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Sal Terrae

Colección «EL POZO DE SIQUÉN»


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Anselm Grün

LAS EMOCIONES
COMO FUENTE DE ENERGÍA

Caminos para sanar las heridas del alma

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Grupo de Comunicación Loyola


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Título original:
Wege der Verwandlung:
Emotionen als Kraftquelle entdecken
und seelische Verletzungen heilen

Editado por Rudolf Walter


© Verlag Herder GmbH, 2016
Freiburg im Breisgau
www.herder.de

Traducción:
Álvaro Alemany Briz, SJ

© Editorial Sal Terrae, 2019


Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 944 470 358
info@gcloyola.com / gcloyola.com

Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-04-2019
Diseño de cubierta:
Magui Casanova
ISBN: 978-84-293-2860-8

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Índice

Prólogo: Todas las emociones tienen derecho a existir

PRIMERA PARTE
Las emociones: un tema clave
1. No reprimas lo negativo, transfórmalo
2. ¿Qué nos dice la tradición espiritual?
3. Tratamiento masculino de las emociones
4. Tratamiento femenino de las emociones
5. Integra las fortalezas masculinas y las femeninas

SEGUNDA PARTE
Para facilitar la vida,
transforma las emociones negativas
1. Que no te devore la envidia
2. La fuerza positiva de la furia y la cólera
3. ¿Qué quiere decirte tu enfado?
4. Rastrea el anhelo escondido en tu codicia
5. Abraza tu miedo y descubre su sentido
6. Hay un tesoro en la depresión
7. Transforma la impaciencia en serenidad
8. Cómo hacer de los celos el pórtico del amor
9. La amargura puede convertirse en un sí a la vida
10. Desecha los sentimientos de inferioridad
11. Libérate del odio y de la venganza
12. Reconoce viejas heridas al sentirte ofendido
13. Aborda creativamente tu tristeza
14. La preocupación y el agobio se pueden transformar
15. En la vergüenza reside una fuerza positiva

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16. En lugar de la grandiosidad, mira la grandeza de la vida

Conclusión
Bibliografía
Índice general

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Prólogo

Todas las emociones tienen derecho a existir

Las computadoras no tienen sentimientos; los seres humanos, sí. Cada persona está
movida por emociones; es lo que la constituye justamente como humana. Cuando
pregunto cómo se siente alguien, la respuesta expresa algo sobre la situación en
conjunto, su estado de ánimo global. Hay muchas cosas que dependen de cómo nos
gobernamos con las emociones. Quien recorta sus emociones está desligándose de una
fuente importante de vida. Las emociones mueven a las personas, les proporcionan vigor
y placer de vivir. Pero también pueden asaltarnos y dominarnos de tal manera que nos
hagan sufrir. Y pueden desencadenar conflictos y heridas anímicas.

¿Resulta todo más sencillo si mantenemos «bajo control» nuestros sentimientos? ¿Si
pasamos por alto, en plan cool, todos los impulsos salvajes, intensos, vehementes, que a
veces nos cogen tan a fondo y que amenazan con apoderarse de nosotros? ¿Acaso es una
mera cuestión de voluntad? ¿Es que no somos responsables de nuestras emociones, de
nuestras «venadas», como a veces decimos con cierto tono de reproche? ¿Nos sirve de
algo reprimir los sentimientos que quizá estimamos problemáticos, tratando de
comportarnos de forma muy racional y razonable?

Para que la vida sea un logro, es importante en todo caso aprender cómo podemos
manejarnos bien con nuestros sentimientos, incluso con aquellos que solemos valorar
como «negativos». No se trata de suprimirlos o reprimirlos. Los sentimientos negativos,
como el odio, la envidia, la codicia o la furia, no se presentan solo en otros, aun cuando
quizá en ellos los percibamos con mayor intensidad y prontitud. También nosotros
mismos participamos de ellos.

No solo podemos ejercer influencia sobre nuestro entorno según el modo como
reaccionamos ante él y entramos en él. También las circunstancias en que vivimos
repercuten en nuestro estado emocional. Las exigencias que nos vienen de fuera, las
demandas del mundo laboral, las directrices de la sociedad o las expectativas mutuas en
las relaciones de proximidad con compañeros o en la familia, todo ello puede
producirnos estrés y determinar reactivamente nuestros sentimientos.

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Lo queramos o no, en todas nuestras relaciones están surgiendo continuamente
emociones: entre compañeros, en los vínculos de parentesco, en las amistades, en los
contactos sociales, en la comunidad eclesial o en el trato con los colegas de la empresa.
Si uno experimenta sus relaciones como buenas y gratificantes, se siente animado y
fortalecido en su vida social; en cambio, quien las vive como una carga negativa y
destructiva, quien es herido en su sensibilidad, sufre y se siente a disgusto.

Los problemas relacionales proceden a menudo de reprocharle al otro su susceptibilidad.


En el fondo se le está reclamando: «No debes ser tan sensible. No debes tener
emociones, o al menos no esas. Si no, nuestra convivencia se va a hacer difícil». Pero lo
que ocurre es lo contrario. Si las emociones, sean cuales sean, quedan reprimidas, la
relación se enfría y languidece, pierde su vigor. Captar y trabajar las emociones propias
hace posible también mejorar la relación.

El problema mayor que se da es que siempre evaluamos las emociones. Por eso es
importante liberarse de toda valoración. Simplemente, las emociones están ahí. A veces
nos resulta desagradable percibir en nosotros sentimientos de venganza, o de ofensa, o
celos, o envidia. Pero el primer paso es hacerse cargo, sin más, de esas emociones. Están
ahí, lo queramos o no. La cuestión es, entonces, cómo tratar con ellas.

Las relaciones influyen en nuestros sentimientos. Y el manejo correcto de nuestras


emociones decide si y cómo nuestras relaciones tienen éxito. ¿Qué hacer, pues, si dos
personas están irritadas por las emociones que han surgido entre ellas, si se reprochan
mutuamente no tener sus emociones bajo control, estar dominadas por sus venadas?

Solo cuando miramos de frente con toda tranquilidad las emociones propias, pero
también las de las personas con quienes nos relacionamos, sin reprochárselas a ellas,
hallamos un camino para entendernos mejor a nosotros mismos y al otro. Así podremos
acercarnos mutuamente más y colaborar con mayor armonía. Solo si nos aceptamos a
nosotros mismos tal como somos y aceptamos al otro como realmente es se hace posible
una buena convivencia. El comienzo consiste, por tanto, simplemente en mirar y hacerse
cargo.

Lo podemos esclarecer con una conocida historia de monjes. Tres hermanos


emprendieron caminos diversos: uno trabajó como enfermero, otro como obrero manual,
el tercero se hizo monje. Algún tiempo después, los dos primeros fueron al desierto en
busca de su hermano, revueltos e insatisfechos interiormente. Le dijeron: «No sabemos
qué nos pasa. Tantas emociones nos perturban». Entonces el monje echó una piedra al
agua del pozo que había junto a su eremitorio e invitó a los hermanos a mirar el agua.
Naturalmente, no vieron nada, porque todo estaba agitado. Pasado un tiempo, cuando el
agua se hubo calmado, volvió a invitarles a mirar, y entonces pudieron ver su imagen
reflejada.

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Más adelante expondremos todo lo que se puede aprender de la tradición monacal
respecto al manejo de las emociones. Pero esta historia nos dice ya que de lo que se trata
es de ver con mayor claridad y así empezar a conocer lo que hay. Reflexionar sobre las
emociones es una oportunidad ideal para conocerse a sí mismo. Solo cuando podamos
ver más claramente las emociones perturbadoras que se dan en nosotros, encontraremos
también caminos para gobernarnos mejor con ellas.

Este libro trata de emociones que consideramos dificultosas, que valoramos


negativamente o clasificamos como «malas». Forman parte de ellas la envidia, la furia y
el enfado, la vergüenza o la angustia, el sentimiento de inferioridad o los celos.
Queramos o no, tales emociones nos asaltan sin más. A veces, con mucha intensidad.
Con frecuencia son desmedidas y salvajes. Y deterioran nuestra alegría de vivir,
perjudican la convivencia, frenan el fluir de nuestra vida. Nuestra tarea consiste entonces
en volver a aclarar el agua enturbiada por tales emociones. Así podremos no solo ver
más claro, sino también actuar con mayor sosiego.

Trataremos, de momento, de cada emoción en particular. Aun cuando las consideremos


en su singularidad, veremos que, en cierto modo, todas están interrelacionadas. Con
frecuencia, una emoción dominante está mezclada con otros impulsos. Por ejemplo, con
la envidia se mezcla enseguida el sentirse ofendido. La furia hierve aún más si se une
con sentimientos de venganza. Y la cólera se vuelve imprevisible y explosiva si entran
también en juego los celos. Hay que tratar de reconocer una y otra vez esos nexos.

La gran resonancia que han tenido textos de este libro en mi Carta de la vida sencilla
muestra que a muchas personas las afecta este tema si es que las diversas emociones no
son consideradas desde una perspectiva valorativa. También en mis charlas las preguntas
de los y las oyentes giran una y otra vez en torno a temas relacionados con las
emociones. Ha ocurrido lo mismo en conferencias en Alemania que cuando he hablado
de ello en Taiwán, estimulado por la petición de aclaraciones críticas más profundas por
parte de mi editora de allí, la señora Hsin-Ju Wu. Eso me ha hecho en especial ser más
cuidadoso respecto a la distinta gestión de los sentimientos por parte de varones y
mujeres. Aun cuando naturalmente se dan diferencias de cuño cultural en el trato con las
emociones, los problemas básicos son, sin embargo, muy similares.
En las conferencias, los y las oyentes han pedido siempre que haga con ellos un rito.
Por eso, tras cada reflexión sobre una emoción he descrito un rito que puede servir para
manejarse bien con la referida emoción.

Espero que este libro ayude a muchas personas a tomar en consideración sus emociones,
sin valorarlas ni condenarlas, para llegar a manejarse con ellas de modo que se vuelvan
más tolerantes con los demás, pero también consigo mismas. Y así, en definitiva,
enriquezcan y vuelvan fecundas su vida y sus relaciones.

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PRIMERA PARTE

LAS EMOCIONES:
UN TEMA CLAVE

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1

No reprimas lo negativo, transfórmalo

Las heridas pueden sanar


Los sentimientos negativos proceden, a menudo, de heridas recibidas. Las heridas solo
pueden ser sanadas si miramos de frente los sentimientos negativos y los transformamos.
Cuando los sentimientos negativos quedan transformados, entonces cierran también las
heridas que hemos sufrido en nuestra historia vital. Con dos ejemplos concretos
explicaré qué proceso puede seguir esa transformación. El conocido flautista Hans-
Jürgen Hufeisen, con quien doy frecuentes conferencias-concierto, habla de su infancia
en el libro publicado con motivo de su 60 cumpleaños. Es una historia casi increíble.
Poco después de su nacimiento en una pensión, su madre tapó con un cojín al bebé de
apenas tres días y se marchó. El dueño de la pensión oyó sus lloros y liberó al niño del
cojín, que amenazaba ahogarle. Lo entregó a la custodia de un hogar infantil. Cuando
tenía cinco años, una educadora de allí le regaló una flauta. Fue su salvación. Pues ese
instrumento le ayudó a transformar y sanar sus heridas de niño abandonado. Desde
entonces Hans-Jürgen Hufeisen ha alegrado con su flauta a innumerables personas,
convirtiéndose en uno de los intérpretes de flauta dulce más conocidos de Europa. La
opresión que el cojín provocó en el bebé, él la ha convertido en holgura. Y el escaso aire
que recibió tras su nacimiento lo ha transformado en tonalidades curativas.

Quisiera contar otro ejemplo referente a mi padre. Después de la guerra hubo de declarar
en quiebra su tienda de electricidad, porque había sido estafado por un negociante. El
banco quería sacar a subasta la vivienda donde vivía con su familia de siete hijos. Pero
mi padre era un hombre muy piadoso y se aferró al padrenuestro. La petición rezada
diariamente «Danos hoy nuestro pan de cada día» le dio confianza, también y
precisamente en esa situación de necesidad. Y fue la petición «Perdona nuestras deudas,
como nosotros perdonamos a nuestros deudores» la que transformó en paz interior y
libertad su amargura por el engaño del negociante.

No hay relación sin heridas


El motivo de muchos problemas de relación es que se dan lesiones mutuas. Si el otro me
hace daño, yo respondo haciéndole daño. No hay ninguna relación sin heridas. Tampoco
hay ningún amor sin heridas. La auténtica tarea consiste entonces en reconocer mi

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herida. Es una importante fuente de autoconocimiento. En la relación aprendo a
conocerme a mí mismo muy en profundidad. Descubro mis viejas llagas de la infancia.
Si la otra persona me hace daño, en mí grita el niño herido: el niño desatendido, el niño
abandonado, el niño frustrado, el niño despreciado, el niño siempre insatisfecho.

Las heridas son inevitables. Pero si uno llega a conocerse mejor a sí mismo con cada
herida, entonces las heridas pueden ayudar a despojarnos de nuestra máscara y
mostrarnos a los demás como en realidad somos, con nuestras viejas llagas y
susceptibilidades. Esto nos acerca mutuamente más que si nos refugiamos tras la coraza
de la frialdad. Y nos vuelve humildes y modestos. Nos aceptamos con nuestra
sensibilidad y nuestros malos humores. Con el amor no tenemos necesidad de aparentar
nada más. Conozco mis viejas llagas y puedo conocer las de la otra persona. Pero no las
hacemos objeto de reproche. Salimos al encuentro del otro tal como somos en realidad.
No amamos ya una imagen de él, sino a él mismo, tal como es realmente. Esto libera. El
auténtico amor destruye todas las imágenes que nos hacemos del otro. Nos lleva a lo
hondo de su corazón y abre nuestro corazón por entero a él. Por lo tanto, también las
heridas pueden convertirse en oportunidad para ahondar cada vez más en nuestro amor,
para volverlo cada vez más honesto y veraz.

¿Se pueden permitir siquiera las emociones negativas?


A lo que apunto en este libro es a transformar así nuestros sentimientos. Puesto que los
sentimientos son parte de nuestra vida, justamente lo que le da colorido, no puede
tratarse de quedar libres de emociones, o de reprimirlas. Pertenecen a nuestra naturaleza.
Las emociones nos mueven, tienen fuerza y nos dan fuerza. Pero a veces las emociones
nos dominan también, en especial cuando son negativas: cuando la herida es tan grande
que, en nuestra furia, pensamos no poder más que devolver el golpe. O cuando la envidia
a otra persona nos roe por dentro con tal fuerza que nos parece estar interiormente
carcomidos. O cuando el comportamiento de un semejante nos afecta tanto que nos
sentimos despreciados y devaluados. Cuando nos da un acceso de furia tal que viene
como a inundarnos, de modo que no nos resta percepción para nada más. Pero también
cuando caemos en una honda tristeza, como en un pozo sin salvación, sin perspectiva de
salida.

¿Puede o debe uno dar siquiera cabida a tales emociones? ¿No debería hacer de
antemano todo lo posible por evitarlas? ¿O, si han brotado ya, combatirlas por todos los
medios? Al fin y al cabo, hay consejeros de sobra que ofrecen trucos y métodos para
conseguirlo. ¿No sería el mejor modelo la racionalidad, un trato mutuo controlado,
razonable y sujeto a razón?

Lo que queda separado falta en nuestra vitalidad


Las emociones reprimidas quedan desligadas de nosotros. Y lo que se separa pasa a
faltar en nuestra vitalidad. En alemán tenemos un término hermoso: se dice que alguien

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es sanftmütig, «apacible». No significa «pobre de sentimientos». Sanft viene de
sammeln, «reunir». Sanftmütig es alguien que tiene todas sus emociones reunidas, que
las tiene en cuenta y las combina entre sí. Una persona así está viva. Y en ella
encontramos la persona entera. Si alguien solo «tiene cabeza», solo encontramos en él su
cabeza, no su corazón, no la persona entera. Y así no podrá fluir realmente algo entre
nosotros.
Naturalmente que en el trato mutuo deberíamos guardar las formas y no dar rienda
suelta a las emociones. Pero reprimirlas es algo distinto y no tiene que ver con modales o
cortesía. La represión significa tener oprimidas las emociones, o bien no tenerlas en
cuenta, negarlas sin más. No es un buen método. Pues los sentimientos reprimidos se
buscan un camino para salir a la superficie. Y muchas veces salen a relucir en el
momento menos oportuno, perturbando nuestra relación con la otra persona.

Algunos intentan modificar o vencer sus emociones, valoradas como negativas, mediante
todo tipo de técnicas psicológicas o espirituales. Pero, si lucho frontalmente contra las
emociones, se vuelven cada vez más fuertes. Y muchos que quieren modificar sus
emociones están así expresando que las emociones no son buenas y que ellos mismos no
son buenos, por tener tales emociones.

También en lo negativo se esconde una energía


No se trata de condenarlas, sino de transformarlas. En la transformación se mira de
frente una actitud. No se la condena, sino que se rastrea su sentido. Lo cual implica la
esperanza de que esa actitud pueda convertirse en positiva. Pues también en una emoción
negativa se esconde una energía. Y esa energía quiere ser utilizada para mantenerme
vivo. El objetivo del cambio, de la «alteración», es que todo se vuelva de «otra» manera.
Pero la palabra otro, alter, incluida en alteración, es ya traicionera. Implica una
valoración. Debo, pues, volverme otro en el sentido de «distinto», de una segunda
opción. El objetivo de la transformación es diferente. No se trata de que yo me rechace,
volviéndome otro. Sino de que llegue a ser completamente yo mismo, de que
transparente con mayor claridad aún, mediante todo lo que soy, la imagen singular que
Dios se ha hecho de mí.

La transformación aprecia lo que es. No valora


La transformación aprecia lo que es, lo que ha llegado a ser. No lo valora. Lo presenta a
Dios para que su Espíritu lo penetre y lo transforme. Y no solo pasivamente. La
transformación puede darse por cuanto yo opongo activamente resistencia a una actitud
destructiva. Es como la electricidad que se consigue construyendo un muro de
contención contra el agua para que la fuerza del agua pueda transformar ese elemento
natural en energía. También puede suceder una transformación activa si experimento a
fondo, intentando simplemente vivenciar alguna vez una actitud o haciendo algo muy
determinado, que puede llevar a transformar la actitud interna. También de tales
experimentos va a tratar este libro.

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Cuestiones fundamentales que hacen avanzar
La cuestión fundamental es cómo lograr tratar pacíficamente unos con otros sin tener
que negarnos a nosotros mismos. ¿Cómo incluso las heridas pueden convertirse en
oportunidades de ahondar cada vez más nuestro amor, para volverlo más honesto y
veraz? Son cuestiones viejas. Y también las viejas tradiciones espirituales pueden
contribuir a dar respuestas actuales.

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2

¿Qué nos dice la tradición espiritual?

Hacerse uno mismo: un tema espiritual


El tema de la gestión de las emociones negativas no tiene que ver con el egoísmo, sino
con hacerse uno mismo; en el fondo, por tanto, es un tema espiritual. Solo si soy capaz
de lograrlo puedo salir también al encuentro del otro correctamente. El yo verdadero es
distinto del ego. El ego pretende siempre afirmarse e imponerse. El camino va del ego al
yo, al centro interior de la persona. Y ese camino al yo verdadero no pasa por reprimir ni
tampoco por alterar, sino por transformar. La transformación es un tema central de la
espiritualidad cristiana. Quisiera mostrar cómo procede, volviendo la vista a la tradición
de los Padres del desierto, que vivían en Egipto entre los siglos IV y VI y eran maestros
de introspección psicológica. El modelo histórico, no solo de los Padres del desierto,
sino también con testimonios de la mística, sirve de ejemplo para hacer patente cómo
llevan los hombres y mujeres espirituales sus emociones y pasiones.

Pasiones y sosiego del corazón en los Padres del desierto


Para los monjes primitivos, el modo de manejarse con las emociones y los pensamientos,
con las necesidades y pasiones, era un tema central. En su camino hacia Dios, los monjes
se topan con sus pensamientos y pasiones, esto es, su propia realidad interior. A esos
pensamientos y pasiones los denominan logismoí, término muy difícil de traducir
correctamente. Solo se puede parafrasear con palabras como insinuaciones internas,
persuasiones, disuasiones, divertimientos mentales, pensamientos apasionados,
pensamientos inquietos, engendros, cavilaciones inútiles. Lo que los monjes habían
vivido en el mundo los asalta ahora en el desierto y los atormenta en forma de logismoí.
Y los monjes luchan con tales pensamientos para no ser dominados por ellos, para
librarse de ellos y encontrar sosiego interior. La meta de su vida es la paz del corazón –
hēsychía–, que les permite sentir a Dios en su corazón. Pero el camino hacia ese sosiego
interior pasa justamente por confrontarse con los pensamientos y pasiones. En nosotros
existe un lugar de paz, donde Dios habita en nosotros. Pero a ese lugar en el fondo del
alma solo llegamos atravesando el caos de nuestros pensamientos, pasiones y emociones.

También Dios actúa


La lucha con los logismoí no tiene por objetivo reprimir o extinguir las emociones. Las

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emociones tienen también un sentido. Emoción viene de movere, «mover». Las
emociones nos mueven, son una fuente de energía. Si las desconectamos, nos falta
energía. Pero las emociones y pasiones pueden también dominarnos. Por eso se trata de
sacar la energía positiva que se halla en cada emoción, en cada logismós, y aprovecharla
para el camino espiritual propio. Un camino que solo va a través de la transformación.
Observo fijamente la emoción y pienso cómo puede transformarse. El proceso de
transformación sigue algunos pasos que yo he de dar. Pero en ese camino de
transformación actúa también Dios. Por eso un paso importante es siempre comentar con
Dios los logismoí y presentárselos, para que el Espíritu de Dios penetre y transforme la
emoción.

Luchar con demonios que nos producen daño


Los monjes dicen: No somos responsables de los pensamientos y sentimientos que
brotan en nosotros. Solo somos responsables de cómo tratamos con ellos. Los logismoí
son como «demonios» que nos acometen desde fuera. Si nos dejamos dominar por ellos,
nos producen daño. Pero si luchamos con ellos, sacamos fuerza de ellos.

Una sentencia de los Padres lo narra así: «Abbas Poimén preguntó a abbas José: “¿Qué
debo hacer cuando las pasiones se acercan? ¿Debo oponerles resistencia o dejar que
entren?”. El anciano le dijo: “Deja que entren y lucha con ellas”. Cuando Poimén hubo
vuelto a Escete, tomó asiento. Entonces llegó a Escete alguien de la Tebaida y dijo a los
hermanos: “Pregunté a abbas José: ‘Cuando se me acerca una pasión ¿debo oponerle
resistencia o dejar que entre?’. Y él me dijo: ‘No dejes entrar de ninguna manera a las
pasiones, sino despídelas de inmediato’”. Cuando abbas Poimén oyó que abbas José
había dicho eso a los de Tebaida, se levantó, fue donde él a Panefo y le dijo: “Padre, yo
te confié mis pensamientos [logismoí] y resulta que a mí me hablaste de una manera y a
los de Tebaida de otra”. Entonces el anciano le dijo: “¿No sabes acaso que te amo?”. Y
él dijo: “Sí”. “¿No me dijiste: ‘Há blame como si fuera para ti mismo’?”. Y él dijo: “Así
es”. Entonces le dijo el anciano: “Cuando entran las pasiones y tú les das y tomas de
ellas, consiguen que tú quedes más probado. Te he hablado a ti como si fuera a mí
mismo. Pero hay otros a quienes no resulta provechoso que se les acerquen las pasiones,
y por eso necesitan despedirlas de inmediato”» (José 3).

Aprovechar la fuerza de las pasiones


Lo decisivo es, pues, la fuerza interna. Hay personas que deben precaverse de las
pasiones y no entrar en tratos con ellas. Porque, si no, son dominadas y vencidas por
ellas. Pero el camino más adecuado es dejar entrar sin problema las pasiones en el propio
espíritu, familiarizarse con ellas, dialogar con ellas sobre qué me quieren decir. Entonces
puedo aprovecharme de su fuerza. El abad José lo describe así: ellas me harán más
probado, me fortalecerán y me proporcionarán una gran experiencia. Y esa experiencia
me permitirá vivir en libertad y con confianza. Ya no les tengo miedo a las pasiones.
Pueden venir tranquilamente. Pero yo las examino, me quedo con lo que necesito para

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vivir, y lo que me perjudica lo dejo fuera.

De enemigas, hacer amigas


Los dos caminos diversos que abbas José describía en el siglo IV se siguen dando hoy.
En los libros de ayuda se suele recomendar más bien el segundo camino: evitar las
emociones negativas, o superarlas, o luchar contra ellas. Pero es un hecho de experiencia
que, cuanto más combato una actitud, más se fortalece, mayor resistencia desarrolla.
Para mí es más eficaz el primer camino que recomienda abbas José. Se le podría llamar
el camino de la transformación, en lugar del camino del cambio. En este sentido descrito
por los monjes antiguos, quisiera exponer en este libro distintas emociones negativas y
su transformación. Para mí, el objetivo es gestionar las emociones hasta que se
transformen en una ayuda y un soporte para la vida. De enemigas se convierten en
amigas. Me ponen de manifiesto cómo puedo vivir con la fuerza que se esconde en ellas
sin ser dominado por ellas.

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3

Tratamiento masculino
de las emociones

¿Qué significa masculino?


Muchos muchachos conocen el dicho «Los indios no se quejan». En la época nazi se
decía incluso «Llorar, solo cuando te quedas sin cabeza». Lo que nos endurece nos hace
avanzar: esta postura ha tenido aquí durante mucho tiempo una gran influencia en la
educación de los jóvenes. Aunque ya han pasado los tiempos en que estos eran axiomas
educativos practicados por todos, sigue sin ser nada sencillo el modo como se relacionan
los varones con sus sentimientos. No es infrecuente que una mujer reproche «No tienes
sensibilidad alguna. ¿Eres capaz siquiera de sacar afuera tus sentimientos y amar?».
¿Cómo hay que reaccionar? ¿Tienen que ver las emociones con la sensibilidad? Tomar
distancia frente a los sentimientos propios ¿significa carencia de sensibilidad? ¿Cómo
tendrían que expresar sus sentimientos los varones, sin por ello exponerse a la sospecha
opuesta de falta de virilidad?

Monje y varón
Como monje, naturalmente yo mismo soy varón. Está claro que también los monjes
tienen un trasfondo educativo determinado, influido por la cultura del entorno. Pero los
monjes siempre se han planteado también sus propias emociones. El modo y manera
como lo han hecho muestra también cosas interesantes. Quizá pueda resultar de ayuda
también para los varones actuales.
Evidentemente, también alguien puede plantear otra objeción: por tener su vida
espiritual orientada al encuentro inmediato con Dios, los monjes son especialmente
privilegiados, pues no se ven envueltos en las complicadas y estresantes situaciones de
los varones de ahora y no están bajo presión permanente. No tienen que conciliar o
equilibrar continuamente las relaciones emocionales de la vida privada y las exigencias
de mayor rendimiento en la vida laboral. Pero también nosotros, los monjes, vivimos en
una comunidad, implicados permanentemente en una red de relaciones. Y, naturalmente,
tenemos que ver también con personas de fuera. Estamos trabajando en colaboración con
muchos empleados. Y también nosotros vivenciamos siempre nuestras emociones en
relación con otras personas. Es un prejuicio asimismo la creencia de que los monjes

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somos por naturaleza tranquilos. Tenemos también necesidad de aprender cómo
llevarnos espiritualmente con las emociones. De ello hablan, por lo demás, las historias
de los monjes antiguos, que han plasmado nuestras tradiciones.

Defenderse: método marcial


La mayor parte de esas historias y de las sentencias que se nos han transmitido de los
Padres del desierto hacen referencia a varones. Hombres que vivían en el desierto en los
siglos IV y V para buscar a Dios y que se designaban a sí mismos «monjes atletas». Al
considerarse como luchadores, en ellos predominan expresiones tales como lucha,
esfuerzo, dureza, hacerse violencia… Hoy la dureza marcial con que combatían sus
pasiones nos suele resultar extraña. Consideraban su lucha como una batalla espiritual. Y
a veces lo denominaban explícitamente «servicio militar por Cristo». Combatían como
soldados para que fuera Cristo, y no sus pasiones, quien modelase su espíritu.
Algo de esa fuerza que acumulaban aquellos hombres para vencer sus emociones se
percibe en esta sentencia de los Padres: «Dijo abbas Ammonas: “Cuarenta años
permanecí en el desierto pidiendo al Señor día y noche que me concediera vencer la
cólera”» (Ammonas 3). Por tanto, este monje estuvo luchando cuarenta años contra su
cólera. Pero sabiendo al mismo tiempo que él solo no la podría vencer, que necesitaba la
ayuda de Dios.
Abbas Isidoro encontró otro método para librarse del poder de la cólera: «Desde que
me hice monje, me ejercito en no dejar a la cólera ascender hasta mi lengua» (Isidoro 2).
Notaba la cólera. Pero se forzaba a no expresarla con palabras. La retenía en el pecho,
con la esperanza de que se fuese disolviendo.

No atender a las emociones


Naturalmente, en la tradición de los monjes se encuentran también expresiones que dejan
patente que los varones no prestaban especial atención a las emociones y remiten así a
una línea que seguimos vinculando hoy a cierta imagen masculina.
En una de esas sentencias de los Padres, dice abbas Poimén: «Si uno mete en un
recipiente una serpiente o un escorpión y lo mantiene siempre cerrado, terminan por
morir. Lo mismo los malos pensamientos producidos por los demonios: la paciencia
hace que desaparezcan» (Poimén 21). Poimén no presta atención a las emociones
particulares. Las tiene como encerradas en un recipiente. No les da posibilidad alguna de
salir afuera no hablando sobre ellas y no teniéndolas en cuenta. Así, mueren por sí solas.
Sin duda, puede ser alguna vez el método. Pero otros monjes aconsejan también
interrogar a las emociones particulares e indagar su sentido. Solo así pueden superarlas y
transformarlas. El mismo Poimén prefiere hablar de la lucha varonil contra las pasiones:
«Si somos viriles, Dios ejerce su misericordia con nosotros» (Poimén 94).

Naturalmente, no se trata de copiar los métodos de los antiguos monjes. Cada cual
puede, simplemente, leer cómo abordaban las emociones. Y buscarse el método que más
le convenga.

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Huir de las emociones negativas
A veces puede muy bien ser conveniente huir de las emociones negativas. Abbas Juan
Kolobos cuenta de sí mismo: «Cuando una vez estaba subiendo por el camino de Escete
con un cesto, vi a un camellero. Sus palabras provocaron mi cólera. Entonces dejé el
utensilio y hui» (Juan 5). Juan no puede evitar la cólera. Y tampoco encuentra modo de
diluirla. Tiene que huir de la situación que ha encendido su cólera, con la esperanza de
que entonces no cobrará poder sobre él. A veces, en efecto, echar a correr puede ser
librarse. Al escaparme de la cólera, puedo librarme de ella para que no me domine.
Una buena forma de «huida» puede ser huir a la oración. Así dice Juan: «Me parezco
a un hombre que está sentado bajo un árbol grande y ve deslizarse hacia él a muchas
fieras salvajes. Si no puede oponerles resistencia, se sube corriendo al árbol y está a
salvo. Lo mismo yo: estoy sentado en mi celda y veo que me acechan los malos
pensamientos. Si no tengo ningún poder sobre ellos, huyo con la oración a Dios y me
salvo del enemigo» (Juan 12).

«Discernimiento de espíritus» racional


Los métodos desplegados por los monjes para tratar con las emociones y pasiones fueron
desarrollados de manera novedosa al comienzo de la Edad Moderna por Ignacio de
Loyola. En sintonía con la tradición de la Iglesia primitiva, los llama «discernimiento de
espíritus». En el núcleo de este método, Ignacio exige primeramente un estar abierto a
Dios, la llamada «indiferencia». Luego la persona ha de examinar con cuidado adónde le
llevan las distintas emociones, qué repercusiones tienen. Es un método racional. El ser
humano ha de observar y examinar sus pasiones con su razón y en apertura a Dios,
decidiéndose siempre luego por lo que le conduce a una mayor vitalidad, libertad, paz y
amor.

Si uno medita los caminos de los antiguos monjes y de Ignacio de Loyola para gestionar
las emociones y pasiones, percibe que se trata de modos típicamente masculinos,
fuertemente marcados por la razón y la voluntad. Aquellos hombres captan sus
emociones, pero uno tiene la impresión de que siempre efectúan cierto distanciamiento.
Piensan que pueden clarificar las emociones mediante consideraciones racionales, o que
pueden tomar distancia de ellas a base de voluntad. La separación entre lo interior y lo
exterior que hemos podido constatar en las historias de los monjes corresponde, en
definitiva, a esa vía de distanciamiento. Se podría decir que –hasta hoy– es un modo
específicamente masculino de tratar con las emociones.

Distinción significativa de niveles


Lo que ahí resulta significativo y hay que retener es que primero hemos de captar la
emoción y deslindarla de circunstancias externas. El peligro reside siempre en que no
podemos separar la emoción de las circunstancias externas. A menudo pensamos que la
culpa de nuestras emociones la tienen los otros. Pero lo que sentimos es siempre nuestra

21
reacción ante los otros y ante las circunstancias externas. Por eso tenemos que distinguir
siempre lo que nos viene de dentro y lo que está causado o determinado desde fuera.
Pero solo podemos trabajar los sentimientos que nos vienen de dentro. De las
circunstancias externas hemos de distanciarnos. Las hemos de observar desde fuera, pero
sin dejar que se introduzcan en nuestro interior. Solo así podremos entonces aclarar con
la otra persona qué es lo que de ella ha desencadenado nuestra emoción y cómo y por
qué hemos reaccionado emotivamente a ella. Si no distinguimos los dos niveles, se va a
formar un nudo difícil de soltar. Las mujeres suelen captar este «método» como
«típicamente masculino» y por eso no lo entienden y lo critican. Perciben ese
distanciamiento como una falta de empatía.

22
4

Tratamiento femenino
de las emociones

No nos hieren las personas, sino nuestras expectativas


¿Por qué entre varones y mujeres se llega, precisamente en el ámbito de las emociones, a
expectativas tan diferentes y a percepciones erróneas, a malentendidos y heridas mutuas?
De ordinario, no hay detrás una mala voluntad. No queremos en absoluto hacer daño al
otro. Pero él tiene unas expectativas muy determinadas respecto a nosotros. Si no las
cumplimos, entonces se siente herido. La filosofía estoica dice, con razón: «No son los
seres humanos los que te hieren, sino las expectativas que tienes puestas en otros; ellas
son las que te hieren, cuando no se cumplen».

