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La saga del negro

Friedemann Nina S. de

Contenido

AGRADECIMIENTOS ...................................................................................................................... 3
PRÓLOGO .......................................................................................................................................... 6
INTRODUCCIÓN .............................................................................................................................. 9
África y América ................................................................................................................................. 9
NEGROS, ESCLAVOS Y CRONISTAS DE INDIAS .................................................................... 17
LOS AFRICANOS: CIFRAS Y ORIGEN........................................................................................ 22
La diáspora africana y el péndulo de las cifras ................................................................................. 22
Los orígenes y el predominio étnico ................................................................................................. 26
Regiones y procedencias ................................................................................................................... 29
EL NEGRO EN LA SOCIEDAD COLONIAL ................................................................................ 35
De sol a sol: negros y códigos ........................................................................................................... 35
Castas, mestizaje y blanqueamiento .................................................................................................. 40
Palenques o la temprana epopeya libertaria ...................................................................................... 44
INSERCIÓN Y ARRAIGO DEL NEGRO ....................................................................................... 48
Minas y troncos en ríos de oro .......................................................................................................... 48
Haciendas y linajes en tierras nuevas ................................................................................................ 53
APORTES DEL NEGRO A LA CULTURA COLOMBIANA........................................................ 56
Raíces africanas y visiones culturales ............................................................................................... 56
Huellas de africanía y emblemas de nacionalidad............................................................................. 59
Hacia el siglo XXI ............................................................................................................................. 64
AGRADECIMIENTOS

Los capítulos de este libro empezaron a escribirse en 1991 cuando las deliberaciones de la
Asamblea Constituyente que le habían con cedido espacio jurídico a las etnias indias,
apenas habían considera do la posibilidad de examinar la situación de tierras y de
asentamiento de las comunidades negras en el litoral Pacífico, mediante el artículo 55
transitorio. Este artículo permitiría en los 2 años siguientes a la aprobación de la
Constitución de 1991, preparar una ley que reconociera a las comunidades negras las tierras
donde habían estado asentadas y formular mecanismos para la protección cultural y los
derechos para el fomento de su desarrollo económico y social.

Dos años transcurrieron hasta el 18 de junio de 1993, cuando después de una ardua lucha de
las comunidades negras y de sus representantes, el Congreso de la República aprobó la ley
que reconoce la existencia étnica de los negros en Colombia. Y en el archipiélago de San
Andrés, Providencia y Santa Catalina, ahora elevado a departamento, una etnia raizal negra
(Arocha 1992, Friedemann 1993, Gallardo Archbold 1993).

Esta publicación tiene por objeto celebrar la ley 70 de 1993, sancionada por el Presidente
de la República en Quibdó el 27 de agosto de 1993. La ley legitima la identidad histórica y
socioétnica de los descendientes de los africanos llegados a Colombia, desde hace 500
años. El hecho jurídico, tan importante como lo fuera la abolición de la esclavitud en 1851
visibiliza a las comunidades negras frente a ellas mismas y de cara a la nación. Y por ende
reconoce en la formación de la nación colombiana la contribución de una tercera raíz
étnica, procedente de África. El paso dado por el Congreso de la República modifica así,
los fundamentos de una ideología que, desde finales del siglo pasado y hasta ahora,
concebía a nuestro país como una democracia, enmarcada en un americanismo donde
indios y blancos se consideraban pilares, con exclusión de los negros. A estos, a duras
penas se les confundía entre los mestizos, negándoles su especificidad socioétnica, histórica
y cultural. La ley que hace honor a la declaración de Colombia como un país multicultural
y pluriétnico, inaugura nuevas perspectivas sociales y culturales sin discriminaciones
étnicas formales.

Con la posibilidad de difundir en ámbitos educacionales, medios de comunicación y entre


las mismas comunidades negras, la historia de África y de sus descendientes en nuestros
países enfocándolos como sujetos que han contribuido a la construcción del país, el estigma
de la esclavitud con que se ha agobiado su ser social dejará de influir negativamente su
cotidianidad. Las alternativas vibrantes a las cuales se refiere el último capítulo del libro,
que no alcanzó a registrar el desarrollo de los acontecimientos producidos por el artículo 55
y la ley 70, ahora son factibles para las comunidades afrocolombianas.

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El reconocimiento formal de su identidad socioétnica no sólo en la antropología, sino frente
al país, contribuirá a que individuos y comunidades abandonen la despersonalización que
por fuerza tu vieron que adoptar para participar en los transcursos de la nación.

La difusión del conocimiento sobre la cultura negra con huellas de un pasado africano
capacitará a la nación para comprender su contribución en la economía, en la literatura, en
la música, en las artes verbales y escénicas, en el deporte, en la protección de la
biodiversidad de los bosques del litoral Pacífico. Nos permitirá entender mejor la magia y
la leyenda en el realismo fantástico del mundo americano.

Una primera versión de esta publicación hizo parte del programa del Consejo Nacional para
la cultura y las artes - Conaculta- y de la Dirección General de Culturas Populares en
México, realizado con motivo de la conmemoración de los 500 años del llamado encuentro
de dos mundos. El programa convocó la presentación de ensayos sobre la cultura africana
en los pueblos de América y congregó en la ciudad de México a estudiosos de las
Américas, en torno al desempeño de la diáspora africana en el Nuevo Mundo.

La Expedición Humana de la Pontificia Universidad Javeriana, que desde hace varios años
acoge por su parte, un programa de investigación y de publicaciones sobre comunidades
afrocolombianas, entre ellas la revista América Negra, acogió la propuesta de este libro.
Particularmente como una contribución a los programas de docencia que traerá consigo la
ley 70 de las comunidades negras.

Quiero agradecer al Dr. Jaime Bernal Villegas, Director del Instituto de Genética Humana y
de la Expedición Humana ya los directivos de la Pontificia Universidad Javeriana por su
generosidad y confianza en mi desempeño. En 1991, cuando presentamos el primer
volumen de América Negra hablé del "Capítulo insólito" de la revista, que no había sido
incluido, porque quería relatarlo allí mismo: A finales de 1990 leyendo un editorial escrito
por el director Bernal Villegas en el boletín de la Expedición Humana, había estado cerca
de sentirme alucinada con los siguientes apartes:

"Soñar es una experiencia cotidiana... pero más que la experiencia onírica, o lo que la
sustenta fisiológicamente, soñar tiene la acepción de imaginar las cosas como deberían ser
o como uno quisiera que fueran. Soñar se convierte entonces en una experiencia para la
cual no se requiere estar dormido..."

"Los momentos que pasa nuestro país ahora, requieren mucho de los sueños de cada uno de
los colombianos. Soñar en lo que podemos ser, en lo que debemos ser. Verá claro cada uno,
lo que es necesario hacer para convertir ese sueño en una realidad"

Mi reacción inmediata fue ir a conocer esa fábrica de realidades a partir de sueños. La


Expedición Humana abrió sus puertas a mis propuestas de investigación y publicación

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sobre Afroamérica y me permitió establecer un intercambio disciplinario con diversos
pensamientos. Pues bien. Este libro es producto de la misma fábrica.

El colega Jaime Arocha Rodríguez, incansable lector y crítico de mis textos, me animó para
proponer la publicación de este ensayo en Colombia, el cual también ha contado con sus
sugerencias, su amistad, y su sabiduría.

La antropóloga mexicana Luz María Martínez Montiel, coordinadora general del programa
Nuestra Tercera Raíz en Conaculta, México, me dio el estímulo fundamental para la
elaboración de este ensayo.

El escritor y lingüista Nicolás del Castillo conoce mi trabajo desde 1974, cuando me
acerqué a su oficina de Gobernador del departamento de Bolívar para comunicarle mi
programa en Palenque de San Basilio. Muy amablemente leyó las dos versiones, me ofreció
sugerencias y aceptó presentar esta publicación.

El analista y crítico literario Diógenes Fajardo Valenzuela, leyó este texto y amablemente
volvió a corregir los anacolutos que siempre han agobiado mis escritos.

Robert Friedemann preparó con emoción las ilustraciones sobre marfiles senegaleses del
arte escultórico del peinado africano.

El Dr. Luis Felipe Delgado, director del departamento de Publicaciones en la Pontificia


Universidad Javeriana y su ágil equipo de colaboradores acogieron con simpatía mis
originales.

Pero más importante que los reconocimientos anteriores, es mi afecto, hacia las personas de
las comunidades negras que he conocido a lo largo de más de 25 años, desde cuando
empecé mis trabajos de terreno en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa
Catalina en el mar Caribe. El ímpetu que he recibido de todos y cada, una de ellas en mi
vida y en mis estudios está más allá de mis posibilidades de reciprocidad.

A todos muchas gracias.

Santa Fe de Bogotá, octubre 12 de 1993.

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PRÓLOGO

Sin los profundos y amenos trabajos de la antropóloga Nina S. de Friedemann se conocería


muy poco de nuestros negros del Pacífico, ignoraríamos la mayoría de sus aportes
culturales, no sabríamos casi nada de sus modos de actuar, pensar y vivir y, sobre todo, los
amaríamos menos. La húmeda, selvática y abandonada costa Pacífica de Colombia alberga
una numerosa población afroamericana prácticamente pura y coincidencialmente aislada
que ha conservado su herencia espiritual con celoso orgullo y admirable tesón hasta el día
de hoy.

A ella llegaron los esclavos fundamentalmente como mineros de oro en sus múltiples
corrientes acuáticas, sobre todo después de 1700, aunque muchos de ellos o sus
descendientes libres trabajaron posteriormente como peones en los trapiches e ingenios
azucareros o en las haciendas ganaderas del Valle del Cauca, especialmente desde 1851
hasta hoy. Casi todos entraron por Cartagena y tomaron principalmente la ruta del río
Magdalena para llegar al Chocó y a las costas de los departamentos del Valle, Cauca y
Nariño. Un menor número remontó el río Atrato desde Cartagena y los restantes pasaron de
Cartagena o de Jamaica, a Panamá, desde donde fueron trasladados, casi siempre
fraudulentamente a las bahías, o los esteros de la costa Pacífica.

La gran mayoría de estos negros entró al país en el siglo XVIII, exactamente a partir de
1700, año en el cual la minería de oro tomó un inusitado auge en el Chocó yen otros lugares
de la costa Pacífica. Ya por esta época la caudalosa corriente de esclavos bantúes que llegó
masivamente (sobre todo a la costa Atlántica) en el período que va de 1580 a 1640 (unión
de las dos coronas) había disminuido mucho siendo reemplazada, desde la segunda mitad
del siglo XVII, por negros ararás (ewe-fon) y minas (akán) los cuales siguieron
predominando en el siglo XVIII cuando comparten su primacía con los carabalíes (efik e
igbo) superando en su conjunto a los bantúes, pero sin hacerles perder a éstos su
importancia cultural.

Como lo señala Robert C. West en su clásica y excelente monografía The Pacific Iowlands
of Colombia el cabo Corrientes divide radicalmente, como un poderoso hito, nuestra costa
Pacífica: al norte, los acantilados de la serranía de Baudó (y de la serranía del Sapo en
Panamá) salpicados de bellas playas de arena fina, interrumpidas por promontorios
llamados longos. Al sur, los manglares que bordean las costas de la zona meridional del
Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño y que penetran al Ecuador hasta más allá de
Esmeraldas. También allí, entre el mangle y el mar, hay playas. Los mangles, tan
entrañablemente evocados en un bello libro por el la mentado profesor Von Prahl, no
pertenecen, como pudiera creerse a primera vista, a una sola familia botánica sino a cuatro
o cinco de ellas que han adaptado sus hojas, tallos y raíces al ambiente salino o salobre en
el cual pululan. Uno de estos mangles es primo hermano de las bogotanas camelias y desde

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que nos enteramos de eso, nos parece advertir (aunque ello no tenga explicación científica
alguna) en las hojas de las camelias un extraño parecido con las hojas de los mangles.

En el Chocó las aguas de las fuertes lluvias se recogen principal mente en dos grandes
sistemas fluviales: el del río Atrato que las lleva al Atlántico y el del río San Juan que las
conduce al Pacífico. En cambio al sur de Buenaventura abundan los ríos medianos, con una
sola excepción: el Patía. Entre el Atrato y un afluente del San Juan existe un breve espacio
de tierra que hoy se recorre en bus, pero que en la Colonia se pasaba por el " arrastradero de
San Pablo" sobre el cual los indios empujaban las cargas que traían las canoas para
depositarias en otras canoas, atravesando así de una cuenca a otra. De Buenaventura al sur
se navega por mar o surcando los largos canales de agua salada paralelos a la costa,
escoltados por inmensos bosques de mangles.

No nos debe, pues, extrañar que, a diferencia de la costa Atlántica que se descubrió en
cuatro meses, fueron necesarios cuatro años para explorar totalmente la costa Pacífica
colombiana y ecuatoriana. Para coronar esa magna hazaña Pizarro y Almagro dividieron
amigablemente su trabajo. Almagro era el que iba a Panamá en busca de gentes y comidas
para reemplazar los numerosos muertos y alimentar a los sobrevivientes, mientras Pizarro
permanecía en algún inhóspito lugar del océano Pacífico como las costas chocoanas, la
desembocadura del río San Juan de Micay, la isla del Gallo o la isla de Gorgona a la espera
de los indispensables auxilios. No fue posible fundar en toda esa costa ni en sus islas una
ciudad que, actuando como centro de aprovisionamiento, permitiera continuar los
descubrimientos hacia el sur. Todas estas expediciones hasta llegar al Perú tuvieron que
armarse en Panamá. No ocurrió nada similar en América: ni la entrada de Hernando de Soto
en los Estados Unidos, ni el duro viaje de Quesada desde Santa Marta hasta Bogotá.
Ninguno de ellos duró cuatro años.

Con excepción de Nabugá, Bahía Solano, Tribugá, Nuquí, Buenaventura, Timbiquí, Guapi
y Tumaco, Nina de Friedemann ha trabajado sobre todo en las poblaciones del interior de
las costas y aun en los valles intercordilleranos, como Quibdó, Istmina, Tadó, Yuto, Lloró,
Bagadó, Chambaré, Muchichí, Cuajandó, Engrivadó, Cértegui, Tutunendó, Neguá, Beté y
Tagachí en el departamento del Chocó, Bajo Calima y Jamundí en el departamento del
Valle del Cauca; Coteje, Santa María, Mechengue, Villarica, Miranda, Corinto, Caloto y
Puerto Tejada en el departamento del Cauca; Barbacoas, Zapote, Los Brazos, El Venero,
Gertrudis en el departamento de Nariño. Es decir grosso modo, aquellos lugares donde se
concentró la actividad minera de los negros en la Colonia y los primeros años de la
República. Con posterioridad a la liberación de los esclavos en 1851 y hasta 1920 éstos se
vieron obligados a desplazarse hasta la propia costa Pacífica en busca de nuevas
ocupaciones.

Nos cuesta trabajo imaginamos a Nina de Friedemann, una mujer menuda, tierna y
femenina, viajando por aquellas húmedas selvas, durmiendo en hamacas, chinchorros o en

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el suelo y desplazándose en incómodas canoas o pangas a través del formidable sistema
venoso de sus ríos, único medio de comunicación en la mayor parte de nuestra costa
Pacífica. Nina ha surcado casi todos esos ríos: Anchicayá, Napi, Mechengue, Bubuey,
Saija, Timbiquí, Guapi, Satinga, Sanquianga, Güelmambí, Telembí, Ispí, Yaguapí, Patía,
Maguí, Nansalbí y Sumbiambí. Y también el Atrato y sus afluentes: Domingodó, Opogodó,
Napipí, Bojayá, Buchadó, Tagachí, Bebará, Beté, Neguá, Munguidó, Quito, Tanandó,
Capá, Yuto, Andágueda y Cértegui.

Pero no ha limitado Nina S. de Friedemann sus actividades a la zona Pacífica. La autora se


ha desplazado a San Andrés y Providencia, a San Basilio de Palenque, a Cartagena, a
Barranquilla y a muchos otros sitios de nuestra costa Atlántica. Fruto de esos viajes y de
sus abundantes lecturas son varios trabajos sobre los negros de habla criolla e inglesa en
San Andrés y Providencia, sobre los ganaderos de Palenque y los ritos funerarios (lumbalú)
allí mismo, sobre los cabildos de esclavos en la Cartagena colonial y sobre el carnaval de
Barranquilla, cuyas comparsas de congos tienen tanta figuración.

Todos estos temas y muchos más, se tocan en este libro que es una prodigiosa síntesis de
africanidad en Colombia en donde aparece, así sea como simple referencia, mucho de lo
que se ha escrito sobre los negros en nuestro país yen donde se comentan las más recientes
publicaciones de autores africanos sobre su propio continente.

Aquí en este libro puede confirmarse la facilidad con que Nina de Friedemann se mueve en
el tema de los negros en las minas de oro de la costa Pacífica, su organización social (
cuadrillas y troncos), sus métodos de trabajo y la vida cotidiana del minero, sus anhelos y
necesidades. Y también en otros muchos temas como el aporte cultural africano en
Colombia, en su música, arte e instituciones.

Este libro está llamado a convertirse en texto para los estudiantes de antropología y
sociología y en obligada obra de consulta para los profesores y conocedores de estos temas.

NICOLÁS DEL CASTILLO MATHIEU

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INTRODUCCIÓN

África y América

En Colombia, el 21 de mayo de 1851 la ley de abolición dispuso que todos los esclavos
fueran libres a partir de enero 1 de 1852. Pero la controversia jurídica y filosófica que
acarreó la aprobación de ese mandato, duró tanto como las mismas guerras de
independencia de España. Por su parte, éstas se nutrían y alimentaban de conflictos de
clases y de castas. En tanto que las huestes realistas en los llanos venezolanos y granadinos
azuzaban a pardos e indios con el grito ¡Guerra a los blancos! y el español Boyes
recorriendo poblados le decretaba la libertad a los esclavos, los caudillos criollos blancos,
nacidos en América, también vislumbraban un modo de captar el potencial de las masas
populares para sus fines políticos (González 1976: 217-340). Negros y pardos fueron
activos protagonistas en la con tienda aliándose con españoles y luego con criollos. La
moneda que en 1815 jugaban los negros en este drama tenía un valor: la libertad.

