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ANTROPOLOGÍA
PARA
ANDAR COMO HOMBRE EN EL MUNDO
«¡Ser de un día... Sueño de una sombra, el hombre!».
Píndaro.
«Muchas son las cosas inauditas; pero nada tan inaudito como el hombre».
Sófocles.
¿Quién soy yo? Este interrogante, que ha inquietado al hombre de todas las épocas, hoy se
plantea con mayor urgencia que nunca a todo el que quiera vivir su existencia de un modo
verdaderamente humano. Nunca ha sido tan amplio y tan especializado como hoy el desarrollo de las
ciencias del hombre: biología, fisiología, medicina, psicología, sociología, economía, política, etc.,
ciencias que intentan aclarar la complejidad de la vida humana. Pero esta maravillosa explosión
científica está marcada de ambigüedad. El aumento vertiginoso de los conocimientos técnicos y
científicos va acompañado de una creciente incertidumbre respecto a lo que constituye el ser profundo
y último del hombre.1
En el marco de las comparaciones entre el animal y el hombre, ante la armonía de reacciones
instintivas y capacidad biológica de adaptación al medio del animal y la indigencia del hombre, como
ante la fuerza creadora del hombre, de que carece el animal, surge espontánea la pregunta: ¿Qué es el
hombre? La antropología biológica nos ofrece unas aportaciones importantes para el conocimiento del
hombre, pero no es el único y principal acceso al misterio del hombre.
De la comparación del hombre con el hombre -extranjero, enemigo, amigo, hermano, de otra
cultura o raza-, con su igualdad y sus diversidades, brota la misma pregunta ¿Qué es el hombre? La
antropología cultural nos da rasgos significativos del hombre, pero aún no queda desvelado el misterio
del hombre.
Aún cuando millones de hombres se hayan preguntado ¿quién soy yo? ¿qué será de mí? ¿qué
sentido tiene mi vida?, su búsqueda de una respuesta o sus respuestas podrán ser una luz, un estímulo,
una guía, pero jamás reemplazar el esfuerzo personal por aclarar el misterio de la propia existencia.
Vivir la propia vida como vida humana significa vivirla en presencia de estos interrogantes. Lo
contrario es sólo señal de una profunda alienación o de una inmensa falta de autenticidad. Por eso la
conciencia se despierta siempre con la pregunta: ¿quién soy yo?
¿Qué es el hombre? Cuestión banal, cuestión magnífica, cuestión eterna. Hace millones de años que los
hombres se agitan por la superficie del bosque, como mosquitos al lado de un estanque; y desde
entonces millares y millones de hombres y mujeres se han planteado esta famosa cuestión. Lo han hecho
incansablemente, con la misma angustia, con la misma insistencia, con el mismo sufrimiento. ¿Por qué
nacemos a la luz del día? ¿Por qué amamos? ¿Por qué estamos destinados a desaparecer? ¿Por qué nos
devoramos mutuamente? A través de los caminos de la historia, por encima de la diversidad de pueblos
y razas, este interrogante del hombre sobre sí mismo se eleva sin tregua, sin descanso. Todo lo que dura,
todo lo que une, las obras de arte, como las religiones, todo tiene por objeto ofrecer un balbuceo de
respuesta a esta inquietante, a esta perpetua cuestión. 3
Es cierto que sabemos muchas cosas acerca del hombre, aunque sólo sea porque es eso lo que
nosotros somos, experimentamos y vivimos. Pero, apenas queremos definirle, nos percatamos de que
hemos topado con lo ilimitadamente abierto, sin orillas, lo indefinible, en suma. Esto hace más
acuciante la cuestión. La búsqueda antropológica, hasta sus ramificaciones paleontológicas y
etnológicas, saca su dinámica de esta necesidad de conferir un sentido a la vida, que hemos de vivir...
