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LAS REGLAS DE LA SEDUCCIÓN

Caskie, Kathryn

Argumento:

¿Sirven para el amor las reglas de la guerra?


Las venerables Letitia y Viola Featherton
están decididas a que sus nietas Eliza y
Grace encuentren marido. Creen tener en
sus manos la herramienta adecuada, un
manual de estrategia para cazar marido…
sin saber que en realidad se trata de un texto
militar que ha llegado a sus manos por
equivocación. Eliza, mientras tanto, tiene sus
propios planes. Concentrada sólo en su
carrera como artista, ha decidido ayudar al
joven y atractivo Magnus MacKinnon a
encontrar una heredera con la que casarse
para solucionar sus problemas económicos,
a cambio de que él acceda a posar como
modelo para ella. Mientras las dos ancianas
intentan que sus nietas adopten conceptos como: “emboscada” o “técnicas
para atraer al enemigo hasta tu propio territorio”, Eliza y Magnus descubren
que todos sus planes puede que no sean más que excusas para pasar más
tiempo juntos.

Regla 1

Aquellos cuyas filas están unidas en la finalidad saldrán victoriosos.

Londres, abril de 1814

Su hermana se estaba paseando con una energía tan implacable por el salón
de la casa de ciudad de sus tías abuelas en Hanover Square, que Eliza
Merriweather se vio obligada a mirar detenidamente la alfombra turca por si
había sufrido algún daño.

—Si lo que pretendes es dejar un surco que llegue hasta la madera, Grace, no
lo has logrado. Será mejor que aceleres el paso.

Dicho eso, le sonrió a través de las volutas de vapor que subían de su taza de
té y se reclinó en el sofá deliciosamente mullido.

Grace se detuvo, exhalando un suspiro de exasperación.

—Esperaré todo lo que haga falta, Eliza. Conseguiré tu promesa.

Eliza dejó en la mesita la taza de porcelana azul y crema y se cruzó de brazos.


—Te dije que me comportaría. ¿Qué más quieres pedirme?

—Que evites hacer el ridículo en toda ocasión, si no jamás encontraré un


marido, y toda esta temporada no habrá servido de nada.

Eliza se echó a reír.

—Vaya, cómo te pones. Relájate, Grace, o antes que te des cuenta, tendrás tu
bonita cara como una fresa, llena de ronchas rojas.

Ahogando una exclamación de horror, Grace buscó con la mirada el


antiquísimo espejo de la pared y angustiada se dio unas palmaditas en las
mejillas, como para comprobar si había algún indicio de erupciones.

—Cariño, sabes que deseo tu felicidad más que la mía, pero no sé cuánta
pompa soy capaz de soportar.

Cuando Grace giró la cabeza para mirarla otra vez, se le escapó un gemido de
frustración por entre los dientes apretados.

—Si no quieres entrar en vereda por mi bien, piensa en nuestras tías. ¿No
puedes hacer lo que piden, al menos durante la temporada? Les debes eso, y
mucho más.

—Nadie les agradece más que yo su generosidad. Cielos, nos han acogido en
su casa. No lo he olvidado.

—Han hecho mucho más que eso, Eliza —dijo Grace, sentándose a su lado—.
Enviaron a nuestra hermana al Colegio de Señoritas de la señora Bellbury. Ni
aunque nuestros padres siguieran vivos podríamos habernos permitido jamás
pagarle la educación a Meredith en ese colegio.

—Eso lo sé, pero…

—Y nuestras tías han acordado patrocinarnos una temporada a las dos. Lo


menos que podrías hacer sería sonreír en unos cuantos bailes.

Eliza se sopló un mechoncito de pelo oscuro para apartárselo de la cara.

—Sí, podría arreglármelas para sobrevivir a unos cuantos. Pero ¿para qué? No
tengo la menor intención de casarme. Ni la más mínima.

—Pero, Eliza…

—No, estoy decidida. Una vez que acabe esta infernal temporada me marcho a
Italia. No me van a disuadir de estudiar pintura. No. Así que te pregunto, ¿para
qué van a gastar su dinero nuestras tías Letitia y Viola en vestidos y adornos
para mí?
Grace hizo una fuerte espiración por la nariz, atrayendo nuevamente la
atención de Eliza.

—No entiendo qué tienes contra el matrimonio. Yo, personalmente, no logro


imaginar un estado más honroso para una mujer.

—No tengo nada en contra de la dicha conyugal —contestó Eliza.

Si es que eso existe, pensó. Jamás había visto una prueba de su existencia.
En su casa no, muy ciertamente.

Se levantó y caminó hacia la ventana, donde la esperaba un cuadro a medio


acabar, situado en un caballete de madera. Con sumo cuidado lo cogió.
Aspirando el agradable olor de los óleos, ladeó ligeramente la tela hacia la
ventana, para que el sol de la tarde iluminara el paisaje lleno de sol que estaba
pintando.

—Soy pintora, Grace. —Sin dejar la tela, se giró a mirarla—. Pero a diferencia
de nuestra madre, no permitiré que este don que Dios me ha dado se marchite
y muera simplemente porque un marido exige toda mi atención. Mi arte
significa muchísimo para mí.

Grace agitó las dos manos.

—Uy, Eliza. No todos los hombres son como padre. Muchos maridos alientan
las actividades de ocio.

—Alientan, sí. Pero con el matrimonio vienen los hijos. —Arqueó una ceja en
gesto sardónico—. Y ahí se van las horas de ocio. Además, siempre están las
fiestas y los bailes a los que hay que asistir. Y, lógicamente, también hay que
ocuparse del personal y de la casa…

—Basta —dijo Grace tapándose los oídos—. Sí, una mujer casada tiene
muchas responsabilidades. Pero eso no es motivo para detestar así el
matrimonio.

—No detesto el matrimonio, Grace —repuso Eliza colocando el cuadro en el


caballete—. Simplemente no lo elijo para mí. Al fin y al cabo, no veo nada malo
en seguir los dictados de mi corazón en lugar de los de la sociedad. —Volvió al
sofá a sentarse a su lado—. Además, no todas las mujeres son tan
aventajadas como tú para las tareas domésticas y sociales, cariño.

Le dio un fuerte abrazo a su hermana, y sonrió cuando los suaves rizos


dorados le hicieron cosquillas en la mejilla.

Grace se soltó del abrazo, esforzándose en no sonreír.

Eliza volvió a levantarse y fue a ponerse junto al hogar, cuyo fuego ya se


estaba apagando.
—Caramba, noto frío el aire. ¿Qué te parece si le pedimos a la señora Penny
que nos prepare más té?

—No voy a renunciar tan fácilmente —contestó Grace—. Tendré tu promesa.


Sabes lo que significa esta temporada para mí. No puedo permitir que me la
estropees. Júralo.

—De acuerdo. —Eliza se puso la mano sobre el corazón—. Juro que haré lo
que digan nuestras tías. Pero una vez que acabe la temporada, tengo otros
planes. —La miró agrandando los ojos—. ¿Suficiente?

—Tendrá que serlo, supongo.

Riendo, Eliza estiró el brazo, cogió la mano de Grace y la puso de pie. Cogidas
del brazo, pasaron de largo junto al cordón para llamar y salieron al corredor en
dirección al agradable calor de la cocina.

En la bien provista biblioteca del difunto general, Viola Featherton devolvió el


libro de papel color marfil a su estante bajo y enderezó la dolorida espalda,
sintiendo todos y cada uno de sus setenta y cuatro años.

—La temporada de las niñas tiene que comenzar con buen pie —dijo,
volviéndose a mirar a su rolliza hermana gemela—. ¿Qué haremos si no
conseguimos encontrar el libro, hermana?

—¡No te apures! —la reprendió Letitia—. Lo encontraremos. Simplemente


sigue buscando. Te digo que está aquí en alguna parte.

Viola tenía sus dudas. Ya habían sacado veintenas de libros de los estantes,
apilándolos sobre el escritorio y en el suelo. Apoyando su ligero peso en su
bastón de ébano, reprimió una mueca, observando a Letitia revisar los estantes
que estaban a la altura de los ojos. No encontraba nada justa esa división del
trabajo, porque, si no se equivocaba, Letitia no se había agachado ni una sola
vez para sacar un libro, mientras que ella se había pasado la última media hora
de rodillas. De todos modos, sabía que no debía tenerle envidia a Letitia.
Después de todo, era la mayor, por tres minutos en todo caso, y por lo tanto
era menos capaz que ella de agacharse. Al menos eso aseguraba Letitia.

El señor Edgar, el mayordomo de pelo blanco, estaba subido cerca del último
peldaño de la escalera con ruedas de la biblioteca. Miró hacia abajo, nervioso,
y cerró los ojos.

Letitia puso las manos en sus anchas caderas y lo miró.

—Abre los ojos, Edgar. No vamos a encontrar jamás el libro si sigues con esa
tontería.

Edgar abrió un ojo, luego el otro, y se apresuró a mirar los lomos de los libros
del estante más alto.
—Lo siento, milady. No veo el libro aquí. ¿Puedo bajar ahora?

Viola sonrió dulcemente a Edgar, señalando con su bastón un armario que


estaba varios palmos más allá.

—¿Podría sugerir que miraras los estantes de ese armario con puertas de
cristal? —preguntó.

El criado se mordió el labio y puso un pie en el peldaño de más abajo. Antes


que lograra apoyarlo del todo, Letitia cogió la escalera, impaciente y la empujó
hacia el armario.

Edgar trató de agarrarse del estante para afirmarse, pero erró y en su lugar se
cogió de tres inmensos libros que se vinieron abajo cayendo en sus manos. Se
le agrandaron los ojos, se le fue el cuerpo y cayó, aterrizando violentamente
sobre la alfombra. Dos temblorosas torres de libros se vinieron abajo y cayeron
sobre él.

—¡Edgar! —exclamó Viola, avanzando hacia él enterrando el bastón en la


alfombra—. ¿Te has hecho daño?

El criado hizo un gesto de dolor, pero negó con la cabeza.

—Deberías tener más cuidado, Letitia —la reprendió Viola, cogiendo un libro
color carmesí del pecho de Edgar y pasándoselo a su hermana—. Podrías
haberlo dejado lesionado.

Pero Letitia no le estaba prestando atención. Algo que veía en el libro parecía
tener acaparado todo su interés. Bajó sus gruesos anteojos a la nariz y dio la
vuelta al libro entre las manos. Se le iluminaron los legañosos ojos.

—Viola, creo que Edgar lo ha encontrado.

Empujando un montón de libros de la mesa de la biblioteca para dejar espacio,


colocó el libro sobre su pulida superficie. Rápidamente pasó su regordete dedo
por las dos primeras páginas y miró a Viola.

—¡Sí! Ha localizado el libro de estrategias de nuestro padre.

Mientras Edgar salía de debajo del cerro de libros y empezaba el arduo trabajo
de devolverlos todos a sus respectivos lugares en los estantes, Viola se afirmó
en su bastón y fue a ponerse al lado de su hermana.

Le temblaba la mano de expectación al sacar sus impertinentes del cajón. Se


los acercó a los ojos; entornando los párpados bajó la cabeza hasta que su
pobre vista logró distinguir el título en negrita de la primera página.
—Caramba, tienes razón, hermana. ¡Es éste! —Miró a Letitia, sintiendo
curvarse sus labios en una cálida sonrisa—. Deberíamos comenzar esta noche,
¿no te parece?

—Absolutamente. Ahora mismo, en realidad. —Letitia se dio media vuelta—.


Edgar, ve a decirles a nuestras sobrinas nietas que se reúnan con nosotras en
el salón. Inmediatamente.

Eliza y Grace estaban sentadas en el sofá del salón cuando el ruido de los
bastones en el corredor anunció la llegada de sus tías.

Con gran solemnidad, la tía Letitia y la tía Viola fueron a ocupar sus lugares
ante la mesita Pembroke, como para hacer un anuncio de enorme importancia.

La tía Viola se aclaró la garganta y empezó el discurso:

—Años atrás, Letitia y yo estábamos a punto de iniciar nuestra primera


temporada cuando murió nuestra madre. Durante unos años, incluso pasado el
periodo de luto, por deferencia al intenso sufrimiento de nuestro padre, no
participamos de las festividades de las temporadas. Nadie nos cortejó. Nadie
nos hizo una proposición de matrimonio, pese a la gran estimación de que
gozaba el general en la sociedad. —Se le escapó un triste suspiro. Entonces,
muy de repente, se le agitaron los párpados y musitó un rápido aviso—: El
ataque.

El mentón le golpeó el pecho, se le meció el cuerpo adelante y atrás y se le


cerraron los párpados.

Sin siquiera un asomo de preocupación en su cara redonda, la tía Letitia la guió


hasta un sillón, al que llegaron un segundo antes de que a su hermana se le
doblaran las rodillas.

Después, al parecer confiada en que Viola no se iba a caer del sillón, se volvió
hacia la mesa a mirar a Eliza y Grace.

—Ahora bien, ¿dónde quedó? —preguntó.

—Nadie os hizo una proposición de matrimonio —suplió Eliza amablemente,


mirando a Viola.

Ésta no daba señales de despertar de su ataque. Esos ataques de sueño de su


tía eran algo corriente y normal en la casa, y aunque siempre la sobresaltaban
por lo repentinos que eran, sabía que no tenía por qué preocuparse. La tía
Viola despertaría muy pronto, enérgica como una potrilla un día de primavera.

—Ah, sí —dijo la tía Letitia—. Cuando pasados unos años murió nuestro padre,
volvimos a participar en las reuniones y fiestas de sociedad. Pero ya
pasábamos de la edad para casarse y nos pusieron a vestir santos como
solteronas. —Le cogió una mano a su hermana dormida y se la apretó—. No os
podéis imaginar ni la mitad de lo que es la vida de una solterona. No tener
nunca la sensación de estar en tu propio ambiente. Nunca sentirte amada ni
valorada…

—Pero tieta —interrumpió Eliza—, eres libre para tomar tus decisiones. Eres
independiente. Nadie te dice lo que puedes ni lo que no puedes hacer con tu
vida…

—Y nadie comparte mi cama por la noche. Ningún hijo viene a visitarme. No


tengo nietos para malcriar. ¿No lo entiendes, Eliza? —Le brillaron lágrimas
como estrellitas en las pestañas—. La vida de una solterona es muy solitaria.

La pena que detectó en la voz de su tía le produjo un escozor en la parte de


atrás de los ojos a Eliza. Para ella sería distinto, se dijo. Tenía su arte, después
de todo.

Se movió la mano de la tía Viola y la cara de la tía Letitia se iluminó con una
sonrisa.

—Bien, bien. Mi hermana vuelve con nosotros —dijo, dejándole nuevamente la


mano apoyada sobre la nudosa rodilla—. De lo que se trata —continuó,
mirando a Eliza y luego a Grace— es de que no tenemos la menor intención de
permitir que caiga ese mismo destino sobre ninguna de vosotras.

Con un preciso movimiento de la cabeza, hizo un gesto a Edgar, que atravesó


la sala y colocó un grueso libro rojo delante de las ancianas.

Eliza contempló el polvoriento libro, pensando qué importancia podría tener.


Levantándose, se allegó a la mesa Pembroke y pasó un dedo por el
descolorido título dorado.

—Las reglas de la seducción —leyó en voz alta.

Miró a su tía, por si ella le daba más información, pero ella se limitó a sonreírle,
con encantada expectación.

Abrió el libro por la mitad y pasó rápidamente las páginas, leyendo aquí y allá;
en las páginas no había otra cosa que tretas y estratagemas. Eso era más
desconcertante aún.

¿Qué pensaban hacer sus tías con un libro sobre estrategias para la guerra?
Levantó la cabeza y las miró.

—No entiendo.

La tía Viola levantó lentamente la cabeza, luego emitió un bufido y sonrió de


oreja a oreja. Cogió el brazo que le ofrecía Letitia y, equilibrándose bien,
avanzó hasta la mesa y cerró el libro. Dio unos golpecitos con un dedo sobre la
cubierta.
—Lee el título, querida. Las reglas de la seducción. Es un manual, ¿ves?,
sobre cómo comprometerse en matrimonio.

La tía Letitia juntó las manos dando una palmada.

—Con este libro, tenemos todas las estrategias necesarias para encargarnos
de que tú y Grace estéis comprometidas en matrimonio al terminar la
temporada. Será como la temporada que nunca tuvimos nosotras.

Eliza pensó un momento, tratando de encontrarle lógica a lo que acababa de


oír. Pero no le vio ninguna lógica. Ninguna en absoluto.

Sus tías confundían un libro de estrategia militar por un manual de


instrucciones para comprometerse en matrimonio.

—Tieta, este libro es…

Grace le cogió la mano y de un tirón la volvió a sentar en el sofá.

—Acuérdate de tu promesa, Eliza.

—Pero, Grace, no lo entiendes, ese libro…

—No necesito entender —susurró su hermana—. ¿No ves lo que significa para
ellas?

Eliza miró a la tía Viola, que sostenía amorosamente el libro entre las manos.
Miró a la tía Letitia, cuyos ojos estaban brillantes de esperanza.

Cerró fuertemente los ojos. Vamos, por el amor de Dios. No podía. No podía
decirles la verdad. Se les rompería el corazón. Abriendo los ojos, se obligó a
sonreír.

—Este libro es exactamente lo que necesitamos —dijo—. Qué suerte la nuestra


que lo hayáis recordado.

Grace soltó el aire que tenía retenido.

La tía Letitia dio la vuelta a la mesa y fue a besarla en la mejilla.

—Sabíamos que a las dos os complacería. Comenzaremos inmediatamente.


Edgar, trae el jerez. ¡Esto es una celebración!

Eliza y Grace fueron a reunirse con sus tías alrededor de la mesa mientras
Edgar servía la libación.

Una risita de entusiasmo se escapó de los labios de la tía Viola al dejar el libro
sobre la mesita. Lo abrió, se acercó los impertinentes y enfocó la vista en el
título en letras grandes de la página. Sin duda sus viejos ojos lograban leer.
—Estrategia uno —leyó—. Aquellos cuyas filas están unidas en la finalidad
saldrán victoriosos.

—Hemos logrado nuestro primer objetivo —declaró la tía Letitia—. Desde este
momento, estamos unidas en nuestra finalidad: que las dos estéis
comprometidas al terminar la temporada.

—¡Muy bien! —exclamó Grace alegremente, mirando hacia Eliza.

—Muy bien —musitó Eliza, mirando horrorizada el libro carmesí que estaba
entre ellas.

¿Qué suerte de locura acababa de aceptar?

Regla 2

Actúa antes que él logre percatarse de tu estrategia.

Sofocando una exclamación, Eliza salió de la Cámara de la Reina en la Corte


de Saint James y se quitó del pelo las ignominiosas plumas blancas que fueron
la causa de su vergüenza. Ni siquiera en ese momento, de pie en el salón
dorado, en medio de las miradas horrorizadas de la alta aristocracia
londinense, lograba creer lo que había hecho.

—Francamente, Eliza, esto lo corona todo —dijo Grace, abriéndose paso por
entre la muchedumbre a no más de dos pasos detrás de su hermana—. Le
estornudaste encima. Le arrojaste saliva en la cara a la reina Carlota. ¡Tres
veces, nada menos!

—Grace, por favor. ¿No basta mi humillación?

Abriéndose paso por entre el ondulante tropel de cortesanos, vio la escalera


principal y se dirigió a ella de inmediato. En unos momentos estaría a salvo
dentro del coche de sus tías, poniendo la mayor distancia posible entre ella y el
maldito palacio.

Justo cuando su zapato tocaba el primer peldaño, Grace le cogió la muñeca y


de un tirón la llevó hacia un lado.

—Nos has fastidiado a todas —replicó—. Nunca superaremos esta caída.


Nunca.

—No creo que toda la culpa se pueda poner sobre mis hombros —contestó
Eliza.

Al mirar más allá de Grace, vio a un pequeño grupo de aristócratas que las
estaban observando con gran atención. Alzó el mentón. Aunque la temporada
acababa de empezar, ya la habían eliminado como a una… ¿cómo era?, ah, sí,
como a una marimacho sin remedio. Después del estornudo de ese día, sin
duda esa despectiva evaluación correría de boca en boca por todo el mundo
elegante de Londres antes que cayera la noche. Sí, el incidente fue muy
humillante, pero tenía que reconocer que incluso esa pesadilla le venía muy
bien a sus fines.

Cuando Grace también captó el escrutinio a que las sometían los mirones, se
le acercó más, con un claro destello de advertencia en los ojos.

Eliza exhaló un suspiro.

—No creerás, supongo, que estornudé adrede.

Grace se limitó a mirarla, claramente a la espera de una explicación.

—No es que yo haya “pedido” llevar estas viles plumas. —Sosteniendo las
frívolas plumas entre el pulgar y el índice a la distancia de su brazo, las miró
como si estuvieran llenas de gusanos—. Sabes cómo me afectan las plumas.
Me lloran tanto los ojos que apenas logro ver.

Sin hacer el menor caso del comentario, Grace abrió su abanico de filigrana de
madera y lo agitó delante de su delicada cara.

—¿Qué pensará la reina de nosotras, o la alta sociedad, si es por eso? Se


correrá la voz, lo sabes. Se nos cerrarán las puertas de todos los salones
respetables de Londres, estoy segura.

—Vamos, Grace, cálmate. Estoy segura de que la reina ya ha olvidado todo el


incidente. —Eliza levantó las plumas culpables a la altura de los ojos,
pensativa, haciéndolas girar entre los dedos—. Además, puesto que todas las
debutantes llevan estas ridículas plumas blancas durante la presentación,
francamente dudo que yo haya sido la primera en arrojarle saliva, como has
dicho tan delicadamente, a la reina.

—Me temo que te equivocas, Lizzy —dijo una voz quejumbrosa.

Eliza se giró y vio a la regordeta lady Letitia y la cimbreña lady Viola, ataviadas
con idénticos vestidos de satén y encaje color lavanda.

La tía Letitia estrujó nerviosa su pañuelo metiendo su figura de nabo entre las
dos jóvenes.

—Sé de buena tinta que tú eres la muy primera.

—¿Sí? ¿La muy primera? —Eliza miró de una tía a la otra. Con todo lo
humillante que había sido su presentación, no estaba dispuesta a tomarse tan
en serio un simple estornudo, ni tres. Y tampoco deberían hacerlo ellas,
decidió—. Entonces debo cumplir mi solemne misión de procurar que esta
tragedia no le ocurra nunca a otra debutante. Le pediré a la reina,
inmediatamente, que prohíba todas las plumas de avestruz en la corte.
—Ay, querida —exclamó la tía Viola, mirando angustiada a la tía Letitia, en
busca de ayuda—. No podemos permitirle que haga eso, hermana.

—Vamos, vamos, Eliza no hará nada de eso —contestó la tía Letitia—.


¿Verdad, hija? Ya has causado bastante alboroto por un día, ¿no te parece? —
Puntuó la afirmación enterrando el índice en la espalda de Eliza haciéndola
iniciar el descenso de la escalera—. La reina se ha retirado ya, así que al
coche, mis amores. Deprisa.

Mientras esperaban en el bullicioso y atiborrado vestíbulo a que llegara el


coche a la puerta, siguiendo la larga cola, la tía Viola le cogió la mano a Eliza y
le dio un tranquilizador apretón.

—No te apures, Eliza. Ya pasó todo —le dijo en voz baja—. Has sido
presentada. Y, como sabes, querida, la presentación es el primer paso para
hacer un buen matrimonio.

Eliza se encogió.

—Si ese tipo de asunto interesa —masculló.

La tía Letitia chasqueó la lengua, desaprobadora.

—¿Te he oído bien? ¿”Si” ese tipo de asunto interesa?

Eliza retiró la mano de la de la tía Viola y miró el formidable semblante de


Letitia.

—Por favor, no me entiendas mal, tieta. Agradezco vuestros esfuerzos, por


Grace. Pero no estoy inclinada a encontrar marido. Eso lo sabes.

La tía Letitia hizo un gesto con la mano como si el comentario hubiera sido un
insecto alado que se le iba a posar en la nariz.

—Tonterías, hija. Ahora que ha comenzado la temporada, lo pasarás en


grande.

—Suponiendo que sobreviva a este desastre —añadió Grace.

Eliza pasó por alto el comentario de su hermana. En lugar de contestarle, hizo


un leve gesto de asentimiento a su tía, gesto en que no prometía nada.

—Seguro que tienes razón. Pero puesto que poseo pocos de los rasgos
deseables en una esposa, dudo seriamente que se haga alguna petición de mi
mano.

—Puá, puá —dijo la tía Letitia—. Eres hermosa e inteligente. Los caballeros
harán cola para visitarte. Lo verás, Lizzy. —Miró de reojo a Viola—. Porque
tenemos un plan, ¿no?
Los viejos ojos de la tía Viola brillaron de entusiasmo.

—Sí que lo tenemos, hermana.

¿Un plan? Ay, no, pretendían usar el libro de estrategias, ¿no? Eliza se
estremeció al pensarlo. Consternada, comprobó que ese ligero movimiento le
producía picor en la nariz. Estaba a punto de… Ay, Dios, no otra vez. Ahí no.

—¡Aaa‑chís!

Ante ese mojado estornudo, la tía Letitia miró a Eliza a la cara, con los ojos
entrecerrados.

—Ah, vamos, por el amor de Dios, dame esas plumas. —Le quitó las plumas,
se las pasó a Viola, y a Eliza le puso un pañuelo en la mano—. Ocúpate de tu
nariz, Lizzy. La tienes mojada como un cachorro.

Un instante después, entró en el vestíbulo su lacayo, con su librea Featherton


color lavanda, cómo no, para anunciar la llegada del coche.

La tía Letitia agitó los brazos con gran energía, instando a avanzar a las
jóvenes por entre la multitud, como si fueran un par de ovejas particularmente
bobas.

Deseosa de abandonar el escenario de su metedura de pata, Eliza echó a


andar hacia la puerta, y de pronto notó que no llevaba el pañuelo de la tía
Letitia. Giró la cabeza y vio el pañuelo de blonda aplastado en el suelo más
atrás; se volvió y se agachó a recogerlo.

—Eliza, date prisa —la llamó Grace desde la puerta.

—Voy.

Se enderezó y giró sobre los talones para dirigirse a la puerta, y chocó con una
especie de pared azul. Sintió una punzada de dolor que se le extendió por toda
la cara.

¿Y ahora qué? Abrió los ojos acuosos y comprobó que tenía la nariz aplastada
contra algo que parecía ser un botón de latón. Trató de ver con quién había
chocado, pero estaba demasiado cerca. Oscilando en los tacones, dio un paso
atrás.

Unas manos firmes le cogieron los hombros, sujetándola.

Eliza levantó la cabeza. El botón pertenecía a un chaleco de seda dorada, y el


chaleco a un hombre muy alto. Subió más la mirada hasta que por fin se
encontró mirando la cara de un caballero. Tragó saliva.
La estaban mirando unos ojos claros, brillantes como mercurio. Mientras se
maravillaba de su color azul plateado, vio en ellos el débil reflejo de su cara
acorazonada y sus grandes ojos color cereza. ¡Caracoles! Era como mirarse en
dos espejitos.

Tupidas ondas de pelo negro como el ébano, recogido atrás en una anticuada
coleta, daban énfasis a los fuertes rasgos cincelados del hombre. Bajó la
mirada por la mandíbula, por la sombra azulada de la barba naciente justo bajo
la superficie de su piel ligeramente bronceada.

Su cuerpo también estaba bien definido, y sugería años de actividad física.

Y sí que era alto, sobrepasaba fácilmente en una cabeza a cualquier otro


hombre presente en el vestíbulo. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto
antes?

Dio medio paso atrás. Tal como ella, ese hombre no estaba en su elemento en
el palacio Ah, sí que era elegante. Su sastre lo servía bien, proveyéndolo con
ropa formal de primerísima calidad. Pero por algún motivo, su figura musculosa
parecía reñida con las perfectas costuras de su ropa.

No, no era un caballero fino y pulido el que tenía delante. Había una especie de
tosquedad en él, una masculinidad que casi podía paladear.

—Le ruego me disculpe, señorita. ¿Se siente mal?

La voz grave, con sonido arrastrado y entonación melosa, que insinuaba brezo
de las Highlands y remotos páramos iluminados por la luna, canturreó por todo
su ser, fascinándola tanto que se quedó muda.

Él apartó las manos de sus hombros, bajándolas por los brazos hasta las
manos enguantadas y allí entrelazó los dedos con los de ella un momento y
luego se las soltó.

Un placentero hormigueo le subió desde las yemas de los dedos, aguzando


sus sentidos hasta la misma raíz del pelo.

—¿Eliza?

Una mano suave le tocó el codo, sobresaltándola. Giró la cabeza y vio a Grace
a su lado. Un fuerte aroma a lavanda le asaltó los sentidos y comprendió que
sus tías también se habían vuelto y estaban a su derecha.

—Te perdimos en la multitud de la puerta. ¿Te encuentras bien, hija? —le


preguntó la tía Letitia.

El huesudo codo de la tía Viola se enterró en el gordo costado de Letitia,


atrayendo atención hacia el apuesto caballero.

—Ah, caramba —cloqueó entonces—. Yo diría que sí.


Eliza sintió subir el calor a las mejillas, pero a pesar de su azoramiento,
encontró su voz.

—Estoy bien —dijo.

El caballero sonrió.

—Me alegra oír eso.

Eliza sintió retumbar el corazón en los oídos.

—Eh… —¡Porras! Serénate, Eliza. Repentinamente su mano subió como


movida por voluntad propia y con el pañuelo de su tía le limpió el botón del
chaleco. Di algo—. Le ruego me disculpe. Espero no haberle manchado el
botón.

Ah, eso fue ingenioso.

Él le cogió la mano, deteniéndosela, y su contacto le produjo un


estremecimiento que le subió hasta el brazo.

—Sólo es un trocito de metal, señorita.

Un muy extraño revoloteo de nerviosismo se apoderó de Eliza. Bajó la mano


con el pañuelo y lo miró por entre las pestañas, obsequiándolo con una tímida
sonrisa.

—Disculpe a mi sobrina, por favor, amable señor —dijo la tía Letitia,


acercándose al caballero y bajando la voz a un tono confidencial—. Verá,
acaba de ser presentada a la reina y me temo que todavía está algo conmovida
por la experiencia.

El caballero arqueó una ceja.

—Sí, creo recordar su muy memorable presentación. La señorita Elizabeth


Merriweather, creo.

A Eliza le ardieron aún más las mejillas. Sin saber qué otra cosa hacer, flexionó
las rodillas y se inclinó en una profunda reverencia. Cáspita, estaba actuando
como… bueno, como una de esas cabezas de chorlito emplumadas que
atiborraban el palacio. ¿Qué le pasaba?

—Perdonen mi impertinencia —dijo el caballero—. Permítanme presentarme.


Soy Magnus MacKinnon. —Hizo un mal gesto y procuró enmendarse en la
siguiente respiración—: O más bien… lord Somerton. —Se inclinó ante ellas en
una profunda reverencia.

—Pues claro —terció la tía Viola—. El quinto conde de Somerton, para ser
exactos.
—Lo que quiere decir mi hermana, lord Somerton —explicó la tía Letitia—, es
que nos presentaron brevemente en la velada musical de los Harper la semana
pasada.

El conde sonrió.

—Es un honor para mí que me recuerden.

La tía Letitia abrió su abanico y lo agitó.

—¿Cómo podríamos no recordarle, milord?

Miró a ambos lados de él con ojos de halcón y al no ver a ninguna mujer cerca,
se apresuró a presentarle a Eliza y Grace.

Eliza hizo una mueca para sus adentros. Un noble. Igual podría haber hecho
oscilar un brillante anillo de compromiso delante de las narices de sus
casamenteras tías. Sólo cabía esperar que ya estuviera comprometido con
otra, si no, no habría manera de refrenar a Letitia y Viola.

Esa idea acababa de pasar por su mente cuando Grace se metió un rizo rubio
detrás de la oreja y se lanzó al ataque.

—Milord, ¿su esposa también está en la corte hoy?

El conde enarcó las cejas ante la nada sutil pregunta de Grace.

—No estoy casado.

—Entonces, ¿ha venido con su prometida? —soltó Eliza antes de lograr


evitarlo.

Lord Somerton curvó una comisura de la boca, divertido.

—No estoy comprometido con nadie, señorita Merriweather, si es eso lo que le


interesa saber.

Humillada por su torpeza, Eliza desvió la mirada.

Sin perder un instante, Grace se recogió la falda para que la orilla no tocara el
suelo y se metió entre ellos.

—Por desgracia, su estado civil no le importa nada a mi hermana. Porque,


verá, Eliza no tiene el menor interés en el matrimonio. A mí, en cambio…

Eliza se atragantó ante el descarado comentario de su hermana. Miró hacia la


puerta del palacio, y habría salido corriendo hasta el coche si la tía Letitia no le
hubiera cogido el brazo en ese mismo instante.
Discretamente se soltó el brazo de la mano de Letitia, pero no quedó libre. Los
entusiastas susurros de sus tías le dijeron que ya estaban planeando la forma
de ponerle un anillo en el dedo.

—¿Una debutante no interesada en el matrimonio? —preguntó lord Somerton,


sus ojos claros fijos en los de Eliza.

—Mi hermana tiene planes más grandiosos para su vida, ¿sabe? —contestó
Grace, sin molestarse en disimular el sarcasmo—. Piensa convertirse en una
gran pintora.

—No le preste atención, lord Somerton —se apresuró a decir la tía Letitia—. La
afición a pintar de Eliza no es otra cosa que una tonta distracción.

—Es mucho más que una distracción —terció la tía Viola, con su delgadas
cejas fruncidas por la afirmación de su hermana—. Nuestra Eliza es una muy
experta retratista.

—Una pintora no interesada en el matrimonio —dijo el conde moviendo


lentamente la cabeza—. Me entristece muchísimo esta noticia, señorita
Merriweather.

—¿Entristece? —preguntó Eliza.

—Pues sí. Porque, verá —apareció un muy evidente guiño en sus ojos—, es mi
firme ilusión encontrar esposa durante esta temporada.

Conque nos estamos divirtiendo, ¿eh?, pensó ella.

—¿Ah, sí?

—Y he de confesar que en el instante mismo en que la vi mi corazón se puso


ciegamente a su servicio.

Se le ensanchó la sonrisa al levantarle la mano y ponerla contra su ancho


pecho.

A Eliza se le levantó una comisura de los labios.

—¿De veras?

—Och, sí —dijo él, volviéndose hacia las tías, como esperando su reacción al
juego.

Las tías se estaban mirando a los ojos, agitando traviesamente las cejas, sus
mejillas con exceso de colorete redondeadas en sagaces sonrisas. Presa de
primera clase.
Ay, Dios, pensó Eliza. A él se le había pasado la mano en esa tontería. Y ahora
las casamenteras estaban listas para el ataque. Tenía que decir algo, hacer
algo, encontrar la manera de cambiar el tema.

—Lord Somerton —saboreó su nombre en la lengua como un dulce de


azúcar—. No nos hemos conocido antes, estoy segura, pero su título no me es
del todo desconocido.

El conde le soltó la mano y por un escaso segundo se le oscurecieron los ojos.


Era improbable que alguien lo hubiera notado, pero ella captó el sutil cambio.

—Mi hermano llevaba el título antes que yo —explicó. Había desaparecido toda
la simpatía de su voz, a pesar del intento que hizo de moderar el tono—. Solía
venir a Londres. Tal vez usted le conoció.

Amilanada por esa seca respuesta, Eliza trató de esbozar una sonrisa
tranquilizadora, con la esperanza de apaciguarlo.

—Lo siento, milord. Eh… no sabría decirlo. Pero claro, he conocido a tantas
personas durante mi corta estancia en Londres.

—Comprendo —dijo lord Somerton. La voz se le había suavizado en menos de


un latido.

Una repentina conmoción fuera, seguida por gritos quejándose de la posición


del coche de ciudad de las Featherton, puso rápido fin a la incómoda
conversación.

—Lord Somerton —gorjeó la tía Letitia—. Ha sido un enorme placer volver a


verle.

Le tendió la mano y él se la cogió cortésmente.

—El placer ha sido todo mío —dijo, inclinándose sobre la mano.

La tía Letitia se ruborizó profusamente y le salió una risita por entre sus
vibrantes labios pintados de rojo.

Avanzando gracias a un empujón de su hermana, la tía Viola puso también su


frágil mano delante del conde.

—Tal vez volvamos a vernos —le dijo riendo.

—Yo diría que ésa es casi una certeza —contestó lord Somerton.

Después hizo una inclinación a Grace y, dándoles la espalda a las tres, le cogió
la mano a Eliza.

Se inclinó hasta casi tocarle el guante y luego, mientras se enderezaba, le hizo


un guiño. ¡Un guiño! Y en la corte, nada menos.
Eliza arqueó una ceja reprobadora, pero él se limitó a sonreír, y volvió a girarse
hacia las ancianas tías.

—Buen día, señoras —dijo, muy cortés, como si no hubiera ocurrido nada.

Pero, claro, por lo que sabían su hermana y sus tías, nada había ocurrido.

—Buen día, lord Somerton —gorjearon alegremente las dos ancianas,


sentimiento del que se hizo eco Grace, cuando iban saliendo para subir al
coche.

Cuando ya estaba sentada en el vehículo, Eliza acercó la cara a la ventanilla y


observó ociosamente a lord Somerton mientras éste subía a su coche de
ciudad y se perdía de vista.

Pero cuando se estaba acomodando en el asiento comprendió su error. Sus


tías la habían estado observando y estaban todo lo complacidas que podían
estar, sus labios curvados en traviesas y maliciosas sonrisas.

—No estoy interesada en lord Somerton —les dijo.

—Lo que tú digas, Eliza —repuso la tía Letitia.

Entonces las dos ancianas se cubrieron las bocas con las manos enguantadas
y se echaron a reír.

Eliza miró hacia el techo, poniendo los ojos en blanco. Vaya, ¡porras! Todo
estaba muy claro. Había empezado la campaña casamentera de sus tías
abuelas, y habían marcado a lord Somerton, el cielo lo amparara, como a su
principal objetivo.
Regla 3

Sírvete de guías locales para sacar el mejor partido del terreno.

Decenas y decenas de velas de cera de abeja parpadeaban arriba y desde los


espejos de brillantes marcos dorados, creando un mágico resplandor ámbar en
el salón de baile de los Greymont.

Si bien varias fiestas y veladas musicales ya habían inaugurado la nueva


temporada, la fiesta de esa noche era especial; era el primer baile de sociedad,
una ocasión suprema, a la que asistían todos los miembros de la alta sociedad,
entre ellos el nuevo conde de Somerton, cuyo título, veía con gran disgusto él,
parecía quedarse pegado en los labios de todas las jovencitas debutantes.

—Oye, Somerton —le dijo su tío, William Pender, moviendo su calva cabeza
hacia la rutilante multitud—, estás causando una enorme impresión en las
damas esta noche.
Exhalando un suspiro de desinterés, Magnus miró a las risueñas señoritas que
rondaban cada vez más cerca.

—Cáspita, estoy a punto de que me salten encima. Lo único que me faltaba.

Pender se aclaró la garganta.

—En realidad, eso es exactamente lo que te hace falta, y es el motivo de que


te haya instado a venir a Londres. Debes cazar una esposa rica antes que
acabe la temporada, y la ciudad está a rebosar de candidatas. —Apuntó su
nariz moteada de rojo hacia un grupo de damas que estaba cerca—. Mira ahí,
por ejemplo.

De mala gana, Magnus miró hacia el grupo. Ocho jovencitas, acompañadas por
vigilantes señoras mayores, se giraron a mirarlo entusiasmadas.

Pender se le acercó más.

—Sólo les falta babear. Apostaría a que dos tercios de ellas se pelearían en
esa misma pista de baile por tener la oportunidad de casarse con un conde. Lo
único que tienes que hacer es elegir una y tus problemas económicos estarán
resueltos.

Magnus sintió rígidos los labios, pero se las arregló para esbozar una
incómoda sonrisa.

—Con todo lo que me divertiría ver pelear a las debutantes, señor, es posible
que mi necesidad de casarme ya no sea tan… ¿urgente, digamos?

Pender sólo se había mojado los labios con su bebida cuando bajó
bruscamente la copa.

—¿Qué dices? Creía que el destino de Somerton estaba colocado bajo el


martillo de un subastador.

—Tienes razón, tío. Pero no estoy sin recursos. Hace unos meses, aproveché
los fondos que quedaron a mi disposición para comprar la mayor parte de las
acciones de un negocio de transporte marítimo. Lambeth lo organizó todo.
Lleva el transporte marítimo en la sangre. Su padre poseía un buen barco en
su tiempo, ¿lo sabías?

La desilusión le endureció los rasgos a su tío.

—Debería haberlo imaginado —logró decir, con la voz trémula—. Jugarte lo


poco que tienes, igual que tu hermano.

—No he dicho nada de juego —repuso Magnus entre dientes, con el entrecejo
fruncido—. He hecho una inversión.
—Eso es juego, lo mismo —dijo el anciano—. Y hete aquí que yo te creía
mejor. Pero no, parece que estás cortado por el mismo patrón, como tu padre y
tu hermano.

Magnus desvió la cara para aplastar su creciente ira, pero Pender le cogió el
hombro y lo obligó a mirarlo a la cara.

—Y sí, sabía que el padre de Lambeth poseía unos cuantos barcos. Demonios,
hace unos años todo Londres se enteró de que hundió su barco para reclamar
el dinero del seguro. La has fastidiado, muchacho. Te has asociado con un
tramposo.

—Lambeth es un buen hombre, tío. Le he confiado mi vida y jamás me ha


fallado —contestó Magnus, aplastando las ardientes brasas de su furia.

Pender movió la cabeza, disgustado.

—¿Es que no entiendes que dependo de ti para vivir? Y no soy el único


Escúchame, hijo, no puedes perder la fortuna de Somerton. Tienes una
responsabilidad para con la familia. Es hora de que lo comprendas y hagas lo
que es necesario para conservar nuestra fuente de sustento: casarte.

—¿No lo entiendes, tío? No se trata del dinero ni de ese montón de piedras


que los MacKinnon llaman casa. Es la tierra, la tierra de la que dependen
trescientas almas para vivir. Ellos son el motivo de que yo esté aquí; el motivo
de que Somerton no deba perderse.

Pender hizo una larga y lenta respiración.

—Condenada estupidez la que hicieron tu padre y tu hermano: anular la


vinculación al título para poder vender trozos de Somerton siempre que les
venía bien a sus vacíos bolsillos.

—Coincido contigo, fue estúpido y egoísta. Pero ya está hecho, y yo soy la


pobre alma en que ha recaído la carga de intentar salvar lo que mis parientes
se empeñaron tanto en destrozar.

—No te envidio, Somerton, ni un poquito. —Se le tensaron y ondularon los


músculos de la mandíbula, y estuvo en silencio un buen rato. Finalmente
apuntó su afilada nariz hacia Magnus—. Pero si estás decidido a jugar esa
desaconsejable mano, por lo menos hazlo de modo inteligente. —Apoyando el
codo en el costado, movió la flaca mano abarcando el salón de baile lleno de
jovencitas recién presentadas en sociedad—. Protege tu jugada.

Magnus sintió acalorada la cara. Ésa era su vida, condenación. Su problema.


Él lo llevaría a su manera.

—Ten la seguridad, tío —dijo, pasado un momento—, de que no estoy por


encima de casarme con una dote para salvar Somerton. Pero eso sólo lo haré
como un último recurso.
Las cejas de Pender se juntaron y revolotearon hacia arriba.

—Te he dado mi consejo, hijo. Espero que lo sigas.

O no. Magnus hizo un evasivo gesto de asentimiento. Era un consejo prudente,


casarse por dinero. Menos arriesgado, sin duda. Pero él había invertido casi
todo lo que tenía en el barco The Promise, y esperaría hasta ver el resultado
de su inversión en transporte marítimo.

Para poner fin a la conversación, se giró a mirar a los bailarines, que giraron en
círculo, se cruzaron y volvieron a colocarse en dos perfectas filas mientras la
orquesta tocaba las últimas notas.

Hasta el último de ellos se veía muy planchado, pulido y almidonado, en ropa y


en porte. Qué rara encontraba a esa gente.

Vamos, si ni siquiera sabría empezar a buscar una esposa entre las damas de
la aristocracia, y mucho menos una rica. Era un escocés, después de todo, no
un gazmoño londinense. Sí, se había educado en Inglaterra, sabía imitar los
modales de la alta sociedad cuando le convenía, pero las agrestes Highlands
hacían latir su corazón y corrían densas por sus venas.

Acababa de terminar la contradanza cuando en la distancia vio salir de la pista


a una joven, su semblante algo oculto por su abanico de encaje, acompañada
por un caballero extraordinariamente elegante.

La vio sacar una tarjeta con bordes rojos del bolsillo del vestido y entregársela
disimuladamente a su pareja de baile. El caballero leyó la tarjeta y luego miró
boquiabierto a la joven, que se dio media vuelta y se alejó de la pista.

Normalmente no le habría interesado esa extraña ocurrencia, pero le interesó


porque la joven lo estaba mirando a él. La observó reunirse con un animado
grupo de señoras que formaban una media luna, de espaldas a él, y estaban
conversando con su estimada anfitriona.

Estaba a punto de desviar la mirada cuando la atrevida señorita se giró y,


mirando por encima de su abanico, recorrió su figura de la cabeza a los pies.

¿Qué diantres? Ya tenía toda su atención.

Desconcertado, la observó mientras ella subía lentamente la mirada por su


cuerpo, excitándolo. Muchacha pícara. Una sonrisa irónica le levantó las
comisuras de los labios.

En el espacio de un respiro, se encontraron sus miradas, dándole que pensar.


En ese instante casi se convenció de que conocía esos ojos. Bah, muy
improbable; sólo llevaba unas pocas semanas en Londres. De todos modos
encontraba algo extrañamente conocido en ellos. Inclinó la cabeza,
saludándola.
Cuando la joven se dio cuenta de que él la estaba observando, se redondearon
sus grandes ojos oscuros y pegó un salto, sobresaltada, como si le hubieran
arrojado un jarro de agua fría.

Magnus estiró los labios, satisfecho. Bien servida estás, mi atrevida


muchachita. Ahora baja el abanico y déjame ver quién eres.

Como para desafiarlo, la jovencita subió más aún el abanico, ocultando


totalmente su cara. Entonces, recogiéndose con una mano la falda del vestido
de tul blanco y azul, se giró y le dio la espalda.

Vamos, ¿es que esa descarada damita acababa de lanzarle un reto? Se giró
hacia su tío.

—¿Qué sabes de esa muchacha? —le preguntó, haciendo un gesto hacia su


ardiente admiradora de hacía un momento.

A Pender se le alegró la cara.

—Me alegra oír que has aceptado mi consejo. —Levantó su monóculo y paseó
la mirada por el salón—. ¿Cuál es la muchacha que te ha captado la atención?

—Es imposible verle la cara desde aquí, pero está justo a la derecha de
nuestra anfitriona, lady Greymont.

—Ah, sí —dijo Pender, observándola con el monóculo.

A Magnus se le elevó el ánimo.

—O sea, ¿que la conoces?

