Está en la página 1de 29

1

La identidad en los tiempos globales


Dos textos

Presentación
Orientado a retomar el tema de las identidades en el contexto de nuevas discusiones
que demandan su reformulación, este trabajo consta de dos partes. La primera recapitula
rápidamente ciertos conceptos que entran en juego en el debate sobre este tema. Buscando
tomar como referencia la relación identidad-arte y entrelazando diversos modelos de
identidad, la segunda parte esboza un itinerario histórico del arte moderno del Paraguay.

Texto I
Más allá de la identidad
El giro

La reemergencia del tema de la identidad en el debate crítico contemporáneo se basa


en el repliegue de grandes figuras que lo legitimaban en clave esencialista (Nación, Pueblo,
Clase, Territorio, Comunidad, etc.). El vacío dejado por este retroceso ha generado dos
situaciones riesgosas que deben ser asumidas. La primera se refiere al hecho de que las
industrias culturales -empalmadas con las de la información, la comunicación, la publicidad
y el espectáculo- han devenido nuevos y poderosos factores de identificación y creación de
subjetividades. La segunda situación se encuentra definida por cierta tendencia al
encapsulamiento de las identidades. Por un lado, surgen a nivel mundial nuevos proyectos
fundamentalistas generadores de identidades intolerantes; por otro, se afirman tendencias
disgregantes que aíslan las nuevas micro-identidades en particularismos dispersos. Ya se
sabe que estos nuevos esencialismos terminan arriesgando la diferencia, estorbando la
consolidación de la esfera pública -tarea indispensable en América Latina- y, por lo tanto,
trabando la ejecución de proyectos políticos democratizadores.

Pero la persistencia del tema de la identidad también obedece a otras razones: si


bien revela el peso de las influencias del mainstream (multiculturalismo y Estudios
Culturales norteamericanos), también expresa la vigencia de ciertos asuntos que siguen
pendientes en la agenda de las discusiones sobre el arte contemporáneo, donde aparecen y
reaparecen desde, por lo menos, la década de los 20. Debe considerarse, además, que, por
más influenciado que se encuentre el tema por los guiones académicos hegemónicos y por
más globalizada que resulte la hibridación de las identidades, los problemas que plantean
ellas aparecen convocados por razones diferentes y tienen alcances distintos en el Norte y

1
2

en el Sur. La obstinada continuidad que estamos considerando manifiesta, además, la


vocación contemporánea de rehabilitar figuras que parecían clausuradas o, asumir, que no
pueden ellas ser consumadas y archivadas. Este movimiento discute el propio concepto de
conciliación (como superación definitiva que remata y clausura una cuestión) y reivindica
el derecho de mirar hacia atrás para recoger un fragmento o una figura casi olvidada. Pero
también asume que más han cambiado las maneras de tratar las cuestiones que las
cuestiones mismas. Por eso, ciertos conceptos (como los de utopía, representación,
ciudadanía, emancipación o identidad) son recuperados desde la conciencia de que su
desconstrucción les acerca una oportunidad de cruzar el dintel del nuevo milenio aligerados
del anclaje de los fundamentos (aunque sometidos al descampado de la contingencia).

El retorno del pensamiento acerca de la identidad dio frutos por demás diversos.
Pero no demasiado divergentes entre sí: a la larga, todas las posturas sobre el tema
coinciden al menos en torno al cambio del concepto de identidad-sustancia por el de
identidad-constructo, lo que supone el desplazamiento desde una noción sustantiva a una
consideración pragmática del término. El colapso del sujeto cartesiano (el Sujeto, dueño del
lenguaje, centrado) producido a lo largo de la modernidad ha terminado por echar por tierra
el mito del privilegio unitario y racional de la subjetividad y ha preparado el campo para
comprender las identidades a partir de identificaciones y posiciones variables. Las
intersecciones producidas entre disciplinas diferentes resultaron decisivas para la
reformulación del concepto de identidad1. Estos cruces han aportado algunos de los
supuestos básicos del “giro identitario”: el fin de la idea de un centro unificador previo a la
historia y el reconocimiento de múltiples modelos de subjetividad capaces de asumir el
azar, el riesgo y la ambigüedad que plantean las diferentes posiciones y los juegos diversos
de lenguaje.

Por eso, las identidades no sólo aparecen hoy desprovistas de espesor metafísico;
también lo hacen despojadas de su aura épica. Si ya no existen identidades esenciales,
tampoco existen ya identidades motor-de-la-historia o responsables de sus grandes causas.
Este doble menoscabo promueve dispersiones. Ya se sabe que las identidades se afirman
desde emplazamientos particulares y se demarcan mediante el reconocimiento que hace una
persona o un grupo de su inscripción en un “nosotros” que lo sostiene. Pero esta inscripción
imaginaria y aquellas tomas de posición simbólicas tienen lugar en diversos niveles: la
clase social, la región, la ciudad, el barrio, la religión, la familia, el género, la opción
sexual, la raza, la ideología, etc. Entonces, las referencias de la práctica individual o
colectiva, los lugares de la memoria y el proyecto, se sitúan en dimensiones que no pueden
ser clausuradas en torno a una sola cuestión y que constantemente se superponen en varios
estratos vacilantes.

1
Hall encuentra cinco grandes descentramientos del sujeto ocurridos durante la alta modernidad (segunda
mitad del siglo XX): los producidos por el marxismo, el psicoanálisis, Saussure, Foucault y el feminismo.
Stuart Hall, Identidade Cultural. Coleçâo Memo. Fundaçâo Memorial da América Latina, Sâo Paulo, 1997.

2
3

En cuanto constituyen un caso ilustrativo y sugerente del “giro identitario” (y en


cuanto facilitan vinculaciones con el tema de la ciudadanía, que será tratado después), me
detengo brevemente en los trabajos de Laclau y de Mouffe2. Según ellos, la serie de
posiciones particulares de sujeto (feminista, ecologista, gay, etc.) que conforma las
identidades ocurre en torno a una carencia que impide su cierre final. Este lugar vacío traba
la constitución de la identidad en forma plena pero, al mismo tiempo, es la posibilidad de
esa constitución. En este sentido Zizek considera que el sujeto (lacaniano) al que se refieren
los autores citados, en cuanto no puede simbolizar su identidad plena, constituye una
entidad paradójica: actúa como su propio negativo; “es decir que sólo persiste en la medida
en que su plena realización es bloqueada...” (pues de realizarse plenamente, el sujeto ya no
sería sujeto sino sustancia)3.

Puesto que las distintas identificaciones no son realizadas alrededor de un centro


fijo, las identidades conformadas por ellas asumen un carácter inestable y provisional. Son
resultado de fijaciones parciales y en ningún caso pueden ser completa y definitivamente
adquiridas4: varían según cómo, a través de una serie de equivalencias, son articuladas en
una unidad contingente, fruto de una condensación simbólica y no de una necesidad
esencial. Esta interpretación tiene consecuencias importantes en el ámbito de las luchas
políticas basadas en posiciones identitarias: si una categoría referente a sujetos colectivos
(mujeres, clase trabajadora, negros, etc.) no se basa en una esencia (previa a su propio
proceso de constitución), entonces ya no se trata de definir la identidad sino de buscar cómo
se construye políticamente una categoría como tal dentro de diferentes discursos. “Todo el
falso dilema de la igualdad versus la diferencia se derrumba desde el momento en que ya no
tenemos una entidad homogénea ‘mujer’ enfrentada con otra entidad homogénea ‘varón’
sino una multiplicidad de relaciones sociales en las cuales la diferencia sexual está
construida siempre de muy diversos modos y donde la lucha en contra de la subordinación
tiene que plantearse de formas específicas y diferenciales”5.

2
Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia, Ariel, Buenos Aires, 1996 y Política e ideología en la teoría
marxista, Siglo XXI, México, 1978. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Hegemonía y estrategia socialista,
Siglo XXI, Madrid, 1987. Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo,
democracia radical. Paidós. Buenos Aires, 1999.
3
Slavoj Zizek, “Más allá del análisis del discurso” en Benjamín Arditi (coord.), El reverso de la diferencia.
Identidad y Política, Nueva Sociedad, Caracas, 2000, pág. 174. Refiriéndose al análisis de Zizek sobre el
trabajo de Laclau y Mouffe, Valentine dice que aquél ha observado que la teoría del sujeto de éstos “está
escindida por la coexistencia de dos concepciones del sujeto: una negativa, el sujeto como lo piensa el
sicoanálisis lacaniano, y otra positiva, el sujeto como entidad discursiva o posición de sujeto. Su propósito es
demostrar la primacía de la concepción lacaniana, pues sostiene que el sujeto discursivo es un mero
dispositivo ideológico que reprime el hecho traumático de que los individuos no pueden ser nunca quienes
ellos preferirían ser...” Jeremy Valentine, “Antagonismo y subjetividad” en Benjamin Arditi (coord.), op. cit.
pág. 206.
4
Mouffe, op. cit. pág. 109.
5
Ídem. pág. 112.

3
4

Identidades en jaque
Pero, a pesar de la flexibilidad que le otorga tanto descentramiento, no resulta tan
fácil sortear los tropiezos que trae aparejados la figura de la identidad. Ni resulta simple
desprender el término de sus venerables fundamentos, abrirlo a confrontaciones, soltarlo en
lances de lenguaje. Aunque cada vez más comprendida como concepto relacional y, por lo
tanto, dependiente de contextos y contingencias y sujeta a operaciones articulatorias
distintas, la idea de identidad tiende una y otra vez a volverse, autosuficiente, sobre sí y
hacer de sus contornos el límite de toda verdad y de sus demandas la medida absoluta de
toda práctica social. Este reduccionismo de lo particular deja la identidad fuera del juego de
las diferencias, del horizonte compartido por otros sectores con los que disputa o negocia
posiciones y concierta estrategias6.

Las identidades autosuficientes, identidades-mónada, impiden la posibilidad de


tramar miradas distintas para construir imágenes mediante las cuales, aun fugazmente, se
perciban enteras las sociedades. Estas nunca serán capaces de conciliar sus momentos
diversos en una forma consumada, pero sí de entrever figuras en las que puedan reconocer
sus propios contornos. Y estas representaciones de conjunto, construidas por encima de las
identidades parciales, se vuelven especialmente necesarias en ciertos momentos que apelan
a la cohesión del cuerpo social. Por ejemplo: cuando se encuentran en juego situaciones que
involucran el bien común, cuando se requiere plantear proyectos públicos, procesar
aspectos de una misma memoria o marcar ritualmente los tiempos de la historia
compartida: trámites todos estos que renuevan las razones del pacto social.