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La resistencia de los negros que durante la esclavitud había sido una constante en sus
relaciones con amos y señores, tomó nuevo ímpetu con las tácticas de la huida y el
enfrentamiento (Carrera Damas 1977, Friedemann 1979). Las mismas que habían sido
utilizadas durante la Colonia en la guerra de cimarrones, que en el territorio de la Nueva
Granada duró cerca de 300 años. En la República, la resistencia sería reinventada
acogiendo la " integración" propuesta por la sociedad dominante. El callejón era tan
estrecho en ese período de post-abolición, que el blanqueamiento socio-genético, pareció
ser la única alternativa para lograr una emancipación real y el acceso a sus derechos civiles
concedidos por ley, pero negados en la práctica social. Más cerca de nuestra actualidad al
bordear el siglo XXI, la meta sigue deletreándose en términos de alcanzar legitimidad
social y cultural en el marco del Estado. Y por ende, el reconocimiento de ser una de las
tres raíces en la génesis de la nación y la nacionalidad colombianas: la negro-africana, junto
a la aborigen-americana y a la europea.

Para el efecto, grupos e individuos negros de la intelectualidad en Colombia, se esfuerzan


por alcanzar que en el campo de la educación y de la ciencia se hagan visibles la historia, la
sociedad y las culturas africanas y negro-americanas. La invisibilidad como una expresión
de la discriminación hacia los africanos y sus descendientes en países como Colombia ha
sido firme y sutil y ha tomado una variedad de formas desde el mismo momento de la
llegada de los europeos. El mestizaje, como ideología de acción política ha sido una de
ellas y sigue siendo útil para aniquilar diversidades socio-raciales que reclamen derechos de
identidad.

La labor de interpretación teórica del devenir del negro en Colombia como una tarea de las
ciencias sociales es parte de la épica de la diáspora africana. Pero es asunto que todavía no
tiene muchos años. Roger Bastide a propósito de la diáspora en América anotaba (1967),
que estos estudios antes de la abolición de la esclavitud eran sencillamente inconcebibles.
Porque la ideología de la ciencia de occidente consideraba al individuo proveniente de
África apenas como una herramienta para el trabajo físico y nunca como un portador de
cultura.

Una evaluación de los estudios de negros en Colombia, realizada en 1984 (Friedemann),


muestra que sólo 100 años después de la abolición en la última parte del decenio de 1940 y
en el decenio de 1950, en la periferia de la antropología, empiezan los trabajos etnográficos
n los cuales las comunidades negras aparecen como sujetos de investigación (Friedemann
1993). Los trabajos pioneros de Rogerio Velásquez (1948), José Rafael Arboleda (1952),
Aquiles Escalante (1954) y Gregorio Hernández de Alba (1956), son los más prominentes.
A partir de 1963, la obra del historiador Jaime Jaramillo Uribe en torno a las relaciones de
señores y esclavos en la sociedad colombiana del siglo XVII estimularía el trabajo de otros
investigadores cuyos estudios han permitido interpretaciones verídicas sobre la
participación económica, social y cultural del negro en nuestro país.

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El campo de la lingüística debió esperar un decenio más. Los estudios de Germán de
Granda (1968,1971) y de Dereck Bickerton con Aquiles Escalante (1970) seguidos por los
de Nicolás del Castillo (1982, 1984) y Carlos Patiño Rosselli (1983) demostraron que en
Palenque de San Basilio, una comunidad residual de cimarrones coloniales, existía un habla
con memorias africanas. Del mismo modo, en el archipiélago de San Andrés y Providencia,
el Caribe isleño colombiano, los estudios de Jay Edwards (1970) descubrieron también la
presencia africana en el habla criolla de sus gentes.

Este hecho ha sido de profunda importancia tanto para las comunidades isleñas y la
palenquera, como para el resto de la gente negra en Colombia. Con anterioridad, el habla
diferente de estos grupos era esgrimida como una incapacidad para hablar "correcta mente"
el inglés o el español en los respectivos lugares. Para los estudios antropológicos e
historiográficos el conocimiento del rico fenómeno de creación lingüística que ha
contribuido a la afirmación cultural de la población negra colombiana, ha significado el
hallazgo de nuevas rutas para la interpretación científica en variados campos: en la
organización social, la estética, la literatura o la oralitura. Además de aquellos nuevos de la
genética humana que intentan hacer aportes en la dilucidación de la proveniencia de los
africanos (Keyeux 1993).

La conmemoración de 1492 en 1992, por su parte, generó una coyuntura para entender que
no fueron dos, sino tres o cuatro mundo los que se encontraron, y ha permitido discutir la
participación de África y los negros en la construcción de las Américas. En Colombia
propició un ambiente de reflexión a partir de reclamos de derechos a la diversidad que
convergieron en junio de 1993 en la ley 70 en el marco de una nueva constitución que en
1991 definió a la nación como un ente pluriétnico y multicultural. A los negros -de modo
similar que a los indios- se les ha reconocido su estatus étnico y sus derechos territoriales y
culturales.

Las nuevas condiciones jurídicas del negro, con seguridad contribuirán a devaluar aquellas
ideas que, por ejemplo en el campo de la antropología coadyuvaron a desechar a las
comunidades negras como sus sujetos de estudio y que en la historia sociocultural de
Colombia, han invisibilizado a África como continente ancestral de núcleos importantes de
gente negra en amplios territorios nacionales. Claro que experiencias similares de negación
de la historia son también parte del transcurso africano. El estudioso senegalés Cheikh Anta
Diop, sucintamente evalúa el fenómeno cuando afirma que " borrar, destruir la conciencia
histórica siempre ha formado parte de las técnicas de colonización, sumisión y
embrutecimiento de los pueblos" (1983:60). El proceso sin embargo no alcanzó a aniquilar
la memoria histórica africana, porque de acuerdo con Yoro FalI "los europeos no tuvieron
la fuerza necesaria para conquistar el alma y los cerebros de todos los africanos" (1992:19).

Pero en África misma en el siglo XVII, durante la formación del imperio Ashanti, que
estuvo mediada por la conquista de muchos grupos, entre los vencidos (Towa 1985:148), a

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los griots, historiadores tradicionales, especie de trovadores, especialistas de música,
genealogistas o embajadores se les prohibió seguir contando la historia de su gente.
Cualquier violación era castigada con la muerte. Los griots debían aprenderse la versión de
una historia oficial que bajo la nueva hegemonía debía ser relatada para sepultar los
verdaderos orígenes de los grupos dominados, y lograr unidad y armonía bajo el nuevo
imperio.

Si bien en Colombia la historia de los aborígenes americanos también fue víctima de este
tipo de técnicas, la de África y la de la diáspora africana en América han resultado más
afectadas. No obstante, en África, desde finales de 1950 comenzó a tomarse conciencia en
torno a los efectos de la destrucción del conocimiento sobre el pasado ya la urgencia de su
restauración. Actualmente, en este proceso participan intelectuales africanos que con el
dominio de técnicas europeas de investigación y las suyas propias se esfuerzan por
establecer un enfoque propio para dar a conocer en su continente y en el mundo occidental,
la historia africana desde su propia visión (Fage 1982:60, Curtin 1982:78, Fall 1992:17-37).
Su trabajo ha contribuido a erosionar algunos de los mitos racistas seudocientíficos que
llegaron a desfigurarla al punto de proclamar que " África no tenía un pasado". Esos mitos
se servían de una escala de valores socioculturales, espejo de una pirámide de pigmentación
epidérmica en cuyos segmentos inferiores se colocaba a los negros como parte de los no-
civilizados, de los otros. La historia de los africanos y de sus descendientes en el Nuevo
Mundo resultaba así una cuestión sin importancia ni valor, y hablar de sus contribuciones
en las sociedades donde vivían era más que un exabrupto.

El proceso de descolonización en África también generó ímpetus para afirmar la identidad


de sus pueblos y naciones. La conmoción sociopolítica y económica de la poscolonia
alcanzó los ámbitos de la educación y la ciencia. En la batalla por aniquilar los prejuicios
racistas, la conciencia de una enseñanza de historia descolonizada se adoptó como un arma
estratégica. A partir de 1960, en un lapso de 20 años, y de modo simultáneo al proceso de
descolonización, alcanzaron a prepararse más de quinientos historiadores africanos con
doctorado o grados equivalentes, quienes han emprendido investigación, publicación y
enseñanza de sus análisis y materiales (Curtin 1982:86).

Su recopilación de fuentes escritas europeas, árabes, hindúes y chinas anteriores y


posteriores al siglo XV (H. Djait 1982, 1. Hrbek 1982) dan cuenta de encuentros de África
con otros mundos, mucho antes de 1492.

Elikia M' Bokolo, es uno de esos nuevos historiadores. Actualmente se desempeña como
director en la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales en París. M'Bokolo ha
examinado las relaciones antiguas entre el Asia Oriental y el continente africano, que
permiten trazar el protagonismo de África en una cadena de tiempo, espacio y
circunstancias sociopolíticas. Que conforme él sostiene, desde luego invalidan cualquier

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pretensión de reclamar un comienzo absoluto en 1492, como fecha inaugural de tránsito de
un mundo plural a un ámbito planetario único.

M'Bokolo (1992:4) y numerosos científicos africanos, por el contrario, enfocan el evento de


1492 como parte de una serie de comienzos en los cuales África nunca estuvo ausente.
Dentro de este propósito, la hipótesis considerada " sacrílega", especialmente por la ciencia
de occidente, en torno al contacto africano con América en tiempos precolombinos, es una
inquietud permanente, que estimula la búsqueda de testimonios de variada índole. Una
conversación entre el gobernador de El Cairo y el emperador de Mali, Kankou Mousa
durante su peregrinaje a lugares santos del Islam en 1324, compilada por lbn Fadl Allal Al
Omari, narra los esfuerzos de su predecesor Mansa Aboubakar II en torno a la exploración
del océano Atlántico (M'Bokolo: 1992, Friedemann y Arocha: 1986, Diaw 1983).
Documentos como éste se divulgan para estimular investigaciones sobre técnicas antiguas
de navegación en África, que aún es uno de los asuntos menos abordados en la nueva
historiografía del continente. Lo cual no quiere decir que no existieran. Las experiencias de
Thor Heyerdahl demuestran lo contrario. Con su piragua Ra I, construida de acuerdo con
las técnicas de los Buduma del Chad, Heyerdahl navegó 4.345 kilómetros saliendo de Safi
el 25 de mayo para llegar a las Antillas el 18 de julio de 1969 (M'Bokolo 1992).

En Colombia, en la misma vena de las hipótesis sacrílegas se ha colocado la del arqueólogo


Donald Lathrap (1977) que propone el que los procesos de domesticación vegetal, como
otros ocurridos en el Viejo Mundo, se derivan de un patrón único de experimentación
neolítica elaborado en el África hace 40.000 años, por portadores de las culturas Sangoana
y Lupembana (Shaw 1972). De acuerdo con una parte de la propuesta de Lathrap, en algún
lugar de la costa septentrional del Brasil, hace más de 12.000 años pudo arribar un grupo de
pescadores africanos. Buscando terrazas fueron llevados por corrientes marinas lejos de las
costas occidentales de África hasta un punto entre Recife y la desembocadura del
Amazonas. ¿Viajaban en balsas o en canoas? ¿Fueron arrastrados con redes y las semillas
del calabazo de botella (Lagenaria siceraria) domesticado en África y que no puede
reproducirse sin la ayuda humana? ¿Acaso estas semillas fueron empleadas por gentes en
las costas americanas?

Aunque durante un decenio esta hipótesis fue desdeñada, en los últimos años, el aumento
del número y la antigüedad de las fechas que atestiguan el poblamiento del continente
americano, como la de Pedra Furada con 32.000 años en el nororiente del Brasil, sumados a
otros datos que la sustentan, vuelven a poner a la propuesta de Lathrap en el escenario del
debate (Guidon y Delibrias 1986, Gruhn 1988). Y en el foco de las preocupaciones que
estimulan la nueva historiografía en África. Por otro lado, si hablamos de encuentros de
mundos, ésta hipótesis aludiría a uno temprano (Friedemann 1992, Friedemann y Arocha
1985).

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Retomando el hilo del trabajo de los africanos sobre reflexión y restauración en torno a su
historia, deben mencionarse estudios como el de A. Hampaté Ba (1982) inmersos en la
historia oral o en la oralitura. La tradición viviente, conforme la denomina, es sinónimo de
" La Gran historia de la vida", que comprende la historia de las tierras y de las aguas, de los
vegetales, de las venas del seno de la tierra, de los astros, y por supuesto, de la historia del
hombre, simbiosis de todas las historias, expresión de partículas de todo lo que ha existido
antes de él.

Como una fuente para la reconstrucción del pasado, la recolección y evaluación de


tradiciones e historias orales prosigue en África. Una muestra de su importancia es el
resultado de la confrontación de las narraciones del cronista Cavazzi (1687) en el siglo
XVII, relatos épicos, narrativas literarias y datos cosmogónicos con invetigaciones
recientes de terreno en 1970, sobre tradiciones locales. Todo lo cual ha servido para trazar
en la región del Alto Kwango en Angola, un horizonte de dinastías y cambios
sociopolíticos (Vansina 1985:182). Y también para traer a la luz la resistencia de carácter
epopéyico contra la trata negrera, que en esa región como en otras se dio de modo
permanente desde el siglo XVII hasta fines del XIX.

El tema de la trata por el Atlántico sin embargo, sigue causando gran desasosiego en el
escenario de las reflexiones y la práctica de una nueva historiografía en África. Para los
africanos constituye la consecuencia más visible, la más durable y la más grave del
encuentro africano, europeo y americano. Además es una cuestión que aguijonea
sensibilidades, sentimientos y culpabilidades; que provoca innumerables reacciones. Y
aunque los europeos no inventaran la esclavitud que en África era actividad antigua,
practicada en escala reducida con fines de reintegrar socialmente a individuos que habían
perdido a su familia en guerras u otras catástrofes, la intervención europea le dio un
carácter diferente y unas dimensiones monstruosas (Gueye 1981:186). De tal calibre, que la
perturbación profunda que generó en la sociedad africana de su tiempo sigue proyectándose
en el presente.

La sangría demográfica de millones de seres humanos, que duró mas de tres siglos, es
definida además por intelectuales africano como una empresa de extirpación sociocultural
comandada por alianzas de estratos dirigentes, parte de ambas civilizaciones, la europea y
la africana de ese tiempo (Selassie 1992). Y contiene, para numerosos estudiosos, factores
que debilitaron la resistencia socio-política frente al proceso de colonialismo europeo del
siglo XIX. Lo paradójico es que todas las guerras internas y la migración intercontinental,
brutal y forzada hayan constituido el escenario para la formación de la diáspora
afroamericana, parte integral de América.

Aunque tales acontecimientos en alguna medida son conocidos, no lo son en la misma


forma aquellos que documentan la resistencia africana a la trata en África misma. Y mucho
menos con el significado de ser huellas de africanía dentro del fenómeno del cimarronaje

14
americano que plasmó su ideología de liberación en palenques, kilombos, mambises,
cumbes o mocambos.

Trabajos de la nueva historia africana como los de Oruno D. Lara (1981:130) traen a la luz
testimonios de esa resistencia en Guinea con los bijagos y en el Congo con los jagas. Entre
1568 y 1587 un movimiento que se oponía a la trata, fue conocido como " La larga marcha
de los jaga". Eran escuadras de guerreros fuertemente organizados política, religiosa y
militarmente. Operaban en amplias regiones a partir de campamentos fortificados llamados
kilombos, -el mismo vocablo que en Brasil señalaría a los cimarrones negros-. Hombres y
mujeres eran combatientes, unos al lado de los otros. En sus marchas invadieron el Congo,
devastaron el país con el fin de desorganizar las estructuras portuguesas de la trata
esclavista. El objetivo, dice Lara, era conquistar y destruir los reinos aliados a los europeos
en el negocio de la trata.

Las narrativas de Cavazzi, anota Lara (1981:130), describen el kilombo africano, y


contienen datos de su organización social y religiosa. Hasta la fecha, sin embargo, en la
historiografía de la diáspora afrocolombiana, no se han tenido en cuenta o no se han
conocido es tos datos sobre el pasado africano de resistencia a la trata. Que son importantes
para el análisis del cimarronismo y en general de los estudios de grupos negros. Este es un
ejemplo que enseña por un lado el alcance de la invisibilidad de la historia africana que
afecta tanto a la historiografía de los grupos negros, como a la general de Colombia. Pero
por otro lado muestra la urgencia de una comunicación activa académica entre estudios y
estudiosos africanistas y afro americanistas. A más de la necesidad que en nuestro país
tenemos de estimular la formación de cuadros de científicos que culturalmente hagan parte
de la diáspora.

Otra instancia que permite examinar el alcance de la invisibilidad de África en la


conceptualización de las comunidades afrocolombianas se refleja en el campo de estudios
de la familia negra. El manejo etnocéntrico que varios estudiosos le han dado al tema
explicando la situación africana a la luz de conceptos como los de familia nuclear y
monógama, ha conducido a errores y tergiversaciones.

En Colombia, como en otros países latinoamericanos, la familia nuclear, monógama y


cristiana se yergue como paradigma dentro de los análisis históricos y contemporáneos de
organización social a nivel nacional. De esta suerte, es inexistente la consideración de
huellas de la familia extendida africana en la familia negra. Mas bien el encuentro de
formas poligínicas, ha servido para estereotipar los roles de la mujer y de los hombres,
tanto en el campo de la responsabilidad socioeconómica como en el afectivo (Friedemann y
Espinosa 1992). Y tal estereotipia se ha manifestado en las ciencias sociales, en la
literatura, en el pensamiento religioso y filosófico. La propuesta entonces es la de
emprender el análisis de la mujer y la familia negras, por fuera del concepto etnocéntrico de
familia nuclear. Así, el modelo clásico de familia extensa propuesto por Murdock (1949),

15
compuesto por dos o más familias nucleares, no parecería definir la realidad ni en África ni
en Afroamérica.

En la familia extendida africana, la importancia del vínculo con sanguíneo ha sido mayor
que la del conyugal, apuntan los estudios de Niara Sudarkasa (1980: 43).Y el ciclo
conyugal consta de una fase monógama seguida de una polígama, donde ambas son
equivalentes. Si un hombre tenía o tiene una esposa e hijos, dos esposas e hijos o muchas
esposas e hijos, su familia era y es una familia. Claro que cuando se trata de definir la fase
monógama de esta familia, aunque parezca reiterativo, es necesario desvincularse de la
ideología que sustenta la noción de la familia nuclear monogámica en la sociedad
occidental. Porque en la familia extendida africana, institucional mente dicha fase no es
insular ni en su formación, ni en su funciona miento (ibídem: 43).