—En realidad, no. Pero no me cabe duda de que nuestra anfitriona puede
arreglar una presentación si lo desearas.

—Creo que lo deseo —contestó Magnus. Aunque sólo fuera para aliviar su
creciente aburrimiento.

Al alzar su tío las cejas, su monóculo se desprendió al instante del pliegue


carnoso de debajo del ojo, cayó sobre su solapa y quedó oscilando en su
cadenilla de oro, marcando los instantes que transcurrirían hasta que lograra
captar la atención de la anfitriona.

Entonces fue cuando Magnus vio que tres caballeros que estaban cerca tenían
en sus manos tarjetas con borde rojo iguales a las que la joven entregara a su
pareja de baile. Dio unos dos pasos, acercándose más a ellos, con la
esperanza de que su conversación arrojara luz sobre la identidad de la
misteriosa mujer.
—¿Quién se cree que es? —oyó decir a uno de los hombres, lo que indujo a
los otros dos a mirar nuevamente, incrédulos, sus tarjetas.

—Es una rareza, eso seguro —contestó el más bajo de los tres—. Voluntariosa
también. Tiene las curvas de una diosa, pero las bolas de un hombre.

—Di lo que quieras —dijo el tercero—. Reconozco que podría no ser del tipo
para casarse, pero sospecho que sería una entusiasta compañera de cama
para algún afortunado. Mírale esa exuberante boca.

Los tres se rieron maliciosos, manifestando su acuerdo, hasta que notaron la


presencia de Magnus cerca de ellos. Entonces, como si esa hubiera sido la
señal, se metieron las tarjetas en sus bolsillos.

—Ah, estupendo —dijo Pender en ese momento—. Lady Greymont viene hacia
nosotros.

Magnus enderezó la espalda para esperar a la anfitriona. Tenía que saber


quién era la mujer capaz de inspirar esa conversación.

Al cabo de unos instantes, lady Greymont llegó a ese extremo del salón y
saludó a Magnus y a su tío. Pero antes que Magnus pudiera pedirle que le
presentara a la animosa joven del otro lado de la pista, lady Greymont le hizo
una petición:

—Lord Somerton, sencillamente debo presentarle a una de las mujeres más


cultas e inteligentes que he conocido. ¿Me hace el favor de seguirme?

—Muy ciertamente —repuso Magnus y, titubeante, le ofreció el brazo.

Lady Greymont se echó a reír ante el titubeo.

—No tiene por qué preocuparse. La señorita Merriweather es tolerablemente


bonita, se lo aseguro.

A Magnus el corazón le golpeó las costillas.

—¿No se referirá a la señorita “Eliza” Merriweather?

—Aún no se la han presentado, ¿verdad?

—Sólo informalmente.

De momento. No podía creer en su buena suerte, y pensó en la cascada de


chiripas que tenían que haber ocurrido para reunirlos una vez más.

Lady Greymont lo miró ceñuda.

—Ay, Dios, y yo que esperaba ser la que le presentara a su futura esposa.


—¿Futura esposa? —Magnus miró entonces a su tío y sonrió divertido—. Tío,
no me habías dicho que la actividad casamentera fuera un deporte tan
competitivo en la ciudad.

Lady Greymont se echó a reír y le dio un codazo juguetón.

—Caramba, no ha estado mucho tiempo en Londres, ¿verdad? La actividad


casamentera, milord, es “el” deporte de la temporada.

A Eliza se le encogieron las entrañas cuando vio a lady Greymont conduciendo


a lord Somerton y a un caballero mayor directamente hacia ellas.

—Uy, tieta, no lo has hecho.

—Pues claro que lo hice, Lizzy —reconoció la tía Letitia, golpeteando el suelo
con su bastón, entusiasmada.

Nerviosa, Eliza lo observó avanzar y avanzar, su ardiente mirada clavada en


ella. Sintió brotar gotitas de sudor en la línea del pelo y entre los pechos. Agitó
el abanico delante de su cara, tratando de recuperar la serenidad.

—Os dije que no tengo ningún interés en lord Somerton.

La tía Letitia se rió.

—Sabemos lo que dijiste, querida, pero mi hermana y yo vimos cómo os


mirabais en el vestíbulo del palacio. Esto es un matrimonio por amor en
preparación si alguna vez hemos visto uno.

—Un matrimonio glorioso, seguro —añadió la tía Viola—. El truco está,


lógicamente, en lograr que lord Somerton se dé cuenta. De ahí la necesidad de
recurrir a la estrategia tres.

Eliza se giró a mirarlas.

—¿La estrategia tres? —preguntó, recelosa. Por el rabillo del ojo vio que lord
Somerton ya estaba bastante cerca.

—La estrategia tres —dijo la tía Letitia, asintiendo— dice claramente que hay
que servirse de guías locales para sacar el mejor partido del terreno.

—Y lady Greymont es nuestra anfitriona —añadió la tía Viola—. Ella es


nuestra…

—Guía local —terminó Eliza.

—Exactamente. —La tía Letitia se le acercó más para susurrarle—. Usando


esta estrategia podrías ganarles el premio a las demás damitas.
—¿Y el premio es…? —preguntó Eliza. Veinte pasos, quince…

—Vamos, lord Somerton, por supuesto —susurró su tía.

—Por supuesto —repitió Eliza, elevando la mirada al cielo y pidiendo una


intervención divina.

Magnus tenía curvados los labios en una sonrisa de placer mientras lady
Greymont lo llevaba justamente hacia la debutante cuya poco delicada mirada
lo había intrigado sólo un momento antes: Eliza Merriweather.

Señorita Merriweather, estás llena de sorpresas.

Unos ojos grandes, castaño dorados, asomaban por el borde superior del
abanico que estaba agitando, mirándolo sin pestañear mientras él se acercaba.

Alargó los pasos, obligando a lady Greymont a casi trotar simplemente para
continuar a su lado.

—Caramba, sí que es un muchacho impaciente —bromeó la anfitriona,


mientras disminuía rápidamente la distancia que los separaba de la señorita
Merriweather y su familia.

—¿Cómo puedo estar menos que impaciente, mi querida señora? Usted misma
ha dicho que me espera mi futura esposa.

Lady Greymont se rió entre varios cortos jadeos para inspirar un poco de aire, y
por fin llegaron al íntimo círculo de damas que estaban en animada
conversación. Allí lo presentó, una vez más, a las hermanas ancianas.

Después indicó a Eliza con un gesto.

—¿Me permite presentarle a…? —Se interrumpió, todavía sin aliento por el
trote a lo largo del salón de baile. Poniéndose una mano en el pecho, hizo una
profunda inspiración.

Magnus aprovechó la momentánea interrupción de la anfitriona para volverse


hacia la jovencita que en ese momento tenía la cara escondida detrás de su
abanico.

—¿La legendaria señorita Merriweather, supongo?

Eliza Merriweather bajó lentamente el abanico y se inclinó en una educada


reverencia.

—Milord.
En los labios de él se formó una sonrisa no planeada, a la que ella, ante su
enorme sorpresa, le correspondió. Entonces ella se ruborizó, masculló algo
entre dientes y se apresuró a desviar la mirada.

—Me parece —consiguió decir lady Greymont— que forman una hermosa
pareja, ¿a que sí?

—Ah, sí, sí —convino la tía flaca como un junco, Viola, dándole un codazo a su
hermana—. Muy hermosa.

Magnus le cogió la mano a Eliza y se inclinó hasta casi tocársela. Notó que se
le calentaba la palma por la estimulación del contacto de esos dedos
enguantados. Qué pequeña y frágil se le veía la mano en la de él. Mientras su
mirada le recorría la esbelta figura, enderezó su corpachón de seis pies y una
mano, sintiéndose repentinamente más grande y más fuerte que nunca.

Al mirar por detrás de ella vio que la orquesta se estaba preparando para tocar.
Empezaban a reunirse bailarines en la pista. Ésa era su oportunidad para
separar a la señorita Merriweather de sus tías.

—Si no lo tiene comprometido ya, señorita Merriweather, ¿me concedería este


baile?

Entonces Eliza lo miró y entrecerró los ojos.

—Me parece que debo declinar, lord Somerton. Me siento… eh… algo fatigada.

—Tonterías —gorjeó la tía Letitia, dándole un disimulado empujón—. Mi


sobrina se sentirá honrada de bailar con usted, lord Somerton.

La otra tía, Viola, le cogió el brazo a él y lo acercó más a la señorita


Merriweather.

—Eliza es novata en la alta sociedad, ¿sabe?, y sigue siendo tan tímida como
una flor de primavera.

Magnus enarcó una ceja mirando a la deslumbrante jovencita cuyos ojos


despedían chispas. “Tímida” no era una palabra que él emplearía para
describirla. Le ofreció el brazo.

—¿Vamos?

Ella vaciló otro momento y finalmente, de mala gana, colocó la mano


enguantada sobre su antebrazo.

A Magnus se le hinchó el pecho al sentir su contacto. Reflexionó sobre esa


extraña sensación de euforia. Tal vez casarse con una dote no sería tan
desagradable, después de todo, no, si dicha dote venía en un paquete tan
delicioso como la señorita Merriweather.
Mientras bailaban por la pista al ritmo de la música, Magnus observó el notable
cambio que se había producido en la apariencia de Eliza desde su primer
encuentro. Su cara, ya no sonrojada por los estornudos, era un delicado óvalo
marfileño enmarcado por cabellos negros recogidos en una masa de lustrosos
bucles en lo alto de la cabeza.

Cuando ella lo miró, recordó lo enrojecidos que tenía los ojos cuando la vio en
el palacio. En ese momento casi no podía apartar la vista de la interesante
mezcla de castaño y dorado de esos ojos que lo miraban. Se le aceleró el
pulso.

—Todos los ojos están sobre usted esta noche, señorita Merriweather —le dijo,
mientras ella daba una vuelta en círculo alrededor de él, bañándolo en su
delicado aroma a lavanda—. Parece que ha cautivado a la alta sociedad.

—Eso, milord, sinceramente lo dudo —repuso ella, mirándolo al fondo de los


ojos cuando él le cogió la mano para avanzar a su lado.

Notó que a ella le temblaba la mano, y la observó desviar la vista para mirar,
nerviosa, a los demás bailarines que llenaban la pista de baile. Pero luego
pareció relajarse.

—Nadie me está mirando, milord. Más bien, siendo el nuevo conde de


Somerton, todos los ojos están sobre usted esta noche.

Magnus se rió suavemente.

—Aunque tengo mis dudas de que todos los ojos estén sobre mí, sí sé de un
par que lo estaban.

Eliza alzó el mentón, desafiante.

—¿Se refiere a mí, milord?

—La vi mirándome por detrás de su abanico.

Ella arqueó las cejas, interrogante.

—¿Quiere decir que mi detenida observación fue indecorosa?

Magnus le levantó la mano, guiándola en una vuelta alrededor de él.

—No se preocupe, señorita Merriweather, no me molestó en absoluto.

Eliza lo miró ceñuda, y esa pausa la hizo quedar rezagada en la danza. Se le


tiñeron de rosa las mejillas. Se apresuró a ponerse al paso de los demás.

Al llegar al octavo compás quedó nuevamente al lado de Magnus y colocó la


mano sobre la de él.
—Está muy equivocado en su suposición, milord. Soy artista. Pintora. Los
pintores observan a los seres vivos para inspirar su arte.

—Tiene razón —dijo él—. Su hermana dijo que es usted pintora. —Se mordió
el labio para impedir que se le formara una sonrisa—. Ahora lo entiendo. O
sea, que… simplemente estaba calculando cómo podría verme yo sin mi ropa,
¿para un cuadro clásico, tal vez?

Pero su broma no dio en el blanco. Ella no pareció en absoluto escandalizada.

—No, simplemente estaba observando su postura militar —contestó—. La cual


encontré rara, ya que estaba segura de que usted se presentó como conde.

—Caramba, sí que tiene buena percepción, señorita Merriweather. No hace


mucho que regresé de la Península.

—¿Sí? —Le miró la piel de alrededor de los ojos y, como si de pronto le


encontrara sentido a algo, añadió—: Comprendo.

Magnus asintió.

—Acababa de regresar a Escocia cuando recibí la noticia de la muerte de mi


hermano.

Ella bajó los ojos de tupidas pestañas.

—Mis disculpas, milord. Lamento muchísimo su pérdida.

Él inclinó la cabeza, en conformidad.

Como si hubiera percibido su cambio de humor por la mención de su hermano,


ella tomó el asunto en sus manos.

—Pero no más conversación sobre cosas tristes —se apresuró a decir—. Esto
es un baile, después de todo.

Acto seguido colocó la mano en la de él y dio dos vueltas completas, cuando


era sólo una la que requería esa determinada danza.

Entonces se rió y su risa sonó como campanillas, y nuevamente lo dejó


embobado. Magnus sintió un agradable estremecimiento por toda la piel y se le
elevó el ánimo. ¿Qué tenía esa muchacha que lo hechizaba así?

Cuando la señorita Merriweather volvió a quedar de cara a él, él le cogió la


mano y detuvo su movimiento.

Ella inclinó la cabeza y luego lo miró a los ojos. Y continuaron mirándose a los
ojos un momento tal vez demasiado largo.

—Gracias, señorita Merriweather.


—¿Gracias? —preguntó ella, con el pecho agitado, tratando de recuperar el
aliento.

—Bueno, por el baile. Se acabó la música.

Le soltó la mano y le hizo un gesto hacia la silenciosa orquesta. Curiosamente,


al instante lamentó no sentir ya la mano de ella en la de él.

Ella se rió, azorada.

—Pues sí —dijo.

Sus ojos chispeaban de vitalidad, y él comprendió qué diferente era de todas


las mujeres que había conocido. Aunque sólo había estado unos cuantos
minutos en su compañía, ya lo afectaba como ninguna otra mujer. Tal vez no
sería tan difícil, pensó entonces, encontrar una esposa conveniente, de “su”
elección. La miró y sonrió. No, no sería nada difícil.

—¿Le apetecería dar una respetable vuelta conmigo por el salón? Estoy
seguro de que sus tías estarían de acuerdo.

—Sin duda —repuso Eliza, desviando la mirada hacia las dos ancianas que
estaban charlando con dos jovencitos. Entonces suspiró, por lo menos un
suspiro fue lo que creyó oír él. Lo miró nuevamente, esbozando una sonrisa
para él—. Será un placer para mí dar una vuelta con usted. Al fin y al cabo, en
el instante en que vuelva ahí simplemente reanudarán su juego casamentero.

Cuando iban pasando cerca de las tías, Magnus les hizo una inclinación con la
cabeza, y ellas agitaron sus abanicos entusiastas, haciéndolo sentir como un
niño en un tiovivo.

—¿Casamentero ha dicho?

—Lamentablemente, sí. Están empeñadas en verme comprometida antes que


termine la temporada.

—Perdóneme, señorita Merriweather, pero creo recordar que su hermana dijo


que usted no tenía la menor intención de casarse.

—Tiene razón, milord. Por desgracia, mis tías piensan que mi pintura es una
diversión frívola con que ocupo el tiempo hasta que ellas me aseguren un
marido. No obstante, yo considero mi arte por encima de todo lo demás, y no
tengo la menor intención de renunciar a mis aspiraciones como pintora para
casarme. De ahí la necesidad de éstas…

Metió la mano en el bolsillo oculto de su falda y sacó varias tarjetas con bordes
rojos. Le pasó una a él. Decía:

“Gracias por no visitar a la señorita Merriweather.”


Magnus levantó la vista de la tarjeta y se encontró ante la orgullosa sonrisa de
ella.

—No comprendo.

—¿No? Es muy sencillo. —Le quitó la tarjeta y se la guardó en el bolsillo—. Las


necesito para repeler a posibles pretendientes.

—Sus tías no saben de sus… tarjetas, supongo.

—Noo, por supuesto que no. He sido muy discreta a la hora de distribuirlas. No
soy tan ingenua para creer que no se enterarán, aunque cuando lo descubran
es probable que ya haya reducido a la mitad a los posibles pretendientes, o en
más aún.

Magnus se la quedó mirando, pensando qué rara era.

—¿Por qué está tan armada en contra del matrimonio, muchacha? Ésa no es la
postura normal de una mujer de su posición.

—Bueno, señor, la mía no es la posición “normal”. —En sus ojos brillaron unas
chispitas de luz—. Verá, si logro mantenerme sin compromiso durante una sola
temporada obligatoria, podré reclamar mi herencia y emplearla para financiar
mis estudios en el extranjero.

Magnus arqueó una ceja, divertido.

—¿Es cierto eso?

—Sí —repuso ella, dirigiéndole una radiante sonrisa—. No necesito casarme


para recibir el dinero, como temía al principio. Descubrí un agujero en el
testamento de mi padre. Todo es muy legal, se lo aseguro —añadió, orgullosa.

Magnus curvó los labios y continuó llevándola lentamente por el perímetro del
salón.

—Es usted muy… poco convencional, señorita Merriweather.

Eliza le correspondió la sonrisa.

—Vamos, gracias, lord Somerton.

Cuando iban acercándose a la multitud congregada delante de la orquesta, se


amplificó la sensación de atiborramiento.

—Qué multitud hay esta noche —comentó ella, abriendo su abanico y


agitándolo delante de la cara—. Ojalá nuestra anfitriona hubiera hecho más
corta su lista de invitados, para que los asistentes pudieran hacer más de una
sola respiración.
Magnus manifestó su acuerdo riendo e hizo un gesto hacia las puertas
cristaleras que daban a la terraza jardín.

—¿Salimos a la terraza, tal vez?

Eliza miró indecisa hacia sus tías, que estaban al otro lado del salón.

Magnus se detuvo.

—Ah, perdone. Necesita una vigilante.

—¿Una vigilante? Cielos, no. —Lo miró de arriba abajo—. Aunque usted es de
tipo fornido, ¿no? De todos modos, creo que puedo fiarme de usted.

—¿Puede? —dijo él sonriendo sardónico en el momento en que salían al


refrescante aire nocturno.

Eliza entrecerró los ojos y lo miró traviesa.

—No estará pensando en tenderme una emboscada con una proposición de


matrimonio, ¿verdad, lord Somerton?

—Pues no. No esta noche, en todo caso.

Ella sonrió.

—Estupendo. Porque una proposición de un conde complicaría las cosas… Mis


tías, ¿sabe?

Después de dirigirle una rápida sonrisa, caminó hasta una parpadeante linterna
china de papel que colgaba en un extremo de la baranda. La tocó con las
yemas de los dedos y la hizo girar lentamente.

—No, no necesito ninguna proposición esta temporada —dijo.

Magnus reflexionó sobre esa declaración.

—¿Qué hará si le hacen una proposición?

Ella detuvo bruscamente la mano sobre la linterna. Giró sobre sus talones y se
acercó a él, con pasos cautelosos. Se detuvo a menos de un palmo y lo miró a
los ojos, muy seria.

—Eso simplemente no ocurrirá.

—¿Por qué no? Mientras bailábamos vi a varios de los elegantes londinenses


observándola.
—Nadie hará una proposición. Una vez que se enteren del lastimoso estado de
mi dote, correrán a cazar palomas en campos más magníficos.

¿Lastimoso estado de su dote? Magnus sintió agudamente la punzada de


desilusión. Ella no tenía dinero. Pese a las excelentes apariencias, ella no era
la posible solución a su problema económico. Debería haberlo supuesto. Todo
había sido demasiado perfecto. Ella era demasiado perfecta; demasiado fácil
cobrarle afecto.

—Se lo cree, ¿verdad? —le dijo.

—Ah, pues sí. Verá, mis hermanas y yo no nacimos en la riqueza, como usted.
Aunque nuestra madre era de buena cuna, mi padre era plebeyo, como
nosotras. Pero después de hacer el luto por nuestros padres, nuestras tías
abuelas nos acogieron bondadosamente y nos han presentado en sociedad.

Magnus la observaba atentamente mientras hablaba. La verdad, era una piedra


preciosa en bruto. ¿Qué edad tendría? ¿Veintidós tal vez? Se veía muy joven,
pero daba muestras de una seguridad de la que carecían gravemente las otras
debutantes que había conocido.

—Ah, sí —continuó ella—, puede que nos pongamos los más hermosos
vestidos y llevemos brillantes en el pelo, pero seguimos siendo recién llegadas
del campo. —Lo miró, se rió, y se inclinó en una profunda reverencia—. Así
que aquí estoy, mezclándome con la alta sociedad con las uñas sucias y
escasamente un penique a mi nombre. Bueno, aparte de unas cuantas libras
que he ahorrado para comprar mi pasaje para Italia.

Magnus aplaudió su actuación.

—Es una gran lástima que sea pobre, señorita Merriweather, pero hay quienes
podrían hacerle una proposición a pesar de su situación económica.

—Cierto —suspiró ella, pero al apoyar la espalda en la baranda le brillaron


traviesamente los ojos—. Pero con un poco de esfuerzo, creo que puedo
conseguir que ningún pretendiente que mis tías consideren digno haga una
proposición.

—¿Ningún pretendiente? Si yo estuviera en posición de hacerlo, señorita


Merriweather, desafiaría ese presuntuoso comentario. Pero, ay de mí, mi
fortuna también está bastante maltrecha en estos momentos.

Se giró y, desviando la vista de los arbustos podados en forma de animales,


miró el cielo nocturno. Eliza fue a ponerse a su lado.

—¿De veras? ¿No es una amenaza, entonces? Pero ¿por qué no, si me
permite preguntarlo?

Magnus la miró a los ojos, sus ojos curiosos.


—Muy bien. No es que la buena sociedad no conozca ya mi situación. —Tragó
saliva—. Cuando murió mi hermano, no sólo heredé el condado sino también
sus deudas.

—Ay, Dios. —Inocentemente, Eliza le dio unas palmaditas en la manga de la


chaqueta y lo miró con sincera compasión.

Magnus echó una rápida mirada a su mano sobre el antebrazo y luego,


inexplicablemente, le miró los labios húmedos. Desvió la vista e hizo una honda
inspiración regeneradora.

—Si no consigo pagar sus deudas antes que termine la temporada, lo habré
perdido todo, incluida mi casa, Somerton Hall.

Ella lo miró con sus grandes ojos compasivos.

—O sea, que debe casarse bien o perderlo todo.

—No exactamente, pero podría llegar a eso.

Eliza emitió un gemido de frustración.

Ante esa extraña reacción, Magnus levantó la vista y vio que ella ya no tenía la
atención centrada en él sino en el interior del salón. Se giró a mirar y vio que
sus tías los estaban observando desde detrás de una palmera plantada en una
maceta que estaba justo a un lado de la puerta.

—No les haga caso —dijo ella—; eso es lo que he llegado a decidir. La
atención sólo alienta sus travesuras. —Se giró y apoyó las manos sobre la
baranda de mármol—. Vaya par más lastimoso y pobre que somos, milord.

Magnus se puso a su lado.

—Lastimoso, en efecto —suspiró, expulsando el aire hacia la oscuridad—.


Usted con sus tías casamenteras y yo necesitado de una esposa rica. Es una
lástima que no podamos ayudarnos mutuamente a resolver nuestros
problemas.

¿Ayudarnos mutuamente?, pensó ella. Volvió bruscamente la cabeza hacia él.

—Sí… ayudarnos mutuamente —repitió.

Como si estuviera sumida en sus pensamientos, se pasó las yemas de los


dedos enguantados por sus labios rosados, haciendo sentir a Magnus más
deseos aún de saborearlos. Sintió un revoloteo en las partes bajas.

Condenación. ¿Adónde se iban las buenas brisas frías cuando las necesitaba?

—Deberíamos entrar a reunirnos con las demás —dijo, caminando hacia la


puerta para abrirla.
Ella levantó un dedo.

—Un momento, por favor. —Levantó la vista hacia su cara y lo miró


detenidamente—. Creo que yo podría saber una manera de ayudarnos
mutuamente —dijo, y sus ojos brillantes de entusiasmo.

—¿Sí? ¿Cómo?

Una astuta sonrisa se extendía por la cara de ella mientras lo iba alejando de la
puerta. Y de sus fisgonas tías.

—Deseo hablar de un trato con usted.

Regla 4

Emplea la distracción para desviar del verdadero objetivo a las fuerzas


contrarias.

Lord Somerton miró a Eliza con expresión evaluadora.

—¿Qué tipo de trato?

Antes de poder contestar, Eliza oyó un repentino chirrido de goznes. Se giró a


mirar. Las puertas cristaleras que daban a la terraza, que antes estaban algo
entreabiertas, estaban abiertas de par en par. Entrecerrando los ojos miró
hacia la palmera de la maceta situada más allá del umbral y distinguió
claramente dos pares de ojos celestes pestañeando por entre las brillantes
hojas. Exhaló un suspiro.

—Aquí no —susurró cogiéndole el brazo al conde—. Volvamos al salón. Entre


la música y la conversación es menos probable que nos oigan.

Asintiendo receloso, lord Somerton la acompañó. Pasaron por las puertas


abiertas y dejaron atrás a las dos ancianas, que seguían observándolos por en
medio de las verdes hojas de la palmera. Finalmente, entraron en la extensa
pista de baile, donde se unieron a muchas otras parejas que estaban
esperando que comenzara la música.

Así tan cerca, a Eliza le resultó difícil apartar los ojos del lustroso cabello negro
de su pareja, y no tratar de adivinar las bandas de músculo que desaparecían
bajo su chaqueta. Pero la pintora que había en ella ansiaba ver más. Tragó
saliva. Vamos, perdición. Debería pintar su retrato y acabar con eso de una vez
por todas. ¡Sacárselo de la cabeza! Entonces tal vez recuperaría la capacidad
de pensar con cordura.

—Habló de un trato —dijo él, en tono casi impaciente.

Ella levantó la vista.


—Ah, eh… sí. —Tratando de envolverse en serenidad como si fuera un chal,
miró despreocupadamente hacia la orquesta y se le acercó más para que nadie
pudiera oírla—. Dadas las circunstancias, me encuentro en urgente necesidad
de una distracción. Una estratagema, si quiere, que atraiga la atención de mis
tías y las desvíe de sus actividades casamenteras.

Las cejas del conde casi chocaron con la línea de su pelo.

—¿Y quiere que yo sea la distracción?

—Sí.

—¿Y por qué habría de considerar la posibilidad de hacer ese papel? —le
preguntó en voz baja.

—Porque estoy en una posición única para ayudarlo.

—¿Ayudarme? ¿En qué exactamente?

—En encontrarle una esposa rica, por supuesto.

Lord Somerton agrandó los ojos, justo en el momento en que comenzaba la


música. Perdió el paso, trastabilló y le aplastó el zapato izquierdo con su
pesado pie.

Ella hizo un gesto de dolor, pero continuó con el ofrecimiento mientras


bailaban.

—Siendo yo una debutante, podré investigar posibles candidatas para un


matrimonio con usted.

Al oír eso, lord Somerton le cogió el brazo con su firme mano, la sacó
rápidamente de la pista de baile y la llevó hasta la mesa con bebidas, por el
lado de la ponchera, donde la detuvo sobre el suelo mojado.

—¿Qué quiere decir exactamente? —le preguntó. Aunque sus ojos estaban
serios, su boca sonreía placenteramente, por si algunos de los invitados los
estuvieran mirando.

—Es muy sencillo, en realidad —repuso ella, aceptando el vaso de limonada


que él le ofrecía—. Me enteraré de qué jovencita es la más amable, que tenga
al mismo tiempo el semblante “y la bolsa” más convenientes para un hombre
de su posición.

Lord Somerton sopesó las palabras.

—Interesante idea.

—Si lo desea, llegaré al extremo de hacerme amiga de ella para descubrir la


suma exacta de su dote.
Él arqueó una ceja.

—¿Lo duda? —preguntó ella, alzando el mentón—. Las damas muchas veces
nos comunicamos información que los hombres consideran muy privada para
comentar. Le aseguro, lord Somerton, que jamás se sabrá tanto de la familia de
una posible novia como a través de mí. —Sonrió radiante—. Acepte este trato
conmigo y juntos podremos salvar Somerton.

—Es una propuesta muy interesante, señorita Merriweather.

Eliza retuvo el aliento, esperando su respuesta. Pasaron lentamente los


segundos. Demasiado lentos. ¿Por qué no contestaba?

Lo único que tenía que hacer él era fingir interés en ella y sus tías no tendrían
ninguna necesidad de bombardearla con posibles pretendientes. ¿No se había
posicionado bien? ¿No era esa la solución perfecta para los dos? Estaba claro
que no.

Tenía que ocurrírsele algo más. Tenía que ablandarle el orgullo. Entonces se le
ocurrió la solución perfecta… para los dos.

—Pintaré su retrato —añadió.

—¿Mi retrato? —repitió él, frotándose el oscuro comienzo de la barba en el


mentón.

¿Creyó detectar una insinuación de curiosidad en su voz?

—Soy muy buena pintora —dijo, orgullosa. Observó su reacción. A juzgar por
la expresión de su cara ridículamente hermosa, estaba rumiando el
ofrecimiento—. No me cabe duda de que sus herederos desearán tener un
retrato del quinto conde, del hombre que salvó Somerton para las generaciones
futuras.

Él emitió una risita seca.

—Ya me ha calado, ¿eh? Vaya si no es usted inteligente.

—Sí, milord —dijo ella alzando la cara y mirándolo sonriente—. Vamos, tiene
que comprender que pasar un tiempo conmigo le beneficiaría de otras maneras
también. Mire alrededor. Cuento por lo menos seis mamás ávidas de
matrimonio listas para arrojarle a sus hijas en el instante en que yo me aleje de
su lado.

El conde paseó la vista por el salón.

Casi, casi a punto. Eliza decidió echarle otras cuantas migajas.


—Pero dé a conocer sus atenciones hacia mí y correrán a ponerse en el
camino de algún otro soltero con título, hasta que usted esté dispuesto a elegir
una esposa, claro.

Lord Somerton hizo una honda inspiración por la nariz y expulsó lentamente el
aire paseando nuevamente la mirada por el salón de baile. Finalmente se
volvió hacia ella.

—Aunque estoy seguro de que viviré para lamentarlo, señorita Merriweather,


acepto este “trato” suyo.

—¡Maravilloso! —exclamó ella, en voz más alta de lo que habría querido.

—Posaré para usted como su sumiso pretendiente, y usted…

—Investigaré posibles esposas para usted —interrumpió ella, tan impaciente


por empezar que no pudo dejarlo terminar—, y pintaré su retrato, ¿verdad?

—Sí —concedió él.

Eliza pegó unos saltitos de alegría con las puntas de los pies. Pintar y fisgonear
le mantendría ocupada la mente, hasta que llegara a su fin la egregia
temporada.

Con la aceptación de él de ese “trato”, su futuro “y” sus pensamientos volverían


a pertenecerle una vez más.

Ya avanzada la mañana siguiente, Eliza estaba sentada a la mesa removiendo


con la cucharilla el humeante té que le sirviera la señora Penny.

Miró el reloj de pared del rincón. Ya eran las once de la mañana. Se


desmoronó en la silla. Sólo hacía cinco horas que había regresado del baile de
los Greymont.

Jamás sobreviviría a esa temporada.

Aparte de la señora Penny y el escaso personal de la casa Featherton, al


parecer era la primera en levantarse. Eso lo había hecho principalmente por
costumbre, porque si lo hubiera pensado, seguro que se habría quedado en la
cama hasta bien pasadas las campanadas del mediodía, para ponerse al día
con el sueño como una buena debutante.

Pero cansada como estaba, el día ya contenía una fabulosa promesa. Gracias
a su “trato” con lord Somerton, era el primer día de esa ridícula temporada en
que no tendría que preocuparse de las maquinaciones casamenteras militares
de sus tías.

Sí, después de ver a un atento lord Somerton a su lado esa noche, sus tías
creerían que la proposición de matrimonio del conde llegaría a su debido
tiempo. Vamos, si incluso podría dejar caer unas pocas veladas insinuaciones
sobre su interés para fomentar esa creencia.

Se apoyó en el respaldo de la silla y sonrió. Ningún pretendiente indeseado;


ninguna estratagema de ese deplorable libro de estrategias militares. Bueno,
su herencia y su pasaje para Italia ya eran prácticamente suyas.

Ahora sus tías tendrían que dedicarse a encontrarle un joven a su querida


hermana Grace. Se rió con perverso placer ante la perspectiva.

Apareció la señora Penny a su espalda con la tetera lista para servirle té.

—Bébase ése y le serviré otro. Sus tías me ordenaron que la mantuviera


despabilada como fuera esta mañana.

Eliza enarcó una ceja, interrogante.

—¿Mantenerme despabilada? ¿Y eso por qué? El resto de la familia sigue


durmiendo.

—Las señoras, no llevan de pie una hora o más —explicó la señora Penny—.
Están trabajando en un proyecto en la biblioteca.

—¿Sí?

Eliza no tenía la menor duda de cuál podía ser ese “proyecto”. Estaba
absolutamente segura de que estaban estudiando un cierto libro de piel roja,
preparándose para otra ingeniosa maniobra.

Tendría que ocuparse de esconder ese odioso libro de sus tías, y de Grace. No
le haría ningún bien a su hermana enterarse de la verdadera finalidad de ese
libro de estrategias ni enderezar las equivocadas artimañas de sus tías.

Después de acabar su desayuno de carnes fiambres y fruta, se dirigió a la


biblioteca, donde encontró, cómo no, a sus tías Letitia y Viola. Tal como
esperaba, las encontró inclinadas sobre el libro Las reglas de la seducción, con
sus impertinentes en mano.

—Buenos días —las saludó sonriente.

—¡Eliza! Me alegra que por fin te hayas levantado —dijo la tía Viola, alzando la
vista del libro—. Siéntate, por favor. No tenemos mucho tiempo.

—¿No tenemos mucho tiempo? —preguntó Eliza, sentándose sin mucho


convencimiento en una silla con cojín.

—Para hablar de la estrategia cuatro —explicó la tía Letitia.

Eliza bajó el mentón hasta el pecho y cerró los ojos.


—¿La estrategia cuatro? —masculló.

—Pues sí —repuso la tía Letitia—. No juegues con nosotras, Lizzy. Sabemos


que ya conoces la estrategia cuatro.

Eliza no tenía la menor idea de qué hablaban.

—¿Sí? —preguntó.

—Cría tramposa —dijo la tía Letitia, con una maliciosa sonrisa en los labios—.
Tienes que haberle echado una mirada al siguiente capítulo.

Eliza se levantó de la silla.

—Me parece que yo no he…

La tía Letitia la silenció levantando la palma. Se puso los impertinentes ante los
ojos y leyó en voz alta el título en negritas.

—Estrategia cuatro: emplea la distracción para desviar del verdadero objetivo a


las fuerzas contrarias.

Eliza se dejó caer nerviosa en la silla.

—¿Dis-distracción?

La tía Viola se le acercó a ponerle una mano en el hombro.

—Tu ofrecimiento anoche de pintar el retrato de lord Somerton fue


sencillamente inspirado.

—¿Qué? —Eliza intentó levantarse, pero la firme mano de su tía la mantuvo en


su lugar—. ¿Sa-sabéis lo de mi of-ofrecimiento?

La tía Letitia soltó una risita.

—Vamos, no creerías que lord Somerton te iba a visitar sin pedirnos permiso,
¿verdad?

Eliza la miró fijamente. O sea ¿que él ya había pedido permiso? Vamos, si sólo
habían cerrado el trato esa pasada noche.

—Debo decirte, Eliza, lo absolutamente brillante de tu parte que fue idear ese
plan —dijo la tía Viola, con una alegría clarísima, sin disfraz, en la cara.

—¿Plan? —preguntó ella.

Seguro que él no les habría explicado el “trato”, ¿no?


—Vamos, el de pintar su retrato. —La tía Letitia levantó el libro de estrategias y
lo apoyó amorosamente en sus amplios pechos—. Sí que eres una señorita
innovadora. Ahora lord Somerton tendrá que visitarte con frecuencia para
posar.

—Qué mejor manera de evitar que su señoría visite a otras damitas —dijo la tía
Viola enterrándole un nudoso dedo en el brazo por cada palabra.

Eliza se friccionó el brazo en el lugar de los pinchazos y miró fijamente a la tía


Viola. Bueno, la verdad era que no se le había ocurrido que ese pequeño trato
obligaría a lord Somerton a pasar una buena cantidad de tiempo con ella
“fuera” de las fiestas de la temporada; tendría que visitarla incluso entre sesión
y sesión para su retrato. Se le aceleró el corazón.

Aunque eso no sería del todo malo. Porque la obligada compañía del conde la
libraría de que la arrastraran de familia en familia y de casa en casa como una
polvorienta carreta de carbón.

De hecho, cuanto más lo pensaba más le gustaba la idea de pasar el tiempo


con lord Somerton. Era un hombre inteligente e ingenioso; desafiaba su
intelecto y la hacía reír, lo cual era más de lo que podía decir de cualquiera de
los otros aburridos solteros que había conocido en Londres.

Además, aunque eso no lo reconocería jamás ante nadie, si estuviera


buscando un marido, que no lo estaba haciendo de ninguna manera, el conde
toscamente apuesto podría ser el tipo exacto de hombre al que intentaría
conquistar.

—¡Cielos! —exclamó la tía Letitia, mirando el reloj del otro lado del corredor—.
Había perdido totalmente la noción del tiempo. Lord Somerton no tardará en
llegar.

A Eliza se le erizó el vello de la nuca.

—¿Lord Somerton va a venir aquí? ¿Hoy?

—Sí, querida —contestó la tía Viola.

Al oír ruido de cascos de caballo en la calle, Viola fue a mirar por la ventana.
Después se devolvió a toda prisa y empezó a arreglarle enérgicamente los
abundantes rizos a Eliza.

—Creo que no tendrás tiempo de recogerte el pelo.

Eliza se levantó y se dirigió a la puerta.

—Le pediré ayuda a Jenny. Tiene manos muy ágiles.

—Pero no es lo bastante rápida —dijo la tía Viola—. Lord Somerton acaba de


llegar.
A Eliza le pareció que el mundo se detenía un momento. El repetido golpe de la
aldaba en la puerta resonó como los disparos de un cañón en el cavernoso
vestíbulo.

—¿Qué? ¿Ya está aquí? —Se paseó por la alfombra, golpeteándose los labios
con las yemas de los dedos—. Por favor, decidle a Edgar que recibiré a lord
Somerton en el patio.

Con las palmas se alisó las diminutas arruguitas de su vestido de mañana y


con los dedos se puso en su lugar algunos rizos errantes. Después se dio
media vuelta para salir de la biblioteca. Cuando estaba a punto de llegar a la
puerta, se giró.

—Voy a necesitar mi bloc de dibujo, lápices… No, un momento. Carboncillo.


Bah, qué lata. Parece que no logro pensar derecho. —Apretó fuertemente las
manos en dos puños, tratando de serenarse—. Por favor, decidle a Edgar que
me traiga todos mis útiles de dibujo. Gracias.

¿Era un gesto enfurruñado el que estaba viendo?

Magnus observó a la joven que estaba de pie en el centro del patio bordeado
de rosales con los ojos entrecerrados y las manos en dos puños.

—Mil perdones —dijo—, ¿no estoy en Hanover Square diecisiete? Esperaba


encontrarme con la señorita Merriweather, la encantadora jovencita con la que
tuve el placer de bailar anoche.

—Vamos, basta, Somerton —bufó Eliza—. Sabe muy bien por qué estoy
molesta.

—Por mi honor que no lo sé.

—No me gustan las sorpresas. —Caminó hasta un rosal, arrancó varios pétalos
rojo sangre de una rosa recién abierta, los aplastó entre las manos y los lanzó
por el aire hacia el pavimento de ladrillos—. Cuando mis tías me informaron,
hace sólo un momento, de que lord Somerton vendría a posar para su retrato,
me sorprendí muchísimo.

—¿Y eso por qué? Usted accedió a pintar mi retrato.

—Sí, claro que sí, pero cuando me enteré de que mis tías sabían lo del retrato,
pensé qué más podrían saber. —Dio largos pasos por el patio y se plantó ante
él a mirarlo a la cara—. ¿Les dijo algo más?

—¿Se refiere a nuestro trato?

—Por supuesto —exclamó ella levantando las manos—, a nuestro trato.


Magnus captó un rápido movimiento en las ventanas de arriba y dio un paso
hacia ella. Le cogió la mano y se inclinó a depositar un rápido beso sobre sus
largos y delgados dedos. La sintió estremecerse.

—Sus tías nos están observando desde una ventana de arriba —susurró.

—Ah, comprendo —dijo ella en voz baja, y se apresuró a esbozar una recatada
sonrisa—. ¿De cuál ventana?

—Muy buen efecto —comentó él y miró hacia las dos ancianas vestidas en
color lavanda que los estaban mirando descaradamente—. Están en la ventana
de la primera planta, detrás de usted.

Eliza se echó a reír como si se sintiera muy divertida. Cogiéndole el brazo lo


llevó a sentarse en un pequeño banco situado a la sombra del roble del centro
del patio.

—Creo que aquí no nos pueden ver —dijo, aplanando las palmas en la falda—.
Ahora, ¿me hará el favor de decirme cuánto saben?

—¿Me crees tonto, Eliza? Nuestro trato no tendría ningún sentido si tus tías lo
supieran.

Entonces vio que ella lo estaba mirando fijamente, pestañeando como una
autómata. Pasó una mano por delante de su cara.

—¿Te sientes mal?

Ella le apartó la mano.

—Estoy bien. Simplemente me ha sorprendido su familiaridad para tutearme y


tratarme por mi nombre de pila.

—Caramba, sí que es rara, ¿eh? No le da ninguna importancia a examinar la


figura de un hombre como si fuera una fruta, y sin embargo se espanta por mi
inocente tuteo.

Eliza tragó saliva.

—Bueno, no le he dado permiso para tratarme con tanta familiaridad.

Magnus sonrió.

—Le ruego me disculpe, señorita Merriweather. ¿Puedo tutearla?

Ella lo miró recelosa.

—Supongo que estaría bien. Pero solamente en privado, eso sí, no delante de
otros. Tengo que pensar en la reputación de mi familia.
Magnus arqueó una ceja.

—Sí, por supuesto. —Miró hacia la ventana por entre el verde follaje, y se echó
a reír por lo que vio—. Me parece que tus tías son muy ingeniosas.

Eliza lo miró interrogante. Él hizo un gesto hacia la ventana por entre las hojas
nuevas. Ella miró. Dos gemelos de teatro estaban apuntados hacia ellos.

Emitiendo un gemido, Eliza apoyó la frente en la mano.

—Le pido disculpas —dijo, levantando lentamente la cabeza.

Magnus se rió y saludó con la mano a las tías Letitia y Viola. En lugar de correr
hacia una habitación interior, como podría esperarse de cualquier persona a la
que sorprendieran espiando, las dos ancianas agitaron las manos hacia él,
felices.

—No hay necesidad de pedir disculpas —dijo—. Son muy… entretenidas.

Se abrió la única puerta que daba al patio y entró el criado con un enorme bloc
y una caja de madera y lo dejó todo en la mesa de jardín. Después que salió el
criado, Eliza, sin decir palabra, fijó una hoja en un tablero que sacó de la caja y
distribuyó lápices y barras de carboncillo sobre la mesa. Se sentó en la silla a
un lado y miró a Magnus.

—Podría sentarse ahí —le dijo, indicándole la silla de hierro de jardín del otro
lado de la mesa—. Venga, rápido. No pierda el tiempo.

—No tenía idea de que querría comenzar tan pronto.

Ella se quedó inmóvil y lo miró a los ojos.

—¿No? Creí que para eso había venido. Gire un poco la cabeza hacia la
derecha. Eso es. Ahora levante ligeramente el mentón.

Erizado por la orden, él se movió inquieto.

Eliza plantó las manos en las suaves curvas de sus caderas.

—¿Qué pasa ahora? ¿No está acostumbrado a recibir órdenes de una mujer?

—No. No estoy acostumbrado a aceptar órdenes de casi nadie.

—Ah, comprendo, mi general —bromeó ella.

—Teniente coronel —enmendó él.

Eliza apretó los labios cogiéndolos con los dientes para no sonreír.
—No importa. Aunque no soy oficial comisionado, mientras usted esté sentado
en esa silla, yo estoy al mando.

Acto seguido, con la cara sin expresión, cogió una barra de carboncillo y la
puso con sumo cuidado sobre el papel.

Magnus se echó a reír ante ese juego. Jamás dejaba de divertirlo.

Con la mano izquierda, ella cruzó dos pinceles largos y los puso a la distancia
del brazo apuntándolo a él. Cerró un ojo y luego puso la improvisada cruz
delante del papel y comenzó a dibujar con rápidos y largos trazos.

—¿Acaba de guiñarme un ojo? —preguntó Magnus.

—No —repuso ella, al parecer sin entender su lamentable intento de frivolidad.

Lo miró ceñuda, aunque una leve insinuación de sonrisa le curvaba los labios.

—¿Puedo preguntarle qué está haciendo?

Ella volvió a poner los pinceles cruzados frente a él.

—Estoy esbozando sus rasgos. Necesito hacer unos cuantos estudios antes de
pintar. No hable.

—¿Cuánto tiempo llevará esto?

Eliza expulsó el aire y bajó los pinceles.

—¿Los esbozos? ¿O pintar su retrato?

—El retrato.

—Bueno, lord Somerton, eso va a depender de usted.

—¿De mí?

—Sí, y de cuántas veces interrumpa mi trabajo.

A Magnus se le levantaron las comisuras de los labios. Le importaba un rábano


el retrato. Ella podía estar haciendo palotes, por lo que a él respectaba. No,
sencillamente disfrutaba de la refrescante compañía de Eliza y de su capacidad
para hacerlo olvidar sus problemas monetarios, aun cuando fuera por un rato.

Sin tener nada en qué ocupar el tiempo, mientras ella estudiaba todos los
detalles de su cara y cuerpo para el retrato, él se permitió hacer un gratificante
estudio propio.

Los cabellos, negros y suavemente rizados, le caían sueltos alrededor de los


hombros, formando una seductora cascada de sedosas ondas en la espalda.
Se imaginó esos brillantes cabellos deslizándose por su piel desnuda y tuvo
que tragarse un placentero suspiro. Diantres, era una beldad, de cara y de
cuerpo, desde su largo y blanco cuello, pechos altos y cintura estrecha, que
podría abarcar con las manos, hasta la delicada forma de sus tobillos.

Entendía muy bien cómo Eliza podría desviar de su camino a cualquier hombre
a pesar de su reputación no muy perfecta. “La llaman la diablilla de Hanover
Square”, le susurró una bien intencionada señora en el baile de los Greymont.
Pero eso sólo la hacía más interesante para él.

Jamás había logrado adherirse a las rígidas reglas y rebuscados modales de la


alta sociedad. No lo logró cuando su padre lo envió a estudiar a Eton, donde
sus instructores consideraban su sagrado deber para con el Reino quitarle a
golpes su naturaleza campechana y su acento escocés. Tampoco lo logró en el
ejército, donde periódicamente su impulsividad formaba olitas en las
almidonadas filas de su regimiento.

Una lástima que Eliza no le conviniera a su bolsillo. Si tuviera dinero, le iría muy
bien. Levantó la vista a sus ojos. No le iría nada bien que ella detectara su
culpable complacencia.

Pero en ese momento ella estaba totalmente absorta en su trabajo.

