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Mario Benedetti - Inventario Cómplice PDF
Mario Benedetti - Inventario Cómplice PDF
Bastante entrada la primavera de 1997, Alicante se convirtió por fin en una ciudad
benedettiana. La investidura del poeta uruguayo fue ocasión de un encuentro entre los días
13 y 17 de mayo, centrado en el Congreso Internacional sobre su obra, que estuvo abierto
además a recitales poéticos, proyecciones cinematográficas, representaciones teatrales,
conciertos, que nutrieron la vida de la Universidad y que fueron estimulantes para la
relación que ésta debe mantener, y creemos mantiene, con la sociedad. Los actos en
Alicante se completaron con recitales y conferencias en Orihuela, y se extendieron a
Valencia en la semana siguiente.
Al cerrar esta nota introductoria, un sentido final sobre la intención que tiene también
este libro se nos hace presente. Junto a su papel conmemorativo y lo que significa una
reflexión colectiva sobre la obra múltiple, poética, narrativa, teatral, ensayística, de un
escritor, estas páginas quieren ser también una contribución a esa «razón crítica» que
enarboló Mario Benedetti como instrumento del intelectual, esa actitud que define bien en
Subdesarrollo y letras de osadía de 1986, cuando se pregunta: «Ahora bien, ¿qué pasa con
el intelectual que no tiene como apoyo constante o recurso extremo, ni a Dios, ni al
Iluminismo, ni al monarca ilustrado, ni al comisario del pueblo, ni a las beneméritas
Fundaciones norteamericanas? ¿Qué le queda sino la razón crítica?» Desde ese sentido y
esa razón están construidas estas páginas y este homenaje a Benedetti. Desde el ejercicio de
esa independencia intelectual que es imprescindible en los tiempos que vivimos, sobre los
que tendremos que decir, otra vez con Mario Benedetti, que: «Pocas veces, como en estos
tiempos la cultura se ha visto sacudida por una tan devastadora corriente de pesimismo. Es
cierto que este instante de la historia no es el más propicio para euforias, pero en otras
etapas de riesgo el mundo intelectual supo arreglárselas para enarbolar esperanzas e
imaginar salidas que aparecían de antemano condenadas». También desde una voluntad de
moderado optimismo está construido este inventario cómplice.
I. Cuestiones generales
Imagino que todos supondrán el tono de interrogación retórica que tiene la segunda parte
de mi título. Si me dedicara a responder a la pregunta -¿por qué Benedetti?- realizaría un
ejercicio de estupidez ante las personas que están en la sala y que saben por qué están aquí.
El título me surgió en una relectura de Preguntas al azar, libro que, como intentaré señalar a
continuación, marca una ruptura y una continuidad dentro de la obra del autor. Escrito entre
1984 y 1985 es, como dice su dedicatoria a Luz, un «brindis por el regreso» y coincide, al
final de la dictadura militar iniciada en 1973, con el nuevo afincamiento de Mario y Luz en
Uruguay. Hay un poema que me llama la atención. Se llama «Botella al mar» y es
continuidad, ampliación, desarrollo de otro también titulado «Botella al mar» que el autor
había publicado con una forma mucho más breve en 1979, dando título además a una
sección de Cotidianas. El libro Preguntas al azar aparece publicado en 1986. Siete años por
tanto median entre las dos versiones.
La primera es muy concisa, y está precedida por una cita del Altazor de Huidobro, «El
mar un azar», y el texto dice:
La segunda, la que se publica en 1986, es mucho más amplia y está recorrida por un
estribillo formado a partir del mencionado verso de Huidobro:
El mar es un azar
qué tentación echar
una botella al mar.
Los cuarenta y ocho versos del segundo poema van recorriendo lo que Benedetti pondría
en su botella-tentación: un grillo, un barco sin velamen, una espiga, sobrantes de lujuria,
algún milagro, un folio rebosante de noticias, un verde, un duelo, una proclama, dos rezos,
una cábala indecisa, el cable que jamás llegó a destino, la esperanza pródiga y cautiva, un
tango, promesas como sobresaltos, un poquito de sol, un olvido, el rencor que nos sigue
como un perro, un naipe, el afiche de dios, el tímpano banal del horizonte, el reino de los
cielos y las nubes, recortes de un asombro inútil, un lindo vaticinio, una noche, un saldo de
veranos y de azules... pero, desechados todos los elementos de una enumeración no tan
caótica como para que no sepamos que responde a elementos de su mundo poético y
lingüístico, el escritor anula el posible envío afirmando:
Responden efectivamente, como habrán notado, a la misma idea con una dosis inicial de
elementos posibles en el interior de la botella. El niño encontrará al final lo mismo, a través
de palabras que garantizan la ternura de la acción y del poema. Los dos libros, las dos
botellas, son además contiguas, aunque medien siete años entre la escritura de una y otra.
Entre Cotidianas y Preguntas al azar hay otros dos libros de poesía, Viento del exilio de
1981, y Geografías -los poemas que abren cada uno de los relatos del libro homónimo- en
1984. Sin embargo, son Cotidianas y Preguntas al azar los dos libros que aparecen
fuertemente vinculados. En la estructura de ambos, secciones de variada extensión de
poemas se cierran o con una «Cotidiana», numerada hasta cuatro veces, o con una
«Preguntas al azar» numerada también hasta cuatro veces.
En Preguntas al azar hay además otra reconstrucción de un poema anterior, éste muy
antiguo. Se vuelve a escribir «Ésta es mi casa», basándose en algunos versos del que tenía
el mismo título en Solo mientras tanto, el primer libro de poemas aceptado -en el 45 había
aparecido La víspera indeleble que el autor no volverá a editar - publicado en 1950. El
título, que recuerda un sintagma nerudiano de Tentativa de hombre infinito, forma parte de
la misma actitud de reconocimiento de un espacio que en Preguntas al azar se convierte en
ampliación también desde «mi casa» a «mi región / o el laberinto de mi patria». Si releen
los dos poemas notarán profundas modificaciones entre la versión de 1950 y la de 1986.
Las que generan treinta y seis años de distancia y escritura. En síntesis rápida les diré que el
segundo es un poema inequívocamente de regreso. He indicado sintagma nerudiano y
quiero hacer un apunte rápido sobre esto. El poema de 1950 es un texto dependiente del
«Ésta es mi casa» de Neruda y por este motivo me gustaría recordar un ensayo de Mario
Benedetti que se titula «Vallejo y Neruda: dos modos de influir»: en síntesis nos dice que
Neruda ahoga por su caudal poético, y sólo tendrá imitadores por ello, mientras Vallejo
libera la palabra y abre por eso una dinámica posible de originalidad para sus lectores-
poetas. En el segundo poema, en cambio, Benedetti es vallejiano en el sentido que analiza
el autor en su ensayo, en cuanto libera su palabra, sin dejar de ser Benedetti. Pero regresaré
a otro tema, puesto que me estoy dando cuenta de que, al introducir éste sobre Neruda,
estoy transitando ahora no por los cerros de Úbeda, sino por el cerrito, el de Montevideo.
Seguimos con Preguntas al azar. Sylvia Lago se ha planteado en un capítulo que se titula
«La pregunta reveladora» de su libro reciente sobre Benedetti
y entre la nada que vendrá y el amor como invasora alegría. Surgen por tanto abriendo un
amplio campo de activación interrogativa que, como he dicho, irá creciendo en el ciclo que
comienza en Preguntas al azar. Cuatro «Preguntas al azar» se convierten en el libro del 86
en un rotundo núcleo interrogativo de una obra que contiene múltiples caminos
enunciativos y afirmativos pero que esparce el espacio de interrogación en cuatro poemas
que cierran conjuntos poéticos subtitulados, teniendo el último además la condición de
cerrar la obra con la indicación precisa de «Final». Si repasamos los cuatro núcleos
interrogativos nos encontraremos los siguientes temas:
-«Pregunta al azar» (2) es un diálogo con un verdugo de la época reciente. Diálogo sobre
la huida, sobre los fantasmas del pasado, sobre la culpa, sobre la frágil seguridad,
-«Pregunta al azar» (3) cierra las secciones «La nariz contra el vidrio» y «La vida ese
paréntesis». El poema es un diálogo con la muerte a la que, al nombrarla, al interrogarla,
caeremos fatalmente en la fosa común o el lugar común. El diálogo personal cierra ahora un
largo recorrido en el que el tiempo, la ironía, las propias ruinas personales, la afirmación
del futuro -«Lento, pero viene»- forman un cuadro de desactivación social directa del libro.
Reemerge un sujeto lírico que juega entre los años, lo perdido, la extrañeza sobre uno
mismo, los tiempos de ocio, la vida como paréntesis, la dicha clandestina, la muerte que es
una sorpresa inútil, ese Benedetti definitivamente íntimo que quiere también protagonizar
su tiempo personal.
-La última «Pregunta al azar», la número cuatro, cierra tres secciones: «Lugares»,
«Odres viejos» y «El sur también existe» -las letras arregladas para Serrat- y es un poema
de clausura de la obra planteado inicialmente como un diálogo sobre el tiempo que queda
por vivir. El diálogo es con el azar, que no responde. Quizá se haya muerto el azar, nos
termina aventurando interrogativamente. Otra vez el tono personal de interrogación sobre el
tiempo cierra un conjunto en el que nuevamente ha habido elementos de activación social,
en una síntesis de la conjunción habitual de lo personal con la realidad.
En el breve recorrido que he trazado les he llevado a algo que es fácil de compartir como
afirmación, puesto que salta a primera vista. 1986 marca un tiempo de construcción
interrogativa que no ha parado de incrementarse hasta ahora. Cabría, a tenor de lo dicho,
apuntar algunas explicaciones para esta cuestión.
La primera, que sería imperdonable, es que yo jugara aquí a uno de los espacios
habituales de la crítica llamada postmoderna. Algo así como intentar una lectura
postmoderna de Mario Benedetti, que creo que Mario no me perdonaría, ni yo tampoco.
Parece evidente que podríamos en cualquier caso afirmar el amplio panorama de
incertidumbre que abriría la actitud interrogativa y decir luego cosas con el siguiente
argumento: si Mario Benedetti intensifica en 1986 la incertidumbre, y ésta es uno de los
paradigmas transitados -y trillados- por la postmodernidad, si Mario Benedetti olvida en
1986 su tono habitual de afirmación, de seguridad, a lo mejor es que este uruguayo se nos
ha hecho un poco postmoderno. Es una tontería, pero les puedo prometer que este tipo de
argumentación se ha utilizado para varios autores, por ejemplo para Pablo Neruda, y algún
crítico, por otra parte riguroso generalmente, se ha sentido satisfecho al hacerlo. Las
opiniones del propio Mario sobre la cuestión postmoderna evitan este juego como camino
posible.
Lo que parece es que el tiempo de la obra de 1986 abre en Mario Benedetti una
dialéctica de interrogaciones que transforma el espacio afirmativo en el que su obra se
había desarrollado. En el regreso a Uruguay podríamos hablar de un tiempo de menos
seguridades, quizá. Son los años, la historia vivida, no sólo por el sujeto poético, sino por el
mundo, por sus contemporáneos, es además sobre todo -y éste es el núcleo central de la
pregunta benedettiana- una forma de interrogarse sobre el tiempo y uno mismo. En los dos
libros que forman el tránsito de Cotidianas y Preguntas al azar, hay ya fórmulas
interrogativas esenciales. En Viento del exilio sólo en dos poemas: «Happy birtdhay» y
«Cuestionario no tradicional». En el primero se inaugura una forma constructiva que
resuelve la interrogación como algo definitivamente personal -y los que estén por aquí el
viernes, por la Universidad digo, podrán comprobarlo en algo que todavía desconocemos-.
En ese cumpleaños feliz se da quizá la mejor clave interpretativa para su mundo de
interrogaciones:
Mucho agradezco esta oportunidad que brinda la Universidad de Alicante para decir
aquí algunas cosas sobre la obra y la figura pública de Mario Benedetti. Durante las últimas
semanas he reflexionado especialmente sobre aquello que Benedetti representó, representa
y seguramente continuará representando, no sólo para mí sino para mi generación. De tal
modo, si algún título hubiera de tener esta comunicación, él sería: «Mario Benedetti y mi
generación».
Comencé por preguntarme quién ha sido Mario Benedetti para nosotros, y quién es, tras
los cambios históricos compartidos con él, más allá de distancias geográficas, y diferencias
generacionales. ¿Qué lectura de su obra hizo mi generación, cómo vio al escritor al surgir
(nosotros) hacia los años sesenta, qué lugar ocupaba él ya entonces en la plaza pública de la
cultura? Éstas fueron las primeras preguntas y, al formularlas, ellas mismas comenzaron a
trazar el perfil de Benedetti, ayudándonos a encontrar sus señas de identidad así como la
índole de su influencia sobre nosotros.
Cuando mi generación accedió a la vida pública en los años sesenta, Mario Benedetti era
ya una figura conocida y polémica. Había nacido en 1920 lejos del centro urbano y
centralista que ha sido Montevideo, nació en Paso de los Toros, y sin embargo nunca tuvo
problemas para constituirse en un escritor «nacional», urbano, cosmopolita. Ha sido en todo
momento un escritor prolífico y ha cultivado muchos géneros: novela, cuento, poesía,
teatro, periodismo, el ensayo político y el literario, los discursos, las entrevistas, los
artículos de humor y las letras de canciones. Al comienzo desenvolvió una perspectiva
centrada en el Uruguay y en los problemas de la sociedad oriental, que en una etapa
posterior comenzó a ampliarse y a internacionalizarse. Su apoyo a la Revolución cubana ha
sido inalterable, y él mismo residió durante una etapa importante en la Isla. Del mismo
modo, no ha dejado de enfilar sus dardos contra la política exterior de los Estados Unidos, y
contra rasgos internos negativos de esa civilización -como el racismo, el consumismo, el
individualismo-, todos ellos consustanciales al capitalismo económico llámeselo
capitalismo a la vieja usanza, o bien neoliberalismo a la nueva manera.
Vimos la obra de Benedetti dividirse en dos fases: una que comenzaba hacia 1945 con la
poesía: La víspera indeleble; y se expandía hacia la narrativa con Quién de nosotros, 1953,
los cuentos de Montevideanos, los Poemas de la oficina, el ensayo El país de la cola de paja
(1960), las novelas La tregua y Gracias por el fuego (1965). El rasgo fundamental de esta
etapa fue la crítica social desde la ética, la visión del país y sus habitantes según la «razón
moral». Se trataba, también, dicho esto de un modo esquemático, de una perspectiva
pesimista. La segunda fase se caracterizó por la politización de su pensamiento y de su
literatura, y por la búsqueda de horizontes más amplios que los del «paisito». Y el
optimismo volvió por sus fueros. Gracias por el fuego le ayudó a internacionalizarse, y no
sólo porque una parte de esta novela transcurriera en Nueva York, sino porque fue finalista
en el premio Seix Barral. Los cambios radicales en la historia de América Latina a partir de
los años sesenta, y ante todo el fermento intelectual y la militancia en la izquierda (con la
Revolución cubana, con la crítica a los Estados Unidos, con la búsqueda del «hombre
nuevo» avizorado por el Che Guevara, como contexto), ayudan a explicar la obra de
Benedetti, su lento desprendimiento de la piel ética para dejar asomar por debajo la piel
política, y ayudan a explicar, también, su influencia sobre mi generación.
Como señalé antes, éramos demasiado jóvenes para participar en el ingreso de Benedetti
a la literatura, cuando publica en 1945 su primer libro de poemas, La víspera indeleble. O
cuando, cinco años más tarde, sale su poemario Sólo mientras tanto. Como suele ocurrir, el
suyo fue un ingreso lento en la vida cultural, mediante la publicación de libros, la dirección
de una revista titulada Marginalia (en 1948), o, más importante, su participación en la
revista Número. Digo que esta participación es más importante porque Número fue el
vehículo literario de la «Generación del 45», dirigido en aquella su primera época por
Sarandy Cabrera, Manuel Claps, Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño y Benedetti.
Número quiso ser el signo de una formación intelectual exigente, aún muy atenta a las
literaturas europea y norteamericana. Las revistas, lo sabemos, son el lugar de encuentro en
el cual los escritores de un periodo aprenden a leerse y discutirse mutuamente. (Años más
tarde mi generación publica Prólogo -solamente dos números- con los cuales compartimos
con Número, el gusto por las títulos esdrújulos...).
Antes de 1960, Benedetti publica algunos libros que tienen escasa resonancia de crítica
y de público. Ni Quién de nosotros, en 1953, ni los cuentos de Esta mañana (1949),
trascienden; pero en ellos empiezan a aparecer las semillas de sus Montevideanos. Son
Montevideanos (1959) en narrativa y Poemas de la oficina (1956) en poesía, los dos libros
con los que Benedetti se abre camino definitivo en la literatura uruguaya. Y para entonces,
mi generación ya estaba aprendiendo a leer, y a leerlo.
¿Qué nos aportó Benedetti, a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta?
Ante todo, la transición hacia el conocimiento de nosotros mismos. Durante una época en
que aún teníamos la mirada puesta en Europa y en los Estados Unidos -en Europa por su
extraordinaria cultura, en Estados Unidos ante todo por Faulkner y Hemingway-, con muy
poco aprecio por la cultura nacional, repentinamente el triunfo de la Revolución cubana y el
boom de la novela latinoamericana -en gran parte gracias a su recepción española y a la
industria editorial de Barcelona- fueron piedras de toque que ayudaron a cambiar una
concepción del mundo y de la cultura. Benedetti estuvo entre los primeros y nos dio
instrumentos para continuar. Los latinoamericanos comenzamos a mirarnos, y tanto como a
mirarnos, a vernos. Por primera vez. Ya no a las raíces de la formación inmigratoria, es
decir, a nuestro pasado europeo, ni siquiera a los ancestros autóctonos o indígenas, sino al
presente, a nuestra historia inmediata y a nuestro futuro. Fue la época de la utopía. Utopía y
América Latina eran un solo concepto. Utopía y por lo tanto también luchas sociales, utopía
pero también descubrimiento de un mundo marginal de pobreza y explotación.
En este contexto, comenzando muy temprano, con los Poemas de la oficina Benedetti le
dio a mi generación la oportunidad de asomarse al mundo de las letras mirando a nuestro
alrededor. En el caso del Uruguay, detectando el mundo gris de la burocracia, un mundo
rutinario en el que de todas maneras vivíamos, sufríamos, nos enamorábamos, cobrábamos
nuestros menguados salarios, vegetábamos, nos jubilábamos, traicionábamos, éramos
traicionados, moríamos. Benedetti encontró en el poeta argentino Fernández Moreno, y en
los Cuentos de la oficina de Mariani, resortes de inspiración, pero él hizo su propia obra, su
propia deconstrucción crítica de ese sector social contando con un caudal intransferible de
experiencias personales. Casi cuatro décadas más tarde, yo aún «escucho» en mi mente los
Poemas de la oficina leídos por Benedetti en un disco de acetato de 45 rpm con una
cadencia de tristeza que no nos abandonará nunca, que nunca saldrá de nuestra memoria.
Por ejemplo, «Dactilógrafo»:
Estos poemas de temática tan poco prestigiosa desde el punto de vista literario nos
abrieron los ojos al país gris y triste que éramos. Alguna vez el mismo Benedetti explicaba:
«(En Uruguay) había surgido una poesía de corzas y gacelas y madréporas y cosas así, que
empleaba como base de metáforas una flora y una fauna ni siquiera (existentes). En cierto
modo, yo atribuyo el éxito repentino y sorpresivo de Poemas de la oficina, en gran parte, a
que fue una cosa diferente a eso que se venía haciendo...».
Pero si estos poemas, con su sencillismo machadiano, con su tristeza a cuestas, con el
asomo de una crítica social, ya fueron importantes en su momento, casi de inmediato la
visión que nos daban del país fue sostenida, reforzada por los magníficos Montevideanos,
aquellos «Dublineses» uruguayos que llegaban también para cambiar nuestra óptica, y hasta
nuestro modo de leer la literatura. Poemas de la oficina y Montevideanos fueron realmente
el acta de bautismo de Benedetti en la literatura uruguaya, y el comienzo de un fenómeno
que no ha cesado nunca, y que, al contrario, se ha reproducido en innumerables países. Me
refiero al fenómeno extraordinario de una comunicación fluida y permanente con sus
lectores, con lectores que se han reproducido en diversas generaciones, que le han sido
fieles (como él a ellos), y que Benedetti encontró en Argentina, en España, en México, en
Cuba... Si lo llamo fenómeno extraordinario es ante todo porque cuando Benedetti encontró
un lector masivo en su pequeño país natal, los críticos atribuyeron el éxito (aparte el valor
literario, que nunca es garantía de popularidad) a su apelación temática a las clases medias,
a un estilo sencillo y directo de narrar, y a que esos lectores reconocían sus problemas en
los de sus personajes. Sin embargo, esa hipótesis de interpretación dejó de ser válida
cuando los libros fueron a su vez leídos con inteligencia y fervor en el Caribe, en México o
en España. Ya no sirvió la teoría de la representatividad social, por sí sola, para explicarlo.
Debe de haber, también, un fondo de verdad emocional, de autenticidad literaria, y una
razón poética (que supera a la social) y que el lector reconoce en sus líneas y entrelíneas.
1960 marcó para Benedetti otro despertar. La tercera prueba para un tercer género, el
ensayo periodístico, en el que Benedetti dejaría su marca. El libro se tituló El país de la cola
de paja (1960) y fue una requisitoria contra los hábitos mentales y morales del Uruguay de
la época. El país de la cola de paja se refiere a muchos males sociales anotados con
perspicacia, imaginación y enojo: la cobardía civil, la hipocresía (o fallutería), la
manipulación sindical, la mentalidad mediocre de la burocracia, la represión como modo de
gobernar -todo aquello que de una u otra manera tenía- una suerte de correlato literario en
cuentos y poemas. Por lo tanto no era nuevo dentro de su obra. Lo nuevo era que se
escribiera directamente, sin adornos. Que se expresara con todas sus palabras. La
generación hipercrítica «del 45» por un lado, y el semanario Marcha por otro, y juntos a su
vez, nos habían habituado a un espíritu insobornablemente crítico. Pese a ello, la crítica de
Benedetti en El país de la cola de paja no fue universalmente bienvenida ni aceptada. Y la
polémica que siguió a su libro nos mostró entre otras cosas que la hipercrítica podía ser
práctica aceptable cuando se ejercía sobre los otros, no cuando se enderezaba hacia uno
mismo.
Entre otras cosas notables, el ensayista señalaba cómo su generación (que él llamaba
entonces «generación de Marcha») había accedido al ejercicio de la crítica por pruritos anti-
emocionales: «Creo que uno de nuestros más trascendentales defectos de nuestra
generación literaria fue la rabiosa anticursilería. Las gacelas de los poetas audiotas, el
canjeable empalago de sus sonetos, había dejado en nosotros un trauma estilístico de una
hondura tal, que desde nuestros primeros palotes literarios le huimos a lo cursi como el
diablo a la cruz. Sin consulta previa, cada uno desde su propia duda, decidimos que la
crítica era el lógico remedio de la cursilería. Así, pues, nos hicimos críticos: de teatro, de
cine, de libros, de arte, de música, de cualquier cosa. Como lectores estábamos sumergidos
en Joyce, en Borges, en Rilke, en Proust, en Kafka, en Faulkner. Había algunos entre
nosotros para quienes las palabras quiniela, batllismo, milonga, fútbol, murga, sonaban a
cosa lejana y extranjera. Yoknapatawpha y Combray quedaban más cerca que el Paso
Molino. Por fortuna, la moda pasó antes de que nos resecáramos por completo, a tiempo
aún para que comprendiéramos que lo humano tiene una porción inevitable de cursilería, a
tiempo aún para que admitiéramos que el suelo que pisábamos se llamaba Uruguay»
(«Mirar desde arriba», El país de la cola de paja).
El país de la cola de paja enseñó a mi generación las virtudes y los riesgos de la crítica
polémica dedicada a analizar la realidad nacional, estuviéramos o no de acuerdo con el
diagnóstico propuesto. Pero fue un libro importante también en otro sentido. Cambió al
mismo Benedetti. Lo empujó a ver que su talante crítico estaba basado en un juicio moral,
no en un juicio político. La toma de conciencia sobre la necesidad de una formación
política en lo teórico y en lo práctico lo condujo a revisar sus presupuestos para
complementarlos, enriquecerlos y redefinirlos.
Y lo mismo sucedió durante los años de la dictadura, que van de 1973 a 1984. Parte de
mi generación salió del país, algunos para regresar, otros para no volver nunca, y otra parte
de esa misma generación se quedó y vivió el exilio interior. Nosotros comenzamos a ver -a
saber- de Benedetti desde lejos, por ejemplo en su larga estadía en Cuba como director del
Centro de Estudios Literarios. Como años antes lo había sido Ángel Rama, Benedetti fue el
puente de enlace entre Cuba y América Latina, la figura literaria más importante en asumir
y llevar adelante el discurso de la izquierda, junto con García Márquez, quien en realidad
nunca mantuvo, como lo hizo en cambio Benedetti, una obra periodístico-política.
Es esta vinculación con la Historia con mayúscula (y eso significó Cuba para su
generación y para la mía), la que impulsó a Benedetti a superar las limitaciones de un
enfoque estrictamente ético de la historia inmediata. Participó como pocos en los debates de
esas dos décadas, y tanto la experiencia cotidiana como las lecturas teóricas -ante todo de
Gramsci- lo convirtieron en un exponente de esa figura de intelectual como ya sólo existe, y
cada vez con menor fuerza, en América Latina. Es decir, el intelectual cuya palabra tiene
peso no sólo en el ámbito de la cultura sino también en el de la política.
El vínculo más claro de la política con la (con su) literatura y con nuestra realidad se
encuentra en El cumpleaños de Juan Ángel, libro dedicado a Raúl Sendic, que en 1971
apareció en México y en Uruguay (yo mismo tuve a mi cargo su edición uruguaya en
Marcha). El libro, singular en muchos sentidos, se trataba de una novela en verso, y
narraba, a través de varios cumpleaños de su personaje central (que se suceden en un solo
día), la conversión de un individuo en revolucionario, de revolucionario en guerrillero
clandestino. Y culminaba con la desaparición de los guerrilleros en los túneles subterráneos
de la ciudad -lo cual de alguna manera resultó profético de una célebre fuga de los
Tupamaros en circunstancias parecidas. Y la profecía llegó incluso más lejos. El final de El
cumpleaños de Juan Ángel describe la sucesiva desaparición de cada militante en esas
suertes de desaguaderos, mientras el compañero Marcos les cubre la retirada. Cada estrofa
de ese final termina señalando: «Ojalá vivas, Marcos».
El primero de enero de 1994 otro Marcos, en México, desde las selvas de Chiapas, se
hizo conocer en su país y en el mundo entero. La literatura no está muy lejos de este
Marcos histórico y actual, que toma de El cumpleaños de Juan Ángel su nombre de guerra,
que encuentra en Benedetti lo que muchos de mi generación encontramos: una palabra
dispuesta, una palabra inspirada, un modelo de consistencia ideológica, de superación
personal, de integridad en un mundo cada vez más malogrado.
El proceso del desexilio ha sido para Benedetti tan arduo y complejo como para muchos
otros escritores y artistas. Y yo diría que ni siquiera ha terminado, a pesar de que su novela
más reciente, Andamios, quiere ser un ejercicio de exorcismo, bajo la historia de un
desexiliado que vuelve al Uruguay y comienza a adaptarse a él, desde los márgenes de una
vida de balneario, de reflexión solitaria, de conciencia crítica sobre el país y su propia
generación.
En sus últimas novelas, Benedetti encuentra un nervio autobiográfico con una intensidad
que no había tenido antes. Aunque sea también ficción y no autobiografía, La borra del café
es otro ejemplo de ese impulso hacia adentro, hacia los recuerdos de infancia y de barrio.
Benedetti no fue siempre transparente para mi generación. Por ejemplo, sus años
juveniles dedicados a la logosofía, que veíamos con suspicacia mientras leíamos por
curiosidad los libros de Madame Blavatsky. Resultaba difícil conciliar la imagen de un
Benedetti socialista en los años setenta, con aquella otra etapa. Pero no preguntábamos.
Hoy se me antoja importante considerarlo, más allá de las escasas y enigmáticas referencias
a esa etapa personal que puedan encontrarse en sus cuentos, sobre cómo Benedetti hizo su
aprendizaje y su proceso de desilusión de la logosofía cuando frisaba los veinte años.
Porque esos años son los de su primer alejamiento del país, el tiempo de soledad vivido en
Buenos Aires, experimentando, como dije antes, la progresiva desilusión respecto a
Raumsol, el líder teosófico que lo llevó a Argentina como «hombre de confianza, su
secretario privado». Lo significativo de este periodo, en todo caso, consiste en considerar
ese acercamiento espiritual a una doctrina y la consecuente dedicación en cuerpo y alma a
su actividad, como la primera utopía que fue desmoronándose. Después abrazó otras
utopías más duraderas y trascendentes pero esta historia juvenil, a mi entender, ayudó a
hacer de Benedetti un suspicaz, un intelectual que sospecha de las fórmulas fáciles, y que
no se deja comprometer a fondo hasta estar convencido de sus causas. En consecuencia, el
aspecto positivo de aquella experiencia influyó en su mirada crítica, orientada más tarde a
desentrañar la mentalidad burocrática de las clases medias uruguayas. Es cierto que
Benedetti tomó venganza literaria contra Raumsol, haciéndolo personaje de Gracias por el
fuego y en uno de sus primeros cuentos, «Como un ladrón». Además, alguna vez Benedetti
se refirió a su experiencia en la Escuela logosófica, y lo hizo con su consabido gran sentido
del humor. Le agradecía a la escuela, al menos, el haberle «dado una Luz». Por supuesto,
no era la Luz del Conocimiento, pero estaba cerca de serlo. Se trataba de Luz López, a
quien conoció gracias a la Escuela y quien fue su esposa, y lo ha sido, desde 1946.
Hasta aquí me he referido varias veces a «mi generación» sin identificarla con nombres.
«Mi generación» podría llegar a ser una simple fórmula para pasar de contrabando ideas o
sentimientos personales como si no lo fuesen, pero como éste no es el caso, voy a
identificar a algunos escritores de «mi generación», sin pretender una lista exhaustiva.
Acaso el escritor más cercano a Benedetti, que ofició de puente inmediato, fue el precoz
Eduardo Galeano, periodista y narrador, quien se exilió en Buenos Aires y tras recibir
amenazas de la Triple A, vivió años productivos en España antes de volver al Uruguay.
Cristina Peri Rossi, narradora y poeta, quien también padeció el dolor de la diáspora y la
suerte de llegar a España, donde internacionalizó su obra ya tan atractiva a fines de los
sesenta. Ella no ha vuelto a vivir al Uruguay. Nelson Marra, cuentista y poeta, huésped
involuntario de los militares, torturado y encarcelado por motivo de un cuento, después
exiliado en Suecia y finalmente residente en España. Alberto Oreggioni, crítico e
investigador de la Biblioteca Nacional, que encontró su vocación en la labor editorial y ha
sido durante muchos años el editor uruguayo de Mario Benedetti; Alicia Migdal, el ángel
rubio del Arca, que enfocó su inteligencia en la crítica de cine y en una obra breve,
depurada y exigente; Hugo Giovanetti, compañero del comité de cultura del 26 de Marzo,
que vivió (sobrevivió) cantando con su guitarra en Europa antes de regresar al país. Hiber
Conteris, durante muchos años residente en las cárceles militares, que hoy vive en Estados
Unidos. Hugo Achugar, poeta, que se convirtió en profesor en Estados Unidos y regresó al
Uruguay. Graciela Mántaras, desde siempre profesora y crítica, que se quedó a vivir en el
país. Mario Levrero, cuentista y novelista, que se fue a Buenos Aires, vivió de la astrología
y encontró un grupo pequeño y fiel de lectores de culto, antes de volver a Uruguay. Teresa
Porzekansky, que supo hábilmente alternar la narrativa con el análisis antropológico y
social. Sylvia Lago, quien en «Los días dorados de la señora Pieldediamante» mostró la
buena escuela benedettiana al sacudir a la pacata sociedad uruguaya usando términos como
«coger» y no en la aceptable acepción usual en estos pagos de la querida España.
Cuenta la leyenda que, en l741, el Conde Hermann von Keyserling, por entonces
embajador ruso en la corte de Dresde, sugirió a Bach que le compusiera un conjunto de
piezas armónicas y variadas para que fueran interpretadas por su joven clavecinista
Goldberg, y con ellas poder cubrir el vacío de sus largas noches de insomnio. Una nota cae
en el silencio y se detiene. En ese instante suspendido se concentra el silencio de la muerte.
Variaciones sobre la Muerte, una muerte que comienza a desenroscarse en cada silencio
que la música, la palabra, el sueño, la vida, no cubren. El insomnio y el silencio: esos
lugares suspendidos de la vida son algunos de los lugares comunes de la muerte. Cubrir el
mundo de palabras, hablar todo el tiempo alrededor de la muerte, es rodear con atalayas
defensivas sus lugares habituales.
Cuatro variaciones sobre la muerte, encargadas por José Carlos Rovira (a) el Duque:
1ª Variación. La Muerte: el Despertar y el Nombre
«Lo han arrojado del sueño con la piel estirada, los ojos desmesuradamente abiertos a la
luz inmóvil que aletarga el cuarto. Puede reconocerse, sin embargo, nombrarse en alta voz.
No bien dice 'Jorge', retrocede el hechizo». Éste es el comienzo de «Esta mañana», de l947.
Luego de recuperar su nombre, entonces, este Jorge, recupera el efecto de una lectura;
sabe -aunque el lector no lo sepa y tendrá que descubrirlo- por qué ha retenido esa frase, se
reconoce a sí mismo «resistente y lúcido», ya que ha encontrado en la frase «la
continuación de cierto anhelo de la víspera».
Podemos leer este relato, lo proponía en un comienzo, como un texto que perfila
«figuras» benedettianas posteriores:
También, «Esta mañana» inaugura una poética del «despertar» que se relaciona con la
toma de conciencia y la lucidez que, en Benedetti, significa «localizarse»: saberse de un
lugar, un tiempo, una clase social, una posición ideológica, por tanto una lucidez resistente,
que no se pretenderá global sino circunscrita por el entorno y el presente. Esa poética del
«despertar» define e impregna tanto las historias relatadas como la trayectoria de los
personajes benedettianos.
Pero quiero detenerme en una figura que considero basal en la narrativa de Benedetti, y
que, creo, es el fundamento de esta poética del «despertar» a la que aludía y de la
construcción de sus personajes narrativos: la fundación del personaje en el reconocimiento
de su nombre. La posibilidad de tener un nombre propio o perderlo apuntará en la narrativa
benedettiana hacia la afirmación o al despojamiento de la identidad del sujeto, y desde ese
lugar podrán los sucesivos narradores benedettianos desarrollar sus épicas individuales o
colectivas.
En el final trágico del cuento este reconocimiento de «uno» abre una grieta con los
«otros», es el comienzo del exilio: «Entran. Ya entran. Son todos ellos. Menéndez, el
primero. Tiene una teoría sobre... Ella está también. Son veinte. Treinta. Ella está también...
Ella. Celeste. Mueve los labios. Pero él lo sabe. Ella dijo: «Asesino». Ella pensó:
«Asesino». Mejor. Algo menos para que uno rumie. Algo menos para que uno extrañe.
Algo menos, sin duda... Mejor. Así nadie se da cuenta que uno está llorando, que uno se da
cuenta que uno está llorando. «Soy otro», dice. Pero no lo es.» Ese «uno» separado de los
demás, es el que ha tomado la decisión de ser «otro», ser «otro» para dejarse actuar en la
coherencia de su deseo.
Precedido de un siniestro epígrafe de Jean Dolet: «Quand on est mort, c'est tous les jours
dimanche», que identifica la muerte / el descanso «eterno», con la breve muerte del
domingo / el descanso de los mortales, «Todos los días es domingo», incluido en La muerte
y otras sorpresas, nos presenta también a un hombre, Antonio, que despierta en una estancia
vacía y comienza el ritual preparatorio para ir al periódico. Ritual emparentado con el de
«Esta mañana», en su minuciosa consignación de gestos repetidos. La visita de un
compañero y la invitación para comer juntos en domingo, abre el relato al discurso de la
muerte: el hombre ha perdido a su mujer hace, justo hoy, cuatro meses. Antes de ir al
trabajo, periplo de autobús mediante, Antonio decide visitar el cementerio; allí se
encuentra, solamente, con el nombre de su mujer en la lápida. «Son tan parecidas las
lápidas. Esa que dice: «A Carmela, de su amante esposo», es casi igual a la que él busca y
encuentra. Nada más que esto: «María Ester Ayala de Suárez». ¿Para qué más?». Lo que
queda del cuerpo amado, sabido, conocido, es ese nombre. Un nombre, lo que queda de un
sujeto, de una historia, de un amor (ese «de Suárez», inquietante, que señala la parte del
hombre que también ha muerto).
Tres veces reaparece el nombre de la mujer muerta, intercalado en el final del relato con
todas sus letras, en la última es para tomar una decisión: «María Ester Ayala de Suárez. La
zeta negra no sigue la línea, ha quedado más abajo que el resto de las letras. Las
mayúsculas son lindas. Sencillas, pero lindas. ¿Qué más? En ese instante toma la resolución
de no volver. María Ester no está con él, pero tampoco está aquí. Ni en un cielo lejano,
indefinido. No está, simplemente. ¿A qué volver?» La letra «z», debajo y al final, dice
definitivamente la muerte: la muerte de un cuerpo, sin trascendencia; la muerte del amor y
de las letras mismas. Letras sencillas que han nombrado una vida, ahora convertidas en
«resto».
Entre esta decisión y este final Antonio fabula, desea, otra muerte: la del Jefe, la del
dueño del periódico, que cree ver reflejada en las iniciales de una carroza que entra
acompañada de un cortejo: «E.B. Por un instante le salta el corazón. No sabía que aún
tuviese semejante vitalidad. Trata de serenarse, diciéndose a sí mismo que no puede ser,
que esas iniciales no pueden corresponder a Edmundo Budiño. No es un entierro
suficientemente rico. Además, cada clase tiene su cementerio y la de los Budiño no
corresponde precisamente al cementerio del Norte». La letra muerta, puede ser, entonces, el
emblema de un deseo de muerte, puede condensar y anunciar el fin de un poder. Pero, y
aquí para decepción del personaje y del lector, el muerto no es el esperado, es «otro»: «(...)
pregunta al chofer de la funeraria: -¿Quién? -Barrios -dice el otro-. Enzo Barrios».
El asumir otro nombre propio es el comienzo de la épica del cambio que adquiere, al ser
enmarcada en la revolución, un matiz menos trágico, ya que el «uno» se encuentra con sus
iguales en la práctica de un proyecto común; pero sigue viviéndose como desviación de la
normalidad y como exilio, como «vida pasión y muerte»:
Ese salto del pesimismo al optimismo, en el que la crítica sobre el autor y él mismo han
insistido, es el salto desde una posición del sujeto crítico desgajado y diferenciado, al sujeto
crítico integrado en un proyecto utópico.
En este gesto de reconocer el nombre propio para abrirse al cambio en otro, de morir en
otro para asumir el deseo propio; en este gesto de construirse una nueva identidad que
transgrede, como dice el protagonista del Cumpleaños..., la idea de una herencia
imborrable, como derecho de propiedad y de transmisión del nombre; en este gesto en el
cual el nombre nuevo, «un nombre sin apellidos», un nombre del que se ha borrado la
cadena genealógica que ata a los sujetos a una historia familiar y social, es el correlato, en
la ficción, de construir-construirse un «Hombre nuevo» en la Historia. En este gesto reside
la marca política más radical de la escritura de Benedetti.
Los nombres de los amigos perdidos o de los anónimos nunca conocidos ni encontrados,
circularán por la narrativa y la poesía de Benedetti en el exilio. Como si el nombre, ese
resto del sujeto en la letra, contuviera también los restos del horror, lo que la memoria no
debe perder.
Las «infundadas ilusiones» del comienzo del «desexilio» se desnudarán como tales y
pronto mostrarán las dificultades de esa refundación. La escritura de Benedetti se hará
cargo de su registro y su denuncia.
Poética del «despertar» y del «nominar»: proceso que va del «nombre propio» -
individual, certeza y angustia de la identidad- al «cambio de nombre» para el sujeto
revolucionario, a «los nombres dispersos» y los nombres desplazados del sujeto en el
exilio, a los nombres recuperados del desexilio, que contienen la memoria del horror pero
también la esperanza de una nueva fundación.
El texto literario citado aparece con su título: «La estancia vacía» y el protagonista lo
toma, lo relee al despertar. La letra dura ha obrado, ha obrado durante el sueño; en el
despertar Jorge comprende por qué su lectura se detuvo allí antes de dormir y no en otra
página: hay un mensaje cifrado que viene de ese «otro texto» y que va a llegar a su destino.
La escena nos remite a una escena de identificación del personaje-lector con ese fragmento
de novela, esa identificación tiene que ver con «anhelos difusos» que se irán desnudando en
el desenroscar de la angustia que acompaña al protagonista en su camino hacia la oficina y
culmina en el acto de matar al Jefe: cuando el cuerpo del denigrador cae fulminado por el
balazo, reaparece la última parte del texto leído y releído por el protagonista: «¿Es la
conciencia? (Cayó de espaldas) (...«y entonces ha oído cómo caía en el buzón?») (....) ¿La
conciencia? (El pudor. Sí. El pudor?)».
La letra -esa z del apellido de Antonio que baila alegremente en una lápida de
cementerio, recuerdo de un cuerpo muerto, final de un apellido, conminativa al deseo
fabulado-; las letras -nombres perdidos, nombres cambiados, nombres recuperados,
canciones, letreros y graffitis de ciudades-; las letras: consignas y mensajes del pasado que
informan el presente.
No son esos conocimientos, sin embargo, los que suscitaron este libro, sino el
sospechoso abuso con que la muerte me aturdía. Desde l975, todo mi país se transformó en
una sola muerte numerosa que al principio pareció intolerable y que luego fue aceptada con
indiferencia y hasta olvido. Así lo perdimos.
Siempre creí que, entre las vanas distracciones del individuo, ninguna es tan torpe como
el afán de propiedad. Somos de las pasiones, no ellas de nosotros: ¿en nombre de qué
fatuidad, entonces, pretendemos ser los dueños de una cosa? Concedí entonces que la
muerte era, como la salvación o la tortura, un privilegio individual. Ahora sé que ni siquiera
ese lugar común nos pertenece.»
4ª Variación. Mi montevideana
Siempre quedará ese sótano de Montevideo donde morimos tantas veces y por tantos.
La muerte nos visitaba cada noche, cuando salíamos, furtivos, bajo el calor que agitaba
los árboles de Pocitos, a buscar la frescura del mar. Empujábamos el cochecito de la
pequeña, aferrados a esa fina barra de metal, sabiendo que le debíamos el futuro, que
teníamos que verlo, que contarlo alguna vez. La pequeña pedía pizza y fainá. Era la
pequeña llama.
Siempre quedará cada muerte en cada noche cuando nos trenzábamos, en ese sótano de
Francisco Llambí, para morir de besos y maullidos.
Siempre los ojos iluminados de la pequeña en la mañana: -Mamá, el gatito negro corre.
Se me escapa. Es un gato muy «marisco».
Desde sus orígenes independentistas es tradición en América Latina la figura del escritor
que aúna al artista con el intelectual inmerso en los problemas de su tiempo. La urgente
realidad del continente exige también ese mestizaje del arte y la política, de la creación y el
compromiso. Como su admirado Martí o su inquerido Rodó, Benedetti ha asumido ese
destino de escritor que no rehuye las emergencias de la historia ni las perplejidades del fin
de siglo. A diferencia de otros colegas lejanos o inminentes, compañeros o adversarios, que
apelaron directamente a la política o tomaron las armas -digo Sarmiento, digo Rodolfo
Walsh, digo también su tocayo Vargas Llosa- Benedetti ha hecho ese compromiso desde la
intemperie del escritor, y desde el arte de la palabra. Hubo, es verdad, un brevísimo
interludio en que probó la militancia partidaria, pero sólo para regresar, decepcionado y
convencido, al duro oficio de escribir que ha sido su verdadera trinchera y su auténtica
biografía. La razón de sus alegrías y la causa de las persecuciones, de incomprensiones y
diálogos, de merecidos homenajes como el que hoy nos reúne y de obligados exilios.
«Si el arte por sí sólo no derriba tiranías -escribió una vez- ha sido, sin embargo, a través
de la historia, un elemento nada despreciable en cuanto a su capacidad de convertir en
imágenes, en color, en certero pensamiento, ciertos principios rectores de los pueblos».
Apostando a esas «verosímiles posibilidades de salvación» que promete el blanco móvil de
la cultura, Benedetti puso su talento y su desmedida -germánica- capacidad de trabajo para
exigir a las palabras todo su imprevisible e incalculable poder. Ningún género literario le
fue ajeno en una carrera literaria hoy decididamente abrumadora que ya en sus orígenes
muestra en la contundencia de tres libros contemporáneos, la base ética y la opción estética
de una obra por venir. Pienso claro está en Poemas de la oficina para la poesía,
Montevideanos en la narrativa y El país de la cola de paja en el ensayo de ideas, que antes
de iniciada la fértil década del 60, forman un tríptico que instala las coordenadas de una
literatura diseñada en el inconformismo, la crítica social, la desacralización del arte y la
apuesta por la comunicación respecto a sus lectores.
Existe, sin embargo, una esfera de su labor intelectual que ha sido visualizada como una
práctica escindida o lateral al resto de su obra. El Benedetti crítico y ensayista literario
difícilmente es convocado a la hora de explicar sus ficciones, asediar sus poemas o dar
cuenta de sus ideas y actitudes políticas. Esa suerte de autonomía otorgada a su vasta labor
en lo que martianamente ha llamado el ejercicio del criterio, puede estar abonada en el
evidente desequilibrio entre la vastedad de la cultura literaria del autor y el protagonismo
casi insignificante que ese caudal tiene en su creación. La hipótesis que intento demostrar
es la de que tras la aparente contradicción entre el homme des lettres, habitado por la
literatura que se exhibe en sus ensayos críticos y el poeta o narrador que tiene su musa
anclada en la realidad y elige la sencillez, existe una profunda identidad de contenidos
éticos y estéticos.
Pero antes de entrar en discusión quisiera evocar dos imágenes del escritor en sus
orígenes.
Si una cuota de soledad y melancolía une estas imágenes, un hilo menos evidente las
comunica. El niño que descubre en las palabras de Borroughs y después en las de Salgari,
D'Amici y Julio Verne, un mundo más pletórico y rico que el de la rutina doméstica y
familiar; el joven que redescubre la maravilla de las cosas sencillas y «la innegable magia
de lo cotidiano» ilustran acaso un itinerario privado, pero pueden también revelar en
modesta metáfora una elección que proviene de los orígenes mismos de la literatura. Es
Ulises cansado de prodigios que regresa a Itaca.
En Mario Benedetti ese retorno fue el punto de partida. El impulso inaugural que
precozmente eligió la difícil sencillez y, como dice en un poema, rompió «una lanza / por
los discriminados / los que nunca o pocas veces comparecen» tanto en la historia como en
la poesía. Bajó a la literatura del olimpo y tuvo la obsesión machadiana de hablar claro y
seguir su lección de «escribir para cada hombre». Su opción significó una ruptura con la
tradición heredada y una conquista que debió pelearse letra a letra. Fue parte beligerante de
una generación -la del 45, la de Marcha o generación crítica, tan crítica que nunca hubo
tampoco acuerdo sobre su denominación- que irrumpió en la cultura uruguaya para imponer
una renovación con conciencia de sí. En los variados pugilatos críticos, polémicas y
ofensivas estéticas, un rasgo que destaca el accionar de este escritor es su conciencia del
público como instancia decisiva de la creación.
El lector oculto
«Benedetti ha sido -sigue siendo- ni más ni menos, un lector» escribió Pablo Rocca en la
introducción a una antología de sus ensayos. Sobre esa evidencia compartida puede
iniciarse una interpretación.
Es sí, ese lector que no cesa, voraz, atento, exhaustivo, que no se resigna a la relectura,
el que atestiguan sus ensayos y sus notas periodísticas. Pero, paradójicamente, es un lector
ausente de la obra que el escritor ha creado. En sus novelas y cuentos, en sus poemas,
Benedetti prefiere construir sobre la realidad antes que sobre la palabra. Este escritor que
no sólo no es un naif sino que asume en otros ámbitos su calidad de intelectual y de hombre
de letras, evade la intertextualidad. Sus vastas lecturas quedan fuera de la órbita de sus
ficciones y de su poesía. Acaso un lector atento pueda registrar las menciones aisladas a
otros escritores, a otras obras en la trama de sus ficciones. Pero esas menciones no son más
que datos, equivalentes a las marcas, las comidas, los nombres de los periódicos que
habitan la literatura de Benedetti para brindar un contexto. Es así que la mención a
Dostoievski en Gracias por el fuego no ostenta mayor jerarquía que las referencias a la
tienda Gath & Chaves, el futbolista Juan Alberto Schiaffino o «la fuente luminosa del
Parque de los Aliados». Alusiones que cumplen una función referencial -en su acepción
lingüística, denotan- y, por lo tanto, pertenecen más al orbe de la realidad que al de la
palabra.
Las únicas referencias literarias con un valor de lenguaje están -tanto en sus novelas
como en su poesía- colocadas como acápites, citas o títulos, e integran la categoría de
paratextos tal como la definió Gérard Genette. Son los versos de Huidobro en La tregua, la
cita de Martí bajo la que amparó sus ensayos reunidos y las citas de versos que se
multiplican naturalmente en sus libros de poemas. Son rastros del mundo del lector que ha
quedado fuera, síntomas elocuentes de la vastedad y profundidad de su bagaje literario,
afinidades electivas que funcionan sí con fuerza de palabras pero que en lugar de mediatizar
la separación de aguas, marcan el límite entre palabras y realidad en una literatura cuya
musa no está -salvo raras excepciones- en la tradición literaria. Las citas dibujan la frontera
entre la creación propia y la ajena y no deja de ser elocuente que la interpolación de textos,
desde «Corazón coraza» en Gracias por el fuego, a los varios poemas y artículos
periodísticos que se integran a la reciente Andamios, sean creaciones del propio autor.
Una manera de auscultar esa coherencia puede definirse en primera instancia por la
negación. La negativa -sostenida en tantos años de ejercicio crítico- a adoptar
comportamientos de la academia, la negativa a embanderarse con corrientes o métodos
críticos, aun los afines a su ideología o sus intereses, y la negativa a utilizar un lenguaje
profesional -el cuidado medido de no incurrir en jerga alguna- al escribir sus artículos y
ensayos. Estas ausencias están muy lejos del desconocimiento teórico y la prescindencia
bibliográfica. Benedetti sabe que «no hay crítica sin biblioteca», pero reivindica el derecho
a ejercitar con «irrestricta libertad, mi capacidad interpretativa y esclarecedora».
Es elocuente la advertencia que precede a las páginas que dedicó a Darío: «Advierto que
en este prólogo hablaré muy poco de Modernismo y no se entrará en la discusión acerca de
quién fue el iniciador del movimiento: 'No hay escuelas, hay poetas' dijo Darío desde la
entraña misma del Modernismo». El rescate de esa cita dariana delata acaso una preferencia
compartida, la de valorar siempre al escritor en su singularidad. Hijo de la estación de las
generaciones que hizo fortuna en el Río de la Plata en el magisterio de Ortega y Gasset y
Julián Marías como demuestra paradigmáticamente la producción de otro crítico uruguayo,
su amigo Ángel Rama, Benedetti no quiso plegarse a ese modelo de análisis. Aunque supo
tempranamente y en el original alemán la teoría de Julius Petersen, prefirió desentenderse
de categorías para asumir la perspectiva del lector.
«El problema consiste -dice en el citado ensayo- en saber si, después de leer a Darío, el
lector sigue siendo el mismo. O sea someter a este poeta al infalible test que permite
reconocer a los grandes creadores, esos que nos conmueven, en el intelecto o en la entraña,
y al conmovernos nos cambian, nos transforman». Y agrega aún: «Sospecho que a esta
altura, habrá que apearse inevitablemente del púlpito crítico y convertirse en mero lector-
feligrés.»
La apelación a ese casi humorístico «mero lector feligrés» delata sin énfasis la misma
operación desacralizadora que realizó en su obra creativa. No era improbable que en el
triángulo que dibuja el hecho literario autor-obra-lector, la opción del escritor se haya
ubicado en el ángulo más lejano al púlpito, el del lector, su prójimo. No se trata, sin
embargo de una opción sentimental sino ideológica. Como demostró en un ensayo que es
casi un manifiesto de la labor crítica -me refiero a «El escritor y la crítica en el contexto del
subdesarrollo»- Benedetti entiende la actividad crítica como una práctica cultural
eminentemente ideológica. Su rebelión frente a las interpretaciones ahistoricistas en las que
percibe la amenaza de que «archivemos la realidad y nos atrincheremos en la palabra», su
rechazo a lo que juzga un pecado de evasión, desembocan en el reclamo de una crítica
integradora y plural, fundada en la identidad mestiza de América Latina.
Si Benedetti asigna esa misión liberadora a la crítica como tal, en su práctica individual
buscará su concreción ubicándose en la perspectiva del lector. Parafraseando uno de sus
poemas podemos afirmar que si su estrategia es liberadora, su táctica está en ese
democrático posicionamiento. Una táctica que es también un recurso eficaz a la hora de
seducir a sus lectores. Es ejemplar su ensayo sobre Lezama Lima a partir del relato de sus
personales desconciertos cuando escuchó al maestro leer fragmentos de Paradiso: «La
primera vez que lo escuché estuve hipnotizado durante una hora: iba de estupor en estupor
frente al chisporroteo imaginero de aquel voluminoso disneico orador. Pero al finalizar la
conferencia no habría podido decir honradamente cuál había sido el tema». Es la misma
estrategia de la sinceridad que Benedetti emplea para sus ficciones y es una ética del
discurso crítico, la misma que en 1966 aconsejaba al crítico que «no sienta rubores de su
propia sorpresa». La modalidad del «juego limpio» que defendió cuando en 1961 se
preguntaba «¿Qué hacemos con la crítica?». Pero esa sinceridad es también sabiduría
estilística, retórica crítica que sabe seducir al lector, y al ubicarse en la platea y lejos del
púlpito, encuentra la cercanía que busca, la complicidad no del escritor, de la academia o de
los otros críticos, sino la del lector para quien escribe con toda sinceridad, pero también con
toda la destreza necesaria a sus fines.
La lectura reunida de los ensayos de Mario Benedetti, que aún incompleta ronda ya las
mil páginas de libro, termina por dibujar el rostro de su autor. Y ese «rostro tras la página»
en formulación de Orwell que Benedetti reivindica, coincide palmo a palmo con el del
escritor con quien comparten un cuerpo y un nombre. Si es evidente que el crítico que
valora «la calidad humana en las Poesías Completas de Antonio Machado» es el escritor
que aspira a realizarla en su obra, también es coherente, aunque aparentemente paradojal,
que el crítico que elige no olvidar al lector y ubicarse donde él, sea el poeta que a la hora de
escribir prescinde de sus vastas lecturas y va en busca de las palabras menos prestigiosas,
del lenguaje cotidiano de los hombres, para -en una operación de ida y vuelta que nada
tiene que ver con la mímesis- devolverlo hecho ya poesía. El lector cómplice es también un
escritor cómplice.
En el poema «El porvenir de mi pasado» Mario Benedetti se pregunta sobre las posibles
huellas que de él, en tanto ser humano, perdurarán indelebles en la posteridad. En tanto
escritor, su presencia literaria tiene asegurada un sitial en la historia de las letras hispánicas
mucho más preponderante del asignado por la crítica hasta el momento. Esta falencia nació
gemela al éxito primerizo y todavía se advierte en la revaloración más completa y reciente
de la obra benedettiana efectuada en 1992. No obstante, una reinterpretación del significado
de la misma en el contexto de la literatura hispánica revela un seguro porvenir para el
pasado de Benedetti ya que sus originales creaciones reúnen las características de las de los
escritores considerados clásicos, al convergir en ella el rico patrimonio acumulado en siglos
de escritura y ramificarse en varias de las direcciones que ha ido tomando nuestra palabra.
Benedetti fue el primero en resquebrajar seriamente los muros del canon literario al
hacer ingresar a él, firme y de su mano, a un personaje que, por su prosaica vida silenciosa
y gris, había permanecido marginado hasta ese momento. Este personaje pertenecía a la
clase media, clase formada por individuos de distintas procedencias amalgamados en las
ciudades nuestras pero forjados en culturas y tradiciones desarraigadas, las de padres y
abuelos. Recién al promediar el siglo, esta clase ubicada entre los extremos propios de la
región, la pobreza y la riqueza, va adquiriendo uniformidad con las generaciones nacidas en
Hispanoamérica, aunque no así poder político ni económico, y sin despertar el interés de los
escritores debido a su insignificancia existencial. Estos, durante esta primera mitad del XX,
continuaban una tradición literaria cansada y estéril que, más que captar la crisis social y
política que se gestaba lenta en las entrañas del contexto, retardaba su reconocimiento. Sin
embargo, por esta misma época, y como en la España finisecular, la crisis que llevaría al
desastre de dictaduras, exilios, cárceles y muertes, comienza a ser descubierta por la
generación crítica de escritores como Benedetti que, como la de ese 98 español,
cuestionaron severamente tanto la literatura como la historia oficial, revelando así un
auténtico compromiso con la condición humana, eco del efectuado por Unamuno y sus
contemporáneos. Entonces Benedetti, tenaz en su arremetida contra el canon, comenzó a
narrar la intrahistoria de la humanidad silenciosa de su entorno cotidiano, formada por seres
urbanos que no existían en la literatura que prolongaba la idealización de los habitantes del
campo o el fracaso de los de las ciudades inmigrantes con el corazón frustrado y los ojos
europeos vueltos al mundo civilizado de sus antepasados. Benedetti, por lo tanto, asume la
categoría de un descubridor que percibió que los hijos de esos europeos ya no se sentían
inmigrantes, sino «montevideanos» e hispanoamericanos porque pensaban, vivían y sufrían,
en criollo y al margen, la diaria crisis de su comarca y el mundo. Al ser descubiertos, entran
a la literatura con un bagaje social, político e ideológico particular pero representativo de lo
universal, favoreciendo la comprensión, difusión y éxito del autor.
El porvenir de ese presente pasado de Benedetti también está asegurado por los lectores,
personajes ellos mismos, que han completado un triángulo de amorosa identidad. A
diferencia de los personajes y lectores de otros escritores, que a veces existen sólo en un
microcosmos, real o literario, los de Benedetti surgieron de otra suerte de «boom», de una
explosión silenciosa en la ficción paralela a la realidad y que mantuvo sus creaciones
literarias estrechamente unidas a la sociedad de la que son productos. El cambio que han
ido experimentando los personajes es el mismo del autor y de los lectores, explicándose así
la relación tan especial y única que une a Benedetti con los lectores-sus-prójimos pues se
apoya en amor por quien le ha sido fiel en la defensa literaria de una mediocridad mal
entendida. Esta lealtad siempre en aumento ha logrado acercar, en complicidad e
identificación, las naciones de Hispanoamérica a España y al mundo, al mostrarles que no
es sólo cuna de lo exótico sino también de la simplicidad, la rutina y la soledad de seres
urbanos descendientes de estructuras sociales y políticas similares.
En última instancia, Benedetti, no sólo tiene asegurado su porvenir por haber creado un
presente mediante la recuperación de los rasgos eternos del pasado, sino también por
adelantarse casi cincuenta años a la literatura universalizante propia de este fin de siglo, la
cual se enfoca fundamentalmente en los conflictos globales de los seres cotidianos,
asegurándole así al creador su presencia permanente en la posteridad por las posibilidades
infinitas que su obra conlleva. De modo que, si bien la obra literaria benedettiana emanó
inicialmente de la minúscula realidad montevideana, actualmente el lector de allende las
fronteras, incluso de las hispanas, la reconoce como suya, quizás principalmente porque
puede ser considerada las Memorias de un hombre palabra, como reza el título de la novela
de Carmen Naranjo, puesto que él, Mario Benedetti, como dice un personaje de la misma,
encarna al amigo auténtico de los seres humanos:
La amistad es tejer historias para los otros, es hacer a los hombres historia, es
brindarles nuestras palabras, es prestarles nuestra imaginación, es decirles «están vivos y no
serán fácil presa de la muerte», es entretenerlos con sus propias inquietudes, es ampliar sus
versiones, es darles dimensión dentro de su breve tiempo, es esculpirles la memoria, es
decirles que tuvieron, es señalarles la importancia de lo que fueron, es hacerlos propietarios
de recuerdos, es introducirse en su propio monólogo, es enfatizar sus pequeñas
importancias, es extender el panorama de sus días iguales. Y yo amigo, y yo confidente, y
yo inventor de historias, y yo contador de cuentos, y yo constructor de episodios, y yo
lustrador de semejanzas, me gano el primer galardón de mi vida, el galardón del primer eco.
Bibliografía
Benedetti, Mario, El olvido está lleno de memoria, Madrid, Visor Libros, 1995.
Naranjo, Carmen, Cinco temas en busca de un pensador, San José, Ministerio de Cultura,
Juventud y Deportes, 1977.
Naranjo, Carmen, Homenaje a don Nadie, San José, Editorial Costa Rica, 1981.
Naranjo, Carmen, Los perros no ladraron, San José, Editorial Costa Rica, 1966.
Naranjo, Carmen, Memoria de un hombre palabra, San José, Editorial Costa Rica, 1968.
González Gosálbez, Rafael, «La obra como 'sombra' y el personaje como 'réplica'; algunos
apuntes sobre la narrativa de Mario Benedetti», en Anthropos nº 132, pp. 75-79.
Lago, Sylvia, «Mario Benedetti: la pregunta elucidante», en Anthropos nº 132, pp. 44-51.
Unamuno, Miguel de, Obras completas. Tomo III, Madrid, Afrodisio Aguado, 1958.
«Si un escritor está comprometido como ciudadano, como ser humano, y le preocupa el
acaecer político, si se siente aludido por él, así como cuando está enamorado escribe
poemas de amor, cuando se siente preocupado por lo político, lo político aparece en sus
poemas, o en sus novelas, o en sus ensayos». Son palabras de Mario Benedetti publicadas
en 1992, en mala época para el llamado compromiso del escritor, cuando esa palabra
misma, compromiso, se había convertido ya en una etiqueta para nombrar actitudes del
pasado y escritores anacrónicos. Escritor comprometido es sinónimo ya de realismo
socialista, o poco menos, de productor de doctrina enmascarada de literatura, de
esquematismo intelectual y de pobreza expresiva, de antigualla o pecado de juventud que
desaparece de las biografías. Es el nombre de una caricatura.
Mario Benedetti otorga, así, con su obra, un espacio a la literatura. Aporta una respuesta
al interrogante central de la literatura moderna, que es precisamente el de su sentido y su
ubicación en las sociedades modernizadas. En el momento de la fragmentación de los
discursos, de la dispersión del sentido, el trabajo con los discursos y con los sentidos no
puede dejar de incluir algo, aunque sea un resto, aunque se trate de elementos periféricos,
de esos diferentes fragmentos de sentido, que comparten, sin embargo, su carácter textual,
su condición de discursos. La literatura puede ser concebida así como mi espacio propio
definido por la mezcla, por la puesta en contacto, por la capacidad de disfrazarse y de
cambiar de disfraz, ya que su materia prima, su objeto propio, es, precisamente, la tela que
los compone.
Tomemos por ejemplo el poema titulado «Curados de espanto y sin embargo» (La casa
y el ladrillo, 1976 l977). Se plantea como la imprecación de un «nosotros», una primera
persona del plural, a una segunda, «presidente», invocado como «so oscurísimo» (v. 20).
Todo el poema es, de hecho, la recusación de la legitimidad del poder de ese presidente
oscurísimo, y esto se hace evidente ya desde su título y los primeros versos con la inversión
del lugar de la autoridad que suponen. Se trata de un sujeto «curado de espanto», más allá
de la sorpresa. Un sujeto que está de vuelta ya del horror, de la pena y de la indignación, y
al que la evidencia de la «oscuridad» de su oponente, de su «ignominia» (v. 25), convierte
en superior. Moralmente, desde luego; pero además, ese «nosotros» es más sabio, sabe más,
achaca al otro su «bibliofobia» (v.39), y eso le da legitimidad para reprenderlo desde arriba,
para despreciarlo íntimamente a pesar de ser sus víctimas, para escribir su condición de
«bruto», y de «bellaco» (v. 36).
Y sin embargo, ese sujeto «curado de espanto», se declara en esta ocasión excedido.
Excedido, que no corregido por la actitud del rival. Excedido, más bien, por la magnitud de
la confirmación de sus opiniones y de las posiciones relativas en el discurso. Su oponente,
el presidente, «resultó más bruto más desertor y más bellaco / de todo cuanto pensábamos»
(vv. 36-37). Le ha colgado «una medalla / a Pinochet sobre el corazón de la casaca» (vv.
30-31), en un acto institucional, en una celebración del poder que es calificada aquí como
«acto fecal», y lo ha hecho invocando «el limpio nombre / de artigas defensor de los
pueblos libres» (vv. 33-34).
Todo el poema será, a partir de aquí, la negación de la legitimidad del presidente para
invocar a Artigas, para invocar el nombre del fundador, del origen de la patria. El saber que
se le negará será precisamente ahora el de ese origen, confirmando su condición de traidor.
Se le disputan los símbolos, se le resemantizan en las manos para que le exploten en la cara.
Se le expulsará del espacio de la patria, se minará la retórica de su legitimación, y el traidor
será él, y no los que persigue, aislado por su ignomia en la soledad de su singular frente al
«nosotros» que fustiga, frente al plural del pueblo, a la totalidad de una comunidad que se
le redefine y se arroja contra él dejándole visiblemente fuera.
Pero no es ésta la única ocasión en que Mario Benedetti invoca la sombra de José
Gervasio Artigas, en su condición de fundador de la nacionalidad, para obligarle a definirse
sobre el presente de la escritura, para hacerle tomar partido, para disputar el patrimonio de
su recuerdo, como forma simbólica de disputar el espacio de la nación. El primer verso de
«Artigas» (Quemar las naves, 1968-1969), por ejemplo, lo escribe de manera casi
programática, naturalizándolo, eso sí, en el objeto de la escritura. «Se las arregló -dice- para
ser contemporáneo de quienes nacieron medio siglo después de su muerte». Si eso es así -
parece ser la conclusión de la que arranca el texto- sus hechos, sus palabras, o mejor, el
recuerdo de sus hechos y la escritura de sus palabras, pueden ser arrojadas en el centro del
presente con toda propiedad.
En realidad, lo que está haciendo sujeto de este poema -y no sólo de éste, como no
tardaremos en comprobar- es leer la biografía de Artigas como una metáfora del propio
avatar histórico. «Creó una justicia natural para negros zambos indios y criollos pobres» (v.
2), dice, «borroneó una reforma agraria que aún no ha conseguido el homenaje catastral»
(v. 9). Los textos de Artigas, sus palabras, sus acciones, son reubicadas como eco de las
propias -de las propias, se entiende, del «nosotros» que hemos visto erigirse contra el
dictador-, las dotan de espesor, las hacen resonar en el origen. «Inventó el éxodo», se dice
(v. 6). En el caminar propio reverbera, así, la gesta inaugural de Uruguay. Pero nótese que
el poema borra el gesto de la reescritura, o mejor, la invierte. Según el poema, es el pasado
el que delinea el presente. Si puede leerse en él es porque ese pasado, Artigas, el origen, ya
incluía desde siempre los pasos de los contemporáneos suyos que deberían esperar medio
siglo para nacer. «Pudo -dice significativamente de una primera persona del plural-
articularnos un destino» (v. 5). Benedetti imaginado por Artigas, y no al revés.
Pero eso no es todo. «Fue -leemos en el verso 15- un profeta certero que no hizo
públicas sus profecías pero se amargó profundamente con ellas». No sólo diseñó el futuro
con sus actos, sino que lo profetizó; pudo, literalmente, verlo. Pero no lo hizo público. Y
aquí es el sujeto de la escritura el que rellena ese hueco de la historia -hueco que él mismo
ha escrito primero- con sus palabras. Imagina las profecías de Artigas, ocupa con su propio
discurso el lugar de la voz del prócer. «Acaso -dice- imaginó a los futurísimos choznos de
quienes inauguraban el paisito / esos gratuitos herederos que ni siquiera iban a tener la
disculpa del coraje / y claro presintió el advenimiento de estos ministros alegóricos estos
conductores sin conducta estos proxenetas del recelo estos tapones de la historia» (vv. 16-
18). Del mismo modo que los actos de Artigas escriben el sujeto de esta escritura y lo
vinculan al origen mismo de la nación -o a la inversa-, los otros del caudillo primario, sus
enemigos, escriben a los otros del nosotros del presente, a «estos conductores sin
conducta». En el origen de los males de la nación encuentran su reflejo. Y más aún, son
ellos, literalmente ellos, imaginados por Artigas en su exilio, el motivo de que lo
prolongara hasta su muerte.
Escribir las visiones del prócer, decir sus palabras, descifrarlo, proseguirlo, imaginar una
relación casi mediúmnica con él, conocer su espacio privado para hacer salir de él, aunque
sea como hipótesis, las profecías que no hizo públicas, son prerrogativas del sujeto poético
que este texto diseña. La fundación del recuerdo, dice el poema que lleva precisamente ese
título, «Fundación del recuerdo» (Poemas de otros, 1973-1974), no es «como fundar una
ciudad» (v. 1), ni «una dinastía» (v. 13), ni «un estilo» (v. 27), ni «una doctrina» (v. 41),
«sino más bien como fundar un sueño» (v. 42). Si esto es así, ser el delineante de ese sueño,
su gestor, no parece ser escasa autoridad para legitimar el sujeto de la escritura, ni para
fundar la literatura como lugar de enunciación. Esos sueños, esos recuerdos construidos,
esas memorias discursivas, materia constitutiva de ese espacio propio, no parecen tampoco
armas precisamente inocuas para socavar los discursos de otros sujetos y otras autoridades,
desde el momento en que otorgan legitimidad para nombrarlas como «tapones de la
historia». La celebración de este congreso, su posibilidad misma, por otro lado, viene a
confirmarlo.
«Los troperos y gauchos nos recorren», podemos leer en el verso 107. No es necesario
explicar ahora cuál es el lugar que ocupa el gaucho en la literatura rioplatense, sobre todo
desde la segunda década de este siglo. Convertido en antepasado, en anterioridad mítica y
prestigiosa de la cuál se procede, ha venido a encarnar el símbolo y la quintaesencia del
pueblo argentino o uruguayo. Una parte de la literatura rioplatense puede leerse como la
historia de la escritura de los rasgos de ese símbolo, de los valores de su quintaesencia, la
polémica por su fijación del sentido. Y curiosamente, como hemos visto, el poema incluye
el nombre del poeta oriental Bartolomé Hidalgo, «poeta fundador» de la gauchesca, de la
literatura nacional, de su imaginario. También del otro éxodo acude un poeta.
Hay más poemas sobre Artigas en su obra. No me resisto a aportar uno más. «Cuando el
presente castigas / cuando el pasado te nombra/para algunos sos la sombra / para nosotros
/Artigas // No el Artigas oficial / sino el que en su pueblo oficia el que trazó la justicia /
Artigas el Oriental», proclama la «Milonga del Oriental» (Letras de emergencia, 1969-
1973).
En estos versos, se explicitan algunas de las ideas que venimos considerando, como la
existencia de diversas versiones en pugna de la historia y de sus imágenes, equivalente
simbólico y discursivo de otras muchas batallas, como la oposición entre un «nosotros»
colectivo y popular del que emerge la voz del poeta, y un «ellos», «algunos» en este caso,
que son excluidos del espacio del origen de la comunidad y de la nación, evidente en el
contraste entre el Artigas oficial, que se rechaza, y el Artigas Oriental, que lleva el nombre
de su pueblo adosado al suyo propio, y que es el que se reclama.
En el origen de estas páginas se encuentra, entre otros, un texto de Mario Benedetti -«El
Olimpo de las antologías»- acerca de algunas recopilaciones poéticas hispanoamericanas,
aparecidas entre 1970 y 1984. A partir de la revisión contrastada de tales compilaciones, el
escritor uruguayo apuntaba algunos de los problemas centrales de todo proyecto antológico,
así como los aspectos capitales necesitados de reflexión que su lectura había puesto en
evidencia. Que todas las antologías son arbitrarias y objetables, que son una confesión
pública de gustos privados, un atentado a la justicia y, por ello, una justificación anunciada,
lo reconocen no sólo los victimados -poetas y lectores comunes-, sino incluso los
victimarios mismos: esos lectores especializados que, en nombre de una institución, nos
presentan un panorama jerarquizado, pretendidamente verosímil, de la inasible realidad
poética de un país o, incluso, un continente. Pero que estos olimpos, como decía Benedetti,
admiten sólo un número limitado de dioses por razones no siempre evidentes, es algo que
pareciera no poder ser discutido más allá del respeto por «afinidades electivas»
encontradas, sin mayor consecuencia para el amplio público, porque de cualquier modo la
poesía se abre siempre camino y porque suele asumirse que, al final, se quedan los mejores.
Contra esta opinión, Benedetti afirmaba que no hay ignorancia ni olvidos inocentes y
que, en las operaciones de selección llevadas a cabo en tales antologías, era posible ver la
manera en que suele entenderse y escribirse la realidad literaria de Hispanoamérica. Más
allá de un mero ajuste de cuentas, nos parece que el texto del poeta uruguayo apunta hacia
la necesidad de leer tales compilaciones no como casos aislados, sino como integrantes de
una serie de lecturas cuya naturaleza pudiera relacionarse y definirse no sólo por sus
presencias y ausencias, sino también por el modo en que unas validan -o anulan- a las otras.
A su manera, Benedetti escribe uno de los capítulos más recientes y no menos valiosos de
una crónica multiautoral de las antologías poéticas hispanoamericanas dispersa en ensayos,
estudios, reseñas y prólogos de las mismas, cuya complejidad hemos intentado exponer en
la investigación que sobre este tema concluimos recientemente y que aparecerá en México
durante este año. Trabajo que encontró en las observaciones de Benedetti uno de sus puntos
fundamentales de inicio, de apoyo y referencia.
Si dicha crónica tuviera que escribirse sólo a partir de los pecados, literarios y no,
cometidos por las antologías, no habría lugar a dudas de que aquella tendría que hacerse, o
bien como una «historia hispanoamericana de la infamia», quizá muy divertida pero poco
provechosa, o bien como una «crónica de una exculpación anunciada», edificante y tal vez
ejemplar hasta el límite de lo fantástico, pero un tanto aburrida. De cualquier modo, ambas
coincidirían en algo: que no dejan lugar para las ilusiones, pues todas ellas pecan, algunas
con más virtuosismo que otras, porque no existe la antología inocente. Todas nos engañan.
Son presuntuosas y autoritarias, avaras bajo su manto de generosidad; falsamente modestas,
nacen casi por necesidad para el segundo plano, para el papel secundario, y sin embargo
corren el riesgo de ser soslayadas y muestran un intrínseco y flagrante deseo de
protagonismo. Como Helena, las antologías nacen para traer la discordia. Algunas, como la
de Menéndez Pelayo, asumen su fatum plenamente y obligan a los lectores presentes y
futuros a romper más de una espada sobre la misma piedra. A veces, edifican tanto como
derrumban y no dudan en servirse de las ruinas que dejan para hacer sus cimientos.
Ahora bien ¿por dónde comenzar a leer esta crónica?, ¿dónde empieza a escribirse?
Frente a los estudios recientes sobre el fenómeno antológico centrados en ámbitos
particulares, en su mayoría nacionales (como La poesía española en sus antologías, de
Emili Bayo; Antologías poéticas en México, de Susana González Aktories; Las antologías
poéticas de Colombia, de Héctor Orjuela) o dedicados a una lengua (como Die
deutschsprachige Anthologie, de Dietger Pforte y Joachim Bark), los análisis llevados a
cabo sobre las antologías poéticas hispanoamericanas son más bien fragmentarios, en parte
debido a la enorme extensión del corpus antológico. Textos como «Teoría y proceso de la
antología», de Estuardo Núñez; «Las antologías hispanoamericanas del siglo XIX: proyecto
literario y proyecto político», de Rosalba Campra; el ensayo ya citado de Benedetti, o
«Parnasos fundacionales: letra, nación y Estado en el siglo XIX», de Hugo Achugar, por
citar sólo algunos de los más importantes, ayudan a comprender que, pese a su papel
discretamente protagónico, las antologías hispanoamericanas abren un campo de trabajo y
reflexión que involucra aspectos tan relevantes como el de la escritura de la historia y la
composición de eso que suele llamarse tradición. Al mismo tiempo, parecen coincidir al
menos en un punto: es inoperante, y además infructuosa, una lectura puramente
«casuística», enumerativa -como se ha hecho en los casos nacionales- de dicho corpus
hispanoamericano.
De este modo, creemos que es posible articular un corpus sólo en apariencia inconexo.
Cuando Benedetti afirmaba que «los antólogos de hoy son más perezosos que los de ayer,
ya que en vez de espigar en las varias obras de múltiples autores, prefieren hacer antologías
a partir de otras antologías», señalaba sin percatarse un fenómeno que, en el marco de las
antologías continentales, tiene más de un siglo de existencia y gracias al cual es posible
superar una lectura fragmentaria. La visión del antologador decimonónico, de aquél que
desde su gabinete en una ciudad de la periferia dedica años a reunir -de revistas, diarios y
cuanto libro pueda hallar- un conjunto de poemas que quieren dibujar un continente, trabajo
que parece superior «a la fuerzas de un hombre solo» como decía Sarmiento hablando de
Juan Mª Gutiérrez, quizá no se acomode más que a los pioneros en tal empresa, Ignacio
Herrera Dávila (compilador de las Rimas Americanas de 1833) y, sobre todo, al mismo
Gutiérrez. Los posteriores coleccionistas reconocen abiertamente su deuda con
compilaciones ya publicadas, tanto americanas como locales, y ello permite que podamos
estudiar la recepción y la trascendencia de las antologías anteriores en las mismas
recopilaciones subsecuentes. Porque, como lector privilegiado y especializado, el
antologador hispanoamericano se coloca en una línea paradigmática, para acatarla o
atacarla, y así revalida o rechaza una lectura previa, le da continuidad o la cancela.
Así pues, abrimos con el primer medio siglo de producción antológica, cerrado con la
antología de Menéndez Pelayo, y durante el cual se establece el primer cambio de
paradigma y un desplazamiento canónico importante. En él, el criterio de selección
predominantemente político, ampliamente estudiado por Campra, es desplazado en la
lectura del filólogo santanderino, basada en una reconstrucción histórica del pasado literario
donde la tradición hispánica y la lengua articulan el panorama poético hispanoamericano,
notablemente enriquecido por su extensa investigación no exenta de críticas. Hecha en
nombre de la Real Academia Española y con motivo del IV centenario del
«descubrimiento» de América, su lectura marca un punto radical de discusión que redefinió
diversos aspectos del quehacer antológico y de la crítica, en medio de fuertes polémicas,
como las sostenidas acerca de la unidad-diversidad lingüístico-política de Hispanoamérica,
y las introducidas por la irrupción modernista. Además, instituye la práctica dominante de
nuestra historia antológica que no considera al Brasil ni a las porciones no hispanohablantes
de América como parte de «nuestra tradición».
Es una coincidencia que, también aproximadamente entre dos fechas de edición de una
misma antología (1934 y 1956), podamos ubicar algunas de las propuestas antológicas más
interesantes y trascendentes de la etapa siguiente. Entre ellas, claro está, la aludida por las
fechas, de Federico de Onís. A nuestro parecer, su lectura resulta medular porque revela en
su estructura cómo han operado la mayoría de las recopilaciones de este siglo; porque reúne
a las voces poéticas que las antologías posteriores consideraron como imprescindibles; y
por su propuesta «distributiva», al incluir a poetas españoles, en la primera edición, y a
poetas de habla no española, en la segunda. Resulta significativa la redistribución
geográfica, ya que da cuenta de los cambios en las relaciones culturales y políticas
establecidas entre América y España, no rotas después de la guerra civil, sino incluso
interesante y polémicamente mantenidas, como lo evidencia la antología Laurel (1941),
incomprensible sin el entorno de revistas, publicaciones periódicas y proyectos editoriales
ligados al exilio español. Además de hacer eco de las discusiones políticas de su momento,
fruto de las cuales es la autoexclusión de Juan Ramón Jiménez, León Felipe y Neruda, por
citas los casos más conocidos, Laurel atiende a una concepción de la tradición
hispanoamericana con España, pero de un modo distinto al del paradigma asimilacionista
de algunas colecciones decimonónicas.
Los cuarenta años siguientes, de mediados de siglo a los noventa, son de una
complejidad histórica y literaria difícilmente englobables sin errores. Hendidos por la
discusión acerca de la «poesía de evasión» y la «poesía de compromiso» (diluida
posteriormente en lo que Benedetti, citando a Paz, llamaba la «poesía de la conciencia» y la
«conciencia de la poesía»), en estos años se redefine la noción de «contemporáneo», a la
luz -o a la sombra- de las obras maduras de los «maestros» y tomando en consideración la
obra de los poetas nacidos hasta mediados de siglo. Son años, además, en los que la historia
misma de Iberoamérica enriquece y hace más complejo el análisis de las antologías,
marcadas sin embargo por una tendencia hacia la canonización de una lectura autónoma de
su circunstancia histórica, opuesta a otra más preocupada por reflejar el estado de la
realidad social de los países que, supuestamente, pertenecen a una misma tradición literaria.
Es en este contexto que las observaciones hechas por Benedetti a una muestra
(¿antológica?) de antologías hispanoamericanas encuentran plena validez, pues en el
conjunto se confirma el olvido y la ignorancia voluntaria, que vale por indiferencia, de
grandes extensiones y propuestas estéticas: países que no existen, poetas de sistemas
literarios no hegemónicos que no han escrito nunca o que han escrito sólo un reiterado o
pretendido puñado de poemas.
En este continente latinoamericano donde los espacios de «lo real pavoroso» -es
expresión del escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum- y aquellos elaborados por la
ficción suelen separarse apenas por una sutil línea de vértigo; en estos territorios donde,
como sostiene Mario Benedetti, la muerte ha dejado de ser para el escritor «una
preocupación ontológica» y se ha convertido en «una absurda, prematura e injusta
interrupción de la vida», los actuales códigos semióticos conceden cada vez mayor
importancia a la significación que poseen las apoyaturas físicas sobre las cuales -e
integrándola- se desarrolla la acción ficcional. Al dibujarse en el entramado textual los
insoslayables trazos de lo social -así se trate de una pieza teatral o de los lugares y objetos
que ofician de marco referencial en el devenir narrativo- estos «encuadres físicos» reclaman
del destinatario -aun teniendo en cuenta la variabilidad de los ángulos de visión
sociocultural en los que está implicada toda lectura- no solamente una aguda recepción
imaginaria -mirada «cómplice» o participativa- sino también un estar alerta a otros aspectos
sensoriales -auditivos, táctiles, aun olfativos- que le permitan captar esa «dinámica de
trueques y prestaciones» que se genera entre los diferentes niveles imbricados en el texto:
histórico, religioso, psicológico, mítico, fantástico, ético, estético.
Ciertas experiencias humanas que suelen presentarse como funciones metahistóricas -el
sexo, el idioma, el hambre y otras carencias derivadas de las diversas formas de coacción
ejercidas por los opresores sobre los oprimidos, llegan a comprometer directa y
prioritariamente al cuerpo humano considerado como «espacio político». «Las relaciones
de poder operan sobre él como presa inmediata: lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten
a suplicio», sostiene Michel Foucault, y agrega luego que «la historia de los castigos» ha
llevado consigo, a través de los siglos, una «historia de los cuerpos», de su fuerza, de su
docilidad o sumisión, fuertemente vinculada a las estructuras jurídicas, a las ideologías, a
las creencias de cada época. El cuerpo se convierte pues, en campo de combate, de desafío,
de provocación, de resistencia. Él mismo crea y distribuye en su materialidad las estrategias
de lucha y, como en un mapa, se van delineando las «marcas» que en el «territorio
humano» produce el entorno, que dibuja senderos expresivos, puntos de convergencia,
signos y huellas imperecederas, en fin, del devenir histórico. Reproduciendo de este modo,
a nivel individual, los «focos de conflicto», las señales que deja el ejercicio ilimitado del
poder, la «sagacidad perversa» de sus dispositivos pseudolegales.
Con tema de tan amplios registros como el que nos habíamos propuesto tratar aquí:
«Espacios reales y transfigurados en la obra de Mario Benedetti», y en razón del breve
tiempo de que disponemos, hemos debido hacer un recorte significativo y limitarnos a
exponer sólo algunas reflexiones acerca de uno de los muchos espacios que sustentan su
ficción.
Nos referimos a la presencia del espacio-cuerpo como «escenario del infierno» (M.
Foucault), reveladora, en la totalidad de la obra benedettiana, de esa pluralidad de sentidos
que se entrecruzan, subyacen o aun dialogan en el corpus textual de un creador,
ofreciéndonos, como sostiene Umberto Eco, «un sistema de signos a develar», poblado de
«repliegues insospechados y sutilezas ignoradas».
Hemos elegido algunos textos representativos que marcan hitos en el itinerario de Mario
Benedetti: el cuento titulado «Péndulo», incluido en el volumen La muerte y otras sorpresas
de 1968; el cuento «Geografías», que abre el volumen homónimo, publicado en 1984; la
pieza dramática Pedro y el Capitán, de 1979, llevada a escena en distintas ciudades del
mundo y merecedora del premio «Amnistía Internacional», un poema del libro Preguntas al
azar, de 1986 y parte de un reciente poema publicado en el Semanario Brecha de
Montevideo, titulado «Soliloquio del desaparecido». Como vemos, tres géneros ilustrativos
de la obra de Benedetti, cultivados por cierto con igual talento: cuento, drama, poema;
todos ellos sostenidos por los perseverantes «andamios» de la memoria, «ese esfuerzo de
nuestro pasado por hacerse porvenir», para decirlo con palabras de Miguel de Unamuno.
A esta última variante nos referiremos ahora, cuando tratemos el cuento de Mario
«Geografías», de 1984. Más de quince años han pasado desde la publicación de «Péndulo».
Una década y media en la cual se han ido formalizando la lucha revolucionaria, la guerrilla
urbana, los secuestros, y se ha implantado la férrea, inclemente dictadura militar que
padeciera Uruguay y que produjera, entre otros males, el exilio masivo de compatriotas.
Las formas de la tortura se perfeccionan en ese lapso, enseñadas y dirigidas muchas veces
por instructores extranjeros como el tristemente recordado Dan Mitrione. Y los «espacios
interiores» de la angustia, la inseguridad, la desconfianza, el terror, se acentuaron,
materializando la lóbrega atmósfera de la con razón llamada «década infame».
La visión desde el exilio -tema político generador de un amplio corpus literario que
actualmente estudiamos- proporciona al escritor -con frecuencia «cerebro-espejo» de su
época- perspectivas diferentes; elabora otros recursos técnicos, promovidos, es obvio, por
los acucios de la obligada ausencia: «mutación de realidades varias», «restauraciones
imaginarias», «andamios reales o metafóricos» -para decirlo con palabras del propio
Benedetti en prólogo de la novela Andamios, de 1995- que el artista construye en base a un
empecinado esfuerzo de la memoria, que se convierte en verdadero sostén del país recreado
imaginativamente y ¿por qué no?, en propio sostén del exiliado.
