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Serenar los días
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Introducción
Silencio
Quietud
El bosque
El agua
La montaña
El desierto
Sentados
De pie
Caminando
Meditatio
Ruminatio
El método de la antirrhesis
El método de la jaculatoria
Contemplatio
6. Lectio divina
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7. Ritos matutinos y vespertinos
9. Meditación y música
Recapitulación
Bibliografía
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EL anhelo de quietud mueve a muchas personas en la actualidad. El exceso de ruido
importuna nuestros oídos y nos aturde. El poeta cristiano Werner Bergengruen expresó
hace ya más de cincuenta años el anhelo de quietud que sentía su época con palabras que
siguen siendo válidas para nosotros.
Estamos hartos de las múltiples palabras que, a diario, fluyen hacia nosotros.
Anhelamos claridad y quietud, anhelamos el silencio de Dios, el Origen del que
procedemos.
Pero, por mucho que la anhelen, las personas también tienen miedo de la quietud.
Muchas no saben qué hacer con ella, porque no son francas consigo mismas y no desean
confrontarse con su verdadero yo. Temen que pueda aflorar en ellas todo lo que les
desagrada: necesidades reprimidas, el sentimiento de una vida no vivida o la sensación
de que sus vidas no están en orden. Son legión quienes se hallan desgarrados entre el
anhelo de quietud y el miedo ante ella. Les gustaría encontrar paz; pero, cuando a su
alrededor todo se aquieta, sienten pánico de que el ruido interior pueda resultarles
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insoportable. Para eludirlo, se anestesian con múltiples palabras y actividades, aunque al
mismo tiempo son conscientes de que la quietud sería saludable, de que les haría bien
desasirse por una vez de todo el ruido interior y sosegarse sencillamente, estar ahí sin
pensar sobre sí mismas, sin juzgarse, sin someterse a la presión de tener que resolver lo
que aún no ha sido resuelto.
La tradición espiritual del cristianismo conoce muchos caminos que conducen hacia la
quietud y la meditación. Existen formas análogas a las habituales en el hinduismo y el
budismo, por ejemplo: así, la oración tipo mantra, en la que una frase o palabra se
vincula a la respiración, o la meditación silenciosa, en la que uno se limita a seguir su
respiración desasiéndose de todo pensamiento. Las vías de acceso a la quietud son, no
obstante, mucho más diversas. A algunas personas, la más profunda experiencia de
sosiego se la brinda un paseo por el bosque; a otras les ayuda el permanecer sentadas
junto a un lago o a la orilla del mar y apaciguarse contemplando lo que les rodea.
Silencio
Sólo podemos callar si renunciamos a juzgar a los demás y a compararnos con ellos.
No podemos hacer nada por evitar que juicios y comparaciones afloren en nosotros. Pero
debemos desasirnos de ellos y acallarlos una y otra vez. El silencio es, sobre todo,
renuncia a valorar y juzgar. Y esto se ha de aprender con esfuerzo. Hasta que
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interiormente se apaciguan de verdad, los monjes practican durante años este camino del
silencio.
Quietud
La quietud nos antecede. Es un estado que percibimos. Nos envuelve. Se trata tan sólo de
no sofocar con nuestro propio ruido, haciéndolo imperceptible, el sosiego que, desde
fuera, viene a nuestro encuentro. El paisaje resulta plácido; la iglesia respira quietud; y
en nuestra casa suele reinar la tranquilidad, siempre que en ella no penetre el ruido del
exterior. Asimismo, de ciertas personas decimos que son serenas. Incluso cuando hablan,
irradian serenidad. Descansan en sí mismas. Por el contrario, otras personas, que quizá ni
siquiera abren la boca, desbordan nerviosismo. Cuando estamos sentados a su lado en un
concierto o en la iglesia, notamos su inquietud interior.
La quietud es una cualidad que nos hace bien. Es puro ser. Ahí hay algo que no se
coloca a sí mismo en el centro. Ahí hay alguien que renuncia a hacerse el interesante.
Sencillamente está ahí.
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Vivir con todos los sentidos
ANTES de ocuparme de los métodos desarrollados sobre todo por los monjes primitivos
con objeto de apaciguarse interiormente, me gustaría describir los cinco sentidos. Toda
persona está dotada de cinco sentidos, aunque cada cual los utilice a su modo. La cabeza
está siempre llena de inquietud y ruido. Para liberarse de los múltiples pensamientos que
nos importunan, es bueno confiarse a los sentidos, pues éstos nos guían hacia la quietud.
Recogen el espíritu inquieto y lo amarran al cuerpo. Los sentidos han sido desde siempre
un importante lugar de experiencia de Dios, así como un ámbito fundamental para
percibir la vida. Tal percepción conduce a la quietud. En la medida en que nos
confiamos a alguno de los sentidos, nos liberamos de la fijación en el siempre
intranquilo pensamiento. En nuestros sentidos somos del todo conscientes de nosotros
mismos, estamos en nosotros.
Vivir con todos los sentidos: a ello invito a las personas que encuentren dificultades con
los métodos tradicionales de meditación. No necesitan practicar ningún tipo específico
de meditación; lo único que han de hacer es pasear despacio y de forma consciente,
percibiendo con los cinco sentidos lo que experimentan. No se trata de proponerse
grandes objetivos. Antes bien, el ejercicio consiste precisamente en permanecer recogido
sin más en uno mismo, en estar presente en los propios sentidos y en experimentar el
mundo con todos ellos.
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Un ejercicio concreto podría transcurrir más o menos como sigue: durante los
primeros diez minutos del paseo intento limitarme a mirar. ¿Qué veo? Me percato del
paisaje, de los prados y los campos de cultivo, de cada una de las flores y cada uno de
los árboles. Observo el cielo y cómo juguetean las nubes en él. No es una mirada
curiosa: los ojos no vagan de continuo de un lado para otro. Antes bien, estoy
completamente inmerso en el ver. En este ver me asombro de la belleza de la creación y,
en ella, percibo al Creador. Por eso, para los griegos, la vista es el sentido más
importante para el encuentro con lo divino. No miro como espectador, sino como si fuera
a fundirme con aquello en lo que fijo los ojos. En último término, eso es también lo que
significa «contemplación»: mirando a lo que sale a mi encuentro, percibir el misterio de
Dios, ir al fondo de las cosas y allí, en su profundidad, descubrir al Creador. Y
«contemplación» significa también: mirar hacia dentro, visualizar la propia luz. La luz
del sol guía mi mirada hacia la luz interior del alma. Allí descubro a Dios, no como una
imagen determinada, sino como el Fundamento de todas las imágenes.
Luego, durante otros diez minutos puedo tratar de limitarme a escuchar. ¿Qué oigo
cuando paseo por el pai saje escuchando atentamente? Oigo el susurro del viento, el
canto de los pájaros, el chirrido de los grillos, el zumbido de las abejas. Y oigo mis
propios pasos. Cuando estoy del todo inmerso en la escucha, en último término también
oigo en todos estos ruidos la quietud. El susurro del viento o el murmullo del arroyo,
lejos de perturbar esa paz, la hace perceptible. Y, a veces, en medio del bosque no oigo
ya nada más que sosiego. Son instantes maravillosos. No oigo coches que circulen por
sitio alguno, ni ruido de aviones. Cuando no sopla el viento, reina absoluta calma. Y
entonces vuelvo a oír un ligero susurro. Es algo delicado que hace audible para mí la
tranquilidad que me envuelve. Escuchar tiene siempre un halo de misterio. En lo que
estoy oyendo percibo, en el fondo, lo inaudible.
Los diez minutos siguientes los dedico sólo a oler. Huelo el paisaje, la fragancia del
bosque, de los campos cosechados, de los arbustos que se alzan al borde del camino. Si
me concentro por completo en oler, constataré que cada paisaje tiene su propio olor y
que un paisaje huele de forma distinta por la mañana que por la tarde, de forma distinta
después de llover que mientras llueve o que cuando luce el sol, de forma distinta en
invierno que en primavera, verano u otoño. Huelo la diversidad.
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de seguridad. Y, al mismo tiempo, hay en esta fragancia un atisbo de trascendencia, de
misterio. Es evidente que, en ella, Dios mismo me tocó durante mi infancia.
A continuación, procuro estar sólo en mi piel. Noto el viento, que a veces me acaricia
tiernamente y luego vuelve a metérseme hasta los huesos. Siento el calor del sol en mi
rostro. Me detengo para advertir el misterio de Dios en la creación. Extiendo los brazos y
percibo con manos abiertas el sol y el viento. Me dejo tocar por el viento, permito que el
sol me irradie y atraviese. Esto me hace bien. O toco las flores, las hierbas o un árbol.
Concentrándome por entero en el acto de tocar, experimento tranquilidad. Ahora tan sólo
percibo. Estoy inmerso por completo en palpar. Y eso me apacigua. Cuando estoy
volcado en el tacto, toco algo que es mayor que yo. No me contento con comparar las
distintas experiencias de palpación, ni con evaluarlas desde un punto de vista científico.
Toco en las cosas lo Intocable, el Misterio por excelencia. Luego, por medio sencilla
mente del tacto, cuanto me rodea se aquieta. Todo se acalla y no habla más que de lo
Inefable.
Cuando paseo por la naturaleza con todos los sentidos abiertos, cesa el estrépito de
los numerosos pensamientos. Más bien, estoy inmerso en mirar, escuchar, oler y palpar.
Los pensamientos permanecen del todo despiertos, por ejemplo, cuando, al oler, me
vienen a la mente determinadas fragancias de la infancia. Pero no me quedo reinando
sobre ello. Mis pensamientos no deambulan por doquier. Estoy en el instante. Estoy en
mis sentidos. Y así, me sosiego. Los sentidos amarran al espíritu inquieto y lo sumen en
la quietud.
Para muchas personas, pasear por la naturaleza es una importante senda hacia la
quietud y el encuentro con Dios, quien en la creación les sale al encuentro visible,
audible, odorable y palpable.
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Contemplación de la naturaleza (agua, árbol, paisaje)
PASEAR por la creación con los sentidos despiertos es una manera de experimentar
quietud en la naturaleza. Pero hay otras formas de encontrar sosiego en ella. Muchas
personas tienen su rincón preferido en la naturaleza. Se sientan en un determinado banco
debajo de un árbol y, desde allí, contemplan el paisaje.
Algunos lugares desbordan una profunda paz interior. Cuando acudo a «mi» lugar y
me siento allí y contemplo el paisaje, esa profunda paz interior me llena también a mí.
Tengo la impresión de que el propio paisaje es pura ternura y paz. Contemplo los
campos de cultivo, los pueblos y los campanarios, y en mí surge una sensación de
seguridad y pertenencia, de ser acogido y sostenido, de estar arraigado. Y esto me ayuda
a sosegarme.
En ocasiones, son «lugares energéticos» los que hacen bien a una persona. Irradian
algo muy determinado. No sabemos a qué se debe. Pero son lugares que nos interpelan
directamente, que nos transmiten la sensación de estar rodeados de algo mayor que
nosotros. Marc de Smedt escribe de estos «lugares energéticos»: «Cuando uno viaja o
pasea, siempre encuentra en su camino sitios que le suscitan un sentimiento intenso y,
por regla general, no definible de manera absoluta. Pertenece al ámbito de lo inefable, de
lo incomunicable. Se adueña de todo el ser, desencadenando una impresión sutil,
misteriosa... ¿De qué se trata? ¿De la fuerza abrumadora de la naturaleza? ¿Del alma de
la naturaleza, que se funde con nosotros? ¿De la evocación de la historia? ¿Del espíritu
de un lugar más elevado? ¿De todo esto a la vez? Sea como fuere, tales momentos se
graban en el recuerdo como un estado de excepción, como percepciones no tanto de otra
realidad cuanto del invisible misterio de la realidad. Son momentos de intensa plenitud»
(de Smedt, p. 171).
Las personas a las que acompaño espiritualmente me hablan sin cesar de sus lugares
preferidos. Para una, es una determinada montaña, desde la que se disfruta de una vista
maravillosa. Para otra, un puesto de caza en medio del bosque, en el que se sienta a
escuchar sin más el susurro de los árboles. También hay gente que ama los calveros de
los bosques. En el Spessart, el gran parque natural en que está enclavada la abadía de
Münsterschwarzach, he vivido la experiencia de un calvero en el que, desde antiguo, se
levanta una granja. Nunca me canso de ver y sentir un paisaje y un ambiente tan
singulares. Otro «lugar energético» lo conocí cuando, estando alojado por unos días en
una pensión en el Gran Valle del Walser (Gr¿;,8es Walsertal), caminé por una angostura
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que me condujo a un calvero rodeado de escarpadas paredes de roca y oscuros bosques.
