Está en la página 1de 71

2

3
244

4
Serenar los días

Caminos hacia la quietud en vidas inquietas

5
6
Introducción

Silencio

Quietud

1. Vivir con todos los sentidos

2. Contemplación de la naturaleza (agua, árbol, paisaje)

El bosque

El agua

La montaña

El desierto

3. Sentados - de pie - caminando

Sentados

De pie

Caminando

4. Meditatio - ruminatio - contemplatio

Meditatio

Ruminatio

El método de la antirrhesis

El método de la jaculatoria

Contemplatio

5. Meditación de escenas bíblicas

6. Lectio divina

7
7. Ritos matutinos y vespertinos

8. El ejercicio del portero

9. Meditación y música

10. Sencillas actividades repetitivas

11. Liturgia y silencio

Recapitulación

Bibliografía

8
EL anhelo de quietud mueve a muchas personas en la actualidad. El exceso de ruido
importuna nuestros oídos y nos aturde. El poeta cristiano Werner Bergengruen expresó
hace ya más de cincuenta años el anhelo de quietud que sentía su época con palabras que
siguen siendo válidas para nosotros.

Estamos hartos de las múltiples palabras que, a diario, fluyen hacia nosotros.
Anhelamos claridad y quietud, anhelamos el silencio de Dios, el Origen del que
procedemos.

Pero, por mucho que la anhelen, las personas también tienen miedo de la quietud.
Muchas no saben qué hacer con ella, porque no son francas consigo mismas y no desean
confrontarse con su verdadero yo. Temen que pueda aflorar en ellas todo lo que les
desagrada: necesidades reprimidas, el sentimiento de una vida no vivida o la sensación
de que sus vidas no están en orden. Son legión quienes se hallan desgarrados entre el
anhelo de quietud y el miedo ante ella. Les gustaría encontrar paz; pero, cuando a su
alrededor todo se aquieta, sienten pánico de que el ruido interior pueda resultarles

9
insoportable. Para eludirlo, se anestesian con múltiples palabras y actividades, aunque al
mismo tiempo son conscientes de que la quietud sería saludable, de que les haría bien
desasirse por una vez de todo el ruido interior y sosegarse sencillamente, estar ahí sin
pensar sobre sí mismas, sin juzgarse, sin someterse a la presión de tener que resolver lo
que aún no ha sido resuelto.

La tradición espiritual del cristianismo conoce muchos caminos que conducen hacia la
quietud y la meditación. Existen formas análogas a las habituales en el hinduismo y el
budismo, por ejemplo: así, la oración tipo mantra, en la que una frase o palabra se
vincula a la respiración, o la meditación silenciosa, en la que uno se limita a seguir su
respiración desasiéndose de todo pensamiento. Las vías de acceso a la quietud son, no
obstante, mucho más diversas. A algunas personas, la más profunda experiencia de
sosiego se la brinda un paseo por el bosque; a otras les ayuda el permanecer sentadas
junto a un lago o a la orilla del mar y apaciguarse contemplando lo que les rodea.

Es importante distinguir los conceptos de «quietud» y «silencio».

Silencio

El silencio es obra de la persona, que se habitúa a mantener cerrada la boca y a callar no


sólo exterior, sino también interiormente. Esto no es fácil. Los monjes primitivos
describieron de forma precisa el camino hacia tal meta. Consiste en acallar todos los
pensamientos que afloran sin cesar. El silencio exterior es sencillo de lograr. Más difícil
resulta silenciar las ideas que de continuo nos zumban en la cabeza. Para los monjes, ese
silencio consiste mayormente en la renuncia a juzgarlo todo. Antes de que nos demos
cuenta, ya estamos valo rando lo que vivimos. Valoramos nuestras ideas y sentimientos.
Y también a las personas con las que tratamos. Enseguida nos hacemos un juicio sobre
ellas: las colocamos en uno u otro cajón.

Los monjes mayores saben de hermanos de comunidad que, aunque exteriormente


guardan silencio, hablan sin receso en su corazón, porque no dejan de juzgar a los
demás. Ejercitarse en la renuncia a estos juicios es un camino arduo que requiere
máxima atención. En el siglo IV, un joven monje se allegó al abba Besarión y le
preguntó: «¿Qué debo hacer?». El anciano le respondió: «¡Calla y no te midas con los
demás!» (Apotegmas de los Padres del Desierto, n° 165). Y a la pregunta del abba
Pastor: «Dime, ¿cómo me haré monje?», el abba José de Panefo replicó: «Si quieres
encontrar el descanso ahora y después, en toda ocasión di: "¿Quién soy?". Y no juzgues
a nadie» (Apotegmas, n° 385).

Sólo podemos callar si renunciamos a juzgar a los demás y a compararnos con ellos.
No podemos hacer nada por evitar que juicios y comparaciones afloren en nosotros. Pero
debemos desasirnos de ellos y acallarlos una y otra vez. El silencio es, sobre todo,
renuncia a valorar y juzgar. Y esto se ha de aprender con esfuerzo. Hasta que

10
interiormente se apaciguan de verdad, los monjes practican durante años este camino del
silencio.

Quietud

La quietud nos antecede. Es un estado que percibimos. Nos envuelve. Se trata tan sólo de
no sofocar con nuestro propio ruido, haciéndolo imperceptible, el sosiego que, desde
fuera, viene a nuestro encuentro. El paisaje resulta plácido; la iglesia respira quietud; y
en nuestra casa suele reinar la tranquilidad, siempre que en ella no penetre el ruido del
exterior. Asimismo, de ciertas personas decimos que son serenas. Incluso cuando hablan,
irradian serenidad. Descansan en sí mismas. Por el contrario, otras personas, que quizá ni
siquiera abren la boca, desbordan nerviosismo. Cuando estamos sentados a su lado en un
concierto o en la iglesia, notamos su inquietud interior.

La quietud es una cualidad que nos hace bien. Es puro ser. Ahí hay algo que no se
coloca a sí mismo en el centro. Ahí hay alguien que renuncia a hacerse el interesante.
Sencillamente está ahí.

La quietud es más que la ausencia de ruidos. Así, también respiramos perfecto


sosiego en la montaña cuando no oímos más que el murmullo del arroyo. Ese murmullo
es un ruido; pero, lejos de perturbar la calma, más bien la hace audible. La quietud y la
calma están relacionadas entre sí. Cuando escribo sobre caminos hacia la quietud, parto
de que no tengo que crearla. Existe antes que yo y con independencia de mí.

Sin embargo, la quietud no sólo la experimentamos exteriormente, sino también en


nuestro interior. En no sotros hay un espacio de quietud. También este espacio existe con
independencia de nuestro quehacer, de nuestro silencio o de nuestros ruidos.

El reto consiste en acceder a ese espacio interior de sosiego. En la tradición espiritual


hay muchos caminos que nos permiten encontrar acceso a la quietud, tanto interior como
exterior. Me gustaría comenzar con los caminos naturales, que todo el mundo tiene a su
disposición, para después pasar a los métodos que se han ido desarrollando a lo largo de
la tradición espiritual.

11
Vivir con todos los sentidos

ANTES de ocuparme de los métodos desarrollados sobre todo por los monjes primitivos
con objeto de apaciguarse interiormente, me gustaría describir los cinco sentidos. Toda
persona está dotada de cinco sentidos, aunque cada cual los utilice a su modo. La cabeza
está siempre llena de inquietud y ruido. Para liberarse de los múltiples pensamientos que
nos importunan, es bueno confiarse a los sentidos, pues éstos nos guían hacia la quietud.
Recogen el espíritu inquieto y lo amarran al cuerpo. Los sentidos han sido desde siempre
un importante lugar de experiencia de Dios, así como un ámbito fundamental para
percibir la vida. Tal percepción conduce a la quietud. En la medida en que nos
confiamos a alguno de los sentidos, nos liberamos de la fijación en el siempre
intranquilo pensamiento. En nuestros sentidos somos del todo conscientes de nosotros
mismos, estamos en nosotros.

Cuando acompaño espiritualmente durante tres meses a sacerdotes, religiosos y


religiosas en la casa de ejercicios, siempre intento darme cuenta de qué es lo adecuado
para cada persona. Para algunos es bueno someterse a una disciplina y comenzar cada
mañana con la meditación y acudir de nuevo brevemente a la capilla por la noche. Otros
religiosos y religiosas llevan meditando ya mucho tiempo, pero ahora experimentan una
cierta resistencia interior a ello. Contemplamos juntos esa resistencia y escuchamos lo
que quiere decirnos. ¿Es una señal de que debo olvidarme de expectativas demasiado
elevadas en lo concerniente a la meditación y a mi vida espiritual? ¿O lo que quiere
decirme es que esta forma de meditación no es la más adecuada para mí en este
momento, que debo probar algo que se corresponda mejor con mi persona? La vida
espiritual requiere, sin duda, disciplina. Pero también tiene que adecuarse a mí. Ha de
procurarme alegría. Debo encaminarme a gusto hacia la quietud. De lo contrario, no me
aportará mucho. En ocasiones necesito abandonar la estricta senda de la meditación a fin
de descubrir mi propio camino.

Vivir con todos los sentidos: a ello invito a las personas que encuentren dificultades con
los métodos tradicionales de meditación. No necesitan practicar ningún tipo específico
de meditación; lo único que han de hacer es pasear despacio y de forma consciente,
percibiendo con los cinco sentidos lo que experimentan. No se trata de proponerse
grandes objetivos. Antes bien, el ejercicio consiste precisamente en permanecer recogido
sin más en uno mismo, en estar presente en los propios sentidos y en experimentar el
mundo con todos ellos.

12
Un ejercicio concreto podría transcurrir más o menos como sigue: durante los
primeros diez minutos del paseo intento limitarme a mirar. ¿Qué veo? Me percato del
paisaje, de los prados y los campos de cultivo, de cada una de las flores y cada uno de
los árboles. Observo el cielo y cómo juguetean las nubes en él. No es una mirada
curiosa: los ojos no vagan de continuo de un lado para otro. Antes bien, estoy
completamente inmerso en el ver. En este ver me asombro de la belleza de la creación y,
en ella, percibo al Creador. Por eso, para los griegos, la vista es el sentido más
importante para el encuentro con lo divino. No miro como espectador, sino como si fuera
a fundirme con aquello en lo que fijo los ojos. En último término, eso es también lo que
significa «contemplación»: mirando a lo que sale a mi encuentro, percibir el misterio de
Dios, ir al fondo de las cosas y allí, en su profundidad, descubrir al Creador. Y
«contemplación» significa también: mirar hacia dentro, visualizar la propia luz. La luz
del sol guía mi mirada hacia la luz interior del alma. Allí descubro a Dios, no como una
imagen determinada, sino como el Fundamento de todas las imágenes.

Luego, durante otros diez minutos puedo tratar de limitarme a escuchar. ¿Qué oigo
cuando paseo por el pai saje escuchando atentamente? Oigo el susurro del viento, el
canto de los pájaros, el chirrido de los grillos, el zumbido de las abejas. Y oigo mis
propios pasos. Cuando estoy del todo inmerso en la escucha, en último término también
oigo en todos estos ruidos la quietud. El susurro del viento o el murmullo del arroyo,
lejos de perturbar esa paz, la hace perceptible. Y, a veces, en medio del bosque no oigo
ya nada más que sosiego. Son instantes maravillosos. No oigo coches que circulen por
sitio alguno, ni ruido de aviones. Cuando no sopla el viento, reina absoluta calma. Y
entonces vuelvo a oír un ligero susurro. Es algo delicado que hace audible para mí la
tranquilidad que me envuelve. Escuchar tiene siempre un halo de misterio. En lo que
estoy oyendo percibo, en el fondo, lo inaudible.

Los diez minutos siguientes los dedico sólo a oler. Huelo el paisaje, la fragancia del
bosque, de los campos cosechados, de los arbustos que se alzan al borde del camino. Si
me concentro por completo en oler, constataré que cada paisaje tiene su propio olor y
que un paisaje huele de forma distinta por la mañana que por la tarde, de forma distinta
después de llover que mientras llueve o que cuando luce el sol, de forma distinta en
invierno que en primavera, verano u otoño. Huelo la diversidad.

El olfato es un sentido cargado de emociones. Al oler, me viene el recuerdo de olores


de la infancia que eran importantes para mí, que me transmitían una sensación de
seguridad. Pero también las ofensas que experimenté de niño estaban asociadas a
menudo a deter minados olores. Cuando huelo, los pensamientos cesan de revolotear en
mí. Entonces, estoy por completo en uno de mis sentidos, en mi cuerpo, no en la mente.
Oler me pone en contacto con experiencias intensas de mi infancia. Cuando huelo a
heno, me vienen a la mente las primeras vacaciones que de niño pasé en una granja. Allí
olí el aroma distintivo del heno. No soy consciente de cuánto es lo que asocio con este
olor. Pero intuyo que él suscita en mí un sentimiento de libertad, así como una sensación

13
de seguridad. Y, al mismo tiempo, hay en esta fragancia un atisbo de trascendencia, de
misterio. Es evidente que, en ella, Dios mismo me tocó durante mi infancia.

A continuación, procuro estar sólo en mi piel. Noto el viento, que a veces me acaricia
tiernamente y luego vuelve a metérseme hasta los huesos. Siento el calor del sol en mi
rostro. Me detengo para advertir el misterio de Dios en la creación. Extiendo los brazos y
percibo con manos abiertas el sol y el viento. Me dejo tocar por el viento, permito que el
sol me irradie y atraviese. Esto me hace bien. O toco las flores, las hierbas o un árbol.
Concentrándome por entero en el acto de tocar, experimento tranquilidad. Ahora tan sólo
percibo. Estoy inmerso por completo en palpar. Y eso me apacigua. Cuando estoy
volcado en el tacto, toco algo que es mayor que yo. No me contento con comparar las
distintas experiencias de palpación, ni con evaluarlas desde un punto de vista científico.
Toco en las cosas lo Intocable, el Misterio por excelencia. Luego, por medio sencilla
mente del tacto, cuanto me rodea se aquieta. Todo se acalla y no habla más que de lo
Inefable.

Cuando paseo por la naturaleza con todos los sentidos abiertos, cesa el estrépito de
los numerosos pensamientos. Más bien, estoy inmerso en mirar, escuchar, oler y palpar.
Los pensamientos permanecen del todo despiertos, por ejemplo, cuando, al oler, me
vienen a la mente determinadas fragancias de la infancia. Pero no me quedo reinando
sobre ello. Mis pensamientos no deambulan por doquier. Estoy en el instante. Estoy en
mis sentidos. Y así, me sosiego. Los sentidos amarran al espíritu inquieto y lo sumen en
la quietud.

Para muchas personas, pasear por la naturaleza es una importante senda hacia la
quietud y el encuentro con Dios, quien en la creación les sale al encuentro visible,
audible, odorable y palpable.

14
Contemplación de la naturaleza (agua, árbol, paisaje)

PASEAR por la creación con los sentidos despiertos es una manera de experimentar
quietud en la naturaleza. Pero hay otras formas de encontrar sosiego en ella. Muchas
personas tienen su rincón preferido en la naturaleza. Se sientan en un determinado banco
debajo de un árbol y, desde allí, contemplan el paisaje.

Algunos lugares desbordan una profunda paz interior. Cuando acudo a «mi» lugar y
me siento allí y contemplo el paisaje, esa profunda paz interior me llena también a mí.
Tengo la impresión de que el propio paisaje es pura ternura y paz. Contemplo los
campos de cultivo, los pueblos y los campanarios, y en mí surge una sensación de
seguridad y pertenencia, de ser acogido y sostenido, de estar arraigado. Y esto me ayuda
a sosegarme.

En ocasiones, son «lugares energéticos» los que hacen bien a una persona. Irradian
algo muy determinado. No sabemos a qué se debe. Pero son lugares que nos interpelan
directamente, que nos transmiten la sensación de estar rodeados de algo mayor que
nosotros. Marc de Smedt escribe de estos «lugares energéticos»: «Cuando uno viaja o
pasea, siempre encuentra en su camino sitios que le suscitan un sentimiento intenso y,
por regla general, no definible de manera absoluta. Pertenece al ámbito de lo inefable, de
lo incomunicable. Se adueña de todo el ser, desencadenando una impresión sutil,
misteriosa... ¿De qué se trata? ¿De la fuerza abrumadora de la naturaleza? ¿Del alma de
la naturaleza, que se funde con nosotros? ¿De la evocación de la historia? ¿Del espíritu
de un lugar más elevado? ¿De todo esto a la vez? Sea como fuere, tales momentos se
graban en el recuerdo como un estado de excepción, como percepciones no tanto de otra
realidad cuanto del invisible misterio de la realidad. Son momentos de intensa plenitud»
(de Smedt, p. 171).

Las personas a las que acompaño espiritualmente me hablan sin cesar de sus lugares
preferidos. Para una, es una determinada montaña, desde la que se disfruta de una vista
maravillosa. Para otra, un puesto de caza en medio del bosque, en el que se sienta a
escuchar sin más el susurro de los árboles. También hay gente que ama los calveros de
los bosques. En el Spessart, el gran parque natural en que está enclavada la abadía de
Münsterschwarzach, he vivido la experiencia de un calvero en el que, desde antiguo, se
levanta una granja. Nunca me canso de ver y sentir un paisaje y un ambiente tan
singulares. Otro «lugar energético» lo conocí cuando, estando alojado por unos días en
una pensión en el Gran Valle del Walser (Gr¿;,8es Walsertal), caminé por una angostura

15
que me condujo a un calvero rodeado de escarpadas paredes de roca y oscuros bosques.
Se trata de un lugar místico con una misteriosa fuente y un ambiente peculiar.

El bosque

Desde tiempos inmemoriales, el bosque ha influido de forma distintiva en las personas.


El bosque nos infunde la sensación de estar protegidos. En los sueños, representa el
inconsciente. En el bosque entramos en contacto con ámbitos de nuestro inconsciente
que, de otro modo, no percibiríamos. El tipo de bosque no carece de influencia en
nuestra sensibilidad. Los hayedos suscitan en mí la impresión de encontrarme en una
catedral gótica. Los robledales me hacen partícipe de la fuerza de los árboles. Los
bosques de abetos me fascinan por su singular fragancia. Pero el bosque, sea cual sea,
siempre me lleva a sentirme protegido, siempre me permite participar en su misterio, en
su quietud, pero también en su profundidad y extensión.

Lo que cada cual experimenta en su lugar de quietud depende de las vivencias de la


infancia. Donde de niño experimentara mayor sosiego, allí lo experimentará también de
adulto. Friso Melzer cuenta las experiencias vividas junto a su madre en los extensos
bosques de Silesia. Cuando, recogiendo frutos salvajes, hacían un des canso y gozaban
de la calma del gran bosque, se sentía protegido. Y así, durante toda su vida ha
conservado un gran anhelo de aquel sosiego en el bosque. El recuerdo de estas
experiencias de quietud en el bosque le ayuda también de adulto a percibir serenidad en
su interior en medio de las turbulencias de la vida. Al respecto, escribe lo siguiente:
«Para el muchacho, esta trama del bosque fue probablemente la primera experiencia de
quietud - de quietud en la naturaleza, en concreto - y le dejó marcado. Cuando, más
tarde, hallándose lejos del bosque de su infancia, veía de reencontrar aquel sosiego en el
que ya ningún ruido molesta, no le quedaba más remedio que tumbarse allí dondequiera
que estuviera, cerrar los ojos y dirigirse en espíritu a aquel bosque con el que estaba
familiarizado por las experiencias de antaño. Entonces, se olvidaba del mundo que le
rodeaba, y aquella calma veraniega lo envolvía con un lejano murmullo» (Melzer, p. 12).

El agua

Para otros, lo relajante es sentarse a la orilla de un lago o un río. Muchas personas me


confiesan que les cuesta meditar. Cuando les pregunto dónde encontraban sosiego de
niños, a menudo me cuentan que podían pasarse sentados horas y horas a la orilla del
Rin, del Meno o de cualquier otro río, mirando el agua sin más. De vez en cuando,
cruzaba por delante de ellos un barco; pero, si no, sólo el agua fluía serena.