Trabar la conformación de esas operaciones aglutinantes resulta nocivo para


América Latina cuyos países y regiones deben constantemente reponer, cuando no
remendar, sus tejidos sociales deshilachados, idear propuestas colectivas y concertar
demandas disonantes y posiciones adversarias. Y la situación se agrava aún más si
consideramos que las tareas de integración social se cumplen, cuando lo hacen, ante un
Estado apático y detrás de un mercado insaciable y diligente. Tales tareas suponen
promover las demandas sectoriales y, simultáneamente, impulsar proyectos colectivos,
coordinar discursos y prácticas dispersas y proponer interpretaciones de conjunto. De este
modo, según será tratado más adelante, el gran reto que surge en torno al tema de las
identidades es el de apuntalar la articulación social a través de figuras que ayuden a
imaginar el conjunto y sustenten la construcción de lo público sin menoscabo de la
diversidad.

6
Según Arditi, los “excesos endogámicos de la política de la identidad” conducen a un esquema particularista
cuyo esencialismo termina siendo “tan ilegítimo como el de la totalidad”. A partir del mismo, “todo, o casi
todo lo que no es enunciado desde un grupo particular, puede ser visto como un agravio para sus integrantes”.
Arditi, Benjamin (ed.). El reverso de la diferencia. Identidad y política, Nueva Sociedad, Caracas, 2000, pág.
9.

4
5

La posibilidad de articulación de lo particular y lo general es mirada con


desconfianza, y aun descalificada, por autores que radicalizan la crítica del reduccionismo
de las identidades. Jameson y Zizek, significativos representantes de esta posición,
consideran que el temor paranoico a pecar de “universalismo” y “esencialismo” ha
desalojado la noción de ideología del análisis de la cultura y fomentado la fetichización de
las identidades. El primero de ellos sostiene que la micropolítica de las identidades impide
considerar el sistema como totalidad articulada y, por lo tanto, bloquea la posibilidad de
que las distintas formas de resistencia puedan ser vinculadas entre sí en programas
contestatarios efectivos. Así, las luchas por las diferencias culturales no incluyen una crítica
del sistema mundial capitalista a cuyo servicio terminan: la única posibilidad que tienen de
zafarse de este papel y lograr un cambio es que sean inscriptas en la categoría de clase7.

Zizek parte de la oposición hegeliana que enfrenta, por un lado, la identificación


primaria que realiza el individuo con la “comunidad orgánica” de su nacimiento (la
familia, la comunidad local) y, por otro, la identificación secundaria con la sociedad
universal. Durante el estadio moderno, esta sociedad universal equivale al Estado-Nación,
que enmarca el vínculo de las identidades sociales particulares y provee la forma específica
mediante la cual lo particular participa en lo universal8. Pero, a partir del posmodernismo
la comunidad universal corresponde a la sociedad transnacional. Este desplazamiento
provoca que la identificación secundaria sea experimentada como un marco meramente
formal y pierda su capacidad vinculante. Consecuentemente, promueve el regreso a las
formas de identificación primaria (comunidades étnicas, religiosas, de opciones alternativas
de vida, etc.), capaces de captar la inmediatez del sujeto y de abarcar a éste en sus formas
de vida específicas. En este contexto, el multiculturalismo se convierte en la forma ideal de
la ideología del capitalismo global; entonces, “la nueva comunidad universal, pos Estado-
Nación, construye, a través del mercado global, su propia ficción hegemónica de tolerancia
multiculturalista”9.

Las críticas de Jameson y Zizek deben ser aplicadas con cuidado a realidades de
regiones periféricas, a las que el concepto de “multiculturalismo” sólo conviene de manera
parcial y forzada. Es cierto que, en tales regiones, el estudio de la diferencia se encuentra
muy a menudo marcado por este concepto y es evidente que las prácticas identitarias
dependen cada vez más de la “universalidad” de un orden global basado en el mercado.
Pero las identidades corren una suerte diferente en los países de América Latina, cuyos
Estados nacionales ni siquiera lograron cumplir con eficiencia un rol mediador y cuya
diversidad debe ser asumida como un factor determinante para el análisis de sus culturas y
la ejecución de cualquier proyecto democrático. Aunque estas características comunes a los
países latinoamericanos no puedan ser concebidas en términos ontológicos, resulta evidente

7
Jameson, Fredric, “Sobre los Estudios Culturales”, en Fredric Jameson y Slavoj Zizek, Estudios culturales.
Reflexiones sobre el multiculturalismo, Paidós, 1998.
8
Slavok Zizek, “Multiculturalismo”, en op. cit., págs. 165 y 166.
9
Ibídem, pág. 164.

5
6

que ellas marcan contornos de alcance pragmático; quizá ese “aire de familia” al que,
retóricamente, se refiere Wittgenstein para nombrar formas no sustanciales de unidad.

Por otra parte, en América Latina resultan fundamentales tanto el momento de las
identidades como el de su articulación de cara a la cosa pública: en general, las historias de
sus países transcurren signadas por un agudo déficit de institucionalidad que involucra el
plano del Estado al igual que el de la sociedad; por eso, el fortalecimiento del tejido social
resulta tan necesario como la reforma del Estado. El hecho de que casi todos los otros
países de la región sean multiculturales y pluriétnicos acentúa la importancia del tema de la
diversidad y lo sustrae (debería hacerlo, al menos) de su tratamiento “multiculturalista”.

Al llegar a este punto, el tema de la fragmentación de las identidades plantea dos


cuestiones básicas. La primera gira en torno a cómo congeniar el discurso de las
identidades sectoriales con la figura de grandes identidades que, basadas en el territorio,
han tenido durante décadas una fuerte presencia en los análisis del arte y la cultura de
América Latina (identidades nacionales, latinoamericanas, regionales), o bien, que se
perfilan ahora como nuevas subjetividades de carácter global (identidades basadas en ideas
de ciudadanía global, imaginarios gestados por industrias culturales y redes informáticas).
La segunda cuestión se basa en el planteamiento de cómo podrían las micro-identidades,
sin renegar de su posición particular, sobrepasarla en los terrenos de la escena pública y en
vistas al interés colectivo. Estas cuestiones serán encaradas bajo los siguientes títulos
confrontando diversos formatos de identidad y distintas instancias de articulación.

Las identidades macro


Identidades nacionales.

La vinculación del tema de la identidad con el de la Nación ilustra la precariedad de


los encuadres identificatorios. La Nación, proveedora tradicional de identidad, se ve
amenazada en este oficio a partir de dos extremos opuestos. Desde abajo, según queda
visto, ganan terreno las micro-identidades que, movidas por intereses sectoriales,
promueven “nosotros” diseminados que debilitan las formaciones identitarias nacionales.
Desde arriba, avanza la globalización: la integración de la economía de los países a los
mercados y a los procesos de comunicación globales promueve nuevas matrices de
identificación transnacional que borronean las enseñas patrias.

Pero el retroceso de las culturas nacionales no significa su fin sino la necesidad de


su reinscripción en contextos más complejos que impidan el cierre de sus perfiles y las
fuercen a confrontaciones multiculturales y transterritoriales. Se ha repetido mucho que las
identidades ya no son definidas según sus emplazamientos fijos sino consideradas en sus
muchos tránsitos; sin embargo, la transterritorialidad no implica el archivo de la
problemática de los territorios. Hay cuestiones cuyo tratamiento exige la consideración de

6
7

las figuras de suelo y frontera: las demandas de pueblos indígenas basadas en el derecho a
las tierras tradicionales; la descentralización estatal, la aplicación de políticas culturales a
nivel nacional y regional, la gestión sociocultural ligada a municipios y otras entidades
locales y las reivindicaciones que involucran temas ambientales, no pueden alegremente ser
“desterritorializadas”.

El tema de las identidades nacionales será tratado bajo este título presentando como
ejemplo el caso del Paraguay. Comencemos retomando la oposición entre formaciones
identitarias primarias (familiares, étnicas, etarias, de género, de clase, de estilo de vida, etc.)
e identidades secundarias (nacionales). Las primeras suponen una carga mucho más espesa
de vivencia existencial que las segundas, cuyos contornos se encuentran definidos por
ficciones jurídicas antes que por sedimentación de experiencia colectiva. Hoy, la
identificación con el relato nacional pocas veces adquiere aplicación más concreta que la
proveída por los emblemas patrióticos y la memoria oficial. Se despierta ante grandes
sucesos, como las guerras, que comprometen los destinos territoriales y la autonomía
política, o ante situaciones que involucran la autoestima, la seguridad o la economía general
en cuanto son administradas éstas por el Estado Nacional. También se percibe con nitidez,
aunque fugazmente, la silueta esquiva de la identidad nacional en circunstancias de
encuentros deportivos internacionales, competencias mundiales de fútbol, especialmente,
que condensan la emotividad colectiva en torno al sentido de pertenencia a un país
contendiente. Pero es difícil sentir el peso de imaginarios propiamente nacionales, es decir
crecidos desde procesos de construcción histórica compartidos por toda la población.

Sin duda, una divisa identitaria emblemática está constituida en el Paraguay por el
guaraní, lengua hablada por más del 80% de la población. El guaraní no sólo identifica
fuertemente a los paraguayos, ante los otros y entre sí, sino que exhibe las señales de una
historia que arranca desde antes de la historia. Desde ellas, repercute sobre la sensibilidad y
la expresividad colectivas, moldea el talante de diversas configuraciones culturales y, por lo
tanto, levanta un horizonte común sobre el que se recortan figuras y discursos diferentes.
De manera notablemente uniforme, el propio idioma español empleado en el Paraguay se
encuentra marcado por la sintaxis, la inflexión y el universo semántico enfocado por el
guaraní, hecho éste que caracteriza el hablar paraguayo y también funciona como un
distintivo identitario a nivel nacional. Por otra parte, la lengua guaraní permite modular
diversas inflexiones, registrar diferencias y administrar sutilezas referidas todas ellas a la
identidad. La oposición entre el ponombre personal de primera persona plural oré (que
deja fuera al interlocutor) y el ñandé (que lo incorpora) regula con flexibilidad el juego de
inclusiones y exclusiones que moviliza la confrontación de diferentes nosotros, cuyas
esclusas se abren o no según la variación de las posiciones enunciativas. Este dúctil
dispositivo ha sido reconocido y conceptualizado por varios estudiosos del tema de la
identidad10.

10
Benjamín Arditi, Line Bareiro, Ticio Escobar, José Nicolás Morínigo, José Carlos Rodríguez, entre otros.

7
8

La presencia intensa de la lengua guaraní y la vigencia de memorias potentes,


oriundas ambas del mismo mundo de sentidos (el mestizaje), intervienen en la
configuración de los imaginarios populares y determinan, sin duda, estilos culturales
propios. Pero la incidencia de este factor debe ser demarcada. Una generalización abusiva
de la misma otorga el carácter de paradigmas míticos de la nacionalidad a ciertos rasgos del
mestizaje histórico hispano guaraní, básicamente de tradición campesina. Pero, aunque,
según queda señalado, el peso de esta tradición sea indiscutible y aunque la mitad de la
población del Paraguay sea rural, los imaginarios que moviliza ésta arrancan de
experiencias diversas provenientes de culturas indígenas, inmigrantes, citadinos y sectores
campesinos herederos de otras tradiciones, como la chaqueña11, o conformados por
generaciones de jóvenes que no se reconocen plenamente en la matriz mestiza.