Se trata de un lugar místico con una misteriosa fuente y un ambiente peculiar.
El bosque
El agua
¿Qué tiene el agua que la hace tan sedante? Tranquilizador es, por una parte, el fluir
regular de un río o el murmullo de un arroyo. Pero es evidente que el agua interpela a
estratos más profundos del alma. No es casualidad que, en alemán, Seele (alma) derive
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de See (lago)'. Cuando me siento a la orilla de un lago y lo contemplo, entro en contacto
con mi alma. En los sueños, el agua suele ser imagen del inconsciente. Al mirar el agua,
me asomo también a mi hondón, a la profundidad de mi inconsciente. Y el agua
simboliza que mi vida no se ha secado.
También me quedo siempre fascinado cuando, durante mis paseos, tropiezo con un
estanque o un lago. Entonces, me encanta sentarme y contemplar sin más las olas.
Aunque conozco las razones por las que el agua tiene esa virtud sedante, me resulta
difícil describir de forma más precisa el elemento de fascinación. Si he de establecer
asociaciones, se me ocurre lo siguiente: un lago en medio del paisaje es la promesa de
que mi vida dará fruto. Lo entumecido cobra vida, lo endurecido se ablanda. Y el agua,
que oscila de aquí para allá, transmite una sensación de protección. Me invita a dejarme
sostener y acunar por ella. Tal vez me recuerde el esta do originario en el seno materno,
donde también estaba abrigado por el agua.
Hilde Schütte ha observado cómo las personas contemplan los lagos. Es evidente que
les fascina el agua, la cual es blanda, flexible y tolerante, no tiene aristas pronunciadas,
no plantea preguntas. «Cuando las personas están sentadas a la orilla de un lago, están
junto al elemento de la reconciliación. Aquí deviene literalmente tangible, al menos
como sueño, lo que con tanta vehemencia se desea: la destrucción de los muros que nos
separan de los demás. Una mirada al lago es una mirada a los lejanos horizontes de una
fraternidad sin reservas» (Stille, p. 12). Adalbert Stifter describe el sentimiento de
profunda soledad que experimentó al subir a un solitario lago de montaña: «Sentado a la
orilla, una y otra vez me asaltaba el mismo pensamiento; a saber, que estaba siendo
observado por un inquietante ojo de la naturaleza, negro como el tizón, el cual, orlado
por las pestañas de los oscuros abetos, sobresalía de la frente y las cejas que eran las
rocas» (¡bid., p. 19).
Al igual que el idilio de un lago de montaña, también el mar ejerce en las personas
una fascinación del todo singular. Pueden permanecer horas y horas sentadas a la orilla,
sin cansarse de contemplar la extensión y la fuerza del mar. Cuando, con la tormenta, se
levantan las olas que luego rompen, es un espectáculo sublime ver cómo el mar se agita,
transmitiendo a quien lo contempla algo de su fabulosa - y también destructora - fuerza.
A otras personas les gusta caminar por la playa y exponerse a los bramidos del mar. Para
ellas, eso resulta relajante y sanador. En el famoso cuadro Monje a la orilla del mar de
Caspar David Friedrich se visibiliza la infinita extensión del mar. El monje del cuadro es
partícipe de esa infinitud.
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No sólo el lago y el mar tienen un distintivo poder de fascinación, sino también el río.
Cuando contemplo el fluir de un río, me vienen a la mente ideas diversas: todo se
relativiza, todo fluye, no puedo retener nada. Pero también los problemas se relativizan.
Continúan fluyendo y desvaneciéndose. Y cobro conciencia de que el río que estoy
contemplando lleva milenios fluyendo por aquí. Ha visto la historia y ha sobrevivido a
ella. Fluye y, sin embargo, es siempre el mismo. Así, el río me muestra el misterio de mi
vida, de mi historia. Seguirá existiendo cuando yo muera. Pero también es una promesa
de que él me impulsa hacia la meta, hacia Dios, en quien desemboca mi camino. El fluir
del río tiene en sí algo tranquilizador. Sosiega los sentimientos agitados. Alcanzo
quietud.
La montaña
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una promesa de que también en nuestra vida algo se transfigura, algo cobra claridad y
nosotros nos acercamos a nosotros mismos y a Dios.
En una montaña fue donde Jesús pronunció su gran sermón: el sermón de la montaña
(Mt 5-7). En dicho sermón, Jesús - de pie muy por encima del valle de la vida diaria -
indicó a los seres humanos un camino para lograr que la vida prospere. Mateo
contrapone de propósito el sermón de la montaña a la experiencia de Moisés en el monte
Sinaí. En lo alto de éste, Moisés recibió de Dios los diez mandamientos como
instrucción para alcanzar la libertad. En el sermón de la montaña, Jesús muestra qué hay
que hacer para conquistar la verdadera libertad, la libertad respecto de nosotros mismos.
La montaña, desde la que podemos contemplar el anchuroso paisaje, comunica ya algo
de esa libertad. Y la montaña nos permite experimentar con mayor intensidad la cercanía
de Dios. En la montaña, las personas se sienten más próximas a Dios. Allí les invade una
quietud que ellas no pueden darse a sí mismas. Les viene de fuera. Para poder
experimentar este sosiego de las montañas, no necesitan más que sosegarse ellas mismas.
Durante mis últimas vacaciones en el Gran Valle del Walser, celebré una misa de
campaña para unas setecientas personas en uno de los montes alpinos, desde el que se
divisaban los numerosos picos y se disfrutaba de una maravillosa vista sobre todo el
valle. Era un lugar especial para celebrar la eucaristía. La gente no estaba sentada sólo en
bancos, sino también sobre la hierba y en la pendiente. Aquello me recordó al sermón de
la montaña. Cuando para concluir cantamos «Grol3er Gott, wir loben dich» [Oh, Dios
grande, te alabamos], a muchos les asomaron lágrimas en los ojos. Notaban la
sublimidad de la zona. Las misas en plena montaña son cada vez más populares.
Mientras que las iglesias siempre están vacías, a muchas personas no les importa
desplazarse para celebrar la eucaristía en un bello paisaje montañoso, en medio de la
naturaleza. Allí experimentan la proximidad de Dios. Y una calma que les fascina.
Algunos sacerdotes rechazan este tipo de celebraciones porque las consideran un
fenómeno de moda. Pero es obvio que responde a un profundo anhelo de las personas. Y
es bueno responder a semejante anhelo. La natu raleza, creada por Dios y animada por su
Espíritu, es un importante lugar de experiencia de Dios. En la eucaristía le ofrecemos al
Padre dones de su creación, a fin de que su Espíritu los transforme en el cuerpo y la
sangre de Jesucristo. En esta transformación se evidencia que toda la creación está llena
del Espíritu divino. La eucaristía proyecta una nueva luz sobre el misterio de la creación.
Ésta se halla embebida de todo en todo por Cristo. En una misa de campaña se pone de
manifiesto el profundo vínculo existente entre Cristo y la creación. Cuando recibimos a
Cristo en la comunión bajo las especies del pan y el vino, se nos abren los ojos para
descubrir al Espíritu de Dios en todo lo que vemos en la creación. En la naturaleza nos
envuelve el Espíritu de Dios. Y la naturaleza nos invita a dejarnos albergar en las manos
buenas de Dios. Cuando nos sentamos en un banco y contemplamos sin más la belleza
de las montañas, nos sentimos envueltos por el amor divino. Entonces, nuestro corazón
se serena. No tenemos que crear nosotros la quietud. Nos rodea en la sublimidad del
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mundo de las montañas. Para muchas personas, éste es hoy el camino más importante
para encontrar sosiego y desasirse de la carga del día a día.
Todas las culturas conocen montañas singulares, sagradas. Desde siempre han sido
una meta para los seres humanos. En ellas buscamos experimentar de manera
especialmente intensa la cercanía de Dios, así como una clase distintiva de sosiego, pues
las montañas sagradas siempre están envueltas en quietud.
El desierto
Hay más lugares en la naturaleza que invitan a la serenidad. El desierto con su infinita
extensión y vacío es uno de tales lugares de quietud. Pero no se trata sólo de una calma
agradable; a menudo también resulta atemorizadora. Cuando nada nos distrae, nos
vemos confrontados tanto más intensamente con nosotros mismos. La tranquilidad del
desierto nos incita a desasimos del ruido que llevamos en nuestro interior, a no
aferrarnos ya a nada: ni a las palabras, ni a la música, ni al ruido. Sólo quien se abre a la
quietud puede soportar el desierto. Entonces, éste se convierte para él en bendición.
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propia verdad, Jesús pudo hablar del Dios verdadero, del Dios que nos conduce a la
verdad y nos libera de todas las ilusiones que nos hacemos sobre la vida.
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Sentados - de pie - caminando
Sentados
A muchas personas que buscan quietud les fascinan las precisas indicaciones de la
tradición zen sobre la postura sedente. El cristianismo no conoce descripciones tan
detalladas. Es verdad que los antiguos monjes se definían a sí mismos como quienes
permanecen sentados de manera adecuada en el kellion. Pero no se especifica el modo
correcto de sentarse. Dos imágenes nos transmiten alguna información al respecto: el
monje debe estar sentado como si se encontrara sobre un tigre y también como un
timonel en un barco. Ambas imágenes me parecen hermosas.
La primera nos recuerda que estar sentados en calma no significa descansar sin más.
Sólo puedo sentarme en posición erguida cuando cabalgo sobre el tigre de mis pasiones.
Debo ser consciente de la bestia apasionada que tengo debajo de mí. Únicamente puedo
montar en paz sobre ella si la domino y no me dejo dominar por ella. Sólo seré capaz de
permanecer sentado sosegadamente sobre el tigre si estoy familiarizado con él, si he
domeñado mi lado indómito.
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sentado como si fuera un trono: Dios mismo, quien me sostiene en medio de las olas.
Quizá pensaban los monjes con ocasión de esta imagen en el relato de la tempestad en el
lago. La barca de los discípulos es bamboleada por el oleaje del lago. Jesús duerme en la
popa sobre un cojín. Los bramidos del mar nada pueden hacerle. Pero, cuando los
discípulos lo despiertan, se levanta y ordena a la tempestad y al lago: «"¡Calla,
enmudece!" Y el viento cesó y sobrevino una calma perfecta» (Mc 4,39). El original
griego dice: «Y se hizo una gran calma». Allí donde Jesús reina en nosotros, allí
podemos experimentar la gran calma, la gran quietud, en medio de las turbulencias de la
vida. En esta calma se aquietan los apuros. Somos por completo nosotros mismos. Y
somos del todo libres.
Es bueno escoger un lugar propio para meditar sentados. En mi celda del monasterio
tengo reservado un rincón para sentarme a meditar. Delante de un icono de Cristo he
colocado una vela. Y enfrente hay una pequeña alfombra y mi banquito de meditación.
Cuando me siento allí, me aíslo del desorden de mi cuarto, de los libros, del ordenador y
de todo lo que tengo en la celda. Para algunas personas, este lugar especial para meditar
es su butaca preferida con vistas al campo. Para otras, se trata de un rincón propio de
meditación que se han preparado ellas mismas con esmero. Retirarse a ese lugar es algo
especial. No puedo imaginarme meditando sentado delante de mi escritorio. Para
meditar, necesito un asiento cómodo y un entorno que no me distraiga. Conviene mirar a
la pared, o a un cuadro o a la cruz que cuelgan del muro. Necesitamos algo que recoja
nuestro espíritu.
En todo camino espiritual siempre hay también fases en las que uno no tiene ganas de
meditar. En esos periodos, no debo forzarme a meditar a toda costa. Antes bien, he de
preguntarme qué es lo que tal resistencia a la meditación pretende decirme. ¿Debo
reducir mis expectativas respecto de la meditación? La meditación es algo cotidiano. No
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siempre puedo percibir al terminar si me ha aportado algo o no. Y eso, en realidad,
tampoco tiene más importancia. Medito sin albergar expectativas demasiado elevadas al
respecto. Pero también puede ocurrir que la resistencia a la meditación me quiera dar a
entender lo siguiente: te has impuesto algo que en absoluto encaja contigo. Tal vez sería
mejor que emprendieras otro camino para encontrar sosiego. Quizá tan sólo buscas
imitar a este o aquel maestro de meditación. Pero debes descubrir tu propio camino. Si
emprendes tu propia senda, la recorrerás a gusto. Por supuesto, también ella requerirá
disciplina. Pero el estado de ánimo básico será la alegría que te procura la práctica
espiritual.