¿Qué tiene el agua que la hace tan sedante? Tranquilizador es, por una parte, el fluir
regular de un río o el murmullo de un arroyo. Pero es evidente que el agua interpela a
estratos más profundos del alma. No es casualidad que, en alemán, Seele (alma) derive

16
de See (lago)'. Cuando me siento a la orilla de un lago y lo contemplo, entro en contacto
con mi alma. En los sueños, el agua suele ser imagen del inconsciente. Al mirar el agua,
me asomo también a mi hondón, a la profundidad de mi inconsciente. Y el agua
simboliza que mi vida no se ha secado.

También me quedo siempre fascinado cuando, durante mis paseos, tropiezo con un
estanque o un lago. Entonces, me encanta sentarme y contemplar sin más las olas.
Aunque conozco las razones por las que el agua tiene esa virtud sedante, me resulta
difícil describir de forma más precisa el elemento de fascinación. Si he de establecer
asociaciones, se me ocurre lo siguiente: un lago en medio del paisaje es la promesa de
que mi vida dará fruto. Lo entumecido cobra vida, lo endurecido se ablanda. Y el agua,
que oscila de aquí para allá, transmite una sensación de protección. Me invita a dejarme
sostener y acunar por ella. Tal vez me recuerde el esta do originario en el seno materno,
donde también estaba abrigado por el agua.

Hilde Schütte ha observado cómo las personas contemplan los lagos. Es evidente que
les fascina el agua, la cual es blanda, flexible y tolerante, no tiene aristas pronunciadas,
no plantea preguntas. «Cuando las personas están sentadas a la orilla de un lago, están
junto al elemento de la reconciliación. Aquí deviene literalmente tangible, al menos
como sueño, lo que con tanta vehemencia se desea: la destrucción de los muros que nos
separan de los demás. Una mirada al lago es una mirada a los lejanos horizontes de una
fraternidad sin reservas» (Stille, p. 12). Adalbert Stifter describe el sentimiento de
profunda soledad que experimentó al subir a un solitario lago de montaña: «Sentado a la
orilla, una y otra vez me asaltaba el mismo pensamiento; a saber, que estaba siendo
observado por un inquietante ojo de la naturaleza, negro como el tizón, el cual, orlado
por las pestañas de los oscuros abetos, sobresalía de la frente y las cejas que eran las
rocas» (¡bid., p. 19).

Junto a un lago, cada persona vive sus propias experiencias. Sobremanera


impresionante es, sin duda, sentirse contemplado, entrar en contacto con la propia alma.
El lago me mira y me abre los ojos, para que yo me asome a la profundidad de mi ser y
descubra allí la esencia de mi alma.

Al igual que el idilio de un lago de montaña, también el mar ejerce en las personas
una fascinación del todo singular. Pueden permanecer horas y horas sentadas a la orilla,
sin cansarse de contemplar la extensión y la fuerza del mar. Cuando, con la tormenta, se
levantan las olas que luego rompen, es un espectáculo sublime ver cómo el mar se agita,
transmitiendo a quien lo contempla algo de su fabulosa - y también destructora - fuerza.
A otras personas les gusta caminar por la playa y exponerse a los bramidos del mar. Para
ellas, eso resulta relajante y sanador. En el famoso cuadro Monje a la orilla del mar de
Caspar David Friedrich se visibiliza la infinita extensión del mar. El monje del cuadro es
partícipe de esa infinitud.

17
No sólo el lago y el mar tienen un distintivo poder de fascinación, sino también el río.
Cuando contemplo el fluir de un río, me vienen a la mente ideas diversas: todo se
relativiza, todo fluye, no puedo retener nada. Pero también los problemas se relativizan.
Continúan fluyendo y desvaneciéndose. Y cobro conciencia de que el río que estoy
contemplando lleva milenios fluyendo por aquí. Ha visto la historia y ha sobrevivido a
ella. Fluye y, sin embargo, es siempre el mismo. Así, el río me muestra el misterio de mi
vida, de mi historia. Seguirá existiendo cuando yo muera. Pero también es una promesa
de que él me impulsa hacia la meta, hacia Dios, en quien desemboca mi camino. El fluir
del río tiene en sí algo tranquilizador. Sosiega los sentimientos agitados. Alcanzo
quietud.

En la Biblia, sobre todo el río Jordán posee un profundo significado. En el Jordán


bautiza Juan. Personas sin cuento, cargadas de culpa, abrumadas por el peso de la vida,
acuden a él para que las bautice. Se meten en el río y, por así decirlo, se dejan purificar
por la corriente. Y salen del Jordán como renacidas: han dejado en el río la carga de su
vida. Cuando Jesús entra en el Jordán para ser bautizado por Juan, el cielo se abre sobre
su cabeza y resuena una voz: «Tú eres mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mc
1,11). Muchas personas que se sientan a la orilla de los ríos anhelan para sí algo análogo
a lo que aconteció durante el bautizo de Jesús. En el fondo, les gustaría que el flujo de
las aguas arrastrara todo el lastre que arrastran. Quieren ser purificadas. Desearían entrar
en contacto con la imagen originaria que Dios se ha hecho de ellas. Anhelan que también
sobre ellas se abra el cielo, de suerte que puedan experimentar que son amadas
incondicionalmente. Y les gustaría poder marcharse a casa refrescadas, purificadas, reno-
vadas por el Espíritu de Dios, que es como agua que fluye sin receso.

La montaña

Para mí mismo, el montañismo es una buena forma de encontrar sosiego. Mientras


escalo, me resulta imposible hablar. Estoy tan pendiente de mi respiración y mi sudor
que no puedo menos de aquietarme. Caminar despacio me sosiega interiormente.
Cuando, después de una esforzada caminata, llego a la cima, siempre expe rimento una
sensación de libertad y holgura. Me limito a mirar a lo lejos. Es algo más que la
satisfacción de haber realizado una gran conquista: percibo la sublimidad del paisaje
montañoso. Cada montaña posee su fascinación distintiva, desde cada montaña
contemplo un paisaje distinto. Pero cada montaña tiene también una irradiación del todo
singular.

La tradición conoce, no sin razón, montañas o montes sagrados. Jesús subió a un


monte con tres discípulos escogidos y allí se transfiguró ante los ojos de éstos. En lo alto
del monte, el misterio de Jesús se les evidenció a los discípulos. La gloria de Dios
resplandeció de repente en él. En el valle habían pasado por alto semejante fulgor. En el
monte brilló ante sus ojos. Ya no podían seguir negándolo. Así, toda montaña o monte es

18
una promesa de que también en nuestra vida algo se transfigura, algo cobra claridad y
nosotros nos acercamos a nosotros mismos y a Dios.

En una montaña fue donde Jesús pronunció su gran sermón: el sermón de la montaña
(Mt 5-7). En dicho sermón, Jesús - de pie muy por encima del valle de la vida diaria -
indicó a los seres humanos un camino para lograr que la vida prospere. Mateo
contrapone de propósito el sermón de la montaña a la experiencia de Moisés en el monte
Sinaí. En lo alto de éste, Moisés recibió de Dios los diez mandamientos como
instrucción para alcanzar la libertad. En el sermón de la montaña, Jesús muestra qué hay
que hacer para conquistar la verdadera libertad, la libertad respecto de nosotros mismos.
La montaña, desde la que podemos contemplar el anchuroso paisaje, comunica ya algo
de esa libertad. Y la montaña nos permite experimentar con mayor intensidad la cercanía
de Dios. En la montaña, las personas se sienten más próximas a Dios. Allí les invade una
quietud que ellas no pueden darse a sí mismas. Les viene de fuera. Para poder
experimentar este sosiego de las montañas, no necesitan más que sosegarse ellas mismas.

Durante mis últimas vacaciones en el Gran Valle del Walser, celebré una misa de
campaña para unas setecientas personas en uno de los montes alpinos, desde el que se
divisaban los numerosos picos y se disfrutaba de una maravillosa vista sobre todo el
valle. Era un lugar especial para celebrar la eucaristía. La gente no estaba sentada sólo en
bancos, sino también sobre la hierba y en la pendiente. Aquello me recordó al sermón de
la montaña. Cuando para concluir cantamos «Grol3er Gott, wir loben dich» [Oh, Dios
grande, te alabamos], a muchos les asomaron lágrimas en los ojos. Notaban la
sublimidad de la zona. Las misas en plena montaña son cada vez más populares.
Mientras que las iglesias siempre están vacías, a muchas personas no les importa
desplazarse para celebrar la eucaristía en un bello paisaje montañoso, en medio de la
naturaleza. Allí experimentan la proximidad de Dios. Y una calma que les fascina.
Algunos sacerdotes rechazan este tipo de celebraciones porque las consideran un
fenómeno de moda. Pero es obvio que responde a un profundo anhelo de las personas. Y
es bueno responder a semejante anhelo. La natu raleza, creada por Dios y animada por su
Espíritu, es un importante lugar de experiencia de Dios. En la eucaristía le ofrecemos al
Padre dones de su creación, a fin de que su Espíritu los transforme en el cuerpo y la
sangre de Jesucristo. En esta transformación se evidencia que toda la creación está llena
del Espíritu divino. La eucaristía proyecta una nueva luz sobre el misterio de la creación.
Ésta se halla embebida de todo en todo por Cristo. En una misa de campaña se pone de
manifiesto el profundo vínculo existente entre Cristo y la creación. Cuando recibimos a
Cristo en la comunión bajo las especies del pan y el vino, se nos abren los ojos para
descubrir al Espíritu de Dios en todo lo que vemos en la creación. En la naturaleza nos
envuelve el Espíritu de Dios. Y la naturaleza nos invita a dejarnos albergar en las manos
buenas de Dios. Cuando nos sentamos en un banco y contemplamos sin más la belleza
de las montañas, nos sentimos envueltos por el amor divino. Entonces, nuestro corazón
se serena. No tenemos que crear nosotros la quietud. Nos rodea en la sublimidad del

19
mundo de las montañas. Para muchas personas, éste es hoy el camino más importante
para encontrar sosiego y desasirse de la carga del día a día.

Ya Juan de la Cruz, el gran místico español, habla de las montañas o montes


sagrados. Y de los montes amados. Le fascinan, no sólo cuando los ha coronado, sino
también cuando, asombrado, los contempla desde la falda. La mirada dirigida hacia
arriba, hacia las maravillosas cimas del mundo montañoso, abre sus sentidos a Dios. En
el monte vislumbra a su Amado: Jesucristo, el fundamento de la creación.

Todas las culturas conocen montañas singulares, sagradas. Desde siempre han sido
una meta para los seres humanos. En ellas buscamos experimentar de manera
especialmente intensa la cercanía de Dios, así como una clase distintiva de sosiego, pues
las montañas sagradas siempre están envueltas en quietud.

El desierto

Hay más lugares en la naturaleza que invitan a la serenidad. El desierto con su infinita
extensión y vacío es uno de tales lugares de quietud. Pero no se trata sólo de una calma
agradable; a menudo también resulta atemorizadora. Cuando nada nos distrae, nos
vemos confrontados tanto más intensamente con nosotros mismos. La tranquilidad del
desierto nos incita a desasimos del ruido que llevamos en nuestro interior, a no
aferrarnos ya a nada: ni a las palabras, ni a la música, ni al ruido. Sólo quien se abre a la
quietud puede soportar el desierto. Entonces, éste se convierte para él en bendición.

Ya los primitivos monjes se fueron a vivir al desierto. Esto respondía a distintas


razones; entre otras, allí no les perturbaban ni distraían los esparcimientos de la vida. En
la actualidad, el desierto ejerce una nueva fascinación sobre las personas. Numerosas
agencias de viajes se han especializado en rutas por el desierto.

En la Biblia, el desierto tiene singular importancia. Israel atravesó el desierto hacia la


tierra prometida, hacia la tierra de la libertad. Para el pueblo, el desierto era el lugar de la
especial proximidad de Dios. El profeta Oseas habla del tiempo del desierto como de la
época del primer amor entre Israel y su Dios: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde
Egipto llamé a mi hijo... Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para
ellos como quien alza una criatura a las mejillas» (Os 11,1.4). Pero el desierto era
también el lugar de la tentación, el lugar en el que el pueblo murmuró contra Dios y
sintió nostalgia de las ollas de carne de Egipto.

También para Jesús fue el desierto el lugar de tentación. En el desierto le asaltó la


tentación básica de toda persona, pero él la venció. La experiencia del desierto lo
capacitó para hablar acertadamente de Dios y para dedicarse a la tarea que Éste le había
encomendado. El desierto lo liberó de la tentación de servirse de Dios para quedar bien
ante la gente con su predicación. Gracias a que en el desierto se vio confrontado con su

20
propia verdad, Jesús pudo hablar del Dios verdadero, del Dios que nos conduce a la
verdad y nos libera de todas las ilusiones que nos hacemos sobre la vida.

En la actualidad, la naturaleza se ha convertido para muchas personas en un lugar para


vivir la experiencia de quietud; y ello, fundamentalmente por dos razones. En primer
lugar, la naturaleza es algo que nos viene dado y, al mismo tiempo, nos fascina. La
naturaleza es, por esencia, serena, por muy intenso que sea el murmullo del arroyo de
montaña. No tenemos más que entregarnos a lo que nos rodea. Si nos dejamos conmover
por la belleza de la creación, nos hacemos partícipes de su calma. Pero hay una segunda
razón por la que las personas buscan tranquilidad en la naturaleza: la naturaleza no hace
valoraciones. En la naturaleza puedo ser como soy en realidad. La naturaleza me
sostiene, pertenezco a ella. La vida que percibo en la naturaleza late también en mí. Lo
que impide sosegarse a tantas y tantas personas es su juez interior. Dondequiera que
estén, ese juez interior pide la palabra. Valora y juzga todo lo que pensamos y hacemos.
La naturaleza no hace valoraciones. Cuando nos entregamos a ella, el juez que llevamos
dentro es destituido. Podemos ser sin más. Y esto nos libera y nos proporciona quietud.

21
Sentados - de pie - caminando

Sentados

Los primeros monjes se definían a sí mismos como quienes permanecen sentados en el


kellion (la celda). En casi todas las religiones, la postura sedente es la auténtica forma
externa de la meditación. Estar sentado calma. A menudo se combina el estar sentado
con la respiración. Los yoguis hindúes toman asiento en una piedra en medio de la
naturaleza y se entregan por completo a la respiración. No piensan en nada. Se limitan a
seguir el movimiento de la respiración. También en la meditación zen se trata de
desasirse de todo pensamiento y abandonarse a la respiración. Éste puede ser un buen
modo de aquietarse. No sólo es importante la postura, sino también el lugar donde me
siento y la manera en que lo hago. En la postura del loto, característica del zen, me
acomodo sobre un almohadón plano y coloco los pies sobre los muslos. A muchas
personas esta pos tura les resulta demasiado agotadora. Y el éxito de la meditación
tampoco depende de ella. Puedo meditar en cualquier posición. Sin embargo, se ha
comprobado que es bueno estar sentado en posición erguida, como si la pelvis fuera un
trono. De ese modo, se mantiene uno atento.

A muchas personas que buscan quietud les fascinan las precisas indicaciones de la
tradición zen sobre la postura sedente. El cristianismo no conoce descripciones tan
detalladas. Es verdad que los antiguos monjes se definían a sí mismos como quienes
permanecen sentados de manera adecuada en el kellion. Pero no se especifica el modo
correcto de sentarse. Dos imágenes nos transmiten alguna información al respecto: el
monje debe estar sentado como si se encontrara sobre un tigre y también como un
timonel en un barco. Ambas imágenes me parecen hermosas.

La primera nos recuerda que estar sentados en calma no significa descansar sin más.
Sólo puedo sentarme en posición erguida cuando cabalgo sobre el tigre de mis pasiones.
Debo ser consciente de la bestia apasionada que tengo debajo de mí. Únicamente puedo
montar en paz sobre ella si la domino y no me dejo dominar por ella. Sólo seré capaz de
permanecer sentado sosegadamente sobre el tigre si estoy familiarizado con él, si he
domeñado mi lado indómito.

Además, debo sentarme como un timonel. La vida se asemeja a un viaje en un barco


oscilante. En medio de las olas y la agitación de la vida puedo permanecer sen tado con
tranquilidad. Sentado, soy consciente de que, en medio de los peligros por los que
atraviesa el barco de mi vida, tengo un fundamento más firme sobre el que puedo estar

22
sentado como si fuera un trono: Dios mismo, quien me sostiene en medio de las olas.
Quizá pensaban los monjes con ocasión de esta imagen en el relato de la tempestad en el
lago. La barca de los discípulos es bamboleada por el oleaje del lago. Jesús duerme en la
popa sobre un cojín. Los bramidos del mar nada pueden hacerle. Pero, cuando los
discípulos lo despiertan, se levanta y ordena a la tempestad y al lago: «"¡Calla,
enmudece!" Y el viento cesó y sobrevino una calma perfecta» (Mc 4,39). El original
griego dice: «Y se hizo una gran calma». Allí donde Jesús reina en nosotros, allí
podemos experimentar la gran calma, la gran quietud, en medio de las turbulencias de la
vida. En esta calma se aquietan los apuros. Somos por completo nosotros mismos. Y
somos del todo libres.

Es bueno escoger un lugar propio para meditar sentados. En mi celda del monasterio
tengo reservado un rincón para sentarme a meditar. Delante de un icono de Cristo he
colocado una vela. Y enfrente hay una pequeña alfombra y mi banquito de meditación.
Cuando me siento allí, me aíslo del desorden de mi cuarto, de los libros, del ordenador y
de todo lo que tengo en la celda. Para algunas personas, este lugar especial para meditar
es su butaca preferida con vistas al campo. Para otras, se trata de un rincón propio de
meditación que se han preparado ellas mismas con esmero. Retirarse a ese lugar es algo
especial. No puedo imaginarme meditando sentado delante de mi escritorio. Para
meditar, necesito un asiento cómodo y un entorno que no me distraiga. Conviene mirar a
la pared, o a un cuadro o a la cruz que cuelgan del muro. Necesitamos algo que recoja
nuestro espíritu.

Es bueno mantener una cierta regularidad en este ejercicio de meditación. La mañana


es el tiempo más propicio para realizarlo. Entonces, todo está fresco. Cuando medito de
mañana, empiezo bien el día. Y tengo la sensación de que soy yo quien lo configura. Lo
inicio de una manera armoniosa para mí. Tras participar en un curso de meditación,
muchas personas se entusiasman con la meditación matutina y quieren perseverar en
ella. Pero, poco tiempo después, constatan que no lo logran. A menudo están demasiado
cansadas por la mañana temprano o les surge algo que hacer. Aun cuando no resulte
fácil, probablemente la única solución es mantenerse fiel a diario a la práctica de la
meditación, a despecho de las irregularidades externas. Con todo, uno tampoco debe
esclavizarse a la meditación. El conde Dürckheim2, a quien tanto debo, siempre decía:
excep cionalmente debemos concedernos de propósito un día en el que, sin sentirnos
culpables por ello, no meditemos. Eso es mejor que querer meditar todos los días y
atormentarme de continuo con la mala conciencia de que no en todas las ocasiones lo
consigo. La regularidad me descarga. Así, no tengo que decidir una y otra vez de nuevo
si medito o no.

En todo camino espiritual siempre hay también fases en las que uno no tiene ganas de
meditar. En esos periodos, no debo forzarme a meditar a toda costa. Antes bien, he de
preguntarme qué es lo que tal resistencia a la meditación pretende decirme. ¿Debo
reducir mis expectativas respecto de la meditación? La meditación es algo cotidiano. No

23
siempre puedo percibir al terminar si me ha aportado algo o no. Y eso, en realidad,
tampoco tiene más importancia. Medito sin albergar expectativas demasiado elevadas al
respecto. Pero también puede ocurrir que la resistencia a la meditación me quiera dar a
entender lo siguiente: te has impuesto algo que en absoluto encaja contigo. Tal vez sería
mejor que emprendieras otro camino para encontrar sosiego. Quizá tan sólo buscas
imitar a este o aquel maestro de meditación. Pero debes descubrir tu propio camino. Si
emprendes tu propia senda, la recorrerás a gusto. Por supuesto, también ella requerirá
disciplina. Pero el estado de ánimo básico será la alegría que te procura la práctica
espiritual.

Muchos autores espirituales recomiendan vincular la posición sedente erguida con la


respiración consciente. Al espirar, puedo imaginarme cómo me desprendo de todos los
pensamientos que afloran en mí sin receso. Entre la espiración y la inspiración hay un
breve instante en el que ni espiro ni inspiro. El conde Dürckheim dijo en una ocasión que
este instante es el más importante: es un asunto de vida o muerte, en él se decide si
incluso en la meditación me aferro a mí mismo o si me desasgo de mí para entrar en
Dios.

