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PENAS Y CADENAS

PENAS Y CADENAS

Alfredo Molano

Planeta
Cubierta: Fotografía del Panóptico de Ibagué,
de Diego Samper.

© Alfredo Molano, 2004


© Editorial Planeta Colombiana S. A., 2004
Calle 73 No. 7-60, Bogotá

C olombia : www.editorialplaneta.com.co
V enezuela: www.editoriaIplaneta.com.ve
E cuador : www.editorialplaneta.com.ec

Primera edición: marzo de 2004

ISBN: 958-42-0883-7

Armada electrónica: Editorial Planeta Colombiana S. A.

Impresión y encuademación: D’vinni Ltda.

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo


permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
A Felipe y Laura Zoé
que entenderán algún día
el valor de sus mamás
índice

El relato de don Pedro...................................................................11

Paola..............................................................................................95

El Bombillo................................................................................ 113

El Gringo..................................................................................... 147

El carcelero.......................................................................... 175

Isidro 191
El relato de don Pedro

l.

E l Flaco hizo las cosas como Dios manda: en silencio y sin


asco. El que sabe sabe, dicen por ahí, y el hombre, no se puede
negar, mostró que era un as con la hachuela. En canas serias
como La Modelo las cosas son o no son. Y si no son se hace que
sean. Es la ley. Tenía que demostrar que se valía por sí mismo
después de que Rasguño, su primer socio, lo abandonara y de
que la mafia pesada lo tuviera listo para quebrar. Nosotros, Vi­
cente y yo, ya teníamos ganada una trayectoria y éramos cono­
cidos. Pero El Flaco, que hacía poco había llegado por primera
vez, tenía que decimos quién era y de qué era capaz para poder
hacer un acuerdo entre todos y enfrentar a Gorranegra, un bandi­
do con quien habíamos tenido problemas y que era un cacique
poderoso, respaldado por los capos y por los paracos. Lo que se
dice con el pico en una cana se sostiene con el fierro se le había

Biblioteca Sapiens Historicus


12 PENAS Y CADENAS

dicho al Flaco para darle coba. La prueba que le tocó era senci-
lla de entrada pero áspera de salida. Si hay algo que ya no se
aguantaba más en elpatio Quinto era el barullo de las ratas de
andén, los ladrones de ñiques y las gonorreítas que transan con
la guardia para buscarle el quiebre a otro y, por encima de todo
esto, la amenaza de sacamos a nosotros del juego. Con lo que
hizo El Flaco para imponerse toda La Modelo quedó notificada
de quién era el hombre, y nosotros lo aceptamos como socio en
la casa.
Al Alacrán se le había podido tratar con una terapia distinta,
por ejemplo con racunkil en una aguadepanela o, mejor, con
una pizca4ecianuro en una bicha de bazuco como Vicente acon­
sejaba. Pero El Flaco, con ganas de ganar cartel, no aceptó: «El
ejemplo — decía— es ahorro. Si no usamos el miedo, el miedo
nos usa a nosotros y termina ganándonos la partida. Él ejemplo
es un arma más efectiva que el más embambado de los fierros;
más efectiva que el efectivo. Un muñeco bien hecho nos ahorra
muñecos a medio hacer. En El Alacrán las demás gonorreas
tienen que aprender». El Alacrán creía que estaba sano, cuando
lo que de verdad pasaba era que ya se andaba tras él. Tocaba.
Cada día era más piraña, cada día más quejas había: que se jaló
una TV, una lora, un par de pirrieles, que ya no respeta. «Está­
bamos por hacerle el viaje desde hacía rato para poder poner
orden en el patio», comentaba Vicente. El Flaco no tenía más
remedio que limpiar la jaula o irse por el mismo hueco por
donde botó al Alacrán.
Serían las seis y media, esa hora llena de sombras a medio
desaparecer que todo lo confunde. El entable estaba preparado:
a los sanitarios nadie podía entrar, el pasillo estaba clausurado
y los radios estaban a todo volumen por si era del caso ahogar
los gritos. El Flaco sabía que El Alacrán a esas horas estaba
siempre en el baño metiendo vicio. Era su costumbre. Metía
bazuco a esa hora porque en el día lo vendía. Tenía un socio
EL RELATO DE DON PEDRO 13

que le armaba las bichas y cuando arrancaba a meter lo hacía


hasta el amanecer. Yo creo que ni cuenta se dio cuando El Flaco
le soltó el hachuelazo sin consultarle. Del primer golpe lo dejó
comiendo suelo. El Flaco le tenía mal agüero a la mirada que
botan los muertos antes de morirse. Decía que «se le quedaban
prendidas al cuerpo» y por esa razón, y no por cobardía, le tiró
al Alacrán por la espalda. Pero el hachuelazo fue tan bien enca­
jado que El Alacrán sólo medio aulló. Con la primera cuota
tuvo; ni ojos hizo. El segundo y el tercer golpe fueron de ñapa
porque El Alacrán ya andaba midiendo patio en el otro mundo.
El problema fue de ahí en adelante. Botaba mucha sangre
ese cuerpo sin vida. El Flaco demostró ser un profesional. Gol­
pe que daba trozo que separaba de tajo. Primero las piernas,
largas y fuertes. Parecía que no iba a terminar nunca con ellas.
Pero en tres minutos las tenía entre costales y ya ni sangra­
ban. Más tarde sacó el atado de brazos, mientras desangraba
los entresijos: corazón, pulmones, hígado. Él sabía bien el
mapa porque de niño le ayudaba al papá, que era pesero, a
arreglar las dos reses que el viejo vendía día a día en su propia
fama. La sangre se echó a la alcantarilla del baño, que se había
destapado con Diablo Rojo el día anterior, para que, como di­
cen los entendidos, los sifones tragaran bien. Lo consistente
del cuerpo del Alacrán lo metió en costales. El Flaco dejó para
lo último la cabeza y la arregló sin mirarle los ojos. Bajó los
bultos al sótano del patio Uno, por donde pasan los ductos de
La Modelo, un lugar oscuro y frío que ha visto pasar mucho
muerto. ¡Feo! Mantiene un olor húmedo a mortecino que cual­
quiera entendería, con sólo pasar de lejos, por qué lo llaman
«El Quebradero». A llí El Flaco ya tenía todo listo: un tronco
de madera, unos cuchillos y una piedra de amolar. Con botas
de caucho y delantal verde, el hombre se dio a la tarea de picar
menudo y envasar los restos del Alacrán por la tubería. Echó
primero lo que más trabajo le costaba manejar, la cabeza del
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cliente. Y ese fue el error porque al rato, cuando había botado


todo a la alcantarilla, el agua comenzó a devolver lo que él
creía que nadaba ya en el río Bogotá. La bola esa de pelo se
quedó atascada en algún codo de la cañería y trancó todo lo que
se le iba botando. Cuando El Flaco se dio cuenta, El Alacrán
había regresado entero, es decir, completo, porque de un punto
para afuera no pasó ni un dedo ni una uña. Todo se devolvió
como buscando al hombre que lo había destrozado. El Flaco se
asustó, no porque no supiera qué hacer, sino porque le dio mala
espina eso de que un finado despedido fuera tan arraigado y se le
devolviera por donde se había ido. Le tocó meter una sonda con
una especie de anzuelo para sacar el taco, es decir, la cabeza del
Alacrán, regresarla, repicarla y volver a botarla. De ahí en ade­
lante todo bien. Todo sano. Se quitó el delantal y con las botas
puestas fue a comer al caspete donde lo esperábamos con Vicen­
te para darle la bienvenida a la casa. No le dolía una muela; como
si hubiera acabado de hacer la primera comunión.

2.
Vicente le decía al Flaco, aquel día del Alacrán, que la en­
fermedad de no poder mirarle los ojos a los muertos se curaba
fácil, que había que mirar despacio al finado desde la cabeza
hasta los pies, y de la mano derecha a la mano izquierda, ha­
ciendo lo más perfecto que se pudiera una cruz. «La cruz no
falla, y se lo dice una persona que nunca ha creído en Dios ni le
ha temido al diablo; mi primer morraco me costó mucho sufri­
miento y lo pagué con miedos». Vicente era hijo de un español
llegado a Colombia a resultas de una guerra que hubo en su
país. Había peleado al lado de los comunistas y cuando perdie­
ron la guerra vino a esconderse a estas tierras con su amigo
Juan de Dios Salgado. El tipo se llamaba Escrivano pero, según
cuenta Vicente, su verdadero apellido era Escrivá, y se lo cam­
EL RELATO DE DON PEDRO 15

bió porque tenía un pariente santo que odiaba, monseñor Escri-


vá de Balaguer. Juan de Dios y Escrivano se metieron a trabajar
fincas por los lados de Yacopí, en la hoya del río Chirche. Allá
hicieron una sociedad que prometía, pero don Juan de Dios era
un hombre templado y quería seguir peleando en Colombia la
causa que había perdido en España; se metió con la guerrilla,
que en ese tiempo apenas balbuceaba, pero el gobierno le echó
mano, acusándolo de estar haciendo bombas en una casa que
tenía en Funza. Pagó un tiempo porque nada le pudieron pro­
bar. Mientras tanto Escrivano se volvió pudiente y se casó con
Elvia Fajardo, parienta de Saúl Fajardo, quie fue guerrillero
liberal en la época de la violencia política. De ese matrimonio
nació Vicente, que bautizaron así en nombre de Vicente Rojo,
un general español que no pudo ganar la guerra. El viejo Escri-
vá era un hombre rígido y muy brutal. Alguna vez, cuando Vi­
cente perdió un año en la escuela, lo encerró ocho días a pan y
agua y sólo le abrió para vestirlo de niña y sacarlo así a barrer
las calles del pueblo. Vicente cuenta que lloraba y lloraba sus
propios ojos, pero no podía hacer nada. Sólo encontraba con­
suelo con un compañero, Nicolás, que también perdió el año,
pero al que nadie castigaba. Se hicieron muy amigos y de esa
época en adelante siempre se les veía juntos. La gente comen­
taba que parecían novios. Vicente llegó a tenerle tanto aprecio
que dio por hecho lo que la gente creía. Por eso, el día que
mataron a su amigo, Vicente juró venganza.
Más tarde, como el padre conocía a la gente enmontada, el
muchacho terminó colaborando con cositas pequeñas, manda-
ditos, guías, bobadas. Cosas sin importancia que hacían sentir
grande a Vicente y mantenían contento al viejo, porque de to­
dos modos nunca aceptó haber sido derrotado. Así fue que, cum­
pliendo su palabra, un día Vicente arregló con la guerrilla para
que le prestara con qué hacer el mandado. Enfierrado llegó a la
casa del muchacho que había matado a Nicolás. Dice Vicente
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que lo liquidó a pura rula, y que fue ahí donde aprendió a mirar
los muertos y a hacerles el quite con la cruz. Contó más. Des­
pués de esa muerte, el muchacho se volvió otro: serio, reserva­
do. Se voló de la casa y se fue para Bogotá y consiguió un
trabajo en una fábrica de tubos. Trabajó formal seis meses has­
ta el día que en una buseta se encontró con uno de sus amigos
de la guerrilla, y volvió a ligar con ellos.

3.
El Flaco nació mirando trabajar al viejo en un matadero si­
tuado por allá en la Autopista Sur en Bogotá. Era una familia
grande. Tenía trece hermanos, doce vivos y sólo uno muerto; la
mitad hombres y la otra mitad hembras. El Flaco era el menor
de los hombres. Don Ignacio, el padre, lo quería mucho porque
nació buen trabajador, callado y cumplido. No se salía de lo
que le enseñaba, que no fue al principio mucho: afilar los cu­
chillos de trabajo en una piedra de un viejo molino de trigo que
el cucho había traído de Boy acá. El niño amolaba las palas con
atención, tenía paciencia y maña para ir adelgazando hasta lo
invisible los filos, y dejarlas cortando — como lo vi— pelos al
aire. Aprendió después a despresar una res, a saber por dónde
iban los huesos y los músculos, cuál era la carne pulpa y cuál la
rejuda; sabía apartar las visceras sin romperlas, sacar los cua­
jos y envasar la sangre caliente para venderla en la puerta del
matadero, donde desde las tres de la mañana había cola para
bebérsela caliente. Hay gente que cree que sirve para curar el
paludismo, el asma, el dolor de huesos y, sobre todo, para qui­
tar el miedo. Yo no sé. Por mi parte, yo nunca pude ni con el
caldo de pajarilla ni con los huevos crudos entre el jugo de na­
ranja. Fue aprendiendo a manejar los cuchillos como para tra­
bajar en un circo. Y por ahí mismo le llegó el destino.
EL RELATO DE DON PEDRO 17

Un día, cuando regresaba de la escuela, se pilló que un pica­


ro le estaba robando a don Ignacio una chaqueta que había de­
jado olvidada en su Ford 600, un camioncito que engallaba más
que a la mujer. Y sin pensarlo dos veces sacó uií cuchillo de su
bota que, como todo buen pesero, cargaba ahí escondido, y sin
más se lo resbaló al ladroncito por el pescuezo. El Flaco tenía
conocimiento de que en ese sitio cualquier tajo es mortal. Sabía
por instinto que la vida pasa por ese tubo; lo sabía, como sabe
el toro bravo dónde queda la femoral de los toreros. Que fue lo
que a m í no me enseñaron cuando El Mexicano me quiso hacer
el Niño de Pacho, y me puso a la pata de El Relicario para que
aprendiera las artes del toreo. No supe nunca defender la femo­
ral cuando se carga la suerte dando un pasito atrás antes de que
el cacho llegue. El Flaco, pues, le resbaló la hoja y lo dejó
boqueando, mientras iba a darle parte a don Ignacio de lo que
había hecho. «Bien hecho — dijo el viejo— , así se acaba tanto
malandro. Usted no tema nada, mijo, que yo no lo dejo pagar
cárcel, usted lo hizo por defenderme». No acabó de decirlo
cuando la policía llegó, lo esposó y se lo llevó con hijo y todo.
El papá estuvo preso unos días. Al fin y al cabo, él no era el
culpable; el hijo tampoco pagó cana por ser menor y actuar,
como alegó el abogado, en legítima defensa. Pero paró en la
Correccional de Fagua, por allá en Tabio. Don Ignacio no lo
desamparó. Alquiló una pieza en el pueblo para poder ir a
visitarlo con más frecuencia. Lo mantenía como un rey. Nada
le faltaba. El padre se desvivía por ese hijo.
No duró mucho en la correccional. Cuando regresó a la casa,
don Ignacio le había comprado una bicicleta, pero le prohibió
volver a trabajar en la pesa. Lo encargó de entregar dos contra­
tos de carne a los restaurantes de la zona, que el pelado repartía
en la cicla antes de entrar a estudiar. Con ese trabajito, él siem­
pre mantenía plata en el bolsillo. Un día, a la salida del colegio,
pasó por el parque a raniar con sus amigos y, en esas, un mu­
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chacho ya mayor, que por mal nombre le decían Araña, le pidió


prestada la cicla. El Flaco no quería prestársela porque sabía
que Araña era un cascarero pero, para no enemistarse, accedió.
Araña nunca regresó y por más cacería que los hermanos y don
Ignacio le pusieron, la cicla nunca fue recuperada. Entonces mi
hombre le dijo al papá: «Tranquilo, cucho, que esto se arregla».
Pasaron los días y de Araña ni la sombra. El Flaco ahorró todo
lo que ganaba entregando pedidos; ligó con un amigo de cole­
gio que le enseñó a robar en los almacenes. Hicieron una buena
socia, y mientras uno distraía a ios sapos el otro se encaletaba
la mercancía. La vendían a reducidores y se repartían la mone­
da; hasta que el pelado juntó para comprar su primer arma: un
treinta y dos corto. Lo cargaba en la pretina y nunca lo sacó
para presumir. Lo sacó el día que mató en paro, y de un solo
tiro, al tal Araña. No le preguntó por la cicla. Lo mató, sin más.
Pero no descansó. Cuenta que los ojos de Araña lo perseguían
pidiéndole clemencia, como la última vez que se los vio antes
de disparar. Araña era huérfano y lo enterraron en una fosa co­
mún. El Flaco huyó mucho tiempo, más de los ojos que Araña
dejó abiertos que de la Ley que nunca llegó. De tanto en tanto
llamaba a don Ignacio para reportarse: «Estoy bien, nada nece­
sito. Usted no se preocupe», era lo único que el chino le decía
al viejo.

4.
He hablado de Vicente y del Flaco, ahora quiero hablar de
mí. Me llaman Don Pedro y, como dicen, vi mis primeras lu­
ces en un pueblo de Santander del Sur, llamado Jesús María,
que tuvo también el honor de ver nacer a Efraín González.
Fui hijo de un abogado y político muy conocido, que cuando
no estaba en el gobierno vivía de ponerle demandas y ganár­
selas. Era muy rígido. Recuerdo que me hablaba sólo para
EL RELATO DE DON PEDRO 19

darme órdenes. MI madre era muy recatada y silenciosa. Pa­


recía siempre agobiada de una pena profunda que nadie nun­
ca conoció. O, por lo menos, yo no conocí a nadie que conociera
la causa de su congoja. Era alta y bella. No tuve hermanos ni
hermanas, y como mi casa era un pozo de silencios yo me me­
tía entre libros y me tapaba con la televisión. Me enseñó a leer
la señorita Elvira González, una mujer fea, que usaba unos za­
patos de suela de goma, cuyo chirrido en los baldosines del
zaguán de mi casa me hacía temblar. Llegaba muy cumplida a
las ocho de la mañana, oliendo siempre a violetas — un perfu­
me que a m í se me antojaba tan fúnebre como el de las azuce­
nas— , abría su cartera y sacaba sus útiles — un lápiz rojo y uno
negro, un borrador, una regla, un compás— que ponía sobre la
mesa siempre en el mismo orden, mientras me preguntaba: «¿En
qué íbamos?». Toda la casa debía permanecer en silencio m ien -.
tras ella estuviera en clase. Las sirvientas de la casa debían apa­
gar el radio, desconectar el teléfono y cancelar el timbre de la
puerta principal. Sufría de los nervios. Sólo se oía el canto des­
templado de un gallo a las diez de la mañana — cuando nos traían
las mediasnueves— , el cacarear de una gallina ponedora y las
campanas de la iglesia que marcaban con un toque el cuarto, dos
toques la media, tres toques los tres cuartos y los toques que
fuera cada hora. Aprendí a leer y a contar, las cuatro operaciones,
un poco de historia sagrada y un poco de historia patria. Le debo
a doña Elvira mucho.
Entré al Colegio Académico Lorenzo de S alazar, un colegio
privado que don Carlos, su propietario y rector, manejaba como
la sucursal de su casa. Era un hombre astuto, que usaba unas
gafas tan gruesas que apenas dejaban verle unos ojos pequeñi-
tos e inquietos. Sus especialidades eran la trigonometría y el
castellano. Nos recitaba pedazos de Don Quijote después de
rezar y antes de comenzar las clases. Yo leí muchos libros y
aprendí a escribir bien con don Carlos. Me gusta escribir, hilva­
20 PENAS YCADENAS

nar palabras, jugar con ellas, hacer fantasías con las frases como
cuando de niño construía castillos con tacos de madera. En el
Académico hice hasta quinto de bachillerato; ir al colegio me
gustaba también porque podía hacer migas con los demás y
hablar con otras personas de mi edad. Tuve dos amigos ínti­
mos: Diego y Pablo, que mehicieron saber que había otro mundo
distinto al de la casa y al del colegio. Fueron ellos los que me
enseñaron a robar guayabas y duraznos, que me contaron que
las mujeres no eran hombres capados y que terminaron por
mostrarme cómo hacerse la paja.
El colegio organizaba cada año un paseo de dos días a la
Catedral de Sal de Zipaquirá, que decían era una de las siete
maravillas del mundo, junto con las Pirámides de Egipto y las
Cataratas del Niágara. En el último paseo, ya para comenzar el
sexto de bachillerato, nos pusimos a tomar aguardiente. Me em­
borraché y alguien me contó que yo no era hijo de mi papá. Fue
un golpe que todavía me duele. Un golpe tan duro que una
madrugada me escapé de la casa con 20.000 pesos que le había
robado a mi madre. Yo había oído hablar en el colegio de las
minas de Muzo y Peñas Blancas. Eran famosas en Jesús María.
Mucha gente del pueblo trabajaba allá o por lo menos para allá
se iba. Efraín González, héroe de unos y terror de otros, muy
recordado por la gente mayor por sus andanzas y por su valor,
fue dueño de un corte en Peñas Blancas. Los muchachos volan­
tones que peleaban con sus padres o con su novia allá paraban.
Y allá fui a dar un día sin saber adonde iba ni adonde llegaba.
Me bastaba con poner distancia entre mi padre y yo. O, mejor,
en mirar la distancia que siempre existió entre los dos, pero
medida en kilómetros. Tanta habría, que nunca me mandó bus­
car a Peñas Blancas, lo que fue para m í un golpe más duro que
la noticia de no saber de quién era hijo. Dicen que los suicidas
lo que buscan es la mano amiga que los saque del abismo.
EL RELATO DE DON PEDRO 21

Cuando me bajé del bus me di cuenta de que había llegado a


un mundo nuevo, distinto. La gente andaba en botas y envolvía
entre el poncho-su arma; yo iba en tenis y sudadera. Oí decir
que un sitio llamado La Quiebra del Indio «estaba pintando»;
yo no entendí bien de qué se trataba, pero la gana que se le veía
a la gente cuando hablaba del «placer», como se llama al sitio
que bota gemas, me hizo saber que allí era donde yo debía ir.
Compré un poncho para esconder lo que no tenía, unas botas
para no delatar mi ingenuidad de entrada y un pico como el de
todo mundo. Resolví hablar poco y mirar mucho. La Quiebra
era una montaña revolcada donde entre cinco y seis de la tarde
abrían lo que llamaban mina voladora o mina libre. Era el dere­
cho a minear sin compartir con nadie lo que se encontrara, un
derecho de la gente. El tiempo para trabajar era poco;,porque a
las seis ya la luz comenzaba a menguar. Yo tuve suerte;.mucha
suerte. Sin conocer, sin haber nunca escarbado, sin saber qué
era una gema y menos una chispa, me enguaqué en un terrón
que había sido desechado por un minero viejo. Yo, como por no
dejar, golpié la piedra y al abrirse alumbró la chispa, pequeña sí
pero sin jardín. Me la guardé como sí nada, como si estuviera
acostumbrado a hacerlo, y seguí trabajando hasta que se vol­
vieron a oír los tiros que anunciaban el cierre de la mina libre.
De regreso al pueblo yo no sabía qué hacer con la piedra p o r-'
que ni sabía qué tenía, pero algo me decía que mostrarla sin
saber cuánto valía era peligroso porque me podían coger en el
cañazo. Resolví encaletarla y regresar al corte al día siguiente,
y al siguiente, y así, hasta que los 20.000 pesos comenzaron a
quedarse enredados en cancelar la pieza de las Residencias Al­
bricias, en la bandeja diaria, en el tinto y en pagar el viaje en un
camioncito que nos llevaba a muchos a La QuicbraXidel Indio.
Me quedaba la piedra, pero sin saber cómo feriarla, era como
tener madre, pero muerta, dije, y la tristeza me agarró pierna
22 PENAS Y CADENAS

arriba hasta mandarme a la cama con una fiebre que no bajaba


ni con aguadepanela con mejoral que le metiera.
Un día, cuando andaba en la plaza comprando limones, oí
que me llamaban por mi nombre. Voltié a mirar y efectivo: unos
paisanos. «¿Y usted qué?», me preguntaron. «No. P u e s . p o r
aquí», respondí. «¿Y qué más?», volvían a preguntar como dán­
dome la oportunidad de contarles el cuento que ya sabían. «No,
pues nada, bien todo, todo bien». Yo quería preguntarles por mi
madre, porque con los días el amor por ella se me fue aumen­
tando. Pero me aguanté. Y así, hablando pendejadas, resolví
mejor mostrarles la piedra. Eran muchachos mucho mayores
que yo, pero que nos distinguíamos desde niños. La miraron, la
olieron, la acariciaron y uno le comentó al otro: «Sí, el chino se
enguacó, sirve; trae la de buenas». Y así, con ese comentario,
fueron pagándome 50.000 pesos y, lo más importante para mí,
me invitaron a trabajar con ellos en un corte recién abierto lla­
mado Nochebuena. Al principio todo en orden. Trabajábamos
el día entero, tal como Dios lo manda. Lo hacíamos con afán,
con mucho afán. En las minas todo mundo trabaja a las volan­
das. La tierra se mira y se bota, las montañas se tumban y se
tiran al río. Todo se araña, se mira, se toca, se bota y, sólo de
tarde en tarde, algo queda, algo vale, algo le devuelve a uno la
vida y lo amarra a seguir buscando con un nudo que no es
corredizo. Los sitios o placeres o trabajaderos hay que ganár­
selos pagándole al más fuerte, al que tiene más poder, que es
quien tiene más fierros, más hombres y más plata. La cadena
es larga porque cada eslabón es un retén. M ejor dicho, si yo
tengo un trabaj adero que me pertenece, porque lo catié y me
resultó efectivo, estoy en mi derecho si le doy permiso de tra­
bajar a otro a cambio de un porcentaje. Yo puedo usar ese
derecho como me dé la gana: puedo dar partidas para los que
trabajen y así cada uno hace lo mismo, hasta que el derecho
llega al raso, es decir, al que sólo tiene el derecho de rendirle
EL RELATO DE DON PEDRO 23

cuenta a los demás. Lo bueno es que casi todos comienzan en


ese punto y, tratando de escalar, el que no se muere, lo matan, y
al que no matan, se va, y el que se va, si no lleva algo grande, es
como si no hubiera ido. Esa es la ley. Por eso todo sitio está
siempre al borde de una guerra y sólo se puede trabajar cuando
esa guerra se gana y se prepara la siguiente.
El sitio de mis conocidos, Nochebuena, estaba garantizado
por la sociedad que ellos tenían con un coronel del ejército.
Él era el verdadero ángel de la guarda, el que aportaba la ley al
negocio y, claro, recibía su parte, que era una buena parte. Por­
que Nochebuena tenía pleitos, la apetecían porque era rica y
botaba mucha gema, piedras limpias, sin jardín, sin dudas, de
un verde brillante y profundo que hacía suspirar. Cada piedra
es una persona que está viva, tiene un corazón que palpita, un
alma hecha de luz, unos visos que son como sus ojos. Uno se
puede enamorar perdidamente de una piedra y cargarla en la
entrepierna para ganar su fidelidad. Hay piedras, como muje­
res, de las que uno nunca se desprende. Nochebuena entró en
guerra y tocó defenderla. A m í me dieron el encargo de ir a la
discoteca El Relumbrón, sentarme en una mesa cercana adonde
estarían los Alvarado — los que garoseaban nuestro sitio— , y
cubrirle la retirada a mis amigos, que eran, propiamente ha­
blando, mis patrones. Yo entré temblando. El fierro que me
dieron, una pistola de 7.65 mm, era más grande que mi mano.
Yo acababa de cumplir los 16 años. Me senté en la primera
mesa que encontré libre; no porque quisiera, sino porque las
piernas no me daban para llegar más lejos. Me senté y duré
varios minutos en poder despachar la penumbra y distinguir
quién era quién. Había quedado justo al lado de los Alvarado.
No alcanzaron a traerme la segunda cerveza cuando oí la pri­
mera descarga, sin saber de dónde salía. Un Alvarado gritó y
cayó casi a mis pies. Los otros pelaron los fierros y respondie­
ron. Yo quedé como haciendo parte de su banda y, sin pensar-
24 PENAS Y CADENAS

lo mucho, comencé a disparar y a correr por debajo de las


mesas, buscando la salida. Una vez apretado el gatillo ya uno
no es dueño de los tiros que salen, ni de la munición que que­
da. Yo apreté una sola vez y la mano se engolosinó y no soltó el
gatillo hasta que el proveedor quedó vacío. Para ese momento
yo estaba ya fuera de la discoteca buscando a mis amigos.
Los encontré muy tranquilos en el hotel. «¿Qué tal, chino?»,
me preguntaron burlones. Uno dijo: «Se dio garra con el fie­
rro, ¿no?». Y otro lo apoyó: «Usted como que sirve para esto».
Quedé confirmado como un quiñador de cartel, de mucha fama.
La verdad: la pistola se me disparó del miedo. Desde ese día a
mí no se me daba nada ver un muerto. Con el primero quedé
cebado, perdí el miedo y con ganas de seguir. Es cierto eso de
que sangre llama sangre, pero sobre todo por la gana de volver
a disparar y ver caer. Cierto que no les vi la cara a los finados y
sólo miré el cortejo cuando los sacaron para Otanche, de donde
eran; pero, digo con franqueza: me quedó gustando. Y me di
gusto aceptando ofertas de trabajo y escogiendo las que más
me gustaban por el billete que dejaban, pero sobre todo por la
fama con que me cubrían. Hay veces que plata y fama son lo
mismo. Aprendí a hacer trabajos bien hechos. Comisiones que
me daban más, mucho más que la mina misma. Poco a poco me
dejaron de sudar las manos antes de un operativo y cuando apren­
dí a no cerrar los ojos el coronel me ofreció trabajar para ellos.
Al principio yo pensé que eran trabajos encargados por el go­
bierno y no me importaba nada dejar los muertos firmados. Pero
un día me dijo el hombre: «El jefe lo tiene a usted visto para un
trabajo especial: colaborarle a El Mexicano», un hombre que
ya era muy afamado. Me llevaron a Pacho y allá don Gacha se
me presentó y me dijo: Bueno, chino, yo veré...», y dejó un
reguero de puntos suspensivos, para que yo llenara con las cru­
ces que me enseñó a hacer un extranjero muy serio, uniforma-
BL RELATO DE DON PEDRO 25

do con traje de fatiga del ejército, y que me dijo al presentarse:


«Soy su instructor, me llamo Jahír Klein».

5.
El Flaco siguió su vida como si nada hubiera hecho. El úni­
co cambio fue que no dormía en su cama. Don Ignacio hiló una
red de protección con sus amigos de barrio, que eran muchos.
Un pesero — no le gustaba que lo llamaran carnicero— tiene
mucha fama y mucho poder entre la gente. Con el cura, el al­
calde y el maestro, los carniceros son las personas que más
peso e influencia tienen en un pueblo; quizá porque a la gente
le gusta la carne o porque los peseros saben manejar la sangre.
Los amigos de don Ignacio no le perdían el ojo al muchacho y
él se movía como si nada hubiera hecho. Al principio iba al
colegio, y si no volvió no fue porque tuviera miedo a que le
echaran mano a la salida de clase, sino porque vivía ocupado
en su negocio. Con Maico, su llave, andaba por los barrios de
los ricos — la 93, Unicentro, Galerías— robando bicicletas.
Se hacían amigos de los muchachos, les pedían la cicla presta­
da y nunca volvían. El mismo truco del Araña, pero con gente
confiada e indefensa, niños que todo lo han tenido y que no
saben oler dónde está el peligro porque creen que el mundo es
como la sala de la casa: entapetado y perfumado. Robaban en
un sitio, después en otro y en otro, hasta completar una vuelta,
y si alguien tuviera la mala suerte de reconocerlos, pues para
eso andaban ya bien enfierrados. Don Ignacio, aunque no lo
supiera, lo sospechaba, y aunque el hijo le presentaba, muy cum­
plido, todas las semanas las notas del colegio, sabía que en al­
gún trote estaba El Flaco metido. El pelado había contratado
los servicios de otro compañero para que hiciera las tareas, con­
testara a lista y, en fin, lo sustituyera en el colegio, mientras él
26 PENAS Y CADENAS

andaba trabajando con su llavería. El día que supo que el rector


se había dado cuenta del embuste, El Flaco lo visitó y le peló la
7.65 que usaba. Con mucho cuidado, porque él era un mucha­
cho muy sincero. Y así, el rector aceptó el convenio: ni una
palabra en la casa, Pero la mamá del pelado — doña Tila— , que
sospechaba también el enredijo, tuvo la mala idea de ponerle al
Flaco como ejemplo a su hermano, Roberto, que sí iba al cole­
gio y no andaba callejeando. Y todo fue nombrarlo para que el
hombrecito se encrespara y, furioso, se subiera a la terraza de
su casa y amenazara con botarse del tercer piso gritando que
doña Tila quería más a Roberto, y que esa era la razón de su
desgracia y de su manera de vivir. Todo el barrio miraba la es­
cena: parado en una comisa gritándole a la mamá: «Puta, puta,
puta». Fue don Ignacio quien lo salvó. Fue acercándosele, lla­
mándolo por su nombre, acariciándole el oído, respirándole
cerca, hasta que el hijo se doblegó y se regó a llorar sobre el
hombro del viejo. Pero la pelea con la mamá quedó casada. Fue
por eso que no volvió a la casa. Se veía con don Ignacio en el
parque cuando él cerraba la fama, lavaba los cuchillos y los
mostradores, y acababa su día de trabajo que comenzaba a las
tres de la mañana. Conversaban; el viejo le preguntaba que qué
necesitaba, que cuánta plata quería, y se la daba si el muchacho
la pedía, y hasta el otro día. Tan amigos eran padre e hijo, como
enemigos eran hijo y madre. Sobre esa hornilla se calentaban
los odios y los amores del Flaco.
El hombrecito no necesitaba plata. El viejo se desvivía por
él y le llenaba los bolsillos. Pero la gana puede más que la máma,
como dicen. El negocio de las bicicletas le daba. Dos o tres
diarias eran buen dinero. No tenía obligaciones y por eso se las
consiguió. Dio en ir a cuanta casa de citas había. Primero a
mirar, claro, porque era virgen. Se sentaba a comer de ojo de­
bajo de esas medias luces rojas y verdes que había en los putea-
deros y que ya hoy no hay. Le gustaban las mujeres menudas y
EL RELATO DE DON PEDRO 27

morenas, y de tanto darle al ojo, una noche encontró la horma


de su zapato: Teresa. Teresita la Perversa, la llamaban sus ami­
gas. Sabía mucho. Era joven y experimentada. Nunca, decían,
hubo hombre que con ella no pudiera y esa fue la fama que le
abrió la puerta al pelado, no sólo para desempollar sino para
enamorarse. O creer que estaba enamorado porque, de sólo pen­
sarla, se le enderezaba la pinga, y sólo se le calmaba cuando
ella accedía a dejársela tranquila. Era el gusto diario del niño y
así tuvo que redoblar su trabajo en los barrios ricos. Hasta que
ya no quedaba barrio donde pudiera trabajar porque en todos
tenía dolientes y fue esa la razón para que Teresita lo abando­
nara a su suerte. Entonces, para no recordarla, le dio por no
dejársela enderezar a punta de coca. Lo, que antes gastaba be­
sando a Teresita ahora se le iba metiendo coca como remedio
contra ella. Fue enflaqueciéndose cada día más, poniéndose
verde como un cadáver de monja y cayendo de olla en olla con
lo que don Ignacio le daba. En las últimas andaba cuando cono­
ció a otro cadáver que llamaban Helenita, una mujer bien naci­
da, bien criada, bonita ella, de ojos grandes y algo rasgados y
de manos hábiles para el amor. Tenía un raro defecto, que para
el hombre no lo era: le faltaba la cola del esternón y, por tanto,
se le hacía un hueco en el pecho, un verdadero pozo, que para
él era el de la dicha. El secreto era que ella no consentía que se
le hiciera el amor completo; decía que entrar era violarla, y El
Flaco se derramaba ahí cada día con más pasión. El hombre
quedó así pegado a esa mujer. Fue tanta la obsesión que le des­
pertó Helenita, que.se dedicó a trabaja* otra vez con su pistola
de 7.65 in m . Se mantenía muy ocupado. Le gustaba ver a Hele­
nita bien perchada con bluyines de marca, tenis de marca y
joyas, aunque ella, en ese entonces, prefería sus blusas sudadas
y descoloridas, y su mundo de tinieblas.
Nuestro caballero se dedicó a robar más que nunca, siempre
con Maico. Eran una maquinita casi perfecta. Se conocían, sa­
28 PENAS Y CADENAS

bían hablarse con los ojos, eran hábiles y rápidos con las ar­
mas, dos diablos. En ese tiempo les dio por las panaderías. En­
traban hacia las siete u ocho de la noche, antes de que cerraran,
pedían una gaseosa con una mantecada, o con un pandebono, y
cuando la empleada traía el pedido ellos pelaban los fierros, y
le escupían un «quieta: ¡no se vaya a hacer matar!». Guardaban
a las empleadas en el baño, bien amordazadas y aterrorizadas
con un par de puños que les encimaban y luego, sin afán, abrían
la caja y la saqueaban. Iban de zona en zona haciendo lo m is­
mo. Y una vez acabada la ronda de las panaderías le entraron a
las farmacias. Ahí encontraban más: no sólo plata sino pepas
de toda clase; pepas que terminaban negociando. Se volvieron,
sin querer, jíbaros de droga blanca. Hasta que toparon al ene­
migo: bandolas que estaban en lo mismo. Unas tenían que sa­
car a las otras a las malas, es decir, ¡a balazo limpio! *
Bogotá estaba tomada por bandas. En el barrio Quirigua
mandaban Los Aterciopelados; en el Bochica, Los Gangueros;
en el Estrada estaban Los Tigres del Sur y en Las Ferias Los
Ratas. Cada bandola tenía zonas bien delimitadas y gente para
cuidarla, sólo ellas podían robar en sus territorios. Al Flaco y a
Maico se la tenían jurada porque eran más rápidos y saltaban
muy lejos. No los podían pillar. Cuando se daban cuenta ya el
golpe estaba dado y ellos celebrándolo. Las peleas entre ban­
dolas eran crueles. Se citaban en una manga, o en una calle
oscura, a hacerse ver. Peleaban con líchigos, cadenas y pateca-
bras. Las armas de fuego estaban prohibidas entre ellos: eran
peleas rápidas y calladas, pero siempre dejaban muertos que, a
la hora de la verdad, eran como las pruebas firmadas del poder
que tenían sobre la zona donde podían atracar, o «trabajar»,
como decían. El Flaco las jugaba y las ganaba. No dejaba nada
por contestar. Buscaba plata a toda costa para tener empercha­
da a Helenita porque a la nena se le abrió el gusto por lo bueno,
por lo fino, por lo caro. Primero fueron ñiques, después libáis,
EL RELATO DE DON PEDRO 29

pero más tarde comenzó a embambarse con joyería de oro cuan­


do vio que ellos metían la mano por ahí. El hombre le guardaba
siempre la mejor joya, y ella fue cambiando a medida que el
otro la complacía: ya no le gustaban los bluyines sino las faldas
de cuero, ya no le gustaba que le gastaran aguardiente sino que
le destaparan champaña. El Flaco andaba enloquecido con las
locuras que hacía en los huequitos de Helenita. Él no conocía
límites, todo era posible y fácil si Helenita — que comenzó a
hacerse llamar Gelen— se lo pedía. Le entró hasta a las famas
donde antes repartía los pedidos de don Ignacio. Y el viejo se
aguantaba, y se aguantaba porque ese hijo era su vida. No así
los dueños de las.carnicerías que no eran los papás del mucha­
cho. Ellos se escamosearon y se presentaron donde don Igna­
cio a protestarle y a cobrarle lo que el hijo hacía. El hombre
arreglaba las diabluras sin chistar, pensaba que era una forma
de ayudar al chino que por aquellos días apenas si tenía 18 años.
El hijo le supo responder legalmente y dejó las famas para de­
dicarse a las prenderías. Se cráneo un sistema que no tenía pier­
de. Llegaban los dos amigos a empeñar una nevera que cargaban
a hombro, para que no hubiera dudas de la necesidad. Negocia­
ban el préstamo, recibían la plata y le decían al tipo con que
habían hecho el trato; «Bueno, ahí le dejamos la prenda». Pero
nunca el hombre aceptaba, sino que siempre pedía que le entra­
ran el frizer al despacho que es siempre, al mismo tiempo, el
depósito. Una vez abierta la reja, pelaban las armas y adiós
quien te vio: desocupaban de joyas la prendería, mientras el
dueño o el encargado pagaban la ingenuidad amordazados y
amarrados a la propia prenda en consigna.
■ Se hicieron ricos, compraron buenas armas, El Flaco consi­
guió una Uzi nueva. Tenían carros propios para sacar a las mu­
jeres, y carros robados para trabajar; apartamentos sanos donde
hacían las diabluras con las viejas, y apartamentos donde re­
partían el botín y preparaban nuevos trabajos. Se volvían cada
30 PENAS Y CADENAS

día más ricos y más poderosos. Nuestro hombre sentía que des­
perdiciaban su capacidad y potencia en cáscaras, como prende­
rías, y le echó el ojo a la Joyería Bauer, una de las más famosas
de Bogotá. Buscó a la gente de una bandola del barrio Restre­
po, Los Espuelones, para hacer el mandado porque los siste­
mas de seguridad electrónica abarcaban demasiado para poder
burlarlos sólo dos personas. Necesitaban más socios para ganar
rapidez y salir coronados. Planearon todo con mucho detalle.
El Flaco se gastó una fortuna comprando varias joyas para po­
der estudiar el terreno, pero confiado en recuperar con creces la
inversión. Fue un trabajo paciente, lento y muy astuto. Entra­
ron cinco socios a la una de la tarde y se ubicaron al brinco en
sitios claves. Pidieron las llaves de la puerta y cerraron el chuzo
al público. Los empleados estaban seguros de que las alarmas
funcionarían, como funcionaron sólo después de que, impru­
dente, El Flaco tuvo que matar a un empleado para que los otros
obedecieran. La onda del tiro disparó las sirenas y las luces,
cerró las cajas y la bóveda quedó bloqueada; el hombre alcanzó
sólo a sacar lo que estaba sobre los mostradores y estantes, que
era casi todo de fantasía, como pudieron comprobar en la cale­
ta adonde fueron a repartirse lo poco que habían coronado. Los
socios salieron más vivos: llevaron trago y perico, no hicieron
reproches ni acusaciones y cuando El Flaco y Maico acepta­
ron, ya borrachos, jugar con las armas descargadas al blanco
seco, como acostumbraban, los socios los encañonaron con fie­
rros de verdad y los bajaron de lo poco que habían sacádo, que
era, no obstante, mucho: unas dos libras de oro, diez esmeral­
das, seis diamantes. No los mataron porque nuestra gente esta­
ba bien persignada y porque el Niño del Veinte, a quien le
rezaban, los salvó. Pero quedaron humillados en el mundo del
hampa, donde ya tenían un buen cartel.
EL RELATO DE DON PEDRO 31

6.

El encuentro en la buseta con su amigo le cambió la vida a


Vicente. El comando de Bogotá estaba preparando una vuelta
para llevarse a un político, y para hacerla llegaron del monte en
comisión dos prácticos. El amigo de Vicente, llamado Sandro,
sólo tenía que alojarlos en la pieza donde para esos días ya
vivían juntos. Pero el frío enfermó a uno de los guerrillos y
Vicente se ofreció para reemplazarlo. Quería demostrarle a San­
dro que era fiel a su pasado, que era lo que a ellos dos los unía.
La vuelta era fácil y Vicente no tenía que tocar la herramienta,
sólo manejar la moto. Se preparó el atentado con mucho cuida­
do. La inteligencia la hacían en un carro robado o a pie para no
pasar dos veces con la moto por la misma parte. Tenían todo
muy bien cronometrado: la hora de salida del hombre, las segu­
ridades que tomaba, los vestidos que usaba, la gente que vivía
con él, los vecinos, la cantidad de tráfico, las calles de entrada,
el recorrido del momento y las distintas salidas. Eso era lo más
importante, las salidas. Estudiaron no una sino muchas veces el
operativo para saber qué hacer en cada caso y para dónde coger
si fallaba una u otra. Vicente era muy cuidadoso, muy escrupu­
loso y como quería impresionar pues se esmeró en hacer bien
lo que tenía que hacer.
El día de la vuelta Vicente se levantó temprano, hizo gimna­
sia, trotó una hora y medía, pero cuando se fue a despedir de
Sandro tuvo el presentimiento de que algo malo le iba a pasar.
No se lo dijo para no intranquilizarlo, no fuera que cancelara el
golpe. De todos modos se untó saliva de su amigo detrás de las
orejas como protección y botó la pierna sobre la 500 que tenía
lista y tanquiada. Vicente era el piloto y el guerrillo era el qui-
ñador. No se comprendían muy bien, pero en negocios serios'
esas cosas no entran. Hay que concentrarse en lo que se está
haciendo. Allí se tiene que olvidar todo, ni a la mamá se puede
32 PENAS Y CADENAS

recordar. Se va a lo que se va. Sólo se acepta un poco de nervios


y un poco de sudor en las manos. Pero desde que se escucha el
primer tiro todo cambia, las cosas parece que se hicieran so­
las. Piloto, parrillero, máquina y herramienta son una sola cosa.
Se tiene éxito completo cuando esa sensación llega y aquel día
Vicente no la sentía. Algo le incomodaba. Que el tacón de la
bota no casaba en el pedal, que la cabrilla estaba resbalosa, que
el compañero olía a muerto, que el día estaba agrio. Algo lo
molestaba y, a pesar de eso, Vicente no se echó para atrás. Atra­
vesaron a toda máquina la ciudad porque ellos vivían en el
Quiroga y el paciente en el norte. El cambio de los semáforos
se les hacía lento, los trancones, desesperantes. La saliva en la
boca escaseaba y la resequedad daba mal aliento. Por eso Vi­
cente no permitió que el parrillero le hablara. Llegaron justo a
las siete y cuarenta y cinco, cuando el cliente no había salido, el
carro lo esperaba y el escolta, un hombre de edad, se frotaba las
manos tratando de quitarse el frío. Cuando abrió la puerta del
carro era señal de que el patrón salía. Entonces, Vicente ace­
leró la moto y en pocos segundos atravesaron las dos cuadras
que los separaban del objetivo. Quizás la víctima sintió el pre­
sagio cuando vio la moto embalada, pero era tarde. Muy tar­
de. El parrillero había prendido la Uzi. Primero le tiró al escolta
para evitar el revire y luego le disparó al personaje, pero ese
tiempo fue suficiente para distraer unos centímetros los dispa­
ros y cuando Vicente miró por el retrovisor alcanzó a ver que el
hombre se levantaba mal herido; entonces hizo el trompo, re­
gresaron y lo remataron en el piso. El escolta tampoco había
quedado muerto y le quemó un par de tiros que se perdieron en
el aire. La vuelta se hizo como estaba pensada. No se cumplió
la mala espina que Vicente tuvo y Sandro lo recibió con un par
de botellas de aguardiente.
El parrillero era un hombre callado y medio agrio. Mientras
Sandro y ^Vicente celebraban, el hombre dormía, y se marchó
EL RELATO DE DON PEDRO 33

antes de que los amigos se acostaran. Fue una recocha larga


donde las felicitaciones y los brindis se comieron la noche.
Cuando se despertaron, después del medio día, el parrillero debía
estar en un bus camino de su comando. Sandro y Vicente se
prometieron seguir colaborándoles a los guerrillos. Pasó un mes
y del monte no les llegaban órdenes de nuevos operativos. Ellos
comenzaron a sentirse incómodos. Pasado el siguiente mes sin
razón chica ni grande estaban ya resentidos. Trabajaban juntos
en un puestico de venta de líchigo que habían alquilado en una
tienda. Se emborrachaban los jueves, los viernes y los sábados
en la tienda cuando cerraban las ventas. Y ahí, entre cerveza y
cerveza, decidieron que comenzarían a trabajar por su cuenta
en vista de que el contacto nunca regresó. Lo primero que te­
nían que hacer era conseguir billete para poder comenzar a or­
ganizar otra gente. Seguían pensando en la tal revolución y
planeaban crear su propio grupo. Estaban amañados en ese
mundo y les gustaba. Calcularon que una vez tuvieran gente
organizada, buen billete y buenas armas el monte los volvería a
mirar. Pero las cosas no resultaron así. Una noche, cuando an­
daban tomando en la tienda, alguien golpeó en la puerta. Una
voz jovencita pidió que le vendieran unas aspirinas diciendo
que la mamá se estaba muriendo de dolor de cabeza. Los otros,
ya con alcohol en la cabeza y sintiéndose muy sobrados, abrie­
ron y se encontraron a puerta de gayola con dos hombres enfie-
rrados con patecabra. Vicente les dijo que arreglaran por las
buenas. Pero los otros no se quisieron transar con los 10.000
pesitos que les ofreció. Viendo que la plata que habían sudado
se la bataniaban, mis hombres se abrieron a pelear y en el coge-
coge Vicente mató a uno. Quedó tirado dentro de la tienda mien­
tras el socio del finado corría. Corría más que Sandro y Vicente,
que al ver sobre un costal de arveja al muerto se botaron a la
calle. La noche pasó entre chanzas y miedos porque la cerveza
les hacía creer que nada podía sucederles. Pero al otro día el
34 PENAS Y CADENAS

guayabo mostró lo negro del panorama: un muñeco a buena


cuenta. La pelea entre ellos comenzó ahí, con el miedo se vol­
vió peligrosa y terminaron golpeándose. Vicente no quiso re­
gresar a la casa y Sandro quedó muy herido. Tan herido que,
cuando lo pilló la Sijin, el hombre se volvió sapo y se estalló
con detalles de hora, modo y lugar, como dicen los jueces. Cuan­
do Vicente sospechó por algún conocido común las andanzas
de Sandro se abrió. Y quedó loco: con otro sumario encima y
sin ningún respaldo. No le faltaba razón. En menos que canta
un gallo lo reseñaban en El Bame.

7.
Nos habían escogido a ocho para trabajar en el M agdalena
M edio con El Mexicano. Pelaos todos como uno: el mayor
tenía 19 años y el menor era yo. El coronel del ejército en
Peñas Blancas dio muy buenos informes míos y por eso me
gané el premio. Un premio que pesaba cada vez más. Lo pri­
mero fue uniformamos con pintas del ejército. Lo segundo,
entrenamiento físico: subir y bajar lomas aguantando hambre
y sed; subir por paredes — telas de araña— hechas con lazos,
tiramos al río desde una altura de doce metros, arrastramo’s
como lagartijas debajo de cercas de alambre de púas, saltar
serpentines de acero con lancetas que parecían bisturís. Y, so­
bre todo, obedecer, obedecer, obedecer, sin una duda, sin va­
cilación, sin revire, como máquinas. Uno ya metido entre ese
río, el agua lo va llevando sin dejarlo respirar. Nos excitaban
las rivalidades, la competencia entre machos, hasta el punto
de que uno sólo vivía para derrotar al compañero. El múscu­
lo, la rapidez , la puntería y la «contundencia» — como decía
el coronel Klein— era lo que se prem iaba con dólares }' ¡O
que uno buscaba. No había amistad que contara. Ni qué pa­
dres, hermanos^amiaos,_pai.s.anps. Ser distinguido por el co-
EL RELATO DE DON PEDRO 35'

ronel era lo que valía, y valía sin que uno supiera para dónde
iba lo que hacía. Sospechábamos que se trataba de una escue­
la de quiñadores y eso nos volvía engreídos, sobre todo cuan­
do comenzaron las prácticas en el polígono. Uno armado es
otro. El arma le da a uno-fuerza, mira todo desde arriba, sabe
que el gatillo es el capricho de Dios y que la vida de otro la
tiene uno ahí, a su disposición. Aprendimos a manejar desde
pistola — arma de guerra corta— hasta bazuca, pasando por
fusiles, metras, minas y granadas. Un curso muy completo,
muy bien pensado. P oto a poco uno debía ser parte del arma,
como nos repetía el coronel Klein a diario.
También nos divertíamos. Nos llevaban a una finca cerca de
Melgar. Había piscina, y el río Sumapaz traía aguas más que
frescas, frías; un río correntoso y traicionero, pero que bajo la
sombra de los guamos se amansaba. El río era para recochar
entre nosotros, la piscina, para jugar con los «cueros» que nos
llevaban. Yo vine a conocer mujer allá; antes para m í eran seres
distintos, seres aparte hechos de otra cosa. El patrón había dado
la orden de conseguir la hembra que quisiéramos. Nos llevaban
a Melgar o a Girardót a mirar el «ganado» en las heladerías, en
las casas de citas o en la calle. Uno pedía: que me gustó tal
mujer. Y sí, nos la llevaban; podía ser ese día o al otro, pero con
ella llegaban- Una vez a uno de nosotros, llamado Carpintero
— todos teníamos alias— , le gustó una mujer de la televisión, y
a los ocho días llegaron con ella. Era una fiera porque la lleva­
ron engañada y esa mujer tema unas uñas y unos dientes que no
perdonaban. Pero poco a poco la fuimos domando entre chan­
zas, trago, perica y tal cual golpe; la muchacha entendió que
era más fácil ceder que tratar de salir de aquella jaula. El más
macho era el que más polvos se echara en una noche. Uno lla­
mado Castor, por los dientes volados que tenía, era el Cham­
pion. Llegó a echarse 17 polvos contados en doce horas:
cronometrados y garantizados. ¡Nos divertíamos! Allá apren-
36 PENAS Y CADENAS

dimos también a manejar moto. Teníamos un instructor que


había sido campeón de los 500 centímetros cúbicos en Miami.
Aprendimos a cambiar de sentido haciendo el compás, a saltar
obstáculos, a no dejamos detener del agua ni del barro. La moto
para nosotros era la vida, la libertad, el trabajo. Cuando apro­
bamos el primer curso no sabíamos cuál era nuestro destino.
Teníamos plata, mucha plata, pero no sabíamos qué hacer con
ella. No había cómo ni en qué gastarla, y uno de muchacho no
sabe ahorrar. En unas medio vacaciones que nos dieron regresé
a mi casa. Llegué sin avisar. Quien hacía de mi padre había
muerto y mi madre estaba sentada a la entrada de la casa como
si estuviera esperándome. La encontré entera. En cuanto me dis­
tinguió se me echó a los pies a pedirme perdón, pero yo no tenía
de qué perdonarla y, para decírselo, la llevé a comprar ropa y
perfumes a Bucaramanga. Le regalé todo lo que pedía. Me volví
para ella un ser superior, tan superior que no se atrevió a pregun­
tarme ni qué hacía ni de dónde sacaba la plata. Yo me sentí feliz
aquella vez.
Volvimos a la escuela y nos llevaron al Putumayo a enseñar­
nos el manejo de explosivos. Fuimos a Villavo por tierra y lue­
go en un avión militar, un DC-3 gris, aterrizamos en Puerto
Asís. De allí en carro hasta El Azul, cerca de la frontera con
Ecuador. El entrenamiento era en guerra de guerrillas. Había
unos 25 hombres y nos distribuyeron a todos en distintas es­
cuadras. Volvimos al hambre, a las largas caminadas, al polígo­
no, pero esta vez las dianas no eran siluetas de cartón, sino de
carne y hueso. Era una especie de examen final. Nos daban una
foto, un lugar, un horario. La vuelta había que hacerla sin respi­
rar. Debíamos disparar, dar de baja y comer del muerto. Es de­
cir, mirarlo y traer la prueba de la puntería. No importaba si el
enemigo lo fuera, o si fuera mujer, niño, viejo o joven. Nos
pasearon en ese plan por La Hormiga, Garzón, M ocoa y, claro,
Puerto Asís donde la snierrilla se había enemistado y tenía nido
EL RELATO DE DON PEDRO 37

en el concejo municipal, en la alcaldía, en las cooperativas, en


las iglesias. Nosotros ni la odiábamos, hacíamos trabajos fríos,
profesionales. La orden era la orden y no cabían reversas ni
«fueques». Las vueltas se hacían sin mucho riesgo es cierto,
porque todo estaba arreglado por arriba; pero de todas maneras
uno podía tropezarse con algún gancho ciego y entonces el tra­
bajo se espelucaba y había que terapiar también al cliente. Hubo
mucho cacharro en esos días.
Aunque no estaba pendiente de mis compañeros de Pacho,
comencé a notar que dejaba de verlos. Los celos me enferma­
ban. Vivía envenenado pensando que yo no había sido escogido
para tal o cual comisión, que me habían dejado de sicario en
esa tierra fácil donde sólo se demostraba la puntería y no el
valor, que era para lo que yo m e sentía capaz. Demostrar mí
valentía era lo que me trasnochaba. Fueron desapareciendo
de dos erTdosThasta que de nuestra promoción no quedamos
sino dos. Una noche llegaron por nosotros y al día siguiente
estábamos en Puerto Boy acá. El coronel Klein — a quien no
habíamos vuelto a ver— nos dijo: «Ustedes dos han sido selec­
cionados para una operación especial». Poco hablaba y lo que
hablaba teman que traducírselo, aunque uno casi no necesitaba
saber qué decía si le miraba los ojos y las manos. La comisión
era fácil, según nos dijeron: «suprimir» —fueron las palabras
usadas— a un político de la subversión. Nos dieron los datos,
la foto, los itinerarios, los recorridos. Nos engolosinamos dis­
parándole a las fotos y una buena mañana nos bajamos de un
helicóptero en el aeropuerto de Aerosurco en Catam. Allí nos
esperaba una Toyota cara de sapo y luego, más adelante, una
moto 500, dos metras y un «suerte en la vuelta». Dos carros nos
siguieron para recogemos. Eran las seis y media de la mañana.
En punto de siete, el Carpintero estaba disparando, a las siete y
cuarto dejamos la moto y nos recogieron, y a las siete y media
estábamos desayunando, oyendo la noticia por radio. La pren­
38 PENAS Y CADENAS

sa y el gobierno levantaron más escama de la debida siendo,


como era el finado, su enemigo. ¡Quién los entiende!
Lo que sí entendimos — pero sólo unos días después— fue
que los socios que se llevaron del Azul antes eran escogidos
para otras «diligencias especiales». No supimos de qué se tra­
taba hasta muy tarde. Resulta que de dos en dos El M exica­
no los recogía en un hotel, los llevaba a una de sus haciendas
— Guadalajara, Pénjamo, Jalisco— -y entre los tres hacían ho­
yos profundos para enterrar canecas blindadas llenas de oro o
de dólares que el hombre ganaba en su trabajo. Luego, en cual­
quier curva, lejos del sitio del entierro, los ajusticiaba para de­
ja r sano el negocio. Así, sóJo-El Mexicano sabía dónde estaban
sus ganancias. Escogía a los que dieran menos rendimiento pero
que conocieran todo el engranaje de la máquina. Cuando yo me
di cuenta de que lo que lo ponía a uno en peligro era lo que
sabía dije: no más. Hasta aquí fue. Sólo me quedaba preparar la
retirada sin que se pellizcaran los jefes para no seguir el cami­
no de los finaditos. Era muy difícil, porque perderse y borrar la
huella en ese mundo del sicariato, en que todo lo hace la plata,
es casi imposible. Pero el ángel de mi guarda no me abandona
ni de noche ni de día y me dijo: acéptele el trabajo que le ofre­
ció El Tomillo. Con' él, El Mexicano no se mete y más bien el
hombre puede hablar con el patrón y sacarlo del problema. Úselo
de escudo. Y así fue: me le presenté y le dije: «Tomillo, tal y
tal, vengo a trabajar con usted. ¿Para qué soy bueno?».
El Tomillo se quedó sorprendido cuando me le presenté
sin mayores seguridades. Fue en Chía, un pueblito calmado,
cerca de Bogotá. No se acostumbra llegar sin permiso, así uno
sea conocido, pero el hombre me tenía mucha confianza. Arre­
glamos en una sola sentada. Me aseguró que hablaría con El
Mexicano para que no se espelucara y que todo bien. El Tor­
nillo, aunque no lo pareciera, tenía más poder que mi ex jefe.
Podían tener fa .cqpfiíM de. pkitn.Dfir.ael nuqvo patrón
EL RELATO DE DON PEDRO 39

arreglaba todo con la Fiscalía por encima y a las buenas, con


marmaja; en cambio El Mexicano tenía la maña de obligar a
la justicia a colaborar matándole parientes. Esa no es forma,
decía El Tomillo, a quien llamaban así porque atornillaba poco
a poco, sin dolor. Ese modo daba seguridad.
Me fui a vivir a Chía, en un rancho con todas, todas. Me ena­
moré de un caballo, llamado Marañón, que vivía en una de las
pesebreras, más cómodas que la misma quinta donde vivíamos
unos pocos de sus consentidos y que para los vecinos éramos
chalanes o montadores de bestias. Nuestro trabajo verdadero
era mover el billete hasta los Llanos y traer de allá la «mercan­
cía». Todo estaba arreglado. En esas carreteras, tanto la de Vi-
llavo a Bogotá como la de Villavo a San Martín, que eran mi
línea, no se movía una hoja sin que mi patrón lo supiera y lo
conviniera. Por esa razón yo fui cogiéndole confianza al movi­
miento. Llegaba a San Martín'con el baúl de la Ranger verde de
dólares y lo traía blanco de perico; andar por esas carreteras era
como caminar por el barrio. Todo estaba engrasado. En los re­
tenes de la policía ya sabían que una Ranger así y asá pasaría
de tres a cuatro; cuando uno estaba cerca, se llamaba por el
uoquitoqui y todo bien, como pez eíi el agua. Uno se sentaba a
tomar tinto con la Ley, llevando el carro cargado, y no se le
arrugaba a nadie el bigote.
Fue por eso que un día me dio porque un primo me acompa­
ñara a hacer la vuelta. Bajamos a Villavo y subimos sin proble­
ma. Él se pilló el engranaje y una noche lo ferió. No lo supe
sino mucho tiempo después de haberme cargado a dos de la
Sijin. Resulta que yo había ido con mi patrón a un cristaiizade-
ro sano que teníamos en Sasaima, pero a m í me estaban si­
guiendo desde antes. Aprovecharon mi viaje con el patrón para
subirle el precio al ají y hacemos la vuelta en un camino dife­
rente al de siempre, para no marcar a nadie en la línea. Noso­
tros subíamos con 50 aparatos y, llegando al Alto de la Tribuna,
40 PENAS YCADENAS

nos pararon. Los reconocimos ahí mismo. Eran dos ratas. ¿Que
cuánto? ¿Que dónde? Arreglamos a las buenas: 50 millones,
uno por aparato. Era un billetal en esa época cuando el dólar
estaba a 1.000 pesitos. El patrón les dijo: «Vamos a tal parte y
ahí tienen su billete». Nos desarmaron y nos fuimos. El patrón
al timón con un raya adelante y yo atrás con el otro. Por el
retrovisor me hizo un guiño. Sabía que yo tenía encaletada una
Uzi en el asiento. De un momento a otro él frenó en seco y
todos nos fuimos de jeta; el cimbronazo me dio los segundos
que yo necesitaba para sacar la metra. Y la saqué prendida.
Cayeron casi al tiempo. El frenazo fue un empujón al infierno.
El patrón sabía que eran ratas, que estaban trabajando por su
cuenta, y que la Sijin nada iba a reclamar. Era además una lec­
ción para los otros: nadie puede abrirse de la línea oficial. O como
se diría en la policía: nadie puede brincarse el conducto regu­
lar ¡Para eso son las jerarquías! """"
Botamos a los finados por un barranco hondo que da a una
quebrada enmatorralada y listo: sólo faltaba lavar bien la Ran-
ger y soplar el cañón de la Uzi por si había quedado algún hu-
mito ahí.
No fue así. En Bogotá yo cambié de casa. Me fui a vivir con
un abogado conocido. Un hombre limpio que no sabía nada de
nada. Viví un par de meses allí y me enamoré de Yesenia, una
vecina de 14 añitos, apenas despuntando. Era muy sabida, en­
tendía del juego y sabía provocarme con su malicia y su boqui-
ta de ángel. Yo no tenía ojos sino para mirarla. La miraba todo
el día y hasta me aficioné a las telenovelas para verlas con ella.
No me volvió a importar el negocio. El patrón había decidido
darme vacaciones remuneradas un tiempo, así que yo no tenía
afán. Hasta el día que llegó doña Ligia, una fiscal que trabajaba
con nosotros, a decirle al patrón que nos anduviéramos con
cuidado. Yo le dije a Yesenia, la sardina, que si quería ir a pa­
sear conmigQ-JSforie dfi&Jli adonde ni cuánto .duraría el paseo.
EL RELATO DE DON PEDRO 41

Lo cierto fue que una tardecita la recogí en el colegio y con la


sola maleta — pero de libros— nos fuimos. No me dolía una.
muela, me sentía protegido por el patrón y si tomé en cuenta la
razón de doña Ligia fue como una disculpa para irme con la
culicagada. Nos fuimos para Girardot, donde yo conocía un
hotel lujoso y muy reservado. Estuvimos por ahí unos quince
días: buena comida, buenas canchas de bolo, buena piscina,
sauna. Lo. que ella quisiera. Una madrugada oí que golpeaban
duro en la puerta. Era uno de los porteros. Me dijo como si
supiera: «Le llegaron». La pieza daba a una lomita, pelé la 7.65
y abrí la ventana. Abajo estaba plagado de agentes del d a s , uno
los distingue porque son más toscos y más baratos cuando an­
dan pocos, aunque en patota se alebrestan y se vuelven exigen­
tes. Yesenia comenzó a llorar y a llorar diciéndome que no me
fuera a hacer matar, que de seguro era una denuncia que el papá
había puesto. Y en efecto, así me lo hizo saber el mando del
operativo: «Usted está — dijo sin mostrarme papel alguno—
por secuestro simple. Vamos y aclara todo». Yo, queriendo que
fuera verdad, y algo azorado, no le pedí que me mostrara la
boleta de captura y allanamiento, sino que les entregué el arma
y les pedí que respetaran a la sardina. Lo cumplieron.

