma más eficaz. Pero el resto del asunto
también nos interesa porque nos permite observar cómo el impulso primero del
jansenismo se convierte en una filosofía especulativa y cómo un deseo crea y desarrolla
una doctrina.
¿Qué no se ha dicho sobre la vertiginosa metafísica de Pascal, sobre sus repentinas
oposiciones de pensamiento, sobre sus sorpresivos cambios de un orden de las cosas a
otro orden contrario y sobre su capacidad para lograr obtener del ejercicio de la razón
una fuente de duda, así como de la contradicción una fuente de certeza y de la ignorancia
una fuente de luz? Pero esta metafísica de saltos bruscos, de vueltas y de relaciones
inesperadas era el único recurso que poseía el jansenismo para destruir los puentes entre
el hombre y Dios sin renunciar a la unión que hay entre el hombre y Dios. Por el
contrario, el cristianismo optimista unía el orden natural con el orden divino por medio
de una gama ascendente y continua de perfecciones. Sin duda, el dogma imponía planes
diferentes: el de la gracia, el de la naturaleza excelente, la virtud y el conocimiento, y el
de la naturaleza brutal, es decir, Dios, el Edén y el hombre caído. Dos fosas debían
cavarse: una entra la concupiscencia y el bien, otra entre el bien y la caridad. Pero la
pregunta no se formulaba tan fácilmente: el término medio y la herencia del Edén
generaban controversia. Si se admitía, como el optimismo cristiano, que en el hombre
todavía quedaba algo del paraíso perdido, algo real y de grandeza, es decir, el instinto
del bien, el intelecto soberano, entonces se desdibujaba la separación entre los dos
órdenes. Mientras que la fosa en dirección a la gracia estaba completa hasta la mitad, la
que separaba la grandeza del hombre de su bajeza rebosaba gracias a ciertas naturalezas
cuyo impulso adopta la forma más sublime. Entonces la rehabilitación del hombre se
traducía en el plano filosófico a través de una tendencia a eliminar y reducir la
heterogeneidad de los órdenes. Por el contrario, Pascal estudia la distinción de los tres
órdenes bajo el ángulo de lo heterogéneo, de lo discontinuo: “La grandeza de la
sabiduría que, que no es nada si no es de Dios, es invisible para los carnales y las
personas de espíritu. Se trata de tres órdenes que difieren por el género…Todos los
cuerpos en conjunto y todos los espíritus en conjunto, y todas sus producciones, no valen
lo que vale el menor gesto de caridad” Pero la heterogeneidad absoluta sólo es posible a
través una concepción particular del término medio: la separación de los órdenes

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conlleva la ruina del orden intermedio que Pascal denomina el orden de los espíritus o de
la grandeza del hombre. No es un escalón de paso, es tan real como el de la
concupiscencia y el de la gracia, y permite el paso de un escalón a otro; la grandeza
humana reducida a nada desde el pecado original sólo existe como una huella o una
ausencia dolorosa; la excelencia del hombre corrupta hasta en su principio sólo se le
muestra cuando percibe la caída: “La grandeza del hombre es grande en cuanto se sabe
miserable.” De esta manera, la única grandeza del hombre es el sentimiento de su propia
miseria; su naturaleza sólo es elevada porque no puede ser baja tranquilamente. Por eso,
cuando Pascal defiende la grandeza del hombre, lo invade un estado de preocupación y
angustia. Al final, sólo queda la oposición de dos términos extremos y lo que pudo
quedar del estado primigenio del hombre: el contraste no se suaviza, sino que se
agudiza. Pascal más que negar la grandeza humana la fuerza a negarse a sí misma y a
cavar su propio abismo.
Por ejemplo, desde la antigüedad, la filosofía idealista solía señalar que el deseo de la
gloria se originaba en un sentimiento confuso del destino inmortal del alma humana.
Pascal retomó la misma idea y la denominó Grandeur de l’homme: “Nuestra idea del
alma del hombre es tan grande, que no podemos soportar ser despreciados.” Otro
pensador concluiría con la rehabilitación ideal de la gloria, pero Pascal persigue otro
objetivo. No nos equivoquemos. Frente a una inspiración ideal, Pascal trata de que surja
lo intolerable de nuestra condición real: “Si se alza, lo humillo; si se humilla, lo ensalzo;
y siempre lo contradigo, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible.” La
grandeza surge de la miseria y la miseria de la grandeza. La elevación del hombre no es
más que un elemento o un momento de una dialéctica que busca destruir por medio de la
intranquilidad la fe en el valor sólido de la especie humana y que sólo tiene esperanza en
el salto supremo de la gracia.
La idea de Pascal sobre la gloria puede aplicarse al dominio intelectual, pues el
conocimiento también es unos de los fundamentos de la supremacía del hombre. La
dignidad humana encontraba su provecho en el conocimiento racional que sólo poseía
definiciones claras y pruebas irrefutables; sólo un conocimiento de este tipo respondería
verdaderamente al objetivo del pensamiento. Así piensan los hombres que consideran
que toda disminución de la claridad racional implica renunciar a la dignidad humana; así