Este punto es el que según los africanistas, ha sido ignorado y trastocado en las discusiones
teóricas sobre el tema, cuando se propone que tales familias eran " múltiples familias" con
un esposo-padre en común (Sudarkasa 1980:43). Así mismo cuando se ignora que su
estabilidad no depende de la unión conyugal en cualquiera de sus fases monógama o
polígama, sino del ejercicio de derechos de consanguinidad en el grupo familiar que, por lo
general, tiene una base poligínica.

Al referirme a huellas de africanía o cadenas de asociaciones icónicas, me sitúo cerca de los


planteamientos de Gregory Bateson (1972) sobre el lenguaje de los iconos, ideas que
podrían relacionarse a su vez con el concepto de " orientaciones cognoscitivas" propuesto
por Mintz y Price (1976), para aproximarse a los problemas de la evolución de las culturas
afroamericanas. En la misma vena, es que Niara Sudarkasa (1980) antropóloga africanista,
opina que el más importante legado africano en la diáspora americana es el que proviene de
la familia extendida, la cual recreó principios éticos, modos de comportamiento, rasgos
estructurales y orientaciones cognoscitivas en nuevos lenguajes de parentesco, que le
permitieron al negro sobrevivir biológica y culturalmente en el Nuevo Mundo.

El ensayo que esta introducción presenta en torno a los grupos negros colombianos es un
homenaje de admiración a su saga de 500 años en América. A su vitalidad y a su
creatividad, a la capacidad de la diáspora africana para vivir y sobrevivir en tantos mundos.

16
NEGROS, ESCLAVOS Y CRONISTAS DE INDIAS

Han transcurrido casi cinco siglos desde cuando los primeros africanos empezaron a llegar
a Colombia, no precisamente como parte de los cautivos en la empresa de la trata. Hubo
africanos que viajaron con los españoles en la aventura del " descubrimiento" pero que se
perdieron en las crónicas de conquista. El hallazgo de algunos nombres como el de Ñuflo
de Olano, que al lado de Vasco Núñez de Balboa subió a la cumbre de Quareguá y miró
también por primera vez la inmensidad del Mar del Sur -el océano Pacífico- el 25 de
septiembre de 1513 es un testimonio. Afortunadamente en este caso, el escribano Andrés de
Valderrábano, miembro de la expedición de Balboa anotó la presencia de Olano y su escrito
fue a dar a las manos del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés.

Ñuflo de Olano debía hacer parte de esos africanos conocidos como negros ladinos, negros
de Castilla o negros de Portugal, llamados así por estar familiarizados con el lenguaje y la
idiosincrasia de españoles y portugueses. Provenían de aquellos que desde antes de 1445
habían comenzado a llegar a la península Ibérica a bordo de las barcas y barineles de

17
Enrique el Navegante que, merodeando por las costas de Guinea, ya se habían dado mañas
para agarrar y transportar cautivos. Tanto que en 1552, de los 100.000 habitantes de Lisboa
10.000 eran esclavos negros. A su vez, a fines del siglo XVI en España, el 2.5% de sus
nueve millones de almas también era de esclavos negros (Álvarez Nazario 1974:24).

El documento en que por primera vez en la historia americana aparece autorizada la entrada
de esclavos negros a las colonias de ultramar (Díaz Soler 1974:20) fue la Instrucción que el
16 de septiembre de 1501, los reyes le dirigieron a don Nicolás de Ovando, Gobernador de
las Indias. La tal Instrucción especificaba que no se permitía introducir " moros nin xudios,
nin erexes, nin rreconcyliados, nin personas nuevamente convertidas a Nuestra Fée, salvo si
fueren esclavos negros u otros esclavos que fayan nacido en poder de crystianos, nuestros
subditos é naturales" (ídem). La proporción de población es clava negra que vivía en la
península Ibérica facilitaba con holgura el cumplimiento de la Instrucción. Así en 1538 la
expedición de Juan Vadillo que salió de Cartagena en un bergantín hacia Sebastián de
Urabá, (Del Castillo 1990:137), para luego seguir por tierra, llevaba como lo apunta la
crónica de fray Pedro Simón, un " gran número de negros y negras, pues eran más de
ciento" (Ed. 1981: T. IV: 188). Pero, ¿cuántos de éstos en España eran esclavos y cuántos
eran negros residentes libres y que voluntariamente engrosaban la aventura? Estas son
preguntas que aún no tienen respuestas precisas, aunque es factible presumir que estas dos
categorías de negros debieron llegar con los conquistadores: los esclavos y los libres,
ambos procedentes de España en un principio. Ello a juzgar por la investigación histórica
sobre el transcurso de los africanos en la península Ibérica, desde antes de la mitad del siglo
XV. Además, porque durante el siglo XVI muchos de los residentes llamados " de color"
con ascendencia africana, cuando se embarcaron en Sevilla hacia el Nuevo Mundo, entre
1509 y 1559 anotaron su procedencia peninsular en el Catálogo de pasajeros a Indias
(Álvarez Nazario 1974:25).

De todos modos, la crónica sobre la expedición de Vadillo hacia el sur en 1538 anota la
participación de unas trescientas cincuenta personas entre las cuales también había indios e
indias de servicio. La nómina era de nobles, alféreces, capitanes de infantería, oficiales,
curas, soldados y gente de pueblo. Entre el grupo se encontraba Pedro Cieza de León quien
años más tarde se convertiría en uno de los notables cronistas de Indias. En ese tiempo era
apenas un joven de dieciocho años que se había iniciado en América desde los 14 años.
Había llegado a Cartagena en 1534 desde Sevilla en una de las tres naves del Contador de
la gobernación de Cartagena de Indias, Rodrigo Durán (Del Castillo 1990: 137). Su
experiencia de ocho años de estadía en la región antioqueña le permitiría incluirla en la
primera parte de su Crónica del Perú.

Esta expedición de Vadillo duró catorce meses y estuvo plagada de incidentes, de marchas
en lodazales, ataques a grupos indios, heridos, muertos, caballos sacrificados para aplacar el
hambre, accidentes en despeñaderos, robos a los indios, saqueo de sus tumbas y todo el
horror que como una constante marcó el episodio brutal de la entrada de Europa en el

18
territorio americano. Según la crónica de Fray Pedro Simón (Ed. 1981, T. V: 224), en Cali
se repartió el pillaje de oro entre los que quedaron después de haber perdido noventa y dos
españoles, ciento diecinueve caballos y " muchos indios e indias y muchos negros
esclavos". Aunque en esta crónica también se perdieron los nombres de los indios y de los
negros y el número de sus muertos, en el transcurso del relato su presencia aunque
esporádica es un testimonio valioso. Tal es el caso de aquellos diez negros que son
enviados a las labranzas de los indios para robarles el maíz y otra comida. Dos de ellos caen
abatidos cuando los indios les salen. La narración también anota cómo en ocasiones en el
fragor de los enfrentamientos, los negros huyen de la expedición y seguramente se vuelven
cimarrones. Cuenta la crónica que algunos ya heridos se escondían para morir en paz. Lo
que no indica es si aquellos que alcanzaron a llegar a Cali recibieron algo de la repartija del
botín que produjo cinco pesos en oro para cada soldado.

Por el mismo tiempo, en 1540 salió de la península la expedición del licenciado Alonso
Luis de Lugo. Luego de llegar al Cabo de la Vela, arrancó por tierra, " con baquianos y
gente que ya había estado en otras expediciones, llevaba doscientos soldados y otros tantos
caballos y bestias para carga y treinta y cinco vacas con sus toros" (Simón Ed. 1981. T.IV:
140). Aunque en un comienzo el cronista no menciona negros, a medida que avanza su
narrativa los esclavos surgen como personajes de trajín. Hay un momento de crisis cuando
las provisiones escasean y los ánimos le flaquean al mismo don Alonso. Entonces salta el
esclavo Gasparillo quien habiendo hecho parte de una expedición anterior con Jerónimo de
Lebrón y conociendo las trochas y serranías de la región, dijo que podría llegar hasta la
ciudad de Vélez y conseguir ayuda. Pero lo haría -dijo- " si vuestra señoría se sirviese de
darme carta de libertad". A lo cual don Alonso le contestó que no sólo le daría una carta de
horro sino cuarenta si fuera necesario, escritas en letras de oro, con tal de que consiguiera
socorro (ibídem: 152).

Pero éste no fue el único incidente en el cual el protagonismo de uno de los negros alivió la
crisis. Unos días antes Juan de Castellanos soldado muy avezado y quien al parecer había
estado en la expedición de Gonzalo Jiménez de Quesada, le propuso al licenciado Alonso
que en compañía de otros se desprendería del grupo y llegaría a Vélez para conseguir
auxilios. En la crónica aparece entonces el negro Manga Lengua -quizá manga luango- que
en vista de tanta hambre, privaciones y dificultades, decide entrar al poblado de indios que
divisan a lo lejos. Sin resultado, porque tan pronto los indios lo ven empiezan a perseguirlo
y de milagro se salva.

Juan de Castellanos resultó el mismo que años después sería cronista, cura, Beneficiado de
Tunja y dueño de haciendas y esclavos negros (Cortés 1966). El Canto I de sus Elegías de
Varones Ilustres de Indias evoca su aventura, dejando entre líneas el hambre, el
desfallecimiento y los tallos de bihao que para no agonizar, según Fray Pedro Simón (Ed.
1981 T. IV: 144), tuvieron que comer él y sus acompañantes día tras día:

19
El don Alonso, pues con buenos guías

de los antiguos hombres convocados

Por el de la ciudad de Santa Marta

en continuación de su viaje

fue caminando por aquellos llanos

por do fueron a dar a los dos ojos

de cristalinas aguas, aunque gruesas,

desde donde se ve la serranía

frontera de los indios Coronados,

cuyas faldas se dicen las acequias

de que tenían uso los vecinos

Confines al enhiesto y empinado

Cerregión de los negros fugitivos,

Que en tiempo les sirvió de fortaleza

desde donde comienzan las llamadas

del gran Valle de Upar, diversas veces

en mis memoriales repetidos.

(Juan de Castellanos en Castro Trespalacios 1977:28).

Al fin y al cabo la crónica de Simón no volvió a referirse ni al esclavo Gasparillo ni a la


suerte del negro Manga Lengua. En 1543 cuando el licenciado Alonso Luis de Lugo llega a
Vélez solamente iba con setenta y cinco compañeros de los casi trescientos con quienes
comenzó y de los casi trescientos caballos y otras bestias que tenía sólo llegaron
veintinueve o treinta (Simón Ed. 1981 T. IV: 157). Ya en esta parte del relato se desvanece
la esperanza de saber cuántos negros o si acaso ninguno llegó con vida a Vélez.

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Por su parte, Juan de Castellanos en su Historia de Cartagena sí menciona el hecho de que
Pedro de Heredia llevaba negros en su expedición del Cenú. Dato que aparece confirmado
en el juicio de residencia que en 1537 le siguen y donde se le acusa de " permitir a los
cincuenta negros que había traído para trabajar en las sepulturas... " que robaran los
mantenimientos de los indios en los alrededores (Borrego Pla 1983:54).

Sobre estos negros se sabe que algunos de ellos se fugaron y en 1540 fueron localizados en
cercanías de San Sebastián de Buenavista. Pero es interesante el encuentro en 1545 de un
palenque situado en las inmediaciones del pueblo de Tofeme en el partido de Tolú y que
según documentación existía desde 1525. Así cuando la campaña de exterminio sale de
Cartagena hacia Tolú, al regreso el parte fue que habían encontrado y abatido como
trescientos cimarrones (ibídem:430). La pregunta que sigue entonces es la de si estos
negros provenían de España y Portugal a través del goce de licencias que en ese tiempo la
Corona concedía a particulares. Y cómo lograron constituir un grupo de rebeldes tan
considerable en número. Un ensayo de respuesta es el de Borrego Pla (1985: 431) que
supone la llegada de cimarrones desde Panamá y Tierra Firme.

De cualquier modo, los datos anteriores permiten presumir que buen número de ladinos, o
conforme algunos autores señalan, negros españolizados llegaron con los conquistadores a
tierras de nuevo mundo. Así, la crónica aludida por Juan Friede en sus Documentos inéditos
para la historia de Colombia (1955 -1960) puede contar cómo en Ada (actual Panamá),
músicos y bailarines negros en 1520 entretenían a los caciques Darién.

21
LOS AFRICANOS: CIFRAS Y ORIGEN

La diáspora africana y el péndulo de las cifras

La gente negra en Colombia desciende de aquellos individuos que llegaron con los
primeros conquistadores y de los miles de africanos que desde el siglo XVI oficialmente
desembarcaron como parte de la trata, en Cartagena de Indias, y de contrabando en otros
lugares como Buenaventura, Chirambirá, Gorgona y Barbacoas en el litoral Pacífico y en
Riohacha, Santa Marta, Tolú y el Darién sobre la costa Atlántica.

Actualmente, encontramos grupos negros descendientes de africanos, en regiones de las


costas Atlántica y Pacífica yen sitios de los valles interandinos así:

Región del Caribe: departamentos de la Guajira, Magdalena, Atlántico, Bolívar, Córdoba,


Cesar, Sucre y Antioquia.

22
Costa del Pacífico: departamento del Chocó y zonas costeras de los departamentos del
Valle del Cauca, Cauca y Nariño.

Valles interandinos de los ríos Cauca y Magdalena, incluyendo algunos de sus afluentes y
el valle transversal del río Patía.

Departamento de San Andrés, Providencia y Santa Catalina en el Caribe isleño.

Mucho se ha escrito en torno a la trata como un tráfico de vergüenza, que produjo


ganancias económicas para las naciones europeas participantes y grandes pérdidas
humanas, culturales y económicas para África y América.

La historia y la demografía de la trata trasatlántica, por supuesto, son temas que han
generado polémicas cuyos marcos han sido no solamente la evidencia documental, sino las
posiciones ideológica frente al hecho sociopolítico de la esclavitud (Tannenbaum 1968)
Elkins 1971, Winks 1972, Lane 1971, Genovese 1967). Desde luego que hay suficiente
literatura sobre las circunstancias de movilización de las víctimas en terrenos de captura,
prisión, devastación cultural transporte en hacinamiento, trasplante en medios hostiles y
sujeción a trabajo forzado. Esto, para mencionar algunas de las condiciones que encararon
aquellos que alcanzaron a llegar a América. Porque se habla de 15%, 20% o 25% de
africanos que habiendo salido de su continente nunca desembarcaron ene! nuevo mundo:
murieron o se suicidaron.

Empezaban a desfallecer en las factorías de las costas africanas y expiraban durante el viaje
trasatlántico. Se enfermaban de melancolía fija (Triana y Antorveza 1989). Acurrucados,
con la barbilla sobre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas, rehusaban alimentos
hasta que morían. De los bidyogos o bijagos que eran guerreros, se sabe, que sin tener nada
a la mano, se doblaban la punta de la lengua hacia adentro, y empujando la glotis sobre la
tráquea la obliteraban impidiendo la entrada y salida del aire de los pulmones. El frecuente
suicidio en el viaje trasatlántico, siguió ocurriendo entre los cautivos una vez colocados en
los frentes de trabajo esclavo.

La historia del sufrimiento corporal de los africanos en las armazones de los barcos de la
trata es conmovedora. En los navíos se carecía de servicios médicos. Enfermedades como
escorbuto, infecciones en los ojos, viruela, disentería, a la llegada de los puertos de
desembarque eran anotados en los documentos como tachas o defectos físicos. Que para los
esclavistas tenían significado en cuanto eran impedimento para presentar al cautivo como
mercancía apetecible en el mercado de compra-venta de trabajadores (Triana y Antorveza
1989: 39-66). La agonía física de males incurables como el de Loanda, el nombre de uno de
los puertos de embarque, en la costa de Angola, era pavorosa. A las víctimas se les
hinchaban los cuerpos, se les pudrían las encías y generalmente morían. La crónica relata
cómo el firmamento del océano se poblaba de seres que antes de morir se retorcían con

23
recias calenturas y otros padecimientos como viruelas, tabardillo y sarampión (Valtierra
1980: T. II: 56).

En esta terrible historia las víctimas debieron apelar a sabidurías propias, decisiones y
acciones para aliviar y curar las dolencias físicas. ¿Qué dioses y fuerzas protectoras
invocaron? ¿qué plegarias elevaron? Develar lo ocurrido en este trance permitiría dibujar la
construcción de los cimientos que originarían la presencia de una diáspora africana en
países como Colombia y su concreción en la cultura negra de los descendientes de los
africanos. Así como el proceso de impregnación de esta cultura en conglomerados de
composición socioracial diversa.

Aunque hay numerosos estudios en relación con el transporte forzado de los africanos a
América, aún no se ha aclarado ni el número de personas que fueron arrancadas de sus
territorios, ni el de los que llegaron. Como tampoco su procedencia exacta. Entre los
estudios demográficos de la trata, la controversia sobre la magnitud numérica se
desenvuelve en cifras que van de los 9 millones hasta los 100 millones, pasando por
apreciaciones intermedias de 25 millones y cifras menores de 3 millones (Friedemann y
Arocha 1986:33). Germán Colmenares (1979) anota más de 9 millones, en tanto que
Edward Dunbar (véase Curtin 1969) señala unos 14 millones en la trata en América, cifra
que se compara con las de Herbert S. Klein (1986: 93) que oscilan entre 10 y 15 millones.
Este a su vez anota el hecho de que cuatro quintos del total de esclavos africanos llegado al
nuevo mundo fueron transportados en 150 años, desde el siglo XVIII hasta mediados del
XIX.

Y en cuanto a Colombia, Curtin (1969: 46) consigna una cantidad de 200.000 esclavos
importados durante el período total de la trata para lo que hoy son Colombia, Panamá y
Ecuador.

Posteriormente, el cotejo de esta cifra con análisis cuantitativos de Germán Colmenares


(1979) y cuentas minuciosas de Nicolás del Castillo (1981), ha complementado las
estimaciones de Curtin. Por un lado, Colmenares concluye que de los 200.000 esclavos que
Curtin asigna a la Nueva Granada, Panamá y la Audiencia de Quito podría especularse que
algo más de la mitad le cupo al actual territorio colombiano.

Ya esa cantidad, le agrega las partidas por contrabando, que habida cuenta del costo de
transporte y alimento, según él, no debieron ser siquiera el 50% de las legales. Así,
Colmenares fija el número total de esclavos introducidos en Colombia en alrededor de
120.000.

