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PENAS Y CADENAS
Alfredo Molano
Planeta
Cubierta: Fotografía del Panóptico de Ibagué,
de Diego Samper.
C olombia : www.editorialplaneta.com.co
V enezuela: www.editoriaIplaneta.com.ve
E cuador : www.editorialplaneta.com.ec
ISBN: 958-42-0883-7
Paola..............................................................................................95
El Bombillo................................................................................ 113
El Gringo..................................................................................... 147
El carcelero.......................................................................... 175
Isidro 191
El relato de don Pedro
l.
dicho al Flaco para darle coba. La prueba que le tocó era senci-
lla de entrada pero áspera de salida. Si hay algo que ya no se
aguantaba más en elpatio Quinto era el barullo de las ratas de
andén, los ladrones de ñiques y las gonorreítas que transan con
la guardia para buscarle el quiebre a otro y, por encima de todo
esto, la amenaza de sacamos a nosotros del juego. Con lo que
hizo El Flaco para imponerse toda La Modelo quedó notificada
de quién era el hombre, y nosotros lo aceptamos como socio en
la casa.
Al Alacrán se le había podido tratar con una terapia distinta,
por ejemplo con racunkil en una aguadepanela o, mejor, con
una pizca4ecianuro en una bicha de bazuco como Vicente acon
sejaba. Pero El Flaco, con ganas de ganar cartel, no aceptó: «El
ejemplo — decía— es ahorro. Si no usamos el miedo, el miedo
nos usa a nosotros y termina ganándonos la partida. Él ejemplo
es un arma más efectiva que el más embambado de los fierros;
más efectiva que el efectivo. Un muñeco bien hecho nos ahorra
muñecos a medio hacer. En El Alacrán las demás gonorreas
tienen que aprender». El Alacrán creía que estaba sano, cuando
lo que de verdad pasaba era que ya se andaba tras él. Tocaba.
Cada día era más piraña, cada día más quejas había: que se jaló
una TV, una lora, un par de pirrieles, que ya no respeta. «Está
bamos por hacerle el viaje desde hacía rato para poder poner
orden en el patio», comentaba Vicente. El Flaco no tenía más
remedio que limpiar la jaula o irse por el mismo hueco por
donde botó al Alacrán.
Serían las seis y media, esa hora llena de sombras a medio
desaparecer que todo lo confunde. El entable estaba preparado:
a los sanitarios nadie podía entrar, el pasillo estaba clausurado
y los radios estaban a todo volumen por si era del caso ahogar
los gritos. El Flaco sabía que El Alacrán a esas horas estaba
siempre en el baño metiendo vicio. Era su costumbre. Metía
bazuco a esa hora porque en el día lo vendía. Tenía un socio
EL RELATO DE DON PEDRO 13
2.
Vicente le decía al Flaco, aquel día del Alacrán, que la en
fermedad de no poder mirarle los ojos a los muertos se curaba
fácil, que había que mirar despacio al finado desde la cabeza
hasta los pies, y de la mano derecha a la mano izquierda, ha
ciendo lo más perfecto que se pudiera una cruz. «La cruz no
falla, y se lo dice una persona que nunca ha creído en Dios ni le
ha temido al diablo; mi primer morraco me costó mucho sufri
miento y lo pagué con miedos». Vicente era hijo de un español
llegado a Colombia a resultas de una guerra que hubo en su
país. Había peleado al lado de los comunistas y cuando perdie
ron la guerra vino a esconderse a estas tierras con su amigo
Juan de Dios Salgado. El tipo se llamaba Escrivano pero, según
cuenta Vicente, su verdadero apellido era Escrivá, y se lo cam
EL RELATO DE DON PEDRO 15
que lo liquidó a pura rula, y que fue ahí donde aprendió a mirar
los muertos y a hacerles el quite con la cruz. Contó más. Des
pués de esa muerte, el muchacho se volvió otro: serio, reserva
do. Se voló de la casa y se fue para Bogotá y consiguió un
trabajo en una fábrica de tubos. Trabajó formal seis meses has
ta el día que en una buseta se encontró con uno de sus amigos
de la guerrilla, y volvió a ligar con ellos.
3.
El Flaco nació mirando trabajar al viejo en un matadero si
tuado por allá en la Autopista Sur en Bogotá. Era una familia
grande. Tenía trece hermanos, doce vivos y sólo uno muerto; la
mitad hombres y la otra mitad hembras. El Flaco era el menor
de los hombres. Don Ignacio, el padre, lo quería mucho porque
nació buen trabajador, callado y cumplido. No se salía de lo
que le enseñaba, que no fue al principio mucho: afilar los cu
chillos de trabajo en una piedra de un viejo molino de trigo que
el cucho había traído de Boy acá. El niño amolaba las palas con
atención, tenía paciencia y maña para ir adelgazando hasta lo
invisible los filos, y dejarlas cortando — como lo vi— pelos al
aire. Aprendió después a despresar una res, a saber por dónde
iban los huesos y los músculos, cuál era la carne pulpa y cuál la
rejuda; sabía apartar las visceras sin romperlas, sacar los cua
jos y envasar la sangre caliente para venderla en la puerta del
matadero, donde desde las tres de la mañana había cola para
bebérsela caliente. Hay gente que cree que sirve para curar el
paludismo, el asma, el dolor de huesos y, sobre todo, para qui
tar el miedo. Yo no sé. Por mi parte, yo nunca pude ni con el
caldo de pajarilla ni con los huevos crudos entre el jugo de na
ranja. Fue aprendiendo a manejar los cuchillos como para tra
bajar en un circo. Y por ahí mismo le llegó el destino.
EL RELATO DE DON PEDRO 17
4.
He hablado de Vicente y del Flaco, ahora quiero hablar de
mí. Me llaman Don Pedro y, como dicen, vi mis primeras lu
ces en un pueblo de Santander del Sur, llamado Jesús María,
que tuvo también el honor de ver nacer a Efraín González.
Fui hijo de un abogado y político muy conocido, que cuando
no estaba en el gobierno vivía de ponerle demandas y ganár
selas. Era muy rígido. Recuerdo que me hablaba sólo para
EL RELATO DE DON PEDRO 19
nar palabras, jugar con ellas, hacer fantasías con las frases como
cuando de niño construía castillos con tacos de madera. En el
Académico hice hasta quinto de bachillerato; ir al colegio me
gustaba también porque podía hacer migas con los demás y
hablar con otras personas de mi edad. Tuve dos amigos ínti
mos: Diego y Pablo, que mehicieron saber que había otro mundo
distinto al de la casa y al del colegio. Fueron ellos los que me
enseñaron a robar guayabas y duraznos, que me contaron que
las mujeres no eran hombres capados y que terminaron por
mostrarme cómo hacerse la paja.
El colegio organizaba cada año un paseo de dos días a la
Catedral de Sal de Zipaquirá, que decían era una de las siete
maravillas del mundo, junto con las Pirámides de Egipto y las
Cataratas del Niágara. En el último paseo, ya para comenzar el
sexto de bachillerato, nos pusimos a tomar aguardiente. Me em
borraché y alguien me contó que yo no era hijo de mi papá. Fue
un golpe que todavía me duele. Un golpe tan duro que una
madrugada me escapé de la casa con 20.000 pesos que le había
robado a mi madre. Yo había oído hablar en el colegio de las
minas de Muzo y Peñas Blancas. Eran famosas en Jesús María.
Mucha gente del pueblo trabajaba allá o por lo menos para allá
se iba. Efraín González, héroe de unos y terror de otros, muy
recordado por la gente mayor por sus andanzas y por su valor,
fue dueño de un corte en Peñas Blancas. Los muchachos volan
tones que peleaban con sus padres o con su novia allá paraban.
Y allá fui a dar un día sin saber adonde iba ni adonde llegaba.
Me bastaba con poner distancia entre mi padre y yo. O, mejor,
en mirar la distancia que siempre existió entre los dos, pero
medida en kilómetros. Tanta habría, que nunca me mandó bus
car a Peñas Blancas, lo que fue para m í un golpe más duro que
la noticia de no saber de quién era hijo. Dicen que los suicidas
lo que buscan es la mano amiga que los saque del abismo.
EL RELATO DE DON PEDRO 21
5.
El Flaco siguió su vida como si nada hubiera hecho. El úni
co cambio fue que no dormía en su cama. Don Ignacio hiló una
red de protección con sus amigos de barrio, que eran muchos.
Un pesero — no le gustaba que lo llamaran carnicero— tiene
mucha fama y mucho poder entre la gente. Con el cura, el al
calde y el maestro, los carniceros son las personas que más
peso e influencia tienen en un pueblo; quizá porque a la gente
le gusta la carne o porque los peseros saben manejar la sangre.
Los amigos de don Ignacio no le perdían el ojo al muchacho y
él se movía como si nada hubiera hecho. Al principio iba al
colegio, y si no volvió no fue porque tuviera miedo a que le
echaran mano a la salida de clase, sino porque vivía ocupado
en su negocio. Con Maico, su llave, andaba por los barrios de
los ricos — la 93, Unicentro, Galerías— robando bicicletas.
Se hacían amigos de los muchachos, les pedían la cicla presta
da y nunca volvían. El mismo truco del Araña, pero con gente
confiada e indefensa, niños que todo lo han tenido y que no
saben oler dónde está el peligro porque creen que el mundo es
como la sala de la casa: entapetado y perfumado. Robaban en
un sitio, después en otro y en otro, hasta completar una vuelta,
y si alguien tuviera la mala suerte de reconocerlos, pues para
eso andaban ya bien enfierrados. Don Ignacio, aunque no lo
supiera, lo sospechaba, y aunque el hijo le presentaba, muy cum
plido, todas las semanas las notas del colegio, sabía que en al
gún trote estaba El Flaco metido. El pelado había contratado
los servicios de otro compañero para que hiciera las tareas, con
testara a lista y, en fin, lo sustituyera en el colegio, mientras él
26 PENAS Y CADENAS
bían hablarse con los ojos, eran hábiles y rápidos con las ar
mas, dos diablos. En ese tiempo les dio por las panaderías. En
traban hacia las siete u ocho de la noche, antes de que cerraran,
pedían una gaseosa con una mantecada, o con un pandebono, y
cuando la empleada traía el pedido ellos pelaban los fierros, y
le escupían un «quieta: ¡no se vaya a hacer matar!». Guardaban
a las empleadas en el baño, bien amordazadas y aterrorizadas
con un par de puños que les encimaban y luego, sin afán, abrían
la caja y la saqueaban. Iban de zona en zona haciendo lo m is
mo. Y una vez acabada la ronda de las panaderías le entraron a
las farmacias. Ahí encontraban más: no sólo plata sino pepas
de toda clase; pepas que terminaban negociando. Se volvieron,
sin querer, jíbaros de droga blanca. Hasta que toparon al ene
migo: bandolas que estaban en lo mismo. Unas tenían que sa
car a las otras a las malas, es decir, ¡a balazo limpio! *
Bogotá estaba tomada por bandas. En el barrio Quirigua
mandaban Los Aterciopelados; en el Bochica, Los Gangueros;
en el Estrada estaban Los Tigres del Sur y en Las Ferias Los
Ratas. Cada bandola tenía zonas bien delimitadas y gente para
cuidarla, sólo ellas podían robar en sus territorios. Al Flaco y a
Maico se la tenían jurada porque eran más rápidos y saltaban
muy lejos. No los podían pillar. Cuando se daban cuenta ya el
golpe estaba dado y ellos celebrándolo. Las peleas entre ban
dolas eran crueles. Se citaban en una manga, o en una calle
oscura, a hacerse ver. Peleaban con líchigos, cadenas y pateca-
bras. Las armas de fuego estaban prohibidas entre ellos: eran
peleas rápidas y calladas, pero siempre dejaban muertos que, a
la hora de la verdad, eran como las pruebas firmadas del poder
que tenían sobre la zona donde podían atracar, o «trabajar»,
como decían. El Flaco las jugaba y las ganaba. No dejaba nada
por contestar. Buscaba plata a toda costa para tener empercha
da a Helenita porque a la nena se le abrió el gusto por lo bueno,
por lo fino, por lo caro. Primero fueron ñiques, después libáis,
EL RELATO DE DON PEDRO 29
día más ricos y más poderosos. Nuestro hombre sentía que des
perdiciaban su capacidad y potencia en cáscaras, como prende
rías, y le echó el ojo a la Joyería Bauer, una de las más famosas
de Bogotá. Buscó a la gente de una bandola del barrio Restre
po, Los Espuelones, para hacer el mandado porque los siste
mas de seguridad electrónica abarcaban demasiado para poder
burlarlos sólo dos personas. Necesitaban más socios para ganar
rapidez y salir coronados. Planearon todo con mucho detalle.