8.
E1 Flaco, derrotado, se dedicó a querer a Gelen. No hacía
nada más que ir a las discotecas, comer bien y acostarse con
ella. Una cuñadita, jovencita la china, vendía vicio y, quién lo
creyera, esa culicagada fue la que inició al hombre en el nego­
cio. Con ella comenzó a ver que la olla daba buena plata. Ven­
der vicio le dejaba, según cálculos que hacía, un promedio de
40.000 pesos diarios libres. En el barrio mandaba El Flaco y
con ese capital decidió montar tres ollas y ajuiciarse. Trabajaba
a conciencia, lo que quiere decir: no soplar vicio. Él tenía un
42 PENAS Y CADENAS

poco de peladitas por ahí y a todas las dejó. Gelen estaba en sus
20 años y quedó embarazada. Maico coronó un negocio bueno
por allá en Sevilla y le tocaron como 300 millones de una vuel­
ta, pero quedó caliente. Muy caliente. El Flaco le repetía que
tenía que andar con el ojo abierto porque estaba de papaya an­
dando como andaba.
Con el plantecito de Sevilla montó siete negocios. Cuando
Gelen parió, Maico fue nombrado padrino y le regaló al niño
cadenas de oro, un Renault 18, como si fuera ya un hombre.
Un día le dijo al Flaco: «Oiga, parce, hagamos el último ne­
gocio y nos retiramos, tengo por ahí una flecha de un millón
de dólares. Con eso ya tenemos con qué darle de comer a la
familia. Ya hemos trabajado mucho y no nos han pegado ni un
balazo. Vamos a comprar un par de fusiles que se necesitan».
Como El Flaco confiaba tanto en él, y como el plan pintaba,
compraron los galiles. Pero no los pudieron usar porque a Mai­
co se le pegaron detrás los rayas. Él quería despistarlos y pen­
saba esconderse en Cali. Se despidió del Flaco y como a los 20
minutos llegó la muchacha con que andaba, llorando y gritan­
do: «Auxilio, unos manes en una moto se llevaron braviado a
Maico; se bajaron unos diez tipos enmetrados y él no pudo ha­
cer nada». Salió El Flaco a buscarlo, y búsquelo y búsquelo:
estaciones de policía, hospitales, clínicas y, por fin, el anfitea­
tro. Allá se encontró a lám am á y ella le preguntó: «¿Cómo iba
Maico vestido?». «Con una chamarra roja de cuero», contestó
El Flaco. Sin llorar, la cucha lo miró a la cara y le dijo: «Lo
mataron». Cuando les entregaron el cadáver, nadie podía creer
que, además de 27 tiros en el cuerpo, le hubieran metido diez
en la cara. «Lo enterramos — contaba después El Flaco— y
quemamos unos tiros en el entierro». Cuando se entierra a un
bandido que no supo de miedos, todos los que lo lloran sue­
nan sus armas en el momento de meterlo a la bodega. Ese día
iban cinco o seis buses. v unos 40 carros de gente neli prosa
EL RELAXO DE DON PEDRO 43

porque él ya era conocido en la delincuencia. También estaba


la Sijin, la que lo mató, y cuando vio que El Flaco estaba ahí
se la montó. El hombre, como es tan vivo, no se fue en su
carro, sino que cogió bus para despistarlos. Se encontró con
el resto de gente en La Mecha Brava, una cancha de tejo, por
allá en el sur. La Sijin no es boba y tiene a su servicio mucho
sapo, por eso sabía dónde se iban a reunir para llorar al difunto.
Todos eran bandidos, y todos estaban annados. Cuando ya ha­
bían comido y llorado con ganas al difunto entró una señora a
detallarlos; al rato entró un muchacho en el mismo plan. En­
tonces El Flaco pensó: yo me voy de aquí porque esto está
como feo, de pronto no vaya a ser que por matarme a m í nos
maten a todos. Le dijo a Gelen: «Váyase, váyase que no quiero
que esté por aquí». Ella iría a media cuadra cuando entró a la
cancha otro raya de civil, y otro. No necesitó El Flaco más avi­
sos, montó la pistola. A los dos minutos, rumm, una Toyota
cuatro puertas llena de policía y, rumm, otra, llena de policía.
Como los bandidos estaban reofendidos con la Ley por la ma­
tada que le habían metido a Maico, fueron sacando sus herra­
mientas uno por uno, y a la voz de «¡quieto todo el mundo!» se
armó la balacera. Había fruta para todos. El primero en caer fue
un tombo que traía un fusil y con el que se hizo la fiesta. El
Flaco estaba decidido a llevarse por los cachos a quien fuera
antes de que lo mataran. Todos los bandidos sabían que la Ley
venía por él y por eso le cubrieron la salida. «A mí me matan
estos hijueputas — decía— , pero no me dejo coger vivo. No
voy a dejarme matar por ellos, prefiero morirme con ellos».
Por un hueco que vio — en las balaceras siempre hay un hue­
co— se metió y salió a un tejado, y se botó por ahí, y cayó en
una casa. Una señora le preguntó asustada cuando lo vio: «Y
usted, ¿qué hace por aquí?». «No, nada, mi señora, fue que me
caí». «Del cielo sería — le reviró ella con ironía— , y corra, que
no quiero que me manchen de sangre el patio». Salió a la calle,
44 PENAS Y CADENAS

guardó la pistola, se voltio la chaqueta doble faz y pasó al pie


de la policía. Cuando llegó a la casa, Gelen lo recibió: «Largúe­
se, gtievón. A la mierda con usted. Dijo que se iba ajuiciar y
mire en la que estamos». La mujer lloró pero, como siempre
lloraba y lloraba como todas las mujeres, El Flaco no le hizo
caso.
De todas maneras para esa época ya tenía con quién dormir
y limpios de polvo y paja 250 melones. En esas le salió otra
vuelta buena, por allá en el aeropuerto. Dos camiones con re­
puestos para carro. Por cada camión daban 400 palos, porque
en esos conteineres cabe mucha cosa. Desocuparon los camio­
nes, entregaron la mercancía y con la vuelta le compró a Gelen,
para transarla, una casa en Melgar. Tema 25 años y no le faltaba
nada ya. El plante crecía y le daba con qué vivir. Tenía sus
negocios sanos por aparte y le gustaba juntarse con la mucha­
chada del barrio a chicanear y a beber. Eran quince amigos y a
todos les gastaba. Los que andaban con el hombre eran mayo­
res de 30 años, pero lo respetaban porque tema buenas armas.
Siempre le han gustado las armas buenas. Llegó a tener como
45 propias. Arma que fuera buena la compraba por el solo gus­
to de tenerla. Se había encarretado con una pelada, linda ella.
Morenita, pequeña, con una cinturita cerradita y unas teticas de
ángel. Esa mujer lo enamoró; se llamaba Darcy.- Hacía días ha­
bía dejado de querer a Gelen. Decía que desde que el hijo llega
todo con la mujer propia cambia. Tenía razón. Desde que la
mujer tiene un hijo uno se aburre con ella. A las mujeres se les
agranda la cadera y no tienen ojos ni oídos sino para el crío.
Darcy se volvió su querida. Una vez, estando con ella en una
discoteca, hubo dos muertos. Él nada tenía qué ver en el asun­
to. Pero la policía acordonó el sitio y al Flaco le tocó abrirse
camino a tiros. Darcy se portó a la altura y, sin saber disparar,
de puro miedo, hizo tronar el mazo como si siempre lo hubiera
usado. El Flaco contaba:_«Yo le miraba esa decisión disparan­
EL RELATO DE DON PEDRO 45

do, esos ojos brillantes y más me enamoré de la culicagada. Es


que sólo la mujer que sabe hacer lo que uno hace sabe enamo­
rarlo a uno».
Pasaron los días y el hombre quieto. Pero, como seguían
buscándolo para matarlo, entendió que le daba lo mismo estar
juicioso que estar en la jugada y decidió volver a los negocios.
Se reestrenó con un secuestro. Valía una millonada: de 200 a
300 millones de pesos. El cliente estaba seguido y se sabía todo
del hombre: cuánto tenía, dónde lo tenía, cuánto podía mover
de afán, quiénes eran la mujer, los hijos, los amigos, todo esta­
ba en la base de datos. Lo miraron como 20 días. Hacer un
secuestro es muy costoso. El seguimiento del cliente, la inteli­
gencia que hay que montar, la información que hay que com­
prar, las caletas, los carros, en fin, lo que llamarían el entable,
vale mucho dinero. Las llamadas para cobrar son hechas desde
el exterior y hay que tener allá un propio de confianza para
hacer la vuelta, porque si se hacen desde aquí a los cinco minu­
tos tiene uno al Gaula detrás. Hay que preparar una buena cale­
ta, hermética, sellada, y hay que tener ful! a la gente que cuida,
para que cuide bien. Hay operativos que duran mucho porque
los ricos son muy duros para soltar lo que se han robado.
El paciente del negocio era un arrocero muy rico del Llano.
Tenía tierras propias y arrendaba las que no podía comprar, y
un molino por el que pasaba mucho del arroz que en Bogotá
nos comemos. Le pagaba impuesto a la subversión y por eso El
Flaco, montándola de guerrilla, decidió caerle en una de las
haciendas que más le gustaba al paciente, en Villanueva. Con­
seguir los uniformes no fue difícil, mandar hacer los brazaletes
tampoco. Lo difícil fue darse trato de compañero, camarada y
comandante. Para pulir sospechas, Darcy, que ya andaba con
ellos y manejaba armas, los acompañó. El cliente los vio llegar
desde una torre alta que había mandado construir para tomar
aguardiente y gozar mirando sus tierras, que eran todas las que
46 PENAS Y CADENAS

se veían. Los vio llegar y no se escamó porque creía que la


guerrilla llegaba a vacunarlo. Estaba con el administrador y un
par de guardaespaldas. El Flaco y su gente se arrimaron tratán­
dose de compañeros. Todo normal. Cuando el patrón los vio,
les gritó: «Súbanse para acá, muchachos». Fácil, subieron muy
obedientes y cuando los cinco estaban arriba, Darcy le apuntó
con la metra y le dijo: «Lo siento, patrón, pero le va tocar acom­
pañamos». Mientras tanto El Flaco y sus muchachos desarma­
ban a los escoltas. El hombre trató de decir algo, pero le pareció
inútil. Se sabía entregado. Comenzaron a echar infantería por­
que había que borrar huellas. Dejaron a los otros trabajadores
encerrados en el cuarto de las monturas y les advirtieron: «Esto
queda cerrado con una bomba-reloj. Si ustedes tratan de abrir
la puerta antes de que suene el despertador y se desactive la
bomba, pueden darse por muertos. A sí que paciencia». Era paro
del Flaco, pura sicología. Pero, en ese miedo, ¿quién iba a des­
mentirlo ensayando si era verdad o mentira lo que decían? Era
un puro truco porque se trataba en realidad de una caja con un
reloj que marcaba segundo a segundo. Contaban que con el si­
lencio y el miedo aumentara el clic, clic, clic y los maniatara
hasta que los «guerrilleros», ya de civil, estuvieran a cinco horas
por lo menos. No fue así. El reloj cumplió su tarea, pero El Flaco
y su gente no contaban con que el cliente que arriaban fuera tan
gordo y tan pesado. Era una bola de carne, le ronroneaba el pe­
cho, sudaba como si tuviera una ducha por dentro, los ojos se le
salían y cada paso subiendo repechos era una hazaña. Para for­
tuna de sus captores, pronto comenzó a oscurecer. El Flaco
les decía a los muchachos: «No se desanimen que así como
pesa, paga». No podían dejar la ganancia por ahí entre el monte.
El administrador y los escoltas comenzaron a braviar y Darcy
mató en seco a uno para dar ejemplo. Ya uno entrado en gastos,
se disculpaba El Flaco, hay que salir del bollo cueste lo que
cueste. Caminaron con el impulso que les dio el finado hasta
EL RELAXO DE DON PEDRO 47

las dos de la mañana cuando el patrón dijo: «¡No más! Máten­


me aquí. Yo no camino más». Tuvieron que aceptar porque to­
dos estaban delirando de cansancio.
Al Flaco le tocó hacer la guardia porque no confiaba bien en
toda su gente. Mientras todos dormían y él cabeceaba con la
metra entre las piernas, el secuestrado le dijo entre dientes, cre­
yendo que era un guem ílo comprable: «Le doy 200 millones si
me deja volar». Le contestó: «No, negativo. Usted así como
está no da un paso adelante y a m í me cuelgan. Total, duerma,
descanse y no haga pendejadas de las que todos tengamos que
arrepentimos. En este momento somos socios, todos debemos
salir vivos de aquí. Tenemos que ayudamos, así que duerma
que mañana es otro día». A las cuatro despertó a los muchachos
y, entre claro y oscuro, volvieron a la marcha. Atravesaron que­
bradas, chupaderos, subían montañas y nada que llegaban adonde
los esperaban los carros. A medio día, arrastrando al gordo como
a un buey muerto, llegaron a la carretera. La llave que los espera­
ba con los carros estaba reputo. El Flaco se disculpó: «Pero ¿qué
quería que hiciéramos si camina más la estatua de Bolívar que
él?». Metieron al gordo braviao a una Toyota. Al anochecer lle­
garon a la caleta y lo empujaron adentro, vendado y esposado.
Al otro día Caracol: Secuestrado por la guerrilla don Zutano de
Perencejo. Darcy cobró y repartieron a los cinco días. El clien­
te necesitaba una droga especial para el mango y la familia re­
voló en cuadro para evitar que se muriera.
Gelen se había encumbrado. Era una doña, una gallina de
tacones. Comenzó a celarlo. No había vez que no la montara.
Que porque sí, o porque no, que porque tal, que porque pas­
cual. Él reventaba al verla. Cada bronca era un polvo menos y
cada polvo menos era un metro más entre ellos, hasta que lle­
garon a convivir a kilómetros. Para darle celos se metió con
uno de sus más cercanos muchachos. Él le aceptó el juego
para no perder del todo al niño que era de verdad a quien
48 PENAS Y CADENAS

quería. Se separaron del todo y se fue a vivir de asiento con


Darcy. Así iban hasta que una madrugada le ametrallaron la
casa. El Flaco se dio cuenta al rompe de que no era la Sijin sino
Gelen. Dos días después, como si el ruido que hicieron fuera
un aviso firmado, se vio rodeado. Miraba por las ventanas y
había gente por todo lado. Estaba encerrado. Le dijo a Darcy:
«Usted no se meta en este lío, no dispare para que no le salga
pólvora en el guantelete, usted va a pasar como una señora sana,
sin nada qué ver con el problema. Aquí hay que montarla de
escandola para que no me lleven a escondidas. Si me sacan
escondido, aparezco en los botaderos de basura de Mosquera».
Metió a Darcy entre un clóset con colchones y se abrió a dispa­
rarles, a no dejarlos arrimar, a obligarlos al escándalo. Después
de media hora en que los tiros y los gritos de Darcy lo estaban
volviendo loco, oyó que por megáfono le gritaban: «Entregúe­
se, no tiene salida, entréguese». El sabía, y eso era lo que bus­
caba resistiendo. Les devolvió el grito: «Me entrego a la policía,
pero uniformada». Unos minutos de silencio. Largos y pesa­
dos. Hasta que le gritaron: «Aquí el coronel Arango, salga con
las manos en alto y le respeto la vida». El Flaco lo vio y lo oyó
confiable: «Primero reciban a mi mujer», gritó. «Sí», contestó
Arango. Ella lo besó y salió como le ordenaban. Antes de en­
tregarse, llamó por el celular a Gelen y le dijo: «Perdí, perdí,
usted ganó, usted ganó». Tres minutos después el coronel lo
esposaba. Dos días más tarde entraba a La Modelo: secuestro
múltiple y 18 homicidios, cinco agravados. Estaba copado.

9.
Esposado llegué a la Fiscalía. Me sentía sobrado y seguro.
Todo me parecía un juego que yo manejaba. Mi inocencia duró
poco: una tarde se presentó la fiscal de mi caso y, muy ama­
ble, me dijo: «Bueno, Pedro, el padre de la niña que usted
EL RELATO DE DON PEDRO 49

secuestró desistió del caso. Por tanto, usted está libre de se­
cuestro». No alcancé yo a decir: «Pues, claro, ese es el derecho
de las cosas», cuando ella continuó la frase: «Pero a usted se le
acusa de homicidio agravado de dos agentes de la Sijin, seño­
res tales y tales. Firme la notificación». A m í se me subió el
mundo a la cabeza. Quise matar a la fiscal, pero tan sólo alcan­
cé a tirar al suelo los papeles que me extendía para firmar. Ella
me miró y me dijo con desdén: «Es lo acostumbrado. Pero apren­
da a respetar porque usted ya no es el mismo de hace tres días.
Para usted, Pedro Almaraz, todo cambia desde este mismo mo­
mento». Y salió.
Yo me quedé revolviéndome en el camastro y dándole pu­
ños a las paredes. Con todo, me parpadeaba una luz: mi patrón
no podía dejarme podrir ahí. Tres días después estaba entrando
a la cárcel de Acacias, Meta. No había logrado calmar la pie­
dra. El viaje que mil veces hice entre Bogotá y el Llano se me
hizo más corto que siempre. En la jaula misma tuve mi primer
problema: un tipo estaba alegando, gritando, fastidiando, ha­
ciendo más duro ese paso entre la calle y la celda. Yo llevaba
puesta la ira del diablo y le di un par de trompadas, le hice una
llave y estaba para matarlo cuando sentí el palazo de un guardia
en la cabeza. Volví en mí en el calabozo. Como quien dice, de
la calle al hueco negro del castigo sin haber pasado por la celda
de dotación. Desde ese mismo momento no he dejado de hacer
planes de fuga. Son mi alimento diario. Salí del calabozo el día
que se me dictó la sentencia a 27 años; la recibí con una carca­
jada porque ya tenía diseñado, hasta en los detalles, mi plan.
Soñar con la libertad y con la burla de la Ley es la defensa que
a uno le queda. Yo creo que todos los presos hacemos hueco en
la misma trinchera. Me dije: 27 años no los pago, los pagará el
hijupueta del juez porque yo de aquí me voy.
Regresé a estrenar patio. Yo no conocía una cárcel por den-
tro. Se me asignó una celda. Cárceles de pueblo, como la de
so PENAS Y CADENAS

Acacias, eran todavía sanas. Muchos campesinos, muchos ino­


centes, mucha gente limpia. Me reconocieron algunos de los
internos. Mi jefe era muy famoso, y yo con él. Desde el pri­
mer día se m e acercaban uno y otro a ponerse bajo mis órde­
nes. Yo no estaba para eso porque estaba de paso — me repetía—
y desdeñaba los ofrecimientos con una soberbia que poco a
poco tuve que irme comiendo. El orgullo doblegado tiene un
sabor maluco.
El primer domingo llegó Yesenia a visitarme. Venía linda la
mujer. Estaba alegre. Yo me sentí contento. Pero, poco a poco,
verla a ella tan bonita, sentirme yo tan impotente, me fue coci­
nando una ira que terminó con un gran bofetón: «Yo no la quie­
ro a usted — le grité— . D éjem e, déjem e. U sted no tiene
obligaciones conmigo». La mujer lloraba. Estaba confundida.
Yo traté entre maldiciones de decirle que me perdonara, que lo
que yo quería era que ella me dejara de querer para no verla
sufrir. Ella, claro, no entendía. Y yo tampoco entendí cómo ter­
minamos metidos en un cambuche hecho con telas de plástico
y mantas que alquilaban en un rincón del patio, para hacer la
visita conyugal. Es un servicio que arriendan los guardianes y
lo arriendan cronometrado; un cuarto de hora valía en ese en­
tonces 10.000 pesos, y el precio iba subiendo después de la
primera hora, y la segunda ya no costaba 50, sino 60.000 pesos.
Pero Yesenia era una mujer muy completa y, a pesar de la inco­
modidad del sitio, fue haciéndome olvidar con sus amores de
esa tarde el horror de aquellos primeros días. Con ella volvía a
la libertad.
Yo me había ganado el respeto del patio porque pronto des­
cubrieron que había trabajado en la mina de Peñas Blancas,
que es como un diploma en el mundo de la delincuencia, y que
después había hecho línea con El Tomillo, que era más que un
grado de doctor. La gente me cuidaba y bastaba un comentario
mío para que las cosas salieran como vo nuería. Pero yo no
EL RELATO DE DON PEDRO 51

sabía entonces qué era ser un cacique, ni qué era mandar un


patio en comparación con lo que tuve a fuerza de golpes que
aprender. Los mismos guardianes se encargaron de hacerme
fama, y yo cumplía lo que ellos anunciaban. Miraba el respeto
que me tenían sin saber bien la causa. Pero acepté el papel por­
que me convenía. Si yo decía vamos a hacer tal cosa, la gente
me oía y lo hacía.
Como a los quince días, en vez de Yesenia llegó mi madre.
Me conmovió verla entrar con mi pena a cuestas! Desde Buca-
ramanga no había vuelto a pensar en ella. Es más, yo nunca
había sentido que ella me quisiera de verdad hasta aquella ma­
ñana en que me dijo: «Júreme que todo lo que dicen de usted es
mentira». Quedé mudo, no sabía qué decir. Fue una sorpresa
terrible ver a mi madre pidiéndome que le dijera mentiras. Sólo
acaté a decirle que estaba preso porque no quería delatar a los
que habían hecho el muerto. Ella me abrazaba y me lloraba:
«Dígales, dígales, quién fue». Yo traté de calmarla, diciéndole:
«Madrecíta, si yo digo quién fue, usted no sale viva de aquí y si
sale no dura viva ni dos días. Esta gente es muy dura. Confíe en
mí, yo le estoy defendiendo la vida». Ella se fue calmando con
mi explicación y yo también. Pero después de aquel día no qui­
se que volviera nunca más.
Un día, en un partido de microfútbol — yo era el árbitro— ,
alguien me dijo: «Mañana es el día». Yo no entendí y seguí
pitando como si nada. Al final, el hombre se me acercó y me
dijo: «Sí, patrón, todo está listo para irnos». M e sorprendí. Yo
había hecho mi propio plan, había pensado en un cambiazo si
me remitían a otro penal, pero los muchachos se me adelanta­
ron y el patrón también. Dejó que yo inflara globos, mientras
él hacía las cosas, llevándome de gancho ciego. Los guardia­
nes estaban comprados, las pistolas listas y todo en orden.
Llegó el día. Un muchacho, que había matado a un tío, saltó a
la dirección y, enfierrado, sacó al director y a la secretaria apun­
52 PENAS Y CADENAS

tándoles a la cabeza y gritando que abrieran la puerta, porque


nos íbamos. Cuando yo vi eso, me dije: de aquí no salimos
vivos. El hombre mató a un guardia y el plan se dañó. La alar­
ma externa llamó policía y ejército y en diez minutos estába­
mos rodeados. Dos días después salíamos en fila para El Bame
los 25 internos a quienes el muchacho acusó de complicidad
para rebajar la pena que le podían dictar por la muerte del guar­
dián. Desde ese día dejé de contar con El Tomillo, nunca volví
a rebajarlo de güevón y de traidor.
En El Bame la cosa era diferente. Es una penitenciaría bra­
va. Cuando yo supe que iba para allá, escuchaba a la gente de­
cir que íbamos a una cárcel de castigo, una cárcel donde sólo se
sentía miedo y frío. Al Bame se entra por un portón grande por
donde también día y noche entra la niebla. Después hay un pa­
sillo largo y oscuro. Ahí nos detuvieron dos horas mientras lle­
gó el jefe de guardia y parándose en una tarima gritó: «Ustedes
han llegado al Bame, aquí las cosas no son como en su casa,
aquí ustedes tienen que probar que son hombrecitos y si no lo
son aquí se les enseñará». Y diciendo y haciendo. Me llamaron
de primero y por mi nombre: Pedro Almaraz al patio número
Siete. Yo sabía, porque un compañero me había dicho, que era
el patio de las pirañas, de los chirretes, donde lo cosen a uno a
puñaladas para quitarle los calzoncillos. Yo me dije, aquí hay
que hacerse respetar de entrada, y fui diciéndole al teniente:
«Pues, señor, yo ahí no entro». «¿Que no entra?», preguntó en­
tre asombrado y ofendido. «Entra porque cabe», gritó. Sin sa­
berlo, yo había desafiado ni más ni menos que al teniente Rosas,
el terror del Bame, un crápula que tenía varios gansos a sus
costillas. Pero tenía también amigos políticos, entre ellos a un
tal Rojas, representante a la Cámara, que era quien sostenía la
autoridad con que Rosas manejaba la cárcel. «¿Entra?», me
preguntó con el mismo tono de desafío con que le contesté:
«¡No! No entro». Entonces trató de echarme mano al cuello;
EL RELATO DE DON PEDRO 53

no sólo me le resistí, sino que al quitármelo de encima lo


empujé y cayó al suelo. Se levantó apuntándome con el revól­
ver. M i única defensa era la gente. Le grité: «Máteme, máte­
me, hijueputa, aquí delante de todos». Para ese momento yo
ya estaba rodeado de guardias. Me maniataron como a una
res, me esposaron y me dieron pata por donde me cupo. Las
botas de los guardianes son un arma contundente, como di­
rían los abogados. Es como si les dieran martillos de dota­
ción. D uré restableciéndom e en el calabozo 18 días. El
calabozo es algo muy humillante porque las necesidades se
tienen que hacer en un tarro o en una bolsa; ahí no hay baño ni
nada, y hay que convivir con la gente más dañada de una cana,
la que no se aguantan en los patios.
Salí para el Séptimo. Cuando pasé la puerta, ya tenía precio
todo lo que llevaba: mis Ribuc los habían vendido por 60.000
pesos de la época; mi chamarra — una Jarley— la habían rema­
tado por 50.000; los bluyines por 30.000, y así. El primero que
se me acercó me dijo: «Pinta, usted me debe un millón de pe­
sos, bájese de lo que lleva para pagarme». «¿Pagarle qué?, gran
hijueputa», le fui contestando. Sacó un chuzo, una patecabra
como para matar toros bravos. Un muchacho, al que yo había
conocido en una de mis andanzas, me tiró una toalla, y ffentié
la rata. Me hacía los viajes y yo me le quitaba con la rapidez
que da el miedo a la sangre. Tiraba los tajos, y en una de esas, la
Providencia — que es grande y está de mi lado cuando estoy
arrinconado— me dio la mano y yo alcancé a coger la del ga-
mín, y c on la toalla lo enrosqué; le quité el mataganado y lo
humillé no matándolo. La gente se dio cuenta y mi fama voló,
como el Pielroja, de boca en boca. Pensé que no sólo había
salvado mi vida y mi pinta, sino que desde esa vez nadie volve­
ría a desafiarme.
Me engañaba, mi corona sólo fue por un día, porque al otro
ya tenía un nuevo problema encima. Yo había llegado bien ape­
54 PENAS Y CADENAS

rado, embambado. Había resuelto andar con las joyas — que


valían varios melones— , para poder pagar los servicios que ne­
cesitara, incluido el de permitirle a uno la vida. Llevaba ade­
más una cobija térmica y mi ropa que era casi toda nueva,
porque Yesenia se portaba conmigo como sabe hacerlo una
mujer enamorada. U na mañana, tan pronto corrieron los ce­
rrojos, porfié dejando mis cosas en la celda porque yo confia­
ba en que ya me respetaban. Al regresar encontré sólo lo que
no valía. Me la habían desocupado. Sin cobija, sin chompa,
sin yines, sin tenis. Me dejaron, pues, pelado. Sentí que la ira
volvía a ganarme la partida y salí a buscar a las chandas que
me habían robado. Al bajar al patio, me encontré con mis ribuc
en un negro, mi chamarra en otro y mis joyas en otro. Alguien
me dijo: «Cuidado, que el de las bambas es Socha y es quien
aquí manda. Si no tiene con qué enfrentarlo, mejor pase de aga­
che y quédese callado». La verdad era que yo no sabía cómo
enfrentar a un hombre con el poder del tal Socha, que hasta
tenía llaves de nuestras celdas porque la misma guardia se las
entregaba. Como no reviré, una noche me llegaron tres manes.
Llevaban una bolsa. Me ordenaron: «Empaque todo porque se
tiene que ir de aquí; esta celda ya la hemos asignado». Estaban
armados. Yo comencé a empacar las pocas cosas que me habían
dejado en mi maleta, sin protestar porque no veía salida, hasta
que uno de mis visitantes me dijo: «Se equivoca, amigo, empa­
que sus cosas en nuestra bolsa». Tuve que tragarme otra vez la
gana de revirar. «Cuando acabe — agregaron— busque en el
pasillo un hueco libre y ponga ahí su colchón. Y agradezca que
se lo dejamos porque al jefe usted le ha caído bien».
Dormí varios días en el pasillo, o carretera que también lla­
man. Éramos unos treinta hombres en unos diez metros por
cuatro. Difícil respirar. Yo no dormía esperando un ataque de
cualquier compañero. La mayoría de las violaciones, y las que
no lo son, se dan ahí en esa masa de hombres desesperados y
EL RELATO DE DON PEDRO 55

arrinconados. De noche éramos casi una sola persona. Uno tie­


ne que acostumbrarse a todo, porque el todo nunca se acostum­
bra a uno. A mí las noches se me iban delirando con miles de
fugas mientras otros se comían, se peleaban, se drogaban o
dormían. Viví la realidad más desnuda que puede un ser huma­
no vivir, su realidad animal. Conocí a un muchacho que llegó
sano a la cárcel, y pocos días después lo sacaron para el freno­
comio porque no quería dormir. Le había declarado la guerra al
sueño para que lo trasladaran al patio de los locos. Pensó que
desde allá le quedaba más fácil la fuga. Se la pasaba toda la
noche dando vueltas y vueltas en la celda. Los ojos se le hun­
dían día a día y las ojeras se le desparramaban por toda la cara.
De un momento a otro se echaba a llorar y a gritar. Logró el
traslado. Pero una vez en el frenocomio los médicos lo volvie­
ron loco de verdad, a punta de drogas para dormirlo.
Yo me sentía muy rebajado y decidí que era mejor tentar
suerte que vivir en esa condición tan miserable. Una mañana
me encontré con uno de los carros de Socha, justo el que se
había llevado todas mis cosas en el talego. Un paisa dueño de
un caspete, que conoció mis días de gloria en Pacho, me había
regalado una lezna, pequeña ella y muy fina. El hombre me
había dicho: «Avíspese, pinta, vea, mijo, que las cosas por acá
no son como usted piensa, aquí si usted se descuida se le co­
men hasta a su mujer y, si se duerme, se lo comen vivo. Toca
pararse duro en la raya. Si usted baja la guardia, las gonorreas
esas lo joden». Por eso, cuando vi el carro, me le crucé con la
idea de que me empujara. Fue lo que hizo, dándome la opor­
tunidad de sacar la lezna. Él trató de sacar su fierro, pero se le
enredó en la sudadera que tenía y que, para esos casos, usaba
bien holgada. Fue un instante que me regaló y que yo aprove­
ché chuzándole hondo el pecho. Intentó revirar pero el chorro
de sangre fue muy fuerte. Me miró fijo a los ojos, y me tiró un
último «¡me mataste. hiiueDuta!». Así era. lo había matado.
56 PENAS Y CADENAS

En ese mismo momento, entre el bullicio apareció el teniente


Rosas.y gritó: «¡Aquí no ha pasado nada, disuélvanse!». Ni me
miró y así quedé notificado de la deuda que había contraído
con él, porque tenía muy clarito quién había hecho el muñeco.
Esa misma tarde me llamó aparte y me dijo comprobando mi
sospecha: «Nada le voy a cobrar hoy por ese morraco, pero
compórtese como debe».
Seguí sin celda unos días. Socha me mandó varios carros.
No a matarme sino a meterme en su casa, es decir, en su car­
tel. Como para ganarme, me trasladó a una celda donde cono­
cí a Vicente. Él llevaba ya sus días pagando cana. Sabía de mí.
En las canas todo se sabe antes de que suceda. Era un hombre
de piel blanca y cabello negro, bien parado, muy limpio en sus
maneras y muy tratable. Me ofreció su cama, pero yo no le
acepté porque no sabía con quién trataba, y en la cárcel un ges­
to así es peligroso. Me explicó que nos habían puesto juntos
para que termináramos matándonos, y así evitar que la guardia
tuviera que hacerlo. «Somos usted y yo — me dijo— la espinita
en la pata del elefante y quieren deshacerse de nosotros. Los
malosos del patio ya no son problema ni para usted ni para mí;
ellos ya catiaron quiénes somos, y con nosotros no se meten.
Pero los guardias saben del poder que tenemos y quieren domi­
namos para que lo que somos quede en sus manos. Es la ley del
Séptimo aquí en El Bame. Ha sido así siempre». Traté de expli­
carle que mi problema, por ahora, no era con la guardia sino
con el tal Socha. Vicente sonrió con una malicia que me hizo
sentir como un crío. «Lo que pasa — aclaró— es que aquí el
poder lo tiene la guardia, pero no por ser penitenciaria, sino por
ser delincuente. Aquí hay un cartel que debe muchos muertos y
que los jueces tienen en gran estima. La solidaridad entre unos
y otros es a toda prueba».
No vivimos mucho tiempo en la misma celda porque lo tras­
ladaron al patio Sexto, donde las condiciones no eran tan mise-
EL RELATO DE DON PEDRO 57

rabies ni peligrosas. Yo decidí ponerme a trabajar en los talleres


para planear en calma la fuga; sólo trabajando duro uno puede
soñar a gusto. Me obsesionaba la idea. Era —-aunque no lo su­
piera— una forma de vengarme, de sacarme el clavo. Solicité
permiso para trabajar, no para rebajar pena porque yo estaba
seguro de volarme. Yo tenía en ese entonces 25 años y 27 que
valía la condena sumaban 52 años. ¿Ya para qué salir de esa
edad, hecho un carramán viejo y destartalado? Pedí el permiso
y la dirección me respondió que tenía, primero, que demostrar
buena conducta y, segundo, hablar con «su compañero» de re­
clusión, el señor Socha, jefe de los talleres. Yo no sabía que al
mentado personaje la autoridad lo tratara de señor, y menos
que hubiera que pedirle permiso a él para trabajar. Pero así era
la cosa, y si yo quería hacer lo que tenía que hacer tenía que
mamarme una vez más las reglas del juego.
Pasaron unos días tranquilos. Los notaba demasiado tran­
quilos. No volvió a saberse de muertos N. N., ni de muertos
con identidad, ni de peleas o disgustos. Parecía un colegio. Todo
ordenado, nada fuera de su lugar, todo en silencio. Mis amigos
de San Martín, que en realidad eran de Otanche, me dijeron
que me preparara porque iba a haber guerra, que ellos ya no
soportaban más al señor Socha y que lo irían a ejecutar esa
misma noche. Que estuviera atento, pero ajeno. Que no me
metiera en líos. Me hablaban como si yo fuera un niño, o un
sapo. Pero dejé el asunto quieto, a pesar de sentirme ofendido.
Algo les pasó y no coronaron.. Socha no cayó y los cabecillas
tuvieron que pagar: Socha mismo, con su propio gatillo, los
fusiló. No era fácil quitarle el poder, ni siquiera conspirar por­
que su red de informantes era muy larga y estaba muy bien
protegida. La guardia y la dirección de la cana eran sus bases
de apoyo más fuertes. Socha les pagaba castigando a quien la
autoridad necesitara para imponer también, a su modo, su pro­
pio poder.
58 PENAS Y CADENAS

Soeha había sido sargento mayor del ejército. Era discipli­


nado, calculador y, como buen militar, le gustaba la plata. Com­
batió a Tirofijo en el Caquetá y a los Cárdenas en la Guajira.
Estuvo a cargo del orden público en Miraflores, Guaviare, y
cuando vio que traquetear era mejor negocio que perseguir ban­
didos, dejó el ejército y se dedicó al narcotráfico. Muy bien le
fue porque tenía todos los vínculos que necesitaba para hacer
plata. Era amigo de los mandos del departamento, tanto de los
que estaban de su lado — las autoridades civiles y militares— ,
como de las autoridades que combatió y con las que muy pron­
to transó para hacer negocios en socia. Hizo mucho dinero.
Se decía que tenía una línea de avionetas que viajaban por todo
el Llano, edificios, casas y ganado, y que le vendía munición a
la guerrilla comprada a sus socios en Indumü. Justo por eso
cayó a la cárcel. Pero poco le importó. Tenía un poder grande
desde que entró porque el director había sido también capitán
de la policía y hasta conocidos eran. Mejor dicho, cambió de
sitio para dirigir sus empresas. Desde muy temprano se levan­
taba a comunicarse por radioteléfono y celular con sus admi­
nistradores. Daba órdenes a sus secretarios y a sus sicarios desde
las tres de la mañana; y se decía que hasta se daba el lujo de
salir a las nueve de la noche para hacer sus cruces y regresar a
las seis de la mañana para el conteo. Vivía siempre rodeado de
carros y de guardias, la cárcel era más segura que la calle. Y
para ajustar, también manejaba negocios en la cárcel. Tenía un
ejército de sapos peligrosísimo, daba los permisos, autorizaba
cambios de patio y de celda, manejaba todas las líneas de droga
y la más importante, la de las Juanas. Todo lo cobraba a precio
de cana, que es un precio mucho más alto que el de la calle. Por
estudiar las solicitudes que se le hacían cobraba comisión. Co­
braba — y caro— por dejar pasar sin requisa a las visitas; sus
carros le informaban qué mujeres entraban y le apartaban la
más hembra, la que más ajustada trajera la falda. Se la llevaban
EL RELATO DE DON PEDRO 59

directamente a su celda donde la gozaba antes de prestársela al


marido. Muchos maridos sabían que Socha las pasaba por las
armas, pero se aguantaban. Por eso casi todo el mundo lo odia­
ba. Ese respeto y ese odio eran las dos caras de la moneda. Sin
dúda lo que más le dejaba eran las drogas y las armas. Era espe­
cialista en ambas. Sus muías eran las que entraban de todo.
Que si perico, que si marihuana, que si whisky, que si éxtasis,
que si anfetaminas, heroína, cianuro, lo que fuera; lo que don
Socha necesitara. Y también munición de cualquier calibre o
marca. Era socio de los caspetes, de los celulares y teléfonos,,
de la lavandería, de la discoteca, del supermercado y de los
talleres. No sólo autorizaba quién podía trabajar sino que ad­
ministraba el trabajo: todo lo producido (caballitos de madera,
pesebres, materiales en hueso y en cacho) le pertenecía por de­
recho. Él compraba la herramienta, la materia prima y tenía los
contactos para la venta. Si se le preguntaba por qué no pagaba,
le decía a la gente, con muy buenas maneras, que si acaso no
quedaba contento con el tiempo que el trabajo permitía redi­
mir. Total, manejaba la cárcel.
Me aceptó para fabricar caballitos en madera. Fue hacién­
dolos, trabajando en silencio, con la cabeza agachada, cuando
me di cuenta de que para poder fugarme primero tenía que li­
brarme de los tentáculos de Socha. Era él el verdadero cerrojo
de la cárcel.

10.

Me entrevisté con Vicente. Aunque teníamos caminos dis­


tintos, y muy distintos, para m í él no era un bandido común
y corriente. Uno aprende a saber quiénes son los hombres
rectos en las malas y sobre todo en las canas. Si ahí no se
tuercen, de seguro, nunca se tuercen. Él convino muy pronto
en que teníam os que quitarnos a Socha de encima a como
60 PENAS Y CADENAS

diera lugar. Él tenía su gente y yo la mía. Era poca, pero era


gente leal, firme como un riel. También vivía envenenada
contra Socha. Decidim os seguirle los pasos. La inteligencia
es la mejor arma en el combate. Averiguamos quiénes eran y
en qué medida eran fieles, para poder hacer un mapa de la gen­
te con que podíamos contar en caso de necesidad Duramos
muchos días. Él recogía su información y yo la mía. La m irá­
bamos luego entre ambos y la analizábam os. El riesgo era
grande. Cualquier resbalón significaba darle un aviso al hom­
bre, y un buen picaro como-él no espera muchos avisos. Pero
fuimos jalando de la cuerdita con cuidado como si estuviéra­
mos celando a una tarántula. Eran muchos sus tentáculos. Con­
tábamos con la seguridad de que muchos de sus fieles se
volverían nuestros cuando otro gallo cantara en el gallinero.
Reunimos a la gente segura con nosotros y le dijimos:
«Bueno, vamos a quitarnos de la nuca a ese hijueputa del
Socha. A todo marrano le llega su nochebuena. Digan a ver
quién se le mide y quién no. Tengan en cuenta que si fallamos
nos lleva la berraca. Pero si ganamos, podemos hacer de estas
cocheras algo menos asqueroso. Si alguno no se siente capaz,
pues dígalo de una vez que nosotros le respetamos su miedo si
él nos respeta con su silencio». Todos respondieron que sí, que
con nosotros hasta donde fuera. Sabían que nosotros éramos
hechos de otro material, por más cosas que hubiéramos hecho.
Con Vicente habíamos preparado el plan, y cuando los parces
nos contestaron que todo bien, que estaban con nosotros para las
que fuera, les dije: «Bueno, vamos a hacer esto de la siguiente
manera: Tan pronto como la guardia salga de contamos, yo cojo
a Socha y lo jodo. Ustedes lo que tienen que hacer es repartirse
de acuerdo a la forma como ellos estén distribuidos, ustedes lle­
van sus fierros y al que se medio mueva lo ensartan». Eran todas
las instrucciones. Socha tenía que formar para dejarse contar por­
EL RELATO DE DON PEDRO 62

que la dirección quería guardar la apariencia de que era un preso


más entre todos y que no tenía privilegios.
Llegó el día y llegó la hora. Corrieron lista y, cuando rom­
pimos filas, yo le entré a Socha y sin más lo jodí. El hombre
cayó como un zurrón. No hubo necesidad de traslado al hos­
pital. La gente nuestra se portó como debía. Fue un cambio de
mando sin dolor. Sabíamos que la sorpresa los cogía dormidos
y que muy pronto reaccionarían y tratarían de recuperar el man­
do. Pero no tenían una cabeza. Por eso es tan sabio aquello de
que a la culebra, en la porra. Desde el mismo momento que
cayó Socha sus hombres aflojaron y, aunque no lo aceptaron de
entrada, muchos comenzaron a miramos con respeto, que es el
primer paso de la obediencia. Y al final, sin más sangre, se fue­
ron corriendo hacia nosotros. El patio quedó sin cacique. Des­
pués de que se vea quién manda, lo demás es pan comido. En eso
ya nada había que hacer. Cuando se vieron perdidos, decían: «No,
pues eso era lo que tocaba porque ya había mucho robo, mucha
pelea, mucha falta de seguridad. Había muchas cosas muy mal
hechas y teníamos que defender la vida». Un man, que llevaba
varios años, me dijo: «Vea, si usted es el que va a mandar pro­
híba los cuchillos y los punzones, las navajas y las patecabras.
Usted cogió el poder, y ahora tiene que defenderlo». Yo me
asusté con el cuero del tigre y le dije: «No, hermano, yo para
eso no sirvo, eso a mí no me gusta. Mi parte ya la hice, ahora
hay que ver quién coge el mando. Díganle a Vicente que es un
man responsable». «No — me contestaron— , don Vicente está
de salida. Lo tienen entre ojos. Si la gente dice que es usted el
nuevo mando, pues le tocó». Yo tuve 50 carros en un patio de
160 intemos.
La guardia y la dirección no pensaban lo mismo. Se sintie­
ron perjudicados sin socio y nos declararon la guerra. Vicente
volvió a salvar la situación, aunque ya iba para otro patio. «Mire
62 PENASYCADENAS

— me dijo— , con el amago de guerra quieren negociar un acuer­


do para compartir el poder. Así ha sucedido siempre en las ca­
nas. Se hacen las guerras para firmar acuerdos y poder manejar
la situación. Ellos saben que nosotros somos los que sostene­
mos el orden en los patios, y nosotros sabemos que ellos tienen
el poder afuera. Así que a los dos nos conviene m antenerlo que
se tiene». La cuestión era cómo hacerlo. «Pues sencillo — agre­
gó Vicente— , sencillo: siga, usted con los negocios de Socha, y
comparta utilidades con la guardia. Eso es lo que buscan». Fue­
ron sus últimas palabras en El Bame, porque a raíz de la muerte
de Socha el Inpec, implicándolo, lo trasladó a Palmira.
Yo heredé de Socha el mando sobre los carros. Sabía que era
un terreno peligroso y que cualquiera podía joderme. Tuve que
hacerme cuidar las 24 horas de mi gente del Llano. Dormía con
un ojo abierto y a veces no dormía. Llegué a contar, bien conta­
dos, hasta 10.000 ovejitos blancos una noche que el sueño no
quiso llegar. Me bañaba con miedo a pesar de que me cuida­
ban. No volví a jabonarme la cabeza para no tener que cerrar
los ojos. Me daba miedo comer y por eso, cuando cogí de mi
parte los caspetes, lo primero que hice fue nombrar cocineros
de confianza para evitar que me cianuraran. Lo segundo fue
mandarle diariamente a la guardia sus tres golpes sin cobrarle.
Tenía que ir ablandándola para hacer la socia que me recomen­
daba Vicente. Prácticamente comía a mi costo. Por la boca muere
el pez. Y el sapo. Tuve que despachar a una primera pinta que
quiso hacerse el rogado con «la nueva administración» — como
nombraban mi mando— , sapiándole a la dirección nuestro plan
de desarmar a la gente. Yo seguí el consejo del viejo y no sólo
recogí los fierros que había entregado para cancelar a Socha,
sino que fui requisando celda por celda para bajar a todo mun­
do de pala. Era doble seguridad para mí. Desarmados, les que­
daba más difícil atentar contra nosotros y, además, todavía más
difícil entrar a pelear nuestro mando. Pero a la guardia ese plan
EL RELATO DE DON PEDRO 63

no le gustó. Ella necesitaba que nos estuviéramos dando cuchi­


llo para poder montarla sin tanto trabajo. Fue un plan duro de
cumplir porque la gente al principio protestó y, claro está, es
siempre imposible limpiar de fierros una cana. Las caletas son
muchas y la gente muy mañosa. Al mismo tiempo mandé que
mi gente fiel, la muchachada del Llano, se vistiera como gente
decente y no como ñeros. Mandé traerles buena ropa, ropa de
marca para establecer la diferencia con los demás. Quedaron
prohibidos los tenis y se volvió obligatoria la corbata. Nosotros
vivíamos mejor presentados desde ese día y con eso ganamos
autoridad y confianza. Sin eso es imposible mandar; uno no
puede tener mando contra todos. Se tiene que encontrar la for­
ma para poner del lado del poder a la gente.
Cogidos de mi cuenta los caspetes y controlados los fierros
tuve que meterle el diente a la droga. Esa fue la primera de mis
guerras en la cana. La más sangrienta, la más fea. Porque la
droga es una larga cadena que tiene miles y miles de amarres y
de nudos. Los caciques mantienen su poder con la droga. Es el
primero de sus buenos negocios. Yo había manejado cadenas
de toneladas, pero no de puchos y bichas. La droga llega a las
canas por una socia entre los «propios» de adentro y la guardia.
Ella sabe llevar la contabilidad de lo que entra para saber cuán­
to cobrar en impuestos. A veces sube a un 30%, que es mucho
por sólo hacerse la que nada sabe ni nada ve. Porque dentro de
la cana ella controla y hace requisas para encontrar papeletas y
joder al que las tiene o las vende. Estas tarifas había que con­
versarlas y no dejarlas al buen o mal humor que tuviera la guar­
dia. Entramos a negociarlas, a fijar en un 25% el impuesto de
todo lo que entrara. El mero hecho de que la guardia aceptara
conversar ya era una manera de decimos que aceptaba el nego­
cio y la socia. Tocó hacerlo con embajadores. Yo mandé a un
muchacho Guarín, muy llanero y muy fiel, y Rosas mandó tam­
bién su propio. Se arregló el negocio como nosotros necesitá­
64 PENAS YCADENAS

bamos. Pero esa fue la vuelta más fácil. Más jodida y sangrien­
ta fue la otra: sacar el vicio del mando.
Socha, como todos los caciques, compraba fidelidad con
vicio. No pagaba en plata sino en especie, con bichas, y, ade­
más, toda la línea del traqueteo interno era pagada también con
la mercancía misma. Yo dije: «Esto se acaba. Negocio es nego­
cio. De ahora en adelante, toda vuelta se paga al contado y se
paga en plata para llevar las cuentas bien». Los traquetos y las
ratas no querían convenir, les gustaba era soplar y envenenar a
la gente. El vicio es, digo yo, una manera de huir de la cana.
Uno preso vive huyendo. Es un modo de vivir.
No sólo hacemos planes de fuga todo el tiempo, sino que
uno se sueña saltando muros. Y cuando todo se vuelve mentira,
la gente le entra al vicio. Llámese bazuco, llámese chamber o
llámese tropel. Uno tiene que encontrar una salida a esa sinsa­
lida que se vive a diario. Y el vicio es una de las más fáciles.
Socha los embrutecía con droga, yo preferí hacerlo con plata
porque mi plan era hacer una guerra larga y no me servían pin­
tas embrutecidas. Tocó terapiar mucho, inclusive suicidar a va­
rias ratas que no quisieron entender. Tocó entrarle en serio al
poder. Hay maneras de hacerlo. Todo depende de quién sea la
pinta, y eso se sabe por la forma en que vive. Los ñeros viven
en los pasillos porque no tienen cómo pagar una celda. Todo
sitio para vivir tiene en la cana un precio que puede variar entre
300.000 y tres millones al mes, moneda que se le cancela a la
guardia y al cacique. El precio varía con el tamaño del sitio y
los servicios. Las celdas de los duros tienen sala y dormitorio,
baño privado, agua caliente, TV por cable y celular. Son apar­
tamentos de residencia. A esa gente, que son ricos por ser ma­
ñosos reconocidos, o por ser buenos negociantes, o por ser
políticos protegidos por el gobierno, si toca, se les entra con
cianuro. Simplemente aparecen cadáveres y adiós, a Medicina
Legal. Allá losjnédicos dicen lo que:tienen qu:p decir, pero di­
EL RELATO DE DON PEDRO 65

gan lo que digan todo queda en nada. La gente que puede pagar
celda y es rebelde puede amanecer suicidada, es decir, ahorca­
da. Se descuelga, se monta en la camilla y sigue la misma co­
rriente del buen muerto. Los ñeros se terapian en los pasillos y
ahí quedan. Los sacan en una bolsa plástica, sin más ceremo­
nias, y se entierran como N. N., sin pasar por Medicina Legal.
O sea que la terapia tiene que ver con la categoría, aunque todo
tratamiento lleva al sitio donde caemos tarde o temprano.
La droga entra por una línea. Es la clave del poder de toda
casa o cartel. Yo heredé una línea de mujeres que entraban el
vicio y fundé una nueva, la de las servidoras sexuales, la de las
Juanas. Putas entraban con Socha, pero eran mujeres viejas,
secas, arrugadas, verdaderos cueros. Yo le puse categoría al ne­
gocio y comencé por hacer respetar a las putas llamándolas
trabajadoras del sexo, e importando hembras finas, bien pues­
tas, que no se dejaban esculcar ni manosear a la entrada. Claro
está, son mujeres que valen mucho, no sólo por el servicio de
calidad que prestan sino porque el cliente tenía que pagamos
impuesto a la guardia y a nosotros. La otra línea de cueros se
dejó para servir de puras muías. Ellas eran las que entraban el
vicio y lo que uno quisiera. Yo lo primero que pedí fue un buen
fierro, como debe uno tener. Me entraron una pistola Beretta
entre la cuca de una de ellas, una mujer que tenía vagina plásti­
ca' y daba hasta para meter un balón de fútbol si hubiéramos
necesitado. La guardia me tenía controlado este punto. Todo es
negociable, me mandó a decir Rosas, menos las armas de fue­
go. ¡Y armas de fuego fueron las que se entraron! La Beretta
me la compró Yesenia.
Ella no dejaba de visitarme. Era una mujer firme y fiel.
Me escribía todos los días una carta, pequeña, pero llena de
figuras, de corazones y de palomas, de pelitos de su sexo. Me lla­
maba por celular dos o tres veces diarias. Yo sabía siempre qué
hacía y dónde estaba. Los domingos, sin falta, me visitaba; me
66 PENAS Y CADENAS

llevaba regalos, comida especial, una camisa, un reloj nuevo,


un par de corbatas Hermés, que son las que yo uso. Vivía pen­
diente de mí. Yo le escribía también y la esperaba cada semana.
Para mí era mi vida afuera, era mi libertad. Yo veía por sus ojos
y ella sabía de mis miedos y de mis noches. Un día dejó de
escribirme, otro día también, algún fin de semana no llegó, y
una tarde de domingo, que nunca olvidaré, me llamó por el
celular y me dijo: «Esto se acabó, se acabó, yo no aguanto más
tiempo esperándolo. Usted nunca va a salir y yo tengo mi piel
viva y mis 20 años frescos». Y colgó. Las tardes de los domin­
gos son tristes siempre. En todas partes. A m í me recordaban el
otro internado, el intemado del colegio en Jesús María. Cuando
comenzaba a oscurecer me salía un aullido largo como el de los
perros cuando oyen campanas. No podía llorar ni en ese tiempo
ni ahora. Era una tristeza cruel; una tristeza que no se dejaba
matar ni se acababa con la noche. Una tristeza que necesitaba
dónde echarse a llorar. Cuando ese domingo me colgó con su
«no más, no más», yo sentí que la vida se detenía como el pulso
a un moribundo. Sin ella ni sentido tenía mi fuga.
Yesenia nunca me dio un aviso. A m í se me estallaba la
cabeza buscando respuestas. Pensé que quizá los viajes se­
manales a Cómbita la tenían aburrida y por eso decidí hacer­
me trasladar a Bogotá, así perdiera todo mi poder en El Bame.
En La Picota o La Modelo las visitas eran más fáciles para ella,
y como ya había ganado ascendencia en el Inpec me entrevisté
con el director del penal y le dije: «Hombre, aquí se está prepa­
rando una guerra a muerte, los sucesores de Socha se están for­
taleciendo y no me queda otro remedio que defenderme, a menos
que encontremos otra solución». Como yo sabía que a Rosas le
interesaba recuperar su fuerza, le puse al director la respuesta
en la boca: «¿Y un traslado podría evitamos'la guerra?». «Pues,
depende, ¿podría usted sacar a Rosas?». «No, eso me queda de
para arriba». .«Entonces, rem ítam e a mjúa_Bogotá>>. «Si usted
EL RELATO DE DON PEDRO 61

me garantiza que eso evita la guerra, mañana sale para allá».


Así fue. Llegué a La Modelo mucho antes de que El Flaco apa­
reciera. Aún mandaban los patrones del Alacrán y Gorranegra
no había aparecido.