Útiles experiencias de las Madres del desierto


Algunas veces me preguntan cómo yo, que soy monje, puedo entender las emociones de
las mujeres para poder aconsejarlas. Mi respuesta es que no digo que comprenda
especialmente a las mujeres. Yo solo puedo intentar –como cualquier otro puede hacer
también–prestar atenta escucha a sus palabras y compararlas con mi propio corazón.
Pero a mí particularmente me ha ayudado también, para entender mejor a las mujeres, el
estudio de las Madres del desierto. Porque en el siglo IV no hubo solo monjes, sino
también Madres del desierto, mujeres que se fueron al desierto como anacoretas.
Hicieron sus propias experiencias con las emociones y las manejaron de forma muy
especial. Y eso me ha hecho a mí también seguir una pista que llega hasta el momento
presente.

Relación de las emociones con el cuerpo


Al observar las sentencias de las Madres del desierto, vemos que no solo se ocupan de
forma más intensa de las emociones, sino que también observan con mayor precisión que
los varones la relación de las emociones con el cuerpo.
Así dice amma Teodora: «Para una virgen o para un monje es realmente magnífico
estar tranquilo, y en especial para los jóvenes. Pero has de saber que, cuando uno se
propone estar tranquilo, llega enseguida el malo y fatiga el alma con hastío, mezquindad
y pensamientos. También fatiga el cuerpo con enfermedades, lasitud, flojedad de la

23
rodilla y de todos los miembros. Debilita, por tanto, el vigor del alma y del cuerpo. Y si
estoy enferma, no puedo llevar a cabo el servicio divino. Pero si estamos vigilantes, todo
esto se diluye» (Teodora 3).

Por tanto, Teodora no solo observa las emociones, sino también su repercusión en el
cuerpo. Y presta atención a cómo repercute la constitución corporal en la vida espiritual.
Su camino para transformar las emociones no es la lucha, sino la vigilancia. Su idea es
que, si estoy alerta para observar y penetrar mis emociones y reacciones corporales,
pueden entonces diluirse, perder su poder sobre mí. Estar vigilante significa hacerse
cargo conscientemente de las emociones y fatigas corporales o enfermedades, sintonizar
con ellas y preguntarse qué es lo que quieren decirme. La gestión vigilante de las
emociones y las reacciones corporales me lleva a una claridad y libertad internas. Por lo
demás, la moderna psicología de la atención nos dice algo similar: la observación lúcida
de nuestras emociones –y, unida a ella, la atención al estado emocional de los demás–
tiene también importancia en nuestras relaciones. Para entender esto, no se requiere
ninguna especialización psicológica; basta confiar en los propios sentimientos.

El autoconocimiento como camino hacia Dios


El modo peculiar en que las mujeres tratan con las emociones y sentimientos lo voy a
mostrar con otro ejemplo sacado de la historia, el ejemplo de dos grandes místicas: una
es Teresa de Ávila (1515-1582); la otra, Teresa de Lisieux (1873-1897).
Teresa de Ávila habla en su autobiografía con mucha franqueza de sus emociones.
Evidentemente, ella se observó y conoció muy bien. Pero nunca se denigró a sí misma,
ni se valoró peyorativamente, sino que más bien hablaba con mucho humor de sí misma
y sus flaquezas. También daba importancia al autoconocimiento honesto como camino
hacia Dios. Escribe: «Es absurdo creer que podamos entrar en el cielo sin antes entrar en
nuestras almas, sin conocernos a nosotros mismos y meditar sobre las miserias de
nuestra condición» (cf. S. Fritsch, 30). El autoconocimiento no significa para ella estar
continuamente dando vueltas a nuestras flaquezas y pensar que podemos combatirlas
todas con éxito. La transformación de las emociones sucede más bien contemplando a
Dios, que nos acoge incondicionalmente. Si yo considero mis emociones y pasiones,
pero a la vez tengo ánimo para ponerme en marcha por el camino que conduce a Dios,
llevando también en ese camino mis pasiones, entonces algunas de esas emociones se
van transformando. Puesto que mi meta está situada más allá de mí, se transforma
también el lastre de emociones negativas que llevo conmigo. Teresa está convencida de
que no hace falta ser perfectos para transformar las emociones propias. Se trata más bien
de que, en medio de los enredos de nuestras pasiones, nuestro anhelo nos haga ponernos
en contacto en el interior de nuestra alma con lo enteramente otro, con el lugar del
sosiego, con Dios.

Amistad y conversación
Si a alguien le parece demasiado piadoso o pasivo presentar a Dios las emociones

24
propias, le aconsejo: puedes simplemente contemplarlas tú mismo. Podemos desligarnos
tranquilamente del lenguaje de la tradición para poner en claro a qué se referían los
grandes maestros y maestras del pasado. En el fondo su mensaje es: las relaciones con
nuestros semejantes son la piedra de toque para ver si nuestra vida espiritual «atina».
Teresa de Ávila dice que también la amistad es un buen camino para transformar
nuestras emociones. A ella le sirve particularmente, en este contexto, la amistad con
personas que han alcanzado una libertad interior y la conversación con alguien «que no
se hace ya planteamientos ilusorios respecto a las cosas del mundo, porque es de gran
provecho tener conversación con quien las comprende en profundidad, para
comprendernos nosotros» (ibid., 61). Es una frase hermosa. Necesitamos a menudo una
conversación con otra persona a la que mostremos nuestras emociones y con la que
podamos hablar de ellas. No ha de ser alguien que se limite a consolarnos y apaciguar
nuestras pasiones y debilidades. Necesitamos a alguien que comprenda el mundo, que se
comprenda a sí mismo. Entonces la conversación nos ayudará a ser capaces de
comprendernos nosotros mismos. Comprendernos en profundidad no tiene nada que ver
con condenarnos. Más bien habría que hacerlo con humor y serenidad. Penetramos en
nuestros engaños, que nos hacen aparentar algo. Un conocimiento tal produce un efecto
liberador y nos ayuda a desempeñarnos de otro modo con nuestras emociones y
pasiones. Ciertamente, para ello se requiere valor y franqueza mutua.

La humildad como valor: el amor de Dios limpia


En santa Teresa de Lisieux encuentro otra referencia valiosa para poder gobernarnos con
las emociones. Teresa era una muchacha muy sensible y susceptible. Tras ingresar en el
convento a los quince años, el trato con las compañeras le hizo sentir, a menudo muy
dolorosamente, su hipersensibilidad. Continuamente se sentía vejada y puesta en ridículo
por las otras. Conoció por propia experiencia el talante depresivo, los sentimientos de
enfado y de ofensa. Al principio se evadía de estos sentimientos negativos hacia la
grandiosidad. Se sentía como «la pequeña amada de Jesús». No tenía que afrontar sus
emociones y pasiones. En cierto modo, celebraba sus debilidades y se hacía pequeña
como una niña. Pero era una niña inmadura, que se sentía especial. Con el correr de la
vida conventual, encuentra finalmente otro camino. Acepta su impotencia, su
susceptibilidad, su desamparo, su enfado, su angustia, y los presenta a Dios. Ha
descubierto una imagen del amor de Dios que la ayuda en ese camino. La imagen es
esta: el agua busca siempre el punto más bajo. Ella hace fluir ahora el amor de Dios
hasta sus sentimientos dolorosos, con lo que quedan transformados. No se siente
fracasada cuando reacciona con susceptibilidad, sino que presenta a Dios esa reacción
susceptible y el dolor con que siente las heridas y hace que el amor de Dios inunde el
fondo de su alma. Esa afluencia del amor de Dios a sus emociones y pensamientos
transforma los sentimientos. Ahora no se siente ya sola, herida, abandonada,
ridiculizada, rechazada, sino que acepta todos esos sentimientos, que se convierten en
pórtico de entrada para el amor de Dios, que a través de ellos va a inundar hasta lo más
hondo de su alma, transformando su estado de ánimo interior. En medio del dolor siente

25
también la dicha de ser amada. Por este camino, Teresa ha descubierto esa actitud que
tan importante era para los monjes en su camino de transformación: la humildad. La
humildad es para ella el valor de abrirse al amor de Dios. Eso permite al mismo tiempo
verse tan débil y deficiente como realmente es uno. Teresa puede contemplar su caos
emocional, sus pasiones, sus necesidades infantiles. Pero no se acusa ya por ello, sino
que hace fluir el amor de Dios a todas sus necesidades, pasiones y emociones. No se
condena ya por sus debilidades, sino que justamente las pone al descubierto. Con cada
debilidad descubierta se abre, en cierto modo, una compuerta en su alma para que fluya
el amor de Dios. «Cada nueva debilidad descubierta permite el acceso a un valle más
hondo y todavía desconocido de su propia alma, que el amor de Dios puede inundar
como una corriente de agua» (cf. Jotterand, 47s). Y eso lleva a transformar las
emociones en gratitud, amor y gozo.

26
5

Integra las fortalezas masculinas


y las femeninas

Dar cabida a los sentimientos, pero no vivirlos sin tasa


Nuestra mirada a la tradición espiritual plasmada de modo peculiar por varones y
mujeres ha puesto de manifiesto que se trata siempre de dar cabida a las emociones y
pasiones. Pero eso no significa vivirlas sin tasa o dejarse dominar por ellas. Se requiere
atención, pero también valor y fuerza, para plantearse honestamente las debilidades
propias y admitirlas ante los demás. Pero el trato con las emociones no es algo
blandengue; necesita también un espíritu de lucha por nuestra parte. Hay que volverse
vulnerable para mostrar a los demás las propias debilidades. Solo cuando uno realmente
tiene fuerza suficiente no tiene miedo a las debilidades propias y a ser vulnerado.

Varones y mujeres: malentendidos y reproches


Las mujeres viven las emociones con mayor intensidad. Y no las combaten
agresivamente, sino que, más bien, tienden a penetrar en ellas y transformarlas desde
dentro. Y eso a los varones les suele crear inseguridad. No entienden la emotividad de
las mujeres y a menudo la rechazan o la infravaloran con el reproche global de que son
excesivamente irracionales y se dejan llevar demasiado por las emociones. A menudo los
varones que se sienten inseguros en el trato con los sentimientos critican a las mujeres
que aceptan sus emociones. Por el contrario, las mujeres tienen la impresión de que a los
varones les gusta ocultarse tras sus argumentos racionales y que tienen miedo de admitir
sus propios sentimientos.
Un ejemplo, comprobado también por estadísticas sanitarias: es sabido que la
conexión existente entre emoción y enfermedad la captan con más sensibilidad y
seriedad las mujeres que los varones. Estos se defienden de la enfermedad no
prestándole atención alguna, o bien manteniéndose en forma a base de medicamentos.
Las mujeres indagan más en la enfermedad y se preguntan más bien qué es lo que esa
enfermedad les quiere decir.
Otro ejemplo concreto de la vida diaria. Una mujer ha cambiado la decoración de su
piso y está ya ilusionada con mostrar el resultado de sus esfuerzos a su marido, cuando
llegue por la tarde del trabajo. Pero él ha tenido un mal día en la empresa y cuando llega

27
a casa empieza a despotricar de su jefe, sin darse cuenta de lo que su mujer ha hecho.
Ella se siente profundamente herida. El marido no quería herir a su mujer. Pero ella no
distingue entre el comportamiento externo de él y la emoción que en consecuencia brota
en ella. Por tanto, debemos observar bien nuestras emociones, pero también distinguir si
nos vienen impuestas desde fuera o si nos llegan de dentro. Reaccionamos al
comportamiento externo de otra persona. Pero es nuestra propia reacción, nuestra propia
emoción. Solo si lo tenemos en cuenta podremos deshacer «anudamientos» en nuestras
reacciones emocionales, hacer que la otra persona pueda comprender nuestro
comportamiento y aclarar con ella lo que su emoción ha desencadenado y por qué hemos
reaccionado emotivamente de una determinada manera.

Equilibrio entre sensibilidad y distanciamiento


Los conflictos entre hombre y mujer provienen a menudo de ese distinto modo de tratar
con las emociones. En ellos y ellas hay un equilibrio entre la sensibilidad y el
distanciamiento respecto a las emociones. Por eso es útil integrar ambos puntos de vista.
Los varones y las mujeres pueden complementarse mutuamente, tratando de superar las
debilidades propias con las fortalezas de la otra persona. Entre sensibilidad y
distanciamiento no hay un punto fijo de equilibrio. Tengo que estar siempre buscando
una buena conciliación para mí mismo. Puedo preguntarme: ¿me quedo a resguardo
poniendo distancia entre la otra persona y yo? ¿O necesito una distancia para
relacionarme bien con ella, sin dejarme perturbar por mis emociones? Lo importante es
que por medio de la sensibilidad y el distanciamiento pueda entender y aceptar mejor a
la otra persona y a mí mismo.
Se tratar de unir ambas formas de percepción. Según C. G. Jung, las situaciones
emocionalmente imprevisibles son consecuencia de que el varón reprime su anima, su
lado femenino. Se puede observar en algunos directivos de empresa, que piensan que
solo han de sacar a relucir su lado masculino. Quien es capaz de integrar en sí tanto el
lado masculino como el femenino se vuelve más libre. Cuando, por ejemplo, sentimos en
nosotros emociones agresivas, con frecuencia resultan ser un impulso para emprender
algo, solucionar un conflicto, organizar mejor alguna cosa. Los varones pueden aprender
mucho del modo en que las mujeres manejan sus emociones.

Integración como oportunidad de maduración


El tratamiento de nuestras emociones es también una oportunidad de maduración. Lo
que nos importa a todos, varones y mujeres, es llegar a ser una persona entera,
integrando, por tanto, el lado masculino y el femenino. C. G. Jung piensa que se llega a
ser una persona entera cuando uno reconoce, asume e integra en sí mismo el anima y el
animus, su lado femenino y su lado masculino. Los varones y las mujeres han de
complementarse y apoyarse mutuamente de modo que sus emociones se transformen en
una fuente de fuerza y amor.

28
SEGUNDA PARTE

PARA FACILITAR LA VIDA, TRANSFORMA LAS


EMOCIONES NEGATIVAS

29
1

Que no te devore la envidia

Querámoslo o no, en nosotros brota la envidia


La envidia la conocemos todos. Querámoslo o no, en nosotros brota la envidia. Nos lo
muestra ya la Biblia en muchas historias; la más conocida es la referente a los hermanos
Caín y Abel. La envidia está siempre dirigida a otras personas. Envidiamos a alguien por
tener características que nosotros mismos no poseemos y, sin embargo, nos gustaría
tener. O resulta que alguien es preferido, sin más, a nosotros por otras personas. Puede
ser nuestro propio hermano, si tenemos la sensación de que nuestros padres le quieren
más a él. No somos nosotros, sino él, quien está en el centro de todo y atrae siempre toda
la atención. Y, en general, en la vida hay personas afortunadas a quienes ya en la cuna se
les pone y se les regala todo. En lo privado y en lo profesional están en el lado luminoso
de la vida. Lo tienen todo: éxito, dinero, belleza, talento, felicidad, hijos listos y una
pareja ideal. Todo les resulta fácil. ¿Y nosotros? Nos falta todo eso. En nuestra vida nada
funciona con tanta facilidad. ¿Es esto justo? Nos esforzamos por no perder la
tranquilidad. Y los otros lo consiguen sin más, desde su superioridad y sin esfuerzo. Nos
afanamos sin cesar en el trabajo y estamos bajo una permanente presión competitiva. Y
otros tienen éxito, viven a tope, nos adelantan en la carrera. A ellos les toca todo.
Pueden, sencillamente, vivir con tanta libertad como quieran. Uno se corroe por dentro.
No se lo aguantamos. Esto es envidia.

Una espina en el corazón: la envidia reprimida


Que uno reaccione con envidia no resulta una reacción particularmente extrema.
En efecto, decimos que alguien se ha puesto amarillo o verde de envidia. Queremos
indicar con ello que no es nada saludable. Pero no siempre es sencillo reconocer la
envidia en uno mismo. Es una cuestión de orgullo propio. ¿Quién va a confesarse de
buena gana que envidia a otro? Eso significaría que somos unos mezquinos. ¿A quién le
gusta ser un envidioso redomado? Quizá nos enfadamos con nosotros mismos por
nuestro torvo mirar y en los momentos de lucidez tratamos también de reprimir esos
sentimientos. Pero si reprimimos la envidia, se nos vuelve como una espina clavada en el
corazón. Mi relación con el otro sufre las consecuencias. O bien noto que la envidia
reprimida va «trabajando» en mí, amenaza con tomar plena posesión de mí, me turba la
vista. Que una inquina latente me roba la paz interior y me vuelve agresivo contra todo

30
el mundo.

Vínculo entre envidia, resentimiento y comparación


La envidia es resentimiento. No tragamos el éxito, la popularidad de otro. Es una envidia
vinculada con la comparación. Me comparo con otros y me vuelvo envidioso, porque
tengo la sensación de que en esa comparación salgo malparado, quedo postergado, no
me tienen suficientemente en consideración. La envidia es siempre señal de que una
persona no está satisfecha consigo misma. Cuanto más agradecido y satisfecho está
alguien, tanto menos envidioso es.

La envidia no me hace bien. ¿Cómo lidiar con ella? Y ante todo: ¿cómo deshacerme de
ella? En ella se esconde también una fuerza. Es preciso descubrir esa fuerza, movilizarla
positivamente; por ejemplo, transformarla en ambición, trabajar en mí y seguir adelante.
Transformación significa siempre aceptar esa emoción mía y transformarla en fuerza
positiva.

Admitir la envidia. Y pensar a fondo


Quisiera describir unos caminos que pueden llevar a ese objetivo. El primer camino
consiste en que yo, de momento, admita sin más mi envidia. Me reconozco como alguien
necesitado. Querría ser como este o aquel, querría tener lo que tienen el uno o el otro.
Querría estar justo en el centro como uno u otro. Reconozco mi indigencia y la presento
a Dios. Se requiere humildad para confesarse: es verdad, pese a toda mi espiritualidad
soy envidioso, estoy necesitado. Pero dejo que el amor de Dios fluya en mi indigencia.
Entonces mi envidia se transforma. En medio de la envidia percibo luego el amor de
Dios. Me siento amado incondicionalmente. Eso disuelve la envidia, convirtiéndola en
experiencia de paz interna.
El segundo camino: me represento todas las personas de las que estoy envidioso. Y
me pregunto: si yo tuviera eso que tienen este o aquella, si yo fuera como el uno o la
otra, si estuviera en el centro como ese o esa, ¿sería feliz? ¿Qué es lo que realmente me
hace feliz? No me hace feliz lo que tengo, sino que siendo lo que soy es como encuentro
armonía interna. No se trata del tener, sino del ser. La envidia me invita a pasar del tener
al ser.

Invitación al agradecimiento
El tercer camino es similar: me imagino que tengo y soy todo lo que veo en otros. Y me
pregunto: si yo tuviera todo eso, ¿sería realmente yo mismo? ¿No sería entonces un
monstruo, un constructo, pero no una persona viva?
Si yo admito la envidia y pienso en ella coherentemente, puede transformarse en
gratitud. Estoy agradecido por mí y por mi vida. Me miro con ojos nuevos. Descubro de
pronto todo lo que Dios me ha regalado. A la gratitud se añaden enseguida la
satisfacción y mis límites. Soy esa persona limitada, pero que ha recibido dones de Dios.

31
¿Sirve ejercitarse así, tal como lo he descrito por el triple camino, para lidiar con la
envidia propia? Puedo contar mi propia experiencia en lo referente a esta emoción:
naturalmente, hoy me resulta más fácil superar la envidia, que a pesar del éxito se sigue
presentando en mí una y otra vez cuando alguien tiene más éxito. El éxito no me ha
librado de la envidia. Es solo una ayuda para manejarse con más serenidad con ella. El
método que he descrito lo he experimentado antes yo mismo a conciencia. Siempre
escribo mis libros primeramente para mí, para prepararme un camino que me permita
gestionar las emociones. Al escribir me queda aún más claro lo que me ayuda.
Naturalmente, no basta con hacer este ejercicio una vez, pensando que con ello ya mi
envidia queda transformada para siempre. La envidia va a brotar una y otra vez. Pero
cuando brota no debo luchar contra ella ni reprimirla, sino presentársela a Dios, o bien
profundizar coherentemente en ella de los dos modos descritos. La envidia se convertirá
una y otra vez en un estímulo para llegar a ser por entero yo mismo y para agradecer mi
propia identidad.

El presupuesto para que la envidia pueda transformarse es que yo no la valore. Si me


condeno a mí mismo por ser envidioso, seguiré teniendo la envidia colgando de mí. Me
producirá mala conciencia y me irá hundiendo. Se trata de mirar de frente a la envidia,
sin valorarla, y manejarse con ella en libertad. Es, por cierto, lo que practicaban los
primeros monjes, que eran verdaderos maestros en el trato con las emociones y pasiones.
Sacaban siempre a flote la fuerza positiva que se esconde en las pasiones, para que les
fortaleciese en su camino espiritual.

Cuando notamos que otros nos envidian


¿Qué pasa si la mirada resentida nos alcanza a nosotros? ¿Cómo reaccionar entonces? De
ningún modo debe empequeñecerse uno mismo para que los otros no le tengan envidia.
Eso a nadie le ayuda. En una situación así, mi consejo es: no te pongas en el centro ni
des pie innecesariamente a la envidia ajena. Pero tampoco te escondas. Vive tu vida y tus
capacidades lo mejor que puedas. Y deja la envidia a los otros. Son ellos mismos los que
tienen que lidiar con ella. Es importante que tú independices de su envidia.

¿Y qué hacer si no se queda en una mirada envidiosa? ¿Si los otros se vuelven también
agresivos contra mí? De ello trata la vieja historia bíblica de Caín y Abel. Lo esencial de
esta historia para responder a nuestra pregunta es: si uno se limita a quedarse pasivo, le
sucede como a Abel, a quien Caín dio muerte. Caín era agricultor, y Abel, pastor. Caín
tenía la sensación de que a Dios le agradaban más los sacrificios de Abel que los suyos.
Surgió la envidia. La Biblia relata cómo esa envidia se exterioriza corporalmente: «Caín
se irritó sobremanera y andaba cabizbajo» (Gn 4,5). Dios pregunta a Caín e inicia un
diálogo con él: «¿Por qué te irritas, por qué andas cabizbajo? Si procedieras bien, ¿no
levantarías la cabeza? Pero si no procedes bien, a la puerta acecha el pecado. Y aunque
tiene ansia de ti, tú puedes dominarlo» (Gn 4,6s). La envidia hace vagar al hombre con
una mirada tenebrosa. Y el hombre no se atreve a levantar la vista. Porque entonces

32
tendría que mostrar su verdad a Dios. Dios designa a la envidia como un demonio que
está acechando a Caín. El cometido de Caín era dominar a ese demonio; por tanto, luchar
con él hasta que se transformase en fuerza. Caín se deja dominar por la envidia y golpea
a su hermano Abel. Pero su muerte no le va a hacer feliz. Tendrá que andar vagando por
el mundo sin encontrar sosiego.
Pero la historia dice asimismo que Abel perece también por no haberse protegido de
la envidia de Caín. Nosotros deberíamos protegernos. La cuestión es cómo. A mí me
sirve, ante la envidia ajena, seguir bien centrado en mí. No irrito al otro, no reacciono,
sino que sigo centrado en mí. Tengo un escudo protector que interpongo entre el
envidioso y yo.

Un caso especial: la envidia entre hermanos


La historia de Caín y Abel tiene otro aspecto peculiar más. Habla de hermanos. Entre
hermanos es especialmente difícil lidiar con la envidia del otro. A menudo, la actitud de
los padres desempeña un papel decisivo para llegue a haber envidia entre ellos. Si no
tratan con justicia a sus hijos, de modo que algunos quedan postergados, entonces surge
siempre la envidia. Los padres deberían esforzarse por no preferir o postergar a ninguno.
Un ejemplo de envidia fraterna lo cuenta Jesús en su famosa parábola del hijo
pródigo. El hijo menor hace que le den su parte de la herencia y se va por el mundo, para
disfrutar a tope de la vida. Pero así termina pasando hambre donde los cerdos. Retorna
arrepentido y su padre se alegra tanto por el regreso del hijo perdido que celebra una
fiesta gozosa. Pero el hijo mayor, que había quedado en casa cuidando fielmente de la
hacienda, se enfurece. Está envidioso de su hermano menor, que ha vivido a tope su
vida. Y ahora que vuelve como un fracasado, encima es acogido tan bien. Lleno de
cólera, el hijo mayor reprocha al padre que él le ha estado sirviendo toda su vida. Pero
para él nunca ha organizado un banquete, ni ha matado además el ternero cebado.
Denigra al hermano menor y se distancia de él. No quiere saber nada de él. «Cuando ha
llegado ese hijo tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el
ternero cebado» (Lc 15,30). El padre responde con amabilidad al hijo mayor: «Hijo, tú
estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). Pero todo su amor no parece
servir para superar la envidia del hermano. Se trata de la típica envidia fraterna, que
también hoy se presenta con frecuencia. El uno tiene la impresión de que el otro es
preferido. Todo el esfuerzo del padre por aproximarse lealmente resulta vano. El hijo que
más preocupaciones ha dado al padre es, a la postre, el preferido. El hijo mayor se niega
a imaginar qué penalidades ha pasado el pequeño. Pues terminó donde los cerdos, que
para los judíos es lo último y lo más bajo que puede pasarle a alguien.

La envidia gira egoístamente solo en torno a sí misma. Se niega a meterse en la piel del
otro o a empatizar con él. El envidioso solo ve lo que tiene el otro y él mismo no tiene.
Por eso precisamente el envidioso requiere una atención especial. De cara a la educación,
esto significa que para los padres la envidia entre hermanos debe ser una señal de
alarma, indicativa de que alguien se está sintiendo poco tenido en consideración. Puesto

33
que el envidioso requiere también la atención de Dios para escapar de su fijación en el
propio yo, propongo el siguiente rito.

RITO

Ponte en presencia de Dios y preséntale tus manos en forma de cuenco. Preséntale


tus manos abiertas y en ellas tu envidia. Querrías que Dios te pusiera en las
manos todo lo que tienen las personas a las que envidias. Imagínate luego que tus
manos no podrían soportarlo si Dios te pusiera todo en ellas. Pregúntate entonces
qué te ha puesto ya en la mano, qué capacidades te ha dado. Te ha puesto en la
mano fuerza y ternura, creatividad y sensibilidad. Trae también a tu imaginación
todo lo que tus manos han llevado a cabo ya. Da las gracias entonces por tus
manos. Son tus propias manos originales; imposible compararlas con las manos
de otras personas. Da gracias a Dios por tus manos y por todo lo que Dios ha
efectuado ya a través de ellas y por todo lo que te ha puesto en las manos.

34
2

La fuerza positiva de la furia y la cólera

La furia suele manifestar que algo no va bien


«¡Es realmente como para ponerse furioso!». El sentimiento lo conocemos muchos. Algo
ha ido mal en la oficina y el jefe echa toda la culpa a uno que no tiene nada que ver, solo
por quedar bien ante sus superiores. Alguien tiene vacaciones y quiere relajarse y
centrarse en la familia, y un telefonazo desconsiderado desde la oficina se lo estropea
todo. No solo ocurre en la vida privada: hace poco tiempo el término indignado fue
incluso elegido «palabra del año». La gente expresa muy indignada su decepción y
protesta a gritos y públicamente cuando no está de acuerdo en general con las medidas
del Estado o de una autoridad y pretende presionar para cambiarlas. Lo hace saliendo a
la calle o comunicándose por Internet. Algunos políticos y personas de relieve público
advierten cada vez con mayor frecuencia de que el furor se convierte en odio ciego y
agresividad destructiva, envenenando el ambiente. También las reacciones son diversas:
unos se ponen cada vez más furiosos, se salen de madre, explotan, pierden todo control y
golpean salvajemente lo que encuentran; otros más bien implosionan, dañándose a sí
mismos.

La cólera de Jesús: ¿qué dice la Biblia?


Ciertamente, hay una furia justificada. La furia suele manifestar que algo no va bien. La
mansedumbre es una virtud cristiana, es cierto. Pero no siempre es la reacción adecuada,
ni siquiera comprensible. La cólera y la furia forman parte del ser humano, como vemos
también en la Biblia. Los Salmos, por ejemplo, hablan una y otra vez de la furia y la
cólera. Los orantes están a menudo encolerizados porque hay enemigos que les oprimen
o impíos que les engañan, y no tienen reparo en presentar a Dios tal emoción.
También Jesús se ponía a veces furioso. Expulsó a los mercaderes del templo porque
habían convertido el lugar sagrado en un negocio. La cólera le dio fuerza para echar Él
solo a los muchos mercaderes. Hay otra historia más que habla de la cólera de Jesús.
Jesús va a curar a un hombre que tiene una mano seca. Es imagen de un hombre que se
ha amoldado porque no quiere pillarse los dedos. Los fariseos observan con atención si
Jesús va a curar en sábado. Porque en ese día estaba prohibido. Entonces Jesús mira a los
fariseos uno tras otro «indignado y dolorido por su obstinación» (Mc 3,5). La
indignación libera a Jesús de la influencia de los fariseos. Ellos y su dureza de corazón

35
no le apartarán de hacer lo que considera correcto. Jesús no interpela a los fariseos; su
cólera le lleva más bien a distanciarse de ellos: «Ahí estáis con vuestra obstinación. Pero
yo estoy aquí y hago lo que estimo correcto, lo que para mí es adecuado». La cólera se
convierte para Jesús en fuerza para hacer lo que le parece correcto. Pero Jesús une la
indignación al dolor. Penetra en los sentimientos de los fariseos, en cierto modo
tendiéndoles la mano. Se distancia de ellos para construir una relación nueva en un plano
distinto. Pero los fariseos no aceptan ese ofrecimiento y deciden matar a Jesús (cf. Mc
3,6).

¿Qué pasa cuando me pongo furioso?


Observando esta historia, descubro dos tipos de cólera. En Jesús, la indignación lleva a
la razón y la justicia. En los fariseos, a una agresividad destructiva: quieren matar a
Jesús. La cólera se vuelve destructiva siempre que no resistimos bien el momento en que
se presenta. Entonces explotamos y no nos controlamos; es más bien la cólera la que nos
tiene bajo su control. La cuestión es cómo tratar en ese primer momento con la persona
que nos ha enfadado así.

Lo primero: es importante reconocer ante mí mismo que no siempre puedo mantener el


control. Puedo, además, tratar de analizar de nuevo una situación del pasado que me
hiciera hervir de furia. ¿Qué pasó allí? ¿Cómo me encontraba antes del estallido? ¿Qué
es lo que provocó que me volviera tan agresivo?

Una figuración útil


Si llego a comprender el proceso seguido, puede que la próxima vez reaccione con más
cuidado al mismo desencadenante. Y, sabiendo precisamente que puedo reaccionar con
irritación, debería prepararme de antemano para la situación y centrarme bien en mí.

Puede servir de ayuda figurarse lo siguiente: ¿cómo reaccionaría yo en esa situación si


estuviera centrado por completo, enteramente en paz conmigo mismo? A mí, esta
meditación previa me ha ayudado a reaccionar con serenidad cuando, por ejemplo, un
compañero ha llamado agresivamente a mi puerta. Los golpes fuertes me han hecho
evocar de nuevo aquella meditación en la que yo estaba muy centrado.

Pero, naturalmente, ocurre también que uno sufre por su propia cólera, se enfada por
estar toda la noche dominado por la furia, sin poder tomar distancia frente a esa irritación
interior. ¿Cómo gobernarse en esa situación?

Tampoco entonces se trata de reprimir la furia. Pero no puedo tampoco dejarme


arrastrar por ella, porque puedo dañar a otras personas. Se trata, de nuevo, de ver la gran
energía escondida en la furia, para transformarla en una fuerza positiva. Es una energía
que nos es necesaria para vivir. La reconocemos si examinamos nuestra cólera.

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Examinar la cólera: ayuda para potenciar la vida
La primera cuestión sería: ¿está mi cólera realmente justificada? ¿Supone rebelarse
contra algo que resulta ser un obstáculo para mi propia vida y la de otras personas? ¿O es
mera expresión de un ego herido, que reacciona colérico cuando no se cumplen sus
deseos infantiles? En el primer caso se trata de transformar la furia en una estrategia
adecuada que lleve a apoyar lo que potencia la vida. En el segundo caso se trataría de
despedirnos de nuestros deseos infantiles.
Una joven policía me contó cómo algunas personas mayores, que podrían ser abuelas
o abuelos suyos, reaccionan furiosas contra ella y la insultan groseramente cuando en un
control de tráfico les hace parar y las interroga. Pretenden, simplemente, que nadie las
moleste nunca. Que la policía no ejerce el control arbitrariamente, sino para proteger la
vida, es algo que esos «indignados» pasan por alto. Absolutizan sus propios deseos
infantiles.

Le pregunté cómo reaccionaba ella. Me contó que esa confrontación la ponía furiosa a
ella misma. Necesitaba la furia para protegerse internamente contra los insultos. En una
situación así, la furia es como un escudo que pongo ante mí para que no me alcancen los
ataques del otro. Si de este modo transformo la furia en fuerza, me hace bien.

Por tanto, la cólera ha de ser transformada claramente en fuerza o energía. Pero una
fuerza que no se dirija contra los otros. Yo no lucho contra otros, sino que más bien me
protejo a mí mismo. Si la cólera me protege de un ataque, entonces debería atravesar mi
cólera para internarme en un espacio interior de sosiego, donde no puedan penetrar ni la
cólera ni los ataques ajenos. No lo puede conseguir cualquiera.

Apearse del rol de víctimas: cómo la furia se vuelve fuerza protectora


Algunos se retraen y tienden a sentirse víctimas. Pero no hacen nada. Se quejan, se
lamentan, pero quedan atascados en su lamento. Cultivan su impotencia, en lugar de
activarse y defenderse. En su rol de víctimas, sienten que la culpa de que les vaya mal la
tienen siempre los otros.
A veces ocurre que somos realmente víctimas de heridas o calumnias. Desde luego,
es importante aceptar lo que pasa, ser realistas al mirar nuestra situación. Pero no
debemos quedarnos en el rol de víctimas. Para apearnos de él, la furia es un buen
camino. Se trata entonces de transformar la furia en ambición, para tomar las riendas de
la vida propia.