En el contexto espiritual, estar sentado significa mucho más que la postura sedente de
meditación. A la vista de lo que la Biblia dice sobre estar sentados, se podría hablar
verdaderamente de una específica «teología del estar sentado». Jesús promete a los
discípulos que se sentarán en doce tronos (cf. Mt 19,28). Sentarse es, pues, ocupar un
trono. El Señor sentado en el trono es una imagen de que detento dominio sobre mí
mismo, de que soy yo quien lleva la batuta en mi alma y las pasiones o pensamientos no
me dominan. La Biblia conoce otra forma de sesión: Job se sienta entre sus cenizas y
lamenta su destino (Job 2,8). Por consiguiente, estar sentado puede ser también señal de
duelo. Lamento las insuficiencias de mi vida, pero no para quedarme estancado en el
duelo, sino para, a través de él, llegar al verdadero potencial de mi alma. Y la Biblia
conoce también la postura sedente como expresión de la escucha. María se sienta a los
pies de Jesús y escucha a lo que éste tiene que decirle (cf. Lc 10,39). Quien permanece
sosegadamente sentado en una silla o butaca es todo oídos. Está abierto a las palabras
que escucha, a la música que penetra en él. Y a la quietud que pueda percibir. Por
último, la Biblia sabe del estar sentado como posibilidad de reflexión. Antes de que la
persona se decida a construir, primero debe sentarse y ponderar si dispone de los medios
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suficientes para ello (cf. Lc 14,31).
De pie
Pero también a veces permanecemos de pie parados, sin saber qué hacer (cf. Mt
20,6). Algunas personas no son fieles a sí mismas. Preferirían esconderse de los demás.
A un hombre así, que se adapta sólo para no llamar la atención, Jesús le exhorta como
sigue: «Ponte en pie en medio» (Lc 6,8). Debe aprender a ser fiel a sí mismo y defender
su posición.
Estar de pie (stehen) y colocar o ajustar (stellen) son importantes para alcanzar
quietud (die Stille)3. Se sosiega la persona que se detiene, que deja de huir de sí misma.
Eso lo podemos practicar con suma facilidad en medio del ajetreo diario: no tenemos
más que detenernos, quedarnos de pie y preguntarnos: ¿qué aflora en mí entonces? Otro
ejercicio del todo sencillo para el día a día consiste en decir para mí, en voz alta y a pie
quedo, frases de la Biblia: «Pongo siempre al Señor ante mí, con Él a mi derecha no
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vacilaré» (Sal 16,8). En la medida en que dejo que estas palabras penetren en mí, percibo
algo del misterio del estar de pie: puedo ser fiel a mí mismo. Porque Dios está a mi
derecha, soy capaz de erguirme sobre mí mismo y responder por mí mismo. Gracias a
que Dios está de mi parte, me es posible mantenerme firme. Cuando la adopto, la postura
vertical me proporciona firmeza'. Y el permanecer a pie quedo me sume en la quietud.
Me quedo parado con objeto de des cubrir en mí la calma, para reconocer en ella la
esencia de mi humanidad y mi ser cristiano.
Para el Nuevo Testamento, el estar de pie tiene siempre que ver con la resurrección.
Jesús endereza a las personas encorvadas, alza a los que han sido arrojados al suelo por
algún demonio. Así, nos hace partícipes de su resurrección. En la primitiva Iglesia, los
cristianos, para expresar que habían resucitado con Cristo, siempre oraban de pie.
Caminando
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se le apareció a Abrahán y le dijo: «Yo soy Dios todopoderoso; anda en mi presencia y
sé perfecto» (Gn 17,1). Vivir con Dios y proceder con arreglo a sus preceptos se expresa
con la imagen «andar en su presencia». Abrahán debe saber que el Señor está con él en
todos sus desplazamientos. Andar en presencia de Yahvé significa, pues, caminar
conscientes del Dios presente, estar atentos a la proximidad de Dios en todo lo que
hacemos. Se trata de caminar en presencia del Señor con todo el corazón (1 Re 8,23),
esto es, de estar orientados al Señor en todos nuestros caminos y vivir conforme a su
voluntad.
¿A dónde se dirige nuestro camino? A la casa del Señor, del Padre. De camino a
Jerusalén, el peregrino ora: «¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del
Señor"!» (Sal 121). Y en el exilio recuerda su peregrinación a Jerusalén: «Recordándolo
me desahogo conmigo: cómo pasaba al recinto y avanzaba hasta la casa de Dios, entre
gritos de júbilo y acción de gracias, en el bullicio festivo» (Sal 42). El Predicador dice:
«El hombre marcha a la morada eterna» (Ecl 12,5). La meta de la peregrinación es
siempre la patria, el estar en casa junto a Dios.
Sólo si andamos con las «sentencias sobre el caminar» de los salmos, entenderemos
de verdad el sentido de estos dichos, la experiencia que late en ellos. Quien camina dos
horas repitiendo sólo la frase: «¡Vamos a la casa del Señor!», o: «¿A dónde podría huir
de tu presencia?», o: «Con tu ayuda yo fuerzo el cerco, con mi Dios asalto la muralla»,
o: «Tu palabra es luz para mis pasos», ése puede hacerse una idea de lo que el salmista
experimentó en su día. Todas estas frases han sido escritas a partir de la experiencia y
quieren transmitirnos experiencia. Pero a la experiencia únicamente podemos
aproximarnos de verdad cuando comprendemos lo que llevó al salmista a esa su
experiencia: andar y caminar. Para ello, no es necesario que reflexionemos sobre las
palabras mientras andamos; antes bien, debemos repetirlas sin sentirnos obligados a
descubrir o percibir algo nuevo. Caminamos con la palabra en la esperanza de que, al
andar, la palabra penetre en nosotros, de que no sotros nos introduzcamos en la palabra,
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en el espíritu y la experiencia que destila.
Caminar (wandern) tiene que ver con transformarse (sich wandeln). Caminando, nos
transformamos. Este efecto purificador y tranquilizador del caminar está siendo
redescubierto en la actualidad por muchas personas. Recorren las numerosas rutas de
peregrinación que hoy se ofrecen. Sobre todo el Camino de Santiago es cada vez más
popular. Muchas personas que viven en actitud de búsqueda espiritual lo emprenden con
la esperanza de que les ayude a avanzar interiormente un trecho, que les libere de lo que
les lastra. El camino es fatigoso; y los peregrinos asumen un riesgo, pues no saben si
podrán soportar físicamente el esfuerzo que exige el Camino. Así y todo, se ponen en
marcha porque anhelan emigrar del día a día y alcanzar caminando su verdadera figura,
porque quieren liberarse de la carga que arrastran consigo en la vida diaria, porque les
gustaría purificarse interiormente.
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demás, apenas va a la iglesia, me confesó: «Durante la peregrinación debe rezarse el
rosario. Entonces, me repongo incluso mejor que en vacaciones».
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Meditatio - ruminatio - contemplatio
Meditatio
A continuación voy a describir las formas clásicas de la meditación, tal y como fueron
desarrolladas en el primitivo monacato cristiano, aproximadamente entre el año 300 y el
600. No se trata de una exhortación a los lectores y lectoras para que practiquen a toda
costa estas formas. Pero, para toda praxis personal de meditación, es útil saber cómo ha
entendido la meditación la tradición cristiana y qué experiencias ha hecho al respecto. Y
los caminos meditativos que desde el siglo III vienen recorriendo los cristianos siguen
siendo perfectamente transitables en la actualidad. La variedad de formas que han sido
desarrolladas y practicadas es una señal de que cada persona puede buscar y encontrar su
camino individual de meditación, pero también una exhortación a hacerlo.
Ruminatio
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El método de la «antirrhesis»
El método desarrollado por Evagrio es, en último término, terapéutico. Para él, las
palabras de la Biblia son, sin excepción, palabras sanadoras, capacitadas para restañar
heridas. Las palabras de la Biblia silencian las múl tiples palabras que, al resonar en el
interior de la persona, la inquietan y, en ocasiones, la desagarran. La palabra de Dios,
que la persona vincula con la respiración, permitiéndola penetrar cada vez más hondo en
su organismo, amarra el espíritu y aquieta también el cuerpo.
El método de la jaculatoria
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El otro método es el llamado método de la jaculatoria, en el que el orante se limita en
toda situación a una sola frase o incluso a una sola palabra. En Occidente, Casiano
recomendó sobre todo la frase: «Oh Dios mío, ven en mi ayuda; Señor, date prisa en
socorrerme». Casiano describe cómo estas palabras ahuyentan toda inquietud, derrotan a
los enemigos del alma y amarran el espíritu humano a Dios. Es más, repetidas sin cesar,
conducen hacia la más alta cima de la contemplación. A partir del siglo IV se hizo cada
vez más popular también en Occidente la llamada «oración de Jesús». En ella, uno
profiere con la mayor frecuencia posible la jaculatoria: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten misericordia de mí», y vincula estas palabras al ritmo respiratorio. Al inspirar, dice:
«Señor Jesucristo», y al espirar: «Hijo de Dios, ten misericordia de mí». También se
puede abreviar la frase diciendo: «Jesús...», al inspirar, y: «... ten misericordia de mí», al
espirar. La manera más breve de practicar esta forma de oración consiste en vincular tan
sólo el nombre «Jesús» con la respiración. No se trata de reflexionar sobre Jesús, ni
sobre el contenido de la oración. Más bien, el Espíritu de Jesús debe penetrar con
creciente profundidad en el orante. Los antiguos veían en la oración de Jesús la
recapitulación de todo el Evangelio y consideraban que en ella se expresaba la fe en la
encarnación y la redención. También la llamaban «oración del corazón» porque, al
inspirar, uno debe imaginarse cómo Jesús fluye hacia el corazón y lo llena de calor y
amor. Luego, al espirar, uno ha de imaginarse cómo el amor de Jesús penetra en todo el
organismo, sobre todo en los ámbitos oscuros e inconscientes del cuerpo y el alma,
iluminándolos y transformándolos.
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mis celos, mi miedo, mi depresión. No los ahuyento, ni lucho contra ellos; me limito a
contemplarlos, pero sin obsesionarme con ellos. Antes bien, con cada espiración
pronuncio con calma la oración de Jesús y confío en que los agitados sentimientos se
transformarán poco a poco y, de repente, en medio de mi enojo aflorarán la calma y la
paz y yo me sosegaré por completo. Esta manera de rezar la oración de Jesús es
recomendable para el comienzo de la meditación. No estoy sometido a la presión de
tener que concentrarme por completo en las palabras y no poder pensar en nada más. Y
se trata de un buen ejercicio cuando me acabo de enfadar con otra persona o todavía
estoy agitado a causa de algún conflicto. Es un camino cauteloso hacia la calma. Muchas
personas quieren ahuyentar o reprimir con violencia sus sentimientos negativos. Pero
cuanto más violentamente proceden contra el miedo, contra los celos, contra el enojo,
tanto más intensas devienen esas emociones. En tales situaciones, la quietud sólo es
experimentable, en el mejor de los casos, como algo forzado, pero no como un estado
perdurable. La oración de Jesús, por el contrario, no reprime nada. Contemplo todo lo
que hay en mí, a todo le permito ser. Pronuncio la oración de Jesús dirigiéndola hacia
este caos interior y confiando en que sanará mi desgarramiento.
Nunca puedo percibir este espacio por más de un instante; luego, la inquietud vuelve
a adueñarse de mi corazón. Pero en el instante en que experimento este espacio interior
de quietud, me siento sano e íntegro, amparado, sostenido, amado. Entonces, me sumerjo
en el amor de Jesucristo y, en ese mismo momento, siento que «solo Dios basta». Al
poco, aunque siga pronunciándola, esta frase ya no llena mi corazón, sino que la digo
sólo con la cabeza. Pero la oración de Jesús me conduce siempre de regreso a la
experiencia de quietud. Y allí donde, en la calma, soy uno con Dios, con Jesucristo y con
el Espíritu Santo, allí he alcanzado ya lo que quería. Allí también soy uno conmigo
mismo, me avengo con mi vida y estoy lleno de amor y misericordia.