Le contempló la cara, embelesado. La vio sacar la rosada lengua para mojarse


los labios, y notó que su piel había adquirido un ligero brillo, por su concentrada
atención en el papel de dibujo.

Con la atención ya enfocada, dibujaba más rápido, difuminando los trazos con
las yemas de los dedos y el canto exterior del pulgar. Por entre los dedos de su
mano izquierda cerrada sobresalían tres barras de carboncillo de diferentes
grosores, y su mano derecha se movía incesante sobre el papel.

Pasado un rato, Eliza levantó la vista.

—Lord Somerton, si no esperaba que yo empezara a pintarle esta mañana,


¿puedo preguntarle a qué ha venido?

—Simplemente a comprobar si usted habló en serio al cerrar nuestro trato.


Ahora veo que sí.

—Me lo tomo muy en serio, se lo aseguro —dijo ella. Bajó la barra de


carboncillo y frunció el ceño—. Se ha movido. —Dejando a un lado el tablero,
caminó hasta él, le enmarcó la cara entre las manos, se inclinó más y le echó
un poco atrás la cabeza—. Oh, le he ensuciado la cara.

Magnus aspiró su fragancia mientras sacaba un pañuelo del bolsillo del


chaleco. Se lo pasó.

—Lavanda —dijo.
—Sí. Tiene buen olfato, lord Somerton. —Lo miró y sonrió levemente—.
Nuestra doncella, Jenny, embotella su esencia en la despensa, para mis tías.
¿Le gusta?

—Sí —contestó él, aspirando profundamente.

Eliza se inclinó para quitarle la mancha de carboncillo de la mejilla y


repentinamente él sintió el ligero roce de la punta de un pecho de ella contra su
pecho. Levantó la vista y se encontraron sus ojos.

A Magnus se le quedó atascado el aire en la garganta y por un breve instante


tuvo la extrañísima idea de que debería besarla. Enderezó la espalda y
pestañeó, sorprendido por ese potente y repentino deseo.

Sabía que no debía. Ella era una dama, una inocente. No era una de las
mujeres que acampaban siguiendo al ejército deseando compartir su jergón.
Debía seguir siendo el caballero. Decididamente debía.

Al parecer Eliza leyó sus viles pensamientos, porque se apartó y fue a retirarse
tras la relativa seguridad de su tablero de dibujo. Cuando volvió a mirarlo, él
notó que tenía ruborizadas las mejillas.

No fue él el único que sintió la intimidad del momento, comprendió.

Nerviosa, ella echó atrás la cabeza para mirar hacia la ventana de arriba.
Exhaló un suspiro de alivio.

—Afortunadamente, mis tías ya no están mirando, lord Somerton.

—Magnus —dijo él, mirando hacia la ventana—. Tutéame, llámame Magnus.


Después de todo vamos a pasar bastante tiempo juntos las próximas semanas.

Eliza asintió y volvió la atención al papel. Estuvo contemplándolo un rato hasta


que finalmente reanudó el trabajo; ahora en su postura se notaba una cierta
rigidez. En sus labios pareció formarse una cadena de palabras silenciosas,
como si las estuviera oyendo al pasar por su lengua, frase por frase, hasta que
encontró la combinación correcta.

—Bien, podríamos aprovechar al máximo este tiempo, ¿no le parece, lord…


eh… Magnus?

Él sonrió.

—¿Qué estabas pensando?

—Si he de cumplir la mitad de nuestro trato, creo que deberíamos hablar de las
cualidades que encuentras deseables en una mujer.

—Muy bien.
—La riqueza es un requisito reconocido —dijo ella con la mayor naturalidad, sin
levantar la vista de su trabajo.

—Lamentablemente, sí.

Eliza tragó saliva.

—Entonces, comencemos con su… cuerpo.

Magnus tosió bruscamente, sorprendido por su franqueza.

Eliza se mordió el labio muy suave y levantó lentamente los ojos.

—No tienes por qué preocuparte. No juzgaré tus gustos. Puedes hablar
claramente conmigo, como si yo fuera un caballero amigo.

De eso no había ni una maldita posibilidad, pensó Magnus.

Eliza continuaba mirándolo firmemente, sin permitirle desviar la vista,


esperando obstinada su respuesta.

—Su cuerpo —dijo, mirando la esbelta figura de ella, mientras pensaba qué
decir.

Ella se encogió ante su mirada, ocultándose más aún detrás del tablero de
dibujo.

Magnus enderezó la espalda.

—Eh… perdona. No era mi intención hacerte sentir incómoda. Sólo quería


enmarcar mi respuesta aprovechando tu figura como referencia.

—Ah, comprendo —dijo ella.

Aunque arqueó una ceja, desconfiada, dejó el tablero en la mesa y se levantó.


Sonriendo irónica, levantó los brazos, dejando a la vista de él toda su deliciosa
figura.

Eliza sintió una oleada de calor al sentir la mirada de él observando


detenidamente cada curva y detalle de su cuerpo.

Sintió hormiguear la piel bajo la camisola, la sintió mojada. Apretó los labios,
tratando de ahuyentar las inesperadas, pero muy potentes, sensaciones que la
estaban recorriendo en lo profundo de su ser.

—No tengo ninguna preferencia —dijo él, entonces.

Pero continuó devorándola con los ojos mientras se levantaba y avanzaba


hacia ella.
Eliza sintió zumbar el corazón en los oídos mientras él cubría la distancia que
los separaba. Lentamente levantó la vista hacia los ojos de él.

—Si mi esposa se pareciera a ti, Eliza, estaría muy contento.

Le puso los dedos bajo el mentón, pasándole el pulgar por el labio inferior, y
luego le levantó más la cara para acercar su boca a la de él.

A Eliza se le escapó una inspiración entrecortada, casi sin poder creer lo que
estaba ocurriendo, pero se dejó llevar del instinto. Sin pensarlo, entreabrió los
labios.

Pero entonces, Magnus levantó bruscamente la cabeza. Con el entrecejo


fruncido por la confusión, le miró la boca y luego miró su mano ahuecada en su
mentón.

—Condenación —masculló. Bajó la mano y retrocedió un paso—. No debo


hacer esto.

Eliza no supo qué decir. No supo qué hacer.

—Tengo que marcharme —dijo él, con la mirada clavada en el suelo.

Ella asintió, aturdida.

Sin volver a mirarla, él giró sobre sus talones y se marchó, dejándola de pie en
el patio, desconcertada. Avergonzada.

Sola.

Se sentó en la silla y se quedó mirando fijamente la puerta del patio.

Sólo después de un día, su excelente “trato” se estaba convirtiendo


rápidamente en un grave error.

Regla 5

Finge inferioridad y alienta su arrogancia.

La niebla nocturna, densa y fantasmagóricamente blanca, se arremolinaba


alrededor del coche que patinaba por los mojados adoquines. Mientras sus tías
comentaban muy animadas con Grace los últimos cotilleos de la alta sociedad,
Eliza iba mirando por la ventanilla, el hombro golpeándole contra la puerta al
ritmo del traqueteo del coche por las calles mojadas.

El coche de ciudad se detuvo justo en el momento en que el reloj de una


distante torre comenzaba a dar las campanadas de las diez, anunciando su
llegada a la elegante mansión de lord y lady Hogart.
A pesar de la afirmación de Grace de que la invitación para la cena de esa
noche era muy codiciada por los miembros de la alta sociedad, Eliza no tenía el
menor deseo de asistir a otra aburrida fiesta más, y mucho menos a una en la
casa de lord Hogart, famoso por su mal genio.

Esa semana ya había sufrido tres horrendas fiestas y, ante su consternación, y


la sorprendida reacción de sus tías abuelas, lord Somerton no había asistido a
ninguna de ellas. Tampoco había vuelto a posar para el retrato. Era posible que
se estuviera evaporando la creencia de sus tías en el interés romántico de él
por ella.

Afortunadamente, las casamenteras ancianas no le habían elegido ningún otro


pretendiente, pero no le cabía duda de que no tardarían en hacerlo si ya no
podían contar con lord Somerton como su futuro marido.

Se arrebujó más la capa para protegerse de la humedad de la noche y miró


fuera por la puerta abierta del coche mientras el lacayo sacaba los peldaños y
ayudaba a bajar a sus tías y su hermana.

Por las altas ventanas de la mansión, iluminadas por velas, vio una
considerable multitud de damas y caballeros elegantemente vestidos. Centró la
atención en un hombre alto de pelo moreno que estaba junto a la ventana de
espaldas a la calle. Empezó a martillearle el corazón.

¿Sería lord Somerton?

Él tenía que estar allí esa noche, sencillamente tenía que estar. ¿Acaso no
comprendía el apuro en que la ponía su falta de atención? Él era su socio,
después de todo. A pesar de lo ocurrido en el patio, él tenía que ser su…
bueno, su salvación.

Cogió la mano del lacayo y de mala gana bajó a la noche.

—Vamos horrorosamente retrasadas —comentó, mirando nuevamente hacia la


ventana.

—Pues sí, creo que sí —rió la tía Letitia, y miró a su hermana.

—Una lástima —añadió la tía Viola—. Ahora todos los ojos se posarán sobre
nosotras cuando entremos. —Se cubrió la boca con la mano enguantada,
tratando de ocultar, sin éxito, su placer.

Boquiabierta, Grace contempló reverente, pasmada, la imponente casa de


ladrillos, y echó a andar hacia la puerta.

La tía Letitia corrió tras ella y logró cogerle el brazo.

—Cálmate, Grace —la reprendió—. No te conviene parecer tan impaciente.

Grace asintió.
—Tienes razón, por supuesto. Pero ¿cómo voy a poder apagar mi entusiasmo
cuando ahí dentro podría estar mi futuro marido?

Eliza emitió un gemido ante el ridículo entusiasmo de su hermana, que captó la


atención de la tía Letitia.

—No vamos a aceptar nada de eso esta noche, Eliza —la advirtió.

—Sí, tieta —musitó ella.

La tía Letitia despidió al lacayo antes que levantara la aldaba y llevó a un


aparte a Eliza y a Grace.

—Acuérdate, Grace, esta noche vamos a aplicar la estrategia cinco: Finge


inferioridad y alienta su arrogancia.

Eliza arrugó la nariz.

—Y ¿de qué servirá eso? Yo pensaba que un hombre preferiría a una mujer
inteligente por esposa.

—Tengo la impresión de que la estrategia cinco significa que a los hombres les
gusta hablar de sí mismos —dijo la tía Viola en voz baja—. Te van a encontrar
de lo más encantadora si simplemente te limitas a escuchar o a hacer
preguntas que les permitan hablar de sus virtudes y puntos fuertes.

—Ah, claro —dijo Grace, moviendo la cabeza de arriba abajo, como una
paloma.

Se abrió por fin ante ellas la magnífica puerta y Eliza se obligó a dibujar una
sonrisa en los labios. ¡Qué noche más sencillamente gloriosa la aguardaba!

Una vez que las anunciaron, fueron recibidas por los anfitriones y conducidas a
un inmenso salón. A no ser por unos pocos murmullos que llegaban de los
rincones más alejados del salón, el silencio habría sido absoluto, pues los
invitados dejaron de conversar para observar al grupo de recién llegadas.

A Eliza no le importó; se sumergió inmediatamente en la contemplación de la


suntuosa decoración. Brillantes colgaduras color carmesí y dorado salían de lo
alto de todas las paredes e iban a converger en el nacimiento de la cadena de
la luminosa araña del centro. Era como si hubiera entrado en la tienda de un
sultán. La maravilló la creatividad de lady Hogart.

En lugar de sillones o sillas, por todo el suelo había repartidas enormes pilas
de cojines de seda en vistosos colores. Varios hombres y mujeres estaban
arrellanados en estos asientos charlando despreocupadamente.

Grace estaba pasmada.


—Oye, Eliza, esto es lo que nos tiene reservado la vida. Sólo tenemos que
encontrar maridos convenientes.

Eliza la miró desdeñosa.

—Grace, qué ingenua eres.

Estaba a punto de explicar lo que quería decir cuando divisó a lord Somerton y
a su tío Pender, los dos de pie delante del hogar. Le pasó un inesperado
estremecimiento por el vientre.

Somerton.

Grace siguió su mirada.

—Ah, es eso —dijo, en tono algo hastiado—. Y su tío Pender también.

Se elevaron las mejillas de Eliza con su sonrisa. Gracias a Dios, estaba


salvada. Al instante echó a andar por entre el enjambre de cuerpos
exquisitamente vestidos, en dirección a Magnus.

Pero Grace le pasó el brazo por la cintura y la detuvo.

—Eliza, no puedes correr por el salón para ir a hablar con un hombre soltero.
Eso sencillamente no se hace.

Eliza la miró pestañeando.

—Entonces, ¿puedes decirme cómo voy a hablar con él? ¿Le grito desde
aquí?

Grace la miró indignada.

—Claro que no. Podemos ir juntas, mezclándonos con la gente mientras


avanzamos. Así nadie te encontrará en falta.

Eliza dejó salir una ráfaga de aire por la nariz.

—¿Estás segura? No querría poner en peligro tus posibilidades de hacer un


buen matrimonio.

Grace, que ya estaba escudriñando el campo en busca de posibles novios para


ella, no hizo ningún caso de ese sarcástico comentario y las dos echaron a
andar juntas por el bullicioso salón.

Mientras caminaban despreocupadamente por entre los montículos de cojines,


Eliza no perdía de vista a Magnus, deseando ver con quiénes estaban
conversando él y Pender. Pero había demasiada gente. De todos modos, le
veía el chaqué azul oscuro, el chaleco blanco y las calzas color tostado. Por
Júpiter, estaba increíble.
Sintió subir un agradable calorcillo a las mejillas mientras se lo comía con los
ojos, tragando ávidamente todos los detalles.

De pronto comenzó a observar que mientras caminaba entre lo más elegante


de la sociedad más de una dama la miraba ceñuda. Caracoles, la miraban
como si hubiera pisado… un momento, ¿habría pisado algo? Se detuvo y
disimuladamente se miró la suela de un zapato y luego la del otro. Estaban
limpias. También se miró el vestido, pero no vio ni siquiera una arruguita que
estropeara su apariencia. ¿Por qué, entonces, la miraban así?

Entonces oyó un retazo de conversación que le dejó todo tan claro como el
cristal de Bohemia.

—No, es cierto, te lo digo —estaba diciendo una mujer gorda a su


acompañante—. Estuvieron juntos en el baile de los Greymont. Sé, por
indecoroso que podamos encontrarlo, que la mal adaptada señorita
Merriweather “es” la niña de los ojos del conde.

Ay, qué ganas sintió de reírse. Si supieran la verdad…

En ese momento se movió a un lado un grupo de señoras y Eliza vio algo que
la hizo detener el paso.

—¿Pasa algo? —le preguntó Grace, apretándose a ella para dejar pasar a una
horda de invitados.

—No, nada.

Pero sí que pasaba algo. Algo de lo más inesperado. Magnus estaba hablando
con otra mujer.

Aunque la mujer estaba de espaldas a ella, vio que era tan hermosa como
apuesto era Magnus, erguida en una postura grácil, como de cisne, y un
vestido esmeralda oscuro. Relucientes brillantes azules adornaban su pelo
cobrizo, que le caía por la blanca nuca en suaves rizos.

Pero lo que la preocupaba no era la presencia de esa mujer; era la reacción de


Magnus ante ella. Vamos, sus ojos parecían estar iluminados desde dentro
mientras hablaba con aquella dama.

¡Cielos! ¿Qué pensarían sus tías si vieran a lord Somerton lisonjeando con
otra? Ah, eso estaba mal. Muy, muy mal. Su estratagema ya estaba perdiendo
pie.

Mirando su imagen en el empañado espejo de una pared, levantó la mano para


tocarse su vulgar pelo oscuro sin adornos. Se miró e hizo un mal gesto al
contemplar su sencillo vestido azul celeste.
Con una inspiración audible, Grace interrumpió su evaluación de su deficiente
apariencia.

—No me lo puedo creer. Lord Somerton está coqueteando con esa… con esa
mujer.

—No —repuso Eliza, tratando de todo corazón parecer indiferente—.


Sencillamente es cortés. Esto es una fiesta después de todo.

Cómo deseaba que sus palabras fueran ciertas.

Le molestaba verlo con otra. No porque estuviera celosa, no, no por eso, de
ninguna manera.

Simplemente se sentía… decepcionada. Él debería tomarse más en serio su


trato con ella. ¿No se daba cuenta de que lo estaba poniendo todo en peligro?

Grace estaba mirando al conde con los ojos entrecerrados.

—Está claro que no se ha dado cuenta de que estás aquí —dijo—. Iré a
decírselo —añadió, echando a andar y moviendo enérgicamente los brazos.

Eliza alargó la mano para detenerla, pero sus dedos sólo asieron aire.

—¡Espera!

Aún no había terminado de salir esa palabra de sus labios cuando a Grace se
le quedó trabada la punta del zapato izquierdo en la alfombra y cayó de bruces,
y el abdomen le quedó posado sobre un montículo de cojines dorados.

A Grace se le redondearon los ojos por la humillación, pero en un santiamén ya


se las había arreglado para quedar en posición sentada. Y entonces se
encontró nariz con nariz con un preocupado joven que se había arrodillado
junto a ella.

Grace apartó la cara para mirarlo, y lentamente se le fueron estirando los labios
en una sonrisa.

Eliza corrió a sostenerla, pero la coqueta expresión que vio en su cara le dijo
que no le pasaba nada, aun cuando se estaba friccionando el tobillo; el tobillo
no accidentado.

—¿Te has hecho daño? —le preguntó, arrodillándose a su lado.

—Creo que no —repuso su hermana, sonriendo sosamente—, aunque tuve la


impresión de que se me había torcido el tobillo.

Entonces agitó las pestañas mirando al joven, que le ofreció amablemente el


brazo para que ella se acomodara sobre los cojines. Eliza se levantó y se alisó
la falda.
—Iré a informar a nuestras tías.

—No es necesario. —Grace sencillamente resplandecía a la luz de la atención


del joven—. Creo que sólo necesito quedarme aquí sentada para descansar un
rato. Vete, Eliza, ve a buscar a lord Somerton. No me cabe duda de que… —
Hizo un gesto hacia el caballero, con la evidente esperanza de inducirlo a
presentarse.

—Ah… perdóneme. Dabney. Señor George Dabney, para servirla.

Era un caballero de pecho de barril, el tipo de hombre más adecuado para


cazar faisanes en el campo que para asistir a una fiesta elegante en Londres.
Tenía el pelo rubio claro, casi del mismo color que el de Grace, que formaba un
fuerte contraste con sus ojos color chocolate. O tal vez era simplemente que
sus ojos se veían demasiado grandes, porque estaban oscurecidos de
excitación y firmemente fijos en Grace.

—Yo me ocuparé de sus necesidades, señora…

—Señorita —enmendó Grace. Y entonces, como si hubiera oído el retumbo de


su voz, se ruborizó y añadió en tono más bajo—: Es decir, señorita Grace
Merriweather.

—En ese caso, será mi absoluto placer.

Dabney continuó junto a Grace con una rodilla hincada en el suelo y por un
brevísimo instante giró un poco la cabeza como si buscara a alguien. Entonces
se detuvo su mirada. Eliza siguió su mirada por el salón y se detuvo donde
estaban lord Somerton y su amiga. ¿Sería posible que conociera a Magnus?
¿O tal vez a la joven dama?

—Es usted muy amable, señor Dabney —dijo Grace y miró a Eliza—. Como
ves, Eliza, estaré muy bien. El señor Dabney cuidará de mí. ¿Verdad, amable
señor?

Dabney giró bruscamente la cabeza hacia la cara de Grace.

—Por supuesto —dijo, con una ancha sonrisa en la cara, pero nuevamente su
mirada se desvió hacia el mismo lado del salón.

Eliza contempló a su hermana, esforzándose en impedir que sus labios se


curvaran.

Simulaba estar lesionada. Fingía inferioridad. Tal vez había infravalorado la


lógica que contenía la estrategia de sus tías, porque en el caso de su hermana,
su aplicación producía el efecto deseado. Grace tenía captada la atención de
un posible pretendiente.
Entonces llegó hasta ellas la tía Letitia, que había observado, lógicamente,
todo el percance. Saludó con gran entusiasmo al señor Dabney, hizo todos los
aspavientos necesarios para asegurarse de que Grace había sobrevivido a su
caída y luego volvió su atención a Eliza.

—Ven conmigo, Lizzy —susurró, haciendo chisporrotear la orden como grasa


en una sartén caliente—. No puedes hacer nada aquí y, si no me equivoco,
creo ver a lord Somerton ahí, cerca del hogar, y no está solo.

—Ah, lo sé —dijo Eliza, haciendo un enérgico gesto en dirección a Magnus—.


Su tío, el señor Pender, está… —Se le olvidaron las palabras que iba a decir,
porque al girar la cabeza vio a Pender conversando con lord Hogart, a varios
pasos del hogar. Consternada, vio que Magnus estaba solo con la jovencita de
pelo cobrizo—. Lo que quería decir, tieta…

—Vamos —dijo la tía Letitia, poniéndole firmemente la mano en la espalda, a la


altura de la cintura, y empujándola.

Así propulsada, repentinamente Eliza se encontró delante de Magnus.

El conde agrandó los ojos en el instante en que se encontraron sus miradas.


Estaba claro que no había esperado verla esa noche. O tal vez todavía estaba
perturbado por ese momento que pasaron juntos en el patio. Sí, eso era lo más
probable, decidió Eliza.

Pero Magnus se recuperó enseguida y las saludó amablemente a ella y a


Letitia.

Eliza sonrió y le sostuvo la mirada todo el tiempo que pudo sin que le ardieran
las mejillas. Cuando desvió la mirada vio a una señora mayor de aspecto
severo al lado de la jovencita de pelo color fuego que estaba a la derecha de
Magnus.

La tía Letitia no tardó en reconocer a las dos mujeres y al instante se le iluminó


la cara:

—Qué placer volver a verlas, señora Peacock,* señorita Peacock —exclamó, y


comenzó a hacer las presentaciones.

La señora Peacock era una mujer flaca, de nariz corva, y llevaba tres plumas
de pavo real metidas en su lustroso pelo negro azabache.

—Eliza —dijo la tía Letitia, colocándole una mano en el hombro—, seguro que
recuerdas a la señorita Peacock. Acompañó a su padre a la fiesta de los
Smitherton a comienzos del mes.

La joven del pelo color fuego giró la cabeza y miró a Eliza.


Sí que recordaba a Caroline, cómo no. Caroline Peacock tenía que ser la
muchacha más egoísta de todo Londres, no, no de Londres, seguro que de
toda Inglaterra.

—Por supuesto. Encantada de volver a verla —dijo, formando una pétrea


sonrisa en los labios para ocultar la descarada mentira.

Aquella vez, acababan de llegar a la fiesta de los Smitherton cuando Grace,


absolutamente preciosa con su vestido de satén blanco, atrajo la atención de
varios posibles pretendientes, robándole esa atención a Caroline. En un ataque
de celos, la señorita Peacock chocó, “por casualidad”, con Grace,
derramándole una copa de clarete en la delantera del vestido, arruinándole
para siempre el corpiño bordado con delicadas flores de lis. Al ver a su
hermana llorando, ella cogió el decantador de clarete y lo habría vaciado sobre
el perfecto peinado de Caroline, si la tía Letitia no se lo hubiera impedido.

Pero Magnus, observó con cierto disgusto, parecía indiferente al horrible


carácter de Caroline, porque la contemplaba con admiración mientras esta
parloteaba sobre la subida de precio de los peines de carey.

Entonces algo captó la atención y repentinamente comprendió qué le había


ganado a Caroline la atención indivisa de Magnus.

La señorita Peacock tenía los pechos muy elevados, por obra de algún artilugio
oculto, sin duda, y sobresalían por encima del corpiño como dos gordas
naranjas sobre una bandeja, ofreciéndose para ser devorados.

Sintiéndose patéticamente deficiente, Eliza se obligó a volver la mirada a la


cara de la joven. Con gran suerte para ella, Caroline Peacock no poseía los
rasgos afilados de su madre; en realidad, vio, muy contrariada, que su
semblante era tan gracioso como su figura.

En ese momento la mirada crítica de Caroline la recorrió de la cabeza a los


pies, y luego coronó la expresión arqueando sus cejas cobrizas en gesto
divertido:

—Qué vestido tan elegantemente sencillo, Eliza —dijo, sin una pizca de
sinceridad—. Pero claro, ya se lo dije en la fiesta de los Smitherton. Es el
mismo vestido, ¿verdad?

Sonriendo amablemente, miró irónica a su madre. La señora Peacock metió


sus delgados labios hacia dentro de la boca, sin duda para sofocar una sonrisa
burlona.

Caroline paseó la vista por el salón y al divisar a Grace conversando con el


señor Dabney, continuó, con aire satisfecho:

—Qué suerte que su hermana menor también se presente esta temporada.


Pero supongo que puesto que usted sigue soltera y ella ya tiene edad, sus tías
no tuvieron otra opción.
Eliza se tragó la acalorada réplica que le ardió en la lengua al ver que a la tía
Letitia empezaba a agitársele el párpado del ojo izquierdo. La pobrecilla estaba
esforzándose en sofocar su rabia, pero sin mucho éxito. Seguro que hasta la
señorita Peacock vería que la anciana estaba a punto de estallar en llamas.

Con el fin de distraerla, le dio un codazo, empujándola hacia lord Somerton, lo


que le ganó a Letitia una inclinación por parte de él.

Después el conde la miró a ella, y su mirada se alargó uno o dos segundos


más de lo que era apropiado, porque a ella le pareció más una caricia. Se
inclinó en una reverencia:

—Lord Somerton.

Un asomo de sonrisa se dibujó en los labios de Magnus al cogerle la mano y


levantarla hasta sus cálidos labios.

—Señorita Merriweather, como siempre, un inmenso placer.

Esta vez no le besó la mano, como hiciera en el patio de sus tías; seguro que
esa noche había decidido hacer el papel de caballero de buenos modales. Al
menos eso se dijo ella para convencerse, hasta que él le acarició suavemente
el interior de la muñeca con el pulgar, acelerándole el corazón y haciéndola
vibrar toda entera.

Sintió subir el rubor por la fina piel del cuello y las mejillas. Su caricia la
azoraba y halagaba, pero más que cualquier otra cosa, le complacía
inmensamente.

Se apresuró a mirar a las dos Peacock. Afortunadamente, al ser ella una rareza
social de primera clase, lo ocurrido entre ella y Magnus pasó totalmente
desapercibido a las dos mujeres. Pero no así las señales de que ya se
conocían de antes.

La señora Peacock los miró a los dos un largo momento, en actitud evaluadora,
y luego dijo:

—¿Se conocen, entonces?

—Sí —terció la tía Letitia—. Y muy bien, además, si entiende lo que quiero
decir.

A la señora Peacock le tembló imperceptiblemente el borde del labio.

—Entonces sabrá lo del compromiso de mi hija con lord Somerton.

¿Qué? ¿Magnus? ¿Comprometido con la señorita Peacock?


La mano de Letitia se apretó fuertemente en su antebrazo, causándole dolor.
Eliza sintió que la sangre le bajaba veloz por el cuerpo hasta acumulársele en
los pies, haciéndola sentirse confundida y con la cabeza algo mareada. No
podía ser. Miró a Magnus y vio que tenía tensos los músculos de la mandíbula.

¿Por qué le había asegurado que necesitaba una novia rica si ya tenía una?,
pensó. Entonces tuvo que sofocar una risita. El motivo estaba deslumbrante
ante ella. La propia Caroline. Qué desafortunado el pobre hombre; haber
formalizado una relación con tamaña arpía. Lo comprendería si deseaba
romper ese compromiso.

Magnus no amaba a la señorita Peacock. Eso estaba claro. ¿Por qué, si la


amaba, había tenido la idea de besarla a ella cuando estaban en el patio de
sus tías? Al menos a ella le pareció que había estado a punto de besarla.
Después de todo, no tenía verdadera experiencia en esos asuntos. Pero la
forma como la miraba la hacía sentir calor y hormigueos por todo su interior.

—Señorita Merriweather —dijo entonces la señora Peacock, interrumpiendo


sus pensamientos. Le cogió la mano y la alejó adrede de lord Somerton—.
Aunque no pude asistir a la fiesta de los Smitherton, la conozco de algo,
¿verdad?

Eliza pensó un momento, pero no logró recordar haberla visto antes.

—Creo que no…

—¡Claro! —exclamó la señora Peacock, entrecerrando los ojos al hacer por fin
la conexión—. En la corte. Recuerdo su presentación ante la reina Carlota. Le
estornudó encima, me parece.

Dicho eso, se echó hacia atrás, descansando el peso en los talones, y miró de
soslayo a Magnus, como esperando su reacción.

Pero antes que Eliza pudiera decir algo, la tía Letitia movió disimuladamente su
bastón con empuñadura de plata por detrás de la señora Peacock, rozando con
él el extremo de la pluma más larga. Se desprendieron varias plumillas azules.

Ay, no, tieta, pensó Eliza, horrorizada al ver volar las plumillas por el aire, como
arrastradas por hilos invisibles hacia su cara.

Las plumillas azules le cayeron como lluvia sobre la cara, causándole picor en
la nariz. Se le agitaron las ventanillas y antes que pudiera cubrirse la boca, un
tremendo estornudo salió disparado derecho hacia la cara de la señora
Peacock.

—¡Uy! Le ruego que me perdone —exclamó Eliza—. Me vino tan de repente el


estornudo que…

La señora Peacock abrió la boca de par en par.


—¡Caramba!

La tía Letitia sonrió triunfante.

—Tiene toda la razón, señora Peacock. Eliza estornudó. Como ha podido ver,
la afectan muchísimo las plumas. Una pena, ¿verdad?

Caroline miró a Eliza indignada.

—Si se siente mal, señorita Merriweather, tal vez debería quedarse en casa.

—Ah, Eliza se siente muy bien —dijo la tía Letitia—. Mientras no haya pavos
reales revoloteando alrededor.

Caroline y su madre ahogaron exclamaciones.

Tieta, por favor, pensó Eliza.

Le brotaron lágrimas de los ojos irritados. Ya no había manera de contenerlas.


Porras. Hurgó en su ridículo en busca de un pañuelo, pero ya lo veía todo
borroso.

—Si nos disculpan, por favor —ladró Caroline.

Con una glacial mirada hacia atrás, las dos damas Peacock echaron a andar
en dirección al tocador de señoras.

Magnus se puso el puño en la boca para ocultar una sonrisa.

Echando atrás la cabeza, Eliza pestañeó varias veces para despejarse los
lagrimosos ojos.

—Ay, tieta, ¿cómo pudiste?

—En la guerra y en el amor, cariño, todo está permitido —contestó la tía Letitia,
poniéndole su pañuelo en la mano.

Por vergonzoso que hubiera sido su estornudo, Eliza tuvo que aplaudir a su tía.
Las Peacock no habían obtenido más de lo que se merecían. Aunque habría
preferido que su tía no hubiera elegido por arma su nariz.

—Muy bien, entonces, ya está hecho mi trabajo —declaró la tía Letitia,


juntando las manos—. Os dejaré, tortolitos, para que aclaréis esta tontería del
compromiso Peacock.

Acto seguido, se dio media vuelta y trotó en dirección a la tía Viola.

Magnus exhaló un largo suspiro. Después de varios días y noches inmerso en


la búsqueda de soluciones a los liados asuntos de su difunto hermano, por fin
estaba solo con Eliza, momento que había deseado desde que aceptara la
invitación de lady Hogart.

Contemplando a Eliza, no pudo dejar de notar, algo divertido, que tenía los ojos
y la nariz casi tan rojos como las colgaduras color carmesí que ondulaban
arriba. Tuvo que reconocer que se sentía un poco aliviado ante su desastrosa
apariencia. Tal vez así podría centrar la atención en lo que debía, sin distraerse
por su belleza.

Pero lo dudaba. El atractivo de Eliza iba mucho más allá de su hermosa cara.
Más allá de su mente inteligente también. Más allá de las suaves curvas que
tanto ansiaba sentir apretadas debajo de él.

¿Podría ser que simplemente anhelara probar el fruto prohibido? ¿Que la


deseaba porque no podía tenerla? Ella no tenía una dote que la recomendara,
ni posición en la sociedad, como su tío no cesaba de recordarle. Ninguna
riqueza para salvar Somerton. ¿Por qué la deseaba tanto?

Eliza se estaba convirtiendo para él en una debilidad, y si no tenía cuidado,


podría convertirse en adicción. Porque incluso en ese momento la deseaba, tan
intensamente como su hermano había deseado la bebida y el juego.

Pero no permitiría que ese deseo arramblara con su vida como le ocurriera a su
hermano. Él sería más fuerte. Tenía que serlo. Domeñaría sus impulsos y haría
lo que debía para salvar Somerton.

Pero entonces Eliza levantó la vista hacia su cara y el corazón le dio un vuelco
dentro del pecho.

Eso no iba a ser fácil. Haciendo una profunda inspiración, se preparó para la
batalla que estaba a punto de comenzar en su interior.

—¿Le apetece sentarse? —le preguntó.

—Gracias, pero no —repuso ella, al parecer bastante ilesa del alboroto con las
plumas—. Estaré muy bien mientras no haya más plumas de pavo real. Ni tías
—añadió, agrandando los ojos y mirando por el salón, como si buscara a las
entrometidas ancianas.

—Y gracias, señorita Merriweather —dijo él—, por rescatarme.

—¿Rescatarle? ¿De las Peacock? —preguntó Eliza, riendo escéptica—. No


parecía estar en necesidad de ser rescatado, aunque tal vez sí de la señora
Peacock.

—Bueno, su tía solucionó ese problema con mucha eficiencia, en su inimitable


estilo.

—Cierto —dijo Eliza, cubriéndose la boca para ocultar una traviesa sonrisa.
Y no dijo nada más. Se limitó a echar un poco atrás la cabeza para mirarlo,
como si estuviera esperando.

Magnus apoyó el brazo en la repisa del hogar y la bota sobre la rejilla.

—Quiere una explicación.

—¿Una explicación, milord? —preguntó ella, pestañeando con aire de absoluta


inocencia—. ¿Sólo porque acabo de enterarme de que está comprometido,
cuando había hecho un trato conmigo para que le ayudara a encontrar una
esposa rica? Eso no es razón suficiente para pensar que yo podría exigir una
explicación, ¿verdad?

Magnus pensó que ella se merecía saber la verdad, que al final podría no tener
más remedio que casarse con la señorita Peacock. Pero en su corazón,
reconocerlo equivalía a resignarse a que eso era inevitable. Y no podía hacer
eso, no podía, cuando una nebulosa posibilidad de resolver sus infortunios
económicos todavía remontaba las olas. No, tenía que creer que su mundo se
enderezaría si le daba tiempo.

Abrió la boca para responder a Eliza, con la esperanza de que en una


explosión de ingenio le vinieran las palabras adecuadas. Pero justo en ese
instante entró el mayordomo en el salón a anunciar que la cena estaba servida.
Ese anuncio fue como una inundación de alivio para su mente.

—Señorita Merriweather, tendrá su explicación. De eso puede estar segura. Y


pronto.

Curvando ligeramente los labios, Eliza sonrió ante esa dilación.

—¿Vamos? —dijo él, ofreciéndole el brazo.

Vacilante, ella pasó el brazo por el de él.

Caminando con ella hacia el comedor, Magnus la acercó lo más posible a su


cuerpo. A través de la tela de lana del chaqué, sentía el calor y la turgencia de
su pecho presionado contra su brazo. Tragó saliva, consciente de lo ceñidas
que se notaba sus calzas, y agradeciendo que pronto estaría sentado.

La cena fue una experiencia muy poco placentera para Eliza. Aunque quiso su
buena suerte que la sentaran a la derecha de lord Somerton, a la izquierda de
él estaba sentada Caroline Peacock. Hablando sin parar, la señorita Peacock
hacía todo lo posible por monopolizar la atención de Magnus, para gran fastidio
de la tía Letitia, a juzgar por la afligida expresión de su redonda cara.

Con esto Eliza quedó a merced de la conversación del invitado que tenía a su
derecha.

Pasadas dos horas de tediosa conversación mientras cenaban “a la francesa”,


lord Hogart, muy desaconsejablemente, volvió a sus copas y a la noticia que
dominaba la primera página de los diarios desde hacía dos semanas: las
furiosas tempestades en el mar.

—Cua-cuatrocientos hombres se han ahogado —comentó, con la voz


estropajosa y el tono demasiado alto, atrayendo la atención de todos en la
larga y estrecha mesa; después de las copas de vino que se había tomado, ya
tenía roja la bulbosa nariz y en las poco pobladas entradas de sus sienes
brillaban gotas de sudor—. Y el cargamento —añadió—. Bueno, no me atrevo
ni a imaginar las pérdidas.

Ese giro de la conversación puso nerviosos a un buen número de comensales.


Un caballero pidió disculpas y discretamente se retiró de la mesa, mientras
otros se movían inquietos en sus asientos. Eliza vio, sorprendida, que Magnus
formaba parte de ese número.

Lo vio intercambiar una significativa mirada con su tío y luego enterrar el


cuchillo en un trozo de pescado, al que se quedó mirando con expresión hueca
un largo momento. Mientras Hogart hablaba, Magnus estuvo apretando el
mango de madreperla del cuchillo hasta que sus uñas se pusieron tan blancas
como el mantel de lino que cubría la mesa.

—Por suerte, ninguna de las vías marítimas occidentales ha sido afectada por
la tempestad —concluyó el anfitrión.

Esa noticia, aunque si bien carente de sentido para Eliza, pareció tranquilizar a
Magnus, que aflojó la mano sobre el cuchillo.

Por el rabillo del ojo, Eliza observó atentamente al conde escocés. ¿Por qué lo
preocuparían las tempestades? No podía ser un inversor. No tenía dinero; eso
lo había reconocido ante ella.

¿O eso sería otro de sus inventos?, pensó, levantando la vista para mirar a su
anfitriona.

Lady Hogart no estaba ciega a la incomodidad de sus invitados como parecía


estarlo su marido, y juntó sonoramente las palmas rompiendo la tensión.

—Mi marido adquirió un precioso castaño la semana pasada en Tattersall's —


comentó.

Con los ojos enrojecidos y legañosos, lord Hogart miró indignado a su mujer y
movió la mano como para desentenderse de sus palabras.

—No intentes hacerme callar, señora. Además, no sabes nada de caballos.


Será mejor que mantengas la boca cerrada no sea que te pongas en ridículo
delante de nuestros invitados.

Lady Hogart se llevó la servilleta a los labios y se le empezaron a juntar


lágrimas en las pestañas. Para no arriesgarse a otra reprimenda, no dijo ni una
sola palabra más.
Eliza sintió pena por ella. En medio de la opípara comida y su elegante casa,
lady Hogart era una mujer desgraciada, atrapada en un matrimonio con un ogro
de primera clase. Desvió la mirada de ella, deseosa de que los demás hicieran
lo mismo, para respetar la dignidad de la anfitriona. Y al desviar la vista, se
encontró con la mirada asombrada de Grace.

Arqueó una ceja, deseando decirle: “Eso es lo que le hace el matrimonio a una
mujer”.

Lord Hogart levantó su copa de cristal y apuró el resto del vino.

—¿Qué derecho tienen los americanos sobre los barcos mercantes británicos?
Están desmandados, os lo digo —gruñó—. Deberíamos hacerles frente
rápidamente y con firmeza. Es nuestro deber y nuestro derecho, así como es el
deber de un marido controlar a su mujer.

Cayeron las lágrimas acumuladas entre las pestañas de lady Hogart y le


bajaron por las mejillas.

Eliza apretó el tenedor hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Hizo una
inspiración profunda, preparándose para dar su opinión, y entonces lord
Somerton le rozó levemente la mano, haciéndola detenerse a mirarlo de reojo.

—Yo estaría de acuerdo contigo, Hogart —dijo Magnus—. Nuestras relaciones


con Estados Unidos deberían ser como las de un matrimonio.

Eliza retuvo el aliento. Giró la cara y lo miró fijamente. ¡No podía estar de
acuerdo con esa bestia de anfitrión!

Por el rabillo del ojo vio que la tía Viola negaba con la cabeza y enseñaba los
cinco dedos justo por encima del borde de la mesa. “Estrategia cinco: finge
inferioridad.”

Hogart levantó su monóculo y se lo puso en el ojo para mirar a Magnus.

—Me alegra que estés de acuerdo, Somerton.

—Permíteme terminar, por favor —dijo Magnus, levantando una palma.

Eso le gustaría oír, decidió Eliza. Juntando las manos en la falda, se echó
hacia atrás para dejar a Magnus que viera sin obstáculos a lord Hogart.

—Nuestra relación con Estados Unidos debería ser como un matrimonio —dijo
él, captando la mirada de ella, asombrándola con su atención—. Una relación
en que los dos se desarrollen y progresen a consecuencia de fusionar sus
fuerzas y recursos.

Eliza bajó la vista a su servilleta. En sus labios jugueteaba una sonrisa de alivio
y, sí, de sorpresa también.
Volvió a mirar a Magnus, contemplándole el perfil. Tal vez había más en ese
lord Somerton de lo que ella creía. Tal vez mucho más.

Cuando terminó la cena, las señoras salieron del comedor para que los
caballeros disfrutaran solos de su coñac y sus cigarros importados.

Eliza no tenía el menor deseo de que la regañaran por haber permitido que la
señorita Peacock acaparara la atención de Magnus durante la cena, de modo
que se entretuvo en conversar con otra jovencita que también estaba
“gozando” de su primera temporada. Pero finalmente sucumbió a lo inevitable y
fue a reunirse con sus tías y su hermana cerca del hogar, a esperar el
chaparrón.

—No puedo, tieta —le estaba diciendo Grace a la tía Letitia en voz baja—. Ese
hombre es ligeramente atractivo, pero tiene la inteligencia de… de un baboso
gusano de jardín. No puedo seguir fingiendo inferioridad.

—¿Un gusano de jardín, dices? —musitó la tía Letitia, distraídamente. Abrió su


abanico y lo agitó ante la cara, mirando a Eliza con expresión decepcionada—.
Mmm. Entonces tal vez no es el hombre para ti, Grace.

—Yo creo que no —susurró Grace—, pero me temo que él podría creer que sí.

—¿Crees que te va a proponer matrimonio? —preguntó la tía Viola, con los


ojos brillantes.

—No lo sé —repuso Grace, palideciendo—. Tal vez.

—Me imagino que no, después de un solo encuentro —terció Eliza mirando a
su hermana.

Grace se retorció las manos.

—Creo que la estrategia cinco podría haber dado demasiado buen resultado.
Puesto que llevamos tan poco tiempo en Londres, no me habían advertido de
su soso carácter. Es posible que mi empeño le haya otorgado más atención
femenina de la que ha recibido en años.

Eliza se mordió el labio para no soltar un bufido de risa.

El sonido de las puertas correderas le atrajo la atención. Por fin los hombres
habían terminado sus libaciones y cigarros y venían a reunirse con las mujeres.

—Ahí está Somerton, hija —dijo la tía Letitia, plantándole una mano en la
espalda y empujándola hacia el centro de la sala—. ¡Ve enseguida! ¡Date prisa!

Eliza avanzó un paso, más decidida que nunca a recibir la explicación sobre el
supuesto compromiso de Magnus.
Pero se le adelantaron las dos Peacock, curiosamente raudas de pies, y se
encontraron con lord Somerton y el señor Pender cuando aparecieron por la
puerta, y los cuatro se dirigieron al otro lado del salón. ¡Rayos! Caroline se lo
había vuelto a usurpar.

El señor Dabney, hijo de un baronet, y por lo tanto plebeyo según el criterio de


la alta aristocracia, fue el último en aparecer en la puerta. Sus ojos recorrieron
el salón y se le iluminaron cuando vio a Grace.

—¡Caracoles! —exclamó Grace, con los ojos agrandados—. Ahí viene el señor
Dabney. Disculpadme, por favor.

Y dejando esas palabras flotando en el aire, marchó a toda prisa hacia el


tocador de las damas.

Eliza se dio media vuelta y de mala gana volvió a reunirse con sus tías, pero no
le sirvió de mucho. No podía dejar de mirar hacia Magnus por encima del
hombro. Él tenía que actuar como pretendiente de ella, no estar divirtiéndose
con esa vaquilla, la señorita Peacock. Tenía que hablar con él “ya”. Tenía que
saber si de verdad estaba comprometido con ella.

Entonces, como si sus deseos lo hubieran llamado, él levantó la vista y se


encontraron sus miradas. A él se le curvó la comisura de los labios y movió
traviesamente las cejas hacia ella.

Una oleada de calor le subió a las mejillas, y se apresuró a girarse y volver a


intentar seguir la conversación de sus tías. Cómo aborrecía las ridículas reglas
de la sociedad. Si fuera un hombre, podría atravesar el salón para ir a exigirle
una entrevista. Pero una dama no podía hacer eso. Una dama debía ser
paciente.

Pasado un momento, encontró el valor para mirar en dirección a lord Somerton


para ver cómo iba su conversación. Pero al girar la cabeza, pegó un salto que
casi la hizo salirse de los zapatos. Magnus había dejado a las Peacock con su
tío y estaba justo al lado de ella.

—Señorita Merriweather —dijo él, haciendo una cortés venia.

Sonriendo felices, las tías Letitia y Viola se alejaron diplomáticamente hacia


otro grupo, dejándola sola con el conde.

—Le ruego me perdone. Sé que desea continuar nuestra conversación, pero


retirarme de la compañía de la señorita Peacock me ha llevado más tiempo del
que esperaba.

—Deb-debería haberme hecho una señal —dijo Eliza, vagamente alarmada por
lo aguda que le salió la voz—. Yo habría ido a rescatarlo.

Magnus arqueó una ceja, pensativo.


—¿No encuentra agradable a la señorita Peacock?

—¿Cómo podría hacer un juicio así? Casi no la conozco.

Al mirar hacia Caroline Peacock, vio que ésta estaba feliz conversando con el
señor Dabney. Curiosamente, no se veía en absoluto aburrida, como
aseguraba Grace que se sintió ella. En realidad, daba la impresión de que
Caroline estaba disfrutando muchísimo con su conversación. Pero claro, rió
Eliza para sus adentros, las vacas no son famosas por su inteligencia,
¿verdad?

Volviendo la atención a Magnus, ladeó la cabeza y lo miró detenidamente un


momento.

—Pero usted sí la encuentra agradable, milord.

—La encuentro bastante simpática. Sus modales son soberbios. Es muy bonita
también, he de reconocer —añadió, pensativo—. Pero la señorita Peacock fue
la novia elegida por mi padre para mi hermano, el difunto lord Somerton.

—¿Para su hermano? —repitió Eliza, arqueando las cejas—. O sea, que usted
nunca ha… y me dejó creer… bueno, eso es curioso. —Una oleada de alivio la
recorrió toda entera—. Aunque me parece que las Peacock tienen la impresión
de que Caroline se va a casar con usted.

—Conozco muy bien sus deseos. Caroline se iba a convertir en condesa


cuando se casara con James. Ahora que él no está y el título ha pasado a mí…

—Ella quiere conquistarlo.