Paisajes, seres que lo habitan (o lo habitaron), recuperación a través del puente sutil de
la memoria, del espacio perdido. En eso consiste el juego, por cierto nada «zonzo» sino
intenso y revelador, en que se empeñan los amigos mientras beben su copa de beaujolais o
alsace. Intento de recuperación, elaboración de andamios imaginarios que sostengan aquel
universo que día a día se difumina. Estrategia del rememorante que no se resigna al
borroneo de la «postalita», es decir, a que el entorno perdido hace diez años se hunda en un
olvido inquerido (y no puedo dejar de evocar, a propósito, dos versos de un desgarrador
poema del argentino Juan Gelman, promovidos por el deseo de recuperar la imagen del
amigo desaparecido: «agarrando a Rodolfo / para que no se vaya tanto a sombras». El
evocado es el gran escritor argentino y combatiente revolucionario Rodolfo Walsh,
asesinado por los esbirros de la dictadura militar de su país, hace precisamente, en este
1997, veinte años. Rodolfo fue amigo fraternal de Mario).
En medio del juego, una silueta femenina aparece de súbito frente a los amigos, detenida
en el cruce de la avenida, y es inmediatamente reconocida: se trata de Delia, compañera de
la primera militancia juvenil, con quien uno de los personajes había mantenido una relación
amorosa. De pronto se ilumina, se actualiza en el amante la ya remota y gozosa relación de
los cuerpos: «la veo allí, esperando la luz verde y (esto es más fuerte que mi proverbial
discreción) la desnudo con il pensiero» dice en su monólogo interior. Luego de repasar las
peripecias que determinaron su separación (él ha logrado fugarse del país -«tuve que
borrarme»-, ella ha caído presa), los dos hombres la llaman -«con gritos y grandes gestos,
no se nos vaya a escapar»- y el dúo se convierte, en torno a la mesa del café Cluny, en un
trío que rememora ansiosamente. Los exiliados acosan a la recién llegada con sus
preguntas, quieren saber: «así que traés noticias frescas, postales nuevas, cómo está todo,
que piensa la gente, contá carajo». Ella, durante media hora, recompone un escenario
descaecido, donde todo es deterioro: la avenida principal, ya sin árboles, de la ciudad
perdida, los edificios demolidos o sustituidos: teatros, cines, confiterías. Y en la
imaginación del narrador se produce una quiebra moral, patente en el cuerpo que se siente
agredido, derrumbado como toda aquella materialidad de la ya irreconocible ciudad: «De
pronto advierto que los árboles de Dieciocho eran importantes, casi decisivos para mí. Es a
mí a quien han mutilado. Me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas», dice,
objetivando en su parlamento un agudo trasiego metafórico, que alude al hombre-árbol, a
árbol-humanizado. Y que anuncia ya el dramático final del cuento, en el cual, con una
delicadeza muy propia de Benedetti cuando trata ciertas relaciones intersubjetivas,
especialmente las amorosas, otra vez emerge, con dimensiones, impensadas, el cuerpo
como espacio político. Cuando, luego de un acuerdo vacilante por parte de Delia, la pareja
se reúne en la pieza, -la «covacha», como la denomina el joven- que ocupa este exiliado, un
nuevo juego de escasas palabras y de mucho silencio, librado a la gestualidad de los
cuerpos que se aproximan, se rozan, se miran, empieza a producirse. No puedo eludir la
transcripción del estupendo desenlace: «(Me toma una mano) y la guía lentamente hasta su
suéter marrón, en realidad hasta uno de sus pechos bajo la lana peinada. No sé por qué
comprendo que ese gesto no tiene su significado más obvio. Los ojos que me miran están
secos. No puede ser, no va a ser, no hay regreso, entendés. Eso es lo que dice. Todos los
paisajes cambiaron, en todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros. Eso es lo
que dice. Mi geografía, Roberto. Mi geografía también ha cambiado. Eso es lo que dice».
Lejos estamos, por cierto, del espacio cerrado, sofocante, alienante, de la oficina,
primero que nos presentara Benedetti en aquel excepcional período de su producción
literaria, allá por los 60, cuando publica sus Poemas de la oficina, sus cuentos
Montevideanos, su novela La tregua. Otros son los ángulos y perspectivas de lectura; otros
los enfoques temáticos. Se han generado distancias, especialmente para los exiliados -y
Benedetti cumplió su destierro político en Buenos Aires, Perú, México, España-; sólidas
fronteras que sólo la memoria y su función creadora logra traspasar. El escritor da fe de
esos apremios de la sensibilidad también en su poesía, ese género al que constantemente ha
sido fiel. En Preguntas al azar, por ejemplo, poemario de 1986, donde, en series
interrogativas que dejan al descubierto los resquebrajamientos del exilio, atestigua sobre
abismos exteriores e interiores, muchas veces insalvables. (Y la pregunta, como ya lo
hemos señalado en otros estudios posee, en la obra de Benedetti, función eminentemente
elucidante). Oigámosle en el poema «Preguntas al azar» (II):
La interrogante alude a un referente real -el país que tuvo que abandonar- pero también
concierta un clima donde la connotación se vuelve simbólica, plurisémica: el país puede
tomar formas diversas para emerger del recuerdo; entonces la memoria recompone un
espacio sombrío que alude a «desolación», a «calabozos», a «celdas de fantasmas asiduos»,
deteniéndose en ciertas presencias que adquieren relieve en la imaginación del poeta: el
país se encuentra forjado, definido, indeleble, en aquellos seres -cuerpos supliciados,
desaparecidos, asesinados- que se convierten en testigos implacables de la América en
lucha; la pregunta se orienta hacia nombres propios muy determinados:
señalando a seres imborrables de nuestro más o menos reciente pasado: el joven poeta
revolucionario Ibero Gutiérrez y el brillante político que combatió ideológicamente contra
la dictadura, Zelmar Michelini; ambos asesinados vilmente luego de secuestros infamantes,
durante los regímenes de facto, en Uruguay y Argentina, respectivamente.
Vence para la vida, para su proyección de futuro. De ahí que sus argumentaciones y la
valentía de sus enfrentamientos verbales provoquen el derrumbe total de su contrincante y
el amo -en una sutil variación del dialéctico juego hegeliano- se convierta, al final, en
esclavo, y así el Capitán clame ante Pedro, se arrodille ante él, le suplique. Mientras Pedro
«abre bien los ojos, casi agonizante» y le lanza su última respuesta, que es, como en el final
de cada acto, el «no» rotundo que lo sostiene en su libertad.
El de hoy se trata de un monólogo lírico -escrito con versos breves y concisos, sin
despliegues enfáticos- donde una voz nos habla, desde zonas brumosas, acaso desde un
limbo donde deambulan aquellos cuyos restos no hemos podido rescatar para la tierra y la
paz. Comprendimos, al leerlo, que siempre hay nuevas formas y nuevas perspectivas para
abordar el tema de la violencia ejercida, con todas sus «eficacias macabras», contra el
cuerpo político: aquí nos hará signos el vacío, serán los «sin cuerpo» que se expresan desde
su abismo y nos dicen:
He leído sólo algunos versos del extenso poema. Ellos son suficientes para señalarnos
otro espacio a considerar, otro cuerpo a buscar: el todavía palpitante -valga la metáfora-
cuerpo de nuestros desaparecidos. Benedetti, como siempre, ha lanzado su alerta, ha puesto
en alto una vez más su estandarte de lucha. Hecho de dignidad, de verdad, de anhelo de
justicia. Y por supuesto, también de belleza.
Luego hay otros temas, que, por razones obvias, no estuvieron desde el comienzo en
mi obra literaria, que son el exilio y el desexilio; aparecieron cuando estos temas entraron
en mi vida.
Precisamente por ser un hecho vital las actitudes ante el mismo son dispares, pueden ir
del nuevo y ancho horizonte descubierto por Augusto Roa Bastos fuera de Paraguay:
...yo no me he habituado a vivir en este medio [en España]. Han sido siete años muy
duros. No en cuanto a lo externo, a lo que haya podido hacer o no. Me refiero a lo interno a
lo anímico [...]. Yo tuve la mala suerte, la desgracia, de no haber tenido suficiente paciencia
o visión como para dedicarme a algún tipo de tarea que estuviera más en consonancia con
lo que soy. En estos años me he ido despersonalizando poco a poco, lentamente.
Idéntica es la pérdida, no así lo acontecido en el país de adopción. Eso provoca que Roa
pueda incidir en los hechos que dejó de sufrir por estar fuera y sitúe a su país en el mundo
de la mano de la publicación de su obra:
Entre los exilados fuera del país, una pequeña minoría cae en el silencio, obligada
muchas veces por la necesidad de reajustar su vida a condiciones y a actividades que la
alejan forzosamente de la literatura como tarea esencial. Pero casi todos los otros exilados
siguen escribiendo, y sus reacciones son perceptibles a través de su trabajo. Están los que
casi proustianamente parten desde el exilio a una nostálgica búsqueda de la patria perdida;
están los que dedican su obra a reconquistar esa patria, integrando el esfuerzo literario en la
lucha política. En los dos casos, a pesar de su diferencia radical, suele advertirse una
semejanza: la de ver en el exilio un disvalor, una derogación, una mutilación contra la cual
se reacciona en una u otra forma. Hasta hoy no me ha sido dado leer muchos poemas,
cuentos o novelas de exilados latinoamericanos en los que la condición que los determina,
esa condición específica que es el exilio, sea objeto de una crítica interna que la anule como
disvalor y la proyecte a un campo positivo [...]. Quienes exilian a los intelectuales
consideran que su acto es positivo, puesto que tienen por objeto eliminar al adversario. ¿Y
si los exilados optaran también por considerar como positivo ese exilio?.
Eduardo Galeano se sumaba a ello desde la óptica de lo que fuera del país podía
realizarse pensando en el día del retorno:
...el escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su gente,
no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino un exiliado que, además,
escribe. Por otra parte, creo que el deber primordial que tiene un escritor del exilio es con la
literatura que integra, con la cultura de su país. Tiene que reivindicar su condición de
escritor, y a pesar de todos los desalientos, las frustraciones, las adversidades, buscar el
modo de seguir escribiendo.
Si el exilio, como tema literario, está motivado por causas extraliterarias, produce que la
experiencia del mismo no sea fija sino variable en el transcurrir de la misma vida del
expatriado. En 1977, con el poemario La casa y el ladrillo, aparecían en la obra de
Benedetti sus primeras vertientes. La causa política ordenaba el panorama de expulsados y
expulsadores, había un porqué y una explicación de la violencia y ésta a su vez dividía al
país entre los «Hombres de mala voluntad», depositarios del poder, y un «nosotros»
formado por los expatriados, los perseguidos, los silenciados, desposeídos de derechos pero
conscientes de la situación.
La idea del regreso daba contenido a la noción de exilio como situación transitoria. El
lugar de adopción apelado como «patria interina» y la cronología como «vida accesoria»,
en el poema «La casa y el ladrillo», asumían un retorno posible ante el que, sin embargo, se
erguía una dimensión temporal adversa: el país pertenecía al pasado, más o menos reciente,
del poeta al que habían despojado del presente obligándole a aferrarse a un futuro por vivir;
el verso «ergo a inscribirse en el futuro», repetido en «Ciudad en que no existo» tendrá su
continuación en «Croquis para algún día» donde aún no dudándose del porvenir no se
escatima la situación de los que vivieron el pasado:
no llega al punto de ser enfocado con lo que Paul Ilie y René Jara Cuadra definían como un
estado de ánimo porque el poeta se niega a condescender al abandono metafísico, pero las
respuestas de La casa y el ladrillo son ahora incógnitas. Concatenación de preguntas
asumidas como estilo poético y como nueva forma que adopta su resolución de estar alerta,
frente a lo que pasó y frente a lo que vendrá. La pregunta es retórica no por conocer la
respuesta sino porque se formula como constancia. Así se extenderá por Preguntas al azar
(1986), por los versos y relatos de Geografías (1984) y Despistes y franquezas (1989) o por
Las soledades de Babel (1991).
¿Así que nunca? ¿Ni siquiera con la frente marchita dentro de veinte años? ¿Ni
siquiera sintiendo que la vida es fffuu, un soplo? [...] ¿Para siempre? ¿Por qué para
siempre? [...] ¿Morirse allá? [...] ¿Entonces qué si no vamos a volver nunca? [...] ¿No
volver más? [...] ¿nos traerán de vuelta cuando haya pasado mucho tiempo? ¿Serán capaces
de traer setecientos cajones con nosotros adentro alineaditos y sosegados?.
La referencia a la patria separará el exilio breve, y por ello netamente geográfico, del
exilio como situación indefinida en el tiempo. En principio Benedetti se aferra a un paraje
cultural y físico, con un sentimiento similar al expresado por ese memorial de Héctor Tizón
titulado La casa y el viento, estructurado como cuaderno de apuntes de lo que el yo
narrador es en relación con el grupo social que lo identifica:
Pero antes de huir quería ver lo que dejaba, cargar mi corazón de imágenes para no
contar ya mi vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras
sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías. La áspera historia de mi pueblo.
No es esa la percepción de los personajes moyanianos: ellos han sido arrojados fuera de
un suelo que apenas han podido sentir como patria. Lo que se deja, en todo caso, es la
ficción que Rolando, protagonista del Libro de navíos y borrascas, construye de su pasado,
de una infancia remota donde quizás fue feliz. El presente narrativo no es más que la
objetivación del más absoluto desarraigo. Ni siquiera hay tierra, el Cristóforo navega en
mitad del océano sin que sus pasajeros conozcan el puerto de arribo. Moyano narra, desde
la extranjería, el exilio político:
En 1910 al cumplirse el centenario, Lugones escribe una serie de poemas llamados
«Odas al ganado y a las mieses» donde le canta a esa Argentina ganadera, feliz y satisfecha.
El poema termina «¡Feliz quien como yo ha bebido patria / en la miel de su selva y su
roca!». Nosotros, los que son como yo, no hemos tenido patria, porque patria es otra cosa.
...nunca tuve ideología ni la voy a tener, como no la tenés vos ni casi ninguno de
nosotros. No servimos ni para la guerra ni para la paz, es hora de empezar a aceptar esto, no
nos casamos con nadie pero nos violan todos, los rusos o los yanquis qué más da, y ellos
terminarán pactando pero nosotros seguiremos en el exilio.
La obra de Benedetti, al contrario, deja claro por qué, cuándo y cómo se produjo el
desastre, pero habrá un momento en que su literatura marque una inflexión entre el exilio
político y el destierro indefinido, que aún no siendo ancestral ni psicológico, será la forma
adoptada por la pervivencia de aquel hecho histórico:
La nave de los locos, novela centrada en esa condición despersonalizada del extranjero,
donde los navegantes propuestos por Cristina Peri Rossi acarrean en sus nombres, Equis, A.
o B., la realidad mutable y precaria de aquel que los lleva, no deja de anunciar que ese
vacío expresa el tajo sufrido en el pasado. Su entidad histórica proviene de la itinerancia y
su estigma de la comparación que ejercen los «sedentarios». No hay exilio metafísico para
la narradora uruguaya, la alienación es algo creado por la propia estructura de convivencia
humana:
Es falso decir que Equis ha encontrado trabajo rápidamente en todas las ciudades en
las que ha vivido durante esa larga e inconclusa peregrinación. Son tiempos difíciles y la
extranjeridad es una condición sospechosa. El hombre sedentario [...] ignora que la
extranjeridad es una condición precaria, transitiva, pero también intercambiable; por el
contrario, tiende a pensar que algunos hombres son extranjeros y otros no. Cree que se nace
extranjero, no que se llega a serlo.
Aferrarse a la memoria del país del que fue expulsado se mantiene como bastión del
regreso, aunque la idea del retorno sea tan fuerte como minada está por el paso del tiempo.
Autoafirmarse entre lo perdido y el vago horizonte de lo recuperable empieza a ser
expresado a través de la potencialidad:
El país concreto, la geografía clara es ahora la «patria sigilosa», el «país secreto» del
desexilio benedettiano. Al «nosotros» ideológico de La casa y el ladrillo se le escinde ahora
un «ustedes» que esboza la bifurcación de experiencias, unos tendrán la ausencia, otros la
represión, los relatos de Geografías y Despistes y franquezas corroboran la diferencia.
El primer corte del desexilio está ligado, por tanto, a una causa que infligieron las
dictaduras, localizar espacios de reconocimiento es la nueva tarea que emprende su obra:
Son los avances que va dando un escritor respecto de los límites impuestos, y no la
aceptación protestona de la fatalidad, lo que modifica la historia cultural de un país y, por lo
tanto, la historia.
Hoy podemos decir que los que volvemos, los que estamos regresando al país,
tenemos una mirada mejor. La soberbia, la autosuficiencia, cierta pedantería, las falsas
creencias casi mesiánicas, racistas, machistas, la intolerancia y el constante desaliento
democrático argentino, creo que se empieza a derrumbar.
Creo que somos mejores personas, que tenemos una mirada más blanda, más suave, más
cautelosa.
Nada tiene que ver las ideas que baraja El fiscal (1993) de Roa Bastos con las
halagüeñas perspectivas de Giardinelli. El fiscal rota entre el juicio a una sociedad, cuya
tolerancia, desinterés o apatía ha permitido, a lo largo del tiempo, la perpetuación del poder
dictatorial; y la reflexión que el protagonista hace de su condición de intelectual exiliado.
La novela analiza responsabilidades de las que nadie sale bien parado. Aunque no es un
ajuste de cuentas, no se hurta el dibujo de una comunidad «gregaria, deformada, degradada
en su vieja forma de ser» y, fuera de ella Félix Moral, convertido en un extranjero al
enajenarse, por dejación de sus funciones, de su país. Este personaje no posee un «país
secreto» que le acompañe en el periplo del destierro sino una «existencia seudónima» que
marca su desarraigo esencial:
He vivido como quien viaja. Incluso en los largos periodos de inmovilidad. Nunca
tuve la sensación de pertenecer por completo a algún lugar, a un grupo, a una raza.
Extranjero en todas partes, me sentía especialmente extraño, aislados a un en medio de la
multitud, siempre solo...
Eso dicen
que al cabo de diez años
todo ha cambiado
allá
dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy quién para ponerlo en duda
La esperanza tiene una dimensión hacia el futuro, y por lo tanto supone una creencia en
lo todavía no existente pero asumido como cierto, el aquí y el allá del exilio se relacionan
con el más acá y el más allá de lo esperado. La índole religiosa de lo expuesto no se le
escapa a Benedetti intentando neutralizarla a partir de lo concreto, lo suyo es fe pero en lo
posible aquí -en el espacio- que sin embargo está allá -en el tiempo-;para ello trabaja el día
a día, se centra en lo cotidiano, recoge los indicios materiales y ellos le apuntan
posibilidades:
Si la situación del desterrado exterior e interior es presentada bajo idéntico prisma y aún
así deslindamos lo que se ha llamado la condición de exilio de la situación del exilio, es
precisamente por el carácter político que Benedetti remarca en su escritura: están «extra» o
«intra» muros los que pertenecen a un «nosotros» frente a los expulsadores y, a partir de
esta separación, se niega al olvido y alerta a la memoria para lo que sin duda vendrá.
Quizás por todo ello uno de los ejes temáticos que relacionan el exilio con la extranjería,
la narración del viaje, no prima en la vasta obra de Benedetti. Aunque a sus relatos se
asoma el trasiego, sus personajes no parecen estar suspendidos en la nada del tránsito. Y,
sin embargo, esta vertiente tenía cabida antes de comenzar su exilio personal, un cuento
como «Acaso irreparable» se adentraba en el absurdo del viaje sin fin que posteriormente
será negado. Benedetti prefiere el encuentro, en algún lugar del mundo, entre exiliados
antiguos y recién llegados al itinerario. Al contrario, La nave de los locos, El libro de
navíos y borrascas, El fantasma imperfecto, La desesperanza o El fiscal, hacen del viaje su
centro, sea éste el de salida o el de regreso.
El viaje ocasiona una pérdida y alienta la necesidad de identificación. Peri Rossi y
Moyano enlazan diferentes travesías, que van de las interminables -«llamado, también, el
viaje incesante, la gran huida, la hipóstasis del viaje»-; al viaje no deseado, pasando por el
que carece de retorno, enraizándose todas las posibilidades en la expulsión política; de ahí
pueden abrirse a desplazamientos más concretos, como el de las mujeres que no hayan su
lugar en un orden establecido por la masculinidad, en Peri Rossi; o el de los emigrantes
finiseculares en Moyano. Todo ello apunta hacia una de las constantes de los relatos del
exilio: la expulsión reaviva otros trasiegos, despierta en los personajes los recuerdos de
infancia, las aproximaciones a otras vidas de itinerancia. Son los nuevos horizontes del
exilio, más íntimos; por ejemplo, el idhis con que hablaban los parientes de Mario Gerardo
Goloboff o el concebirse como tramo de un itinerario iniciado por algún familiar remoto de
Europa a América, caso de Daniel Moyano. Todo ello son estrategias de integración en una
diáspora global que palia el dolor del exilio.
También la ruptura del eje ordenador del devenir asuela al protagonista de Libro de
navíos y borrascas que, al intentar rescatar algo de su destino, piensa en el nombre del
barco, de nuevo el no-lugar, la carencia de espacio, el estigma del destierro:
Por esta razón quería darle un buen nombre al barco. Ir de un lado para otro en
constantes migraciones, pero con algún decoro. Poder decir que por lo menos el viaje fue
placentero. Porque al final lo constante ha sido desplazarse entre dos inmovilismos. Pero
digamos que en el viaje fuimos hermosos y felices, que el barco era un transhogar oceánico,
mientras nos quedamos quietos entre dos esperando otra vez nuevas migraciones, nuevas
expectativas de vida y juventud aunque todo indique lo contrario.
Libro de navíos y borrascas publicada en 1983 establece un diálogo con Primavera con
una esquina rota de 1982. El mantenerse, para la vuelta, «joven» ante los desencantos -
sostener la esperanza- es la propuesta de salida del don Rafael de Benedetti; Ante este pulso
el Rolando de Moyano sólo puede ofrecer vuelos de la imaginación. Libro de navíos y
borrascas finaliza situando al protagonista en un tren rumbo a Madrid, sentado al lado de
Contardi, padre de un desaparecido, mientras contemplan un paisaje desconocido -«Íbamos
sobre un mapa que no habíamos dibujado nunca en el cuaderno»- mientras se preguntan por
la vuelta. En Primavera... también había un Rolando exiliado, de apellido Ausero en este
caso, dispuesto a no sucumbir al desánimo; en uno de sus diálogos con Graciela ambos
hablaban de la percepción del paisaje que se obtiene desde la ventanilla de un ferrocarril
según se sitúe el observador en la dirección de la marcha o a su contra. La diferente mirada
funciona como alegoría del ánimo del exilio, el punto de vista del optimista o del pesimista,
del esperanzado o del angustiado, del activo o del inmovilizado. En ese ferrocarril
benedettiano viajará el otro Rolando, el de Moyano, sin poder focalizar su mirada,
reiniciando otro ciclo de exilio.
La casa y el ladrillo evoca «los rostros de mis iguales», se dibuja el contorno uruguayo,
pero sin ni siquiera salir del poemario el exilio ha extendido sus fronteras dibujando un
mapa americano; en «La casa y el ladrillo» botijas o gurisas se mezclan con pibe, fiñe o
guagua. Los personajes de Geografías añadirán, a los puntos cardinales de Hispanoamérica,
las vivencias de los españoles, relatos como «Firmó doscientas mil» señalan su largo exilio
sin reencuentro porque la muerte llega antes que los edictos que permiten la vuelta. Ya hay
todo un entramado de destierro que, a la altura de Geografías, se ha sentido fuera y dentro
del país.
El inexorable paso del tiempo venía apuntado en Viento del exilio como la modulación
definitiva de la expulsión. Desde la vejez, contemplando un largo panorama de
expatriación, se harán otras reflexiones. Don Rafael, en Primavera con una esquina rota,
realizará ese nuevo análisis donde exiliado político y extranjero perpetuo empiezan a tener
concomitancias. Su combate particular se cifra en impedir que la categoría de «extraño» lo
embargue: no ser extraño ante los otros, no ser extraño ni ajeno al mundo, para no perder de
vista que el exilio tiene una causa y es, por tanto, una condición transitoria -ahora en
relación a una cronología en relación a la marcha del mundo, ya que al personaje puede,
como en el caso de don Rafael, durarle toda la vida-. Como la obra de Benedetti no sólo
describe situaciones o sensaciones sino que da cabida a las propuestas, don Rafael añade
soluciones de futuro: no desencantarse, no dejar que la idea del retorno sea una angustia
metafísica, al contrario, creer en la vuelta. Pero mientras desgrana cada una de sus
soluciones la acción de la novela cuenta una prolija historia de pérdidas donde el recuerdo
de la patria, combativo y político, se combina con «nostalgias más grises, más opacas» y
busca las certezas de tanta provisionalidad en el lugar que nunca abandonó la obra de
Benedetti: la cotidianidad. La «casa», que no es una geografía extranjera, y la «mujer», que
conoce y reconoce al personaje sacándolo de cualquier atisbo de extranjería, son a la vez la
derrota y el triunfo del exiliado en Primavera con una esquina rota y La borra del café.
Roa Bastos, Moyano y Benedetti que habían expuesto tres formas de afrontar el exilio
ofrecerán tres resoluciones literarias del mismo. El paraguayo, partiendo de un exilio
positivo escribe en El fiscal la vuelta de un intelectual roto por su larga y autista ausencia,
propone una acción suicida para la novela y un final fatal para Félix Moral. Roa Bastos
intenta conjurar la extranjería.
El argentino, cuyos personajes eran extranjeros siempre, desterrados de cualquier lugar,
localiza su última novela, Tres golpes de timbal, en Minas Altas, tierra de violencia. En ella
se escribe un manuscrito que recoge la historia de sus habitantes. Sus páginas son el único
reducto del desexilio porque Minas Altas también desaparecerá. Los extranjeros de Moyano
tendrán una patria verbal.
El «desengañador» Benedetti: tres planos para una misma denuncia (El país de la cola de
paja , Gracias por el fuego , La muerte y otras sorpresas)
Ernesto Viamonte Lucientes (Universidad de Zaragoza)
Temas que funcionan, con frecuencia, íntimamente entrelazados (Zeitz, 1975: 635).
Tenemos, pues, de salida una primera comunión entre cuentos a modo de cañamazo inicial.
Pero, como bien observa María Victoria Reyzábal, «Benedetti es un autor de primera fácil
lectura, pero también de otras muchas lecturas posibles, complejas, ricas y matizadas»
(Reyzábal, 1992: 131). Si, por consiguiente, hacemos esas otras lecturas, surgirá,
ineludiblemente, una más profunda imbricación entre los relatos de La muerte y otras
sorpresas , e incluso surgirá su relación con otras piezas anteriores del mismo autor.
Pero antes de pasar al análisis que surge al calor de las mencionadas subsiguientes
lecturas, se impone hacer algunas matizaciones. Es evidente que a algunos de los relatos de
La muerte y otras sorpresas les une algo más de lo que a primera vista pueda parecer. No
tienen, desde luego, un engarce tan aparente como las colecciones de cuentos antiguas del
tipo Calila , Lucanor o Mil y una Noches. Sin embargo, y pese a la carencia de un nexo tan
rotundo, creo que sí tiene el volumen algo en común con tales obras magnas: el aparecer los
relatos subordinados a una intención superior, en este caso a una clara finalidad
desengañadora de índole política. Ignoro cómo diseñó el volumen en cuestión Mario
Benedetti, pero si, como dice Julio Casares del quehacer de la mayoría de escritores
contemporáneos de cuentos, no planeó la colección deliberadamente, escribiendo cada
relato según la inspiración del momento, lo claro es que la trabazón de los mismos no
puede ser más acabada (Casares, 1944: 292). De lo anterior se deriva que La muerte y otras
sorpresas entraría dentro del apartado que, en su clasificación acerca de cómo se imbrican
los relatos de un mismo volumen, Enrique Anderson Imbert llama «Armazón común de
cuentos combinados», en donde una creación modifica el sentido de las demás y a la vez es
modificada por la totalidad, contándose las narraciones desde fuera y estando vinculadas
entre sí por algo que puede ser de lo más peregrino: personajes, situaciones, temas, lugares,
épocas... (Anderson Imbert, 1992: 116-118). Al igual que las partes de un cuento adquieren
sentido poniéndolas en relación con otras secciones del mismo, así cada unidad narrativa
adquiere su cabal sentido poniéndola en relación con el resto del volumen, y aún añadiría
más, con otras obras, en este caso, de Mario Benedetti. Pasamos así de la mera
yuxtaposición de cuentos a un entrelazamiento interno de los relatos (Montoussé, 1996:
52). ¿ Qué es, pues, lo que da unidad a La muerte y otras sorpresas ? Creo poder afirmar
que es el juego con el doble plano, un juego entre la realidad y la irrealidad, entre lo que es
y lo que parece, en donde la muerte, como escribe Octavio Armand, -y las otras sorpresas,
añado-, destapan verdades desequilibrando la armonía de las apariencias, del hábito, de lo
estereotipado (Armand, 1975: 472). Es un procedimiento que ya estaba en Quién de
nosotros o en Gracias por el fuego , como ha observado Eileen M. Zeitz:
Un recurso que también ha sido observado por Jorge Campos para sus relatos breves:
Sus cuentos sacaban de la medianía a sus personajes de la clase media gracias al
descubrimiento de lo que se ocultaba tras sus vidas cansadas o rutinarias (Campos, 1983:
23).
En suma, lo que une las narraciones de La muerte y otras sorpresas es una suerte de
perspectivismo consistente en el juego entre varios planos:
-Plano «A»: en el que se presenta una situación aparente que tiende a la normalidad y
que no es sino pura ficción.
-Plano «B»: en el que se presenta una situación real que se niega pertinazmente por su
cariz negativo.
A veces, no siempre desde luego, hay un tercer plano que sólo cuaja si se deja de negar
el plano segundo, es decir, si se asume la realidad:
El juego entre los tres planos apenas se da en algunos cuentos; el juego entre los dos
planos, no en todos, pero sí en la práctica totalidad. Veamos algunos ejemplos
significativos.
En «Acaso irreparable» funciona el esquema con gran similitud. Hay una situación
aparente que tiende a la normalidad, aunque esta normalidad difiera una y otra vez el
despegue de un vuelo, libertad que hemos de aceptar debido al trastoque espacio-temporal
con que juega el relato. Hay una realidad que se niega: la muerte del protagonista. Ante
semejante fin no ha lugar al plano tercero.
Otro tanto ocurre con «Datos para el viudo» donde la muerte de la esposa no permite el
acceso al tercer nivel. Pero sí están presentes los otros dos: el marido siente la ausencia de
la esposa dentro de una total convencionalidad normal; la presencia de Pablo Pierri y sus
desengaños nos facilitan el paso al segundo nivel, el de la auténtica realidad.
Uno de los cuentos más sutiles, bellos e ilustrativos para este trabajo es el titulado «Otro
yo». El juego entre los dos niveles señalados es mucho más complejo que en otros relatos.
La narración, en esencia, viene a contar lo siguiente: un muchacho tiene dos formas de ser,
una refinada y otra normal. Un día, escuchando a Mozart, se duerme y al despertar el yo
exquisito llora; surgen los insultos y el refinado se suicida. El yo corriente está feliz hasta
que escucha a sus amigos hablar de su propia muerte. Como se ve, el problema no estriba
en evidenciar que hay dos planos, que los hay palmariamente, sino en determinar cuál es el
plano ficticio positivo y cuál el real negativo, es decir, cuál es la situación real y cuál la
aparente. Lo abierto del cuento ha de serlo también para la presente interpretación.
Variaciones muy interesantes se contienen en el relato «La expresión», que incluso deja
paso al tercer nivel, pero con un matiz especial. Una vez más, al igual que en el caso
anterior, la ósmosis entre los dos primeros planos no puede ser mayor. Recordemos que en
la narración se nos cuenta la historia de un pianista prodigio que acompañaba su música de
su correspondiente escenificación gestual. Los problemas comienzan cuando intercambia
gestos y músicas, y culminan al olvidar las composiciones y quedar sólo el aparato
escénico. Aquí vemos que la situación real, que es negativa, no se niega, el pianista ha
tenido que dejar de interpretar, de tal manera que no ha lugar al plano primero, el de la
ficción. Sin embargo, sí que se da el plano tercero, el que consiste en que se acepte la
verdadera situación, por medio de la asistencia de algunos amigos, sólo los sábados y los
más fieles, «para asistir a un mudo recital de sus «expresiones» (Benedetti, 1995: 64).
Uno de los cuentos más celebrados de Benedetti, «La noche de los feos», cuenta la
bellísima historia de dos seres deformes que deciden variar el rumbo de sus vidas
conociéndose. En un principio la fealdad de ambos no está negada, por lo tanto podría
parecer que el esquema de los dos-tres planos se nos rompe. Sin embargo no es así.
Recuérdese que cuando él le propone a ella que se vayan juntos lo hace de la siguiente
guisa: «La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total (...)
Donde usted no me vea, donde yo no la vea...» (Benedetti, 1995: 98). ¿No es esto sino el
intento por negar lo real y por aparentar normalidad en una total fusión de ambos planos
primeros? Sin embargo el cuento se desboca hacia el tercer plano de manera magistral: por
medio del minucioso reconocimiento táctil de los defectos que culmina con el descorrer de
cortinas para que pase la luz. Realidad aceptada, realidad superada.
He dejado para el final dos cuentos de corte político, el primero de clave y el segundo
claramente explícito. En «Miss Amnesia» se cuenta la historia de una jovencita sin
memoria a la que un «caballero» lleva a su apartamento e intenta forzar. La chiquilla logra
huir y se instala en el mismo puesto que al principio dispuesta a olvidar. Cosa que
consigue. Y vuelve de nuevo el mismo hombre. Mediante la amnesia se nos coloca de lleno
dentro del plano de la ficción positiva, en una recurrente situación edénica. Con los intentos
del hombre se acude al segundo plano: el de la realidad que se intenta negar, una y otra y
otra y otra vez. El tercer plano no ha lugar porque la amnesia impide reconocer la realidad,
y por lo tanto es imposible su aceptación. En todo el caso el esquema funciona de nuevo.
Me ocupo en último lugar del cuento más abiertamente político, aunque no el único, del
volumen. Me estoy refiriendo a «Ganas de embromar». Allí se dan la mano, una vez más,
realidad y ficción. El inicio del cuento no puede ser más palmario: «Al principio no quiso
creerlo. Después se convenció, pero no pudo evitar el tomarlo a chacota» (Benedetti, 1995:
37). Sólo con tal arranque nos percatamos de que estamos ante una realidad que no quiere
creerse -plano «B»- y que si se acepta es sólo tomándola a broma -plano «A»-. Se está
hablando en el cuento, naturalmente, de la situación política uruguaya, -1965 es su
localización temporal exacta-, y de sus tejemanejes ocultos. Armando es un articulista
interesado por la política que se da cuenta un día de que su teléfono está intervenido.
Decide tomarlo a broma y seguir la corriente a los escuchas. Gasta chirigotas sobre los
USA con un amigo. Pero un día es arrestado y torturado. Convaleciente se percatará, o al
menos nosotros nos percataremos, de que los espías son más reales y están más cerca de lo
que podía creerse. El Uruguay, por lo tanto, del 65 se encuentra dentro de una perfecta
normalidad aparente que encubre una perfecta anormalidad. También los dos planos
funcionan a la perfección con el personaje del delator, -Tito-, hermano del protagonista y
quien aparentemente es, se nos dice textualmente, «el gran ejemplo de la familia»,
ordenado, equilibrado, metódico en el trabajo y correcto de modales y a quien no le interesa
la política. Claro, que eso es sólo la apariencia, la realidad encubre al espía y delator de su
propio hermano. El tercer nivel, el de la aceptación de la realidad, por muy dura que sea,
pasa por reconocer que se espía, se tortura y que incluso eso puede hacerlo el hermano de
uno. Sin ese reconocimiento no hay posibilidad. Benedetti no puede ser más explícito.
Gracias por el fuego , novela de 1965, es obra que en palabras de Darío Villanueva y
José María Viña Liste
Pero el país es algo más que el aprovechamiento milimétrico de las bobinas de papel
de diario, más que los almuerzo en El Águila con los diputados del sector, más que el
inconmovible dólar a once, más que los fogonazos de los fotógrafos, más que al arancel de
los rompehuelgas, más que la gran vidurria del contrabando, más que las sociedades de los
padres demócratas, más que el culto del showman, más que el sagrado ejercicio del voto,
más que el Día de Inocentes. El país es también hospitales sin camas, escuelas que se
derrumban, punguistas de siete años, caras de hambre, cantegriles, maricones de
Reconquista, techos que volaron, morfina a precio de oro. El país es también gente
conmovida, manos abiertas, hombres con sentido de la tierra, tipos con suficiente coraje
como para recolectar nuestra inmundicia, curas que por suerte creen en Cristo antes que en
la Mónita Secreta, pueblo que por desgracia cree todavía en las palabras, cuerpos
reventados que de noche caen como piedras y cualquier día se mueren sin aviso. Éste es el
país verdadero. El otro, ése que al Viejo le queda espantosamente chico, es sólo un
simulacro (Benedetti, 1988b: 67).
El paso al tercer plano, el deseado, el de la situación real que se acepta y por ende se
supera, no ha lugar si no se pasa por el conocimiento de la situación real que se quiere
negar pertinazmente. Y el no negarla, el conocerla hasta aceptarla, es una contante presente
en buena parte de la obra toda de Benedetti, y, desde luego, en las tres piezas comentadas.
La denuncia es una constante en el autor uruguayo desde siempre, porque no puede ser de
otra manera. Es tal la insistencia de Benedetti en reflejar la auténtica realidad que llega a
convertir tal modo de proceder en una recurrencia. Recurrencia que, por medio del juego
entre lo que parece real y lo que se esconde detrás de ello, es decir, la auténtica realidad, da
coherencia a La muerte y otras sorpresas y conecta cabalmente el libro de cuentos con otras
de sus creaciones, mostrándonos a su autor como un nuevo «Desengañador» en este caso,
me atrevería a decir, que de la mismísima Humanidad.
Bibliografía citada
Anderson Imbert, Enrique, (1992), Teoría y técnica del cuento, Barcelona, Ariel.
Campos, Jorge, (1983), «Cuentos y novelas: Mario Benedetti», en Ínsula nº 23, pp. 438-
439.
Casares, Julio, (1944), «Los tomos de cuentos», en Crítica efímera, Madrid, Espasa Calpe.
Ingram, Forrest L., (1971), Representative short stories cycles of twentieth century. Studies
in a literary genre, La Haya, Mounton.
Montoussé Vega, Juan Luis, (1996), «Aproximación a la obra cuentística de Juan José
Millas», en Donaire nº 7, pp. 47-55.
Reyzábal, María Victoria, (1992), «Mario Benedetti: sus cuentos y sus cuentas», en
Anthropos nº 132, pp. 131-135.
Villanueva, Darío & José María Viña Liste, (1991), Trayectoria de la novela
hispanoamericana actual, Madrid, Espasa-Calpe.
Las geografías literarias nos enseñan a mirar, conocer y amar la ciudad. Las geografías
poéticas o literarias enseñan a los urbanistas lo limitado de construir una ciudad con un
lenguaje de líneas. Voy a hablar de la ciudad que construye el poeta con toda la riqueza de
las palabras que le prestan ritmo, ternura, emoción, color, pasión, dolor...: la ciudad vacía,
la de las líneas, toma así la forma del sentimiento que la llena.
Les propongo caminar por las calles de las tres ciudades que, en mi opinión, construye
Benedetti en su obra: la de antes del exilio, la del exilio, y la ciudad del regreso. Cuando
hablo de calles lo hago consciente de su significado de ciudad. La calle es el componente
espacial de la ciudad que, en la poesía de Benedetti, se convierte en el protagonista de la
misma, y en la portadora de significado urbano por excelencia. Su referencia física es la
calle corredor -como la denominaba despectivamente Le Corbusier- definida sucintamente
como un espacio limitado por dos fachadas, más o menos opacas, que tiene por fondo el
horizonte, y por techo el cielo.
Uno de los poetas que sintieron la atracción y energía poética de la calle fue un autor del
país vecino al de Benedetti, el argentino Baldomero Fernández Moreno que escribió un
precursor libro de poemas urbanos titulado Ciudad:
La calle me llama
y obedeceré...
Cuando pongo en ella
los ligeros pies
me lleno de rimas
sin saber por qué...
Como cuenta Paoletti, una Antología de Fernández Moreno fue una de las lecturas del
joven Benedetti en su estancia laboral en Buenos Aires. En él leería versos como estos:
«Pesa de nuevo la ciudad enorme / sobre la débil tabla de mi pecho». ¿Orientaría este gran
poeta menor la mirada poética de Benedetti hacia la ciudad? A mí me gusta pensar que sí, y
efectivamente muchos años después de esta primera visita a esta ciudad dedicaría un
recuerdo al poeta argentino en el poema «Plaza de San Martín».
El atardecer, como momento de la mirada del poeta sobre la calle, se puede también
encontrar en Borges, Guillén o Pessoa. El primero decía en Inquisiciones que la mejor luz
para mirar una ciudad era el del crepúsculo, donde en el «conflicto de la visualidad y la
sombra» recobran «su sentir humano las calles». En el poema «Viviendo», de Guillén,
aparece un hermoso ocaso en la ciudad; y en el Libro del desasosiego, de Pessoa -Bernardo
Soares- uno de los escasos momentos de sosiego de esa obra tiene por escenario una
plazuela de Lisboa al atardecer.
Aquí aparece, de nuevo, la calle, ahora recorrida desde el tranvía -otro protagonista
urbano que luego aparecerá en su ciudad del exilio- y se sentía su dueño. El sentimiento de
posesión caracteriza la relación intensa que se produce cuando el ciudadano se reconoce y
reconoce el lugar urbano. El lugar no existe en cualquier parte de la ciudad, sólo en aquellas
en que el espacio ha sido humanizado por un trazado, una escala y una escena urbana, a la
que se une la experiencia y la memoria del ciudadano que lo mira. Esa es la enseñanza que
el urbanista constructor y reformador de ciudades puede encontrar en las geografías
literarias: el sentido del lugar. Y el sentido del lugar no se crea, se construye a lo largo del
tiempo por una misteriosa fusión entre lo construido; las vivencias ciudadanas, más lo
único natural que tiene la ciudad, el aire, la luz y el cielo. El lugar urbano no existe, sólo
está presente en la memoria y en la imaginación. Una geografía literaria es una creación de
lugares. En ellos la calle como lugar sólo existe en el alma, no tiene dimensión física, sólo
emocional.
II
A la mirada sobre Montevideo a través del tiempo en sus poemas anteriores al golpe, se
une ahora la distancia real de la separación forzosa. Y su ciudad se convierte en la «ciudad
en que no existo» como escribiría con desasosiego, Benedetti pierde su ciudad forzado por
la violencia golpista, y como él muchos otros de sus ciudadanos, que la perderían para
siempre.
El poeta exiliado funda una ciudad, creándola a partir de sus recuerdos para seguir
viviendo en ella. En «Fundación del Recuerdo» (1973/74) dice que «No es exactamente
como fundar una ciudad», pero más adelante, en el mismo poema, afirma que un recuerdo
puede tener calles y árboles y «plazas de sol con puños en el aire».
Al final del relato el personaje narrador se queda a solas en su habitación con Delia, su
antiguo amor, intenta recuperar la emoción de entonces, abrazándola, pero ella permanece
inerte con la mirada perdida: «No puede ser... -dice- no hay regreso... Mi geografía también
ha cambiado».
Nuestra memoria está prendida de rostros y de calles. Si los rostros desaparecen y la
calle cambia, nuestra vida, construida sobre ese escenario humano y urbano, se convierte en
un sueño brumoso. Baudelaire ante los cambios que se producían en la ciudad, decía que
«pesan más que rocas mis mas caros recuerdos». Y Benedetti en el exilio cuando le llega la
noticia de que los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio han desaparecido, desolado
escribe: «Es a mí a quien han mutilado, me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas»:
dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy yo para ponerlo en duda
¿acaso yo no estoy sin árboles
y sin memoria de esos árboles
que según dicen ya no están?
La ciudad, en el Benedetti de exilio, es una parte de sí mismo. Pero no sólo una ciudad
hecha de espacios y objetos, sino que de ella forman parte también los seres humanos que
la pueblan. Como en el poema «En la plaza» de V. Aleixandre, el personaje -alter-ego de
Benedetti- de un relato corto de Geografías, se sumerge en la multitud de una plaza en la
que reconoce y con la que se funde:
Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y
miserias, con sus enigmas y sorpresas... Así se había movido en los cauces políticos, sin la
menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y un definitiva más útil en
el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica.
En su obra del exilio, para Benedetti, no hay más que una ciudad: Montevideo. Como el
protagonista de «De puro distraído» que no reconocía las ciudades por las que pasaba salvo
por detalles insignificantes. Sólo reconoce su ciudad cuando es detenido y va a ser
torturado. El paisaje del terror sustituye al fraternal de sus recuerdos.
III
Gabriel Miró había escrito en Años y leguas que volver a un lugar es buscarnos de
memoria a nosotros mismos, pero Benedetti ha consumido la memoria de su ciudad cuando
regresa a Montevideo en 1985, tras el restablecimiento de las libertades. En su obra
posterior al exilio, Montevideo se ha desvanecido como los árboles de la Avenida
Dieciocho de Julio.
Soledad y tristeza infinita transmiten sus poemas urbanos del regreso. Como «Ciudad
sola», en la que el protagonista es una paisaje urbano desolado en las últimas horas de la
noche antes del amanecer.
Los recuerdos de su ciudad, a los que se aferraba en el exilio, son sustituidos por una
geografía poética en la que sólo tiene cabida el amor como un salvavidas enmedio de un
naufragio, un amor desesperado como en «Calle de Abrazados». En el poema «Cada ciudad
puede ser otra» nos habla de la transformación de la ciudad a través de la mirada de los
enamorados. Una ciudad nueva y tan diferente «como amorosos la recorren». Pero como
dice en el preámbulo de ese poema Jaime Sabines, los amorosos son también los que
abandonan y olvidan.
En uno de sus libros de poemas, donde vuelve a retomar una ciudad más vitalista donde
los signos de identidad física reaparecen, es en el de inequívoco título: «Lugares» (1986).
Allí rinde homenaje a la Plaza San Martín, en un poema del mismo título, a esa vieja plaza
de Buenos Aires a la que también Borges dedicó un poema de juventud:
Quisiera cerrar este corto ensayo con el poema: «Referencias» como contrapunto de
aquel relato del exilio en que su protagonista no reconocía las ciudades por donde pasaba.
Ahora todas las ciudades son la misma: Palma de Mallorca, La Habana o Leningrado. En
ellas hay lugares, detalles o simplemente el color del cielo que le remite a su ciudad, a esa
ciudad que como dice el poema de Kavafis, siempre va con nosotros: «Pues la ciudad
siempre es la misma».
José Donoso decía en 1970, en un prólogo a El astillero, que Juan Carlos Onetti era
ejemplar en cambios de perspectiva y que en la novela latinoamericana, riquísima en
omisiones, y en escamoteos, Onetti salía por aquellas fechas del territorio silencioso,
mientras había caído el polvo del olvido sobre Ciro Alegría. Cristina Peri Rossi
consideraba, diez años después, que Onetti era el autor más conocido y con más difusión
internacional, aunque no era el más leído, afirmando a continuación: «Creo que Mario
Benedetti, otro uruguayo que tuvo que exiliarse, ha sido el escritor más leído de toda la
historia del país, fuera y dentro de fronteras». Nadie lo diría, porque el primero ni siquiera
lo menciona y la segunda corta y tampoco se extiende en más consideraciones.
Entre los lectores, ocurre algo similar: para unos, apenas existe y para otros resulta el
escritor más leído. Hace tan sólo unos pocos años, toda una generación de jóvenes hasta
cantaba sus versos.
Sin embargo, en las librerías se ofrecen hasta 64 títulos de Mario Benedetti, por
supuesto entre ellos el más conocido de La tregua. Tal vez la televisión basura, la crítica al
uso y la actitud de algunos colegas, podrían darnos alguna respuesta para explicar esta
carencia de jóvenes lectores en uno de los países de Europa con menos afición a la lectura,
donde sólo el cincuenta por cien de la población lee un solo libro al año.
Sea como sea, Benedetti es ya un escritor perenne y necesario. Así son los autores
clásicos, siempre necesarios para la comprensión no sólo de lo que está pasando en su país,
sino también por extensión, para la comprensión de lo que está pasando en el mundo actual,
tan lleno de neblinas comunes en un horizonte tan incierto.
Por otro lado, existe una tendencia muy acusada entre la crítica actual a negar la
existencia de generaciones literarias y a desterrar casi por completo la influencia hasta del
contexto ambiental en la vida y en la obra de un autor, para centrarse esencialmente en la
obra en sí misma, en sus peculiaridades formales.
En este sentido la opinión de Cristina Peri Rossi resulta algo incomprensible o al menos
contradictoria, pues si bien niega la existencia de unidad no sólo entre los escritores
uruguayos contemporáneos, sino también a nivel colectivo, señalando como un auténtico
drama la falta de identidad nacional debido, tanto en los escritores como en la población, a
la ausencia de un pasado propio, sin tradición indígena; sin embargo, al describirnos una
serie de rasgos presentes en Onetti, como son el sentimiento de frustración, la soledad, la
angustia o la imposibilidad de un futuro mejor, afirma y se pregunta a la vez: «Esta
atmósfera es genuinamente rioplatense... ¿No son todos estos sentimientos los que forman
el sentir colectivo del país en que nació?»
Es cierto que los rasgos mencionados pueden encontrarse en cualquier otro escritor del
mundo, pero no sólo del presente, sino incluso del pasado. Pero no es menos cierto que la
acumulación de unas determinadas circunstancias pueden acentuar y potenciar al máximo
una serie de rasgos, hasta el punto de configurar una cierta unidad de contenidos, comunes
en algunos escritores de un mismo país.
Si Uruguay, donde la jubilación parece ser mucho más temprana que en otros países,
puede ser considerado como un país de jubilados, Mario Benedetti nos presenta en muchas
de sus obras y esencialmente en La tregua, todo este panorama: «El Montevideo de los
hombres a horario», donde priman incluso más los momentos en los que se vive la
prejubilación, llenos de angustioso y permanente estado de contradicción interior: a las
ansias feroces por retirarse, se unen las tremendas dudas ante el futuro, entre las que
sobresalen la indecisión de proyectos, el vacío y la soledad.
Mario Benedetti, sin ocultar ni disminuir los rasgos negativos del funcionario, tiene una
gran capacidad de comprensión, sin utilizar la sátira cruel o el desprecio. Sabe de sus
pequeñas corrupciones, las grandes son de los jefes, conoce sus pequeñas negligencias y
sobre todo lo observa con una capacidad enorme de ternura y trata de ahondar en el cúmulo
de preocupaciones cotidianas de todo funcionario que espera impaciente su ansiada
jubilación: por un lado, el vacío: «tengo la horrible sensación de que pasa el tiempo y no
hago nada y nada acontece», (LT) y por otro, la esperanza: «hay momentos en que
mantengo la lujosa esperanza de que el ocio sea algo pleno, rico, la última oportunidad de
encontrarme a mi mismo...» (LT).
Tal vez el Amor, el auténtico amor que no tiene tiempo ni edad, puede ser la vela
salvadora que llene su soledad y le conduzca hacia otros horizontes sin límites, tal vez...
pero es un espejismo, porque en la vida es casi imposible conseguir la felicidad total. La
fatalidad preside todo el vivir, de modo que volverá la tristeza, el vacío, y la muerte
inexorable ahogará los sueños una vez más.
Ahora, antes de finalizar con el aspecto simbólico de sus colores preferidos, y en pocas
líneas, porque el espacio condiciona, le ofrecemos como un humilde y personal homenaje,
esta semblanza del funcionario: una breve historia del funcionario público.
Es un verdadero placer trazar una breve semblanza de uno de los oficios humanos más
antiguos del mundo, el de funcionario público, precisamente muy poco considerado en las
presentes circunstancias que nos rodean por doquier, donde todo está confuso y donde lo
más habitual consiste en exaltar con grandes panegíricos la personalidad del homenajeado,
con eso que pedantemente se ha dado en llamar su «currículum vitae». El funcionario
ejerce, anónimamente, un trabajo que la sociedad necesita y para ejercerlo ha tenido que
renunciar a una parte de su libertad individual porque se ve obligado a no decidir sus
acciones exclusivamente desde el punto de vista de su persona, sino desde el punto de vista
de los demás, lo cual no ocurre en muchas otras profesiones con un prestigio mayor, al
menos aparentemente. Vaya pues nuestra modesta lanza en favor del funcionario.
Decía Ortega y Gasset, siempre pronto a elucidar cualquier tipo de cuestión, (El
espectador), que hay en la misma palabra Official, officium, en su origen etimológico,
encerrado todo su elogio, pues viene de ob y facere, o sea salir prontamente a un hacer,
Officium es hacer sin demora la faena que se presenta como inexcusable. Aquí se encierra
también la idea sagrada del deber, de un «quehacer» que se ejerce frente a una necesidad.
Naturalmente esta necesidad ha evolucionado y evolucionará con la marcha de la historia.
Desde los diez o doce años, el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la oficina. Hay
contadores para todo, con sus títulos especiales: hay contadores de cereales, de bueyes, de
árboles, etc. El funcionario en Egipto es el hombre culto, el sabio, el que sabe escribir
letras, el escriba. Los empleados fueron pues los creadores de la cultura egipcia.
En Roma, el gran tribuno Cicerón, en su Tratado de los oficios, concluía hablando del
funcionario, que es «el hombre de bien, aquél que aprovecha a los más que puede», y
aunque todas las virtudes tienen un cierto atractivo que nos hacen estimar a los que creemos
adornados con ellas, principalmente causan este efecto de estimación los que poseen la de
la generosidad, y ¿qué mayor generosidad que la de ser útil a los demás, al mayor número
posible?
Mas con la Edad Media, comenzó este oficio a ser relegado, como todo lo culto, con la
entrada de los bárbaros, y solamente a la paciencia de unos pocos escribientes o copistas, se
debe el contar hoy con obras que son el legado más fértil del espíritu y de la civilización:
los fueros, las legislaciones, los códices. Y entre tanto libro manuscrito sólo encontramos
una frase, un dato que nos hable de la característica más peculiar de esta profesión. Berceo,
en un solo verso nos describe toda la psicología del funcionario:
Se refería naturalmente al cansancio que rinde la tarea después de toda una jornada a la
caída de la noche.
Con Felipe II, ya en nuestro Siglo de Oro, y con el vasto imperio, se acrecentó el
número de funcionarios. Las necesidades eran mucho más numerosas, casi como en Egipto.
También se dificultaría sin duda su reclutamiento, y con ello a veces, por la urgencia, su
selección, de ahí que nuestro gran escritor Quevedo en sus Sueños arremeta contra los
amanuenses y funcionarios que únicamente mirasen por la propia utilidad. Había nacido el
escribano, que tiene algunas connotaciones un tanto peyorativas, porque también había
nacido la picaresca y con ella los sobornos y la corrupción. La excesiva acumulación de
expedientes trajo consigo la imperiosa necesidad de agilizar los trámites como fuera
preciso. Dos siglos más tarde los escritores costumbristas como Larra siguen arremetiendo
contra la cachaza de los empleados públicos que se limitaban a demorar trámites,
excusándose en otros mil quehaceres, como el de resolver un jeroglífico intrincado o comer
un bocadillo. Leamos la descripción irónica que hace Antonio Gil de Zárate en 1851 del
nacimiento y vida de un funcionario del XIX:
A la vera del padre, de meritorio, se iba soltando en la letra y aprendía lentamente las
prácticas burocráticas. Al cabo de seis o más años había una vacante y entraba el neófito de
escribiente de número. Ya estaba encarrilado, ya no había más que dormirse sobre su
cartapacio. Aspiraba únicamente, si Dios le daba vida, al puesto de oficial mayor. En su
oficina, los legajos ostentaban perfecta simetría, comprimidos todos en amarillentas
carpetas con rótulos en hermosa letra bastardillada. Sacados los papeles, cortadas las
plumas, echada una ojeada a la Gaceta, principiábanse los trabajos por la indispensable
tarea del cigarrillo y el corro, y en sabrosa conversación, daban las once, hora en que se
tomaba el refrigerio. Reconfortado el estómago, hallábase por fin en disposición de
emprender la lectura de un expediente, hecho con pausa y esmero. Todo era serenidad.
Ya en nuestro tiempo, nada mejor que rescatar un párrafo de la novelista Dolores Medio,
que describe al «funcionario público» de nuestro siglo de este modo: «Es un hombre de
estatura regular, de facciones regulares. Agradable en conjunto, viste modestamente. Casi
con descuido. Levanta la cabeza, contempla unos momentos el palacio de Comunicaciones
y se siente abrumado por su grandeza. Dentro de él, centenares de funcionarios,
sincronizados en su común esfuerzo, mueven la maquinaria de este monstruoso gigante,
que extiende sus tentáculos invisibles sobre tierras y mares. Cada uno de los hombres que
dentro de él trabajan son como un engranaje, como una pequeña rueda, pero útil a la
sociedad, una rueda que no se la ve siquiera, pero útil».
Algunos se preguntarán, ¿cómo será la vida del funcionario del siglo venidero? También
nos podemos encontrar su descripción en la novela 1984 de George Orwell, que, con humor
sarcástico y talante demoledor, se imagina un mundo absolutamente tecnificado donde las
personas han llegado a perder toda su libertad y autonomía, en unas ciudades bajo el
dominio de la técnica, cuadriculadas como hormigueros y automatizados. Desde su
nacimiento, los funcionarios de una única nación, vivirán vigilados por la Policía del
Pensamiento. Los descontentos producidos por esta vida tan seca serán suprimidos
mediante la vibración perfectamente programada de los llamados «Dos minutos de Odios».
Solamente el Partido único, mundial, que es inmortal, puede captar la realidad. Lo que él
sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través
de los ojos del Partido. «Éste es el hecho que tienes que aprender», le dice el Policía del
pensamiento a Winston:
-¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos y dos son
cuatro»?
-Sí, dijo Winston.
-Cuatro.
-¿Y si el Partido dice que no son cuatro, sino cinco? entonces... ¿cuántos hay?
-¡Cuatro!- la palabra terminó con un espasmo de dolor. Obrien había apretado la palanca
de la máquina del dolor y la aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco.
-Cuatro.
Pero no hay que apurarse. Al creador no le puede jubilar nadie. Sólo él puede jubilarse a
sí mismo y ojalá sea dentro de muchos años para poder disfrutar de su persona, que es
mucho más que algo meramente útil.
El Uruguay que nos presenta es un país pobre, donde los funcionarios trabajan sin
alicientes y viven o más bien vegetan, alimentando su rutina y pasividad con tres o cuatro
tópicos repetitivos hasta la saciedad:
Nosotros tenemos una filosofía de Tango, la mina, la vieja, el mate, el fútbol, la caña,
el viejo barrio Sur, mucha sentimentalina. Y así no se va a ninguna parte. Somos blandos.
Fíjate que hasta nuestros guardias de honor se llaman los Blandengues. Somos eso,
blandengues. No me gusta como somos. (Gracias por el fuego).
En los rostros de estos funcionarios se refleja siempre «la tristeza como una nube de
mejillas negras» (El cumpleaños...), porque ya desde que se levantan hasta el anochecer...
«el cielo ya está de muevo torvo... y sin estrellas» («Hombre que mira al cielo»). Todos y
cada uno de los días transcurren lo mismo: grises, monótonos, a horario fijo, de modo que
cuando se retiran a sus casas, fatigados, hastiados de tanto trabajo burocrático, todos
sentirán y dirán lo mismo: «Estoy lleno de sombras / de nombres y deseos» («Rostro de
vos»).
Y para todos «El mundo empieza a ahumarse»... (El cumpleaños...) y «el mundo será un
oscuro paquete de angustias» («Hombre que mira más allá de sus narices»).
Cada amanecer, del día siguiente, todo el prójimo vuelve a salir de su escondrijo... «y es
enjuto y sin alegría... o es obeso y con ojos de niebla» (El cumpleaños...), porque el prójimo
no es todavía un hermano, sino más bien un enemigo, y «el enemigo es una niebla espesa»
(«La casa y el ladrillo»).
El negro es uno de los campos semánticos que más se prodigan por toda la obra de
Benedetti, ya en forma de oscuridad, de neblina o de suciedad y de cloaca. El negro lo
rodea todo por completo, tanto por fuera como por dentro. Pero también un tipo de color
verde lo invade casi todo, con sus connotaciones semánticas de decadencia y degradación.
En el Uruguay de Benedetti este verde negativo está ya presente desde la misma infancia:
«Montevideo era verde en mi infancia / absolutamente verde y con tranvías»
(«Dactilógrafo», Poemas de la oficina).
Y el horizonte viene a ser una «infinita llanura de cuentos verdes» (El cumpleaños) por
donde pasa «aullando la muerte / con aullidos verdes» («Poemas de otros»).
Pero al final, debatiéndose en un mar de dudas, entre quedarse inmóvil acatando todos
los semáforos o rebelarse, Juan Ángel, hoy revolucionario al fin, clausurando de una santa
vez por todas a su burgués Osvaldo, común y sin coraje, ve cómo su compañera de guerrilla
«nos reparte flamantes linternas... y también sus miradas verdes y pesarosas» (El
cumpleaños...), porque no es menos cierto que
Y es que, amigos, en Uruguay, como en otras muchas partes del mundo, «Abajo la cosa
está jodida» (El cumpleaños) y hay que renovar la esperanza, con palabras de Antonio
Machado: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío».
Nos hemos reunido estos días para festejar la extensa e intrincada trayectoria de Mario
Benedetti que, a lo largo de su obra y desde el principio, se ha preocupado por asear y pulir
cariñosamente las palabras de uso más frecuente en el castellano coloquial del Cono Sur
americano y restituirles su sentido. Ha sido una labor ardua, y también indispensable. Y
somos muchísimos los hispanohablantes que, desde hace años, agradecemos una y otra vez
a Mario Benedetti por su trabajo.
En el principio fue el Verbo. Nuestro mundo fue creado por la palabra al ser nombrado.
Y nosotros, a imagen y semejanza de aquel primer creador, seguimos haciendo lo mismo
todos los días. Pensamos y nos comunicamos con el lenguaje y vivimos de acuerdo con las
palabras utilizadas, porque ellas crean y determinan el mundo, además de tener cada una su
propia historia y llevarla a cuestas adonde sea que vaya. Porque el lenguaje es un ser vivo:
sin tregua se mueve, engorda, adelgaza, se hace burdo, se afina, precisa los contornos de
cada nueva realidad.
No debe sorprendernos entonces que la palabra sea un arma tan potente, para construir y
también para destruir. Ya Aristóteles en su Retórica daba consejos sobre cómo utilizar la
palabra con la mayor eficacia para persuadir a los oyentes; porque el dominio del orador
proviene, ante todo, del efecto logrado por las palabras.
El lenguaje es un ser vivo, sí, pero algunos usos o manipulaciones que de él se hacen a
veces lo golpean y a nosotros nos dejan perplejos y desconcertados. Puede suceder que, de
pronto, casi sin que nos demos cuenta, alguien relacione reiteradamente algunas palabras
con acciones o realidades que parecerían opuestas a sus significados, y entonces las
palabras pierden su sentido histórico y tradicional y nuestro propio lenguaje se nos vuelve
ajeno. Casi sin que nos diéramos cuenta, ese alguien se ha robado nuestras palabras y, al
mismo tiempo, la realidad que les corresponde. Puedo mencionar aquí unos ejemplos
recientes que hemos vivido de manera cotidiana: cuando la palabra libertad se convierte en
el nombre de una cárcel donde se tortura a muchos presos políticos, o la palabra dignidad
da nombre a un campo de concentración y de experimentación médica, o cuando la palabra
justicia se refiere a la muerte de todo aquél que no esté de acuerdo con algún ser específico
y sus amigos, o la palabra democracia se refiere a algo que los gobiernos consideran
«ingobernable», o también cuando la palabra felicidad se refiere a una casa con televisión,
lavadora, refrigerador y coche, entonces esas palabras -libertad, dignidad, justicia,
democracia y felicidad, entre muchas otras- se nos pierden, ya no las entendemos y
necesitan una explicación cada vez que se utilizan.
Sin embargo, ese inmenso cariño, ese amor, que desde siempre le hemos celebrado, para
algunos significó más bien una gran amenaza. Las convenciones literarias que habían
mantenido a la literatura en un nicho muy bien delimitado se abrieron, para incluir a
decenas de miles de lectores que encontraron en los libros de Benedetti no sólo algunas
respuestas, sino sobre todo una infinidad de preguntas que no se habían planteado,
sencillamente porque se les habían perdido las palabras adecuadas para hacerlo.
Ésta es una de las razones principales por las que la obra de Benedetti resultó tan
peligrosa para los gobiernos de Uruguay y Argentina: el temor era que la lectura pudiera
cambiar al lector, despertarlo de su enajenación. Y no se equivocaban. Los libros de
Benedetti fueron prohibidos en todos los países de América Latina cuyos gobiernos eran
dictaduras; fueron quemados y destruidos. Pero Benedetti había decidido que su pluma y su
papel iban a servir para denunciar el abuso, la injusticia, el sufrimiento, o bien para
anunciar el amor a una persona y a muchas, al país y a la tierra, para anunciar el amor que
es lo único que transforma el mundo y la historia. Para él, la denuncia es también un acto de
amor. Y su única arma ha sido la palabra.
Cada punto de vista distinto, cada uso del lenguaje en esta obra, muestra que una
situación política represiva y el sistema de sociedad en que vivimos crea una forma distinta
de exilio para toda la gente que participa en ella. Si bien la persecución política lleva al
exilio geográfico, la enajenación produce igualmente un exilio individual inconsciente que,
por su parte, es el ataque más eficaz contra la solidaridad y la unión y nos hace olvidar que
«en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos». La única solución es tomar
conciencia de todos los exilios en que nos encontramos, despejar las brumas y buscar la
manera de comunicarnos y amar.
Por otra parte, cabe señalar el humor en muchos de sus textos, en forma de ironía, sátira
o ridiculización. Éste se crea de diversas maneras, por ejemplo, en algunos casos por el uso
de un vocabulario especializado dentro de un contexto ajeno y en otros por contrastes
bruscos muchas veces en el tono y uso del lenguaje o de tipos de lenguaje, como en la
maravillosa alegoría que es el cuento «El fin de la disnea». Otro recurso que Benedetti
maneja como pocos es el del final sorpresivo. En algunas ocasiones se utiliza para crear
humor, como en el cuento «El cambiazo» y en el poema «Suburbia» del libro Cotidianas
(1978-79) que ahora leeré:
En el centro de mi vida
en el núcleo capital de mi vida
hay una fuente luminosa un surtidor
que alza convicciones de colores
y es lindo contemplarlas y seguirlas
En el centro de mi vida
en el núcleo capital de mi vida
hay un dolor que palmo a palmo
va ganando su tiempo
y es útil aprender su huella firme
En el centro de mi vida
en el núcleo capital de mi vida
la muerte queda lejos
la calma tiene olor a lluvia
la lluvia tiene olor a tierra
Pero toda esta recuperación del lenguaje cotidiano, de las muletillas, refranes y
expresiones, a través de la enumeración, la simetría y los recursos que he mencionado
brevemente, sacude y conmueve a las palabras nuestras de cada día a través de metáforas,
símiles y otros tropos en que juegan y se abren camino. Voy a citar un ejemplo para ilustrar
lo que Mario Benedetti hace con las palabras y con las realidades que éstas designan.
Los exilios, el tiempo, la política, así como el egoísmo y la enajenación pueden crear
distintos tipos de soledad, que por lo general se opone a la solidaridad y al amor. Desde sus
primeros poemas, Benedetti se ha ocupado y preocupado con esta compleja situación a la
vez existencial y social. He elegido sólo fragmentos de dos poemas para mostrar cómo
Benedetti recoge las distintas acepciones de esta palabra -soledad- y luego le toma la mano
y la encamina hacia una puerta abierta.
En el poema «Los espejos las sombras» (La casa y el ladrillo 1976-77) hay una
maravillosa enumeración de significados metafóricos de la soledad:
En este fragmento, entre otras cosas, la soledad es «un desorden blanco» y «un malogro
del fueguito privado», nuevamente contradicciones, y también hay un tú a quién se habla.
La recomendación en este poema es que la soledad no sirve si no está poblada, condición
que anula de inmediato el significado de la soledad. Creo que basta con estos dos breves
ejemplos para ilustrar cómo la literatura puede restituir el sentido completo de las palabras
para que denominemos con ellas lo que más convenga a la realidad en que vivimos y la que
queremos crear.
Las opiniones contradictorias entre Benedetti y el Uruguay, entre el amor por su país y
el rechazo por su sistema político, así como entre solidaridad y soledad, amor y egoísmo,
humildad y soberbia, en la obra se convierten en factores opuestos que forman una tensión
poética y vital. Se crea así un marco ideológico interno a la obra en que esos términos
forman dos cadenas de equivalencias, una positiva y una negativa. La sola equivalencia
provee a cada término, en cada una de las cadenas, de nuevos sentidos, además de los
matices que adquiere en cada contexto.
Mario Benedetti, con todo y sus angustias y tristezas, pérdidas y exilios, es el escritor de
la esperanza. A través de su amor por la lengua, por el «próximo prójimo» y por el futuro, a
través de un gran dominio de las posibilidades del lenguaje y de su cercanía con lo que le
rodea, Benedetti ha recuperado una realidad que, por las circunstancias, a veces parece
haber desaparecido, ha rescatado el sentido que las palabras habían perdido en su periplo de
uso, abuso y mal uso entre alguna gente de palabra pública. Así, con su obra, Benedetti nos
ha devuelto no sólo nuestro lenguaje y la esperanza, sino también la facultad de seguir
nombrando al mundo para crearlo una y otra vez, con toda libertad, dignidad, justicia y
amor.
No hace mucho tiempo, en estos tiempos que corren, escuchaba a un amigo y colega
afirmar cómo, por fin, dada una cierta normalidad, había llegado el momento de poder
referirnos a un determinado poeta español, no diré el nombre, como un clásico. Era llegado
el momento de analizar su «estilo» entre comillas, su obra, dejando de lado lo que de
controvertido pudiera tener, o haber tenido, su acción de creador, y fíjense que sólo me
refiero a la «acción» literaria. Eran esos momentos, quizá son, en los que estábamos
empeñados en crear clásicos, Vallejo diría: a pesar suyo. El problema está en que, antes de
crearlos, los clásicos lo son y, si es así, lo son como quieren serlo. Como lector, es difícil
entender la obra de Mario Benedetti de otra manera. «Como lector -son palabras de
Benedetti- siempre me ha apasionado buscar el verdadero rostro del escritor, y éste sólo es
reconocible en las obras completas».
La realidad es que, por edad, sólo por edad, me puedo encontrar en la penúltima
generación de españoles que descubrimos la existencia de la poesía en la escuela o en casa
a través de la poesía cantada. Pertenezco a esa generación que leyó a Blas de Otero, a
Alberti, a León Felipe, a los mismos Rubén Darío o Neruda desde la voz de Paco Ibáñez.
Ello implica una forma concreta de acercamiento real a la literatura: concreta y real aquí, en
España. Y concreto y real es también, para muchos, saber de la existencia de un poeta de
nombre Mario Benedetti algún tiempo después de haber conocido las voces de Nacha
Guevara o Pablo Milanés o Soledad Bravo y el piano de Alberto Favero. Los nombres se
conocen por ese orden y se asocian antes a los instrumentos, voz, guitarra o piano, que a ese
otro instrumento, página manchada y encuadernada, que estaba en la base.
La obra completa de Benedetti -esa obra que sean artículos, poemas, novelas en verso o
versos en novelas, etc... va y viene y se reorganiza y reaparece en distintos y, démosle un
nombre feo, conscientes «productos editoriales»- incluye también un libro del año 89
titulado Canciones del más acá. Si el prólogo del libro es histórico, descriptivo, la
justificación de éste, de su existencia, es igualmente descriptiva, histórica y además curiosa.
El poeta letrista nos habla de la génesis de la recopilación. «Como es obvio, los textos que
aquí se incluyen están diseminados en mis dieciséis libros de poesía. Quiero dejar
constancia de que la idea de reunirlos en un volumen de canciones surgió, hace varios años,
de mis editores». Le traicionan acto seguido, perdón por la palabra, no quiere ser ofensiva
sino amable, muchos años de realidad, de vida y, sobre todo de literatura -de la de los otros,
escudriñada por el lector crítico- y de la que es, quiere ser la suya:
Confieso que durante cierto tiempo no vi con nitidez el sentido de esa recopilación;
ahora por fin creo entender que la eventual coherencia interna de la misma será otorgada en
todo caso por el género al que dichos textos, directa o indirectamente, pertenecen.
El título Canciones del más acá implica un mero tributo a la realidad, tan nutricia como
cambiante, que provoca, estimula y cobija las formas y los contenidos del canto popular.
Sería necio que nos agraviáramos con esa sonrisa que, después de todo, es la sonrisa
del desarrollo. Pero en nuestros países (desnivelados, caóticos y, por supuesto,
subdesarrollados) el producto literario crece inevitablemente entrelazado con lo social, con
lo político. Por eso, cuando en América Latina el público vigila la conducta de un
intelectual, éste no siempre tiene el derecho de interpretar que está siendo agredido con una
curiosidad malsana; más bien se trata de un expediente (quizá un poco primitivo) que el
público inconscientemente elige para demostrarle que su pensamiento y su palabra tienen
eco, o sea que importan socialmente. Ese interés, esa vigilancia, esa atención del lector, han
tenido a su vez repercusión en la obra creadora.
Su editor es consciente de que una situación análoga se da en el público europeo de
finales de los 70 y durante los 80, a pesar de esas supuestas normalidades, y el autor es
consciente de lo que quiere hacer con su poesía. Lo ha dicho antes hablando, interesándose
por otros autores y lo deja ver en la introducción del libro cuando habla del canto popular.
Es el folklore, el canto popular. Eso siente Benedetti que falta y en eso quiere convertir
Benedetti su obra. Volvemos así al autor hablándonos, en este caso, de la obra, la canción,
de Viglietti:
Toda la obra de Benedetti quiere ser esa acción, ese folklore, ese canto popular. La obra
de Benedetti ama el directo. Hablo de la obra, no necesariamente del poeta, y me ronda,
como ejemplo, una idea que pudo querer ser texto narrativo, bajo el título de El cepo y que
finalmente fue teatro y teatro representado y se llamó Pedro y el Capitán.
Canto popular, folklore o amor por el directo no implican una cesión ante la calidad, no
implican que la poesía quiera dejar de ser poesía. Antes al contrario: también el hecho de
que la poesía quiera serlo es acción. ¿Hay alguna contradicción, entonces, entre poesía que
quiere serlo y poesía libro no escrito, o, simplemente, no encuadernado, que se hace
canción? ¿Hay alguna contradicción o «rebaja» -y pido perdón por estar utilizando
conceptos al uso, a la moda- en el admitir hacer público, en el «socializar» un trozo de obra
poética a través de algo distinto a la página manchada de palabras en negro? Por principio,
no la hay; pero, en el caso de Benedetti, conscientemente no la hay. La canción popular
para Benedetti, la de Yupanqui, la de Violeta, la retomada por Viglietti, no es canción
populista sino canción de pueblo. Busca el aplauso, la difusión, pero no lo busca contra la
canción, que es género, es expresión, y que, como tal, presenta ideas también, como el arte
escrito, desde su forma. Benedetti pone, otra vez, el ejemplo hablando de Daniel Viglietti:
El contrapunto que podría valer igualmente para la poesía está en «muchos de esos
cantantes populares que, conscientemente o no, se prestan a ser ellos mismos una propuesta
de evasión, de anestesia social y que son a la vez víctimas del mismo engranaje que los
catapulta a la fama».
Con lo dicho hasta el momento, no me atrevo a entrar en la cabeza del escritor una
mañana o una noche ante la página en blanco, sí me atrevo, sin embargo, a leer los libros
que Benedetti compone y a los que da títulos concretos. He de atreverme, por tanto, a
entender que los libros que Benedetti compone, donde reúne su obra en la manera que él
quiere presentarla al lector son hechos cerrados y ordenados. Se pueden leer del más
reciente al más antiguo, si eso ayuda a que el lector se haga dueño de ellos -es la propuesta
de los dos Inventarios, de nuevo una propuesta de acción-, pero no del poema más reciente
al más antiguo, sino del libro, producto cerrado y ordenado, más reciente al más antiguo. Es
una propuesta de biografía compartida de la que han de adueñarse los receptores de su obra.
Eso mismo sucede con la canción. Quiere ser un elemento más para que el lector, el
público, se haga dueño de esa biografía compartida. El inicio del libro dedicado a Viglietti
es el siguiente: «Yo quiero romper la vida / como cambiarla quisiera». Estos dos versos de
una de las mejores canciones de Daniel Viglietti podrían simbolizar el signo y la intención
de su arte. La ruptura y su continuación: el cambio. «Vida» es aquí mucho más que una
dimensión privada, aunque, por supuesto, también la incluya». Viendo este planteamiento,
y viendo la recopilación Canciones del más acá, conociendo al Benedetti cantado, al
Benedetti del público directo, no puedo estar de acuerdo del todo con una afirmación que
José Manuel Caballero Bonald hace en la introducción a la Antología poética publicada en
Madrid en el año 84. Caballero Bonald dice lo siguiente: «Pues bien, Benedetti ha creído
oportuno que un sector de su obra poética -es cierto que el más circunstancial- quedara
despojado de cualquier presunta dificultad y alcanzara el complementario objetivo de su
difusión musical». Sería necesario definir el concepto de circunstancial, que no es, creo yo,
el mismo en Benedetti que en nuestra «generación de los 50» y ello traería consigo un
replanteamiento sobre qué quiere significar despojar a un texto de cualquier dificultad. Si
circunstancial es lo que, por contingente, pertenece a la vida, a la biografía de uno, toda la
poesía de Benedetti lo es. Cierto que el cantor, sin participación del autor o con ella, puede
elegir un poema que signifique concretamente para el receptor luchar contra la tortura, y
nos encontraríamos, por ejemplo, con «Hombre preso que mira a su hijo» en la voz de
Pablo Milanés -en Pablo y en su canción puede el poeta basar un poema como «Estados de
ánimo» («Unas veces me siento / como pobre colina...») y, quizá, se lo podamos escuchar
en directo en la representación de A dos voces- pero cierto es también que, por ejemplo,
«Te quiero» («tus manos son mi caricia / mis acordes cotidianos...»), ese poema, el poema,
de amor militante, forma parte de su poesía cantada, como lo forman «Vos lo dijiste» («Vos
lo dijiste / nuestro amor / fue desde siempre un niño muerto»), etc...
No parece que estos poemas, y tantos otros, casen con la idea de circunstancialidad de
Caballero Bonald.
Prefiero, en cualquier caso, que sean palabras de Benedetti las que definan hasta dónde
llega este concepto de moral, de literatura moral:
No vamos a traer aquí el ejemplo de Gardel, que (como Benny Moré en la zona del
Caribe, o Maurice Chevalier en Francia) es un caso fuera de serie -son palabras de
Benedetti-. Pero tomemos, por ejemplo a Yupanqui. Seguramente las curvas de venta de
sus discos nunca alcanzaron ni alcanzarán las cifras descomunales de una «Vedette» de
turno, pero cuántos años hace que las canciones de Yupanqui (sin necesidad de que los
«críticos de sostén» lo apuntalen, ni mucho menos de que su arte pierda vigor) integran el
patrimonio popular.
Y resuelve el problema dando un paso más allá del que para él da y teoriza Cortázar al
que Benedetti define como un narrador para lectores cómplices. Su complicidad transciende
el concepto de libro como lo entendemos, como encuadernado, y lo hace sin desdeñar en
nada al otro género, lo hace equiparando la idea de género distinto a la de estilo, tal y como
la expresa Julio Cortázar en palabras que el propio Benedetti cita: «Es muy fácil advertir
que cada vez escribo menos bien, y esa es precisamente mi manera de buscar un estilo.
Algunos críticos han hablado de regresión lamentable, porque naturalmente el proceso
tradicional es ir del escribir mal al escribir bien. Pero a mí me parece que entre nosotros el
estilo es también un problema ético, una cuestión de decencia». Es por ello que,
antologizado o no previamente a la fecha de publicación con forma de libro, Canciones del
más acá existía, y existía no en contra de la voluntad del autor. Es por ello, a su vez, que de
esa realidad de acción y complicidad que forman parte de un determinado modo de
acercamiento a la poesía, que quiere serlo aquí en España, nace el conocimiento de
Benedetti. La diferencia está en que él, creo yo, acepta, hasta comparte, la idea de que esa
complicidad y esa acción pueden, y hasta deben, pasar por momentos distintos que no
desmerecen el uno del otro: el del público y el del lector. Pero esa diferencia implica
fundamentalmente al autor, porque el lector o público español, por lo menos no hace
mucho, sí que se ha acostumbrado y ha conocido a los poetas, inicialmente o de manera
exclusiva, a través de la poesía cantada y a Benedetti, también.
Antes de acabar, y como tributo a esa complicidad que quiere existir entre autor,
receptor, lector y público, y pensando que la «Defensa de la alegría» la podremos oír el
sábado, ese narrador para públicos cómplices, del que hablaba Benedetti, y que es Julio
Cortázar, participó con él en un libro publicado en Madrid en el año 1981 y titulado
Homenaje a El Salvador y en él dejó un texto que puede resumir lo que torpemente he
dicho hasta ahora. Sirva de resumen, de sincero homenaje o simplemente de complicidad:
LA COMPAÑERA
Más que nunca, la poesía.
Hoy más que nunca su exorcismo de chacales, su llamarada purificadora, su memoria
obstinándose. Azotada por una historia vertiginosa, en la que nos perdemos bajo el
torbellino cotidiano de la información, la poesía más que nunca: sus ojos selectores fijando
lo que no tenemos derecho de olvidar, salvando piedras blancas, pájaros, instantes como
fogonazos de flash, la belleza, la dignidad de la vida. Más que nunca allí donde buitres de
fuera y de dentro se ensañan contra los ojos abiertos de un pueblo, arrancan y desgarran las
flores de la sonrisa y el sueño, carroñas de sí mismos, millonarios y coroneles oliendo a
muerte; contra ellos, más que nunca, la poesía.
Hace unos años escribí una biografía de Mario Benedetti, El Aguafiestas, que se publicó
en Buenos Aires y en Madrid y que espera turno para su publicación en México. Si se
descuenta algún despecho uruguayo por la condición de argentino del biógrafo y el
inevitable fastidio causado en algún predicador neoliberal, se puede decir que el libro
mereció una generosa acogida de la crítica. Hubo sin embargo una queja bastante
compartida: ésa que se lamentaba de que el autor, o sea yo, no hubiese indagado
suficientemente en los amores y amoríos del biografiado, conformándose con la renuncia y
la renuencia (que son dos cosas distintas) de Benedetti a suministrar datos sobre ese costado
de su vida. Y utilizaban como argumento, que reconozco como de mucho peso, una frase
del propio Benedetti en El cumpleaños de Juan Ángel, cuando escribe que entre un hombre
y una mujer nunca existirá una camaradería físicamente pura «porque al menor descuido
corre entre las piedras la lagartija erótica».
Debo decir, sin embargo, que la crítica no es del todo justa. Mucha gente podría
testificar sobre mis esfuerzos por sonsacar a amigos y amigas de Benedetti, e incluso a
algún enemigo, en Buenos Aires, en Montevideo y en Madrid, sin ningún éxito. En todos
los casos me encontré con negativas corteses, de un género similar a las negativas del
propio Benedetti o con declaraciones, aparentemente sinceras, de ignorancia absoluta. La
conclusión obvia fue que si Mario Benedetti ha tenido una vida sentimental y/o sexual no
oficial, se trata del secreto mejor guardado del mundo.
En 1980, ante la necesidad de preparar su poesía completa (que saldría al año siguiente
bajo el título de Inventario), Mario Benedetti decide eliminar todas las piezas de su primer
libro, La víspera indeleble, y espigar rigurosamente en su segundo, Sólo mientras tanto, que
reunían la totalidad de su producción hasta 1950, es decir hasta que cumplió sus 30 años.
Pues bien: el primero de los poemas de Sólo mientras tanto al que Mario Benedetti le
permitió continuar con vida era, precisamente, un «poema con mujer». Se titulaba
«Asunción de ti», está dedicado a Luz López Alegre --que aún no era su mujer-- y
profetizaba el proceso de sincretismo que suele darse en las parejas inmutables. Aquel
Mario Benedetti escribía que
Hay más poemas con mujer en este libro dominado por los últimos coletazos de su sed
de Dios, pero son mujeres vigorosas, indescifrables, que se parecen más a un recurso lírico
que a una fantasía de carne y hueso.
Los Poemas de la oficina (1953-1956), su siguiente libro, son más bien «poemas de
esposo», o al menos «poemas con varones», porque la oficina de la que trata este libro es la
de la rutina rancia y el fracaso impotente, que son deportes masculinos. (La oficina
femenina, la de Laurita Avellaneda, Mario Benedetti la guardará para La tregua). Hay en
este libro, en cambio, una de las últimas oraciones que escribirá el cada vez más lejano ex-
secretario de Raumsol. Es uno de los mejores poemas del libro:
(No queda claro si estas mujeres que confunden la sed con el paroxismo son, también,
consecuentes y flacas).
En «Interview», que es otro autorretrato, el poeta empieza a perfilar más nítidamente los
contornos de la mujer ideal cuando escribe que de la mujer le gusta su alma y su corazón,
pero sobre todo las piernas, y que nada le complace más que «alzar la mano y encontrarla a
la izquierda, tranquila o intranquila, sonriendo desde el pozo de su última modorra».
También dice que le gustan mucho las mujeres «cuando miran como a veces se mira un rato
antes del beso».
En Poemas del hoyporhoy está también «Ella que pasa», que es una elegía al amor de
tres minutos, que se presenta como un amor prohibido (pero no sólo por adúltero sino sobre
todo por turbador, por desordenador de confortables rutinas):
Más tarde, en 1962/1963 -nuestro hombre ya tiene 40 años largos- en el poema que da
título al libro Noción de patria, aparece un diario artístico-literario de sus dos primeros
viajes a Europa y los Estados Unidos que es también un «poema con mujer» porque en el
lugar dedicado a Roma, Mario se ocupa de rescatar especialmente el doloroso recuerdo de
aquella vez que vio
mientras que en «Esta ciudad es de mentira», se quejará también («no puede ser», dice,
taxativamente) que cuando en Montevideo sopla el viento y levanta las polleras «todas las
piernas son lindas». Tiene razón Benedetti: no puede ser.