Al dialogar con la furia, importa darse cuenta del motivo que se oculta tras ella.
Descubriré entonces que mi furia es, a menudo, reacción a mi sentimiento de
inferioridad o proviene de una inseguridad interior. Pero no debería quedarme
lamentándolo. Es mejor considerar la furia como una energía activa que me pone en
contacto con mi fuerza interior para que tome en mis manos mi propia vida y siga
derecho mi camino. La furia me motiva a no dejar que otros destrocen mi vida. Expulso

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de mí a quienes me perjudican. En cierto modo, les prohíbo el acceso. En mi casa no
pienso en ellos. La furia se transforma, así, en una fuerza que protege mi yo interior. Se
defiende contra lo que obstaculiza y perjudica mi vida. Entonces no salgo corriendo,
ciego de ira. Sino que transformo la furia en una agresividad lúcida. Es una fuerza que
mira con precisión para distinguir qué es lo que me resulta útil o perjudicial para la vida.

Quien no se da cuenta de las razones de su furia o no las ve claro, corre peligro de seguir
aferrado a la excusa «Es que ya no hay nada que hacer». Es una señal de debilidad.
También aquí es importante el principio «Solo puedo transformar lo que he asumido».
Únicamente si asumo mi furia, con todos los motivos de esa furia mía, la puedo
transformar en una energía buena. Una energía es buena cuando me lleva a abordar y
resolver algo sin seguir con el lamento.

La ayuda de la oración: el camino de los salmistas


Naturalmente, yo mismo no siempre consigo transformar mi indignación en fuerza. Pero
me sirve, cuando menos, de ayuda la oración de los Salmos. Pues los Salmos nos
muestran en concreto cómo procede la transformación de la cólera y la furia en
confianza y júbilo. El salmista expresa su indignación por los enemigos que le combaten.
Pero con su furia se dirige a Dios y deja en sus manos cómo reaccionar ante los impíos.
No acomete furioso a sus enemigos, sino que confía en que Dios le hará justicia. El
salmista expresa su ira en imágenes poderosas: «Sufran una derrota vergonzosa los que
me persiguen a muerte […] Sea su camino oscuro y resbaladizo cuando los persiga el
ángel del Señor» (Sal 35,4.6). Pero luego el orante se dirige a Dios y le ensalza por su
misericordia: «Aclamen festivos los que apoyan mis derechos, los que quieren la paz de
tu siervo digan siempre: ¡Grandeza al Señor!» (Sal 35,27). La oración misma es aquí un
camino para expresar ante Dios todos los sentimientos tales como la furia y la cólera. Ya
solo declarar la rabia puede transformarla. Pero sobre todo la transforma mirar a Dios.
No puedo utilizar sin más a Dios para que luche por mí; tengo que dejarle el juicio a Él.
Pero expreso ante Él mi ruego de que no me deje solo, sino que me ayude. La furia se
transforma entonces en confianza y júbilo, pero un júbilo vigoroso, que lleva todavía en
sí la fuerza de la furia.

RITO

Intenta por una vez hacer lo que los Salmos te muestran. Imagínate que te hallas
ante Dios y estás despotricando contra una persona que te ha herido. Gritas
durante diez minutos ante Dios todos los improperios que se te ocurren contra esa
persona. Te permites por una vez pronunciar ante Dios todas las palabras
agresivas e insultantes respecto a esa persona. Notarás que eso no funciona. Si te
permites decir todos los insultos, se te van a quedar algunos agarrados a la
garganta. Sobre todo, porque los pronuncias delante de Dios. Y si te han llegado a

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salir algunos improperios, al cabo de un rato sentirás lo contrario de furia y
cólera. Tu furia cambiará a amor. De pronto vas a tener quizá sentimientos
tiernos respecto a esa persona de la que tanto habías despotricado.

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3

¿Qué quiere decirte tu enfado?

Experiencias desagradables y consecuencias desagradables


«Hombre, no te enfades» es fácil de decir. Y no siempre resulta un juego inocente
aprender a perder, tanto de adulto como de niño. Además, cada cual se enfada de modo
distinto. Unos esconden el enfado o se lo tragan; otros se vuelven virulentos. O
«revientan». El lenguaje ya lo dice: los motivos pueden ser muy diversos, a veces tan
casuales como la vida misma y con mucha frecuencia de poca monta. Por ejemplo: en
una reunión, un colega está siempre poniéndose en primer plano y se las da de
importante ante el jefe, una escenificación sin sustancia. O una amiga con la que he
quedado llega demasiado tarde, y no es la primera vez. También el ferrocarril da ocasión
muchas veces: el tren sale con retraso, aunque quizá sean solo unos pocos minutos. Y
alguien está gritando tonterías en su móvil. O el vecino se pone a cortar su césped en el
intervalo de mediodía, justo cuando quiero concentrarme. Tengo ante mi ventana unos
niños alborotando y gritando en el jardín, mientras estoy intentando descansar. O bien
quisiera realmente adelgazar, pero vuelvo a sentirme débil al abrir la nevera. ¡Es para
enfadarse! Algunos llegan incluso a tener una úlcera y echan la culpa al enfado.
El enfado no solo viene provocado por experiencias desagradables, sino que también
puede tener consecuencias desagradables. Si no transformamos el enfado, él busca otras
vías para expresarse. No tiene por qué ser, de momento, una úlcera de estómago. Puede
manifestarse también en un resfriado. Como bien decimos: me he constipado, estoy hasta
las narices, ¡ya vale! Todos conocemos situaciones así, lo que es enfadarse. ¿Tenemos
siquiera oportunidad de evitar enfadarnos? Y en caso de que no, ¿hay caminos para
librarse del enfado? Como queda dicho, depende de no quedarse sumergido en ese
sentimiento. Muchas veces, las cosas que me enojan vienen de fuera. Por eso también
esta emoción la deberíamos separar de momento de las circunstancias externas para
examinarla más de cerca. Solo así se hace posible también aquí una transformación.

Mirar el enfado y dialogar con él


El primer paso es reconocer el enfado y mirarlo de frente. No debo valorarlo.
Simplemente he cogido un enfado, lo quiera ahora o no. Forma parte de la humildad
reconocer ante mí mismo que me he enojado.
El segundo paso es comenzar luego un diálogo con él. Un diálogo en el que podemos

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distinguir conscientemente entre las circunstancias externas de mi enfado y mi reacción
personal. Puedo preguntarme: ¿Por qué reacciono ahora a esa circunstancia o a esa
persona enfadándome? ¿Por qué he tomado la decisión de enfadarme? Me pregunto
luego: ¿Qué es lo que realmente me enfada de ese otro? ¿Es su retraso? ¿O es mi
sensación de que no me toma en serio? ¿O ando hoy enfadado en general porque alguna
otra cosa me ha salido mal, y por eso me enoja ahora especialmente que no llegue a
tiempo? Cuando me va bien, me lo suelo tomar con más tranquilidad. ¿Es, por tanto, el
enojo una señal de que debería atender más a mi estado de ánimo interno? ¿Cómo me va
de momento? ¿Estoy satisfecho conmigo mismo? Tal diálogo activo con mi enfado
significa que estoy ya tomando distancia de esa emoción. Algunos hablan consigo
mismos muy enfadados. Es algo distinto, no un diálogo con el enfado, tal como
propongo. Entonces es el propio enfado quien lleva la voz cantante. Y el enfado va
cobrando cada vez más fuerza. A quien ha provocado mi enojo, le arrojaría todo lo
posible a la cabeza. En tales conversaciones con uno mismo, el enfado nos domina e
influye en nuestro estado de ánimo. En ellas, en definitiva, tiene poder sobre mí aquel
con quien me he enfadado. Me tiene mucho más tiempo dándole vueltas a la experiencia
enojosa concreta que fue la causa.

¿Qué dice el enfado de mí mismo?


El tercer paso: me pregunto qué es lo que está diciendo de mí mismo mi enfado.
Hermann Hesse dijo una vez: «Lo que no está en nosotros, tampoco nos altera». ¿Me
recuerda otra persona aspectos míos que no puedo admitir? Si me altera, por ejemplo,
que alguien quiera estar constantemente en primer plano, puedo preguntarme si acaso no
se da en mí una tendencia similar. Quizá reprimo esa tendencia y me comporto justo de
modo muy distinto. Soy modesto y reservado. Pero tras esa modestia se oculta quizá el
deseo profundo de recibir más atención. El enfado resulta ser así una importante fuente
de autoconocimiento. Tomo a la persona que causa mi enojo como un espejo donde
contemplar mi propia verdad.

¿Cuáles son las reacciones adecuadas?


El cuarto paso puede consistir en desarrollar en mí una reacción adecuada al enfado. El
enfado es una fuerza, un impulso para cambiar algo. Ese impulso lo puedo vivir de
diversas maneras. Si me enfado porque en mi empresa algo no va bien, puedo utilizar la
energía del enfado para introducir otros procedimientos. Convoco a los colegas y
comento con ellos lo que va mal, lo que me ha enfadado. Y discurrimos cómo podemos
mejorar la situación, cómo encontrar otros procedimientos, para que no ocurran siempre
los mismos fallos.
Si me enfado con otra persona, hay dos posibilidades. Una es abordar su
comportamiento. Hablo con ella de lo que causa mi enojo. Con eso le doy la posibilidad
de explicarse. A veces la conversación puede aclarar ya el enfado, pues ahora entiendo
por qué el otro se porta así. O mi enfado se convierte para el otro en un desafío para que
trabaje en sí mismo y modifique algo su comportamiento. Pero si yo observo que el otro

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no puede o no quiere cambiar, el enfado es entonces un desafío a mí mismo, para que
expulse al otro de mí. El enfado muestra que le doy al otro demasiado poder. El enfado
me impulsa a distanciarme del otro, a no darle ya poder. El enfado debería convertirse
entonces en un escudo que pongo ante mí para protegerme y no dejar penetrar al otro en
mi corazón. Porque percibo que eso a mí no me hace bien.

El hecho de enfadarnos no lo podemos cambiar. Pero el cómo reaccionamos a ello


depende de nosotros
¿Y si nos estamos enfadando una y otra vez? ¿Si eso casi forma parte de nuestra
naturaleza? Los rasgos de carácter no los podemos cambiar. Pero sí podemos
modelarlos, no nos vienen impuestos sin más. La reacción a los impulsos propios sigue
estando siempre en nuestra mano. Ciertamente, será difícil impedir el impulso
espontáneo del enfado. Por lo general sucede con mucha rapidez. El enojo nos invade sin
más. Que El hecho de enfadarnos no lo podemos cambiar. Pero el cómo reaccionamos a
ello depende de nosotros. Si estamos toda la noche discutiendo por dentro con el que nos
ha enfadado, entonces le damos poder, le dejamos influir en nuestro estado de ánimo.
Cuando sentimos el enfado, lo deberíamos tomar como un impulso para librarnos del
poder del otro. A veces puede servir de ayuda imponer al otro una prohibición de visita.
Por tanto, cuando noto que me viene en casa el enfado por un compañero de trabajo, me
digo: Ese no es tan importante como para dejarle estropearme la noche. Le prohíbo
visitarme. Allí dentro no pienso en él. En mi casa no tiene nada que hacer, tampoco
mentalmente.

Cómo conseguir transformar el enfado en una agresividad sana


El enfado es agresividad. Y la agresividad es, junto a la sexualidad, la energía vital más
importante que tenemos a nuestra disposición. Sin fuerza agresiva, cogemos una
depresión. Por eso lo que importa es transformar el enfado en una agresividad sana.
Si tomo el enfado como un impulso para cambiar algo o para hablar con el otro de su
comportamiento, entonces se transforma en energía. El enfado despierta en mí la energía
de acometer realmente algo. La palabra agresividad viene de aggredi, «dirigirse hacia
algo», «acometer algo», «solucionar algo». Si yo me trago el enfado, me paraliza y me
arrebata la energía. Pero si lo gestiono adecuadamente, se convierte para mí en una
fuente importante de energía.

¿Cómo podemos distinguir la agresividad positiva de la negativa? ¿Cómo impedir que la


agresividad se torne violenta? Siempre que reprimimos nuestra agresividad, en algún
momento se va a expresar violentamente. Se trata, por de pronto, de tomar conciencia de
la agresividad. No debo exteriorizarla sin más. Porque entonces la agresividad me tiene
en su mano. Se trata de que me maneje con ella de modo activo y consciente. Luego
puedo decidir libremente cómo me manejo con ella, si pretende protegerme de otros o si
más bien es un impulso para acometer y cambiar algo. Entonces la agresividad se
transformaría en una fuerza motora positiva. Si, por ejemplo, tomo el enfado como

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impulso para distanciarme del otro para, por así decir, expulsarle de mí, queda
transformado en libertad. El enfado me muestra que el otro ha traspasado una frontera
mía o que yo le he hecho traspasar una frontera. El enfado es, pues, un impulso para
trazar un límite claro. Y los límites que yo trazo me dan un sentimiento de libertad. Al
interior de esas fronteras que me he puesto, puedo vivir libremente.

No enmendar, no combatir, sino transformar


También en el tratamiento del enfado está vigente el lema «No enmendar, sino
transformar». Si yo combato mi enfado, va a estar surgiendo continuamente en mí. Si lo
reprimo o niego, se expresará de otro modo en mi alma o en mi cuerpo. Y, de hecho, a
veces los enfados reprimidos provocan reacciones corporales, como dolores de estómago
o jaquecas. Se trata de transformar el enfado en energía y libertad. Para mí se vuelve
entonces un estímulo continuo para tomar contacto con el espacio interior que hay en mí,
al que no tienen acceso ni las personas ni las cosas que me enojan; en el que, por el
contrario, percibo mi libertad interna y capto en mí una fuente de fuerza que me protege
del enfado por causa de otros.

El Evangelio de Marcos relata el enfado de los discípulos contra Santiago y Juan. Ambos
habían presentado a Jesús la petición de sentarse en su reino uno a su derecha y otro a su
izquierda. «Cuando los otros lo oyeron, se enfadaron con Santiago y Juan. Pero Jesús los
llamó y les dijo: “Sabéis que entre los paganos los que son tenidos por gobernantes
tienen sometidos a los súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre
vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro
servidor; y quien quiera ser el primero que se haga esclavo de todos”» (Mc 10,41-43).
Por tanto, Jesús utiliza el enfado de los discípulos para darles una clara instrucción de lo
que para Él significa ser grande y ser pequeño, de cómo entiende el poder. Jesús no
reprende a los discípulos por su enfado: claramente lo ve justificado. Pero no lo refuerza,
sino que lo transforma, poniendo en claro los criterios válidos para Él y para la
comunidad de sus discípulos.

RITO

Roberto Assagioli, un psiquiatra italiano, fundador de la psicosíntesis, ha


desarrollado el ejercicio de la desidentificación. Un ejercicio que te propongo
ahora como rito. Lo puedes hacer así: Siéntate en silencio y presta atención a tu
interior. Déjate invadir por el enfado que has sentido en algún momento de los
últimos días. Observa cómo va creciendo en tu corazón. Pero luego vas a decirte:
«Hay un enfado en mí. Pero yo no soy mi enfado. Ese punto interior en mí que
puede observar el enfado no está a su vez infectado por él, carece de enfado».
Assagioli lo llama el yo espiritual. Es tu centro interior, tu auténtico yo, el núcleo
tuyo sobre el fondo de tu alma. Desde tu centro puedes observar el enfado. Pero

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sin que adquiera poder sobre ti. Tú te repliegas una y otra vez del enfado al
«observador inobservado», a tu yo auténtico. Ahí estás en paz. Ahí puedes
contemplar con toda tranquilidad tu enfado. Y puedes pensar en plena libertad
cómo reaccionar al enfado y cómo transformarlo en fuerza y claridad.

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4

Rastrea el anhelo escondido


en tu codicia

Diferentes valoraciones: la doble cara de la codicia


«El mundo es lo bastante grande para las necesidades de todos. Pero no para la codicia
de todos». Esto lo dijo una vez Mahatma Gandhi. «La codicia destruye nuestro mundo».
Esta tesis se escribe una y otra vez. Los medioambientalistas abogan con ella por la
protección del medio ambiente; los críticos del capitalismo, por un crecimiento
moderado o por la renuncia a un crecimiento constante. Reclaman un estilo de vida
distinto, renunciando a la codicia. Pero otros la tienen por un mero eslogan. Y replican:
Es irrenunciable cierta dosis de «codicia», la fuerza del anhelo, dicen, para nuestra
felicidad, para el necesario progreso, para la vida misma. ¿Adónde habríamos llegado sin
esa fuerza de la codicia? ¿Sería realmente ingenuo apostar solo por la modestia y la
simplicidad? ¿No sirve la avidez también para liberar fuerzas? Ciertamente, es
importante proteger el medio ambiente. Pero ¿cómo debemos desarrollar nuestra
producción y nuestra técnica y cómo debemos modelar el crecimiento de nuestra
economía para que todos puedan sobrevivir?
Hasta el seleccionador nacional alemán de fútbol dijo una vez en una entrevista que
los buenos jugadores deben ser codiciosos, es decir, que necesitan el afán incondicional
de gol y la voluntad incondicional de tener éxito. Si no, no llegan a triunfar. La saciedad
produce satisfacción; y también pereza. La codicia significa, por tanto, también una
fuerza vigorosa, una inquietud interna, un impulso.

¿No es verdad que la codicia positiva nos ha hecho alcanzar a los alemanes nuestro
desarrollo económico y nuestro progreso técnico? Esa ansia de lograr cada vez más se
presentó, sobre todo, tras la guerra perdida y la subsiguiente época de penuria,
contribuyendo al despegue económico.
Pero también es cierto el otro lado: esa codicia ha llevado también a un frenesí
consumista, que ya no es bueno.
La codicia, por tanto, tiene al menos una doble cara. Por una parte, tiene un lado
positivo, que está dirigido al éxito y con mucha frecuencia es también la base para que
alguien alcance algo con todas sus fuerzas. Pero la palabra codicia tiene también el
resabio negativo de lo incontrolado y excesivo. Hay que distinguir, pues, si uno se deja

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llevar por la codicia positiva o por la negativa. La codicia negativa se enseñorea de
nosotros y nos vuelve dependientes. La positiva, en cambio, es un impulso para mejorar
la vida.

La insatisfacción: un fuerte impulso


La codicia se la atribuimos con facilidad a otros. Pero no solo se presenta en los otros. Ni
tampoco es solo algo que se pueda imputar a un sistema, por ejemplo al capitalismo.
Solamente hace falta observarse uno mismo. Estás saboreando la comida. En realidad, ya
has quedado saciado. Pero sigues comiendo más y más. O vas paseando por delante de
los escaparates y sientes las ganas de comprarte todavía tal y tal cosa, aun cuando sabes
muy bien que propiamente no lo necesitas. Estoy ansioso continuamente por mirar en el
smartphone las últimas noticias, por revisar los correos entrantes o por comprobar si mis
amigos me han dejado alguna noticia en Facebook o por WhatsApp. También esto es
codicia: un impulso que intranquiliza por completo. Entonces no puedo en absoluto
concentrarme en el trabajo. Y, con frecuencia, tampoco soy capaz de captar bien a mis
semejantes. O cuando algunos hablan de los deseos de consumo o de ascenso que tienen.
Uno tiene tal avidez que está siempre queriendo la técnica más avanzada para su
ordenador. Y profesionalmente no es tampoco infrecuente que alguien exprese su
aspiración a ascender cada vez más alto. Cuando uno no está nunca satisfecho con lo
alcanzado, ahí también se esconde, seguro, un fuerte potencial de codicia.

¿La sobriedad como idea contraria?


Conceptos contrarios a la codicia son la satisfacción, pero también la sobriedad, la
renuncia, la simplicidad. El ideal de la pobreza voluntaria es un planteamiento
contrapuesto muy conscientemente a la codicia. Los monjes lo ensalzan. Pero alguno se
preguntará: ¿No es algo extraño a este mundo?
Naturalmente, también los monjes tenemos necesidades. Y la codicia no nos resulta
ajena. Ciertamente, no tenemos propiedad privada. Todo pertenece al monasterio. Pero
también hay un propósito común de que el monasterio se mantenga económicamente lo
mejor posible. Cuando hablo de la codicia como monje, no quisiera caer en un dualismo:
allí el mundo malo y codicioso, aquí el mundo ascético del monasterio, libre de toda
codicia mala. Los monjes, lo mismo que todos los seres humanos que viven en el mundo,
tenemos el deber de conocer nuestra codicia y manejarnos con ella de modo adecuado.
De hecho, la palabra de Jesús nos confronta provocativamente: «Anda, vende cuanto
tienes y dáselo a los pobres […]; después sígueme» (Mc 10,21).

Codicia y avaricia tienen la cara fea


Hay que tener claro, lo primero, que sí, que la codicia es una emoción muy difundida. Y
no solo hoy. La Biblia hace referencia a ella y también los budistas hablan de ella. Para
los budistas, la codicia es la raíz de todos los males. Y la Primera Carta a Timoteo lo ve
de modo similar: «La raíz de todos los males es la codicia: por entregarse a ella, algunos

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[…] se atormentaron con muchos sufrimientos» (1 Tim 6,10). El autor de la Carta parte,
pues, del hecho de que el propio codicioso se busca tormentos. No nos hace bien
dejarnos dominar por la codicia. Eso ya lo vieron los griegos, que hablan de pleonexía.
Significa querer tener cada vez más. No solo hace referencia al dinero, sino también a la
fama, al reconocimiento y hoy también al ansia de tener cada vez más informaciones, de
estar permanentemente conectado. Una forma de codicia es la avidez de dinero,
philargyría, el amor al dinero. La avaricia –dicen los griegos– destruye la convivencia
en la comunidad y daña al individuo, porque le arrebata la armonía interior. La codicia
puede expresarse en el ansia de despilfarrar o en la avaricia. Platón piensa incluso que
uno es más capaz de sanar el derroche que la avaricia. Porque el avaro no se permite
nada. Dirige su agresividad contra sí mismo.
En latín, la codicia o avidez se llama avaritia. Viene de aveo, que significa «aventar»
o «soplar». Codiciar quiere decir, por tanto, resoplar por algo. Los romanos notaban si la
persona era codiciosa o no. El codicioso o avaro resopla por algo, nunca tiene bastante.
Su respiración es difícil y su cara expresa la codicia. Codicia y avaricia afean el rostro
humano. El codicioso no es bello; está siempre tenso y convulso.
La palabra alemana Gier (codicia) viene propiamente de gerne, «a gusto». Expresa,
por tanto, en general el ansia o afán. Corresponde a la palabra latina desiderium, que
puede significar «deseo», «afán», pero también «anhelo». Los términos alemán y latino
nos muestran, pues, que la codicia no es del todo mala. Es también un impulso
importante para la vida. Hablamos también de Neugier, «curiosidad». La codicia puede
ser una fuente de energía. Por eso no se trata de extirparla, sino de transformarla. La
cuestión es cómo puede transformarse la codicia destructiva en una codicia liberadora,
en un gusto por la vida.

No puedo arrancar de mí la codicia, pero sí transformarla en una fuerza positiva


Si hemos hablado de la doble cara de la codicia, del lado bueno y el lado malo, ¿cuáles
son los criterios para distinguirlos? ¿Se puede conservar la codicia positiva y transformar
la negativa en positiva? ¿Cómo evitar una mutación a lo negativo?
El primer paso para transformar la codicia, es: reconozco que yo soy codicioso.
Muchos no están dispuestos a confesárselo a sí mismos. Creen que deben ganar cada vez
más dinero, para asegurar a su familia de cara al futuro. O que deben estar
permanentemente informados, para poder decir una palabra en su profesión.
Solo cuando ya he reconocido mi codicia puedo, en un segundo paso, entrar en
diálogo con ella. ¿Cuál es el anhelo más profundo que se oculta tras mi codicia? ¿No es
el anhelo de vivir, el anhelo de compensar todas las experiencias deficientes de mi vida?
La codicia provoca desasosiego. Solo cuando descubro el anhelo oculto puedo alcanzar
también sosiego. Pues el anhelo tranquiliza el corazón humano, sin que por ello se
vuelva rígido e inamovible.
Un tercer paso para descubrir el anhelo escondido tras mi codicia consiste en pensar
a fondo en mi codicia. Si tengo más dinero, si soy aún más famoso, si recibo más
informaciones, ¿queda realmente saciado mi anhelo? ¿Cómo me va luego? Percibiré

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entonces que ni el dinero ni la fama ni las informaciones se ajustan a mi verdadero
anhelo. Si admito mi codicia y pienso en ella coherentemente, puedo descubrir tras ella
mi anhelo auténtico.

El cielo que anhelo está en mí


Entonces puedo reflexionar, en un cuarto paso: ¿qué es lo que puede colmar realmente
mi anhelo? En último término, solo Dios es capaz realmente de colmarlo. Pero mi anhelo
me mantiene vivo. Estimula mi creatividad para que ya aquí, en mi vida cotidiana,
busque posibilidades de colmarlo. Por ejemplo: si yo tengo el deseo de sentirme seguro,
puedo tratar de dedicar más tiempo a la familia, que me proporciona seguridad. O si me
gustase seguir un camino espiritual haciéndome monje, no debo tapar mi deseo a base de
mucho comer. Más bien debería gustar con agradecimiento la comida, imaginándome
que es Dios mismo quien me da bien de comer. Así saboreo algo de la «dulzura» de
Dios, como decían las mujeres de la Edad Media. La palabra latina para decir «anhelo»,
«deseo» –desiderium– viene de sidera, «estrellas». Se trata, por tanto, de traer las
estrellas a la tierra. O dicho de otra manera: las estrellas, que están en el cielo, han de
brillar en mi alma. Entonces la meta de mi anhelo está en mí mismo. En mí está el cielo
que anhelo.
Cuando soy codicioso, no puedo en absoluto gustar la comida. Ni tampoco disfrutar
lo que me he comprado. Los psicólogos han constatado que las personas codiciosas no
están en relación consigo mismas. Los comedores compulsivos no sienten su cuerpo, no
pueden gustar ni disfrutar. Por eso, un camino importante de transformación pasa por
percibir mi cuerpo, por despertar mis sentidos: el sentido del gusto, el del tacto, la vista y
el oído. Incluso en un museo se puede observar que, si miro con intensidad, voy
alcanzando sosiego. En cambio, si corro de un cuadro a otro, termino inquieto y
desgarrado.

Actitudes que redundan en bendición


¿En qué actitudes puede transformarse la codicia? ¿Qué energía positiva puede pasar a
ser? Hay posibilidades creativas de transformación. Menciono dos: La primera actitud en
que transformar la codicia es la ambición. Hay una ambición buena, cuya finalidad es
hacer avanzar interior y exteriormente. Si yo soy ambicioso, por ejemplo preparando un
sermón, puede ser que la ambición me coarte y abrume. Pero también puede impulsarme
a un trabajo más cuidadoso. Si dejo que mi ambición sea luego permeable al Espíritu de
Dios, se convertirá en una bendición para otros.
Otro camino consiste en transformar mi codicia en gratitud. Dejo de compararme con
otros y, en cambio, estoy agradecido por lo que soy y lo que tengo. El evangelista Lucas
nos cuenta a este respecto la hermosa historia de Zaqueo, jefe de publicanos, que era
muy rico (Lc 19,1-10). Estaba ávido de ganar cada vez más. Se dice de él que era bajo de
estatura. Podría decirse que compensaba su sentimiento de inferioridad ganando cada
vez más dinero. Pero la deficiencia interna no puedo taparla con dinero. Sería como un
pozo sin fondo. Y Zaqueo era jefe de publicanos. Empequeñeció a otros para creer en su

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grandeza. Pero con esas dos estrategias no tuvo éxito; al contrario, no fue reconocido,
sino considerado pecador. Pecador significa marginado. Fue marginado y etiquetado por
los judíos piadosos. Pero él anhela escapar de ese círculo vicioso. Quiere ver a Jesús, de
quien tantas cosas buenas ha oído. Sube a un sicomoro, en cuyo espeso follaje puede
esconderse. Pero Jesús alza la vista hacia él. La palabra griega significa que Jesús alza la
vista al cielo. Jesús ve el cielo en ese pecador. Se da cuenta de su anhelo de cielo. Y
Jesús le pide que baje, porque quiere hospedarse en su casa. Esa mirada de amor, que le
acepta sin juzgarle como los fariseos, transforma a Zaqueo por completo. Transforma su
codicia en solidaridad. Ahora Zaqueo da la mitad de sus bienes a los pobres. E invita a
sus amigos a un convite. Su codicia, que le había hecho aislarse, queda transformada en
empatía con los otros, extraviados como él en la codicia.

Una invitación a soltar


Por tanto, tampoco aquí se trata de luchar contra la codicia. Pues, si luchamos contra
ella, suscita siempre en nosotros nuevas fuerzas contrarias. Si nos la confesamos y
entramos en diálogo con ella, puede convertirse en un impulso para vivir con mayor
atención, para solidarizarse con otros, para disfrutar con gratitud lo que Dios nos ha
regalado. La codicia nos invita también a tener más serenidad. Percibimos cómo la
codicia quisiera tenernos bien agarrados. Cuando la captamos en nosotros, es siempre
una invitación a soltar todo lo que en nosotros hay de codicioso, para acoger con
agradecimiento y serenidad lo que Dios nos regala día tras día.

RITO

Un camino para transformar la codicia es el arte de saborear. Si saboreo de


verdad algo, no estoy ansioso, sino disfrutando por entero. Puedes masticar muy
despacio un pedazo de pan, concentrado en disfrutarlo. O te permites una porción
de chocolate y vas disolviéndola muy lentamente sobre la lengua, gustando a
conciencia el dulce sabor. Si te das tiempo para saborear, no vas a meterte
enseguida una nueva porción de chocolate en la boca, sino que gustarás el sabor
aún un rato largo. Pero no tienes por qué saborear solo chocolate. Imagínate una
mañana de verano al aire libre y disfruta el fresco ambiente que te rodea. Huele el
aroma mañanero que sube de los prados. Concéntrate por completo en tus
sentidos: en tu piel, que se deja acariciar por el viento; en tus ojos, que
contemplan la belleza de la mañana; en tus oídos, que escuchan con reverencia el
silencio y el suave rumor del viento; en tu olfato, que huele el aroma de la
mañana, con su cualidad propia. Al percibir así con todos los sentidos, estás por
entero en ti. En ese momento estás libre de toda codicia.

49
5

Abraza tu miedo y descubre su sentido

Nadie está libre de miedos. El doble rostro del miedo


El miedo forma parte de nuestra vida. A nadie le gusta admitirlo, pero nadie está del todo
libre de miedos. El miedo pertenece a la naturaleza humana. Puede ser un sistema de
alarma muy útil, que nos llama la atención sobre peligros y moviliza en nosotros fuerzas
de protección. El miedo es ya congénito al animal. Provoca su alarma, ya sea para huir o
para reforzarse interiormente frente al ataque. Si no tuviéramos miedo alguno, tampoco
tendríamos ningún baremo. Entonces confiaríamos en cosas que no nos harían ningún
bien.
Pero también se da una angustia que nos paraliza, nos domina y nos encierra cada vez
más en nosotros mismos. En las empresas circula la angustia, angustia ante la quiebra,
pero también angustia frente a superiores impredecibles y frente a decisiones anónimas
en las que uno no tiene influencia alguna. Hay también el miedo a cosas determinadas.
Se habla de fobias. Hay personas, por ejemplo, que tienen miedo a subir al tren. Hay
miedo a la plaza pública, miedo al espacio, fobia a las arañas, a las bacterias. Y hay
ataques de pánico que se vuelcan de repente sobre nosotros. El pánico surge cuando no
sabemos ya cómo reaccionar. No tenemos recursos frente al pánico. Quien alguna vez ha
vivido un miedo de pánico queda a menudo paralizado por el miedo al miedo. Tiene
miedo de que el pánico le asalte de nuevo. En cuanto el miedo empieza a invadirle, le
entra el pánico de que el miedo cobre mayor fuerza y de quedar expuesto sin recursos a
él.
Tengo miedo de no triunfar en la vida. Tengo miedo de fracasar en mi oficio. Tengo
miedo de que nuestra relación no resulte. Y tengo miedo de que mis padres fallezcan y
yo me quede solo. Tengo también miedo a caer enfermo. También de noche nos asalta la
angustia. Está presente en los sueños.
Hay angustias que vienen condicionadas por la historia de la propia vida. Si la madre
era ansiosa, eso repercute sobre el hijo. O el miedo al cuarto oscuro, que algunos niños
conocen, muestra que uno no quiere admitir algo oscuro en sí mismo. O también la
angustia te invade en determinadas situaciones, porque, por ejemplo, de niño has vivido
un accidente de tráfico. Parece a menudo que el miedo es infundado. Pero siempre tiene
un sentido. Si no tuviéramos ningún miedo, estaríamos indefensos. Hoy la gente
preferiría librarse de su angustia. Como el miedo es valorado como algo negativo, no

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tiene derecho a existir. Pero, cuando hace acto de presencia, el miedo al miedo se vuelve
tan grande que le tiene a uno agarrado por completo. De una angustia así querríamos
estar libres.
El miedo tiene siempre un sentido. Pretende darnos una tarea.

No reprimir el miedo, sino dialogar con él


Aun cuando sea desagradable, de ningún modo debemos reprimir el miedo. También en
este caso sigue valiendo que, cuanto más luchamos contra el miedo, con tanta mayor
fuerza nos va a perseguir. Esto vale tanto para los caminos psicológicos como para los
espirituales. Si empleo métodos psicológicos contra la angustia, posiblemente estoy
reforzándola. Y si rezo contra la angustia, se volverá también más fuerte. Muchos
cristianos piadosos rezan a Dios para que se digne quitarles el miedo. Pero así están
usando a Dios como un mago que les vaya a quitar el miedo por arte de magia, de modo
indoloro. Ese camino no funciona.

