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Caskie Kathryn - Las Reglas de La Seduccion
Caskie Kathryn - Las Reglas de La Seduccion
Caskie, Kathryn
Argumento:
Regla 1
Su hermana se estaba paseando con una energía tan implacable por el salón
de la casa de ciudad de sus tías abuelas en Hanover Square, que Eliza
Merriweather se vio obligada a mirar detenidamente la alfombra turca por si
había sufrido algún daño.
—Si lo que pretendes es dejar un surco que llegue hasta la madera, Grace, no
lo has logrado. Será mejor que aceleres el paso.
Dicho eso, le sonrió a través de las volutas de vapor que subían de su taza de
té y se reclinó en el sofá deliciosamente mullido.
—Vaya, cómo te pones. Relájate, Grace, o antes que te des cuenta, tendrás tu
bonita cara como una fresa, llena de ronchas rojas.
—Cariño, sabes que deseo tu felicidad más que la mía, pero no sé cuánta
pompa soy capaz de soportar.
Cuando Grace giró la cabeza para mirarla otra vez, se le escapó un gemido de
frustración por entre los dientes apretados.
—Si no quieres entrar en vereda por mi bien, piensa en nuestras tías. ¿No
puedes hacer lo que piden, al menos durante la temporada? Les debes eso, y
mucho más.
—Nadie les agradece más que yo su generosidad. Cielos, nos han acogido en
su casa. No lo he olvidado.
—Han hecho mucho más que eso, Eliza —dijo Grace, sentándose a su lado—.
Enviaron a nuestra hermana al Colegio de Señoritas de la señora Bellbury. Ni
aunque nuestros padres siguieran vivos podríamos habernos permitido jamás
pagarle la educación a Meredith en ese colegio.
—Sí, podría arreglármelas para sobrevivir a unos cuantos. Pero ¿para qué? No
tengo la menor intención de casarme. Ni la más mínima.
—Pero, Eliza…
—No, estoy decidida. Una vez que acabe esta infernal temporada me marcho a
Italia. No me van a disuadir de estudiar pintura. No. Así que te pregunto, ¿para
qué van a gastar su dinero nuestras tías Letitia y Viola en vestidos y adornos
para mí?
Grace hizo una fuerte espiración por la nariz, atrayendo nuevamente la
atención de Eliza.
Si es que eso existe, pensó. Jamás había visto una prueba de su existencia.
En su casa no, muy ciertamente.
—Soy pintora, Grace. —Sin dejar la tela, se giró a mirarla—. Pero a diferencia
de nuestra madre, no permitiré que este don que Dios me ha dado se marchite
y muera simplemente porque un marido exige toda mi atención. Mi arte
significa muchísimo para mí.
—Uy, Eliza. No todos los hombres son como padre. Muchos maridos alientan
las actividades de ocio.
—Alientan, sí. Pero con el matrimonio vienen los hijos. —Arqueó una ceja en
gesto sardónico—. Y ahí se van las horas de ocio. Además, siempre están las
fiestas y los bailes a los que hay que asistir. Y, lógicamente, también hay que
ocuparse del personal y de la casa…
—Basta —dijo Grace tapándose los oídos—. Sí, una mujer casada tiene
muchas responsabilidades. Pero eso no es motivo para detestar así el
matrimonio.
—De acuerdo. —Eliza se puso la mano sobre el corazón—. Juro que haré lo
que digan nuestras tías. Pero una vez que acabe la temporada, tengo otros
planes. —La miró agrandando los ojos—. ¿Suficiente?
Riendo, Eliza estiró el brazo, cogió la mano de Grace y la puso de pie. Cogidas
del brazo, pasaron de largo junto al cordón para llamar y salieron al corredor en
dirección al agradable calor de la cocina.
—La temporada de las niñas tiene que comenzar con buen pie —dijo,
volviéndose a mirar a su rolliza hermana gemela—. ¿Qué haremos si no
conseguimos encontrar el libro, hermana?
Viola tenía sus dudas. Ya habían sacado veintenas de libros de los estantes,
apilándolos sobre el escritorio y en el suelo. Apoyando su ligero peso en su
bastón de ébano, reprimió una mueca, observando a Letitia revisar los estantes
que estaban a la altura de los ojos. No encontraba nada justa esa división del
trabajo, porque, si no se equivocaba, Letitia no se había agachado ni una sola
vez para sacar un libro, mientras que ella se había pasado la última media hora
de rodillas. De todos modos, sabía que no debía tenerle envidia a Letitia.
Después de todo, era la mayor, por tres minutos en todo caso, y por lo tanto
era menos capaz que ella de agacharse. Al menos eso aseguraba Letitia.
El señor Edgar, el mayordomo de pelo blanco, estaba subido cerca del último
peldaño de la escalera con ruedas de la biblioteca. Miró hacia abajo, nervioso,
y cerró los ojos.
—Abre los ojos, Edgar. No vamos a encontrar jamás el libro si sigues con esa
tontería.
Edgar abrió un ojo, luego el otro, y se apresuró a mirar los lomos de los libros
del estante más alto.
—Lo siento, milady. No veo el libro aquí. ¿Puedo bajar ahora?
—¿Podría sugerir que miraras los estantes de ese armario con puertas de
cristal? —preguntó.
Edgar trató de agarrarse del estante para afirmarse, pero erró y en su lugar se
cogió de tres inmensos libros que se vinieron abajo cayendo en sus manos. Se
le agrandaron los ojos, se le fue el cuerpo y cayó, aterrizando violentamente
sobre la alfombra. Dos temblorosas torres de libros se vinieron abajo y cayeron
sobre él.
—Deberías tener más cuidado, Letitia —la reprendió Viola, cogiendo un libro
color carmesí del pecho de Edgar y pasándoselo a su hermana—. Podrías
haberlo dejado lesionado.
Pero Letitia no le estaba prestando atención. Algo que veía en el libro parecía
tener acaparado todo su interés. Bajó sus gruesos anteojos a la nariz y dio la
vuelta al libro entre las manos. Se le iluminaron los legañosos ojos.
Mientras Edgar salía de debajo del cerro de libros y empezaba el arduo trabajo
de devolverlos todos a sus respectivos lugares en los estantes, Viola se afirmó
en su bastón y fue a ponerse al lado de su hermana.
Eliza y Grace estaban sentadas en el sofá del salón cuando el ruido de los
bastones en el corredor anunció la llegada de sus tías.
Con gran solemnidad, la tía Letitia y la tía Viola fueron a ocupar sus lugares
ante la mesita Pembroke, como para hacer un anuncio de enorme importancia.
Después, al parecer confiada en que Viola no se iba a caer del sillón, se volvió
hacia la mesa a mirar a Eliza y Grace.
—Ah, sí —dijo la tía Letitia—. Cuando pasados unos años murió nuestro padre,
volvimos a participar en las reuniones y fiestas de sociedad. Pero ya
pasábamos de la edad para casarse y nos pusieron a vestir santos como
solteronas. —Le cogió una mano a su hermana dormida y se la apretó—. No os
podéis imaginar ni la mitad de lo que es la vida de una solterona. No tener
nunca la sensación de estar en tu propio ambiente. Nunca sentirte amada ni
valorada…
—Pero tieta —interrumpió Eliza—, eres libre para tomar tus decisiones. Eres
independiente. Nadie te dice lo que puedes ni lo que no puedes hacer con tu
vida…
Se movió la mano de la tía Viola y la cara de la tía Letitia se iluminó con una
sonrisa.
Miró a su tía, por si ella le daba más información, pero ella se limitó a sonreírle,
con encantada expectación.
Abrió el libro por la mitad y pasó rápidamente las páginas, leyendo aquí y allá;
en las páginas no había otra cosa que tretas y estratagemas. Eso era más
desconcertante aún.
¿Qué pensaban hacer sus tías con un libro sobre estrategias para la guerra?
Levantó la cabeza y las miró.
—No entiendo.
—Con este libro, tenemos todas las estrategias necesarias para encargarnos
de que tú y Grace estéis comprometidas en matrimonio al terminar la
temporada. Será como la temporada que nunca tuvimos nosotras.
—No necesito entender —susurró su hermana—. ¿No ves lo que significa para
ellas?
Eliza miró a la tía Viola, que sostenía amorosamente el libro entre las manos.
Miró a la tía Letitia, cuyos ojos estaban brillantes de esperanza.
Cerró fuertemente los ojos. Vamos, por el amor de Dios. No podía. No podía
decirles la verdad. Se les rompería el corazón. Abriendo los ojos, se obligó a
sonreír.
Eliza y Grace fueron a reunirse con sus tías alrededor de la mesa mientras
Edgar servía la libación.
Una risita de entusiasmo se escapó de los labios de la tía Viola al dejar el libro
sobre la mesita. Lo abrió, se acercó los impertinentes y enfocó la vista en el
título en letras grandes de la página. Sin duda sus viejos ojos lograban leer.
—Estrategia uno —leyó—. Aquellos cuyas filas están unidas en la finalidad
saldrán victoriosos.
—Hemos logrado nuestro primer objetivo —declaró la tía Letitia—. Desde este
momento, estamos unidas en nuestra finalidad: que las dos estéis
comprometidas al terminar la temporada.
—Muy bien —musitó Eliza, mirando horrorizada el libro carmesí que estaba
entre ellas.
Regla 2
—Francamente, Eliza, esto lo corona todo —dijo Grace, abriéndose paso por
entre la muchedumbre a no más de dos pasos detrás de su hermana—. Le
estornudaste encima. Le arrojaste saliva en la cara a la reina Carlota. ¡Tres
veces, nada menos!
—No creo que toda la culpa se pueda poner sobre mis hombros —contestó
Eliza.
Al mirar más allá de Grace, vio a un pequeño grupo de aristócratas que las
estaban observando con gran atención. Alzó el mentón. Aunque la temporada
acababa de empezar, ya la habían eliminado como a una… ¿cómo era?, ah, sí,
como a una marimacho sin remedio. Después del estornudo de ese día, sin
duda esa despectiva evaluación correría de boca en boca por todo el mundo
elegante de Londres antes que cayera la noche. Sí, el incidente fue muy
humillante, pero tenía que reconocer que incluso esa pesadilla le venía muy
bien a sus fines.
Cuando Grace también captó el escrutinio a que las sometían los mirones, se
le acercó más, con un claro destello de advertencia en los ojos.
—No es que yo haya “pedido” llevar estas viles plumas. —Sosteniendo las
frívolas plumas entre el pulgar y el índice a la distancia de su brazo, las miró
como si estuvieran llenas de gusanos—. Sabes cómo me afectan las plumas.
Me lloran tanto los ojos que apenas logro ver.
Sin hacer el menor caso del comentario, Grace abrió su abanico de filigrana de
madera y lo agitó delante de su delicada cara.
Eliza se giró y vio a la regordeta lady Letitia y la cimbreña lady Viola, ataviadas
con idénticos vestidos de satén y encaje color lavanda.
La tía Letitia estrujó nerviosa su pañuelo metiendo su figura de nabo entre las
dos jóvenes.
—¿Sí? ¿La muy primera? —Eliza miró de una tía a la otra. Con todo lo
humillante que había sido su presentación, no estaba dispuesta a tomarse tan
en serio un simple estornudo, ni tres. Y tampoco deberían hacerlo ellas,
decidió—. Entonces debo cumplir mi solemne misión de procurar que esta
tragedia no le ocurra nunca a otra debutante. Le pediré a la reina,
inmediatamente, que prohíba todas las plumas de avestruz en la corte.
—Ay, querida —exclamó la tía Viola, mirando angustiada a la tía Letitia, en
busca de ayuda—. No podemos permitirle que haga eso, hermana.
—No te apures, Eliza. Ya pasó todo —le dijo en voz baja—. Has sido
presentada. Y, como sabes, querida, la presentación es el primer paso para
hacer un buen matrimonio.
Eliza se encogió.
La tía Letitia hizo un gesto con la mano como si el comentario hubiera sido un
insecto alado que se le iba a posar en la nariz.
—Seguro que tienes razón. Pero puesto que poseo pocos de los rasgos
deseables en una esposa, dudo seriamente que se haga alguna petición de mi
mano.
—Puá, puá —dijo la tía Letitia—. Eres hermosa e inteligente. Los caballeros
harán cola para visitarte. Lo verás, Lizzy. —Miró de reojo a Viola—. Porque
tenemos un plan, ¿no?
Los viejos ojos de la tía Viola brillaron de entusiasmo.
¿Un plan? Ay, no, pretendían usar el libro de estrategias, ¿no? Eliza se
estremeció al pensarlo. Consternada, comprobó que ese ligero movimiento le
producía picor en la nariz. Estaba a punto de… Ay, Dios, no otra vez. Ahí no.
—¡Aaa‑chís!
Ante ese mojado estornudo, la tía Letitia miró a Eliza a la cara, con los ojos
entrecerrados.
—Ah, vamos, por el amor de Dios, dame esas plumas. —Le quitó las plumas,
se las pasó a Viola, y a Eliza le puso un pañuelo en la mano—. Ocúpate de tu
nariz, Lizzy. La tienes mojada como un cachorro.
La tía Letitia agitó los brazos con gran energía, instando a avanzar a las
jóvenes por entre la multitud, como si fueran un par de ovejas particularmente
bobas.
—Voy.
Se enderezó y giró sobre los talones para dirigirse a la puerta, y chocó con una
especie de pared azul. Sintió una punzada de dolor que se le extendió por toda
la cara.
¿Y ahora qué? Abrió los ojos acuosos y comprobó que tenía la nariz aplastada
contra algo que parecía ser un botón de latón. Trató de ver con quién había
chocado, pero estaba demasiado cerca. Oscilando en los tacones, dio un paso
atrás.
Tupidas ondas de pelo negro como el ébano, recogido atrás en una anticuada
coleta, daban énfasis a los fuertes rasgos cincelados del hombre. Bajó la
mirada por la mandíbula, por la sombra azulada de la barba naciente justo bajo
la superficie de su piel ligeramente bronceada.
Dio medio paso atrás. Tal como ella, ese hombre no estaba en su elemento en
el palacio Ah, sí que era elegante. Su sastre lo servía bien, proveyéndolo con
ropa formal de primerísima calidad. Pero por algún motivo, su figura musculosa
parecía reñida con las perfectas costuras de su ropa.
No, no era un caballero fino y pulido el que tenía delante. Había una especie de
tosquedad en él, una masculinidad que casi podía paladear.
La voz grave, con sonido arrastrado y entonación melosa, que insinuaba brezo
de las Highlands y remotos páramos iluminados por la luna, canturreó por todo
su ser, fascinándola tanto que se quedó muda.
Él apartó las manos de sus hombros, bajándolas por los brazos hasta las
manos enguantadas y allí entrelazó los dedos con los de ella un momento y
luego se las soltó.
—¿Eliza?
Una mano suave le tocó el codo, sobresaltándola. Giró la cabeza y vio a Grace
a su lado. Un fuerte aroma a lavanda le asaltó los sentidos y comprendió que
sus tías también se habían vuelto y estaban a su derecha.
El caballero sonrió.
A Eliza le ardieron aún más las mejillas. Sin saber qué otra cosa hacer, flexionó
las rodillas y se inclinó en una profunda reverencia. Cáspita, estaba actuando
como… bueno, como una de esas cabezas de chorlito emplumadas que
atiborraban el palacio. ¿Qué le pasaba?
—Pues claro —terció la tía Viola—. El quinto conde de Somerton, para ser
exactos.
—Lo que quiere decir mi hermana, lord Somerton —explicó la tía Letitia—, es
que nos presentaron brevemente en la velada musical de los Harper la semana
pasada.
El conde sonrió.
Miró a ambos lados de él con ojos de halcón y al no ver a ninguna mujer cerca,
se apresuró a presentarle a Eliza y Grace.
Eliza hizo una mueca para sus adentros. Un noble. Igual podría haber hecho
oscilar un brillante anillo de compromiso delante de las narices de sus
casamenteras tías. Sólo cabía esperar que ya estuviera comprometido con
otra, si no, no habría manera de refrenar a Letitia y Viola.
Esa idea acababa de pasar por su mente cuando Grace se metió un rizo rubio
detrás de la oreja y se lanzó al ataque.
Sin perder un instante, Grace se recogió la falda para que la orilla no tocara el
suelo y se metió entre ellos.
—Mi hermana tiene planes más grandiosos para su vida, ¿sabe? —contestó
Grace, sin molestarse en disimular el sarcasmo—. Piensa convertirse en una
gran pintora.
—No le preste atención, lord Somerton —se apresuró a decir la tía Letitia—. La
afición a pintar de Eliza no es otra cosa que una tonta distracción.
—Es mucho más que una distracción —terció la tía Viola, con su delgadas
cejas fruncidas por la afirmación de su hermana—. Nuestra Eliza es una muy
experta retratista.
—Pues sí. Porque, verá —apareció un muy evidente guiño en sus ojos—, es mi
firme ilusión encontrar esposa durante esta temporada.
—¿Ah, sí?
—¿De veras?
—Och, sí —dijo él, volviéndose hacia las tías, como esperando su reacción al
juego.
Las tías se estaban mirando a los ojos, agitando traviesamente las cejas, sus
mejillas con exceso de colorete redondeadas en sagaces sonrisas. Presa de
primera clase.
Ay, Dios, pensó Eliza. A él se le había pasado la mano en esa tontería. Y ahora
las casamenteras estaban listas para el ataque. Tenía que decir algo, hacer
algo, encontrar la manera de cambiar el tema.
—Mi hermano llevaba el título antes que yo —explicó. Había desaparecido toda
la simpatía de su voz, a pesar del intento que hizo de moderar el tono—. Solía
venir a Londres. Tal vez usted le conoció.
Amilanada por esa seca respuesta, Eliza trató de esbozar una sonrisa
tranquilizadora, con la esperanza de apaciguarlo.
—Lo siento, milord. Eh… no sabría decirlo. Pero claro, he conocido a tantas
personas durante mi corta estancia en Londres.
La tía Letitia se ruborizó profusamente y le salió una risita por entre sus
vibrantes labios pintados de rojo.
—Yo diría que ésa es casi una certeza —contestó lord Somerton.
Después hizo una inclinación a Grace y, dándoles la espalda a las tres, le cogió
la mano a Eliza.
—Buen día, señoras —dijo, muy cortés, como si no hubiera ocurrido nada.
Pero, claro, por lo que sabían su hermana y sus tías, nada había ocurrido.
Entonces las dos ancianas se cubrieron las bocas con las manos enguantadas
y se echaron a reír.
Eliza miró hacia el techo, poniendo los ojos en blanco. Vaya, ¡porras! Todo
estaba muy claro. Había empezado la campaña casamentera de sus tías
abuelas, y habían marcado a lord Somerton, el cielo lo amparara, como a su
principal objetivo.
Regla 3
—Oye, Somerton —le dijo su tío, William Pender, moviendo su calva cabeza
hacia la rutilante multitud—, estás causando una enorme impresión en las
damas esta noche.
Exhalando un suspiro de desinterés, Magnus miró a las risueñas señoritas que
rondaban cada vez más cerca.
De mala gana, Magnus miró hacia el grupo. Ocho jovencitas, acompañadas por
vigilantes señoras mayores, se giraron a mirarlo entusiasmadas.
—Sólo les falta babear. Apostaría a que dos tercios de ellas se pelearían en
esa misma pista de baile por tener la oportunidad de casarse con un conde. Lo
único que tienes que hacer es elegir una y tus problemas económicos estarán
resueltos.
Magnus sintió rígidos los labios, pero se las arregló para esbozar una
incómoda sonrisa.
—Con todo lo que me divertiría ver pelear a las debutantes, señor, es posible
que mi necesidad de casarme ya no sea tan… ¿urgente, digamos?
Pender sólo se había mojado los labios con su bebida cuando bajó
bruscamente la copa.
—Tienes razón, tío. Pero no estoy sin recursos. Hace unos meses, aproveché
los fondos que quedaron a mi disposición para comprar la mayor parte de las
acciones de un negocio de transporte marítimo. Lambeth lo organizó todo.
Lleva el transporte marítimo en la sangre. Su padre poseía un buen barco en
su tiempo, ¿lo sabías?
—No he dicho nada de juego —repuso Magnus entre dientes, con el entrecejo
fruncido—. He hecho una inversión.
—Eso es juego, lo mismo —dijo el anciano—. Y hete aquí que yo te creía
mejor. Pero no, parece que estás cortado por el mismo patrón, como tu padre y
tu hermano.
Magnus desvió la cara para aplastar su creciente ira, pero Pender le cogió el
hombro y lo obligó a mirarlo a la cara.
—Y sí, sabía que el padre de Lambeth poseía unos cuantos barcos. Demonios,
hace unos años todo Londres se enteró de que hundió su barco para reclamar
el dinero del seguro. La has fastidiado, muchacho. Te has asociado con un
tramposo.
Para poner fin a la conversación, se giró a mirar a los bailarines, que giraron en
círculo, se cruzaron y volvieron a colocarse en dos perfectas filas mientras la
orquesta tocaba las últimas notas.
Vamos, si ni siquiera sabría empezar a buscar una esposa entre las damas de
la aristocracia, y mucho menos una rica. Era un escocés, después de todo, no
un gazmoño londinense. Sí, se había educado en Inglaterra, sabía imitar los
modales de la alta sociedad cuando le convenía, pero las agrestes Highlands
hacían latir su corazón y corrían densas por sus venas.
La vio sacar una tarjeta con bordes rojos del bolsillo del vestido y entregársela
disimuladamente a su pareja de baile. El caballero leyó la tarjeta y luego miró
boquiabierto a la joven, que se dio media vuelta y se alejó de la pista.
Vamos, ¿es que esa descarada damita acababa de lanzarle un reto? Se giró
hacia su tío.
—Me alegra oír que has aceptado mi consejo. —Levantó su monóculo y paseó
la mirada por el salón—. ¿Cuál es la muchacha que te ha captado la atención?
—Es imposible verle la cara desde aquí, pero está justo a la derecha de
nuestra anfitriona, lady Greymont.
—En realidad, no. Pero no me cabe duda de que nuestra anfitriona puede
arreglar una presentación si lo desearas.
—Creo que lo deseo —contestó Magnus. Aunque sólo fuera para aliviar su
creciente aburrimiento.
Entonces fue cuando Magnus vio que tres caballeros que estaban cerca tenían
en sus manos tarjetas con borde rojo iguales a las que la joven entregara a su
pareja de baile. Dio unos dos pasos, acercándose más a ellos, con la
esperanza de que su conversación arrojara luz sobre la identidad de la
misteriosa mujer.
—¿Quién se cree que es? —oyó decir a uno de los hombres, lo que indujo a
los otros dos a mirar nuevamente, incrédulos, sus tarjetas.
—Es una rareza, eso seguro —contestó el más bajo de los tres—. Voluntariosa
también. Tiene las curvas de una diosa, pero las bolas de un hombre.
—Di lo que quieras —dijo el tercero—. Reconozco que podría no ser del tipo
para casarse, pero sospecho que sería una entusiasta compañera de cama
para algún afortunado. Mírale esa exuberante boca.
—Ah, estupendo —dijo Pender en ese momento—. Lady Greymont viene hacia
nosotros.
Al cabo de unos instantes, lady Greymont llegó a ese extremo del salón y
saludó a Magnus y a su tío. Pero antes que Magnus pudiera pedirle que le
presentara a la animosa joven del otro lado de la pista, lady Greymont le hizo
una petición:
—Sólo informalmente.
—Pues claro que lo hice, Lizzy —reconoció la tía Letitia, golpeteando el suelo
con su bastón, entusiasmada.
—¿La estrategia tres? —preguntó, recelosa. Por el rabillo del ojo vio que lord
Somerton ya estaba bastante cerca.
—La estrategia tres —dijo la tía Letitia, asintiendo— dice claramente que hay
que servirse de guías locales para sacar el mejor partido del terreno.
Magnus tenía curvados los labios en una sonrisa de placer mientras lady
Greymont lo llevaba justamente hacia la debutante cuya poco delicada mirada
lo había intrigado sólo un momento antes: Eliza Merriweather.
Unos ojos grandes, castaño dorados, asomaban por el borde superior del
abanico que estaba agitando, mirándolo sin pestañear mientras él se acercaba.
Alargó los pasos, obligando a lady Greymont a casi trotar simplemente para
continuar a su lado.
—¿Cómo puedo estar menos que impaciente, mi querida señora? Usted misma
ha dicho que me espera mi futura esposa.
Lady Greymont se rió entre varios cortos jadeos para inspirar un poco de aire, y
por fin llegaron al íntimo círculo de damas que estaban en animada
conversación. Allí lo presentó, una vez más, a las hermanas ancianas.
—¿Me permite presentarle a…? —Se interrumpió, todavía sin aliento por el
trote a lo largo del salón de baile. Poniéndose una mano en el pecho, hizo una
profunda inspiración.
—Milord.
En los labios de él se formó una sonrisa no planeada, a la que ella, ante su
enorme sorpresa, le correspondió. Entonces ella se ruborizó, masculló algo
entre dientes y se apresuró a desviar la mirada.
—Me parece —consiguió decir lady Greymont— que forman una hermosa
pareja, ¿a que sí?
—Ah, sí, sí —convino la tía flaca como un junco, Viola, dándole un codazo a su
hermana—. Muy hermosa.
Magnus le cogió la mano a Eliza y se inclinó hasta casi tocársela. Notó que se
le calentaba la palma por la estimulación del contacto de esos dedos
enguantados. Qué pequeña y frágil se le veía la mano en la de él. Mientras su
mirada le recorría la esbelta figura, enderezó su corpachón de seis pies y una
mano, sintiéndose repentinamente más grande y más fuerte que nunca.
Al mirar por detrás de ella vio que la orquesta se estaba preparando para tocar.
Empezaban a reunirse bailarines en la pista. Ésa era su oportunidad para
separar a la señorita Merriweather de sus tías.
—Me parece que debo declinar, lord Somerton. Me siento… eh… algo fatigada.
—Eliza es novata en la alta sociedad, ¿sabe?, y sigue siendo tan tímida como
una flor de primavera.
—¿Vamos?
Cuando ella lo miró, recordó lo enrojecidos que tenía los ojos cuando la vio en
el palacio. En ese momento casi no podía apartar la vista de la interesante
mezcla de castaño y dorado de esos ojos que lo miraban. Se le aceleró el
pulso.
—Todos los ojos están sobre usted esta noche, señorita Merriweather —le dijo,
mientras ella daba una vuelta en círculo alrededor de él, bañándolo en su
delicado aroma a lavanda—. Parece que ha cautivado a la alta sociedad.
Notó que a ella le temblaba la mano, y la observó desviar la vista para mirar,
nerviosa, a los demás bailarines que llenaban la pista de baile. Pero luego
pareció relajarse.
—Aunque tengo mis dudas de que todos los ojos estén sobre mí, sí sé de un
par que lo estaban.
—Tiene razón —dijo él—. Su hermana dijo que es usted pintora. —Se mordió
el labio para impedir que se le formara una sonrisa—. Ahora lo entiendo. O
sea, que… simplemente estaba calculando cómo podría verme yo sin mi ropa,
¿para un cuadro clásico, tal vez?
Magnus asintió.
—Pero no más conversación sobre cosas tristes —se apresuró a decir—. Esto
es un baile, después de todo.
Ella inclinó la cabeza y luego lo miró a los ojos. Y continuaron mirándose a los
ojos un momento tal vez demasiado largo.
—Pues sí —dijo.
—¿Le apetecería dar una respetable vuelta conmigo por el salón? Estoy
seguro de que sus tías estarían de acuerdo.
—Sin duda —repuso Eliza, desviando la mirada hacia las dos ancianas que
estaban charlando con dos jovencitos. Entonces suspiró, por lo menos un
suspiro fue lo que creyó oír él. Lo miró nuevamente, esbozando una sonrisa
para él—. Será un placer para mí dar una vuelta con usted. Al fin y al cabo, en
el instante en que vuelva ahí simplemente reanudarán su juego casamentero.
Cuando iban pasando cerca de las tías, Magnus les hizo una inclinación con la
cabeza, y ellas agitaron sus abanicos entusiastas, haciéndolo sentir como un
niño en un tiovivo.
—¿Casamentero ha dicho?
—Tiene razón, milord. Por desgracia, mis tías piensan que mi pintura es una
diversión frívola con que ocupo el tiempo hasta que ellas me aseguren un
marido. No obstante, yo considero mi arte por encima de todo lo demás, y no
tengo la menor intención de renunciar a mis aspiraciones como pintora para
casarme. De ahí la necesidad de éstas…
Metió la mano en el bolsillo oculto de su falda y sacó varias tarjetas con bordes
rojos. Le pasó una a él. Decía:
—No comprendo.
—Noo, por supuesto que no. He sido muy discreta a la hora de distribuirlas. No
soy tan ingenua para creer que no se enterarán, aunque cuando lo descubran
es probable que ya haya reducido a la mitad a los posibles pretendientes, o en
más aún.
—¿Por qué está tan armada en contra del matrimonio, muchacha? Ésa no es la
postura normal de una mujer de su posición.
—Bueno, señor, la mía no es la posición “normal”. —En sus ojos brillaron unas
chispitas de luz—. Verá, si logro mantenerme sin compromiso durante una sola
temporada obligatoria, podré reclamar mi herencia y emplearla para financiar
mis estudios en el extranjero.
Magnus curvó los labios y continuó llevándola lentamente por el perímetro del
salón.
Eliza miró indecisa hacia sus tías, que estaban al otro lado del salón.
Magnus se detuvo.
—¿Una vigilante? Cielos, no. —Lo miró de arriba abajo—. Aunque usted es de
tipo fornido, ¿no? De todos modos, creo que puedo fiarme de usted.
Ella sonrió.
Después de dirigirle una rápida sonrisa, caminó hasta una parpadeante linterna
china de papel que colgaba en un extremo de la baranda. La tocó con las
yemas de los dedos y la hizo girar lentamente.
Ella detuvo bruscamente la mano sobre la linterna. Giró sobre sus talones y se
acercó a él, con pasos cautelosos. Se detuvo a menos de un palmo y lo miró a
los ojos, muy seria.
—Ah, pues sí. Verá, mis hermanas y yo no nacimos en la riqueza, como usted.
Aunque nuestra madre era de buena cuna, mi padre era plebeyo, como
nosotras. Pero después de hacer el luto por nuestros padres, nuestras tías
abuelas nos acogieron bondadosamente y nos han presentado en sociedad.
—Ah, sí —continuó ella—, puede que nos pongamos los más hermosos
vestidos y llevemos brillantes en el pelo, pero seguimos siendo recién llegadas
del campo. —Lo miró, se rió, y se inclinó en una profunda reverencia—. Así
que aquí estoy, mezclándome con la alta sociedad con las uñas sucias y
escasamente un penique a mi nombre. Bueno, aparte de unas cuantas libras
que he ahorrado para comprar mi pasaje para Italia.
—Es una gran lástima que sea pobre, señorita Merriweather, pero hay quienes
podrían hacerle una proposición a pesar de su situación económica.
—¿De veras? ¿No es una amenaza, entonces? Pero ¿por qué no, si me
permite preguntarlo?
—Si no consigo pagar sus deudas antes que termine la temporada, lo habré
perdido todo, incluida mi casa, Somerton Hall.
Ante esa extraña reacción, Magnus levantó la vista y vio que ella ya no tenía la
atención centrada en él sino en el interior del salón. Se giró a mirar y vio que
sus tías los estaban observando desde detrás de una palmera plantada en una
maceta que estaba justo a un lado de la puerta.