El Flaco se gastó una fortuna comprando varias joyas para po
der estudiar el terreno, pero confiado en recuperar con creces la
inversión. Fue un trabajo paciente, lento y muy astuto. Entra
ron cinco socios a la una de la tarde y se ubicaron al brinco en
sitios claves. Pidieron las llaves de la puerta y cerraron el chuzo
al público. Los empleados estaban seguros de que las alarmas
funcionarían, como funcionaron sólo después de que, impru
dente, El Flaco tuvo que matar a un empleado para que los otros
obedecieran. La onda del tiro disparó las sirenas y las luces,
cerró las cajas y la bóveda quedó bloqueada; el hombre alcanzó
sólo a sacar lo que estaba sobre los mostradores y estantes, que
era casi todo de fantasía, como pudieron comprobar en la cale
ta adonde fueron a repartirse lo poco que habían coronado. Los
socios salieron más vivos: llevaron trago y perico, no hicieron
reproches ni acusaciones y cuando El Flaco y Maico acepta
ron, ya borrachos, jugar con las armas descargadas al blanco
seco, como acostumbraban, los socios los encañonaron con fie
rros de verdad y los bajaron de lo poco que habían sacádo, que
era, no obstante, mucho: unas dos libras de oro, diez esmeral
das, seis diamantes. No los mataron porque nuestra gente esta
ba bien persignada y porque el Niño del Veinte, a quien le
rezaban, los salvó. Pero quedaron humillados en el mundo del
hampa, donde ya tenían un buen cartel.
EL RELATO DE DON PEDRO 31
6.
7.
Nos habían escogido a ocho para trabajar en el M agdalena
M edio con El Mexicano. Pelaos todos como uno: el mayor
tenía 19 años y el menor era yo. El coronel del ejército en
Peñas Blancas dio muy buenos informes míos y por eso me
gané el premio. Un premio que pesaba cada vez más. Lo pri
mero fue uniformamos con pintas del ejército. Lo segundo,
entrenamiento físico: subir y bajar lomas aguantando hambre
y sed; subir por paredes — telas de araña— hechas con lazos,
tiramos al río desde una altura de doce metros, arrastramo’s
como lagartijas debajo de cercas de alambre de púas, saltar
serpentines de acero con lancetas que parecían bisturís. Y, so
bre todo, obedecer, obedecer, obedecer, sin una duda, sin va
cilación, sin revire, como máquinas. Uno ya metido entre ese
río, el agua lo va llevando sin dejarlo respirar. Nos excitaban
las rivalidades, la competencia entre machos, hasta el punto
de que uno sólo vivía para derrotar al compañero. El múscu
lo, la rapidez , la puntería y la «contundencia» — como decía
el coronel Klein— era lo que se prem iaba con dólares }' ¡O
que uno buscaba. No había amistad que contara. Ni qué pa
dres, hermanos^amiaos,_pai.s.anps. Ser distinguido por el co-
EL RELATO DE DON PEDRO 35'
ronel era lo que valía, y valía sin que uno supiera para dónde
iba lo que hacía. Sospechábamos que se trataba de una escue
la de quiñadores y eso nos volvía engreídos, sobre todo cuan
do comenzaron las prácticas en el polígono. Uno armado es
otro. El arma le da a uno-fuerza, mira todo desde arriba, sabe
que el gatillo es el capricho de Dios y que la vida de otro la
tiene uno ahí, a su disposición. Aprendimos a manejar desde
pistola — arma de guerra corta— hasta bazuca, pasando por
fusiles, metras, minas y granadas. Un curso muy completo,
muy bien pensado. P oto a poco uno debía ser parte del arma,
como nos repetía el coronel Klein a diario.
También nos divertíamos. Nos llevaban a una finca cerca de
Melgar. Había piscina, y el río Sumapaz traía aguas más que
frescas, frías; un río correntoso y traicionero, pero que bajo la
sombra de los guamos se amansaba. El río era para recochar
entre nosotros, la piscina, para jugar con los «cueros» que nos
llevaban. Yo vine a conocer mujer allá; antes para m í eran seres
distintos, seres aparte hechos de otra cosa. El patrón había dado
la orden de conseguir la hembra que quisiéramos. Nos llevaban
a Melgar o a Girardót a mirar el «ganado» en las heladerías, en
las casas de citas o en la calle. Uno pedía: que me gustó tal
mujer. Y sí, nos la llevaban; podía ser ese día o al otro, pero con
ella llegaban- Una vez a uno de nosotros, llamado Carpintero
— todos teníamos alias— , le gustó una mujer de la televisión, y
a los ocho días llegaron con ella. Era una fiera porque la lleva
ron engañada y esa mujer tema unas uñas y unos dientes que no
perdonaban. Pero poco a poco la fuimos domando entre chan
zas, trago, perica y tal cual golpe; la muchacha entendió que
era más fácil ceder que tratar de salir de aquella jaula. El más
macho era el que más polvos se echara en una noche. Uno lla
mado Castor, por los dientes volados que tenía, era el Cham
pion. Llegó a echarse 17 polvos contados en doce horas:
cronometrados y garantizados. ¡Nos divertíamos! Allá apren-
36 PENAS Y CADENAS
nos pararon. Los reconocimos ahí mismo. Eran dos ratas. ¿Que
cuánto? ¿Que dónde? Arreglamos a las buenas: 50 millones,
uno por aparato. Era un billetal en esa época cuando el dólar
estaba a 1.000 pesitos. El patrón les dijo: «Vamos a tal parte y
ahí tienen su billete». Nos desarmaron y nos fuimos. El patrón
al timón con un raya adelante y yo atrás con el otro. Por el
retrovisor me hizo un guiño. Sabía que yo tenía encaletada una
Uzi en el asiento. De un momento a otro él frenó en seco y
todos nos fuimos de jeta; el cimbronazo me dio los segundos
que yo necesitaba para sacar la metra. Y la saqué prendida.
Cayeron casi al tiempo. El frenazo fue un empujón al infierno.
El patrón sabía que eran ratas, que estaban trabajando por su
cuenta, y que la Sijin nada iba a reclamar. Era además una lec
ción para los otros: nadie puede abrirse de la línea oficial. O como
se diría en la policía: nadie puede brincarse el conducto regu
lar ¡Para eso son las jerarquías! """"
Botamos a los finados por un barranco hondo que da a una
quebrada enmatorralada y listo: sólo faltaba lavar bien la Ran-
ger y soplar el cañón de la Uzi por si había quedado algún hu-
mito ahí.
No fue así. En Bogotá yo cambié de casa. Me fui a vivir con
un abogado conocido. Un hombre limpio que no sabía nada de
nada. Viví un par de meses allí y me enamoré de Yesenia, una
vecina de 14 añitos, apenas despuntando. Era muy sabida, en
tendía del juego y sabía provocarme con su malicia y su boqui-
ta de ángel. Yo no tenía ojos sino para mirarla. La miraba todo
el día y hasta me aficioné a las telenovelas para verlas con ella.
No me volvió a importar el negocio. El patrón había decidido
darme vacaciones remuneradas un tiempo, así que yo no tenía
afán. Hasta el día que llegó doña Ligia, una fiscal que trabajaba
con nosotros, a decirle al patrón que nos anduviéramos con
cuidado. Yo le dije a Yesenia, la sardina, que si quería ir a pa
sear conmigQ-JSforie dfi&Jli adonde ni cuánto .duraría el paseo.
EL RELATO DE DON PEDRO 41
8.
E1 Flaco, derrotado, se dedicó a querer a Gelen. No hacía
nada más que ir a las discotecas, comer bien y acostarse con
ella. Una cuñadita, jovencita la china, vendía vicio y, quién lo
creyera, esa culicagada fue la que inició al hombre en el nego
cio. Con ella comenzó a ver que la olla daba buena plata. Ven
der vicio le dejaba, según cálculos que hacía, un promedio de
40.000 pesos diarios libres. En el barrio mandaba El Flaco y
con ese capital decidió montar tres ollas y ajuiciarse. Trabajaba
a conciencia, lo que quiere decir: no soplar vicio. Él tenía un
42 PENAS Y CADENAS
poco de peladitas por ahí y a todas las dejó. Gelen estaba en sus
20 años y quedó embarazada. Maico coronó un negocio bueno
por allá en Sevilla y le tocaron como 300 millones de una vuel
ta, pero quedó caliente. Muy caliente. El Flaco le repetía que
tenía que andar con el ojo abierto porque estaba de papaya an
dando como andaba.
Con el plantecito de Sevilla montó siete negocios. Cuando
Gelen parió, Maico fue nombrado padrino y le regaló al niño
cadenas de oro, un Renault 18, como si fuera ya un hombre.
Un día le dijo al Flaco: «Oiga, parce, hagamos el último ne
gocio y nos retiramos, tengo por ahí una flecha de un millón
de dólares. Con eso ya tenemos con qué darle de comer a la
familia. Ya hemos trabajado mucho y no nos han pegado ni un
balazo. Vamos a comprar un par de fusiles que se necesitan».
Como El Flaco confiaba tanto en él, y como el plan pintaba,
compraron los galiles. Pero no los pudieron usar porque a Mai
co se le pegaron detrás los rayas. Él quería despistarlos y pen
saba esconderse en Cali. Se despidió del Flaco y como a los 20
minutos llegó la muchacha con que andaba, llorando y gritan
do: «Auxilio, unos manes en una moto se llevaron braviado a
Maico; se bajaron unos diez tipos enmetrados y él no pudo ha
cer nada». Salió El Flaco a buscarlo, y búsquelo y búsquelo:
estaciones de policía, hospitales, clínicas y, por fin, el anfitea
tro. Allá se encontró a lám am á y ella le preguntó: «¿Cómo iba
Maico vestido?». «Con una chamarra roja de cuero», contestó
El Flaco. Sin llorar, la cucha lo miró a la cara y le dijo: «Lo
mataron». Cuando les entregaron el cadáver, nadie podía creer
que, además de 27 tiros en el cuerpo, le hubieran metido diez
en la cara. «Lo enterramos — contaba después El Flaco— y
quemamos unos tiros en el entierro». Cuando se entierra a un
bandido que no supo de miedos, todos los que lo lloran sue
nan sus armas en el momento de meterlo a la bodega. Ese día
iban cinco o seis buses. v unos 40 carros de gente neli prosa
EL RELAXO DE DON PEDRO 43
9.