Así puede enseñarme el miedo


El camino espiritual para transformar el miedo pasa por dialogar con él. Primero me
pregunto a mí mismo: Propiamente, ¿de qué tengo miedo? ¿Cuál es mi miedo concreto?
¿Es el miedo a fracasar, o a cometer un fallo? ¿O el miedo a no lograr hacer algo? ¿Es la
angustia ante la enfermedad o ante la muerte? ¿Es una angustia frente al futuro, el miedo
a catástrofes imprevisibles? Solo cuando he reconocido de qué tipo concreto es mi miedo
puedo indagar su sentido. ¿Qué quiere decirme el miedo? ¿Qué lo provoca? ¿Y por qué
lo provoca? ¿Me orienta el miedo a premisas básicas falsas para mi vida, a normas
exageradas a las que me someto, o a una imagen propia que no se ajusta a mi realidad y
me tiene abrumado? El miedo puede volverse un buen maestro. Pretende invitarme a
encontrar criterios más saludables para mi vida y para mí. En lugar de la premisa básica
«No debo tener ningún fallo; si no, no soy digno de nada, seré rechazado», el miedo me
invita a plantear posturas más realistas, como «Puedo tener fallos. Sigo siendo valioso.
Mi valoración entre la gente no depende de mis fallos, ni de que alguna vez me ponga en
ridículo». Y el miedo puede animarme a tener un trato más misericordioso conmigo
mismo, a no abrumarme continuamente con expectativas exageradas sobre mí mismo.
No sería realista creer que podemos eliminar los miedos radicalmente y para siempre.
Nunca podemos librarnos del todo de ellos. Pero podemos liberarnos de angustias
paralizantes o de ataques de pánico. Hay muchos que padecen por esos ataques de
pánico. Muchas veces tienen miedo al miedo. Entonces les va invadiendo una angustia
que pudiera hacerles perder la cabeza. Quieren luego reprimir con violencia ese miedo.
Pero eso hace que su miedo vaya cobrando cada vez mayor fuerza. Si yo, en cambio, me
hago cargo enseguida de mi miedo, lo admito y dialogo con él, va a irse de nuevo. Y me
invita a sentirme a mí mismo. Porque el miedo pone de manifiesto, con frecuencia, que
estamos demasiado pendientes de los otros y que pensamos, por ejemplo, que nos están
observando continuamente. La percepción atenta me vuelve de nuevo a mí mismo.

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Poner la fragilidad de mi existencia bajo la bendición de Dios
Angustia tienen todos. No se trata solo de situaciones extremas: también quien es joven
y se siente sano conoce posiblemente la angustia de poder enfermar, coger un cáncer o
quedar paralizado por un accidente. Si descubro en mí el miedo a caer enfermo, es una
invitación a poner mi miedo y a mí mismo bajo la bendición de Dios. La angustia está
justificada: me muestra la fragilidad de mi existencia. No puedo garantizar mi salud.
Siempre puedo caer enfermo. Reconocer el peligro de la enfermedad me invita a
aceptarme con mi fragilidad y, a la vez, a confiarme a Dios. Pido a Dios que me preserve
de la enfermedad. Pero a la vez pido la confianza de saberme siempre –también en la
enfermedad– acompañado y envuelto por el amor de Dios. La angustia queda, así,
transformada en la confianza de estar siempre en las buenas manos de Dios, en los días
buenos y malos, en la salud y en la enfermedad. Lo cual relativiza el miedo a la
enfermedad.

La angustia viene dada con nuestra existencia humana. Martin Heidegger, en su famosa
obra Ser y tiempo (1927), define la angustia como la situación básica del ser humano. La
angustia muestra al hombre que, en último término, en el mundo no está en casa. «Por lo
que la angustia se angustia es por el propio ser-en-el-mundo». Este filósofo piensa que la
angustia nos fuerza a descubrir nuestra «propiedad», a conocer quién somos propiamente
como seres humanos, cuál es la esencia de la existencia humana. Para la teología que se
confronta con los análisis filosóficos de Martin Heidegger, la angustia se convierte en
una invitación a fundar últimamente mi vida en Dios. Me plantea la pregunta de desde
dónde me defino propiamente. ¿Me defino desde los hombres y sus expectativas y
opiniones o me defino desde Dios? La angustia me refiere en definitiva a Dios. La
angustia no se contrapone a la fe en Dios. Más bien me está impulsando continuamente
hacia Dios para buscar mi fundamento en Él y no en una seguridad exterior o en el
reconocimiento por parte de los demás.

El miedo a la muerte
Todos nosotros, no solo los ancianos, hemos de plantearnos el miedo a la muerte. Esa
angustia también forma parte esencial del ser humano. La psicoterapia existencial, tal
como la ha desarrollado Irwin D. Yalom, reprocha al psicoanálisis clásico de Sigmund
Freud haber reprimido por completo el fenómeno del miedo a la muerte. Pero el logro de
la vida –piensa Yalom– depende de que yo me plantee el miedo a la muerte y lo integre
en mi vida. Muchas enfermedades psíquicas son, en último término, el intento de eludir
el miedo a la muerte. La sanación solo sale bien si nos lo planteamos. Pero, respecto al
miedo a la muerte, es también importante dialogar con él con más precisión. ¿A qué le
tengo miedo exactamente? ¿Es el miedo de abandonar mi vida y a mí mismo, de
desaprovechar tantas cosas bonitas? ¿O es el miedo de perder a otras personas? La madre
tiene miedo a morir, porque sus hijos la necesitan todavía; querría seguir
acompañándoles. ¿O es el miedo a la pérdida del control? ¿O el miedo a lo desconocido
que me espera en la muerte? ¿O es acaso angustia ante la condenación, ante Dios, el

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miedo a confrontarle con mi verdad? Solo el diálogo con el miedo puede transformarlo.
El miedo a dejar solos a los hijos ha de transformarse en la confianza de que están en las
manos de Dios. El miedo a perder el control quiere invitarme a la confianza en que todo
lo que en mí pudiera irrumpir va a ser acogido y transformado por Dios. No tengo por
qué tener miedo a nada. Dios lo conoce todo, en cualquier caso.
A veces se trata simplemente de la angustia general ante la muerte. Una mujer, por
ejemplo, no se atrevía ya a salir de casa. Cuando le pregunté qué pasaría entonces, me
dijo que podría caer muerta. No quise disuadirle de su angustia, pues sería no tomarla en
serio. Le dije: «Sí, puede ser que caiga muerta. Pero en este preciso momento en que está
hablando conmigo, usted sigue viviendo. Sienta conscientemente este momento, como si
fuera el último. Y si usted sale por la puerta, sigue viviendo. Sienta el aire y el sol. Sienta
a las personas que encuentre. Entonces vivirá con intensidad. La angustia ante la muerte
la invita a vivir por completo el momento y a sentir intensamente lo que está viviendo».
La muerte la invita a disfrutar con gratitud del tiempo que tiene todavía, a hablar más
conscientemente con las personas y a meditar qué huella vital quiere dejar marcada en el
mundo.

Cómo conseguir la transformación de mi miedo


Un primer paso importante de transformación es aquí, de nuevo, dialogar con el miedo.
El diálogo me familiariza con mi miedo y hace que lo contemple intelectualmente, lo
cual me da cierta distancia.
El segundo paso es que yo me imagine aquello que me da miedo. Me imagino muy
en concreto que cometo un fallo, que me desmayo, que caigo enfermo. ¿Es algo
realmente tan malo? Al imaginármelo, quito poder a mi miedo.
Y el tercer paso: Entiendo la angustia como una amiga que me transmite una postura
distinta ante la vida. Puede ser dejar el perfeccionismo. O confiar en que ni la
enfermedad ni la muerte pueden arrebatarme de las manos bondadosas de Dios. O
también estar dispuesto a definirme desde Dios y no desde el reconocimiento humano.

La terapia de Jesús para la angustia


Jesús dice a menudo en la Biblia: «¡No temáis!». Pero, según el testimonio bíblico, Él
mismo sintió también angustia ante la muerte violenta en cruz. Esa angustia la mostró en
el huerto de Getsemaní. Un ángel le fortaleció para que superase su angustia. ¿Nos
muestra Jesús caminos para una terapia de la angustia? ¿Qué nos ha dicho de cómo
superar nuestros miedos? Solo voy a ahondar en un único pasaje qué aspecto tiene la
terapia de Jesús contra la angustia. Es el discurso de la misión en el Evangelio de Mateo,
que trata de dos miedos muy concretos.

En ese discurso Jesús pretende quitar a sus discípulos el miedo que podría resultarles un
obstáculo en su presencia pública ante los hombres: «Por tanto, no les tengáis miedo. No
hay nada encubierto que no se descubra, ni escondido que no se divulgue. Lo que os digo
de noche decidlo en pleno día; lo que escucháis al oído pregonadlo desde las azoteas. No

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temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma; temed más bien al que
puede acabar con cuerpo y alma en el fuego» (Mt 10,26-28).

Hace referencia a dos tipos de miedo. Y al mismo tiempo muestra caminos para
transformarlo. El primer miedo es a lo desconocido en nosotros. Muchas personas que se
presentan en público se angustian de que sus espectadores u oyentes puedan descubrir
sus debilidades. Tienen miedo de que los otros miren tras la fachada y descubran allí lo
oculto: las debilidades ocultas, las fantasías ocultas, los fallos ocultos. Estas personas se
dicen: «Si los demás supieran qué pensamientos tan negativos tengo en mí, qué miedos
albergo o cómo he causado heridas a otros, me rechazarían todos». Jesús indica una
terapia para este miedo: Dios lo sabe todo. Nada está oculto ante Él. Presenta, pues, todo
lo oculto ante Dios, déjalo empapar por el amor de Dios. Y no te angusties ya más. No
tienes por qué mostrar lo oculto a todo el mundo. Pero si lo expones ante Dios, perderás
el miedo ante lo que llevas oculto dentro. Y no tendrás ya miedo a que los demás puedan
descubrir eso que hay oculto en ti. Pues ante Dios no hay nada oculto. Y en ti no hay
nada que no esté aceptado por Dios y empapado de su amor.
El segundo miedo es a recibir heridas. Quien se presenta en público puede ser
criticado. Hoy se da una verdadera adicción a espiar los fallos de quienes se exponen en
público y mostrárselos a todos. La angustia impide a muchos mostrarse en público. Para
transformar ese miedo, Jesús aconseja un camino: «Los otros pueden matar tu cuerpo.
Pueden herir tu psique, tus emociones. Y pueden herirte corporalmente. Pero el ámbito
interior, el ámbito del alma, no lo pueden herir. En ti hay un espacio de paz en el fondo
de tu alma. Ahí no pueden alcanzar las palabras lesivas de los otros, ni la violencia física
puede poner en peligro ese espacio. Ahí estás sano e íntegro, estás protegido». La
vivencia de ese espacio interior, del espacio sagrado que es sano e íntegro, transforma el
miedo. A nivel emotivo, sigue estando el miedo. Pero si de la angustia emocional voy al
fondo de mi alma, el miedo queda relativizado. Pierde su carácter acuciante.

El miedo puede abrirnos a una realidad más honda


Vemos que Jesús no solo quita el miedo o lo reprime. Lo menciona por su nombre. Pero
a la vez muestra caminos para que ese miedo cambie. Podemos aprender de esa sabiduría
de Jesús para lidiar con el miedo. No se trata de quedar completamente libres de miedos,
sino de manejarnos con ellos de manera que nos pongan en contacto con el espacio
interior de paz y nos lleven cada vez más a Dios, en quien nos sentimos aceptados y
seguros con nuestro miedo. Esa experiencia de ser acogidos con nuestro miedo, si la
vivimos, nos libra de él instantáneamente.
Para seguir con el ejemplo concreto: muchos tienen miedo a aparecer en público y
temen, por ejemplo, quedar en ridículo. Una cantante me contó que antes de cada
actuación tenía miedo escénico. No se quitó ese miedo escénico a base de
psicofármacos, sino que lo aguantó. Tomó conciencia: «Mi preparación, mi costumbre
de cantar, no me garantizan tampoco que mi actuación vaya bien». Admitió que el éxito
de un recital es siempre un don. De este modo se hizo permeable al misterio de la

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música. Alguien le dijo: «No cantabas tú, han cantado a través de ti». La angustia liberó
a la cantante de su ego, o al menos lo hizo permeable a algo más grande. Se trata de una
transformación decisiva del miedo. El miedo despoja de poder a mi ego, que quisiera
tenerlo todo en el puño y bajo control, y me hace permeable a algo más grande. Esto
puede suceder al cantar, al predicar, al dar una charla o en cualquier otra actuación
pública. Barruntamos entonces que el miedo tiene un sentido, que no debemos
combatirlo, sino dejar que nos abra a algo mayor. Por tanto, el miedo puede tener
ciertamente un efecto positivo si indagamos su sentido y lo convertimos en un amigo que
nos pueda hacer prestar atención a algo esencial: pretende mostrarnos que somos seres
humanos y no Dios; que, en definitiva, solo en Dios encontramos el sostén último y no
en nosotros mismos y nuestra propia fuerza. Puede abrirnos, por tanto, a una realidad
más honda.

RITO

Propongo un rito para abordar el miedo a lo oculto. Pregúntate: ¿Qué es lo que


yo quisiera mantener oculto ante mí mismo, ante Dios y ante los hombres? ¿Qué
me resulta desagradable de mí mismo? ¿Qué no debe conocerse de ninguna
manera por fuera? Y entonces imagínate cómo el amor de Dios va penetrando en
todo eso que está escondido. Ante Dios no necesitas ocultar nada. Dios te conoce.
Y el amor de Dios colma precisamente eso que a ti mismo no te gustaría
contemplar. Contempla entonces con ojos nuevos lo que hasta ahora te resultaba
desagradable. Imagínate que todo en ti está empapado del amor de Dios. Se
pierde luego la angustia ante tu caos interior, ante el volcán interno, ante lo
amenazante. Todo tiene derecho a existir en ti, porque todo en ti está colmado de
la luz de Dios.

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6

Hay un tesoro en la depresión

¿Una epidemia nueva?


Hoy la gente enseguida hace un diagnóstico. A los otros se les etiqueta con una patología
con excesiva rapidez. Una mujer está sufriendo incluso meses tras la muerte de su
querido esposo y simplemente está triste por la pérdida, pero ya se la tilda de deprimida.
Alguien quiere cambiar de puesto de trabajo porque no aguanta ya la presión desmedida
y está siempre descontento con las condiciones laborales, y tiene que oírse la pregunta de
si es depresivo. A una mujer que leía libros espirituales, una presunta amiga le adjudicó
una «depresión latente». También el cansancio por agotamiento y todo tipo de
reacciones psíquicas se convierten rápidamente en una «depresión» a los ojos y a juicio
del entorno.
Pero es cierto que también se da: alguien está metido en la cama días y días; no tiene
ganas de nada; está completamente desmotivado. Es evidente que necesita ayuda
terapéutica. O uno padece bajo el peso de sentimientos de culpabilidad, cada vez más
hundido en un pozo de autoinculpaciones, con una desesperación tan grande que ya no
quiere vivir y habla de suicidarse. Los familiares, amigos o acompañantes se sienten
superados y tienen la sensación de que el enfermo les exprime. ¿Cómo comportarse y
cómo poner límites? ¿Puede uno servir de ayuda? ¿Cómo distinguir una destemplanza
depresiva de la tristeza y de la auténtica depresión? Y en general: ¿puedo realmente
librar a alguien de su depresión?
Las depresiones se incrementan. Parece que la depresión se ha convertido
francamente en una epidemia. Pero de ello solo se suele hablar con reservas, como si
fuera algo muy malo. La cuestión no es solo cómo tratar con la depresión, sino también:
¿Qué quiere decirnos? ¿Puede ser transformada? Pero antes tenemos que aclarar de qué
estamos hablando.

Distinciones y aclaraciones
La depresión puede ser una enfermedad y, como tal, requiere tratamiento
clínicoterapéutico. Pero también hay estados de ánimo depresivos, o depresiones
transitorias, que cualquiera conoce. Se habla entonces de depresión reactiva: depresión
como reacción a una experiencia dolorosa, a la pérdida de un ser querido o de un puesto
de trabajo. Antes se distinguía entre depresión «endógena» y «exógena». La primera está

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como inserta en la psique humana, es congénita. La otra le viene de fuera a la persona.
Hoy se prefiere hablar de depresión leve, mediana y grave. En psicología distinguimos
entre depresión «unipolar» y «bipolar». La depresión «bipolar» hace referencia a una
enfermedad maníaco-depresiva, en que las personas oscilan permanentemente entre una
actividad y desmesura extremas y una reacción depresiva. El trastorno bipolar hay que
tratarlo con medicación. Respecto a la depresión unipolar, la psicología distingue la
«depresión inhibida», en la que uno se siente paralizado interiormente y no está
dispuesto a nada. Y conoce también una «depresión agitada», que se manifiesta en una
gran inquietud y un activismo vacío. A las personas que padecen de «depresión agitada»,
a menudo no se les observa su depresión. Y hay una «depresión larvada», que se
esconde, con frecuencia, bajo síntomas corporales, como dolor de cabeza, malestar
estomacal, pérdida de apetito y mareos. La depresión es, pues, un tema importante. Hay
depresiones que requieren necesariamente un tratamiento de medicación o
clínicoterapéutico. Pero hay también depresiones que quieren decirme algo importante
sobre mí y mi verdad interna. Una depresión así tiene siempre un sentido. Y también
siempre puede ser transformada. Sin embargo, transformarla no significa necesariamente
sanarla.

¿Cómo distinguir si uno está solamente triste o tiene ya depresión como enfermedad? Si
uno se encuentra desmotivado largo tiempo, si no se percibe a sí mismo, si está como
aparte de sí, es una señal de depresión. El que está triste siente su tristeza. El depresivo
no siente nada, está simplemente vacío. Es la sensación de estar metido en un agujero
oscuro. Estar separado de la vida. ¿Cómo abordarlo?

Sentido y mensaje de una depresión


C. G. Jung, el terapeuta suizo, dice que la depresión es una dama negra que llama a
nuestra puerta. Si llama, debemos dejarla entrar tranquilamente, pues tiene algo
importante que contarnos. Da igual que la depresión sea una enfermedad o solo una
experiencia temporal: en todo caso, no debemos combatirla y reprimirla sin más. Eso la
va a robustecer. Solo si la admitimos se puede cambiar. Únicamente así será posible un
diálogo con nuestra depresión, en el que podamos preguntarle qué es lo que nos quiere
decir y cuál es su mensaje para nosotros.
Daniel Hell, un psiquiatra suizo especializado en el tratamiento de depresiones,
menciona diversos mensajes de la depresión. Primero, la depresión es, a menudo, un
grito de ayuda contra imágenes exageradas de uno mismo, como la imagen de que debo
ser siempre perfecto, tener siempre éxito, ser frío, superior, tener todo bajo control y
siempre pensar positivamente. Todas son exigencias desmesuradas a mí mismo. Tengo
que agradecer que mi alma proteste contra esos autorretratos desmedidos. Por eso la
primera pregunta a mi depresión es: ¿contra qué protesta o se rebela? Puedo confiar en
que mi depresión tiene un sentido, en que mi alma elige el camino de la depresión para
avisarme de mi propia verdad y reconciliarme con mi realidad.
Con frecuencia entramos en depresión porque hemos perdido nuestras raíces. La

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depresión sería entonces una invitación a volver a descubrir mis raíces, a encontrar mis
raíces en la fe, mis raíces en la familia y en mis antecesores, en la fuerza de su vida y de
su fe. Los ritos serían entonces un buen camino para entrar en contacto con las raíces de
mis antecesores. A menudo perdemos nuestras raíces por nuestra excesiva movilidad.
Vamos disparados de un lugar a otro, cambiamos continuamente de vivienda y de lugar
de trabajo. La depresión es entonces también una advertencia para que tengamos en
cuenta nuestro ritmo y dejar que aflore adecuadamente nuestra necesidad de arraigo, de
un sitio donde nos sintamos en casa y nuestro árbol pueda echar raíces.
Otro mensaje de la depresión es la desmesura. Como queremos demasiado, como
trabajamos demasiado, poseemos demasiado, queremos participar en todo, estar en todo,
nos sobrecargamos. La depresión es entonces una advertencia para que descubramos
nuestra propia medida y nos contentemos con ella. De esa desmesura forma parte la
exigencia de reprimir el sufrimiento y estar solo enamorados del éxito. En una sociedad
que reprime el sufrimiento, cualquiera que sufre se siente pronto deprimido o enfermo
psíquicamente. Pero el sufrimiento forma parte esencial de la vida humana. Por eso la
depresión es siempre también un aviso para aceptarme como una persona a la que
también puede tocar sufrir.
Pero sigue estando la cuestión de cómo ayudar al que sufre. Si alguien está metido en
la depresión, ¿cómo puedo al menos ayudarle a ver más positivamente su depresión?

Ayudas posibles para una transformación


Una ayuda es hablar de mi depresión con un acompañante. El acompañante no puede
curar la depresión. Pero puede ayudar a la persona depresiva a hablar con su depresión y
a hablar de ella con el acompañante. Si hablo de la depresión, estoy poniendo ya un poco
de distancia.
Si yo mismo soy depresivo, es importante mirar de frente la depresión. El punto de
mi interior que contempla la depresión no está condicionado por ella. Ese contemplar me
suelta ya de la zarpa de la depresión. Tengo ya cierta distancia frente a ella. Esa distancia
es ya importante. Porque no podemos sin más deshacernos de la depresión. Tenemos que
asumirla. Solo lo que asumimos puede ser transformado.

Digamos primero algo de la transformación de la llamada «depresión reactiva», es decir,


la depresión con la que reaccionamos a nuestra desmesura, a un gran dolor, a la pérdida
de un ser querido o de un puesto de trabajo o a un desengaño profundo. La «depresión
reactiva» puede cambiar a una clara visión de mí mismo y de mi situación si comprendo
su mensaje. Es una invitación a hacer duelo por eso que tanto me oprime. La depresión
se expresa, con frecuencia, en rigidez. Cambia cuando la rigidez se resuelve en duelo y
lágrimas. Si en la depresión no solo estoy lloroso, sino que soy capaz de llorar realmente,
entonces la vivo como una purificación interior. El poeta Christian Morgenstern dice:
«Cada enfermedad tiene un sentido especial, pues toda enfermedad es una purificación;
solo hace falta averiguar de qué». Por tanto, si llego a conocer de qué me quiere purificar
mi depresión, cambiará. Posiblemente pretende purificarme de falsas ideas de la vida y

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de mí mismo; del enturbiamiento de mis ojos, que todo lo ven negativo.

Sentimientos de culpa y depresión


Es importante considerar la frecuente conexión entre sentimientos de culpa y depresión.
La depresión se hace patente, muchas veces, en que uno se siente culpable por todo. Una
mujer deprimida se sentía culpable por la insolvencia que había afectado al negocio de
su marido, a pesar de que ella nada tenía que ver con ese negocio. ¿Cómo manejarse con
ello? Lo primero, sigue valiendo que es importante dar cabida a esos sentimientos de
culpa y presentarlos a Dios. Si dejo que el amor de Dios fluya a mis sentimientos, estos
pueden disolverse.
Otra ayuda para transformar los sentimientos de culpa es para mí decirme la frase de
1 Jn 3,20: «Pues, aunque la conciencia nos acuse, Dios es más grande que nuestra
conciencia y lo sabe todo». Si proyecto estas palabras a mis sentimientos de culpa,
pueden disolverse.
En toda depresión, de lo que se trata es de aceptar la situación y confesarse, por
ejemplo, la propia desmotivación: «Realmente, ahora no tengo ganas de nada. Preferiría
quedarme tumbado». Si lo reconozco, puedo preguntarme a la vez: «¿No hay realmente
nada por lo que merezca la pena vivir? ¿No hay realmente nada de lo que me pueda
alegrar?». Al permitirme tales preguntas en medio de mi desmotivación, pueden
suscitarse en mí las ganas de no rendirme del todo y reenfocarme en la vida. Si las ganas
de ponerme en pie son aún demasiado débiles, puede ayudarme la palabra de Jesús, que
dirige a un paralítico deprimido que se lamenta de que nadie le entiende y nadie se
preocupa de él: «Levántate, toma tu camilla y camina» (Jn 5,8). Jesús no entra aquí en el
lamento depresivo del enfermo, sino que le confronta con la fuerza oculta en él, a pesar
de su desmotivación.

Rencor o reconciliación
Nuestro sistema médico, a menudo con razón, pero a menudo quizá también con
excesiva premura, tiende a prescribir medicamentos. Ciertamente, hay depresiones que
no se pueden curar a base de charlas. Son personas que necesitan medicación. Y, a pesar
de ella, vuelven a experimentar una y otra vez una recaída en la depresión. Estas
personas están a menudo desesperadas y tienen la sensación de ser una carga para su
entorno. Pero también esta depresión puede ser transformada. Nosotros no hemos
elegido la patología depresiva. A veces procede de la herencia. Pero nuestra tarea es
manejarnos con esa depresión. Puedo convertirla en una acusación a mi entorno: los
otros tienen la culpa de que me sienta tan mal. No me comprenden. No tienen tiempo
para mí. Me dejan solo. Entonces la depresión se convierte en rencor, que envenena todo
el ambiente en derredor mío. O bien puedo reconciliarme con mi depresión. Entonces, en
medio de mi parálisis depresiva, experimentando la negrura depresiva, me convierto en
alguien que ve en profundidad. De mí sale el mensaje de que no soy una persona
superficial, sino alguien que ve la hondura del ser humano. Así es como pudo
transformar su depresión el teólogo Romano Guardini, que escribió un libro sobre la

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melancolía. La pesadez que oprimía su alma le hacía sufrir. Pero hizo también la
experiencia de «que la presión se relaja, que el encierro interior desaparece y que,
entonces, se libera la existencia de ataduras, y es posible ese sentirse elevado, flotando
en el aire, de la totalidad del hombre; que el hombre experimenta esa transparencia de las
cosas y de la existencia, esa claridad de visión» (Vom Sinn der Schwermut [Sobre el
sentido de la melancolía], 41). Para Romano Guardini, la depresión se transforma
cuando se vuelve una experiencia espiritual. Esa experiencia espiritual que el místico
Juan de la Cruz llama la «noche oscura del alma». La noche oscura no es idéntica a la
depresión. Pero si yo acepto ante Dios mi depresión, puede convertirse en noche oscura,
que me purifica de todas mis representaciones de Dios y de mí mismo y a veces me
proporciona una perspectiva clara del misterio de Dios y del misterio de mi ser humano.

El miedo al suicidio de un enfermo deprimido nos conduce a menudo a pasar por encima
de nuestros límites y pensar que a toda costa hemos de preservar de ello a esa persona.
Sin embargo, tenemos que reconocer nuestros propios límites. Es siempre decisión de la
propia persona deprimida el poner fin a su vida. Ahí no podemos cargar nosotros con
una mala conciencia.

De la desesperación a la esperanza
Una ayuda para que el depresivo no se sienta como una carga, sino que encuentre sentido
en su depresión, es que asuma la depresión en representación de otros. Si puedo llegar a
esta actitud, entonces mi depresión recibe un sentido. No soy una carga para otros. Estoy
haciendo algo por otros, por cuanto mi depresión no me hace desesperar, sino que cargo
con ella conscientemente en favor de otros. Este camino lo ha descrito Elisabeth Ott en
su libro sobre la noche oscura del alma. Entra en las depresiones que padeció Martin
Lutero, citando al psicólogo Erik H. Erikson, que ha escrito un libro sobre Lutero. Él
piensa que Lutero hizo «el trabajo sucio de su época» con sus fases depresivas. La
depresión de Lutero fue ciertamente una experiencia personal, pero al mismo tiempo
anunció con ello al mundo algo importante: el camino liberador del miedo a un Dios juez
riguroso, que resultaba entonces un tormento para la gente.
De modo similar, la experiencia depresiva de Reinhold Schneider fue como un
sufrimiento vicario por los hombres de su época. Schneider asumió, representando a sus
contemporáneos, el sufrimiento por el carácter absurdo de la historia y por la
superficialidad de una fe meramente exterior. La idea de la representación puede ayudar
también hoy a las personas depresivas a reconciliarse con su depresión. Entonces no se
sienten como fracasadas, como una carga para su entorno. Sino que más bien tienen el
sentimiento de que la depresión es su tarea para iluminar algo este mundo desde su lugar
más oscuro. Eso aligera el agobio de la depresión. Se transforma así en amor a las demás
personas, en representación de las cuales uno persiste en sufrir la depresión. Las
personas depresivas son una protesta viva contra la ideología del éxito, contra la fijación
unilateral en el fitness corporal y espiritual, en los éxitos y los logros. Tienen también,
por tanto, un mensaje importante para los «sanos».

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Así pues, la transformación de la depresión no la elimina. Sigue estando, pero pasa de
ser una carga para los otros a ser abnegación en favor suyo, de ser desesperanza a ser
esperanza, de ser oscuridad a ser claridad y de ser tristeza a ser una paz interior
profunda. Cambia de ser un lugar de lejanía de Dios a ser lugar de una especial cercanía
a Él y de profunda experiencia de un Dios que sobrepuja todas las imágenes que de Él
nos hemos hecho.

RITO

Quisiera proponer como meditación el ejercicio que el antiguo monje psicólogo


Evagrio Póntico llama «ejercicio del portero»: Siéntate cómodo. Ponte en el
estado de ánimo depresivo que hayas vivido alguna vez. Luego deja simplemente
que te vayan viniendo los pensamientos que se te presentan en la depresión.
Pregunta a cada pensamiento que llama a tu puerta: «¿Vienes en son de amistad
conmigo? ¿Qué quisieras decirme? ¿Qué anhelo se oculta en ti? ¿De qué me
quieres advertir? ¿O eres un pensamiento que quiere hacerse fuerte en mí, un
ocupante ilegal que quiere disputarme mi propia vivienda?». Si percibes que se
trata de un pensamiento que no te hace bien, no le dejes entrar en tu casa, échalo
fuera. Si estás así sentado un tiempo largo dando cabida a todos los pensamientos
que se te presentan, pero a la vez preguntando a todos por el mensaje que traen,
vas a sentir de pronto una paz profunda en ti. No tienes ya miedo de estados de
ánimo depresivos. Pueden existir. Pero tú eres el señor en tu casa. Tú decides con
qué pensamiento o con qué emoción quieres charlar más largamente, y qué
sentimiento o qué pensamiento echas afuera, porque no quieres tener nada con él.

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7

Transforma la impaciencia
en serenidad

La impaciencia pone de los nervios


A veces llega uno a perder los estribos. Estás en la cola del buffet en un hotel o en una
fiesta y algunos que van delante simplemente no logran decidir si se sirven queso o
embutidos y, en caso de embutidos, de qué tipo. O también: sales del trabajo y en el
supermercado te eternizas en la cola de la caja, enojado de que a todos los jubilados
parece habérseles ocurrido ir justo entonces a comprar, cuando tienen libre el día entero;
algo que resulta espantoso para muchos que trabajan. A un hombre que de por sí es, por
temperamento, alérgico a las tiendas, le toca acompañar a su mujer a comprar ropa y ella
no consigue decidirse entre dos telas o dos colores de moda; puede llegarse a una ruptura
matrimonial. Esas cosas te ponen de los nervios.
La paciencia no es precisamente una virtud generalizada. Quién no ha vivido cómo
los impacientes le empujan en la cola de la taquilla del cine o del mostrador del
aeropuerto. El impaciente se enfada cuando alguien no le responde de inmediato un
mensajito o un correo, y escribe enseguida un segundo correo para forzar una respuesta
lo más rápida posible. Son personas que tampoco suelen aceptar al otro tal como es.
Piensan que el otro tiene que cambiar ya de una vez. Tiene que aprender de una vez a
comportarse de otra manera en el trabajo o en la conversación.

La valoración está clara. Tradicionalmente la impaciencia no se considera virtud, sino


defecto. Entre otras cosas, porque provoca emociones negativas. Franz Kafka llega a
decir: «Quizá hay un único pecado capital: la impaciencia». Las personas impacientes
son agotadoras. Con ellas no se puede trabajar bien. Con frecuencia, a la impaciencia se
unen la agresividad y una exigencia desmedida. Piensan que el otro debería ser como
ellas se lo imaginan.
La otra cara: a los jefes de personal les gusta preguntar en una entrevista de empleo
«¿Cuál es su debilidad?». Y sabemos que la mejor respuesta es: «A menudo pierdo la
paciencia». Funciona el tópico de que los empleados impacientes ponen algo en marcha,
aportan energía, mueven las cosas. Y, sin embargo, la incapacidad de esperar, de
conservar la cordura, de tener una perspectiva tranquila y serena, resulta también
problemática y constituye un riesgo para la empresa.

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Aceptar esperar: simplemente estar ahí
Lo esencial de la impaciencia consiste en la incapacidad de esperar. Primero voy a
describir, sin más, distintas situaciones en que la impaciencia puede transformarse en
paciencia. La primera: la cola en la caja o en el mostrador del aeropuerto. Tomo en
consideración mi impaciencia. No puedo esperar. Me digo entonces: Con mi impaciencia
no voy a ir más deprisa, no logro adelantar. Si me pongo a empujar, solo lograré atraer
sobre mí la agresividad de todos los que están en la cola. Por tanto, puedo solo aceptar la
impaciencia y decirme: Ahora estoy en una cola. Disfruto de tiempo para pensar.
Aprovecho el tiempo para rezar por otros, para meditar, para entrar en mi interior. Hoy
muchos emplean el tiempo de las colas en mirar sus SMS o correos y responderlos. Pero
eso no transforma la inquietud. Al responder mis correos o SMS puedo seguir estando
impaciente. Estoy tenso por dentro. Únicamente se transforma la impaciencia si acepto
conscientemente esperar y por una vez disfruto de no hacer nada, sino de estar ahí
simplemente.

Transformar la impaciencia en solicitud


La segunda situación que voy a considerar: He escrito una consulta por correo y espero
impaciente la respuesta. Pues de ella depende el plan que tengo para el día siguiente o la
semana siguiente. En lugar de no apartar la vista todo el rato de mi PC o de mi
smartphone, voy haciendo el trabajo pendiente. Y me digo: La respuesta ya llegará. No
merece la pena insistir otra vez. Quizá el otro está hoy fuera, o de vacaciones. Si es
importante, ya responderá algún colaborador suyo. No quiero volverme loco. Me
propongo una cosa tras otra. Y me concentro justo en lo que estoy haciendo. Entonces la
impaciencia se transforma en la solicitud con que llevo a cabo mi trabajo. Si luego llega
una respuesta, me alegro. Pero no he estado impaciente todo el rato, pendiente de la
respuesta.