Muchas personas se obsesionan durante la meditación con su propio quehacer y


ejercitación. Pero en el breve instante entre la espiración y la inspiración en el que nada
acontece, en el que sobreviene una calma perfecta, se trata de desasirse de todo querer.
Después de ese breve instante en el que ni espiro ni inspiro, debo dejar que la inspiración
fluya sin más. La inspiración viene por sí sola, no necesito esforzarme para que se
produzca. Puedo imaginar cómo, en ella, fluye aire fresco hacia mi interior. Pero
también puedo asociar esta noción con la imagen bíblica de que, en la respiración, el
Espíritu de Dios penetra en mí, renovándome por entero.

En el contexto espiritual, estar sentado significa mucho más que la postura sedente de
meditación. A la vista de lo que la Biblia dice sobre estar sentados, se podría hablar
verdaderamente de una específica «teología del estar sentado». Jesús promete a los
discípulos que se sentarán en doce tronos (cf. Mt 19,28). Sentarse es, pues, ocupar un
trono. El Señor sentado en el trono es una imagen de que detento dominio sobre mí
mismo, de que soy yo quien lleva la batuta en mi alma y las pasiones o pensamientos no
me dominan. La Biblia conoce otra forma de sesión: Job se sienta entre sus cenizas y
lamenta su destino (Job 2,8). Por consiguiente, estar sentado puede ser también señal de
duelo. Lamento las insuficiencias de mi vida, pero no para quedarme estancado en el
duelo, sino para, a través de él, llegar al verdadero potencial de mi alma. Y la Biblia
conoce también la postura sedente como expresión de la escucha. María se sienta a los
pies de Jesús y escucha a lo que éste tiene que decirle (cf. Lc 10,39). Quien permanece
sosegadamente sentado en una silla o butaca es todo oídos. Está abierto a las palabras
que escucha, a la música que penetra en él. Y a la quietud que pueda percibir. Por
último, la Biblia sabe del estar sentado como posibilidad de reflexión. Antes de que la
persona se decida a construir, primero debe sentarse y ponderar si dispone de los medios

24
suficientes para ello (cf. Lc 14,31).

Para terminar, para mí es importante sentarme en posición erguida cuando, durante la


celebración, escucho las lecturas y acoger en mí las palabras con todo el cuerpo.

De pie

La postura sedente no es la única adecuada para meditar. La Biblia también desarrolla


una específica teología del estar de pie y el caminar. En el Antiguo Testamento, estar de
pie delante de Dios denota la disposición a cumplir lo que Dios tiene pensado para el ser
humano. El fiel puede permanecer de pie ante Dios, pues Éste lo ha enderezado. Y
gracias a que Dios está a nuestra derecha no vacilamos y podemos mantenernos erguidos
(cf. Sal 16,8). Cuando las cosas se tuercen, debemos encomendar nuestros afanes a Dios,
que Él nos sostendrá (cf. Sal 55,23).

Pero también a veces permanecemos de pie parados, sin saber qué hacer (cf. Mt
20,6). Algunas personas no son fieles a sí mismas. Preferirían esconderse de los demás.
A un hombre así, que se adapta sólo para no llamar la atención, Jesús le exhorta como
sigue: «Ponte en pie en medio» (Lc 6,8). Debe aprender a ser fiel a sí mismo y defender
su posición.

Tanto en el judaísmo como en el cristianismo primitivo, la verdadera postura para


orar es la bipedestación. La gente se levanta para orar (cf. Lc 18,11). Sobre todo a Pablo
le encanta la locución «estar de pie». Habla de que estamos de pie en la gracia (Rm 5,2)
y de que nos mantenemos erguidos por la fe (Rm 11,20). A las personas que creen estar
asentadas y tener una sólida posición en la fe les advierte: «Por consiguiente, quien crea
estar firme, tenga cuidado, no caiga» (1 Co 10,12).

Creer es sinónimo de estar de pie, de mantenerse firmes en Dios, de permanecer


enraizados en Él. Así como un árbol se levanta firme sobre la tierra, así también
debemos mantenernos nosotros firmes en la fe, a fin de no caer cuando nos sobrevengan
dificultades. Pero no sólo perseveramos por la fe, sino también gracias al Señor (1 Ts
2,8). Estamos inmersos en una realidad mayor que nosotros. Nos levantamos sobre un
fundamento que nos sostiene. Estar de pie comporta siempre una intensa atención, así
como la disposición a ponernos en camino y hacernos cargo de lo que Dios nos
encomienda.

Estar de pie (stehen) y colocar o ajustar (stellen) son importantes para alcanzar
quietud (die Stille)3. Se sosiega la persona que se detiene, que deja de huir de sí misma.
Eso lo podemos practicar con suma facilidad en medio del ajetreo diario: no tenemos
más que detenernos, quedarnos de pie y preguntarnos: ¿qué aflora en mí entonces? Otro
ejercicio del todo sencillo para el día a día consiste en decir para mí, en voz alta y a pie
quedo, frases de la Biblia: «Pongo siempre al Señor ante mí, con Él a mi derecha no

25
vacilaré» (Sal 16,8). En la medida en que dejo que estas palabras penetren en mí, percibo
algo del misterio del estar de pie: puedo ser fiel a mí mismo. Porque Dios está a mi
derecha, soy capaz de erguirme sobre mí mismo y responder por mí mismo. Gracias a
que Dios está de mi parte, me es posible mantenerme firme. Cuando la adopto, la postura
vertical me proporciona firmeza'. Y el permanecer a pie quedo me sume en la quietud.
Me quedo parado con objeto de des cubrir en mí la calma, para reconocer en ella la
esencia de mi humanidad y mi ser cristiano.

Para el Nuevo Testamento, el estar de pie tiene siempre que ver con la resurrección.
Jesús endereza a las personas encorvadas, alza a los que han sido arrojados al suelo por
algún demonio. Así, nos hace partícipes de su resurrección. En la primitiva Iglesia, los
cristianos, para expresar que habían resucitado con Cristo, siempre oraban de pie.

De la tradición budista proviene el breve relato de los discípulos que preguntan al


maestro qué hace cuando medita. Y él les responde: «Cuando estoy sentado, estoy
sentado. Cuando permanezco de pie, permanezco de pie. Cuando camino, camino. Y
cuando como, como». Los discípulos aseguran que eso no es nada especial y que
también lo hacen ellos. Pero el maestro les replica: «No; cuando estáis sentados, ya os
habéis puesto de pie. Y cuando estáis de pie, ya habéis echado a andar. Y cuando vais de
camino, ya estáis pensando en la comida». No hace falta ningún camino especial para
encontrar sosiego. Basta con hacer a fondo lo que hacemos en cada instante: estar
sentados por completo, permanecer realmente de pie y, cuando caminamos, no pensar
nada salvo: «Ahora camino».

Caminando

También sobre el caminar se encuentran en la Biblia numerosas ideas teológicas y


espirituales. En los diversos modismos con «andar» y «caminar» que aparecen en la
Sagrada Escritura se echa de ver, ya en el uso de las palabras, una concepción muy
determinada, es más, incluso toda una teología. Están, en primer lugar, abundantes
locuciones que detallan actitudes con las que debemos caminar. Hemos de caminar en la
ley del Señor (Ex 16,4), por la senda del Señor (Dt 8,6). En vez de andar en el pecado (1
Re 16,31) y la tiniebla (Job 29,3), tenemos que andar en la luz (Job 24,17; Is 1,5).
Debemos caminar con humildad ante nuestro Dios (Mq 6,8) o, como dice Pablo, en la
novedad de vida (Rm 6,4), en el amor (Rm 14,15), en la fe (2 Co 14,15), en el Espíritu
(Ga 6,16) y en la verdad, como figura en una de las cartas de Juan (2 Jn 1,4). «Andar» y
«caminar» simbolizan aquí pura y simplemente la vida, pero no pueden ser
reemplazados sin más por «vivir». La imagen no es separable de la palabra, y a la
realidad no se puede acceder prescindiendo de imágenes.

Otra es la dirección en la que señalan las expresiones con preposiciones o locuciones


prepositivas como «con» o «en presencia de». Henoc caminaba con Dios (Gn 5,24). Dios

26
se le apareció a Abrahán y le dijo: «Yo soy Dios todopoderoso; anda en mi presencia y
sé perfecto» (Gn 17,1). Vivir con Dios y proceder con arreglo a sus preceptos se expresa
con la imagen «andar en su presencia». Abrahán debe saber que el Señor está con él en
todos sus desplazamientos. Andar en presencia de Yahvé significa, pues, caminar
conscientes del Dios presente, estar atentos a la proximidad de Dios en todo lo que
hacemos. Se trata de caminar en presencia del Señor con todo el corazón (1 Re 8,23),
esto es, de estar orientados al Señor en todos nuestros caminos y vivir conforme a su
voluntad.

¿A dónde se dirige nuestro camino? A la casa del Señor, del Padre. De camino a
Jerusalén, el peregrino ora: «¡Qué alegría cuando me dijeron: "Vamos a la casa del
Señor"!» (Sal 121). Y en el exilio recuerda su peregrinación a Jerusalén: «Recordándolo
me desahogo conmigo: cómo pasaba al recinto y avanzaba hasta la casa de Dios, entre
gritos de júbilo y acción de gracias, en el bullicio festivo» (Sal 42). El Predicador dice:
«El hombre marcha a la morada eterna» (Ecl 12,5). La meta de la peregrinación es
siempre la patria, el estar en casa junto a Dios.

Cuando caminamos de forma consciente, podemos vivir todas estas experiencias de


las que habla la Biblia. Intuimos que con cada palabra escapamos de dependencias; que
con cada zancada cambiamos y nos transformamos; y que, en último término, cada paso
nos acerca más a Dios. Con sólo que caminemos con plena atención, se nos revelará el
misterio de andar y caminar. Así como resultan útiles los «dichos sobre el estar de pie»,
así también puede ser de ayuda decir uno entre sí determinadas «sentencias sobre el
caminar» tomadas de la Biblia. Cuando caminamos repitiéndonos a nosotros mismos,
por ejemplo, la frase: «Colocas mis pies en terreno espacioso, mis tobillos no vacilan»,
entonces nuestros pasos se transforman. Andamos más ligeros, vislumbramos la
redención y la liberación. En la medida en que andamos de otra manera, devenimos
distintos, nos hacemos un poco más libres, un poco más espaciosos, percibimos en
nosotros un poco más de confianza. La palabra torna adecuado nuestro andar e incluso
nos endereza a nosotros mismos. Pone el cuerpo y el alma en el estado adecuado.

Sólo si andamos con las «sentencias sobre el caminar» de los salmos, entenderemos
de verdad el sentido de estos dichos, la experiencia que late en ellos. Quien camina dos
horas repitiendo sólo la frase: «¡Vamos a la casa del Señor!», o: «¿A dónde podría huir
de tu presencia?», o: «Con tu ayuda yo fuerzo el cerco, con mi Dios asalto la muralla»,
o: «Tu palabra es luz para mis pasos», ése puede hacerse una idea de lo que el salmista
experimentó en su día. Todas estas frases han sido escritas a partir de la experiencia y
quieren transmitirnos experiencia. Pero a la experiencia únicamente podemos
aproximarnos de verdad cuando comprendemos lo que llevó al salmista a esa su
experiencia: andar y caminar. Para ello, no es necesario que reflexionemos sobre las
palabras mientras andamos; antes bien, debemos repetirlas sin sentirnos obligados a
descubrir o percibir algo nuevo. Caminamos con la palabra en la esperanza de que, al
andar, la palabra penetre en nosotros, de que no sotros nos introduzcamos en la palabra,

27
en el espíritu y la experiencia que destila.

En la tradición espiritual, caminar siempre ha sido una importante senda hacia la


quietud. Ya en la Antigüedad existía la peregrinación a lugares sagrados. Las personas se
ponían en camino para emigrar del día a día y experimentar sanación en un lugar
sagrado. Los primeros cristianos veían a Abrahán, quien emigró de su hogar, de su
ciudad natal y de su patria, como modelo del peregrino. También se entendían a sí
mismos esencialmente como peregrinos que habían dejado atrás todas sus dependencias,
los sentimientos del pasado, lo visible, para ponerse - llenos de fe - en camino hacia
Dios.

Los primeros cristianos veían la emigración de Abrahán como un camino hacia la


libertad interior; siglos después, el filósofo de la religión danés Soren Kierkegaard
entendió de manera análoga el efecto liberador del caminar. En una ocasión afirmó que
no conocía ninguna preocupación de la que no pudiera olvidarse caminando. Son
muchas las cosas que podemos dejar detrás de nosotros cuando nos ponemos en camino.
Al andar, nos liberamos de todas las dependencias, de todo lo que nos ha mantenido
atrapados. Y nos abandonamos sin más a la acción de caminar. No nos quedamos
parados, seguimos adelante sin interrupción. He ahí una imagen de la vida: nuestros días
son un camino. Claro que podemos descansar durante el camino, pero debemos seguir
adelante, siempre adelante. No podemos darnos la vuelta a mitad de camino. El camino
nos con duce, al cabo, más allá de este mundo: «¿A dónde nos encaminamos, pues?
Siempre a casa», escribe Novalis. Al caminar, siempre estamos en camino hacia un
hogar, en último término hacia la patria eterna.

Caminar (wandern) tiene que ver con transformarse (sich wandeln). Caminando, nos
transformamos. Este efecto purificador y tranquilizador del caminar está siendo
redescubierto en la actualidad por muchas personas. Recorren las numerosas rutas de
peregrinación que hoy se ofrecen. Sobre todo el Camino de Santiago es cada vez más
popular. Muchas personas que viven en actitud de búsqueda espiritual lo emprenden con
la esperanza de que les ayude a avanzar interiormente un trecho, que les libere de lo que
les lastra. El camino es fatigoso; y los peregrinos asumen un riesgo, pues no saben si
podrán soportar físicamente el esfuerzo que exige el Camino. Así y todo, se ponen en
marcha porque anhelan emigrar del día a día y alcanzar caminando su verdadera figura,
porque quieren liberarse de la carga que arrastran consigo en la vida diaria, porque les
gustaría purificarse interiormente.

El Camino de Santiago no es el único que goza de renovada popularidad. También


muchas rutas de peregrinación pedestre vuelven a atraer a muchas más personas que
antaño, como, por ejemplo, la popular romería por el Kreuzberg (una de las montañas
del Rhón bávaro) o a santuarios como los de Amorbach, GÓl3weinstein,
Vierzehnheiligen, Altótting y Kevelaer. Marchar en grupo y rezar de continuo el rosario
mientras se va de ca mino es algo que serena sobremanera. Un hombre que, por lo

28
demás, apenas va a la iglesia, me confesó: «Durante la peregrinación debe rezarse el
rosario. Entonces, me repongo incluso mejor que en vacaciones».

Cuando, después de la larga peregrinación, llegamos a la meta, al santuario que nos


puso en camino, nos embarga una calma mucho más profunda que la que
experimentamos cuando nos sentamos en ese mismo santuario sin haber hecho el camino
a pie. Caminar ha posibilitado que de nosotros se desprendan muchas cosas. Ahora
podemos experimentar en la iglesia una sensación de amparo y quietud. Nos limitamos a
sentarnos en ella y nos sentimos sostenidos, acogidos, en casa. No es casualidad que
muchos santuarios tengan la cualidad de lo maternal, de lo albergador. La mayoría de los
lugares de peregrinación en el ámbito católico son iglesias marianas. María siempre es
símbolo de lo maternal, del Dios en cuyos amorosos brazos podemos refugiarnos.
Después de las largas caminatas en las que han estado expuestos al sol, al viento y a la
lluvia, los peregrinos pueden experimentar en las iglesias marianas la calidez y el
amparo del amor maternal de Dios, que emanan del tipo de iglesia, de la imagen de
María y de las numerosas velas que allí arden, irradiando un calor lleno de sentido.

29
Meditatio - ruminatio - contemplatio

Meditatio

A continuación voy a describir las formas clásicas de la meditación, tal y como fueron
desarrolladas en el primitivo monacato cristiano, aproximadamente entre el año 300 y el
600. No se trata de una exhortación a los lectores y lectoras para que practiquen a toda
costa estas formas. Pero, para toda praxis personal de meditación, es útil saber cómo ha
entendido la meditación la tradición cristiana y qué experiencias ha hecho al respecto. Y
los caminos meditativos que desde el siglo III vienen recorriendo los cristianos siguen
siendo perfectamente transitables en la actualidad. La variedad de formas que han sido
desarrolladas y practicadas es una señal de que cada persona puede buscar y encontrar su
camino individual de meditación, pero también una exhortación a hacerlo.

Los primitivos monjes cristianos no inventaron la meditación, sino que


probablemente asumieron los métodos de la sesión sosegada y la respiración consciente
de ambientes sacerdotales egipcios o de círculos que se remontaban al filósofo griego
Pitágoras. Es obvio que en todas las religiones existen formas análogas de meditación, y
cada religión las llena de contenido a su manera. Especialmente extendida está la
llamada «oración mántrica». Se trata de vincular la respiración con una palabra o frase.
En el budismo y el hinduismo se combina la palabra «OM» con la respiración. Los
primitivos monjes cristianos «bautizaron» esta técnica de meditación tan generalizada
asociando de forma consciente la respiración con palabras de la Biblia.

Ruminatio

Los padres monacales denominaron a su técnica de meditación «ruminatio», sustantivo


derivado del verbo latino del que procede «rumiar», que significa «masticar por segunda
vez». Vincularon con la respiración la palabra de Dios, repitiéndola una y otra, a fin de
que pudiera penetrar más y más profundamente en la conciencia, pero también en el
subconsciente. Al igual que una vaca experimenta placer interior al rumiar el alimento,
así también debe llenarse de alegría divina el monje al repetir la palabra de Dios. Los
primeros monjes opinaban incluso que la palabra de Dios, reiterada de conti nuo,
transforma asimismo el cuerpo y le confiere un aspecto nuevo y un agradable sabor.

Hay dos caminos distintos para poner en práctica la ruminatio: el método de la


antirrhesis y el método de la jaculatoria.

30
El método de la «antirrhesis»

El método de la antirrhesis lo desarrolló Evagrio Póntico, seguramente el monje escritor


más importante del siglo IV. Se trata de un método basado en el uso de una palabra o
expresión antónima a otra dada. Evagrio lo denomina «método de Jesús», quien, durante
las tentaciones, siempre replicaba al diablo con palabras tomadas de la Escritura.
También lo caracteriza como «método de David», quien escindió su alma en dos y se
habló a sí mismo de la siguiente manera: «¿Por qué estás tan acongojada, alma mía?
Espera en Dios, que aún habré de darle gracias». En el método de la expresión antónima
no se trata de ahuyentar sin más los pensamientos negativos. Antes bien, permito que
afloren todos los pensamientos y los contemplo. Sin embargo, no me quedo cavilando
sobre los negativos, sino que les dirijo una palabra de la Escritura que penetra mis
emociones, transformándolas.

Evagrio recopiló unos seiscientos pensamientos que hacen enfermar a la persona y


buscan entorpecerle en su afán espiritual. Son las llamadas auto-persuasiones negativas,
tales como: «No le caigo bien a nadie. Nadie se preocupa de mí. Nada tiene sentido.
Todo es tan difícil. Ya no me gusto a mí mismo. Tengo miedo. ¿Qué pensarán de mí los
demás?». La psicología actual denomina a estas auto-persuasiones «guiones de vida». El
guión del perdedor, por ejemplo, reza: «Todo me sale mal. Nunca conseguiré ser nada.
Siempre tengo mala suerte». Salta a la vista que, por medio de tales autopersuasiones
negativas, nos perjudicamos a nosotros mismos, pues las palabras determinan nuestra
forma de pensar y sentir. Contra estas palabras negativas debe pronunciar uno siempre
alguna palabra o frase tomada de la Escritura. Si dejamos que penetren en nosotros, las
palabras de la Biblia tienen capacidad para llenarnos del Espíritu de Jesús. Cuando, por
ejemplo, soy preso del miedo, le digo al miedo el siguiente versículo del salmo 118: «El
Señor está de mi parte; no temo lo que pueda hacerme un hombre». Con ello, no se trata
de conjurar el miedo. Todos sentimos temor y confianza al mismo tiempo y, en
ocasiones, nos obsesionamos con nuestro miedo; entonces, cobra más y más intensidad.
La palabra o frase de la Escritura me pone de nuevo en contacto con la confianza que ya
habita en mí, en el fondo de mi alma. No me exhorto a mí mismo a tener confianza. Más
bien, es la palabra o frase de la Biblia la que opera en mí la confianza.