Esposado llegué a la Fiscalía. Me sentía sobrado y seguro.
Todo me parecía un juego que yo manejaba. Mi inocencia duró
poco: una tarde se presentó la fiscal de mi caso y, muy ama
ble, me dijo: «Bueno, Pedro, el padre de la niña que usted
EL RELATO DE DON PEDRO 49
secuestró desistió del caso. Por tanto, usted está libre de se
cuestro». No alcancé yo a decir: «Pues, claro, ese es el derecho
de las cosas», cuando ella continuó la frase: «Pero a usted se le
acusa de homicidio agravado de dos agentes de la Sijin, seño
res tales y tales. Firme la notificación». A m í se me subió el
mundo a la cabeza. Quise matar a la fiscal, pero tan sólo alcan
cé a tirar al suelo los papeles que me extendía para firmar. Ella
me miró y me dijo con desdén: «Es lo acostumbrado. Pero apren
da a respetar porque usted ya no es el mismo de hace tres días.
Para usted, Pedro Almaraz, todo cambia desde este mismo mo
mento». Y salió.
Yo me quedé revolviéndome en el camastro y dándole pu
ños a las paredes. Con todo, me parpadeaba una luz: mi patrón
no podía dejarme podrir ahí. Tres días después estaba entrando
a la cárcel de Acacias, Meta. No había logrado calmar la pie
dra. El viaje que mil veces hice entre Bogotá y el Llano se me
hizo más corto que siempre. En la jaula misma tuve mi primer
problema: un tipo estaba alegando, gritando, fastidiando, ha
ciendo más duro ese paso entre la calle y la celda. Yo llevaba
puesta la ira del diablo y le di un par de trompadas, le hice una
llave y estaba para matarlo cuando sentí el palazo de un guardia
en la cabeza. Volví en mí en el calabozo. Como quien dice, de
la calle al hueco negro del castigo sin haber pasado por la celda
de dotación. Desde ese mismo momento no he dejado de hacer
planes de fuga. Son mi alimento diario. Salí del calabozo el día
que se me dictó la sentencia a 27 años; la recibí con una carca
jada porque ya tenía diseñado, hasta en los detalles, mi plan.
Soñar con la libertad y con la burla de la Ley es la defensa que
a uno le queda. Yo creo que todos los presos hacemos hueco en
la misma trinchera. Me dije: 27 años no los pago, los pagará el
hijupueta del juez porque yo de aquí me voy.
Regresé a estrenar patio. Yo no conocía una cárcel por den-
tro. Se me asignó una celda. Cárceles de pueblo, como la de
so PENAS Y CADENAS
10.
bamos. Pero esa fue la vuelta más fácil. Más jodida y sangrien
ta fue la otra: sacar el vicio del mando.
Socha, como todos los caciques, compraba fidelidad con
vicio. No pagaba en plata sino en especie, con bichas, y, ade
más, toda la línea del traqueteo interno era pagada también con
la mercancía misma. Yo dije: «Esto se acaba. Negocio es nego
cio. De ahora en adelante, toda vuelta se paga al contado y se
paga en plata para llevar las cuentas bien». Los traquetos y las
ratas no querían convenir, les gustaba era soplar y envenenar a
la gente. El vicio es, digo yo, una manera de huir de la cana.
Uno preso vive huyendo. Es un modo de vivir.
No sólo hacemos planes de fuga todo el tiempo, sino que
uno se sueña saltando muros. Y cuando todo se vuelve mentira,
la gente le entra al vicio. Llámese bazuco, llámese chamber o
llámese tropel. Uno tiene que encontrar una salida a esa sinsa
lida que se vive a diario. Y el vicio es una de las más fáciles.
Socha los embrutecía con droga, yo preferí hacerlo con plata
porque mi plan era hacer una guerra larga y no me servían pin
tas embrutecidas. Tocó terapiar mucho, inclusive suicidar a va
rias ratas que no quisieron entender. Tocó entrarle en serio al
poder. Hay maneras de hacerlo. Todo depende de quién sea la
pinta, y eso se sabe por la forma en que vive. Los ñeros viven
en los pasillos porque no tienen cómo pagar una celda. Todo
sitio para vivir tiene en la cana un precio que puede variar entre
300.000 y tres millones al mes, moneda que se le cancela a la
guardia y al cacique. El precio varía con el tamaño del sitio y
los servicios. Las celdas de los duros tienen sala y dormitorio,
baño privado, agua caliente, TV por cable y celular. Son apar
tamentos de residencia. A esa gente, que son ricos por ser ma
ñosos reconocidos, o por ser buenos negociantes, o por ser
políticos protegidos por el gobierno, si toca, se les entra con
cianuro. Simplemente aparecen cadáveres y adiós, a Medicina
Legal. Allá losjnédicos dicen lo que:tienen qu:p decir, pero di
EL RELATO DE DON PEDRO 65
gan lo que digan todo queda en nada. La gente que puede pagar
celda y es rebelde puede amanecer suicidada, es decir, ahorca
da. Se descuelga, se monta en la camilla y sigue la misma co
rriente del buen muerto. Los ñeros se terapian en los pasillos y
ahí quedan. Los sacan en una bolsa plástica, sin más ceremo
nias, y se entierran como N. N., sin pasar por Medicina Legal.
O sea que la terapia tiene que ver con la categoría, aunque todo
tratamiento lleva al sitio donde caemos tarde o temprano.
La droga entra por una línea. Es la clave del poder de toda
casa o cartel. Yo heredé una línea de mujeres que entraban el
vicio y fundé una nueva, la de las servidoras sexuales, la de las
Juanas. Putas entraban con Socha, pero eran mujeres viejas,
secas, arrugadas, verdaderos cueros. Yo le puse categoría al ne
gocio y comencé por hacer respetar a las putas llamándolas
trabajadoras del sexo, e importando hembras finas, bien pues
tas, que no se dejaban esculcar ni manosear a la entrada. Claro
está, son mujeres que valen mucho, no sólo por el servicio de
calidad que prestan sino porque el cliente tenía que pagamos
impuesto a la guardia y a nosotros. La otra línea de cueros se
dejó para servir de puras muías. Ellas eran las que entraban el
vicio y lo que uno quisiera. Yo lo primero que pedí fue un buen
fierro, como debe uno tener. Me entraron una pistola Beretta
entre la cuca de una de ellas, una mujer que tenía vagina plásti
ca' y daba hasta para meter un balón de fútbol si hubiéramos
necesitado. La guardia me tenía controlado este punto. Todo es
negociable, me mandó a decir Rosas, menos las armas de fue
go. ¡Y armas de fuego fueron las que se entraron! La Beretta
me la compró Yesenia.
Ella no dejaba de visitarme. Era una mujer firme y fiel.
Me escribía todos los días una carta, pequeña, pero llena de
figuras, de corazones y de palomas, de pelitos de su sexo. Me lla
maba por celular dos o tres veces diarias. Yo sabía siempre qué
hacía y dónde estaba. Los domingos, sin falta, me visitaba; me
66 PENAS Y CADENAS
11.
El Flaco fue a parar a La Modelo. Como había sido jodido
en la calle conocía mucho amiguíto bandido, mucho pistolero,
mucho trásfúga. Como le habían dado vitrina en El Espacio,
claro, cuando llegó ya se sabía de él. Leer la página judicial en
los periódicos es como saber el futuro de los malevos. En ese
tiempo no mandaba ni la guerrilla ni los paracos en las cárce
les, mandaba la delincuencia común, había bandas en guerra y
se prendían entre ellas. El hombre llegó al patio Uno del ala
norte, de los peores: diario había siete u ocho muertos; parecía
siempre un dos de noviembre, día de difuntos. El ala sur era
para él, y para todos, peligrosa; pero la norte era más peügrosa
porque ahí tenía deudores y acreedores; ahí vivía su problema.
Lo estrenaron de entrada. Cuando iba para el patio, el guardián
lo detallaba, y detallaba, y por eso El Flaco se pellizcó de que
algo le estaban preparando. El hombre que da el primer paso y
ahí mismo se le pegó un man y le dijo:
— No se acuerda de lo que me debe?
— No, yo a usted no lo conozco — le respondió El Flaco— ,
y ábrase que soy muy nervioso.
El hombre insistía:
— Mire, ojalá me haya traído la platica porque aquí somos
todos pobres. Y para más veras, mataste a Fulano y a Zutano.
El Flaco sabía a qué habían mandado al carro porque los
nombres eran ciertos.
— Uyyy — dijo El Flaco sin mirarlo— , y este paciente ¿qué
se trae?
68 PENAS Y CADENAS
— Que usted tiene una guerrita por ahí y más le vale que
pague lo que debe; pero todo bien, que aquí sabemos aguantar.
Por aquí están sus amigos Fulano y Zutano — y le dio la mano:
— Rodrigo Pérez Alzate, un servidor. Me llaman Rasguño,
por esta heridita que tengo en la cara.
El Flaco no le había visto la chamba por andar cuidándole las
manos. Y empezaron a llegar todos sus amiguitos, sus viejos co
nocidos. Lo invitaron a comer. El tal Rasguño, una lacra, le pre
guntaba: «¿Tiene miedo?». «Yo no», le respondía el otro. Subieron
al segundo piso, a un restaurante, y le dieron una comida bacana,
con cerveza y con el trago que pidiera: aguardiente, ron o whis
ky. El Flaco, claro está, no estaba tranquilo con tanto agasajo y se
preguntaba para dónde iba el recibimiento.
Uno de ellos le dio una platina y le dijo: «Porte esto, se lo
mandan los patrones que son los que llevan el mando d e ’la
casa». Los tales eran narcos grandes, pesados, ricos. «Ellos
saben que usted tiene problemas y quieren que se dé cuenta
de la olla a la que llegó. Aquí está por estallar una guerra ni la
berraca y nadie va a quedar en el medio, así que arrímese a
esa sombra. Es mejor tener el pájaro en la mano». Y le fueron
mostrando sus armas. Ni en la armería del ejército, contaba
después, había visto El Flaco tanto fierro.
Comieron tranquilos.
Haciéndose el sano, El Flaco le preguntó a uno:
— ¿Y cómo se cargan aquí todas esas armas? ¿Es que uste
des tienen permiso?
— Sí, casi, pero para no untar a la guardia las guardamos en
una caleta. Usted pierda cuidado que su fierro está autorizado.
No lo descuide para que lo respeten.
«Al otro día por la mañana — contaba después El Flaco—
no me bañé ni me arreglé. Bajé muy desconfiado al patio».
