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LAS EMOCIONES COMO FUENTE DE ENERGÍA. Caminos para Sanar Las Heridas Del Alma - Anselm Grun PDF
LAS EMOCIONES COMO FUENTE DE ENERGÍA. Caminos para Sanar Las Heridas Del Alma - Anselm Grun PDF
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Anselm Grün
LAS EMOCIONES
COMO FUENTE DE ENERGÍA
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Título original:
Wege der Verwandlung:
Emotionen als Kraftquelle entdecken
und seelische Verletzungen heilen
Traducción:
Álvaro Alemany Briz, SJ
Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-04-2019
Diseño de cubierta:
Magui Casanova
ISBN: 978-84-293-2860-8
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Índice
PRIMERA PARTE
Las emociones: un tema clave
1. No reprimas lo negativo, transfórmalo
2. ¿Qué nos dice la tradición espiritual?
3. Tratamiento masculino de las emociones
4. Tratamiento femenino de las emociones
5. Integra las fortalezas masculinas y las femeninas
SEGUNDA PARTE
Para facilitar la vida,
transforma las emociones negativas
1. Que no te devore la envidia
2. La fuerza positiva de la furia y la cólera
3. ¿Qué quiere decirte tu enfado?
4. Rastrea el anhelo escondido en tu codicia
5. Abraza tu miedo y descubre su sentido
6. Hay un tesoro en la depresión
7. Transforma la impaciencia en serenidad
8. Cómo hacer de los celos el pórtico del amor
9. La amargura puede convertirse en un sí a la vida
10. Desecha los sentimientos de inferioridad
11. Libérate del odio y de la venganza
12. Reconoce viejas heridas al sentirte ofendido
13. Aborda creativamente tu tristeza
14. La preocupación y el agobio se pueden transformar
15. En la vergüenza reside una fuerza positiva
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16. En lugar de la grandiosidad, mira la grandeza de la vida
Conclusión
Bibliografía
Índice general
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Prólogo
Las computadoras no tienen sentimientos; los seres humanos, sí. Cada persona está
movida por emociones; es lo que la constituye justamente como humana. Cuando
pregunto cómo se siente alguien, la respuesta expresa algo sobre la situación en
conjunto, su estado de ánimo global. Hay muchas cosas que dependen de cómo nos
gobernamos con las emociones. Quien recorta sus emociones está desligándose de una
fuente importante de vida. Las emociones mueven a las personas, les proporcionan vigor
y placer de vivir. Pero también pueden asaltarnos y dominarnos de tal manera que nos
hagan sufrir. Y pueden desencadenar conflictos y heridas anímicas.
¿Resulta todo más sencillo si mantenemos «bajo control» nuestros sentimientos? ¿Si
pasamos por alto, en plan cool, todos los impulsos salvajes, intensos, vehementes, que a
veces nos cogen tan a fondo y que amenazan con apoderarse de nosotros? ¿Acaso es una
mera cuestión de voluntad? ¿Es que no somos responsables de nuestras emociones, de
nuestras «venadas», como a veces decimos con cierto tono de reproche? ¿Nos sirve de
algo reprimir los sentimientos que quizá estimamos problemáticos, tratando de
comportarnos de forma muy racional y razonable?
Para que la vida sea un logro, es importante en todo caso aprender cómo podemos
manejarnos bien con nuestros sentimientos, incluso con aquellos que solemos valorar
como «negativos». No se trata de suprimirlos o reprimirlos. Los sentimientos negativos,
como el odio, la envidia, la codicia o la furia, no se presentan solo en otros, aun cuando
quizá en ellos los percibamos con mayor intensidad y prontitud. También nosotros
mismos participamos de ellos.
No solo podemos ejercer influencia sobre nuestro entorno según el modo como
reaccionamos ante él y entramos en él. También las circunstancias en que vivimos
repercuten en nuestro estado emocional. Las exigencias que nos vienen de fuera, las
demandas del mundo laboral, las directrices de la sociedad o las expectativas mutuas en
las relaciones de proximidad con compañeros o en la familia, todo ello puede
producirnos estrés y determinar reactivamente nuestros sentimientos.
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Lo queramos o no, en todas nuestras relaciones están surgiendo continuamente
emociones: entre compañeros, en los vínculos de parentesco, en las amistades, en los
contactos sociales, en la comunidad eclesial o en el trato con los colegas de la empresa.
Si uno experimenta sus relaciones como buenas y gratificantes, se siente animado y
fortalecido en su vida social; en cambio, quien las vive como una carga negativa y
destructiva, quien es herido en su sensibilidad, sufre y se siente a disgusto.
El problema mayor que se da es que siempre evaluamos las emociones. Por eso es
importante liberarse de toda valoración. Simplemente, las emociones están ahí. A veces
nos resulta desagradable percibir en nosotros sentimientos de venganza, o de ofensa, o
celos, o envidia. Pero el primer paso es hacerse cargo, sin más, de esas emociones. Están
ahí, lo queramos o no. La cuestión es, entonces, cómo tratar con ellas.
Solo cuando miramos de frente con toda tranquilidad las emociones propias, pero
también las de las personas con quienes nos relacionamos, sin reprochárselas a ellas,
hallamos un camino para entendernos mejor a nosotros mismos y al otro. Así podremos
acercarnos mutuamente más y colaborar con mayor armonía. Solo si nos aceptamos a
nosotros mismos tal como somos y aceptamos al otro como realmente es se hace posible
una buena convivencia. El comienzo consiste, por tanto, simplemente en mirar y hacerse
cargo.
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Más adelante expondremos todo lo que se puede aprender de la tradición monacal
respecto al manejo de las emociones. Pero esta historia nos dice ya que de lo que se trata
es de ver con mayor claridad y así empezar a conocer lo que hay. Reflexionar sobre las
emociones es una oportunidad ideal para conocerse a sí mismo. Solo cuando podamos
ver más claramente las emociones perturbadoras que se dan en nosotros, encontraremos
también caminos para gobernarnos mejor con ellas.
La gran resonancia que han tenido textos de este libro en mi Carta de la vida sencilla
muestra que a muchas personas las afecta este tema si es que las diversas emociones no
son consideradas desde una perspectiva valorativa. También en mis charlas las preguntas
de los y las oyentes giran una y otra vez en torno a temas relacionados con las
emociones. Ha ocurrido lo mismo en conferencias en Alemania que cuando he hablado
de ello en Taiwán, estimulado por la petición de aclaraciones críticas más profundas por
parte de mi editora de allí, la señora Hsin-Ju Wu. Eso me ha hecho en especial ser más
cuidadoso respecto a la distinta gestión de los sentimientos por parte de varones y
mujeres. Aun cuando naturalmente se dan diferencias de cuño cultural en el trato con las
emociones, los problemas básicos son, sin embargo, muy similares.
En las conferencias, los y las oyentes han pedido siempre que haga con ellos un rito.
Por eso, tras cada reflexión sobre una emoción he descrito un rito que puede servir para
manejarse bien con la referida emoción.
Espero que este libro ayude a muchas personas a tomar en consideración sus emociones,
sin valorarlas ni condenarlas, para llegar a manejarse con ellas de modo que se vuelvan
más tolerantes con los demás, pero también consigo mismas. Y así, en definitiva,
enriquezcan y vuelvan fecundas su vida y sus relaciones.
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PRIMERA PARTE
LAS EMOCIONES:
UN TEMA CLAVE
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Quisiera contar otro ejemplo referente a mi padre. Después de la guerra hubo de declarar
en quiebra su tienda de electricidad, porque había sido estafado por un negociante. El
banco quería sacar a subasta la vivienda donde vivía con su familia de siete hijos. Pero
mi padre era un hombre muy piadoso y se aferró al padrenuestro. La petición rezada
diariamente «Danos hoy nuestro pan de cada día» le dio confianza, también y
precisamente en esa situación de necesidad. Y fue la petición «Perdona nuestras deudas,
como nosotros perdonamos a nuestros deudores» la que transformó en paz interior y
libertad su amargura por el engaño del negociante.
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herida. Es una importante fuente de autoconocimiento. En la relación aprendo a
conocerme a mí mismo muy en profundidad. Descubro mis viejas llagas de la infancia.
Si la otra persona me hace daño, en mí grita el niño herido: el niño desatendido, el niño
abandonado, el niño frustrado, el niño despreciado, el niño siempre insatisfecho.
Las heridas son inevitables. Pero si uno llega a conocerse mejor a sí mismo con cada
herida, entonces las heridas pueden ayudar a despojarnos de nuestra máscara y
mostrarnos a los demás como en realidad somos, con nuestras viejas llagas y
susceptibilidades. Esto nos acerca mutuamente más que si nos refugiamos tras la coraza
de la frialdad. Y nos vuelve humildes y modestos. Nos aceptamos con nuestra
sensibilidad y nuestros malos humores. Con el amor no tenemos necesidad de aparentar
nada más. Conozco mis viejas llagas y puedo conocer las de la otra persona. Pero no las
hacemos objeto de reproche. Salimos al encuentro del otro tal como somos en realidad.
No amamos ya una imagen de él, sino a él mismo, tal como es realmente. Esto libera. El
auténtico amor destruye todas las imágenes que nos hacemos del otro. Nos lleva a lo
hondo de su corazón y abre nuestro corazón por entero a él. Por lo tanto, también las
heridas pueden convertirse en oportunidad para ahondar cada vez más en nuestro amor,
para volverlo cada vez más honesto y veraz.
¿Puede o debe uno dar siquiera cabida a tales emociones? ¿No debería hacer de
antemano todo lo posible por evitarlas? ¿O, si han brotado ya, combatirlas por todos los
medios? Al fin y al cabo, hay consejeros de sobra que ofrecen trucos y métodos para
conseguirlo. ¿No sería el mejor modelo la racionalidad, un trato mutuo controlado,
razonable y sujeto a razón?
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es sanftmütig, «apacible». No significa «pobre de sentimientos». Sanft viene de
sammeln, «reunir». Sanftmütig es alguien que tiene todas sus emociones reunidas, que
las tiene en cuenta y las combina entre sí. Una persona así está viva. Y en ella
encontramos la persona entera. Si alguien solo «tiene cabeza», solo encontramos en él su
cabeza, no su corazón, no la persona entera. Y así no podrá fluir realmente algo entre
nosotros.
Naturalmente que en el trato mutuo deberíamos guardar las formas y no dar rienda
suelta a las emociones. Pero reprimirlas es algo distinto y no tiene que ver con modales o
cortesía. La represión significa tener oprimidas las emociones, o bien no tenerlas en
cuenta, negarlas sin más. No es un buen método. Pues los sentimientos reprimidos se
buscan un camino para salir a la superficie. Y muchas veces salen a relucir en el
momento menos oportuno, perturbando nuestra relación con la otra persona.
Algunos intentan modificar o vencer sus emociones, valoradas como negativas, mediante
todo tipo de técnicas psicológicas o espirituales. Pero, si lucho frontalmente contra las
emociones, se vuelven cada vez más fuertes. Y muchos que quieren modificar sus
emociones están así expresando que las emociones no son buenas y que ellos mismos no
son buenos, por tener tales emociones.
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Cuestiones fundamentales que hacen avanzar
La cuestión fundamental es cómo lograr tratar pacíficamente unos con otros sin tener
que negarnos a nosotros mismos. ¿Cómo incluso las heridas pueden convertirse en
oportunidades de ahondar cada vez más nuestro amor, para volverlo más honesto y
veraz? Son cuestiones viejas. Y también las viejas tradiciones espirituales pueden
contribuir a dar respuestas actuales.
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emociones tienen también un sentido. Emoción viene de movere, «mover». Las
emociones nos mueven, son una fuente de energía. Si las desconectamos, nos falta
energía. Pero las emociones y pasiones pueden también dominarnos. Por eso se trata de
sacar la energía positiva que se halla en cada emoción, en cada logismós, y aprovecharla
para el camino espiritual propio. Un camino que solo va a través de la transformación.
Observo fijamente la emoción y pienso cómo puede transformarse. El proceso de
transformación sigue algunos pasos que yo he de dar. Pero en ese camino de
transformación actúa también Dios. Por eso un paso importante es siempre comentar con
Dios los logismoí y presentárselos, para que el Espíritu de Dios penetre y transforme la
emoción.
Una sentencia de los Padres lo narra así: «Abbas Poimén preguntó a abbas José: “¿Qué
debo hacer cuando las pasiones se acercan? ¿Debo oponerles resistencia o dejar que
entren?”. El anciano le dijo: “Deja que entren y lucha con ellas”. Cuando Poimén hubo
vuelto a Escete, tomó asiento. Entonces llegó a Escete alguien de la Tebaida y dijo a los
hermanos: “Pregunté a abbas José: ‘Cuando se me acerca una pasión ¿debo oponerle
resistencia o dejar que entre?’. Y él me dijo: ‘No dejes entrar de ninguna manera a las
pasiones, sino despídelas de inmediato’”. Cuando abbas Poimén oyó que abbas José
había dicho eso a los de Tebaida, se levantó, fue donde él a Panefo y le dijo: “Padre, yo
te confié mis pensamientos [logismoí] y resulta que a mí me hablaste de una manera y a
los de Tebaida de otra”. Entonces el anciano le dijo: “¿No sabes acaso que te amo?”. Y
él dijo: “Sí”. “¿No me dijiste: ‘Há blame como si fuera para ti mismo’?”. Y él dijo: “Así
es”. Entonces le dijo el anciano: “Cuando entran las pasiones y tú les das y tomas de
ellas, consiguen que tú quedes más probado. Te he hablado a ti como si fuera a mí
mismo. Pero hay otros a quienes no resulta provechoso que se les acerquen las pasiones,
y por eso necesitan despedirlas de inmediato”» (José 3).
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vivir, y lo que me perjudica lo dejo fuera.
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Tratamiento masculino
de las emociones
Monje y varón
Como monje, naturalmente yo mismo soy varón. Está claro que también los monjes
tienen un trasfondo educativo determinado, influido por la cultura del entorno. Pero los
monjes siempre se han planteado también sus propias emociones. El modo y manera
como lo han hecho muestra también cosas interesantes. Quizá pueda resultar de ayuda
también para los varones actuales.
Evidentemente, también alguien puede plantear otra objeción: por tener su vida
espiritual orientada al encuentro inmediato con Dios, los monjes son especialmente
privilegiados, pues no se ven envueltos en las complicadas y estresantes situaciones de
los varones de ahora y no están bajo presión permanente. No tienen que conciliar o
equilibrar continuamente las relaciones emocionales de la vida privada y las exigencias
de mayor rendimiento en la vida laboral. Pero también nosotros, los monjes, vivimos en
una comunidad, implicados permanentemente en una red de relaciones. Y, naturalmente,
tenemos que ver también con personas de fuera. Estamos trabajando en colaboración con
muchos empleados. Y también nosotros vivenciamos siempre nuestras emociones en
relación con otras personas. Es un prejuicio asimismo la creencia de que los monjes
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somos por naturaleza tranquilos. Tenemos también necesidad de aprender cómo
llevarnos espiritualmente con las emociones. De ello hablan, por lo demás, las historias
de los monjes antiguos, que han plasmado nuestras tradiciones.