La figura de identidad nacional se recorta sobre horizontes opuestos. Uno de ellos


está marcado por el nacionalismo militarista. Esta figura, de larga tradición histórica en el
Paraguay, presenta como exponente más fuerte y más reciente el modelo propugnado por la
dictadura de Stroessner (1954-1989), apoyado en tradiciones de fuerte arraigo local en
torno a la figura mitificada del “Ser Nacional”. Esencializado, el Pueblo encarna la idea de
Nación, contenido homogéneo fraguado en los moldes de un Estado omnipotente 12. A
partir de este modelo, la “identidad paraguaya” es el conjunto de notas propias que define
sustancial y eternamente “la manera de ser” del paraguayo como un todo compacto, ajeno a
los conflictos históricos y más allá de las brutales diferencias que fracturan el tejido social.

Otro fondo sobre el que se proyecta la cuestión de las identidades nacionales tiene
que ver con ciertos movimientos compensatorios (o, aun, reactivos) de reafirmación de las
identidades nacionales que producen la globalización y los procesos de integración regional
(en el caso del Paraguay, el Mercosur). Tanto las intenciones unificadoras de éstos como la
expansión avasallante de las corporaciones transnacionales constituyen amenazas para las
identidades territoriales y obligan a replantear el sentido de lo nacional, cargado por la
crítica posmoderna de connotaciones meramente reaccionarias. Pero una vez liberado de
fundamentos esenciales, el concepto de identidad nacional puede servir para acotar ámbitos
de identificación colectiva con prácticas culturales cuyo desarrollo depende en parte de
políticas estatales. Desde este concepto puede demandarse al Estado que cumpla sus
obligaciones en el plano de la promoción cultural cuidando que esta instancia no signifique
una nueva operación de clausura de lo identitario nacional sobre sí.

11
Aunque utilice el guaraní como lengua principal, el Chaco paraguayo o Región Occidental, que cubre la
mayor parte del territorio nacional, tiene características peculiares que lo distinguen profundamente de la
Región Oriental. Configura un hábitat específico, es escenario de historias particulares, en gran parte zafadas
de la narrativa mestiza guaraní, y territorio de grupos indígenas cazadores-recolectores (no guaraníes) y de
pobladores inmigrantes diferentes a los orientales.
12
He desarrollado este tema en El mito del arte y el mito del pueblo, RP edic. y Museo del Barro, 1986, págs.
72 y sgtes.

8
9

Identidad latinoamericana: dos cuestiones

Estironeado por expectativas y conceptos divergentes, el término “identidad


latinoamericana” renueva equívocos y pasiones cada vez que aparece en escena; y lo hace a
menudo desde los primeros años del siglo veinte. Impulsada por tradición tan larga, la
discusión sobre este tema ha cubierto el mapa latinoamericano y decantado un ámbito
relativamente parejo de acuerdos y divergencias. Efectos performativos inesperados: la
misma preocupación por la identidad acabó generando en los hechos una cierta
identificación colectiva (una identidad) en torno al uso de conceptos comunes, como los de
mestizaje e hibridez; la cuestión de lo propio, lo ajeno y lo apropiado; las diferencias entre
aculturación y transculturación, entre otros. Tanto mentar la identidad ha fundado una
cierta autoconciencia compartida: la experiencia de un “nosotros” que unifica, provisional e
imaginariamente, a sujetos muy diversos y promueve posiciones que pueden ser cruzadas
en proyectos coincidentes. Es que la propia crisis de identidad (la tribulación de quien debe
usar un lenguaje que lo nombra como otro) ha forzado a la periferia a madurar discursos y
vivencias acerca de un problema considerado extraño por el centro y, por eso, tratado por él
en forma displicente. (Y con lamentables consecuencias prácticas: no es necesario
enumerar los tantos casos recientes para verificar que el Primer Mundo tiene dificultades
casi insalvables para asumir los conflictos de identidad sin desatar tragedias).

Pero aun a pesar de aquellas azarosas coincidencias acerca del concepto de


“identidad latinoamericana”, sus equívocos siguen renovándose en torno al eje, vacilante,
de diversas posiciones y sucesivos desplazamientos suyos. Estas dificultades serán
resumidas bajo los siguientes subtítulos mediante la exposición de dos cuestiones básicas.

La oposición

La primera cuestión que levanta el uso del concepto surge del hecho de las
posiciones distintas a través de las cuales se lo trata. Enunciada desde el discurso del centro
(el llamado “Primer Mundo”), la periferia ( o “el Tercer Mundo”) ocupa el lugar del otro.
Éste significa la inevitable espalda oscura del Yo occidental: el reverso de la identidad
original. Ambos términos son considerados como momentos definitivos: no pueden ser
conciliados porque la asimetría que los enfrenta está formulada en clave de disyunción
ontológica. Y si ocurriera una inversión simple en el contexto de ese esquema, “¿quién
sería entonces el otro?”, pregunta Coronil 13. Es decir, el otro no representa la diferencia
que debe ser asumida sino la discrepancia que debe ser enmendada; no actúa como un Yo
ajeno que interpela equitativamente al Yo enunciador: se mueve como el revés subalterno y
necesario de éste. Su contracara fatal.

13
Coronil, Fernando, “Más allá del occidentalismo: hacia categorías geohistóricas no imperiales”, en Casa de
las Américas, La Habana, enero-marzo de 1999, pág. 26.

9
10

Considerada según este esquema dualista, la identidad es atributo fijo del centro; la
otreidad, cualidad propia de la periferia. Ambas se encuentran trabadas entre sí en un
enfrentamiento esencial y especular que congela las diferencias. Tomemos como ejemplo el
caso del arte: la porfía de aquel esquema hace que, aunque proclame el centro el derecho a
la diferencia multicultural, el arte latinoamericano sea valorado en cuanto expresivo de su
alteridad más radical: lo exótico, original y kitsch, lo alegremente entremezclado con la
tradición indígena y popular, etc. Del macondismo y el fridakahlismo al nuevo estereotipo
del híbrido latinoamericano que usa pinturas corporales bajo camisas de Versace
(falsificadas, claro) y levanta instalaciones con residuos de ritos enigmáticos y fragmentos
de su miseria ancestral, transita una amplia gama de nuevos exotismos, ansiosos del gesto
más pintoresco y la más típica seña para cosificar al otro enunciándolo desde afuera.
Muchas veces los propios artistas latinoamericanos entran en ese juego: o bien desarrollan
una obra crítica concebida como pura inversión de las propuestas centrales (operación que
reproduce, en negativo, la asimetría) o bien especulan con la demanda mediática de
identidad y ponen en escena los clisés de su alteridad: actúan de diferentes según los
guiones del mainstream.

Transterritorios

La segunda fuente de malentendidos que presenta el concepto de “identidad


latinoamericana”, vinculada a la primera, deriva de la reconfiguración de los mapas del
poder mundial que desorienta la marcha de un esquema basado en referencias territoriales
(el mapa de América Latina). Ya se sabe que terminada la guerra fría, la globalización
informática y la consolidación de los mercados supranacionales requieren un
reordenamiento de posiciones a escala mundial. Este cambio demanda a su vez la
reformulación de ciertos términos del régimen anterior. Por eso, zafados de sus propias
etimologías geopolíticas, muchos conceptos se han vuelto metáforas de una nueva y
fluctuante retórica planetaria: Europa es el logotipo de un “Primer Mundo” que incluye
Estados Unidos y Japón, así como Asia y América Latina son insignias de un “Tercer
Mundo” que involucra grandes poblaciones de inmigrantes ubicadas en los Estados Unidos
y Europa. Entonces -deslocalizados, diseminados a lo largo y lo ancho de una superficie
polifocal y enredada- los mismos términos “centro” y “periferia” deben ser reformulados
para que puedan asumir las nuevas situaciones transterritorializadas.

Estrategias

Ahora bien, aunque ya no resulte adecuado fijar las diferencias identitarias en clave
de oposiciones lógico-formales (primera cuestión) ni en registro de territorio (segunda), es
obvio que la tensión centro-periferia sigue intacta. Es más, ha vuelto a crisparse de modo
imprevisto apenas comenzado este siglo. Las nuevas políticas de seguridad, promovidas
por los E.E.U.U. alteran unilateralmente grandes principios del orden mundial, de espaldas
a tratados, códigos y convenciones que aseguraban valores básicos de igualdad a mucho

10
11

costo conquistados14. Esta conmoción revela de manera casi caricaturesca lo que ya se


presentía por debajo de los discursos democratizantes y multiculturalistas: que existen aún
ciudadanos de primera y de segunda, o ciudadanos y no-ciudadanos, y que el Centro y la
Periferia, el Primer y el Tercer Mundo, siguen divididos aunque fuere por muros dispersos,
móviles e invisibles. El endurecimiento de las furtivas fronteras globales no hace más que
evidenciar asimetrías que nunca fueron saldadas y que no se refieren solamente a las
brutales desigualdades socioeconómicas sino a la calidad de vida y a la dignidad humana,
factores decisivos para enfatizar contrastes identitarios15 .

Puesto que, para criticar el retorno de la segregación en clave global, no se trata de


propugnar una actitud reactiva que vuelva a absolutizar las oposiciones, conviene imaginar
estrategias de contestación de la hegemonía central que no pasen por el antagonismo
radical. Ante la primera cuestión expuesta en este apartado -la oposición metafísica entre lo
uno y lo otro – cabe invocar operaciones desconstructivas que trabajan la mutua inclusión
de las imágenes adversarias en la configuración de las identidades (que, así, nunca pueden
ser comprendidas como idénticas a sí mismas)16. Esta situación paradójica excluye toda
posibilidad de clausurar la identidad en el momento de su pura exterioridad respecto al otro
(en la total coincidencia consigo mismo): lo identitario se juega siempre en un tercer
espacio que obliga a sus términos a salir de sí y trascender el particularismo de sus
emplazamientos.