El método desarrollado por Evagrio es, en último término, terapéutico. Para él, las
palabras de la Biblia son, sin excepción, palabras sanadoras, capacitadas para restañar
heridas. Las palabras de la Biblia silencian las múl tiples palabras que, al resonar en el
interior de la persona, la inquietan y, en ocasiones, la desagarran. La palabra de Dios,
que la persona vincula con la respiración, permitiéndola penetrar cada vez más hondo en
su organismo, amarra el espíritu y aquieta también el cuerpo.

El método de la jaculatoria

31
El otro método es el llamado método de la jaculatoria, en el que el orante se limita en
toda situación a una sola frase o incluso a una sola palabra. En Occidente, Casiano
recomendó sobre todo la frase: «Oh Dios mío, ven en mi ayuda; Señor, date prisa en
socorrerme». Casiano describe cómo estas palabras ahuyentan toda inquietud, derrotan a
los enemigos del alma y amarran el espíritu humano a Dios. Es más, repetidas sin cesar,
conducen hacia la más alta cima de la contemplación. A partir del siglo IV se hizo cada
vez más popular también en Occidente la llamada «oración de Jesús». En ella, uno
profiere con la mayor frecuencia posible la jaculatoria: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten misericordia de mí», y vincula estas palabras al ritmo respiratorio. Al inspirar, dice:
«Señor Jesucristo», y al espirar: «Hijo de Dios, ten misericordia de mí». También se
puede abreviar la frase diciendo: «Jesús...», al inspirar, y: «... ten misericordia de mí», al
espirar. La manera más breve de practicar esta forma de oración consiste en vincular tan
sólo el nombre «Jesús» con la respiración. No se trata de reflexionar sobre Jesús, ni
sobre el contenido de la oración. Más bien, el Espíritu de Jesús debe penetrar con
creciente profundidad en el orante. Los antiguos veían en la oración de Jesús la
recapitulación de todo el Evangelio y consideraban que en ella se expresaba la fe en la
encarnación y la redención. También la llamaban «oración del corazón» porque, al
inspirar, uno debe imaginarse cómo Jesús fluye hacia el corazón y lo llena de calor y
amor. Luego, al espirar, uno ha de imaginarse cómo el amor de Jesús penetra en todo el
organismo, sobre todo en los ámbitos oscuros e inconscientes del cuerpo y el alma,
iluminándolos y transformándolos.

La meditación por medio de la oración de Jesús la describió de forma maravillosa un


desconocido peregrino ruso en el clásico Relatos de un peregrino ruso. El peregrino
practica la oración de Jesús hasta que ella ora sola en su interior. El peregrino reza estas
palabras con cada aliento. Ya no necesita pensar más en ello: las palabras resuenan solas
en su hondón. Leyendo los relatos, uno tiene la impresión de que el peregrino estaba
totalmente lleno del amor y la ternura de Jesús.

La oración de Jesús es también mi camino personal de meditación. Espero que, a


través de esta oración, el Espíritu de Jesús penetre cada vez más en mí. Cuando leo
relatos de starzens rusos, percibo la cordialidad y el amor que irradian. Salta a la vista
que estos monjes estaban tan penetrados por el Espíritu de Jesús que termi naron
convirtiéndose en fuente de sanación y bendición para su entorno. Esta meta es la que
tengo en mente cuando practico la oración de Jesús. Me coloco delante de mi icono de
Cristo en el taburete de oración, mantengo las manos pegadas al pecho y vinculo la
oración de Jesús a cada aliento. Mientras lo hago, me imagino cómo, al inspirar, Jesús
penetra en mi corazón, llenándolo de calor y amor. Luego, al espirar, dejo que este
calorífero amor se extienda por todo mi cuerpo, para que todo en mí quede embebido de
- y sea transformado por - el Espíritu y la luz de Cristo.

La oración de Jesús puedo rezarla de dos maneras distintas. La primera consiste en


decir esta oración a todos los sentimientos y pasiones. Permito que afloren mi enfado,

32
mis celos, mi miedo, mi depresión. No los ahuyento, ni lucho contra ellos; me limito a
contemplarlos, pero sin obsesionarme con ellos. Antes bien, con cada espiración
pronuncio con calma la oración de Jesús y confío en que los agitados sentimientos se
transformarán poco a poco y, de repente, en medio de mi enojo aflorarán la calma y la
paz y yo me sosegaré por completo. Esta manera de rezar la oración de Jesús es
recomendable para el comienzo de la meditación. No estoy sometido a la presión de
tener que concentrarme por completo en las palabras y no poder pensar en nada más. Y
se trata de un buen ejercicio cuando me acabo de enfadar con otra persona o todavía
estoy agitado a causa de algún conflicto. Es un camino cauteloso hacia la calma. Muchas
personas quieren ahuyentar o reprimir con violencia sus sentimientos negativos. Pero
cuanto más violentamente proceden contra el miedo, contra los celos, contra el enojo,
tanto más intensas devienen esas emociones. En tales situaciones, la quietud sólo es
experimentable, en el mejor de los casos, como algo forzado, pero no como un estado
perdurable. La oración de Jesús, por el contrario, no reprime nada. Contemplo todo lo
que hay en mí, a todo le permito ser. Pronuncio la oración de Jesús dirigiéndola hacia
este caos interior y confiando en que sanará mi desgarramiento.

En la segunda forma de rezar la oración de Jesús no presto atención a los


pensamientos y sentimientos. Antes bien, amarro mi espíritu a la oración de Jesús y me
dejo guiar por la respiración y por la palabra hacia el espacio interior de quietud.
Mientras rezo, pongo mi afectuosa atención en la oración y la vinculo a mi anhelo de
unión con Jesucristo. Entonces, la palabra me acompañará al espacio del silente misterio
de Dios. La palabra abre las puertas hacia ese callado misterio de Dios. El espacio del
mudo misterio de Dios, lejos de estar vacío, se encuentra lleno del silencio de Jesús, de
su amor y misericordia, de su filantropía y cordialidad.

Nunca puedo percibir este espacio por más de un instante; luego, la inquietud vuelve
a adueñarse de mi corazón. Pero en el instante en que experimento este espacio interior
de quietud, me siento sano e íntegro, amparado, sostenido, amado. Entonces, me sumerjo
en el amor de Jesucristo y, en ese mismo momento, siento que «solo Dios basta». Al
poco, aunque siga pronunciándola, esta frase ya no llena mi corazón, sino que la digo
sólo con la cabeza. Pero la oración de Jesús me conduce siempre de regreso a la
experiencia de quietud. Y allí donde, en la calma, soy uno con Dios, con Jesucristo y con
el Espíritu Santo, allí he alcanzado ya lo que quería. Allí también soy uno conmigo
mismo, me avengo con mi vida y estoy lleno de amor y misericordia.

La tradición cristiana conoce dos imágenes que ayudan a no prestar atención a los
pensamientos. Una de ellas procede de un texto de un dominico inglés del siglo XIV
titulado La nube del no saber. Así como las nubes siguen sin más su camino, así también
debo dejar yo que los pensamientos sigan su camino sin reparar en ellos. Si estoy
firmemente asentado en la tierra y anclado en Dios, los pensamientos que me pasen por
la mente no serán capaces de perturbar mi calma. La otra imagen es el mar. En la
superficie, el mar está agitado: las olas van y vienen. Sin embargo, en lo profundo, es

33
pura calma. Ahí no se notan ya las encrespadas olas. También en nuestra cabeza reina la
agitación: está llena de pensamientos. Pero en la meditación ahondo más y más en mí.
En la meditación no se trata de ahuyentar todos los pensamientos, ni de concentrarme en
la quietud. Antes bien, es un camino hacia el hondón en el que ya reina la calma.

Muchas personas desean seguir a Jesús y vivir conforme a sus palabras. Mas, cuando
la voluntad es nuestro único motor, a menudo nos quedamos atrapados en un dilema.
Queremos reflejar el Espíritu de Jesús, pero con frecuencia el inconsciente nos marca
más intensamente que la voluntad. La oración de Jesús puede ser una ayuda en tanto en
cuanto permite que el Espíritu de Jesús penetre en los abismos de nuestra alma. Así,
podemos reflejar el Espíritu de Jesús de dentro afuera y actuar y hablar movidos por él.
Tengo la impresión de que todo el quehacer del peregrino ruso refleja la misericordia de
Jesús. Practico la oración de Jesús también con el deseo de hacerme del todo permeable
a Jesucristo. Entonces, ya no se trata de ver cuánto avanzo en mi camino espiritual. Toda
reflexión sobre mi situación deja de tener importancia. Lo decisivo es que Cristo vive en
mí y se manifiesta a través de mí. Es evidente que san Pablo estaba viviendo esta
experiencia cuando escribió: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20). Y
sobre este trasfondo entendemos lo que quiere decir Pablo: «Pues mi vida es Cristo y
morir es ganancia» (Flp 1,21).

Contemplatio

La ruminatio es el modo habitual de meditación cristiana. También Martín Lutero la


conoció. El reformador recomienda volver a masticar la palabra de Dios, a fin de que
cada vez nos determine más. Hoy, el método de vincular la respiración con una frase o
palabra se suele designar asimismo «contemplación». La contemplación cristiana, que
asocia la respiración con una frase o palabra de la Biblia o la tradición cristiana, difiere
entonces de la meditación zen. Pero, en la tradición, el concepto de «contemplación» se
emplea en otro contexto: el de la distinción entre acción y contemplación.

En el marco de tal distinción, «contemplación» significa algo más que una vida
dedicada a la oración y la quietud. Como prototipos de acción y contemplación se
considera, respectivamente, a Marta y María, según aparecen en la escena del evangelio
de Lucas (Lc 10,3842). Marta es modelo de la mujer activa. Hace lo que ha de ser hecho.
Por el contrario, María se sienta a los pies de Jesús y únicamente escucha lo que éste
tiene que decir. Ambas mujeres simbolizan el lado activo y el lado contemplativo de
cada uno de nosotros. En apariencia, Marta cuenta con los mejores argumentos a su
favor. Hace algo que es importante y que ayuda a las personas. María no tiene nada que
aducir. Se limita a permanecer sentada y escuchar. Puesto que también en nosotros suele
ser acallada por la más ruidosa Marta, Jesús toma partido por ella. Jesús quiere respaldar
a la María que hay en nosotros, para que, en pie de igualdad con Marta, viva el lado
contemplativo y, a partir de la contemplación, haga lo correcto. Cuando reprimimos a la

34
María que llevamos dentro, a menudo nos tornamos tan agresivos como Marta en
nuestro compromiso a favor de los demás. Nos sentimos explotados. Tales sentimientos
son siempre una advertencia de que debemos permitir que aflore la María que mora en
nosotros. Debemos escuchar qué es, en realidad, lo que los demás necesitan y lo que
Dios desea de nosotros.

Propiamente, «contemplar» quiere decir «mirar» y constituye una experiencia


espiritual de unión con Dios. En la contemplación no se trata de tener visiones, sino de
mirar al fondo, al fundamento. No veo nada determinado, pero mi mirada atraviesa lo
real, me asomo a su profundidad. Aunque en mi pensamiento mucho permanezca
confuso, la contemplación me transmite claridad interior, pues en la profundidad todo es
claro, en la profundidad me avengo con todo lo que es. Por eso, la contemplación es
siempre asentimiento al ser. En lo hondo, por debajo de las turbulencias y
contradicciones de este mundo, soy uno con el fundamento de todo ser, con Dios.

Evagrio Póntico habla por extenso sobre la contemplación. A su juicio, la


contemplación es la meta de toda vida y la consumación de la oración. La oración suele
comenzar por las preocupaciones que uno tiene, con una reflexión sobre Dios o con
bellas imágenes o sentimientos de lo divino. Sin embargo, «contemplar» significa
desasirse de todas las ideas sobre Dios, de todas las imágenes de Dios, de todos los
sentimientos que asociamos con Dios. Pues, de lo contrario, nos aferramos a tales ideas,
imágenes o sentimientos; o, por usar una imagen del propio Evagrio, preferimos el humo
al fuego. Pero en la contemplación se trata precisamente de fundirse con el fuego, de
devenir fuego uno mismo. Los monjes primitivos nos cuentan que algunos abbas -
cuando oraban a solas, sin ser observados, en su kellion, en su celda - se transformaban
totalmente en fuego: bien irradiaban luz, bien sus manos alzadas en oración se
convertían en llamas.

Evagrio distingue diversos estadios en la contemplación. El primer estadio es la


contemplación de la naturaleza (theoria physike). Comporta ahondar en la esencia de las
cosas, en el orden del universo, en los símbolos naturales, pero también en el sentido
más profundo de la Sagrada Escritura. El segundo estadio es la contemplación de Dios o
también la contemplación de la Santísima Trinidad. Esta «clase más elevada de
contemplación se da acompañada de una profunda paz y serenidad. No conoce
frustración, sino sólo la calma de la posesión» (Bamberger, p. 18). Tal forma de
contemplación lleva a la sencillez, la persona deviene clara y sencilla en sí. Esto, al
mismo tiempo, significa que se purifica moralmente. De ahí que el camino hacia este
tipo de contemplación conduzca también por necesidad a una confrontación consciente
con las emociones, las pasiones, los demonios. Sin embargo, la contemplación es, en
último término, un regalo de Dios que la persona no puede alcanzar por sus propias
fuerzas. El ser humano puede contribuir a ello vaciando su conciencia a fin de que ésta
pueda llenarse de Dios.

35
Evagrio no sólo describe la naturaleza de la contemplación misma, sino que también
habla de los estados anímicos que la acompañan. El conocimiento de Dios precede a la
experiencia de la luz que resplandece en el alma. «La persona que se desviste del hombre
viejo y se reviste del hombre nuevo, la persona que es una creación del amor, reconoce
cuando ora hasta qué punto su condición se asemeja a la del zafiro, que resplandece
limpio y luminoso como el cielo. Con la expresión "lugar de Dios", el texto se refiere
precisamente a esta experiencia» (Bamberger, pp. 19s.). El alma misma es el lugar donde
el ser humano puede tener experiencia de Dios. Aunque no puede ver directamente a
Dios, «Éste resplandece en el alma como en un espejo» (¡bid., p. 20).

Para Evagrio, la contemplación es la meta de la vida humana y, mayormente, la meta


de todo camino espiritual. Sólo a través de la contemplación, opina Evagrio, le es dado al
ser humano sanar interiormente del todo. Es cierto que puede contemplar sus pasiones y
emociones y luchar contra ellas. Pero sólo en la contemplación se purifica por completo.
Entonces, el ser humano experimenta a Dios, pero también se experimenta a sí mismo en
su sencillez e integridad, en su claridad y pureza interior. En los escritos de Evagrio se
echa de ver el anhelo de contemplación, así como sus experiencias personales en ese
terreno, que lo condujeron a una imagen optimista del ser humano, según la cual la
suprema vocación de éste consiste en unirse en la contemplación con el Dios infinito,
con el Dios trinitario, con el Dios que se abre a nosotros y que es, en su esencia, puro
Amor.

36
Meditación de escenas bíblicas

EL camino de meditación habitual en el monacato es la oración tipo mantra o ruminatio,


con su vinculación de respiración y palabra. Pero la tradición cristiana conoce otros
modos de meditación. En la meditación de una escena bíblica, uno imagina la escena de
forma progresiva, hasta que deviene realidad interior. Precisamente para personas con
sensibilidad estética o «de mente visualizadora», interiorizar tales escenas por medio de
la imaginación es una senda adecuada para encontrar sosiego y aquietarse. Las imágenes
nos ponen en contacto con nuestro verdadero ser. Y cuando, a través de la imagen,
alcanzamos la armonía con nosotros mismos, devenimos tranquilos y serenos.

Aunque el sustantivo alemán «imaginación» (Einbildung) tiene connotaciones negativas,


toda persona alberga dentro de sí imágenes que ha «imaginado». Para el filósofo griego
Platón, la formación (Bildung) consiste en que la persona interiorice la imagen (Bild)
divina. Sólo así llega a ser persona. Culto, formado (gebildet), no es quien sabe mucho,
sino quien ha interiorizado buenas imágenes (Bilder). La mística alemana asumió esta
concepción: Cristo es la verdadera imagen de Dios, la imagen visible del Dios invisible.
La persona sólo se hace persona cuando interioriza la imagen de Cristo. El Maestro
Eckhart habla de que debemos interiorizar a Cristo, para luego exteriorizarlo dejando que
su Espíritu cobre expresión en nuestras palabras y hechos, de suerte que devenga visible
hacia fuera.

La espiritualidad cristiana consiste en interiorizar las sanadoras imágenes de la


Biblia, a fin de descubrir a través de ellas la imagen originaria y auténtica que Dios se ha
hecho de cada uno de nosotros. La psicología de C.G. Jung habla de imágenes
arquetípicas que conmueven algo en el alma humana, centrándola en su punto medio.
Las imágenes bíblicas que interiorizamos en la meditación nos ponen en contacto con
este núcleo de nuestro verdadero ser, con nuestro yo originario, con la imagen que Dios
se ha hecho de nosotros, la cual nos libera de las imágenes que nos imponemos a
nosotros mismos y con las que ocultamos a los demás nuestro ser.

En la actualidad, la medicina alternativa trabaja con el método de la imaginación.


Para contrarrestar la imagen negativa que suelen hacerse de sí mismos, los enfermos
deben interiorizar imágenes positivas. Aun cuando tienen un efecto sanador, algunas de
las imágenes que emplea la medicina alternativa resultan algo ar tificiales, como, por
ejemplo, la idea de una fuente de luz dentro de nosotros que disipa toda oscuridad. La
Biblia, por el contrario, nos ofrece abundantes imágenes sanadoras. No necesitamos

37
inventarnos las imágenes, ya que la Biblia y la tradición espiritual nos las ponen ante los
ojos. Si interiorizamos tales imágenes, entramos en contacto con el núcleo de nuestra
persona, llegamos a la armonía con nosotros mismos y nos aquietamos interiormente.

Una de esas imágenes sanadoras es el templo. Juan narra cómo Jesús expulsa del
templo a los mercaderes y los cambistas, a las terneras, las ovejas y las palomas (Jn 2,13-
22). Esta imagen podemos aplicárnosla a nosotros mismos. Con frecuencia nos sentimos
como un mercado, en nosotros alborotan los pensamientos de los mercaderes: ¿cuál es
mi valor de cambio, mi precio, en el mercado público? ¿Cómo cotiza mi divisa?
Además, en nosotros hay pensamientos impulsivos, pensamientos superficiales y
pensamientos que revolotean de aquí para allá, cual palomas. Si seguimos esta imagen,
no se trata de reflexionar sobre la propia imagen. Más bien, al inspirar imagino que
Cristo entra en mi mercado y, al espirar, imagino que expulsa de mí todo lo que perturba
la paz interior. Cuando interiorizo esta imagen durante un tiempo, me siento de otra
manera. Me dilato interiormente, noto en mí una paz profunda, así como la gloria divina
con la que Cristo me llena. Yo mismo soy templo de Dios. A través de esta imagen
descubro mi verdadero ser y dejo de minusvalorarme. Ya no necesito mantener sujeto
todo mi caos interior. Ya no tengo que endurecer y poner tensa la espalda por el deseo de
unir con violencia todo lo que en mí tiende a dispersarse.

Cuando interiorizo la imagen del templo, experimento amplitud, belleza y libertad


interior. La entrada de Jesús en mi templo puedo representármela de dos maneras
distintas. Por una parte, está la idea de que Cristo, al igual que en el relato bíblico,
expulsa de mí todo lo que no pertenece a mi ser. La segunda imagen guarda relación con
las iglesias románicas y góticas y sus capiteles, en los que se representan animales
salvajes domesticados que, con su fuerza, alaban a Dios. Cuando me imagino esta
escena, su significado es: en modo alguno tengo que arrojar todo fuera de mí. Si el
Espíritu de Cristo se introduce en los animales que moran en mí, entonces éstos
adornarán el templo y alabarán a Dios en mi interior. Esta idea es una imagen de
integración, no de separación. Ambas imágenes son legítimas. Cristo debe expulsar
algunas cosas; pues, de lo contrario, nos disputarían el derecho de propiedad. Otras
deben ser transformadas.

