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El Callejón del Diablo by Chela Orozco

Hasta hace algunos años existía, a corta distancia de lo que hoy es el centro de la Ciudad de México, una
estrecha callejuela conocida con el nombre de el Callejón del Diablo. Empezaba en el descampado de la
calle de San Martín y desembocaba en la calle de la Zanja.
Aquella callejuela de tenebroso nombre, estaba formada por un pasadizo sombrío, bordeado de árboles
frondosos, que además atravesaba un paraje solitario. Dentro de ese paraje, se encontraba una casucha
humilde y de nulas comodidades, habitada por un enfermo de tuberculosis, muy común en aquellos años.
Como bien se puede comprender, ya sea por el enfermo, por el nombre del callejón o quizá por la oscuridad,
pocas personas se aventuraban a tomar el callejón de día y mucho menos de noche, ya que después del
ocaso reinaba una lúgubre oscuridad.
Los habitantes además, contaban que a las 12 de la noche, en el mencionado callejón se aparecía el Diablo,
situación que entre los jóvenes resultaba toda una odisea digna de enfrentarse.
 En cierta ocasión, un hombre bravío y haciendo gala de su valentía, ignoró todos los avisos que de el callejón
se decían y tras una amena reunión con sus amigos, los reto a atravesar por el pasaje.
Sólo se internó en dicho callejón y, hallándose casi a mitad del camino, miró una figura que se apoyaba en el
tronco de uno de los árboles. Tuvo un ligero sobresalto, pero inmediatamente se recuperó y se dijo para sus
adentros: -¿Con que forajidos a mí, eh? ¡Ahora verás!-. Y empuñando las manos, se dirigió resueltamente
hacia el sujeto.
Ya se encontraba a unos metros del individuo cuando, de pronto, se iluminó la escena y surgió ante sus ojos
un ser horrendo que reía malignamente. El joven aventurero sintió que la tierra se hundía bajo sus plantas,
pero, animado por su instinto de conservación, en lugar de desmayarse salió despavorido, logrando así
evadirse de una segura desgracia.

La noticia de que en el callejón se aparecía el demonio, cundió rápidamente entre la población y, a


consecuencia del incidente ocurrido, se divulgó rápidamente a otras personas que ya habían sido asustadas
por el monstruoso espectro. Si el callejón era escasamente transitado por las noches, al comprobarse que el
demonio se había establecido en él, nadie osaba ya, ni por equivocación o bravura, usar ese camino después
de ocultarse el sol.

Pronto las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto y consultaron con una persona experta en estos
menesteres de magia y apariciones diabólicas.
 Rápidamente el perito aconsejó que para evitar que el diablo comenzara a incursionar fuera de su refugio y
se volcara sobre la comunidad, se depositaran diariamente bajo un árbol cercano algunas ofrendas en joyas y
monedas de oro. Aunque al principio nadie quería ser el primero en entrar al callejón, pronto en grupos y a
plena luz del día, se aventuraron a dejar las ofrendas tal cual se había consignado.
Lo curioso del caso es que los supersticiosos que todas las mañanas iban a dejar las nuevas ofrendas,
observaban que los artículos del día anterior se habían esfumado, lo que les afirmaba en su convicción de que
el diablo se complacía con los regalos que el pueblo le brindaba.
Pronto el misterio llegó a oídos de dos fornidos pescadores que llegaron a la ciudad de visita. Marineros que
después de sobrevivir a feroces tormentas, peligrosas travesías e infinidad de leyendas del mar, encontraban
en ésta historia del callejón, una infantil odisea. -¿Qué te parece lo del diablo en la calle de  San Martín?- , le
dijo el marinero más experimentado a su compañero y prosiguió, -Me parece que hay gato encerrado, y que el
diablo ése tiene más costumbres de ratero, que de otra cosa; y tengo para mí que, como buenos hijos de
Dios, si hay algo que no debemos permitir es el robo a sus ovejas, aunque el ladrón sea el mismo Belcebú.-

Resueltos a impedir que la leyenda siguiera creciendo y evitar que el desfalco continuara, decidieron poner fin
a lo que ellos consideraban mas que un mito. Esa misma noche, al filo de las doce, ambas siluetas
penetraron valientemente en el pavoroso callejón.
Y, como es de rigor, el presunto diablo esperó pacientemente en su árbol para infundir el terror del más allá a
quien se arriesgara a ingresar en aquellos dominios.
Listo estaba para sorprender a las dos siluetas cuando súbitamente, a la luz de una antorcha que aparecía de
la nada, vio emerger la imagen peluda, armada de negros cuernos y larga cola, de algo que parecía el
auténtico Satanás.
No se reponía todavía de la sorpresa cuando experimentó en las posaderas la mordedura de un fuego que le
quemaba las entrañas, y que no era más que un tizón al rojo vivo que diestramente acababa de aplicarle en
esa región uno de los marineros que lo atacaba por detrás.
Preso de un pánico indescriptible, el supuesto demonio sólo atinó a decir -¡Jesús, el diablo quiere llevarme!- y
profiriendo tremendos gritos de dolor, emprendió velocísima carrera.
Los dos marineros soltaron tremenda carcajada mientras se quitaban los disfraces que habían confeccionado
especialmente para esa ocasión. A la noche siguiente, los pescadores se situaron en el callejón nuevamente
para ver si algún infortunado “ser maligno” regresaba y aunque montaron guardia hasta el alba, nada apareció
en ese lugar nuevamente.