Y en «Allí enfrente» Mario Benedetti nos sirve una sabrosa instantánea de su ciudad en
la que por primera vez aparecen juntas en un mismo poema su mujer, en particular, y las
mujeres, en general. Es un poemita muy eficaz:
Aquí
en esta vereda
impecables
lujosos
los Grandes Almacenes
el Banco y sus Billetes
el Diario y sus Pizarras
dos Curas
un Impala
allá enfrente
distintos
el farol
una escuela
dos hombres en campera
ciruelos y duraznos
las muchachas
su risa
un frente con balcones
tres negritos mirando.
te ofrezco el brazo
vamos a cruzar la Avenida.
Seguimos. Sólo cinco años después de aquel «Ella que pasa» en el que se asustaba de las
consecuencias de los amores de más de tres minutos, nuestro poeta ha decidido cambiar de
recomendación, al menos cuando se trata de los demás. Ahora propone:
Varón urgente
hembra repentina
no pierdan tiempo
quiéranse
porque el tiempo pasa, dice este nuevo Mario Benedetti, está pasando, ya ha pasado para
esos dos que, si no se dan prisa, pronto empezarán a ser «urgente viejo / anciana repentina».
Y también de estos años y de este libro es la primera versión de su poema «No te salves»,
que aún se llama «Entre estatuas», pero que ya está muy cerca de la que será su forma
definitiva. En «Balance» -que no alude a la idea de equilibrio sino a la de idea de
inventario- Mario Benedetti coloca entre sus activos (junto a los libros, los viajes, tres
corbatas que nunca se arrugaron «y esas tardes mágicas en que uno escribe de un tirón»),
En el Pasivo de este «Balance» no aparecen mujeres, lo que podría ser una pista sino
fuese porque tanto en el Activo como en el Pasivo, y yo diría que casi de contrabando, se
repite un verso misterioso: «los ojos de alguien en un gran silencio». ¿Por qué los ojos de
alguien en un gran silencio pueden ser a la vez una riqueza y una miseria? No menos
evanescente es la mujer de «Corazón coraza», el primer poema de Mario Benedetti en el
que estalla la pasión, aunque sólo podamos saber de ella que «es linda desde el pie hasta el
alma», y que es pequeña, y dulce, y orgullosa. Y que Mario la tuvo, y no.
Seguimos. En Próximo prójimo (un libro que Mario puso bajo la advocación de unas
palabras de Sebastián Salazar Bondy según las cuales «la poesía es una habitación a
oscuras») que es del año 64-65, Mario Benedetti parece revelarnos un amor infantil,
inaugural:
qué maga
qué sin trenzas viniste
ah prójimo-muchacha la primera
a instalarte delante de mis ojos de niño
¿Quién será esta destrenzada? Quizás aquella esquiva Teresa de la Deutsche Schule
(«chiquilina a obligatoria distancia / la teresa rubia de ojos alemanes y sonrisas para otros /
... / futura pobre gorda cargada de deudas y de hijos») o quizás aquella muchacha de
Capurro, de ojos verdes y pelo negro (de cuyo nombre Mario se ha olvidado) o, quién sabe,
Blanca la vecinita de Tacuarembó, la que puso al borde del colapso, con la invalorable
ayuda de Marito, al matrimonio Benedetti-Farrugia. Pero al final de este mismo libro
aparece un «poema con mujer» de factura mucho más adulta:
Hay que esperar hasta Quemar las naves, que es un libro del año 68-69, para encontrar
una mujer con nombre propio, que viene así a agregarse al de Margaret Sullavan entre los
amores oficialmente reconocidos por Benedetti. Es un poema refractario a toda duda y
especialmente a la posibilidad de cualquier derrota. Un poema muy poco profético (al
menos dentro de este milenio). Mario está hablando de la Revolución, de su inminente
triunfo y de lo que vendrá después del triunfo:
Su libro con más cantidad de «poemas con mujer» es, precisamente, Poemas de otros, el
libro que coincide con su primer exilio en la Argentina. Allí, en «Hombre que mira sin sus
anteojos», Mario Benedetti declara taxativamente que
(Seis mujeres, si no he contado mal, aunque una se repliega en la amistad y otra se limita
a comprender como los ángeles). En esta misma línea, aunque escrito en tercera persona,
aparece también «Apenas y a penas», en el que Mario Benedetti dice de alguien a quien
parece conocer muy a fondo, que
Y también de esta época son sus poemas de amor militante, esos que desde hace muchos
años han sido elegidos como sus preferidos por muchedumbres de jóvenes en todo el
mundo que ama en español. Por ejemplo, el famoso «Hagamos un trato» («Compañera /
usted sabe / que puede contar conmigo / no hasta dos o hasta diez / sino contar conmigo») o
el no menos famoso «No te salves», ya en su forma definitiva, y el igualmente popular «Te
quiero», que es el preferido de los músicos («si te quiero es porque sos / mi amor mi
cómplice y todo / y en la calle codo a codo / somos mucho más que dos») poemas todos
ellos que serán de consulta obligatoria de futuros historiadores que quieran conocer cuál era
el talante de un joven -y de muchos maduros de corazón reverdecido- en aquellos felices y
terribles años en los que algunos creímos entrever las Puertas del Paraíso.
A partir de este libro se abrirá en la vida de Mario Benedetti el áspero paréntesis del
destierro, que dará paso a poemas tristes, indignados, perplejos, pero casi totalmente vacíos
de mujeres, porque el exilio, como su nombre lo indica, es repugnantemente masculino.
Serán quince años de versos atravesados por la soledad (histórica, geográfica, física) y por
el ardor de la lucha contra una dictadura brutal y mediocre. Sólo de vez en cuando -como
esos días de primavera que se meten de vez en cuando en medio del invierno- aparecerá un
aire de mujer, como en cierto «Testamento de miércoles» del año 78, en el que Mario desea
dejar constancia de tres muchachas que le sonrieron, o la mención de un inquietante sueño
recurrente (casi un sueño de preso) que aparece en Geografías:
Ay del sueño
si lo sobrevivo es ya borrándome
ya desconfiado y permanente
y tantas veces me hundo y sueño
muslo a tu muslo
boca a tu boca
nunca sabré quién sos
También de esta etapa es el largo y emotivo poema dedicado a su esposa, Luz, como
regalo de bodas de perlas, que comienza con una inquietante comparación:
Y también de esta etapa es aquel poema impresionista en el que Mario Benedetti decidió
elevar a rango de tesis científicamente comprobada que
Hasta aquí todos los «poemas con mujer» que hemos encontrado. No se puede decir que
sean muchos ni demasiado orientativos pero, como dicen los castellanos, «menos da una
piedra». El próximo paso, si estuviésemos hablando de gente normal, debiera ser el análisis
riguroso de estas pistas y de estos rastros con la esperanza de que nos conduzcan hasta la
identificación de los seres reales que los suscitaron. Pero Benedetti, que es muy astuto,
también había previsto esta posibilidad y, curándose en salud, escribió -hacia esa misma
época de su primer exilio argentino- una serie de poemas contenidos en el libro Poemas de
otros, que invalidarán por adelantado toda posible especulación sobre esos rastros y esas
pistas y estableciendo una garantía de su inimputabilidad. La teoría es muy sencilla: él,
Mario Benedetti, es Mario Benedetti, pero también es todos los hombres que no ha sido, y
por lo tanto es justo y necesario que haya escrito los poemas de todos esos hombres que
pudo ser y no fue. Sus poemas, dice, sin que se le caiga la cara de vergüenza,
Dicho de otro modo, que los poemas de amor escritos por Benedetti pueden
corresponder a la realidad-real o a la fantasía. Y no sólo a la fantasía a secas, sino a alguna
de las fantasías de los múltiples Benedetti potenciales que deambulan por su inconsciente
uruguayo. Y entonces, para mayor recochineo, como también diría un castellano, Mario
Benedetti escribe su poema «Respuesta con segunda» en el que se interroga, con una
apariencia de candor que no es de este mundo:
A mí me parece, Don Mario, que por segunda vez me ha engañado y que he vuelto a
quedarme con una biografía inconclusa entre las manos.
No te quedes inmóvil
al borde del camino.
Desde esta base podemos ahora afirmar que en la poesía de Mario Benedetti que
diremos política su primer fundamento será, precisamente, interpretar la mezquindad, que
es el resultado de una trama espesa de injusticia, de invisibles relaciones de poder, de
determinaciones económicas diseñadas por manos presuntamente invisibles. Sucesos que
toman su fuerza de su silencio, de su pasar gris entre los hombres y las mujeres, de manera
que sólo por sus efectos se les reconoce. Por eso, «si a uno le dan palos de ciego, la única
respuesta eficaz es dar palos de vidente». Este acto de lucidez que traspasa lo aparente
supone descubrir y decir y gritar, si es preciso, que esa mezquindad, por sus hondas y
materiales raíces, es compleja y que no desaparecerá sin más por nombrarla y que a veces
son tan peligrosos, contra la alegría -auténtico valladar contra la mezquindad y sus efectos-,
«los ingenuos» y «los canallas», dos especies con una extraña proclividad a reunirse y
entremezclarse en la actividad política.
en la babel
del hambre
a ras de suelo
cada pobreza
habla
otra vez
otra vez
una lengua
distinta
O sea: que una cosa es atacar las causas últimas de la mezquindad y otra ignorar que los
conceptos no alimentan. Pero siendo esta confusión grave en muchos redimidores de la
humanidad más grave es la tentación de odiar al malo en lugar de amar al bueno. Claro que
el odio a veces es necesario y que es buen comienzo el suicidio de los torturadores... pero
más necesario es ese amor al bueno. Y esa medida de lo complejo que es el mundo, Mario
se la sabe. Por eso la frontera entre el poema de amor y el poema político, en su obra, más
que tenue o incierta es inexistente. No sólo entre enamorados que descubren a la vez y con
tranquila sorpresa su amor y su coherencia ideológica, sino, diríase, también está en un
amor por el descubrimiento de que otros no son como otros más malignos hubieran
deseado:
¿No son estos versos una proclama sobre la complejidad de la Historia, en favor de
entender la Historia como un jardín en el que florece la necesidad cruel pero, con ella,
también florece el árbol de la libertad? Porque
En esta admiración por bellos revolucionarios del siglo XVIII hay una definición del
impulso histórico pero, creo, está dicha con cierta ironía, la del que admira al admirable
pero que no se imagina teniendo la oportunidad de verificar otra rutilante revolución en
tecnicolor. Si se prefiere compárese este derroche de imágenes del poema «Los tres» con
los dedicados a la revolución cubana, más próxima, más de verdad, más en la Historia por
hacer. Más dulcemente amarga.
Pero retomemos el hilo y enfadémonos brevemente con Mario por haber dedicado un
poema a Fukuyama, señor de nombre imposible y de fama inmerecida. Aunque, eso sí,
Mario lo nombra para plantarle cara y le pregunta, se pregunta, nos pregunta:
A esas preguntas responden otros versos desde el eco lejano de los acantilados del
futuro:
porque:
Pero ser de izquierdas y hacer preguntas obliga muchas veces a alzar -aunque sea con
parsimonia- la voz hasta alcanzar el volumen y el gesto moral del grito. Y no siempre para
celebrar victorias. A veces ser humilde es la única forma de ser honestos:
y sigue el poema:
porque
la gente ya se cansó
de quedarse con las ganas
las bases son en el Frente
la presencia soberana
Yo creo que escribir este poema debió hacer muy feliz a Mario: es acción rimada. Y en
política el paso a la acción es siempre gratificante: ese momento en el que las dudas deben
caerse de la maleta para poder emprender el viaje. Por eso este poema nos hace felices a los
lectores: nos trasmite su impaciencia... Sólo que nos queda la duda sobre qué hubiera
pasado si todos los poemas fueran así... Sin embargo Mario sabe escaparse de esa patente y
excesiva facilidad; es capaz de embridar alguna euforia, saber que ciertas cosas son precisas
en cualquier maleta: siempre respetará y defenderá la belleza como la llave que de verdad
abrirá la puerta a la eficacia del mensaje.
Mario se encuentra con una amplia estirpe, una estimable compañía de literatos con
mayúscula que sin pedir perdón clavan flecha en diana como sueño en realidad y es su
aliento un amanecer en la noche oscura del alma de los pueblos y en la noche oscura de los
cuerpos de los hombres y de las mujeres. Fuera excesivo rememorar algunos, siquiera los
obvios, incluso olvidando a los que llevados del momento maltrataron algunas palabras.
Pero no está de más, quizás, aventurar algunas analogías para mostrar que a veces en lo
indirecto es donde la resistencia y la emergencia de propuestas se encuentra la mejor
alternativa a los fuegos devoradores de lo simplemente existente, sea en universos pálidos
de aburrimiento o en otros en los que el fuego no es metáfora siquiera sino atrocidad, sea
para el militante político empeñado en renovar el sentido mismo de su militancia, sea en
aquel otro que sólo existe para acatar y justificar consignas.
Pero en otros momentos la similitud no es tan fácil y aún así, ¿quién negaría a estos
versos de Machado el carácter de tratado de política para izquierdistas?:
Si vivir es bueno,
es mejor soñar,
y mejor que todo,
madre, despertar.
Pero no ha de querer Mario que al final el final, el dolor y hasta la muerte sean olvido.
Por ello la memoria, materia de lo emergente, sólo tendrá sentido, un complicado sentido, si
sirve para la vida, para cimentar los sueños a los que tenemos derecho y a los que tienen
derecho, sobre todo, aquéllos y aquéllas a los que se les trató de arrebatar hasta los sueños.
Pero, por ello, la memoria viene reclamando realidades, pues peor infamia sería
(re)condenar a los que se le quitó su propia realidad al universo perenne y etéreo de los
sueños. En esa tensión contradictoria entre sueños y realidad, entre lo que no es y lo que
debe ser y lo que es de demasía, se estructura la mejor poesía política de Mario Benedetti.
Si tuviera que elegir para mostrarlo un fragmento que, por sí, fuera Programa de
Elecciones, elegiría este:
Primer encuentro, adiós y reencuentro o bienvenida son etapas ineludibles de toda vida
humana y por ende de toda literatura; el adiós, por su posición intermedia, se puede
relacionar tanto con el primer encuentro -el fulgurar de una mirada o la suerte inesperada
que pone en contacto dos vidas- como con el reencuentro, el momento de felicidad -de
interrogación o de decepción- después de una separación. En las situaciones narrativas -
textos en que se narre algo en movimiento- hay inevitablemente adioses y bienvenidas,
alejamientos y acercamientos, ausencias y reencuentros aunque, claro está, no siempre
explícitos y no siempre decisivos o funcionales al desarrollo de la acción.
La escena de adiós, por supuesto, puede tener los más variados actantes y escenarios,
desde el clásico entre amantes (el de Héctor y Andrómaca, por ejemplo, adiós real, in
praesentia, definitivo), al otrosí clásico adiós a un lugar (el de Lucía a su pueblo en Los
novios de Alejandro Manzoni), o el adiós a un tiempo o una etapa de su propia vida
(«Escrito en el agua» de Ocnos de Cernuda) o a la vida misma (la última carta del joven
Werther goethiano a su amigo). También la forma puede ser muy airada, desde el
monólogo de Lucía al diálogo homérico al adiós epistolar. En estas tan variadas
posibilidades (en la vida como en la literatura) a los adioses realizados (cuando se realiza la
escena del adiós, con la elaboración del duelo a través de un rito que vuelve doméstica,
aceptada la separación) se oponen adioses imaginados (todo el texto de Albertine disparue
de Proust es una meditación y una construcción imaginaria de posibles escenas de adioses)
y adioses in absentia (de tanta poesía lírica -Catulo- y textos teatrales -delante el cuerpo del
amado- Romeo and Juliet) o separaciones silentes (sin el rito del adiós, lo que vuelve más
terrible aún la ausencia: «Si hubiera podido hablarle por última vez...» es frase repetida de
tanta literatura y de tanta vida vivida). No faltan tampoco escenas reales de falsos adioses
(entre los cuatro amantes de Cosí fan tutte de Mozart-Da Ponte).
¿Quién, entre poetas, dramaturgos y narradores no ha afrontado por lo menos una vez
una escena de adiós, de cualquier tipo y motivación (el deber, el destino, el desamor, etc.)?
Tampoco en Benedetti faltan escenas de adiós aunque en él no se encuentren generalmente
relacionadas con el primer encuentro, un topos que ya ha merecido estudios sistemáticos
(Rousset 1989), sino con el reencuentro. Y, estadísticamente se hacen más frecuentes en su
narrativa y en su poesía de los últimos 20 años, cuando su mundo creativo ha empezado a
moverse alrededor de una fractura, un alejamiento, no determinado por causas internas a la
pareja o al grupo sino externas: la clandestinidad, la cárcel, el exilio. Es decir, a lo largo de
la década del 60, se verifica un aumento de escenas o situaciones de adiós y a un cambio
neto en la tipología y morfología de los mismos en correspondencia con un cambio
sustancial en su vida, cuando su mirada pasa de ética a ideológica, y sus personajes de
civiles a políticos y se ven además involucrados en historias y sentimientos no ya
individuales e íntimos (soledad, amor, celos, etc.) sino colectivos (guerrilla, solidaridad,
odio de clase o ideológico, etc.).
Tampoco la poesía de esta primera época (aproximadamente hasta el fin de los 60) nos
proporciona muchos adioses, que no sean los reales dirigidos a amigos y compañeros
cubanos después de la primera experiencia de Benedetti en la isla («Habanera» de Contra
los puentes levadizos, 1966) o los que simbolizan cambios de vida y de actitudes («Sigo en
pie / por latido / por costumbre / por no abrir la ventana decisiva / ... / sigo en pie / por
pereza en los adioses / cierre y demolición / de la memoria»; «En pie» de la misma
colección); es decir, ya en estos años, se impone la dimensión social e histórica de las
relaciones humanas, más que la individual-sentimental.
En los años 60 Uruguay deja de ser la Suiza de América o la Atenas del Río de la Plata
y, paso a paso, consigue dignidad de país latinoamericano, con sus tragedias y sobre todo la
necesidad de romper con la monotonía, la repetición, la rutina. Ahora sí que los adioses se
abren paso en la literatura de Benedetti con todas sus facetas y formas, con todos sus
matices y modalidades pero siempre con una constante: es la Historia la que impone
separaciones y despedidas y que hace el reencuentro -cuando lo hay- problemático.
«El país ha cambiado a una velocidad vertiginosa en esta última década. Y en la misma
medida en que el país ha cambiado, ha ido cambiando el país que está en mí», había dicho
Benedetti en una entrevista del 71. La desorientación y la angustia del uruguayo
repentinamente privado de sus antiguas certidumbres necesitan, para expresarse
artísticamente, otros registros. Renunciando al realismo crítico urbano que, en prosa como
en poesía, le había proporcionado tan buenos frutos, con los cuentos -fantásticos los más-
de La muertey otras sorpresas (1968) y con la novela en verso El cumpleaños de Juan
Ángel (1971), Benedetti, utilizando recursos y estructuras narrativas del fantástico y del
super-realismo, da voz a un Uruguay que va entrando en el mundo de lo absurdo y de los
horrores latinoamericanos. Los encuentros, adioses y reencuentros repetidos cíclicamente
en «MissAmnesia» (La muertey otras sorpresas), que por su repetitividad se han vaciado de
sentido, responden al momento de incredulidad, de suspensión del juicio del uruguayo
medio frente a los cambios repentinos de su país; sólo tres años más tarde El cumpleaños de
Juan Ángel constituye el «punto de no regreso», la virada irreversible hacia el compromiso
más directo y políticamente definido: toda la novela se puede leer como un testamento
espiritual, un adiós prolongado a la vida en el cual el tono épico ideológicamente sostenido
y la estructura particular que no permite la identificación -ironía, verso narrativo, vaivenes
de la memoria, tiempo comprimido- aniquilan sentimientos patéticos y melodramáticos.
A partir de los títulos posteriores (Letras de emergencia, 1973, Poemas de otros, 1974,
Con y sin nostalgia,1977, etc.), la circunstancia concreta se impone otra vez, y la vida real
de los uruguayos -la guerrilla, la tortura, el exilio- le exige a Benedetti una representación
realista. Es ahora cuando la partida y la separación forzosa por causas políticas (de una
pareja, de un grupo familiar, de amigos, etc.) se impone como tema obligado, llegando a
representarse en un amplio abanico de situaciones y modalidades de adioses y reencuentros.
Hasta en estos trances tan difíciles, Benedetti no renuncia a cierta dosis de humor,
describiéndonos uno de los adioses más grotescos de todas las literaturas: «Al principio,
aunque eran muchos los que emigraban, siempre eran más los que iban a despedirlos a
puertos y aeropuertos. Pero el día en que partió un barco con mil emigrantes y fueron
despedidos por sólo veinticuatro personas, el hecho insólito fue registrado por la indiscreta
cámara de un fotógrafo extranjero, y la publicación de tal testimonio en un semanario de
amplia circulación internacional dio lugar a una nueva invocación patriótica del presidente
[...] Hay que reconocer que los militares fueron de los que se quedaron hasta el final [...] Sí,
los militares (y los presos, claro, pero por otras razones) se quedaron hasta el final. Sin
embargo, cuando el éxodo empezó a adquirir caracteres alarmantes, y los oficiales se
encontraron con que cada vez les iba siendo más arduo encontrar gente joven para
someterla a la tortura [...] también ellos, al encontrarse en cierta manera desocupados,
empezaron a buscar pretextos para emigrar» («Sobre el éxodo», de Con y sin nostalgia,
1994: 291-295). A la misma colección pertenece «Gracias, vientre leal», el texto de
Benedetti que con más razón podría integrar cualquier antología sobre el adiós y hasta
podría legítimamente titularse «Adiós vientre leal»: la lucha armada le impone a «él» el
silencio sobre una acción «particularmente riesgosa» («A nadie», había dicho el Colorado,
«a nadie, ni siquiera a tu mujer», 1994: 298) y por lo tanto, «él» siente y vive la última
noche como un adiós, como la última vez, con un enfrentamiento continuo entre rutina y
unicidad, amor e ideología, deseo y deber, mientras que «ella»,aun presintiendo algo raro,
no se da cuenta de nada; es un adiós silente, unilateral, implícito, probablemente definitivo,
«realizado» sólo a medias ya que falta la asunción total y consciente del rito del adiós
constituida por la elaboración compartida del duelo.
Es ésta una de las tantas historias y relaciones derrumbadas por la situación política
uruguaya: aquí, un adiós unilateral y, quizás, la muerte; otras veces, la consecuencia última
de una existencia golpeada y despedazada por la Historia es el adiós a la vida, como en
«Como Greenwich» (Geografías, 1984) y «La sirena viuda» (Despistes y franquezas,
1990): en el primero, la muchacha -Susana, Elena o Inés- justifica su deseo de suicidarse -
declama su adiós al mundo- con palabras y conceptos inequivocables, propios del exilio,
geográfico o existencial ya no importa: «[...] estoy afuera. Me han dejado afuera. Como se
deja un objeto. Un objeto usado, averiado, para el que no hay repuestos» (1994: 386).
Primavera con una esquina rota, que podemos definir la novela del exilio y de la
separación, elude tanto escenas de adioses (la novela empieza con Santiago ya en la cárcel)
como de reencuentros (termina en el momento inmediatamente anterior, cuando Santiago
llega al aeropuerto de una ciudad centroamericana donde lo están esperando su mujer
Graciela, su hija Beatriz, su padre Rafael y Rolando, el otro). Pero, hablando de exilios,
anticipa temas sucesivos poniéndose como pendant de los artículos escritos en aquellos
años sobre el desexilio (suyo es el neologismo, acuñado en Primavera con una esquina
rota), y parcialmente recogidos en volumen (1985). Lo que Benedetti escribe en el artículo
del 83 «El desexilio» («Que los amigos, o los hermanos, o los miembros de una pareja, al
reencontrarse, sepan de antemano que no son ni podrán ser los mismos», 40) ya lo había
anticipado en la escritura creativa de la novela, en las preguntas que se hace Graciela
(«¿Será que la cárcel ha convertido a Santiago en otro tipo? ¿Será que el exilio me ha
transformado en otra mujer?», 1982: 98) y en las reflexiones de Rafael («Cuando suplician
a un hombre, lo maten o no, martirizan también [...] a su mujer, sus padres, sus hijos, su
vida de relación. Cuando revientan a un militante [...] y empujan a su familia a un exilio
involuntario, desgarran el tiempo, trastruecan la historia para esa rama, para ese mínimo
clan [...] La Graciela de ahora es otra cosa y él también ha cambiado», 103 y 148).
En Primavera con una esquina rota Benedetti no nos permite averiguar la veracidad de
esas palabras ya que la novela, como decíamos, se cierra en el instante mismo del
reencuentro, dejando abiertas todas las posibilidades, pero con una gruesa hipoteca: la
relación entre Rolando y Beatriz no hace sino confirmar la imposibilidad de empezar de
nuevo como si nada hubiera pasado, imposibilidad presentida por los personajes, hasta por
Santiago que desde la cárcel añoraba y extrañaba a su mujer pero sin esconderse a sí mismo
las dificultades del reencuentro.
Los cambios en las geografías, humanas y físicas, hacen difícil el reencuentro. Y los
andamios no siempre son suficientes para reconstruir una relación o una amistad,
sostenerlas a lo largo de los años y permitir un reencuentro feliz, como lo demuestra la
última novela de Benedetti, titulada precisamente Andamios, definida la novela del
desexilio por el mismo Benedetti: «Este libro trata de los sucesivos encuentros y
desencuentros de un desexiliado, que tras doce años de obligada ausencia, retorna a su
Montevideo de origen, con un fardo de nostalgias, prejuicios, esperanzas y soledades»
(1996: 1l). Alrededor de la historia de Javier, el protagonista, giran muchas otras historias:
sólo en éstas, laterales o «de segunda mano», como ya he anotado precedentemente, se dan
unos cuantos casos de reencuentros positivos, aunque difíciles, como el de Fermín y
Rosario («La reinserción no fue fácil. Diez años son diez años. Dejaron huellas. En ella y
en mí. Aunque te parezca mentira, creo que tuvimos que reenamorarnos, empezando ahí
también desde cero. O desde menos cinco. Porque Rosario es otra y yo soy otro. Por suerte,
desde ambas otredades volvimos a gustarnos», 30); pero generalmente, sea cual sea la
relación -amigos, familiares, pareja, amantes, etc.- la decepción o el simple distanciarse de
intereses y sentires son los sentimientos dominantes. Se trata de una novela
prevalentemente escénica, que pone en acto la técnica de la mise en abime: cada uno cuenta
su propia historia de separación y reencuentro, junto con pedazos de historias de amigos y
conocidos, llegando así a constituirse una especie de panel en movimiento que cambia
continuamente de personajes y de ópticas. Javier ha decidido «desexiliarse» dejando en
Madrid a su mujer, Raquel, y a su hija, Camila. Una historia de amor contracorriente, ya
que «el exilio nos unió y ahora el desexilio nos separa. Hacía tiempo que la cosa andaba
mal, pero cuando la disyuntiva de volver o quedarnos se hizo perentoria, la relación de
pareja se pudrió definitivamente» (16). Ya en Montevideo, Javier empieza una relación con
Rocío, sin duda positiva: no es en puridad un reencuentro según lo hemos entendido hasta
ahora, ya que sólo habían sido compañeros de militancia, y sobre una amistad se injerta la
relación sentimental; al enterarse de la trágica muerte de Rocío, y de los traumas sufridos
por Javier en un accidente de tráfico, Raquel envía un fax anunciando su llegada: esto sí
será un reencuentro, y además en el desexilio, es decir un regreso al grado cero, un
reencuentro con la pareja y con el lugar, un volver a la situación primaria, antes de...
Benedetti, como en Primavera con una esquina rota, no consigna al lector ningún desenlace,
deja el final abierto, con el avión llegando a solucionar (¿solucionar?) situaciones
complejas, en difícil equilibrio: ni el exilio ni el desexilio cierran puertas, y cierto no es por
casualidad que el aterrizaje del avión cierre las dos novelas, la del exilio con la llegada de
Santiago y la del desexilio con el regreso de Raquel.
El reencuentro de Javier con los viejos compañeros tampoco es fácil, lo que separa es
siempre la diversidad de la experiencia: como en las parejas hasta aquí examinadas, el
exilio del uno y el insilio (o la cárcel) del otro abren abismos e incomprensiones («hay
quienes hasta reciben mal a los que regresan», comunica Fermín a Javier, 29) y resulta
incómodo rememorar los viejos tiempos, y más aún los años duros de la dictadura y las
difíciles elecciones individuales.
Las cosas no proceden mejor con los lugares: en la imaginación desde el exilio y en los
relatos de quien ha regresado, la geografía urbana se presenta desoladora: «Dieciocho de
Julio ya no tiene árboles, ¿lo sabían? Ah. De pronto advierto que los árboles de Dieciocho
eran importantes, casi decisivos para mí. Es a mí al que han mutilado. Me he quedado sin
ramas, sin brazos, sin hojas. Insensiblemente, el juego de las geografías se transforma en
una ansiosa indagación [...] Además, informa Delia, por todas partes hay andamios de obras
suspendidas, o solares con escombros (Geografías, 1994: 369-370). Lo que es peor, es que
estas «geografías» coinciden perfectamente con lo que Javier encuentra a su regreso:
avenidas ya sin árboles, calles que han cambiado de nombre, edificios antiguos abatidos
para construir anónimos rascacielos o parking. Y sobre todo, el Jardín Botánico, un
reencuentro expresamente buscado y, quizás precisamente por esto, decepcionante: «Desde
su vuelta al país, Javier tenía una asignatura pendiente: reencontrarse con el Jardín Botánico
[...] Pero el Jardín Botánico actual no se correspondía con el que había resguardado con
mimo en su memoria. O tal vez él no era el mismo. Una niebla de más de veinte años los
separaba» (1996: 155). Podemos considerar «Llamaré a Mauricio» (Despistes y franquezas)
el cuento del desexilio por antonomasia, donde encontramos, concentrados, algunos de los
temas de Andamios: «Después de todo, hace sólo dos meses que regresé, tras doce años de
distancias. La ciudad es y no es la misma. Las mismas baldosas flojas de la vereda [...] Pero
hay también un deslustre, un deterioro, que son nuevos» (1994: 554). El tiempo pasa,
cambia el mundo y cambia la gente pero, leitmotiv de Andamios, de «Llamaré a Mauricio»
y, me atrevo a decir, de toda la obra del desexilio de Benedetti, es la constatación de que
cada trocito de la realidad uruguaya ha cambiado autónomamente, y nadie quiere renunciar
al privilegio de sentirse depositario de la verdad: «Lo que ocurre es que el país ha cambiado
y yo he cambiado. Durante muchos años el país estuvo amputado de muchas cosas y yo
estuve amputado del país [...] No es frecuente que el que se quedó le pregunte al que llega
cómo le fue en el exilio. Y tampoco es frecuente que el que llega le pregunte al que se
quedó cómo se las arregló en esa década infame. Cada uno de nuestros países creó su
propio murito de Berlín y éste aún no ha sido derribado» (1996: 247-248).
Para Benedetti el desexilio tampoco fue fácil: ojalá que reconocimientos como éste -y
como el que por fin le otorgó la Universidad de Montevideo en diciembre de 1996- ayuden
a derribar esos muritos y a reconstruir una identidad no fracturada, del hombre y del país.
Bibliografía citada
Benedetti, Mario, entrevista de Ernesto González Bermejo, Casa de las Américas nº 65-66,
1971, pp. 148-155.
Benedetti, Mario, Primavera con una esquina rota, México, Nueva Imagen, 1982.
Benedetti, Mario, Inventario Dos (1986-1991), Buenos Aires, Espasa Calpe/Seix Barral,
1993b.
De Martino, Ernesto, Morte e pianto rituali, Torino, Boringhieri, 1975 (1ª. edic. 1958).
Gómez Mango, Edmundo, «El desamparo del exilio», en Temas de psicoanálisis nº 10,
1988, pp. 47-56.
Grillo, Rosa María, «Voces y personajes en Primavera con una esquina rota», en Novela y
exilio. En torno a Mario Benedetti, José Donoso, Daniel Moyano, Montevideo, Signos,
1989, pp. 145-191.
Grinberg, León y Rebeca, Identità e cambiamento, Roma, Armando Armando, 1976 (1ª.
edic. 1975).
Rousset, Jean, Leurs yeux se rencontrérent. La scéne de la premiére vue dans le roman,
París, Corti, 1989.
VV.AA., Addii. Testi di congedo / Congedo nei testi, Roma, Bulzoni, 1996.
Terracini dice que la elección de un género literario por un autor o las expectativas que
origina en un lector son signo de la posición histórica que el hablante (autor o lector) asume
en un determinado momento, de su adhesión a una determinada tradición, porque en estos
hechos (la posición histórica y la determinada tradición) se expresa plenamente su
personalidad, que no es la de un simple sujeto aislado sino la de un espíritu en la actualidad
de la historia. Con esta elección, Benedetti se nos revela como un personaje que necesita la
libertad, actitud ésta que no sólo se muestra en la búsqueda de un género propio, sino que
se mantiene en la temática de la obra y en su contenido, en todo momento comprometido
ideológicamente, literariamente, ...en fin, humanamente.
Temas dominantes
En el «Envío» Benedetti ya avanza cuáles van a ser los temas dominantes. Las
inquietudes del autor, desdoblado en el crítico y el autor, quedan patentes en este prólogo.
Los temas dominantes en este texto son, desde mi punto de vista, recurrentes en todas las
obras de Benedetti y responden a una visión de la literatura como representación de
preocupaciones y vivencias del autor real. Dice Sábato que «El individuo solo no existe:
existe rodeado por una sociedad, inmerso en una sociedad, sufriendo en una sociedad,
luchando o escondiéndose en una sociedad». Por ello, la situación histórica que le ha tocado
vivir a Benedetti impregna todos sus textos. Benedetti, por ello, no podría estar totalmente
de acuerdo con Milan Kundera cuando éste afirma que «una novela no es una confesión del
autor, sino una investigación sobre lo que es la vida humana dentro de la trampa en que se
ha convertido el mundo», ya que, en muchas ocasiones, sus relatos sí pueden ser
considerados como «confesiones del autor».
Aunque la obra nos presente una estructura externa claramente diferenciada («Envío»,
«Despistes», «Franquezas» y «El tiempo que no llegó»), la división no responde a una
separación visible para el lector. Tampoco desde el punto de vista temático, como veremos.
El autor nos explica en el prólogo que tal división pertenece a una percepción -
autobiográfica hasta cierto punto- de los hechos que se nos relatan: «Ya entonces, en cada
despiste había un poco de franqueza, y también viceversa».
El exilio
Sábato afirma que «el escritor verdadero escribe sobre la realidad que ha sufrido y
mamado, es decir sobre la patria» y estas palabras parecen reflejar la actitud de Benedetti
en la elección de los temas de sus textos. En el estudio «Exilio-desexilio: dos caras de la
misma moneda» de Luis González-Suárez se documenta que «La palabra 'desexilio' aparece
por primera vez en la novela del escritor uruguayo Mario Benedetti Primavera con una
esquina rota, publicada en junio de 1982». Benedetti no sólo es el inventor de la palabra,
sino que la necesita porque exilio y desexilio son dos realidades que aparecen en su vida y
en su obra.
En el primer relato, «La sirena viuda», el tema del exilio se convierte en principal y es
un exilio general, «el exilio de todos»: lo que en principio parece un detalle intrascendente
(sus interlocutores son «varios amigos latinoamericanos expertos en exilios daneses»), pasa
a ser un rasgo recurrente en la presentación de los personajes («Julio, exiliado chileno»,
«antes aún de cumplir el primero de los trámites complementarios para confirmar su
estatuto de exiliado», «tú, que hasta hace no mucho también fuiste exiliado») y el tema
principal del mismo, como se nos revela en la última línea: «Más aún, te diré que desde
entonces ha pasado a ser una de los nuestros. Una exiliada más, inmóvil junto al mar, que
sueña con la vuelta».
A veces, sucede al revés y el tema del exilio pasa de tener carácter principal a ser el
fondo de la historia. En «Hermanito» y en «Siesta» se nos enfoca el tema del exilio desde
otros puntos de vista y no pasa de ser el fondo o la causa de las historias que se nos
cuentan: mientras «Hermanito» trata de las consecuencias que provoca el exilio en los lazos
familiares (la narradora-protagonista está en Buenos Aires, el hermano en México, la
hermana es colaboracionista, etc.), en «Siesta» nos encontramos con que es el exilio de
otros lo que motiva la relación entre los protagonistas; el tema no es el exilio en sí (como
ocurría en «La sirena viuda» o incluso en «Hermanito»), sino la situación política.
En estrecha relación con el exilio, aparece el desexilio, la vuelta del exilio. En Primavera
con una esquina rota ya nos avisa que «es posible que el desexilio sea tan duro como el
exilio», y, según Luis González-Suárez, «es natural que en ciertas ocasiones el desexilio
pueda ser tan difícil como el exilio y hasta presentarse como una ruptura, una nueva forma
de ruptura, pero la gran diferencia entre exilio y desexilio es que, mientras que el exilio nos
fue impuesto por situaciones políticas, el desexilio, en cambio, es de nuestra entera
responsabilidad». En el mismo «Envío», Mario Benedetti habla de su personal exilio y
desexilio: «Ahora, tras haber asimilado los vaivenes y desajustes del exilio, y también los
entrañables reencuentros y algunas inesperadas mezquindades del desexilio», nos dice, y
van a ser estos dos caracteres (los reencuentros y las mezquindades), los que se van a
desarrollar en algunos de los textos de Despistes y franquezas.
El exilio de los personajes suele llevarlos principalmente hacia España, por lo cual se
produce un viaje de ida y vuelta y vuelta América-España-América-España; a veces, el
personaje no llega a regresar a su país. En «Recuerdos olvidados» se dice que «No es fácil
comprender a América Latina desde Europa» y esta frase podría ser resumen del cuento
«Lejanos, pequeñísimos», donde se hace un resumen de la situación sociopolítica en la que
derivó Uruguay tras el derrumbamiento de la dictadura y su comparación con la situación
española. En «Recuerdos olvidados» las consecuencias del fin de la dictadura uruguaya son
observadas desde fuera, desde el punto de vista de los exiliados y las consecuencias que
trae para ellos:
1. «Todos regresan al país, aunque después algunos regresen del regreso». Muchos de
los desexiliados son incapaces de adaptarse al nuevo país que se encuentran al volver,
donde ya no están sus amigos, etc. Ésta es la situación en la que se encuentra el
protagonista de «Llamaré a Mauricio», por ejemplo.
El amor
Nos encontramos con amor platónico (como en «La sirena viuda», donde un exiliado se
enamora de la sirenita de Eriksen), relaciones de amor-odio (como en «Cleopatra»), etc. Es
un tema que está presente en casi la totalidad de los relatos, fundamentalmente el amor de
pareja, el enamoramiento y el desenamoramiento, etc., arrastrando consigo otros temas,
entre los cuales destacan el de la virginidad (o mejor dicho, la pérdida de la misma) y el de
la «fidelidad infiel».
La virginidad perdida tiene dos tipos de sujetos: un adolescente o la mujer antes del
matrimonio. El relato de la pérdida de la virginidad por parte del adolescente, que vemos
desarrollado en relatos como «Un reloj con números romanos» y «Los Williams y los
Peabody», coincide en las distintas versiones en dos puntos:
Si antes decíamos que ella era la que elegía con quien mantener relaciones, ahora vemos
la confirmación de este hecho, cuando la protagonista de «La víspera», Mandita, dice:
«porque no me negarás que, después de todo, fui yo la que te usé, con muchísimo gusto, lo
reconozco, pero te usé».
En cuanto a la «fidelidad infiel», nos encontramos dos versiones de este tema en los
relatos «Fidelidades» y «Triángulo isósceles». Mientras en el primero, la protagonista, que
está casada y tiene un amante, es fiel a ambos -Benedetti habla de «fidelidad bicéfala»-, y
descubre que ellos también son amantes entre sí; en «Triángulo isósceles» es sólo el marido
el que piensa que está siendo infiel, aunque su amante sea su propia mujer (hecho que él
ignora). En este caso, más que de «fidelidad infiel» podríamos hablar de una «infidelidad
fiel».
El mar
Humor e ironía
Humor e ironía son dos características del estilo literario de Mario Benedetti, pero en
ocasiones dejan de ser características para convertirse en el objeto del texto. Así, nos
encontramos con chistes, más o menos elaborados, desde «Graffitti sin muros» («Yanquee
stay home», «Peor que el stress es cuatro»), «Su amor no era sencillo», «Hay tantos
prejuicios», «El hombre que aprendió a ladrar», «El sexo de los ángeles», etc.; en ellos
podemos encontrar en ocasiones una fuerte carga crítica o irónica, como es el caso de
«Lingüistas», «San Petersburgo», «El profeta», «Memoria electrónica», «Lázaro», «Eso»,
etc.
Otros temas
Otros temas que protagonizan los textos de Despistes y franquezas son emociones tales
como la ternura; en «Manualidades» las manos son representantes de este sentimiento: «Y
no era su propia mano la que empuñaba la otra, sino que era la de hierro la que estrechaba
la suya. Y así supo que aquello también era un acto solitario [...] Y era también una forma
de decirle que no se preocupara porque nadie hubiera respondido. Lo esencial era llamar»
(también en «El césped» las manos serán un motivo importante de la narración). Pero es
«Pacto de sangre» el más tierno, tal vez, de todos los relatos.
1. La sátira, rellenada con una dosis de amargura, como en el caso de «El ruido y la
imagen», o de ternura, como en «Idilio».
2. El humor, que ya ha sido abordado como tema principal con anterioridad. Una visión
de un Congreso Internacional de Lingüística, es «Lingüista», texto a mi parecer muy
acertado y bastante fiel a la realidad. La misma percepción sobre estos actos es la de E.
Caldwell: «La profesión de escritor tiene un lado penoso, que consiste en que el trabajo lo
obliga a uno a mezclarse con una serie de literatos. Para guardar las apariencias, una o dos
veces por año, hay que concurrir a una reunión y pasar varias horas en compañía de
críticos, autores radiales y gente que lee libros. Todos ellos hablan una jerga que sólo
pueden entender los literatos. Únicamente después de proceder a una purificación a fondo
puede uno recobrarse y caminar con la cabeza en alto, como un ser humano».
Se nos quedan en el camino numerosos textos que no hemos encasillado bajo ningún
epígrafe y que no nos da tiempo ni siquiera a nombrar. Son textos como «Salvo
excepciones», que trata sobre la ineptitud; «El niño Cinco Mil Millones», sobre la
desigualdad norte-sur; «Truths on the rocks», un brillante relato sobre los efectos de la
verdad en las relaciones humanas y sociales; «El césped», sobre el fútbol, la amistad, etc.
Si abordábamos el problema del género al inicio de esta comunicación era para retornar
ahora al concepto de «libro-entrevero» que Benedetti pretendía escribir; la única
característica unificadora de todos los textos de Despistes y franquezas es lo que Sábato ha
llamado «el aire de familia», aquello que nos permite reconocer la obra de Benedetti
aunque no esté firmada, debido a que nace en un lugar -la «tierra espiritual de su creador»-
caracterizado por determinadas ideas, obsesiones y vivencias que son de él y únicamente de
él.
La luz de Benedetti
Francisco Ramos (Universidad de Valencia)
Antes de comenzar la comunicación sería conveniente señalar los tres objetivos que nos
hemos propuesto en nuestra exposición: el primero de ellos es demostrar la importante
relación que existe entre la mujer y la mirada, analizando toda la imaginería de la mujer en
la poesía de Benedetti, el segundo unir a la mujer con el amor, ya que ambos elementos
forman un todo poético, y, por último, trataremos de relacionar a la mujer con el momento
de la nostalgia.
Por su lado, es el poeta el que capta el cuerpo de la mujer, por eso se trata la imagen
femenina en su desnudez, es lo que realmente la dota de belleza. Es la mirada del poeta la
que mira a la mujer, la codifica y la transforma en verso. El poeta detiene a la mujer en su
paso rápido, la mira y a partir de esa mirada fruitiva la crea poéticamente. Pero aquí cabría
hacer la aclaración que también existe la mujer como creación poética en sí, como ente
poético propio, como sujeto autónomo.
Y es que ver, mirar a la mujer es una necesidad para huir de la monotonía de la oficina,
del hastío de los documentos, las boletas y los impresos. La mujer es ese pretexto para
escapar de los archivos, es ese aire natural que nos ayuda a hacer más respirable el aire
artificial de la oficina.
Es la mirada de la mujer la que crea futuro, la que hace nacer el tiempo. Por tanto, la
mujer refunda el pasado e inaugura el futuro, y en medio, elabora, con su presencia
silenciosa, el presente.
La mirada no es silencio, mirar es hablar con los ojos, a veces el lenguaje de la mirada
tiene incluso más importancia que el lenguaje de las palabras («Los formales y el frío»,
Poemas de otros):
Incluso nos encontramos con una parte del libro Poemas de otros titulada «Trece
hombres que miran». Es la mirada del poeta la que crea el mundo, es ésta la que dota de
sentido poético a la mujer. Hay un momento en el que la tierra se convierte en mujer
(«Hombre que mira la tierra»), reseca y vieja por el paso de la Historia. Es con el acto del
agua cuando se transforma en símbolo de la reproducción y se forma un barro con charcos
que parecen ojos, y es que la tierra-mujer también mira; ese hombre que mira la tierra se ve
reflejado en sus huellas, en esos espejos que se crean por donde él camina.
En contraposición a la mirada (los ojos) nos encontramos con las manos. Si la mirada
significa el alma interior de la mujer las manos (y también a menudo los pies) significan su
alma exterior, es decir, su imagen desnuda. Son sus ojos los que dejan entrever sus
sentimientos, son nuestras manos las que sienten la belleza de su desnudez más corporal. La
distinción entre su imagen y su alma se ve en el poema «Hombre que mira el cielo», en el
que aparecen los siguientes versos:
En la mirada tirita el alma, en ella descansa la fluidez del agua interna. Sin embargo, en
las manos se recoge toda la mujer en su desnudez, ya que normalmente las manos son la
única parte del cuerpo que queda al aire, junto al rostro, donde a la vez se encuentran los
ojos. Además, las manos crean un lenguaje propio: el lenguaje de las caricias («Hombre
que mira a una muchacha», Poemas de otros):
La mujer, por otro lado, aparte de a la mirada, está íntimamente unida al amor. No existe
el amor sin la mujer, ésta es un sentimiento que a veces se confunde en el corazón con el
amor. Con el amor, el «yo» individual del hombre y la mujer se convierte en «nosotros», la
primera persona singular pasa a ser primera persona plural. Según el propio poeta «el amor
es uno de los elementos emblemáticos de la vida. Breve o extendido, espontáneo o
minuciosamente construido, es de cualquier manera un apogeo en las relaciones humanas».
«El amor es un centro», mejor dicho, el amor es el todo, incluyendo a la mujer,
naturalmente. El amor es una marea de la sangre, un ideal, es un árbol que poco a poco
pierde sus hojas y se convierte en un «fantasmita», en un tronco desnudo que perdura hasta
que cae por el propio pudrimiento de la madera. En este amor también hay una
imposibilidad de conocer plenamente al otro, por mucho que creamos que lo conocemos,
ese conocimiento es poco, nunca podremos saber lo que siente en cada momento nuestro
amante, sólo lograremos conocer sus aspectos más superficiales: su cuerpo, a través de
nuestras caricias, sus miradas, a través de nuestros ojos, la tristeza corporal, sus gestos,
etc... esto lo vemos en el poema «Es tan poco» (Poemas del hoyporhoy):
Lo que conoces
es tan poco
lo que conoces
de mí
lo que conoces
son mis nubes
son mis silencios
son mis gestos
lo que conoces
es la tristeza
de mi casa vista de afuera.
En este amor la mirada resurge de nuevo. Si la mujer se reduce a la mirada, el amor sólo
sobrevive con el juego de las miradas. Es la mirada lo que configura la unión de ambos
(«Estados de ánimo», Poemas de otros):
Sereno en mi confianza
confiado en que una tarde
te acerques y te mires,
te mires al mirarme.
Esta mirada de pareja tiene en «Asunción de tí» su reflejo en la unidad del agua de una
fuente, espejo de ambos sujetos poéticos, y que en cuya profundidad espían y reconocen sus
almas, es en ese contexto acuático donde se desarrollan y se construyen un futuro,
descubriendo quiénes son esos «nosotros» que ni siquiera saben que están ahí, temblando
en el líquido unitario de ambas miradas.
Por otro lado, la unión espiritual de ambos espíritus corporales se produce de acuerdo a
la existencia de los otros. Son los demás los que crean la unidad de ambos amantes
(«Asunción de tí»):
Son los otros, el «ellos», los que dan unidad amorosa a ambos cuerpos, solo incluso con
pensarlos, solo con imaginar a ambos en un plural.
Es decir, la mujer de la mayoría de los poemas de Benedetti es una sirena, es esa mujer
medio desnuda, bella, marítima incluso, que nos llama y cuando la buscamos, desaparece,
es esa mujer que nos tienta, pero que nunca logramos alcanzar.
Por otra parte, la noche es el espacio y el tiempo en el que se crean los sueños, éstos son
lo único que nos queda de la mujer desaparecida, como ya se ha apuntado anteriormente
más arriba. Los sueños son los que hacen que nos sintamos acompañados en la soledad
nocturna, son ellos los que nos acercan un poco más a esa mujer que hemos perdido, pero
que siempre se contrapone a la mujer «ideal», a la cual nunca podremos encontrar.
En esta separación de ambos sujetos poéticos nos encontramos con dos finales: o bien la
mujer regresa de su exilio amoroso, y si vuelve, vuelve distinta, va a venir sabiendo que
han compartido ambos la soledad, va a volver como si fuera otra, y vuelve para reclamar y
buscar a aquella que fue en el pasado («Asunción de tí»); pero también puede ocurrir que
ella no regrese, caso en el que el hombre intenta reconstruir con su nostalgia y sus sueños
aquel pasado que gozaron juntos en las noches enlunadas.
En esta nostalgia nos encontramos con otro tipo de mujer: La patria. Aquí cabe hacer la
aclaración de que en varios de los poemarios de Mario Benedetti aparece la patria como
mujer, pero no la mujer como patria, la nostalgia del exilio por la patria es muy similar a la
nostalgia del enamorado por la ida de su amada. Es en el exilio cuando esta mujer, que es la
realmente necesaria, se echa de menos. El poeta intenta comparar los lugares más
significativos en los que ha estado exiliado con los de su paisito, ese «trocito de tierra con
forma de corazón». Se siente extranjero, extraño («en francés son sinónimos», verso del
poema «Aquí lejos», Las soledades de Babel), está como ausente, lejano de sus huellas,
triste por la pérdida de sus orígenes, extraña el aire montevideano, en su lejanía es de veras
cuando ama su Uruguay materno. Es un náufrago que busca encontrar el puerto de su
salvación, y es que su país simboliza todo: la poesía, sus amigos, Luz, la solidaridad, el
amor... Es en esa separación cuando la patria se convierte en grito, en la desesperación de la
más dolorosa de las soledades.
Por último, la verdadera Mujer (con mayúscula) del poeta uruguayo es la mujer que
aparece en el intratexto, es decir, Luz. En ella están todas las cosas, es ella la que simboliza
a la mujer benedettiana, todos los sujetos femeninos de su poesía se reducen a ella. Es la
mujer por excelencia, en ella se encierra la inspiración del poeta; Luz es, nunca mejor
dicho, la luz de Benedetti. La mayoría de los poemarios están dedicados a ella, Luz es su
«mengana particular» (citando literalmente la dedicatoria del libro Las soledades de Babel),
es su mujer, con todos los matices connotativos que la palabra conlleva. Pero, ¿es ella la
mujer que aparece reflejada sobre los versos? En la poesía de Benedetti hay dos mujeres, la
que se toca y se respira, la que aparece en la primera superficie de sus poemas y otra mujer,
la cual se halla escondida por debajo, en una segunda superficie poemática, podríamos
decir que ésta es la mujer que de algún modo da sentido al poema entero, esa mujer interna
de su poesía es Luz, que actúa como soporte de toda la poesía de Mario Benedetti dedicada
a la mujer.
Bibliografía citada
Benedetti, Mario, Primavera con una esquina rota, Madrid, RBA Editores, 1993.
Las historias del corazón están siempre cercanas o no están, simplemente. Y cuando las
historias cordiales se ven imbricadas en las propias de la poesía, miel sobre hojuelas, que
suelen decir en mi tierra castellana. El colmo puede acercarse a su expresión cabal cuando
de Mario Benedetti se trata, así sean prosas lo que se considere o sus muy sentidos versos,
incluso aquellos que pudieran parecer más desganados y distantes, como poco humanos
Ése es Benedetti, con tantas resonancias de Antonio Machado, tan cercanos ambos a mis
propios deseos y quehacer. No tener ganas de algo y salir todo a pedir de boca. Y la lluvia
en los cristales. Y la letra que avanza. Y las palabras que nos aguardan siempre, a la vuelta
de cualquier esquina que el autor de La tregua nos reserva para la sorpresa y la solidaridad
física, metafísica e intelectual, no habrá que olvidarlo, pues que sus palabras son potencias
cargadas de presente, para que el futuro resulte también alentador. Nuestras historias con
Mario Benedetti han devenido siempre soplos de aliento para vivir la vida con más
intensidad, y para no ser egoístas un poco ridículos, para entender que las ideas y los
sentimientos y todos los vehículos capaces de transmitirlos apuntan siempre al hondón del
alma propia proyectada en los demás. Que así se escribe literatura, así se hace poesía sin
aspavientos ni pecaminosas arias solipsistas de obsoleta torre de marfil, porque a la postre
lo que de verdad cuenta es la oculta sabiduría de la elección sensible.
Son historias de amor, luminosas incluso en los errores. Como la que hoy traigo a
colación, tras estos distractivos prolegómenos, referida con precisión a una memorable
lectura de sus versos, llevada a cabo en el Paraninfo de la Universidad de Murcia, una tarde
de olorosa primavera en esta tierra de naranjos y limoneros, donde los aromas nunca son
suaves ni diluidos. Más de cuatrocientos estudiantes abarrotaron la sala y otros tantos
tuvieron que permanecer fuera escuchando, de lejos, como podían. Los versos de este
hombre, sus presencia menuda y su palabra pausada, con trémolos, así como el gesto entre
burlón y amable más la sonrisa con travesura, constituyen algo especialmente atractivo y
subyugante. Parece haber nacido para los jóvenes. Y es muy de agradecer que sus escritos
se manejen e intercambien como preciosas monedas apetecibles, incluso, por su templado
contacto revelador de tantas cosas. Aquella tarde se desgranaron algunas prosas y bastantes
versos de manera jubilar y excitante: desde breves poemas burlones y aún satíricos sin
exceso, hasta poemas amplios de gran aliento, estimación y pretensiones, todas cumplidas.
Al final, nos quedamos con tres inéditos por aquellas calendas y que resultan dolorosos,
a la vez que estimulantes para salir siempre a la superficie y encontrar la luz. Son «Sombras
nada más», «Otherness» y «Aquí lejos», el más extenso de los tres y uno de los más
cumplidos que jamás haya escrito Benedetti. Después aparecerían publicados en Las
soledades de Babel, soberano y sobrecogedor título, que abarca tanto la realidad existencial
que preocupa al poeta, cuanto las resonancias literarias, históricas y de mitología de
tiempos lejanos que pueden convivir a diario en estos días.
De los tres pienso escribir, aunque sea poco. Pero ahora interesa la particular historia de
«Aquí lejos». En cuanto al tema, a la historia que se cuenta y canta -Machado siempre al
fondo- es competencia total del autor, porque cuenta su vida y lo que desea para un futuro
cercano y no exiliado. Para todos los demás, viene a ser la misma vida traslaticia y
trasladada, a tenor de las circunstancias de cada uno, que bien pudieran ser las de todos, por
la globalidad en la que siempre terminamos. Vengamos al recuerdo de unos ejemplos
clarificadores
Soledad no es libertad...
Con la palabra enlazo signos
identidades de mi país secreto.
La vida, los deseos, las remembranzas, la lejanía, toda la nostalgia del mundo encerrada
en versos lapidarios, chorreantes de sangre del espíritu, con el síndrome de Ulises
gravitando en su frente que es la de todos.
Así terminó la tarde, con este poema profundo, sentimental y compartido, en el que se
revela muy actualizado el espíritu de aquel otro de Bertolt Brecht, que así termina: «Hay los
que combaten toda la vida. Esos son los imprescindibles». «Aquí lejos» es el poema de la
lucha eterna, del combate sin fin que nos aguarda, incluso cuando se vislumbran las puertas
del paraíso.
Pues bien, a la noche y a la hora mágica de los conjuros, cuando sorbíamos café y otros
licores y la conversación recorría los meandros más comprometidos del espíritu, me atreví a
solicitarle una donación valiosa: que nos dejara el poema inédito, para publicarlo en el
Departamento de Literatura Hispanoamericana como anticipo y editio princeps de cualquier
futura publicación. Generoso como siempre, nos lo dejó con amable, amistosa dedicatoria
personal y colectiva.
Y como era valiosa la dádiva, le buscamos un marco adecuado. El encuentro que cerró
su recital lo pusimos en letra impresa, con lo que apareció un pequeño hermoso libro único
titulado El Escritor y su Sombra con textos de varios profesores, amigos y especialistas al
principio del volumen, como introducción auténticamente preparatoria. La segunda parte la
ocupan los 219 versos, exactamente, del magnífico poema. Y desde entonces, aquellos
versos tuvieron la virtud de transmutar el agorero y protervo aquí lejos, en el esperanzado y
jubilar aquí cerca.
Transcurrido un cierto tiempo, en el año 1991 aparece el libro Las soledades de Babel
que se abre, precisamente, con el poema que nos ocupa. Resultó conmovedora la nueva
lectura, iniciada por el inquietante endecasílabo «He sido en tantas tierras extranjero»,
heroico, incluso, en su acentuación rítmica y musical, de apretados acentos convergentes a
partir del perfecto pretérito que, parece, habrá de durar toda la vida para que se cumpla,
biselada y al sesgo, la exclamación de Peter Handke recordada por el propio Benedetti al
principio del libro: «Feliz aquel que tiene sus lugares de permanencia».
Trilogía Hegeliana
Son versos distribuidos del principio al fin del poema que hablan bien a las claras de lo
apuntado. Con la nostalgia como telón de fondo, con la amargura de ser ciudadano del
mundo sin haber elegido serlo, pese al optimismo de Dickens, con el temor siempre
imperante de no saber si, al cabo, seremos los que fuimos para nosotros y para los demás. Y
sin embargo, todo será un secreto a voces cuando culmine. Es el final del poema e ignoro si
allí se confunden realidad y deseo. El caso es que escrito queda.
Entre ambos extremos se produce una reflexión y un sentimiento múltiples, que son a la
vez expresión del propio yo creador del poeta que escribe y una extrapolación previsible a
la universalidad de las categorías no sólo literarias. De ahí que el poema mezcle,
continuamente, la experiencia personal vivida -un realismo a veces desolador, en ocasiones
esperanzado- con la extensión a todas las criaturas de la tierra, igualmente exiliadas en
algún sentido. En tal sentido, la propuesta y el propósito son claros.
no dejé de cavilar
en mi español de alivio
aunque me rodearan lisboetas o bávaros
ucranianos o tesalonicenses.
Sería una isla rodeada de otras islas, aunque los demás creyeran estar en la tierra de
promisión alcanzada. Es un juego muy existencial, personalísimo, pero también muy
universal. El eterno juego de la literatura, de la poesía cruel y concentrada.
El poema está claramente dividido en seis partes, con una primera y una sexta más
breves y condensadas, para comprimir e impresionar más y mejor, como se pretende. Cabe
destacar en la primera los versos inicial y final
Por lo tanto, buenas llaves de apertura y cierre: lo particular (Poeta, Mario Benedetti)
aunado con lo general (todos los lectores posibles, la humanidad entera). El alfa y el omega
de un proceso revelador y terrible, con la esperanza de encontrar un claro en el bosque.
La sexta parte potencia idéntica realidad, pues que comienza con lo estrictamente
personal e intransferible
y entonces el país
este país secreto
será un secreto a voces
todo precedido de una declaración que es casi un apotegma, sobre la base inocente de un
elemental retruécano
Dicho quedó más arriba que recordaría dos poemas como ideal marco de «Aquí lejos»,
por cuanto hacen referencia y alusión a una idea fundamental en la poesía contemporánea:
la machadiana esencial heterogeneidad del ser, filosófico bergsoniano y poético-creador. Y
recurren a la definición de la poesía, en general, así como a la propia poesía en particular.
Repito lo de machadiano para insistir en ello. El recuerdo y reflejo del poeta español
está de principio a fin, pese al título en inglés. El ser es uno y lo mismo, como pretendía
Parménides. Y, al propio tiempo, es cambiante y distinto siempre. Aquí la filosofía queda
perpleja y necesita de un Jano bifronte que ayude un poco. No así la poesía, para quien la
solución de contrarios es una de sus columnas básicas, uno de los trabajos más normales de
su taller. Así que, ser uno y lo mismo, ser uno y lo otro vienen a coincidir en la esencia de
lo poético, incluso discursivo. Lo que contrapone la filosofía, la poesía lo unifica sin
problemas ni remedio. Porque hay que leer el final del poema para entender lo que con la
sola razón sería imposible
sucede, por otra parte, que en esos versos endemoniados aparece la voz irónica y magistral
de un escritor no precisamente grato a Benedetti, alejado a miriadas de sus postulados
poéticos y vitales, el gran Jorge Luis Borges. Bastaría recordar, como ejemplo a título, el
poema que dedica a Heráclito, tan dialéctico, tan comprensivo y denso de poesía. Los
versos finales de este «Otherness» lo confirman y aseguran, de donde también cabe
deducir, con la Rochefoucauld, que todo está dicho y tan sólo permanecen las formas
distintas de decir aquello que ya nunca será nuevo bajo el sol, tan clásico.
Pero el poema comienza con un verso lapidario -¿ha reparado el avisado lector, que los
principios siempre son más rotundos que los finales en los textos de Mario Benedetti?- que
plasma la síntesis de la historia futura y es una espléndida llamada de atención para quien
lee
A las mientes viene de inmediato un texto famoso de Julio Cortázar, aquél en que el
desvalido y frágil unicornio se queja de estar aislado, de no encontrar ni siquiera un
corralito donde expresar su solidaridad con todo el mundo. Las gentes lo rechazan para que
sea distinto, como los otros quieren que sea. El unicornio se queja y sigue siendo unicornio.
Benedetti se queja y continúa siendo Benedetti. Porque esos demás pretenden, sobre todo,
modificar sus códigos de conducta, sus esquemas mentales, sus presupuestos estéticos, para
Así, del cortazariano «escribir distinto» se pasa a la normal segunda proposición, que
humanamente debió ser la primera, por lo que de nuevo el pensamiento poético se
superpone, adelanta al pensamiento racional
Y el tercer punto de referencia cierra el silogismo de las dos primeras estrofas: juego
cabalístico donde los haya, barajando el dos y el tres en función del uno
Como las aguas del río que van a dar con la mar
seguiré escribiendo
igual a mi o sea
de un modo obvio irónico terrestre
rutinario tristón desangelado
Todos los caminos, en efecto, conducen a Roma. Y estos del «Otherness» desembocan
en la definición precisa de la poética personal, como ya indicaba más arriba a propósito de
las apoyaturas básicas que utiliza Benedetti para la expresión cabal de su emocionante y
profundo «Aquí lejos».
El nuevo poema se titula «Sombras nada más o Cómo definiría usted la poesía». No
puede ser más propio de este uruguayo irónico y zumbón, que dice las mayores verdades
con apariencia de ligera beatitud. De un lado está el conocido bolero que habla de la
existencia de «sombras nada más, entre tu vida y mi vida; sombras nada más entre tu amor
y mi amor». El binomio amor-vida en el centro de la atención posible. Y la sombra como
nube que puede oscurecer la dialéctica intelectual sensible, amén de lo popular, el lenguaje
que todo el mundo entiende, aunque tenga otros niveles reservados a los mejor entendidos.
Pero, además, la pregunta manida que suele hacerse. ¿Cómo definiría usted la poesía, el
universo, el amor, la muerte, la guerra de la Martinica, cualquier cosa que se lo ocurra al
poco ocurrente preguntador? Incluida la suave perfidia léxica del usted, para mayor
apariencia de seriedad y transcendencia.
Benedetti responde con todo afecto, en forma de poema explicativo, que es una de la
mejores maneras de responder, con el ejemplo vivo de lo que se hace y siente. Con la
sorpresa inicial de la perplejidad dubitante
Y a partir de ahí, las hipótesis, los condicionales, la posibilidad de ser, las virtualidades
todas, no para la ceremonia de la confusión, sino para centrar el tema y suscitar posibles
respuestas, que bien pudieran ser otras, incluso inciertas, con lo que los ecos machadianos
afloran de nuevo a superficie. Invirtamos, pues, la situación, lleguemos al extremo
contradictorio: definir lo que no es poesía. Y entonces, el poeta aprovecha la ocasión para
la enumeración caótica, Cohen al fondo, teorizador de lo moderno, de las grandes o
pequeñas tragedias de lo humano, a cuyo sesgo aparecen palabras como espectro, muerte,
admonitorio, eróstratos, rencor, defoliadores, gángster, mezquinos y prescindentes. ¿Dónde
quedó la lírica pura, para no tocarla más, que así es la rosa? Y sin embargo, adviene la
duda. Dice: «Pero no estoy seguro». Y entonces aparece Dios con toda seriedad. Las alturas
de lo divino como territorio de la poesía, con toda emoción y respeto, con toda seriedad.
Porque la poesía utiliza
y no es tan sólo un juego de palabras, lo que ya sería suficiente. Sombra y memoria son
la sustancia de lo poético, en relación de complementarios, repito, para llegar a la
conclusión posible, que se revelará nueva premisa mayor de la siguiente tríada
Sombra. Memoria. Y Poesía. Bastan las tres palabras para lo que he pretendido
transmitir de aquella tarde memorable, de aquel poema conmovedor, de aquella misteriosa
atmósfera poética difícilmente repetible. La poesía proyectando su creadora sombra para
que la memoria recuerde lo que somos y cómo existimos.
AQUÍ LEJOS
He sido en tantas tierras extranjero
después de todo
¿qué paso con la confianza?
si me tomas el pulso
si te lo tomo yo
verás/veré que hay menos osadías
por minuto y por sueño
sé que aquí habitan los enteros
y su entereza no es de las que encogen
a la segunda lluvia
o a la primera sangre
pero se trata de una entereza animal
de bicho duro que pasó por el fuego
por el miedo por el rencor por el castigo
por la frontera del desencanto
y quedó chamuscado memorioso
convaleciente desvalido
se trata de un país
que supo y sabe amar sin atenuantes
y también odiar como Dios manda
abrevadero embalse mito
cripta de penurias almacenadas
en las cuatro estaciones
y a los cuatro vientos
soledad no es libertad
(ya es hora de aceptarlo)
sino pálida añoranza del otro
o de la otra
del borde de la infancia
de dos o tres misiones incumplidas
con la palabra enlazo signos
o más bien trato de enlazarlos
signos durables de mi país secreto
y mi país secreto se levanta
y cuando al fin me roza con sus sílabas
entonces yo lo asumo con mi voz cascada
y entonces el país
este país secreto
será secreto a voces
Colaboración semejante la tuvo Benedetti con Daniel Viglietti, otro cantautor uruguayo
y personaje clave desde el punto de vista político, cultural y musical en la transformación
del Uruguay a partir de 1968. A dos voces (1978) es el resultado del trabajo llevado a cabo
entre Benedetti y Viglietti. Las canciones son en su mayoría de denuncia política y crítica
social.
En 1985 llega El Sur también existe, con música de Joan Manuel Serrat y letra de Mario
Benedetti, y en algunos casos de Benedetti y Serrat, que abarca diez composiciones, de las
cuales algunas han nacido como canciones -la que da el título al LP y «Una mujer desnuda
y en lo oscuro», por ejemplo- y otros son adaptaciones de poemas previos de Benedetti. Los
temas son de lo más variado: la reivindicación político-social («El Sur también existe»), el
canto de la esperanza («Vas a parir felicidad»), lo cotidiano («Testamento de miércoles»),
la descripción del paisaje del exilio cubano («Habanera»), la ironía («Los formales y el
frío»), el discurrir a lo largo de la vida («Currículum»), etc. Aquí también hay crítica social,
el tema de las injusticias, la desigualdad entre los hombres, pero no faltan referencias al
amor. Ese amor que, casi a escondidas, trasluce en las canciones de Serrat como en los
escritos de Benedetti. El amor como un territorio inevitable en nuestras vidas, pero nunca
patético.
Además de estos tres trabajos más articulados y conocidos, Mario Benedetti tiene unas
80 letras de canciones que figuran en el repertorio de numerosos intérpretes, y un librito
titulado Canciones del más acá (Benedetti, 1988), que incluye 60 textos suyos.
Así y todo los trabajos que Benedetti prefiere son los tres llevados a cabo con los
cantautores, ya que con los tres tuvo una colaboración intensa y estimulante.
Al parecer, no cabe duda de que la poesía de Benedetti es muy adecuada para ser
musicada, aunque para llegar del poema a la canción el camino es largo y, a veces, arduo y
laborioso. La poesía es un género distinto de la canción, a la hora de poner música a unos
versos hay que remodelarlos, o cuando no, volver a escribirlos. Las letras que se cantan no
son poesía pura. Las canciones, por repetirse innumerables veces, deben contener palabras
que no cansen el oído. Pero, una vez canciones, los versos llegan a la muchedumbre,
incluso a quien poesía no lee. Y seguramente muchos de los versos de Benedetti son
conocidos por millones de personas porque se hicieron canciones.
Más difusamente hablaremos de la colaboración que Mario Benedetti tuvo con Joan
Manuel Serrat, el cantautor catalán-español más representativo de este país, por tener más
de treinta años de carrera y unos treinta discos, y por ser hijo de la posguerra y haber vivido
durante la mitad de su vida la dictadura y luego la transición que condujo a la democracia
en España. Todo ello, interiorizado y comunicado por Joan Manuel Serrat, gracias a su
manera de sentir, hace de él una de las figuras básicas del escenario cultural de la España de
hoy. A Serrat le toca vivir una época de cambios notorios en la vida, las costumbres, la
manera de expresarse de todo un pueblo, una época en la que desaparecen las metáforas
crípticas. La palabra se hace «libre», y aunque en todo momento de cambio las «reglas» no
están claramente definidas, empieza una época en que por lo menos se puede expresar uno
libremente. Y Serrat pudo seguir por un camino en que según dice él, «es siempre mejor
tener miedo que tener vergüenza» (Serrat, 1997).
Dicho esto, no es preciso seguir recorriendo la trayectoria artística de Serrat, por ser
personaje tan notorio como querido desde el Mediterráneo hasta el Pacífico, pasando por el
Atlántico -como pasa con Mario Benedetti pensando al revés- pero sí cabe fijar el punto de
partida de este intérprete barcelonés de la canción, que subraya el hecho de que jamás se
sintió «personaje político», aunque se haya terminantemente puesto en contra de las
dictaduras: no yendo por una década a Argentina, no queriendo cantar en México cuando la
dictadura franquista ordenó el fusilamiento de unos cuantos españoles reaccionarios al
totalitarismo de Franco, por no sentirse representante de su país que en esa ocasión actuaba
de una forma que él no compartía. Si todo ello llevó a menudo a pensar en Serrat como
figura política, a él le importa mucho precisar que su oficio es el de traducir en palabras los
sentimientos de todos y cada uno y que la canción no es más sino «un desahogo, el epílogo
del llanto» (Serrat, 1995). Las canciones, por contener los temas de lo cotidiano, del amor a
lo social, están inevitablemente hechas de los acontecimientos que caracterizan el momento
en que la canción se produce.
Por su parte, en 1985 Joan Manuel Serrat no era nuevo en musicar obra poética: están
las experiencias anteriores con algunos poemas de Antonio Machado (Dedicado a Antonio
Machado, 1969) y Miguel Hernández (Miguel Hernández, 1972) en castellano y de Joan
Salvat-Papasseit (Serrat 4, 1969) en catalán. Lo nuevo fue musicalizar los versos de un
poeta latino-americano y no español, y además viviente, pero era de esperarlo por quien
dice que se siente «un latino-americano de Barcelona», y que siempre ha sido el
«embajador musical» de España en América Latina, a la que considera «una amante, una
vampiresa embaucadora, encantadora, maravillosa, mágica, dulce... Y me enamoré»
(Serrat, 1995).
Siendo éstos los sentimientos mutuos y la consideración que tienen el uno del otro, no
podía salir sino una obra exitosa y entrañable.
Y es lo que hizo Serrat cuando propuso a Benedetti trabajar con sus poemas para que se
convirtiesen en textos cantables, diciéndole: «Tengo como 10 ejemplares de Inventario. Y
cada vez que lo releo llego a la misma conclusión: allí hay mucho material para hacer
canciones. Pero habría que trabajarlo» (Paoletti, 1995: 191). Por su parte, dice Benedetti:
«La tarea no fue nada fácil, ya que en varios casos se trataba de convertir en letras de
canciones versos originariamente escritos en versos libres» (Benedetti, 1997). El Sur
también existe abarca 10 poemas, escritos durante 1984 y 1985, y son: «El Sur también
existe», «Currículum», «De árbol a árbol», «Hagamos un trato», «Testamento de
miércoles», «Una mujer desnuda y en lo oscuro», «Los formales y el frío», «Habanera»,
«Vas a parir felicidad», «Defensa de la alegría». Esas letras generalmente tienen como
antecedente poemas anteriores -sólo algunas fueron escritas directamente como canciones-,
pero, al hacerse canciones se efectuaron cambios en su extensión y estructura.
«De árbol a árbol» es una llamada a la solidaridad. Hay todo un desfiladero de nombres
de árboles, de las especies y los lugares más distintos -del olivo de Jaén al quebracho de
Entre Ríos, del ombú de la Pampa a la ceiba antillana, del sauce de Tacuarembó al castaño
de Campos Elíseos, etc. -que quizás se puedan ver como metáfora de los hombres. Lo
sugiere el refrán «los árboles ¿serán acaso solidarios?». Que sean o no solidarios, no lo
preguntarán los diarios, nadie se planteará el problema. El de la solidaridad es otro tema
querido sea por Benedetti, que por Serrat, y que a menudo sale en la obra de ambos. Es,
además, una actitud presente en sus vivencias, en sus actos públicos y en sus
manifestaciones de vida. Los dos siempre fueron solidarios con las justas causas de lo
humano.
«Los formales y el frío» es otra inmersión en lo cotidiano, nos da una hermosa imagen
de una pareja muy formal en sus primeros encuentros, donde la emoción se mezcla con el
estorbo y la torpeza es salvada por la espontaneidad: las primeras y tímidas miradas, los
temas típicos de las situaciones en que todavía no se ha llegado a la confidencia. Al final, es
el amor, «ese célebre informal», que desbarata lo formal llevando a la situación más
natural, que es, por supuesto, una noche de amor.
Decíamos antes que El Sur también existe nace de una idea de Serrat, de su admiración
por la obra de Benedetti, a quien no conocía personalmente, aunque siempre lo sintió
cercano, por reconocerse en los contenidos de sus poemas e identificarse en sus textos. Por
ello no fue tan difícil encontrar la expresión musical. La primera elección de los poemas la
hizo Serrat, eligió unos veinte, de los cuales sólo diez se transformaron en canciones, tras
un largo y, a veces, complicado trabajo que se desarrolló por teléfono, por fax, y juntos en
varios lugares: Madrid, Palma de Mallorca, Barcelona, Buenos Aires y Montevideo.
Los dos están de acuerdo en decir que no siempre fue fácil reconvertir los textos en
letras de canción, estando la poesía de Benedetti escrita en versos libres. Tuvieron que
buscar la forma más adecuada y la métrica que requiere el canto.
El resultado de esa colaboración fue el nacimiento de una amistad profunda que ambos
no pierden ocasión de remarcar. Se encontraron en seguida en sintonía, quizás por ser
personas semejantes, por tener vivencias análogas: los dos son fieles a los ideales, los dos
vivieron la dictadura en sus países, la represión de su oficio por parte de los órganos
oficiales, las secuelas íntimas y concretas que deja el vivir sin libertad, aunque sea por un
tiempo limitado. Los dos sufrieron el exilio, que es la máxima forma de frustración a que se
puede someter un individuo. Vivir en su propia piel unas determinadas cosas no puede
dejar indiferente a nadie, menos aún a quien hace de la expresión de sus sentimientos su
oficio, su manera de comunicar con los otros y de hacer conocer las realidades de un lugar
que, de otra manera, se podrían perder en el olvido: «Los poetas son inventores. Descubren
emociones en las que nos reconocemos de la misma forma que inventan palabras que
sintetizan ideas» (Serrat, 1997) dijo Serrat cuando le he preguntado qué opina de la palabra
desexilio, el neologismo acuñado por Mario Benedetti. Y realmente nuestro poeta logró
sintetizar en una palabra todo un mundo de sentimientos y estados de ánimos que para
describir haría falta un conjunto de palabras o enteras oraciones. Es una palabra, un
concepto, que surge de la experiencia personal de Mario Benedetti. Serrat también ha
vivido el exilio, entre Estados Unidos y México y no podía no entender lo que expresa
Benedetti en sus escritos. Escribe Serrat: «a ambos nos une el hecho de tener que cruzar el
Atlántico para irnos y regresar, aunque en sentidos opuestos. Mientras uno fue de acá para
allá, el otro iba de allá para acá. Nos diferencia que mi exilio fue mucho más corto».
(Serrat, 1997).
Bibliografía citada
Benedetti, Mario, Letras de emergencia, Buenos Aires, Editorial Alfa Argentina, 1973.
Benedetti, Mario, Daniel Viglietti, Gijón, Ediciones Júcar, Los Juglares, 1974.
Benedetti, Mario, Canciones del más acá, México D.F., Nueva Imagen, 1988.
Paoletti, Mario, El aguafiestas. La biografía de Mario Benedetti, Buenos Aires, Seix Barral,
1995.
Serrat, Joan Manuel, Entrevista de Rosa Montero, El País Semanal, nº 80, 30 de agosto de
1992.
Serrat, Joan Manuel, Entrevista de Ana Cristina Navarro, TVE, «La vida según...», 7 de
diciembre de 1995a.
Serrat, Joan Manuel, Entrevista de Gianni Min~, Storie, RAI 2, 2 de mayo de 1997.
Sierra i Fabra, Jordi, Serrat, Barcelona, Edicions de Nou Art Thor, 1987.
La expulsión en 1975 de Mario del Perú (antes había tenido que abandonar, perseguido,
su país primero y Argentina después) está ampliamente documentada en el capítulo
«Exilios y mudanzas», de El aguafiestas, la excelente biografía de Benedetti hecha por su
tocayo Paoletti. «La decisión, explicó allí Benedetti, fue irme a Cuba. Le mandé un
telegrama a Haydee Santamaría y al día siguiente me enviaron la autorización para viajar».
Paoletti añade:
Mario se irá, pues, a Cuba, que sigue siendo su patria política y el lugar donde ocurre
la Revolución a la que se siente ligado por un doble compromiso de admiración y lealtad.
Pero no se va feliz, como había ocurrido en los sesenta, sino con el ánimo por el suelo
porque ahora Mario es un hombre marcado por la dictadura de su país, y una simple
llamada telefónica desde La Habana a Luz o a su madre (ni hablar de los amigos) sería
excusa suficiente para un encarcelamiento.
Más allá de la amarga anécdota, quiero destacar que el vínculo establecido en la carta
mencionada al principio entre dos grandes compañeros, Roque Dalton y Mario Benedetti,
por un tercero de su estirpe, Julio Cortázar, está lejos de ser azaroso. Revela la ardua lucha
y la inmensa tensión de una época en que nuestra América intentó (renovando los tiempos
de L'Ouverture, Bolívar, San Martín, Hidalgo, O'Higgins y Artigas; de Betances, Gómez,
Maceo y Martí; de Zapata, Villa, Sandino y Farabundo; de la Guatemala asesinada en 1954)
conquistar la plena independencia, la democracia y la justicia verdaderas: y volvió a pagar
un altísimo precio por su intento, de nuevo mayoritariamente infructuoso. «La falsía, la
derrota, la humillación», como en los versos del paradójico Borges, fueron otra vez «el
antiguo alimento de los héroes». Y no sólo de los entregados esencialmente a la acción,
como el Che Guevara y Salvador Allende, para mencionar dos figuras políticas señeras,
sino de numerosos escritores y artistas que también pagaron con sus vidas el querer hacer
realidad algunos de sus más nobles proyectos. A la labor de varios de ellos (que conjugaban
la militancia y la producción literaria), Mario Benedetti la antologó con el título Poesía
trunca.
No fue sólo aquella poesía lo que entonces quedó trunco: hubo numerosos muñones en
numerosos órdenes. Pero ellos volverán a florecer un día, aunque a tantos de nosotros no
nos corresponda ver la nueva floración. La primavera llegará sin que nadie haya sabido a
ciencia cierta cómo fue, según escribió Antonio Machado. Y lo habrá hecho porque nunca,
ni en la estación más fría y hosca, los que la requerían, la ansiaban, la merecían de veras,
dejaron de creer en su regreso. Hablo de lo que aún no ha ocurrido, pero cuyo aire, al igual
que en un verso de Nicolás Guillén, ya huele a madrugada. Hay custodios o nuncios de la
primavera, así sea con una esquina rota; hay hombres y mujeres lastimados por dentro y por
fuera (con las sombras de algunos de los cuales nos encontramos hace poco en Andamios),
cuya alma conserva tanta verdad, tanto recuerdo, tanta limpieza (y tanta esperanza:
«memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios» la llamó el primer o segundo
Borges), que les impide olvidar que tuvieron altos sueños, irrealizables acaso en su
totalidad, y someterse al barro que se les ofrece como único consuelo, cuando no como
alimento único. Tal es la herencia mejor que pueden y deben dejar a quienes vienen
después y, si se estiman en algo, no van a resignarse a la mediocridad que los amos han
diseñado para ellos. Entre esos custodios o nuncios que siempre vieron lo épico imbricado
con lo ético y lo estético, y que en más de una ocasión dieron a sus palabras, exigentes,
oficios manuales y cantables, insólitos para otros (oficios de amor que no se cansan de
exaltar sucesivas oleadas de auténticos jóvenes: ellos sabrán), ocupa un lugar eminente
Mario Benedetti.
Lo dicho niega en forma categórica que se trate de un hombre de ayer, de esos 60 que
ahora no pocos quieren ver estigmatizados o, en otro sentido también erróneo, mitificados.
Nada hay en él de estatua de ceniza o de sal, ni lo corroe la saudade, esa hermosa pero triste
palabra galaicoportuguesa que supongo emparentada con la castellana soledad. Mario, tan
lleno de memorias, es sin embargo un hombre de hoy, y cálidamente acompañado. En todo
caso, como corresponde al que es actual y fermental, es también un hombre de mañana: un
mañana al que no se puede renunciar sin renunciar a lo mejor de sí.
Más de una vez ha citado Mario la definición que un integrante mayor de tal familia (y
de otras), Martí, diera de la crítica: el ejercicio del criterio. Benedetti incluso nombró de esa
manera un libro suyo de voraz lector y luminoso enjuiciador, uno de esos libros crecientes a
los que nos tiene acostumbrados: así ocurre, pongamos por caso, con su Inventario, que
comenzó por ser un tomo discreto y no sabemos de cuántos volúmenes de versos llegará a
contar. Glosando aquel título suyo de raíz martiana, llamé a estas páginas, que también
quisiera de raíz martiana: «Benedetti: el ejercicio de la conciencia». Así lo veo en lo
fundamental.
Y aquí vale insistir en el presentismo e incluso el futurismo (escuelas y modas aparte) de
lo que hace Benedetti. Bergson acertó al escribir: «Conciencia significa acción posible».
Llena de ilusión el anhelante público masivo, juvenil y trabajador que asedia en todas
partes a Benedetti, y es más que un fenómeno sociológico, sin que ello sea poco. No son
fuegos de artificio lo que atrae a ese público (quizá sería mejor llamarlo lisa y llanamente
ese pueblo). Es la indoblegable conciencia de su autor. A quienes lo leen y lo escuchan
copiosamente, les repugnan la inconciencia, la inmoralidad, la hipocresía, la corrupción, los
hábitos egoístas e insolidarios puestos de moda por los triunfadores pasajeros y sus
publicitados amanuenses.
A lo largo de muchos años que recuerdo con felicidad, aunque en ellos haya momentos
difíciles, he visto hacerse la obra, y casi me aventuro a decir que la vida, de Mario
Benedetti. Esto de la obra y la vida no es, referido a él, concesión a un lugar común. Mario
ha sabido fundirlas ambas, dándole a la primera la genuinidad de un organismo de carne y
sangre; y a la segunda, la armonía de una creación del espíritu. Cuando hace más de tres
décadas fue por primera vez a Cuba, invitado por la Casa de las Américas para integrar el
jurado de su Premio Literario, ya era el autor de obras de primer orden, como Poemas de la
oficina, Montevideanos, La tregua, El país de la cola de paja, Gracias por el fuego: obras
que además del talento del autor revelaban la notable densidad intelectual del Uruguay
donde se formó, y se engendraron publicaciones periódicas como la inolvidable Marcha.
Pero no menos que esos libros de Mario nos conquistó su privilegiado corazón. Él ha
contado, con su habitual generosidad, cuánto le significó aquella primera experiencia
cubana. No fue el país lo que lo impresionó, un país como cualquier otro: fue el esfuerzo de
un pueblo hermano por edificar, en condiciones adversas y frente a un terco enemigo con
apetencias de devorar a nuestra América, una vida más digna, sueño de numerosas
generaciones de latinoamericanos y caribeños. No se le escaparon ya entonces,
naturalmente, nuestras imperfecciones, inevitables o no, como tampoco se les escaparon a
Roque, a Cortázar, a tantos amigos y amigas que contra viento y marea siguieron siéndolo
(siguen siéndolo), en situaciones que iban a hacerse cada vez más duras.
Cuando regresó a Uruguay (como a finales de 1962 había vuelto a Argentina don
Ezequiel Martínez Estrada, otro extraordinario hacedor de nuestro hogar), Mario y yo nos
cruzamos las cartas de las que voy a transcribir fragmentos, para que se aprecie la
naturaleza de su relación con la Casa. Están escritas, hecho infrecuente, en verso: pero no
se olvide que Mario había producido hacía poco una novela en verso, El cumpleaños de
Juan Ángel, hecho más infrecuente aún. (Por cierto, de un personaje de esa novela, según lo
confesó en carta pública a Eduardo Galeano, tomaría su nombre de guerra o de paz el hoy
subcomandante Marcos.) El 5 de marzo de 1971 hice llegar a Benedetti la siguiente
epístola:
De la cultura y la revolución,
Donde Mario pondría alma y razón.
Nunca como en esa década del 70 fueron puestos tan a prueba el temple y la dignidad de
Mario Benedetti. Ante la feroz arremetida imperialista, con frecuencia sus letras, como las
de otros de los pariguales de Mario, se volvieron emergentes, o él mismo se volcó en la
abierta faena política, que no es el campo natural de este renovador de ideas, como no lo
fue de Martínez Estrada, Cortázar ni muchísimos más. En todo caso, la suya fue, como no
podía menos de ser, la política del desprendimiento y el sacrificio, no la trepadora.