Otra imagen sanadora es la de la zarza ardiente. Moisés reconoce en la zarza una


imagen de su situación. Ha fracasado, se encuentra en el extranjero, en el desierto,
inservible para Dios. En esta imagen podemos reconocernos a nosotros mismos: somos
la zarza, vacía, consumida, reseca, sin valor alguno. Pero en nosotros, tal como somos,
resplandece la gloria de Dios. Así pues, podemos aceptar nuestra realidad, tal cual es,
con la confianza de que en nosotros, por muy vacíos y carentes de valor que nos
sintamos, brilla la luz divina. También esta imagen puede combinarse con la respiración.
Me imagino que, al inspirar, la luz de Dios, el fuego de Dios, penetra en mí y hace que
todo lo que hay en mi interior reluzca y se inflame. La zarza ardía sin consumirse. Esto
quiere decir que sigo siendo del todo yo mismo, en mi impotencia, mi dispersión, mi

38
mediocridad. No necesito llegar a ser nada, puedo ser como soy. Esta imagen me libera
de toda presión de tener que cambiar. Y precisamente así me conduce al sosiego interior.

Una tercera imagen es el nacimiento de Jesús en el establo. En el establo de nuestro


corazón nace Cristo como niño. Cuando nos imaginamos esto, sentimos la paz y la
quietud que irradia esta imagen y entramos en contacto con la imagen originaria que
Dios se ha hecho de nosotros. C.G.Jung sostiene que el ser humano debería decirse una y
otra vez a sí mismo que él no es más que el establo en donde nace Dios. También aquí
podemos presentar a Dios todo lo que hay en nosotros y confiar en que Él nacerá en
nuestra realidad, tal cual es, renovándonos de todo en todo.

También la fuente que mana dentro de nosotros es una sanadora imagen bíblica: en
nuestro interior se encuentra el manantial del Espíritu Santo. Esta imagen podemos
vincularla igualmente con la respiración. Al espirar, taladramos, por así decirlo, la capa
de cemento que cubre nuestro venero y nos separa de él. Y así, al espirar, accedemos al
hondón de nuestra alma, donde bro ta la fuente divina que nunca se agota. Si bebemos de
ella, todo en nosotros deviene vivo y fresco. Y no nos extenuaremos, pues esta fuente
divina es inagotable. Al inspirar, podemos imaginarnos cómo la borboteante agua de
manantial se extiende por todo el cuerpo, refrescándolo y llenándolo del Espíritu divino.

Otra imagen del Espíritu Santo es el ascua. Con frecuencia estamos apagados, opina
Henri Nouwen, porque tenemos abiertas las puertas de nuestro horno. Meditar significa
cerrar esas puertas y escuchar a nuestro interior. Allí, en el hondón del alma, el ascua del
Espíritu Santo me calienta con amor y calor. Puedo imaginarme cómo este ascua irradia
calor y amor a todo lo helado y endurecido, a todo lo apagado y vacío, que hay en mí. De
una, vuelvo a sentirme vivo, lleno de fuego y de fuerza.

La imagen, cualquiera de ellas, puede ser vinculada bien con la respiración, bien con
una frase o palabra. Por ejemplo, puedo perfectamente seguir pronunciando la oración de
Jesús mientras me imagino cómo este mismo Jesús entra en mi templo, nace en mi
establo y me pone en contacto con mi fuente interior.

La Biblia describe con palabras las imágenes sanadoras que Dios nos regala.
Contemplar cuadros o esculturas puede ayudar a interiorizar estas imágenes. A su
manera, el arte ha expuesto e interpretado con frecuencia las imágenes bíblicas. Cuando
contemplamos tales imágenes sin juzgarlas, sino fundiéndonos más bien con ellas, su
fuerza sanadora termina penetrando en noso tros. Nos olvidamos de nosotros mismos y
nos limitamos a mirar.

Para los griegos, la vista es el sentido con el que propiamente podemos tener
experiencia de Dios. «Theos» (Dios) deriva de «theasthai» (mirar). Dios es quien es
mirado, contemplado, en las imágenes bíblicas, en la belleza de la creación o en un
rostro humano. Es obvio que Pablo está haciendo referencia a la experiencia mística de

39
la contemplación, tal como se practicaba en los cultos mistéricos del siglo 1, cuando en
la segunda carta a los Corintios escribe: «Y nosotros todos, reflejando con el rostro
descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con esplendor
creciente, como bajo la acción creciente del Espíritu del Señor» (2 Co 3,18). Mirando
una imagen, me fundo con ella. Me transformo en la imagen. Y así, también en mí
resplandece en toda su gloria la imagen divina.

Para interiorizar las imágenes bíblicas es conveniente sentarse en una iglesia que nos
conmueva. En una iglesia románica puedo vivir la experiencia de que soy templo de
Dios. Estoy cobijado en Dios y yo mismo soy el lugar donde vive Dios. Allí donde Dios
vive en mí, allí estoy en casa, allí me siento sostenido y experimento en mí amplitud y
patria.

Por el contrario, cuando permanezco sentado largo rato en calma en una iglesia
gótica, me experimento a mí mismo de otra manera. Percibo la amplitud interior de mi
templo. La gloria y la belleza de Dios me llena, Cristo es mi templo. Él ha expulsado de
mí a los es truendosos mercaderes y cambistas. No obstante, algunas terneras, ovejas y
palomas permanecen en el templo. Pues los capiteles de algunas columnas muestran que
Cristo ha transformado algo de la parte animal que hay en mí, de suerte que tiene sitio en
la iglesia y puede quedarse. Lo vital, lo agresivo, lo instintivo, se convierte en adorno del
templo, es integrado en la imagen del templo. También eso puede liberarme.

En una iglesia barroca experimento el templo interior de modo también distinto.


Percibo mi propio colorido y mi propia vitalidad. En las imágenes veo un recorrido por
las vicisitudes de mi vida y cobro conciencia de que todas son recogidas en la presencia
sanadora de Dios. Así, me descubro en armonía conmigo mismo y alcanzo paz interior.

En una tienda de campaña dispuesta como capilla, mi experiencia es de nuevo


diferente. Me siento albergado, pero, al mismo tiempo, en camino. Ahora puedo
descansar, pero sé que luego he de seguir caminando.

Además de la iglesia como imagen global, también las imágenes de santos concretos
u otras obras de arte contribuyen al ensimismamiento interior. Cuando contemplo, por
ejemplo, la cruz románica de Altenstadt, interiorizo el amor que irradia el rostro del
Cristo crucificado y elevado. A menudo me resulta interpelante una estatua de María, en
la que sale a mi encuentro el amor maternal de Dios. Contemplando en Colmar un
cuadro de María del maestro Martin Schongauer, experimenté en mí una profunda
claridad y quietud interior. El cua dro tenía tal claridad y pureza que se me quedó
profundamente grabado. En otras iglesias me fascinan los cuadros de santos. En ellos,
los artistas han representado la transformación del ser humano por el sanador Espíritu
Santo de Dios', por ejemplo, en la imagen de los catorce auxiliadores, en los cuales me
veo con las ofensas y heridas que he sufrido y, al mismo tiempo, percibo la fuerza
sanadora que procede de Dios y que, en estos santos, incide con virtud transformadora.

40
Marc de Smedt describe la fascinación que irradian las madonas. En los cuadros de la
Virgen ofreciendo el Niño al mundo reconoce lo siguiente: «Lo esencial cobra ahí
expresión: aunque exista la muerte, hay que defender la vida. Y para descubrir la fuente
de esta vida, debemos saber cómo encontrar en nosotros esa sutil quietud que no se
compone de imágenes, ni deja rastro alguno» (de Smedt, p. 170). A su juicio, «uno de
los más impresionantes lugares de quietud que existen en el mundo» es el museo de
Cluny en París, sobre todo la espaciosa sala redonda que se halla revestida con el tapiz
de «La Dama y el Unicornio». «Desde mi primera visita a este lugar, lo he considerado
como el verdadero centro de París, como el lugar iniciático por excelencia» (¡bid., p.
157).

Cada cual tiene sus lugares y cuadros preferidos, que le conmueven y emocionan en
lo más íntimo. Cuando nos detenemos asombrados delante de un cuadro y le permitimos
que penetre en nosotros, aflora una calma que solos nunca podríamos conseguir. El
cuadro irradia algo que nos conduce hacia la quietud, al lugar más misterioso de nuestra
alma, en el que ya no pensamos o reflexionamos sobre esto o aquello, sino que
simplemente somos, en conformidad con nosotros mismos y con la imagen que Dios se
ha hecho de nosotros.

41
Lectio divina

JUNTO a la ruminatio hay otra hebra esencial de la meditación monástica: la lectio


divina. La «lectio divina» es la lectura de la Sagrada Escritura. Cuando pensamos en la
lectura, lo primero que, por regla general, asociamos con ella es el estudio, la reflexión o
la consideración del sentido de las palabras. Pero leer es mucho más. Al leer, me sumerjo
en otro mundo. Cuando leo un texto, participo de su visión del mundo, de su ambiente,
de su fuerza. Al leer un texto hasta ahora desconocido, entro en contacto con facetas de
mi persona que, de otra forma, no percibiría.

Muchas personas experimentan la inmersión en otro mundo como saludable y sienten


que la lectura les hace bien. Aunque no puedan realizar todo lo que leen, consideran
positivo abandonarse a otros pensamientos. Este mundo de ideas relativiza el mundo en
el que viven y les libera de la presión a la que a menudo se ven sometidos en el mundo
real. En el mundo de la lectura, las personas se experimentan a sí mismas de manera
distinta y no es raro que se sientan protegidas, acogidas, interpeladas, conmovidas,
valiosas y únicas.

Desde hace algún tiempo se ha vuelto a cobrar conciencia del efecto sanador de la
lectura. En una ocasión, Franz Kafka expresó de la siguiente manera la virtud terapéutica
de los libros: «Un libro es el hacha para el mar congelado que hay en nosotros»
(Heilkraft des Lesens, p. 12). El texto nos puede poner en contacto con los sentimientos
reprimidos que hay en nosotros, con sentimientos que ya ni siquiera percibimos porque
se hallan sepultados bajo la capa de hielo del entumecimiento interior. Un texto puede
abrir a base de golpes, cual hacha, agujeros en esa capa de hielo, a fin de que los
sentimientos se descongelen y vuelvan a aflorar.

Ya en el antiguo Egipto se conocía la fuerza curativa de los libros: «Los faraones


escribían sobre la puerta de entrada a su biblioteca: psyches latreion, sanatorio del
alma». Esta inscripción puede encontrase también en muchas bibliotecas conventuales,
por ejemplo en San Galo (Suiza). Uno de los pioneros de la biblioterapia fue Benjamin
Rush, quien en 1802 comenzó a reformar los hospitales estadounidenses por medio de la
creación de bibliotecas. A sus ojos, la lectura era una importante ayuda para la
psicoterapia: «En la Biblia veía él una farmacia que contenía una importante medicina
para cada enfermo anímico» (¡bid., p. 14). Un buen psicoterapeuta, opinaba Rush, elige
el texto adecuado para cada pa ciente y luego comenta con éste las experiencias a las que

42
da lugar dicho texto.

Leer puede fomentar las fuerzas de auto-ayuda de la persona y reactivar procesos de


maduración interrumpidos. Sobre todo el logoterapeuta Viktor Frankl utiliza los libros
con fines terapéuticos: «El libro oportuno en el momento oportuno ha salvado a muchas
personas del suicidio. En este sentido, el libro presta una auténtica ayuda para la vida... y
para la muerte» (¡bid, p. 41).

Para el periodista francés Marc de Smedt, la lectura fue siempre, desde su juventud,
un camino hacia sí mismo y hacia la quietud. Escribe lo siguiente: «La quietud de la
lectura: contrapunto a la retumbante realidad y lugar de reflexión sobre uno mismo, así
como de introducción al mundo» (de Smedt, p. 133). Sobre la fascinación que ejerce el
medio «libro» afirma: «Frente a un libro estamos por completo solos, inmersos en una
calma absoluta. Un instante lleno de gracia que, al mismo tiempo, es un acto de olvido y
deslizamiento, una inmersión en las profundidades originarias de la psique» (¡bid, p.
132).

Tal vez tenían los pintores medievales en mente el efecto a la vez sanador y liberador
de la lectura cuando representaron a María como mujer lectora. En muchos cuadros
aparece María leyendo mientras el arcángel Gabriel le anuncia el nacimiento de su hijo.
A menudo es representada leyendo incluso durante el puerperio. Y también mientras la
huida a Egipto, montada en el burro, va leyendo un libro. Leyendo, se sumerge en el
mundo de Dios. Salta a la vista que la lectura, amén de capacitarla para entender lo que
está ocurriendo con ella, priva de su poder al mundo hostil y amenazador, como durante
la huida a Egipto. En medio de una atmósfera de violencia y odio, María lee para
descubrir su centro y sentirse protegida y sostenida en el mundo de la lectura, que, en
último término, es el mundo de Dios.

En el monacato primitivo no se leían novelas, ni tampoco tratados teológicos. La


lectura se limitaba a la Biblia. Hasta los siglos VIII y IX no se reconoció que la lectura
de la Biblia sólo da frutos cuando la persona es leída en otras materias y conoce los
clásicos griegos y romanos.

Para los monjes, la lectura de la Biblia fue desde el principio algo muy distinto de
cualquier otra lectura. Era un quehacer sagrado, es más, un quehacer divino. De ahí que a
la lectura de la Biblia la llamaran también lectio divina, lectura divina. La regla de san
Benito reserva para la lectio divina - esto es, para la meditación de la Sagrada Escritura -
tres horas al día. Merced a este intenso encuentro con la Sagrada Escritura, los monjes
crecían más y más en el Espíritu de Jesús y entendían cada vez mejor a éste. Pero lo
importante no es sólo la comprensión: la lectura de la Biblia es un proceso de
transformación. Las palabras de la Escritura caracterizan de manera creciente el espíritu
y la acción. En el monacato, la lectura de la Biblia era además un camino místico. La
meta era la unión con Dios. La mística en el monacato primitivo era siempre mística de

43
la Escritura o mística cultual.

Para entender lo anterior, es importante comprender la exégesis espiritual o mística


de la Escritura tal como la desarrolló uno de los padres de la Iglesia: Orígenes. Lo que le
interesa a éste en la exégesis espiritual no es tanto la dimensión histórica de la Biblia
cuanto la dimensión mística; y ello, con el objetivo de llegar a ser uno con Dios. La
pregunta que dirige la exégesis espiritual de la Escritura no es: «¿Qué he de hacer?»,
sino: «¿Quién soy?». Las palabras de la Biblia son imágenes de la esencia del ser
humano y del camino del alma hacia Dios. Quien se entrega a estas imágenes practica la
verdadera contemplación: en las palabras ve el misterio del Dios invisible y escucha al
Dios inaudible e incomprensible, que le habla. Las palabras de la Biblia - en la primitiva
Iglesia siempre se leían en voz alta - penetran en el espíritu del lector, transformándolo
progresivamente. Curan sus heridas y lo llenan del Espíritu de Jesucristo.

Con arreglo a la tradición monástica, la lectio divina se desarrolla en cuatro pasos:


lectio - meditatio - oratio - contemplatio.

Lectio

La lectura persigue mucho más que ahondar en el conocimiento de la Biblia. Más bien,
según un dicho del papa Gregorio Magno, el lector debe descubrir el corazón de Dios en
la palabra de la Escritura. En la palabra pue de encontrarse con el propio Dios. A los
monjes primitivos, todas las palabras les hablaban de Jesucristo. También el Antiguo
Testamento narraba en imágenes el misterio de Jesucristo. Así, por ejemplo, el destino
de Sansón servía como figura del camino de Jesús, quien venció a sus enemigos no sólo
por medio de hechos poderosos, como se describe en el evangelio de Marcos, sino
precisamente con su muerte, en la que derrotó a los poderes de las tinieblas. De este
modo, Sansón, quien en el momento de su muerte rompe las columnas de la casa,
sepultando así bajo las ruinas a sus enemigos, se convirtió en figura de la muerte y
resurrección de Cristo. Los monjes referían a la cruz todos los pasajes del Antiguo
Testamento en los que se menciona la madera. En el relato de Moisés, quien arroja su
bastón en el agua sulfatada y amarga, convirtiéndola en agua dulce potable, veían los
monjes el misterio de la cruz. La cruz dulcifica lo amargo de mi vida y me posibilita
beber la amargura del sufrimiento sin sucumbir a causa de ello. Antes bien, en el
sufrimiento experimento la dulzura del amor de Cristo.

A resultas del uso de los métodos histórico-críticos de exégesis - cuyos numerosos


méritos científicos nadie pone en duda - hemos perdido la práctica de comprender la
índole imaginativa de las palabras bíblicas y de ver en todas las palabras una referencia
al misterio de Jesucristo, así como al misterio de nuestra propia vida redimida. Los
monjes se aprendían la Biblia de memoria. Esto favorecía a menudo a una exégesis
asocia tiva. Una determinada palabra les sugería otras relacionadas con la primera. Así,

44
estas palabras se interpretaban mutuamente.

Meditatio

El segundo paso era la meditatio. «Meditatio» significaba demorarse reflexivamente en


algo, dejar caer las palabras de la cabeza al corazón, gustar las palabras con los sentidos.
Todos los sentidos estaban involucrados en ello. El texto se leía en voz alta, por lo que
uno oía las palabras, veía las letras, experimentaba la resonancia emocional de cada
palabra en su ser y degustaba su sabor. Los monjes hablan del sabor agradable y dulce de
las palabras divinas.

En la meditación repito las palabras con el corazón, con objeto de que penetren cada
vez más en él y extiendan allí el dulce sabor de Dios. No cavilo sobre las palabras, sino
que dejo que penetren en mí. Me pregunto: si eso es cierto, ¿cómo percibo entonces la
realidad? ¿Cómo me siento? ¿Quién soy yo en tal caso? ¿Cómo experimento los
conflictos que estallan a mi alrededor? ¿Qué sabor me deja el sufrimiento por el que
justo ahora estoy pasando? Para los monjes, era importante entender las palabras de la
Escritura como palabras que el Dios vivo y presente les dirigía en aquel preciso instante.
Y también veían esas palabras como palabras dirigidas a ellos por el Cristo elevado. En
las palabras que Jesús pronunció durante su vida terrena oían al Cristo que se les hacía
presente. De ahí que sus palabras fueran siempre palabras con poder sobre la muerte.
Ahora Cristo, que está sentado en el cielo a la derecha de Dios Padre, dirige estas
palabras al que está meditando. Las palabras conectan el cielo y la tierra, salvan la
distancia entre la vida y la muerte, entre Dios y el ser humano.

Oratio

El tercer paso es la oratio. Para los monjes, este término designa una oración corta y
afectiva con la que se expresa la petición de que Dios aquiete el anhelo que se ha
encendido durante la meditatio. El objetivo de la lectura de la Biblia era, en efecto,
despertar el deseo de Dios, el anhelo de ser con Jesucristo. No se trataba de incrementar
los conocimientos sobre Dios, sino de atizar el anhelo de Él. Pues en el deseo de Dios
está ya Dios, al igual que en el deseo de amor está ya el amor, como afirmó en una
ocasión Antoine de Saint-Exupéry. En el deseo de Dios percibimos a Dios y
experimentamos la huella que Él ha impreso en nuestro corazón.

La lectura monástica de la Biblia estaba marcada por un vehemente deseo de Dios.


Sobre todo el papa Gregorio Magno, quien influyó intensamente en la espiritualidad de
los monjes, escribió sobre este anhelo. Por eso, Jean Leclercq le llama el «maestro del
deseo». Leclercq gusta de hablar de vuelo espiritual: «En alas, transportados - por así
decirlo - por el aleteo del águila, debemos remontar el vuelo, alzarnos hacia Dios,

45
buscarlo, apresurarnos junto a Él» (Leclercq, p. 41). El anhelo confiere a la espiritualidad
de los monjes un carácter dinámico: «Se trata de un progreso continuo; pues, cuanto más
fervoroso es el deseo, mayor satisfacción encuentra en una cierta forma de posesión de
Dios, experimentando con ello una nueva potenciación. El fruto de este deseo es la paz
reencontrada en Dios; pues el deseo es ya posesión, en la que el temor y el amor se
funden en una unidad: aquí, en la tierra, el deseo es la verdadera forma del amor; en él
encuentra el cristiano la alegría de Dios y la unión con el Señor glorificado» (¡bid., p.
42). El propio Gregorio lo expresa con las palabras: «Quien desea a Dios de todo
corazón posee ya sin duda a su Amado» (In Ev. 30,1).