Días después se supo de un un afamado personaje de la localidad que se debatía entre la vida y la muerte a
causa de una extraña y repentina enfermedad que, en forma de llagas, se le manifestó en los glúteos,
aparentemente producidas por quemaduras profundas.
Tiempo después el individuo sanó, y según opinión del pueblo, ese “falso demonio” se arrepintió de sus culpas
y donó a una institución para pobres un lote de joyas, entre las cuales muchos reconocieron algunas que
ofrecieron al diablo junto al árbol tiempo atrás.
Hoy solamente queda como recuerdo de los sucesos acontecidos el sugestivo nombre de Callejón del
Diablo con que se designó durante largos años al siniestro recoveco antes de que, con el avance de la
urbanización, desapareciera definitivamente de la red de vías pintorescas del Centro Histórico de la Ciudad
de México.
LA LLORONA
Desde el México colonial y hasta ahora, la Llorona hace referencia a una leyenda que tiene como
protagonista a una mujer de cabello largo que, vestida de blanco, se aparece de noche, a veces en las
encrucijadas de los caminos, llamando con desgarradores llantos y lamentos a sus hijos.

La Llorona es, sin dudas, una de las leyendas con más fuerza en nuestro país. Se asocia más fuertemente
con la cultura mexica, pues su aparición está relacionada con los presagios funestos anunciaron la llegada de
los españoles al México antiguo, algo sobre lo que te contaré más adelante.

Sin embargo, La Llorona cuenta con paralelismos lejos del Valle de Anahuac. Existen deidades mayas,
zapotecas y purépechas con características muy similares a la Cihuacóatl —la diosa a la que se asocia el
mito en territorios nahuas—.

El mejor ejemplo de esto es la Xtabay, un espíritu femenino que acecha a los hombres en los caminos de la
península de Yucatán y que tiene raíces en el panteón de los dioses mayas. Hay que tener en cuenta que
aunque personajes como la Xtabay tienen raíces en la cosmogonía de las antiguas culturas mesoamericanas,
la conversión de la Llorona a leyenda popular no se dio sino hasta la época colonial.

La leyenda de la Llorona como se conoce hoy en día —un alma en pena que deambula por las calles
buscando a sus hijos— tiene su origen en el México de mediados del siglo XVI. Muchos cronistas de la época
relatan la historia de una mujer que recorría las calles de la ciudad al caer la noche, siempre vestida de blanco
y con un velo cubriéndole el rostro.

Su andar era marcado por los lastimosos gritos que lanzaba al aire en busca de sus hijos. La Llorona
peregrinaba cada noche por calles distintas, pero cuentan que sus andares la llevaban invariablemente a
cruzar la Plaza Mayor —el actual Zócalo— con rumbo al oriente de la ciudad. Más allá de la plaza era donde
la fantasmal figura se perdía al hundirse en los resquicios del lago que aún se extendían por la zona central de
la ciudad.

Sin embargo, los antecedentes de este personaje son mucho más antiguos, tanto que se pierden en los mitos
prehispánicos y se fundan en diversas representaciones de diosas madres como Cihuacóatl, Coatlicue o
Tonantzin.

Este es uno de los presagios funestos que anunció la caída de Tenochtitlán:

Muchas veces se oía, una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando grandes gritos:
-¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!
Y a veces decía:
-¡Hijitos míos!, ¿a dónde os llevaré?
Fuente: “Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista”, Miguel León Portilla.

Cihuacóatl empezó a aparecer en el lago de Texcoco alrededor del año 1500. Los sacerdotes diestros en la
astrología interpretaron su presencia como una premonición de los próximos sucesos que habrían de
acontecerle a los mexicas. La muerte, la guerra y la esclavitud, Moctezuma temía lo peor. Los sacerdotes
decían que Cihuacoatl había salido de las aguas y bajado de la montaña para prevenir de la suerte que
correrían los mexicas.
Subían siempre a lo alto del templo y podían ver hacia el oriente una figura blanca, con el pelo peinado de tal
modo que parecía llevar en la frente dos pequeños cornezuelos, arrastrando o flotando una cauda de tela tan
vaporosa que se ondulaba con el viento y con su desgarrador grito:

¡Ayyy mis hiiijooooooosss! ¿Dónde los llevaré para que escapen de tan funesto destino?