Porque creo que Mario hubiera podido suscribir algunos de sus términos, y porque
trasmite a cabalidad la temperatura de la época, voy a citar fragmentos de una carta que
desde Buenos Aires, el 27 de abril de 1972, me envió Rodolfo Walsh:
En este clima, comprenderás que las únicas cosas sobre las que uno podría o desearía
escribir, son aquellas que precisamente no puede escribir, ni mencionar; los únicos héroes
posibles, los revolucionarios, necesitan del silencio; las únicas cosas ingeniosas, son las que
el enemigo todavía desconoce; los posibles hallazgos, necesitan un pozo en que esconderse;
toda verdad transcurre por abajo, igual que toda esperanza; el que sabe algo, no lo dice; el
que dice algo, no lo sabe; el resultado de los mejores esfuerzos intelectuales se quema
diariamente, y al día siguiente se reconstruye y se vuelve a quemar. // Este cambio doloroso
es sin embargo extraordinario. Para algunos la vida está ahora llena de sentido, aunque la
literatura no pueda existir. El silencio de los intelectuales, el desplome del boom literario, el
fin de los salones, es el más formidable testimonio de que aun aquellos que no se animan a
participar de la revolución popular en marcha -lenta marcha-, no pueden ya ser cómplices
de la cultura opresora, ni aceptar sin culpa el privilegio, ni desentenderse del sufrimiento y
las luchas del pueblo, que como siempre está revelando ser el protagonista de toda
historia...
Conocemos de sobra los capítulos pavorosos que siguieron. Desde el Chile del generoso
gobierno popular de Allende, que había llegado al poder en elecciones convencionales,
hasta Argentina y Uruguay, bárbaras dictaduras militares sembraron el terror más
sanguinario, a fin de implantar singulares transiciones. En muchos otros países, se yuguló o
paralizó a regímenes positivos. Detrás de esto estaban instituciones como la Escuela de las
Américas, la tenebrosa academia creada por los Estados Unidos para enseñar a oficiales de
nuestra América la manera más eficaz de convertirlos en torturadores y verdugos de sus
propios pueblos. Como de un tiempo a esta parte a los gobernantes de aquel país les ha
dado, sarcásticamente, por pretenderse defensores y hasta árbitros de los derechos
humanos, que han conculcado con perseverancia, hasta ellos hablan hoy de esos crímenes,
harto conocidos ya por el resto del planeta (véase el filme de Costa Gavras Estado de sitio,
cuyo ominoso protagonista es un instructor yanqui de torturadores ajusticiado en Uruguay),
y ni qué decir por sus víctimas, en caso de no haber sucumbido.
Ésta fue la atmósfera que tuvieron que padecer hombres y mujeres como Benedetti, y se
está en el deber de no olvidarla. De riesgos así pudo salvarse, a menudo casi de milagro, el
autor de textos magníficos en que defendió a los oprimidos y desenmascaró a los opresores,
sin tibiezas ni consignas. Por eso Cortázar, escritor exquisito si los he conocido, y honrado
a carta cabal, pudo decir que «Mario es uno de los hombres más valiosos de nuestro
continente y por tanto siempre en peligro». Concluida la matanza que hizo desaparecer a
millares de hombres y mujeres, sobre todo jóvenes y hasta niños, las hordas recibieron
instrucciones de volver a sus guaridas hasta nuevo aviso. La impunidad les sería
garantizada, como así fue. Al entusiasmo revolucionario, por su parte, iba a seguirle, tras la
sangrienta derrota, el explicable desaliento momentáneo. Pero puede matarse a los seres
humanos, no a sus ideales. Mario no sobrevivió para sahumar a los asesinos o compartir el
cinismo de los que cambiaron de posición como de chaqueta, aduciendo que las ideas que
sostuvieron eran incorrectas y fueron vencidas, lo que es sencillamente una infamia: un
crimen nada tiene que ver con una victoria intelectual. Mario sobrevivió como aquel
elefante del poema de Rafael Courtoisie que decidió no perder la memoria. Para tener
derecho al porvenir, hay que no olvidar lo inolvidable.
Por otra parte, así como, no siendo Benedetti un ciego doctrinario, cuando se vino abajo
el castillo de naipes a que fue reducido, con el mote «socialismo real», el gran experimento
nacido en Rusia en 1917 aquel entierro no era suyo, como Galeano dijo de sí, tampoco
tendrá que arrepentirse de las cobardías y vilezas que contemplamos después de la caída,
cuando no faltaron tontos que creyeron llegado el fin de la historia con el supuesto triunfo
definitivo de lo que años atrás Benedetti había llamado «el capitalismo real». Habida cuenta
de lo ocurrido luego, en un Sur que existe cada vez más esquilmado y que ahora incluye
buena parte del que se llamó Este, no faltan los que ya están arrepintiéndose de sus
arrepentimientos.
A lo largo de una vida que no temo llamar ejemplar, Mario ha ido diciendo sus verdades
sin contemplaciones ni tibiezas. De seguro no ha acertado siempre. Por supuesto, tampoco
nosotros. Si lo he de saber yo, que tanto he discutido con él: a algunas de esas discusiones
alude mi epístola en verso. Sólo que discutir con un hombre íntegro como él es un
privilegio que nunca sabré cómo agradecer bastante.
Mencioné algunos posibles miembros de la familia espiritual a la que creo que pertenece
Benedetti, aunque no todos los criterios de aquéllos me parecen compartibles. Por ejemplo,
lamento que Unamuno no haya entendido desde el primer instante la felonía de los que se
alzaron contra la República Española en 1936; o que Sartre haya prestado su nombre a los
que en determinada situación calumniaron a la Revolución Cubana. Esas debilidades, sin
embargo, no pueden hacerme olvidar la grandeza básica de sus existencias. Benedetti no ha
incurrido en cosas semejantes. Pero tampoco quiero presentarlo como un santón de utilería.
Lo que sé es que cuando el mundo se encrespa (como antes hacía, por ejemplo, con
Bertrand Russell, y hasta hace poco con Darcy Ribeiro), busco ahora la opinión de algunos
colegas que estoy seguro de que me ayudarán a orientarme. Entre ellos, uno es muy famoso
en el mundo, aunque no colabore en el New York Times, que dice publicar «all the news
that's fit to print». Lo he considerado un Bartolomé de las Casas de su propio Imperio,
representa a los Estados Unidos que amo, y se llama Noam Chomsky. Otro es quizá menos
famoso pero no menos digno de serlo: y, como Blas de Otero, de seguro no quiere ser
famoso, sino popular. Sin que deje de vivir en el Uruguay de su corazón, lo más noble de
España lo ha acogido como un hijo, honrándonos a todos. Se llama Mario Benedetti, y es
una conciencia alerta y valiente que nos ilumina, enseña y enorgullece.
Con estos recursos, el afán desmitificador de los poetas coloquiales alcanzará diferentes
niveles, no sólo dentro del propio lenguaje, dentro del texto, sino también fuera de éste. Sus
actitudes, a la hora de enfrentarse con la poesía, serán muy diversas, pero la búsqueda de
diferenciación respecto a poéticas anteriores les llevará lógicamente a intentar reivindicar
una propia o a plasmar aspectos de la teoría poética en sus escritos.
Sin duda, los coloquiales luchan por ver más allá o de otra forma lo que los poetas
anteriores, a través de sus «artes poéticas», mostraban a los lectores: sustancialmente, una
definición de lo estético. En cambio, para los coloquiales el hecho poético no es algo
abstracto o estático, sino que entienden la poesía como algo temporal, que evoluciona al
mismo compás que el ser humano y las circunstancias sociales que lo envuelven. No
olvidemos que todo poeta, quizá con más intensidad desde la revolución romántica, escribe
su poética de forma implícita y si el lector indaga puede encontrar en casi todos los autores
elementos susceptibles de reconstrucción teórica.
Pero tampoco me tomen (ni nos tomen) al pie de la letra. Las definiciones de los
poetas son tan indefinidas que cambian como el tiempo. Algunos días son despejadas, y
otros, parcialmente nubosas: a veces llegan con vientos fuertes, y otras, con marejadilla.
Pero lo más frecuente es que se formen entre bancos de niebla.
Benedetti se planteaba en este artículo la siguiente pregunta: «¿cómo ven la poesía los
propios poetas de América Latina?», y a través de un «limitado inventario», según sus
propias palabras, citaba la visión que de ella tenían algunos autores del siglo XX, llegando
a la conclusión de que «el poeta, ni siquiera cuando cree que predica, es un predicador».
Pero ¿qué ocurre con el provocador-mentor del análisis que nos ocupa? Lo mejor es que
dejemos que él mismo nos cuente cuál es su visión sobre estas «artes poéticas»:
En los últimos veinticinco años he escrito por lo menos tres poemas que pretendían
ser otras tantas artes poéticas, pero creo que, después de todo, la que prefiero es la más
antigua, tal vez porque es la menos explícita y, para suerte del lector, la más breve:
Que golpee y golpee
hasta que nadie
pueda hacerse ya el sordo
que golpee y golpee
hasta que el poeta
sepa
o por lo menos crea
que es a él
a quien llaman.
Entre los versos benedettianos, son algunas más las composiciones que a lo largo de su
trayectoria poética intentan definir la poesía o en muchos casos resaltar su visión particular
de ésta.
Como acabamos de recordar, Benedetti declaraba en 1990 que de las «artes poéticas»
que ha escrito a lo largo de su carrera como escritor se quedaba con la primera: un poema
que precisamente titula «Arte poética» y que pertenece a su libro Contra los puentes
levadizos (1965-1966). Esta composición estaría acompañada, sustancialmente, por otras
cuatro más, correspondientes a diferentes etapas de su obra, en las que el escritor uruguayo
nos va definiendo cuál es su visión sobre la poesía cambiante con el paso de los años. Los
tiempos cambian y también sus observaciones sobre el hecho poético sufren
transmutaciones que siempre van unidas a las formas variables de su creación poética.
Composiciones como «Semántica», perteneciente a Quemar las naves (1968-1969); «Arte
poética» de Preguntas al azar (1978); «Sombras nada más o cómo definiría usted la
poesía», de Las soledades de Babel (1991), y «La poesía no es» de su último poemario El
olvido está lleno de memoria (1995), forman un compendio en el que el autor uruguayo nos
va proponiendo planteamientos diferentes, aunque siempre relacionados, sobre lo que es
para él poesía.
En términos generales, y ante todo en las composiciones citadas, hay un intento, por otra
parte muy propio de los coloquiales, de desdramatizar su visión sobre el hecho poético.
Benedetti no es una excepción, sino uno de los creadores de esta desdramatización de lo
poético que a él le lleva a entender la poesía como elemento vital y a plantear su percepción
de lo poético desde la humildad de quien asume ser «el aguafiestas» de la poesía o el
monaguillo de lo que se ha llamado alta poesía, o considerarse a sí mismo, como nos dice
en una composición de El olvido está lleno de memoria, un «poeta menor». Un poeta
menor, que acaso sea el hermano mayor -diríamos con Borges- de tantos poetas futuros.
Desde la libertad de quien no tiene más pretensiones que escribir lo que siente, surgen
unas «artes poéticas» llenas de dinamismo y de anticonvencionalidad. A través de ellas,
Mario Benedetti nos va ofreciendo composiciones reflexivas sobre el arte poético donde se
parte, sobre todo en las primeras, de presupuestos generales sobre la poesía, hasta una
concepción de lo poético mucho más explícita como puede observarse en las últimas.
Respecto a la primera de las artes poéticas citadas, incluida en Contra los puentes
levadizos, nos encontramos ante un texto que fue escrito en plena efervescencia de la
corriente coloquialista. El autor nos remite a un proceso de metaforización en el que la
poesía, en manos del creador, puede ser considerada como un arma social que sirva para
remover las conciencias. Benedetti, a través de la personificación de la poesía, insiste en
que ésta «golpee y golpee», como entendiendo que nadie la quiere escuchar, y que
mediante esta acción el poeta «crea / que es a él / a quien llaman». Él es quien debe tomar
esa voz, a la que muchos hacen oídos sordos, para transmitir lo que ella quiere comunicar.
Pero al mismo tiempo, el autor nos presenta el hecho poético como un ello, como algo
objetivo que se impone al poeta, con el sentimiento de que la poesía está por encima del
propio escritor, y éste es un mero transmisor de un mensaje. Sin duda, estamos ya muy
lejos del romanticismo becqueriano de «poesía eres tú» y ahora el creador, individualizado
en Mario Benedetti, desde una postura en ocasiones inconsciente o conscientemente
desubjetivada, debe convertirse en vocal de algo no ya inefable sino decisorio para el
pueblo, en la voz de una conciencia que se le impone a él mismo, que no importa por ser
suya, sino por su misma fuerza transmisora.
En otro libro que publicará años después, Quemar las naves (1968-1969), y bajo el título
de «Semántica», el autor uruguayo volverá a reflexionar sobre la palabra poética,
avanzando en su conciencia de poeta coloquial. Mediante una serie de metáforas reflejará
ahora su preocupación sobre la importancia de la palabra, y llegará a la conclusión de que
«tu única salvación es ser nuestro instrumento», convirtiéndola en un «lindo serrucho».
Como en su primer «arte poética», la palabra es considerada como instrumento, pero
además, desde estos versos, se hace un alegato a favor de una poesía explícitamente
mayoritaria: «tu porvenir es desolimpizarte», requisito éste fundamental para los poetas
coloquiales y que nos recuerda al verso parriano, «Los poetas bajaron del Olimpo».
Estamos ante un arte poética mucho más concreta que la anterior; ahora el autor dialoga
con la palabra mediante guiños de complicidad: ésta en sí no es nada, es una herramienta
que el poeta intenta personalizar. Pero con esta negación doble el autor va mucho más allá,
enfrentando dos conceptos de poesía. Por una parte, términos como los de refugio, muro,
trinchera, caverna, monasterio, todos ellos vocablos oscuros, palabras graves, nos remiten
connotativamente a entender la poesía como algo estático, cerrado, como quizá nos han
contado lo que es o debe ser la poesía. Y frente a esta concepción, como antítesis, el poeta
nos dirá que «tu única salvación es ser nuestro instrumento / caricia bisturí metáfora fusil
ganzúa interrogante tirabuzón / blasfemia candado etcétera», vocablos agudos que evocan
sensaciones vivificadoras, palabras que en sí son transformadoras y abiertas, como ese
«etcétera» con que termina el último verso citado. El autor propone liberar el lenguaje de
sus referencias obligadas, de términos cuyo significado no cambia nada como muro,
monasterio, caverna, etc., para convertir la palabra en algo expresivo, porque la poesía no
es resistencia pétrea, sino transformación.
Demos un paso más, de la mano del propio poeta, en el proceso de esta arte poética que
comentamos. Benedetti es también consciente de que una tentación de la poesía es la de
tomarse las palabras en su propia belleza -«la tentación o mejor dicho la orden es que te
mire fijo»-; pero él prefiere hacer de la palabra, como dirá al final de este poema, «un lindo
serrucho», es decir, hacer del poema una forma simbólica de cortar con el lenguaje viejo y
caduco y ofrecer un lenguaje nuevo y transformador, de belleza cotidiana y útil.
Un tono diferente tendrá su tercera arte poética, también titulada «Arte poética», y
perteneciente a Preguntas al azar (1986). Más de una década ha pasado ya de la anterior, y
también su poesía se ha llenado de otros contenidos y referencias; libros como Cotidianas
(1978-1979), Viento del exilio (1980-1981) o Geografías (1982-1984) aparecen poblados
por términos como exilio, nostalgia y memoria, convirtiéndose éstos en claves
interpretativas de su Poética; al tiempo, sus versos acuden a elementos más intimistas y
autoreferenciales. Estamos así ante un texto en el que el escritor uruguayo entiende el arte
poética a tenor del cariz que ha tomado su poesía en los últimos poemarios. También aquí
la poesía es asumida como un instrumento, pero de salvación para no caer en el solipsismo.
Ahora la poesía es «un modo de crecer», «un modo de entender», «un modo de sentir», «un
modo de arrojar / por la borda lo prohibido», en definitiva, un modo de «no morir de
nostalgia / ni asomarnos al abismo». Es decir, que ésta se ha convertido, «sin saberlo y sin
sufrirlo», en un medio de supervivencia que sirve para hacer la vida más llevadera y así
sigue siendo interpretada -a diferencia de la concepción de lo poético en el Romanticismo,
donde se entendía la poesía como conocimiento individual- como un elemento vital, «un
modo de crecer», no sólo de saber. En estos momentos el hecho poético no es únicamente
la verdad que se le impone al poeta como transmisor, tal como nos decía en su primera arte
poética, ni tampoco obligatoriamente una necesidad instrumental como promulgaba en la
segunda; la poesía es entendida ahora como un revulsivo de la vida misma, y con ello el
poeta da un paso más en la concepción crítica de lo poético que se mostraba ya en
«Semántica», un paso más en la crítica a aquella tradición literaria que sólo se centra en la
belleza de la palabra; así lo expresan claramente los siguientes versos: «y aunque
extraviemos los nombres / incautarnos de los símbolos»; sobrevivir con la poesía es
también vivir el verdadero sentido de la poesía.
Si bien José Emilio Pacheco pensaba que la poesía podía ser, entre otras muchas cosas,
sombra de la memoria, Mario Benedetti destaca que el escritor mexicano no descartaría que
ésta pudiera ser también memoria de la sombra, que en realidad es lo que el poeta uruguayo
opina que es poesía. En esta dialéctica de términos semejantes, aparentemente
contradictorios, pero muy relacionados, se encuentra implícita una visión diversa de lo
poético. Mientras que para Pacheco, fundamentalmente, la memoria es algo vivo, un acto o
una serie de actos susceptibles de orientación, que se proyectan -como los actos cuyas
sombras eran precisamente las palabras para Demócrito- para Benedetti, la dialéctica es
acaso aún más sutil: de lo que uno ha hecho puede quedar sombra y el poeta siempre tiene
memoria de esa sombra, y no sólo sombra de esa memoria, porque, como él mismo afirma,
«pasa el amor y deja sombra / el odio pasa y deja sombra», y «con la memoria de esas
sombras / damos alcance / en ciertas ocasiones / excepcionales ocasiones / a la blindada
frágil poesía / o quizá a la memoria de la sombra / de la poesía».
A través de este certero juego de palabras, que es mucho más que un juego, Benedetti
está tal vez rescatando a la memoria poética intuiciones artísticas que incorpora a la poética
coloquial y que conforman el poema. Por primera vez en las artes poéticas benedettianas el
autor se hace explicar mediante recursos como las enumeraciones que ahora son caóticas;
precisamente este carácter caótico de las enumeraciones no era frecuente en su creación
poética anterior: «en el vacío del delirio / en las hipótesis del sexo / en la ceniza finalista»;
asimismo, introduce conceptualizaciones más abstractas: «y con la clave de los cuerpos / y
las complicidades de la luna» e incorpora términos muy machadianos -no olvidemos que es
uno de sus poetas preferidos- como «la sombra asombra a los olivos / a las glorietas a los
campanarios», para terminar la estrofa con un toque de modernidad, «a las antenas
parabólicas».
De talante similar será la composición a la que aludíamos como semejante a ésta última
en negatividad, «La poesía no es», de su libro El olvido está lleno de memoria (1995);
mediante la forma del soneto, Benedetti define aquí la poesía a través de negaciones hasta
llegar a identificarla como mecanismo catalizador de la realidad: «la poesía asume su
invento de lo real». Es decir que la poesía, asumida en este caso desde una perspectiva
bastante generalizadora, hace de la realidad su propio mundo, pero también añade más
realidad a lo real. Si el yo o el él poético discurrían de forma disimilada en sus primeras
artes poéticas, en las que el autor podía ser fuerza generadora de nuevas esperanzas; en esta
última arte poética, sobre todo, encontramos que la singularización del creador -como el
llamado, como el inspirador de instrumentos- ha desaparecido. Se diría que ahora, después
de una larga trayectoria, la poesía puede ser la única protagonista del poema, sin que el
autor necesite nombrarse, ni ser su testigo. Parafraseando a Bécquer, el poeta es aquél que
no necesita decirse para que haya siempre poesía; claro está que no estamos ante ningún
tipo de hermetismo, sino ante una verdadera liberación de un yo que somos todos.
Tal vez esta exposición, desde una perspectiva general, nos sirva para afirmar que la
creación de «artes poéticas» en Mario Benedetti se establece en evolución paralela con su
trayectoria poética. Las «artes» son un claro reflejo de las características de su poesía: si en
sus primeros libros el escritor es claramente social, la función de la poesía para él también
lo será; en cambio, cuando otras palabras se van introduciendo en sus textos, como
memoria, exilio, tiempo o soledad, su visión sobre la poesía será otra más adecuada a la
temática de sus versos. Pero lo realmente importante es que Mario Benedetti, desde sus
artes poéticas, nos convencerá de que la poesía, a pesar de lo que muchos digan, sirve para
negar el escepticismo y que la palabra poesía significa libertad estética, es decir, libertad.
No es una novedad afirmar que la obra de Mario Benedetti establece como una de sus
prioridades provocar un diálogo con el lector lo más efectivo posible o, dicho con el
término que revitalizó el propio autor, activar su capacidad comunicante. La renovación del
lenguaje poético que eso conlleva se sitúa en una línea que relaciona su obra con la de
algunos otros poetas latinoamericanos contemporáneos, y esas afinidades estéticas, unidas a
otras generacionales y a notables coincidencias de actitud e intenciones, son, como se ha
estudiado en trabajos de reciente aparición, elementos que permiten entender la poesía
coloquial como otra poética hispanoamericana del siglo XX, como un nuevo proyecto
común de dimensiones continentales.
Ahora bien: el empeño confesado por conseguir esa resonancia, no se pone en práctica
en forma de manifiesto, ni de proclamaciones directas, ni mucho menos a través de
concesiones al facilismo, sino todo lo contrario: «preocuparse por establecer nexos con el
lector -advierte Benedetti- de ningún modo implica hacerle concesiones, ni sólo decirle lo
que quiere escuchar»; en su relación con el lector Benedetti deja claro que el buen poeta ha
de ser un provocador, un cariñoso provocador, porque «cuando uno quiere a alguien [es]
lógico que procure elevarlo y no disminuirlo, abrirle los ojos y no cubrírselos con una
venda». Naturalmente, una comunicación de este tipo exige utilizar un código fácilmente
descifrable por el destinatario, de ahí que uno de los rasgos más llamativos de su poesía sea
el lenguaje accesible, la sencillez sintáctica y la modalidad expresiva y estilística cercana al
registro conversacional. Pero esa sencillez del lenguaje, también lo ha dicho el autor
muchas veces, no es más que el instrumento de una actitud (lo cual es mucho más que una
técnica literaria) cuyos antecedentes remonta Benedetti hasta esa «obsesión por hablar
claro» que detecta en Antonio Machado y que define como «un modo peculiar y
eficacísimo de meterse en honduras y de traernos desde ellas sus convicciones más lúcidas
y conmovedoras».
Estos temas centrarán muchas de las reflexiones posteriores del autor que analizan las
posibilidades y la utilidad de estrechar los vínculos con el lector, inquietudes que, como se
sabe, lo llevan a dedicar gran parte de las entrevistas de Los poetas comunicantes (1972) a
preguntas relacionadas no sólo con el hacer más visible, sino sobre todo con el querer hacer
de los poetas, con sus intenciones. Este interés de siempre creo que lleva directamente a sus
tesis posteriores sobre las relaciones entre acción y creación intelectual: Para el poeta, la
acción (que sobre todo es acción mental) es la provocada por una obra que formula
preguntas, siembra dudas y moviliza rebeldías y otras pasiones; se trata de ese tipo de
acción que puede provocar «el desenlace de la contradicción interna, la solución de la
controversia, un paso al frente, o hacia atrás, pero siempre un movimiento decisivo»,
porque gracias a ella quien escribe «comprueba la validez o la caducidad de sus
presupuestos mentales, de sus opiniones, de sus vaticinios, de sus principios». Pero esa
acción mental resulta ser también un modo muy eficaz de seducción artística: el lector no
puede más que sentirse atraído por algo que lo ayuda, también a él, a definirse mejor. Esta
atracción la intuía Benedetti al analizar la obra de otro de los poetas comunicantes, pero
creo que no hay duda de que son palabras perfectamente aplicables a la suya:
me consta y sé
nunca lo olvido
que mi destino fértil voluntario
es convertirme en ojos boca manos
para otras manos bocas y miradas
Esta intención confesada de ser voz pero además intentar ser portavoz, se traduce en la
puesta en práctica de un registro poético que activa la complicidad (otra de las nociones
fundamentales de la poética de Benedetti) permitiendo al lector reconocer indicios de
afinidad, descifrar contraseñas, interpretar un guiño y, así, iniciar o consolidar un vínculo
afectivo con la obra. Tras eso que es quizá sólo un primer paso, se produce lo que Benedetti
llama función «participante» del lector:
Participación significa hacerse partícipe de la experiencia artística, introducirse en la
obra, aunque sólo sea con una atención crítica (...) Por ello el lector participante suele ser
riguroso, vigilante con respecto al escritor; por eso atiende no sólo a su obra, sino también a
su conducta, a su actitud. Y esto ocurre tal vez porque lo juzga como uno de los suyos, y no
como a un personaje que de vez en cuando prorrumpe en dictámenes magistrales e
inapelables.
El lector suele desconfiar de los autores dogmáticos, los demasiado seguros o los que se
esfuerzan por esconder tras palabras opacas esas contradicciones e inseguridades que a
todos, poetas y lectores, nos acosan. La claridad, por tanto, es el instrumento imprescindible
para establecer un clima poético en el que el lector se sienta parte de un «diálogo», dice
Benedetti, desarrollado «en un plano de igualdad, de confianza mutua, de recíproco
aprendizaje, de trabajos y riesgos compartidos», lo que, añade el autor, «tiene aún otra
validez, otro poder fermental». Pero, ¿cuál?
El ensayo citado no ofrece una respuesta explícita, quizá porque hacía tiempo que
Benedetti venía insinuándola: algunos años antes, al definir su postura respecto a la
valoración de Rubén Darío por parte de los poetas contemporáneos, planteaba lo siguiente:
«El problema consiste en saber si, después de leerlo, el lector sigue siendo el mismo», pues
la prueba infalible que permite reconocer a los grandes creadores es que éstos «nos
conmueven, en el intelecto o en la entraña, y al conmovernos, nos cambian, nos
transforman». Desde entonces (quizá desde mucho antes) Benedetti ha intentado aclararnos
de qué comunicación nos habla. Parece claro: esa otra validez del diálogo poético depende
de su capacidad de persuasión; la comunicación se establece para la transformación del
lector. Ése es su poder fermental y esa transformación -una de las «Prioridades del
escritor»-, la forma de llevar a cabo su revolución posible. Provocar una transformación
íntima o un esclarecimiento personal es también una forma de aporte comunitario, porque
ese prójimo-individuo conmovido y transformado, responderá con nuevos valores, con
nueva conciencia, con más sensibilidad, dirigidos hacia otros prójimos. Además, junto con
la reforma agraria y la reforma urbana, la «revolución posible» de Benedetti apuesta fuerte
por otra reforma, que no es menos importante: lo que él llama «la reforma anímica (o sea,
del ánimo y del ánima)».
Paralelamente, y en estrecha relación con estas reflexiones (tal vez porque la poesía es el
género donde Benedetti confiesa sentirse más cómodo y expresarse mejor), su poesía ha ido
deslizando cada vez más claves inconfundibles. Un buena muestra de ello es el poemario
Las soledades de Babel (1991), especialmente expresivo, ya desde el título, de esa voluntad
comunicante suya, que entiende la poesía como un lugar de encuentro con la experiencia
ajena, con las soledades de otros que hasta entonces, como en Babel, hablaban cada una un
idioma distinto. El poema que da titulo al libro, por ejemplo, me parece una de las
exposiciones poéticas más logradas de esas mismas ideas del autor. Y es que, aunque en la
obra de Benedetti son muchas las «artes poéticas» en las que, con ese título o con otro, el
poeta analiza su trabajo, da la impresión de que ahí no es donde realmente se confiesa. Esas
artes poéticas explícitas son casi siempre una declaración de principios, tanto éticos como
estéticos, pero creo que hay otro grupo de poemas que permiten entender mejor la
reiteración de ciertos motivos que caracterizan su obra y la amplitud de los mismos, porque
estos poemas funcionan, quizá sin proponérselo, como algo parecido a un manifiesto, como
una declaración, no ya de principios, sino de intenciones poéticas. Por eso creo que
Benedetti condensa en la imagen «soledades de Babel», inspirada por la cita del Génesis
que abre el capítulo, toda una serie de profundas reflexiones sobre el oficio de escribir que
por las mismas fechas ocupaban su labor ensayística.
Y en este punto es donde creo que coinciden claramente poesía y reflexión en prosa,
porque el poema «Las soledades de Babel» parece ser la exposición poética (es decir,
decantada, esencial) de esas mismas cuestiones, de la decidida postura a favor de la
vocación comunicante de una soledad individual que «se pregunta por otras soledades»,
frente al «dialecto de uno sólo» de aquellos escritores-individuos (o individuos a secas)
condenados, como los habitantes de Babel, a una soledad incomunicada, insolidaria y
empobrecedora. Así podrían entenderse estos versos:
las soledades de babel ignoran
qué soledades rozan su costado
nunca sabrán de quién es el proyecto
de la torre de espanto que construyen
Tal vez no sea más que una valoración personal, pero creo que este proceso por el que la
«soledad de Babel» se convierte en su contrario la «soledad comunicante», la filosofía que
envuelve ambos conceptos y sus manifestaciones en la creación artística, son los
ingredientes fundamentales de lo que se ha llamado la «vertiente reflexiva» de la poesía de
Benedetti, siempre que esa vertiente no se oponga a la otra, llamada «de compromiso con la
realidad inmediata», ya que, desde mi punto de vista, ambas son una misma cosa: si esta
última parecía destinada en principio a comprender y rescatar lo auténtico de su país (o de
otros países), escondido bajo diferentes formas de estafa oficial, en la otra vertiente, la
«reflexiva», la intención es la misma, sólo que dirigida al individuo, que con demasiada
frecuencia puede llegar a estafarse a sí mismo. Seguramente no hay realidad más inmediata
que ésa. Conviene recordar además que la noción de compromiso adquiere en la obra de
Benedetti proporciones muy amplias, que abarcan desde el significado estrictamente
político hasta el sentido más «elemental», es decir, el compromiso entendido básicamente
como la voluntad de cumplir y exigir cumplimiento de la palabra dada, de las promesas, de
cualquier promesa. En suma: aquí el compromiso -ese «convaleciente»- empieza por uno
mismo, se define como «un estado de ánimo», y se ofrece a través de su obra como antídoto
contra la instalación del engaño, la frivolidad y la hipocresía en zonas de importancia vital.
Por eso su lección de autenticidad se aplica, por supuesto, a lo político y lo social, pero se
concreta también (o sobre todo) en la intimidad del ser humano. Surgen entonces los
poemas de amor con trasfondo político, ético y hasta metafísico y esos otros poemas tan
característicos, de fuerte contenido político, que también casi siempre acaban siendo
canciones de amor. Sobre estas confluencias opina el autor:
...no creo que haya en esto una contradicción, porque la política es también una
forma del amor (aunque no viceversa). Hay que aventar cierta mentirosa imagen que suele
presentar al luchador político como un ser tan riguroso en su disciplina, que es incapaz de
amar como cualquier hijo de vecina, e incluso a la hija del vecino, sobre todo si está bien de
piernas e ideología. El amor no es un artículo suntuario sino una necesidad vital del ser
humano. Y no pensamos avergonzarnos de semejante realismo.
Creo que la confluencia en ese punto de las dos «vertientes» de su obra es lo que hace de
Benedetti un autor comprometido, sin duda, pero sobre todo comprometedor. Quiero decir:
su poesía consigue establecer una situación interpretativa en la que las fórmulas coloquiales
y otros recursos invitan al lector a sentirse destinatario y participante de un mensaje que lo
compromete por entero -«en el intelecto y en la entraña», como diría él- porque ese
ejercicio de soledad compartida, la lectura, no sólo pone al lector en comunicación con el
autor, sino especialmente consigo mismo.
También de esto ofrece Las soledades de Babel suficientes ejemplos (pienso en poemas
como «Hablo de tu soledad», «Onomástico» y, sobre todo, «Certificado de existencia»),
pero hay otro poema que me parece mucho más demostrativo de esos diferentes planos de
indagación a los que creo nos invita su poética. Me refiero a «No te salves», una de las
Canciones de amor y desamor de Poemas de otros (1973-1974), que -considerablemente
ampliado- procede de un poema anterior titulado «Entre estatuas», y que es mucho más que
una canción de amor y desamor, aunque también lo sea. Es muy conocido, pero creo que
vale la pena recordarlo:
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.
El poema es una de esas piezas que permiten descifrar algunos códigos de esta poesía
aparentemente sencilla, de lenguaje claro, imágenes directas y primera lectura fácil, pero de
otras lecturas posibles portadoras de significados no tan evidentes, que no tienen por qué
ser los mismos para todos los lectores y que por eso hacen inolvidables algunos versos.
Uno de esos significados que al menos a mí como lectora me sugiere el texto -más allá de
los estrictamente personales-, tiene que ver con esa búsqueda del lector participante, o co-
participante de esa soledad de dos que es el poema.
«No te salves» incluye algunos de los procedimientos recursos más utilizados por
Benedetti. Por ejemplo, el juego de contrarios, muy característico, que en este caso se logra
dividiendo el poema en dos partes simétricas separadas por el adversativo central, y
estableciendo el contraste entre los dos bloques de versos, con significado contrario pero
idénticos en la forma. Estos procedimientos reiterativos, también muy frecuentes en la
poesía de Benedetti, pueden relacionarse con una insistencia, digamos, didáctica
(plenamente acorde, por otra parte, con su arte poética preferida: «que golpee y golpee /
hasta que nadie / pueda ya hacerse el sordo»): el poeta no pretende adoctrinar, pero sí
seducir al lector, esto es, cautivar su ánimo y hacerlo partícipe de la meditada concepción
del mundo que le revela en sus versos. Para ello fija, con la repetición de la idea, el mensaje
que el destinatario ha de entender y retener hasta hacer suyo. Este tipo de tácticas de
Benedetti permiten pensar en una estrategia encaminada a hacer del poema una de esas
provocaciones al lector, una declaración de intenciones por la que el poeta establece las
bases para que esa comunicación participante tan perseguida pueda producirse. «No te
salves» expone, no sólo determinadas condiciones de amor, sino en realidad una actitud
global ante la vida y sus disyuntivas más profundas que rechaza de antemano la salvación a
la que alude el título, definida como una forma de desahucio emocional: quedarse sin
labios, sin sueño, sin sangre, sin tiempo...; es decir, acomodarse a un desapasionamiento
crónico que tal vez alargue la vida, pero seguro que no la enriquece. En esta misma línea
destaca, además de la contundencia de los versos, el rotundo mensaje final («entonces- es
decir, si te salvas- no te quedes conmigo») ofrecido como única certidumbre entre las dos
opciones expuestas en el poema. En versos como éste encontramos al Benedetti implacable,
al poeta empeñado en remover conciencias -también con canciones de amor y desamor- y
dispuesto a promover la «reforma anímica» con una llamada permanente a la acción (a la
acción mental y a la otra, su consecuencia). Un poeta que parece dibujar con trazos muy
precisos el perfil de su lector ideal, aquel que esté dispuesto a satisfacer las exigencias de
una poética que lo invita a explorar las posibilidades y los riesgos de la pasión, la
indignación, la esperanza o cualquier otro síntoma de que no es una de esas «estatuas» del
título original, exigiéndole -a veces de forma tan explícita como aquí- que sea receptivo o
por lo menos no del todo impermeable a esa oferta.
Contenidos semánticos similares aparecen en otros muchos poemas que exponen las
mismas intenciones de otra forma. Por ejemplo, en esos Versos para rumiar (de Letras de
emergencia) tan expresivos: «carajo decidámonos / y revolucionémonos»,
significativamente conjugados en primera persona del plural, pero también en poemas
como «Decir que no» (Contra los puentes levadizos), «Grietas» (Quemar las naves), «Me
sirve y no me sirve» (Letras de emergencia), en los catorce mandamientos de
«Memorándum» (Preguntas al azar), o en los contundentes imperativos que abundan en los
poemas de Despistes y franquezas. Por ejemplo:«arrímate a tu sol si eres satélite / usa tus
esperanzas como un sable (...) apróntate a salir y a salpicarte»; «ayúdate secúndate solázate
/ búscate en la quimera de los otros / inventa tus estrellas y repártelas (...) deja que el
corazón te elija el mundo / abrázate del miedo y no lo sueltes / vuélvete persuasión cautela
magia (...) libérate en las manos que te avisan / descúbrete en los ojos que te nombran...»
Es cierto que el autor concentra en su código verbal lo que Jorge Ruffinelli ha llamado
«la ideología de la esperanza»: la esperanza insuflada en el texto, en la palabra misma,
entendida como inspiradora automática de optimismo. Pero creo que, también, viceversa:
de antemano la palabra está inspirada por ese optimismo entendido como fuerza
movilizadora: «El pesimismo -ha escrito Benedetti- es, en cierta manera, una actitud
conservadora, autodefensiva, destinada a resguardar lo que ya se tiene; mientras que el
optimismo es el gesto primario destinado a alcanzar aquello de lo que se carece». La
poética misma del autor (y, desde luego, sus intenciones) es resultado directo de ese
optimismo deseante que lo define y que sustenta una confianza inquebrantable en el poder
de la poesía contra el pragmatismo vigente y en su capacidad de influencia social. Por eso
en esta obra las búsquedas y los esfuerzos creadores se han puesto al servicio del lector y se
dirigen a producir un lenguaje poético con el poder de comunicación suficiente para
convertir las soledades de Babel en una misma soledad, «tan concurrida», que en ella sea
posible que ese lector participante «alcance el fondo de sí mismo, comprenda el revés de su
propia trama, asuma el manantial secreto de sus deseos». Creo que estas palabras suyas
resumen bien cuál es la lección que Benedetti insiste en aprender y dictar, la de un militante
de la vida convencido de que la poesía es una de las más nutridas reservas de humanidad -
humanidad como cualidad y como especie-, y como tal hay que defenderla.
Mario Benedetti pertenece a la generación del medio siglo, también llamada del 45,
generación crítica o de Marcha (por el nombre del semanario homónimo en el que
colaboraron la mayoría de sus componentes). Su figura central es la del narrador Juan
Carlos Onetti, pero la integraron además Emir Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Idea
Vilariño, Rafael Ares Pons, Manuel Arturo Claps y Daniel Vidart, entre otros. En palabras
de Rama en esta segunda generación «ya la avant-garde europea se había instalado en
tierras americanas y procuraba servir de flexible instrumento para expresar problemas,
angustias, expectativas, de los hombres del continente cuando ya no se trataba de colonizar
un territorio artístico sino de probar en qué medida confería significación a la concreta
circunstancia que se vivía, con todas sus agudezas y contradicciones».
El contexto político de estos años tiene unas fechas claves, como la de 1933 por un
golpe de estado que lleva al poder a Gabriel Terra que hizo, en palabras de Benedetti,
«herida de muerte a la fe que el uruguayo tenía en su democracia». Aunque nueve años más
tarde, 1942, otro golpe restableciera la «normalidad democrática», el daño había sido
irreparable: «La cáscara democrática siguió en pie, pero se fue quedando sin pulpa y sin
carozo. La democracia se convirtió en un confortable lugar para exilarse dentro del propio
país... Fue entonces que los hombres públicos de moral intacta, pero de escaso ímpetu, para
no ser manchados por la corrupción huyeron de la política, de los cargos públicos».
En este contexto surge la obra de Mario Benedetti, uno de los más importantes escritores
del Uruguay contemporáneo, cuya actividad literaria ha circulado por los caminos de la
novela, el cuento, el teatro, el ensayo y la poesía. Resulta difícil hablar sólo de Benedetti
poeta pues el hombre de firmes convicciones sociales está detrás de toda su producción,
estableciendo un tupida red de vasos comunicantes entre sus diversas actividades. Desde
Literatura uruguaya siglo XX a Letras del continente mestizo, El recurso del supremo
patriarca, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Subdesarrollo y letras de
osadía o El desexilio y otras conjeturas, por citar sólo algunos títulos relevantes, Benedetti
ha estado mostrando claramente sus ideas ya fuera desde las filas del periodismo o del
ensayo literario; en la misma medida que la novela o el relato breve servían de vehículos de
difusión a su pensamiento.
Si estas fechas señalan uno de los ejes fundamentales en su obra, el tema del exilio, de
tan honda repercusión en la historia de los escritores latinoamericanos; no menos cierto es
que en la vida y obra del escritor uruguayo hay otras fechas especiales que explican la
propia dinámica evolutiva de su creación.
La obra de Benedetti se ha movido por los canales del realismo crítico, donde la ironía,
el tono conversacional, el diálogo abierto con el lector ha sido práctica constante de su
quehacer. Poeta de la urbe (se trasladó a Montevideo muy joven), hizo de la burocracia
pública el tema predilecto de sus primeros libros. Cuando publica su primer libro poético
La víspera indeleble (no incluido luego en Inventario, recopilación poética del autor que
desde 1963 ha ido gozando de sucesivas adiciones) corría el año 1945, época del Uruguay
bucólico, de democracia estable y buen nivel cultural y económico.
Entre 1959 y 1973, Benedetti viajó por diversos países, entre el 66 y el 67 se instaló en
París; a partir del 68 pasó largas temporadas en Cuba y llegó a integrar la dirección de Casa
de las Américas. Fueron años de ilusiones y confianza en un futuro mejor para América
Latina que conocen la publicación de tres novelas más, La tregua (1960), Gracias por el
fuego (1963) y El cumpleaños de Juan Ángel (1971) considerada esta última como
superadora del pesimismo anterior. En este año de 1971 el escritor deja paso al militante y
dirigente político y los acontecimientos históricos del Uruguay en los años siguientes le
llevan, como a otros muchos intelectuales uruguayos, a abandonar el país. Lo que sucedió
después es muy conocido.
En los años de exilio, además de una nueva novela, Primavera con una esquina rota, dos
libros de cuentos, Con y sin nostalgia y Geografías, publica cuatro libros de poesía, hoy
incluidos en Inventario (1950-1985), Poemas de otros, Cotidianas, Viento del exilio y La
casa y el ladrillo. Son estos dos últimos dos grandes hitos del tema del exilio en la poesía en
castellano.
Al final del doloroso recorrido, con Preguntas al azar, nos encontramos una voz que
recupera poco a poco su espacio vital en dos dimensiones. La una es física, en cuanto al
encuentro con su Uruguay natal y el mundo de los afectos y de las cosas queridas, teñidas
de alegría pero también de extrañamiento:
[...]
mi lluvia es ésta
la descalza
la venerable del peldaño
la desigual del adoquín
la que se escurre entre los tristes
y hace sus propios socavones
la del silencio con goteras
la de quebrantos de cebolla
después de todo la que suelta el frío
y forma el barro de la patria.
(«Aguacero», 33-34)
La sombra de César Vallejo ronda buena parte de esos poemas, «La vida ese paréntesis»
o «Soy mi huésped». En esas «Preguntas al azar» que intermitentemente cierran las
secciones impares del libro, el tema del final de la vida va a estar martilleando de forma
constante. En la tercera, se pregunta: ¿Dónde estás muerte / muertecita / hebra de lágrimas /
sueño inconcluso / duplicado de vida / muertecita / sin cuerpo / sin amor / sin árbol /
pesadilla lunar / convincente mutismo / promesas en abstracto / entrañable ceniza / muerte
boba? (128).
Sin embargo hay una sección de este libro, correspondiente a diez letras de canciones
que escribió para Joan Manuel Serrat con el título «El Sur también existe», que constituyen
un pequeño decálogo de sus preocupaciones poéticas. Se abre con el poema que da título al
libro, declaración de principios de un latinoamericano, americano del sur frente al coloso
del norte que al mismo tiempo se convierte en símbolo de todos los norte/sur del mundo.
Todo el texto está estructurado sobre el eje «el norte es el que ordena / el sur también
existe». Ese norte es poder, gloria, «llave del reino», dominador, invasor, riqueza material,
capitalismo frente a un sur sometido, dominado, invadido, hambriento, cuyo capital es la
«esperanza dura», la «fe veterana», pero sobre todo la solidaridad, la comunión con la
naturaleza, el sentimiento de fraternidad, la autenticidad de la relación hombre/naturaleza:
«Vas a parir felicidad» sigue en ese canto de optimismo venidero para su continente y
augura a América Latina, su tierra, un futuro esperanzador: «Vas a parir felicidad / yo te lo
anuncio tierra virgen / tras resecarte dividida / y no hallar nada que te alivie / como un
abono inesperado / absorberás la sangre humilde» (185). En la misma línea hay que
considerar el texto que cierra la sección, «Defensa de la alegría»: felicidad y alegría son las
propuestas saludables para un futuro de esperanza. Dentro de esta proclama general hay que
citar el poema «Habanera», como defensa valiente de una Cuba socialista que siempre ha
contado con su apoyo:
Por último me quiero referir al tema amoroso, otro de sus grandes temas, que tiene aquí
tres conmovedoras expresiones: «Una mujer desnuda y en lo oscuro» es un canto a la mujer
como luz (recuérdese que es el nombre de su esposa), iluminación o guía y es quizás el más
conocido de esta sección, pero resultan especialmente interesantes y mucho más
desgarradores «Hagamos un trato» y «Los formales y el frío» porque en ambos remite a las
dificultades de comunicación/amor entre dos personas, el primero es un canto al amor no
correspondido, al que ama sin esperar respuesta y ni siquiera puede dejar escapar ningún
signo de su amor para no asustar a la persona amada:
Jugando con el significado del verbo «contar», el poeta establece un diálogo sordo con
la amada: «Compañera usted sabe / puede contar conmigo / no hasta dos o hasta diez / sino
contar conmigo». En «Los formales y el frío» se refleja las dificultades para acortar las
distancias entre dos personas que se aman, pero que se sienten inmovilizadas por los
formalismos sociales. No sería arriesgado si insertáramos a Benedetti en la llamada «poesía
de la experiencia» que tantos seguidores tiene en nuestros días. No dudo que el
coloquialismo de Fernández Moreno pudo ser una pauta, pero entre ambos poetas hay
grandes abismos.
La muy reciente biografía sobre Mario Benedetti, El aguafiestas, escrita por Mario
Paoletti, da por terminado el repaso a la vida del poeta en 1985, fecha que marca el fin de
un exilio que había durado once años y que, además de encarnar una experiencia vital
trágica, puso a su escritura en la obligación de llenarse de lejanías y ausencias forzosas, de
tiempos y espacios que no están:
Así se expresa Benedetti en un poema sobre Montevideo cuyo título, «Ciudad en que no
existo», de La casa y el ladrillo (1976-1977), ya es toda una revelación. Evocar consagra la
distancia; frente a ello, el poeta declara: «soy apenas un hombre de mi ciudad / que quisiera
tenerla bajo sus plantas» (I; p. 208); la meta única está en la disolución de toda lejanía,
intención que subrayan los últimos versos del poema:
Eso dicen
que al cabo de diez años
todo ha cambiado
allá
dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy quién para ponerlo en duda
Con Preguntas al azar (1986) se invierten de forma radical los términos de la dolorosa
encrucijada anterior. Definido por el propio autor en la dedicatoria a Luz como un «brindis
por el regreso», Benedetti nos ofrece un lento recorrido por el retorno: las «lontananzas a
granel» que surcaron el pasado dejan paso a la evidencia de la aproximación de lo remoto;
las «Expectativas», título de una de las secciones de este poemario, no impiden ciertas
incertidumbres ante el choque de la nostalgia con la realidad, ante las «Cosas a hallar» (II;
p. 297) que también ofrecerán ciertas ausencias, sobre todo las de los próximos prójimos
que ya no están. Pero finalmente nos son relatadas las ceremonias del contacto con aquello
largo tiempo anhelado: «revivo aquí con esperanza y duelo / me reconstruyo aquí y me
reconozco» (II; p. 306); leemos en el poema «Aquí». «Con los objetos», otro de los poemas
del libro, se cierra con estos versos:
Más significativo aún resulta «Rescates», título que ya lo dice todo. En esta
composición Benedetti invierte el epígrafe vallejiano que abre el poema: «muriendo de
costumbre / y llorando de oído», para describir los múltiples ámbitos de los encuentros y de
los hallazgos:
o sea
perdón vallejo
aquí estoy otra vez
viviendo de costumbre
celebrando de oído (II; p. 309)
Si señalo el fin del exilio como umbral de paso a la última poesía del poeta, en absoluto
ello se debe a que considere que, a partir de ahí, su lírica vaya a sufrir transformaciones
sustanciales. Como creo que es opinión general, pienso también que el conjunto de su obra
se caracteriza por una fidelidad inamovible a una actitud moral frente a la literatura que
engloba tanto los contenidos como las formas de su escritura. Ahora bien, la exigencia
autoimpuesta por Benedetti de reducir distancias entre vida, realidad y literatura convierte a
ésta en una labor obligada a atenerse a las variables y variadas exigencias que el presente va
poniendo por delante. Es este proceso el que me sirve, con más o menos razón, para hablar
de una poesía que, a partir de determinado momento, incorpora matices nuevos (nunca
cambios radicales) al enfrentarse a renovados desafíos.
Tras el encuentro jubiloso con su país natal, Benedetti se pone manos a la obra con el
futuro e inmediatamente, ya desde Preguntas al azar, su poesía detecta los primeros
vislumbres de la muerte: «exilio sin retorno» en el que el rasero igualitario de su guadaña
no evita el temor ante la amenaza del no ser que será para siempre. A la inversa que en el
caso del exilio, es lo que no está lo que intimida; por lo tanto es en el presente donde es
posible encontrar asideros: «el blando más allá puede ser un bostezo / el arduo más acá la
picota de turno / no aspiro a los trofeos de ultratumba / sino a dormir y antes que nada a
despertarme» («Siempre una sorpresa», II; p. 401). Aunque bien es cierto que tal situación
no deja de ofrecer complicados dilemas:
La muerte queda sí abolida en unos versos que buscan las presencias inmediatas que la
realidad convoca, la poesía de Benedetti vuelve así a encontrarse a sí misma al encontrarse
con el único tiempo que realmente es: el presente.
Si la muerte, la propia claro está, dibuja un terreno de soledad para todos, un camino
que, como así lo hace Benedetti, ha de recorrerse obligadamente sin compañía, el tema del
olvido en su poesía reciente nos ofrece claves importantes acerca de su análisis e
interpretación de la actualidad. Frente al olvido, su voz se sitúa en el centro exacto de un
territorio que se proyecta por igual hacia su intimidad y hacia el conjunto del paisaje
histórico. En gran número de sus versos y páginas ensayísticas más recientes Benedetti ha
ido levantando la voz contra los peligros de la amnesia (que puede llegar a convertirse en
amnistía para los crímenes del pasado) y contra los olvidadores profesionales (los apóstatas
de las antiguas quimeras y también aquellos que profetizan el final de la historia con el fin
de hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles). Convencido de que
«Sobra olvido», de que «el olvido es piadoso / y también nauseabundo», Benedetti le
confiesa a Juan Gelman que «el mundo cambió pero no mi mano / ni aunque dios nos
olvide / olvidaremos» («Compañero de olvido»; Despistes y franquezas, 1990; II; p. 167).
Paradójicamente, el olvido, al ser una invitación a «discurrir por el antes como antes» (II; p.
171), dibuja un procedimiento justo inverso al del recorrido poético por el exilio. Si en éste
la memoria y la palabra arrastraban la consagración de la distancia y la fractura, ahora
ambas son los conjuros aptos para que lo que sucedió una vez jamás suceda de nuevo, es
decir, para, mediante la presencia de la palabra, consagrar una distancia que ahora resulta
imprescindible:
El recuerdo sirve así para tener presente el pasado y evitar así que de nuevo se haga
presente: «ocurre que el pasado es siempre una morada / pero no existe olvido capaz de
demolerla», proclama Benedetti en su poema «Olvidadores», de su último libro: El olvido
está lleno de memoria, cuyo título nos revela la significativa presencia de este tema en su
producción más reciente; de ahí que, tal y como nos impele en otras líneas, «aunque el
pasado esté escondido y lejos / no tienes más remedio que mirarlo» («Escondido y lejos»,
Astarté y mañana; II; p. 222).
Del mismo modo que en el caso del exilio y de la muerte, Benedetti logra someter al
olvido a los dictados de su poética: una poética de la inmediatez y de la presencia («profeta
de la cercanía» se autodefinió en ciertos versos). Más que en ningún otro desafío, la
palabra, como emisaria privilegiada de la memoria, anula los efectos destructores de la
amnesia y, haciéndose presente ella misma, encuentra su lugar y su función en el presente.
El extenso inventario de quimeras y pánicos que integra el conjunto de la lírica de
Benedetti parte en gran medida de este juego con las cercanías y con las lejanías, con las
presencias y las ausencias de personas, cosas y lugares. Otorgada en su literatura a la
palabra la vocación congénita de nombrar y no omitir e interesado en todo momento por «la
realidad monda y la palabra lironda», puesto que parte de la simple e inalterable convicción
de que el mundo existe, y punto; su poesía, como el resto de su literatura, revela siempre
una urgencia por lograr y celebrar de inmediato el encuentro con lo existente, asumiendo la
carga de dolor o alegría que ello conlleve. Las artes poéticas que Benedetti nos ofrece en su
producción más reciente apuntan a un lenguaje que nunca pretende ensimismarse en su
propia ocurrencia. En «Suelta de palomas», de Preguntas al azar, escribe Benedetti: «soltar
una paloma / es siempre algo difícil de imaginar / quizá exista una sola / manera de lograrlo
/ soltar realmente / una paloma» (II; p. 368); en idéntico sentido, en «Detrás del humo»,
otro poema del mismo libro, Benedetti desarrolla un pormenorizado recuento de todo lo que
puede encontrarse allí: comienza afirmando que «detrás del humo estamos todos» para
acabar señalando cómo «así imperfecta / a trazos / con erratas borrones tachaduras / así de
exigua y frágil / así de impura y torpe / incanjeable y hermosa / está la vida» (II; pp. 344-
345). En esta composición, los versos no discurren despejando la cortina de humo que tapa
los elementos de la realidad sino que constatan desde la certeza la existencia de todo
aquello que el humo esconde. Del mismo modo, en sus poemas el lenguaje no se detiene en
la construcción del lento tejido de la búsqueda; por el contrario, se impone desde el
comienzo la revelación de las certidumbres de las que parte. Por eso su poesía, más que
inventar, inventaría: verbos ambos de idéntica etimología pero que, si el primero de ellos
nos remite al acontecer del hallazgo, el segundo nos refiere la lista o el recuento de lo
hallado, y así la lectura de su poesía nos conduce inevitablemente y ante todo hacia los
encuentros antes que hacia las exploraciones. Es esta caracterización de su poesía la que,
según creo, ha llevado a sus defensores a destacar preferentemente su valor ideológico y
moral y a sus detractores a resaltar la falta de valores estéticos de su escritura. La
vulgaridad, el prosaísmo y su dimensión comprometida como rasgo empobrecedor han sido
calificativos demasiado frecuentes en estos últimos a la hora de valorar una obra poética
que, desde tal perspectiva, ofrecería carencias en el plano de las modalidades lingüísticas
que despliega. No pretendo defender en absoluto un replanteamiento de la poética de Mario
Benedetti que me lleve a destacar antes de cualquier otro aspecto sus logros en el plano
formal; lo que sí quisiera resaltar es mi desacuerdo con tal juicio. En mi opinión, la poesía
de Mario Benedetti está llena de recursos expresivos de muy variada índole (e incluso hay
estudios, como el de Mónica Mansour Tuya, mía, de otros. La poesía coloquial de Mario
Benedetti, que así lo demuestran), lo que ocurre es que es muy difícil, por no decir
imposible, sustraerse en la lectura de sus versos al contacto con una poética que nos vence
y nos convence antes de nada como propuesta y aventura moral llena de sinceridad y
coraje, y ello en absoluto nos habla de las limitaciones de su verbo; por el contrario, nos
coloca ante una poética llevada, desde los planteamientos de los que parte, a los límites de
su coherencia.
Escribe Benedetti en «Otherness», de Las soledades de Babel: «Siempre me aconsejaron
que escribiera distinto / que no sintiera emoción sino pathos / que mi cristal no fuera
transparente / sino prolijamente esmerilado / y sobre todo que si hablaba del mar / no
nombrara la sal» (II; p. 25). Ante tales advertencias, responde con ironía en los últimos
versos: «en consecuencia seguiré escribiendo / igual a mí o sea / de un modo obvio irónico
terrestre / rutinario tristón desangelado / (por otros adjetivos se ruega consultar / críticas de
los últimos treinta años) / y eso tal vez ocurra porque no sé ser otro / que ese otro que soy
para los otros» (II; p. 26). Particularmente, pienso que ese modo de ser y de escribir es uno
de los más aptos para la hermosa labor que alguna vez se asignó Mario Benedetti como
hombre y como poeta: la de «reclutador de prójimos».
La memoria es, por tanto, uno de los ejes vertebrales por donde discurre toda literatura
de exilio, y el caso de la latinoamericana no va a ser una excepción. No podemos olvidar
que la memoria, relevante en todo proceso de escritura, asume una función primordial en
este caso: coloca al escritor en la conciencia de que vive en varios planos temporales y
espaciales diferentes. En su esquizofrenia, en primer lugar, el intelectual exiliado participa,
siempre conflictivamente, del espacio de la comunidad que lo acoge; en segundo lugar, del
espacio del país que abandonó por la fuerza y que constituye ya un territorio imaginario, no
sólo porque pertenezca al pasado, sino porque está construido sobre la base de un recuerdo
selectivo de experiencias; y, en tercer lugar, del espacio paralelo de ese mismo país que el
escritor re-vive a través de las noticias de prensa y televisión, de las historias que llegan
mediante la relación con otros exiliados, o del contacto, generalmente exiguo, con
familiares y amigos que quedaron allá. El escritor se asume y es asumido como un ser
desarraigado, disperso, disociado entre la realidad de su estar, que es su no estar, y el deseo
de su ser, ahora disgregado en su no ser. Aun asumiendo que toda literatura es
esquizofrénica, la del exilio, sin duda, alcanza su condición más extrema.
Sin embargo, me gustaría tratar el tema de la nostalgia y del exilio evitando en lo posible
los lugares comunes que, a fuerza de repetirse, se han convertido en clisés y que no ayudan
en nada al esclarecimiento de los conceptos que tratamos aquí hoy, porque, como tales
clisés, son fruto de la convención y ya sabemos que la reflexión crítica de buena voluntad,
aunque busca la unanimidad, es, paradójicamente, enemiga de lo unánime.
Comprender el exilio, ¿de qué manera?, ¿ayudaría en parte a mitigar el dolor que
produce si asumiéramos que el ser humano es, en sí mismo, un exiliado?
Como mito, en el principio de los tiempos, el hombre fue expulsado del paraíso por
rebelarse contra el poder que lo subyugaba, por revelarse precisamente en su condición de
hombre. Puesto que no podía ser Dios, decidió por su cuenta y riesgo adquirir una
naturaleza que lo condenaba al eterno ostracismo.
Como ser humano, el hombre sufre su destierro casi en cada paso de su vida. Se ve
arrojado por la fuerza de su mundo líquido que constituye el vientre materno hacia otro
gaseoso (¡qué horrible vocablo!) y sentido como ajeno, quizá por eso llora. ¿Acaso vernos
expulsados a borbotones de nuestra infancia (ese Edén prematuro que tanto le dolía a
Cernuda) no nos produce una cierta comezón, la sensación de un vacío por una ausencia ya
irrecuperable? ¿No es el amor el exilio de uno en otro? ¿El desamor el desexilio de uno
(que ya es otro) hacia uno mismo, la nostalgia de ese otro (aquél que fuimos y éste que
dejamos)? ¿No es cierto que cuando se viene del amor, como cuando se regresa del exilio,
se vuelve siendo uno distinto, a lo mejor más sabio pero también más herido? Repito la
pregunta: ¿Puede esta toma de conciencia ayudar a aplacar el sufrimiento que produce el
exilio geográfico? Pues, creo que no, pero, al menos, ayuda a sobrellevarlo.
El siguiente paso nos lleva a considerar al escritor como un exiliado y al lenguaje y a la
escritura como una metáfora del exilio: alienación del lenguaje, según Roa Bastos, «en la
expresión de una realidad que lo desborda» (32), y alienación de la escritura como escisión
traumática en/desde/hacia/de lo real, según la actitud y el concepto del arte al que el escritor
se adscriba o lo adscriban. Contrariamente a lo que se piensa, la literatura no opera como
factor de extrañamiento de lo real (esa realidad que no es más que una huella perceptible de
una dimensión más profunda) sino que su distanciamiento ayuda a desentrañar, a
desextrañar el mundo que nos rodea y percibirlo como algo más complejo que su aparente
inmediatez. El entorno se nos hace más aprehensible, menos ajeno, precisamente mediante
la ficción, porque su visión se alza desde la otra orilla, allá donde reside su exilio
Quisiera finalizar esta primera parte por donde comencé al principio. Que el exilio es
uno de los dramas más sangrantes de la humanidad no cabe la menor duda; que el
remanente de dolor, resentimiento, culpa, remordimiento y, por qué no decirlo, odio
acumulado también es mucho, pero cabe señalar aquí que éste no es el mensaje que una
gran parte de los intelectuales del Cono Sur nos han querido transmitir. Todo lo contrario,
estos intelectuales se han volcado en ofrecer el talento del que disponen al servicio de la
liberación de sus pueblos desde una posición que podríamos denominar «optimista».
Benedetti ha señalado dos de los riesgos que el escritor del exilio debe evitar: de un lado, la
frecuentación de la literatura lacrimógena, la literatura del golpe de pecho, que provoque
más conmiseración que aliento vital; del otro, «el facilismo panfletario» (La cultura, 91) y
ha marcado la pauta de cómo el intelectual debe actuar en esta situación límite:
Creo sinceramente que el deber primordial que tiene un escritor del exilio es con la
literatura que integra, con la cultura de su país, de su pueblo. Tiene que reivindicar su
condición de escritor y, a pesar de todos los desalientos, las frustraciones y las adversidades
buscar el modo de seguir escribiendo. (La cultura, 87).
El escritor uruguayo participa, por tanto, de lo que Cortázar llamó «el exilio
combatiente» y que consiste en «plantear el exilio en términos que superen su negatividad,
a veces inevitable y terrible, pero a veces también estereotipada y esterilizante» (18), y
«hacer del disvalor del exilio un valor de combate» (21). No se trata de olvidar el pasado, ni
de abdicar de la nostalgia, ni de incumplir la cita cotidiana que se tiene con el dolor, ni de
renegar de la conciencia de lo perdido; se trata de hacer de aquellas lágrimas un mar de
coraje, un piélago de subversión para no hacer el juego a los gobiernos que expulsan,
mutilan, asesinan y amordazan con el propósito de silenciar a todo un pueblo:
Persigo la voz enemiga que dictó la orden de estar triste. A veces, me da por sentir
que la alegría es un delito de alta traición, y que soy culpable del privilegio de seguir vivo y
libre. (…) Estar vivo: una pequeña victoria. Estar vivos, o sea: capaces de alegría, a pesar
de los adioses y los crímenes, para que el destierro sea el testimonio de otro país posible.
A la patria, tarea por hacer, no vamos a levantarla con ladrillos de mierda. ¿Serviríamos
para algo, a la hora del regreso, si volviéramos rotos? Requiere más coraje la alegría que la
pena. A la pena, al fin y al cabo, estamos acostumbrados.
(Eduardo Galeano, 47)
Sólo así, desde esta perspectiva de radical optimismo histórico es como estos escritores
del exilio asumen la derrota. Se consideran vencidos, sí, pero con la firme esperanza de que
esa derrota sea sólo un paso atrás de impulso hacia delante, conscientes de que el reloj de la
historia trabaja a ritmo lento, pero a su favor. De sus derrotas más aplastantes, individuales
y colectivas, dan fe libros extraordinarios. De Sócrates a Deleuze, de Tom Waits a Nina
Simone, de Artaud a Dino Campana, de Baudelaire a Camus, de Camarón a Billie Holiday,
de Arguedas a Vallejo, de Goya a Van Gogh, de Scott Fitzgerald a Bukowski, la historia
del arte está llena de artistas derrotados cuyo dolor ha servido para crear obras
monumentales.
2. De lo dicho a lo hecho
Nostalgia combines bitterness and swettness, the lost and the found, the far and the
near, the new and the familiar, absence and presence. The past which is over and gone,
from which we have been or are being removed, by some magic becomes present again for
a short while (Nostalgia, 120).
Si la cita de Ralph Harper contiene un fondo de verdad, es preciso entonces señalar que
nostalgia y exilio (sea el que fuere) van siempre de la mano, aunque uno no sabe muy bien
cuál es anterior. Digo esto porque parto de la base de que Mario Benedetti es un escritor
nostálgico y exiliado desde sus orígenes y de que este binomio permanece absolutamente
indisoluble a lo largo de toda su obra. Hay, obviamente, un exilio que provoca nostalgia,
pero también hay una nostalgia que provoca exilio. Esta última no es la que alimenta el
destierro estético de Mallarmé, ni el poeta-demonio (ese ángel expulsado) de Hölderlin, ni
el artista maldito de Baudelaire, sino aquella que experimenta el poeta uruguayo desde una
posición de aislamiento a causa de una situación histórica, social o vital (la de su país, la de
sí mismo) que considera alienante y que le impulsa a la búsqueda, bien de un pasado que le
reconforte, lo que sucede especialmente en sus dos primeros libros de poemas Sólo
mientras tanto (1948-1950) y Poemas de la oficina (1953-1956), o bien de un futuro como
asidero de su esperanza, en los libros que van desde Poemas del hoyporhoy (1958-1961)
hasta Letras de Emergencia (1969-1973). Es la búsqueda de ese pasado lo que le llevará a
los recuerdos del un Montevideo cercano, pero a la vez remoto e inasible y del que se sabe
inevitablemente despojado:
Ambos libros (Sólo mientras tanto y Poemas de la oficina) son, en mi opinión, los más
pesimistas del escritor en toda su carrera, pesimismo que parte de su aislamiento, como
individuo, de todo lo que le rodea porque lo considera mediocre y sin estímulo: «…aquella
esperanza que cabía en un dedal / evidentemente no cabe en este sobre…» («Sueldo», 561),
dice Mario, asfixiado por un entorno oprimente. La pasividad y servilismo del
funcionariado, la ausencia de perspectivas individuales y colectivas, la mezquindad de los
valores de la clase a la que él mismo pertenece, la ansiedad de encontrar nuevos horizontes
junto al escepticismo que opaca cualquier salida digna serán los temas principales a los que
se enfrenta Benedetti en la década del cincuenta. De ese ahogo vital nacen estos primeros
libros. Más que de poesía del alma, lo que podemos hablar aquí es de una auténtica «poesía
del asma»:
Encontramos ahora una poesía mucho más esperanzada que ya no le abandonará jamás.
A pesar de que ya había salido de su país entre 1939 y 1941 para trabajar en Argentina
como taquígrafo para una editorial, son sus largas temporadas, en los Estados Unidos
primero, y en Europa y Cuba después, las que le hacen recapacitar sobre el destino de su
país y el de toda América Latina. «Cumpleaños en Manhattan» y «Un padrenuestro
latinoamericano» pueden considerarse los primeros poemas donde se hace muy visible la
posición ideológica antiimperialista del escritor y su actitud solidaria con el resto de los
países de su entorno. Es por ello que, en esta segunda fase, Benedetti asume una conciencia
crítica de su país sólidamente enraizada en una ideología política determinada:
También ya, según Benedetti, «la infancia es otra cosa»; la niñez idílica a la que se había
referido en los primeros libros deja paso a una reflexión más acorde con la realidad. El
regreso imaginario al pasado del adulto no puede ser ya más un recuento de bondades. Es
un viaje a la conciencia de que del exilio, (de la edad adulta en este caso), se vuelve distinto
y de que este viaje le aporta una apreciación más cabal. La infancia de Quemar las naves es,
también por ejemplo
sólo después
con el magro botín en las manos crispadamente adultas
sólo después
ya de regreso
podrá uno permitirse el lujo la merced el pretexto el disfrute
de hacer escala en el desván
y revisar las fotos en su letargo sepia. (404-405)
Sus constantes temporadas fuera del Uruguay no sólo activan en el poeta la conciencia
de que desde fuera es posible analizar más objetivamente el «paisito», sino que son a la vez
una fuente generadora de nostalgia y una confirmación del afecto que siente por su nación.
Cuando vive en ella, le urge escapar:
Porque sólo estando en el exterior, ha comprendido que a ese país, del que en ocasiones
se había sentido distante, el autor lo asume como parte fundamental de su existencia. Es
ésta su primera «Noción de patria», el saberse de regreso, cumplida su nostalgia del
exterior, y volver acuciado por la urgencia de saldar las cuentas con sus compatriotas. Se
diría que Mario se está ejercitando no sólo para cuando le llegue el turno del exilio forzoso,
sino, como una premonición, para su desexilio. Como aquello que dijo Cernuda: «Quien
corre allende los mares muda de cielo, pero no muda de corazón; (…) lo cual acaso sea
verdad, más nunca sabríamos que no mudaríamos de corazón, de no correr allende los
mares» (576):
Miré
Admiré
Traté de comprender
Creo que en buena parte he comprendido
Y es estupendo
Todo es estupendo
Sólo allá lejos puede uno saberlo
……………………………………
Pero ahora no quedan más excusas
Porque se vuelve aquí
Siempre se vuelve.
La nostalgia se escurre de los libros
Se introduce debajo de la piel
Y esta ciudad sin párpados
Este país que nunca
De pronto se convierte en el único sitio
Donde el aire es mi aire
Y la culpa es mi culpa
…………………………
mi alrededor son los ojos de todos
Y no me siento al margen
Ahora ya sé que no me siento al margen. (499)
El golpe militar de 1973 en Uruguay supone el éxodo más numeroso en la historia del
país desde su fundación y para Mario Benedetti (ahora convertido en trashumante en países
tan dispares como Argentina, Perú, Cuba o España) marca un proceso de transición en su
obra poética, porque el exilio ya no es una visto como una opción voluntaria que el autor
elige, ni siquiera un posicionamiento ético desde donde afrontar la realidad. El exilio deja
de ser un estado de excepción para convertirse en el tema cardinal de los libros que van
desde Poemas de otros (1973-1974) hasta Geografías (1982-1984). Es el exilio el que
provoca ahora la nostalgia y no al revés. Significativamente los poemas se alargan: «Bodas
de perlas», «Los espejos y las sombras», «Croquis para algún día» de La casa y el ladrillo
(1976-1977) encuentran de un espacio mayor porque el poeta necesita reflexionar, analizar
en detalle los cambios producidos en su persona y en su propio país: la tortura, los
desaparecidos, la separación, los asesinatos, la reconstrucción de aquello que quedó
mutilado. Porque el exilio supone una amputación no sólo para el que es desterrado sino
para el país que le ha visto marchar:
Dije antes que el exilio comportaba cambios no sólo en el exiliado sino en la comunidad
entera que lo padecía. Ciertamente Benedetti es consciente de ello y se ve en cierto sentido,
obligado a reorientar su concepto de la patria en función de los nuevos acontecimientos.
«Otra noción de patria» es el intento de dar cabida a una identidad problemática, la
uruguaya, que se halla dispersa por el resto del mundo. Ahora Montevideo ha expandido
sus fronteras, ya no es sólo Montevideo, sino Barcelona, Estocolmo, Porto Alegre, Nueva
York, Quito o París; de la misma manera que Benedetti ya no es sólo Benedetti sino Martín
Santomé, Laura Avellaneda, Ramón Budiño, etc. Una suma de exilios y nostalgias porque
sólo en los demás se reconoce uno mismo; una suma de ciudades porque sólo ahora, en las
ajenas, es factible reconocer la suya propia:
país no mío
El derrocamiento pacífico de la dictadura militar en 1985 introduce en la poesía de
Benedetti una nueva cuña temática que está marcada por el regreso y que abarca desde los
libros Preguntas al azar (1986) hasta El olvido está lleno de memoria (1995). En cierto
sentido, hablar de la biografía de Benedetti es hablar de la «biografía» del Uruguay, y su
obra no es ni más ni menos que la expresión de esa feliz coincidencia.
Este tramo de su obra girará en torno a un nuevo concepto que el propio Benedetti
acuña, el de «desexilio», y que irá trasvasándose de su obra de ficción a la ensayística y de
está a la poética. Lo define así:
La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que
la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno,
sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros
maestros, nuestros amores, nuestras calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros
libros, nuestro lenguaje y nuestro sol, así también el país (y sobretodo el pueblo) que nos
acoge nos va contagiando fervores, odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones,
rebeldías, y llega un momento (más aún si el exilio se prolonga) en que nos convertimos en
un modesto empalme de culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta
esperanza de regreso, junto con la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace
noción de patria, puede que vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia,
o sea, la nostalgia de lo que hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en
plena patria («El desexilio», 41).
En su último libro, El olvido está lleno de memoria (1995), es posible también atestiguar
esta posición de regreso al mundo primigenio. Ahora que las heridas están cicatrizando, es
hora de volver al calor de la primera infancia, de su primer olvido:
En resumidas cuentas, hemos visto que la obra de Benedetti posee un recorrido de ida y
vuelta donde el binomio exilio-nostalgia, nostalgia-exilio vertebra toda su obra. Creo que es
evidente que para Benedetti, el recurso de la nostalgia no es, en ningún caso un artilugio
puramente estético. Se puede inventar la nostalgia magistralmente, tal y como lo hizo
Borges, pero en los exiliados el truco simplemente no sirve. Son ellos el fruto de la
nostalgia, su creación, su invento.
Bibliografía citada
Alfaro, Hugo, Mario Benedetti (detrás de un vidrio claro), Montevideo, Ediciones Trilce,
1986.
Benedetti, Mario, La cultura, ese blanco móvil, México D.F., Nueva Imagen, 1986.
Benedetti, Mario, «El desexilio», en El desexilio y otras conjeturas, Buenos Aires, Nueva
Imagen, 1986, pp. 39-42.
Nora, Pierre, «Between Memory and History: Les lieux de Mèmoire», en Representations
nº 26, Spring, 1989, pp. 7-25.
Rama, Ángel, «La riesgosa navegación del escritor exiliado», en Nueva Sociedad nº 35,
marzo-abril, 1978, pp. 5-15.
Roa Bastos, Augusto, «Los exilios del escritor en el Paraguay», en Nueva Sociedad nº 35,
marzo-abril, 1978, pp. 29-35.
Seidel, Michael, Exile and the narrative imagination, New Haven, Yale University Press,
1986.
Torres Fierro, Danubio, Los territorios del exilio, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1979.
Valente, José Ángel, «Poesía y exilio», en Vuelta nº 203, octubre, 1993, pp. 15-18.
Dos poemas frente a frente: «La pioggia nel pineto» de Gabriele D'Annunzio y «Lluvia
regen pioggia pluie» de Mario Benedetti
Gabriele Morelli (Universidad de Bergamo)
La primera pregunta que nos plantea el título de este trabajo es precisamente ¿por qué
acercar un poema como «La pioggia nel pineto» (tan familiar para los estudiantes italianos)
del poeta Gabriele D'Annunzio, a éste otro, tan radicalmente distinto, del uruguayo Mario
Benedetti, escritor al que aquí en Alicante estamos rindiendo homenaje? En realidad el
ambiguo título del poema de este último tiende a desorientar (o a iluminar, según se mire) a
su posible lector, ya que no alude a la lluvia caída en un momento determinado o en un
paisaje concreto, sino que se limita a pronunciar este sencillo y evocador nombre, lluvia, en
tres idiomas distintos: en alemán, italiano y francés, además, naturalmente, de en
castellano. En decir, una lluvia cosmopolita o al menos de carácter europeo, da título al
texto y lo inicia ocupando todo su primer verso, expresando en su laconismo, si bien
enriquecido por la variedad de distintas pronunciaciones, un sentido plural y pluralístico: un
espacio no sólo real sino sobre todo simbólico y en el que el yo, como sucede siempre en la
poesía de Benedetti, se desdobla identificándose con el tú, hasta llegar a fundirse con la
realidad colectiva del nosotros.
Nuestra pregunta inicial encuentra una primera respuesta en la presencia de una serie de
elementos estilísticos y sintácticos que connotan el texto, los textos, de ambos poemas. La
analogía (en cuanto al tema y a la frecuencia de aparición de algunas voces verbales),
aunque justifica nuestro intento de comparación, pone de manifiesto al mismo tiempo cómo
el mensaje de los dos poemas difiere profundamente, tratándose además de composiciones
que se colocan en geografías distintas y en momentos cronológicos diversos por lo que se
refiere a las respectivas trayectorias literarias; se trata de dos escritores que aprovechan un
hecho tan cotidiano y sencillo como la caída de la lluvia para expresar visiones y mundos
diferentes: sensual y decadente, concentrado totalmente en su yo narcisista, el propuesto
por D'Annunzio, y coral y colectivo, igualitario, el afirmado por el escritor uruguayo.
Escuchemos el comienzo del poema del poeta italiano, marcado, igual que el texto
castellano, por la presencia recurrente de los verbos «llover» y «caer», cuya reiteración crea
un entramado sonoro que vibra en la gran orquestación musical con la que está construido
el poema:
Taci. Su le soglie
Del bosco non odo
Parole che dice
Umane; ma odo
Parole più nuove
Che parlano gocciole e foglie
Lontane.
Ascolta. Piove
Dalle nuvole sparse.
Piove su le tamerici
Salmastre ed arse,
Piove su i pini
Scagliosi ed irti,
Piove su i mirti
Divini,
Su le ginestre fulgenti
Di fiori accolti
Su i ginepri folti
Di coccole aulenti,
Piove su i nostri volti
Silvani,
Piove su le nostre mani
Ignude,
Su i nostri vestimenti
Leggieri
Su i freschi pensieri
Che l'anima schiude
Novella,
Su la favola bella
Che ieri
T'illuse, che oggi m'illude,
O Ermione
Odi? La pioggia cade
Su la solitaria
Verdura
Con un crepitío che dura
E varia nell'aria
Secondo le fronde
Più rade, men rade.
Ascolta...
Se trata de versos breves caracterizados por una rima intensa y continua que se apoya en
un léxico culto y refinado, de clara ascendencia decadentista en su búsqueda de efectos
particulares que aspiran a traducir un sentido panteísta de la naturaleza. En este sentido los
vocablos tienden a reproducir, más allá de su significado verbal, la gracia de una línea
fónica que une y permea las diversas imágenes, como si fueran gotas de agua cayendo.
Además la lluvia es compartida por otra persona, por una figura femenina, la de Hermyón
que, junto a la situación sentimental ya implícita, evoca un ambiente sacro al tiempo que
introduce una referencia mitológica. El proceso de ósmosis del poeta con la lluvia resulta
perfecto: la cara de Hermyón y la del autor se unen y se mojan como los árboles del pinar.
Todo es uno: el poeta saborea la fresca sensualidad de la lluvia que cae aliviando el calor
del verano. He aquí la armonía de sonidos del concierto de árboles que el poeta evoca bajo
la lluvia:
E il pino
Ha un suono, e il mirto
Altro suono, e il ginepro
Altro ancòra, stromenti
Diversi
Sotto innumerevoli dita.
En este poema de Benedetti asistimos a la supresión del yo, el cual huye de su esfera
subjetiva ocultándose tras la imagen de una lluvia real y universal: una lluvia atemporal que
pone en comunión a una multitud de seres, en este u otro momento, en esta u otra estación
del año, unidos por el mismo vestido de gotas que los visten y los mojan. De tal manera la
lluvia se trasforma en una imagen que traduce un acto de solidaridad humana, en la cual el
yo se confunde y disfraza en tantos otros yo. El estado de hermanamiento que la lluvia, con
su manifestación ecuménica tiende a crear, está demostrado por la naturalidad de su ser que
más que despertar sensaciones particulares, como sucedía en el poema de D'Annunzio, se
muestra indiferente frente a las distintas realidades del vivir humano: ésta, como escribe el
poeta, al caer sobre las caricias o sobre las muertes, llueve «sin escándalo» o «sin ruido»
hasta en lo profundo del corazón. Es también interesante observar cómo si en el cuadro
evocado por el poeta italiano la lluvia era una imagen preciosa que invitaba, con su estado
de vida elemental, a la participación de los sentidos, gracias a la ilusión de una eterna
juventud, en el poema de Benedetti siempre la lluvia, como hemos visto, se representa en
general a través de una intención plural y colectiva («llueve con voluntad igualadora»), o
cae incluso evitando provocar cualquier tipo de alteración. La presencia de la doble
preposición negativa «sin», lo demuestra ampliamente. Es decir, en D'Annunzio asistimos a
un continuo proceso de metamorfosis de los dos amantes, quienes, gracias a la presencia de
la lluvia, viven un momento de vida arbórea renovando el mito del dios Pan, como recitan
estos versos del poema:
Mientras que en la breve composición de Mario Benedetti este mismo proceso será en
mayor medida de ósmosis, y no tanto con la materia líquida y sensual de la lluvia cuanto
con el otro hombre, con la gran cantidad de hombres esparcidos por el mundo y que a
través del yo del poeta, mojados por esta lluvia persistente, llegan a juntarse, a poner bajo
estas innumerables gotas de agua sus momentos de alegría y sobre todo de dolor;
contrariamente a la fragante musicalidad suscitada por la lluvia de D'Annunzio, aquí la
lluvia cae silenciosamente, pero en su silencio oímos llantos, risas, gritos, pronunciados en
idiomas distintos: por eso Lluvia regen pioggia pluie.
0. Introducción
Las coincidencias expresivas entre dos grandes poetas actuales Mario Benedetti y Vicent
Andrés Estellés -alejados en el espacio y en la lengua- resultan poderosamente atractivas
para cualquier crítico de la literatura catalana actual. Especialmente por dos razones: la
primera, por la magnitud y trascendencia con que acaba de culminar la trayectoria de
nuestro poeta V. A. Estellés (Burjassot, 1924 - València 1993) con la reciente publicación
póstuma de su Mural del País Valencià (tres volúmenes, V. 1996) -canto épico-cívico de
unas dos mil páginas, equiparable en calidad e intención al Canto general de Pablo Neruda-,
y la segunda, por el notorio paralelismo en cuanto a la formulación de un estilo propio a
través de una poética de corte coloquial y «narrativa».
Razón esta última que puede despertar un vivo interés en el crítico catalán por cuanto no
se ha estudiado todavía a fondo las influencias o las concomitancias del poeta valenciano
con relación a escritores de otras literaturas. El propio Estellés explicita en su dilatada obra
poética su interés o/y su devoción por algo más de sesenta escritores de la literatura
universal, entre los que destacarían los clásicos latinos y los clásicos catalanes,
principalmente el también valenciano Ausiàs March.
Entre los autores de lengua castellana, cabría citar a Rafael Alberti, Miguel Hernández y
Pablo Neruda, a quienes V. A. Estellés homenajea de una manera explícita. Destaca, con
todo, el poema que dedica a Neruda en el mencionado Mural del País Valencià:
Pense en Neruda, i vull dedicar a Neruda aquest cant, que és un cant d'esperança i de
ràbia.
La «realidad» externa empezaba a abrirse paso más allá del postsimbolismo existente en
la postguerra civil española. Poemarios significativos en catalán como La rambla de les
flors (1955) de J. Sarsanedas y el Donzell amarg (1956) de V. A. Estellés son, tal vez, las
obras más avanzadas de los poetas que pugnan por reflejar la nueva sensibilidad -tanto
temática como formal- y su compromiso ético-moral ante la postración cívica y cultural de
postguerra. Se ponía en marcha, pues, por parte del poeta una voluntad de simplicidad
expresiva en beneficio de una comunicación potencial más amplia y una denuncia moral de
la propia sociedad, en medio del marco ideológico-represor de la España franquista.
Incluso, algunos de los grandes poetas catalanes del momento se acercaron, desde diversas
ópticas, a la nueva expresión poética, a través de un mayor compromiso cívico o moral. Tal
fue el caso de un Carles Riba, el gran maestro indiscutible, que se adelantó en cierto modo
con sus Elegies de Bierville (publicado en 1949, pero redactado entre 1939 a 1942), junto a
Vacances pagades (1960) de Pere Quart o el más conocido de todos: La pell de brau (1960)
de Salvador Espriu.
Pero la batalla de los nuevos poetas catalanes de los años cincuenta -J. Sarsanedas, V.A.
Estellés, J.M. Llompart, M. Martí i Pol, entre otros- era cómo expresar un tipo de lírica que
recogiese un cierto compromiso cívico y moral con su pueblo y con su lengua, tan
terriblemente vilipendiada y perseguida por el fascismo de postguerra. De aquí la imperiosa
necesidad que tuvieron de comunicar con el hombre de la calle, de bajar decididamente a la
calle, como dirá un famoso verso de Sarsanedas y que servirá de lema a uno de los
capítulos de la conocida y polémica Antologia catalana del segle XX de Castellet-Molas.
Obviamente se debatía al mismo tiempo la lucha contra la estética simbolista heredada, que
conducía a un mundo irreal, alejado de la abrumadora desolación anímica y cultural de la
Cataluña de los años cincuenta. En el fondo, algo parecido a lo que sucedería con los poetas
hispanoamericanos del realismo coloquial o «conversacional» que deciden romper con la
estética continuadora del Modernismo.
Tal vez lo más novedoso de aquella pléyade de escritores catalanes de los años
cincuenta -así como un gran parte de los sesenta- fuese el tono plenamente discursivo que
utilizan en sus poemas hasta el punto de incorporar fragmentos en prosa con una consciente
y provocadora despreocupación lírica, en clara oposición a las voces profundamente
interiorizadas. Todo lo cual se traducirá definitivamente en el cambio de una estética
postsimbolista en la nueva del realismo histórico o realismo cívico-social.
Por otro lado, la expresión poética vendrá a reforzarse con dos elementos básicos: la
cuotidianidad del referente y el léxico que lo identifica. Así, desde la expresión cuotidiana
habrá:
Toda esta cuotidianidad «urbana» tiene unos ilustres precedentes en la poesía culta
catalana: desde el mencionado poeta valenciano del siglo XV, el caballero Ausiàs March -
con versos lapidarios como «bullirà la mar com la cassola en forn»- hasta la figura del
vanguardismo barcelonés de primeros del siglo XX, Joan Salvat Papasseit.
También para Mario Benedetti comunicar será «llegar a su lector, en incluirlo también a
él en su buceo, en su osadía, y a la vez en su austeridad. Pero quiere decir algo más. Poetas
comunicantes son también vasos comunicantes. O sea el instrumento por el cual se
comunican entre sí distintas épocas, distintos ámbitos, distintas actitudes, distintas
generaciones...» y diferentes poetas de distintas literaturas, añadiríamos por nuestra parte, al
intentar demostrar, aquí y ahora, las semejanzas y los paralelismos de las poéticas de
Benedetti y de Vicent Andrés Estellés. Poetas ambos que buscarán en su poesía «el
compromiso, la voluntad de comunicación, el sacrificio parcial y provisorio de lo
estrictamente estético en beneficio de una comunicación de emergencia», como insiste con
sus propias palabras el escritor uruguayo (Los poetas comunicantes, 1971).