—Sí, o más bien sus padres. —Hizo un gesto hacia Pender, que estaba al otro
lado del salón mirándolos con ojo crítico—. Y mi tío hace todo lo posible por
convencerme de su conveniencia, dada mi situación, ¿sabe?

A Eliza se le alegró el ánimo. El convenio entre ellos podía continuar en pie,


entonces. Después de esa noche sólo tendrían que reforzar un poco las
apariencias, nada más. Sonrió para sus adentros, porque poco más podía
hacer para liberar la tensión acumulada; el corsé le quedaba tan ceñido que no
podía hacer la profunda respiración regeneradora que deseaba.

—He heredado muchas cosas de mi hermano —continuó él—. Somerton Hall,


una montaña de deudas… que estoy tratando de solucionar. Pero nunca deseé
heredar su novia. Después de todo la conozco muy poco. —Guardó silencio un
momento y añadió—: Aunque no me iría nada mal saber algo más sobre ella…
quiero decir, por si acaso mis operaciones no dieran resultado.

—¿Que sus operaciones no dieran resultado? ¿Qué signif…? —Entonces


captó sus palabras anteriores. Sintió bajar la mandíbula antes de lograr
dominarse para reaccionar con calma—. Un momento, ¿me pide que
investigue a la señorita Peacock?
Magnus cogió dos copas de la bandeja de un lacayo que iba pasando y le pasó
una.

—Sería imprudente descartarla simplemente porque estaba comprometida con


mi hermano, ¿verdad?

—S-sí, supongo.

—Sé que le han presentado a la señorita Peacock y a su madre. No creo que


sea tan difícil la tarea que le pido. Tenemos un trato.

Eliza se serenó.

—Sí que lo tenemos —dijo con energía, a ver si él captaba su sentido y


entendía el problema en que la había puesto con sus tías por su desatención—
. Y deseaba hablar de eso con usted.

Magnus se rió.

—¿La he desatendido esta noche, señorita Merriweather? Si es así, le pido


perdón —dijo él, perforando la distancia que los separaba con sus
impresionantes ojos azul plateado.

Ella se miró los zapatos. De repente se sentía muy tonta. Estaba actuando
como una boba celosa. Al fin y al cabo, dentro de unas semanas estaría en
Italia y lord Somerton sólo sería un remoto recuerdo. Bebió dos tragos, luego
apuró el resto del líquido color rubí y colocó la copa en la bandeja de plata de
otro lacayo que pasaba.

—Por supuesto que investigaré a la señorita Peacock —vio una plumilla


iridiscente en la alfombra y la aplastó con el pie—, según nuestro trato.

—Me alegra que acepte.

Cuando ella levantó la vista para mirarlo, vio que Magnus nuevamente tenía
centrada la mirada en las Peacock, ¡no, nada de eso!, su mirada estaba en
Caroline y en sus pechos. ¡Hombres!

—Lord Somerton —musitó—, es decir, Somerton.

Se miró los pequeños pechos y suspiró. Magnus prácticamente la ignoraba.


Miró hacia el otro lado del salón, hacia sus tías, cuyas expresiones
preocupadas le dijeron que ellas también eran testigos de la obsesión de
Magnus por Caroline Peacock.

Bueno, eso no iba bien, no iba nada bien.

¡Bah! Tenía que ocurrírsele algo para recuperar su atención y mantenerla. Pero
¿qué? Caroline tenía clara ventaja.
En ese momento vio la solución con toda claridad. Metió la mano en su ridículo,
sacó el pañuelo de su tía y formó una bola con él.

Con un ojo vigilante sobre Magnus, cuya atención nuevamente estaba puesta
en Caroline, se giró un poco hacia la pared y se metió el pañuelo debajo del
corsé, bajo los pechos. Después se giró y miró a Magnus nuevamente.

—¿Lord Somerton?

Él volvió su mirada hacia ella.

—¿Mmm? ¿Ha dicho algo, señorita Merriweather?

De pronto bajó la vista y pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas.

—Sí, sí —dijo ella, con toda la calma que pudo lograr, con los pechos a punto
de desbordarse del corpiño—. Voy a investigar a Caroline Peacock y a
cualquier otra damita que elija, pero necesitaré su ayuda mañana.

Magnus pareció hacer un enorme esfuerzo para levantar la vista hacia su cara.

—¿Mi ayuda?

—Se haya dado cuenta usted o no, esta noche nuestro trato ha quedado hecho
jirones. Es probable que mis tías ya estén tramando una ofensiva para reavivar
su interés en mí.

—¿Sí? —preguntó él, con una pícara sonrisa en los labios—. Entonces
déjemelo todo a mí. Ah —añadió, como si se hubiera olvidado de algo; se
metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un pañuelo—. Tenga.

Eliza miró el cuadrado de lino y luego lo miró a él, sin comprender.

—Estoy muy recuperada, se lo aseguro. ¿Para qué necesitaría un pañuelo


ahora?

Sonriendo, Magnus formó una bola con el pañuelo y se lo puso en la palma,


bajando la mirada a su pecho.

Continuó mirando hasta que ella se vio obligada a seguir su mirada hacia su
obra de arte. Ahogó una exclamación al verla. Un pecho estaba muy alto, como
el de Caroline, amenazando con salirse por encima del escote.

Uno, sólo uno. El otro seguía escondido recatadamente dentro del corpiño.

—¡Ah! —exclamó, sintiéndose absolutamente humillada.

Él le hizo un guiño.
—Para que tengas los dos iguales, muchacha.

Regla 6

Las tropas de avanzada aseguran la realización del plan táctico.

La enorme bandeja de plata, llena de pastelillos y fruta seca muy bien


dispuestos, destelló a la luz del sol de última hora de la tarde cuando Edgar la
colocó diligentemente ante las cuatro damas.

Por encima del borde de su taza Eliza miró a Grace y a sus dos tías. Las cuatro
estaban sentadas en el salón, como habían tomado por costumbre, reunidas
alrededor de la bandeja con el té, otra vez. Ésa era la vida que deseaban para
ella; esa existencia monótona, aburrida, de echarse pastelillos a la boca y
cenar cosas saladas.

—Sí que le escribí a nuestra querida Meredith contándole toda la fiesta de los
Hogart —estaba diciendo Grace, pasando distraídamente los dedos por cada
una de las rosas de satén que ribeteaban su manga derecha—. Pobrecilla,
metida ahí en el colegio y perdiéndose toda la emoción.

—Ah, sí —rió Eliza—, en Londres está toda la gracia. —Se apresuró a ponerse
la taza en la boca para ocultar la sonrisa sabionda que le jugueteaba en los
labios—. De todos modos, me imagino que Meredith está mejor en el colegio
de la señora Bellbury, protegida de la emoción de la ciudad.

La tía Viola asintió enérgicamente.

—Nuestra Meredith es muy animosa. Y a su impresionable edad me parece


que Londres no es lugar para ella.

Ladeando la taza, Grace se tragó con el té un poco entusiasta suspiro.

—De todos modos, Meredith parece estar muy decepcionada por perderse la
diversión. Y aún le faltan dos años para su presentación.

—Antes que se dé cuenta, llegará su temporada —terció la tía Letitia,


recogiendo con su regordete dedo las migas de su plato, de una manera muy
impropia de una dama.

Eliza puso los ojos en blanco. Meredith no sabía la suerte que tenía por librarse
de esa horrenda temporada. Además, según las cartas de la señora Bellbury,
su hermana se divertía muchísimo, y mantenía bien entretenido al personal.

El alto reloj de pie dio las campanadas de las seis y poco después se oyó la
sonora voz de lord Somerton en el vestíbulo. Eliza levantó la vista de su taza,
casi derramando el té caliente en su vestido de paseo de seda azul celeste.
Por fin. Cuando estaba poniendo la taza en la mesa, vio que la tía Letitia daba
un disimulado codazo a la tía Viola, que le correspondió el gesto con un guiño
de total complicidad.

Eliza movió la cabeza. Sólo había una manera de mantener a raya a sus tías y
su abominable libro de estrategias oculto en la biblioteca. Y lord Somerton era
la clave.

Grace se apresuró a dejar su taza sobre la mesa.

—Eliza, olvidaste decirnos que vendría lord Somerton.

—¿Sí? —preguntó Eliza, mirando nerviosa hacia la puerta.

Sin perder un instante, Grace se pellizcó las mejillas y se mordió los labios
hasta dejarlos de un vivo color rosa; luego esbozó una radiante sonrisa, que
mantuvo en la cara, a la espera de la entrada de la visita.

La tía Viola la miró moviendo la cabeza.

—No tienes por qué aprestarte tú, Grace. Lord Somerton viene a ver a nuestra
Eliza.

—Eso lo sé, tieta, pero es posible que venga acompañado por un caballero
amigo —repuso Grace—. Nunca va mal lucir el mejor aspecto.

Eliza logró tragarse el comentario que tuvo en la punta de la lengua y miró


hacia el corredor, por la puerta abierta. Su mirada recayó en un triángulo de luz
dorada sobre el suelo de mármol, que se fue empequeñeciendo hasta
desaparecer en el momento en que sonó el clic de la maciza puerta al cerrarse.

Pasado un momento, apareció Edgar acompañado por lord Somerton, y lo hizo


pasar al salón.

Eliza consiguió esbozar una leve sonrisa y se levantó a saludarlo con una
rápida inclinación de la cabeza. Su visita no era una sorpresa, pero de todos
modos su presencia la perturbaba.

Durante otra noche más no había dormido bien al tener la mente ocupada con
la persistente imagen de Magnus mirando a la señorita Peacock durante la
fiesta y la cena en casa de los Hogart.

Le había llevado su tiempo identificar lo que sentía, casi toda la noche en


realidad, pero ya sabía lo que era: celos.

Eso era algo que no podía tolerar, porque para que existieran celos tenía que
haber también un cierto grado de afecto. Y por Dios que sabía que eso no
podía permitírselo. No, el afecto por él sólo sería un obstáculo para su fin último
de marcharse a Italia al final de la temporada.
Sería mejor para todos si la relación entre ellos continuaba siendo puramente
de negocios, y nada más.

Entonces llegó Magnus a ponerse delante de ella, y al aspirar su aroma fresco


y limpio el revoloteo en el estómago empezó a convertirse en algo abrasador.
Osadamente él le cogió la mano sin guante y le depositó un suave beso en el
dorso. Ella levantó la vista, segura de que su familia había visto esa
transgresión, pero no, los anchos hombros de él al inclinarse ocultaban de ellas
sus manos.

Él tenía que saber lo indecoroso que era besarle la mano a una mujer soltera, y
sin embargo seguía haciéndolo siempre que pensaba que podría hacerlo sin
que nadie lo viera. Y ella no era capaz de retirar la mano. El roce de su áspero
mentón rasurado en el dorso de la mano, le hizo hormiguear la piel, y la hizo
pensar cómo lo sentiría si la besara… en otra parte.

No, no, no, no debía permitir eso.

Maldita tu hermosa cara, pensó. Haciendo una inspiración profunda, volvió a


repetirse que Magnus sólo podía ser un socio de negocios, nada más. Nada
más.

—Buenas noches, señoras —dijo él, girándose a saludar con una venia a cada
una de las demás—. Espero no haber venido en un mal momento.

La tía Viola le tendió la mano.

—No, no, en absoluto. Es bienvenido en nuestra casa siempre que desee


visitarnos.

Entonces la tía Letitia le tendió la mano. Cuando él se acercó a cogérsela, ella


le cogió la muñeca y lo acercó a ella de un tirón.

—¿Qué le ha traído a nuestra casa a esta hora de la tarde, lord Somerton?


¿Ha venido a acompañarnos en el té, o tal vez a algo más dulce?

Ladeó la cabeza hacia Eliza, se rió alegremente y le soltó la muñeca.

—Tieta, por favor —musitó Eliza, cubriéndose los ojos con una mano y
retrocediendo.

Las dos ancianas se echaron a reír. Magnus sonrió.

—He venido a posar para otro estudio. Aunque también tenía la esperanza de
que su sobrina consintiera en acompañarme a cenar a Vauxhall Gardens. El
aire debería estar bastante templado y se dice que los festejos son magníficos
esta noche.

—¡Ah, Vauxhall Gardens! —exclamó la tía Viola, tironeándole la manga a


Eliza—. ¿No te parece delicioso, querida?
—Sí, claro.

Eliza se sintió atenazada por la incertidumbre. Una noche en los jardines del
placer. ¿Así era como quería él enderezar las cosas con sus tías?

Sólo el día anterior lo habría encomiado por su inventiva. Pero en ese


momento, la idea de encontrarse a solas con Magnus la aterraba. En realidad,
ahora que él ya había jugado su mano y restablecido su supuesto interés por
ella, lo único que deseaba era que se marchara. Inmediatamente.

—Un paseo por Vauxhall Gardens lo encuentro increíblemente romántico —


suspiró Grace, agitando las pestañas, soñadora—. En realidad, podrían
marcharse ahora mismo. No hay ninguna necesidad de hacer más estudios.
Eliza ya comenzó a pintar y a esta hora no hay buena luz natural para otra
sesión. Ah, debería ver la tela. Nunca he visto un retrato más fiel. Le agradará
muchísimo.

—Ah, ¿ya ha comenzado? —preguntó Magnus, mirando a Eliza, muy


sorprendido—. Entonces, ¿tal vez tendría la bondad de permitirme ver el
retrato? Para apreciar el progreso.

—Por supuesto. La tela está en la biblioteca. Iré a buscarla —dijo Eliza,


impaciente por poner la mayor distancia posible entre ellos.

—Eso no es necesario, yo la acompañaré y le ahorraré el trabajo de mover el


cuadro —se ofreció Magnus.

Sus largas piernas ya lo habían llevado a la puerta antes que Eliza diera la
vuelta a la mesita de centro.

—No se moleste, por favor, lord Somerton —se apresuró a decir ella, agitando
una mano indicándole que no saliera.

—Le aseguro que no es ninguna molestia —repuso él, y la miró con los labios
entreabiertos en una encantadora sonrisa.

Ella se miró el corpiño, medio esperando que se notaran los saltos de su


corazón a través de la delgada seda de su vestido de paseo. Cuando levantó la
vista vio que los ojos azul plateados de Magnus habían seguido la dirección de
su mirada.

Humillada al sentir subir el rubor por el pecho y el cuello, se apresuró a pasar


junto a él y echó a andar por el corredor. Al mirar atrás por encima del hombro,
lo vio sonreír, hacerles un gesto con la cabeza a las tías y seguirla.

Recogiéndose las faldas, voló hasta el caballete y lo giró de modo que la tela
captara los últimos rayos de luz dorada. Pero antes que alcanzara a retroceder,
sintió el calor de Magnus detrás de ella. Giró lentamente la cabeza y lo vio
mirando detenidamente la tela por encima de su hombro.
—Tienes muchísimo talento, Eliza. Ahora comprendo por qué pintar tiene tanta
importancia en tu vida.

—No… eh… todavía me falta mucho para terminarlo —dijo ella, girándose en el
estrecho espacio que quedaba entre él y el cuadro.

Entonces fue cuando comprendió su error.

Él la estaba mirando con los labios entreabiertos.

Incapaz de moverse lo observó pasarse la lengua por el carnoso labio inferior,


lo que la hizo sentirse como si fuera un sabroso bocado que él estaba a punto
de probar.

Aunque se le había acelerado la respiración, no lograba hacer entrar suficiente


aire. Tampoco él, al parecer, porque tenía el pecho agitado como si acabara de
llegar de una ardua cabalgada.

Sus ojos, siempre tan claros y serenos, brillaban con el fuego azul de la llama
de una vela, amenazando con hacerla arder. Y sí que sentía más calor dentro
de ella, lo que le intensificaba la sorda sensación de ardor en la boca del
estómago.

Magnus le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

A ella se le giró la cabeza, como por voluntad propia, y sin querer le rozó los
dedos con los labios.

—Eliza —musitó él, y ella sintió que se derretía por dentro.

Él le cogió la cara entre las manos, se la levantó y lentamente bajó la boca


hasta la de ella. Gimió al saborearla, explorándole suavemente los deseosos
labios con la lengua, y luego la blandura del interior de su boca.

A ella se le agolpó la sangre en las sienes mientras él se alimentaba de ella,


mientras ella lo devoraba. Ay, Dios, jamás se había imaginado que pudiera ser
así. Y deseaba más. Deseaba abrazarlo, sentir su cuerpo apretado al de ella.

Y el respondió a su silenciosa petición. Bajó las manos de las mejillas y la


atrajo hacia él en un fuerte abrazo. Ella se aferró a él y sus caderas chocaron
con las suyas, su cuerpo avasallado por una sensación de urgencia.

Al instante sintió la rígida dureza de él en la pelvis y se apretó más aún. Esto


está mal, pensó, mal. Pero no pudo refrenarse. Esa nueva sensación prohibida
la excitaba como jamás en su vida y notó una creciente humedad en la
entrepierna.
En algún recoveco de la mente registró el sonido de un golpe en la puerta de la
biblioteca, pero fue incapaz de contestar. Estaba flotando peligrosamente en un
mar de pura sensación.

Entonces oyó el ruido de la puerta al abrirse.

—Eliza, querida —dijo la suave voz de la tía Viola.

Magnus se apartó y se puso a un lado, dejándola a la vista de su tía. Eliza se


pasó los dedos por el pelo, metiéndose unos rizos sueltos bajo una horquilla.

—Ah, caramba, no tenía idea… —dijo Viola—. Como pasaron unos minutos y
no volvías, bueno, pensé que tal vez necesitarías ayu… —Se le balanceó el
cuerpo—. Ay, cielos, el ataque…

De un salto Magnus llegó hasta ella y alcanzó a cogerla en brazos antes que
cayera sobre el brillante suelo. Miró a Eliza con ojos preocupados y llevó a la
anciana hasta un mullido sillón junto al hogar y la depositó allí.

—Llama a un médico —ordenó—. Rápido.

Eliza caminó hasta su tía y al ver que no corría ningún peligro de caerse del
sillón, le puso las arrugadas manos en la falda.

—No es necesario. Dentro de un momento estará bien. Sólo ha sido uno de


sus ataques, nada más.

Magnus se enderezó.

—¿Qué tipo de ataque?

Eliza le cogió la mano y lo alejó del sillón.

—Ataques de sueño. Sucumbe a ellos unas dos o tres veces a la semana.


Normalmente se los causa una emoción intensa o una sorpresa.

—Quieres decir, como la impresión de verte en mis brazos —susurró él.

Eliza desvió la mirada y de pronto se sintió extraordinariamente interesada en


sus uñas.

—Eh… sí, eso podría producírselo. —Miró hacia su tía—. Pero no es necesario
hablar en susurros. No la despertaremos. Despertará dentro de un minuto o
dentro de unas horas. Nada que hagamos puede cambiar eso.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Magnus, haciéndola desear no


haberle dicho que era lo mismo que si estuvieran solos.

Fue a acabar la tarea de poner el caballete en su posición anterior. Magnus se


le acercó para ayudarla, alborotándole los sentidos otra vez.
Al alargar la mano para enderezar el cuadro, él le rozó la mano por casualidad.
La miró con ojos preocupados.

—Eliza, yo…

—No quiero hablar de lo que ocurrido, si no te importa —dijo ella, desviando la


mirada y centrando la atención en la tarea que tenía entre manos.

—Sólo quería decirte que lo siento. No debería haber…

Ella se puso firme y le imploró en silencio: “Por favor”. Lo peor que podía ocurrir
había ocurrido. Ella había deseado que la besara y él la besó. Y fue un beso
tierno, apasionado y maravilloso, pero había terminado. Y no volvería a ocurrir.
El momento había servido a su finalidad.

Se lo había quitado del organismo. Eso era bueno. Tal vez ahora podría dejar
de pensar en él y comenzar a hacer planes para Italia.

—Muy bien, entonces —dijo él.

La miró dos veces, pero respetó su deseo y no volvió a hablar del asunto. En
silencio, se giró para salir de la biblioteca, pero al hacerlo vio las otras telas
apoyadas en la pared de enfrente.

Fue hasta ellas y comenzó a mirar los cuadros uno por uno, apoyando los ya
vistos en el muslo. Eliza contempló el espacio oculto bajo su chaleco, donde
tenía apoyados los cuadros. Las ceñidas calzas de ante que usaban los
hombres por entonces hacían visibles todas las curvas de su musculatura.

Destacaba una curva en particular. Una excesivamente grande. ¡Cielos! Ahogó


una exclamación y se apresuró a desviar la vista.

—Son magníficos, Eliza —dijo él, sin darse cuenta de su azoramiento—. No


tenía idea. Ni la menor idea.

—Pareces sorprendido —repuso ella, pensando: “No mires para abajo.


Concéntrate en lo que dice”.

—Sorprendido, por decir lo mínimo. Pensé que tu pintura era simplemente un


capricho femenino, que tu talento era, tal vez, algo superior a lo corriente, y que
por eso deseabas estudiar en Italia.

Eliza dio la vuelta a la mesa, olvidando por un momento su incomodidad, y fue


a ponerse cerca de él. Se cruzó de brazos y lo retó a sobrepasar sus límites.

Él dejó los cuadros apoyados en la pared y se situó ante ella.

—Pero, Eliza, tus pinturas… Nunca había visto nada igual.


Ella desvió la cara para evitar la fuerza de su mirada y sus ojos recayeron en
Las reglas de la seducción que estaba sobre la mesa. ¿Qué hacía ahí ese libro
a la vista? Sólo el día anterior había subido la escalera de la biblioteca para
ponerlo en el estante más alto, oculto de Grace y de las dos estrategas
casamenteras.

Pero ahí estaba otra vez. Unos impertinentes apoyados sobre la página abierta
amplificaban el título del capítulo:

Estrategia Seis

Las tropas de avanzada aseguran la realización del plan táctico.

Cerró fuertemente los ojos y los mantuvo así un momento. No se atrevía ni a


considerar cómo planeaban sus tías poner por obra esa estrategia. Pero no le
cabía la menor duda de que la estrategia seis se aplicaría esa misma tarde.

Alargó la mano, arrastró rápidamente los impertinentes hacia la mesa y cerró el


pesado manual antes que Magnus lo viera.

—Me alegra mucho que tengas una opinión tan elevada de mi talento —dijo,
acercándose más a la mesa.

Abrió el cajón y metió el libro dentro. Lo cerró con la cadera y volvió a levantar
la vista hacia él, justo en el momento en que él llegaba a ponerse delante de
ella. Él le levantó el mentón con la yema del índice.

—Tu talento no es asunto de opinión. Tus cuadros son excelentes. Eso,


querida mía, es una realidad. Cualquiera que diga otra cosa tendría que ser
ciego.

Qué voz la suya. Su timbre profundo le pasaba vibrando por los lugares más
impropios. Justo en ese momento, por el rabillo del ojo vio moverse la cabeza
de la tía Viola. Se giró, esperando pillarla observándolos, pero la cabeza de la
anciana ya estaba descansando en su pecho, con los ojos bien cerrados. ¿Se
lo habría imaginado? No, sabía que no. Su tía los estaba espiando.

Sintió agolparse la sangre en las mejillas y se apartó de Magnus.

—Gracias, milord —dijo.

Tan distraída estaba por la proximidad de su cuerpo que se ocupó en


enderezar la manija de los impertinentes para que quedara alineada con los
ángulos de la mesa. Santo cielo, estaba actuando como una boba.

—Te-tendríamos que ir a reunirnos con mi tía y mi hermana —tartamudeó,


aspirando el aroma de él, casi a bosque—. Llamaré a Jenny para que se quede
con Viola.
El cielo la amparara. No había superado su atracción por él. Levantaría las
manos y se rendiría a sus tías en ese mismo momento. Su convenio con lord
Somerton ponía su corazón en más peligro del que podían ponerla las
maniobras de sus tías.

—Ve delante, muchacha —dijo él, con ese canturreo escocés que la hacía
retener el aliento.

Nerviosa como estaba, se cruzó de brazos y trató de dibujar una agradable


sonrisa en la cara. Era importante que aparentara estar serena cuando se
reunieran con su tía y su hermana, como si no hubiera ocurrido nada
importante.

Y a juzgar por la sensación de sus labios amablemente curvados, tuvo la


seguridad de que había logrado el semblante sereno esencial que deseaba. Es
decir, hasta que vio su reflejo en el espejo del corredor y por su mente pasó la
palabra “estreñida”.

—¿Qué me dice entonces de un paseo por Vauxhall? —le preguntó Magnus a


Eliza en el instante en que entraron en el salón.

Estaba bastante seguro de que la tía Letitia aceptaría la invitación por ella si
Eliza no lo hacía. Por qué estaba tan empeñado en llevarla a los jardines, no lo
sabía. Lo único que sabía, desde que la vio en la fiesta de los Hogart, era que
deseaba estar a solas con ella, con Eliza Merriweather, la inadaptada a la
sociedad que no tenía ni un solo penique a su nombre.

—¿Vauxhall? —preguntó Eliza, con los ojos agrandados, casi asustados.

Deseó decirle que no tenía por qué preocuparse, que había cometido un error
al besarla, pero que ya estaba totalmente al mando de sus sentimientos. Que
no permitiría que la pasión volviera a gobernar su mente y su cuerpo.

De todos modos, haber saboreado una sola vez sus carnosos labios no era
suficiente para saciar su necesidad. Y si se presentaba una pequeña
oportunidad de volver a robarle un beso, sabía en su perverso corazón que la
aprovecharía.

Repentinamente a Eliza le chispearon los ojos de entusiasmo.

—¿Por qué no vamos en grupo? —Miró a la tía Letitia—. Vendréis con


nosotros, por supuesto. La noche está preciosa.

Magnus vaciló; no estaba preparado para ese ingenioso giro de la situación.


Una salida en grupo no era lo que había planeado.

Pero afortunadamente la tía Letitia agitó su servilleta de lino en el aire,


descartando la idea.
—Gracias, Lizzy, pero ya estoy demasiado vieja para caminar por alguna parte
que no sea mi salón.

En eso apareció lady Viola en la puerta, aparentemente ilesa de su supuesto


ataque de sueño. Exhaló un apenado suspiro y manifestó su acuerdo:

—Y yo estoy muy agotada. Pero tú puedes ir con ellos, querida —le dijo a
Grace—. Aunque, eso sí, no seas demasiado rígida en vigilarlos.

Magnus vio que a Eliza se le disipaba la tensión de los hombros al captar la


idea.

—Sí, ven con nosotros, hermana.

—¿Yo, de carabina? —dijo Grace, haciendo una mueca—. Pero si estoy


soltera.

Lady Letitia arrugó el ceño, en gesto juguetón.

—Puá, puá, niña. ¿Quieres ir a Vauxhall o no?

Magnus vio que se le escapaba de las manos el plan de estar a solas con
Eliza.

Grace le sonrió a Eliza y luego le enseñó los dientes a él también.

—Me encantaría acompañarles.

—Maravilloso —masculló Magnus arrastrando la voz.

Con una risita deslizándose por sus labios, Grace se levantó de un salto y salió
al corredor. Allí se detuvo a echar una mirada evaluadora a su vestido y luego
al de Eliza, y concluyó con una sonrisa de alivio:

—Nuestros vestidos son perfectamente apropiados para los jardines, ¿no te


parece, tía Letitia?

—Muy apropiados —repuso la tía Letitia—. Ahora bien podríais marcharos.

—¿Podemos, lord Somerton? —preguntó Grace.

Magnus soltó lentamente el aliento.

—Por supuesto. Tengo el coche esperando.

Cogiendo la papalina que le pasaba Edgar, Grace se dio una vuelta completa,
su cara iluminada por la dicha.

—Quién sabe a quién podríamos conocer en el camino.


—Ésa es nuestra Grace —le comentó Eliza a Magnus en un susurro—. Jamás
pierde ocasión de buscar un marido.

—Espero que nos acompañe a tomar un refresco cuando vuelvan, lord


Somerton —dijo la tía Letitia cuando los tres ya iban en dirección a la puerta.

—Sí, debe volver esta noche —añadió la tía Viola.

Magnus se giró a sonreírles alegremente a las dos ancianas.

—Lo consideraré un honor, señoras.

Las dos ancianas se quedaron riendo mientras él, Eliza y Grace salían por la
puerta y echaban a andar hacia el coche.

—Bueno, ¿podrías decirme de qué se ríen tus tías? —preguntó.

—Lord Somerton, con mis tías nunca se sabe —contestó Eliza—. Baste decir
que están tramando algo grandioso.

Regla 7

Cuando los pájaros se asustan y emprenden el vuelo, estás a punto de ser


cogido por sorpresa.

Desde el instante en que pasaron por la puerta Kennington del jardín de los
placeres, Eliza se sintió deslumbrada por el espectáculo que ofrecía Vauxhall.
Miles de linternas de vidrio brillaban por entre la profusión de árboles,
parpadeando como enormes y coloridas luciérnagas al anochecer. Una dulce
música acompañaba a la multitud de elegantes londinenses que recorría el
Gran Paseo, mirando y siendo vistos.

De todos modos, Eliza deseaba de todo corazón poder estar en otra parte. Con
cualquier persona que no fuera Magnus.

Con la atención absorta por las vistas, Eliza y Grace siguieron ciegamente a
lord Somerton por los senderos bordeados de árboles, pasando junto al
pabellón redondo y su cúpula y la fascinante plaza de cinco arcos hasta llegar
a uno de los muchos reservados para cenar situados cerca del centro del
parque del placer. Ahí cenaron todo tipo de exquisiteces: jamón del grosor de
papel, bayas oscuras, vino de la mejor cosecha y delicados pasteles, al tiempo
que disfrutaban de la música de una orquesta al completo.

—¿Habías visto alguna vez un lugar tan fabuloso? —suspiró Grace.

—La verdad es que no —reconoció Eliza.

—Reconozco que podría estar aquí eternamente, hermana.


¿Eternamente? Eliza ya encontraba demasiado larga la hora que llevaba allí.
Después de la osada manera como la besó Magnus en la boca, haciéndola
derretirse por dentro, y de seguir derretida incluso en ese momento, ¿cómo iba
a soportar una noche sintiendo su cuerpo tan cerca del de ella? Abrió el
abanico y lo agitó enérgicamente ante sus calientes mejillas.

De repente, desde el otro lado de un matorral de arbustos, llegó hasta ellos el


sonido de voces muy conocidas:

—¡Ay, mi pie! ¡Me has enterrado tu bastón en el pie, Viola!

—Mis disculpas, hermana. No volverá a ocurrir. Pero no grites, no sea que nos
descubran.

Magnus pestañeó, mirando hacia la oscuridad, y se levantó lentamente.

—¿Parece que son vuestras tías las que están al otro lado de ese seto?

Eliza miró y alcanzó a ver esconderse detrás de un seto de boj a dos ancianas
disfrazadas con dominós negros. Bajó la cabeza y exhaló un suspiro, porque
los disfraces no ocultaban la identidad de las dos mujeres de pelo níveo.

—Debería haberme imaginado que aparecerían —comentó.

—Sí —añadió Grace, asintiendo con la cabeza—. Exageraron mucho al insistir


en que no podían acompañarnos.

—¿Las invitamos a reunirse con nosotros? —propuso Magnus.

Eliza se levantó a mirar hacia los agitados arbustos.

—Mmm, creo que no.

Magnus la miró perplejo.

—¿Está segura?

Eliza volvió a sentarse y ensartó una loncha de jamón en el tenedor.

—Ah, muy segura. Me parece que están muy contentas ahí escondidas entre
los arbustos, y no me gustaría estropearles la diversión.

Eliza disfrutó inspirando el refrescante aire nocturno cuando iban caminando


por el Gran Paseo poco rato después de terminar la comida. Hacía más de
veinte minutos que no veía a sus tías, y casi se había convencido de que
habían vuelto a la casa cuando cayó en la cuenta de que Grace ya no iba con
ellos.

Miró alrededor y vio que su hermana se había quedado atrás a mirar a un


grupo de malabaristas.
—Tendríamos que esperar a Grace —le dijo a Magnus, tratando de coger con
la mano enguantada a una mariposa blanca que le pasó revoloteando junto a la
nariz.

No quería estar a solas con él, ni siquiera en un lugar tan público como ese
parque.

Cuando pasaron junto a ellos varias parejas de la alta aristocracia,


acompañando sus saludos con miradas curiosas, Magnus le cogió la mano y la
puso sobre su brazo. Sonrió, como si esperara que lo felicitaran por su buen
comportamiento.
—¿Sabes?, en realidad no es necesario que hagas el papel del pretendiente
atento, milord —dijo ella—. No es que me estés cortejando de verdad.

—No hago nada a medias —repuso él tranquilamente.

Eliza sentía el cuerpo estremecido por ese contacto. Lo miró y al verle la boca
recordó el profundo beso. Le flaquearon las piernas con el potente recuerdo.

—No, supongo que no —logró decir.

Observando que Grace ya venía avanzando lentamente hacia ellos, Magnus la


animó a reanudar la marcha a paso tranquilo.

—Ya ha evaluado mi carácter, ¿eh, señorita Merriweather?

—¿Señorita Merriweather? Vaya, vaya, hasta este momento creo que era
Eliza.

—Sí, y yo era Magnus. ¿Estás preocupada por algo?

Eliza alzó el mentón y lo miró a los ojos. No podía reconocer ante él lo que
estaba mal: que su cuerpo se estremecía y la lógica le salía volando por las
orejas siempre que él estaba cerca. O que temía estar empezando a tener
sentimientos por él, sentimientos que lo estropearían todo. Hizo una inspiración
profunda y forzó una sonrisa.

—No me preocupa nada, de verdad —dijo, pero deseó darle una respuesta
más creíble; finalmente se le ocurrió una, por tonta que fuera—: Lo que pasa
es que mientras tú has cumplido tu parte del convenio simulando ser mi
pretendiente, yo no me he tomado en serio mi promesa.

Magnus la miró atentamente.

—Estás pintando mi retrato.

—Sí, pero aún no he empezado a investigar posibles novias para ti —dijo ella,
con la mirada fija en Grace, que venía caminando lentamente hacia ellos—. Ni
siquiera he interrogado a la señorita Peacock, aunque tengo mis dudas de que
ella sea la que te conviene.

—Comprendo —dijo Magnus, girándose y reanudando la marcha.

—Entonces no te importará que te haga unas cuantas preguntas.

—¿Qué tipo de preguntas?

—Preguntas que me sirvan para determinar tus preferencias en una esposa. —


Apresuró el paso y luego se giró a bloquearle el camino, deteniéndolo—. Por
ejemplo, ¿es importante la inteligencia para ti?

—Inteligencia. Sí.

Eliza ahogó un suspiro.

—No seas tan comunicativo, por favor, milord. Me es difícil captar tantos
detalles.

Aunque él estaba a contraluz de las brillantes linternas que bordeaban el


paseo, ella vio su sonrisa.

—De acuerdo. La inteligencia es muy importante para mí. Más que otros
atributos. Me gustaría que mi esposa fuera bien leída y estuviera al tanto de los
acontecimientos y la política. Perspicaz, inteligente. Debería tener una cara
bonita, y una figura agradable.

—Eso está mucho mejor.

—Y rica.

Dicho eso él se la quedó mirando fijamente, con unos ojos que sólo se podían
describir como sorprendidos.

—¿Qué pasa? ¿Tengo algo en los dientes, algún trocito de perejil, quizá? —
dijo ella, intentando quitar importancia a lo que fuera que lo preocupaba.

—Aparte de la última cualificación —dijo él, en tono bastante sorprendido—,


podría estar describiéndote a ti.

Esas palabras le hicieron pasar un cálido hormigueo por todo el cuerpo,


haciéndola más consciente aún de su proximidad y de que, a todos los efectos
prácticos, estaban solos.

Con el fin de hacer algo distinto a estar ahí inmóvil, mirándolo, reanudó la
marcha. Magnus continuó a su lado, pero pasaron unos cuantos
desasosegados minutos sin decir palabra. De pronto la tensión entre ellos se
volvió tan intensa que Eliza se sintió obligada a romperla.
—¿Dónde se te ocurre que podría haberse metido Grace?

Como una respuesta, en ese momento vio a Grace casi corriendo hacia ellos,
seguida por un hombre larguirucho de pelo blanco y una alborotada banda de
músicos. Agrandó los ojos, asombrada.

—¿Qué hace Edgar aquí?

Magnus se giró a mirar el largo paseo.

—¿El criado de tus tías?

—El mismo.

Paseando la mirada escrutadora por los árboles que bordeaban el paseo, Eliza
no tardó en ver a sus tías escondidas entre unos frondosos olmos.

En eso llegó Grace corriendo, le cogió el brazo, y se afirmó en ella mientras


recuperaba el aliento.

—Parece… que nuestras tías pretenden ofrecernos… cierta diversión —dijo,


entre jadeos para respirar.

—Sí, ya veo. —Eliza miró alrededor en busca de algún camino para escapar—.
Pero yo quiero disfrutar de esta noche. Y oír una serenata de unos músicos
callejeros de oídos de latón no es lo que considero diversión. —Se giró hacia
Grace—. Si te apetece acompañarme, pienso escapar de esto en este mismo
instante. Si no, nos vemos en casa.

—No voy a correr a ninguna parte —gimió Grace—. Estas botas nuevas me
aprietan mucho y me están destrozando los pies. Volveré a casa con nuestras
tías. Lord Somerton te acompañará de vuelta.

Magnus pareció muy complacido con esa perspectiva, lo que puso a Eliza
bastante nerviosa.

—Es la solución lógica, en realidad —dijo él, con una sonrisa dibujada en los
labios.

—Muy bien, entonces. —Mirando una última vez a sus tías, Eliza se recogió la
falda con una mano y se dispuso a echar a correr—. ¿Vamos?

En ese mismo instante salió la tía Letitia de entre los árboles agitando el bastón
y apuntando el regordete dedo en dirección a ellos. Inmediatamente Edgar
silbó hacia los músicos contratados, que levantaron sus instrumentos y echaron
a correr por el paseo hacia ellos.

—Sí, vamos —dijo Magnus.


Acto seguido, le cogió el brazo a Eliza y echó a correr, llevándola por un
estrecho sendero, como un vikingo con su botín.

Haciendo saltar la gravilla con las botas, corrieron por el sendero hasta donde
ya no llegaba la luz del atestado centro del parque. Al llegar a una bifurcación,
tomaron por un estrecho sendero bordeado de apretados y frondosos árboles y
continuaron corriendo para llegar hasta el final.

Eliza ya estaba desorientada. Señor, ¿cómo lograrían encontrar el camino de


vuelta? Iba atenta buscando algo distintivo que le recordara el camino, pero
con la creciente oscuridad no encontraba nada. Y así, mirando, de repente vio
un destartalado letrero, cuando ya lo habían pasado. Echó una mirada por
encima del hombro para leerlo, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Se
habían metido en el escandaloso Paseo Oscuro.

Magnus la cogió por la cintura y la introdujo en medio de un matorral de


arbustos a un lado del sendero. Le cubrió la boca con una mano para acallar
sus fuertes resuellos por la carrera.

No debía permitir que ocurriera eso, pensó ella. Eso lo sabía, pero se le había
agitado la sangre por la excitación de la carrera y por la forma como él la tenía
abrazada.

Él le quitó la mano de la boca y ella giró la cabeza para mirarlo. A la luz


azulada de la luna tres cuartos creciente, vio insinuarse una traviesa sonrisa en
sus labios al mirar por entre el frondoso follaje de las hayas que bordeaban el
sendero. Al otro lado de las ramas se habían detenido los confundidos
músicos, que pasado un momento continuaron en otra dirección, pasando muy
cerca de ellos.

Eliza se rió en voz baja, sorprendida por haber despistado tan rápido a la
banda.

—Cuando lleguen al final del paseo se darán cuenta de dónde estamos.

—Bueno, no permitiremos eso. Ven conmigo, muchacha. Por aquí.

Sin mover ni una sola pestaña, Eliza pasó el brazo por el de él y se dejó llevar
más allá por el camino a la perdición.

El Paseo Oscuro hacía honor a su mala reputación esa noche, pensó Magnus.
Se había imaginado que estaría cerrado al público, pero iban dejando atrás a
una apasionada pareja tras otra, en diversas fases de desnudez. Entendía muy
bien por qué debería estar cerrado. De todos modos, Eliza daba la impresión
de sentirse horrorizada y fascinada al mismo tiempo, y al parecer no lograba
desviar la mirada de las parejas. Tampoco le soltaba el brazo.

Llegaron por fin a un banco de mármol desocupado y se sentaron.


—Dudo mucho que nos encuentren aquí —dijo Eliza.

—Eso creo.

La ancha sonrisa de Magnus abandonó sus labios debido a la incómoda


sensación que le producía Eliza sentada tan cerca de él, su pecho todavía
agitado por la carrera. Demonios, sí que era hermosa. Notó cómo se le iba
deslizando su autodominio de caballero, hasta que se le cayó al suelo, y ahí lo
dejó estar.

Sin pensar más en lo que podía o no podía existir entre ellos, ahuecó
suavemente la mano en su mentón y le giró la cara hasta que quedó iluminada
por un solo rayito de luna que pasaba por entre los árboles.

Ella lo miró, pestañeando rápidamente. Su contacto la había sorprendido, pero


no se apartó.

—Parece que estamos totalmente solos —dijo, acariciándole la mejilla con el


índice.

Ella cerró los ojos y dejó escapar un poco de aire por entre los labios húmedos.

—Sí.

Magnus se le acercó más, con la intención de besarla. Al diablo el trato de


negocios. La rodeó con los brazos y presionándole con una mano la espalda a
la altura de la cintura, la estrechó contra él. Le rozó suavemente los labios con
los suyos.

Exhalando un suspiro de ángel, ella lo rodeó con los brazos y lo atrajo más. Él
sintió los tiernos contornos de sus pechos apretados contra los músculos del
pecho. Sintió los latidos de su corazón a través de la tela de sus ropas. Eso
casi fue su perdición.

Debía refrenarse; ella era una dama. Pero, ay, Dios, la deseaba tanto, tanto.

Estrechándola en sus brazos, se apoderó de su boca, apartándole ávidamente


los labios con la lengua. La oyó ahogar una exclamación, pero ya no era capaz
de pensar. Lo único de que tenía conciencia era de su necesidad de ella.

Eliza sintió unas vibraciones por toda la piel. Tal vez fuera efecto del vino que
bebió en la cena, o de la carrera por el Paseo Oscuro, pero el contacto de sus
labios parecía embotarle los sentidos, haciéndola desear más; haciéndola
estremecerse por dentro.

La horrorizaba su ansiosa reacción a Magnus, pero no era capaz de apartarse.


Sintió bajar la cálida boca de él por la fresca piel de su cuello, con insoportable
ternura. Echó atrás la cabeza cuando él le depositó un abrasador beso en el
hueco de la base de la garganta, y atrajo más su cabeza hacia ella, pasando
los dedos por entre su tupido pelo.

Él continuó hacia abajo con los besos, hasta que ella sintió la humedad de su
boca en el valle entre los pechos. Sentía fresco el aire en la dulce estela
creada por él. Retuvo el aliento cuando sintió deslizarse las manos de él por los
hombros y bajar por los brazos.

Con un suave tirón, bajó el corpiño y en un instante él le tenía cogida la punta


de un pecho en la boca.

Abrió los ojos. Eso le reavivó los sentidos, como si hubiera sido una ráfaga de
aire gélido.

—No, no… no podemos… ¡No!

Liberó los dedos de su tupido pelo oscuro y se apartó bruscamente. Se levantó


de un salto y se subió el corpiño, poniéndolo en su lugar. Luego se giró a
mirarlo. Jadeante, trató de recuperar el aliento, sintiendo latir la sangre en las
sienes y la cara acalorada.

Con la respiración todavía agitada, Magnus la miró un momento y luego apoyó


un codo en la rodilla y bajó la cabeza hasta la palma abierta.

—Pe-perdona. Me he pasado de la raya.

Eliza comenzó a pasearse delante del banco, abanicándose con el ridículo de


malla que le colgaba de la muñeca.

—Sí —dijo—, pero no te aventuraste en esto tú solo. —Se sentía como si


estuvieran atacando su serenidad. Hizo una honda inspiración de aire fresco y
lo espiró. Luego volvió a mirarlo—. Entiendes que esto no debe volver a ocurrir
nunca más.

Magnus levantó la cabeza y la miró.

—Lo sé. Pero, muchacha, casi me desquiciaste con tus caricias, tus besos. Y
mentiría si dijera que no lo disfruté muchísimo. Y creo que tú también.

—Exactamente. —Eliza miró hacia los oscuros árboles que los rodeaban,
asegurándose de que estaban totalmente solos para poder continuar—: La
experiencia ha sido… muy placentera, pero una actividad inútil. Sabes tan bien
como yo que no podemos tener algo más que una… relación de negocios.
¡Nunca!

Magnus se puso de pie.

—Dime por qué.


Eliza retrocedió un paso, medio tambaleante.

—Yo diría que la respuesta es muy obvia. Para empezar, tienes que casarte
con una mujer bien dotada para salvar Somerton. Y yo no soy esa mujer.

Él arqueó las oscuras cejas con aire travieso.

—Perdóname, señorita Merriweather, pero yo te encuentro muy bellamente


dotada —dijo, mirándole los pechos con picardía.

Eliza se cruzó de brazos cubriéndose los pechos y lo miró indignada.

—Sabes muy bien lo que quiero decir.

—Sí, lo sé. Pero tengo una gran fe en que mi crisis económica podría
solucionarse pronto, sin necesidad de que me case por dinero. Así que, ¿ves?,
una relación entre nosotros podría ser posible después de todo.

Eliza bajó los brazos y se plantó las manos en las caderas.

—¿Crees que mi renuencia sólo se debe a tus necesidades? ¿No podría tener
yo un motivo también para evitar una relación?

Él se encogió de hombros.

Ella sintió subir un chillido de frustración hasta la garganta.

—Tengo toda la intención de marcharme a Italia cuando termine la temporada.


No… no puedo permitir que unas ideas románticas me estropeen los planes.

Magnus cruzó la distancia que los separaba y deslizó sus cálidas manos por
sus hombros.

—Si ese llamado plan fuera por lo menos un poco lógico, estaría de acuerdo
contigo.

Eliza le puso las manos en el pecho y lo empujó, apartándolo.

—¿Me encuentras ilógica?

—No, encuentro ilógico tu plan. ¿Qué tipo de vida te imaginas para ti en el


futuro?

Ella se enfureció.

—No carezco de cierta habilidad, milord.

—No dudo de tu talento, pero eres mujer.


La indignación casi la atragantó.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Sabes tan bien como yo que la sociedad no es amable con las mujeres que
eligen vivir fuera de sus límites. —Volvió al banco, se sentó y la miró—. Si te
marchas a Italia para ser una pintora, no podrás volver nunca a tu vida como es
ahora.

—¿Y qué tipo de existencia tengo ahora? Lo que deseo es una vida propia.
Una vida en que yo pueda tomar las decisiones para mi futuro. —Eso lo tienes
ahora.

—¿Sí? ¿Qué decisiones puedo tomar sola? ¿Qué vestido ponerme? ¿A qué
fiesta asistir?

—¿Es tan terrible eso?

Eliza se lo quedó mirando, deseando zarandearlo. ¿Por qué le importaba tanto


que él lo entendiera?