Por eso, no existe un desenlace definitivo para la tensión centro/periferia, cuyos


términos, inconciliables, oscilan siempre empujados por disputas y acuerdos diversos. Este
punto se conecta con la segunda cuestión. El desanclaje de aquellos términos posibilita
reivindicar la diferencia de lo latinoamericano no a partir de su oposición abstracta al
modelo central sino de sus posiciones propias, variables, determinadas por intereses
específicos. Desprendidas de bases fijas, fluctuantes como las posiciones centrales, las
periféricas adquieren una movilidad que las permite desplazarse con agilidad y cambiar

14
Me refiero, por ejemplo, al tratamiento humillante que reciben los habitantes de países periféricos en los
aeropuertos norteamericanos: fichados como criminales y sometidos a interrogatorios e inspecciones
intimidantes. Estas discriminaciones exasperan los contornos de las identidades: los inflaman.
15
García Canclini afirma que la “globalización selectiva” restringe a las elites el derecho a la ciudadanía y
acelera las contradicciones entre los países periféricos y las metrópolis “donde se excluye a desocupados y
migrantes de los derechos humanos básicos: trabajo, salud, educación, vivienda. (Néstor García Canclini.
Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. Grijalbo, México, 1995, pág.
26). Por otra parte, “la concentración en Estados Unidos, Europa y Japón de la investigación científica y de
las innovaciones en información y entretenimiento, acentúa la distancia entre el Primer Mundo y la
producción raquítica y desactualizada de las naciones periféricas”. (Aut. cit. La globalización imaginada.
Paidós. Buenos Aires, 2000, pág. 24). Estas desigualdades exacerban las diferencias identitarias basadas en
posiciones centrales o subalternas: “solidarizan a las elites de cada país con un circuito internacional y a los
sectores populares con otro” (Aut. cit. Consumidores y ciudadanos... pág. 51).
16
En esta dirección, afirma Laclau que “... la identidad de las fuerzas opresivas tiene que estar de algún modo
inscrita en la identidad que busca la emancipación ..: ser oprimido es parte de mi identidad como sujeto que
lucha por su emancipación...” Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia. Ariel, Buenos Aires, 1996, pág. 38.

11
12

pragmáticamente sus emplazamientos para concertar, debatir o enfrentarse a aquellas en


movimientos que no responden a un cuadro formal de oposiciones establecidas sino a los
azares de la contingencia histórica. Esta soltura posibilita ejercer la diferencia identitaria
no como mera reacción o resistencia defensiva sino como gesto afirmativo, obediente a sus
propias finalidades.

No se trata pues de impugnar o aceptar lo que viene del Norte porque venga de allí,
sino porque conviene o no a un proyecto propio. Sobre este supuesto, la negociación se
vuelve instrumento cotidiano de las identidades en la difícil arena global: permite (exige)
crear sistemas de alianzas provisionales, apropiarse de imágenes o discursos ajenos,
desconocerlos, tergiversar su sentido o reinscribirlo en otro lugar, renovar las tácticas de la
presión y los argumentos de la protesta, replegarse para buscar un flanco mejor de
acometida.

Este tiempo incierto, carente de fundamentos, transido de contingencia, impide que


el término “identidad latinoamericana” se emplee como expresión forzosa de un contenido
único y lo abre a designar un ámbito, discursivamente construido, en el que coinciden o se
cruzan propuestas alternativas de significación, jugadas que se resisten a ser identificadas
en el discurso rectilíneo enunciado desde el centro. Pero, ya se sabe: ni los términos
“identidad” y “resistencia” ni el vocablo “centro” conservan ya las acepciones nítidas que
poseían: aquel ámbito supone inevitablemente un escenario revuelto y nublado que descarta
toda pureza en las propuestas periféricas.

Identidad regional

La instauración de un escenario regional, impulsado por El Mercosur, acerca otras


cuestiones al ámbito inestable donde actúan las identidades. Plantea el desafío de construir
una nueva macro-identidad (la conciencia de un “nosotros Mercosur”:la identificación con
pautas culturales regionales) y una ciudadanía “mercosurista” y obliga a las distintas
identidades (nacionales y sectoriales) a reinterpretar sus posiciones adecuándolas al nuevo
marco supra-nacional17. Pero simultáneamente, suscita la afirmación de las diferencias
nacionales y sectoriales que parapetan sus particularidades ante el riesgo de la
homogeneización. Por eso, estos cambios introducen tensiones entre los diferentes
encuadres identitarios -regional, nacional, sectorial- que terminan por definir mejor, y aun
por reforzar, las posiciones de sus términos. Por lo tanto, paradójicamente, el reto de
construir una identidad regional promueve cierto endurecimiento de las identidades

17
Jelin se refiere a esta cuestión sosteniendo que “los cambios en las formaciones identitarias (los
cruzamientos entre identidades de género, de clase o de función social, por un lado, y las identidades
nacionales, por otro) producen una combinación de cambios en los marcos interpretativos (en la esfera
nacional, regional o global) y en las oportunidades políticas que se abren (o se cierran) en el proceso
Mercosur”. Elizabeth Jelin. “Novas identidades e integraçâo cultural. Cidadania, movimentos sociais e
Mercosul” en José Álvaro Moisés y otros. Cultura e democracia, Volumen 3, Ediçôes Fundo Nacional de
Cultura, Río de Janeiro, 2002, pág. 49 (Traducción del autor).

12
13

nacionales y parciales Así, por un lado, enfatiza la autopercepción de un “nosotros-Nación”


(provocado tanto por el sistema de representaciones nacionales como por las disputas,
alianzas y negociaciones que suponen las asimetrías entre países, los conflictos entre
políticas públicas nacionales, etc.); por otro, impulsa el afianzamiento de identidades
sectoriales que consolidan sus posiciones a través de cruces transnacionales (movimientos
sociales y culturales que crean redes solidarias por encima de las fronteras)18.

Estos desplazamientos hacen muy difícil la constitución de una identidad


“mercosuriana”. Pero también inciden en esta dificultad otros factores, como la actual crisis
de los modelos de integración regional y, consecuentemente, las dificultades que tienen
tales modelos en rebasar el ámbito meramente mercadológico y gubernamental para asumir
programáticamente los contenidos sociales y culturales de la integración. De todas maneras,
el reto que plantea -o planteara, según se considere o no su vigencia- el Mercosur subraya
el tema de las identidades y las ciudadanías supranacionales, lo que supone una
transformación fuerte en los formatos localistas de las identidades y en la idea de
ciudadanía forjada en los límites del Estado-Nación.

Identidades globales

El concepto de espacio público se encuentra históricamente condicionado por el de


Estado-Nación. Pero el desplazamiento de lo territorial y lo nacional por indefinidas
instancias globales anónimas y transterritorializadas resitúa en gran parte el lugar de lo
público. Este deviene así difusa zona deslocalizada: no-lugar cruzado desordenadamente
por redes de información, de comunicación y consumo y abierto a intereses disímiles. Es un
espacio neutral y amorfo levantado por las nuevas modalidades del capitalismo
contemporáneo y regido por la industrialización de lo simbólico (la cultura, el espectáculo,
el entretenimiento y la publicidad, articulados por circuitos mediales) por encima de los
contraídos Estados nacionales. La cuestión que se plantea acá y que será considerada luego
es la de si resulta posible convertir esa tierra de todos y de nadie (o de pocos) en sede de
confrontaciones democráticas, en principio constructor de ciudadanía global.

El desplazamiento de lo local introduce nuevas matrices de identidad, configuradas


cada vez más por factores trans-estatales (la tecnología y el mercado) antes que por
identificaciones basadas en la pertenencia a la comunidad o la Nación. Pero, en contra de lo
esperado o temido, la globalización no ha homogeneizado las identidades. Este hecho se
debió a la obstinada resistencia de lo diferente pero también ciertamente, a razones que
obedecen a la propia lógica del capitalismo pos-industrial. Por una parte, los cálculos del
mercado pos-fordista tanto como impulsan el establecimiento de códigos universales
promueven la segmentación de los públicos consumidores y fomentan la diversidad
(aunque manipulen sus alcances). Por otra, a pesar de que sus efectos tienen alcances

18
Véase, Gerardo Caetano y Jorge Balbis, “Mercosul, identidades sociais e sociedade civil: sindicatos,
empresarios, cooperativas e ONGs” en José Álvaro Moisés y otros, op. cit. pág. 57.

13
14

planetarios, la globalización no ocurre en forma pareja: concentra fuerzas, mantiene la


asimetría en la distribución de sus beneficios (aunque no en la asunción de sus costos) y
fomenta nuevas exclusiones y desigualdades19. Estas asimetrías son responsables de tantos
atrincheramientos de diferencias locales, tantos fundamentalismos que, basados en la
reafirmación militante y extremista de la identidad, ensombrecen el mapamundi
contemporáneo20.

El siglo XXI parece haber comenzado con la exacerbación de los fundamentalismos


a escala planetaria. La caída de las torres gemelas y las invasiones (verdaderas guerras
civilizatorias) de Afganistán e Irak han revelado de pronto que el ideario pluralista con que
se cerrara el siglo pasado encubría oscuros etnocentrismos y fanáticas formas de racismo e
intolerancia religiosa y cultural que parecían sabiamente extirpados. Ante la fuerza del
dogma de la fe o del capital, vuelve a fracturarse el mundo en secciones bipolares
inconciliables y vuelven a reconfigurarse en forma antagónica identidades esenciales de
formato universal: megaidentidades reactivas, reaccionarias, imposibles de ser confrontadas
en ninguna instancia de mediación. Sobre este trasfondo apocalíptico, la diferencia entre
Oriente y Occidente, Primer y Tercer Mundo, Centro y Periferia, recupera el perdido
carácter de una disyunción metafísica y fatal: el sentido de una contradicción radical entre
Civilización y Barbarie, desde un lado; entre Verdad Absoluta y Herejía, desde el otro.

Hay otro tipo de identidades mundiales que se afirma fuera de esta escena trágica.
Al lado de las identidades de consumidores conformadas por públicos, audiencias y
clientelas y diferenciadas en targets, es decir, formateadas massmediáticamente, se perfilan
nuevos modelos de ciudadanía global21. Por ejemplo, la invasión de Irak generó, como
nunca lo había hecho antes un acontecimiento histórico, un “nosotros” mundial
antibelicista. Esta identidad duró lo que la guerra, o un poco más, pero sirvió para fijar
posiciones que permiten entrever la posibilidad de una esfera pública transnacional donde
se negocien posiciones sobre el fondo de acuerdos éticos básicos y en pos de los grandes

19
El discurso globalizador, dice García Canclini, “recubre fusiones que suceden entre pocas naciones. Lo que
se anuncia como globalización genera interrelaciones regionales, alianzas de empresarios, circuitos
comunicacionales y de consumidores de países europeos, América del Norte o la zona asiática”. Y más
adelante: “Este conjunto de cambios tecnológicos y mercantiles (la globalización) sólo adopta formas globales
cuando se establecen mercados planetarios de las comunicaciones y del dinero, tras agotarse la división
bipolar del mundo”.Néstor García Canclini, La globalización imaginada, Paidós, México, 1999, págs. 32 y
45.
20
Stuart Hall encuentra que la globalización produce dos tendencias contradictorias en el ámbito de lo
identitario: el descentramiento, el dislocamiento y el hibridismo de las identidades, por un lado y, “ por otro, y
exactamente al mismo tiempo, el resurgimiento de los nacionalismos y el retorno de formas fijas de identidad
y otros particularismos culturales y étnicos, como una respuesta defensiva ante la globalización”. Op. cit.,
pág. 60.
21
Las identidades generadas en torno al consumo no son precisamente incompatibles con la construcción de
ciudadanía; considérese al respecto la figura de consumo activo o apropiativo desarrollada por Néstor García
Canclini en Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización, Grijalbo, México,
1995, y en La globalización imaginada, op. cit.