Naturalmente, no se trata de copiar los métodos de los antiguos monjes. Cada cual
puede, simplemente, leer cómo abordaban las emociones. Y buscarse el método que más
le convenga.
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Huir de las emociones negativas
A veces puede muy bien ser conveniente huir de las emociones negativas. Abbas Juan
Kolobos cuenta de sí mismo: «Cuando una vez estaba subiendo por el camino de Escete
con un cesto, vi a un camellero. Sus palabras provocaron mi cólera. Entonces dejé el
utensilio y hui» (Juan 5). Juan no puede evitar la cólera. Y tampoco encuentra modo de
diluirla. Tiene que huir de la situación que ha encendido su cólera, con la esperanza de
que entonces no cobrará poder sobre él. A veces, en efecto, echar a correr puede ser
librarse. Al escaparme de la cólera, puedo librarme de ella para que no me domine.
Una buena forma de «huida» puede ser huir a la oración. Así dice Juan: «Me parezco
a un hombre que está sentado bajo un árbol grande y ve deslizarse hacia él a muchas
fieras salvajes. Si no puede oponerles resistencia, se sube corriendo al árbol y está a
salvo. Lo mismo yo: estoy sentado en mi celda y veo que me acechan los malos
pensamientos. Si no tengo ningún poder sobre ellos, huyo con la oración a Dios y me
salvo del enemigo» (Juan 12).
Si uno medita los caminos de los antiguos monjes y de Ignacio de Loyola para gestionar
las emociones y pasiones, percibe que se trata de modos típicamente masculinos,
fuertemente marcados por la razón y la voluntad. Aquellos hombres captan sus
emociones, pero uno tiene la impresión de que siempre efectúan cierto distanciamiento.
Piensan que pueden clarificar las emociones mediante consideraciones racionales, o que
pueden tomar distancia de ellas a base de voluntad. La separación entre lo interior y lo
exterior que hemos podido constatar en las historias de los monjes corresponde, en
definitiva, a esa vía de distanciamiento. Se podría decir que –hasta hoy– es un modo
específicamente masculino de tratar con las emociones.
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reacción ante los otros y ante las circunstancias externas. Por eso tenemos que distinguir
siempre lo que nos viene de dentro y lo que está causado o determinado desde fuera.
Pero solo podemos trabajar los sentimientos que nos vienen de dentro. De las
circunstancias externas hemos de distanciarnos. Las hemos de observar desde fuera, pero
sin dejar que se introduzcan en nuestro interior. Solo así podremos entonces aclarar con
la otra persona qué es lo que de ella ha desencadenado nuestra emoción y cómo y por
qué hemos reaccionado emotivamente a ella. Si no distinguimos los dos niveles, se va a
formar un nudo difícil de soltar. Las mujeres suelen captar este «método» como
«típicamente masculino» y por eso no lo entienden y lo critican. Perciben ese
distanciamiento como una falta de empatía.
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Tratamiento femenino
de las emociones
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rodilla y de todos los miembros. Debilita, por tanto, el vigor del alma y del cuerpo. Y si
estoy enferma, no puedo llevar a cabo el servicio divino. Pero si estamos vigilantes, todo
esto se diluye» (Teodora 3).
Por tanto, Teodora no solo observa las emociones, sino también su repercusión en el
cuerpo. Y presta atención a cómo repercute la constitución corporal en la vida espiritual.
Su camino para transformar las emociones no es la lucha, sino la vigilancia. Su idea es
que, si estoy alerta para observar y penetrar mis emociones y reacciones corporales,
pueden entonces diluirse, perder su poder sobre mí. Estar vigilante significa hacerse
cargo conscientemente de las emociones y fatigas corporales o enfermedades, sintonizar
con ellas y preguntarse qué es lo que quieren decirme. La gestión vigilante de las
emociones y las reacciones corporales me lleva a una claridad y libertad internas. Por lo
demás, la moderna psicología de la atención nos dice algo similar: la observación lúcida
de nuestras emociones –y, unida a ella, la atención al estado emocional de los demás–
tiene también importancia en nuestras relaciones. Para entender esto, no se requiere
ninguna especialización psicológica; basta confiar en los propios sentimientos.
Amistad y conversación
Si a alguien le parece demasiado piadoso o pasivo presentar a Dios las emociones
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propias, le aconsejo: puedes simplemente contemplarlas tú mismo. Podemos desligarnos
tranquilamente del lenguaje de la tradición para poner en claro a qué se referían los
grandes maestros y maestras del pasado. En el fondo su mensaje es: las relaciones con
nuestros semejantes son la piedra de toque para ver si nuestra vida espiritual «atina».
Teresa de Ávila dice que también la amistad es un buen camino para transformar
nuestras emociones. A ella le sirve particularmente, en este contexto, la amistad con
personas que han alcanzado una libertad interior y la conversación con alguien «que no
se hace ya planteamientos ilusorios respecto a las cosas del mundo, porque es de gran
provecho tener conversación con quien las comprende en profundidad, para
comprendernos nosotros» (ibid., 61). Es una frase hermosa. Necesitamos a menudo una
conversación con otra persona a la que mostremos nuestras emociones y con la que
podamos hablar de ellas. No ha de ser alguien que se limite a consolarnos y apaciguar
nuestras pasiones y debilidades. Necesitamos a alguien que comprenda el mundo, que se
comprenda a sí mismo. Entonces la conversación nos ayudará a ser capaces de
comprendernos nosotros mismos. Comprendernos en profundidad no tiene nada que ver
con condenarnos. Más bien habría que hacerlo con humor y serenidad. Penetramos en
nuestros engaños, que nos hacen aparentar algo. Un conocimiento tal produce un efecto
liberador y nos ayuda a desempeñarnos de otro modo con nuestras emociones y
pasiones. Ciertamente, para ello se requiere valor y franqueza mutua.
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también la dicha de ser amada. Por este camino, Teresa ha descubierto esa actitud que
tan importante era para los monjes en su camino de transformación: la humildad. La
humildad es para ella el valor de abrirse al amor de Dios. Eso permite al mismo tiempo
verse tan débil y deficiente como realmente es uno. Teresa puede contemplar su caos
emocional, sus pasiones, sus necesidades infantiles. Pero no se acusa ya por ello, sino
que hace fluir el amor de Dios a todas sus necesidades, pasiones y emociones. No se
condena ya por sus debilidades, sino que justamente las pone al descubierto. Con cada
debilidad descubierta se abre, en cierto modo, una compuerta en su alma para que fluya
el amor de Dios. «Cada nueva debilidad descubierta permite el acceso a un valle más
hondo y todavía desconocido de su propia alma, que el amor de Dios puede inundar
como una corriente de agua» (cf. Jotterand, 47s). Y eso lleva a transformar las
emociones en gratitud, amor y gozo.
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a casa empieza a despotricar de su jefe, sin darse cuenta de lo que su mujer ha hecho.
Ella se siente profundamente herida. El marido no quería herir a su mujer. Pero ella no
distingue entre el comportamiento externo de él y la emoción que en consecuencia brota
en ella. Por tanto, debemos observar bien nuestras emociones, pero también distinguir si
nos vienen impuestas desde fuera o si nos llegan de dentro. Reaccionamos al
comportamiento externo de otra persona. Pero es nuestra propia reacción, nuestra propia
emoción. Solo si lo tenemos en cuenta podremos deshacer «anudamientos» en nuestras
reacciones emocionales, hacer que la otra persona pueda comprender nuestro
comportamiento y aclarar con ella lo que su emoción ha desencadenado y por qué hemos
reaccionado emotivamente de una determinada manera.
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SEGUNDA PARTE
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el mundo.
La envidia no me hace bien. ¿Cómo lidiar con ella? Y ante todo: ¿cómo deshacerme de
ella? En ella se esconde también una fuerza. Es preciso descubrir esa fuerza, movilizarla
positivamente; por ejemplo, transformarla en ambición, trabajar en mí y seguir adelante.
Transformación significa siempre aceptar esa emoción mía y transformarla en fuerza
positiva.
Invitación al agradecimiento
El tercer camino es similar: me imagino que tengo y soy todo lo que veo en otros. Y me
pregunto: si yo tuviera todo eso, ¿sería realmente yo mismo? ¿No sería entonces un
monstruo, un constructo, pero no una persona viva?
Si yo admito la envidia y pienso en ella coherentemente, puede transformarse en
gratitud. Estoy agradecido por mí y por mi vida. Me miro con ojos nuevos. Descubro de
pronto todo lo que Dios me ha regalado. A la gratitud se añaden enseguida la
satisfacción y mis límites. Soy esa persona limitada, pero que ha recibido dones de Dios.
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¿Sirve ejercitarse así, tal como lo he descrito por el triple camino, para lidiar con la
envidia propia? Puedo contar mi propia experiencia en lo referente a esta emoción:
naturalmente, hoy me resulta más fácil superar la envidia, que a pesar del éxito se sigue
presentando en mí una y otra vez cuando alguien tiene más éxito. El éxito no me ha
librado de la envidia. Es solo una ayuda para manejarse con más serenidad con ella. El
método que he descrito lo he experimentado antes yo mismo a conciencia. Siempre
escribo mis libros primeramente para mí, para prepararme un camino que me permita
gestionar las emociones. Al escribir me queda aún más claro lo que me ayuda.
Naturalmente, no basta con hacer este ejercicio una vez, pensando que con ello ya mi
envidia queda transformada para siempre. La envidia va a brotar una y otra vez. Pero
cuando brota no debo luchar contra ella ni reprimirla, sino presentársela a Dios, o bien
profundizar coherentemente en ella de los dos modos descritos. La envidia se convertirá
una y otra vez en un estímulo para llegar a ser por entero yo mismo y para agradecer mi
propia identidad.
¿Y qué hacer si no se queda en una mirada envidiosa? ¿Si los otros se vuelven también
agresivos contra mí? De ello trata la vieja historia bíblica de Caín y Abel. Lo esencial de
esta historia para responder a nuestra pregunta es: si uno se limita a quedarse pasivo, le
sucede como a Abel, a quien Caín dio muerte. Caín era agricultor, y Abel, pastor. Caín
tenía la sensación de que a Dios le agradaban más los sacrificios de Abel que los suyos.
Surgió la envidia. La Biblia relata cómo esa envidia se exterioriza corporalmente: «Caín
se irritó sobremanera y andaba cabizbajo» (Gn 4,5). Dios pregunta a Caín e inicia un
diálogo con él: «¿Por qué te irritas, por qué andas cabizbajo? Si procedieras bien, ¿no
levantarías la cabeza? Pero si no procedes bien, a la puerta acecha el pecado. Y aunque
tiene ansia de ti, tú puedes dominarlo» (Gn 4,6s). La envidia hace vagar al hombre con
una mirada tenebrosa. Y el hombre no se atreve a levantar la vista. Porque entonces
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tendría que mostrar su verdad a Dios. Dios designa a la envidia como un demonio que
está acechando a Caín. El cometido de Caín era dominar a ese demonio; por tanto, luchar
con él hasta que se transformase en fuerza. Caín se deja dominar por la envidia y golpea
a su hermano Abel. Pero su muerte no le va a hacer feliz. Tendrá que andar vagando por
el mundo sin encontrar sosiego.
Pero la historia dice asimismo que Abel perece también por no haberse protegido de
la envidia de Caín. Nosotros deberíamos protegernos. La cuestión es cómo. A mí me
sirve, ante la envidia ajena, seguir bien centrado en mí. No irrito al otro, no reacciono,
sino que sigo centrado en mí. Tengo un escudo protector que interpongo entre el
envidioso y yo.
La envidia gira egoístamente solo en torno a sí misma. Se niega a meterse en la piel del
otro o a empatizar con él. El envidioso solo ve lo que tiene el otro y él mismo no tiene.
Por eso precisamente el envidioso requiere una atención especial. De cara a la educación,
esto significa que para los padres la envidia entre hermanos debe ser una señal de
alarma, indicativa de que alguien se está sintiendo poco tenido en consideración. Puesto
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que el envidioso requiere también la atención de Dios para escapar de su fijación en el
propio yo, propongo el siguiente rito.
RITO
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no le apartarán de hacer lo que considera correcto. Jesús no interpela a los fariseos; su
cólera le lleva más bien a distanciarse de ellos: «Ahí estáis con vuestra obstinación. Pero
yo estoy aquí y hago lo que estimo correcto, lo que para mí es adecuado». La cólera se
convierte para Jesús en fuerza para hacer lo que le parece correcto. Pero Jesús une la
indignación al dolor. Penetra en los sentimientos de los fariseos, en cierto modo
tendiéndoles la mano. Se distancia de ellos para construir una relación nueva en un plano
distinto. Pero los fariseos no aceptan ese ofrecimiento y deciden matar a Jesús (cf. Mc
3,6).
Pero, naturalmente, ocurre también que uno sufre por su propia cólera, se enfada por
estar toda la noche dominado por la furia, sin poder tomar distancia frente a esa irritación
interior. ¿Cómo gobernarse en esa situación?
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Examinar la cólera: ayuda para potenciar la vida
La primera cuestión sería: ¿está mi cólera realmente justificada? ¿Supone rebelarse
contra algo que resulta ser un obstáculo para mi propia vida y la de otras personas? ¿O es
mera expresión de un ego herido, que reacciona colérico cuando no se cumplen sus
deseos infantiles? En el primer caso se trata de transformar la furia en una estrategia
adecuada que lleve a apoyar lo que potencia la vida. En el segundo caso se trataría de
despedirnos de nuestros deseos infantiles.
Una joven policía me contó cómo algunas personas mayores, que podrían ser abuelas
o abuelos suyos, reaccionan furiosas contra ella y la insultan groseramente cuando en un
control de tráfico les hace parar y las interroga. Pretenden, simplemente, que nadie las
moleste nunca. Que la policía no ejerce el control arbitrariamente, sino para proteger la
vida, es algo que esos «indignados» pasan por alto. Absolutizan sus propios deseos
infantiles.
Le pregunté cómo reaccionaba ella. Me contó que esa confrontación la ponía furiosa a
ella misma. Necesitaba la furia para protegerse internamente contra los insultos. En una
situación así, la furia es como un escudo que pongo ante mí para que no me alcancen los
ataques del otro. Si de este modo transformo la furia en fuerza, me hace bien.
Por tanto, la cólera ha de ser transformada claramente en fuerza o energía. Pero una
fuerza que no se dirija contra los otros. Yo no lucho contra otros, sino que más bien me
protejo a mí mismo. Si la cólera me protege de un ataque, entonces debería atravesar mi
cólera para internarme en un espacio interior de sosiego, donde no puedan penetrar ni la
cólera ni los ataques ajenos. No lo puede conseguir cualquiera.
Al dialogar con la furia, importa darse cuenta del motivo que se oculta tras ella.