Contemplatio

El cuarto paso de la lectio divina es la contemplatio. Denota una oración sin palabras,
una degustación de Dios sin pensamientos, sentimientos o nociones. «Contemplatio»
significa puro silencio. Para los monjes, la contemplatio es siempre un don de la gracia
divina. Puedo ejercitarme en los tres primeros pasos de la lectio divina; el último, sin
embargo, debe concedérmelo Dios. Una vez que he leído y meditado la Escritura, las
palabras me conducen al misterio silente de Dios, a un misterio que ya no puede ser
expresado por medio de palabras. Es pura existencia, pura unión con Dios. No veo nada
determinado, mi mirada se dirige más bien al fondo de las cosas. De golpe, todo se me
hace diáfano. Soy uno con Dios, conmigo mismo, me siento conforme con mi vida. El
papa Gregorio describe la esencia de la contemplatio refiriendo una escena de la vida de
san Benito. En un solo instante contempló Benito el mundo entero, su mirada penetró
hasta lo más hondo. Se sintió unido a todo lo existente. Gregorio explica como sigue la
visión de Benito: «Cuando el alma contempla a su Creador, la creación entera le resulta
demasiado angosta. Con sólo que vislumbre un poco de la luz del Creador, todo lo
creado se le antoja minúsculo. Pues en la luz de la visión interior se abre el fondo del
corazón, dilatándose en Dios y elevándose por encima del universo» (Gregorio, Diálogos
II, p. 35).

Los monjes describen con diversas imágenes la relación entre los cuatro pasos de la
lectio divina. La lectio busca el deleite de la palabra divina, la meditatio lo encuentra, la
oratio expresa el deseo de degustarla y la contemplatio goza del placer que Dios, por
medio de sus palabras, desencadena en el corazón del ser humano. Otra imagen: la lectio
rompe en dos el pomo de alabastro que contiene la fragancia divina, la meditatio percibe
un hálito de ella, la oratio expresa el anhelo de la fragancia plena y la contemplatio
disfruta de ésta. Sin la meditatio, la lectio se reseca. Pero, sin la lectio, la meditatio corre
peligro de perder un punto de apoyo firme. Así, los cuatro pasos nos llevan a penetrar
más y más en el misterio del amor divino que resuena en cada palabra de la Biblia.

Querida lectora, querido lector, me gustaría invitarte a probar una vez este método de los

46
monjes, aun cuando sea un tanto insólito. No te dejes disuadir por el hecho de que, al
leer, normalmente empezamos de inmediato a reflexionar y a hacer intervenir la razón.

Escoge para la lectio divina el capítulo 15 del evangelio de Juan. Toma asiento con
calma e imagínate que Cristo, quien está sentado junto a Dios en su gloria, se dirige a ti
de manera del todo personal. Pronuncia palabras que conectan el cielo y la tierra,
palabras que ya dijo antes de su muerte y que ahora te dirige a ti como el Resucitado y
Elevado por Dios. Al leer, se disparará automáticamente tu razón crítica, preguntando si
estas palabras proceden en realidad de Jesús o si han sido compuestas por Juan. La razón
es importante, pero ahora, en esta meditación, di para ti: «Las dudas las pospongo hasta
mañana. Ahora, en este instante, me limito a acoger las palabras tal cual son. Hago como
si fueran ciertas. Y me pregunto cómo me siento si estas palabras son la auténtica
realidad». Entonces, toma la Biblia y em pieza a leer poco a poco. Cuando una palabra o
una frase te llame la atención, detente y deja que te llegue al corazón. Repítela
serenamente, intenta sentir y gustar su misterio, pregúntate qué significaría esa palabra o
frase en caso de ser cierta: ¿Quién soy yo entonces? ¿Cómo puedo entenderme a mí
mismo? Permite que la palabra o la frase penetren en tu corazón hasta que la atención se
relaje. Pídele entonces brevemente a Dios que se digne a satisfacer tu deseo. Y luego
sigue leyendo con parsimonia, dejando de nuevo que las palabras te lleguen al corazón.
Confía en el ritmo de tu corazón. No tienes por qué avanzar mucho en el texto. Proponte
tan sólo confrontarte con él veinte minutos. Luego, puedes poner a un lado la Biblia y
limitarte a escuchar a tu interior. Ya no necesitas repetir las palabras. Permanece sentado
sencillamente en presencia de Dios bajo la impresión de estas palabras. Quizá
vislumbres algo de lo que supone la contemplatio. Leer te ha serenado. Las palabras te
han abierto la puerta al misterio silente de Dios. Ahora estás en Dios, sin palabras, sin
ideas, sin imágenes. Estás ahí sin más, totalmente en Dios, totalmente lleno de Él. No te
hagas propósitos relativos a lo que te gustaría cambiar. Te has encontrado con Dios en su
palabra. Es suficiente. Eso te transforma a ti y transforma tu discurso y tu acción, sin que
tengas que proponértelo con la voluntad.

47
Ritos matutinos y vespertinos

OTRO camino de ejercitación para experimentar quietud en la vida diaria se sirve de


ritos. Los ritos - dicen los griegos - crean un tiempo y un lugar sagrados. Lo sagrado, lo
santo, es lo que se sustrae al mundo, aquello sobre lo que el mundo no tiene poder. En el
rito encuentro en medio del tiempo algo de lo que el tiempo no puede disponer. El
tiempo pertenece a Dios y me pertenece a mí; en el tiempo soy del todo consciente de mí
y del todo consciente de Dios.

Los ritos, en cuanto saludable interrupción, me ponen en contacto conmigo mismo y


con mi realidad más profunda. El mundo y sus problemas ya no me determinan; antes
bien, se detienen. Y, aprovechando el sosiego, accedo a mi propio centro. Aunque sólo
dure unos instantes, el rito me conduce a diario a la calma, a un espacio en el que cesa la
inquietud. Esa tregua me serena.

Otra imagen para caracterizar los ritos: los ritos cierran una puerta y abren otra.
Precisamente por la tarde debe cerrarse la puerta del trabajo para que pueda abrir se la
puerta del hogar, la puerta de la familia. Si me llevo a casa la inquietud del trabajo,
nunca me serenaré. Muchas personas son incapaces de cerrar la puerta del trabajo;
también en casa piensan de continuo en el trabajo. Metafóricamente podría decirse: están
siempre en plena corriente. Pero eso no es bueno ni para el cuerpo ni para el alma. Quien
está en la corriente no es capaz de encontrarse consigo mismo. Debemos cerrar puertas
para que se nos abran otras, por las que podamos entrar al espacio de la quietud. Los
ritos nos permiten cerrar las puertas que dan a espacios llenos de desasosiego. Sólo así
podremos estar con plenitud allí donde nos hallemos en cada instante. Necesitamos
espacios cerrados para acceder al espacio interior de la quietud.

A continuación voy a describir algunos ritos matutinos y vespertinos que al comienzo


y al final del día, respectivamente, nos ponen en contacto con nuestro propio ser y con la
quietud.

Un buen rito matutino y vespertino es meditar, permanecer sentados con la oración


de Jesús o una imagen interior en mente y prestar atención a la respiración durante
veinticinco minutos en cada ocasión. Sin embargo, muchas personas no encuentran
tiempo para meditar por la mañana y, luego a última hora de la tarde o por la noche,
están demasiado cansadas para hacerlo. Pero también podemos serenarnos con ayuda de
breves ritos. Un rito sencillo es realizar un gesto determinado. Tales gestos no sólo

48
recogen el cuerpo, sino también los pensamientos, que así dejan de bailar de aquí para
allá.

Como ritos matutinos son apropiados dos gestos. Uno es la postura del orante.
Consiste en alzar los brazos y las manos, abriendo éstas para formar un gran cuenco. La
postura del orante era, por lo visto, la postura oracional por excelencia en la primitiva
Iglesia, como atestiguan las numerosas representaciones halladas en las catacumbas. En
esta postura, abro el cielo sobre mi vida. Agradezco a Dios el nuevo día y percibo el
anchuroso espacio en que Él me coloca. Pero también pienso en las personas con las que
vivo. También a ellas, para quienes el cielo se entolda con demasiada frecuencia, me
gustaría abrirles el horizonte, a fin de que su vida se ilumine, a fin de que en medio de su
ajetreo puedan experimentar a Dios. Y en este gesto entreveo que hoy desearía dejar con
mi vida huella en el mundo, una huella que abra el cielo sobre los seres humanos y les
haga pensar en Dios, que es quien los sostiene.

Como rito matutino también se presta el gesto de bendición. Consiste en elevar


ambas manos dirigiéndolas no hacia arriba, como en la postura del orante, sino hacia
delante. Dejo que, a través de mis manos, la bendición de Dios fluya hacia las personas
importantes para mí, hacia aquellos con quienes vivo o trabajo. Después de esta
bendición, experimentaré de forma distinta a la gente con la que hoy me encuentre, pues
estaré tratando con personas benditas. Cuando estoy peleado con un compañero de
trabajo, por regla general me siento cohibido y no sé cómo comportarme en su presencia.
Sin embargo, si lo he bendecido en mi interior, soy ca paz de abordarlo abiertamente. Y
también puedo desasirme de las personas a las que he bendecido. Esto vale, sobre todo,
para los padres que bendicen a sus hijos. No necesitan controlar a los hijos todo el día;
pueden confiar en que recorrerán su camino bajo la bendición de Dios. Por así decirlo, la
bendición divina los envuelve.

Pero no imparto mi bendición sólo a las personas, sino también a los espacios en los
que vivo y trabajo, a las habitaciones de mi casa y a los recintos donde se desarrolla mi
trabajo. Después de esta bendición experimento de otra manera tales espacios. Algunas
personas notan con toda claridad que en su sala de estar o en la oficina flota todavía el
conflicto y el mal ambiente de la víspera. Si dejo que la bendición de Dios fluya hacia
esa estancia, entraré en ella con otro ánimo. Entonces, el espacio en el que penetro es
sagrado. Ahora está lleno del amor de Dios, no de las emociones negativas de las
personas. En un espacio bendecido puedo respirar hondamente, allí me siento libre. Por
el contrario, en un espacio lleno de tensión me cuesta respirar y me encuentro a disgusto.

También por la tarde-noche hay dos gestos apropiados para un breve rito vespertino
que me infunde calma. El primero consiste en colocar las manos delante de mí en forma
de cuenco. En las manos le presento a Dios aquello de lo que me hecho cargo hoy,
aquello que he formado, modelado, iniciado. La mano es una imagen de mi actuar, del
que, al declinar el día, con este gesto, me desprendo, entregándoselo a Dios, para que Él

49
haga que se convierta en bendición para mí y para aquellos por quienes he actuado. En
mis manos le presento también a las personas con las que he tenido contacto en este día.
Y me fijo en mis manos a fin de entrever qué es lo que Dios ha puesto hoy a mi cargo,
qué es lo que me ha regalado: un talento, un encuentro, una vivencia, una idea. Y le doy
gracias a Dios por el día que termina.

A menudo tenemos la impresión de que el día pasa de largo, de que, por así decirlo,
se nos escapa por entre los dedos. En el gesto del cuenco le presento a Dios mi día, se lo
entrego. De esta suerte, se convierte en mi día, y lo desgarrado y disipado recupera su
integridad. Muchas personas no pueden dormir bien por la noche porque no se han
desprendido del día, porque no se han distanciado de la causa de su agitación. El rito de
las manos abiertas no garantiza dormir bien. Pero me ayuda a poner el día en manos de
Dios y cobrar sana distancia de aquello que hoy me ha conmovido. Puedo abandonarme
tranquilo en las buenas manos de Dios. Mis manos me recuerdan las manos afectuosas
de Dios, que me sostienen durante la noche y en las que puedo cobijarme. Otra
posibilidad es pensar que Dios ha escrito su nombre en mi mano y mi nombre en la suya.
Así, mis manos me recuerdan que estoy en Dios y Dios está en mí.

El otro gesto apropiado como rito vespertino consiste en cruzar los brazos sobre el
pecho. Como trasfondo para este gesto ha cobrado importancia para mí una frase del
teólogo y psicólogo holandés Henr Nouwen, quien en una ocasión dijo que muchas
personas están apagadas porque dejan abierta la puerta de su horno. Pero la vida
espiritual significa cerrar puertas y proteger el fuego interior, el ascua del Espíritu Santo.
Cuando, a última hora de la tarde o por la noche, cruzamos las manos sobre el pecho, es
como si cerrásemos la puerta a fin de proteger el espacio sagrado que hay en nosotros, a
fin de que el fuego interior del Espíritu Santo pueda inflamar todo lo nuestro - lo
apagado, lo reseco, lo helado- y notemos calor interior. En este gesto nos tratamos con
ternura a nosotros mismos. Aceptamos lo contradictorio de nosotros y confiamos en que
el amor de Dios penetre en todas las contradicciones tanto de nuestro cuerpo como de
nuestra alma, calentándolas.

Pero también podemos vincular este gesto con otra imagen: protejo el espacio
sagrado que hay en mí y al que el mundo no tiene acceso, el espacio en el que los demás,
con sus pretensiones y expectativas, con sus juicios y condenas, no pueden penetrar.
Protejo el espacio donde nadie puede herirme. Ni siquiera mis propios pensamientos y
emociones, mis miedos y preocupaciones, mi auto-desprecio y mis auto-incriminaciones,
tienen acceso a este espacio interior. Allí ni siquiera hay sitio para los sentimientos de
culpa que a menudo me quitan la paz.

Este espacio de quietud en mi interior no tengo que crearlo yo. La quietud ya está en
mí, el espacio en el que el mundo calla ya está en mí. Allí, en ese espacio de quietud,
Dios habita en mí; allí, Cristo habita en mí. Y allí donde Cristo habita en mí, allí soy
libre y nadie domina sobre mí. Allí donde Cristo está en mí, allí soy salvo e íntegro, allí

50
entro en contacto con mi verdadero yo. Allí soy del todo yo mismo, del todo auténtico.
La expresión bíblica «reino de Dios» también denota este espacio interior a mí en el que
reina Dios. Si Dios reina en mí, gozo de libertad frente al poder del mundo.

Otra imagen considera este espacio interior como espacio en el que habita el misterio.
La palabra alemana Heimat (patria) está emparentada con las palabras Geheimnis
(misterio) y Heim (hogar). En el hogar puedo sentarme y tumbarme: estoy en casa. Pero
la patria sólo surge allí donde habita el misterio. Cuando, al declinar el día, protejo el
espacio de misterio que hay en mí, puedo sentirme en casa conmigo mismo, más aún:
puedo encontrar una patria dentro de mí porque el misterio habita en mí. Así, me
sosiego.

Cuando, al final de una conferencia, a veces invito a los asistentes a ponerse en pie y
cruzar las manos sobre el pecho, con frecuencia se crea una calma maravillosa. Cuando
más de mil personas permanecen juntas en silencio en esta posición y nadie tose, todas
se sienten profundamente unidas. Sin embargo, si alguien tose o carraspea, demuestra
que no puede soportar tanta calma. Entonces, hacia esta quietud, hacia este espacio
interior de silencio, pronuncio la antigua oración vespertina de la Iglesia. Y
repetidamente experimento cómo estas palabras, que tienen más de mil seiscientos años,
siguen conmoviendo hoy los corazones: «Señor, ven a esta casa. Y haz que tus ángeles
habiten en ella. Que nos amparen en paz. Y que tu santa bendición esté siempre sobre
nosotros, alrededor de nosotros, en nosotros. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro
Señor».

Cada cual debe decidir qué rito matutino y vespertino le va mejor para entrar en
contacto consigo mismo, para poder comenzar bien la mañana y concluir bien la tarde.
No obstante la distancia que guardan respecto de los ritos eclesiásticos, cada vez son más
las personas que reconocen y sienten la necesidad de ritos capaces de abrirnos a un
tiempo sagrado que nos pertenezca y sobre el que nadie pueda disponer. Pues, de lo
contrario, nos invade el sentimiento de que somos determinados exclusivamente desde
fuera. De continuo estoy sujeto a expectativas de uno u otro tipo. Los ritos me aportan la
sensación de que yo mismo vivo y no me limito a ser vivido. Y me ponen en contacto
conmigo mismo. Al menos una o dos veces por día tengo la sensación de estar por entero
en el instante, de haber alcanzado la armonía conmigo mismo y la quietud, para, a partir
de esa quietud, atreverme a regresar al ruido de la vida diaria. En ocasiones, aun en
medio de las turbulencias del día a día, logro mantener la calma que he experimentado
en el rito matutino. Entonces, la cotidianidad no tiene poder sobre mí. Antes bien, soy yo
quien imprimo mi sello en el día y lo configuro desde el sosiego interior, desde mi
hondón.

Es conveniente no limitar los ritos relajantes al comienzo y al final del día. También
durante el trabajo pueden sernos de ayuda sencillas interrupciones. Por ejemplo, puedo
convertir el camino a la reunión de turno en un pequeño rito que me prepare

51
interiormente para ella. Puedo comenzar la conversación con un colaborador o la reunión
de equipo con un pequeño rito. Los ritos cierran una puerta y abren otra. Cuando se
cierra la puerta de la charla intrascendente, puede abrirse la puerta a una conversación
intensa.

En el día a día necesitamos sin cesar tales saludables interrupciones, que nos ponen
en contacto con nosotros mismos y con la quietud que hay en nosotros, a fin de que no
nos disipemos en el ajetreo que busca atraparnos.

52
El ejercicio del portero

UN importante ejercicio de los primitivos monjes cristianos era aguantar sencillamente


en su kellion, en su pequeña morada, cuando se les presentaba cualquier agitación
interior o exterior. A quienes tal vez preferirían ponerse en pie y huir del lugar o
desearían demostrar su integridad por medio de buenas obras, muchos abbas les
aconsejan permanecer sin más en su celda monacal y perseverar allí. Ni siquiera tengo
que rezar o meditar. Lo único que debo hacer es resistir a solas conmigo mismo. Esto me
permite poner mi espíritu de nuevo en orden. Como es natural, al permanecer uno
sentado en calma, afloran numerosos pensamientos y sentimientos. Pero no huyo de
ellos, sino que los soporto en presencia de Dios y a Él se los presento. Ante Dios, se
sosiegan.

Mil doscientos años después de los primeros monjes cristianos, el matemático y


místico francés Blaise Pascal constató que al hombre moderno le van tan mal por que
nadie es capaz ya de permanecer a solas en su habitación. Pascal comprendió cuán
saludable puede ser recluirse en el propio cuarto. Nos permite entrar en contacto con
nuestra verdad.

Evagrio Póntico desarrolló un ejercicio interesante y terapéutico, sumamente eficaz,


para hacer que esta perseverancia dentro del kellion sea fructífera. Se trata del llamado
«ejercicio del portero». Evagrio lo refiere a una parábola propuesta por Jesús en el
evangelio de Marcos: «¡Atención, estad despiertos, porque no conocéis el día ni la hora!
Es como un hombre que se ausentaba de su casa y se la encomendó a sus criados,
repartiendo las tareas, y al portero le encargó que vigilase» (Mc 13,3334). Sobre el
trasfondo de esta breve parábola, Evagrio le escribe a un monje: «Sé el portero de tu
corazón y no dejes que entre ningún pensamiento sin someterlo a escrutinio. Interroga a
cada uno de los pensamientos por separado, preguntándole: ¿Eres uno de los nuestros o
te cuentas entre los enemigos? Y si pertenece a la casa, te llenará de paz. Pero si es del
enemigo, te confundirá con la ira o te excitará por medio de algún deseo» (Carta 11).