Los distintos términos con que acuñarán tanto críticos como poetas la nueva dicción
poética - «neorrealismo», «nuevo realismo», poesía coloquial de «tono conversacional»,
«poetas comunicantes»- equivaldrá mutatis mutandis a la que se produce a lo largo de los
años cincuenta y sesenta - e incluso en algún que otro poemario de los setenta, como es el
caso de La catacumba (1974) del poeta alicantino Emili Rodríguez Bernabeu- en la poesía
catalana a que hemos hecho referencia anteriormente, y que recibe los nombres de
«realismo histórico», «realismo social», «realismo cívico» y «poesía de protesta».
Como muy dice M. Mansour, la poesía de M. Benedetti, talmente como sucede con la
poesía de V.A. Estellés, se debatirá entre dos códigos, entre la predominancia de dos
funciones en la lengua, y entre convención e innovación, o en otros términos es... poesía
coloquial. Por otro lado, y tal como afirmaba Nicanor Parra, el poema debe ser «un himno a
la vida, no a la belleza, ya que es la vida en palabras». Expresión que seguramente habría
subscrito sin reservas el mismo Estellés.
Por otra parte, como muy bien ha señalado algún crítico, el tono conversacional de la
poesía hispanoamericana sería una modalidad expresiva y estilística de la obra literaria en
la que se siguen las maneras del habla del entorno, teniendo en cuenta particularidades del
plano social (dialectales, regionales, argot y hasta modos expresivos temporalmente muy
limitados) e incluso individuales (idiolectos). Precisamente este punto nos interesa en gran
manera para subrayar el paralelismo existente entre la poesía conversacional
hispanoamericana -con M. Benedetti como uno de sus representantes más conspicuos- y la
poesía coloquial/«dialectal» de uno de los más grandes poetas contemporáneos en lengua
catalana, Vicent Andrés Estellés.
¿Y cuál es este dialectalismo savoureux, como les conceptuaba Joan Fuster cuando
certificaba la tesis dialectal de la poesía estellesiana? Pues es, ni más ni menos, que el habla
dialectal y coloquial de la ciudad de Valencia y del pueblo oriundo del mismo Estellés,
situado a 5 Kms. de la capital: Burjassot. El mismo pueblo donde se refugió y escribió tan
bellos poemas D. Antonio Machado, al iniciarse la guerra civil española. Pueblo que, en
definitiva, presenta la variante dialectal del catalán occidental.
Estellés sabe -o intuye- que cualquiera factor o nivel lingüístico puede y debe ser
aprovechado estilísticamente. De aquí que el poeta valenciano conjugue justamente este
aspecto de la variante dialectal valenciana con una amplia gama de recursos literarios que
domina, como son la parodia, la ironía, la versión desidealizada de la realidad. De este
modo, V. A. Estellés descubrirá y utilizará un lenguaje «nuevo» para uso poético a base de
servirse de la tradicional sabiduría popular: las frases hechas, los clichés coloquiales, los
sobreentendidos, las palabras groseras o «poco» poéticas, los barbarismos léxicos, etc.
Con el fin de poder comprobar a nivel aplicado una muestra de la expresión poética
«coloquial y narrativa» de la lírica estellesiana, hemos escogido un poema de uno de sus
más célebres poemarios Hotel París (publicado en 1973, pero redactado en 1954).Se trata
del poema «Com hi ha el fill sense pares i els pares sense el fill», donde se puede ver
reflejado el tono marcadamente «conversacional». Ofrecemos a continuación una versión
literal al castellano del original poema en catalán:
b) la constante ruptura en las expectativas del lector, cosa que sucede por la
yuxtaposición de lo convencional e identificable con la innovación.
Algunos de los recursos expresivos utilizados por V.A. Estellés en su poesía coinciden
de lleno con la de Mario Benedetti y podríamos sintetizarlos de la siguiente manera:
4. El desmantelamiento de la cohesión.
8. Repeticiones y coloquialismos.
Vicent Andrés Estellés, en definitiva, obliga la palabra a ser y decir algo que no figuraba
en sentido estricto, de manera semejante a lo que hace César Vallejo. Ello unido a la fuerza
del lenguaje, del dialecto valenciano, a sus juegos semánticos y al reflejo de la realidad
vivencial convierten al poeta de Burjassot en uno de los escritores de mayor impacto de
toda la lírica contemporánea peninsular. Aun a pesar de la devoción que Estellés siente por
Neruda a causa de su compromiso intelectual y de su sensibilidad, el poeta valenciano
nunca se recrea, como hace el chileno, «morosamente en la palabra», como dice M.
Benedetti, ni tampoco «rodea a la palabra de vecindades insólitas», porque la fuente del
verbo estellesiano se halla en el valenciano de cada día y no en el diccionario. Por todo ello,
de haber nacido Estellés en Hispanoamérica y haber escrito en castellano, lo filiaríamos
dentro de la familia «vallejiana» y nunca «nerudiana», aun a pesar de la devoción que le
inspiraba el poeta de Isla Negra.
Con todo, V.A. Estellés tal vez se diferencie de César Vallejo por su notoria impresión
de espontaneidad e inmediatez. Al poeta valenciano no le hace faltar luchar con el lenguaje,
no obliga a la palabra a ser y decir algo que no figure en su sentido estricto. Ahora bien,
tanto Vallejo, como Benedetti, funcionan como un verdadero «paradigma humano» en
contraposición a Pablo Neruda que funciona más bien como un «paradigma literario». En
este aspecto, Estellés se encuentra, una vez más, en la línea de un Mario Benedetti.
Los poemas «Cuerpo docente» y «Señales» han sido incluidos en la reciente antología
de Mario Benedetti que lleva por título El amor, las mujeres y la vida. Dentro de la parcela
amorosa, sirven como exponentes de distintas etapas y procesos operativos del escritor
uruguayo: el poema en verso libre y la canción de corte popular. El primero de estos textos,
perteneciente al libro Poemas de otros, constituye en todos los niveles (métrico, léxico-
sintáctico y metafórico), un acabado ejemplo del idiolecto de Mario Benedetti y de los
elementos más reiterados a lo largo de su producción poética. Lo transcribo:
CUERPO DOCENTE
Bien sabía él que la iba a echar de menos
pero no hasta qué punto iba a sentirse deshabitado
no ya como un veterano de la nostalgia
sino como un aprendiz de la soledad
en cambio al cuerpo
como no es razonable sino delirante
al pobrecito cuerpo
que no es circunspecto sino imprudente
no le van ni le vienen esos vaivenes
no le importa lo meritorio de su tristeza
sino sencillamente su tristeza
Sabido es el gusto de Benedetti por la ruptura de la frase hecha, por retomar la recta
acepción de expresiones idiomáticas fijas. La tensión deliberada entre la temática lírica por
excelencia, el amor, y el empleo de un léxico prosaico, confiere al estilo de Mario Benedetti
una pátina de ironía que puede ser en otras ocasiones excesiva, pero que ahora está
sabiamente dosificada. El cuerpo, por tanto, protagonista del texto y vocablo fundamental
que no aparecerá hasta la tercera estrofa, no significa «grupo» o «corporación», como casi
siempre que lo encontramos adjetivado por el término docente. Choca la connotación
amorosa del sustantivo cuerpo en un contexto poético, y el significado de docente que,
unido a él, remite a un registro muy dispar. Cuerpo recupera su sentido literal, en la más
naturalista y antiplatónica de las formulaciones, y se convierte en docente. Sólo la materia
orgánica que nos contiene puede realmente informar sobre los verdaderos sentimientos. El
raciocinio y la inteligencia se engañan a menudo; los sentidos y los instintos, insobornables,
no se equivocan nunca.
El autor vertebra su composición en seis grupos estróficos. Los dos primeros y los dos
últimos, de igual número de versos, trazan una estructura circular, no extraña en la obra del
uruguayo y soporte idóneo para el silogismo.
Tras la sospecha latente en Bien sabía él que la iba a echar de menos, una adversativa
abre el verso siguiente y matiza el aserto. La prosopopeya de elementos espaciales (casas,
poblaciones), explícita a través de un término muy concreto, deshabitado, retrotrae al lector
a la estética surrealista. Hacia los años 20, tras la difusión de las diversas teorías que ponían
en duda la existencia del alma, surgen otras aplicaciones de la secular imagen que identifica
el cuerpo del individuo con una casa, y al interior de ésta, con su espíritu. Las nuevas redes
metafóricas consideran al hombre que se siente vacío, sin alma, como casa deshabitada,
ciudad desierta, ropas sin cuerpos que las vistan. Benedetti retoma este motivo, que tan
profuso tratamiento tuvo en las letras y en la pintura, y lo adapta a las necesidades
amorosas. El hombre que ha perdido a la mujer ha perdido la razón espiritual de vivir y
está, por tanto, deshabitado.
Los versos 3 y 4 comienzan con sendas negaciones que anteceden al como comparativo:
no ya como... sino como. Las estructuras adversativas del tipo «No A, sino B»,
acompañando a parejas de símiles, tuvieron en Góngora su más brillante cultivador.
Mediante este procedimiento, el poeta se complace en desplegar las diversas formulaciones
de una asociación tropológica, que coadyuva a conferir al texto un ritmo semántico, basado
en la enumeración y en la gradatio, y un ritmo sintáctico, que proporciona la anáfora sobre
expresiones adversativas y de negación: pero (v. 2), no ya (v. 3), sino (v. 4), en cambio (v.
9), como no (v. 10), que no (v. 12), no (v. 13), no (v. 14), sino (v. 15), no por eso (v. 21),
más bien (v. 22), lo que no (v. 24), y sin embargo (v. 26).
Con su predilección por los términos habituales de la lengua hablada, muestra Benedetti
la sutil gradación que cabe entre el conocimiento profundo, veterano, de la nostalgia, y la
vivencia novedosa de la soledad, simbolizada por el vocablo aprendiz, que se subraya
incluso con mero. Por supuesto, esa veteranía alcanzada en la nostalgia se corresponde con
el final de la etapa vivida entre los dos tiempos pasados ya aludidos, mientras que el
«aprendizaje» de la soledad es el que ya ha comenzado a realizar el amante en el segundo
de los tiempos (pretérito). Cronológicamente el intervalo entre ambas situaciones parece
muy tenue, y se expresa de hecho en dos versos consecutivos y paralelos; pero la distancia
es muy grande en términos anímicos.
Creemos por un momento que la inmolación del amor es difícil pero factible, cuando la
condicional negativa destruye este lógico argumento: si no hay permiso para lo imposible,
bella paradoja reforzada por la paronomasia (acumulación de los fonemas /p/, /m/ y /s/),
que cierra el segundo grupo estrófico. La renuncia obedece siempre a una imposición, y no
tendría cabida si lo imposible fuera posible, esto es, permitido.
La estrofa tercera define el cuerpo por la via negatione, para lo cual se vale de
numerosos procedimientos que comportan negatividad y que operan en consonancia con el
significado de cuerpo vacío.
Para llevar a cabo la correctio, tan usual en Benedetti, escoge la más coloquial de las
fórmulas consecutivas, «o sea», huyendo de nuevo de todo amaneramiento poético.
Benedetti cree en la fusión absoluta del espíritu y la carne, en deliberado contraste con
las tesis platónica y cristiana de ensalzamiento del alma por encima de los sentidos. Para
plasmar la unión indisoluble entre estos dos elementos se sirve de estructuras binarias.
Sólo tras la experiencia personal, el sujeto es capaz de entender esa dulce blasfemia,
oxímoron cargado ya de sentido. Si pudiera chocar la adjetivación positiva del sustantivo,
el rasgo sacrílego de la verdad enunciada por «Cuerpo docente», habría que ponerlo en
contacto con la negación de la moral cristiana.
El oxímoron ha sido clave en la mística para manifestar la relevancia del alma sobre la
apariencia de los sentidos. Benedetti invierte acertadamente para realzar el valor del cuerpo
ante la «aparente» trascendencia de la dimensión espiritual que ha impuesto la tradición
religiosa.
En la trayectoria lírica del autor, como antes apuntamos, se establece una clara
distinción entre los poemas en verso libre y los destinados al canto. La elaboración de éstos
nace en parte condicionada por su finalidad de adaptación al medio musical. Así, mientras
Benedetti utiliza en ambos casos tópicos y asociaciones metafóricas muy próximos, se
producen variaciones llamativas desde el punto de vista métrico y estilístico. «Señales» me
parece, tanto por su calidad literaria como por la presencia de rasgos sintomáticos, un
ejemplo representativo de la segunda categoría.
SEÑALES
En las manos te traigo
viejas señales
son mis manos de ahora
no las de antes
salvando muros
se elevan en la tarde
tus pies desnudos
y eso tampoco
si habito en tu memoria
no estaré solo
mírame pronto
antes que en un descuido
me vuelva otro
no importa que el paisaje
cambie o se rompa
me alcanza con tus valles
y con tu boca
no me deslumbres
me basta con el cielo
de la costumbre
Benedetti opta por la popular seguidilla, cuyo bordón aparece gráficamente separado.
Esta solución queda justificada en el plano del contenido, ya que cada una de las secciones
posee unidad sintáctica y semántica. La mayor simplicidad estilística de esta modalidad
parece, pues, determinada por su base formal: los heptasílabos y pentasílabos contienen
oraciones breves y sencillas.
El bordón abre una secuencia, si relacionada con los primeros versos, también
autónoma. Esta independencia, el carácter generalizador del contenido léxico y la
intensidad expresiva le proporcionan un aire de estribillo (efectivamente, será la única parte
del poema que se repita sin alteración alguna).
El doy lo que puedo / y no tengo vergüenza / del sentimiento se explica por la índole de
declaración amorosa que todo el texto rezuma. Doy lo que puedo remite claramente a las
señales; el amante no ofrece lo que «tiene», sino lo que «es». Puesto que se trata de un
reencuentro, la complicidad permite prescindir del pudor inherente a un amor primerizo, y
mostrar con desnudez los sentimientos.
Las siguientes seguidillas modulan estos conceptos, sirviéndose del acervo clásico, culto
y popular. Así, si los sueños y ensueños / son como ríos / el primero que vuelve / siempre
es el mismo conecta con el mito del eterno retorno, y en este contexto alude al regreso al
primer amor. El políptoton que une a sueños y ensueños aglutina los semas de ambos. Los
sueños pueden ponerse en relación con el término insomnes, del v. 22, y con el universo
imaginario del surrealismo. Los ensueños aportan su connotación de esperanza y fantasía.
En esta coplita especialmente feliz, la selección del vocablo ritos provoca una
paronomasia in absentia con «río», con lo que se retoma el ancestral tópico que identifica
éste con la vida.
Por su parte, la tarde constituye un trasunto de la etapa de la vida en que el sujeto lírico
se halla, alguien de quien hemos deducido que está de regreso. El poeta nos dice que la
amada, salvando los muros de esa casa metafórica (un cuerpo que probablemente ya no es
joven) accede a su interior.
La tercera seguidilla, y la única que muestra una palmaria relación entre el contenido de
sus dos miembros, retoma los lugares comunes relativos a la vida. La asociación de ésta y
camino se formula a través de la variante vía.
Los versos vos con tus soledades / yo con las mías evocan el célebre fragmento de La
Dorotea lopesca: A mis soledades voy, / de mis soledades vengo, / porque para andar
conmigo / me bastan mis pensamientos./(...) No estoy bien ni mal conmigo / mas dice mi
entendimiento / que el hombre que todo es alma / está cautivo en su cuerpo (Acto I, Escena
IV). La opción de la soledad, que Lope y Benedetti enuncian en plural, y a la que anteponen
un enfático posesivo, es rechazada en los versos 19 al 21: y eso tampoco / si habito en tu
memoria / no estaré solo, porque la soledad se entiende como incompatible con el recuerdo.
Atendiendo a la clave hermenéutica que el tópico facilita, surge claramente una doble
lectura: aun cuando la belleza del cuerpo haya desaparecido, permanecen los valles de este
paisaje, que por sus connotaciones de hendidura se corresponden con el sexo femenino; y la
boca, depositaria de los besos, la más genuina manifestación del amor.
Aunque con procedimientos retóricos mucho menos complejos, Benedetti cultiva temas
y tropos similares en su poema y en su canción. Es llamativo, y sin duda reflejo de la
distancia temporal que media entre ambos textos, el distinto talante con que se aborda el
amor. Los magníficos versos si habito en tu memoria / no estaré solo parecen contradecir
un poco la tesis de «cuerpo docente».
En varios de sus ensayos, recientemente recogidos bajo el título El ejercicio del criterio,
concretamente en «Los poetas ante la poesía» y «Rasgos y riesgos de la actual poesía
latinoamericana», Benedetti hace referencia a esta cuestión:
Porque el problema es ése: que la poesía muerde. Por ser libre, preguntona,
transgresora, cuestionante, subjetiva, fantasiosa, hermética a veces y comunicativa en otras.
Por eso muerde. Y por eso buena parte del público (me refiero al que lee, claro) prefiere la
prosa que a menudo contiene respuestas, obedece a planes y estructuras, suele ser objetiva,
sabe organizar sus fantasmas y en general no muerde, especialmente cuando le ponen (o se
pone) el bozal. Aun en tiempos de censura, y habida cuenta de que los censores no suelen
ser especialistas en metáforas, la poesía suele pasar las aduanas con mucho más donaire que
la prosa.
...tarea primordial del poeta es nombrar las cosas. El problema es que las cosas rara
vez se enteran de que son nombradas, o, si se enteran y responden, entonces lo hacen, como
sugiere José Emilio Pacheco, con el polvo, ese lenguaje que hablan todas las cosas.»
Esta posición de cuestionamiento del orden social es una de las constantes, junto al tema
amoroso, de la poesía de Benedetti. Sin embargo, como veremos a lo largo de esta
comunicación, poesía, compromiso y amor se entrecruzarán continuamente. Como ejemplo
de esta posición del poeta señalaremos el poemario El olvido está lleno de memoria, libro
en el que aparecen las tres claves, a mi juicio, de la poética del autor uruguayo.
Creer, o hacer creer, que la definición política o social de un intelectual sólo habrá
de llevarle al esquematismo, al maniqueísmo, o a la pobreza formal, es hacer una torpe
evaluación de los caminos y procesos del arte. Desde la Divina Comedia al Guernica, desde
Marat-Sade a Novecento, desde España aparta de mí este cáliz al Canto general, el
ingrediente social ha servido para nutrir el arte de todos los tiempos. Achacar a ese
componente el esquematismo de los inevitables mediocres, equivaldría a atribuir a la magia
y a los sueños la indigencia estética de algunos autores venerablemente burgueses.
Ante crueldades de esta magnitud el intelectual no puede quedar al margen. Por ello
señala Benedetti: «En Europa el posmodernismo puede ser una moda: aquí en cambio sería
una obscenidad». Porque es el intelectual, desde el distanciamiento, desde la lucidez que la
falta de ambición le otorga, el único que no puede olvidar la barbarie, que es fruto en
muchos casos de la mal llamada civilización. Por ello el olvido del poeta es un olvido lleno
de memoria. Así lo ve Benedetti al finalizar su ensayo:
Hoy quizá podríamos agregar que en América Latina es sobre todo la poesía, como
cuenca esencial de su literatura, la que pone en suspenso, los tristes, agobiantes,
demoledores datos del mundo. Y mientras éste se detiene a revisarlos y ponerlos al día, ella,
la poesía, vuelve a inventar y recorrer sus itinerarios, no por las grandes autopistas del
consumismo paradigmático, sino por los modestos andurriales de su bien ganada libertad.
Y más adelante alude al gran simulacro que se corresponde con el olvido y que, a su vez,
es la historia construida por los vencedores o por los que sustentan el poder:
En el silencio universal
por compacto que sea
siempre se escucha el llanto
de un niño
en su burbuja
La actitud del poeta es de incomprensión ante la existencia del olvido. Así en el poema
«Desganas» Benedetti reconoce el horror de que «cuarenta mil niños sucumben diariamente
en el purgatorio del hambre y de la sed», admite el horror de que «los pobres de solemnidad
son cada vez menos solemnes y más pobres», mientras tal vez una sola mujer se cruza de
brazos, pero lo que resulta «atroz, sencillamente atroz, si es la humanidad la que se encoge
de hombros».
Y es el poeta el único que se compromete contra esa realidad; es una voz que grita ante
la humanidad que no le escucha como en el poema «Una gaviota en el lago Leman». Allí,
frente al fragor del sonido de la ciudad capitalista de Ginebra, una gaviota se queja y
vomita tristezas en el rostro impasible / maquillado / del orden.
El rencor le conduce hacia los miembros del tercer mundo que consiguen vencer en
cualquier ámbito al primer mundo y así, en «Réquiem por Ayrton Senna», el piloto de
fórmula uno es el que mediante su triunfo sometía ,al primer mundo de alain prost, que, por
cierto, aparece escrito con minúscula, al igual que muchos otros nombres, como marca
empequeñecedora de la realidad del mundo desarrollado.
Pero, a pesar de este enfoque pesimista, de esta óptica torturada por la realidad,
Benedetti todavía tiene sitio en sus poemas para el humor, como por ejemplo en «Te
acordarás de tu hermano»:
La respuesta de Benedetti ante la barbarie del hombre está enfocada hacia el amor, el
amor como purificación y el amor como antídoto ante los excesos y desviaciones de la
civilización, el amor como una esperanza, como un huerto en un páramo, una migaja entre
dos hambres, el amor que es, cáliz y musgo / cruz y sésamo, pobre bisagra entre voraces,
aquello que no se ve desde los helicópteros que lanzan bombas:
Por todo ello, en esta ponencia nos limitaremos, de una forma muy concisa, a fijar el
término contracultura, señalar algunas de sus características y rastrearlas en la poesía y el
ensayo de Mario Benedetti, para finalizar mostrando las repercusiones del fracaso
contracultural y la solución que plantea Benedetti desde su escritura.
Uruguay no era ajeno a esta realidad representada por la burocracia. Benedetti nos
presenta el estilo de vida burócrata, producto de la tecnocracia, ya en su poemario Poemas
de la oficina, y lo irá desarrollando en libros posteriores. En este estilo de vida, el proyecto
de identidad personal queda alienado, reducido en el espacio, la oficina, y reducidas en el
tiempo las relaciones puras, que son aquellas que no están ancladas en las condiciones de la
vida social o económica, que se desarrollan en la intimidad y se sustentan en la confianza, y
son las que nacen en el terreno de la sexualidad, el matrimonio y la amistad. En el poemario
de Benedetti no hay tiempo para ello, a excepción del domingo. Un domingo sucio,
reservado y horrible como nos aparece en «Elegía extra». En el resto de la semana no hay
tiempo, como en «Amor de tarde» donde el amor queda para después de lo demás. El ser ha
perdido su tiempo, el tiempo para realizar su proyecto personal y aquí nace la tragedia del
hombre burócrata. Tragedia porque, según Ortega y Gasset, la tragedia nace del
enfrentamiento entre la voluntad del hombre por ser y la realidad que le circunda y se le
opone. No hay futuro para el ser, no hay cielo ni horizontes en una sociedad determinista y
alienada como nos aparece en el poema «Ángelus». Así la contracultura significaba el
intento de redención del destino personal, la capacidad del hombre para hacer la historia y
no la historia al hombre.
2. Por un arte comprometido con este futuro. El arte tenía la capacidad de poder
contribuir a transformar la consciencia y los impulsos de los hombres y mujeres capaces de
cambiarlo (el mundo).
4. El intento vigoroso y acrítico de validar la cultura popular como desafío al canon del
arte. Bajo este giro hacia lo popular está el germen revolucionario como Marcuse afirma
«el arte revolucionario debe hablar el lenguaje del pueblo».
Las dos primeras características con la última son muy difíciles de separar, porque entre
ellas existe una relación de causa-efecto. Por eso, las vamos a estudiar seguidas en nuestro
análisis de la poesía de Benedetti, dejando para el final la tercera de ellas.
3. Optimismo hacia las nuevas tecnologías:. Benedetti por principio es opuesto a todo
optimismo. Así en su poema «Hasta mañana» nos dice: «Mi pesadilla es siempre el
optimismo». La postura de Benedetti ante las nuevas tecnologías es bastante crítica. En su
ensayo «Algunas formas subsidiarias de la penetración cultural», habla sobre la TV y su
falsa imagen del mundo a través de la violencia y la felicidad. Nos presentan la TV, por un
lado, una imagen feliz del mundo que es falsa, y, por otro, nos presenta diariamente la
violencia ante la que ya nos mantenemos inmunes. Su televidente es un ser insensible y
egoísta, dominado por la cultura de la desafiliación. Benedetti aboga por la desconfianza.
Así en su poema «Desinformémonos» de Letras de emergencia, bajo el humor, nos pide
que nos desinformemos, que arrojemos de nosotros la información y la visión feliz del
mundo consumista para ser nosotros mismos; pues los mass-media están colonizados por la
máxima: «El que paga es el que manda».
Así Baudrillard puede afirmar que la utopía del arte se ha realizado plenamente en las
democracias actuales, tal y como lo querían ver el comunismo ruso tras la revolución. De
ahí, el dominio del eclecticismo, donde tendencias que en su origen se opusieron, ahora
conviven. El arte se vuelve indiferente y sólo cabe preguntarse si es interesante; pero
«¿cómo la indiferencia puede ser interesante?». Benedetti, consciente del peligro en que
incurre la literatura y la cultura, en general, al estar dominadas bajo estas ideas, vuelve a
comprometerse con la literatura y con la libertad. Contraataca, por ejemplo, con su ensayo
«Los intelectuales y la embriaguez del pesimismo» y con su poesía. Benedetti observa muy
bien que ese pesimismo es más fruto de la coyuntura, que de la existencia. En ese sentido,
creo que el uruguayo acierta de lleno. Dentro del caos comunicativo, ecléctico, existe la
posibilidad de la emancipación, ya sea a través del extrañamiento como afirma Vattimo, ya
sea a través de la confianza como afirma Benedetti. Confianza en la capacidad real del
escritor y no en las ayudas de las instituciones. Esta confianza, que ya existía en la poesía
de Benedetti, y que como antes no se realiza desde el optimismo a ciegas, sino, que ahora y
tras el fracaso de la revolución, se ejerce desde la ironía. No desde una ironía como tropo,
que es la que aparece en la época contracultural, como en su poema «Los pitucos»; sino
desde la ironía como posición vital, tal y como la entendió y la vivió Sócrates. Enemiga de
toda petulancia, una ironía
que empieza justo cuando se empieza a ser consciente de que «lo que se dice ahora
no parecerá muy convincente más adelante, que, de todo lo que digamos, siempre hay una
parte que habrá que rechazar o modificar si se tienen en cuenta todas las cosas que se
podrían decir» (...) un completo equilibrio entre la confianza en la razón como instrumento
para abarcar la realidad, y a la vez la conciencia de lo limitado de esa herramienta.
Mariano Baquero en su espléndida teoría del cuento nos argumentó la relación entre
cuento y poesía. Mario Benedetti hilvanó esos hilos en su novela El cumpleaños de Juan
Ángel, novela escrita en verso, hecho experimental en su narrativa que unía ambos géneros.
Pero, verdaderamente, ese «experimento», como muchos críticos han denominado a la
novela, no era tal, ya que desde sus primeros poemarios, Benedetti introduce elementos
prosificadores en su poesía. Por ello, por esa inclusión, se ha hablado de la obra poética de
Benedetti como poesía sencilla, coloquial, debido a su profunda base oral y a sus roces con
la narrativa oral tan fuerte que se ha dado en la novela hispanoamericana en esta última
mitad de siglo.
Para ello, no emplea solamente términos del lenguaje actual y, en cierta medida, atípico
dentro de la tradición poética, como veremos, sino que, además, se apoya en expresiones
coloquiales, algunas incluso vulgares, refranes, locuciones verbales lexicalizadas, etcétera,
como desglosaremos a continuación:
A) el uso abundante de perífrasis verbales. Donde las más recurrentes por su temática
realista y social, de protesta, en ocasiones, contra los sistemas impuestos, son las perífrasis
con un valor temporal de futuro: Ir a + infinitivo y haber + infinitivo, y que puede tener
además valor de obligación o intención. Así, en «Croquis para algún día», de La casa y el
ladrillo: «Habrá que empezar / desde cero o menos cinco» y «por supuesto habrá que fusilar
a algunos», con matiz de intencionalidad en el futuro. Igualmente, aparecen con frecuencia
las perífrasis de posibilidad, conjetura o capacitación. Por ejemplo, en «Muerte de Soledad
Barrett», de Letras de emergencia: «pudiste ser modelo / actriz / miss paraguay».
A su poesía, se añaden locuciones verbales que han sido lexicalizadas, como la anterior
«una mujer está buena» o las convencionalizadas ya por la gramática como «te das cuenta
de que algo no marcha» y las derivadas del verbo dar y del verbo echar: «dar vergüenza»,
«echar el resto», «echar campanas al vuelo», «echar la culpa», «darle importancia», «dar
explicaciones», etcétera.
En el poema «Artigas» de Quemar las naves, leemos la primera estrofa: «Se las arregló
para ser contemporáneo de quienes nacieron medio siglo después de su muerte / creó una
justicia natural para negros zambos indios y criollos / tuvo pupila suficiente como para
meterse en camisa de once varas / y cojones como para no echarle la culpa a los otros».
Y en «Desinformémonos», algo similar ocurre con una cita del padrenuestro, cuya
relexicalización alcanza unos connotaciones de rechazo hacia un sistema implantado
considerables: «tiranos no tembléis / por qué temer al pueblo / si queda a mano el delirium
tremens / gustad sin pánico vuestro scotch / y dadnos la cocacola nuestra de cada día».
En «El hígado de dios», de Las soledades de babel, aparece una referencia al evangelio,
nuevamente, con una relexicalización de por medio, en la que se refiere a los marginados,
esos excluídos por los hombres, mas no por la gracia divina: «Dios padre campechano / en
el estilo de juan veintitrés / dijo dejad que los excomulgados / vengan a mí dejadlos».
D) Uno de los rasgos más significativos será el empleo de un léxico plagado del ámbito
cotidiano, de escenas típicas de la vida diaria, de una temática urbana. En definitiva, un
léxico que poco a poco a lo largo del siglo se ha ido incorporando a la poesía con toda
naturalidad, recogiendo ésta los mismos términos que se expresan en el lenguaje oral o en
otros géneros literarios, sobre todo, la narrativa.
-Elementos del ámbito urbano: Es curioso, a nuestro parecer, el hecho de que Benedetti
se sirva de la ciudad tanto para reivindicar una idea, para lo cual se apoyaría en los
personajes anónimos que la forman, como para describir su paisaje. Así, en «Ciudad sola»
de Las soledades de babel, nos dibuja en pocas palabras un amanecer urbano: «no hay
signos de agua - la ciudad reseca / se apronta a amanecer - de los zaguanes / llega olor a
café y a pan tostado // (...) la noche se acabó - bosteza el día / la verdulera barre su vereda
de hojas / los mansos viejos leen titulares del quiosco / la primera ambulancia pasa con voz
gangosa / la luz pone el otoño allá arriba en los plátanos // del cabaret tardío sale un vapor
espeso / dos o tres escolares se inauguran con lágrimas / el sol confirma todos los
pronósticos».
Algo similar ocurre en el poema «Página en blanco» de Preguntas al azar, donde el autor
nos cuenta su desgana en ese día incluso para fabricar poemas: «Bajé al mercado / y traje /
tomates diarios aguacero / endivias y envidias / gambas grupas y amenes / harina
monosílabos jerez / instantáneas estornudos arroz / alcachofas y gritos / rarísimos
silencios».
-Elementos sacados del lenguaje publicitario: otro rasgo que Benedetti asimila de su
propia maestría en el manejo narrativo, es la inclusión en su poesía de elementos propios
del lenguaje publicitario. En la mayoría de los casos su uso, al contrario que, por ejemplo,
la llamada generación de los ochenta española, es una clara denuncia del poder cada vez
mayor de la publicidad dentro de nuestra sociedad finisecular. También como símbolo y
referencia del poder de las superpotencias sobre los países tercermundistas, sobre todo los
de habla española. Así, el referente publicitario al que más recurre el autor uruguayo será la
cocacola, como símbolo de los Estados Unidos y su control socio-económico sobre
Hispanoamérica, Europa y los países asiáticos con los que entró en litigio en la mitad de
este siglo. En «Noche de sábado», de Letras de emergencia, por ejemplo: «No sé por qué
este sábado veintisiete / toda la democracia salió a la calle / democracia la buena / la dulce
troglodita / la melosa del crimen / la humilde del garrote // con todos sus odios salió // con
sus cóleras y coleritas / con la carraspera de sus mustangs / con el escote que huele a chanel
/ y la almita que huele a podrido».
- Préstamos de otras lenguas: Por lo general, serán anglicismos que ya han sido
lexicalizados, como «stock», «lobby», «scotch» (metonimia por whisky), «whisky»,
«longplay», «block», etcétera. Pero en su poesía también incluye expresiones o frases del
inglés que poco tienen que ver con préstamos como en «Cumpleaños en Manhattan», de
Poemas del hoyporhoy: «digamos por ejemplo hacia una madre equis / que ayer en el
zoológico de Central Park / le decía a su niño con preciosa nostalgia / look Johnny this is a
cow / porque claro / no hay vacas entre los rascacielos».
E) Una de las bases más importantes para explicar la sencillez de la poesía de Mario
Benedetti radica en su estructura sintáctica simple, donde se busca la no alteración de los
postulados de construcción de una oración, es decir, sintagma nominal + sintagma verbal.
Dentro de esta estructuración, Benedetti se aprovecha de una amplia gama de nexos
sintagmáticos comunes con la narrativa y con el lenguaje oral. Valga como ejemplo de lo
dicho el poema «La vuelta de Mambrú», de Yesterday y mañana: «Cuando mambrú se fue
a la guerra / llevaba una almohadilla y un tirabuzón / (...) como a menudo le resultaba
insoportable la ausencia de la señora de mambrú / llevaba un ejemplar del cantar de los
cantares / y a fin de sobrellevar los veranillos de san juan / un abanico persa y otro griego //
(...) asimismo unas botas de potro que rara vez usaba / ya que siempre le había gustado
caminar descalzo / (...) llevaba por último un escudo de arpillera porque los de hierro
pesaban mucho // (...) lo cierto es que no volvió para la pascua ni para navidad / por el
contrario transcurrieron centenares de pascuas y navidades // (...) y sin embargo fue en
medio de esa amnesia / que regresó en un vuelo regular de iberia / exactamente el miércoles
pasado / tan rozagante que nadie osó atribuirle más de un siglo y medio / tan lozano que
parecía el chozno de mambrú / por supuesto ante retorno tan insólito / hubo una conferencia
de prensa en el abarrotado salón vip».
F) Otro rasgo de prosificación es el constante uso de adverbios, sobre todo los acabados
en -mente.
I) Por último, cabe señalar como muy importante la aparición de verbos dicendi, donde
se introduce tanto el estilo directo, lo que da al poema otro golpe de narratividad. Un
ejemplo lo veríamos en «Martín Santomé»: «No me refiero sólo a que de pronto digas voy
a llorar / y yo con un discreto nudo en la garganta bueno llorá».
Ha sido nuestra intención, con este repaso rápido a la poesía de Benedetti, relacionar la
obra de un autor excepcional en el duro arte de escribir tanto en su rama narrativa, digamos
que la más reconocida por la crítica, como en su rama poética, la más conocida
popularmente, para señalar algunas pautas que emplea el autor uruguayo comunes a ambos
géneros, conocedor de que todos estos elementos también son válidos para su poesía.
Este ir y venir, que sella al sujeto lírico en un movedizo tránsito, determina que durante
el exilio, las estrategias textuales desplegadas traten de mantener viva la memoria; en el
desexilio, en cambio, el poeta se enfrenta a sus propios recuerdos y al mapa que inventó en
su partida. La noción de origen y destino fijan su movimiento.
En el transcurso de este viaje, la escritura inscribe los orígenes y funda el país que se
abandonó, reescribe un lugar propio al otro lado de la frontera. La ciudad se recupera en el
acto de la escritura en «Ciudad en que no existo», la patria y su historia en «Curados de
espanto y sin embargo».
O narrando cómo hay que empezar desde cero en «Otra noción de paria» o desde menos
cinco en «Croquis». O En «Los espejos las sombras»:
Hay que vencer el vacío para que lo imaginario adquiera cuerpo. Pero la lejanía, en esta
escritura, es la condición de lo imaginario. Para el territorio que despide, la distancia del
exiliado registra, en el mismo devenir del tránsito, la integridad del territorio nacional que
se cierra con su partida. El momento de esta despedida está evocado en el poema que da
título al libro de La casa y el ladrillo. La escritura se abre con la reconstrucción de esta
escena, recuperando el momento de la desposesión:
En el territorio que lo recibe, el sujeto que entra es un elemento extraño, una especie de
prolongación física del territorio contiguo, lo que da pie a una tropología del extrañamiento
en la que sin embargo, procura mirarse: la patria suplente.
Durante este período aún se pueden construir relatos. Los poemas, especialmente los de
La casa y el ladrillo, se articulan a partir de un eje narrativo o monológico, los versos de
larga tirada y la extensión de la composición. El nombre del país de origen y de los
escritores o amigos que acompañaron al poeta se suceden: decir el nombre es señalar la
identidad, señalar una adscripción, obturando el hueco de la escisión constitutiva. Los
nombres lo vinculan a un origen y a una genealogía, también los libros (la egoteca, en
«Croquis»).
el futuro no se hace
sólo con los guardianes del pasado
también con los fundadores del presente
El discurso construye una estructura de alusiones y procedimientos vinculados con lo
histórico social, contextualizando permanentemente sus componentes y produciendo un
circuito de correferencialidad tanto de la historia individual (proyección autobiográfica,
ficcionalización del autor empírico) como de la historia colectiva (reelaboración de tópicos
y episodios del referente histórico-político). Así se vincula la materialidad del texto con los
sujetos implicados, autor y lector.
Geografías, que recoge las composiciones de 1982 a 1984, marca el momento álgido de
esta disolución. Todo el poemario se construye como un tránsito entre el allá y el aquí, un
itinerario que da cuenta del estar en ninguna parte y del mediar entre no-lugares.
La inconcreción de este recorrido está anticipada en el plural que da título al libro, una
geografía que se disipa en numerosas geografías simbólicas que hacen posibles la
identificación del sujeto, ninguna reconocible ni asible, pero todas sosteniendo esta
identificación.
En esta topografía, el itinerario del viaje traza el proceso de una pérdida, una
desintegración, que no sólo es temática, sino que también es textual. Si el sujeto se
construye borrándose, esta disolución incluye también la pérdida de materialidad física. Los
sentidos engañan. La mano del poema «Los cinco» palpa, mira, aprende, oye y saborea lo
que no es. El sujeto se va disolviendo en una primera persona del plural, que enfatiza su
pertenencia al grupo, a pesar del desmembramiento del exilio, o se construye a partir de la
referencia continua a la segunda persona. Los apelativos garantizan la comunicación, que es
otra de las bases de esta escritura, de toda la escritura de Benedetti, que se construye en
tanto la experiencia individual adopta una forma comunicable.
Así se recupera y se resignifica el vínculo perdido entre signo y referente pero de modo
diferente a la premodernidad, superando el binarismo irreconciliable de lenguaje y realidad,
praxis artística y praxis vital.
Utopía
La patria, fundamental para la demarcación del territorio propio y por lo mismo, para un
sentido de la identidad, es ahora la humanidad completa. El poema «Patria es humanidad»
espacializa la noción de comunidad y propone una nueva forma de identidad que escabulla
las redes topográficas y las categoría de territorialidad: todos somos una patria / patria es
humanidad.
En relación a Martí -ese casi fundador de la experiencia del exilio tal y como la vive el
intelectual moderno en América Latina-, Julio Ramos se interroga: «¿Qué significa escribir
en un país distinto, un lugar diferente del que el sujeto postula como propio? (...) ¿Cuáles
son las líneas del territorio de la comunidad en que se inscribe?». Para responder, comenta
una cita de Adorno: «'En el exilio la única casa es la escritura'. Las implicaciones de la
metáfora son bastante obvias. Ante el flujo, el desplazamiento -personal, cultural y jurídico-
que consigna el viaje y el cruce del límite territorial, para Adorno la escritura es un modo
eficaz de establecer un dominio, un lugar propio al otro lado de una frontera».
Ramos conduce esta reflexión hacia otros interrogantes: «¿Qué casa puede fundar la
escritura, incluso cuando enfáticamente se lo proponga? ¿De qué modo puede la escritura
garantizar la residencia, el domicilio del sujeto?» Si usamos esta puerta a través de la cual
el autor explora las «trampas de la melancolía» en Martí podríamos preguntarnos, en un
primer momento, ¿cuál es la casa que Benedetti construye en el exilio?, ¿cómo es la patria
que diseña en su escritura?, para luego interrogarnos sobre qué sucede con esa patria
sustituta cuando el exilio no es ya una imposición y cuando el orden cambiante de la cultura
occidental destierra los ideales sobre los cuales se había edificado una patria posible. Por
ello, después de las nostalgias escritas en el exilio, el desexilio trae consigo otra forma de
nostalgia marcada más por la perplejidad que por el deseo utópico: «Los árboles ¿serán
acaso solidarios?», se pregunta el autor en el libro Articulario y en uno de los poemas de
Cotidianas.
«Uno va fundando las patrias interinas», dice la voz poética en el libro LC («La casa y el
ladrillo», p. 171), al describir la travesía del exilio. Y estas patrias interinas, una de las
tantas imágenes obsesivas que articulan la poesía de Benedetti, se sostienen y
complementan con las que aparecen desarrolladas, implícita o explícitamente, en su
escritura ensayística y narrativa. Es en esta continuidad, a la vez entramado textual y visión
de mundo, donde estas voces se completan en la identidad manifiesta de un intelectual
desgarrado por el exilio. Así, en el artículo «Dicen que la avenida está sin árboles», paralelo
textual del poema de GE (p.11) que versifica el mismo título, comenta el autor:
Esta reflexión se completa al final del ensayo, cuando el autor que ha hablado del exilio,
concluye diciendo: «En estos temas, que de algún modo comprometen los sentimientos,
siempre he preferido la poesía a la prosa, de modo que les pido permiso para concluir con
un breve poema: 'Eso dicen / que al cabo de nueve años todo ha cambiado allá. / Dicen que
la avenida está sin árboles, / y no soy quién para ponerlo en duda/ (...)»(AR, p. 18).
Más allá de esto, sin embargo, el movimiento de la memoria durante la escritura del
exilio no es homogéneo ni en la poesía ni en el ensayo de Benedetti. Por el contrario, si
bien en algunos textos la memoria del país que se abandonó aparece detallada en
secuencias, imágenes y fracturas todavía identificables, en otros, la memoria se desdibuja
en función de un lugar-emblema imaginario, atravesado por el deseo y alimentado por
valores de un humanismo que trasciende los límites de lo nacional y se integra en una
especie de deseo de hermandad transnacional.
Así, a veces el poeta precisa los perfiles de su evocación: la ciudad natal se recupera en
el acto de la escritura de «Ciudad en que no existo» (LC, p. 201), a pesar de la ausencia del
que la habitó, mediante una topografía urbana identificada, asociada a figuras familiares; la
patria y su historia (los héroes y el pasado nacional) se reescriben en réplica al discurso
oficial en el poema «Curados de espanto y sin embargo» (LC, p. 186); los nombres propios
se suceden en títulos y versos de VE y CO, desplegando familias y espacios afectivos, a
pesar del desmembramiento del exilio; la tortura y el horror de la dictadura se nombran y
caracterizan (en el ensayo «Torturas allá lejos» de AR), los rostros de los desaparecidos
apuntan en el poema del mismo nombre, en GE (p. 19), al devolvernos su mirada y fijar los
lugares en la que se posa, etc.
Otras veces, el deseo utópico de un orden político y social equitativo, solidario y justo,
que antes se filtraba entre los paisajes de la infancia, los pasajes amorosos, las antiguas
genealogías afectivas y textuales, los retazos de una geografía interiorizada, borra los
rasgos particularizadores del recuerdo. En «El paisaje» (VE, p. 35), la voz del poeta declara
que durante años sus composiciones estuvieron pobladas de «hombres, mujeres, amores»,
sustituidos ahora por «ramas, dunas, colinas, faralones», que a pesar de reseñar los paisajes
del exilio, no dejan de constatar la ausencia del grupo humano o de la vivencia personal.
Quizás en la medida en que el tiempo del olvido va llenando los vacíos de lo que fue propio
con la adquisición de nuevas propiedades (experiencias, vergüenzas, dolores,
indignaciones, luchas, alegrías, vínculos), el outopos cede al topos. Entonces, aunque
algunos poemas insistan en la necesidad de la memoria o algunos ensayos intenten
referencializar su denuncia del horror, tanto el contenido de la memoria como la específica
referencialidad del horror se diluyen, bien al circunscribir el recuerdo al imperativo mismo
de recordar, bien en la universalización que hace del acontecimiento un arquetipo.
Sin duda, la escritura del exilio en Benedetti reúne las dos versiones de la utopía
contenidas en la etimología de la palabra. Recordemos que outopos o eutopos, aluden
simultáneamente al «buen lugar» y al «no lugar». En sus textos, el sujeto del exilio -voz
poética y ensayística- diseña un país de origen, construye un espacio-tiempo histórico y,
mientras más se transnacionaliza, más se establece en una región ideal, fuera del mapa,
fuera del tiempo. De hecho, Bloch define la función utópica como una «espera positiva» y
considera que el «espíritu de la utopía» reside en la materialización de un sueño, que
comparte con la literatura la característica de construir un espacio donde lo posible es real.
Con las «soluciones» de la literatura, entonces, pueden armarse un tiempo, un espacio, un
lenguaje, un mundo. En Benedetti, aun cuando no se trate de la programática representación
de un «territorio ideal», son manifiestas tanto la posibilidad de construir un mundo más
humano a través de la escritura, como la de estrechar vínculos de compromiso y solidaridad
entre los seres humanos. Asimismo, no son pocas las veces en que la conciencia colectiva
se individualiza en íntimas utopías que hacen, por ejemplo, de la relación amorosa, un
modo de supervivencia que le permite al sujeto sobrellevar la pérdida de su suelo y de su
patria. Una y otra vez, ambas modalidades de lo utópico aparecen en su escritura. En el
poema «Patria es humanidad» de GE (p. 12), la voz poética retoma la cita de Martí y
espacializa la noción de comunidad, propone una nueva forma de identificación que escapa
a las redes topográficas y categorizantes de la identidad: «todos somos una patria / patria es
humanidad», que en la estrofa final se construye a partir del intercambio amoroso. En el
ensayo «El hotel del abismo» la voz declara: «Sabemos que nuestra muerte personal nos
espera puntualísima en la meta, pero si algo nos reconforta y reivindica es nuestra insólita
confianza en la supervivencia de la humanidad. (...) Sea por instinto de conservación o por
conciencia del progreso (...) no nos queda otra opción que convertirnos en fervorosos,
indefensos, activos militantes de la utopía. De la utopía de sobrevivir» (AR, pp. 54-55). Y,
en el final mismo de GE leemos la última estación de este itinerario, en la que frente al
exilio, «apagón» o «desconsuelo», se nos recuerda que «es conveniente y hasta
imprescindible / tener a mano una mujer desnuda» («La buena tiniebla», p. 24).
La nostalgia suele ser un rasgo determinante del exilio, pero no debe descartarse que
la contranostalgia lo sea del desexilio. Así como la patria no es una bandera ni un himno,
sino la suma aproximada de nuestras infancias, nuestros cielos, nuestros amigos (...) así
también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge nos va contagiando fervores, odios,
hábitos (...) y llega un momento (...) en que nos convertimos en un modesto empalme de
culturas, de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con
la sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que
vislumbremos que el sitio será ocupado por la contranostalgia, o sea, la nostalgia de lo que
hoy tenemos y vamos a dejar: la curiosa nostalgia en plena patria (AR, pp. 42-43).
Esta extrañeza que, sensación esperada y revivida, sella el nuevo estatuto de desexiliado
no puede silenciar su estrecha vinculación con un mundo también cambiado y
desconcertante. De hecho, en el libro Articulario. Desexilio y perplejidades, no casualmente
se reúnen dos textos anteriores: El desexilio y otras conjeturas (1982-1984) y Perplejidades
de fin de siglo (1990-1993). Por ello, el prefijo «des» del neologismo -significante
violentado por el sujeto que habla, irrupción del deseo más allá de la norma lingüística- nos
remite a un hecho histórico: los procesos de reorganización democrática de este fin de siglo
en los países del Cono Sur -sus políticas hegemónicas de olvido y sus luchas disidentes en
favor de la memoria-. Pero el neologismo también nos sitúan en un momento cultural: la
pérdida de los metarrelatos totalizantes, el resquebrajamiento de las instituciones modernas,
el derrumbe de los modelos político-económicos de izquierda, el capitalismo postindustrial,
la precesión de los simulacros, la puesta en duda de las categorías universalizantes del
racionalismo y del positivismo, el cuestionamiento de los lugares hegemónicos del poder -y
de esa otra forma de poder que es el saber del intelectual.
Entre ambas acotaciones, ¿qué nuevo lugar ocupa el escritor del desexilio? o, más aún
¿qué casa puede fundar ahora la escritura? El escritor del desexilio vive las sinuosidades
propias del retorno -un retorno a la patria, finalmente posible, que trae consigo el
reencuentro con un pasado para siempre perdido y la experiencia de una nueva pérdida, la
del lugar de residencia sustituto. Pero esa conciencia interpelada desde un fin de siglo que
permanentemente la cuestiona y desarticula, ve con horror la fantasmática repetición de un
exilio diferente, es decir, la pérdida de esa otra patria trazada con el deseo de un mundo
mejor y cimentada sobre las bases del humanismo. Dice la elegíaca voz de «Apocalipsis
venial»:
En las viejas décadas de este siglo revuelto han ocurrido relevantes hallazgos,
mutaciones, rupturas, vaivenes (...). Sin embargo, se han producido otras alteraciones,
menos espectaculares, ya no entre poder y poder, o entre invasor e invadido, sino entre
prójimo y prójimo. Como extraña derivación de tales reajustes, los sentimientos están
pasando a la clandestinidad. La violencia como abrumadora propuesta de los medios
audiovisuales; la desaforada obsesión del consumismo y la inescrupulosa persecución del
sacrosanto status; el fundamentalismo del confort; la plaga universal de la corrupción; la
represión ilegal, y la otra, la autorizada; la antigua brecha, hoy convertida en profundo
abismo, entre acaudalados y menesterosos; todo ello conforma un azote colectivo que
castiga las emociones, cuando no las expulsa, las exilia (AR, p. 289).
Y en el ensayo «La vergüenza de haber sido», que evoca el tango y convoca el verso que
lo continúa (el dolor de ya no ser), sentencia: «La onda de un postmodernismo básico
propugna un egoísmo frívolo, insustancial, para el que la palabra solidaria carece de
sentido. Las encuestas pregonan que los jóvenes no confían en nadie, que vegetan en el
descreimiento. Me niego a aceptar, sin embargo, que se dejen despojar, sin ofrecer
resistencia, de un sentimiento tan vital y confortador como es la solidaridad» (AR, p. 301).
Hoy, a pesar de algunas escasas excepciones, por lo demás fuera de toda proporción
con las posibilidades modernas de difusión de la cultura (que otras ramas de la literatura y
del arte han sabido aprovechar), un señor que se decide a escribir poesía renuncia casi a ser
leído. En Latinoamérica, por ejemplo, la novela tiene hoy su público, mientras que la poesía
no tiene el suyo.
Ésta era la situación para la poesía. Más adelante, Segovia llega a afirmar que «Los
lectores de poesía podrán ser, por su número, un público de poesía. Pero no lo son. Hay un
público de fútbol, hay un público de teatro y de música, y también, desde hace ya algún
tiempo, público de arte abstracto. Pero no hay un público de poesía, por lo menos en
nuestros países». Naturalmente que la situación es bien distinta de la de 1964, fecha en que
Segovia publicara su sugerente nota. Admitiendo que el poeta ha de tener un conflicto con
el público, Segovia proponía, por otra parte, que el público fuera suprimido, es decir, que
no contara para el poeta. No obstante, otra de las preocupaciones de Segovia era no sólo la
certeza de la inexistencia de un público para la poesía sino del reto que significaba en
aquellos días la aceptación de que había una impostergable necesidad de crearlo por
aquellos que cultivaban el oficio de poetas. Benedetti acudió al llamado convirtiéndose en
un emblema. Su mérito ha sido el de escribir una poesía altamente comunicativa así como
la gestación de un público cuya gestión participativa germina la imagen de un poeta con un
signo diferencial, limpio de culpas en cuanto a concesiones populistas o sea, de una cierta
masificación de cánones supuestamente colectivistas. Sebastián Salazar Bondy considera
que Mario pone «la primera piedra de una poesía en la que la lengua y el espíritu se
encuentran y se reconstruyen. Poesía de América Latina, del idioma latinoamericano,
español rescatado de su fuente de sermo vulgaris, que identifica a la persona y a las
multitudes como formas de una nueva historia. Ambrosio Fornet, el más reconocido
especialista de la obra de Benedetti en Cuba, anunciaba que nuestro autor «es, para usar un
término revitalizado por él mismo, un escritor comunicante».
Se diría que más allá de un público, Benedetti ha alcanzado la comunión con sus
lectores contribuyendo más bien a perfilar un gusto por la poesía, vehiculada ésta con el
sostén (con o sin) el acompañamiento de la música o/y la declamación, o el simple buen
decir. No se trata de un público a secas, negociable y veleidoso, sino de un franco prójimo
inmerso en una virtual comunidad civil, política; así mismo una comunidad de aficionados
a las mejores causas, al acto de fe que es creer en la utopía como gesto último de amor al
prójimo y a la justicia social. Bibliófilo hasta la saciedad, es justo reconocer que Benedetti
sacó a la poesía de los libros para devolverla a su espacio y tiempo naturales. Admirador,
no obstante, de la soledad de la escritura y, por consiguiente, de la soledad de la lectura, ha
creado, así, un fuego fatuo alrededor de su arte poética nominal del acontecimiento que lo
convierte en un poeta para muchos, el cual rompe el tabú de los poetas románticos cuya
herencia fue válida hasta los modernistas y postmodernistas hispanoamericanos:
Qué vergüenza
carezco de monstruos interiores
no fumo en pipa frente al horizonte
en todo caso creo que mis huesos
son importantes para mí y mi sombra
los sábados de noche me lleno de coraje
mi nariz qué vergüenza no es como la de Goethe
no puedo arrepentirme de mi melancolía.
(«Monstruos»)
Una poética del acontecimiento entre el hombre y la mujer comunes aflora en su teoría
del oficio del poeta que irradia incluso hasta sus lenguajes narrativos; a partir de lo cual
recrea el Poeta su gusto por los espacios metropolitanos, su aliento chaplinesco en favor de
una identidad citadina agobiada de enajenación. La poesía recobra, entonces, su rostro
originario; su función más vital.
Siendo Mario Benedetti, como es, un escritor proteico en términos de cantidad, cualidad
y diversidad, cierto es que su incursión por casi todos los géneros ha sido punto de interés
para la copiosa bibliografía pasiva que su producción ha merecido. En algún sitio ya cité
una inquietud de Fornet en relación con la falta de estudio sistemático que la obra poética
de Mario ha generado. Es la poesía el género en el que Mario se siente más cómodo. Esto lo
ha afirmado en innumerables oportunidades a lo largo de su carrera. Fue la poesía, como en
muchos otros narradores, pensadores o ensayistas latinoamericanos, el primer género con el
que Mario se abrió a la vida editorial. En dos ocasiones escuché decir a Julio Cortázar,
entre sorbos de humeante café habanero, que todo narrador respetable tenía que rendir
tributo y debía provenir del género madre: la poesía. Esta circunstancia indiscutible para el
fino lector de poesía y el poeta dominguero como era el propio Cortázar, es punto obligado
en las referencias bibliográficas sobre Benedetti. Tan es así que habría que sentarse a
calcular el momento en que el ejercicio de la poesía fue trasladándose hasta invadir
enormes dominios de la novelística, cuentística y ensayística del autor de El país de la cola
de paja. ¿Cómo, pues, explicar sus procesos creadores? ¿Cómo abordar la madeja estilística
que la perfila sin estudiar, sin detenernos en ese surtidor que fueron sus primeros poemas?
En un autor tan cosmopolita, inconsolable bardo del paisaje urbano, artífice supremo de un
discurso literario mestizo, es inconcebible ese tono lírico de sus primeros poemas. Nadie se
asombraría si afirmo que de esa fe en el acto poético nace el núcleo central de toda la
narrativa de Benedetti, de muchos de sus artículos y la mayoría de sus ensayos, crónicas y
reportajes.
El espíritu de los contextos que definen y caracterizan a los cuentos, relatos y novelas de
Mario Benedetti -dominados ellos mismos por un halo poético y una atmósfera fantasiosa-
estaban anunciados en ciertos versos de uno de sus primeros poemarios (Sólo mientras
tanto, 1948-1950) publicado en Montevideo en 1950. Veamos:
El escenario citadino, centro del paisaje que elige la voz del poeta, junto a un sentido de
raigambre, por contraste, establecen una premonición no sólo de lo que será la biografía
itinerante de Mario, sino lo que será la multiplicidad de exilios, por cierto, tema recurrente
en toda su obra. La trayectoria de nuestro autor patentiza una vocación estilística que
atraviesa esa misma obra sobreponiéndose, incluso, a la mayoría de sus principales temas
armando, de este modo, un andamiaje de recursos tan amplio como los existentes en la caja
cuadrada de un mago. Benedetti viaja del verso libre al ice-berg así como al fluir de la
conciencia como formas de expresión de un coherente cuadro de valores.
Nuestro autor, que es un consumado pensador, diseña en sus poemas aquel mundo que
debe mover al lector hacia una conciencia de la acción enmarcada, en principio, en la vida
civil; en la lucha en favor de los derechos civiles -volatilizados por las dictaduras
suramericanas de la década de los setenta-. Hay un encofrado de vasos comunicantes que
esta poesía genera. Luego habrá un retorno trasmutado de la prosa a la poesía. Es el
momento en que la escritura de Mario Benedetti alcanza su definición mejor a través de dos
libros: Poemas de otros (1973-1974), y El cumpleaños de Juan Ángel (1975). Pienso que
ambos colman las expectativas de Mario en la medida en que dibujan una tierra de nadie,
custodiada por elementos narrativos descubiertos en La tregua y en Gracias por el fuego,
así como también en Montevideanos. Allí también estalla lo que he intentado nombrar
como una poética del acontecimiento. No se trata aquí de comenzar un estudio comparado
de la estilística de Benedetti situando los paroxismos decisivos que van de su poiesis a su
estilo narrativo. No. Pero sería imposible hablar de su obra poética sin tener en cuenta cuán
transgresora y experimentalista ha sido su vocación literaria puesta en función de un
concepto del mundo y de un concepto de la función de la literatura como escritura y como
hecho social. Por eso Martín Santomé, Laura Avellaneda (La tregua) y Ramón Budiño
(Gracias por el fuego) llegaron a integrarse a la más lírica voz poética de su inventor:
Busquemos aquí, ahora, el concepto de poesía que esgrime Benedetti desde Sólo
mientras tanto (1945) hasta Las soledades de Babel (1991). La búsqueda incesante de un
arte poética marca el quehacer de Mario, interceptada por una voluntad de estilo que, como
ya vimos, no olvida la función social de la poesía. Por otra parte, ha abierto un espacio
mágico circunvalado por temas y recursos estilísticos. Tal espacio ha sido construido y
permanece como tal a través de círculos concéntricos que se mueven como si el autor
lanzara una piedra al agua quieta de un estanque y así se trasladaran estimulados por varios
núcleos centrales, a saber: 1) el amor patrio (Paso de los Toros, Montevideo, los diversos
telones que conforman esa errancia poética y personal que conduce a 2) el exilio como
cuestionamiento de la patria y su correspondiente identidad 3) la elección de un paisaje
necesario a la expresión de esa voluntad de estilo ya nombrada; 4) la cotidianidad como
categoría del tiempo y como hecho consumado de los tiempos modernos; 5) la ciudad y la
enajenación que el mundo moderno ha impuesto a los seres humanos cuyas vidas
transcurren en grandes urbes.
Este asunto de los temas es harto fácil y harto complicado. La obra de Benedetti va y
viene por temas que se tornan recurrentes en la medida en que pueden ser encontrados por
el lector, con diferente tratamiento, a lo largo de su obra poética. Con el entusiasmo de una
lectora cubana adolescente (que suman miles), he creído hallar en toda la poesía de este
autor temas significativos y, en el rastreo que enuncié más arriba, intenté verificar una
percepción a su alrededor.
El primero de todos es uno de los más socorridos puesto que bordea, a todas luces, su
expresividad. La patria se percibe como una categoría muy relacionada con la identidad,
más particular o más general. La historia de la patria en la poesía de Benedetti crea un arco
que va desde la familia y la casa hasta el concepto de «patria es humanidad» que tomara de
José Martí, pasando, naturalmente, por la trascendencia del terruño natal (Paso de los
Toros) y la decisiva experiencia montevideana. En este sentido, quisiera confesar cuánto
veo de técnica de Rashomón (una caja dentro de otra hasta el infinito) en el tratamiento de
este tema.
La primera noción de patria aparece en el poema «Esta es mi casa», del breve volumen
Sólo mientras tanto (1948-1950). La casa del poeta es descrita en su dimensión física
remitiendo al lector a su verdadera dimensión que es la existencial. Este poema de juventud
resulta ser una indudable premonición: «No cabe duda. Esta es mi casa / aquí sucedo, aquí
me engaño inmensamente. / Ésta es mi casa detenida en el tiempo». La casa de este tiempo
avizora la patria asediada y convulsa de los años setenta cuya crisis de valores lanzará al
poeta al destierro no sólo por causa de su soledad, de su angustia por el tiempo, sino de su
acción como luchador en favor de reivindicaciones sociales y políticas. De hecho, el poema
«Noción de patria», que da título a todo un cuaderno, es una confrontación de la patria por
defecto. El poeta, haciendo un recuento de todos los rincones del mundo visitados,
reconoce su rincón, su sitio personal aún consciente de la crisis que por aquel entonces se
avecinaba. Así, opta por reconocer que esa primera noción y opción de patria tienen un
signo en donde prevalece el factor de la colectividad:
La patria del joven Benedetti se alza contra los males y los estereotipos que asolaban el
Uruguay de los años cuarenta, era decir, una patria suiza inigualable, sin relojes.
Los poemas «Noción de patria» y «Otra noción de patria» enmarcan nociones distintas
de dos momentos históricos diferentes. El primero muestra la toma de conciencia de una
patria asumida más allá del cliché, como una pertenencia compartida, según un sentimiento
de identidad afianzada en lo social. El segundo denuncia los resortes del destierro, de la
expulsión en masa de «su casa», de su familia extendida, es decir, de su patria. Los avatares
de una errancia inconsolable quedan fijos en este poema que engloba una suerte de lamento
de la diáspora del Cono Sur. Todos fuera, «el paisito más allá»; todos conscientes de sus
razones históricas contra los depredadores, «hombres de mala voluntad», opresores-
torturadores, y el poeta acierta al concluir que, de todos, sólo «uno de cada mil se resigna a
ser otro».
El arco enunciado (casa, familia, patria) alcanza también otra zona temática de esta obra
poética y es la que el propio autor quiso nombrar en su libro La casa y el ladrillo. Los
pedazos de su casa, es decir, de su patria, fueron arrastrados por casi todo el globo
terráqueo. La patria es un acontecimiento magno que signa buena parte de esta producción
literaria. El poema «Aquí lejos» (Las soledades de Babel, 1991) aborda, nuevamente, el
tema de la patria, esta vez revisitada sin que por ello la alegría del regreso se empañe; sin
que la alegría del regreso aniquile el sentido crítico y la conmovedora añoranza de otras
latitudes en donde el poeta había construido su otra casa, la porción de la casa partida allá
en su infancia:
El tema del exilio, como podrá advertirse, es tema tangente al de patria. Dos caras de
una misma moneda: anverso, reverso. Y aunque su presencia recorre toda la obra de
Benedetti, de una forma u otra, prefiero detenerme en los dos poemarios que creo lo
expresan mejor. Son ellos: La casa y el ladrillo (1976-1977) y Viento del exilio (1980-
1981). El planteamiento central de ambos libros se alimenta de este tema. Me gustaría
insistir sobre la reversibilidad de estos dos temas. En el poema «La casa y el ladrillo»,
Benedetti nombra al exilio como «patria interina», «patria suplente», «compañera», es
decir, el exilio engloba una patria compartida y, por tanto, extendida. En la disposición del
libro original, su lector encontrará que el poema sucesor de éste no es otro que «Otra
noción de patria». O sea, anverso y reverso. Esa patria extendida, en el exilio, corrobora la
ya mencionada idea de una diáspora del Cono Sur, en particular la de los uruguayos:
Benedetti se aproxima al tema del exilio como hecho vivencial. Por eso mismo hay dos
niveles de esa experiencia: uno) la asunción, la aceptación y el análisis del exilio a través de
la diáspora; es decir, la experiencia del poeta como parte de una identidad, de una
colectividad; dos) la interiorización de esa experiencia, expresada a su vez con una
desgarradora capacidad de lirismo:
Veremos los espejos, unos frente a otros, para cercar al acontecimiento poético,
subvirtiendo formas, géneros. El exilio va de un poema a una prosa. La enajenación del ser
humano en nuestra época, desplazándose del poema a la ficción y viceversa.
Una de las ambiciones explícitas del escritor Mario Benedetti ha sido la de dinamitar,
con éxito, las fronteras entre los géneros literarios. La cuestión de los géneros, para la
literatura latinoamericana de este siglo, es tópico primordial y se encuentra en el eje de dos
categorías indiscutibles como son tradición y ruptura. No se explica la personalidad de
nuestra expresión literaria si no se estudia el deseo manifiesto del creador literario de
romper esas barreras no sólo en busca de una expresión (complaciendo a Henríquez Ureña)
acorde con los tiempos que corren, sino tratando de hacer visible la imagen de una
originalidad artística que debe pasar, no obstante, por la asimilación de la historia de los
géneros literarios. No pocos críticos han subrayado esta condición transgresora de
Benedetti como el signo de una conducta y de un anhelo consecuente que creó la pirotecnia
más funcional de la literatura latinoamericana contemporánea. Esa voluntad de
transgresión, que es también en Benedetti una certera voluntad de estilo, se produce ya
desde los inicios de su carrera. Si atendemos al hecho de que, en más de una ocasión,
Benedetti -halagado aún como el más versátil de los actuales narradores continentales- ha
afirmado que el género en que se siente más cómodo, o quizás se sienta más legítimamente
creativo, es la poesía. ¿Quién podría dudarlo? Así lo testimonia un libro clave como
Poemas de la oficina. La primera edición se agotó en quince días; algo que en el
Montevideo de los años cincuenta representaba una repercusión sencillamente escandalosa.
El propio Mario ha considerado también en más de una oportunidad las equivalencias entre
Poemas de la oficina y Montevideanos, su segundo libro de cuentos. A mi juicio, estos dos
libros son los centros generadores, la suma del arte poética del autor de Contra los puentes
levadizos. Allí encontrarán, tanto el lector común como el crítico más exigente, los
fundamentos y la sustancia de este enorme cuerpo literario. Equivaldrían, pues, a su
corazón y a sus pulmones. Benedetti no sólo ha insistido sobre este aspecto sino que ha
declarado que la evidente comunicabilidad entre poema y cuento no constituyó nunca un
azar. En entrevista concedida al periodista cubano Ciro Bianchi Ross, Mario aseguraba:
«Creo que fue un propósito consciente, nacido sobre todo de una preocupación casi
obsesiva ante la falsa imagen de mi país y de nosotros mismos que nos vendían ciertos
políticos, periodistas e historiadores».
En primera instancia, Benedetti tiene una prioridad: destruir una falsa imagen del
Uruguay y, para llevarla a cabo, escogió el poema como vehículo primero, portador de una
luminosidad que luego trasladara, por más conciencia expresiva aún, a los espacios
citadinos de los fundacionales cuentos de Montevideanos. De este eje, nacería todo lo
demás y no sólo nacería sino que se repetiría, como experimento, en los próximos años. El
acontecimiento premonitorio es Montevideo, cuya gris burocracia tejería la tela de araña
que serviría de intermediaria a la instalación de un fascismo corriente. Los géneros, las
formas, habrán de acondicionarse a las prioridades del escritor. Luego volveremos a hallar
el esplendor de esta práctica en un cuaderno excepcionalmente innovador, hermoso,
desgarrado en su intuición para fabricar una ética mayor para el suramericano cuya historia
se había integrado a una monstruosidad planificada por la alucinación y la violencia nunca
antes conocida. Hablo de Poemas de otros, un libro más espléndido que inaugura otra etapa
de su quehacer literario.
Los recursos narrativos invaden este nuevo discurso cuyo hilo conductor es un yo
poético fabulosamente trasmutado y, asimismo, deudor del célebre «le Je est un autre», de
Arthur Rimbaud. Así, el desdoblamiento de ese yo poético es compartido con el yo de tres
personajes del primer periodo de su novelística, a saber, Martin Santomé, Laura Avellaneda
(La tregua) y Ramón Budiño (Gracias por el fuego). Aceptando la invasión de recursos
narrativos y de estos personajes, es necesario señalar que el experimento ha sido válido
pues, alentado convenientemente por la semejante peripecia de Fernando Pessoa -y, en
nuestra lengua, las consiguientes de Antonio Machado y Juan Gelman- Benedetti ha
realizado un peculiar ejercicio del hecho poético pues ha conseguido inventar una
subjetividad, casi diría objetivar una subjetividad, a partir de la cual alguien se expresa
poéticamente.
Aquí existe la consideración del poema como objeto lingüístico independiente y como
material de experimentación. Por otra parte, hay una recuperación de lo autobiográfico
como objeto poetizado; dicho de otro modo: la voluntad de contextualizar la propia
vivencia personal en el marco de una historia cultural, creando con su propia vida un mito,
y de su persona, un personaje. Poemas de otros fabula también la biografía ajena asumida
como arte poética. Poemas de la oficina, por el contrario, había inaugurado ya el recurso de
la autobiografía como sustrato literario.
en Geografías este círculo concéntrico retorna a los temas iniciales del paisaje y la casa,
lanzando así el poeta la pregunta de marras, es decir, la duda que conforma la esencia de
este oficio:
Eso dicen
que al cabo de diez años
todo ha cambiado
allá
dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy quién para ponerlo en duda
El estereotipo del Uruguay que la primera etapa de la poesía de Mario Benedetti trató de
deshacer para construir, en su lugar, una inmensa noción de patria -que es humanidad-, me
retrotrae a uno de los espejismos más fortuitos de la poesía latinoamericana. Y es esa
opacidad de sus raíces poéticas, diluidas tal vez en el mito fundacional que otra poesía,
alarmantemente diaspórica -la de Jules Supervielle- inaugurara en la primera mitad del
siglo XX. Tal como la Guadalupe de Saint-John Perse suministra uno de los contextos más
característicos de su poética, del mismo modo, cierto mito del Uruguay (y su masa de mar
que es un río, el Río de la Plata) estalla en la poesía de Supervielle. La poesía de Mario
Benedetti -objetiva, objetivizante del acontecimiento-, no descarta en su discurso más
íntimo ciertas claves que van, por ejemplo, desde el respeto a las formas métricas de la
poesía española y de su correspondiente transculturación latinoamericana hasta la
recreación de propuestas literarias del poeta de Altazor, a quien no sólo Benedetti cita
oportunamente en su poema «Los espejos las sombras», una verdadera pieza expresiva,
sino que estudia y divulga en un ensayo sobrecogedor si tenemos en cuenta la estética del
autor de Las soledades de Babel. Sin resquemores, sin orejeras, Mario Benedetti ha
batallado entre nosotros por reivindicar, socialmente, la función civil y civilizadora de la
poesía y del poeta, mientras ha contribuido, incesantemente, a la creación de vastas
audiencias, preparadas para disfrutar y participar en el logro de una América más múltiple,
única y nuestra.
Desde luego que me gustaría hurgar en alguna medida en las relaciones de la obra
poética de Benedetti con la historia de la poesía latinoamericana a la que ha dedicado tantas
y tantas páginas. «Una curiosa característica de la poesía latinoamericana en este siglo que
concluye es su diversidad, su mestizaje. Una aleación que se detecta en la zona poética de
cada país en particular (...) Sin embargo, el mestizaje estético puede aparecer en la
trayectoria de un mismo poeta», puntualizaba Mario a principios de los noventa. Esta
conclusión bien podría ser válida y aplicarse -de hecho la hemos estado palpando a lo largo
de esta ponencia- a la propia obra de Benedetti. Un poema emblemático como lo es
«Hombre que mira a su país desde el exilio» encierra en sí mismo semejante apotegma. El
tratamiento del lenguaje en él nos revela una adecuación de la palabra afiliada a su
intrínseca sonoridad; sujeta, a la vez, a un paroxismo expresivo que no sólo se conforma
con emitir su literal significado, sino que el poeta nos la devuelve casi en su naturaleza de
morfema para entonces someterla a ese experimento y a ese acabado que sólo la familia
poética proveniente de César Vallejo ha podido brindarnos. Un balbuceo desgarrador,
entonces, pone al lector contra un telón de fondo que suministra como resultado del exilio.
En Poemas de otros apreciamos zonas que se aproximan, mediante un nuevo tratamiento de
la metáfora, complementándose formalmente. Si bien los giros coloquiales conducen el
discurso poético de este libro-programa, el poeta ofrece, a cambio, un cultivo de las formas
métricas populares, procedentes del tesoro de la tradición oral gauchesca, herederas a su
vez del romancero castellano. Es una prueba de fuego que en su brillante realización coloca
al propio Benedetti entre dos aguas: la culta, hija del experimento básico de nuestra poesía,
atesorado en ese libro clave y fundacional de César Vallejo que es Trilce (1922); y la
popular, hija, a su vez, del legado de Martín Fierro, de los Versos sencillos, de José Martí,
así como de ciertos estadíos de la obra de Nicolás Guillén, en especial aquéllos que
trascendieron en libros como El son entero (1947) y La paloma de vuelo popular (1958).
Ritmo y musicalidad abrazan textos ya clásicos del cancionero latinoamericano como el
insustituible «Te quiero», poema hecho canción, devuelto a las fuentes orales de todo
latinoamericano:
En manos de Benedetti ese cancionero ha ido y vuelto, renaciendo ante los ojos
estupefactos de aquellos enamorados del hecho poético que apostaron sólo por una de las
zonas más sensitivas de la poesía latinoamericana, esa que se instala en un discurso donde
las palabras deliran llevadas más bien de la mano de un Huidobro (el de Altazor, 1931), o
de un Oliverio Girondo (el de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, 1922). Como
Roque Dalton, Benedetti no sólo ha reconocido la existencia de dos familias poéticas en el
seno de la actual poesía latinoamericana, las de Pablo Neruda y César Vallejo, sino que
tiene la convicción de pertenecer a la segunda. Entre estas dos hermosas aguas, Benedetti
madura su expresión incorporando a su estética los más depurados recursos estilísticos que
nacieron del coloquialismo. De este modo transporta el giro criollo, montevideano,
suramericano, al mapa de su arte poética. No obstante, su percepción del paisaje, ese
paisaje que se ha ido tejiendo a su discurso, no proviene tanto del coloquialismo puesto a
bogar desde mediados del siglo, sino de dos poetas modelos, quizás distantes entre sí pero
avecindados por la elección del propio Mario. Se trata de Baldomero Fernández Moreno y
Antonio Machado. Quien habla ahora es Benedetti:
Absorto también en un diseño del paisaje urbano que se ancla en esta tradición de la
poesía suramericana (descansando sobre los pilares que para ello erigieron la Argentina y el
Uruguay), la obra poética de Mario Benedetti incorpora a esta modalidad un coloquialismo
más bien heredero de la corriente coloquial que fundara entre nosotros la famosa «Epístola
a la señora de Leopoldo Lugones» (1907), poema que el propio Benedetti califica de «tan
inobjetablemente actual que puede leerse como si hubiera sido escrita la semana pasada».
El paisaje urbano de Montevideo y de casi todas las ciudades donde Benedetti se ha visto
rodeado por similares telones de fondo formulan asimismo una poética del acontecimiento
virtualmente escindido entre dos factores: el del lenguaje y el de la conducta. Al auge de las
vanguardias correspondió una revelación de zonas secretas del lenguaje poético para
arremeter contra el estereotipo que los cánones de la poesía modernista (heredera a su vez
del legado romántico) habían cincelado creando una parafernalia de cisnes, japonerías y
perlas. Los Poemas de la oficina se insertan en la ruptura que hizo posible el esplendor de
un concepto de la poesía eminentemente antipoético, original, derivado si se quiere de una
lapidaria frase de Charles Baudelaire: «épater le bourgeois». El discurso poético que allí
nace adelanta lo que Nicanor Parra logró sintetizar mediante sus antipoemas los cuales no
eran otra cosa que una legítima reacción ante el legado de la familia Neruda. Mario
Benedetti casi propone un manifiesto, otra actitud y reclama el lugar de importancia que ha
de tener, desde entonces, en nuestra poesía ese interlocutor omnipresente, sea rioplatense,
caribeño o amazónico. Los poemas «Monstruos» (Poemas de la oficina) y «A la izquierda
del roble» (Noción de patria) ejemplifican, cada uno a su manera, lo que quiero decir.
...
La poesía de Benedetti hay que admitirla como una hermosa aventura. Pero lo más
tremendo de toda esta aventura, cuando volvemos a visitar sus predios, es el hecho
irreversible de haber caído en cuenta de ese atractivo extraordinario que siempre he sentido
ante ellos. Hay un imán ensordecedor que me ata a sus conmociones, a sus artificios, a sus
juegos, a sus riesgos y apuestas. Ese imán me refracta y me atrapa como lectora o como
alguien que sigue intentando escribir poesía. No he podido sustraerme de este fenómeno y,
a lo largo de mi trabajo, me debatía entre poner el ojo crítico que debería primar ante
ustedes y el deseo casi incontenible de correr a buscar una página en blanco para
inmediatamente emular sus versos, sus desafíos, sus transparencias. Hay poemas de
Benedetti que provocan la escritura del prójimo. No hay vuelta de hoja. Qué maravilla
beber en sus fuentes del Sur que encuentro tibias e inagotables. Ese aliento relativo al
milagro de la creación está detrás de algunos de mis títulos; en ellos podrá el lector
encontrar «ese rostro tras la página» (el rostro de Mario tras mis páginas) que propusiera
Orwell. Por eso quiero traer ahora, aquí, para concluir, unos versos de Mario que fueron
una de sus primeras artes poéticas. En ellos, como en ningún otro sitio de su poesía, late el
espíritu que nos ha permitido congregarnos durante estos días alicantinos:
III. Narrativa
Con sus secuelas de horror y de muerte, de represión y silencio, de exilios y regresos, las
últimas dictaduras militares del cono sur han proporcionado y aún proporcionan temas
abundantes a la narrativa hispanoamericana. La novela El fin de la historia (1996), de la
argentina Liliana Heker, me ha permitido comprobarlo por penúltima vez, y constatar que
la revisión de los últimos tiempos tolera valoraciones muy diversas: muchas de sus páginas
aparentan ofrecer esta vez un homenaje a esa generación que salió de la normalidad
cotidiana y tocó la revolución con las manos, pero el resultado final es la reconstrucción de
las andanzas de la montonera Leonora Ordaz, amante de su torturador, cómplice de la
dictadura, siempre capaz de beberse la vida hasta el fondo de la copa. Lo inhumano de la
represión no oculta una visión también crítica del fervor revolucionario, de modo que la
esperanza se reduce a individuos dispuestos a la solidaridad y al sacrificio en esos tiempos
de sinrazón y de locura que supusieron el fin de la Utopía. «Ésta no es una historia de
héroes, hija, es una historia de asesinos y de asesinados. Y también es una historia de
sobrevivientes», explica la escritora Herta Bechofen, a quien parece corresponder la
redacción del texto definitivo.
En consecuencia, la épica revolucionaria parecía viva, animada por una visión positiva
de la actitud con que los personajes de la novela se enfrentaban a un doloroso destino
continental en el que participaban con su muerte, con su dolor, con su soledad, con el
sedimento de dignidad que habían conseguido mantener a pesar del sufrimiento y las
humillaciones, pero también con el odio hacia sus enemigos y el rencor hacia sus verdugos.
Y, sin embargo, no es difícil comprobar que tras esa lucha nadie volverá a ser lo que fue:
hasta los más puros se han contaminado, han destruido la inocencia de un pasado feliz, han
abierto o sufrido heridas que difícilmente cerrarán. A ese sufrimiento se suma la sensación
creciente de haber perdido: «Nuestra derrota no será total, pero es derrota», reconocerá
Rafael Aguirre al recordar el proceso político vivido en los últimos tiempos en su país,
«una asentada democracia liberal». E insistentemente se muestran las consecuencias
variadas de ese fracaso, que amenaza a sus víctimas con el desaliento y el escepticismo, o al
menos los obliga a reflexionar sobre lo ocurrido, a entrever los errores cometidos, a
sustituir las esperanzas triunfalistas de antaño por otras austeras y verosímiles, a afrontar
hasta el fin los efectos de un desastre que los ha marcado para siempre. «La primavera es
como un espejo pero el mío tiene una esquina rota», confirmará Rolando Aguirre antes de
conocer las consecuencias últimas de sus cinco años de cárcel. Resulta significativo que la
novela termine centrándose en ese triángulo amoroso determinado por la represión y el
exilio, y en el cual se lleva la peor parte el más castigado, el más indefenso, de algún modo
traicionado por su esposa y por un amigo y compañero de militancia mientras se encuentra
en prisión. También es revelador que tal desenlace se vea con comprensión, como si sus
protagonistas fuesen menos responsables que los difíciles tiempos vividos, o como si se
tratara del resultado inevitable de un proceso trágico, y que esa historia forme parte de un
conjunto en el que prima el interés por el análisis de los estados de ánimo, del desaliento,
de la necesidad de rehacer o renovar los lazos afectivos, de la dimensión íntima de los
conflictos.
El alcance de Primavera con una esquina rota gana en precisión si se analiza en relación
con los cuentos escritos por Benedetti a partir del golpe de estado del 27 de junio de 1973,
reunidos en Con y sin nostalgia (1977) y Geografías (1984). El primero de esos volúmenes
incluyó también «Relevo de pruebas», un texto de 1966 donde quedaban patentes las
simpatías del autor hacía la revolución castrista, asediada por enemigos poderosos y sin
escrúpulos. Ese compromiso se acentuó en los setenta al calor de las inquietudes políticas
del momento, aunque no faltarían relatos aparentemente ajenos a aquellas urgencias, como
«Las persianas» o «Los viudos de Margaret Sullavan», o que apenas las incorporaban
tangencialmente. La mayoría, sin embargo, se hacía eco de los avances de la subversión y
de la respuesta brutal de los poderes establecidos. El clima dominante constituía una
prolongación del que Benedetti había hecho irrumpir en El cumpleaños de Juan Ángel
(1971), autobiografía de un hombre de transición que se despojaba finalmente de sus
sentimientos burgueses de soledad y de angustia, para sumarse a otros hombres que
también habían tenido que morir de algún modo para poder cumplir después el agrio deber
de matar por la vida, por la justicia, para sacar al país y al pueblo de su letargo histórico.
Así se extendía la estirpe del hombre nuevo, solidario cuando robaba, victorioso incluso
cuando le tocaba morir, optimista hasta en las derrotas que habían de conducir al triunfo
final. En los relatos de Con y sin nostalgia pueden encontrarse buenas muestras de esos
héroes positivos que anteponen los intereses colectivos a los personales, capaces de
renunciar a la mujer que aman, como en «Gracias, vientre leal», o de preferir la tortura y la
muerte antes que traicionar a sus compañeros, como en «Pequebú». La militancia se
convierte así en una suerte de apostolado, en un ejercicio de generosidad inagotable que
busca la redención de los oprimidos, el final de la explotación del hombre por el hombre, la
liberación frente a los intereses materiales preconizados por el capitalismo. La lucha se
afronta con el optimismo que se desprende del éxito en la captura pacífica de armas para la
guerrilla («La colección»), de la capacidad de reacción popular contra la dictadura que aún
demuestran las muertes satisfactorias de algunos agentes de la represión («Los astros y
vos», «Compensaciones», «Sobre el éxodo»), incluso del drama familiar que se vuelca
sobre el torturador que asesina a su propio hijo en «Escuchando a Mozart». Sólo en algunos
relatos puede adivinarse que el drama se prolongará durante mucho tiempo -en «La vecina
orilla», donde el exiliado uruguayo en Buenos Aires puede sentir la amenaza que se cierne
sobre Argentina-, y que tendrá consecuencias insuperables: en «El hotelito de la rue
Blomet» ya empiezan a aparecen personajes con alguna esquina rota, marcados para
siempre en su vida afectiva aunque finalmente la sacrifiquen voluntariamente en favor de
otros más débiles o más necesitados.
Más que en las anécdotas, los cambios parecen residir en la actitud del autor y de sus
narradores frente a los hechos relatados. La militancia aún optimista en Con y sin nostalgia
apenas encuentra ocasiones para manifestarse en los cuentos y poemas de Geografías. Los
días del delirio revolucionario y la locura represiva iban quedando atrás, y con ellos los
sentimientos vertiginosos y colectivos que animaban la lucha contra los tiranos de turno.
Quizá, como el protagonista de «No era rocío», Benedetti había sentido en el exilio lo poco
que importaban los grandísimos valores y lo mucho que se podía añorar una pared de
piedra y mugre o una señal de tráfico perdidas, y de cara al regreso trataba de construir una
patria para sus cinco sentidos, sin bandera, sin himno y sin escudo, sin esos desafíos que
habían justificado tanto a los torturadores como a los torturados. Fruto de esa búsqueda,
Geografías apostaba por una dimensión personal e íntima, aquella en la que se desarrollan
el amor, la amistad, los pequeños afectos a las pequeñas cosas de cada día. Esa dimensión
lírica parecía significar el fin de la épica revolucionaria que por algún tiempo había
fecundado la narrativa del autor.
El retorno de Uruguay a la democracia, tras el 1 de abril de 1985, no significó un
inmediato cambio de rumbo para la literatura del país, aunque se pudo dar por finalizado el
período de dispersión, exilio y resistencia activa o pasiva contra la dictatura militar. Con La
borra del café (1993), Benedetti se sumaba a una narrativa de la memoria que en las últimas
décadas, como para confirmar la pérdida del futuro, ha abundado en la literatura
hispanoamericana. Claudio recuperaba en esa novela la niñez perdida, a la vez que
conjuraba el fantasma de Rita -decididamente priman ya los afectos personales, las historias
íntimas-, y esa búsqueda del tiempo ido bien podría relacionarse con la convicción de haber
llegado al final o de que cualquier esplendor pertenecía al pasado. En todo caso, La borra
del café fue un notable ejercicio de amor y de humor, y quizá este segundo ingrediente
sirve para conjurar los efectos del primero, liberándolo aparentemente de toda
trascendencia, de la pretensión de construir un nuevo relato de iniciación a la vida o de
transformar la memoria en escritura para así resguardar el recuerdo frente a los efectos del
tiempo destructor.