La tradición cristiana conoce dos imágenes que ayudan a no prestar atención a los
pensamientos. Una de ellas procede de un texto de un dominico inglés del siglo XIV
titulado La nube del no saber. Así como las nubes siguen sin más su camino, así también
debo dejar yo que los pensamientos sigan su camino sin reparar en ellos. Si estoy
firmemente asentado en la tierra y anclado en Dios, los pensamientos que me pasen por
la mente no serán capaces de perturbar mi calma. La otra imagen es el mar. En la
superficie, el mar está agitado: las olas van y vienen. Sin embargo, en lo profundo, es
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pura calma. Ahí no se notan ya las encrespadas olas. También en nuestra cabeza reina la
agitación: está llena de pensamientos. Pero en la meditación ahondo más y más en mí.
En la meditación no se trata de ahuyentar todos los pensamientos, ni de concentrarme en
la quietud. Antes bien, es un camino hacia el hondón en el que ya reina la calma.
Muchas personas desean seguir a Jesús y vivir conforme a sus palabras. Mas, cuando
la voluntad es nuestro único motor, a menudo nos quedamos atrapados en un dilema.
Queremos reflejar el Espíritu de Jesús, pero con frecuencia el inconsciente nos marca
más intensamente que la voluntad. La oración de Jesús puede ser una ayuda en tanto en
cuanto permite que el Espíritu de Jesús penetre en los abismos de nuestra alma. Así,
podemos reflejar el Espíritu de Jesús de dentro afuera y actuar y hablar movidos por él.
Tengo la impresión de que todo el quehacer del peregrino ruso refleja la misericordia de
Jesús. Practico la oración de Jesús también con el deseo de hacerme del todo permeable
a Jesucristo. Entonces, ya no se trata de ver cuánto avanzo en mi camino espiritual. Toda
reflexión sobre mi situación deja de tener importancia. Lo decisivo es que Cristo vive en
mí y se manifiesta a través de mí. Es evidente que san Pablo estaba viviendo esta
experiencia cuando escribió: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). Y
sobre este trasfondo entendemos lo que quiere decir Pablo: «Pues mi vida es Cristo y
morir es ganancia» (Flp 1,21).
Contemplatio
En el marco de tal distinción, «contemplación» significa algo más que una vida
dedicada a la oración y la quietud. Como prototipos de acción y contemplación se
considera, respectivamente, a Marta y María, según aparecen en la escena del evangelio
de Lucas (Lc 10,3842). Marta es modelo de la mujer activa. Hace lo que ha de ser hecho.
Por el contrario, María se sienta a los pies de Jesús y únicamente escucha lo que éste
tiene que decir. Ambas mujeres simbolizan el lado activo y el lado contemplativo de
cada uno de nosotros. En apariencia, Marta cuenta con los mejores argumentos a su
favor. Hace algo que es importante y que ayuda a las personas. María no tiene nada que
aducir. Se limita a permanecer sentada y escuchar. Puesto que también en nosotros suele
ser acallada por la más ruidosa Marta, Jesús toma partido por ella. Jesús quiere respaldar
a la María que hay en nosotros, para que, en pie de igualdad con Marta, viva el lado
contemplativo y, a partir de la contemplación, haga lo correcto. Cuando reprimimos a la
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María que llevamos dentro, a menudo nos tornamos tan agresivos como Marta en
nuestro compromiso a favor de los demás. Nos sentimos explotados. Tales sentimientos
son siempre una advertencia de que debemos permitir que aflore la María que mora en
nosotros. Debemos escuchar qué es, en realidad, lo que los demás necesitan y lo que
Dios desea de nosotros.
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Evagrio no sólo describe la naturaleza de la contemplación misma, sino que también
habla de los estados anímicos que la acompañan. El conocimiento de Dios precede a la
experiencia de la luz que resplandece en el alma. «La persona que se desviste del hombre
viejo y se reviste del hombre nuevo, la persona que es una creación del amor, reconoce
cuando ora hasta qué punto su condición se asemeja a la del zafiro, que resplandece
limpio y luminoso como el cielo. Con la expresión "lugar de Dios", el texto se refiere
precisamente a esta experiencia» (Bamberger, pp. 19s.). El alma misma es el lugar donde
el ser humano puede tener experiencia de Dios. Aunque no puede ver directamente a
Dios, «Éste resplandece en el alma como en un espejo» (¡bid., p. 20).
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Meditación de escenas bíblicas
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inventarnos las imágenes, ya que la Biblia y la tradición espiritual nos las ponen ante los
ojos. Si interiorizamos tales imágenes, entramos en contacto con el núcleo de nuestra
persona, llegamos a la armonía con nosotros mismos y nos aquietamos interiormente.
Una de esas imágenes sanadoras es el templo. Juan narra cómo Jesús expulsa del
templo a los mercaderes y los cambistas, a las terneras, las ovejas y las palomas (Jn 2,13-
22). Esta imagen podemos aplicárnosla a nosotros mismos. Con frecuencia nos sentimos
como un mercado, en nosotros alborotan los pensamientos de los mercaderes: ¿cuál es
mi valor de cambio, mi precio, en el mercado público? ¿Cómo cotiza mi divisa?
Además, en nosotros hay pensamientos impulsivos, pensamientos superficiales y
pensamientos que revolotean de aquí para allá, cual palomas. Si seguimos esta imagen,
no se trata de reflexionar sobre la propia imagen. Más bien, al inspirar imagino que
Cristo entra en mi mercado y, al espirar, imagino que expulsa de mí todo lo que perturba
la paz interior. Cuando interiorizo esta imagen durante un tiempo, me siento de otra
manera. Me dilato interiormente, noto en mí una paz profunda, así como la gloria divina
con la que Cristo me llena. Yo mismo soy templo de Dios. A través de esta imagen
descubro mi verdadero ser y dejo de minusvalorarme. Ya no necesito mantener sujeto
todo mi caos interior. Ya no tengo que endurecer y poner tensa la espalda por el deseo de
unir con violencia todo lo que en mí tiende a dispersarse.
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mediocridad. No necesito llegar a ser nada, puedo ser como soy. Esta imagen me libera
de toda presión de tener que cambiar. Y precisamente así me conduce al sosiego interior.
También la fuente que mana dentro de nosotros es una sanadora imagen bíblica: en
nuestro interior se encuentra el manantial del Espíritu Santo. Esta imagen podemos
vincularla igualmente con la respiración. Al espirar, taladramos, por así decirlo, la capa
de cemento que cubre nuestro venero y nos separa de él. Y así, al espirar, accedemos al
hondón de nuestra alma, donde bro ta la fuente divina que nunca se agota. Si bebemos de
ella, todo en nosotros deviene vivo y fresco. Y no nos extenuaremos, pues esta fuente
divina es inagotable. Al inspirar, podemos imaginarnos cómo la borboteante agua de
manantial se extiende por todo el cuerpo, refrescándolo y llenándolo del Espíritu divino.
Otra imagen del Espíritu Santo es el ascua. Con frecuencia estamos apagados, opina
Henri Nouwen, porque tenemos abiertas las puertas de nuestro horno. Meditar significa
cerrar esas puertas y escuchar a nuestro interior. Allí, en el hondón del alma, el ascua del
Espíritu Santo me calienta con amor y calor. Puedo imaginarme cómo este ascua irradia
calor y amor a todo lo helado y endurecido, a todo lo apagado y vacío, que hay en mí. De
una, vuelvo a sentirme vivo, lleno de fuego y de fuerza.
La imagen, cualquiera de ellas, puede ser vinculada bien con la respiración, bien con
una frase o palabra. Por ejemplo, puedo perfectamente seguir pronunciando la oración de
Jesús mientras me imagino cómo este mismo Jesús entra en mi templo, nace en mi
establo y me pone en contacto con mi fuente interior.
La Biblia describe con palabras las imágenes sanadoras que Dios nos regala.
Contemplar cuadros o esculturas puede ayudar a interiorizar estas imágenes. A su
manera, el arte ha expuesto e interpretado con frecuencia las imágenes bíblicas. Cuando
contemplamos tales imágenes sin juzgarlas, sino fundiéndonos más bien con ellas, su
fuerza sanadora termina penetrando en noso tros. Nos olvidamos de nosotros mismos y
nos limitamos a mirar.
Para los griegos, la vista es el sentido con el que propiamente podemos tener
experiencia de Dios. «Theos» (Dios) deriva de «theasthai» (mirar). Dios es quien es
mirado, contemplado, en las imágenes bíblicas, en la belleza de la creación o en un
rostro humano. Es obvio que Pablo está haciendo referencia a la experiencia mística de
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la contemplación, tal como se practicaba en los cultos mistéricos del siglo 1, cuando en
la segunda carta a los Corintios escribe: «Y nosotros todos, reflejando con el rostro
descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con esplendor
creciente, como bajo la acción creciente del Espíritu del Señor» (2 Co 3,18). Mirando
una imagen, me fundo con ella. Me transformo en la imagen. Y así, también en mí
resplandece en toda su gloria la imagen divina.
Para interiorizar las imágenes bíblicas es conveniente sentarse en una iglesia que nos
conmueva. En una iglesia románica puedo vivir la experiencia de que soy templo de
Dios. Estoy cobijado en Dios y yo mismo soy el lugar donde vive Dios. Allí donde Dios
vive en mí, allí estoy en casa, allí me siento sostenido y experimento en mí amplitud y
patria.
Por el contrario, cuando permanezco sentado largo rato en calma en una iglesia
gótica, me experimento a mí mismo de otra manera. Percibo la amplitud interior de mi
templo. La gloria y la belleza de Dios me llena, Cristo es mi templo. Él ha expulsado de
mí a los es truendosos mercaderes y cambistas. No obstante, algunas terneras, ovejas y
palomas permanecen en el templo. Pues los capiteles de algunas columnas muestran que
Cristo ha transformado algo de la parte animal que hay en mí, de suerte que tiene sitio en
la iglesia y puede quedarse. Lo vital, lo agresivo, lo instintivo, se convierte en adorno del
templo, es integrado en la imagen del templo. También eso puede liberarme.
Además de la iglesia como imagen global, también las imágenes de santos concretos
u otras obras de arte contribuyen al ensimismamiento interior. Cuando contemplo, por
ejemplo, la cruz románica de Altenstadt, interiorizo el amor que irradia el rostro del
Cristo crucificado y elevado. A menudo me resulta interpelante una estatua de María, en
la que sale a mi encuentro el amor maternal de Dios. Contemplando en Colmar un
cuadro de María del maestro Martin Schongauer, experimenté en mí una profunda
claridad y quietud interior. El cua dro tenía tal claridad y pureza que se me quedó
profundamente grabado. En otras iglesias me fascinan los cuadros de santos. En ellos,
los artistas han representado la transformación del ser humano por el sanador Espíritu
Santo de Dios', por ejemplo, en la imagen de los catorce auxiliadores, en los cuales me
veo con las ofensas y heridas que he sufrido y, al mismo tiempo, percibo la fuerza
sanadora que procede de Dios y que, en estos santos, incide con virtud transformadora.
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Marc de Smedt describe la fascinación que irradian las madonas. En los cuadros de la
Virgen ofreciendo el Niño al mundo reconoce lo siguiente: «Lo esencial cobra ahí
expresión: aunque exista la muerte, hay que defender la vida. Y para descubrir la fuente
de esta vida, debemos saber cómo encontrar en nosotros esa sutil quietud que no se
compone de imágenes, ni deja rastro alguno» (de Smedt, p. 170). A su juicio, «uno de
los más impresionantes lugares de quietud que existen en el mundo» es el museo de
Cluny en París, sobre todo la espaciosa sala redonda que se halla revestida con el tapiz
de «La Dama y el Unicornio». «Desde mi primera visita a este lugar, lo he considerado
como el verdadero centro de París, como el lugar iniciático por excelencia» (¡bid., p.
157).
Cada cual tiene sus lugares y cuadros preferidos, que le conmueven y emocionan en
lo más íntimo. Cuando nos detenemos asombrados delante de un cuadro y le permitimos
que penetre en nosotros, aflora una calma que solos nunca podríamos conseguir. El
cuadro irradia algo que nos conduce hacia la quietud, al lugar más misterioso de nuestra
alma, en el que ya no pensamos o reflexionamos sobre esto o aquello, sino que
simplemente somos, en conformidad con nosotros mismos y con la imagen que Dios se
ha hecho de nosotros.