Cuando se tastasió con Rasguño le fue diciendo aue unos eran
EL RELATO DE DON PEDRO 69
ta, pero usted tiene que salir a cobrar lo que le hicieron. Ellos le
mataron a su mujer para que usted se mate, no les vaya a dar
gusto». El no les contestaba, estaba lejos. Bajó a su celda a
mirar las fotos que guardaba de ella: ella joven, ella linda, ella
de paseo en Cáqueza, ella montando a caballo, ella disparando,
ella con él. El Flaco decía: «No, no está muerta, se fue con otro
hombre y no me quieren decir. No está muerta, todo mundo me
está engañando».
Llegó el domingo siguiente y le trajeron el casete del entie
rro. La vio en el ataúd, la vio cuando la metían al hueco. Enton
ces supo que la habían matado no por ir donde la mamá, sino
por salir a traerle la lechona que él le había pedido y ella había
encargado.
La cosa pasó. El Flaco no salía de su celda ni de su pena,
hasta que un día alguien le dijo: «Se acuerda de Fulano que
vivía en tal lado y que andaba con una chaqueta así y asá, que
salió el 7 de diciembre, día de las velitas? Pues ese man fue el
que mató a su mujer». El Flaco lloraba: «¡Tenerlo aquí. — pen
saba — y no haberle hecho nada!». Yo lo habría destrozado,
¡cómo se le ocurre matar a una mujer! Yo, para qué, yo nunca
habría hecho eso de matar a una mujer, hay mujeres que en un
asalto aletean y hay que callarlas y hasta un puño se ganan.
Pero ¿matar a una mujer? La pelea es sólo entre hombres. Vi a
más de un enemigo con su mujer de la mano y con sus hijos;
llegué a mostrarle la metra y tratarlo de malnacido, pero nunca
pensé en matar a ninguna pinta delante de su mujer o de sus
hijos.
Pasaron por ahí unos cuatro meses y los amiguitos le hicie
ron sentar cabeza. El Flaco tomaba mucho desde aquella vez.
Pero un día comprendió que bebiendo le estaba dando papaya a
sus liebres, que eran muchas y muy peligrosas. Comenzó a cui
darse y a no beber para no quedar por ahí asesinado. El gordo,
Bohórquez y su-igentp.An^ih^ii^,a;id»^.an,csii~„.í<l motaba en una
EL RELATO DE DON PEDRO 75
ra, y sobre todo la ayuda del papá, de don Ignacio, que seguía
apoyándolo y esperándolo.
La fecha llegó. El plan era ganarle de rapidez a la guardia.
A las tres y media, cuando el sueño lo lleva a uno envuelto
como entre una nube, saldrían. Necesitaban que la gente, como
dijo Rasguño, pusiera la voluntad y el corazón para saltar los
muros, porque era por ahí por donde iban a fugarse. Llegaba
noviembre, la misma época en que El Flaco había entrado, y
quería celebrar el aniversario con su taita, pero afuera. Rasgu
ño tenía unas seguetas hechas con un acero templado que cor
taban los barrotes como si fueran de cera, y por eso trozaron sin
problemas la reja del pasillo y atravesaron toda la cancha de
fútbol de La Modelo hasta llegar al muro. Llevaban unos gan
chos que habían hecho con latas de manteca. La lata tiene alre
dedor una varilla gruesa para que no se doble y con esa varilla
hicieron los garfios. Con palos de escoba y unos tubos de pvc
pusieron con cuidado el gancho sobre el filo del muro. Lleva
ban unas granadas para el porsiacaso. Iban seguros. El Flaco se
echó un fierrito ligero que tenía y que era bueno para pelear.
Iba encabezando el pelotón. Engarzó el gancho al muro y la
cüerda quedó templada y efectiva para sostener a un hombre.
Todo hasta ahí era sencillo; pero de ahí para adelante estaba lo
peludo. Subir el muro con cuidado y a pura fuerza, pasar frente
a la garita, bajar con cautela, arrastrarse hasta pasar el cordón
del ejército y luego saltar el vallado, no era fácil. Cierto que
afuera la gente los esperaba, pero entre el patio y la libertad
había un mundo hecho de púas, candela y muerte. Esperaban
que las sirenas sonaran para levantar a plomo al ejército y a la
guardia, y cubrir así la retirada. La noche estaba oscura y el
viento soplaba. El Flaco jaló el lazo; estaba firme y comenzó a
trepar ese muro que parecía infinito. Llegó por fin arriba, logró
agarrarse del filo y, cuando iba a coronar, el gancho se soltó y el
78 PENAS Y CADENAS
Sospechaba de su pinta, pero era directo con los ojos. Era co
nocido, había estado en El Bame y llegaba a La Modelo desde
Palmira donde la había embarrado. Allá la tenían montada una
manada de caucanos y sólo ellos podían vender vicio. Disgus
taron y se fueron a la guerra. Vicente no podía salir ya al patio
y una noche, cuando los caucanos andaban preparando las bi
chas del otro día, Vicente les estalló una granada entre la celda
y más encima íes botó gasolina. Los incineró. Se salvó uno de
los tres jíbaros.
La fama de Vicente le abrió camino cuando llegó a compar
tir patio con El Flaco. Lo vigiló desde el primer día porque, de
haber sido gorranegdsta, habría tenido que enfrentarlo. Pero, si
no era, podrían llegar a ser llaverías. El Flaco y Vicente se gas
taron mirándose varias semanas. Se miraban con desconfianza
porque sabían el peligro que cada cual tenía. La diferencia era
que Vicente llegaba y El Flaco estaba. Un día, patinando, Vi
cente se le acercó al Flaco y a bocajarro le preguntó si sabía lo
peligroso que era tener mando. La pregunta dejó loco al Flaco
porque él mismo venía pensando en eso y había llegado a la
conclusión de que el mando era una manera de desaburrirse en
la cárcel, que todo ese entable de poderes que hay que hacer
mantiene á los jefes distraídos en algo importante como es cui
dar la vida. Lo que tramó al Flaco fue la manera de hablar de
Vicente: calmada, como escogiendo las palabras y siempre
metidas entre unas brumas que lo ponían por obligación a pen
sar. Le dijo, por ejemplo, «el peligro es la sal de esa comida».
El Flaco duró mucho tiempo sin pillarse lo que la frase quería
decir, hasta que entendió que toda su fascinación por el peligro
era su manera de vivir con los miedos. Esa ffasecita fue el puente
entre esos dos bacanes.
No mucho tiempo después, Vicente le preguntó al Flaco si
conocía a los patrones. Para no darle señas — todo cañero des
confía— le respondió que «de oídas» v le devolvió la nregun-
EL RELATO DE DON PEDRO 83
12.
mazos, que las mujeres saben entrar. Pero que hubiera fusiles
era ya otra cosa. Esos no podían entrarlos las mujeres ni entrán
dolos. El mero cañón es mucho más largo que la vagina más
grande. ¡Ni dantas que fueran! Por tanto, no había duda: eran la
guardia y los power rangers los que entraban esas armas de
guerra. Porque guerra era la que se sentía preparar. Nosotros
dimos en fabricar changones y en buscar granadas para, por lo
menos, mantener a Gorranegra a raya. La tensión crecía de día
pero, sobre todo, de noche. En lo oscuro, las vueltas arrecia
ban. Se oían movimientos toda la noche. Parecía un cuartel en
vísperas de una batalla. Gente subiendo y bajando escaleras,
tropeles en los pasillos y ojos colorados al otro día. Se sentía
un clima pesado, se metió un silencio raro, del que todos que
rían huir hablando güevonadas. Hasta que una noche estalló
la bomba.
El runruneo comenzó con el cuento de que el gobierno que
ría hacer cambios dizque para arreglar La Modelo. Decían las
autoridades que había mucha corrupción allá adentro, siendo
ellas mismas las más corrompidas. En esos días todo estaba
caliente, los del ala norte, donde estaban los guerrilleros y la
delincuencia social, estaban preparándose. En el ala sur de la
cárcel estaban los paracos, pero con la benevolencia de los guar
dianes del Inpec se infiltraban en el ala norte. El Guasón y El
Presbítero — Los Patrones— , que estaban en Máxima Seguri
dad, querían manejar toda la cárcel, las dos alas.
Los paramilitares se habían metido por unos tubos, habían
roto una pared y, cuando la gente del patio Dos se dio cuenta,
ya Gorranegra estaba adentro tratando de acorralar a la guerri
lla, qüe recibió a los paracos a plomo limpio. Los jefes de Go
rranegra, que estaban recluidos en Máxima, se paseaban dando
órdenes y contraórdenes como si sus celdas fueran puestos de
mando. Y lo eran, de verdad. La guardia los protegía porque
ellos la tenían comiendo en la mano.
86 PENAS Y CADENAS
13.
Después de la noche de la guerra, El Flaco decidió fugarse
por Sanidad. Intentar de nuevo. No había caso. Estábamos en
una ratonera. Habló conmigo y estuve de acuerdo con su plan,
aunque le advertí los peligros. Se lo contó también a dos com
pañeros probados y requeteprobados que teníamos. Les dijo:
— Bueno, tengo un plan así y asá, tengo unas amistades, ten
go todo armado afuera. Tengo mi vuelta para hacerla, necesito
que me colaboren ustedes.
— Díganos no más cómo es la vuelta — le respondieron.
90 PENAS Y CADENAS
que desde ese mismo día no dejó de mirarme con una inquina
que una noche se volvió pregunta: «¿Usted tiene novia?». «No»,
le respondí. Y me dijo: «Claro, qué novia va a tener un mari
ca». Mi mamá, que estaba oyendo, salió a defenderme. «No le
diga así. Respételo». Pero él insistió, e insistió a los gritos:
«Usted es marica». Al fin, de tanto grito, le grité también: «Pues
si soy se lo debo a su hermano». Y ahí mismo volvió a quitarse
la correa y a asentármela mientras me gritaba: «Mentiroso.
Mentiroso. Un mentiroso no puede vivir aquí». Y abrió la puer
ta de la calle y me echó. Mi madre gritaba y trataba de prote
germe, pero él le dio un par de puños y la dejp fuera de combate.
En la calle comencé a caminar sin saber para dónde. Las
lágrimas no me dejaban ver. Pensé irme para donde mi tío, pero
me arrepentí. Caminé hasta la noche y fui buscando los puentes
de la 30, donde yo había visto galladas de pelaos. Me recibie
ron, me dieron de lo que comían robado y me hicieron sitio en
su caleta. Viví con ellos ocho días, hasta que la falta de mi mamá
me obligó a volver. Sólo quería verla y decirle que la quería.
Ella me recibió llorando. No había dejado de llorar desde que
yo me fui, y entre sus llantos y los míos oí que me dijo sin
querer: «Mi niña». Era la primera vez que me trataba así y yo
me consolé con ese nombre y me calmé. Viví escondido unos
días. Hasta que una tarde iba yo en una buseta para la casa
cuando detallé a una mujer joven, elegante, a la que, sin saber
por qué, no podía dejar de mirar. Tenía unos ojos grandes y
negros — como los que más tarde me enamoraron de Paola— ,
bien maquillados. Ella sintió que yo la miraba y, sin mirarme,
me botó una sonrisita de sígueme, pelao. Y yo me bajé con ella.