Descubriré entonces que mi furia es, a menudo, reacción a mi sentimiento de
inferioridad o proviene de una inseguridad interior. Pero no debería quedarme
lamentándolo. Es mejor considerar la furia como una energía activa que me pone en
contacto con mi fuerza interior para que tome en mis manos mi propia vida y siga
derecho mi camino. La furia me motiva a no dejar que otros destrocen mi vida. Expulso
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de mí a quienes me perjudican. En cierto modo, les prohíbo el acceso. En mi casa no
pienso en ellos. La furia se transforma, así, en una fuerza que protege mi yo interior. Se
defiende contra lo que obstaculiza y perjudica mi vida. Entonces no salgo corriendo,
ciego de ira. Sino que transformo la furia en una agresividad lúcida. Es una fuerza que
mira con precisión para distinguir qué es lo que me resulta útil o perjudicial para la vida.
Quien no se da cuenta de las razones de su furia o no las ve claro, corre peligro de seguir
aferrado a la excusa «Es que ya no hay nada que hacer». Es una señal de debilidad.
También aquí es importante el principio «Solo puedo transformar lo que he asumido».
Únicamente si asumo mi furia, con todos los motivos de esa furia mía, la puedo
transformar en una energía buena. Una energía es buena cuando me lleva a abordar y
resolver algo sin seguir con el lamento.
RITO
Intenta por una vez hacer lo que los Salmos te muestran. Imagínate que te hallas
ante Dios y estás despotricando contra una persona que te ha herido. Gritas
durante diez minutos ante Dios todos los improperios que se te ocurren contra esa
persona. Te permites por una vez pronunciar ante Dios todas las palabras
agresivas e insultantes respecto a esa persona. Notarás que eso no funciona. Si te
permites decir todos los insultos, se te van a quedar algunos agarrados a la
garganta. Sobre todo, porque los pronuncias delante de Dios. Y si te han llegado a
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salir algunos improperios, al cabo de un rato sentirás lo contrario de furia y
cólera. Tu furia cambiará a amor. De pronto vas a tener quizá sentimientos
tiernos respecto a esa persona de la que tanto habías despotricado.
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distinguir conscientemente entre las circunstancias externas de mi enfado y mi reacción
personal. Puedo preguntarme: ¿Por qué reacciono ahora a esa circunstancia o a esa
persona enfadándome? ¿Por qué he tomado la decisión de enfadarme? Me pregunto
luego: ¿Qué es lo que realmente me enfada de ese otro? ¿Es su retraso? ¿O es mi
sensación de que no me toma en serio? ¿O ando hoy enfadado en general porque alguna
otra cosa me ha salido mal, y por eso me enoja ahora especialmente que no llegue a
tiempo? Cuando me va bien, me lo suelo tomar con más tranquilidad. ¿Es, por tanto, el
enojo una señal de que debería atender más a mi estado de ánimo interno? ¿Cómo me va
de momento? ¿Estoy satisfecho conmigo mismo? Tal diálogo activo con mi enfado
significa que estoy ya tomando distancia de esa emoción. Algunos hablan consigo
mismos muy enfadados. Es algo distinto, no un diálogo con el enfado, tal como
propongo. Entonces es el propio enfado quien lleva la voz cantante. Y el enfado va
cobrando cada vez más fuerza. A quien ha provocado mi enojo, le arrojaría todo lo
posible a la cabeza. En tales conversaciones con uno mismo, el enfado nos domina e
influye en nuestro estado de ánimo. En ellas, en definitiva, tiene poder sobre mí aquel
con quien me he enfadado. Me tiene mucho más tiempo dándole vueltas a la experiencia
enojosa concreta que fue la causa.
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no puede o no quiere cambiar, el enfado es entonces un desafío a mí mismo, para que
expulse al otro de mí. El enfado muestra que le doy al otro demasiado poder. El enfado
me impulsa a distanciarme del otro, a no darle ya poder. El enfado debería convertirse
entonces en un escudo que pongo ante mí para protegerme y no dejar penetrar al otro en
mi corazón. Porque percibo que eso a mí no me hace bien.
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impulso para distanciarme del otro para, por así decir, expulsarle de mí, queda
transformado en libertad. El enfado me muestra que el otro ha traspasado una frontera
mía o que yo le he hecho traspasar una frontera. El enfado es, pues, un impulso para
trazar un límite claro. Y los límites que yo trazo me dan un sentimiento de libertad. Al
interior de esas fronteras que me he puesto, puedo vivir libremente.
El Evangelio de Marcos relata el enfado de los discípulos contra Santiago y Juan. Ambos
habían presentado a Jesús la petición de sentarse en su reino uno a su derecha y otro a su
izquierda. «Cuando los otros lo oyeron, se enfadaron con Santiago y Juan. Pero Jesús los
llamó y les dijo: “Sabéis que entre los paganos los que son tenidos por gobernantes
tienen sometidos a los súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre
vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro
servidor; y quien quiera ser el primero que se haga esclavo de todos”» (Mc 10,41-43).
Por tanto, Jesús utiliza el enfado de los discípulos para darles una clara instrucción de lo
que para Él significa ser grande y ser pequeño, de cómo entiende el poder. Jesús no
reprende a los discípulos por su enfado: claramente lo ve justificado. Pero no lo refuerza,
sino que lo transforma, poniendo en claro los criterios válidos para Él y para la
comunidad de sus discípulos.
RITO
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sin que adquiera poder sobre ti. Tú te repliegas una y otra vez del enfado al
«observador inobservado», a tu yo auténtico. Ahí estás en paz. Ahí puedes
contemplar con toda tranquilidad tu enfado. Y puedes pensar en plena libertad
cómo reaccionar al enfado y cómo transformarlo en fuerza y claridad.
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¿No es verdad que la codicia positiva nos ha hecho alcanzar a los alemanes nuestro
desarrollo económico y nuestro progreso técnico? Esa ansia de lograr cada vez más se
presentó, sobre todo, tras la guerra perdida y la subsiguiente época de penuria,
contribuyendo al despegue económico.
Pero también es cierto el otro lado: esa codicia ha llevado también a un frenesí
consumista, que ya no es bueno.
La codicia, por tanto, tiene al menos una doble cara. Por una parte, tiene un lado
positivo, que está dirigido al éxito y con mucha frecuencia es también la base para que
alguien alcance algo con todas sus fuerzas. Pero la palabra codicia tiene también el
resabio negativo de lo incontrolado y excesivo. Hay que distinguir, pues, si uno se deja
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llevar por la codicia positiva o por la negativa. La codicia negativa se enseñorea de
nosotros y nos vuelve dependientes. La positiva, en cambio, es un impulso para mejorar
la vida.
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[…] se atormentaron con muchos sufrimientos» (1 Tim 6,10). El autor de la Carta parte,
pues, del hecho de que el propio codicioso se busca tormentos. No nos hace bien
dejarnos dominar por la codicia. Eso ya lo vieron los griegos, que hablan de pleonexía.
Significa querer tener cada vez más. No solo hace referencia al dinero, sino también a la
fama, al reconocimiento y hoy también al ansia de tener cada vez más informaciones, de
estar permanentemente conectado. Una forma de codicia es la avidez de dinero,
philargyría, el amor al dinero. La avaricia –dicen los griegos– destruye la convivencia
en la comunidad y daña al individuo, porque le arrebata la armonía interior. La codicia
puede expresarse en el ansia de despilfarrar o en la avaricia. Platón piensa incluso que
uno es más capaz de sanar el derroche que la avaricia. Porque el avaro no se permite
nada. Dirige su agresividad contra sí mismo.
En latín, la codicia o avidez se llama avaritia. Viene de aveo, que significa «aventar»
o «soplar». Codiciar quiere decir, por tanto, resoplar por algo. Los romanos notaban si la
persona era codiciosa o no. El codicioso o avaro resopla por algo, nunca tiene bastante.
Su respiración es difícil y su cara expresa la codicia. Codicia y avaricia afean el rostro
humano. El codicioso no es bello; está siempre tenso y convulso.
La palabra alemana Gier (codicia) viene propiamente de gerne, «a gusto». Expresa,
por tanto, en general el ansia o afán. Corresponde a la palabra latina desiderium, que
puede significar «deseo», «afán», pero también «anhelo». Los términos alemán y latino
nos muestran, pues, que la codicia no es del todo mala. Es también un impulso
importante para la vida. Hablamos también de Neugier, «curiosidad». La codicia puede
ser una fuente de energía. Por eso no se trata de extirparla, sino de transformarla. La
cuestión es cómo puede transformarse la codicia destructiva en una codicia liberadora,
en un gusto por la vida.
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entonces que ni el dinero ni la fama ni las informaciones se ajustan a mi verdadero
anhelo. Si admito mi codicia y pienso en ella coherentemente, puedo descubrir tras ella
mi anhelo auténtico.
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grandeza. Pero con esas dos estrategias no tuvo éxito; al contrario, no fue reconocido,
sino considerado pecador. Pecador significa marginado. Fue marginado y etiquetado por
los judíos piadosos. Pero él anhela escapar de ese círculo vicioso. Quiere ver a Jesús, de
quien tantas cosas buenas ha oído. Sube a un sicomoro, en cuyo espeso follaje puede
esconderse. Pero Jesús alza la vista hacia él. La palabra griega significa que Jesús alza la
vista al cielo. Jesús ve el cielo en ese pecador. Se da cuenta de su anhelo de cielo. Y
Jesús le pide que baje, porque quiere hospedarse en su casa. Esa mirada de amor, que le
acepta sin juzgarle como los fariseos, transforma a Zaqueo por completo. Transforma su
codicia en solidaridad. Ahora Zaqueo da la mitad de sus bienes a los pobres. E invita a
sus amigos a un convite. Su codicia, que le había hecho aislarse, queda transformada en
empatía con los otros, extraviados como él en la codicia.
RITO
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tiene derecho a existir. Pero, cuando hace acto de presencia, el miedo al miedo se vuelve
tan grande que le tiene a uno agarrado por completo. De una angustia así querríamos
estar libres.
El miedo tiene siempre un sentido. Pretende darnos una tarea.
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Poner la fragilidad de mi existencia bajo la bendición de Dios
Angustia tienen todos. No se trata solo de situaciones extremas: también quien es joven
y se siente sano conoce posiblemente la angustia de poder enfermar, coger un cáncer o
quedar paralizado por un accidente. Si descubro en mí el miedo a caer enfermo, es una
invitación a poner mi miedo y a mí mismo bajo la bendición de Dios. La angustia está
justificada: me muestra la fragilidad de mi existencia. No puedo garantizar mi salud.
Siempre puedo caer enfermo. Reconocer el peligro de la enfermedad me invita a
aceptarme con mi fragilidad y, a la vez, a confiarme a Dios. Pido a Dios que me preserve
de la enfermedad. Pero a la vez pido la confianza de saberme siempre –también en la
enfermedad– acompañado y envuelto por el amor de Dios. La angustia queda, así,
transformada en la confianza de estar siempre en las buenas manos de Dios, en los días
buenos y malos, en la salud y en la enfermedad. Lo cual relativiza el miedo a la
enfermedad.
La angustia viene dada con nuestra existencia humana. Martin Heidegger, en su famosa
obra Ser y tiempo (1927), define la angustia como la situación básica del ser humano. La
angustia muestra al hombre que, en último término, en el mundo no está en casa. «Por lo
que la angustia se angustia es por el propio ser-en-el-mundo». Este filósofo piensa que la
angustia nos fuerza a descubrir nuestra «propiedad», a conocer quién somos propiamente
como seres humanos, cuál es la esencia de la existencia humana. Para la teología que se
confronta con los análisis filosóficos de Martin Heidegger, la angustia se convierte en
una invitación a fundar últimamente mi vida en Dios. Me plantea la pregunta de desde
dónde me defino propiamente. ¿Me defino desde los hombres y sus expectativas y
opiniones o me defino desde Dios? La angustia me refiere en definitiva a Dios. La
angustia no se contrapone a la fe en Dios. Más bien me está impulsando continuamente
hacia Dios para buscar mi fundamento en Él y no en una seguridad exterior o en el
reconocimiento por parte de los demás.
El miedo a la muerte
Todos nosotros, no solo los ancianos, hemos de plantearnos el miedo a la muerte. Esa
angustia también forma parte esencial del ser humano. La psicoterapia existencial, tal
como la ha desarrollado Irwin D. Yalom, reprocha al psicoanálisis clásico de Sigmund
Freud haber reprimido por completo el fenómeno del miedo a la muerte. Pero el logro de
la vida –piensa Yalom– depende de que yo me plantee el miedo a la muerte y lo integre
en mi vida. Muchas enfermedades psíquicas son, en último término, el intento de eludir
el miedo a la muerte. La sanación solo sale bien si nos lo planteamos. Pero, respecto al
miedo a la muerte, es también importante dialogar con él con más precisión. ¿A qué le
tengo miedo exactamente? ¿Es el miedo de abandonar mi vida y a mí mismo, de
desaprovechar tantas cosas bonitas? ¿O es el miedo de perder a otras personas? La madre
tiene miedo a morir, porque sus hijos la necesitan todavía; querría seguir
acompañándoles. ¿O es el miedo a la pérdida del control? ¿O el miedo a lo desconocido
que me espera en la muerte? ¿O es acaso angustia ante la condenación, ante Dios, el
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miedo a confrontarle con mi verdad? Solo el diálogo con el miedo puede transformarlo.
El miedo a dejar solos a los hijos ha de transformarse en la confianza de que están en las
manos de Dios. El miedo a perder el control quiere invitarme a la confianza en que todo
lo que en mí pudiera irrumpir va a ser acogido y transformado por Dios. No tengo por
qué tener miedo a nada. Dios lo conoce todo, en cualquier caso.
A veces se trata simplemente de la angustia general ante la muerte. Una mujer, por
ejemplo, no se atrevía ya a salir de casa. Cuando le pregunté qué pasaría entonces, me
dijo que podría caer muerta. No quise disuadirle de su angustia, pues sería no tomarla en
serio. Le dije: «Sí, puede ser que caiga muerta. Pero en este preciso momento en que está
hablando conmigo, usted sigue viviendo. Sienta conscientemente este momento, como si
fuera el último. Y si usted sale por la puerta, sigue viviendo. Sienta el aire y el sol. Sienta
a las personas que encuentre. Entonces vivirá con intensidad. La angustia ante la muerte
la invita a vivir por completo el momento y a sentir intensamente lo que está viviendo».
La muerte la invita a disfrutar con gratitud del tiempo que tiene todavía, a hablar más
conscientemente con las personas y a meditar qué huella vital quiere dejar marcada en el
mundo.
En ese discurso Jesús pretende quitar a sus discípulos el miedo que podría resultarles un
obstáculo en su presencia pública ante los hombres: «Por tanto, no les tengáis miedo. No
hay nada encubierto que no se descubra, ni escondido que no se divulgue. Lo que os digo
de noche decidlo en pleno día; lo que escucháis al oído pregonadlo desde las azoteas. No
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temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma; temed más bien al que
puede acabar con cuerpo y alma en el fuego» (Mt 10,26-28).