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Lectio divina
Desde hace algún tiempo se ha vuelto a cobrar conciencia del efecto sanador de la
lectura. En una ocasión, Franz Kafka expresó de la siguiente manera la virtud terapéutica
de los libros: «Un libro es el hacha para el mar congelado que hay en nosotros»
(Heilkraft des Lesens, p. 12). El texto nos puede poner en contacto con los sentimientos
reprimidos que hay en nosotros, con sentimientos que ya ni siquiera percibimos porque
se hallan sepultados bajo la capa de hielo del entumecimiento interior. Un texto puede
abrir a base de golpes, cual hacha, agujeros en esa capa de hielo, a fin de que los
sentimientos se descongelen y vuelvan a aflorar.
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da lugar dicho texto.
Para el periodista francés Marc de Smedt, la lectura fue siempre, desde su juventud,
un camino hacia sí mismo y hacia la quietud. Escribe lo siguiente: «La quietud de la
lectura: contrapunto a la retumbante realidad y lugar de reflexión sobre uno mismo, así
como de introducción al mundo» (de Smedt, p. 133). Sobre la fascinación que ejerce el
medio «libro» afirma: «Frente a un libro estamos por completo solos, inmersos en una
calma absoluta. Un instante lleno de gracia que, al mismo tiempo, es un acto de olvido y
deslizamiento, una inmersión en las profundidades originarias de la psique» (¡bid, p.
132).
Tal vez tenían los pintores medievales en mente el efecto a la vez sanador y liberador
de la lectura cuando representaron a María como mujer lectora. En muchos cuadros
aparece María leyendo mientras el arcángel Gabriel le anuncia el nacimiento de su hijo.
A menudo es representada leyendo incluso durante el puerperio. Y también mientras la
huida a Egipto, montada en el burro, va leyendo un libro. Leyendo, se sumerge en el
mundo de Dios. Salta a la vista que la lectura, amén de capacitarla para entender lo que
está ocurriendo con ella, priva de su poder al mundo hostil y amenazador, como durante
la huida a Egipto. En medio de una atmósfera de violencia y odio, María lee para
descubrir su centro y sentirse protegida y sostenida en el mundo de la lectura, que, en
último término, es el mundo de Dios.
Para los monjes, la lectura de la Biblia fue desde el principio algo muy distinto de
cualquier otra lectura. Era un quehacer sagrado, es más, un quehacer divino. De ahí que a
la lectura de la Biblia la llamaran también lectio divina, lectura divina. La regla de san
Benito reserva para la lectio divina - esto es, para la meditación de la Sagrada Escritura -
tres horas al día. Merced a este intenso encuentro con la Sagrada Escritura, los monjes
crecían más y más en el Espíritu de Jesús y entendían cada vez mejor a éste. Pero lo
importante no es sólo la comprensión: la lectura de la Biblia es un proceso de
transformación. Las palabras de la Escritura caracterizan de manera creciente el espíritu
y la acción. En el monacato, la lectura de la Biblia era además un camino místico. La
meta era la unión con Dios. La mística en el monacato primitivo era siempre mística de
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la Escritura o mística cultual.
Lectio
La lectura persigue mucho más que ahondar en el conocimiento de la Biblia. Más bien,
según un dicho del papa Gregorio Magno, el lector debe descubrir el corazón de Dios en
la palabra de la Escritura. En la palabra pue de encontrarse con el propio Dios. A los
monjes primitivos, todas las palabras les hablaban de Jesucristo. También el Antiguo
Testamento narraba en imágenes el misterio de Jesucristo. Así, por ejemplo, el destino
de Sansón servía como figura del camino de Jesús, quien venció a sus enemigos no sólo
por medio de hechos poderosos, como se describe en el evangelio de Marcos, sino
precisamente con su muerte, en la que derrotó a los poderes de las tinieblas. De este
modo, Sansón, quien en el momento de su muerte rompe las columnas de la casa,
sepultando así bajo las ruinas a sus enemigos, se convirtió en figura de la muerte y
resurrección de Cristo. Los monjes referían a la cruz todos los pasajes del Antiguo
Testamento en los que se menciona la madera. En el relato de Moisés, quien arroja su
bastón en el agua sulfatada y amarga, convirtiéndola en agua dulce potable, veían los
monjes el misterio de la cruz. La cruz dulcifica lo amargo de mi vida y me posibilita
beber la amargura del sufrimiento sin sucumbir a causa de ello. Antes bien, en el
sufrimiento experimento la dulzura del amor de Cristo.
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estas palabras se interpretaban mutuamente.
Meditatio
En la meditación repito las palabras con el corazón, con objeto de que penetren cada
vez más en él y extiendan allí el dulce sabor de Dios. No cavilo sobre las palabras, sino
que dejo que penetren en mí. Me pregunto: si eso es cierto, ¿cómo percibo entonces la
realidad? ¿Cómo me siento? ¿Quién soy yo en tal caso? ¿Cómo experimento los
conflictos que estallan a mi alrededor? ¿Qué sabor me deja el sufrimiento por el que
justo ahora estoy pasando? Para los monjes, era importante entender las palabras de la
Escritura como palabras que el Dios vivo y presente les dirigía en aquel preciso instante.
Y también veían esas palabras como palabras dirigidas a ellos por el Cristo elevado. En
las palabras que Jesús pronunció durante su vida terrena oían al Cristo que se les hacía
presente. De ahí que sus palabras fueran siempre palabras con poder sobre la muerte.
Ahora Cristo, que está sentado en el cielo a la derecha de Dios Padre, dirige estas
palabras al que está meditando. Las palabras conectan el cielo y la tierra, salvan la
distancia entre la vida y la muerte, entre Dios y el ser humano.
Oratio
El tercer paso es la oratio. Para los monjes, este término designa una oración corta y
afectiva con la que se expresa la petición de que Dios aquiete el anhelo que se ha
encendido durante la meditatio. El objetivo de la lectura de la Biblia era, en efecto,
despertar el deseo de Dios, el anhelo de ser con Jesucristo. No se trataba de incrementar
los conocimientos sobre Dios, sino de atizar el anhelo de Él. Pues en el deseo de Dios
está ya Dios, al igual que en el deseo de amor está ya el amor, como afirmó en una
ocasión Antoine de Saint-Exupéry. En el deseo de Dios percibimos a Dios y
experimentamos la huella que Él ha impreso en nuestro corazón.
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buscarlo, apresurarnos junto a Él» (Leclercq, p. 41). El anhelo confiere a la espiritualidad
de los monjes un carácter dinámico: «Se trata de un progreso continuo; pues, cuanto más
fervoroso es el deseo, mayor satisfacción encuentra en una cierta forma de posesión de
Dios, experimentando con ello una nueva potenciación. El fruto de este deseo es la paz
reencontrada en Dios; pues el deseo es ya posesión, en la que el temor y el amor se
funden en una unidad: aquí, en la tierra, el deseo es la verdadera forma del amor; en él
encuentra el cristiano la alegría de Dios y la unión con el Señor glorificado» (¡bid., p.
42). El propio Gregorio lo expresa con las palabras: «Quien desea a Dios de todo
corazón posee ya sin duda a su Amado» (In Ev. 30,1).
Contemplatio
El cuarto paso de la lectio divina es la contemplatio. Denota una oración sin palabras,
una degustación de Dios sin pensamientos, sentimientos o nociones. «Contemplatio»
significa puro silencio. Para los monjes, la contemplatio es siempre un don de la gracia
divina. Puedo ejercitarme en los tres primeros pasos de la lectio divina; el último, sin
embargo, debe concedérmelo Dios. Una vez que he leído y meditado la Escritura, las
palabras me conducen al misterio silente de Dios, a un misterio que ya no puede ser
expresado por medio de palabras. Es pura existencia, pura unión con Dios. No veo nada
determinado, mi mirada se dirige más bien al fondo de las cosas. De golpe, todo se me
hace diáfano. Soy uno con Dios, conmigo mismo, me siento conforme con mi vida. El
papa Gregorio describe la esencia de la contemplatio refiriendo una escena de la vida de
san Benito. En un solo instante contempló Benito el mundo entero, su mirada penetró
hasta lo más hondo. Se sintió unido a todo lo existente. Gregorio explica como sigue la
visión de Benito: «Cuando el alma contempla a su Creador, la creación entera le resulta
demasiado angosta. Con sólo que vislumbre un poco de la luz del Creador, todo lo
creado se le antoja minúsculo. Pues en la luz de la visión interior se abre el fondo del
corazón, dilatándose en Dios y elevándose por encima del universo» (Gregorio, Diálogos
II, p. 35).
Los monjes describen con diversas imágenes la relación entre los cuatro pasos de la
lectio divina. La lectio busca el deleite de la palabra divina, la meditatio lo encuentra, la
oratio expresa el deseo de degustarla y la contemplatio goza del placer que Dios, por
medio de sus palabras, desencadena en el corazón del ser humano. Otra imagen: la lectio
rompe en dos el pomo de alabastro que contiene la fragancia divina, la meditatio percibe
un hálito de ella, la oratio expresa el anhelo de la fragancia plena y la contemplatio
disfruta de ésta. Sin la meditatio, la lectio se reseca. Pero, sin la lectio, la meditatio corre
peligro de perder un punto de apoyo firme. Así, los cuatro pasos nos llevan a penetrar
más y más en el misterio del amor divino que resuena en cada palabra de la Biblia.
Querida lectora, querido lector, me gustaría invitarte a probar una vez este método de los
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monjes, aun cuando sea un tanto insólito. No te dejes disuadir por el hecho de que, al
leer, normalmente empezamos de inmediato a reflexionar y a hacer intervenir la razón.
Escoge para la lectio divina el capítulo 15 del evangelio de Juan. Toma asiento con
calma e imagínate que Cristo, quien está sentado junto a Dios en su gloria, se dirige a ti
de manera del todo personal. Pronuncia palabras que conectan el cielo y la tierra,
palabras que ya dijo antes de su muerte y que ahora te dirige a ti como el Resucitado y
Elevado por Dios. Al leer, se disparará automáticamente tu razón crítica, preguntando si
estas palabras proceden en realidad de Jesús o si han sido compuestas por Juan. La razón
es importante, pero ahora, en esta meditación, di para ti: «Las dudas las pospongo hasta
mañana. Ahora, en este instante, me limito a acoger las palabras tal cual son. Hago como
si fueran ciertas. Y me pregunto cómo me siento si estas palabras son la auténtica
realidad». Entonces, toma la Biblia y em pieza a leer poco a poco. Cuando una palabra o
una frase te llame la atención, detente y deja que te llegue al corazón. Repítela
serenamente, intenta sentir y gustar su misterio, pregúntate qué significaría esa palabra o
frase en caso de ser cierta: ¿Quién soy yo entonces? ¿Cómo puedo entenderme a mí
mismo? Permite que la palabra o la frase penetren en tu corazón hasta que la atención se
relaje. Pídele entonces brevemente a Dios que se digne a satisfacer tu deseo. Y luego
sigue leyendo con parsimonia, dejando de nuevo que las palabras te lleguen al corazón.
Confía en el ritmo de tu corazón. No tienes por qué avanzar mucho en el texto. Proponte
tan sólo confrontarte con él veinte minutos. Luego, puedes poner a un lado la Biblia y
limitarte a escuchar a tu interior. Ya no necesitas repetir las palabras. Permanece sentado
sencillamente en presencia de Dios bajo la impresión de estas palabras. Quizá
vislumbres algo de lo que supone la contemplatio. Leer te ha serenado. Las palabras te
han abierto la puerta al misterio silente de Dios. Ahora estás en Dios, sin palabras, sin
ideas, sin imágenes. Estás ahí sin más, totalmente en Dios, totalmente lleno de Él. No te
hagas propósitos relativos a lo que te gustaría cambiar. Te has encontrado con Dios en su
palabra. Es suficiente. Eso te transforma a ti y transforma tu discurso y tu acción, sin que
tengas que proponértelo con la voluntad.
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Ritos matutinos y vespertinos
Otra imagen para caracterizar los ritos: los ritos cierran una puerta y abren otra.