En concreto, el ejercicio puede transcurrir de la siguiente manera: me siento media


hora en mi cuarto, sin orar, sin meditar, sin leer, sin reflexionar. Esto no es en modo
alguno tan sencillo. La única condición, sin embargo, es aguantar así media hora. Poco a
poco irán aflorando en mí todos los pensamientos posibles. A cada pensamiento le
pregunto: «¿Qué quieres decirme? ¿Qué anhelo late en ti?». Por regla general, constataré
que todos los pensamientos y sentimientos tienen un sentido. Cuando le pregunto a mi

53
enojo qué es lo que quiere decirme, probablemente me llamará la atención sobre lo
siguiente: «Marca mejor tus límites. No les concedas tanto poder a los demás. Resuelve
el problema en vez de enfadarte por ello». Entonces, la irritación se convierte en un
impulso positivo.

Cuando los celos llaman a mi puerta, puedo preguntarles qué anhelo se oculta en
ellos. Probablemente me harán caer en la cuenta de que siento la necesidad de que
alguien me ame sólo a mí, de ser yo para mi esposo o mi esposa o mi amigo el único
amado. Cuando me confieso esta necesidad, me percato de cuán exagerada es. Pero no
me juzgo por tener semejante necesidad. En la medida en que la reconozco, estoy en
condiciones de relativizarla. De modo análogo, puedo interrogar al miedo o a la
depresión y, de esa suerte, familiarizarme con tales sentimientos. Y de golpe cobro
conciencia de que, en el fondo, quieren decirme algo bueno. El miedo desea indicarme la
medida adecuada, la medida en aquello de lo que me creo capaz, pero también la medida
correcta en relación con las expectativas que deposito en la imagen que me hago de mí
mismo.

Tal vez tenía C.G.Jung en mente este ejercicio del portero cuando caracterizó a la
depresión como una señora vestida de negro. «Cuando llama a la puerta, déjale entrar sin
miedo. Tiene algo importante que contarte».

Evagrio parte de que, sin embargo, también hay emociones que me disputan el
derecho de propiedad sobre mí mismo. Son, por así decirlo, «okupas» que desean
acomodarse en mi casa hasta el punto de impedirme seguir viviendo allí. A tales
pensamientos debo señalarles dónde está la puerta y darles con ella en las narices. Ésa es
la tarea del portero. Cuando alguien, por ejemplo, me ha agraviado profundamente, no
puedo dejar que la ofensa entre en mí. Me monopolizaría y no tendría ninguna distancia
respecto de ella. Ocuparía, pues, mi casa y me echaría de ella, lo cual no me haría ningún
bien.

Es interesante ver qué experiencias vive la gente con este ejercicio. Una participante
en uno de mis cursos tenía problemas con su hija; todo lo hablado hasta entonces en el
marco de una psicoterapia y de un acompañamiento espiritual no le había ayudado lo
más mínimo. Tenía miedo de seguir dando vueltas a los mismos pensamientos al realizar
el ejercicio del portero. Pero ya solo la pregunta dirigida a los sentimientos: «¿Qué
anhelo late en ti?», le trajo paz interior en medio de tales sentimientos. Algunas personas
cuentan que, cuando permiten aflorar a todos los pensamientos y sentimientos, ya no los
perciben con tanta intensidad. El miedo a verse inundado por los pensamientos suele
carecer de fundamento. Cuando se les permite ser, los sentimientos ya no tienen que
pedir la palabra con violencia. Así, muchas personas viven esta media hora como
tranquilizadora. De repente, notan una profunda paz interior. Ya no consumen más
energía en sofocar y reprimir pensamientos desagradables. A todo se le permite ser, pues
todo tiene un sentido: todo puede, en último término, conducirnos a nosotros mismos, a

54
nuestro centro, a nuestra verdad. Y sólo la verdad nos hace libres.

Confrontarse con la propia verdad requiere coraje. Pero el solo hecho de permitir ser
a todos los sentimientos y pensamientos les priva ya de su poder. También es útil la idea
de que los sentimientos, lejos de inundarme, son interrogados por mí. Así pues, adopto
un punto de vista desde el que puedo dirigir mi atención a las emociones. El rol de
portero me infunde seguridad y claridad para abordar los pensamientos y sentimientos de
tal modo que me sean provechosos y dejen de determinarme.

El resultado del ejercicio del portero es, por regla general, una gran paz y una intensa
calma. Sin embargo, no se trata de un ejercicio que pueda realizarse a diario. Sólo
cuando nos sentimos profundamente inquietos es recomendable sentarnos durante media
hora en nuestro cuarto a interrogar a los pensamientos y sentimientos que afloren en
nosotros.

55
Meditación y música

UNA música profesional me contó que le resultaba difícil meditar en silencio. Cuando
permanecía sentada en calma siguiendo el ritmo de su respiración, resonaban en ella
melodías muy determinadas. Durante un curso de meditación, de continuo tenía mala
conciencia porque no lograba alcanzar el sosiego del que hablaba el director del curso.
Yo la animé a encontrar su propio camino de meditación, pues tal vez pudiera
precisamente la música conducirla a la serenidad. Su rostro se iluminó y me habló de una
profunda experiencia de quietud y música. Había escuchado un disco compacto con una
grabación de Dinu Lipatti, en la que este pianista rumano interpretaba a Bach de forma
clara y pura como nadie. En la interpretación de Lipatti no había asomo alguno de ego,
sino pura música, permeabilidad para el misterio de la música. Cada mañana, antes de
comenzar con sus ensayos, Dinu Lipatti tocaba la coral de Bach: «Jesus bleibet meine
Freude» [Jesús sigue siendo mi alegría], de la cantata «Herz und Mund und Tat und
Leben» [BWV 147, Corazón y boca y acción y vida]. Cada día ejecutaba esta pieza con
mayor claridad y sencillez. Durante el último concierto que dio, poco antes de su muerte
- Dinu Lipatti tenía leucemia y murió con sólo treinta y tres años-, le fallaron las fuerzas
y no puedo interpretar hasta el final el programa previsto. Se despidió con esta coral. Sin
fuerza ya, tocó la pieza hasta la línea que dice: «Er ist meines Lebens Kraft» [É1 es la
fuerza de mi vida]. Los espectadores quedaron profundamente impresionados. Cuando la
musicante de esta historia escuchó los tonos claros y puros que acompañaban a dicho
texto, experimentó una profunda calma interior que no sabía describir sino como
experiencia de Dios. En ese momento, el cielo se le abrió y todo se volvió uno para ella.

Para mí, es importante escuchar de vez en cuando una cantata de Bach. Me coloco los
cascos, cierro los ojos y me sumerjo en la música: dejo que la música penetre en mi oído,
en mi corazón, en mi cuerpo. Esto me ayuda a recogerme y, con frecuencia, genera en mí
una profunda quietud. Me siento sostenido y protegido, conmovido por el misterio de
Dios, penetrado de amor. La música me sume en una profundidad que no siempre
alcanzo a través de la meditación en silencio. Algo análogo me ocurre cuando asisto a un
concierto y me limito a permitir que la música actúe en mí. La música hace que me
recoja y me lleva a lo profundo. De esta suerte, eleva mi corazón y mi alma.

Como para mí, también para muchas personas es la música una importante senda
hacia la quietud: nadie debería privarles de este camino. Otras personas pueden vincular
la senda de la meditación en silencio con la música. La meditación en silencio las abre
para la música; y, cuando después de meditar, escuchan música, la perciben con

56
intensidad aún mayor.

Al final del día, muchas personas carecen de energía para leer algo denso. Tampoco
son capaces de concentrarse cuando meditan: están demasiado cansadas para ello. A
menudo se sientan delante del televisor con la esperanza de sosegarse así. Pero ocurre
justo lo contrario. La televisión las atiborra con tantas imágenes que ni siquiera durante
el sueño nocturno pueden desprenderse de ellas. A las personas que acuden a mí en
busca de acompañamiento espiritual les aconsejo que configuren de forma consciente las
últimas horas del día. Una posibilidad es elegir música con criterio y exponerse a ella.
Cada cual tiene su música preferida e intuirá qué es lo que le conviene. Al elegir música,
escucho a mi interior para reconocer qué lo es que, en este preciso momento, puede
hacerme bien. Con frecuencia se trata de una cantata de Bach, a veces es un concierto de
violín o de piano de Mozart. Cuando tengo que desprenderme de un enfado, pongo Las
bodas de Fígaro o Cosifan tutte. Entonces, el enojo a menudo cede paso a un profundo
anhelo de amor, tal como es audible con infinita belleza en la música de Mozart. En
ocasiones, también pongo de propósito música más difícil, pero que, a la postre, me
sume asimismo en la quietud: la música de Arvo P rt o de Gustav Mahler. Pero este tipo
de música únicamente puedo escucharlo cuando me libero de todo lo demás y me
abandono por completo a escuchar. Entonces, la música pone orden en mi alma,
serenándola.

El teólogo católico Ulrich Brand se ha ocupado intensamente de la meditación con


música. A su juicio, esta forma de meditación consiste en «penetrar en lo audible,
atravesarlo hasta alcanzar la realidad que se esconde tras los tonos y que, pese a ser en sí
misma quietud, hace resonar todo y todo lo ordena con arreglo a criterios que en la
música percibimos como intervalo y armonía» (Brand, p. 54). A todo esto, hay que
procurar no interpretar la música o reflexionar sobre ella. Lo suyo es, más bien, prestarle
una atención exenta de objetivos. Brand cita a Benjamin Britten, quien exhorta a los
oyentes a abandonarse por completo a la música: «Cuando escuchéis música, no soñéis
despiertos. Me consterna ver cuánta gente ama la música sólo por los pensamientos que
ésta les suscita mientras la escuchan. Se imaginan escenas maravillosas, bosques con
árboles susurrantes o se ven a sí mismos en cualesquiera situaciones románticas. Esto les
resulta placentero, pero entonces no es de la música de lo que disfrutan, sino de las
asociaciones que ésta sugiere. El súmmum de provecho y alegría al escuchar música
radica mucho más hondo: en la estima de - y el amor a- las melodías por sí mismas, lo
estimulante de los ritmos, la fascinación de la armonía por su propio valor; en la
abrumadora satisfacción que nos pro porciona una pieza musical bien construida» (¡bid.,
p. 57). Por consiguiente, no se trata de interpretar la música, sino de vivirla en razón de
sí misma. Eso es lo que significa «escucha exenta de objetivos». Y sólo esa clase de
escucha nos permite alcanzar una profunda serenidad interior. En esta calma, las
melodías o las palabras nos conmueven tan intensamente que podemos penetrar hasta el
núcleo más íntimo de nuestra alma.

57
A primera vista parece contradictorio querer sosegarse escuchando música. Pero la
música y la calma forman una unidad, pues en la música ya no oigo los distintos tonos,
sino a aquel que se expresa a través de ellos. Para mí, en último término, no se trata sólo
del compositor, sino de Dios mismo. Todos los tonos remiten a lo Inaudible, al
Inaudible, a Dios. Ulrich Brand entiende el vínculo entre música y quietud de la
siguiente manera: «La pura quietud y la música parecen ser realidades opuestas, incluso
contradictorias. Pero, en realidad, la música propicia la serenidad espiritual. Quien haya
intentado en serio alguna vez seguir los tonos musicales con suma atención, apartando de
sí - en cuanto distracción - todo lo que no es tono, habrá observado que la música lo
desliga de lo figurativo» (¡bid., p. 84). El escritor francés Marc de Smedt cita la
experiencia de una amiga que le confesó: «Sólo experimento calma en mí cuando
escucho música». Y, al respecto, comenta: «El tono, todo tono, brota de la quietud y
regresa a ella. Por medio de la serenidad interior que desencadena, el sonido armónico
puede facilitarnos acceso a estados su periores de ser. En la Antigüedad se entendía la
música como el medio más apropiado para entrar en relación con los dioses» (de Smedt,
p. 94).

Cuando escucho una cantata de Johann Sebastian Bach y me abandono a la música y


su mensaje, los tonos y las palabras me introducen en Dios. No se trata de juzgar cómo
el cantante o la cantante interpretan un aria, sino sencillamente de escuchar con todo el
cuerpo y de dejar que lo que la música hace resonar penetre por todas las fibras de mi
cuerpo y mi alma. Entonces oigo ya lo Inaudible en los tonos de la música. Y cuando
ésta deja de sonar y yo permanezco a la escucha, a menudo experimento que en mí se ha
instalado una profunda quietud. La música me ha conducido a esta indescriptible calma.

58
Sencillas actividades repetitivas

EL conde Karlfried Dürckheim, a quien yo visitaba con frecuencia en la década de 1970,


intentó combinar la meditación zen, que había conocido en Japón, con la psicología de
Jung. A menudo citaba un antiguo dicho japonés: «Para que algo adquiera significado
religioso, sólo son necesarias dos condiciones: que sea sencillo y repetible». En su libro
Práctica del camino interior: lo cotidiano como ejercicio, Dürckheim interpreta este
dicho como sigue: «Lo que se consigue hacer libera - justo porque se ha conseguido - al
ser humano del hechizo del yo que todavía debe esforzarse por alcanzar éxito. Propicia
asimismo la independencia respecto del aplauso del mundo y despeja el camino interior»
(Dürckheim, p. 17). Al hilo de abundantes ejemplos muestra cómo algo del todo sencillo
puede convertirse en camino hacia el hondón, hacia la quietud interior, hacia la libertad
respecto del ego: «Hay que echar una carta en el buzón, que se encuentra a cien pasos de
distancia. Si uno sólo tiene en mente echar la carta, los cien pasos son una pérdida de
tiempo. Pero si uno se encuentra "en camino" como persona, si está lleno del sentido de
lo humano, puede po ner su interior en orden y renovarse desde su esencia incluso en el
paseo más corto, con sólo que lo realice con la actitud y la perspectiva adecuadas» (¡bid.,
p. 16).

Los múltiples pequeños caminos que enfilo en la vida diaria - al buzón, a la compra,
a la oficina del compañero de trabajo - puedo recorrerlos a toda prisa, pero entonces voy
atosigado en todo lo que hago. El verbo alemán hetzen (atosigar, darse prisa) deriva del
verbo hassen (odiar). Cuando me dejo atosigar, me odio a mí mismo y no estoy en lo que
hago. Me siento obligado a hacer todo lo posible. Cuando, por el contrario, hago con
recogimiento interior lo que de todas formas voy a hacer, soy capaz de percibir en todo
mi quietud interior. Asimismo es cierto que, cuando camino conscientemente, los
numerosos paseos de la vida diaria me conducen al orden y la calma interiores. El conde
Dürckheim recomienda utilizar a modo de ejercicio sencillas tareas cotidianas, como,
por ejemplo, cocinar, limpiar, planchar, segar el césped, etc. Precisamente las tareas
desagradables pueden convertirse de este modo en un camino hacia la serenidad interior.
Cuando limpio mi cuarto, puedo olvidarme por completo de mí mismo. Entonces, no
sólo ordeno mi habitación, sino también mi propia persona. Sin embargo, lo importante
en todo ello es la actitud interior. Cuando me abandono del todo a la actividad que estoy
realizando, sin pensar mucho, la simple repetición me lleva a la quietud.

Con todo, al considerar lo cotidiano como ejercicio, el objetivo de Dürckheim no es


sólo encontrar sosiego. Lo que le interesa es, en último término, la liberación respecto

59
del ego. Tal es el verdadero camino hacia la quietud, pues el ego es siempre estridente y
chismoso. Nunca se sosiega porque siempre está reclamando algo. Para Dürckheim, el
objetivo del camino es aproximarse a la esencia interior. La caracteriza como «vida al
servicio del ser». La esencia, el ser, debe salir en mí a la luz. El yo, que fanfarronea sin
cesar, no debe seguir cerrando el paso a dicha esencia: «El ejercicio en el camino interior
es, por encima de todo, un ejercicio de abrirse a la esencia experimentable en la
interioridad, esencia desde la que habla y nos llama el ser» (¡bid., p. 36).

Para algunas personas, correr es un buen camino hacia la quietud. Sin embargo, lo
importante es cómo corro. Si cada día me propongo correr más y más rápido, estoy todo
el tiempo bajo presión. Pero si me abandono sencillamente a correr, la carrera puede
liberarme de todo lo que me intranquiliza. Puedo combinar el movimiento uniforme con
una palabra meditativa o abandonarme sin más al movimiento. Ya sólo eso suscita en mí
una cadencia interior que me sosiega. Una mujer me contó su plan de correr cada día por
una ruta distinta con objeto de conjurar el aburrimiento. Pero, de esa forma, es posible
que se pierda y se someta a sí misma a presión. Sería mejor que corriera siempre por la
misma ruta, reprimiera la curiosidad y se abandonara a la carrera, olvidándose de sí
misma. Olvidarse así de uno mismo libera de cavilaciones. En vez de preocuparme de
los kilómetros que corro, me sumerjo en el hecho de co rrer. Y disfruto de la naturaleza
que me rodea, del sol que despunta, del viento, de la fresca fragancia de la mañana, del
olor del bosque, de las praderas, de los campos de cultivo. Me fundo con la naturaleza,
con mi carrera, conmigo mismo.

Para otras personas, el ciclismo es un buen camino para serenarse. También aquí se
trata una y otra vez de los mismos movimientos, que acontecen de manera casi
mecánica. Abandonarme a estos movimientos regulares me infunde calma. Montar en
bicicleta puede convertirse, en verdad, en símbolo de la vida. Precisamente cuando el
camino se empina y he de pedalear con esfuerzo, puedo ver ahí una imagen de todas las
montañas interiores y exteriores que debo superar en mi vida diaria. Es necesaria la
perseverancia para seguir adelante cuando entro en crisis, cuando todo se me pone cuesta
arriba. Durante mi juventud, en vacaciones viajé en bicicleta con mis hermanos y primos
a Austria, Italia y Suiza. Teníamos el prurito de franquear puertos pequeños, como el de
Fern (en los Alpes tiroleses de Austria), sin bajarnos de la bici. En aquel entonces, las
bicicletas tenían sólo tres marchas. A pesar de todo, para nosotros era importante subir
las montañas lenta y perseverantemente. Aquello era una metáfora de nuestra vida.
Queríamos superarnos a nosotros mismos haciendo frente a dificultades, fortalecernos
luchando contra el viento de cara.

Muchas personas se sosiegan con la jardinería. Remover de forma rítmica la tierra del
jardín tranquiliza. Precisamente cuando entro en contacto con la tierra, puedo dejar a un
lado mis pensamientos, siempre inquietos; en vez de ello, me percibo a mí mismo en mi
interior. Trabajar la tierra me pone en contacto conmigo mismo, con mi cuerpo.
Percibirme a mí mismo me transmite calma y quietud. Muchas personas buscan calma

60
entre nosotros, en el monasterio. Algunas la encuentran en el rezo de las horas, otras en
largos paseos. Pero muchas eligen de propósito el trabajo en el jardín o la huerta. El
sencillo trabajo de jardinería les ayuda a serenarse, el contacto con la tierra les hace bien.
Para quienes padecen desasosiego neurótico o estados depresivos, el trabajo con la tierra
es saludable. La tierra ayuda a mantener los pies en el suelo.

Otros optan por una actividad más enérgica, como, por ejemplo, partir leña o serrar
madera con ritmo regular. Así, pueden descargar tensiones internas y agresividad. Estas
actividades me fatigan; pero luego uno no se siente exhausto, sino sólo muy cansado. Es
un cansancio bueno, que ahuyenta el desasosiego. El efecto relajante y tranquilizador
deriva de la regularidad del sencillo trabajo. Por ejemplo, barrer cuidadosamente el patio
con movimientos que se repiten una y otra vez hace bien al alma. El quehacer exterior es
símbolo del quehacer interior. Barro toda la suciedad fuera de mí, me limpio de todo el
polvo que se ha acumulado en mí y se ha posado sobre mi alma. Así, toda tarea exterior,
cuando la realizo con esmero y atención, puede convertirse en un camino hacia la
quietud.

En sus parábolas, Jesús ve sobre todo el trabajo regular de los campesinos como
figura de nuestra vida. Observa cómo el sembrador esparce la semilla. Una parte de la
semilla cae en el camino, otra parte en suelo pedregoso o entre espinas. Sólo la semilla
que cae en suelo fértil da fruto en abundancia (Mc 4,1-9). En esta siembra descubre Jesús
una metáfora de la vida humana. El reino de Dios es «como un hombre que sembró un
campo: de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él
sepa cómo. La tierra por sí misma produce fruto: primero el tallo, después la espiga,
después grana el trigo en la espiga» (Mc 4,26-28). También esto es un símil de nuestros
días. En el campo del alma crece, sin que nos demos cuenta, el fruto de la fe.