—No les haga caso —dijo ella—; eso es lo que he llegado a decidir. La
atención sólo alienta sus travesuras. —Se giró y apoyó las manos sobre la
baranda de mármol—. Vaya par más lastimoso y pobre que somos, milord.
Condenación. ¿Adónde se iban las buenas brisas frías cuando las necesitaba?
—¿Sí? ¿Cómo?
Una astuta sonrisa se extendía por la cara de ella mientras lo iba alejando de la
puerta. Y de sus fisgonas tías.
Regla 4
Así tan cerca, a Eliza le resultó difícil apartar los ojos del lustroso cabello negro
de su pareja, y no tratar de adivinar las bandas de músculo que desaparecían
bajo su chaqueta. Pero la pintora que había en ella ansiaba ver más. Tragó
saliva. Vamos, perdición. Debería pintar su retrato y acabar con eso de una vez
por todas. ¡Sacárselo de la cabeza! Entonces tal vez recuperaría la capacidad
de pensar con cordura.
—Sí.
—¿Y por qué habría de considerar la posibilidad de hacer ese papel? —le
preguntó en voz baja.
Al oír eso, lord Somerton le cogió el brazo con su firme mano, la sacó
rápidamente de la pista de baile y la llevó hasta la mesa con bebidas, por el
lado de la ponchera, donde la detuvo sobre el suelo mojado.
—¿Qué quiere decir exactamente? —le preguntó. Aunque sus ojos estaban
serios, su boca sonreía placenteramente, por si algunos de los invitados los
estuvieran mirando.
—Interesante idea.
—¿Lo duda? —preguntó ella, alzando el mentón—. Las damas muchas veces
nos comunicamos información que los hombres consideran muy privada para
comentar. Le aseguro, lord Somerton, que jamás se sabrá tanto de la familia de
una posible novia como a través de mí. —Sonrió radiante—. Acepte este trato
conmigo y juntos podremos salvar Somerton.
Lo único que tenía que hacer él era fingir interés en ella y sus tías no tendrían
ninguna necesidad de bombardearla con posibles pretendientes. ¿No se había
posicionado bien? ¿No era esa la solución perfecta para los dos? Estaba claro
que no.
Tenía que ocurrírsele algo más. Tenía que ablandarle el orgullo. Entonces se le
ocurrió la solución perfecta… para los dos.
—Soy muy buena pintora —dijo, orgullosa. Observó su reacción. A juzgar por
la expresión de su cara ridículamente hermosa, estaba rumiando el
ofrecimiento—. No me cabe duda de que sus herederos desearán tener un
retrato del quinto conde, del hombre que salvó Somerton para las generaciones
futuras.
—Sí, milord —dijo ella alzando la cara y mirándolo sonriente—. Vamos, tiene
que comprender que pasar un tiempo conmigo le beneficiaría de otras maneras
también. Mire alrededor. Cuento por lo menos seis mamás ávidas de
matrimonio listas para arrojarle a sus hijas en el instante en que yo me aleje de
su lado.
Lord Somerton hizo una honda inspiración por la nariz y expulsó lentamente el
aire paseando nuevamente la mirada por el salón de baile. Finalmente se
volvió hacia ella.
Eliza pegó unos saltitos de alegría con las puntas de los pies. Pintar y fisgonear
le mantendría ocupada la mente, hasta que llegara a su fin la egregia
temporada.
Pero cansada como estaba, el día ya contenía una fabulosa promesa. Gracias
a su “trato” con lord Somerton, era el primer día de esa ridícula temporada en
que no tendría que preocuparse de las maquinaciones casamenteras militares
de sus tías.
Sí, después de ver a un atento lord Somerton a su lado esa noche, sus tías
creerían que la proposición de matrimonio del conde llegaría a su debido
tiempo. Vamos, si incluso podría dejar caer unas pocas veladas insinuaciones
sobre su interés para fomentar esa creencia.
Apareció la señora Penny a su espalda con la tetera lista para servirle té.
—Las señoras, no llevan de pie una hora o más —explicó la señora Penny—.
Están trabajando en un proyecto en la biblioteca.
—¿Sí?
Eliza no tenía la menor duda de cuál podía ser ese “proyecto”. Estaba
absolutamente segura de que estaban estudiando un cierto libro de piel roja,
preparándose para otra ingeniosa maniobra.
Tendría que ocuparse de esconder ese odioso libro de sus tías, y de Grace. No
le haría ningún bien a su hermana enterarse de la verdadera finalidad de ese
libro de estrategias ni enderezar las equivocadas artimañas de sus tías.
—¡Eliza! Me alegra que por fin te hayas levantado —dijo la tía Viola, alzando la
vista del libro—. Siéntate, por favor. No tenemos mucho tiempo.
—¿Sí? —preguntó.
—Cría tramposa —dijo la tía Letitia, con una maliciosa sonrisa en los labios—.
Tienes que haberle echado una mirada al siguiente capítulo.
La tía Letitia la silenció levantando la palma. Se puso los impertinentes ante los
ojos y leyó en voz alta el título en negritas.
—¿Dis-distracción?
—Vamos, no creerías que lord Somerton te iba a visitar sin pedirnos permiso,
¿verdad?
Eliza la miró fijamente. O sea ¿que él ya había pedido permiso? Vamos, si sólo
habían cerrado el trato esa pasada noche.
—Debo decirte, Eliza, lo absolutamente brillante de tu parte que fue idear ese
plan —dijo la tía Viola, con una alegría clarísima, sin disfraz, en la cara.
—Qué mejor manera de evitar que su señoría visite a otras damitas —dijo la tía
Viola enterrándole un nudoso dedo en el brazo por cada palabra.
Aunque eso no sería del todo malo. Porque la obligada compañía del conde la
libraría de que la arrastraran de familia en familia y de casa en casa como una
polvorienta carreta de carbón.
—¡Cielos! —exclamó la tía Letitia, mirando el reloj del otro lado del corredor—.
Había perdido totalmente la noción del tiempo. Lord Somerton no tardará en
llegar.
Al oír ruido de cascos de caballo en la calle, Viola fue a mirar por la ventana.
Después se devolvió a toda prisa y empezó a arreglarle enérgicamente los
abundantes rizos a Eliza.
—¿Qué? ¿Ya está aquí? —Se paseó por la alfombra, golpeteándose los labios
con las yemas de los dedos—. Por favor, decidle a Edgar que recibiré a lord
Somerton en el patio.
Magnus observó a la joven que estaba de pie en el centro del patio bordeado
de rosales con los ojos entrecerrados y las manos en dos puños.
—Vamos, basta, Somerton —bufó Eliza—. Sabe muy bien por qué estoy
molesta.
—No me gustan las sorpresas. —Caminó hasta un rosal, arrancó varios pétalos
rojo sangre de una rosa recién abierta, los aplastó entre las manos y los lanzó
por el aire hacia el pavimento de ladrillos—. Cuando mis tías me informaron,
hace sólo un momento, de que lord Somerton vendría a posar para su retrato,
me sorprendí muchísimo.
—Sí, claro que sí, pero cuando me enteré de que mis tías sabían lo del retrato,
pensé qué más podrían saber. —Dio largos pasos por el patio y se plantó ante
él a mirarlo a la cara—. ¿Les dijo algo más?
—Sus tías nos están observando desde una ventana de arriba —susurró.
—Ah, comprendo —dijo ella en voz baja, y se apresuró a esbozar una recatada
sonrisa—. ¿De cuál ventana?
—Muy buen efecto —comentó él y miró hacia las dos ancianas vestidas en
color lavanda que los estaban mirando descaradamente—. Están en la ventana
de la primera planta, detrás de usted.
—Creo que aquí no nos pueden ver —dijo, aplanando las palmas en la falda—.
Ahora, ¿me hará el favor de decirme cuánto saben?
—¿Me crees tonto, Eliza? Nuestro trato no tendría ningún sentido si tus tías lo
supieran.
Entonces vio que ella lo estaba mirando fijamente, pestañeando como una
autómata. Pasó una mano por delante de su cara.
Magnus sonrió.
—Supongo que estaría bien. Pero solamente en privado, eso sí, no delante de
otros. Tengo que pensar en la reputación de mi familia.
Magnus arqueó una ceja.
—Sí, por supuesto. —Miró hacia la ventana por entre el verde follaje, y se echó
a reír por lo que vio—. Me parece que tus tías son muy ingeniosas.
Eliza lo miró interrogante. Él hizo un gesto hacia la ventana por entre las hojas
nuevas. Ella miró. Dos gemelos de teatro estaban apuntados hacia ellos.
Magnus se rió y saludó con la mano a las tías Letitia y Viola. En lugar de correr
hacia una habitación interior, como podría esperarse de cualquier persona a la
que sorprendieran espiando, las dos ancianas agitaron las manos hacia él,
felices.
Se abrió la única puerta que daba al patio y entró el criado con un enorme bloc
y una caja de madera y lo dejó todo en la mesa de jardín. Después que salió el
criado, Eliza, sin decir palabra, fijó una hoja en un tablero que sacó de la caja y
distribuyó lápices y barras de carboncillo sobre la mesa. Se sentó en la silla a
un lado y miró a Magnus.
—Podría sentarse ahí —le dijo, indicándole la silla de hierro de jardín del otro
lado de la mesa—. Venga, rápido. No pierda el tiempo.
—¿No? Creí que para eso había venido. Gire un poco la cabeza hacia la
derecha. Eso es. Ahora levante ligeramente el mentón.
—¿Qué pasa ahora? ¿No está acostumbrado a recibir órdenes de una mujer?
Eliza apretó los labios cogiéndolos con los dientes para no sonreír.
—No importa. Aunque no soy oficial comisionado, mientras usted esté sentado
en esa silla, yo estoy al mando.
Acto seguido, con la cara sin expresión, cogió una barra de carboncillo y la
puso con sumo cuidado sobre el papel.
Con la mano izquierda, ella cruzó dos pinceles largos y los puso a la distancia
del brazo apuntándolo a él. Cerró un ojo y luego puso la improvisada cruz
delante del papel y comenzó a dibujar con rápidos y largos trazos.
Lo miró ceñuda, aunque una leve insinuación de sonrisa le curvaba los labios.
—Estoy esbozando sus rasgos. Necesito hacer unos cuantos estudios antes de
pintar. No hable.
—El retrato.
—¿De mí?
Sin tener nada en qué ocupar el tiempo, mientras ella estudiaba todos los
detalles de su cara y cuerpo para el retrato, él se permitió hacer un gratificante
estudio propio.
Entendía muy bien cómo Eliza podría desviar de su camino a cualquier hombre
a pesar de su reputación no muy perfecta. “La llaman la diablilla de Hanover
Square”, le susurró una bien intencionada señora en el baile de los Greymont.
Pero eso sólo la hacía más interesante para él.
Una lástima que Eliza no le conviniera a su bolsillo. Si tuviera dinero, le iría muy
bien. Levantó la vista a sus ojos. No le iría nada bien que ella detectara su
culpable complacencia.
Con la atención ya enfocada, dibujaba más rápido, difuminando los trazos con
las yemas de los dedos y el canto exterior del pulgar. Por entre los dedos de su
mano izquierda cerrada sobresalían tres barras de carboncillo de diferentes
grosores, y su mano derecha se movía incesante sobre el papel.
—Lavanda —dijo.
—Sí. Tiene buen olfato, lord Somerton. —Lo miró y sonrió levemente—.
Nuestra doncella, Jenny, embotella su esencia en la despensa, para mis tías.
¿Le gusta?
Sabía que no debía. Ella era una dama, una inocente. No era una de las
mujeres que acampaban siguiendo al ejército deseando compartir su jergón.
Debía seguir siendo el caballero. Decididamente debía.
Al parecer Eliza leyó sus viles pensamientos, porque se apartó y fue a retirarse
tras la relativa seguridad de su tablero de dibujo. Cuando volvió a mirarlo, él
notó que tenía ruborizadas las mejillas.
Nerviosa, ella echó atrás la cabeza para mirar hacia la ventana de arriba.
Exhaló un suspiro de alivio.
Él sonrió.
—Si he de cumplir la mitad de nuestro trato, creo que deberíamos hablar de las
cualidades que encuentras deseables en una mujer.
—Muy bien.
—La riqueza es un requisito reconocido —dijo ella con la mayor naturalidad, sin
levantar la vista de su trabajo.
—Lamentablemente, sí.
—No tienes por qué preocuparte. No juzgaré tus gustos. Puedes hablar
claramente conmigo, como si yo fuera un caballero amigo.
—Su cuerpo —dijo, mirando la esbelta figura de ella, mientras pensaba qué
decir.
Ella se encogió ante su mirada, ocultándose más aún detrás del tablero de
dibujo.
Sintió hormiguear la piel bajo la camisola, la sintió mojada. Apretó los labios,
tratando de ahuyentar las inesperadas, pero muy potentes, sensaciones que la
estaban recorriendo en lo profundo de su ser.
Le puso los dedos bajo el mentón, pasándole el pulgar por el labio inferior, y
luego le levantó más la cara para acercar su boca a la de él.
A Eliza se le escapó una inspiración entrecortada, casi sin poder creer lo que
estaba ocurriendo, pero se dejó llevar del instinto. Sin pensarlo, entreabrió los
labios.
Sin volver a mirarla, él giró sobre sus talones y se marchó, dejándola de pie en
el patio, desconcertada. Avergonzada.
Sola.
Regla 5
Por las altas ventanas de la mansión, iluminadas por velas, vio una
considerable multitud de damas y caballeros elegantemente vestidos. Centró la
atención en un hombre alto de pelo moreno que estaba junto a la ventana de
espaldas a la calle. Empezó a martillearle el corazón.
Él tenía que estar allí esa noche, sencillamente tenía que estar. ¿Acaso no
comprendía el apuro en que la ponía su falta de atención? Él era su socio,
después de todo. A pesar de lo ocurrido en el patio, él tenía que ser su…
bueno, su salvación.
—Una lástima —añadió la tía Viola—. Ahora todos los ojos se posarán sobre
nosotras cuando entremos. —Se cubrió la boca con la mano enguantada,
tratando de ocultar, sin éxito, su placer.
Grace asintió.
—Tienes razón, por supuesto. Pero ¿cómo voy a poder apagar mi entusiasmo
cuando ahí dentro podría estar mi futuro marido?
—No vamos a aceptar nada de eso esta noche, Eliza —la advirtió.
—Y ¿de qué servirá eso? Yo pensaba que un hombre preferiría a una mujer
inteligente por esposa.
—Tengo la impresión de que la estrategia cinco significa que a los hombres les
gusta hablar de sí mismos —dijo la tía Viola en voz baja—. Te van a encontrar
de lo más encantadora si simplemente te limitas a escuchar o a hacer
preguntas que les permitan hablar de sus virtudes y puntos fuertes.
—Ah, claro —dijo Grace, moviendo la cabeza de arriba abajo, como una
paloma.
Se abrió por fin ante ellas la magnífica puerta y Eliza se obligó a dibujar una
sonrisa en los labios. ¡Qué noche más sencillamente gloriosa la aguardaba!
Una vez que las anunciaron, fueron recibidas por los anfitriones y conducidas a
un inmenso salón. A no ser por unos pocos murmullos que llegaban de los
rincones más alejados del salón, el silencio habría sido absoluto, pues los
invitados dejaron de conversar para observar al grupo de recién llegadas.
En lugar de sillones o sillas, por todo el suelo había repartidas enormes pilas
de cojines de seda en vistosos colores. Varios hombres y mujeres estaban
arrellanados en estos asientos charlando despreocupadamente.
Estaba a punto de explicar lo que quería decir cuando divisó a lord Somerton y
a su tío Pender, los dos de pie delante del hogar. Le pasó un inesperado
estremecimiento por el vientre.
Somerton.
—Eliza, no puedes correr por el salón para ir a hablar con un hombre soltero.
Eso sencillamente no se hace.
—Entonces, ¿puedes decirme cómo voy a hablar con él? ¿Le grito desde
aquí?
Entonces oyó un retazo de conversación que le dejó todo tan claro como el
cristal de Bohemia.
En ese momento se movió a un lado un grupo de señoras y Eliza vio algo que
la hizo detener el paso.
—¿Pasa algo? —le preguntó Grace, apretándose a ella para dejar pasar a una
horda de invitados.
—No, nada.
Pero sí que pasaba algo. Algo de lo más inesperado. Magnus estaba hablando
con otra mujer.
Aunque la mujer estaba de espaldas a ella, vio que era tan hermosa como
apuesto era Magnus, erguida en una postura grácil, como de cisne, y un
vestido esmeralda oscuro. Relucientes brillantes azules adornaban su pelo
cobrizo, que le caía por la blanca nuca en suaves rizos.
¡Cielos! ¿Qué pensarían sus tías si vieran a lord Somerton lisonjeando con
otra? Ah, eso estaba mal. Muy, muy mal. Su estratagema ya estaba perdiendo
pie.
—No me lo puedo creer. Lord Somerton está coqueteando con esa… con esa
mujer.
Le molestaba verlo con otra. No porque estuviera celosa, no, no por eso, de
ninguna manera.
—Está claro que no se ha dado cuenta de que estás aquí —dijo—. Iré a
decírselo —añadió, echando a andar y moviendo enérgicamente los brazos.
Eliza alargó la mano para detenerla, pero sus dedos sólo asieron aire.
—¡Espera!
Aún no había terminado de salir esa palabra de sus labios cuando a Grace se
le quedó trabada la punta del zapato izquierdo en la alfombra y cayó de bruces,
y el abdomen le quedó posado sobre un montículo de cojines dorados.
Grace apartó la cara para mirarlo, y lentamente se le fueron estirando los labios
en una sonrisa.
Eliza corrió a sostenerla, pero la coqueta expresión que vio en su cara le dijo
que no le pasaba nada, aun cuando se estaba friccionando el tobillo; el tobillo
no accidentado.
Dabney continuó junto a Grace con una rodilla hincada en el suelo y por un
brevísimo instante giró un poco la cabeza como si buscara a alguien. Entonces
se detuvo su mirada. Eliza siguió su mirada por el salón y se detuvo donde
estaban lord Somerton y su amiga. ¿Sería posible que conociera a Magnus?
¿O tal vez a la joven dama?
—Es usted muy amable, señor Dabney —dijo Grace y miró a Eliza—. Como
ves, Eliza, estaré muy bien. El señor Dabney cuidará de mí. ¿Verdad, amable
señor?
—Por supuesto —dijo, con una ancha sonrisa en la cara, pero nuevamente su
mirada se desvió hacia el mismo lado del salón.
Eliza sonrió y le sostuvo la mirada todo el tiempo que pudo sin que le ardieran
las mejillas. Cuando desvió la mirada vio a una señora mayor de aspecto
severo al lado de la jovencita de pelo color fuego que estaba a la derecha de
Magnus.
La señora Peacock era una mujer flaca, de nariz corva, y llevaba tres plumas
de pavo real metidas en su lustroso pelo negro azabache.
—Eliza —dijo la tía Letitia, colocándole una mano en el hombro—, seguro que
recuerdas a la señorita Peacock. Acompañó a su padre a la fiesta de los
Smitherton a comienzos del mes.
La señorita Peacock tenía los pechos muy elevados, por obra de algún artilugio
oculto, sin duda, y sobresalían por encima del corpiño como dos gordas
naranjas sobre una bandeja, ofreciéndose para ser devorados.
—Qué vestido tan elegantemente sencillo, Eliza —dijo, sin una pizca de
sinceridad—. Pero claro, ya se lo dije en la fiesta de los Smitherton. Es el
mismo vestido, ¿verdad?
—Lord Somerton.
Esta vez no le besó la mano, como hiciera en el patio de sus tías; seguro que
esa noche había decidido hacer el papel de caballero de buenos modales. Al
menos eso se dijo ella para convencerse, hasta que él le acarició suavemente
el interior de la muñeca con el pulgar, acelerándole el corazón y haciéndola
vibrar toda entera.
Sintió subir el rubor por la fina piel del cuello y las mejillas. Su caricia la
azoraba y halagaba, pero más que cualquier otra cosa, le complacía
inmensamente.
Se apresuró a mirar a las dos Peacock. Afortunadamente, al ser ella una rareza
social de primera clase, lo ocurrido entre ella y Magnus pasó totalmente
desapercibido a las dos mujeres. Pero no así las señales de que ya se
conocían de antes.
La señora Peacock los miró a los dos un largo momento, en actitud evaluadora,
y luego dijo:
—Sí —terció la tía Letitia—. Y muy bien, además, si entiende lo que quiero
decir.
¿Por qué le había asegurado que necesitaba una novia rica si ya tenía una?,
pensó. Entonces tuvo que sofocar una risita. El motivo estaba deslumbrante
ante ella. La propia Caroline. Qué desafortunado el pobre hombre; haber
formalizado una relación con tamaña arpía. Lo comprendería si deseaba
romper ese compromiso.
—¡Claro! —exclamó la señora Peacock, entrecerrando los ojos al hacer por fin
la conexión—. En la corte. Recuerdo su presentación ante la reina Carlota. Le
estornudó encima, me parece.
Dicho eso, se echó hacia atrás, descansando el peso en los talones, y miró de
soslayo a Magnus, como esperando su reacción.
Pero antes que Eliza pudiera decir algo, la tía Letitia movió disimuladamente su
bastón con empuñadura de plata por detrás de la señora Peacock, rozando con
él el extremo de la pluma más larga. Se desprendieron varias plumillas azules.
Ay, no, tieta, pensó Eliza, horrorizada al ver volar las plumillas por el aire, como
arrastradas por hilos invisibles hacia su cara.
Las plumillas azules le cayeron como lluvia sobre la cara, causándole picor en
la nariz. Se le agitaron las ventanillas y antes que pudiera cubrirse la boca, un
tremendo estornudo salió disparado derecho hacia la cara de la señora
Peacock.
—Tiene toda la razón, señora Peacock. Eliza estornudó. Como ha podido ver,
la afectan muchísimo las plumas. Una pena, ¿verdad?
—Si se siente mal, señorita Merriweather, tal vez debería quedarse en casa.
—Ah, Eliza se siente muy bien —dijo la tía Letitia—. Mientras no haya pavos
reales revoloteando alrededor.
Con una glacial mirada hacia atrás, las dos damas Peacock echaron a andar
en dirección al tocador de señoras.
Echando atrás la cabeza, Eliza pestañeó varias veces para despejarse los
lagrimosos ojos.
—En la guerra y en el amor, cariño, todo está permitido —contestó la tía Letitia,
poniéndole su pañuelo en la mano.
Por vergonzoso que hubiera sido su estornudo, Eliza tuvo que aplaudir a su tía.
Las Peacock no habían obtenido más de lo que se merecían. Aunque habría
preferido que su tía no hubiera elegido por arma su nariz.
Contemplando a Eliza, no pudo dejar de notar, algo divertido, que tenía los ojos
y la nariz casi tan rojos como las colgaduras color carmesí que ondulaban
arriba. Tuvo que reconocer que se sentía un poco aliviado ante su desastrosa
apariencia. Tal vez así podría centrar la atención en lo que debía, sin distraerse
por su belleza.
Pero lo dudaba. El atractivo de Eliza iba mucho más allá de su hermosa cara.
Más allá de su mente inteligente también. Más allá de las suaves curvas que
tanto ansiaba sentir apretadas debajo de él.
Pero no permitiría que ese deseo arramblara con su vida como le ocurriera a su
hermano. Él sería más fuerte. Tenía que serlo. Domeñaría sus impulsos y haría
lo que debía para salvar Somerton.
Pero entonces Eliza levantó la vista hacia su cara y el corazón le dio un vuelco
dentro del pecho.
Eso no iba a ser fácil. Haciendo una profunda inspiración, se preparó para la
batalla que estaba a punto de comenzar en su interior.
—Gracias, pero no —repuso ella, al parecer bastante ilesa del alboroto con las
plumas—. Estaré muy bien mientras no haya más plumas de pavo real. Ni tías
—añadió, agrandando los ojos y mirando por el salón, como si buscara a las
entrometidas ancianas.
—Cierto —dijo Eliza, cubriéndose la boca para ocultar una traviesa sonrisa.
Y no dijo nada más. Se limitó a echar un poco atrás la cabeza para mirarlo,
como si estuviera esperando.
Magnus pensó que ella se merecía saber la verdad, que al final podría no tener
más remedio que casarse con la señorita Peacock. Pero en su corazón,
reconocerlo equivalía a resignarse a que eso era inevitable. Y no podía hacer
eso, no podía, cuando una nebulosa posibilidad de resolver sus infortunios
económicos todavía remontaba las olas. No, tenía que creer que su mundo se
enderezaría si le daba tiempo.
La cena fue una experiencia muy poco placentera para Eliza. Aunque quiso su
buena suerte que la sentaran a la derecha de lord Somerton, a la izquierda de
él estaba sentada Caroline Peacock. Hablando sin parar, la señorita Peacock
hacía todo lo posible por monopolizar la atención de Magnus, para gran fastidio
de la tía Letitia, a juzgar por la afligida expresión de su redonda cara.
Con esto Eliza quedó a merced de la conversación del invitado que tenía a su
derecha.
—Por suerte, ninguna de las vías marítimas occidentales ha sido afectada por
la tempestad —concluyó el anfitrión.
Esa noticia, aunque si bien carente de sentido para Eliza, pareció tranquilizar a
Magnus, que aflojó la mano sobre el cuchillo.
Por el rabillo del ojo, Eliza observó atentamente al conde escocés. ¿Por qué lo
preocuparían las tempestades? No podía ser un inversor. No tenía dinero; eso
lo había reconocido ante ella.
¿O eso sería otro de sus inventos?, pensó, levantando la vista para mirar a su
anfitriona.
Con los ojos enrojecidos y legañosos, lord Hogart miró indignado a su mujer y
movió la mano como para desentenderse de sus palabras.
Arqueó una ceja, deseando decirle: “Eso es lo que le hace el matrimonio a una
mujer”.
—¿Qué derecho tienen los americanos sobre los barcos mercantes británicos?
Están desmandados, os lo digo —gruñó—. Deberíamos hacerles frente
rápidamente y con firmeza. Es nuestro deber y nuestro derecho, así como es el
deber de un marido controlar a su mujer.
Eliza apretó el tenedor hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Hizo una
inspiración profunda, preparándose para dar su opinión, y entonces lord
Somerton le rozó levemente la mano, haciéndola detenerse a mirarlo de reojo.
Eliza retuvo el aliento. Giró la cara y lo miró fijamente. ¡No podía estar de
acuerdo con esa bestia de anfitrión!
Por el rabillo del ojo vio que la tía Viola negaba con la cabeza y enseñaba los
cinco dedos justo por encima del borde de la mesa. “Estrategia cinco: finge
inferioridad.”
Eso le gustaría oír, decidió Eliza. Juntando las manos en la falda, se echó
hacia atrás para dejar a Magnus que viera sin obstáculos a lord Hogart.
—Nuestra relación con Estados Unidos debería ser como un matrimonio —dijo
él, captando la mirada de ella, asombrándola con su atención—. Una relación
en que los dos se desarrollen y progresen a consecuencia de fusionar sus
fuerzas y recursos.
Eliza bajó la vista a su servilleta. En sus labios jugueteaba una sonrisa de alivio
y, sí, de sorpresa también.
Volvió a mirar a Magnus, contemplándole el perfil. Tal vez había más en ese
lord Somerton de lo que ella creía. Tal vez mucho más.
Cuando terminó la cena, las señoras salieron del comedor para que los
caballeros disfrutaran solos de su coñac y sus cigarros importados.
Eliza no tenía el menor deseo de que la regañaran por haber permitido que la
señorita Peacock acaparara la atención de Magnus durante la cena, de modo
que se entretuvo en conversar con otra jovencita que también estaba
“gozando” de su primera temporada. Pero finalmente sucumbió a lo inevitable y
fue a reunirse con sus tías y su hermana cerca del hogar, a esperar el
chaparrón.
—No puedo, tieta —le estaba diciendo Grace a la tía Letitia en voz baja—. Ese
hombre es ligeramente atractivo, pero tiene la inteligencia de… de un baboso
gusano de jardín. No puedo seguir fingiendo inferioridad.
—Yo creo que no —susurró Grace—, pero me temo que él podría creer que sí.
—Me imagino que no, después de un solo encuentro —terció Eliza mirando a
su hermana.
—Creo que la estrategia cinco podría haber dado demasiado buen resultado.
Puesto que llevamos tan poco tiempo en Londres, no me habían advertido de
su soso carácter. Es posible que mi empeño le haya otorgado más atención
femenina de la que ha recibido en años.
El sonido de las puertas correderas le atrajo la atención. Por fin los hombres
habían terminado sus libaciones y cigarros y venían a reunirse con las mujeres.
—Ahí está Somerton, hija —dijo la tía Letitia, plantándole una mano en la
espalda y empujándola hacia el centro de la sala—. ¡Ve enseguida! ¡Date prisa!
Eliza avanzó un paso, más decidida que nunca a recibir la explicación sobre el
supuesto compromiso de Magnus.
Pero se le adelantaron las dos Peacock, curiosamente raudas de pies, y se
encontraron con lord Somerton y el señor Pender cuando aparecieron por la
puerta, y los cuatro se dirigieron al otro lado del salón. ¡Rayos! Caroline se lo
había vuelto a usurpar.
—¡Caracoles! —exclamó Grace, con los ojos agrandados—. Ahí viene el señor
Dabney. Disculpadme, por favor.
Eliza se dio media vuelta y de mala gana volvió a reunirse con sus tías, pero no
le sirvió de mucho. No podía dejar de mirar hacia Magnus por encima del
hombro. Él tenía que actuar como pretendiente de ella, no estar divirtiéndose
con esa vaquilla, la señorita Peacock. Tenía que hablar con él “ya”. Tenía que
saber si de verdad estaba comprometido con ella.
—Deb-debería haberme hecho una señal —dijo Eliza, vagamente alarmada por
lo aguda que le salió la voz—. Yo habría ido a rescatarlo.
Al mirar hacia Caroline Peacock, vio que ésta estaba feliz conversando con el
señor Dabney. Curiosamente, no se veía en absoluto aburrida, como
aseguraba Grace que se sintió ella. En realidad, daba la impresión de que
Caroline estaba disfrutando muchísimo con su conversación. Pero claro, rió
Eliza para sus adentros, las vacas no son famosas por su inteligencia,
¿verdad?
—La encuentro bastante simpática. Sus modales son soberbios. Es muy bonita
también, he de reconocer —añadió, pensativo—. Pero la señorita Peacock fue
la novia elegida por mi padre para mi hermano, el difunto lord Somerton.
—¿Para su hermano? —repitió Eliza, arqueando las cejas—. O sea, que usted
nunca ha… y me dejó creer… bueno, eso es curioso. —Una oleada de alivio la
recorrió toda entera—. Aunque me parece que las Peacock tienen la impresión
de que Caroline se va a casar con usted.
—Sí, o más bien sus padres. —Hizo un gesto hacia Pender, que estaba al otro
lado del salón mirándolos con ojo crítico—. Y mi tío hace todo lo posible por
convencerme de su conveniencia, dada mi situación, ¿sabe?
—S-sí, supongo.
Eliza se serenó.
Magnus se rió.
Ella se miró los zapatos. De repente se sentía muy tonta. Estaba actuando
como una boba celosa. Al fin y al cabo, dentro de unas semanas estaría en
Italia y lord Somerton sólo sería un remoto recuerdo. Bebió dos tragos, luego
apuró el resto del líquido color rubí y colocó la copa en la bandeja de plata de
otro lacayo que pasaba.
Cuando ella levantó la vista para mirarlo, vio que Magnus nuevamente tenía
centrada la mirada en las Peacock, ¡no, nada de eso!, su mirada estaba en
Caroline y en sus pechos. ¡Hombres!