Hace referencia a dos tipos de miedo. Y al mismo tiempo muestra caminos para
transformarlo. El primer miedo es a lo desconocido en nosotros. Muchas personas que se
presentan en público se angustian de que sus espectadores u oyentes puedan descubrir
sus debilidades. Tienen miedo de que los otros miren tras la fachada y descubran allí lo
oculto: las debilidades ocultas, las fantasías ocultas, los fallos ocultos. Estas personas se
dicen: «Si los demás supieran qué pensamientos tan negativos tengo en mí, qué miedos
albergo o cómo he causado heridas a otros, me rechazarían todos». Jesús indica una
terapia para este miedo: Dios lo sabe todo. Nada está oculto ante Él. Presenta, pues, todo
lo oculto ante Dios, déjalo empapar por el amor de Dios. Y no te angusties ya más. No
tienes por qué mostrar lo oculto a todo el mundo. Pero si lo expones ante Dios, perderás
el miedo ante lo que llevas oculto dentro. Y no tendrás ya miedo a que los demás puedan
descubrir eso que hay oculto en ti. Pues ante Dios no hay nada oculto. Y en ti no hay
nada que no esté aceptado por Dios y empapado de su amor.
El segundo miedo es a recibir heridas. Quien se presenta en público puede ser
criticado. Hoy se da una verdadera adicción a espiar los fallos de quienes se exponen en
público y mostrárselos a todos. La angustia impide a muchos mostrarse en público. Para
transformar ese miedo, Jesús aconseja un camino: «Los otros pueden matar tu cuerpo.
Pueden herir tu psique, tus emociones. Y pueden herirte corporalmente. Pero el ámbito
interior, el ámbito del alma, no lo pueden herir. En ti hay un espacio de paz en el fondo
de tu alma. Ahí no pueden alcanzar las palabras lesivas de los otros, ni la violencia física
puede poner en peligro ese espacio. Ahí estás sano e íntegro, estás protegido». La
vivencia de ese espacio interior, del espacio sagrado que es sano e íntegro, transforma el
miedo. A nivel emotivo, sigue estando el miedo. Pero si de la angustia emocional voy al
fondo de mi alma, el miedo queda relativizado. Pierde su carácter acuciante.
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música. Alguien le dijo: «No cantabas tú, han cantado a través de ti». La angustia liberó
a la cantante de su ego, o al menos lo hizo permeable a algo más grande. Se trata de una
transformación decisiva del miedo. El miedo despoja de poder a mi ego, que quisiera
tenerlo todo en el puño y bajo control, y me hace permeable a algo más grande. Esto
puede suceder al cantar, al predicar, al dar una charla o en cualquier otra actuación
pública. Barruntamos entonces que el miedo tiene un sentido, que no debemos
combatirlo, sino dejar que nos abra a algo mayor. Por tanto, el miedo puede tener
ciertamente un efecto positivo si indagamos su sentido y lo convertimos en un amigo que
nos pueda hacer prestar atención a algo esencial: pretende mostrarnos que somos seres
humanos y no Dios; que, en definitiva, solo en Dios encontramos el sostén último y no
en nosotros mismos y nuestra propia fuerza. Puede abrirnos, por tanto, a una realidad
más honda.
RITO
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6
Distinciones y aclaraciones
La depresión puede ser una enfermedad y, como tal, requiere tratamiento
clínicoterapéutico. Pero también hay estados de ánimo depresivos, o depresiones
transitorias, que cualquiera conoce. Se habla entonces de depresión reactiva: depresión
como reacción a una experiencia dolorosa, a la pérdida de un ser querido o de un puesto
de trabajo. Antes se distinguía entre depresión «endógena» y «exógena». La primera está
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como inserta en la psique humana, es congénita. La otra le viene de fuera a la persona.
Hoy se prefiere hablar de depresión leve, mediana y grave. En psicología distinguimos
entre depresión «unipolar» y «bipolar». La depresión «bipolar» hace referencia a una
enfermedad maníaco-depresiva, en que las personas oscilan permanentemente entre una
actividad y desmesura extremas y una reacción depresiva. El trastorno bipolar hay que
tratarlo con medicación. Respecto a la depresión unipolar, la psicología distingue la
«depresión inhibida», en la que uno se siente paralizado interiormente y no está
dispuesto a nada. Y conoce también una «depresión agitada», que se manifiesta en una
gran inquietud y un activismo vacío. A las personas que padecen de «depresión agitada»,
a menudo no se les observa su depresión. Y hay una «depresión larvada», que se
esconde, con frecuencia, bajo síntomas corporales, como dolor de cabeza, malestar
estomacal, pérdida de apetito y mareos. La depresión es, pues, un tema importante. Hay
depresiones que requieren necesariamente un tratamiento de medicación o
clínicoterapéutico. Pero hay también depresiones que quieren decirme algo importante
sobre mí y mi verdad interna. Una depresión así tiene siempre un sentido. Y también
siempre puede ser transformada. Sin embargo, transformarla no significa necesariamente
sanarla.
¿Cómo distinguir si uno está solamente triste o tiene ya depresión como enfermedad? Si
uno se encuentra desmotivado largo tiempo, si no se percibe a sí mismo, si está como
aparte de sí, es una señal de depresión. El que está triste siente su tristeza. El depresivo
no siente nada, está simplemente vacío. Es la sensación de estar metido en un agujero
oscuro. Estar separado de la vida. ¿Cómo abordarlo?
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depresión sería entonces una invitación a volver a descubrir mis raíces, a encontrar mis
raíces en la fe, mis raíces en la familia y en mis antecesores, en la fuerza de su vida y de
su fe. Los ritos serían entonces un buen camino para entrar en contacto con las raíces de
mis antecesores. A menudo perdemos nuestras raíces por nuestra excesiva movilidad.
Vamos disparados de un lugar a otro, cambiamos continuamente de vivienda y de lugar
de trabajo. La depresión es entonces también una advertencia para que tengamos en
cuenta nuestro ritmo y dejar que aflore adecuadamente nuestra necesidad de arraigo, de
un sitio donde nos sintamos en casa y nuestro árbol pueda echar raíces.
Otro mensaje de la depresión es la desmesura. Como queremos demasiado, como
trabajamos demasiado, poseemos demasiado, queremos participar en todo, estar en todo,
nos sobrecargamos. La depresión es entonces una advertencia para que descubramos
nuestra propia medida y nos contentemos con ella. De esa desmesura forma parte la
exigencia de reprimir el sufrimiento y estar solo enamorados del éxito. En una sociedad
que reprime el sufrimiento, cualquiera que sufre se siente pronto deprimido o enfermo
psíquicamente. Pero el sufrimiento forma parte esencial de la vida humana. Por eso la
depresión es siempre también un aviso para aceptarme como una persona a la que
también puede tocar sufrir.
Pero sigue estando la cuestión de cómo ayudar al que sufre. Si alguien está metido en
la depresión, ¿cómo puedo al menos ayudarle a ver más positivamente su depresión?
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de mí mismo; del enturbiamiento de mis ojos, que todo lo ven negativo.
Rencor o reconciliación
Nuestro sistema médico, a menudo con razón, pero a menudo quizá también con
excesiva premura, tiende a prescribir medicamentos. Ciertamente, hay depresiones que
no se pueden curar a base de charlas. Son personas que necesitan medicación. Y, a pesar
de ella, vuelven a experimentar una y otra vez una recaída en la depresión. Estas
personas están a menudo desesperadas y tienen la sensación de ser una carga para su
entorno. Pero también esta depresión puede ser transformada. Nosotros no hemos
elegido la patología depresiva. A veces procede de la herencia. Pero nuestra tarea es
manejarnos con esa depresión. Puedo convertirla en una acusación a mi entorno: los
otros tienen la culpa de que me sienta tan mal. No me comprenden. No tienen tiempo
para mí. Me dejan solo. Entonces la depresión se convierte en rencor, que envenena todo
el ambiente en derredor mío. O bien puedo reconciliarme con mi depresión. Entonces, en
medio de mi parálisis depresiva, experimentando la negrura depresiva, me convierto en
alguien que ve en profundidad. De mí sale el mensaje de que no soy una persona
superficial, sino alguien que ve la hondura del ser humano. Así es como pudo
transformar su depresión el teólogo Romano Guardini, que escribió un libro sobre la
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melancolía. La pesadez que oprimía su alma le hacía sufrir. Pero hizo también la
experiencia de «que la presión se relaja, que el encierro interior desaparece y que,
entonces, se libera la existencia de ataduras, y es posible ese sentirse elevado, flotando
en el aire, de la totalidad del hombre; que el hombre experimenta esa transparencia de las
cosas y de la existencia, esa claridad de visión» (Vom Sinn der Schwermut [Sobre el
sentido de la melancolía], 41). Para Romano Guardini, la depresión se transforma
cuando se vuelve una experiencia espiritual. Esa experiencia espiritual que el místico
Juan de la Cruz llama la «noche oscura del alma». La noche oscura no es idéntica a la
depresión. Pero si yo acepto ante Dios mi depresión, puede convertirse en noche oscura,
que me purifica de todas mis representaciones de Dios y de mí mismo y a veces me
proporciona una perspectiva clara del misterio de Dios y del misterio de mi ser humano.
El miedo al suicidio de un enfermo deprimido nos conduce a menudo a pasar por encima
de nuestros límites y pensar que a toda costa hemos de preservar de ello a esa persona.
Sin embargo, tenemos que reconocer nuestros propios límites. Es siempre decisión de la
propia persona deprimida el poner fin a su vida. Ahí no podemos cargar nosotros con
una mala conciencia.
De la desesperación a la esperanza
Una ayuda para que el depresivo no se sienta como una carga, sino que encuentre sentido
en su depresión, es que asuma la depresión en representación de otros. Si puedo llegar a
esta actitud, entonces mi depresión recibe un sentido. No soy una carga para otros. Estoy
haciendo algo por otros, por cuanto mi depresión no me hace desesperar, sino que cargo
con ella conscientemente en favor de otros. Este camino lo ha descrito Elisabeth Ott en
su libro sobre la noche oscura del alma. Entra en las depresiones que padeció Martin
Lutero, citando al psicólogo Erik H. Erikson, que ha escrito un libro sobre Lutero. Él
piensa que Lutero hizo «el trabajo sucio de su época» con sus fases depresivas. La
depresión de Lutero fue ciertamente una experiencia personal, pero al mismo tiempo
anunció con ello al mundo algo importante: el camino liberador del miedo a un Dios juez
riguroso, que resultaba entonces un tormento para la gente.
De modo similar, la experiencia depresiva de Reinhold Schneider fue como un
sufrimiento vicario por los hombres de su época. Schneider asumió, representando a sus
contemporáneos, el sufrimiento por el carácter absurdo de la historia y por la
superficialidad de una fe meramente exterior. La idea de la representación puede ayudar
también hoy a las personas depresivas a reconciliarse con su depresión. Entonces no se
sienten como fracasadas, como una carga para su entorno. Sino que más bien tienen el
sentimiento de que la depresión es su tarea para iluminar algo este mundo desde su lugar
más oscuro. Eso aligera el agobio de la depresión. Se transforma así en amor a las demás
personas, en representación de las cuales uno persiste en sufrir la depresión. Las
personas depresivas son una protesta viva contra la ideología del éxito, contra la fijación
unilateral en el fitness corporal y espiritual, en los éxitos y los logros. Tienen también,
por tanto, un mensaje importante para los «sanos».
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Así pues, la transformación de la depresión no la elimina. Sigue estando, pero pasa de
ser una carga para los otros a ser abnegación en favor suyo, de ser desesperanza a ser
esperanza, de ser oscuridad a ser claridad y de ser tristeza a ser una paz interior
profunda. Cambia de ser un lugar de lejanía de Dios a ser lugar de una especial cercanía
a Él y de profunda experiencia de un Dios que sobrepuja todas las imágenes que de Él
nos hemos hecho.
RITO
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Transforma la impaciencia
en serenidad
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Aceptar esperar: simplemente estar ahí
Lo esencial de la impaciencia consiste en la incapacidad de esperar. Primero voy a
describir, sin más, distintas situaciones en que la impaciencia puede transformarse en
paciencia. La primera: la cola en la caja o en el mostrador del aeropuerto. Tomo en
consideración mi impaciencia. No puedo esperar. Me digo entonces: Con mi impaciencia
no voy a ir más deprisa, no logro adelantar. Si me pongo a empujar, solo lograré atraer
sobre mí la agresividad de todos los que están en la cola. Por tanto, puedo solo aceptar la
impaciencia y decirme: Ahora estoy en una cola. Disfruto de tiempo para pensar.
Aprovecho el tiempo para rezar por otros, para meditar, para entrar en mi interior. Hoy
muchos emplean el tiempo de las colas en mirar sus SMS o correos y responderlos. Pero
eso no transforma la inquietud. Al responder mis correos o SMS puedo seguir estando
impaciente. Estoy tenso por dentro. Únicamente se transforma la impaciencia si acepto
conscientemente esperar y por una vez disfruto de no hacer nada, sino de estar ahí
simplemente.
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el convencimiento de que dejando ser es como mejor actuamos. El dejar ser al otro se
vuelve una bendición para él.
RITO
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Los celos, ya se den entre amigos o en una relación de pareja entre hombre y mujer, son
una emoción que no gusta admitir. Afecta al orgullo propio. Uno tiene miedo de que el
otro eluda mis emociones. No facilita las cosas que el otro diga «Los celos son problema
tuyo. No hay motivo alguno. Son imaginación tuya, algo ilusorio. No tienen nada que
ver conmigo ni con mi comportamiento». No se puede saber objetivamente si hay razón
para los celos o no. Son un sentimiento subjetivo. ¿Quién puede estar completamente
seguro de si realmente el hombre provoca que las mujeres corran tras él y le admiren?
¿O quizá eso solo existe en mi imaginación? En cualquier caso, me siento como
disminuida. Percibo la fragilidad de la relación como una amenaza real. ¿Acaso no es
natural que yo trate de tenerlo entero para mí, que no quiera compartirlo con otras
mujeres? ¿No forma parte del amor tal exclusividad? Y, aun cuando la pareja intente tan
a menudo disipar esos celos, a la mujer afectada no le sirve de ayuda. Piensa que él no
toma en serio sus sentimientos.
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atormentan. Y a la inversa: también dan tormento a su cónyuge, a su amiga. No sirve
reprochar a la pareja que es celoso o celosa. No necesita motivo alguno para serlo. Los
argumentos racionales y los reproches morales no pueden transformar los celos. Por el
contrario, los acrecientan.
Un ejemplo: Un joven esposo pregunta a su mujer si le parecería bien que una antigua
amiga de juventud viniera dos días de visita. La esposa está de acuerdo; conoce esa
antigua amistad y está segura del amor de su marido. Y, sin embargo, cuando la amiga
de antaño se presenta, la esposa apenas puede soportarlo. Contra su voluntad, la invaden
de repente unos celos intensos. Se siente impotente por completo frente a ese
sentimiento. Siente angustia de que su marido pueda seguir queriendo o volver a querer a
aquella antigua novia. Piensa en la historia común que ambos tuvieron juntos y en la que
ella no tuvo parte alguna. Comprender esto y ser consciente de ello puede servir de
mucha ayuda. Uno no se libra de los celos reprimiéndolos. Pero ¿cómo transformar esos
celos?