—¿Es que no lo ves? He vivido para otra persona toda mi vida. Atendí y cuidé
de mi madre y de mi abuela hasta que murieron, y luego seguí cuidando de mi
padre. Vivía totalmente dedicada a otros. Esa era mi vida.

—¿Y ahora?

—Ahora no tengo ninguna verdadera responsabilidad. Mis hermanas ya son


mayores. Tengo una oportunidad. Una oportunidad de hacer realidad mis
sueños, mis metas.

—Pero ¿a qué precio, Eliza? ¿Vas a sacrificar a tus hermanas para realizar tu
sueño?

Ella pestañeó al oír eso.

—Jamás les haría daño a mis hermanas.

—No, no adrede. Pero en el momento en que te marches a Italia quedarán


arruinadas sus oportunidades de casarse con jóvenes de buenas familias.
Ningún caballero de la alta sociedad deseará que su familia esté conectada
con un escándalo. Y eso es exactamente lo que será tu ida a Italia, un
escándalo.

Eliza no podía creer lo que estaba oyendo. Pero tenía que reconocer que sus
palabras eran ciertas. Todas.

—Por el bien de Grace, espero que se case antes de que acabe la temporada
—continuó él—. Luego está tu hermana menor, Meredith, ¿verdad? ¿Escribirás
su futuro también?
Eliza se cubrió la cara con las manos y fue a sentarse en el banco al lado de él.

—No lo había pensado de esa manera.

—Está claro que no.

Eliza alzó el mentón y lo miró.

—Antes que continúes con tu gazmoño sermón sobre el escándalo, recuerda,


por favor, quién acaba de traer a una mujer soltera al Paseo Oscuro.

Magnus asintió, pensativo.

—Tocado, querida mía.

—Además, Meredith está muy a salvo en el colegio, donde no es probable que


mi conducta le haga daño. Y Grace, bueno, una vez que alguien le pida la
mano, lo que dado su entusiasmo estoy segura que será muy pronto, también
estará a salvo del aguijón de mi influencia. Así pues, milord, simplemente
necesito encontrar una manera aceptable de marcharme a Italia. No puede ser
tan difícil. Tal vez… podría decir que voy a visitar a algún familiar que no veo
desde hace mucho tiempo. De una u otra manera, iré a Italia. Me convertiré en
una gran pintora.

Magnus la contempló, incrédulo.

—Veo que estás muy resuelta, señorita Merriweather.

Eliza sonrió.

—Bueno, gracias, lord Somerton. Me alegra que por fin comiences a


comprender.

El fuerte ruido de una rama al quebrarse les desvió la atención hacia el


sendero. Sin siquiera pensarlo, Eliza buscó refugio en los brazos de Magnus.
No lograba ver a nadie, pero sí oía pasos en la gravilla.

—Ahí están —dijo en ese momento Viola en un susurro—. Podéis comenzar.

De la oscuridad salieron las primeras notas de un violín y envolvieron a Eliza y


Magnus en su melodía.

Magnus la miró sonriendo.

—¿Podría añadir, señorita Merriweather, que tus tías están igualmente


resueltas?

Eliza se desprendió de sus brazos.


—Ya lo creo que lo están.

Regla 8

Conócelo como a ti mismo y jamás estará en peligro la operación.

Ya eran casi las once cuando llegó a Hanover Square la berlina que llevaba de
vuelta a Eliza y Magnus.

Todavía recelosa después de las clandestinas diabluras de sus tías en


Vauxhall Gardens, Eliza echó una rápida mirada por la ventanilla antes de
apearse. Miró la fachada de la casa, preparándose mentalmente para otro
asalto más, inspirado en el detestable libro de estrategias de sus tías.

De pronto se movieron misteriosamente las cortinas de terciopelo del salón que


daba a la calle y aparecieron dos narices en la abertura central entre las
cortinas. Eliza exhaló un suspiro de exasperación.

—No es necesario que me acompañes hasta el interior, milord —dijo, con la


esperanza de que Magnus la dejara en la puerta y le hiciera la amabilidad de
marcharse.

Vamos, que todavía la hacía vibrar su cercanía. No podía mirarlo sin recordar
la dulce sensación de estar en sus brazos, apretada contra él, sus tiernos
labios posados en su piel desnuda.

Los pensamientos libidinosos se le acumulaban como un enjambre de abejas,


zumbando pecaminosamente por todo su cuerpo, intensificando sus sentidos
femeninos. Se pasó la lengua por el labio inferior, su boca esperanzada,
ansiosa de lo que su mente no deseaba permitir.

En ese momento, una sola palabra dulce de Magnus la espolearía a hacer algo
que después lamentaría. Se movió incómoda en el asiento. Abrió el abanico
con la esperanza de refrescarse la cara, que, igual que otra parte de su
anatomía, sentía extraordinariamente caliente y mojada. Consternada por la
reacción de su cuerpo, se giró a recoger su chal y su ridículo que estaban a un
lado en el mullido asiento de piel acolchada. ¿Sería demasiado esperar que él
sencillamente se fuera a su casa?

—Me parece que mis tías ya han llegado —dijo—. Y si no me equivoco,


estamos a punto de caer en una emboscada.

Cuando estuvieron sacados los peldaños, Magnus bajó del coche y le tendió la
mano, sus ojos brillantes de diversión, e intensificados por algo más agudo.

—Que la tiendan, pues. Estoy preparado para el reto —dijo.

Con eso se desvanecieron las esperanzas de Eliza de una despedida rápida.


Se levantó del asiento, se asomó fuera de la puerta y alargó la mano para
coger la de Magnus, pero de repente lo pensó mejor y bajó los peldaños sin
ayuda.

Lo vio hacer un mal gesto ante ese pequeño desaire, pero no estaba dispuesta
a cogerle la mano. Incluso el más inocente contacto con él era un peligro para
ella.

Si esa noche había demostrado algo, era que sencillamente no se veía capaz
de estar cerca de Magnus sin que su cuerpo resonara como una campana y
por su mente pasaran los pensamientos más depravados. Cielos, un beso
había bastado para persuadirla a enseñarle los pechos, y en un lugar público,
nada menos.

El solo recuerdo le hizo arder el cuerpo. Ay, Dios, estaba perdida. Perdida.
¿Adónde se había ido su autodominio? Una cosa era segura, no podía
continuar en su presencia mientras no tuviera bien firme su resolución.

Lo miró.

—¿Que tiendan la emboscada? Eres muy valiente, milord, o tal vez


simplemente muy tonto. No hay que infravalorar a mis tías.

—De eso estoy seguro, mi querida señora —contestó él.

—Muy bien, entonces —dijo, dejando salir suavemente el aliento. Alisándose el


vestido, alzó el mentón y echó a andar hacia la puerta, rozándolo con las faldas
al pasar junto a él—. Estás avisado.

Aún no había puesto el pie en el segundo peldaño de la escalinata cuando se


abrió la puerta de par en par. Las tías Letitia y Viola se empujaron mutuamente,
peleándose por el primer lugar, dejando al pobre Edgar arrinconado contra los
paneles de la puerta.

—Bienvenidos —dijo la tía Viola dulcemente.

—Y espero que hayáis tenido una maravillosa noche en los jardines —añadió
la tía Letitia, caminando junto a Viola detrás de ellos cuando iban por el
vestíbulo en dirección al salón.

—Sí, fue maravillosa —contestó Magnus, mirando con expresión pícara a Eliza
y produciéndole revoloteos en el vientre.

—Espero que hayáis tenido una noche tranquila, tías.

Las dos ancianas se miraron nerviosas.

—Nuestra noche no ha sido en absoluto notable —contestó la tía Letitia—, así


que queremos oír todos los detalles de la vuestra.
Cogiéndole el brazo derecho a Magnus y el izquierdo a Eliza, los llevó por el
corredor hasta la sala de música.

La tía Viola entró detrás de ellos y se detuvo ante el piano a pasar la mano por
su superficie, casi con cariño.

—¿Cómo ha sonado la música esta noche? —preguntó con sus ojos


agrandados en fingida inocencia.

—Deliciosa —repuso Eliza, procurando reprimir la sonrisa de diversión que


pugnó por dibujarse en sus labios.

—Muy deliciosa —añadió Magnus, inclinándose sobre el piano a sonreírle a


Viola. Luego miró a Eliza y continuó—: En realidad, tuvimos muchísima suerte
durante nuestro paseo, porque nos dio una serenata un violinista ambulante.

Paseo, desde luego, pensó Eliza, estremeciéndose al recordar lo que


realmente ocurrió en Vauxhall.

—¿Sí? ¿Un violinista? ¡Qué romántico! —exclamó la tía Letitia y se dio media
vuelta; una cantarina risita pareció emanar de ella.

Eliza paseó la mirada por la sala y cayó en la cuenta de que su hermana no se


veía por ninguna parte.

—¿Dónde está Grace?

—En la biblioteca, con un caballero amigo —contestó Viola, dando una


palmada de felicidad.

Eliza sintió una enorme curiosidad.

—¿Un caballero?

—Sí, querida. Por lo que nos contó Grace, de repente se quedó muy separada
de vosotros y os andaba buscando cuando prácticamente chocó con un joven
al que conoció hace muchos años.

—Bueno —se apresuró a continuar la tía Letitia—, después de dejar recado


con el cochero de Somerton respecto a sus planes, permitió que el joven la
trajera a casa en su tílburi nuevo. Y bien elegante que es, además, lo
reconozco, con un blasón familiar en la puerta. Aunque, he de decir, con mi
vista tan mala, que igual podría haber sido una elegante mancha de lodo.

—¿Blasón familiar? —Eliza ya estaba absolutamente perpleja—. ¿Conocéis a


ese caballero?

—Ni mi hermana ni yo teníamos el placer de conocerlo hasta esta noche. —La


tía Letitia le puso un brazo en el hombro para tranquilizarla—. Pero creo que tú
lo conoces, Lizzy.
—¿Yo? —preguntó Eliza, atónita.

En ese momento el eco del sonido de tacones de botas en el corredor resonó


en las paredes de la sala de música. Eliza miró hacia la puerta en el instante en
que entraba Grace, muy orgullosa, del brazo de un joven caballero.

—Eliza, lord Somerton —dijo, en un tono que revelaba que ya casi no podía
contenerse—. Os presento a lord Hawksmoor.

—¿Hawksmoor? Encantada de conocerle —saludó Eliza, inclinándose en una


reverencia.

Al enderezarse, pestañeó, mirando al joven rubio, que estaba haciendo girar


entre los dedos su bastón con empuñadura de plata. Sus tías tenían razón.
Conocía a ese caballero. Su cara le resultaba familiar. Muy familiar.

—Perdone mi sorpresa, milord —dijo—. Hawksmoor Hall está a unas pocas


millas de nuestra casa, cerca de Dunley. ¿Es usted de allí?

Lord Hawksmoor se inclinó en una reverencia doblándose por la cintura.

—Sí. Hawksmoor Hall es mi casa. La heredé de mi tío. —Entonces la miró,


como si esperara algo—. ¿No recuerda nuestro último encuentro, señorita
Merriweather?

—Debería recordarlo, seguro —repuso Eliza, mirándolo atentamente y luego


negando con la cabeza, derrotada—. Uy, lo siento, milord. ¿Nos hemos
conocido?

Por el rabillo del ojo vio que Magnus se apartaba del piano un paso, en
dirección a ella.

—¿Cómo puedes haberlo olvidado? —rió Grace, y levantó un dedo—. Tal vez
yo podría refrescarte la memoria.

Cerrando los ojos, Grace estiró los labios e hizo ademán de acercar la cara al
joven.

La momentánea impresión de ver a su hermana en esa indecorosa postura se


desvaneció al caer en la cuenta.

—No. ¡No puede ser! —exclamó.

Grace y lord Hawksmoor se echaron a reír.

—No lo puedo creer —dijo Eliza, mirando del uno al otro.

Entonces sintió el calor de Magnus que se había puesto a su lado, y toda la


sangre de sus venas se le acumuló en el vientre.
—Tal vez alguien podría explicarnos a los demás qué es tan divertido —dijo
Magnus, poniéndose tan cerca de Eliza que le rozó el zapato con la bota.

Las dos tías alzaron las cejas, expectantes.

Magnus fijó la mirada en Eliza.

—Señorita Merriweather, ¿conoce a este caballero? —le preguntó,


visiblemente picado.

Eliza lo miró. Lo que veía en sus ojos no podían ser celos. No, no lo podían
ser.

—¿Señorita Merriweather? —insistió Magnus, en tono casi severo.

Eliza guardó silencio. No sabía qué le había preguntado Magnus.

—Yo diría que conoce a Hawksmoor —terció Grace, con la voz entrecortada
por la risa.

Nuevamente Eliza fijó la mirada en Hawksmoor, que estaba dejando el bastón


cerca de la puerta. Entonces, de repente, inesperadamente, se echó a reír y se
cubrió la boca con una mano.

—Sí que lo recuerdo. Debe de hacer unos diez años, como mínimo.

—Exactamente —confirmó Grace.

Poniéndose una mano en el pecho, Eliza hizo un gesto hacia Grace y lord
Hawksmoor.

—Una tarde, a comienzos de otoño, fui a buscar a Grace al huerto, donde


había estado cogiendo manzanas. Cuando llegué allí, vi que un niño estaba a
punto de besarla. Le grité que no lo hiciera, pero él la besó de todos modos y
luego escapó corriendo por entre los árboles.

—Eliza lo siguió, por supuesto —continuó Grace—, y como siempre ha sido tan
buena para correr, le dio alcance junto al río.

—Y ahí la besé a ella también —terció Hawksmoor dando un paso adelante—.


Claro que ella me metió la cara en el barro hasta que le juré que nunca más
volvería a intentar besarla a ella ni besar a su hermana.

Las dos tías se echaron a reír y continuaron riéndose hasta que tuvieron que
sujetarse el estómago, ya sin aliento.

A Magnus le bajaron las cejas hasta la nariz. Estaba claro que no le veía nada
gracioso a la situación.
—Y usted, señor, era ese muchacho maleducado.

—Sí, había ido a visitar a mi tío y estaba pasando el mes en Hawksmoor,


¿sabe? —contestó lord Hawksmoor, dedicándole una ancha sonrisa.

Pero al ver la agria expresión de Magnus se le evaporó la sonrisa y bajó la


mirada a las relucientes puntas de sus botas hessianas con borlas.

—¿Y lo ha hecho? —preguntó Magnus fríamente.

Hawksmoor levantó la vista, desconcertado.

—¿Milord?

—¿Ha besado a la señorita Grace después?

La tía Letitia dejó de reír bruscamente y se acercó más para no perderse la


respuesta.

El joven parecía sorprendido.

—Vamos, por supuesto que no. —Pasó la mirada de Magnus a Eliza—. Le di


mi palabra a la señorita Merriweather, ¿verdad?

La tía Letitia pasó por detrás de Grace y del joven y, poniendo las manos a
modo de sujetalibros, los juntó hasta que se tocaron sus hombros.

—Querida —le dijo a Eliza—, tal vez este joven debería ser liberado de esa
promesa que le exigiste hacer hace tantos años.

Eliza se echó a reír y miró atentamente al joven, aunque sabía que su tía
hablaba muy en serio.

—Eres Reginald Dunthorp.

—Sí, bueno, ahora soy lord Hawksmoor. Tengo el título desde hace tres años.

La tía Viola se puso al lado de Grace, le cogió la mano, le dio unas palmaditas
y luego se la colocó sobre el antebrazo del joven.

—Lord Hawksmoor, ¿ha venido a Londres a pasar la temporada? ¿Tal vez a


buscar una esposa, mmm?

—Tieta, por favor —protestó Grace.

Pero pese a su protesta, no daba la impresión de sentirse azorada por la


pregunta de su tía. De hecho, se acercó más a él, con los ojos agrandados,
esperando su respuesta.
Lord Hawksmoor hinchó su ancho pecho sin dar muestras de que le
incomodara ser el centro de tanta atención.

—Simplemente he venido a disfrutar de las fiestas y eventos de la temporada


—dijo, dando a entender con su tono que eso no era exactamente la verdad—.
Y encuentro muy interesante Londres, para divertirse —añadió, fijando la
mirada en Eliza.

Ella tuvo la desagradable impresión de que la estaba evaluando. Magnus debió


notar también esa mirada, porque la sorprendió muchísimo cogiéndole la mano
y poniéndosela sobre su antebrazo en gesto protector, como si quisiera afirmar
que ella le pertenecía. A ella se le aceleró el corazón ante ese atrevido gesto.

Y entonces, como si hubiera detectado alguna carencia en los encantos de


Eliza, Hawksmoor desvió bruscamente la mirada hacia Grace.

—Claro que espero casarme algún día —dijo.

Las tersas y redondeadas mejillas de Grace se colorearon de un rojo escarlata,


y la sonrisa con que correspondió la de él estaba animada por el más puro
placer.

En ese preciso instante entró Edgar con un decantador de bebida fortalecida


con licor y relucientes copas de cristal en una bandeja.

—¿Tal vez ahora estaría indicado un poco de música? —dijo la tía Letitia con
una ancha sonrisa.

—Y libación —gorjeó la tía Viola, caminando hacia el piano ayudándose con el


bastón—. Como dicen, ¡el tiempo vuela mientras se bebe ron!

Eliza vio insinuarse una sonrisa en los labios de Magnus ante el erróneo refrán
de Viola, y eso la tranquilizó un poco.

—¿Toca, señora? —preguntó él, cayendo a ciegas en la bien puesta trampa de


las ancianas.

Los ojos de la tía Viola se iluminaron de felicidad.

—Pues sí, toco. Y Letitia canta como un ruiseñor, ¿verdad, Eliza?

—Sí —repuso Eliza, pensando “más bien como un cuervo”.

Sin esperar a que la invitaran a cantar, la tía Letitia pasó por entre Grace y
Hawksmoor y se dirigió al armario de caoba, donde comenzó a hojear las
partituras.

El cielo nos ampare a todos, pensó Eliza. Suspirando, miró hacia las puertas
cristaleras para ver la hora en el reloj del corredor. Ésa iba a ser una noche
muy larga.
Cuando la tía Letitia cogió por quinta vez las partituras y empezó a hojearlas,
lord Hawksmoor aprovechó la oportunidad para decir que tenía concertada una
cita y se apresuró a salir. Grace lo acompañó hasta la puerta.

Eliza miró a Magnus, expectante, segura de que él imitaría a Hawksmoor, pero


no tuvo esa suerte. Fastidiada, observó que Magnus parecía muy contento de
continuar en la sala de música. ¿Cuánto más sería capaz de soportar ella? Ya
lo había sorprendido tres veces mirándola, mientras las ancianas estaban
absortas en su música, sin darse cuenta de nada. La estaba convirtiendo en un
manojo de nervios.

Pasado un momento, entró Grace en la sala, con las manos cogidas sobre el
corazón.

—¿Habíais visto a un hombre tan apuesto como lord Hawksmoor?

Eliza tuvo que reprimir la sonrisa maliciosa que empezó a formarse en sus
labios. Grace estaba entusiasmada con lord Hawksmoor, tal como estuviera
aquella vez en el huerto hacía tantos años.

La tía Letitia apuró el resto de licor que quedaba en su copa y fue a cogerle la
mano a Grace.

—Creo que podríamos haber encontrado tu pareja, señorita Grace. ¿No te


parece, Viola?

—¡Ah, ya lo creo! —exclamó Viola, levantándose de la banqueta. Alzó y bajó


las blancas cejas, entusiasmada—. Tendríamos que hablar de nuestra próxima
jugada inmediatamente, en la biblioteca.

La tía Letitia asintió y agitó una diminuta campanilla de plata. Cuando llegó
Edgar, le susurró algo al oído. A medida que la oía, el criado iba levantando
más y más sus espesas y canosas cejas.

—S-sí, milady —dijo Edgar y movió la cabeza de un lado a otro en el mismo


instante en que se dio media vuelta para salir de la sala.

La tía Letitia cogió del brazo a Grace y siguió a Viola hacia la puerta.

—Las tres estaremos un rato en la biblioteca y luego nos iremos a acostar —


les dijo a Eliza y a Magnus.

¡Ah, no! Nuevamente Eliza había olvidado esconder el libro de estrategias.


Seguía dentro del cajón de la mesa. Rayos. Seguro que lo encontrarían. ¿Y si
Grace descubría la verdadera finalidad del manual y se lo explicaba a las tías?

Magnus se levantó, con demasiada indecisión, para el gusto de ella.

—Yo debería marcharme también.


Por fin.

—¿Marcharse? No, no, no aceptaré nada de eso —dijo la tía Letitia, negando
con la cabeza y haciéndole un gesto para que volviera a sentarse—. Quédese,
por favor, lord Somerton, y acabe su refresco.

Eliza la miró, atónita.

—No, tieta, el conde tiene razón. Es muy tarde.

—No. Ni una sola palabra más, Eliza. Por favor, lord Somerton, quédese a
hacerle compañía a mi querida sobrina. Es muy rara la vez que la visita un
caballero.

Magnus sonrió ante ese certero dardo de Letitia, pero bajó la cabeza y aceptó
la tarea.

Las comisuras de los labios pintados de la tía Letitia se curvaron hacia arriba.

—Después de todo, la noche es joven para la juventud. Buenas noches, lord


Somerton, Lizzy.

La tía Viola y Grace también les desearon las buenas noches y las tres
echaron a andar por el corredor hacia la biblioteca.

A Eliza se le aceleró el pulso al ver salir a sus tías. Eso no podía estar
ocurriendo. No debían dejarla sola con él.

Aún no había transcurrido un minuto cuando entró Edgar con una bandeja bien
cargada: vino moscatel, frutas y galletas de azúcar. Diligentemente lo dispuso
todo en la mesita, platos, cuchillos para la fruta, sobre un mantel de lino
almidonado, y llenó las copas. Cuando se giró para marcharse, titubeante
entregó a Eliza un papel doblado.

Eliza, que había estado hojeando las partituras de sus tías para evitar la
observadora mirada de Magnus, levantó la vista.

—¿Qué es esto?

—Un mensaje de sus tías, señorita. —Edgar inclinó levemente la cabeza y se


dirigió a toda prisa hacia la puerta. Una vez allí, se giró a mirarla—. Lo siento,
señorita Merriweather. Por favor, le ruego que me perdone.

El desconcierto de Eliza dio paso al asombro cuando Edgar cerró la puerta de


paneles de cristal y giró la llave en la cerradura.

—¡No! ¡Edgar, no puedes hacer eso!


El anciano criado moduló otra disculpa y se alejó, perdiéndose de vista en el
oscuro corredor.

—¿Qué demonios? —exclamó Magnus, levantándose de un salto y corriendo


hasta la puerta—. Nos ha dejado encerrados con llave.

Eliza dejó el papel sobre la bandeja de plata y corrió a la puerta a tirar de la


manilla.

—No puedo creer que hayan hecho esto.

—¿Hayan? —preguntó Magnus, mirando por el cristal por si veía a alguien que
pudiera abrirles la puerta.

—Mis tías —siseó ella—. No creerás que Edgar haría una cosa así por su
cuenta, ¿verdad? Las señoras le ordenaron que lo hiciera, estoy segura.

—Esa nota podría darnos la explicación —dijo Magnus.

—Sin duda.

Furiosa por esa última maniobra de sus tías, Eliza corrió hasta la mesa, cogió
el papel de la bandeja y lo leyó.

—Oh, no.

—¿Qué dice? —preguntó él, alargando la mano para cogerlo.

Eliza se lo impidió, poniéndoselo a la espalda.

—Nada.

—Dice algo, si no, no estaríamos encerrados en esta sala.

—Ah, muy bien, ten. —Le pasó el papel y se mordió el labio, nerviosa, mientras
él lo desdoblaba. Se sentó en la banqueta—. Es algo tomado del libro de
estrategias de mis tías.

Magnus empezó a leer:

Estrategia Ocho
Conócelo como a ti mismo y jamás estará en peligro la operación.

La miró desconcertado.

—¿Qué significa esto?

Eliza tragó saliva para deshacer el desagradable nudo que se le había formado
en la garganta.
—Creo que el mensaje significa que nos dan tiempo para que nos conozcamos
más… más íntimamente.

Magnus arqueó una ceja.

—¿Íntimamente? Sí que tienes dos tías de criterio muy amplio, señorita


Merriweather.

Eliza lo miró indignada. Ya empezaba a sentir comezón en el pecho, como si le


hubieran salido ronchas.

A Magnus se le curvó la comisura de los labios.

—No hay ninguna necesidad de ponerse nerviosa. Entiendo lo que quieres


decir. Lo que no entiendo es de dónde ha salido este edicto de tus tías.

Eliza cogió la copa, se la bebió entera, la llenó y volvió a bebérsela entera. Casi
se le cayó la copa al sentir el ardor en la garganta.

—¿Tan terrible es? —preguntó él.

Ella tosió, pero asintió enérgicamente.

—Peor —graznó.

Magnus fue a sentarse en el sillón de madera frente a ella. Luego le puso sus
cálidas manos sobre las rodillas que le daban saltitos de los nervios,
aquietándoselas. Tranquilizándola.

—No puede ser tan terrible. A ver, explícamelo.

La comprensiva sonrisa con que acompañó sus palabras le dio a ella el valor
para decirle todo lo que no quiso decirle cuando él accedió a hacer el trato con
ella. Tan pronto como recuperó el habla, comenzó:

—Como dije hace un momento, mis tías tienen un libro de estrategias titulado
Las reglas de la seducción.

—Lo conozco. Es un famoso manual de estrategias militares para la guerra.

—Ése tiene que ser —asintió ella.

Agrandando los ojos, lo miró y luego bajó la vista a la nota.

Magnus volvió a leer la nota en silencio y levantó bruscamente la cabeza.

—Bueno, que me cuelguen si esto no está sacado directamente del manual.

—Sí —logró decir ella.


A él se le escapó una risita sorprendida.

—Debo preguntarte, Eliza, ¿por qué tus tías citan este manual de estrategia
militar?

—Bueno… esto… Ah, caray, no sé por dónde empezar.

—Eliza, por favor —dijo él, moviendo el papel delante de su cara—. ¿Qué
conexión hay entre esta cita y el hecho de que estemos encerrados aquí?

Ella se dio una palmada en los muslos.

—Antes tienes que comprender una cosa. —Hizo una honda inspiración y dejó
salir la verdad—: Mis tías no saben que ése es un manual de estrategias para
la guerra.

Magnus frunció el entrecejo pero le hizo un gesto para que continuara.

—Son muy ancianas, están un poco chifladas, y tienen muy mala la vista. Creo
que sólo pueden leer los titulares de los capítulos porque están con letra más
grande, y tienen la errónea impresión de que el libro es un manual de
estrategias para comprometerse en matrimonio.

Magnus ladeó la cabeza.

—¿Cómo?

Eliza bajó la cabeza y lo miró tímidamente a través de las pestañas.

—Aplican las estrategias del libro para asegurarnos proposiciones de


matrimonio a Grace y a mí antes que termine la temporada.

—Me estás tomando el pelo.

—Lamentablemente no —dijo ella con voz débil y tono manso—: Todo es muy
cierto.

Magnus guardó silencio un buen rato y luego, sorprendiéndola absolutamente,


echó atrás la cabeza y se rió a carcajadas. Ella nunca lo había oído reír así.

Se le evaporó el nerviosismo y se le escapó una risita.

—Sí, es bastante divertido.

—Es fantástico —dijo él, tratando de contener la risa.

Oyendo esa sonora y ronca risa masculina, ella pensó por qué no le habría
explicado antes esos trucos casamenteros de sus tías. Él no parecía
preocupado en lo más mínimo.
Él dejó de reírse y poco a poco se le fue extendiendo por la cara una expresión
de desconcierto.

—Eliza, si todo este tiempo has sabido de ese error, ¿por qué no se lo has
explicado a ellas? Podrías poner fin inmediatamente a sus tretas.

Eliza se levantó y comenzó a pasearse lentamente en círculo por la sala.

—Porque les rompería el corazón. Verás, cuando descubrieron el libro en la


biblioteca, me parece que creyeron que su padre lo había comprado para
guiarlas en su primera temporada porque su madre estaba muy enferma. Pero
poco después, cuando murió su madre, su padre quedó tan abatido que las
dos jovencitas nunca tuvieron su temporada.

—Así que en su ingenuidad, están usando el libro para guiaros a ti y a la


señorita Grace.

—Exactamente. —Volvió a sentarse en la banqueta—. Creo que a través de


nosotras están disfrutando de la temporada que nunca tuvieron.

Magnus hizo una lenta respiración.

—O sea, que tú y tu hermana les seguís el juego para hacerlas felices.

—Sí, bueno… —Se movió incómoda en el asiento—. Grace no sabe cuál es la


verdadera finalidad del libro. No lo ha abierto, como yo. Y no lo abrirá si yo
logro evitarlo. ¡Qué disensión causaría eso!

—Buen Dios, Eliza. ¿Tu hermana aplica estratagemas militares sin saberlo
para cazar un marido?

—Eh… sí. —Alzó el mentón Pero me he prometido que si alguna vez una
estrategia pone en peligro su reputación, o sus posibilidades de que le
propongan matrimonio, la informaré inmediatamente.

—Qué magnánima —comentó Magnus, y apoyando la espalda en el respaldo,


volvió a reírse.

Eliza lo miró con los ojos entornados.

—¿Me haces el favor de decirme qué encuentras tan divertido?

—La forma como funciona tu mente.

Ella lo miró con gesto altivo, nada divertida.

—Bueno, mi mente no logra figurarse una manera de salir de esta sala. Tal vez
podrías ayudarme. —Se levantó y caminó hasta la puerta. Miró por uno de los
paneles de cristal y suplicó a todo pulmón—: ¡Dejadnos salir, por favor!
Sólo contestó el silencio.

—Grace y la tía Letitia deben de haber pasado por la otra puerta para subir a
sus habitaciones —informó a Magnus, que continuaba cómodamente
sentado—. No hay señales de ellas. —Golpeó el cristal con el puño y estuvo
unos cuantos minutos más gritando, hasta que aceptó la derrota y fue a
sentarse en la banqueta del piano—. Viola sigue en la biblioteca. Sólo le vi la
coronilla, pero parece que está durmiendo. Y una vez que se le cierran los ojos,
no hay manera de despertarla.

—No me sorprende que esté dormida —dijo Magnus, abriendo su reloj de oro
para mirar la hora—. Lady Viola bebió su buen poco de su… ejem, refresco, y
es bastante tarde, o temprano debería decir.

Eliza lo miró enfadada.

—La culpa es tuya, tienes que reconocer. ¿Por qué no te marchaste? Podrías
haberte ido con lord Hawksmoor, y nos habrías ahorrado a los dos este odioso
destino.

Magnus enarcó una ceja.

—¿Y correr el riesgo de que volviera Hawksmoor? Eso, de ninguna manera.

Eliza se cruzó de brazos.

—¿Y a qué iba a volver Hawksmoor esta noche? No veo ninguna lógica en lo
que dices.

Magnus hizo un gesto con la cabeza hacia el bastón con empuñadura de plata
que estaba apoyado en el marco de la puerta.

—Ése es su bastón, ¿verdad? Ahora tiene un motivo para volver, cuando


quiera. Viejísimo truco del manual de caza del soltero. Vi cómo te miraba. Le
gustas, créeme.

—Milord, estás absolutamente equivocado. Le gusta Grace.

—Sólo después que yo te cogí la mano. No te engañes, Eliza.

—Bueno, entonces, debo darte las gracias por hacer el papel de pretendiente y
por advertirme de un posible problema. —Nuevamente fue hasta la puerta y la
golpeó—. Aunque me parece que Hawksmoor es el menor de mis problemas
—masculló.

—Vamos, no te referirás a mí, ¿verdad? —dijo él, sonriéndole.

¿Por qué no podía mantener la boca cerrada y los pensamientos dentro de la


cabeza? ¡Necesitaba salir de esa sala!
—Noo, me refería a mis tías. —Con la esperanza de que él se hubiera tragado
esa mentira, lo miró por encima del hombro—. Te toca a ti.

Magnus estaba bien arrellanado en el sillón con las manos entrelazadas detrás
de la cabeza.

—Ni tus golpes ni tus gritos nos han acercado a la liberación. Está claro que tus
tías nos liberarán cuando quieran, y no antes, por mucho ruido que hagamos.

Gruñendo, Eliza fue a sentarse nuevamente en la banqueta y comenzó a tocar


una melodía.

—Entonces creo que tenemos que resignarnos a pasar toda la noche


encerrados aquí.

—Sí, eso parece —convino Magnus—. Así que podrías sentarte a hablar
conmigo sobre lo que ocurrió en los jardines.

—¿Hablar? Ah, no. Ya hemos hablado bastante de eso. ¿No te apetecería


jugar a las cartas?

Nerviosa, levantó la vista y miró su hermosa cara, y cuando sus ojos se


encontraron con los de él, sintió revoloteos en el vientre.

Necesitaba toda la ayuda del cielo para acabar esa noche… siendo todavía
virgen.

Al cabo de tres vueltas completas del minutero del reloj y muchísimas y


tediosas partidas de piquet, durante las cuales se desentendió de los repetidos
intentos de Magnus de hablar sobre lo ocurrido esa noche en Vauxhall
Gardens, a Eliza ya se le caían los párpados, por efecto de la hora que era y el
maldito licor ofrecido por sus tías. Apoyó la espalda en el piano, se obligó a
abrir los párpados lo más posible y apretó la mano sobre el mango de
madreperla del cuchillo para postre que tenía delante de ella para protegerse.

Con los adormilados ojos contempló el decantador vacío que tenía delante,
deseando no haber pasado ese tiempo con una copa en la mano. Magnus, en
cambio, no parecía afectado en lo más mínimo por la bebida.

—No entiendo cómo puedes estar sentado ahí tan contento cuando estamos
atrapados en esta jaula de cristal —dijo enfadada, sintiendo muy débiles sus
defensas.

Magnus se levantó y caminó resueltamente hacia ella.

—Debe de ser el panorama, porque desde luego no es la conversación. Pero


eso está a punto de cambiar.
—No hay nada más que hablar —protestó ella, aunque la voz le salió
temblorosa al verlo acercarse, y ella impotente.

Él se detuvo muy cerca de ella, gigantesco.

—Pues sí que lo hay, muchacha. Lo que ocurrió en los jardines no fue ninguna
casualidad, y debemos hablarlo. —En sus ojos destellaban chispitas de
emoción, mirándola—. Reconócelo, Eliza. Sé que sientes algo por mí. Lo
sientes hasta los dedos de los pies.

—Te equivocas —logró decir ella—. Lo nuestro no es otra cosa que un pacto
de conveniencia.

Y de pronto él ya estaba ante ella acariciándole la mandíbula. Estaba tan


cansada que no hizo ni ademán de apartarse ni girar la cara, disfrutando de la
placentera sensación de las yemas de sus dedos por la piel debajo de la oreja.
Se le escapó un suspiro cuando él deslizó la mano por el cuello y le cogió la
nuca acercándola más a él.

Alzó la vista para mirarlo y la sorprendió el resuelto brillo que vio en sus ojos.

¿Qué estoy haciendo?, pensó y levantó el pequeño cuchillo para fruta tratando
de parecer amenazadora, pero él simplemente se rió de esa débil defensa.

—Basta de juegos. Basta de palabras, muchacha.

Ella siguió con la mirada el movimiento de su mano izquierda al coger el


cuchillo y arrojarlo al suelo, donde éste se alejó deslizándose.

Desprovista del arma, cerró la mano en un puño, pero él le abrió suavemente la


palma y se la besó. Sentir el húmedo calor de su boca la estremeció. Él se
enderezó y entrelazó los dedos con los de ella.

Se le agitó la respiración cuando él la levantó de la banqueta y la atrajo hacia


él, presionándole la espalda con la mano abierta y estrechándola contra él
hasta que sus cuerpos estuvieron tan juntos que ella sintió los fuertes latidos
de su corazón.

Él la iba a besar, seguro, y, Dios misericordioso, eso era lo que deseaba ella.
Necesitaba que la besara. Echó atrás la cabeza, cerró los ojos y se quedó
inmóvil, esperando.

De pronto lo sintió. Sintió su lengua deslizándose por su labio inferior,


saboreándola, atormentándola, induciéndola a abrir la boca. Y entonces, por
fin, la besó de verdad, explorándole expertamente todos los recovecos de la
boca. No había escapatoria; era impotente para resistirse, impotente para
negarle algo.

Cuanto más la besaba y estrechaba en sus brazos, más débiles sentía las
piernas. Y de repente, sintió su mano sobre un pecho.
¡Buen Señor! Abrió los ojos. Si fuera una dama como es debido, eso la haría
desmayarse. Entonces se le ocurrió. Tal vez sí había una manera de refrenarlo.
Y de refrenarse ella.

En el instante siguiente, cerró los ojos y su cuerpo quedó flácido en los brazos
de Magnus.

—¿Eliza? ¿Eliza? —exclamó Magnus, sosteniendo el desmayado cuerpo en


sus brazos, atónito. La sacudió—: Maldita sea, Eliza. Contéstame.

Respiraba, eso lo veía. ¿Es que la tonta muchachita se había desmayado? No,
no podía ser. Su Eliza no era ese tipo de jovencita.

De todos modos, pese a sus llamadas, sus palmaditas en las mejillas, ella no
contestaba ni reaccionaba. La colocó tendida en el suelo de madera, la giró
hasta dejarla de costado para desabotonarle la hilera de pequeños botones en
la espalda y soltarle el corsé. Después fue a coger el candelabro, lo puso en el
suelo cerca de ella y esperó. Pero esos cuidados no sirvieron de nada; ella
continuaba igual.

Eliza había hecho lo imposible por evitarlo esas horas pasadas, por poner
distancia entre ellos, pensó. Y él lo había aceptado, incluso aceptó esa larga
maratón de partidas de naipes. Qué maravillosamente adorable, en realidad,
tan transparente en su empeño por combatir el deseo físico que sentía en su
interior.

Pero luego él la presionó, intentó hacerla reconocer los sentimientos que


negaba. Y ella los reconoció. No con palabras, no. Él sintió el reconocimiento
en la forma como se le ablandó el cuerpo cuando la estrechó en sus brazos; en
la apasionada respuesta a su beso. Sus sentimientos por él, su necesidad de
él, estaban claros como la luz del día.

Y a eso habían llevado sus manipulaciones. Maldición. Tenía que sacarla de


ahí. Tenía que pedir ayuda. Fue a recoger el cuchillo y se acercó fue hasta la
puerta. Se arrodilló, estuvo examinando un momento la cerradura de latón y
luego metió la punta del cuchillo en el ojo y lo fue girando poco a poco, hasta
que sintió moverse el pasador.

Un movimiento que vio reflejado en el cristal le captó la atención; se quedó


pasmado por lo que vio. Eliza tenía la cabeza levemente levantada y lo estaba
mirando, con la boca abierta por su éxito con la cerradura.

Pero en los segundos que tardó en incorporarse y girarse a mirarla, Eliza ya


había vuelto a apoyar la cabeza en el suelo y tenía los ojos cerrados. Tuvo que
sofocar la risa. ¿Así iba a ser entonces?

Ach, ya era hora de que se marchara de todos modos. Dentro de dos horas
tenía que reunirse con el otro inversor de The Promise. “A las primeras luces
del alba en el muelle”, decía la tarjeta. Y él tenía toda la intención de estar ahí,
pese a esa larga velada, pues estaba programado que el barco entrara en el
puerto esa mañana. Y era posible, sólo posible, que llegaran a su fin sus
apuros económicos y pudiera comenzar una vida con Eliza.

Exhalando un suspiro, pasó las manos por debajo de su cálido cuerpo, la


levantó suavemente en los brazos y salió al corredor.

—Ven conmigo, cariño —le susurró al oído, cuando iba subiendo la escalera.

Al llegar arriba, fue buscando a tientas una puerta y se detuvo cuando tocó una
fría manilla. La movió y abrió la puerta empujando con el pie.

A la luz de las parpadeantes llamas del hogar distinguió los contornos de una
cama cerca de la ventana.

—¿Quién está ahí? —chilló una voz.

Reconoció la voz de Grace.

—Chss, silencio —dijo, llevando a Eliza hasta la cama.

—¿Lord Somerton? ¿Qué hace en mi dormitorio? —preguntó Grace,


horrorizada—. Si me toca gritaré.

—Tengo a Eliza en los brazos. ¿Puedo ponerla aquí con usted?

—S-sí, su-supongo —tartamudeó ella—. Pero ¿por qué…?

Él depositó a Eliza en la cama y se inclinó a susurrarle al oído:

—Ganas esta vez, muchacha. Esta vez.

Pero al sentir su aliento en la mejilla comprendió que ella no lo oía. El licor ya


había hecho su efecto y estaba dormida.

Giró sobre sus talones, llegó a la puerta y allí se detuvo con la mano puesta en
la manilla. A la tenue luz de un delgado rayo de luna vio que Grace tenía los
ojos tan abiertos como la boca.

—Buenas noches, señorita Grace.

—Bu-buenas noches, lord S-Somerton.

Bajó a toda prisa la escalera, se detuvo en el vestíbulo el tiempo justo para


coger sus chaqueta y sombrero, abrió la puerta y salió a la noche.

Mientras el coche de alquiler que lo esperaba se iba a situar delante de la casa,


le llamó la atención un repentino movimiento al otro lado de la plaza. Con los
músculos tensos y todos los nervios activados, se asomó a mirar por detrás del
coche. Un coche oscuro, casi invisible por la densa niebla, se había detenido
delante, dos casas más allá. Vio que tenía la ventanilla abierta, pero no logró
distinguir mucho más. De pronto, por un escaso segundo, una llama iluminó el
negro interior del coche.

Entrecerró los ojos, pero lo único que logró ver fue la punta encendida de un
cigarro.

Tuvo la clara impresión de que lo estaban observando.

Regla 9

A primera hora de la mañana el ánimo está entusiasta, durante el día va


decayendo, y al anochecer los pensamientos se vuelven hacia casa.

—Muelle de Importación de las Indias Occidentales, jefe —gritó el cochero,


deteniendo bruscamente el coche.

Magnus se frotó los cansados ojos y miró por la ventanilla la hilera de


almacenes de ladrillo que se alzaban ante él. Abarrotados hasta los topes, los
edificios cerraban un interminable muelle junto al cual se mecían veleros de
gruesos mástiles.

Bajó del coche al fresco aire matutino y le lanzó una gruesa moneda al
cochero, que hizo girar los caballos y emprendió la marcha por los mojados
adoquines para volverse por donde había venido.

Magnus hizo unas cuantas respiraciones profundas, inspirando la fresca brisa


que soplaba desde el Támesis, notando el olor vagamente salobre de la
madera de los barcos atracados en el muelle.

Receloso, miró hacia atrás, y escrutó los oscuros huecos entre los edificios.
Pero no vio nada. El coche que había seguido al suyo por las mojadas calles
de Londres ya no se veía por ninguna parte. Eso era algo que debía agradecer,
aunque lo amilanaba de todos modos.

No tenía la menor idea de quién podría ser la persona que lo había seguido.
Ach, si es que lo había seguido alguien. En Londres siempre había mucho
ajetreo y no era raro ver movimiento a primera hora de la mañana, de
comerciantes, vendedores ambulantes y tenderos. Haría bien en moderar su
vigilancia militar, en olvidar su formación. Al fin y al cabo las calles de Londres
no eran trincheras ni campos de batalla.

Desechando sus sospechas por el momento, metió la mano en el bolsillo de la


chaqueta y sacó la tarjeta que recibiera la tarde anterior.

Muelle Importación Indias Occidentales, 22.


Primeras luces del alba.
Aún no eran las seis de la mañana, y ya había veinte barcos atracados allí.

A pesar de su inmenso cansancio, su ánimo seguía elevado, por lo que


empezó a silbar. Estaba casi seguro de que en cualquier momento divisaría el
barco al que había apostado su futuro, The Promise, bastante hundido en el
agua, por el peso de su precioso cargamento.

Recordaba los distintivos aparejos de The Promise, por lo que miró


atentamente la selva de mástiles por si lo veía. Quizá con la llegada de ese
barco podría solucionar las dificultades económicas heredadas de su hermano
y comenzar de nuevo la temporada proponiéndole matrimonio a la mujer que
ya significaba todo para él: Eliza.

Se insinuó una sonrisa en sus labios al recordar su calor y blandura cuando la


abrazó en la sala de música; las seductoras curvas de su cuerpo, sus carnosos
labios, el sutil aroma a lavanda que impregnaba sus cabellos. Hizo una media
inspiración, recordando.

—¡La cabeza, señor! —gritó una voz.

Magnus levantó la cabeza y vio una caja del tamaño de un coche colgada de
una grúa y avanzando veloz hacia él.

Se evaporaron sus dichosos pensamientos y se arrojó hacia un lado, justo a


tiempo de evitar quedar aplastado por el peso de la caja.

—Condenación —masculló, levantándose.

Entrecerró los ojos y mientras se ajustaba la chaqueta, contempló la enorme


caja.

Un ruido de palmadas le atrajo la atención hacia la puerta de la siguiente


factoría, que casi no se veía por la sombra de la mañana. Allí estaba Charles
Lambeth, con una ancha sonrisa, enseñando los dientes, en su delgada y
pecosa cara.

—Muy bien, Somerton —dijo entonces Lambeth—. Pero ¿dónde tenías la


cabeza, hombre? Enganchada a un trozo de muselina, diría yo.

Si bien pertenecían a mundos diferentes, siendo Magnus un noble y Charles


Lambeth el hijo de un comerciante, habían combatido juntos en la Península,
donde las penurias de la guerra sellaban muchas alianzas inverosímiles. Allí,
en medio de la muerte y el sufrimiento, se habían hecho muy amigos.

Magnus atravesó el muelle y le dio una cordial palmada en el hombro.

—Aquí estás, buen hombre. ¿A qué se debe esta convocatoria? The Promise
llegó según estaba programado, ¿verdad?
Se desvaneció la sonrisa de Lambeth.

—Será mejor que entres.

A pesar del frescor de la mañana, gotitas de sudor le mojaron la frente a


Magnus mientras seguía a Lambeth hasta una pequeña oficina separada del
almacén principal. Estaba claro que no recibiría la noticia que había estado
esperando.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Lambeth miró por la ventana hacia el río.

—Tenemos que esperar a que llegue el otro inversor.

Magnus detectó algo amedrentador en su voz.

—Si ocurre algo malo, exijo saberlo ahora —dijo, endureciendo el tono—.
Conoces mi situación. Mi vida está encajonada en ese barco. Mi futuro.

Expulsando el aliento en un soplido, Lambeth miró el suelo, como si estuviera


ordenando sus pensamientos. Finalmente levantó la cabeza y lo miró.

—Creo que es mejor que te sientes.

Magnus acercó una silla y se sentó.

—Esto no tiene nada de prometedor.

Negras nubes de preocupación oscurecían los ojos de Lambeth. En ese


momento se abrió la puerta y entró el otro inversor, Porter Hanover, lord
Dunsford, y fue a sentarse en una silla.

—¿Qué ha pasado para sacar a un hombre de la cama tan temprano? Ha


llegado The Promise, ¿verdad?