14
15

intereses colectivos desdeñados por la razón mercantil (como la protección del medio
ambiente y el respeto de los derechos humanos). Así, diversas formaciones sociales
independientes, provistas de grados diferentes de estabilidad y consistencia institucional,
entretejen mundialmente redes participativas de solidaridad y debate y crean comunidades
interactivas online, foros de discusión estratégica, movimientos de presión ante gobiernos u
organismos internacionales, asociaciones inter-ciudades o fundaciones transnacionales de
apoyo al desarrollo sociocultural, etc.; figuras todas ellas, entre otras, que anudan líneas
tangenciales de acción ciudadana y permiten imaginar nuevas tramas de lo público global.

Brea considera que la asociación de economía e imagen técnica, característica de la


actual fase cultural del capitalismo, opera hoy como el principal factor de investidura de
identidades. El proceso de fusión medial de poderosos sectores industriales (de la cultura, la
información, la comunicación) se convierte en el más potente operador simbólico de la
historia y, por lo tanto actúa de manera determinante en la constitución de subjetividades y
modelos de reconocimiento, diferenciación y experiencia de comunidad22. Ante esta
situación, el autor identifica dos grandes retos políticos relacionados con los procesos de
producción de identidad. El primero, de carácter sustantivo, exige desarrollar nuevas
formas de subjetivación y socialización mediante las cuales renovar “la experiencia de lo
común, la pertenencia y participación en una comunidad”23. El segundo, de talante formal,
supone “instrumentar las mediaciones de representación colectiva que permitan a la
ciudadanía la gobernanza colectiva de su destino, el ejercicio de la libre decisión y
conducción colectiva de los asuntos que le conciernen”24.

También el inquietante concepto de “multitud”, propuesto por Virno25 y


desarrollado por Negri y Hardt26, podría ser considerado a la hora de analizar nuevas
formas de identidad y relaciones comunitarias. Pero es posible que más sirva esa figura
para avivar el debate acerca de un tema necesario que para ofrecer pistas fecundas en el
complicado itinerario de las sociedades periféricas, demasiado diferentes a las que
condicionaron el concepto. La pos-hobessiana idea de multitud de Virno se opone a las de
pueblo, Nación y Estado, a las de acción y representación política, a la de esfera pública. La
crisis del modelo laboral fordista habría desplazado las clases tradicionales por un nuevo
agente histórico desestructurado y contingente: un amasijo anárquico de sectores que no
aspiran a la hegemonía sino a la revuelta; a desobedecer los poderes instituidos, preservar
sus formas de vida radicalizadas e imaginar formatos diversos, imprevistos, de comunidad:
“La multitud tiene un vínculo directo con la dimensión de lo posible: cada estado de cosas

22
José Luis Brea, El Tercer Umbral, Estatuto de las prácticas artísticas en la era del capitalismo cultural,
Cendeac, Murcia, 2004, págs. 20-23.
23
Op. cit. pág. 30.
24
Op. cit. pág. 31.
25
Paolo Virno, “Virtuosity and Revolution: The Political Theory of Exodus” en Radical Thought in Italy. A
Potential Politics, Paolo Virno y Michael Hardt, edits., Minneapolis-London, University of Minnesota Press,
1996.
26
Toni Negri y Michael Hardt, Imperio, Paidos, Barcelona, 2002.

15
16

es contingente, nadie tiene un destino...”, dice Virno27. El autor encuentra en la multitud


una alternativa de ciudadanía globalizada pero este conjunto amorfo de pos-subjetividades,
aunque podría ser considerado en sus posibilidades dinamizantes y contestatarias,
perturbadoras, mal podrían aportar a una escena, como la latinoamericana, quebrantada por
la deserción del Estado, la debilidad societal y el déficit de escena pública. Casullo sostiene
en este sentido que “no son las multitudes sino los poderes estatales, empresarios y
financieros los que decidieron fugar de la sociedad hasta desampararla”; y que “es la falta
de producción, regulación y presencia estatal de poderes en educación, salud, vivienda,
justicia, finanzas y seguridad lo que gesta finalmente a las multitudes contra tal política
desertora que desintegró el país (se refiere a la Argentina)”28.

Es cierto que estamos lejos de la utopía de la ciudadanía global o la comunidad


universal de comunicación soñada por Habermas: la esfera pública global, como punto de
confrontación en lo concerniente a los moradores de este mundo amenazado, se encuentra
en un lugar ideal que debe ser perseguido (aunque nunca pueda ser alcanzado) a través de
empeños plurales y oficios dispersos, a contrapelo del curso marcado por las hegemonías
mundiales que vedan el derecho a una ciudadanía plena a las regiones pobres del planeta,
que son las más, sin duda. Pero aquellos empeños proliferan: crecen esos quehaceres
diseminados que logran coincidir en el ciberespacio y fundar en él un ágora virtual
transitorio, o consiguen congregarse en encuentros mundiales o regionales centrados en
temas artístico-culturales o en los problemas relativos al ecosistema planetario, la
desigualdad, la corrupción o la violencia. Un ejemplo interesante de esta modalidad podría
encontrarse en el Foro Social Mundial que, en su cuarta edición, se reuniera recientemente
en la India (anteriormente lo hizo en Porto Alegre, Brasil). Estas irrupciones inesperadas
anuncian modalidades imaginativas de construcción de ciudadanía transnacional, aportan
ejemplos de medios horizontales y descentralizados a través de los cuales ejercerla y
mantienen abierto el lugar (el no-lugar) de la utopía en medio de una escena desencantada.

Las iniciativas recién citadas no intentan (o no deberían hacerlo, al menos) asumir


posiciones reactivas que signifiquen la pura contradicción respecto a los poderes globales.
Ubicadas en los promiscuos terrenos del mapamundi globalizado, buscan disputar
emplazamientos y regatear en torno a intereses contrapuestos; encontrar ángulos favorables
desde donde insertar la diferencia e imaginar políticas alternativas, estrategias capaces de
desorientar el sentido fijado por los tecnócratas transnacionales. Se trata, en suma, de, junto
con los riesgos, asumir las ambigüedades que presentan aquellos terrenos ilimitados
tratando de forzar en ellos espacios abiertos a actores sociales múltiples tanto como a las
megacorporaciones, los organismos interestatales y los Estados. Desde allí podrían

27
En Flavia Costa, “Entre la diferencia y el éxodo; una entrevista con Paolo Virno” en Suplemento Cultural
del Diario Clarín, Buenos Aires, 19, enero, 2002.
28
Nicolás Casullo, “Sobre Paolo Virno: ¿Qué es lo que políticamente nos está sucediendo en la Argentina?”,
en Revista de Crítica Cultural, Nº 24, Santiago de Chile, Junio 2002.

16
17

trenzarse proyectos diversos, interconectar circuitos esparcidos y negociar con creatividad


las agendas distintas de cara a un futuro sustentable.

Articulaciones
La integración social, fundamental para nuestras sociedades frágiles y dispersas, es
resultado de una tarea de construcción política, que concierne tanto a la sociedad civil,
principio de iniciativa social, como al Estado, responsable del rumbo colectivo. En esta
faena las identidades tienen una injerencia decisiva: encapsuladas, devienen factores
socialmente disolventes; enmarcadas en una empresa solidaria, resultan proveedoras de las
muchas imágenes, deseos y sombras que dan espesor y arraigo a la institucionalidad
democrática. Regresemos, pues, al ámbito de las identidades sectoriales y al desafío
fundamental que se plantea a éstas: la necesidad de que las mismas trasciendan sus
intereses particulares y sean inscriptas en la esfera pública: que se vinculen a proyectos
éticos orientados al interés colectivo.

Esas necesidades exigen el oficio de las grandes instancias especializadas en la


intermediación, representación y unificación de la sociedad en vistas a los intereses de la
res pública. Sin embargo, hoy ambas instancias resultan insuficientes por complejas
razones nuevas, tales como la merma del Estado ante la irrupción de poderes fácticos
globales, la crisis de representación de los partidos, la disgregación de los relatos
unificadores y la misma aparición de nuevas identidades sociales que, en parte
considerable, reemplazan a los tradicionales sujetos colectivos. Tal menoscabo de la
representación moderna convoca una presencia mayor de la sociedad en la tarea de
integración social, sin que la misma signifique la sustitución de funciones (del Estado y los
partidos) que no pueden ser relegadas. La cuestión es difícil porque la sociedad civil,
ámbito de lo múltiple y lo desigual, en principio no se encuentra preparada para ese
cometido, pero la tensión que alberga ella entre sus dos polos -el corporativo, que atiende
los intereses particulares, y el solidario, que mira el conjunto- dinamiza su curso y permite
que enfatice ella el segundo momento para asumir los desafíos nuevos. Es indudable que
durante las dos últimas décadas las organizaciones intermedias han colaborado a
reposicionar la frontera entre lo público y lo privado, ensanchar y fortalecer la esfera de lo
colectivo, renovar los sistemas de representación y participación y a promover, así, una
textura social más consistente y un resguardo mejor de los intereses colectivos.

El espacio de la sociedad civil se vuelve entonces una escena privilegiada para


negociar la disputa entre las demandas parciales y el bien común. Conviene pues instalar
allí la cuestión de las identidades y, desde ese lugar, apuntar a engancharla con la idea de
ciudadanía. Si aquella manifiesta la diversidad y reivindica la diferencia en su expresión
más concreta, ésta representa el momento entero y formal promovido por el Estado como
principio universal de la igualdad de derechos. Vinculadas entre sí, ambas figuras resultan
favorecidas: la de identidad tiene mejores posibilidades de acceder a una dimensión

17
18

pluralista y una inscripción democrática y la de ciudadanía, a sortear los riesgos de cierto


legalismo formalista que a menudo la estanca29.

El problema es, de nuevo, cómo ensamblarlas, ubicadas, como están, en


dimensiones tan separadas. El concepto de participación ciudadana puede actuar como
instrumento mediador entre ambas y ayudar a trabajar las identidades como los
componentes corporativos de un proyecto ciudadano amplio. Según Vial, a quien sigo en
este concepto, éste designa cierta respuesta a los fenómenos de globalización,
fragmentación de totalidades y segmentación de los grandes conglomerados sociales
(representados en los partidos políticos tradicionales) que se traduce “en la incorporación
de nuevas organizaciones que realizan un tipo específico y distinto de participación política
que denominamos ciudadana”. Este modelo de participación se distingue de otros
(comunitarios, corporativos, solidarios), o aun de la misma participación política
tradicional, por su posibilidad de “integrar, al menos potencialmente, la creciente
fragmentación de los nuevos sujetos sociales y buscar síntesis adecuadas a la
heterogeneidad de los intereses representados en un bien común que sea pertinente para
todos” 30.

