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LE

GUERRIER APPLIQUÉ
EL
GUERRERO APLICADO
Jean Paulhan

Traducción de Luzrosario Aráujo G.

1
Me llamo Jacques Maast, tengo dieciocho años, pero parezco mucho mayor.
Apenas había pasado la tercera semana de la guerra, cuando todo el mundo, y las
chicas del pueblo, donde pasaba mis vacaciones de estudiante, me preguntaban:
<< ¿Y, tú no te vas?>>

Esos campesinos me conocían desde la época de mis abuelos: desde


entonces tenían una opinión sobre mí, que yo respetaba.

Por ese tiempo los sentía superiores a mí, por sus costumbres y justo hasta por el
nivel de sus bromas. La convicción de que yo estaba mejor instruido permanecía
aquí, puro y débil: ella no me servía de nada, y era sólo por mi buena voluntad que
continuaba ganando su estima.

Ellos quedan sorprendidos al enterarse de que yo no iría a la guerra. Porque,


en verdad, desde hacía dos años, yo venía diciendo que la guerra se vendría. Y lo
había aceptado con una alegría patriótica: por el instante, aquello me parecía
suficientemente bueno por haber tenido la energía y esa perspicacia de darme
cuenta de ese evento. Ellos estimaban lo contrario, que esas cualidades mías
venían de una suerte de complicidad con la guerra, que me debían llevar a
enrolarme mucho antes: eso les pareció también, porque asociaban siempre dos
cosas. Porque a juicio de esta gente, con este aire un poco salvaje del campo y mi
educación, yo soy mucho más sensible que cualquier otro.

El viejo Castagne decía, por ejemplo:<<Yo me iría, pero tengo setenta y cinco
años. Aunque aún soy fuerte y valiente, y trabajo todos los días>>. Y Causséque,
una mañana, que estaba empujando su carro, decía a las mujeres que estaban en
sus ventanas: << tenemos veintidós pueblos con nosotros. Los chinos están con
nosotros; solamente que ellos luchan con bastones, no se les puede hacer venir.
También están los canadienses, pero, ellos comen a la gente>>.

Esto, que alguien podría encontrar ridículo, me llegaba más que cualquier otra
cosa, porque yo encontraba esos sentimientos desnudos; tales razonamientos no
hacían daño, ni mordían, y tenían un sabor de aventura.

Richebois et Théaud se alistaron con sus regimientos. De niños, sobre esa


misma ruta, veníamos a jugar con mi triciclo: o más bien, yo les hacía competir, y
al primero que llegaba, le daba un premio.

Qué autoridad tenía yo sobre ellos, a pesar de ser más joven. Pero en las
últimas vacaciones, en cosa de mujeres me habían ganado. Porque cuando las

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chicas pasaban delante de nosotros con sus cestas, o conducían a sus hermanos
pequeños a la feria, ellos les gustaban más de lo que yo lo sabía hacer; siempre,
una de ellas se volteaba para observarlos con una mirada ligera que demostraba
reconocimiento.

Y yo me quedaba avergonzado si alguien decía:

<< Va a quedar un solo gallo en el pueblo>>

Recién me enrolé a la cuarta semana de guerra, un poco por timidez, pero en


el fondo, por amor a la patria. En Rosny había encontrado un regimiento de
Zuavos.

Mi compañero de habitación era Glintz. Una tarde Glintz me llevó a un café, a


conocer a su compañero Sievre, y a Blanchet, que se había enrolado
voluntariamente, como yo — nos entendimos desde el inicio; por otra parte,
íbamos a partir a la guerra juntos. Glintz ha llevado también, a su enamorada una
lavandera, que habita, sin duda, en ese pueblo gris y desordenado.

Es entonces cuando Glintz y Sievre hicieron, delante de ella y de nosotros,


juramento de no separarse nunca más, el uno del otro, y hasta de morir el uno por
el otro, si fuera necesario.

<< Y si me hieren o me matan, tú debes escribir a mi familia. — Ellos estarán


orgullosos, ya arreglaremos eso>> Dijo Glintz, medio en broma.

A mí me desconcertó un poco la seguridad con la que hablaban de esas cosas


tan íntimas e interiores. Sin embargo, también pedí que Blanchet y yo fuéramos
admitidos en el mismo juramento. Pero ellos no quisieron tomarnos en serio:
<<Antes de que tú estés al frente, la guerra habrá terminado, dijeron>>.

Y yo pensé: << Con tal de que algún día tenga la oportunidad de luchar >>

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LA PEAU DE MOUTON

LA PIEL DE CORDERO

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I

Nosotros hacíamos un refuerzo de cincuenta hombres que, silenciosamente,


dejaba Rosny. Era una mañana muy temprano, y algunos niños se pusieron a
correr detrás de nosotros.

Desplat, el chofer, había colocado una bandera, de las dos que teníamos, en el
cañón de su fusil. Blanchet caminaba a mi costado; una joven mujer, que iba a
veces detrás de nosotros y a otras adelante, cargaba por momentos el fusil de su
marido, también soldado.

De la larga ruta siguiente, solamente me acuerdo la llegada a esa hacienda: el


carro que nos seguía con nuestras cosas vació allí, en el suelo, todos los
equipajes y de inmediato se dio vuelta. Nosotros, solos, descubrimos los establos
y los graneros. Y en un momento que quise salir, me encontré con los vendedores
de pasteles y vino que ya estaban cerca de los portales, apoyaban sus canastas
sobre los dos bordes de la cerca.

Yo ya había charlado con una de ellas. Lo que pasó fue que yo ya había
conocido, hacía algunos días, a su prima, algeriana y judía, como ella, que
también vendía en la Plaza du Gouvernement pasteles de grasa fresca,
mermelada, y dulces cubiertos de plata: ocasiones que yo aprovechaba para
charlar. Pero ese día, cuando regresé, después de una hora, su canasta estaba
vacía; claro, un poco sin culpa de los pasteleros. Fue cuando ella me ofreció
llevarme a su casa a cenar.

Caminamos bastante tiempo, yo la seguía por los senderos que tomaba. Y, a


veces, caminábamos por los diquecitos que separan los campos del pantano. Su
pequeña casa, subida sobre cuatro pilares, parecía de cartón y de arena: tenía
tapices usados que se recubrían unos a otros. Adentro se escuchaba el sonido
que hacía el agua hirviendo.

Alguien me brinda té y coles agrias.

Entonces, ella me cuenta que uno de sus hijos está luchando en el Este, y el otro
es enfermero. Se nos acercó un momento una mujer mayor, que a veces
desaparecía en la pieza. Entonces, la vendedora de pasteles se sienta cerca de

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mí y me interroga. Luego entran sus dos hijas morenas, una de ellas se pone a
leer y la otra sale casi de inmediato.

Yo aceptaba todo aquello de una manera inesperada, y no con el placer simple


que pudiese parecer. Adivinaba, sin duda, el por qué del encanto de su
recibimiento; pero éste, por un lado, me mantuvo extraño y como habiendo
perdido contacto con algunas de las miles de ventosas con las que nos aferramos
a las cosas.

De todas maneras, debido a lo que aquí había conocido, me dije: —Sería


dulce dejarse abandonar a esta casa y a esta ternura — experimentaba así una
suerte de remordimiento, adelantado. Con esta experiencia se me había advertido
de un nuevo estado de mi espíritu y, a la vez, del sentimiento que lo amenazaba;
yo estaba cansado, y deseoso de cuidado; pero, al mismo tiempo y,
principalmente, también necesitaba esta otra cosa: tenía necesidad de fatiga y de
que nadie me cuide.

Más tarde al regresar, en la noche, tuve complicaciones para encontrar el


camino. Una de las hijas, la morena más joven, con quien me crucé, me lo mostró
de lejos.

Mis recuerdos de esa tarde, si yo no los guardara bien, no permanecerían,


posiblemente, tan claros.

Sin embargo ellos están llenos de una abundancia interior y se parecen a aquellos
monumentos que se ven en los sueños: se los recuerda y en la medida que la
mirada se hunde en ellos, se cree encontrar cientos y cientos de detalles nuevos,
y, así, sin fin.

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II

Blanchet, y yo, seguíamos a la tropa llenos de nuestras propias fantasías, a


veces la pasábamos, o íbamos por un atajo recogiendo hojas secas y luego
corríamos para alcanzarlos.

Cuando llegamos a un lugar desde donde había una buena vista, la selva se
mostraba roja, verde, violeta y con colores difuminados, preciosos. Perfumes fríos
descendían desde lo alto de los árboles.

Y cuando el destacamento hacía alto, nos sentábamos sobre la yerba y


comíamos sardinas. Una vez lo hicimos cerca de un chalet fresco, al borde de un
lago donde había una canoa. También un árbol delgado, de tronco blanco, que
daba la impresión de ser una puerta entreabierta.

Hasta dentro de los momentos mismos que debíamos permanecer inmóviles,


resentíamos la necesidad de nuestra caminata, y de continuar con nuestra ruta;
con tal fuerza que no había nada de qué preocuparse. Pero, el resto tenía la
impresión de que nosotros estábamos abandonados a cosas frívolas.

Estando cerca de la selva, llegamos a un campo dónde pastaban cinco vacas


flacas, que tenían un triángulo de madera colgado del cuello; luego a un pueblo
que estaba a medio habitar, donde una mujer mayor tenía bien desplegada su
bandera y, desde su casa abierta, nos miraba cuidadosamente pasar; estaba en
su salón, sentada sobre una gran mecedora. Y la casa vecina tenía hecho astillas
el piñón y pendían dos de los protectores de las ventanas, que estaban cogidas
solamente por un lado.

Pero, más que todo el resto, una cave panzona, con su propio pasadizo, me
emocionó. Estaba repleta de vino y por la grieta pude ver una cama, un tocador
encerado, tela cortada, tierra y madera, y todo eso sin ningún tipo de seguridad.

Al principio, las primeras horas de caminata nos habían sorprendido y fatigado,


pero las siguientes tuvieron un efecto menos simple: al mismo tiempo que llegaba
la fatiga, parecía que dentro de nosotros se desarrollaban todas las fuerzas que se
oponen a ella. Esto fue más sensible, sobre todo, durante la travesía de la selva.

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Seguíamos rutas llenas de baches, y encontrábamos, por ejemplo, a un ciclista
que probaba su bicicleta, o a un caballero que daba vuelta delante de la puerta de
un castillo; la guerra se mostraba todavía poco clara.

Habíamos atravesado campos desiertos, y seguido una zanja lodosa. El alto se


nos da cuando estamos corriendo. Alguien nos dice que esos huecos que vemos a
derecha y a izquierda, son las primeras trincheras.

Nos protegimos de la lluvia debajo de un toldo poniéndonos en cuatro. Alguien


pregunta: << ¿Usted cree que ya estamos en la guerra? —Si se logra salir, replica
el sargento.>>

Por la emoción, Gallas, no puede comer; lo traen y acuestan al fondo de un


hueco zuavo, al que acaban de matar. Tiembla cuando la tierra tiembla sobre él.

Nosotros esperamos, mientras la lluvia tintinea sobre el toldo. Entonces un


hombre brillante y gordo sale a reculones de una gruta: Agita su caña, y nos
señala la ruta: Sí, tomar la fosa de la derecha, nada más; nos recuerda: Y dice, <<
abrazos para ustedes, niños>>.

Todos nos metemos dentro de la fosa.

De rato en rato un hombre debe desinflarse para dejarnos pasar. Alguien grita: <<
Deténgase>>. Yo he mantenido a Blanchet cerca de mí. Nosotros estamos ya en
elejército que lucha en primera línea; la tarde cae y delante, como detrás y más
alto de nosotros está el interior húmedo de la tierra.

Los alemanes están en ese otro campo, más allá del parapeto; no los vemos, ni
ellos a nosotros.

La lluvia fría no paraba de caer. Yo tomaba continuamente a Blanchet sobre


mis rodillas y nos serrábamos el uno contra el otro, esforzándonos de unir
nuestros capuchones para darnos calor.

Cada uno de nosotros cavaba, con picos, una protección y en cuanto lo terminaba
la tierra grasa y suave se desprendía y hacía que cayera la que estaba arriba. El

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hueco era apenas suficientemente grande como para acomodar una santa virgen.
Pero, de afuera nos llegó la orden de no cavar más, porque los refugios se habían
desmoronado.

No nos quedó más que permanecer en la lluvia, en medio del frío interior que
retiene, siempre, la inmovilidad. Pero, yo no sé por qué, esa orden me dio una
alegría, clara y dura como un golpe — ese sentimiento, que primero fue inseguro,
comenzó a invadirme, pero no era ni de satisfacción ni de inquietud, nada más que
una muestra de entusiasmo.

Ese sentimiento creció, en el transcurso de toda la noche, y me invadió por


completo.