11.
El Flaco fue a parar a La Modelo. Como había sido jodido
en la calle conocía mucho amiguíto bandido, mucho pistolero,
mucho trásfúga. Como le habían dado vitrina en El Espacio,
claro, cuando llegó ya se sabía de él. Leer la página judicial en
los periódicos es como saber el futuro de los malevos. En ese
tiempo no mandaba ni la guerrilla ni los paracos en las cárce­
les, mandaba la delincuencia común, había bandas en guerra y
se prendían entre ellas. El hombre llegó al patio Uno del ala
norte, de los peores: diario había siete u ocho muertos; parecía
siempre un dos de noviembre, día de difuntos. El ala sur era
para él, y para todos, peligrosa; pero la norte era más peügrosa
porque ahí tenía deudores y acreedores; ahí vivía su problema.
Lo estrenaron de entrada. Cuando iba para el patio, el guardián
lo detallaba, y detallaba, y por eso El Flaco se pellizcó de que
algo le estaban preparando. El hombre que da el primer paso y
ahí mismo se le pegó un man y le dijo:
— No se acuerda de lo que me debe?
— No, yo a usted no lo conozco — le respondió El Flaco— ,
y ábrase que soy muy nervioso.
El hombre insistía:
— Mire, ojalá me haya traído la platica porque aquí somos
todos pobres. Y para más veras, mataste a Fulano y a Zutano.
El Flaco sabía a qué habían mandado al carro porque los
nombres eran ciertos.
— Uyyy — dijo El Flaco sin mirarlo— , y este paciente ¿qué
se trae?
68 PENAS Y CADENAS

— Que usted tiene una guerrita por ahí y más le vale que
pague lo que debe; pero todo bien, que aquí sabemos aguantar.
Por aquí están sus amigos Fulano y Zutano — y le dio la mano:
— Rodrigo Pérez Alzate, un servidor. Me llaman Rasguño,
por esta heridita que tengo en la cara.
El Flaco no le había visto la chamba por andar cuidándole las
manos. Y empezaron a llegar todos sus amiguitos, sus viejos co­
nocidos. Lo invitaron a comer. El tal Rasguño, una lacra, le pre­
guntaba: «¿Tiene miedo?». «Yo no», le respondía el otro. Subieron
al segundo piso, a un restaurante, y le dieron una comida bacana,
con cerveza y con el trago que pidiera: aguardiente, ron o whis­
ky. El Flaco, claro está, no estaba tranquilo con tanto agasajo y se
preguntaba para dónde iba el recibimiento.
Uno de ellos le dio una platina y le dijo: «Porte esto, se lo
mandan los patrones que son los que llevan el mando d e ’la
casa». Los tales eran narcos grandes, pesados, ricos. «Ellos
saben que usted tiene problemas y quieren que se dé cuenta
de la olla a la que llegó. Aquí está por estallar una guerra ni la
berraca y nadie va a quedar en el medio, así que arrímese a
esa sombra. Es mejor tener el pájaro en la mano». Y le fueron
mostrando sus armas. Ni en la armería del ejército, contaba
después, había visto El Flaco tanto fierro.
Comieron tranquilos.
Haciéndose el sano, El Flaco le preguntó a uno:
— ¿Y cómo se cargan aquí todas esas armas? ¿Es que uste­
des tienen permiso?
— Sí, casi, pero para no untar a la guardia las guardamos en
una caleta. Usted pierda cuidado que su fierro está autorizado.
No lo descuide para que lo respeten.
«Al otro día por la mañana — contaba después El Flaco—
no me bañé ni me arreglé. Bajé muy desconfiado al patio».
Cuando se tastasió con Rasguño le fue diciendo aue unos eran
EL RELATO DE DON PEDRO 69

de tal banda y otros de tal otra, y esto y esto y esto... Y agre-


gó: «A nosotros no nos jode nadie porque tenemos el poder,
pero no vaya usted a dar la pata porque si se la cogen se la
cortan». A sí era. Por la tarde iba El Flaco subiendo la escale-
ra, una escalera desgastada y sucia de tanto muerto que arras­
tran por ahí, cuando vio en el descanso a un man tirado en el
suelo y tapado con un costal. Solamente se le veían las páticas
desnudas. ¡Uuy! Un muerto, pensó y se asustó. «Le negociaron
la cabeza y no tuvo con qué pagar», le dijo un man cuando lo vio
asustado, y agregó: «Lo ahorcaron y lo bajaron de calzado».
El Flaco hizo migas con un viejito que había sido su amigo
en la calle, jugaban parqués juntos y cuando terminaban él le
contaba lo que había visto en el juego. Porque en ese juego se
ve mucho más de lo que se juega. El viejo sabía leer el parqués
como las brujas saben leer el tabaco. «No duerma — le decía—
porque llegan y lo matan por ahí; no duerma. A sí como yo llego
y lo abrazo, así llega otro y lo mata. No duerma». Era peligroso
porque mientras se patinaba caía gente en el mismo patio, en la
escalera, en el baño. En el día había dos, tres muertos. El Flaco
dizque apenas pensaba: ¡Uuuuy! Diosito, esto aquí es pesado.
En la cana se juega mucho al parqués, es un juego que se
vive, una manera de ver lo que pasa porque ahí se refleja la
vida. Todo reo cree que cayó a la cárcel por la mala suerte que
lo acompaña, por un golpe de dados del destino y por eso el
parqués es una manera de leer el futuro. Se tiran los dados, se
adelantan unas fichas y se atrasan otras, se va hacia la meta,
que es el cielo, la libertad; pero se puede quedar en la talanque­
ra y regresar al infierno, al punto de partida, a la cana. El silen­
cio que se hace alrededor de una partida de parqués se parece a
los silencios que se hacen en los ascensores, son silencios pesa­
dos, envuelven una atención muy fina que registra el más míni­
mo movimiento que hagan los otros. El parqués anticipa lo que
va a sucederle al delincuente. En las canas se juega todo el día
70 PENAS Y CADENAS

y no con dados comunes y comentes, sino dados fieros, hechos


de bola de billar que parecen de marfil y tienen signos extra­
ños, diabólicos, dan miedo: pescaditos, estrellas, medias lunas,
rosetas. El parqués es._un juego sagrado que se juega en silen­
cio. Al novato le cuesta trabajo llegar a entender que sí pueden
sumarse peras con manzanas y avanzar en el tablero oyendo
sólo el golpe de las fichas sobre el vidrio.
El Flaco, como es varón y juega limpio, no se había pillado
que habían pagado por su cabeza 20 millones de pesos. La pla­
ta ya estaba recibida, y entonces la vida del hombre quedaba
por cuenta de los que le iban a hacer el mandado. Desde enton­
ces El Alacrán comenzó a rondar. Lo único que El Flaco podía
hacer para salvar el pellejo era ponerse al servicio de quienes lo
iban a matar. Mejor dicho, para hablar vulgarmente, El Flaco
ya les pertenecía de una o de otra manera. Quedó de cuenta de
ellos, como si lo hubieran comprado por esa plata. Era lógico
que al no poder, o no querer matarlo, la guerra quedaba decla­
rada contra quienes lo pudieran defender.
El Flaco desconfiaba de todo el mundo; quedó notificado de
la crueldad de la cana. Se mata por nada. Si usted le dijo hijuepu-
ta a otro pueden cogerlo entre tres y partirlo a cuchillo. Si por
50.000 pesos matan ¿cuánto no salía el hombre a deber si ofre­
cían por su vida 20 millones y cuánto no quedaba debiendo
porque se la perdonaran? Una noche llegaron a su celda los
amiguitos — tenían llaves de todas partes— y Rasguño se la
soltó de una: «Mire, por ahí hay una platica, ofrecen 20 millo-
nes-por usted». El Flaco lo miró rayado y le preguntó: «¿Y
quién mandó esa plata?». «Es lo de menos, lo que vale es la
cabecita que anda por ahí — contestó— . Venga, no sea güe-
vón, el problema suyo es delicado. Su gordo de Villanueva
mandó por usted. No se la perdona. Y usted sabe que Bohór-
quez quedó cojo.... ¿Qué vamos a hacer? ¿Nos quedamos con
esa plata? O ¿aué2,Q m eiornoa la,tomamos...?». Y fue sacando
EL RELATO DE DON PEDRO 71

una botella de whisky. «Mejor — le dijo sonriendo de medio


lado— , repartámonos ese billetico y jartemos». Mientras ser­
vían el trago, un tal Trasnocho fue haciendo montoncitos de
billetes para repartirse los 20 millones. Él miraba y pensaba:
No, eso lo que es me matan, de ésta no salgo vivo. ¿Cómo así
— se preguntaba por dentro— que vienen a repartirse aquí el
precio de mi cabeza? Me van a matar. Mandaron pedir trago, y
tome y tome. Uno de ellos sacó un celular y llamó al gordo.
Pasó el hombre y Rasguño le preguntó: «¿Sabe con quién ha­
bla? Pues el mismo que recibió la plata por El Flaco, aquí lo
tenemos, estamos tomándonos la plata de su cabeza con él. Para
matarlo le va a tocar venir usted mismo». «Bueno — dijo el gor­
do— , esas no son pérdidas», y colgó. Todos se reían ya borra­
chos. El Flaco no. Estaba en sus cabales porque no sabía dónde
podía terminar el video. Y estaba listo para las que fueran. Nada
pasó, pero quedó de cuenta de ellos, matriculado en su bandola.
La mujer del Flaco iba cada quince días y él, como tenía
platica, vivía a lo bien, con buena celda y bien cuidado: agua
caliente, mesa de comedor, celular. Sólo le hacía falta ella y
sólo entre semana, porque su visita era fija el domingo y sus
amiguitos le colaboraban. Más o menos en noviembre llegó
nuestro hombre a La Modelo, y más o menos el 20 de diciem­
bre vino a verlo Darcy. Llegó elegante. El Flaco le dijo:
— Uy, usted está como muy bien arregladita y todo.
El hombre la vio entrar y, como venía bien peinada, le pre­
guntó:
— ¿Se arregló el cabello?
— Sí, me puse bonita para usted — le respondió.
— Mire, tenga cuidado — le advirtió él— , no vaya donde su
mamá ni nada, tenga cuidado, que no me le vaya a pasar nada.
— Bueno, papito.
72 PENAS Y CADENAS

Los nubarrones amenazaban. Estaba seguro de que la tor­


menta se soltaba en cualquier momento. En el parqués le había
figurado el chubasco.
El 24 la pasó emparrandado con sus amigos. El 25 se levan­
tó enguayabado y se arregló para esperarla porque habían que­
dado en que ella le traería lechona. Y espere y espere. En esas
apareció su cuñada. Raro, pensó el hombre, que ya se pellizca­
ba. Raro. ¿Qué pasaría? ¿Por qué Darcy no vendría?
El Flaco contaba que ese había sido uno de los días más feos
de su vida:
«Yo vi a mi cuñada llorando — recuerda— y me dije: no
llorará porque estoy aquí; pero cuando entró a la celda me miró,
me abrazó y se soltó como loca a llorar y a besarme. Ya berraco
de tanta lágrima, pregunté:
— Bueno, ¿qué pasa? ¿Qué pasa? ¿A quién mataron? ¿Por
qué usted viene a llorar aquí? Y mi mujer, ¿dónde está? ¿Ya
viene ahí en la cola? ¿Por qué no entra?
Entonces fue cuando la cuñada me dijo:
— Flaco, usted tiene que tener paciencia, tiene que ser fuer­
te. Tiene que damos ejemplo.
Yo la miré asustado:
— Qué es lo que está pasando? ¿Se volvió pendeja o qué?
¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
— Darcy no va a llegar — me dijo— , la mataron anoche.
— Que ¿qué? ¿La mataron anoche? — pregunté.
— Sí, anoche, 24 de diciembre a las ocho la mataron. Cuan­
do iba adonde mi mamá, le pegaron tres tiros en la cabeza.
Yo comencé a caminar y a caminar. Miraba a mi cuñada y
no, no creía. Yo le decía:
— ¡Dígame que es mentira! Que no es verdad. Yo lo que es
me voy a matar. Yo la quería mucho a ella.
EL RELATO DE DON PEDRO 73

Entonces mi cuñada me dijo:


— Flaco, piense en su hijo, él lo necesita, su hijo es muy
lindo».
Desesperado salió como loco dando tumbos. Llegó au n cas-
pete y le gritó al man que despachaba:
— ¡Me hace el favor y me sirve una aromática!
— Ya, un momento — le respondió.
— ¡No, me la sirve ya!
— Cuando tenga tiempo, y si no le gusta váyase a otro sitio.
Él estalló, lo trató mal. Lo trató de hijueputa. Andaba bus­
cando botar la rabia matando a otro. Estaba descontrolado, loco.
Le gritó:
— Sálgase, sálgase y nos matamos.
Alguien le dijo al man del caspete:
— Mire, lo que pasó fue que le mataron a la mujer y ta l...
El Flaco estaba ya esperándolo fierro en mano para desqui­
tarse con él, pero todo se calmó. Se quedó con esas ganas de
matar a alguien, de sacarse el dolor con sangre.
Le pidió a la cuñada que le dijera al abogado que lo sacara al
entierro. Al ñnal ella, sin decir nada, no obedeció porque pen­
saba que si él salía era a hacerse matar en la funeraria. Tenía
razón porque, como confesó después El Flaco: «Si yo la veo
muerta, me hago matar». El hombre miró el entierro desde la
terraza de La Modelo porque desde allá se divisa la Avenida
El Dorado por donde tenía que pasar el cortejo. «Desde allá
yo vi el entierro, vi los carros, vi el carro donde la llevaban a
ella. Y yo jartaba y lloraba mirando desde ese techo el desfile
con mi mujer muerta. No supe cómo hice para no tirarme desde
la azotea. Estaba muy encoñado de esa culicagada. Mucho era
lo que la quería». Sus amigos le decían: «No se vaya a matar
que usted tiene que salir vivo de aquí. Le mataron a su mujerci-
74 PENAS Y CADENAS

ta, pero usted tiene que salir a cobrar lo que le hicieron. Ellos le
mataron a su mujer para que usted se mate, no les vaya a dar
gusto». El no les contestaba, estaba lejos. Bajó a su celda a
mirar las fotos que guardaba de ella: ella joven, ella linda, ella
de paseo en Cáqueza, ella montando a caballo, ella disparando,
ella con él. El Flaco decía: «No, no está muerta, se fue con otro
hombre y no me quieren decir. No está muerta, todo mundo me
está engañando».
Llegó el domingo siguiente y le trajeron el casete del entie­
rro. La vio en el ataúd, la vio cuando la metían al hueco. Enton­
ces supo que la habían matado no por ir donde la mamá, sino
por salir a traerle la lechona que él le había pedido y ella había
encargado.
La cosa pasó. El Flaco no salía de su celda ni de su pena,
hasta que un día alguien le dijo: «Se acuerda de Fulano que
vivía en tal lado y que andaba con una chaqueta así y asá, que
salió el 7 de diciembre, día de las velitas? Pues ese man fue el
que mató a su mujer». El Flaco lloraba: «¡Tenerlo aquí. — pen­
saba — y no haberle hecho nada!». Yo lo habría destrozado,
¡cómo se le ocurre matar a una mujer! Yo, para qué, yo nunca
habría hecho eso de matar a una mujer, hay mujeres que en un
asalto aletean y hay que callarlas y hasta un puño se ganan.
Pero ¿matar a una mujer? La pelea es sólo entre hombres. Vi a
más de un enemigo con su mujer de la mano y con sus hijos;
llegué a mostrarle la metra y tratarlo de malnacido, pero nunca
pensé en matar a ninguna pinta delante de su mujer o de sus
hijos.
Pasaron por ahí unos cuatro meses y los amiguitos le hicie­
ron sentar cabeza. El Flaco tomaba mucho desde aquella vez.
Pero un día comprendió que bebiendo le estaba dando papaya a
sus liebres, que eran muchas y muy peligrosas. Comenzó a cui­
darse y a no beber para no quedar por ahí asesinado. El gordo,
Bohórquez y su-igentp.An^ih^ii^,a;id»^.an,csii~„.í<l motaba en una
EL RELATO DE DON PEDRO 75

jaula y ellos eran las fieras. Entonces, decidió volarse. No tenía


otra salida, o se iba y se defendía afuera, o se quedaba a dejarse
matar. El gordo es de una familia muy poderosa y tiene mucha
plata. El man que asesinó a Darcy, llamado por mal nombre La
Trucha, estuvo con El Flaco preso y por eso tenía el video com­
pleto. El gordo sabía que ella entraba a visitarlo, que tenía her­
manos y hermanas que vivían en tal y tal sitio. Fue informándose
de todo. Y así le arregló la vuelta. Sacó al Trucha de la cárcel
con un permiso de 72 horas para que matara a Darcy. Pero,
claro, El Trucha nunca regresó.
Con el tiempo, El Flaco superó eso de que tenía que matar­
se. Pensó más bien que tenía que recuperar la vida. El poder
que tenían sus enemigos era el de Pinzón, un teniente de la
guardia que les informaba todo: que tal interno entra de remi­
sión tal día, que sale a remisión tal otro, que hace esto, que
hace aquello. Al Flaco lo sacaban mucho a los juzgados por lo
mucho que debía, por los procesos que le tenían organizados.
El hombre cogió práctica en responder o, mejor, en no respon­
der. «Que usted mató a Fulano». «Yo no tengo nada qué de­
cir», respondía, y de ahí no se movía; «que yo nada sé de
eso», alegaba, y se callaba. Llegaba de una remisión y vol­
vían a sacarlo. «Usted ¿a qué viene?», preguntaba el juez.
«¿Por el homicidio de Fulano y Zutano? Ahhhh, yo no sé de
qué me están hablando», reviraba. Lo sacaban bien guardia-
do. Un día, en una de esas diligencias, entrando a uno de los
juzgados de la Avenida Jiménez con Décima, vio unos ojos
conocidos y peligrosos. No daba de quién eran. A la salida,
volvió a verlos. Lo erizaron del miedo. Sintió lo que se siente
con un perro bravo: la piel arrozuda, el pelo parado, los ojos
fijos y un sabor almizcloso en la boca. Pensó que lo mataban
porque la guardia que lo vigilaba era nombrada por el teniente.
Pensó que tenía que volver a montarla de escándalo. Cuando
salieron al pasillo, vio con el rabo del ojo que tras él venía una
76 PENAS Y CADENAS

pinta malencarada, mirando al frente, decidido, venía directo, a


velocidad de crucero, con esa nerviosidad que se lleva cuando se
va a hacer un mandado. Si yo salgo a la calle — pensó El Fla­
co— , en la calle me mata. Entonces gritó, y los guardianes cre­
yeron que se había enloquecido, pero todo el mundo volteó a
mirar y el malevo que se le había colgado tuvo que pasar de
agache. Después supo quién era la pinta: un primo hermano de
Gelen. Concluyó por fuerza que el gordo, Bohórquez y ella
eran la misma cosa. Una trinca cruel. O El Flaco mataba al
teniente Pinzón o se volaba de la cárcel. Comenzó a buscar una
de las dos salidas o las dos. Habló con Rasguño para que le
colaborara. «Listo — le dijo— , si a usted ese hijueputa teniente
lo tiene entre ojos, pues hay que arriarlo para no metemos en
otro problema más grande». El poder de los patrones de Rasgu­
ño era muy fuerte. Tenían tentáculos en todas partes. En el In-
pec, claro está. Pero también en la Fiscalía, en la Defensoría,
en la Procuraduría, en el Ministerio de Justicia. Ellos habían
caído cuando la guerra contra los extraditables, y les dieron la
cárcel para protegerlos de los herederos y deudos de don Pablo
Escobar; habían colaborado con la Ley contra el hombre, para
que la misma Ley los protegiera. Rasguño les debía la vida.
El Flaco y Rasguño convinieron que era mejor volarse que
matar al teniente para no enemistar a la guardia con los patro­
nes. Ellos ofrecieron a cambio una banda de malandros por fuera
de la cana para lo que se necesitara. El negocio de droga estaba
dando mucho y los presos son, para una organización de esas,
sólo gastos. De confianza nombraron al Flaco jefe del operati­
vo de fuga. Unos intemos tenían la mamá enferma, a otros la
mujer estaba encachándolos o tenían problemas en la casa; otros
estaban copados: 30 y 40 años son cadena perpetua. Todos te­
nían razones para volarse y colaboraban de verdad. Al Flaco le
habían hecho llegar unos fierros. Tenía también unos carros afue­
EL RELATO DE DON PEDRO 77

ra, y sobre todo la ayuda del papá, de don Ignacio, que seguía
apoyándolo y esperándolo.
La fecha llegó. El plan era ganarle de rapidez a la guardia.
A las tres y media, cuando el sueño lo lleva a uno envuelto
como entre una nube, saldrían. Necesitaban que la gente, como
dijo Rasguño, pusiera la voluntad y el corazón para saltar los
muros, porque era por ahí por donde iban a fugarse. Llegaba
noviembre, la misma época en que El Flaco había entrado, y
quería celebrar el aniversario con su taita, pero afuera. Rasgu­
ño tenía unas seguetas hechas con un acero templado que cor­
taban los barrotes como si fueran de cera, y por eso trozaron sin
problemas la reja del pasillo y atravesaron toda la cancha de
fútbol de La Modelo hasta llegar al muro. Llevaban unos gan­
chos que habían hecho con latas de manteca. La lata tiene alre­
dedor una varilla gruesa para que no se doble y con esa varilla
hicieron los garfios. Con palos de escoba y unos tubos de pvc
pusieron con cuidado el gancho sobre el filo del muro. Lleva­
ban unas granadas para el porsiacaso. Iban seguros. El Flaco se
echó un fierrito ligero que tenía y que era bueno para pelear.
Iba encabezando el pelotón. Engarzó el gancho al muro y la
cüerda quedó templada y efectiva para sostener a un hombre.
Todo hasta ahí era sencillo; pero de ahí para adelante estaba lo
peludo. Subir el muro con cuidado y a pura fuerza, pasar frente
a la garita, bajar con cautela, arrastrarse hasta pasar el cordón
del ejército y luego saltar el vallado, no era fácil. Cierto que
afuera la gente los esperaba, pero entre el patio y la libertad
había un mundo hecho de púas, candela y muerte. Esperaban
que las sirenas sonaran para levantar a plomo al ejército y a la
guardia, y cubrir así la retirada. La noche estaba oscura y el
viento soplaba. El Flaco jaló el lazo; estaba firme y comenzó a
trepar ese muro que parecía infinito. Llegó por fin arriba, logró
agarrarse del filo y, cuando iba a coronar, el gancho se soltó y el
78 PENAS Y CADENAS

hombre cayó al suelo. El sistema había fallado. Al caer, la guar­


dia se pellizcó y los prendió: trácate, trácate..., trácate. Sona­
ron sirenas, prendieron reflectores y altavoces. Los muchachos
de afuera, creyendo que ya estaban al otro lado, abrieron fuego.
La guardia gritaba por los altoparlantes: «Una fuga, una fuga»,
y la balacera se trabó. Los tiros hacían saltar chisguetes del
muro y dejaban los huecos calientes. Era imposible ya la fuga.
La guardia disparaba a las sombras. El Flaco alcanzó a guare­
cerse detrás de un murito, pero los tombos lo pillaron y enfoca­
ron todos los fierros contra el hombre, que sólo podía decir:
«Virgen Santa, ampárame». No se le movía ni el corazón. Oía
que gritaban: «Ahí está, ahí está, mátenlo, mátenlo». Él sabía
que no podía hacerle frente a la guardia y al ejército porque
tenía sólo dos cargas de munición. ¿Y qué puede hacer un apa-
ratico como el que él tenía, contra las ametralladoras punto se­
senta con que les disparaban? Desde el segundo piso, los jefes
de Rasguño le gritaron a la guardia: «¡No disparen más que
esos muchachos se entregan! ¡No vayan a matarlos, que están
vivos! ¡Cójanlos, cójanlos! Ustedes saben que pueden coger­
los, ¡no vayan a matarlos!». La guardia obedeció, paró de bo-
liar plomo y el silencio quedó vagando sobre las cabezas del
Flaco y su gente. Les dieron orden de salir de los amparos con
las manos en alto. Llegó la guardia y, al suelo. A jugar fútbol
con ellos. El Flaco les gritaba: «No sean hijueputas, no sean
cobardes, mátenos, matónos, pero no nos humillen». Les die­
ron una mano de pata que si no quedó alguien muerto fue por­
que la Virgen del Carmen los protegió o porque la guardia estaba
de buenas. Los empelotaron a todos y así los dejaron hasta el
otro día. Terminaron en el calabozo.
El calabozo es una mazmorra. Al castigado se le da una sola
comida al día, un baño a la semana y un cuarto de hora de luz y
gimnasia. Gritos y conteos varias veces en la noche. Total, de
allá nadie puede^escaparse ni dunraendc^ Rasguño tenía ami-
EL RELATO DE DON PEDRO 79

güitos en la Procuraduría y mandó a llamarlos. Llegaron con la


Defensoría y con Derechos Humanos.
— Y a ustedes, ¿qué les pasó? —preguntaron.
—No, pues que la guardia nos magulló —acusó el hombre— .
Nos dejaron vueltos nada, como unos monstruos.
— Para comer tienen que damos con una cuchara — dijo El
Flaco.
— Y a usted en concreto, ¿quién le pegó? — le preguntó el
abogado de Derechos Humanos. El Flaco miró al teniente pero
el teniente le retiró la mirada.
— Pues nadie, estos golpes fueron de la caída. —El caso se
cerró ahí.
Como a los quince días se recuperaron, el teniente no los
echó el mes entero que les habían decretado, al ver que no lo
habían denunciado, pero los sacó para el peor patio, el patio
más olla, el Primero, Cuando entraban ya estaban repartidos.
Alguien le dijo al Flaco: «Usted, joven, es mujer de tal». El hom­
bre miró, y el tal le ordenó: «Mire, mi niña, páseme sus zapati­
llas». Como vio que El Flaco no podía moverse bien todavía
ni pelear, quiso abusar y ponerlo a vivir con él. No sabía con
quién se metía. El Flaco se le alzó: «Se equivoca, gran m al­
parido, yo soy un varón, y soy muy nervioso, no vaya a ha­
cerse matar, so hijueputa». El otro comió de esa y lo dejó
tranquilo. Es que en la cana es así, uno tiene que pararse como
varón, si no se lo comen. Los que entraron a ese patio nom­
braron cacique a Rasguño — que lo era de todas maneras— y
al Flaco como segundo o remplazante. Y comenzaron a pe­
lear la zona. Tocaba lim piarla bien. El prim er paso fue des­
aparecer a los «enam orados» y luego a cada uno de los
ladronzuelos. La guardia colaboró por orden de los patrones
y dejó entrar las herramientas para hacer el aseo. Quedó sin
una rata. Todo mundo obedeciendo, todo mundo en orden,
80 PENAS Y CADENAS

todo bien. Cogieron un patio que daba plata; sólo vendiendo


tinto, aromáticas y empanadas, los nuevos mandos no deja­
ban de sacar los 100, los 200 diarios. Es que con orden los
negocios prosperan. A los días, los nuevos ya eran caciques
del patio. Poco a poco fue llenándose con gente fiel y obe­
diente. Era un patio que hacía reclamos y exigía derechos;
era un patio en calma porque se había hecho mucho muerto.
A la gente que la cagaba le salía más barato arriarse sola de
ahí. El Flaco se sentía dueño del orden porque Rasguño así
lo miraba. Pero pronto El Flaco volvió a pensar en la liber­
tad, en la fuga. Tenía planes de volarse por el rancho. Le co­
braban 20 millones de pesos por la colaboración, pero sin
compromiso.
Ya teñía armado el nuevo plan cuando se prendió una guerra
con el patio donde mandaba Gorranegra, una caspa. Había sido
del ejército y había hecho no se supo qué cagada, pero en La
Modelo la estaba pagando. Les hizo trasladar un matoncito para
prender la mecha. Y la prendió. Era un malandro que le gustaba
menospreciar a todo el mundo; robaba a las visitas, a las muje­
res, a quien se le acercara. Soplaba día y noche. Era venenoso;
era El Alacrán; El Flaco le había advertido:
— Vea, haga lo que usted quiera en la casa de Gorranegra,
pero aquí mandamos nosotros; usted puede llevar 20 años en la
cárcel y puede ser el asesino más tenaz y puede estar respalda­
do hasta por el mismo putas con cachos, pero aquí usted no es
nadie.
El Alacrán brincó:
— Yo a usted no le como de ninguna, usted no es un cacique,
es un niño bonito.
— Sí, usted tiene razón — le contestó El Flaco— , no seré un
cacique, pero tampoco un güevón que se deja montar de cual­
quier hijueputa.
EL RELATO DE DON PEDRO 81

. El Flaco andaba cargado como con ocho millones enjoyas;


se mantenía lleno de cadenas, manillas, anillos y buen reloj de
oro. El hijueputa le decía mirándolo:
— Todas esas joyas voy a lucirlas yo.
Un sábado se metieron y robaron a una visita de un amigo
de Rasguño. El Flaco estaba en su celda cuando llegaron a
ponerle la queja: «Mire que el rata se robó tales y tales co­
sas». De una vez, El Flaco fue llamando al man y le dijo que
eso estaba mal hecho y que tal... Entonces, trácate, trácate...
trácate, se prendió la guerra. Los balazos fueron muchos y la
guerra fue a muerte. Se jodió la fuga y, para redondear la caga­
da, a los patrones, que tenían negocios con Gorranegra, no les
convino la pelea. Sacaron a Rasguño del patio y El Flaco quedó
débil y enemistado con los patrones.
No duró su reinado mucho tiempo. Gorranegra no le pelaba
el ojo, le infiltraba malandros, provocadores, matones. La pe­
lea con el hombre era diaria y la guerra, fija. No había cómo
desmontarse de ella. «Sucede con las guerras — decía El Fla­
co— lo que pasa en las peleas entre casados, que una vez que
comienzan no hay manera de patrasiarlas porque cogen fuerza
solas; uno se ve de golpe metido en un lió que tiene entrada
pero no salida». Todo golpe hay que responderlo más duro, y
así el animal de la guerra engorda y se vuelve un monstruo que
se come a los dos guerreros y a todo el mundo, así esté lejos de
ella. El Flaco era consciente de la locura, pero nada podía ha­
cer. Decía: «A ratos ni sabía yo cuál era la razón para tener que
terapiar a otro, o para liquidarlo, o para desaparecerlo, o para
picarlo. Tocaba hacerlo para responder. La guerra es una mane­
ra, .de.hablar con sangre».
Fue por esos días que al patio donde El Flaco mandaba llegó
Vicente. Para El Flaco, Vicente era un maloso, recién llegado,
pero con un algo que lo hacía igual a todos y distinto a todos.
82 PENAS Y CADENAS

Sospechaba de su pinta, pero era directo con los ojos. Era co­
nocido, había estado en El Bame y llegaba a La Modelo desde
Palmira donde la había embarrado. Allá la tenían montada una
manada de caucanos y sólo ellos podían vender vicio. Disgus­
taron y se fueron a la guerra. Vicente no podía salir ya al patio
y una noche, cuando los caucanos andaban preparando las bi­
chas del otro día, Vicente les estalló una granada entre la celda
y más encima íes botó gasolina. Los incineró. Se salvó uno de
los tres jíbaros.
La fama de Vicente le abrió camino cuando llegó a compar­
tir patio con El Flaco. Lo vigiló desde el primer día porque, de
haber sido gorranegdsta, habría tenido que enfrentarlo. Pero, si
no era, podrían llegar a ser llaverías. El Flaco y Vicente se gas­
taron mirándose varias semanas. Se miraban con desconfianza
porque sabían el peligro que cada cual tenía. La diferencia era
que Vicente llegaba y El Flaco estaba. Un día, patinando, Vi­
cente se le acercó al Flaco y a bocajarro le preguntó si sabía lo
peligroso que era tener mando. La pregunta dejó loco al Flaco
porque él mismo venía pensando en eso y había llegado a la
conclusión de que el mando era una manera de desaburrirse en
la cárcel, que todo ese entable de poderes que hay que hacer
mantiene á los jefes distraídos en algo importante como es cui­
dar la vida. Lo que tramó al Flaco fue la manera de hablar de
Vicente: calmada, como escogiendo las palabras y siempre
metidas entre unas brumas que lo ponían por obligación a pen­
sar. Le dijo, por ejemplo, «el peligro es la sal de esa comida».
El Flaco duró mucho tiempo sin pillarse lo que la frase quería
decir, hasta que entendió que toda su fascinación por el peligro
era su manera de vivir con los miedos. Esa ffasecita fue el puente
entre esos dos bacanes.
No mucho tiempo después, Vicente le preguntó al Flaco si
conocía a los patrones. Para no darle señas — todo cañero des­
confía— le respondió que «de oídas» v le devolvió la nregun-
EL RELATO DE DON PEDRO 83

ta. Vicente, mirándolo con esos ojos verdiamarillos que usa­


ba, le contestó que a uno sí y al otro no lo distinguía, pero que
ambos eran unas caspas. La socia entre los patrones no era
muy vieja, pero sí muy peligrosa, le aclaró. «Mida para dónde
van los patrones — le dijo Vicente al Flaco— en el comporta­
miento de Gorranegra». El Flaco fue entendiendo poco a poco
los entresijos de la respuesta, que es en resumen lo que nos
unió a todos: Gorranegra tenía detrás un respaldo jodido que
estaba afuera de la cana; los patrones lo prefirieron a él por­
que ese respaldo les convenía más, mucho más, que el nues­
tro. Nosotros podíamos limpiar el patío y mantenerlo así. Pero lo
que Gorranegra buscaba era limpiar la cárcel, limpiarla de ene­
migos, y su ambición iba más allá de La Modelo, se salía de las
cárceles. Lo que todos terminamos por entenderle a Vicente era
que teníamos que hacer una sociedad muy fírme para poder so­
breaguar. En ese acuerdo nació la matada del Alacrán.

12.

Fue por aquellos días cuando conocí al Flaco ya en persona.


Él contaba nuestro encuentro así:
«Vicente me presentó a Don Pedro. Venía de El Bame, don­
de había sido un gran cacique. Me dio también confianza por
su experiencia en la cana. Preguntaba mucho y llevaba un dia­
rio dizque para escribir una novela. Vivía pidiendo detalles y
uno hasta dudaba de los interrogatorios que hacía y sobre todo
de lo que vivía escribiendo. Era su manera de distraerse. Si uno
no encuentra una pega, un oficio, los días y los años sin libertad
se vuelven muy largos, amenazan con ahogarlo bajo su peso.
Era un hombre tratable y se sabía que había sido muy querido y
muy temido en ese infierno que es El Bame. Llegó en un mo­
mento preciso, como todo en la vida. Gorranegra se estaba mo­
viendo mucho».
84 PENAS Y CADENAS

La guerrilla estaba moviéndose igual. Eran dos fuerzas que


tenían que chocar también en la cárcel y además, como afue­
ra, tenían los mismos protectores. Nosotros, la delincuencia
común, éramos como el fiel de una balanza y tanto unos como
otros bregaban a ponemos de su lado. Nos hacían carantoñas o
nos daban duro. Nosotros éramos más, pero no sabíamos de
organización y, aunque teníamos jerarquías, todos peleábamos
con todos. Había entre nosotros una rivalidad muy enconada.
En cambio ellos se aliaban unos contra otros y unían a los que
estaban en el medio. Nosotros en el Primero quedamos matri­
culados contra Gorranegra porque trató siempre de manejar el
patio nuestro y ganárselo como plaza, plaza de mercado para
sus negocios y para su poder, plaza para sus caprichos y bruta­
lidades. Finalmente, era un militar. Nosotros tres, Vicente, El
Flaco y yo, no necesitábamos hacer un pacto, simplemente
Gorranegra nos unió. El sabía que éramos peligrosos y que si
se dejaba joder lo jodíamos. La picada del Alacrán fue una car­
ta que le mandamos y que, sabemos, recibió. Pero él estaba en
las que estaba. Preparaba con su gente de afuera y de adentro
una grande, y nosotros lo sabíamos. Tenía a su favor a la guar­
dia y al gobierno.
En las canas todo se sabe, todo se necesita saber, hasta los
pensamientos que no se han vuelto palabras. Uno se acostum­
bra a cazarlos como a moscas invisibles. Gorranegra, después
de la muerte del Alacrán, con la ayuda de la guardia que era su
respaldo, nos metió a varios malandros más como informantes.
Nosotros nos la pillamos y Vicente dijo: «Déjenlos hacer su
oficio y así sabremos para dónde van». Los vigilábamos sin
que se dieran cuenta que les teníamos el ojo encima. Sabíamos,
porque también teníamos inteligencia en otros patios, que esta­
ban armándose con fusiles. En La Modelo y en otras muchas
canas ha habido siempre chuzos, platinas, palas, patecabras que
los mismos internos hacen. De un tiempo para acá también
EL RELATO DE DON PEDRO 85

mazos, que las mujeres saben entrar. Pero que hubiera fusiles
era ya otra cosa. Esos no podían entrarlos las mujeres ni entrán­
dolos. El mero cañón es mucho más largo que la vagina más
grande. ¡Ni dantas que fueran! Por tanto, no había duda: eran la
guardia y los power rangers los que entraban esas armas de
guerra. Porque guerra era la que se sentía preparar. Nosotros
dimos en fabricar changones y en buscar granadas para, por lo
menos, mantener a Gorranegra a raya. La tensión crecía de día
pero, sobre todo, de noche. En lo oscuro, las vueltas arrecia­
ban. Se oían movimientos toda la noche. Parecía un cuartel en
vísperas de una batalla. Gente subiendo y bajando escaleras,
tropeles en los pasillos y ojos colorados al otro día. Se sentía
un clima pesado, se metió un silencio raro, del que todos que­
rían huir hablando güevonadas. Hasta que una noche estalló
la bomba.
El runruneo comenzó con el cuento de que el gobierno que­
ría hacer cambios dizque para arreglar La Modelo. Decían las
autoridades que había mucha corrupción allá adentro, siendo
ellas mismas las más corrompidas. En esos días todo estaba
caliente, los del ala norte, donde estaban los guerrilleros y la
delincuencia social, estaban preparándose. En el ala sur de la
cárcel estaban los paracos, pero con la benevolencia de los guar­
dianes del Inpec se infiltraban en el ala norte. El Guasón y El
Presbítero — Los Patrones— , que estaban en Máxima Seguri­
dad, querían manejar toda la cárcel, las dos alas.
Los paramilitares se habían metido por unos tubos, habían
roto una pared y, cuando la gente del patio Dos se dio cuenta,
ya Gorranegra estaba adentro tratando de acorralar a la guerri­
lla, qüe recibió a los paracos a plomo limpio. Los jefes de Go­
rranegra, que estaban recluidos en Máxima, se paseaban dando
órdenes y contraórdenes como si sus celdas fueran puestos de
mando. Y lo eran, de verdad. La guardia los protegía porque
ellos la tenían comiendo en la mano.
86 PENAS Y CADENAS

Oímos una cadena de petardos. El e l n , que sabía manejar la


pólvora, hizo estallar unas bombas en los pasillos que van al
patio Dos para detener la invasión. Entre los pasillos la plome­
ra era general. Quien tuviera un fierro tenía por obligación que
usarlo. Y había mucho fierro, mucho changón, mucha pistola.
La guardia comenzó a echarles gases y plomo a los del patio
Dos, como si no fuera suficiente lo que Gorranegra hacía.
Los guerrilleros llenaron de bombas y sombreros chinos to­
dos los pasadizos y pasillos que ellos podían dominar. En cinco
minutos tejieron de cables eléctricos, pilas y bombas los pun­
tos por donde los paracos podían avanzar.
La guerrilla hizo retroceder a changonazo limpio a los para­
cos y logró quitarles un par de fusiles. Los «friticos», que son
los indigentes — o desechables, como los llaman los guardia­
nes— , fueron los que más sufrieron porque vivían en los pasi­
llos y porque, como andaban siempre embazucados, no se habían
dado cuenta de la guerra que se les vino encima. Ellos estaban
sanos de lo que pasaba y de lo que pasó, porque muchos murie­
ron así, sanos. Ellos llevaron del bulto y en los mismos plásti­
cos en que dormían los envolvió la Ley para sacarlos como
finados. La policía entró a disparar plomo contra el ala norte.
Cuando los paras oyeron lo de los cilindros y vieron que la
guerrilla ya tenía fusiles, la policía aceptó negociar.
Yesenia me entregó después la carta de una amiga que su­
frió con. ella desde afuera de la cárcel el horror que vivimos
adentro. La copio:
Nosotras habíamos entrado aquel sábado porque era
puente y desde las tres de la mañana estábamos haciendo
cola para que esos tiranos nos esculcaran y nos robaran lo
que a los caciques les parecía peligroso. Y el lunes, fin del
puente, el Inpec dio la orden de que nos desalojaran tempra­
no. Se nos hizo extraño, porque nunca lo habían hecho así.
Habían suspendido visitas para castigamos a nosotras y a
EL RELATO DE DON PEDRO

nuestra gente, pero eso de echamos en medio de la visita


era raro. O, mejor, no era raro, porque todas sabíamos que
eso iba a prenderse de un momento a otro. El marido me
había dicho que si algo ocurría, ellos estaban preparados,
que confiara en que nada les iba a pasar a ellos. Por eso
muchas mujeres nos quedamos afuera de la cárcel desde
aquel medio día. A eso de las cuatro de la tarde sonó la
primera explosión. Afuera hicimos silencio. Cuando se
oyeron los rafagazos, afuera sólo se oyó un ¡Virgen Santí­
sima! Afuera nosotras peleábamos con la guardia a puños,
patadas y gritos. Teníamos que desahogar esos nervios que
ya nos tenían apretada la garganta. La guardia nos amena­
zaba con sus bolillos y sus pistolas, mientras nosotras gri­
tábamos cada vez que oíamos las explosiones, sin saber
qué estaba pasando adentro. Afuera vimos llegar a la poli­
cía en camiones y buses. Parecían extraterrestres, con más­
caras, chalecos y escudos y armas que nadie sabía distinguir.
Primero tratamos de implorarles que pusieran fin a la ma­
tazón que oíamos, pero ellos venían a lo que venían y co­
menzaron a golpeamos. Nosotras les hicimos frente cuando
vimos que iban era a hacer maldades adentro. Nos les pren­
díamos a los uniformes, al cuello y hasta a las patas cuan­
do nos botaban al suelo para no dejarlos pasar a matar a
nuestra gente. Un escuadrón especial nos dispersó con ga­
ses, agua y tiros de pistola. El pavor corrió por esas calles,
cayeron varias, pero nosotras no estábamos dispuestas a
dejar solos a nuestros hombres en la ratonera. Cuando la
balacera estaba muy avanzada llegó la Defensoría del Pue­
blo. Nos le prendimos a suplicar que pararan la masacre.
Que los internos eran seres humanos, tenían derechos, te­
nían hijos, nos sostenían a nosotras. El funcionario decía:
«Sí, sí, sí, claro, sí, sí, claro». La guardia no lo dejaba en­
trar por más órdenes y gritos que el hombre diera. Terminó
por irse. La guerrilla avanzó durante la noche. Se supo que
estaban armando cañones con cilindros para atacar el ala
sur, cayendo quien hubiera tenido que caer. ¡Cómo hubíe-
PENAS Y CADENAS

ra sido la matazón si hubieran disparado! Al día siguiente


a las ocho de la mañana llegaron más funcionarios de la
Defensoría y lograron entrar. La balacera llevaba casi 20
horas. Nosotras dormíamos unas contra otras para guare­
cemos del frío y del miedo. Unas rezaban, otras lloraban y
jipiaban, y otras se echaban unos discursos como si estu­
vieran frente al presidente de la República. Después de
que la Defensoría entró comenzaron a llegar ambulancias.
Adentro, el fuego era cada vez menos, pero no dejábamos
de oír explosiones y ráfagas. Todas estábamos unidas, fue­
ran nuestros maridos o nuestros hijos del bando que fueran.
Para nosotras el dolor y el miedo eran el mismo. En esta
guerra el mido de las bombas y la violencia de la guardia
era contra nosotras. Hubo un rato largo de silencio. Luego
oímos por los altavoces que la guardia les ordenaba a los
intemos desnudarse y salir con los brazos sobre la cabeza.
rcn y Caracol informaban que la guerrilla tenía un «por­

tentoso armamento y que se trataba de una fuga que la


policía estaba evitando». Les gritábamos que no fueran
mentirosos, que estaban cargados, que abrieran bien los
ojos y contaran lo que de verdad estaba pasando, que ellos
eran los responsables de hacer parar esa matazón. Nos
miraban como piojos. Y seguían mintiendo. Nosotras nos
preguntábamos qué clase de ojos les había dado Dios para
que miraran una cosa y dijeran otra. No se trataba de cul­
par a unos y no a otros,Todos en las cárceles son jodidos y
se vuelven fieras encerradas. Se trataba de que ellos pidie­
ran que se parara la matazón de unos y otros. Eso era lo
único que pedíamos, nada más. La guardia sacó a la gente
desnuda a las canchas, y allí la tuvo bajo el sol, sin pan y
sin agua, mientras sacaba escondidos a los muertos y sa­
queaba las pertenencias de todos los intemos. Les destro­
zaron su plante, lo que no pudieron robarse lo rompieron.
Les robaron y les destruyeron todo lo que teman: ropa,
artículos de aseo, televisores, radios, libros, todo lo que-
EL RELATO DE DON PEDRO 89

marón y lo desbarataron. Todo lo pusieron patas arriba,


salvo, claro, en Máxima; allá no entraba ni la guardia ni la
policía sin permiso del Guasón ni del Presbítero.

Esas noches y esos días nunca podrán ser borrados de nues­


tras memorias. L a guerra saca a flote lo que el hombre lleva por
dentro y, diría más, lo peor y lo mejor que vive preso en todos
nosotros. La guerra en la cárcel es más violenta que la guerra
que se vive por fuera porque es la misma, pero metida entre
cuatro paredes. Es como si los muros fueran las fronteras del
país. La sangre corrió esa vez por celdas, pasillos y patios.
Muchos fueron los muertos y pocos los que las autoridades pre­
sentaron como tales. Quiero decir sí, que de nuestro lado hubo
ocho muertos y que de los infiltrados que entregamos amarra­
dos a la policía unos aparecieron muertos y otros están «des­
aparecidos» en el cementerio de La Modelo. A Gorranegra lo
salvó la policía y el Inpec lo trasladó a Picaleña, de donde una
tarde se voló por la puerta principal. Ahora es comandante pa­
ramilitar en la Sierra Nevada de Santa Marta. A Rasguño lo
mataron aquella noche.

13.
Después de la noche de la guerra, El Flaco decidió fugarse
por Sanidad. Intentar de nuevo. No había caso. Estábamos en
una ratonera. Habló conmigo y estuve de acuerdo con su plan,
aunque le advertí los peligros. Se lo contó también a dos com­
pañeros probados y requeteprobados que teníamos. Les dijo:
— Bueno, tengo un plan así y asá, tengo unas amistades, ten­
go todo armado afuera. Tengo mi vuelta para hacerla, necesito
que me colaboren ustedes.
— Díganos no más cómo es la vuelta — le respondieron.
90 PENAS Y CADENAS

— Sencillo — dijo— , me voy a pegar un balazo con una pu­


ñalada para irme, me hacen llevar ustedes al hospital, y si Dios
quiere de allá no vuelvo.
— ¿Balazo o puñalada? — preguntaron.
— Pues, una puñalada que parezca un balazo — respondió.
— Hágale, pues — le dijeron.
Y así fue. Hizo sus contactos por fuera de la cana. Habló
con su padre, don Ignacio. Le contó todos los detalles. El viejo
lo respaldó: «Bien, para las que sean y ta, ta, ta». Duró poco en
cuadrar la vuelta por fuera, hasta que le avisó: «Todo está listo
tal día, a tal hora. Todo está cuadrado, Fulano está listo, Zutano
también». Adentro, sus amiguitos le confirmaron que todo es­
taba preparado, esperando el momento de su decisión. Habló
con sus muchachos: «Recojan las armas — les dijo— , aquí tie­
nen el plan de seguridad para que la gente no haga eso de pe­
garle un tiro a quien no toque y de que salgan corriendo cuando
no deban».
En la celda todo estaba listo. A las ocho de la noche llegó el
propio que iba a hacerle el mandado. El Flaco se acostó en su
cama y le inyectaron anestesia para disminuirle el dolor; el pro­
pio cogió el chuzo, lo desinfectó bien, lo calentó, lo enfrió con
alcohol, y le preguntó:
— ¿Listo?
— Sí — respondió— , hágale.
— Cierre los ojos y muerda este pedazo de llanta — le orde­
nó— , bótele ahí el dolor.
El «doctor», guiado por El Flaco, que tan bien conocía el
mapa del cuerpo, le tocó las costillas delanteras, contó dos de
arriba por el lado derecho, y comenzó a sudar. Una cosa era
conversar el plan y otra muy distinta hacerlo. Meterle a otro
una puñalada en una pelea o en un atraco es una cosa distinta,
muy distinta, a introducir un cuchillo en frío a un cuerpo quie­
EL RELATO DE DON PEDRO 91

to. Ambos, El Flaco y el «médico», sudaban de miedo. La xilo-


caína era de dentistería y no cogía bien, o por lo menos no era
la propia para semejante herida. El primer pan zazo entró un
centímetro. El «médico» temblaba, tenía miedo, se le veía en
los ojos; entró otro centímetro y le confesó al Flaco:
— No, no, no puedo, que se lo haga otro.
— No sea hijueputa — le gritó— , hágale y hágale rápido.
Él hundió otro centímetro, miró al «paciente» y le dijo:
— Planto.
El Flaco sacó el mazo y se lo puso en la cabeza:
— ¡Hágale!
El Flaco, ya entrado en gastos, estaba decidido a quemarle.
El «doctor» lo notó. Volvió a coger el chuzo, puso la empuña­
dura en su pecho, lo miró a los ojos, y se dejó caer sobre el
mango. El chuzo entró. El Flaco debió sentir la muerte misma
metida en su pecho. «Un ardor profundo — contaba después—
que nunca había conocido se concentró en todo el cuerpo hasta
botarme al abismo. O í que alguien decía: «Pilas que se nos
muere». El hombre sacó la platina y El Flaco comenzó a des­
angrarse. ¡Buen síntoma! El peligro era que la sangre se que­
dara adentro y lo ahogara, pero el práctico había hecho un
boquete y no dejó que la herida cerrara. Quedó como si hu­
biera sido un balazo con una pistola Colt 45. Term inada la
«intervención» el médico le dijo: «Bueno, hermano, ya está.
Ahora descanse». Al Flaco se le fueron las luces. Quedó sin
aliento. Creyó que se moría todo, hasta que oyó, según el plan,
que un compañero disparaba dos veces con balas de fogueo.
Entonces, sacando fuerza de su gana de irse, gritó: «Hijuepu-
tas, me mataron, me mataron».
El revuelo fue en segundos. La gente se arremolinó para ver
qué había pasado. Sólo unos pocos sabían de qué se trataba, el
resto estaba sano. Todos gritaban:
92 PENAS Y CADENAS

— Guardia, guardia, un muerto, un muerto.


Llegó el cabo, le levantó la camisa y dijo:
— ¡Uy, está echando harta sangre! Llamen a la enfermera
rápido — y llamaron a la enfermera. La enfermera llegó, miró
al herido y dijo:
— No, esto no es de enfermería... Se nos puede morir, échenlo
para el hospital...
Por dentro El Flaco estaba contento porque todo iba salien­
do como lo había pensado. Por fuera, se moría a cada rato.
Un guardia lo tocó y de puro malnacido dijo:
—-Todavía está caliente.
Otro dijo:
— No, ese hijueputa está vivo y muy vivo, está haciéndose el
muerto y hasta un tiro se daría. Hay que asegurarlo.
Lo esposaron a la camilla y nombraron la guardia para lle­
varlo al hospital: 21 pintas.
Llegó al hospital. Un amiguito de don Ignacio, bien prepa­
rado por el cucho, miró al Flaco y le dijo:
— Pilas, ¡no se vaya a dejar abrir!
Al rato llegó el médico de verdad.
— ¿Qué le pasó?
— Pues que casi me pasan al otro lado.
— Hay que mirar dónde tiene alojado el plomo y cuál fue su
trayectoria para saber qué le rompió.
— No, no sea güevón, doctor — le dijo El Flaco— , es una
heridita, véndeme y déjeme descansar y verá que mejoro.
— Nada, aquí el que manda soy yo.
Y le gritó a lá enfermera, que era nuestra:
— Llévelo a rayos x.
Ella, que era amiga del papá, le reviró:
EL RELATO DE DON PEDRO 93

— Pero, doctor, no tiene necesidad, es un chuzón de espara­


drapo.
— Nada, a rayos x.
En esas llegó un practicante, también de la comparsa, y le
dij o en voz baj a al «paciente»:
— Hay que abrirle rápido otro hueco para que este pendejo
crea que la bala salió.
Y hágale. Con cuidadito y una especie de sonda lo traspasó.
— El tiro fue por la espalda — le aclaró, para que no hiera a
cagarla y porque el hueco más grande estaba por el pecho. Otra
vez se desmayó nuestro hombre, aunque la anestesia ahora fue
efectiva. O quizá la herida menos profunda. El practicante y la
enfermera hicieron musarañas y musarañas, hasta que el doctor
dijo:
— Bueno, yo entrego tumo a las doce. El que viene hace la
intervención.
Afuera había doce guardias y por los corredores otros nue­
ve. El nuevo médico examinó al herido y ordenó:
— Se nos puede ir, mejor intervengámoslo. — La enfermera
y el practicante protestaron:
— No es necesario, si está alentado.
Pero el chorro de sangre le daba la razón al jefe:
— ¡Necesito ver la radiografía y punto!
Le hicieron la placa. El médico la miró y dijo:
— Es una herida muy rara, pero de todas formas le compro­
metió el tórax, casi le toca el mango. Vamos a dejarlo en obser­
vación dos horitas.
Pasó el tiempo, todo estaba listo. El Flaco tenía las manos
sueltas e iban a dar el siguiente paso cuando entró el médico y
le dijo:
94 PENAS Y CADENAS

— Yo no tomo el riesgo de dejarlo sin intervenir, así que va­


mos a abrirlo.
Y diciendo y haciendo. La enfermera, cuando vio todo per­
dido, le inyectó de nuevo la anestesia y nuestro amigo poco a
poco se fue adormeciendo. Lo operaron y lo dejaron esposado
en recuperación. El plan se frustró en paro. Cuando supe la
cagada, le hice saber al médico que contábamos con su silen­
cio. El tipo entendió el mensaje y aceptó que el «orificio» era
de bala.
Meses después le descubrieron al Flaco, a causa de la trans­
fusión que le hicieron aquella vez, una hepatitis C. Paga, pues,
dos condenas y juntas lo tienen copado. Estrena la cárcel de
máxima seguridad de Valledupar. Vicente corrió con suerte.
Obsesivo y disciplinado como es logró su libertad. Yo, retirado
de toda pelea, trato ahora de escribir y de contar lo que he visto
y sufrido en este corazón del infierno que ha sido mi casa y
donde me he vuelto viejp_y_ achacoso.. Algunos domingos viene
Yesenia con su cuerpo menudo y sus ojos tristes.
Paola

o me la pillé desde que entró. Venía hecha un andrajo. Ara­


ñada, amoratada, a medio vestir, andaba paso a paso porque era
un solo dolor. Como siempre, los internos mirábamos al perso­
nal nuevo, la carne fresca que. entra a la cárcel a alimentar sole­
dades y rencores. A pesar de su estado, se le veían unos ojos
negros picantes, una piel sana y morena y una boca húmeda,
jugosa. Tan pronto sonó la reja al cerrarse —un golpe frío que
nadie olvida— , ella cayó en mis brazos. Yo la esperaba desde
que comencé a soñarla sin conocerla. Hay caminos que se pre­
sienten y, cuando se juntan, casi no sorprenden. Ella me miró
con la seguridad con que se prende un crío a la falda de la mamá,
y así me hizo sentir durante cinco años. Me contó lo que le
había pasado y comenzó, como siempre se hace, a decir que
una no sabe por qué está allí, que todo parece un sueño. En la
jaula, me dijo, la habían violado todos los que se metieron con
ella. Uno por uno. Mientras unos la inmovilizaban otros se la
comían por detrás y por delante. Al principio luchó con toda
Biblioteca Sapiens Historicus
96 PENASYCADENAS

su fuerza, porque una puede ser puta, como me dijo, pero no


de mal gusto, y los que abusaron de ella eran todos gamines.
La curé. Le lavé la cara, la peiné, le presté una sudadera limpia
y la llevé a mi celda a que se repusiera boca abajo. Yo sabía lo
que ella había vivido porque también a m í me pasó, quizá con
más suerte, pero no con menos dolor. El hecho fue el mismo.
Yo venía, como ella, remitida de los calabozos del cti, cala­
bozos fétidos donde en un 3 x 4 meten a tres o cuatro deteni­
dos que se roban la respiración uno a otro. En la jaula — que- .,
es un cajón hecho de barrotes de hierro donde empújan_aJos ;
remitidos antes de asignarles celda— me rodearon los hombres
y ya me tenían desnuda y lista como a un pollo antes de meter
al homo, cuando oí un grito: «¡Quietos, hijueputas!». Y no al­
cancé a saber de dónde salía cuando el cacique me estaba res­
catando y besando. Me pillé que él era el mando ahí. No sé
cómo se les reconoce, pero su autoridad se impone. No me vio­
lentó. M e acarició, me consoló y yo me le entregué más por
miedo que por ganas. Si no hubiera sido porque él Niño del
Veinte me socorrió, me hubieran hecho lo mismito que a Pao-
la. Evité que me violaran, pero en pago caí en manos del caci­
que. Él se enamoró de m í y no aceptó que nos dieran celda
aparte, sino que me llevó a vivir con él desde el primer día.
Era muy conocido en las canas, había caído en Popayán por
narcotráfico — tenía varios chulos a su cuenta— , lo repatria­
ron para Cali y luego, cuando lo condenaron a alta seguridad,
pasó al B.ame y por último a La Modelo._.No resistía el frío de
ese páramo de Cómbita y, como era hombre de mucho poder,
a Bogotá lo trasladaron. Él me dio seguridad y — digamos—
me acolchonó el porrazo al entrar, eom ojm ijer que uña se
..siente, a una cárcel llena de hombres. Yo comencé a pedir
desde mi ingreso ser trasladada al Buen Pastor, donde noso­
tras debemos estar. A uno lo sexan mirando si el órgano le
cuelga o lo lleva encaletado, y ese no es fundamento. Uno es
PAOLA 97

hombre o mujer según su naturaleza de adentro y no de afue­


ra, que es la que se ve y se toca.
Contra la naturaleza de adentro nadie puede. Yo me volé de
la casa cuando mi padre me echó. Me echó dizque por menti­
roso, porque yo le confesé que era su hermano, mi tío, quien
me había hecho el daño. Yo tenía diez años y un día me deja­
ron solo con él, mientras mis padres hacían un trabajo juntos.
Mi tío, que tenía en esa época sólo unos 20 años, me sentó en
sus piernas, fue acariciándome y cuando me di cuenta estaba
con los calzones abajo y la cara consumida entre la almohada.
No entendía qué quería hacerme hasta que sentí que me metía
algo por donde no cabía. Yo me trataba de librar del hombre,
pero él era más fuerte y, por fin, me coronó. Cuando terminó me
dijo: «SÍ cuenta, se lo lleva el diablo». Y yo le creí. Me quedé
con mi dolor, que poco a poco fue convirtiéndose en un vacío
que necesitaba yo llenar sin saber por qué. Lo supe cuando,
años después, fui a llevarle como siempre el almuerzo a mi
papá a la obra donde trabajaba. Tenía que pasar por un depósito
que cuidaba un celador uniformado. Cuando pasaba por ahí
— apurado porque el golpe se enfriaba y a mi padre no le gus­
taba la comida fría— , me llamó y me cogió del pescuezo, me
empujó entre la bodega y me dijo: «Usted carga yerba». Yo ni
sabía qué era eso. Comenzó a esculcarme y yo, tan inocente
creyendo en la autoridad, me dejé meter la mano entre los bol­
sillos. Yo estaba confiado porque no cargaba lo que él dijo que
buscaba. Tarde me di cuenta de que lo que buscaba era lo que
con su mano rozaba y ahí se quedó acariciándome. Yo fui de­
jándome, al entender que todo iba derecho al vacío que me que­
maba. No me violentó, me violó con mis ganas. Pero llegué
tarde donde mi padre y el hombre estaba rabioso. Me dio una
fuetera delante de todos porque la comida llegó fría. El dolor
que llevaba entre las piernas se hizo un solo dolor con el que
me dejaba su correa en mis nalgas. Quizá sospechó todo, por­
98 PENAS Y CADENAS

que desde ese mismo día no dejó de mirarme con una inquina
que una noche se volvió pregunta: «¿Usted tiene novia?». «No»,
le respondí. Y me dijo: «Claro, qué novia va a tener un mari­
ca». Mi mamá, que estaba oyendo, salió a defenderme. «No le
diga así. Respételo». Pero él insistió, e insistió a los gritos:
«Usted es marica». Al fin, de tanto grito, le grité también: «Pues
si soy se lo debo a su hermano». Y ahí mismo volvió a quitarse
la correa y a asentármela mientras me gritaba: «Mentiroso.
Mentiroso. Un mentiroso no puede vivir aquí». Y abrió la puer­
ta de la calle y me echó. Mi madre gritaba y trataba de prote­
germe, pero él le dio un par de puños y la dejp fuera de combate.
En la calle comencé a caminar sin saber para dónde. Las
lágrimas no me dejaban ver. Pensé irme para donde mi tío, pero
me arrepentí. Caminé hasta la noche y fui buscando los puentes
de la 30, donde yo había visto galladas de pelaos. Me recibie­
ron, me dieron de lo que comían robado y me hicieron sitio en
su caleta. Viví con ellos ocho días, hasta que la falta de mi mamá
me obligó a volver. Sólo quería verla y decirle que la quería.
Ella me recibió llorando. No había dejado de llorar desde que
yo me fui, y entre sus llantos y los míos oí que me dijo sin
querer: «Mi niña». Era la primera vez que me trataba así y yo
me consolé con ese nombre y me calmé. Viví escondido unos
días. Hasta que una tarde iba yo en una buseta para la casa
cuando detallé a una mujer joven, elegante, a la que, sin saber
por qué, no podía dejar de mirar. Tenía unos ojos grandes y
negros — como los que más tarde me enamoraron de Paola— ,
bien maquillados. Ella sintió que yo la miraba y, sin mirarme,
me botó una sonrisita de sígueme, pelao. Y yo me bajé con ella.
Fue el llamado de la naturaleza. Le pregunté: «Dígame, pintar­
se los ojos ¿duele?». Ella se sonrió, y con una voz gruesa, de
hombrecito, me respondió: «No, eso no duele. ¿Quiere probar?».
Me llevó al salón de belleza donde trabajaba. Me sentó en una
silla, frente al espejo y fue maquillándome. O, mejor, fue ha-
PAOLA 99

ciándome aparecer mi mujer. Ei maquillaje fue inflamando mis


caderas, incendiando mi entrepierna. Me sentí invadida por ella,
por mi propia naturaleza. Yo quedé fascinado con ella, es decir,
conmigo. Ella crecía por dentro y me dominaba. Lo curioso es
que mi órgano se mantenía dormido mientras desde la entre­
pierna se me metía el infierno, la posesión del diablo — pen­
sé— , y me dejé ir en sus brazos. Terminé haciendo el amor con
Janet, como se llamaba mi peluquera. Con ella viví cuatro años.
Ella me entendió desde que me le pegué a sus ojos en la
buseta. La amé y la amo todavía. Ella me supo hacer. Me des­
cubrió, me dio confianza al valorarme como soy. Me enseñó a
embellecerme y a gozar mi transformación. Cuando llegaba del
colegio —porque yo no dejé de estudiar— , ella me daba clases
de comportamiento. Me mostraba cómo debía caminar, cómo
debía mover la cadera, cómo debía mirar. Yo me quitaba el blu-
yín, la camisa blanca y el saco azul del uniforme y me vestía
como a ella le gustaba, con minifalda, botas altas y negras y
una camiseta amarilla. Me dio mucha brega aprender a manejar
los tacones, pero ella decía que sin eso no hay manera de hacer­
se sentir la vagina que uno lleva escondida. Me hizo una pasa­
rela y me hacía desfilar ante sus clientes o dientas. Pero yo era
sólo de ella. No me gustaba nadie y si aceptaba que a ratos una
amiga o un amigo me tocaran, era por darle gusto a ella. Cuan­
do se desnudaba y me desnudaba éramos dos hombres trans­
formándonos en mujeres-de veras. Hacíamos el amor toda la
noche. Ella fue descubriéndome los senos y de tanto acariciár­
melos me fueron creciendo. Los sentía como dos flores abrién­
dose cuando ella, con sus deditos menudos, me pellizcaba las
tetillas. Era como la orden para que mi mujer saliera a tomar
posesión de mi cuerpo. Así vivimos. Nunca volví a tener una
felicidad tan redonda.
En el salón de belleza comencé a volverme no sólo mujer
sino puta. Janet les cobraba a sus amigos los juegos que hacían
100 PENAS YCADENAS

conmigo, que al comienzo nunca pasaron de jugar con las ga­


nas. Pero esas ganas no conocen molde y fueron desbordándo­
se, saliéndose de madre y en la calle pararon. Fue para una
navidad. Vivíamos muy alcanzadas porque ella era gastadora.
«Nos tocará rebuscamos por la libre», me dijo un día, y a la
calle fui a parar. Nuestro sitio fue la calle 80, al norte, pero
como allá no se puede trabajar sino después de la una de la
mañana, mientras llegaba la hora saltábamos de la 24 a la 45 y
de la 45 a la 66. Son sitios que los clientes buscan porque saben
que encuentran lo que quieren y nunca confiesan. Y uno tam­
bién: hombres que no se han emborrachado aún y a los que una
sabe manejarles sus miedos de macho y sus ganas de macho.
Janet me enseñó lo principal: ganar billete sin darlo. Hay ma­
ñas. «Primero me paga», les decía una antes de entrar a la pieza
y después del primer manoseo, cuando ya el cliente se hubiera
soltado la correa y descalzado, una les añadía: «Un momento,
mijo, voy por un preservativo porque nos tienen prohibido tirar
sin seguridad». Y, buscándolo, una nunca regresaba. Salía a coger
la calle. «Una vez el ojo afuera no.hay Santa Lucía que valga»,
decía Janet. El cliente a la final no tenía otra solución que ves­
tirse y, rabiando su pendejada, ir a buscarla a una donde la re­
cogió. Pero una nunca volvía esa noche al sitio donde la habían
recogido.
Cuando el cliente tiene carro es lo mismo, pero más peli­
groso. Entre el carro no hay «preservativo» que ir a buscar:
pero hay miedos de calle. Uno cuenta con el miedo que los
hombres le tienen a una travestí; saben que uno tira la mano
engillettiada, y les abre una severa chamba en la cara para
toda la vida. A veces no se dan cuenta del regalo que una les
dejó, hasta que una ya está fuera del carro, gritando para que el
cliente se pierda por miedo al escándalo. Porque los de carro
son gente rica, conocida, y que aprecia mucho su fama. Una lo
sabe y con eso ¡ueea. Yo he conocido hasta ministros, en ese
PAOLA 101

oficio, y qué decir de gerentes, doctores y ricos de toda calaña.