Fue el llamado de la naturaleza. Le pregunté: «Dígame, pintar
se los ojos ¿duele?». Ella se sonrió, y con una voz gruesa, de
hombrecito, me respondió: «No, eso no duele. ¿Quiere probar?».
Me llevó al salón de belleza donde trabajaba. Me sentó en una
silla, frente al espejo y fue maquillándome. O, mejor, fue ha-
PAOLA 99
JQ l día que mi mamá vino a visitarme fue uno de los más amar
gos de mi vida. Ella lloraba y yo trataba de consolarla, y cuando
se calmó comencé yo a llorar y ella a consolarme. No estuvimos
de acuerdo. Ni esa vez. Fue maestra de escuela en Anserma y
nos enseñó, a sus cuatro hijos, el amor a la patria y el respeto a
Dios. En ese orden. Era liberal y le había tocado vivir la violen
cia. Creía que la matazón de aquellos años se debía a que los
colombianos habíamos perdido la fe en el país y el temor a
Dios. Aquel día me preguntaba: «Hijo mío, pero usted que fue
criado en una casa decente, que nunca le faltó nada, que apren
dió buenas costumbres y que fue el único hijo que acabó ba
chillerato, que luego fue aclamado como el mejor alférez de
la Escuela M ilitar y que recibió su daga de manos del doctor
Lleras Restrepo, ¿cómo pudo haber hecho lo que hizo?». Yo no
sabía qué responderle. Me acorraló con sus preguntas y sus lá
Biblioteca Sapiens Historicus
114 PENAS Y CADENAS
2.
1*Yo digo que las circunstancias y las cosas nos hacen ser como
somos.j Uno tiene obligaciones, pero además le van echando
otras al cuello, como vestirse bien y vestirse mejor que los de
más, como vivir bien y vivir mejor que el vecino, tener buena
nave y buenas niñasVUno tiene que mostrar que sobresale para
ganarse la admiración de los demás. Somos una especie de ca
maleones que tenemos que volvemos del mismo color de las
ramas donde nos trepamos. Pero somos también como esos
perros de verdad que persiguen conejos de mentira; vivimos
corriendo, tratando de alcanzarlos sin nunca poder agarrarlos.V
Lo que yo conseguía no me alcanzaba, siempre quería más y
más. Cuando compré un carro, me sentía en él como un bacán,
pero a los pocos días, si el que paraba a mi lado en el semáforo,
arrancaba más rápido, yo quería tener uno que fuera más po
tente aún. Y si lo conseguía, quería el del amigo porque tenía
motor de persecución. Si a esa carrera entre todos le sumamos
la corrupción de la Ley, de la autoridad, del gobierno, el resul
tado es matemático: hay que conseguir el billete sin reparar en
el cómoi La Ley es un medio para vivir y no para hacer justicia.;
Después de ver tantas cosas en Bogotá, Quindío y Medellín,
me dejé picar del mismo bicho que tenía enloquecidos a mis
jefes y a mis compañeros.
122 PENAS Y CADENAS
3.
No las tenía todas ganadas con la protección de M endo
za. La gente me m iraba rayado. M e pasaba lo mismo que me
pasó cuando ingresé al das, que todo mundo desconfiaba de
mí. Yo era su enemigo por haber sido del gobierno. Medio acep
taban la palabra del cacique pero cuando yo me acercaba a un
130 PENAS YCADENAS
4.
5.
El frenocomio es la casa misma de la muerte. Queda en un
lugar apartado del resto de la cárcel. Se entra por una puerta
estrecha que permite bloquearse a cualquier momento. Una
persona gorda tiene que pasar de lado. Allí, por fuera, hay dos
guardias. El primer espacio, una sala de recibo que alguna vez
pintaron de blanco, ahora está untada de sangres secas, rayones
de suela de zapato, escarapeladuras que muestran el ladrillo
pelado y una capa de moho entre azul y gris. Se pasa por un
pasillo largo al que da una oficina adonde de vez en cuando va
un secretario a poner al día los ingresos de internos, traslados y
defunciones; un consultorio de la sicóloga, que atiende prote
gida por un vidrio de seguridad, frente al cual hay una silla con
correas para inmovilizar al cliente si es necesario; un consulto
rio médico con una camilla sin sábana, pero también con co
rreas, y un guindadero de suero; por último, una sala que llaman
de espera, sin muebles. Después se abre una puerta y luego una
reja de barrotes de hierro que da sobre un patio cerrado por tres
144 PENAS Y CADENAS
i.
2.
3.
No es fácil, aunque parezca, montar una línea. Nosotros no
teníamos nada, sólo ideas. Buenas sí, porque con Alias hacía
mos una llavería inteligente. Resolvimos cobrar un impuesto .
de paz en el pasillo. En la cárcel todas las líneas se sostienen
con impuestos, como en el país, que todo funciona con impues
to s , y los que menos cuentan son los que se le pagan al gobier
no. Pero para cobrar un impuesto necesitábamos poder, no se
puede cobrar plata a cambio de nada, aunque la amenaza de
matar a otro debe existir. Y el poder en la cana está en la punta
del chuzo. Cobrábamos. La gente vería de dónde sacaba para
pagamos. En esas maromas tocó salir de un bravero que se ne
gaba a colaborar. Lo echamos a la rotonda. A m í me tocó fren-
tearlo porque yo era el que menos trayectoria tenía entre Alias
y yo. En mi pueblo, antes de aprender a hacer las 32 paradas
con la rula, aprendíamos, mientras jugábamos trompo, al due
lo. Con peines hacíamos el paro de estar armados con cuchillos
154 PENAS YCADENAS
amor. Yo llevaba ya varios días sin saber qué era eso, pero aquel
pelao se me metió entre ceja y ceja, entre pecho y espalda, en
tre pierna y pierna. Yo me decía: «Pero usted es un hombre, un
hombre, ¿qué diría su familia si lo vieran así? ¿Enamorado como
una colegiala?». Yo me lo reprochaba, pero cuando él me ha
blaba a m í se me olvidaba mi macho. O, mejor, se me salía. Tan
lejos fue el caso que Alias se molestó y terminó abriéndose y
declarándome la guerra. Llegué a pensar que él estaba enamora
do de mí, pero descubrí que la razón era otra: yo descuidé la
línea de plano, pero cobraba mi parte como si hubiera hecho
mucho. Al desparcharse Alias, me tocó rebuscarme solo por
que yo ya debía en todos los caspetes. Al pelao no le gustaba el
wimpi, y tocaba alimentarlo. Uno de los dueños de un caspete
— don Rosendo— , cacorro reconocido, fue pillándose el caso.
Yo le había prohibido al muchacho hablar siquiera con el hom
bre. Le dije: «Mira, si tú le recibes aunque sea un chicle él te
monta». El tiempo fue pasando y mis ahorros, escaseando.
Cuando el viejo me cerró el crédito, me tiró a la desgracia por
que el pelao sólo comía en su caspete. La ira mía fue mucha.
Quería matarlos a los dos. El pelao no volvió a mi celda, sino
que se fue como una puta a vivir con don Rosendo. Un día yo
no aguanté más y le casqué al pelao, delante del viejo, y cuando
él saltó ya yo lo tenía ensartado. No lo maté porque no le toca
ba, pero me eché un enemigo muy fiero. Quedé en la olla, tiran
do wimpi.
4.
El wimpi es como la olla del Cartucho donde come el que
está restiado, el que no tiene patrón, el que no es ni siquiera un
carro. Ahí comí seis meses, y durante todo ese tiempo nunca
me dieron algo distinto a una especie de masato espeso, hecho
de harina y endulzado con panela, al desayuno; al almuerzo, la
158 PENAS Y CADENAS
poder tenga uno, más enemigos tiene y más grandes son. El viejo
don Rosendo andaba al acecho. Nunca pagué la deuda que tenía
pendiente con él. Me mandó un par de carrolocos. Fueron varo
nes porque se sabían respaldados: «Oiga, Mendoza, nos man
daron a matarlo, usted verá qué hace». Yo les reviré: «Lo que
tengo no me lo han regalado, digan a ver de a cuántos me toca.
Les doy gabela. ¿Cómo la quieren?». «Bueno, Mendoza. Que
da avisado». Desde ese momento yo llevaba sin seguro la lug-
ger que había comprado con los ahonitos. Me llegó un papel:
La Rotonda, seis de la tarde, 21 de agosto, pólvora. Un desafío
como de vaquero. Yo había leído — y todavía leo— a Marcial
Lafuente Estefanía. Me gustan sus novelas del oeste que siem
pre comienzan: «Tenía poco menos de seis pies, flaco, era feli
no, nervioso... y no sospechaba que Linda, la maestra de Carson
City, estaba enamorada». El héroe siempre ganaba el duelo y
yo lamentaba que ya no hubiera oeste y que ya nadie le volara
los sesos a su enemigo frente a frente, en una calle polvorienta,
con las mismas reglas. Para hablar corto, saqué primero y le
metí al carro que me mandaron tres tiros que entraron por el
mismo hueco y salieron por distintos. Los guardias llegaron a
levantar el cadáver. Me miraron sin decir nada, como es su cos
tumbre, pero yo sabía que era deuda que marcaba como taxí
metro y que tarde o temprano venían a cobrarla. Era una deuda
gorda porque el homicidio, después de que tenga más de dos
tiros, se considera agravado, y eso aumenta el tarrao. Me lo
dijeron sin preguntárselo, con los ojos. En la cana hay cosas
que no se hablan. Hay cosas que no se dicen, pero se saben.
Y se respetan. Si algo es peligroso es faltar a esas palabras de
honor que no se dicen. La guardia con mi homicidio agravado
quería era ponerme de su lado. Yo no sabía para qué me que
rían. ¿Para servirles de informante? ¿Para quiñarles una rata?
Dejé pasar el tiempo, porque ese es el que sabe responder.
EL GRINGO 161
cana es una sucursal del delito que está por fuera, uno de sus
departamentos, un centro de mandoJTodo lo que sucede afue
ra, en el «mundo Marlboro», pasa por la cana. Completo el
cuento: se secuestra al paciente, se tortura, se le graba la voz, se
manda la grabación; si se niegan de afuera se aprieta y se man
dan los pujes, los gritos, los ruegos, y así se aumenta el mensa
je, hasta que los deudos cancelan. Hubo clientes que llevaban
hasta tres veces diarias al ejercicio; y hubo semanas en que
llevaban a tres o cuatro tipos a desplumar. Todo en silencio,
toda la maquinita bien engrasada. Y nosotros, los del pasillo,
éramos los que les hacíamos la segunda haciéndonos los pen
dejos con nuestro silencio.
5.
La línea volvió a florecer. Don Adán era un varón. Y Shírley
venía cada vez mejor arregladita, más perfumadita. Inundaba
esas soledades. Y yo fui enamorándome. En la cana uno nece
sita tener alguna ilusión viva para no morirse. Una mujer, un
negocio, un hijo, un par de cuchos, o aunque fuera uno solo,
como en mi caso. M i padre había muerto de tristeza después
de que supo que a m í me había caído un tarrao de 17 años.