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III

Entonces pasó un franco tirador árabe, portando entre sus brazos una
escudilla de braza roja, rogando que le hiciera un lugar. Un zuavo con el pecho
cubierto con una coraza de acero, llegó hasta donde yo estaba, y con dificultad
había escalado el parapeto, para realizar su inspección. Algunas balas suspiraban
o silbaban alrededor nuestro. A mí me parecía estar acogiendo a toda esa tierra, a
todos esos tiempos, a todos esos hombres. Experimentaba un desdén a mi
seguridad y a mi equilibrio, como si un árbol nuevo hubiera germinado en mí.

Esta conspiración de fuerzas que experimentaban mi cuerpo y mi espíritu me


emocionaban por su parecido, al mismo tiempo, con las cosas que estaban
sucediendo ahí afuera, también por esfuerzo que, yo imaginaba, estaban haciendo
esos soldados reunidos. Sin que todavía nada más me haya sido presentado de la
guerra, yo la sentía y la encontraba natural.

Por nuestras zanjas, cuando un día nuevo salía, apenas se veía algunas
esquinas de tierra fangosa por dónde se había arrastrado la cerca de alambres de
púas. Un día pude conocer a Ferrer y al caporal Caronis, que se habían ubicado a
mis costados. Y más tarde al intendente Jules- Charles quien me pidió que
trabajara como su ayudante, y yo acepté.

Yo no me atrevo a quejarme. Esa tarde misma —nos han regresado al puesto


de protección de la segunda línea. Jules- Charles me ha guardado un abrigo de
piel de cordero, que ha llegado junto a un conjunto de suéteres y ropas de
invierno, que enviaron las Damas de Francia. El abrigo ha viajado junto con un
pote de mermelada, mal sellado, que tiene a la altura del corazón una larga cruz
roja.

Hoy cuando me desperté, percibí cómo la nieve subía ligera y descendía


delante de la puerta. Qué despertar lento y problemático. Yo aún estaba mal
desconectado de todos los sueños de la noche anterior: ese vendedor agresivo, —
¿qué venía hacer aquí? — Además tengo un dolor en las rodillas (creo que

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necesitaré ir a la consulta). Siento miedo, sobre todo, de que me envíen al lugar
oscuro y bullicioso, de dónde vienen todos esos obús, y todas esas balas.

La cobardía de esos sueños me deja un sentimiento de decadencia. Pero,


incluso antes de reponerme, busco a ciegas la causa, y me percibo como
habiéndola ya adivinado. Ella no estaba dentro de estas piernas dobladas y
arrugadas, ni dentro de mi cabeza fría; pero sí en este pecho bien abrigado y
acogido; dentro de este abrigo de piel de cordero que había recibido.

De inmediato me regresó con fuerza el recuerdo del mismo malestar que había
experimentado la primera vez. Cierto, he soñado con la vendedora de dulces, lo
acabo de hacer: en el sueño ella no me había ofrecido una taza de té caliente y ni
había descosido su abrigo de piel para mí.

Yo no pienso más que en la bondad de aquella argeliana que ha cometido un


sólo error, que es del tamaño de la tibieza de su abrigo de piel del cordero. A ellas,
yo las había tratado, solamente, a la una y a la otra, como vendedoras de dulces y
como de favor. (Tu abrigo de piel es el único del grupo de suéteres, me hace notar
Jules-Charles). El cuidado que les había dedicado fue solamente para conversar y
para no encontrarme solo; y eso está a la inversa de lo que requiere una una
amistad verdadera, más constante. Habría cometido un error al hacerlo de otra
forma— no puedo decir otra cosa — evidentemente, hay una consciencia guerrera
que se está formando en mí.

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LA NOCHE EXTRAORDINAIRE

LA NOCHE EXTRAORDINARIA

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I

Durante el día, algo de humo difuminado volaba por encima de los guitones. Se
escuchaba a los madereros, uno decía:<< ¿Estás haciendo una casa nueva? —
¡Y entonces!>> Estas eran casas de ramas y de hojas. Pero a la nuestra,
Blanchet, no le dedicaba casi nada de trabajo, pero le ponía cosas ingeniosas más
que útiles, como: harapos para parar la lluvia, muérdago (para la buena suerte), y
una barrera de alambres de púas, que se la utilizaba, sólo, por consideración al
trabajo que debió haber costado traerlo (ésta detiene las ramas delgadas). Los
zuavos cargan sus leñas, sobre sus espaldas; se retienen y se deslizan con una
mano en los postes de la cabaña.

Se está haciendo una tienda de campaña en la puerta de los guitones. Se


come, o sueña, sentados, acostados o sobre los codos, al lado de pistolas
dispersas y chispas de brasas. En la tarde, la bruma baja hasta encontrarse con
nuestra fogata, y las cabañas se llenan de una luz sin claridad. Los vecinos llegan
de visita agachados. Periódicos leídos en voz alta.

A veces debía caer rodando bruscamente, por una pendiente cuando Jules-
Charles me llamaba, porque quería que yo vigilara, ahí abajo, la distribución de la
ración de pan. Pero, a veces, yo me iba con Blanchet al bosque a buscar la
madera para hacer el fuego para calentar, a su llegada, a la sopa y a los
cargadores.

La compañía ha recibido la orden de permanecer cinco días en la tercera


línea, sobre este mismo costado.

Entonces, yo aproveché para observar contento los árboles, el agua negra o


congelada de los lagos, el cielo que me parecía más grande que todo lo de afuera;
observaba a los árabes que con simples ramas trenzaban silenciosamente los
bastidores, y cómo colocaban en el camino de protección, los enroscados
alambres de púas.

Todas esas cosas, los aromas de las hierbas de las bahías me venían de
recuerdos de mi infancia, éstos, no son, por tanto, nuevos: pero, la razón de cómo
los considero ahora les agrega un encanto que nunca habían tenido antes. Este
campo, sobre el cual reinan tristemente los campesinos, me ha dejado con la idea

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de una vieja sirvienta a quien se debe seguir sus complicadas costumbres, y que
son voluntariamente maliciosas.

En lugar de experimentar sentimientos adversos a la guerra, como sería lo


normal, por las cosas que ésta me obligaba a vivir, ella, al contario, obtenía mi
confianza; así, descendiendo al rango de un hombre a quien le han dado órdenes,
sorprendo cuando me encuentran rico en pensamientos y en sentimientos.

La dignidad de los animales me golpea.

Los cuervos vuelan con ceremonia sobre nuestro bosque, o bien, luchan dentro de
nuestro sendero. No se muestran ni familiares ni feroces, simplemente no nos
frecuentan. Cuando me aproximo a ellos, vuelan después de unos instantes, sin
odio y sin señalar que yo soy el causante.

(Un obús llega a veces silbando y cae sin reventar dentro un estanque. O bien,
otro surca el aire con un gran ruido, y retumba en piezas sobre las hojas. Un día
he visto una bala incrustarse dentro del tronco de pino.)

Por largo tiempo he tenido el deseo de alejarme de la sociedad—quiero decir


de la gente civilizada, del mundo— e irme a vivir en el campo. Este mismo sueño
era común en muchos jóvenes (que esperaban encontrar en el campo una gran
libertad, y la tranquilidad de una vida natural, al mismo tiempo que escapaban de
la hostilidad de los de la ciudad). Ahora, mi sueño se hizo realidad, pero de
manera exactamente contraria a aquello de lo que yo esperaba, porque si bien es
cierto nosotros estamos viviendo dentro de esta naturaleza, estamos bajo el golpe
de una hostilidad mucho más peligrosa que aquella precedentemente rechazada.
Yo sentí, entonces, que mi sueño y mis deseos habían sido burlados.

Pero los rehíce a partir de un descubrimiento. Sabía que la razón de mi


frustración se debía a la existencia apacible que le había prometido a mis
sentimientos y a mí mismo; en efecto, pero por este peligro experimento, por
primera vez, la plenitud y el sentido de seguridad de mi vida.

En cuanto a la hostilidad del mundo, parece que el sentido exacto de mi


reproche radicaba en esto: en saber que ella no era suficientemente poderosa
como para obligarme a vivir sobre su amenaza. Yo, solamente me quejaba
aprovechándome de su debilidad.

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La libertad que debía serme dada en mi vida en el campo, considerando mi
primera idea, no se daba debido al contratiempo que pesaba sobre mí; la guerra.
Pero la naturaleza estaba presente en mí en todos los momentos que necesitaba
escapar de ese contratiempo. La tierra inmensa, que nos rodeaba, participaba
entonces de mi vida interior. Yo me imaginaba todas esas grandezas y los
diferentes prados, bosques, tierras útiles, y lo hacía de la misma forma, y con la
misma seguridad, con la que habría podido manifestar mis diversos sentimientos.

La simpatía que sentía al principio por la guerra y que hizo que llegara de un
solo golpe, y por así decirlo, oscuramente, se nubló. Al principio yo trataba de
justificarla; pero en eso surgió la claridad absoluta con los acontecimientos
exteriores; esos acontecimientos exteriores como: la bala u los obús que impiden
toda confusión, (aquella, por ejemplo, que mantiene nuestro humor al sol o con la
lluvia) era suficiente no estar preocupado o irse un instante lo más lejos, en el otro
sentido de tales eventos, para experimentar un sentimiento suave y profundo en el
alma.

Fíjense dónde se mezclarán esos dos sentimientos, y lo que hacía


extraordinaria una de nuestras noches.

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II

<<Esto que ellos llaman la muñeca, explica Sièvre. Llega con el viento, viene
balanceándose de derecha a izquierda. Es lenta, y se tiene tiempo hasta de tejer
una red, pero dónde cae, salta por lo menos diez metros de zanja>>

Esta tarde Sièvre ha abandonado, por nosotros, su compañía; es la que limita


con nuestro barranco.

<< Pensar que todo esto se pasa en el siglo XX, gime Gallas, en la puerta.

—Solamente, agrega Sièvre, lo que me repugna, fíjate: es que uno lucha por
los capitalistas, ellos son los que deberían estar en primera fila; pero no; están
escondidos en los bosques.

— Tengo un amigo, comienza diciendo Jules-Charles, que ha heredado


muchos millones…>>

Habla poco, pero acertado, dentro de todo lo que él dice hay mucho para
valorar.

Glintz se extiende indolente, detrás Blancher; está lejos del fuego, pero es el
más cómodo y está a su gusto. Le corto una lonja de confiture.

<< No dejes tu cuchillo sobre la paila, alguien se puede herir, dice Blanchet.

—Esa sería una herida de guerra.

—Sería una suerte que alguien recibiese una bala en el brazo, y tuviese una
bonita polla para cuidarlo, dice Glintz>>. Blanchet sonríe.

Sièvre comienza una nueva historia:

<<Ayer un alemán ha salido de su trinchera y ha avanzado sin fusil, sólo con


una caña…>>

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Cuando llegan las nueve, Glitz y Sièvre alumbran una linterna sobre sus
capuchones y salen. Para orientarse estiran un brazo y se sostienen de uno y otro
árbol.

Blanchet y yo permanecemos inmóviles mientras Jules-Charles se lava. Lo


observamos escoger un suéter, entre todos los que enviaron las Damas de
Francia, se prueba uno tras otro.

El fuego que arde en la choza la hace aún más estrecha. Blanchet se levanta, y
coordinando sus movimientos con los de Jules- Charles, se acerca al fuego y
reúne en una sola pila las bolas de carbón rojos, para que entre todas unan su
calor.

Luego de darse vuelta dentro de su colcha se queda dormido como una piedra
—no soñando, en prevención o desconfianza por los sueños, pero manteniendo
desde la noche a la mañana, los brazos alargados contra su cuerpo, en una
misma posición; la cabeza encapuchada, pesada, valiosa.

Nuestros pies, con los pasadores desatados, se sienten ligeros y nos parecen
desnudos.

<< ¡El suéter! grita todo recto, de un momento a otro, Jules- Charles. Yo respiro
suspirando>> Quiere levantarse, y agita sus piernas.

Pero lo que nos ha despertado, es una descarga brusca de balas que silban,
“tacacaquent”, rebotan contra las piedras, y golpean los árboles. Estas son tan
numerosas que luego reunidas, e inmóviles, sobre nuestro techo, se parecen, a
una rugiente tropa de grillos.

<< ¡Parados, los sacos listos! Grita alguien que pesadamente se dirige a
afuera, y va de choza en choza.

Amarrando rápido los pasadores de mis zapatos me levanto de un salto, y me


acerco a la puerta. Tiemblo, pero sin embargo no tengo ningún sentimiento que se
parezca al miedo.

Todo se ha calmado así de rápido. Los ciento veinte sólo explotan de alegría y se
deslizan sobre la nieve. Algunas ramas rotas caen lentamente, y congelan las
otras inferiores.