Son los más miedosos. Con sólo amenazarlos de pedir socorro
hacen lo que una les pida. Buscan mucho los senos y les gustan
pequeños para sentir que están con un muchachito. Uno los
deja soñar. No les ayuda con la boca sino por un precio espe-
cialísimo y sólo si a una le gusta el cliente, cosa que poco pasa
porque para una son meros cajeros automáticos.
En la calle una no las tiene todas. Lo que en realidad hay es
una mano de brutalidades. Así como se tumba al cliente, así
mismo, el dueño de la calle — que es siempre el marido de la
más antigua en el sitio— lo tumba a uno. Él sabe cuánto puede
uno cobrar y casi nunca se equivoca, y sobre esa tarifa cobra un
impuesto por dejar que se trabaje en su calle. Son travestistas,
viejas, muy sabidas. Una casi nunca logra engañarlas. Una vez,
yo primeriza todavía, estuve con un man que me dio 50.000
pesos, que en aquellos días, cuando la plata pesaba, era buen
dinero. Yo me encaleté entre los cucos una parte del billete,
convencida de que ella, la dueña de la calle, allá no llegaba.
Cuando me preguntó cuánto me habían pagado saqué la plata
que había dejado en la cartera y se la conté enfrente. Dijo: «Pues
no, no me da la cuenta. Sáquese de la chimba el resto del bille­
te». Yo negué tener más. Llamó al guachímán de confianza que
me llevó de las mechas a una esquina oscura donde me esculcó,
me encontró la caleta y le llevó a ella todo el billete. Ella me
dio un par de cachetadas, para que yo aprendiera, me confiscó
todo el billete y me dijo: «Queda castigada sin calle ocho días».
Así fue, Janet me dijo que por lo menos en ese sitio no podía
trabajar esa semana porque la dueña o su marido podían matar­
me sin que nadie supiera, lo que todas sabemos que pueden
hacer porque las dueñas les pagan impuesto a los policías. Ellos
pasan en sus motocicletas primero, dándose cuenta quién está
y cuántas hay. Luego, pasan en carro, paran y dentro de la ra-
diopatrulla uno les entrega el impuesto que cobran por dejar
102 PENAS Y CADENAS

trabajar. Es a uno a quien estafan porque la dueña les informa


cuánto cobra una, ella le corre a una la cuenta — porque la lle­
va— de cuánto tiene una y sobre eso hay que pagar. La canti­
dad que cobran no es fija, queda a capricho del comandante de.
la patrulla, que manda a los agentes a sacarle a uno el billete sin
mancharse él las manos. Y quien se niega las lleva o, mejor, se
la llevan, le dan una paliza entre el carro o en la estación, y
luego la dejan toda desmechada y hasta violada por ellos mis­
mos. Después aparece uno en un botadero. Casos se han visto
de travestís que no han vuelto de la vuelta y aparecen por allá
en la carretera a Choachí violadas y destripadas. Es un procedi­
miento que se conoce muy bien. Uno cuenta con eso para tra­
bajar.
No sólo son los impuestos los que amargan la vida en la
calle, es también el frío. El frío terrible de Monserrate hace
temblar los huesos y dormir las manos. Es un frío de pecado,
un frío que no se quita sino quitándose el miedo. Por eso toma
uno brandy con pepas de diazepán. El peligro es que se pase
uno, como me ha sucedido. Fue un primer aviso. Una noche yo
había tomado mucho y me había metido un buen kit de pepas.
Llovía pequeñito, las calles brillaban y las soledades corrían
solas. Me recogió un hombre ya viejo en su carro y nos fuimos
para una residencia que yo conocía cerca de mi casa. Estuvi­
mos recochando y tomando. El tipo estaba empeñado en que
yo lo vistiera de mujer y que me disfrazara con su vestido de
abogado, y me lo comiera. Ese era mucho camello. Yo le seguí
el juego, pero el hombre era flojo y se me quedaba adormilado.
En una de esas, le eché mano al billete, con tan mala suerte que
se me despabiló el paciente y comenzó a gritar. Sacó el revól­
ver y me quemó dos tiros. Yo salté por la ventana toda borracha
y a medio vestir. Volví a la calle. Corrí, pero el cucho me dispa­
raba. Sin zapatos logré llegar a mi casa. Mi mamá me abrió y,
cuando me vio,,mitad hombre, mitad tnuier, gritó: «Hijo, tápe­
PAOLA 103

se que'eso es pecado». «¡Tranquila, mamá, vienen persiguién­


dome, quieren matarme!». Ella me empujó debajo de la escale­
ra. M i padre oyó los ruidos y salió, también armado. Yo me
quedé inmóvil, inmóvil. Mi mamá le explicó: «Henry tuvo que
salir corriendo, estaba de afán». Y yo temblando debajo de la
escalera. No sabía a cuál revólver temía más, si ai que quería
cobrarme el robo, o al que quería borrarme el sexo. Yo estaba
segura de que si mi padre, armado, me veía de falda y brasier,
como estaba, y además maquillada, me mataba, me mataba.
Mi mamá lo calmó. Y cuando la casa era puro silencio, salí de
mi hueco, cogí una plata y una carta que mi mamá me dejó
antes de acostarse pidiéndome que la llamara, cerré pasitico la
puerta y salí a coger un taxi. Regresé tarde adonde Jane! Ella
no me celaba ni yo a ella. Por eso vivíamos tranquilas. Yo hacía
el amor con ella todas las noches después de trabajar, y así se
daba cuenta de que sólo la amaba a ella. Ambas pagábamos la
pieza, la comida y la ropa que nos intercambiábamos. Janet
me había presentado a su familia como su mujer y en su casa
todo era normal conmigo. Su papá me trataba de señorita y a
Janet la llamaba por su nombre, Janet. A veces los fines de
semana los pasábamos con sus padres y sus hermanos y nun­
ca hubo un chiste, ni una palabra grosera, ni un reproche. En la
pieza, ella me hacía el desayuno antes de salir a la peluquería;
cuando yo salía a mi trabajo pasaba a saludarla. Estábamos com­
pletas. Yo comencé a llamar a mi mamá de vez en cuando y
hasta nos veíamos y conversábamos. Ella me decía «mi niña» y
por eso no le quedó difícil llamarme Alexandra. Ese solo deta­
lle me hacía feliz.
Yo a veces llegué a confundirme y a tratar a Paola de Janet.
Tenían los ojos que eran los mismos. Me quedó fácil enamorar­
me otra vez porque era como haber recuperado mi primer amor.
La celda la pusimos como una pieza, la arreglábamos y la
decorábamos. Ella iba al wimpi a traer el desayuno que daban
104 PENAS Y CADENAS

— tinto claro, mogolla y una avena espesa y fría— , mientras


yo hacía huevos con cebolla y tomate, y ponía la mesa. Ella era
muy delicada. Se transformaba y se vestía de hombre para sa­
lir, pero en la celda siempre era mujer. Un día llegó, como yo a
mi casa, corriendo. Traía un revólver en la mano. Yo me para­
licé. Ella gritaba. Detrás llegó la guardia. La inmovilizaron,
la amarraron de pies y manos, la amordazaron y hasta la ven­
daron. Yo traté de meterme a defenderla y me gané tres pala­
zos que me dejaron quieta. Se la llevaron alzada. Sucedió que,
regresando con el desayuno, unos bandidos la asaltaron en la
escalera y, amenazándola con un fierro, la metieron a la fuer­
za a la celda de uno de ellos. Ella, que era una gata, los arañó,
los mordió, les dio pata en las güevas y se les soltó. Y más
encima les quitó el revólver y comenzó a dispararlo con tan
mala suerte que a ninguno mató. Esa fue la causa de que me la
quitaran y de que yo comenzara la lucha para que las autorida­
des carcelarias, o sea el Inpec, reconocieran nuestro sexo y nues­
tra condición y nos llevaran a las cárceles de mujeres a pagar
nuestra pena. Ya no fue, como al comienzo, un simple pedido,
ahora se trataba de una lucha, un verdadero movimiento para
hacer respetar nuestros derechos humanos. Al gobierno colom­
biano le pasa lo mismo que a mi padre: reconoce sólo el sexo
que está en la partida de bautismo.
Un día mi mamá me invitó a la casa. Yo iba con falda, zapa­
tos altos y bien arreglada. Cuando llegué y mi mamá salió a
abrirme, gritó emocionada: «Alexandra, ¡hijaaa mía!». Mi pa­
dre oyó y se vino hecho un animal rabioso: «No se llama Ale­
jandra, sino Henry», gritó. «Se llamaba, porque cambió de
nombre», le dijo mi madre. Él no supo qué hacer y se calló.
Viéndome frente a frente, le quedaba difícil llamar a una mujer
Henry. Porque Janet me había transformado toda, yo ya hasta
orinaba sentada. Me mandó arreglar la cola y me la respinga­
ron con siliconamne mandó.arreciar los. lahios. los nómulos y
PAOLA 105

con un tratamiento especial de hormonas había logrado hacer­


me crecer los senos. Yo usaba peluca y tenía el pelo cortico.
Total, era mujer. Pensábamos hacerme operar de una vez por
todas, pero los médicos son más ladrones que los abogados, y
nos cobraban millones de millones por meterme el colgande-
jo. Con Paola también soñábamos hacemos la operación. A
ella le quedaba más fácil porque no estaba, como yo, copada.
A ella le habían dado en primera instancia trece años, que podía
pagar con cinco, porque su caso no era grave como el mío.
Paola llegó de Italia deportada. Vivió en Roma como trans-
formista profesional. Roma, decía ella, es una ciudad pecado­
ra. Ejerció con mucho éxito y atendía a príncipes y a m illonarios
y a princesas y a millonadas. Ella borró todo límite entre los
sexos y los gustos. La deportaron porque terminó siendo aman­
te de un alto funcionario del gobierno, un católico amigo del
Papa que llegó a temer que Paola le hiciera un escándalo y le
arruinara su carrera. Era un hombre casado, profesor de univer­
sidad y caballero de la Orden de Malta. Un día llegó la policía
por ella, y sin más la puso en un Alitaiia vía Bogotá. El amante
la botó como a un bagazo, después de habérsela gozado. Por
eso una sabe que los hombres son siempre débiles y, por débi­
les, tramposos. Había llegado a Italia desde España, donde vi­
vió con un español en Madrid trapichando. Ella sabía del negocio
porque un tío —otro tío— también la inició en esos trotes y jun­
tos llevaron un primer viaje de coca en el estómago. Les fue bien.
Iban bien cuidados. Todo salió como con vaselina, sin dolor. Muy
valiente era ella. Pasar dos contrabandos al mismo tiempo — su
colgandejo, porque iba de mujer, y la mercancía— no es fácil, y
sólo lo hacen personas que saben controlarse mucho. Fue el es­
pañol José Mari, quien estando ya ella presa aquí conmigo vino
a visitarla. El hombre la amaba de verdad. Le consiguió un buen
abogado y logró que, en segunda instancia, le rebajaran la con­
dena. La realidad era que ella no había matado a nadie, como
106 PENAS Y CADENAS

demostró su apoderado, porque el tipo se murió en la sala de


urgencias en manos de los médicos. Fue cierto que Paola lo
apuñaló y a resultas de esos chuzones paró en el hospital. Pero
nunca se supo si murió al ser mal atendido por los médicos.
De todas maneras, Dios hizo justicia porque la culpa la tuvo el
finado y no ella. Paola, ya de vuelta, estaba en una discoteca
bailando y haciendo estriptís. El hombre se enamoró. La sacaba
a bailar seguido y a cada pieza se tomaba un whisky. Ella, claro,
quería engatusarlo, pero no quería acostarse con él. A cada whis­
ky él estaba más borracho y ella más retrechera, hasta que el
tipo, desesperado, le pegó dos golpes y ella le devolvió una
patada en los huevos. Entonces el tipo se botó a matarla y ella
se defendió con la navaja. Se lo llevaron jeteando y ella se fue
tranquila para su casa, cuando a las cinco de la mañana oyó que
tumbaban la puerta: era el e n . Entraron como bestias, la ama­
rraron en brasier y casi no le permiten ponerse los zapatos y la
falda. Se la cargaron así, como estaba, y como estaba llegó des­
pués a mis manos.
Lo mío fue muy distinto.
Después de cinco años de vivir con Janet las cosas se fue­
ron dañando día a día. Una vez le pillé la foto de un tipo en la
billetera, hubo gritos y mechoneadas y ambas, nosotras las
dos, quedamos heridas. Después echó a no llegar por la no­
che. Yo regresaba a las cinco de la mañana y encontraba la cama
fría y bien tendida. Pero no sólo dejó de ir, sino que comencé a
notar que los ahorros que guardábamos disminuían, y la ropa
de ambas, que era toda, se perdía, y ya no podía preguntarle por
nada porque echaba chispas por esos ojos que yo tanto amaba.
Comencé a desencantarme y a ir a discotecas a divertirme en
lugar de ir a trabajar formal en la calle. A sí fue que una noche
ella llegó con un pelado a la discoteca donde yo estaba bailan­
do y todo fue verme para venirse con una botella a dañarme la
cara o a corí!M**^^o'nal ^ '» m', e ':C^ - l ^ o^ í>f*t,At:r^puerdos que
PAOLA 107

pueden a una dejarle. La esquivé y la arrastré por el piso. Al fin


y al cabo yo era más grande que ella y más fuerte. Con tacones
yo medía 1,85 y ella apenas llegaba a 1,70. No quise volver a la
pieza ni a sacar las cosas que eran mías. Que el amor se vaya
con todo, dije, y arrendé un nuevo vividero. Fui haciendo aparta­
mento con lo que coronaba cada noche de frío. Me acomodé a la
soledad y juré no volver a caer. Hasta que conocí a un muchacho,
bello él, que creía que era hombre porque tenía mujer y dos hi­
jos. Me enamoré de él porque a mi mujer le gustaba su «hombre­
cito». Era una relación muy secreta. Se quedaba a veces en mi
apartamento, que yo tenía bien montado. A él le gustaba que me
vistiera de negro y todo lo usaba de ese color. Me acompañaba y
me cuidaba en las noches porque él era portero de una discote­
ca en la Avenida de Chile y yo me dediqué a trabajar en ese
sector. Yo lo amaba mucho y hasta llegué a pagarle el colegio a
sus dos hijos. Yo sabía que a pesar de tener mujer, él era mío.
Pero no sospechaba, cuando volví a caer enamorada, que los
hombres sólo pueden enamorarse de mujeres, y eso es lo que
buscan en las travestís, ese pedazo de mujer que se les perdió.
La relación iba poniéndose muy intensa porque a él le dio por
celarme, y celar a una puta callejera como yo era una bobada
peligrosa. Yo sabía que él estaba buscando abrirse y entonces
le madrugué, llamé a la mujer y le dije: «Mire, señora, yo soy
Alexandra, me enamoré de su hombre y ahí se lo dejo quie­
to». Ella quiso hablar conmigo en persona y nos encontra­
mos. Cuando miró que yo era travestí se dio cuenta de quién
era su marido, pero como también lo quería terminó dejando
las cosas así. Pero él no. Él se sintió traicionado y una noche
esperó a que yo llegara de trabajar y quiso matarme. Yo le
resistí y cuando se dio por notificado de que conmigo no po­
día — porque aunque yo fuera mujer, mi cuerpo tenía todavía
músculos— , prefirió salir corriendo. Yo quedé muy ofendida,
muy ofendida porque, inclusive, le había prometido a su mu­
108 PENAS YCADENAS

jer que yo seguiría pagándole el colegio a mis hijastros. No


volví a saber de él.
Pasé días feos, amargos y, para ajustar, la policía dio en
montármela. Hacía batidas diarias porque el alcalde, al que hasta
el culo se le derretiría, ordenó limpiamos. Nos golpeaban, nos
insultaban y hasta muertas violadas comenzaron a encontrarse
en los vallados de la 170. Dos o tres aparecieron muertas y
como N. N. las enterraban, porque una nunca ssde a trabajar
con identidad. A m í una noche me alzaron de la 82. Los comer­
ciantes de la zona le pagaban — y le pagan hoy todavía— a la
Ley para perseguimos. Nosotros lo sabíamos porque la m is­
ma policía nos lo contaba. Me alzaron, me metieron en una
patrulla y a la estación fui a dar. Allá el teniente y los agentes
me golpearon sin piedad. Hasta que me dejaron sin sentido.
Cuando recuperé mi conciencia, el comandante me tenía en-
trepiemada. Me violó. Yo me dejé para poder irme tranquila.
Y así me fui, golpeada y rayada. La rabia y la gana de vengar­
me no me dejaban quieta. Pero al tipo algo se le quedó pega­
do. Dio en buscarme y lo dejé encoñarse porque le preparaba la
venganza. Yo le rezaba al diablo para que me diera fuerzas de
hacer lo que preparaba, que no era otra cosa que robarle el uni­
forme y dejarlo en la residencia desnudo para poder llamar
por teléfono a su jefe y entregarle la clase de hombrecito que
tenía la policía. Yo estaba aquella vez ya borracha y empepada
porque había tomado el doble para desvanecer los miedos. Él
también estaba borracho y quiso que yo le hiciera el sexo con la
boca. Yo me negué y él me obligó. Entonces todo sucedió a la
velocidad de la luz: mordí duro, y cuando sentí la sangre caliente
en mi boca y las trompadas en mis sentidos lo solté. Me dio tiem­
po de sacar mi navaja y lo apuñalié hasta que dejó de moverse.
Me lavé la boca y me fui por donde había venido. A su custodia
le dije, como siempre, «ahí se lo dejo». Al día siguiente estaba
yO e n c a u s a d 15 í' í'in c i» m p ia n fíi m m c /v V in m irirlT n cirrr9Ví>{jo_ ]h J g f)0 -
PAOLA 109

gado de la policía quiso probar que yo era de la guerrilla y que


había secuestrado al hombre. No pudo, pero a mí me dieron 25
años, de los cuales llevo ocho.
Paola, lejos de mí, se enamoró de un tal Vicente, ese sí gue­
rrillero, según decían. Era — o es, porque sigue vivo— un hom­
bre buen mozo y seductor. Un buen quiñador que soñaba sólo
con fugarse. Hizo varios intentos. Nosotras habíamos logrado
que la Mesa de Diálogo, que funcionaba para ese entonces des­
de hacía un año, reconociera nuestra naturaleza y aceptara dar­
nos por celda un sector de la Sanidad, o sea de la enfermería, en
la propia cárcel. Vicente había ayudado a organizar las Mesas
de Diálogo para resolver las peleas entre la guerrilla, los para-
eos y la delincuencia común. El ministro de Justicia las había
autorizado -y funcionaban como la verdadera autoridad de la
cárcel porque Íós internos le. obedecían más que a la dirección
o a la guardia. Las Mesas resolvieron mucho problema y evita­
ron mucho muerto. En esos días ya éramos doce mujeres, y de
escandola en escandola logramos que nos reconocieran como
mujeres; primero los presos que participaban en la M esa y, des­
pués de mucha pelea, las propias autoridades carcelarias. Mu­
cho nos ayudó la Defensoría del Pueblo, que se apoyó en el
derecho que teníamos a la diferencia y a ser tratadas como per­
sonas especiales. Queríamos estar con las demás internas, es
decir, en el Buen Pastor, pero el Inpec se opuso y sólo aceptó
una reclusión especial. Claro que vivir en la enfermería tenía el
doble sentido de decir sin decir que éramos enfermas y por eso
pusimos una tutela que nunca ganamos. Nosotras trabajába­
mos allá. Limpiábamos, organizábamos y hasta ayudábamos a
curar a los enfermos. Había dos o tres con sida y otros tantos
con cáncer. Uno preso y condenado a muerte vale menos que
un pollo con peste. Pero así moría esa gente. A veces también
nos prestábamos de mancorna para ir esposadas a acompañar a
los internos a una diligencia judicial. Hubo protestas porque
110 PENAS YCADENAS

mucho macho que esposaron con una de nosotras se sintió hu­


millado de salir al juzgado atado a un marica, y alguno hasta
casi mata una a punta de golpes. Prohibieron entonces que sa­
liéramos de mancorna. De paso se frustró así la fuga de Paola y
Vicente que se iban a ir emparejados. Vicente tenía una úlcera
que lo hacía vomitar sangre cada nada. Nosotras lo curábamos
en Sanidad y allá Paola y él planearon la fuga. Ella lo amaba
mucho porque ya estaba por salir libre y, a pesar de eso, prefi­
rió arriegarse a la aventura con Vicente que perderlo. El espa­
ñol estaba tras ella y fue él quien desde afuera les ayudó,
confiado en que ya libre Paola se iría a vivir con él, aunque
tuviera el corazón en otra persona.
El día llegó tiempo después de la noche del terror, cuando se
declararon la guerra paramilitares y guerrilleros. Esa vez noso­
tras comenzamos a oír las explosiones y la gritería desde Sani­
dad, pero cuando estábamos llorando histéricas llegó el teniente
y nos sacó para una celda especial, desde donde sólo oíamos
nuestro miedo. Después entendimos que necesitaban la sección
de Sanidad para llevar los muertos sin testigos. Yo me abracé a
Paola. Ella temblaba y lloraba pensando en su Vicente, y pen­
sando en él la besé, la amé, la acaricié, la gocé en medio del
terror. Tuvimos un largo orgasmo, como si supiéramos que era
la despedida definitiva. Cuando la guerra calmó, volvimos a la
enfermería. Vicente duró un par de semanas en regresar. Des­
pués de esa noche de miedos sueltos decidió anticipar la fúga.y
se enfermó de muerte. Botó sangre hasta que le autorizaron la
salida al especialista. El Inpec no quería tampoco más muertos
ni más denuncias.
Llegó el día. Vicente y Paola — disfrazada de enferm era-^
salieron con cinco guardianes. Los metieron al furgón, sueltos.
Confiaban en que Paola no iría a volarse por lo poco que le
faltaba. Yo la vi subirse confiada. Iba de zapato bajito y muy
PAOLA 111

bella. A él le salía luz por la frente. Los amé a ambos, a pesar de


que Vicente me la había robado.
Según se supo después, llegado el momento convenido a la
salida del hospital, Vicente y el español, cada cual desde su
sitio, se abrieron a bala contra los guardianes, esperando que
Paola también lograra huir bajo esa cortina. Ellos escaparon en
medio de la balacera, pero a ella la guardia la alcanzó en un
sótano del hospital y ahí mismo la asesinó. Desde ese día yo
acepté pagar mi causa. Desde ese día, cuando mi padre viene a
visitarme, no pregunta por Henry sino por Alexandra.
Ya estoy volviéndome vieja y no dejo de pensar en Paola.
Su recuerdo me da vida y me hace aguantar el dolor que me
produce mirarme al espejo: los arreglos de silicona que me hi­
cieron en los senos y en la cola han comenzado a moverse den­
tro de mi piel, y han ido cayéndose. Ya no están donde los
pusieron. La silicona de los senos va ahora en el estómago, la
de la cola se descuelga por las piernas, y la de los pómulos está
ya en el cuello. Soy casi un monstruo. La vanidad cobra caro.
El dolor en mi naturaleza y en mi cuerpo se confunde. Cada día
que pasa estoy más deformada. Hay veces que no puedo parar­
me de la cama ni salir siquiera a caminar. He pedido a la direc­
ción que me permita ser operada para poder botar los implantes,
pero el Inpec considera que es una intervención estética y esa
figura, alegan, no está contemplada en el código penitenciario.
El Bombillo

JQ l día que mi mamá vino a visitarme fue uno de los más amar­
gos de mi vida. Ella lloraba y yo trataba de consolarla, y cuando
se calmó comencé yo a llorar y ella a consolarme. No estuvimos
de acuerdo. Ni esa vez. Fue maestra de escuela en Anserma y
nos enseñó, a sus cuatro hijos, el amor a la patria y el respeto a
Dios. En ese orden. Era liberal y le había tocado vivir la violen­
cia. Creía que la matazón de aquellos años se debía a que los
colombianos habíamos perdido la fe en el país y el temor a
Dios. Aquel día me preguntaba: «Hijo mío, pero usted que fue
criado en una casa decente, que nunca le faltó nada, que apren­
dió buenas costumbres y que fue el único hijo que acabó ba­
chillerato, que luego fue aclamado como el mejor alférez de
la Escuela M ilitar y que recibió su daga de manos del doctor
Lleras Restrepo, ¿cómo pudo haber hecho lo que hizo?». Yo no
sabía qué responderle. Me acorraló con sus preguntas y sus lá­
Biblioteca Sapiens Historicus
114 PENAS Y CADENAS

grimas. Yo había cogido la carrera de las armas porque creí que


era la mejor forma de honrar la patria y de servir a mi prójimo
y a Dios. Me gustaban las armas, cierto, pero yo me veía en
sueños defendiendo al país de los bandoleros y de los enemi­
gos. El día que el señor presidente Lleras me entregó la daga
sentí lo mismo que cuando hice la primera comunión, una sen­
sación de estar elevándome sobre el suelo, de ser casi un ángel.
El día que recibí al Señor juré vivir con un Cristo en el bolsi­
llo izquierdo y una pistola en el derecho. Y el día de la daga,
. juré m orir por la patria. Esos recuerdos fueron los que me
hicieron llorar. Yo le explicaba a mi mamá: «Yo no maté a
nadie, a nadie. La prueba es que la Procuraduría no encontró
mérito para encausarme. Porque a m í me condenó un juez por
orden de m i jefe en el das donde yo trabajaba como agente
especializado en la unidad de Derechos Humanos». Esa fue la
razón que mi madre comenzó a repetir cuando vio que me
tumbaban las lágrimas. Mi amargura no paró cuando acabó la
visita. La cárcel de Armenia, donde comencé a pagar lo que
otros habían hecho, da a una lomita, y desde allá los parientes
y amigos que no pueden entrar se comunican a gritos con los
internos. Uno sale a una terracita, llamada El Teléfono, y des­
de allí puede distinguir a sus seres queridos. Aquel día terri­
ble salí al Teléfono porque m i mamá me había dicho que mi
papá estaba allá esperándome. Era verdad. Lo distinguí por
su calvicie y por una chaqueta de cuero que usaba para coro­
nar la Línea, porque él era camionero. Estaba borracho. Ha­
bía llegado desde las dos de la tarde y se había corrido una
botella entera de aguardiente. Berreaba a gritos, le braviaba a
la guardia, le echaba mueras al gobierno. Yo me hacía el que
no era conmigo, pero por dentro me sentía humillado y, de
haberlo tenido cerca, le habría cascado.
EL BOMBILLO 115

/ Como subteniente me di cuenta de que el ejército es una


pirámide de humillaciones. Para ascender, uno tiene que acep­
tar que le hagan comer tierra y luego, para que le obedezcan,
uno tiene que hacérsela comer al subalterno. A unó lo obligan
a lamerle las botas al superior y a tratar a patadas al inferior.
En el ejército no hay respeto por el ser humano. El mando es
puro terror; los ideales del escudo, Libertad y Orden, son la
disculpa para montársela a otros: arrastrarse ante el mando,
arrastrar al mandado y perseguir a sus conciudadanos! Yo no
tuve problemas con nadie en la Escuela Militar, mis califica­
ciones fueron todas excelentes. Pero a m í el cuento de la obe­
diencia ciega me fue cargando y, al final, pedí la baja. Ese no
era el camino que yo estaba buscando para servir a mi país.
Pensé en estudiar derecho, pero no tenía plata con qué pagar la
universidad y me sentía obligado a trabajar para que mis her­
manos menores terminaran su bachillerato.
Resolví presentarme al das en Bogotá para desde allí ayudar
a combatir el delito y, al mismo tiempo, tener con qué ayudar
en la casa. En el primer examen que me hicieron, me preguntó
un sicólogo que hacía las entrevistas para ingresar: «¿Usted cree
en la honradez?» Yo, que venía escaldado del ejército, dije sim­
plemente: «No». No me di cuenta de que el lema del das es
Lealtad y Honradez. No pasé. El sicólogo me dijo: «Estúchese
bien la filosofía de la institución y vuelva a presentarse». Volví.
Esta vez me preguntó: «Si usted sabe que su hermano es nar-
cotraficante, ¿lo coge preso?». Le dije: «Claro, porque la ley en­
tra por casa». Mentiras. Nunca lo hubiera hecho. Me dijo el
sicólogo: «Bien, usted pasó el examen». «Bien — dije yo— . Este
es otro hundidero: si digo la verdad, me rechazan; y si digo men­
tiras, me aceptan». Pero la necesidad tiene cara de perro. Yo te­
nía, además, la esperanza de que en la Unidad de Derechos
Humanos las cosas mejoraran porque a esa división la entrenan
116 PENAS Y CADENAS

mejor y uno tiene que conocer de códigos y saber los derechos


de la gente.jcíaro que pronto me di cuenta de que la mayoría de
los agentes se aprenden la ley con el único objeto de saber com­
plicar al personaje y subir el precio de la mordida, que es el
verdadero ingreso de un a g e n t e ^
Después de hacer cursos y re-cursos, de presentar exámenes
y pruebas y de hacer juramentos, me entregaron por fin mi cha­
pa. A pesar de mis dudas, yo no estaba aún envenenado. Pensa­
ba que como detective especializado en Derechos Humanos
podía ayudar a la gente. Me sentí engañado cuando el jefe me
dijo, leyendo mi hoja de vida: «Señor Caro, usted que sabe de
armas, le voy a dar un cargo de mucha responsabilidad: escol­
tar a Fulano de tal, un comunistoide que usted no me puede
dejar matar. Usted verá. Pase a la armería, pida sus fierros y a
trabajar». Mis fierros eran una pistola y una motocicleta. ¿Cómo
— pensé yo— puedo defender a don Fulano con esto? Regresé
donde el jefe. «Señor — le pregunté— , si manejo la moto con
la derecha ¿usted cree que con la izquierda doy en el blanco?
Por lo menos nómbreme un compañero». Me contestó: «Nega­
tivo, no hay recursos». Prendí la moto de una patada, y me fui a
buscar al Fulano. Era un dirigente de la Unión Patriótica. Muy
formal. Me preguntó: «¿Y cómo hacemos, señor Caro? ¿Me
voy de pato?». Le respondí: «No, doctor, eso está prohibido,
las órdenes que me dieron son de seguirlo». «Pero es que yo
monto en bus». Me reí. Creí que me estaba mamando gallo.
Pero así era. Bajamos a la carrera séptima a esperar bus. Cuan­
do pasó, se montó y yo me fui detrás de él. Humildemente. Y si
lo matan adentro, pensaba yo..., mejor será seguir al bus al lado
de la puerta de salida, por si oigo un tiro cojo al primero que se
trate de bajar de afán y lo mato. Ese fue el operativo de seguri­
dad con que me estrené. En esa época estaban masacrando a
esa gente de la up. Eran dos y tres diarios. La prensa se acos­
tumbró y ya renegaba y
EL BOMBILLO 117

renegaba. A m í me habían entrenado para defender los Dere­


chos Humanos y no para ser guardaespaldas. Entre otras co­
sas, a esa gente de la up no necesitaban matarla por la espalda.
Lo hacían de frente. Los asesinos sabían que el gobierno los
dejaba pasar de agache. Uno era la gran excusa que tenía la auto­
ridad, porque no había medios ni ganas de defenderle la vida a
nadie. De m í los compañeros de trabajo se reían. Cuando yo
regresaba a devolver la moto, me preguntaban: «¿Y cuánto hizo
hoy?». La burla era porque los de la up nunca colaboraban para
la gaseosa. No tienen con qué.
El director me llamó una noche y me dijo: «Bueno, Carito,
usted ha cumplido muy bien. Voy a darle una misión muy im­
portante: cuídeme a don Perencejo, juez promiscuo de La Te­
baida, Quindío. Usted es cuyabro. Conoce bien a esa gente».
Volví a encresparme, pero el hombre me tranquilizó comentán­
dome, como si yo no fuera un subalterno, que el juez tenía ca­
rro y que así me quedaba más fácil. El señor juez era de verdad
promiscuo. Salía del juzgado a las siete de la noche, pasaba por
el bar El Tesoro, se tomaba sus aguardientes con una barra de
amigos, y nos íbamos, él adelante y yo detrás, a la casa de La
Calva, una puta que tenía el mejor prostíbulo del pueblo. Y allá
amanecía. Yo tenía que acompañarlo hasta dejarlo en su casa.
Y todos los días la misma historia. No entendía yo cómo hacía
él con semejantes guayabos con que llegaba a su despacho para
leer y entender esos bultos de letras que son los expedientes y,
sobre todo, para fallar en conciencia. Yo me aburría tanto en su
oficina mientras él trabajaba, como en el putiadero, mientras se
emborrachaba. Pero lo que más aburrido me tenía era que cuando
yo regresaba cada día a la sede del das, los compañeros se ca­
llaban. Me miraban con desconfianza y yo sentía el feo que me
hacían. Es muy incómodo que lo reciban a uno como si uno
tuviera una enfermedad contagiosa o como si uno fuera un in­
filtrado; yo me preguntaba qué sería lo que ellos tenían entre
118 PENAS Y CADENAS

manos para que me trataran así, si todos éramos compañeros.


En las fiestas del das, que eran cada ocho días porque siempre
había algo que celebrar, me hacían el vacío y yo me emborra­
chaba solo de puro ofendido.
Al principio, don Perencejo no me invitaba a nada. M e con­
versaba sólo lo necesario, pero poco a poco fuimos entrando en
confianza. El hombre fue invitándome a entrar donde las ban­
didas y hasta llegó a gastarme un polvo con una. Desde ese día
hablaba todo delante de mí. Hablaba como sugiriéndome que
de lo que él decía podía yo sacar partido. La desconfianza fue
acortándose cada día más. Una noche me dijo: «Oiga, Caro,
¿por qué no coge para usted tal negocito?». No le entendí bien,
pero él se tomó el trabajo de explicarme. Se trataba de un
contrabando de electrodomésticos que había sido confiscado.
La vuelta era simple, él podía aplazar el fallo si el beneficiado
no era notificado. Yo podía aparecerme como policía judicial y
aceptar un ají que él ya tenía conversado. Lo hicimos y nos
repartimos el botín. Yo comencé a sentirme más cómodo con
mis compañeros de trabajo y, claro, entendí que ellos hacían lo
mismo. En una rumba, uno de los compañeros, ya prendido,
me las cantó: «La chapa es una cuchara, y usted es un güevón».
Yo, haciéndome el picado, le conté el negocio con el juez. Des­
de ese día no sólo no se callaban, sino que me buscaban para
que yo les diera flechas que el señor juez me ponía en la mano.
Yo les pasaba, de acuerdo con mi custodiado, negocios ya ini­
ciados. Así comencé a pararme y a cuadrarme el sueldito, que
era bajo. En ese entonces ganaba 200 luquitas, y con el chapeo
redondeaba las 500.
La dirección del Quindío me condecoró como el mejor de­
tective de la regional y me mandaron a Antioquia a trabajar
como policía judicial en allanamientos. La mayoría de los ca­
sos eran de narcotráfico. Se trataba de hacer parte de comisio­
nes conjunta^ ejtitq ej ^ jc rp ih fja policía y. el das. Como yo
EL BOMBILLO 119

había sido militar, el jefe volvió a decirme: «Teniendo en cuen­


ta que usted sabe manejar el uniforme, póngase el camuflado
que le dan y acompañe al capitán Beítrán a sus diligencias».
El trabajo era suave; yo iba de tigre como si fuera una unidad
más del ejército, firmaba lo que el capitán me daba a firmar
aijiles del allanamiento.
jS fo participé en uno muy famoso: el allanamiento al Edificio
Monaco de Pablo Escobar. Entramos y don Pablo se nos esca­
pó por un pelo. Eso de que la cama estaba todavía tibia fue
cierto. Lo que fue mentira fue que no se encontró casi nada.
Se encontró de todo. Lo que pasó fue que cada uno se echó al
bolsillo lo que pudo. En eso consistían de verdad los allana­
mientos. Se levantaban los pisos y se rompían las paredes bus­
cando el billete. Y si aparecía, sólo se entregaba una parte
pequeña para no levantar esgama y permitirle al gobierno mos­
trar los cuerpos del delito. jLa ley del silencio era la ley del
trabajó. De lo que a cada uño le tocaba nunca se hablaba. Fue­
ron muchos los operativos en que participé y que fueron dañán­
dome el corazón. Yo decía: «Si no lo hago yo, otro lo hace; y
más grave aún: si no hago lo que los demás hacen, quedo como
el sapo y mis propios compañeros me quiebran». Esos repartos
son sagrados. El que menos sacaba, salía con una grabadora al
hombro. Las casas y los apartamentos se desvalijaban y nadie
volvía a donde la mujer sin una cadena, sin un anillo, sin un
fajo de verdes o sin platica criolla. El que encontraba algo de
valor, se enguacaba y a nadie rendía cuentas. Pero las cuentas
bancadas de los agentes engordaban y engordaban. Nunca se
abrían con nombre propio, pues para eso no faltan familiares y
amigos. Había muchas maneras de trabajar en esos negocios de
los allanamientos. Uno era con la flecha de cuándo y a quién se
va a allanar. Se puede ganar mucho madrugando y contándole
al paciente para que se vuelva humo antes de que uno llegue.
Eso tiene un precio porque significa que el cliente puede lim­
120 PENAS Y CADENAS

piar toda calentura e inclusive escurrir el bulto. Si el allana­


miento se hace de todas maneras, se rompen las puertas a pata­
das, se abren los clósets con patecabra, se levantan los pisos y
se abren huecos en el jardín, todo a sabiendas de que cuando el
juez llega a levantar el inventario, el venado va lejos. Todo está
arreglado por arriba, o por abajo, pero arreglado de tal forma
que el allanamiento es una forma de librar al Chente de cargos y
de cargar con las cosas del cliente. La otra manera es llegar con
la Ley a buscar, por la sencilla razón de no haber logrado un
acuerdo. O porque la embajada de Estados Unidos está atenta
mirando.
Cuando uno no es Ley, se le tiene miedo o respeto porque
ella tiene como una imagen grande, y porque uno mismo sabe
que sin Ley de por medio todos terminaríamos matándonos.
Pero cuando uno es Ley y sabe cómo funciona, pues le da risa y
hasta tristeza de la gente que la respeta.[Aunque yo tenía mi
corazón envenenado y ya no miraba sino la plata, me indignó y
acabó de dañarme un operativo en que me ordenaron hacer un
allanamiento y coger a unas pintas. No era gente del narcotráfi­
co, sino unos muchachos del epl. Me dieron las instrucciones y
sí, señor, les caí de madrugada. Estaban roncando. La sorpresa
fue tal que acabaron de despabilarse cuando ya teman las espo­
sas puestas. Llevé a los muchachos encapuchados a la Brigada.
Todo bien. Y a los dos o tres días, El Colombiano publicó las
fotos de unos «comandantes» guerrilleros muertos en combate
por los lados de Puerto Libertador. Todo estaba claro. Viendo la
ley por dentro más se me envenenó el hígado. Los negocios con
los comunistas son malos porque casi nunca hay billete de por
medio. Pero en cambio uno siempre gana galones con ellos.
Yo fui volviéndome ducho en aquella unidad, fui perdiendo
la vergüenza. Un día un capitán me dio por la cabeza; se hizo el
loco con una platica que nos mandó la Virgen entre un campero
que él y yo raqueteábamos al final de un allanamiento. Corona­
EL BOMBILLO 123

mos un lingote de oro y como no teníamos cómo dividirlo,


convinimos en que él lo mandaba partir y me daba mi parte.
Me salió faltón y se apareció con unas cuentas chimbas y en
vez de oro me llevó pesos. Yo tenía todas las de perder. Acepté
lo que medio me dio, pero me prometí que eso no se quedaba
así. Lo sapié al director del das. A los tres días me trasladaban
de nuevo al Quindío.

2.
1*Yo digo que las circunstancias y las cosas nos hacen ser como
somos.j Uno tiene obligaciones, pero además le van echando
otras al cuello, como vestirse bien y vestirse mejor que los de­
más, como vivir bien y vivir mejor que el vecino, tener buena
nave y buenas niñasVUno tiene que mostrar que sobresale para
ganarse la admiración de los demás. Somos una especie de ca­
maleones que tenemos que volvemos del mismo color de las
ramas donde nos trepamos. Pero somos también como esos
perros de verdad que persiguen conejos de mentira; vivimos
corriendo, tratando de alcanzarlos sin nunca poder agarrarlos.V
Lo que yo conseguía no me alcanzaba, siempre quería más y
más. Cuando compré un carro, me sentía en él como un bacán,
pero a los pocos días, si el que paraba a mi lado en el semáforo,
arrancaba más rápido, yo quería tener uno que fuera más po­
tente aún. Y si lo conseguía, quería el del amigo porque tenía
motor de persecución. Si a esa carrera entre todos le sumamos
la corrupción de la Ley, de la autoridad, del gobierno, el resul­
tado es matemático: hay que conseguir el billete sin reparar en
el cómoi La Ley es un medio para vivir y no para hacer justicia.;
Después de ver tantas cosas en Bogotá, Quindío y Medellín,
me dejé picar del mismo bicho que tenía enloquecidos a mis
jefes y a mis compañeros.
122 PENAS Y CADENAS

M e asignaron en Filandia como jefe de la judicial. Poco


tiempo tardé en poner m i negocio. M e pillé un sopladero de
bazuco. Un hueco negro, cerrado, hediondo, adonde iban los
chirretes a soplar y soplar. Era lo mismo que un bar donde se
va a beber trago, pero allí lo que se consumía era derrita de mi
tierra. U n día llegué, le mostré la chapa al patrón y le dije:
«Acompáñeme». El cliente se timbró y me preguntó: «¿Cómo
así?». «Sí, así, porque no hay otra manera». «Sí, claro que
hay otra manera», remató el tipo y me fue alargando el bille­
te. Lo miré, lo conté y se lo devolví con otro «camine, vámo­
nos». Cuando vio mi decisión, engordó el fajo. Entonces le dije:
«¡Paso por uno igual cada semana!». Como eran muchos los
negocios, cada día había que salir a ordeñar la vaca. Y como yo
fui teniendo varias, porque vicio es lo que hay, mi bolsa engor­
daba y engordaba. Después le metí casa de putas y fui haciendo
con qué cambiarle el motor a la nave y hasta para conseguir la
cuota inicial de un apartamento. Todo iba oquei hasta que se
atravesó la de malas sin llamarla.
Uno de los jíbaros que me pagaban cuota me preguntó un
día que si no estaba aburrido de chichiguas, que por qué no
hacía un solo trabajo grande y me retiraba. Le respondí cual­
quier cosa para sacármelo, porque no es bueno intimar con esa
gente, A la semana siguiente volvió con el mismo cuento, que
mire que tiene menos peligro una cosa grande que un reguero
de cosas chiquitas. Lo mandé a la mierda. Hombre profesional
en la porfía, sabía enredar. Volvió al mes y me dijo: «Mire, agen1
te, yo sé que usted lo ha pensado, y le digo más: sé cuál es su
respuesta. Hagamos un negocio grande: un camión viene en es­
tos diñas de Popayán; a usted no le queda difícil chapiarlo en
Cartago, que es donde tiene que entregar la merca. Usted sabe
que esos negocios son chan con chan, así que usted puede lle­
gar al sitio de entrega diez minutos antes, hacer el allanamiento
con muchachos de confianza, decomisar el maletín donde está
EL BOMBILLO 123

la marmaja para pagar el cargamento y breve la vuelta. Todo


limpio, todo en orden. La Ley siempre gana». M e sonó. Debió
notarlo en mis ojos. Nada le dije. A los tres días le pregunté:
«Y, ¿cómo vamos ahí usted y yo?». «Pues, como parceritos, en
pormis. Iniciar vale tanto como chapiar, y los muchachos los
ponemos por igual». M e paré, le di la mano, y a los pocos días
hicimos el operativo. Filandia y Cartago están muy cerca, la
gente se conoce. Yo conseguí unos pelaos probados y mi socio
otros. Estudiamos juntos la vuelta: no dejar aletear a nadie en el
allanamiento, echarle mano al billete, no dar cara para dejar
sana la vuelta, y adiós. Llegamos, nos repartimos, totiamos la
cerradura, y «quietos todos, hijueputas, no vayan a hacerse ase­
sinar. ¿Dónde está el billete?». Uno de mis malos le puso la
pistola entre ceja y ceja a quien sabíamos era el pagador. Mos­
tró el sitio con un gesto de «ahí está, malparidos». Breve. Cogi­
mos la tula, eran unos 30.000 dolorosos que en ese tiempo era
toda la plata que había en el mundo. Nos montamos en lo que
vinimos y nos fuimos a Pereira a contar el botín y a partirlo. Pero
llegando al río Otón, un retén de la policía. «No se preocupen
— dije yo— . Aquí va la chapa». M e bajé, me identifiqué, el
capitán apuntó los nombres, y yo le dije: «Voy con unos infor­
mantes a Pereira a realizar un allanamiento». El capitán que
dirigía el operativo me miró con una sonrisita que me prendió
el bombillo: éste ya sabe, es de los deudos. En ese mismo mo­
mento un agente gritó desde uno de los carros: «Aquí está, mi
capitán», y se oyeron dos truenos. Yo me tiré a un lado y fui
sacando la Uzi. En tres segundos nos prendimos todos contra
todos. Yo alcancé a guarecerme en un carro que, gracias a la
Virgen del Carmen, no había apagado, boté una granada y lo­
gré salir bajo ese paraguas. El otro carro me siguió. Los tombos
no lograron reaccionar. «Hermano — le dije yo al socio— , nos
montamos en una vacaloca». Nadie sabía, pero yo presentía
que habíamos dejado muertos y, lo peor, que la maleta se había
124. PENAS Y CADENAS

quedado. Yo les dije a los socios: «Esto se murió así. De aquí en


adelante, si te he visto, no me acuerdo». No me quise presentar
en el comando hasta que se armara el brinco, pero yo ya sabía
que tenía que responder por eso; yo ya sabía que la hora de
los quihubos llegaba porque llegaba. Yo sabía que el brinco
era delicado. Yo había calentado la chapa con los tombos en el
retén; el carro estaba a nombre mío, con placas mías. Me dio la
estática y me senté a esperar el golpe sin dormir. M añanié a
comprar la prensa, y sí, claro: banderiados en prim era pági­
na: «M uertos dos agentes de la policía por narcotrafican-
tes». Con el periódico en la mano, me le fui al jefe en Armenia,
«Mire — le dije— , yo no soy narcotraficante, soy agente del
das. Lo que sucedió fue que nos confundieron con narcos, nos
encendieron a plomo y los detenidos que yo llevaba me desar­
maron y respondieron». Había una falla. ¿Por qué iba yo hacia
Pereíra? Pues dije: «Porque yo los había pillado en el río Bar­
bas y me daba más garantía llevarlos a Pereira que a Armenia».
«Eso se lo explica a la Procuraduría», me respondió, y ahí mis­
mo me echó mano. Me llevaron a los mismos calabozos donde
yo había metido delincuentes. Cierto es que m i celda era una
de las especiales, que se usan para llevar a los de la jai cuando
la cagan, y es justo decir que a m í me llevaban comida del
casino, y que mi mujer se la pasaba conmigo en el patio, que
mis compañeros de guardia me dejaban salir, ir a cine, almor­
zar por fuera y hasta enfarrarme en los bares. El único requi­
sito es que yo durmiera en la celda o por lo menos amaneciera
en ella. La cantaleta de la mujer fue brava. Le daba y le daba
manivela al mismo cuento: que por qué, que para qué, que
fíjese, que escarmiente. Yo la oía, como oír llover. Yo estaba
tranquilo porque mi conciencia estaba tranquila. A mí en el
peor de los casos, como me dijo mi abogado, podían montár­
mela de complicidad, pero Ies quedaba muy difícil implicarme
en homicidio.
EL BOMBILLO 125

Pero no fue así. Uno de los malandrines de mi socio se esta­


lló por allá haciendo una vuelta, y me sapió para salirse del
problema. Cuando lo apretaron, soltó lo que traía en el buche, y
me aventó. Me llamaron ajuicio, antes de que la Procuraduría
fallara. Yo seguía tranquilo en la sede. No sabía que el man se
había desaforado cantando hasta misa campal. ¡Churrete tenía
que ser! Como la mona de los tintos de la sede era amiga mía,
yo sabía que el jefe había dicho que «a ese Caro hay que clavár­
sela toda». Ella me contaba a diario lo que arriba, en la direc­
ción, se hablaba. El jefe, para lavarse las manos, me cargó la
mano y fue prácticamente el instructor de mi proceso. Para aca­
bar de rematar mi suerte, una tarde llegó mi mujer como eléc­
trica. Brincaba por todo. Pensé que estaba en sus días y no le
puse bolas hasta que me dijo que ella era una persona decente
que no quería meterse más en problemas, que como yo no de­
bía nada, tenía que salir rápido y que afuera me esperaba. Era
un insulto y una cachetada. Me dio duro esa decisión. Yo no la
quería mucho, pero cuando ella me dio la espalda, por primera
vez me sentí preso. Pedí un botello de vodka y me la pasé oyen­
do a Julio Jaramillo. Al otro día me desperté botado en el suelo.
Olía a sangre. Me pregunté: ¿Sería que me suicidé tirándome
por la ventana? No sentía los brazos, y las piernas me dolían
como si se me hubieran quebrado. Claro, dije, fue el golpe con­
tra el piso. La cabeza la tenía perdida, hasta que abrí un ojo sin
moverlo de un charco de sangre que había debajo de mi cabeza,
ojo que fue mirando despacio centímetro a centímetro hasta
que llegó a la pared, subió con mucho miedo hasta encontrar el
techo. Por lo menos — pensé— no estoy botado en la calle.
Voltié hasta toparme con una puerta de metal que tenía una
ventanita con barrotes: esa no era mi cárcel. Fui parándome.
Los brazos se despertaron y el dolor era insoportable. Me paré.
Miré por la ventanita: más celdas. Cogí a patadas la puerta.
Un tombo se acercó. «¿Qué le pasa al amigo?», me dijo.
126 PENAS Y CADENAS

«¿Dónde estoy?», le pregunté. «Usted está en el F-2». «¿Cómo


así, y por qué?», volví a preguntarle. «Ahorita le dicen». Poco
a poco fui rebobinando la película: me vi corriendo con una
maleta por las calles de Armenia; me vi llorando por la mujer;
me vi debajo de una tanda de patadas. «La cagó, chino — me
dijo el tombo— . Anoche lo trajeron acusado de fuga, encen­
dió a pata a un agente de la policía y hubo que calmarlo. Ya no
demora el jefe en llegar, cálmese». «Todo el mismo día... — de­
cía yo— . No, no puede ser, algo debió fallar». Sentí ñío. Estaba
en bola, ensangrentado, busqué la herida con las manos, hasta
que el tombo, a quien sólo alcanzaba a verle los dientes de oro
por la ventanilla, me dijo: «Está en la cabeza». Me toqué. Efec­
tivo, un moño de pelo hecho con sangre todavía húmeda. Llegó
un coronel y me notificó: «Usted está aquí incomunicado hasta
que lo lleven a la audiencia». Y cerró la ventanita. M e eché a
berrear como un niño, maldecía no haber podido suicidarme
como me había soñado. Yo rogaba para que todo lo que recor­
daba de la fuga y de las patadas fuera parte del sueño. Pero no,
no. Duré cuatro meses incomunicado. M e dejé crecer la barba
y el pelo, no me bañaba casi nunca, no comía, no me movía de
la cama. Me sacaban al mono media horita diaria y cambiaban
de guardia todos los días, de tal manera que a nadie podía con­
versarle sobre lo de ayer. Me visitaban mi abogado, cada vez
con una «estrategia de defensa diferente»; mi papá, que llegaba
borracho; mi mamá, que llegaba llorando y salía llorando. Mi
mujer nunca fue, aunque me mandaba unas cartas que yo sabía
que ni había escrito ni había dictado, cartas copiadas de algún
libro.
Por fin llegó el día de la audiencia pública. Mi papá me tra­
jo una corbata y unos zapatos nuevos y recién embetunados.
Mi mamá, una imagen de la Virgen de las Mercedes. Yo estaba
optimista y seguro de que la cosa terminaba ahí. Hacía planes
de volver a la calle. En la sala estaban mis nadres v mi afinva-
EL BOMBILLO 127

do. Fue una defensa muy buena, espectacular. No dejó sano un


cargo contra mí. Yo me veía ya por fuera. Nadie podía probar
que yo había matado, aunque hubiera disparado; el testimonio
de Tangarife en mi contra era el de una persona — dijo mi aboga­
do— que habían cogido robando, que había asesinado, que era
reo confeso. Tan endeble era todo, que la Procuraduría no se ha­
bía pronunciado. El único caigo que aceptaba era, finalmente, el
de complicidad. Salí contento. M i mamá dejó de llorar. Mi papá
le pagó al abogado ahí mismo. El hombre se despidió diciendo:
«No se preocupen, eso da unos tres años y con unos meses paga.
Duerman tranquilos».
Diez días después, en el mismo F-2, golpearon temprano en
la celda. Abrieron la ventanita. Era el notificador; me preguntó:
«¿Leo o lee?». «Lea, que usted lo hará mejor». Yo tenía ya la
maleta lista y todo empacado, me había afeitado y me habían
peluqueado días antes. Comenzó: «Tal y tal y tal». Una retahila
de palabras y de jerigonzas jurídicas que remataron en un: «¡30
años!». Yo brinqué hasta el techo. «¿30 años? Hablarán de los
que tengo. Se equivocaron, yo sólo tengo 28. ¿30 años? No, no,
la sentencia no es para mí, la Procuraduría no ha fallado», y
comencé a gritar que me violaban los derechos humanos por­
que sólo era justa la sentencia si el Estado, y no la sociedad, me
acusaba. Cerraron la ventanita con un «prepare sus cosas que la
remisión a la cárcel de San Bernardo es ahora mismo». Y di­
ciendo y haciendo.
Me transportaron como si yo hubiera sido Tirofijo. Las au­
toridades querían mostrar que eran inflexibles en el cumpli­
miento de la ley porque se sentían acusadas en su conciencia
por ellas mismas. Iban tres carros, un jeep adelante con seis
hombres, luego una carevaca con vidrios negros, que le había­
mos confiscado a un narco, donde me llevaban esposado de pies
y manos como una res al matadero, con ocho agentes de civil,
todos armados con Uzi, y detrás un carro con más agentes y
12S PENAS Y CADENAS

más armas. Fue un paseo largo. Llegados a San Bernardo se


abrió la puerta central y me bajaron. Me leyeron el reglamento
y me soltaron los pies. «Camine hacia adelante y recuerde que
usted es un ex agente del Estado». Se abrió una puerta lateral y
comencé a caminar. Era un largo pasadizo enrejado por donde
asomaban manos y caras. Al principio se hizo silencio, hasta
que alguien gritó: «Es El Bombillo», y comenzaron todos a
golpear las rejas con lo que tenían a mano, y a gritar: «Hijuepu-
ta, sapo, regalao, gonorrea». Miles de gritos. Y miles de manos
tratando de cogerme. El guardia que me llevaba me miró, se rió
y me dijo: «Es el recibimiento que saben hacerle a los tombos y
a los rayas». De golpe sentí que algún preso se acercó a la reja,
metió la nariz y la boca entre dos barrotes, y me escupió la
cara, gritándome: «Sapo mal nacido», y en seguida sentí un
golpe. Era una plasta de mierda que me habían tirado. Y co­
menzaron a botarme lo que podían, tarraos de miados, restos
podridos de comida, zapatos con pecueca, cigarrillos prendi­
dos, y a decirme todas las groserías e insultos que uno podía
imaginar. El guardia había corrido para salvarse del recibimien­
to, pero yo no quise hacerlo y les di la cara para decirles que yo
no les comía. Tenía que entrar pisando duro. Ese día, después
de sentir esa bronca, me soltaron en una celda de castigo. Pro­
testé. Me dijeron: «O aquí o allá, con todos sus amigos». «Aquí»,
contesté, y echaron cerrojo,/
Dos días después llegó un guardia y me pidió que lo siguiera
al patio. Eran las once de la mañana y nunca antes me habían
sacado a esa hora porque mi hora de sol era a las dos de la
tarde. Llegué al patio. Estaban todos los presos patinando de
lado a lado. Parecían ocupados. Pensé: si me sueltan ahí es como
echarle una tortuga amarrada a unos tiburones martillo. A la
entrada del patio me esperaba un hombre joven, bien vestido,
correcto. Me dijo: «A sus órdenes, soy Juan Mendoza, por mal
nombre Polainas». Se me hacía muy extraño que, después del
EL BOMBILLO 129

recibimiento, nadie me mirara ni les causara la más mínima


curiosidad verme ahí, al alcance de la mano. Comenzó por de­
cirme que sentía mucho lo que había pasado, pero que no se
había enterado de mi llegada sino hasta que había oído la bulla.
«Se la hacen a todos los ex funcionarios del gobierno, no se
preocupe, lo han tratado igual que a todos. En eso no hay dis­
criminación. Dicen — continuó— que yo soy el cacique de aquí.
Y me ha tocado serlo porque alguien tiene que poner orden.
Usted no me conoce, pero yo sí, y desde muy niño. Se acordará
usted de un allanamiento que hizo hace ya unos años a un me-
tedero en Anserma buscando extorsionarla. Recordará a una
mujer ya vieja que se defendía a escobazos. Se acordará de tres
niños que estaban sentados en una banca y que usted se quedó
mirando. Se acordará de que usted esculcó una olla, encontró
un paquete de bazuco y volvió a taparla, sin decir nada, y cuan­
do alguien quiso hacerlo, usted dijo: ¡Está revisada! Pues esa
señora era mi madre, y esos niños, mis hijos, y con la mercan­
cía que usted dejó ellos comieron tres meses. Si usted les hu­
biera decomisado el paquete de la olla esa gente no había podido
tom arse un caldo. Yo sé que usted lo hizo por consciente.
A sí que usted está aquí en su casa, aquí no le va a pasar
nada». M e dio la mano y me dijo: «Pida que lo cambien de
patio, aquí somos 90, y en las celdas hay espacio para poner su
encapullado». Me quedé quieto, sin decir palabra, mientras el
hombre se iba.