Tenía razón. Si yo no me m orí cuando el notificador me dijo
fue porque tenía 19 años. Yo estaba seguro, el día que me lle
varon al juzgado a leerme la sentencia, de que salía libre. Tan
to fue así que yo empaqué lo que ya tenía — dos años duró el juez
para fallar— en una maleta nueva que había mandado comprar
para volver elegante a la casa. Bien presentado. Pero desde que
el notificador me miró, antes de comenzar a leer, yo la presentí
negra. Frente a la autoridad no aflojé. Miré al hombre de arriba
abajo, y apenas le escupí una sonrisa como diciéndole: nada se
me da, yo salgo de la cana por mi ley, a mi manera. El man me
dijo: «Lea». Voltié la hoja donde dice: Resuelve... Leí: «El se
EL GRINGO 163
6.
El siguiente capítulo fue escrito desde el Buen Pastor, La car
ta que me escribió la guardo como un tesoro. Decía así:
por fuera, pero aquí yo cuido mi vida. ¿Para qué quería yo tan
tas armas si no tenía ni un respiro?
La diferencia entre La Modelo y La Picota es grande. Aquí
no torturan a la gente, ya no matan a la gente, aquí ya llevamos
un año que no vemos salir un muerto mientras en La Modelo en
ese año se ha escuchado de más de un muerto. Desde que yo
me vine de esa Modelo para acá mi vida ha cambiado mucho.
Aquí conocí gente bien, gente seria que hace la vida del preso
menos tormentosa. Aquí hay gente que también tiene una mente
áspera, pero no puede utilizarla porque acá las cosas son diferen
tes. En este patio donde estamos, que es el patio principal, fue
donde comenzó a funcionar el Comité de Convivencia. Yo soy
integrante de ese comité. Nadie puede portar armas. Aquí en La
Picota, la gente ha ayudado mucho para que el interno salga del
vicio. Aquí ya no hay bazuqueros ni marihuaneros, eso se ha
acabado.
Un día llamé a Shirley. Me dijeron que no estaba. Se me hizo
raro porque ella no tenía por qué no estar. Al otro día me llama
ron al teléfono y me dijeron: «Su mujer le dejó aquí una carta.
¿Qué hacemos con ella?». «Páseme entonces a Marina». «No,
no está tampoco». Dije, esto está raro. «Mándeme la carta».
Llegó a los ocho días. Me decía:
A Martina
1. La caída
H o y , 24 de julio de 1997, al salir de la Penitenciaría de La
Modelo decidí escribir un diario que llamaré «De la ausencia».
Apenas hace un rato, cuando hablaba con Isidro, tuve la cora
zonada de que el video va a ser largo y que no saldrá pronto del
laberinto. Cuando entré a ese museo vivo del horror en que él
pena hace dos semanas sentí que si sale vivo y no lo mata la
tristeza no será mañana por la mañana. Quizá mi pesimismo
nació en el calvario que pasé a la entrada. Yo nunca había esta
do en una cárcel y no podía haberme imaginado el pavor que
rodea un encierro.
Desde que me levanté mi corazón brincaba. No sé si de mie
do de entrar a un mundo desconocido o de alegría de volver a
ver a quien he amado desde el primer día que lo vi. Fue en
Zaperoco, un bar en Cali al que yo iba por las tardes, cuando el
Biblioteca Sapiens Historicus
192 PENAS Y CADENAS
día había dado lo que tenía que dar y la noche era pura prome
sa. Yo tenía 26 años, él 35. Esa noche estaba sentado con unos
amigos discutiendo, como siempre, de política, una fiebre que
con nada calma. Sonaba una canción del Jefe. Alguien me dijo:
«Pilas con ese negro, fue jefe en la guerrilla». Yo no estaba
preguntando quién era, pero ya nos habíamos echado los pe
rros. Le soy fiel desde ese instante, y sentí que lo era esta
mañana cuando caminaba por un andén estrecho hacia la cár
cel. Al lado izquierdo hay un largo alambrado de púas; al lado
derecho, un jardín infantil llamado M i Primera Canita. Me pre
gunté en silencio qué recuerdos tendrán esos niños cuando crez
can, de un patio de recreo donde oyen la sirena de la cárcel a las
doce del día, y a los que les dan vacaciones cada vez que los
presos se rebotan y las balas les silban sobre sus cabecitas. Más
adelante están las Casas Fiscales — que llaman «de los Amigos
de los Fiscales»;—, donde meten a los ricos que pueden pagar
para que no se unten de presos corrientes. Varios metros más
adelante está la entrada. La cola daba la vuelta a la otra esqui
na. Las visitas están ahí desde las doce de la noche porque quien
entra primero más tiempo está con su preso. Cuando llegué a la
cola, una mujer gorda y con el pelo pintado de rubia alemana
me dijo, mirando mis tenis negros, mis bluyines: «Niña, así no
me la van a dejar entrar. Tiene que ponerse arrastraderas y falda
corta. Pero puede ir aquí enfrente, donde doña Mariela, que ella
tiene el negocio de arrendar lo que le piden para entrar». La sola
idea de meter mis pies dentro de unas «arrastraderas» y una
falda usadas me dio un asco que no podía dominar. Yo ni vesti
dos de mis compañeras de colegio, conociéndolas desde kín-
der, pedí prestados nunca. Y ahora, pensaba mientras le pagaba
a doña Mariela, tener que ponerme estas porquerías usadas quién
sabe por quién. «Pues por las mismas mujeres que están ha
ciendo la cola y que esperan entrar como usted», me dijo al
guien desde mis adentros. Son mujeres que saben vivir la vida
ISIDRO 193
2. Viílavo
Estoy en W lavicencio. Pese a lo que m e sucede, hoy me
pasó un caso que me tiene feliz. Y asombrada. Cogí una flota
ayer tarde para levantarme hoy a hacer cola temprano. La ca
rretera culebrea por entre montañas altísimas y sobre cañones
de ríos que apenas se ven en el fondo. La luna llena hacía el
paisaje más solemne. Yo no conocía W lavicencio, y hasta creía
que era un pueblo distinto a Viílavo. Por eso, cuando llegamos,
pregunté si habíamos llegado a Villavicencio.
ISIDRO 203
— Sí, miña — me dijo una mujer vieja, con cara amable de tía
alcahueta—. A quí es. ¿Usted adonde va?
— Pues para acá — respondí.
— ¿Tiene familia por estos lados?
— No, vengo a visitar a m i marido que está preso.
— ¡Ah!, pues quédese en mi casa esta noche, yo vivo enfren
te de la cárcel.
— Gracias, pero no quiero molestar.
— Descuide, si eso fuera así, ni la habría invitado.
Cogí, pues, m i morral y me fui con ella. Nos recibieron sus
dos hijas. M uy cariñosas, muy atentas. Alzaron mi mochila y
sin decir nada la pusieron sobre una cama que olía a palo santo.
L a vieja se la m a Carlota. M e dijo:
—M ire, niña, cuando a un cristiano lo remiten para acá pasa
un tiempo. ¿Usted tiene dónde quedarse? ¿Va a demorar mu
cho?
— N o sé — le contesté— no sé nada, estoy en blanco.
— Pues, mire a ver. Si quiere usted puede quedarse a vivir
aquí cuanto tiempo necesite. Si tiene cómo nos ayuda; y si no,
pues nosotros les ayudamos a usted. Por eso no se preocupe.
Y a qué horas va a hacer cola?
— Pues a las siete de la mañana.
—No, ni piense. Duerma un rato, yo la levanto con un tinto
cerrero y se va antesitos de las cuatro para que coja puesto,
porque sólo abren de ocho a once y quien no entre antes de las
nueve queda por fuera. Lo que sí le digo es que con esos tenis
no la dejan entrar. En su pieza hay sandalias de plástico, están
limpias, póngase unas y no se vaya a ir de hluyines porque si no
aquí está de regreso a las ocho.
En la cola se anticipa la violencia de las cárceles. Muchas
mujeres van obligadas por el marido preso a que, literalmente,
204 PENAS Y CADENAS
su precio; los del sol de la mañana, más fiero, valen menos que
los de la resolana de la tarde. En esas explicaciones andábamos
cuando de repente oímos unos alaridos largos que se quedaron
colgados del aire por unos instantes. Isidro me comentó, sin
inmutarse: «Es La Cigarra». «¿La Cigarra? ¿La india guahíba
que mató al marido por quién sabe qué pelea?», le pregunté.
Isidro detalló: «Dice el abogado defensor que también a ella
la iba a matar el marido, y por eso revira diciendo que fue en
defensa propia. Pero el abogado es de oficio. La tienen en la
jaula con un letrero que dice: “Estoy aquí por perra”. La verdad
es que está ahí porque la pillaron acostada con la amante de la
directora. Primero las guardianas le cascaron hasta dejarla como
un zurrón, y luego la tienen ahí a pan y agua».
Me invitó a su celda. No es tan terrible como yo me la ima
ginaba, o por lo menos como la que le tocó en La Modelo.
Pequeña sí; sólo le cabe la cama y un cajón de madera que le
sirve de mesa de noche; Cuelga su ropa en unos ganchos y se
inventó una bacinilla con tapa para mear en la noche. Tenía
colgada sobre su cabecera una foto mía, y otra de los dos en un
paseo que hicimos a Pance. También varias mochilas arhuacas.
La reja la tenía tapada con una cobija, de tal manera que pudi
mos amamos, pese a las exclamaciones, quejidos y risas que se
oían en la celda vecina. Los quejidos nos los explicábamos,
pero las risas, verdaderos ataques, nos parecían extrañas si se
trataba, como se suponía, de hacer el amor.
La preocupación de Isidro ahora es cómo organizar la de
fensa de su caso. Los abogados que lo defendieron cuando el
bochinche del Eme no quisieron saber nada del caso. Decidi
mos hacer consultas con un primo mío que es abogado del Ro
sario a ver cómo nos orienta. Por ahora se ha declarado
analfabeto con el ánimo de que, aun pagando impuesto a la
guardia, lo incluyan entre los reclusos que tienen permiso de
ISIDRO 207
3. Puerto Caldas
Doña Carlota se porta conmigo como la madre que no tuve.
Porque aunque yo quisiera mucho a mi tía Laura, a quien no
puedo reprochar nada, nada en absoluto porque me mimó, me
consintió y fui para ella la niña de sus ojos, hubo siempre un
vacío que me dolía como una espina enconada en el dedo del
corazón. Cuando mis padres decidieron separarse yo tenía tres
años y ninguno quiso responsabilizarse de mí. Lo vine a saber
tarde, aunque mi tía Laura nunca me ocultó mi orfandad. No sé
si como castigo contra ellos o porque creyó que la verdad debe
ir por delante. De todas maneras, doña Carlota ha sido mi ángel
de la guarda.
El plan de Isidro se vino al suelo ya casi coronado. Logró
incluirse en el programa de alfabetización y todas las tardes
podíamos vemos unos minutos en el colegio. Yo me colaba y lo
esperaba en mi corredor, nos saludábamos y lográbamos hasta
208 PENASYCADENAS
Señor ministro:
No tiene importancia ni mi nombre_ni mi expediente.
Soy un número más en una cárcel colombiana y como tal yo
quiero que usted me escuche. La cárcel, señor ministro, es
una metáfora trágica de la sociedad. Como en la vida: lo
que es afuera es adentro; lo que es arriba es abajo. La pri
sión reproduce la sociedad y refleja fielmente su poder.