¡Bah! Tenía que ocurrírsele algo para recuperar su atención y mantenerla. Pero
¿qué? Caroline tenía clara ventaja.
En ese momento vio la solución con toda claridad. Metió la mano en su ridículo,
sacó el pañuelo de su tía y formó una bola con él.
Con un ojo vigilante sobre Magnus, cuya atención nuevamente estaba puesta
en Caroline, se giró un poco hacia la pared y se metió el pañuelo debajo del
corsé, bajo los pechos. Después se giró y miró a Magnus nuevamente.
—¿Lord Somerton?
De pronto bajó la vista y pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas.
—Sí, sí —dijo ella, con toda la calma que pudo lograr, con los pechos a punto
de desbordarse del corpiño—. Voy a investigar a Caroline Peacock y a
cualquier otra damita que elija, pero necesitaré su ayuda mañana.
Magnus pareció hacer un enorme esfuerzo para levantar la vista hacia su cara.
—¿Mi ayuda?
—Se haya dado cuenta usted o no, esta noche nuestro trato ha quedado hecho
jirones. Es probable que mis tías ya estén tramando una ofensiva para reavivar
su interés en mí.
—¿Sí? —preguntó él, con una pícara sonrisa en los labios—. Entonces
déjemelo todo a mí. Ah —añadió, como si se hubiera olvidado de algo; se
metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pañuelo—. Tenga.
Continuó mirando hasta que ella se vio obligada a seguir su mirada hacia su
obra de arte. Ahogó una exclamación al verla. Un pecho estaba muy alto, como
el de Caroline, amenazando con salirse por encima del escote.
Uno, sólo uno. El otro seguía escondido recatadamente dentro del corpiño.
Él le hizo un guiño.
—Para que tengas los dos iguales, muchacha.
Regla 6
Por encima del borde de su taza Eliza miró a Grace y a sus dos tías. Las cuatro
estaban sentadas en el salón, como habían tomado por costumbre, reunidas
alrededor de la bandeja con el té, otra vez. Ésa era la vida que deseaban para
ella; esa existencia monótona, aburrida, de echarse pastelillos a la boca y
cenar cosas saladas.
—Sí que le escribí a nuestra querida Meredith contándole toda la fiesta de los
Hogart —estaba diciendo Grace, pasando distraídamente los dedos por cada
una de las rosas de satén que ribeteaban su manga derecha—. Pobrecilla,
metida ahí en el colegio y perdiéndose toda la emoción.
—Ah, sí —rió Eliza—, en Londres está toda la gracia. —Se apresuró a ponerse
la taza en la boca para ocultar la sonrisa sabionda que le jugueteaba en los
labios—. De todos modos, me imagino que Meredith está mejor en el colegio
de la señora Bellbury, protegida de la emoción de la ciudad.
—De todos modos, Meredith parece estar muy decepcionada por perderse la
diversión. Y aún le faltan dos años para su presentación.
Eliza puso los ojos en blanco. Meredith no sabía la suerte que tenía por librarse
de esa horrenda temporada. Además, según las cartas de la señora Bellbury,
su hermana se divertía muchísimo, y mantenía bien entretenido al personal.
El alto reloj de pie dio las campanadas de las seis y poco después se oyó la
sonora voz de lord Somerton en el vestíbulo. Eliza levantó la vista de su taza,
casi derramando el té caliente en su vestido de paseo de seda azul celeste.
Por fin. Cuando estaba poniendo la taza en la mesa, vio que la tía Letitia daba
un disimulado codazo a la tía Viola, que le correspondió el gesto con un guiño
de total complicidad.
Eliza movió la cabeza. Sólo había una manera de mantener a raya a sus tías y
su abominable libro de estrategias oculto en la biblioteca. Y lord Somerton era
la clave.
Sin perder un instante, Grace se pellizcó las mejillas y se mordió los labios
hasta dejarlos de un vivo color rosa; luego esbozó una radiante sonrisa, que
mantuvo en la cara, a la espera de la entrada de la visita.
—No tienes por qué aprestarte tú, Grace. Lord Somerton viene a ver a nuestra
Eliza.
—Eso lo sé, tieta, pero es posible que venga acompañado por un caballero
amigo —repuso Grace—. Nunca va mal lucir el mejor aspecto.
Eliza consiguió esbozar una leve sonrisa y se levantó a saludarlo con una
rápida inclinación de la cabeza. Su visita no era una sorpresa, pero de todos
modos su presencia la perturbaba.
Durante otra noche más no había dormido bien al tener la mente ocupada con
la persistente imagen de Magnus mirando a la señorita Peacock durante la
fiesta y la cena en casa de los Hogart.
Eso era algo que no podía tolerar, porque para que existieran celos tenía que
haber también un cierto grado de afecto. Y por Dios que sabía que eso no
podía permitírselo. No, el afecto por él sólo sería un obstáculo para su fin último
de marcharse a Italia al final de la temporada.
Sería mejor para todos si la relación entre ellos continuaba siendo puramente
de negocios, y nada más.
Él tenía que saber lo indecoroso que era besarle la mano a una mujer soltera, y
sin embargo seguía haciéndolo siempre que pensaba que podría hacerlo sin
que nadie lo viera. Y ella no era capaz de retirar la mano. El roce de su áspero
mentón rasurado en el dorso de la mano, le hizo hormiguear la piel, y la hizo
pensar cómo lo sentiría si la besara… en otra parte.
—Buenas noches, señoras —dijo él, girándose a saludar con una venia a cada
una de las demás—. Espero no haber venido en un mal momento.
—Tieta, por favor —musitó Eliza, cubriéndose los ojos con una mano y
retrocediendo.
—He venido a posar para otro estudio. Aunque también tenía la esperanza de
que su sobrina consintiera en acompañarme a cenar a Vauxhall Gardens. El
aire debería estar bastante templado y se dice que los festejos son magníficos
esta noche.
Eliza se sintió atenazada por la incertidumbre. Una noche en los jardines del
placer. ¿Así era como quería él enderezar las cosas con sus tías?
Sus largas piernas ya lo habían llevado a la puerta antes que Eliza diera la
vuelta a la mesita de centro.
—No se moleste, por favor, lord Somerton —se apresuró a decir ella, agitando
una mano indicándole que no saliera.
—Le aseguro que no es ninguna molestia —repuso él, y la miró con los labios
entreabiertos en una encantadora sonrisa.
Recogiéndose las faldas, voló hasta el caballete y lo giró de modo que la tela
captara los últimos rayos de luz dorada. Pero antes que alcanzara a retroceder,
sintió el calor de Magnus detrás de ella. Giró lentamente la cabeza y lo vio
mirando detenidamente la tela por encima de su hombro.
—Tienes muchísimo talento, Eliza. Ahora comprendo por qué pintar tiene tanta
importancia en tu vida.
—No… eh… todavía me falta mucho para terminarlo —dijo ella, girándose en el
estrecho espacio que quedaba entre él y el cuadro.
Sus ojos, siempre tan claros y serenos, brillaban con el fuego azul de la llama
de una vela, amenazando con hacerla arder. Y sí que sentía más calor dentro
de ella, lo que le intensificaba la sorda sensación de ardor en la boca del
estómago.
A ella se le giró la cabeza, como por voluntad propia, y sin querer le rozó los
dedos con los labios.
—Ah, caramba, no tenía idea… —dijo Viola—. Como pasaron unos minutos y
no volvías, bueno, pensé que tal vez necesitarías ayu… —Se le balanceó el
cuerpo—. Ay, cielos, el ataque…
De un salto Magnus llegó hasta ella y alcanzó a cogerla en brazos antes que
cayera sobre el brillante suelo. Miró a Eliza con ojos preocupados y llevó a la
anciana hasta un mullido sillón junto al hogar y la depositó allí.
Eliza caminó hasta su tía y al ver que no corría ningún peligro de caerse del
sillón, le puso las arrugadas manos en la falda.
Magnus se enderezó.
—Eh… sí, eso podría producírselo. —Miró hacia su tía—. Pero no es necesario
hablar en susurros. No la despertaremos. Despertará dentro de un minuto o
dentro de unas horas. Nada que hagamos puede cambiar eso.
—Eliza, yo…
Ella se puso firme y le imploró en silencio: “Por favor”. Lo peor que podía ocurrir
había ocurrido. Ella había deseado que la besara y él la besó. Y fue un beso
tierno, apasionado y maravilloso, pero había terminado. Y no volvería a ocurrir.
El momento había servido a su finalidad.
Se lo había quitado del organismo. Eso era bueno. Tal vez ahora podría dejar
de pensar en él y comenzar a hacer planes para Italia.
La miró dos veces, pero respetó su deseo y no volvió a hablar del asunto. En
silencio, se giró para salir de la biblioteca, pero al hacerlo vio las otras telas
apoyadas en la pared de enfrente.
Fue hasta ellas y comenzó a mirar los cuadros uno por uno, apoyando los ya
vistos en el muslo. Eliza contempló el espacio oculto bajo su chaleco, donde
tenía apoyados los cuadros. Las ceñidas calzas de ante que usaban los
hombres por entonces hacían visibles todas las curvas de su musculatura.
Pero ahí estaba otra vez. Unos impertinentes apoyados sobre la página abierta
amplificaban el título del capítulo:
Estrategia Seis
—Me alegra mucho que tengas una opinión tan elevada de mi talento —dijo,
acercándose más a la mesa.
Abrió el cajón y metió el libro dentro. Lo cerró con la cadera y volvió a levantar
la vista hacia él, justo en el momento en que él llegaba a ponerse delante de
ella. Él le levantó el mentón con la yema del índice.
Qué voz la suya. Su timbre profundo le pasaba vibrando por los lugares más
impropios. Justo en ese momento, por el rabillo del ojo vio moverse la cabeza
de la tía Viola. Se giró, esperando pillarla observándolos, pero la cabeza de la
anciana ya estaba descansando en su pecho, con los ojos bien cerrados. ¿Se
lo habría imaginado? No, sabía que no. Su tía los estaba espiando.
—Ve delante, muchacha —dijo él, con ese canturreo escocés que la hacía
retener el aliento.
Estaba bastante seguro de que la tía Letitia aceptaría la invitación por ella si
Eliza no lo hacía. Por qué estaba tan empeñado en llevarla a los jardines, no lo
sabía. Lo único que sabía, desde que la vio en la fiesta de los Hogart, era que
deseaba estar a solas con ella, con Eliza Merriweather, la inadaptada a la
sociedad que no tenía ni un solo penique a su nombre.
Deseó decirle que no tenía por qué preocuparse, que había cometido un error
al besarla, pero que ya estaba totalmente al mando de sus sentimientos. Que
no permitiría que la pasión volviera a gobernar su mente y su cuerpo.
De todos modos, haber saboreado una sola vez sus carnosos labios no era
suficiente para saciar su necesidad. Y si se presentaba una pequeña
oportunidad de volver a robarle un beso, sabía en su perverso corazón que la
aprovecharía.
—Y yo estoy muy agotada. Pero tú puedes ir con ellos, querida —le dijo a
Grace—. Aunque, eso sí, no seas demasiado rígida en vigilarlos.
Magnus vio que se le escapaba de las manos el plan de estar a solas con
Eliza.
Con una risita deslizándose por sus labios, Grace se levantó de un salto y salió
al corredor. Allí se detuvo a echar una mirada evaluadora a su vestido y luego
al de Eliza, y concluyó con una sonrisa de alivio:
Cogiendo la papalina que le pasaba Edgar, Grace se dio una vuelta completa,
su cara iluminada por la dicha.
Las dos ancianas se quedaron riendo mientras él, Eliza y Grace salían por la
puerta y echaban a andar hacia el coche.
—Lord Somerton, con mis tías nunca se sabe —contestó Eliza—. Baste decir
que están tramando algo grandioso.
Regla 7
Desde el instante en que pasaron por la puerta Kennington del jardín de los
placeres, Eliza se sintió deslumbrada por el espectáculo que ofrecía Vauxhall.
Miles de linternas de vidrio brillaban por entre la profusión de árboles,
parpadeando como enormes y coloridas luciérnagas al anochecer. Una dulce
música acompañaba a la multitud de elegantes londinenses que recorría el
Gran Paseo, mirando y siendo vistos.
De todos modos, Eliza deseaba de todo corazón poder estar en otra parte. Con
cualquier persona que no fuera Magnus.
Con la atención absorta por las vistas, Eliza y Grace siguieron ciegamente a
lord Somerton por los senderos bordeados de árboles, pasando junto al
pabellón redondo y su cúpula y la fascinante plaza de cinco arcos hasta llegar
a uno de los muchos reservados para cenar situados cerca del centro del
parque del placer. Ahí cenaron todo tipo de exquisiteces: jamón del grosor de
papel, bayas oscuras, vino de la mejor cosecha y delicados pasteles, al tiempo
que disfrutaban de la música de una orquesta al completo.
—Mis disculpas, hermana. No volverá a ocurrir. Pero no grites, no sea que nos
descubran.
—¿Parece que son vuestras tías las que están al otro lado de ese seto?
Eliza miró y alcanzó a ver esconderse detrás de un seto de boj a dos ancianas
disfrazadas con dominós negros. Bajó la cabeza y exhaló un suspiro, porque
los disfraces no ocultaban la identidad de las dos mujeres de pelo níveo.
—¿Está segura?
—Ah, muy segura. Me parece que están muy contentas ahí escondidas entre
los arbustos, y no me gustaría estropearles la diversión.
No quería estar a solas con él, ni siquiera en un lugar tan público como ese
parque.
Eliza sentía el cuerpo estremecido por ese contacto. Lo miró y al verle la boca
recordó el profundo beso. Le flaquearon las piernas con el potente recuerdo.
—¿Señorita Merriweather? Vaya, vaya, hasta este momento creo que era
Eliza.
Eliza alzó el mentón y lo miró a los ojos. No podía reconocer ante él lo que
estaba mal: que su cuerpo se estremecía y la lógica le salía volando por las
orejas siempre que él estaba cerca. O que temía estar empezando a tener
sentimientos por él, sentimientos que lo estropearían todo. Hizo una inspiración
profunda y forzó una sonrisa.
—No me preocupa nada, de verdad —dijo, pero deseó darle una respuesta
más creíble; finalmente se le ocurrió una, por tonta que fuera—: Lo que pasa
es que mientras tú has cumplido tu parte del convenio simulando ser mi
pretendiente, yo no me he tomado en serio mi promesa.
—Sí, pero aún no he empezado a investigar posibles novias para ti —dijo ella,
con la mirada fija en Grace, que venía caminando lentamente hacia ellos—. Ni
siquiera he interrogado a la señorita Peacock, aunque tengo mis dudas de que
ella sea la que te conviene.
—Inteligencia. Sí.
—No seas tan comunicativo, por favor, milord. Me es difícil captar tantos
detalles.
—De acuerdo. La inteligencia es muy importante para mí. Más que otros
atributos. Me gustaría que mi esposa fuera bien leída y estuviera al tanto de los
acontecimientos y la política. Perspicaz, inteligente. Debería tener una cara
bonita, y una figura agradable.
—Y rica.
Dicho eso él se la quedó mirando fijamente, con unos ojos que sólo se podían
describir como sorprendidos.
—¿Qué pasa? ¿Tengo algo en los dientes, algún trocito de perejil, quizá? —
dijo ella, intentando quitar importancia a lo que fuera que lo preocupaba.
Con el fin de hacer algo distinto a estar ahí inmóvil, mirándolo, reanudó la
marcha. Magnus continuó a su lado, pero pasaron unos cuantos
desasosegados minutos sin decir palabra. De pronto la tensión entre ellos se
volvió tan intensa que Eliza se sintió obligada a romperla.
—¿Dónde se te ocurre que podría haberse metido Grace?
Como una respuesta, en ese momento vio a Grace casi corriendo hacia ellos,
seguida por un hombre larguirucho de pelo blanco y una alborotada banda de
músicos. Agrandó los ojos, asombrada.
—El mismo.
Paseando la mirada escrutadora por los árboles que bordeaban el paseo, Eliza
no tardó en ver a sus tías escondidas entre unos frondosos olmos.
—Sí, ya veo. —Eliza miró alrededor en busca de algún camino para escapar—.
Pero yo quiero disfrutar de esta noche. Y oír una serenata de unos músicos
callejeros de oídos de latón no es lo que considero diversión. —Se giró hacia
Grace—. Si te apetece acompañarme, pienso escapar de esto en este mismo
instante. Si no, nos vemos en casa.
—No voy a correr a ninguna parte —gimió Grace—. Estas botas nuevas me
aprietan mucho y me están destrozando los pies. Volveré a casa con nuestras
tías. Lord Somerton te acompañará de vuelta.
Magnus pareció muy complacido con esa perspectiva, lo que puso a Eliza
bastante nerviosa.
—Es la solución lógica, en realidad —dijo él, con una sonrisa dibujada en los
labios.
—Muy bien, entonces. —Mirando una última vez a sus tías, Eliza se recogió la
falda con una mano y se dispuso a echar a correr—. ¿Vamos?
En ese mismo instante salió la tía Letitia de entre los árboles agitando el bastón
y apuntando el regordete dedo en dirección a ellos. Inmediatamente Edgar
silbó hacia los músicos contratados, que levantaron sus instrumentos y echaron
a correr por el paseo hacia ellos.
Haciendo saltar la gravilla con las botas, corrieron por el sendero hasta donde
ya no llegaba la luz del atestado centro del parque. Al llegar a una bifurcación,
tomaron por un estrecho sendero bordeado de apretados y frondosos árboles y
continuaron corriendo para llegar hasta el final.
No debía permitir que ocurriera eso, pensó ella. Eso lo sabía, pero se le había
agitado la sangre por la excitación de la carrera y por la forma como él la tenía
abrazada.
Eliza se rió en voz baja, sorprendida por haber despistado tan rápido a la
banda.
Sin mover ni una sola pestaña, Eliza pasó el brazo por el de él y se dejó llevar
más allá por el camino a la perdición.
El Paseo Oscuro hacía honor a su mala reputación esa noche, pensó Magnus.
Se había imaginado que estaría cerrado al público, pero iban dejando atrás a
una apasionada pareja tras otra, en diversas fases de desnudez. Entendía muy
bien por qué debería estar cerrado. De todos modos, Eliza daba la impresión
de sentirse horrorizada y fascinada al mismo tiempo, y al parecer no lograba
desviar la mirada de las parejas. Tampoco le soltaba el brazo.
—Eso creo.
Sin pensar más en lo que podía o no podía existir entre ellos, ahuecó
suavemente la mano en su mentón y le giró la cara hasta que quedó iluminada
por un solo rayito de luna que pasaba por entre los árboles.
Ella cerró los ojos y dejó escapar un poco de aire por entre los labios húmedos.
—Sí.
Exhalando un suspiro de ángel, ella lo rodeó con los brazos y lo atrajo más. Él
sintió los tiernos contornos de sus pechos apretados contra los músculos del
pecho. Sintió los latidos de su corazón a través de la tela de sus ropas. Eso
casi fue su perdición.
Debía refrenarse; ella era una dama. Pero, ay, Dios, la deseaba tanto, tanto.
Eliza sintió unas vibraciones por toda la piel. Tal vez fuera efecto del vino que
bebió en la cena, o de la carrera por el Paseo Oscuro, pero el contacto de sus
labios parecía embotarle los sentidos, haciéndola desear más; haciéndola
estremecerse por dentro.
Él continuó hacia abajo con los besos, hasta que ella sintió la humedad de su
boca en el valle entre los pechos. Sentía fresco el aire en la dulce estela
creada por él. Retuvo el aliento cuando sintió deslizarse las manos de él por los
hombros y bajar por los brazos.
Abrió los ojos. Eso le reavivó los sentidos, como si hubiera sido una ráfaga de
aire gélido.
—Lo sé. Pero, muchacha, casi me desquiciaste con tus caricias, tus besos. Y
mentiría si dijera que no lo disfruté muchísimo. Y creo que tú también.
—Exactamente. —Eliza miró hacia los oscuros árboles que los rodeaban,
asegurándose de que estaban totalmente solos para poder continuar—: La
experiencia ha sido… muy placentera, pero una actividad inútil. Sabes tan bien
como yo que no podemos tener algo más que una… relación de negocios.
¡Nunca!
—Yo diría que la respuesta es muy obvia. Para empezar, tienes que casarte
con una mujer bien dotada para salvar Somerton. Y yo no soy esa mujer.
—Sí, lo sé. Pero tengo una gran fe en que mi crisis económica podría
solucionarse pronto, sin necesidad de que me case por dinero. Así que, ¿ves?,
una relación entre nosotros podría ser posible después de todo.
—¿Crees que mi renuencia sólo se debe a tus necesidades? ¿No podría tener
yo un motivo también para evitar una relación?
Él se encogió de hombros.
Magnus cruzó la distancia que los separaba y deslizó sus cálidas manos por
sus hombros.
—Si ese llamado plan fuera por lo menos un poco lógico, estaría de acuerdo
contigo.
Ella se enfureció.
—Sabes tan bien como yo que la sociedad no es amable con las mujeres que
eligen vivir fuera de sus límites. —Volvió al banco, se sentó y la miró—. Si te
marchas a Italia para ser una pintora, no podrás volver nunca a tu vida como es
ahora.
—¿Y qué tipo de existencia tengo ahora? Lo que deseo es una vida propia.
Una vida en que yo pueda tomar las decisiones para mi futuro. —Eso lo tienes
ahora.
—¿Sí? ¿Qué decisiones puedo tomar sola? ¿Qué vestido ponerme? ¿A qué
fiesta asistir?
—¿Es que no lo ves? He vivido para otra persona toda mi vida. Atendí y cuidé
de mi madre y de mi abuela hasta que murieron, y luego seguí cuidando de mi
padre. Vivía totalmente dedicada a otros. Esa era mi vida.
—¿Y ahora?
—Pero ¿a qué precio, Eliza? ¿Vas a sacrificar a tus hermanas para realizar tu
sueño?
Eliza no podía creer lo que estaba oyendo. Pero tenía que reconocer que sus
palabras eran ciertas. Todas.
—Por el bien de Grace, espero que se case antes de que acabe la temporada
—continuó él—. Luego está tu hermana menor, Meredith, ¿verdad? ¿Escribirás
su futuro también?
Eliza se cubrió la cara con las manos y fue a sentarse en el banco al lado de él.
Eliza sonrió.
Regla 8
Ya eran casi las once cuando llegó a Hanover Square la berlina que llevaba de
vuelta a Eliza y Magnus.
Vamos, que todavía la hacía vibrar su cercanía. No podía mirarlo sin recordar
la dulce sensación de estar en sus brazos, apretada contra él, sus tiernos
labios posados en su piel desnuda.
En ese momento, una sola palabra dulce de Magnus la espolearía a hacer algo
que después lamentaría. Se movió incómoda en el asiento. Abrió el abanico
con la esperanza de refrescarse la cara, que, igual que otra parte de su
anatomía, sentía extraordinariamente caliente y mojada. Consternada por la
reacción de su cuerpo, se giró a recoger su chal y su ridículo que estaban a un
lado en el mullido asiento de piel acolchada. ¿Sería demasiado esperar que él
sencillamente se fuera a su casa?
Cuando estuvieron sacados los peldaños, Magnus bajó del coche y le tendió la
mano, sus ojos brillantes de diversión, e intensificados por algo más agudo.
Lo vio hacer un mal gesto ante ese pequeño desaire, pero no estaba dispuesta
a cogerle la mano. Incluso el más inocente contacto con él era un peligro para
ella.
Si esa noche había demostrado algo, era que sencillamente no se veía capaz
de estar cerca de Magnus sin que su cuerpo resonara como una campana y
por su mente pasaran los pensamientos más depravados. Cielos, un beso
había bastado para persuadirla a enseñarle los pechos, y en un lugar público,
nada menos.
El solo recuerdo le hizo arder el cuerpo. Ay, Dios, estaba perdida. Perdida.
¿Adónde se había ido su autodominio? Una cosa era segura, no podía
continuar en su presencia mientras no tuviera bien firme su resolución.
Lo miró.
—Y espero que hayáis tenido una maravillosa noche en los jardines —añadió
la tía Letitia, caminando junto a Viola detrás de ellos cuando iban por el
vestíbulo en dirección al salón.
—Sí, fue maravillosa —contestó Magnus, mirando con expresión pícara a Eliza
y produciéndole revoloteos en el vientre.
La tía Viola entró detrás de ellos y se detuvo ante el piano a pasar la mano por
su superficie, casi con cariño.
—¿Sí? ¿Un violinista? ¡Qué romántico! —exclamó la tía Letitia y se dio media
vuelta; una cantarina risita pareció emanar de ella.
—¿Un caballero?
—Sí, querida. Por lo que nos contó Grace, de repente se quedó muy separada
de vosotros y os andaba buscando cuando prácticamente chocó con un joven
al que conoció hace muchos años.
—Eliza, lord Somerton —dijo, en un tono que revelaba que ya casi no podía
contenerse—. Os presento a lord Hawksmoor.
Por el rabillo del ojo vio que Magnus se apartaba del piano un paso, en
dirección a ella.
—¿Cómo puedes haberlo olvidado? —rió Grace, y levantó un dedo—. Tal vez
yo podría refrescarte la memoria.
Cerrando los ojos, Grace estiró los labios e hizo ademán de acercar la cara al
joven.
Eliza lo miró. Lo que veía en sus ojos no podían ser celos. No, no lo podían
ser.
—Yo diría que conoce a Hawksmoor —terció Grace, con la voz entrecortada
por la risa.
—Sí que lo recuerdo. Debe de hacer unos diez años, como mínimo.
Poniéndose una mano en el pecho, Eliza hizo un gesto hacia Grace y lord
Hawksmoor.
—Eliza lo siguió, por supuesto —continuó Grace—, y como siempre ha sido tan
buena para correr, le dio alcance junto al río.
Las dos tías se echaron a reír y continuaron riéndose hasta que tuvieron que
sujetarse el estómago, ya sin aliento.
A Magnus le bajaron las cejas hasta la nariz. Estaba claro que no le veía nada
gracioso a la situación.
—Y usted, señor, era ese muchacho maleducado.
—¿Milord?
La tía Letitia pasó por detrás de Grace y del joven y, poniendo las manos a
modo de sujetalibros, los juntó hasta que se tocaron sus hombros.
—Querida —le dijo a Eliza—, tal vez este joven debería ser liberado de esa
promesa que le exigiste hacer hace tantos años.
Eliza se echó a reír y miró atentamente al joven, aunque sabía que su tía
hablaba muy en serio.
—Sí, bueno, ahora soy lord Hawksmoor. Tengo el título desde hace tres años.
La tía Viola se puso al lado de Grace, le cogió la mano, le dio unas palmaditas
y luego se la colocó sobre el antebrazo del joven.
—¿Tal vez ahora estaría indicado un poco de música? —dijo la tía Letitia con
una ancha sonrisa.
Eliza vio insinuarse una sonrisa en los labios de Magnus ante el erróneo refrán
de Viola, y eso la tranquilizó un poco.
Sin esperar a que la invitaran a cantar, la tía Letitia pasó por entre Grace y
Hawksmoor y se dirigió al armario de caoba, donde comenzó a hojear las
partituras.
El cielo nos ampare a todos, pensó Eliza. Suspirando, miró hacia las puertas
cristaleras para ver la hora en el reloj del corredor. Ésa iba a ser una noche
muy larga.
Cuando la tía Letitia cogió por quinta vez las partituras y empezó a hojearlas,
lord Hawksmoor aprovechó la oportunidad para decir que tenía concertada una
cita y se apresuró a salir. Grace lo acompañó hasta la puerta.
Pasado un momento, entró Grace en la sala, con las manos cogidas sobre el
corazón.
Eliza tuvo que reprimir la sonrisa maliciosa que empezó a formarse en sus
labios. Grace estaba entusiasmada con lord Hawksmoor, tal como estuviera
aquella vez en el huerto hacía tantos años.
La tía Letitia apuró el resto de licor que quedaba en su copa y fue a cogerle la
mano a Grace.
La tía Letitia asintió y agitó una diminuta campanilla de plata. Cuando llegó
Edgar, le susurró algo al oído. A medida que la oía, el criado iba levantando
más y más sus espesas y canosas cejas.
La tía Letitia cogió del brazo a Grace y siguió a Viola hacia la puerta.
—¿Marcharse? No, no, no aceptaré nada de eso —dijo la tía Letitia, negando
con la cabeza y haciéndole un gesto para que volviera a sentarse—. Quédese,
por favor, lord Somerton, y acabe su refresco.
—No. Ni una sola palabra más, Eliza. Por favor, lord Somerton, quédese a
hacerle compañía a mi querida sobrina. Es muy rara la vez que la visita un
caballero.
Magnus sonrió ante ese certero dardo de Letitia, pero bajó la cabeza y aceptó
la tarea.
Las comisuras de los labios pintados de la tía Letitia se curvaron hacia arriba.
La tía Viola y Grace también les desearon las buenas noches y las tres
echaron a andar por el corredor hacia la biblioteca.
A Eliza se le aceleró el pulso al ver salir a sus tías. Eso no podía estar
ocurriendo. No debían dejarla sola con él.
Aún no había transcurrido un minuto cuando entró Edgar con una bandeja bien
cargada: vino moscatel, frutas y galletas de azúcar. Diligentemente lo dispuso
todo en la mesita, platos, cuchillos para la fruta, sobre un mantel de lino
almidonado, y llenó las copas. Cuando se giró para marcharse, titubeante
entregó a Eliza un papel doblado.
Eliza, que había estado hojeando las partituras de sus tías para evitar la
observadora mirada de Magnus, levantó la vista.
—¿Qué es esto?
—¿Hayan? —preguntó Magnus, mirando por el cristal por si veía a alguien que
pudiera abrirles la puerta.
—Mis tías —siseó ella—. No creerás que Edgar haría una cosa así por su
cuenta, ¿verdad? Las señoras le ordenaron que lo hiciera, estoy segura.
—Sin duda.
Furiosa por esa última maniobra de sus tías, Eliza corrió hasta la mesa, cogió
el papel de la bandeja y lo leyó.
—Oh, no.
—Nada.
—Ah, muy bien, ten. —Le pasó el papel y se mordió el labio, nerviosa, mientras
él lo desdoblaba. Se sentó en la banqueta—. Es algo tomado del libro de
estrategias de mis tías.
Estrategia Ocho
Conócelo como a ti mismo y jamás estará en peligro la operación.
La miró desconcertado.
Eliza tragó saliva para deshacer el desagradable nudo que se le había formado
en la garganta.
—Creo que el mensaje significa que nos dan tiempo para que nos conozcamos
más… más íntimamente.
Eliza cogió la copa, se la bebió entera, la llenó y volvió a bebérsela entera. Casi
se le cayó la copa al sentir el ardor en la garganta.
—Peor —graznó.
Magnus fue a sentarse en el sillón de madera frente a ella. Luego le puso sus
cálidas manos sobre las rodillas que le daban saltitos de los nervios,
aquietándoselas. Tranquilizándola.
La comprensiva sonrisa con que acompañó sus palabras le dio a ella el valor
para decirle todo lo que no quiso decirle cuando él accedió a hacer el trato con
ella. Tan pronto como recuperó el habla, comenzó:
—Como dije hace un momento, mis tías tienen un libro de estrategias titulado
Las reglas de la seducción.
—Debo preguntarte, Eliza, ¿por qué tus tías citan este manual de estrategia
militar?
—Eliza, por favor —dijo él, moviendo el papel delante de su cara—. ¿Qué
conexión hay entre esta cita y el hecho de que estemos encerrados aquí?