3.
No las tenía todas ganadas con la protección de M endo­
za. La gente me m iraba rayado. M e pasaba lo mismo que me
pasó cuando ingresé al das, que todo mundo desconfiaba de
mí. Yo era su enemigo por haber sido del gobierno. Medio acep­
taban la palabra del cacique pero cuando yo me acercaba a un
130 PENAS YCADENAS

parche me quedaba hablando solo^Estar preso es duro, pero


estar aislado es peor. En el calabozo lo que duele es la inco­
municación, aunque siempre hay otro que paga con uno y así,
habiendo alguien, se puede mermar el castigo con sólo ha-
blar.JVivir sin que el enemigo lo voltié a uno a mirar es la más
dura de las penas. Por eso m e alegré cuando supe que Tarzán
era otro interno. Pagaba en cana lo que no quiso pagarme en
billete. Tenía un sopladero de bazuco y era un jíbaro reconoci­
do. Yo le había caído un día con mi chapa y dos confidenciales.
Lo cogí, como se dice, cagando. No tenía modo de negarme
nada. Le dije:
— Hombre, Tarzán, nos vamos.
— Me extraña que ustedes me salgan con otra cabeza. A m í
me vacuna Fulano de tal.
— De malas, ahora se le dobló la cuota.
— Pues no se va a poder.
— Pues nos vamos.
Dio una vuelta y regresó.
— ¿Cinco mil le sirven?
— No he oído nada.
— ¿Diez mil le destaparán las orejas?
—Nos vamos.
Los secretarios trataron de esposarlo, pero eran muñecas que
parecían rodillas. El hombre se reía, viendo la dificultad de es­
posarlo.
— Me doblo.
— Vámonos — le ordené a mi gente.
Llegando a la sede, iba ya por los 70.000.
— Nada, 100 o nada. No ve — lo provoqué— que yo tengo
gastos de personal auxiliar.
— La últim°- oferta: 80.000.
EL BOMBILLO 131

— Llame — le ordené a uno de mis hombres— para que abran


la puerta.
Y entramos. Tarzán me dijo: «En el camino andamos». No pensé
en ese momento que los caminos se juntaran aquí. De todas ma­
neras, me alegré porque con Tarzán yo podía hacerme valer,
mostrar que yo era un varón aunque me costara un ojo.
Una mañana, después de tomar tinto, fui a sentarme en una
banca que había en una esquina del patio. Yo la había detallado,
pero como siempre estaba llena, no me arrimaba para no sentir
el rechazo. Esa mañana, como estaba decidido a todo, me fui a
tomar café y a calentarme, porque esa cárcel es fría; ahí cae la
neblina que viene cordillera abajo. No alcancé a sentarme cuan­
do llegó un carroloco y me dijo: «Sentarse ahí vale 100 pesos».
Escupí al suelo y, como ya presentía, le respondí: «Dígale al
don Tarzán que venga él personalmente a cobrarlos», y me aco­
modé. No había acabado el tinto cuando sentí pasos de animal
grande: Tarzán en persona. Me clavó los ojos. Yo no le quité la
mirada. Cuando toca, toca. Ese era un pulso definitivo, y yo
tenía que ponerle la cara como si fuera la de un caballo de palo.
No podía ni pestañear.
— ¿Se acuerda de nuestra diferencia?
— Sí. Lo tengo muy presente — le grité— , y le salió caro
¿no?
— Más caro le saldrá a usted la sentadita en mi banca — me
reviró.
— Estoy para verlo.
Yo estaba cagado del miedo, pero por lo menos ya no estaba
solo, estaba engarzado en una pelea con un enemigo. Como el
desafío no había sido en voz baja, muchos se dieron cuenta de
que nos unía una vieja rencilla. Me salvó de una paliza un fun­
cionario de la Defensoría a quien le puse la queja: «Habiendo
sido miembro de la seguridad del Estado, es una gran irrespon­
132 PENAS Y CADENAS

sabilidad del gobierno meterme con los delincuentes. Y no me


pueden mantener en el calabozo porque yo me porto bien, ni en
la cárcel abierta, porque me matan los que por cumplir mi deber
están presos». El defensor entendió y a los días me llamaron de
la dirección: «Alístese, que se va esta noche». «¿Adonde?». «Eso
lo verá cuando llegue — me contestó el director— . ¿Qué creía,
que iba a pagar aquí? No, un criminal como usted va es a la
universidad no a la escuela. Y agradezca que no se lo dejé al
patemula de Tarzán».
A las cinco de la tarde, en un furgón de la cárcel, me lleva­
ron esposado tres guardianes, a la terminal de buses. Nos mon­
tamos en un lechero. Los guardias me esposaron a la banca de
los músicos y se sentaron al lado. Me tocó el puesto número
41. Yo no llevaba con qué protegerme del frío en la Línea.
Traté de calentarme acercándome a uno de los guardias, pero
éste, seguro creyéndome maricón, se me corría y dejaba que
el frío se me metiera de costado. Ellos dormían o se hacían
los dormidos. Yo me mantenía en la jugada porque ni el frío ni
la ilusión de volarme dejaban dormir. A las cinco llegamos a
Bogotá. Nos esperaba una camioneta blindada del Inpec. Dos
horas después entrábamos a La Picota. El frío me hacía tem­
blar, lo que agradecí porque me permitía esconder el miedo.
Lo primero que me preguntaron fue:
— ¿Usted es rolo o paisa?
— ¿Por qué esa pregunta?
— ¿Paisa o rolo? — insistió el tumo de guardia.
— Paisa, y paisa de los de mazamorra.
— ¿Profesión?
— Funcionario de inteligencia —respondí.
— Dirá usted ex tira.
— Bueno, si prefiere...
— Patio número Tres, con su gente.
EL BOMBILLO 133

La guerra entre paisas y rolos había sido miedosa. Muchos


muñecos les costó a los paisas hacerse respetar de los rolos,
que tenían dominado el penal desde siempre. Pero con el nar­
cotráfico y el sicariato los paisas fueron llegando. Los rolos los
tenían esquiniados y por ser paisas pagaban más vacuna que
los rolos. En La Picota, cárcel de reos duros, se paga impuesto
por todo y no sólo por la banca para tomar el sol como en San
Bernardo. En La Picota se les paga a los carros, que a su vez les
pagan a los caciques, que a su vez le pagan a la guardia, que a
su vez le paga a la dirección, que a.su vez le paga al Inpec, que
a su vez le paga al Ministerio de Justicia. La cárcel es una plaza
grande de mercado. Allá todo tiene precio. Se tiene que pagar
por la celda. Cuando me asignaron al patio Tres, el guardia me
preguntó, como si se tratara de un viaje en avión: «¿Celda o
pasillo?». Le respondí: «¿Cómo así?». «¿Celda o pasillo?»,
volvió a preguntar. «Pues, celda», dije. Me miró: «Son 300 pe-
sitos». ¡Trescientos pesitos son 300.000 pesos! Cobraba en dóla­
res. Con el narcotráfico el dólar reemplazó en las canas al peso,
y anda por ellas como Pedro por su casa. Pero hay que pagar
también por la comida si uno no quiere comer siempre maza­
morra de harina, arroz ahumado y papa, y todo sabiendo a al­
canfor para que los presos no se arredren mirando" uña mosca.
Porque también eso vale. Hay sexo por todos lados. Hay una
especie de prostitución de hombres. Está el redoblón obligado
que se paga a la entrada, una especie de bautismo de cana. Pero
hay otro más profesional. Mucho muchacho lo pone o lo mama
por plata para que el cliente descargue las ganas. No son mari­
cas unos ni cacorros los otros, son hombres, la mayoría necesi­
ta desocuparse de semen porque el semen acumulado produce
alucinaciones y las alucinaciones terminan en sangre. Se cobra
por la ropa que usted lleva puesta. El carro lo mira a uno y lo
avalúa: la pinta vale tanto y tanto tiene que pagar por usarla o si
no «devuélvala». Se cobra por lo que usted tiene en la celda.
134 PENAS Y CADENAS

Tener derecho a usar un televisor blanco y negro vale 100,000


pesos, tener un catre con colchón y dos cobijas vale 20.000
pesos mensuales. La libertad misma, dentro de la cana, vale.
Hay gente pudiente a la que secuestran. Estudian al interno y
una noche le abren la celda y «camine, doctor, conversamos».
Lo llevan, gústele o no, a unos huecos oscuros y perdidos que
los mismos presos han hecho. Allá lo meten a comer cucara­
cha, mientras por el celular del preso llaman a la familia y le
ordenan: «Cuéntele usted a su señora dónde está y cómo sale
*de aquí». «Mija — dice el hombre— , que estoy entre una alcan­
tarilla, que por favor, ahora que vengas, me traes un par de
melones para volver a la celda. No, no me preguntes nada, traes,
mija, la platica pulpa y si es en verdes, mejor. Si no pago, me
dejan aquí hasta nueva orden». La gente rica paga.
Cuando los paisas comenzaron a llegar les tocó duro. Duro.
El imperio rolo tenía todo bajo su control. Los tenía como el
zapato a la suela. Pero como son mañosos, poco á poco se en­
gavillaron y fueron liberando zonas a puro pulso de punzón.
En ese entonces ahí no se pagaban impuestos Fueron aumen­
tando las zonas libres, que eran como sanandresitos dentro de
la cana. Rápido los paisitas se pillaron que la pelea era pelean­
do y que para pelear hay que tener con qué y los fueron cobran­
do; al principio, poquito. Enfierraron a su gente. En La Picota
había en ese tiempo sólo las palas que las construían un par de
viejitos, condenados a pena máxima. Las hacían con cualquier
lata o varilla y las amolaban contra el piso. Por la noche se oía
a los cuchos desgastando el metal hasta dejar las hojas Estas.
Eran capaces de sacarle filo a una cuchilla Gillette. A punta de
pala los paisas hasta fueron ganando patio, hasta coronarse todo
el Tres, adonde yo ingresé para un 23 de agosto, a pagar 30
años. La guerra entre los rolos y los paisas duró varios meses.
Había muertos de parte y parte porque había mucha plata de
por medio. Los negocios dan moneda y la moneda permite co-
EL BOMBILLO 135

brar impuestos, y más cuando la autoridad y la fuerza son las


que se benefician del torcido. La guerra entre paisas y rolos,
entre el patio Tres y el patio Dos dejó mucho muerto, y fue el
anuncio de otras guerras, como la que vendría más adelante
entre guerrilleros y paramilitares.
Yo había conocido a una muchacha muy bonita y compuesta
en las fiestas del d a s . Se llamaba Marina. Era espigadita ella.
Me gustaba, pero era la esposa del jefe. Yo la molestaba y le
pedía que me pusiera a bailar los ojitos. Ella se reía. Nunca
pasó nada entre los dos porque los dos estábamos vigilados.
Con el tiempo vine a darme cuenta de que el marido sospecha­
ba, y que en parte por eso mi pena resultó tan pesada. Supe que,
sin poder nunca mostrar una sola prueba, contó que yo había
asesinado a un narcotraficante, lo había rociado con gasolina y
lo había quemado. Nunca pudo el juez ni siquiera mencionarlo
porque era una mentira redonda. La ley de la compensación,
que sí es ley porque es justa, hizo que un domingo triste me
llegara Marina. Venía hecha un lulo. Me contó que el marido
había muerto quemado en un estrellón. Me santigüé. Pero, ade­
más, me dijo que había heredado un edificio, una hacienda,
varios carros y una platica en el banco. No era para menos sien­
do la mujer del jefe, pensé yo. Fuimos haciéndonos amigos.
Después novios. Quedó embarazada y tuvo su hijo. Pero, como
no hay felicidad completa, la cogieron presa haciendo un tur­
bio y al Buen Pastor fue a parar. Era imposible vemos. Yo era
profesor de castellano en La Picota. Enseñaba a leer y a escribir
y hasta me metía con Cien años de soledad. De ese trabajo
salió un grupo de teatro, y del grupo de teatro las visitas al
Buen Pastor, adonde yo iba a ver a mi hijo y a acariciar a Mari­
na, Todo parecía que andaba bien, hasta el día que llegué y me
recibieron con la noticia de que ella había salido libre con niño
y todo. Se me hizo raro, muy raro, porque ella nunca me había
dicho que estuviera a punto de salir. Por eso creí que la habían
Í3 6 PENAS Y CADENAS

matado, porque en las cárceles la muerte es algo corriente. Fue


lo que les sucedió a muchos por estar donde no debían.
Sucedió el día 21 de junio del 2001, cinco años y diez me­
ses después de mi ingreso a La Picota. El día anterior se había
visto a los presos políticos muy ocupados. Andaban de aquí
para allá, sudaban, estaban nerviosos, pero nadie quiso sospe­
char nada. Había mucho movimiento, especialmente en el patio
Cinco. La guardia se puso en alerta y los demás presos se
escamosiaron. Como a las siete de la noche se oyeron unas cua­
tro explosiones seguidas y después, a los cinco minutos, una gran­
de. Estaban tumbando un muro por el lado derecho de la cárcel.
Después se oyeron más explosiones porque hay otro muro de
seguridad antes de llegar a la calle. La policía, al oír semejan­
te totiazón, comenzó a correr como sólo saben correr los
policías asustados, es decir, para cualquier lado. M ientras
tanto, la guardia detectó el sitio de las explosiones y ahí cayó.
Pero los muros ya estaban en el suelo y la tronera de la liber­
tad, abierta. Los políticos estaban todos enterados, y nadie
delató. Ellos son un grupo compacto como una esfera de ace­
ro. Los que habían escogido para salir, salieron, y afuera sus
compañeros los perdieron en minutos. Adentro quedaron los
que tenían que quedar.
La gente corría asustada porque no sabía lo que estaba pa­
sando. Cuando la guardia llegó, encontró en el sitio a Yiyo, un
guerrillero que en lugar de salir huyendo se dedicó a ayudar a
la gente a saltar el muro y no alcanzó a volarse. Cuando llegó la
guardia, al verse perdido, se entregó. Lo torturaron y lo mata­
ron. Su cadáver nunca apareció. En el patio Dos mataron al
Guajiro, un político que no alcanzó a sus compañeros porque
era mocho, había sido herido en un combate y le faltaba una
pierna. La guardia con rabia mató un poco de gente inocente
para poder presentar sus disculpas al gobierno. Entre los muer­
tos recuerdo a un muchacho llamado Mi.sael nn^ hahín oiHn
EL BOMBILLO 137

líder en la cárcel Modelo. Fue una noche de una tensión terri­


ble. En el patio Tres se oyeron las explosiones y luego las ráfa­
gas de lado, los gritos, los tropeles. Muchos pensamos que había
comenzado la matazón que se había anunciado. Después de un
silencio largo, se echaron a oír tiros secos, dos, tres y silencio,
dos, tres y silencio. Más tarde supimos que a muchos los mata­
ron contra el piso. Los que no asesinaron esa vez se lo deben a
Pachito, un preso social que llamó a su mamá, presidenta de la
Red de Amigos de los Presos, y ella se comunicó en segundos
con la Defensoría del Pueblo que, gracias a Dios, llegó muy
rápido. La fuga estuvo bien organizada desde adentro, pero mal
desde afuera. Los guerrilleros que tenían que desplegar un ata­
que desde afuera fallaron. La guardia estaba envenenada con su
propia furia porque los que se volaron eran comandantes con­
denados a muchos años. Por ese hueco se fueron 122 hombres,
es decir, unos 2.500 años de dolor y sufrimiento. Hubo 38 muer­
tos, entre presos, guerrilleros o no, y transeúntes que la guardia
asesinó alegando que eran prófugos. El Inpec reportó sólo cin­
co muertos. Los allanamientos en las casas de los vecinos a la
cárcel fueron muchos, y a nosotros nos quitaron las visitas va­
rios domingos. Yo digo, bueno, los que estaban en las que esta­
ban, bien. Ahí estaban. Pero los que nada sabían y que mataron
sin saber quién los mataba, ni por qué los mataba, no tenían por
qué morirse y menos a manos de la Ley. ¿Qué justicia puede
haber en eso? Nada, venganza de un lado; inocencia del otro.
Yo comencé a rezar desde ese día. La suerte tiene que tener
alguna explicación diferente a la que pueden dar los policías o
los jueces! Llamamos suerte a lo que no comprendemos porque
la explicación no nos gusta.! Pero la muerte, así haya sido una
injusticia, tiene que tener razones que no vemos. ¿Por qué le
tocó el tiro a mi amigo Adalberto aquel día estando lejos de la
balacera y no teniendo nada qué ver con ella? No lo sé, falta
alguien que me lo explique.
138 PENAS Y CADENAS

4.

Meditar me ayudó mucho después de no volver a saber de


mi mujer. Yo lloraba cuando llegaban los domingos y todos re­
cibían visita. Llegaban las mujeres y los internos tenían las cel­
das limpias como una patena: el piso brillante, la cama tendida,
la ropa ordenada. Lo único que nadie podía derrotar era ese
olor a creolina que sudan las paredes de las cárceles. Yo que­
maba incienso, eucalipto, echaba esencias florales; el olor se
escondía y al rato volvía a salir. Yo vivía con Claudio, un infan­
te de marina al que le habían hecho pagar cana sus jefes por
unos muertos que ellos ordenaron en Barranca. Entró fogoso.
Hacía gimnasia todo el día, mantenía la celda como un espejo
siempre y no se metía con ninguno. Su mujer venía a visitarlo
todos los domingos y, en ese tiempo, la mía también. Nos divi­
díamos la celda por mitades. Él, con su mujer medio día, y yo,
con la mía el otro medio. Habíamos podido hasta recibirlas al
tiempo porque entre él y yo había mucha confianza. Su mujer
era de Cartagena, de una familia muy conocida y muy rica,
tanto que viajaba desde la costa todos los viernes y se iba los
lunes. Su visita era religiosa. Claudio esperó muchos días que
sus jefes lo redimieran. Los días se convirtieron en meses y los
meses en años, y Claudio se desmoronaba. Se le veía en la cara
y en la conversa. Pero sobre todo en el vicio. Yo en ese tiempo
estaba dedicado a redimir pena. Logré que el juez aceptara re­
bajarme cinco años con el argumento de que yo tenía una hoja
de servicios al d a s limpia y brillante, que había sido condeco­
rado como Detective del Año en el Quindío. Por la mañana yo
daba clases de geografía, castellano y promoción humana. Fue
una clase que yo me inventé para que los presos se superaran a
sí mismos y no vivieran la cárcel como una humillación, como
una vergüenza, sino como el pago de un error. Había que subir­
le al preso la moral, hacerlo volver a sentir su ser humano, con­
EL BOMBILLO 139

vencerlo de que no era una porquería. No era fácil porqueltodo


el ambiente de la cárcel está hecho para humillar al preso, para
destruirlo. Eso de la resocialización es la más grande mentira.
En la cárcel nadie se resocialíza porque nadie puede evitar la
brutalidad de la guardia, del compañero de presidio y hasta de
los fantasmas que a uno lo persiguen día y no ch ^F u e lo que le
sucedió a Claudio. H era unhom bre fuerte y limpio, y sin em­
bargo la moral se le fue cayendo al piso cuando vio que sus
jefes no le cumplían. Pagaba cana por obedecer. Un día le dio
por tomarse un trago de whisky, a los dos días, otro. Se fue
entusiasmando con el chorro. Lo hacía olvidar, la mujer le traía
los mejores licores. Pero rompió la marca, es decir, cuando no
tenía se desesperaba. Se pasó al aguardiente y después al cham-
ber. Yo lo veía degenerarse, y su mujer también; Del Marlboro
pasó a la marihuana. iLa yerba no es vicio, es una costumbre
sana, pero tiene su veneno al ser el peldaño de una escalera.!
Claudio se pasó a la perica y, cuando no tenía con qué comprar­
la, al bazuco. Ahí fue cuando lo vi grave. Soplaba día y noche.
No volvió a salir a las visitas. Su mujer lloraba y me preguntan
ba y yo le inventaba cualquier cosa. Pero fue dándose cuenta
de que Claudio estaba preso y esposado al vicio. Nada podía­
mos hacer. Se degeneró. La cara le cambió, los pómulos le cre­
cieron, se chupó, se volvió verde ceniza, era un cadáver. Y por el
bazuco hacía cualquier cosa. Los jíbaros lo saben, por eso ellos
son también carros que pertenecen a un cacique. El cacique mira
todo desde arriba y va usando el bazuco como moneda, y va
m etiendo a la gente en su movida, va volviéndolos sus fie­
les. Ya enviciados hacen cualquier cosa. M atan si se les or­
dena. Por medio del bazuco los caciques mandan y tienen
poder. Vuelven a los presos sus esclavos. Esclavos de ver­
dad. Hay presos que les hacen la cama, les lavan la ropa, les
cocinan y hasta de m ujer le sirven al que les alim enta el vi­
cio. Lo vi con Claudio. Terminó de mozo de un jíbaro. Aban­
140 PENAS Y CADENAS

donó mujer y esperanzas. Esa es la resocialización en las cárce­


les del país.^
Contra eso fue que yo reaccioné. Mis clases de promoción
humana querían que la gente no se sintiera una piltrafa, sino un
ser equivocado, para que el vicio no se lo llevara; Porque la raíz
del vicio está en creerse un ser anormal, un monstruo. Ahí es
donde el vicio pone sus huevos" Yo comencé a ganar cierto res­
peto con esas clases. La gente me miraba como desde abajo y
yo le daba la mano desde arriba para que comenzaran a subir.
Sabía qué era ser vicioso porque siempre me dolió el trago de mi
papá. No lo hacía gratis porque también redimía pena. De los 25
años que al final me afrijolaron, con estudio podía reducirlos a
quince. Por la mañana daba clases y por la tarde era alumno de
Administración de Empresas. Total, sumando y restando, po­
día pagar la pena con diez años porque el año carcelario no es
igual al del calendario. El pito de la cárcel fue durante mucho
tiempo mi enemigo personal. Pito para despertarse, pito para
formar, pito para desformar, pito para comer, pito para salir,
para entrar, para dormir. Me volvía loco el pito, hasta que com­
prendí que también marcaba el descuento de pena, porque ya
me sonaba para ir a trotar, para entrar a clase, para salir, para
alimentarme, para recuperarme. Cada pitazo no era uno más,
era uno menos.
La Picota fue llenándose de gente. Los paisas llegaban por
manotadas, también entraban del Valle, del Cauca, de los Lla­
nos. La pelea con los rolos se fue acabando porque había muchas
colonias más. Eso fue lo bueno de ese crecimiento. Lo malo fue
que ya no podía uno moverse. Si se agachaba, empujaba a al­
guien. En las celdas hechas para un interno metían hasta tres.
Los pasillos se llenaron. Hasta en los baños había cambuches.
Protestamos. Los políticos presentaron una tutela que ganaron
y con la que el Inpec se limpió el culo. La agitación crecía por­
que era que yam pódíam os, respirar. Yo, pedí una audiencia con
EL BOMBILLO 141

la Defensoría y muchos me respaldaron porque era su profesor


y ya me reconocían cierta famita. El director, que vivía muy
mosca después de la fuga, nos oyó sin parpadear. La petición
era que sacaran gente para otras cárceles. Nos dijo que todas
las cárceles estaban igual porque el país se había vuelto patria
de delincuentes. Discutimos y nos echó de la oficina. Pero no­
sotros teníamos menos reversa que una bicicleta y volvimos
con más gente a hacer otra solicitud igual. Se nos sumaron los
políticos, porque al principio éramos puros presos sociales, una
palabra que comenzó a hacer carrera y que quería borrar el inri
de delincuentes comunes con que nos distinguían. El director
se emputó, pero al ver que Defensoría y hasta Naciones Unidas
estaban al tanto, cedió y aceptó no volver a recibir a nadie más.
Nosotros sabíamos, porque los sociales también tenemos nues­
tra inteligencia, que después de la fuga, de las muertes, de las
investigaciones, el gobierno había decidido llenar la cárcel con
paramilitares para que ellos acabaran de hacer su oficio en las
canas y para reducir la fuerza que los guerrilleros ya tenían
ganada patio a patio. Del Dos al Cinco, del Cinco al Siete y, por
último, al Tres. Yo la veía grave.
Nosotros los sociales íbamos quedando en medio de dos fue­
gos. Uno sabía que a los paras la guardia les vendía fusiles y
que la guerrilla tenía granadas y fabricaba cañones. Yo quería
cambiarme de patio, al Uno, que estaba sano. El capitán que
autorizaba ese cambio era un chancro. Me pidió al comienzo
300.000 por el favor. Le dije: «No, capitán, si yo no vine aquí a
comprar la cárcel. No soy agente inmobiliario». Disgustamos,
pero a las semanas me llamó y me dijo: «Si no quiere pagar en
plata, pague en especie. Usted que fue del gobierno y es detec­
tive, háganos inteligencia en el Cinco donde están las cabezas
de la narcoguemlla y yo le doy una celda especial». Le contes­
té: «Negativo, capitán, yo soy un profesional de inteligencia y
no un sapo». Pero de otro lado la guerrilla también apretaba.
142 PENAS Y CADENAS

Sabía que mucha gente me respetaba y que yo sabía hablar y


hacer reclamos, y, para rematar, muchos de esos reclamos eran
también los de ellos. Yo no quería meterme en ese rollo. Se veía
que la guerra se venía encima y que guerrilla y gobierno tenían
una cita a muerte entre cuatro paredes. Mi situación era muy
difícil porque yo había hecho un trabajo a favor del preso so­
cial, un trabajo justo en el que la gente confiaba. Yo no quería
dárselo a la guerrilla para que lo usara para sus fines, pero tam­
poco iba a regalarme al gobierno. A medida que la pelea entre
políticos y paramilitares se ponía más y más dura, menos y
menos salidas veía yo para mí. La guerra va invadiendo todo,
y toda fuerza que haya la mete en su remolino. Yo meditaba,
rezaba, porque la Imitación de Cristo se convirtió en mi conse­
jera diaria. (Oh Kempis, Kempis, qué mal me hiciste, y fue por
el libro que tú escribiste.) Pero no encontraba un párrafo que
me consolara.
A pesar del pacto de no recibir más gente en la cárcel, un día
llegaron 25 paramilitares, dizque presos. Entre ellos venía un
sargento que yo había distinguido como soldado en mis épocas
de Escuela Militar. Yo dije: «Bueno, aquí se acabó este cabo de
vela. Tengo que hacer algo hoy mismo. Pero ¿qué? Por Dios,
¿qué hacer?». Fui donde el director como representante de los
sociales a protestar, y lo hice sin esperar a los políticos para que
no nos confundieran. «¿Qué pasa, señor director? ¿Esa es su
palabra? ¿Cómo va usted a faltar delante de todos a su palabra?
¿Cómo va a admitir que aquí se desate una matazón?». Me dijo:
«Mire, Bombillo, no sea pendejo, usted que es del gobierno lo
que ha de hacer es ayudamos y no joder más». Le voltié la
espalda.
En mi cambuche me volví un tigre buscando una salida. ¿Qué
hacer? ¿Qué hacer? «Pues hágase el loco», me dijo una voz
por allá que me salió de no sé dónde. ¿Hacerme el loco? Pues
sí. Es mejor, Atañeras si sigo
EL BOMBILLO 143

por este camino. Total, decidí hacerme el loco. Comencé, a ha­


cer cosas raras. A no hablar con nadie, a dejarme crecer el pelo
y la barba, a no bañarme, a no ir a clase, a hablar de la invasión
de extraterrestres, a llamar al guardia para que me encontrara
mi ángel. A orinarme y a hacerme en los pantalones, a no vol­
ver a comer, a no dejarme dormir. Hasta que de Sanidad vi­
nieron a llevarme. La sicóloga me hizo una entrevista y toda
pregunta la contestaba con palabras que nada tenían qué ver;
si me preguntaba mi nombre, yo le hablaba del porvenir; si
me preguntaba mi edad, yo le hablaba de los Llanos; si me
preguntaba quién era yo, le recitaba un versículo del Eclesias-
tés. La rendí poco a poco, día tras día, hasta que me trasladaron
al frenocomio.

5.
El frenocomio es la casa misma de la muerte. Queda en un
lugar apartado del resto de la cárcel. Se entra por una puerta
estrecha que permite bloquearse a cualquier momento. Una
persona gorda tiene que pasar de lado. Allí, por fuera, hay dos
guardias. El primer espacio, una sala de recibo que alguna vez
pintaron de blanco, ahora está untada de sangres secas, rayones
de suela de zapato, escarapeladuras que muestran el ladrillo
pelado y una capa de moho entre azul y gris. Se pasa por un
pasillo largo al que da una oficina adonde de vez en cuando va
un secretario a poner al día los ingresos de internos, traslados y
defunciones; un consultorio de la sicóloga, que atiende prote­
gida por un vidrio de seguridad, frente al cual hay una silla con
correas para inmovilizar al cliente si es necesario; un consulto­
rio médico con una camilla sin sábana, pero también con co­
rreas, y un guindadero de suero; por último, una sala que llaman
de espera, sin muebles. Después se abre una puerta y luego una
reja de barrotes de hierro que da sobre un patio cerrado por tres
144 PENAS Y CADENAS

filas de celdas grandes que forman una C. En las celdas puede


haber 10, 15, 20 locos. En el centro del patio hay un sifón. Las
celdas no tienen luz de día, salvo la que entra por una hendija
del techo. El aire pesa y huele.
La sicóloga me recibió en su oficina. Me miró y me pregun­
tó quién era yo, si sabía por qué razón estaba allí, si tenía
fam ilia y a cuánto tiempo estaba condenado. No hablé. Insis­
tió. No hablé. Tocó un timbre y llegaron dos jayanes, me alzaron
por debajo de los brazos. Me dijeron: «No se haga encamisar».
No me hice encamisar. Me llevaron a una de las celdas. El silen­
cio era aterrador. Parecía que esa gente había perdido hasta la
respiración. La mayoría de ellos estaban sentados y recostados
contra la pared. El olor a mierda era insoportable. La barriga
comenzó a revolverse. Nadie miraba a nadie, todos tenían la mi­
rada como ida. Alguno hamaqueaba la cabeza como un péndulo.
El olor a mierda me acorraló y eché la ceba en un xincón. Un loco
me miró y se rió casi agradecido. Yo me senté desfallecido y
sudoroso. El silencio daba miedo. Otro de mis compañeros ga­
teó hasta donde estaba mi vómito, lo olió y fue comiéndoselo
como si fuera un perro. Yo cerré los ojos y grité. El loquito saltó
y brincó a su sitio. Yo acabé de vomitar lo que traía, pero no me
quité del sitio para que nadie volviera a hacer la operación.
Desde ese momento dije: «No, prefiero la guerra», y me propu­
se volver a la cana. El frío no me dejó dormir. Los compañeros
dormían unos contra otros, pero yo no me atreví a acercarme.
Uno que otro tenía un cartón, una cobija rota, un periódico.
Entrada la noche, todos roncaban. Sentía movimientos de cuer­
pos como si se masturbaran o se rascaran o tiraran. No supe de
qué se trataba. El día fue llegando. De pronto entraron los de
seguridad y alzaron a uno. Yo miré asustado porque el hombre
había estado toda la noche como los demás. Le pusieron, sin
que se negara, una camisa de fuerza que había sido blanca, pero
que ahora estabaian.manchada como todas las Daredes. Se lie-
EL BOMBILLO 145

varón al hombre. A la media hora se oyeron sus gritos y los


gritos de los guardias de seguridad ordenándole calma. Nunca
supe qué le habían hecho, ni con qué, ni quién. Pero esa era la
rutina. Todas las mañanas se llevaban a uno y lo traían a rastras.
Tuve que pensar que se trataba de una terapia que la sicóloga
ordenaba para poder llenar un registro y justificar la paga. Cuan­
do amanecía, temblaba del miedo a ser yo el escogido. Rezaba
para que los guardias no me miraran. Pero un día me miraron.
Me levantaron, me forraron en la camisa de fuerza y me lleva­
ron alzado donde la doctora, pero no a la oficina, sino al con­
sultorio. Yo le dije: «Doctora, yo no estoy loco». Dijo: «Eso
dicen todos», y fue inyectándome. Se me fueron las luces, y
cuando me volvieron ya estaba en la celda. La cabeza me daba
vueltas, casi no podía moverme, traté de pararme y no pude,
había perdido la fuerza. Calculé que habían pasado tres días.
Pero podían haber pasado muchos más.
Cuando calentaba el sol, abrían la puerta y uno podía salir al
patio. Nadie se saludaba con nadie, muy pocos hablaban entre
sí. Parecían todos niños. Había muchos que acariciaban a otro
como si fuera un hermano, un hijo o un perro. Sonreían con una
sonrisa que sucedía en otra parte, una sonrisa ajena. Pero de
golpe todo cambiaba y se volvía agitación: era la hora de la
comida. Dos cocineros llegaban con una olla y la gente se arru­
maba al otro lado de la reja estirando un tarro, el mismo que
usaban, más limpio, para hacer sus necesidades. La primera
tanda era de arroz. No lo servían, claro, lo botaban porque los
locos sufren de hambre y todos ponían el tarro en el m ismo
sitio y al mismo tiempo a través de los barrotes. Después ser­
vían papas y por último aguadepanela, todo en el mismo sitio.
Yo comencé a desear que me tocara el turno de enfermería y
descubrí que para hacerlo más seguido tenía que comenzar a
gritar y a hacer bulla hasta que los guardias llegaran por mí.
No podía ser ni antes ni después de las diez, porque era a esa
146 PENAS Y CADENAS

hora que llegaba la sicóloga. Pero la droga me hacía dormir, me


hacía también perder toda mi fuerza, inclusive la de la cabeza.
Lo descubrí el día que vi a uno de nosotros sentarse al pie del
sifón del patio. Parecía pescando. Pero en realidad estaba ca­
zando ratas. Mandaba la mano cuando la veía y no la agarraba.
Hasta que otro llegó a botar ahí sus excrementos. Entonces sa­
lió no una ni dos, sino muchas. El hombre botó la mano y cogió
una. Supe que yo ya estaba loco cuando lo vi que la despelleja­
ba y se la comía sin que a m í se me diera nada.
Tenía ratos de lucidez, y en una de esas Dios me alumbró la
salida. Hacía días que había venido un cura a confesar a uno.
La doctora lo había mandado porque, seguro, lo vio muy dé­
bil. Murió un tiempo después. Ese día conocí a la médica, ella
sólo venía a firm ar las partidas de defunción porque todas
decían lo mismo. Cuando me llevaron donde la sicóloga, al­
cancé a pedirle un cura. Y cuando me desperté, estaba el cura
junto a mí. Le dije: «Padre, yo voy a morirme, quiero confesar­
me, yo soy guerrillero y he matado mucha gente». Me dio la
absolución y al otro día oí que me llamaban por mi nombre.
Grité: «¡Presente!». Me sacaron y me llevaron donde el direc­
tor. Me dijo: «Usted, así esté loco, va a la cárcel de máxima
seguridad. Usted no es un loco, sino un narcobandolero». Y a la
cárcel de máxima seguridad de Valledupar vine a parar. El que
estaba loco era el director: yo lo que soy es un ex funcionario
de inteligencia del Estado colombiano.
El Gringo

i.

L l e v o cuatro años aquí en La Picota, y duré cuatro años en


La Modelo, como decir, ocho años preso y condenado. Es la
primera vez que me encuentro detenido en cárceles grandes,
porque he estado en estaciones de policía y en canas pequeñas,
como la de Palogordo en Girón, Santander; pero allá las deudas
se arreglan barato y de afán; aquí las cosas son a otro precio y
salen costosas. Comenzando por el ingreso. El día de mi llega­
da a La Modelo nos encerraron, como es rutina ya, en la jaula;
una jaula verdadera, con barrotes de hierro, en la mitad de un
pasadizo. íbamos 140 muchachos remitidos por la Fiscalía,
desde los juzgados de Paloquemao. Recochábamos sí, porque
uno se hace el sobrado frente a los demás y porque uno siem­
pre espera pasar y no quedarse. Un muchacho contaba esa
noche que le habían pillado la maña de robar con una cartuli­
na. Él cogía de la estantería una cartulina grande, la enrollaba y
Biblioteca Sapiens Historicus
148 PENAS YCADENAS

la iba llenando de cosas menudas pero de buen precio, como


radios pequeños, relojes. En la caja cancelaba sólo la cartulina.
Vivía de eso. Todos nos reíamos y cada cual contaba su caso
sin contar el verdadero. Cañero que se respete no cuenta nunca
lo que hace, sino lo, .que quiso hacer. Tiene que vivir uno muy
desmoralizado para decirle a otro compañero de cárcel la ver­
dad. En ese concurso de malandrinadas andábamos cuando vi­
mos sacar a un señor muerto en una bandeja. Muerto como sólo
está muerto un muerto: blanco y tieso. El silencio salió de ese
cadáver y se nos metió a todos entre la garganta. Pasó al lado
mío. No le habían cerrado los ojos que es lo menos que uno
puede hacer con un finado. Tampoco le habían tapado la cara
con una sábana. Iba como cayó. Con sus pantalones ensangren­
tados y su cara de miedo a la muerte. Hasta ahí fueron fiestas en
esa jaula. Todos pensamos en que así, con las patas para adelan­
te, podríamos salir de esta vida a la que entrábamos.
Yo no había hasta ese día visto un muerto. De pronto cuando
era muy niño vi pasar el cadáver de Floro, un vecino de la tierra
donde yo nací, Ragonvalia, Norte de Santander, que se había
despeñado, borracho, por un abismo. Floro era mono, siempre
calmado, trabajador el hombre, se emborrachaba solo y solo
se iba para su casa, donde nadie lo esperaba. Se mató. Nunca se
supo si a las buenas o a las malas. Lo cierto es que un día lo
vimos pasar guindado en un palo y amarrado en una sábana
blanca. Lo llevaban a enterrar como cayó, sin cajón. Tampoco
vi muerto a quien maté a machete, teniendo la escasa edad de
16 años. El cuento es breve: mi señor padre me había mandado
a la ferretería de don Arturo a comprar unas grapas que necesi­
taba para parar una cerca. Yo pagué, pero el viejo por estar aten­
diendo a todo el mundo y recibiendo el billete no se fijó que yo
le pagaba. Me pidió la plata. «¡Cómo así, don Arturo, si usted
me la acaba de coger!». Que no, que sí, total, yo llegué a la casa
sin las grapas, sin la plata v llorando de la rabia. Mí vieio. eme
EL GRINGO 149

era un hombre trabajador y, por lo trabajador, honrado, se em-


putó y se fue a hacerle el reclamo a don Arturo, que era un
hombrote bien hecho. Terminaron peleando y mi papá regresó
ensangrentado a la casa y, claro, sin las grapas. A mí sólo verlo
con esa sangre, con el pelo enmarañado y sudando derrotado
fue lo mismo que sacar la rula sin que me viera e irme a atala­
yar a don Arturo. El hombre que se voltea a contar su billete y
yo que le brinco al mostrador y le suelto el rulazo en toda la
cabeza. Trató de voltearse, y le solté el segundo, y el tercero, y
así, hasta que se le aflojaron las corvas y fue cayendo. Yo salí
como un venado, y no lo vi muerto. Salí por un desecho a la
carretera, y en el primer bus que pasó me subí. Primero a Circu­
ía, luego a Bucaramanga, donde caí uña noche a buscar qué
hacer. Y uno cuando nada tiene qué hacer para siempre en la
plaza de mercado. Uno allá por lo menos asegura la comida
cargando un bulto o, si no puede, jalándose una mano de ba­
nanos.
La pasada del finado en su bandeja, habiéndonos mostrado
adonde llegábamos, fue menos grave que la entrada misma a
los patios. A uno lo distribuyen para un lado o para el otro sin
saber por qué. O mejor, en ese entonces yo no me di cuenta de
la razón, que es muy sencilla y clara: hay patios mejores — con
agua, aire y luz— y patios peores — con chinches, cucarachas
y mierda— y cada condición tiene su precio. A los que no te­
níamos cómo, pues al más oscuro, que es, por tanto, el más
fiero. Al patio Dos fui yo a parar. Entre la jaula y el patio de
residencia hay pasillos. Pasillos largos entre rejas, a donde sa­
len los internos a ver llegar novicios. Alguien grita: «Llegó el
tren» y todos salen a las rejas a mirarlo con esos ojos que va
criando el miedo. Tratan de echarle mano, de tocarlo, de robar­
le un reloj, un pañuelo, lo que sea. Se entra esquivando manos
y ojos. Cuando se abrió para mí la luz del patio número Dos
llegué al fin del mundo:------
150 PENAS Y CADENAS.

2.

Oí que alguien me llamaba: «Oiga, Gringuito — me decían


así por lo mono— , y usted ¿qué hace por aquí?». «No, parce,
motivos de la vida», le contesté al hombre, un parcero que ha­
bía sido mi compadre de andanzas en la plaza de Bucaraman-
ga. M e enseñó mucho. Uno llega del campo atolondrado, y más
yo que nunca pude quitarme a don Arturo de la cabeza, y que
pensaba todo el día en mi padre porque, claro, era él el que tenía
que pagar el ganso. Llamábamos al hombre Alias porque nunca
se presentaba con un mismo nombre. Unas veces era Miguel,
otras Chavo, otras Janson. Nadie le sabía el nombre y como
usaba tantos alias, pues era lo único ñjo que tenía. A Bucara-
manga llegué con la plata que de afán me había dado mi padre,
menos lo que me comí en la flota y lo que me había costado el
pasaje. Pagué pieza y desayuno hasta que me alcanzó. Empaté
con los primeros pesos que me gané como cotero. Cargábamos
y descargábamos muías, y uno veía esa cantidad de comida o
de mercancías sobre sus hombros sin que le dejara más que el
dolor en el espinazo. A uno van haciéndolo malo las diferen­
cias. «Si le echamos mano a un negocio de estos antes de llegar
¿cuánto no nos beneficiaría?», nos preguntábamos con Abas.
La maldad tiene sus caminos y sus momentos; se mete entre
uno y no sale hasta que uno salga con algo. Descargábamos
muías con comida para animales: perros, gallinas, vacas. Ani­
males que comen mejor que uno. Tanto así, que hay gente que
compra comida de perros para hacer con ella una sopa. Como
tiene vitaminas y sustancia de carne, pues a la hora del hambre,
y con un par de papas, no sabe tan a peor. A sí comimos con
Alias muchas veces. Cuando acabábamos de descargar, pedía­
mos permiso para barrer la muía y lo que barríamos se volvía la
comida del día. Aprendimos a distinguir la de perros, gallinas
— o aves— y la de vacas. Ésta es la más fea, la más hedionda y
EL GRINGO 151

la que menos se deja comer. Dicen que estaba hecha también


con vaca. La de pollo sabía a plumas de gallina y daba vómito.
La de perro tenía sustancia de hueso. Era más alimenticia y no
encogía la tripa al olería. Con Alias nos craniamos el asalto a
un camión de esos, en la subida a Pamplona. Eran casos sona­
dos estos delitos entre nosotros; la noticia de prensa hace pro­
paganda, le abre a uno la entendedera. Si lo hacen otros,
hagámoslo también nosotros. Y así, con un par de cuchillos,
nos le montamos a uno que subía muy despacio y que había
tenido que medio frenar para no dejar los amortiguadores sobre
una vara flaca que habíamos atravesado como una mata caída.
El chofer que baja la velocidad y nosotros que, sin que nos
viera, nos trepamos por detrás y, agarrados de la carpa, le lle­
gamos al estribo. Con un martillo — íbamos preparados— rom­
pimos el vidrio de la cabina y con los cuchillos encuellamos
al hombre, haciéndole sentir los filos en el pescuezo. Lo ama­
rramos, lo botamos más adelante en una cuneta y nosotros nos
llevamos el camión, manejado por Alias, que mucho sabía. Tanto
como para haber vendido la mercancía donde la dejamos, antes
de despeñar el carro, que quedó bien acomodado en el fondo de
un hueco. Total: 500.000 pesitos. Alias cogió 300, 100 de gas­
tos y 100 para mí.i Pero la plata no sirve para cerrarle a uno la
agalla, sino para abrírsela y más si esa plata es habida a la fuer­
za. En la cana pasa lo mismo, o peor, porque aquí las necesida­
des son más necesidades que afuera, i
Yo me repuse tirado en un rincón del pasillo con una cobija
vieja y maloliente que mi parce me consiguió, unos bluyines
que parecían desechados por chandosos, brillantes ya del puro
mugre. Estuve sin pim eles un par de días hasta que llegó el tren
de la remisión con carne fresca, y le eché el ojo a unos tenis que
me gustaron. Con un chuzo que me había dado Alias paré al
cliente y cambiamos de aire: «Hermano, bájese de esos tenis,
que son míos, y no me aletié porque este frío no conoce hue-
152
PENAS Y CADENAS

so». El hombre, muy noble, se descalzó y me los entregó. Aho­


ra, dije yo ya montado sobre mis rieles, a buscar pantalón, a
armarme de camisa, a conseguir cobija y a ubicar cama. Cada
paso de éstos tenía un precio, costaba un aventón, y detrás de
cada aventón puede saltar el hombre que el destino le tiene a
uno asignado para llevárselo por delante. Uno_se desquita en la
cana con el otroycen el más débil. Igual que afuera. En la cana
el que está adentro se monta en el recién llegado, porque ya
tiene parche y parceros, ya tiene el cómo y el con quién. Y los
más cañeros son los que más saben porque han sobrevivido y
saben hacerlo. Uno entra a un escalafón, a una jerarquía. Para
sostenerse tiene que ganar cartel. Como uno entra desarmado,
o por lo menos yo entré desde abajo, de puro ruso, me tocó
hacer camino a codazos, o mejor a lanzazo limpio. Alias fue mi
padrino, el cacique, el pluma, que tenía también su cacique y
así hasta arriba. En los patios hay varios caciques, que a veces
llegan entre ellos, cuando son inteligentes, a compartir el po­
der, y cuando no, sus carros se matan unos con otros, hasta que
algún patrón saca al otro del campo y queda mandando. Eso es
como de la misma naturaleza. Así pasa con los padrones en una
remonta, con los cafuches en el monte y hasta con los gallos.
Con Alias pensamos que era mejor poner orden en el pasi­
llo, mientras conseguíamos que nos dieran celda, o mejor que
pudiéramos pagarla. Las celdas son en La Modelo muy cotiza­
das porque protegen al cliente de ser robado, apuñalado, que­
brado. Fueron hechas para no poder salir, para que el reo no se
escape, pero ahora es tanto el peligro que se usan para no dejar
entrar, para proteger el sueño. El orden que decretamos en el
pasillo comenzó con una conversa de conveniencia: «Cuidé­
monos entre todos el pulmón de los de afuera, hagamos un par­
che fiero para no dejamos joder de los otros». «Pero para eso
— dijo Alias— hay que tener seguridad entre nosotros, y esa
seguridad Ir J — ■♦-mun*]» Y lo nombramos: Alias y dos más.
EL GRINGO 153

Tres. Presidente, vicepresidente y tesorero. Eran los mandos,


eran quienes decidían qué hacer con los malandros, con los
ñeritos, con los que llegan a desacomodamos. El problema
mayor no lo encontramos entre nosotros y ni siquiera con los
demás intemos, malevos o no, sino con la guardia. A la guardia
no le convenía el. orden, porque, como se dice, en río revuelto
ganancia de pescadores. Los guardianes se venden al mejor
postor. Y la guardia no es libre, debe pagarle también a quien
desde arriba la nombra y la sostiene. Se paga con plata o con
favores, pero se paga. Había que conseguir, pues, para el ají
con qué pagarle a.la guardia para que nos respetara el orden
que necesitábamos y así cuidar el pulmón. ¿Y cómo conseguir
el ají para pagarles? Convinimos: vendiendo vicio. Montamos,
pues, una línea.

3.
No es fácil, aunque parezca, montar una línea. Nosotros no
teníamos nada, sólo ideas. Buenas sí, porque con Alias hacía­
mos una llavería inteligente. Resolvimos cobrar un impuesto .
de paz en el pasillo. En la cárcel todas las líneas se sostienen
con impuestos, como en el país, que todo funciona con impues­
to s , y los que menos cuentan son los que se le pagan al gobier­
no. Pero para cobrar un impuesto necesitábamos poder, no se
puede cobrar plata a cambio de nada, aunque la amenaza de
matar a otro debe existir. Y el poder en la cana está en la punta
del chuzo. Cobrábamos. La gente vería de dónde sacaba para
pagamos. En esas maromas tocó salir de un bravero que se ne­
gaba a colaborar. Lo echamos a la rotonda. A m í me tocó fren-
tearlo porque yo era el que menos trayectoria tenía entre Alias
y yo. En mi pueblo, antes de aprender a hacer las 32 paradas
con la rula, aprendíamos, mientras jugábamos trompo, al due­
lo. Con peines hacíamos el paro de estar armados con cuchillos
154 PENAS YCADENAS

y nos volvíamos unos gallitos finos. íbamos a la gallera a apren­


der a movemos, a escapar el lance, a pararlo y a meter la espue­
la en el pulmón. La cuchilla de un gallo saraviado era rápida y
peligrosa. El rival quedaba muerto antes de que cantara un ga­
llo. Y muchos quedaban muertos, pero parados, y así duraban
un buen rato. En eso se conocía la buena raza. Así aprendimos
a manejar el cuchillo. Por eso cuando salí a la rotonda yo esta­
ba confiado y en dos volteretas y una parada que me costaron
los músculos de la mano izquierda, que tengo paralizados desde
entonces, liquidé al amigo. Quedó frío de un punzazo en el cora­
zón, y nadie supo nada ni vio nada. Peldaño ganado. Lo sacaron
los guardias en la bandeja, sin preguntar nada porque era una
pinta que se las debía. El mandado quedaba por cuenta de ellos,
pero el cartel era mío. Nadie sabe para quién trabaja.
El impuesto lo dividíamos en tres partes. Con uno acondi­
cionábamos bien el pasillo. Lo resanamos, lo pintamos y lo
mantuvimos desinfectado con creolina. La otra parte era para
sostener la línea, para comprar la materia prima, que nosotros
enchicharrábamos y distribuíamos, y la tercera parte era para el
ají. El negocio había que cuidarlo, porque cuanto más conse­
guíamos, más enemigos teníamos y más seguridad necesitába­
mos. Nosotros tuvimos que dedicamos por completo al rodaje
del bisnes. El que tenga tienda, que la atienda.
Ligamos con don Adán. Era hombre acomodado que tenía
un apartamento en el patio Quinto: dos habitaciones — en una
dormía y en otra recibía— , baño privado con sauna, equipo de
sonido y televisor de 35 pulgadas, teléfonos celulares y, lo me­
jor, le traían la comida de fuera de la cárcel. Un señor enguan­
tado le llevaba todos los días el desayuno a las nueve, el almuerzo
a la una en punto y la comida a las siete. Comía a la carta. Era
cojo de la pierna derecha, donde le habían pegado un balazo
cuando joven. Sus muletas eran famosas porque — decían—
una de ellas era un chanaón. Tenía una cortada en la cara, sobre
EL GRINGO 155

el cachete; una cicatriz rebelde que le cerró hacia afuera y pare­


cía una canoa. Era abogado y político, había sido representante
a la Cámara y especializado en defender narcos. Se decía que
los ayudaba a hundir para quedarse con el billete. No es raro.
A sí hay abogados y más si son políticos porque tienen doble
protección, el título y la credencial. Lo apodaban Jirafales por­
que era la misma cara del personaje del Chavo del Ocho. Jira­
fales, pues, era el remate de un track que venía de afuera y de
lejos. Manejaba mucha droga y de cualquiera: anfetas, perico,
hache, eme, whisky, aguardiente y hasta la chicha la controlaba
el hombre. Los días de visita — o cuando a él se le antojara—
llegaba su recua de mujeres llevándole el pedido. Eran mujeres
especializadas que no se distinguían por el nombre propio, sino
por la capacidad de carga: la 100 gramos, la 350, la 1.000, y la
más conocida, una gorda y vieja que había sido — y era— una
gran puta que llamaban la F -l .600. Los que no creíamos y éra­
mos amigos de don Adán íbamos a verla descargar la mercan­
cía y mirábamos cómo la pesa llegaba justo hasta los 1.600
gramos. Era una mujer amargada a la que nada distinto al bille­
te satisfacía. La recua la manejaba la hija de Jirafales, Shirley,
siempre con medias caladas y zapatos de obispo, a quien los
guardias ni miraban al entrar.
El padre todo lo tenía arreglado. Ella cuidaba que ninguna
mujer le hiciera una trasfugada, y lo que pesaba en el «embar­
que» debía pesar en el «desembarque». Don Adán la presenta­
ba con celo, pero como todos temían al cucho, nadie se le
arrimaba ni nadie siquiera la miraba. Con esa línea nos fuimos
entendiendo y a los dos meses ya pudimos pedir celda, aunque
aspirábamos a poder pagar un traslado al Quinto; pero por aque­
llos días habían caído muchos ricos y no encontraban hueco
libre para nosotros. La guardia ya era nuestra. No sólo por el
cartel y la fama que teníamos, sino porque al que a buen, árbol
se arrima, buena sombra lo cobija. La droga en la cárcel es puro
■156 PENAS Y CADENAS

poder. Puede hasta más que la plata. Nadie come oro, ni se lo


fuma,, ni sedo toma. Eso sería antiguamente y para hacerlo ha­
bía que saber. Yo vivía elegante como un buen ladrón, que roba
para hacerse distinguir, para que lo admiren. En esa admiración
va el cartel, va lo que uno es capaz de hacer; no se va pregonan­
do por ahí quién se es ni qué se sabe hacer. Eso lo dice lo que
uno se pone. La línea, el track, como la llamaba don Adán, se
vuelve una casa de empeño, un banco. Los presos van a empe­
ñar todo lo que tienen a cambio del vicio. Venden todo, cam­
bian todo. Se dan por un bareto. Había un malandro que
llamaban la Masajista. ¡Enviciado el man! A cambio de una
chicharra, o de una papeleta de bazuco, la Masajista se lo ma­
maba a uno el tiempo que uno quisiera. No tenía problemas, no
le daba asco por el vicio tan engendrado que tenía. La desgra­
cia y la miseria de la cana es la que lo doblega a uno y se lo
entrega a Satanás.
En una de esas vueltas me enamoré de Saúl. Lo digo sin
vergüenza porque para eso soy hombre. Era un pelao sardino,
delicado, que me pillé desde que llegó en el tren. Cuando me
habló, entendí quién era. Me gustó. Yo lo protegí desde el co­
mienzo porque tenía una cara ingenua, algo femenina y vivía
como pensando en el más allá. Yo dije para mí: hay que salvar­
lo del redoblón. Pero yo no maliciaba comérmelo. Lo llevé a la
celda. Ya mi palabra era respetada y nadie me miró rayado cuan­
do lo acomodé conmigo. La celda me fue oliendo a mujer des­
de que el hombre se instaló. A l principio dorm ía en una
colchoneta sobre el suelo; pero una noche le oí castañetear las
carracas de frío y lo invité a mi cama. El se trasladó. Tembla­
ba. Yo lo arropé y en la arropada le sentí ese cuerpo blandito,
suelto, y el deseo de llegar más allá, a un sitio que nunca sabe
uno dónde queda. Me inflamó. Y ya, como se dice, hubo buen
viento y buena mar. Lo que no es para uno, se lo comen los
gusanos. Lo besé. Él me respondió. Terminamos haciendo el
EL GRINGO 157

amor. Yo llevaba ya varios días sin saber qué era eso, pero aquel
pelao se me metió entre ceja y ceja, entre pecho y espalda, en­
tre pierna y pierna. Yo me decía: «Pero usted es un hombre, un
hombre, ¿qué diría su familia si lo vieran así? ¿Enamorado como
una colegiala?». Yo me lo reprochaba, pero cuando él me ha­
blaba a m í se me olvidaba mi macho. O, mejor, se me salía. Tan
lejos fue el caso que Alias se molestó y terminó abriéndose y
declarándome la guerra. Llegué a pensar que él estaba enamora­
do de mí, pero descubrí que la razón era otra: yo descuidé la
línea de plano, pero cobraba mi parte como si hubiera hecho
mucho. Al desparcharse Alias, me tocó rebuscarme solo por­
que yo ya debía en todos los caspetes. Al pelao no le gustaba el
wimpi, y tocaba alimentarlo. Uno de los dueños de un caspete
— don Rosendo— , cacorro reconocido, fue pillándose el caso.
Yo le había prohibido al muchacho hablar siquiera con el hom­
bre. Le dije: «Mira, si tú le recibes aunque sea un chicle él te
monta». El tiempo fue pasando y mis ahorros, escaseando.
Cuando el viejo me cerró el crédito, me tiró a la desgracia por­
que el pelao sólo comía en su caspete. La ira mía fue mucha.
Quería matarlos a los dos. El pelao no volvió a mi celda, sino
que se fue como una puta a vivir con don Rosendo. Un día yo
no aguanté más y le casqué al pelao, delante del viejo, y cuando
él saltó ya yo lo tenía ensartado. No lo maté porque no le toca­
ba, pero me eché un enemigo muy fiero. Quedé en la olla, tiran­
do wimpi.