1
G. MARCEL, L’homme problematique, París 1955.p 73-74.
2
S. Agustín. Confesiones, X. 17. 16.
3
G. HOURDIN, Qu'est-ce que l'homme, París 1954, p. 143.
El sentido de la vida es algo que todos buscamos; algo, pues, que creemos en cierto modo que ya
existe y que sólo es preciso encontrar. Hasta los mismos marxistas, que quisieron rechazar estos
interrogantes, no pueden librarse de ellos, como advierte A. Schaff:
Mientras haya hombres que mueran o sientan miedo a la muerte, hombres que pierdan a sus seres
queridos y teman esta pérdida, o sufran corporal o espiritualmente (y será esto lo que ocurra mientras
haya hombres), no nos contentaremos con conocer solamente los cambios en las formaciones sociales,
sino que querremos comprender los problemas personales y saber cómo hemos de comportarnos ante
ellos.4
Quizás estemos asistiendo actualmente a la más amplia crisis de identidad que ha atravesado
nunca el hombre. Las palabras de Max Scheler y de Martin Heidegger, lejos de haber perdido
actualidad, han cobrado en nuestros días un acento más actual y alarmante:
En la historia de más de diez mil años somos nosotros la primera época en que el hombre se ha
convertido para sí mismo, radical y universalmente, en un ser problemático: el hombre ya no sabe lo que
es y se da cuenta de que no lo sabe.5
Ninguna época ha sabido conquistar tantos y tan variados conocimientos sobre el hombre como la
nuestra... Sin embargo, ninguna época ha conocido al hombre tan poco como la nuestra. En ninguna
época el hombre se ha hecho tan problemático como en la nuestra. 6
Cuando el hombre y la razón creyeron serlo todo se perdieron a sí mismos; quedaron, en cierto modo,
anonadados. De esta suerte, el hombre del siglo XX se encuentra más solo aún; esta vez, sin mundo, sin
Dios y sin sí mismo; singular condición histórica.7
Resulta que todos los decorados se vienen abajo. Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de taller,
comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, descanso, dormir y el lunes-martes-miércoles-jueves-viernes-
sábado, siempre al mismo ritmo, siguiendo fácilmente el mismo camino casi siempre. Un día surge el
«por qué» y todo vuelve a comenzar en medio de ese cansancio teñido de admiración. «Comenzar», eso
es importante. El cansancio está al final de los actos de una vida mecánica, pero inaugura al mismo
tiempo el movimiento de la ciencia.8
Hombres lo son todos los que tienen rostro humano y, sin embargo, la humanidad del hombre
supone una pregunta para cada uno de ellos. Con los proyectos, con la acción y con el estilo de vida,
todos y cada uno marchan en busca de una respuesta que les ilumine y convenza. El conocimiento de
las estrellas, les es a las estrellas mismas indiferente, pero para el ser del hombre el conocimiento del
hombre está cargado de consecuencias. Por eso la pregunta sobre sí mismo es una pregunta tan antigua
como el hombre mismo. Un perro siempre será un perro. No se pregunta ¿qué es un perro? ¿quién soy
yo? Sólo el hombre pregunta así y tiene por fuerza que preguntárselo. Es su pregunta. Pregunta que se
hace consciente cuando la persona, que espontáneamente actúa, se ve replegada hacia sí misma y
obligada a reflexionar en torno a sí. Puede estar entregado hasta tal punto a su trabajo, a su familia, a
4
A. SCHAFF. Marx oder Sartre, Viena 1961. p. 61.
5
M. SCHELER. Philosophische Weltanschaunng, Bonn 1929, p. 62.
6
M. HEIDEGGER, Kant und das Problem der .Metaphysik, Frankfurt 1951, p. 189.
7
X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia y Dios, Madrid 1959, p. 41.
8
A. CAMUS. Le mythe de Sisyphe, París 1965, p. 106.
su labor política que parezca olvidar el interrogante sobre sí mismo, pero un día percibe el peligro de
perderse a sí mismo. Entonces se dice: «antes de nada, he de reencontrarme» o, al menos, se le escapa
el lamento: «ya no sé siquiera quién soy yo». Así es como esta pregunta acecha al hombre en sus
experiencias cotidianas, agudizándose en las situaciones especiales de felicidad o de dolor. Así es
como el hombre se hace, de hecho, el mayor de los misterios para el hombre. Tiene que conocerse para
vivir y darse a conocer a 1os demás.
La conciencia del hombre actual recibió una sacudida al enfrentarse con la crueldad de las
últimas guerras mundiales. ¿Cómo fue posible una cosa así en el siglo XX? ¿Qué puede haber en el
hombre para que algo así suceda? En la posguerra, el hombre se ha sentido cada vez más como un ser
que no sabe quién es propiamente, para qué está en el mundo y cómo vivir. La pregunta se ha hecho
más acuciante. Al igual que el filósofo Diógenes, que en pleno día llevaba una linterna por el mercado
de Atenas diciendo que buscaba un hombre, así cada uno de nosotros, en imágenes, en proyectos y en
experiencias de vida, andamos a la búsqueda de “el hombre”. Cada uno de nosotros, al experimentar su
vida en sociedad, dividida y desgarrada por una infinidad de conflictos e intereses, se pregunta por su
identidad, por su ser, es decir, por su salvación.
