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(Fragmentos seleccionados)
(En: La historia de la literatura mundial, Jaime Rest, 1968. Buenos Aires: Centro Editor de
América Latina.)
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señalar que, si bien es cierto que el cuento es una variedad narrativa ve
extensión más bien limitada, tampoco en este aspecto existe un criterio muy
estricto: algunos eruditos y cuentistas han coincidido en fijar una longitud
máxima de quince mil palabras, que es aproximadamente la dimensión de “El
capote” del ruso Nikolai Gógol, una de las obras clásicas en la evolución del
género; no obstante, ese tope ha sido superado ampliamente por algunos
“cuentos largos” de considerable celebridad, como Otra vuelta de tuerca y La
lección del maestro de Henry James o La muerte de Iván Ilich de Tolstoi. Para
lograr una definición del cuento, quizá convenga apelar a Edgar Allan Poe,
quien no solo fue uno de los fundadores de esta especie literaria en la narrativa
moderna sino que también hizo una de las principales contribuciones teóricas,
en su intento de fijar una preceptiva para el relato breve. A juicio de este autor
norteamericano, la longitud de un cuento tiene que medirse con un criterio
temporal y psicológico; en tal sentido, postula como duración máxima aquella
que permita leer la narración de un tirón, sin que flaquee la atención; es decir,
un texto cuyo reconocimiento integral requiera “de media hora a una o dos
horas”, o tal vez un lapso algo mayor. La tesis que adelanta Poe se basa en un
contraste bien escogido: mientras la novela logra sus objetivos a través de un
efecto moroso u cumulativo, el cuento debe producir una impresión rápida y de
conjunto, a semejanza de lo que sucede con la poesía lírica. Por lo tanto, tiene
que poseer una arquitectura sumamente orgánica y una poderosa coherencia, a
fin de producir un impacto total, al que deben subordinarse los diversos
materiales y recursos empleados. A causa de ello, en lugar de prevalecer los
habituales ingredientes de la narración –anécdota, caracteres o lo que fuere–, lo
fundamental consiste en que el conjunto de elementos ha de converger hacia
una emoción dominante y congregadora. Una urdimbre tan ajustadamente
entrelazada exige, por necesidad, una estructuración cerrada, un armónico e
intrincado juego de relaciones internas. Por supuesto, ésta es una meta ideal
que rara vez llega a concretarse plenamente; además, según algunos críticos, las
nociones que formuló Poe corren el riesgo de convertirse en normas rígidas y
mecánicas; pero, de cualquier modo, la doctrina enunciada por este narrador ha
conservado un significativo ascendiente y ha prolongado su vigencia hasta
nuestros días. Sea como fuere, es lícito afirmar que las características del cuento
radican en una forma peculiar de organizar los materiales narrativos, más bien
que en una determinada extensión material del relato; mientras la novela se
apoya fundamentalmente en hechos, el cuento se propone explorar las
implicaciones de una situación y trata de manejarse con recursos psicológicos
sumamente tenues y escurridizos. Al mismo tiempo, el cuento tiende a
concentrar la acción narrada y, a diferencia de la novela, suele circunscribir los
sucesos en un lapso comparativamente breve, desde unos pocos instantes hasta
un solo día (como en La fiesta en el jardín de Katherine Mansfield);
coincidentemente, hay una intensificación de la línea argumental, mediante la
exclusión de todo incidente lateral; por añadidura, la exposición suele ser muy
escueta –casi taquigráfica– y a menudo, según el método preferido de Chejov,
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parece que se ha tomado un fragmento de vida al azar. Pero, según la afirmación
predilecta de James Joyce, el cuento debe ser una “epifanía”, es decir, que por
intrascendente que parezca su fábula, necesariamente ha de proyectarnos hacia
una revelación anímica intensa y sorpresiva, mediante un desenlace que resulte
imprevisto o que deje un recuerdo persistente en nuestra memoria. Además, es
oportuno añadir que las situaciones y personajes del cuento tienden a presentar
rasgos arquetípicos, lo cual confiere a la narración una índole casi mítica.
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apariencia oriental. Sin embargo, hasta el advenimiento del Romanticismo, el
cuento no es concebido o ejercido como una especie narrativa claramente
diferenciada; se lo consideraba, en cambio, una forma subsidiaria y bastante
menor en la práctica de la ficción. El cambio de actitud –que conduciría a la
edad de oro en la historia del cuento– solo se da en las postrimerías del siglo
XVIII. Primeramente, los filólogos y narradores alemanes se esfuerzan en
revitalizar el relato tradicional y las viejas leyendas germánicas, tarea en la que
sobresale el aporte de los hermanos Grimm; más tarde, comienzan a parecer
creadores originales de la estatura de Hoffmann; por último, entre 1820 y 1850,
la marea cuentística se derrama por toda Europa y alcanza también a los
Estados Unidos, con autores de la talla de Nodier, Mérimée, Nerval, Pushkin,
Gógol, Hawthorne y Edgar Allan Poe. A partir de entonces, la narración breve
moderna queda consolidada como forma literaria de avanzada, cuyo prestigio
habría de prolongarse en innumerables creadores, que incluyen nombres tan
ilustres como Maupassant, Chejov, Kafka, Hemingway, Pirandello, Borges,
Cortázar y Rulfo.