4.
El wimpi es como la olla del Cartucho donde come el que
está restiado, el que no tiene patrón, el que no es ni siquiera un
carro. Ahí comí seis meses, y durante todo ese tiempo nunca
me dieron algo distinto a una especie de masato espeso, hecho
de harina y endulzado con panela, al desayuno; al almuerzo, la
158 PENAS Y CADENAS

misma parva con papa y fríjol pequeño y negro, y por la noche


lo mismo del almuerzo. Todo era sucio. Las mesas nunca las
limpiaban, y uno tenía que llevar en qué le echaran esos vómi­
tos de perro. Yo tenía que trabajar para rebajar condena y para
no tener que metérmele al muro. El muro es un paredón donde
los que no son capaces de suicidarse quedan tendidos en el piso.
A más de uno vi correr tratando de escaparse, sólo para que los
guardias dispararan a matar y no lo hacían, como podían hacer­
lo, al aire, sino, como ellos mismos decían, al aire sí, pero de
los pulmones. Los que quedaban heridos iban a parar al hospi­
tal, los otros al cementerio. Como canta El Jefe, sólo tres puer­
tas tiene abierto el pobre: la del hospital, la de la cárcel y la del
cementerio. Trabajaba en el taller de zapatos. Allá arreglába­
mos calzado de todo tipo y hasta hacíamos botas para la guar­
dia. Pagaban seis días de trabajo; por dos de cana. En cambio
en la cocina pagaban cuatro, por los mismos siete diitas. No daba
la cuenta. Yo alboroté el avispero, pero sólo me gané un cañazo
en la celda de castigo. '
Dos semanas estuve allí por arriarle la madre a un coman­
dante de guardia al que le reviré por la injusticia. Salí envene­
nado y dispuesto a jugármela del todo. O gano o pierdo para
siempre, dije. Fui tan de buenas que acariciando planes, Saúl,
que era ya amante del director, y vivía con él en la oficina, me
mandó un papel fotocopiado de una minuta que la dirección
envió al Ministerio de Justicia dándole cuenta de la alimenta­
ción que dizque nos servían en el wimpí: carne de res y pesca­
do, verduras, frutas, leche, avena. Mejor dicho, qué no nos daban.
iComo Saúl cumplía su condena por haberle cortado la cara a su
amante, y el amante lo perdonó, o sea desistió, el día que salía
me entregó en un pañuelo bordado por él la tal minuta. A los
pocos días pedí audiencia con el director. Duraron tres meses
en dármela. Yo esperé porque el negocio era pesado. Para esas
ya la D efensonattabaiaba en La Modelo día con día. Le llegué
EL GRINGO 159

al director con las dos quejas y con el delegado de la Defenso-


ría. Mi alegato era limpio y no tenía revire. Oyó, bajó la cabeza
y me dijo: «Bueno, Mendoza, voy a nombrarlo fiscal de Ali­
mentación para que usted vigile con sus propios ojos la rutina
del wimpi y vele por que a sus compañeros no los engañen».
Sabiendo que quien sacaba la tajada del negocio era él m is­
mo, no le discutí, sino que me posesioné del cargo al otro día.
Yo tenía pues la perra del rabo_. Reuní a todos los rancheros y
les comuniqué: «Desde hoy quedan abolidas las trampas. Uste­
des deben llegar a las dos de la mañana, vestidos con el unifor­
me que les dan; si ya lo vendieron, los encauso y los boto del
puesto. Así que de botas de caucho, guantes de caucho, delan­
tal azul, manos limpias, uñas limpias, bien afeitados y, desde
ahorita mismo, van a venir tusos al trabajo. No más melenas ni
pelos en la sopa. Y a quien le molesten mis órdenes, bien puede
ir desfilando que ofertas es lo que tengo». Al día siguiente, sí,
señor, tal como yo había ordenado. La comida mejoró. El wim­
pi se aseaba a cada servicio y yo pasaba revista. Un solo pelo, y
el cliente quedaba despedido. Era tanta la necesidad de trabajar
que nadie me desobedeció^El desempleo y la necesidad del
pueblo les sirve es a quienes tienen la sartén por el mangóvPor
este lado fui recuperando poder. El que Saúl me quitó, a la lar­
ga, me lo devolvió con la Fiscalía de Alimentación que me gané.
Y ganaba doble: como fiscal porque yo podía decidir muchas
cosas, entre otras, la letra escondida de los contratos con los
contratistas que siempre le ayudan a uno sin que uno desmejo­
re las condiciones y, de otro lado, los días que me descontaban,
porque como era de confianza y responsabilidad mi trabajo yo
pedí, y así me lo aceptaron una por una. Día trabajado, día me­
nos de pena. Ahí están las cuentas.
El poder se acumula cuando se sabe manejar, cuando no se
desperdicia, cuando uno le obedece en lugar de tratar de que él
le obedezca a uno. Es un ser caprichoso. Pero mientras más
160 PENAS Y CADENAS

poder tenga uno, más enemigos tiene y más grandes son. El viejo
don Rosendo andaba al acecho. Nunca pagué la deuda que tenía
pendiente con él. Me mandó un par de carrolocos. Fueron varo­
nes porque se sabían respaldados: «Oiga, Mendoza, nos man­
daron a matarlo, usted verá qué hace». Yo les reviré: «Lo que
tengo no me lo han regalado, digan a ver de a cuántos me toca.
Les doy gabela. ¿Cómo la quieren?». «Bueno, Mendoza. Que­
da avisado». Desde ese momento yo llevaba sin seguro la lug-
ger que había comprado con los ahonitos. Me llegó un papel:
La Rotonda, seis de la tarde, 21 de agosto, pólvora. Un desafío
como de vaquero. Yo había leído — y todavía leo— a Marcial
Lafuente Estefanía. Me gustan sus novelas del oeste que siem­
pre comienzan: «Tenía poco menos de seis pies, flaco, era feli­
no, nervioso... y no sospechaba que Linda, la maestra de Carson
City, estaba enamorada». El héroe siempre ganaba el duelo y
yo lamentaba que ya no hubiera oeste y que ya nadie le volara
los sesos a su enemigo frente a frente, en una calle polvorienta,
con las mismas reglas. Para hablar corto, saqué primero y le
metí al carro que me mandaron tres tiros que entraron por el
mismo hueco y salieron por distintos. Los guardias llegaron a
levantar el cadáver. Me miraron sin decir nada, como es su cos­
tumbre, pero yo sabía que era deuda que marcaba como taxí­
metro y que tarde o temprano venían a cobrarla. Era una deuda
gorda porque el homicidio, después de que tenga más de dos
tiros, se considera agravado, y eso aumenta el tarrao. Me lo
dijeron sin preguntárselo, con los ojos. En la cana hay cosas
que no se hablan. Hay cosas que no se dicen, pero se saben.
Y se respetan. Si algo es peligroso es faltar a esas palabras de
honor que no se dicen. La guardia con mi homicidio agravado
quería era ponerme de su lado. Yo no sabía para qué me que­
rían. ¿Para servirles de informante? ¿Para quiñarles una rata?
Dejé pasar el tiempo, porque ese es el que sabe responder.
EL GRINGO 161

Hasta que llegó el día. Me trasladaron a otra celda. Especial.


Más grande, pero en el patio Uno. Se me hizo muy raro, pero
poco podía hacer. Yo seguía de fiscal y había vuelto a trabajar
con don Adán. Mi línea estaba aceitada, y por ahí también tenía
yo cómo. De todas formas, había que darle tiempo al tiempo
para que respondiera completo. Y así fue. Me pillé un agujero
en una pared. Un hueco pequeñito que permitía ver la celda de al
lado, que no era celda, sino un cuarto, siempre oscuro. No alcan­
zaba a distinguir qué había adentro, hasta que una noche me
despertaron unos pujes y unos golpes como dados a un saco de
aserrín. «¿A quién estarán matando?», me pregunté. El hueco
chorriaba una lucecita, miré, y como había luz en el cuarto pude
distinguir lo que vi: una sala de torturas. El cuento es de miedo.
En un rincón había una silla con manchas de sangre pegada a
unos alambres que iban a un enchufe; tenía correas, y ahí senta­
ron a un cliente que traían encapuchado, lo amarraron, le echa­
ron agua y le soltaron el corrientazo. El hombre brincó y quedó
temblando como un perro atropellado. Apenas se oía el puje.
Tenía algo metido dentro de la boca. Le preguntaban algo, pero
yo no alcanzaba a oír. Volvieron a soltarle otro corrientazo, brin­
có de nuevo amarrado el cristiano, y otra vez temblaba como
un perro. Después, la rutina, hasta que en el último brinco que­
dó quieto, como si lo hubiéran matado. Pero no, estaba vivo.
Había aceptado algo, porque lo desamarraron. Yo me tiré a mi
cama, y ellos pasaron, frente a mí, sin cliente. Lo dejaron ahí,
atornillado a esa celda. Cuando pasaron, miraron bien a ver si
yo estaba fisgoneando. Y siguieron. Ese era el cobro. Tenían
que tener a alguien ahí, al lado del matadero, para asegurar el
silencio. Seguro todos los del pasillo les debíamos algo paga­
dero en silencio. Pero ahí no termina el cuento, Tiene madeja y
había que tirar de la pita para llegar a la bola, y la bola era
simple: una compañía entre guardias y paramilitares para se­
cuestrar pintas en la misma cana y cobrar por fuera. Porque la
162 PENASYCADENAS

cana es una sucursal del delito que está por fuera, uno de sus
departamentos, un centro de mandoJTodo lo que sucede afue­
ra, en el «mundo Marlboro», pasa por la cana. Completo el
cuento: se secuestra al paciente, se tortura, se le graba la voz, se
manda la grabación; si se niegan de afuera se aprieta y se man­
dan los pujes, los gritos, los ruegos, y así se aumenta el mensa­
je, hasta que los deudos cancelan. Hubo clientes que llevaban
hasta tres veces diarias al ejercicio; y hubo semanas en que
llevaban a tres o cuatro tipos a desplumar. Todo en silencio,
toda la maquinita bien engrasada. Y nosotros, los del pasillo,
éramos los que les hacíamos la segunda haciéndonos los pen­
dejos con nuestro silencio.

5.
La línea volvió a florecer. Don Adán era un varón. Y Shírley
venía cada vez mejor arregladita, más perfumadita. Inundaba
esas soledades. Y yo fui enamorándome. En la cana uno nece­
sita tener alguna ilusión viva para no morirse. Una mujer, un
negocio, un hijo, un par de cuchos, o aunque fuera uno solo,
como en mi caso. M i padre había muerto de tristeza después
de que supo que a m í me había caído un tarrao de 17 años.
Tenía razón. Si yo no me m orí cuando el notificador me dijo
fue porque tenía 19 años. Yo estaba seguro, el día que me lle­
varon al juzgado a leerme la sentencia, de que salía libre. Tan­
to fue así que yo empaqué lo que ya tenía — dos años duró el juez
para fallar— en una maleta nueva que había mandado comprar
para volver elegante a la casa. Bien presentado. Pero desde que
el notificador me miró, antes de comenzar a leer, yo la presentí
negra. Frente a la autoridad no aflojé. Miré al hombre de arriba
abajo, y apenas le escupí una sonrisa como diciéndole: nada se
me da, yo salgo de la cana por mi ley, a mi manera. El man me
dijo: «Lea». Voltié la hoja donde dice: Resuelve... Leí: «El se­
EL GRINGO 163

ñor Fulano de tal y tal queda condenado a 17 años de prisión».


¡Uy! Sopas, yo quedé Mo, refrío. Me pasó un corrientazo de
los pies a la cabeza, yo miraba esas rejas y las cogía duro. M al­
decía. ¿Qué pasa, mi Diosito, qué pasa? Firmé la sentencia y
escribí: ¡Apelo! Me dijo el notificador: «Venga, venga, Femey,
tome gaseosita. Pase con esto el trago amargo». Quedé en ese
patio reaburrido, reofendido. Yo quería peíiar con alguien. Mis
amigos me decían: «¿Qué pasó, mijo?». Yo les pasé la notifica­
ción. Los manes se pusieron a leer: «¡Uy, pobre chino!». Yo me
encerré en la celda tres días. Lloré como cuando era niño. Con
unas lágrimas tibias y saladas que no había vuelto aprobar des­
de el día que encontré muerta una perrita que la vieja me había
regalado para aprender a cuidar los animales. Al rato, las lágri­
mas se volvieron rabia y entonces la armé contra la pared, la
golpié hasta que los nudillos me sangraron y los dientes se aflo­
jaron de tanto apretarlos. Salía al baño no más y llore y llore. El
viejo no sobrevivió a la pena porque era un hombre que sabía
respetar la ley y la ley le decía, con mi sentencia, que yo era un
asesino.
Mi madre me. visitaba. Un día llegó con el cuento de que
había ido a Facatativá a ver a la Bruja Blanca, para saber qué
era lo que había hecho yo y cuándo salía. La mujer le echó las
cartas, le leyó el tabaco y la taza de chocolate y sólo le dijo: «Va
a enamorarse». Ella que me cuenta el cuento, y el corazón que
brinca por Shirley. Cuando llegó el domingo, me levanté muy
temprano a bañarme, afeitarme y a ponerme presentable para
ella. A las ocho de la mañana el ordenanza me llevó una camisa
bien planchada, zapatos bien embolados, brillantes. Me vestí, me
perfumé y salí a encontrarla. No fue mucho lo que tuve que espe­
rar. Parecía una cita, y ella llegó más bella que nunca. Nos mira­
mos y nos sonreímos con una sonrisa de para siempre. Yo quedé
atarrayado. Don Adán lo pilló todo. Era un viejo muy sabido.
Sentí que se abría un capítulo nuevo. La cárcel no son muros
164 PENAS Y CADENAS

cuando uno está enamorado. Todo comienza a rodar alrededor


de esa persona; todo lo que se hace, se piensa, se sufre coge sen­
tido, el del encuentro en libertad, en la vida futura, y ese camino
hacia allá queda abierto y deja de ser un pasadizo. Las noches se
volvieron cortas porque me despertaba con ella encaracolada entre
mis sentidos; los días, en cambio, largos de esperar la noche y de
saber que no todos los días son domingos. Yo le escribía largas
cartas. Escribirle era como hacerla. Yo, que no sabía casi ni fir­
mar, me volví un buscador de palabras raras, porque las que
conocía se cansaban. Había que encontrar otras para poder mi­
rarla desde otro lado. Yo no sé si yo le escribía para amarla o la
amaba para escribirle. Todas esas cartas se perdieron. Las de
ella no, las guardo todavía. La primera me la entregó al domin­
go siguiente, con un osito de peluche. La segunda, con un flo­
rero lleno de flores; la tercera, con unos tenis; la cuarta, con un
celular; la quinta, con un video, y así, cada domingo aparecía
con carta y regalo. Yo la guardaba para leerla cuando ella se
hubiera ido y cuando a la cana cae el silencio como una cobija.
Es un silencio de espanto al que yo le tenía tanto miedo que me
dormía antes de que llegara, siempre y cuando no fuera domin­
go en la noche. Esperaba, pues, el silencio casposo para leer a
pedacitos palabra por palabra, frase por frase, y luego me deja­
ba ir en sueños. Cartas matan rejas.
Un domingo pasó algo terrible. Habíamos estado almorzan­
do, invitados por don Adán, la suegra, una hermanita menor y
yo. Todo bien. Mantel limpio, sobrebarriga dorada, cerveza.
¡Un almuerzo! El viejo preguntó si estábamos en plan de casar­
nos. Ella me miró, me leyó y le contestó que sí. La suegra me
besó. Y el camarero trajo una botella de champaña. Celebra­
mos. Todo parecía preparado. Salvo el final. Uno se despide de
la visita en la puerta de un pasillo y ve que va alejándose paso a
paso la persona querida. Ese día, yo me había despedido antes.
Don Adán se quedó hablando con sus hijas un ratico. Se despi­
EL GRINGO 165

dió, cuentan, y cuando ya Shirley le había dicho el último adiós


una puñalada por la espalda mató al viejo Jirafales. Fue tan
rápida y tan bien puesta que los malandros lo sostuvieron por
detrás y le alzaron las manos como si se estuviera despidiendo
de Shirley. Después lo dejaron caer al piso, se limpiaron las
manos ensangrentadas en la camisa del finado y quién vio algo.
Shirley contó después que se fue tranquila porque, aunque don
Adán nunca se despedía con las dos manos, ella había pensado
que era por el gusto del matrimonio. Nunca se supo por qué le
pegaron una matada tan fea a don Adán. Lo embanderaron y
hasta ahí fueron penas para el hombre. Shirley lo supo cuando,
a la hora, vinieron a contarme. Ella regresó por su papá y a la
madrugada, después de la autopsia, se lo entregaron. Yo estaba
ya encerrado y no pude estar con ella.
La línea, toda, cayó en nuestrás manos. Mejor dicho, yo he­
redé con ella toda la rutina del negocio. Una máquina grande
con muchos piñones. A unos los conocía, a otros los sospecha­
ba, y ruedas eran desde el director del penal hasta los guardias,
y desde los enfermeros y las sicólogas hasta el ministro. Admi­
nistrar ese poder era imposible sin ser, como don Adán, aboga­
do y político. Con una mano se hace y con la otra se tapa. Uno
no sabe sino matar, y el negocio de la droga necesita gente pre­
parada que sepa encontrar habilidades y sobre todo debilidades
en la gente. La debilidad es el gancho con que se trabaja ese
negocio. Pillárselo es el arte del buen narcotraficante. Con el
tercer aniversario de la muerte de don Adán las cosas comenza­
ron a ponerse raras. No fue ese día sino ese tiempo el que mar­
có el cambio de signo, como me dijo mi madre que la Bruja
Blanca, a quien yo terminé creyéndole, le había dicho. El cam­
bio de signo es como un tropezón del destino que le cambia a
uno el video. Nosotros con Shirley nos escribíamos todos los
días, oíamos los mismos programas de radio y televisión para
estar juntos y nos llamábamos por gusto y por negocio muchas
166 PENAS Y CADENAS

veces al día. Pero un día algo pasó, no me llamó cuando había­


mos convenido, su celular lo tenía apagado, en la casa no estaba,
nadie daba razón de ella. Primer aviso, dijo el torero. La cosa iba
poniéndose espinosa. Pero yo seguía creyéndole y queriéndola,
que es lo mismo. De todos modos, el signo cambió. El domin­
go Shirley me llamó desde Paloquemao: «Mire, papito, que fue
que caí, pero no por nada, sino por equivocación de esta gen­
te». Se me hizo raro, porque a la policía, al das y a la Fiscalía se
les daba su ají. Y hasta a la dea le gusta comer picante. Era
demasiado raro. Pero tampoco creí en el cuento de la equivoca­
ción. Ellos se equivocan con malandritos, pero no con capos, y
menos con capas.

6.
El siguiente capítulo fue escrito desde el Buen Pastor, La car­
ta que me escribió la guardo como un tesoro. Decía así:

Papito: Todo esto fue terrible. No hice más que pensar


en sumercé y si algo raro estaba notando no creas que fue un
engaño sino que quería darte una buena sorpresa. El nego­
cio de la finca saldrá y la conseguimos a muy buen pre­
cio, porque está escasa. Pero yo no he hecho más que
llorar. Yo no conocía una cárcel. En La Modelo todos me
trataban como la hija de don Adán, la reina. Pero desde el
momento en que caí en manos de la gente de la Fiscalía
me han vuelto una asesina, y yo no he matado a nadie.
Estuve tres días sola y aislada en Paloquemao. Me do­
lía saber que sumercé estaba sin saber de mí, pero cómo
hacerle saber que estaba viva y que no lo había traiciona­
do. Usted sabe que yo lo quiero mucho y que me hace
mucha falta, y que yo a nadie más quiero. Lo que más me
ha disgustado de todo es la jaula. Estuvimos una noche
entera. Me -encontré ahLcon. Marina, aueríambi én ^ba por
EL GRINGO 167

ley 30, y ella fue mi consuelo porque ya conoce la pelícu­


la. Pero el frío no me dejó dormir. Al otro día volvimos a la
reseña. Otra vez toqué el piano, y después nos asignaron
celda. Me tocó con dos mujeres. Una vieja y otra jovenci-
ta. A la vieja la cogieron con dos kilos de heroína. La joven
está dizque por haber tratado de matar al marido, aunque yo
creo que sí lo mató. Ambas me dan miedo. A las cuatro nos
encerraron con candado. Fue lo peor. M e dio histeria oír
los cerrojos. Eran como la firma del juez.

Las cartas se repitieron una y otra vez. Y cuando ella fue


haciendo sitio, volvimos a llamamos por celular. A ella se lo
habían prohibido para hacerle la terapia, para irla afinando y
ponerla a comer en las manos de las guardianas. Yo estaba tran­
quilo por ese lado porque tenía también mis influencias y por
ese motivo la tenía cuidada. El negocio volvió poquito a poqui­
to a funcionar. La cuñada lo cogió de su cuenta y diversificó las
líneas. Ya no era solamente con La Modelo, que yo manejaba,
sino con el Buen Pastor. La china prometía. Y lo mejor, cum­
plía como un Rólex. Recompuso las partes rotas de los canales
por donde podía haber fugas de agua, y en tres meses las líneas
estaban otra vez envaselínadas. Yo tenía, además del negocio
familiar, el mío propio. Me lo manejaba un primo. Consistía en
tener armas afuera, para arrendarlas, es decir, para ir con un
porcentaje que variaba según fuera la operación: para un banco
valían el 20%; para una carretera, el 10%; para una operación
guerrillera o paramilitar, el 5%. Era parte del capital que yo
tenía ahorrado por fuera y a salvo. Tenía otros menores: la casa
de la vieja, aquí cerca a la cárcel, a donde pensábamos sacar un
túnel, unos carros de plaza que trabajaban para los paras en
Barranca y que eran muy buen negocio, y otras cosas menores.
El de las armas era el más rendidor. Eran 25 fierros, desdexocr..
kets hasta Berettas. Tenía galiles, un par de a k , carabinas, silen-
168 PENAS Y CADENAS

dadores. Y lo mejor, todas aseguradas en la brigada, de forma


que si caían, a la cuenta de la guerrilla iban a parar. También
pagaba un seguro a un asegurador especial, que en caso de
confiscación me devolvía el arma tal cual. Un seguro caro que
variaba entre el 8 y el 2%, pero que daba garantías al capitali-
to. A veces también hacía mandados por delegación. Me pinta­
ban el negocio, me daban las claves y se hacía con un equipo de
fieles que trabajaba a sueldo. Pero eran trabajos de ganso, es
decir, ajusticiamientos fáciles de sapos o de ratas.
Yo no quería envolverme con más problemas, pero Shirley
no podía estarse quieta. Me escribió, dorándome la píldora, una
carta en que me decía:
Papito querido. Ésta para desear que estés bien de sa­
lud y de corazón. Después de hablar por teléfono anoche,
me desvelé y me puse a escribirte ésta para contarte la his­
toria de mi compañera, doña Matilde. Es una vieja muy
sabida. Estuvo presa en España por heroína. Se cayó sa-
piada. La condenaron a ocho años, tres meses y un día.
Cuando el director de la cárcel le comunicó la sentencia
dizque esa mujer se enfureció, saltó sobre el escritorio y
cogió al pobre director por las mechas a arrancárselas. Y no
lograron quitársela de encima hasta que se quedó con un
buen mechón. Pero lo chistoso del caso fue que el tal di­
rector se enamoró como loco —y tenía que estarla— de
esa colombiana feroz, como la nombraba. Y se casaron en
la cárcel. Él iba a visitarla sólo los días de visita y ella
trabajaba día y noche y pagó en tres años su condena por­
que allá no es como aquí que le trampean a uno el tiempo
redimido. Y más chistoso fue que cuando ella se vio libre
le dijo al otro: yo lo quiero mucho, pero más quiero a mi
país. Adiós. Y se vino.

La carta me supo a matrimonio o a negocio con la vieja, que


no cabía duda seguía traqueteando desde la cana. Resultó lo
EL GRINGO 169

primero. Me recordó la promesa que yo le había hecho al di­


funto don Adán. Acepté casarme. Estábamos enamorados. Que­
ríamos un hijo, algo más que un negocio de plata, algo distinto
a una línea. Llegó el día de nuestro casamiento. La directora le
dio Ucencia para salir a firmar los papeles aquí, y yo palanquié
un permiso por ocho días. Para eso servían mis influencias. Nos
casamos en la capilla de La Modelo, con cura, con juez, con
vestido blanco y arroz, como si quisiéramos quedar bien casa­
dos. Y la noche de bodas duró una semana en mi celda. Obtuve
una licencia matrimonial, que es de una noche, para siete no­
ches. Cerramos la celda con cortinas, pusimos flores, yo había
mandado construir una cama quinsais, y nos encamamos como
si nunca hubiéramos hecho el amor. De esa cama salió una hija.
Ella quedó embarazada en la cárcel, y por eso el niño salió tan
triste y tan llorón. Días antes de que cayera enferma fui a visi­
tarla con una licencia de doce horas. Estaba ya pesada, andaba
como chencha, llevando esa barriga por delante. Pero sus ojos
habían perdido la picardía. Se mantenía en sudadera noche y
día. Aunque no me lo dijera, noté que entre ella y Marina, la
joven con quien compartía celda, no había negocio, pero algo
había. Según una carta, Marina estaba por secuestro.

Papito, el cuento de M arina es cmel. Imagínese, su-


mercé, que ella era una niña de colegio, vivía con la abue­
la. El papá la había dejado botada y la mamá no aparecía.
Sufrían hambre con la abuela, no tenían para la comida y
menos para el arriendo. Estudiaba con una beca que le ha­
bía conseguido el gobernador del Valle, de donde es ella.
Es una mujer bonita como buena caleña y resbalosa como
toda caleña. Como está acostumbrada a ser bonita, espera
que todo el mundo la quiera. Y le cuento, papito, que lo
consigue. Pero el caso cmel fue el de su caída. Resulta que
un tío era o es narco y tenía mucha plata. Carros nuevos,
mujeres, viajes. Trabajaba para la gente del Valle y tenía
170 PENAS Y CADENAS

su centro en Jamundí. Tenía también un hijo de nueve años,


primo hermano de Marina. Ella bien pobre, viendo a la
abuela muriéndose de hambre y necesidades, y al tío, su
hijo de esa señora, bien rico y acomodado, porque hasta
caballos de paso fino tenía, entonces le hicieron el viaje
con unos malevos que ella conocía. Gente pésima. Se lle­
varon la criatura y la encerraron por allá en los cerros de
Miranda. Le pagaban a la guerrilla dé un señor Batman
Cañón una plata por cuidar el niño. Pero uno de sus ami­
gos, el más avión, el que llamaba por teléfono, fue, cobró
y los sapió. Total, se quedaron con el secuestradlo y sin
un centavo y con el enemigo detrás. El Gaula mató a dos.
Ella se salvó porque había salido a comprarle al primo unas
gaseosas, aunque, claro, el niño nunca vio a su tía. Ella lo
hizo por buena, sólo para ayudarle a la abuela y para ven­
garse del tío que nunca les había dado una mano. Ella es
una mujer muy bonita.

Esa última frase me quedó dando vueltas. Shírley no admi­


raban las mujeres, así, sin más. Me quedó registrada. Yo anda­
ba negociando con una pinta la redención de trabajo para poder
coronar, con otras ayuditas, un 72. Es decir, salidas de 72 horas
y regreso a la cana otras 72. A la pinta yo la arreglaba con vicio.
Él trabajaba en la cocina, pero a m í me sumaban sus horas; ya
para esa época había dejado de ser fiscal de Alimentación por­
que los negocios eran muchos. Tenía que asegurar el capital
por fuera, antes de pensar en la salida. Ya estaba hecho, tenía
hasta guardaespaldas, y me respetaban tanto los delincuentes
como los presos políticos, los guerrilleros como los paracos.
Y además, claro, las autoridades. M e llamaban Santander. Los
políticos y los paracos se odiaban a muerte, y donde se encon­
traban se mataban. El único sitio donde no se asesinaba a na­
die, ni nadie lo permitía, era en las Mesas de Trabajo para la
Convivencia. Fue un cuento que comenzó cuando se dieron
-EL GRINGO 171

cuenta, o mejor nos dimos cuenta todos, de que si no poníamos


un orden nuestro, que sirviera para respetamos, íbamos a sacri­
ficamos todos. El enemigo era la corrupción de la guardia y de
la autoridad; son ellos los que tienen las canas como las tienen.
És a ellos y a los abogados y jueces a quienes les queda el
trabajo que nosotros, los delincuentes, hacemos. Son ellos los
que usan las cárceles para delinquir y hacemos delinquir. Ahí
comienza el daño, y es ahí donde debía terminar, según dicen.
El rebote más grave que yo presencié comenzó porque los guar­
dias llegaron a una Mesa de Trabajo a sacar a un paraco para
llevárselo para El Barne. Todos protestaron, se pararon y no de­
jaron que lo remitieran. Todos lo defendían, tanto los políticos
como los paras, como los sociales, nosotros. Y no porque estu­
viéramos de acuerdo, sino porque nos atacaban un derecho ga­
nado, el de resolver nosotros el problema y de hacer leyes para
las cárceles que los presos respetaran. Fue un motín general- Los
guardias regresaron con gases, la policía montó un anillo por
fuera, el ejército, otro más afuera todavía. Aquí adentro se toma­
ban posiciones, se organizaba el revire, la resistencia. Y la guerra
se vino cuando cogimos de rehenes a unos guardias para cam­
biar por el hombre que se llevaban pero que no alcanzaron a
sacar. A las cinco de la mañana los jefes dieron la orden de subir
a las azoteas. Yo iba detrás de Alias, con quien volví a trabajar, y
llegando ya al último piso, él que asoma la cabeza, y la cabeza
que le estallan de un tiro. Unos soldados que estaban en la torre
de la iglesia, que queda frente a la cárcel, le habían disparado.
Cayó a mi lado. Cayó ya muerto. Muerto como los 36 que que­
daron en los pisos, en las terrazas, en los patios. La guardia no
habló sino de 20, el resto está enterrado ahí mismo, en la cárcel,
y algún día los encontrarán si ya no los han sacado.
Yo logré que me trasladaran para La Picota. Desde el día de la
muerte de Alias mi lucha fue por cambiar de moridera. Me costó
mucha plata y casi la mitad de los fierros que tenía trabajando
172 PENAS YCADENAS

por fuera, pero aquí yo cuido mi vida. ¿Para qué quería yo tan­
tas armas si no tenía ni un respiro?
La diferencia entre La Modelo y La Picota es grande. Aquí
no torturan a la gente, ya no matan a la gente, aquí ya llevamos
un año que no vemos salir un muerto mientras en La Modelo en
ese año se ha escuchado de más de un muerto. Desde que yo
me vine de esa Modelo para acá mi vida ha cambiado mucho.
Aquí conocí gente bien, gente seria que hace la vida del preso
menos tormentosa. Aquí hay gente que también tiene una mente
áspera, pero no puede utilizarla porque acá las cosas son diferen­
tes. En este patio donde estamos, que es el patio principal, fue
donde comenzó a funcionar el Comité de Convivencia. Yo soy
integrante de ese comité. Nadie puede portar armas. Aquí en La
Picota, la gente ha ayudado mucho para que el interno salga del
vicio. Aquí ya no hay bazuqueros ni marihuaneros, eso se ha
acabado.
Un día llamé a Shirley. Me dijeron que no estaba. Se me hizo
raro porque ella no tenía por qué no estar. Al otro día me llama­
ron al teléfono y me dijeron: «Su mujer le dejó aquí una carta.
¿Qué hacemos con ella?». «Páseme entonces a Marina». «No,
no está tampoco». Dije, esto está raro. «Mándeme la carta».
Llegó a los ocho días. Me decía:

Papito. Yo sé que usted me perdonará algún día lo que


hice, pero me enamoré de Marina. Ella me ha dado todo,
sin ella no hubiera podido vivir. La hija de los dos se lo
mandé a la abuela de M arina y ella lo cuidará mientras yo
salgo. Aquí no puedo tenerlo más. Llora como desde el
primer día. No sabe lo que es una hora sin llanto. Yo le
pido que me perdone, pero no quiero volver a saber nada
de usted. Usted ha sido bueno conmigo y la mala he sido
yo. Perdóneme, papito. Todo lo que manejaba mi hermana
que era mío lo he pedido para que lo maneje doña M erce­
EL GRINGO 173

des que, como tú sabes, ya salió. Usted verá si su parte se


la deja o le deja algo a ganar. Perdóneme.
Me ataqué a berrear. Busqué un cable de luz, me fui a la
celda, lo amarré en los barrotes de la puerta y me ahorqué. Pero
no me morí. Alguien se dio cuenta y me salvaron la vida. Duré
dos semanas reponiendo el gaznate que me quedó cerrado y
magullado, pero al fin se arregló. Mala hierba, dicen, no muere
tan fácil. Me salvé como me salvé el día que caí.
Ahora que ya todo comienza a ser de ayer, lo que tengo por
delante es mi salida. En ella pienso día y noche. Con la rebaja
de penas me quedó en doce años la condena. Esa es la moral
mía porque con siete años ya pagados y trabajados, el año en­
trante me dan las 72 horas de permiso. Sueño con ese día. Salir
de la cárcel, respirar hondo, coger un taxi, bajarme en la esqui­
na para llegar calmado a la casa de mi mamá, golpear, y cuando
me abran entrar corriendo donde ella, que está paralítica en una
cama, porque el año pasado sufrió ün derrame. Pedirle perdón
arrodillado y comenzar a buscar a mi hija para que crezca a mi
lado. Ya el insomnio no me ataca. Yo me encierro en la celda a -
las seis a dormirme para descontar tiempo así también y para
volver a soñar con el regreso a casa. Quiero dedicarme a buscar
a Shirley porque ella lleva en su muñeca tatuado el otro medio
corazón que yo tengo en la mía. Fue la marca que nos dejamos
el día de nuestro matrimonio. Un corazón partido no sabe pal­
pitar.
El carcelero

Y o ingresé al Xnpec el 16 de marzo de 1987. Voy a completar


16 años de guardián raso. No he querido ascender porque mien­
tras más responsabilidades tenga, más se expone uno y mayor
peligro se corre. Yo trabajo en este oficio, un trabajo desagra­
dable y muy peligroso, por la sencilla razón de que ya sé hacer­
lo — por algo estoy vivo— y porque el desempleo que nos rodea
nos obliga a aceptar las condiciones más ruines.
Cuando terminé de pagar servicio militar pensé en un came­
llo estable y bien pago. Es a lo que todos aspiramos. Salí dere­
cho a term inar mi bachillerato, porque ni para ayudarlo a
terminar sirve el cuartel. En vez de tenerlo a uno humillado y
tratando de matar a otros, el gobierno debía cooperarle a uno
para estudiar bachillerato, o por lo menos algo que sirviera.
Aunque el bachillerato tampoco sirve, es un paso que hay que
dar, un requisito que se necesita. Los compañeros que termina­
ron el bachillerato se volvieron desempleados de corbata, y los
que consiguieron un puesto poco les duró^Las empresas usan a
Biblioteca Sapiens Historicus
176 PENAS Y CADENAS

la gente para sacarle el máximo en los primeros días, y después


los botan a la calle como cáscarasi'Yo dije: «Nooo, yo no quie­
ro que pase eso conmigo. Si toca trabajar, voy a buscarme un
trabajo donde no se tenga que vivir pensando en que en cual­
quier momento a uno le den con la puerta en las narices». No es
tanto el buen sueldo lo que se busca, es la estabilidad.
Yo nunca había estado en una cárcel. Ni siquiera en el cuar­
tel conocí el calabozo. Tampoco conocía a nadie del Inpec. A mí
me gusta la disciplina, el orden, el aseo. Lo heredé de mi padre.
Cuando pagué servicio militar yo soñaba con ser oficial del ejér­
cito. No pude porque para eso se necesita plata, se necesitan pa­
lancas, se necesita tener un familiar uniformado. Un día vi un
aviso en la TV abriendo concurso para ser guardián. Nunca pensé
ser carcelero, pero como uno no es lo que quiere sino lo que le
tocadme presenté y salí escogido. Pasé con buen puntaje las
pruebas físicas, sicológicas y de conocimientos generales, y
entré a hacer el curso de guardián en la escuela penitenciaria
durante ocho meses. Lo adiestran a uno en artes marciales, si­
cología del penado, defensa personal, táctica carcelaria. Lo gané
con las mejores notas. No fue por convicción, sino por necesi­
dad que paré aquí. Cuando me dieron el uniforme de guardia
puse la máquina en ceros. %
La primera cárcel que conocí fue la de Ternera, en Cartage­
na. A nosotros nos habían preparado para una cárcel que no
existe sino en los manuales y en los reglamentos. En el mo­
mento que uno ya entra a trabajar se estrella con una realidad
muy diferente a la que le pintaron. En la escuela dan unos co­
nocimientos que no sirven. Lo que pasa en una cárcel no-lo
saben sino los penados y los guardianes que la viven. El resto
es carreta para los exámenes. De la cárcel se puede hablar des­
de afuera lo que se quiera, pero esa realidad es un infierno que
no se parece a nada. Y claro, esa realidad no pueden enseñarla
porque se delalaA_temiina.acusando a Los re.SDonsables ver­
EL CARCELERO 177

daderos, que no son ni los intem os ni siquiera los guardianes.


El mundo de afuera no sabe lo que está pasando adentro. No se
lo imagina siquiera.
La cárcel en Colombia es la mejor muestra del país. Si que­
remos saber en qué país vivimos hay que vivir la cárcel. A llí se
encierra entre cuatro paredes toda nuestra realidad. La realidad
pura y dura que vivimos por fuera y no pillamos. Nuestra alma
está allí encerrada. Allá están metidos nuestro pasado y nuestro
futuro. Más que el reflejo de nuestra vida es nuestra vida mis­
ma. Ahí uno encuentra todo tipo de hombres. Cada preso es
unajiistoria, pero no una historia propia, sino una historia pa­
tria. AlJiLtodos los penados son distintos, cada uno es un mun-
do/pero un mundo que es el nuestro, el que vive el país día a
día, centímetro a centímetro. No son tanto penados como reta­
zos de lo que nos toca vivir a diario, de lo que nos obligan a
vivir, que es casi la muerte a plazos. La cárcel es un expediente
contra un país de injusticia y brutalidad. La primera impresión
que tuve al entrar en la Temerá era que me habían engañado y
los presos eran los que estaban afuera: condenados a vivir unos
de otros, a matarse unos con otros, a cometer delitos para so­
brevivir. Los intemos están ya condenados a su propia libertad.
En la cárcel nada es mentira. ¡
Uno llega a un mundo desconocido pero que está ahí. Pasa
uno la reja y se golpea contra unas normas, unas costumbres
que rigen, se quiera o no. O se adapta uno a ellas o no sobrevi­
ve. Se llega a unos vicios que se han hecho condiciones para
sobrevivir. Yo acepté esa realidad porque no había alternativa,
y me dije: aquí lo que hay que hacer es aprenderles el secreto a
los guardias más viejos. Los más antiguos son los que le ense­
ñan a uno cómo es que se debe trabajar. Es lo mismo ahora,
llegan lós pelados nuevos, uno les dice no se metan así, sepan
actuar asá, no crean que están en la escuela penitenciaria, aquí
hay otra realidad, aquí no es lo mismo — pero es isual— aue
178 PENASYCADENAS

afuera. Uno debe ayudarles a quienes llegan dormidos, llegan


sin ver, llegan sin saber a dónde llegaron; no es que uno vea
mucho, pero atisba un poquito más. Y eso sirve para vivir aden­
tro. El tipo de personas que está entrando ahora al Iripec viene
con una mentalidad diferente; están llegando muchachos sa­
nos.
Antes para ser guardián no se necesitaba nada; se requería
que supiera dar garrote y listo, tenía su puesto. «Muestre usted
cómo le da leña a este hijueputa», le decían al candidato y si
sabía darla, sin más le ponían el uniforme y las botas, le daban
el bastón, y vaya coma con él, pero cuide que no se salgan los
presos. Eso ha ido cambiando, para ser guardián se necesita ser
bachiller. Antes era a dedo: «Venga para acá usted que es bien
atarván, venga para acá y vaya, póngase el uniforme». O un
político decía: «Tengo tantos votos y voy a meterlo de guar­
dián», y uniformaba de una vez a su candidato. Ahora no, ahora
hay una escuela de formación. El cambio se ha sentido acá.
Muchos guardianes hemos optado por estudiar, por profesiona­
lizamos, por hacer carreras que sean afines al trabajo que se
hace, eso genera un cambio de actitud; por ejemplo, los que
somos profesionales nos volvemos multiplicadores. Nosotros
hacemos'esa tarea como sindicato, de decirle al compañero que
no se preste para hacer torcidos o también para decirle que no
abuse porque tiene uniforme, que así no ganamos. Aquí pode­
mos abusar del intemo, pero cuando salimos de la puerta hacia
afuera somos unos civiles normales y de pronto ese intemo, al
que castigamos injustamente, que golpeamos, que violamos y
desconocemos sus derechos, será nuestro enemigo de sangre.
La primera tentación que a uno le ponen en la entrada es la
intimidad con el detenido. El la busca tanto porque íe sirve,
como porque la necesita. Uno no sabe que intimar con un prese
es comprometerse con él, es aceptar volverse un cómplice dt
sus delitos yi ' o r.^r.tcrje a uno sus
I
EL CARCELERO 179

crímenes. Muchos no los han cometido, han querido cometer­


los; o no son crímenes hechos por ellos mismos, sino por un
conocido. Inventados o no, esos crímenes son verdaderos. Los
presos son unos grandes imaginadores, unos seres que viven
escapándose de su realidad todo el día, inventándose mundos,
inclusive inventándose el mundo donde viven y sufren. Esa es -
su libertad. Es la que quieren quitarles con las cárceles que es­
tán de moda. J£ero su habilidad de hacer al guardián cómplice
de secretos del pasado es hacerlo cómplice de delitos del futu­
ro. |Y ahí caemos los guardias por inexperiencia, por miedo,
porque de pronto esa realidad que viven los penados nos arde
en las manos y nos las quema. Uno comienza guardando-secre­
tos y termina cargando delitos.^ólo escuchar a un penado es de
por sí una contravención porque el reglamento prohíbe la amis­
tad con los presos, prohíbe los tratos comerciales, prohíbe ha­
cerles favoresjH ay una prohibición legal de participar en
agasajos con familiares de internos, de visitar sus propiedades,
de utilizar sus bienes. Esa es la primera trampa en que uno cae
buscando, quizá por miedo, romper la pared que nos separa de
esa miseria humana que a uno le duele.
El segundo peligro es el contrario, volverse uno el enemigo
acérrimo y sectario de ellos. Uno ve desde el primer día que
adentro hay un orden impuesto por los más poderosos, por los.
más ricos o por los que tienen afuera más fuerza para obligar,
intimidar. Muchas de las deudas que se contraen afuera se pa­
gan adentro,- muchas de las cagadas que se hacen adentro se
pagan afuera. El que no tiene poder afuera no lo tiene adentro.
Y las correas de transmisión de esos dos poderes somos los
guardianes, las directivas, los abogados, los familiares, todo el
que está entre afuera y adentro. En toda cárcel hay un orden
distinto y casi siempre opuesto y en contra del que el gobierno
trata de imponer. Mas aún, el gobierno con su querer imponer
un código crea otro, más peligroso, y que hace más daño del
180 PENAS Y CADENAS

que quiere evitar. La ley del papel contra la ley de la sangre.


Todo orden tiene sus capos, y si afuera se llaman autoridades
adentro se llaman caciques; si afuera se llaman funcionarios
adentro se llaman carros. Un las cárceles se asesina a quien se
oponga o desafíe el orden de adentro tratando de ampararse en
el de afuera. Esa es la ley. [
Esa ley de sangre existe adentro porque existe afuera. Se da
por la corrupción, se da porque todo está medido en dinero y
todo se paga con la vida. Se da porque al preso lo mantienen
como a una bestia: acorralada. Y ese acorral amiento lo ha­
cen metiendo en las cárceles mucha más gente de la que cabe.
En Colombia ya no hay cárcel para tanta gente. En un sitio
físico, donde sólo cabe una persona meten a varias.; así sean
ángeles, terminan matándose, porque es un lugar sólo para uno.
En las cárceles hay tres, cuatro, cinco veces más gente de la
que cabe. A ese ritmo, será mejor construir cárceles para los
que no delinquen y poder defenderlos de los de afuera. La otra
cosa es que hay muy pocos guardias. En el pabellón Siete de
La Modelo, adonde me asignaron después, éramos dos guar­
dianes y había 900 presos en un patio de 250 metros cuadra­
dos. Un guardián maneja la reja de entrada al pabellón y el otro
maneja la reja de salida. ¿Cómo se garantiza que en ese espacio
de 250 metros cuadrados, 900 penados, cuidados por dos per­
sonas, no terminen matándose, que no metan vicio, que no fa­
briquen armas, que no hagan túneles para escaparse!? Muchas
veces los internos cercan al guardián, arman un muro humano
cuando van a matar a otro interno y le dicen: «Comandante,
esto no es con usted». Uno tiene que aceptar que no está miran­
do, así sepa lo que está pasando; uno sabe que están matando a
otro ser humano y uno no puede evitarlo. ¿Con qué armas? ¿Con
qué respaldo? Uno sólo tiene un bastón, uno es un empleado de
un gobierno que lo trata a uno como a un enemigo, que no lo
protege, que p Q ^ a r a a í k á k yÍ4a,„dUfe£Í lQ;matan a uno pop
EL CARCELERO 181

defender sus leyes ni para el entierro le dan a la viuda. En las


cárceles hay que dejar pasar lo que pase, dejar hacer lo que se
haga.
Hay un estado de indefensión total de nosotros los guardia­
nes Tespecto a los internos, o sea quienes debíamos imponer el
orden, establecer una autoridad, somos superados por quienes
debieran ser los vigilados. Son los intemosClos que cuidan, los
que vigilan a los guardianes.
I Las cárceles son antros de droga. Se fabrica adentro con
mejoral y tela de araña, se elabora alcohol con panela, con fru­
tas dañadas. El chamber es el trag o d e todas las cárceles del
país. Pero además entra y sale drogajVluchas cárceles son de­
pósitos de droga, los capos usan la cárcel para guardarla mien­
tras hacen sus operaciones, la encaletan a prueba de seguridad.
Entra por todas partes: en las carteras de los abogados, en los
bolsillos de los notificadores, en las mujeres, en las amantes,
en los niños pequeños. Mucha de la gente que entra es una muía
y vive de ese negocio, un negocio que adentro sirve para enca­
denar a otro, para dominarlo, para ponerlo al servicio del caci­
que. La droga es parte del penado porque la necesita para
evadirse; es una especie de hermana gemela del sueño, sueño
que siempre es de libertad. No sé cómo a un gobierno se le
puede ocurrir meter a un muchacho que agarra con una papele­
ta de perica a la cárcel con la idea de apartarlo del vicio, cuando
es allá donde se vive más del vicio y para el vicio. La droga
entra como las armas. Hay mujeres que entran una pistola con
proveedor de repuesto entre su vagina, hay hombres a quienes
les hemos hecho cagar hasta un par de navajas.
Y si el vicio y las armas se mueven por las cárceles como si
fuera su casa, ¿qué no se dirá de la muerte? A nosotros nos
asesinan 30 y 40 guardianes al año. No mueren porque sí, mue­
ren porque algún torcido hicieron. El guardián está entre la es­
pada y la pared. En muchas oportunidades al guardián le dicen:
182 PENAS Y CADENAS

«¿Quiere esto o quiere aquello?». Le ponen aquí la plata y aquí


la Ingram, o sea, una metra. «¿Quiere plomo o quiere plata?».
Un día unos internos se iban de fuga, llamaron a unos compa­
ñeros de guardia y les dijeron: «Agua pasó por aquí», y ellos
tuvieron que responder: «Cate que no lo vi». Pero están vivos y
siguen trabajando. Nada pudieron probarles. Es que eso de pro­
bar si uno sabía o no, como les pasa a los presidentes, es muy
difícil. La guardia no tiene defensa frente al reo.
N uestra delincuencia es la más tenaz del mundo, creo -yo.
Se fueron bandas para España, los colombiches estamos asal­
tando bancos, negocios, supermercados, estamos sicariando en
España. En lo único que nos organizamos bien, perfecto, diría,
es en las bandolas jEn. Costa Riga, lajjelincueiicia colombiana
es muy organizada, tiene-medios. tiene dinero, efcrimen-es-su
traba]o. é th o m icidio, su especialidad. Losjjuardianes nos ve-
mos^^Tam 51rgariÓ D ~de^aba]arcon los presos, son nuestra
ínaTénaprima, pero son ellos los que nos transforman. Los guar­
dias somos el producto de los presos.
A todos y a cada uno de nosotros nos han puerto varios mi­
llones en nuestra cuenta corriente para prestamos a dejar matar
o a m atar a otro. Todos los días el intemo está mirando cómo
metérsele al guardián a decirle: «Mire, hágame un favor»; el
preso no da puntada sin dedal, el preso no regala un tinto si no
va a pedir un favor. Toda su amistad está dirigida a que se le
ayudé a fugarse, a que se le entren cosas prohibidas, entonces
¿cuál es la actitud de muchos guardianes?: «Yo no trato con los
internos». Ponen un muro para no caer en tentaciones. Y sin
tentaciones se los llevan de paseo al otro mundo.
El nombre del preso es preso y el apellido, rejas. El preso
será siempre un preso y estará siempre pendiente de su liber­
tad; estará siempre usando y arriesgando a todo el que tiene
contacto con él. Unos guardianes tratan de castigar sus tenta­
ciones descaí"""'4" 1" —— ~ ■- - - de uno que
EL CARCELERO 183

ha matado a un penado tratando de castigar sus propios malos


pensamientos. Otros guardias le dan leña al preso para subirle
el precio a la torcida, al ají, al sobomoASe hacen los legales
para elevar la oferta. Somos pocos los que nos atrevemos a de­
cirles: «Mire, yo no vine aquí a ser delincuente, sino a cuidar
delincuentes». Pero para eso se necesita estar respaldado y no
por alguien diferente a los principios de uno mismo.
A m í no me han llegado a amenazar, porque la actitud raía
en las cárceles ha sido y debe ser: mantenerse entre dos líneas
sin pasarse. Si uno es muy buena gente con el interno la emba­
rra, y si uno se viene para acá y es muy ordinario, muy abusa­
dor, también la embarra. Entonces uno debe tener una línea de
comportamiento que vaya por la mitad, que no le genere nin­
gún problema, que tenga usted la posibilidad de andar en Bo­
gotá y no le pase nada. A los nuevos yo les he dicho: «Ustedes
deben tener una posición moral que les permita encontrarse con
bandidos libres sin esconderse».
Yo en la calle me he encontrado bandidos, bandidos que me
saludan: «Quihubo, comandante». Si hubiera sido malo mi com­
portamiento, me invitan a robar o me matan. Nada, me saludan.
Tanto tiempo trabajando en las cárceles permite conocerlos. Les
conoce el caminado, las actitudes, las miradas, la forma de ves­
tir. Por ejemplo, uno ve en la calle dos tipos, ya uno sabe que
son bandidos, por su caminado, por sus visajes, sus ademanes,
sus actos, sus manos, sus ojos. Cuando llevan niños, y uno ve
al ñerito con la mujer ahí, sabe que el niño va es desocupando
maletas y bolsos en la calle. Uno ya sabe. Sólo con escuchar­
los hablar, con verles mover los brazos. Uno, como ellos, ad­
quiere conocimientos de sicología, sicología penitenciaria; aunó
le da risa cuando ellos están en el pecado, están haciendo algo
irregular y pretenden con las palabras que le dicen a uno tapar lo
que está viendo; ellos creen que uno no les está comiendo, cuan­
do la verdad es que uno los está leyendo. Un guardián viejo y
1S4 PENAS Y CADENAS

perro me enseñó a ponerles la mano sobre el pecho, porque cuando


hacen algo indebido el corazón les brinca.
En lo que más piensan los presos es en garantizar su vida
para poder volver a la libertad. Son campeones en la trampa, el
engaño, piensan día y noche en la fuga y son recursivos hasta lo_
increíble. Desarrollan una capacidad de subsistencia y un ins­
tinto por la libertad sobrehumano; uno tiene que admirar su
creatividad para armarse y defenderse, organizarse, leer a otro
con sólo olerlo. Yo me aterro, por ejemplo, de las conexiones
eléctricas que hacen deshaciendo una esponja de alambre de
las de brillar trastos de cocina;-desenrollan el alambrito y ha­
cen la conexión para un bombillo1. Son de un ingenio creativo
! infinito, que si pudieran utilizarlo en cosas buenas se harían mi­
llonarios.| Pero es que el encierro les hace disparar la imagina-
Cción en una sola dirección, hacia fuera, hacia el límite del presidio;
! después son seres ordinarios, rutinarios, muertos. La creatividad
jdel interno es muy valiosa, es una inquietud permanente, una
inquietud nerviosa, siempre en-movimiento, siempre a la bús-
cjueda de la libertad. Ellos no utilizan el espejo para mirarse a
ellos, sino para mirar a otros, sobre todo para mirarnos a noso­
tros. Utilizan el espejo, por ejemplo, para mirar cuándo el guar­
dián viene, cuándo las rejas están cerradas, pero ellos sacan un
espejo y miran y pueden estar de espaldas y son campaneros
con espejos. Tienen espejitos retrovisores por todos lados y por
eso tienen muchos ojos, ojos de iguana, ojos de 90 grados, de
180 grados. Saben qué pasa por detrás, por el lado, en la guar­
dia, en el patio vecino. Son cadenas de espejos que miran por
todos lados, tienen una mirada como la que uno creía que tenía
Dios. En la noche, cuando llega el tren y está oscuro, ellos sa­
can unos espejos por la rendija de las puertas y con eso miran
quién llega, a quién traen, si es amigo o enemigo, si es una
liebre. Llama la atención cómo Jacan jo s candados,. Les meten
fósforos y los parten en dos. O les meten palillos para que el
EL CARCELERO 185

guardia no pueda abrirlos cuando alguna diablura están hacien­


do. Cuando necesitan matar a alguien, untan de mierda varias
rejas para que uno se demore en llegar, de tal manera que cuan­
do uno llega ya el otro es difunto. Una vez me tocó levantar el
cuerpo de unos negritos. Cinco morenos incinerados en el fon­
do de una celda. Acurrucados unos contra otros. Parecían mo­
mias carbonizadas. Porque hay racistas en las cárceles. Encontré
el pasillo con candado, traté de abrirlo y no pude. Mientras fui
por la cizalla en medio de los gritos de los negritos y volví, y
rompí, y abrí, ya eran negros de verdad, puros chicharrones.
Los habían rociado con bóxer y les habían echado candela. Yo
trabajé en «aislados», un sitio en La Modelo donde encerraban
a la gente que no podía estar con otra porque la mataban, pabe­
llones de culebras, unos amados, otros castigados. Calabozos
de muerte donde se encierra a quienes se quiere que se maten
entre sí.
Se busca judicializar a esos asesinos que ayudan a limpiar
de otras ratas las cárceles para obligarlos al silencio. Se consi­
guen sapos prestados para armarles el expediente y coparlos.
En el interior de las cárceles no falta el sapo que se preste a
torcidos. Háble. Son tam atas que sapean por un traslado; por
ejemplo: uno los entusiasma con una rebaja, pero eso es menti­
ra, ¡qué rebaja se le puede dar a una rata de esas! La cárcel
destroza a los seres humanos, los rebaja al escalón más bajo de
la éspecie. No es un castigo, es un asesinato^ -
En las cárceles se puede dar de todo, es como en Colombia.
Yo conocí casos en La Modelo, de internos que consumían dro­
ga y sacaban fiada droga, o sacaban fiado durante la semana
comida en un caspete, y si el domingo no tenían plata para can­
celar la deuda obligaban a la mujer, a la hermana o a la hija a
acostarse con el acreedor para rebajar la deuda. Se -veía que
llegaban muchachos jóvenes nuevos y el cacique les ponía el
ojo, los cogía por cuenta de él. Se los llevaban a su apartamento
186 PENAS Y CADENAS