Aunque sus personajes parezcan eludir las conversaciones sobre política, Andamios
ofrece una notable riqueza en este aspecto, relacionable con la nueva situación que ofrece
Uruguay y con su contexto internacional. En las primeras páginas se afirma que esos
andamios de la novela son la contribución del autor a un régimen en construcción continua
como es y será siempre la democracia. El «anacoreta» desexiliado Javier Montes no se
identifica con ninguna rigidez ideológica del pasado -como máximo asegura haber
compartido una extendida actitud antiimperialista-, pero, aunque representa una voluntad de
ayudar que siempre se mantuvo independiente, no deja de intercambiar opiniones con
amigos suyos que hablan de ilusiones perdidas, de fracasos que sólo Fidel Castro parece
contener, del escepticismo, la claudicación o el oportunismo que imponen los nuevos
tiempos, a los que sólo pueden enfrentarse con la dignidad de la derrota, esa dignidad que el
vencedor -Borges dixit- no puede alcanzar. Él mismo deja patente su malestar ante la
«ansiada democracia» que terminó con la Yugoslavia del mariscal Tito para llenarla de
rencores y escombros, ante la «democracia engañosa» que rigen las fuerzas transnacionales
del gran capital, y, desde luego, trata de sacar provecho de las experiencias sufridas para
mantener vivo un espíritu solidario que luche por el bien común en medio del consumismo
y la frivolidad de una época dominada por los medios de comunicación de masas.
Ese tiempo sin ideales, en que la moral y la ética se han vuelto anacrónicas, se identifica
reiteradamente con la «posmodernidad»: en las páginas de Andamios se habla de la
«infidelidad posmodernista» para dar cuenta de cambios recientes en la militancia política o
en el alejamiento de la misma, se relaciona a los «posmodernos» con un «sarampión de las
privatizaciones» que apenas disimula la corrupción bajo una apariencia de eficacia, se hace
referencia a una amenaza de «chantaje posmoderno» y es una «basura posmoderna» la que
confiere a Montevideo su nueva identidad tercermundista. Con planteamientos similares,
Giardinelli relacionaba en Imposible equilibrio la «inevitable posmodernidad» con un
contexto social «insolidario, decadente y cada vez más violento», a la vez que implicaba a
«una encantadora chica posmoderna» -miembro de una generación que se siente sin historia
y sin futuro- en la alocada empresa de liberar a los hipopótamos, como si pudiese encontrar
sentido para su vida junto a los representantes de la utopía perdida, que son a la vez los
escépticos de la democracia presente. Benedetti, también consciente de la desorientación
que afectaría a las nuevas generaciones, en diversas ocasiones trató de enviar un mensaje a
los jóvenes: en Primavera con una esquina rota, el autor y su personaje don Rafael no
asignaban la función de reconstruir el país a los sobrevivientes de los tiempos difíciles, ni
siquiera a los jóvenes crecidos en territorios extraños, sino que la reservaban para los
muchachos que habían permanecido en Uruguay y podrían recordar todas las etapas de lo
allí sucedido; en Andamios se mantienen esos planteamientos, y si toda la juventud
española no está vencida por el desencanto y la apatía, como el desexiliado Javier Montes
recuerda, más poderosas aún se consideran las razones que deben impulsar a la juventud
uruguaya para que participe en la reconstrucción del país.
Aunque ese gran relato siempre hubo de soportar disidencias -en los años sesenta
podrían considerarse como tales las obras de Manuel Puig o las de los narradores
mexicanos de la onda-, es en los setenta cuando verdaderamente puede percibirse su crisis,
con la desaparición paulatina del realismo mágico y orientaciones próximas, con la
renuncia a construir aquellas novelas «totales» que poco antes habían tratado de ofrecer una
indagación completa en el hombre, en América o en el universo. Los escritores jóvenes
parecían optar ahora por un realismo variado, interesados ante todo por los ámbitos urbanos
en que habían crecido, condicionados por la cultura de masas en que se habían formado y
también por las urgencias sociales y políticas del momento. Estas urgencias, íntimamente
ligadas a los procesos revolucionarios que parecían imparables al iniciarse la década,
determinaron para la narrativa hispanoamericana el afianzamiento de un nuevo metarrelato
ligado a aquellas inquietudes, como las ficciones de Benedetti permiten confirmar. La
relación de ese discurso con el que había dominado hasta los sesenta parece contradictoria:
obligó a la literatura del mito a reencontrarse con la historia, con lo que contribuyó a la
implantación del nuevo realismo -o al menos de algunas de sus variantes-, pero al mismo
tiempo impulsó el desarrollo de nuevos planteamientos utópicos y a su manera -que a veces
resultó conciliable con la precedente, prolongándola de algún modo- también míticos. Ese
gran relato revolucionario, cuya condición épica los disidentes y aun los enemigos
contribuyeron a completar, tampoco incluyó a todos los narradores, pero dominó el
panorama literario hispanoamericano por algún tiempo, e incluso se extendió cuando los
horrores de la represión en el cono sur exigieron el compromiso de muchos intelectuales
que hasta ese momento se habían mantenido al margen de los conflictos. Se necesitarían los
efectos de aquella represión, la crisis cada día más evidente de la revolución cubana y hasta
la caída del muro de Berlín para que ese último gran relato de la literatura
hispanoamericana saltase por los aires.
Nada mejor que la narrativa de Benedetti para dar cuenta de esa quiebra, con frecuencia
dolorosa, que afectó a autores de diferentes generaciones -incluso a los protagonistas del
boom que seguían escribiendo, como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa- y
sobrepasó las fronteras, sin atenerse siquiera a las diversas y a veces encontradas posiciones
ideológicas. Porque, en efecto, no se necesitaron revoluciones fracasadas ni regímenes
militares represivos para que el proceso resultase compartido: la literatura de México no
tardó en decidir que algo se había roto con los trágicos sucesos ocurridos en 1968 en la
plaza de Tlatelolco, y en otros países tampoco faltaron razones para creer que en algún
momento había empezado el principio del fin al que se había llegado en los años ochenta.
En la narrativa hispanoamericana reciente abundan los rasgos relacionables con la
desacralización «posmoderna» de los productos artísticos que se considera característica de
los últimos tiempos -entre esos rasgos puede contarse el amplio eco que en la literatura han
encontrado el cine, el radioteatro, la telenovela, la novela erótica, el relato policial, la
música popular y otras fuentes de inspiración «subliteraria»-, condicionada por el
consumismo «democratizador» de la cultura de masas. Esa tendencia determina en buena
medida la apariencia intrascendente que ofrece gran parte de la literatura actual, liberada de
las funciones cognoscitivas y del compromiso social de antaño, y que oculta o disimula
significaciones verdaderamente profundas. Probablemente esa intrascendencia resulta
dominante ahora porque no hay discursos trascendentes que la contrarresten. Algunas
opciones narrativas garantizadas por la tradición canónica pueden ayudar a comprobarlo,
como la novela histórica de estos años: en obras como El general en su laberinto (1989),
donde García Márquez recordó el final de Simón Bolívar, o La visita del tiempo (1990),
donde Arturo Uslar Pietri reconstruyó la vida de don Juan de Austria, o El largo atardecer
del caminante (1992), donde Abel Posse hizo que Alvar Núñez Cabeza de Vaca recuperase
en su vejez un pasado diferente al narrado en sus Naufragios y Comentarios, se prefiere ver
a los personajes históricos -al margen de su significación tradicional, e incluso frente a ella-
desde un ángulo personal, privado, menor, marcado por el desengaño ante empresas
azarosas coronadas por el fracaso, como si el interés por el pasado fuera consecuencia de
una época actual sin salida o sin esperanzas de futuro. Esa visión de la historia concuerda
en buena medida con las visiones del presente que pueden encontrarse en Una sombra ya
pronto serás (1991), donde Osvaldo Soriano imaginó el regreso sin razones a un país
marcado por los síntomas de un deterioro implacable, o en Nombre de torero (1994), donde
Luis Sepúlveda dio a las aventuras de su personaje una atmósfera de derrota, la sufrida
reiteradamente por esos ideales que la caída del muro de Berlín mostró definitivamente
anacrónicos. Esa atmósfera es tan característica de los últimos tiempos que nadie parece
mostrarla mejor y con más insistencia que Álvaro Mutis, alguien que se ha declarado ajeno
a las inquietudes políticas y sociales que han agitado la literatura hispanoamericana en la
segunda mitad del siglo: desde La nieve del almirante (1986) a Abdul Bashur, soñador de
navíos (1991) y aun después, la saga de Maqroll el Gaviero ofrece una significativa gama
de errancias sin fin, aderezadas a veces con recuerdos de un trópico agobiado por la
humedad, el calor y los insectos hostiles, un territorio ganado por el moho, el óxido, la
descomposición general. De ese modo ha dado cuenta de su insatisfacción ante los tiempos
que le han caído en suerte, convencido de que las verdaderas metas son inalcanzables y de
que al final no quedan sino empresas descabelladas y amores marchitos.
Así pues, llegó el fin de las utopías, incluso para quienes nunca las habían alentado. La
posmodernidad literaria hispanoamericana -la que Benedetti ayuda a precisar- poco tiene
que ver, en consecuencia, con lo que los teóricos europeos y norteamericanos -y sus
discípulos de cualquier latitud-, buscaron en Borges, en Cortázar, en García Márquez o en
Carpentier. Más bien guarda relación con esta narrativa poblada de personajes a la deriva,
de los restos del naufragio; con esta narrativa en la que los antiguos valores, cuando se
conservan, han tenido que refugiarse en una dimensión individual: ahí radican ahora la
solidaridad y el sacrificio, la fe en el amor, en la amistad, en las pequeñas cosas de cada día
que pueden redimir de la impotencia y el resentimiento en un contexto social insolidario;
ahí parecen encontrarse también los argumentos para defender la independencia intelectual
recuperada por el escritor.
Avellaneda Cafés
Para estructurar estas funciones, para encadenar los procesos agenciales, Benedetti
adopta una estrategia narrativa. Prescinde del relato heterodiegético. Aplica el modelo de
instancia delegada; transfiere la voz narrativa al empleado Martín Santomé. Con el proceso
de pacto autobiográfico consigue la operatividad de la narración homodiegética. La ruptura
del discurso, la parcelación del proceso generativo, determinado por el continuum temporal,
impone la forma de diario.
Martín, narrador homodiegético, manipula todas las estructuras del discurso. Se presenta
en las primeras unidades narrativas. Además de diseñar la situación presente, mediante el
procedimiento de analepsis, recupera su historia pasada. Es un funcionario cincuentón,
viudo desde hace 25 años, padre de tres hijos. El trabajo sedentario de la oficina estatal
genera sus reflexiones. Desde hace cinco años piensa en un futuro de ocio. Pero aún le
faltan seis meses y veinticinco días para jubilarse. Este proceso se mantiene desde el 11 de
febrero hasta el 12 de marzo. En esta fecha se inicia una función cardinal que cambiará
radicalmente la existencia del protagonista. La entrada de Laura Avellaneda en la sección
de Martín transformará sus sentimientos.
pesimismo
Revitalización amorosa
prototipo de pesimismo
Frente al tiempo fluyente del relato, subyace el tempo lento, punteado por la
secuenciación temporal. La relación cambia en la fecha del 10 de abril, con esta
testificación de Martín:
Avellaneda tiene algo que me atrae. Esto es evidente, pero ¿qué es?
El proceso generativo del enamoramiento se silencia varios días, con el contrapunto del
protagonismo familiar y los saltos analépsicos. Benedetti juega con la indecisión del agente.
Pero en la escena de la oficina medio desierta, Laura se muestra triste, apenada, nerviosa.
Ante esta actitud, Santomé se conmociona; descubre que «no está reseco»
sentimentalmente.
A finales de abril y comienzos de mayo, se abre una nueva situación que genera en el
agente un optimismo de adolescente enfrentado con las arrugas de su piel, los globos de las
mejillas, las varices de sus tobillos. De su proceso introspectivo, emerge la revitalización de
sus sentimientos, veinticinco años después del fallecimiento de Isabel.
En las unidades cronológicas siguientes, Santomé testifica sus encuentros con Laura.
Pero al diseñar el cuerpo desnudo a su lado, revive con un proceso mnemónico el cuerpo de
la esposa fallecida. El procedimiento analépsico resalta el desnudo de Isabel. Su desnudez
le transmite «una fuerza inspiradora». Del contraste surge el paralelo desvalorizador. Y la
amada del presente se diseña sin los signos positivos convencionales:
Avellaneda es flaca, su busto me inspira un poquito de piedad; sus hombros están llenos de
pecas; su ombligo es infantil y pequeño: sus caderas también son lo mejor (¿no será que las
caderas siempre me conmueven?); sus piernas son delgadas.
A pesar de esta devaluación, Laura existe. «Está ahora acá abajo abriendo los ojos». Con
este presente se engarza el contrapunto del pasado. Sobre esta alternancia, los sentimientos
se consolidan, resaltados por los lexemas «amor», «confianza», «camaradería», «ternura».
3. Desenlace catártico
Santomé queda aniquilado, sumido en una inmunda soledad. Testimonia que ella había
traspasado su existencia hasta transmutarlo «como un río que se mezcla demasiado con el
mar y al fin se vuelve salado como el mar». La situación desesperada se adensa. Se
considera despojado de «cuatro quintas partes de su ser». Se siente «atravesado, despojado,
vacío, sin mérito».
Benedetti, solidario con su personaje, años más tarde, en 1969, incluye en su libro
poético, Poemas de la oficina y otros expedientes, la composición «Laura Avellaneda». Las
estrofas que transcribimos aportan al lector el testimonio de la pasión femenina:
Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su
timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, sus suspiros...
Pero ninguno de estos rasgos bastaba para atraerme convulsiva, totalmente.
Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después
de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?
Ediciones:
Estudios críticos
Codina, Ivema, América en la novela, Buenos Aires, Cruz del Sur, 1964.
Ibáñez Lonelas, J. M., «Mario Benedetti: La tregua», Madrid, Madrid Cultural, 1971.
Rama, Ángel, «La madurez del oficio de un narrador», reseña de La tregua, Marcha, 1961.
Titulo estas páginas «los cuentos crueles» por dos razones fundamentales. En primer
lugar, siempre me ha parecido que una de las aspiraciones vitales de Mario Benedetti era la
de registrar, experiencia literaria mediante, los verdaderos patrones de la «condición
humana». Con los ojos escrutadores y la atención siempre en vigilia de un experto
espectador de la realidad vital, desarticula la mecánica aparente de los hechos para mostrar
los íntimos resortes que se traducen en la actuación, el comportamiento y las actitudes de
las gentes. No en vano su segunda colección de cuentos se tituló Montevideanos. Y desde
esos antiguos textos de los años cuarenta hasta la actualidad, ha sido fiel a la tarea de
exponer, con sagacidad y aspereza, los hilos que manejan y dominan la conducta de los
seres que deambulan diariamente por las calles y las casas de toda ciudad moderna: el
compañero de trabajo, el amigo de la infancia, la empleada doméstica, el vendedor de
boletos de un cine o el vecino escrupuloso. La aparente inocencia que anula los perfiles
nítidos en esas experiencias, traba una pragmática que se torna con el tiempo en costumbre,
rutina, ceguera o desinterés. Y es en ese espacio, en esa acción minúscula y banal, donde
reside el corazón de la tiniebla.
La segunda razón que aduzco se basa en una clave intertextual. En 1883 editaba en
Francia el insigne, y al decir de Rubén Darío, «raro» escritor Villiers de l'Isle Adam una
compilación de textos a la que dio por título, «Cuentos crueles». Páginas de una belleza
plástica y formal irreprochable transitaban por el territorio de la exquisitez y la perversión
como sólo podría darse en el seno del movimiento simbolista. No pretendo en absoluto
allegar estilos, procedimientos, espacios narrativos ni técnicas en la creación de personajes,
pues a todas luces la literatura del aristócrata y romántico Villiers dista de los referentes
sociológicos y estilísticos de Benedetti. Y, sin embargo, el interés por el mecanismo
profundo de la crueldad tiene sutiles puntos de concomitancia, pues para ambos autores los
resortes de lo cruel se materializan en las formas de la insistencia tenaz y enquistada,
progresiva e imparable, como un agonizar imperceptible, que se hace rostro en la metástasis
de la esquizofrenia. Pero en el caso del escritor uruguayo, esa esquizofrenia es aun más
intolerable y repulsiva, por cuanto se filtra en el tejido de lo social donde aparentemente
anula su pujanza. La omisión general, la tácita aceptación masiva se convierte así en su
alianza mas valiosa.
Crueles son, en efecto, los bajos fondos del alma humana a la luz de los cuentos de
Benedetti. En ocasiones, es el propio sistema administrativo el que perpetra los males
individuales. Hallamos una presencia notable del mundo laboral como mecánica
deshumanizada en la primera literatura cuentística del autor. En el mundo del trabajo, las
postergaciones de la ilusión, ya de por sí carente de toda trascendencia, son infinitas. Este
procedimiento viene heredado de Franz Kafka, que tejió las más intrincadas fábulas sobre
el horror existencial del hombre en su dimensión laboral. Cuentos como «El Presupuesto»
(1949), «Sábado de gloria» (1950) o «Aquí se respira bien» (1955) emblematizan esta
dirección de lo cruel. La amargura de quien jamás alcanza su objetivo, no solamente
entronca con el señor K. del «castillo» kafkiano, o con el agobiante ambiente de oficina que
amordaza al individuo en El proceso, del mismo autor, sino también con una novela que es
casi contemporánea a la escritura de estos cuentos en los años cuarenta. Se trata de un
excelente relato extenso del escritor argentino, tan admirado por Benedetti, Antonio di
Benedetto, titulado «Zama» (1948), obra que sintetiza las aspiraciones frustradas de un
funcionario durante la época colonial. «Corazonada», cuento de 1955, enlaza el motivo de
la crueldad laboral con el tratamiento más específico de la psicología artera y ladina. En
este texto, la habilidad de una asistenta doméstica, la joven Celia Ramos, carente de todo
escrúpulo ético, le lleva a convertirse en la nuera de su señora, mediante una intriga bien
calculada donde el chantaje cumple su cometido maquiavélico. Cabe percibir en el proceso
de introspección psicológica de la protagonista, ayudado por la utilización del monólogo
interior para la narración del cuento, una huella del personaje femenino principal de Auto
de fe, la excelente novela del ya citado Elías Canetti: en ambos casos, una mujer vulgar y
torpe que se ve encumbrada en su nivelación social en virtud de un matrimonio realizado
por móviles en todo ajenos al sentimiento amoroso. Pero nuevamente, Benedetti amplía el
juicio negativo del personaje a la colectividad, ya que el cambio de «estatus» se llega a
producir debido al previo deterioro moral del mundo retratado: los arribistas consiguen sus
metas amparados en la degeneración colectiva que no está dispuesta a mostrar sus propias
grietas. Nuevamente la sociedad corrupta se convierte en el más fiel aliado del
manipulador. Los culpables, nos espeta Benedetti, somos todos.
Abundantes son los ejemplos de relatos sobre el motivo cruel de la tortura. Constante
tristemente repetida en el panorama cultural contemporáneo, la tortura física o moral
condiciona la mirada crítica de un nutrido sector de escritores hispanoamericanos de
nuestro siglo. Célebres son las descritas por Miguel Ángel Asturias en su escalofriante
novela sobre los entresijos del poder, El Señor Presidente; y no menos rotundas y crueles
las estampadas sin ambages ni concesiones al «buen gusto» en ese testimonio del horror
infernal sobre la tierra que es Abaddón, el exterminador, del argentino Ernesto Sábato.
Entre los cuentos de Benedetti sobre el mismo tema («Los astros y vos», 1974; «Pequebú»,
1976; «El hotelito de la rue Blomet», 1976, etc.) quisiera terminar citando uno de los
cuentos, a mi parecer, más valiosos del autor uruguayo. Un cuento que data de 1975 y cuyo
título es «Escuchar a Mozart». Perfectamente trabado en su estructura, compacto y denso,
el texto nos sitúa en una escena doméstica y aparentemente rutinaria (la siesta del capitán
Montes) donde, entre la serena audición de Mozart, vamos siendo informados por la propia
voz interior del personaje de sus actividades «profesionales», consistentes e ejercitar la
tortura contra los detenidos policiales. El monólogo autodefine al capitán, que se nos
presenta como un verdadero torturador torturado por sus propias reservas morales, las
cuales sin embargo, no le obligan a rechazar abiertamente su actividad. Atrapado en el
sistema institucional de la represión, a raíz de un débil y ya marchito concepto de la
«disciplina» y, sobre todo, causa de un inconfesado deseo de mantener su situación laboral,
el capitán Montes no podrá conciliar su existencia familiar (donde se ignora la verdad de su
conducta) con el desequilibrante y aniquilador peso de su mala conciencia. El protagonista
es víctima de una esquizofrenia personal, que a su vez procede de la escisión ética
colectiva, y terminará asfixiando a su propio hijo (el cainismo se modula aquí en el tema
mítico de la inmolación a descendiente) como metáfora cruel de esa impotencia: la
imposibilidad de aunar en un ámbito común (la mente del personaje) los dos frutos del
árbol de su existencia.
Como vemos, las víctimas de la crueldad no son tan sólo los torturados (recordemos
aquí la excelente pieza dramática Pedro y el Capitán, tan cercana a los planteamientos de
«Escuchar Mozart»), sino también lo son los verdugos. La crueldad se ramifica
terriblemente en la introspección del ser humano. Crueles son los brazos de quienes
producen el mal, y cruel asimismo la actitud del observador pacífico, que pretende tomar
conciencia de la realidad como simple espectador, sin atreverse a implicarse activamente en
contra de la crueldad. El espectador de la crueldad que omite la acción es objeto de esa
forma de lo perverso antes citada: la crueldad de la cobardía, como sucede en la novela de
principios de siglo, Los extravíos del joven Törless (1906) del escritor austríaco Robert
Musil, donde se exponen los abusos contra el débil por parte de toda una comunidad en un
internado de adolescentes. Todos estamos convocados a reconocer lúcida, críticamente, el
escaparate contemporáneo de la hipocresía, de la traición, de la perfidia. Al cabo, ha
trazado a lo largo de su narrativa breve Mario Benedetti los rostros de lo cruel para espolear
nuestra facultad ética y social y su último deseo no es otro que el de provocar nuestra
catarsis personal y colectiva. Nuestro remoto atisbo de purificación.
La muerte y otras sorpresas, como título, convoca una identidad paradójica: la muerte
coagula la sorpresa y ésta es un modo de muerte, un territorio de pérdida. Unidas por el
vínculo de la intercambiabilidad, fundarán en diversos cuentos «sorprendentes» contactos, a
menudo, fóbicos. Analizar estos «roces» con los diferentes «yoes» textuales será el meollo
de nuestra comunicación.
Si como dice Paul De Man «la muerte es un nombre que damos a un apuro lingüístico»,
nos situamos a partir del título frente a una palabra que nombra, fundadora, y lo hace
vinculando la expresión de la urgencia del lenguaje, con su propio ahogo, con su atolladero.
Puntuar lo indecible, es decir, la urgencia y el agobio del lenguaje parece la identidad
«sorprendente» de la muerte. Ésta se coloca en una encrucijada de significación, pues
adquiere una dimensión de invención: la muerte inventa, e inventa un «apuro lingüístico».
Esta identidad que hemos extraído de la frase del crítico belga, podemos hilarla con los
versos de Antonio Machado que encabezan el libro: «Se miente más de la cuenta / por falta
de fantasía: / también la verdad se inventa», pues si verdad y fantasía son, en realidad,
invenciones, son ficciones trenzadas con la mentira, la muerte, nombradora de atolladeros,
también puede serlo, como prolongación inexcusable de éstas. Partiendo de la ruptura de la
distancia entre la muerte y la sorpresa, encadenadas por una marca de exclusión, nos
ocuparemos del lugar que ocupa el yo que regula, o que es regulado por ambas. Los cuentos
«La muerte», «El altillo», «Todos los días son domingo» y «Datos para el viudo» tejen
ciertas relaciones asimétricas de poder entre el yo textual y la muerte, armadas desde o con
la sorpresa. Relaciones que transforman a estos «yoes» en desprendidos, en imágenes
fragmentadas por estar prendidas de la muerte, o de las sorpresas. Adquieren
excepcionalidad desde el roce con ambas. Veamos las diferentes formas de
desprendimiento del yo vinculada a los diferentes recintos de la muerte en los citados
cuentos de la colección.
«quedarse sin ellos. Sin ellos, bah, sin nadie, sin nada. Sin los hijos, sin la mujer, sin
la amante. Pero también sin el sol, este sol; sin esas nubes flacas, esmirriadas, a tono con el
país; sin esos pobres, avergonzados, legítimos restos de la Pasiva; sin la rutina (bendita,
querida, afrodisíaca, abrigada, perfecta rutina) de la Caja Núm. 3 y sus arqueos y sus
largamente buscadas pero siempre halladas diferencias; sin su minuciosa lectura del diario
en el café, junto al gran ventanal de Andes; sin su cruce de bromas con el mozo; sin los
vértigos dulzones que sobrevienen al mirar el mar y sobre todo al mirar el cielo; sin esta
gente apurada, feliz porque no sabe nada de sí misma, que corre a mentirse, a asegurar su
butaca en la eternidad o a comentar el encantador heroísmo de los «otros»; sin el descanso
como bálsamo; sin los libros como borrachera, sin el alcohol como resorte; sin el sueño
como muerte; sin la vida como vigilia; sin la vida, simplemente» (págs. 21-22).
La muerte, lo decible sobre sí mismo, lo que él puede llegar a saber sobre sí mismo, sin
mentiras, y por ello sin vida, tal y como decía Machado en los versos antes citados, operan
activando el deseo de permanencia, de estar prendido al mundo.
Sin embargo, «la seguridad del diagnóstico le había provocado, era increíble, una
sensación de alivio, pero también la necesidad de estar solo, algo así como una ansiosa
curiosidad por disfrutar de la nueva certeza»(pág. 22).
La nueva certeza, por tanto, le da una suerte de poder, marcada por el deseo de soledad
(«la necesidad de estar solo»), de desprendimiento. Se va diluyendo en el entorno como en
una muñeca rusa, peldaño a peldaño, convirtiéndose en eco de ecos, de ecos... Adquiere, en
cierta forma, una imagen de infinito que paulatinamente se desvanece. La minimalización
del exterior al yo, detallado y magnificado en el momento de la incertidumbre, la muerte a
tamaño natural de las casas, los autos y toda la realidad que lo rodeaba hacen sentirse al
narrador como una figura desprendida, ajena ya a ese espacio de los «otros». Él se asume
como excepcionalidad, como un hombre-isla, rodeado por un océano ajeno, y ése es su
poder: conocer el límite de la muerte.
Siempre quise un altillo, para escaparme. ¿De quién? Nunca lo supe. Francamente,
yo quisiera saber si todos están seguros de quién escapan. Nadie lo sabe (pág. 25).
El altillo es, a partir de la propia configuración del yo, un espacio de fuga que le permite
mirar no con «ojos de fuga» (los ojos del que escapa), sino con «ojos de dominador», el que
posee, sobre todo, el dominio de las intimidades. El altillo representa la identidad de
dominador, es una forma de no saberse fronterizo.
De su vida «humana» no recuerda nada con certeza: los lapsus temporales o su carencia
de recuerdos de los tiempos de colegio así lo manifiestan. La indefinición de su yo, clavado
en el tiempo («Siempre se me mezclan las fechas», «Todo eso a los doce y también a los
nueve», dice el yo narrador), esto es, la oscilación constante entre la «normalidad» y la
«anormalidad» («Se acabó el colegio de fronterizos, dijo mi tío. Después de todo es casi
normal», dijo mi tía») hacia donde lo hacinan tranquilizadoramente los «otros», viene
contrarrestrada por la identidad que él mismo se fabricará, a través del vínculo con la
soledad y, por tanto, con la muerte.
Las tres muertes del yo narrador tienen en común la mirada: el perro que miraba con
ojos de persona, la maestra, cuya «mirada era de ojos bien abiertos» e Ignacio, fascinado
por mirar los espacios ajenos. Los tres, de alguna manera, compiten con él, desean escrutar
en los otros. Esto supone una amenaza a la identidad que desea conseguir y, por ello, los
aniquila. Quizá la muerte de Ignacio sea la más brutal: conseguido el deseo, el altillo, y
viéndose invadido por otro espía como él, el que lo enseñó a espiar, Ignacio, ya no permite
invasiones y lo mata: «Yo a él no lo traicioné, y ahora viene y se pone el muy falluto a
mirar disimuladamente el cielo. Todos sabemos que él perdió su altillo, pero yo no tengo la
culpa» (pág. 29). Ninguna piedad con Ignacio, quien nunca lo hizo sentirse ajeno en su
altillo, pues con su tentativa de mirada agrede la identidad paulatinamente adquirida.
La muerte como pérdida vertebra el cuento «Todos los días son domingo». María Ester,
la mujer de Antonio, muere y éste comienza a habitar en domingo, esto es, en el despojo del
descanso. Perder la compañera es carecer de la rutina, es vivir en la demoledora inacción.
Entre Antonio y Marta existía la comunicación del silencio: la pérdida es para él perder
el respaldo del silencio: «Una lástima no haber tenido un hijo. Por lo menos, ahora tendría a
alguien que respaldara su silencio» (pág. 51).
Frente a cuentos como «El altillo», en el que el narrador permanece en el
indeterminación espacio-temporal, como respuesta a su propia identidad como fronterizo,
en éste el narrador en tercera persona, sólo interrumpido por el diálogo entre Marcos y
Antonio acerca de la pérdida de Ester, cuenta una rutina, la historia de cada día a partir de
la muerte. La muerte rutiniza, hastía por la pérdida del silencio comunicador; ni la foto, ni
la lápida de Ester consuelan a Antonio; el silencio de ambas lo condenan a él a la soledad.
El yo que configura el narrador es un desprendido del silencio en que vivía con su mujer;
desea haber tenido un hijo, porque con él, al menos, hubiera tenido a alguien que
«respaldara su silencio». La muerte, en último extremo, desprende al yo de su silencio
voluntario, lo hunde en la inacción. No puede salir ya de su lenguaje, lo ha entregado a la
muerte. Al mirar el retrato de su esposa se ve obligado a sustituir el lenguaje del silencio
por una contemplación silenciosa. Por esto el personaje vive en domingo: representa la
continuidad de la contemplación, de la imagen del yo tumbado e inactivo.
Sin embargo, al mismo tiempo, la muerte se alía como deseo: en el cementerio, frente a
la lápida de su mujer, ante la que no puede sentir, de repente desea, frente a la falsa
simbología de la muerte, la muerte como cuerpo: en las iniciales E.B. de los coches del
cortejo fúnebre que se acerca al cementerio piensa en que sean las de Eduardo Budiño, su
jefe, ese que posee «esa capacidad para despreciar, esa insensibilidad para mentir, ese
encarnizamiento para venderse» (pág. 51); sin embargo, tras de las iniciales se oculta el
juego: no es Eduardo Budiño, sino un desconocido Enzo Barrios, con quien, confundido, ha
gozado su muerte. El yo, por tanto, se prende de nuevo al mundo, a través,
paradójicamente, del deseo de muerte.
Por último, en este breve repaso de las relaciones entre el yo y la muerte, nos
centraremos en el cuento «Datos para el viudo», el cual también se articula sobre la pérdida
de la mujer amada, aunque el tratamiento es diferente respecto del texto anterior. El cuento
nos plantea tres «yoes» desprendidos: el yo del viudo, el de Pablo Pierre, amigo de la
infancia de la muerta y que introduce «otra» visión de Marta, y el de la propia Marta, que
da respuesta en un fragmentario final a la mala conciencia del viudo y a los fantasmas
amorosos de Pierri.
Él, que había pretendido devorarla, comprometerla en su mundo, fracasa cuando ella
convoca a la muerte, cuando la nombra, y lo lleva a él hacia su mundo, lo arroja al mundo
de la significación de la muerte. El desplazamiento desde el amor a la muerte es llevado por
este vínculo: él queda atrapado por las redes de la muerte de Marta y, por ello, aflora su
conciencia culpable y accede a escuchar a Pablo Pierri, que le trae la identidad de la Marta
en vida, de la otra Marta que él desconocía.
Él sólo conocía a la muerta porque vivía desprendido del mundo, cuyo olor se le
aplastaba «en la ropa, en el rostro, en las manos, como si fuese el único enemigo del
mundo, acorralado, sediento,...» (pág. 67): sólo vive, como ya hemos mencionado, en la
presencia de los libros: su vida es un vivir muerto para los hombres, ser un muerto en la
cama de su mujer, etc., sin embargo, convocada la muerte, muerta ella, se abre a la vida que
no es de silencio y escucha a un desconocido, se deja impregnar por las palabras del otro.
Ésta es la relación paradójica que pone en funcionamiento el cuento.
En síntesis, la muerte es una socia oculta para Marta, pues le permite fugarse de su
marido: ésa es la sorpresa que nos revela el cuento al final, en esos retazos del yo de la
propia muerta.
Para concluir, sólo reiterar que lo que parece unir a los «yoes» desprendidos de estos
cuentos es la vivencia en tiempos vacíos, independientemente de cuál sea la relación que
establezcan con la muerte. Son «yoes» vacíos de tiempo y, por ello, el silencio no succiona
sus vidas, sino que llena el tiempo vacío. Un espacio sin palabras que el viudo de este
último cuento llenaba con las de los libros, imposibles de vivir, pero nombrada la muerte,
se rompe ese tiempo vacío, ese tiempo perpetuo, sólo roto por el silencio. «No sabíamos
hablar, no teníamos tema, no deseábamos nada» (pág. 74) es el epitafio común a todos los
habitantes de estos cuentos sobrevolados por «la muerte y otras sorpresas».
Espacio y tiempo en La tregua
Antonia Alonso Gómez (Murcia)
En estas ocasiones para no perder el equilibrio sale a la calle buscando el aire libre,
pasea o se sienta en un café:
Salgo entonces como salí hoy, en una encarnizada búsqueda del aire libre, del
horizonte, de quién sabe cuántas cosas más. Bueno, a veces no llego al horizonte y me
conformo con acomodarme en una ventana de un café y registrar el pasaje de algunas
buenas piernas (19 de febrero).
Cada uno es de un solo sitio en la tierra y allí debe pagar su cuota. Yo soy de aquí.
Aquí pago mi cuota (27 de agosto).
Santomé es un solitario que analiza a la gente de alrededor, a esos solitarios como él con
los que no parecía simpatizar, a la sociedad montevideana, a esa gente con la que se
cruzaba por la calle, a esos desconocidos suyos. Existen dos ciudades diferentes para él :
por un lado el Montevideo de los hombres a horario, los trabajadores ; y por otro, el
Montevideo de las niñas bien, de los hijos de mamá, de los viejos, de las madres jóvenes,
de las niñeras, de los jubilados.
El juego del Jefe y la Auxiliar. La consigna es no salirse del ritmo, del trato normal,
de la rutina (24 de marzo).
El espacio familiar se caracteriza por la soledad. Santomé vive con sus tres hijos,
Esteban, Blanca y Jaime. Haber sacado a sus tres hijos adelante cuando quedó viudo era
una obligación para que la sociedad no se encarara con él, no había disfrutado de nada y
ahora la soledad inunda su vida. La dedicación a su trabajo y la tristeza de su viudez fue
provocando un distanciamiento con sus hijos. Son correctos y reservados con él, Esteban
parece un resentido y hace que todos se sientan como «extraños» en su «familia»; Blanca es
introvertida pero capaz de revelarse ante este mundo que los hace sentirse a todos
desgraciados; Jaime es su preferido, es sensible, inteligente pero existen barreras entre
ellos. La falta de comunicación es el rasgo principal de la relación de Santomé con sus
hijos, le gustaría saber qué es lo que piensan, si tienen aspiraciones en cuestarriba como él
las tuvo cuando era joven, porque la única aspiración de Santomé es la jubilación, pero es
una aspiración en cuestabajo.
Isabel pertenece al pasado de Santomé, actualmente Avellaneda y Blanca son las dos
mujeres que llenan su vida. Avellaneda, su amante, pertenece a su espacio profesional y
Blanca, su hija, al familiar; ellas son los dos pilares de su vida y por ello Santomé prepara
su encuentro en una confitería, el resultado fue sorprendente:
A los diez minutos ya hablaban como personas civilizadas y normales. Yo las dejaba.
Era un placer nuevo tenerlas a las dos junto a mí, a las dos mujeres que quiero más (22 de
julio).
Tras este encuentro ellas se siguen viendo sin que Santomé lo sepa y aprenden mucho de
él intercambiando sus respectivas imágenes. Santomé tiene muy buena opinión de ellas:
Me gusta que sean amigas, por mí, a través de mí, a causa de mí, pero no puedo
evitar la sensación de estar de más. En realidad, soy un veterano del que se están ocupando
dos muchachas (31 de agosto).
Santomé tiene varios encuentros casuales, que son muy importantes ya que nos dan las
claves de la personalidad del protagonista: el primer encuentro es con un extraño borracho
cuyas palabras le hacen reflexionar y plantearse de nuevo su existencia :
«¿Sabés lo que te pasa ? Que no vas a ninguna parte» (...) Pero yo hace cuatro horas
que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese
enterado (21 de febrero).
El segundo encuentro es con un antiguo amigo, Mario Vignale, que le recuerda la época
de la calle Brandzen y del café de la calle Defensa. La calle Brandzen pertenece al pasado
del protagonista, marca una época, la adolescencia, caracterizada por las charlas en el café
del gallego Álvarez donde se reunían el grupo de amigos. Diferente a éstos es el encuentro
que busca Santomé con Avellaneda, quiere hablarle pero no quiere citarla, busca un
encuentro casual y por ello se estudia todo su itinerario para coincidir con ella: el primero
en Dieciocho y Paraguay, ella solía encontrarse allí los sábados a mediodía con una prima.
El segundo en la feria, Avellaneda solía ir los domingos:
Tengo que hablarle, así que fui a la feria. Dos o tres veces me pareció que era ella. En
la aglomeración veía de pronto, entre muchas cabezas, un trozo de pescuezo o un peinado o
un hombro que parecían los suyos, pero después la figura se completaba y hasta el trozo
afín pasaba a integrarse con el resto y perdía su semejanza (12 de mayo).
El cuarto encuentro, el definitivo, fue inesperado, casual ; esta vez Santomé no estaba
vigilando tras la ventana:
Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente
-y cuánto mejor- como Avellaneda (17 de mayo).
Entró a pasitos cortos, mirándolo todo con extrema atención, como si hubiera querido
ir absorbiendo lentamente la luz, el clima, el olor. Pasó una mano por la mesa libro, luego
por el tapizado del sofá... Eran las siete de la tarde ; el sol casi tendido, convertía naranjado
el papel crema de las paredes (23 de junio).
La primera vez hubo un apagón y la única luz existente era la luz de la luna, «era la clara
oscuridad de la noche sin más ni más», escenario típico de una pareja de enamorados, un
ambiente cálido:
Fue una lástima que no hubiera apagón, porque en este caso no hubiera visto su
mirada. Era triste, acaso. Yo qué sé. Nunca estuve muy seguro acerca de lo que las mujeres
quieren decir cuando me miran. A veces creo que me interrogan y al cabo de un tiempo
caigo en la cuenta de que en realidad me estaban respondiendo... Había luces aquí y allá.
No hay sitio para el misterio. Solo esa otra cosa que se llama silencio (16 de junio).
Tiene una casa asfixiante, oscura, recargada. En el living hay dos sillones, de un
indefinido estilo internacional, que, en realidad, parecen dos enanos peludos. Me dejé caer
en uno de ellos. Desde el asiento subía un calor que me llegaba hasta el pecho.
En cambio de la casa de Avellaneda, el 368 de una calle con nombre y apellido que no
recuerda, sólo destaca una cosa: la fotografía de Avellaneda. Ella ya ha muerto y es lo
único que le interesa a Santomé a partir de ahora: «La fotografía llenaba la habitación y yo
no pude dejar de mirarla» (16 de febrero).
Joseph V. Ricapito dirá en este sentido: «El personaje central en las calles, cafés,
oficina, la casa, las amuebladas de sus situaciones sexuales; nada goza de un colorido rico
ni abierto. El espacio refleja a la vez que complementa los pensamientos interiores del
personaje».
González Gosálbez afirma que: «El montevideano vive entonces reducido a una gris
monotonía en la que no existen alicientes. Las aspiraciones se han ido limitando cada día
más hasta llegar el momento en que ya no se aspira a nada».
Antes sólo daba su coima el que quería conseguir algo ilícito. Vaya y pase. Ahora
también da coima el que quería conseguir algo lícito. Y esto quiere decir relajo total.
En el principio fue la resignación; después, el abandono del escrúpulo; más tarde, la
coparticipación.
Yo creo que en este luminoso Montevideo, los dos gremios que han progresado más en
estos últimos tiempos son los maricas y los resignados.
Además de ser el marco en que se sitúa la historia de la novela, el tiempo puede erigirse
en tema central, como ocurre en La tregua. El diario de Martín Santomé es el marco de la
novela, es un tiempo sucesivo, cronológico, que, en ocasiones, se ve fragmentado por el
pasado, el diario implica el rescate del tiempo. El diario va desde el 11 de febrero de 1957
al 28 de febrero de 1958. La novela comienza con una apreciación temporal:
Sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme.
Debe hacer por lo menos cinco años que llevo este cómputo diario de mi saldo de trabajo.
Santomé muestra hasta el final de la obra su preocupación por el tiempo, sus últimas
palabras así lo manifiestan «Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a
mis órdenes», pero éste ya no es el mismo tiempo, en el diario el tiempo está fragmentado
en días y meses pero al final esta fragmentación se desdibuja, es un tiempo sin medida.
Santomé es un oficinista que está contando continuamente los minutos y las horas que pasa
en su trabajo. Por un lado, el tiempo real, es decir, el tiempo cronológico que fluye, y por
otro lado, el tiempo psicológico, el tiempo que cambia de ritmo y se ajusta a la situación
psicológica que está viviendo el personaje. Los domingos y los días festivos aumentan la
sensación de soledad del protagonista, en estas ocasiones el tiempo aminora su ritmo, es el
denominado tempo lento.
Entre enero y mayo de 1959, de lunes a viernes y de doce a dos, Mario Benedetti
entró al Sorocabana de la calle 25 de Mayo, se sentó a una mesa (siempre la misma) junto a
una ventana... para luego sacar unas hojas con membrete de La Industrial Francisco Piria,
S.A, ponerlas al revés y escribir en ellas, con letra regular y clara, el apunte correspondiente
a ese día en el diario íntimo de Martín Santomé, protagonista principal de su novela La
tregua.
Tiene su vida controlada por el tiempo hasta tal punto que cuando se encuentra con un
amigo al que no veía desde la adolescencia, en vez de disfrutar recordando el pasado,
piensa que está perdiendo el tiempo:
Naturalmente, había que tomar un café, de modo que me arruinó la siesta sabatina.
Dos horas y cuarto. Se empecinó en reconstruirme pormenores, en convencerme de que
había participado en mi vida (23 de febrero).
Pero el encuentro termina cuando aparece el tema de la muerte, Vignale le pregunta por
sus padres y por su mujer, su madre murió hace quince años, su padre hace dos y su mujer,
Isabel, murió hace más de veinte años. «Hay una especie de reflejo automático en eso de
hablar de la muerte y mirar en seguida el reloj». La muerte, que es intemporal, como dice
Eduardo Nogareda, siempre va unida a connotaciones temporales. Cuando Isabel murió, a
los veinticinco años, Santomé tenía veintiocho. El encuentro con Vignale le deja una
obsesión: recordar a Isabel, su recuerdo sufre un proceso de erosión, provocado por el paso
del tiempo. Santomé la recuerda con «recuerdos de recuerdos», no consigue tener una
imagen directa:
Ya no se trata de conseguir su imagen a través de las anécdotas familiares, de las
fotografías, de algún rasgo de Esteban o de Blanca. Conozco todos sus datos, pero no
quiero saberlos de segunda mano, sino recordarlos directamente, verlos con todo detalle
frente a mí tal como veo ahora mi cara en el espejo. Y no lo consigo. Sé que tenía ojos
verdes pero no puedo sentirme frente a su mirada (24 de febrero).
Santomé no recuerda su rostro, pero sí tiene una memoria táctil de todas las noches. Su
hija Blanca tampoco se acuerda de su madre, pero Esteban sí, por eso Santomé se hace
tantas preguntas:
Esteban tiene una imagen de su madre a la que se le ha ido superponiendo las imágenes
y los recuerdos de los demás, pero sólo uno de esos recuerdos es de Esteban: «Ella
peinándose en el dormitorio, con su largo y oscuro pelo cayéndole en la espalda(26 de
agosto)».
Isabel no es el único recuerdo que tiene Santomé del pasado. El recuerdo de su infancia
regresa cuando vuelve a soñar, después de treinta años, con sus encapuchados:
Cuando yo tenía cuatro años, o quizá menos, comer era una pesadilla. Entonces mi
abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la
papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos
anteojos negros. Con este aspecto para mí terrorífico, venía a golpear a mi ventana. La
sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: «¡Ahí está don Policarpo!». Don
Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían (2 de
marzo).
Esto se convirtió en una famosa diversión, pero Don Policarpo además ingresó en los
sueños de Santomé, sentía menos horror que en la realidad, aparecían en fila, de espaldas y
Santomé «asistía como hipnotizado a la cíclica escena» y ahora, después de treinta años
regresan por última vez y se despiden para siempre:
Además del recuerdo del pasado a través de imágenes de la memoria -el recuerdo de
Isabel y de sus padres, el recuerdo de la infancia, «los Policarpos», y de la adolescencia, la
calle Brandzen-, los recuerdos a través de las fotografías, por un lado, las fotografías del
pasado de Santomé, y por otro, las fotografías del pasado de Avellaneda.
También Santomé conoce el mundo de Avellaneda por las fotografías que le enseña de
su infancia, de su familia. Otra regresión al pasado o analepsis, como diría Genette, es la
carta de Isabel fechada en Tacuarembó el 17 de octubre de 1935. Con la relectura de la
carta vuelve a encontrar el rostro perdido de Isabel, ese rostro estaba en la memoria de
Santomé.
Todos los personajes sufren el paso del tiempo. Aníbal no es el mismo, el tiempo lo ha
cambiado en todos los sentidos:
Siempre tuve la secreta impresión de que él iba a ser joven hasta la eternidad. Pero
parece que la eternidad llegó porque ya no lo encuentro joven. Ha decaído físicamente (está
delgado, los huesos se le notan más, la ropa le queda grande, su bigote está como
deshilachado) pero no es sólo eso. Desde el tono de su voz, que parece mucho más opaco
que el que yo recordaba, hasta el movimiento de las manos, que han perdido vivacidad;
desde su mirada, que en el primer momento me pareció lánguida pero después me di cuenta
de que era sólo desencantada, hasta sus temas de conversación, que antes eran chispeantes y
ahora son increíblemente grises, todo se sintetiza en una solo comprobación. Aníbal ha
perdido su goce de vivir (5 de mayo).
El tiempo tiene poder de cambio y destrucción, transforma los seres ágiles en monstruos
deformes, como su amigo Escayola:
Nunca he sentido con tanto rigor el paso del tiempo como hoy, cuando me enfrenté a
Escayola después de casi treinta años de no verlo, de no saber nada de él. El adolescente
alto, nervioso, bromista, se ha convertido en un monstruo panzón, con un impresionante
cogote, unos labios caninos y blancos, una calva con mechas que parecen de café
chorreado, y unas horribles bolsas que le cuelgan bajo los ojos y se le sacuden cuando se
ríe.
En 1929 tenía una caligrafía despatarrada: las «t» minúscula no se inclinaban hacia
el mismo lado que las «d», que las «b» o que las «h», como si no hubiera soplado para
todas el mismo viento. En 1939, las mitades inferiores de las «f», las «g» y las «j», parecían
una especie de flecos indecisos, sin carácter ni voluntad. En 1945 empezó la era de las
mayúsculas, mi regusto en adornarlas con amplias curvas, espectaculares e inútiles. La «M»
y la «H» eran grandes arañas, con tela y todo. Ahora mi letra se ha vuelto sintética, pareja,
disciplinada, neta (18 de abril).
Santomé no es capaz de disfrutar de la vida, sobre todo de esos momentos que lo llenan
de felicidad. La cumbre para él es sólo un segundo, un breve segundo, un destello
instantáneo:
La vida se va, se está yendo ahora mismo, y yo no puedo soportar esa sensación de
escape, de acabamiento, de final. Este día con Avellaneda no es la eternidad, es sólo un día,
un pobre, indigno, limitado día, al que todos, desde Dios para abajo, hemos condenado. No
es la eternidad pero es el instante que después de todo, es su único sucedáneo verdadero (29
de agosto).
tu miedo al tiempo, a que te vuelvas viejo y yo mire a otra parte. No seas tan
mimoso. Lo que más me gusta de vos no habrá tiempo capaz de quitártelo.
Isabel estaba preocupada por su destino, como muestra en la carta, tenía miedo a la
muerte, algo neurasténica por su próximo parto decide hacer un solitario «Si me sale, es
que no voy a morir de parto». El solitario salió pero Isabel murió de un ataque de
eclampesia, no sabía que sacando el solitario provocaba su destino. Avellaneda también
está preocupada por su horóscopo, le predijeron el futuro hace un año, en ese futuro
figuraba su actual empleo y Santomé. Avellaneda también se plantea el tema de la muerte:
«¿Te imaginas qué vida espantosa si uno supiera cuándo se va a morir?» (29 de agosto).
No se cumplen las predicciones para Isabel, pero tampoco para Avellaneda, a pesar de
que creyeran que su destino había sido fijado por los juegos de azar. La muerte de
Avellaneda causa la ruptura temporal del diario. El 23 de septiembre le dan la noticia de la
muerte y sólo es capaz de escribir dos palabras repetidas veces «Dios mío». El día 17 de
enero vuelve a escribir en el diario, ya han pasado cuatro meses, hasta ahora no había sido
capaz de explicar lo que sucedió ese 23 de septiembre. Santomé relee el diario para
encontrar todos «Sus Momentos», al principio Avellaneda era simplemente un apellido,
después fue un mundo de palabras con multitud de significados y ahora para Santomé
significa «No está. No estará nunca más».
Hace veinte años que se me murió alguien. Alguien que era todo. Pero no se murió
con esta muerte. Simplemente, se fue. Del país, de mi vida, sobre todo de mi vida. Es peor
esa muerte, se lo aseguro. Porque fui yo quien pedí que se fuera, y hasta ahora nunca me lo
perdoné. Es peor esa muerte porque una queda aprisionada en el propio pasado, destruida
por el propio sacrificio (13 de febrero).
Rosa le contó a Santomé los últimos días, las últimas palabras, los últimos minutos de
Avellaneda, pero nunca lo anotará, sólo le pertenece a él. Volvió a buscar esa soledad que
había estado oculta durante la existencia de Avellaneda, después de cuatro meses volvió al
apartamento, lo que importaba era su ausencia. Ahora comprendió que ese período de su
vida había sido una tregua y ahora estaba metido en su oscuro destino. Santomé cierra su
diario el último día de trabajo, a partir de ahora no escribirá más porque no tendrá nada
interesante que contar.
Desde mañana y hasta el día de mi muerte, el tiempo estará a mis órdenes. Después
de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?
Introducción
En su poesía -Benedetti piensa como Ernesto Cardenal que en el poema cabe todo,
incluso el chiste o la anécdota- no faltan las notas de humor, que sirven para reforzar el
tono conversacional que busca la complicidad del lector; aunque sólo supongan una tregua,
una saludable distensión, el autor siente que colaboran de algún modo en la construcción
del optimismo y la alegría del prójimo, que ayudan a combatir su soledad o su frustración.
Benedetti gusta de los poetas que hacen uso del humor en sus versos: Efraín Huerta,
Samuel Feijoo, Aquiles Nazoa, Jorge Enrique Adoum, el primer Nicanor Parra, Roque
Dalton, Antonio Cisneros o Eliseo Diego. A estos tres últimos ha dedicado el escritor
excelentes ensayos.
También son frecuentes los rasgos de ingenio, los sarcasmos o la ironía en sus artículos
periodísticos. Basta ojear, para comprobarlo, El desexilio y otras conjeturas (1982-1984) o
Perplejidades de fin de siglo (1990-1993). Eduardo Nogareda se ha referido al humor
«ideológico» de Benedetti, que nunca se logra a costa de concesiones culturales de ningún
tipo «ni tiende a adormecer o alienar al lector. Todo lo contrario: procura despertarlo,
dinamizarlo».
La presente comunicación surge de nuestro interés por el humor y por un género, el
cuento -según Francisco Umbral, el que «mejor se corresponde con el estado de conciencia
del hombre de hoy», en el que han sido maestros tantos autores hispanoamericanos de este
siglo -Rulfo, Borges, Cortázar, García Márquez, Fuentes o Carpentier- y en el que
Benedetti, como otros escritores uruguayos -Horacio Quiroga, Felisberto Hernández o Juan
Carlos Onetti-, ha cuajado textos verdaderamente memorables. Con humor asegura
Benedetti de su Uruguay natal: «Somos un pequeño país de historias breves». Pasamos a
continuación a echar una ojeada, necesariamente superficial, a la presencia del humor en
los libros de cuentos publicados hasta el momento por nuestro autor, fácilmente asequibles
al lector español en las recientes ediciones de Cuentos completos, Alfaguara, 1994.
Los personajes de este primer libro de cuentos habitan un medio que inevitablemente los
conduce a la rutina y al fracaso vital. El pesimismo del autor impide que el humor asome, al
menos del modo en que lo hará un decenio después en Montevideanos. El tipo del cornudo
como motivo de irrisión colectiva aparece en los cuentos «Esta mañana» (1947) y «No
tenía lunares» (1951). En «Como un ladrón» (1947) uno de los discípulos de Eduardo
Rosales explica las razones que lo condujeron a matar -su crimen quedará impune- a este
Maestro de Compasión de una secta teosófica, hipócrita y sórdido estafador que abusa de la
buena fe de las gentes, y cómo no lo frenó el intento de Rosales de escudarse tras un
ambiguo texto del Apocalipsis:
Dicen que la gente creyó reconocer una última bendición en su boca milagrosamente
muda, felizmente sellada por mi crimen. Cuando me interrogaron, no tuve inconveniente en
confirmarlo. Entonces me pidieron que les transmitiera exactamente sus palabras finales.
En realidad, sus palabras finales fueron tres veces «mierda», pero yo traduje: «Paz». Creo
que estuve bien.
Montevideanos (1959)
Dentro del espíritu de la llamada «generación crítica del 45», Benedetti denuncia la vida
gris y el tiempo vacío de los habitantes de clase media de Montevideo, ciudad en la que el
libro se publica. Uruguay ha dejado de ser para entonces «la Suiza de América» o «la
Tacita de Plata», ese mito que creó la bonanza económica de la época de Batlle. El humor
hace su decidida aparición por primera vez. Destacaremos en primer lugar varios graciosos
cuentos en los que personajes charlatanes se confiesan o desahogan. Frente al silencioso
fluir de la conciencia propio de los «monólogos interiores», tan magistralmente cultivados
por Joyce o Virginia Woolf, nos encontramos aquí con «monólogos exteriores», según
jocosa denominación que tomamos prestada del propio Benedetti, concretamente de su
cuento «Déjanos caer». En «Puntero izquierdo» (1954), donde el escritor intenta por
primera vez reflejar el habla coloquial de los montevideanos y lleva a cabo «un admirable
pastiche de lunfardo», un jugador de fútbol narra cómo tras aceptar primero el soborno, es
llevado luego por su amor propio a marcar un gol, que le acarrea la inevitable venganza de
los traicionados:
La primera torta me la dio el Piraña, aparecido de golpe y porrazo, como el ave fénix
(...) La segunda piña me la obsequió el Canilla, pero a partir de la tercera perdí el orden
cronológico y me siguieron dando hasta las calandrias griegas.
En «Corazonada» (1955) una guapa y pícara criada cuenta, con aires de triunfo, su
venganza sobre una hipócrita familia burguesa en cuya casa trabajó y fue humillada. Pocos
días después de su boda con el hijo de la familia, con quien ha logrado casarse gracias al
chantaje, se tropieza con su antigua señora en una tienda. Ésta la trata con distante frialdad:
«¿Qué tal, cómo le va?». La respuesta es: «Yo bien, ¿y usted, mamá?». En el divertido
«Déjanos caer» (1961) asistimos a la cháchara de un borrachín, que con su charlatanería
chismosa destroza impremeditadamente el noviazgo de una muchacha que, tras haber
llevado una vida desenvuelta y sexualmente liberada y haber interpretado en teatro los
papeles de prostituta a las mil maravillas, sufre un cambio decisivo a raíz de su actuación
accidental en un melodrama en el papel de un personaje de extrema pureza. Ahora se halla
muy ilusionada con su novio, un argentino de padres holandeses que se la quiere llevar a
Amsterdam con él. El interlocutor mudo del cuento cobra súbito protagonismo en el
efectista y sorprendente final:
Lo único que quisiera saber es quién es el imbécil que se la lleva a Rotterdam, rubio,
de lentes. Manos largas, dedos finos... No me diga que... ¡Lo que faltaba! Ahora sí que está
bueno. ¡Lo que faltaba! Usted tiene la culpa por hacerme tomar cuatro whiskies seguidos. Y
su nombre es Van Daalhoff. Claro como el agua. Perdone por lo de imbécil. ¿Qué se le va a
hacer? Ahora ya no tiene arreglo. Pobre Mariana. Reconozca por lo menos que Dios no
estaba de su parte.
«Retrato de Elisa» (1956) nos dibuja con toques esperpénticos, esta vez a través de un
narrador omnisciente, a Elisa Montes, la viuda de don Gumersindo, un estanciero
analfabeto y de groseras maneras con el que se vio obligada a casarse sin amor por salir a
flote de la ruina económica a la que llegó tras haber vivido en lo más alto de la escala
social. Ya suegra, desahogará su frustración sembrando concienzuda y sistemáticamente la
cizaña entre sus yernos. Por eso éstos asistirán a su entierro visiblemente aliviados.
«Caramba y lástima» (1956) denota la crisis de la moral hipócrita, «falluta», de la clase
media montevideana y hace estallar el mito de la virginidad, en este caso masculina, la cual
viene a perderse justo la noche anterior a la boda que abrirá un matrimonio convencional.
El banquete de la despedida de soltero, poblado de animados incidentes, nos hace recordar
el descrito por Larra en «El castellano viejo». «El presupuesto» (1959), uno de los cuentos
mas comentados del autor, describe, con cierta sonriente ternura cómplice -Benedetti era
por entonces un oficinista más de esa gran oficina que era el país uruguayo- cómo las
economías de unos oscuros burócratas se ven desequilibradas cuando todos realizan por fin
sus ilusiones de tantos años fiados en la aprobación de un hipotético nuevo presupuesto que
permitirá el aumento de sus salarios. En «El resto es selva» (1961), que narra algunos de los
sucesos vividos por Benedetti en 1959 durante su viaje a los Estados Unidos, encontramos
algunos momentos de espléndido humor, como aquel en que el uruguayo Orlando Farías -
«Olendou Feriess en la pronunciación de los aborígenes»- participa en una asfixiante
reunión-cóctel con estrafalarios intelectuales norteamericanos por los que no siente
simpatía ninguna. Más tarde, tras haber tenido que soportar en el avión la compañía de un
argentino charlatán, vemos a Farías, en otra escena plena de comicidad, en un restaurante
de Nuevo Méjico tartamudeando a causa de los ardores provocados por el picante de la
empanada mexicana y el tequila y padeciendo el recitado de las «obras completas» de dos
poetisas viejitas de Alburquerque, las inolvidables miss Agnes Paine y miss Rose Folwell.
En «Los novios», el autor, que comienza burlándose más o menos amablemente de las
mujeres de la clase media uruguaya presenta luego con tintes grotescos al personaje de la
tía de María Julia. Ésta luce «dos verrugas simétricas que contribuían a dejar malparado el
sentido estético de Dios o por lo menos el de sus vicarios en el acto de crear cuerpos al
azar». El novio del cuento habrá de soportar durante años su guarda cuidadosa: en casa, sus
interminables «monólogos exteriores», y en el cine, durante las escenas lacrimógenas, sus
toses de asmática o sus llantos «con un hipo casi eléctrico que provocaba un desagradable
temblor en varios respaldos a la redonda».
La intensa crisis económica y social que sacude Uruguay en los años sesenta no invitaba
demasiado al humor, que apenas hace acto de presencia en este libro, aparecido en México.
Benedetti incluye en el mismo «Los bomberos» y «La expresión», pequeños textos o
viñetas llenos de ingenio escritos años atrás, concretamente en 1950, quizás para aliviar un
poco la tristeza que se desprende de la mayoría de los cuentos restantes. «El fin de la
disnea» (1965) es, junto a las viñetas citadas, el texto más divertido del libro. Se trata de un
elogio paradójico del asma. El drama del protagonista consiste en no poder pertenecer al
selecto y solidario grupo de montevideanos asmáticos -la «Masonería del fuelle»- por
manifestar tan sólo «fenómenos asmatiformes». Pero una vez que logra su sueño, gracias a
un médico suizo que no domina el español y le diagnostica por fin el «asma» por la que
siempre suspiró, la fatídica aparición del milagroso medicamento llamado CUR-HINAL
acaba con su felicidad, pues los asmáticos irán desertando poco a poco hasta dejarlo solo,
forzándolo finalmente a convertirse en uno de tantos oscuros ex-asmáticos. Es divertido el
hecho de que muchos de los lectores del cuento acosaran a Benedetti -asmático como se
sabe- interesándose por el salvífico e inexistente medicamento.
«Musak» (1965) presenta una interesante estructura circular: al comienzo del cuento un
periodista rompe a decir de pronto «A la porra y gangrena. A la porra y grangrena...» y el
lector se pregunta por la causa de tan extraño comportamiento; al final del mismo, el
protagonista del monodiálogo, otro periodista de la misma redacción, interrumpe
súbitamente una explicación sobre su original estilo de narrar las noticias de sucesos
truculentos, cuando, cual disco rayado, se lanza a repetir «A la porra y gangrena. A la porra
y gangrena. A la porra y gangrena...». El lector descubre al fin que la culpa de tal
idiotización colectiva la tiene el musak, la relajante música ambiental -símbolo del
omnímodo control político y social-, que, según una de sus víctimas, amortigua «la
capacidad de rebeldía, la vocación de libertad». La alienación acaba por afectar a lo más
personal de cada hombre: su lenguaje.
En junio de 1973 se produce el golpe de Estado de los militares uruguayos. Para muchos
habitantes del país comienza un largo exilio. Los cuentos de este libro, aparecido en
México, son, pues, los de un exiliado, los de un derrotado que busca movilizar las
conciencias y comprometer a todos en la lucha contra la dictadura militar. El humor,
cuando aparece, es, como era previsible, escaso y de una tonalidad más bien amarga.
«Relevo de pruebas», escrito en 1966 y basado en caso real, trata de una muchacha
uruguaya utilizada por la CIA para chantajear al encargado de las claves de la embajada de
Cuba en Montevideo. La ingenuidad con que ésta explica ante el confesionario su
participación en los hechos tiene una gracia innegable. Finalmente la chica se redime a los
ojos del lector al no aceptar el dinero que le ofrece mister Cooper. El «monólogo exterior»
concluye así: «Dígame francamente, padre: ¿usted cree que es pecado mortal enamorarse
de un comunista casado?». «Las persianas» (1975) es un cuento pleno de comicidad.
Asistimos en él a las «boludeces» que realiza en su habitación el gordo protagonista, en
camiseta o desnudo, un día muy caluroso. Su apuro surgirá cuando descubra que no cerró
las persianas y tema que su vecina de enfrente lo haya visto todo -«la búsqueda del
forúnculo, los pasos de tango, los ejercicios respiratorios, los saltitos cuando el calambre»-
y haya podido malinterpretarlo. Al final, sorprendentemente, será la temida vecina la que se
disculpe ante el protagonista diciendo: «anoche yo creí que había cerrado mis persianas».
Quizás sea legítimo buscar tras la risa la denuncia, lo que suele ser corriente en Benedetti:
en un Montevideo asfixiado por la dictadura, todos temen ser espiados, vigilados... En
«Sobre el éxodo» Benedetti hace un excelente uso del sarcasmo, de la hipérbole y de la más
sangrante ironía para denunciar los destrozos causados al país por la dictadura: tortura,
presos políticos, exiliados... En el éxodo masivo de uruguayos de todas las clases sociales
participan también los industriales, que parten con «máquinas, dólares, musak, familia y
amantes», o las sirvientas, por lo que vemos a las damas de las grandes familias de la
oligarquía ganadera pedir a sus maridos marchar a un país «medianamente civilizado,
donde al oprimir un botón de inmediato acudieran sirvientas que hablaran inglés, francés, y
no tuvieran piojos ni hijos naturales. Porque aquí, en el mejor de 105 casos, al llamado del
timbre. Sólo aparecían los piojos. Y no se sabía por cuánto tiempo seguirían apareciendo».
La novela corta «La vecina orilla» (1976) está salpicada, a pesar de su temática
Geografías (1984)
En «El reino de los cielos» se aborda el tema del exilio a través de dos niños que viajan
juntos en avión. La ingenuidad del diálogo infantil sirve al autor a las mil maravillas para la
crítica y la ironía: Saúl cuenta a Ignacio que su hermana vive en París casada con un
médico francés e Ignacio se interesa por el trabajo de ella: «¿Ella? ¿no te digo que está
casada con un médico? Hace eso, no más. Bueno, a veces mira la tele». Al final del viaje
conocemos que el padre de Saúl es coronel del ejército uruguayo y el de Ignacio, un
profesor uruguayo encarcelado por los militares. Tras las bromas recorre al lector un cierto
escalofrío. «De puro distraído» (1983), el cuento más breve del volumen, exhibe un humor
de tintes surrealistas y absurdos. Si en el cuento anterior los protagonistas eran dos niños,
ahora el drama del exilio se nos presenta a través del tipo del perfecto despistado que vaga,
casi siempre en soledad, «por los países, las fronteras y los mares». Un día llega a París:
Sí, era terriblemente distraído. En otra ocasión nevaba y para protegerse del frío se
metió en las galerías comerciales del moderno subsuelo de Les Halles. Cuando, un semestre
después emergió de otras galerías subterráneas en pleno centro de Estocolmo, se alegró
sinceramente de que ya no nevara.
Aquel dividuo memorizó sus cóguitas, se sintió dulgente pero dómito, hizo ventario
de las famias con que tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse cólume,
así y todo en las noches padecía de somnio, ya que le preocupaban la flación y su
cremento./ -Sulso pero pecable -admitió sin euforia el profesor.
En «El puerco espín mimoso», el profesor del cuento, que parece seguir los consejos del
Juan de Mairena machadiano que en su clase de Retórica y Poética hablaba de una Escuela
Popular de Sabiduría Superior y recomendaba atención en las aulas a la lengua viva explica
a sus discípulos: «Ustedes ya conocen que en el lenguaje popular hay muchos dichos, frases
hechas, lugares comunes, etcétera, que incluyen nombres de animales». Lo que sigue es una
clase de «zoomiótica».
Pero será la señorita que rellena crucigramas durante la hora de clase la que llegue al
hallazgo verbal más chocante:
-Digamos que un gánster, tras asaltar dos bancos en la misma jornada, regresa a su
casa y se refugia en el amor y las caricias de su joven esposa./-¡Éste sí que es difícil,
profesor. Pero veamos./¡El puercoespín mimoso! ¿Puede ser?
Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer
trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella,
agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
«Sobre el éxodo» (Con o sin nostalgia, 1977). Ficción irónica y referente histórico
Antoine Ventura (Universidad de Burdeos)
El cuento «Sobre el éxodo» forma parte de una colección de catorce textos que
presentan cierta homogeneidad temática. En efecto, a no ser «Las persianas»,
«Transparencia» y «Los viudos de Margaret Sullavan», los diez primeros cuentos y el
último, «La vecina orilla», tienen en común lo que podríamos llamar un tema general o
dominante temática, que habría que calificar de política o sociopolítica. En el cuentario, la
isotopía semántica de lo político parece organizarse alrededor del motivo temático de la
transformación, es decir una representación antitética del transcurso temporal,
correspondiente a la antítesis del título de la colección, Con y sin nostalgia. Nos
detendremos únicamente en la descripción de dos rasgos del cuento «Los astros y vos» que,
como texto que abre la colección, cumple una función programática. -En efecto, parece
difícil no tener en cuenta la significancia adscrita al orden de aparición de los textos. El
cuento consiste en el retrato de un pueblo del Uruguay que vive la ruptura institucional del
73, un a modo de metonimia ilustrativa de la evolución sociopolítica del Uruguay a finales
de los años 60 y principios de los 70. Se pueden identificar tan precisamente fechas, lugares
y fenómenos porque la ficción narrativa los enuncia explícitamente: el referente histórico
resulta inmediatamente localizable gracias a estas designaciones. Por otra parte, manifiesta
el texto un aspecto bastante descomunal que consiste en la irrupción en medio del discurso
narrativo de un trozo de discurso gnómico, es decir, de discurso teórico de índole
explicativa (presente de indicativo, metalepsis narrativa, a la vez autorreferencial y
referencial):
Quizá valga la pena aclarar que el nombre del pueblo no era -ni es- Rosales. Aquí se
lo adopta sólo por razones de seguridad. En el Uruguay de hoy no sólo las personas, los
grupos políticos o los sindicatos, han ido pasando a la ilegalidad; también hay barrios y
pueblos y villas, que se han vuelto clandestinos.
Esta irrupción, que ocurre desde la segunda página del cuento, se puede considerar como
un intento de romper puntualmente la coherencia ficticia del relato para explicitar con la
mínima ambigüedad la relación voluntariamente establecida por el narrador entre ficción y
realidad, y dar así al texto un estatuto testimonial. Pero a la vez, el narrador, con esta
intervención en su propio acto de narración, manifiesta su poder de mediación, o sea, de
transformación de la realidad en ficción. Así que finalmente, este trozo de discurso
gnómico no levanta la ambigüedad de la relación realidad/ficción, sino que la pone de
realce, llama la atención del lector sobre este aspecto del pacto literario, como diciéndole:
«esto es y no es ficción».
El referente histórico
Si hubiera que resumir el contenido anecdótico del cuento, se podría decir lo siguiente:
en cierto país -«el paisito»-, la situación sociopolítica evoluciona hacia un régimen
represivo, lo que provoca la salida del país de grupos de población -«los sospechosos que
andaban sueltos», «los parientes y los amigos» de los sospechosos en general-. Después, se
van «los hambrientos». Se van los obreros, lo que provoca la salida de los industriales.
Luego, se va la servidumbre, lo que provoca la salida de los dueños -«las grandes familias
de la oligarquía ganadera»-. Sólo quedan los militares, pero como se aburren de no tener a
quien torturar a no ser a los que ya lo fueron, tratan de marcharse también. Finalmente, su
salida provoca la liberación de los presos, quienes piden al presidente, que se ha quedado,
que se suicide, suicidio que provoca la vuelta al país de los jóvenes.
Para lo que concierne los últimos años, un lector real esta vez, acaso necesitaría saber
también (según la época a la que pertenece) que las autoridades militares restablecieron
paulatinamente las condiciones de posibilidad de una vuelta a un régimen democrático que
acabó por plasmarse y les otorgó la amnistía.
Con la yuxtaposición de este resumen histórico y del resumen del cuento que lo precede
saltan a la vista, aunque de manera global, a la vez ciertos aspectos convergentes de
contenido (los motivos de la represión y de la emigración a nivel macrosemántico; los de
autoridades civiles, militares, control de los medios de comunicación, violencia represiva,
emigración de determinados grupos de población, en particular diferenciados desde un
punto de vista socioprofesional [obreros y servidumbre], hacia el exterior, en particular
hacia Australia, a nivel más detallado), y cierta divergencia que deja aparecer, no solamente
una mayor precisión referencial por un lado que por otro, lo que se entiende perfectamente,
sino también una nítida discrepancia en cierto momento entre las acciones referidas por el
cuento y los acontecimientos históricos. Pero, como lo mostraremos a continuación,
descubrir dicha discrepancia no presupone necesariamente una competencia enciclopédica
de lector implícito tal como la hemos esbozado en lo que precede. En cuanto a la precisión
referencial del cuento, no la vamos a estudiar desde un punto de vista estrictamente
extratextual; privilegiaremos los niveles intra-intertextuales y textuales.
La referencia
Lo curioso fue que el gobierno no pudo verosímilmente castigar ese nuevo hábito, ya
que, a partir de la crisis petrolera, había exhortado a la población a no escatimar sacrificios
en el ahorro del combustible y por tanto de energía eléctrica. (42)
Más que una función directa en la construcción de la temporalidad textual, estos indicios
permiten poner de relieve, como lo decíamos un poco antes, por contraste, la imprecisión
de la referencia temporal, y es este contraste, en parte, el que revela la ironía narrativa en el
tratamiento de la referencia.
Los verbos en uso deíctico son esencialmente verbos de movimiento: el verbo «irse»
actualizado bajo diferentes formas verbales aparece 7 veces; el verbo «regresar» aparece
una sola vez, al final. Por otra parte, se encuentran tres ocurrencias del verbo «emigrar».
Por su uso, o por su sentido léxico, estos verbos manifiestan la posición adoptada por el
locutor-narrador en el proceso evocado. Por otra parte, presuponen la adopción de un punto
de referencia espacial único, al que se refiere el narrador. Y en efecto, el espacio parece
estructurarse de modo opositivo, entre un aquí (punto de referencia que orienta el punto de
vista del narrador) y un allá. Así se reparten designaciones y denominaciones. Hay, por un
lado, sólo designaciones que se organizan alrededor de la descripción definida absoluta, «el
paisito» (x2) y sus expresiones correferenciales, «el país» (x2) y «el territorio nacional»
(x1), o sea, descripciones definidas e indefinidas en referencia anafórica («puertos y
aeropuertos», «el casino del cuartel», «las calles», etc.). Estas últimas están en una relación
de inclusión respecto a «el paisito» y sus variantes. Estos son descripciones definidas
incompletas, en el sentido de que se les puede atribuir varios referentes de la clase «país».
Por otro lado, tenemos designaciones y denominaciones que remiten al resto del espacio: la
descripción definida incompleta «en el extranjero», las descripciones definidas incompletas
(a nivel denotativo, pero no a nivel connotativo) «la gran nación del Norte» y «la zona del
Canal», los topónimos Australia, Oceanía y Sidney (los dos últimos infielmente
correferentes al primero). Se nota un contraste en la calidad de la referencia a los dos
espacios. Sin embargo más que en el nivel denotativo de las designaciones, es en el nivel
connotativo en que interviene la ironía. Hay, por supuesto, una indeterminación general de
la referencia espacial, ya que el punto de referencia central del sistema que representa «el
paisito» no tiene referente preciso. Pero esta indeterminación se reduce gracias a una red de
connotaciones socioculturales y sociolectales presentes a lo largo del texto. Por una parte,
el sustantivo «latifundistas», que aparece en medio de una enumeración caótica (42). Con el
contexto que lo rodea («mormones, agentes de la CIA»: proximidad geográfica y doctrina
Monroe), permite reducir la atribución de referentes de la clase «país» a los países
latinoamericanos. Esto viene confirmado por las descripciones definidas incompletas que
remiten al Canal de Panamá y a EE.UU. Otro indicio permite reducir aún las posibilidades
de atribución de referentes a los países del Río de la Plata: la descripción definida: «la
grandes familias de la oligarquía ganadera» (43). En cuanto a indicios sociolectales,
tenemos por lo menos las palabras «alíscafo» y «falluto». Habría que hablar también del
valor por lo menos sociolectal de la denominación «el paisito». Este diminutivo y su forma
desarrollada «el pequeño país» -que no aparece en el texto- son expresiones bastante
comunes entre los uruguayos para designar a su propio país. Esta red connotativa que
desdobla el sistema denotativo de las designaciones espaciales, por su propia índole, no es
inmediatamente accesible, impone criterios de competencia enciclopédica y lingüística.
Impone una cooperación activa del lector para reconstruir una representación del espacio
que, en el texto se encuentra difuminada.
NARRACIÓN E HISTORIA
Según los términos de Gérard Genette (1972), la voz narrativa del texto se caracteriza
como extradiegética-heterodiegética (es decir, que se trata de un narrador impersonal que
no interviene en el universo ficticio creado por el relato). En cuanto al modo narrativo que
utiliza para referir los acontecimientos, adopta una focalización cero (ningún punto de vista
de actor-personaje se encuentra privilegiado). Sin embargo se notan unos segmentos de
focalización interna fija muy breves (en los industriales, los militares, los presos) que
denuncian cierto polimorfismo de la instancia narrativa, polimorfismo que se revela
plenamente en la heterogeneidad discursiva que caracteriza los segmentos de discurso
referido incluidos en la narración.
Unas líneas después, los designa con la expresión «esas verdades». Y, pasadas tres
páginas, después de citar los resultados de una encuesta comunicada por los militares a
propósito de accidentes de tránsito, refiere aparentemente en estilo indirecto las
consideraciones de los periodistas del modo siguiente:
«dio pie a las autoridades para una inflamada invocación al orgullo nacional» (41)
«la imagen del primer mandatario» = el presidente (41)
« ... el gobierno [...] había exhortado a la población a no escatimar sacrificios en el ahorro
del combustible» (42)
«su orgullo patrio había sido invocado por el superior gobierno» (42)
Se destaca una isotopía de la grandilocuencia del discurso oficial, que contrasta con el
estilo mucho más llano y a veces coloquial del locutor-narrador. Hemos hablado de
inestabilidad a propósito de la enunciación narrativa en su conjunto. Veremos en el debido
tiempo qué intención puede concretar semejante fenómeno textual.
La historia
Abordamos este nivel del relato según dos orientaciones: la organización de las
secuencias narrativas y sus implicaciones semánticas.
Desde el punto de vista de la sintaxis narrativa, el relato está constituido de una serie de
secuencias narrativas, como aparecen en el resumen del cuento que ya hemos presentado.
Estas secuencias construyen una anáfora de la acción -acción de salida hacia el exterior =
éxodo-, principalmente según dos tipos de relaciones: por yuxtaposición (relación
puramente sintáctica) o por concatenación (relación sintáctico-semántica y/o lógico-
semántica), gracias a las cuales se dibuja un a modo de causalidad elemental y rígida.
Véase el esquema a continuación:
Habría muchos comentarios que hacer ante semejante esquema. Notemos, por lo menos,
el carácter circular de esta casi perfecta cadena de causas.
En el plano semántico, hay que señalar el paso de una representación verosímil del
mundo construido por el texto a una representación inverosímil. La disyunción aparece con
la concatenación entre la salida de los obreros y la de los industriales, especie de
concatenación que se repite entre la servidumbre y los latifundistas (o «oligarquía
ganadera»); la disyunción se reproduce por tercera vez, de modo hiperbólico, con la salida
hacia el exterior de los propios actores (las autoridades militares) responsables de la
situación, quienes se van porque se han ido las víctimas todavía libres (el hecho de que el
país se vacíe completamente es un segmento de contenido semántico que hay que inferir a
partir de los motivos explícitos del éxodo de los militares, y este contenido es un eslabón
del proceso de desvinculación hiperbólica de la verosimilitud empírica respecto a la
verosimilitud diegética). La historia contada llega de este modo a una paradoja, o mejor
dicho un colmo; en términos retóricos consiste en un tratamiento hiperbólico de una
situación inicial, a través de un encadenamiento lógico llevado hasta lo absurdo, -un
procedimiento corriente, a menudo en el plano micronarrativo, de lo que en la escritura de
G. G. Márquez por ejemplo, se suele llamar el «realismo mágico».
INTERTEXTUALIDAD E INTENCIONALIDAD
Los aspectos textuales descritos hasta aquí sugieren la existencia, o mejor dicho, la
convocación, en el cuento, de una red intertextual que, en última instancia, interviene en la
coherencia semántica del relato.
Hemos hablado de polifonía enunciativa; del mismo modo casi se podría hablar,
usurpando un poco el rigor de las denominaciones teóricas, de polifonía intertextual (por el
hecho de que varios intertextos intervienen); consta de una serie de referencias de nuestro
texto a otros textos no siempre individualmente determinados; por eso hablaremos de
intertextualidad difusa.
El intertexto bíblico
Por supuesto, el cuento «Sobre el éxodo» alude, desde su título, pero también a través de
la estructura interna del relato, que lo confirma, al libro bíblico del Éxodo, en particular a la
primera parte que cuenta la liberación del pueblo de Israel del yugo de los egipcios. Lo más
notable de las convergencias entre los dos textos reside en esos rasgos estructurales que
tienen en común los textos de tradición oral antigua, como el relato anafórico y el
encadenamiento hiperbólico de las acciones; en el texto bíblico obedece a este tipo de
organización la serie de las diez plagas mandadas por Dios para castigar a los egipcios. Hay
motivos temáticos en común también: un grupo humano completo, la liberación, la salida y
la vuelta, la ruptura de la verosimilitud empírica para resolver una situación. Sólo que en el
texto de M. Benedetti no es Dios quien se encarga de esto sino el pueblo entero del paisito.
Por otra parte, salida y vuelta se hacen en sentido contrario. En fin, los opresores son
extranjeros en el caso bíblico, paisanos en el otro. Estas discrepancias quizás subrayen
implícitamente aspectos más significativos del proceso evocado por el cuento. En cuanto a
la tonalidad, el relato bíblico participa de los mitos fundadores de la civilización judía y, en
este sentido, se presenta como una crónica seria de un proceso temporal y actorial
colectivo, cuando el cuento se parece más bien a una crónica irónica e incluso satírica.
La sátira
El cuento maravilloso
La organización del relato tal como aparece en el cuento de M. Benedetti también hace
pensar en la tradición oral del cuento «popular», cuento maravilloso o cuento de hadas,
tanto más cuanto que comparte con estos, sin hablar de la ya evocada estructura interna, el
rasgo de la imprecisión. Baste con recordar la fórmula codificada del «Érase que se era»
que abre el relato y da paso a una borrosa cronología temporal -aunque jerarquizada- de las
secuencias y subsecuencias narrativas, por ejemplo en «Cenicienta», con un espacio
simplificado (la casa familiar, el palacio del príncipe), y unos actores antropomórficos que
son más bien tipos o funciones: padre-marido; madre; madrasta-mujer; hijastras-hermanas
(y hada-madrina en Perrault); y Cenicienta, único actor que recibe una denominación
onomástica (a no ser en Perrault, una hijastra llamada señorita Javotte). Todo pasa como si
el cuento dijera: poco importa el momento, el lugar y los nombres e identidades de los
actores humanos de la historia que viene contada. Lo que cuenta entonces, ¿qué es? ¿Una
acción, una evolución actorial reducida por el efecto de abstracción y de estilización del
recurso a la imprecisión referencial y al relato anafórico, a algún sentido simbólico,
explícitamente enunciado en los textos de Perrault, y ausente en los de Grimm? Al tomar en
cuenta este conjunto de convergencias entre el texto de M. Benedetti y el cuento
maravilloso, resulta difícil no hablar de «pastiche de genere» (pastiche de género).
Ironía e intencionalidad
En este sentido, se podría explicar el carácter también abstracto del título del cuento,
«Sobre el éxodo», que revestiría un valor metalingüístico, en el que el autor implícito
anuncia ya su intención explicativa-argumentativa, como si se tratara de un texto
especulativo.
Quizá sea de esta manera que hay que comprender el epígrafe general del libro de
cuentos, una cita de Juan Carlos Onetti:
«Los hechos
son siempre vacíos
son recipientes
que tomarán
la forma
del sentimiento
que los llene»
Más que una clave dirigida al lector, este epígrafe parece aludir a todo el proceso de
ficcionalización del referente histórico descrito hasta aquí, en el que el referente histórico
demuestra ser una simple base («hechos vacíos») sobre la que trabajar, es decir producir
una lectura de este referente, una interpretación («el sentimiento que los llene»).
Los ex reclusos se miraron con una sola pregunta en los ojos: ¿Qué hacemos con
este tarado? (46)
... Usted es un cristiano, señor presidente, pero un cristiano de mierda, y a esa subespecie sí
les está permitido suicidarse. (47)
El tiro sonó extraño. Como un proyectil que se hunde en paja podrida. (47)
En este punto del relato, ya ninguna polifonía mediatiza los propósitos: los actores se
expresan en estilo directo, por medio de enunciados de pensamientos o de palabras, y el
propio narrador asume el último enunciado evaluativo denigrativo que clausura el ciclo
actorial. Es en esta última parte donde se revela de manera más directa la denuncia de los
papeles de los actores institucionales, a través de la figura del presidente, como
representante metonímico. La autoridad ficcional del discurso narrativo se ha ido
constituyendo, para este efecto, a lo largo del cuento, gracias a la función satírica cumplida
por la polifonía discursiva la cual, al descalificar a los actores concernidos, por reflejo, ha
valorizado la posición del narrador.
Otra posibilidad interpretativa de este cuento podría consistir en considerar que la ironía
del texto reside en el hecho de ilustrar al pie de la letra la explicación contenida en el
enunciado gnómico de «Los astros y vos» a propósito de esos «barrios y pueblos y villas,
que se han vuelto clandestinos» (16). Una clandestinidad irónica que juega con la
difuminación de la referencia, y con el intertexto benedettiano que surge inopinadamente
como un guiño del autor implícito al «lector prójimo» en esa enumeración caótica que
describe la salida de los industriales: «se fueron con máquinas, dólares, musak, familia y
amantes». Se establece así otra red intertextual, una continuidad a penas perceptible entre
dos cuentos, entre dos libros, La muerte y otras sorpresas y Con y sin nostalgia, que tienen
en común la misma isotopía semántica.
Sin embargo, estamos muy lejos de las características textuales y pragmáticas de las
«Fábulas sin moraleja» de las que el autor dijo:
Las «Fábulas sin moraleja» fueron el recurso que hallé para decir lo que pensaba sobre la
realidad política uruguaya en un momento en que la censura era particularmente férrea. En
tales circunstancias, no cabía deducir moralejas; éstas ya eran de dominio público. Sólo
había que poner fábulas a las moralejas. Fue lo que hice.
Lo que diferencia fundamentalmente «Sobre el éxodo» de esas fábulas (los actores son
casi todos animales) es su carácter abierto, que permite, como lo decíamos, lecturas
plurales.
Es éste un cuento de vértices fantásticos y, por buscar esas acotaciones odiosas, pero
siempre tan cómodas para el crítico, diríamos que el eje de ese cuento es más identificable
con un concepto de fantasía cortazariano y menos con un esquema borgiano. O sea,
hablemos de un eje benedettiano. Por tanto, realidad cotidiana en cuyo núcleo se injerta lo
fantástico sin estridencias; o, lo que es igual, desdoblamiento de lo fantástico a partir de un
estado de realidad constatable entre unas coordenadas espaciotemporales. Tendríamos -
ensanchando la consideración y cambiando el orden- un sello de lo fantástico cuya
incidencia recae en la construcción de mundos autónomos, ante el diseño de universos al
margen de nuestra realidad de ducha diaria, parón de coches en ese maldito cruce entre
Colón y Félix Pizcueta y reuniones a mitad de tarde, cafés y cigarrillos de fondo.
Observamos, pues, una fantasía disociada de la realidad y regida por unas leyes de carácter
independiente; y otra fantasía (la que vemos en este Benedetti) que nace asociada a la
realidad y regida por las mismas leyes que operan en nuestra cotidianidad.