Es imposible que desde la cárcel se pueda cambiar la so
ciedad, pero, aunque difícil, el poder político puede impo- .
ner la vigencia de los derechos humanos, como una manera
de rehabilitar al penado, que es plenamente consciente de
que su delito fue precisamente la violación de esos dere
chos. Estado que se respeta no puede prohijar la violación
de los derechos humanos dentro de su sistema carcelario
porque eso es condenar doblemente al preso y legalizar la
ley del Tallón que, como usted sabe, sólo termina cuando
todos quedemos ciegos.
El primer derecho, a la vida. La cárcel es un matade
ro. De ella salen muertos sin dueño y las autoridades ca
llan. En cualquier lugar se asesina a sangre fría y la
autoridad se limita a reseñar el cadáver sin abrir investi
gación. Se mata cuando se duerme o cuando se pasa, cuan
do se juega o cuando se come. En cualquier parte y por
cualquier motivo pueden matar a un interno. La vida nadie
la tiene comprada, pero aquí se paga para cortarla de tajo.
Nosotros los presos no podemos defender el derecho a la
vida sino quitándosela a otro, al que nos la viene a quitar
pago y sobreseguro. Señor ministro, el Estado no cumple
su deber más simple: garantizamos la vida. ¿Con qué cara
212 PENAS Y CADENAS
4. M a p irip á n
pedía auxilio. Quizás porque sabían que nadie podía darle. Por
momentos todo quedaba en silencio. Pero los gritos y los tiros
se reiniciaban cada vez con mayor regularidad. De golpe senti
mos pasos en el corredor y una orden de «Revisen bien, que no
quede nadie por ahí, miren en los sanitarios y las duchas». Crei
mos que nos habían pillado y que desde ese instante en adelan
te quedábamos en manos de Dios. Los pasos se oían más cerca
y más cerca. Una de nosotras se paniquió y yo la apreté contra
mi pecho hasta el silencio. Los pasos se detuvieron justo frente
al sitio donde estábamos. Luego, el sonido de un chorro en el
sanitario de al lado. Los pasos se alejaron con un «Por ahí no
hay nadie». Volvimos a respirar. Hacia el medio día comenza
mos a sentir tiros sueltos y gritos. No era ya la balacera de antes
sino tiros separados y alaridos de horror. Nos intrigaba el ruido
de un motor siempre prendido que no era ni de carro ni de cha
lupa. Runruneaba por todos lados. Alguna dijo: «Es una moto-
sierra. ¿Pero qué palos podrán estar aserrando en momento así?».
Yo pensé que era más bien una motocicleta. Dos o tres horas
duró ese tormento, hasta rematar en un silencio de muerte. To
dos los interrogantes se juntaron en uno: ¿saldremos vivas? De
pronto el silencio se transformó en una gran algarabía, parecía
una fiesta, una celebración. Nos animamos y nos limpiamos
los ojos. Quien hubiera hecho lo que vino a hacer se había ido.
Podíamos salir. Una de nosotras salió y atisbo. Regresó dicien
do: «Están jugando fútbol». Se nos hizo raro un partido des
pués de semejante balacera. Salimos todas a mirar. En efecto,
era un partido de fútbol. ¡Pero el balón era una cabeza! Regre
samos en tropel a llorar haciéndonos un nudo entre nosotras.
Cerramos la puerta de nuevo. El terror nos inmovilizó y ni llo
rar se oía. Cuando afuera comenzó a oscurecer y sólo se oían
lamentos, fuimos saliendo. En la puerta de la concentración
había un letrero pintado en rojo sobre la pared: Mueran sapos,
mueran las farc. El espectáculo era terrorífico: Nunca podré
ISIDRO 217
5. E l B am e
unas con otras. Las camas olían a preso, las cobijas olían a pol
vo matapulgas, pero el frío va quitando los remilgos y termina
uno por cobijarse y hasta agradecerle a la cobija su coopera
ción. Cuando pasó el aguacero oí el cuchicheo de mis vecinas.
Era un cuchicheo entre dientes. Yo me hacía la dormida, pero
por dentro temblaba y no era ya del frío. Eran los cuentos que las
dos mujeres se contaban. Ahora que lo escribo, pienso que buena
parte eran mentiras o que mi oído le agregaba un tinte de pesa
dilla. Eran jóvenes, muy jóvenes. La mayor no tendría más de
18 años. Pensé en mi ingenuidad que iban a visitar a sus papás
o a sus hermanos; a sus novios, en el peor caso. El cuento más
espeluznante lo contó, justo, la más joven: estaba casi segura
— decía— de haber dejado muerto al Fulano con quien había
pasado la noche anterior. Era un hombre viejón, al que poco o
nada le funcionaba el cuerpo en la cama, y quería que su com
pañera se vistiera con un vestido de primera comunión que traía
en una maleta. Ella vio la oportunidad de cambiarle el capricho
por plata o, vulgarmente hablando, de extorsionarlo. Se comenzó
a vestir y por cada prenda le iba cobrando, al contado, los 10,
los 20.000 pesos. Como la mujer era joven, y cara de culica-
gada tenía, pues, seguro, le quedaba el traje como si de ver
dad fuera a recibir a Cristo. Quizás el viejo había sido o era
cura. La niñíta, pues, cobraba como un taxímetro: por las me
dias blancas, por los zapaticos de charol, por el vestido, por el
velo, por la cofia, por los azahares de plástico y hasta, digo
ahora, por el misal. Debía ser un hombre rico porque no le es
catimaba nada a la pelada. Buen ron — que ella botaba cuida
dosamente al lado— ; buena comida — un arroz con pollo— ;
buena cama y plata a la carta. El hombre se fumó un bazuco,
confesaba la pelada, y decía con picardía: «Tras de que no po
día solo, con esa fumadera se descarriló y prefirió comenzar a
darme consejos: que debía enmendarme, que debía pedirle per
dón al Creador, que debía confesar todos los pecados al Señor,
222 PENAS Y CADENAS
que la vida que me quedaba era corta para poder pagar tanta
ofensa al cielo, y así...», hasta que la muchacha se fue abu
rriendo, se le fue saliendo todo el malo que su patrocinador le
despertaba, sentía un odio tan grande por él como ganas de
quedarse con el billete que él sacaba de un maletín con cada
prenda y se lo ponía en la cama, que el diablo se le entró, y
cuando el viejo se quedó adormilado la mujer le clavó una na
vaja. «El gemido ni se sintió — contaba— , y el viejo fue aflo
jándose hasta que paró los ojos para atrás, que era lo único que
podía parar. Tocaba hacerle el favorcito — le comentó muerta
de la risa a su compañera— . En la maleta tenía buena plata, es
la que le llevo a Dinley porque anda muy necesitado».
No había acabado de dormirme cuando las vecinas me jala
ron el tendido: «Son las dos, hay que estar antes de las tres, se
nos hizo tarde, miren, ya no hay nadie en la pieza». Eran mu
cho más bonitas de lo que yo había visto al acostamos, y mu
cho más jóvenes. Llegamos a la cola. El frío cortaba los huesos.
Me habían advertido que no se podía ir con pantalones, que el
vestido debía ser corto, no permitían brasieres con varillas, y
admitían sólo sandalias de plástico. Sobra decir que nadie tenía
mana ni abrigo, salvo las que no iban a entrar y estaban hacien
do cola para vender el tumo a los ricos que llegaron diez minu
tos antes de que pusieran los sellos. Yo nunca había sentido tal
helaje. ¡Daban rabia las rachas que golpeaban sin piedad la cara
y los vientos de páramo que se metían falda arriba! Uno ve las
garitas de los guardias calientes y a ellos tomando tinto, fu
mando cigarrillo o marihuana y eso da piedra. Una mujer le
decía a otra: «Ojalá me rinda llegar, porque estoy con mucho
sueño. Yo siempre llego donde él a dormir, y cuando acuerdo
ya es hora de salir. ¿Será el matrimonio, ya tantos años jun
to s..., o será la madrugada?», le preguntaba a su amiga. «De
ben ser las dos cosas, que son lo mismo. El matrimonio se vuelve
ISIDRO 223
una rutina que mata la gana. Hasta a los maridos presos los
ataca el desgano».
A las cuatro pasaron unos guardias con sus bastones gritán
donos que si no hacíamos la fila en orden y en silencio no po
nían los sellos. Ellos parecen ser los dueños de la vida de los
intemos, y no tienen derecho. Por eso me le encaré a uno: «¿Aca
so no estamos en la calle? ¡Cómo va usted a prohibimos ha
blar! ¿No estamos en un país libre?». «¡No!», me respondió uno
con un grito. «No, no, señora, estamos en un país en guerra. Y si
no quiere problemas, cállese la jeta. ¿O es que quiere que le pon
ga el sello en la boca?». Una amenaza grosera. Las ganas de ver
a Isidro fueron más poderosas que la rebeldía. A las cinco co
menzaron a poner sellos. Y a las ocho la fila se movió un par de
metros. Luego, media hora después, otro par, y así hasta que yo
llegué a la portería casi a las diez. Apenas respondí a quién iba
a visitar, me contestaron: «Aquí no hay ningún Isidro». «Pero
cómo — respondí— , si yo lo vi entrar ayer». «Me va a decir a
m í... — respondió el guardia— . ¿Me va a decir a m í — conti
nuó— mentiroso? Usted me está diciendo mentiroso — afirmó
tajante— y eso es un delito. Pruébeme usted que yo soy menti
roso». «No — traté de explicarle— , yo no dije que usted es
mentiroso». «Ah, ¿no? ¿Y qué me está diciendo ahora: que yo
no dije que usted me está diciendo mentiroso?». Yo me enredé,
no sabía ya qué era lo que le había dicho. Total, en dos pala
bras, me negó el sello. Ya, claro, ahora lo entiendo, yo estaba
fichada desde el comienzo.
Regresé derrotada a Villavicencio a entregar el puesto en
Puerto Caldas y a agradecerle a doña Carlota, mi ángel de la
guarda, tanto cariño, tanta generosidad.
Volví al Bame dos semanas después del traslado de Isidro.
Pasé el mismo vía crucis hasta poder abrazarlo. Lo noté más
demacrado todavía: flaco, verdoso, parecía como si el moho de
224 PENAS Y CADENAS
Laura: La quiero.
Sé que estuvo trayéndome abrigo para matar este frío
de páramo que no respeta muros. Pero no tuve suerte. Todo
me lo confiscaron en el retén. Es que yo vengo aquí
«recomendado»por lo que pasó en Villavo y aunque me
alegré de que al cerdo se lo comiera la marrana cuando él
no pudo hacer lo contrario, nada tuve yo qué ver con el
milagro. Corren muchas bolas sobre ese accidente y so
mos nosotros, los que organizamos el Comité de Defensa
de los Derechos Humanos y Paz, los que ahora usan como
chivos expiatorios para matar dos pájaros de un tiro: mos
trar resultados presentándonos como culpables y liquidar
la inconformidad y la pelea por los derechos del recluso.
Yo llegué directo a la jaula con ,1a camiseta que traía.