— porque los caciques no tienen celdas, o por lo menos así no


se les llama— y los cogen por cuenta de ellos. Se los comen,
los vuelven sus mujeres. Los tusan para disminuirlos, los usan
como sirvientas: son ellos los que les lavan la ropa, les prueban
la comida para que sean esos pelados los que se mueran, les
asean la celda, es decir, son sus esclavos. Una putrefacción to­
tal, una vagabundería. Y vaya usted a tratar de evitar eso y verá
que lo mandan a matar afuera.
Lastimosamente uno en las cárceles ve muchas cosas que
uno se siente en un estado de imposibilidad de hacer algo, de
impotencia, que tiene uno que guardarse sus ganas de hacer,
sus principios de que eso no debía pasar, porque esa es la ley de
la cárcel. Si afuera no hay ley, ¡cómo pensar que la.hay aden­
tro! En La Modelo existió .una vaina que se llamaba el Salón
Rojo. Era un lugar inhumano adonde llevaban a los peores in­
ternos del penal, se llevaba a los que mataban, a los que viola­
ban, a los que, bueno, eran una porquería. Para allá iban. Era
peor que aislarlos. Ahí las cañerías pasaban abiertas y los olo­
res eran terribles, era el palacio de las ratas, de los chinches, de
todas las inmundicias de un penal bien inmundo como es La
Modelo. Era tan asqueroso que a ios monstruos que se botaban
ahí había que tirarles la comida desde lejos.
Y terminaban peleando a mordisco con las ratas animales.
Había cinco o seis celdas, para cinco o seis animales. Si uno se
descuidaba y dejaba un minuto la celda abierta, el preso se salía
y mataba a su vecino delante de uno.
Era gente que ya había matado 10,20 en la cárcel, gente que
no tenía para dónde coger, desechables que matándolos se les
hacía un favor. Eran unos personajes con los ojos desorbitados,
asesinos, esa gente sí era animal. De verdad, un problema, gen­
te para coger y aplicarles la pena de la silla eléctrica.
Había otro sitio — quizá todavía exista— que era como un
túnel, quedabalam lasodu£dos,aAliímaantmÍ3Ji4ftS caciques cel­
EL CARCELERO 187

das para los secuestrados; ahí los encajetaban mientras la fami­


lia del paciente conseguía con qué pagar su libertad de salir de
nuevo a la cárcel. Los encerraban, los torturaban, a más de uno
le cortaron un dedo como prueba para que la familia creyera o
se apurara. Porque, al que no pagara, tenían que picarlo por
fuerza. No podían dejarlo vivo ni tampoco muerto. Tenían que
desaparecerlo y echarlo por la alcantarilla en pedacítos. Se co­
braban rescates, extorsionaban a la familia y le decían: «Traiga
tanta plata el domingo o si no le matamos a su hijo la próxima
semana». Hay varios casos, casos en que han descuartizado in­
ternos, en que los licuaban, los partían en pedacitos y los saca­
ban en bolsas de la basura. Ahí es donde yo digo: ¿Hasta dónde
van los derechos de ellos? ¿Será que es susceptible que uno
acepte esas cosas que ocurren, que acepte que ellos las hagan,
que sigan y conviertan las misma cárceles en su otro negocio?
Ahí piensa uno: yo no puedo defender esto porque ahí ya no
hay derecho qué defender.
Es lo que está pasando en La Modelo. Por ejemplo allá está
armada una trinca de todo, de la extorsión, del chantaje, del
boleteo; ahorita el ala sur está bajo el control de los paramilita­
res. No es posible que una persona que cae presa, que tiene la
familia destruida, que no tiene dinero para pagar su abogado,
que dejó al niño, a la mujer sin el sustento, le caigan más enci­
ma los señores de las autodefensas a extorsionarlo en combo.
Ese es el colmo de la vida,¿el colmo del ser humano, aprove­
charse de una persona que está en un problema grave con su
familia, su libertad y arreciarle así la desgracia. Eso no tiene
presentación. Cuando los paramilitares asumieron el poder en
el sur mataron como a 20 hombres de entrada, que eran de la
banda de Perafán, su antiguo socio, que tenía el control en ese
momento del pabellón. Le pegaron una matada muy horrorosa;
a todos, terrible. Otro caso fue el de los herederos de Rodríguez
Gacha que entraron a disgustar con don Víctor Carranza. Entre
188 PENASYCADENAS

ellos había una guerra vieja y enconada. Negocios mal hechos


con piedras o con harinas. Los negocios mal hechos entre ellos
siempre terminan en matazones. Esa vez mataron a nueve hom­
bres de don Víctor a puro cuchillo en el patio Nueve. Rodrí­
guez Gacha, mejor, su mujer, tenía 100 presos y don Víctor, 20,
apenas su guardia de confianza. Los 100 entraron a matar a los
20 y repartieron pala a gusto y disgusto. Una cacería que dejó
sangre en puertas, baños, paredes. La cárcel cogió esos días un
olor pesado a cobre, ácido, que no se sabía de dónde salía. Era
aterrador. Le hicieron a la guardia un distractor: hirieron a unos
en el patio Uno, un tierrero el beiraco. La guardia corrió a ver,
y en esa fue la orden para hacer la cacería. Mientras la guardia
cumplía su deber, los otros agonizaban picados a cuchillo. Diz­
que eso fue rapidito, eso fue en cuestión de minutos. En diez
minutos mataron a nueve. Se salvaron diez y don Víctor. Otro
caso fue el de El Loco Félix, que era cacique de un patio, un
tipo muy ágil con el cuchillo, carro que le mandaban, carro que
salía para Medicina Legal; era una fiera, se movía con una agi­
lidad de tigre, parecía una sombra saltando alrededor del otro,
lo cercaba, lo cegaba, y ahí, tan, se lo llevaba. Tenía mucho
enemigo porque la lista de embanderados era larga. Un domin­
go lo visitaba la hija, una mona, bonita ella, alta, bien parada, y
como él andaba siempre desarmado para recibir a su familia, le
cayeron seis y lo dejaron tan lleno de huecos que para recoger­
lo tuvieron que barrerlo. Lo picaron ahí, delante de la mona,
porque era la única forma de encontrarlo desarmado y entrete­
nido. Otro caso fue el de Pomarrosa, del patio Cuatro también.
Quién sabe qué debía — eso es mejor no averiguarlo— . El caso
fue que cuando abrieron la reja, a las cinco de la mañana, sus
liebres estaban listas. Saltaron y lo cogieron dormido. Le cla­
varon una pala marranera en todo el corazón. Quedó remacha­
do en el colchón el hombre. Y los asesinos llegaron a la contada,
EL CARCELERO 189

como si salieran de misa de once. ¿Qué puede uno hacer como -


guardia?
Ahora están ensayando un nuevo cambio, el cambio que los
gringos trajeron con el Plan Colombia. Quién sabe cómo les
resultará. Hasta ahora la cosa no va bien: se han suicidado siete
internos. Una falla. Ha habido varias huelgas de hambre, levan­
tamientos, motines. Eso puede terminar en una tragedia.
A los presos de Valledupar, Acacias, Cómbita pueden hu­
millarlos tusándolos, pero no los dominan cortándoles el pelo.
Y la humillación no les quita fuerza, les da más porque más los
une contra la autoridad. ¿Que ya no corre el billete en las cárce­
les como si los billetes fueran el dinero? Están equivocados.
Hoy día se usa como billete cualquier cosa, desde lentejas has­
ta pedazos de tela, el todo es que estén respaldados por la pala­
bra y por los caciques. Es como afuera. ¿Acaso es que un papel
vale? No, lo que vale es lo que representa ese papel y quien lo
respalde. Las vueltas, quiebres, movidas que se hacen en las ca­
nas hoy se respaldan con la palabra y no con el billete. Se enga­
ñan los gringos. Que hay más cámaras mirando todo lo que hacen
es cierto, y ¿qué le importa a un guardia mirar que en tal sitio
matan a un Fulano, si nada puede hacer? Porque es que, como
lo saben los presos, los guardias no viven en la cárcel; salen a la
calle, y en la calle no hay rejas que los protejan. ¿Qué sacan
con prohibir la visita conyugal? ¿Acaso las relaciones sexuales
no se dan entre hombres y con los mismos problemas o peores
que entre sexos distintos? Si se trata de castigar por ese lado, se
equivocan, la gente es capaz no sólo de evacuar su semen con
otro, sino inclusive de llegar a enamorarse de otro. Los jóvenes
que llegan pollos a las cárceles y los violan terminan enamora­
dos de sus violadores. Todos lo saben. Ese castigo más presión
le pone a la caldera. ¿Que los uniforman a todos para humillar­
los y volverlos iguales, y recordarles que son penados? Falsa
190 PENAS Y CADENAS

salida. Las diferencias se mantienen. Por ejemplo, en la mera


higiene del uniforme. Los caciques los llevan limpios, con alti­
vez, los mandan a lavar de sus carros y todo mundo los distin­
gue y los respeta porque saben de su poder, tengan o no el mismo
vestido. Pero es que además no es igual el mismo uniforme de
un gamín que el de una pinta con cartel. Lo que sí se da es otra
cosa. Esas cárceles se prestan para la tortura, y no sólo la tortu­
ra con sangre, sino la tortura seca, la que usan los gringos ma­
nejando el silencio, la luz, el ruido, la in d iferen cia, el
aislamiento. Una tortura que no deja marcas, una tortura que
nunca puede ser probada, garantizada, totalmente impune.
Isidro

A Martina

1. La caída
H o y , 24 de julio de 1997, al salir de la Penitenciaría de La
Modelo decidí escribir un diario que llamaré «De la ausencia».
Apenas hace un rato, cuando hablaba con Isidro, tuve la cora­
zonada de que el video va a ser largo y que no saldrá pronto del
laberinto. Cuando entré a ese museo vivo del horror en que él
pena hace dos semanas sentí que si sale vivo y no lo mata la
tristeza no será mañana por la mañana. Quizá mi pesimismo
nació en el calvario que pasé a la entrada. Yo nunca había esta­
do en una cárcel y no podía haberme imaginado el pavor que
rodea un encierro.
Desde que me levanté mi corazón brincaba. No sé si de mie­
do de entrar a un mundo desconocido o de alegría de volver a
ver a quien he amado desde el primer día que lo vi. Fue en
Zaperoco, un bar en Cali al que yo iba por las tardes, cuando el
Biblioteca Sapiens Historicus
192 PENAS Y CADENAS

día había dado lo que tenía que dar y la noche era pura prome­
sa. Yo tenía 26 años, él 35. Esa noche estaba sentado con unos
amigos discutiendo, como siempre, de política, una fiebre que
con nada calma. Sonaba una canción del Jefe. Alguien me dijo:
«Pilas con ese negro, fue jefe en la guerrilla». Yo no estaba
preguntando quién era, pero ya nos habíamos echado los pe­
rros. Le soy fiel desde ese instante, y sentí que lo era esta
mañana cuando caminaba por un andén estrecho hacia la cár­
cel. Al lado izquierdo hay un largo alambrado de púas; al lado
derecho, un jardín infantil llamado M i Primera Canita. Me pre­
gunté en silencio qué recuerdos tendrán esos niños cuando crez­
can, de un patio de recreo donde oyen la sirena de la cárcel a las
doce del día, y a los que les dan vacaciones cada vez que los
presos se rebotan y las balas les silban sobre sus cabecitas. Más
adelante están las Casas Fiscales — que llaman «de los Amigos
de los Fiscales»;—, donde meten a los ricos que pueden pagar
para que no se unten de presos corrientes. Varios metros más
adelante está la entrada. La cola daba la vuelta a la otra esqui­
na. Las visitas están ahí desde las doce de la noche porque quien
entra primero más tiempo está con su preso. Cuando llegué a la
cola, una mujer gorda y con el pelo pintado de rubia alemana
me dijo, mirando mis tenis negros, mis bluyines: «Niña, así no
me la van a dejar entrar. Tiene que ponerse arrastraderas y falda
corta. Pero puede ir aquí enfrente, donde doña Mariela, que ella
tiene el negocio de arrendar lo que le piden para entrar». La sola
idea de meter mis pies dentro de unas «arrastraderas» y una
falda usadas me dio un asco que no podía dominar. Yo ni vesti­
dos de mis compañeras de colegio, conociéndolas desde kín-
der, pedí prestados nunca. Y ahora, pensaba mientras le pagaba
a doña Mariela, tener que ponerme estas porquerías usadas quién
sabe por quién. «Pues por las mismas mujeres que están ha­
ciendo la cola y que esperan entrar como usted», me dijo al­
guien desde mis adentros. Son mujeres que saben vivir la vida
ISIDRO 193

de sus maridos desde afuera. Unas van a visitarlos con gusto.


Les llevan regalos, cartas, ropa y noticias. Otras van sin ganas
de ver a sus hombres, lo hacen por miedo, porque aunque ellos
estén guardados siguen mandándolas y obligándolas. Ahí, mien­
tras la cola comenzaba a moverse, oí toda clase de cosas: que a
Fulano lo pilló la mujer con otra, que a Zutano no le volvió la
visita, que a Perencejo su mujer lo iba a sacar escondido dentro
de una maleta, que hay unas señoras de «internos» (No sabía
que a los presos les decían así. No sé qué nombre será peor...)
muy bravas porque la guardia está dejando entrar muchas tra­
bajadoras sexuales, en fin, que Fulana de tal llega siempre tar­
de a colarse en la fila, que Fulana de tal no vino hoy.
A las ocho y media hubo un murmullo que recorrió la cola
de ese animal enorme del que yo ya hacía parte. Comenzamos
a movemos con un pasito corto de procesión de Semana Santa.
Las mujeres se arreglaban. De ahí en adelante nadie conoce a
nadie. En el primer retén nos pusieron un sello que llevaba un
número. Después unos guardianes mal encarados, sin afeitar y
que no miran a la cara, anotaron el nombre de «la visita» — así
se llama uno desde ese momento— , el nombre del «interno» al
que uno va a visitar, y el patio adonde le toca ir. Me pidieron la
cédula y me la cambiaron por una ficha sucia, sudada y arruga­
da. «No la vaya a perder — me dijo una de las compañeras de
fila— porque la dejan adentro». Las demás se rieron. Luego,
|pasam os la primera puerta. Un olor espeso y caliente me gol­
peó la cara. No logré reconocerlo. Era un olor que estaba meti­
do entre otros y que se me perdió de pronto al ponerme el último
sello en la muñeca y hacerme pasar sin chanclas por una má­
quina detectara de metales. Luego pasé a un cuartito pequeño
que huele a mujer, donde lo hacen sentar a uno en una silla de
metal. U na guardiana me pasó sus dedos gordos y colorados
por encima de mi brasier, me pidió que abriera las piernas,
pero como excusándose, desvió su atención y me miró la cara.
194 PENAS Y CADENAS

M e dio unas gracias que agradecí. Le perdoné el mugre que


tenía en las uñas.|Seguí hasta la que llaman «Puerta Número
Tres». Desde allí vi por primera vez a los presos. Sombras, si­
luetas contra la luz que sale del palio de su prisión. M iraban
ansiosos buscando «su» visita. Parecen ojos sin cuerpo. M e
acerqué. Las piernas m e abandonaban. No sé si caminaba o flo­
taba en una niebla opaca. No sé para dónde ibaj lsidxo se me c
olvidó. Me sentía como colada en una pesadilla. Los ojos de
los presos se hacían más grandes. Oía sus voces, casi reconocí
la alegría del diablo. Pasé por fin la última barrera y desembo­
qué como una autómata en el patio número Dos, en un lugar
llamado La Playa. El patio es enorme, encementado, y cada sitio
tiene su nombre propio: La Esquina, El Teatro, La Burbuja. Cuan­
do el sol me cayó sobre la cara quedé paralizada. Los presos
paseaban con sus visitas. Se veían alegres, reían, hacían bromas,
parecían pintados en un cuadro, la euforia no cabía en la cárcel.
Isidro no aparecía. No supe a quién hablarle. Llegar sin tener a
quién visitar me hizo sentir como una puta, o luana que llaman
los presos. Alguien me invitó a tomar aromática. Acepté para no
sentirme en el aire. Hay muchas casetas donde venden desde
almuerzos a la carta hasta barajas españolas. Cuando me servían
la aromática de hierbabuena verde Isidro me tomó por el brazo.
M e había estado siguiendo desde lejos, divirtiéndose con mi des­
control. Son los chistes que él hace. Es su extraño humor. Lo
abracé y lo besé por todos lados. Sentí que lloraba, pero él es
muy cuidadoso conmigo. En cambio yo fui cruel con él. M e olió
a preso. A ese olor que me perseguía desde la entrada.
M e dijo que llegaba el día que era porque había un concur­
so de salsa a las cuatro de la tarde. A nosotros nos gusta bai­
lar. L a música arrastra el cuerpo y se lo lleva. A veces en el
apartamento bailamos solos, sin hablar, dejándonos sentir, has­
ta terminar en la cama. Isidro estaba como si estuviera afuera.
Es un hombre muy fuerte y sabe coger el toro siempre por los
ISIDRO 195

cuernos. «Todo está bajo control», m e dijo, mientras caminá­


bamos por el patio en medio de ventas de artesanías, caspeles y
presos, todos bien vestidos, recién bañados como niños el pri­
mer día de colegio. Daba pena saber que eran presos. Ninguno
daba la impresión de haber hecho nada, y todos tienen, por lo
menos, un muerto encima que los acompaña día y noche como
la obsesión de una venganza. Entramos ai «supermercado» a
comprar unas paletas de agüita. Es un mercado. Yo no podía
creer lo que veía. Hombres y mujeres comprando, regateando,
haciendo negocios, trueques, cruces. Un mercado persa. Y, lo
más extravagante: todo negocio le paga arriendo al Inpec.
Al salir del supermercado Isidro m e invitó a conocer el san­
ca. «¿No es maravilloso encontrar tanto avance en la cana?»,
m e preguntó sarcástico mientras me lo presentaba: dos piecítas
con puertas corredizas. En la primera hay una caneca grande
donde se echa el agua a calentar con hojas de eucalipto. Está
tapada para producir el vapor. Tiene un reverten) a gas. El va­
por pasa por un tubo a la otra pieza donde uno puede sentarse en
unas bancas de madera. Vale 1.(XX) pesos la hora; con la familia,
cualquiera sea el número de miembros, 3.000. Isidro m e animó,
pero yo no me sentía capaz de desvestirme. M e daba desconfian­
za un sitio tan escondido en una cárcel. «Allí pueden matarlo a
uno sin que nadie sepa», le dije a Isidro. Él se rió: «Aquí pueden
matarlo a uno frente al director que nadie se entera». Su risa me
recorrió como un escalofiío.^Sentir la total desprotección estan­
do entre cuatro paredes es una brutal ironía, j
í La Modelo tiene dos alas como un gigantesco pájaro de ce­
mento. E l ala norte pertenece a la guerrilla, allí manda, ordena.
En el ala sur están los narcotraficantes y los paramilitare% Las
peleas que ha habido entre las dos alas dejan ya un reguero de
muertos. Isidro promete contarme la historia de esas batallas,
mientras un homosexual cruzaba frente a nosotros entre coque­
to y pendenciero. Tenía un vestido de satín rojo, zapatos de
196 PENAS Y CADENAS

tacón francés de seis centímetros, boca de rojo arrevolverado;


los senos se le vomitaban del vestido. Iba feliz. Yo tenía la ten­
tación de mirarlo, pero me daba miedo. El mismo miedo que de
niña sentí con las gitanas. Subimos unas escaleras de cemento
con escalones a los que se les veía hasta las varillas. Parecían
roídas por ratones enormes. Las paredes, ahumadas y llenas de
signos y letreros extraños. No exactamente vulgares, sino, di­
ría, enigmáticos. Uno decía: «El alma del caballo negro caerá
sobre vosotros». ¡Apocalíptico! Arriba, Isidro me presentó con
un dejo protocolario la famosa Rotonda, donde — me expli­
có— las paredes han visto más de un muerto. Es un matadero.
Allí se dan cuchillo, se cumplen desafíos en que uno de los
dos — o los dos— deben salir muertos. Se sale a un pasillo.
Hay una mesa de billar donde estaban jugando unos internos.
La palabra preso es demasiado fuerte y la mitigan con esta tram-
pita. De todas maneras, pensé, las diez de la mañana no son
horas para estar jugando billar.
Isidro me invitó al sitio donde duerme. Un amigo le permite
dormir en el suelo de la celda que comparte con otros cuatro.
No le acepté. Sé que él no me forzaría a nada, pero el amor es
algo muy íntimo para hacerlo detrás de una cortinita. Me invitó
entonces a conocer los ductos, donde viven los fritos, que son
los ñeros de los ñeros, es decir, los que no tienen cómo pagar
un impuesto de alojamiento en los pabellones por mínimo que.
sea. Son corredores oscuros y húmedos de un metro de ancho
por donde pasan los tubos de agua y los cables de la luz. Son
verdaderos subterráneos. Los vivientes en esa casa de muertos
han hecho pequeñas derivaciones de los tubos de agua para
bañarse, y lo hacen gota a gota. Luz eléctrica casi no usan por­
que no tienen cómo conseguir un bombillo. Pero lo peor es el
olor. ¡Ni el aliento de los demonios juntos! Se me quedó ence­
rrado en la nariz o en los pulmones o en el cerebro. Lo cierto es
que no he podido sacármelo. Aún, ahora que lo escribo, sigue a
ISIDRO 197

mi lado. Es un olor a ser humano muerto, a creolina, a bazuco,


a pus. El olor es casi un ser vivo. Más tarde Isidro me mostró de
dónde salía: el Inpec ha mandado rodear toda la cárcel de un
hueco de dos metros de hondo por uno y medio de ancho, cuya
función es impedir que se hagan túneles, para escapar. Si el ni­
vel del agua baja indica que hay filtración y por tanto se prepa­
ra una fuga. Pero, además, la filtración inundaría de aguas negras
todo hueco que se abriera por debajo del canal.
Al medio día bajamos al wimpi. Me pareció un nombre apro­
piado. Llamarlo restaurante sería una mentira. Es el lugar don­
de comen los pobres del penal, los estratos uno, dos y tres. Isidro
ha comido ahí, sin quejarse. Yo lo acompañé para no hacerlo
sentir mal. Él es un ser fuera de lo común y esa calidad la ha
hecho con humildad. Dice a cada rato: « ...y sale el alma de
batallar más fuerte y se hacen las estatuas a golpes de cincel».
A la entrada nos encontramos con la gente de las farc. La gue­
rrilla come ahí, pero sólo usa las mesas porque contrata su co­
mida. Dicen que lo hace porque teme que la envenenen. Y es
posible. A la comida de los presos le agregan un químico diz­
que para evitar el homosexualismo. En las paredes están los
huecos que hicieron las balas del último enfrentamiento entre
la guerrilla y los paramilitares.
D e sobremesa fuimos a patinar, es decir, a medir patio, o
sea a caminar de arriba abajo. Es una actividad muy conocida.
D eahí salen todos los planes y todos los acuerdos. Ahí se rumian
los negocios. Hay un bullicio de plaza de mercado en pueblo de
tierra caliente. Se oye a la gente, se oyen vallenatos, Darío Gó­
mez y rancheras, se oye jugar a la tapita, y se oyen las peleas
entre parejas. Todo se oye, pero está prohibido oír. De pronto
Isidro me dijo: «Laura: ¿quiere conocer un sitio que nunca ha
imaginado?». Traté de decirle que por hoy no resistía más emo­
ciones, pero lo vi como un niño mostrándole a la mamá el cole­
gio el día de la entrega de notas. El sitio era el Anexo Siquiátrico.
19S PENAS Y CADENAS

Mientras nos acercábamos volvió otra vez ese maldito olor. Yo


tenía mucho miedo. Los locos, los payasos, los gitanos y los
policías han sido siempre mi terror más escondido. Pasamos la
puerta que los separa del resto de la cárcel. Nadie vigilaba, es­
taba abierta de par en par. Le pregunté a Isidro la razón. M e
dijo: «No hay peligro de que los cuerdos se metan en esa locu­
ra, y los locos consideran que los de afuera están de atar y por
eso no salen. Total, cada uno en su puesto». El olor a ser huma­
no podrido fue cambiando por uno peor: el de los muertos: for­
mo!. Isidro m e presentó al cacique del frenocomio. U n ser
extraño. Vestido con una capa Manca de médico y con una ca­
chucha de militar. Se presentó diciendo que «los locos lo estaban
volviendo loco». No supe si era en serio o en chiste y por eso no
supe si reírme. Isidro me explicó que era exacto. Se había hecho
el loco para que le rebajaran la pena. Gritó, pataleó y bábió
hasta que los enfermeros le aplicaron la misma droga que los
médicos les formulaban a todos los locos por parejo, tuvieran
lo que tuvieran; a la voz de loco, irán, sn pinchazo y lo traslada­
ron al Anexo. Pero mientras más inyectaban al loco del cuento,
más loco se ponía el hombre. Cuando se calmó, él mismo se
nombró cacique y como tal comenzó a despachar. Fue el único
preso que m e pareció bello.
Al salir, le dije a Isidro que m e perdonara, pero que por aquel
día la dosis era suficiente. N i a bailar quise ir. N os despedimos
al pie de la reja donde otros lloraban. Quedamos en que yo iría
a hablar con un ilustre ex compañero, que ocupaba un alto car­
go en el gobierno, para tratar de que lo cambiaran de patio o de
cárcel. La despedida fue muy triste, pero, la verdad, yo co m a
por los pasillos buscando el aire de la calle. Llevaba entre el
pecho el vacío que me dejó dejar a Isidro solo, pero estaba ale­
gre de salir de la cárcel.
Anoche me recibió el ilustre doctor. Me hizo esperar dos
horas, pero por fin abrió la puerta:
ISIDRO 199

— ¿Es usted la mujer de Isidro? Siguió haciendo pendeja­


das, según veo. Es un muchacho terco, pero buena persona.
— Sí — le respondí con rabia—, pero él nunca ha hecho pen­
dejadas y menos ahora.
— No se moleste, compañera, es jugando.
— Perdóneme, doctor, pero no soy su, de usted, compañera.
Soy la mujer de él, que es distinto.
— Veo que es, además, una fierecilla.
—No, no lo soy, pero cuando m e pisan brinco.
— Bueno, dejemos las cosas quietas, señora, y dígame: ¿para
qué soy útil?
— Yo no le vengo a pedir un favor exactamente sino a recor­
darle que usted tiene deberes políticos que cumplir, así se haya
enriquecido y haya olvidado qué lo enriqueció.
— Mire, doña, es m ejor que nos entendamos en paz. Yo no
tengo obligaciones, mis deudas las pagué y ahora vivo de mi
profesión. En cambio Isidro quedó debiendo, y por eso ahora le
están cobrando.
-—El caso es que le vengo a pedir que le ayude, no a pagar la
deuda que usted dice que dehe, sino a que lo cambien de patio.
Y quiero aclararle: esa solicitud es m ía y no de él.
— A sí es distinto. M uy distinto. Viniendo de usted, ¿cómo
podría negarme? Dígame, ¿cómo hacemos? ¿En qué cárcel y
patio está su marido? -
— Está en L a Modelo y en el patio Dos.
— Sí, ese lugar es inmundo, yo la comprendo. Yo hablaré
con el coronel, lo conozco. Es un hombre muy correcto. Po­
dríamos ensayar inclusive una casa fiscal, ¿no cree?
— Pues sería lo mejor, pero él no aceptaría. Usted lo conoce,
él no quiere privilegios, sólo que se cumpla la ley. Si el Estado
200 PENAS Y CADENAS

lo tiene preso, el Estado está en la obligación de tenerlo en


condiciones dignas.
— Dignas pero pobres, diríamos.
— Sí, claro. No está pidiendo una celda como la de los Ro­
dríguez Orejuela, ni nada por el estilo.
— Claro. Eso sí lo lograríamos, si contamos con su coopera­
ción.
Esa «cooperación» se fue complicando. El doctor se volvió
cada vez más insinuante y más descarado. Yo fui resistiéndole,
sin ofenderlo. Lo necesitaba para sacar a Isidro de esa olla y
ponerlo a vivir en un sitio decente. El doctor es un tipo suge-
rente. Bien plantado o, por lo menos, me fue pareciendo y acepté
la invitación a comer. Acepté también un aperitivo. Luego, pi­
dió, sin que yo me negara, una botella de vino. Creo que mi
error file no parar ahí sino permitir que continuara los halagos.
Después un coñac. Ya estaba yo en sus manos, y más tarde en
su cama.
Creo que de nada sirvió porque a Isidro lo trasladaron ese
mismo día a Villavicencio, adonde correspondía el caso, dado
que el avión y el muerto aparecieron en los Llanos. El rollo es
largo y quiero escribirlo porque no lo entiendo. Isidro estuvo a
comienzos de los ochenta en Nicaragua, hizo parte de las Bri­
gadas Internacionales del Sandinismo. Peleó allá como pelea­
ba aquí. Hizo muchos amigos porque es un hombre de alma
abierta. Fue amigo del cura Cardenal porque también Isidro es
poeta. Y es, además, pintor y periodista. Por eso se relacionó
con los compañeros del Frente Sandinista y, después de la gue­
rra, escribía en el periódico que publicaban. Se volvió su co­
rresponsal en Colombia. Viviendo ya conmigo lo invitaron a
una jom ada de solidaridad con Cuba. Y viajó. Me escribía por
donde iba pasando y me llamaba de cuanto teléfono encontra­
ba. La relación nuestra era ya muy apasionada, éramos como
ISIDRO 201

u n a sola p erso n a en dos cuerpos, que cuando se separan no


encuentran sosiego. P o r eso sé que él no h izo n a d a raro e n ese
viaje. E l día que estuvo alm orzando con D avid m e escribió:

Amor mío, le escribo todo lo que hago porque así esta­


mos juntos. Presiento que no podré seguir viviendo sin us­
ted nunca más. Me duele el pecho. Las noches son eternas y
las sábanas son testigos de mis sueños. Me siento un quin-
ceañero, usted me hace vivir. Hoy estuve almorzando con
David. La situación nica es cada vez más desesperada. La
prensa de la derecha y en general todos los medios de co­
municación son alimentados por los yanquis, y doña Vio­
leta alimentó la corrupción que ha comenzado a roer el
cuerpo revolucionario. Esto se derrumbará estruendosa­
mente para darle entrada a otros tan corruptos o más que
quienes han traicionado nuestros ideales. Conocí a David,
un compañero que luchó en el fsln que quiere ir a Colom­
bia a estudiar las posibilidades de aumentar el flaquísimo
intercambio comercial con Nicaragua. Quizás la llame an­
tes de que yo regrese, porque, no olvide, iré primero a Gua­
pas. Quiero conocer al Sub, y aquí me han ayudado a hacer
el contacto. No le acepte a David invitaciones pero trátelo
con amabilidad. Vivo para usted. Isidro.

U nos m eses después llam ó el tal D avid. Se quedó en el apar­


tam ento. N o m e gustó. N o m e m irab a cuando hablaba. M e dio
la im p resió n de a b u sar del vínculo de izq u ierd a que ten ía con
Isidro, que y a h a b ía regresado. H abló de la p o sibilidad de que
C olom bia exportara carne de chigüiro y de que im portáram os
telas p a ra uniform es del ejército. A m í m e pareció sospechoso.
M ás cuando contó que se hab ía entrevistado con un alto coro­
nel del ejército y aún m ás cuando viajó a los L lanos. Y eso sin
sab er que v iajaba en un avión privado, b ueno, o p o r lo m enos
que no u sab a vuelos com erciales. Yo le dije a Isidro que todo
202 PENAS Y CADENAS

me olía mal, pero él es un hombre de fe y no sabe desconfiar


del prójimo. Yo tenía razón: al piloto que lo acompañaba lo
asesinaron en Viílavo; y David se refugió en una iglesia alegan­
do que lo perseguían por razones políticas para matarlo. «Si
eso es a sí— te dijo el cura—, pues entregúese a las autoridades
y ellas lo protegerán». Así lo hizo. Isidro terminó involucrado
cuando David dijo dónde vivía en Colombia. Así, muy de ma­
drugada, rompiendo puertas y entrando por la ventana nos alla­
naron. Los perros olfateaban, los policías patasarribiaban todo,
esposaron a Isidro sin darle una explicación distinta a un «por
fin, hljueputa, guerrillero malnacido». Yo, desnuda, miraba desde
un rincón. A Sissy, un perrito maricón que teníamos, lo mata­
ron de una patada cuando trataba de olfatear al comandante del
operativo que, por lo demás, era el único encapuchado. Destro­
zaron nevera, estufa, tapete, clósets, biblioteca. N o encontra­
ron ni un gramo ni un dólar ni un arma. Pero se llevaron a Isidro,
amarrado y vendado. Yo salí gritando detrás de la caravana,
hasta que acepté que era mejor denunciar el secuestro para que
no lo desaparecieran. Todos los vecinos, afortunadamente, fue­
ron testigos de mis gritos y del polvo que dejaron los carros al
arrancar.

2. Viílavo
Estoy en W lavicencio. Pese a lo que m e sucede, hoy me
pasó un caso que me tiene feliz. Y asombrada. Cogí una flota
ayer tarde para levantarme hoy a hacer cola temprano. La ca­
rretera culebrea por entre montañas altísimas y sobre cañones
de ríos que apenas se ven en el fondo. La luna llena hacía el
paisaje más solemne. Yo no conocía W lavicencio, y hasta creía
que era un pueblo distinto a Viílavo. Por eso, cuando llegamos,
pregunté si habíamos llegado a Villavicencio.
ISIDRO 203

— Sí, miña — me dijo una mujer vieja, con cara amable de tía
alcahueta—. A quí es. ¿Usted adonde va?
— Pues para acá — respondí.
— ¿Tiene familia por estos lados?
— No, vengo a visitar a m i marido que está preso.
— ¡Ah!, pues quédese en mi casa esta noche, yo vivo enfren­
te de la cárcel.
— Gracias, pero no quiero molestar.
— Descuide, si eso fuera así, ni la habría invitado.
Cogí, pues, m i morral y me fui con ella. Nos recibieron sus
dos hijas. M uy cariñosas, muy atentas. Alzaron mi mochila y
sin decir nada la pusieron sobre una cama que olía a palo santo.
L a vieja se la m a Carlota. M e dijo:
—M ire, niña, cuando a un cristiano lo remiten para acá pasa
un tiempo. ¿Usted tiene dónde quedarse? ¿Va a demorar mu­
cho?
— N o sé — le contesté— no sé nada, estoy en blanco.
— Pues, mire a ver. Si quiere usted puede quedarse a vivir
aquí cuanto tiempo necesite. Si tiene cómo nos ayuda; y si no,
pues nosotros les ayudamos a usted. Por eso no se preocupe.
Y a qué horas va a hacer cola?
— Pues a las siete de la mañana.
—No, ni piense. Duerma un rato, yo la levanto con un tinto
cerrero y se va antesitos de las cuatro para que coja puesto,
porque sólo abren de ocho a once y quien no entre antes de las
nueve queda por fuera. Lo que sí le digo es que con esos tenis
no la dejan entrar. En su pieza hay sandalias de plástico, están
limpias, póngase unas y no se vaya a ir de hluyines porque si no
aquí está de regreso a las ocho.
En la cola se anticipa la violencia de las cárceles. Muchas
mujeres van obligadas por el marido preso a que, literalmente,
204 PENAS Y CADENAS

el hombre les «eche un polvo», como si fueran la taza del baño


en que ellos se derraman. A sí dicen ellas. Llegan a la celda, se
desnudan, se echan en el colchón, el otro hace sus necesidades.
Muchos presos tienen a las mujeres trabajando para ellos, y
ellas les llevan la plata que necesitan para pagar celda, comida
e impuestos. Las Juanas van a lo mismo pero los hombres les
pagan, tienen que presentarles carné de sanidad o pagárselo a
los guardias, y no pocas lo pagan en especie.
Conocí esta mañana a una llanera que vino de Santa Rita,
Vichada, a tres días en camión, y no la dejaron entrar porque
llegó un cuarto de hora tarde. Esa niña lloraba y lloraba, les
suplicaba: «Miren, señores, si no me dejan entrar él me mata
porque cree que estoy con otro. Él me mata, me mata. Yo lo
sé». Y los guardias le contestaban: «Descuide, jovencita, que
para defenderla está la autoridad. Vuelva en ocho días». Otras
llegan con miedo de que a sus maridos les hayan llevado un chis­
me sobre ellas. Yo misma, lo confieso, llevaba como un miedo
de mala conciencia entre pecho y espalda. Aunque, estoy segu­
ra, Isidro entendería mis razones. Lo que más me impresionó,
sin embargo, fue cómo tratan a los niños. Es lógico que pe­
laos de seis o siete años, levantados desde las dos de la maña­
na, y haciendo cola desde las tres, a las nueve estén cansados,
se duerman o lloren. A más de una mamá vi levantándolos del
suelo o callándoles las lágrimas a palmadas. O, peor, a fuete.
Uno llega a ver a su hombre como habiendo escapado de la
guerra.
Una compañera le contó a otra que a La Cigarra la tenían en
la jaula hacía una semana y que eso le gustaba porque una mu­
je r que mata al marido, así sea lo que sea y haya hecho lo que
haya hecho, no tiene derecho a patalear por nada. Le pregunté
que si también había cárcel de mujeres, y me dijo que sí, que,
claro, que si no cómo fuera, y que quedaba al lado de la de
hombres. Y ¿por qué los hombres no están en cola? Porque el
ISIDRO 205

tumo de ellos es el sábado. Pero no puede entrar el que quiera


sino sólo el esposo legal, el que traiga partida de matrimonio o
que demuestre que es marido estable. Dan pocos permisos por­
que la directora dice que si se le abre la puerta a todos los hom­
bres la cárcel se vuelve una zona de tolerancia. Por eso es que
no dejan salir a hombres y mujeres al mismo tiempo a compar­
tir patio.
A las ocho abrieron la puerta. Tres sellos — uno invisible— ,
una requisa y adentro: una cárcel abierta, al aire libre, con sol,
con pasto, con árboles, con caballos y gallinas. Muy llanera.
Tres patios: el Colombia, el Córdoba, el Sucre. A Isidro lo ha­
bían trasladado el día anterior al mejor, el Colombia. Me espe­
raba al pie de la reja de entrada. Estaba ñaco, ojeroso, algo
amarillento. Me dio impresión verlo. Me saludó con un beso
largo y baboso. Estoy enamorada. Paseamos sin hablar. A los
lados, en los corredores, hay chinchorros colgados que de no­
che deben darle un aire de cueva de murciélagos. Son tejidos
por los mismos presos. Hermosos de verdad, finos, bien trama­
dos y con una combinación maravillosa de colores: los verdes
juegan con los morados, los morados con los violetas, los ana­
ranjados. Hay unos blancos como para una noche de bodas;
hay unos negros para llorar penas. Hay amarillos envidia, rojos
ira, azules melancolía.
El patio está rodeado de caspetes donde venden comida y un
licor que destilan ellos mismos llamado chamber, o chamber-
lain, hecho con lo que tengan a mano: papa, zanahoria, panela.
Conocí también el chimú o ambil, un tabaco en pasta reconcen­
trado que usan mucho los llaneros contra el calor y el cansan­
cio. Sobraría escribir que toda actividad tiene impuesto y que
el director los cobra con amenazante puntualidad. Por ejemplo:
los sitios con sombra de los árboles valen más entre las nueve
de la mañana y las tres de la tarde, horas de calor donde el sol
es cruel y no conoce razones. Los guindaderos también tienen
206 PENAS Y CADENAS

su precio; los del sol de la mañana, más fiero, valen menos que
los de la resolana de la tarde. En esas explicaciones andábamos
cuando de repente oímos unos alaridos largos que se quedaron
colgados del aire por unos instantes. Isidro me comentó, sin
inmutarse: «Es La Cigarra». «¿La Cigarra? ¿La india guahíba
que mató al marido por quién sabe qué pelea?», le pregunté.
Isidro detalló: «Dice el abogado defensor que también a ella
la iba a matar el marido, y por eso revira diciendo que fue en
defensa propia. Pero el abogado es de oficio. La tienen en la
jaula con un letrero que dice: “Estoy aquí por perra”. La verdad
es que está ahí porque la pillaron acostada con la amante de la
directora. Primero las guardianas le cascaron hasta dejarla como
un zurrón, y luego la tienen ahí a pan y agua».
Me invitó a su celda. No es tan terrible como yo me la ima­
ginaba, o por lo menos como la que le tocó en La Modelo.
Pequeña sí; sólo le cabe la cama y un cajón de madera que le
sirve de mesa de noche; Cuelga su ropa en unos ganchos y se
inventó una bacinilla con tapa para mear en la noche. Tenía
colgada sobre su cabecera una foto mía, y otra de los dos en un
paseo que hicimos a Pance. También varias mochilas arhuacas.
La reja la tenía tapada con una cobija, de tal manera que pudi­
mos amamos, pese a las exclamaciones, quejidos y risas que se
oían en la celda vecina. Los quejidos nos los explicábamos,
pero las risas, verdaderos ataques, nos parecían extrañas si se
trataba, como se suponía, de hacer el amor.
La preocupación de Isidro ahora es cómo organizar la de­
fensa de su caso. Los abogados que lo defendieron cuando el
bochinche del Eme no quisieron saber nada del caso. Decidi­
mos hacer consultas con un primo mío que es abogado del Ro­
sario a ver cómo nos orienta. Por ahora se ha declarado
analfabeto con el ánimo de que, aun pagando impuesto a la
guardia, lo incluyan entre los reclusos que tienen permiso de
ISIDRO 207

aprender a leer y escribir en el colegio de los Hermanos Cris­


tianos. Me imagino para dónde va todo.
La tarde la pasamos mirando a los presos tejer en sus chin­
chorros. El maestro de todos es un venezolano de San Feman­
do de Apure, cachilapero, buen cuatrista y mejor coleador, que
se enredó en un lío con un mensual del Hato El Venado, cerca
de Orocué, y lo mató a trompadas. Y no es que el hombre fuera
muy grande, pero siendo buen coleador tenía brazos muy pode­
rosos; y no fue que lo matara, sino que el otro se desnucó al
caer contra el sardinel del patio donde se armó la pelea.
Salí con el sol del atardecer y una cierta inquietud por en­
contrar a Isidro tan acabado. Se diría que le pasaron por encima
20 años'. Tenemos que conseguir un buen abogado y, no digo
m á s... Lo mejor sería buscar un trabajo aquí en Villavo. Creo
que voy a aceptarle a doña Carlota la oferta.

3. Puerto Caldas
Doña Carlota se porta conmigo como la madre que no tuve.
Porque aunque yo quisiera mucho a mi tía Laura, a quien no
puedo reprochar nada, nada en absoluto porque me mimó, me
consintió y fui para ella la niña de sus ojos, hubo siempre un
vacío que me dolía como una espina enconada en el dedo del
corazón. Cuando mis padres decidieron separarse yo tenía tres
años y ninguno quiso responsabilizarse de mí. Lo vine a saber
tarde, aunque mi tía Laura nunca me ocultó mi orfandad. No sé
si como castigo contra ellos o porque creyó que la verdad debe
ir por delante. De todas maneras, doña Carlota ha sido mi ángel
de la guarda.
El plan de Isidro se vino al suelo ya casi coronado. Logró
incluirse en el programa de alfabetización y todas las tardes
podíamos vemos unos minutos en el colegio. Yo me colaba y lo
esperaba en mi corredor, nos saludábamos y lográbamos hasta
208 PENASYCADENAS

besamos. Pero el director de la cárcel se pilló, mirando los an­


tecedentes de Isidro, quién era él, y lo encausó disciplinaria­
mente por falsedad y suplantación. No sé si esta acusación salga
adelante. Pero la realidad es que lo que íbamos a hacer quedó
aplazado.
Ahora escribo desde Puerto Caldas, un pueblito al lado del
río Ariari, llamado antes Puerto de los Perros, a una hora de
Villavo y colindante con Granada, en el Meta. Hasta hace poco
era mandado por las f a r c , ahora han entrado los paracos y
mucha gente ha decidido abandonarlo porque la nueva autori­
dad llegó pisando duro: ha prohibido la minifalda y los bluyi-
nes a. las m uchachas y los aretes y el pelo largo a los
muchachos. Yo logré que con su aprobación me nombraran
maestra de una escuelita de primaria. Me preguntaron hasta de
qué me voy a morir y tomaron nota, dijeron que me investiga­
rían antes de autorizar mi nombramiento, pero al final me dije­
ron que sí, pero que tenía que colaborarles. No quedó claro el
cómo del qué. Espero tener suerte. Viajo a Villavo los viernes,
duermo donde doña Carlota, y el domingo estoy muy a las cinco
de la mañana haciendo fila. Comienza para mí una nueva rutina,
. de la que no reniego porque me permite estar al lado de Isidro.
Ahora está organizando un grupo de derechos humanos
con dos presos que me parecieron dos hampones peligrosos, con
los que terminará tarde o temprano de pelea. Pero su razón es
sencilla: los Derechos Humanos no excluyen a nadie y no hay
en la cana un solo preso político. Lo llamará Comité de Dere­
chos Humanos y Paz, y su objetivo es aliviarle la pena a los
condenados, impedir que los atropellen. En el fondo, pienso
yo, es una lucha a favor del Estado, que el Estado mismo debe­
ría dar y respetar que se diera. El primer caso que pelearon fue,
como era obvio, el de La Cigarra. Yo le ayudaré desde afuera
porque tengo mucho tiempo libre. Puedo salir de Puerto Caldas
a la una de la tarde v a las dos v veinte estar en Villavo Hnv
ISIDRO 209

llevé cartas escritas por Isidro a los periódicos, al Comité de la


Cruz Roja, a la Defensoría del Pueblo, a la Procuraduría. Espe­
ramos que las presiones comiencen pronto y la mujer pueda
regresar a su celda.
El caso de La Cigarra no es el único. O mejor, es el caso de
todas las mujeres de la cárcel. Muchas, pero muchas de las guar-
dianas son de una misma rosca y enroscan para el mismo lado.
Son lesbianas y todo lo que pasa en la cárcel de mujeres se
debe a que hay, digamos, un reglamento del que nadie habla y
todas obedecen. Es sencillo: los ascensos, las promociones, las
responsabilidades dependen de la complacencia de las guardia-
nas y de las reclusas con los gustos de la directora. Ella es una
mujer insaciable. Gorda, de pelo corto, peinado hacia atrás, le
fascinan las botas de cuero y carramplones, los cinturones con
chapa; le gusta emborracharse oyendo cantar a Helenita Var­
gas, La Ronca de Oro, un verdadero macho. Sus gustos no son
reprochables. Lo que no puede seguir pasando es que ella go­
bierne la cárcel a su gusto y amaño. Hemos logrado crear un
comité, todavía secreto, que va a pedir la destitución de la
señora y, además, exigir el derecho a la visita conyugal plena.
En estos días se entutelará la protección de las preferencias sexua­
les y el derecho a la intimidad de las reclusas. Hoy a las mujeres
presas se les prohíbe la visita conyugal de «otras» compañe­
ras, y la de sus compañeros debe ser solicitada con anticipa­
ción — la pueden negar y la niegan muchas veces sin razón de
peso— . La visita propiamente dicha es aberrante. El tiempo es
medido. ¿Quién puede hacer el amor a gusto teniendo una guar-
diana que pita como loca cuando considera que el tiempo fue
ya suficiente? ¿Quién puede llegar al orgasmo con un reloj de
péndulo sobre la nuca? El argumento de la señora directora es
que las «perras tiran rapidito». Ella trata de perra a quien le
encuentre una carta de hombre o a la que se acueste con las
queridas o protegidas de ella. Claro que quien tiene plata puede
210 PENAS Y CADENAS

pagar el tiempo que necesite para no oír el pito, o para entrar a


quien quiera el día, la hora y el tiempo que le dé la gana. Por­
que aquí manda el billete. El combo de la directora y sus ami­
gas guardianas tiene establecidos varios negocios. El mejor es
el de compras para la cafetería, isidro me pasó una factura en
que dividiendo lo que se pagó por un cargamento de arroz por
el número de libras, da 10.000 pesos. Una libra de arroz puede
costar 500 pesos en el mejor de los casos. Todas las compras
son sobrefacturadas y como nadie vigila, o a quien vigila le
dan su parte, todo se puede hacer para hacer plata. También se
va a pelear esto. Como se va a pelear el derecho de las muje­
res a una zona verde que está entre las dos cárceles y que hoy
sólo los hombres tienen derecho de asolearse ahí. Isidro me
habló de pedir un teléfono público para que los reclusos pue­
dan hablar por tumos con sus familias. Es, digamos, un pliego
de peticiones que estamos engordando porque mientras más
exigencias lleve, más gente y más apoyo vamos a tener.
Un caso peligroso es el de Betty Rangel de Camacho. La ase­
sinaron. Nadie sabe quién fue. Pero como los políticos presio­
nan al presidente, el presidente presiona al jefe de la policía y
el jefe a los policías, los policías aprietan al primero que aga­
rran para ponerlo a decir lo que ellos quieren a cambio de no
matarlo. Así fue que encontraron a un pobre pendejo con un
perfil que les permite usarlo para callar a los políticos. El mu­
chacho es un ladronzuelo, una ratica de alcantarilla. Lo agarra­
ron — muchas veces ha estado preso— , lo patearon y le hicieron
confesar un crimen que no había cometido para perdonarle la
vida. Después lo bañaron, lo vistieron, le pusieron corbata para
pasarlo como un sicario peligrosísimo. Paró en la cárcel, mien­
tras un juez, tan corrompido como sus captores, le hacía la se­
gunda al gobierno. Isidro está escandalizado porque el muchacho
se le estalló, y le contó con pelos y señales el rollo en que se
metió para q TengQjpn mi mano la confe-
ISIDRO 211

síón del implicado, y ya pedí cita con el ministro de Justicia


para darle a conocer el caso. Puede que el hombre, que es un
tipo recto, nos ayude. Isidro me escribió una carta para el m i­
nistro. La voy a transcribir:

Señor ministro:
No tiene importancia ni mi nombre_ni mi expediente.
Soy un número más en una cárcel colombiana y como tal yo
quiero que usted me escuche. La cárcel, señor ministro, es
una metáfora trágica de la sociedad. Como en la vida: lo
que es afuera es adentro; lo que es arriba es abajo. La pri­
sión reproduce la sociedad y refleja fielmente su poder.
Es imposible que desde la cárcel se pueda cambiar la so­
ciedad, pero, aunque difícil, el poder político puede impo- .
ner la vigencia de los derechos humanos, como una manera
de rehabilitar al penado, que es plenamente consciente de
que su delito fue precisamente la violación de esos dere­
chos. Estado que se respeta no puede prohijar la violación
de los derechos humanos dentro de su sistema carcelario
porque eso es condenar doblemente al preso y legalizar la
ley del Tallón que, como usted sabe, sólo termina cuando
todos quedemos ciegos.
El primer derecho, a la vida. La cárcel es un matade­
ro. De ella salen muertos sin dueño y las autoridades ca­
llan. En cualquier lugar se asesina a sangre fría y la
autoridad se limita a reseñar el cadáver sin abrir investi­
gación. Se mata cuando se duerme o cuando se pasa, cuan­
do se juega o cuando se come. En cualquier parte y por
cualquier motivo pueden matar a un interno. La vida nadie
la tiene comprada, pero aquí se paga para cortarla de tajo.
Nosotros los presos no podemos defender el derecho a la
vida sino quitándosela a otro, al que nos la viene a quitar
pago y sobreseguro. Señor ministro, el Estado no cumple
su deber más simple: garantizamos la vida. ¿Con qué cara
212 PENAS Y CADENAS

puede pedim os que nosotros se la respetemos a otro? ¿Con


qué justicia puede aducir para castigamos por algo que él
es eí primero en violar?
El derecho a los bienes, señor ministro, no existe, salvo
si nosotros nos encargamos de hacerlo respetar a sangre y
fuego, como si no existiera una ley y un Estado cuyas le­
yes son justamente las que nos tienen en estos lugares. Aquí
se roba a quien se deje robar, por eso todos andamos arma­
dos, Por eso se defiende con la vida el derecho a tener un
par de tenis, un televisor, un radio, un pañuelo. Como diría
Marbelle, aquí no hay derecho a los derechos. Y la cadena,
señor ministro, comienza arriba, comienza en el lugar donde
uno pierde la libertad, en la puerta de la cárcel, del juzga­
do, del tribunal. Continúa por los pasillos, entra a las ofici­
nas, se sienta y vive en los escritorios. Amarra las armas
de los guardias, sus uniformes. Y, como es obvio, continúa
en las celdas, en los patios, en los baños. Aquí los bienes
pertenecen a los más fuertes, a los protegidos por la autori­
dad; y la vida, aquí, señor ministro, es un bien que pertenece
a los que mandan. Un amo no mataba a un esclavo porque
perdía dinero; aquí el amo mata porque el esclavo parpadeó
al recibir una orden.
La honra, señor ministro, aquí funciona al contrario
de los derechos anteriores: aquí el Estado respeta y hace
respetar la honra del crimen, el prestigio del m ás asesino,
del más cruel, del más bandido. Lo respeta el director, el
guardián y toda la cadena del poder. La autoridad se ejer­
ce para hacer respetar la jerarquía que da la fam a y aquí
la fam a se m ide en litros de sangre derramada por las
víctimas.
Nos asiste otro derecho, señor ministro: el derecho al
espacio mínimo. No llamaré vital, por ser el adjetivo que
justificó una guerra, aunque, a decir verdad, es una de las
causas de esta guerra de todos contra todos que aquí vivi­
mos, Las cárceles tienen una capacidad de carga muchísi-
ISIDRO 213

ma menor que la que pudiera ser autorizada por el más


tosco sentido común. Y uso una palabra que se emplea para
hablar de la relación del ganado con el potrero porque se
nos trata como animales. Donde yo vigilo mi sueño, señor
ministro, un tres por cuatro, ¡vivimos diez personas! Los
animales se matan unos a otros para que unos pocos pue­
dan sobrevivir, obedeciendo una ley ciega. Nos pasa lo
mismo. Pero aquí obedece a una estrategia del gobierno:
justificar la construcción de nuevas cárceles y poder priva-
tizarlas. Se han llenado las cárceles, se ha desbordado la
capacidad para alojamos con el objeto de privatizar el s is - .
tema carcelario. Las empresas privadas norteamericanas,
y principalmente califomianas, están haciendo cola para
recibir el premio e imponer su sistema, que es el mismo
que están utilizando en Texas. Las cárceles no son para
rehabilitar, son para torturar, para aniquilar al individuo,
para reducirlo a vivir muerto en un cuerpo vivo. No en
balde la Cmz Roja Internacional le preguntó al gobierno
de Estados Unidos si las cárceles norteamericanas son un
centro de reclusión o un centro de investigación: allí se in­
vestiga la frontera entre la normalidad y la locura, allí se
investiga con un bisturí en qué lugar del cerebro reside el
fundamentalismo, la convicción, la voluntad. Ni Hitler fue
capaz de llegar a ese punto. Y esos investigadores serán
quienes en función de sus monstruosos descubrimientos
organicen nuestras cárceles.
Señor ministro, sólo le solicito una cosa, no se acueste
esta noche sin volver a leer esta carta. Quizás mañana us­
ted sea otra persona y nosotros también.

Isidro — lo sé— va a dejar de lado su proceso y su defensa


para poner toda su fuerza en el Comité de Derechos Humanos.
Él entiende los delitos como cargos sociales y, por tanto, la
defensa es colectiva y arranca en la defensa del derecho colec­
tivo que tienen los reos. No sé qué tan justo consigo mismo sea.
214 PENAS Y CADENAS

Pero yo lo acompañaré hasta el final. No me importa tanto la


causa como el defensor.

4. M a p irip á n

El fin de semana antepasado los docentes de Concordia, un


pueblito situado en la desembocadura del Ariari en el Guavia-
re, nos invitaron a un taller sobre lecto-escritura que organiza­
ron en colaboración con los maestros de Mapiripán. Yo hablé
con Isidro y él estuvo de acuerdo en que fuera a conocer porque
no era justo que todos los fines de semana me la pasara en la
cárcel. Salimos de Puerto Caldas muy temprano y caímos a
Concordia al atardecer. íbamos dos maestras. A la entrada del
pueblo había un retén de los paras. Los docentes de Concordia
nos habían advertido sobre su existencia y aconsejado que no
mentáramos a Mapiri para no alargar el interrogatorio y porque
muchas veces no daban permiso de continuar el viaje. Nos requi­
saron cosa por cosa, nos identificaron a uno por uno, y a uno por
uno nos preguntaron para dónde íbamos y a quién íbamos a visi­
tar. «¿Acaso quiénes son ustedes para requisamos?», le pregun­
té, haciéndome la boba, al que me raqueteaba. El tipo se emberracó
y me botó al suelo todo lo que llevaba en mi mochila. Me orde­
nó: «Recoja y vaya donde el comandante». El tal comandante
estaba sentado en la estación de policía, situada justamente fren­
te al puesto del ejército, sólo a doscientos metros de donde los
paras tenían el retén. El comandante me preguntó quién era yo
para hacer preguntas y me advirtió que si yo era muy alzada me
aconsejaba devolverme por donde había venido. Yo me quedé
callada para poder ir al taller en Mapiripán.
Al día siguiente seguimos para Mapiri por las sabanas de la
Virgen. Fue un paseo. Pequeñas lomitas, unas tras otras como
dunas, bosques de chaparros y de alcornoques y una sensación
de amplitud infinita van abriéndole a uno el alma. Las nubes
ISIDRO 215

parecen bajeles en formación de batalla, dispuestas siempre a


soltar su chubasco sobre una llanura que parece siempre se­
dienta.
Al anochecer llegamos empolvados y hambrientos al pue-
blito, situado al lado del río y de espaldas a una ciénaga. Los
maestros nos tenían todo dispuesto, pero desde la entrada yo
comencé a sentir algo raro que me intranquilizó. Mi intuición
nunca me falla. No quise preguntar nada para no enturbiar la
nota de recocha que traíamos. Nos acostamos temprano porque
al otro día, muy a las ocho, comenzaba el taller y nos habían
pedido estar a la hora. Pero no hubo tal. A las cinco de la maña­
na sentimos los primeros tiros. No sabíamos de qué se trataba.
Una de las maestras de Concordia dijo: «Es un ataque de la
guerrilla». Luego oímos otra descarga y los primeros alaridos.
Nosotras, las seis maestras invitadas, dormíamos en uno de los
salones de la concentración escolar, que queda un poco retirada
de la plaza, o mejor de la calle del puerto por donde se oía el
bullicio. Los gritos y las descargas se volvieron más y más in­
sistentes, pero desde donde estábamos no alcanzábamos a ver
qué pasaba. El miedo se fue apoderando de nuestras corvas y
una de nosotras dijo: «Metámonos todas al baño no vaya a ser
que nos jodan por no ser de aquí». Y nos metimos las seis al
sanitario. Desde allí los tiros se oían cada vez más cerca y ios
gritos se volvieron alaridos. Una de nosotras comenzó a llorar
y otra a rezar. Los gritos eran los más terribles que yo haya
oído, gritos de dolor, gritos largos y desesperados. No oímos
ninguna explosión, por lo cual una compañera dijo: «Son los
paras, porque la guerrilla entra volando la Caja Agraria y el
cuartel de policía con cilindros de gas». La balacera era ensor­
decedora. En cualquier momento podía llegar a donde estába­
mos escondidas. La respiración se cortaba con esa sola idea.
Poco a poco comenzamos a distinguir entre las órdenes dadas a
gritos y los quejidos de la gente del pueblo. Era extraño, nadie
216 PENASYCADENAS

pedía auxilio. Quizás porque sabían que nadie podía darle. Por
momentos todo quedaba en silencio. Pero los gritos y los tiros
se reiniciaban cada vez con mayor regularidad. De golpe senti­
mos pasos en el corredor y una orden de «Revisen bien, que no
quede nadie por ahí, miren en los sanitarios y las duchas». Crei­
mos que nos habían pillado y que desde ese instante en adelan­
te quedábamos en manos de Dios. Los pasos se oían más cerca
y más cerca. Una de nosotras se paniquió y yo la apreté contra
mi pecho hasta el silencio. Los pasos se detuvieron justo frente
al sitio donde estábamos. Luego, el sonido de un chorro en el
sanitario de al lado. Los pasos se alejaron con un «Por ahí no
hay nadie». Volvimos a respirar. Hacia el medio día comenza­
mos a sentir tiros sueltos y gritos. No era ya la balacera de antes
sino tiros separados y alaridos de horror. Nos intrigaba el ruido
de un motor siempre prendido que no era ni de carro ni de cha­
lupa. Runruneaba por todos lados. Alguna dijo: «Es una moto-
sierra. ¿Pero qué palos podrán estar aserrando en momento así?».
Yo pensé que era más bien una motocicleta. Dos o tres horas
duró ese tormento, hasta rematar en un silencio de muerte. To­
dos los interrogantes se juntaron en uno: ¿saldremos vivas? De
pronto el silencio se transformó en una gran algarabía, parecía
una fiesta, una celebración. Nos animamos y nos limpiamos
los ojos. Quien hubiera hecho lo que vino a hacer se había ido.
Podíamos salir. Una de nosotras salió y atisbo. Regresó dicien­
do: «Están jugando fútbol». Se nos hizo raro un partido des­
pués de semejante balacera. Salimos todas a mirar. En efecto,
era un partido de fútbol. ¡Pero el balón era una cabeza! Regre­
samos en tropel a llorar haciéndonos un nudo entre nosotras.
Cerramos la puerta de nuevo. El terror nos inmovilizó y ni llo­
rar se oía. Cuando afuera comenzó a oscurecer y sólo se oían
lamentos, fuimos saliendo. En la puerta de la concentración
había un letrero pintado en rojo sobre la pared: Mueran sapos,
mueran las farc. El espectáculo era terrorífico: Nunca podré
ISIDRO 217

olvidar los cuerpos destrozados, los miembros separados, los


caminos de sangre que llevaban al puerto. No olvidaré a una
mujer tratando de juntar en un solo sitio el cuerpo de su marido
o de su hijo o de su padre. No lloraba. Por el contrario, parecía
hecha de piedra. Si el juicio final llegara a suceder, el panorama
sería parecido, con la diferencia de que ahora los cuerpos no
resucitaban sino morían. Queríamos salir volando de aquel
matadero como lo estaban haciendo los que habían quedado
vivos. Por la trocha que lleva al Mielón se veía gente corriendo.
No había en qué viajar. Los carros los habían quemado y en el
puerto no habían dejado un solo motor ni una sola canoa. Toca­
ba huir a pie. Nos sumamos al torrente. En el pueblo no queda­
ron sino los muertos. La guerrilla no apareció. El ejército llegó
tres días después.
Isidro me oyó el cuento sin pronunciar una sola palabra y
cuando yo le pregunté qué opinaba nada me respondió, me miró,
me abrazó y lloramos juntos unos minutos. Nunca más volvi­
mos a hablar de ese dolor.