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mujer. En tal caso es probable que la relación se vuelva aburrida. Una mujer me contó
que su marido se ponía celoso cuando ella salía con sus amigas para conversar juntas. Él
querría tenerla siempre consigo. Pero, cuando la tiene al lado, él no tiene nada que
decirle. Se sienta ante el televisor en lugar de hablar con ella. Quisiera solo disponer de
ella, tenerla allí. Cuando me dejo llevar del todo por los celos, estoy bloqueando la
relación y, a la larga, la daño.
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Los celos como desafío mutuo
También la Biblia hace referencia a los celos, por ejemplo en el relato de las hermanas
Marta y María. Jesús es amigo de ambas. Marta cuida de Jesús y sus discípulos, pone la
mesa, se ocupa de la comida. María se sienta sin más a los pies de Jesús y le escucha.
Entonces Marta se enfada. Se siente abandonada por su hermana en su trabajo y celosa
de su cercanía a Jesús y dice: «Maestro, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en
esta tarea? Dile que me ayude» (Lc 10,40). Pero Jesús justifica el comportamiento de
María: «Marta, Marta, te preocupas y te inquietas por muchas cosas, cuando una sola es
necesaria. María escogió la mejor parte y no se la quitarán» (Lc 10,41s). Esta escena
puede interpretarse de diversas formas. Por un lado, Marta y María son las dos caras que
hay en cada uno de nosotros. Pero también podemos interpretarlo como una historia de
celos entre dos hermanas. Entonces la respuesta de Jesús sería: «Estate por entero en lo
que haces. A ti te va bien poner la mesa y ser hospitalaria. Te lo agradecemos. Pero deja
hacer a tu hermana lo que para ella es ahora importante. Quiere escuchar mi mensaje.
Ambas cosas son igual de buenas. Pero no debemos volvernos celosos por lo que hace la
otra ni por la cercanía que siente». El camino de transformación de los celos pasa, por
tanto, por estar por completo donde uno mismo y no centrarse continuamente en el otro,
en lo que pueda pensar o hacer, o en lo que tiene y yo no tengo. Pero esta historia puede
leerse también de otro modo: si María –que es asimismo anfitriona– fuera más sensible
con su hermana Marta, esta no habría quedado en situación de tener celos. Por tanto, los
celos son también un desafío mutuo. Los problemas no han de adjudicarse solo a una de
las partes: se trata siempre del comportamiento de ambas partes. Si mi comportamiento
daña al otro, si conscientemente le hago ponerse celoso, entonces es responsabilidad mía
portarme con él con más amabilidad y consideración. En una relación las emociones son
siempre recíprocas. Provocamos emociones en la otra persona. Naturalmente, cada cual
debe tratar con su emoción. Pero deberíamos también estar atentos a no provocar
innecesariamente emociones negativas en el otro.
RITO
Toma como un rito el mensaje de Marta y María: intenta estar por completo en ti,
estar por entero en lo que haces ahora. Primero siéntate y atiende a tu
respiración. Imagínate que en cada inspiración fluye en ti el amor de Dios. Y al
espirar, deja que ese amor inunde tu cuerpo. Entonces estás por entero en ti. Y
tampoco se suscitará en ti pensamiento alguno de celos. Ve entonces a pasear muy
lentamente por tu habitación o afuera. Intenta estar por entero en el andar. Pongo
mis pies en el suelo paso por paso y los levanto de nuevo. Me encuentro por entero
en el andar. Me muevo. Me voy transformando al caminar. Y si quieren
presentarse pensamientos de celos, déjales resbalar de ti con cada paso. Si estás
por entero en el andar, ya no es tan importante si ahora María está más cerca de
Jesús, si tu novia o tu mujer conversa ahora con un hombre simpático. Tú estás
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por entero en ti. Y eso te protege de fantasías celosas.
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Quien está amargado, en definitiva está muerto
La Biblia habla a menudo de la amargura de los seres humanos. La muerte tiene un sabor
amargo: «¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo con sus
posesiones!» (Sir 41,1). Job se queja a Dios de que le ha saciado de amargura (Job 9,18).
Ezequías, enfermo, presenta a Dios su amargura: «Huye de mí el sueño por la amargura
de mi alma» (Is 38,15). Cuando Pedro se dio cuenta de que había negado a Jesús tres
veces, salió afuera y «lloró amargamente» (Mt 26,75). Y la Carta a los Efesios amonesta
a los cristianos: «Alejad de vosotros toda amargura» (Ef 4,31). La palabra griega para
decir «amargura», pikría, quiere decir «la biliosidad que a través de la irritación lleva a
la amargura» (Schlier, Epheserbrief, 229). El sufrimiento y la muerte pueden amargar al
ser humano, pero la amargura puede convertirse también en un vicio que el hombre debe
evitar. Pues –como piensa el último libro del Nuevo Testamento– la amargura hace
morir al hombre: «Un tercio del agua se volvió amarga y muchos hombres que la
bebieron murieron, pues se había vuelto amarga» (Ap 8,11). Quien interiormente está
amargado, en definitiva está muerto. No vive realmente.
Una mujer me contó que era en especial por la noche cuando tenía reacciones
agresivas y susceptibles. «Mi padre solía llegar a casa borracho por la noche. Durante el
día los hijos estábamos contentos con nuestra madre. Pero en cuanto llegaba el padre,
había bronca. Mi padre traía a casa un ambiente negativo. Por eso se apoderaba de mí la
amargura de que mi padre fuera tan agresivo y difundiera tensión. Pero ¿cómo salir de
mi amargura?».
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ha entendido esa transformación de lo amargo en dulce al componer la quinta palabra de
Jesús en la cruz (Sitio, «Tengo sed») mediante una tercera disminuida. Jesús se inclina
lleno de amor hacia los hombres amargados y les comunica que ha tomado sobre sí y ha
apurado su amargura, para que la vida de ellos quede endulzada con su amor. Jesús
mismo es quien transforma nuestra amargura.
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de transformar las heridas del pasado en una perla. Primero he de despedirme de las
ilusiones que me había hecho sobre mi vida. He de aprender a decir sí a mi propia
medianía, decir sí a la vida que el destino me adjudica. No siempre es sencillo. Y
fácilmente puede volver a colarse la amargura. Pero entonces debe ser un desafío para
volver a preguntarme qué es lo que realmente me sostiene.
Existe también el camino de una reacción activa a la amargura. Cuando, por ejemplo,
a uno le acomete el «demonio vespertino», entonces debe plantearse no responder al
atardecer ningún correo importante o crítico ni tomar ninguna decisión. O se puede
meditar cómo volver fecundas para uno mismo y para otros las experiencias de la
infancia. Todos pueden con sus experiencias ayudar a los demás a tratar mejor consigo
mismos y poder ser una buena acompañante o un buen agente pastoral de cara a otros.
RITO
Considera la cruz e imagínate que Jesús se inclina desde arriba hacia ti. Él
percibe tu amargura. La bebe hasta el final. E imagínate que desde el corazón
traspasado de Jesús fluye su amor a tu amargura. No tienes que combatir en
absoluto esa amargura. Le das cabida, pero la presentas a Jesús y dejas fluir a
ella su amor. Siente cómo el amor va transformando paulatinamente tu amargura
en dulzura. Quizá lo que surge al principio es solo un sabor agridulce. Pero
muchos quisieran ese sabor agridulce. No tiene por qué ser una dulzura de
chocolate. Pero confía en que el amor de Jesús va penetrando y transformando
paulatinamente tu amargura.
74
10
75
ese privilegio. Comparan lo que pueden hacer, lo que les está permitido por sus padres,
con lo que se les concede a sus hermanos. Andan siempre comparando, querrían que
todo fuera igual. Pero tienen siempre la impresión de que ellos reciben demasiado poco
tiempo y dinero y atención. En la escuela, los alumnos se comparan unos con otros. Y
llevan cuenta precisa de cuánta dedicación da el maestro a cada uno. Y así
sucesivamente.
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Alfred Adler nos ha mostrado caminos para poder transformar el sentimiento de
inferioridad. Con todo, hemos de traducir sus ideas a nuestro entorno concreto. El
sentimiento de inferioridad está siempre ocasionado por un excesivo dar vueltas en torno
a mí mismo. Por ello, un camino importante para transformarlo es no estar girando
continuamente en torno a mí, sino relacionarme con las personas de mi alrededor.
Cuando me implico en la comunidad, me siento también sostenido por ella. Y entonces
el tema de la inferioridad pierde importancia.
Otro camino de transformación consiste en eludir mis sentimientos de valer menos y
adentrarme interiormente hasta el fondo de mi alma. Allí es donde vivencio mi yo
auténtico. Y ese yo auténtico no depende de la impresión que causo hacia fuera. Cuando
estoy en contacto con ese yo auténtico, cuando siento que soy hijo o hija de Dios y que
tengo en Dios una dignidad singular, entonces ya no es tan importante cómo me
comporto ante la gente; si resulto inseguro o tímido o ansioso. Eso es solo mi
comportamiento externo. Pero en mí siento una honda tranquilidad interior. Y entonces
tampoco tengo ya que compararme con otros. Cuando estoy conmigo mismo, cesa la
comparación.
Lo bello es saludable
Otro camino propuesto por Adler para deshacerse del sentimiento de inferioridad: para
él, la sensibilidad para la cultura y el arte, la apertura a lo bello, puede liberarnos del
sentimiento de inferioridad. Cuando contemplo un paisaje hermoso, olvido mis dudas
sobre mi propia valía. Quedo enteramente absorto en la contemplación. O cuando
contemplo una puesta de sol, una pintura bonita, una estatua bella, me olvido de mí
mismo. En ese momento estoy presente por completo, en consonancia conmigo mismo.
Entonces no me planteo ya una minusvaloración. El escritor Martin Walser ha expresado
así esa experiencia: «Si encuentras bello algo, no te sientes nunca solo. Si encuentras
bello algo, estás salvado, salvado de ti mismo». Si yo encuentro bello algo y lo
contemplo, me libero de andar girando en torno a mí mismo. Entonces lo bello puede ser
saludable para mi sentimiento de inferioridad. Me siento perteneciente a lo bello. Tengo
parte en lo bello. Me siento yo mismo bello. No me comparo, por ejemplo, con la
hermosa mujer de la publicidad, sino que veo mi propia hermosura, mi propia dignidad,
mi propia valía.
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trabajar en mí, para llegar más adelante en mi camino. Pero en ese camino de avance
sigo teniendo que aceptar mis límites. Y no debo quedarme atascado en la comparación.
Porque entonces estaré siempre insatisfecho. Se trata de considerar el éxito ajeno como
invitación a ponerse uno mismo en camino y progresar más. Sabiendo siempre dónde
está mi límite. Y estando por entero conmigo mismo en ese camino de avance. No debo
mirar siempre a los otros, sino andar mi propio camino. Pero en ese camino mío me dejo
desafiar e impulsar por los otros. Si corro mil metros con otras personas, me estimulan a
correr más rápido. Pero si miro al corredor de cabeza, que hace mucho nos ha dejado
descolgados a los demás, solo quedaré desmoralizado. En cambio, si miro solo a los que
corren inmediatamente delante de mí, no me rendiré tan fácilmente y seguiré
sintiéndome espoleado.
Percibirme a mí mismo
Cuando alguien sufre por sentirse inferior, suelen aconsejarle que se fije en sus
fortalezas. Cierto que ese otro tiene éxito, pero yo soy más inteligente. Ha hecho carrera,
pero está solo; yo tengo familia y estoy satisfecho de ella. Pero si contrapongo mis
ventajas a las fortalezas del otro, sigo comparando. Y siempre descubriré en el otro algo
que a mí me falta. Es mejor la vía de prescindir del otro y percibirse a sí mismo.
Una mujer asistía con gusto a un grupo de mujeres. Pero a la vez le hacía sufrir estarse
comparando siempre con las otras. Las otras tenían estudios y hablaban mejor que ella.
Siempre que quería decir algo, pensaba: «Esto ya lo ha dicho mejor la otra. No puedo
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expresarlo tan bien como ella». Una amiga le aconsejó que se presentase, pues, en
cambio, era la mejor ama de casa y sabía cocinar mejor que las mujeres con estudios de
su círculo. Pero eso no le sirvió. Porque seguía con las comparaciones. Yo le aconsejé:
«Simplemente, siente tus manos. Y disfruta de escuchar. Y concédete la libertad de no
tener que decir nada. Si tienes ganas de decir algo, di algo, aunque otra haya dicho ya
otra cosa parecida. Permanece contigo misma y con tus sensaciones. Entonces te sentirás
bien en el grupo, libre de la presión de tener que compararte». Si permanezco conmigo,
no me pondré tampoco por encima de los demás. Sino que podré sintonizar con ese otro
a quien en este momento no le van bien las cosas, que se ha puesto enfermo o ha tenido
un fracaso.
El segundo paso: Tomo el compararme como invitación a contemplar con gratitud lo que
soy, mis cualidades, los dones que Dios me ha hecho en mi vida. No tengo por qué
hablar mal del otro ni rebajar sus éxitos. Le dejo su éxito, su inteligencia, el cariño que
recibe, su espiritualidad. Pero, conscientemente, pongo la mirada en mi vida. Y ahí
encuentro materia suficiente para dar gracias a Dios. Puedo ejercitar el agradecimiento
percibiéndome a mí mismo. Percibo mi cuerpo y agradezco que está sano. Me hago
cargo de mis sentimientos. Agradezco poder sentir, pensar, respirar. Si estoy por entero
en el instante, me lleno de gratitud. Así no pienso en mil cosas que necesitaría. Percibo
que mi vida es un regalo. En alemán, danken, agradecer, viene de denken, pensar. Quien
piensa correctamente en su vida, se vuelve agradecido. Por eso debo aprender a pensar
con corrección.
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compararme. Tomo parte en todas las personas. Todo lo que tienen lo tengo yo también.
El éxito del otro no me causa enfado. Descubro la riqueza de mi alma al darme cuenta de
todas las cualidades de los otros.
RITO
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11
No controlo mi situación
¿Cómo puedo y debo abordar mi odio si no quiero pagar con la misma moneda, sin
hacerme daño a mí mismo y a los otros? No sirve ni vivirlo hasta el fondo ni reprimirlo.
Si reprimo el odio, estaré siempre pendiente de él. Necesito mucha energía para reprimir
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una emoción tan fuerte. Y el odio va a brotar de nuevo una y otra vez. Entonces vivo
angustiado de que brote en mí sin control y me empuje a actos irracionales. Además, me
hace sentirme siempre culpable, porque percibo en mí ese odio. Naturalmente, un
cristiano no debe odiar. Pero esos pensamientos moralistas no disuelven mi odio. A
pesar de ellos, el odio sigue estando en mí. Estoy dominado por él. No controlo mi
situación. Lo cual me produce angustia. Puede llevarme a perder el control sobre mí.
El odio y el sentimiento de venganza están interconectados. A menudo el odio busca
expresarse en la venganza. El sentimiento de venganza es antiquísimo en el ser humano.