Nicolás del Castillo, por su parte, muestra que sólo en 60 años entre 1580 y 1640 el número
de esclavos introducidos por Cartagena sumó un total de 169.371. Luego vendría el
contrabando de los holandeses desde Curaçao y también el de los ingleses desde Jamaica
que se inició a mediados del siglo XVII (1981:245-253). Si este dato se mira a la luz de la

24
apreciación de Klein (1986: 94) de que el número mayor de esclavos llegó al nuevo mundo
entre el siglo XVIII y mediados del XIX, tendríamos una mayor dimensión.

Según Curtin (1969:46) para 1810 en la Nueva Granada la población de origen africano sin
mezcla era de 72.270, pero la proporción de mulatos en la población total ya era del 50%.
Ello sugiere que en esta fecha la población de origen africano contenía una alta proporción
de criollos, es decir que había un crecimiento natural de la misma. Entonces, surge la
pregunta sobre el porcentaje de negros que existían en ese 50% de mestizaje mulato, i.e.
blanco-negro. Por otro lado T. L. Smith (1966: 215) apoya el concepto de Curtin anotando
que la población negra de Colombia ha mantenido los mismos porcentajes desde el siglo
XVIII en relación con la totalidad. De todos modos, el censo de 1964 (Atlas de economía
colombiana) trae el dato de que en Colombia un 30% de la población es negra y mulata. De
acuerdo con proyecciones actuales, un 10% de esa cifra podría considerarse actualmente
como población negra y el 20% restante como impregnada en términos genéticos y de
cultura negra.

Estamos así frente a un péndulo de cifras, algunas de las cuales se mueven en un escenario
demográfico y de intereses políticos similar a aquel de leyenda rosa y negra de los indios
durante la Conquista y en relación con el proceso de su aniquilamiento (Friedemann 1975,
Friedemann y Arocha 1986). Desde luego que el creciente número de negros en la actual
Colombia tiene un significado distinto al del estrecho 1.2% de la población indígena cuya
recuperación sigue siendo leve.

25
Los orígenes y el predominio étnico

Pero si las cifras de la trata son tan elusivas, la composición étnica de las víctimas no es
menos. Su dilucidación está en ciernes aún por parte de los estudiosos africanos que han
decidido emprender la pesquisa académica que por mucho tiempo fue exclusiva de los
europeos.

No han sido suficientes los documentos de embarque y desembarque de los africanos para
saber a qué grupo pertenecían, aunque la construcción de catálogos de grupos tribales a
partir de tales documentos fue una base importante para iniciar el rescate de esta historia
étnica. Se precisan entonces nuevas formas de investigación con la ayuda de otras ciencias.
En Colombia, con el desarrollo de los estudios de biogenética ha surgido la posibilidad de
rastrear los orígenes de sus poblaciones negras. El conocimiento de elementos de la
estructura cromosómica de los grupos en áreas tradicionales de concentración demográfica,
mediante estudios de marcadores como el HLA puede ofrecer elementos valiosos para
confirmar datos como los documentales y los lingüísticos sobre la proveniencia de los
inmigrantes africanos (Friedemann y Briceño 1990, Keyeux 1993).

La preocupación en torno a los orígenes de los africanos que llegaron a América tiene, por
supuesto, una razón: descubrir las huellas que los distintos grupos dejaron en las nuevas
culturas y sociedades americanas, con el propósito de dibujar el proceso de algunos de los
perfiles de la diáspora africana.

En la discusión académica de la trata negrera, durante mucho tiempo se hizo hincapié en la


estrategia de separación de gentes de una misma región para romper la comunicación
lingüística, la identificación religiosa o la solidaridad tribal. Entonces, las consecuencias
deculturadoras de la disgregación se volvieron argumentos para sostener la incuria cultural
del africano en América. No obstante, la deculturación total es imposible y conforme anota
Moreno Fraginals (1977:14) antes bien, en un sistema de explotación puede suceder que la
clase dominante estimule la permanencia de algunos valores culturales de la clase
dominada, con miras a reforzar la estructura establecida. Efectivamente, durante la Colonia,
la constitución de cabildos negros como los que existieron en Cartagena al borde del mar
primero como enfermerías que congregaban gentes procedentes de una misma tribu o
nación fue una táctica de las autoridades con la cual se intentó erosionar cualquier brote de
solidaridad rebelde. Además, se trataba de propiciar la continuidad de las hostilidades
intertribales. Esas que en algunas regiones africanas habían sustentado la venta de hombres
y mujeres a los traficantes negreros. Empero, con esa táctica, los cabildos, conocidos en
Cartagena en un principio como casas de cabildo, se convirtieron en refugios culturales de
africanía (Friedemann 1988). Con el tiempo, esa africania elaborada y transformada penetro
y modifico la sociedad en amplias regiones. En la rutina y en la fiesta, en lo sagrado, lo
profano y lo funéreo.

26
En el transcurso de la trata es preciso distinguir un proceso de reintegración étnica del
africano y sus descendientes en América, a lo largo de varios siglos (Friedemann y Arocha
1986: 37). Es cierto que la táctica de agrupar a los trabajadores cautivos manteniendo un
patrón de heterogeneidad tribal o regional buscaba ejercer un dominio más certero mediante
la atomización cultural de cada víctima. Sin duda alguna, la técnica fue eficaz. No obstante,
debió llegar un momento cuando las posibilidades de mantener esa heterogeneidad fueron
desbordadas por la abundancia de esclavos con afinidades culturales. A esa situación debió
llegarse por diversos caminos. Uno de ellos, originado en las mismas costas africanas, en
las factorías, donde a los cautivos se les concentraba para esperar a los barcos negreros que
a veces demoraban en atracar o en despegar de los puertos.

La agregación de personas de la misma procedencia en el estadio africano del cautiverio


seguramente propició formas de reintegración étnica a las que podría denominarse pasivas,
en oposición a las activas que se darían en circunstancias como el cimarronaje (Friedemann
1988). Otro de los caminos para la reintegración pasiva debió propiciarlo la captura
selectiva de esclavos procedentes de de terminados grupos y preferidos en los mercados
americanos por sus habilidades como trabajadores o por ciertas cualidades de educación
que los tornaba " apetecibles" (Escalante 1964: 105 -110). Al respecto de la captura, vale
mencionar que de acuerdo con investigaciones sobre la trata (Klein 1986: 97), los datos
muestran que fueron los africanos quienes dominaron el mercado de la oferta en su propio
continente. Quienes abastecían los esclavos eran jefes locales (Meillassoux 1990: 79) o
miembros de determinada clase de alguna sociedad africana, a veces mulatos u otros
oriundos también de África. En la costa de Guinea a esas generaciones que surgieron a raíz
de las necesidades del comercio europeo y cuyas gentes fueron engendradas por
portugueses con mujeres africanas, se les conoció como hijos de la tierra. Entre éstos están
los lançados o cazadores de gente a quienes ya en 1508 se les encuentra en Guinea,
viviendo entre los africanos. El mismo fenómeno se encontraría en Angola y a quienes se
ocupaban de la cacería se les conoció como pombeiros. Su oficio consistía en hacer
prisioneros en las orillas de los ríos y riachuelos para cargar los navíos anclados al borde
del mar con destino a los mercados de Lisboa y luego hacia América (Rodney 1970).

El pillaje esclavista con destino a los europeos se generalizó entre muchos grupos africanos
cuando éstos fueron instigados por los mercaderes europeos mediante el acicate comercial y
el poder que algunas tribus empezaron a tener sobre otras y sus territorios, gracias al
respaldo de las armas de fuego. Los conflictos intertribales, las venganzas personales, las
diferencias entre clases gobernantes y gentes de menor rango estimularon la agresividad
que prendió la contienda. Por ejemplo, beafadas, pepeles y bijagos atacaron a los nalus; los
balantas soportaron el pillaje de beafadas y pepeles, mientras que los yolas sufrieron a los
mandingas. Rodney (1970: 113) afirma que entre 1562 y 1640, las grandes tribus cazadoras
de esclavos en la costa de Guinea hacia el norte, fueron los manes, mandingas, casangas,
cocolis y, en menor escala los susus y los fulas. El terror se expandió así a lo largo de

27
Senegambia, y luego por entre los grupos de África Central alcanzando a llegar a
Mozambique.

A partir de 1483 cuando las primeras carabelas portuguesas llegaron al Congo, las
relaciones con el reino de Portugal desembocaron en el comercio de africanos que fueron
enviados a Lisboa y a Santo Tomé. El comercio de esclavos se alimentó de gente como los
tekes y los mpumbus en el noroeste y en el país de los mbundus en el mismo Congo. Los
historiadores de África Occidental afirman que al final de la trata la vida social, económica
y política de dicha región africana estaba enderezada a producir un flujo continuo de
esclavos para llenar los navíos que fondeaban uno tras otro a lo largo de la costa, con las
funestas consecuencias que ello acarreó en sus estructuras.

Durante la trata, las naciones poderosas europeas se involucraron disputándole a Portugal


desde el siglo XVI sus derechos sobre las costas occidentales del continente africano. La
franja de la ambición empezaba en Senegambia y se extendía hasta Angola. A medida que
los acontecimientos sociopolíticos y económicos envolvieron a las potencias europeas en la
trama del comercio con los africanos y la explotación del nuevo mundo con sus promesas y
recursos, el manejo del tráfico pasó de las manos portuguesas a las holandesas, inglesas y
francesas en los siglos XVII y XVIII. Los ibéricos que iniciaron la trata, fueron los últimos
en abandonarla.

28
Regiones y procedencias

Los orígenes de los africanos que llegaron al territorio que hoy es Colombia han sido
discutidos, particularmente cuando se ha ensayado atribuir " rasgos culturales" a
determinados conglomerados de gentes en ciertas regiones (Escalante 1964, Arboleda
1952).

Sin embargo, de acuerdo con uno de los historiadores de la trata en Colombia, Jorge
Palacios Preciado (1982: 231) las conclusiones sobre el origen tribal siguen siendo muy
generales y vagas. Palacios precisa sin embargo, que durante los siglos XVI y XVII, los
sitios de donde fueron extraídos estuvieron establecidos por las licencias y los asientos que
marcaron a las llamadas Islas de Cabo Verde, y ríos de Guinea. Pero al final, él mismo
admite que de acuerdo con la documentación, incluyendo registros de compradores,
documentos notariales y testamentos, entre otros, a la Nueva Granada llegaron esclavos de
todas las zonas de extracción africana: " de los ríos de Guinea, Sierra Leona, Arará, Mina,
Carabalí, Congo y Angola".

Por su parte, Germán Colmenares apoyándose en una regionalización de Curtin (1969) y


usando un número de patentes o registros de venta al por mayor de esclavos traídos durante
la primera mitad del siglo XVIII, que totalizan 3.000 cautivos (1979: 46-49), presenta una
aproximación al problema. La dicha patente era expedida a favor del comprador por los
factores del asiento o quienes tenían una licencia, y servían a modo de salvoconducto en
Mompox y en Honda, lugares de tránsito obligado de los esclavos. Entonces, cuando la
venta del esclavo se realizaba, por ejemplo en Popayán, el escribano tomaba nota y
transcribía todos los datos de cada individuo: el sexo, la edad, la casta y las señales o
marcas tribales en el cuerpo. Colmenares llama la atención sobre la importancia de estas
patentes para el estudio de la proveniencia de los africanos. Sobre la base de esta
documentación y de un recuento en las cuadrillas del Chocó en 1759 el historiador
Colmenares presenta la siguiente síntesis:

29
Región Grupos (1705-1749) Patentes Recuento Chocó (1759)

Senegambia Mandingas (Malinke)

14

20

Babara

Mambara

Costa de Marfil

Costa de la Pimienta Cetres (kru)

Canga 76 23

Costa del Oro Minas Caramanti (Coromanti) 622 139

Golfo de Benín Araras 330 48

Fon 62

Juda Ouida 90

Lucumíes 14 19

Popo

Aya (oyo)

Chamba 66 25

Cotoli

Golfo de Biafra Carabalí 407 46

Ibo

Bibi (Ibibio) 9

África Central Congos 704 79

Luangos 9

Otros lugares (¿cuáles?) 449 85

Totales 2.852 484

30
Sin embargo, cuando se trata de hacer análisis culturales de la diáspora, estos datos tienen
que entenderse considerando el predominio de unas etnias sobre otras en los diversos
escenarios donde se daba la interacción: en las minas, en las haciendas, en el servicio
doméstico urbano y también de acuerdo con el estatus del individuo: esclavo, libre, urbano,
rural.

Valiéndose de una extensa bibliografía sobre el comercio esclavista, la crónica de la


Conquista y una diversidad de estudios lingüísticos y de diccionarios de lenguas africanas,
Nicolás del Castillo (1982) muestra el predominio de ciertos grupos entre los llegados a
Cartagena durante los siglos XVI al XIX en períodos, así:

1. 1533-1580 Yolofos

2. 1580-1640 Angola y Congo

3. 1640-1703 Arará y Mina

4. 1703-1740 Arará y Carabalí

5. 1740-1811 Carabalí, Angola, Congo y Mozambique

Como puede apreciarse en los períodos de 1640-1703 y 1703-1740, los datos de Del
Castillo concuerdan con los de Colmenares. Además, esta periodización cobra importancia
al examinar la reintegración étnica activa en el seno de los cabildos de negros de " nación"
arará y mina que se encuentran en 1693 en Cartagena (Borrego Pla 1973: 97) y en los
cuales no sólo se difundían creencias, música, costumbres y ritos de la patria africana. Allí
el esclavo se familiarizaba con el habla y el modo de sus tratantes y dueños. Al cotejar las
"naciones" dominantes en los cabildos con los grupos arriba citados de esclavos
predominantes en Cartagena, aparece otra coincidencia.

Los trabajos lingüísticos de Germán de Granda (1971) y Nicolás del Castillo (1982, 1984),
la investigación de Carlos Patiño Roselli (1983) y últimamente la de Armin Schwegler
(1989) tienden a confirmar además, la influencia de las lenguas Ki-congo y Ki-mbundo,
habladas por grupos bantues de la región congo-angoleña sobre la lengua de Palenque de
San Basilio, cerca a Cartagena de Indias. El poblado, remanente del movimiento cimarrón
en la Colonia, da testimonio de un proceso de reintegración étnica activa donde jugó el
predominio étnico congo-angolés. Huellas de ello aparecen en el simbolismo del ritual
funéreo y en sus cantos y baile de muerto (Friedemann 1991, Schwegler 1990).

En la región del litoral Pacífico, los estudios de Germán de Granda también han permitido
postular hipótesis sobre las procedencias de los esclavos. Su estudio (1971 a.) acerca de la
onomástica de esclavos de minas en la gobernación de Popayán en el siglo XVIII señala la
existencia de un código de nombramiento de africanos, una de cuyas variables era la del
gentilicio que hacía referencia a la procedencia. V. gr. Julio Arará y Antonio Popo, esclavos

31
de las minas de Chuare. Analizando el número de matrículas de esclavos en las antiguas
provincias de El Raposo, Santa Bárbara y Barbacoas hoy parte de los departamentos del
Valle, Cauca y Nariño, y estudiando un documento del mismo siglo correspondiente al
Chocó (De Granda 1988: 65:80) puede hacerse una consolidación de regiones y de
procedencias, así:

Región Grupos

Senegambia Mandinga

Casaca (mestizos de Mandinga y Fula)

Bran

Bambara

Guagui

Canga/canca

Tembo

Taui

Mani

Costa de la Pimienta Setre (Kru)*

Costa del Oro Mina (Akan)*

Fandi (Akan)*

Nango (Akan)*

Ati (Akan)*

Aguamu (Akan)*

Coto (Gá-Adangme)*

Oscara (Gá-Adangme)*

Asante, Ashanti (Akan)*

Golfo de Benin Arará (Ewe)*

32
Chala (Ewe)*

Popo (Ewe)*

Lucumbí (Yoruba)*

Bomba (Ewe)*

Ayobi (Yoruba)*

Betre (Ewe)*

Golfo de Biafra Carabalí

Viví (Ijo, Igbo)

Cuco (Ibibio y Efik)*

África Central Congo

Luango

Matamba (Matambae)

Mondongo (Ndongo)

Pango (Mpangu)

Bamba (Mbamba)

Manyoma

Bato (Mbata)

Interior de África Occidental Chamba

* Hace referencia a lenguas africanas.

De Granda destaca el predominio de la gente de habla Ewe, Akan, Yoruba y Efik.

Desde luego que la comparación arriba elaborada no cubre tres de los períodos propuestos
por Del Castillo y por ende, se omite la mención de numerosos grupos que contribuyeron
en la formación de la diáspora. En el primer período de 1533 a 1580, con predominio
Wolof o Yolof, es preciso mencionar aquellos grupos de la región de Senegambia que
aparecen en la clasificación original de Curtin (1969), que haría parte de la zona que antes

33
se conocía como Alta Guinea: diolas, bañol o banhuns, casangas, pepeis, mandingas, susus,
nalus, cocolis, bagas y temnes, balantas, biáfaras (beafadas), biohós (Rodney 1970:6).
¿Cuántos de éstos llegarían a Colombia?

En este punto es importante anotar el trabajo de Rogerio Velásquez (1962) sobre gentilicios
entre grupos negros del litoral Pacífico. Allá, entre 88 en su mayoría africanos, los
siguientes se remiten a esos tiempos tempranos de gente de Guinea, así: Bañol, Bañon y
Banón; Balanta, Biáfara, Biojó o Biohó, Casanga o Casaga, Mandinga y Mani.

En cuanto a los orígenes de la población caribeña del archipiélago de San Andrés y


Providencia, su proceso histórico-cultural básico a partir del dominio esclavista inglés, en la
Costa de Oro, hace parte de la órbita de otras islas, especialmente Jamaica, con transcursos
similares. Los estudios lingüísticos han permitido señalar el predominio étnico Fanti-
Ashanti, particularmente visible en la lengua criolla que así mismo comparte con Jamaica,
islas Caymán y otros territorios insulares del Caribe.