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La noche cae como de costumbre. << Creo que me herí, dice Blanchet. Has
dejado tu cuchillo sobre la paja, y te he insistido suficiente de tener cuidado.>>

Pero: << Es una araña, ¿verdad? Una rosada, yo he visto una así durante el
día. <<Entre las arañas, a veces, hay unas muy malas, le digo>>

Dormimos en lo alto. Yo había visto muy bien a esa araña con el vientre
dorado, que se parecía a una avispa.

Blanchet se despierta más tarde y pregunta: << El hombre que han herido, cómo
va?>> — Eres tú quien ha sido herido, responde Jules-Charles. Esto parece,
entonces, todo simple.

Yo me levanto tarde. Entonces entra Blanchet que había salido temprano sin
que me diese cuenta cuando me doy cuenta que tengo una herida, y muestro mi
brazo al sargento. Y él me dice: pero vuestra manga debería tener un hueco. Sí.
Ella la ha atravesado, es necesario buscarla dentro de la paja.

Por lo menos yo estaba bien seguro que era tu cuchillo, dice Blanchet. Te he
tenido en un diente, toda la noche.

—Casamata es quien ha recibido una como esa, dice Jules- Charles. Le llegó
al costado del ojo y se paró en la mitad.

Se da vuelta, y dice a Ferrer: tú, primero, déjame en paz (creyó sentir que le había
tirado una bolita de pan). Luego él mismo se la regresó.

Las balas eran del combate de Tracy-le Val. Y los alemanes que habían
tomado el pueblo, lo han debido abandonar enseguida.

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ENTRE CE FUSIL COUCHÉ

CE TALUS BLANC…

ENTRE ESTE FUSIL ACOSTADO

ESTE TALUS BLANCO…

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I

Entre este fusil acostado, este talud blanco y este claro de luna estuve a cargo de
la guardia justo hasta las tres de la mañana. Después me regresé a dormir a los
mismos huecos que había visto el primer día de mi llegada, dentro de ese
albergue torpe sostenido por viga; que nosotros hemos comenzado y la octava
compañía recién la ha terminado ayer.

Hay raíces colgadas en la bodega, por eso, debemos pasar encorvados; yo


siento sobre mí todo el peso de mi fusil, del cinturón, de la honda de cuero, tiesa e
incómoda, y a mi carne como si fuera la de un anciano.

No es la bulla de un cañón o de fusil que nos despierta, es sobre todo el ruido


de un saco que cae, de un hombre que se levanta y deshace nuestro trabajo; o las
conversaciones en voz alta de la mañana:

<< Los franco tiradores son, por ahora, buenos para nada. Aquél que he visto
ayer, tenía disentería y permanecía acostado en el fondo de su propia agua.
Seguro que ha debido morir después.

—Quieres tú pasar por los mismo? Se le pregunta a otro — Mi capitán, yo


fatigado— Quieres- tú…- Mi Capitán…—Peng! Le daría un golpe de porra.

…— jugo, jugo…pide >>

Nuestras palabras se levantan antes que nosotros, debemos ponernos esas


ropas húmedas y esos cueros duros.

<<…Entonces, Virgilio y yo, nos decimos: En el bosque han quedado tirados


algunos alemanes; vamos por ellos. Pero apenas avanzamos un poco, caen sobre
nosotros granadas y granadas. ( Paulhan dice: des marmites et des marmites )

—En esto te has equivocado, me dice Virgilio. No es cuando están alertas, que
no pueden resistir. Sólo de sorpresa se les puede meter el tenedor en pleno
vientre, ha!>>

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Levanto el toldo, y el barranco sorprende por su tamaño: es una fosa de la talla
de un ser humano, por lo tanto arriba de ella no se puede ver nada más que el
cielo.

Un obús estalla en lo alto; sus partes se esparcen rápidamente por las ramas. Por
un hueco diviso un pedazo de campo, veo un muerto congelado que ha quedado
al sol, parece una hoja que se ha congelado en el mar.

El caporal Thielment dispara. (Sobre qué? creo que es por hacer algo. El cobarde
deja sus balas primero sobre los árboles y luego dentro de los cadáveres). Una
franja roja y azul, a su medida, lleva en el cuello, y porta además de su chaqueta
abierta, y su suéter, un chaleco pálido de franco tirador, que le queda grande. Y
bien que parece pesado e insensible, tiembla después de haber hecho los
disparos.

Las hojas de un árbol se hacen amarillas; imagino al sol levantándose en algún


lugar.

Decoq, se arrastra, pasa de costado y gime: << de una vez por todas quisiera
un buen balazo.>>. Tiene la expresión algo perdida, y muestra cierto vacío de
ideas en la cabeza: <<Hay dolores, dice Thielment porqué gritar; pero esto te
necesita, necesita que te quedes; por tanto, sé valiente.>>

Aquí se encontraba un hombre contra sí mismo. La crueldad estaba presente en


todas partes.

Muertos de sed llegamos rápido a la cocina. Ahí esperamos a que alguien nos
atendiera, mientras tanto yo me siento sobre un saco de arroz y me doy cuenta del
café caliente que está sobre un fuego brillante. El caporal y Gallas lo compraron
en una visita que hicieron al pueblo: extendimos las manos, nos servimos y lo
tomamos apoyando los codos sobre la mesa.

Vemos pedazos de carne verdes servidos en la mesa y vasitos para el ron,


para un grupo de cinco. Una pared vieja, que sostiene algunas plantas y flores de
alhelíes nos separa de la iglesia. Luego cuando Cessac sale a cuatro patas, de la
caja donde duerme, se sorprende de encontrarnos ya en la cocina.

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Antes, nosotros habíamos rebuscado por todos lados y habíamos encontrado
chocolate.

Cessac nos ofrece un poco de ron. (El anterior cocinero, nos cuenta, ha sido
enviado a luchar en la compañía, dicen que tiene una mujer en el pueblo). Ahora
nosotros nos dedicamos a cuidar de ellas, les damos cosas materiales y eso nos
produce una gran ternura. Y cuando estamos listos para salir, una marmita silba,
cae y explota, no tan lejos de nosotros; hace el mismo ruido de una puerta
gigantesca que alguien tira bruscamente.

Salgo, y no veo nada más que esa rama gigante que se inclina y cae
silenciosamente. Pero el caporal Caronis me empuja y se tira dentro de la cocina:
tiene las dos mangas cubiertas de una tierra cobriza que no cubre con nada. La
marmita cayó << a seis pasos de mí>>. Me chequeo bien, pero no me falta.

—Están furiosos, dice Normand>> Eso les dura ya hace un buen tiempo.

Gallas el viejito llega corriendo. Lleva en el cuello una servilleta que tiene
escrita la palabra<< Baños>> que le sirve, también, como abrigo.

Llega un nuevo chiflido terrible, más fuerte, y cae más cerca de nosotros.
Todos nos tiramos de vientre al suelo y permanecemos inmóviles todo ese tiempo,
cerrados de espíritu y de cuerpo.

Cuando la marmita estalla: << Permanezcan acostados, nos grita Caronis, los
residuos vuelan>> Veo, o imagino ver volar, en el firmamento, un brillo sombrío.

Cuando todo termina, Cessac sale de nuevo de su caja. Y Gallas se corta un


pedazo de queso; todos soltamos una carcajada cuando Blanchet dice: <<Si ellos
hubieran acampado cinco metros adelante, se los pasaba>>. (Porque debió haber
dicho cinco metros atrás.)

<< Si nunca más regreso, dice Cessac, que es el más calmado de todos debido
a su caja, tengo algunas cosas que decir. Primero, metería junto a todos los niños,
y les diría váyanse. Pero si hubiera alguno que regresase, no es verdad, ¡bang! Le
daría este sopapo.>>

La marmita que estalló delante de la cocina no ha herido a nadie: ni a la pava,


que se ríe y tira de la piola. Pero ha roto la pierna de un dragón y alcanzado a dos
caballos: uno está muerto, el otro aún está parado, a pesar que le han destruido
su pecho y la espalda derecha. Está de costado, no quiere presentarnos que su
costado intacto.

22
II

Resulta difícil poder hacer comprender la naturaleza de los sentimientos que he


experimentado en esas dos ocasiones; para mí, esos dos eventos tienen un
extraño parecido: y eso no se atiene únicamente a los eventos mismos, pero sí se
refieren a una calidad en particular que les es común; y si se quiere, se lo podría
considerar como aquello que señala el nivel del agua de un lago.

La guerra se revela primero en mí de manera decepcionante, no resulta ser el


plan extraordinario ni tiene la calidad como para enseñarme las cosas que debería
enseñarme.

En base a esta historia cruel, y a todo lo que escuchaba al respecto, y tomando


parte más o menos de ella, puedo decir que me parecía estar frente a una
injusticia y que no me conducía a su altura: Me decía, — en esta guerra hay una
serie de alegrías singularmente vivas, alegrías fundadas y razonables de las que
me siento excluido y que me estoy perdiendo— como por ejemplo, la experiencia
de encajar la bayoneta dentro del vientre enemigo, y por el contrario, esta guerra
me está llevando a un nivel inferior, a sentir aplomo y una suerte de seguridad
cuando estoy frente la crueldad; y en lugar de miedo me surge un sentimiento
suficientemente tierno de la vida.

Yo sé bien que frecuentemente tales sentimientos la gente termina por


conocerlos, pero aquí, en la guerra, éstos parecen nuevos y a mí me llegan como
la luz que alguien me acerca.

Continuamente me sorprendía mi indiferencia; pero, en verdad, yo no he


sentido mayor tristeza que abandonándola a usted, no he experimentado otra
tristeza que aquella que me obligaba vuestra ausencia; lo que me llevó lejos sólo
fue un gran y tenaz deseo de aventura.

Ahí radica el que yo no pensara en nada más, ni en otra cosa, entre los
intervalos de mis ideas o de mis preocupaciones; de esta manera mis sentimientos
y mi interés por las cosas era continuo (de dónde viene, entre otras cosas, la
dignidad). Si un desconocido hubiera venido de improviso a darme una orden,
creo que le hubiese obedecido, por negligencia, antes de soñar en preguntarle la
razón.

23
Las emociones, las más en uso, fácilmente me parecen volubles y de carácter
artificial, en otros. Suponía, a decir verdad, que el defecto es común a todos; de
esa manera, lo tenía presente cuando lo deseaba mostrar.

Por suerte sintiéndome justo en esa situación y situado en el nivel inferior a lo


que las circunstancias de la guerra reclamaban de mí, experimenté que en base a
ello que había logrado reencontrarme con la paz anterior.

Llegó entonces un momento en el que experimenté sentimientos de un frescor


excepcional y, desde luego, seguros y maduros; aparecieron a la ocasión de
hechos insignificantes, y por eso me emocionan de antemano.

Había pedido a Gaudinot, el ciclista, de traerme de Compiègne (iba a hacer las


compras de la compañía) papel, una porta plumas y un tintero plegable. Yo los
imaginaba y los repensaba de todas las formas posibles; pasé encantado
esperándolos todo un día.

Me pregunto si podré estar nuevamente cerca de usted, dentro de una pieza


tibia y amueblada. Antes de tener tiempo de reflexionar este pensamiento me
abre, me hace trizas bruscamente — y eso que es apenas una idea.

Pero, por encima de los demás, éste es el sentimiento continuo y simple de mi


existencia y base de su profundidad: se hace necesario que mis pensamientos,
hasta los más sencillos, adquieran una imagen de fe.

La huella del primer miedo, o la crueldad, lo reencontraba en todo lo que veía, era
una especie de trasmutación — creía verlo hasta justo dentro de la alegría que me
estaba dando el aire, un poco más tibio ahora; la niebla rosada y blanca, o esas
palomas que vuelan con el ruido de los velos de una alfombra.

24
COMMENT EST MORT GLITZ

CÓMO MATARON A GLITZ

25
I

Tenemos una nueva cruz de madera debido a esta carrera de la guerra: << Glintz
muerto el 25 de noviembre>>, está al costado de la de Clech, a quién lo enterraron
el día que llegué.

Me enteré cuando veníamos del pesado trabajo de la sopa. La víspera, por la


tarde, todavía había visto a Glinz, curvado dentro su de hueco, escribiendo una
carta al lado de un sobre violeta.

Después de la carrera de ida, a recoger la sopa, al regreso se hacía necesario


caminar lentamente, de lo contrario nuestras sogas harían chocar nuestras ollas
llenas entre ellas y con nuestros fusiles. Los compañeros, apenas nos veían
pasar, descolgaban sus escudillas y comenzaban a limpiarla con el pan.

Ese día apenas coloco la sopa sobre el banquillo, busco a Blanchet. Lo distingo
dentro de un grupo grande de compañeros, entre dos zanjas, donde Jules-
Charles cose un paquete. Escucho cuando él dice: <<Todos ustedes son testigos,
que había ciento diez francos en el monedero. No quiero que nadie venga a
inventarse ninguna historia>>.