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lo cree Pascal que atribuye “la más elevada excelencia” a esta imposible perfección. Es
imposible porque evidentemente no podemos definir y comprobar todo: incluso la razón
nos obliga a reconocer un límite, es decir, las nociones no definibles y los axiomas no
comprobables. En consecuencia, toda certeza va a recaer en una evidencia fundamental
que no debe nada a la razón, sino que toma su fuente de otro dominio: corazón, instinto,
luz natural, así denomina Pascal a esta facultad intuitiva. Para el autor, esta facultad es la
única capaz de afirmar y cuestionar algo, pues la razón se encierra a trabajar sus propios
hechos. Pero Pascal, en general, sólo ve en esta evidencia intuitiva un substituto del
conocimiento idealmente demostrativo que no podemos alcanzar. De esta manera, esta
única certeza que se nos muestra fuera de la razón no es útil para nuestra gloria, ya que
¿cómo aseguraremos lo que no demostramos? Esta certeza que nos provee el corazón no
surge de nuestro proceder o de la excelencia de nuestro ser, sino de la naturaleza que nos
obliga a creer sin preguntar nuestra opinión. Cuando la razón busca encontrar pruebas y,
de duda en duda, desemboca en el vacío absoluto, la naturaleza la sostiene y “le impide
perder el sentido”. Nuestra certeza depende del orden de las cosas, no de la razón. Pero,
desde una perspectiva racional, esta certeza, al ser arbitraria, nos mantiene en todo
momento. Si es verdad que Pascal obtiene de esta arbitrariedad las evidencias
geométricas (sin explicar claramente este privilegio), se puede afirmar que el privilegio
no destruye el fundamento teórico de las verdades intuitivas cuando escribe: “Todo
nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento. Pero la fantasía es semejante y
contraria al sentimiento. Habría que tener una regla. La razón se ofrece, pero es plegable
en todo sentido; y por ello no hay regla.” De esta manera, el hombre ha conservado la
idea y el deseo de un conocimiento perfecto, pero este deseo como la ambición racional
que lo expresa actúa en la nada; el poco conocimiento afectivo que le queda al hombre
está unido a la parte menos responsable de su ser, a la que menos puede justificarse.
Pascal no quiere negar ni la dignidad del pensamiento ni la verdad del conocimiento,
pero las separa irremediable; crea un vacío entra las condiciones de un pensamiento
ideal y las de la certeza real, entre la razón y la evidencia.
A causa de esta separación, la razón busca la verdad del conocimiento y descubre que
no puede alcanzarla: debe renunciar por culpa de sus propias leyes y dejar en manos de
un poder extranjero las funciones que no puede cumplir. De esta manera, estos sucesos