Precisamente por la tarde debe cerrarse la puerta del trabajo para que pueda abrir se la
puerta del hogar, la puerta de la familia. Si me llevo a casa la inquietud del trabajo,
nunca me serenaré. Muchas personas son incapaces de cerrar la puerta del trabajo;
también en casa piensan de continuo en el trabajo. Metafóricamente podría decirse: están
siempre en plena corriente. Pero eso no es bueno ni para el cuerpo ni para el alma. Quien
está en la corriente no es capaz de encontrarse consigo mismo. Debemos cerrar puertas
para que se nos abran otras, por las que podamos entrar al espacio de la quietud. Los
ritos nos permiten cerrar las puertas que dan a espacios llenos de desasosiego. Sólo así
podremos estar con plenitud allí donde nos hallemos en cada instante. Necesitamos
espacios cerrados para acceder al espacio interior de la quietud.
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recogen el cuerpo, sino también los pensamientos, que así dejan de bailar de aquí para
allá.
Como ritos matutinos son apropiados dos gestos. Uno es la postura del orante.
Consiste en alzar los brazos y las manos, abriendo éstas para formar un gran cuenco. La
postura del orante era, por lo visto, la postura oracional por excelencia en la primitiva
Iglesia, como atestiguan las numerosas representaciones halladas en las catacumbas. En
esta postura, abro el cielo sobre mi vida. Agradezco a Dios el nuevo día y percibo el
anchuroso espacio en que Él me coloca. Pero también pienso en las personas con las que
vivo. También a ellas, para quienes el cielo se entolda con demasiada frecuencia, me
gustaría abrirles el horizonte, a fin de que su vida se ilumine, a fin de que en medio de su
ajetreo puedan experimentar a Dios. Y en este gesto entreveo que hoy desearía dejar con
mi vida huella en el mundo, una huella que abra el cielo sobre los seres humanos y les
haga pensar en Dios, que es quien los sostiene.
Pero no imparto mi bendición sólo a las personas, sino también a los espacios en los
que vivo y trabajo, a las habitaciones de mi casa y a los recintos donde se desarrolla mi
trabajo. Después de esta bendición experimento de otra manera tales espacios. Algunas
personas notan con toda claridad que en su sala de estar o en la oficina flota todavía el
conflicto y el mal ambiente de la víspera. Si dejo que la bendición de Dios fluya hacia
esa estancia, entraré en ella con otro ánimo. Entonces, el espacio en el que penetro es
sagrado. Ahora está lleno del amor de Dios, no de las emociones negativas de las
personas. En un espacio bendecido puedo respirar hondamente, allí me siento libre. Por
el contrario, en un espacio lleno de tensión me cuesta respirar y me encuentro a disgusto.
También por la tarde-noche hay dos gestos apropiados para un breve rito vespertino
que me infunde calma. El primero consiste en colocar las manos delante de mí en forma
de cuenco. En las manos le presento a Dios aquello de lo que me hecho cargo hoy,
aquello que he formado, modelado, iniciado. La mano es una imagen de mi actuar, del
que, al declinar el día, con este gesto, me desprendo, entregándoselo a Dios, para que Él
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haga que se convierta en bendición para mí y para aquellos por quienes he actuado. En
mis manos le presento también a las personas con las que he tenido contacto en este día.
Y me fijo en mis manos a fin de entrever qué es lo que Dios ha puesto hoy a mi cargo,
qué es lo que me ha regalado: un talento, un encuentro, una vivencia, una idea. Y le doy
gracias a Dios por el día que termina.
A menudo tenemos la impresión de que el día pasa de largo, de que, por así decirlo,
se nos escapa por entre los dedos. En el gesto del cuenco le presento a Dios mi día, se lo
entrego. De esta suerte, se convierte en mi día, y lo desgarrado y disipado recupera su
integridad. Muchas personas no pueden dormir bien por la noche porque no se han
desprendido del día, porque no se han distanciado de la causa de su agitación. El rito de
las manos abiertas no garantiza dormir bien. Pero me ayuda a poner el día en manos de
Dios y cobrar sana distancia de aquello que hoy me ha conmovido. Puedo abandonarme
tranquilo en las buenas manos de Dios. Mis manos me recuerdan las manos afectuosas
de Dios, que me sostienen durante la noche y en las que puedo cobijarme. Otra
posibilidad es pensar que Dios ha escrito su nombre en mi mano y mi nombre en la suya.
Así, mis manos me recuerdan que estoy en Dios y Dios está en mí.
El otro gesto apropiado como rito vespertino consiste en cruzar los brazos sobre el
pecho. Como trasfondo para este gesto ha cobrado importancia para mí una frase del
teólogo y psicólogo holandés Henr Nouwen, quien en una ocasión dijo que muchas
personas están apagadas porque dejan abierta la puerta de su horno. Pero la vida
espiritual significa cerrar puertas y proteger el fuego interior, el ascua del Espíritu Santo.
Cuando, a última hora de la tarde o por la noche, cruzamos las manos sobre el pecho, es
como si cerrásemos la puerta a fin de proteger el espacio sagrado que hay en nosotros, a
fin de que el fuego interior del Espíritu Santo pueda inflamar todo lo nuestro - lo
apagado, lo reseco, lo helado- y notemos calor interior. En este gesto nos tratamos con
ternura a nosotros mismos. Aceptamos lo contradictorio de nosotros y confiamos en que
el amor de Dios penetre en todas las contradicciones tanto de nuestro cuerpo como de
nuestra alma, calentándolas.
Pero también podemos vincular este gesto con otra imagen: protejo el espacio
sagrado que hay en mí y al que el mundo no tiene acceso, el espacio en el que los demás,
con sus pretensiones y expectativas, con sus juicios y condenas, no pueden penetrar.
Protejo el espacio donde nadie puede herirme. Ni siquiera mis propios pensamientos y
emociones, mis miedos y preocupaciones, mi auto-desprecio y mis auto-incriminaciones,
tienen acceso a este espacio interior. Allí ni siquiera hay sitio para los sentimientos de
culpa que a menudo me quitan la paz.
Este espacio de quietud en mi interior no tengo que crearlo yo. La quietud ya está en
mí, el espacio en el que el mundo calla ya está en mí. Allí, en ese espacio de quietud,
Dios habita en mí; allí, Cristo habita en mí. Y allí donde Cristo habita en mí, allí soy
libre y nadie domina sobre mí. Allí donde Cristo está en mí, allí soy salvo e íntegro, allí
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entro en contacto con mi verdadero yo. Allí soy del todo yo mismo, del todo auténtico.
La expresión bíblica «reino de Dios» también denota este espacio interior a mí en el que
reina Dios. Si Dios reina en mí, gozo de libertad frente al poder del mundo.
Otra imagen considera este espacio interior como espacio en el que habita el misterio.
La palabra alemana Heimat (patria) está emparentada con las palabras Geheimnis
(misterio) y Heim (hogar). En el hogar puedo sentarme y tumbarme: estoy en casa. Pero
la patria sólo surge allí donde habita el misterio. Cuando, al declinar el día, protejo el
espacio de misterio que hay en mí, puedo sentirme en casa conmigo mismo, más aún:
puedo encontrar una patria dentro de mí porque el misterio habita en mí. Así, me
sosiego.
Cuando, al final de una conferencia, a veces invito a los asistentes a ponerse en pie y
cruzar las manos sobre el pecho, con frecuencia se crea una calma maravillosa. Cuando
más de mil personas permanecen juntas en silencio en esta posición y nadie tose, todas
se sienten profundamente unidas. Sin embargo, si alguien tose o carraspea, demuestra
que no puede soportar tanta calma. Entonces, hacia esta quietud, hacia este espacio
interior de silencio, pronuncio la antigua oración vespertina de la Iglesia. Y
repetidamente experimento cómo estas palabras, que tienen más de mil seiscientos años,
siguen conmoviendo hoy los corazones: «Señor, ven a esta casa. Y haz que tus ángeles
habiten en ella. Que nos amparen en paz. Y que tu santa bendición esté siempre sobre
nosotros, alrededor de nosotros, en nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro
Señor».
Cada cual debe decidir qué rito matutino y vespertino le va mejor para entrar en
contacto consigo mismo, para poder comenzar bien la mañana y concluir bien la tarde.
No obstante la distancia que guardan respecto de los ritos eclesiásticos, cada vez son más
las personas que reconocen y sienten la necesidad de ritos capaces de abrirnos a un
tiempo sagrado que nos pertenezca y sobre el que nadie pueda disponer. Pues, de lo
contrario, nos invade el sentimiento de que somos determinados exclusivamente desde
fuera. De continuo estoy sujeto a expectativas de uno u otro tipo. Los ritos me aportan la
sensación de que yo mismo vivo y no me limito a ser vivido. Y me ponen en contacto
conmigo mismo. Al menos una o dos veces por día tengo la sensación de estar por entero
en el instante, de haber alcanzado la armonía conmigo mismo y la quietud, para, a partir
de esa quietud, atreverme a regresar al ruido de la vida diaria. En ocasiones, aun en
medio de las turbulencias del día a día, logro mantener la calma que he experimentado
en el rito matutino. Entonces, la cotidianidad no tiene poder sobre mí. Antes bien, soy yo
quien imprimo mi sello en el día y lo configuro desde el sosiego interior, desde mi
hondón.
Es conveniente no limitar los ritos relajantes al comienzo y al final del día. También
durante el trabajo pueden sernos de ayuda sencillas interrupciones. Por ejemplo, puedo
convertir el camino a la reunión de turno en un pequeño rito que me prepare
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interiormente para ella. Puedo comenzar la conversación con un colaborador o la reunión
de equipo con un pequeño rito. Los ritos cierran una puerta y abren otra. Cuando se
cierra la puerta de la charla intrascendente, puede abrirse la puerta a una conversación
intensa.
En el día a día necesitamos sin cesar tales saludables interrupciones, que nos ponen
en contacto con nosotros mismos y con la quietud que hay en nosotros, a fin de que no
nos disipemos en el ajetreo que busca atraparnos.
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El ejercicio del portero
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enojo qué es lo que quiere decirme, probablemente me llamará la atención sobre lo
siguiente: «Marca mejor tus límites. No les concedas tanto poder a los demás. Resuelve
el problema en vez de enfadarte por ello». Entonces, la irritación se convierte en un
impulso positivo.
Cuando los celos llaman a mi puerta, puedo preguntarles qué anhelo se oculta en
ellos. Probablemente me harán caer en la cuenta de que siento la necesidad de que
alguien me ame sólo a mí, de ser yo para mi esposo o mi esposa o mi amigo el único
amado. Cuando me confieso esta necesidad, me percato de cuán exagerada es. Pero no
me juzgo por tener semejante necesidad. En la medida en que la reconozco, estoy en
condiciones de relativizarla. De modo análogo, puedo interrogar al miedo o a la
depresión y, de esa suerte, familiarizarme con tales sentimientos. Y de golpe cobro
conciencia de que, en el fondo, quieren decirme algo bueno. El miedo desea indicarme la
medida adecuada, la medida en aquello de lo que me creo capaz, pero también la medida
correcta en relación con las expectativas que deposito en la imagen que me hago de mí
mismo.
Tal vez tenía C.G.Jung en mente este ejercicio del portero cuando caracterizó a la
depresión como una señora vestida de negro. «Cuando llama a la puerta, déjale entrar sin
miedo. Tiene algo importante que contarte».
Evagrio parte de que, sin embargo, también hay emociones que me disputan el
derecho de propiedad sobre mí mismo. Son, por así decirlo, «okupas» que desean
acomodarse en mi casa hasta el punto de impedirme seguir viviendo allí. A tales
pensamientos debo señalarles dónde está la puerta y darles con ella en las narices. Ésa es
la tarea del portero. Cuando alguien, por ejemplo, me ha agraviado profundamente, no
puedo dejar que la ofensa entre en mí. Me monopolizaría y no tendría ninguna distancia
respecto de ella. Ocuparía, pues, mi casa y me echaría de ella, lo cual no me haría ningún
bien.