Veo que Blanchet hala el hilo, la aguja y el cartón para colocar la dirección en el
paquete. Los demás están ocupados con lo de Glintz. << Era mi camarada de
combate, dice Gallas, quien ordinariamente pasa agachado, pero ahora se ha
erguido. Habíamos hecho una bomba juntos, pero él no se sentía orgulloso.

—Yo sé que lo que pasó, me dice Blanchet: habían enviado a tres a colocar
los filos de alambres de púas; él se fue con el caporal Delieu y con Tolleron. Está
aquí en el reporte; ha recibido una bala en el corazón. Ha dicho solamente: << al
menos, he sido abatido en el campo de honor>>.

—¿Por qué, al menos?

— Es así; estaban justo en la mitad del camino entre los alemanes y nosotros.
Se estaban arrastrando, se supone que nadie los podía ver, de ninguna manera; al
menos que tuviesen tan buenos franco tiradores. Sólo hicieron un tiro y es Glintz
quién lo ha recibido.

Blanchet me habla dulcemente, sin mostrar mucha tristeza; yo contaba con


enterarme de algo diferente de mi escuadra.

Pero, caí justo sobre un gran momento en la vida del caporal Caronis: quien
debía pasar toda la tarde en el pueblo preparando la distribución de los cartuchos.

26
Escucho que Delieu le da una dirección, y algunos consejos:

<< Dentro de mi ciudad, no hay más que ella quién valga la pena. Tú entras, y
le pides una copa, si quieres le puedes proponer, eso, de inmediato.—Ella
aceptará.

Caronis se peina su bigote y saca su gorro nuevo, rojo tunecino.

<< Tiene por costumbre. Ah, naturalmente, tú le debes ofrecer alguna cosa.>>

Y de inmediato Delieu se calla, ya no quiere hablar por nada.

Sí, Glintz ha muerto, eso es todo. Su muerte hace un soldado menos, era un
buen soldado, termina diciendo.

Los viajes a la cocina me daban, sin duda, mucho placer. Pero en las mañanas,
apenas amanecía, salíamos del hueco y nos íbamos a caminar por las largas
planicies, desde dónde se podía ver, por tanto, naturalmente el cielo. Esas
mañanas, antes de la aurora, estaban impregnadas de un aire gris y frío, y era
menos frío del nivel odiado. En el ambiente se elevaba casi de inmediato una bola
de nieve mullida y rosa. Todo indicaba que el día se venía en forma de felicidad.
Bajo la hilera de postes, los campos se llenaban de verde; o bien se podía ver
cómo cada árbol se mezclaba con la neblina, y la forma cómo brillaba el sol,
inútilmente, dentro de ese cielo sin luz.

Al regreso, cada uno de los cargadores de la sopa, tiraba por su lado: << Yo
conozco el mejor camino, decía alguno>> pero si lo seguíamos, por lo general,
nos encontrábamos delante de algún hueco de obús dónde había caído el cadáver
de un caballo: cuya piel con el paso del tiempo se había puesto fina y gris y más
transparente que una tela de araña. Pero siempre, a la mitad del camino,
observamos con atención las cruces para enterarnos de antemano << si había
alguna novedad>>.

Es así cómo, con gran sorpresa, me había enterado de la muerte de Glintz, Y de


inmediato me reproché la suerte de satisfacción que me dio el anuncio de un
acontecimiento tan grave.

Más tarde remarqué el peso y la calidad de la pérdida que habíamos sufrido,


dándome cuenta cuánto nos hacía falta Glintz. Sólo se nos ocurría pensar: si

27
Glintz estuviera aquí, yo le dijese…; y a pesar de nosotros mismos, nuestros ojos
continuamente lo buscaban.

De Glintz guardo sobre todo esta imagen: cabellos brillantes y enrulados, su


mentón con un diseño perfecto, sus dientes y su aspecto vagamente bohemios.
Petimetre, sin duda, pero dejando de costado este su lado poco agradable, del
que no había nada más que hacer; él tenía mucha gracia, buenos gustos y un
caminar con paso femenino, dentro de las trincheras.

Sievre se había enterado de dicha novedad en el transcurso del día; y en la


tarde nos vino a ver. Estaba trantornado, porque veía en lo que le había pasado a
Glintz, sobre todo en esa muerte, una amenaza para él mismo. << Que se
prohíba, al menos, de enviarme a poner los filos de alambres de púas, a treinta
metros de la trinchera. ¡Ah! pero todos los jefes son iguales, todos los mismos:
intentan hacer las murallas de contención con la piel de los tontos.

—Pero Glintz iba como voluntario, le aclara Blanchet,>>

Vivíamos dentro de una aparente paz, que el dolor simple y sin retorno, nos
había ocasionado la muerte de un amigo que, seguro, ninguno de nosotros lo
había experimentado antes. Pero teníamos la impresión de estar entrando, con
esa muerte, posiblemente, por fin, dentro de la verdadera y peligrosa guerra y
aquí, contra nosotros mismos, sentíamos la satisfacción de un placer largamente
esperado. O bien, yendo a una reflexión más personal, creíamos, vagamente, que
lo que le había tocado a Glintz era una especie de muerte tirada a la suerte, que
por ahora a nosotros no nos había tocado.

Pero mucho más, seguro, sentíamos esto: una gran irritación y un odio contra
los antiguos sentimientos de respeto y de afecto, que habíamos sentido por la vida
y por aquellos sentimientos que nos habían engañado porque éstos no habían
sido suficientes, ya que había sido necesario que viniera la guerra a enseñarnos
cosas.

La guerra era considerada por nosotros como algo parecido a una infancia, por la
ligereza que resultaba, su mirada, a los lazos consagrados.

28
II

Nosotros habíamos resuelto vengar Glintz. Aquella orden se la había dado a


mis guardias: para comenzar, yo no miraría nada más que la esquina de la
barraca, el filo del alambre de púas y las remolachas que formaban parte de mi
hueco. Vigilaría, entonces, alrededor de un arbusto, o de una piedra, lo que me
llamara la atención.

Cada vez que un poco de tierra volaba en el aire, me ponía alerta. De


inmediato fijaba ahí mis ojos, sometiendo todo el resto de mi cuerpo a esa acción;
y lo ajustaba largamente. Y cuando algo se mostró, todavía, pálido y borroso, tiré.
Di con la cabeza de hombre; tiré, y no supe nada más.

Un día, desde la trinchera vecina, distinguí un hueco por dónde se podía ver la
trinchera alemana; por ahí se veía la tierra mucho más clara. Y cuando ésta se
vino a oscurecer y algo se detuvo, comprendí que un soldado me miraba. Y tiré:
un brazo se levantó tres veces por encima del suelo y se agitó de derecha a
izquierda.

Pero ese mismo día a nosotros nos mataron a tres de los nuestros.

Bérard fue el primero, pero fue su culpa: había saltado de la trinchera, en pleno
día, para ir a rebuscar en el saco de un muerto.

En cuanto a Lehmann, le mató un codo de granada que cayó en la parte menos


profunda de la fosa. Al momento del relevo, su cabeza debió sobresalir unos
segundos sobre el parapeto. Recibió la bala en la sien, cayó, y casi de inmediato
su figura se hizo amarilla.

Este Lehmann se nos había unido de una manera extraña. Era soldado auxiliar
en Reosy, sufría de una hernia y pasaba en prisión seis días sobre siete: un día se
evadió el séptimo, pero regresó antes de ser reportado desertor.

Sin duda él mismo decidió ir al frente; se había ofrecido como voluntario, así se
ganaba de golpe la estima de todo el mundo. Pero ya sea por timidez, o ya sea
porque no quiso aprovecharse de los sentimientos honestos con los que se
entendía bien, se volvió a escapar de prisión: robó un fusil, lo mismo que una
marmita y retomó su escuadra del destacamento de Bourget. Una vez en la
compañía se comportó ni más valiente, ni menos que otro.

29
Lo tienen acostado sobre el banco de tierra que hay atrás, está cubierto de su
manto de lienzo encerado, que le hace parecer un marino. Está gris y sin
expresión, hinchado ya como si todo su cuerpo estuviese en su cara. Nos
sorprende verlo así de carne gruesa y malhecho: antes que nada imagino su alma,
por la inquietud que presiento ha experimentado.

Estos hombres no mueren bruscamente para todos. Algunas semanas más


tarde Jules- Charles aún recibía cartas a sus nombres — y sobre todo para Glintz,
eran sobres con papeles finos, que deberían contener ya las penas y las
preocupaciones del día: su muerte había sido la primera, ella nos parecía
comandar las siguientes y las representaba. Pero todos teníamos la certeza de
que nos estaba sucediendo lo contrario de lo esperado; el efecto de esos golpes
que nosotros dábamos al enemigo, sólo nos daban molestias y la idea de un
sentimiento de desaliento: parecía que primero estábamos obligados a conocer de
la guerra que su aspecto desfavorable.

Ahora, Delieu ha comenzado a decir que: << antes que nada, posiblemente,
Glintz había sido alcanzado por una bala perdida. De lo contrario los alemanes
hubieran podido matar también a Tolleron y a él mismo>>.

Y cinco días después de lo de Lehmann, otro hombre de nuestra sección, que


yo no conocía, Lesage, recibió una bala por la espalda y tuvo que ser evacuado de
inmediato. Por este hecho hemos podido conocer, posiblemente, la verdadera
historia de la muerte de Glintz.

Caronis ha permanecido toda una semana a Tracy- le Mont; y no ha regresado


que esta tarde trayendo un conejo. Delieu se fue de inmediato a buscar una
cacerola, y aceite.

<< Lo he seguido por el campo, le he matado de un golpe de bastón…>>

Delieu está de rodillas atizando el fuego, y no responde. Y Caronis al no escuchar


más felicitaciones, deja de mentir.

30
<< Lo he comprado en la granja de abajo de la meseta. Hubiese podido venir
antes de ayer, pero tenía “zobbie”

—Por qué no lo habrías tenido?

La coneja me cuesta dos francos, no está caro. Cuando estuve por partir la
guardianita me dijo: << Es por su marido que ella conservaba la coneja>>. La
verdad es que uno engorda un conejo, porque se sueña con que él regrese. Pero
ayer, se enteró que a su marido lo han muerto. ¿Donde? He olvidado el nombre,
pero ya me acordaré si tú me lo recuerdas. Era una jovencita de veinte y dos años,
y tienen niños, es duro. En fin, ella no quería más la coneja

— En la compañía, nos han demolidos a tres hombres, uno más en este


instante, dice Delieu.

— Y en sus casas, aún no saben nada.

Cuando he visto matar a Glintz así, tan limpiamente, he pensado: Hay algo malo
en el aire.

—Pero, hace falta decir que a Glintz, dice gravemente Delieu, somos nosotros
quienes lo hemos matado; fue Pourril, de la decimotercera sección. Pero a él
nadie le previno que iba a salir alguna patrulla, lo primero que se le ocurrió es que
eran alemanes.

—<<¡Ha!, dice Caronis, igualmente es un muerte del enemigo. (Así fue la


muerte de Glintz.) Y después de haber reflexionado, dijo: Hay que reconocer, de
todas maneras, que nosotros somos los que tenemos los mejores franco
tiradores.>>

A mí se me ocurrió el mismo pensamiento. Y, así, la segunda muerte de Glintz


no nos preocupó más que la primera; pero, igualmente nos pareció atroz y tan
diferente de él, pero esa muerte nos afirmaba dentro de esta clase de vida.

31
FORCE DE POLIO

LA POTENCIA DE POLIO

32
I

Polio bóveda, el que parece jorobado, aparece y rebota fuera del barro. Tiene
salpicaduras justo hasta el más alejado rincón de su barba.<< Qué fenómeno, dice
el joven teniente>>.

Observo un instante, detrás del hueco, el boquete que ayer tarde les quitamos
a los alemanes y que ahora está protegido por el filo de alambre de púas y
arponado hasta la altura del vientre.

Los primeros que entran son los de la sección, lo hacen lentamente y pasan
por esa especie de túnel. Terminamos de pisotearlo, entonces, Polio se da vuelva
hacia mí y me dice:<< ¡Escucha! Te contaré algo que no son cosas de repetir>>
Las últimas cosas que miro, antes de descender en la noche a esta gruta, son los
almácigos y las hojas de remolachas que cuelgan como un ramo de flores del
talud.

Jules–Charles manda a Chaize y a Gallas a que vayan, a la carrera, hasta


donde se paran los machos, en busca de más bolos. Veo a Blanchet que extiende
en la tierra las cuatro telas de campaña; que no son suficientes. A lo lejos se
divisa, alrededor de pilares, el resplandor de la luz de los sargentos que guían a
sus hombres de sus secciones, Ya se escucha a los hombres dejando debajo de
ellos, el sable y las sobras de paja. (Polio es quien debe guardad mi lugar.)