Simplemente dejar al otro ser como es


Una tercera situación: Una persona me pone de los nervios porque es tan premiosa,
porque no llega a decidirse nunca, porque cuenta las cosas tan prolijamente sin venir a lo
esencial. Siento la impaciencia que me va brotando. El otro me está quitando tiempo.
Pero también me pone nervioso que sea tan lento. Cuando la impaciencia se apodera de
mí, me digo: No tengo ningún derecho a juzgarle. Es como es. Tiene derecho a ser así.
Yo tengo otros puntos débiles. ¿Por qué he de meterle a la fuerza en mis esquemas? ¿Por
qué no puede ser así de lento? Es su carácter, su forma de vida. Le dejo ser como es.
Pero también tomo en serio mi impaciencia. Si la conversación dura demasiado para mí,
le pongo fin. Tengo libertad para estar hablando con el otro tanto tiempo como me
acomode. Pero entonces no va creciendo mi impaciencia. Naturalmente, no siempre
resulta fácil dejar al otro ser tal como es. Pero mi continuo andar criticando o mis juicios
interiores no le cambian. Mi impaciencia puede transformarse en serenidad. La serenidad
[Gelassenheit] es la virtud de dejar [lassen] al otro ser como es. La filosofía china tiene

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el convencimiento de que dejando ser es como mejor actuamos. El dejar ser al otro se
vuelve una bendición para él.

La hierba no crece más rápido por tirar de ella


Quien es impaciente está tirando constantemente de sus raíces. Pero un proverbio
africano dice que la hierba no crece más rápido porque se tire de ella. Quisiéramos tener
un desarrollo más rápido, transformarnos con mayor rapidez. Pero la naturaleza nos
enseña que se trata de crecer. Y un árbol solo crece si tiene buenas raíces. Para percibir
mis propias raíces, tengo necesidad de momentos de sosiego y tranquilidad. Tomo
asiento y me pregunto: ¿Cuáles son mis raíces y hacia dónde quiere crecer mi árbol?
Percibo así los recursos con que cuento, para poder aprovecharlos.
En ese sosiego aumenta en mí la confianza de que mi vida va siendo buena, de que
voy madurando hacia la figura que Dios tiene pensada para mí. El impaciente se desgaja
de sus propias raíces. De tanto andar inquieto, se separa de las energías que le llegarían
desde sus raíces. Por eso el impaciente ha de aprender a tomarse conscientemente tiempo
para preguntarse: ¿Adónde quiero llegar? ¿Qué ayuda a que mi árbol siga creciendo
bien?

RITO

Obsérvate a ti mismo, si eres impaciente. Simplemente toma en consideración el


sentimiento de impaciencia y pregúntate: ¿Qué clase de anhelo y qué expectativa
se esconden tras mi impaciencia? ¿Quisiera que todo fuese siempre rápido,
satisfacer enseguida mis necesidades? ¿Por qué no puedo esperar? ¿Esperar me
produce angustia porque siento ahí mi impotencia? ¿Se ocultan en mi impaciencia
necesidades infantiles, como la necesidad de ser siempre el mejor, el que más éxito
tiene? No valores tu impaciencia, sino contémplala y ve hasta su fondo. Entonces
podrás conocerte mejor a ti mismo a través de tu impaciencia. Y te sonreirás un
poco de las necesidades infantiles que albergas. Tu impaciencia se transformará
entonces en serenidad para contigo mismo. Aprendes así a dejarte a ti mismo ser
esa persona que a veces tiene necesidades tan de niño.

64
8

Cómo hacer de los celos


el pórtico del amor

El miedo a la pérdida y a recibir daño


«Envidia y celos» se mencionan muchas veces como algo parejo. Y, sin embargo, se
distinguen entre sí. La envidia puede referirse a todas las personas que tienen algo que a
uno mismo le falta. De celos hablamos solo cuando se trata de una relación. Una joven
familia espera su segundo hijo y el primogénito se vuelve absolutamente agresivo
cuando llega su hermanita y él ya no recibe la atención completa de sus padres. No es
fácil aceptar que una forma de relación ha cambiado. Otro ejemplo: Una mujer recién
casada tiene de pronto celos furiosos de su marido, que en la oficina tiene como
secretaria a una mujer atractiva. Él le asegura que su secretaria no le interesa en absoluto
como mujer. Pero los celos se van apoderando de la esposa. ¿La ama su marido
realmente, tal como ella a él? Ella sabe que con su reacción solo se perjudica a sí misma
y a su pareja. Porque en algún momento llega uno a ponerse de los nervios por tener que
jurar una y otra vez que solo la ama a ella y por tener que aseverar una y otra vez que
realmente la ama. Aunque ella misma se está torturando, no consigue escapar de su
manía. Le monta escenas, rebusca a escondidas en sus bolsillos, controla sus llamadas o
revisa sus correos, sabiendo, sin embargo, que eso no está bien.
Una mujer puede estar celosa de su marido no solo por tener miedo de que se vaya
con otra mujer. Puede estarlo ya porque con otras mujeres él es popular, llegan incluso a
idolatrarlo. Y, al revés, el marido siente celos de su mujer cuando es admirada por los
hombres, cuando alguien la piropea.
Los celos se dan en el matrimonio y en la amistad. Pero siempre está en juego el
miedo a ser lastimado o el sentimiento del propio valor. Se trata del dolor y del miedo a
la pérdida. A veces los afectados tienen la impresión de ser «asaltados» por los celos. O
el sentimiento se va apoderando de ellos. Se habla de «celos furiosos», indicando con
ello que no da resultado ninguno de los intentos de disolverlos racionalmente. Los celos
son un sentimiento doloroso. La sensación de ser tratado injustamente se une al anhelo
de amor. En este sentimiento amargo se oculta también amor. Pero algo deja un sabor
agrio en nuestro amor.

Orgullo herido y amenaza

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Los celos, ya se den entre amigos o en una relación de pareja entre hombre y mujer, son
una emoción que no gusta admitir. Afecta al orgullo propio. Uno tiene miedo de que el
otro eluda mis emociones. No facilita las cosas que el otro diga «Los celos son problema
tuyo. No hay motivo alguno. Son imaginación tuya, algo ilusorio. No tienen nada que
ver conmigo ni con mi comportamiento». No se puede saber objetivamente si hay razón
para los celos o no. Son un sentimiento subjetivo. ¿Quién puede estar completamente
seguro de si realmente el hombre provoca que las mujeres corran tras él y le admiren?
¿O quizá eso solo existe en mi imaginación? En cualquier caso, me siento como
disminuida. Percibo la fragilidad de la relación como una amenaza real. ¿Acaso no es
natural que yo trate de tenerlo entero para mí, que no quiera compartirlo con otras
mujeres? ¿No forma parte del amor tal exclusividad? Y, aun cuando la pareja intente tan
a menudo disipar esos celos, a la mujer afectada no le sirve de ayuda. Piensa que él no
toma en serio sus sentimientos.

Tomar en serio los sentimientos


Por ello es esta una emoción que la persona afectada debería abordar por sí misma, sin
importarle lo que el otro opine o cómo reaccione. No habría de estar tan pendiente del
juicio o confirmación de los celos que pueda hacer la pareja. Por ejemplo, a una mujer
que padece de celos y me pide consejo o ayuda, yo le digo: «Lo importante es que tú
misma tomes en serio tus sentimientos. Tu sentimiento te dice que él te quiere. Pero
entonces también debes observar con mayor precisión tus celos. Querrías tener a tu
pareja enteramente para ti. Pero no lo consigues. No le puedes dejar encerrado. Va a
entrar siempre en contacto con otras mujeres. Por tanto, solo puedes hacerte cargo de los
celos que tienes y tomarlos como ocasión para pedir a Dios que bendiga vuestra relación.
Que Dios quiera proteger vuestro amor. Si tomas los celos como una invitación a rezar
por vuestra relación, lentamente irán cambiándose en confianza».
Si yo soy celoso, estoy mostrando con ello a la otra persona mi amor. A veces resulta,
de hecho, tonificante, como ocurre con un sabor agradablemente ácido en la fruta o en
determinados platos. Algo de celos, algo ácido, sirve para revitalizar la relación. Pero
demasiado sería peligroso y perjudicial.
La palabra celo significa originalmente «esforzarse intensamente por algo bueno».
Alguien es celoso por una causa. Muestra un celo grande por hacer algo y llevarlo a
cabo. San Benito habla en su regla de un doble celo (usando la palabra latina zelus): «Si
hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, hay también un
celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Este es el celo
que los monjes deben practicar con el amor más ardiente» (RB 72,1-3).

Ser consciente puede ayudar mucho


La palabra celos en alemán (Eifersucht) se refiere, sobre todo, al lado negativo: un celo
(Eifer) que vuelve maníaco, que es realmente una manía (Sucht). Se atribuye a Goethe la
frase «Los celos son una pasión que busca con celo lo que hace padecer». El resultado de
los celos es muy a menudo el padecimiento. La mujer celosa, el hombre celoso, se

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atormentan. Y a la inversa: también dan tormento a su cónyuge, a su amiga. No sirve
reprochar a la pareja que es celoso o celosa. No necesita motivo alguno para serlo. Los
argumentos racionales y los reproches morales no pueden transformar los celos. Por el
contrario, los acrecientan.
Un ejemplo: Un joven esposo pregunta a su mujer si le parecería bien que una antigua
amiga de juventud viniera dos días de visita. La esposa está de acuerdo; conoce esa
antigua amistad y está segura del amor de su marido. Y, sin embargo, cuando la amiga
de antaño se presenta, la esposa apenas puede soportarlo. Contra su voluntad, la invaden
de repente unos celos intensos. Se siente impotente por completo frente a ese
sentimiento. Siente angustia de que su marido pueda seguir queriendo o volver a querer a
aquella antigua novia. Piensa en la historia común que ambos tuvieron juntos y en la que
ella no tuvo parte alguna. Comprender esto y ser consciente de ello puede servir de
mucha ayuda. Uno no se libra de los celos reprimiéndolos. Pero ¿cómo transformar esos
celos?

Indagar los motivos


Un primer paso es dialogar con los celos. Los interrogo para ver si hay algún motivo en
la conducta de mi pareja. Con frecuencia, los celosos saben de sobra que su pareja les es
fiel y que no da motivo alguno para tener celos. Pero, a pesar de ello, no pueden
deshacerse de ese sentimiento; incluso se va acrecentando en ellos. Los cual los enoja a
la vez, a pesar de lo cual se sienten impotentes. Dialogar con mis celos me pone de
nuevo en contacto conmigo mismo y con mi razón. Analizo mis celos. Les pregunto de
dónde provienen. Quizá son experiencias de abandono en la infancia o experiencias de
postergación o de no haber sido tenido en cuenta. Los celos de la mujer respecto al
hombre, por ejemplo, suelen estar motivados por una relación poco clara con el padre. Si
el padre no era de fiar, si se echaba atrás, entonces ella proyecta sobre su pareja el
comportamiento del padre. Algo similar ocurre con los celos del hombre respecto a su
mujer. A menudo tienen que ver con una relación maternal ambivalente. Si me doy
cuenta de ello, no es una disculpa para mis celos, pero entonces puedo entenderlos. Y si
puedo entenderlos, puedo responder de ellos. Dejo ya de condenarme a mí mismo.

Anhelo de seguridad reprimido


Los celos tienen que ver con el sentimiento de seguridad. Y este, a su vez, muy a
menudo, con la historia de la propia vida. Los hijos que han tenido un vínculo seguro
con sus padres, con el padre y la madre por igual, más tarde serán menos susceptibles de
sufrir celos. Pero no hay que indagar únicamente el origen y las causas de los celos. Por
eso un segundo paso es interrogarles también respecto al anhelo que les es inmanente.
Con frecuencia la manía esconde un deseo reprimido. No juzgo condenatoriamente a mis
celos, sino que rastreo el anhelo que en ellos se esconde. Es el anhelo de tener por entero
a mi pareja para mí, que solo me preste atención a mí, que pase su tiempo solamente
conmigo, que me encuentre estupendo solo a mí. Pero si me permito tener ese anhelo y
lo llevo hasta el final, observo que es irreal. No puedo tener encerrado a mi marido o mi

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mujer. En tal caso es probable que la relación se vuelva aburrida. Una mujer me contó
que su marido se ponía celoso cuando ella salía con sus amigas para conversar juntas. Él
querría tenerla siempre consigo. Pero, cuando la tiene al lado, él no tiene nada que
decirle. Se sienta ante el televisor en lugar de hablar con ella. Quisiera solo disponer de
ella, tenerla allí. Cuando me dejo llevar del todo por los celos, estoy bloqueando la
relación y, a la larga, la daño.

El amor necesita confianza. Los controles lo matan


Si interrogo a mis celos con respecto al anhelo implícito, lo primero que descubro es que
en ellos se esconde un gran amor. Quiero a mi pareja. Pero ese amor está a la vez unido a
expectativas nada realistas: la esperanza de poder poseerla por entero y tenerla siempre
conmigo. Los celos se vuelven entonces una invitación a que pida a Dios la confianza en
que nuestra pareja se mantenga y ambos sigamos siendo fieles mutuamente. Los celos
me inducen a pensar en la esencia del amor. El amor es siempre un don. Deja en libertad
y quiere al mismo tiempo la cercanía de la otra persona. El amor necesita confianza. Si
introduzco controles en el amor, estoy matándolo.

Cómo pierden los celos su amargor


No tiene ningún sentido vivir sin tasa los celos. Porque entonces estoy preparando un
infierno a mi pareja. Pero tampoco da resultado reprimirlos. Entonces tengo un
sufrimiento permanente. Porque, a pesar de ello, están rebrotando continuamente. Se
trata de transformar los celos en amor. Un camino importante para esta transformación
es presentar a Dios mis celos. Admito sentirme impotente frente a mis celos.
Simplemente, están ahí. Me acometen. Los miro de frente y los mantengo a la luz de
Dios, para que la luz de Dios y el amor de Dios fluyan a ellos y los puedan transformar.
Si estoy suficiente tiempo presentando mis celos a Dios e imagino que su amor penetra
en ellos, los celos perderán su amargor y su poder. Se volverán pórtico del amor.

A veces se requiere una señal de stop


Pero ¿qué significa presentar mis celos a Dios? Si a alguien le resulta difícil, le aconsejo
que trate simplemente de mirar de frente sus celos y distanciarse de ellos. Cuando hayas
mirado los celos, di simplemente: ¡Alto! ¡Stop! A veces se requiere una señal de stop
para que los celos puedan transformarse en amor. Si voy dejando incrementarse mis
celos, si me imagino que mi marido está ahora hablando con su secretaria, que la mira
con cariño, que incluso la acaricia tiernamente, entonces he de decir ¡stop! No merece la
pena que sigan creciendo. Los celos van a empeorar cada vez más. Puede que un día los
celos ocultos salgan a relucir con violencia o con otras emociones negativas. No solo
están celosas las mujeres. Hay hombres que no quieren reconocer que se ponen celosos.
Transforman ese sentimiento en rabia, odio o agresividad. No solo porque lo narren
muchas novelas y obras de teatro.

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Los celos como desafío mutuo
También la Biblia hace referencia a los celos, por ejemplo en el relato de las hermanas
Marta y María. Jesús es amigo de ambas. Marta cuida de Jesús y sus discípulos, pone la
mesa, se ocupa de la comida. María se sienta sin más a los pies de Jesús y le escucha.
Entonces Marta se enfada. Se siente abandonada por su hermana en su trabajo y celosa
de su cercanía a Jesús y dice: «Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en
esta tarea? Dile que me ayude» (Lc 10,40). Pero Jesús justifica el comportamiento de
María: «Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es
necesaria. María escogió la mejor parte y no se la quitarán» (Lc 10,41s). Esta escena
puede interpretarse de diversas formas. Por un lado, Marta y María son las dos caras que
hay en cada uno de nosotros. Pero también podemos interpretarlo como una historia de
celos entre dos hermanas. Entonces la respuesta de Jesús sería: «Estate por entero en lo
que haces. A ti te va bien poner la mesa y ser hospitalaria. Te lo agradecemos. Pero deja
hacer a tu hermana lo que para ella es ahora importante. Quiere escuchar mi mensaje.
Ambas cosas son igual de buenas. Pero no debemos volvernos celosos por lo que hace la
otra ni por la cercanía que siente». El camino de transformación de los celos pasa, por
tanto, por estar por completo donde uno mismo y no centrarse continuamente en el otro,
en lo que pueda pensar o hacer, o en lo que tiene y yo no tengo. Pero esta historia puede
leerse también de otro modo: si María –que es asimismo anfitriona– fuera más sensible
con su hermana Marta, esta no habría quedado en situación de tener celos. Por tanto, los
celos son también un desafío mutuo. Los problemas no han de adjudicarse solo a una de
las partes: se trata siempre del comportamiento de ambas partes. Si mi comportamiento
daña al otro, si conscientemente le hago ponerse celoso, entonces es responsabilidad mía
portarme con él con más amabilidad y consideración. En una relación las emociones son
siempre recíprocas. Provocamos emociones en la otra persona. Naturalmente, cada cual
debe tratar con su emoción. Pero deberíamos también estar atentos a no provocar
innecesariamente emociones negativas en el otro.

RITO

Toma como un rito el mensaje de Marta y María: intenta estar por completo en ti,
estar por entero en lo que haces ahora. Primero siéntate y atiende a tu
respiración. Imagínate que en cada inspiración fluye en ti el amor de Dios. Y al
espirar, deja que ese amor inunde tu cuerpo. Entonces estás por entero en ti. Y
tampoco se suscitará en ti pensamiento alguno de celos. Ve entonces a pasear muy
lentamente por tu habitación o afuera. Intenta estar por entero en el andar. Pongo
mis pies en el suelo paso por paso y los levanto de nuevo. Me encuentro por entero
en el andar. Me muevo. Me voy transformando al caminar. Y si quieren
presentarse pensamientos de celos, déjales resbalar de ti con cada paso. Si estás
por entero en el andar, ya no es tan importante si ahora María está más cerca de
Jesús, si tu novia o tu mujer conversa ahora con un hombre simpático. Tú estás

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por entero en ti. Y eso te protege de fantasías celosas.

70
9

La amargura puede convertirse


en un sí a la vida

Expectativas vitales no cumplidas


Hay personas, muchas veces de edad, que tienen como característica fundamental estar
amargadas. Van llenándose de amargura cuando piensan, por ejemplo, en su infancia
difícil y carente de amor. Todo lo ven tenebroso. Hubo tanto rechazo y frialdad… No
queda nada positivo en su memoria. Cuando piensan en otros que tuvieron una buena
casa familiar, no se llenan de envidia en primer lugar. La amargura por el destino propio
es algo distinto, más de fondo. Ellas mismas perciben que ese sentimiento no les hace
bien. Pero no pueden hacer nada contra él. Se apodera de ellas totalmente.
Yo mismo no conozco apenas ese sentimiento de amargura, porque tuve una niñez
buena. Pero me encuentro con él en muchas conversaciones, y no solo en personas
mayores. A menudo la gente reacciona amargada por una herida honda. Con todo, no se
trata únicamente de una reacción a algo que a uno le ha ocurrido en la vida. Muchas
veces las personas se amargan porque no se han cumplido las expectativas que se habían
hecho para su vida. Profesionalmente no han conseguido lo que querían. No han podido
fundar una familia. O bien la familia que fundaron se ha roto. Los hijos no andan por
buenos caminos, quizá incluso se han alejado de ellas. No han obtenido reconocimiento
adecuado en la empresa, en el vecindario, en la parroquia. Son otros los que ocupan el
centro de interés. Hay también quienes se amargan porque han enfermado, padecen
dolores crónicos, no ven sentido alguno a su sufrimiento. Conozco ancianos que están
amargados porque se sienten solos, porque tienen la sensación de que nadie los necesita,
de que no sirven para nada. Todos pasan de largo por ellos. Y Dios no lo ha hecho nada
bien con ellos.
Ya san Benito conocía un amargor tal entre sus monjes. En su regla habla del vicio de
murmurar. La murmuración es expresión de amargura interna. Uno está en contra de
todo. Junto a una persona amargada no nos sentimos a gusto. Percibimos cómo de la
amargura ajena sale una radiación desagradable, a la que preferiríamos sustraernos.
Benito exhorta a los monjes: «Por encima de todo es menester que no surja la desgracia
de la murmuración en ninguna de sus formas, ni de palabra ni con gestos, por motivo
alguno» (RB 34,6). Benito sabe lo dañoso que puede ser andar gruñendo. Significa
negarse a asumir la vida. Uno permanece en la actitud infantil de estar contra todo.

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Quien está amargado, en definitiva está muerto
La Biblia habla a menudo de la amargura de los seres humanos. La muerte tiene un sabor
amargo: «¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo con sus
posesiones!» (Sir 41,1). Job se queja a Dios de que le ha saciado de amargura (Job 9,18).
Ezequías, enfermo, presenta a Dios su amargura: «Huye de mí el sueño por la amargura
de mi alma» (Is 38,15). Cuando Pedro se dio cuenta de que había negado a Jesús tres
veces, salió afuera y «lloró amargamente» (Mt 26,75). Y la Carta a los Efesios amonesta
a los cristianos: «Alejad de vosotros toda amargura» (Ef 4,31). La palabra griega para
decir «amargura», pikría, quiere decir «la biliosidad que a través de la irritación lleva a
la amargura» (Schlier, Epheserbrief, 229). El sufrimiento y la muerte pueden amargar al
ser humano, pero la amargura puede convertirse también en un vicio que el hombre debe
evitar. Pues –como piensa el último libro del Nuevo Testamento– la amargura hace
morir al hombre: «Un tercio del agua se volvió amarga y muchos hombres que la
bebieron murieron, pues se había vuelto amarga» (Ap 8,11). Quien interiormente está
amargado, en definitiva está muerto. No vive realmente.
Una mujer me contó que era en especial por la noche cuando tenía reacciones
agresivas y susceptibles. «Mi padre solía llegar a casa borracho por la noche. Durante el
día los hijos estábamos contentos con nuestra madre. Pero en cuanto llegaba el padre,
había bronca. Mi padre traía a casa un ambiente negativo. Por eso se apoderaba de mí la
amargura de que mi padre fuera tan agresivo y difundiera tensión. Pero ¿cómo salir de
mi amargura?».

Cómo transformar la amargura: ejemplos bíblicos


Estoy convencido de que también la amargura puede transformarse. Cómo podría
suceder lo cuenta el Libro del Éxodo. Cuando los israelitas salieron de Egipto, fueron
atravesando el desierto. Tenían sed. Pero cuando llegaron a Mará no pudieron beber el
agua, porque era amarga. Entonces murmuraron contra Moisés, porque los tenía
sedientos. Moisés clamó a Dios. Y Dios le mandó echar en el agua una astilla, que la
convirtió en agua dulce (Ex 15,22-25). Se trata, pues, de transformar lo amargo en dulce.
Los Padres de la Iglesia han considerado esta historia como prototipo de la cruz. La
madera es un símbolo de la cruz. La cruz transforma el amargor en dulzura.
Juan recurre a esta vieja historia al describir la pasión de Jesús. Así narra la última
escena de la crucifixión: «Después, sabiendo que todo había terminado, para que se
cumpliese la Escritura, Jesús dijo: “Tengo sed”» (Jn 19,28). Lo que sucedió con Israel
antaño en el desierto, se cumple en la cruz. Jesús se siente, con su sed, solidario de todos
los seres humanos que no son capaces de beber el agua amarga de sus vidas. Pero Jesús
apura la amargura de nuestra vida. Los soldados sujetan una esponja empapada en
vinagre a un hisopo y le dan a beber el amargo vinagre. La rama de hisopo recuerda al
rito de Pascua. Los israelitas experimentaron con dolor el agua amarga al salir de Egipto.
Jesús apura en la cruz nuestro amargor. Asume nuestra amargura y exprime la esponja
para beber el amargo vinagre. Transforma así nuestro amargor en dulzura. Joseph Haydn

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ha entendido esa transformación de lo amargo en dulce al componer la quinta palabra de
Jesús en la cruz (Sitio, «Tengo sed») mediante una tercera disminuida. Jesús se inclina
lleno de amor hacia los hombres amargados y les comunica que ha tomado sobre sí y ha
apurado su amargura, para que la vida de ellos quede endulzada con su amor. Jesús
mismo es quien transforma nuestra amargura.

Conocer las ilusiones sobre nuestra vida


¿Cómo puede suceder esa transformación aquí y ahora en nuestra vida? Un primer
camino para experimentar la transformación de nuestra amargura es el siguiente: Yo
contemplo mi amargura. Hablo con Dios de lo muy amargado que estoy. Entonces me
daré cuenta en la oración de cuál es la causa más profunda de mi amargura. En último
término es similar a la murmuración del pueblo de Israel contra Dios. Dios no ha
cumplido los deseos que yo tenía para mi vida. Me siento abandonado. La vida resulta
distinta de como yo me la había imaginado. Los israelitas tenían la idea de una tierra
prometida en la que fluían leche y miel, en la que se sentirían libres. Sin embargo, hasta
llegar a la tierra prometida han de caminar por el desierto, sintiendo allí hambre y sed y
todo tipo de peligros. Se comparan con los egipcios, que tienen todo lo que necesitan,
suficiente agua y pan y pescado y ajos y cebollas. En cambio, ellos tienen la impresión
de que Dios les ha olvidado y su vida es ya solo desierto. Conocemos por nosotros
mismos esa experiencia de desierto. Tenemos hambre y sed de amor. Pero no recibimos
lo que anhelamos. Conversar con Dios podría hacernos conocer las ilusiones que nos
hemos hecho sobre nuestra vida. Desenmascarando esas ilusiones nos hacemos capaces
de decir sí a nuestra vida tal como es.

Hacer que fluya el amor de Dios: meditación de la cruz


El segundo camino para transformar la amargura es la meditación de la cruz. Lo mismo
que Joseph Haydn meditó la palabra Sitio, «Tengo sed», de Jesús en la cruz, así yo
también contemplo a Jesús en la cruz y me imagino cómo toma sobre sí mi amargura y
la bebe hasta el final. O con otra imagen: este Jesús exprime en la cruz la esponja de mi
amargura. Y luego empapa la esponja exprimida con su amor, que mana del corazón
abierto. Hago que ese amor, que fluye a mí desde su corazón, inunde mi amargura.
Acepto esa amargura. No la reprimo. Pero, al inundarla con el amor de Jesús, queda
transformada. Entonces sucede lo que Jesús hizo en la cruz con nuestra amargura: que la
toma sobre sí.

Encontrar una postura nueva, tratar mejor con uno mismo


La actitud de aceptación no es un «vano consuelo», ni tampoco mera pasividad. La
infancia no la puedo cambiar. Ya pasó. La tengo que aceptar. La aceptación es el primer
paso, pero, desde luego, no la única reacción. Tengo que reflexionar también cómo
reacciono en concreto a mi amargura. La transformación de mi amargura supone para mí
el desafío, por un lado, de encontrar una postura distinta respecto a la vida; por el otro,

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de transformar las heridas del pasado en una perla. Primero he de despedirme de las
ilusiones que me había hecho sobre mi vida. He de aprender a decir sí a mi propia
medianía, decir sí a la vida que el destino me adjudica. No siempre es sencillo. Y
fácilmente puede volver a colarse la amargura. Pero entonces debe ser un desafío para
volver a preguntarme qué es lo que realmente me sostiene.
Existe también el camino de una reacción activa a la amargura. Cuando, por ejemplo,
a uno le acomete el «demonio vespertino», entonces debe plantearse no responder al
atardecer ningún correo importante o crítico ni tomar ninguna decisión. O se puede
meditar cómo volver fecundas para uno mismo y para otros las experiencias de la
infancia. Todos pueden con sus experiencias ayudar a los demás a tratar mejor consigo
mismos y poder ser una buena acompañante o un buen agente pastoral de cara a otros.

RITO

Considera la cruz e imagínate que Jesús se inclina desde arriba hacia ti. Él
percibe tu amargura. La bebe hasta el final. E imagínate que desde el corazón
traspasado de Jesús fluye su amor a tu amargura. No tienes que combatir en
absoluto esa amargura. Le das cabida, pero la presentas a Jesús y dejas fluir a
ella su amor. Siente cómo el amor va transformando paulatinamente tu amargura
en dulzura. Quizá lo que surge al principio es solo un sabor agridulce. Pero
muchos quisieran ese sabor agridulce. No tiene por qué ser una dulzura de
chocolate. Pero confía en que el amor de Jesús va penetrando y transformando
paulatinamente tu amargura.

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Desecha los sentimientos


de inferioridad

El afán de compararse constantemente


Yo doy muchos cursos y con frecuencia los participantes me dicen que, en cuanto llegan
a la sala y se sientan en el círculo, ya están comparándose con otros: «¿Tengo tanta
seguridad como el vecino de al lado? ¿Es mejor mi apariencia que la de la mujer que está
junto a mí? ¿No son los otros más espirituales que yo? Me siento tan insignificante en
ese círculo de personas con las ideas tan claras…». Y, sin embargo, me cuentan al
mismo tiempo que tales comparaciones no les hacen ningún bien. Los alejan de sí
mismos. No están consigo. Se sienten observados permanentemente y evaluados por los
otros, porque ellos mismas se están evaluando.
Queramos o no, una y otra vez nos comparamos. En cuanto nos encontramos con
alguien, es como un reflejo: ¿Quién es más guapo? ¿Quién tiene más éxito? ¿Quién
posee más dinero? ¿Quién es más inteligente? También personas de mucho éxito se
siguen comparando con otras. En cuanto leen en el periódico que alaban a uno por su
libro, por su empresa, por su compromiso social, se preguntan: ¿Por qué a mí no me
alaban igualmente? ¿Por qué este es más conocido que yo? ¿Es que es mejor que yo?
Algunos se comparan con otros e indagan, sobre todo, en sus debilidades. Ahí está
ese hombre de éxito económico y gran influencia política. Pero no tiene una buena
relación y su familia está hundida. Si me fijo en eso, rebajando así al otro para ponerme
a mí mismo en una posición superior, no me hace ningún bien. La envidia y el
sentimiento de inferioridad son tan mala solución como alegrarse del daño ajeno.

Yo mismo también me he comparado a menudo antes con otros. Y siempre salía


perdiendo. Pero tampoco me hace bien una comparación en la que yo salga mejor que
los otros. Porque entonces me pongo por encima de los demás. No estoy conmigo
mismo, sino que existo siempre solamente por comparación. Y corro peligro de sentirme
algo especial, de elevarme interiormente sobre los otros y mirarles desde arriba. Los
otros van a notarlo y me tildarán de arrogante.
Evidentemente, ese compararse es inherente al ser humano ya desde la cuna. Los
niños comparan el juguete que tienen con los juguetes de otros niños. Comparan el
tiempo que están en el regazo de su madre con el tiempo que sus hermanos disfrutan de

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ese privilegio. Comparan lo que pueden hacer, lo que les está permitido por sus padres,
con lo que se les concede a sus hermanos. Andan siempre comparando, querrían que
todo fuera igual. Pero tienen siempre la impresión de que ellos reciben demasiado poco
tiempo y dinero y atención. En la escuela, los alumnos se comparan unos con otros. Y
llevan cuenta precisa de cuánta dedicación da el maestro a cada uno. Y así
sucesivamente.

Sentimiento de inferioridad y experiencia de autoestima


Compararse no lleva necesariamente a un sentimiento de inferioridad. Pero el
sentimiento de inferioridad sí lleva muchas veces a compararse. Si uno tiene una
autoestima reducida, existe la tentación de empequeñecer a otros para sentir el valor
propio.
El concepto de sentimiento de inferioridad procede de Alfred Adler, que desarrolló
junto a Sigmund Freud una orientación psicoanalítica propia. Desarrolló la idea del
sentimiento de inferioridad a partir de la experiencia de la inferioridad orgánica.
Personas que se han quedado muy pequeñas, o que padecen deformaciones corporales en
las manos, los pies o la cara, suelen tener todas el sentimiento de ser minusvaloradas.
Pero este sentimiento atormenta con frecuencia también a personas que han crecido
completamente normales. Procede a menudo de carencias de estimación en la infancia,
de desprecios y experiencias de rechazo. Alfred Adler describe cómo muchas personas
con sentimiento de inferioridad emprenden un camino de compensación. Pretenden
compensar su inferioridad a base de poder. Son los típicos jefes que tienen que
empequeñecer a los demás para poder creer en su grandeza. O tratan de compensar su
inferioridad con una conciencia exagerada de su valía. Están proclamando
continuamente lo mucho que han conseguido y cuán dotados e inteligentes son. O
compensan su inferioridad con un sentimiento de supremacía. En todas partes se sienten
superiores. Llegan a cualquier espacio con el sentimiento «Yo soy aquí el mejor, el más
inteligente. Nadie de aquí sabe jugar al fútbol, o calcular, o manejarse financieramente,
organizar, etc., tan bien como yo».

Las compensaciones no sirven


Alfred Adler tenía el convencimiento de que esas compensaciones en otros ámbitos
como el dinero, la ropa, los adornos o el éxito no pueden equilibrar el sentimiento de
inferioridad. El único camino para superar el sentimiento de inferioridad es que la
persona desarrolle un sano sentimiento de autoestima y un sentimiento de comunidad. El
desarrollo de estos dos sentimientos, según Adler, lo consigue quien aprende a colaborar
bien con otras personas, el que se adentra en su trabajo profesional y se entrega a su
tarea, el que desarrolla amor desde dentro y tiene una buena relación con su sexualidad.
Una gran ayuda es, para Adler, también abrirse al arte y a la cultura y tener sensibilidad
para configurar creativamente la vida propia.

Ir al fondo del alma

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Alfred Adler nos ha mostrado caminos para poder transformar el sentimiento de
inferioridad. Con todo, hemos de traducir sus ideas a nuestro entorno concreto. El
sentimiento de inferioridad está siempre ocasionado por un excesivo dar vueltas en torno
a mí mismo. Por ello, un camino importante para transformarlo es no estar girando
continuamente en torno a mí, sino relacionarme con las personas de mi alrededor.
Cuando me implico en la comunidad, me siento también sostenido por ella. Y entonces
el tema de la inferioridad pierde importancia.
Otro camino de transformación consiste en eludir mis sentimientos de valer menos y
adentrarme interiormente hasta el fondo de mi alma. Allí es donde vivencio mi yo
auténtico. Y ese yo auténtico no depende de la impresión que causo hacia fuera. Cuando
estoy en contacto con ese yo auténtico, cuando siento que soy hijo o hija de Dios y que
tengo en Dios una dignidad singular, entonces ya no es tan importante cómo me
comporto ante la gente; si resulto inseguro o tímido o ansioso. Eso es solo mi
comportamiento externo. Pero en mí siento una honda tranquilidad interior. Y entonces
tampoco tengo ya que compararme con otros. Cuando estoy conmigo mismo, cesa la
comparación.