Lambeth pasó de los saludos y fue directamente al grano:

—Ayer tarde recibí varios informes sobre una tremenda tempestad que
atravesó la vía marítima occidental. Ayer, la Compañía de las Indias Orientales
confirmó la pérdida de dos barcos.

—¿Y The Promise? —preguntó Magnus, levantándose.

Lambeth negó con la cabeza.

—No lo sé. Por el momento no ha aparecido en los informes. Yo espero lo


mejor.
—¿Esperas lo mejor? —exclamó Dunsford, levantándose de un salto—. ¿Es
eso lo único que puedes ofrecernos, esperanza?

—Lamentablemente, sí —contestó Lambeth, bajando los ojos hacia el suelo


otra vez—. Señores, debemos tener fe.

—¿Fe? —repitió Dunsford—. ¡Hablas como un maldito cura!

Lambeth se le acercó y le puso una mano en el brazo para calmarlo.

Dunsford le apartó la mano con un manotazo. Frunció el entrecejo y entornó los


ojos.

—Debería haberles hecho caso a los jugadores del White's, ¿sabes? Incluso
ellos me desaconsejaron esta apuesta. —Lo apuntó con un dedo—. De tal palo
tal astilla, dicen.

—¿Y qué quiere decir con eso?

—Que eres igual que tu padre, un timador.

—Maldito hijo de puta…

Magnus corrió a ponerse entre los dos hombres, en el momento en que


Dunsford se abalanzaba hacia Lambeth con el puño en alto y Lambeth cogía
una silla, levantándola hasta la cabeza, preparado para golpear.

Apartando a Lambeth con el hombro, cogió a Dunsford por las solapas y lo


obligó a sentarse en la silla.

—Cálmate, hombre. No ha habido ningún informe que indique la pérdida de


The Promise. Mientras no sepamos más, debemos suponer que todo está bien.

Cuando estuvo seguro de que se había calmado la furia de Dunsford, Lambeth


bajó la silla y la puso sobre el desgastado suelo de madera. Apoyó las manos
en el travesaño superior del respaldo y bajó el mentón hasta el pecho.

Dunsford apoyó la cabeza entre las manos.

—Será mi ruina, ¿sabéis? —dijo con voz débil y trémula—. Si este barco se
pierde quedaré arruinado.

—Todos quedaremos arruinados, Dunsford —dijo Magnus, mirando por la


ventana los barcos que se mecían en el agua—. Cada uno conocía los riesgos
cuando pusimos nuestras guineas sobre la mesa. Y junto con el riesgo estaba
la posibilidad de obtener inmensos beneficios, y estos todavía podrían ser
nuestros. Es decir, si no perdemos la calma. Aun en el caso de que se pierda la
carga, siempre está el seguro.

Dunsford se encogió de hombros.


—Al menos tenemos eso.

Lambeth les dio la espalda y, sin decir palabra, se limitó a mirar por la pequeña
ventana.

Los apagados gritos de los trabajadores del muelle se unían a los crujidos y
gemidos de los barcos atracados, mientras los tres hombres reflexionaban
sobre la gravedad de la situación, cada uno a su manera.

Finalmente, Dunsford se levantó y le tendió la mano a Lambeth.

—Acepta mis disculpas, buen hombre. Lo que pasa es que… Lambeth asintió y
le cogió la mano, estrechándosela entre las dos de él.

—Lo sé. Yo también estoy preocupado.

Ese sencillo gesto pareció tranquilizar a Dunsford, pero a Magnus no le pasó


inadvertida la rabia apenas controlada que seguía ardiendo en los ojos de
Lambeth.

Dunsford le dirigió una contrita sonrisa a Lambeth y luego se volvió hacia


Magnus.

—¿Compartimos un coche de alquiler, Somerton? Nos iría bien conservar las


monedas que nos quedan, ¿eh?

Magnus soltó una risita.

—Pues sí. —Caminaron hacia la puerta y desde allí se volvió a mirar a


Lambeth—. ¿Nos avisarás si hay alguna noticia?

Esbozando una sonrisa comprensiva, Lambeth los acompañó hasta la puerta.

—Sabes que sí —dijo.

Magnus echó a caminar al lado de Dunsford en dirección al coche que


esperaba a éste, sintiendo el peso de la preocupación como un lastre en el
corazón. Si The Promise no llegaba a puerto pronto, sólo tendría una manera
de salvar Somerton. Cielo santo, ni siquiera quería considerar esa posibilidad.

¿Cómo podría pensar siquiera en casarse con otra? Un repentino


estremecimiento le subió por el cuello y el cuero cabelludo al terminar el
pensamiento: ¿si estaba enamorado de Eliza?

Cuando se disponían a subir al coche, un hombre de pelo claro se tocó su


sombrero de copa al pasar junto a ellos.

Magnus lo saludó de igual manera. Aunque el ala del sombrero le ocultaba


parte de la cara, le pareció conocerlo.
Cuando estuvieron instalados en el coche, Magnus acercó la cara a la pequeña
ventanilla. Un brillante coche negro salió de un callejón en sombras. Vio subir a
él al hombre de pelo claro.

Un coche había seguido al suyo durante la noche. Y ahora aparecía ese


caballero, que claramente no tenía nada que hacer allí cerca de los muelles.
Eso era bastante misterioso. O una simple coincidencia. De todos modos,
estaba seguro de que conocía al hombre de haberlo visto en alguna parte.
Pero ¿dónde?

Esa misma mañana, algo más tarde, William Pender dejó la taza de té en el
platillo y apartó su plato de desayuno con tanta fuerza que saltaron trozos de
pan y se diseminaron sobre la mesa.

—Así que el barco está desaparecido.

Magnus guardó silencio; sabía muy bien de qué deseaba conversar su tío; su
decepción estaba claramente marcada en su cara y no intentaba disimularla.

—Está desaparecido y tú todavía no has encontrado una novia.

Magnus, que aún no había puesto la cabeza en la almohada y seguía


preocupado, no estaba de humor para seguir esa conversación.

—El barco no está desaparecido —dijo—, sencillamente aún no ha llegado. La


tormenta ha azotado las vías marítimas occidentales, y el barco se ha
retrasado debido al mal tiempo. Así de simple.

Pender apoyó un huesudo codo sobre la mesa y cogiéndose una espesa ceja
entre el índice y el pulgar empezó a hacerla girar.

—Juro que serás mi muerte. ¿Por qué no quieres seguir mi consejo de casarte
con la señorita Peacock?

Magnus hizo un gesto de asentimiento al lacayo que estaba a un lado atento, y


éste le llenó la taza con el té aromatizado con fruta y ron que tanto le gustaba a
su tío.

—No quiero precipitarme a un matrimonio inadecuado sólo para proteger mi


inversión. Si me voy a atar con alguien de por vida, será con una mujer elegida
por mí. Cualquier cosa inferior a eso podría ser una receta para años de
sufrimiento. Lo he visto más veces de las que deseo recordar.

—¿Y esa muchacha Merriweather? Parece que te entusiasma bastante.


Aunque debo advertirte, Somerton, que su posición social no es en absoluto
conveniente. Y ella es bastante rara.

—Vigila por donde pisas, tío —le dijo Magnus, mirándolo enfadado.
Pender emitió un suave gemido y cambió de posición en su silla.

—Sólo quise decir… esto… ¿tiene dinero por lo menos? Ciertamente sus tías
lo tienen en abundancia.

—Me agrada muchísimo la compañía de la señorita Merriweather. Pero nuestra


relación no tiene nada que ver con el dinero.

—Mi querido muchacho —dijo su tío negando con la cabeza—, todas las
relaciones entre hombres y mujeres de la alta sociedad tienen que ver con el
dinero.

—Ésta no —dijo Magnus, moviéndose inquieto en su silla.

El anciano alargó la mano para coger un trozo de pan de su plato y se lo echó


a la boca, y luego lo tragó junto con un sonoro sorbo de té.

—¿Sabes?, se rumorea que su padre no dejó bien provistas a sus hijas. ¿Es
cierto eso?

—Bastante cierto, supongo —suspiró Magnus.

Su tío resopló, dejando muy claro su fastidio.

—Entonces, ¿por qué continúas galanteándola? No puede ofrecerte nada.


Incluso podría hacerte bajar unos peldaños ante la alta sociedad, ¿sabes? No
te conviene eso, no te conviene en absoluto.

Magnus abrió la boca para hablar, pero Pender levantó una mano.

—Vamos, vamos, no me hagas callar. Sé que no quieres oír esto, pero es la


verdad.

Magnus se encogió de hombros, desentendiéndose del comentario lo mejor


que pudo. Su relación con Eliza no era asunto de nadie aparte de él. Levantó la
taza, bebió un poco de té e hizo un mal gesto por el sabor a fruta azucarada.

—Francamente, tío, no sé cómo puedes beber esta porquería.

—Lo bebo porque me gusta su dulzura. Suaviza la aspereza de la mañana. —


Se giró a mirarlo—. No sacas nada con intentar eludir mi pregunta, Somerton.

—¿Y la pregunta es?

William Pender gruñó de frustración.

—¿Por qué continúas relacionándote con la señorita Merriweather cuando


sabes que debes casarte por dinero si no quieres perderlo todo?
Magnus lo miró con una ceja enarcada.

—Porque me agrada su compañía. —Curvó los labios—. Porque su dulzura


suaviza toda esta maldita situación.

Su tío se echó a reír.

—Ah, o sea, que es una sabrosa diversión, ¿eh?

Magnus no se dignó ni a contestar a ese comentario; simplemente lo miró


fijamente.

Pender lo miró con gesto altivo.

—Las diversiones tienen su momento y su lugar, pero éste no es el apropiado.


La propiedad de tu familia está en peligro. Es hora de que encuentres una
esposa conveniente con una muy buena dote. Cásate con la señorita Peacock
y se habrán acabado tus problemas económicos.

Magnus entornó los ojos.

—Yo decidiré cuando sea el momento. No tú ni ninguna otra persona.

Acto seguido, dejó la taza sobre la mesa, echó atrás la silla y salió de la sala,
muy consciente, eso sí, de que su tío tenía razón.

Grace remeció enérgicamente a Eliza.

—¡Despierta!

Eliza cogió el borde de la colcha de punto y se la subió hasta dejarse cubierta


la cabeza.

—Bueno, por fin has despertado. ¿Cuánto de ese licor bebiste? No he podido
despertarte en toda la noche.

—Vete.

—Estás en mi cama, Eliza.

—¿Sí?

Aunque lo intentó, Eliza no logró recordar por qué se encontraba en la cama de


su hermana. Lo único que sabía era que le dolía la cabeza como si se la
estuvieran golpeando con un martillo de picapedrero y que los gritos de su
hermana no mejoraban en nada las cosas.

Grace se cruzó de brazos.


—¿Me vas a decir qué ocurrió?

—¿Qué quieres decir?

—¡No juegues conmigo! Lord Somerton te puso en mi cama anoche. Hablé con
él, Eliza, no soñé esa conversación. Él te trajo a mi habitación y te puso en mi
cama. Me preguntó si podías compartir mi cama y yo le dije que sí. ¿Qué otra
cosa podía decirle? Un hombre tenía en brazos a mi hermana dormida, ¡a
medianoche!

Eliza agitó la cabeza a ver si eso se la limpiaba de las telarañas inducidas por
la bebida. Al sentarse bien observó que estaba vestida, y con el mismo vestido
de paseo con que fuera a Vauxhall Gardens. Entonces se le aclaró todo.

—Ah, sí, con el cuchillo de la fruta manipuló la cerradura hasta abrirla, para que
pudiéramos salir de la sala de música.

Grace la miró, pestañeando como una estúpida.

—¿Estabais encerrados en la sala de música?

—Nuestras tías nos hicieron encerrar con llave, y luego se olvidaron. Bebieron
demasiado de ese licor, supongo.

—¿Quieres decir que estuviste encerrada en la sala de música la mitad de la


noche con… con un soltero? —Se cubrió las mejillas con las manos—. Dios
nos ampare si alguien se entera de eso.

—Nadie se enterará, mientras tú tengas cerrada la boca.

Repasó mentalmente lo ocurrido esa noche. Sólo le llevó un instante recordar


el avasallador beso de Magnus a la luz de la luna en Vauxhall, y luego el otro
en la sala de música. Sintió arder las mejillas como la llama de una candela.

Eliza desvió la cara para poner fin al escrutinio.

—No tienes por qué decirlo. ¡Te besó! —Grace le arrancó el borde de la colcha
de las manos, bajó de la cama, dio la vuelta y la cogió por los hombros—.
¡Contéstame!

—Sí, sí, me besó, ¿estás satisfecha? Me besó en el Paseo Oscuro de Vauxhall


y después en la sala de música.

Grace se enderezó lentamente. Con la boca cubierta con una mano, retrocedió
tambaleante y se sentó en la pequeña butaca.

—¿En el Paseo Oscuro? Escandaloso. Vamos, es que contigo es una cosa tras
otra, Eliza. Nuestra familia está deshonrada, seguro.
—No estamos deshonradas. Nadie nos estaba mirando, que yo sepa —añadió
en voz baja.

Grace levantó bruscamente la cabeza.

—Pero ¿no lo sabes de cierto? Ay, Dios. ¿Qué podemos hacer ahora? —
Estuvo un momento tamborileando con los dedos sobre los labios hasta que
dio la impresión de haber encontrado una solución lógica, al menos lógica para
su forma de pensar—. ¡Ya lo tengo! Nadie podría juzgarte con dureza por
besar a tu prometido.

—¿Qué quieres decir, Grace?

—Que debes casarte con lord Somerton.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loca?

—Es la única manera. Si te han visto besando a lord Somerton y no anuncias


tu compromiso, yo no tendré ninguna posibilidad de hacer un buen matrimonio.
Tampoco la tendrá nuestra hermana Meredith. Nos habrás condenado a todas
con tu impetuosa conducta.

Eliza contempló la colcha, siguiendo distraídamente la trama con el índice.

—Mis disculpas —dijo, y levantó la vista para mirar a Grace a los ojos—, pero
no puedo casarme con lord Somerton.

—¿Por qué no? —preguntó Grace levantándose de un salto—. Es evidente


que sientes algo por él, si no, no le habrías permitido que te besara.

Eliza se pasó la mano por el pelo.

—Sí, lo reconozco. Le tengo un cierto… cariño.

—Entonces, ¿por qué no consideras la posibilidad de casarte con él? ¿Debido


a tu sueño de convertirte en una gran pintora? Bueno, deberías haber pensado
en eso antes que los labios de él estuvieran sobre tu boca.

Eliza se encogió ante la punzada de las palabras de su hermana. Bajó la


cabeza.

—No es eso lo único, Grace.

—¿Qué es entonces?

—Él no se puede casar conmigo.

Grace se cruzó de brazos.


—¿No puede o no quiere? Porque si se niega, aun después de haberte casi
deshonrado, tendremos que pedirle a tía Letitia y tía Viola que vayan a visitar a
su tío, William Pender. Él sí que es un caballero y se ocupará de que su
sobrino haga lo correcto contigo.

Eliza exhaló un suspiro, mirándola a los ojos.

—Lord Somerton no hizo nada que yo no deseara.

Grace pestañeó, tres veces.

Eliza se bajó de la cama y fue a ponerse de cara al hogar.

—Yo deseaba su beso. —Deseaba sus caricias, pensó. Lo deseaba a él.

Grace abrió la boca, claramente horrorizada, pero no dijo ni una sola palabra.
Eliza dejó de contemplar las mortecinas brasas y se giró a mirarla:

—Grace, tienes que comprender. Lo que ocurrió entre nosotros fue tanto culpa
mía como suya. Y no me arrepiento.

Grace comenzó a toser, como si esas últimas palabras la hubieran


atragantado. Se golpeó el pecho hasta que recuperó la capacidad de hablar en
frases.

—Pero ¿aún así no quieres casarte con él?

—Grace, sabes que no tengo la menor intención de casarme, con nadie. Me


marcharé a Italia bastante pronto. Además, aun en el caso de que cambiara de
opinión, que seguro no cambiaré, él no puede casarse conmigo. Su hermano
no le dejó otra cosa que un condado sin un céntimo, y amurallado de deudas.
Debe casarse con una mujer de posibles antes que termine esta temporada. Si
no, perderá sus tierras y su casa a mano de los acreedores de su hermano.

—¿Su propiedad no está vinculada al título?

Eliza se miró las manos.

—No. Su hermano y su padre anularon la vinculación hace años. —Volvió a


mirar a su hermana—. Así que, como ves, tiene que casarse bien este mes que
viene, porque si no, pierde Somerton.

—Ay, Dios, ay, Dios…

Grace fue al lavabo, puso agua fría en la jofaina y se lavó la cara,


restregándosela enérgicamente, como si quisiera avivarse los sentidos. Buscó
a tientas la toalla, se secó las manos y se giró a mirar a Eliza.

Eliza hizo una honda inspiración; era el momento de confesar.


—Porque yo se lo pedí, para impedir que nuestras tías hicieran desfilar ante mí
una interminable hilera de pretendientes.

Grace agrandó los ojos, y continuó abriéndolos tanto que Eliza temió que se le
fueran a salir de las órbitas. Estaba tan horrorizada como desconcertada.

—Pero si debe casarse antes que acabe la temporada…

—Bueno, ésa es mi parte del trato. Yo tengo que investigarle posibles novias.

—Noo. —Nuevamente Grace agrandó los ojos, y le quedaron tan redondos


como la jofaina—. No lo puedo creer. Todo este tiempo… los dos… vuestra
relación… ¿todo ha sido una farsa?

—Bueno, sí. Así comenzó en todo caso. Nuestro trato nos pareció lógico
entonces.

—¿Lógico? Eliza, si los miembros de la aristocracia llegaran a enterarse de


vuestro juego, nuestra familia quedaría deshonrada para siempre.

Diciendo eso, Grace se cogió la cabeza con las dos manos y emitió una
especie de grito raro, gutural, que pareció salirle del fondo de la garganta.

Eliza se le acercó y le puso las manos en los hombros.

—Lo siento. Debería haber previsto esta eventualidad. —Deslizó las palmas
por los brazos de Grace y luego se sentó en la cama—. En realidad, creo que
lo habría visto si no hubiera estado tan resuelta a marcharme a Italia al final de
la temporada.

Grace levantó la cabeza y la miró con expresión implacable.

—No hay otra solución, Eliza. Debes cortar tu relación con lord Somerton.
Debes ponerle fin a todo esto. Inmediatamente.

—Eso lo sé muy bien —suspiró Eliza—. Pero no es tan fácil.

Grace la miró con la cabeza ladeada.

—Puedes —dijo.

—No puedo.

Grace se cruzó de brazos y exigió saber.

—¿Por qué no?

Eliza tragó saliva.

—Porque creo que lo amo.


Regla 10

No puede haber acción a menos que los dos lados estén dispuestos.

Por el rabillo del ojo Eliza vio que Grace la estaba mirando mohína, molesta.

—¿Hasta cuándo piensas seguir enfadada conmigo? —le preguntó al fin,


pasándole el jarro de chocolate que compartían en el desayuno.

Grace bebió lentamente unos cuantos sorbos de su taza.

—Hasta que reconozcas el peligro en que nos has puesto a todas con tu
temeraria conducta.

Eliza soltó el aliento que tenía retenido y contempló el agitado fondo de su


taza.

—No era mi intención hacer ningún daño.

—Nunca es esa tu intención. De todos modos —la miró con los ojos
entornados—, debes eludir a lord Somerton a toda costa, por el bien de la
familia.

—No es muy numerosa la sociedad londinense —suspiró Eliza—. Seguro que


se cruzarán nuestros caminos. Aunque deseara eludirlo, no podría.
Frecuentamos los mismos círculos.

Grace la miró con expresión imperturbable.

—Inventas excusas para continuar viéndolo.

Eliza extendió una gruesa capa de mantequilla sobre una tostada.

—Me limito a exponer la realidad. Simplemente no puedo eludirlo, sobre todo


dado que he aceptado formalmente pintar su retrato. Debo cumplir mi parte del
trato y terminarlo.

Grace volvió a llenarse la taza y luego la miró fijamente.

—Si debes pintar su retrato, píntalo. Pero hazlo cuando los vigilantes ojos de
nuestras tías le impidan a él cualquier acto indecoroso.

No es él quien me preocupa, pensó Eliza con cierta inquietud.

—Buenos días, niñas —saludó la tía Letitia entrando en el comedor.

Se inclinó a besar las mejillas de sus sobrinas con sus delgados labios y fue a
sentarse al otro lado de la mesa, frente a Eliza. Acababa de levantar un dedo y
pedirle a la señora Penny unos polvos de corteza de sauce para el horroroso
dolor de cabeza, cuando entró la tía Viola a tientas, con una mano puesta
sobre los ojos y la otra alargada para guiarse.

De esa manera llegó a la mesa y palpando, palpando, encontró un puesto al


lado de Grace, volcando de paso un pote de mermelada de grosellas sobre el
blanco mantel de lino almidonado, para gran fastidio de la señora Penny.

Una vez sentada, la tía Viola se quitó la mano de los ojos, y tuvo que cerrarlos
bruscamente, encandilada por la luz de la mañana.

—¿Tendría la amabilidad de cerrar las cortinas, señora Penny? Parece que la


luz del sol está particularmente fuerte hoy.

Eliza se dio permiso para esbozar una leve sonrisa. Sus dos tías tenían
aspecto de estar sufriendo los malos efectos de muchas copas de licor esa
noche pasada.

Una vez que estuvieron cerradas las cortinas y la tía Viola pudo abrir los ojos
normalmente, no les llevó mucho tiempo a las dos tías notar el cansancio que
revelaba la apariencia de Eliza.

—Cielos, mírate los ojos —exclamó la tía Letitia, entornando los párpados y
llevándose lentamente la taza de té a los labios—. ¿No dormiste bien anoche?

—Dudo que yo hubiera pegado ojo teniendo toda la atención de un caballero


tan amable como lord Somerton —dijo la tía Viola, haciéndole un guiño a
Letitia.

Ella sola se celebró el chiste, riendo hasta que la cabeza comenzó a


balanceársele atrás y adelante e hizo un mal gesto. Entonces se presionó las
sienes y se las friccionó enérgicamente.

—He dormido muy poco —contestó Eliza, con la mayor naturalidad.

—¿Sí? ¿La bebida no te produjo sueño? —preguntó la tía Letitia—. Yo dormí


profundamente.

Eliza hizo una inspiración profunda para controlar la rabia.

—Sí, eso ya lo sé. Por eso yo pasé la noche encerrada con llave en la sala de
música con lord Somerton.

—Oh, cielos —exclamó Letitia, intercambiando una mirada con Viola y


cubriéndose la boca con los dedos.

La tía Viola enarcó las cejas.

—Creí oírte decir que ibas a quitar la llave de la puerta, Letitia.

—No, Edgar te entregó a ti la llave.


—Y yo te la di a ti, hermana.

—¡Basta! —exclamó Grace levantándose bruscamente—. Eso no importa


ahora. El hecho es que Eliza pasó la mayor parte de la noche sola —bajó la
voz a un susurro— con un soltero.

Antes que la acusación terminara de salir de la boca de Grace, a la tía Viola


comenzaron a movérsele los párpados.

—El ataque…

Se le fue la cabeza hacia delante y su cara chocó con el plato;


afortunadamente, el golpe fue amortiguado por un corto trozo de pan tostado
con mermelada.

—¡Tieta! —exclamó Eliza.

—Vamos, cálmate, Eliza —dijo la tía Letitia, levantándose y dando la vuelta a la


mesa.

Enderezó a su hermana en la silla y, con solicitud materna, humedeció su


servilleta en la lengua y con ella le limpió de mermelada de grosellas el mentón.

Tan pronto como la tía Letitia volvió a sentarse, Grace golpeó la mesa con las
palmas y se inclinó hacia ella.

—¿Qué creéis que van a pensar de esto los miembros de la alta sociedad?
¿Eliza? ¿Tieta? ¿No veis que esto es horroroso, simplemente horroroso?

Acto seguido se dejó caer en la silla, desmoronada, como si sus graves


palabras la hubieran dejado exhausta.

La tía Letitia reflexionó un momento sobre esas palabras, y luego se echó a


reír.

—Bueno, supongo que si se enteraran, esperarían que lord Somerton se


casara con Eliza.

—¿Casarse con Eliza? —preguntó la tía Viola, abriendo los ojos. Lentamente
giró la cabeza hacia Eliza—. ¿Te hizo la proposición, querida?

—¿Proposición? No. —Eliza miró de una tía a la otra, con expresión dura—.
Seguro que se sentía tan frustrado que no podía pensar en otra cosa que en
escapar de la sala de música.

—Una lástima —dijeron las dos ancianas al unísono.

—¿Soy yo la única que ve el problema? —preguntó Grace, casi haciendo


rechinar los dientes—. Esto es un desastre, un verdadero desastre. Vamos,
esto podría afectar el interés en mí de Hawksmoor o de cualquier otro soltero
conveniente. Quiero saber qué vamos a hacer respecto a esto, y quiero saberlo
de inmediato.

Eliza le cogió la mano y le dio unas palmaditas.

—Tranquila, Grace, tranquila. Cálmate, si no quieres tener las mejillas como


una fresa para desayunar.

Grace se liberó la mano y se tocó la cara para comprobar si tenía erupciones


en la piel.

—No pasa nada, hija —convino la tía Letitia—. Lo que ocurrió en la sala de
música fue un accidente, una trasgresión sin importancia. Nada de qué
preocuparse ni armar tanto alboroto.

—No es sólo lo que ocurrió en la sala de música, lo que me preocupa —


exclamó Grace—. Eliza…

El talón de Eliza golpeó la espinilla de Grace con bastante fuerza, sofocando


eficazmente el resto de sus palabras y ganándole una fea y furiosa mirada.

—No tienes por qué preocuparte, Grace —dijo, sonriendo dulcemente—.


Sinceramente dudo que alguien haya visto salir a lord Somerton de la casa. De
todos modos, yo arreglaré la situación.

—Viola y yo te ayudaremos, por supuesto. Después de todo, tenemos parte de


culpa —dijo la tía Letitia, mientras la tía Viola asentía vigorosamente.

¿”Parte” de culpa? Eliza se atragantó con el chocolate, que salió disparado de


su boca y dejó manchas diseminadas por el mantel.

La señora Penny exhaló un sonoro suspiro.

La tía Letitia se apresuró a levantarse para darle unas vigorosas palmadas en


la espalda.

—¿Estás bien ahora, Eliza?

Eliza se limpió el chocolate de los labios con la servilleta y luego asintió:

—Sí. Pero, por favor, tieta, déjame que yo arregle esto sola.

Letitia le dio un disimulado codazo a Viola en el huesudo antebrazo.

—Como quieras, Lizzy.

Entonces Eliza se acobardó y bajó la vista a su falda. Por un breve instante


pensó si no sería mejor confesarlo todo a sus tías. Consideró la posibilidad de
poner fin a esa complicada farsa ya.
Pero mientras oía parlotear a sus intrigantes tías, comprendió que una
confesión sería un error. El final de la temporada se acercaba veloz, y si dejaba
de estar conectada con lord Somerton sus tías redoblarían sus esfuerzos en
verla comprometida con otro.

—Ahora que eso está acordado —terció entonces Grace—, las dos debéis
saber que Eliza ha decidido no volver a recibir a lord Somerton.

—No fue eso lo que dije —replicó Eliza, mirándola indignada.

La tía Letitia cogió sus impertinentes, colgados de una cinta, y se los puso ante
los ojos para mirar a Eliza.

—¿Qué fue lo que dijiste, Eliza?

Eliza se metió una punta de la tostada en la boca y levantó un dedo para


indicar que necesitaba terminar ese bocado, con el fin de ganar tiempo para
formular una respuesta.

Una altiva sonrisa curvó los labios de Grace.

—Sí, Eliza, dinos qué dijiste.

Grace sabía muy bien que ella no iba a confesar a sus tías sus sentimientos, su
amor, por lord Somerton. Porque ¿adónde la llevaría eso? A medio camino del
pasillo de la iglesia, allí.

Terminó de masticar el bocado de pan y tomó un sorbo de chocolate para


pasarlo.

—Sencillamente dije que si bien es mi intención cumplir mi promesa de pintar el


retrato de lord Somerton, no creo que el conde y yo estemos hechos el uno
para el otro.

La tía Viola se echó a reír, y sus alegres bufidos le produjeron un ataque de


risa a la tía Letitia.

Eliza se levantó.

—No entiendo qué es lo que encontráis tan divertido.

Las risas se apagaron. La tía Letitia se limpió los ojos con la servilleta.

—Querida mía, ni Viola ni yo hemos visto jamás a dos personas más hechas la
una para la otra que tú y lord Somerton. La atracción es evidente.

—Estáis claramente igualados en inteligencia y temperamento —añadió la tía


Viola, tratando sin éxito de disimular su diversión—. ¿Por qué niegas tus
sentimientos?
—No niego nada —repuso Eliza. O mejor dicho lo niego todo, pensó.

—¿Tan resuelta estás a estudiar pintura en Italia que no ves un matrimonio por
amor que tienes delante de los ojos? —preguntó la tía Letitia, su tono
repentinamente muy serio—. Piénsalo, Lizzy.

La emoción le subió a la garganta y le salió por los labios antes que pudiera
evitarlo:

—¿Para qué, tieta? Nada que yo pueda decir o hacer cambiará el hecho de
que no habrá matrimonio. Ni proposición. Jamás.

Empezó a sentir picor en los ojos, de modo que se giró y echó a andar hacia la
puerta abierta. No estaba dispuesta a dejar ver a nadie lo tonta y ridícula que
era.

Grace se levantó y salió del comedor detrás de ella.

Letitia y Viola se miraron preocupadas.

—¿Qué hacemos ahora, hermana? —preguntó Letitia.

—¿El libro de estrategias? —propuso Viola, sus ojos agrandados por el


entusiasmo.

—Razón tienes.

En el patio soplaba una agradable brisa que agitaba las verdes hojas del roble
formando ondulantes y variadas sombras sobre los adoquines.

Allí había ido a refugiarse Eliza. A refugiarse de su hermana y de sus tías. A


refugiarse también de sus pensamientos y sentimientos. Como hiciera tantas
veces en su infancia, buscaba refugio y distracción en su pintura.

Untó el pincel en un montículo de pigmento de su paleta y lo aplicó a la tela;


con mano diestra lo deslizó desde el contorno de la mandíbula hasta la
hendidura del mentón.

Se había imaginado que le resultaría difícil acabar el retrato de Magnus sin


tenerlo sentado delante de ella, incluso teniendo terminados los tres estudios a
carboncillo, dos de los cuales había dibujado de memoria.

Qué equivocada estaba. A diferencia de sus modelos anteriores, no tenía


ninguna necesidad de verlo para captar sus rasgos. Tenía grabados en la
mente cada contorno, ángulo, plano y surco de su semblante; los visos rojizos
de sus cabellos negros, los inquisitivos arcos de las cejas, los planos de los
elevados pómulos. Conocía el matiz exacto de sus labios… y conocía su sabor.
Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos y él estaba ante ella una vez
más, sus ojos azul plateado brillantes cuando iba bajando los labios para
besarla.

Retuvo el aliento, recordando los estremecimientos de excitación que le


aguzaron los sentidos, de modo insoportable. Hasta que, por fin, sus firmes
labios se movieron sobre los de ella, encendiéndole una llamarada, una
explosión, de placer dentro de ella.

El distante ruido de un golpe de aldaba en la puerta la sacó de su ensoñación.


Abrió los ojos y a través del cristal de la puerta vio pasar a Edgar por el
corredor en dirección a la puerta de la calle.

Se le formó un nudo en el estómago. ¿Sería Magnus? Combatiendo el deseo


de entrar corriendo para ir a ver si era él, se obligó a limpiarse las manos en el
trapo manchado de pintura. Para pasar el rato, limpió los pinceles, ordenó los
óleos, sin dejar de tener un ojo atento a la puerta por si veía movimiento.

Vio aparecer a Edgar de vuelta por el corredor. Se le aceleró el corazón, de


expectación.

Tenía que ser Magnus.

¿Qué debía hacer? ¿Negarse a recibirlo?

Grace tenía razón. Por el bien de su familia debía negarse a verlo. No debía
poner en peligro el futuro de Grace ni el de Meredith dejándose llevar por la
ilusión.

Un enamoramiento momentáneo; eso eran sus sentimientos, nada más. Los


artistas son propensos a esas obsesiones del corazón. Lo había leído todo
acerca de ese tema en una de las revistas francesas de dudosa naturaleza que
la tía Viola tenía escondidas bajo el cojín del sofá.

Pero otra parte de ella deseaba verlo; deseaba estar con él; deseaba sentir la
ardiente presión de sus labios sobre los de ella. Sólo una vez más.

Vacilante, dejó los pinceles en la mesa y echó a andar hacia la puerta. Pero
Grace llegó antes hasta Edgar. En ese momento Grace miró hacia el patio, la
vio, le sonrió y le hizo un gesto indicándole que no entrara; después se alisó la
falda y siguió a Edgar hacia el salón de recibo.

Eliza se detuvo a medio paso. Hawksmoor, por supuesto. Grace no había


escondido el hecho de que estaba totalmente enamorada de aquel joven;
estaba claro que él, consciente de ese sentimiento, había vuelto para tener una
entrevista con ella.

El aire que tenía retenido sin darse cuenta le salió como una explosión por
entre los labios. No sabía si se sentía aliviada o decepcionada.
Volvió a su cuadro y contempló la imagen de Magnus en la tela. Que sencillo
era todo antes que él entrara en su vida.

Cuando Edgar lo dejó esperando en el salón decorado en color lavanda de la


casa Featherton, Magnus fue a asomarse a la ventana a contemplar las
mansiones que enmarcaban Hanover Square. Sus pensamientos seguían
girando en torno al informe de Lambeth acerca de la falta de noticias sobre The
Promise.

¿Qué hacer? ¿Qué podía hacer si de verdad se había hundido su barco, si


había desaparecido la posibilidad de ganar el dinero que necesitaba para
salvar Somerton?

Resonaban en su cabeza las palabras de Pender: “Cásate con la señorita


Peacock y se habrán acabado tus problemas”. Pero él sabía que eso distaba
mucho de ser cierto. Así sólo comenzarían sus problemas, porque ¿cómo
podría casarse con Caroline cuando su corazón clamaba por Eliza?

Ay, Dios, cuánto necesitaba el alivio de la compañía de Eliza. Sabía que sólo
cuando volviera a estar con ella, aspirara el aroma a lavanda de su pelo,
sintiera su consolador contacto, volvería a sentirse equilibrado.

—¿Lord Somerton?

Al instante se le elevó el ánimo y se giró, esperando ver a Eliza delante de él.

Pero en lugar de ver a Eliza vio a su hermana. Grace estaba cruzada de


brazos, los volantes de encaje de sus mangas aplastados sobre el corpiño del
vestido rojo escarlata, y los labios tan fruncidos que parecían unas delgadas
líneas rosadas.

Se apresuró a inclinarse en una reverencia, sintiéndose torpe.

—Señorita Grace. Espero que esté bien.

—Lo estoy —repuso ella en tono frío, mordaz.

—He venido a ver a su hermana.

Grace alzó levemente el mentón, su postura rígida, su sonrisa forzada. Algo iba
mal, estaba claro.

—Eliza no recibe visitas hoy.

Magnus ladeó la cabeza.

—Creo que podría recibirme si supiera que estoy aquí.

—Me temo que se equivoca, lord Somerton.


La glacial respuesta lo amilanó.

—No… no entiendo.

—¿No? Mi hermana se ha cansado del “trato” entre ustedes —dijo ella en tono
firme.

Magnus enarcó las cejas, sorprendido al oír esa determinada palabra en boca
de ella.

—¿Trato ha dicho?

—Sí. Ah, no finja ignorancia conmigo —ladró ella—. Lo sé todo. Y no lo


apruebo.

—Comprendo —dijo él, avanzando un paso hacia ella.

—Por fin, lo comprende. Ah, sé que esta temporada es sólo un juego para
usted y para mi hermana, pero los actos tienen consecuencias, lord Somerton
—entornó los ojos—, consecuencias que podrían ser desastrosas para esta
familia.

—Le aseguro que jamás haría nada que pudiera dañar a esta familia —dijo él
con toda sinceridad.

Grace agrandó los ojos.

—¿Cómo puede decir eso? —exclamó, casi en un rugido. Haciendo una


inspiración para serenarse, añadió en voz más baja—: Ya ha comprometido a
mi hermana, señor. Si alguien supiera lo de ese “trato” entre ustedes, Eliza, no,
todas nosotras, estaríamos deshonradas.

—Le juro que si mi relación con su hermana le causara daño, esperaría hacer
lo honroso hacia ella.

—Puede esperar hacer lo honroso, espere todo lo que quiera, pero los dos
sabemos que no puede casarse con ella.

Magnus sintió en la cara esas palabras como si ella le hubiera dado una fuerte
palmada. Tragó saliva, la miró y vio que estaba algo estremecida por el golpe
que acababa de asestarle.

—Debo hablar con Eliza.

—No permitiré que vuelva a hacerle daño.

Magnus levantó las dos manos en gesto de súplica.

—Sólo quiero hablar con ella.


Ella entonces levantó la palma y desvió la cara.

—Buen día, lord Somerton.

Diciendo eso fue hasta la puerta, la abrió, salió al corredor y apuntó con un
dedo rígido hacia la puerta de la calle.

Magnus estaba en el centro de la sala, absolutamente pasmado por esa


despedida, cuando apareció lady Letitia en el corredor; al instante echó a andar
hacia ella, con la esperanza de que quisiera hacer lo que Grace se negaba a
hacer: decirle a Eliza que él estaba ahí.

—Lord Somerton —gorjeó ella—, Edgar nos dijo que había llegado. Qué placer
verle.

Detrás de ella apareció lady Viola. Las dos ancianas le sonrieron de oreja a
oreja y luego sonrieron entre ellas.

Grace fue a ponerse entre él y las ancianas y volvió a cruzarse de brazos.

—Lord Somerton estaba a punto de marcharse —dijo.

Lady Viola pasó por un lado de Grace y se acercó a él.

—Cuánto lamento oír eso —dijo, su cara arrugada por un mohín de niña
pequeña.

Letitia también pasó por un lado de Grace, asomó la cabeza y miró hacia el
salón.

—¿Dónde está Eliza? —le preguntó a él.

—Hoy no recibe visitas —contestó Grace, impidiéndole hablar a él.

—¿No? ¡Qué raro!

Por la cara de Letitia pasó una fugaz expresión de preocupación; le cogió la


mano a su hermana y se la apretó.

—Bueno, pues —dijo Viola, reemplazando el mohín de preocupación por una


amable sonrisa—, esperamos verle esta noche en el teatro, entonces. Creo
que la actuación de Kean esta noche en el Drury Lane va a ser soberbia. Eliza
la espera con una ilusión enorme.

—Drury Lane —repitió Magnus, sonriendo—. Sí, tal vez las vea allí esta noche,
señoras.

—Maravilloso —gorjearon las dos tías a coro.


Con los ojos entornados, Grace observó a Magnus coger el sombrero que le
pasaba Edgar y dirigirse a la puerta. Una vez allí se giró y sonrió.

—Hasta esta noche, entonces, señoras.

Cuando Edgar estaba cerrando la maciza puerta, Magnus miró atrás,


combatiendo el deseo de volver a entrar en la casa y exigir ver a Eliza.

¿Por qué se negaba a verlo, a hablar con él? Bueno, ya se lo explicaría más
tarde. Esa noche, en realidad.

Él se encargaría de eso.

Regla 11

El elemento sorpresa puede restablecer una situación.

Moviendo hacia un lado la corta cola de su vestido carmesí, Eliza se sentó,


nerviosa, en el asiento del palco de sus tías en el Drury Lane.

El olor de las velas recién encendidas impregnaba el aire, y la luz de sus llamas
daba un brillo dorado a las motas de polvo que pasaban ante sus ojos mientras
se adaptaban a la tenue luz.

Las voces de las personas sentadas en platea y de las instaladas en los


cómodos palcos del semicírculo del auditorio subían hasta el cielo en cúpula
formando un sonido cacofónico.

Obligándose a parecer despreocupada, Eliza apoyó las manos en la ancha


baranda y se inclinó a mirar la fila de personas que iban entrando desde el
vestíbulo.

Seguro que Magnus estaría allí esa noche. Su presencia la había asegurado el
bien intencionado intento de sus tías de desbaratar el trabajo de Grace. Sólo
pensar en eso la estremecía, en una extraña mezcla de expectación y miedo.

—Siéntate bien, Eliza —susurró Grace—. Sé que lo estás buscando. No


debería haberte dicho que vendría esta tarde.

Eliza dejó vagar la mirada desde el foso de la orquesta hacia su hermana.

—¿Buscarlo? No sé qué quieres decir, Grace.

La tía Letitia acercó la cara hacia ella.

—Creo que se refiere a lord Somerton, querida.

—Seguro que va a asistir esta noche —añadió la tía Viola—. Prácticamente lo


invitamos.
—Sí —dijo Eliza—, eso me dijo Grace.

Sus tías no podrían haber elegido un peor momento para hacer esa oblicua
invitación, tanto para ella como para Magnus, si venía, porque si él todavía no
estaba destrozado de preocupación por la posible pérdida de su casa debido a
las deudas de su hermano, la obra que se representaba esa noche, Nuevo
estilo de pagar viejas deudas, de Massinger, sin duda lo llevaría al punto de
ruptura.

La orquesta comenzó a tocar, se levantó el grueso telón y en el escenario


apareció el gran actor Edmund Kean, en el papel del asediado sir Giles
Overeach.

Se oyó una risita nerviosa de Grace. Ésta estaba expectante; no había hablado
casi de ninguna otra cosa durante toda la semana. Kean era un hombre
moreno y misterioso, y se rumoreaba que su actuación era tan conmovedora,
tan potente, que la noche anterior sus palabras habían producido convulsiones
en una veintena de espectadores.

De todos modos, Eliza exhaló un suspiro; no tenía el menor deseo de estar allí.
Con una parte de la mente oía el emotivo parlamento de Kean, las ahogadas
exclamaciones de los espectadores, el sonido de los instrumentos de los
músicos, pero, al igual que las voces oídas por encima del ruido de un río
torrentoso, se perdían todos los matices.

Su mente estaba puesta principalmente en Magnus, y en cómo reaccionaría


ella cuando él llegara. ¿Y dónde estaba, por cierto?

Esforzando los ojos para ver en la penumbra, lo buscó fila por fila, en un
interminable tedio. Pero fue inútil; había demasiados caballeros, y todos
vestían de modo muy similar. Cuando ya había renunciado a la búsqueda,
entró un hombre alto y de pelo negro en el palco que quedaba casi frente al de
ellas.

Se le formó un nudo en el estómago; se echó un poco hacia delante para ver


mejor y le susurró a la tía Viola:

—¿Me prestas tus gemelos, por favor?

—Por supuesto, querida.

Eliza cogió los gemelos con las manos temblorosas y lentamente se los llevó a
los ojos, los enfocó y vio claramente al caballero.

Un conocido hormigueo la recorrió toda entera. Era Magnus.

Se quedó inmóvil un momento, con la esperanza de que si no se movía él no la


vería. Pero él la vio. Más aún, la miró fijamente, con una expresión tan fiera que
ella se encogió. Sin querer soltó los gemelos, que se deslizaron por su falda y
fueron a caer con un golpe a sus pies.

Grace la miró molesta cuando ella se agachó a pasar la mano bajo el asiento
hasta que sus dedos tocaron los suaves anteojos de madreperla. Los cogió y
se apresuró a ponérselos ante los ojos.

Magnus se puso de pie, le hizo un gesto, apuntó un dedo hacia él y luego hacia
la puerta de su palco.

Eliza ahogó una exclamación. ¿No esperaría que ella saliera del palco de sus
tías a encontrarse con él, verdad? Si esperaba eso, quería decir que estaba
loco del todo. Negó enérgicamente con la cabeza.

Él asintió y la apuntó con un dedo.

“No”, moduló ella.

Entonces Magnus se giró bruscamente y salió por la puerta de su palco.

Eliza sintió martillear el corazón contra las costillas. Venía a buscarla. A una
parte de ella le fascinó esa idea; la otra parte tembló. Aun cuando había estado
pensando en él todo el día, no estaba preparada en lo más mínimo para
enfrentarlo.

Pero transcurrieron los minutos y no se vieron ni oyeron señales de él. Eliza se


puso nerviosa; medio se giró, dejando el cuerpo en un ángulo ridículo, para
poder ver la puerta del palco. Pasó más de una hora, y los nervios se le fueron
enroscando como mimbre en torno al asa de una cesta.

Al final del segundo acto el público aplaudió tan fuerte, poniéndose de pie y
rugiendo sus ovaciones, que del sobresalto Eliza se deslizó del asiento y cayó
de culo en el suelo.

—Oh, qué talento. Kean es increíble, ¿verdad, Eliza? —dijo Grace, alargando
despreocupadamente la mano para ayudarla a ponerse de pie.

Grace estaba tan impresionada con la actuación que casi tocaba el techo y al
parecer no se había dado cuenta de que Eliza no estaba en su asiento.

Pero sus tías sí. Las dos sonrieron detrás de sus abanicos y no dijeron ni una
sola palabra mientras Eliza se levantaba y volvía a sentarse.

Abajo empezaba a moverse la gente. Algunos cogían bebidas de las bandejas


llevadas por mozos y otras se reunían en grupos a conversar. El fuerte
murmullo de las conversaciones subía en una especie de ráfaga de aire
caliente hasta el palco donde estaba Eliza con su familia.

La tía Letitia agitó el abanico para saludar a una persona de otro palco y luego
miró a Eliza.
—Teníamos la esperanza de ver a tu joven, Eliza. No le he visto. ¿Lo has visto
tú, hermana?

—Confieso que mis ojos ya no son lo que eran. En realidad, creo que nuestro
lord Somerton podría haber estado sentado en el palco de enfrente y yo no lo
habría reconocido con esta poca luz.

Eliza agrandó los ojos. O sea, que la tía Viola había visto a Magnus; de eso
estaba segura.

La tía Letitia golpeó el suelo con su bastón.

—¿Dónde están nuestros refrescos? Eliza, por favor, sé buena y ve a ver qué
retiene al mozo que atiende nuestro palco.

—¿Qué? —se le escapó a Eliza.

No podía ir. No podía ir sola; Magnus podría estar esperándola fuera del palco.

—Por favor, querida —rogó la tía Viola—. Estoy muerta de sed.

Eliza miró a Grace, desesperada.

—¿Me acompañas, hermana?

—Eh… sí, por supuesto —dijo Grace, comprendiendo por fin que pasaba
algo—. Podría sentarme bien un corto paseo por el gran bufé antes que
comience el tercer acto.

Apoyando la mano en la baranda, Eliza se levantó y echó una última mirada al


palco de lord Somerton. Seguía desocupado. Cogidas del brazo, salieron ella y
Grace al pasillo y echaron a andar hacia el bufé.

Grace le dio una palmadita en la mano.

—Puedes estar tranquila, hermana. No creo que lord Somerton esté aquí.

—Está. Lo vi.

—¿Dónde? —preguntó Grace, arqueando las cejas.