Me remito al autor citado para un desarrollo de este tema; acá interesa retener y
recalcar la posibilidad de desconstruir el concepto clásico de ciudadanía liberal (derechos
abstractos a la igualdad concretados en el voto) y permitirle abrirse a la diversidad, asumir
la diferencia y, entonces, devenir también ciudadanía social, cultural, racial, étnica, etc.31
La ciudadanía es considerada, así, no como status formal, plenamente constituido de modo
a priori, sino como una construcción histórica y contingente que supone la participación
política de diversas identidades particulares32. Estas se alían entre sí, compiten, luchan,
negocian y dirimen sus conflictos en un terreno delimitado por el horizonte de la res
pública. Mouffe trabaja la intersección de los conceptos de identidad y ciudadanía
reformulando el universalismo de ésta en clave de función articulatoria. Propone
comprender el mismo concepto de ciudadanía como una identidad política, en cuanto se

29
García Canclini propone abrir el concepto de ciudadanía a la diversidad multicultural para
desustancializarlo y liberarlo de una acepción estatizante y del peso de un juridicismo abstracto. De este
modo, tal concepto no hablará sólo “de la estructura formal de una sociedad” sino que podrá abarcar “las
prácticas emergentes no consagradas por el orden jurídico, el papel de las subjetividades en la renovación de
la sociedad”. Néstor García Canclini, Consumidores y ciudadanos... op. cit. págs. 20 y 21.
30
Alejandro Vial. “Introducción. El Paraguay en un mundo global; retos, desafíos y oportunidades” en A.
Vial (coordinador), Cultura política, sociedad civil y participación ciudadana. El caso paraguayo, CIRD,
Asunción, 2003, pág. 36.
31
Para una complejización mejor del concepto de ciudadanía, véase Line Bareiro “Ciudadanía y Derechos
Humanos en Clave Femenina”, artículo no publicado que recoge el debate desarrollado por la autora como
hipertexto para el Seminario del PRIGEPP: Democracia/s, ciudadanía y Estado en América Latina. Análisis
de género de los caminos recorridos desde la década del ´80 y futuros posibles.
32
Este concepto de ciudadanía diversa puede ser confrontado con el de “ciudadanía plena” manejado por Line
Bareiro y Jane C. Riquelme en Nuevas Voceras de la ciudadanía plena, Centro de Documentación y Estudios,
Documento de Trabajo Nº 47, Asunción, 1998, págs. 33 y sgtes.

18
19

crea a partir de la identificación con la res pública. Esa identidad supone la existencia de
diversos intereses particulares que aceptan las reglas de juego de los intereses públicos. “En
este caso, la ciudadanía... es un principio de articulación que afecta las diferentes
posiciones subjetivas de los agentes sociales ...aunque reconociendo una pluralidad de
lealtades específicas...”33. El modelo de articulación que Mouffe ha trabajado con Laclau
sostiene que criticar la idea de ligazones esenciales entre las identidades no significa negar
los constantes esfuerzos para establecer entre ellas vínculos históricos, contingentes y
variables. “Este tipo de vínculo que establece una relación contingente, no predeterminada,
entre varias posiciones es lo que designamos como articulación”34. La articulación cuenta,
así, con un estatuto básicamente discursivo, capaz de enlazar provisionalmente las
diferentes posiciones de sujeto.

Desconstruido, el concepto de ciudadanía, como el de identidad, se ha vuelto así,


contingente: depende de estrategias circunstanciales de sujetos que participan desde lugares
diferentes y en pos de distintas causas. Esto constituye una ventaja en términos de
pluralismo democrático pero presenta riesgos nuevos: nada garantiza ya el cumplimiento de
un proyecto colectivo. Y la producción de la ciudadanía pasa a depender no sólo de las
eventualidades de las posiciones diferentes y los vínculos inestables sino de lo propicio o
desfavorable de las condiciones históricas. En el Paraguay los factores adversos pesan de
una manera tal que por momentos resulta milagroso que se sostenga un país perturbado por
las brutales diferencias sociales y económicas (con sus secuelas de miseria, exclusión y
violencia), la corrupción, el derrumbe económico, la crisis financiera, la fragilidad de las
formas sociales, la decadencia de las elites gobernantes y el consiguiente descrédito en los
partidos políticos y el Estado. Además, luego de casi 35 años de dictadura militar, la falta
de tradición democrática pesa. Analizando el tiempo de la “Transición a la Democracia”
Martini sostiene que “en sólo 14 años no es sencillo el armado de un tejido socio-cultural
sólido en el marco de un sistema democrático si, además, en el imaginario colectivo la
democracia es un valor poco conocido en su práctica. La transición paraguaya no puede
leerse como si fuera la redemocratización de un Estado de derecho perdido... en el
Paraguay la tarea es fundacional, creadora de unas normas previamente inexistentes: ...es
un esfuerzo prometeico”35.

Sobre este contexto oscuro se ha avanzado, sin embargo bastante, con relación a los
tiempos aciagos de la dictadura. Desde lo ganado en el plano de las libertades cívicas podrá
alentarse la posibilidad de desarrollar formas participativas y solidarias que amplíen
efectivamente el espacio de la ciudadanía y lo proyecten desde el ámbito electoral a niveles
socioculturales diversos. Y este “esfuerzo prometeico” puede alimentarse de la energía

33
Chantal Mouffe. El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical,
Paidós, Buenos Aires, 1999, pág. 101.
34
Ídem, pág. 112.
35
Carlos Martini, “Transición política y económica. Una mirada política a la Transición” en Alejandro Vial
(coord.), op. cit. pág. 199.

19
20

vital de las identidades y puede crecer con el afán de inscribir la diferencia en un proyecto
que parece zozobrar, pero se mueve.

Capítulo II
Identidades, arte, modernidades. Un caso
Introducción
Este capítulo aborda la cuestión de la identidad trenzándola con otros temas: el de
la producción artística y el de la modernidad. A partir de este expediente traza un
esquemático itinerario que cruza al sesgo la modernidad artística en el Paraguay y
desemboca en los tiempos actuales36.

El arte

Con la tarea de afirmar el espacio público, figura que cierra el capítulo anterior, el
arte tiene una cuenta antigua. Un compromiso que ha sobrevivido al desprestigio de las
utopías, aunque lo haya hecho en detrimento de sus pretensiones mesiánicas y sus aires
universalistas. Las formas del arte trastornan el tiempo social y hacen entrever otras
dimensiones suyas: permiten reelaborar el peso denso de la memoria, diferir, dilatar o
condensar la vivencia del presente y desplazar o anticipar futuros; instauran un espacio para
el deseo; inventan un nombre, efímero, para lo que no puede ser dicho; imaginan una cifra,
imposible, para el silencio o la falta. Estas formas oscuras, extrañas, cuya trama resulta
indispensable para renovar el sentido colectivo, se nutren de puntos sensibles de la
experiencia social; las identidades son algunos de ellos.

Las identidades son buenas productoras de imágenes: las necesitan para que la grey
se reconozca en ellas. Son expertas, así, en precipitar asociaciones, vincular figuras
disímiles, retener o desviar la percepción de las cosas; en fin, son versadas en oficios
contiguos a los del arte, que para representar lo real debe ingeniárselas mediante artificios
variados. Por eso la producción estética se encuentra señalada por retóricas particulares: es
distinguible un estilo propio de sectores específicos, de localidades y regiones, de
comunidades diversas, parcialidades indígenas y asentamientos rurales. Las identidades

36
Redactado en 1999, este artículo fue parcialmente revisado en el año 2003, básicamente a los efectos de
insertar en él referencias breves a los acontecimientos que impactaron el concepto de identidad luego del año
2001. Sin embargo, puesto que se mantuvo el esquema original del texto, éste traza un panorama rápido de
las artes visuales del Paraguay que alcanza sólo hasta mediados de la década de los noventa.

20
21

demarcan sus territorios simbólicos en torno a la particularidad de la expresión y las


contraseñas de sus formas propias.

El colapso que ha sufrido la autonomía del arte produce un desplazamiento serio de


sus lugares tradicionales y un desmantelamiento de sus fronteras. Resulta hoy imposible
fijar la competencia de lo artístico a partir de los puros ministerios de la forma: lo
tradicionalmente considerado como extramuros con respecto al arte aparece en escena
solicitando la atención y demandando el empeño de los artistas contemporáneos: la realidad
sociohistórica, lo real imposible, las prácticas políticas, el ecosistema y, muy
especialmente, la cuestión de las identidades, que pasa a integrar preocupaciones centrales
del arte y se vuelve un importante eje temático y reflexivo suyo durante gran parte de la
década de los años noventa. (Por eso, lo identitario comienza a actuar en los
-desalambrados- terrenos del arte no sólo como principio de diferencia de productores
diversos sino como contenido conceptual de las operaciones artísticas).

Paralelamente al tema recién expuesto, la energía que las identidades diferentes


otorgan a las imágenes del arte es capaz de recargar los imaginarios y renovar las
representaciones colectivas según una lógica propia de integración que no corresponde
exactamente a la de los sectores que producen esas imágenes. Estas se filtran por resquicios
del cuerpo social, adquieren dinamismos y temporalidades particulares: no acompañan el
quehacer de los actores. A veces, el arte de un país o una región puede nutrirse del stock de
imágenes que acercan, desde lejos, comunidades segregadas; otras veces, no puede
incorporar a su patrimonio o vincular entre sí formas de sectores bien integrados a la
institucionalidad nacional o regional. Es que, ya se sabe, la representación estética
transcurre en dimensiones nunca equiparables a los otros niveles socioculturales; nunca
logra empalmar con la realidad: resulta más eficaz en cuanto mejor expresa su incapacidad
de alcanzar lo buscado.

Esos inevitables desacoples producen asperezas y desniveles, pliegues y brechas en


la trama de los imaginarios sociales, que nunca logran reunir al mismo tiempo todas las
piezas y nunca pueden concertarlas en un solo plano. Aun así, resulta indispensable
imaginar vínculos de sentido urdidos con esas formas disímiles o, por lo menos, áreas de
confrontación donde ellas puedan cruzar sus derroteros múltiples y entretejer los rastros de
sus pasos desiguales. Esas intersecciones traman reticulados cuya geometría -confusa,
impura- resulta fundamental para el sustento de las representaciones sociales.

Pero los desacoples que obran entre las formas del arte y las realidades que
representan ellas traen otros desencuentros. Apoyado en identidades, conectado a
experiencias directas y memorias locales, el arte parece expresar con mayor facilidad el
momento de la diferencia que el de la unidad; o, por lo menos, el de la cohesión
comunitaria antes que el de la social (en términos hegelianos, el de la identificación
primaria antes que el de la secundaria). Por eso, su desafío mayor de cara a lo público
coincide con el reto que tienen las identidades ante esa misma cuestión: enlazar recuerdos

21
22

esparcidos, deseos y ficciones flotantes para imaginar representaciones compartidas. El arte


tiene buenos recursos para enfrentar este desafío: su vocación oracular y sus formas arteras
están prontas para revelar, anticipar o inventar las figuras fugaces de un conjunto posible e
imaginar, oscuramente, los contornos del sentido colectivo. Sus mecanismos miméticos
están preparados para capturar ese instante y registrarlo entre las razones que avalan el
pacto social y renuevan la convicción de estipularlo.