Ya la Biblia contiene numerosos relatos de venganza. Ahí está no solo Caín, que se
venga de su hermano Abel asesinándolo, porque era el preferido. También Saúl se venga
de los sacerdotes que le habían ocultado la huida de David y los hace matar. Absalón se
venga de Amnón, que había violado a su hermana Tamar, y hace que lo maten. La
venganza es un sentimiento que pretende defenderme contra una injusticia y restablecer
lo justo. Pero mi sentimiento de venganza me vuelve a mí mismo injusto y quizá incluso
asesino. Por eso el Antiguo Testamento subraya siempre que solo a Dios compete la
venganza. El hombre no puede vengarse, tampoco de quien le ha hecho injusticia. Puede
procurar la justicia. Pero es otra instancia quien ha de cumplir esa justicia.
Nos horroriza que un jefe se deje llevar por la venganza y cause heridas profundas a sus
empleados. Pero antes de juzgar a los otros, hemos de indagar honradamente en nosotros
mismos. También en nosotros se dan sentimientos de venganza. Los rechazamos con la
razón. Pero a veces nos espantamos de nosotros mismos por ser capaces de tener tales
sentimientos. Se requiere la humildad de reconocer que en nosotros hay sentimientos de
venganza. Solo lo que admitimos puede transformarse. Pero ¿cómo transformar tales
sentimientos de venganza?
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imaginarme que pongo en práctica esos sentimientos. Pero si en venganza me permito
hacer algún mal al otro, ¿me quedo realmente bien? Me daría cuenta entonces de que me
dejaba arrastrar por el otro a algo contrario a mis propios valores. Me volvería
descontrolado, excesivo, desenfrenado. Haría algo que contradice lo más íntimo de mí.
En definitiva, estaría dando poder al otro. Me dislocaría de mi centro y me dejaría incitar
a cosas que luego me dolerían. En cambio, si transformo mis sentimientos de venganza
en la ambición de no dejarme desviar de mis valores por el otro, seguiré estando
conmigo mismo.
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mí. Tengo en mí una fuerza grande. Y ya no la dirijo contra otros, sino que la despliego
en vitalidad, en gusto por la vida. Desarrollo las posibilidades y cualidades que Dios me
ha dado».
Por tanto, deberíamos transformar la fuerza encerrada en este sentimiento en una fuerza
positiva, en la fuerza propia para deshacernos de la impotencia que con tanta frecuencia
lleva a la violencia.
Podemos observar en los niños de qué se trata. Los niños cuyos padres o maestros les
han humillado o herido profundamente sienten el odio como una reacción activa. No
caen en la depresión, sino que odian a sus padres. Lo cual es más sano que deprimirse.
Pero los niños no deben quedarse agarrados al odio, porque se dañarán a sí mismos.
Tampoco han de reprocharse ni desgarrarse con culpabilidades por tener ese sentimiento
fuerte. Lo necesitan para protegerse de los padres o educadores que les hieren y
construirse un muro que los otros no puedan traspasar. Pero luego deberían transformar
el odio en una fuerza constructiva con la que puedan dar forma a su propia vida. Y
deberían percibir tras el odio también el amor herido. El odio es el reverso del amor. Si
nunca he amado a alguien, tampoco le tendré odio. El odio es amor herido. Por eso sería
importante para los niños caer en la cuenta de su propio amor que se oculta tras el odio a
los padres. Quizá descubran en ese amor también aspectos positivos de su padre o
madre. La mujer que de niña tuvo que presenciar cómo su padre pegaba brutalmente a su
hermano descubrió que su mismo padre era mortalmente desgraciado. Había transmitido
al hijo sus propias heridas y humillaciones. A través de su odio, ella se dio cuenta de lo
herido que estaba su padre, de cómo sufría consigo mismo y con su vida. Así, su odio se
fue transformando paulatinamente en compasión. Y a través del odio pudo descubrir
también las raíces buenas que ella había recibido asimismo de su padre.
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La fuerza de la bendición y la intercesión
El segundo camino de la transformación pasa por bendecir. Debemos bendecir a quien
nos causa daño y habla mal de nosotros. «Bendecid a los que os maldicen» (Lc 6,28). En
mis cursos invito a veces a los participantes a escoger conscientemente a una persona
que les ha herido, frente a la cual perciben sensaciones negativas. Deben entonces elevar
sus manos para bendecir y hacer fluir la bendición a esa persona por medio de sus
manos. Los participantes suelen tener muy buenas experiencias con este ejercicio. Esto
es lo que sienten: la bendición produce en mí el efecto de un escudo protector. El otro ya
no puede alcanzarme lastimándome. La bendición me protege de su odio. Y yo me apeo
del papel de víctima. Con la bendición reacciono activamente ante el otro. Contrapongo
una energía positiva a la energía negativa que me llega de él. Eso transforma mis propios
sentimientos. El odio se cambia en simpatía. No soy una víctima de su odio, sino alguien
que bendice al otro, que le desea cosas buenas. Lo cual transforma también mi visión del
otro. No es ya mi enemigo, sino una persona que está bendecida por Dios y a la que
deseo que llegue a hallarse en paz consigo misma.
El tercer camino viene indicado por la frase «Rezad por los que os injurian» (Lc
6,28). Rezar por otro es semejante a bendecir. Una oración con carácter de intercesión.
Rezo por él, para que sus heridas sean sanadas. Interceder significa, por tanto: presento
ante Dios al otro, tal como es, con su desgarro interno, para que el Espíritu de Dios fluya
a su caos interno y le transforme y sane, y así llegue a estar en paz consigo.
Mediante la oración y la bendición, acontece la transformación. Esta transformación
concierne primeramente solo a nosotros mismos. Únicamente puedo transformarme a mí
mismo. Pero puedo confiar en que mi actitud transformada transformará también al otro,
hará que tengamos de pronto un encuentro más amistoso. Jesús nos ha dado un ejemplo
hermoso de ello cuando dice: «Si uno te obliga a caminar mil pasos, haz con él dos mil»
(Mt 5,41). Los soldados romanos tenían derecho a obligar a cualquier judío a caminar
mil pasos con ellos para llevar bultos o mostrarles el camino. Muchos lo hacían con un
profundo odio a los romanos, un odio procedente de la impotencia ante las fuerzas de
ocupación. Si alguien, en lugar de mil pasos, anda con el soldado romano dos mil, puede
hacerse amigo suyo en el camino. Surge de pronto una relación nueva. En último
término, eso hace bien a los dos.
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ajusta a esa imagen. Y por eso se odia a sí misma. Por tanto, el odio sería una invitación
a deshacerse de esas imágenes y tener con toda humildad una mirada realista: «Yo soy
así como soy: susceptible, herido, hiriente, lleno de odio, lleno de impotencia». Es
doloroso verse con tal realismo. Por eso se requiere continuamente humildad, para
contemplarse con honestidad. Y se necesita misericordia. Debo tratarme
misericordiosamente a mí mismo. Un buen ejercicio es abrazarse uno con todas las
facetas negativas, con todo el caos interior, e imaginarse cómo el amor de Dios penetra
en esas zonas oscuras de mi alma y cómo yo mismo hago que mi propio amor las inunde.
Entonces voy saliendo lentamente del círculo vicioso de odiarme a mí mismo y de hacer
constantemente, por causa de ese odio, lo que yo propiamente detesto en mí. Intento
entenderme, por qué soy así como soy. No me juzgo, sino que me abrazo. El abrazarme
y la actitud misericordiosa para conmigo mismo pueden conseguir que cambie todo lo
que odio en mí. Se vuelve digno de amor. Eso me preserva de hacer lo que yo luego
volvería a odiar. Y sentiré: «Sí, es mucho más hermoso abrazarme que odiarme».
Es importante protegerse
Otra cosa es cuando tengo la experiencia de que otro me odia. Eso duele. Una reacción
sensata es preguntarse si yo he podido herir al otro. Pero si percibo que le he tratado
correctamente, entonces tengo que dejar el odio donde él. No debo doblegarme y
amoldarme solo para que él esté satisfecho. Eso no me haría bien a mí, ni tampoco a él.
Me planteo entonces: «¡Qué mal le debe ir cuando me odia así! ¿Se siente inferior frente
a mí? ¿O provoco en él algo que odia en sí mismo?». Puedo intentar comprender su odio.
Pero tengo que dejar ese odio donde él, sin dejar que me influya. Es importante
protegerse del odio del otro.
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creación, que está en mí como el misterio y el fundamento más hondo de mi alma.
RITO
Piensa quién te ha producido una herida más honda o a quién odias al máximo. A
lo mejor no encuentras a nadie a quien realmente odies. Entonces ya puedes
agradecerlo. Conténtate con buscar una persona con quien te lleves mal, que no te
resulte nada simpática o que te haya lastimado. Quizá encuentres también alguien
que te odia. Yérguete y eleva tus manos, mantén las manos abiertas hacia delante
e imagínate que a través de tus manos afluye ahora la bendición de Dios a la
persona a la que odias o que te odia. Permanece cinco minutos en esa postura.
Quizá sientas al principio cierta resistencia. Pero quizá puedas también
experimentar esa postura como un gesto de protección. La bendición te protege
del odio del otro y de ser herido por él. Percibes que, a través de ti, la bendición
de Dios fluye al otro. No te quedas de víctima de la herida. Reaccionas
activamente. Envías una energía activa al otro. Eso te da vida a ti mismo. Y quizá
tras la bendición puedes mirar al otro con otros ojos. El otro no es ya solo el que
te hiere o el que te odia. Es también un hombre bendecido, un hombre que sigue su
camino bajo la bendición de Dios.
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12
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actitud ofendida. Y presiono. Transmito al otro sentimientos de culpabilidad: es tan ruin
haberme herido…
¿Qué salidas hay a tales situaciones? ¿Cómo podemos tratar de otro modo con ese
sentimiento, que a todos nos afecta alguna vez? También en el caso de la actitud
ofendida se trata de cómo transformar ese sentimiento en otro mejor.
El segundo paso es luego decirle también al otro que me siento herido. Puedo tratar de
aclarar qué me ha lastimado tanto. No agresivamente, ni en tono de acusación.
Solamente informarle de que sus palabras o su comportamiento me han herido. Así el
otro puede darse cuenta del efecto que ha producido su comportamiento. Y tiene la
libertad de modificarlo. Y puede manifestar su pesar. Pero hay también personas que
luego se defienden y mortifican aún más al ofendido, reprochándole ser demasiado
susceptible. Que todo lo interpreta negativamente y en todo se siente herido. Si el otro se
defiende y me ataca a mí, difícilmente será posible un diálogo aclaratorio. Entonces solo
cabe tomar en serio mi sentimiento: me ha dolido. Me siento herido y da igual cómo lo
quiera explicar el otro.
Distanciarse interiormente
Un camino importante para liberarse de este sentimiento negativo consiste en
distanciarme de mi dolor. Yo tomo conciencia de mi dolor. Pero no soy solo mi dolor.
Intento tomar interiormente distancia de mi dolor. Solamente entonces puedo gestionarlo
y liberarme de su poder. No lo paso por alto ni lo niego. Tomo conciencia de él en serio.
Pero es solo una parte de mi persona. Desde el dolor me desplazo al espacio libre de
dolor de mi alma. Y trato de quedarme ahí. A partir de ese espacio puedo contemplar mi
sentimiento de estar ofendido y distanciarme de él.
¿Cómo puede uno imaginarse ese espacio libre de dolor? Y ¿cómo llegar hasta él? No
se trata de una ilusión con la que yo me sugestiono de que no he recibido ninguna herida.
De hecho, no resulta nada fácil describir esa imagen de modo que nos ayude a tratar con
nuestras emociones. Voy a intentarlo. Cuando alguien me pregunta, le propongo
representarse lo siguiente: Tú sientes en tu pecho tu enfado, tus celos, tu sentimiento de
ofensa. Pero penetra con tu conciencia a través de esas emociones. ¿Con qué te
encuentras? ¿Solo te topas con emociones? Estoy convencido de que por debajo de tus
emociones existe un espacio al que ellas no tienen acceso. Los místicos hablan aquí del
fondo del alma, por debajo de todos los pensamientos y sentimientos. Catalina de Siena
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habla de la celda interior. Imagínate, por tanto: tienes en lo hondo de tu interior una
celda que puedes cerrar de tal modo que nadie pueda entrar en ella, que ningún
sentimiento tenga acceso. No te puedo probar o mostrar concretamente ese espacio libre
de dolor. Pero intenta simplemente figurártelo. A mí personalmente, cuando me enfado
en una reunión, o me siento herido, o reacciono ofendido, me ayuda representarme: «Sí,
en mí se dan todos estos sentimientos. Los admito. Pero por debajo de ellos tengo mi
espacio interno, mi cámara privada adonde no dejo entrar a nadie. Ahí me siento bien.
Ahí estoy libre de dolor».
RITO
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Piensa en alguna vez que te hayas sentido verdaderamente ofendido. Vuelve a
imaginarte la situación en la que reaccionaste ofendido. Penetra de nuevo en ese
sentimiento. ¿Cómo lo sentiste? ¿Qué te molestó tanto? Piensa luego: ¿Qué
quisiste decir a los otros ofendiéndote? ¿Había ahí un contenido agresivo, o el
placer de herirles también a ellos, de vengarte de ellos hundiéndoles en el
desamparo? No valores tu sentimiento de ofensa, sino trata de penetrar en ello y
descubrir todos los motivos ligados con ello. Probablemente al final de tus
meditaciones te hará sonreír el ver lo refinado que eres para protegerte o incluso
para hacer patente tu poder a los otros. Te sorprenderá descubrir cómo
reaccionas a las heridas que te hacen. Y ese conocimiento no valorativo te servirá
de estímulo para tomar en consideración modos de reaccionar más maduros.
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13
Tristeza y duelo
Los monjes primitivos distinguen la tristeza (lýpē) del duelo o aflicción (pénthos). La
tristeza es, más bien, compasión de uno mismo. Evagrio Póntico piensa que en el fondo
de la tristeza se hallan deseos infantiles referentes a la vida. Como la vida no ha
cumplido tales deseos, reacciono llorando como un niño pequeño. Ando dando vueltas
siempre a mis deseos insatisfechos y, por así decir, la autocompasión me hace recorrer
siempre los mismos circuitos. Esa tristeza pende del pasado, sin poderse asomar al
presente.
El duelo, en cambio, es la disposición a atravesar el dolor por los deseos incumplidos
para llegar al fondo del alma, donde me encuentro en paz conmigo mismo. Del duelo
forma parte penetrar en el espacio interior de sosiego en el que Dios mora en mí y yo
estoy en sintonía con mi yo auténtico. El concepto «trabajar el duelo» describe en
psicología un importante camino para deshacerse de las ilusiones sobre uno mismo y su
vida y asumir la medianía propia.
La palabra alemana traurig, «triste», tiene relación con «hundirse», «estar lánguido,
sin fuerza», «caer». Por tanto, triste es aquel que deja hundir su cabeza, que no halla
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suelo bajo sus pies, que se sumerge en su tristeza.
Melancolía y creatividad
Los sentimientos tristes forman parte del ser humano. Cuando cantamos viejas canciones
populares, hay siempre cierta resonancia de tristeza, de melancolía. En la Edad Media, la
melancolía era un sentimiento positivo. Se creía que todos los artistas necesitan la
melancolía para ser especialmente creativos. Es una fuente a partir de la cual puedo
conformar algo. El arte era siempre, esencialmente, transformar la melancolía en
creatividad. Evidentemente, las canciones eran también un camino para transformar la
tristeza y la melancolía. Al expresar mis sentimientos tristes cantando, ya se están
transformando. Porque al cantar entro en contacto con el fondo interior de mi alma. Y
ahí está la fuente de la alegría y del amor.