34
EL NEGRO EN LA SOCIEDAD COLONIAL

De sol a sol: negros y códigos

Al llegar a Colombia, el destino del africano fue su trabajo bajo el sol. Pasados los primeros
años de la búsqueda de El Dorado, en cuyas rutas participaron numerosos africanos en su
mayoría " españolizados", y con el inicio de la Colonia, las circunstancias de la explotación
minera como base de la economía hicieron necesario el uso de la mano de obra africana.
Alrededor de 1543, el conquistador Sebastián de Belalcázar le solicitaba a la Corona
autorización para introducir 100 esclavos para que trabajaran en las minas. Colmenares
anota que se trataba de continuar la empresa de la conquista (1973:187) que para 1580
seguía avanzando a pasos gigantescos ocasionando más derrumbe poblacional de los indios.
Palacios Preciado, historiador de la trata (1982) opina al respecto, que aunque la visión de
historiadores de la economía de la sociedad y de la demografía colonial sostengan que la
extracción de los minerales y la vida económica general en la colonia se basó en la

35
explotación de los indios, debe reconocerse la participación importante de los negros que
precisamente fueron traídos para remplazar a los indios y para contrarrestar su
aniquilamiento demográfico del que nunca se recuperaron. Es así como el Nuevo Reino de
Granada entre 1590 y 1640 ya un 75% de los trabajadores en las minas eran negros, e
indígenas tan sólo un 25% (Colmenares 1973 240).

En 1552 la población negra en Cartagena de Indias era además tan numerosa que empezó a
suscitar la expedición de medidas de control, mediante ordenanzas como la del cabildo, que
con fecha 8 de agosto establecía:

"que por cuanto en esta ciudad había muchos negros, los cuales andan de noche después de
tañida la queda, ya horas no lícitas y hacen muchos hurtos y robos... por lo tanto se manda
que después de tañida la queda ningún negro puede andar por esta ciudad, si no fuere yendo
a una casa que convenga, con un cristiano que lo lleve".

Y para el incumplimiento del mandato se establecía seguidamente que el esclavo recibiría


50 azotes de castigo y el dueño un peso de multa (Urueta 1887).

A partir de 1580 y a medida que se iniciaba la expansión territorial con el acicate de la


explotación minera, el requerimiento de fuerza de trabajo que remplazara a la de los indios
se hizo más y más recalcitrante. En 1592 el licenciado Francisco de Anuncibay se dirige al
rey solicitando la traída de 2.000 negros esclavos para las minas del Cauca, explicando que
la gobernación... " era muy rica en oro si hubiese brazos que la manejasen. Pero los indios
se acaban cada vez más...".

Los esclavos, que desembarcados en Cartagena eran aptos para someterlos al mercado, eran
conducidos en pequeños grupos por los ríos Magdalena y Cauca hacia su destino: Santa Fe,
Antioquia, Cali, Popayán, Chocó y demás sitios de actividad económica. Aquellos que
llegaban tan enfermos, pasaban a las casas de cabildo o enfermerías que se alzaban al borde
del mar en Cartagena. Allí eran cuidados por los convalecientes y luego enrumbados como
los demás hacia sus trabajos.

Germán Colmenares (1973: 188) muestra cómo las fronteras geográficas de la colonia se
abren a medida que termina un ciclo de explotación minera. Así, destaca cómo los distritos
de Cáceres y Zaragoza tuvieron su auge en 1580; en 1590 los de Nechí y Remedios en
Antioquia, para luego proceder en 1630 hacia Barbacoas en el litoral Pacífico y en 1668
hacia Nóvita en el Chocó. Esta historia agitada permite trazar las rutas de movilización de
la gente negra, en el tiempo ya lo largo de vías terrestres y fluviales.

Pero aún cuando la dedicación primordial de la mano de obra estuviera concentrada en la


minería, muchos esclavos también fueron destinados a ganadería, agricultura, boga de
champanes y canoas, oficios domésticos y artesanales. El que en sus comunidades de
origen los grupos africanos cautivos tuvieran un desarrollo avanzado los hacía más

36
deseables en actividades distintas a la minería. Entonces muchos trabajaron en albañilería,
carpintería, herrería y metalurgia; en los trapiches y en labores de mecánica.

El examen de la cultura de los grupos originarios que llegaron en los primeros períodos de
la trata, procedentes del Senegal, de Dahomey y del Niger, así como aquellos de los
antiguos reinos del Congo y Angola, explica tratándose de labores que se ajustaban más al
manejo tecnológico de los europeos, el que frente a los indios, los españoles prefirieran a
los negros. También, a mediados del siglo XVI, en la Guajira, la gente comenzó a pastorear
animales después de que los negros llegaran a la península. Y en el resto de la llanura
Caribe, la ganadería se difundió gracias al trabajo de los esclavos negros y a partir de las
estancias ganaderas que se desarrollaron alrededor de Tolú, desde el siglo XVI, con parte
de los ganados traídos por Alonso Luis de Lugo en 1540 (Reyes Posada 1978:28).

Para el siglo XVIII, la economía de la Nueva Granada era impensable sin el concurso de los
negros. Sobre sus hombros reposó el desarrollo de la minería, agricultura, ganadería,
artesanía, comercio, trabajo doméstico y extracción de perlas en el Caribe (Jaramillo Uribe
1963). Por su parte, durante 350 años le dieron vida al comercio, bogando champanes por el
Río Grande de la Magdalena y otras arterias (Friedemann y Arocha 1986:177).

A diferencia de lo que sucedía con el indio, el negro como entidad humana y pieza clave en
el desenvolvimiento económico, estuvo totalmente desprotegido en el ámbito jurídico
colonial. La cédula real firmada en Aranjuez el 31 de mayo de 1789, con la pretensión de
"proteger" a los negros, es más bien un reflejo atenuado del pensamiento consignado en
códigos anteriores expedidos en Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra, con respecto al
trabajo de los esclavos negros (Friedemann y Arocha 1986: 15). Y por su puesto en la
misma España donde abundaron instrucciones, ordenanzas y reglamentaciones sobre el
comportamiento social y laboral del negro. Tales códigos negros como se les conoció,
conforman con la dicha cédula un cuerpo jurídico de apoyo a la esclavitud como sistema
socio-económico, los cuales se han denominado los códigos del sol (ibídem).

Desde muy temprano, todos los códigos segregaron al negro como esclavo en la agricultura
y demás oficios del campo. Así, regulaciones como la del 12 de octubre de 1528 en la isla
de Santo Domingo establecían que:

"Prohibimos pues bajo de las más severas penas que ningún negro o pardo tercerón pueda
ejercer arte, ni profesión alguna mecánica, que deban quedar reservadas para las personas
blancas..." (Quiroz 1943).

Y no siendo tal exclusión suficiente, aclara más adelante que se prohíbe el acceso de negros
y pardos hasta la quinta generación, a las ciencias. La gente "de color" debía seguir la
profesión de sus padres... la agricultura o venta al por menor de frutos de primera necesidad
y el ejercicio de portadores o cargadores, llamados comúnmente borriqueros (Quiroz
1943:484).

37
"Una disciplina de hierro administrada por amos y mayordomos, así como su corolario de
castigos corporales e infamantes, fueron los carriles sobre los cuales rodaron los preceptos
del orden económico de las colonias. El cepo, el escarnio de la picota, el suplicio del látigo
y el martirio de la mutilación aparecen entre las torturas que los esclavistas aplicaban junto
con los cortes de nariz o de orejas, la castración y las marcas de fuego en distintas partes
del cuerpo. Los amos no se contentaban con menos para escarmentar a los transgresores.
Tan sólo había una salvedad: quedaban prohibidas las mutilaciones que le impidieran al
esclavo cumplir la jornada que por ley tenía que comenzar al alba y terminar al ponerse el
sol (FriedemannyArocha 1986:16).

La transgresión que provocó los más violentos castigos durante más de tres siglos fue el
cimarronismo, una reacción subversiva que empezó a ocurrir desde los primeros momentos
de la llegada de los esclavos con los conquistadores. En 1540 provocó la expedición de la
cédula real de septiembre 7 que ordenaba no proceder contra los alzados si se entregaban
voluntariamente, lo cual no ocurrió (Arrázola 1970: 12).

En el decenio de 1570 el Cabildo de Cartagena de Indias inició la expedición de la


legislación sobre " los negros cimarrones de los arcabucos", que anotaban con claridad las
medidas represivas:

"...se acordó y mandó que ningún negro ni negra se osado de ser y ausentar del servicio de
sus amos, so pena que... caiga e incurra en pena de cien azotes, los cuales se le den en esta
manera: que un día por la mañana, sea llevado a la picota de esta ciudad, en la cual sea
amarra doy puesto y le sea puesto un pretal de cascabeles atado al cuerpo, y de esta manera
lesean dados los dichos azotes cumplidamente, y después dados se quede el dicho negro por
todo aquel día amarrado... para que los negros le vean...".

Por supuesto que esta legislación se articulaba con aquella específica proveniente de
España, que en este caso por el mismo decenio fijaba las penas contra los cimarrones, del
siguiente modo:

"...que al negro o negra ausentes del servicio de su amo cuatro días, le serán dados en el
rollo [ la picota] cincuenta azotes y que esté allí atado hasta su ejecución hasta que se ponga
el sol, y si estuviere más de ocho días fuera de la ciudad una legua, le sean dados cien
azotes puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que todo pese doce libras y
descubiertamente la traiga por tiempo de dos meses, y no se la quite so pena de doscientos
azotes por la primera vez y por la segunda otros doscientos azotes y no se quite la calza en
cuatro meses y si su amo se la quitase incurra en pena de cincuenta pesos..."

(Leyes de Felipe II: febrero 11 de 1571).

Era tal el celo de la Corona con la esclavitud como institución clave para el transcurso
económico de la Colonia en el siglo XVII y su preocupación con la subversión, que expidió

38
legislación que premiaba en dinero a aquellos que denunciaran a los cabecillas o los planes
del movimiento cimarrón; y que arreciaba contra cualquier relación de comercio o de
abastecimiento de productos agrícolas que tuviera que ver con negros. Las medidas
represivas llegaron a prohibirle a los negros libres que existían en Cartagena y que
trabajaban para los blancos, el porte de armas, el vestido con adornos de lujo y el caminar
de noche por las calles: Aunque la cédula de Aranjuez de 1789 fue considerada por muchos
amos de esclavos atentatoria de sus intereses económicos, pese a que reiteraba el sentido
punitivo y confinaba a los negros a labores del campo excluyéndolos de oficios de vida
sedentarios, el cumplimiento de sus capítulos " protectores" no tuvo mayor efecto. Pero sus
motivaciones tampoco puede decirse que residían en una visión humanitaria y digna para
los negros. Poco antes, en 1772 los ingleses habían prohibido la existencia de esclavos en
Inglaterra. Allí yen Francia se agitaban movimientos a favor de la abolición de la
esclavitud. Los huracanes que agitarían el siglo XIX habían comenzado a dejar sentir sus
primeros ventarrones en España y América.

39
Castas, mestizaje y blanqueamiento

Buscando un marco de interpretación para la sociedad de la época colonial, en una


periodización histórica socioeconómica de ciclos de minería, con agricultura y comercio,
Germán Colmenares (1982) muestra el origen de las diferenciaciones sociales. Dos pilares
parecerían sustentar el orden de tal sociedad: las circunstancias de la conquista como una
empresa que vinculó el Atlántico a la red comercial que unía a Europa, África y América a
través de la cuenca mediterránea (1982: 229) y el privilegio institucionalizado que le fijaba
a cada participante un estatus. Con todo, añade el historiador, semejante estratificación fue
desbordada cuando la encomienda cayó en decadencia y la competencia profesional en
actividades económicas entró en juego. El reclamo de sitiales sobre esta base en la nueva
sociedad marcó entonces los perfiles de la ubicación social. Así, el tope horizontal del
escenario colonial una vez que la preeminencia de los descendientes de los conquistadores
había concluido, aparece compartido por mineros, terratenientes y comerciantes aliados
todos con descendientes de la burocracia imperial. Debajo de éstos en una verticalidad de
variadas condiciones están los indígenas encomendados, los esclavos negros y los peones
malamente pagados o compensados. Esta división vertical de la sociedad basada en una
sujeción de origen racial se expresa en una dualidad étnica-cultural que persiste a lo largo
del período colonial y se convierte en los cimientos de un orden social de castas.
Efectivamente, la confrontación entre europeos, indígenas y negros esclavos africanos en
un primer momento constituye una polaridad, que con el transcurso de las circunstancias en
el siglo XVIII empieza a designar como castas a aquellas gentes resultado de
combinaciones genéticas que empezaron a mostrar matices fenotípicos variados.

Al comienzo de la colonia el término casta se había usado para señalar la tribu o el lugar de
origen de los esclavos negros. Así eran negros de casta congo o bien biafra o lucumí y a la
vez podían especificarse como bozales si eran recién llegados del África con su lengua o
lenguas nativas. También se les llama negros de nación, africanos de nacimiento, y si
estaban bautizados y tenían algunas experiencias europeas se volvían ladinos. Desde luego
que a comienzos del siglo XVII en Cartagena, no sólo era posible ver africanos recién
llegados, ladinos o bozales, que fuera de sus lenguas africanas debían conocer el idioma
criollo afroportugués (Megenney 1982), sino que ya había negros nacidos en las Indias, a
quienes se les denominaba criollos o con cualquiera de los muchos apelativos que hacían
hincapié en las cualidades o defectos físicos, y también en el grado de pigmentación de la
piel.

Con el tiempo, el vocablo casta empezó a usarse de manera despectiva para señalar a
aquellos que no eran blancos y por ende especificar las mezclas genéticas y más tarde en el
siglo XVIII sirvió a las mismas castas para reclamar una posición socioeconómica en ese
escenario de dominio blanco-español. Resultaron entonces mulatos, zambos, tercerones,
cuarterones y hasta quinterones, que ya eran otra vez blancos. Aquellos que genéticamente

40
se aproximaban al quinterón, pero volvían a tener hijos con un cuarterón o con un mulato,
eran signados como tentenelaire el primero y como saltatrás el segundo. Y para designar a
un zambo o a un mulato libres, apareció el término pardo. Desde luego, que frente a todas
estas castas se alzaban, en Cartagena y en toda la Nueva Granada, los chapetones o
españoles y sus hijos, a quienes se reputaba como blancos criollos. En esta taxonomía, el
fenotipo preponderaba sobre condiciones sociales, económicas o religiosas. La cuestión
racial era de tal monta, que aún los grados de mezclas entre blancos y la combinación de
éstos con descendientes de negros y blancos o de negros e indios y blancos se expresaban
en una gama de términos a la vez que en dibujos y pinturas costumbristas que en sus
leyendas registraron las líneas de la sociedad de ese tiempo (Friedemann y Arocha 1986).

Entonces las castas eran categorías de gente que sin ser blanca aspiraba o andaba en la
senda de lograrlo. La referencia a " lo blanco" en las clasificaciones de cuarterones,
quinterones o tercerones o la ausencia del mismo en el caso del zambo, indio o negro es
bastante explícita. El mestizaje que fue así sustento en la construcción de la sociedad de
castas cuyo tope ideal era ser o convertirse en blanco, llevaba implícita la ideología del
blanqueamiento. Que a su vez se convirtió en un proceso sociogenético. Dentro de éste
entonces, pasar de una casta a otra requería una sucesión de generaciones y no pocos
sinsabores. En 1787, por ejemplo, en Santa Fe de Bogotá un don Ignacio de Salazar declaró
que " viniendo de gente honrada limpia de toda raza de Guinea" entablaba querella contra
su propio hijo Juan Antonio por haber contraído " matrimonio de secreto" con la joven
Salvadora Espinosa de calidad mulata. El padre percibía el daño social de este matrimonio
en su persona y en el porvenir social de sus hijas quienes " temía no encontrarían esposo de
su misma categoría" (AHNC. Misc.).

Así, el proceso de mestizaje no fue homogéneo ni en el período colonial ni en los años


posteriores a la abolición de la esclavitud. Además, el ímpetu de unas actividades
económicas específicas en regiones particulares contribuyó a una distribución geográfica
desigual de elementos indios, negros y blancos, que se concretó en procesos de
territorialidad étnica. El antropólogo Peter Wade (1991:41- 68) se refiere al hecho, en
términos de una " regionalización de la raza". En efecto, siguiendo el modelo propuesto por
Colmenares (1982), se observa que los ciclos de oro arrastraron cuadrillas de esclavos
negros a las regiones antioqueñas y luego a las del litoral Pacífico. En las primeras, el
número de blancos en relación con el de negros y el estilo de colonización (Parsons 1979)
propició una amalgama activa cuyo resultado en términos sociales y fenotípicos sumergió
la especificidad del negro y del indio en lo que más tarde se denominaría " la
antioqueñidad", una expresión política de etnicidad como sustento de regionalismo en la
nueva nación.

Pero en el litoral Pacífico, la escasez de los blancos y el derrumbe demográfico de los


indios y su migración hacia las cabeceras, propiciaron en la Colonia la inserción

41
demográfica de una población negra que paulatinamente le cambió el rostro indio al litoral
Pacífico y convirtió la región en un territorio de dominio demográfico negro.

En el valle del río Cauca, en el siglo XVII las haciendas de trapiche y de ganadería
reclamaron el uso masivo de esclavos como mano de obra, la cual fue surtida muchas veces
por cuadrillas procedentes de las minas del litoral. Descendientes de estos trabajadores se
asentaron al borde de las haciendas y más tarde constituyeron pueblos que hasta el presente
muestran una concentración socioétnica negra. Aquí vale considerar la migración que hace
hoy parte de urbes como Cali y Popayán, a partir de estas fincas familiares o del
proletariado de la caña en este siglo.

En los territorios de la costa Atlántica, la evolución de una economía de haciendas


señoriales con ganado y agricultura (Fals Borda 1984: 69) y la existencia de una diversidad
de trabajadores pobres blancos, colonos, concertados, terrajeros con la presencia de negros
esclavos, libertos y cimarrones responsables mayormente de la formación de hatos propició
un mestizaje ágil. De tal magnitud que aunque existen sectores de concentración
demográfica negra, podría considerarse que allí el mestizaje se ha aproximado más al ideal
triétnico de una mezcla racial en la cual negros, indios y blancos habrían perdido su
pigmentación y rasgos fenotípicos específicos adquiriendo una nueva expresión. Desde
luego, que de acuerdo con Peter Wade (1991) en Colombia todas las instancias del
mestizaje están mediadas por una jerarquía del color y de la raza, estimulada ésta por la
fuerte superposición del orden racial con el de la clase social en la pirámide: los negros y
los indios han seguido en la base y en el tope continúan los " blancos".