Antón Chejov, uno de los más prominente representantes del cuento moderno, instruía
a su hermano Alexander acerca de los procedimientos narrativos, en una carta fechada
el 10 de mayo de 1886: “A mi juicio, una descripción auténtica de la naturaleza debe ser
muy breve y tiene que poseer especial interés. Es necesario desechar los lugares
comunes, tales como ‘el sol poniente que se bañaba en las olas del mar crepuscular
derramaba su oro purpurino’, o como ‘las golondrinas que volaban sobre la superficie
de las aguas emitían sonidos de regocijo’. En las descripciones de la naturaleza, es
necesario adueñarse de los pequeños detalles, para agruparlos de un modo tal que –
durante la lectura– uno vea el paisaje evocado, con sólo cerrar los ojos. “Por ejemplo, es
posible obtener el efecto pleno de una noche de luna con sólo escribir que en la esclusa
un destello brilló en el cuello de una botella rota, y la sombra compacta y oscura de un
perro –o de un lobo– emergió y huyó. La naturaleza logra animarse, si uno no es
excesivamente melindroso en el empleo de comparaciones entre sus fenómenos y las
actividades humanas ordinarias. “En el ámbito psicológico, el asunto también radica en
los detalles. Que Dios nos libre de los lugares comunes. Lo mejor es rehuir la pintura de
los estados mentales; debemos tratar de esclarecerlos mediante los actos mismos de los
protagonistas. Además, no se necesita retratar muchos personajes; el centro de
gravedad debe residir en sólo dos figuras: él y ella.”
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Edgar Allan Poe expone su doctrina
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una concepción de la realidad poco menos que insólita. En el pasado, el cuento
no era más que una variedad del ámbito narrativo, beneficiada con una suerte
mayor o menor; en cambio, en el último siglo y medio se ha ido convirtiendo en
un mundo autónomo, con leyes propias, con objetivos insustituibles. En
particular, por obra de las doctrinas que formula Edgar Allan Poe, resulta
evidente que hemos asistido al nacimiento de un género enteramente novedoso,
cuyo aporte entraña un cambio de naturaleza, más bien una variación de grado.
Para comprender los alcances de este fenómeno, conviene ensayar una
comparación entre el cuento moderno, por un lado, y las modalidades del relato
breve tradicional y de la novela clásica, por otro. Por lo general, en la narrativa
prevalecía una presentación lineal fáctica, aun en los casos en que se incluían
elementos fantásticos, oníricos o simbólicos; en las anécdotas folklóricas y en
las numerosas colecciones medievales ya está presente la tendencia a referir
hechos concretos y claramente definidos, propensión que se torna casi obsesiva
en los novelistas clásicos, ansiosos por trasmitirnos a través del lenguaje la
solidez de sus personajes y del mundo que los circunda, con exactas referencias
sobre la existencia individual o familiar, sobre los esquemas sociales, morales o
económicos. La importancia de los hechos se vuelve todopoderosa; el mundo es
un sistema sólido, ordenado, inequívoco; el relato debe ser ante todo
informativo y las emociones tienen que originarse en los sucesos concretos
cabalmente narrados. En manifiesto contraste, el cuento moderno tiende a
rechazar el carácter lineal y fáctico de los procedimientos anteriores; su
significado es complejo, escurridizo, no radica en los acontecimientos
explicitados sino que suele excederlos; por añadidura, el desenlace
generalmente introduce un elemento de sorpresa, que el curso de la acción no
hacía prever; como consecuencia de ello, nos vemos proyectados hacia una
atmósfera fluida, evanescente, por más sólidas que sean las apariencias; si en
algún momentos debemos sentirnos conmovidos, el impacto preferentemente
surge de algo que no está expresado, que circunda la literalidad, que permanece
flotando en las palabras, que no se halla fijado en la descripción misma de los
sucesos. En síntesis, el cuento moderno aspira a crear un clima, en lugar de
limitarse a referir uno o varios episodios; esto se advierte en la producción de
los narradores más dispares: no solo Henry James –que es un maestro del
sobreentendido– sino también en Maupassant, cuando la urdimbre de su
admirable “Miss Harriet” se elabora en torno de meras interpretaciones
subjetivas, de fugaces visiones de soslayo; a su vez, Hemingway en “Los
asesinos” construye una situación cuya intensidad radica exclusivamente en las
implicaciones del relato; Chejov por antonomasia, toma anécdotas casi
intrascendentes –una tarde estival de vacaciones en que no ocurre nada, una
noche de invierno en que las historias de fantasmas relatadas empiezan a
posesionarse de los narradores–, y a partir de estos cortes en la vida cotidiana
nos sugiere una visión del hombre y de su destino. Por así decirlo, se trata de un
aparente verismo que nos conduce, sin que lo advirtamos, a un efecto
impresionista colmado de sentido: lo importante no es lo sucedido, sino el gusto
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–unas veces agridulce, en otras ocasiones amargo y hasta desolador– que nos
queda después de completada la lectura.