Pero ahí me encadenaron con una cadena de dos metros y
así dormí varios días o, mejor, no dormí. Las noches eran
horriblemente frías hasta que conseguí comprar, a crédito
—y muy cara—, una manta, que olía a berrinche y un saco
con una chucha hedionda. Todo funciona aquí a punta de
billete; se usa una especie de tarjeta de crédito que se basa
PENASYCADENAS
6. La Picota
La carta de Isidro fue tan clara, respiraba tanta seguridad y
tenía tanto fundamento que decidí irme para Cali donde tía
Laura, a quien yo quiero mucho. Mi paño de lágrimas, mi al
mohada. Ella no se explicaba cómo me había yo enamorado de
un revolucionario siendo nosotros de una familia rica, pero más
raro se le hacía que estando yo tan enamorada lo hubiera deja
do sin visita. Sus preguntas me daban duro, pero yo tenía la
certeza de que necesitaba separarme de la cárcel y cambiar el
pegajoso olor de la creolina por la fragancia del cadmio. Aun
que fuera unos días. Días que pasaron lentos. Se deslizaban
entre la mañana y la noche, llevándose el tiempo. La realidad,
Isidro no se me quitó un minuto de la cabeza porque lo llevo en
el corazón. Laura me organizó reuniones, me presentó amigos,
y — como lo sabe Isidro— más de una vez me acosté con uno
que otro. Pero la piel no se me abría, la rigidez no me abando
naba y, si me dejaba amar, era para fantasear con él. No había
entrega, no había luz, el milagro del orgasmo me era negado.
Lo sé yo. Lo sabe mi piel. Lo sabe Isidro. Eso me basta.
Una tarde sonó el teléfono, como otras tantas veces porque
la tía tiene muchas amigas. Pero el timbre del timbre me dijo
que era Isidro, tanto que yo le dije a Laura: «Déjame contestar,
es para mí». El amor tiene caminos secretos: «¿Cómo estás,
bienamada?», me preguntó sin preámbulos. «Haciendo male
tas para regresar», le respondí. «¿Estás afuera ya?», le pregun
té, porque tenía una voz alegre que echaba chispitas. «No, ahora
estoy en La Picota. Ven, cariño, ven, tengo mucho que contar
te». Empaqué mis tres cosas y esa misma tarde cogí la flota y a
230 PENAS Y CADENAS
de mucho poder. Los carros rondaban por los pasillos para dar
le seguridad a su jefe. Estaban en plena farra cuando de pronto,
y sin motivo, la guardia cargó a palo con los que se encontra
ban vigilando. Fue un ataque sorpresivo que cogió a los borra
chos fuera de sitio. La guardia repartió leña que daba gusto,
dicen. Pero la reacción no se hizo esperar. Los borrachínes es
taban en la fase etílica del valor exaltado y se agarraron a chuzo
con los azules. Los presos políticos, que estaban mirando y pre
viendo el ataque, se sumaron a la gritería y la guardia cargó con
ellos también. A partir de ese momento nadie supo quién era
quién: todo azul era un enemigo. La guardia terminó desnu
dándose y pagando batas a lo que pidieran para disfrazarse de
preso y evitar que los mataran. La revuelta se tomó los pasillos,
los ductos, asaltó los talleres y se armó todo mundo aunque
fuera con un tomillo; la guardia fue secuestrada y los internos
se tomaron la cárcel completa. Los políticos hicieron causa con
los delincuentes comunes, que desde esa noche se llaman «so
ciales» y con los pocos paramilitares que había. A la madruga
da el ejército y la policía comenzaron a disparar desde afuera.
Desde las casas, desde la iglesia. Se trajeron tanques y tanque
tas. Fue la guerra. Si no hubiera sido por las mujeres de los
reclusos, que cuando supieron del tumulto rodearon la cárcel y
exigieron la intervención de la señora Mazarraza, defensora de
los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, del defensor
del Pueblo y del procurador, hubiera sido una masacre. El arre
glo del problema empolló en las Mesas de Trabajo, donde el
gobierno, el hipee y los reclusos pudieron comenzar a enten
derse. El virus por los derechos saltó de La Picota a La Modelo
donde encontró un clima que permitió la rápida colonización y
poco tiempo después, con motines y muertos, comenzaron a
organizar Mesas de Trabajo también allá. Isidro no había parti
cipado en ellas, más aún, ni siquiera estaba preso.
232 PENAS Y CADENAS
cho todos los días a una hora de sol, si está brillante el día, o a
dos, si está opaco. Los nuevos no pueden estar allí más de doce
horas. Son sanciones duras, pero humanas, no degradantes ni
irrespetuosas.
Para las sanciones menores han ideado un castigo pedagógi
co y efectivo, que en el colegio llamábamos la manzanita y que
consiste en hacer de cuenta que la castigada no existe: nadie la
mira, nadie le dirige la palabra, si la otra habla o grita, nadie le
responde. Eso es un castigo terrible y se llama exclusión. Pero
no es violento. En La Picota la violencia está hoy por hoy erra
dicada.
Las mesas están divididas en comisiones: de relaciones con
el exterior, con ong y periodistas; de vínculos familiares y ami
gos, que se encarga de organizar las visitas, el intercambio entre
el preso y su gente, y la correspondencia; la jurídica, que vela por
las garantías del debido proceso; la financiera, que consigue el
billete por medio de bazares, rifas autorizadas, colaboraciones
voluntarias y anónimas; y la comisión de cultura y recreación,
que es la que dirige, por votación popular en todos los patios,
Isidro. Él es muy querido por la gente y hoy estaba radiante
cuando supo el resultado de esa elección. Quiere organizar ta
lleres de pintura y escultura, al fin y al cabo es pintor; talleres
literarios donde se estudie desde El Quijote hasta El sueño de
las escalinatas de Zalamea, desde Shakespeare hasta William
Ospina; quiere organizar un taller de cine donde se den ciclos y
vayan figuras como Víctor Gavíria, Carlos Duplat, Lísandro
Duque; un taller de danza para que los presos puedan salir del
presidio del chucuchucu y experimenten el placer del movi
miento del cuerpo enseñado por Alvaro Restrepo; quiere orga
nizar grupos musicales e inclusive una pequeña orquesta, quiere
llevar a Petrona Martínez. En las cárceles hay gente muy sensi
ble, gente que pinta, gente que declama, gente que escribe en
secreto poemas, y.manifiestos., gente aue no sólo, sabe iugar bás-
ISIDRO 235
7. La libertad
Isidro seguía hoy feliz, a pesar de haber descubierto que la
idea del traslado a La Picota es la de concentrar a todos los
subversivos aquí para remitirlos a Valledupar, cárcel de altísi
ma seguridad, y piloto de la reforma que los gringos están im
poniendo. Son muchos los reclusos que son catalogados por la
dirección del Inpec como cabecillas de las mesas de trabajo y
es a ellos a los que primero van a uniformar y a meter en el
socavón. Pero él está en su salsa peleando, discutiendo, organi
zando y a veces me da rabia con él cuando desdeña la libertad
que los dos hemos peleado y soñado, por andar dirigiendo el
movimiento. Me dijo hoy que teníamos que ser generosos y
solidarios con los demás y pensar menos en la felicidad que
nos espera con su libertad. Me dio rabia porque si él no le pone
ganas y fe su salida se va a demorar y yo ya estoy, así se lo dije,
que tiro la toalla. Mi piel lo necesita no sólo los fines de sema
236 PENAS Y CADENAS
tir como una menor de edad. Pero me tapó la boca con las sába
nas. Hicimos el amor como nunca. Me comió con cada poro,
me abrió como si yo fuera un continente, la humedad me inva
dió, puso entre paréntesis el día, el tiempo, el sufrimiento, re
corrí todos sus miembros, le besé muchas veces los ojos, entró
por todos mis orificios, que son el vínculo con el otro mundo,
las caderas se me volvieron infinitas, un dolor rico — ¿quién
puede negar esa secreta contradicción?— me subió del pubis a
los hombros y bajó a las rodillas, lo sentí en las sienes y en los
tobillos. Isidro me tutea en la cama, sólo en la cama, y me habla
y me dice que soy bella y luego me cambia y me dice fea, vuel
ve a subirme al cielo y me dice diosa, me baja y me dice puta,
un carrusel de susurros, de pujes gozosos se instala entre noso
tros; todos nuestros líquidos se hacen uno, un orgasmo torren
cial me pierde en el espacio y luego caigo lentamente con una
cadencia de hoja desprendida hasta regresar al suelo para se
guirlo amando en un silencio quieto y largo como el que debe
vivirse después de la muerte.
Al rato me miró, y oliéndose la barba me dijo: «Te juro,
Laura, nunca más voy a volver a lavármela. Mientras yo esté en
la cárcel, quiero que tú vivas, ahí, conmigo».
Como no hay felicidad completa, algo tenía que venir a en
turbiarle la mirada. Una carta remitida desde Valledupar por un
amigo, llamado Neftalí Perea, condenado por secuestro extor-
sivo. Copio la carta:
Estimado compañero:
Espero que se encuentre bien de salud. Paso a contarle
las desdichas de este reclusorio. Usted sabe que aquí man
da la «regional», que de eso sólo tiene el nombre porque
las órdenes vienen directamente de Estados Unidos. Aquí
el director es un títere que obedece. Acaban de llegar unos
238 PENASYCADENAS
8. Último
No hubiera querido escribir nunca este capítulo. A las diez
de la noche me llamó Isidro. Estaba muy conversador, exalta
do, febril, sentí que besaba ya la libertad. Me pregunté, sin con
fesármelo siquiera, si afuera nuestra relación seguiría tan intensa,
si él seguiría siéndome tan devoto. No digo fiel porque la pala
bra no cabe. La Laura mala que tengo y que se mete siempre
como un Domingo Siete me preguntó si no sería mejor que
siguiera preso en la cárcel, para tenerlo preso a mi vida. Voltié,
reprochándome, la página, mientras lo oía hablar. Estaba em
pecinado en crear una mesa de trabajo femenina en la cárcel
del Buen Pastor, donde la violencia, el atropello, la corrupción
eran quizás peor que en las cárceles para varones. Apoyaba tam
bién la solicitud de las travestís de La Modelo para crear su
propia mesa de trabajo femenina y su petición de ser traslada
das a una cana de mujeres.
Después se puso romántico. Me habló del viento seco de la
Guajira, del cielo verde de Taminango, de la humedad del Atra
to. Cuando él comenzaba a mirar así iba derecho al amor. Pero
yo me estaba durmiendo en el teléfono. Medio lo oía, medio lo
soñaba. Se dio cuenta de mi somnolencia y me dijo: «Bueno,
perezosa, váyase a dormir a la cama». Quedó de llamarme a las
siete de la mañana. Era madrugador. La cama lo botaba tem
prano. Se sentía pecador si la luz lo cogía entre las cobijas.
Pero me llamó cinco minutos después. Era la una de la mañana.
Me dijo: «Laura, le regalo esa luna». Colgó. Miré por la venta
na: estaba llena, esplendorosa. Parecía de viaje, atravesando la
noche.
Me desperté y miré el reloj: eran las ocho y media. Isidro no
me había llamado. Siguiendo mis presentimientos, que nunca
me fallan, pensé: lo llamaron temprano a darle la boleta de li
bertad. A las nueve llamé al abogado. M e dijo: «No, no, no sé
242 PENAS Y CADENAS