—Estaba sentado en el palco de enfrente. Tía Viola lo vio. Es posible que tía
Letitia también. Y por eso me han enviado a ver lo de los refrescos. Estas
ingeniosas ancianas no tienen tanta sed como nos han hecho creer.

Grace agrandó los ojos y se puso delante de ella, a modo de escudo protector.

—Camina detrás de mí. Si él nos ve, yo lo distraeré mientras tú escapas.


Eliza exhaló un suspiro de exasperación y se puso al lado de su hermana.

—No seas tonta, Grace. Todos somos adultos civilizados. Si él quiere hablar
conmigo, no tengo ninguna objeción en pasar un momento con él simplemente
conversando.

Qué mentira.

—No lo viste en el salón, Eliza. Me pareció muy agitado cuando le dije que
estabas cansada de vuestro trato y que no querías verlo.

—No deberías haber hablado con él.

Grace se encogió de hombros y empezaron a bajar la escalera.

—Ya me has dicho eso, dos veces. No logro entender por qué estás tan
molesta conmigo. Simplemente dije lo que era necesario decir, por el bien de
todas. Tú no lo habrías hecho.

—Lo habría hecho, pero a mi manera y en el momento oportuno. —Se detuvo


a mitad de la escalera—. Por favor, Grace, no vuelvas a entrometerte.

—Muy bien. En todo caso, estoy segura de que ahora él entiende la situación,
porque hablé muy claro. —Grace miró hacia los grupos de personas reunidas
cerca del pie de la escalera; de pronto los ojos se le iluminaron como antorchas
y le apretó el brazo a Eliza—. Mira ahí. ¿Ése es lord Hawksmoor? —Se apoyó
en la baranda—. Pero no puede ser. Reggie me dijo que debía volver a Dunley
para estar dos semanas ahí, y que se marchaba hoy.

Eliza le siguió la mirada. Ay, Dios. Sí que era Reginald. Y no estaba solo; lo
acompañaba una elegante señora ligeramente mayor, cuya cara quedaba
oculta.

Grace se apoyó teatralmente en la baranda.

—Está con otra —dijo, y toda la seguridad desapareció de su voz—. No lo


entiendo. Creí… creí que yo le gustaba.

—Estoy segura de que es una amiga de la familia a la que había invitado al


teatro mucho antes de que renovara la amistad contigo anoche.

—¿De veras crees eso?

—Sí. —Cogiéndola del brazo, la hizo girar, obligándola a subir con ella la
escalera—. Vuelve al palco y quédate con nuestras tías. Yo lo saludaré en tu
nombre.

Era muy consciente de que no debía vagar sola por ahí, estando Magnus
acechando en alguna parte, pero no tenía más remedio. No podía permitir que
Grace se acercara a lord Hawksmoor y a su dama amiga en el estado de
disgusto en que se encontraba. Con su tendencia a exagerar, aun en el caso
de que Hawksmoor fuera inocente de lo que sospechaba ella, Grace podría
actuar impetuosamente y poner en peligro cualquier posible proposición del
joven para un futuro juntos.

Grace dirigió una última y afligida mirada a su amado y, con el mentón casi
tocándole el pecho, entró en el penumbroso pasillo que llevaba al palco de las
Featherton.

Eliza comenzó nuevamente a bajar la escalera. Cuando estaba llegando al pie,


se apoyó en la baranda y miró en busca de lord Hawksmoor. Pero en lugar de
verle a él, vio a Magnus, que estaba a sólo unas tres yardas de ella, con el
entrecejo muy fruncido.

¡Rayos! Dándose media vuelta y dejando de lado toda idea de hablar con lord
Hawksmoor, empezó a subir los peldaños con la mayor rapidez que le permitía
el decoro. Cuando llegó arriba, miró atrás por encima del hombro,
desesperada. Magnus la seguía y estaba a menos de diez pasos de ella.
¡Perdición!

Tocando apenas el suelo con los pies, echó a correr por el oscuro pasillo en
dirección al palco de sus tías. Allí estaría segura. Seguro que él no se atrevería
a entrar, después de cómo le tratara Grace esa mañana.

Dio la vuelta a la curva, y miró brevemente hacia atrás por encima del hombro
otra vez. Apenas había girado la cabeza cuando casi la enterró en un
corpulento caballero que estaba delante de la puerta del palco.

—¡Ay!

Con la fuerza del impacto, se le fue el cuerpo hacia atrás y cayó sobre el duro
suelo, otra vez. ¡Qué ganas de chillar!

—Cáspita —exclamó el sorprendido caballero, cogiéndole el brazo para


ayudarla a levantarse—. Le ruego me perdone, señorita.

—Gracias. Oh, no, por favor —masculló, porque el hombre continuó


atendiéndola, moviendo ridículamente el pañuelo para limpiarle el vestido de
las motas de la alfombra—. No se preocupe, señor, de verdad. —Le apartó las
manos—. Por favor, señor. ¡Estoy bien, por el amor de Dios!

Giró la cabeza. Magnus ya estaba muy cerca. Ya no le era posible entrar en el


palco de sus tías. Recogiéndose la falda, rodeó el voluminoso cuerpo del
hombre y echó a correr como una loca por el pasillo.

—Eliza, espera —la llamó Magnus en un susurro bastante fuerte.

No se molestó en volverse. Mirando bien dónde ponía los pies por el pasillo
tenuemente iluminado, pasó al lado de un grupo de personas y continuó
corriendo.
El pasillo acababa en una estrecha puerta. A diferencia de las puertas de
entrada a los palcos, ésta no tenía ninguna ornamentación.

Haciendo una inspiración profunda, tiró del pomo. Chirriaron los goznes, se
abrió la puerta y entró en un pasillo negro como la noche oscura.

Tuvo la impresión de que el sonido de su respiración se amplificaba mientras


corría por el estrecho pasillo, como también los sonidos de la obra que estaban
representando. Ese pasillo debía pasar por detrás del escenario.

Oyó un suave sonido metálico detrás. Se dio media vuelta, con los ojos bien
abiertos, pero ciegos, en la absoluta oscuridad. La puerta.

—Eliza —dijo Magnus en voz baja.

Desesperada, ella buscó un lugar para esconderse. Estiró los brazos y empezó
a pasar las manos por las paredes de ambos lados, hasta que por fin palpó el
contorno de una puerta. Siguió palpando hasta sentir el frío metal de una
manilla. La bajó suavemente, abrió y entró en un cuarto tan oscuro y blando
como el terciopelo más grueso.

—¿Eliza? Sólo quiero hablar. No huyas de mí.

Ella guardó silencio, mirando la oscuridad hasta que le ardieron los ojos.
Estaba actuando como una niña que quiere escapar de un castigo. Como
mínimo le debía a Magnus una explicación de su conducta.

Con sumo cuidado comenzó a buscar a tientas el camino hacia la puerta, pero
cuando alargó la mano para coger la manilla, sólo tocó telas, montones de
telas. La puerta tenía que estar cerca. No podía ser que hubiera perdido tanto
el sentido de la orientación.

Metió la mano por entre los rimeros de telas, por si encontraba la puerta o por
lo menos una pared, pero no encontró otra cosa que telas y más telas, en
todas direcciones.

Eso era increíble; estaba perdida en un nido de telas. Se le escapó un gemido


de frustración.

—¿Eliza?

Gracias a Dios. Él la había encontrado.

—Sí, estoy aquí, Magnus. No logro encontrar la puerta.

—No te preocupes. Ahora voy.


Con cortos pasos fue avanzando hacia el sonido de la voz, pero se tropezó y
cayó encima de un atado de telas que estaba en el suelo. Al instante cayó una
cascada de frías sedas alrededor de ella.

Trató de levantarse, pero apenas podía moverse.

—¡Maldición!

Estaba enredada en telas como una cadenilla en un atiborrado joyero.

—¿Eliza? ¿Cómo estás? —preguntó él, y su voz sonó preocupada.

—Estoy bien, pero atrapada. Necesito tu ayuda.

Todavía no lo veía y ya sentía arder de vergüenza las mejillas.

El ruido del giro de la manilla de la puerta la hizo mirar a la izquierda, y no vio


nada.

—¿Magnus?

—Sí. ¿Dónde estás?

—Aquí —gimió—. Aquí en el suelo.

—Quédate quieta donde estás. Iré a buscar una vela al pasillo. No veo una
maldita cosa aquí.

—Date prisa, por favor.

Se sentía absolutamente ridícula sentada en la oscuridad escuchando los


apagados pasos de Magnus por el pasillo. Durante otro minuto estuvo tratando
de liberarse del montón de sedas, satenes, encajes, blondas y cuerdas.
Entonces, por fin, vio la llama de una vela.

—¿Magnus?

—Sí, muchacha. Quédate donde estás. Allá voy.

Entonces ella vio moverse la llama de la vela y la oscura silueta de Magnus


colocando la vela en algo que tenía que ser un candelero de pared. Lo vio
girarse y avanzar hacia ella y luego sintió sus dedos rozándole el pecho. Se le
escapó una inspiración entrecortada al sentir sus firmes manos bajar
osadamente por sus costados hasta la cintura.

Aparentemente sin el menor esfuerzo, él la cogió en brazos y la sacó del


enredo de telas y la levantó hasta su pecho; así esperó a que cayeran las telas
y luego la deslizó por su cuerpo hasta dejarla de pie en el suelo.

—Milady —susurró, su voz ahogada por la risa.


—Vamos, basta, Somerton. Ya me siento bastante humillada.

Y no podía echarle la culpa a nadie aparte de a sí misma.

Mirando alrededor mientras se le adaptaban los ojos a la luz de la vela


comprendió que había caído, muy literalmente, en el almacén y taller de la
compañía de teatro. Además de los rimeros de telas de algodón, seda,
muselina y terciopelo que subían hasta el techo por las paredes, había varias
ornamentadas vestimentas en diversas fases de confección sobre una estrecha
mesa de caballetes en el centro del cuarto.

—Gracias por rescatarme —dijo en un susurro, pero en la quietud y penumbra


sus palabras sonaron fuertes y duras; se apartó el pelo de la cara,
comprendiendo que debía de estar hecha un desastre—. Ahora, si me
disculpas…

Se ensombreció la expresión de Magnus.

—No tan rápido —dijo y su voz resonó. De pronto le cogió el brazo y la atrajo
hacia él—. Creo que me debes una explicación.

—¿Una explicación? —repitió ella.

Él aumentó la presión sobre el brazo.

—¿Por qué te negaste a recibirme hoy? ¿Por qué has tenido que sumergirte en
una montaña de telas para escapar de mí?

Ay, cómo deseaba decírselo, decírselo todo. Pero ¿cómo explicárselo? Si él


pudiera sentir el torbellino que bullía dentro de ella cada vez que lo miraba a
los ojos, cada vez que sentía su contacto.

—¿Qué pasa, Eliza? —preguntó él, rozándole la mejilla con su aliento.

Ella hizo una inspiración para despejarse la cabeza.

Él le cogió los dos brazos, firmemente.

—Te esperé en el salón. Te esperaba a ti, pero enviaste a Grace.

—No envié a Grace —suspiró ella. Trató de soltarse los brazos—. Ella sola
decidió ir a hablar contigo.

Magnus le puso los brazos a la espalda y la estrechó fuertemente, dejándole


casi sin aire los pulmones.

—Eliza, tenemos un trato, ¿verdad? Yo sólo quería cumplir mi parte.

Su tono era como para derretirla.


Lo miró desconcertada. El supuesto “trato” no tenía nada que ver con eso;
nada que ver con lo que oía en su voz, con lo que veía en sus ojos:
humillación, rabia, pena, todo unido y llameando, convirtiéndose en otra cosa,
en deseo.

Sintió salir su aliento caliente y violento de su nariz, quemándole las mejillas.


Involuntariamente se le aceleró la respiración y sintió retumbar el corazón
dentro del pecho. Trató de controlar su reacción a su cercanía, a su
avasalladora masculinidad. Pero fue inútil.

—Sabes por qué no te recibí; por qué no puedo estar sola contigo —logró
decir.

—¿Lo sé?

Magnus le soltó el brazo para rodearle la cintura. Ella se debatió, pero él le


cogió firmemente el mentón con una mano y le levantó la cara.

Tenía que salir de ahí. La semioscuridad le hacía muy fácil olvidar lo correcto,
le hacía sentirlo todo y olvidar el recato. Debía salir antes que ocurriera algo
que después lamentaría. Volvió a debatirse, pero él la mantuvo firmemente
apretada a él con el brazo, como dentro de un cerco de acero.

—¿Por qué, Eliza?

Ella lo empujó por el pecho, pero fue como empujar un muro de piedra.

—Por favor.

Entonces él la soltó y bajó las manos, permitiéndole marcharse si era eso lo


que deseaba. Pero no podía marcharse; él seguía teniéndola cogida por las
fibras del corazón.

Retrocedió hasta que chocó con el rimero de telas de la pared.

—Porque esto ya no es un juego.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él en tono grave, resonante, acercándosele.

—Hemos simulado atracción, pero en realidad no es simulación, ¿verdad?

—No —repuso él, acercándose más; su respiración era agitada.

—Nos hemos puesto ridículas máscaras de amor para que todos las vieran,
pero…

Con un paso él cerró la distancia que los separaba. Puso las manos a ambos
lados de ella, encerrándola con su cuerpo.
—¿Qué ibas a decir, Eliza?

—N-nada.

—Entonces no hables. Pero me lo dirás.

Bruscamente la cogió en sus brazos, le levantó el mentón acercándole la boca


a la de él. Y entonces, con un aire de resolución, presionó sus húmedos labios
sobre su boca.

Y ella se derritió, impotente, y se apretó a él. Él le presionó el cuerpo con sus


músculos y con la lengua le exigió abrir la boca, saboreándola, acariciándola,
haciéndola desear más. Estremeciéndose, se aferró más a él. Los sonidos de
la obra y los aplausos del público que llegaban de fuera, se desvanecieron,
convirtiéndose en nada. Estaba perdida en la oscuridad, atada por la intensidad
de sus sensaciones.

Lo único que deseaba era acariciar a Magnus, ser acariciada por él.

Magnus movió los hombros y ella sintió el ruido de su chaqueta al caer en el


suelo. Al instante sintió sus palmas sobre los hombros, bajándole las mangas
de encaje.

—Magnus —susurró.

Ahuecando las manos en sus nalgas, la apretó contra él, obligándola a


reconocer nuevamente el oscuro camino que estaba pisando.

Que el Señor la amparara. ¿Qué estaba haciendo? Era una mujer soltera. Eso
era vergonzoso, claramente vergonzoso. Pero ya había pasado del punto del
pensamiento lógico. Su cuerpo y su conciencia habían batallado, y ganado su
cuerpo.

Magnus bajó la mano izquierda por la parte exterior de su muslo con exquisita
ternura, haciéndole contraer el cuerpo de expectación. Deslizando la mano por
detrás de la rodilla, él le levantó la pierna, la afirmó en su cadera y le presionó
el bulto de su erección sobre la horcajadura de la entrepierna.

Eliza ahogó una exclamación, horrorizada, pero su cuerpo se estremeció con la


sensación. A través de la delgada seda de la falda, sintió su calor, su dureza,
presionándole justamente el lugar que al parecer lo necesitaba más. Se le
arqueó todo el cuerpo.

Magnus se movió, apretándose contra ella. Ella abrió la boca, pero él ahogó el
sonido besándola.

Deseaba rendirse.

Al diablo las consecuencias.


Se aferró a él mientras él pasaba la mano derecha por entre ellos y la
deslizaba por el interior de su tembloroso muslo levantado. Lo sintió apartar
con los dedos la delgada enagua y luego acariciar el rizado vello que encontró
ahí.

La caricia le produjo una fuerte sensación. Los pícaros dedos buscaron y


encontraron la pequeña protuberancia alojada entre los hinchados pliegues y
se la frotaron suavemente. Entonces el dedo más largo se introdujo dentro de
ella. Encogiéndose de sorpresa, ella ahogó un gemido en la boca de él.

Magnus le introdujo la lengua en la boca y la movió contra la de ella, mientras


con los dedos le acariciaba los mojados pliegues, explorándole la parte más
íntima. Eliza echó atrás la cabeza, la ladeó y cerró fuertemente los ojos,
arqueando las caderas hacia él, aumentando la presión.

Se fue acumulando una intensa excitación dentro de ella, tensándola tanto que
sentía ansias donde él la tocaba. Él empezó a mover más rápido los dedos,
introduciéndolos más en ella al tiempo que con el pulgar le frotaba el lugar más
sensible.

Le aumentó tanto el frenesí que instintivamente se apretó más a él. Hizo una
entrecortada inspiración y retuvo el aliento, mordiéndose el labio inferior para
no gritar. De pronto, sintió la otra mano de él en el pecho, bajándole el escote
ribeteado con encaje. Entonces puso la palma caliente sobre su pezón y se lo
apretó suavemente, haciéndola gemir de placer.

¡Para!, gritó su mente; para antes de que sea demasiado tarde. Tuvo que
ponerse el puño en la boca mientras él tocaba las notas finales. De pronto le
pareció que pasaba una llamarada por toda ella y gritó. Abrió las manos y las
puso sobre el pecho de él, mientras una oleada de ardiente placer le recorría
todo el cuerpo.

—Ay, Dios…

Sintiendo bajar la arrobadora sensación, como si estuviera drogada, bajó el pie


al suelo y deslizó las manos hacia la espalda de Magnus. Él la abrazó
fuertemente.

—Lo has estropeado todo —susurró ella con la voz ronca—. No quería
entregarte mi corazón. No quería. Pero te lo he entregado. Maldita sea, te lo he
entregado.

Magnus se apartó como si sus palabras lo hubieran aturdido.

—¿Qué has dicho?

Un fuerte aplauso rompió el momento íntimo.

Sobresaltada por el sonido y pensando que pronto los corredores estarían


llenos de gente, ella se puso rígida.
—La representación… ¡ha terminado!

—Tus tías te estarán buscando —dijo él, su voz muy tranquila.

Ella seguía con la mente hecha un torbellino, tenía el vestido torcido y sin duda
su cara, a la luz, estaría tan roja como el rubí que llevaba colgado al cuello.

Sintió el dulce calor de sus manos estirándole la enagua y arreglándole el


vestido. Ella se subió las mangas hasta los hombros.

—¿Qué les diré? —dijo, moviéndose y sacudiéndose para enderezarse la corta


sobrefalda con abalorios.

Él se inclinó a besarla nuevamente en los labios, suave, lentamente, y a ella se


le regularizó la respiración.

—Diles que te encontraste conmigo en el gran bufé y que estuvimos hablando.


Nada más. Mantente tranquila y no pensarán que haya ocurrido nada.

—Tienes razón.

Nerviosa, se arregló el pelo con los dedos y alargó la mano buscando la


manilla de la puerta. Cuando la encontró y la movió para abrir la puerta, él le
cogió el brazo.

—Pero esto dista mucho de haber acabado, Eliza —dijo, sus ojos brillantes a la
luz de la vela—. Dista mucho de haber acabado.
Y ella vio que lo decía en serio.

Regla 12

Cuando no sabes de tu presa ni de ti mismo, seguro que estás en peligro.

Grises chaparrones de lluvia caían sobre el coche de alquiler, tamborileando


sobre el techo negro y empañando los cristales de las ventanillas, con un ritmo
casi salvaje. Magnus exhaló un suspiro, frustrado por haber tenido que recurrir
a acechar en la oscuridad fuera de la casa Featherton. Golpeó el cristal con el
puño y limpió un trozo para mirar. Maldita sea, Eliza, ¿dónde estás?
Sabía que después de lo ocurrido la noche anterior ella estaría desconfiada y
no lo recibiría, al menos no de buena gana. Todo había ido mal en el teatro. Su
única intención había sido hablar con ella, tranquilamente, para descubrir por
qué no quería verlo. Pero se descontroló, cedió a sus impulsos más bajos. Sin
embargo, no lamentaba ni un solo momento de la pasión que rugió entre ellos
en la oscuridad del almacén del taller. El contacto de sus labios, la sensación
de sus curvas apretadas a su cuerpo. Esa noche juntos estaría en su corazón
eternamente, porque sabía que probablemente no tendrían otra.

A la sobria luz de la mañana, la verdad de su apurada situación le dejó muy


claro su futuro. Y tenía que enfrentarlo como un hombre. A menos que The
Promise sobreviviera a la tormenta y llegara a puerto, lo cual parecía menos y
menos probable con cada día que pasaba, él y Eliza nunca estarían juntos.

Esa noche necesitaba explicarle todo, pedirle disculpas y rogarle que lo


perdonara.

Y así, continuó esperando que Eliza saliera de la casa; esperaría toda la noche
si era preciso, para ver si llegaba el momento de encontrarse con ella a solas.
Esta vez debía conservar su autodominio de caballero y resistir todo deseo de
estrecharla en sus brazos. Sólo cabía esperar que fuera capaz de eso.

Eliza miró por la ventana. Una fina niebla había reemplazado a la torrencial
lluvia que caía sólo hacía unos minutos. Sus tías y Grace se marcharían
pronto, sin ella, si tenía éxito su estratagema.

Poniéndose el dorso de la mano en la frente, y con el ademán más dramático


que pudo, se dejó caer en el sillón junto al hogar.

—Mis disculpas, tía Letitia, pero creo que no podré asistir al espectáculo en el
Serpentine. Estoy totalmente agotada.

—¿Que no podrás asistir? —tartamudeó la tía Letitia—. Pero si todo el mundo


estará allí, Lizzy, todo el mundo.

La tía Viola se acercó a darle una palmadita en el hombro.

—Vamos, venga, seguro que no querrás perderte los fuegos artificiales ni el


maravilloso desfile de góndolas por el lago. Es un acontecimiento único,
fantástico, ¿sabes?

Mirándose en el espejo de encima de la repisa del hogar, Grace se sacó varios


rizos de debajo de la papalina para que le enmarcaran la cara, se mordió los
labios, los frunció, los estiró y luego sonrió encantadoramente a su imagen.

Echada con cara afligida en el sofá, Eliza vio que su hermana la estaba
observando por el espejo, sus ojos azules suavizados por la preocupación.

—Y seguro que va a asistir lord Somerton —añadió la tía Viola.

—¡Tieta! —susurró Grace, y girándose negó disimuladamente con la cabeza,


advirtiéndole a su tía que no continuara con ese tema.

Eliza exhaló un largo suspiro. Sí, seguro que Magnus asistiría, y ése era
justamente el motivo de que ella no fuera a poner un pie fuera de la casa.

Después de lo ocurrido la pasada noche en el Drury Lane, no podía arriesgarse


a volver a verlo, no podía, mientras no tuviera controlado su desbocado
corazón y sus ridículas rodillas que se le doblaban solas.
—No es que no me fíe de dejarte sola, ¿sabes? —dijo Grace, mirándola con
una ceja enarcada—, pero podría necesitar tu ayuda. Es posible que nos
encontremos con lord Hawksmoor en el espectáculo, y pensé que tú podrías
hablar con él sobre… bueno, sobre la mujer a la que acompañó al teatro.

—Grace, te lo he dicho, tienes toda la atención de lord Hawksmoor. Si lo ves,


no hagas la tonta diciéndole lo que tú crees que viste en el teatro.

—Supongo que tienes razón. Aunque me gustaría que vinieras. El espectáculo


es el lugar donde hay que estar esta noche. Sólo una boba se quedaría en
casa.

—Una boba muy cansada —contestó Eliza, añadiendo un largo suspiro para
mejorar su representación.

Surcos de preocupación arrugaron la frente y el entrecejo de la tía Viola.

—¿No estarás enferma, cariño? —Le tocó la mejilla—. No te noto calentura.

Eliza negó con la cabeza.

—No es nada para inquietarse, tieta. Estoy bien. Simplemente me siento tan
cansada que no podría pasar todas esas horas caminando por las orillas del
Serpentine.

La tía Viola miró a su hermana, que se mordió el labio inferior, indecisa.

—¿Pasa algo? —preguntó Eliza—. ¿Por qué es tan importante que yo os


acompañe esta noche?

—Bueno —repuso la tía Viola—, puesto que íbamos a ir todas al espectáculo,


le había dado la noche libre al personal, pero les diré que se queden si tú vas a
quedarte en casa.

—No, no, no —exclamó Eliza, agitando la mano para descartar esa idea—. No
les pidas que se queden en casa por mí. No tendré ninguna necesidad de sus
servicios.

Grace se puso su chaquetilla y se la abrochó.

—Ahora que ha parado de llover, nos perderemos los fuegos artificiales si no


nos marchamos enseguida.

—Grace tiene razón —dijo Eliza, levantándose e instándolas a caminar hacia la


puerta—. Marcharos ya y pasadlo muy bien. Mañana me lo podréis contar todo.
Yo terminaré de beberme el té y me iré a acostar.

—Muy bien, Eliza, buenas noches —gorjearon las dos tías al unísono.

—Buenas noches —dijo Grace.


Las tres salieron a la fresca y neblinosa noche.

Eliza cerró la puerta y exhaló un suspiro.

—Buenas noches.

La casa estaba en silencio, por fin, tan silenciosa que el único sonido que oía
era el casi imperceptible crujido de las ballenas de su corsé al inspirar para
llenar de aire los pulmones. Continuó allí un buen rato, inmóvil, para no romper
la quietud.

Al cabo de un momento se le formó una secreta sonrisa en la cara y se rió


fuerte. Echando atrás la cabeza, abrió los brazos y dio una vuelta en redondo
por el vestíbulo, girando. Por las estrellas, qué maravilloso estar sola, aun
cuando hubiera tenido que fingir agotamiento para lograrlo. Pero su farsa tenía
su justificación. No podía correr el riesgo de encontrarse nuevamente con
Magnus.

Recordó lo ocurrido entre ellos en el almacén del teatro y le ardieron las


mejillas de rubor. Si la representación no hubiera terminado cuando terminó, a
saber qué habría hecho. Fue como si la hubiera abandonado totalmente el
juicio.

Ay, si pudiera hacer desaparecer de su vida a Magnus y esa maldita


temporada. Todo sería muchísimo más sencillo si sólo tuviera su arte para
llenar sus días… y sus noches. Al pensar en ello, echó a caminar hacia el
salón, donde tenía instalado su caballete, pero al pasar vio los guantes de
cabritilla de Grace sobre la mesa del vestíbulo.

Justo en ese momento sonó dos veces la aldaba en la puerta. Moviendo la


cabeza por el descuido de su hermana, cogió los guantes y se dirigió a la
puerta.

—Los tengo, Grace. Te dejarías la cabeza si no la llevaras atada con la


papalina —gritó.

Al pasar junto al espejo se detuvo a quitarse las horquillas del pelo. Agitó la
cabeza para soltar los rizos, con el fin de dar la impresión de que se estaba
preparando para ir a acostarse. Y entonces vio una de sus tarjetas “Gracias por
no visitar…” en el suelo. Rayos, ¿qué hacía ahí esa tarjeta? Había puesto
sumo cuidado en mantenerlas escondidas.

La recogió, se la puso a la espalda y abrió la puerta. Pero no era su hermana la


que estaba ahí esperando los guantes; tampoco era el lacayo. Se le quedó
atrapado el aire en la garganta.

Magnus se quitó el sombrero e inclinó cortésmente la cabeza.

—Buenas noches, Eliza.


—¿Qué… qué haces aquí?

—Te lo dije anoche, tenemos que hablar —dijo él, y sin esperar invitación, pasó
por el umbral, siguió por el vestíbulo y corredor y entró en el salón.

Eliza miró alrededor, desesperada. Cielo santo, ¿cómo pudo meterse en ese
embrollo? Cerró lentamente la puerta, hizo una honda inspiración y lo siguió.

—No puedes quedarte.

—¿Por qué no? —preguntó él, caminando hacia ella.

—Porque estamos solos. Recibirte sería indecoroso.

—Vi salir al personal de la casa y luego a tus tías y hermana. Me extrañó que
no fueras con ellas.

Ella frunció el entrecejo, enfadada, pero sintió una extraña vibración por todo el
cuerpo.

—¿Estabas… observando la casa?

Magnus dejó su sombrero en la mesita del rincón y fue a instalarse


cómodamente en el sofá.

—No podía correr el riesgo de no encontrarme contigo esta noche. Qué suerte
la mía que hayas decidido quedarte en casa.

—Estoy… muy cansada.

Magnus enarcó una ceja y se le curvó ligeramente una comisura de la boca.

—¿Es cierto que estás cansada, Eliza?

Ella se cruzó de brazos, sintiendo los desbocados latidos de su corazón.

—No, en realidad no lo estoy. —Alzó el mentón—. No me atreví a salir esta


noche porque no quería volver a encontrarme contigo. No quería, después de
lo que… —sintió arder las mejillas—, bueno… tú estabas ahí.

—Sí. —La media sonrisa desapareció de sus labios—. Y por eso estoy aquí
esta noche. Tenemos asuntos de qué hablar.

—¿Sí? —Le dio la espalda y fue hasta el hogar, donde comprobó,


consternada, que el fuego ya estaba cubierto para la noche. Metió la tarjeta con
bordes rojos en medio de las brasas—. Creo que no tenemos que hablar de lo
que ocurrió, nunca.
Lo oyó levantarse del sofá y de pronto sintió sus manos en los hombros. Él la
giró, y en el instante en que se encontraron sus ojos, ella se puso rígida, pero
no pudo desviar la vista.

—Eliza, basta de esto —susurró él, bajando la boca hacia la de ella.

Ella desvió la cara.

—Por favor, no digas así mi nombre.

Él le puso los dedos bajo el mentón y le giró la cara hacia él.

—¿Por qué?

Ella bajó la cabeza y cerró los ojos para no mirarlo.

—Porque ese tono promete cosas que no pueden ser.

—Muchacha, lo siento… es que…

Le acarició suavemente las mejillas y le levantó la cara hacia la de él. Ella sintió
el roce de sus labios en los de ella, suave, tierno. De pronto sintió los párpados
pesados, pesados, y deseó acercarse más y recibir su beso.

¡No, no! Abrió los ojos. No lo haría. No volvería a hacerlo. Se apartó hacia un
lado y lo apuntó con un dedo acusador.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? Por esto no podemos estar solos. Ni siquiera un
momento.

Él agrandó los ojos, como si estuviera sorprendido de sus actos.

Poniéndose de puntillas, ella corrió a esconderse detrás de su caballete, a ver


si eso la protegía de esa ingeniosa seducción.

—¿Ése es mi retrato? —preguntó él, caminando hacia ella.

Ella miró el retrato.

—Eh… sí. O más bien, lo será. —Cuando levantó la vista él ya estaba muy
cerca de ella—. Quédate donde estás.

—¿Te sentirías más tranquila si pintaras mientras hablamos?

Ella lo miró detenidamente con los ojos entornados.

—No me marcharé mientras no hayamos hablado sobre lo de anoche —dijo él,


y arqueó las cejas—. Pero me mantendré a este lado del cuadro.
Eliza volvió a mirarlo con los ojos entornados y, pensando que debía apresurar
su marcha por el medio que fuera, asintió, cautelosa. Cogió un pincel y lo
apuntó con su fina punta.

—Aceptaré, si cumples tu promesa de mantenerte a tu lado del cuadro.

—¿A qué hora volverán vuestro personal y tus tías? —preguntó él en tono
aparentemente despreocupado—. Quiero estar seguro de que tendremos
bastante tiempo, y sin interrupciones, para hablar.

—Tendremos muchísimo tiempo. Pero cuando hayamos terminado te


marcharás inmediatamente. ¿De acuerdo?

—Claro que sí.

Eliza distribuyó montoncitos de óleo en su paleta, sin dejar de mirar recelosa a


Magnus. Aceptar eso era una locura. Pero ¿qué otra opción tenía? Él tenía
razón. Debían aclarar y resolver lo ocurrido entre ellos de una vez por todas.

Cuando terminó los preparativos para pintar, miró hacia su tema, él, y se
acercó para colocarlo bien.

—¿Harías el favor de girar la cabeza un poco a la derecha? No, levanta un


poco el mentón. No, no tanto.

Magnus la miró con expresión de no entender y eso la hizo exhalar un suspiro


de frustración.

—Vaya. A ver, déjame ver…

Con tiento alargó las manos y puso las yemas de los dedos en su mentón
áspero por la barba naciente, levantándoselo ligeramente y girándoselo hacia
la izquierda. No pudo evitar mirarle los labios húmedos, y recordó sin querer las
pecaminosas cosas de que eran capaces.

Se le quedó atrapado el aire en la garganta, y comprendió que él había oído el


sonido, porque sus brazos se levantaron como un cepo y le aprisionaron la
cintura.

Sobresaltada, miró esos luminosos y peligrosos ojos azul plateado mirándola.

—Prometiste portarte bien —dijo, con voz débil.

—Sólo prometí mantenerme en mi lado del cuadro.

Al instante ella sintió su aliento húmedo atormentándole el pecho a través de la


delgada muselina del vestido. Cerró los ojos y ahogó un gemido ante esa
sensación.

—Magnus, por favor.


Aunque su mente objetaba, el tono le salió dulce, seductor, cambiando el
significado de sus palabras de “por favor, para” a “por favor, vuelve a hacerlo”.

Entonces él la miró, con expresión de sentirse desgarrado, como si estuviera


luchando y no supiera qué dirección tomar.

—Si supieras lo difícil que es esto para mí. Tienes que saber lo que siento,
caramba. Y sé que tú sientes algo por mí también.

—¿Sí?

—Sí, me amas, sé que me amas. —Mientras hablaba, movió las manos detrás
de ella, soltándole los lazos del vestido hasta que le quedaron colgando a los
costados—. ¿Por qué lo niegas?

—¿Am-amor? —preguntó ella, y se aclaró la garganta, tratando de parecer


indiferente. Pero cuando él le soltó los cuatro botones pequeños de la espalda,
se le agitó la respiración y el corazón comenzó a latirle fuerte, desbocado—.
¿De dónde has sacado esa idea, milord?

Entonces Magnus la atrajo hacia él, aprisionándola, pero el cielo la amparara,


no sentía el menor deseo de escapar.

—Dímelo, dímelo, muchacha.

Sintió vibrar su voz ronca y grave en el cuello mientras él hablaba, mientras la


besaba, y se estremeció de placer.

—Dime que sientes lo que yo siento —continuó él—. Sólo necesito oírlo una
vez. Una sola vez.

—No puedo —logró decir ella, pero por dentro le iba aumentando una extraña
agitación.

—¿No? —susurró él, apartándola para mirarla a los ojos y leer sus emociones.

La separación de sus cuerpos era justo lo que ella necesitaba para pensar con
más claridad y lógica.

—Porque una relación entre nosotros es imposible. Los dos lo sabemos. ¿Para
qué complicar las cosas con palabras que no pueden cambiar esa realidad?

—Porque a mí me importa, Eliza.

En ese instante sus ojos le lanzaron una imperiosa advertencia. Antes de que
se diera cuenta de lo ocurrido, Magnus ya la había hecho caer con él sobre la
mullida alfombra turca y estaba encima de ella.
La sorpresa y la conmoción dieron rápidamente paso a la excitación. Aspirando
su masculino aroma almizclado, saboreó la muy carnal sensación de su cuerpo
duro apretado al de ella.

Con una resuelta expresión en los ojos, él se apoderó de su boca. Sus cálidos
labios la instaron a abrir los de ella, a abrirse a él. Ella no se resistió. No pudo.
Hizo lo que le ordenaba la boca de él.

Cerrando los ojos, le echó los brazos al cuello y se aferró a él, mientras sus
cuerpos se mecían al ritmo de sus respiraciones.

Entonces él apartó la boca; ella abrió los ojos, lo vio mirándola atentamente y
exhaló un suave suspiro.

—Dime que no deseas esto, Eliza —dijo él, con la voz ronca de pasión—. Dime
que no deseas estar conmigo y me marcharé inmediatamente.

Ella negó con la cabeza y desvió la mirada.

—¿Por qué, Eliza? —Le presionó la pelvis, como para obligarla a hablar—.
¡Dilo!

Ella no dijo nada. No podía negarlo.

—No puedes porque me deseas tanto como yo te deseo a ti. Somos el uno
para el otro, muchacha. Sé que también lo sientes.

Eliza giró la cabeza y volvió a mirarlo a los ojos.

—Escúchame. Lo que sentimos no tiene importancia. Debes casarte con otra


para no perderlo todo.

—No —musitó él—. Quiero tenerte a ti. Debo. Y si… cuando mi barco llegue al
puerto…

—¿Tu barco? —preguntó ella, pestañeando; o sea, que no se había imaginado


su reacción en la cena de los Hogart—. ¿Invertiste en uno de los barcos
azotados por la tempestad?

Magnus desvió la mirada, rodó hasta quedar a un lado de ella y espiró


lentamente.

—¿Por qué no me lo dijiste? —Notó que la voz le salía extrañamente


ahogada—. ¿Por qué me has hecho buscarte una esposa rica cuando no
necesitabas mi ayuda para nada?

La humillación le dio energía. El diablo se lo lleve. Tenía que levantarse,


apartarse de él. Trató de incorporarse, pero tenía la falda atrapada debajo de
él. Lo empujó, golpeándole el pecho, esforzándose en no gemir como una
tonta.
—Basta, Eliza. Te lo iba a decir —dijo él, tratando de cogerle las manos—. Te
lo iba a decir esta noche. Para.

Pero ella no paró. Si paraba, se echaría a llorar. Se cogió el vestido y volvió a


empujarlo. Pero él pesaba mucho.

Magnus le cogió las muñecas y se las bajó hasta dejárselas presionadas a


cada lado de la cabeza.

—Vas a escuchar lo que tengo que decir.

Sus ojos estaban oscurecidos, y parecían un cielo tormentoso, pero ella se los
miró mientras él hablaba:

—No era mi intención engañarte. Sólo deseaba estar contigo. Por eso acepté
tu ridículo “trato”. No me importaba un bledo tu investigación y ni siquiera el
retrato. Sólo deseaba estar contigo.

En el instante en que lo oyó decir esas sencillas palabras, empezaron a


escocerle los ojos. Sólo deseaba estar con ella. Tal como ella deseaba estar
con él.

Entonces él le soltó las muñecas y ella se frotó los ojos con los dorsos de las
manos.

—Pero tu barco…

—Si llega a puerto, se habrán resuelto mis problemas económicos. —La miró
con una leve sonrisa, nacida de la esperanza—. Y podríamos estar juntos.

Ella bajó las manos y lo miró, pasmada. Él realmente creía que su barco
llegaría a puerto. O lo deseaba tanto que lo creía. Lo veía en sus ojos. Él tenía
esperanzas de un futuro, juntos. Pero ella no podía esperar eso.

—Cuando nos…

Ella lo silenció poniéndole un dedo en los labios.

—Todo Londres sabe lo de las tempestades, lo de los barcos perdidos. —No


quería ver la decepción en sus ojos, por lo que se acercó más a él y apoyó la
frente en su pecho, donde sintió los fuertes latidos de su corazón—. Sé que
debes aferrarte a tus esperanzas respecto a tu barco, pero yo no puedo. Mi
futuro está en Italia.

—Eliza, aún no ha llegado ningún informe…

—Chss. Eso no importa. Sabes tan bien como yo que no debemos volvernos a
ver. No así. La tentación de estar juntos es demasiado fuerte, no podríamos
soportarla. —Deslizó un dedo por su musculoso pecho, saboreando la
sensación por última vez—. Debes olvidarme. Tienes una responsabilidad para
con tu familia, con la gente de Somerton.

—Eliza, ¿crees que no lo he intentado? —musitó él—. Lo intenté esta misma


tarde, durante todo el trayecto hasta tu puerta. Pero no puedo. No puedo
olvidarte, tal como no puedo olvidarme de respirar. —Le cogió una larga
guedeja ondulada del hombro, la llevó a sus labios y le levantó la cara para
besarla—. Jamás te dejaré. Eres mía. Mía. —Apartó la boca de la de ella y la
miró intensamente a los ojos—. Y yo soy tuyo. Para siempre.

Y ella comprendió que era cierto. No hacía falta un anillo de oro para unirla a
él. En su corazón sabía que desde ese momento ella era de él, y siempre lo
sería. Le subió un sollozo a la garganta.

Ay, si pudieran estar juntos, unidos, tal como él lo imaginaba. Pero eso era
imposible. Cómo deseaba creer en ese mundo de él; un mundo en que el
dinero y la posición no dictaminaran con quién debe casarse una persona; un
mundo en el que las veleidosas normas de la sociedad no determinaran el
destino de una mujer.

Por una noche, sólo una, deseaba creer en la posibilidad de una vida juntos.

Esta vez, cuando la boca de Magnus bajó ávida sobre la de ella, no desvió la
cara. Le abrió los labios.

Magnus deslizó la mano derecha por la alfombra y la pasó por la espalda de


ella, cogiéndola por la cintura. La abrazó fuertemente. Apartó los labios de su
boca y los deslizó por la mejilla hasta el hueco detrás de la oreja. Y continuó
besándola, bajando, bajando.

En el instante en que él apartó los labios de los de ella, Eliza introdujo los
dedos en su mata de pelo, deseando que no dejara de besarla, instándolo a
volver a besarla en la boca.

Con la respiración agitada, él se incorporó, dejándola tendida en la alfombra, y


se soltó y quitó la corbata con insoportable lentitud. La tiró al suelo y se inclinó
a mordisquearle la boca, atormentándola con un rápido beso.

Ella le cogió los labios entre los de ella, pero él se sentó sobre los talones,
fuera de su alcance, y se quitó la chaqueta, luego el chaleco y los dejó en el
suelo.

Eliza se incorporó y le cogió la camisa para acercarlo, pero con el tirón salieron
los faldones de la camisa de las calzas.

Una extraña sonrisa le curvó los labios a él. Interpretando esa osadía como
una invitación, se quitó la camisa sacándosela por la cabeza y la tiró sobre la
alfombra también.
A la luz de las velas, su cuerpo se veía duro y bien definido, su piel dorada y
suave. Dios santo, jamás había visto a nadie más perfectamente formado.

Vacilante, alargó las manos para tocarlo, para sentir la elasticidad de su cálida
piel en las yemas de los dedos.

Él suspiró aprobador cuando ella deslizó las manos sin guantes por los
ondulantes músculos de su abdomen y continuó hacia arriba por el musculoso
pecho.

—Magnus —musitó, rozándole las tetillas con las yemas de los dedos.

Vio que se endurecían con su contacto y sintió una placentera punzada entre
las piernas.

Magnus se inclinó sobre ella y volvió a besarla, con más fuerza esta vez, con
más urgencia.

Ella gimió en su boca, sabiendo en ese instante que esa noche se lo daría
todo. Lo tomaría todo. Y no sentiría ningún pesar.

Magnus pareció leerle el pensamiento, porque su seducción se hizo más


osada.

Eliza lo vio guiñar los ojos apreciativo cuando osadamente le bajó el vestido
por los hombros y continuó bajándolo hasta dejarlo todo arrugado en la cintura;
las mangas le aprisionaron las muñecas como pulseras. Mirándola a los ojos, él
soltó con los dientes los lazos que le cerraban la camisola; lentamente le
apartó los lados hasta dejarle los pechos medio desnudos sobre el corsé.

Tragó saliva. Esta vez no había oscuridad para protegerle el pudor; trató de
cruzar los brazos sobre los pechos para ocultar su desnudez.

—No —dijo él; deslizó suavemente los dedos por su piel, poniéndole la carne
de gallina—. Eres muy hermosa.

Eliza no dijo nada, se limitó a mirarlo fijamente, con la respiración en cortos


resuellos, sintiendo aumentar la excitación.

Una después de otra, él le cogió las manos y le liberó las muñecas de las
mangas. Una a una, le besó las palmas y luego le levantó los brazos hasta
dejarle las manos cerca de los hombros, presionándoselas en una silenciosa
orden.

Entonces se echó sobre ella y de pronto sus labios estaban sobre su cuello,
besándoselo, haciéndole latir frenéticamente el corazón. Él subió una mano por
el corsé y continuó subiéndola. Le bajó la camisola que le cubría los pechos y
ahuecó una mano sobre uno, haciéndola gemir de placer, al tiempo que le
dejaba una estela de besos por el pecho. Por fin paró y dándole un escaso
instante para respirar, cerró la boca sobre el pezón, lenta, seductoramente.
La sensación le hizo girar la cabeza; alargó las manos para cogerle la cabeza,
para recordar que eso no era un sueño, que estaba ocurriendo de verdad.
Reteniendo el aliento, le cogió la cabeza con las dos manos, introduciendo los
dedos en su pelo mientras él la devoraba, llevándola cada vez más cerca del
delirio.

Justo cuando pensó que ya no podría soportarlo, él bajó lentamente la mano


hasta su tobillo. Sin decir palabra, subió la mano por su media de seda,
arrastrando la enagua y la falda hasta dejarlas arrugadas en la cintura. Sólo
detuvo la mano cuando la acarició suavemente entre los muslos, haciéndola
estremecerse de expectación.

Se aferró a él mientras la besaba y acariciaba. Al fin apartó la boca de la de él.

—Magnus —resolló—. Ahora.

Él la miró a los ojos, interrogante, dudoso, pero deseoso.

—Sí.

Con el valor por las nubes, metió la mano por entre sus cuerpos y con los
dedos inseguros le soltó los botones de las calzas hasta que se abrió la
bragueta y lo sintió. Sintió vibrar su miembro duro en la palma, excitándola
más, mientras lo dirigía hacia su centro. No sabía bien qué hacía; sólo sabía
que lo deseaba ahí, lo necesitaba “ahí”.

Magnus la miró fijamente, sus ojos oscurecidos por el deseo primordial.

Ella asintió lentamente.

—Para siempre —dijo, sabiendo que eso era lo que él deseaba oír—. Para
siempre —repitió, con la respiración agitada, pero la voz segura.

Magnus la besó profundamente, luego movió el cuerpo entre sus piernas,


separándoselas con los muslos. Apoyándose en ella, puso la mano en su
entrepierna, palpándola, acariciándola. Ella se arqueó.

Con las palmas abiertas se aferró a su ancha espalda, instándolo a continuar,


mientras él se movía entre sus muslos.

Magnus cerró los ojos y gimió, moviendo el pene sobre su parte mojada,
inundándola de euforia, de un poder femenino que jamás había conocido.

Ya estaba. Después de ese momento no habría marcha atrás. Jamás. Su vida


cambiaría para siempre. Estaría deshonrada a los ojos del mundo, pero no
podía detenerse en ese momento. Porque su corazón ya era de él.

—Para siempre —susurró él, posicionándose e introduciendo lentamente su


miembro en ella.
Eliza emitió un suave gemido y se tensó mientras él la iba llenando. Él se
movió, penetrándola más y no tardó en remitir la punzada del dolor inicial de la
penetración.

Él comenzó a moverse, saliendo y entrando, primero lento, luego más rápido.

Ella notó cómo esa cavidad de su cuerpo se ensanchaba y apretaba en torno al


miembro de él, introduciéndolo más y más. Sorprendentes arroyuelos de
vibrante excitación la impulsaban a mover las caderas, a arquearse para
responder embestida con embestida. La avasalladora sensación fue
aumentando, intensificándose, y cerró los ojos, dejándose consumir por el
núcleo de calor que emanaba del lugar donde estaban unidos sus cuerpos.