Los sacerdotes interpretaron después de la conquista esta leyenda como una advertencia por la pronta
destrucción del imperio mexica: aquella fantasmal aparición que llenaba de terror a las gentes de la gran
Tenochtitlán era la misma Cihuacoatl anunciándole a Moctezuma de la destrucción del imperio. Fray
Bernardino de Sahagún también se refiere a esto en su “Historia General de la Historia de la Nueva España”
(también llamada Códice Florentino), y es citado por Miguel León Portilla en “La visión de los vencidos”:

Hombres extraños y más sabios y más antiguos que nosotros vendrán por el Oriente y sojuzgarán a tu pueblo
y a ti mismo, y tú y los tuyos serán de muchos lloros y grandes penas y que tu raza desaparecerá devorada y
nuestros dioses humillados por otros dioses más poderosos.
¿Dioses más poderosos que nuestro Dios Huitzilopochtli, y que el Gran Destructor Tezcatlipoca y que
nuestros formidables dioses de la guerra y de la sangre? – preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor
y humildad.
Así lo dicen las predicciones, por eso la Cihuacoatl vaga por el Anáhuac lanzando lloros y arrastrando penas,
gritando para que oigan quienes sepan oír, las desdichas que han de llegar muy pronto al Imperio.
Fuente: “Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista”, Miguel León Portilla.

Aquellos hombres de Oriente eran los españoles dirigidos por Hernán Cortés, y sometida la gran Tenochtitlán
y con la caída de todos los pueblos, sufrieron las atrocidades de los invasores. Epidemias, hombres
asesinados, mujeres violadas, y sus dioses olvidados… a excepción de Cihuacoatl (La llorona).

De esta forma empieza la leyenda. Se dice que al campanazo de las doce, una mujer vestida de blanco y con
la faz cubierta por un velo ligerísimo se aproxima por el oeste. Va de una calle a otra. Unos dicen que flota;
otros, que no tiene rostro. Lo único que se escucha es el quejido de “¡Ay, mis hijos!”.

Cihuacóatl muestra tres aspectos característicos:

 Los gritos y lamentos por la noche.


 La presencia del agua, pues tanto Aztlán como la gran Tenochtitlan estaban cercados por ella -con lo que
ambos sitios estaban conectados no sólo por coincidencias físicas, sino también míticas-.
 Y ser la patrona de las cihuateteo que de noche vocean y braman en el aire. Estas son las mujeres
muertas en parto, que bajan a la tierra en ciertos días dedicados a ellas en el calendario, a espantar en las
encrucijadas de los caminos y son fatales a los niños. 
La Leyenda de Popocatépetl e Iztaccíhuatl

La vista que engalana a la ciudad más grande del mundo: la Ciudad de México, está realzada por la
majestuosidad de dos de los volcanes más altos del hemisferio, se trata del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl.
La presencia milenaria de estos enormes volcanes ha sido de gran importancia en las diferentes sociedades
que los han admirado y venerado, siendo fuente de inspiración de múltiples leyendas sobre su origen y
creación. Entre ellas las más conocidas son dos que a continuación relataremos.
Hace ya miles de años, cuando el Imperio Azteca estaba en su esplendor y dominaba el Valle de México,
como práctica común sometían a los pueblos vecinos, requiriéndoles un tributo obligatorio. Fue entonces
cuando el cacique de los Tlaxcaltecas, acérrimos enemigos de los Aztecas, cansado de esta terrible
opresión, decidió luchar por la libertad de su pueblo.
El cacique tenía una hija, llamada Iztaccíhuatl, era la princesa más bella y depositó su amor en el
joven Popocatépetl, uno de los más apuestos guerreros de su pueblo.
Ambos se profesaban un inmenso amor, por lo que antes de partir a la guerra, Popocatépetl pidió al cacique
la mano de la princesa Iztaccíhuatl. El padre accedió gustoso y prometió recibirlo con una gran celebración
para darle la mano de su hija si regresaba victorioso de la batalla.
El valiente guerrero aceptó, se preparó para partir y guardó en su corazón la promesa de que la princesa lo
esperaría para consumar su amor.
Al poco tiempo, un rival de amores de Popocatépetl, celoso del amor de ambos se profesaban, le dijo a la
princesa Iztaccíhuatl que su amado había muerto durante el combate.
Abatida por la tristeza y sin saber que todo era mentira, la princesa murió.
Tiempo después, Popocatépetl regresó victorioso a su pueblo, con la esperanza de ver a su amada. A su
llegada, recibió la terrible noticia sobre el fallecimiento de la princesa Iztaccíhuatl.
Entristecido con la noticia, vagó por las calles durante varios días y noches, hasta que decidió hacer algo para
honrar su amor y que el recuerdo de la princesa permaneciera en la memoria de los pueblos.
Mandó construir una gran tumba ante el Sol, amontonando 10 cerros para formar una enorme montaña.

Tomó entre sus brazos el cuerpo de su princesa, lo llevó a la cima y lo recostó inerte sobre la gran montaña. 
El joven guerrero le dio un beso póstumo, tomó una antorcha humeante y se arrodilló frente a su amada, para
velar así, su sueño eterno.
Desde aquel entonces permanecen juntos, uno frente a otro. Con el tiempo la nieve cubrió sus cuerpos,
convirtiéndose en dos enormes volcanes que seguirán así hasta el final del mundo.
La leyenda añade, que cuando el guerrero Popocatépetl se acuerda de su amada, su corazón que guarda el
fuego de la pasión eterna, tiembla y su antorcha echa humo.   Por ello hasta hoy en día, el
volcán Popocatépetl continúa arrojando fumarolas.

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