—Antes tienes que comprender una cosa. —Hizo una honda inspiración y dejó
salir la verdad—: Mis tías no saben que ése es un manual de estrategias para
la guerra.
—Son muy ancianas, están un poco chifladas, y tienen muy mala la vista. Creo
que sólo pueden leer los titulares de los capítulos porque están con letra más
grande, y tienen la errónea impresión de que el libro es un manual de
estrategias para comprometerse en matrimonio.
—¿Cómo?
—Lamentablemente no —dijo ella con voz débil y tono manso—: Todo es muy
cierto.
Oyendo esa sonora y ronca risa masculina, ella pensó por qué no le habría
explicado antes esos trucos casamenteros de sus tías. Él no parecía
preocupado en lo más mínimo.
Él dejó de reírse y poco a poco se le fue extendiendo por la cara una expresión
de desconcierto.
—Eliza, si todo este tiempo has sabido de ese error, ¿por qué no se lo has
explicado a ellas? Podrías poner fin inmediatamente a sus tretas.
—Buen Dios, Eliza. ¿Tu hermana aplica estratagemas militares sin saberlo
para cazar un marido?
—Eh… sí. —Alzó el mentón Pero me he prometido que si alguna vez una
estrategia pone en peligro su reputación, o sus posibilidades de que le
propongan matrimonio, la informaré inmediatamente.
—Bueno, mi mente no logra figurarse una manera de salir de esta sala. Tal vez
podrías ayudarme. —Se levantó y caminó hasta la puerta. Miró por uno de los
paneles de cristal y suplicó a todo pulmón—: ¡Dejadnos salir, por favor!
Sólo contestó el silencio.
—Grace y la tía Letitia deben de haber pasado por la otra puerta para subir a
sus habitaciones —informó a Magnus, que continuaba cómodamente
sentado—. No hay señales de ellas. —Golpeó el cristal con el puño y estuvo
unos cuantos minutos más gritando, hasta que aceptó la derrota y fue a
sentarse en la banqueta del piano—. Viola sigue en la biblioteca. Sólo le vi la
coronilla, pero parece que está durmiendo. Y una vez que se le cierran los ojos,
no hay manera de despertarla.
—No me sorprende que esté dormida —dijo Magnus, abriendo su reloj de oro
para mirar la hora—. Lady Viola bebió su buen poco de su… ejem, refresco, y
es bastante tarde, o temprano debería decir.
—La culpa es tuya, tienes que reconocer. ¿Por qué no te marchaste? Podrías
haberte ido con lord Hawksmoor, y nos habrías ahorrado a los dos este odioso
destino.
—¿Y a qué iba a volver Hawksmoor esta noche? No veo ninguna lógica en lo
que dices.
Magnus hizo un gesto con la cabeza hacia el bastón con empuñadura de plata
que estaba apoyado en el marco de la puerta.
—Bueno, entonces, debo darte las gracias por hacer el papel de pretendiente y
por advertirme de un posible problema. —Nuevamente fue hasta la puerta y la
golpeó—. Aunque me parece que Hawksmoor es el menor de mis problemas
—masculló.
Magnus estaba bien arrellanado en el sillón con las manos entrelazadas detrás
de la cabeza.
—Ni tus golpes ni tus gritos nos han acercado a la liberación. Está claro que tus
tías nos liberarán cuando quieran, y no antes, por mucho ruido que hagamos.
—Sí, eso parece —convino Magnus—. Así que podrías sentarte a hablar
conmigo sobre lo que ocurrió en los jardines.
Necesitaba toda la ayuda del cielo para acabar esa noche… siendo todavía
virgen.
Con los adormilados ojos contempló el decantador vacío que tenía delante,
deseando no haber pasado ese tiempo con una copa en la mano. Magnus, en
cambio, no parecía afectado en lo más mínimo por la bebida.
—No entiendo cómo puedes estar sentado ahí tan contento cuando estamos
atrapados en esta jaula de cristal —dijo enfadada, sintiendo muy débiles sus
defensas.
—Pues sí que lo hay, muchacha. Lo que ocurrió en los jardines no fue ninguna
casualidad, y debemos hablarlo. —En sus ojos destellaban chispitas de
emoción, mirándola—. Reconócelo, Eliza. Sé que sientes algo por mí. Lo
sientes hasta los dedos de los pies.
—Te equivocas —logró decir ella—. Lo nuestro no es otra cosa que un pacto
de conveniencia.
Alzó la vista para mirarlo y la sorprendió el resuelto brillo que vio en sus ojos.
¿Qué estoy haciendo?, pensó y levantó el pequeño cuchillo para fruta tratando
de parecer amenazadora, pero él simplemente se rió de esa débil defensa.
Él la iba a besar, seguro, y, Dios misericordioso, eso era lo que deseaba ella.
Necesitaba que la besara. Echó atrás la cabeza, cerró los ojos y se quedó
inmóvil, esperando.
Cuanto más la besaba y estrechaba en sus brazos, más débiles sentía las
piernas. Y de repente, sintió su mano sobre un pecho.
¡Buen Señor! Abrió los ojos. Si fuera una dama como es debido, eso la haría
desmayarse. Entonces se le ocurrió. Tal vez sí había una manera de refrenarlo.
Y de refrenarse ella.
En el instante siguiente, cerró los ojos y su cuerpo quedó flácido en los brazos
de Magnus.
Respiraba, eso lo veía. ¿Es que la tonta muchachita se había desmayado? No,
no podía ser. Su Eliza no era ese tipo de jovencita.
De todos modos, pese a sus llamadas, sus palmaditas en las mejillas, ella no
contestaba ni reaccionaba. La colocó tendida en el suelo de madera, la giró
hasta dejarla de costado para desabotonarle la hilera de pequeños botones en
la espalda y soltarle el corsé. Después fue a coger el candelabro, lo puso en el
suelo cerca de ella y esperó. Pero esos cuidados no sirvieron de nada; ella
continuaba igual.
Eliza había hecho lo imposible por evitarlo esas horas pasadas, por poner
distancia entre ellos, pensó. Y él lo había aceptado, incluso aceptó esa larga
maratón de partidas de naipes. Qué maravillosamente adorable, en realidad,
tan transparente en su empeño por combatir el deseo físico que sentía en su
interior.
Ach, ya era hora de que se marchara de todos modos. Dentro de dos horas
tenía que reunirse con el otro inversor de The Promise. “A las primeras luces
del alba en el muelle”, decía la tarjeta. Y él tenía toda la intención de estar ahí,
pese a esa larga velada, pues estaba programado que el barco entrara en el
puerto esa mañana. Y era posible, sólo posible, que llegaran a su fin sus
apuros económicos y pudiera comenzar una vida con Eliza.
—Ven conmigo, cariño —le susurró al oído, cuando iba subiendo la escalera.
Al llegar arriba, fue buscando a tientas una puerta y se detuvo cuando tocó una
fría manilla. La movió y abrió la puerta empujando con el pie.
A la luz de las parpadeantes llamas del hogar distinguió los contornos de una
cama cerca de la ventana.
Giró sobre sus talones, llegó a la puerta y allí se detuvo con la mano puesta en
la manilla. A la tenue luz de un delgado rayo de luna vio que Grace tenía los
ojos tan abiertos como la boca.
Entrecerró los ojos, pero lo único que logró ver fue la punta encendida de un
cigarro.
Regla 9
Bajó del coche al fresco aire matutino y le lanzó una gruesa moneda al
cochero, que hizo girar los caballos y emprendió la marcha por los mojados
adoquines para volverse por donde había venido.
Receloso, miró hacia atrás, y escrutó los oscuros huecos entre los edificios.
Pero no vio nada. El coche que había seguido al suyo por las mojadas calles
de Londres ya no se veía por ninguna parte. Eso era algo que debía agradecer,
aunque lo amilanaba de todos modos.
No tenía la menor idea de quién podría ser la persona que lo había seguido.
Ach, si es que lo había seguido alguien. En Londres siempre había mucho
ajetreo y no era raro ver movimiento a primera hora de la mañana, de
comerciantes, vendedores ambulantes y tenderos. Haría bien en moderar su
vigilancia militar, en olvidar su formación. Al fin y al cabo las calles de Londres
no eran trincheras ni campos de batalla.
Magnus levantó la cabeza y vio una caja del tamaño de un coche colgada de
una grúa y avanzando veloz hacia él.
—Aquí estás, buen hombre. ¿A qué se debe esta convocatoria? The Promise
llegó según estaba programado, ¿verdad?
Se desvaneció la sonrisa de Lambeth.
—Si ocurre algo malo, exijo saberlo ahora —dijo, endureciendo el tono—.
Conoces mi situación. Mi vida está encajonada en ese barco. Mi futuro.
—Ayer tarde recibí varios informes sobre una tremenda tempestad que
atravesó la vía marítima occidental. Ayer, la Compañía de las Indias Orientales
confirmó la pérdida de dos barcos.
—Debería haberles hecho caso a los jugadores del White's, ¿sabes? Incluso
ellos me desaconsejaron esta apuesta. —Lo apuntó con un dedo—. De tal palo
tal astilla, dicen.
—Será mi ruina, ¿sabéis? —dijo con voz débil y trémula—. Si este barco se
pierde quedaré arruinado.
Lambeth les dio la espalda y, sin decir palabra, se limitó a mirar por la pequeña
ventana.
Los apagados gritos de los trabajadores del muelle se unían a los crujidos y
gemidos de los barcos atracados, mientras los tres hombres reflexionaban
sobre la gravedad de la situación, cada uno a su manera.
—Acepta mis disculpas, buen hombre. Lo que pasa es que… Lambeth asintió y
le cogió la mano, estrechándosela entre las dos de él.
Esa misma mañana, algo más tarde, William Pender dejó la taza de té en el
platillo y apartó su plato de desayuno con tanta fuerza que saltaron trozos de
pan y se diseminaron sobre la mesa.
Magnus guardó silencio; sabía muy bien de qué deseaba conversar su tío; su
decepción estaba claramente marcada en su cara y no intentaba disimularla.
Pender apoyó un huesudo codo sobre la mesa y cogiéndose una espesa ceja
entre el índice y el pulgar empezó a hacerla girar.
—Juro que serás mi muerte. ¿Por qué no quieres seguir mi consejo de casarte
con la señorita Peacock?
—Vigila por donde pisas, tío —le dijo Magnus, mirándolo enfadado.
Pender emitió un suave gemido y cambió de posición en su silla.
—Sólo quise decir… esto… ¿tiene dinero por lo menos? Ciertamente sus tías
lo tienen en abundancia.
—Mi querido muchacho —dijo su tío negando con la cabeza—, todas las
relaciones entre hombres y mujeres de la alta sociedad tienen que ver con el
dinero.
—¿Sabes?, se rumorea que su padre no dejó bien provistas a sus hijas. ¿Es
cierto eso?
Magnus abrió la boca para hablar, pero Pender levantó una mano.
Acto seguido, dejó la taza sobre la mesa, echó atrás la silla y salió de la sala,
muy consciente, eso sí, de que su tío tenía razón.
—¡Despierta!
—Bueno, por fin has despertado. ¿Cuánto de ese licor bebiste? No he podido
despertarte en toda la noche.
—Vete.
—¿Sí?
—¡No juegues conmigo! Lord Somerton te puso en mi cama anoche. Hablé con
él, Eliza, no soñé esa conversación. Él te trajo a mi habitación y te puso en mi
cama. Me preguntó si podías compartir mi cama y yo le dije que sí. ¿Qué otra
cosa podía decirle? Un hombre tenía en brazos a mi hermana dormida, ¡a
medianoche!
Eliza agitó la cabeza a ver si eso se la limpiaba de las telarañas inducidas por
la bebida. Al sentarse bien observó que estaba vestida, y con el mismo vestido
de paseo con que fuera a Vauxhall Gardens. Entonces se le aclaró todo.
—Ah, sí, con el cuchillo de la fruta manipuló la cerradura hasta abrirla, para que
pudiéramos salir de la sala de música.
—Nuestras tías nos hicieron encerrar con llave, y luego se olvidaron. Bebieron
demasiado de ese licor, supongo.
—No tienes por qué decirlo. ¡Te besó! —Grace le arrancó el borde de la colcha
de las manos, bajó de la cama, dio la vuelta y la cogió por los hombros—.
¡Contéstame!
Grace se enderezó lentamente. Con la boca cubierta con una mano, retrocedió
tambaleante y se sentó en la pequeña butaca.
—¿En el Paseo Oscuro? Escandaloso. Vamos, es que contigo es una cosa tras
otra, Eliza. Nuestra familia está deshonrada, seguro.
—No estamos deshonradas. Nadie nos estaba mirando, que yo sepa —añadió
en voz baja.
—Pero ¿no lo sabes de cierto? Ay, Dios. ¿Qué podemos hacer ahora? —
Estuvo un momento tamborileando con los dedos sobre los labios hasta que
dio la impresión de haber encontrado una solución lógica, al menos lógica para
su forma de pensar—. ¡Ya lo tengo! Nadie podría juzgarte con dureza por
besar a tu prometido.
—Mis disculpas —dijo, y levantó la vista para mirar a Grace a los ojos—, pero
no puedo casarme con lord Somerton.
—¿Qué es entonces?
Grace abrió la boca, claramente horrorizada, pero no dijo ni una sola palabra.
Eliza dejó de contemplar las mortecinas brasas y se giró a mirarla:
—Grace, tienes que comprender. Lo que ocurrió entre nosotros fue tanto culpa
mía como suya. Y no me arrepiento.
Grace agrandó los ojos, y continuó abriéndolos tanto que Eliza temió que se le
fueran a salir de las órbitas. Estaba tan horrorizada como desconcertada.
—Bueno, ésa es mi parte del trato. Yo tengo que investigarle posibles novias.
—Bueno, sí. Así comenzó en todo caso. Nuestro trato nos pareció lógico
entonces.
Diciendo eso, Grace se cogió la cabeza con las dos manos y emitió una
especie de grito raro, gutural, que pareció salirle del fondo de la garganta.
—Lo siento. Debería haber previsto esta eventualidad. —Deslizó las palmas
por los brazos de Grace y luego se sentó en la cama—. En realidad, creo que
lo habría visto si no hubiera estado tan resuelta a marcharme a Italia al final de
la temporada.
—No hay otra solución, Eliza. Debes cortar tu relación con lord Somerton.
Debes ponerle fin a todo esto. Inmediatamente.
—Puedes —dijo.
—No puedo.
No puede haber acción a menos que los dos lados estén dispuestos.
Por el rabillo del ojo Eliza vio que Grace la estaba mirando mohína, molesta.
—Hasta que reconozcas el peligro en que nos has puesto a todas con tu
temeraria conducta.
—Nunca es esa tu intención. De todos modos —la miró con los ojos
entornados—, debes eludir a lord Somerton a toda costa, por el bien de la
familia.
—Si debes pintar su retrato, píntalo. Pero hazlo cuando los vigilantes ojos de
nuestras tías le impidan a él cualquier acto indecoroso.
Se inclinó a besar las mejillas de sus sobrinas con sus delgados labios y fue a
sentarse al otro lado de la mesa, frente a Eliza. Acababa de levantar un dedo y
pedirle a la señora Penny unos polvos de corteza de sauce para el horroroso
dolor de cabeza, cuando entró la tía Viola a tientas, con una mano puesta
sobre los ojos y la otra alargada para guiarse.
Una vez sentada, la tía Viola se quitó la mano de los ojos, y tuvo que cerrarlos
bruscamente, encandilada por la luz de la mañana.
Eliza se dio permiso para esbozar una leve sonrisa. Sus dos tías tenían
aspecto de estar sufriendo los malos efectos de muchas copas de licor esa
noche pasada.
Una vez que estuvieron cerradas las cortinas y la tía Viola pudo abrir los ojos
normalmente, no les llevó mucho tiempo a las dos tías notar el cansancio que
revelaba la apariencia de Eliza.
—Cielos, mírate los ojos —exclamó la tía Letitia, entornando los párpados y
llevándose lentamente la taza de té a los labios—. ¿No dormiste bien anoche?
—Sí, eso ya lo sé. Por eso yo pasé la noche encerrada con llave en la sala de
música con lord Somerton.
—El ataque…
Tan pronto como la tía Letitia volvió a sentarse, Grace golpeó la mesa con las
palmas y se inclinó hacia ella.
—¿Qué creéis que van a pensar de esto los miembros de la alta sociedad?
¿Eliza? ¿Tieta? ¿No veis que esto es horroroso, simplemente horroroso?
—¿Casarse con Eliza? —preguntó la tía Viola, abriendo los ojos. Lentamente
giró la cabeza hacia Eliza—. ¿Te hizo la proposición, querida?
—¿Proposición? No. —Eliza miró de una tía a la otra, con expresión dura—.
Seguro que se sentía tan frustrado que no podía pensar en otra cosa que en
escapar de la sala de música.
—No pasa nada, hija —convino la tía Letitia—. Lo que ocurrió en la sala de
música fue un accidente, una trasgresión sin importancia. Nada de qué
preocuparse ni armar tanto alboroto.
—Sí. Pero, por favor, tieta, déjame que yo arregle esto sola.
—Ahora que eso está acordado —terció entonces Grace—, las dos debéis
saber que Eliza ha decidido no volver a recibir a lord Somerton.
La tía Letitia cogió sus impertinentes, colgados de una cinta, y se los puso ante
los ojos para mirar a Eliza.
Grace sabía muy bien que ella no iba a confesar a sus tías sus sentimientos, su
amor, por lord Somerton. Porque ¿adónde la llevaría eso? A medio camino del
pasillo de la iglesia, allí.
Eliza se levantó.
Las risas se apagaron. La tía Letitia se limpió los ojos con la servilleta.
—Querida mía, ni Viola ni yo hemos visto jamás a dos personas más hechas la
una para la otra que tú y lord Somerton. La atracción es evidente.
—¿Tan resuelta estás a estudiar pintura en Italia que no ves un matrimonio por
amor que tienes delante de los ojos? —preguntó la tía Letitia, su tono
repentinamente muy serio—. Piénsalo, Lizzy.
La emoción le subió a la garganta y le salió por los labios antes que pudiera
evitarlo:
—¿Para qué, tieta? Nada que yo pueda decir o hacer cambiará el hecho de
que no habrá matrimonio. Ni proposición. Jamás.
Empezó a sentir picor en los ojos, de modo que se giró y echó a andar hacia la
puerta abierta. No estaba dispuesta a dejar ver a nadie lo tonta y ridícula que
era.
—Razón tienes.
En el patio soplaba una agradable brisa que agitaba las verdes hojas del roble
formando ondulantes y variadas sombras sobre los adoquines.
Grace tenía razón. Por el bien de su familia debía negarse a verlo. No debía
poner en peligro el futuro de Grace ni el de Meredith dejándose llevar por la
ilusión.
Pero otra parte de ella deseaba verlo; deseaba estar con él; deseaba sentir la
ardiente presión de sus labios sobre los de ella. Sólo una vez más.
Vacilante, dejó los pinceles en la mesa y echó a andar hacia la puerta. Pero
Grace llegó antes hasta Edgar. En ese momento Grace miró hacia el patio, la
vio, le sonrió y le hizo un gesto indicándole que no entrara; después se alisó la
falda y siguió a Edgar hacia el salón de recibo.
El aire que tenía retenido sin darse cuenta le salió como una explosión por
entre los labios. No sabía si se sentía aliviada o decepcionada.
Volvió a su cuadro y contempló la imagen de Magnus en la tela. Que sencillo
era todo antes que él entrara en su vida.
Ay, Dios, cuánto necesitaba el alivio de la compañía de Eliza. Sabía que sólo
cuando volviera a estar con ella, aspirara el aroma a lavanda de su pelo,
sintiera su consolador contacto, volvería a sentirse equilibrado.
—¿Lord Somerton?
Grace alzó levemente el mentón, su postura rígida, su sonrisa forzada. Algo iba
mal, estaba claro.
—No… no entiendo.
—¿No? Mi hermana se ha cansado del “trato” entre ustedes —dijo ella en tono
firme.
Magnus enarcó las cejas, sorprendido al oír esa determinada palabra en boca
de ella.
—¿Trato ha dicho?
—Por fin, lo comprende. Ah, sé que esta temporada es sólo un juego para
usted y para mi hermana, pero los actos tienen consecuencias, lord Somerton
—entornó los ojos—, consecuencias que podrían ser desastrosas para esta
familia.
—Le aseguro que jamás haría nada que pudiera dañar a esta familia —dijo él
con toda sinceridad.
—Le juro que si mi relación con su hermana le causara daño, esperaría hacer
lo honroso hacia ella.
—Puede esperar hacer lo honroso, espere todo lo que quiera, pero los dos
sabemos que no puede casarse con ella.
Magnus sintió en la cara esas palabras como si ella le hubiera dado una fuerte
palmada. Tragó saliva, la miró y vio que estaba algo estremecida por el golpe
que acababa de asestarle.
Diciendo eso fue hasta la puerta, la abrió, salió al corredor y apuntó con un
dedo rígido hacia la puerta de la calle.
—Lord Somerton —gorjeó ella—, Edgar nos dijo que había llegado. Qué placer
verle.
Detrás de ella apareció lady Viola. Las dos ancianas le sonrieron de oreja a
oreja y luego sonrieron entre ellas.
—Cuánto lamento oír eso —dijo, su cara arrugada por un mohín de niña
pequeña.
Letitia también pasó por un lado de Grace, asomó la cabeza y miró hacia el
salón.
—Drury Lane —repitió Magnus, sonriendo—. Sí, tal vez las vea allí esta noche,
señoras.
¿Por qué se negaba a verlo, a hablar con él? Bueno, ya se lo explicaría más
tarde. Esa noche, en realidad.
Él se encargaría de eso.
Regla 11
El olor de las velas recién encendidas impregnaba el aire, y la luz de sus llamas
daba un brillo dorado a las motas de polvo que pasaban ante sus ojos mientras
se adaptaban a la tenue luz.
Seguro que Magnus estaría allí esa noche. Su presencia la había asegurado el
bien intencionado intento de sus tías de desbaratar el trabajo de Grace. Sólo
pensar en eso la estremecía, en una extraña mezcla de expectación y miedo.
Sus tías no podrían haber elegido un peor momento para hacer esa oblicua
invitación, tanto para ella como para Magnus, si venía, porque si él todavía no
estaba destrozado de preocupación por la posible pérdida de su casa debido a
las deudas de su hermano, la obra que se representaba esa noche, Nuevo
estilo de pagar viejas deudas, de Massinger, sin duda lo llevaría al punto de
ruptura.
Se oyó una risita nerviosa de Grace. Ésta estaba expectante; no había hablado
casi de ninguna otra cosa durante toda la semana. Kean era un hombre
moreno y misterioso, y se rumoreaba que su actuación era tan conmovedora,
tan potente, que la noche anterior sus palabras habían producido convulsiones
en una veintena de espectadores.
De todos modos, Eliza exhaló un suspiro; no tenía el menor deseo de estar allí.
Con una parte de la mente oía el emotivo parlamento de Kean, las ahogadas
exclamaciones de los espectadores, el sonido de los instrumentos de los
músicos, pero, al igual que las voces oídas por encima del ruido de un río
torrentoso, se perdían todos los matices.
Esforzando los ojos para ver en la penumbra, lo buscó fila por fila, en un
interminable tedio. Pero fue inútil; había demasiados caballeros, y todos
vestían de modo muy similar. Cuando ya había renunciado a la búsqueda,
entró un hombre alto y de pelo negro en el palco que quedaba casi frente al de
ellas.
Eliza cogió los gemelos con las manos temblorosas y lentamente se los llevó a
los ojos, los enfocó y vio claramente al caballero.
Grace la miró molesta cuando ella se agachó a pasar la mano bajo el asiento
hasta que sus dedos tocaron los suaves anteojos de madreperla. Los cogió y
se apresuró a ponérselos ante los ojos.
Magnus se puso de pie, le hizo un gesto, apuntó un dedo hacia él y luego hacia
la puerta de su palco.
Eliza ahogó una exclamación. ¿No esperaría que ella saliera del palco de sus
tías a encontrarse con él, verdad? Si esperaba eso, quería decir que estaba
loco del todo. Negó enérgicamente con la cabeza.
Eliza sintió martillear el corazón contra las costillas. Venía a buscarla. A una
parte de ella le fascinó esa idea; la otra parte tembló. Aun cuando había estado
pensando en él todo el día, no estaba preparada en lo más mínimo para
enfrentarlo.
Al final del segundo acto el público aplaudió tan fuerte, poniéndose de pie y
rugiendo sus ovaciones, que del sobresalto Eliza se deslizó del asiento y cayó
de culo en el suelo.
—Oh, qué talento. Kean es increíble, ¿verdad, Eliza? —dijo Grace, alargando
despreocupadamente la mano para ayudarla a ponerse de pie.
Grace estaba tan impresionada con la actuación que casi tocaba el techo y al
parecer no se había dado cuenta de que Eliza no estaba en su asiento.
Pero sus tías sí. Las dos sonrieron detrás de sus abanicos y no dijeron ni una
sola palabra mientras Eliza se levantaba y volvía a sentarse.
La tía Letitia agitó el abanico para saludar a una persona de otro palco y luego
miró a Eliza.
—Teníamos la esperanza de ver a tu joven, Eliza. No le he visto. ¿Lo has visto
tú, hermana?
—Confieso que mis ojos ya no son lo que eran. En realidad, creo que nuestro
lord Somerton podría haber estado sentado en el palco de enfrente y yo no lo
habría reconocido con esta poca luz.
Eliza agrandó los ojos. O sea, que la tía Viola había visto a Magnus; de eso
estaba segura.
—¿Dónde están nuestros refrescos? Eliza, por favor, sé buena y ve a ver qué
retiene al mozo que atiende nuestro palco.
No podía ir. No podía ir sola; Magnus podría estar esperándola fuera del palco.
—Eh… sí, por supuesto —dijo Grace, comprendiendo por fin que pasaba
algo—. Podría sentarme bien un corto paseo por el gran bufé antes que
comience el tercer acto.
—Puedes estar tranquila, hermana. No creo que lord Somerton esté aquí.
—Está. Lo vi.
—Estaba sentado en el palco de enfrente. Tía Viola lo vio. Es posible que tía
Letitia también. Y por eso me han enviado a ver lo de los refrescos. Estas
ingeniosas ancianas no tienen tanta sed como nos han hecho creer.
Grace agrandó los ojos y se puso delante de ella, a modo de escudo protector.
—No seas tonta, Grace. Todos somos adultos civilizados. Si él quiere hablar
conmigo, no tengo ninguna objeción en pasar un momento con él simplemente
conversando.
Qué mentira.
—No lo viste en el salón, Eliza. Me pareció muy agitado cuando le dije que
estabas cansada de vuestro trato y que no querías verlo.
—Ya me has dicho eso, dos veces. No logro entender por qué estás tan
molesta conmigo. Simplemente dije lo que era necesario decir, por el bien de
todas. Tú no lo habrías hecho.
—Muy bien. En todo caso, estoy segura de que ahora él entiende la situación,
porque hablé muy claro. —Grace miró hacia los grupos de personas reunidas
cerca del pie de la escalera; de pronto los ojos se le iluminaron como antorchas
y le apretó el brazo a Eliza—. Mira ahí. ¿Ése es lord Hawksmoor? —Se apoyó
en la baranda—. Pero no puede ser. Reggie me dijo que debía volver a Dunley
para estar dos semanas ahí, y que se marchaba hoy.
Eliza le siguió la mirada. Ay, Dios. Sí que era Reginald. Y no estaba solo; lo
acompañaba una elegante señora ligeramente mayor, cuya cara quedaba
oculta.
—Sí. —Cogiéndola del brazo, la hizo girar, obligándola a subir con ella la
escalera—. Vuelve al palco y quédate con nuestras tías. Yo lo saludaré en tu
nombre.
Era muy consciente de que no debía vagar sola por ahí, estando Magnus
acechando en alguna parte, pero no tenía más remedio. No podía permitir que
Grace se acercara a lord Hawksmoor y a su dama amiga en el estado de
disgusto en que se encontraba. Con su tendencia a exagerar, aun en el caso
de que Hawksmoor fuera inocente de lo que sospechaba ella, Grace podría
actuar impetuosamente y poner en peligro cualquier posible proposición del
joven para un futuro juntos.
Grace dirigió una última y afligida mirada a su amado y, con el mentón casi
tocándole el pecho, entró en el penumbroso pasillo que llevaba al palco de las
Featherton.
¡Rayos! Dándose media vuelta y dejando de lado toda idea de hablar con lord
Hawksmoor, empezó a subir los peldaños con la mayor rapidez que le permitía
el decoro. Cuando llegó arriba, miró atrás por encima del hombro,
desesperada. Magnus la seguía y estaba a menos de diez pasos de ella.
¡Perdición!
Tocando apenas el suelo con los pies, echó a correr por el oscuro pasillo en
dirección al palco de sus tías. Allí estaría segura. Seguro que él no se atrevería
a entrar, después de cómo le tratara Grace esa mañana.
Dio la vuelta a la curva, y miró brevemente hacia atrás por encima del hombro
otra vez. Apenas había girado la cabeza cuando casi la enterró en un
corpulento caballero que estaba delante de la puerta del palco.
—¡Ay!
Con la fuerza del impacto, se le fue el cuerpo hacia atrás y cayó sobre el duro
suelo, otra vez. ¡Qué ganas de chillar!
No se molestó en volverse. Mirando bien dónde ponía los pies por el pasillo
tenuemente iluminado, pasó al lado de un grupo de personas y continuó
corriendo.
El pasillo acababa en una estrecha puerta. A diferencia de las puertas de
entrada a los palcos, ésta no tenía ninguna ornamentación.
Haciendo una inspiración profunda, tiró del pomo. Chirriaron los goznes, se
abrió la puerta y entró en un pasillo negro como la noche oscura.
Oyó un suave sonido metálico detrás. Se dio media vuelta, con los ojos bien
abiertos, pero ciegos, en la absoluta oscuridad. La puerta.
Desesperada, ella buscó un lugar para esconderse. Estiró los brazos y empezó
a pasar las manos por las paredes de ambos lados, hasta que por fin palpó el
contorno de una puerta. Siguió palpando hasta sentir el frío metal de una
manilla. La bajó suavemente, abrió y entró en un cuarto tan oscuro y blando
como el terciopelo más grueso.
Ella guardó silencio, mirando la oscuridad hasta que le ardieron los ojos.
Estaba actuando como una niña que quiere escapar de un castigo. Como
mínimo le debía a Magnus una explicación de su conducta.
Con sumo cuidado comenzó a buscar a tientas el camino hacia la puerta, pero
cuando alargó la mano para coger la manilla, sólo tocó telas, montones de
telas. La puerta tenía que estar cerca. No podía ser que hubiera perdido tanto
el sentido de la orientación.
Metió la mano por entre los rimeros de telas, por si encontraba la puerta o por
lo menos una pared, pero no encontró otra cosa que telas y más telas, en
todas direcciones.
—¿Eliza?
—¡Maldición!
—¿Magnus?
—Quédate quieta donde estás. Iré a buscar una vela al pasillo. No veo una
maldita cosa aquí.
—¿Magnus?
—No tan rápido —dijo y su voz resonó. De pronto le cogió el brazo y la atrajo
hacia él—. Creo que me debes una explicación.
—¿Por qué te negaste a recibirme hoy? ¿Por qué has tenido que sumergirte en
una montaña de telas para escapar de mí?
—No envié a Grace —suspiró ella. Trató de soltarse los brazos—. Ella sola
decidió ir a hablar contigo.
—Sabes por qué no te recibí; por qué no puedo estar sola contigo —logró
decir.