Mientras espero, voy de derecha a izquierda ¡Qué gruta inmensa! Un grupo de


franco tiradores argerianos duerme del otro lado de una cuerda. Pero cuando yo
quiero pasar, el centinela extiende el brazo y me dice: << Zuavo, vete, mi amigo>>

El corredor se extiende; sus pilares son musgosos, y tiene una abertura


cuadrada con la forma de una ventana; pero la bruma que de sube de día, se
coloca espesa delante los primeros árboles, y nos retiene.

Ha llegado el pan. Desde lejos he visto a esos inmensos hombros cargados,


emanando un humo blanco. Chaize se ha ingeniado la forma de vaciar su saco:
hace falta compartir equitativamente las bolas terrosas. Cuando termino el
recorrido por las secciones de la gruta gritando: << El pan, el pan>>, voy al
encuentro de Polio.

33
Una vez clavada la bayoneta en tierra, se debe suspender arriba la correa
también las tres cartucheras, —la cantimplora vagabundea alrededor, como una
cabra atada. Alguien toma algunas gotas de cera, y la coloca en la bugía: pero
jamás alumbra muy bien.

No queda más que colocar la cabeza sobre el saco. Se duerme mejor que
dentro de la trinchera porque hay espacio para las piernas, pero, con las corrientes
de aire, las noches son frías.

<< He recibido un paquete, me dice Polio. Y también dos cartas, es necesario


que me las leas. Una, sé que es de mi esposa.>>

Sí. Se trata primero de las niñas:<<… las pequeñas caminan. Cuando tu prima
las ha venido a ver, ellas la han acompañado justo hasta la jardinera.

…Los clientes no son muchos y cuando se trata de viejas, ellas siempre


regatean los precios.

Pero, usted, no se ponga triste por nosotras, porque tenemos una casa; yo estoy
con buena salud y espero que esta carta te encuentre lo mismo. Todos ustedes
son como los bohemios, y muy valientes.

Cuando tengamos tiempo mañana: << Me leerás la otra. No sé de quién será; yo


no recibo muchas, cartas>>.

El paquete que le llegó contiene una bufanda para el cuello, medias zurcidas,
fósforos, y un frasco de perfume que ahora contiene residuos de uvas prensadas,
y por los espacios vacíos, muchas nueces.

<<Ella adora arreglar los paquetes, dice Polio.>> Como si tuviese vergüenza de
mostrarme todo ese cuidado.

<<Es verdad, dice Gallas, las mujeres hacen todo eso por distraerse. Una, que me
cuidaba en el hospital; me decía: por todo aquello que usted ha pasado ¡Lo
admiro; eso no tiene comparación!

Delieu, dice:—Hay mujeres que desde chiquitas comienzan con eso.

34
Veinte que durante el bombardeo se habían quedado en Tracy, dentro de la
caves, serrados uno contra el otro, después les han hecho enterrar a los muertos.
Ahí, tú puedes decir que es lo más miserable de todo.

Thielment, responde: — ¡Miseria! Entonces nosotros no podemos quejarnos:


tenemos comida, y estamos bien ubicados.

Thielment, gruñe, él es bueno para la guerra y adora combatir. Durante el


tiempo de paz tenía sólo eso metido en la cabeza. Es soldado de profesión. Pero
esta guerra ha comenzado mal para él. Acababa de obtener un permiso de
cuarenta días; son cosas que uno no olvida, jamás.

Por rencor no escribe nunca a su casa. Cuando sus viejos le dicen: <<…
nosotros no sabemos ni siquiera si estás muerto. — Ah, dice él, tienen miedo de
perder un pariente>>.

Él piensa, también, que todo será mejor la próxima vez. Pero para nosotros,
para Polio y para mí, esta es nuestra única guerra.

35
II

Recién son las cinco de la tarde, y no tenemos nada más que hacer, hasta
mañana en la mañana, que dormir o conversar. Y permanecer así en este territorio
de la guerra

—…Entonces, Caronis nos cuenta. Cuando nosotros dos, Virgilio y yo,


llegamos al pueblo una marmita estalló a diez pasos de mí. Y yo me dije de
inmediato << espero que se equivoquen…>>

Polio, que está despierto, se anima a contarme su primera batalla:

<< Esa tarde, alguien pidió algunos voluntarios para ir a la misa de Toussaint.
Sobre Dios, se puede pensar lo que se quiere, pero tratándose de muertos…
Entonces digo, yo iré. Al día siguiente nos despertaron temprano, a las cuatro de
la mañana. Yo me digo: será para llegar temprano a la misa. Había ya fuego en la
casa y hacía buen clima. Nos encaminamos por la ruta y caminamos un cuarto de
hora, pero luego, nos dicen:<< Formen los grupos>>. Y esperamos. Bien se
hubiera podido, me digo, habernos dejado cerca del fuego; y me doy cuenta que
todo el batallón está ahí parado; que nos iríamos todos juntos. Luego repartimos, y
caminamos y caminamos. De repente: << ¡De rodillas!, nos gritan>> Y yo me
quedé sorprendido cuando a cinco pasos ha comenzó a llover, a llover balas, y
balas…>>

De inmediato Polio se calla, y se va.

Es todo; a él no se le ha ocurrido pensar que su jefe se había equivocado, o que


habían caído en una trampa. Y Polio se sorprende, muchísimo, de que se haga la
guerra y que se mate gente.

Virgile, dice: << Y cuando estuvimos en la boutique, le he pasado bien la mano.


Pero ella no quería nada: soy demasiado joven, me dijo. Jamás alguien se me
había resistido.

Normand, responde. — Yo, soy como un marroquí. Hace un año que no brinco
sobre ninguna>>.

Virgile se da vuelta hacia nosotros, y dice:

<<Todavía, si se tuviera la mujer de Polio.

36
<<Te acuerdas, en Alger?>>

¿Cómo permite Polio que alguien de nosotros hable así de su esposa? Yo me


imagino su vida en época de paz, y bruscamente la veo así: que lo encontrará
sorprendido y pobre como lo está ahora como guerrero. En el fondo, él no se
sorprende que uno trabaje, se case y viva. Polio tiene su mujer para él sólo— no
más fea que las otras, nos dice Virgilio.

Se puede comentar mucho y hasta frente a frente con un hombre; pero sobre
su fuerza, o su debilidad, nada nos enseña más que las palabras que dice otro
hombre sobre él.

Tolleron, cuenta: — Caminábamos, llorábamos lágrimas de rabia. Quiero decir


que nos hubiera gustado llorar; porque no se puede llorar cuando no se tiene nada
adentro.

Thielment, agrega: — Si hubiéramos estado, al menos, vestidos. Estábamos con


los envoltorios que nos envía el gobierno, que son un verdadero “paté de
hígado”>>.

¿Cuándo aceptará suficientemente a la guerra Polio, como para atreverse a


quejarse. Pero, él cuenta con el recurso de admirar, sin distinción.

Entonces equilibrándose con un bastón, Thielment comienza a saltar


bruscamente cerca del pequeño Le Coz. El otro cae a propósito y se acuesta.
Entonces Thielment también se tira a tierra y coloca su cabeza junto a la de él.

Normand, pregunta: — ¿Los ríos, hacia dónde remontan?

— Se van al mar.

— ¿Y el mar?>>

Turquet le calla diciéndole: <<Observa a mi vieja que tiene cuarenta y tres años
y acaba de tener un burrito>>

A todos nos envuelve está gruta oscura, que permanece clara sólo por las
llamas y cerca del lugar dónde están las bugías. El ruido de las palabras y el polvo

37
rodea a estos hombres que duermen sobre la tierra, dentro de sus colchas grises.
Roseau levanta una carta, y Ferrer, el de la piel amarilla, se inclina para prender
de costado su pipa.

Cuando la última bugía se apaga, después de mucho tiempo sin verla, llega la
verdadera noche. (Dentro de las trincheras, la noche es más humana que lo que
uno cree y jamás es completamente negra.

38
III

Caronis, dice: aquí había uno que tenía dinero, ese era el caporal Barron.
Tenía todo un cinturón de duros para gastar en la guerra.

Cuando estuvo en Bordeaux, nos dijo: lo siento, pero hoy hago de atolondrado. Y
no le quedó más que treinta francos, pero le ha limpiado la primera bala.

Tolleron, dice: — Bérard, no. Él guardaba todo, a él le robaron.

Así se hablaba de los muertos con una ironía benevolente, como dos hombres
que se quedan juntos y hablan de aquél que acaba de irse.

<< ¿Esto no les parece idiota, dice Thielment, el de hacernos levantar una hora
más temprano?.>>

—Ahora que tenemos tiempo me puedes leer la otra carta, es verdad, tú podrás
leérmela mientras permanecemos aquí>> Entonces Polio la saca toda arrugada de
su bolsillo, él desconfía, evidentemente, me imagino que ha podido recibir otras
parecidas.

<< Señor Polio, le escribe uno de sus amigos, porque no puede dejar de decirle
que vuestra esposa se paga sus buenos tiempos, mientras usted lucha por la
patria. Es con ese muchacho del café Citadelle. Él mismo nos cuenta, todas las
mañanas: anoche los dos hemos hecho esto, y hemos hecho esto otro. Usted
sabe, Señor Polio, que ya era así con el caporalcito brun… durante el tiempo que
usted debió partir lejos.

—Ese, me dice Polio, es el caporal Barron, el que ellos mencionaron hace un


rato. Pero por el resto, nada es verdad, no ha vuelto a suceder. Yo lo sé, porque
ella me lo ha prometido sobre todo por esto; por lo que se puede prometer, y lo ha
hecho el día que nos hemos embarcado. Y cuando ella promete…>>

Se siente orgulloso conmigo, y si habla fuerte es porque quiere que le escuche


también Virgilio.

Ella le ha hecho ese juramento, sobre la cabeza de sus dos hijas pequeñas, o
de su madre que está muerta, el día de su partida. Y Polio ha sabido aceptarlo. A

39
él se lo reconoce por valorar lo que se le promete y por cumplir lo que promete.
Me doy cuenta que admiro en Polio esta fuerza inesperada que le viene de la
guerra. (Y sin embargo él no debe ser ni muy hábil, ni muy valiente).

Creo que esta guerra está hecha para Polio, o para cualquier otro igual a él, o
para alguien que se le parezca, quien haya fallado o le falte fe o gusto a vivir.

Así como una casa pública permite el amor a quien no ha sabido encontrarlo
afuera, por timidez o bien por indiferencia, la guerra concede ese poder grosero a
la vida o a la muerte; uno nunca podrá olvidar que un día se lo poseyó. ¿Qué
temerá Polio más tarde, a otros hombres parecidos a aquellos a los que ha
matado, o a otros hombres que hubiese podido matar? Por la experiencia de la
guerra, el más intenso de todos los eventos, él se acostumbrará a cualquier otra
situación parecida, o de la misma naturaleza, así éste conserve su misma
apariencia grosera.

40
L´ABRI QUI S´ÉBOULE

EL ALBERGUE QUE SE DESMORONA

41
I

Como la noche cae súbitamente, el caporal Caronis grita:<<Adelante!>>Y salta


encima del parapeto y se le escucha caer sobre las hojas.

De inmediato Réchia y Ferrer, sin decir una sola palabra, saltan detrás de él. Yo
les sigo, corro, pero un árbol me engancha y retiene. Luego, salto dentro de una
fosa, y me reúno con ellos.<< Hemos sacado el pequeño poste, me dicen.>>

Dos alemanes han sido muertos y obstaculizan el lodo. Otro se ha escapado


hiriendo a Réchia en sus labios, por eso está sangrando. Y Caronis ha recibido
una herida de bayoneta.

Dicho asunto no ha ocupado un lugar más importante que las otras


preocupaciones, que me retienen aquí. Pero se hizo necesario reemplazar a
Caronis, y yo fui designado.

Considero que merecía, sin dudas, ser nombrado caporal; pasaré por la pena
de explicar dichas razones. Sucede que mis actos propiamente militares no se
acompañan, en mí, de mucha consciencia. Y como aquello no estaba incluido en
ninguna obligación militar sentí, a pesar mío, que me alcanzaba toda esa libertad.
Ya me expliqué, es todo lo que diré.

Compartí el hueco y la comida con el caporal Delieu.

Delieu es rechoncho, de trazos regulares, de piel rozada y está siempre bien


peinado: estos son, por tanto, signos de vulgaridad. Pero esta tarde a él le dan el
aire de un joven señor de pueblo. Los hombres que lo rodean tienen sus figuras
grises, y se abrigan extendiendo los brazos al fuego. Afuera llueve, igual que
adentro; porque cuando el agua se reúne sobre la tela extendida, que nos hace de
techo, cae por un hueco.

Y cuando la noche avanza, cada uno regresa a su choza. Pero estoy triste por
Blanchet; no es que Delieu me haya recibido mal, pero él me molesta por su
seguridad, y por su confianza de creer que me es superior.