Expresión liberadora
Un camino importante, pues, para transformar la tristeza es darle expresión. Hay muchas
posibilidades creativas. Puede suceder cantando o relatando. Al expresar a otra persona
mis sentimientos tristes, pueden cambiar. Pero va a depender de cómo hablo con el otro
de mis sentimientos tristes. Hablar de ellos puede ser expresión humilde de que tengo
tales sentimientos, pese al éxito y pese a mi práctica espiritual. Pero también puedo
solamente soltarle al otro mis lamentos. Entonces mi tristeza no se transformará. Porque
mi relato es un mero dar vueltas sobre mí mismo y sigo colgado de mi autocompasión.
Solo si realmente entro en conversación, dando la posibilidad al otro de responderme y
decirme su impresión, puede cambiar mi sentimiento. Al diálogo pertenece también
escuchar al otro. Y eso implica mirar al otro y decirle honradamente lo que hay en mi
alma. Lo cual me libera ya de quedar preso en la autocompasión.
La expresión de los sentimientos tristes se puede dar también mediante la pintura.
Puedo plasmar en el papel toda mi oscuridad interior. Entonces consigo distanciarme de
ella. Puedo contemplar el caos interior, que se me hace patente ahora en el papel, y
reflexionar sobre ello. Lo he sacado de mí. Por tanto, ya no me domina. Lo puedo
observar por mí mismo y mostrarlo a otros. Esto me hace bien. Otro camino para
expresar los sentimientos tristes es la música. Una mujer me contó: «Me gusta tocar
melodías tristes en el piano. Entonces me tranquilizo interiormente. Eso me hace bien».
Puedo expresar mis sentimientos no solo con el piano; también con el violín o el
violoncelo. Una posibilidad es interpretar obras preexistentes. Escojo las piezas que me
hacen bien por contener a la vez tristeza y alegría. Mozart ha expresado siempre en su
música ambos polos: hay melodías llenas de tristeza que luego se resuelven en pasajes
alegres. Pero también puedo improvisar en mi instrumento y tocar simplemente lo que
llevo dentro del alma. Entonces cambiará la tristeza. No la reprimo, sino que la expreso y
la transformo al tocar.
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Junto a los métodos de orientación psicológica hay también, naturalmente, caminos
espirituales para transformar la tristeza. Un camino espiritual para transformarla es pasar
a través de ella hasta el fondo de mi alma. Este camino me ha resultado bueno a mí. Yo
también experimento ese sentimiento de tristeza los domingos por la tarde, cuando estoy
solo en mi habitación. Se suele tratar de una tristeza por estar solo. Entonces me imagino
lo siguiente: Siento la tristeza en mi corazón y en todo mi pecho. Uso entonces todo mi
vigor imaginativo para pasar a través de esa tristeza y me imagino penetrando en el
ámbito de la pelvis. Allí me figuro el fondo de mi alma. Y en el fondo de mi alma siento
paz y amor. Con ello no desaparece fácilmente la tristeza. Pero percibo que ya no me
tiene agarrado, sino que me lleva al fondo de mi alma. Allí estoy conforme conmigo y
con mi vida y también con mi soledad. Y me siento, de pronto, uno con todos los seres
humanos. Y si lo admito, tengo el mismo sentimiento que muchas personas que se
sienten solas. Entonces ya no me siento solo. Y ya no estoy triste. Me siento uno con
Dios. Y esa unidad con Dios produce en mí una amplitud interior y también una alegría
silenciosa.
Ese fondo del alma corresponde al espacio libre de dolor. Un espacio del que solo
podemos hablar con imágenes. Existe, naturalmente, el peligro de que yo huya del
sentimiento de tristeza a ese espacio interior; de que, por tanto, pase por alto mi cuerpo –
del que forman parte también las emociones– y me dirija enseguida al espíritu. Para
evitar dicho peligro, es importante que yo sienta de veras mi tristeza y la admita, y así no
la eluda espiritualmente con demasiada rapidez.
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añoranza, cuánto afán, cuánto escarmiento» (2 Cor 7,11). Mediante la tristeza que les
causó la carta, se llevó a los corintios a distanciarse del malévolo que tan deslealmente
había atacado y calumniado a Pablo, a apartarse interiormente de él y, finalmente, a
castigarle. Pero aún más importancia tienen las demás actitudes que la tristeza ha
suscitado en los corintios. La tristeza les ha estimulado al celo diligente de actuar bien y
regular de nuevo la situación comunitaria. Ha provocado en ellos respeto, que no quiere
decir miedo, sino disposición a dejarse afectar por la necesidad ajena, por el dolor que
Pablo les ha manifestado. Y la tristeza ha puesto a los corintios en contacto con su
añoranza. Añoranza que siempre quiere decir, en definitiva, anhelo de Dios. Han
percibido de pronto que los conflictos interpersonales les liberan de la ilusión de poder
sentirse siempre bien en una comunidad perfecta. La tristeza les hace sentir su anhelo de
que Dios colme sus deseos más hondos, sentir que solo en Dios puede encontrarse
realmente paz, sosiego y felicidad.
No eludir nada
Todos tenemos la tendencia a eludir nuestra tristeza a base de quehaceres. Si yo tomo
conciencia de mi tristeza y respondo a ella haciendo algo, está bien. Pero si eludo
enseguida la tristeza en cuanto se presenta y la envuelvo en actividades, eso no me hace
bien. Estoy huyendo de mí. Como ya he dicho, cuando yo mismo siento mi tristeza en la
tarde del domingo, puedo admitirla y pasar a través de ella. Pero también puedo decir:
«Sí, hoy estoy triste. Pero ahora voy a hacer lo que me gusta: me voy a pasear o a
escribir algo». Esto puede transformar mi tristeza. Pero si siempre estoy intentando que
la tristeza no me invada, andaré agobiado. Se trata, por tanto, de transformar la tristeza,
ya sea pasando a través de ella, ya respondiendo a ella con algo que les hace bien a mi
alma y a mi cuerpo.
RITO
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contigo mismo, con Dios, con todos los seres humanos y con la creación entera.
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14
La preocupación y el agobio
se pueden transformar
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enfermedad. Quien se preocupa en demasía, está enfermo. No logra ya tranquilidad. Pero
en el curso del tiempo ha ido cambiando el significado más bien negativo de la
preocupación. Debemos trabajar cuidadosamente, ser precavidos, tratar a los demás con
precaución. Sorgfältig [«esmerado, minucioso»] se refería originalmente a la persona
que tenía el rostro lleno de «arrugas de preocupación» [Sorgenfalten]. Pero con el correr
del tiempo ha recibido el significado de «atento, cuidadoso». Quizá la transformación del
significado expresa también una mutación en la actitud. Para el hombre medieval –y
también el de la antigüedad, como el hombre bíblico–, la preocupación tenía una
connotación negativa. Nos preocupamos demasiado. Con nuestras preocupaciones nos
hacemos dificultosa la vida. Pero en la Edad Moderna la preocupación se volvió de
pronto algo positivo. Quien se preocupa se torna cuidadoso, hace algo por los demás,
trabaja con atención y bien. Por ejemplo, quien se preocupa por tener un bebé sano va a
hacer todo lo posible para que siga sano.
Jesús y la despreocupación
Las conocidas palabras de Jesús sobre la despreocupación suenan provocativas para
muchos. Aun cuando parezcan poco realistas, merece la pena meditarlas: «No andéis
angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo.
[…] ¿Quién de vosotros puede, por mucho que se inquiete, prolongar un poco su vida?»
(Mt 6,25.27). Es una especie de poema didáctico. La palabra griega que usa el texto para
decir preocupación, mérimna, se refiere a un cuidado solícito, a la espera inquieta de
algo, a la angustia por algo. Quiere decir las preocupaciones torturantes e importunas a
las que está sometido el hombre. Jesús no exhorta a los seres humanos a no hacer nada.
Cuando contempla los pájaros del cielo, que no siembran ni cosechan, está pensando en
el trabajo agrícola. El agricultor debe continuar trabajando, pero no ha de torturarse con
preocupaciones. Tiene que confiar en que Dios bendice la obra de sus manos. Con su
trabajo, el agricultor no puede ejercer influencia en el tiempo. Debe confiar, por tanto, en
Dios, en que le preparará unas condiciones adecuadas para que su trabajo dé resultado. Y
hemos de pensar siempre qué es lo que realmente importa: «Buscad, ante todo, el
reinado [de Dios] y su justicia, y lo demás os lo darán por añadidura» (Mt 6,33). No se
98
trata de no planificar con sensatez y responsabilidad mi existencia terrena, tomando
también ciertas precauciones y seguridades. Pero la cuestión es qué me importa en
definitiva. Si solo tengo en perspectiva mi éxito y mi seguridad, trabajaré lleno de
angustia. Y la angustia va a ser un obstáculo y una parálisis en mi trabajo. La confianza
en Dios, el estar orientado a su reinado, me da la libertad de dedicarme al trabajo sin
romperme la cabeza con preocupaciones. Si Dios reina en mí, quedaré libre de
preocupaciones torturantes. Jesús no pretende apartarnos del cuidado por nuestra familia
y por nuestro mundo y su futuro. Pero sabe que las preocupaciones angustiosas nublan
nuestro espíritu.
La incertidumbre permanece
Transformar las preocupaciones no eliminará tampoco la incertidumbre y el riesgo. La
situación exterior permanece, no la puedo cambiar. Pero puedo definir mi propia
reacción en libertad. Nunca estaremos libres del todo de la angustia y la preocupación.
Lo importante es que en medio de ella pueda dirigir mi mirada a Dios y sienta en mí al
menos el anhelo de confiar. En ese anhelo de confiar hay ya confianza. Y de ese anhelo
debo fiarme.
RITO
99
15
En la vergüenza reside
una fuerza positiva
100
La vergüenza tiene que ver con la deshonra
La palabra alemana Scham [«vergüenza»] procede de la raíz indogermánica kam/kem,
que significa «tapar», «ocultar». Con el prefijo s- se convierte en skam, que significa
«taparse», «ocultarse». La vergüenza tiene que ver, además, con una deshonra. Si vivo
algo como deshonra, me avergüenzo. En alemán distinguimos la deshonra, como
situación vital discriminatoria, de la vergüenza, como emoción subjetiva. En hebreo
ambas cosas están ligadas. En la Biblia, la vergüenza es siempre expresión de una
situación vital culpable, de una deshonra que nos ha sucedido por culpa nuestra.
La palabra vergüenza aparece en el relato bíblico de la creación. Dice allí: «Los dos
estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza» (Gn 2,25). Es el
estado paradisíaco. Ambos pueden aceptarse en su desnudez. Pero tras la caída se dice:
«Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos; entrelazaron
hojas de higuera y se las ciñeron» (Gn 3,7). No se afirma aquí que se avergonzasen. Pero
la palabra vergüenza quiere decir, justamente, taparse. Ambos quieren tapar sus
«vergüenzas», sus genitales. Tienen miedo a mostrarlos. Cuando Dios interpela a Adán,
él responde: «Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí»
(Gn 3,10).
101
que para mí es correcto.
102
Si reconocemos ante nosotros mismos que nos avergonzamos, entonces eso que nos
causa vergüenza lo deberíamos mirar de frente y asumirlo. Hemos de tener confianza en
que no hay nada en nosotros que nos tenga que avergonzar ante Dios. Pues Dios nos
conoce por entero. Si presentamos a Dios todo lo que nos avergüenza, nos haremos
capaces paulatinamente de admitir lo vergonzoso que hay en nosotros mismos y de
aceptarlo como parte de nuestra persona. Este es el paso decisivo. Entonces también
conseguiremos proteger esa parte que hasta ahora nos ha hecho sentir vergüenza ante los
demás. No necesitamos mostrarla a los otros. Pero, incluso si esa parte vergonzosa se
hace patente a otros, la vergüenza queda relativizada. No se elimina del todo. A pesar de
ello seguimos sintiendo vergüenza. Pero al mismo tiempo el sentimiento de vergüenza
nos puede recordar que Dios conoce todo lo que tenemos escondido y que su luz ilumina
todo lo que tenemos escondido.
¿Avergonzarse de la fe?
Algunos se avergüenzan también de su fe. Precisamente por ser importante para ellos,
también porque afecta al núcleo más íntimo de su vida, piensan tener que guardarla de
miradas ajenas. La Biblia tiene una visión distinta: no hemos de esconder
vergonzosamente la fe, sino confesarla públicamente. En la Carta a Timoteo se dice:
«No te avergüences de dar testimonio de Dios, ni de este, su prisionero» (2 Tim 1,8). Y,
al contrario, Jesús avergüenza a todos sus adversarios cuando reprocha su hipocresía al
jefe de la sinagoga (cf. Lc 13,17). Pero también hay cosas malas de las que uno debería
avergonzarse: «¿Y qué sacabais en limpio? Resultados que ahora os confunden, porque
acaban en la muerte» (Rom 6,21). Hemos de avergonzarnos de las cosas que no son
convenientes para nosotros, como la hipocresía y el comportamiento indebido. Pero del
mensaje de Jesús no hemos de avergonzarnos, sino que lo hemos de confesar libremente.
Este es el mensaje del Nuevo Testamento. Podría decirse también: la vergüenza nos
proporciona un instinto para saber lo que nos conviene. De lo que concierne al mensaje
de Jesús no debemos avergonzarnos. Hemos de presentarnos ante la sociedad sin tapujos
para confesar a Jesús.
RITO
Haz memoria de cuándo fue la última vez que te avergonzaste. ¿Cuál fue el
motivo? ¿Qué querías ocultar a otras personas? ¿Qué te resultaba desagradable?
Entonces, trata de presentar a Dios aquello de lo que te avergonzaste. Si se lo
muestras a Dios abiertamente, no tienes por qué avergonzarte de ello. Dios lo
conoce todo. Y Dios te admite con todo lo que hay en ti. Dios no se avergüenza de
ti. él te acepta. Quiere penetrar con su amor todo cuanto hay en ti. Abre tus manos
y preséntalas a Dios, imaginándote que en tus manos le presentas tu verdad
entera, también aquello que en el pasado te produjo vergüenza, para que su amor
penetre todo lo tuyo.
103
16
En lugar de la grandiosidad,
mira la grandeza de la vida
Huida de la realidad
Un sentimiento que observo hoy en muchas personas narcisistas es la grandiosidad: uno
tiene que sentirse siempre especial. Pero muchas veces es a costa de otros y en perjuicio
de una vida ajustada a la realidad. Por ejemplo, una mujer que tiene problemas de
relación. No afronta su problemática, sino que se evade a una grandiosidad espiritual que
le hace sentirse unida a lo divino. Está ya en fusión con lo divino. ¿Para qué necesita ya
una relación? O el hombre que está siempre cambiando de trabajo. Cuando uno escucha
su desmesurada conciencia de sí mismo, lo creativo y capacitado y profesional que es,
cómo los jefes de mentalidad estrecha le tienen envidia, o que las pequeñas empresas no
son adecuadas para su excepcional talento, surge la sospecha de que tras todos los tonos
de grandiosidad se esconde claramente una autoestima demencial.