—¿Lo sé?
Tenía que salir de ahí. La semioscuridad le hacía muy fácil olvidar lo correcto,
le hacía sentirlo todo y olvidar el recato. Debía salir antes que ocurriera algo
que después lamentaría. Volvió a debatirse, pero él la mantuvo firmemente
apretada a él con el brazo, como dentro de un cerco de acero.
Ella lo empujó por el pecho, pero fue como empujar un muro de piedra.
—Por favor.
—Nos hemos puesto ridículas máscaras de amor para que todos las vieran,
pero…
Con un paso él cerró la distancia que los separaba. Puso las manos a ambos
lados de ella, encerrándola con su cuerpo.
—¿Qué ibas a decir, Eliza?
—N-nada.
Lo único que deseaba era acariciar a Magnus, ser acariciada por él.
—Magnus —susurró.
Que el Señor la amparara. ¿Qué estaba haciendo? Era una mujer soltera. Eso
era vergonzoso, claramente vergonzoso. Pero ya había pasado del punto del
pensamiento lógico. Su cuerpo y su conciencia habían batallado, y ganado su
cuerpo.
Magnus bajó la mano izquierda por la parte exterior de su muslo con exquisita
ternura, haciéndole contraer el cuerpo de expectación. Deslizando la mano por
detrás de la rodilla, él le levantó la pierna, la afirmó en su cadera y le presionó
el bulto de su erección sobre la horcajadura de la entrepierna.
Magnus se movió, apretándose contra ella. Ella abrió la boca, pero él ahogó el
sonido besándola.
Deseaba rendirse.
Se fue acumulando una intensa excitación dentro de ella, tensándola tanto que
sentía ansias donde él la tocaba. Él empezó a mover más rápido los dedos,
introduciéndolos más en ella al tiempo que con el pulgar le frotaba el lugar más
sensible.
Le aumentó tanto el frenesí que instintivamente se apretó más a él. Hizo una
entrecortada inspiración y retuvo el aliento, mordiéndose el labio inferior para
no gritar. De pronto, sintió la otra mano de él en el pecho, bajándole el escote
ribeteado con encaje. Entonces puso la palma caliente sobre su pezón y se lo
apretó suavemente, haciéndola gemir de placer.
¡Para!, gritó su mente; para antes de que sea demasiado tarde. Tuvo que
ponerse el puño en la boca mientras él tocaba las notas finales. De pronto le
pareció que pasaba una llamarada por toda ella y gritó. Abrió las manos y las
puso sobre el pecho de él, mientras una oleada de ardiente placer le recorría
todo el cuerpo.
—Ay, Dios…
—Lo has estropeado todo —susurró ella con la voz ronca—. No quería
entregarte mi corazón. No quería. Pero te lo he entregado. Maldita sea, te lo he
entregado.
Ella seguía con la mente hecha un torbellino, tenía el vestido torcido y sin duda
su cara, a la luz, estaría tan roja como el rubí que llevaba colgado al cuello.
—Tienes razón.
—Pero esto dista mucho de haber acabado, Eliza —dijo, sus ojos brillantes a la
luz de la vela—. Dista mucho de haber acabado.
Y ella vio que lo decía en serio.
Regla 12
Y así, continuó esperando que Eliza saliera de la casa; esperaría toda la noche
si era preciso, para ver si llegaba el momento de encontrarse con ella a solas.
Esta vez debía conservar su autodominio de caballero y resistir todo deseo de
estrecharla en sus brazos. Sólo cabía esperar que fuera capaz de eso.
Eliza miró por la ventana. Una fina niebla había reemplazado a la torrencial
lluvia que caía sólo hacía unos minutos. Sus tías y Grace se marcharían
pronto, sin ella, si tenía éxito su estratagema.
—Mis disculpas, tía Letitia, pero creo que no podré asistir al espectáculo en el
Serpentine. Estoy totalmente agotada.
Echada con cara afligida en el sofá, Eliza vio que su hermana la estaba
observando por el espejo, sus ojos azules suavizados por la preocupación.
Eliza exhaló un largo suspiro. Sí, seguro que Magnus asistiría, y ése era
justamente el motivo de que ella no fuera a poner un pie fuera de la casa.
—Una boba muy cansada —contestó Eliza, añadiendo un largo suspiro para
mejorar su representación.
—No es nada para inquietarse, tieta. Estoy bien. Simplemente me siento tan
cansada que no podría pasar todas esas horas caminando por las orillas del
Serpentine.
—No, no, no —exclamó Eliza, agitando la mano para descartar esa idea—. No
les pidas que se queden en casa por mí. No tendré ninguna necesidad de sus
servicios.
—Muy bien, Eliza, buenas noches —gorjearon las dos tías al unísono.
—Buenas noches.
La casa estaba en silencio, por fin, tan silenciosa que el único sonido que oía
era el casi imperceptible crujido de las ballenas de su corsé al inspirar para
llenar de aire los pulmones. Continuó allí un buen rato, inmóvil, para no romper
la quietud.
Al pasar junto al espejo se detuvo a quitarse las horquillas del pelo. Agitó la
cabeza para soltar los rizos, con el fin de dar la impresión de que se estaba
preparando para ir a acostarse. Y entonces vio una de sus tarjetas “Gracias por
no visitar…” en el suelo. Rayos, ¿qué hacía ahí esa tarjeta? Había puesto
sumo cuidado en mantenerlas escondidas.
—Te lo dije anoche, tenemos que hablar —dijo él, y sin esperar invitación, pasó
por el umbral, siguió por el vestíbulo y corredor y entró en el salón.
Eliza miró alrededor, desesperada. Cielo santo, ¿cómo pudo meterse en ese
embrollo? Cerró lentamente la puerta, hizo una honda inspiración y lo siguió.
—Vi salir al personal de la casa y luego a tus tías y hermana. Me extrañó que
no fueras con ellas.
Ella frunció el entrecejo, enfadada, pero sintió una extraña vibración por todo el
cuerpo.
—No podía correr el riesgo de no encontrarme contigo esta noche. Qué suerte
la mía que hayas decidido quedarte en casa.
—Sí. —La media sonrisa desapareció de sus labios—. Y por eso estoy aquí
esta noche. Tenemos asuntos de qué hablar.
—¿Por qué?
Le acarició suavemente las mejillas y le levantó la cara hacia la de él. Ella sintió
el roce de sus labios en los de ella, suave, tierno. De pronto sintió los párpados
pesados, pesados, y deseó acercarse más y recibir su beso.
¡No, no! Abrió los ojos. No lo haría. No volvería a hacerlo. Se apartó hacia un
lado y lo apuntó con un dedo acusador.
—¿Lo ves? ¿Lo ves? Por esto no podemos estar solos. Ni siquiera un
momento.
—Eh… sí. O más bien, lo será. —Cuando levantó la vista él ya estaba muy
cerca de ella—. Quédate donde estás.
—¿A qué hora volverán vuestro personal y tus tías? —preguntó él en tono
aparentemente despreocupado—. Quiero estar seguro de que tendremos
bastante tiempo, y sin interrupciones, para hablar.
Cuando terminó los preparativos para pintar, miró hacia su tema, él, y se
acercó para colocarlo bien.
Con tiento alargó las manos y puso las yemas de los dedos en su mentón
áspero por la barba naciente, levantándoselo ligeramente y girándoselo hacia
la izquierda. No pudo evitar mirarle los labios húmedos, y recordó sin querer las
pecaminosas cosas de que eran capaces.
—Si supieras lo difícil que es esto para mí. Tienes que saber lo que siento,
caramba. Y sé que tú sientes algo por mí también.
—¿Sí?
—Sí, me amas, sé que me amas. —Mientras hablaba, movió las manos detrás
de ella, soltándole los lazos del vestido hasta que le quedaron colgando a los
costados—. ¿Por qué lo niegas?
—Dime que sientes lo que yo siento —continuó él—. Sólo necesito oírlo una
vez. Una sola vez.
—No puedo —logró decir ella, pero por dentro le iba aumentando una extraña
agitación.
—¿No? —susurró él, apartándola para mirarla a los ojos y leer sus emociones.
La separación de sus cuerpos era justo lo que ella necesitaba para pensar con
más claridad y lógica.
—Porque una relación entre nosotros es imposible. Los dos lo sabemos. ¿Para
qué complicar las cosas con palabras que no pueden cambiar esa realidad?
En ese instante sus ojos le lanzaron una imperiosa advertencia. Antes de que
se diera cuenta de lo ocurrido, Magnus ya la había hecho caer con él sobre la
mullida alfombra turca y estaba encima de ella.
La sorpresa y la conmoción dieron rápidamente paso a la excitación. Aspirando
su masculino aroma almizclado, saboreó la muy carnal sensación de su cuerpo
duro apretado al de ella.
Con una resuelta expresión en los ojos, él se apoderó de su boca. Sus cálidos
labios la instaron a abrir los de ella, a abrirse a él. Ella no se resistió. No pudo.
Hizo lo que le ordenaba la boca de él.
Cerrando los ojos, le echó los brazos al cuello y se aferró a él, mientras sus
cuerpos se mecían al ritmo de sus respiraciones.
Entonces él apartó la boca; ella abrió los ojos, lo vio mirándola atentamente y
exhaló un suave suspiro.
—Dime que no deseas esto, Eliza —dijo él, con la voz ronca de pasión—. Dime
que no deseas estar conmigo y me marcharé inmediatamente.
—¿Por qué, Eliza? —Le presionó la pelvis, como para obligarla a hablar—.
¡Dilo!
—No puedes porque me deseas tanto como yo te deseo a ti. Somos el uno
para el otro, muchacha. Sé que también lo sientes.
—No —musitó él—. Quiero tenerte a ti. Debo. Y si… cuando mi barco llegue al
puerto…
Sus ojos estaban oscurecidos, y parecían un cielo tormentoso, pero ella se los
miró mientras él hablaba:
—No era mi intención engañarte. Sólo deseaba estar contigo. Por eso acepté
tu ridículo “trato”. No me importaba un bledo tu investigación y ni siquiera el
retrato. Sólo deseaba estar contigo.
Entonces él le soltó las muñecas y ella se frotó los ojos con los dorsos de las
manos.
—Pero tu barco…
—Si llega a puerto, se habrán resuelto mis problemas económicos. —La miró
con una leve sonrisa, nacida de la esperanza—. Y podríamos estar juntos.
Ella bajó las manos y lo miró, pasmada. Él realmente creía que su barco
llegaría a puerto. O lo deseaba tanto que lo creía. Lo veía en sus ojos. Él tenía
esperanzas de un futuro, juntos. Pero ella no podía esperar eso.
—Cuando nos…
—Chss. Eso no importa. Sabes tan bien como yo que no debemos volvernos a
ver. No así. La tentación de estar juntos es demasiado fuerte, no podríamos
soportarla. —Deslizó un dedo por su musculoso pecho, saboreando la
sensación por última vez—. Debes olvidarme. Tienes una responsabilidad para
con tu familia, con la gente de Somerton.
Y ella comprendió que era cierto. No hacía falta un anillo de oro para unirla a
él. En su corazón sabía que desde ese momento ella era de él, y siempre lo
sería. Le subió un sollozo a la garganta.
Ay, si pudieran estar juntos, unidos, tal como él lo imaginaba. Pero eso era
imposible. Cómo deseaba creer en ese mundo de él; un mundo en que el
dinero y la posición no dictaminaran con quién debe casarse una persona; un
mundo en el que las veleidosas normas de la sociedad no determinaran el
destino de una mujer.
Por una noche, sólo una, deseaba creer en la posibilidad de una vida juntos.
Esta vez, cuando la boca de Magnus bajó ávida sobre la de ella, no desvió la
cara. Le abrió los labios.
En el instante en que él apartó los labios de los de ella, Eliza introdujo los
dedos en su mata de pelo, deseando que no dejara de besarla, instándolo a
volver a besarla en la boca.
Ella le cogió los labios entre los de ella, pero él se sentó sobre los talones,
fuera de su alcance, y se quitó la chaqueta, luego el chaleco y los dejó en el
suelo.
Eliza se incorporó y le cogió la camisa para acercarlo, pero con el tirón salieron
los faldones de la camisa de las calzas.
Una extraña sonrisa le curvó los labios a él. Interpretando esa osadía como
una invitación, se quitó la camisa sacándosela por la cabeza y la tiró sobre la
alfombra también.
A la luz de las velas, su cuerpo se veía duro y bien definido, su piel dorada y
suave. Dios santo, jamás había visto a nadie más perfectamente formado.
Vacilante, alargó las manos para tocarlo, para sentir la elasticidad de su cálida
piel en las yemas de los dedos.
Él suspiró aprobador cuando ella deslizó las manos sin guantes por los
ondulantes músculos de su abdomen y continuó hacia arriba por el musculoso
pecho.
—Magnus —musitó, rozándole las tetillas con las yemas de los dedos.
Vio que se endurecían con su contacto y sintió una placentera punzada entre
las piernas.
Magnus se inclinó sobre ella y volvió a besarla, con más fuerza esta vez, con
más urgencia.
Ella gimió en su boca, sabiendo en ese instante que esa noche se lo daría
todo. Lo tomaría todo. Y no sentiría ningún pesar.
Eliza lo vio guiñar los ojos apreciativo cuando osadamente le bajó el vestido
por los hombros y continuó bajándolo hasta dejarlo todo arrugado en la cintura;
las mangas le aprisionaron las muñecas como pulseras. Mirándola a los ojos, él
soltó con los dientes los lazos que le cerraban la camisola; lentamente le
apartó los lados hasta dejarle los pechos medio desnudos sobre el corsé.
Tragó saliva. Esta vez no había oscuridad para protegerle el pudor; trató de
cruzar los brazos sobre los pechos para ocultar su desnudez.
—No —dijo él; deslizó suavemente los dedos por su piel, poniéndole la carne
de gallina—. Eres muy hermosa.
Una después de otra, él le cogió las manos y le liberó las muñecas de las
mangas. Una a una, le besó las palmas y luego le levantó los brazos hasta
dejarle las manos cerca de los hombros, presionándoselas en una silenciosa
orden.
Entonces se echó sobre ella y de pronto sus labios estaban sobre su cuello,
besándoselo, haciéndole latir frenéticamente el corazón. Él subió una mano por
el corsé y continuó subiéndola. Le bajó la camisola que le cubría los pechos y
ahuecó una mano sobre uno, haciéndola gemir de placer, al tiempo que le
dejaba una estela de besos por el pecho. Por fin paró y dándole un escaso
instante para respirar, cerró la boca sobre el pezón, lenta, seductoramente.
La sensación le hizo girar la cabeza; alargó las manos para cogerle la cabeza,
para recordar que eso no era un sueño, que estaba ocurriendo de verdad.
Reteniendo el aliento, le cogió la cabeza con las dos manos, introduciendo los
dedos en su pelo mientras él la devoraba, llevándola cada vez más cerca del
delirio.
—Sí.
Con el valor por las nubes, metió la mano por entre sus cuerpos y con los
dedos inseguros le soltó los botones de las calzas hasta que se abrió la
bragueta y lo sintió. Sintió vibrar su miembro duro en la palma, excitándola
más, mientras lo dirigía hacia su centro. No sabía bien qué hacía; sólo sabía
que lo deseaba ahí, lo necesitaba “ahí”.
—Para siempre —dijo, sabiendo que eso era lo que él deseaba oír—. Para
siempre —repitió, con la respiración agitada, pero la voz segura.
Magnus cerró los ojos y gimió, moviendo el pene sobre su parte mojada,
inundándola de euforia, de un poder femenino que jamás había conocido.
—Eliza…
Una sonrisa de satisfacción le curvó los labios a ella. Durante unos cuantos
minutos más lo acarició, deslizando las manos por su pelo, su espalda, y más
abajo, hasta que, sorprendida, sintió la erección de él, otra vez.
Usa añagazas para llevarlo a terreno seguro. Ahí puedes debilitar sus fuerzas.
—¡Hay alguien en casa! —susurró Eliza, con los pulmones oprimidos por el
terror.
Pasando rápidamente los brazos por las mangas, ella se subió y arregló la
camisola y el corpiño, y luego se puso de pie. Se giró, dándole la espalda a
Magnus.
—Los botones, por favor —rogó, al tiempo que se estiraba y alisaba la enagua
y la falda.
Mientras ella temblaba por el miedo a que los descubrieran, él se veía muy
tranquilo.
—Yo diría que ser sorprendidos juntos por tus tías es muy preferible a tener
que explicar a todo Londres por qué vieron salir a un conde por la ventana de
tu salón.
—¿Eliza? —llamó entonces una voz desde el corredor—. Eliza, querida, ¿estás
aquí?
Era la tía Viola.
Eliza asintió.
Repentinamente, Magnus fue a coger uno de los tres cuadros que estaban
apoyados en la pared. Lo puso delante de él, cubriendo así el revelador bulto
en sus calzas, justo en el momento en que se abría la puerta.
Luego miró detrás de ella, a la tía Letitia y a Grace, que lo estaban mirando con
idénticas expresiones de sorpresa.
—Señoras.
—Sólo…
—Lamento que no hayamos estado en casa para recibirle, milord —dijo la tía
Letitia, en tono algo nervioso—. Sólo ha sido gracias a una coincidencia,
“parece”, que nuestra Eliza estaba aquí.
La tía Letitia miró exasperada la ancha tela pintada que tenía Magnus en las
manos, y negó con la cabeza.
—Lord Somerton, no tiene por qué llevarse ese cuadro por las calles mojadas.
Le diré a nuestro lacayo que se lo acerque mañana. —Alargó la mano y cogió
una esquina del lienzo—. Permítame que lo coja para dárselo.
—Caramba, qué manos tan… tan grandes tiene, milord —bromeó, mirando
traviesa hacia Viola—. Ayúdame a quitarle el cuadro, hermana.
Cuando la tía Viola fue invitada a participar en el tira y afloja, Magnus miró a
Eliza, suplicándole con los ojos que lo ayudara.
—Tietas, por favor —rogó ella, soltándoles suavemente las manos a las dos
ancianas—. Lord Somerton ha venido con la única finalidad de llevarse este
paisaje.
—Sólo vino a buscar la tela, pero sin duda notó mi cansancio y se marchó a
toda prisa para que yo pudiera descansar.
—Claro que sí, querida, seguro que tienes razón —dijo la tía Viola, levantando
una mano enguantada para ocultar su muy evidente sonrisa, siguiendo a Letitia
hasta el sofá.
—Eso, ¿lo ves, Grace? —exclamó la tía Letitia—. Esto no ha sido una gran
intriga urdida por su señoría y Eliza. Ella no sabía nada de su plan de venir
aquí.
Grace la miró dudosa y Eliza rogó que no fuera a revelarle lo del “trato” a sus
tías.
—De todos modos, no deberías haber hecho pasar a un soltero estando tú sola
—insistió Grace, y le aparecieron manchas rojas en las mejillas.
—¿Qué?
Por el espejo, Eliza vio la cara de su hermana deformada por una expresión de
horror justo antes de girarse a mirarlas a todas.
—¡Mi cara! ¿La veis? —gimió Grace a sus tías—. ¿Veis lo que Eliza le ha
hecho a mi cara?
—Grace, te aseguro que nadie sino tú tiene la culpa de las manchas de tu cara.
Ve a tu habitación, ponte ropa seca y relaja esos nervios.
Asintiendo, Eliza se giró y fue a sentarse en el sillón junto al hogar. Por dentro
estaba encogida de miedo, muy consciente de que se merecía cualquier
castigo que quisieran imponerle sus tías. Por lo que se refería a la alta
sociedad, su transgresión era grave, por decir lo mínimo.
Pero maravillosa también, ah, sí, maravillosa. Jamás había sentido tan vivo su
cuerpo, aun cuando le doliera un poco. Empezó a subirle calor a la cara, al
recordarlo.
—Me complace inmensamente —dijo la tía Letitia en voz baja— que hayas
decidido dejar de lado tu plan de ir a estudiar a Italia para dar caza a lord
Somerton. Pero, Eliza, lo que has hecho esta noche ha sido muy, muy
arriesgado.
—No finjas ignorancia con nosotras, Lizzy —continuó la tía Letitia—. Está muy
claro que consultaste el libro otra vez y decidiste usar sus estrategias tú sola.
—”Usa añagazas para llevarlo a terreno seguro. Ahí puedes debilitar sus
fuerzas.”
—Ah, pero claro que sí —exclamó la tía Letitia—. Entendemos lo que querías
lograr, hija, pero no debes intentar poner en práctica estas estrategias tú sola.
Antes debemos hablarlas y comentarlas.
La tía Letitia cerró el libro y lo dejó sobre la mesilla del té, mientras la tía Viola
iba hasta su sillón a ponerle una mano en el hombro.
—En el futuro, por favor, déjate guiar por nosotras —continuó la tía Letitia,
reuniéndose con la tía Viola junto al hogar—. Tenemos mucha más experiencia
que tú con la sociedad de Londres, y podrías beneficiarte de nuestros
conocimientos.
—Sí, tietas —dijo Eliza, expulsando el aire que se le había acumulado en los
pulmones.
—Muy bien. —La tía Letitia le levantó el mentón a Eliza con el índice—. El
mentón en alto, Lizzy. Esta noche no ha sido en vano. Vamos, si interpreté
correctamente la expresión del semblante de lord Somerton, lo tienes cogido
por… el cuello de la camisa.
Las dos ancianas se echaron a reír y salieron del salón, dejando cerrada la
puerta.
Pero ¿qué había hecho? ¿Por qué era tan impotente ante el contacto de él?
Bastó un beso. Un beso y salieron volando todos sus pensamientos de Italia;
desapareció toda consideración por su familia. Su mente sólo contenía un
pensamiento: Magnus.
Eliza abrió la boca con toda la intención de discutir que no necesitaba ninguna
ayuda, pero entonces comprendió, muy consternada, que Grace tenía razón,
toda la razón. Tratándose de Magnus, toda su lógica salía volando por la
ventana… aunque él no.
—¿Dos?
Eliza se levantó.
—¿Qué es eso?
Eliza cogió el papel y lo miró por las dos caras. Era un pasaje. Miró a su
hermana, esperando una explicación.
—Usé el dinero que tenía para comprarte un pasaje para Italia.
—No lo he hecho sólo por ti. Lo he hecho por mí y por mi hermana también.
Marcharte es lo mejor que puedes hacer por ti, y más importante aún, por la
familia. Si no, y viendo como estás, sólo será cuestión de días que la sociedad
nos vuelva la espalda a todas para siempre.
—Comprendo.
El único problema que quedaba, en opinión de Eliza, era eludir a Magnus hasta
el treinta de julio, y para ese día faltaban unas cuantas semanas. Pero tenía
que mantener su distancia. Habían demostrado, en casi todas las ocasiones,
que no podían fiarse de estar solos, con esos malditos impulsos lujuriosos que
los acicateaban.
—Tal vez, Eliza, con el pasaje en tu mano y sabiendo que cuentas con una
aliada en la familia, te resultará más fácil evitar a lord Somerton hasta que
emprendas el viaje, o hasta que él se case con otra, claro.
—¿Eliza?
—Hasta que se case con otra —repitió, pensativa—. Sí, eso es. —
Repentinamente, le dio un fuerte abrazo a Grace, luego la soltó y se dirigió a la
puerta.
A la mañana siguiente, aunque sólo hacía una hora que el sol había
comenzado su ascenso por el cielo, el Café de la Lloyd zumbaba de actividad;
comerciantes, banqueros y aseguradores ya llenaban los grandes asientos del
local, todos dedicados al arriesgado negocio de asegurar barcos con sus
cargamentos.
Vacilante, Magnus se abrió paso por entre el grupo de inversores. Por encima
del gordo caballero que tenía delante, pasó dos dedos por una lista, luego por
otra, y otra, y otra. Nada.
Miró las listas enviadas por agentes residentes en las Indias Occidentales.
Nuevamente, nada. El nombre The Promise no aparecía en ninguna lista.
Emitiendo un gruñido, arrancó la última lista de la pared y pasó atentamente la
vista por la larga columna.
Magnus miró al joven y abrió la boca, pero la tenía reseca y no le salió ninguna
palabra.
—Si desea más información, puede mirar el Libro de Llegadas y Pérdidas —le
dijo el camarero, apuntando hacia un enorme libro colocado sobre un ancho
pedestal—. Si el barco está asegurado contra cualquier tipo de pérdida, estará
anotado ahí. ¿Y qué barco no lo está en estos tiempos, eh?
—Por sup…
—¿Se siente mal, señor? ¿Le acerco una silla o le traigo una copa de coñac,
tal vez?
Magnus sintió bullir dentro de él una mezcla de rabia y dolor, causados por la
sensación de haber sido traicionado. Con una mano temblorosa hurgó en el
bolsillo, sacó una guinea y se la dio al camarero. Después se estiró las mangas
de la chaqueta y se dirigió a la escalera.
Iría directo al Muelle de Importación. Tenía que encontrar a Lambeth; tenía que
saberlo con certeza.
The Promise, azotado por la tempestad más violenta del año, no estaba
asegurado.
—¿Sí?
—¡Contéstame!
Lambeth estuvo un momento con los ojos cerrados, luego los abrió y lo miró a
los ojos.
—¿Por qué no nos dijiste eso a Dunsford y a mí? Podríamos haber hecho valer
nuestra influencia para hacer cambiar la decisión de los aseguradores.
Magnus expulsó el aliento hasta que le ardieron los pulmones por falta de aire.
Volvió a la puerta y la cerró, aprovechando el tiempo que le daba ese simple
acto para calmarse. Apoyó la espalda en la puerta y miró por la pequeña
ventana hacia un barco atracado en el muelle.
Diciendo eso, Lambeth sacó una botella de coñac y dos copas de un cajón de
su escritorio; llenó las dos con el luminoso líquido ámbar y le pasó una a
Magnus.
—Estamos arruinados —dijo Magnus, pasándose las dos manos por el pelo.
Regla 14
Eliza apoyó la palma en el fresco panel de cristal biselado y miró hacia el cielo.
Grises nubes bajas cubrían la ciudad como una manta, llenas de agua, listas
para soltar la lluvia a la menor provocación. Nunca en su vida había podido
soportar una mañana tan triste, pero ese día estaba en conformidad con su
ánimo.
Le dolían los párpados, que sin duda estaban hinchados, después de pasarse
la noche sufriendo por lo que debía hacer esa noche: despedirse para siempre
de Magnus. ¿Podría soportarlo? No sólo debía verlo unido a Caroline, sino
además ser ella el instrumento para que él se comprometiera con la joven. La
señora Peacock estaría muy complacida; por fin esa egoísta vieja bruja tendría
todo lo que deseaba: un título para su familia de clase comerciante.
—¿Señorita Merriweather?
Él movió la cabeza de lado a lado y volvió a bajarla, casi tocando el pecho con
el mentón.
Él asintió.
—The Promise no estaba asegurado —dijo, bajando las manos por las mejillas
y dejándolas caer sobre los muslos—. Lo he perdido todo. Todo.
—¿Y tu casa de la ciudad, aquí, en Londres? —preguntó ella, sin poder evitar
la nota de preocupación en su voz—. Supongo que no te pueden echar.
Vacilante, se levantó y fue hasta el reluciente escritorio del rincón. Con los dos
labios apretados entre los dientes, obligó a su mano a abrir el pequeño cajón
de la derecha. Hurgó dentro y a tientas encontró el papel doblado que había
preparado esa noche pasada y lo sacó.
Cuando por fin se giró hacia él, sintió las piernas tremendamente pesadas,
como si las tuviera aprisionadas por gruesos grilletes de hierro. Ay, si no tuviera
que hacer eso. Y justamente en ese momento, cuando Magnus estaba tan
deprimido, con el ánimo tan bajo.
—¿Caroline Peacock?
—No entiendo.
—Ella es la que te conviene, con la que debes casarte. La que puede salvarte
de la ruina.
Él se levantó.
—Pero Eliza…
—La señorita Peacock es rica, además. Algo que yo no soy. Debes casarte con
ella antes de que sea demasiado tarde para salvar Somerton.
Eliza deseó echarse a llorar. Ahí estaba él ante ella, desnudando su alma. Pero
no podía echarse atrás. Haciendo acopio de toda su fuerza interior, negó con la
cabeza, enterrándose una helada espada de mentiras en el corazón.
Pasmado, Magnus quitó las manos de sus hombros y las dejó caer a los
costados. Ella se giró y le dio la espalda. Ya no soportaba ver la conmoción y el
dolor en sus ojos. Le había roto el corazón, junto con el de ella.
—No. Estás muy equivocado. Sí, me siento atraída por ti. No niego que eso es
cierto. Pero ¿amor?
Negó con la cabeza, incapaz de negar con palabras lo que sentía su corazón.
Magnus la soltó.
—No te creo.
—Adelante. Míralo.
En ese momento oyó a Edgar arrastrando los pies, y olió el té que les traía.
Oyó el tintineo de las tazas cuando el mayordomo colocó la bandeja sobre la
mesita.
Magnus la miró fijamente. Pero era más que eso; la estaba observando,
haciéndola consciente de cada movimiento. Tenía que simular serenidad; no
debía dejar que él le viera el corazón.
—Vamos, Edgar, por el amor de Dios, deja el té. Me encantará tomar una taza.
Mientras observaba salir a Edgar, sintió bajar una lágrima errante por la mejilla.
Se la limpió con el dorso de la mano y se giró a mirar a Magnus, mordiéndose
el interior de la mejilla para controlar la expresión de la cara. No dijo nada más.
No pudo. Lo que hizo fue levantar la mano e indicar la puerta.
El ruido de la puerta de la calle al cerrarse atrajo a las dos tías. Las dos se
asomaron a mirar a la biblioteca, una por cada lado de la puerta.
—¿Era lord Somerton, querida? —preguntó la tía Viola, con cierto nerviosismo.
—Sí.
—Ay, Dios —exclamó la tía Viola—. Edgar, ven a ayudarnos, por favor.
Entre Edgar y las dos ancianas la pusieron de pie y la llevaron hasta el sofá.
Eliza sintió la caricia de la delgada mano de la tía Viola en la cabeza y las
palmaditas de la mano más carnosa de la tía Letitia en la mano, en su inútil
esfuerzo por reanimarla.
—Sí, nos parecía que las cosas iban maravillosamente bien entre tú y lord
Somerton —añadió Letitia.
La mirada de la tía Viola se clavó en los ojos de la tía Letitia y luego volvió a
ella.
—¡No! —Cogió el pañuelo con orilla de encaje que le pasaba la tía Letitia y se
limpió las lágrimas—. Por favor, ya habéis hecho bastante. Un matrimonio entre
lord Somerton y yo no está destinado a ser.
Letitia se sentó al lado de su hermana, resoplando por la nariz como una yegua
de tiro al anochecer.
Viola manifestó su acuerdo asintiendo con la cabeza, primero lento y luego con
más vigor, a medida que iba asimilando la idea.
—Creo que tienes razón, Letitia.
Letitia enarcó severamente una ceja, retándola a terminar la frase. Viola bajó la
vista.
Magnus salió de la casa Featherton y tiró con tanta fuerza del pomo de la
puerta para cerrarla, que saltó la aldaba y golpeó dos veces. Mentira. Eliza le
había mentido, y él lo sabía condenadamente bien.
El lacayo de su tío abrió la puerta del coche para que subiera, pero en lugar de
subir, él echó a caminar por la calzada adoquinada. Prefería el calmante efecto
de la fresca lluvia al encierro del coche.
En su corazón sabía muy bien que Eliza le mintió acerca de sus sentimientos
por él. Quería ser noble, dejarlo libre para que pudiera hacer lo que debía para
salvar Somerton y a su gente. Pero ese conocimiento no le aliviaba el dolor del
corazón.