Es interesante ver qué experiencias vive la gente con este ejercicio. Una participante
en uno de mis cursos tenía problemas con su hija; todo lo hablado hasta entonces en el
marco de una psicoterapia y de un acompañamiento espiritual no le había ayudado lo
más mínimo. Tenía miedo de seguir dando vueltas a los mismos pensamientos al realizar
el ejercicio del portero. Pero ya solo la pregunta dirigida a los sentimientos: «¿Qué
anhelo late en ti?», le trajo paz interior en medio de tales sentimientos. Algunas personas
cuentan que, cuando permiten aflorar a todos los pensamientos y sentimientos, ya no los
perciben con tanta intensidad. El miedo a verse inundado por los pensamientos suele
carecer de fundamento. Cuando se les permite ser, los sentimientos ya no tienen que
pedir la palabra con violencia. Así, muchas personas viven esta media hora como
tranquilizadora. De repente, notan una profunda paz interior. Ya no consumen más
energía en sofocar y reprimir pensamientos desagradables. A todo se le permite ser, pues
todo tiene un sentido: todo puede, en último término, conducirnos a nosotros mismos, a
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nuestro centro, a nuestra verdad. Y sólo la verdad nos hace libres.
Confrontarse con la propia verdad requiere coraje. Pero el solo hecho de permitir ser
a todos los sentimientos y pensamientos les priva ya de su poder. También es útil la idea
de que los sentimientos, lejos de inundarme, son interrogados por mí. Así pues, adopto
un punto de vista desde el que puedo dirigir mi atención a las emociones. El rol de
portero me infunde seguridad y claridad para abordar los pensamientos y sentimientos de
tal modo que me sean provechosos y dejen de determinarme.
El resultado del ejercicio del portero es, por regla general, una gran paz y una intensa
calma. Sin embargo, no se trata de un ejercicio que pueda realizarse a diario. Sólo
cuando nos sentimos profundamente inquietos es recomendable sentarnos durante media
hora en nuestro cuarto a interrogar a los pensamientos y sentimientos que afloren en
nosotros.
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Meditación y música
UNA música profesional me contó que le resultaba difícil meditar en silencio. Cuando
permanecía sentada en calma siguiendo el ritmo de su respiración, resonaban en ella
melodías muy determinadas. Durante un curso de meditación, de continuo tenía mala
conciencia porque no lograba alcanzar el sosiego del que hablaba el director del curso.
Yo la animé a encontrar su propio camino de meditación, pues tal vez pudiera
precisamente la música conducirla a la serenidad. Su rostro se iluminó y me habló de una
profunda experiencia de quietud y música. Había escuchado un disco compacto con una
grabación de Dinu Lipatti, en la que este pianista rumano interpretaba a Bach de forma
clara y pura como nadie. En la interpretación de Lipatti no había asomo alguno de ego,
sino pura música, permeabilidad para el misterio de la música. Cada mañana, antes de
comenzar con sus ensayos, Dinu Lipatti tocaba la coral de Bach: «Jesus bleibet meine
Freude» [Jesús sigue siendo mi alegría], de la cantata «Herz und Mund und Tat und
Leben» [BWV 147, Corazón y boca y acción y vida]. Cada día ejecutaba esta pieza con
mayor claridad y sencillez. Durante el último concierto que dio, poco antes de su muerte
- Dinu Lipatti tenía leucemia y murió con sólo treinta y tres años-, le fallaron las fuerzas
y no puedo interpretar hasta el final el programa previsto. Se despidió con esta coral. Sin
fuerza ya, tocó la pieza hasta la línea que dice: «Er ist meines Lebens Kraft» [É1 es la
fuerza de mi vida]. Los espectadores quedaron profundamente impresionados. Cuando la
musicante de esta historia escuchó los tonos claros y puros que acompañaban a dicho
texto, experimentó una profunda calma interior que no sabía describir sino como
experiencia de Dios. En ese momento, el cielo se le abrió y todo se volvió uno para ella.
Para mí, es importante escuchar de vez en cuando una cantata de Bach. Me coloco los
cascos, cierro los ojos y me sumerjo en la música: dejo que la música penetre en mi oído,
en mi corazón, en mi cuerpo. Esto me ayuda a recogerme y, con frecuencia, genera en mí
una profunda quietud. Me siento sostenido y protegido, conmovido por el misterio de
Dios, penetrado de amor. La música me sume en una profundidad que no siempre
alcanzo a través de la meditación en silencio. Algo análogo me ocurre cuando asisto a un
concierto y me limito a permitir que la música actúe en mí. La música hace que me
recoja y me lleva a lo profundo. De esta suerte, eleva mi corazón y mi alma.
Como para mí, también para muchas personas es la música una importante senda
hacia la quietud: nadie debería privarles de este camino. Otras personas pueden vincular
la senda de la meditación en silencio con la música. La meditación en silencio las abre
para la música; y, cuando después de meditar, escuchan música, la perciben con
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intensidad aún mayor.
Al final del día, muchas personas carecen de energía para leer algo denso. Tampoco
son capaces de concentrarse cuando meditan: están demasiado cansadas para ello. A
menudo se sientan delante del televisor con la esperanza de sosegarse así. Pero ocurre
justo lo contrario. La televisión las atiborra con tantas imágenes que ni siquiera durante
el sueño nocturno pueden desprenderse de ellas. A las personas que acuden a mí en
busca de acompañamiento espiritual les aconsejo que configuren de forma consciente las
últimas horas del día. Una posibilidad es elegir música con criterio y exponerse a ella.
Cada cual tiene su música preferida e intuirá qué es lo que le conviene. Al elegir música,
escucho a mi interior para reconocer qué lo es que, en este preciso momento, puede
hacerme bien. Con frecuencia se trata de una cantata de Bach, a veces es un concierto de
violín o de piano de Mozart. Cuando tengo que desprenderme de un enfado, pongo Las
bodas de Fígaro o Cosifan tutte. Entonces, el enojo a menudo cede paso a un profundo
anhelo de amor, tal como es audible con infinita belleza en la música de Mozart. En
ocasiones, también pongo de propósito música más difícil, pero que, a la postre, me
sume asimismo en la quietud: la música de Arvo P rt o de Gustav Mahler. Pero este tipo
de música únicamente puedo escucharlo cuando me libero de todo lo demás y me
abandono por completo a escuchar. Entonces, la música pone orden en mi alma,
serenándola.
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A primera vista parece contradictorio querer sosegarse escuchando música. Pero la
música y la calma forman una unidad, pues en la música ya no oigo los distintos tonos,
sino a aquel que se expresa a través de ellos. Para mí, en último término, no se trata sólo
del compositor, sino de Dios mismo. Todos los tonos remiten a lo Inaudible, al
Inaudible, a Dios. Ulrich Brand entiende el vínculo entre música y quietud de la
siguiente manera: «La pura quietud y la música parecen ser realidades opuestas, incluso
contradictorias. Pero, en realidad, la música propicia la serenidad espiritual. Quien haya
intentado en serio alguna vez seguir los tonos musicales con suma atención, apartando de
sí - en cuanto distracción - todo lo que no es tono, habrá observado que la música lo
desliga de lo figurativo» (¡bid., p. 84). El escritor francés Marc de Smedt cita la
experiencia de una amiga que le confesó: «Sólo experimento calma en mí cuando
escucho música». Y, al respecto, comenta: «El tono, todo tono, brota de la quietud y
regresa a ella. Por medio de la serenidad interior que desencadena, el sonido armónico
puede facilitarnos acceso a estados su periores de ser. En la Antigüedad se entendía la
música como el medio más apropiado para entrar en relación con los dioses» (de Smedt,
p. 94).
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Sencillas actividades repetitivas
Los múltiples pequeños caminos que enfilo en la vida diaria - al buzón, a la compra,
a la oficina del compañero de trabajo - puedo recorrerlos a toda prisa, pero entonces voy
atosigado en todo lo que hago. El verbo alemán hetzen (atosigar, darse prisa) deriva del
verbo hassen (odiar). Cuando me dejo atosigar, me odio a mí mismo y no estoy en lo que
hago. Me siento obligado a hacer todo lo posible. Cuando, por el contrario, hago con
recogimiento interior lo que de todas formas voy a hacer, soy capaz de percibir en todo
mi quietud interior. Asimismo es cierto que, cuando camino conscientemente, los
numerosos paseos de la vida diaria me conducen al orden y la calma interiores. El conde
Dürckheim recomienda utilizar a modo de ejercicio sencillas tareas cotidianas, como,
por ejemplo, cocinar, limpiar, planchar, segar el césped, etc. Precisamente las tareas
desagradables pueden convertirse de este modo en un camino hacia la serenidad interior.
Cuando limpio mi cuarto, puedo olvidarme por completo de mí mismo. Entonces, no
sólo ordeno mi habitación, sino también mi propia persona. Sin embargo, lo importante
en todo ello es la actitud interior. Cuando me abandono del todo a la actividad que estoy
realizando, sin pensar mucho, la simple repetición me lleva a la quietud.
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del ego. Tal es el verdadero camino hacia la quietud, pues el ego es siempre estridente y
chismoso. Nunca se sosiega porque siempre está reclamando algo. Para Dürckheim, el
objetivo del camino es aproximarse a la esencia interior. La caracteriza como «vida al
servicio del ser». La esencia, el ser, debe salir en mí a la luz. El yo, que fanfarronea sin
cesar, no debe seguir cerrando el paso a dicha esencia: «El ejercicio en el camino interior
es, por encima de todo, un ejercicio de abrirse a la esencia experimentable en la
interioridad, esencia desde la que habla y nos llama el ser» (¡bid., p. 36).
Para algunas personas, correr es un buen camino hacia la quietud. Sin embargo, lo
importante es cómo corro. Si cada día me propongo correr más y más rápido, estoy todo
el tiempo bajo presión. Pero si me abandono sencillamente a correr, la carrera puede
liberarme de todo lo que me intranquiliza. Puedo combinar el movimiento uniforme con
una palabra meditativa o abandonarme sin más al movimiento. Ya sólo eso suscita en mí
una cadencia interior que me sosiega. Una mujer me contó su plan de correr cada día por
una ruta distinta con objeto de conjurar el aburrimiento. Pero, de esa forma, es posible
que se pierda y se someta a sí misma a presión. Sería mejor que corriera siempre por la
misma ruta, reprimiera la curiosidad y se abandonara a la carrera, olvidándose de sí
misma. Olvidarse así de uno mismo libera de cavilaciones. En vez de preocuparme de
los kilómetros que corro, me sumerjo en el hecho de co rrer. Y disfruto de la naturaleza
que me rodea, del sol que despunta, del viento, de la fresca fragancia de la mañana, del
olor del bosque, de las praderas, de los campos de cultivo. Me fundo con la naturaleza,
con mi carrera, conmigo mismo.
Para otras personas, el ciclismo es un buen camino para serenarse. También aquí se
trata una y otra vez de los mismos movimientos, que acontecen de manera casi
mecánica. Abandonarme a estos movimientos regulares me infunde calma. Montar en
bicicleta puede convertirse, en verdad, en símbolo de la vida. Precisamente cuando el
camino se empina y he de pedalear con esfuerzo, puedo ver ahí una imagen de todas las
montañas interiores y exteriores que debo superar en mi vida diaria. Es necesaria la
perseverancia para seguir adelante cuando entro en crisis, cuando todo se me pone cuesta
arriba. Durante mi juventud, en vacaciones viajé en bicicleta con mis hermanos y primos
a Austria, Italia y Suiza. Teníamos el prurito de franquear puertos pequeños, como el de
Fern (en los Alpes tiroleses de Austria), sin bajarnos de la bici. En aquel entonces, las
bicicletas tenían sólo tres marchas. A pesar de todo, para nosotros era importante subir
las montañas lenta y perseverantemente. Aquello era una metáfora de nuestra vida.
Queríamos superarnos a nosotros mismos haciendo frente a dificultades, fortalecernos
luchando contra el viento de cara.
Muchas personas se sosiegan con la jardinería. Remover de forma rítmica la tierra del
jardín tranquiliza. Precisamente cuando entro en contacto con la tierra, puedo dejar a un
lado mis pensamientos, siempre inquietos; en vez de ello, me percibo a mí mismo en mi
interior. Trabajar la tierra me pone en contacto conmigo mismo, con mi cuerpo.
Percibirme a mí mismo me transmite calma y quietud. Muchas personas buscan calma
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entre nosotros, en el monasterio. Algunas la encuentran en el rezo de las horas, otras en
largos paseos. Pero muchas eligen de propósito el trabajo en el jardín o la huerta. El
sencillo trabajo de jardinería les ayuda a serenarse, el contacto con la tierra les hace bien.