En la Colonia, en ciudades y pueblos donde el mestizaje fue activo, el goce de ventajas y


privilegios basados más en la supuesta cualidad de ser blanco se reclamó y se ejerció con
vigor. Ser mulato solamente tenía ventajas frente al negro, porque el primero ostentaba
mezcla de blanco. Pero ser llamado mulato o zambo era denigrante y ofensivo. Entonces,
aquellos que consideraban que ya habían avanzado hacia el color blanco, reclamaban tal
reconocimiento. Así, se registraron numerosos pleitos en los cuales un individuo se
defendía de la acusación de otro que lo señalara como mulato o zambo, porque el primero
ya se consideraba blanco. Para el efecto, mediante testimonios, algunos lograban probar " la
limpieza de sangre" que tenían, es decir que no estaban impregnados de negro o de indio.

En este orden social de castas, tanto derechos como deberes estaban establecidos. Aquellos
" limpios de sangre" desempeñaban trabajos considerados nobles, como el ejercicio de la
jurisprudencia, cargos en las oficinas públicas yen la iglesia. En otras palabras, la
burocracia era oficio de nobles. Y todos los trabajos manuales eran labores innobles propias
de pardos, mestizos y otras castas (Jaramillo Uribe 1969). Como a las que en el siglo XVIII
en la Gobernación de Popayán se las conocía con el nombre de plebeyas. Eran aquellos
comerciantes que acudían a los corrales de las haciendas a comprar ganado vacuno para
convertirlo en carne salada, transportarla y venderla para abastos de las minas. Se les

42
llamaba montañeses o mestizos y monteras. Y debían vestir calzones de pana o de una tela
de algodón llamada portomahón, de color azul o amarillo y chaqueta del mismo género.
Esta norma de vestido como muchas de cortesía en el saludo, en el sitio de oración en la
iglesia fueron claros marcadores sociales de casta. El terrateniente y amo por ejemplo,
usaba balandranes que eran sobretodos de seda sueltos, con mangas cortas que le
sobresalían en los hombros, caracoles de zaraza que así se llamaba a los anchos camisones
de fino algodón. En la hacienda, los es clavos hombres vestían calzones anchos y cortos de
lienzo de Quito, capisayo de lana basta y sombrero de junco y no usaban camisa. Las
mujeres se envolvían de la cintura hacia abajo un pedazo de bayeta de Pasto y se terciaban
desde el hombro otra tira de la misma tela, cubriéndose la cabeza con monteras de paño o
bayeta, hechas de te las de diferentes colores (Friedemann y Arocha 1986: 186-253).

No obstante, el número abrumador de uniones entre gentes de una y otra casta estimuló el
mestizaje acentuando el blanqueamiento etnocultural entendido como el camino " ideal "
hacia la consecución de sitiales en la sociedad dominada por criollos blancos. Con el
tiempo, se incrementaría el proceso de blanqueamiento. Sectores de negros en la sociedad
republicana intentaron enfrentar la discriminación socioracial huyendo de lo negro hacia lo
blanco con la mira de participar significativamente en la vida de la nación colombiana.

El mestizaje exaltado como medio democrático para alcanzar la igualdad se convirtió


entonces en elemento útil para desconocer la diversidad y los derechos asociados con la
identidad cultural e histórica.

43
Palenques o la temprana epopeya libertaria

En Colombia los rebeldes o cimarrones que se alzaron contra la esclavitud y conformaron


palenques no tuvieron sitial en calidad de casta en la sociedad de la colonia.
En los primeros momentos de rebeldía fueron los bozales o recién llegados quienes unidos
en pequeñas bandas huyeron hacia los montes. Entonces se les denominó
negros zapacos (Arrázola 1970:
21).
Se fugaban de las galeras, de los trabajos mineros, de las haciendas y del servicio
doméstico, echando mano de provisiones, lanzas y flechas de los indígenas que encontraban
a su paso. Raptaron mujeres indias y ocasionalmente blancas, solucionando así su escasez,
resultado de la trata que embarcaba una por cada tres hombres.
En 1603 Gerónimo de Suazo, gobernador de Cartagena, frente a la arremetida de los
palenqueros de La Matuna, con Benkos Bioho a la cabeza, debió firmar una capitulación de
paz dentro de lo que él apropiadamente llamó la guerra de los cimarrones. A ese período
el historiador Donaldo Bossa Herazo llamaría El siglo del terror en Cartagena de
Indias(1971). En aquella época la subversión llegó a ser tan seria que en 1691 el rey de
España expidió la cédula de agosto 23 en la cual primero anulaba otra de mayo 3 de 1688
dictada para " conquistar" a los palenques de los Montes de María, donde el movimiento
afincaba más y más poblados alzados en armas. Esta anulación, junto con el pedido del rey
a los dueños de esclavos para que renunciaran a ellos con miras a resolver el problema, era
ni más ni menos que un armisticio y la concesión de libertad a los palenqueros. Fuera de
darles la libertad, la cédula les afirmaba como suyo el territorio de su asentamiento. En
1970 el historiador Roberto Arrázola escribiría el volumen que narra las acciones de contra-
insurgencia y de persecución de las autoridades españolas contra los negros rebeldes. Sin
embargo, el título de su libro no podía expresar con más propiedad la esencia de la
sublevación: Palenque: primer pueblo libre de América.
Los documentos muestran desde muy temprano palenques en la gobernación de Cartagena,
en la de Santa Marta, en la de Riohacha y en la península de la Guajira. Allí además hay
evidencia de que se refugiaron entre los indígenas guajiros imprimiendo en la cultura de
éstos perfiles que quizás puedan ser considerados como huellas de origen africano (Wilbert
1976).
Los mapas de localización de los palenques sobre el territorio que hoy es Colombia y a lo
largo de los siglos XVI, XVII y XVIII registran un nutrido grupo, aunque pocos mantienen
continuidad sobre el territorio a lo largo del tiempo (Friedemann y Patiño 1983). Ello
explica, por un lado, el continuo asedio que les infligían las milicias españolas y la
persistencia cimarrona, por otro. Seguramente de los caseríos palenqueros que eran
destruidos había gentes que al no ser capturadas buscaban refugio en otros grupos. Es
posible entonces que las vidas de muchos de estos rebeldes hubieran transcurrido en varios
palenques. También debió ocurrir que algunos que habían vivido años como palenqueros al

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ser capturados no regresaran más.
Desafortunadamente, el estado de la investigación actual en el ámbito de los palenques en
Colombia aunque permite mirar el movimiento a través de los sitios, todavía no puede
proponer cifras sobre el número de negros que en un momento dado ni tampoco a lo largo
de tres siglos participaron en los palenques.
Una recopilación de los poblados palenqueros hasta ahora conocidos es la siguiente:

Localización geográfica de las comunidades Localización geográfica de las comunidades


cimarronas en Colombia durante los siglos cimarronas en Colombia durante los siglos
XVI y XVII. XVII, XIX y XX.

Esta lista de palenques apenas contiene aquellos que por sus enfrentamientos con las
milicias o por noticias que de ellos dieron los dueños de haciendas o minas pudieron quedar
registrados en alguna documentación. Falta todavía encontrar aquellos que escaparon a los
documentos y también aquellos que aún reposan en archivos, expedientes y legajos sin
estudiar.
En gran parte los nombres de los palenques arriba citados son de origen español. Ello indica

45
que tampoco sabemos los nombres con que los palenqueros los autoidentificaban. Esta
circunstancia destaca el problema de invisibilidad que ha sufrido la historiografía sobre los
negros en Colombia. Hay una carencia profunda de datos sobre el transcurso diario de la
vida no sólo de las gentes en los palenques-lo cual es comprensible- sino también sobre la
vida del esclavo en las minas, en las haciendas o en el servicio doméstico. Poco anotaron
los cronistas y los escribientes de la época, que no fueran datos económicos de su valor o de
su producción. No sucedió lo mismo con los indios, que cuentan con descripciones atentas
sobre su trabajo, sus rituales y aún sobre su organización social, de suerte que su historia
cotidiana puede reconstruirse con trazos bastante verídicos. Y lo mismo ha sucedido con las
gentes en el tope de la pirámide.
Un intento de reconstrucción histórica del palenque y de su organización social, así como
de algunos rasgos de su cultura debió apelar a la investigación antropológica del palenque
de San Basilio, la comunidad que vive cerca a Cartagena. Su gente desciende de
palenqueros antiguos que con seguridad habían sido miembros de otros palenques de la
región. La primera referencia documental sobre San Basilio aparece en 1713 (Escalante
1954, Arrázola 1970, Friedemann 1979). Sin embargo, el nombre de santo se lo dio el
arzobispo de Cartagena de apellido Casiani quien sirvió de intermediario entre el jefe
palenquero y el gobernador de Cartagena en ese año de 1713, cuando se pactó una amnistía
con los rebeldes: se les concedió el terreno donde estaban asentados permitiéndoles su
propio gobierno. En una reciente investigación lingüística, el nombre del palenque antes de
llegar el arzobispo parece haber sido Guarumá (Schwegler 1990) y el sitio original de
asentamiento también uno distinto, aunque dentro de la misma área donde hoy se halla el
poblado. Todo esto destaca la necesidad de emprender una investigación arqueológica que
aún no se ha iniciado en el campo de la diáspora negra.
El estudio de la organización social del palenque de San Basilio (Friedemann 1979, 1983)
permitió delinear perfiles históricos del funcionamiento del palenque como una
organización de guerrilla en los tiempos coloniales. El cuagro, un grupo de edad con una
mitad masculina y otra femenina, en el poblado que también tiene dos mitades, aún existe
en la comunidad y parece provenir del antiguo palenque. El cuagro así, se convirtió en
clave medular. Debió originarse como respuesta a la situación de constante lucha que
enfrentaban los poblados y que requería asiduo entrenamiento, disponibilidad y
ordenamiento de acciones. Aparece como en otras sociedades donde la guerra es la
preocupación principal para la sobrevivencia. (Stewart 1977, Kuper 1964, Gulliver 1953).
El cotejo de algunos rasgos de la organización actual de Palenque de San Basilio en el
ámbito económico, en el social y en el ritual y los datos históricos que han sido asequibles,
permitieron entonces construir algunos senderos de evolución del palenque.
El proceso histórico de rebeldía de los palenques y entre ellos el de San Basilio, donde
debieron acogerse miembros de otros que a comienzos del siglo XIX se habían dispersado,
los mantuvo relativa mente alejados de las corrientes del blanqueamiento sociocultural. Ello
le confirió a la comunidad el carácter de refugio etnocultural donde las huellas de africanía
mantuvieron algunos contornos. En el habla, por ejemplo, los escrutinios lingüísticos

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evidencian que el idioma palenquero además de preservarse como entidad diferencia da del
español, ha traído hasta la actualidad un acervo de vocablos africanos claramente
provenientes de comunidades Bantú hablantes de kikongo y kimbundu, las lenguas
africanas con más presencia en el palenquero (Del Castillo 1984, Schwegler 1990, De
Granda 1968, 1973, Patiño Roselli 1983). Además en esta lengua criolla de base española
también quedaron elementos portugueses (Megenney 1982), testigos del proceso de la trata
manejada por portugueses que transportaban esclavos aún antes del descubrimiento de
América.
El asentamiento de la comunidad detrás de las montañas de María protegió a sus gentes del
acoso discriminatorio agudo y propició el que no solamente la lengua en alguna medida
permaneciera, sino también rituales tan importantes como los de la funebria y aquellos de
iniciación de los cuagros. Estos que en 1974 aún celebraban lo que podría considerarse
como rituales y juegos de guerra, facilitaron el examen de la fisonomía de su sociedad
guerrillera en la colonia. De esta suerte, el cuagro como una elaboración del sistema social
que los negros cimarrones opusieron al sistema esclavista es un testimonio de la diáspora
africana en Colombia a la luz de la resistencia y creatividad del negro, nuevo habitante de
América.

47
INSERCIÓN Y ARRAIGO DEL NEGRO

Minas y troncos en ríos de oro

Asomarse al desarrollo de las culturas de los negros en los distintos ámbitos donde fueron
obligados a iniciar su historia americana, implica un examen de su cotidianidad. Claro que
como anota Colmenares (1979: 60), el comercio de esclavos no dependía solamente de los
grandes comerciantes. Muchos se vendían en Cartagena de a uno o de a dos y se empleaban
en los servicios domésticos, como cargueros en el transporte por tierra, en las haciendas y

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luego en la boga por el río Magdalena y el Cauca, en cuyas canoas viajaban esclavos a los
mercados de Popayán y con destino al litoral Pacífico. Pero, para comenzar podría
seguírsele el rastro a la vida de las cuadrillas mineras porque como unidades de trabajo son
las que han presentado más materiales documentales útiles al análisis histórico.
En 1620, por ejemplo, indios y negros comandados por conquistadores o "pacificadores" -
éstos todavía en pos de El Dorado- abrían trocha en los ríos Telembí, Patía y Güelmambí en
el litoral Pacífico, buscando en la selva aurífera sitios para la explotación del oro
(Friedemannn y Arocha 1986: 273). En cuanto al Chocó en el mismo litoral, los
documentos anotan que fue en 1670 cuando buscadores independientes llegaron arrastrando
pequeñas cuadrillas de negros.
Aunque la región era descrita como " un abismo y horror de montañas, ríos y lodazales", a
los españoles les asombró la posibilidad de alimento proveniente de peces, moluscos y
manatíes que vivían en los ríos. Además del venado, los tapires y los jabalíes que
merodeaban cerca a las aguas dulces (Sharp 1976: 13). Entonces, los campamentos mineros
se alzaron al borde de los ríos: Santa María del Puerto que luego se convertiría en
Barbacoas, sobre las aguas del Telembí, Quibdó (Citará) y Lloró, en las orillas del Atrato,
Nóvita y Tadó, al borde del río San Juan. Las rutas de los expedicionarios corrieron por el
norte navegando el Atrato y desde Antioquia por tierra, a través del valle de Urrao. Por el
sur desde Buenaventura buscando el San Juan. Y por entre las brechas de la cordillera
occidental saliendo des de puntos como Popayán, Cali o Cartago, a donde habían llegado
desde Cartagena (Friedemann y Arocha 1986).
Una cuadrilla debía constar al menos de 5 esclavos para que el aspirante a Señor de mina y
de cuadrilla pudiera recibir el derecho de una mina o más y también el de la fuente de agua
para la explotación del metal (Colmenares 1979: 73). En 1711 las cuadrillas en el Chocó
tenían desde 5 hasta 100 trabajadores y en 1759 llegaban a tener hasta 500 esclavos
(Jaramillo Uribe 1963: 18, Colmenares 1979: 74). Las primeras cuadrillas estuvieron
conformadas por hombres, pero a medida que el asentamiento de explotación minera echó
raíces, el ingreso de mujeres al grupo suplió necesidades urgentes. No obstante, durante
largo tiempo la proporción del elemento femenino fue escasa.
La cadena de mando del amo al esclavo tenía en el tope al Señor de mina y de
cuadrilla que llegó a vivir como patrón rico y ausente en una de las ciudades mayores
como Popayán o Cali. Empleaba un administrador de minas que podía ser blanco de
condición rasa o mulato y quien residía en el centro minero, siendo su estatus el más
importante de la comunidad. Debajo de él, estaba el capitán de cuadrilla quien era negro y
estaba encargado de la disciplina de la cuadrilla, de la distribución de la comida y de la
recolección del oro que sacaban sus trabajadores y que entregaba al administrador. Este
generalmente llegaba al sitio minero en compañía de una mujer esclava, con frecuencia su
manceba o concubina. Con el tiempo, el estatus de ésta adquirió otros ribetes al volverse
madre de hijos de varios de los trabajadores en la cuadrilla. El estudio de Mario Diego
Romero (1991) examina el rol de las primeras mujeres que entraron a las cuadrillas como

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cocineras y administradoras de abastecimientos en las minas y traza su evolución en la
trama social donde se convierten en médula de una familia con referencia matrifocal. De
esta suerte, la cuadrilla que había comenzado como una unidad de significado económico
para el Señor de mina, adquirió otro sentido para los mineros esclavos que a su vez creaban
su propio lenguaje de parentesco social y genético.
Conforme señala Colmenares (1979) el transcurso histórico de la cuadrilla la muestra en
ocasiones constituida por individuos de varias generaciones. Los grupos no parecen haber
sufrido tantas roturas o desmembramientos que causaran la pérdida de su identidad con un
propietario o con series de propietarios de la misma familia de amos. Entonces, aunque la
vida cotidiana se alterara por venta o fraccionamiento, los miembros de las cuadrillas
mantuvieron nexos más o menos continuos en el complejo económico de minas y
haciendas. La producción del metal y el abastecimiento de alimentos para las minas
requería movilización de esclavos entre la costa y el interior. A los primeros -trabajadores
de minería- se les llamaba piezas de minas y a los segundos -trabajadores de la agricultura-
piezas de roza.