Es decir, Sergio Rivera que emprende un viaje desde Montevideo hacia Europa. Su
avión debe hacer escala en un país eslavo, posiblemente Hungría. A partir de ahí, cuatro
jornadas (de un lunes 4 a un jueves 7), en teoría, que se van a convertir en un
encadenamiento de cancelaciones permanentes del vuelo 914 de la L.C.A. Porque siempre
es el mismo mensaje del aplazamiento, la invitación para que pasen por el mostrador a
recoger los vales canjeables por noches en el Hotel Internacional (acaba de nevar), cafés y
sandwiches en el bar de la terminal. Benedetti nos narra así las vicisitudes de este viajero y
viajante entre el aeropuerto y el hotel y el aeropuerto, sus reflexiones, sus inmediatas citas
(«decidió que postergaría varias entrevistas secundarias»), sus recuerdos de Clara, su mujer,
y de Eduardo, su hijo. ¿En dónde radica, en suma, el elemento fantástico? ¿Cuál es la pieza
del puzzle que nos indica y nos alerta sobre la convención rota? Ni más ni menos que en el
propio Sergio Rivera, y por añadidura en todo el pasaje, dado que aquél y éste son puro
ectoplasma desde el mismo arranque del cuento, ya que ese vuelo postergado
rutinariamente no es más que el símbolo de su propio avión caído en pleno trayecto unos
diez años atrás.
Hemos rotulado el cuento como fantástico y, ahora -dándole una vuelta de tuerca más-,
lo inscribimos en la acepción de fantasmático. Destacar a Benedetti como autor de cuentos
de fantasmas, en verdad que genera cierta inquietud. «Acaso irreparable», sin duda que, en
principio, es un cuento de fantasmas, si bien es necesario matizar que no hay un
cumplimiento de los enlaces del género, entre otras razones porque a nuestro autor no le
interesa lo más mínimo concitar esas dimensiones cósmicas de lo feérico. Lo aceptamos
como fantasmático porque -ya lo hemos mencionado- Sergio Rivera y sus compañeros de
vuelo se han convertido en seres transfísicos, aunque con una particularidad fundamental
que convierte la circunstancia anecdóticamente en respuesta al género: no es Rivera y el
resto de espíritus quienes regresan al mundo de los vivos, sino los vivos quienes se les
aparecen a ellos en ese mundo de vivos pero ocupado por los muertos: la terminal del
aeropuerto. Sergio Rivera no se siente un ser distinto hasta que, en el vestíbulo del
aeropuerto, se topa con quien resultará ser su hijo Eduardo. Es éste quien, en una
conversación con una adolescente, devuelve a su padre a una realidad inexplicable:
«Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabes?, en un
accidente de aviación».
Como señalan Michael Cox y Robert Gilbert, en el género estamos habituados, por
tradición (que se remonta a Le Fanu, a M.R. James, a Edith Wharton o a Blackwood, por
citar cuatro nombres incuestionables), a «una interacción dramática entre los vivos y los
muertos», a un choque que transmita terror entre unos y otros, que no deja de llamarnos la
atención cómo resuelve Benedetti su trayecto en este cuento. Lo hace sin histrionismo ni
cristales rotos: Sergio Rivera está sencillamente muerto, y vaga, se mezcla y (eso no lo
sabemos con exactitud) conserva con esa gente apresurada que vemos en un aeropuerto
cualquiera a cualquier hora de cualquier ciudad del mundo.
Podemos ahora preguntarnos cuáles son las claves de que se vale Benedetti para
establecer y correlacionar su cuento. Lo hace a través de los cortes secuenciales, pero, sobre
todo, de determinadas alusiones que nacen de ellos y que adquieren en el discurso categoría
de símbolo. Vayamos por días:
1) Es lunes, 4. Rivera emprende el viaje desde Uruguay, hace escala en un país europeo,
se cancela el vuelo de continuación, se hospeda en el Internacional, piensa nítidamente en
Clara y Eduardo y habla de su amuleto (la pluma Sheaffer´s) con otro viajero, argentino.
4) Jueves, 7. Ropa sucia. Rivera deja de ducharse y de cepillarse los dientes. Aquí
Benedetti acelera la desintegración del tiempo cronológico: Rivera descubre un almanaque
que marca el miércoles día 11 en vez de jueves día 7. Rivera vuelve a ver a Gertru y
Madelaine, pero duda si son ellas o son otras niñas. No recuerda, definitivamente, ninguno
de los nombres de sus clientes, aunque eso parece no afectarle. No se trata de interpretar en
Rivera una suerte de amnesia, sino constatamos que el personaje se balancea en un plano
distinto. Por último, se escucha otro aplazamiento del vuelo, y es cuando, tras verificar en
otro almanaque una fecha que lo desconcierta (lunes 7), pero no lo conmociona, se le cruza
Eduardo (Rivera) que intercambia señas y domicilios con María Elena Suárez.
Desde aquí podemos inferir cuál es el código por el que Benedetti opta en su
articulación de este cuento. Lo hace valiéndose de una descomposición del orden vital de su
personaje, lo cual es puesto de manifiesto significativamente por avisos plegados que van
desde la erosión de la memoria hasta la desvitalización del tiempo. Señalar, además, que el
método por el que opera Benedetti se refugia en una fórmula sorpresiva. Nos da un afilado
corte de vida y en su espacio ubica el elemento transgresor, que es el resorte fantástico. Es
éste el que, activado desde esa misma posición final de discurso, determina el rumbo de
todo el segmento narrativo, pues él es el encargado de reversibilizar la estructura diseñada
hasta este instante con lo que el lector es descolocado y entra en la trampa tan sabiamente
montada por el escritor.
De más está afirmar que no existe escritura inocente. El hecho de nombrar la realidad,
presupone ya elegir una forma de observación, selección y representación. Para el escritor
es imposible desligarse de su mundo circundante, donde constantemente se le está
exigiendo tomar una posición concreta. Si esto es así para cualquier artista, incluso para
aquellos que se autodenominan «no comprometidos», en Mario Benedetti descubrimos
además un afán permanente por implicar su actividad intelectual con los problemas del
hombre. Según sus propias palabras, el escritor debe asumir «una actitud ciudadana que
significa lisa y llanamente su inserción en el medio social, una participación (así sea
mínima) en la creación de los bienes colectivos que él luego disfrutará como consumidor».
Por tanto, para él la palabra nunca va desvinculada de la realidad y todo texto se convierte
en un instrumento de elaboración ideológica. Desde luego, no por ello se descuidan sus
componentes formales, sino que, como afirma Sylvia Lago:
el discurso literario de Benedetti se presenta como una gran unidad donde confluyen
de modo impar valores estéticos y éticos conformando un corpus poético de particular
hondura y originalidad. [...] Literatura como «acto social», pues, donde lo artístico es
consustancial a la problemática esencial del hombre y adquiere, a ritmo con su época, una
función modificadora y elucidante.
Habiendo diseñado, pues, este amplio marco de actuación, vamos ahora a centrarnos en
un tema más concreto: la inserción del hombre en el sistema social. Nuestra intención
consiste en utilizar las experiencias narradas por los personajes en sus relatos como ejemplo
para dilucidar las opiniones del autor sobre la relación del individuo con la colectividad.
Y en primer lugar comenzaremos por atender a los que hemos llamado «personajes de lo
mediocre». Bajo este título se engloba a aquellos a quienes su contacto con la sociedad les
provoca una reacción doble y paralela: por una parte, la renuncia progresiva a los rasgos
personales y distinguidores, y, por otra, la asunción ciega de aquellos dictados por la
comunidad. Apresados por un entorno rutinario y cotidiano, van dejando que sus señas de
identidad se diluyan ante el empuje alienante de una sociedad opresiva. En el interior de
este grupo, como no, hemos de considerar una figura bastante habitual en los cuentos de
Benedetti: la del ciudadano pequeño burgués, entresacado de la realidad uruguaya de su
momento. Cualquier estudio que consultemos sobre la obra de Benedetti, insistirá en
señalar la asiduidad con la que dicha figura aparece, retratada ya sea en versos (Poemas de
la oficina, Poemas de hoyporhoy), en sus novelas (Quién de nosotros, La tregua), en sus
relatos y en ensayos, como El país de la cola de paja. Esto lleva a José Carlos Urioste a
afirmar, a propósito de esta última obra:
De este modo, Mario Benedetti se convierte en una «voz» que interpreta la clase
mayoritaria uruguaya, y, al mismo tiempo, esa clase lo asume como su «voz». No resulta
extraño que El país de la cola de paja se leyera en los ómnibus de CUTSA, en la rambla, en
Paso Molino y en Barrio Sur; no resulta extraño que fuera el libro de los muchachos de la
oficina, o que algún mozo aprovechara la ausencia de clientes para continuar su lectura, o
que un jubilado (quizá Martín Santomé), sentado en un banco de la plaza Artigas, deslizara
una página tras otra.
En los cuentos, género en el cual vamos a centrarnos, encontramos una gran presencia
de este tipo humano en sus dos primeras obras Montevideanos y Esta mañana. Como
emblema de esta clase social suele aparecer la figura del oficinista (en «El presupuesto»,
«Familia Iriarte», «Esta mañana», «Sábado de gloria», «Musak»...), quien, según creemos,
representa al hombre inmerso en el sistema hasta tal punto de perder sus rasgos
identificadores y anular sus particularidades. A este respecto Rafael González Gosálbez
compara el mundo de este personaje con «un gran círculo cerrado en el que la comunidad y
el orden que ella dicta se muestran como un enorme guardián de sus propios intereses
frente al individuo». Y, citando a Sergio Visca, formula las tres bases en las cuales se
asienta este tipo de vida: mediocridad, frustración, sordidez.
sin embargo a él yo querría decirle algo no sólo Juan María ni querido otra cosa que
sepa que estoy y lo quiero y me gusta que se haya pegado fuerte con ésos y quizá baste con
acercarme y no decirle nada y suspirar un poco y tocarlo tocarlo.
Cuando entró al dormitorio, María Luisa dormía. Los ronquidos la sacudían a veces
como una carcajada incontenible. Roberto comenzó a desvestirse. Como siempre, puso la
corbata sobre el saco, los gemelos junto al vaso con agua. Fue la impremeditada caída del
segundo zapato lo que la despertó. El último ronquido tuvo cierta emoción. Luego,
abarcando la escena desde un solo ojo, murmuró: «¿Qué tal, querido?» No esperó la
respuesta. Salió al encuentro de la próxima modorra.
Como siempre. «¿Qué tal, querido?» o la reconciliación. Por un momento sintió envidia de
los pobres diablos que hablan de la patrona y le llevan cada sábado una torta con merengue.
Cuando estalló en el reloj del comedor la acostumbrada campanada, comprobó -como
siempre- la exactitud de su reloj. Entonces notó que era demasiado tarde. Como siempre.
Vemos cómo en el interior de estos personajes existe una serie de inquietudes y deseos,
pero no los dejan aflorar por temor a romper el equilibrio de lo cotidiano. La vida se
convierte en una continua silenciación de la propia voz. «Una estafa» así define el
protagonista de «Los novios» (Montevideanos) esa claudicación, esa entrada en la rutina:
Para mí, no había dudas. María Julia, hija de un estafador, me había a su vez
estafado a mí, hijo de un estafado. La estafa se había nutrido de recuerdos infantiles, de
comprensión cuando la muerte del viejo, de paciencia sin reclamos durante tantos años de
noviazgo, de afectuosa pasividad frente a mi muestrario de caricias. Su estafa consistía en
haber rodeado nuestras relaciones de suficientes sucedáneos del amor y del deseo como
para hacerme creer que ella y yo habíamos sido realmente novios a través de cuatro lustros,
deformados ahora en la memoria por la malsana corrección y el largo aburrimiento.
Ese afán por esconder lo personal, lo verdadero, es también la causa de otro tipo de
actitud vital: el fingimiento. Encontramos a lo largo de la cuentística de Benedetti claros
ejemplos de personajes que viven en una continua representación. Así, entre otros, la Ana
Silvestre, seudónimo de Mariana Larravide en «Déjanos caer» (Montevideanos), o el
protagonista de «La expresión» (La muerte y otras sorpresas), o la Digamos Isabel de «La
vecina orilla» (Con y sin nostalgia) y desde una actitud más humorística, también la Fanny-
Raquel de «Triángulo isósceles» (Despistes y franquezas). Son actores o actrices en su vida
cotidiana, interpretando un papel frente a la sociedad. Recojo ahora un fragmento del
diálogo onírico que se establece entre un narrador y el Papa, en «Fábula con Papa»
(Geografías):
El Papa levantó lentamente sus dos brazos, como cuando saluda a las multitudes.
-Aquí no hay nadie, Santidad.
Bajó los brazos y volvió a entrecerrar los ojos.
-¿Puedo ser franco?
-La franqueza no figura entre las virtudes teologales.
-Comprendo.
-Ni siquiera entre las cardinales.
-Comprendo. Pero ¿puedo ser franco?
Inclinó la cabeza en un signo neoescolástico de afirmación.
-Disculpe, Santidad, pero el Papa Juan XXIII me caía mejor. Juan XXIII es, después de
Cristo, la figura de la cristiandad que me cae mejor.
Movió lentamente los labios, como si rezara. Pero no rezaba. Tal vez decía algo en polaco.
-Sólo pretendo ser un buen pastor.
-Y también un buen actor, ¿no?
-Lo fui en Cracovia, hace mucho.
-Y todavía.
-Es conveniente seguir purificando la memoria del pasado.
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido.
Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca
viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Así empieza describiéndose el narrador, haciendo hincapié desde la primera línea en esa
monstruosidad que los caracteriza y los hace completamente in-habituales. Después él
mismo nos narra cómo se conocieron y decidieron darse la oportunidad de enamorarse.
Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer
trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella,
agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
Detengámonos en estos dos relatos antes de pasar al de «El fin de la disnea». En ambos
nos encontramos con un sentimiento amoroso muy diferente del de los «personajes de lo
mediocre». Como apuntamos en la primera parte del trabajo, el vínculo de aquellas parejas
se basaba en la convención y la rutina. Faltaban tanto la comunicación de un diálogo
sincero como el contacto físico. Por el contrario, los protagonistas de «La noche de los
feos» desde su primer encuentro sienten la necesidad de abrirse el uno al otro, de conversar:
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos
hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y
convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.
En cuanto a los amantes del otro relato, vemos también ese coraje, esa defensa de sus
sentimientos, pasando por encima de las convenciones sociales. A ellos tampoco los
comprenden, no los aceptan («Los detuvieron por atentado al pudor»), pero aun así, aunque
«su amor no era sencillo», ellos buscan la manera de poder practicarlo, de encontrar un
lugar neutral, en donde puedan coexistir sus dos opuestas naturalezas. Sinceridad, pasión,
valor, riesgo..., estos son los auténticos componentes del sentimiento amoroso, frente a esa
«estafa» de la costumbre en la cual se convertía para el protagonista de «Los novios». Y se
destaca el valor del contacto físico, como medio de comunicación más expresivo e intenso
que la palabra. En definitiva, por estar marginados socialmente, no ser comprendidos ni
aceptados, pero haber defendido su autenticidad, estos personajes «grotescos» pueden
sentirse a la vez, como dice el protagonista de «La noche de los feos», «desgraciados,
felices».
Pasemos ahora a desentrañar las claves del tercer cuento citado: «El fin de la disnea».
En él un narrador-protagonista nos habla de los inconvenientes y los beneficios de ser
asmático. La valoración negativa está clara: su insuficiencia respiratoria no le permite
realizar con normalidad determinadas actividades y con ello le ocasiona cierto aislamiento.
En cuanto a lo favorable, la disnea le sirve como vínculo de relación con los otros
enfermos. Con este denominador común, las víctimas del asma crean una especie de micro-
sociedad, aislada del resto. Los componentes de esta micro-sociedad se sienten en ella
cómodos, pues son capaces de establecer lazos de fraternidad entre sí, pero a la vez
mantienen unas señas de identidad personales e intransferibles.
Los lectores que siempre han respirado a todo pulmón y a todo bronquio, no pueden
ni por asomo imaginar el resguardo tribal que proporciona la condición de asmático. Y la
proporciona (o la proporcionaba) justamente por ese rescate de lo individual que, a
diferencia de lo que sucede con otros achaques, siempre aparece preservado en la zona del
asma. [...] Pero un asmático, con respecto a otro asmático, no es igual (he aquí el matiz
diferencial y decisivo) sino afín.
Esta posibilidad de pertenecer a una comunidad, en la cual son aceptados por sus rasgos
peculiares, por su diversidad, es la mayor ventaja, y por ella merecen la pena los achaques
de la disnea. ¿Qué hace este personaje cuando la ciencia le ofrece la oportunidad de ser
«normal», de acabar con la enfermedad? Él es consciente de las conveniencias de estar
sano, y sin embargo, se resiste hasta el final a tomar la medicina capaz de curarlo, pues con
su buena salud llega también la destrucción de esa micro-sociedad establecida. Recojo dos
fragmentos del texto en donde se refleja claramente esta situación:
Hay que admitir que cada asmático tuvo que luchar con su propia alternativa: darse
cuatro bombazos de CUR-HINAL y aliviarse para siempre de estertores sibilantes y no
sibilantes, de expectoraciones espumosas o sobrias, de toses secas y resecas, de paroxismos
y jadeos; o seguir como hasta entonces, es decir, sufriendo todo eso pero sabiéndose
partícipe de una congregación internacionalmente válida, sabiéndose integrante de una
coherente minoría cuyo poder se afirmaba noche a noche.
Finalmente me vencieron. El día en que tuve conciencia de que yo era el único asmático
del país, concurrí personalmente a la farmacia, pedí un frasquito de CUR-HINAL (ahora
viene mejor envasado e incluye un aparatito inhalador) y me fui a casa. Antes de darme los
cuatro bombazos de rigor, tuve plena conciencia de que ésta era mi última disnea. Juro que
no pude contenerme y solté el llanto.
Hoy respiro sin dificultad y reconozco que ello significa algún progreso. Un progreso
meramente somático. Claro que nunca volverán para mí los buenos tiempos. Yo, que fui
uno entre pocos, debo ahora resignarme a ser uno entre muchos.
Luchar, vencer, resignarse... Si decidimos considerarlas desde este punto de vista, estas
palabras reflejan el conflicto del hombre ante una sociedad que trata de silenciar su voz
personal, el enfrentamiento del ser libre con un medio alienante. Si, como este protagonista
asmático, se termina cediendo, entonces se pierde ese privilegio de «los grotescos», de los
que son diferentes y auténticos, y se ingresa en el orden opresor de «lo mediocre».
Por último, quisiera apuntar, siquiera brevemente, otro componente esencial en los
cuentos de Mario Benedetti, también implicado en la cuestión que venimos desarrollando:
nos referimos a la infancia. José Juan Pérez Pérez, cuya tesis doctoral está dedicada a los
cuentos de Benedetti, destaca la presentación de este motivo «bien como personajes, bien
como un período fundamental en la vida de los adultos. Y es importante señalar el gran
interés que muestra Benedetti por esta cuestión, pues no en vano el análisis de los setenta y
cinco cuentos arroja un porcentaje de aparición del tema de un 50'66 %. A nosotros nos
incumbe en tanto que marca un espacio caracterizado también por quedar fuera de «lo
habitual», por no formar parte todavía de ese sistema esquematizado y cosificante de los
adultos. Por ser también un lugar de «lo otro». Los personajes infantiles conservan la
inocencia, la ingenuidad, son directos y esenciales. Además, si nos fijamos en los que
aparecen en «Aquí se respira bien», «La guerra y la paz» (Montevideanos), «La colección»
(Con y sin nostalgia), «Más o menos custodio», «Como Greenwich» (Geografías), «Pacto
de sangre» (Despistes y franquezas) y tantos otros, observamos cómo el autor gusta de
situar a los niños en el momento decisivo de comenzar a vislumbrar las reglas de ese juego,
aparente y falsificador, de los mayores. Sus padres, sus familiares, los hombres y mujeres a
quienes conocen les van proporcionando la imagen del mundo al que pertenecerán. Y casi
siempre resulta decepcionante ese primer contacto. Intuyen la hipocresía, la crueldad, el
engaño; intuyen «Esa boca» (Montevideanos) triste y frustrada por debajo del maquillaje
del payaso, y, ante tal descubrimiento se producen diversas reacciones: desde el llanto y la
negación, hasta el aislamiento y la sospecha.
Por último, quisiéramos acabar este trabajo extrayendo algunas conclusiones. En primer
lugar, queda claro que la intención de Benedetti es trazar las claves del «hombre nuevo»,
capaz de integrar una sociedad más justa y libre. Dice así:
Refiriéndonos al primero de esos dos requisitos, debemos señalar cómo para salvar
nuestra personalidad, única e intransferible, de las fuerzas que traten de anularla, la mejor
arma será siempre la memoria de lo que somos: «la memoria, o su vicario el subconsciente,
van acumulando una antología de las esencias atesoradas, de las imágenes que entre otras
cosas son signos de identidad, de las palabras que fueron revelaciones, de los goces y
sufrimientos decisivos».
Nos encontramos con escritores -como es el caso de Mario Benedetti- polifacéticos que
hacen de su narrativa breve una parte fundamental en el conjunto de su obra. Que navegan
por las aguas fronterizas entre poesía y novela, apresando un matiz semipoético,
seminovelesco que sólo es expresable en las dimensiones del cuento.
El cuento modernista hispanoamericano había iniciado una reacción contra las certezas
realistas, una actitud antirrealista y una rebeldía frente a lo práctico, a lo no imaginativo. El
Modernismo requería hondura, imaginación, misterio: superar el cerco de lo que los
hombres llaman «realidad».
El concepto de «puro cuento» que concierta consigo mismo, no con la realidad, era una
forma de reivindicar la ficción. La pura literatura, la invención, se liberaba así de la
esclavitud de la mímesis. Se crean mundos poéticos que, lejos de ocultar el artificio,
producen la fantasía a partir de la estilización del lenguaje y de la realidad.
Sin embargo, no es igual que literatura pura. Ni siquiera en cuentos tan artificiosos se
puede hablar de literatura pura. Efectivamente, hay siempre una carga irónica contra la
ciencia y la burguesía (los pequebú que diría Benedetti por pequeños-burgueses): se impone
la libertad y la sensualidad. Se observa una hibridez en el cuento modernista.
-liberación de la mímesis
-creación de ficción
Entre los antecedentes que encontramos del cuento romántico, Italo Calvino señala los
siguientes:
Para Coleridge «la fantasía no es más que una modalidad de la memoria emancipada,
eso sí, del orden temporal y del espacio. Al igual que la memoria la fantasía debe recibir
todos los materiales preparados por la ley de asociación». En Benedetti sí podemos
encontrar los rastros de esa memoria fantástica que lo mismo asocia contenidos y vivencias,
que fantasea o evoca el lado oscuro de la tortura o la frustración.
Borges y Cortázar suponen entonces otra vuelta de tuerca en su tratamiento del género.
La realidad es utilizada para exasperarla al servicio de la fantasía. Cortázar, alternando
teoría y práctica hablará de la tensión como característica fundamental en todo cuento. «La
novela se gana por puntos, el cuento por K.O.» Benedetti nos «noqueará» en incontables
ocasiones: «Los pocillos», «Ganas de embromar», «Las persianas» y un largo etc.
Como vemos, los orígenes del relato breve contemporáneo hispanoamericano, hay que
situarlos en el cuento fantástico romántico y en el cuento modernista americano. Y ni
siquiera con un planteamiento teórico previo tenemos la certeza de alcanzar a comprender
la prosa breve de Mario Benedetti, de llegar al significado último de unos cuentos que se
nos presentan como construcciones culturales virtuales.
Periodista, autor de novelas, poesía, teatro y crítica literaria Mario Benedetti es también
clasificado como escritor de cuentos. No se trata pues de un capricho pasajero o de
veleidades de gran autor. José Emilio Pacheco ve en esta última dedicación -que hoy
destacamos de forma especial- «Una prueba de su autenticidad. Nadie que buscara un
público masivo hubiera optado por un género que se suponía de escasa venta en
comparación con la novela». Además de romper con este tópico, pues de sus colecciones de
cuentos se venden ejemplares por miles, Benedetti, en cierta manera reinventa el cuento
desde los orígenes que hemos comentado. Un «género menor»del que no se sospechaban
las posibilidades de belleza, emoción y humanidad que podía obtener su brevedad.
Brevedad que, en este autor también es llevada al límite. Nos encontramos con cuentos
impecables como «Su amor no era sencillo» de una extensión pasmosa, apenas cuatro
líneas, pero no por ello menos cuento. Es en los cuentos pertenecientes a Despistes y
franquezas donde más juega Benedetti con el lector, la mayor parte de los cuentos son muy
breves: «Idilio», «Bestiario»; algunos apenas diálogos como en «Larga distancia». También
juega con la complicidad en «Lázaro» donde este personaje desesperado después de la
resurrección camina a recuperar su sudario o con el lenguaje «El puercoespín mimoso» o
«Todo lo contrario» se atreve incluso a jugar con los lingüistas -el colmo de la osadía- en
un cuento que se titula precisamente así: «Lingüistas».
José Donoso ya incluía a Mario Benedetti en su Historia personal del boom destacando
sus novelas primerizas y después un libro fundamental en la narrativa breve de Benedetti:
Montevideanos. Dice Donoso: «existen una serie de libros que aspiran a servir de atajos
para llegar lo más pronto posible a una conciencia de lo que, en los diversos países, es lo
nacional... La actitud revelada en estos libros, su angustiada curiosidad adolescente por
contemplarse desnudo en el espejo para conocerse de una vez por todas y lograr crecer pasó
del ensayo a la literatura de imaginación convertida en obras como Montevideanos de
Mario Benedetti.
¿Pensaba Donoso cuando escribió estas líneas en «Inocencia», uno de los cuentos
incluidos en este libro? Podría ser puesto que en él la adolescencia, la imagen de lo
prohibido, del cuerpo por descubrir aparecen de forma clara. Es el despertar de la inocencia
que Benedetti ya había tratado desde la perspectiva de la infancia en «La vereda alta» que
se incluye en la colección Esta mañana.
Un rasgo que también destacaría José Donoso en el grupo de escritores que engloba
como pertenecientes al boom es el exilio. Dirá: «No se puede negar que el exilio, el
cosmopolitismo, la internacionalización, todas las cosas más o menos ligadas, han
configurado una parte muy considerable de la narrativa hispanoamericana de la década de
los años sesenta».
Puede decirse, sí, que el gran autor uruguayo toca registros que lo vinculan a la narrativa
de la generación uruguaya de 1945 y a la imaginativa, en general, pero esta convención
facilita poco la entrada a una obra que toca una inmensa gama de registros. De ahí la
dificultad con que nos topamos en cada tentativa de clasificación de un corpus narrativo en
el que las tendencias cambian tanto que apenas sí se insinúan y que, al mismo tiempo
excede cada uno de sus períodos.
Se podría afirmar también que cada cuento de Mario Benedetti toca un tema
determinado o que los temas que obsesionan a su autor saltan desde un cuento a otro, pero
ello significaría, una vez más, quedarnos en el umbral de su profundidad, ya que dichos
temas no suponen contenidos llenos o resueltos sino procesos, excepciones, límites, y son
formas de un sentido que se configura como enigma para un lector que poco a poco será
captado por la aparente inocencia de un lenguaje que sostiene el poder de la fábula. El valor
de los detalles en un cuento como «Idilio» en el que se alternan las visiones de una pareja;
el ambiente de oficina en «El presupuesto»;el tópico superado en «Corazonada» donde
cuenta los amores de una criada joven con su señorito; el odio fraternal que persiste incluso
cuando ya no existe su causa primera en «No ha claudicado» o la circularidad en un cuento
como «Miss amnesia». La lista de cuentos prodigiosos sería interminable «Familia Iriarte»,
«Requiem con tostadas», «Fin de la disnea» o «Truth on the rocks»...
Mario Benedetti dirá con respecto al oficio de escritor: «El deber primordial de un
escritor es que tiene que reivindicar su condición de escritor, y a pesar de todos los
desalientos, las frustraciones, las adversidades, buscar el modo de seguir escribiendo». En
«Pequebú» un cuento perteneciente a Con y sin nostalgia, dice de su protagonista:
«escribía, no sólo poemas como cualquier neófito, también escribía cuentos». En otro
cuento, «Pacto de sangre»,esta vez perteneciente a Despistes y franquezas, dice también
otro de sus personajes «y me iré con mis cuentos a otra parte o a ninguna».
Ojalá que Mario Benedetti no se vaya nunca con sus cuentos a otra parte; que lo que
llamamos sus Cuentos Completos no sean sus cuentos completos; que los merecidos
homenajes que recibe no le impidan seguir ejerciendo su «oficio de escritor», de cuentista.
Es puro egoísmo, no queremos quedarnos huérfanos de una narrativa breve que encierra en
sí misma el secreto de la construcción de mundos.
Bibliografía
Donoso, José, Historia personal del boom, Barcelona, Ed. Anagrama, 1972.
Esta metamorfosis del protagonista se lleva a cabo en un primer momento ante un fondo
obviamente cronológico y realista de postergaciones del vuelo: «24 horas-martes 5 'en
principio' para las 11 y 30 -12 y 15- nueva postergación probablemente de tres horas
mañana a las 12 y 30», lo que corresponde a una espera de lunes día 5 hasta miércoles día 7
de un mes cualquiera.
Pero luego, la estructura del tiempo pierde gradualmente el hilo. Ya no armoniza con el
sentimiento temporal de Rivera y, habiéndose liberado de él, parece asumir su propia vida:
Estuvo un rato pensando en su hijo, y de pronto, con cierto estupor, advirtió que
hacía por lo menos veinticuatro horas que no se acordaba de su mujer. Cerró los ojos para
imponerse el sueño. Hubiera jurado que sólo habían pasado tres minutos cuando, seis horas
después, sonó el teléfono y alguien le anunció, siempre en inglés, que el omnibus los
recogería... (p.170)
También las indicaciones acerca de los aplazamientos del vuelo se hacen cada vez más
imprecisas: «mañana, en hora sin determinar» (p.171), y finalmente, empiezan a
tambalearse por lo visto hasta el orden de días y meses: «en vez de jueves 7, (el almanaque)
marcaba miércoles 11» (p.173). Según el esquema temporal del principio del cuento el día
11 tendría que caer en lunes; por lo tanto sólo se puede tratar de otro mes o de otro año.
Después de una experiencia así, la hoja del almanaque (lunes 7) que cae en manos de
Rivera algo más tarde ya no tendrá ningún sentido: «La fecha... era tan descabellada, que
decidió no darle importancia» (p.174). Sólo tiene valor para Rivera su existencia de
pasajero de avión en espera de salir.
Este tipo de vida le culmina de una gran dicha que no sabe explicar. Leemos por
ejemplo que después de una cena en el hotel «su alegría era decididamente inexplicable»
(172). Se siente repuesto en la despreocupación de la niñez: «experimentó un bienestar
semejante a cuando era niño» (172) y se conmueve hasta llorar en su agradecimiento,
cuando piensa en lo buena que es la compañía aérea, que le facilita todo esto; «consagró
cinco minutos a reconocer la bondad de la Compañía que financiaba tan generosamente la
involuntaria demora de sus pasajeros. 'Siempre viajaré por LCA' murmuró en voz alta, y los
ojos se le llenaron de lágrimas» (173).
Algo más frío que antes... Sí, la lluvia ha traído el frío. Estos vientos del noreste
hacen siempre lo mismo, ¿verdad? Si no llueve hace un vendaval de tres días. A lo mejor el
tiempo se aclarará hasta la noche, muchas veces es así.
No les importa la tragedia de la muerte de una mujer joven. Emiliy, quien, como Rivera,
se encuentra entre la vida y la muerte, desea que este estado transitorio pase cuanto antes.
Dice: «Me gustaría haber estado aquí desde hace mucho tiempo. No quiero ser nueva aquí»
y pregunta con impaciencia a «los muertos con experiencia» cuándo «llegará el momento
de sentirse uno de ellos». A lo que su suegra muerta, la señora Gibbs, contesta: «Sólo hay
que esperar y ser paciente». Rivera obviamente ya ha esperado lo suficiente para estar
contento de haber dejado su vida de todos los días tras de sí: «Se probó a sí mismo tratando
de recordar algún nombre, uno sólo, y se entusiasmó como nunca cuando verificó que ya no
recordaba ninguno» (174). Por eso, no le puede interesar mucho el avión averiado en la
pista de despegue, rodeado por los técnicos como un enfermo en estado grave por el equipo
de médicos y enfermeras: «De vez en cuando una voz, siempre femenina, anunciaba la
llegada de un avión, la partida de otro. Nunca, por supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo
paralizado, invicto avión seguía en la pista, cada vez más rodeado de mecánicos en
overalls, largas mangueras, jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o
tornillos u órdenes» (174).
A pesar de los esfuerzos de los mecánicos no queda mucha esperanza de una posible
reutilización próxima del aparato o, para volver a la imagen del enfermo, de un
restablecimiento inminente del paciente. El título del cuento «Acaso irreparable» parece
corroborar esas sospechas. Sin embargo, cosas de esta índole pertenecen a un mundo que ya
no es el mundo de Sergio Rivera y que, por consiguiente, no puede preocuparle. Sólo una
vez más, su nueva existencia roza su vida anterior, cuando Sergio percibe la presencia de su
hijo, ahora ya mayor, con una chica en el aeropuerto ante el fondo acústico de los usuales
anuncios de los altavoces. Los dos jóvenes habían venido a Europa para una estancia más
larga en Viena y Nuremberg respectivamente. Durante la escala en este aeropuerto
intercambian sus direcciones. Cuando la chica se entera de que Eduardo Rivera se quedará
un año entero en Viena, exclama: «¿Y tu viejo no protesta?» (175). A esta pregunta sigue el
final sorprendente del cuento:
El muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio, Sergio no pudo entender las
palabras porque en ese preciso instante el parlante (la misma voz femenina de siempre,
aunque ahora extrañamente cascada) informaba: «LCA comunica que, en razón de
desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a
determinar». Sólo cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue otra vez
audible para Sergio: «Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años,
¿sabés?, en un accidente de aviación (175).
Después de tal experiencia y desde su perspectiva desde el más allá, la vida parece haber
perdido toda su importancia. Así, sentada al lado de su suegra, hace el siguiente comentario
sobre la vida de los hombres en la tierra: «No entienden mucho, ¿verdad?» a lo que la
señora Gibbs asiente: «No, querida, muy poco».
Las épocas en que publicaron sus trabajos están bastante distanciadas unas de otras.
Quiroga escribió su : «Juan Poldi, halfback», antes de los años veinte. O sea, cuando el
fútbol se jugaba en terrenos baldíos. Los jugadores recibían como recompensa a su
actuación una merienda o una cena, y en el mejor de los casos alguna breve retribución
pecuniaria otorgada por un emocionado directivo que vio ganar a su equipo. Mario
Benedetti es autor de dos relatos sobre fútbol, el primero titulado «Puntero izquierdo»,
publicado dentro de un conjunto de cuentos que llevó por título Montevideanos, data de
1954. Han de pasar treinta y seis años para que escriba el otro: «El césped», que se publica
en el libro Despistes y franquezas, y que casi se podría considerar como una novela corta,
más que por su extensión por su estructura.
Benedetti, al igual que Quiroga, demuestra un gran conocimiento del balompié, no sólo
en cuanto a sus reglas y su historia, sino especialmente en lo tocante a la psicología del
futbolista y de los demás personajes que se hallan en ese mundillo. Los dos escritores no se
encierran en la anécdota deportiva sino que van bastante más allá. Buscan aparte de la
pasión que despierta el fútbol, el aspecto socio-deportivo, y no descartan nunca la situación
económica.
En «Puntero izquierdo», Benedetti ofrece la visión del futbolista abrumado por su
situación laboral y por tanto enfrentado a una grave inestabilidad económica. Un hombre
joven, perteneciente a un club menor, que justamente ha de jugar contra un equipo de
prestigio. Los directivos de este club poderoso se acercan a él para convencerlo de que su
equipo no debe ganar el partido, que significaría el ascenso a la categoría inmediatamente
superior, porque no está en condiciones de mejorar de nivel. Y que por lo tanto lo que
corresponde es colaborar para que quien gane el encuentro sea el equipo rival. Hay
naturalmente una recompensa : un trabajo superior al que tiene, y en el que no está nada
seguro por haber intervenido anteriormente en alguna huelga. El joven futbolista se deja
tentar por ese premio tan apetecible que lo alejará de la angustia de no poder ver claro su
futuro y acepta el trato.
Es desde ese momento un corrupto vencido más que por los argumentos de los
corruptores, por su propia miseria económica, y la necesidad de ofrecerle una mejor vida a
su madre y, por qué no, también conseguirla él. El propio jugador es quien va relatando
todos los acontecimientos de esta historia. Narra el lugar de encuentro con los directivos del
otro club. La forma de proposición. Su «sí» si no rotundo no condicional y sin posibilidad
de retroceso, e incluso recibe con oídos muy abiertos los consejos de esos señores sobre la
forma como debe comportarse en la cancha, para no causar problemas al equipo rival, pero
tampoco despertar sospechas. Le han dicho que tire a puerta pero que lo haga desviado.
Que en algunos casos finja una lesión, un error que lo lleva a patear el suelo y no la pelota.
La personalidad del puntero izquierdo está muy bien definida. Es un joven sin grandes
ambiciones, solamente con el deseo de abandonar la pobreza humillante y limitadora. Un
muchacho sin estudios, ni criterio suficiente como para medir posibilidades y vislumbrar
consecuencias. Sabe que puede cumplir con lo que le han pedido pero aunque se ha
comprometido a hacerlo siente vergüenza por esa conducta, y pena por su equipo y sus
compañeros. Está muy distante de imaginar que el destino puede jugar malas pasadas y hay
que estar atento para saber cómo salir de la situación.
Durante el partido un compañero le hace un pase tan preciso, tan oportuno, que lo deja
solo frente al guardavallas rival, y no le queda más alternativa que tirar y marcar el tanto.
Pero previamente, ha quedado demostrado que este hombre tiene un gran amor propio.
Cuando en oportunidad anterior lo han dejado en condiciones de marcar y ha tenido que
tirar desviado como para que no se produzca la hecatombe. Y a consecuencia de ese error
su entrenador lo insulta : «¡Qué tienes en la cabeza, moco!», le grita. Y el puntero izquierdo
a partir de ese momento quiere demostrar que él es un jugador inteligente como muchos de
su hinchas se lo han dicho siempre.
La desgracia para este futbolista se produce a partir del momento que marca el gol, pues
el equipo contrario no atina a lograr el empate y pierde el partido. La emoción recorre a los
diez compañeros del puntero izquierdo, quienes lo abrazan, felicitan y aplauden. Y él
envuelto en esa atmósfera festiva olvida su compromiso, está convencido de que quienes
quisieron sobornarlo comprenderán que no le ha sido posible cumplir, porque las
circunstancias jugaron en su contra. E, incluso, su inocencia lo lleva a pensar que el doctor
Urrutia, quien le ofreció la recompensa de un buen trabajo, entenderá que durante todo el
tiempo anterior al gol él había hecho todo lo que le dijeron, en consecuencia perdonarán el
gol que ha significado el triunfo para el equipo pequeño y la derrota para el club de
prestigio.
Muy ufano sale del campo de fútbol y va al encuentro de este magnate que podría aún
darle el nuevo trabajo. Se encuentra con los directivos del club derrotado y como avance de
lo que luego vendrá recibe dicterios, ofensas, gritos soeces que lo dejan anonadado. Pero
inmediatamente después aparecen los secuaces o los allegados al club pero sin cargos
destacados, y la paliza que le propinan es impresionante al punto de que va directo al
hospital.
La anécdota futbolística termina ahí, pero tiene una secuela. El pobre joven futbolista ha
perdido el trabajo. En la fábrica donde cumple tareas ya no lo quieren, no pueden esperar a
que se recupere físicamente y le mandan decir con su madre que se busque otro trabajo. El
futbolista, el de hace cuarenta o cincuenta años, que es el que retrata Benedetti, está a la
triste altura del obrero, del sirviente, del ciudadano que no tiene defensas, que se halla
distante de los estudios, que lo único que quiere es vivir un poco mejor y que todo lo basa
en el deporte.
En el lenguaje utilizado por Benedetti no hay ninguna fisura, desde el principio hasta el
final mantiene el argot popular, si no el léxico propio de las canchas del fútbol. En este
relato hace hablar al puntero izquierdo, con lo que consigue mostrarlos mucho mejor. Se
trata de un muchacho dominado por los desconocimientos. Ciego para hallar los polos
opuestos que son el bien y el mal. Sin la agudeza mental como para descifrar los ardides del
complejo mundo socio-económico. De ahí su ingenuidad al aceptar la oferta de soborno,
que no le parece un delito, simplemente una oportunidad que le brinda la vida. Y también,
la forma tan inocente como va al encuentro de sus furiosos sobornadores, sin dar cabida a la
violencia que se cerniría sobre él.
Lo que determina que se considere este cuento, «El césped» como más organizado y
trabajado que el anterior, en una palabra hecho por un escritor de mayor experiencia, es la
forma hábil de conjurar cancha de fútbol con diario vivir. Goles y aspiraciones netamente
deportivas con actividades alejadas del deporte. También destaca la forma mucho más
nítida como capta la pasión que envuelve a los hinchas. Esos grandes aficionados que
alientan a sus jugadores no sólo desde las tribunas sino en plena calle, sobre todo en el bar,
en el café. El relato es mucho más extenso y su estructura lo acerca a la condición de
novela breve.
Los personajes centrales son: «Benja»; «Martín» y «Alejandra», más conocida por
«Ale». Benja y Martín son grandes amigos pero juegan en equipos diferentes. El portero
saboreaba la posibilidad de ser contratado por un equipo español o italiano. A Benja parece
no interesarle abandonar su equipo uruguayo. El azar enfrenta a los dos amigos. Y el
motivo es un partido de fútbol decisivo para ambos. Como buenos amigos que son se han
estado reuniendo previamente al encuentro. Cambiando opiniones, Benja alienta a su amigo
para que vaya a Europa. Martín sabe que de este partido dependerá que lo contraten o no, y
le pide al delantero nº 8 que tire fuerte a la portería como siempre lo hace, que eso le dará
oportunidad a lucirse.
Los consuelos y estímulos de Benja para su amigo no son suficientes para alejarlo del
inmenso pesar que lo abate. Ve todo perdido. Es la imagen de la derrota. La representación
del fracaso. Un joven futbolista que ha estado a un paso del gran éxito no puede soportar
esa caída y termina suicidándose. La tragedia arrastra a «Benja» que se siente culpable de
lo que ha sucedido a su amigo. Desanimado, pesimista, no atina sino a decirle a su novia
«Ale», que dejará el fútbol. Nunca podrá marcar un gol sin recordar el que le hizo a su
mejor amigo.
En «El césped» hay otro elemento que no contaba en el cuento anterior: el sueño, como
un agregado mágico que modifica o engalana la realidad. «Benja» sueña continuamente con
partidos de fútbol en los que se ve al lado de estrellas de tiempos anteriores al suyo. Es a
«Ale» a quien le cuenta lo que sueña y con ella hace deducciones acerca de este misterio,
porque en sueños esos futbolistas que triunfaron en otras épocas le van marcando la forma
como debe de jugar. Recibe consejos de ellos y se siente muy satisfecho. Llega a producirse
una amalgama de sueño y realidad, y «Benja» en pleno partido ve a esos jugadores de
antaño que corren junto a él y hacen jugadas que le posibilitan marcar goles.
Sería interesante señalar que dos de esos géneros -el diario y la epístola- son usos de
narración en primera persona. El tercero, en cambio, es un cuento escrito en tercera
persona, pero el autor, Lucas, se sirve de las notas a pie de página para marcar su presencia
y dejar claro su papel en la complicada historia del triángulo amoroso; y esas notas a pie de
página sí están escritas en primera persona. La utilización de la primera persona puede ser a
veces un mero recurso del autor para encubrir limitaciones o disimular defectos en el diseño
estructural de su narración. Sin embargo, las narraciones en primera persona causan una
inmediata identificación del lector con el narrador-protagonista, acercándolo al texto. Es
evidente que, «construidas como singulares confesiones, hay en ellas, mediante la más
directa comunicación, la aparente sinceridad de lo que se cuenta dentro de un discurso
marcado por la intimidad de la forma y lo autobiográfico del contenido». Pueden servir
incluso para que el autor se aleje del narrador impersonal y ajeno, propio de la tercera
persona, al hablar desde el yo. El escritor José María Merino conjetura al respecto: «Se
trata de la voz de un doble y, según mi parecer, parte del hechizo de escribir desde la
primera persona proviene, precisamente, de lo que tiene de misterioso experimentar tal
desdoblamiento».
Para saberme sincero he empezado estas notas, en las que castigo mi mediocridad
con mi propio y objetivo testimonio (p. 20);
Lo cierto es que la vida -¡qué indecente resulta nombrarla así, como si fuera una divinidad,
como si encerrase una esotérica significación y no fuera lo que todos sabemos que es: una
repetición, una aburrida repetición de dilemas, de rostros, de deseos!-, lo cierto es que la
vida desde el principio me sacó ventajas y yo no he podido ni podré jamás recuperar el
terreno perdido (p. 28).
En segundo lugar, la carta que Alicia envía a su marido con un mensaje de ruptura, de
despedida, pertenece de lleno al género epistolar, un género narrativo que se plasma en un
«texto literario configurado en los moldes de la carta que implica, por tanto, un sujeto
emisor que escribe a un receptor ausente a quien se dirige y cuya presencia se configura en
el texto». Es una narración alejada de la inmediatez del monólogo interior y del diario
íntimo, en la que se puede comunicar sólo lo que el emisor quiere que el receptor conozca.
En ella, Alicia hace ver el error de su marido:
A menudo pensaste, con tu calma de siempre, que yo quería a Lucas [...] que me
había equivocado eligiéndote [...] Pero eras tú el equivocado. Cuando te elegí, y antes de
elegirte, me gustabas. Siempre me gustaste, me gustas aún (p. 72);
No puedo perdonarte que me hayas hecho preferir a Lucas, cuando era tanto mejor quererte
a ti (p. 77).
Por último, nos encontramos con el cuento de Lucas, que cierra la obra y que la titula, al
fin y al cabo. Ya antes habíamos adelantado que el cuento es un género narrativo breve de
anécdota sencilla y pocos personajes, de carácter sintético, con predominio de una única
perspectiva. Pero lo más interesante del cuento de Lucas son las notas a pie de página que
incluye -«impublicables, estrictamente personales» (p. 83)- y en las que comenta «las
divergencias entre los hechos tal como aparecen en la narración y la realidad de lo
sucedido, sobre cómo debe redactarse un cuento e incluso explica el por qué de la elección
de algunas de sus frases y vocablos. El propósito evidente es dejarnos saber sus puntos de
vista como creador acerca de la construcción del cuento. Irónicamente se trata de un cuento
algo extenso, consta de cuatro partes, que no respeta ninguno de los requisitos internos del
género. Es obvio que no se trata de un cuento», sino más bien de un pretexto literario para
que Benedetti pueda, por boca de su personaje, explicar su propia estética mediante un
juego metaficcional.
En todos los cuentos que he escrito puedo reconocer, a diferencia de mis pobres
críticos, una tajada de realidad. A veces se trata de mi propia realidad, otras de la ajena:
pero siempre escribo a partir de algo que acontece. Acaso la verdadera explicación tenga
que ver con mi incapacidad de imaginar en el vacío. No sé contarme cuentos, sé reconocer
el cuento en algo que veo o experimento. Luego lo deformo, le pongo, le quito. Siempre he
querido -nada más para mi uso personal- registrar esa deformación, pero hacía mucho que
no me acontecía un cuento verdadero (p. 83, nota 1);
En este capítulo se hace el cuento. Llega un punto en que las posibilidades se bifurcan.
Desde el instante en que elija una de ellas, el cuento se hará, no precisamente debido a la
elegida, sino a las desechadas. Por eso la realidad valida poéticamente el cuento, porque en
éste lo real es una mera posibilidad desechada (p. 106, n. 24).
También en una de esas notas se nos desvela el desenlace de la historia, no el del cuento
(que es una ficción dentro de otra ficción), sino el real (literariamente hablando, el efectivo
para los personajes de la obra de ficción). Gracias a esa nota sabemos que Alicia y Lucas se
dan cuenta de que las cosas han cambiado, que la infidelidad -al menos la física, la sexual-
no se consuma, que Alicia se marcha y que los tres se quedan solos:
El cielo gris, cercano, que difunde mi ventana, es -también él- un mediocre, un cielo
sin Dios y sin sol, una excelsa chatura que nunca me impresiona. El otro cielo, brillante,
luminoso, el de las ansias de vivir y las películas en tecnicolor, es una falsa alarma (p. 21);
Pero cuando la fe y la duda se dejan descubrir en su ingenua, profunda relación, y
sobreviene el asombro ante la absurdidad de la existencia, ante la maravillosa indiferencia
de Dios, uno recupera la calma para siempre, y la calma para siempre es el hastío (p. 59).
El contenido de esta aseveración nos revela por fin el sentido especular de la estética
imperante en la obra objeto del presente estudio: el juego de espejos, de reflejos, incluso
entre los mismos personajes envueltos en el torbellino de emociones y sentimientos
equívocos. El eminente crítico Germán Gullón nos recuerda las famosas palabras de
Stendhal sobre el espejo en el camino: «para representar el mundo en la novela, basta poner
el espejo frente al mundo, y sentarse a copiar. A tan fácil procedimiento le corresponde un
acto lectorial similar: me siento con el libro en las manos, despejado de cabeza, y el sentido
común me irá abriendo los senderos del entendimiento. El problema surge cuando el autor
poniendo el espejo firma Ramón del Valle-Inclán, aficionado al espejo cóncavo, o si los
senderos son los de Borges, que se bifurcan por los caminos del sueño, de la hipótesis, de lo
inexistente». Algo parecido sucede también con Mario Benedetti, aunque él rodea su
pequeño mundo de una galería de espejos donde los reflejos, las imágenes de ese mundo,
rebotan y se multiplican. Así pues, «cuando dentro de un mismo relato Benedetti debe
hilvanar esos pequeños retazos de vida [...] solapadamente socava la frescura de las
imágenes, la pureza de las percepciones [...] para someterlo todo a la esterilizadora tiranía
de un racionalismo vulgar [...] Benedetti recurre al tradicional procedimiento del montaje
para componer con sus múltiples fragmentos un adecuado contrapunto de emociones,
sentimientos y situaciones».
Mediante la antigua fábula china del espejo, Jesús Díaz nos señala un tema fundamental
en Quién de nosotros; se trata de la dificultad del reconocimiento mutuo:
Una milenaria fábula china nos cuenta de un marido que al salir para el pueblo
pregunta a su mujer por un deseo, el mayor. Ella, asombrada, señaló unos cuernos dorados
en el cielo, la luna en cuarto creciente. El marido ya de regreso, indicó a un comerciante la
figura de la luna y éste le dio un espejo redondo. Era luna llena. La mujer, con el regalo en
las manos comenzó a llorar en silencio. «Ya no me quiere», dijo a su madre, «ha traído otra
mujer». «Deja ver», dijo la madre, luego añadió, «no te preocupes; es más vieja que tú».
A otro nivel, en la trama subyace -como apuntó Rodríguez Monegal- la raíz edípica de
la relación de Miguel con su mujer, pero Jorge Ruffinelli va más allá al indicar otro hecho
importante pero velado: «la relación tenuemente homosexual entre Miguel y Lucas. El
texto señala un juego como de espejos en esta relación de identidades: cuando Lucas
aparece en la vida de Miguel, es casi su doble». Miguel vive su matrimonio con la sombra
de Lucas a cuestas, pero también Lucas está obsesionado por la presencia de Miguel,
visible su rostro en la pared, que lo mira «como un ángel custodio» (p. 113). En mitad de
esta situación inadmisible hasta para ellos mismos se halla absurdamente Alicia, como un
puente levadizo tendido entre ambos. Resulta evidente la triple frustración final.
La oración del auxiliar segundo es un poema ordinario y prosaico y que sin embargo
me gusta. Esta es además una buena ocasión para verlo publicado, atribuyéndolo
canallescamente a un personaje tan inocente como miserable (p. 103, n. 23).
La novela, como sabemos, es una forma relativamente nueva que no aparece en la teoría
aristotélica de los géneros, que consideraba como géneros mayores a la tragedia y la épica.
La teoría literaria moderna, por su parte, se inclina a borrar la distinción entre prosa y
poesía y a dividir la literatura imaginativa en ficción y poesía. Los géneros tradicionales
pueden mezclarse y producir un nuevo género impuro y ello significa aceptar que se puede
construir al margen de la pureza o la exclusividad, aceptando la fórmula de la inclusividad
como presupuesto de un orden más complejo. La novela contemporánea,«ese género
bastardo, cuyo dominio es verdaderamente ilimitado», como afirmaba Baudelaire, es el
resultado brillante de esa fórmula inclusiva.
El mundo actual no cuenta con una correlación verdadera entre realidad exterior y vida
interior, por lo que no puede aspirar a la totalidad, y la experiencia de la vida y el arte sólo
puede ser vivida en términos problemáticos. La memoria como mecanismo de creación
sustituye a la observación, y se convierte en modelo para la explicación del yo y del mundo.
El narrador se implica decisivamente en la narración. El discurso se fragmenta, el tiempo se
quiebra y se produce la valoración -inmediata en el texto- de lo anecdótico frente a lo
esencial al que se llegará a través de los senderos de la lectura. ¿A dónde va la novela de
este fin de siglo?
La trayectoria de esta forma literaria en los últimos tiempos parece revelar que la novela,
cada vez más, se constituye en forma de conocimiento, por lo que poesía y novela podrían
fundirse y compartir su objetivo: el conocimiento comunicable.
Al encontrarse por primera vez frente al conjunto textual de La borra del café, el lector
se reconoce y se siente inclinado a celebrar la sencillez original de un texto narrativo en el
que se invoca una reflexión continua por medio de fragmentos con apariencia de anécdotas
y otros que todos reconocemos como claves en la vida de un niño, de un adolescente o un
adulto: la desolación extrema de la muerte de la madre, el acercamiento al sexo, al amor, la
conciencia social, la familia, la experiencia del goce y la asunción del dolor que es, en
definitiva, lo que fundamenta nuestra trayectoria existencial. El lector se reconoce en un
universo literario construido con humor y poesía.
La novela consta de cuarenta y ocho fragmentos y un enigma: la imagen, la voz, las
promesas y el tacto de una mujer misteriosa y mentirosa y un árbol, una higuera. Los dos
elementos de la narración, mujer e higuera, son indicios de presagio en los posos del café.
También se repite una hora, las tres y diez, que a través de los años rememorados actúa
como elemento de conexión en el tiempo de las circunstancias que el personaje decide, al
recordarlas, seleccionar como decisivas en su vida. La hora exacta, las tres y diez, también
une a mujer e higuera, que ya estaban unidas por un espacio del ensueño -el patio de la casa
de Claudio- en el momento en que el niño Claudio conoce la muerte y el eros.
Entre las unidades que configuran la novela existe una imparable progresión, mantenida
por medio del ejercicio necesariamente fragmentario del recuerdo, cuya referencia última es
el crecimiento de un niño que pierde los baluartes de la infancia y luego los de la
adolescencia y más tarde, perdidos todos los asideros, se convierte en un adulto que se
defiende de si mismo y de sus propios deseos, en un gesto violento y enérgico, en el
capítulo final, en el que asistimos a la presentación compleja del universo sencillo y bien
caracterizado en el que habíamos creído crecer. Una vez más Rita, eros y muerte, aparece
en el espacio subconsciente, en el capítulo, «La borra del café». Allí todas las certezas se
convierten en dudas, en un discurso vertiginoso que transmite un sueño obsesivo del que es
preciso huir: el sexo y la muerte y el dominio del propio destino. Ese era en realidad el
objetivo de todo el texto y ¿de todo el sueño? La línea final que el narrador nos ofrece nos
obliga a preguntarnos con sus propias palabras:¿dónde ha empezado el sueño?
La borra del café es también, y por encima de pequeños detalles, una inmersión en la
memoria necesaria, un buceo en el pasado efectuado por el protagonista, quien se desdobla
en algunas ocasiones haciendo que el narrador en primera persona pase a una tercera
persona, obligando a Claudio a verse desde fuera formando parte del gran teatro, como un
ser desdoblado que se ve a sí mismo en medio de un ambiente, como un personaje entre los
demás que es recogido en el discurso del narrador omnisciente. Otras veces, el narrador se
recuerda como perteneciente al grupo, en episodios que no serían material del recuerdo sin
los demás, entonces la perspectiva narrativa será «nosotros». Todas son versiones de la
memoria del hombre y el niño «Claudio Alberto Dionisio Fermín Nepomuceno Umberto
(sin hache)». Las diferentes perspectivas se repiten lejanas en el tiempo para recrear y
reconocer situaciones en parte ya vividas. Es el material de la experiencia en el mecanismo
del recuerdo. En «El Dirigible y el Dandy»: el punto de partida es un Globo, el de llegada
es un muerto; en «Mi segundo Graf», muchos años después, en la Segunda Guerra mundial,
Claudio adulto identifica aquella imagen del globo con la del «acorazado alemán Graf
Spee, que vino a dar con sus hierros maltrechos al puerto de Montevideo». La existencia
está configurada por anillos cíclicos de memoria. Somos un relato. Claudio es un relato en
el que intervienen múltiples voces que son invocadas en la novela, como un retorno
implacable del que fue. El retorno, como presencia o fijación de un proceso de constitución
del individuo consciente, eso que llamamos un adulto. Claudio busca su identidad en el
recuerdo que ante cualquier nuevo paso hacia el futuro le hace reflexionar, le recuerda
quien es, quien ha sido, leyendo con claridad el relato ya avanzado de su vida.
O también, otra vez Rita, la confesión del abuelo sobre «su Rita»:
Pasó sencillamente que se esfumó. Era linda y seductora, la verdad es que esa no se
me entregó.
O la revelación de Mateo:
Una vez se me acercó una, de nombre Rita, pero luego resultó que no era ciega, y no
me gustó el engaño...
Me parece pertinente también destacar que Mario Benedetti habla del futuro como juego
de azar o de ruleta en el que siempre perdemos, lo que nos queda es el pasado, como a su
personaje, Claudio, quien en el último capítulo de la novela ve pasar su vida en espiral en
un sueño en medio del vuelo entre Buenos Aires y Quito, recordando peligrosamente a la
interpretación de la muerte que Rita, el fantasma, le había ofrecido. El pasado es lo seguro,
lo que nos queda, es nuestra certeza, aunque sea «un pretérito imperfecto, o sea mi pasado
no perfecto, rudimentario, timorato, inmaduro, deficitario, chapucero, distorsionado,
vulnerable, quebradizo, negligente, etcétera».
Cuando los años se suman, uno empieza a tener noción de que el tiempo se escapa, y
tal vez por eso alimente el autoengaño de que escribir sobre lo cotidiano puede ser una
forma, todo lo primitiva que se quiera de frenar ese descalabro. No se lo frena, por
supuesto. Nada ni nadie es capaz de sujetar al tiempo.
Y también:
Tal vez sea éste el sentido de estos Borradores..., decir algo. No sé con quién hablar
de Aurora...
Tal vez por esto, Mario Benedetti nos ofrece en La borra del café una historia en la que
nos prestamos como lectores a seguir en sus indagaciones por la memoria a un adulto que
retrocede hasta convertirse en niño de unos cinco años.
La primera reflexión que nos ofrece es sobre el espacio, sobre sus casas. Por medio de la
casa rememorada, podemos descubrir los valores de la intimidad del espacio interior de
Claudio. La verdadera casa de Claudio es la del Capurro, a ésta la llama «Un espacio
propio». Poca descripción tenemos de todas las casas que ha habitado Claudio, apenas unas
pinceladas subjetivas, lo que nos da información sobre su adhesión a la casa y no sobre la
casa en sí. En el primer capítulo, el narrador nos informa de que su percepción de las
primeras casas se fundamenta en la discrepancia de sus padres sobre la angostura, la
humedad o el exceso de sol de las moradas. En resumen, nada podemos saber de las casa y
algo de sus moradores. Los recuerdos de Claudio referidos a las casas primeras se limitan a
una imagen: en la casa de Justicia y Nueva Palmira, había una claraboya particularmente
ruidosa que sólo se abría y se cerraba en tiempo seco. La casa de Inca y Lima, en el mismo
barrio, tenía un inodoro problemático, ya que, cuando «alguien tiraba de la cadena, el agua,
en lugar de cumplir su función higiénica en el water, salía torrencialmente del remoto
tanque empapando no sólo al infortunado usuario sino todo el piso de baldosas verdes».
Después vino la casa de Joaquín Requena y Miguelete, de la que sólo es evocada, o merece
ser evocada, según el narrador, «una vitrola» en la que su madre ponía un disco con clases
de gimnasia. La siguiente casa fue la de Hocquart y Paullier, en ella había «una azotea».
Más tarde, vino la verdadera casa, el espacio propio de la casa del Capurro.
En todos estos ejemplos, memoria e imaginación se funden en el recuerdo y constituyen
una sóla unidad de actualización.
Tocar la casa, palpar sus paredes, sus puertas, sus ventanas, sus pestillos, tocar sus
escalones, abrir sus armarios, todo eso era mi forma de poseerla.
Tenía asimismo un olor peculiar (...) el que exhalaban, por ejemplo las baldosas blancas y
negras del patio interior, o los escalones de mármol del zaguán o las tablas del parquet, o la
humedad de una de las paredes...
Es evidente que la casa de la infancia posee una emoción onírica. Unos pocos detalles
son suficientes para conducirnos al ensueño y a la reconstrucción del pasado, siguiendo la
pauta de una voz lejana que es la de la memoria que habla dentro de uno. Así, mediante el
ensueño es rescatada la infancia y no mediante los hechos concretos.
Ya para finalizar, quisiera subrayar que la poética del espacio en La borra del café
merece un análisis más detenido. De ella depende en gran medida el discurso narrado. El
centro del mundo narrativo es Claudio en su altillo mirando al patio centro de la casa, y al
árbol, centro del patio con su pájaro, centro el centro mismo. En el patio, la ensoñación, el
amigo, la conciencia del cuerpo y de la muerte. Ese mundo pertenece al espacio del Parque
Capurro y el resto es el mundo que queda fuera del pasado imperfecto de Claudio
Nepomuceno:
La casa tenía un paisaje y un tacto y un olor promedio que era la fragancia general
de la vivienda. Cuando llegaba de la calle y abría la puerta, la casa me recibía con su olor
propio, y para mí era como recuperar la patria.
La patria. La pertenencia. La identidad. La casa y su perfume. El cuerpo de la memoria.
La patria. La casa.
De las distintas técnicas narrativas empleadas por Mario Benedetti para configurar la
estructura de su novela Primavera con una esquina rota, una de las más relevantes es la del
perspectivismo.
En esta obra, a la que podríamos calificar como «novela del exilio», el uso de la
perspectiva le permite al escritor uruguayo ofrecer una interesante y atractiva suma de
puntos de vista en torno a la situación generada tras el golpe de estado de 1973. Y ello
gracias a la acumulación de sucesivos episodios protagonizados por los distintos
personajes, a quienes se sitúa en un permanente conflicto interior y exterior, de los que irán
surgiendo situaciones paradójicas o antitéticas, muchas de ellas impregnadas de humor e
ironía, las cuales se vendrán a sumar a ese cúmulo de perspectivas y contrastes que integran
la novela. Ésta se estructura mediante la imbricación de episodios vividos y narrados por
los propios protagonistas, a través de los cuales asistimos casi en directo al establecimiento
de un primer contraste entre ellos. Por un lado, están quienes, como Santiago, se encuentran
encarcelados y privados de libertad en su propio país, en lo que constituye un verdadero
exilio interior. Por otro, los que se sitúan fuera del país, aparentemente libres, pero
marcados por un exilio exterior derivado de su condición de expatriados. Además, entre
estos personajes se establecen continuas referencias, de modo de que los que están fuera de
la cárcel miran continuamente hacia Santiago, y éste lo hace hacia aquéllos, lo cual supone
un juego de perspectivas recíprocas. A su vez, podemos ver que muchos de estos personajes
están marcados por unos rasgos inalterables, como pueden ser los que se refieren a su
manera de expresarse o a su forma de entender algunas cosas y situaciones. Pero, aunque
no cambien en lo esencial, en algunos aspectos concretos sí que se puede observar una
cierta evolución, lo que vendría a significar un contraste más a tener en cuenta. Si nos
fijamos en la distribución de los capítulos de la novela, podemos comprobar que al
protagonista principal, Santiago, le corresponden ocho apartados: seis de ellos bajo el
epígrafe «Intramuros» -cuando está preso- y dos bajo el de «Extramuros», cuando ya está
en libertad. Al resto, se les ha reservado siete secciones, bien sea bajo su nombre propio -
como es el caso de Beatriz y Don Rafael-, o bien bajo un rótulo concreto: Graciela, bajo el
de «Heridos y contusos», y Rolando Asuero, al que se le califica como «El otro». Además,
aparecen otros nueve capítulos en los que Mario Benedetti deja constancia de «hechos
efectivamente acaecidos» y protagonizados, de forma directa o indirecta, por él mismo.
Una vez realizada este breve introducción, pasaremos a estudiar algunos ejemplos de
perspectivismo relacionados con cada uno de los personajes de la novela, empezando por el
protagonista principal.
1. Santiago
Nada más comenzar la narración, empieza a hablar de una serie de contrastes entre su
situación actual y la de los primeros momentos de su entrada en prisión. Ahora no tiene luz
eléctrica; pero no se queja, porque durante los dos primeros años ni siquiera había luna.
Además, tras haber conocido a ocho compañeros de celda, ha conseguido adaptarse y ya no
tiene la desesperación de los primeros momentos. El único problema es que, cuando las
desesperaciones de los compañeros no coinciden, se puede llegar «a una soledad total».
Uno de sus entretenimientos es mirar las manchas de la pared y fantasear con las cosas o las
caras que le pueden sugerir. Ésta es una costumbre de la infancia; pero, mientras en
aquellos años trataba de imaginar animales, objetos o fantasmas que le producían pánico,
ahora procura no deleitarse en esa búsqueda del temor. En tal sentido, nos ofrece un
ejemplo de perspectivismo en relación con la mancha que hay sobre la puerta. Si a su actual
compañero de celda le recuerda el perfil de De Gaulle, a él tan sólo le parece un paraguas.
De este contraste de perspectivas surge, en esta ocasión, la risa, algo que, según Santiago,
es sumamente bueno cuando se está en la cárcel. En cambio, cuando le da por pensar en el
tiempo que hace que no ve a su mujer, a su hija y a su padre, la risa desaparece, y a punto
está de echarse a llorar. No obstante, el llanto no llega a aflorar, aun a sabiendas de que no
es bueno el «estreñimiento emocional», pues impide un cierto desahogo purificador. Otra
transformación que se ha operado en él es que, si antes lo dominaban los recuerdos, ahora
es él quien los controla, aunque sólo sea de forma parcial. Así, decide qué es aquello que
quiere recordar: el colegio, los amigos, su padre, su hija y su mujer. Pero en lo que se
refiere a su matrimonio hay algo que le hace daño y le provoca grandes depresiones:
rememorar los momentos en los que hacía el amor con ella. Por eso trata de evitarlos en la
media de lo posible. Uno de esos recuerdos marca un profundo contraste con el estado
actual: cuando tenía doce o trece años iba a pasar las vacaciones de verano en casa de sus
tíos, en el Río Negro. Allí gozaba de una soledad muy en la línea de los conocidos tópicos
del locus amoenus y del beatus ille...:
Fue una de las pocas veces que escuché, vi, olí, palpé y gusté la naturaleza. Los
pájaros se acercaban y no se espantaban de mi presencia. Tal vez me confundieran con un
arbolito o un matorral. Por lo general el viento era suave y quizá por eso los grandes árboles
no discutían, sino simplemente intercambiaban comentarios, cabeceaban con buen humor,
me hacían señales de complicidad (...) Y yo me sentía parte de esa vida y llegaba a la
extraña conclusión de que no debía ser aburrido ser pino o sauce o eucaliptus.
Ahora, cuando escribe esto, también viene del río, mas la situación y las emociones son
muy distintas a las de entonces. Por eso el lugar ya no es tan agradable, ni Santiago es tan
dichoso. Otro de los contrastes que se establece entre el pasado y el presente es que, antes
de ingresar en prisión, no tenía tiempo para nada y ahora le sobra tiempo para todo,
especialmente para reflexionar y madurar, para conocer sus debilidades y sus fortalezas,
para soñar despierto y hacer proyectos para el futuro. Y es que resulta curioso el contraste
espacio-temporal que se deriva de la prisión que sufre el cuerpo y la libertad de la que goza
la mente:
Dentro de este juego de perspectivas y contrastes, Santiago evoca los veranos que
pasaba en Solís, cerca de la playa. Ya entonces, a pesar de lo agradable que resultaba todo,
surgían momentos en los que Graciela y él se encontraban sombríos y melancólicos, cuando
comparaban su situación, a pesar de lo austera que era, con la de quienes no tenían nada, ni
siquiera «una hora especial para la melancolía porque su amargura era de tiempo
completo». A propósito de los recuerdos de aquella época, surgen dos rasgos de ironía
achacables al destino. El primero, relacionado con la panza que tenía por aquel entonces;
ahora, han pasado unos años y, cuando lo normal sería que ésta hubiese aumentado, lo
cierto es que ya no la tiene, «claro que por otro tratamiento que tal vez no sea el más
recomendable», apunta Santiago. El segundo, en relación con la constatación de que su
amigo Rolando, al que él consideraba un mujeriego, es precisamente quien está ahora liado
con su mujer. Cuando se entera de la posibilidad de salir en libertad, se produce un nuevo
contraste. Como él mismo pone de relieve, «anteayer admitía como probable que
permanecería aquí varios años», y hoy la idea de pensar que en un año o menos pueda salir
le hace insoportable la espera. Ahora los cinco años que lleva en la cárcel se le antojan
eternos, sobre todo si el objeto de referencia es la hija. «Cinco años sin ver a un hijo, y
sobre todo si es un niño, significan una eternidad. Cinco años sin ver a un adulto, por
querido que sea, son sencillamente cinco años y también es tremendo». En otra ocasión,
se plantea los cambios que se han podido producir en su mujer durante esos cinco años, y
aprovecha para establecer una antítesis entre la forma como se escribía a comienzos de
siglo y como se hace ahora. Con cierto tinte irónico apunta:
A veces las angustias pasadas dejan un rictus de amargura; así al menos escribían los
novelistas de comienzos de siglo. Los de ahora ya no emplean giros tan cursis, ah pero los
rictus en cambio no pasaron de moda; será que las amarguras siguen tan campantes.
Una vez liberado, en el avión que le conduce al reencuentro con sus seres queridos, le
sobrevienen una serie de reflexiones espontáneas y a veces inconexas. Entre éstas cabe
destacar el contraste entre él y su amigo Andrés: mientras Santiago no se dejó llevar por el
odio, a Andrés lo arrastraron hasta la locura. Por eso, dado que consiguió soportar los cinco
duros inviernos con los que simboliza su estancia en la cárcel, no está dispuesto a permitir
que nadie le robe la primavera de la libertad. Una primavera a la que representa con el símil
de un espejo, sólo que el suyo tiene una esquina rota-he aquí el motivo que da título a la
novela-, una esquina que, como él bien intuye, la ha roto su mujer. También en algunas de
estas reflexiones aparecen destellos de ironía, como, por ejemplo, cuando piensa en
Rolando, ese soltero impenitente de quien afirma que «ya caerá», sin sospechar que ya ha
caído y que lo ha hecho precisamente en los brazos de Graciela. O cuando habla de que la
culpa de todo lo que ha sucedido se le suele achacar al exilio y, a cambio de ello, «se jode
al contiguo al prójimo más próximo», tal y como han hecho con él Graciela y Rolando,
aunque este dato lo desconoce Santiago en el momento de hacer su aseveración. Para
concluir el apartado dedicado a Santiago, nos vamos a referir a dos nuevos ejemplos de
perspectivismo en relación con el diferente enfoque que se produce cuando se está libre y
cuando se está encarcelado:
cuando uno está libre y es aprehensivo siente de pronto dolores imaginarios y cree
que son reales/ en la cana es distinto/ cuando se siente un dolor real hay que pensar que es
imaginario/ a veces ayuda afuera para que la solidaridad se sienta hay que reunir un millar
de personas y colectas y denuncias y derechos humanos/ adentro en cambio la solidaridad
puede tener el tamaño de media galletita.
2. Graciela
Él, que está en la cárcel, escribe como si la vida viniera a su encuentro. A mí, en
cambio, que estoy, digamos, en libertad, me parece a veces que ese paisaje se fuera
alejando, diluyendo, acabando.
Puta vida, ¿no? Que el tipo salga, después de tantos años, y lo espere esto. Quiero
decir: que lo esperemos nosotros con esta buena nueva.
3. Rolando Asuero
Como él mismo señala en uno de sus monólogos, entre él y Santiago hay profundas
diferencias. Si a éste lo considera un padre vocacional, él se ve como un mujeriego
acostumbrado a contactos clandestinos y esporádicos con mujeres. Admira en Beatriz su
gracia y su inteligencia, e incluso le gusta hablar con ella, pero reconoce que no puede
sentir por ella lo mismo que su padre. Y sabe que la niña llegará a ser la mejor aliada de
Santiago y la peor enemiga suya. Rolando siempre había tomado la iniciativa en las
relaciones amorosas, imponiendo como condición que éstas fuesen provisionales,
transparentes y sin promesas. Además, a las mujeres de sus amigos las había respetado
como si de sus propias hermanas se tratase, concediéndose tan sólo la esporádica licencia
de dedicarles algunas miradas incestuosas, las cuales habían sido más abundantes en el caso
de Graciela. A propósito de los recuerdos de las estancias en el balneario de Solís, aparecen
dos notas de humor e ironía. La primera de ellas está relacionada con la malla de dos piezas
que solía ponerse Graciela, una prenda que «no era bikini sin embargo, pues hasta ahí no
llegaba el cauto liberalismo de Santiago Apóstol», afirma Rolando en clara referencia a su
amigo Santiago, tan aficionado a predicar las excelencias físicas de su mujer. La segunda,
referida a la célebre frase que en una ocasión había dirigido Rolando a un gerente general
de la empresa en donde trabajaba, y a quien se había ofrecido diciendo: «para servir a usted
y a su señora», algo que ahora está poniendo en práctica con la señora de su amigo preso.
Rolando, que había iniciado una especie de galanteo con Graciela, buscando encuentros
casuales, dejándole caer algunas indirectas y ofreciéndole su ayuda desinteresada, no podía
imaginar que fuese ella quien acabase enamorándolo a él. Ante esta jugada irónica del
destino, el conquistador conquistado «se había quedado turulato, había sentido un repentino
bochorno en las orejas, nada menos que él, buena pieza y donjuanísimo, se había mordido
un labio hasta sangrarlo pero sin advertirlo hasta ahora después». Cuando llega el momento
de afrontar la liberación de Santiago y, consiguientemente, la nueva situación, Rolando
opta por dejarlo todo en manos de la improvisación. Imagina que su amigo tratará de
conservar la calma y a su mujer y, por lo tanto, surgirá una pugna entre ambos, en la que
cada uno intentará echar mano de sus respectivas y opuestas ventajas. Según sus cálculos,
la de Rolando consiste en que «en la semántica de los cuerpos Graciela y él se entienden de
maravilla»; la de Santiago se llama «Beatricita».
4. Beatriz
Éste es el personaje más simpático y más tierno de la novela, tanto por su inocencia y su
humorística ingenuidad, como por sus originales razonamientos, especialmente los relativos
al lenguaje. Ella parece ser la elegida por Benedetti para expresar los más finos rasgos de
humor e ironía de la novela, disimulados bajo la ternura y la candidez de la niña. De ese
modo, lo que en palabras de Beatriz se podría entender como un simple detalle de humor,
visto desde la perspectiva del autor, que habla por su boca, conllevaría una mayor carga de
ironía. Según Beatriz, sólo hay tres estaciones: el invierno, «famoso por las bufandas y la
nieve», que permite el contraste entre los viejecitos y los niños, en función de si tiritan o no
por efecto del frío. Su gusto por la exactitud en el lenguaje le hace corregirse a sí misma y
afirmar que se debe decir anciano y no viejo:
Un niño de mi clase dice que su abuela es una vieja de mierda. Yo le enseñé que en
todo caso debe decir una anciana de mierda.
Otra estación es la primavera. Para ella trae dos cosas buenas: las flores y el monopatín
que le deja su amigo Arnoldo. Pero a su madre no le gusta porque fue cuando
aprehendieron a su papá. Y añade: «Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero
con hache es como ir a la policía». Además del verano, «la campeona de las estaciones
porque hay sol y sin embargo no hay clases», hace referencia a una cuarta estación que,
según su madre, se llama «el otoño». Esta estación, que ella no conoce, se caracterizaría por
la gran abundancia de hojas secas y porque no hace ni frío ni calor, con lo cual no sabe qué
ropa ponerse. En cambio, para su padre es una estación en la que se siente muy contento
«porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías». Su
peculiar visión de las cosas suele ir asociada con ese humor infantil que la caracteriza. Así,
dice que los rascacielos poseen muchos cuartos de baño, lo cual «tiene la enorme ventaja de
que miles de gentes pueden hacer pichí al mismo tiempo», y habla de lo hermoso que es el
verbo cundir, pues «cuando hay un apagón en los ascensores de los rascacielos cunde el
pánico. En mi clase cuando llega la hora del recreo cunde la alegría». Además, en el
momento de mencionar una de las diferencias existentes entre su país titular y su país
suplente, escribe: «en mi país hay cabayos y aquí en cambio hay cabaios. Pero todos
relinchan». En alguna ocasión, en cambio, ese humor cede paso a la ironía o al sarcasmo,
como sucede cuando trata de definir la palabra libertad:
Libertad quiere decir muchas cosas. Por ejemplo, si una no está presa, se dice que
está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama
la cárcel donde está hace ya muchos años. A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo.
Curioso resulta también su concepto de la amnistía, una especie de vacación que se
extenderá por todo el país, y que para ella significará que se acaben las tablas de
multiplicar, «especialmente la del ocho y la del nueve que son una basura»; que ya no le
salgan más granos; que su madre le compre una muñeca y su abuelo un reloj de pulsera, y
lo mejor de todo es que «capaz que Graciela le dice al tío Rolando, bueno chau». En
relación con la idea de la amnistía también podemos ver otra irónica reflexión de Benedetti
puesta en boca de Beatriz. Ésta habla de que se había peleado con su amiga Teresita y que,
como llevaban dos semanas sin hablarse, temía que pudiera acabar suicidándose. Por eso la
llamó y le dijo:
mirá Teresita yo te amnistío pero ella entonces creyó que la había llamado nada más
que para insultarla y se puso a llorar a lágrima cada vez más viva hasta que no tuve más
remedio que decirle Teresita no seas burra yo te amnistío quiere decir yo te perdono y
entonces empezó a llorar de nuevo pero con otro llanto porque éste era de emoción.
Finalmente, mientras espera la llegada de su padre, nos vuelve a ofrecer otras dos
imágenes contrastadas. En primer segundo lugar, afirma que los pasajeros siempre traen
regalos «a sus hijitas queridas pero mi papá que llegará mañana no me traerá ningún regalo
porque estuvo preso político cinco años y yo soy muy comprensiva».
5. Don Rafael
Como no podía ser menos, también a él le afectó el contraste entre el «allá» y el «aquí».
De allá añora la rutina del camino de regreso a casa. Aquí, en un primer momento, hubo
sorpresa y fatiga, y no llegaba nunca a su casa, sino a «la habitación», e incluso tuvo que
echar mano de un bastón como apoyo frente a tanta sorpresa. Cuando ya se fue adaptando
dejó de ver máscaras y empezó a ver rostros; dejó de usar el bastón y empezó a ver la
habitación como un apartamento o «una habitación con agregados». Los años y las
experiencias vividas lo han convertido en una persona un tanto escéptica que gusta de poner
de manifiesto algunas de las tremendas paradojas de la vida. Así, nos habla de la que él
considera una trampa divina: «Dios da pan al que no tiene dientes, pero antes, mucho antes,
le dio hambruna al que los tenía». Y, a la hora de aconsejar a Graciela que no confiese la
verdad a Santiago hasta que éste salga de prisión, afirma que «la hipocresía es un vicio,
pero no estoy tan seguro de que la franqueza sea siempre una virtud». Cuando se plantea la
posibilidad de regresar algún día a su país, en lo que él considera que sería un desexilio tan
duro como el exilio anterior, y se pregunta sobre quiénes podrán levantar de nuevo el país,
opina que habrán de hacerlo quienes hoy son niños. Y entonces establece una antítesis entre
los niños exiliados y los que viven allá. El futuro no lo forjarán quienes han vivido el exilio
europeo o americano, por muy duro que éste pueda haber sido, sino quienes estuvieron y
están allá y vieron y vivieron los asesinatos de otros jóvenes, así como la desaparición, el
encarcelamiento o la muerte de sus mayores. En otro momento se pregunta si la condición
de extranjero puede depender del estado de ánimo en que uno se encuentre, porque hay días
en que él está completamente convencido de que lo es, otros en que no da la más mínima
importancia a ese hecho y otros en que no admite esa condición de extranjero. Aunque,
finalmente, llega al convencimiento de que no debe de serlo porque, siguiendo el criterio
establecido por un escritor alemán, él aún no ha aprendido los insultos y la jerga del país al
que ha llegado, sino que continúa haciéndolo en la que le era habitual. Además, había
optado por vincularse y trabajar con la gente del nuevo país, y qué mejor manera de hacerlo
que «vinculándose» con la joven Lydia, a la que no considera su extranjera, sino algo así
como su mujer. Por último, habría que señalar que también con Don Rafael se cumple lo
que hemos dado en llamar la ironía del destino. Su esposa Mercedes había comentado, dos
años después de casarse, lo mucho que le gustaría morir escuchando alguna de las Cuatro
Estaciones de Vivaldi. Y he aquí que muchos años después, «cuando estaba leyendo y de
pronto quedó inmóvil para siempre, en la radio (ni siquiera era el tocadiscos) estaba
sonando la Primavera». Así pues, tanto a Don Rafael, como a su hijo Santiago, la primavera
les jugó la mala pasada de presentárseles, en momentos claves de sus respectivas vidas, con
sendos espejos con una esquina rota.
6. Mario Benedetti
Para finalizar este estudio, vamos a realizar algunas consideraciones en torno a la figura
de ese otro «personaje» de la novela llamado Mario Orlando Benedetti, cuyas reflexiones y
vivencias aparecen recogidas, en letra cursiva, en los nueve capítulos agrupados bajo el
rótulo de «Exilios». Al incluirse como personaje de su novela, Benedetti consigue que sus
testimonios sobre el exilio se hilvanen con los relatos de los personajes de ficción y, de esa
forma, dota de un mayor aporte de verosimilitud a las historias de éstos, por cuanto se
puede percibir un claro paralelismo entre las peripecias vividas por el autor y las
protagonizadas por sus criaturas. Para citar un solo ejemplo, nos referiremos al capítulo
titulado «La acústica de Epidauros», que se cierra con los siguientes versos:
Estudio del conflicto sentimental en los personajes de Mario Benedetti: variaciones sobre el
tema del adulterio
Claudia Casu (Murcia)
La atención que Benedetti dedica a la realidad está presente en toda su obra y constituye
un rasgo esencial de su literatura. Sin embargo, su ficción no simula simplemente
realidades, no reproduce sólo hechos verosímiles, sino que partiendo de anécdotas
aparentemente sencillas, Benedetti ahonda en el enigma de las relaciones humanas. Es
precisamente el resultado de este profundizar el que le permite ofrecernos una visión
generalizada de la sociedad.
Los escritores realistas superan esta convicción y tratan de profundizar las causas que
llevan a esos esposos, que han jurado delante de los hombres y de Dios fidelidad eterna, a
faltar a su promesa. La respuesta que encuentran está justo en esas uniones efectuadas sólo
en función del interés económico o social, concebidas como el único medio para asegurarse
un futuro decente, en el caso de las mujeres, o prolongarse en los hijos y adquirir la
categoría social de la familia, en el caso de los hombres. De ahí la simpatía de la que
gozaron, por parte de muchos autores, los adúlteros y, especialmente las mujeres, víctimas
de una sociedad que le asignaba, en general, un papel subordinado y pasivo.
Como es fácil suponer, el tratamiento del adulterio por parte de Benedetti difiere
notablemente del que adoptaron los escritores anteriores a esta época. No hay en el escritor
uruguayo ninguna intención moralizadora, no existe en sus obras ese «castigo final» al cual
estaban condenadas las heroínas adúlteras, por ejemplo, de Balzac, quien escribía para una
sociedad, la burguesa, que pretendía ser virtuosa, de ahí el fin «didáctico» de sus novelas.
El objetivo principal que se propone Benedetti es el de ofrecer al lector un cuadro completo
y real de la vida moral, social y familiar de la sociedad uruguaya. En consecuencia, no le
interesan tanto los hechos, sino las derivaciones psicológicas (hacia dentro) y sociológicas
(hacia fuera) que tienen éstos (Cfr. Nogareda, p. 30). Dentro de esta tendencia podemos ver
cómo el adulterio se enriquece de nuevos y distintos significados.
Así, el hecho de volver a esperar con ansia «cierta hora del día, cierta puerta que se abre,
cierto ómnibus que llega,...» hace que uno vuelva a sentirse joven, por lo que se concibe el
adulterio casi como una forma de detener el tiempo, o de oponerse a su irrevocabilidad. Por
esta misma razón quizás la amante suele ser siempre alguien más joven que el propio
adúltero, o la mujer de éste, como si la juventud fuera algo contagioso.
Será precisamente en busca de esa clandestinidad y ese «sabor a nuevo» que el
protagonista de otro relato, «Triángulo isósceles», traicionará a su esposa, inventándole otra
piel, sin darse cuenta de que la mujer con la que la engañaba sistemáticamente era la misma
persona: «Me has traicionado conmigo misma», le confesará Fanny/Raquel, «Ahora, tras
dos años de vida doble, tenés que elegir. O te divorciás de mí, o te casas conmigo».
No faltan tampoco entre las varias causas la incomunicabilidad entre marido y mujer, la
ausencia de diálogo, la incomprensión, el desengaño (Vid. «La vecina orilla»).
Finalmente citamos esos casos en los cuales el cónyuge infiel es un hombre importante,
a menudo representante del mundo político, que se concede una amante como quien se
concede un lujo porque se lo puede permitir, afirmando así, una vez más, su poder personal,
económico y social. Entre ellos destacamos el personaje de Edmundo Budiño (Gracias por
el fuego), el diputado Gonella («José nomás», EM) y Mateo Prado («Vení Pigmalión»).
Alicia es posiblemente la figura más completa de las adúlteras creadas por el autor, que
funciona no sólo como objeto de tensión entre dos hombres, sino que constituye, al mismo
tiempo, un puente tendido entre ellos. Cuando eligió casarse con Miguel sentía hacia él
verdadero amor, pero al verse aceptada sin convencimiento ese sentimiento se transformó,
y al final decide irse con Lucas, no porque haya descubierto haberse enamorado de él sino
porque renuncia a luchar contra un destino ya señalado. Dirá refiriéndose a su marido: «No
puedo más, me voy con Lucas.(...) Es necesario que te dé la razón, esa execrable razón que
has prefabricado». Lucas representa para ella el presente y el presente es la única religión
posible, lo único en que poder creer, esperar y anhelar ser feliz.