Lo bello es saludable
Otro camino propuesto por Adler para deshacerse del sentimiento de inferioridad: para
él, la sensibilidad para la cultura y el arte, la apertura a lo bello, puede liberarnos del
sentimiento de inferioridad. Cuando contemplo un paisaje hermoso, olvido mis dudas
sobre mi propia valía. Quedo enteramente absorto en la contemplación. O cuando
contemplo una puesta de sol, una pintura bonita, una estatua bella, me olvido de mí
mismo. En ese momento estoy presente por completo, en consonancia conmigo mismo.
Entonces no me planteo ya una minusvaloración. El escritor Martin Walser ha expresado
así esa experiencia: «Si encuentras bello algo, no te sientes nunca solo. Si encuentras
bello algo, estás salvado, salvado de ti mismo». Si yo encuentro bello algo y lo
contemplo, me libero de andar girando en torno a mí mismo. Entonces lo bello puede ser
saludable para mi sentimiento de inferioridad. Me siento perteneciente a lo bello. Tengo
parte en lo bello. Me siento yo mismo bello. No me comparo, por ejemplo, con la
hermosa mujer de la publicidad, sino que veo mi propia hermosura, mi propia dignidad,
mi propia valía.

La comparación como reto positivo


Naturalmente, la comparación no siempre es negativa. Puede ser también un reto, un
impulso para seguir desarrollándose y hacerlo mejor que los otros. Lo decisivo es, más
bien, mi reacción. ¿Cómo reacciono cuando me comparo? Puede ser que así refuerce
más mi sentimiento de inferioridad y reaccione con envidia o alegrándome del daño
ajeno. O puedo aprovecharlo para mejorarme a mí mismo. Una reacción positiva puede
transformar la comparación. Al compararme con otros, siento el desafío de trabajar en
mí. Quisiera tener también algo de lo que tiene el otro. Por eso reflexiono: ¿Cómo puedo
ser más querido? ¿Cómo tener más éxito? La comparación supone, pues, un reto para

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trabajar en mí, para llegar más adelante en mi camino. Pero en ese camino de avance
sigo teniendo que aceptar mis límites. Y no debo quedarme atascado en la comparación.
Porque entonces estaré siempre insatisfecho. Se trata de considerar el éxito ajeno como
invitación a ponerse uno mismo en camino y progresar más. Sabiendo siempre dónde
está mi límite. Y estando por entero conmigo mismo en ese camino de avance. No debo
mirar siempre a los otros, sino andar mi propio camino. Pero en ese camino mío me dejo
desafiar e impulsar por los otros. Si corro mil metros con otras personas, me estimulan a
correr más rápido. Pero si miro al corredor de cabeza, que hace mucho nos ha dejado
descolgados a los demás, solo quedaré desmoralizado. En cambio, si miro solo a los que
corren inmediatamente delante de mí, no me rendiré tan fácilmente y seguiré
sintiéndome espoleado.

Volver a mi propia casa


Naturalmente, vivimos de compararnos. En el trabajo estamos siempre rivalizando con
otros. La empresa tiene que competir con otras empresas. Y dentro mismo de la empresa
estamos compitiendo con otras personas que optan a los mismos puestos. No podemos
extirpar simplemente de nosotros el compararnos. Es como la parábola del trigo y la
cizaña (Mt 13,24-20). Sencillamente, la comparación está sembrada en nuestro campo.
Si la arrancamos, podemos arrancar con ella también el trigo. Solo podemos recortarla.
No podemos dejar que se multiplique como las malas hierbas. Se trata de transformar ese
compararse. No podemos arrancarlo de nosotros. Porque entonces quitaríamos también
el impulso interno que nos empuja a andar nuestro camino. Pero tampoco podemos dejar
que la comparación se apodere de nosotros. Pues eso nos haría infelices e insatisfechos.
Se trata de transformarla, primero en agradecimiento, luego en unificación conmigo
mismo, con Dios y con las personas a las que me comparo, y finalmente en un estímulo a
desarrollarme más. En todos estos caminos, lo importante es que yo vuelva desde lo
ajeno a mí, que me perciba a mí mismo y me libere de la alienación de estar siempre
refiriéndome a los otros y definiéndome desde ellos. Pues, si ando pensando
constantemente en lo otro, en lo ajeno, me alienaré de mí mismo. Y la sanación no
acontece con la alienación, sino volviendo a mi propia casa y gustando de habitar en mí
mismo, puesto que Dios mismo habita en mí.

Percibirme a mí mismo
Cuando alguien sufre por sentirse inferior, suelen aconsejarle que se fije en sus
fortalezas. Cierto que ese otro tiene éxito, pero yo soy más inteligente. Ha hecho carrera,
pero está solo; yo tengo familia y estoy satisfecho de ella. Pero si contrapongo mis
ventajas a las fortalezas del otro, sigo comparando. Y siempre descubriré en el otro algo
que a mí me falta. Es mejor la vía de prescindir del otro y percibirse a sí mismo.

Una mujer asistía con gusto a un grupo de mujeres. Pero a la vez le hacía sufrir estarse
comparando siempre con las otras. Las otras tenían estudios y hablaban mejor que ella.
Siempre que quería decir algo, pensaba: «Esto ya lo ha dicho mejor la otra. No puedo

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expresarlo tan bien como ella». Una amiga le aconsejó que se presentase, pues, en
cambio, era la mejor ama de casa y sabía cocinar mejor que las mujeres con estudios de
su círculo. Pero eso no le sirvió. Porque seguía con las comparaciones. Yo le aconsejé:
«Simplemente, siente tus manos. Y disfruta de escuchar. Y concédete la libertad de no
tener que decir nada. Si tienes ganas de decir algo, di algo, aunque otra haya dicho ya
otra cosa parecida. Permanece contigo misma y con tus sensaciones. Entonces te sentirás
bien en el grupo, libre de la presión de tener que compararte». Si permanezco conmigo,
no me pondré tampoco por encima de los demás. Sino que podré sintonizar con ese otro
a quien en este momento no le van bien las cosas, que se ha puesto enfermo o ha tenido
un fracaso.

Pasos decisivos para una experiencia nueva


El primer paso para transformar el compararse consiste en percibirse a sí mismo, estar
consigo mismo. Con las comparaciones estoy siempre donde el otro, no me percibo a mí
mismo. Una ayuda para percibirse a sí mismo es el cuerpo. Puedo concentrarme en la
respiración y así estar por entero conmigo. O puedo poner las manos sobre mi vientre y
percibir mi fuerza y a mí. Sentir el vientre me lleva a mí mismo.

El segundo paso: Tomo el compararme como invitación a contemplar con gratitud lo que
soy, mis cualidades, los dones que Dios me ha hecho en mi vida. No tengo por qué
hablar mal del otro ni rebajar sus éxitos. Le dejo su éxito, su inteligencia, el cariño que
recibe, su espiritualidad. Pero, conscientemente, pongo la mirada en mi vida. Y ahí
encuentro materia suficiente para dar gracias a Dios. Puedo ejercitar el agradecimiento
percibiéndome a mí mismo. Percibo mi cuerpo y agradezco que está sano. Me hago
cargo de mis sentimientos. Agradezco poder sentir, pensar, respirar. Si estoy por entero
en el instante, me lleno de gratitud. Así no pienso en mil cosas que necesitaría. Percibo
que mi vida es un regalo. En alemán, danken, agradecer, viene de denken, pensar. Quien
piensa correctamente en su vida, se vuelve agradecido. Por eso debo aprender a pensar
con corrección.

Un camino hacia la riqueza interna: de compararse a tomar parte


El comparar se alimenta del término más que: más hermoso que, más cantidad que,
mejor que… Deberíamos llegar del más que al ser uno. Lo cual transforma nuestra
comparación. Por medio de Jesucristo nos hemos hecho uno con Dios. Él vino a
colmarnos de la vida divina. Pero el ser uno no se refiere solo a Dios, sino también a
nosotros mismos y a los demás seres humanos. El compararse va cambiando si yo me
siento por completo uno conmigo mismo. Estoy de acuerdo conmigo tal como soy.
Siento una unidad interior con mi yo auténtico. La comparación divide, me arrastra lejos
de mi centro. Si soy uno conmigo, estoy también de acuerdo con mi vida, con lo que he
conseguido, con lo que Dios me ha regalado. Y puedo intentar sentirme también uno con
la persona con la que me he comparado. Soy uno con ese que tiene tanto éxito. Entonces
tomo parte en su éxito. O tomo parte en la belleza de esa otra mujer. Entonces dejo de

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compararme. Tomo parte en todas las personas. Todo lo que tienen lo tengo yo también.
El éxito del otro no me causa enfado. Descubro la riqueza de mi alma al darme cuenta de
todas las cualidades de los otros.

RITO

Escoge una persona con la que te compares a menudo y a la que te sientas


inferior. Imagina: «Él o ella es mi amigo, mi amiga. Tomo parte en sus
cualidades, en su belleza, en el cariño que recibe, en su éxito. Me siento uno con él
o ella». Entonces el compararse se transforma. Te sientes uno con ese con el que
hasta ahora siempre te has comparado. Y no solo te sientes uno con él, sino que
descubres en ti cualidades muy nuevas. Tienes parte en sus cualidades. Sus
cualidades están también en ti. Y puedes mirar con gratitud lo que Dios te ha
regalado. Luego imagínate una persona con la que también te hayas comparado,
pero que sea más débil que tú, por encima de la cual te hayas puesto. Siéntete en
sintonía con ella. E imagínate también que eres uno con ella. Que tomas parte en
ella. Entonces tu compararte se transforma en simpatía. Percibes qué difícil lo
tiene consigo. Puedes simpatizar con ella, en lugar de ponerte por encima de ella.

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Libérate del odio y de la venganza

Nosotros mismos llevamos dentro el odio


«El odio se adhiere a la gente como alquitrán»: así transmitía una vez sus impresiones un
corresponsal de guerra. Lo cual no vale solamente para conflictos militares o guerras
civiles, ni tampoco solo para la población de Siria o de África. Nosotros mismos
llevamos dentro el odio. En las pesadillas nocturnas puede inundarnos. Pero también en
las fantasías a plena luz del día puede hacerse presente a veces con tal fuerza que a
nosotros mismos nos horroriza. Un hombre adulto relata así sus sentimientos de odio
para con su padre, hace tiempo fallecido: «Tuve que presenciar una y otra vez cómo
pegaba a mi hermano pequeño. Me causaba tanto dolor… Me sentía impotente». Y una
mujer tierna y apacible, una intelectual, cuenta cómo en sus sueños diurnos
incontrolados va al asalto entre los despachos y apunta con un Kaláshnikov a sus jefes
reunidos, que la maltratan con imposiciones absurdas. Otra mujer narra sus sentimientos
de odio a su marido alcohólico y sus auténticas fantasías de asesinato, que a ella misma
la espantan. Otra mujer más me contó que su hermano había abusado de ella cuando niña
con gran sadismo. Con once años, ya adolescente, sentía tal odio que hubiera podido
matarle.
A menudo el odio es consecuencia de sentimientos de impotencia frente a personas
que tienen poder sobre mí. El odio puede obnubilar y provocar conductas irracionales
que llegan hasta el asesinato real. Ya por su significado verbal, el odio tiene algo que ver
con la persecución. Nuestro odio persigue a alguien. Acosamos hasta la muerte a la
persona que odiamos. Y quien a su vez es acosado se odia a sí mismo. El odio se da con
respecto a otro, con respecto a extraños, con respecto a quienes consideramos
amenazantes y que ponen en cuestión nuestra existencia. Pero también se da el odio a
uno mismo, más frecuente de lo sospechado. En el acompañamiento me llegan una y otra
vez personas que se odian a sí mismas. Se odian a sí mismas y a su vida. Y demasiadas
veces odian también a Dios, que les ha impuesto esa vida.

No controlo mi situación
¿Cómo puedo y debo abordar mi odio si no quiero pagar con la misma moneda, sin
hacerme daño a mí mismo y a los otros? No sirve ni vivirlo hasta el fondo ni reprimirlo.
Si reprimo el odio, estaré siempre pendiente de él. Necesito mucha energía para reprimir

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una emoción tan fuerte. Y el odio va a brotar de nuevo una y otra vez. Entonces vivo
angustiado de que brote en mí sin control y me empuje a actos irracionales. Además, me
hace sentirme siempre culpable, porque percibo en mí ese odio. Naturalmente, un
cristiano no debe odiar. Pero esos pensamientos moralistas no disuelven mi odio. A
pesar de ellos, el odio sigue estando en mí. Estoy dominado por él. No controlo mi
situación. Lo cual me produce angustia. Puede llevarme a perder el control sobre mí.
El odio y el sentimiento de venganza están interconectados. A menudo el odio busca
expresarse en la venganza. El sentimiento de venganza es antiquísimo en el ser humano.
Ya la Biblia contiene numerosos relatos de venganza. Ahí está no solo Caín, que se
venga de su hermano Abel asesinándolo, porque era el preferido. También Saúl se venga
de los sacerdotes que le habían ocultado la huida de David y los hace matar. Absalón se
venga de Amnón, que había violado a su hermana Tamar, y hace que lo maten. La
venganza es un sentimiento que pretende defenderme contra una injusticia y restablecer
lo justo. Pero mi sentimiento de venganza me vuelve a mí mismo injusto y quizá incluso
asesino. Por eso el Antiguo Testamento subraya siempre que solo a Dios compete la
venganza. El hombre no puede vengarse, tampoco de quien le ha hecho injusticia. Puede
procurar la justicia. Pero es otra instancia quien ha de cumplir esa justicia.

Siempre hay un sentirse herido


La cuestión es de dónde proviene el sentimiento de venganza. ¿Es un impulso normal,
sano? Ante todo, un sentimiento de venganza se origina siempre que me siento herido.
Surgen en mí sentimientos de cómo hacer daño a quien me ha herido, cómo humillarle,
incluso torturarle. Los sentimientos de venganza se expresan en imaginaciones agresivas.
Uno se pinta el cuadro de cómo puede mostrar al otro su poder, cómo humillarle, hacerle
sufrir, matarle. Con cierta frecuencia esas fantasías vengativas llegan a realizarse. Se
proponen causar algún daño al que me ha herido. A veces solo mucho tiempo después se
llevan a cabo esos sentimientos de venganza. Uno los guarda en su interior. Y cuando
hay una ocasión oportuna, se hacen realidad.

Nos horroriza que un jefe se deje llevar por la venganza y cause heridas profundas a sus
empleados. Pero antes de juzgar a los otros, hemos de indagar honradamente en nosotros
mismos. También en nosotros se dan sentimientos de venganza. Los rechazamos con la
razón. Pero a veces nos espantamos de nosotros mismos por ser capaces de tener tales
sentimientos. Se requiere la humildad de reconocer que en nosotros hay sentimientos de
venganza. Solo lo que admitimos puede transformarse. Pero ¿cómo transformar tales
sentimientos de venganza?

Una imaginación que puede ayudar


Un camino vuelve a ser presentar a Dios mi odio y mis sentimientos de venganza y
pedirle que su amor penetre en ellos y los transforme. Si examino más de cerca mis
sentimientos de venganza, descubriré tras ellos una herida profunda. La tengo que mirar
de frente para reconocer: «Sí, me siento profundamente herido». Luego puedo

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imaginarme que pongo en práctica esos sentimientos. Pero si en venganza me permito
hacer algún mal al otro, ¿me quedo realmente bien? Me daría cuenta entonces de que me
dejaba arrastrar por el otro a algo contrario a mis propios valores. Me volvería
descontrolado, excesivo, desenfrenado. Haría algo que contradice lo más íntimo de mí.
En definitiva, estaría dando poder al otro. Me dislocaría de mi centro y me dejaría incitar
a cosas que luego me dolerían. En cambio, si transformo mis sentimientos de venganza
en la ambición de no dejarme desviar de mis valores por el otro, seguiré estando
conmigo mismo.

Hacerse cargo de la fuerza que contiene el odio


Aun cuando hayamos captado y entendido la interconexión entre odio y sentimientos de
venganza, sigue estando la pregunta: aunque solo sienta odio, sin pretender vengarme
enseguida, ¿cómo puedo transformar ese odio? Ante todo, el paso primero para
transformar el odio consistiría en descubrir la fuerza que se encierra en él. Se trata de
reconocer el impulso con el que mi alma ha reaccionado a las experiencias que me
marcaron de niño. El odio al padre que siente su hija es la reacción de su alma a unas
heridas profundas. Y esa reacción es ciertamente sana. Con ella se ha protegido de las
afrentas que le fueron inferidas desde fuera. En el odio se encierra una fuerza grande
para protegerme de lo que me hiere. Con él levanto un muro para que el otro no me
pueda alcanzar con su herida. Pero el odio no resulta una protección óptima frente al
daño del otro. Pues, con el odio, el otro sigue teniendo poder sobre mí. Algunos se odian
luego a sí mismos por sentir en sí un odio tan hondo.
Naturalmente, a quien está sintiendo ese odio le resulta difícil no pensar en vengarse,
sino en la fuerza protectora del odio. Una imagen puede expresar la diferencia entre la
fuerza de protección del odio y el impulso vengativo: el odio es un recio escudo que
mantengo ante mí para que el otro no me pueda herir. En cambio, la venganza es como
un venablo que lanzo contra el otro. Pero si lanzo el venablo, corro el riesgo de que el
otro arroje contra mí otro aún más fuerte. O bien le acierto al otro y soy arrastrado luego
ante un tribunal. El «tribunal» puede ser también la mala conciencia propia. Para escapar
a esta dinámica, mi deber es tranquilizar mi sentimiento de venganza para que yo pueda
mantener ante mí el escudo de mi odio y protegerme con él. Ese escudo me ayuda a
lograr una sana distancia del otro.

Desmarcarse y distanciarse del otro


En ello consiste el segundo paso para transformar el odio. Me hago cargo del impulso
del odio y me desmarco conscientemente del otro. Me distancio de él. A la mujer que
odiaba a su marido alcohólico, le dije: «En su odio se encierra un impulso: “Quiero vivir
por mí misma. No dejo que mi marido destruya mi vida”». Si la mujer vive ese impulso
y hace que el odio la ponga en contacto con su propia fuerza interior, que ella ya no
dirige contra sí misma o contra el otro, sino que transforma en la ambición de vivir por sí
misma, entonces el odio irá cambiando lentamente. Brotará de nuevo una y otra vez.
Pero cuando lo haga, le servirá para recordar: «Yo quiero vivir por mí misma. Cuido de

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mí. Tengo en mí una fuerza grande. Y ya no la dirijo contra otros, sino que la despliego
en vitalidad, en gusto por la vida. Desarrollo las posibilidades y cualidades que Dios me
ha dado».

Por tanto, deberíamos transformar la fuerza encerrada en este sentimiento en una fuerza
positiva, en la fuerza propia para deshacernos de la impotencia que con tanta frecuencia
lleva a la violencia.
Podemos observar en los niños de qué se trata. Los niños cuyos padres o maestros les
han humillado o herido profundamente sienten el odio como una reacción activa. No
caen en la depresión, sino que odian a sus padres. Lo cual es más sano que deprimirse.
Pero los niños no deben quedarse agarrados al odio, porque se dañarán a sí mismos.
Tampoco han de reprocharse ni desgarrarse con culpabilidades por tener ese sentimiento
fuerte. Lo necesitan para protegerse de los padres o educadores que les hieren y
construirse un muro que los otros no puedan traspasar. Pero luego deberían transformar
el odio en una fuerza constructiva con la que puedan dar forma a su propia vida. Y
deberían percibir tras el odio también el amor herido. El odio es el reverso del amor. Si
nunca he amado a alguien, tampoco le tendré odio. El odio es amor herido. Por eso sería
importante para los niños caer en la cuenta de su propio amor que se oculta tras el odio a
los padres. Quizá descubran en ese amor también aspectos positivos de su padre o
madre. La mujer que de niña tuvo que presenciar cómo su padre pegaba brutalmente a su
hermano descubrió que su mismo padre era mortalmente desgraciado. Había transmitido
al hijo sus propias heridas y humillaciones. A través de su odio, ella se dio cuenta de lo
herido que estaba su padre, de cómo sufría consigo mismo y con su vida. Así, su odio se
fue transformando paulatinamente en compasión. Y a través del odio pudo descubrir
también las raíces buenas que ella había recibido asimismo de su padre.

Mirar al enemigo con otros ojos


Jesús nos exhorta a amar al enemigo, en lugar de odiarle. Es un requerimiento fuerte.
Muchos me dicen: «Eso es exigir demasiado. Nunca lo conseguiré». Mi respuesta es:
«Tampoco tienes que conseguirlo. Pero puedes probar». En el Evangelio de Lucas, Jesús
muestra tres caminos para transformar el odio en amor.
El primer paso: «Tratad bien a los que os odian» (Lc 6,27). En griego dice
literalmente «Haced bien, haced bonito [kalós] a quienes os odian». Esto solo lo puedo
lograr si veo lo bueno en el otro. La enemistad, en efecto, surge a menudo mediante una
proyección. El otro odia en mí algo que en realidad odia en sí mismo. Pero eso que no
puede admitir en sí mismo lo proyecta en mí y lo combate en mí. Amar al enemigo
significa, ante todo, mirarle con otros ojos. Veo en él también a la persona herida que en
lo hondo de su alma anhela el bien. Cuando actúo bien con él, cuando lo trato de una
manera buena y bonita, puede cambiar su odio. Ese actuar bonito no es nada pasivo. No
me resigno a que el otro me odie. Tampoco me quedo siendo víctima de su odio.
Transformo su odio viendo lo bueno que hay en él, tratándole bien, por tanto, y haciendo
así aflorar en él lo bueno.

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La fuerza de la bendición y la intercesión
El segundo camino de la transformación pasa por bendecir. Debemos bendecir a quien
nos causa daño y habla mal de nosotros. «Bendecid a los que os maldicen» (Lc 6,28). En
mis cursos invito a veces a los participantes a escoger conscientemente a una persona
que les ha herido, frente a la cual perciben sensaciones negativas. Deben entonces elevar
sus manos para bendecir y hacer fluir la bendición a esa persona por medio de sus
manos. Los participantes suelen tener muy buenas experiencias con este ejercicio. Esto
es lo que sienten: la bendición produce en mí el efecto de un escudo protector. El otro ya
no puede alcanzarme lastimándome. La bendición me protege de su odio. Y yo me apeo
del papel de víctima. Con la bendición reacciono activamente ante el otro. Contrapongo
una energía positiva a la energía negativa que me llega de él. Eso transforma mis propios
sentimientos. El odio se cambia en simpatía. No soy una víctima de su odio, sino alguien
que bendice al otro, que le desea cosas buenas. Lo cual transforma también mi visión del
otro. No es ya mi enemigo, sino una persona que está bendecida por Dios y a la que
deseo que llegue a hallarse en paz consigo misma.
El tercer camino viene indicado por la frase «Rezad por los que os injurian» (Lc
6,28). Rezar por otro es semejante a bendecir. Una oración con carácter de intercesión.
Rezo por él, para que sus heridas sean sanadas. Interceder significa, por tanto: presento
ante Dios al otro, tal como es, con su desgarro interno, para que el Espíritu de Dios fluya
a su caos interno y le transforme y sane, y así llegue a estar en paz consigo.
Mediante la oración y la bendición, acontece la transformación. Esta transformación
concierne primeramente solo a nosotros mismos. Únicamente puedo transformarme a mí
mismo. Pero puedo confiar en que mi actitud transformada transformará también al otro,
hará que tengamos de pronto un encuentro más amistoso. Jesús nos ha dado un ejemplo
hermoso de ello cuando dice: «Si uno te obliga a caminar mil pasos, haz con él dos mil»
(Mt 5,41). Los soldados romanos tenían derecho a obligar a cualquier judío a caminar
mil pasos con ellos para llevar bultos o mostrarles el camino. Muchos lo hacían con un
profundo odio a los romanos, un odio procedente de la impotencia ante las fuerzas de
ocupación. Si alguien, en lugar de mil pasos, anda con el soldado romano dos mil, puede
hacerse amigo suyo en el camino. Surge de pronto una relación nueva. En último
término, eso hace bien a los dos.

Cuando las personas se odian a sí mismas


Del odio a uno mismo hemos hablado también al comienzo. Es un sentimiento
claramente más fuerte que el simple enfado. Algunos me dicen: «A veces me odio a mí
mismo. Me odio cuando vuelvo a caer una y otra vez en los mismos fallos. Me odio por
ser tan susceptible, por reaccionar a veces tan impulsivamente a determinadas palabras
de mi pareja».
Si alguien me cuenta algo por el estilo, le pregunto siempre: «¿A quién odias,
propiamente?». O «¿por qué te odias a ti mismo?». A menudo la persona que se odia a sí
misma tiene una imagen muy determinada de cómo debería ser. Pero percibe que no se

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ajusta a esa imagen. Y por eso se odia a sí misma. Por tanto, el odio sería una invitación
a deshacerse de esas imágenes y tener con toda humildad una mirada realista: «Yo soy
así como soy: susceptible, herido, hiriente, lleno de odio, lleno de impotencia». Es
doloroso verse con tal realismo. Por eso se requiere continuamente humildad, para
contemplarse con honestidad. Y se necesita misericordia. Debo tratarme
misericordiosamente a mí mismo. Un buen ejercicio es abrazarse uno con todas las
facetas negativas, con todo el caos interior, e imaginarse cómo el amor de Dios penetra
en esas zonas oscuras de mi alma y cómo yo mismo hago que mi propio amor las inunde.
Entonces voy saliendo lentamente del círculo vicioso de odiarme a mí mismo y de hacer
constantemente, por causa de ese odio, lo que yo propiamente detesto en mí. Intento
entenderme, por qué soy así como soy. No me juzgo, sino que me abrazo. El abrazarme
y la actitud misericordiosa para conmigo mismo pueden conseguir que cambie todo lo
que odio en mí. Se vuelve digno de amor. Eso me preserva de hacer lo que yo luego
volvería a odiar. Y sentiré: «Sí, es mucho más hermoso abrazarme que odiarme».

Es importante protegerse
Otra cosa es cuando tengo la experiencia de que otro me odia. Eso duele. Una reacción
sensata es preguntarse si yo he podido herir al otro. Pero si percibo que le he tratado
correctamente, entonces tengo que dejar el odio donde él. No debo doblegarme y
amoldarme solo para que él esté satisfecho. Eso no me haría bien a mí, ni tampoco a él.
Me planteo entonces: «¡Qué mal le debe ir cuando me odia así! ¿Se siente inferior frente
a mí? ¿O provoco en él algo que odia en sí mismo?». Puedo intentar comprender su odio.
Pero tengo que dejar ese odio donde él, sin dejar que me influya. Es importante
protegerse del odio del otro.

Sentimientos de odio a Dios


A veces se suscitan también sentimientos de odio a Dios. Una mujer me contaba, casi
aterrada: «He rezado tanto para que mi madre recobrase la salud… Pero ha muerto.
Entonces he odiado a Dios». Yo le dije: «Tu odio a Dios es expresión de tu decepción
con respecto a Dios. Dios no es tal como tú te lo habías imaginado. Has estado rezando
siempre. Y, sin embargo, no se te ha ahorrado cierto sufrimiento. La cuestión es cómo
puedes lidiar con ese odio a Dios».
El odio contra Dios me provoca a despedirme de esa imagen del buen Dios que
siempre cuida de mí y dirige todo para mi bien. Dios es el Dios incomprensible. Quizá
he visto demasiado a Dios como un padre humano. El odio me invita a barruntar al Dios
incomprensible. Dios es siempre a la vez personal y suprapersonal. El odio se dirige al
Dios personal, tan distinto del que yo había imaginado. Por eso es, al mismo tiempo,
invitación a barruntar de momento más al Dios suprapersonal, por ejemplo al Dios
maternal que me sale al encuentro en la naturaleza. Puedo rastrear su misterio en la
belleza de la creación, en la calidez del sol, en la suavidad del viento. El odio destruye la
imagen que tenía de Dios. Pero con mi odio no puedo suprimir a Dios mismo. Es más
bien una invitación para descubrir una imagen nueva de Dios, que me sostiene en la

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creación, que está en mí como el misterio y el fundamento más hondo de mi alma.

RITO

Piensa quién te ha producido una herida más honda o a quién odias al máximo. A
lo mejor no encuentras a nadie a quien realmente odies. Entonces ya puedes
agradecerlo. Conténtate con buscar una persona con quien te lleves mal, que no te
resulte nada simpática o que te haya lastimado. Quizá encuentres también alguien
que te odia. Yérguete y eleva tus manos, mantén las manos abiertas hacia delante
e imagínate que a través de tus manos afluye ahora la bendición de Dios a la
persona a la que odias o que te odia. Permanece cinco minutos en esa postura.
Quizá sientas al principio cierta resistencia. Pero quizá puedas también
experimentar esa postura como un gesto de protección. La bendición te protege
del odio del otro y de ser herido por él. Percibes que, a través de ti, la bendición
de Dios fluye al otro. No te quedas de víctima de la herida. Reaccionas
activamente. Envías una energía activa al otro. Eso te da vida a ti mismo. Y quizá
tras la bendición puedes mirar al otro con otros ojos. El otro no es ya solo el que
te hiere o el que te odia. Es también un hombre bendecido, un hombre que sigue su
camino bajo la bendición de Dios.

87
12

Reconoce viejas heridas


al sentirte ofendido

Replegarse a una actitud ofendida


Las ocasiones pueden ser muy diversas, según las distintas estructuras anímicas de los
afectados. Y muchas veces no se trata de cosas «importantes». Por ejemplo, hace poco
ocurrió una situación muy normal en un curso: a la hora de comer, una mujer, que estaba
como huésped particular en el monasterio, quiere sentarse en una mesa. Pero la gente le
da a entender cortésmente que es mesa es solo para los participantes en el curso, y no
para huéspedes sueltos. Aunque la gente se lo dijo con mucha amabilidad, la mujer se
queda ofendida. Otro ejemplo, de la vida cotidiana matrimonial: Uno de la pareja no
cede a los deseos de la otra parte y hace solo lo que le apetece. La mujer tiene la
sensación de que al hombre le ha faltado empatía con ella. Se queda, como se suele
decir, «picada» y tiene una reacción agria. Otra escena de matrimonio: El marido está
ofendido porque ella le ha herido con una palabra irreflexiva. No está ya en situación de
hablar de lo que le ha lastimado y cae en un silencio ofendido. Comienza un «círculo
vicioso» emocional reactivo: la mujer reacciona entonces a ese mutismo o bien con
impotencia, o también agresivamente. Le reprocha a él que con su actitud ofendida está
presionándola, que la paraliza, que ella ya no sabe qué hacer. Entonces salen palabras
típicas como «Siempre te escondes tras esa actitud ofendida. Yo ya no te alcanzo».

Una forma de presionar


Hay personas que no están provistas de una «piel dura», sino que reaccionan con mucha
sensibilidad y susceptibilidad. Hay quienes enseguida quedan lastimados y aún se
precian de su exquisita sensibilidad. Pero también a algunos su susceptibilidad les hace
sufrir y no se sienten bien al no poder evitar estar ofendidos. Entonces se instalan en ese
sentimiento. El silencio irrumpe en la relación. En otros lo que hay detrás es una especie
de estrategia: si me ofendo, espero que el otro se disculpe. Quisiera que se humillase.
Entonces yo estaría quizá dispuesto a salir de mi actitud ofendida. Sí, existe esa
estrategia de ofenderse en vez de exponerse al conflicto. Si uno se repliega a una actitud
ofendida, bloquea un diálogo honrado sobre los problemas que han provocado el
conflicto. Sentirse ofendido se convierte en una acusación. Me hago inaccesible en mi

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actitud ofendida. Y presiono. Transmito al otro sentimientos de culpabilidad: es tan ruin
haberme herido…
¿Qué salidas hay a tales situaciones? ¿Cómo podemos tratar de otro modo con ese
sentimiento, que a todos nos afecta alguna vez? También en el caso de la actitud
ofendida se trata de cómo transformar ese sentimiento en otro mejor.

Ayuda indagar y esclarecer con precisión


El primer paso para transformar el sentirse ofendido pasa por indagar con precisión:
¿Qué es, pues, lo que me ha herido tanto? ¿Qué me ha mortificado? ¿Ha encontrado el
otro mi punto sensible? ¿O percibo en sus palabras y su comportamiento un desprecio?
¿Se está haciendo superior a mí? ¿O siento que su conducta es desleal y dañina, que no
tiene tacto alguno conmigo y con los demás, que simplemente solo quiere ponerse él
mismo en el centro? Intento, por tanto, entender mi sentimiento de ofensa.

El segundo paso es luego decirle también al otro que me siento herido. Puedo tratar de
aclarar qué me ha lastimado tanto. No agresivamente, ni en tono de acusación.
Solamente informarle de que sus palabras o su comportamiento me han herido. Así el
otro puede darse cuenta del efecto que ha producido su comportamiento. Y tiene la
libertad de modificarlo. Y puede manifestar su pesar. Pero hay también personas que
luego se defienden y mortifican aún más al ofendido, reprochándole ser demasiado
susceptible. Que todo lo interpreta negativamente y en todo se siente herido. Si el otro se
defiende y me ataca a mí, difícilmente será posible un diálogo aclaratorio. Entonces solo
cabe tomar en serio mi sentimiento: me ha dolido. Me siento herido y da igual cómo lo
quiera explicar el otro.