Los interrogantes personales -aparte del impulso de la propia libertad que va en busca de sí
misma- con frecuencia suscitan los vínculos que nos unen a los demás hombres: en el trabajo, en el
dolor, en el gozo del amor y de la amistad, en la muerte del ser querido, en los conflictos que dividen a
los hombres y en las esperanzas que los unen. El mismo sentido de la existencia y la posibilidad de
realizar una auténtica libertad parecen depender en amplia medida de los demás. La decepción de estas
relaciones conduce, por tanto, casi inevitablemente a suscitar los interrogantes sobre el misterio del ser
y del significado del hombre. Sin embargo, la muerte ocupa el lugar privilegiado en esta experiencia.
A través de toda la historia, la muerte ha provocado siempre los grandes interrogantes del hombre. En
todos los sitios, en que la muerte de la persona amada es considerada como un problema serio y
9
S. Agustín, Confesiones, IV, c. 4.
original, florecen igualmente, con todo su peso de humanidad, la libertad personal, el amor, la
esperanza, el sentido de la vida.
“La presencia de la muerte pone al mundo en cuestión”, dice S. de Beauvoir. 10 En el mismo
sentido se expresa el ya citado marxista A. Schaff: “La muerte es de todos modos el estímulo más
fuerte para reflexionar sobre la vida. La amenaza de la propia muerte, y con mayor frecuencia la
muerte de la persona amada”.11 Frente al límite de la muerte brota la necesidad urgente e irreprimible
de conferir a la existencia un significado último y definitivo. Frente a la muerte, la angustia existencial
busca una libertad definitiva, un fundamento eterno del amor, una razón auténtica de esperar. La
pregunta por el significado último del hombre nace de la convicción de que la posibilidad de vivir la
libertad y el amor frente a los demás, en un mundo radicalmente marcado por la muerte, necesita la
presencia de una tercera dimensión que supere los límites restringidos de la existencia personal e
histórica. Y entonces se llega a un interrogante explícitamente metafísico y religioso: ¿Cuál es el
fundamento del ser y el puesto del hombre en el universo? ¿Quién soy yo? y ¿Qué será de mí? ¿Por
qué he nacido? ¿Por qué vivo? ¿Vale la pena vivir? ¿Por qué se ve amenazado todo amor? Estas son
las preguntas que ha planteado el mismo Concilio Vaticano II:
Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición
humana, que hoy como ayer conmueven su corazón. ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y qué fin
tiene nuestra vida? ¿Qué es el bien y el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino
para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte? ¿Qué hay después de la muerte? ¿Cuál es,
finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y
hacia el cual nos dirigimos?.12
Cuando el hombre se siente vinculado a una vida con sentido experimenta el deseo de
transmitirla. Pero cuando la vida se hace absurda, entonces más bien se desea la muerte y no se tiene
ánimo de confiar a ningún descendiente el peso de una vida que ha perdido su sentido. De aquí que la
pregunta ¿qué es lo que confiere sentido a la vida? no sea nunca una simple curiosidad, sino una
necesidad.
Esta es una Antropología para andar por el mundo como hombre. No para disquisiciones o
discusiones de universidad. A lo máximo, para diálogos en sus pasillos o en el bar. Pero, sobre todo,
para el hombre de la calle, que lee el periódico y se encuentra con una noticia que le obliga a
interrumpir la lectura, a encender un cigarrillo y preguntarse. ¿Qué es el hombre? ¿Qué será de
nosotros? O quizás no es una noticia del periódico, sino una noticia más cercana y personal, que le
llega a través del teléfono o de un familiar o amigo y se derrumba en el sofá para preguntarse: ¿Quién
soy yo? y ¿Qué será de mí? O, para el que en un viaje, ante la sorpresa de un encuentro inesperado,
ante un paisaje, en un museo o en un concierto, que se le cuela hasta el corazón, conmoviéndole hasta
las entrañas, instalándosele en la mente hasta no dejarle dormir. Entonces, en la noche del desvelo, se
pregunta: ¿Pero, en realidad, quién soy yo?
Estas páginas van dirigidas al hombre que encontramos en la vida, en la oficina y la fábrica, en
el bufete o en la playa; al hombre que carga su haz de ilusiones y desilusiones, atado con su sueño de
grandeza y su peso de miseria, al hombre indigente de palabra más que de pan, de luz y compañía, de
silencio y amor. Al hombre como yo, que escribo estas páginas, y como tú, que las lees; es mi yo y tu
yo los que hacen un nosotros en la simpatía, compadecer y comunión. Como dice Unamuno en el
comienzo Del sentido trágico de la vida, este libro habla del hombre concreto y al hombre concreto,
«el hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere», pero «es el hombre todo entero, cuerpo y
alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien centrará las explicaciones que siguen». 13
10
S. de BEAUVOIR, Une mort trés douce, París 1964, p. 164.
11
Ibidem. p. 65.
12
C. Vat. II. Nostra aetate, n. 1.
13
C. Vat II. Gaudium et spes, n. 3.
(…)