Modernidades

En segundo lugar, este capítulo confronta el tema de la identidad con el de la


modernidad, los cuales mantienen vínculos no siempre claros y casi nunca estables. Es que
las coincidencias entre ambos términos comienzan justamente entre brumas; se ha hablado
bastante de la equivocidad de lo moderno latinoamericano: casi tanto como de la
indeterminación de lo identitario latinoamericano. Hay otros nexos, claro; como cualquier
paradigma cultural, la modernidad impone sus maneras propias de tratar el tema. Pero,
como cualquier otro modelo, recibe ella formulaciones diferentes según las historias que
involucre. Por eso no siempre los criterios modernos de identidad han sido determinantes a
la hora de trazar las reglas del juego de lo mismo y lo otro en contextos explícitamente
modernos. Utilizo como ilustración de lo afirmado el caso paraguayo y, al hacerlo, entro en
tema.

Cruzando una historia


Memorias territoriales

El artículo Modernidades paralelas, que integra este mismo texto, encara otros
momentos de la modernidad; ahora serán considerados sólo aquellos que involucran la
cuestión identitaria, entendida ésta como juego de las diferencias que inquieta la
producción del arte o como tema de sus preocupaciones principales.

En el Paraguay, el proceso de producción artística accede oficialmente a la


modernidad muy tardíamente, en los años 50, aunque, de hecho, desde comienzos de siglo
se venía urdiendo en silencio el programa moderno, casi bosquejado ya en la década de los
cuarenta. Pero la cuestión de la identidad aún no se manifestaba como problema histórico:
si bien aparecía tematizada en motivos localistas durante los años 40, lo había hecho
desvinculada de debate con la tradición y falta de alcances colectivos. Por eso, en rigor, el
cuidado por acotar la particularidad de las formas y expresiones propias, así como el de
confrontarlas con los modelos hegemónicos, recién se manifiesta ya entrada la década de
los años 50. Entonces, los artistas que proponían una ruptura con el realismo de las Bellas
Artes comenzaron a preocuparse por el origen propio o trasplantado de las imágenes. Es
decir, iniciaron la pregunta por la identidad en condiciones de internacionalización; por el
conflicto que suponía plantear la modernidad al mismo tiempo como pasaporte de

22
23

cosmopolitismo y como expresión (redentora) de verdades locales. Pero esa integración


resultaba una tarea confusa porque los términos opuestos (lo propio y lo ajeno) aparecían
planteados como sustancias completas y exteriores entre sí y entraban, por eso, en
contradicción con la modernidad proclamada. Paradójicamente, la novata modernidad
paraguaya -como la latinoamericana en general- se había iniciado estrenando un modelo
anticuado (premoderno). Este desliz introdujo en su curso la inflexión de un destiempo
insalvable: la diferencia que aprovecha la dilación de lo diferido.

Volvamos al modelo de identidad que predominaba hasta entonces. El mismo era


fuente de confusiones pues implicaba una contradicción imposible de ser resuelta por la
práctica del arte: o bien éste se mantenía fiel al pasado, la tradición y las esencias locales o
bien se conservaba leal a la contemporaneidad y abierto al mañana. (Como todo dilema
simple constructivo, éste puede ser invertido: el arte debe optar entre ser anticuado o
colonizado). Por eso, aquel modelo devino fuente de culpas y recriminaciones: el artista
siempre se encontraba expuesto a la acusación de ser un renegado de su origen o un
desertor de su presente). Prácticamente toda la década de los 50 se ocupó de acentuar lo
particular (generalmente concebido en términos temáticos) en oposición a lo foráneo. Las
referencias locales no sólo se basaron en motivos “típicos” (paisajismo, indigenismo,
costumbrismo, etc.); también comenzaron a incorporar imágenes críticas de la naciente
dictadura: el propio tirano, el General Stroessner, se convirtió en seña de particularidad
local, en inicuo emblema identitario. Pero esta década tuvo claro que la identidad se
expresa no tanto en la utilización de motivos vinculados con el medio local como en la
apropiación de lenguajes universales. Sin embargo, la dificultad en pensar lo propio y lo
ajeno fuera de un esquema de mutuas exterioridades no pudo resolver, en términos
dialécticos, esta apropiación y, en muchos casos requirió apelar a una estratégica
disociación: la figura de formas cosmopolitas “cargadas” de contenidos particulares, que
actuaban así de polizones de verdades locales.

Dilemas

De alguna manera, esa dualidad expresaba la doble dependencia que sufría la bisoña
modernidad paraguaya, cuyos referentes identitarios se encontraban condicionados no sólo
por las hegemonías metropolitanas sino por los subcentros regionales. La producción
cultural de Asunción dependía de Buenos Aires y luego, progresivamente, de Sâo Paulo,
ciudades que se repartían la tarea de remendar un conflicto insalvable. Ubicados en puntos
extremos de ese conflicto, ambos polos coqueteaban con la posición contraria, pero resulta
claro que el universalismo constructivista rioplatense apostaba a lo internacional, mientras
que el arte brasilero se inclinaba hacia el lado de la identidad nacional y la naturaleza
propia y demostraba una preocupación mayor por las cuestiones sociales. Desconcertada,
Asunción vacilaba entre ambas posiciones: fue alternadamente formalista y contenidista y,
en forma sucesiva, proclamó tanto su reconocimiento del origen como su ansiedad por
sintonizar el horario mundial.

23
24

La década de los años 60 marcó un punto fuerte de tensión entre las matrices
identificatorias nacionales e internacionales. Ubicados todos en torno a la moderna
preocupación por el sentido histórico de sus obras, unos artistas entendían que la tarea
consistía en expresar los contenidos singulares de la experiencia local, el “pulso telúrico”;
otros, que radicaba ella en promover formas actualizadas y abiertas al cosmopolitismo
vanguardista. La década terminó con la hegemonía cosmopolitista: el ritmo local se apagó
ante los pasos retumbantes de vanguardias internacionales agresivas. Y seductoras: aún los
más comprometidos con las identidades propias asumieron, en algún momento de sus
itinerarios, una posición innovadora, “actualizada”: la otra cara de la identidad proclamada.
La impulsada por el avance de la comunicación masiva, el arrebatado optimismo en la
tecnología, en el desarrollismo, en la nueva sede neoyorkina de las luces ilustradas.

Pero, ya fueren marcadas en su paso por el grave ritmo nacionalista, ya por el


frenético compás de las vanguardias centrales, las nuevas identidades planteadas de cara al
programa moderno lograron afirmar ciertos momentos indecisos de un proceso demasiado
reciente como para ser asumido por entero. Es probable que las mismas incertidumbres y
contradicciones de ese proceso promovieran la ocasión de construir ámbitos propios de
identidad. De hecho, aunque partieran de modelos metropolitanos -impuestos, resistidos o
aceptados- las producciones locales lograron distinguirse de los patrones neocoloniales
mediante expedientes distintos que incluían empresas claras y contingencias variadas. No
sólo la voluntad transgresora es resorte de reapropiaciones originales: también lo son las
tantas interferencias que perturban el sentido de los modelos centrales (quizá empujadas en
silencio por los designios de esa voluntad obstinada). No poco de su carácter propio debe el
arte latinoamericano, el paraguayo en este caso, a erratas y malentendidos. A equívocos que
en mucho obedecen a la inconsciente vocación de diferencia.

Componendas

Un concepto propiamente moderno de identidad se impuso recién durante el


periodo de culminación de la modernidad artística paraguaya (ocurrida básicamente durante
la década de los años setenta, aunque iniciada unos años antes y terminada otros tantos
después). En los comienzos de esa etapa, en plena querella entre universalistas y localistas,
comienza a definirse en el Paraguay una concepción conciliatoria de la identidad, según la
cual deja ella de ser concebida en términos apriorísticos y pasa a ser tratada en clave de
historia. La dialéctica, motor de la modernidad, llegaba tarde pero lo hacía en buena hora,
cuando, embretada entre su vocación universal y los reclamos de la provincia, la
producción artística se hallaba falta de argumentos que ayudasen a destrabar sus
mecanismos y los abriesen a concordar aquellos extremos. O a disolverlos, muchas veces.
La identidad se vuelve ahora consecuencia de oposiciones superables en el curso de un
despliegue histórico previsible. A partir del supuesto de que el arte subalterno resulta de un
encuentro entre sus condiciones locales y los dictados imperiales, pueden sin culpa los
artistas periféricos evocar la memoria propia tanto como utilizar los recursos pródigos que
abastecen los centros. Como en los casos anteriores, las mejores obras resultan de

24
25

configuraciones particulares pues, aunque las síntesis se pretendan claras, de hecho, los
acuerdos entre lo propio y lo ajeno devienen turbias mezclas, emulsiones confusas,
provisionales. Y pocas veces triunfa el discurso en estas ocasiones nebulosas, aunque
observe el derrotero de la Razón lejana.

Por eso, este momento genera dos formatos contrapuestos de identidad. El primero
de ellos, el modelo sintético de identidad recién enunciado, asegura el aire reflexivo que
estaba precisando esta etapa para reponerse del shock de la modernidad y digerir las
bruscas innovaciones de los años 60. (Además, la acelerada internacionalización de la
economía paraguaya, así como cierto ocasional dinamismo suyo, había impulsado la
consolidación de un mercado de arte y fomentado la apertura de una escena calma). Las
tendencias conceptuales, hegemónicas por entonces, vieron un ambiente propicio en ese
tiempo dispuesto a estabilizar los procesos que lo habían constituido, consolidar sus
recientes conquistas modernas y zanjar los conflictos que podían estorbar su marcha. Por
eso, este modelo de identidad no trabajaba (como lo hace el arte actual) la romántica
crispación de tensiones irremediables: insistía en la conciliación y la coincidencia,
ocurridas en el curso de una evolución predestinada.

Pero, ya se sabe, la modernidad latinoamericana implica desarrollos equívocos y


dispersos, truncados a veces, siempre desordenados. Deambula más que avanza, disgregada
en muchos frentes, distraída ante rumbos cruzados. Por eso, al ser trazados en ámbitos
periféricos, los caminos del arte, por más rectos que se proyectaran, terminan descarrilados.
Y, por eso, las depuradas tendencias analíticas, al arribar al Paraguay, perdieron el ritmo de
sus pasos exactos. Es que aquella escena calma se recortaba entonces sobre un horizonte
ensombrecido por la dictadura con sus cifras bárbaras. Y su proclamado sosiego tanto debía
a la madurez de un proceso que había logrado ajustar sus desavenencias como al silencio
que imponen las mordazas: a la asfixiante quietud de una historia petrificada.

