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Al parecer, se tiene la sensación de que Argentina, al igual que

todos los países del mundo, no es una sociedad dividida en


clases, donde una explota a la otra e incluso le impone su
educación clasista, incluyendo aquí las manifestaciones sexistas,
nacionalistas, racistas.
La educación es, desde su concepción primigenia dentro de este
sistema, claramente burguesa, aunque se la llame nacional y
popular. De poco sirve a nuestra causa, entonces, exigir mayores
presupuestos universitarios: de esa institución -ya sea "privada"
o "estatal"- saldrá el abogado que se aprovechará de nuestras
necesidades; el juez que fallará en nuestra contra y que apoyará
el genocidio; el ingeniero que firmará nuestro despido o nos
reemplazará por una máquina; el médico que nos denunciará por
abortar o que nos atenderá brevemente y sin interés porque
estamos utilizando las prestaciones de una obra social; el
psicólogo que nos dirá que envidiamos al pene y que debemos
aceptar las cosas como son; el psiquiatra que nos lavará el
cerebro por medio de psicofármacos o electroshock; el filósofo
que nos hablará de la inmortalidad del perejil; el político que se
sentará en algún sillón a mandar y hacer negociados; e incluso la
docente que dirá que hay que obedecer a la autoridad y
respetar a los símbolos patrios, o que justificará los actuales
roles del hombre y la mujer como justos y eternos.
En este contexto, por ende, ponerse a discutir la ‘Ley nacional de
Educación’, la
‘Reforma Universitaria’ o la ‘Democratización’ es jugar a las
escondidas cuando hay un lobo real, suelto y acechando. Y la
verdad es, al fin y al cabo, que no queremos seguir siendo
caperucitas rojas.

Fragmento de “Cambiar el maquillaje”


Emancipación Obrera. Rosario, 1993

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