42
Ante sus ojos yo soy considerado un inferior, debido a la instrucción más
amplia que tengo en relación a la suya. No sé por qué se considera en ventaja a
los hombres cultivados; cuando en realidad sucede que el efecto más seguro que
logran con las lecciones que reciben es perder, primero, toda confianza
espontánea en ellos mismos. Posiblemente que, percibiendo el peligro que les
amenaza, terminan encontrándose en el lugar que han querido evitar, y más
violentamente indemnes de toda ciencia que otro ser humano en el mundo. (Lo
mismo sucede con esa gente que uno sabe ha estado en un presidio, o tienen una
historia parecida: ellos no pueden ser humildes, se hace necesario que tengan
más aplomo, que todos los demás.)

Blanchet me pedía que le permitiese acompañarme en el patrullaje. O bien que


saliéramos juntos en las noches a colocar el cerco de alambres de púas.

43
II

Parece que nuestros sentimientos de afecto o de antipatía hubiesen pasados a


un segundo plano, o absorbidos por la guerra, que nos permitió lograr un
conocimiento de la fuerza o de la debilidad de cada uno de nosotros —
conocimiento seguro que dio un nuevo orden a las cosas y nos permitió sentirnos
alcanzados por una gran simplicidad.

Delieu me hablaba poco, pero hacía evidente, muy bien, que no aprobaba mi
amistad con Blanchet; por ese mismo tiempo él adquiere una gran influencia sobre
mí; y no fue propiamente por su inteligencia, y ni por su voluntad; pero sí por una
razón muy cierta; la de estar al corriente, y a la altura de las cosas.

Un día, por ejemplo, que estaba sentado dentro de mi guitoune, ocupado


limpiando mi fusil con mis dos piernas pasadas por fuera pendiendo hacia el
sendero. Hay mañanas en las que uno no sabe, exactamente, qué nos falta, un
cuarto de ron, una mala noticia, o trabajar un poco más; o posiblemente no se ha
recibido aún el impulso necesario; uno no ha comenzado a vivir todavía ese día.
Lo cierto es yo me encontraba así, algo lejos de lo que estaba haciendo, y de
todas las otras cosas; me encontraba así de bien, cuando caigo en cuenta de su
presencia, por su llamado de atención brusco: Delieu parado cerca de mí, me dice:
<<¿Y, entonces qué, sueñas con tu madre? >>

La razón de su regreso se debió a que faltaban trenzar, dentro la hora, treinta


bastidores más. Por delante de sus palabras claras, yo sentí su fuerza,
suficientemente poderosa, que me impidieron retomar de inmediato mi seguridad
moral, que me habría devuelto mi aplomo —incluso lo impedía la torpe posición
física en la que me encontraba—

Cuando Blanchet cayó enfermo, su rodilla se hinchó y le hacía sufrir mucho, yo


no lo dejaba solo y entonces durante las caminatas hacía que se apoyara en mí;
una vez cayeron unos obús cerca de nuestra compañía, todos corrieron a los
refugios; sólo nosotros permanecimos en ese terreno expuesto.

Para no alejarme de él, una tarde que debía frotarle con alcohol, fui a dormir en
la cabaña de Jules-Charles. Delieu me hizo llamar con el otro caporal, Beaufrére,
un feliz muchacho que llevaba su chaleco de rango con botones brillantes,

44
cantaba y agregaba << Marie>> a todo lo que decía. Yo le respondí que no iría;
Beaufrére me dio la espalda, y me dijo: <<Esto se pega, Marie>>.

Dormí cerca de Jules-Charles, que en la noche sintió mal de estómago, gemía


y se movía para reacomodar sus largas piernas, que por poco me da una patada
en la frente. En los días siguientes Delieu no hizo notar que me necesitaba.
Remarqué solamente que me hacía críticas muy severas:

<< Yo sé muy bien quiénes son los que se han escondido detrás de los árboles
mientras nosotros luchábamos en Carlepont, decía. Por no nombrarlos, son:
Viguier y Dubuc. Lo pueden repetir.>>

Cuando Blanchet estuvo mejor, volví a frecuentar a Delieu. Él aún conservaba


sobre mí la misma influencia; pero no habiendo ningún tema de conversación que
se nos impusiera, a los dos, yo, indudablemente, buscaba, muy seguido, aquello
que le pudiese interesar, o alagar. En cuanto a mi primer sentimiento de orgullo
por haberlo resistido la noche que me mandó llamar, me parecía, a veces, que esa
alegría se había debilitado, yo experimentaba el mismo sentimiento que se tiene
cuando, dejándose llevar por cosas del azar, se termina perdiendo aquello que,
justamente, nos alegraba, y al final uno queda confundido, olvidando la causa de
ese placer que, insensiblemente, se nos escapa.

Corre el rumor que un ataque general se está preparando. Ya es fijo, me dice


Delieu, será el martes temprano. El lunes por la tarde, antes de regresar a las
trincheras de primera línea, pasé a mi escuadra inspección de fusiles.

Delieu estaba excitado, se reía y hablaba en voz alta. Pero tomó un tono muy
calmado para hacerme notar que Blanchet no se encontraba con nosotros.

Yo lo sabía, y estaba irritado. Blanchet había partido a Tracy para un trabajo


cualquiera. Me parecía que no regresando a tiempo, faltaba a nuestra amistad.
Entonces, yo respondí a Delieu: << Incluso no se ha hecho registrar en el
cuaderno de visita, Lo castigaré, eso será muy fácil.>>

De inmediato reflexioné lo ocurrido y se me ocurrió considerar que Blanchet


pudiese haber caído enfermo en Tracy, lo pensé en el mismo momento que
reconocí que había hablado precipitadamente, para complacer a Delieu.

45
III

Hace una noche horrible: un viento frío corre dentro de la trinchera. De un


tiempo a otro alguien grita: << camillero, a mí>>, con una voz fuerte, tan fuerte,
que creíamos era una trampa.

Hago colocar algunos sacos más de tierra, y a preparar nuevas trincheras. En


esa esquina un capó abandonado se ovilla cubierto de escarcha, se parece a una
joven que llora, con la cabeza y el vientre hundidos en la tierra.

Hacia las once, Delieu nos da las órdenes para la noche: cavar un hueco para
el ataque y, sobre todo, que nadie se duerma.

Tolleron rojo, y riendo con él mismo, imagina que por arriba del talud ya se
arrojaron los alemanes sobre nosotros. Aprieta con fuerza, dentro de sus manos,
las granadas redondas, como papas negras, y se balancea molesto por no poder
gritar.

Afuera la noche está en calma. Salvo que, por un momento, Ferrer cree ver,
con el periscopio, a dos hombres arrastrándose adelante de la zanja, justo a
nuestra izquierda. Yo corro a prevenir a la escuadra vecina. Pero regresando me
enfrento con una masa de tierra, que acaba de desmoronarse, y casi me caigo.

Este hombre que se levanta pesadamente y que emerge de la ruina de su


seguridad, es Delieu.

<<No dormía, me dice>>

Que Delieu no haya estado dormido, lo creo.

Pero, ha sabido que era a mí a quien debía afirmarme su inocencia. Mientras le


explicaba lo que habíamos visto, y él me respondía, yo resentía lentamente ese
triunfo, de cuando nuestras conversaciones se tornaban pesadas.

La noche y la mañana pasaron sin que hubiese ningún ataque. Ahora, Delieu,
ya puede reencontrarse con su seguridad, porque a presente me es inferior; y yo
aprovecharé esta situación.

No vuelvo a ver a Blanchet que al día siguiente en Tracy. Su rodilla se ha


hinchado de nuevo, por eso debió permanecer algunos días en la enfermería.
Además se le rompió la rodilla enferma: Y me dijo: << Parece que alguien se quejó

46
de que no pudiese regresar al campamento>> Mira por qué no lo hice…>> E hizo
crujir su rodilla enferma.

Alguien le ha notifica lo que le he contestado a Delieu. Y como con él antes


también había sido débil y ligero; experimenté, también, vivamente, la alegría de
mi revancha. Pero ese episodio terminó mi amistad con Blanchet, justo cuando
devenía digno de él.

Yo sentía que tales inquietudes me lanzaban como una pelota de un lado a otro
y, sin embargo, mi seguridad estaba en lo más alto, y me sentía mucho más
sólido: así comenzaba la vida medio inconsciente que me sostendrían en este país
y dentro de sus aventuras. Yo sentía, de antemano, por contraste, el orden que la
gobernaba. Un hombre, cuando toma su primer amante, reconoce en ello el
comienzo de una nueva vida: Y se sorprende dándose cuenta de que él no es
completamente el maestro ni su inventor.

47
LES BLESSÉS REVIENNENT

LOS HERIDOS REGRESAN

48
I

La quinta, séptima y la octava compañía acampan en Tracy, dentro de la


misma área que nosotros y mezclan sus carpas con las nuestras. Hemos vigilado
juntos y jugado cartas, hasta un “caricoco”. La seriedad de los oficiales, y yo no sé
qué, que se sentía en el aire, nos persuadía de que el ataque estaba muy cerca.
Delieu cantaba: << Ellos han roto mi violín, porque lo prefiero francés>>; pero así
se lo prefiere todavía<< No es una dama hecha para ti; ella tiene joyas…>> y <<
Marinette>>, que todos retomamos en coro.

Tuvimos un despertar mucho más serio, con el sentimiento, a veces, de tener


un abismo delante de nosotros.

<< Sobre todo no empezar a tener miedo, nos explica Roseau. Pero
después, cuando todo terminó, yo me digo siempre: Hein! Es por aquello por lo
que tú has pasado, es eso lo que has visto de cerca; así, como si leyeras una
carta de tu madre.

—Después de todo, no se arriesga más que de morir.>>

Esta es la reflexión que paraba, de ordinario, a todas las otras; ella tenía algo
de gratificante.

Sievre me desconsuela, está seguro de que no regresará, aseguraba que<< el


asunto estaba mal preparado>>; y que << si no fuera por su amor propio se
habría hecho declarar enfermo >>. Tuve dificultades para animarlo. Al otro lado,
un caporal de la octava gritó, que se iba a dar el golpe más importante y que
nosotros tocábamos el más bello día de nuestras vidas. Esa exageración me
disgustó, de la misma forma que lo hizo la de Sievre, por una razón que les era
común; su relación son la guerra en cuestión.

Las cosas para mí son mucho menos simples, así, llego, lentamente, a
encontrar una actitud que me conviene.

49
A las siete, la orden de partir es dada a la séptima y la octava compañía.
Cuando toman su ruta, en ese mismo momento, comienza el cañoneo por encima
de nuestras cabezas.

Se podía ver los estallidos de luz sobre la plaza de la Iglesia: ésa es menos
que una plaza, es más una calle que se alarga un poco, para complacencia de la
iglesia

Un caballero pasa a la carrera; la calle deviene desierta; la atraviesa una joven,


en zuecos, torpe para caminar; lleva dos cartas en sus manos.

Vemos tres aeroplanos en el cielo: uno de ellos huye rápidamente, detrás del
cual explotan nubes redondas; lentas de fundirse.

Llegan los cinco carros de un convoy con el pan, la carne, y el carbón. Un


sargento, las cuenta: <<Treinta bolas! Cincuenta bolas!

—Está preciosa!>> grita un zuavo, y se refiere a la mantequilla que ha dejado


deslizar dentro de un hueco.

Hay disparos hacia el Norte. Subo; y veo, desde la ventana del granero, nada
más que la colina con los troncos de los árboles negros, sobre un piso rojo.

Llueve.

Entonces un francotirador gana la calle. Tiene la garganta ensangrentada.


Camina doblado y con las dos manos sumidos dentro de los bolsillos; << ¿Está
muy mal?>>, parece preguntarle una mujer mayor, con sombrero, con la que se
cruza cuando desciende la calle.

Nosotros le preguntamos: << Es de esta mañana?-

<<Sí, nos responde>>

50
II

El bombardeo dura unas tres horas: y esa era la señal de nuestra partida. En el
preciso momento en que nos metíamos en ruta, vemos a dos prisioneros
alemanes gordos y bien vestidos, que son conducidos por un zuavo; están
subiendo el sendero que lleva al puesto del coronel. De golpe, tuvimos la certeza
de que toda iba bien; Y hablando, propiamente, diré que nosotros no
experimentamos alegría, propiamente dicha, sino el sentimiento de que una
preocupación, que pesaba sobre nosotros, venía de ser anulada.

Dos heridos que regresaban por la misma ruta, nos cruzan. Uno de ellos iba
derecho, la cabeza volteada para atrás, con su cara de dolor y de orgullo: tenía,
sin dudas, las dos manos, que las había presionado debajo de las partes de lo que
había quedado de su cinturón azul.