Distanciarse interiormente
Un camino importante para liberarse de este sentimiento negativo consiste en
distanciarme de mi dolor. Yo tomo conciencia de mi dolor. Pero no soy solo mi dolor.
Intento tomar interiormente distancia de mi dolor. Solamente entonces puedo gestionarlo
y liberarme de su poder. No lo paso por alto ni lo niego. Tomo conciencia de él en serio.
Pero es solo una parte de mi persona. Desde el dolor me desplazo al espacio libre de
dolor de mi alma. Y trato de quedarme ahí. A partir de ese espacio puedo contemplar mi
sentimiento de estar ofendido y distanciarme de él.
¿Cómo puede uno imaginarse ese espacio libre de dolor? Y ¿cómo llegar hasta él? No
se trata de una ilusión con la que yo me sugestiono de que no he recibido ninguna herida.
De hecho, no resulta nada fácil describir esa imagen de modo que nos ayude a tratar con
nuestras emociones. Voy a intentarlo. Cuando alguien me pregunta, le propongo
representarse lo siguiente: Tú sientes en tu pecho tu enfado, tus celos, tu sentimiento de
ofensa. Pero penetra con tu conciencia a través de esas emociones. ¿Con qué te
encuentras? ¿Solo te topas con emociones? Estoy convencido de que por debajo de tus
emociones existe un espacio al que ellas no tienen acceso. Los místicos hablan aquí del
fondo del alma, por debajo de todos los pensamientos y sentimientos. Catalina de Siena

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habla de la celda interior. Imagínate, por tanto: tienes en lo hondo de tu interior una
celda que puedes cerrar de tal modo que nadie pueda entrar en ella, que ningún
sentimiento tenga acceso. No te puedo probar o mostrar concretamente ese espacio libre
de dolor. Pero intenta simplemente figurártelo. A mí personalmente, cuando me enfado
en una reunión, o me siento herido, o reacciono ofendido, me ayuda representarme: «Sí,
en mí se dan todos estos sentimientos. Los admito. Pero por debajo de ellos tengo mi
espacio interno, mi cámara privada adonde no dejo entrar a nadie. Ahí me siento bien.
Ahí estoy libre de dolor».

El distanciamiento posibilita asumir la emoción


Si me introduzco en esa representación, hago la experiencia siguiente: El espacio interior
me proporciona por lo menos la sensación de que el estar ofendido no me domina por
completo. Es solo una parte mía. Pero hay otro ámbito en mí que queda libre. Ese
distanciamiento interno posibilita que yo asuma la emoción. Asumir es el primer paso.
El siguiente consiste en que me reconcilie con mi punto sensible. Reconozco que tengo
puntos sensibles, con los que a veces reacciono exageradamente a determinadas
palabras. O bien me reconcilio con la antigua llaga que las palabras hirientes han vuelto
a abrir de nuevo. Este paso requiere más tiempo. Y no lo puedo recorrer antes de los
otros. Si en diálogo con otros he adquirido una distancia interna respecto a mi dolor,
puedo contemplar otra vez solo para mí ese punto sensible y esa antigua llaga, sintiendo
una vez más el dolor que provoca en mí la antigua llaga. Y puedo presentar esa llaga
ante Dios, para que su amor fluya a ella y la pueda transformar. Dejo entonces de
echarme en cara el haber reaccionado ofendido. Y renuncio también a echar en cara a los
otros el haberme herido. Mi sentimiento se convierte, más bien, en una invitación a mirar
de frente la historia de mi propia vida, con sus heridas, y a reconciliarme con ella. Si el
amor de Dios fluye a mi antigua llaga, esta ya no me va a molestar más. Sino que se
vuelve pórtico de entrada para el Espíritu de Dios y el amor de Dios. Cuanto más a
menudo deje fluir el amor de Dios a la antigua llaga, más efectiva será la transformación.
En algún momento ocurrirá que ya no sienta el punto sensible. Quizá queda aún una
cicatriz. Pero ya no duele. Está curada.

La simpatía transforma el dolor


Naturalmente, sirve de gran ayuda poder hablar con otra persona de nuestras llagas y
nuestra susceptibilidad. Quien habla de sus heridas a un acompañante pastoral o un
terapeuta consigue así distanciarse de ellas y percibe en la conversación que el otro le
comprende. Experimenta esto: «No estás solo con tu dolor». El otro simpatiza contigo. Y
esa simpatía puede transformar tu dolor. Te sientes querido tal como eres. Y, así, puedes
quererte y aceptarte tú mismo, en lugar de condenarte a ti mismo a causa de tu
susceptibilidad.

RITO

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Piensa en alguna vez que te hayas sentido verdaderamente ofendido. Vuelve a
imaginarte la situación en la que reaccionaste ofendido. Penetra de nuevo en ese
sentimiento. ¿Cómo lo sentiste? ¿Qué te molestó tanto? Piensa luego: ¿Qué
quisiste decir a los otros ofendiéndote? ¿Había ahí un contenido agresivo, o el
placer de herirles también a ellos, de vengarte de ellos hundiéndoles en el
desamparo? No valores tu sentimiento de ofensa, sino trata de penetrar en ello y
descubrir todos los motivos ligados con ello. Probablemente al final de tus
meditaciones te hará sonreír el ver lo refinado que eres para protegerte o incluso
para hacer patente tu poder a los otros. Te sorprenderá descubrir cómo
reaccionas a las heridas que te hacen. Y ese conocimiento no valorativo te servirá
de estímulo para tomar en consideración modos de reaccionar más maduros.

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13

Aborda creativamente tu tristeza

Los sentimientos tristes forman parte de la vida


La aflicción no es una enfermedad. Los sentimientos tristes forman parte del ser
humano. Hay muchas situaciones en las que reaccionamos con tristeza. Cuando muere
una persona querida, puede ocurrir que yo mismo caiga en un pozo oscuro de tristeza,
que el dolor me domine. Pero también estoy triste cuando alguien me ha decepcionado.
Estoy triste cuando he perdido algo. Y estoy triste cuando he tenido un fallo o he
experimentado un fracaso, cuando me he enfadado en medio de una conversación, que
ha salido mal por ello. También puede suceder que, tras una disputa, yo me quede mal. Y
ese sentimiento de profundo disgusto interior puede durarme unos días. Estoy triste
cuando una persona me decepciona, por ejemplo si noto las debilidades de mi padre o de
mi madre. Estoy triste también cuando un amigo falla o me hiere. Estoy triste cuando
encuentro a personas mayores como presas de una amargura muy honda y no logran salir
de esa tiniebla. Pero a veces también siento tristeza en mí sin saber por qué.
Simplemente, estoy así. La tristeza me sobreviene sin que yo conozca el motivo.

Tristeza y duelo
Los monjes primitivos distinguen la tristeza (lýpē) del duelo o aflicción (pénthos). La
tristeza es, más bien, compasión de uno mismo. Evagrio Póntico piensa que en el fondo
de la tristeza se hallan deseos infantiles referentes a la vida. Como la vida no ha
cumplido tales deseos, reacciono llorando como un niño pequeño. Ando dando vueltas
siempre a mis deseos insatisfechos y, por así decir, la autocompasión me hace recorrer
siempre los mismos circuitos. Esa tristeza pende del pasado, sin poderse asomar al
presente.
El duelo, en cambio, es la disposición a atravesar el dolor por los deseos incumplidos
para llegar al fondo del alma, donde me encuentro en paz conmigo mismo. Del duelo
forma parte penetrar en el espacio interior de sosiego en el que Dios mora en mí y yo
estoy en sintonía con mi yo auténtico. El concepto «trabajar el duelo» describe en
psicología un importante camino para deshacerse de las ilusiones sobre uno mismo y su
vida y asumir la medianía propia.
La palabra alemana traurig, «triste», tiene relación con «hundirse», «estar lánguido,
sin fuerza», «caer». Por tanto, triste es aquel que deja hundir su cabeza, que no halla

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suelo bajo sus pies, que se sumerge en su tristeza.

Melancolía y creatividad
Los sentimientos tristes forman parte del ser humano. Cuando cantamos viejas canciones
populares, hay siempre cierta resonancia de tristeza, de melancolía. En la Edad Media, la
melancolía era un sentimiento positivo. Se creía que todos los artistas necesitan la
melancolía para ser especialmente creativos. Es una fuente a partir de la cual puedo
conformar algo. El arte era siempre, esencialmente, transformar la melancolía en
creatividad. Evidentemente, las canciones eran también un camino para transformar la
tristeza y la melancolía. Al expresar mis sentimientos tristes cantando, ya se están
transformando. Porque al cantar entro en contacto con el fondo interior de mi alma. Y
ahí está la fuente de la alegría y del amor.

Expresión liberadora
Un camino importante, pues, para transformar la tristeza es darle expresión. Hay muchas
posibilidades creativas. Puede suceder cantando o relatando. Al expresar a otra persona
mis sentimientos tristes, pueden cambiar. Pero va a depender de cómo hablo con el otro
de mis sentimientos tristes. Hablar de ellos puede ser expresión humilde de que tengo
tales sentimientos, pese al éxito y pese a mi práctica espiritual. Pero también puedo
solamente soltarle al otro mis lamentos. Entonces mi tristeza no se transformará. Porque
mi relato es un mero dar vueltas sobre mí mismo y sigo colgado de mi autocompasión.
Solo si realmente entro en conversación, dando la posibilidad al otro de responderme y
decirme su impresión, puede cambiar mi sentimiento. Al diálogo pertenece también
escuchar al otro. Y eso implica mirar al otro y decirle honradamente lo que hay en mi
alma. Lo cual me libera ya de quedar preso en la autocompasión.
La expresión de los sentimientos tristes se puede dar también mediante la pintura.
Puedo plasmar en el papel toda mi oscuridad interior. Entonces consigo distanciarme de
ella. Puedo contemplar el caos interior, que se me hace patente ahora en el papel, y
reflexionar sobre ello. Lo he sacado de mí. Por tanto, ya no me domina. Lo puedo
observar por mí mismo y mostrarlo a otros. Esto me hace bien. Otro camino para
expresar los sentimientos tristes es la música. Una mujer me contó: «Me gusta tocar
melodías tristes en el piano. Entonces me tranquilizo interiormente. Eso me hace bien».
Puedo expresar mis sentimientos no solo con el piano; también con el violín o el
violoncelo. Una posibilidad es interpretar obras preexistentes. Escojo las piezas que me
hacen bien por contener a la vez tristeza y alegría. Mozart ha expresado siempre en su
música ambos polos: hay melodías llenas de tristeza que luego se resuelven en pasajes
alegres. Pero también puedo improvisar en mi instrumento y tocar simplemente lo que
llevo dentro del alma. Entonces cambiará la tristeza. No la reprimo, sino que la expreso y
la transformo al tocar.

El camino espiritual de transformación

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Junto a los métodos de orientación psicológica hay también, naturalmente, caminos
espirituales para transformar la tristeza. Un camino espiritual para transformarla es pasar
a través de ella hasta el fondo de mi alma. Este camino me ha resultado bueno a mí. Yo
también experimento ese sentimiento de tristeza los domingos por la tarde, cuando estoy
solo en mi habitación. Se suele tratar de una tristeza por estar solo. Entonces me imagino
lo siguiente: Siento la tristeza en mi corazón y en todo mi pecho. Uso entonces todo mi
vigor imaginativo para pasar a través de esa tristeza y me imagino penetrando en el
ámbito de la pelvis. Allí me figuro el fondo de mi alma. Y en el fondo de mi alma siento
paz y amor. Con ello no desaparece fácilmente la tristeza. Pero percibo que ya no me
tiene agarrado, sino que me lleva al fondo de mi alma. Allí estoy conforme conmigo y
con mi vida y también con mi soledad. Y me siento, de pronto, uno con todos los seres
humanos. Y si lo admito, tengo el mismo sentimiento que muchas personas que se
sienten solas. Entonces ya no me siento solo. Y ya no estoy triste. Me siento uno con
Dios. Y esa unidad con Dios produce en mí una amplitud interior y también una alegría
silenciosa.
Ese fondo del alma corresponde al espacio libre de dolor. Un espacio del que solo
podemos hablar con imágenes. Existe, naturalmente, el peligro de que yo huya del
sentimiento de tristeza a ese espacio interior; de que, por tanto, pase por alto mi cuerpo –
del que forman parte también las emociones– y me dirija enseguida al espíritu. Para
evitar dicho peligro, es importante que yo sienta de veras mi tristeza y la admita, y así no
la eluda espiritualmente con demasiada rapidez.

La tristeza como Dios quiere y nuestros anhelos


También la Biblia hace referencia a la transformación de la tristeza. En la Segunda Carta
a los Corintios, Pablo escribe sobre los diversos tipos de tristeza y su transformación.
Pablo estaba triste por el conflicto que tenía con los corintios. Y les había escrito una
carta que es puso tristes, porque había expresado sus sentimientos lastimados. Pero luego
escribe: Fue bueno que los corintios se pusieran tristes. Pues eso les ha llevado a cambiar
su actitud y comprender y aceptar a Pablo. Pablo distingue una tristeza como Dios quiere
y una tristeza según la mentalidad mundana: «Una tristeza por voluntad de Dios produce
un arrepentimiento saludable e irreversible; una tristeza por razones mundanas produce
la muerte» (2 Cor 7,10). La tristeza como Dios quiere o por voluntad de Dios reconoce
que el mundo no puede colmar mis más hondos anhelos. En ella se expresa el anhelo de
Dios. El mundo y sus conflictos decepcionan a mis anhelos y a mí. La tristeza es, así,
una llamada a buscar mi sostén en Dios. La tristeza mundana es la tristeza de que el
mundo no satisface mis deseos infantiles. Si permanezco pendiente de ellos, doy vueltas
siempre en torno a los deseos insatisfechos y rechazo salir a la vida. Y ese rechazo a la
vida es muerte. Interiormente estoy muriendo. No vivo realmente.
Para Pablo, por tanto, se trata de transformar la tristeza mundana en una tristeza como
Dios quiere. Así describe el efecto que ha causado en los corintios esa tristeza por
voluntad de Dios: «Fijaos cuántas cosas ha suscitado en vosotros esa tristeza según Dios:
cuánta diligencia, cuántas excusas, cuánta indignación, cuántos respetos, cuánta

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añoranza, cuánto afán, cuánto escarmiento» (2 Cor 7,11). Mediante la tristeza que les
causó la carta, se llevó a los corintios a distanciarse del malévolo que tan deslealmente
había atacado y calumniado a Pablo, a apartarse interiormente de él y, finalmente, a
castigarle. Pero aún más importancia tienen las demás actitudes que la tristeza ha
suscitado en los corintios. La tristeza les ha estimulado al celo diligente de actuar bien y
regular de nuevo la situación comunitaria. Ha provocado en ellos respeto, que no quiere
decir miedo, sino disposición a dejarse afectar por la necesidad ajena, por el dolor que
Pablo les ha manifestado. Y la tristeza ha puesto a los corintios en contacto con su
añoranza. Añoranza que siempre quiere decir, en definitiva, anhelo de Dios. Han
percibido de pronto que los conflictos interpersonales les liberan de la ilusión de poder
sentirse siempre bien en una comunidad perfecta. La tristeza les hace sentir su anhelo de
que Dios colme sus deseos más hondos, sentir que solo en Dios puede encontrarse
realmente paz, sosiego y felicidad.

No eludir nada
Todos tenemos la tendencia a eludir nuestra tristeza a base de quehaceres. Si yo tomo
conciencia de mi tristeza y respondo a ella haciendo algo, está bien. Pero si eludo
enseguida la tristeza en cuanto se presenta y la envuelvo en actividades, eso no me hace
bien. Estoy huyendo de mí. Como ya he dicho, cuando yo mismo siento mi tristeza en la
tarde del domingo, puedo admitirla y pasar a través de ella. Pero también puedo decir:
«Sí, hoy estoy triste. Pero ahora voy a hacer lo que me gusta: me voy a pasear o a
escribir algo». Esto puede transformar mi tristeza. Pero si siempre estoy intentando que
la tristeza no me invada, andaré agobiado. Se trata, por tanto, de transformar la tristeza,
ya sea pasando a través de ella, ya respondiendo a ella con algo que les hace bien a mi
alma y a mi cuerpo.

RITO

Siéntate en un lugar solitario y permanece por entero en ti. Ve con tu conciencia a


tu corazón y tu pecho. Siente que también ahí está el sentimiento de tristeza.
Penetra en la tristeza. ¿Cómo se percibe? Pero luego pasa a través de la tristeza.
Imagínate que la tristeza llena el espacio pectoral, pero no llega a afectar a las
sensaciones viscerales. Desciende al vientre y luego al ámbito de la pelvis.
Imagínate: En el fondo de la pelvis entro en contacto con el fondo de mi alma, con
mi espacio interior de silencio. Allí no tiene acceso alguno la tristeza. Allí
encuentras paz interior. Es un espacio de amor, en el que te sientes en casa. Abre
luego ese espacio a todos los seres humanos. Ahí, en el fondo de tu alma, estás
vinculado a todos los hombres. Presta atención a ese sentimiento de vinculación
con todos los hombres, sobre todo con quienes se sienten solos. Tu corazón se
ensanchará. Y la tristeza va cambiándose en paz y consentimiento con tu vida, y
también en el sentimiento de unidad y vinculación profunda con todo lo que existe:

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contigo mismo, con Dios, con todos los seres humanos y con la creación entera.

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14

La preocupación y el agobio
se pueden transformar

Las preocupaciones forman parte de la vida


Jóvenes o mayores, todos tienen preocupaciones. El futuro es siempre incierto,
arriesgado. Nadie sabe todo lo que le va a venir. Naturalmente, hay que hacer planes.
Pero el futuro sigue siendo inseguro. Cuanto menos gobernable nos parece la
incertidumbre, más fuertemente nos importunan las preocupaciones. La incertidumbre
forma parte de nuestra naturaleza humana. No tenemos el control de nuestra salud, ni de
la duración de nuestra vida, ni de la salud de nuestros hijos. Y no se trata solamente de
problemas agudos. Preocupaciones económicas, por ejemplo, cuando a uno le despiden
inesperadamente del trabajo y tiene deudas por pagar y niños aún en edad escolar. Otros
están centrados en la inseguridad de cómo va a ser su vejez. Esto empieza ya en las
parejas jóvenes: ¿Resistirá nuestra relación a las crisis? ¿Será duradera y sólida? Y si
esperan un niño: ¿Estará sano o habrá complicaciones? ¿Cómo vamos a educar a
nuestros hijos? ¿Podemos siquiera traer un niño a este mundo inseguro? Los padres se
preocupan de que a sus hijos no les pase nada y de poder educarlos bien. Y realmente se
dan los llamados niños problemáticos: difíciles en la pubertad, no quieren esforzarse en
la escuela, tienen «malas compañías» de adolescentes. ¿Cuál será el resultado? ¿Puede
terminar mal? Las preocupaciones forman parte de la vida. La existencia misma es
preocupación. El filósofo Martin Heidegger ha definido al ser humano como el que se
preocupa. Ser en el mundo significa preocuparse por uno mismo y por su existencia. La
preocupación no deja estar tranquilos a los hombres. No podemos escapar a la
preocupación. Simplemente, nos preocupamos y tenemos preocupaciones. No las
podemos arrancar de nosotros. Solo podemos transformarlas. La pregunta es: ¿cómo?

Lo que dice el idioma


La palabra alemana Sorge [«preocupación», «cuidado»] deriva del significado
fundamental «pena, pesar». La preocupación, pues, no es nada agradable. Causa pena a
la persona. En ruso existe la palabra soroga, emparentada con Sorge. Se refiere a una
persona hosca, huraña. Quien se preocupa en demasía, se vuelve huraño. Con él no se
puede tratar bien. Y en el uso lingüístico, la preocupación se considera a veces una

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enfermedad. Quien se preocupa en demasía, está enfermo. No logra ya tranquilidad. Pero
en el curso del tiempo ha ido cambiando el significado más bien negativo de la
preocupación. Debemos trabajar cuidadosamente, ser precavidos, tratar a los demás con
precaución. Sorgfältig [«esmerado, minucioso»] se refería originalmente a la persona
que tenía el rostro lleno de «arrugas de preocupación» [Sorgenfalten]. Pero con el correr
del tiempo ha recibido el significado de «atento, cuidadoso». Quizá la transformación del
significado expresa también una mutación en la actitud. Para el hombre medieval –y
también el de la antigüedad, como el hombre bíblico–, la preocupación tenía una
connotación negativa. Nos preocupamos demasiado. Con nuestras preocupaciones nos
hacemos dificultosa la vida. Pero en la Edad Moderna la preocupación se volvió de
pronto algo positivo. Quien se preocupa se torna cuidadoso, hace algo por los demás,
trabaja con atención y bien. Por ejemplo, quien se preocupa por tener un bebé sano va a
hacer todo lo posible para que siga sano.

Transformar con la oración


Un camino espiritual importante para transformar la preocupación por alguien, o también
por el propio sustento vital, o por la salud y el bienestar de la familia, es la oración. En la
oración presento a Dios mis preocupaciones. No escondo la cabeza en la arena, ni
tampoco reprimo mis preocupaciones. Pero las pongo en la presencia de Dios. Y eso
puede convertir mi preocupación en confianza. La oración por otros es siempre
expresión de amor. Como los amo, pido por ellos. La preocupación me hace sentir
también mi impotencia. Por mucho que me preocupe, no puedo garantizar el bienestar
del hijo, no puedo garantizar mi salud. Me preocupo en la medida en que puedo
ocuparme. Pero no me rompo la cabeza a base de preocupaciones. Expreso esa
preocupación en la oración. Eso puede cambiarla.

Jesús y la despreocupación
Las conocidas palabras de Jesús sobre la despreocupación suenan provocativas para
muchos. Aun cuando parezcan poco realistas, merece la pena meditarlas: «No andéis
angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo.
[…] ¿Quién de vosotros puede, por mucho que se inquiete, prolongar un poco su vida?»
(Mt 6,25.27). Es una especie de poema didáctico. La palabra griega que usa el texto para
decir preocupación, mérimna, se refiere a un cuidado solícito, a la espera inquieta de
algo, a la angustia por algo. Quiere decir las preocupaciones torturantes e importunas a
las que está sometido el hombre. Jesús no exhorta a los seres humanos a no hacer nada.
Cuando contempla los pájaros del cielo, que no siembran ni cosechan, está pensando en
el trabajo agrícola. El agricultor debe continuar trabajando, pero no ha de torturarse con
preocupaciones. Tiene que confiar en que Dios bendice la obra de sus manos. Con su
trabajo, el agricultor no puede ejercer influencia en el tiempo. Debe confiar, por tanto, en
Dios, en que le preparará unas condiciones adecuadas para que su trabajo dé resultado. Y
hemos de pensar siempre qué es lo que realmente importa: «Buscad, ante todo, el
reinado [de Dios] y su justicia, y lo demás os lo darán por añadidura» (Mt 6,33). No se

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trata de no planificar con sensatez y responsabilidad mi existencia terrena, tomando
también ciertas precauciones y seguridades. Pero la cuestión es qué me importa en
definitiva. Si solo tengo en perspectiva mi éxito y mi seguridad, trabajaré lleno de
angustia. Y la angustia va a ser un obstáculo y una parálisis en mi trabajo. La confianza
en Dios, el estar orientado a su reinado, me da la libertad de dedicarme al trabajo sin
romperme la cabeza con preocupaciones. Si Dios reina en mí, quedaré libre de
preocupaciones torturantes. Jesús no pretende apartarnos del cuidado por nuestra familia
y por nuestro mundo y su futuro. Pero sabe que las preocupaciones angustiosas nublan
nuestro espíritu.

La incertidumbre permanece
Transformar las preocupaciones no eliminará tampoco la incertidumbre y el riesgo. La
situación exterior permanece, no la puedo cambiar. Pero puedo definir mi propia
reacción en libertad. Nunca estaremos libres del todo de la angustia y la preocupación.
Lo importante es que en medio de ella pueda dirigir mi mirada a Dios y sienta en mí al
menos el anhelo de confiar. En ese anhelo de confiar hay ya confianza. Y de ese anhelo
debo fiarme.

RITO

Toma asiento al atardecer de un día y pregúntate: «¿Qué preocupaciones he


tenido hoy? ¿De quién me he preocupado? ¿En dónde me atormentan en este
momento las preocupaciones? ¿Por quién tengo cuidado?». Luego pregúntate:
Las preocupaciones que has tenido hoy ¿han producido algo positivo? ¿Has
podido conseguir lo que te habías propuesto? ¿O has podido experimentar que
Dios ha cuidado de ti, que todo lo ha dirigido para tu bien? Y si tienes ahora
preocupaciones, intenta confiarlas a Dios, que cuida de ti. Y presenta ante Él a las
personas que te preocupan. Represéntate que esa persona está bajo la bendición
de Dios, que la acompaña un ángel. Entonces puedes dejar ir a esa persona antes
de acostarte. Confíala a Dios. Dios envía a su ángel para que la conduzca por el
buen camino a pesar de todos los desvíos y extravíos.

99
15

En la vergüenza reside
una fuerza positiva

Quedar al descubierto causa dolor


La vergüenza tiene muchos rostros. Pero hay algo que une las más diversas situaciones
en que se experimenta ese sentimiento. Quien se avergüenza se siente puesto al
descubierto, cuestionado en su dignidad. Algo que preferiríamos tener oculto, algo muy
íntimo, es expuesto a plena luz. Me da vergüenza que una conducta incorrecta se haga
pública de pronto o que se conozca un fracaso. Está en juego mi relación con otros. Me
resulta desagradable que otros sepan algo que oscurezca o destruya la imagen que he
construido de mí. Un padre de familia se avergüenza de haber perdido el trabajo.
Representa ante sus hijos la rutina acostumbrada saliendo cada día de casa como antes.
Un tipo atlético se avergüenza tras un ictus porque ya no es el mismo de antes y muchas
cosas, simplemente, ya no las puede hacer. Pero también puede tratarse de ocasiones
muy «pequeñas» y poco trascendentales: de repente me sube el rubor a la cara cuando
noto que he dicho algo que a mi interlocutor le ha desagradado. Puede ser también algo
muy sencillo: me avergüenza mi cuerpo porque no se ajusta a las normas estéticas: las
piernas son demasiado cortas, o el vientre demasiado grueso, o el cabello demasiado
escaso. Nos incomoda haber engordado otra vez y lo encubrimos con la ropa. Peinamos
nuestros cabellos de modo que oculten la incipiente calvicie. Haríamos todo lo posible
para que los demás no nos mirasen negativamente.
Pero también pueden ser incidentes que dejan una huella profunda y permanente. Ese
chico de diez años, que en un internado es puesto en evidencia públicamente ante todos
sus compañeros por mojar la cama. Abochornarle es un castigo que en ese momento
despoja al niño de su dignidad. En la vida cotidiana de los adultos puede ocurrir una y
otra vez: el jefe me critica ante los colegas y yo querría que me tragara la tierra. O para
mencionar un ejemplo de la vida política: un agente de la Stasi [policía política de
Alemania Oriental] obligó a un joven a informar sobre un amigo. Ahora se han
publicado los documentos y cualquiera puede verlo, la conducta incorrecta se hace
pública. Él percibe su culpa y se arrepiente de su comportamiento. Pero se llena por
completo de vergüenza. La vergüenza, por tanto, está muy difundida. Y siempre sucede
que la vergüenza causa dolor.

100
La vergüenza tiene que ver con la deshonra
La palabra alemana Scham [«vergüenza»] procede de la raíz indogermánica kam/kem,
que significa «tapar», «ocultar». Con el prefijo s- se convierte en skam, que significa
«taparse», «ocultarse». La vergüenza tiene que ver, además, con una deshonra. Si vivo
algo como deshonra, me avergüenzo. En alemán distinguimos la deshonra, como
situación vital discriminatoria, de la vergüenza, como emoción subjetiva. En hebreo
ambas cosas están ligadas. En la Biblia, la vergüenza es siempre expresión de una
situación vital culpable, de una deshonra que nos ha sucedido por culpa nuestra.
La palabra vergüenza aparece en el relato bíblico de la creación. Dice allí: «Los dos
estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza» (Gn 2,25). Es el
estado paradisíaco. Ambos pueden aceptarse en su desnudez. Pero tras la caída se dice:
«Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos; entrelazaron
hojas de higuera y se las ciñeron» (Gn 3,7). No se afirma aquí que se avergonzasen. Pero
la palabra vergüenza quiere decir, justamente, taparse. Ambos quieren tapar sus
«vergüenzas», sus genitales. Tienen miedo a mostrarlos. Cuando Dios interpela a Adán,
él responde: «Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí»
(Gn 3,10).

Quisiera esconderme de los otros


La vergüenza está unida al miedo. Adán tiene miedo de que Dios le vea desnudo. Antes
de la caída, eso no era problema alguno; se podía mostrar desnudo ante Dios. Ahora
tiene miedo de que su desnudez haga patente también su culpa. El pecado de Adán y Eva
no tuvo nada que ver con la sexualidad. Sino que el pecado original consistió en querer
ser como Dios. Querían conocer el bien y el mal como Dios. Pero lo que conocieron era
que estaban desnudos. El pecado les produjo una escisión de sí mismos. Y entonces
quisieron taparse los genitales ante el otro. Y esconderse de Dios. Ambas cosas sirven
bien para describir el sentimiento de vergüenza: expresa la vergüenza ante el otro.
Preferiría no mostrar al otro cómo soy en realidad, que estoy desnudo. Estar desnudo es
una imagen de quedar al descubierto. Querría ocultar lo que me resulta desagradable.
Puede ser un fallo, puede ser un fracaso, puede ser la evidencia de haber reaccionado
inadecuadamente ante alguien. Y querría esconderme de Dios. También ante Él me
avergüenzo. Querría tapar ante Él lo que me resulta penoso. La vergüenza tiene que ver
siempre con lo penoso. Originalmente, pena significa «sanción», «tormento», «apuro»,
«molestia». Penoso quiere decir que algo me desagrada, me avergüenza. Propiamente,
merece una sanción. Y es lo que yo querría esconder a los demás.
Es sano que escondamos lo que nos resulta penoso. El sentimiento de vergüenza
pretende protegernos. Pero a menudo no se refiere a lo penoso que escondemos, sino
más bien a la idea que tenemos de lo que los demás puedan pensar de nosotros.
Naturalmente que no vivimos independientemente de los otros; no podemos prescindir
de su respuesta positiva. Pero no deberíamos volvernos dependientes de ellos. Los otros
pueden pensar lo que quieran. Y yo sigo estando conmigo mismo y con el sentimiento

101
que para mí es correcto.

La vergüenza no es signo de inmadurez


Sería erróneo creer que la vergüenza es signo de inmadurez; que, por tanto, cuando llego
a una madurez suficiente, dejo de avergonzarme. Los psicólogos dicen que la vergüenza
forma parte de la persona sana. En los últimos años se ha redescubierto el significado del
sentimiento de vergüenza. Uno de los pioneros fue Leon Wurmser, que publicó en 1981
el libro Die Maske der Scham [La máscara de la vergüenza]. Desde entonces, muchos
psicólogos han afrontado el tema de la vergüenza y han descrito con mayor precisión ese
fenómeno. Según ellos, la vergüenza se exterioriza «humillando la vista, bajando los
párpados, la cabeza y a veces el tronco entero» (Seidler, 22). Una expresión frecuente es
sonrojarse. Querrías esconderte, querrías ocultarte. Pero justamente el sonrojo atrae la
atención de todos hacia ti. Y así, nos volvemos a avergonzar por el rubor. Otra reacción
corporal a la vergüenza es «la cara congelada» (ibid., 23). Contraemos los músculos para
que nadie adivine nuestra perturbación emocional. Pero tampoco lo logramos. Pues los
otros se dan cuenta, por nuestra cara congelada, de nuestra reacción avergonzada. Con
frecuencia la gente siente vergüenza también cuando se vive «subordinados a otros,
presentados de modo desagradable, humillados o despojados del propio valor» (ibid., 26)
o cuando se siente juzgada negativamente por otros. Leon Wurmser señala, sobre todo,
tres experiencias de taras como motivo o núcleo del sentimiento de inferioridad: las
debilidades, los defectos o la suciedad; por tanto, el sentimiento subjetivo de que en mí
hay algo que no va bien. Por eso muchas personas se avergüenzan también de sus
defectos psicológicos, de su depresión o sus fases psicóticas.
Como la vergüenza nos resulta desagradable, quisiéramos librarnos de ella. Pero no
se trata de librarse por completo de ella, sino de transformarla. La cuestión es cómo.

La vergüenza, guardiana de nuestra dignidad


Primeramente hemos de reconocer el significado positivo de la vergüenza. Leon
Wurmser la llama también «la guardiana de la dignidad humana» y le atribuye un papel
importante. Con la vergüenza nos protegemos de la mirada humana. Pero a menudo no
se logra. Porque, cuando la gente ve que nos avergonzamos, se incrementa más aún
nuestra vergüenza. Pero hay también un sentimiento de vergüenza distinto. Es la
vergüenza de mostrar algo. No nos presentamos desnudos ante los otros. Tampoco
desnudamos nuestra alma. Tenemos la sensación de que hemos de proteger el misterio
íntimo de nuestra alma. Esta es la parte positiva de la vergüenza. Nuestro objetivo sería
transformar el sentimiento negativo de vergüenza en positivo. Se consigue en tres pasos:
al principio está el reconocimiento del sentimiento de vergüenza; luego, el darnos cuenta
de las debilidades que querríamos esconder, y finalmente se trata de asumir esas
debilidades confiando en uno mismo. No debemos pensar en la opinión de los demás.
Hagamos lo que hagamos, siempre hablarán de ello. Por eso no nos debe preocupar.

Reconocer nuestro sentimiento de vergüenza

102
Si reconocemos ante nosotros mismos que nos avergonzamos, entonces eso que nos
causa vergüenza lo deberíamos mirar de frente y asumirlo. Hemos de tener confianza en
que no hay nada en nosotros que nos tenga que avergonzar ante Dios. Pues Dios nos
conoce por entero. Si presentamos a Dios todo lo que nos avergüenza, nos haremos
capaces paulatinamente de admitir lo vergonzoso que hay en nosotros mismos y de
aceptarlo como parte de nuestra persona. Este es el paso decisivo. Entonces también
conseguiremos proteger esa parte que hasta ahora nos ha hecho sentir vergüenza ante los
demás. No necesitamos mostrarla a los otros. Pero, incluso si esa parte vergonzosa se
hace patente a otros, la vergüenza queda relativizada. No se elimina del todo. A pesar de
ello seguimos sintiendo vergüenza. Pero al mismo tiempo el sentimiento de vergüenza
nos puede recordar que Dios conoce todo lo que tenemos escondido y que su luz ilumina
todo lo que tenemos escondido.