Había así intercambio o préstamos y también se daba el caso de que una mujer
fuera capitana de mina. Con todo, en la instancia del intercambio o del préstamo, al cabo
de un tiempo, los amos hacían regresar a los trabajadores a sus cuadrillas originales. La
referencia para unos y otros era entonces el antepasado originario del grupo familiar, que
según Romero (1990: 106) y de acuerdo con el proceso evolutivo arriba delineado, podía
ser una mujer-madre o abuela-.
El oro que producían las cuadrillas se entregaba al administrador con destino al señor de
minas. Pero después del trabajo de los esclavos, es decir en los terrenos ya removidos que
quedaban como mazamorra, se permitía trabajar a negros libres e indios. El rescate de lo
que quedaba era de su propiedad y a ellos se les conocía como mazamorreros. Es posible
entonces que algunos de estos negros libres hubieran dejado de ser itinerantes detrás de las
cuadrillas de minería colonial y se hubieran quedado clavados en lugares donde siguieron
practicando la minería y para hacerlo empezaran a elaborar el sistema que ha llegado a
nuestros días con el nombre de troncos (Friedemann 1974, 1985a).
Por otro lado, en la cuadrilla hubo una dinámica de movilidad donde el capitán era un
individuo que por su poder de mando fue capaz de acumular más oro; trabajando en los días
de fiesta -como era permitido- y seguramente en lugares ricos más rápidamente compraba
su libertad (West 1952:89-90). Así, en su estatus de libre, a tiempo que dejaba la plaza
vacante para otro esclavo, él podía establecerse como mazamorrero libre itinerante o bien
entrar a formar parte de un incipiente tronco. Lo descrito tan sucintamente en torno al
transcurso de las cuadrillas permite señalar un momento crucial de la génesis de dichos
troncos que seguramente constituyeron un modelo alternativo de vida para aquellos negros
que encontrándose libres con las leyes de abolición de la esclavitud de 1851, rehusaron
quedarse como peones en las haciendas y en las minas e iniciaron un éxodo hacia la selva y
los troncos al borde de los ríos. Es así como en el decenio de 1970, la investigación

50
antropológica encontró troncos entre mineros del oro en áreas de Barbacoas y a juzgar por
datos de otras investigaciones (Friedemann 1989, Villa 1985, Fnedemann y Briceño 1990)
también en otros lugares del bosque aurífero sobre la costa caucana y el Chocó.
Los troncos corresponden en la literatura antropológica a los ramajes. Son grupos
cognáticos de parientes consanguíneos que re montan su linaje tanto por la vía materna
como por la paterna, hasta un antepasado hombre o mujer fundador de la descendencia.
Quien pertenece a un tronco, tiene derechos de trabajo y herencia sobre las tierras mineras y
chagras de cultivos reclamadas por el fundador como propiedad de su descendencia
(Friedemann -Ibídem-). Cada tronco ha contado con su propio y delimitado territorio y
tiene su parentela definida por derechos activos y latentes, maternos y paternos de trabajo y
de herencia. Así, un hombre preferiría no casarse con una mujer de su mismo ramaje,
porque entonces la pareja sola mente tendría derecho a trabajar en la propiedad de un solo
tronco, lo cual le impediría movilizarse a lo largo de varios ríos en otros troncos.
Los troncos se desenvuelven en unidades socioeconómicas llamadas minas. La mina está
conformada por el caserío donde viven los mineros, la chagra o sitio de cultivos de
subsistencia, el corte minero de cada familia nuclear y el corte minero comunal del grupo
total de descendencia, que son los lavaderos de oro propiamente dichos. Los miembros de
cada familia viven y trabajan en la unidad mina de su ramaje o tronco Los hombres limpian
el terreno, cortan madera para construir las casas y las canoas y hacen el trabajo pesado en
el corte minero. Su mujer y sus hijos también van a la chagra, cortan banano, caña de
azúcar y hacen panela en los trapiches de aspas que aún existen. Pero también asisten a los
cortes familiares o comederos y a los comunales o compañías donde se sigue trabajando
bajo la autoridad de un capitán. La repartición sobre la cuenta de cada día de trabajo es una
de las obligaciones del capitán de la mina.
El tronco como realidad social y cultural ha modelado la subsistencia de grupos negros y el
riesgo de abandonar el bosque, el río o los parientes en el caso de agotamiento del oro, de
inundaciones o de otra emergencia. Vigente aún en las postrimerías del siglo XX, con sus
raíces en la cuadrilla esclava yen los antiguos mazamorreros, el tronco sigue siendo una
respuesta de los grupos negros contemporáneos a las condiciones de discriminación
socioétnica y económica tanto como a la incertidumbre del habitat en el litoral Pacífico
(Arocha 1991).
Las condiciones de trabajo en el litoral Pacífico durante los siglos de la Colonia son
comparables a las épocas recientes al finalizar el siglo XX. Hombres y mujeres generación
tras generación han venido desempeñándose en su habitat de selva superhúmeda donde la
rueda como elemento básico del ámbito tecnológico en el transporte o en la mecánica
general, no ha tenido mayor aplicación. En los cortes mineros las piedras se movilizan de
un lugar a otro mediante cadenas de hombres y mujeres que las pasan de mano en mano.
Los accidentes son constantes y las dolencias de la gente que permanece largas horas
parada entre el agua, doblados sus torsos con las piernas y rodillas rectas, podrían
compararse con algunas de las frecuentes afecciones que quedaron registradas en
inventarios de esclavos de minas.

51
Norman Whitten (1974) ha llamado pioneros a los habitantes negros del litoral que se
asientan en cuatro nichos socioculturales: caseríos rurales dispersos, caseríos rurales
compactos, pueblos y ciudades. Su proceso de producción sigue siendo el de una economía
fluctuante de auge y decaimiento basada en la extracción de oro, maderas, mangle,
bananos, pesca, caucho, tagua, cocos, plantas medicinales, por parte de especuladores
extranjeros y nacionales. Por un lado con soluciones de vida selvática y campesina que
escasamente permiten la subsistencia mediante la minería y los cultivos de frutales, caña y
arroz, combinados en la chagra y la caza y la pesca en ríos y manglares. Por otro lado,
tomando la alternativa del peonaje como trabajadores de compañías nacionales y
multinacionales, cortando y arrastrando trozas de árboles hacia aserraderos o pescando
" independientemente" para las industrias de productos de mar, o como cadeneros y peones
en los muelles. Todos, hay que reiterarlo, socializados desde chicos para desempeñarse en
trabajos de selva o como peones y eventualmente proletarios en los puertos y ciudades.
En el horizonte histórico y contemporáneo de los grupos negros cualesquiera que hayan
sido sus ciclos económicos, o sus etapas migratorias en el litoral, el parentesco se ha
manejado como un recurso social efectivo. Si un minero de la selva requiere ayuda en el
puerto, lejos de su caserío, él busca algún pariente de su tronco y acude a él, avivando de
este modo una relación recíproca. Whitten (1969: 235) muestra cómo la movilidad en
pueblos y ciudades en el litoral se da así por entre la trama de una organización que él
define como " ramajes rotos". Que a su vez al conjugarse con el hallazgo de los troncos o
ramajes en la selva aurífera, da cuenta de un proceso evolutivo social. El juego de la
genealogía y el parentesco tienen así papeles cruciales en el manejo rural-urbano y desde
luego en puertos y ciudades dentro de la sociedad de gente negra y aquellos que en el
marco del mestizaje son considerados como morenos, el término cortés con el cual en la
sucesión racial moderna, la sociedad dominante sigue señalando a los negros o a aquellos
con rasgos visibles de negro.

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Haciendas y linajes en tierras nuevas

En 1617 Jacinto de Arboleda, un comerciante que primero desembarcó en Portobelo, llegó


al territorio que hoy es Colombia y se convirtió en uno de los fundadores de una familia
que a su vez amasaría una gran fortuna representada en minas, esclavos, tierras, ganado y
poder social.
Arboleda inició la explotación de oro con una cuadrilla de esclavos negros, primero en
Anserma y luego en Caloto en el valle del río Cauca. Setenta años después, en 1688, los
Arboledas poseían entre otros bienes la hacienda de La Bolsa en el valle del Cauca y minas
en los altos del río Timbiquí y en el Micay, en el litoral Pacífico caucano y también en el
Chocó (Colmenares 1979: 81). En 1777 cuando Francisco Antonio Arboleda compró en la
misma región, otra hacienda llamada Japio, ésta y La Bolsa con sus esclavos suministraron
entonces provisiones agrícolas y mano de obra a las minas del Chocó y del litoral que ya
constituían lo que Mateo Mina (1979) ha llamado " un imperio minero". El que a su vez
prestaba también mano de obra esclava a las haciendas.
Al cabo de varias generaciones, los Arboledas, así como los Mosqueras, Bonillas, Hurtados
y Prietos, con similares historias económicas y sociales habían conformado linajes. Yen la
mitad del siglo XVIII, sus miembros mediante alianzas matrimoniales mantenían una élite
de Señores de las minas con intereses en Caloto y en el Chocó (Colmenares 1979:152).
La familia de los Mosqueras además, fundada a partir de la encomienda, desde el siglo XVI
permanecería en escena a lo largo de siglos y en los diversos teatros de la sociedad y la
economía colonia les. Los Mosqueras conforme dice Colmenares (1979: 146)
" ejemplifican una continuidad entre las empresas de encomenderos-terratenientes y
mineros".
La hacienda que evolucionó a partir de las encomiendas de indios a favorecidos como los
Mosqueras, tuvo una forma antigua que se conoce como hacienda de campo y que utilizó
en gran parte la obra de mano indígena para la producción de trigo y maíz. Pero en el siglo
XVIII cuando la producción de oro aumentó, los dueños de minas compraron enormes
extensiones de tierra y los dedicaron al levante y engorde de ganados que venían del valle
del Patía y de Neiva. A esta unidad de producción se la conoce como latifundio de frontera
(Colmenares 1979: 201). El ganado crecía a sus anchas y el número de trabajadores así
como de herramientas era escaso. Pero a medida que los frentes mineros intensificaron su
producción se hizo necesario mayor número de trabajadores en las minas y desde luego un
aumento de provisiones del agro. Surgió entonces la hacienda de trapiche que combinó la
siembra de caña de azúcar con los cultivos de arroz y fríjoles, la preparación de mieles y
desde luego la ceba de ganados para el abasto de carnes. En esta hacienda la mano de obra
negra y esclava se encargó de todas las actividades y conforme se mencionó antes, a sus
trabajadores que habían tenido tiempo de nacer y criarse allí, se los trasladaba si era
necesario a las minas y viceversa.
La aparición de la hacienda de trapiche no significó que los otros dos tipos de hacienda
desaparecieran. Por el contrario, las tres unidades de producción siguieron existiendo hasta

53
el siglo XIX (Colmenares 1979: 202). Por supuesto que no sobra la reiteración de la
importancia que en este largo período colonial tuvo la producción minera como sustento
económico para el surgimiento de las actividades de hacienda y de comercio. Y en este
conjunto vuelve a señalarse de nuevo la preponderancia de la mano de obra negra esclava.
En el valle del río Cauca, como en otros lugares, el negro tuvo escaso acceso a la tierra.
Cuando fue posible, aquellos que compraron su libertad ocuparon terrenos baldíos que
convirtieron en parcelas de cultivos. Palenques como El Castigo en tierras occidentales del
Patía fueron otra manera de acceder a la tierra. Las leyes de abolición de la esclavitud de
1851 por su parte, nunca consideraron la concesión de tierra o de herramientas a ningún
negro. Por el contrario se autorizó la compra estatal de esclavos a los dueños de latifundios,
haciendas y minas, con el objeto de indemnizarlos. Así, se propició el peonaje de negros sin
tierra que entraron al servicio de haciendas y minas de los antiguos dueños (Friedemann
1976).
Hubo por otra parte, mecanismos de captación de mano de obra de negros, como reacción a
la abolición. Y ahí aparece la acción de Sergio Arboleda en 1853 con los negros libres a
quienes enroló para trabajar dentro del sistema de terraje que era un pago que el negro
debía hacer a la hacienda en productos de siembra y en dinero (Mina 1975: 54). Arboleda
les permitía asentarse en los bordes boscosos de la hacienda para tumbar monte e iniciar
cultivos. Los negros además debían dedicarle diez días de cada mes a los trabajos de la
hacienda La Bolsa que eran la siembra de caña dulce, plátanos y árboles de cacao. En sus
parcelas pequeñas sembraron yuca, arracacha, maíz, caña de azúcar, cacao y plátanos. Pero
en la hacienda una vez terminada la siembra de 15.000 árboles de cacao, 20 plataneras y 50
suertes de caña, en vista de que allí el trabajo disminuyó, Arboleda resolvió cobrarles el
terraje en dinero tasado por cada fanegada ocupada por las familias negras (Mina 1975:55).
Así, los antiguos barracones de la esclavitud apenas parecían cambiar de forma. Para salir
de la hacienda, los trabajadores tenían que pedir permiso por un tiempo estrecho, se les
permitía pocas celebraciones entre ellos mismos y además, tenían que dar cuenta de cómo
empleaban su propio dinero. Por supuesto que muchos tomaron el camino del éxodo y se
fueron a los montes a lo largo del río Palo, donde sabían que había existido un palenque.
Allí iniciaron nuevas labranzas (Friedemann y Arocha 1986:206). Entonces, cuando en
ciertos lugares y momentos las urgencias de mano de obra se agudizaron surgieron
reclamos y la respuesta fue la creación de mecanismos coercitivos. Los jefes de policía
tenían facultades legales para obligar a trabajar en las haciendas a los llamados "vagos".
Más aún, la ley autorizaba al patrón para azotar y privar de alimento al trabajador rebelde.
Todo esto sucedía en 1785, 25 años después de que a los negros se les había declarado
libres.
A finales del siglo XIX, la tenencia de la tierra en el Valle del Cauca, es definida por Rolf
Knight (1972) en su análisis de la evolución del cultivo de caña, como un embrollo de
litigios, compras, transferencias y ocupaciones de facto de tierras de monte. En los albores
del ingenio de azúcar en 1890 en La Manuelita había 100 negros y sus familias trabajando
en los campos de la caña. Eran peones negros, descendientes de esclavos en las antiguas

54
haciendas y quienes habían vivido allí por varias generaciones.
En tanto que el capital, la mecanización del ingenio y el ensanche acelerado del territorio
convertían a los ingenios en plantaciones (Friedemann 1976: 155), sus trabajadores
iniciaban su ingreso en el proletariado. Solamente unos pocos mantenían una parcela o un
solar, aunque todos eran originarios de la región. En el decenio de 1970, el proceso de
monopolio de la tierra, aún de aquella que habían conservado los descendientes de esclavos
en los bordes de las haciendas era una característica de la nueva agroindustria que ya había
sembrado caña en miles de hectáreas en el Valle del Cauca (Mina 1975).
Otras alternativas para el campesino negro que perdía su finca tradicional de cacao, café,
plátanos, frutales y tomates fueron la de ingresar en programas de desarrollo rural sin tierra
(Friedemann 1976:164). Optaron por la artesanía de la teja de barro que sacaban de
pequeños lotes alrededor de sus poblados, pero al final muchos acabaron emigrando a los
cinturones de pobreza de las ciudades en el Valle del Cauca y vecinas al mismo
(Friedemann y Arocha 1986).

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APORTES DEL NEGRO A LA CULTURA COLOMBIANA

Raíces africanas y visiones culturales

La religión católica llegada a América junto con el sistema legislativo y el de la milicia


constituyeron un sólido mecanismo de dominación sociopolítica y de cambio cultural en
amplios territorios de la Nueva Granada, en lo que hoy es Colombia. No obstante, la visión
del mundo social, natural o sobrenatural en caseríos, pueblos o ciudades enmarcados
históricamente por la presencia de africanos y sus descendientes, no puede caer en
definiciones homogeneizantes que señalen dominio total occidental.
En ciertas regiones colombianas se observan conglomerados de gente fenotípicamente

56
negra que así mismo tienen expresiones específicas que han venido a reconocerse como
pertenecientes a la cultura negra. Hay también regiones ocupadas por una variedad socio-
racial amplia que podrían considerarse impregnadas de cultura negra. Entonces, al hacer
referencia a esta cultura se alude metafóricamente a raíces africanas que hubieran
contribuido en la formación de un nuevo o de nuevos sistemas culturales.
¿Pero cómo se explican tales raigambres o la tercera raíz, como se ha venido a denominar
el componente cultural africano en algunas de las sociedades del continente americano?
En previos trabajos se ha aludido a la existencia de huellas de africanía entendidas como
memorias, sentimientos, aromas, formas estéticas, texturas, colores, armonía,, es decir
materia prima para la etnogénesis de la cultura negra (Friedemann 1988, 1989). Se destaca
además, su compleja dinámica de creatividad y transformación y no se niega la
participación de supervivencias y sincretismos y dentro de éstas no solamente las africanas,
sino también las europeas y las aborígenes (Friedemann y Arocha 1986:36).
Con todo, al hablar de huellas de africanía es preciso referirse a los procesos de
reintegración étnica ocurridos entre los esclavos desde el siglo XVI, de manera simultánea
a la trata, cuando gente de igual o similar procedencia volvió a encontrarse en escenarios
distintos a los de su cotidianidad africana (Friedemann y Patiño 1983, Friedemann y
Arocha 1986). Esos procesos de reintegración étnica serían marcos para la génesis de
nuevos sistemas culturales afroamericanos que debieron haberse iniciado tan pronto como
en las factorías de las costas africanas se juntaron las primeras víctimas. La dinámica
interétnica de esta génesis ha sido discutida por Mintz y Price (1976) con relación a la
diáspora africana. Dinámicas análogas, como parte de una propuesta de explicación teórica
sobre control cultural en la formación de grupos étnicos diferenciados, también referidas a
culturas negras han sido examinadas por Bonfil Batalla (1987). A esas dinámicas en las
relaciones interétnicas, este autor ha denominado etnogénesis.
La táctica de desarticular social y culturalmente a los prisioneros siguiendo un patrón de
heterogeneidad tribal o regional, buscaba ejercer un dominio del comercio, sin sobresaltos y
mediante la atomización de los esclavos. Con todo cabe preguntarse el grado del éxito
alcanzado, frente a una homogeneidad de condiciones compartidas que debieron provocar
similares reacciones. Con la vida amenazada, la familia destruida, perdida la tierra y
sumergidos en la incertidumbre de la vida y de la muerte, un primer gesto de compasión
mutua pudo convertirse en un hilo de comunicación que con otros similares urdiría la trama
de futuros tejidos sociales y cultura les (Mintz y Price 1976:27). Estos momentos cruciales
de etnogénesis inducen al examen de la condición cultural del grupo. Aunque los africanos
en la trata llegaran desnudos de sus trajes, armas y herramientas, desposeídos de sus
instrumentos musicales y de bienes terrenales, por fuerza traían consigo imágenes de sus
deidades, recuerdos de los cuentos de los abuelos, ritmos de canciones y poesías o
sabidurías éticas, sociales y tecnológicas. Es decir, se descarta el hecho de que el bagaje
cultural traído por los africanos hubiera podido ser aniquilado. Más bien empieza a
explorarse el proceso de cómo tales iconos o representaciones simbólicas, aquí
denominadas huellas de africanía, han llegado a reflejarse en los sistemas de las culturas

57
negras (Torres 1989, Arocha 1989, Ascensio 1990).
El propósito sería además conocer la dinámica del control cultural (Bonfil Batalla:1987)
mediante la cual elementos gramaticales u orientaciones cognoscitivas en términos de
Mintz y Price (1976) e iconográficos, aludiendo a Bateson (1972) de las culturas africanas
permanecieron en el consciente y en el subconsciente de los portadores de las nuevas
culturas negras, para surgir en expresiones y gesto o en ricos teatros religiosos y sociales:
fiestas de santos, carnavales, velorios, rituales de funebria o danzas acuáticas en honor a
figuras sagradas, en amplios horizontes geográficos.
Por lo pronto, la información histórica muestra cómo los cabildos de negros que en un
primer momento fueron enfermerías en Cartagena de Indias, se convirtieron en ámbitos de
resistencia a la sociedad dominante y en refugios de africanía. Eran barracas húmedas y
fangosas situadas junto al mar, que servían de asilo a aquellos africanos que al descender de
los navíos no podían caminar o estaban casi agónicos. Allí, quienes se recuperaban
cuidaban a los nuevos enfermos. El alivio del infortunio no era sólo físico, pues la
desgracia era también cultural. Encontrar un modo de comunicarse debió ser la urgencia
primordial. El tambor, una de las primeras recreaciones a partir de iconografías se
constituyó en lengua franca en los cabildos. Primero anunciaba la muerte. Con el tiempo,
convocaba a esclavos y libres para diversas actividades, incluyendo el cimarronaje. Los
cabildos entonces, fueron tempranos escenarios de la génesis del sistema cultural del negro
en Colombia continental. No sucedió lo mismo en el archipiélago de San Andrés y
Providencia en el Caribe, donde a la sazón el dominio cultural inglés, al igual que en otras
islas caribeñas, desterró al tambor considerado como instrumento evocador del poder de
espíritus (Perea Escobar 1989:58).
Cuando los cabildos-enfermería dejaron de servir como estaciones de recuperación porque
los hospitales de San Lázaro y de San Sebastián en la ciudad recibieron los enfermos, el
cabildo-nación con el espíritu de las cofradías que desde el siglo XII existían en España y
que cobijaban " naciones" africanas y otros grupos, se inauguró en diversos lugares en
Cartagena. Y aunque personajes del santoral católico fueron entronizados, la función de
refugio cultural permaneció vigente. Tanto los cabildos-enfermería como los cabildos-
nación fueron centros de evocación y afirmación de valores, expresiones lingüísticas o
gestuales, imágenes, música o culinaria (Friedemann 1988).