Megalomanía y grandiosidad
La megalomanía y la grandiosidad se asemejan entre sí. Y, sin embargo, hay una
diferencia. Quien es megalómano suele actuar con desmesura. Se excede a sí mismo.
Actúa desde su megalomanía. La grandiosidad es más bien una huida a la pasividad. Me
evado a los grandes sentimientos para escapar a mi medianía. Pero a veces en las
personas megalómanas se observa que solamente quieren encubrir su complejo de
inferioridad. Por tanto, la megalomanía también puede ser una huida de la realidad.
La fuga a la grandiosidad se presenta sobre todo en personas narcisistas, que no
quieren reconocer sus propios sentimientos de abandono y por eso buscan esas
sensaciones eufóricas. Sin embargo, yo me cuidaría de dar por supuesta tal cosa en otro.
La grandiosidad se vuelve ciertamente problemática cuando yo me pongo
conscientemente por encima de otro y le transmito que no tiene ni idea y que es un inútil
en comparación con mis capacidades.
104
En cambio, la psicología ha entendido como una compensación ese sentimiento de
grandiosidad. Simplemente, no aprecio lo grande y grandioso de la vida. Necesito
siempre sentimientos grandiosos, porque así mi vida es muy distinta. Mi vida es
insignificante y banal. Yo no lo aguanto. Por eso me evado a la grandiosidad. Este tipo
de grandiosidad descrito por la psicología no nos hace bien. Es una huida de la propia
verdad, una huida de la realidad de mi vida.
Hay muchas formas de huir a la grandiosidad. La mujer que no afronta sus problemas
relacionales y se evade imaginando una fusión con lo divino está eludiendo así su anhelo
de cercanía y relación. En algún momento recuperará ese anhelo. Y se dará de narices
con él. Ella pensaba que solo la gente vulgar sigue necesitando relación, pero que ella ha
avanzado tanto en su camino espiritual que ya no tiene en absoluto tales necesidades.
Pero eso es un error. En algún momento tendrá que confrontarse con su necesidad de
relación.
Otro ejemplo: Un médico cuenta que su mujer se ha ido deslizando al esoterismo. Ya
solo habla con los ángeles. Para ella es una forma de eludir las discusiones y
conversaciones con su marido. Sería demasiado vulgar hablar con su marido. Solo
conversa con sus ángeles. Y ellos le dicen exactamente lo que tiene que hacer. Su marido
está en un plano espiritual inferior. Hablar con él sería descender de nivel espiritual. De
este modo, uno se evade de la realidad y se vuelve inasequible. Pero también desperdicia
la vida. Se eleva a un plano que no le corresponde. Y en algún momento va a
precipitarse de repente de la abrupta altura a la que se había elevado.
105
que los hechos exteriores de los que hablan los medios de comunicación. En cada
música, en cada poesía resuena algo de la grandiosidad humana. Es una grandiosidad
sana: no huyo de la realidad de mi vida, sino que, en medio de la cotidianidad y
vulgaridad de mi vida, capto lo singular de mi existencia humana. No quedo absorbido
en un cumplimiento externo del deber. Mi alma resplandece como el oro. Tengo una
dignidad divina. Pero esa dignidad divina se ha de hacer patente justo en lo cotidiano.
No huyo de los rigores del mundo a ideas grandiosas. Sino que, más bien, amplío mi
modo de mirar. Abro mis ojos a la grandeza y singularidad que tiene cada ser humano.
Percibirlo proporciona a mi vida una hondura distinta. Afronto los conflictos diarios,
pero sé, al mismo tiempo, que no lo son todo, que hay todavía otra dimensión en mi
vida. Esto relativiza los conflictos y los problemas cotidianos. Me da, en medio de la
angostura cotidiana, una amplitud interna, una libertad, una grandeza.
RITO
106
Conclusión
107
todo en mí. Entonces su luz irradiará a través de mi preocupación, de mi angustia, de mi
tristeza, de mi envidia, de mis celos y mi cólera. Es este un mensaje consolador, que nos
libra de la presión de eficiencia a que nos someten muchos libros de ayuda que nos están
aconsejando permanentemente cambiarlo todo en nosotros.
Primera imagen: El pan representa lo que cada día me consume y desgasta, lo que me
agota y me rompe. En cuanto a las emociones, puedo pensar en las preocupaciones y
penas que presento a Dios en el pan. Dios transforma la fatiga cotidiana en pan del cielo,
que me alimenta verdaderamente.
108
Cuarta imagen: La tradición judía conoce el cáliz del duelo. El duelo no se refiere solo al
duelo por la muerte de personas queridas, sino también al duelo por oportunidades
vitales perdidas, por sueños quebrantados y por la mediocridad propia. Presentamos a
Dios en el cáliz nuestro duelo, pero también nuestra tristeza y nuestra autocompasión y
nuestra depresión, para que Él los transforme en consuelo. Consolar significa que Dios
nos proporciona nueva estabilidad. Y que Dios mismo entra en nuestra soledad para
consolarnos (en latín, consolatio equivale a que alguien está conmigo en mi soledad).
Quinta imagen: El cáliz se llena de vino mezclado con agua. Es una imagen de nuestro
amor de mixtura. Con excesiva frecuencia nuestro amor está mezclado con dudas
respecto al otro, con celos y envidias, con cólera y agresividad, con heridas y
decepciones, con pretensiones posesivas. Presentamos a Dios nuestro amor de mixtura
para que mediante su amor divino lo transforme en amor puro.
109
Dios se ha hecho de ti.
110
Bibliografía
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verdadera libertad, Sal Terrae, Santander 2017).
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am Beispiel des «Kleinen Weges» der Sainte Thérèse de Lisieux, Freiburg i. Br.
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SEIDLER, Günter H., Der Blick der anderen: Eine Analyse der Scham, Stuttgart 1995.
WURMSER, Leon, Die Maske der Scham, Berlin 1981.
111
Índice general
Índice
Prólogo: Todas las emociones tienen derecho a existir
PRIMERA PARTE
Las emociones: un tema clave
112
No nos hieren las personas, sino nuestras expectativas
Útiles experiencias de las Madres del desierto
Relación de las emociones con el cuerpo
El autoconocimiento como camino hacia Dios
Amistad y conversación
La humildad como valor: el amor de Dios limpia
SEGUNDA PARTE
Para facilitar la vida,
transforma las emociones negativas
113
depende de nosotros
Cómo conseguir transformar el enfado en una agresividad sana
No enmendar, no combatir, sino transformar
Rito
114
Rito
115
Desmarcarse y distanciarse del otro
Mirar al enemigo con otros ojos
La fuerza de la bendición y la intercesión
Cuando las personas se odian a sí mismas
Es importante protegerse
Sentimientos de odio a Dios
Rito
116
Rito
Conclusión
Bibliografía
Índice general
117
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 6
Prólogo: Todas las emociones tienen derecho a existir 8
Primera Parte: Las emociones: un tema clave 11
1. No reprimas lo negativo, transfórmalo 12
Las heridas pueden sanar 12
No hay relación sin heridas 12
¿Se pueden permitir siquiera las emociones negativas? 13
Lo que queda separado falta en nuestra vitalidad 13
También en lo negativo se esconde una energía 14
La transformación aprecia lo que es. No valora 14
Cuestiones fundamentales que hacen avanzar 15
2. ¿Qué nos dice la tradición espiritual? 16
Hacerse uno mismo: un tema espiritual 16
Pasiones y sosiego del corazón en los Padres del desierto 16
También Dios actúa 16
Luchar con demonios que nos producen daño 17
Aprovechar la fuerza de las pasiones 17
De enemigas, hacer amigas 18
3. Tratamiento masculino de las emociones 19
¿Qué significa masculino? 19
Monje y varón 19
Defenderse: método marcial 20
No atender a las emociones 20
Huir de las emociones negativas 21
«Discernimiento de espíritus» racional 21
Distinción significativa de niveles 21
4. Tratamiento femenino de las emociones 23
No nos hieren las personas, sino nuestras expectativas 23
Útiles experiencias de las Madres del desierto 23
Relación de las emociones con el cuerpo 23
118
El autoconocimiento como camino hacia Dios 24
Amistad y conversación 24
La humildad como valor: el amor de Dios limpia 25
5. Integra las fortalezas masculinas y las femeninas 27
Dar cabida a los sentimientos, pero no vivirlos sin tasa 27
Varones y mujeres: malentendidos y reproches 27
Equilibrio entre sensibilidad y distanciamiento 28
Integración como oportunidad de maduración 28
Segunda Parte: Para facilitar la vida, transforma las emociones
29
negativas
1. Que no te devore la envidia 30
Querámoslo o no, en nosotros brota la envidia 30
Una espina en el corazón: la envidia reprimida 30
Vínculo entre envidia, resentimiento y comparación 31
Admitir la envidia. Y pensar a fondo 31
Invitación al agradecimiento 31
Cuando notamos que otros nos envidian 32
Un caso especial: la envidia entre hermanos 33
Rito 34
2. La fuerza positiva de la furia y la cólera 35
La furia suele manifestar que algo no va bien 35
La cólera de Jesús: ¿qué dice la Biblia? 35
¿Qué pasa cuando me pongo furioso? 36
Una figuración útil 36
Examinar la cólera: ayuda para potenciar la vida 37
Apearse del rol de víctimas: cómo la furia se vuelve fuerza protectora 37
La ayuda de la oración: el camino de los salmistas 38
Rito 38
3. ¿Qué quiere decirte tu enfado? 40
Experiencias desagradables y consecuencias desagradables 40
Mirar el enfado y dialogar con él 40
¿Qué dice el enfado de mí mismo? 41
¿Cuáles son las reacciones adecuadas? 41
El hecho de enfadarnos no lo podemos cambiar. Pero el cómo
42
reaccionamos a ello depende de nosotros
119
Cómo conseguir transformar el enfado en una agresividad sana 42
No enmendar, no combatir, sino transformar 43
Rito 43
4. Rastrea el anhelo escondido en tu codicia 45
Diferentes valoraciones: la doble cara de la codicia 45
La insatisfacción: un fuerte impulso 46
¿La sobriedad como idea contraria? 46
Codicia y avaricia tienen la cara fea 46
No puedo arrancar de mí la codicia, pero sí transformarla en una fuerza
47
positiva
El cielo que anhelo está en mí 48
Actitudes que redundan en bendición 48
Una invitación a soltar 49
Rito 49
5. Abraza tu miedo y descubre su sentido 50
Nadie está libre de miedos. El doble rostro del miedo 50
No reprimir el miedo, sino dialogar con él 51
Así puede enseñarme el miedo 51
Poner la fragilidad de mi existencia bajo la bendición de Dios 52
El miedo a la muerte 52
Cómo conseguir la transformación de mi miedo 53
La terapia de Jesús para la angustia 53
El miedo puede abrirnos a una realidad más honda 54
Rito 55
6. Hay un tesoro en la depresión 56
¿Una epidemia nueva? 56
Distinciones y aclaraciones 56
Sentido y mensaje de una depresión 57
Ayudas posibles para una transformación 58
Sentimientos de culpa y depresión 59
Rencor o reconciliación 59
De la desesperación a la esperanza 60
Rito 61
7. Transforma la impaciencia en serenidad 62
La impaciencia pone de los nervios 62
Aceptar esperar: simplemente estar ahí 63
120
Transformar la impaciencia en solicitud 63
Simplemente dejar al otro ser como es 63
La hierba no crece más rápido por tirar de ella 64
Rito 64
8. Cómo hacer de los celos el pórtico del amor 65
El miedo a la pérdida y a recibir daño 65
Orgullo herido y amenaza 65
Tomar en serio los sentimientos 66
Ser consciente puede ayudar mucho 66
Indagar los motivos 67
Anhelo de seguridad reprimido 67
El amor necesita confianza. Los controles lo matan 68
Cómo pierden los celos su amargor 68
A veces se requiere una señal de stop 68
Los celos como desafío mutuo 69
Rito 69
9. La amargura puede convertirse en un sí a la vida 71
Expectativas vitales no cumplidas 71
Quien está amargado, en definitiva está muerto 72
Cómo transformar la amargura: ejemplos bíblicos 72
Conocer las ilusiones sobre nuestra vida 73
Hacer que fluya el amor de Dios: meditación de la cruz 73
Encontrar una postura nueva, tratar mejor con uno mismo 73
Rito 74
10. Desecha los sentimientos de inferioridad 75
El afán de compararse constantemente 75
Sentimiento de inferioridad y experiencia de autoestima 76
Las compensaciones no sirven 76
Ir al fondo del alma 76
Lo bello es saludable 77
La comparación como reto positivo 77
Volver a mi propia casa 78
Percibirme a mí mismo 78
Pasos decisivos para una experiencia nueva 79
Un camino hacia la riqueza interna: de compararse a tomar parte 79
121
Rito 80
11. Libérate del odio y de la venganza 81
Nosotros mismos llevamos dentro el odio 81
No controlo mi situación 81
Siempre hay un sentirse herido 82
Una imaginación que puede ayudar 82
Hacerse cargo de la fuerza que contiene el odio 83
Desmarcarse y distanciarse del otro 83
Mirar al enemigo con otros ojos 84
La fuerza de la bendición y la intercesión 85
Cuando las personas se odian a sí mismas 85
Es importante protegerse 86
Sentimientos de odio a Dios 86
Rito 87
12. Reconoce viejas heridas al sentirte ofendido 88
Replegarse a una actitud ofendida 88
Una forma de presionar 88
Ayuda indagar y esclarecer con precisión 89
Distanciarse interiormente 89
El distanciamiento posibilita asumir la emoción 90
La simpatía transforma el dolor 90
rito 90
13. Aborda creativamente tu tristeza 92
Los sentimientos tristes forman parte de la vida 92
Tristeza y duelo 92
Melancolía y creatividad 93
Expresión liberadora 93
El camino espiritual de transformación 93
La tristeza como Dios quiere y nuestros anhelos 94
No eludir nada 95
Rito 95
14. La preocupación y el agobio se pueden transformar 97
Las preocupaciones forman parte de la vida 97
Lo que dice el idioma 97
Transformar con la oración 98
122
Jesús y la despreocupación 98
La incertidumbre permanece 99
Rito 99
15. En la vergüenza reside una fuerza positiva 100
Quedar al descubierto causa dolor 100
La vergüenza tiene que ver con la deshonra 101
Quisiera esconderme de los otros 101
La vergüenza no es signo de inmadurez 102
La vergüenza, guardiana de nuestra dignidad 102
Reconocer nuestro sentimiento de vergüenza 102
¿Avergonzarse de la fe? 103
rito 103
16. En lugar de la grandiosidad, mira la grandeza de la vida 104
Huida de la realidad 104
Megalomanía y grandiosidad 104
Huir de la verdad propia 104
Dar cabida al anhelo profundo 105
Mi alma resplandece como el oro 105
Rito 106
Conclusión 107
Bibliografía 111
Índice general 112
123