5. E l B am e

A Isidro lo sacaron de la cárcel de Villavo a la una de la


mañana. M e habían logrado avisar por el correo electrónico de
las brujas. Yo estaba parada en la esquina de la cárcel desde las
diez de la noche en un carro que me prestaron. La puerta de la
cana se oyó al abrir y yo prendí el motor. Salieron en una Ran-
ger negra a toda velocidad. La hora y el modo me dieron pavor.
Tuve casi la seguridad de que lo iban a fusilar y a botar en
cualquier cuneta. Aceleré y me les puse detrás para que ellos
vieran que Isidro estaba seguido. Era una manera de defenderle
la vida. No está prohibido transitar de noche a la misma veloci­
dad que otro carro, así fuera peligroso, pero había que poner
ese case. Subimos la loma de Buenavista a una velocidad a la
218 PENAS Y CADENAS

que yo nunca había subido. Las curvas de Pipiral y más adelan­


te las del Chirajara las cogíamos cerradas a la peña o abiertas
hacia el abismo, pero no podía aflojar. En M ata Redonda casi
me salgo; o sea, me salí, pero quedé bien acomodada en la cu­
neta. A esa hora no había tráfico y se podía apostar cinco a uno
que no salía nadie en la curva. En Cáqueza pararon y yo me
parquié en frente. Isidro podía verme, pero yo no porque los
vidrios de la Ranger eran ahumados. Se bajaron a tomar tinto y
yo me les pegué. A Isidro lo dejaron bien vigilado y amarrado.
Sin agüeros les pregunté: «¿Para dónde vamos?». «ParaElB ar-
ne», me dijo quien parecía el jefe del operativo. Me volvió el
alma al cuerpo. Era buena señal que me lo contaran. «¿Usted es
la mujer del detenido?», me preguntó. «Sí, sí, señor, la mis­
ma». «¿Y a usted no le da miedo seguir así a otro vehículo?».
«Pues no — repuse— , sabiendo que es oficial, me da confian­
za», les mentí. Necesitaba halagarlos porque quería ver a Isi­
dro. «¿Puedo ofrecerle un tintico al detenido?». Se miraron, se
consultaron con los ojos y el que no había hablado respondió:
«Apure a ver porque estamos de afán». Isidro y su custodio se
tomaron el tinto. Estaba muy acabado. Pero sonrió con la dul­
zura que tiene en el alma. Me dijo: «No nos sigas más. Busca
mejor visitarme en El Bame. No hay problema». No lo inte­
rrumpí porque no estaba dispuesta a obedecerle. Yo necesitaba
saber dónde quedaba, estar segura de que lo hubieran entrega­
do. Arrancamos.
En ese instante caí en la cuenta que Isidro iba en camiseta y
que El Bame está a 3.000 metros. Traté de pasarlos, no pude.
Me desgañité pitándoles, pero no hubo manera. Llegamos a
Bogotá amaneciendo y al Bame a las diez de la mañana, cuan­
do ya calentaba el sol esos muros grises y esas celdas húmedas.
Ya podía descansar tranquila, me^dije, cuando me acordé de
que Isidro no tenía cobija ni suéter en ese frío. Miré el reloj.
Eran casi las doce: tenía apenas el tiempo necesario para volar
ISIDRO 219

a Bogotá a traerle unas mantas y un saco. Era un gran riesgo no


llegar antes de las seis cuando cierran todos los cordones mili­
tares alrededor de esa cárcel de alta seguridad. Ya no estábamos
en Villavo. Cuando llegué a Tierra Negra, delante de Tunja,
recordé a una amiga, administradora de un hotel en Villa de
Leyva, y sin pensarlo más tomé la carretera a Samacá y por ahí
llegué a la Villa. M i amiga me prestó no sólo tendido de cama,
sino sacos, bluyines y hasta una bata.
A las cuatro estaba entregando el «encargo» en la puerta de
la penitenciaría. En ese momento salía la doctora Alba Lucía,
de la Defensoría del Pueblo, a quien yo conocía y además apre­
ciaba mucho. Me dijo: «Llegaste tarde, ya le mandé una cobi­
ja, espero que se la den porque lo tienen en la jaula. Yo le dejé
todo con los guardias, pero dudo que se lo entreguen por aho­
ra. De Villavicencio recibieron una nota muy negativa sobre
Isidro y se lo van a cobrar. Lo acusan de complicidad en la
muerte del director y le están montando un nuevo expediente
como colaborador del e l n . En la Defensoría estamos pendien­
tes porque es un caso grave. Lo tienen entre ojos no sólo por el
asunto de La Cigarra, de las tutelas sobre visita conyugal e inti­
midad, de la denuncia sobre uso de los delincuentes como tes­
tigos sin rostro en el caso de doña Betty, sino también por el
caso del director».
Isidro es un peleador impaciente. Había agregado en el plie­
go de peticiones del Comité de Defensa de los Derechos Hu­
manos de Villavo tres exigencias: teléfonos públicos, trabajo
para los penados y construcción de un acueducto local para la
prisión. Logró organizar a los presos y hacer una manifestación
para entregarle al director el pliego de peticiones. El tipo no lo
quería recibir e Isidro se ranchó en entregárselo personalmente
y a la luz del día. Las cosas se iban poniendo graves porque
ninguno cedía. Isidro llamó a la Defensoría, habló con la doc­
tora y con el defensor, y humilló al director, que se vio obliga­
220 PENAS Y CADENAS

do a recibir las demandas en público. Pero se la juró. Lo acusó


de haber secuestrado a los presos que protestaban e inclusive
hizo declaraciones a una emisora de cobertura nacional que dio
la noticia: 350 presos secuestrados en la cárcel de Villavicen-
cio. Claro, el país miró hacia allá. A la voz de secuestro, las
autoridades se sienten con licencia 007. Todo se puede hacer.
Lo cierto fue que dos sicarios se le fueron a Isidro encima cuando
patinaba con el comité organizador del paro a matarlo. Le al­
canzaron a meter un chuzón en el pecho, pero no pasó de ser
una cortada fea sin hemorragia interna. Isidro quedó advertido.
En la próxima no podían fallar, por eso Isidro contestó con todo
lo que tenía. Su defensa consistía en defender a los compañeros
y hacer de sus derechos una' trinchera.
«De alguna manera que — continuó Alba Lucía— habría lo­
grado sus objetivos si no hubiera aparecido muerto el director
de la cárcel de Villavo, borracho en la marranera del penal, un­
tado de estiércol y a medio comer por los cerdos. Nadie se ex­
plicó la razón de que el hombre estuviera en la cochera y menos
el hecho de que apareciera muerto. Los médicos forenses die­
ron cuenta del caso: no había semen en las marranas, el cadáver
tenía una alta dosis de alcohol y no presentaba traumas ni heri­
das distintas a las hechas por los animales. Culpar a Isidro era
lo más fácil, dada su pelea con el difunto».
Decidí quedarme esa noche en Cómbita, el pueblito al que
pertenece la cárcel del Bame, o mejor en un paradero, cercano
a la cana, donde arriendan camas, y donde hay también servi­
cio de restaurante. Tenía la esperanza de poder ver a Isidro, y
como al otro día era domingo, día de visita, me arriesgué.
Fue una noche tormentosa. Afuera llovía. Más que llovía, el
cielo parecía descuajarse. El techo sonaba como si estuvieran
echando baldados de agua, los rayos iluminaban a cada nada la
pieza con una luz azul, metálica. Olía a azufre, o eso creí. Na­
die se movía enja_pi.eza. Éramos cinco.mujeres, desconocidas
ISIDRO 221

unas con otras. Las camas olían a preso, las cobijas olían a pol­
vo matapulgas, pero el frío va quitando los remilgos y termina
uno por cobijarse y hasta agradecerle a la cobija su coopera­
ción. Cuando pasó el aguacero oí el cuchicheo de mis vecinas.
Era un cuchicheo entre dientes. Yo me hacía la dormida, pero
por dentro temblaba y no era ya del frío. Eran los cuentos que las
dos mujeres se contaban. Ahora que lo escribo, pienso que buena
parte eran mentiras o que mi oído le agregaba un tinte de pesa­
dilla. Eran jóvenes, muy jóvenes. La mayor no tendría más de
18 años. Pensé en mi ingenuidad que iban a visitar a sus papás
o a sus hermanos; a sus novios, en el peor caso. El cuento más
espeluznante lo contó, justo, la más joven: estaba casi segura
— decía— de haber dejado muerto al Fulano con quien había
pasado la noche anterior. Era un hombre viejón, al que poco o
nada le funcionaba el cuerpo en la cama, y quería que su com­
pañera se vistiera con un vestido de primera comunión que traía
en una maleta. Ella vio la oportunidad de cambiarle el capricho
por plata o, vulgarmente hablando, de extorsionarlo. Se comenzó
a vestir y por cada prenda le iba cobrando, al contado, los 10,
los 20.000 pesos. Como la mujer era joven, y cara de culica-
gada tenía, pues, seguro, le quedaba el traje como si de ver­
dad fuera a recibir a Cristo. Quizás el viejo había sido o era
cura. La niñíta, pues, cobraba como un taxímetro: por las me­
dias blancas, por los zapaticos de charol, por el vestido, por el
velo, por la cofia, por los azahares de plástico y hasta, digo
ahora, por el misal. Debía ser un hombre rico porque no le es­
catimaba nada a la pelada. Buen ron — que ella botaba cuida­
dosamente al lado— ; buena comida — un arroz con pollo— ;
buena cama y plata a la carta. El hombre se fumó un bazuco,
confesaba la pelada, y decía con picardía: «Tras de que no po­
día solo, con esa fumadera se descarriló y prefirió comenzar a
darme consejos: que debía enmendarme, que debía pedirle per­
dón al Creador, que debía confesar todos los pecados al Señor,
222 PENAS Y CADENAS

que la vida que me quedaba era corta para poder pagar tanta
ofensa al cielo, y así...», hasta que la muchacha se fue abu­
rriendo, se le fue saliendo todo el malo que su patrocinador le
despertaba, sentía un odio tan grande por él como ganas de
quedarse con el billete que él sacaba de un maletín con cada
prenda y se lo ponía en la cama, que el diablo se le entró, y
cuando el viejo se quedó adormilado la mujer le clavó una na­
vaja. «El gemido ni se sintió — contaba— , y el viejo fue aflo­
jándose hasta que paró los ojos para atrás, que era lo único que
podía parar. Tocaba hacerle el favorcito — le comentó muerta
de la risa a su compañera— . En la maleta tenía buena plata, es
la que le llevo a Dinley porque anda muy necesitado».
No había acabado de dormirme cuando las vecinas me jala­
ron el tendido: «Son las dos, hay que estar antes de las tres, se
nos hizo tarde, miren, ya no hay nadie en la pieza». Eran mu­
cho más bonitas de lo que yo había visto al acostamos, y mu­
cho más jóvenes. Llegamos a la cola. El frío cortaba los huesos.
Me habían advertido que no se podía ir con pantalones, que el
vestido debía ser corto, no permitían brasieres con varillas, y
admitían sólo sandalias de plástico. Sobra decir que nadie tenía
mana ni abrigo, salvo las que no iban a entrar y estaban hacien­
do cola para vender el tumo a los ricos que llegaron diez minu­
tos antes de que pusieran los sellos. Yo nunca había sentido tal
helaje. ¡Daban rabia las rachas que golpeaban sin piedad la cara
y los vientos de páramo que se metían falda arriba! Uno ve las
garitas de los guardias calientes y a ellos tomando tinto, fu­
mando cigarrillo o marihuana y eso da piedra. Una mujer le
decía a otra: «Ojalá me rinda llegar, porque estoy con mucho
sueño. Yo siempre llego donde él a dormir, y cuando acuerdo
ya es hora de salir. ¿Será el matrimonio, ya tantos años jun­
to s..., o será la madrugada?», le preguntaba a su amiga. «De­
ben ser las dos cosas, que son lo mismo. El matrimonio se vuelve
ISIDRO 223

una rutina que mata la gana. Hasta a los maridos presos los
ataca el desgano».
A las cuatro pasaron unos guardias con sus bastones gritán­
donos que si no hacíamos la fila en orden y en silencio no po­
nían los sellos. Ellos parecen ser los dueños de la vida de los
intemos, y no tienen derecho. Por eso me le encaré a uno: «¿Aca­
so no estamos en la calle? ¡Cómo va usted a prohibimos ha­
blar! ¿No estamos en un país libre?». «¡No!», me respondió uno
con un grito. «No, no, señora, estamos en un país en guerra. Y si
no quiere problemas, cállese la jeta. ¿O es que quiere que le pon­
ga el sello en la boca?». Una amenaza grosera. Las ganas de ver
a Isidro fueron más poderosas que la rebeldía. A las cinco co­
menzaron a poner sellos. Y a las ocho la fila se movió un par de
metros. Luego, media hora después, otro par, y así hasta que yo
llegué a la portería casi a las diez. Apenas respondí a quién iba
a visitar, me contestaron: «Aquí no hay ningún Isidro». «Pero
cómo — respondí— , si yo lo vi entrar ayer». «Me va a decir a
m í... — respondió el guardia— . ¿Me va a decir a m í — conti­
nuó— mentiroso? Usted me está diciendo mentiroso — afirmó
tajante— y eso es un delito. Pruébeme usted que yo soy menti­
roso». «No — traté de explicarle— , yo no dije que usted es
mentiroso». «Ah, ¿no? ¿Y qué me está diciendo ahora: que yo
no dije que usted me está diciendo mentiroso?». Yo me enredé,
no sabía ya qué era lo que le había dicho. Total, en dos pala­
bras, me negó el sello. Ya, claro, ahora lo entiendo, yo estaba
fichada desde el comienzo.
Regresé derrotada a Villavicencio a entregar el puesto en
Puerto Caldas y a agradecerle a doña Carlota, mi ángel de la
guarda, tanto cariño, tanta generosidad.
Volví al Bame dos semanas después del traslado de Isidro.
Pasé el mismo vía crucis hasta poder abrazarlo. Lo noté más
demacrado todavía: flaco, verdoso, parecía como si el moho de
224 PENAS Y CADENAS

la cárcel se le hubiera metido entre el alma y le asomara a los


ojos. Nunca lo había visto tan deprimido. No era para menos.
Lo habían tenido enjaulado una semana, cuando a nadie man­
tienen ahí más de 24 horas. Cuando protestó, un guardia le dijo
que no se quejara tanto que lo tenían ahí era para protegerlo
porque lo habían mandado matar, y que el director no quería
cargar el cadáver. La jaula es un sitio de castigo, aunque se diga
otra cosa. Isidro estuvo amarrado a los barrotes dos días. Re­
cordó, me contaba, la vez que lo cogieron en Honda con un
encargo. Isidro estudiaba sociología en la del Valle y el Conse­
jo Estudiantil lo había encargado de una especie de museo am­
bulante de Cam ilo Torres: sotana, cartas, fotos, libros de
cabecera e inclusive alguno de los escritos tachonados del cura.
Isidro andaba con ese museo de universidad en universidad,
como Juana la Loca con el cadáver de su amadísimo Felipe.
Una madrugada en Honda esperaba la flota que iba de Armero
para Bogotá. Estaba en el puente del Carmen cuando se acercó
una patrulla de la policía:
— ¿Qué lleva ahí en esa caja de cartón?
— Ropa — respondió Isidro.
— ¿Ropa?, muestre a ver. '
Isidro rompió nervioso las cabuyas con que traía amarrada
la caja y la policía fue sacando el matute más insólito que podía
imaginarse, y que no le cuadraba.
— ¿Es usted un cura? — preguntaba un policía oreando la
sotana.
— ¿O es un ladrón que robó a un cura? —preguntaba otro
mientras el tercero leía el «Manifiesto a los colombianos» en
que Camilo anunciaba su vinculación a las guerrillas.
Al leer e l n , la policía lo esposó y se lo llevó al cuartel dete­
nido por bandolero, según dijo el comandante de la patrulla al
jefe, un teniente algo cruel, que metió a Isidro en una celda
ISIDRO 225

esposándolo del tobillo a los barrotes de la puerta, de tal forma


que el cuerpo le quedaba sobre el sifón donde los tres presos,
con quienes compartía la celda, hacían sus necesidades. Uno
de los compañeros había atropellado a un pobre borracho, pero
era un niño bien de Honda y a la mañana siguiente llegó el papá
por el pelao y lo soltaron. Llevaba el número del teléfono de la
mamá de Isidro de forma que a medio día llegó un abogado a
asistirlo. La policía negó que Isidro estuviera en la cárcel. A la
madrugada Isidro oyó ruido y movimiento. Era el ejército que
venía por él. Un jeep con teniente, un camión militar con una
docena de soldados y una camioneta con otros soldados. Todos
armados de ametralladoras. Isidro creyó que era su último día
cuando lo montaron en el camión y el teniente dio la orden de
salir. Me van a perder, pensaba. Iba tenso, angustiado, cual­
quier parada que hiciera el convoy le sabía a ley de fuga. No iba
amarrado sino suelto, lo que era muy sospechoso. A Ibagué
llegaron temprano y lo encerraron en una celda sin luz. No en­
traba la. luz ni por las hendijas de la puerta. Se tranquilizaba
pensando que estaba en una capital y que, por lo menos, habría
un coronel a cargo de su caso. Pero nada oía ni veía desde la
celda a oscuras. Era, recuerda, como un paréntesis, como unos
puntos suspensivos en el vacío. Recorrió con los dedos las pa­
redes y se dedicó — cuenta— a conocerlas y a medirlas, prime­
ro con pasos, luego con cuartas y finalmente con pulgadas. Fue
perdiendo la noción del tiempo. Era muy angustioso sentir esa
amenaza. La comida — aguadepanela con mogolla— se la da­
ban por la noche y ningún guardia le hablaba. Duró así cinco
días. Cuando salió para ser interrogado, se miró en el reflejo de
un vidrio y dice que no se reconoció, que la oscuridad le había
borrado la cara. El interrogatorio duró 24 horas. Dos tipos, el
bueno y el malo. El bueno le daba consejos — cuente, confiese,
tranquilo, yo también soy revolucionario— , el malo lo gritaba,
le dio dos o tres coscorrones y lo amenazó, mostrándole, la
226 PENAS Y CADENAS

celda de castigo, donde finalmente paró seis horas. Tenía me­


nos de un metro y medio de alto, unos 80 centímetros de ancho
y 40 de hondo. Total, al castigado se le comenzaban a entumir
los miembros a la hora:, y a las dos resultaba encalambrado, a
las tres la espina dorsal era un eje de cuchillos y a las seis horas
ya no sabía quién era. Entonces volvió el interrogatorio. Pero
de pronto fue suspendido. Llegó el coronel, Acosta Pérez, José
Gabriel, para más veras. Le preguntó que de qué lo acusaban.
Isidro le contestó la verdad. El coronel le respondió: «Eso no es
delito. Usted no está distribuyendo copias ni haciendo apología
del delito, total, señor, usted queda libre». Isidro no podía creer­
lo. Una hora después estaba saliendo. Se encontró con el abo­
gado que lo venía siguiendo desde Honda. Era un político
importante del sur del Tolima, donde el ejército estaba hacien­
do una campaña cívico-militar que necesitaba de la colabora­
ción civil, y para eso los jefes políticos eran indispensables.
En la jaula del Bam e Isidro se rebotó. Hizo una huelga que
llamó de excrementos y que consistió en cagar dentro de una
bolsa plástica y botarla afuera. La guardia quería obligarlo a
que hiciera sus necesidades en el. mismo sitio donde lo tenían
inmovilizado. Los mismos presos protestaron porque el olor en
el pasillo era insoportable. Entonces la dirección dio el brazo a
torcer y trasladó a Isidro a una celda. Pero Isidro vio también el
modo de coger fuerza: la solidaridad de los demás internos para
enfrentar los abusos.
Cierto es que el Inpec lo tenía fichado, pero también su nom­
bre había llegado a otras cárceles y pocos días después de en­
trar al Bame le llegó una comunicación del Comité de Derechos
Humanos de La Picota, invitándolo a hacer causa común con­
tra la arbitrariedad y la violencia. La idea era simple: hacer
cumplir la Constitución y la ley en las cárceles. Yo me uní a su
causa inmediatamente.
ISIDRO 227

Él estuvo hecho un sol conmigo. Había arreglado y perfu­


mado la celda, la había pintado y colgado un par de reproduc­
ciones de Van Gogh que sabía que me gustaban: La Noche
Estrellada y la Iglesia de Auvers. Hicimos el amor. Me abrió a
besos, me llevó a su mundo y bajamos juntos del cielo. Termi­
namos tan imperceptiblemente que no nos dimos cuenta de que
estábamos en una cárcel hasta que el timbre de salida nos botó
contra la realidad.
Entonces él me entregó una carta que me había escrito días
antes. Dudó dármela, pero al fin sus escrúpulos cedieron, y pe­
leando contra sí mismo me la puso en la palma de la mano, la
cerró y me besó.

Laura: La quiero.
Sé que estuvo trayéndome abrigo para matar este frío
de páramo que no respeta muros. Pero no tuve suerte. Todo
me lo confiscaron en el retén. Es que yo vengo aquí
«recomendado»por lo que pasó en Villavo y aunque me
alegré de que al cerdo se lo comiera la marrana cuando él
no pudo hacer lo contrario, nada tuve yo qué ver con el
milagro. Corren muchas bolas sobre ese accidente y so­
mos nosotros, los que organizamos el Comité de Defensa
de los Derechos Humanos y Paz, los que ahora usan como
chivos expiatorios para matar dos pájaros de un tiro: mos­
trar resultados presentándonos como culpables y liquidar
la inconformidad y la pelea por los derechos del recluso.
Yo llegué directo a la jaula con ,1a camiseta que traía.
Pero ahí me encadenaron con una cadena de dos metros y
así dormí varios días o, mejor, no dormí. Las noches eran
horriblemente frías hasta que conseguí comprar, a crédito
—y muy cara—, una manta, que olía a berrinche y un saco
con una chucha hedionda. Todo funciona aquí a punta de
billete; se usa una especie de tarjeta de crédito que se basa
PENASYCADENAS

en compromisos de palabra, arreglados por intermedio de


los carros, con los caciques. Éstos son los que aprueban el
crédito y llevan la cuenta. Uno cae en sus manos y como la
deuda crece y envuelve, se termina siendo uno de sus fieles.
Es el clientelismo, y funciona como el de afuera. Los guar­
dias son su fuerza armada. Son los dueños legales de la
seguridad y hacen de ella un negocio. Venden el espacio
en la celda, el sol del patio, el puesto en la fila, el derecho
al teléfono, el derecho al abogado, el derecho a redimir pena
con trabajo, es decir, a trabajar en los talleres, el derecho a
enfermarse y ser atendido, el derecho a ser oído. Todo tiene
un precio sm , es decir, Según Marrano. Más aún, le venden
poder a los caciques que lo usan para organizar las líneas, o
sea la distribución de droga, para manejar la entrada de visi­
tas y sobre todo de mujeres de servicio sexual, o trata de
blancas (a propósito: ¿no hay trata de negras? ¿Con ellas no
es delito el tráfico?), el ingreso de las armas que aquí no se
pueden fabricar, el ingreso de licores finos que aquí no
se pueden fabricar, el ingreso de venenos mortales como la
estricnina que se usan cuando el matarratas se acaba. Hay
un sistema de impuestos y extorsiones que domina toda la
cárcel y que manejan los carros del cacique por acuerdo
con los guardias, que a su vez tienen acuerdos con las au­
toridades. Esto no es como el infierno, es el infierno y es,
además, fiel copia del infierno de afuera, sólo que está en­
cerrado.
Yo sé, Laurita, que de Villavo contrataron a unos sica­
rios aquí para matarme. (Yo también tengo mi servicio de
inteligencia ¿Acaso es que soy bruto?). No se preocupe
que yo sé cómo batirme. Pero le pido que se vaya para
Cali, a donde su tía unos días mientras yo me acomodo
aquí. No es que no quiera verla, sino que sé que usted sufre
cada entrada y eso añade un tormento al que ya me cerca.
Vaya, bébase el perfume de los cadmios por mí. La quiero.
ISIDRO 229

Ahora, después de leer la carta, me emperré a llorar. Voy a


obedecerle.

6. La Picota
La carta de Isidro fue tan clara, respiraba tanta seguridad y
tenía tanto fundamento que decidí irme para Cali donde tía
Laura, a quien yo quiero mucho. Mi paño de lágrimas, mi al­
mohada. Ella no se explicaba cómo me había yo enamorado de
un revolucionario siendo nosotros de una familia rica, pero más
raro se le hacía que estando yo tan enamorada lo hubiera deja­
do sin visita. Sus preguntas me daban duro, pero yo tenía la
certeza de que necesitaba separarme de la cárcel y cambiar el
pegajoso olor de la creolina por la fragancia del cadmio. Aun­
que fuera unos días. Días que pasaron lentos. Se deslizaban
entre la mañana y la noche, llevándose el tiempo. La realidad,
Isidro no se me quitó un minuto de la cabeza porque lo llevo en
el corazón. Laura me organizó reuniones, me presentó amigos,
y — como lo sabe Isidro— más de una vez me acosté con uno
que otro. Pero la piel no se me abría, la rigidez no me abando­
naba y, si me dejaba amar, era para fantasear con él. No había
entrega, no había luz, el milagro del orgasmo me era negado.
Lo sé yo. Lo sabe mi piel. Lo sabe Isidro. Eso me basta.
Una tarde sonó el teléfono, como otras tantas veces porque
la tía tiene muchas amigas. Pero el timbre del timbre me dijo
que era Isidro, tanto que yo le dije a Laura: «Déjame contestar,
es para mí». El amor tiene caminos secretos: «¿Cómo estás,
bienamada?», me preguntó sin preámbulos. «Haciendo male­
tas para regresar», le respondí. «¿Estás afuera ya?», le pregun­
té, porque tenía una voz alegre que echaba chispitas. «No, ahora
estoy en La Picota. Ven, cariño, ven, tengo mucho que contar­
te». Empaqué mis tres cosas y esa misma tarde cogí la flota y a
230 PENAS Y CADENAS

las seis de la mañana estaba en la puerta de La Picota haciendo


cola.
Desde que me puse detrás de una mujer joven y bonita me di
cuenta de un algo distinto. Un ambiente más amable a pesar del
frío helado que sopla ahí venido de los páramos de Cruz Verde.
La cola era ordenada y nadie trató de colarse usando el «es que
yo». Había respeto por el tumo; y había respeto en la requisa:
«Por favor, si fuera tan gentil, excúseme la sello, dígame su
nombre y su cédula». Una distancia del cielo a la tierra. El te­
rrible olor a cárcel había sido dominado. Olía a encierro, pero
no a infiemo. Isidro estaba hecho un lucero: radiante, buen mozo.
Parecía como si le hubieran rebajado pena. Pero no era cierto
porque ni sentencia le habían dictado y él había descuidado ese
negocio por dedicarse a la pelea por los derechos del preso.
Una lucha que no hacía él solo, aunque él la hubiera comenza­
do sólo en Villavo, sin saber que en muchas cárceles existía el
mismo fermento. U n fermento cuya levadura, digo yo, fue la
tutela. En las cárceles los políticos descubrieron muy rápida­
mente esa nueva arma y la usaron para protegerse y obligar al
estado carcelero a cumplir sus obligaciones que, como dice
Isidro, se reducen a una: reconocer el derecho que dicen de­
fender. Es paradójico que en un sitio donde la gente está por
cuenta del Estado por incumplir los derechos, sea el Estado el
origen del atropello. No es castigo al delincuente, es violencia
contra el intemo. (Son discursos de Isidro...).
En La Picota el movimiento por los derechos del recluso
llevaba ya mucho tiempo y se originó, según me contaba Isi­
dro, en una borrachera. O, mejor: la borrachera fue el Florero
de Llórente. Como suele pasar con tantas cosas, se cocinó en
otro caldo. Una noche de 1997 estaba un cacique con sus ami­
gos bebiendo whisky, brinden por una cosa y por otra, cuénten­
se mentiras y mentiras, aventuras, fugas imaginadas, crímenes
no cometidos, la feria del embuste. El cacique era un grasoso
ISIDRO 231

de mucho poder. Los carros rondaban por los pasillos para dar­
le seguridad a su jefe. Estaban en plena farra cuando de pronto,
y sin motivo, la guardia cargó a palo con los que se encontra­
ban vigilando. Fue un ataque sorpresivo que cogió a los borra­
chos fuera de sitio. La guardia repartió leña que daba gusto,
dicen. Pero la reacción no se hizo esperar. Los borrachínes es­
taban en la fase etílica del valor exaltado y se agarraron a chuzo
con los azules. Los presos políticos, que estaban mirando y pre­
viendo el ataque, se sumaron a la gritería y la guardia cargó con
ellos también. A partir de ese momento nadie supo quién era
quién: todo azul era un enemigo. La guardia terminó desnu­
dándose y pagando batas a lo que pidieran para disfrazarse de
preso y evitar que los mataran. La revuelta se tomó los pasillos,
los ductos, asaltó los talleres y se armó todo mundo aunque
fuera con un tomillo; la guardia fue secuestrada y los internos
se tomaron la cárcel completa. Los políticos hicieron causa con
los delincuentes comunes, que desde esa noche se llaman «so­
ciales» y con los pocos paramilitares que había. A la madruga­
da el ejército y la policía comenzaron a disparar desde afuera.
Desde las casas, desde la iglesia. Se trajeron tanques y tanque­
tas. Fue la guerra. Si no hubiera sido por las mujeres de los
reclusos, que cuando supieron del tumulto rodearon la cárcel y
exigieron la intervención de la señora Mazarraza, defensora de
los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, del defensor
del Pueblo y del procurador, hubiera sido una masacre. El arre­
glo del problema empolló en las Mesas de Trabajo, donde el
gobierno, el hipee y los reclusos pudieron comenzar a enten­
derse. El virus por los derechos saltó de La Picota a La Modelo
donde encontró un clima que permitió la rápida colonización y
poco tiempo después, con motines y muertos, comenzaron a
organizar Mesas de Trabajo también allá. Isidro no había parti­
cipado en ellas, más aún, ni siquiera estaba preso.
232 PENAS Y CADENAS

A Isidro no le importa su causa. Se sabe inocente. El destino


— dice— lo puso ahí, y ahí debe luchar. En El Bame la pelea
fue dura. Entró con pie izquierdo y si lo teman entre ojos más
ojos le pusieron cuando comenzó a pelear el derecho a una cel­
da y a una cama, a un baño y a una comida sana. Comenzó por
ahí, por lo simple; por lo más elemental. Fue por aquí que se
metió en el lío que lo sacó del Bame y terminó en La Picota.
Por alguna razón incomprensible los dirigentes de esa resis­
tencia civil contra la arbitrariedad en muchas cárceles han sido
trasladados a La Picota. No entendimos en ese momento la juga­
da porque era precisamente en La Picota donde las Mesas de
Trabajo y el movimiento por los derechos estaba más avanzado.
Isidro está feliz. Se le salen por los ojos las ganas de vivir.
En las mesas de trabajo ha encontrado una manera colectiva de
ayudar a resolver los problemas que ha denunciado y los dere­
chos por los que ha peleado. Si las autoridades carcelarias se
bajaran de sus pretensiones las cosas podrían comenzar a solu­
cionarse. Pero las autoridades del Inpec no quieren dar el brazo
a torcer; saben que tras una reforma del sistema carcelario como
la que proponen, presionada por la embajada americana en
Bogotá, hay una lluvia de contratos que las benefician. Los
Estados Unidos aportan no sé cuántos dólares para la moderni­
zación del sistema judicial y una parte importante es la remo­
delación de cárceles de alta seguridad y la adopción de
reglamentos elaborados por sus técnicos y que, según Isidro,
son todos tomados de las prisiones de California y Texas. Con
todo, él está feliz de poder pelear en esas mesas.
«Las mesas de trabajo — dice— son muy importantes».
La idea es hacer de las cárceles del país lugares de donde
sean expulsadas la violencia y la arbitrariedad. La convivencia
' es la regla de oro. Todo acto de los presos debe ser juzgado con
ese patrón. Las mesas han prohibido el porte de armas, el vicio,
las drogas, el el r_ar¡nt,iíRmo , fnmiación de
ISIDRO 233

bandas, el abuso de confianza, el endeudamiento, la delación y


el chismorreo, el irrespeto a las visitas, la venta de celdas, el
cobro por entrar a los pabellones, el desaseo personal, la ropa
en las ventanas, colarse en las filas, el irrespeto a las horas de
silencio entre las diez de la noche y las cinco de la mañana, el
irrespeto a los funcionarios del penal. ¿Quién puede decir que
esas normas no son las que cualquier persona razonable im­
pondría?; son meras maneras civilizadas de superar la barbarie
que se vive, es como pasar de la edad de piedra, donde gana el
que tenga el garrote más grande, a la época en que la gente
acuerda unas reglas del juego para sobrevivir. Lo que sucede,
como dice Isidro, es que al Estado no le sirven porque lo que
busca es que se maten los unos con los otros, hay algo más
que simple retaliación, hay, dice y subraya, un plan calculado
para liquidar a los delincuentes sin pena de muerte. ALT está el
enfrentamiento, es que los presos no se quieren dejar matar en
nombre de la ley. Se defienden. Pelean sus derechos, que a ve­
ces no son sino uno: el derecho a vivir. Los delincuentes dejan
de serlo cuando están pagando la condena, pero el Estado quie­
re tratarlos siempre como criminales.
Las mesas de trabajo son más que un sitio donde se sientan
los internos a discutir. Son una organización, digamos gremial,
de penados que buscan participar en el manejo de sus propias
cárceles, haciendo acuerdos con el gobierno a través del Minis­
terio de Justicia y con la vigilancia de la Defensoría del Pueblo
y la ayuda de Naciones Unidas No son un grupo clandestino
como los directivos del Inpec — todos militares y por tanto pa­
ranoicos— han clasificado el movimiento para poderlo liqui­
dar. Las mesas tienen objetivos, normas y castigos. Han decidido
usar las que se llamaban jaulas como lugares para sanciones
graves. El sitio, que han rebautizado como Recepción, es uro-
pasillo largo y oscuro, donde la gente que ha cometido faltas
graves debe permanecer máximo una semana, teniendo dere­
234 PENAS Y CADENAS

cho todos los días a una hora de sol, si está brillante el día, o a
dos, si está opaco. Los nuevos no pueden estar allí más de doce
horas. Son sanciones duras, pero humanas, no degradantes ni
irrespetuosas.
Para las sanciones menores han ideado un castigo pedagógi­
co y efectivo, que en el colegio llamábamos la manzanita y que
consiste en hacer de cuenta que la castigada no existe: nadie la
mira, nadie le dirige la palabra, si la otra habla o grita, nadie le
responde. Eso es un castigo terrible y se llama exclusión. Pero
no es violento. En La Picota la violencia está hoy por hoy erra­
dicada.
Las mesas están divididas en comisiones: de relaciones con
el exterior, con ong y periodistas; de vínculos familiares y ami­
gos, que se encarga de organizar las visitas, el intercambio entre
el preso y su gente, y la correspondencia; la jurídica, que vela por
las garantías del debido proceso; la financiera, que consigue el
billete por medio de bazares, rifas autorizadas, colaboraciones
voluntarias y anónimas; y la comisión de cultura y recreación,
que es la que dirige, por votación popular en todos los patios,
Isidro. Él es muy querido por la gente y hoy estaba radiante
cuando supo el resultado de esa elección. Quiere organizar ta­
lleres de pintura y escultura, al fin y al cabo es pintor; talleres
literarios donde se estudie desde El Quijote hasta El sueño de
las escalinatas de Zalamea, desde Shakespeare hasta William
Ospina; quiere organizar un taller de cine donde se den ciclos y
vayan figuras como Víctor Gavíria, Carlos Duplat, Lísandro
Duque; un taller de danza para que los presos puedan salir del
presidio del chucuchucu y experimenten el placer del movi­
miento del cuerpo enseñado por Alvaro Restrepo; quiere orga­
nizar grupos musicales e inclusive una pequeña orquesta, quiere
llevar a Petrona Martínez. En las cárceles hay gente muy sensi­
ble, gente que pinta, gente que declama, gente que escribe en
secreto poemas, y.manifiestos., gente aue no sólo, sabe iugar bás-
ISIDRO 235

quet sino bailar tango, tocar tiple y bonga, violín y maracas,


hay más de un buen cantante y no sería difícil fundar un coro.
La gente puede encontrar muchas actividades para hacer lleva­
dera su pena, que es lo que el Inpec no quiere, por considerar
que todo lo que sea amable y creativo es una actividad ilícita en
las cárceles. Isidro está con un entusiasmo desbordante. Pare­
cería que no tuviera interés en salir.
Sin embargo, a m í me tiene rompiendo costuras de alegría
su libertad. Esta semana el abogado presentará un recurso so­
bre invalidación e insuficiencia de pruebas, que podría ser aco­
gido — yo estoy segura, mi pecho me lo dice— y el hombre
saldrá. ¿Qué haremos ese día? Él sueña con el mar. Buscaré
una manera de fugamos unos días a la costa cuando salgamos
felices por esa puerta por donde yo entro y salgo hoy tan adolo­
rida de dejarlo.

7. La libertad
Isidro seguía hoy feliz, a pesar de haber descubierto que la
idea del traslado a La Picota es la de concentrar a todos los
subversivos aquí para remitirlos a Valledupar, cárcel de altísi­
ma seguridad, y piloto de la reforma que los gringos están im­
poniendo. Son muchos los reclusos que son catalogados por la
dirección del Inpec como cabecillas de las mesas de trabajo y
es a ellos a los que primero van a uniformar y a meter en el
socavón. Pero él está en su salsa peleando, discutiendo, organi­
zando y a veces me da rabia con él cuando desdeña la libertad
que los dos hemos peleado y soñado, por andar dirigiendo el
movimiento. Me dijo hoy que teníamos que ser generosos y
solidarios con los demás y pensar menos en la felicidad que
nos espera con su libertad. Me dio rabia porque si él no le pone
ganas y fe su salida se va a demorar y yo ya estoy, así se lo dije,
que tiro la toalla. Mi piel lo necesita no sólo los fines de sema­
236 PENAS Y CADENAS

na. Necesitamos respirar al aire libre. Su felicidad es la lucha,


pero la mía es el amor. Por eso me fui hoy bien provocadora.
Los controles en La Picota son ahora más flexibles, o, diría
mejor, más respetuosos y en vez de hacerle ponerse unas arras-
traderas, le piden quitarse los tenis; en lugar de palparlo con
manos entre ávidas y sudorosas, las guardianas le piden que
uno mismo lo haga y pase por máquinas que evitan las sospe­
chosas requisas. Quizás esos nuevos modales de la guardia sean
flor de un día, pero podrían probar que la violencia no es la
fórmula para manejar las cárceles. Toda violencia que se haga
desde afuera explota adentro. Quizás eso es lo que de verdad
buscan.
Es cierto que este movimiento tiene un alma política, es de­
cir, hace parte de una comente que no está encerrada en las cár­
celes; pero ¿cómo puede negarse que el mundo donde la gente
pena sus deütos no sea un tema de discusión pública? Isidro dice
que la Revolución Francesa no comenzó en las Tullenas sino en
La Bastilla, la cárcel de máxima seguridad de Luis XVI, donde
estaba preso el nervio del cambio. Yo creo que sin tantas figuras
y palabras tiene razón. Las cárceles pueden ser sitios más huma­
nos y ese día llegará, cuando el amor se pueda hacer en privado
sin sentir los ritmos de la pareja de al lado, o teniendo la sensa­
ción de que en cualquier momento lo desvalijan a uno y lo dejan
desnudo para siempre con su pareja (idea que no me choca del
todo). Detesto oír cuando estoy amándolo el partido de básquet
que juegan en el patio. Isidro dice que soy egoísta. No creo. Sólo
soy, y sé ser, mujer. Aunque estoy de acuerdo con todo lo que el
movimiento plantea, cada día me afecta más que Isidro los do­
mingos no hable sino del mismo tema: la coordinación de las
mesas, la dirección de las mesas, la comunicación entre las me­
sas, los temas de las mesas.
«Yo preferiría que las mesas fueran camas», le dije y me
miró con una cierta tolerancia que detesto porque me hace sen­
ISIDRO 237

tir como una menor de edad. Pero me tapó la boca con las sába­
nas. Hicimos el amor como nunca. Me comió con cada poro,
me abrió como si yo fuera un continente, la humedad me inva­
dió, puso entre paréntesis el día, el tiempo, el sufrimiento, re­
corrí todos sus miembros, le besé muchas veces los ojos, entró
por todos mis orificios, que son el vínculo con el otro mundo,
las caderas se me volvieron infinitas, un dolor rico — ¿quién
puede negar esa secreta contradicción?— me subió del pubis a
los hombros y bajó a las rodillas, lo sentí en las sienes y en los
tobillos. Isidro me tutea en la cama, sólo en la cama, y me habla
y me dice que soy bella y luego me cambia y me dice fea, vuel­
ve a subirme al cielo y me dice diosa, me baja y me dice puta,
un carrusel de susurros, de pujes gozosos se instala entre noso­
tros; todos nuestros líquidos se hacen uno, un orgasmo torren­
cial me pierde en el espacio y luego caigo lentamente con una
cadencia de hoja desprendida hasta regresar al suelo para se­
guirlo amando en un silencio quieto y largo como el que debe
vivirse después de la muerte.
Al rato me miró, y oliéndose la barba me dijo: «Te juro,
Laura, nunca más voy a volver a lavármela. Mientras yo esté en
la cárcel, quiero que tú vivas, ahí, conmigo».
Como no hay felicidad completa, algo tenía que venir a en­
turbiarle la mirada. Una carta remitida desde Valledupar por un
amigo, llamado Neftalí Perea, condenado por secuestro extor-
sivo. Copio la carta:

Estimado compañero:
Espero que se encuentre bien de salud. Paso a contarle
las desdichas de este reclusorio. Usted sabe que aquí man­
da la «regional», que de eso sólo tiene el nombre porque
las órdenes vienen directamente de Estados Unidos. Aquí
el director es un títere que obedece. Acaban de llegar unos
238 PENASYCADENAS

500 reclusos más y los están embutiendo entre las celdas


como haciendo morcillas. A la gente que ya tenía en sus
manos la boleta de libertad se la confiscaron abusivamen­
te. El capitán, que acaba de regresar de Washington, prohi­
bió las mesas de trabajo porque son narcoterrorismo
guerrillero. Acabaron con todos los comités; no volvieron
a dejar entrar ninguna clase de apoyo, ni de ayuda, ni de
donaciones ni de nada. Ni siquiera a una cruzada cristiana
que venía a dictar cursos espirituales. La gente aquí está
sin visita porque la mayoría, para no decir todos, son de
fuera de la región y para que los familiares pobres vengan
da mucho trabajo.
Han resuelto calviamos a todos, nos tusaron como pa-
ramilitares; a 45 que se negaron a dejarse humillar los tie­
nen hace dos semanas en seguridad con luz 24 horas; como
en las cárceles gringas, nos han obligado a usar uniforme.
Ya los repartieron: dos para todo el año. Han prohibido
trabajar para que no haya descuentos.
A las pocas mujeres que han logrado venir hasta aquí
les dan un trato vulgar. Las requisas para las señoras son
insolentes, inmorales, injustas, deprimentes; las desnudan,
las tocan por todas partes, si se les da la gana les hacen
tacto, las pasan por varias máquinas, les mandan hacer cu­
rruca como si fueran soldados. Si usted entra un papel es­
crito se lo quitan, sólo puede entrar con el recibo de
consignación y la cédula, nos tienen que consignar afuera
en cuentas especiales de bancos seleccionados, que son
los de los amigos del director, porque adentro no se puede
manejar plata. No podemos tener reloj, ni radio, ni un ca­
lendario que es lo mínimo; o sea que aquí no sabemos nunca
qué horas son, ni en qué día se vive y poco a poco desapa­
recerán de nosotros también los meses. El único guía es el
sol, su luz, brillante por la mañana, sucia por la tarde.
Nos sacan a las seis de la mañana y nos tienen todo el
día en el patio y sin hacer nada porque nada dejan hacer, Si
ISIDRO 239

a uno se le olvidó algo en la celda se fregó porque no pue­


de volver a entrar hasta las cuatro de la tarde, cuando vuel­
ven a encerramos. Dicen que dentro de poco estaremos
todo el día en las celdas y sólo nos dejarán ver el día, una
• hora. En las celdas no se puede tener nada diferente a la
cama, tampoco en los bolsillos del uniforme. Si el pabe-
llonero quiere encerrarlo a uno a las once de la mañana lo
puede hacer porque así dice el reglamento. Las mujeres no
pueden entrar a las celdas, por lo cual se acabaron las visi­
tas conyugales. En cada celda hay tres internos, con un baño
sin tapa, los olores son asquerosos cuando a todos nos da
por cagar a la misma hora, cosa que sucede todos los días
dos veces, antes de salir y después de entrar. Los mismos
intemos deben lavar el baño. O sea, no lo lavan nunca.
No se permiten las cobijas, sólo un jueguito de dos sá­
banas dado por la misma cárcel. Una sirve de colchón y la
otra de edredón.
De ropa se puede tener medias, interiores. En el patio
nos dejan estar con pantaloneta, pero si se va a salir a cual­
quier cosa, toca ponerse el uniforme. Como decir salir al
médico, a jurídica o para recibir la visita, entonces tene­
mos que usar el uniforme: botas, pantalón, camisa. Es tela
jaspiada como de gallina, con una franja blanca a los lados
y camiseta blanca. Las botas son de un material delgaditi-
co, ordinario, de cuero y no les permiten cordones. Los
tenis están prohibidos. Esto es la quinta paila. Mírense aquí
porque todas las canas del país van para lo mismo. Hagan
ustedes la...

La carta está rasgada aquí.


Yo le dije a isidro, haciendo sí de tripas corazón: «Cariño,
allá nunca irás, porque la semana próxima saldrás libre de paja
y pelo de este laberinto». Él sonrió apenas.
240 PENAS Y CADENAS

Yo sueño día y noche con el momento, y lo dejo escrito para


saber cuál es la distancia con la realidad.
Saldrá a las tres de la tarde. Llegará primero a la oficina del
director donde lo esperaré. Lo besaré con cierta serenidad para
no exhibir frente a la autoridad mi pasión. Vendrá vestido como
es: bluyín, camisa de cuadros escocesa, chaqueta de cuero ne­
gro. Nos despediremos, agradeciendo lo bailado. Lo miraré
coqueta y cómplice. Nos dará la boleta de libertad el defensor
con gran parsimonia. Los abogados duermen de corbata. Sal­
dremos. Sé que lo despedirán los políticos alzando el puño iz­
quierdo y cantando «La Internacional». Me pondré arrozuda.
Pasaremos despidiéndonos de las manos atoradas por entre las
rejas, manos que han matado y amado. Manos de seres huma­
nos. Pasaremos la guardia. No miraré a los cancerberos, no va­
len ni una mirada despectiva. Nos golpeará el aire libre en la
cara. Al occidente la tarde estará cayendo entre ocres y viole­
tas. Llegaremos en taxi al apartamento. Lo desvestiré en la puer­
ta y le pondré una bata roja que le compré en Carlos Nieto.
No quiero que esa ropa entre al sitio donde vamos a vivir y a
amamos. Quiero cortar con ese olor a creolina y almizcle para
siempre. Por eso lo bañaré en la tina en agua de romero y
eucalipto. Lo jabonaré con un jabón de lavanda, lo secaré. Le be­
saré el pipí húmedo y lo llevaré a la cama con los ojos venda­
dos. Lo acostaré en un tendido blanco de lino que he comprado
para esa noche. Lo demás va fuera del sueño. Y cuando des­
pertemos será otro día y otra vida. Los pasajes a Riohacha
estarán en el bolsillo de un saco de pana gris perla que le com­
pré. Y saldremos por la tarde hacia La Provincia, quiero regre­
sar con él a Fonseca.
Quedó de llamarme mañana a las siete de la mañana, como
todos los días desde hace cinco años. Quizá ya tenga la boleta
de libertad entre el bolsillo.
ISIDRO 241

8. Último
No hubiera querido escribir nunca este capítulo. A las diez
de la noche me llamó Isidro. Estaba muy conversador, exalta­
do, febril, sentí que besaba ya la libertad. Me pregunté, sin con­
fesármelo siquiera, si afuera nuestra relación seguiría tan intensa,
si él seguiría siéndome tan devoto. No digo fiel porque la pala­
bra no cabe. La Laura mala que tengo y que se mete siempre
como un Domingo Siete me preguntó si no sería mejor que
siguiera preso en la cárcel, para tenerlo preso a mi vida. Voltié,
reprochándome, la página, mientras lo oía hablar. Estaba em­
pecinado en crear una mesa de trabajo femenina en la cárcel
del Buen Pastor, donde la violencia, el atropello, la corrupción
eran quizás peor que en las cárceles para varones. Apoyaba tam­
bién la solicitud de las travestís de La Modelo para crear su
propia mesa de trabajo femenina y su petición de ser traslada­
das a una cana de mujeres.
Después se puso romántico. Me habló del viento seco de la
Guajira, del cielo verde de Taminango, de la humedad del Atra­
to. Cuando él comenzaba a mirar así iba derecho al amor. Pero
yo me estaba durmiendo en el teléfono. Medio lo oía, medio lo
soñaba. Se dio cuenta de mi somnolencia y me dijo: «Bueno,
perezosa, váyase a dormir a la cama». Quedó de llamarme a las
siete de la mañana. Era madrugador. La cama lo botaba tem­
prano. Se sentía pecador si la luz lo cogía entre las cobijas.
Pero me llamó cinco minutos después. Era la una de la mañana.
Me dijo: «Laura, le regalo esa luna». Colgó. Miré por la venta­
na: estaba llena, esplendorosa. Parecía de viaje, atravesando la
noche.
Me desperté y miré el reloj: eran las ocho y media. Isidro no
me había llamado. Siguiendo mis presentimientos, que nunca
me fallan, pensé: lo llamaron temprano a darle la boleta de li­
bertad. A las nueve llamé al abogado. M e dijo: «No, no, no sé
242 PENAS Y CADENAS

nada. La libertad está pedida y la boleta puede salir en cual­


quier momento». Llamé a la cárcel. Eran las diez. Un mucha­
cho me dijo: «A don Isidro lo remitieron para Valledupar esta
mañana. Están mandando a los políticos para allá». La versión
parecía más veraz. Mi intuición me decía que el muchacho te­
nía razón, lo que no me tranquilizó, claro está, porque si lo
habían enviado a esa cana era porque iban a interponer algún
recurso para negarle la libertad. A medio día volví a llamar a la
cárcel. Me respondió Richard, un amigo de pabellón, y me dijo:
«No, el hombre no quiere despertarse». Se me heló el corazón.
Le dije: «Bote la puerta abajo, yo lo autorizo». Quedó en lla­
marme cuando hubiera hecho el mandado. Me llamó casi ense­
guida y me dijo: «A Isidro lo mataron anoche, la cárcel está
revuelta». Y colgó. No creí. No podía ser cierto. Mis corazona­
das nunca fallan. Volví a llamar. Nadie respondió. El corazón
daba volteretas, la cabeza andaba disparada. Llamaba, colgaba,
iba al baño, volvía al teléfono. Todo me atropellaba. Llamé al
abogado. «No, no sé nada, no creo, nadie me ha dicho nada».
Llamé a la enfermería. No pude comunicarme. Me acabé de
vestir y salí corriendo. Tomé un taxi. En la puerta de la cárcel
alcancé a oír gritos. Se me vino el llanto. La dirección autorizó
mi ingreso. Me recibió directamente el director. «Sí, murió ano­
che», me dijo a bocajarro. Quise matarlo. Me enloquecí: «Us­
tedes lo mataron, asesinos, criminales. Es mentira, ustedes lo
desaparecieron, es mentira, devuélvanmelo vivo como lo dejé».
Llegó el abogado. «Cálmate, Laura, cálmate. Ya investigare­
mos. Debes hablar con los reclusos porque no quieren permitir
que saquen a Isidro para hacerle la autopsia». La frase me ho­
rrorizó. ¿Autopsia de Isidro? ¿Qué está diciendo este mons­
truo? «Él no necesita autopsia para que le firmen la boleta de
libertad», dije, y la salida me encerró más. ¿Libertad para un
cadáver? ¿Isidro está ya en un cadáver? No, no, no puede ser.
No estoy soñando. Estoy loca. Llegaron Richard y otros ami­
ISIDRO 243

gos. Me abrazaron y lloraron conmigo. En ese instante supe


que Isidro estaba muerto. Me pidieron autorización para que lo
llevaran a la enfermería. Sin saber dónde estaba yo, dije que sí.
El director me lo agradeció. Ni lo miré. M e ofrecieron un tinto.
Lo acepté. El sabor del café, tan familiar, tan de nosotros dos,
tan cómplice, me calmó unos minutos. Pasó un tiempo, no sé
cuánto. Al rato golpearon. Lo traían en una sábana. Lo pusie­
ron sobre el suelo como si fuera un perro. Grité: «¡Ahí no!».
El director limpió a toda carrera el escritorio. «¡Ahí tampoco»,
volví a gritar. El director señaló un sofá de cuero pelado. Acep­
té. Lo destapé con cuidado, como si no quisiera hacerle daño,
como si de pronto estuviera jugando conmigo, como si todo
fuera un gran montaje. No. Ahí estaba Isidro. Tenía los ojos
cerrados. Siempre me había dicho que de morirse temía quedar
boquiabierto como pescado en playa y con los ojos abiertos.
Supe entonces que había sido consciente de la muerte. Lo com­
probé cuando constaté con mis manos que estaba limpio. «No
lo mataron — les dije a los compañeros— , Isidro murió». «Sí
— dijo el médico— , murió de isquemia cerebral». Lloré sobre
su pecho, ese nicho ardiente que tantas veces me alojó. Todo
alrededor era silencio. El llanto sobre su piel desnuda me re­
confortó. Se me asomó una pequeña y aguda ira contra él: de­
jarse morir así... Me levanté. Dije: «Vámonos». El director me
pidió permiso para llevarlo primero a Medicina Legal.
«Sí — dije sin saber qué decía— , pero quiero acompañar­
lo». En la ambulancia le cogí la mano. Ya no era la de Isidro.
Estaba rígida como si fuera de mármol.
Mientras daban el diagnóstico oficial me senté en uno de los
bancos de la salida, donde entregan los cadáveres con un profe­
sionalismo brutal. Un lugar de llanto y dolor. Uno de los enfer­
meros sale y grita: Fulano de tal, y alguien responde con un
¡aquí!, con un ¡presente!, con un ¡sí! Los parientes gritan o llo­
ran o maldicen o rezan. Los ricos pasan su muerto de la camilla
244 PENAS Y CADENAS

a féretros acolchonados y afelpados como si se fueran a hacer


daño en el viaje. Los pobres meten su cadáver como pueden en
cajas ordinarias, unas más grandes que el muerto, otras más
pequeñas, y les doblan las piernas de lado. Los más tristes son
los féretros blancos, de niños atropellados por buses, de niños
accidentados.
Por fin: «¡Isidro Carreño!», gritaron. «¡Viva!», grité yo.
La gente del Eme, los que fueron sus compañeros, ya se ha­
bían enterado y estaban todos en la puerta, esperándonos. En
la funeraria estaba el resto. Muy adoloridos. Era ya de noche.
Me esperaba una noche larga a su lado. Hubiera querido estar
sola con él, haberle hecho el amor, el último amor, pero no
podía negarle a nadie su propio dolor, del que por instantes
hasta celos sentía. Fue claro mi sentimiento cuando llegó la
mamá. No me miró. Destapó la tapa como si le perteneciera.
Los muertos son ya bienes muebles, pero bienes al fin, con
dueños. ¿Quién es el dueño de un cuerpo muerto? ¿Quien lo
parió o quien lo amó?, me pregunté, sospechando el capítulo
que se abría. Él hacía la vida conmigo, es mi derecho. Ella lo
tuvo, quizás por accidente. Isidro casi nunca me habló de su
mamá. Yo ni me acordaba que existía, y ahora pasa por encima
de mí ignorándome como si yo también fuera invisible. Se secó
una lágrima atrapada por los polvos que usaba. Era una mujer
pasada de moda. No quise buscarle ningún rasgo de Isidro para
no afirmarle su alegato mudo a favor de su derecho.
A las dos de la mañana, cuando la alta noche es más silen­
ciosa y densa, estábamos solos. Abrí la tapa del cajón y le miré
largamente la cara. Sus ojos muertos, su boca apretada, sus arru­
gas. Isidro sabía cumplir su palabra: no se había vuelto a lavar
la barba y me llevaba ahí con él al otro mundo. Le acaricié la
frente. Lo besé y salí. No quería participar de la rapiña. Al fin y
al cabo, Isidro ya no estaba ahí. --
.
unca se había escrito en el país un testimonio tan real y desl

N carnado sobre el mundo de las cárceles. La perturbad,


Colombia de hoy es registrada por Alfredo Molano con s¡
magistral manera de recoger y trabajar los testimonios de la
del común con el que ya nos ha deslumbrado en sus grandes libre
sobre la violencia y los conflictos del país.

En Penas y cadenas seis personajes de la vida real cuentan con


crudeza los infiernos que se han visto obligados a padecer. Los seis
están en la cárcel. Los seis confiesan con una convincente sinceridad
desde crímenes espeluznantes hasta picarescas aventuras dignas de
un lazarillo de Tormes moderno.

Molano vuelve en esta obra al estilo fluido y vivido de sus libros


más recordados, donde los personajes nos hablan con el corazón en lqj
mano:

«Dormí varios días en el pasillo, o carretera que también llaman.j


Éramos unos treinta hombres en unos diez metros por cuatro. Yo no'
dormía esperando un ataque de cualquier compañero. La mayoría de
las violaciones, y las que no lo son, se dan ahí en esa masa de hombres
desesperados y arrinconados. De noche éramos casi una sola persona.
Uno tiene que acostum brarse a todo, porque el todo nunca se
acostumbra a uno. A mí las noches se me iban delirando con miles de
fugas mientras otros se comían, se peleaban, se drogaban o dormían.
Viví la realidad más desnuda que puede un ser humano vivir, su realidad
animal. Conocí a un muchacho que llegó sano a la cárcel, y pocos días
después lo sacaron para el frenocomio porque no quería dormir.
Le había declarado la guerra al sueño para que lo trasladaran al patio
de los locos. Pensó que desde allá le quedaba más fácil la fuga. Se la
pasaba toda la noche dando vueltas y vueltas en la celda. Los ojos se
le hundían día a día y las ojeras se le desparramaban por toda la cara.
De un momento a otro se echaba a llorar y a gritar. Logró el traslado.
Pero una vez en el frenocomio los médicos lo
volvieron loco de verdad, a punta de drogas para
dormirlo.»

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