La torrencial lluvia hacía que le pasaran canales de agua por debajo del cuello
de la camisa, enfriándole la piel e irritándolo aún más. Pero continuó
caminando. Tenía que hacer algo para enderezar su mundo. Debía.
Ya no podía contar con su barco para restaurar las arcas de la familia. ¿Qué
opción le quedaba?
Por lógico que le pareciera a él y a todos los demás, no se casaría con la rica
señorita Caroline Peacock. Estaba harto de hacer enmiendas a los errores de
su hermano, y que lo colgaran si se resignaba a una vida de sufrimientos para
expiar la codicia de su hermano y los estragos que hiciera a Somerton.
Amaba a otra. Sólo existía una mujer con la que quería casarse, si ella lo
aceptaba; una mujer práctica, realista, exageradamente noble: Eliza.
Una renovada resolución lo fortaleció; haría lo que fuera necesario para que
Eliza fuera suya.
Con la otra mano se pellizcó las comisuras de los ojos. La bebida había sido la
plaga de dos generaciones de su familia; la despojó de todo lo que podía tener
alguna importancia para él. Arruinó y destruyó a su padre y a su hermano.
Haciendo una inspiración profunda para llevar aire a sus pulmones, subió al
coche y cerró la puerta. Ya sabía lo que debía hacer.
La lluvia continuó otros ocho días, cubriendo todo Londres con su manto gris.
—Sí, ha venido a casa. Tú no te has enterado, lógico, con los ojos fijos en la
tela días y días.
—Ay, Dios, qué conmoción va a causar esto en nuestra sociedad. Seguro que
alguien se va a fijar y quedará deshonrada sin remedio.
—¿Es cierto eso, hija? ¿Estás segura? —le preguntó la tía Letitia.
Eliza asintió. Al menos creía que eso era lo que iba a hacer. ¿O tal vez Grace
decía la verdad?
Eliza miró el retrato que tenía en las manos. Pues sí, iba a aprovechar la
promesa del retrato para volver a ver a Magnus. En el fondo del corazón no se
perdonaba lo que le había dicho, las mentiras que le dijo. Aun cuando sabía
que lo hacía por el bien de todos.
—Muy bien, Edgar —dijo la tía Viola, dándole un fuerte abrazo a Eliza—. No
podías ir a su casa. Esto es lo correcto, hija, aunque te duela.
Eliza llevaba más de una hora paseándose por el salón, deteniéndose de tanto
en tanto junto a la ventana por si veía llegar a Edgar.
Grace emitió un bufido y miró hacia el hogar sin fuego. En ese momento se
abrió la puerta y entró Edgar. Eliza corrió hacia él.
—Edgar, por favor, cuéntanos lo que ha ocurrido —lo instó la tía Letitia—.
Queremos saber todas tus impresiones. No te dejes nada.
—Su situación debe de ser mucho peor de lo que yo imaginaba —musitó Eliza
en voz baja.
—Así que ya lo sabéis —concluyó—. Somerton no puede casarse con Eliza sin
perderlo todo.
—Porque no podéis hacer nada para cambiar su destino. Debe casarse con
Caroline Peacock por su dote, o renunciar a su casa… a su historia familiar.
—Eso está claro, y Lizzy también lo ama, diga lo que diga ella. O sea, que es
falta de fondos lo único que se interpone entre vosotros dos y el altar, ¿verdad,
hija? Eso no es nada. Mi hermana y yo podemos ayudar en eso.
—Pero ¿no tan orgulloso que pueda rebajarse a casarse por dinero? Eso no
me parece propio de nuestro lord Somerton.
—Él no ha aceptado la idea, a pesar de las instancias del señor Pender y mías.
Pero la aceptará. Debe. No le queda mucho tiempo.
La tía Letitia estuvo un largo rato en silencio, hasta que de pronto se volvió
hacia Edgar:
—¿Te fijaste en alguna otra cosa mientras estabas ahí, algo que quizá podría
servirnos para entender en qué estado mental se encuentra Somerton?
“No quiso vender mis cuadros”, musitó Eliza para sus adentros, y sus labios se
curvaron en una triste sonrisa.
—El señor Christie no estaba nada feliz con eso —añadió Edgar—. Le dijo a
lord Somerton que los cuadros son magníficos y que conseguirían una buena
suma.
—Bueno, vamos. ¿No es maravilloso que un experto tenga en tan alta estima
tus pinturas, Eliza?
Eliza apenas la oyó. Magnus iba a vender el contenido de su casa. ¿Por qué
hacer algo tan drástico si pensaba casarse con Caroline? El matrimonio con la
señorita Peacock haría innecesaria la venta de sus bienes.
O sea, que tenía otro plan. Tal vez había una posibilidad para ellos después de
todo. Se levantó de un salto. Si Magnus iba a vender el contenido de su casa,
por el motivo que fuera, quería decir que estaba en necesidad inmediata de
fondos. Y en esos momentos ella estaba en posición para procurárselos; eso si
el subastador tenía razón, claro, y sus cuadros se vendían bien.
Bueno, sólo había una manera de saberlo. Contactaría con el señor Christie al
día siguiente.
Regla 15
Eliza se erizó, pero se tragó la ácida réplica que tuvo en la punta de la lengua.
Esa oportunidad era muy importante; no la estropearía simplemente para
corregirlo respecto a la igualdad de capacidades de las mujeres. Para calmarse
paseó la mirada por la colección de pequeñas esculturas de bronce posadas
en una repisa detrás del muy reluciente escritorio de cerezo.
Pero en ese instante el señor Christie pasó la vista del tercer óleo al cuarto, un
cuadro que le gustaba particularmente a ella.
Sabía que Christie sólo vería un simple paisaje, pero para ella era mucho más,
porque en ese remolino de colores había captado un momento, un momento
anterior a la tragedia que cayó sobre su familia. Era un día en que el sol
brillaba sobre el río y hacía resplandecer como fuego los álamos de hojas
amarillas que cerraban el huerto en Dunley Parish. Un día en que sus
hermanas, en lugar de estar recogiendo frutas como les había ordenado su
madre, se balanceaban alegremente pasando de una a otra de las ramas de
los manzanos, que parecían soldados, altos y rectos, formados en cuatro filas
perfectas. El recuerdo le produjo una opresión tan fuerte en el pecho que le
costó respirar.
Era su vida la que le iba a ofrecer a Magnus. Su pasado y su futuro. Porque sin
esos cuadros, debía renunciar a sus planes para Italia. Ningún maestro
aceptaría a un aprendiz, y mucho menos si era mujer, sin que tuviera en su
haber una serie de pinturas que la acreditara. Miró tristemente sus cuadros. Le
llevaría años y años reunir una colección de calidad similar. Pero lo haría.
—Son años los que has trabajado en estos cuadros —le susurró—. Esos óleos
lo son todo para ti. Piensa en lo que vas a sacrificar. ¿Estás segura de que
quieres hacer esto?
—Sí, quiero hacerlo… por Magnus —repuso Eliza, dándole una palmadita en la
mano, pero sin mirarla; no se atrevió, porque si la miraba le brotarían las
lágrimas que tenía acumuladas en los párpados de abajo.
—No… no lo sabía, Eliza —dijo con la voz débil y rasposa—. Cuánto lo siento.
No sabía lo mucho que lo amas.
La tía Letitia hizo un mal gesto hacia el señor Christie, por lo mucho que
tardaba en tomar una decisión. Juntó sonoramente las manos, sobresaltándolo
y atrayendo toda su atención.
—Eh… pues sí, los quiero todos. —Miró los cuadros apoyados en la pared—.
Sí —repitió, en una especie de ronroneo de placer—. Quiero hasta el último de
ellos. —Miró nuevamente los óleos y se volvió hacia la tía Letitia—. Aunque no
es muy normal que se adquieran de esta manera, puedo asegurarle, milady,
que no tendré ninguna dificultad en venderlos.
Christie fijó su acerada mirada en ella, y la expresión de sus ojos le dijo que su
petición quedaba fuera de los límites de las subastas de bienes.
Por el rabillo del ojo vio alzar la ceja derecha y curvar sus labios de rubí a la tía
Letitia, al comprender la estratagema.
Pasó un destello por los ojos de Grace, que al instante se acercó al señor
Christie.
—Estimado señor, lo que quiere decir mi hermana es que ésta podría ser
nuestra única oportunidad de pagarle la deuda a lord Somerton y restablecer el
honor de nuestra familia. —Osadamente alargó la mano enguantada y se la
colocó en el brazo, a la vez que ponía sus rosados labios de querubín en un
encantador morro—. Por favor, señor Christie, esto significa muchísimo para mi
familia, y para mí.
El señor Christie miró de Grace a Eliza y luego a las dos tías, que se volvieron
a mirarlo, totalmente embelesadas por la actuación de sus sobrinas.
—¿Nos vamos, entonces? —dijo la tía Viola cogiéndose del brazo de Grace.
Eliza echó una última y larga mirada a sus amados óleos. Los miró fijamente,
tratando de grabar en su memoria todos sus detalles, aún cuando eso era
inútil.
Con los ojos ardiendo, enderezó los hombros, se dio media vuelta y siguió a
sus tías hasta Pall Mall, donde las esperaba su coche de ciudad.
—Es él.
—No, el señor Dabney. —Al ver que todas la miraban sin entender, añadió—:
George Dabney. ¿Lo recordáis? ¿En la cena de los Hogart?
—No sé si estoy de acuerdo con esa forma de pensar —dijo la tía Letitia,
sonriendo igual que Viola—. A mí me parece que un soltero celoso se
convertiría rápidamente en un muy motivado novio.
Eliza intercambió una nerviosa mirada con Grace y luego apoyó la cabeza en el
respaldo y de un soplido expulsó todo el aire de sus pulmones.
De pronto puso la cara sin expresión y echó a andar hacia la escalera. Magnus
alargó la mano y le cogió el hombro antes que pusiera un pie en el primer
peldaño.
—No tienes por qué preocuparte, tío. En tu habitación está todo tal como lo
dejaste. Sólo he vendido lo que era mío.
Pender movió los labios pero no dijo ni una sola palabra. Empezó a recorrer la
casa, soltando una exclamación al pasar junto a la puerta de cada habitación
vacía.
Pender lo siguió mudo hasta la biblioteca, donde fue a sentarse en el sillón del
escritorio.
—Ah, los libros. Todos los libros —se lamentó—. ¿Por qué, Somerton? ¿Por
qué lo has hecho? Todavía faltan unas semanas para que se exija el pago de
la deuda.
—Sí.
—Sí, lo sería, si fuera eso lo que pensara hacer —repuso Magnus, levantando
una pierna para sentarse en una esquina del escritorio.
—No.
—Entonces, ¿por qué, muchacho, por lo que es más sagrado, estás vendiendo
todos tus bienes?
—No puedo salvar la tierra ni la casa, pero sí puedo salvar a su gente. Cuando
venda Somerton para pagar las deudas de mi hermano, no me cabe duda de
que los echarán de sus casas, con la autorización de expulsión, para dejar
espacio para las malditas ovejas. ¿Adónde irán, tío? ¿Qué harán, cuando
Somerton es lo único que han conocido?
—Se irán a otra parte. No tienen otra opción —dijo Pender, en tono severo—.
No pueden esperar que se les dé todo en la vida, ¿sabes?
—Por eso he vendido lo que podía. Cuando Somerton salga a subasta, como
seguro saldrá, podrán usar el poco dinero que he reunido para restablecerse.
—Haces esto mucho más difícil de lo que debería ser. Cásate con la señorita
Peacock y salva Somerton, ¡todo!
—No puedo.
—¿Por qué? ¿Me lo dirás? —Echando atrás la cabeza, lo miró altivo, desde
arriba de su larga nariz—. ¿No será esa chica Merriweather, verdad?
—Lo es. Y yo en tu lugar pondría mucho cuidado en las palabras que fuera a
decir. Porque si puedo salirme con la mía, la señorita Merriweather se
convertirá muy pronto en mi esposa. Porque prefiero vivir sin un céntimo con la
mujer que amo que como un rey con la señorita Peacock.
—Perdición —exclamó Pender, hundiéndose en su sillón otra vez—. Ahí
estamos.
—¿De quién es? —preguntó Grace, en tono tenso por la decepción de no ser
ella la receptora de la misiva.
Dio vuelta a la carta y miró el sello impreso en el lacre: era una letra C. La carta
no era de Magnus; la desilusión le produjo una dolorosa punzada. Rompió el
sello de lacre rojo, desplegó la carta y empezó a leerla. Apenas daba crédito a
lo que leían sus ojos.
Era increíble; no, imposible. Trató de tragar saliva, pero la sequedad de la
garganta le produjo un acceso de tos. Poniéndose una mano en el pecho, se
levantó de la silla.
La tía Letitia agrandó los ojos, alarmada, y corrió hasta ella. Cerrando en un
puño su regordeta mano, comenzó a golpearle la espalda con todas sus
fuerzas.
Trató de apartar a su tía, pero nada podía parar los entusiastas golpes de
Letitia.
—Cielos, Grace, tráele algo para beber a Eliza —rogó la tía Viola—, antes que
los golpes de Letitia la dejen plana.
Eliza se llevó la copa a los labios y se la bebió entera. El elixir hizo su milagro,
aliviándole al instante la garganta.
—¿Y ahora podrías decirnos qué dice esa carta que te produjo este ataque?
—Mis cuadros —dijo, todavía con dificultad para respirar—. Se han vendido
todos, y a un sólo comprador, nada menos.
—¡Ay!
—Los han vendido —exclamó Eliza, saltando— ¡por cinco mil libras!
—¡Qué maravilloso! —gritaron las dos tías a coro.
—No nos tengas en suspense, querida —dijo la tía Viola—. ¿Quién los
compró?
Eliza repasó la carta, buscando esa información, por si la había pasado por
alto.
—No lo dice.
—Bueno, tiene que ser alguien muy distinguido. Alguien de la alta aristocracia.
Cinco mil libras, imagínate. —La tía Letitia movió la cabeza con jubilosa
incredulidad—. Esto debe celebrarse, ¿no te parece, Viola?
—Bueno, Eliza. Supongo que ese dinero va a reducir bastante la deuda de lord
Somerton —dijo Grace.
—No vayas a ser tan tonta para pensar que esto cambia algo. Mantente
alejada de lord Somerton. Por el bien de todas.
—Ay, Eliza, no creas que soy tan cruel para no comprender lo difícil que es
esto para ti. Sabes que es lo correcto para todas.
Eliza asintió, sombríamente, deseando que su hermana estuviera equivocada.
Eliza miró hacia el otro lado de la pista, donde estaba el fornido joven rubio.
Pero él no parecía estar buscando a Grace con los ojos. No, los ojos del señor
Dabney estaban fijos en la misma pareja que estaba observando ella: Magnus
y Caroline Peacock.
—No tienes nada que temer, Grace, porque el señor Dabney parece estar
particularmente interesado en la señorita Peacock esta noche.
—¿Sí? ¿En la señorita Peacock? ¿Qué crees que ve en esa cerda? Yo soy
mucho más bonita, ¿no te parece?
Casi al instante le cogió el brazo la tía Letitia; los ojos de la anciana revelaban
una profunda preocupación.
—Eliza, queremos que conozcas a alguien —le dijo la tía Letitia mientras entre
ella y Viola la llevaban hacia un grupo de aristócratas de primera categoría que
estaban bastante cerca.
Ay, ahora no, por favor, pensó. Lo único que deseaba era marcharse antes que
sus emociones la traicionaran. Pero, impotente, se encontró caminando para ir
a caer en otra estratagema del libro de estrategias de sus tías.
Pero la forma como la miraron esos jóvenes, vamos, la hicieron desear correr
hasta el aguamanil más cercano para lavarse. ¿Qué podrían haberles dicho
sus tías para provocar esas miradas tan lascivas? Se estremeció de sólo
considerar las posibilidades.
Cayó en la cuenta de que había dejado vagar la atención mucho tiempo y muy
lejos, porque de pronto, muy inesperadamente, se vio arrastrada a la pista de
baile por un gallardo y muy joven baronet.
A sólo unos pasos de ella, oyó reír a Caroline Peacock, que venía acercándose
con Magnus para pasar bajo el arco. Sintió la fuerte tentación de adelantar un
pie, justo lo suficiente para que Caroline se tropezara al pasar e hiciera el
ridículo. Pero hacer eso, por satisfactorio que fuera para ella, sólo anularía sus
esfuerzos en empujar a Magnus hacia los brazos de la joven. Así pues, por el
bien de Magnus, resistió la tentación y no hizo la zancadilla cuando Caroline y
Magnus pasaron bajo el arco de brazos.
Cuando iban pasando, Magnus giró la cabeza y la miró a los ojos. Su potente
mirada pareció golpearla, y como si hubiera recibido un puñetazo en el vientre,
se quedó sin aliento y volvió a desear huir.
Justo cuando la orquesta tocó la última nota, sacó de su ridículo una de sus
tarjetas de borde rojo y la puso en la mano del desconcertado joven baronet.
Acto seguido, se giró y echó a caminar, abriéndose paso por entre el gentío en
dirección a la puerta.
Al instante sintió una fuerte punzada en el vientre, y luego más abajo. Pero ya
no era pena lo que sentía, no; era algo más parecido a hambre, deseo, y eso la
preocupó más aún.
Abrió un ojo, luego el otro, y vio a su víctima. Ante ella estaba William Pender.
Por su chaleco y mangas chorreaba pulposa limonada.
—¡Cáspita!
Ay, Dios, el tío de Magnus. Que se abra el suelo y me trague, por favor.
Aún sabiendo que era una grosería increíble, Magnus no lograba mirar a los
ojos a Caroline mientras bailaban la siguiente danza. No tenía el menor deseo
de estar con la rica señorita esa noche. Y a juzgar por los ojos de ella, que
vagaban por el salón, tampoco Caroline tenía el menor deseo de estar con él.
Pero antes de dar los pasos necesarios para pedirle la mano a la mujer que
amaba, debía tenerlo todo organizado, todo en su lugar. Todo. Durante días y
días sin fin, se había reunido con banqueros, escrito al comandante de su
regimiento, e incluso enviado fondos a los granjeros de Somerton. Pero seguía
temiendo que eso no fuera suficiente. Si pudiera tener alguna noticia sobre The
Promise…
Pero entonces ella levantó la vista y vio que él la estaba mirando. Al instante se
le puso rígido todo el cuerpo y, con una expresión de la más absoluta
humillación en sus ojos oscuros, se recogió la falda y echó a andar a toda prisa
hacia la puerta.
Después, con largos pasos, atravesó la pista de baile hasta llegar al lugar
donde Eliza y su pareja de baile estaban ocupando sus puestos. Cogió
firmemente el hombro de Hawksmoor.
—En otro momento, tal vez. Haga el favor de disculparnos, milord. Está
comenzando la música.
—Creo que esta cuadrilla es suya, lord Somerton —dijo Grace, sonriéndole
encantadoramente.
Regla 16
Aparte de un lacayo que pasaba a toda prisa de un lado a otro una y otra vez,
Magnus estaba solo en la cavernosa penumbra del vestíbulo exterior de la sala
de fiestas, esperando a Grace. Encontraba extrañísimo que le hubiera pedido
una entrevista, dado el turbulento historial entre ellos. ¿Qué juego se traería
entre manos?
Fuera cual fuera el propósito de esa entrevista, le quedó clarísimo que esto no
era ningún juego para ella, porque cuando llegó hasta él tenía las mejillas
encendidas de un rojo coral y le temblaba el labio inferior.
—Debe calmarse, señorita Grace —le dijo él—, porque si continúa hablando a
la velocidad de un faetón, creo que no voy a saber nunca qué pasa.
—Ah, sí, claro. —Grace hizo una respiración lenta y profunda—. Después de
esa noche que usted pasó con Eliza en la sala de música, le aconsejé que
cortara toda relación con usted.
—Continúe.
¿Qué demonios habrá hecho?, pensó Magnus. Justo en ese momento llegó
hasta el vestíbulo el sonido de la risa jubilosa de lady Letitia. Se giró a mirarla
puerta abierta y se apresuró a volver la atención a Grace.
—Será mejor que me diga lo que le preocupa, y rápido, antes que atraigamos
la atención de sus tías.
Ella agrandó los ojos y miró nerviosa hacia la puerta que daba a la sala de
fiestas, y luego lo miró a él.
—Tiene razón. Le sugerí a Eliza que se casara con usted y pusiera fin al
peligro en que ponía a nuestra familia ese “trato” entre ustedes.
Ahora todo tenía sentido para él. A excepción de una cosa: ¿por qué Grace le
pedía ayuda? La miró desconfiado.
—Sé que no tiene ningún motivo para confiar en mí después del problema que
les he causado a usted y Eliza. Pero necesito su ayuda. Verá, no sé por qué,
Eliza ha comenzado a alentar las atenciones de lord Hawksmoor. Vamos, en
este mismo momento, están bailando la cuadrilla, ¡por segunda vez!, a la vista
de todos.
—Sus tías no permitirán que eso continúe. Han elegido a Hawksmoor para
usted, ¿verdad?
—Ridículo. A mis tías no podría importarles menos cuál de las dos se casa
primero. Eso me lo han dicho ellas, y varias veces en realidad. Preste atención
a mis palabras, lord Somerton, me temo que lord Hawksmoor cambió la
dirección de sus afectos cuando Eliza comenzó a concederle su atención. Pero
es a usted a quien ella quiere realmente, lo sé, diga lo que diga ella en contra.
Magnus sintió desagradablemente tensos los hombros. Recordó la visión de
Eliza bailando en los brazos de Hawksmoor sólo hacía unos minutos. Recordó
los feroces celos que corrieron por sus venas cuando ella lo rechazó en la pista
de baile. Y ese sentimiento seguía invadiéndolo. De sólo pensar en ella con
Hawksmoor le dolían los músculos de la mandíbula.
O sea, que a pesar de las objeciones de Eliza, no había sido sólo imaginación
suya que el interés de Hawksmoor por ella fuera tan fuerte.
Y en lugar de rechazar las atenciones del muchacho, ahora ella las alentaba
tozudamente. Eliza no amaba a Hawksmoor, eso él lo sabía. Favorecía al
muchacho campesino de pelo color paja simplemente para arrojarlo a él en los
fríos brazos de la señorita Peacock.
Sentía anudados todos los músculos del cuerpo, pero se obligó a mantener
una apariencia tan fresca como un sorbo de agua de manantial un día de
verano.
—Entiendo, señorita Grace, que ha acudido a mí con una finalidad. Ahora sería
el momento de comunicármela.
—Necesito que se reúna con nosotras en Hyde Park mañana, como invitado
mío.
—Dejando a Hawksmoor…
Magnus evaluó el plan. No tenía nada que perder y, pardiez, mucho que ganar
con esa aventura. En realidad, la oportunidad era como un regalo llovido del
cielo, pues todavía no se le había ocurrido nada mejor que hacer.
—Si bien todavía dudo que su estratagema tenga alguna posibilidad de dar
resultado, como ha dicho usted, mis sentimientos por su hermana hacen de mí
un hombre desesperado. —Guardó silencio un momento, y luego levantó las
manos en señal de rendición—. Puede contar con mi presencia, señorita Grace
—dijo, acentuando sus palabras con una risita.
—Ah, eso no lo dudo, señorita Grace. Lo que pasa es que hasta este momento
yo creía que usted y su hermana eran tan distintas como la noche y el día.
Ahora veo que estaba totalmente equivocado.
En ese momento, por encima de la cabeza de Grace, vio a las dos tías
casamenteras cerca de un lado de la puerta, casi rodeadas por un apretado
grupo de caballeros.
Entrecerró los ojos y los enfocó en las pequeñas tarjetas con borde rojo que
tenían las ancianas en las manos. Pestañeó, sin poder dar crédito a sus ojos.
Tanto lady Letitia como lady Viola estaban entregando tarjetas a todos los
solteros que se les acercaban.
—Me reuniré con ustedes a las tres —le dijo a Grace, y volvió a mirar hacia las
tías—. Pero si me disculpa, tengo otro asunto que atender en este momento.
—¿No? —sonrió él—. Pero ¿sí para todos los demás caballeros presentes esta
noche?
—Y yo que creía que nos habíamos hecho buenos amigos —bromeó él.
Magnus levantó la mano con la tarjeta, dejándola fuera del alcance de las
ancianas.
—Ah, me parece que veo a mi tío. Tal vez encuentre un momento para charlar
con las dos, cuando estén menos ocupadas. Buenas noches, señoras.
Haciéndoles una ligera inclinación con la cabeza, se dejó absorber de buena
gana por la apretujada muchedumbre.
Magnus se quedó mirando la tarjeta con unos crecientes celos. Esas tarjetas
distribuidas por las ancianas llevarían en tropel a su casa a los solteros más
salaces de la ciudad. ¿Tendría idea Eliza de lo que estaban haciendo sus
traviesas tías?
Al día siguiente, Hyde Park estaba muy concurrido por la alta aristocracia
londinense; el sol daba un tono esmeralda a sus amplias extensiones de
césped salpicadas por árboles. Al igual que al grupo de las Featherton, cuyo
coche, con las capotas bajas, iba en esos momentos marcando surcos por la
tierra todavía mojada de Rotten Row, el muy esperado buen tiempo y la suave
brisa procedente del sur habían atraído a mucha gente.
Eso significaba que sus tías tenían razón; su presencia ahí era imprescindible
para facilitar y asegurar un pronto matrimonio entre Grace y Hawksmoor.
Sólo entonces se sentiría realmente libre para marcharse a Italia, lo que tenía
toda la intención de hacer. Porque aunque ya no pudiera estudiar con los
maestros, por lo menos podría inspirarse en sus obras para rehacer su
colección de pinturas.
Levantó la vista para mirar a lord Hawksmoor, que llevaba al trote su nuevo
caballo de caza bayo al lado del coche en que iba ella con sus tías y Grace.
—¿Un tílburi y un landó nuevos? Caramba, qué magnífico —dijo, con el mayor
entusiasmo que pudo.
Hawksmoor entreabrió los labios, dejando ver unos dientes blancos y parejos.
—Madre trajo el landó a la ciudad. Llegó hace dos semanas, ¿sabe? Le pedí
que viniera —resolló, tirando de las riendas para contener la energía de su
bayo—. Le he explicado todo acerca de su familia.
Diciendo eso miró a Grace, que, muy complacida por esa atención, le sonrió de
oreja a oreja.
—Será un honor para nosotras invitar a su madre a tomar el té —le dijo la tía
Letitia.
Entonces Letitia intercambió una mirada aprobadora con Viola y luego le cogió
la mano a Eliza y se la apretó entusiasmada.
Grace estaba visiblemente preocupada esa tarde, tanto que ni siquiera pareció
importarle estar arrugando su vestido de paseo nuevo, descuido nada propio
de su hermana, a la que siempre le gustaba llevar todo bien planchado.
Hawksmoor, feliz de complacer, sacó su reloj de oro del bolsillo del chaleco.
—Lo arrojó —dijo Eliza, levantando la mano para ocultar la sonrisa que no
pudo evitar; el caballo era demasiado brioso para la destreza ecuestre del
barón.
—Sí, bueno…
—Milord, puede que me equivoque —dijo Grace—, pero cuando miró el reloj se
inclinó hacia delante y es posible que el caballo interpretara erróneamente eso
como una orden.
—Grace también, lord Hawksmoor —interrumpió Eliza—. Las dos nos criamos
entre caballos. Y en mi opinión, Grace es mejor jinete que la mayoría de los
hombres que he visto.
De repente Grace se puso de pie y, con una ancha sonrisa, apuntó con el
índice hacia el camino.
Disimuladamente miró a sus tías, que iban sentadas frente a ella, en el asiento
que miraba hacia delante; las dos estaban sonriendo satisfechas. Entonces
giró la cabeza para mirar a su hermana.
—Qué maravillosa sorpresa. Me gustaría saber cómo supo lord Somerton que
nos encontraría aquí.
—Bueno, es posible que haya dicho que vendríamos a Hyde Park esta tarde.
—¿He hecho mal? —preguntó Grace, agitando las pestañas con toda
inocencia.
Las dos tías se rieron alegremente mientras Magnus daba la vuelta al coche
para colocarse al otro lado. Lady Letitia le estrechó la mano.
—El paisaje es el motivo que nos ha traído aquí —explicó, golpeando el fuerte
muslo de lord Somerton con su abanico cerrado y riendo encantada.
Ay, tieta, masculló Eliza para sus adentros. La tía Letitia tenía un don para
encontrar la manera perfecta de convertirla en un manojo de nervios.
Magnus apretó sus bien formados muslos en los ijares de su enorme montura
negra, haciéndola avanzar para inclinarse a saludar a Eliza. Captó su mirada y
la obsequió con una alegre sonrisa, encendiéndole las mejillas.
Basta, deja de reaccionar así; ay, cómo deseaba cubrirse las mejillas con las
manos; las sentía ardientes, ya tenían que estar rojas, rojas.
—Señorita Merriweather, está tan hermosa como una rosa, y casi del mismo
color también —le susurró él, al cogerle la mano.
—Pues claro que no —canturreó la tía Letitia—. ¿Por qué habría de serlo?
—Lord Somerton, esperaba verle en casa antes —le dijo, en tono un tanto
agudo.
Al oír eso Hawksmoor enarcó una ceja. Y Eliza alcanzó a ver la mirada secreta
que intercambiaba con Grace.
Entonces Eliza vio un revelador temblor en sus labios. Ah, hombres, qué
tediosamente previsibles.
—No hagáis eso, por favor —rogó Eliza a los dos caballeros—. Los dos
caballos son estupendos.
Encantada por la atención, Grace soltó una risita y se puso de pie. Se desató la
papalina de paja y la levantó bien alto.
Los dos hombres se inclinaron sobre sus caballos, que ya bailaban,
preparándose.
La papalina bajó por el aire silbando. Los dos hombres hicieron restallar sus
látigos en los flancos de los caballos y partieron por el camino, levantando una
nube de grumos de tierra.
—¡Vamos! —gritó la tía Letitia al cochero—. Síguelos. No quiero perderme el
final.
—Más rápido, más rápido —gritaba la tía Letitia entre ataques de risa—. ¡Hacia
el Serpentine!
—¡El ataque! —exclamó la tía Viola, justo cuando sus párpados empezaban a
cerrarse, y se desmoronó en el asiento.
La tía Letitia rodeó con sus brazos a su hermana dormida. Eliza cerró los ojos,
las manos apretadas con tanta fuerza sobre el borde de la puerta que se le
pusieron blancos los nudillos, hasta que el coche aminoró la marcha y se
detuvo. Por el olor y el suave chapaleteo de olas, comprendió que ya estaban a
la orilla del lago.
Eliza abrió los ojos, justo en el momento en que Grace bajaba del coche de un
salto, sin esperar la ayuda del cochero.
—¡Cielos, Reginald! ¿Estás herido? —gritó Grace, corriendo con las faldas bien
levantadas hacia Hawksmoor, que estaba chapoteando en el agua para salir.
Eliza se bajó del coche. Magnus había desmontado y tenía las riendas de su
caballo negro en la mano derecha y las del bayo de Hawksmoor en la
izquierda.
Con las manos en dos puños, furiosa, Eliza echó a andar pisando fuerte hacia
Magnus. Y cuando llegó ante él, resollante por el esfuerzo, ya estaba hirviendo
de rabia. ¿Por qué les ponía las cosas tan difíciles a todos?
—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? —Le puso las manos en el pecho y lo
empujó—. Contéstame si quieres, si puedes. ¿Por qué?