La felicidad con Miguel había sido anterior a Lucas que se interpone entre ellos como
una barrera infranqueable, la misma barrera que existe por ejemplo entre Mariana y José
Claudio, protagonistas de «Los pocillos», y representada esta vez por la ceguera. Cuando
José Claudio pierde la vista, se niega a valorar el amparo de su mujer, a refugiarse en ella:
«Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía
siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras». Ese distanciamiento lleva a Mariana a
acercarse a su cuñado, en un principio empujada por un sentido de gratitud, pero luego
«reconfortada de poder proteger a su protector».
No quiero un sedante, no quiero un tipo que me mire con ojos de ternero. Quiero un
hombre en la cama.
En realidad no tenemos datos concretos para afirmar que Marta le haya sido infiel
alguna vez, pero ese final abierto y ese nombre, Luis María, nos permite suponerlo.
No faltan en Benedetti tampoco las adúlteras que podríamos definir «por conformismo».
Recuérdese, por ejemplo, el breve episodio que se cita en «Recuerdos olvidados», que
relata la aventura del narrador con Claudia, despreocupada mujer casada, y la historia,
medio trágica, medio cómica, de Ileana, protagonista de «Fidelidades». Se podría insertar
este triángulo dentro de una estructura exterior de forma circular, ya que en este caso, el
amante de la mujer, Marcos, es también el amante del marido, Dámaso. Cuando Ileana
empieza a notar el desinterés sexual de Marcos hacia ella, comenta que ese desapego la
había herido aún más que el de Dámaso, pues «la ensayística erótica y las novelas del siglo
XIX le habían enseñado que el tedio sexual era más corriente en los maridos que en los
amantes».
Por lo que concierne la figura del cónyuge traicionado, podemos ver en general dos
tendencias: la aceptación resignada del adulterio, como en el caso de «Gracias por el
fuego» (la mujer de Edmundo Budiño seguirá casada con él a pesar de conocer sus
numerosas aventuras) y la separación acompañada a veces de un «merecido» castigo, como
en el caso de «No tenía lunares»( el protagonista obliga a la mujer que le ha sido infiel a
permanecer junto a su amante, bajo la amenaza de muerte), «La guerra y la paz», «Se acabó
la rabia» (en este caso quien paga cara esa infidelidad es un inocente testigo), castigo que
en «Réquiem con tostada» alcanza su grado máximo: la muerte.
Durante once años Miguel prepara el adulterio de su mujer, ya que intuye oscuramente
desde antes del matrimonio la pertenencia de ella a otro hombre. Su obsesión consiste en
materializar esa intuición con el fin de conquistar alguna precaria y efímera certeza (Cfr.
Curutchet, p. 146).
A través de este personaje, que podríamos definir prototípico, el autor señala una
idiosincrasia nacional. Según Ruffinelli existe en Miguel «un toque de perversión, la
perversión incluso mediocre de una decadencia sin señorío ni elegancia, propia del
mediopelo de la clase media».
Con estos nuevos y variados planteamientos sobre el adulterio, podemos afirmar con
toda convicción que Benedetti logra convertir en algo muy actual un tema casi tan viejo
como el mundo.
Permítanme comenzar con una aclaración: más que a Andamios (1996), la última novela
de Benedetti he de referirme aquí a una experiencia de lectura que me llevó a reflexionar
sobre los límites del discurso novelesco. Fue la obstinada referencia a la hora del ángelus -
ese privilegiado instante del crepúsculo en que el universo parece enmudecer y destilar por
todos sus poros una inefable tristeza- lo que me provocó una extraña sensación de dejá vu,
la inquietante sospecha de que Andamios podía y tal vez debía verse como parte de una
imaginaria trilogía formada además, por Primavera con una esquina rota (1982) y La borra
del café (1992), a la que cabría añadir, como capítulo suelto, el que se independizó
editorialmente con el título de Recuerdos olvidados (1988). Existe en ese corpus narrativo -
para no hablar de la poesía y sus luminosas anticipaciones- un sistema de vasos
comunicantes que nos permite transitar de un texto a otro sin abandonar nunca las fronteras
temáticas o estilísticas de cada uno de ellos. Es más, sí admitiéramos que dichas
narraciones, en conjunto, tienen un fuerte componente autobiográfico, podríamos apelar al
artificio de leerlas, dentro de la secuencia cronológica propuesta por sus propios referentes,
como partes de una sola novela de aprendizaje que daría cuenta de las peripecias de un
uruguayo medio -no siempre el mismo- desde sus primeros años, en la década del veinte
hasta su madurez a mediados de los ochenta. Si la simple intención de construir semejante
artefacto resultara escandalosa, recuérdese que en El aguafiestas, su excelente biografía de
Benedetti, Mario Paoletti no tuvo reparos en presentar fragmentos de novelas como hechos
verídicos -sin indicar su procedencia-, con lo que no hizo más que dar vuelta a un recurso
utilizado ya por el propio Benedetti, restableciendo y legitimando así el carácter
inocultablemente testimonial de ciertos pasajes novelescos.
Las múltiples referencias a la hora del ángelus que se encuentran en Andamios -a veces
mediante simples alusiones: la mansedumbre del crepúsculo, su prestigio entre ciertos
novelistas europeos- dejan en el lector asiduo de Benedetti, en este caso un crítico, la
impresión de que se trata de un leitmotiv ya conocido y que se impone por tanto realizar un
cotejo o, más exactamente, un registro minucioso de la filiación intertextual de la novela. El
resultado de esa operación confirmaría nuestras sospechas -en efecto, el sintagma aparece
también en Primavera... y en La borra del café- pero lo que me interesa subrayar aquí,
además de su porfiada recurrencia, es su naturaleza polisémica y su parentesco con
determinadas obsesiones o, si se prefiere, determinadas estrategias discursivas que revelan
cómo ciertas horas del día o épocas del año adquieren dimensiones simbólicas al asociarse
a traumas, deseos o fobias de los narradores benedettianos. Pero que dichos personajes
repitan lo mismo no significa necesariamente que estén pensando en lo mismo. Todo ellos
tienen, por decirlo así, crepúsculos cortados a su medida. Desde la soledad de la prisión, en
Primavera..., por ejemplo, Santiago recuerda que una amiga llamaba a la hora del ángelus
«la hora del demonius», y Mariana, en La borra del café, asume resignada la idea de que el
griterío que arman cada tarde sus vecinas ya forma parte de su «ángelus particular». En
Andamios, Fermín se hace eco de un malestar común cuando habla de la «jodida»
ubicuidad de esa tristeza que no respeta el horario preestablecido: «Tenemos ángelus del
desayuno -dice-, ángelus del mediodía y ángelus del ángelus». Las citas bastarían para
probar que aunque aquí el síndrome de lo crepuscular siempre está presente -con
implicaciones románticas inclusive-, no hay modo de tomarlo en serio. La imagen visual
que tenemos del ángelus fue fijada hace más de un siglo por Millet, pero aquel plácido y
melancólico entorno rural, donde sólo falta el lejano mugido de una vaca -como diría
Javier, el protagonista de Andamios-, tiene poco que ver con el ángelus urbano que ha
sufrido el corrosivo efecto de la ironía, tan cara a los personajes de Benedetti. En cualquier
caso, el fetichismo de la cronología apenas tendría un valor anecdótico si no estuviera
enraizado en zonas más o menos oscuras de la conciencia. Santiago, el preso de
Primavera..., asocia esa estación del año tanto a la música de Vivaldi como a la muerte de
su madre, y Claudio -en La borra del café- se ve literalmente atrapado en el inexorable
mecanismo de las manecillas de un reloj que marcan las tres y diez.
Vuelvo así -como a través de una «ventana»- al hipertexto formado por nuestra
imaginaria trilogía. Y lo hago incurriendo en una asociación de ideas que dista mucho de
ser arbitraria: es a través de una ventana, en efecto -en La borra del café-, como ingresa al
universo narrativo de Benedetti uno de sus personajes más complejos y misteriosos, Rita,
indisolublemente unida al enigma de las tres y diez. No puedo ni detenerme en esta esquiva
figura -un somero examen de las múltiples funciones que desempeña en el imaginario
benedettiano consumiría el escaso tiempo de que dispongo-, ni pasar por alto dos aspectos
que remiten, por una parte, al plano de la caracterización, y por la otra, al de la diégesis: la
condición atípica -o más bien insólita- del personaje y la estructura a la vez sistémica y
episódica de su trayectoria dentro del discurso novelesco. Sería difícil encontrar en las
primeras novelas del autor el protoplasma de una figura como ésta. ¿Comenzaría a gestarse
Rita en el subtexto de Primavera..., en esos vericuetos de la introspección desde los cuales
Santiago le escribe a su mujer mientras su compañero de celda se sumerge en los
insondables laberintos de Pedro Páramo? «No es buena una vida sin fantasmas -escribe
Santiago-, una vida cuyas presencias sean todas de carne y hueso». El deslinde no
contempla la posibilidad de que existan visiones corpóreas, es decir, fantasmas de carne y
hueso. Pero en eso consiste justamente el atractivo de Rita: mucho antes de que
comencemos a intuir que se trata de una alegoría de la Muerte, el personaje nos fascina por
su vitalidad, por su capacidad de irradiar y estimular un erotismo que está muy lejos de-ser
decadente. No hay por qué sorprenderse: Rita encarna a todas luces el trágico vínculo de
Eros y Tánatos -el nexo entre los «frescos racimos» de la carne y las «lúgubres manos» de
la tumba a que aludió el poeta- con un alto nivel de complejidad. Baste saber que su hora -
el famoso instante de las tres y diez- no es sólo la de la muerte sino también la de la suerte:
para Claudio se asocia tanto a la pérdida de su madre como a su propia iniciación sexual, su
primer éxito artístico y su relativa estabilidad económica, que no es poco decir. Lo que no
ofrece dudas es el sentido de la provocación de Rita cuando introduce un elemento de
lujuria en los relojes que Claudio tiene la manía de dibujar: el acto remite automáticamente
al tópico del carpe diem y la fugacidad de los placeres terrenales a esa insidiosa frustración
metafísica de quien aspira al goce permanente pero sabe que en este mundo, como suele
decirse, nada es eterno. Hay una clara reminiscencia de Manrique en la pregunta de
Cortázar que sirve de epígrafe a la novela: «¿Adónde van las nieblas, la borra del café, los
almanaques de otro tiempo?» Huelga añadir que aquí el poso del café no sólo sirve para dar
título a la novela sino también para insinuar, como un augurio -en uno de sus pasajes
finales, al parecer intrascendente- que la obra misma estará colocada bajo el signo de Rita,
que bien pudiera ser el clásico reloj de arena. Y eso explica que el personaje, pese al
carácter aparentemente episódico de su trayectoria, funcione en realidad como núcleo
estructurante del relato y como portador del mensaje, cualquiera que éste sea.
Hay que seguir las pistas hasta el final -la del café Sportman, la de los radioaficionados,
la del casino de juego- para poder descubrir que Rita es un demiurgo capaz de ordenar el
azar, canalizar el deseo, dar sentido a las voces dispersas e incoherentes, seducir y
emponzoñar a la vez. De hecho, genera un campo magnético en torno al cual se organiza no
sólo la fábula sino la estructura misma del discurso, que al parecer responde a la que el
propio personaje le atribuye a la Muerte: la de un sueño que se repite, pero no en círculo
sino en espiral. «Cada vez que vuelves a pasar por un mismo episodio -le explica Rita a
Claudio, como si describiera el peculiar atractivo de un juego-, lo ves a más distancia, y eso
te hace comprenderlo mejor» ¿Acaso lo que podría llegar a «comprenderse mejor» desde la
perspectiva de la muerte no es el propio sueño, o sea la propia vida? Sea como fuere, lo
cierto es que semejante estructura, basada en un diseño de ondas expansivas que se elevan
gracias a su propia dinámica, requiere -digámoslo así- de una plataforma espaciosa para
desarrollarse. De ahí que nos parezca lógico dejar a Rita, al final de La borra del café, como
una amenaza latente -casi con la promesa de que «continuará»- y verla reaparecer con
renovados bríos en Andamios (cuatro años después, según el tiempo real, cincuenta según
el tiempo fabular), tan seductora como siempre aunque ahora constreñida al doble espacio
cerrado de lo onírico y los vehículos en movimiento, esto último muy de acuerdo con sus
máscaras cotidianas -antes era azafata de una compañía de aviación, ahora es la eterna
pasajera de un tren. Es curioso que Claudio termine convencido de que Rita no reaparecerá,
lo que demuestra que no ha entendido nada. «... De ahora en adelante -piensa, y con ello
concluye la novela- nadie iba a hallar vestigios de Rita en la borra de café».
No repetiré lo que glosando a Benedetti, he dicho en otro lugar sobre la otredad del
exiliado y la doble alteración a que está sometido por sentirse a la vez extraño y extranjero -
étranger, precisaría el propio Benedetti. Ni volveré sobre el dilema de la memoria o el
olvido, que sin embargo parecería ineludible cuando se habla de la novela del desexilio
uruguayo. Benedetti no se cansa de remitir a Borges al abordar el tema, ni de buscar
metáforas que puedan servir de fundamento -o juramento- a sus propias posiciones sobre el
asunto, como ésta de Courtoisie: «Un día todos los elefantes se reunirán para olvidar.
Todos, menos uno». Esa intransigencia -huelga aclararlo- no tiene nada que ver con la
intolerancia o el revanchismo, sino con el riesgo de que los hombres, al olvidar la pesadilla
del pasado, olviden también el sueño del futuro. Un personaje protagónico de Benedetti
podrá ser todo lo étranger que se quiera, pero siempre se diferenciará del «extranjero»
clásico -el Mersault de Camus- por su visión del mundo, basada en una ética de la
solidaridad. Esto salta a la vista en aquellos personajes que por oficio responden de sus
opiniones ante los demás, como es el caso de los periodistas (Lucía, la chilena, en
Recuerdos olvidados, Javier, en Andamios...) Si han de apelar a los exorcismos de la
memoria, se cuidan mucho de no confundirlos con la amnesia programada, pues saben que
hay fuerzas decididas a amputar del individuo esos reductos de empatía donde se recuerda
que existe el sufrimiento humano y que debería hacerse algo por atenuarlo.
Hace casi diez años Benedetti reclamó el derecho a estructurar sus libros siguiendo
aquel derrotero de la imaginación y no moldes inflexibles. Por sus niveles de significación
y por la diversidad de sus estrategias discursivas, Andamios me parece un buen ejemplo de
esa libertad creadora del autor y de la completa sencillez de su escritura.
Cuando hace casi treinta años al concluir los cursos doctorales me enfrenté a la
consabida tarea de escoger un tema para la tesis, la situación generó considerable ansiedad.
En esos momentos la elección de un escritor, de un tema, implicaba la aceptación de mi
propuesta por el comité correspondiente y el poder completar el proyecto debidamente,
todo lo cual asumía en mi mente proporciones desmesuradas.
Vagamente familiarizada con Montevideanos resolví repasar los cuentos de la
mencionada colección para constatar, si luego de una lectura más atenta, mi primera
impresión se veía confirmada. A resultado de la indagación, escogí los cuentos de Mario
Benedetti como tema de tesis y se inició así una genuina apreciación por la obra del autor
que continúa hasta el presente. Como muchos otros lectores del escritor uruguayo, también
yo sentí en esa oportunidad la magia de su poder comunicativo y la sinceridad de su
vocación creadora.
A través de los años, ese acercamiento a la obra literaria de Benedetti se vio matizada
por períodos de alejamiento a consecuencia de la actividad docente. Sin embargo, las
múltiples publicaciones que se sucedían casi ininterrumpidamente estableciendo la
trayectoria benedettiana, cada vez más definida y con ecos internacionales, jamás me
permitieron perder de vista su actividad literaria.
Hoy, con motivo del tan merecido honor que la Universidad de Alicante le rinde a Mario
Benedetti, vuelvo a acercarme al autor para sumarme a todos los que aquí reunidos desean
expresar su reconocimiento por el legado literario que nos ha concedido con un comentario
sobre su última novela Andamios.
Si la crítica reconoce que el discurso cultural uruguayo de la segunda mitad del siglo ha
de estar condicionado por los doce años de dictadura, de junio de 1973 a marzo de 1985,
esta novela no es una excepción. Fenómenos como la censura, la represión, el exilio y las
diferentes formas de resistencia interna, marcaron la vida creativa de buena parte de la
producción literaria que no ha podido, ni ha querido dejar de situarse en relación con «esa»
historia. Los años de la dictadura están marcados por la dispersión, exilio y resistencia
activa o pasiva y, a partir de 1984, de retorno y reestablecimiento del diálogo entre la
cultura del «interior» y la producida en el «exterior». Se recuperan y renuevan raíces
culturales olvidadas y se compara el antes y el ahora, no sólo dentro del ámbito social, sino
también, y más importante aún, dentro del contorno personal.
La obra de Mario Benedetti es extensa y abarca todos los géneros, pero durante más de
cuarenta años en que ha reflejado la historia social uruguaya, sus creaciones se han visto
signadas por la fidelidad a sus principios morales y por su habilidad para comunicarse con
el hombre medio, no sólo del Uruguay, sino también de todos los que comparten la realidad
latinoamericana. Andamios continúa esa tradición, si bien en sus palabras preliminares el
autor nos advierte que ésta no es una novela en el sentido tradicional de la palabra.
Benedetti nos previene en su prólogo a Andamios que la novela no pretende ser una
interpretación psicológica, sociológica, ni mucho menos antropológica de una repatriación
colectiva, sino la restauración imaginaria de una repatriación individual. A pesar de la
aclaración, la trayectoria personal de Javier Montes incluye situaciones clave. La
reintegración del protagonista a su medio de origen involucra ante todo ponerse en contacto
con su pasado: la niñez, su familia, la madre y los dos hermanos radicados en los Estados
Unidos, su maestro favorito, sus amigos. Pero Javier encara la reintegración
cautelosamente. Decide permanecer en una casa que se halla alejada de Montevideo, no
sólo porque es la única propiedad que le queda, sino porque en esa etapa de su vida, la
distancia le es necesaria. Así se lo explica a su amigo Fermín: «... quiero reflexionar, tratar
de asimilar un país que no es el mismo, y sobre todo comprender por qué yo tampoco soy el
mismo».
Javier le confiesa a Fermín las vicisitudes interiores que acosan al exiliado, el rechazo
inicial de la realidad, la adaptación transitoria que sólo sirve para subrayar dolorosamente
lo que se ha dejado, hasta que surge el temor de perder la identidad. Ese temor, junto con la
resolución de los conflictos políticos en su país, impelen a Javier a regresar. El regreso, sin
embargo, no soluciona la problemática existencial. El personaje se halla desubicado en su
propio medio. La evolución que trae aparejado el pasaje del tiempo es valía indisoluble que
obliga al protagonista a examinar el presente, compararlo con el pasado y resolver, teniendo
en cuenta los cambios que él mismo ha sufrido, qué actitudes adoptar con respecto a esa
nueva realidad. En otras palabras Javier intenta reestablecer su identidad y alcanzar un
equilibrio interior que le permita reanudar su vida interrumpida por la dictadura.
Poco a poco, con una módica rutina, Javier va estableciendo los nuevos lazos con su
país. Nieves, su madre, cariñosamente facilita la empresa. La relación entre ambos siempre
estrecha es la única que ha permanecido más o menos intacta. También los amigos
contribuyen al reingreso de Javier a su medio, a pesar que la represión política y el pasaje
del tiempo han dejado sus huellas en ellos. Fermín, el más próximo a Javier, ha estabilizado
su vida, aunque la reinserción a la normalidad no ha sido fácil. Víctima de torturas y de un
largo encarcelamiento por su militancia política ha alcanzado finalmente una vida de sereno
equilibrio con su esposa e hijos. El viejo Leandro, observador atento de la escena nacional,
escépticamente vislumbra, tras la apariencia progresista de los convenios internacionales, el
control inhumano de las multinacionales. Eduardo Vargas ha trocado su militancia
izquierdista por un puesto de diputado con el partido Colorado. Javier reflexiona acerca de
los cambios que han convertido al antiguo grupo juvenil consagrado a la militancia política
en individuos confundidos, desconfiados, incrédulos que ahora parecen sólo querer pisar
sobre terreno seguro. Tiene consciencia que la transición no es fácil, que el sentirse
desubicado luego de tantos cambios es natural, pero al mismo tiempo teme que el
individualismo egoísta triunfe en detrimento del bien común que los había unido en la
antigua lucha. Javier comenta esta preocupación con Raquel por fax:
Mirá que yo tampoco estoy claro. Aquí mismo veo la izquierda fraccionada, dividida
por personalismos un poco absurdos, que uno creía descartados para siempre, y no acabo de
entender ni de admitir que se pueda subordinar así, sin pensarlo dos veces, el interés común
a las miras personales. En el fondo no son posiciones tan dispares (a veces me parece que
están diciendo lo mismo en distintos dialectos), y sin embargo nadie cede ni un
milímetro..., ¿podemos aceptar así nomás, en una actitud meramente pasiva que, además de
vapuleamos, nos quiten la identidad, nos desalienten para siempre? (230-31).
Benedetti parece decimos que es difícil de por sí ser uruguayo y la situación se complica
mucho más para aquellos que obligados a exiliarse perdieron, durante años de ausencia, los
puntos de referencia en que están anclados los recuerdos. Javier reflexiona en diversas
oportunidades acerca de los cambios en Montevideo, «el espejo cultural de la sociedad
uruguaya»:
Javier ha vuelto al Uruguay porque desea reafirmar su identidad, pero el hombre que
regresa ha cambiado y la ciudad que encuentra tampoco es la misma que dejó. El
protagonista debe conciliar ambos cambios para reintegrarse a su medio y, en su esfuerzo
para lograrlo, se vale de todos los recursos a su alcance: su madre, sus amigos, el paisaje
uruguayo y por supuesto el romance. En Andamios, como en otras obras de Benedetti, la
función del héroe es mostrar su intimidad en conflicto. La mujer, por otra parte, esboza la
posibilidad del diálogo y la resolución de la tensión.
Como el nombre lo sugiere, Rocío es una mujer dulce cuya personalidad ofrece tierno
apoyo y comprensión. La intimidad de la pareja se desenvuelve dentro de un marco de
profunda espiritualidad que alimenta sus almas ávidas de correspondencia humana. Pero
mientras que Javier es un pasajero en tránsito hacia un futuro que todavía no logra
discernir, Rocío, muchos más vulnerable, se siente incapaz de proyectarse hacia el futuro.
Con verdadera angustia existencial se pregunta si el sacrificio de su generación no ha sido
en vano: «¿Valía la pena jugarse la vida por esta derrota? Tal vez tenía razón Andrés Rivera
cuando se preguntaba: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?» (254).
El proceso del dexexilio se halla poblado de comparaciones entre el antes y el ahora. Las
observaciones de los personajes sobre la situación político social de finales de siglo reflejan
el candor tan característico del autor. Si en 1960 Benedetti observaba sardónicamente que
el Uruguay era la única oficina que había alcanzado la categoría de república, en 1996
deplora la organizada campaña contra el Estado protector. «El sarampión de las
privatizaciones» amenaza con acabar la burocracia estatal que, a pesar de sus deficiencias,
había sido fuente de sustento de millares de ciudadanos de clase media que ahora deben
enfrentarse a un orden nuevo. El nuevo sistema, flagelo del hombre común es, sin embargo,
fuente de enriquecimiento de los poderosos. Javier percibe preocupación en el rostro de sus
compatriotas, «todo un archivo de esperanzas descartadas», y se dice a sí mismo que nada
es lo mismo.
A pesar de los comentarios críticos del nuevo orden: el fin de la Guerra Fría, el avance
de la globalización bajo el impulso de las multinacionales, la juventud sin rumbo,
Andamios concluye con una nota optimista. El anuncio de la llegada de Raquel y Camila
augura una posible reconciliación del matrimonio que siempre había mantenido cordial
comunicación.
Sin duda la tarea que encara Javier al emprender el regreso es ardua, pero sus
compatriotas también enfrentan momentos difíciles ante la transformación del mundo. Con
su consabida integridad, Benedetti aborda una temática crucial para el latinoamericano de
esta década. No da soluciones, pero sí plantea sin rodeos la redefinición de la realidad a
finales de siglo XX.
Andamios es una novela que reúne todas las cualidades del Benedetti escritor y ser
humano, a la vez que nos ofrece una acertada y sincera apreciación de la realidad
hispanoamericana actual.
Palabras sobre palabras. El justo derecho a ejercer con libertad el propio criterio
Paco Tovar (Universitat de Lleida)
Hace ya algunos años, Haroldo Conti presentaba a Mario Benedetti como a un tipo
bastante raro en estos tiempos. Reconocía en él a un cuidadoso testigo de la realidad que le
ha tocado en suerte; a una persona discreta y tremendamente solidaria; a un amigo fiel a su
palabra; a un compañero de tertulia, capaz de seducir con su conversación hasta el punto de
compartir con su interlocutor, sin violentarlo, las más altas pasiones y las más fuertes
consignas. Pero, sobre todo, es un escritor que se identifica con su obra y que, por su
talante, no es uno de tantos inmortales que joden el alma.
...lo imagino con esa cara de perpetuo asombro, medio niño, casi de pajuerano,
caminando entre la gente, con el pueblo, o domelando su asma con un tubo de oxígeno,
como lo vi en Montevideo, en la vieja casona de la calle Velsen, para participar en un acto
del Frente Amplio, contento porque había descubierto que podía llegar hasta su gente a
través del canto, sin la molestia del nombre. No se parece a un escritor, por suerte, y tiene
suficiente humanidad como para que uno pueda sentirse escritor frente a él porque no
exhibe ni aspereza, ni plenipotencia, ni monopolio, ni estrellato.
Los trabajos de Benedetti, en cualquiera de sus formas, vienen a confirmar los rasgos
que destaca Conti en ese apunte. La escritura del uruguayo tiene la virtud de sintonizar
inmediatamente con gran número de lectores, quizás porque sabe charlar con sinceridad y
coherencia. Está claro que Mario Benedetti no se propone deslumbrar a nadie con su
ingenio de salón o con filigranas estéticas de laboratorio literario; tampoco persigue ocupar
plaza de iluminado o de maldito, insistiendo en representar un papel episódico dentro del
espectáculo social. Trata sólo de configurar un verdadero universo ficticio en el que, sin
extrañar sus necesarias referencias, no las pierde entre papeles, exhibiendo en ellos una
realidad monda y unas palabras lirondas.
Realidad y literatura
Mario Benedetti considera que la literatura hunde sus raíces en la realidad, regresando a
esos mismos orígenes con sus nuevas formas significativas. El escritor repite una vez más
una antigua creencia: la cierta aventura fantástica del entrañable viaje mítico. Por si no se
descubre la referencia, Benedetti insiste en referirla brevemente, adaptando sus términos:
la realidad, para completar su ciclo y volver a sí misma, debe dar dos o tres saltos
cualitativos: de lo real a la imagen/sonido; de la imagen/sonido a palabra no dicha; de
palabra no dicha a palabra pronunciada o escrita; de palabra pronunciada o escrita, otra vez
a palabra realidad. Pero ésta ya será otra: enriquecida, plena. Si no dijera su nombre (el
nombre de la palabra es la palabra misma), las otras palabras no la reconocerían.
La vieja lección, bien aprendida, sigue vigente, porque «somos realidad y somos
palabras. También somos muchas otras cosas, pero quién duda que ser realidad y ser
palabra son dos maneras apasionantes de ser hombre».En cualquier caso, no hay más cera
que la que arde en el rito cultural bárbaro, planteando en él la existencia material de un
universo que da cartas de naturaleza a las imágenes de su adecuada representación. Ésta no
exige la presencia de un oficiante orgulloso de pertenecer a una casta de elegidos, sólo
reclama la tarea de una persona que se sienta responsable de su labor. El primero, sometido
a vigilancia, se limitará a recitar de memoria el dictado de una historia que le ha sido
contada; el segundo cuenta libremente las visiones de una experiencia histórica,
permitiéndose incluso el lujo de transgredir el sentido oficial de la historia, mezclando su
voz con las voces de la asamblea. Lo que importa no es copiar una verdad que no existe ni
exponer unas profecías que restan por cumplir; interesa componer un verdadero discurso,
contemplando al pie de sus letras las sugerencias de su riguroso artificio:
Cuestión de formas
Mario Benedetti no olvida ocuparse de formalismos. Considera que, con ellos, el escritor
manifiesta intenciones, confirma habilidades técnicas y demuestra la solidez de un discurrir
cara a cara, inteligente y estético, ajustándolo a sus propósitos. Insiste Benedetti en hablar
de la poesía, acordando con ciertos registros afines a su labor; también en matizar las
diferencias que se establecen entre el relato corto, la nouvelle y la novela, ilustrando sus
consideraciones con una cuidadosa elección de oportunos ejemplos.
La nouvelle, por su parte, no deja de ser une tranche de vie, pero acompañada de
pormenores, de antecedentes, de consecuencias, sitiando la peripecia del relato no en un
punto generador sino en un eje referencial. La nouvelle responde a los signos de la
transformación, restando importancia al necesario esqueleto de la trama.
El cuento actúa sobre sus lectores por estupor; la nouvelle, mediante una
conveniente preparación. El efecto del cuento es la sorpresa, el asombro, la revelación; el
de la nouvelle es una excitación progresiva de la curiosidad o de la sensibilidad del lector,
que, desde su sitial, llega a convertirse en testigo más interesado.
Con la novela se va más lejos, poniendo más cerca una visión total que se aproxima a la
realidad, mostrándola en su más conveniente versión. El proceder novelesco, sin renunciar
a fijarse en las anécdotas ni extrañar el desarrollo de las peripecias, localizándolas en una
trama relevante, ubicará inescrupulosamente en la historia los hechos que se exponen
escrupulosamente en el interior de su fantasía. En las novelas
...se analizan los pensamientos desde fuera y desde dentro, desde el testimonio de
quién asiste a su eclosión y desde la mente que los genera; cada peripecia, cada proceso,
cada historia, tiene raíces en el pasado, proyección en lo venidero, es un nuevo resorte que,
al igual que en la vida, se conecta aquí y allá con otras peripecias, otros procesos, otras
historias. Desde sus orígenes hasta el presente, la novela quiere parecerse a la vida, quiere
ser vida por los cuatro costados.
En términos generales, cualquier narrador debe imponer el ritmo que mejor acuerde con
su creación:
...el ritmo del cuentista es tajante, incisivo, el relato se mueve a presión: El autor de
nouvelles, en cambio, tiende a lograr una tensión paulatina. El novelista, por último,
obedece a un ritmo necesariamente más lento; aquí y allí aparecen temas complementarios,
figuras anexas, rellanos descriptivos, sumarios de ideas, pero todo ingresa en el cauce
principal, se incorpora a su ritmo. Los mismos personajes suelen evolucionar en rítmica
progresión hacia su incómoda conciencia.
De todos modos, conviene recordar que es el escritor quien impone su ritmo al relato,
quien fija su propia actitud. Las dimensiones formales de su obra sólo representan un
corolario de esa elección, una mera consecuencia de la posición que adopta ante la materia
narrable.
Un capítulo especial merece la poesía, siendo esta forma de hablar la más apreciada por
Benedetti. Éste no reclama con ella lujos verbales ni reverberos gratuitos. El decir poético,
nos dice el uruguayo, constituye un juego y un desafío; revela un cuidado corporal del
verbo, devolviéndole a la palabra lo mejor de sí misma. El escritor de poemas tiene que
renunciar voluntariamente a la aparente relajación del narrador, dando la impresión de no
entretenerse nombrando la realidad cuando, en verdad, se preocupa en nombrarla cada vez
más, adoptando un tono conversacional apropiado. El poeta no sólo tiende así un puente al
lector, compartiendo con él complicidades y simpatías, también desacuerdos, sino que
busca respuestas a las pistas de su conciencia. El gran avance experimental de la poesía no
está únicamente en la habilidad del que escribe, a todas luces necesaria; se reconoce por
igual en la forma inteligente de mantener un diálogo con el otro, aceptando su presencia
como un nuevo dato de la ecuación poética:
De compromisos y responsabilidades
Según Benedetti, el compromiso sirve para relacionar al sujeto con su mundo, dejando
sentir la proximidad del prójimo; para desingularizarse; para reeducarse en soledad y
vaciarse ahí de egoísmo. «Sin embargo, el compromiso tiene hoy mala prensa, no está de
moda, tal vez porque mira y examina la historia (tanto la que va como la que viene) y hoy
hay toda una élite intelectual... que ha decidido borrarla, desentenderse de ella». Lo que el
término compromiso designa en su origen, aunque ahora se quiera apartar de sus principios,
continúa vigente: nombra un estado de ánimo particular que se desea compartir. El
quehacer comprometido del escritor ha de entenderse ya al margen de militancias
ideológicas, de posturas eminentemente éticas, o de reglas morales estrictas, para sentir con
las palabras el descubrimiento de una conciencia contaminada por la conciencia de los
demás. Se trata de mantener los ojos abiertos, diciendo lo que se ve, aunque duela
expresarlo o plantee evidentes contradicciones; de abordar con libertad cualquier tema que
merezca debatirse, sin caer en las trampas de la soberbia, en exhibicionismos de salón o en
desplantes groseros. El compromiso verdadero revela tanto la certeza como las
incertidumbres de quien lo ejerce, situándolo en uno de los últimos enclaves de la
solidaridad.
Con su reticente ironía, Mario Benedetti valora el decir crítico, siempre que se le
imponga una sola condición: que acote un mínimo territorio compartido en donde
dialoguen, en forma razonable, mestiza e integradora, el escritor y quien ha de juzgarlo.
La borra del café
Por fortuna no se han agotado los temas de conversación que plantea Mario Benedetti a
lo largo de una vida dedicada a la escritura. Muchos otros quedan en el tintero, aunque de
alguna manera debemos retirarnos guardando memoria de lo dicho, resumiéndolo en unas
pocas frases: es importante aceptar la realidad como primer referente de una literatura que,
en última instancia, tiene un sólo responsable y cuenta con la presencia de un interlocutor
cómplice, comprometiendo a ambos en una charla que los identifica, que guarda las formas
y que da razón de su sentido. Tampoco ha de ignorarse que el debate común da fe de su
existencia en la medida en que escribir, como bien afirma María Zambrano, «es defender la
soledad en que se está, es una acción que sólo brota de un aislamiento efectivo, pero desde
un aislamiento comunicable, en que, precisamente por la lejanía de todas las cosas
concretas, se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas». Por su parte,
Benedetti, que sintoniza con esa creencia, se entretiene en glosarla:
Después de todo, en el sutil entramado de los malentendidos hay dos que aparecen y
reaparecen sin que nadie los convoque. El primero es que el escritor está instalado en su
sociedad, y en ella, rodeado y traspasado por ella, escribe; el segundo es que está instalado
en la soledad, y en ella, sólo por ella, y sin contagiarse del entorno, escribe. De ahí que
parezca tan penetrante y verdadero el hallazgo de María Zambrano cuando dice:
Aislamiento comunicable, asombrosa contigüidad de aparentes contrarios que, a su vez,
capta como secreto y no vacila en comunicar.
Resulta ya un lugar común señalar que la historia del teatro latinoamericano no puede
compararse a la de los demás sectores de la creación literaria en ese continente mestizo; que
el teatro latinoamericano, por desgracia, no tiene, como la poesía, la novela o el cuento,
ningún Neruda, ningún García Márquez, ningún Cortázar, ningún Borges..., aunque, eso sí,
varios han sido los grandes autores de la literatura latinoamericana que, en alguna ocasión,
casi de manera anecdótica y desde luego con no demasiado éxito, se han aproximado al
teatro. Lo hizo Pablo Neruda con Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, también García
Márquez con su monólogo Diatriba de amor contra un hombre sentado, Carlos Fuentes con
Orquídeas a la luz de la luna, Vargas Llosa con La señorita de Tacna, Kathie y el
hipopótamo y La Chunga, y hasta Julio Cortázar con el poema dramático titulado Los
reyes. Asimismo hay que mencionar que algunas grandes obras de los grandes autores
latinoamericanos han sido traducidas desde sus lenguajes originales (principalmente el
narrativo) a formas escénicas. Es el caso, por ejemplo, de El señor presidente de Miguel
Ángel Asturias, Rayuela de Cortázar, Concierto barroco de Alejo Carpentier, Pantaleón y
las visitadoras de Vargas Llosa, El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, e,
incluso, rizando el rizo, la trilogía Memoria del fuego de Eduardo Galeano.
Paradójicamente, estas adaptaciones no sólo contaron con una buena difusión -extraña en lo
que se refiere a la dramaturgia latinoamericana-, sino que, asimismo, en la mayoría de los
casos, también recibieron el aplauso de público y crítica. Con una excepción: la de la
reciente y ya citada Pantaleón y las visitadoras, adaptada por Alfonso Ussía, Juancho
Armas Marcelo y Javier Olivares, dirigida por Gustavo Pérez Puig y producida por
Salvador Collado que resultó, para decirlo con generosidad, una auténtica desvergüenza.
Pero, como es evidente, citando estos títulos y estas firmas poco, muy poco, se está
hablando de la literatura dramática de la América Latina, una literatura que, como señala
Giuseppe Bellini, da sus primeros pasos en firme con las obras escritas a finales del siglo
XIX y principios del XX por el uruguayo Florencio Sánchez, pero que ya anteriormente
había contado con algunos balbuceos a destacar, como las obras escritas en España por el
mexicano Pedro Ruiz de Alarcón en la primera mitad del XVII, y las dos comedias y tres
autos sacramentales de la también mexicana Sor Juana Inés de la Cruz creados en la
segunda mitad de la misma centuria.
Roger Mirza establece una división entre las generaciones del 45, del 60 y de los 70
(también llamada generación de la Dictadura, Invisible o Fantasma) para ofrecernos una
plantilla bastante considerable de los dramaturgos que ha dado el Uruguay en estos últimos
cincuenta años. Andrés Castillo, Carlos Maggi, Antonio Larreta y Jacobo Langsner
aparecen como nombres destacados de la literatura dramática de la generación del 45,
donde también se puede incluir tanto a Ángel Rama (excelente ensayista, pero asimismo
autor teatral en textos como La inundación, Lucrecia o Queridos amigos) como a Mario
Benedetti.
Si echamos una ojeada a la última lista de obras publicadas por el autor de La tregua (la
que aparece en las páginas finales de El Aguafiestas Benedetti, biografía escrita por Mario
Paoletti), encontraremos que son más de setenta los títulos debidos a la pluma (o el
ordenador, según los tiempos) del escritor uruguayo. Pero de esos más de setenta sólo tres
pertenecen al género dramático: El reportaje (cuya primera edición es de 1958), Ida y
vuelta (publicado por primera vez en 1963) y Pedro y el capitán (editado en 1979). Raúl H.
Castagnino amplía, sin embargo, esa nómina, y cita también Amy, teatro poético premiado
en un Concurso Universitario de Literatura; Ustedes, por ejemplo, que no trascendió, y El
apuntador. Pero lo realmente cierto y comprobable es que tres han sido las obras teatrales
publicadas por Benedetti, y sólo se tiene noticia del estreno de dos de ellas: Ida y vuelta y
Pedro y el capitán. Habría que mencionar también la adaptación teatral de algunos cuentos
de Montevideanos realizada por el Teatro del Pueblo de la capital uruguaya, las de La
tregua por Rubén Deugenio para El Galpón en 1962 y por Rubén Yáñez para el Teatro
Circular de Montevideo en 1996, y la de Primavera con una esquina rota por el grupo
ICTUS de Santiago de Chile en 1984.
La segunda rememoración nos hace viajar en el tiempo hasta treinta años antes, cuando
Valdés es apenas un niño de nueve años y asiste como «un testigo mudo, pero [con] los
ojos bien abiertos y espantados» a una violenta discusión de sus padres que, tras echarse en
cara mezquindades varias (entre ellas, unos cuantos adulterios), convienen en separarse y
dividir sus bienes gananciales: casas, coches, títulos, hipotecas... Los adultos no sólo
olvidaron al niño durante su refriega, sino que también ahora, en el momento del reparto, lo
dejan de lado hasta que El Padre, al final de la evocación, repara en él: «Ah, y también
queda éste», dice. Esta misma historia ya había sido recreada por Benedetti algún tiempo
antes, concretamente en 1951, en el cuento «La guerra y la paz», inserto en Montevideanos.
En él, el niño describe lo que sucede a través de una primera persona testigo y, en palabras
de Dante Liano, «mentalmente como un corresponsal de guerra». De hecho, así lo confirma
el afectado: «Yo era un corresponsal de guerra», asegura. En realidad, es la única función
que puede cumplir. El padre repara en él con la misma frase que lo haría en el texto teatral.
El niño, entonces, se siente un objeto más: «yo estaba inmóvil, ajeno, sin deseo, como los
otros bienes gananciales». Como señala Jorge Ruffinelli, «La cosificación aparece aquí en
todo su apogeo», combinando en una ambigua suerte la indiferencia y el desprecio que
alcanza un grado de repulsa definitivo al tratarse del propio hijo.
Por fin, el tercer flash-back nos presenta nuevamente al Valdés Joven de la primera
evocación, aunque han pasado ya cinco años desde aquélla. El actual recuerdo hace que
aparezca en escena Clara, una mujer a la que Valdés conoce desde ocho meses antes y con
la que mantiene unas extrañas relaciones sentimentales, pues sólo se ven los jueves y
apenas si conoce cada uno de ellos detalles de la vida del otro. Ante la insistencia de la
chica, Valdés inicia una sesión de confidencias que, por supuesto, alcanza al aspecto
amoroso. Confiesa una antigua relación pasional, una relación que acabó, por su culpa, de
modo trágico. «Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio -explica Valdés-
[...] Un día no pude más y la golpeé... [...] La golpeé, la humillé. La obligué a cometer
acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna vez en una
postura horrible, en una actitud absurda, reprochable». La mujer, después de ese incidente,
se suicida.
El segundo texto dramático de Benedetti del que tenemos noticia fiable, Ida y vuelta,
una «comedia en dos actos» escrita en 1955, que sería publicada en el año 63 en Buenos
Aires por la editorial Talía, fue estrenado en la Sala Verdi de Montevideo el día 17 de julio
de 1958 por la Compañía de Actores Profesionales Uruguayos, bajo la dirección de Emilio
Acevedo Solano. Este montaje obtuvo un segundo premio en un concurso teatral
organizado por la compañía El Galpón y, con posterioridad, el tercer premio de las Jornadas
de Teatro Nacional organizadas por la Comisión de Teatros Municipales de Montevideo. Al
igual que en la obra anteriormente comentada, la acción transcurre en la capital uruguaya, y
en una época contemporánea a la de escritura del texto. El gran protagonista es un Autor
teatral que quiere mostrar a los espectadores una serie de materiales (argumento y
personajes) que le rondan la cabeza y con los que se plantea redactar una comedia. Insiste
en que lo que se verá a continuación no es la obra en sí, ya acabada, sino simplemente un
boceto de lo que podría ser, con el fin de comprobar el efecto que causa en el público pero
también de constatar por sí mismo si vale la pena o no enzarzarse en su escritura.
Evidentemente, lo que está haciendo Benedetti con esta primera intervención (y con otros
procedimientos) es utilizar las técnicas distanciadoras de autores como Berltolt Brecht o
Luigi Pirandello, influencias analizadas por Alyce de Kubhne en un interesante artículo de
1968. Vale recordar que el germanoriental proponía un teatro en el que, entre otras cosas,
los actores, lejos de actuar, narraran; en el que se hiciera al espectador un observador con el
fin de despertar su actividad, obligándole a estudiar y a adoptar decisiones; en el que se
investigara al hombre como ser mutable, y en el que, sobre todo, se produjera la expresión
de la razón. Por lo que se refiere a Pirandello, recordemos que en su excelente Seis
personajes en busca de autor (estrenada en 1921), el espectador asiste de entrada al ensayo
de una obra del propio Pirandello titulada El juego de las partes cuando irrumpen en el
teatro media docena de personas que exponen al director y a los actores que ensayaban la
historia de sus propias vidas. Utilizando este artificio, el autor italiano pretende que el
público tome a estos personajes como seres reales, no ficticios, lo mismo que el Autor de la
obra de Benedetti desea para sí, otorgando a la pieza, como señala David William Foster,
«su naturaleza como metateatro».
Así pues, los personajes que protagonizan ese borrador que es Ida y vuelta son Juan y
María, «un hombre y una mujer tan corrientes y tan montevideanos -dice el Autor- que da
lástima escribir sobre ellos». En las distintas secuencias que se nos van mostrando,
asistimos a su relación, una relación que comienza a la salida de un cine y que continuará
con un noviazgo, un matrimonio, una distanciación entre ambos, un viaje de él a Europa
que le resulta desalentador, una separación y, de inmediato, en palabras de Castagnino, «al
añorarse mutuamente, el sentir nostalgia de la cotidianidad termina por reunirlos
nuevamente». La conclusión a la que llegará el Autor al final de la obra es que «lo
montevideano no es teatral... [...] para hacer grandes obras son necesarios grandes temas... y
nuestros temas son chiquitos... como para soneto...», por lo que se siente obligado a desistir
de la escritura de la historia de Juan y María y a emprender la composición de Nausicaa una
gran pieza basada nada menos que en un argumento de Homero.
Según escribe Paoletti sobre el estreno de Ida y vuelta, «Al público le gusta bastante, a
la crítica absolutamente nada, a él (Benedetti) más o menos». Sea como fuere, lo cierto es
que el estreno de esta obra permite a nuestro autor viajar un año después a los Estados
Unidos como becario del American Council of Education en su condición de joven
dramaturgo. Allí dictará dos conferencias en otras tantas universidades: precisamente la de
la Universidad de Chapell Hill en Carolina del Norte, se titulará «Teatro uruguayo hoy».
Tienen que pasar veintiún años para que Benedetti se decida a escribir un nuevo texto
dramático. Y lo hace de forma casi accidental, podría decirse que sin proponérselo. De
hecho, en una conversación con su compatriota Ernesto González Bermejo había asegurado
que nunca jamás lo iba a volver a hacer. La razón que esgrimía para esa decisión tan
drástica era clara: «el teatro que escribo es malo». Pero se ve que no contaba con los
caprichos de la creación. En uno de los últimos días de diciembre de 1973, en Buenos
Aires, Jorge Ruffinelli entrevista a Benedetti y éste, al hablar de sus nuevos proyectos, cita
una novela «que tal vez se llame El cepo, [y que] va a ser un diálogo entre un torturador y
un torturado, en donde la tortura no estará presente como tal aunque sí como la gran sombra
que pesa sobre el diálogo. Pienso tomar al torturador y al torturado -añade Benedetti- no
sólo en el diálogo que se realiza en la prisión o en el cuartel, sino mezclados con la vida
particular de cada uno». Ése es el tema de la obra teatral más importante y conocida (para el
gran público, posiblemente la única) de Mario Benedetti.
Escrita íntegramente en Cuba, Pedro y el capitán fue publicada por primera vez en 1979
por Nueva Imagen de México, y en 1995 alcanzó su trigésima segunda edición. El mismo
año 79 la compañía uruguaya El Galpón (que también la llevaría al cine) sube la obra a un
escenario. Este montaje fue realizado en el exilio mexicano del grupo y bajo la dirección de
un nombre mítico de la escena uruguaya, latinoamericana: Atahualpa del Cioppo. El
Galpón llegó a realizar más de doscientas funciones de su puesta en escena. La llevaron
desde las minas de Bolivia hasta el Berliner Ensemble y recibió tanto el Premio Amnistía
Internacional como el de Mejor Obra Extranjera en México. En 1980, el Teatro Político
Berltolt Brecht de La Habana también levanta este tercer texto dramático de Benedetti, y
dos años después es el Teatro Independiente del Uruguay quien hace lo propio,
presentándolo, incluso, sobre las tablas del Teatro Lavapiés de Madrid. Ha sido
representado en castellano, inglés, francés, alemán, portugués, sueco, noruego, italiano,
gallego y euskera, y ha sido traducido asimismo al eslovaco y danés. Además de por las ya
mencionadas, fue escenificado por compañías de México, Costa Rica, Puerto Rico,
República Dominicana, Panamá, Chile, Venezuela y Colombia. Varias han sido también las
agrupaciones españolas que han representado esta obra: entre otras, el Teatro Estudio de
Gijón, el Teatro del Noctámbulo de Extremadura y la salmantina Etón Teatro, cuyo trabajo,
como saben, podremos ver esta misma noche.
La obra, como señalé antes, ha obtenido un éxito innegable allá donde se ha visto o
leído. En todas partes, menos en el Uruguay. Allí, como confesaba a Paoletti el propio
Mario, «La crítica la ignoró o la vapuleó y el público no fue a la sala: duró muy poco en
cartel. Y tampoco gustó la película que se hizo sobre la obra». Seguramente por
proximidad. La herida de los tiempos crueles, que acabaron en el 85, aún no ha cicatrizado
del todo en Uruguay. Es probable que, dentro de unos años, los uruguayos puedan
contemplar con la distancia necesaria para que el dolor no les empañe la mirada ese canto a
la dignidad titulado Pedro y el capitán que, no casualmente, lleva la firma de Benedetti, ese
honesto en estado puro, el cual, ya en «Hombre preso que mira a su hijo» escribió: «es
mejor llorar que traicionar / [...] es mejor llorar que traicionarse». No lo olvidemos.
Entre la multitud de formas de discurso por las que desde 1943 incursiona Mario
Benedetti, la crítica literaria fue una manifestación temprana. Paralela a la poesía, el cuento
y aun anterior a la escritura de novelas, por encima de su comprensión de la literatura ajena
Benedetti encontró, en esa dedicación crítica, su propia cifra en el cauce de la
modernización literaria hispanoamericana. Esa tarea permanente contribuyó a cimentar su
propio edificio literario. En las páginas que siguen se pondrá a prueba esta hipótesis.
Sobre la función del crítico literario, Benedetti abriga una certeza: «ayudar al lector,
ponerlo en antecedentes de qué es lo que va a encontrar» en el libro que puede caer en sus
manos. Basta esta anotación intercalada en un artículo sobre el narrador uruguayo Juan José
Morosoli, para explicar cómo el escritor ha concebido una parte de esta actividad durante
toda su vida, cincuenta años redondos en los que publicó alrededor de dos centenares de
notas y ensayos.
Sucesivas recopilaciones han juntado una y otra vez muchos de esos textos. Ahora, esa
acumulación de títulos se decantó en dos volúmenes en los que no está todo, pero está lo
que el autor entiende que es fundamental. El ejercicio del criterio, el primero de ellos, reúne
los escritos sobre las letras del «primer mundo» y las de América Latina, así como ciertas
reflexiones sobre arte literario y realidad; Literatura uruguaya siglo XX, que acaba de
alcanzar una cuarta edición ampliada, recoge su labor sobre el objeto de estudio declarado
en el título. Juntas, estas compilaciones suman un millar de páginas. Sus itinerarios
diversos parten, no obstante, de un mismo lugar: la mirada sobre este siglo agónico.
Salvo el alemán, al que aprendió en la infancia, Benedetti adquirió en soledad las otras
dos lenguas, sólo con la ayuda de diccionarios y de mucha disciplina -según ha declarado-
porque ansiaba leer a Proust, Henry James y William Faulkner en el original. A ese
empecinamiento autodidáctico corre pareja la carencia de un curriculum universitario que
no podía tener de forma alguna, puesto que en su época no existían en Montevideo las
carreras superiores de letras. Esta ardua conquista de la modernidad «occidental» y
cosmopolita, hasta mediados de los cincuentas le hizo dedicar la mayor parte de su energía
lectora a desentrañar la obra de Proust, Faulkner, Henry James, Italo Svevo, Thomas Mann,
Forster y otros europeos y angloamericanos, aunque de a ratos se acercó a las letras del que
luego llamaría «el continente mestizo». Un pasaje de su libro inaugural justifica esa opción
que se había formulado ya en los años juveniles: «los novelistas y cuentistas de
Hispanoamérica, han sufrido necesariamente la influencia de las nuevas corrientes europeas
[...] (entre ellos, Jorge Luis Borges) ha cumplido (...) la importante tarea de introducir lo
inglés en nuestros medios intelectuales, traduciendo y prologando obras de autores que
como Melville o James eran hasta hace poco casi desconocidos en el Río de la Plata» (op.
cit, p. 58).
Más que la evidente elección estética, como antes ocurriera con Borges en Buenos Aires
y con Onetti en sus artículos del semanario Marcha, Mario Benedetti supo de la necesidad
de modernizar el instrumental literario de su país para sacar del letargo y la esclerosis a una
narrativa demasiado penetrada por el realismo decimonónico y distraída en exceso con los
motivos campesinos. En los años subsiguientes continuará con ese propósito, apuntando
también hacia una idéntica renovación del discurso poético. Pero ya no estará solo, sino que
pronto va a encontrarse con un grupo bastante homogéneo que también compartía esa línea
modernizadora, y que además la llevó adelante con vehemencia, un grupo heterodoxo que
«reúne» a Carlos Martínez Moreno, Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Ángel Rama,
Carlos Ramela y otros.
Desde otro punto de vista no hay ruptura sino una verdadera continuidad. Porque sin el
entrenamiento lector en los productos de las nuevas letras metropolitanas, ni Benedetti -ni
nadie- hubiera podido examinar la nueva literatura latinoamericana; sin esa literatura
engendrada en algunas zonas del «primer mundo» hubiera sido imposible la obra de García
Márquez, Cabrera Infante, Vargas Llosa, Monterroso, Cortázar, etcétera. Además, y por
último, sin el circuito latinoamericano que, por primera vez de modo armónico, tramó en
los sesentas a escritores, críticos, editoriales y lectores, no estaría hoy en cuestión el
concepto mismo de metrópoli.
Pero antes de este proceso circular, para que el prospecto individual del Benedetti de
1948 se transformara en esfuerzo colectivo, tuvo que integrarse al periodismo, conducto por
el que circulaba la producción intelectual más dinámica del medio siglo en toda América
Latina. Y en Uruguay, quizá como en pocos sitios. Si se exceptúa su Rodó, el pionero que
quedó atrás (Buenos Aires: Eudeba 1962), no por casualidad desde que en 1949 se
incorpora al sistema cultural de su país, Benedetti sólo ha trabajado como crítico para las
revistas (Marginalia, Número, Casa de las Américas, etcétera) y para las publicaciones
periódicas de mayor tirada (Marcha, La Mañana, El País de Madrid, Página 12 y otros).
Fuera de las imposiciones de la atmósfera en que se formó, ese régimen de trabajo ha sido
para él una vocación sin tregua.
Mediante esta práctica el crítico algo envarado del primer libro mutó en un prosista ágil,
comunicativo. Una metamorfosis similar se operó en el estilo de sus cuentos y novelas,
cambio que se verifica en el transcurso de la década que va desde Esta mañana (1949) a La
tregua (1960). Por eso, puede concluirse que Benedetti hizo periodismo cultural en forma
intensa y el periodismo también lo hizo (o lo reformó) a él.
Antes aún del desvelo sobre el «aquí y ahora» político, su escritura se desplegaba sobre
el quehacer cultural contemporáneo. No sólo por las perentorias obligaciones del oficio, no
tanto porque su cultura «clásica» careciera de la solidez necesaria -según insinuara Real de
Azúa en 1964-, sino porque siempre se ha interrogado por lo presente y sus raíces más
próximas. Como la anterior, esta proposición también puede extenderse a su narrativa y
hasta a un sector importante de su obra poética. Una lectura posible del ciclo narrativo que
se abre con Quién de nosotros (1953) y que por ahora se cierra con Andamios (1996),
comprende todas sus preguntas y respuestas sobre el país «de clase media» que empieza a
derrumbarse y no puede (re)construirse a cabalidad.
II
En su labor de crítico literario nunca aspiró a ser más de lo que ha sido: un lector. Y el
paso de los años, el aprendizaje de varias lenguas modernas, el sosegado estudio, el duro
trabajo, lo convirtieron en «un lector bien entrenado», como se autodefine -casi con
disimulo- en su artículo «Literatura de balneario» (Literatura uruguaya, p. 396). Un lector
que elige unos textos y, por lo tanto, desecha otros; un lector que pone en juego sus valores
y los muestra sin vano pudor ni pretensión de cientificidad. Al principio de su carrera es
notoria la inversión de tiempo en el conocimiento de las corrientes críticas y de la teoría
literaria en boga. Menudean las citas de los trabajos de Roger Caillois y Wladimir Weidle
sobre la novela contemporánea, de los estudios de Carl Van Doren sobre James y los de
Ernst R. Curtius y Claude Edmond Magny sobre Proust. A medida que se consolidan sus
principios críticos, se fía más de su propia intuición lectora, del serio oficio de «lector
cómplice», (noción que toma de Julio Cortázar), del personal «ejercicio del criterio»
(paradigma que adopta de José Martí).
Separa su ejercicio feraz, situado entre 1949 y 1967, del que luego siguió practicando, la
irrupción de un prisma de corrientes críticas (el estructuralismo, la teoría de la recepción, el
desconstructivismo, etcétera). Lejos de plegarse a cualquiera de estas escuelas, Benedetti
siguió fiel a las ideas adquiridas en la matriz formativa, de ahí que en 1985 anatematice la
operación crítica que sólo devuelve al lector los personajes ficticios «prolijamente fichados,
colacionados, computados, clasificados y probablemente archivados», olvidando -dice
respecto de las criaturas onettianas- la condición de «individuos huraños y tiernos que
efectivamente son, con su carga de amor y su autosanción de desamor» (El ejercicio..., p.
234 y Literatura uruguaya..., p. 201). En 1976, en pleno auge de las tendencias formalistas,
haciendo el balance de las novelas sobre dictadores latinoamericanos, confesaba:
«Simplemente quiero transmitir mi experiencia, o sea, la de un lector que virtualmente
conoce toda la obra que hasta ese momento habían publicado estos novelistas» (El ejercicio
del criterio, p. 364). Un año después, en 1977, no tenía reparos en atacar los abordajes que
llama «ahistóricos», predicando que «el deber de nuestra ensayística, de nuestra crítica, de
nuestra historia de ideas, será el de vincularnos a nuestra historia real (...) como el medio
más seguro de interpretar y asumir nuestra realidad» (El ejercicio..., p. 46). También de
1977 es esta afirmación poco seducida por los gritos de la moda: «el valor esencial de una
obra de arte (...) tiene bastante más que ver con la inserción natural del autor en su tiempo y
en su comunidad».
Para Benedetti la narrativa de su tiempo y su país representa «la vuelta a lo real» (p.
349), dispuesta en una estrategia que respeta la noción aristotélica de «peripecia» o que, en
su defecto, acciona el «resorte anecdótico» (del que habla en sus textos sobre Morosoli y
Espínola) y que, siempre, contempla la «fluidez y los efectos narrativos» (p. 147). En
ocasiones estas normas pueden ser válidas, incluso, para los narradores ajenos al realismo
canónico, como Onetti, Felisberto, María Inés Silva Vila y L. S. Garini. Pero en todos ellos
sus mundos llenos de «fantasmas» (ejemplo de Silva Vila) o de seres «reales» que por obra
de la técnica son recreados por procedimientos del discurso poético (caso de Onetti), nunca
cortan «amarras con la realidad», aun en el extremo de la literatura fantástica, como
pensaba el crítico en 1961 sobre los relatos de Felisberto Hernández. Algo parecido postula
tres lustros después: «puede el escritor convertir la realidad en fantasía, pero siempre con la
secreta esperanza de que esa fantasía se convierta en realidad» (El ejercicio..., p. 75).
En cambio, la mejor poesía para Benedetti debe mantenerse dentro de las «emociones
primordiales, [no] caer en la tentación de decorarlas literariamente» (p. 172); siempre debe
proponer una «plataforma para aludir al prójimo, para llegar a él» (p. 160). Por eso condena
los versos de Emilio Oribe que dejan afuera «el chispazo verbal, la imagen iluminada, la
inflexión de angustia» (p. 133); por eso advierte que la lírica Ida Vitale pone al lector ante
el «peligro» de presumir que «está cerca de un poeta (frío, descarnado, intelectual) que en
realidad no es el verdadero (cálido, angustiado, sensible)» (p. 321). Todo este breviario
interesa, y mucho, como una poética benedettiana con destino a sus ficciones.
III
Benedetti también ha sido traductor. Quizá fue el primero que trasladó al español
algunas parábolas de Franz Kafka, publicadas durante 1949 en Marcha y Marginalia. Una y
otra tareas, la del crítico y la del traductor, son -se sabe- complementarias. Hay una palabra
germana («aufgabe») que, entre otros, tiene dos significados: «tarea» y «renuncia». Quizá
consciente de esta bifurcación semántica, aunque nunca abdique de sus principios,
Benedetti reserva en sus críticas un espacio para la duda, para la suspensión final del juicio
inclemente, reclamando en su lugar un «acercamiento a la obra, a sus antecedentes, un
mínimo esfuerzo por comprender cuál ha sido la intención de ese creador, y juzgarla sobre
tal medida» (Literatura uruguaya..., p. 405). Walter Benjamin pensaba que la traducción no
es «sino un procedimiento transitorio y provisional para interpretar lo que tiene de singular
cada lengua». Sobre la tarea del crítico puede decirse algo parecido y, como tal, comporta
la renuncia a la aproximación absoluta, de la censura sin mediaciones ni matices, de la pura
exaltación. Son éstas tres lecciones que se desprenden de la tarea crítica de Mario
Benedetti, tres enseñanzas que merecen escucharse con atención.
El pivote de Marcha fue siempre Carlos Quijano, con sus principios socialistas,
antiimperialistas, latinoamericanistas, compartidos por varias generaciones de escritores,
periodistas, políticos, cineastas, musicólogos, abogados, economistas, artistas que incluso
se formaron en ellos.
En 1981 Eduardo Galeano señaló como las características de Marcha habían sido
resultados-claves -dada su condición formativa- en los momentos más confusos de la
resistencia política en Uruguay, así como en los del exilio, desde el golpe de estado de junio
de 1973:
Mario Benedetti fue uno de los intelectuales que se formaron en Marcha, que colaboró y
que luchó por los principios pregonados por la revista.
En España, fiel a los principios de Marcha, Benedetti es compañero durante casi dos
años (1982-1984) de los lectores de El País, donde aparecen sus artículos con frecuencia
semanal.
Pero ya que las opiniones de Benedetti suscitan la réplica de lectores excelentes como
Juan Goytisolo, Ángel Valente, abandona sus colaboraciones periodísticas por el cansancio
frente al agravio y al empleo de datos erróneos por parte de algunos de estos replicantes.
Están en este artículo todos los temas por los que Benedetti siempre ha luchado y sobre
los cuales ha escrito.
Antes que nada el exilio es una situación. La palabra tiene un matiz precario y temporal:
parece aludir a una situación anormal, transitoria, algo así que tendrá que cerrarse con la
vuelta a los orígenes. Y esto lo distingue de la palabra emigración, que traduce una
resolución definitiva de alejamiento e integración en otra cultura. Pero, en realidad, ambas
situaciones se confunden, así como se entreveran las causas económicas y políticas que las
provocan: del mismo modo que muchos exilios se transforman en emigraciones, muchas
emigraciones se acortan por varias razones y se convierten en períodos de exilio en el
extranjero.
El exilio puede ser obligatorio o voluntario, y a pesar de las distintas causas, sigue
siendo siempre una exclusión. Pero el exiliado voluntario deja tras de sí una puerta abierta,
mientras el exiliado político sabe que lo único que le queda detrás es un muro inaccesible.
Por lo tanto la nostalgia de su país es completamente diferente. Para el primero, que
generalmente ha tomado esta decisión después de una larga reflexión, abandonar su tierra
implica una desvalorización de sus raíces -aunque sea transitoria- o incluso una negación de
las mismas, y no se otorga a sí mismo el derecho a añorar lo que deja atrás.
Es lógico que transcurra cierto tiempo antes que se pueda librar de un rencor que apenas
le deja tiempo y espacio para la nostalgia. La expulsión del exiliado político está
acompañada de amenazas muy concretas. Y es propio éste el aspecto más traumático desde
el punto de vista psicológico. La expulsión, aunque por enemigos ideológicos, trae consigo
una sensación de ser no querido, no aceptado por la sociedad que manda. A pesar de que la
razón histórica está de su parte, no puede eludir el hecho de que un sector social lo ha
sacado de su sociedad. Por lo visto también los militares forman la sociedad.
Benedetti en «El hombre, ese expulsado» (Benedetti, 1988) subraya que existen también
otros exilios, otras expulsiones. Un sector social puede tener a veces exiliados a otro nivel.
...Y hay más exilios, más expulsiones, siempre hay más: la enfermedad, el
analfabetismo, la envidia, el hambre, la impotencia. Todas son expulsiones de la vida plena.
[...] Y en la provincia aneja está la muerte, esa muerte que es exilio final, el más
irreparable, el exilio para que nacemos. Tal vez, después de todo, la menos traumática de la
cadena de expulsiones que forman una vida. El exilio en la nada.
«Nadie puede ni quiere quitarse sus nostalgias, pero el exilio no debe convertirse en
frustración. Vincularse y trabajar con la gente del país como si fuera nuestra gente, es la
mejor forma de sentirnos útiles y no hay mejor antídoto contra la frustración que esa
sensación de utilidad» (Benedetti, 1982: 187). Lo que afirma Rafael en Primavera con una
esquina rota, obra de creación, Benedetti lo expresa también en sus artículos periodísticos.
Ser extranjero significa, por lo común, hablar otra lengua. Si un extranjero llega a un
país diferente y no habla el idioma, en seguida se establece un muro espontáneamente:
Benedetti se ha tenido que reorganizar en el exilio y empezar otra vez su vida cotidiana.
Dice Rafael: «Reorganizarse en el exilio no es, como tantas veces se dice, empezar a contar
desde cero, sino desde menos cuatro o menos veinte o menos cien. [...] Pero nada podrá ser
igual a la prehistoria del '73. Para mejor o para peor; no estoy seguro. Y menos seguro
estoy de poder habituarme, si algún día regreso, a ese país distinto que ahora se está
gestando en la trastienda de lo prohibido». (Benedetti, 1982: 104)
Benedetti subraya en sus artículos que un escritor que vive desgajado de su suelo y de su
cielo, de sus cosas y de su gente no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino
un exiliado que escribe.
Pero el escritor exiliado tiene el deber de integrar su vivencia con la del país, su deber es
reivindicar su ser escritor, a pesar de todo, y buscar el modo de seguir escribiendo. Eso es
lo que hizo él:
El poema «Eso dicen» (Benedetti, 1995: 11) se presenta como la síntesis más adecuada
para la situación en la que un exiliado añora su patria y compara su recuerdo con la noticias
que le llegan.
Eso dicen
que al cabo de diez años
todo ha cambiado allá
dicen
que la avenida está sin árboles
y yo no soy quién para ponerlo en duda
Al volver, lo que había imaginado llega a ser realidad. El país de antes ya no existe: todo
ha cambiado o se ha convertido en otra cosa. En Andamios, última novela de Benedetti,
«Es cierto que la Avenida está sin árboles [...]. Es sobre todo una alteración de atmósfera,
un cierto trapicheo ético, como si la ciudad tuviera otro aire, la sociedad otra inercia, la
conciencia otro abandono y la solidaridad otras ataduras». (Benedetti, 1996: 329). También
parece tener que ver perfectamente el título de la novela escrita en 1982, Primavera con una
esquina rota, en la que varios personajes, desde una niña hasta un abuelo, cuentan su
experiencia del exilio.
Las librerías se pueblan de autores nacionales y extranjeros: aparecen juntos libros que
un autor nacional o extranjero publicó en esos años de marginación y que antes habían sido
ignorados.
Pero el escritor que estuvo exiliado llega a los lectores de su país en un desorden que
siembra confusión. Al consumidor de literatura le es casi imposible seguir el desarrollo de
una narrativa o de una obra poética. Lee un libro aparecido el año pasado y luego, casi
como si fuera una continuación, otro que el mismo autor publicó años atrás, para el lector
que vivió las obstrucciones y vedas del proceso, todos estos libros son contemporáneos. No
es posible concebir que una cultura pueda recuperarse fácilmente del perjuicio sufrido
durante varios años de clausura y ruptura, de censura y desinformación. «Si bien no hay
genocidio cultural que sea capaz de exterminar una cultura, ésta suele quedar malherida,
agrietada, escindida en compartimientos estancos». (Benedetti, 1986a).
Benedetti dice en una entrevista publicada por El País, en 1984, que el pueblo uruguayo
ha elegido salir de la dictadura con «imaginación y tenacidad». La democracia del país es
todavía incompleta, mutilada y frágil. Los uruguayos han preferido un ritmo moderado de
transición.
Yo pienso volver a Uruguay en cuanto se instale el nuevo Gobierno legal por uno o
dos meses. Después pienso volver a España, y un propósito -todo esto siempre es
transitorio y a revisar con la realidad- es compartir mi vida entre Montevideo y Madrid. Yo
digo que el exilio es una decisión que otros tomaron por uno, en cambio el desexilio, que
después de todo es una palabra que yo inventé y tengo derecho a usar, es una decisión
individual. Una decisión que uno toma. La decisión que yo he tomado es ésa, un
semidesexilio. Madrid representa también mucho para mí y, por supuesto, tengo enormes
ganas de volver a mi país, a mi ciudad.
Cada uno de los exiliados se ha construido una vida en su patria suplente, y la decisión
de regreso depende también de la condición de su nueva vida. Por esto el ser humano, en
situaciones como ésta, tiene que elegir individualmente. «La nostalgia suele ser un rasgo
determinante del exilio, pero no debe descartarse que la contranostalgia lo sea del desexilio.
Así como la patria no es una bandera ni un himno, sino la suma aproximada de nuestras
infancias, nuestros cielos, nuestros amigos, nuestros maestros, nuestros amores, nuestras
calles, nuestras cocinas, nuestras canciones, nuestros libros, nuestro lenguaje y nuestro sol,
así también el país (y sobre todo el pueblo) que nos acoge, nos va contagiando fervores,
odios, hábitos, palabras, gestos, paisajes, tradiciones, rebeldías, y llega un momento (más
aún si el exilio se prolonga) en que nos convertimos en un modesto empalme de culturas,
de presencias, de sueños. Junto con una concreta esperanza de regreso, junto con la
sensación inequívoca de que la vieja nostalgia se hace noción de patria, puede que
vislumbremos que el sitio está ocupado por la contranostalgia de lo que hoy tenemos y
vamos a dejar: la curiosa nostalgia del exilio en plena patria». (Benedetti, 1994: 33).
Sin embargo, la fusión entre los de dentro y los de fuera puede rejuvenecer a todos y
también ayudar a formar el futuro del nuevo país, ya que es la condición típica del hombre
vivir en el tira y afloja entre lo que se añora y lo que se tiene. Es gracias a esa
compensación inacabable que se enriquece la vida de cada uno.
Bibliografía
Benedetti, Mario, Primavera con una esquina rota, México D.F., Editorial Nueva Imagen,
1982.
Benedetti, Mario, «La paz o la aceptación del otro», en El País, 5 de octubre de 1986b.
Rama, Ángel, La riesgosa navegación del escritor exiliado, Montevideo, Arca, 1995.
Claustro de la Universidad
Señoras y Señores:
Quisiera destacar ahora, ciñéndome a los valores principales que su obra aporta, algunos
sentidos que debemos retener de la misma. En primer lugar, por una disposición personal
más activa hacia la poesía, quiero comentarles que Mario Benedetti es un autor que definió
su poética con el intento de aludir al lector y no eludirlo, con el impulso conversacional de
elevar el lenguaje cotidiano, repleto de guiños cómplices, a la categoría de la expresión
poética. La tensión de ese lenguaje tiene que ver con la que la palabra tenga para cada uno
de nosotros. Quiero decir que la palabra se carga en Benedetti de emociones, como la
ternura, el afecto, el amor, la ira, la cólera, el enojo, la indignación, respondiendo a las
situaciones vivenciales de un sujeto lírico que intenta vivir conjuntamente la vida personal
y la historia de cada día y de nuestro tiempo. Un lenguaje vertebrado por palabras que van
respondiendo en su inmediatez, y en su alegría, y en su dolor, y en su esperanza, a un lector
que sabe que en cierta medida puede encontrar una parte de sí mismo en ellas, que puede
encontrarse. Lo digo como testimonio personal, porque estas sensaciones de la poesía son
difíciles de establecer objetivamente, pero considero que son afirmaciones compartidas.
Conozco jóvenes locos por Benedetti que descubrieron en poemas como «Táctica y
estrategia», «No te salves», «Hagamos un trato», «Chau número tres», «Los formales y el
frío», en su poesía amorosa, en definitiva, un lenguaje de amor que se podía compartir. He
visto recitales de Benedetti con muchos jóvenes sentados en los pasillos, recordando en voz
baja, con y sin nostalgia, aquello de «Compañera / usted sabe / que puede contar /
conmigo». ¿Les atrae sólo esa vertebración coloquial y original de los lenguajes de amor?
No creo.
Desde su poesía a sus ensayos intentaría completar ahora una visión sobre la sociedad
que forma una línea de reflexión complementaria. Creo que en Mario Benedetti hay una de
las visiones urbanas contemporáneas más intensas, en su poesía y en su narrativa, una
matizada visión de nostalgias por espacios desaparecidos que se evocan desde aquel poema
inicial que decía que «Montevideo era verde en mi infancia / absolutamente verde y con
tranvías». La intensidad de la evocación sobre el espacio urbano, en la que se mezclaban
lenguajes de la burocracia y de la memoria, fue convirtiéndose con el paso del tiempo en
remembranza histórica: hay un relato, que dio título al volumen Geografías, en el que se
construye la memoria exiliada precisa, la de los espacios abandonados por imperativos de
represión, persecución y torturas. Estoy hablando ya de la sociedad global. La que ha
vivido el escritor durante una época de su vida que construyó una evocación imprescindible
del país que tuvo que abandonar. Hablo de la reflexión social por tanto. De Mario Benedetti
como un autor comprometido. A una parte de nosotros la palabra nos sonará con la
antigüedad de nosotros mismos. Hay un poema de Mario Benedetti que certifica su
voluntad de escritura de millares de páginas en el mismo sentido. Se titula «Soy un caso
perdido» y responde a la sagacidad de un crítico que ha descubierto la parcialidad del autor
y le exhorta «a que asuma la neutralidad / como cualquier intelectual que se respete». El
escritor asume finalmente que no será neutral aunque sus textos traten «de mariposas y
nubes / y duendes y pescaditos». Pues bien, yo creo que este caso perdido que es Mario
Benedetti ha provocado algunas de las reflexiones poéticas, narrativas y ensayísticas más
lúcidas sobre el tiempo que vivimos.
Si repasamos ahora sus ensayos, que son crítica cómplice, como dice uno de sus títulos,
que son además ese ejercicio de la conciencia que decía Roberto Fernández Retamar
cerrando el Congreso, obtendremos sobre todo una escritura incesante, un caudal de
páginas que sitúan a Mario Benedetti, a través de una veintena de títulos, como uno de los
ejes de reflexión de América Latina. Desde los escritores contemporáneos, a las cuestiones
concretas que han ido jalonando nuestros años, desde las raíces culturales del continente
mestizo -mestizo no sólo de razas, sino de influencias, aspiraciones, ideologías-, a los
grandes temas contemporáneos, cada una de sus páginas ha ido construyendo una reflexión
de época vertebrada por esa audacia de decir muchas veces lo que no se quiere oír. Su
biógrafo principal, Mario Paoletti, identificó al autor con el título de «El aguafiestas», en
una perspectiva que traza su capacidad de ser inconveniente ante toda sacralidad y
oficialidad cultural. Martianamente, el escritor eligió realizar su obra como ejercicio del
criterio, y el criterio parece lo más difícil de mantener en tiempos de embustes y mentiras.
Entre los ensayos de Benedetti, algunos especialmente actuales, como aquel panorama
en el que la dialéctica del subdesarrollo genera lo que titula como «letras de osadía».
América Latina como una emergencia cultural que desde el modernismo alcanza la palabra
desde otra dimensión, la nutre desde unos supuestos de independencia que, sin negar los
vínculos europeos, afirman una tradición propia, diferenciada y universalizante: un
planteamiento metodológico que, sin ser nuevo, radicaliza otra novedad en su vinculación
minuciosa al desarrollo de las sociedades en las que surge. La osadía es quizá seguir
afirmando el papel de la palabra en su valor esencial, en afirmar el cuidado que de la
palabra debemos tener, pero sin que el escritor se encierre en una celda verbal, sin que la
palabra sea un ámbito conventual, sino que se ejerza al aire libre, abierta a la realidad. Esta
atención a la palabra tiene gloriosos antecesores que se llaman Darío, Rodó, Carpentier,
Neruda, etc. que, sin embargo, resumen en casi todos los casos espacios de realidad. Esta
atención ha llevado incansablemente a Mario Benedetti a escribir páginas críticas sobre una
gran parte de sus contemporáneos, y de los problemas culturales que se afrontan. Con
humor se ocupó en «Rasgos y riesgos de la actual poesía latinoamericana» de los problemas
del compromiso del escritor. Benedetti ha afirmado siempre la grandeza de aquellos poetas
del compromiso -llámense Neruda, Vallejo o tantos otros- que, sin embargo, abren su obra
a la consustancial complejidad del ser humano, creando un lenguaje propio en el que
aparecen núcleos del amor, del dolor, de las preocupaciones metafísicas sobre el tiempo,
sobre la vida y la muerte. Y detecta en los últimos años, sin embargo, al crítico
incriminador y delator que parece estar señalando todos los días «a los poderes fácticos y
prácticos» al poeta comprometido diciéndoles a éstos más o menos: «pero, señores, ¿no os
habéis dado cuenta de que este individuo defiende, así sea con metáforas, las revoluciones?
¿No habéis advertido que en el fondo escarnece y estigmatiza vuestros canonizados
patrimonios y rentas?»
La narrativa sería el tercer recorrido que rápidamente les quiero proponer. Hay títulos de
probada eficacia ante el lector. Ediciones innumerables de novelas como La tregua, una de
las más bellas peripecias narrativas contemporáneas sobre la soledad y el amor.
Anticipaciones del terror que después habría de emplazarse en Uruguay como Gracias por
el fuego. Memorias del exilio, con atisbos de esperanzas, como Primavera con una esquina
rota. Y la construcción de un ciclo personal de la memoria, en la que el protagonista no es
el autor, aunque tenga varias cosas en común con él, iniciada con La borra del café, donde
la evocación del barrio infantil de Capurro adquiere una gran intensidad emotiva. Y
continuando el ciclo de la memoria con la reciente Andamios, una historia de un periodista
desexiliado a Uruguay tras la dictadura, que mantiene sus vínculos con España y que evoca
a través de los tipos humanos de aquella sociedad (el confidente, el torturador, el militante
que ha pasado la dictadura en la cárcel, etc.) el entramado moral de una sociedad que quiere
pervivir y mantener esperanzas. Entre los muchos guiños de la novela, hay uno que me
resultó particularmente divertido: cuando a Javier, el protagonista, la agencia española que
publica sus crónicas desde allá empieza a no publicarle nada por su radicalismo, aparece un
artículo suyo en la prensa de Alicante.
El teatro también sería otro recorrido posible. Estos días hemos podido ver en Alicante
Pedro y el capitán, ese vigoroso diálogo entre un torturador y su víctima con el que Mario
Benedetti lanzó una interpretación universal de la psicología de los dos personajes en su
situación límite. Al margen de la sociedad uruguaya, la eficacia del diálogo ha servido para
que algunas asociaciones como Amnistía Internacional hayan considerado esta obra como
valiosísima para el trabajo de concienciación que pretenden.
El recorrido podría ser mucho más amplio. Más de setenta libros, como ya dije, nos
acompañan en la memoria, en los estímulos personales, en la capacidad de reencontrarnos
en ellos. Pero quisiera insistir de nuevo en la síntesis que les propongo de la escritura de
Mario Benedetti.
¿Qué nos entrega hoy esta obra en donde están presentes el conjunto de sentidos que he
enunciado hasta aquí? ¿Por qué podemos considerar esta producción como imprescindible
también para nuestro ámbito español? Yo creo que, en algunos de los sentidos esbozados,
está presente ese conjunto de ideas que nutren de complejidad a la mujer y al hombre
contemporáneo. Cuando un autor tiene detractores, y Mario Benedetti los tiene con
seguridad, se condiciona su obra a determinados estímulos de la misma. Las reducciones se
operan entonces con facilidad y se puede afirmar que el escritor es, por ejemplo, un poeta
del compromiso en un tiempo en el que se deterioran la ejemplaridad de los mensajes que
construyeron aquella poesía. Pero estas reducciones no suelen llevar al que las practica a
ninguna parte. Si el compromiso social forma un núcleo importante en su obra, no está de
más recordar la amplia dosis antiépica que la recorre, la vena irónica y humorística que la
sostiene. Y no está de más recordar que el amor, con la creación de un lenguaje propio
sobre el mismo, es uno de los más nutrientes estímulos de su poesía y su narrativa.
En ese sentido, Mario Benedetti es de los creadores que se han dedicado a interpretar
nuestra época en toda su complejidad, con todos los estímulos individuales y sociales que la
constituyen, con todas las esperanzas y desesperanzas que la recorren. De las esperanzas
habrá que hablar finalmente y aquí entra directamente la reflexión sobre América Latina. Se
ha dicho alguna vez que en los años 60 América Latina fue el territorio de la esperanza y
que ahora, por el contrario, se presenta con perfiles dramáticos de desesperanza. La
detención de los procesos transformadores que se acumularon en los años 70, proceso que
se saldó con un margen de violencia estatal rotunda en países como Chile, Argentina o
Uruguay, con dictaduras que significaron la represión y desaparición violenta de un gran
número de ciudadanos, significó una inversión de las líneas esperanzadoras de la historia
que se quería vivir. La restitución de las democracias se hizo con una fuerte dosis de
incertidumbre en la cual todavía estamos. Mario Benedetti, en ese tiempo, vivió el exilio
hasta el punto de ser uno de los creadores principales de la poética de aquella diáspora.
Desde 1973 hasta 1985 vivió en Buenos Aires, en Lima, en La Habana y en Madrid una
concentrada y creativa espera en la que aparecieron algunas de sus obras principales. El
«desexilio», término que acuñó en 1985, era la voluntad de regreso y de reintegración a un
espacio que necesariamente había cambiado en doce años. Si los árboles de una de las
avenidas principales de Montevideo, la Avenida 18, habían desaparecido, muchas personas
también, en aquel horror que la dictadura militar abrió en el 73. El «desexilio» por eso
conlleva una poética explícita de la memoria. La invitación social al olvido lleva al último
libro poético que es una forma de responder a esta pretensión: el olvido está lleno de
memoria, y con la memoria se restituye el pasado y el presente, la esperanza también que
es, todavía, «compartir los sueños con los sueños». Escritor vertebrado en la esperanza a
pesar de todo lo que se ha vivido, afirmando todavía que el «futuro se acerca / despacio /
pero viene», sustentador de un optimismo contra el que no hay vacunas, Mario Benedetti es
por todos esos sentidos también una lección moral que, desde lo cotidiano, envuelve la
sociedad y la repuebla de guiños optimistas, aunque no fáciles. Si, a pesar de todo, debemos
defender la alegría nos prevendrá de que habrá que defenderla también de la misma alegría,
en su juego riguroso de encuentros con la palabra y el sentido último que ésta defiende.
Éstos son algunos de los sentidos de una obra y un autor al que estos días más de sesenta
ponentes han dedicado su reflexión en un Congreso en el que prevaleció rigurosamente el
valor múltiple, repleto de sugerencias, de posibilidades de lectura, de su narrativa, de su
poesía, de su teatro y su ensayística.
Advertiré para concluir que esta laudatio tiene muchas adhesiones por el sentido de lo
que pide. Más allá de ésta, algunas Universidades como la de Valladolid, en España, o la de
La Habana, en Cuba, le van a otorgar, próximamente, a Mario Benedetti el mismo
reconocimiento que la nuestra. Pero hay otro tipo de apoyo posible que tiene que ver con un
amplio espacio de textos poéticos y ensayísticos en los que Mario Benedetti ha reivindicado
la grandeza del sentimiento como mecanismo intelectual. Hablo ahora exclusivamente
desde el mismo, desde el sentimiento. Y les digo que estoy seguro de que llegarían
adhesiones desde el más allá si éstas fueran posibles, porque desde el cielo, la nada, o
donde se encuentren, estarán mandando faxes de adhesión seguramente Julio Cortázar,
Roque Dalton o Juan Carlos Onetti entre otros, y por supuesto que también Zelmar
Michelini, monseñor Óscar Arnulfo Romero, Salvador Allende y Ernesto Che Guevara.
Discurso de Investidura
Mario Benedetti
Es por ésa y muchas otras razones que me siento orgulloso y conmovido. Espero que
mis pasos venideros no defrauden a quienes hoy me conceden este venturoso galardón.
ZAPPING DE SIGLOS
Ahora que este siglo
uno cualquiera
se deshilacha se despoja
de sus embustes más canallas
de sus presagios más obscenos
ahora que agoniza como una bruja triste
¿tendremos el derecho de inventar un desván
y amontonar allí / si es que nos dejan
los viejos infortunios / los tumores del alma
los siniestros parásitos del miedo?
Excelentísimas Autoridades
Doctor Mario Benedetti
Miembros de la Comunidad Universitaria
Señoras y Señores:
Un mundo que padece y sufre es un mundo que sabe sentir. Resulta paradójico que
podamos pensar en la inmensa suerte de que Hispanoamérica sienta, sufra y padezca en
nuestro idioma, cercana a muchos de nuestros hitos culturales, con su proximidad y un
distanciamiento siempre cercano; que podamos oír sus gritos y lamentos a través de una
lengua común, compartir su sufrimiento.
Un mundo que sufre sabe del valor de la alegría. La encontramos allá más fresca,
espontánea y natural. Un reencuentro con una explosión de vida, de sentimientos,
nuevamente.
Alegría y sufrimiento han sido dos coordenadas sobre las que el Continente
Hispanoamericano ha deambulado un tanto anárquicamente en el transcurrir del siglo que
agoniza.
La pobreza, en el Continente que simboliza la opulencia, una riqueza natural
desbordante, casi insultante con una justicia social tan cruel, tan osada y ostentosa. Tan
persistente y anquilosada. Qué buen caldo de cultivo para atrocidades políticas: ausencia de
libertades, añoranzas democráticas, represiones dictatoriales, pérdida sangrienta de hijos,
ausencia de dignidades... Qué dureza de experiencias, tantas que todavía no se ahogan los
gritos de las madres..., donde se evoca a guerrilleros muertos o donde la desesperación lleva
al reino de la oscuridad.
Sin duda la realidad iberoamericana exige analistas sagaces, escritores increíbles, líderes
que recurren a todo lo que la literatura puede dar de sí. Hoy hemos tenido el privilegio de
contar con la presencia de don Mario Benedetti, el analista contemporáneo compasivo de su
pueblo, protagonista de su tiempo: un tiempo marcado por la intensidad de su vida política
y literaria. Experimentar la dureza de un exilio -una docena de años de añoranzas- con la
suficiente fuerza para transmitirnos el realismo de la vida uruguaya o el sufrimiento de la
lejanía impuesta.
Pero Mario Benedetti nos transmite mucho más: nos cuenta la vida en detalles que a
nosotros, protagonistas algunas veces, nos cuesta percibir: la muerte, el amor, el destino, el
tiempo, la vida en suma. Pero qué perspectiva encierran estos temas cuando la pobreza, la
injusticia social, la soledad, la crisis moral o el desexilio se mezclan tortuosamente en una
realidad social o política.
Muchas gracias.
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