De cuanto hemos señalado, se desprende que el cuento moderno exige al
escritor una especial sutileza expositiva, a fin de sugerir lo que escapa a la
expresión directa y brutal. Pero asimismo exige un mayor refinamiento en la
sensibilidad del lector. Esto no significa que exista una diferencia de calidad a
favor del público actual y en perjuicio del auditorio pretérito, ya que el distingo
se origina no tanto en un perfeccionamiento cuanto en un cambio de actitud: es
razonable sospechar que por debajo de la profunda alteración sufrida por el arte
narrativo en los últimos ciento cincuenta años hay una transformación de la
mentalidad, la disolución y acaso el reemplazo de todo un sistema, de una
concepción íntegra de la realidad. Si algo caracterizó a la novela clásica que
escribían Jane Austen, Balzac e inclusive Dickens ello fue un enfoque basado en
una noción empírico-racionalista del mundo y en una afirmación de la
individualidad. De estos dos criterios, el primero conducía a un ordenamiento
de la experiencia que presentaba una imagen estructurada y orgánica del ámbito
secular en que el hombre se halla inserto; en suma, consolidaba las creencias en
la solidez de nuestra relación con el mundo. A su vez, la exaltación de la
individualidad propiciaba una imagen competitiva de la existencia, en la cual se
medía la trayectoria del personaje novelesco en función de su realización
mundana o de su frustración, según las normas vigentes en la sociedad: una
novela tenía final feliz si el protagonista lograba una afirmación de sí mismo por
la vía del amor, la fortuna y el prestigio; en caso contrario, el desenlace era
desdichado. El cuento moderno –y casi toda la narrativa actual– ha renunciado
a esta formulación. La solidez del mundo y la exaltación del individuo parecen
haber sufrido un repliegue; no se trata de que la literatura de ficción ataque
estos conceptos, simplemente los omite, los ignora. En su reemplazo, la imagen
de la realidad se ha trasladado de la anterior “solidez del mundo” a una especie
de “clima mental”, absolutamente fluido y con frecuencia subjetivo. Esto es lo
que nos proporciona el cuento moderno: en lugar de hechos significativos por sí
solos, una atmósfera en la que los acontecimientos pueden parecer ínfimos pero
se cargan de sentido por la circunstancia de vincularse entre sí hasta formar una
trama muy tenue, una suerte de telaraña que constituye la realidad y el destino;
esta trama resulta casi insubstancial, pero es el más sólido fundamento que
puede apreciarse en los acontecimientos, en los objetos, en la vida humana
misma. Coincidentemente, se ha esfumado el individualismo novelístico y los
protagonistas de los cuentos han tendido a convertirse en arquetipos; de Poe a
Kafka, se advierte un creciente avance de personajes que encarnan situaciones
características más bien que destinos individuales.
De acuerdo con el proceso expuesto, en el desenvolvimiento del cuento moderno
–como género literario original y autónomo– se puede señalar tres etapas
principales: primero, un entronque con el pasado, con la tradición –
especialmente medieval– del relato folklórico, cuyas proyecciones suscitan el
interés de filólogos y narradores alemanes, al filo de 1800; luego, la
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estructuración gradual de una nueva forma cuentística, destinada a captar una
realidad evanescente y a darle una apariencia de solidez, según el propósito que
inspiró a Poe en la teoría y en la práctica y que lo llevó a una perspectiva estricta
del relato breve; y por último, una ruptura de excesivo formalismo, a fin de
registrar en la narrativa episodios aún más escurridizos, mucho más cotidianos
y decididamente elementales, según procedimientos que en especial ensayan
Chejov y sus continuadores.
Bibliografía general
- Bates, H. E., The Modern Short Story, Boston, The Writer Inc., 1965.
- Camby, H. S. y Dashiell, A., A Study of the Short Story, Nueva York, Holt, 1935.
- Current García, Eugene y Patrick, Walton R., What Is the Short Story?, Chicago,
Scott, Foresman and Co., 1961.
- O’Connor, Frank, The Lovely Voice. Study of the Short Story. Londres, Macmillian,
1963.