Para quienes padecen desasosiego neurótico o estados depresivos, el trabajo con la tierra
es saludable. La tierra ayuda a mantener los pies en el suelo.
Otros optan por una actividad más enérgica, como, por ejemplo, partir leña o serrar
madera con ritmo regular. Así, pueden descargar tensiones internas y agresividad. Estas
actividades me fatigan; pero luego uno no se siente exhausto, sino sólo muy cansado. Es
un cansancio bueno, que ahuyenta el desasosiego. El efecto relajante y tranquilizador
deriva de la regularidad del sencillo trabajo. Por ejemplo, barrer cuidadosamente el patio
con movimientos que se repiten una y otra vez hace bien al alma. El quehacer exterior es
símbolo del quehacer interior. Barro toda la suciedad fuera de mí, me limpio de todo el
polvo que se ha acumulado en mí y se ha posado sobre mi alma. Así, toda tarea exterior,
cuando la realizo con esmero y atención, puede convertirse en un camino hacia la
quietud.
En sus parábolas, Jesús ve sobre todo el trabajo regular de los campesinos como
figura de nuestra vida. Observa cómo el sembrador esparce la semilla. Una parte de la
semilla cae en el camino, otra parte en suelo pedregoso o entre espinas. Sólo la semilla
que cae en suelo fértil da fruto en abundancia (Mc 4,1-9). En esta siembra descubre Jesús
una metáfora de la vida humana. El reino de Dios es «como un hombre que sembró un
campo: de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él
sepa cómo. La tierra por sí misma produce fruto: primero el tallo, después la espiga,
después grana el trigo en la espiga» (Mc 4,26-28). También esto es un símil de nuestros
días. En el campo del alma crece, sin que nos demos cuenta, el fruto de la fe.
De Jesús podemos aprender a entender el quehacer externo como figura del trabajo
que se ha de realizar en el alma y lo que acontece a nuestro alrededor como metáfora de
nuestra relación con Dios. Jesús era a todas luces una persona observadora. Así, en la
viña vio un símil de nuestra relación con él; y en la puerta, una imagen de que a menudo
no tenemos acceso a nuestro núcleo más íntimo. Jesús observó la puerta y luego habló de
ella de modo tal que sus oyentes descubrieron de nuevo un camino hacia sí mismos y
encontraron la llave de sus corazones. Así, todo lo que hacemos y observamos puede
convertirse en figura de nuestro camino interior, del camino de la transformación, en
imagen de que el Espíritu de Dios desea penetrar cada vez más profundamente en
nosotros e imprimirnos su sello.
61
Liturgia y silencio
En la Iglesia primitiva, la mística siempre era también mística cultual y los cristianos
vivían en la liturgia profundas experiencias de unión con Dios. La mística griega es, ante
todo, una mística de la mirada; y, para los padres griegos, la liturgia era un espectáculo
sagrado'. Los ritos existen para ser contemplados, y en esa contemplación el ser humano
se funde con aquello que contempla. Esto se me evidencia de nuevo todos los años en
Jueves Santo. Unos treinta jóvenes portan en silenciosa procesión el cáliz, el copón, las
velas y las flores desde la nave de la Iglesia hasta el altar. Un monje de la abadía ensaya
esta procesión con los jóvenes, no para que transcurra disciplinadamente, sino para
transmitirles a los chicos el sentido íntimo de lo que hacen. En el cáliz llevan el
sufrimiento del mundo desde la nave de la Iglesia, el espacio del pueblo, al altar, a Dios
mismo, para que Éste lo transforme. En el copón alzan el desgarramiento del ser
humano, su rutina diaria, hacia Dios, a fin de que el Espíritu de Jesús llene nuestra
cotidianidad. Quien ve con cuánto esmero y de qué forma tan consciente los jóvenes
allegan las ofrendas al altar participa asimismo en este espectáculo sagrado. El
espectáculo, afirma el filósofo griego Aristóteles, propicia la catarsis, la purificación de
las emociones, la claridad interior. Hoy volvemos a necesitar una renovada sensibilidad
para el espectáculo sagrado, de suerte que, al contemplarlo, nos introduzca en Dios y
podamos encontrarnos a nosotros mismos en Él. Cuando tiene índole de espectáculo
sagrado, la liturgia propicia la quietud.
62
quietud. Después de la comunión, la mayoría de los participantes en la eucaristía sienten
la necesidad de permanecer sentados en calma interiorizando lo acontecido. Han recibido
a Cristo en el pan y el vino y quieren dejar que, en reposo, el Espíritu de Jesucristo
penetre más y más en su cuerpo y en su alma, en sus sentimientos, en el día venidero, en
sus relaciones. En algunas iglesias, después de la comunión se hace un profundo
silencio, perturbado sólo por personas que se remueven o tosen. Esta inquietud es, por
regla general, expresión de incomodidad o de resistencia interior al sosiego.
Generalmente termino mis charlas con un rito vespertino. Y las experiencias que vivo
son de lo más diversas. En ocasiones se produce una maravillosa quietud. Pero otras
veces el ambiente permanece agitado, y a menudo constato que precisamente en círculos
devotos se tose más o hay más ruidos causados por movimientos varios que cuando los
participantes son personas alejadas de la Iglesia. Justo estas últimas tienen, por lo visto,
mayor anhelo espiritual, mayor necesidad de sosiego. Después de la charla, a menudo
me dicen que estos instantes de calma han sido lo más importante para ellas. Por otra
parte, algunas personas eclesialmente comprometidas y conocedoras de todas las formas
de celebración rehúyen la quietud por medio del activismo religioso y se limitan a
encubrir con el pío quehacer su vacío interior. No se atreven a confrontarse con su propia
verdad. Una eucaristía celebrada por personas así rara vez posee la calidad de la quietud,
sino que más bien está marcada por el activismo o la escenificación. Siempre tiene que
estar pasando algo, porque lo que se busca es eludir el sosiego y, con él, la propia
verdad.
63
horas me sumieron en un profundo sosiego interior. La Iglesia de Oriente ama la liturgia
parsimoniosa. Da por supuesto que no todo el mundo puede permanecer atento sin
pausa, pero confía en que el prolongado tiempo de canto y oración sacará a la persona de
su inquieta vida diaria y la transportará a otro mundo, al mundo de Dios. Durante la
liturgia, el cielo se abre sobre los seres humanos. Y esto transforma su existencia terrena.
64
NUMEROSOS son los caminos que conducen hacia la quietud. Cada cual elegirá aquel
que le haga bien. En tal elección es importante prestar atención a los callados impulsos
de nuestra alma. Sin embargo, el camino hacia la quietud nunca es agradable sin más, la
quietud nunca se limita a ser sosegadora. También nos confronta con nuestra propia
verdad. Y sólo quien tiene valor para enfrentarse con su propia verdad puede recorrer el
camino hacia la quietud, sólo él o ella podrá encontrar por ese camino serenidad interior.
Así pues, no sólo son necesarios caminos hacia la quietud, sino también actitudes
muy determinadas. A quien de continuo se formula reproches porque no está a la altura
de la imagen que se ha hecho de sí mismo o porque de niño se le instiló la idea de que
era una calamidad le resultará difícil recorrer cualquier camino hacia la serenidad. Pues,
entonces, todos los caminos se hallan marcados por el miedo. Debo, pues, concederme
autorización interior para ser como soy. Entonces experimentaré el sosiego como
saludable. No sólo me arrullará con sentimientos de seguridad y patria, sino que también
me transformará. Me transforma porque traigo conmigo mi verdad y se la presento a
Dios en la quietud.
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ámbito interior de quietud nos hace bien. De quien se mantiene en contacto con el
espacio de la quietud decimos que es una persona serena. Nos agrada estar junto a ella.
En su compañía, también nosotros nos serenamos.
Tras la lectura de este libro, quizá tengas la misma pregunta en los labios. Así que
quiero responderte de manera análoga a como lo hago al terminar mis charlas: la sola
idea de que en nuestro interior existe un espacio de quietud que no tenemos que crear
nos ayuda a percibir de vez en cuando esa calma en nosotros. Nunca podemos sentirla
durante más de un instante. Y ese instante es, en último término, un regalo, algo que
nosotros mismos no podemos procurarnos, ni con ayuda de técnicas de meditación, ni
por medio de instrucciones espirituales. Pero si confiamos en la imagen que cada uno de
nosotros lleva dentro de sí - pues, de lo contrario, no nos sentiríamos interpelados por
dicha imagen-, esta idea nos ayuda a experimentar de vez en cuando el lugar de la
quietud. Pero, aunque no consigamos encontrarlo en la vida diaria, ya sólo la imagen de
ese espacio interior nos posibilita vivir de otra manera lo cotidiano. Gracias a ella
sabemos que, a pesar de todo el ruido interior y exterior, la quietud ya existe en nosotros.
No necesitamos técnicas complicadas. El solo recuerdo de este lugar interior nos permite
vivir con mayor libertad - y también con mayor serenidad - en medio del ajetreo de la
vida diaria. Te deseo que, en todo lo que hagas, rememores este espacio interior de
quietud y que, en virtud de esa rememoración, te sientas interiormente libre de la presión
de las expectativas que fluyen hacia ti. Y asimismo te deseo que, en medio de la
agitación, confíes en esta ancla de la quietud, que te confiere estabilidad en el oleaje de
tu vida.
66
67
BAMBERGER, John E., «Einführung in die asketische und mystische Theologie des
Evagrius Ponticus», en Evagrio Póntico, Praktikos. Über das Gebet, Vier Türme,
Münsterschwarzach 1986, pp. 8-23.
BRAND, Ulrich, Der Schritt in die Stille. Hinführung zur Musikmeditation, München
1985.
DÜRCKHEIM, Karlfried, Der Alltag als Übung, Huber, Bern 200110 [trad. esp.:
Práctica del camino interior: lo cotidiano como ejercicio, Mensajero, Bilbao 2000].
-Heilkraft des Lesens. Erfahrungen mit der Bibliotherapie, ed. de Peter Raab, Freiburg
i.B. 1988.
-Das Schweigen und die Religionen, ed. de Raimund Sesterhenn, Freiburg i.B. 1983.
1. Ello se debe a que, conforme a las antiguas concepciones mitológicas germanas, las
almas de los no nacidos y de los muertos habitaban en el agua. [N. del Traductor].
68
etimológica y obvia para el lector alemán. [N. del Traductor].
4. Aquí hay en el original un juego de palabras entre Haltung (postura, posición) y Halt
(firmeza, consistencia, sostén). [N. del Traductor].
5. Monjes que actúan como confesores y educadores espirituales de otros monjes más
jóvenes [N. del Traductor].
6. El autor juega aquí con las palabras heilend (sanador) y heilig (santo),
etimológicamente relacionadas entre sí, como salta a la vista. [N. del Traductor].
69
Índice
Introducción 8
Silencio 10
Quietud 11
1. Vivir con todos los sentidos 11
2. Contemplación de la naturaleza (agua, árbol, paisaje) 14
El bosque 16
El agua 16
La montaña 18
El desierto 20
3. Sentados - de pie - caminando 21
De pie 25
Caminando 26
4. Meditatio - ruminatio - contemplatio 29
Ruminatio 30
El método de la antirrhesis 30
El método de la jaculatoria 31
Contemplatio 34
5. Meditación de escenas bíblicas 36
6. Lectio divina 41
7. Ritos matutinos y vespertinos 47
8. El ejercicio del portero 52
9. Meditación y música 55
10. Sencillas actividades repetitivas 58
11. Liturgia y silencio 61
Recapitulación 64
Bibliografía 67
¿Qué tiene el agua que la hace tan sedante? Tranquilizador es, por
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una parte, el fluir regular de un
Es bueno mantener una cierta regularidad en este ejercicio de
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meditación. La mañana es el tiempo más 68
Estar de pie (stehen) y colocar o ajustar (stellen) son importantes
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para alcanzar quietud (die Still
Se sosiega la persona que se detiene, que deja de huir de sí misma.
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Eso lo podemos practicar con s
La oración de Jesús es también mi camino personal de meditación.
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Espero que, a través de esta oració
dro tenía tal claridad y pureza que se me quedó profundamente
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grabado. En otras iglesias me fascinan
padres griegos, la liturgia era un espectáculo sagrado'. 69
La tradición espiritual distingue entre silencio y quietud. El silencio
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es el ejercicio activo que y
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