De Jesús podemos aprender a entender el quehacer externo como figura del trabajo
que se ha de realizar en el alma y lo que acontece a nuestro alrededor como metáfora de
nuestra relación con Dios. Jesús era a todas luces una persona observadora. Así, en la
viña vio un símil de nuestra relación con él; y en la puerta, una imagen de que a menudo
no tenemos acceso a nuestro núcleo más íntimo. Jesús observó la puerta y luego habló de
ella de modo tal que sus oyentes descubrieron de nuevo un camino hacia sí mismos y
encontraron la llave de sus corazones. Así, todo lo que hacemos y observamos puede
convertirse en figura de nuestro camino interior, del camino de la transformación, en
imagen de que el Espíritu de Dios desea penetrar cada vez más profundamente en
nosotros e imprimirnos su sello.

61
Liturgia y silencio

MUCHOS cristianos viven a menudo la eucaristía con intranquilidad y no encuentran lo


que buscan. En ocasiones, la insatisfacción tiene que ver también con su propio
desgarramiento interior. Pero incluso personas equilibradas y con sensibilidad para la
quietud echan en falta más sosiego en la liturgia. No se trata de la pregunta de cuán
largas deban ser las pausas para la meditación, sino de la calidad de la celebración en su
conjunto. ¿Conduce a la calma, conduce a Dios? ¿No ocultan algunos sacerdotes y fieles
su incapacidad para el sosiego actuando sin parar en la eucaristía? Las personas sensibles
notan si la eucaristía se celebra desde la experiencia de la quietud o desde la dispersión y
el vacío interior.

En la Iglesia primitiva, la mística siempre era también mística cultual y los cristianos
vivían en la liturgia profundas experiencias de unión con Dios. La mística griega es, ante
todo, una mística de la mirada; y, para los padres griegos, la liturgia era un espectáculo
sagrado'. Los ritos existen para ser contemplados, y en esa contemplación el ser humano
se funde con aquello que contempla. Esto se me evidencia de nuevo todos los años en
Jueves Santo. Unos treinta jóvenes portan en silenciosa procesión el cáliz, el copón, las
velas y las flores desde la nave de la Iglesia hasta el altar. Un monje de la abadía ensaya
esta procesión con los jóvenes, no para que transcurra disciplinadamente, sino para
transmitirles a los chicos el sentido íntimo de lo que hacen. En el cáliz llevan el
sufrimiento del mundo desde la nave de la Iglesia, el espacio del pueblo, al altar, a Dios
mismo, para que Éste lo transforme. En el copón alzan el desgarramiento del ser
humano, su rutina diaria, hacia Dios, a fin de que el Espíritu de Jesús llene nuestra
cotidianidad. Quien ve con cuánto esmero y de qué forma tan consciente los jóvenes
allegan las ofrendas al altar participa asimismo en este espectáculo sagrado. El
espectáculo, afirma el filósofo griego Aristóteles, propicia la catarsis, la purificación de
las emociones, la claridad interior. Hoy volvemos a necesitar una renovada sensibilidad
para el espectáculo sagrado, de suerte que, al contemplarlo, nos introduzca en Dios y
podamos encontrarnos a nosotros mismos en Él. Cuando tiene índole de espectáculo
sagrado, la liturgia propicia la quietud.

Un camino para practicar el sosiego en la liturgia consiste en dejar conscientemente


algunos instantes de calma tras cada una de las lecturas en vez de responder de
inmediato al texto bíblico con una canción. La palabra quiere penetrar en el hondón del
alma, y ello requiere tranquilidad. Además, es importante no apresurarse en la liturgia,
sino realizarla más bien con detenimiento y esmero. También entonces sume en la

62
quietud. Después de la comunión, la mayoría de los participantes en la eucaristía sienten
la necesidad de permanecer sentados en calma interiorizando lo acontecido. Han recibido
a Cristo en el pan y el vino y quieren dejar que, en reposo, el Espíritu de Jesucristo
penetre más y más en su cuerpo y en su alma, en sus sentimientos, en el día venidero, en
sus relaciones. En algunas iglesias, después de la comunión se hace un profundo
silencio, perturbado sólo por personas que se remueven o tosen. Esta inquietud es, por
regla general, expresión de incomodidad o de resistencia interior al sosiego.

Generalmente termino mis charlas con un rito vespertino. Y las experiencias que vivo
son de lo más diversas. En ocasiones se produce una maravillosa quietud. Pero otras
veces el ambiente permanece agitado, y a menudo constato que precisamente en círculos
devotos se tose más o hay más ruidos causados por movimientos varios que cuando los
participantes son personas alejadas de la Iglesia. Justo estas últimas tienen, por lo visto,
mayor anhelo espiritual, mayor necesidad de sosiego. Después de la charla, a menudo
me dicen que estos instantes de calma han sido lo más importante para ellas. Por otra
parte, algunas personas eclesialmente comprometidas y conocedoras de todas las formas
de celebración rehúyen la quietud por medio del activismo religioso y se limitan a
encubrir con el pío quehacer su vacío interior. No se atreven a confrontarse con su propia
verdad. Una eucaristía celebrada por personas así rara vez posee la calidad de la quietud,
sino que más bien está marcada por el activismo o la escenificación. Siempre tiene que
estar pasando algo, porque lo que se busca es eludir el sosiego y, con él, la propia
verdad.

Que la liturgia conduce hacia la serenidad puede experimentarse también de otra


manera. Los monjes salmodiamos cuatro veces al día, durante media hora en cada
ocasión. Algunos que recorren el camino de la meditación en silencio opinan que son
demasiadas palabras. Pero yo noto que esta abundancia de palabras me ayuda a encontrar
sosiego. Por una parte, la melodía regular de la salmodia me tranquiliza interiormente. Y
las numerosas palabras hacen aflorar lo inconsciente que hay en mí. Así, la sagrada
quietud de Dios puede extenderse hasta la profundidad de mi alma. La experiencia me
enseña que, tras media hora de canto, me he serenado por dentro. La quietud no se puede
forzar mediante el silencio, y muchas personas que se sientan para meditar en silencio
siguen estando intranquilas al terminar. Por el contrario, cantar amarra el espíritu y
disuelve el atasco de sentimientos que a menudo no es posible deshacer con el mero
silencio. Después de varios días par ticipando en la oración del coro, un huésped de
nuestro monasterio describió así sus experiencias: «Me siento como en la playa. Las olas
limpian la playa progresivamente, y la arena se vuelve más y más fina. Después de la
oración del coro, me siento purificado y sosegado».

Dos veces he estado en el monte Athos. En el monasterio ortodoxo rumano participé


durante toda la noche en la liturgia de la fiesta de la Transfiguración. La celebración
duró unas siete horas. Una y otra vez se entonaban cantos y se leían lecturas; al final, se
celebró la eucaristía. A pesar de que no entendía nada de lo que allí se decía, estas siete

63
horas me sumieron en un profundo sosiego interior. La Iglesia de Oriente ama la liturgia
parsimoniosa. Da por supuesto que no todo el mundo puede permanecer atento sin
pausa, pero confía en que el prolongado tiempo de canto y oración sacará a la persona de
su inquieta vida diaria y la transportará a otro mundo, al mundo de Dios. Durante la
liturgia, el cielo se abre sobre los seres humanos. Y esto transforma su existencia terrena.

También la Iglesia occidental conoce liturgias dilatadas, en especial en las


festividades. Durante veinticinco años trabajé en pastoral juvenil, y el día de Nochevieja
celebrábamos con los jóvenes a las nueve de la noche una eucaristía que solía durar hasta
seis horas. Cantábamos, permanecíamos en silencio, bailábamos. Cantando siempre el
mismo estribillo, recorríamos en procesión la gran iglesia abacial. Abandonarse durante
tanto tiempo a una liturgia, nos conduce a la serenidad in terior y, al mismo tiempo, a la
alegría interior. La vigilia pascual que celebramos en la iglesia abacial dura tres horas.
Aunque no estoy atento todo el tiempo, noto que esas tres horas operan algo en mí. Al
terminar, estoy lleno de una calma que me resulta imposible alcanzar a través de la
meditación en silencio. He atravesado todas las vicisitudes de la existencia humana. La
luz de Cristo ha penetrado en todos los oscuros abismos de mi alma. Ahora estoy en paz
conmigo mismo, soy uno conmigo mismo y con Dios, me siento conforme con la vida.

En muchas comunidades, la eucaristía no puede durar más de cuarenta y cinco


minutos, pues, de lo contrario, los participantes comienzan a ponerse nerviosos. Es cierto
que también algunas celebraciones se alargan artificialmente. Pero allí donde la gente ya
no tiene ánimo para tomarse más tiempo para la eucaristía, allí no puede crecer nada, ni
se transmite sosiego; además, los asistentes que no pertenecen a la comunidad notan que
allí únicamente se está cumpliendo una obligación. También en nuestras iglesias
occidentales necesitamos recobrar el coraje de tomarnos más tiempo para las
celebraciones. Si lo hacemos así, éstas recuperarán el sabor de la quietud y entenderemos
por qué para la Iglesia primitiva la mística siempre era también mística cultual. En el
misterio de la liturgia se hace presente el misterio de Dios y nosotros somos introducidos
en el misterio de su amor. En la liturgia se retira el velo que cubre todo y se nos permite
vislumbrar lo Invisible, el Misterio del Dios inaprehensible.

64
NUMEROSOS son los caminos que conducen hacia la quietud. Cada cual elegirá aquel
que le haga bien. En tal elección es importante prestar atención a los callados impulsos
de nuestra alma. Sin embargo, el camino hacia la quietud nunca es agradable sin más, la
quietud nunca se limita a ser sosegadora. También nos confronta con nuestra propia
verdad. Y sólo quien tiene valor para enfrentarse con su propia verdad puede recorrer el
camino hacia la quietud, sólo él o ella podrá encontrar por ese camino serenidad interior.

No nos sosegamos de inmediato cuando así nos lo ordenamos a nosotros mismos.


Diversas ayudas han probado su eficacia con vistas a alcanzar la quietud. Ahí están el
camino de la naturaleza, la visita de lugares serenos, la meditación, la lectura, los ritos y
las sencillas actividades repetitivas con virtud relajante. Estos caminos, sin embargo,
sólo me ayudan a encontrar sosiego cuando los emprendo con la actitud interior de
consentir todo lo que aflora en mí. A todo le permito ser. No reprimo nada, no valoro
nada. Lo dejo ser y se lo presento a Dios. Sólo con esta actitud puedo aventurarme en la
quietud y experimentarla como saludable y liberadora.

Así pues, no sólo son necesarios caminos hacia la quietud, sino también actitudes
muy determinadas. A quien de continuo se formula reproches porque no está a la altura
de la imagen que se ha hecho de sí mismo o porque de niño se le instiló la idea de que
era una calamidad le resultará difícil recorrer cualquier camino hacia la serenidad. Pues,
entonces, todos los caminos se hallan marcados por el miedo. Debo, pues, concederme
autorización interior para ser como soy. Entonces experimentaré el sosiego como
saludable. No sólo me arrullará con sentimientos de seguridad y patria, sino que también
me transformará. Me transforma porque traigo conmigo mi verdad y se la presento a
Dios en la quietud.

La tradición espiritual distingue entre silencio y quietud. El silencio es el ejercicio


activo que yo realizo para serenarme, para encararme con mi verdad. En la quietud, por
el contrario, me sumerjo. Sobre el silencio he escrito ante todo en mi libro Elogio del
silencio8. Allí parto de las experiencias de los monjes en su camino ascético. Para los
monjes primitivos, el silencio era un camino hacia el encuentro con uno mismo, el
desasimiento y la unión con Dios. En el presente libro, ha sido im portante para mí partir
de la quietud, que nos es dada de antemano. No necesitamos crearla: ella viene a nuestro
encuentro. Nuestra tarea consiste en acudir a lugares de sosiego y transitar los caminos
espirituales que nos conducen hacia el espacio interior de la quietud. Pues todos los
lugares exteriores de sosiego - como, por ejemplo, la naturaleza, los «lugares
energéticos», las iglesias, las bibliotecas y las salas de conciertos - quieren recordarnos
que en nosotros mismos existe un lugar de quietud. Es un lugar saludable, y acudir a este

65
ámbito interior de quietud nos hace bien. De quien se mantiene en contacto con el
espacio de la quietud decimos que es una persona serena. Nos agrada estar junto a ella.
En su compañía, también nosotros nos serenamos.

En mis charlas y, a menudo, también en celebraciones religiosas encuentro personas


que son incapaces de sosegarse. Aunque no hablen, están del todo intranquilas. En una
eucaristía coincidí con un sacerdote que, a despecho del silencio, sólo irradiaba
inquietud. Me dio lástima y le deseé que, más allá de todas las obras pías que hacía,
pudiera encontrar el camino hacia sí mismo, hacia su corazón, hacia el espacio interior
de quietud. No consideré oportuno recomendarle ningún ejercicio de silencio o método
de meditación. En lugar de ello, me imaginé cuánto bien le haría acceder a espacios de
quietud y dejarse guiar del sosiego exterior al sosiego interior. Eso es también lo que te
deseo a ti, querida lectora, querido lector: que la lectura de este libro te haya ayudado a
entrar en contacto con tu espacio interior de quietud. No tenemos necesidad de
imponernos esforzadamente la calma. Está ahí, también dentro de nosotros. No espera
más que a ser descubierta y sentida.

Al terminar mis charlas, muchas personas me preguntan cómo podrían experimentar


este espacio interior de quietud, cómo podrían encontrar acceso a él. Les fascina la
imagen del espacio interior de quietud, pero se sienten desamparadas y no saben cómo
acceder a él. Yo no puedo ofrecerles trucos; tampoco el presente libro es un manual de
instrucciones sobre cómo alcanzar la meta del camino que conduce hacia el lugar de la
quietud dentro de nosotros.

Tras la lectura de este libro, quizá tengas la misma pregunta en los labios. Así que
quiero responderte de manera análoga a como lo hago al terminar mis charlas: la sola
idea de que en nuestro interior existe un espacio de quietud que no tenemos que crear
nos ayuda a percibir de vez en cuando esa calma en nosotros. Nunca podemos sentirla
durante más de un instante. Y ese instante es, en último término, un regalo, algo que
nosotros mismos no podemos procurarnos, ni con ayuda de técnicas de meditación, ni
por medio de instrucciones espirituales. Pero si confiamos en la imagen que cada uno de
nosotros lleva dentro de sí - pues, de lo contrario, no nos sentiríamos interpelados por
dicha imagen-, esta idea nos ayuda a experimentar de vez en cuando el lugar de la
quietud. Pero, aunque no consigamos encontrarlo en la vida diaria, ya sólo la imagen de
ese espacio interior nos posibilita vivir de otra manera lo cotidiano. Gracias a ella
sabemos que, a pesar de todo el ruido interior y exterior, la quietud ya existe en nosotros.
No necesitamos técnicas complicadas. El solo recuerdo de este lugar interior nos permite
vivir con mayor libertad - y también con mayor serenidad - en medio del ajetreo de la
vida diaria. Te deseo que, en todo lo que hagas, rememores este espacio interior de
quietud y que, en virtud de esa rememoración, te sientas interiormente libre de la presión
de las expectativas que fluyen hacia ti. Y asimismo te deseo que, en medio de la
agitación, confíes en esta ancla de la quietud, que te confiere estabilidad en el oleaje de
tu vida.

66
67
BAMBERGER, John E., «Einführung in die asketische und mystische Theologie des
Evagrius Ponticus», en Evagrio Póntico, Praktikos. Über das Gebet, Vier Türme,
Münsterschwarzach 1986, pp. 8-23.

BRAND, Ulrich, Der Schritt in die Stille. Hinführung zur Musikmeditation, München
1985.

DÜRCKHEIM, Karlfried, Der Alltag als Übung, Huber, Bern 200110 [trad. esp.:
Práctica del camino interior: lo cotidiano como ejercicio, Mensajero, Bilbao 2000].

GRÜN, Anselm, Anspruch des Schweigens, Münsterschwarzbach 1980 [trad. esp.:


Elogio del silencio, Sal Terrae, Santander 2004].

GRÜN, Anselm y Helge BURGGRABE, Zeiten der Stille, München 2006.

-Heilkraft des Lesens. Erfahrungen mit der Bibliotherapie, ed. de Peter Raab, Freiburg
i.B. 1988.

LECLERCQ, Jean, Wissenschaft und Gottesverlangen, Patmos, Düsseldorf 1963.

MELZER, Friso, Muf3e und Stille, Hamburg 1959.

-Das Schweigen und die Religionen, ed. de Raimund Sesterhenn, Freiburg i.B. 1983.

SMEDT, Marc de, Das Lob der Stille, München 1987.

-Stille, textos escogidos por Hans Hoffmann-Herreros, Mainz 1976.

1. Ello se debe a que, conforme a las antiguas concepciones mitológicas germanas, las
almas de los no nacidos y de los muertos habitaban en el agua. [N. del Traductor].

2. Karlfried Eckbrecht von Dürckheim-Montmartin (1896-1988), diplomático,


psicoterapeuta y maestro zen alemán, es el creador de la «terapia iniciática, centrada
en el encuentro entre el yo mundano - el ego - y el auténtico Yo. Entre sus
numerosas obras cabe destacar El camino de la trascendencia; Meditar: ¿por qué y
cómo?; Práctica del camino interior: lo cotidiano como ejercicio, todas ellas
traducidas al castellano en Ediciones Mensajero. [N. del Traductor].

3. La relación entre estar de pie (stehen) y la quietud (die Stille) se explica


detalladamente en lo que sigue. La relación entre colocar o ajustar (stellen) y la
quietud (die Stille) queda también sugerida en el texto, pero es fundamentalmente

68
etimológica y obvia para el lector alemán. [N. del Traductor].

4. Aquí hay en el original un juego de palabras entre Haltung (postura, posición) y Halt
(firmeza, consistencia, sostén). [N. del Traductor].

5. Monjes que actúan como confesores y educadores espirituales de otros monjes más
jóvenes [N. del Traductor].

6. El autor juega aquí con las palabras heilend (sanador) y heilig (santo),
etimológicamente relacionadas entre sí, como salta a la vista. [N. del Traductor].

7. Permítasenos recordar que la palabra castellana «espectáculo» viene del latín


spectacúlum, que deriva de spectare, «contemplar, mirar». En el original alemán, la
relación es aún más evidente: Mystik des Schauens (mística de la mirada) y
Schauspiel (espectáculo). [N. del Traductor].

8. Anselm GRÜN, Anspruch des Schweigens, Münsterschwarzbach 1980 [trad. esp.:


Elogio del silencio, Sal Terrae, Santander 2004].

69
Índice
Introducción 8
Silencio 10
Quietud 11
1. Vivir con todos los sentidos 11
2. Contemplación de la naturaleza (agua, árbol, paisaje) 14
El bosque 16
El agua 16
La montaña 18
El desierto 20
3. Sentados - de pie - caminando 21
De pie 25
Caminando 26
4. Meditatio - ruminatio - contemplatio 29
Ruminatio 30
El método de la antirrhesis 30
El método de la jaculatoria 31
Contemplatio 34
5. Meditación de escenas bíblicas 36
6. Lectio divina 41
7. Ritos matutinos y vespertinos 47
8. El ejercicio del portero 52
9. Meditación y música 55
10. Sencillas actividades repetitivas 58
11. Liturgia y silencio 61
Recapitulación 64
Bibliografía 67
¿Qué tiene el agua que la hace tan sedante? Tranquilizador es, por
68
una parte, el fluir regular de un
Es bueno mantener una cierta regularidad en este ejercicio de

70
meditación. La mañana es el tiempo más 68
Estar de pie (stehen) y colocar o ajustar (stellen) son importantes
68
para alcanzar quietud (die Still
Se sosiega la persona que se detiene, que deja de huir de sí misma.
69
Eso lo podemos practicar con s
La oración de Jesús es también mi camino personal de meditación.
69
Espero que, a través de esta oració
dro tenía tal claridad y pureza que se me quedó profundamente
69
grabado. En otras iglesias me fascinan
padres griegos, la liturgia era un espectáculo sagrado'. 69
La tradición espiritual distingue entre silencio y quietud. El silencio
69
es el ejercicio activo que y

71

También podría gustarte