—Sólo ha sido deporte, Eliza —contestó él, obsequiándola con una sonrisa de
niño.
—Esto no tenía nada que ver con el deporte. Esto tenía que ver con los celos.
Tus celos. No tenías por qué hacerlo parecer un tonto, humillarlo. No hay nada
entre tú y yo, ya no lo hay. Haz lo que debes hacer, cásate con la señorita
Peacock y sácame de tu cabeza.
Él bajó la vista y le miró las manos, abiertas sobre su pecho como dos
estrellas; después la miró a los ojos y dijo una sola palabra:
—Jamás.
Abrió las manos, soltándole las muñecas. Entonces le pasó una mano por la
nuca y le acercó la cara para besarla.
Eliza se giró a mirarlo, incrédula, cuando pasó al lado de ellos para coger las
riendas; sus botas encharcadas sonaban a cada paso. ¿Sería posible que
estuviera confabulado con sus tías? No, no podía ser.
A corta distancia detrás de él, la tía Viola roncaba dentro del coche, mientras
Grace y la tía Letitia venían acercándose a ellos. Pero no estaban ni
horrorizadas ni enfadadas, como Eliza podría haber esperado. Venían
sonriendo traviesas. En realidad, parecían estar felicitándose mutuamente.
—Muy bien hecho, Grace —le estaba diciendo Letitia en voz baja.
Las miró fijamente hasta que ellas se callaron y la miraron con expresiones
culpables.
—¿Es que no lo veis? —les dijo, y notó que la voz le salía llorosa y débil—. Por
muchos motivos esto no puede ser. Nunca. Por favor, os lo ruego, basta.
Cogiéndose las faldas con una mano, se giró y empezó a subir la pequeña
pendiente hacia el landó.
Regla 17
Esa mañana Eliza estaba en el patio sentada ante una tela en blanco, mirando
frustrada su superficie.
¿Qué podía hacer? Su idea había sido pintar un paisaje, las exuberantes y
húmedas llanuras, vistas desde Dunley. Pero al parecer ese día sus ojos
estaban ciegos. Ya no lograba ver esa hermosa pradera cubierta de hierba y
helechos verdes, tan conocida y confortante. Aunque había observado
detenidamente esa ancha franja de tierra, incluso la había dibujado al menos
diez veces ese año pasado, era como si ya no le importara.
Una sola imagen apartaba hacia un lado a todas las demás: Magnus. Era como
si en ese momento él estuviera ante ella, tal como el día anterior en el
Serpentine, sus ojos azul plateado reflejando una amedrentadora mezcla de
celos, ira y desconcierto.
Pero ¿cómo podía, si él volvía una y otra vez, con su corazón desnudo y
vulnerable, pidiéndole solamente su amor? ¿Cuánto tiempo más podría
soportar eso?
El tiempo se le estaba acabando a Magnus; tenía que casarse con Caroline
Peacock para conservar Somerton. Por lo tanto, ella ya no podía permitirse ser
amable. Tenía que hacerle creer, de verdad, con el alma, que ella no lo amaba.
Pero ¿cómo hacer eso? Fuera cual fuera su estratagema, tenía que ser osada,
aunque no tanto que acabara en desastre o haciendo daño, como casi le había
ocurrido al pobre y empapado Hawksmoor en el Serpentine.
En ese momento se abrió la puerta de la casa y salió la tía Viola, casi corriendo
de puntillas, y moviendo su bastón como una loca.
—¿Qué ha pasado?
La tía Viola se golpeó el pecho con una mano e hizo una honda inspiración.
—Ah, déjame a mí —le dijo la tía Letitia a Grace—. Es una noticia tan
maravillosa y yo soy la matriarca, después de todo.
—La matriarca. Vamos, se ve que te sientes muy alta y poderosa hoy, ¿no?
—La noticia es mía, así que yo se la daré a Eliza. —Con un elegante vuelo de
su falda, se sentó muy orgullosa en la silla de hierro, junto a la cual estaba
Eliza—. Lord Hawksmoor les ha pedido a nuestras tías su consentimiento para
casarse conmigo. —Entonces, sin poder contenerse, gritó—: ¡Estamos
comprometidos!
—Muy cierto —contestó la tía Viola—. Sólo hace un momento que se marchó
lord Hawksmoor.
Grace se hizo visera con una mano para proteger los ojos del brillante sol.
—¿Cowper? ¿De lady Cowper, una de las patrocinadoras del centro social
Almack?
—A ti podría parecértelo tal vez. Pero no, para mí esto no ha sido tan
inesperado. —Al ver que Eliza guardaba silencio, Grace miró a sus tías—.
¿Podríais dejarme un rato a solas con Eliza, tietas?
—No, enfadada no. Pero sí desconcertada. Creía que eras mi aliada, que
estabas de acuerdo en que marcharme de Londres era lo conveniente para
todas.
—No, Eliza. Cometí un error cuando te dije que te apartaras de lord Somerton.
Eso lo veo ahora. Cuando me puse en tu lugar y me imaginé que nos obligaban
a separarnos a Reggie y a mí, bueno, no lo pude soportar. Tú y lord Somerton
estáis hechos el uno para el otro. Él te ama y tú lo amas. Olvida tus ideas de
pintar en Italia. Alarga la mano y coge el amor que él te ofrece.
—No todo el mundo vive para el amor, Grace. Mi arte me basta. Pintar es mi
vida. Me llena. Es la ventana por la cual la vida se ve como debería ser.
Entonces oyó arrastrar la silla de terraza sobre los adoquines y luego sintió las
manos de Grace en sus hombros.
—Por favor, Grace, déjame llevar esto a mi manera. Sé lo que hago. Créeme,
esto es lo mejor para todas.
Debería haberlo visto venir, pensó George Dabney. En el instante en que vio la
agria expresión en la cara de la señora Peacock, tendría que haber
comprendido que ya estaba decidida.
Estaba sentado en el diminuto sillón tapizado de seda que, sin duda con fines
inquisitoriales, estaba situado en el centro del decorado salón de los Peacock.
—No necesita dinero. Eso lo tenemos nosotros. Pero tiene algo que nuestro
dinero no puede comprar: un título que nos garantiza la entrada en la alta
sociedad.
La señora Peacock lo miró con sus ojos saltones desde arriba de su larga nariz
picuda:
—Lo vi en Hyde Park, cerca del Serpentine, para ser exacto. La chica
Merriweather estaba allí. La rara, ya sabe, la pintora. La besó en la boca, allí
mismo, al aire libre, a la vista de todo el mundo. No pareció importarle que lo
vieran. Tampoco a ella, si es por eso.
Dabney asintió.
La señora Peacock le dirigió una mirada tan glacial que se le encogieron las
entrañas.
—No hablará con mi marido acerca de mi hija. ¿Me ha oído? A los ojos de la
alta aristocracia, usted no es otra cosa que un plebeyo. Caroline se merece
algo mejor; nosotros nos merecemos algo mejor. Será Somerton.
—Ni una palabra más. Tu padre y yo decidiremos qué es lo mejor para ti.
Dabney se levantó.
Encontrando por fin sus agallas, Dabney miró a la señora Peacock con los ojos
entornados.
El anillo era un tesoro para él, y por poco que pesara en su bolsillo, era lo único
que jamás vendería. Era el anillo de su madre, el que llevó puesto toda su vida
de casada. Ese día se lo regalaría a Eliza.
—Esta vez, Eliza —dijo, guardándolo en el bolsillo y bajando del coche—, esta
vez, por fin.
—Tal vez no, pero yo sí recibí una tuya. —Sacó del bolsillo una tarjeta de visita
con bordes rojos y se la puso delante.
—¿Una mía? No he… uy, dame eso. —Cogió la tarjeta y la miró—. ¿Cómo ha
llegado esto a tus manos?
—Tus tías las estaban distribuyendo entre todos los solteros presentes en la
sala de fiestas hace dos noches. Pensé que debía venir, antes que tus días y
tus noches estén totalmente ocupados por muchachos enamorados.
Santo cielo, se dijo Eliza mirándolo pasmada. ¿Es que nada avergonzaba a
sus tías?
—Sin duda. —Eliza cerró las manos en dos puños—. No lo soporto. Todo el
mundo debe de creer que soy una mujer liviana. Esto es horroroso, horroroso.
¡Porras! ¿Cuándo se va acabar esta infernal temporada?
—Demasiado pronto.
—Ah, tienes razón —dijo ella. Fue a sentarse en el sofá, inquieta por estar sola
con él—. ¿Ya has hablado con la señorita Peacock? ¿Has venido a informarme
de tus planes de boda?
—No.
—Tienes el retrato. He cumplido mi parte del trato. ¿A qué has venido, pues?
Magnus se puso delante de ella e hincó una rodilla en la mullida alfombra turca.
Le brillaban los ojos cuando sacó del bolsillo del chaleco un anillo con un
brillante zafiro.
Eliza sintió zumbar el corazón en los oídos. No, no hagas esto, por favor.
—Te amo, Eliza, y sé que tú me amas. Di, por favor, que te casarás conmigo, y
acepta este anillo como símbolo de mi compromiso contigo.
Ella lo miró a los ojos, sintiendo llenarse de saladas lágrimas los de ella; giró el
anillo en el dedo y se lo quitó.
—Chss —musitó él, poniéndole el índice sobre los labios para silenciarla—. He
vendido lo que podía. L. conseguido será una ayuda para los granjeros de
Somerton. Somerton Hall está perdido, pero ya no me importa. No se puede
hacer nada más.
Al oír abrirse la puerta del salón Magnus se incorporó. Entró la tía Letitia.
—Ah, lord Somerton, ¿no es éste el día más feliz? ¿Le contó Eliza la noticia?
—Vamos, ¡por supuesto! —repuso la tía Letitia—. Uy, hay mucho que hacer. —
Miró alrededor—. Andaba buscando mis anteojos. Ah, ahí están. —Con una
velocidad asombrosa para su avanzada edad, fue a coger sus impertinentes y
llegó hasta la puerta—. Perdóneme, por favor, lord Somerton. Debo volver
donde mi hermana. Tenemos muchos planes que hacer. Buen día.
—La proposición de lord Hawksmoor… —se interrumpió. Eso era; eso era lo
único que obligaría a Magnus a apartarse de ella, de una vez por todas. Se
miró las manos—. Lo siento, lord Somerton, no puedo aceptar su proposición.
—Conteniendo las lágrimas que pugnaban por salir, le pasó el anillo—. Creo
que ya sabe por qué.
—Lo sé, sí —dijo, su grave voz áspera—. Lo siento… perdone que la haya
molestado, señorita Merriweather. —Se guardó el anillo en el bolsillo y caminó
lentamente hacia la puerta—. Mis mejores deseos para usted y… su prometido.
Regla 18
Jamás se había sentido tan vacío, tan solo como en ese momento, sentado en
la penumbra del coche que lo llevaba el corto trayecto hasta su casa.
Lo único que deseaba era estar solo con sus tristes pensamientos. No tenía
dinero, no tenía futuro. No tenía a Eliza.
Cuando el coche se detuvo delante de su casa, bajó, subió los peldaños y abrió
cansinamente la puerta. Al instante apareció su tío.
—¡Somerton, has vuelto, gracias a Dios! —gritó—. Estoy como un pez fuera del
agua. No sé qué hacer. —Tembloroso como estaba, el anciano dejó su bastón
apoyado en la pared y con las piernas envaradas casi corrió para acercarse a
Magnus y le enseñó un fajo de papeles—. Nos ha llegado la hora, hombre.
Mira esto.
Después de haber sido cortado como una espiga madura con la hoz del
compromiso sorpresa de Eliza, no sabía cuánto más era capaz de soportar.
—¿Cómo han llegado aquí estos papeles? No los esperaba hasta dentro de
dos semanas más o menos.
—Los trajo un mensajero. Exigen el pago el veintiocho a más tardar, si no, nos
echarán a la calle —contestó Pender, su voz un largo gemido—. Tienes que
hacer algo, Somerton. No tenemos mucho tiempo.
Magnus atravesó la sala y fue a apoyar una bota en la rejilla de bronce del
hogar, reflexionando acerca de ese nuevo problema. Colocó las manos sobre
la fría repisa de mármol y las cerró en puños, arrugando los papeles.
Sabía muy bien que cuando su hermano se encontró metido hasta el cuello en
deudas de juego en el Watier's, fue a ver a un prestamista que atendía en el
sótano del club. Allí obtuvo varios préstamos para pagar las enormes deudas
acumuladas en Londres. Pero aún faltaban casi tres semanas para que
venciera el plazo de esas deudas. ¿Por qué esa exigencia de pago inmediato?
Pensando en las consecuencias de ese nuevo plazo, le fue aumentando la
inquietud.
—No era el tipo de hombre para quedarse un rato a charlar. Era un muchacho
fornido; breve y conciso —dijo Pender, poniéndose a su lado—. Dijo que
volvería dentro de cuarenta y ocho horas. Su empleador espera el pago
entonces.
—¿Dos días? Condenación. Eso apenas nos da tiempo para hacer una maleta.
A Pender le temblaban tanto los dedos por el pánico que le costó abrir su reloj
para ver la hora.
—¿Podemos hacer algo en tan poco tiempo? Sabes que yo no tengo ni blanca.
He vivido años de la generosidad de mi hermana, y de la tuya, claro. Pero si
hay algo en mis posesiones que pudiera servir…
—No te apures, tío. Ya se me ocurrirá algo —contestó Magnus, rogando que
eso fuera cierto.
Por algún motivo, alguien había comprado las deudas de James. Pero ¿por
qué? Volvió a mirar los papeles, leyendo detenidamente cada línea.
—A menos que… —dijo Magnus, con la esperanza de que decir las palabras le
hiciera más fácil aceptarlas—. A menos que me case con la señorita Peacock.
—Sí —dijo, vacilante—. Parece que ya se acabó el tiempo para que aparezcan
barcos milagrosamente en el puerto, muchacho. Ha vencido el plazo de las
deudas y ahora debes cumplir tu deber para con la familia. —Arrastrando los
pies atravesó la sala y fue a ponerle la mano en el brazo a Magnus,
compasivo—. Lamento que no puedas casarte con la mujer elegida, pero a fin
de cuentas eso no importa. La señorita Peacock aporta al matrimonio lo que
más necesitas. Lo que tus propiedades necesitan, dinero.
Magnus se sentó en la única silla que le quedaba, haciendo crujir sus viejos
maderos con su peso, apoyó los codos en las rodillas y hundió la cara entre las
manos.
Cuando pasó un lacayo con una bandeja ofreciendo bebida, cogió una copa de
chispeante vino y se la bebió de un solo trago. Concedido, ese acto era muy
impropio de una dama, pero era también la manera más rápida que conocía de
calmar sus crispados nervios.
Paseando la mirada por el enorme salón vio que todas las cortinas estaban
abiertas de par en par, y cientos de velas de cera de abeja llenaban elevadas
lámparas de araña, bañando a los invitados en una luz de llama radiante.
Eliza sonreía orgullosa al ver a Grace, vestida con un brillante vestido de seda
con hilos de oro, saludar con seguridad y desparpajo a un duque de cuna real y
luego a un miembro del parlamento y a su tímida esposa. Su hermana estaba
radiante. Los había encantado absolutamente a todos, suponiendo que fueran
fiables las sonrisas de admiración con que la miraban al pasar.
Sí, esa noche se hacían realidad los sueños de Grace. Por un breve pero
luminoso momento, su hermana sería la comidilla entre la aristocracia
londinense. Eliza dudaba que alguna vez pudiera sentirse más feliz por alguien.
Ay, si pudiera sentirse tan feliz por ella misma. ¿Y por qué no? La seguridad de
Grace estaba asegurada, lo que le hacía posible, por fin, dejar atrás Londres. Y
para coronar su buena suerte, sólo dentro de unos días, habiendo pasado toda
una temporada sin casarse, su herencia sería suya.
Ahora todo era distinto. Sus deseos, sus aspiraciones, sus esperanzas, todo
había cambiado, evolucionado.
Claro que el peligro estaba en que Magnus asistiera de todos modos, sin
invitación. En qué problema se vería si él entraba en el salón justo cuando lord
Hawksmoor estuviera anunciando su compromiso con Grace.
Eliza miró hacia las parejas que se estaban formando para una contradanza.
—Bueno, pues, si eso es lo que deseas. Pero deberíamos ver mejor la pista,
¿no te parece?
Sin esperar respuesta, la tía Letitia se cogió del brazo de su hermana y las dos
echaron a andar por entre el gentío hacia un espacio abierto.
Tal vez demasiado dedicadas, pensó. Qué raro que sus tías hubieran
renunciado tan fácilmente a Magnus, sobre todo estando todavía soltero. La
distracción por el éxito de Grace debía ser total, concluyó, porque esa noche
parecían haberse olvidado totalmente de dicha soltería.
—Eso es. No, no, no te rebeles. Sólo un poco más. Ya está. ¿Cómo te sientes
ahora? —preguntó sonriendo—. ¿Mejor?
Eliza cerró los ojos y contando hasta tres expulsó por las orejas todo
pensamiento de Magnus. Abrió los ojos y esbozó una sonrisa.
—Lista.
Celebraría bien la noche de Grace, se dijo. O mejor dicho, eso pensó, hasta
que se sobresaltó al ver a la señora Peacock al otro lado del salón
observándola con una mirada tan venenosa que se le erizó desagradablemente
el diminuto vello de los brazos.
—Pues sí. Yo diría que ya está clarísimo que no soy ninguna amenaza para su
Caroline.
—Coincido contigo —dijo Grace, mirando a la señora Peacock con los ojos
entornados—. Me gustaría saber quién la invitó. Yo no, ciertamente.
Eliza llevó a Grace hacia el otro lado del salón, con el fin de aferrarse a algún
otro tipo de distracción.
—Cierto. Qué joven se ve. Ah, había olvidado decírtelo. ¿Recuerdas a la mujer
que vimos la otra noche en el teatro acompañando a Hawksmoor? Era ella. Ah,
que boba fui al sentir celos. Y todo por nada. Ya verás, espera a conocerla.
Giró la cabeza para mirar una última vez, preocupada, a la señora Peacock, y
siguió a su hermana por entre el gentío.
Cuando el reloj del vestíbulo principal dio las once de la noche, Eliza estaba
con sus tías en medio de las frondosas plantas de un rincón del salón, desde
donde veían a cierta distancia a la concurrencia.
Eso le iba muy bien, porque no tenía el menor deseo de cruzarse con la señora
Peacock ni con su hija, a la que había visto recogiendo restos de la mesa de
refrigerios como un buitre hambriento.
De pronto vieron a Grace atravesando el salón hacia ellas, saltando con tanto
entusiasmo que Eliza temió que en cualquier momento se le desbordarían los
muy empolvados pechos por el atrevido escote francés del vestido.
—Ya está, lo he hecho —anunció Grace, sus ojos brillantes como zafiros
cabujón—. Me impuse la misión, por vosotras, de conocer a cada una de las
patrocinadoras, que, como comprenderéis, están todas aquí. Y bueno, ya lo he
hecho. Les he encantado a todas. ¿Podéis creer en nuestra suerte? Las
puertas de Almack's se nos abrirán de par en par.
—Espléndido, cariño —le dijo la tía Letitia—. Qué amabilidad la tuya, de velar
por los intereses de aquellas que no somos tan elegantes como tú.
—No hay de qué, tieta —dijo Grace, y de pronto arrugó la nariz—. Pero ¿por
qué estáis todas escondidas en este bosque de macetas? —Hizo una
inspiración entrecortada y se puso las yemas de los dedos sobre la boca
rosada—. Ay, Dios, ¿no estaréis tramando algo, verdad? Decidme que no. —
Con un gesto muy teatral se colocó la mano en la frente—. Horror de los
horrores, lo siento, pero me voy a desmayar. Sabéis que no puedo permitir
ninguna tontería esta noche.
—No, no, ha sido un error —enmendó Eliza—. No tienes nada ahí… al menos
no todavía.
Eliza se quedó inmóvil, tan inmóvil como una muñeca de ojos de vidrio.
Pasaron los segundos, pasó un minuto entero, hasta que se arriesgó a
susurrar:
—Tieta, ¿por qué debo quedarme inmóvil como una estatua de piedra?
—Eso ha sido obra de Grace, puedes estar segura —dijo la tía Viola.
—Lo intenté, en serio, de verdad, pero justo antes que saliéramos de casa,
cambié de decisión y envié a un lacayo con una invitación personal para que
asistiera. No ha sido un error. Habla con él, Eliza, antes que se anuncie mi
compromiso. —Grace agitó las pestañas como las alas de un pinzón—. Falta
una hora para eso, hermana. Date prisa, ve a decirle la verdad, que soy yo la
comprometida, no tú. Quedarás como una tonta si él se entera de mi
compromiso al mismo tiempo que todos los demás.
Santo cielo, ¿qué debía hacer? Sí, en todo momento supo que él se enteraría
de la verdad finalmente, sólo esperaba tener un poco más de tiempo.
Ay, maldición. Cálmate. Piensa en unas suaves olas, en las brisas de verano,
en pájaros canoros… pavos reales.
El señor Peacock se le acercó tanto que Eliza, aprisionada por los grilletes del
decoro, percibió todos los platos de su cena en el olor de sus espiraciones.
—Ah, ha sido providencial que la encontráramos esta noche —le dijo el señor
Peacock, inclinándose ante ella—. Somerton acababa de decirle a lord
Stanhope que usted, señorita Merriweather, es una retratista sin par.
Excelente.
—¿Está segura de que no tiene tiempo para eso? —preguntó el señor Peacock
ceñudo.
—Ah, no, no tiene tiempo —terció Grace—. Porque Eliza debe rehacer su
muestra de cuadros, ahora que ya no tiene sus otras pinturas.
—Ay, Dios, me parece que has hablado demasiado, Grace —dijo la tía Viola
cubriéndose la boca con ambas manos.
Por la ferocidad de su tono, ella medio se imaginó que él la levantaría del suelo
y la sacudiría para sacarle la respuesta. Él tenía los ojos agrandados, pero
perplejos también, como si estuviera tratando de resolver un irritante enigma.
Su respiración era más rápida, más fuerte. Ella sentía el calor de su aliento en
las mejillas.
—Eh… esto… los vendí —logró graznar finalmente, sin atreverse a mirarlo.
—¿Por qué no? Yo diría que lord Somerton se merece saber qué has
sacrificado por él. —Grace miró desafiante a Magnus a los ojos—. Eliza vendió
sus cuadros en subasta por usted. Hasta el último, bueno, a excepción de los
dos que ya le había regalado a usted. Le pidió al señor Christie que sumara
secretamente lo obtenido por los cuadros a lo obtenido por sus bienes
subastados. ¿Se da cuenta de lo que significa eso, milord?
—¡No!, calla —le suplicó Eliza—, porque ahora eso no cambia nada.
Miró atrás por encima del hombro y vio que la iba siguiendo.
Por lo menos unas diez o doce personas los separaban, y por un momento le
fue imposible verlo. Ésa era su oportunidad de eludirlo Su única oportunidad.
Cuando faltaban cinco minutos para la medianoche, Eliza salió del tocador de
señoras. Ya había domeñado bien sus emociones y recuperado su serenidad;
era el momento de encontrar a sus tías y marcharse de la celebración. Paseó
la mirada por el salón, a ver si veía los vestidos iguales color púrpura.
Tenía que darse prisa. El anuncio del compromiso entre Grace y lord
Hawksmoor se haría tan pronto como dejaran de sonar las campanadas de
medianoche, y si Magnus había comprendido su error y vuelto a entrar en el
salón, escucharía todo y se enteraría de la mentira de su supuesto
compromiso.
Bueno, no deseaba estar ahí cuando ocurriera eso. Debía marcharse ya, antes
que fuera demasiado tarde.
Mirando, mirando, vio por fin el elevado y níveo peinado de la tía Viola. Su tía
estaba junto a una de las ventanas que daban a la calle con un grupo de
señoras, pero ya desde esa distancia vio que algo iba mal, terriblemente mal.
Apresuró sus pasos. Cuando estaba más cerca vio que las damas que estaban
con ellas eran nada menos que lady Cowper y lady Hawksmoor, además de
Grace. Y Grace tenía los ojos muy agrandados y le temblaban los labios.
De pronto se dio cuenta de que todos los ojos estaban clavados en ella, y no
sólo eso, todos se callaban al verla pasar. Se tocó las mejillas, no encontró
ninguna lágrima errante. Se miró el vestido y no encontró nada mal ni raro. De
todos modos, las personas la miraban en silencio; ¡veintenas de personas!
Qué extraño. Por algo que no lograba comprender, era el centro de la atención.
Eso no podía significar nada bueno, concluyó, sintiendo bajar un escalofrío
premonitorio por el espinazo.
Grace estaba en una indecorosa postura, con las manos en las caderas, y
cuando Eliza se iba acercando a ella por detrás, la oyó decir:
—No ha hecho nada malo. Apoyo y defiendo a mi hermana pase lo que pase,
sean cuales sean las consecuencias.
Grace ahogó una exclamación, pero cuando pasó su conmoción por el insulto,
también alzó el mentón, como si fuera la reina Carlota en persona.
Las cuatro salieron a la oscura calle y llegó corriendo hasta ellas el lacayo. La
tía Letitia le puso en la mano su monedero y le susurró algo.
Era algo enloquecedor. Eliza levantó las palmas para ocultar la cara.
La tía Letitia la empujó para que subiera, luego subió ella y se sentó para que
pudieran subir Grace y la tía Viola.
Sin entender nada, Eliza miró por la ventanilla mientras el coche se ponía en
marcha. Entonces, atónita, vio salir a lord Hawksmoor por en medio del gentío
apretujado en la puerta.
Eliza miró los ojos mojados y muy abiertos de su hermana, ya apagado el grito
de súplica de Hawksmoor por el retumbante ruido de las ruedas del coche
sobre los adoquines.
—No. Estoy manchada por el escándalo —logró decir Grace en medio de los
sollozos.
Entonces Eliza miró a Letitia. Algo andaba terriblemente mal y ella estaba en el
centro de todo.
—Por supuesto, hija. Eso lo sabemos. Pero así fue como comenzó el rumor. La
parte lamentable es que cuando llegó a oídos de lady Hawksmoor, lo más
preciado para ti había evolucionado, convirtiéndose en “tus favores”.
—Cariño, nada le gusta más a la alta sociedad que un jugoso chisme. Se creen
hasta las acusaciones más horrorosas si eso los divierte.
—Eso espero.
Eliza cerró los ojos, rogando despertar pronto y descubrir que esa noche sólo
había sido una pesadilla.
Regla 19
Era imperioso que hablara con ella, a solas, antes de la boda del día siguiente.
Había acordado con la propia Caroline encontrarse en secreto a la orilla del
lago, pues estaba seguro de que sus padres no le permitirían tener una
entrevista con su hija estando tan próxima la boda.
Pero eso era justamente lo que esperaba lograr esa tarde, antes que fuera
demasiado tarde. Debía convencer a Caroline de romper ella el compromiso,
para evitar quedar deshonrado.
Porque ¿cómo podía casarse con otra después que Eliza vendiera sus
cuadros, sus sueños, su alma y su corazón, por él? Ella había arrojado sus
sueños al viento para ayudarlo a salvar a los leales campesinos de Somerton.
¿Sabría cuánto significaba eso para él? ¿Cuánto lo conmovía?
Aunque ella negara vehementemente sus sentimientos, con ese sincero regalo,
ese enorme sacrificio, le demostraba un amor tan profundo como jamás había
conocido en su vida. Un amor tan potente que llegaba a producirle dolor.
¿Cómo podía casarse con otra? ¿Cómo?
Pero esa tarde corregiría ese error, rompiendo su compromiso con la señorita
Peacock. Si es que eso era posible, si Caroline se sentía tan ambivalente como
él sospechaba respecto a las inminentes nupcias.
Porque aunque sólo llevaba algo más de un día comprometido con ella, ya
desde antes había notado cómo le vagaban los ojos a la muchacha en todas
las fiestas de sociedad. Era muy probable que el corazón de ella le
perteneciera a otro y que sólo hubiera aceptado la renuente proposición de él
por cumplir la estricta orden de sus padres, que claramente deseaban un título
para ella más que su felicidad.
En ese momento se detuvo un brillante coche negro en Rotten Row, a unas
cien yardas de donde estaba él, y de él bajaron Caroline Peacock y su bajita
doncella.
Caroline se desató las cintas color azafrán para quitarse su elegante papalina y
echó a caminar por el verde césped. Cuando estaba a unas pocas yardas de
él, se detuvo a entregarle la papalina a su doncella y a ordenarle que se
quedara allí, supuso Magnus, para poder hablar con él en privado.
Entonces se le acercó, su sonrisa radiante a la dorada luz del sol. Pero esa
sonrisa supuestamente alegre no le llegaba a los ojos a la señorita Peacock, lo
que lo convenció aún más de que sus sospechas no eran infundadas.
Él la saludó con una inclinación de la cabeza, pero antes de que pudiera decir
una palabra, ella continuó:
—¿Por qué me ha pedido que me encuentre con usted en secreto? Como bien
sabe, si mis padres se enteraran de esto se disgustarían muchísimo. Al fin y al
cabo la boda es mañana.
Caroline miraba una y otra vez hacia su coche, como si deseara estar dentro
de él, de camino a casa. Eso era lo que deseaba él también, y que lo que
estaba a punto de hacer ya fuera sólo un recuerdo remoto.
—Señorita Peacock…
—Puede tutearme, milord, y llamarme Caroline —dijo ella, fingiendo una afable
sonrisa—. Después de todo, pronto vamos a ser marido y mujer.
—Creo que todo el mundo sabe que la mayoría de los matrimonios arreglados
no comienzan con amor —dijo ella, mirándolo con fingida seguridad—. Pero…
—De acuerdo, no me amas ahora. Pero ¿crees que podrías… que podrías
aprender a… algún día? Debo saberlo.
Mantuvo el dedo sobre sus labios unos cuantos segundos, dándole tiempo
para que pensara bien su respuesta. Para que llegara a una respuesta no
inculcada por su madre, sino una salida directamente de su corazón.
Entonces ella bajó la cabeza y estuvo un momento pasando los dedos por el
espumoso encaje que le adornaba la manga.
—Me ha calado, lord Somerton. —Por fin lo miró a los ojos francamente—. No
le amo. Tal como usted no me ama a mí. Es mejor que no nos engañemos
diciendo que eso podría pasar alguna vez.
Magnus comprendió que debía ser amable, elegir con cuidado sus palabras.
—Caroline, justamente por eso debemos hablar de esto ahora. Antes de que
sea demasiado tarde. Parece que nuestros corazones, tanto el tuyo como el
mío, pertenecen a otras personas. ¿Cómo podríamos forjar un matrimonio a
partir de una infelicidad tan grande?
—Porque no tengo la fuerza para hacer otra cosa —dijo, y desvió la cara,
avergonzada por esa confesión.
Ella pareció sorprendida por sus palabras; se le contrajo la cara y le salió una
lágrima solitaria por entre las pestañas, que dejó rodar por la mejilla.
—No soy capaz de desafiar a mis padres, milord —dijo, sorbiendo por la nariz
para contener las demás lágrimas—. No soy… sencillamente no puedo.
Dicho eso retrocedió unos pasos, se recogió las faldas y echó a correr hacia su
doncella, y luego las dos corrieron juntas hasta llegar al coche.
Un instante después, sus ojos se encontraron con los del caballero y lo saludó
tocándose el sombrero, ya seguro de que ese hombre era el deseo prohibido
del corazón de Caroline.