Una parte de la producción artística comenzó a asumir una posición crítica ante la
dictadura. Y lo hizo no tanto denunciando los infortunios de ese periodo ingrato cuanto
proponiendo imágenes capaces de movilizar sus representaciones congeladas por el mito
oficial. Pues bien, esa posición antidictatorial actuó como el segundo eje de identidades,
sobrepuesto al que sostenía el enfrentamiento entre lo propio y lo ajeno. Pero si los
términos de este enfrentamiento eran entre sí conciliables, los polos del binomio dictadura-
antidictadura se mantuvieron en tensa oposición: no podían ser concertados mientras durase
el conflicto que rasgaba su propia historia.

Consolidadas durante la década de los años 70, las tendencias de filiación


conceptual expresan bien ese momento desdoblado. Por una parte, concilian las exigencias
reflexivas locales con los dictados analíticos metropolitanos y revisan escrupulosamente los
mecanismos del lenguaje. Por otra, saben dar cuenta de los intensos contenidos que acerca
su presente infortunado: las imágenes sombrías levantadas por las presiones y represiones
de la dictadura necesitan ser inscritas en algún lado; asediaban, por eso, los terrenos

25
26

autosuficientes de aquellos lenguajes y terminan asaltándolos, invadiendo sus recintos


despejados. Este movimiento (simultáneamente reflexivo y dramático) rubrica aquel
acuerdo entre lo ajeno (la severa hegemonía del concepto: las tendencias analíticas
euronorteamericanas) y lo propio (la espesa y opaca realidad: la herida de la dictadura) y
contribuye a conciliar las identidades, tanto abiertas a los aportes de los centros como a las
demandas de la aldea. Pero, al mismo tiempo, genera un endurecimiento de las identidades
pertrechadas en posiciones antidictatoriales innegociables.

El libreto moderno se complica siempre en los escenarios periféricos. Y más lo hace


a medida que se aleja de las irradiaciones del centro. Si incluimos en escena los otros del
otro, los doblemente otros, como las identidades de los pueblos indígenas y las de ciertas
comunidades rurales, entonces se vuelve engorroso analizar los conflictos culturales en
términos de oposiciones superables. Ante estos casos se vuelve a recurrir muchas veces a
las disyunciones binarias clásicas (arte culto vrs. popular, masivo vrs. ilustrado, arte vrs.
artesanía, hegemónico vrs. subalterno), conciliables según arreglos fijos. Pero a menudo
estas identidades simultáneas se superponen, se deslizan de sus puestos y vacilan en sus
perfiles. Y reformulan sus rumbos enfrentados a una modernidad extraña cuyos costes
comparten sin percibir sus utilidades. Así, ante las imposiciones o los hechizos de una
cultura avasallante, estas identidades sectoriales o comunitarias desarrollan una particular
producción artística que se apoya en su experiencia premoderna, o más bien amoderna, para
asumir y redefinir imágenes que corresponden estrictamente a la modernidad. El resultado
de este desfase es una iconografía vital y mezclada, ajena tanto a las culpas localistas como
a las ansiedades vanguardistas y alimentada con desenfado de códigos entre sí
contradictorios.

Tránsitos

Concluido el modelo moderno de identidad, las cuestiones se presentan más


complejas, más confusas. Es que el panorama se ha visto empañado por brumas que
desdibujan las siluetas y enturbian las luces de la escena nueva. Ahora ésta ya no muestra
un cuadro de claroscuros y contornos recortados. Ya no un campo de grandes batallas, de
emplazamientos fijos y enemigos mortales. Ahora es un teatro ambiguo de claridades
livianas y posiciones variables. Son lánguidos los aires posmodernos. Y sus horizontes,
nublados. Y han perdido sus conflictos sus tonos heroicos y sus magnas causas. Las nuevas
identidades deambulan en grupos pequeños, se dispersan, vuelven a congregarse de modo
distinto, cambian de lugares y de contornos. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido el desencanto.
O, quizá un nuevo encantamiento: la displicente seducción de un fin de siglo que, por
corresponder a un fin de milenio, alcanza proyecciones apocalípticas. Y que, por ocurrir en
la desaforada escenografía global, adquiere el tono espectacularista de la nueva épica
mercantil y publicitaria. Las utopías fundacionales y los ideales emancipatorios entran en
crisis en este medio ambiguo, simultáneamente desganado y compulsivo; al mismo tiempo
disperso e integrado a escala planetaria. Esta incertidumbre acentúa la zozobra de los

26
27

modelos identitarios basados en territorios estables, orígenes seguros y misiones


universales.

En el Paraguay, el desencanto posmoderno coincide con cierto desinflamiento


ocurrido durante los primeros años de la “Transición a la Democracia”, periodo que sucede
al derrocamiento de la dictadura militar de Stroessner y coincide con el de las posdictaduras
militares del Cono Sur latinoamericano (Argentina, Brasil, Chile y Uruguay). Ahora ha sido
desmontada la fatídica maquinaria represiva estatal y se abre un momento de libertades
cívicas, desconocidas u olvidadas en el país. Es un momento propicio para propuestas
alternativas al discurso oficial y las señales del centro. Sin embargo, las direcciones
contestatarias del arte comienzan a perder sus bríos y sus convicciones: se extravían tras las
nimias ofertas globales y se desalientan ante tantas expectativas frustradas. Por otra parte,
al derrumbarse, la dictadura ha arrastrado consigo referentes identitarios fuertes ante los
cuales diversos sujetos culturales se autorreconocían (y se autorrepresentaban) como
adversarios. Cuando se diluye el pacto opositor que los unía, ciertos sectores de artistas e
intelectuales ven desdibujarse los lindes de aquel terreno compartido, sede de la cohesión:
de la identidad instituida en cuanto conducta contradictatorial. Condicionada por aquellos
desencantos posmodernos y, en parte, por esta apatía local, decae la tensión de la
producción artística: declina la cultura en general. Las tendencias contestatarias no parecen
capaces o dispuestas a elaborar simbólicamente el oscuro tiempo recién cerrado: carecen de
perspectiva histórica y motivaciones para emprender una tarea incierta. Se sienten
impotentes para proponer modelos identificatorios alternativos a los provistos por la
cultura globalizada y sus figuras calculadas; incapaces de replicar las retóricas blandas de
un modelo de una “transición a la democracia” que mercadea la memoria y el proyecto
colectivo.
A mediados de los años 90, se advierte una recuperación de las energías
contestarias. Y, desde ellas, un replanteamiento del tema de la identidad. Pero, referido a la
práctica del arte, este término adquiere otro alcance: obedece menos a contextos nacionales
y responde poco a posturas estrictamente opositoras al régimen: ahora se ensancha para
alcanzar ciertos sitios del espacio global o se repliega en torno a la construcción de la
subjetividad personal y se relaciona con formaciones identitarias que afirman sus
diferencias fuera de los ámbitos del arte: demandas de género, particularidades étnicas,
opciones sexuales, etc.

Es que aquellos ámbitos han perdido sus fronteras y han visto invadidos sus
exclusivos cotos por la irrupción de cuestiones enteramente extraartísticas. Este hecho
explica la importancia que adquieren los nuevos modelos de identidad para los sectores
artísticos contemporáneos: en parte, éstos se autodefinen en clave identitaria: asumen
pautas específicas de identificación (la crítica de la cultura hegemónica) y ocupan
posiciones en torno a la afirmación de sus particularidades. Juan Acha llamaba “minorías
productoras de cultura” a los grupos que, con un sentido transgresor, retoman el proyecto
del arte erudito (los sucesores de las vanguardias). Estos sectores operan, con dificultad, en
un escenario fuertemente competitivo ocupado por manifestaciones culturales provenientes

27
28

de diverso origen, ya fueren tradicionales (la cultura popular, las Bellas Artes), ya
contemporáneas (las industrias culturales, los medios de comunicación masiva, la
publicidad y el diseño). Con relación a estas últimas, los productores de cultura crítica
erudita conforman verdaderas minorías identitarias y podría resultar ventajoso que sean
tratados como tales: avasallados por regímenes productivistas, estos reductos de la
experimentación y el pensamiento crítico deben ser resguardados en su diferencia
(básicamente por políticas culturales). Y deben serlo no sólo ante el avance arrollador de
las formas rentables prohijadas por la globalización sino ante la permanencia de un
pensamiento oscurantista que impugna, por minoritario, el régimen ilustrado. Tanto como
otras formas de producción simbólica, el arte erudito contemporáneo aporta perspectivas
indispensables para renovar el sentido colectivo; aun restringidas y lastradas por el elitismo
de sus orígenes aristocráticos y liberales, sus haceres son necesarios: constituyen reservas
críticas y principios de experimentación, innovación y ruptura que discuten los contornos
de una sensibilidad satisfecha y repercuten sobre el cuerpo social impidiendo que sus
representaciones coincidan en modelos concertados. Es difícil encontrar fuera de estas
figuras amenazadas fuerzas capaces de replantear los códigos establecidos por la
hegemonía del mercado.

Ahora bien, la escena donde desemboca esta reafirmación contestataria ha


cambiado y exige desafíos nuevos. Si la impugnación de la dictadura requería oposiciones
definitivas y tajantes, las tendencias disidentes que comienzan a definirse a mediados de la
década de los años 90 actúan en una escena dispuesta a coordinar intereses divergentes y
negociar conflictos. Este espacio ambiguo resulta poco propicio a ser refutado en cifra de
una sola oposición fundante; exige posturas plurales, menores: configuraciones subjetivas
parciales, más definidas a partir de la diferencia que de la identidad. Concluido el modelo
de identidad basado en totalidades unificadas y patrones estables de representación, los
diferentes sectores se autoimaginan y se proyectan a partir de lugares cruzados y de perfiles
superpuestos y pueden interpretar distintos papeles identitarios encimando o alternando sus
máscaras en el medio de escenas contingentes y siguiendo libretos inacabados.

Los retos

Luego del tiempo de la indolencia, ciertas posiciones contemporáneas del arte


recuperan su preocupación por lo que sucede más allá de los hoy difusos circuitos del arte.
Eximidas de sus obligaciones antidictatoriales y repuestas de la lasitud posmoderna,
quieren recobrar la densidad de los signos achatados por la lógica del consumo, asentar
momentos de una historia sustraída, anticipar o augurar escenarios sustentables;
controvertir, en fin, los lindes de la experiencia colectiva, que ese es su ministerio antiguo
aunque no siempre declarado. Y buscan hacerlo ubicadas ante dos desafíos difíciles,
imperiosos: por un lado, el de situar una instancia utópica más allá de los
fundamentalismos; por otro, el de imaginar conjuntos sin arriesgar la diversidad. Asumir
estos retos supone renunciar tanto a los universalismos de signo totalitario como a la
dispersión y el endurecimiento de las identidades; ambos bloquean el desarrollo de

28
29

políticas democráticas. Del cumplimiento de este requisito dependerá que la cuestión de las
identidades no desemboque en los nuevos particularismos mesiánicos (y los nacionalismos
fanáticos) que irrumpen hoy como defensas ante la homogeneización global. Y que no sirva
de motivo a las nuevas guerras santas del fanatismo religioso o ideológico o la codicia
desesperada del capital.

29

También podría gustarte