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prueban un vacío en las facultades humanas. Para Pascal, es necesario que la razón
subsista para que sus acontecimientos nos conduzcan al vacío que produce y se mida el
tamaño de este vacío. “La razón es la aspiración a la grandeza, dice un estudioso de
Pascal, pero ella es la conciencia de la miseria”; siempre está activa y es grande si busca
desmerecerse. Así entre la razón y el corazón se establece el mismo combate que entre la
grandeza y la miseria: se destruyen, se profundizan y se perjudican. Hacia el final de este
combate, la última palabra pertenece al corazón, así como hace poco perteneció a la
miseria. En verdad, lo que el sentimiento natural considera verdadero puede ser una
ilusión de nuestra debilidad que a cada instante la razón podrá corregir. El “sentimiento
natural” que Méré utiliza contra la división infinita del espacio no supera un examen que
pronto muestra lo absurdo de la proposición contraria, pero esta evidencia no deja de
inquietar a la razón: la razón querría comprender lo que es, querría, como dice Pascal,
poseer la verdad directamente, pero no le está permitido. Para Pascal, la gran enseñanza
de los matemáticos radica en la derrota final de la razón frente a la evidencia: “Todo lo
que es incomprensible no deja de ser.” En el orden del conocimiento moral, aunque la
razón combata sin fin, será impotente y no encontrará la verdad. Sin duda, ella eliminará
las falsas evidencias cuyos “poderes tramposos”, disfraz, imaginación y locura,
satisfacen un sensibilidad corrompida; ella forzará al hombre a mirar las verdades que
los divertimientos disimulan. Pero, además de las influencias destructivas que pueden
extenderse hasta su propio funcionamiento, la razón sólo puede atacar una evidencia
para recurrir a otra evidencia. Así después de hacernos ver que todo es imperfecto sin
ella, será necesario que la razón se confiese imperfecta. Entonces “el último paso de la
razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan; ella no es más que
debilidad, si no alcanza a conocer esto”. No debe coronar nuestras facultades sensibles
para acercarnos al conocimiento de Dios, sino cavar más el abismo que separa al hombre
caído de la verdad: entre el conocimiento humano y un objeto que la supera, deja un
pasaje brusco que sólo la gracia puede resolver y que va a conducir el reino de la
evidencia natural al de la evidencia sobrenatural, el instinto al sentido de Dios.
En Pascal, todo se conduce a este salto final. Después de abolir el orden intermedio y
convertir lo que queda del estado originario de Adán en una prueba de la bajeza humana,
el camino hacia Dios sólo puede hacerse por medio de un brusco cambio que sólo

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depende de Dios. Para preparar el terreno para esta maniobra, Pascal experimenta la
miseria con todo el disgusto que este conocimiento conlleva, apuesta a Dios y actúa
exteriormente de manera cristiana mientras espera la gracia. Pascal produce vacío,
propone un simulacro y espera una suerte de nada a través de un acto gratuito ajeno al
hombre. Entonces la concupiscencia se vuelve milagrosamente en caridad y la oscuridad
del conocimiento se transforma en prueba del “Dios escondido”.
Esa es la dialéctica de Pascal, esa “continua inversión del por en contra” que se
relaciona con todos los dominios de su pensamiento, incluso los más insignificantes, y
que nutre cada página de los fragmentos de su Apología. Vemos que esta dialéctica se
origina al substituir el orden ascendente de las perfecciones por un orden irregular y
dramático cuyo acto inicial es la negación de un término medio que se ubica entre la
naturaleza y Dios, y la negación hasta las últimas consecuencia de la existencia de un
valor puramente humano. Hasta en el estado de la gracia, Port-Royal no encuentra este
valor. El corazón humano al amar a Dios no cambia de naturaleza. Su deseo ha
cambiado de objeto por la gracia de Dios, pero todavía es un deseo bajo y es
comparable, en el orden psicológico, al deseo natural. Los enemigos del jansenismo en
el seno de la Iglesia también le reprochan su concepción baja de la oración y que la
describa como una afectividad brutal. Pero el jansenismo no sería el jansenismo –y
aludimos otra vez al aspecto humano que dirige todo el debate– si creyera en formas
sublimes e iluminadas del instinto, y si no superpusiera abruptamente la gracia a los
apetitos naturales que la gracia conduce, pero sin transfigurar la esencia de los apetitos.
En vez de unir lo real con el ideal como hace ingeniosamente el idealismo
aristocrático, en vez de dedicarse a la conciliación o la jerarquización armoniosa de las
entidades, la dialéctica de Pascal se dedica a profundizar la oposición. Aísla los apetitos
naturales y los excluye por completo de toda creación ideal. El sobresalto último de la
gracia no le impide trazar una imagen baja y común del hombre que no suaviza. Ahora
se debe estudiar esta imagen que es el nudo real del debate.

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