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Huellas de africanía y emblemas de nacionalidad

La importancia de los cabildos negros como refugios de africanía en Colombia realmente es


patente cuando se empiezan a examinar las expresiones musicales, las danzarias y las
lingüísticas de la cultura negra. Desde luego que para el escrutinio de las huellas del África
uno de los vehículos menos inseguros es el lenguaje musical y danzario o el hablado.
Efectivamente, el estudio del carnaval contemporáneo en Barranquilla, Santa Marta y
Ciénaga, ciudades de la costa Caribe y el del mismo sobre los puertos ribereños del río
Magdalena ha permitido encontrar en el ritual una historia de su organización que se
remonta hasta los tiempos de los cabildos (Friedemann 1985). Las antiguas rivalidades
tribales africanas que fueron alentadas por la sociedad esclavista de la colonia se plasmaron
en Cartagena en cabildos con identidades de memoria africana -Carabalí, Mina, Mandinga,
Congo, Arará, (Escalante 1954: 223) propiciando una proyección cultural en el carnaval
que se arraigó en Barranquilla: los Congos, una danza de hombres. La danza ha llegado
hasta nuestros días como un ritual de guerreros ataviados con colores fulgurantes, enormes
bonetes con colas tapizadas de símbolos y el desafío de los sables que alterna con el reto
del toque de tambor de cada grupo. Los recuerdos del habitat de la selva y de la sabana
africana aunados al ambiente del trópico suramericano se expresan en manadas de más
caras de animales danzantes: tigres, micos, pájaros, perros, toros, insectos, enmarcan a los
Congos que danzan batallas alegóricas de defensa territorial en sus barrios desplazándose
luego en representación teatral por las calles céntricas de la ciudad. El carnaval con el paso
de los años y las urgencias de afirmación de identidades regionales en el país, se ha
convertido no sólo en un perfil del Caribe colombiano cuya impregnación de cultura negra
es ostensible, sino que ha sido adoptado como uno de los símbolos de la nacionalidad
cultural colombiana.
Otras expresiones estéticas del Caribe colombiano influidas por la cultura negra con huellas
de africanía aparecen en lo que se ha de nominado la música " costeña" (González
Henríquez 1989: 3), que a su vez ha penetrado distintos ámbitos de las clases sociales como
un elemento de la personalidad cultural colombiana. Algunas de ellas son la cumbia, el
bullerengue, el chandé, el mapalé, el abozado, la gaita o porrotapao, el vallenato, los cantos
de zafra, de vaquería y los cantos del Lumbalú (Abadía Morales 1977). La cumbia, una
danza de hombres y mujeres, otro de los símbolos regionales de cultura negra que han sido
adoptados como emblemas de nacionalidad empezó a configurarse en el ámbito de la
esclavitud en Cartagena de Indias (D. Zapata 1962: 187-204). Para las fiestas religiosas
españolas de la Candelaria,

"hombres y mujeres en gran ruedo, pareados,


pero sueltos, sin darse las manos, dando
vueltas alrededor de los tamborileros, las
mujeres enflorada la cabeza con profusión,

59
lustroso el pelo a fuerza de sebo y empapadas
en agua de azahar... balanceándose en
cadencia muy erguidas, mientras el hombre ya
haciendo piruetas dando brincos, ya luciendo
su destreza en la cabriola, todo al compás...
bailaban a cielo descubierto al son del
atronador tambor africano..."
(Posada Gutiérrez 1929).

"Los indios también tomaban parte en las


fiestas bailando al son de sus gaitas, especie de
flauta a manera de zampoña... los hombres y
mujeres de dos en dos se daban las manos en la
rueda, teniendo a los gaiteros en el centro, y ya
se enfrentaban las parejas, ya se soltaban y
volvían a asirse, golpeando al compás el suelo
con los pies... sin brincos ni cabriolas..."
(Posada Gutiérrez-Ibídem-).

Con el correr del tiempo, la cumbia definió sus perfiles. Los músicos se subieron a tocar en
tarimas altas alrededor de las cuales negros, mestizos y mulatos disfrutaron las fiestas. Y
durante muchos años, antes de que las danzas populares fueran integradas al carnaval de
Barranquilla, allí los grupos danzantes se reunían en barrios tradicionales como Rebolo a
bailar en sitios llamados cumbiambas. Este término según Abadía Morales (1977: 205) por
un lado al apocoparse produce la voz cumbia y a su vez se relaciona con el
vocablo cumbancha cuya raíz kumba proviene del occidente africano: es gentilicio
mandinga, también el país del Congo y su rey se llamó rey de Cumba. Cumba entre los
congos significa además gritería, es cándalo, regocijo y nkumbi es un tambor (Ortiz 1985:
184).
Desde luego que la controversia en torno a la configuración de la cumbia no ha faltado,
particularmente a raíz de su evolución como símbolo nacional de identidad estética. La
tradición india la reclama a través de las gaitas y la tradición española reclama el atuendo.
Aquiles Escalante (1964:148) menciona como instrumental auténtico de la cumbia en la
cual el canto no existe, lo siguiente: una tambora o bombo, dos tambores troncónicos,
guache, maracas y flauta. Los tambores y el guache de origen africano. Este último, hecho
de hojalata de forma cilíndrica, perforado con agujeros y lleno de semillas. Las maracas de
origen caribe y las flautas de origen indígena. Abadía Morales (1977) la dibuja como
mulata y negra, señalando que tiene una melodía originaria en la música de las gaitas y
cañas indígenas pero que su ritmo dominante es el de los tambores africanos.

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El vallenato que es una canción con ascendiente y presencia negra tiene sus raíces en los
cantos de trabajo en ámbitos de la hacienda y también de la boga en la colonia (Quiroz
1983). Los cantos de vaquería probablemente son tan viejos como la misma ganadería y el
trabajo de los esclavos que desde el comienzo de la llegada de los españoles tuvieron que
arrearlos y cuidarlos. Ciro Quiroz (Ibídem) ha recuperado antiguos cantos nostálgicos de
esa vaquería:

Cuando yo tenía ganao


cantaba mi va quería
ahora que no lo tengo
canto la vida mía.

Y también ha logrado encontrar algunos textos remanentes en las narraciones del vallenato
que actualmente se yergue como un pilar de la oralitura de la costa Atlántica. El vallenato
canta y narra: es mordaz con humor y gracia, es crítico en la política, la religión y el
trabajo, gime con el amor y llora con el desamor. Sus narrativas siguen viajando de pueblo
en pueblo y son un registro de leyendas, mitos e historias en amplias regiones que son
ganaderas y están pobladas por descendientes de cimarrones negros, de negros libres y
desde luego del resto de gentes que allí confluyeron.
Del mismo modo que en la cumbia, huellas de africanía aparecen en la complejidad de la
evolución del vallenato y en la controversia sobre el dominio cultural surge en este caso el
reclamo de la tradición oral hispana en el texto literario. Efectivamente, Consuelo Posada
(1986:42) encuentra testimonios de temas y de formas que según ella demuestran que la
mayoría de los versos que hoy hacen parte de la música popular en Colombia, se originaron
en las coplas españolas que llegaron a Colombia a través de Santo Domingo durante la
colonia. Y dentro de esta circunstancia coloca al vallenato original.
No obstante, vale recalcar que la esencia narrativa del vallenato, la expresión gestual de sus
intérpretes y por encima de todo la intención de la canción es la entrega de un mensaje. El
cantor arruga el rostro, gesticula, se comunica. El acordeonero es capaz de dejar el
instrumento para hablar con las manos. Aquí, no puede entonces menos que evocarse a la
figura del griot, que en los territorios africanos del occidente en el antiguo Mali en el siglo
XVI vestido con más caras de pájaros recitaba la historia, la leyenda, la genealogía, la
sabiduría de la artesanía y de la religión. Eran una especie de casta de juglares, a la vez
poetas, músicos y brujos encargados de preservar la tradición.

En la organología tradicional del vallenato está la guacharaca que es un instrumento de


fricción, hecho del tallo de una caña a la que se tallan estrías. Con una costilla de res o con
un trinche se raspa la caña. Según Quiroz (1983:192), la guacharaca fue el primer
instrumento que con voz similar a la de una pava silvestre que anuncia la lluvia, se unió a
los cantos de donde saldría el vallenato. El acordeón es un instrumento típico de muchos

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puertos del mundo que parece haber llegado a Colombia y al vallenato a finales del siglo
XIX. La trilogía básica la completa la caja de clara estirpe africana, con memoria de
tambores, con un parche que inicialmente era de piel del buche del caimán sacado con
ceniza debajo del sol, y después remplazado por cueros de venado, chivo o carnero (Quiroz
-Ibídem-).
Con el tiempo, al vallenato han ingresado otros instrumentos y de él han surgido otros
ritmos que lo han convertido en un pozo de creatividad: puyas, merengues, sones, paseos o
tamboras, forman una intrincada genealogía musical. Esta cualidad de pozo ha contribuido
a que el vallenato se haya constituido en otro símbolo de la identidad cultural de Colombia.
Con la innegable huella del legado africano, no sólo en la conformación sociohistórica del
hecho artístico, sino en la misma esencia del fenómeno musical.
Claro que el vallenato es apenas una parte importante de la oralitura de la costa Atlántica,
cuyas expresiones surgen en una gama nutrida de narración, poética y novelística. La
mayor de todas, la obra de Gabriel García Márquez que construye una realidad fantástica
llamada Macondo. El vocablo, un fitónimo bantú (De Granda 1978:234) designa al plátano
y conlleva significados mágico -religiosos. De Granda afirma que Macondo es un símbolo
de "l a sociedad abigarrada, multirracial, mulata, que describe García Márquez y que
corresponde por entero a la fisonomía de un territorio en el que indios, blancos y sobre
todo africanos, han vivido juntos durante varios siglos". En efecto, el territorio es a su vez
asiento de una zona de cultivos intensos de plátano y de acuerdo con García Márquez, el
nombre es una memoria de sus años infantiles y jóvenes en las vecindades de Aracataca,
donde existía una hacienda con ese nombre.
Pero a propósito de Makondo como vocablo bantú, es válido anotar que precisamente en
esas tierras de plátano y de ganados, durante siglos han estado arraigados descendientes de
africanos: cimarrones, libres y criollos. Además, en un palenque residual de la región los
negros han mantenido hasta nuestros días huellas de la presencia africana en su vida
cultural y social. Se trata del Palenque de San Basilio, dueño aún de una lengua criolla
propia, considerada como una reliquia lingüística en América (Patiño Rosselli 1983). Tiene
vocablos bantú de las hablas ki-kongo y kimbundu que desde luego con Makondo permiten
señalar en Cien años de soledad y en varios de sus personajes y épicas una proyección
colombiana en la novelística universal de iconografías del mundo negro africano en
América Latina.
En el ámbito de la lengua española, la influencia lingüística proveniente de lenguas
africanas es conforme dice Germán de Granda (1978:271) muy identificable en zonas como
la caribeña ola del litoral Pacífico, donde hay importantes conglomerados de descendientes
de africanos. El acento bantú, sin embargo, es dominante en muchos lugares y aparece en el
habla cotidiana, así como en toponimias de memorias congolesas y angolesas: Matamba,
Masinga, Malemba, Angola, Songo, Miangoma, Nanguma, Quilembe y Lamba son
nombres de arroyos, montes y caseríos en lugares cercanos a Cartagena y también
territorios de antiguos cimarrones. Y en el litoral Pacífico Matamba y Mungarrá, son

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muestras de toponimias también de origen bantú, aunque Beté sobre el Atrato es el nombre
de una etnia en Costa de Marfil. En el léxico cotidiano la influencia es abundante. En la
culinaria el guandú, referencia bantú, -kikongo-, por ejemplo, es un plato de perfil costero
sobre el Atlántico, mientras que el fufú, de referencia bantú, -mfufu-, una manera de
preparar el plátano, es del acervo de la gastronomía del Pacífico.
En rituales profanos como el currulao o cununao en el Pacífico, el tambor cununo y la
marimba son de estirpe Ki-mbundu, igual que la cachimba que es una pipa ychimbo que es
moneda (Del Castillo 1984). En rituales sagrados como en San Basilio, el palenque
residual, con un último dominio étnico bantú, se preserva en las canciones fúnebres del
ritual mortuorio conocido como lumbalú (Schwegler 1990) testimonios de la procedencia
africana no sólo de gentes, sino de visiones cósmicas en torno al mundo sobrenatural.
En el estado actual de los estudios de grupos negros en Colombia, es posible examinar
comparativamente en el ámbito no sólo de la lingüística, sino también de la expresión
religiosa y en otros espacios, elementos compartidos por comunidades negras en diversos
lugares colombianos. Y desde luego, la impregnación que ellos han hecho en variados
planos de la vida cultural nacional.
La imágenes acuáticas que aparecen en el velorio de muertos en palenque y que se evocan a
través del habla del tambor y en las canciones de lumbalú también son parte de velorios en
comunidades del litoral Pacífico en los bosques mineros y en los pueblos en proceso de
urbanización. Ya su vez rememoran el pensamiento de gentes del Congo que conviven un
universo donde Calunga -palabra que también aparece en los cantos fúnebres del lumbalú-
un ámbito de aguas, debajo de la tierra es el sitio de los espíritus de los muertos (Mac
Gaffey 1986, Friedemann 1991:77).
Y en el litoral Pacífico, los ámbitos acuáticos son por excelencia los tablados poéticos del
drama de encantamientos y personajes del mundo sobrenatural, que emergen de los mares
para entrar en el mundo de los hombres. Protagonistas como las enormes serpientes que
causan las inundaciones, o las diminutas lombrices que salen y entran al cuerpo humano
causando enfermedades y que viven en el agua, son patrimonio de la cultura negra de
amplios territorios.
El esbozo anterior es un intento para delinear algunos aportes de la diáspora africana a la
cultura de regiones y de la nación colombiana en ciertas instancias. Pero no alcanza a tocar
muchos detalles sutiles de la poética visión o lo intrincado de sus creaciones sociales y
materiales como espejo de sus iconografías antiguas y de aquellas transformadas en el
proceso histórico. Para el estudioso de las culturas negras de América, sin embargo, tal
testimonio es vivencia de estrategias de resistencia cultural. Después de 500 años, las
huellas de la madre África llegadas con los esclavos aparecen dibujadas no sólo entre sus
descendientes, sino como parte de nuevas construcciones culturales en Colombia.

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Hacia el siglo XXI

En Colombia, una reflexión sobre los desafíos que el siglo XXI le plantea a la existencia de
los negros como grupo diferenciado en el panorama nacional, no ha tenido mayor espacio
en deliberaciones tan importantes como las que acaban de concluir en el seno de la
Asamblea Constituyente. Que produjo una nueva constitución para la nación del próximo
siglo.
Un artículo de Jaime Arocha recientemente publicado (1991) es premonitorio de los
caminos que tendrán que seguir los negros en su diáspora y vuelve a llamar al
protagonismo a tantas de las muchas estrategias, que le han permitido desempeñar un papel
significativo en Colombia. La continuidad de un mundo posible de cultura negra, referido
por Arocha como un escenario de sobrevivencia para los negros colombianos, tiene los
componentes de la innovación frente a la incertidumbre del medio ambiente social,
económico y ecológico, de la creatividad sociocultural frente a las condiciones del cambio
continuo. En el litoral Pacífico, una zona de alta densidad demográfica negra, las leyes
nacionales no le han permitido arraigarse en sus tierras de uso consuetudinario. A tiempo
que allí capitales y tecnologías multinacionales intensifican las industrias de minería, cría
de camarones y siembra de palma africana, con la tala de bosques tropicales y de
manglares, la expulsión de la gente negra será un hecho.
La nueva Constitución que permitió el ingreso definido de los aborígenes o indios como
sujetos de derecho, apenas mencionó pálidamente a los negros en su expresión étnica
diferenciada. Así la legitimidad de su identidad para los propósitos del ejercicio territorial
con la especificidad de una diversidad ancestral quedó ausente.
No obstante, por fuera del proceso de dicha Constitución, distintas agrupaciones culturales
y políticas de negros, adoptaron posiciones analíticas reflexivas y críticas. Las vicisitudes
del transcurso de los negros en el panorama nacional, las contribuciones que desde la
colonia han venido realizando, la marginalidad que han sufrido sus gentes son temas de su
discusión. El debate entre algunos, se encamina al examen de las consecuencias que ha
tenido la estrategia del blanqueamiento como acción sociopolítica de participación a nivel
individual y grupal (Arocha y Friedemann 1984). El debate atañe al estudio de la
conciencia acrítica del mestizaje como ideología discriminatoria con resultados de
invisibilidad sobre la historia, su actualidad y los derechos de los negros, impartida ella por
diversos niveles de la sociedad colombiana. Pero con seguridad, el nuevo siglo presentará
como sucedió en el actual, alternativas vibrantes que permitirán con creces la permanencia
de la diáspora africana.

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