Nosotros avanzábamos con una extraña avidez de emoción y de


reconocimiento; nos parecía que llegaba el final de esta vida de trincheras y de
esta actividad ingrata. Pero las antiguas imágenes de la guerra, por el contrario,
nos revenían: los senderos, las caminatas en la noche sobre las hojas, teniendo
por encima el ruido de un cañón. Creíamos que estamos entrando dentro del
verdadero orden, por eso, nos parecía que las rutas tenían una inmensa expresión
de belleza.

Habíamos tomado un atajo en el bosque. Al primer alto, nos detuvimos frente


de un herido, éste estaba al costado de un camino. Cerca de él había un cubo de
agua. Le habían dado la orden.<<Toma el cuarto de ron preparado. — Si es de
ron, dijimos nosotros, se va a armar; si es té, hay todavía algo de bueno.>> Pero,
finalmente nada, y nos bebimos el agua del cubo.

En cuanto al herido, había recibido dos balas perdidas en la pierna; nos desea
buena suerte y de << trabajar así de bien como lo había hecho su compañía>>

Dos horas de caminata más y cae la noche. Entonces, nos dimos cuenta de
que nos habíamos creo perdidos, hasta, justo, el descubrimiento de ese pueblo de
chozas, que estaba sobre el otro lado del barranco. Agrupados, los
francotiradores, se abrigan en su propio fuego. Un orfebre, inclinado, parece

51
trabajar en cosas delicadas: no es una dama, pero veo brazaletes y una espalda
dorada. Se hace necesario atravesar un hueco, pero, al instante, Delieu cae sobre
un estanque de barro.

Recibimos la orden de acampar, entonces, con una bugía visito los toldos que
están sin fuego. Dentro del primero encuentro a un zuavo con dos manchas de
sangre en los pómulos. Me dice solamente:<< me siento mal>>. Y, << Dónde te
sientes mal? —No. — ¿Dónde está tu compañía? — No.>> Tiene una barba
espesa, y el aire salvaje.

La choza vecina es grande, y apenas húmeda. Entramos. Delieu raspa con su


cuchillo las pequeñas manchas de barro de su capó; Blanchet se va a buscar, de
derecha a izquierda, las bolas de paja. Los otros comen o duermen.

Los árboles tiernos cuyos troncos han sido partidos por los obús se sostienen
apenas con algunas fibras, o gracias al apoyo que reciben de las ramas altas de
los árboles vecinos. El borde del bosque está ahí, a treinta metros de nosotros.
Sobre la gran ruta vemos a los heridos que se dirigen lentamente hacia Tracy,
otros esperan a los camilleros y gimen en voz baja. Por ellos me entero que
hemos ganado dos líneas de trinchera; por el resto, los dichos se contradicen,
pero todos me conmueven por su fe y su gravedad.

Un sargento mayor contaba que había tomado, él solo, una esquina de tierra
francesa. Le parecía conveniente, aquí, mostrar un amor así por la patria, que en
otras circunstancias él mismo hubiese juzgado ridículo de afirmar.

<<…Y tú no sabes, decía, el gran adjunto de la octava brigada, aquél que tenía
tres medallas, muerto. Decía que era él quien había partido primero; los otros no
corrieron lo suficiente como para alcanzarlo.

Ah, era un!...>>

Me siento bruscamente golpeado al ver a Sievre. Dos camilleros acaban de


ponerlo al borde de una fosa: tiene su ropa interior jironada por debajo de su
rodilla. La pierna es transportada, seguramente, con él; pero yo no distingo nada
sobre las mantas, dónde deberían estar. Pero, no pregunto nada, igualmente:

52
<< No tienes tan mala cara, le digo. — ¡Oh, sí! Aún sé bromear.>> Él me
escucha, gira un poco la cabeza; y me reconoce: << Qué quieres tú, mi viejo,
sucede lo que debe suceder.>>

Cuando regreso, un franco tirador árabe, con la frente envuelta en lienzos, se


queja cerca de los toldos. Aquél que lo conducía quiere hacerlo entrar, pero el
herido no puede encoger su cuerpo ni su cabeza, y los dos permanecen
torpemente parados delante de la puerta.

53
III

En cuanto a los sentimientos que experimentaba, éstos se estaban volviendo


débiles y confusos, a medida que descubría que las heridas y sufrimientos que los
combatientes recibían no eran más que producto de simples accidentes, y éstos
eran cada vez más números; a todos les marcaba esa idéntica característica. En
algunos momentos me parecieron a los obreros que en la tarde salen de la fábrica,
con la misma prisa, y la misma indiferencia por aquello que está en su entorno.

La verdad es que uno tiene apenas la costumbre de ver a los enfermos con
quienes nos ata un lazo de familia o de amistad: aquí no hay un punto de duda.
Pero sucede que este fenómeno de ahora le llevaría a uno a decir palabras tales
como: ingenuo, egoísta, u otras parecidas, que se escucharían muy bien en
algunos casos precisos. Uno se preguntaba: << Y aquél también?>> su sentido se
nos escapaba y parecía, yendo más lejos, que ello se podía aplicar a todos, o a
casi a todos. Así, nuestros sentimientos, mal preparados, se encontraron tomados
de sorpresa.

A fin de compensarlos, sin embargo, se preparaba en nosotros una abundancia


de ideas y de reflexiones; y eso se notó con lo que provocó la noticia, que se nos
hizo llegar con un caballero, de que el ataque se había suspendido por el
momento y que debíamos permanecer en el lugar.

Parece que en mí el punto de partida de dichas reflexiones se debió en las


palabras con las que Sievre aceptó su herida; como una cosa simple y que debía
sucederle. Y él era alguien que tenía buenas razones para ir a luchar, a él no le
había faltado nada para hacerle entrar ese asunto en su cabeza.

Al llamarlos uno a uno, yo creía distinguir, sobre los trazos de cada herido, el
orgullo con el cual ellos parecían decirme:<< ¿No soy yo un verdadero guerrero?
>> Esos hombres podían admitirlo todo, salvo que fueron heridos, por
equivocación. ¿De dónde venía que nosotros no curábamos a los que se
quejaban?

Hacia las once horas, escuchamos a alguien detrás de la puerta: << ¿Tienen
lugar para un herido? — La poste de primeros auxilios queda más abajo, se le
respondió. ¿Entonces un poco de agua? —Entre.>>

54
Era un hombre viejo con el brazo pendiendo, tenía sangre pegada sobre la
manga y sobre la mano.

Lapouyade le da un cuarto de agua y Ferrer le mete en la boca <<un cigarrillo,


de Argelia, le dice>>.

Cuando se va, Turquet se vira hacia Ferrer y le dice: <<Él, “Couilion”, es más
feliz que tú.>>

55
CHANTS DANS LA TRANCHÉE VOISINE

CANTOS DENTRO DE LA ZANJA DE AL LADO

56
I

Entonces, terminamos por reunirnos con los que conquistaron la zanja nueva; lo
hicimos a través de algunos senderos y arbustos. Habíamos pasado por túneles y
por charcos de agua y hielo en abundancia.

(Tres o cuatro obús han caídos cerca de nuestra ruta. Sin duda que en pleno
día esas ametralladoras nos hubieran segado; pero en la noche, el peligro es
menos grande, es también mejor organizado y algo así como más conveniente. La
noche va bien con los riesgos que se supone porta ella misma, a esta suerte de
miedo, sin tener que atacar ni defenderse; parece que ella se encuentra rendida a
su peligro natural.

No sentimos caer más la nieve; el haber, la víspera, permanecido encerrados


en la zanja nos ha puesto, hasta ahora, de mal humor, ¿y esos muertos delante
del parapeto son alemanes, o nuestros? Nos interrogamos así, a tientas. Luego
comenzamos a excavar la tierra y a aplanar el hueco de un lado a otro. Un árbol
inclina hacia mí sus ramas y sus hojas raras. Es la víspera de navidad.

Ferrer no remarca que hay dos muertos a nuestros pies, justo contra los
asientos; pero yo los toco, para estar seguro, y cómo siente uno esas manos
rugosas, esos miembros entumecidos.

La noche se muestra todavía espesa.

Decoq había permanecido, a pesar nuestro, con una obstinación triste.


Arrastraba la pierna, y gemía continuamente. Y en lugar de que los dolores le
hubiesen calmado, todavía se consideraba una especie de héroe, y decía que: él
solo había tomado una trinchera alemana y había recogido y sostenido en su
brazo una ametralladora.

Un estallido de obús acaba de romperle la cabeza; no hay ni cómo levantarlo.


Sólo pasamos la noticia.

La luz baja hasta la altura de la tierra, algunas balas silban; pero, de un


momento a otro, todo ese murmullo se para en seco.

57
<< Alguien ha visto a Kaddour? Pregunta más tarde Delieu. Ya son dos veces
que ha desaparecido y no regresa.>>

Lo dice sin que nada parezca lo que nos quiere informar. Esa es una
característica de la fuerza de Delieu; la forma cómo retiene aquello que sabe. Por
el resto, Kaddour, después de algunos días, fue sospechoso de traicionarnos.

Es entonces que he visto levantar, bruscamente, sobre un terreno, a cinco


muertos. Primero me parecieron tan grandes que no los pude reconocer; (su talla
era de naturaleza parecida a aquella de una luna roja que se ve, por azar, por
encima de un muro de un jardín). Pero, comparándolos con las piedras, o con los
huecos de obús, que les rodea, retoman de inmediato una grandeza humana.

El día viene igual de pálido, y nos puede sorprender en cualquier momento. La


nieve que cayó se acumuló en una grada, e hizo un rollo, y sobre ella están
algunos cadáveres.

Detrás de nosotros está el lugar que las reservas, que ayer defendieron la
trinchera aún no han cruzado. Cuatro Zouaves lo tomaron: presionándose uno
contra el otro, levantando la cabeza y los brazos, aún conservan alrededor de la
frente las huellas del alambre de púas.

Pero nos llega un sentimiento diferente por los muertos que están acostados,
adelante, dentro del espacio que nos separa del enemigo: para decir la verdad,
ellos nos son menos simpáticos; son muertes ingratas, que no han tenido éxito.
Ferrer precisa la idea, diciendo: << es necesario recomenzar>>. Vimos también
dos o tres cadáveres alemanes.

El sargento pasa y repite: <<Vigilen>>.

Si ellos salen de sus huecos, todos deben tirarse vientre contra el suelo, sobre el
borde de la trinchera, y a disparar.>>

Pero, ¿de dónde vendrían ellos? Desplego mi odio sobre esos enemigos
invisibles, que mi vista los busca con la misma incertidumbre, sobre la línea de su
defensa.

Era un poco tarde, cuando por primera vez escuchamos sus cantos.

58
II

Son pedazos de carne y de ropas lo que arriba de mi cabeza retienen las


ramas. La cosa nos deja indiferentes. << ¿Has visto esas chuletas sobre el árbol?
— ¡Ah! qué tienen contra nosotros esos vecinos de enfrente, me pregunto.>>

Pero me conmueve ver que Ferrer se planta en la tierra y observa tres cartas
coloreadas y los tapices de Bayeux. Pienso que posiblemente va a ser un amigo, y
qué vivo deseo de hablarle.

Pero no, los ha recogido de un muerto, dice; de donde vienen, también, ese
paquete de cartas y la revista violeta. Pero, esta conversación interrumpida me
llega más que todos los cadáveres. Me parece primero que rememorando los
acontecimientos penetré por ese azar, dentro de la guerra.

El día pasa de inmediato. Hemos comido carne en conserva y bebido ron o


café frío de nuestros bidones. Pero yo tenía aún sed; (se ve brillar a un ruiseñor
atravesando el campo: cosa dulce como el agua que corre).

Día de pereza y sin embargo plena: una confianza desacostumbrada, dentro


del fondo de nosotros mismo, nos persuadía de su gran valor.

Polio me pide un cuchillo y llevando mi mano dentro de mi bolsillo, me


sorprendo, bruscamente, que mi gesto fuera así de lento.

No se trabajaba y, así mismo, no se hablaba de nada; los alemanes no deben


saber que estamos aquí. Cada uno de nosotros se encontraba rendido así mismo,
aislado; y para mí, me será difícil describir, por sus rasgos propios, la actitud y el
pensamiento en el que me encontraba, entonces. Él me golpeaba más bien por su
parecido con esos momentos en que uno se reconoce sin angustia, sin ningún
sentimiento que lleve un nombre, solamente así: separado de toda asunto exterior,
y abrigado por todo aquello que es acento, sonrisa, matices de palabras— pero
dejado, sobre todo, en un otro plano y como descendido a lo más bajo.

59
La reflexión de los eventos que no se han podido evitar, en este instante,
conservan un carácter obsesivo para la memoria.

