Al parecer, se tiene la sensación de que Argentina, al igual que
todos los países del mundo, no es una sociedad dividida en
clases, donde una explota a la otra e incluso le impone su educación clasista, incluyendo aquí las manifestaciones sexistas, nacionalistas, racistas. La educación es, desde su concepción primigenia dentro de este sistema, claramente burguesa, aunque se la llame nacional y popular. De poco sirve a nuestra causa, entonces, exigir mayores presupuestos universitarios: de esa institución -ya sea "privada" o "estatal"- saldrá el abogado que se aprovechará de nuestras necesidades; el juez que fallará en nuestra contra y que apoyará el genocidio; el ingeniero que firmará nuestro despido o nos reemplazará por una máquina; el médico que nos denunciará por abortar o que nos atenderá brevemente y sin interés porque estamos utilizando las prestaciones de una obra social; el psicólogo que nos dirá que envidiamos al pene y que debemos aceptar las cosas como son; el psiquiatra que nos lavará el cerebro por medio de psicofármacos o electroshock; el filósofo que nos hablará de la inmortalidad del perejil; el político que se sentará en algún sillón a mandar y hacer negociados; e incluso la docente que dirá que hay que obedecer a la autoridad y respetar a los símbolos patrios, o que justificará los actuales roles del hombre y la mujer como justos y eternos. En este contexto, por ende, ponerse a discutir la ‘Ley nacional de Educación’, la ‘Reforma Universitaria’ o la ‘Democratización’ es jugar a las escondidas cuando hay un lobo real, suelto y acechando. Y la verdad es, al fin y al cabo, que no queremos seguir siendo caperucitas rojas.