¿Avergonzarse de la fe?
Algunos se avergüenzan también de su fe. Precisamente por ser importante para ellos,
también porque afecta al núcleo más íntimo de su vida, piensan tener que guardarla de
miradas ajenas. La Biblia tiene una visión distinta: no hemos de esconder
vergonzosamente la fe, sino confesarla públicamente. En la Carta a Timoteo se dice:
«No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de este, su prisionero» (2 Tim 1,8). Y,
al contrario, Jesús avergüenza a todos sus adversarios cuando reprocha su hipocresía al
jefe de la sinagoga (cf. Lc 13,17). Pero también hay cosas malas de las que uno debería
avergonzarse: «¿Y qué sacabais en limpio? Resultados que ahora os confunden, porque
acaban en la muerte» (Rom 6,21). Hemos de avergonzarnos de las cosas que no son
convenientes para nosotros, como la hipocresía y el comportamiento indebido. Pero del
mensaje de Jesús no hemos de avergonzarnos, sino que lo hemos de confesar libremente.
Este es el mensaje del Nuevo Testamento. Podría decirse también: la vergüenza nos
proporciona un instinto para saber lo que nos conviene. De lo que concierne al mensaje
de Jesús no debemos avergonzarnos. Hemos de presentarnos ante la sociedad sin tapujos
para confesar a Jesús.

RITO

Haz memoria de cuándo fue la última vez que te avergonzaste. ¿Cuál fue el
motivo? ¿Qué querías ocultar a otras personas? ¿Qué te resultaba desagradable?
Entonces, trata de presentar a Dios aquello de lo que te avergonzaste. Si se lo
muestras a Dios abiertamente, no tienes por qué avergonzarte de ello. Dios lo
conoce todo. Y Dios te admite con todo lo que hay en ti. Dios no se avergüenza de
ti. él te acepta. Quiere penetrar con su amor todo cuanto hay en ti. Abre tus manos
y preséntalas a Dios, imaginándote que en tus manos le presentas tu verdad
entera, también aquello que en el pasado te produjo vergüenza, para que su amor
penetre todo lo tuyo.

103
16

En lugar de la grandiosidad,
mira la grandeza de la vida

Huida de la realidad
Un sentimiento que observo hoy en muchas personas narcisistas es la grandiosidad: uno
tiene que sentirse siempre especial. Pero muchas veces es a costa de otros y en perjuicio
de una vida ajustada a la realidad. Por ejemplo, una mujer que tiene problemas de
relación. No afronta su problemática, sino que se evade a una grandiosidad espiritual que
le hace sentirse unida a lo divino. Está ya en fusión con lo divino. ¿Para qué necesita ya
una relación? O el hombre que está siempre cambiando de trabajo. Cuando uno escucha
su desmesurada conciencia de sí mismo, lo creativo y capacitado y profesional que es,
cómo los jefes de mentalidad estrecha le tienen envidia, o que las pequeñas empresas no
son adecuadas para su excepcional talento, surge la sospecha de que tras todos los tonos
de grandiosidad se esconde claramente una autoestima demencial.

Megalomanía y grandiosidad
La megalomanía y la grandiosidad se asemejan entre sí. Y, sin embargo, hay una
diferencia. Quien es megalómano suele actuar con desmesura. Se excede a sí mismo.
Actúa desde su megalomanía. La grandiosidad es más bien una huida a la pasividad. Me
evado a los grandes sentimientos para escapar a mi medianía. Pero a veces en las
personas megalómanas se observa que solamente quieren encubrir su complejo de
inferioridad. Por tanto, la megalomanía también puede ser una huida de la realidad.
La fuga a la grandiosidad se presenta sobre todo en personas narcisistas, que no
quieren reconocer sus propios sentimientos de abandono y por eso buscan esas
sensaciones eufóricas. Sin embargo, yo me cuidaría de dar por supuesta tal cosa en otro.
La grandiosidad se vuelve ciertamente problemática cuando yo me pongo
conscientemente por encima de otro y le transmito que no tiene ni idea y que es un inútil
en comparación con mis capacidades.

Huir de la verdad propia


La palabra alemana grandios viene de la italiana grandioso, que significa «imponente»,
«espléndido». La grandiosidad es, por tanto, el sentimiento de algo grande y grandioso.

104
En cambio, la psicología ha entendido como una compensación ese sentimiento de
grandiosidad. Simplemente, no aprecio lo grande y grandioso de la vida. Necesito
siempre sentimientos grandiosos, porque así mi vida es muy distinta. Mi vida es
insignificante y banal. Yo no lo aguanto. Por eso me evado a la grandiosidad. Este tipo
de grandiosidad descrito por la psicología no nos hace bien. Es una huida de la propia
verdad, una huida de la realidad de mi vida.

Hay muchas formas de huir a la grandiosidad. La mujer que no afronta sus problemas
relacionales y se evade imaginando una fusión con lo divino está eludiendo así su anhelo
de cercanía y relación. En algún momento recuperará ese anhelo. Y se dará de narices
con él. Ella pensaba que solo la gente vulgar sigue necesitando relación, pero que ella ha
avanzado tanto en su camino espiritual que ya no tiene en absoluto tales necesidades.
Pero eso es un error. En algún momento tendrá que confrontarse con su necesidad de
relación.
Otro ejemplo: Un médico cuenta que su mujer se ha ido deslizando al esoterismo. Ya
solo habla con los ángeles. Para ella es una forma de eludir las discusiones y
conversaciones con su marido. Sería demasiado vulgar hablar con su marido. Solo
conversa con sus ángeles. Y ellos le dicen exactamente lo que tiene que hacer. Su marido
está en un plano espiritual inferior. Hablar con él sería descender de nivel espiritual. De
este modo, uno se evade de la realidad y se vuelve inasequible. Pero también desperdicia
la vida. Se eleva a un plano que no le corresponde. Y en algún momento va a
precipitarse de repente de la abrupta altura a la que se había elevado.

Dar cabida al anhelo profundo


Entiendo la grandiosidad, a diferencia de la megalomanía, como una huida a fantasías
espirituales. Puede ocurrir, desde luego, que aquel hombre que, imbuido de
autoconciencia, va cambiando de un trabajo a otro, huyendo de sus propios fracasos a
fantasías grandiosas, en lo más hondo de sí mismo anhele experiencias más profundas,
una plenitud que realmente le entusiasme. Pero no da cabida a ese anhelo.
La cuestión sigue estando ahí: ¿cómo podemos transformar esa ansia de grandiosidad
de modo que no se convierta ya en huida, sino que lleve a una vida más plena? En todo
sentimiento se esconden un fragmento de verdad y un anhelo justo. En la grandiosidad se
esconde el barrunto de que cada hombre es único e irrepetible. Cada ser humano es una
imagen única de Dios. Y, por tanto, es alguien singular. Pero esa singularidad no es a
costa de los otros. No le segrega de otras personas. Porque soy alguien singular, atiendo
también a la singularidad del otro, a su dignidad intangible, a la imagen irrepetible que
Dios se ha hecho de él.

Mi alma resplandece como el oro


Otro deseo que se esconde en el sentimiento de grandiosidad es el anhelo de escapar a la
superficialidad y vulgaridad de la vida y valorar el misterio de la propia persona y de la
vida. En cada uno de nosotros está escondido el barrunto de que debe haber algo más

105
que los hechos exteriores de los que hablan los medios de comunicación. En cada
música, en cada poesía resuena algo de la grandiosidad humana. Es una grandiosidad
sana: no huyo de la realidad de mi vida, sino que, en medio de la cotidianidad y
vulgaridad de mi vida, capto lo singular de mi existencia humana. No quedo absorbido
en un cumplimiento externo del deber. Mi alma resplandece como el oro. Tengo una
dignidad divina. Pero esa dignidad divina se ha de hacer patente justo en lo cotidiano.
No huyo de los rigores del mundo a ideas grandiosas. Sino que, más bien, amplío mi
modo de mirar. Abro mis ojos a la grandeza y singularidad que tiene cada ser humano.
Percibirlo proporciona a mi vida una hondura distinta. Afronto los conflictos diarios,
pero sé, al mismo tiempo, que no lo son todo, que hay todavía otra dimensión en mi
vida. Esto relativiza los conflictos y los problemas cotidianos. Me da, en medio de la
angostura cotidiana, una amplitud interna, una libertad, una grandeza.

RITO

Medito sobre la zarza ardiendo. La zarza representa lo carente de valor en


nosotros, lo desatendido, lo reseco, lo mediocre. Y, sin embargo, en esa zarza
aparece la gloria de Dios. La zarza arde, sin quemarse. Es también una imagen de
ti: sigues siendo zarza, sigues siendo esa persona mediocre. Y, sin embargo, eres
lugar de la presencia de Dios. La luz de Dios quiere brillar en ti. La zarza te
muestra tu verdadera grandeza, tu auténtica grandiosidad. Pero al mismo tiempo
te remite a tu mediocridad. En esa tensión vivimos todos: somos hijos e hijas de
Dios y, por ello, algo singular. Dios habita en nosotros. Esta es nuestra dignidad.
Y al mismo tiempo seguimos siendo enteramente humanos, con nuestros fallos y
debilidades. Y Jesús nos enseña a descender una y otra vez a las nuestras
profundidades y a los ámbitos oscuros de nuestra alma.

106
Conclusión

Hemos recorrido algunas emociones y pasiones (logismoí, en el lenguaje de los antiguos


monjes). En todas ellas se trataba no de erradicarlas, sino de transformarlas. El gran tema
de la transformación, de la conversión, que está en el centro del mensaje cristiano había
que presentarlo en concreto al hilo de esas emociones y pasiones. Son solo ejemplos. La
transformación hace referencia a todo lo que vivimos: a nuestros éxitos y decepciones, a
nuestros sentimientos y angustias, a nuestras pasiones y necesidades. Transformar
significa que de momento contemplamos todo con una mirada que no valora, sino que
deja que los sentimientos sean como son. Pero, a la vez, indagar dónde nos perjudican
los sentimientos, dónde son un impedimento para la vida. Y luego se trata de investigar
cómo transformar los sentimientos y pasiones de modo que sean un impulso para vivir,
que enriquezcan nuestra vida.

El modelo bíblico de transformación es la historia de la transfiguración de Jesús, que nos


relatan los tres sinópticos. En Mateo y Marcos se emplea el término griego clásico
metamorphoûsthai. Lo conocemos de las Metamorfosis de Ovidio, que narra un montón
de historias de transformación. En el caso de Jesús, no tiene que transformarse ninguna
pasión, es su aspecto el que se transforma. Los discípulos han captado solamente su
exterior; ahora se dan cuenta de quién es realmente ese Jesús.

Esta historia pretende decirnos: el objetivo de toda transformación es que llegue a


aparecer en mí la imagen auténtica, la primigenia imagen de Dios. Pero esa imagen
original ha de resplandecer en mi rostro. Lo cual significa, para mí: en mi realidad, que
está marcada por emociones y pasiones que encuentro de antemano en mí, debe
resplandecer la imagen original y auténtica de Dios en mí. Esta imagen primigenia
resplandecerá en mí solamente si todas las emociones y pasiones que hay en mí se
vuelven transparentes para esa luz original de Dios en mí. Solo en el evangelista Lucas
se dice que Jesús se transfiguró mientras oraba (Lc 9,29). Esto quiere decir: cuando
oramos, también nosotros podemos entrar en contacto con la imagen original de Dios
que hay en nosotros. Así pueden transformarse todas las emociones y pasiones que hay
en nosotros, para transparentar la luz de Dios. Por tanto, para Lucas es la oración el lugar
propio en el que nuestras pasiones quedan transformadas. Pero esto requiere de nosotros
un modo de orar muy determinado. Orar no significa que Dios me quite todos los
problemas, sino más bien que en la oración presento ante Dios mi verdad entera, con
todas sus emociones, pasiones y necesidades. Y confío en que Él pueda transformarlo

107
todo en mí. Entonces su luz irradiará a través de mi preocupación, de mi angustia, de mi
tristeza, de mi envidia, de mis celos y mi cólera. Es este un mensaje consolador, que nos
libra de la presión de eficiencia a que nos someten muchos libros de ayuda que nos están
aconsejando permanentemente cambiarlo todo en nosotros.

Pablo habla de ser transformados mediante la contemplación. Al contemplar la gloria de


Cristo, somos transformados en su imagen: «Y nosotros todos, reflejando con el rostro
descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con esplendor
creciente, como bajo la acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18). Pablo se refiere aquí
a la metáfora de un espejo maravilloso. En la antigüedad existía la idea de que en un
espejo mágico nos conocemos a nosotros mismos con nuestra dignidad divina. Por eso
en un espejo mágico no solo contemplamos la gloria de Dios, sino la nuestra propia.
Pero Pablo refiere esa gloria a Jesucristo. En Él resplandece para nosotros la gloria de
Dios. Y si contemplamos a Jesús como un espejo, en ese espejo nos conoceremos
nosotros mismos y al contemplar somos transformados en la imagen de Cristo. Esto
quiere decir: somos transformados en la imagen singular que Dios se ha hecho de cada
uno de nosotros. Y esa imagen singular refleja la imagen de Jesús de un modo personal
para cada uno. Al contemplar, me asemejo cada vez más a esa imagen, soy transformado
cada vez más en esa imagen. Así, la transformación es el objetivo no solo de la oración,
sino también de la mística. Pablo habla aquí de vivencias místicas por las que uno, de
pronto, en la imagen de Jesús se conoce a sí mismo en su singularidad.

La oración y la mística son lugares de transformación. Ambos caminos espirituales


culminan, para los cristianos, en la eucaristía. En la celebración eucarística presentamos
a Dios nuestra realidad bajo las formas de pan y de vino, para que Él lo transforme todo
en nosotros. En las formas de pan y de vino distingo cinco imágenes de transformación.
Varias hacen referencia a emociones que he descrito en este libro.

Primera imagen: El pan representa lo que cada día me consume y desgasta, lo que me
agota y me rompe. En cuanto a las emociones, puedo pensar en las preocupaciones y
penas que presento a Dios en el pan. Dios transforma la fatiga cotidiana en pan del cielo,
que me alimenta verdaderamente.

Segunda imagen: El cáliz representa el sufrimiento, mi sufrimiento personal y el


sufrimiento del mundo. Presento a Dios todo lo que me causa vergüenza, todo lo penoso
que me produce molestia. Pero también presento a Dios el sufrimiento de las personas
que llevo en el corazón. Y confío en que Dios transforme el cáliz del sufrimiento en cáliz
de salvación, que su amor fluye a todos los dolores y sufrimientos y los transforma.

Tercera imagen: El cáliz es a menudo en la Biblia un cáliz amargo. En el cáliz


presentamos a Dios nuestra amargura, confiando en que la transforme en dulzura, en un
sabor agradable, que gustamos en concreto cuando bebemos el vino bueno con que nos
va empapando el amor de Dios encarnado.

108
Cuarta imagen: La tradición judía conoce el cáliz del duelo. El duelo no se refiere solo al
duelo por la muerte de personas queridas, sino también al duelo por oportunidades
vitales perdidas, por sueños quebrantados y por la mediocridad propia. Presentamos a
Dios en el cáliz nuestro duelo, pero también nuestra tristeza y nuestra autocompasión y
nuestra depresión, para que Él los transforme en consuelo. Consolar significa que Dios
nos proporciona nueva estabilidad. Y que Dios mismo entra en nuestra soledad para
consolarnos (en latín, consolatio equivale a que alguien está conmigo en mi soledad).

Quinta imagen: El cáliz se llena de vino mezclado con agua. Es una imagen de nuestro
amor de mixtura. Con excesiva frecuencia nuestro amor está mezclado con dudas
respecto al otro, con celos y envidias, con cólera y agresividad, con heridas y
decepciones, con pretensiones posesivas. Presentamos a Dios nuestro amor de mixtura
para que mediante su amor divino lo transforme en amor puro.

Lo que he descrito respecto a la transformación de emociones y pasiones, que tenemos


que ejercitar en la vida diaria, acontece en el rito eucarístico. No podemos decir qué
produce mayor efecto: si el tratamiento concreto de las emociones, los pasos para la
transformación o el rito de la eucaristía. C. G. Jung piensa que el rito actúa hasta lo
profundo del inconsciente. Entonces no solo sucede una transformación externa, sino
una transformación en la hondura de mi alma. No deberíamos contraponer mutuamente
el rito y la vía del ejercicio espiritual. Ambos caminos son importantes para que nuestras
emociones y pasiones se vayan transformando cada vez más, de modo que nos
fortalezcan en nuestro itinerario vital y nos hagan transparentar cada vez más la imagen
singular que Dios se ha hecho de cada uno de nosotros. Esta experiencia de
transformación la deseo de todo corazón a todos los lectores y lectoras. Para mí, este
camino de transformación se ha convertido en los últimos años en la imagen central de
nuestro camino cristiano. Por eso también a vosotros os deseo que este camino de
transformación os libere de toda presión de eficiencia para tener que estar cambiando
constantemente. Y os deseo que el camino de transformación os haga patente de un
modo nuevo qué significa realmente la gracia de Dios. El camino de la transformación
corresponde así a la conclusión de Martín Lutero, que reconoció la primacía de la gracia
divina sobre toda obra humana. Y corresponde a la frase que Georges Bernanos pone en
boca del párroco de su Diario de un cura rural al final de su itinerario espiritual: «Todo
es gracia». Bernanos llevó una vida difícil, con desgarros internos, con muchos apuros y
angustias. Él mismo la llamó una vida de perros. Pero –como piensa uno de los que
mejor le conocen, Albert Béguin– «en cada nueva ola amenazante de angustia y congoja
pudo decir, con su “cura rural”: “Todo es gracia”». Esta certeza de que todo es gracia
nos hace mirar de frente nuestras emociones sin angustiarnos. Todas tienen derecho a
existir. Confiamos en que cada emoción, por muy negativa y destructiva que sea, pueda
ser transformada. Pues la gracia de Dios es más fuerte que el riesgo en que nos ponen las
emociones y pasiones. Y la gracia de Dios nos dice: Todo puede ser transformado para
que tú te vuelvas cada vez más tú mismo, esa imagen única, original y auténtica que

109
Dios se ha hecho de ti.

110
Bibliografía

BERNANOS, Georges, Das sanfte Erbarmen: Briefe des Dichters, Einsiedeln 1951.
FRITSCH, Marlene, Ich möchte keine Heilige sein: Teresa von Avila – Wegweiserin für
heute, Münsterschwarzach 2011.
GRÜN, Anselm, Verwandle deine Angst: Spirituelle Impulse, Freiburg i. Br. 2010 [trad.
esp.: Transforma tu angustia: Caminos espirituales para vencer tus miedos, Sal
Terrae, Santander 20092].
– Wege durch die Depression: Spirituelle Impulse, Freiburg i. Br. 2013.
– Gier, Münsterschwarzach 2015 [trad. esp.: La codicia: Del afán de tener más a la
verdadera libertad, Sal Terrae, Santander 2017).
GUARDINI, Romano, Vom Sinn der Schwermut, Mainz 1983.
HELL, Daniel, Welchen Sinn macht Depression?: Ein integrative Ansatz, Reinbek 2006.
JOTTERAND, Grégoire, Mystik als Heilsweg: Von narzisstischer Grandiosität zur Demut
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KLOPFENSTEIN, Martin A., Scham und Schande nach dem Alten Testament, Zürich 1972.
OTT, Elisabeth, Die dunkle Nacht der Seele: Depression?; Untersuchungen zur
geistlichen Dimension der Schwermut, Elztal 1981.
SCHWEIZER, Erich, Apophthegmata Patrum 3, Weisungen der Väter 16, Beuron 2013.
SEIDLER, Günter H., Der Blick der anderen: Eine Analyse der Scham, Stuttgart 1995.
WURMSER, Leon, Die Maske der Scham, Berlin 1981.

111
Índice general

Índice
Prólogo: Todas las emociones tienen derecho a existir

PRIMERA PARTE
Las emociones: un tema clave

1. No reprimas lo negativo, transfórmalo


Las heridas pueden sanar
No hay relación sin heridas
¿Se pueden permitir siquiera las emociones negativas?
Lo que queda separado falta en nuestra vitalidad
También en lo negativo se esconde una energía
La transformación aprecia lo que es. No valora
Cuestiones fundamentales que hacen avanzar

2. ¿Qué nos dice la tradición espiritual?


Hacerse uno mismo: un tema espiritual
Pasiones y sosiego del corazón en los Padres del desierto
También Dios actúa
Luchar con demonios que nos producen daño
Aprovechar la fuerza de las pasiones
De enemigas, hacer amigas

3. Tratamiento masculino de las emociones


¿Qué significa masculino?
Monje y varón
Defenderse: método marcial
No atender a las emociones
Huir de las emociones negativas
«Discernimiento de espíritus» racional
Distinción significativa de niveles

4. Tratamiento femenino de las emociones

112
No nos hieren las personas, sino nuestras expectativas
Útiles experiencias de las Madres del desierto
Relación de las emociones con el cuerpo
El autoconocimiento como camino hacia Dios
Amistad y conversación
La humildad como valor: el amor de Dios limpia

5. Integra las fortalezas masculinas y las femeninas


Dar cabida a los sentimientos, pero no vivirlos sin tasa
Varones y mujeres: malentendidos y reproches
Equilibrio entre sensibilidad y distanciamiento
Integración como oportunidad de maduración

SEGUNDA PARTE
Para facilitar la vida,
transforma las emociones negativas

1. Que no te devore la envidia


Querámoslo o no, en nosotros brota la envidia
Una espina en el corazón: la envidia reprimida
Vínculo entre envidia, resentimiento y comparación
Admitir la envidia. Y pensar a fondo
Invitación al agradecimiento
Cuando notamos que otros nos envidian
Un caso especial: la envidia entre hermanos
Rito

2. La fuerza positiva de la furia y la cólera


La furia suele manifestar que algo no va bien
La cólera de Jesús: ¿qué dice la Biblia?
¿Qué pasa cuando me pongo furioso?
Una figuración útil
Examinar la cólera: ayuda para potenciar la vida
Apearse del rol de víctimas: cómo la furia se vuelve fuerza protectora
La ayuda de la oración: el camino de los salmistas
Rito

3. ¿Qué quiere decirte tu enfado?


Experiencias desagradables y consecuencias desagradables
Mirar el enfado y dialogar con él
¿Qué dice el enfado de mí mismo?
¿Cuáles son las reacciones adecuadas?
El hecho de enfadarnos no lo podemos cambiar. Pero el cómo reaccionamos a ello

113
depende de nosotros
Cómo conseguir transformar el enfado en una agresividad sana
No enmendar, no combatir, sino transformar
Rito

4. Rastrea el anhelo escondido en tu codicia


Diferentes valoraciones: la doble cara de la codicia
La insatisfacción: un fuerte impulso
¿La sobriedad como idea contraria?
Codicia y avaricia tienen la cara fea
No puedo arrancar de mí la codicia, pero sí transformarla en una fuerza positiva
El cielo que anhelo está en mí
Actitudes que redundan en bendición
Una invitación a soltar
Rito

5. Abraza tu miedo y descubre su sentido


Nadie está libre de miedos. El doble rostro del miedo
No reprimir el miedo, sino dialogar con él
Así puede enseñarme el miedo
Poner la fragilidad de mi existencia bajo la bendición de Dios
El miedo a la muerte
Cómo conseguir la transformación de mi miedo
La terapia de Jesús para la angustia
El miedo puede abrirnos a una realidad más honda
Rito

6. Hay un tesoro en la depresión


¿Una epidemia nueva?
Distinciones y aclaraciones
Sentido y mensaje de una depresión
Ayudas posibles para una transformación
Sentimientos de culpa y depresión
Rencor o reconciliación
De la desesperación a la esperanza
Rito

7. Transforma la impaciencia en serenidad


La impaciencia pone de los nervios
Aceptar esperar: simplemente estar ahí
Transformar la impaciencia en solicitud
Simplemente dejar al otro ser como es
La hierba no crece más rápido por tirar de ella

114
Rito

8. Cómo hacer de los celos el pórtico del amor


El miedo a la pérdida y a recibir daño
Orgullo herido y amenaza
Tomar en serio los sentimientos
Ser consciente puede ayudar mucho
Indagar los motivos
Anhelo de seguridad reprimido
El amor necesita confianza. Los controles lo matan
Cómo pierden los celos su amargor
A veces se requiere una señal de stop
Los celos como desafío mutuo
Rito

9. La amargura puede convertirse en un sí a la vida


Expectativas vitales no cumplidas
Quien está amargado, en definitiva está muerto
Cómo transformar la amargura: ejemplos bíblicos
Conocer las ilusiones sobre nuestra vida
Hacer que fluya el amor de Dios: meditación de la cruz
Encontrar una postura nueva, tratar mejor con uno mismo
Rito

10. Desecha los sentimientos de inferioridad


El afán de compararse constantemente
Sentimiento de inferioridad y experiencia de autoestima
Las compensaciones no sirven
Ir al fondo del alma
Lo bello es saludable
La comparación como reto positivo
Volver a mi propia casa
Percibirme a mí mismo
Pasos decisivos para una experiencia nueva
Un camino hacia la riqueza interna: de compararse a tomar parte
Rito

11. Libérate del odio y de la venganza


Nosotros mismos llevamos dentro el odio
No controlo mi situación
Siempre hay un sentirse herido
Una imaginación que puede ayudar
Hacerse cargo de la fuerza que contiene el odio

115
Desmarcarse y distanciarse del otro
Mirar al enemigo con otros ojos
La fuerza de la bendición y la intercesión
Cuando las personas se odian a sí mismas
Es importante protegerse
Sentimientos de odio a Dios
Rito

12. Reconoce viejas heridas al sentirte ofendido


Replegarse a una actitud ofendida
Una forma de presionar
Ayuda indagar y esclarecer con precisión
Distanciarse interiormente
El distanciamiento posibilita asumir la emoción
La simpatía transforma el dolor
Rito

13. Aborda creativamente tu tristeza


Los sentimientos tristes forman parte de la vida
Tristeza y duelo
Melancolía y creatividad
Expresión liberadora
El camino espiritual de transformación
La tristeza como Dios quiere y nuestros anhelos
No eludir nada
Rito

14. La preocupación y el agobio se pueden transformar


Las preocupaciones forman parte de la vida
Lo que dice el idioma
Transformar con la oración
Jesús y la despreocupación
La incertidumbre permanece
Rito

15. En la vergüenza reside una fuerza positiva


Quedar al descubierto causa dolor
La vergüenza tiene que ver con la deshonra
Quisiera esconderme de los otros
La vergüenza no es signo de inmadurez
La vergüenza, guardiana de nuestra dignidad
Reconocer nuestro sentimiento de vergüenza
¿Avergonzarse de la fe?

116
Rito

16. En lugar de la grandiosidad, mira la grandeza de la vida


Huida de la realidad
Megalomanía y grandiosidad
Huir de la verdad propia
Dar cabida al anhelo profundo
Mi alma resplandece como el oro
Rito

Conclusión
Bibliografía
Índice general

117
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 6
Prólogo: Todas las emociones tienen derecho a existir 8
Primera Parte: Las emociones: un tema clave 11
1. No reprimas lo negativo, transfórmalo 12
Las heridas pueden sanar 12
No hay relación sin heridas 12
¿Se pueden permitir siquiera las emociones negativas? 13
Lo que queda separado falta en nuestra vitalidad 13
También en lo negativo se esconde una energía 14
La transformación aprecia lo que es. No valora 14
Cuestiones fundamentales que hacen avanzar 15
2. ¿Qué nos dice la tradición espiritual? 16
Hacerse uno mismo: un tema espiritual 16
Pasiones y sosiego del corazón en los Padres del desierto 16
También Dios actúa 16
Luchar con demonios que nos producen daño 17
Aprovechar la fuerza de las pasiones 17
De enemigas, hacer amigas 18
3. Tratamiento masculino de las emociones 19
¿Qué significa masculino? 19
Monje y varón 19
Defenderse: método marcial 20
No atender a las emociones 20
Huir de las emociones negativas 21
«Discernimiento de espíritus» racional 21
Distinción significativa de niveles 21
4. Tratamiento femenino de las emociones 23
No nos hieren las personas, sino nuestras expectativas 23
Útiles experiencias de las Madres del desierto 23
Relación de las emociones con el cuerpo 23

118
El autoconocimiento como camino hacia Dios 24
Amistad y conversación 24
La humildad como valor: el amor de Dios limpia 25
5. Integra las fortalezas masculinas y las femeninas 27
Dar cabida a los sentimientos, pero no vivirlos sin tasa 27
Varones y mujeres: malentendidos y reproches 27
Equilibrio entre sensibilidad y distanciamiento 28
Integración como oportunidad de maduración 28
Segunda Parte: Para facilitar la vida, transforma las emociones
29
negativas
1. Que no te devore la envidia 30
Querámoslo o no, en nosotros brota la envidia 30
Una espina en el corazón: la envidia reprimida 30
Vínculo entre envidia, resentimiento y comparación 31
Admitir la envidia. Y pensar a fondo 31
Invitación al agradecimiento 31
Cuando notamos que otros nos envidian 32
Un caso especial: la envidia entre hermanos 33
Rito 34
2. La fuerza positiva de la furia y la cólera 35
La furia suele manifestar que algo no va bien 35
La cólera de Jesús: ¿qué dice la Biblia? 35
¿Qué pasa cuando me pongo furioso? 36
Una figuración útil 36
Examinar la cólera: ayuda para potenciar la vida 37
Apearse del rol de víctimas: cómo la furia se vuelve fuerza protectora 37
La ayuda de la oración: el camino de los salmistas 38
Rito 38
3. ¿Qué quiere decirte tu enfado? 40
Experiencias desagradables y consecuencias desagradables 40
Mirar el enfado y dialogar con él 40
¿Qué dice el enfado de mí mismo? 41
¿Cuáles son las reacciones adecuadas? 41
El hecho de enfadarnos no lo podemos cambiar. Pero el cómo
42
reaccionamos a ello depende de nosotros

119
Cómo conseguir transformar el enfado en una agresividad sana 42
No enmendar, no combatir, sino transformar 43
Rito 43
4. Rastrea el anhelo escondido en tu codicia 45
Diferentes valoraciones: la doble cara de la codicia 45
La insatisfacción: un fuerte impulso 46
¿La sobriedad como idea contraria? 46
Codicia y avaricia tienen la cara fea 46
No puedo arrancar de mí la codicia, pero sí transformarla en una fuerza
47
positiva
El cielo que anhelo está en mí 48
Actitudes que redundan en bendición 48
Una invitación a soltar 49
Rito 49
5. Abraza tu miedo y descubre su sentido 50
Nadie está libre de miedos. El doble rostro del miedo 50
No reprimir el miedo, sino dialogar con él 51
Así puede enseñarme el miedo 51
Poner la fragilidad de mi existencia bajo la bendición de Dios 52
El miedo a la muerte 52
Cómo conseguir la transformación de mi miedo 53
La terapia de Jesús para la angustia 53
El miedo puede abrirnos a una realidad más honda 54
Rito 55
6. Hay un tesoro en la depresión 56
¿Una epidemia nueva? 56
Distinciones y aclaraciones 56
Sentido y mensaje de una depresión 57
Ayudas posibles para una transformación 58
Sentimientos de culpa y depresión 59
Rencor o reconciliación 59
De la desesperación a la esperanza 60
Rito 61
7. Transforma la impaciencia en serenidad 62
La impaciencia pone de los nervios 62
Aceptar esperar: simplemente estar ahí 63

120
Transformar la impaciencia en solicitud 63
Simplemente dejar al otro ser como es 63
La hierba no crece más rápido por tirar de ella 64
Rito 64
8. Cómo hacer de los celos el pórtico del amor 65
El miedo a la pérdida y a recibir daño 65
Orgullo herido y amenaza 65
Tomar en serio los sentimientos 66
Ser consciente puede ayudar mucho 66
Indagar los motivos 67
Anhelo de seguridad reprimido 67
El amor necesita confianza. Los controles lo matan 68
Cómo pierden los celos su amargor 68
A veces se requiere una señal de stop 68
Los celos como desafío mutuo 69
Rito 69
9. La amargura puede convertirse en un sí a la vida 71
Expectativas vitales no cumplidas 71
Quien está amargado, en definitiva está muerto 72
Cómo transformar la amargura: ejemplos bíblicos 72
Conocer las ilusiones sobre nuestra vida 73
Hacer que fluya el amor de Dios: meditación de la cruz 73
Encontrar una postura nueva, tratar mejor con uno mismo 73
Rito 74
10. Desecha los sentimientos de inferioridad 75
El afán de compararse constantemente 75
Sentimiento de inferioridad y experiencia de autoestima 76
Las compensaciones no sirven 76
Ir al fondo del alma 76
Lo bello es saludable 77
La comparación como reto positivo 77
Volver a mi propia casa 78
Percibirme a mí mismo 78
Pasos decisivos para una experiencia nueva 79
Un camino hacia la riqueza interna: de compararse a tomar parte 79

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Rito 80
11. Libérate del odio y de la venganza 81
Nosotros mismos llevamos dentro el odio 81
No controlo mi situación 81
Siempre hay un sentirse herido 82
Una imaginación que puede ayudar 82
Hacerse cargo de la fuerza que contiene el odio 83
Desmarcarse y distanciarse del otro 83
Mirar al enemigo con otros ojos 84
La fuerza de la bendición y la intercesión 85
Cuando las personas se odian a sí mismas 85
Es importante protegerse 86
Sentimientos de odio a Dios 86
Rito 87
12. Reconoce viejas heridas al sentirte ofendido 88
Replegarse a una actitud ofendida 88
Una forma de presionar 88
Ayuda indagar y esclarecer con precisión 89
Distanciarse interiormente 89
El distanciamiento posibilita asumir la emoción 90
La simpatía transforma el dolor 90
rito 90
13. Aborda creativamente tu tristeza 92
Los sentimientos tristes forman parte de la vida 92
Tristeza y duelo 92
Melancolía y creatividad 93
Expresión liberadora 93
El camino espiritual de transformación 93
La tristeza como Dios quiere y nuestros anhelos 94
No eludir nada 95
Rito 95
14. La preocupación y el agobio se pueden transformar 97
Las preocupaciones forman parte de la vida 97
Lo que dice el idioma 97
Transformar con la oración 98

122
Jesús y la despreocupación 98
La incertidumbre permanece 99
Rito 99
15. En la vergüenza reside una fuerza positiva 100
Quedar al descubierto causa dolor 100
La vergüenza tiene que ver con la deshonra 101
Quisiera esconderme de los otros 101
La vergüenza no es signo de inmadurez 102
La vergüenza, guardiana de nuestra dignidad 102
Reconocer nuestro sentimiento de vergüenza 102
¿Avergonzarse de la fe? 103
rito 103
16. En lugar de la grandiosidad, mira la grandeza de la vida 104
Huida de la realidad 104
Megalomanía y grandiosidad 104
Huir de la verdad propia 104
Dar cabida al anhelo profundo 105
Mi alma resplandece como el oro 105
Rito 106
Conclusión 107
Bibliografía 111
Índice general 112

123

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