Ya lo tenía claro. Ese hombre, cuyo amor por Caroline iba a ser puesto
dolorosamente a prueba, era su única esperanza de sobrevivir al día siguiente,
y acabar siendo un hombre libre.
De pie junto a la cama, sobre la que tenía abierta la maleta, Eliza cogió su
pasaje a Italia para mirar la fecha. Ya la había mirado tres veces antes esa
mañana, tanto le costaba creer que el barco zarparía esa noche.
No serviría para nada que continuara en Londres; allí ella era un estorbo, un
peligro. Su presencia ya había estropeado las posibilidades de su hermana de
hacer un matrimonio respetable. Si continuaba un tiempo más, también podría
estropearle a Magnus las posibilidades de casarse y salvar Somerton. No, con
el mayor sigilo, para que su familia no se lo impidiera, se marcharía a Italia.
¡Plaf!
Jadeando y resollando, las dos ancianas abrieron la boca, pero no les salió la
voz. La tía Letitia hizo una inspiración profunda y logró sacar la voz:
—No está en su dormitorio. La hemos buscado por toda la casa, por el jardín,
por la plaza. Es imposible encontrarla.
Después de lo ocurrido en el baile de lady Cowper hacía dos noches, tenía una
clara sospecha de dónde se podría encontrar su hermana.
—Tal vez no —dijo, pasando por entre sus tías y saliendo al corredor—.
Seguidme. Creo que su doncella nos podría decir algo sobre su paradero.
—La señorita Grace me llamó con su campanilla a las primeras luces del alba.
Necesitaba ayuda, me dijo, para prepararse para un viaje.
—Continúa, Jenny.
—Bueno, yo creo que se fugaron para casarse —dijo Jenny, sus grandes ojos
fijos en las ancianas.
—¡Buen Dios! —chilló la tía Letitia—. Pero ¿en qué estaría pensando? Fugarse
así…
—No dijo ni una palabra sobre eso. Espere… sí que dijo algo, algo de
presentarse ante todos en la mascarada. ¿Qué cree que quiso decir con eso,
señorita Merriweather?
—El baile de máscaras será dentro de dos semanas —dijo la tía Viola mirando
a su hermana—. No pretenderá quedarse en Escocia hasta entonces,
¿verdad?
—Toda sola en su día de bodas, sin su familia que la acompañe y ayude —se
lamentó la tía Letitia sorbiendo por la nariz—. Una de nosotras debe estar con
ella.
—Los jóvenes amantes siempre cogen la Gran Carretera del Norte —dijo la tía
Viola—. Es el camino más rápido hasta Gretna Green y una pronta boda. Sin
duda podrías darle alcance si coges nuestro coche de ciudad inmediatamente.
—Eso lo dudo mucho. Por lo que ha dicho Jenny, mi hermana partió hace por
lo menos una hora.
—Si no vas tú, Eliza, iremos mi hermana y yo —dijo la tía Letitia, mirándola
fijamente, desafiando su silencio.
—¡No! ¡Buen Dios, no! Si alguien ha de meterse en ese coche, supongo que
tendré que ser yo —les dijo Eliza, echando a andar de vuelta a su dormitorio.
¿De qué serviría seguir a Grace? De ninguna manera le daría alcance antes
que se casaran, ya que seguro que ellos harían sus promesas de matrimonio
en el instante en que llegaran a Gretna Green. Lo único que lograría sería
interrumpir a la feliz pareja en su lecho nupcial. Santo cielo. Bueno, pues, no lo
haría.
No, tomaría el camino al este, hacia los muelles, y con la marea de la noche
emprendería su viaje a Italia.
—Pues sí que lo creo. Me parece que nuestra Grace está hecha de madera
más fuerte de lo que creemos. —Miró a Eliza y después a su hermana—. Bien
por ella, oye. Todas deberíamos seguir el ejemplo de nuestra Grace.
—Ya tenemos nuestras entradas —recordó entonces la tía Viola en voz alta.
—Sí que las tenemos, hermana. Por lo tanto, todas asistiremos al baile de
máscaras en Almack's, en pelotón, y les demostraremos a la alta sociedad que
su malvado chisme no nos ha derrotado.
—¡Muy bien! —rió la tía Viola—. Además, se rumorea que asistirá la reina…
—¿Cómo vais… o sea, cómo vamos a entrar? preguntó—. Seguro que una de
las patrocinadoras, lady Cowper, para ser más exacta, nos va a prohibir la
entrada al establecimiento. Es una fiesta privada.
La tía Letitia arqueó las cejas y con el índice se dibujó un círculo en cada ojo.
Eliza se echó a reír ante esa gráfica descripción, y sintió que ya echaba de
menos a sus excéntricas tías.
Lo que lo tenía nervioso no era que no llegara la novia, sino que sí llegara.
¿Podría ser que Caroline no viniera? Señor de los cielos, que sea eso, rogó.
—Parece que ya está casada, con un tal señor George Dabney, hijo de un
baronet. Se fugaron anoche y se casaron hoy al amanecer, con licencia
especial. Es horrible que lo haya dejado plantado así, milord. Sencillamente
horrible. Me he enterado de esto hace sólo un momento.
Tenía que ir a ver a Eliza. Le pediría que se casara con él ese mismo día, y al
diablo Hawksmoor. Y esta vez no aceptaría un no.
Regla 20
Estaba libre. Libre de los Peacock. Libre al fin para hacer suya a Eliza. Eso si
lograba convencerla de romper su compromiso con Hawksmoor y ponerse “su”
anillo.
Y por Dios que la convencería. Ya estaba demasiado cerca para permitir que
algo se interpusiera en su camino.
Por el ruido que se oía, estaba claro que la familia sí estaba en casa. Oyó
ruidos de puertas de armarios al cerrarse de golpe; de tacones acercándose y
alejándose por el suelo de mármol del vestíbulo, y los agudos gritos de las
hermanas Featherton de un extremo de la casa al otro.
Sabía que estaba sonriendo como un bobo, pero no podía contenerse. Al oír
sonidos de pasos ligeros, miró hacia el corredor y alcanzó a ver pasar como un
rayo a lady Viola y entrar en la sala de música.
Edgar se aclaró la garganta. Como si eso hubiera sido una orden, salió lady
Letitia del salón, llevando el bastón extendido delante como una espada, y,
agitando enérgicamente el brazo izquierdo, atravesó a toda prisa el corredor y
desapareció en la biblioteca.
—Ah, lord Somerton, cuánto me alegra verle. Pero, cielos, ¡no se va a creer lo
que ha ocurrido! Espere a que se lo cuente. —Levantando y bajando sus
gordos brazos, echó a andar hacia él, agitando su doble papada con el
movimiento—. Lo que ha hecho la niña. Fue y se fugó con lord Hawksmoor. Y
no nos dijo ni una palabra, vea usted. Hace un rato se marchó. Todo el camino
a Escocia, nada menos.
—¿Eliza?
—Hacia la Gran Carretera del Norte, hacia Gretna Green —musitó lady Letitia,
mirándolo a los ojos—. ¡Va a ser un escándalo!
—Perdóneme, milady, pero este punto tiene que quedarme muy claro. ¿Eliza
va en dirección a Gretna Green?
—Perfectamente.
Nada de eso podía estar sucediendo. Todo había ido tan bien hasta ese
momento. Si hasta tenía la maldita licencia en el bolsillo.
Tal vez todavía había tiempo, tiempo para impedir esa tontería. Tenía que
haberlo.
—Eliza se marchó sólo hace una hora… espere, tal vez dos.
Las dos tías lo obsequiaron con anchas sonrisas cuando él se giró y corrió
hacia la puerta.
—Será mejor que se dé prisa, porque ella le lleva su buena ventaja —le gritó
Letitia cuando iba saliendo.
Le impediría a Eliza cometer ese grave error. Si Eliza se casaba con alguien
ese día, ese alguien sería él, no otro.
—Bueno, parece que tiene predilección por los estantes altos de la biblioteca.
Muy lista. Sabe que ninguna de las dos soporta las alturas.
Entonces la mirada de Letitia recayó en Edgar, con tan clara intención que al
pobre hombre le costó mirarla a los ojos.
Cerró la puerta, haciendo una mueca de pesar por sus mal elegidas palabras.
Después le hizo un gesto al sorprendido cochero para que reanudara la
marcha.
Ése era el segundo coche que había obligado a parar en una hora por ese
camino. Pero pese a todo su afán, sólo había detenido por error nada menos
que a tres parejas fugadas, provocando un coitus interruptus en esa última.
Pero él no se pararía en nada hasta encontrar a Eliza. Y eso tenía que ser
pronto. Normalmente viajaba casi al doble de la velocidad de un coche, aun
cuando fuera el mejor de los caminos, lo que no se podía decir de ése. Así que
tenía que estar cerca.
Tenía la boca reseca y llena de tierra del camino, así que cuando al cabo de un
cuarto de hora entró en St. Alban y pasó junto a la posada White Hart, decidió
entrar a tomar un rápido refrigerio. Estaba a punto de desmontar cuando de
una esquina del establecimiento de ladrillos salió un landó cerrado y al virar le
arrojó un motón de gravilla a la cara.
Cuando pasado un momento abrió los ojos, vio el blasón pintado en la puerta
negra del landó. Hawksmoor.
Te tengo. Puso a su caballo al galope y cuando por fin logró ponerse a un lado
del coche, alargó la mano y golpeó la puerta.
—¡Para! ¡Para!
Nubes de polvo seco amarillento se elevaron por el aire alrededor del coche,
obligando a Magnus a cerrar los ojos. Sin perder un instante, saltó del caballo,
cogió la manilla de la puerta, la abrió y metió la mano en la penumbra del
interior.
—Vaya, espero que tenga una muy buena explicación para haber arrancado a
una mujer de los brazos de su novio —siseó la dueña del brazo.
Magnus retrocedió hasta salir a la luz del día, guiado por la pequeña espada de
Hawksmoor. En el instante en que estuvieron los dos fuera del coche, de una
palmada hizo caer la espada de la mano de Hawksmoor, y de un empujón
arrojó a éste sobre el polvoriento camino.
—Dios santo, señorita Grace —exclamó Magnus, con las dos manos sobre el
estómago—. ¿Qué demonios lleva en ese bolso? ¿Adoquines?
Vaya con esas astutas ancianitas. Lo engañaron para que siguiera el camino a
Gretna Green. Lo entramparon con otra estrategia de ese mal empleado libro.
Sin duda las dos ancianas esperaban orquestar una doble boda en Gretna
Green.
De todos modos, por frustrantes que fueran sus juegos, no podía enfadarse
con las dos conspiradoras. Lo que ellas tanto deseaban conseguir, un
matrimonio entre él y su sobrina, era exactamente lo que deseaba él con todo
su corazón.
—¿Eso dijeron? Qué extraño. —Entonces Grace negó con la cabeza—. No,
puede que Eliza las haya hecho creer que venía a Gretna Green, tal vez para
hacerme de testigo o alguna otra tontería igual, pero que haya venido, de
verdad, no, eso es muy improbable. —Soltando un exasperado bufido, elevó
sus ojos azules al cielo despejado, tiró de las cintas amarradas bajo el cuello y
se quitó la papalina—. Aun en el caso de que hubiera querido, Eliza no nos
habría dado alcance a tiempo. Ni usted nos habría encontrado tan pronto si no
hubiéramos parado a desayunar en la posada.
Era extraño sentir moverse su mundo a los pies; pero sabía que con el tiempo
se acostumbraría.
Y así estuvo sola en el interior del coche casi una hora, hasta que vio al cura
abrir las puertas e invitó a entrar a las personas congregadas fuera.
Sólo entonces hizo la señal al cochero para que emprendiera la marcha hacia
los muelles, hacia su futuro, por triste que le pareciera éste ahora.
Los tripulantes del barco, cargados con baúles, maletas y bolsos, subían en fila
desde el muelle por la plancha y desaparecían uno a uno en el oscuro interior
del barco, como un ejército de hormigas grandes. Los tablones de la cubierta
blanqueados por el sol crujían y gemían bajo sus pesos, y el barco tironeaba
las cuerdas de cáñamo que lo sujetaban al muelle, como protestando por la
tardanza en partir.
Deseó ir ella misma a cortar las amarras y desplegar las velas, tan doloroso le
resultaba continuar un momento más en Londres sabiendo que Magnus estaba
casado con otra.
¡Magnus! Se giró y miró sus ojos azul plateado mientras él bajaba las manos
por su espalda hasta estrecharle la cintura. Por su mente pasó un torbellino de
emociones, pensamientos y palabras, sin poder moverse por la fuerza con que
él la tenía abrazada.
—No harás nada de eso. Me iré a Italia, mi nuevo hogar. Y tú, milord, deberías
volver con tu esposa. Es tu día de bodas.
—No.
—Lo es. Verás, ayer hablé con la señorita Peacock y comprobé que ella
deseaba casarse conmigo tanto como yo deseaba casarme con ella. Algo que
le dije debió llegarle al corazón, porque anoche se fugó con otro. —Entonces
sonrió—. Cáspita, pensé que ninguna otra noticia podría hacerme más feliz,
hasta que descubrí que no estabas comprometida con lord Hawksmoor.
—Lamento haberte engañado, pero tenía que hacerlo. No podía permitir que
perdieras Somerton por mi culpa.
—¿Por tu culpa? —exclamó él, girándola hacia él—. Pero qué dices,
muchacha. Somerton se ha perdido por culpa de mi hermano.
Eliza se echó a temblar. Todas sus partes gritaban sí, sí. Pero ceder a esa voz
interior sería un error, y los dos vivirían para lamentarlo; no podría soportar el
resentimiento de él por haber perdido Somerton. Una vez que zarpara el barco
y ella estuviera lejos, él estaría libre para proponerle matrimonio a una mujer
rica, más digna. Y con el tiempo comprendería que habría sido un enorme error
dejar que su corazón gobernara su cabeza.
—Bueno, me imaginé que me costaría un poco convencerte, así que les pedí a
tu lacayo y tu cochero que nos esperaran.
La cogió del brazo y empezó a llevarla por la cubierta hacia la plancha para
bajar.
Eliza estaba tan aturdida que casi no se daba cuenta de lo que hacía. Jamás
se imaginó que Magnus recurriría a esas medidas extremas para impedirle
marcharse.
Eliza lo miró boquiabierta. No podía creer que estuviera diciendo eso, y mucho
menos que esos desconocidos parecieran creerle. Los tripulantes se volvieron
para reanudar sus trabajos.
—Vaya por Dios, ¿es manera ésa de tratar a tu marido, el padre de tus seis
hijos.
—¿Seis? —repitió ella, y oyó otra risa—. Caramba, debes tener una opinión
muy elevada de ti mismo.
—Me gustaría verte intentarlo —gritó ella, golpeándole la ancha espalda con
los puños.
Con largos pasos llegó al otro lado del muelle, donde les esperaba el lacayo.
Atónita, vio que él se limitaba a sonreírle. ¡Eso era una conspiración! ¿Qué
había hecho para merecer eso?
—¿Estamos listos para irnos, entonces, jefe? —gritó el cochero a Magnus, sin
hacer ningún caso de los gritos de ella pidiendo ayuda.
Cuando el coche emprendió la marcha, con un salto, Eliza alargó la mano para
coger la manilla de la puerta, pero Magnus la empujó hasta dejarla tendida en
el asiento y rodando se le echó encima.
—Te vas a casar conmigo, muchacha. Dentro de una hora. Así que bien
podrías irte acostumbrando a la idea.
Regla 21
—¿Casarme contigo?
—Estás loco.
Magnus echó atrás la cabeza, con los ojos agrandados por la sorpresa.
Entonces se le oscurecieron los ojos y se intensificó su mirada, al aumentar su
interés en ese nuevo juego.
Antes que ella pudiera hacer otra respiración, la besó en la boca con fuerza, el
tiempo suficiente para que ella catara el sabor salado de sus labios. Luego se
apartó, como si creyera que ella podría enterrarle los dientes en la piel otra vez.
Pero lo único que consiguió con eso fue hacerlo reír. Enfurecida, arqueó el
cuerpo contra el de él, tratando de empujarlo, pero eso sólo lo envalentonó
más.
Cuando él volvió a besarla, ella cerró los ojos y abrió los labios, invitándolo a
introducir la lengua, deseosa de sentir su calor y tierna caricia en la boca.
Mientras la besaba, él le soltó las muñecas. Entonces ella le echó los brazos al
cuello y, pasando los dedos por entre sus tupidos cabellos, los entrelazó,
dejándole cogida la cabeza.
De pronto sintió pasar una suave ráfaga de aire fresco entre ellos. Abrió los
ojos y vio que él se había apartado; sintió un tirón en el cuello del vestido. Al
instante siguiente, las manos de él ya le habían levantado los pechos,
sacándoselos del rígido corsé, y le estaba mordisqueando suavemente un
pezón. El exquisito placer la hizo gemir.
Sintió arder las mejillas. Eso era malo, muy malo. Pero entonces sintió
deslizarse la lengua de él por la vibrante protuberancia del centro y se arqueó,
tan inmersa en las deliciosas sensaciones que le era imposible sentir
vergüenza. Él le estaba lamiendo ahí, ahí donde sentía la necesidad.
Dejó caer la cabeza sobre el asiento, tan inmersa en el placer físico que no
podía hacer otra cosa que sentirlo. Se mordió el labio y cerró fuertemente los
ojos, mientras él deslizaba la lengua por entre sus pliegues y hacia dentro,
enloqueciéndola de placer.
—¡Magnus! —exclamó.
Sin dejar de mirar sus ojos, sorprendentemente oscuros, se echó hacia atrás
hasta quedar de espaldas en el mullido asiento, guiando su miembro con la
mano hacia su mojada entrepierna. Cuando su espalda tocó el asiento,
Magnus le apartó la mano y se posicionó sobre ella, tocándola con el miembro
ahí, muy suavemente.
Magnus gimió y cerró fuertemente los ojos cuando ella empezó a moverse al
ritmo de sus embestidas. Ella también cerró los ojos, y a medida que con cada
movimiento el placer y el deseo la fueron llevando más y mas cerca del punto
de ruptura, empezó a enterrarle las uñas en los brazos.
Eliza abrió los ojos y vio a Magnus sonriéndole. Entonces él bajó la cabeza y la
besó suave, tiernamente.
Mientras el coche corría por las calles de Londres abrasadas por el sol, Eliza se
sentía más unida a Magnus que nunca, y jamás en su vida se había sentido
más viva en su cuerpo. Ya no le importaba lo que estaba bien ni hacia dónde
iban. Ni por qué.
Mientras no pararan.
—Esto no cambia nada, Magnus —logró decir por fin—. Todavía puedes tener
Somerton si…
Magnus la hizo callar cubriéndole la boca con la mano ahuecada.
Él le besó la frente.
—Puedo vivir sin fortuna, sin tierra, sin mi casa. Pero no puedo vivir sin tu
amor.
—Eres mi vida. Puedes navegar hasta Italia o hasta el rincón más lejano de
China si quieres, pero te encontraré. Jamás dejaré de buscarte hasta que seas
mía, mía para siempre.
De pronto ella encontró ridículo el juramento que había hecho de hacer lo que
“creía” correcto. Sacrificó muchísimo, pero estaba muy equivocada. La única
verdad era el amor que se tenían y la corrección de estar juntos. ¿Por qué no
había comprendido eso antes?
—Pero ¿y tu casa? —preguntó, con la voz aguda por el nudo que sentía en la
garganta.
Meciéndose por los balanceos del coche, Magnus se arrodilló ante ella, le
cogió las manos y se las besó. Después la miró a los ojos.
—Sé que no tengo nada para ofrecerte aparte de los pocos ingresos que
obtendré de la tierra y el mar. Pero si me haces el inmenso favor de convertirte
en mi esposa, señorita Merriweather, sin duda seré el hombre más rico que ha
existido.
Abrió los labios y se estiró para recibir su beso, y suspiró de placer cuando su
firme boca se apoderó de la de ella. No recordaba haberse sentido nunca tan
maravillosamente feliz.
—¿Dónde estamos?
Antes que Magnus tuviera tiempo de contestar, se abrió la puerta del coche.
Ahí estaba Pender, mirándolos, con la boca redondeada por la sorpresa al ver
el estado en que se encontraban.
—Felicítame, tío —dijo, sonriendo como un gato con varias plumas asomadas
por entre los dientes—. La señorita Merriweather y yo estamos comprometidos.
Pender se volvió hacia la puerta abierta a mirar el interior del coche. Eliza, con
todo finalmente bien abrochado y abotonado, lo miró pestañeando.
—Ah —musitó él, en sus labios una insinuación de sonrisa—. A eso llamáis
comprometerse los jóvenes de hoy en día.
Las horas siguientes pasaron en un torbellino de tanta actividad, que después
Eliza dudaba de que todo eso hubiera ocurrido realmente. Pero el antiguo anillo
Somerton de zafiro que llevaba en el dedo, el anillo que perteneciera a la
madre de Magnus, era prueba de que sí había ocurrido.
Después de todo, ese baile de máscaras había sido anunciado en todos los
diarios como la fiesta que coronaba la temporada social de ese año. Seguro
que Grace y Hawksmoor asistirían. Asistirían todas las personas importantes,
incluso Prinny, el príncipe regente, y la reina Carlota. O al menos eso se
rumoreaba.
Por precaución, se habían cerrado todas las puertas y ventanas del salón, pues
el príncipe temía caer enfermo a causa de alguna corriente de aire. El calor ya
se estaba haciendo insoportable, debido sobre todo a las emanaciones de los
locos que tenían el valor de bailar con esa sofocante temperatura.
Arriba brillaban y destellaban las velas de las arañas; coloridas flores
deleitaban los ojos y asaltaban las narices con su embriagadora fragancia en
esa atmósfera no aliviada por ninguna brisa.
Aunque los disfraces les habían permitido entrar sin ser detectadas, tal como
predijera la tía Letitia, Eliza dudaba que pudieran pasar desapercibidas el resto
de la velada.
Necesitaría mucho valor para mirar a la cara a los aristócratas después de las
mentiras propagadas sobre ella sólo hacía dos semanas, pero ella juraba que
lo haría. Eso por la felicidad de Grace, porque por la de ella ya no se
preocupaba. Su felicidad estaba firmemente asegurada. Sonrió para sus
adentros, pensando en ello.
—Eliza, tus tías —le dijo Magnus en ese momento, cogiéndole el codo para
que se girara a mirar a las hermanas Featherton.
—¡Por fin estamos todos juntos! —exclamaron las ancianas, felices, juntando
las manos enguantadas.
Envuelta en yardas de nívea gasa ribeteada por encaje plateado, la tía Viola
alargó la mano a su aljaba dorada, sacó una flecha con su brillante arco y la
apuntó de través hacia él, y luego rió alegremente cuando él hizo un gesto de
espanto.
Eliza miró a Letitia y su túnica color lavanda de tela casi semitransparente con
un escote demasiado generoso para una dama de su avanzada edad. Se
obligó a forzar una sonrisa.
—¡Grace!
Eliza la abrazó con fuerza, mezclando alegremente la risa con las lágrimas.
—Es curioso como ocurre, ¿no? —dijo Grace sonriendo de oreja a oreja.
Grace dio unos saltitos y agitó la mano, enseñando el dedo en que brillaba un
anillo de oro.
La tía Viola levantó la cabeza y apartó las manos de su cara, dejando ver las
palmas de los guantes con manchas color rosa. Huellas de lágrimas formaban
un surco blanco en el colorete color amapola de sus mejillas.
—Ay, tieta, para nosotras también —contestó Eliza, abrazándola, junto con
Grace.
A pesar de las miradas de protesta que les dirigían, las tías Letitia y Viola
continuaron abriéndose paso hasta encontrar dos lugares en primera fila, e
incluso lograron meter a Eliza entre ellas.
—Calla, hija. Tiene que saludarte, ¿no lo ves, Eliza? Nuestra familia debe
recuperar su estimación.
—Cierto, pero Meredith no —le dijo la tía Letitia en voz baja—. No podemos
permitir que la mancha de esos horribles rumores estropee sus perspectivas,
¿verdad?
—¿No te das cuenta de que dentro de menos de dos años estará en edad de
ser presentada en sociedad? —le susurró la tía Letitia al oído—. Aunque es
posible que tengamos que retrasar en un año o algo así su presentación, hasta
que pasen los comentarios sobre sus travesuras en el colegio.
Y era cierto. La reina Carlota estaba a punto de llegar hasta ellas cuando
repentinamente dio un paso adelante la señora Peacock, que estaba frente a
ellas.
La reina giró la cabeza y la miró, desviando la atención de las tías, que tanto la
deseaban. La tía Letitia miró indignada a la señora Peacock, que en ese
instante estaba delante de la reina. Entonces la tía Viola le dio un codazo en el
costado a Letitia y se puso el dorso de la muñeca en la frente.
—Sólo es uno de sus ataques de sueño —explicó Eliza, sin pensar si era
correcto o no dirigirse a él así.
Pero entonces bajó la vista a su tía inmóvil y vio una leve sonrisa dibujada en
sus muy pintados labios. El corazón le dio un vuelco. Luego otro. Santo cielo,
estaba clarísimo que acababa de mentirle al príncipe regente.
—¿Señorita Merriweather?
Al instante la tía Letitia se dejó caer al suelo, con gran revuelo de faldas, para
ocupar el lugar de Eliza como almohada de Viola, permitiéndole a ésta
incorporarse para mirar a la reina Carlota.
El príncipe regente, muy posiblemente el ser humano más ancho que Eliza
había visto en su vida, dio un paso hacia ella.
Eso hizo Eliza, aun cuando no sabía si le iban a responder sus temblorosas
rodillas; y, sin siquiera darse cuenta, su reverencia coincidió con la de Magnus.
—No me imaginé que una persona de tanto talento fuera también tan joven —
dijo.
La multitud retrocedió como las olas después de llegar a la orilla, y Eliza vio
sorpresa en la cara de un buen número de damas de la alta aristocracia que
bajaron la cabeza, avergonzadas.
Entonces miró a la reina, una mirada rápida, sólo para ver si hablaba en broma.
Pero al parecer no era broma.
—Yo me siento muy honrada, lady Somerton, por haber descubierto a una
pintora de tanto talento.
—Debo pedir disculpas a la Corona, pero esos cuadros son una muestra del
amor de mi esposa. Por mucho que lo desee, ¿cómo podría complacer a
vuestra Majestad?
—De acuerdo, entiendo muy bien los lazos del amor, lord Somerton. Por lo
tanto os perdono. No se me ocurrirá apoderarme del paisaje ni del retrato. —Se
acercó más a Eliza—. Ah, sí, lady Somerton, no tiene por qué sorprenderos
que yo sepa de ellos. El señor Christie es muy concienzudo.
—Por supuesto. Soy vuestra servidora —dijo ella, sin poder creer que estuviera
ocurriendo eso.
Pero Eliza sólo podía mirar con los ojos agrandados a Magnus, atónita por su
atrevimiento.
—¡Has desafiado a la reina! —exclamó, todavía sin poder recuperar del todo el
aliento—. Yo podría haber vuelto a pintar el retrato y el paisaje.
—Pero no habrías podido reponer los recuerdos que van con ellos. Además,
¿qué haría la reina Carlota con un retrato mío?
Cogidos del brazo, echaron a caminar entonces hacia donde estaban Grace y
Hawksmoor, correspondiendo con ligeras venias a las adoradoras sonrisas que
les dirigían a su paso.
Cuando se iban acercando, Eliza se quedó atónita al ver a lady Hawksmoor
viuda ante Grace. Era la primera vez que las dos estaban en la misma sala
desde el momento en que lady Hawksmoor intentó romper el compromiso entre
su hermana y Hawksmoor. Santo cielo. Continuó caminando hacia ellas,
preparándose para difuminar un encuentro particularmente desagradable.
—Qué suerte para su hermana haber sido honrada por la reina y por el príncipe
regente.
—Es un gran honor para nuestra familia que la Corona la haya reconocido por
lo que todas hemos sabido siempre: Eliza es una gran pintora.
—Habiendo muerto mi marido, deseaba lo mejor para mi hijo. Sólo pensé en él.
Giró un poco la cabeza y miró a Eliza, como para asegurarse de que la había
oído.
—Llámame madre y tutéame, por favor, ahora que te has convertido en mi hija
—dijo entonces la viuda, besándola en la mejilla.
—Gracias, madre.
—¿Y adónde se han ido vuestras tías? —preguntó Magnus en ese momento—.
Es de esperar que no se les haya metido en la cabeza invitar a Prinny a tomar
el té, ¿verdad?
—Bueno —les dijo a sus tías—, creo que esto es lo último que me quedaba por
guardar. Todavía me cuesta creer que Magnus y yo estemos casados y que
dentro de poco más de una semana estaremos viviendo en su casita de campo
en Skye. —Fue a abrazar a Letitia y Viola y a besarlas en las mejillas—. Pero
Escocia está tan, tan lejos que os echaré terriblemente de menos.
—Y ahora que estáis las dos casadas, no sé cómo nos las vamos a arreglar.
Eliza miró hacia Edgar, que estaba en el corredor con los ojos fijos en Viola, y
sonrió.
—No te apures, Eliza. Antes que se den cuenta, tendrán aquí a nuestra querida
hermana Meredith para guiarla durante la temporada. —Sonrió a las dos
ancianas, haciéndoles un guiño—. Y podéis estar seguras de que será aún
más difícil que Eliza. Simplemente esperad para ver.
—Nuestras tías estarán muy bien, Eliza. No tienes ningún motivo para
preocuparte —dijo Grace y volvió hacia la escalera para subir a buscar unas
cuantas cosas más que meter en su baúl.
La tía Viola caminó hasta una mesa y cogió el libro de estrategias en sus
manos.
—Sí, claro —dijo Eliza sonriendo. Se asomó al corredor para ver si Grace ya no
estaba cerca para oírla—. Pero hay una cosa que creo debéis saber acerca de
ese libro Las reglas de la seducción.
—¿Qué quieres decir, hija? —preguntó la tía Letitia, pestañeando y mirándola
con expresión de absoluta inocencia.
Eliza no entendió por qué le costaba tanto formular las palabras que había
deseado gritar durante esos tres últimos meses.
—Ah, eso lo sabíamos, Eliza —dijo la tía Letitia riendo y agitando la mano para
que Eliza no fuera a creer que las había ofendido—. Pero la estrategia es la
estrategia, decía siempre nuestro padre.
Eliza se llevó la mano a la boca. No podía creerlo. Sus tías sabían cuál era el
objetivo del libro, siempre lo habían sabido. Esas dos amorosas ancianas
jamás dejaban de sorprenderla.
—Por favor, dile al lacayo que saque mis baúles —le dijo a Edgar.
Magnus la cogió en sus brazos y le dio una vuelta en volandas, sin parar de
reír.
—No sé cómo, pero se las arregló para poder sobrevivir a las tormentas.
—No, claro que no. El retraso me dará tiempo para terminar el retrato de
Prinny… y para comprar más oleos, porque me parece que no tengo bastante
para captar de modo realista su… generosa figura.
—¿Un año?
Magnus sacó varios papeles del bolsillo y se los pasó. Ella los desdobló y leyó.
Señor de los cielos. No podía creer lo que veían sus ojos. Le dio un vuelco el
corazón.
—¿Qué mejor lugar para pasar nuestro primer año como marido y mujer?
Regla 22
—No entiendo.
—Nuestro padre compró este libro de estrategias hace muchos años, para
nuestra temporada. Y este libro nos dio las estratagemas para llevar a tus dos
hermanas a matrimonios muy exitosos.
¿Sí? Qué raro, se dijo Meredith, pensando por qué sus hermanas no se habían
molestado nunca en hablarle de eso.
Fin