Me parece estar dentro de un estado parecido a ese sentimiento expuesto


anteriormente, pero esta vez no por el juego de mi cuerpo o de mi alma, pero sí
bajo la influencia a ellas mismas y el poder de las circunstancias exteriores. Esta
miseria de cuerpos destrozados y la tierra que me rodeaba estaba tan completa
que ella venía a parecer torpe, y como inmediatamente deseada.

Era verdaderamente poco probable, que en nuestro propio país, fuésemos


privados de agua, de espacio, de frutas —de todas las cosas de las que su tierra
es aún rica— y que no hubiésemos conservado nada más que la pequeña parte
de nuestra vida, al contrario de lo que hicieron nuestros antiguos muertos.

Cierto, entonces, yo no me sentía superior a una tal pobreza; pero, justamente,


por esta razón, o queriéndome justificar, ella me aparecía como el efecto de algo
benevolente; o sea, de la bondad de las cosas. Así, los bordes de un vaso se
bajarán justo al nivel del agua que ellos retienen.

Por cuatro horas continúan los cantos dentro de una zanja alemana que
nosotros no percibimos. Eran canticos latinos que nos llegaban a través de las
nubes. Según ellos, nosotros deberíamos imaginar a una asamblea de gente joven
seguros de sí mismos y de su peligrosidad.

60
III

En cuanto a la impasibilidad que muestro respecto de los cadáveres, me


sorprende el remarcar cuán poco es ésta efecto de mi entusiasmo sentido en el
pasado, más bien, por el contrario; el estado de espíritu, aquél, me obliga, sin
duda posible, a reacciones en base a las circunstancias. Qué cosa tierna, hecha
por nosotros es, entonces, la guerra que nuestra aplicación la sigue, así,
pacientemente. Esta vida de espera y de aceptación grave venimos a sentirla, sin
embargo, inferior a nosotros.

Por sus cantos, ellos nos aportan la ocasión superarlos; nos acercan como lo
haría una cuerda; porque sería suficiente con halar esa cuerda para estar en su
columna. Y así corrimos hacia ellos, con el fusil apretado dentro de nuestras
manos, y el odio en alto para todos esos hombres que cantaban en nuestra tierra,
dónde nosotros permanecíamos silenciosos.

Todo está listo; parece que los niveles exteriores e interiores se confunden en el
punto dónde la vida va a repartir.

Los cantos que son una cosa abierta a todos los sentimientos, sirven
poderosamente a una tal simplicidad. Y cuando el viento desplazaba sus soplidos,
nosotros observábamos cómo nuestro odio se desplazaba hacia ellos, en el
mismo momento que ellos tomaban sus marcas.

La noche cae y nosotros no atacamos. Ni se puede hacer fuego, pero la luna,


mientras, tanto nos alumbra.

Escucho que Kaddour acaba de llegar.

Delieu le interroga: << Soy yo quien ha permanecido en el lugar más peligroso,


responde; me han retenido en la primera sección. Estuve al costado del caporal
Monmayeur en el momento cuando lo han herido. Y con Decoq, cuando lo han
muerto.

Mire aquí, caporal, le dice Delieu>>

Allí estaban algunas manchas cafés, sobre el collar de la tienda de campaña.


Estaban los pedazos del cerebro de Decoq, que habían saltado hasta ahí, cuando
lo mataron. ¿Por qué este inocente de Kaddour nos da tamaña decepción?

61
Hacia las once horas, el servicio nos trae una olla de carne cocida, arroz y un
cubo de jugo de frutas. Cuando Beaufrère le servía un cuarto de ron a Leynaud,
una granada, estúpidamente, estalla entre ellos dos y destroza las dos caras.

Luego nos llevan para atrás. Parece que todo pasará la próxima vez, a
recomenzar; pero el impulso de hoy no podrá servirnos mañana.

62
LA DOUBLE ATTAQUE

EL DOBLE ATAQUE

63
I

Una imagen es más fuerte y más exterior que todos los otros recuerdos: diez
soldados que se levantan al amanecer y permanecen primero juntos comienzan a
correr para escalar el pico, que está en nuestra línea. Son delgados y al estar un
poco inclinados sus cascos chocan y uno de ellos cae; pero sólo pareció ponerse
sólo de rodillas.

Algunos pedazos de tierra vuelan cerca de ellos: todos parecen desarmados, y


finos como los ciervos. Corriendo siempre, descienden insensiblemente del otro
costado del pico. Y de un momento a otro, ya no veo nada más: han penetrado en
alguna parte, dentro de la tierra abierta.

Justo en el momento cuando se realizaba nuestro primer ataque vi, dentro del
tumulto de este comienzo de batalla, humos negros que subían de un salto, como
grandes llamas, y que se perdían rápido por sus bordes. Miles de ruidos de obús o
de balas: truenos dentro del cielo, castañas que explotaban sobre la ceniza,
cantos de sapos, de grillos, de abejas, o de una casa que colapsaba. Yo me
regocijaba con una felicidad infantil de esa variedad y de su fuerza.

El pico, a nuestra izquierda, está ahora desierto. Distingo ahí tirado un nuevo
cuerpo cerca de aquellos que me habían parecido, sí grandes, la víspera; él no
está cubierto como los otros de hielo blanco, pero el color vivo de su pantalón
llama la atención a mis ojos.

El sol pálido y redondo se levanta: parece, más que un sol, una luna de claro
de luna.

La zanja que habían atacado los alemanes estaba toda entera por el otro lado:
de tal suerte que nos preguntábamos si el golpe habría triunfado. Comenzamos a
ganar confianza cuando pasada una hora, o más…

64
<< Un zuavo que viene, gritó Blanchet.>>

A lo lejos vimos aparecer su cabeza pequeña, pero, al momento, desapareció.


Venía corriendo, sin duda, pero siempre con ese lentor inconveniente de los
zuavos.

<< Era un herido que se iba a la poste de primeros auxilios.>>

Luego vimos aparecer en forma más clara a otro hombre; pero casi de
inmediato se lo dejó ver. No lo volví a divisar hasta que ya estuvo derecho sobre el
pico. Parecía caminar hacia atrás y de esa manera desaparecer en el cielo.
Además, ajustaba su capot extrañamente. Hubo un momento cuando nos
preguntamos, ¿qué querría decir eso?

Pero, mientras pasa, el hombre del enlace nos grita: << Todo va bien: el cuarto
zuavo ha tomado las trincheras.>>

Nuestra alegría y, al mismo tiempo, nuestra inquietud se encontraron cruzadas.

Y se fueron entonces veinte, treinta hombres, mucho más numerosos que


nosotros vimos partir. Luego regresaron, no demasiado rápido, y en desorden se
mezclaron y se adelantaron unos a otros. Llegados a la altura de nuestras zanjas,
se esparcieron y no los vimos más. Y eso fue todo.

Debimos esperar largo tiempo la orden que nos debería permitir, pensamos,
nosotros, retomar la parte perdida, y posiblemente otra, mucho más lejos. Pero
ninguna orden nos llegaba, y nuestra excitación decaía poco a poco. Solamente
hubo que disparar sobre los cuervos de un árbol qué saltaban sobre el cadáver de
un soldado alemán.

El día estaba extremamente claro y blanco. Sobre la cresta, sólo se veía a un


herido arrastrándose; a veces se paraba y permanecía largo tiempo sin moverse.

Mientras los obús, ciegos y pesados, explotaban detrás de nosotros; fui a la


parte trasera a buscar la sopa ¿qué buscan, detrás del bosque? Entonces, me fui
en su búsqueda con dos zuavos, del cuarto regimiento.

65
Dentro de la compañía, tuvimos al menos doce muertos. Yéndonos al bosque
dos más, pero hicimos algunos prisioneros.

Para el contra ataque, ha hecho falta perder terreno. Pero cuando regresamos,
ya teníamos un teniente, ah, un teniente!...

Esta confianza me da un gran placer.

La carne y la sopa estaban calentándose en un hueco. Y la mula había traido un


saco lleno con regalos navideños: había uno por Blanchet, yo aproveché y copié la
dirección de sus padres.

Luego retomamos el camino de la trinchera.

No había pasado nada más después de nuestra partida, salvo que la lluvia caía, y
el parapeto amenazaba en fundirse con el barro.

Ferrrer y Langella regresan de un reconocimiento demasiado tarde, y no


encuentran nada que comer; pero el teniente Delépine hizo abrir para ellos dos
latas de carne en conserva. Nos parece, súbitamente, que la cuestión de su
comida tomaba una gran importancia.

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II

Hay dentro de todos los acontecimientos que vengo de contar, una parte de
recuerdos que he guardado desde el instante mismo que ellos me llegaron, y los
sostengo firmemente como ellos me sostienen a mí. Por lo que sigue, va bien de
otra manera. De seguro, he debido escaparme, de mi mismo, en el momento que
hemos atravesado, para el ataque, el parapeto de la zanja.

Es una extraña sala dónde me encuentro ahora encerrado, hay lámparas de


araña, lentes y buenos retratos antiguos. Pero de una de esas camas salió, en
camisa, un cojo negro, con turbante y cinturón rojo.

No puedo levantarme lo suficientemente bien como para poder ver mi pierna


herida, pero la siento envuelta en gaza. Me incorporo y me siento caer como una
piedra. He creído recibir en el pecho todo el peso del cuerpo de un hombre que no
me arriesgo a mirar aún. Probé primero que podía girar la cabeza de derecha a
izquierda, y luego abrir los ojos.

Alrededor de mí, no hay más que tierra fresca, pero veo más abajo, el cuerpo
bruscamente destrozado de Polio, me imagino que es él, y de otro hombre:
cuerpos sin alma, hasta sin carnes. No percibo más que su mitad inferior,
mezclada de tierra y de hojas.

Me parece que toda mi vida entera ha devenido de una inconcebible lentitud:


ya no puedo mirar seguido dos cosas; entre una y otra cierro los ojos.

Pero toco mi muslo, y ella está cubierta de mi sangre, que aún corre.

Entonces un sentimiento nuevo de libertad comienza a levantarse y a recorrerme.

Éste deviene de millares y millares de ideas; yo me reconozco por ellas, liberado


de todo este esfuerzo, de este tiempo y de esta tierra. Felicidad que me parece
más larga que toda una existencia.

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Dentro de la zanja dónde me llevan de inmediato— quién me ha relevado, —no
lo sé— primero yo me siento decepcionado. Todo ha terminado, la puerta está
cerrada.

En el momento en que el obús me ha golpeado, yo iba el último de mi


escuadra, e iba teniendo cuidando de no dejarme invadir por el temor, dónde soy
como un cobarde. Yo resentía la indignación contra la orden— ¿venida de dónde?
— que nos hacía abandonar esta zanja conquistada. Era imposible sostener el
combate, así se desarrollase en otra dirección.

Seguramente debimos haber experimentado un placer muy grande cuando


tomamos por asalto la zanja alemana; pero yo no puedo recordar más, ni si había
en ese momento en nosotros otra consciencia, inmediata y sin memoria, de
nuestros actos.

Una de las razones de nuestra retirada fue, sin duda, esas llamas que se
levantaban muy a lo alto, y el hueco de la derecha que hacía parecer que todo el
lugar estaba en fuego.

Es por una herida de bayoneta que Virgilio muere sobre el piso. Se da vuelta
cuando pasaba, y me dijo: << Virgilio se va, pero viva la Francia al menos.>>

¿Qué ha pasado con nuestros prisioneros?

Llegando al talud, he visto a un alemán que me miraba fijamente, pero yo


recordé que a él le había saltado lo más alto posible y con todas mis fuerzas le
había atravesado el pecho. Había caído detrás tan torpemente que le había
entrado mi fusil y hasta logré hacerle un gran círculo. Más tarde lo he vuelto a ver,
me ha parecido inmenso, como una piedra para la paja.

A otro alemán le ha cortado las piernas un obús. Ha permanecido dentro de


una esquina, empaquetado como un recién nacido, dentro de una colcha que por
debajo se mancha de rojo.

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Habíamos partido al ataque sin esperanzas, ni miedo, y como devenidos como
algo exteriores. No he visto caer a nadie salvo, creo, a Blanchet; quien había
llegado arrastrándose, justo al final, hasta la zanja alemana.

Pero ya estábamos muy apretados, por lo que él debió quedarse sobre el talud
de atrás.

Es a Ferrer a quien veo a mi derecha, él también está acostado dentro de mi


cama. Se da cuenta de que me he despertado. Pero yo no quiero hablarle.
Mientras tanto él se acerca por encima todo humilde y persistente, como un perro
espera en una puerta.

No me obseden los recuerdos de esos soldados dirigiéndose y corriendo sobre el


pico, en esa mañana blanca, pero mi pensamiento está atado a él y a ese evento
dónde se han manifestado mis sentimientos y al hecho de haber visto, de
antemano, nuestro ataque y nuestro regreso.

Yo guardo al menos a presente, que he vuelto a recaer, esta imagen y este


signo, como una suerte de secreto.

FIN

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