Magnus se apoyó en los brazos, observándola mientras se movía dentro de


ella, entrando en ella una y otra vez.

Eliza se mordió el labio y apoyó la cabeza en la alfombra. Le rodeó la cintura


con las piernas, apretándolo más contra ella, controlando la presión de cada
movimiento de él; arqueándose y moviéndose, gritó al sentir encenderse algo
dentro y luego estallar, lanzándole llamas líquidas desde su centro a todas las
partes de su cuerpo.

De pronto Magnus se arqueó hacia arriba, y ella lo sintió tensarse.

—Eliza…

Emitiendo un gemido, quedó apoyado sobre ella.

Ella se aferró a él, estrechándolo. No deseaba moverse. No deseaba que


acabara ese momento.

Magnus la besó en la boca.

—Estamos hechos el uno para el otro, muchacha.

Una sonrisa de satisfacción le curvó los labios a ella. Durante unos cuantos
minutos más lo acarició, deslizando las manos por su pelo, su espalda, y más
abajo, hasta que, sorprendida, sintió la erección de él, otra vez.

Totalmente desconcertada, lo miró, y vio que él la estaba observando


intensamente. De repente sonó el pestillo de la puerta de la calle. Eliza
agrandó los ojos, y abrió la boca.

Magnus le cubrió la boca con una mano para silenciarla.

¡Su familia estaba de vuelta!


Regla 13

Usa añagazas para llevarlo a terreno seguro. Ahí puedes debilitar sus fuerzas.

—¡Hay alguien en casa! —susurró Eliza, con los pulmones oprimidos por el
terror.

Continuó varios segundos totalmente inmóvil debajo de Magnus, escuchando


los crujidos y gemidos de los tablones del vestíbulo con las pisadas de varias
personas. El grupo subió la escalera y se fueron apagando poco a poco los
ruidos de pasos.

Magnus se incorporó, cogió su camisa de lino y se la pasó por la cabeza. Con


una velocidad que asombró a Eliza, se abotonó las calzas, que le quedaban
más ceñidas aún, y se puso el chaleco.

Pasando rápidamente los brazos por las mangas, ella se subió y arregló la
camisola y el corpiño, y luego se puso de pie. Se giró, dándole la espalda a
Magnus.

—Los botones, por favor —rogó, al tiempo que se estiraba y alisaba la enagua
y la falda.

Con ágiles dedos y la velocidad de una doncella de señora, Magnus le abrochó


el vestido, y luego se abotonó el chaleco.

—De prisa —dijo ella, pasándole la chaqueta.

Caminando hacia la puerta, Eliza se retorció las manos, mirando alrededor en


busca de una salida para escapar. Su mirada se detuvo en los ventanales que
daban a la calle.

—Tendrás que salir por la ventana. No hay otra manera.

—¿La ventana? —preguntó él, arqueando una ceja y sonriendo sardónico,


mientras se anudaba de cualquier manera la corbata—. Bromeas.

—Te aseguro que no —dijo ella, mirándolo sorprendida.

Mientras ella temblaba por el miedo a que los descubrieran, él se veía muy
tranquilo.

—Yo diría que ser sorprendidos juntos por tus tías es muy preferible a tener
que explicar a todo Londres por qué vieron salir a un conde por la ventana de
tu salón.

—¿Eliza? —llamó entonces una voz desde el corredor—. Eliza, querida, ¿estás
aquí?
Era la tía Viola.

Oyó el sonido de bastones en el suelo fuera de la puerta. Señor, ayúdanos.

—Contéstale —susurró Magnus—, como si no pasara nada.

Eliza asintió.

—Sí, tieta, estoy aquí —dijo, con voz débil.

Miró a Magnus, desesperada. Haz algo, por favor.

Repentinamente, Magnus fue a coger uno de los tres cuadros que estaban
apoyados en la pared. Lo puso delante de él, cubriendo así el revelador bulto
en sus calzas, justo en el momento en que se abría la puerta.

—¡Lord Somerton! —exclamó la tía Viola, mirándolos absolutamente


asombrada.

Luego miró detrás de ella, a la tía Letitia y a Grace, que lo estaban mirando con
idénticas expresiones de sorpresa.

Magnus inclinó ligeramente la cabeza, manteniendo el cuadro delante de él.

—Señoras.

Eliza avanzó un paso y se puso delante de él.

—Habéis vuelto muy temprano. ¿Olvidasteis algo, tal vez?

La tía Letitia apoyó el bastón en la alfombra turca y avanzó hacia ella.

—¿Cómo íbamos a disfrutar del espectáculo sabiendo que nuestra querida


sobrina estaba sola en casa?

—Vamos, Letitia, no sigas —interrumpió la tía Viola—. Comenzó a llover otra


vez. Han aplazado el espectáculo, así que nos volvimos a casa. —Miró hacia
Magnus, ceñuda—. Claro que no podríamos haber adivinado que estarías con
lord Somerton mientras no estábamos.

Eliza sintió arder las orejas.

—Sólo…

—La señorita Merriweather me había ofrecido una de sus pinturas —


interrumpió Magnus—. Se me ocurrió aceptar su amable ofrecimiento y venir a
visitarla a ella y a su familia.

—Le expliqué que no recibimos su tarjeta —dijo Eliza—, si no mi familia se


habría quedado en casa para recibirle.
Notó que Grace la estaba mirando atentamente, y vio su disimulada mirada a
su falda, por si había alguna arruga que indicara un mal comportamiento con
Magnus.

—Lamento que no hayamos estado en casa para recibirle, milord —dijo la tía
Letitia, en tono algo nervioso—. Sólo ha sido gracias a una coincidencia,
“parece”, que nuestra Eliza estaba aquí.

—¿No se va a sentar, lord Somerton? —preguntó la tía Viola indicando con un


gesto el sillón junto al hogar.

Eliza vio que Magnus se miraba despreocupadamente la muy ceñida parte de


las calzas oculta por el cuadro.

—Eh… no, gracias. Estaba a punto de marcharme —repuso él, en tono de lo


más convincente.

La tía Letitia miró exasperada la ancha tela pintada que tenía Magnus en las
manos, y negó con la cabeza.

—Lord Somerton, no tiene por qué llevarse ese cuadro por las calles mojadas.
Le diré a nuestro lacayo que se lo acerque mañana. —Alargó la mano y cogió
una esquina del lienzo—. Permítame que lo coja para dárselo.

Magnus no soltó el cuadro, era su protección de cierto azoramiento, aun


cuando la tía Letitia intentó valientemente quitárselo.

—Caramba, qué manos tan… tan grandes tiene, milord —bromeó, mirando
traviesa hacia Viola—. Ayúdame a quitarle el cuadro, hermana.

Cuando la tía Viola fue invitada a participar en el tira y afloja, Magnus miró a
Eliza, suplicándole con los ojos que lo ayudara.

—Tietas, por favor —rogó ella, soltándoles suavemente las manos a las dos
ancianas—. Lord Somerton ha venido con la única finalidad de llevarse este
paisaje.

En el instante en que las dos resueltas ancianas soltaron el cuadro, Magnus se


alejó de ellas, caminando hacia la puerta.

—Me parece que ya he estado demasiado tiempo. Ahora me marcho.

Volviéndose hacia Eliza, esbozó una amable sonrisa.

—Debo volver a agradecerle, señorita Merriweather, que me haya regalado


este cuadro tan extraordinario. Si no tiene ninguna objeción, me lo llevaré a
casa ahora.

—Por supuesto, lord Somerton. Muchísimas gracias por venir.


Con la tela bien afirmada en las caderas, Magnus se despidió de las damas y,
retrocediendo hasta la puerta, se apresuró a marcharse.

—Caramba, se ha marchado con mucha prisa, ¿verdad? —comentó Grace.

Eliza frunció el ceño.

—Sólo vino a buscar la tela, pero sin duda notó mi cansancio y se marchó a
toda prisa para que yo pudiera descansar.

Dicho eso, fue a ponerse delante del hogar.

—Claro que sí, querida, seguro que tienes razón —dijo la tía Viola, levantando
una mano enguantada para ocultar su muy evidente sonrisa, siguiendo a Letitia
hasta el sofá.

Grace fue a situarse al lado de Eliza, hombro con hombro.

—Gracias a la lluvia y a nuestro pronto regreso te has salvado de la mancha


del indecoro, otra vez. —Avanzó un paso, cogió a Eliza por los hombros y la
giró hacia ella—. ¿Qué hace falta para hacerte comprender el daño que tus
actos pueden hacer a esta familia?

Eliza se quitó las manos de sus hombros y se apartó.

—Perdona, pero yo no invité a lord Somerton a venir aquí. Él vino por su


voluntad.

—Eso, ¿lo ves, Grace? —exclamó la tía Letitia—. Esto no ha sido una gran
intriga urdida por su señoría y Eliza. Ella no sabía nada de su plan de venir
aquí.

Grace la miró dudosa y Eliza rogó que no fuera a revelarle lo del “trato” a sus
tías.

—De todos modos, no deberías haber hecho pasar a un soltero estando tú sola
—insistió Grace, y le aparecieron manchas rojas en las mejillas.

—Cálmate, Grace. Nuevamente se te ha puesto la cara como una fresa.

—¿Qué?

Apartándose de Eliza, Grace se miró en el espejo de marco dorado que


colgaba sobre la repisa, y se dio unas palmaditas sobre las manchas rojas.

Por el espejo, Eliza vio la cara de su hermana deformada por una expresión de
horror justo antes de girarse a mirarlas a todas.
—¡Mi cara! ¿La veis? —gimió Grace a sus tías—. ¿Veis lo que Eliza le ha
hecho a mi cara?

La tía Letitia golpeó el suelo con su bastón dos veces.

—Grace, te aseguro que nadie sino tú tiene la culpa de las manchas de tu cara.
Ve a tu habitación, ponte ropa seca y relaja esos nervios.

Chillando de frustración, Grace echó a andar hacia la puerta. Eliza la siguió,


pegándose a ella como una sombra. Repentinamente, el bastón de tía Letitia
se movió entre ellas, cerrándole el paso a Eliza.

—Eliza, tú te quedas aquí. Mi hermana y yo tenemos que hablar contigo.

Asintiendo, Eliza se giró y fue a sentarse en el sillón junto al hogar. Por dentro
estaba encogida de miedo, muy consciente de que se merecía cualquier
castigo que quisieran imponerle sus tías. Por lo que se refería a la alta
sociedad, su transgresión era grave, por decir lo mínimo.

Pero maravillosa también, ah, sí, maravillosa. Jamás había sentido tan vivo su
cuerpo, aun cuando le doliera un poco. Empezó a subirle calor a la cara, al
recordarlo.

Sus tías ocuparon sus lugares en el sofá.

—Me complace inmensamente —dijo la tía Letitia en voz baja— que hayas
decidido dejar de lado tu plan de ir a estudiar a Italia para dar caza a lord
Somerton. Pero, Eliza, lo que has hecho esta noche ha sido muy, muy
arriesgado.

La tía Viola agitó la mano, interrumpiéndola.

—No nos entiendas mal, aplaudimos tu resolución e ingenio, querida.

Eliza enarcó las cejas, desconcertada.

—Lo siento, pero no sé qué queréis decir.

—No finjas ignorancia con nosotras, Lizzy —continuó la tía Letitia—. Está muy
claro que consultaste el libro otra vez y decidiste usar sus estrategias tú sola.

Eliza ladeó la cabeza y se le escapó una risita.

—¿De dónde has sacado esa idea, tieta?

—Vamos, la estrategia trece, por supuesto —contestó la tía Viola dulcemente.

—¿La estrategia trece?


La tía Letitia se levantó y salió del salón; pasado un momento volvió con el libro
rojo escarlata, lo que le causó gran consternación a Eliza. Entonces pasó con
sumo cuidado las frágiles páginas, se afirmó los impertinentes sobre los ojos y
leyó el título en negritas de la página:

—”Usa añagazas para llevarlo a terreno seguro. Ahí puedes debilitar sus
fuerzas.”

—Le pusiste el anzuelo a lord Somerton ofreciéndole un cuadro, cariño,


¿verdad? —dijo la tía Viola, con su voz dulce y amable.

—Ah, pero claro que sí —exclamó la tía Letitia—. Entendemos lo que querías
lograr, hija, pero no debes intentar poner en práctica estas estrategias tú sola.
Antes debemos hablarlas y comentarlas.

La tía Letitia cerró el libro y lo dejó sobre la mesilla del té, mientras la tía Viola
iba hasta su sillón a ponerle una mano en el hombro.

—En el futuro, por favor, déjate guiar por nosotras —continuó la tía Letitia,
reuniéndose con la tía Viola junto al hogar—. Tenemos mucha más experiencia
que tú con la sociedad de Londres, y podrías beneficiarte de nuestros
conocimientos.

—Sí, tietas —dijo Eliza, expulsando el aire que se le había acumulado en los
pulmones.

—Bueno, ¿nos vamos a cambiar de ropa también? —preguntó Viola a su


hermana—. No quiero coger un catarro de muerte, ¿sabes?

—Muy bien. —La tía Letitia le levantó el mentón a Eliza con el índice—. El
mentón en alto, Lizzy. Esta noche no ha sido en vano. Vamos, si interpreté
correctamente la expresión del semblante de lord Somerton, lo tienes cogido
por… el cuello de la camisa.

Las dos ancianas se echaron a reír y salieron del salón, dejando cerrada la
puerta.

Exhalando un suspiro de alivio, Eliza se levantó y se acercó al hogar. Afirmó los


codos en la repisa y, apoyando la cabeza en los brazos, cerró los ojos. Había
escapado de la dura reprimenda que se imaginó que vendría.

Pero ¿qué había hecho? ¿Por qué era tan impotente ante el contacto de él?
Bastó un beso. Un beso y salieron volando todos sus pensamientos de Italia;
desapareció toda consideración por su familia. Su mente sólo contenía un
pensamiento: Magnus.

Al sentir el ruido de la manilla de la puerta, levantó la cabeza y por el espejo vio


que Grace venía a ponerse detrás de ella. Sintió sus manos en los hombros.

—¿Te encuentras bien?


Eliza se giró a mirarla.

—¿Ya no estás enfadada conmigo?

—¿Cómo podría estarlo? Cuando me serené comprendí que no estás en


condiciones de reaccionar con lógica. Por eso tengo la intención de ayudarte.

Eliza abrió la boca con toda la intención de discutir que no necesitaba ninguna
ayuda, pero entonces comprendió, muy consternada, que Grace tenía razón,
toda la razón. Tratándose de Magnus, toda su lógica salía volando por la
ventana… aunque él no.

—No sé si alguien podría ayudarme ahora.

—En eso te equivocas, hermana. —Grace le rodeó la cintura con el brazo y la


llevó hasta el sofá; cuando estuvieron sentadas, le cogió la mano—. Tal como
yo lo veo, sólo tienes dos verdaderas opciones para no acabar deshonrando a
la familia.

Eliza ladeó la cabeza.

—¿Dos?

—Sí —afirmó Grace con la mayor naturalidad—. Tu primera opción es casarte


con lord Somerton, por supuesto.

Eliza se levantó.

—¿No te importa que no me haya pedido que me case con él?

—Eliza, no seas tonta. Ya te ha comprometido por lo menos dos veces. No


hará falta mucho para convencer al conde de que lo honroso es casarse
contigo.

—Ya hemos hablado de esto. A pesar de sus fantasiosas creencias, el


matrimonio es imposible. Yo no tengo un céntimo, prácticamente. Así que a
menos que los mundos se ordenen en el cielo, él debe casarse con una mujer
que posea una sustanciosa dote, una mujer que pueda ayudarlo a salvar a
Somerton de sus acreedores.

—Entonces tendrás que elegir mi segunda opción. Mantenerte alejada de él


por el bien de todas. —Bajó la vista y sacó un papel del bolsillo de su falda—.
Toma.

—¿Qué es eso?

Eliza cogió el papel y lo miró por las dos caras. Era un pasaje. Miró a su
hermana, esperando una explicación.
—Usé el dinero que tenía para comprarte un pasaje para Italia.

—No-no puedo aceptar esto —exclamó Eliza, aturdida.

—Puedes y lo harás. El barco zarpará el treinta de julio con la marea de la


noche.

—Pero Grace, el precio; no puedes permitirte hacer esto por mí.

—No lo he hecho sólo por ti. Lo he hecho por mí y por mi hermana también.
Marcharte es lo mejor que puedes hacer por ti, y más importante aún, por la
familia. Si no, y viendo como estás, sólo será cuestión de días que la sociedad
nos vuelva la espalda a todas para siempre.

Sí, eso tenía lógica.

—Comprendo.

El único problema que quedaba, en opinión de Eliza, era eludir a Magnus hasta
el treinta de julio, y para ese día faltaban unas cuantas semanas. Pero tenía
que mantener su distancia. Habían demostrado, en casi todas las ocasiones,
que no podían fiarse de estar solos, con esos malditos impulsos lujuriosos que
los acicateaban.

—Tal vez, Eliza, con el pasaje en tu mano y sabiendo que cuentas con una
aliada en la familia, te resultará más fácil evitar a lord Somerton hasta que
emprendas el viaje, o hasta que él se case con otra, claro.

Al oír eso, Eliza la miró, muda.

—¿Eliza?

—Hasta que se case con otra —repitió, pensativa—. Sí, eso es. —
Repentinamente, le dio un fuerte abrazo a Grace, luego la soltó y se dirigió a la
puerta.

—¡Espera! ¿Adónde vas?

Eliza la miró por encima del hombro y le sonrió alegremente.

—A la biblioteca, a buscarle una esposa a lord Somerton. Esta noche.

La llama de la vela comenzó a chisporrotear, hundida en la cera derretida,


obligando a Eliza a aceptar la conclusión a que había llegado, por mucho que
la detestara. Echó una última mirada a los nombres tachados de la larga lista
que había escrito en el papel tamaño folio. Sólo quedaba sin tachar el nombre
de una debutante.
Sentada en el escritorio de palisandro de sus tías, llevaba dos largas horas
cotejando sus observaciones sobre las jovencitas más convenientes de las
presentadas en sociedad en esa temporada con la lista de Magnus de los
atributos deseables en una esposa. Y pasadas esas horas, había llegado a la
inquietante conclusión de que sólo una mujer era la opción perfecta: Caroline
Peacock.

La joven era todo lo que deseaba Magnus: hermosa, encantadora, segura de sí


misma, inteligente, hábil y culta. Y, tal vez lo más importante: era rica. Si se
podían creer los cotilleos de la sociedad, la sola dote de la señorita Peacock
bastaría para eliminar del todo las deudas de Magnus.

Según sus indagaciones, la señorita Peacock sólo tenía dos defectos: su


familia arribista y su personalidad. Ninguna de esas dos cosas parecía
importarle a Magnus. Simplemente tendría que resignarse a la realidad de que
la novia de su difunto hermano, la señorita Peacock, era la solución más lógica
para su problema. Además, la familia de la joven deseaba que se casara con
él, por su posición social. Ninguna otra era tan adecuada para la situación de
Magnus.

Echando atrás la silla, se levantó, emitiendo un ahogado gemido. Tenía claro el


camino.

Al día siguiente, en la velada musical de los Hamilton, liberaría a Magnus del


trato después de darle el nombre de la debutante más apropiada para sus
necesidades financieras, intelectuales y “físicas”. Se tragó el amargo sabor de
los celos que hervían dentro de ella.

Le temblaron las manos al escribir el nombre, doblar la hoja y contemplar el


pequeño cuadrado de papel que quedó en su mano. Iba a hacer lo correcto; lo
que tenía que hacer por el bien de su familia, y de Magnus.

Ay, si eso no le doliera tanto.

A la mañana siguiente, aunque sólo hacía una hora que el sol había
comenzado su ascenso por el cielo, el Café de la Lloyd zumbaba de actividad;
comerciantes, banqueros y aseguradores ya llenaban los grandes asientos del
local, todos dedicados al arriesgado negocio de asegurar barcos con sus
cargamentos.

Magnus acababa de entrar en la cafetería, resuelto a enterarse de la situación


de The Promise, cuando se acalló el murmullo de voces. Todos los ojos
estaban enfocados en un joven que entró en el amplio local, procedente del
salón privado de los accionistas. Caballeros adinerados y de inferior condición
se apartaron para dejarlo pasar.

—Es el secretario del Consejo de Administración —susurró uno de ellos a


otro—. Esta mañana supe que Bennett iba a exponer al público los últimos
informes sobre los barcos atrapados en las vías marítimas occidentales.
El secretario fijó varios papeles largos en la pared y luego desanduvo su
camino y desapareció por la puerta que llevaba al sector privado.

Al instante se formó un apretado corrillo delante de los papeles. Temblorosos


dedos recorrieron de arriba abajo las listas de barcos perdidos, y comenzaron a
oírse exclamaciones de angustia entre los hombres.

Vacilante, Magnus se abrió paso por entre el grupo de inversores. Por encima
del gordo caballero que tenía delante, pasó dos dedos por una lista, luego por
otra, y otra, y otra. Nada.

Miró las listas enviadas por agentes residentes en las Indias Occidentales.
Nuevamente, nada. El nombre The Promise no aparecía en ninguna lista.
Emitiendo un gruñido, arrancó la última lista de la pared y pasó atentamente la
vista por la larga columna.

Entonces se le acercó un camarero, que sin duda había observado su


frustración, y le quitó amablemente el papel de las manos.

—¿Puedo servirle en algo, señor?

Magnus miró al joven y abrió la boca, pero la tenía reseca y no le salió ninguna
palabra.

—Si desea más información, puede mirar el Libro de Llegadas y Pérdidas —le
dijo el camarero, apuntando hacia un enorme libro colocado sobre un ancho
pedestal—. Si el barco está asegurado contra cualquier tipo de pérdida, estará
anotado ahí. ¿Y qué barco no lo está en estos tiempos, eh?

Poniendo unos cuantos chelines en la bien dispuesta mano del camarero,


Magnus se dirigió en silencio hacia el pedestal. Ahí estuvo más de una hora,
leyendo página tras página del enorme libro, en busca de alguna mención de
su barco. No encontró nada, ni una sola mención de The Promise.

Le hizo un gesto al camarero para que se acercara.

—¿Hay algún otro lugar donde pueda estar anotado un barco?

—No, señor. Todos están registrados en el Libro. —Golpeó con un dedo el


grueso libro—: El barco, milord, ¿estaba asegurado?

—Por sup…

Se interrumpió, al sentir el frío golpe del sentido de la pregunta. ¿Sería posible


que Lambeth le hubiera mentido al afirmar que el viaje estaba asegurado?
¿Habría falsificado los documentos? Notó cómo la sangre le abandonaba la
cara. Se apoyó en el pedestal, para afirmarse. No, no podía ser.

—¿Se siente mal, señor? ¿Le acerco una silla o le traigo una copa de coñac,
tal vez?
Magnus sintió bullir dentro de él una mezcla de rabia y dolor, causados por la
sensación de haber sido traicionado. Con una mano temblorosa hurgó en el
bolsillo, sacó una guinea y se la dio al camarero. Después se estiró las mangas
de la chaqueta y se dirigió a la escalera.

Iría directo al Muelle de Importación. Tenía que encontrar a Lambeth; tenía que
saberlo con certeza.

Pero en su corazón ya sabía la terrible verdad.

The Promise, azotado por la tempestad más violenta del año, no estaba
asegurado.

Hirviendo de rabia y de pena por la traición de su amigo, Magnus abrió


violentamente la puerta de la oficina de Lambeth en el muelle.

Lambeth levantó la cabeza y se puso de pie de un salto.

—¡Buen Dios, Somerton!

Cuando se encontraron sus ojos, Lambeth vio toda la furia de Magnus y su


rubicunda cara se puso blanca como la cal. Se apoyó en el escritorio,
aparentando tranquilidad, aunque se le cerraron solos los dedos.

—¿Qué te ha traído aquí tan temprano? —medio tartamudeó.

—Creo que sabes la respuesta —gruñó Magnus, apartando bruscamente una


silla—. He pasado la mañana en la Lloyd, mirando el Libro, leyendo los
informes.

—¿Sí?

—No juegues conmigo. The Promise, ¿estaba asegurado?

Lambeth bajó la cabeza.

—¡Contéstame!

—Lo estaba. Cuando te vendí las acciones, estaba asegurado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Magnus, acercándose al escritorio—. El


barco y su carga o están asegurados o no lo están.

Lambeth estuvo un momento con los ojos cerrados, luego los abrió y lo miró a
los ojos.

—Cuatro aseguradores lo aseguraron para el viaje, cuatro. Pero cuando se


enteraron de quién era mi padre, anularon el seguro.
—Me dijiste que tu padre era inocente.

—¿Qué esperabas que te dijera? ¿Que era culpable? —Guardó silencio un


momento, paseando la vista por su escritorio—. Lo hizo. Hundió su barco para
cobrar el seguro de Lloyd. Su reclamación fue fraudulenta. Aunque nunca
pudieron demostrarlo, ellos lo sabían. Lo sabían.

Aturdido por la conmoción, Magnus lo miró fijamente un momento, hasta que


logró encontrar las palabras.

—¿Por qué no nos dijiste eso a Dunsford y a mí? Podríamos haber hecho valer
nuestra influencia para hacer cambiar la decisión de los aseguradores.

Lambeth lo miró a los ojos.

—Tenía la esperanza de que lo asegurara una compañía de Edimburgo. Pero


la red de información de la Lloyd es muy rigurosa. Todos los aseguradores
sabían lo de mi padre —concluyó, dejándose caer en su silla.

Magnus expulsó el aliento hasta que le ardieron los pulmones por falta de aire.
Volvió a la puerta y la cerró, aprovechando el tiempo que le daba ese simple
acto para calmarse. Apoyó la espalda en la puerta y miró por la pequeña
ventana hacia un barco atracado en el muelle.

—¿Y The Promise?

—No se ha sabido nada, de ninguno de los puertos. No ha sido visto por


ninguno de los capitanes. Es como si hubiera desaparecido, Somerton.

Diciendo eso, Lambeth sacó una botella de coñac y dos copas de un cajón de
su escritorio; llenó las dos con el luminoso líquido ámbar y le pasó una a
Magnus.

Magnus se sentó, apuró la copa, luego cogió la otra y también se la bebió.


Lambeth volvió a llenar las copas y lo miró, como si esperara una respuesta.

—Estamos arruinados —dijo Magnus, pasándose las dos manos por el pelo.

—Nada se puede dar por cierto, Somerton.

—Y el sol podría no salir por la mañana tampoco —suspiró Magnus.

—Escucha, aún no se lo he dicho a Dunsford. Por favor, no le digas lo del


seguro. Todavía no. Sé que puedo salvar nuestra situación. Sólo necesito un
tiempo… unos pocos días al menos. Después de todo, aún no hay ninguna
prueba de que se haya hundido. Ya se me ocurrirá algo. Lo sé.

Magnus lo miró y negó con la cabeza. Se levantó, cogió la botella de coñac y


fue a abrir la puerta.
—Por favor, dame un poco más de tiempo —oyó rogar a Lambeth, en el
momento que salía al muelle.

Lentamente caminó por el muelle hasta llegar al coche de alquiler que lo


esperaba. Estaba arruinado.

—¿Adónde le llevo, jefe? —gritó el cochero.

—Hanover Square diecisiete —contestó sin pensar.

Tenía que ver a Eliza.

Regla 14

No alargues tu permanencia en terreno desolado.

Eliza apoyó la palma en el fresco panel de cristal biselado y miró hacia el cielo.
Grises nubes bajas cubrían la ciudad como una manta, llenas de agua, listas
para soltar la lluvia a la menor provocación. Nunca en su vida había podido
soportar una mañana tan triste, pero ese día estaba en conformidad con su
ánimo.

Bajó la mano por el cristal y cansinamente fue a instalarse en el sillón junto al


fuego del hogar. Cogió la delicada taza de porcelana y la llevó a sus labios.

Le dolían los párpados, que sin duda estaban hinchados, después de pasarse
la noche sufriendo por lo que debía hacer esa noche: despedirse para siempre
de Magnus. ¿Podría soportarlo? No sólo debía verlo unido a Caroline, sino
además ser ella el instrumento para que él se comprometiera con la joven. La
señora Peacock estaría muy complacida; por fin esa egoísta vieja bruja tendría
todo lo que deseaba: un título para su familia de clase comerciante.

Pero Magnus tendría que soportar a Caroline y a su horrenda madre.


Horroroso. Ya empezaba a sentir más pena por Magnus que por ella.

—¿Señorita Merriweather?

Sobresaltada levantó la vista y vio al mayordomo ante ella.

—Ah, Edgar, perdona. ¿Qué has dicho?

—Tiene una visita, señorita.

Eliza hizo un gesto desechando esa idea.

—Sea quien sea, por favor dile que no…


Entró Magnus en la biblioteca y apoyó la cabeza en la puerta. Estaba pálido,
ojeroso, y sus hombros hundidos parecían indicar que le costaba un enorme
esfuerzo mantenerse en pie.

—¡Magnus! —exclamó Eliza, levantándose de un salto y corriendo hacia él—.


¿Estás enfermo? ¿Qué ha ocurrido? —Le cogió el brazo, lo llevó hasta el sofá
y lo hizo sentarse—. Edgar, trae un té cargado. Rápido, por favor.

Magnus levantó la cabeza y la miró a los ojos. La desesperación que vio en


ellos le oprimió el corazón.

—¿Qué ha pasado? Cuéntamelo.

Él movió la cabeza de lado a lado y volvió a bajarla, casi tocando el pecho con
el mentón.

—Estoy bien. De verdad.

Eliza oliscó el aire. El olor a alcohol era evidente.

—Has estado bebiendo esta mañana.

Él asintió.

—Mi barco. No hay noticias de él. No estaba asegurado.

—¿Qué? Explícamelo desde el principio, por favor.

Magnus echó atrás la cabeza, la apoyó en el respaldo y se cubrió la cara con


las dos manos.

—The Promise no estaba asegurado —dijo, bajando las manos por las mejillas
y dejándolas caer sobre los muslos—. Lo he perdido todo. Todo.

—¿Ningún tipo de seguro? ¿Cómo puede ser eso?

Magnus tragó saliva y le explicó lo del padre de Lambeth y la pérdida de


confianza de los aseguradores.

—Y eso es todo. Casi todo el dinero que me quedaba se embarcó en The


Promise.

Eliza se mantuvo quieta, con las manos recatadamente juntas en la falda. Le


dolía reprimir sus sentimientos; lo único que deseaba era abrazarlo, besarlo y
consolarlo.

—¿En qué fecha van a exigir el pago los acreedores?

—Al final de la temporada.


—¿No puedes hacer nada para aplazarlo?

—Ya lo he intentado —repuso él, negando con la cabeza—. No, lo perderé


todo dentro de menos de un mes.

—¿Y tu casa de la ciudad, aquí, en Londres? —preguntó ella, sin poder evitar
la nota de preocupación en su voz—. Supongo que no te pueden echar.

—Sí que pueden. Cuando llegue el momento, se venderá esa casa. Se


venderá todo. Lo único que me quedará será la casita de campo en Skye que
me dejó mi madre. Todo lo demás… estará perdido.

Eliza tragó saliva. La voz de él revelaba una amedrentadora resignación;


aceptación.

Vacilante, se levantó y fue hasta el reluciente escritorio del rincón. Con los dos
labios apretados entre los dientes, obligó a su mano a abrir el pequeño cajón
de la derecha. Hurgó dentro y a tientas encontró el papel doblado que había
preparado esa noche pasada y lo sacó.

Cuando por fin se giró hacia él, sintió las piernas tremendamente pesadas,
como si las tuviera aprisionadas por gruesos grilletes de hierro. Ay, si no tuviera
que hacer eso. Y justamente en ese momento, cuando Magnus estaba tan
deprimido, con el ánimo tan bajo.

Fue hasta él y le enseñó el papel.

—Toma —dijo, y la palabra salió de sus labios apenas en un susurro.

Magnus levantó la cabeza y la miró totalmente desconcertado. Desdobló el


papel y miró el nombre escrito en él.

—¿Caroline Peacock?

—Nuestro trato —repuso ella dulcemente—. He investigado a las jóvenes


debutantes de la temporada, como me pediste.

—No entiendo.

—Ella es la que te conviene, con la que debes casarte. La que puede salvarte
de la ruina.

Él se levantó.

—Pero Eliza…

Ella alzó el mentón, infundiéndose el valor para mantenerse firme.

—Ella posee todo lo que deseas en una esposa. Es inteligente, hermosa,


encantadora, hábil…
En un instante Magnus estaba delante de ella. Le cogió los hombros y la obligó
a mirarlo.

—Pero no es Eliza Merriweather.

—La señorita Peacock es rica, además. Algo que yo no soy. Debes casarte con
ella antes de que sea demasiado tarde para salvar Somerton.

—¿Cómo puedes decir eso después de anoche? Creí que…

—¿Qué? —preguntó ella, fingiendo frivolidad.

—Vamos, que me amabas.

Eliza deseó echarse a llorar. Ahí estaba él ante ella, desnudando su alma. Pero
no podía echarse atrás. Haciendo acopio de toda su fuerza interior, negó con la
cabeza, enterrándose una helada espada de mentiras en el corazón.

Pasmado, Magnus quitó las manos de sus hombros y las dejó caer a los
costados. Ella se giró y le dio la espalda. Ya no soportaba ver la conmoción y el
dolor en sus ojos. Le había roto el corazón, junto con el de ella.

Magnus se le acercó por detrás, y la atrajo hacia sí, apoyándole la espalda en


él.

—Te amo, Eliza. Y sé que tú me amas.

Con la angustia en su grado máximo, ella se aferró a su último vestigio de


autodominio. Cerró los ojos para saborear un momento su calor, sabiendo que
estaba mal. Hizo una inspiración profunda y se giró en sus brazos hasta quedar
de cara a él.

—No. Estás muy equivocado. Sí, me siento atraída por ti. No niego que eso es
cierto. Pero ¿amor?

Negó con la cabeza, incapaz de negar con palabras lo que sentía su corazón.

Magnus la soltó.

—No te creo.

—¿No? ¿Necesitas una prueba?

Volvió al escritorio, hurgó en los cajones hasta sacar su pasaje, y fue a


ponérselo en las manos.

—Adelante. Míralo.

Magnus miró el papel por las dos caras.


—Pasaje a Italia dijo, mirándola, la incredulidad reflejada en su cara.

—Cuando acabe la temporada, me marcharé de Londres a estudiar arte.


Nunca han cambiado mis intenciones. Nada ha cambiado. Nada. —Cogiendo
el pasaje de entre los dedos de él, volvió a ponerlo en el cajón—. Cásate o no
con la señorita Peacock, Magnus —dijo, mirando sin ver el interior del cajón—,
pero no permitas que tu equivocada creencia sobre mis sentimientos contamine
tu decisión.

En ese momento oyó a Edgar arrastrando los pies, y olió el té que les traía.
Oyó el tintineo de las tazas cuando el mayordomo colocó la bandeja sobre la
mesita.

—No, gracias, Edgar —dijo al fin, mirando a Magnus—. Lord Somerton se va a


marchar.

Magnus la miró fijamente. Pero era más que eso; la estaba observando,
haciéndola consciente de cada movimiento. Tenía que simular serenidad; no
debía dejar que él le viera el corazón.

—¿No quiere el té, señorita? —preguntó Edgar, visiblemente desconcertado—.


Pero usted me lo pidió. La señora Penny fue al mercado, así que lo preparé
yo… porque usted lo pidió. Le aseguro que está muy bueno.

Ella sintió mojadas las pestañas y comprendió que se le estaba cayendo la


máscara de serenidad.

—Eso será todo, Edgar, gracias.

—Entonces, ¿me llevo la bandeja, o se va a tomar el té?

—Vamos, Edgar, por el amor de Dios, deja el té. Me encantará tomar una taza.

Mientras observaba salir a Edgar, sintió bajar una lágrima errante por la mejilla.
Se la limpió con el dorso de la mano y se giró a mirar a Magnus, mordiéndose
el interior de la mejilla para controlar la expresión de la cara. No dijo nada más.
No pudo. Lo que hizo fue levantar la mano e indicar la puerta.

Magnus se giró, casi como un autómata, se dirigió lentamente hacia la puerta y


salió, sin mirar atrás ni una sola vez.

El ruido de la puerta de la calle al cerrarse atrajo a las dos tías. Las dos se
asomaron a mirar a la biblioteca, una por cada lado de la puerta.

—¿Era lord Somerton, querida? —preguntó la tía Viola, con cierto nerviosismo.

—Sí.

Las fuerzas ya le habían abandonado totalmente las piernas, y sentía la


cabeza tan pesada como el corazón.
De pronto cayó desmoronada sobre el escritorio, se le deslizó el cuerpo por la
pulida superficie y cayó al suelo, quedando con la frente apoyada en un cajón.

—Ay, Dios —exclamó la tía Viola—. Edgar, ven a ayudarnos, por favor.

Entre Edgar y las dos ancianas la pusieron de pie y la llevaron hasta el sofá.
Eliza sintió la caricia de la delgada mano de la tía Viola en la cabeza y las
palmaditas de la mano más carnosa de la tía Letitia en la mano, en su inútil
esfuerzo por reanimarla.

—¿Qué ha ocurrido, querida? —le preguntó Viola.

—Sí, nos parecía que las cosas iban maravillosamente bien entre tú y lord
Somerton —añadió Letitia.

Eliza negó con la cabeza, obligándose a hablar en medio de los sollozos.

—Ha… ha acabado todo entre nosotros.

La mirada de la tía Viola se clavó en los ojos de la tía Letitia y luego volvió a
ella.

—Pero ¿por qué, cariño? Tal vez podríamos ayudarte en algo.

Ese ofrecimiento hizo levantarse a Eliza de un salto.

—¡No! —Cogió el pañuelo con orilla de encaje que le pasaba la tía Letitia y se
limpió las lágrimas—. Por favor, ya habéis hecho bastante. Un matrimonio entre
lord Somerton y yo no está destinado a ser.

Acto seguido, salió corriendo de la sala en dirección a su dormitorio, su refugio.

Letitia la siguió hasta la puerta y allí se quedó observándola subir la escalera.


Agitando la cabeza profundamente decepcionada, fue hasta la librería y sacó el
pesado libro encuadernado en piel roja. Lo llevó a la mesa y lo abrió delante de
su hermana.

—Este trabajo está a la medida para nosotras, Viola.

—Pero Eliza rechazó nuestro ofrecimiento de ayuda.

Letitia se sentó al lado de su hermana, resoplando por la nariz como una yegua
de tiro al anochecer.

—¡Puá, puá! Si alguna vez he visto a alguien pidiendo ayuda a gritos, es


nuestra Eliza. Simplemente es demasiado orgullosa para hacerlo con palabras.

Viola manifestó su acuerdo asintiendo con la cabeza, primero lento y luego con
más vigor, a medida que iba asimilando la idea.
—Creo que tienes razón, Letitia.

Letitia hinchó el pecho.

—Claro que la tengo. ¿Alguna vez he errado nuestro camino, hermana?

—Bueno, recuerdo aquella vez…

Letitia enarcó severamente una ceja, retándola a terminar la frase. Viola bajó la
vista.

—No, querida. Nunca.

—Bueno, ¿empezamos, entonces? Tenemos mucho que hacer si queremos


enderezar esta lamentable situación.

Levantando sus impertinentes, Viola cogió la cinta que marcaba el capítulo


siguiente, abrió el libro en esa página y pasó el dedo por las palabras en
negrita que la encabezaban.

Juntas leyeron en silencio y levantaron la vista al mismo tiempo.

—Brillante, ¿verdad, hermana? —exclamó Letitia.

—¡Sencillamente inspirado! —gorjeó Viola.

Cogiéndose las manos, entusiasmadas por la siguiente estrategia, las


conspiradoras se rieron en voz baja.

Magnus salió de la casa Featherton y tiró con tanta fuerza del pomo de la
puerta para cerrarla, que saltó la aldaba y golpeó dos veces. Mentira. Eliza le
había mentido, y él lo sabía condenadamente bien.

El lacayo de su tío abrió la puerta del coche para que subiera, pero en lugar de
subir, él echó a caminar por la calzada adoquinada. Prefería el calmante efecto
de la fresca lluvia al encierro del coche.

Maldición, había perdido su barco y al parecer también había perdido toda


posibilidad de estar con la mujer que amaba.

Arreció la lluvia, pero en lugar de volver al coche que lo seguía a cierta


distancia, alargó los pasos. Necesitaba caminar para despejarse la cabeza,
para no oír el enloquecedor tintineo que le decía que todo se estaba
derrumbando en su vida.

En su corazón sabía muy bien que Eliza le mintió acerca de sus sentimientos
por él. Quería ser noble, dejarlo libre para que pudiera hacer lo que debía para
salvar Somerton y a su gente. Pero ese conocimiento no le aliviaba el dolor del
corazón.
La torrencial lluvia hacía que le pasaran canales de agua por debajo del cuello
de la camisa, enfriándole la piel e irritándolo aún más. Pero continuó
caminando. Tenía que hacer algo para enderezar su mundo. Debía.

Ya no podía contar con su barco para restaurar las arcas de la familia. ¿Qué
opción le quedaba?

Por lógico que le pareciera a él y a todos los demás, no se casaría con la rica
señorita Caroline Peacock. Estaba harto de hacer enmiendas a los errores de
su hermano, y que lo colgaran si se resignaba a una vida de sufrimientos para
expiar la codicia de su hermano y los estragos que hiciera a Somerton.

Amaba a otra. Sólo existía una mujer con la que quería casarse, si ella lo
aceptaba; una mujer práctica, realista, exageradamente noble: Eliza.

Una renovada resolución lo fortaleció; haría lo que fuera necesario para que
Eliza fuera suya.

Se volvió, y cuando llegó al coche, abrió la puerta. En la semipenumbra vio


brillar sobre el asiento la botella de coñac de Lambeth, medio llena. La cogió y
la abrió, ansioso de aliviar las punzadas del corazón. Sosteniéndola ante sus
ojos, la contempló, mientras bajaba el agua de lluvia por su etiqueta rota. No,
así no.

Con la otra mano se pellizcó las comisuras de los ojos. La bebida había sido la
plaga de dos generaciones de su familia; la despojó de todo lo que podía tener
alguna importancia para él. Arruinó y destruyó a su padre y a su hermano.

No se dejaría destruir él también.

Abrió la mano mojada y la botella cayó al suelo y se quebró, y su dulce y


maldito contenido se deslizó por entre los cristales rotos hasta desaparecer por
la alcantarilla.

Haciendo una inspiración profunda para llevar aire a sus pulmones, subió al
coche y cerró la puerta. Ya sabía lo que debía hacer.

La lluvia continuó otros ocho días, cubriendo todo Londres con su manto gris.

Con el pecho oprimido, Eliza envolvió el retrato de Magnus en blanco lino y se


preparó para salir. No le importaban nada las manchas de pintura que llevaba
en las mangas ni su pelo revuelto. Había trabajado días y días con las primeras
luces del alba hasta el anochecer, y luego había encendido velas para
continuar hasta bien entrada la noche. Ya estaba cerca del agotamiento
absoluto, pero ese día, por fin, había cumplido con la otra mitad de su “trato”.

El retrato estaba terminado y debía llevárselo a Magnus inmediatamente. Ya no


soportaba la pena de mirarlo, de mirarlo a él.
Grace la estaba observando con el ceño fruncido, desconfiada.

—¿Adónde te crees que vas? —exclamó, y corrió, ligera como siempre, a


ponerse en la puerta, cerrándole el paso, impidiéndole salir.

—Grace, hazte a un lado, por favor.

—Le vas a llevar el retrato, ¿verdad?

Equilibrando el cuadro apoyado en la cadera, Eliza intentó hacerla a un lado.

—Esto no es asunto tuyo.

Grace se mantuvo firme.

—Pues sí que lo es, hermana. Nos incumbe a todas. Mi relación con


Hawksmoor está firme otra vez, ahora que ha vuelto de Dunley, y no voy a
permitir que me estropees las cosas.

—O sea, que os habéis visto.

—Sí, ha venido a casa. Tú no te has enterado, lógico, con los ojos fijos en la
tela días y días.

—Bueno, Grace —dijo Eliza, suavizando la mirada—, me alegra mucho que


hayas reencendido tu relación con Hawksmoor. Porque he de reconocer que
desesperaba por saber quién era la mujer que lo acompañaba en el teatro.

Grace bajó la vista a la orilla de su vestido.

—Pues, no quería molestarlo, así que… no se lo he preguntado.

—¿No se lo has preguntado? —dijo Eliza, alargando la mano hacia la puerta


hasta encontrar la manilla.

Grace le dio una palmada en la mano antes que pudiera girarla.

—¡Ah, no! Qué horrenda eres, tratando de distraerme, ¿eh?

—Grace, quítate de mi camino, por favor.

—¡Tietas, venid al instante! —gritó Grace—. Eliza va a…

Eliza le puso la mano en la boca para acallar el aviso.

En las paredes del corredor resonaron golpes de bastones y pasos. En el


instante en que llegaron las ancianas, Grace las informó de las intenciones de
Eliza.

La tía Letitia levantó sus impertinentes y la miró atentamente.


—¿Es cierto eso, hija? ¿Ibas a ir a ver a lord Somerton?

La tía Viola empezó a abanicarse con el pañuelo.

—Ay, Dios, qué conmoción va a causar esto en nuestra sociedad. Seguro que
alguien se va a fijar y quedará deshonrada sin remedio.

—Vamos, Viola, francamente —exclamó la tía Letitia mirándola a través de sus


impertinentes—. Cálmate. —Volvió los anteojos hacia Eliza—. No va ha causar
ninguna conmoción porque Eliza no va a ir a ninguna parte.

—Voy a ir —dijo Eliza, alzando el mentón—. Me he pasado más de una


semana pintando día y noche para terminar el retrato de lord Somerton, y voy a
ir a entregárselo.

—Ése es un pretexto para volver a verlo —informó Grace a las tías.

Eliza se giró en redondo para mirarla.

—Simplemente es cumplir la promesa que le hice.

—¿Es cierto eso, hija? ¿Estás segura? —le preguntó la tía Letitia.

Eliza asintió. Al menos creía que eso era lo que iba a hacer. ¿O tal vez Grace
decía la verdad?

—Muy bien, entonces —continuó la tía Letitia—. No te importará que envíe a


Edgar a llevarle el retrato. No es conveniente que vean a una mujer soltera
visitando a un soltero en su casa. Eso no se hace.

Eliza miró el retrato que tenía en las manos. Pues sí, iba a aprovechar la
promesa del retrato para volver a ver a Magnus. En el fondo del corazón no se
perdonaba lo que le había dicho, las mentiras que le dijo. Aun cuando sabía
que lo hacía por el bien de todos.

No alcanzó a darse cuenta de cuándo Edgar le quito el retrato de las manos.

—Lo llevaré con mucho cuidado, señorita Merriweather —dijo Edgar—. Se lo


entregaré a lord Somerton en sus manos.

—Muy bien, Edgar —dijo la tía Viola, dándole un fuerte abrazo a Eliza—. No
podías ir a su casa. Esto es lo correcto, hija, aunque te duela.

—Lo sé, tieta —musitó Eliza—. Lo sé.

Eliza llevaba más de una hora paseándose por el salón, deteniéndose de tanto
en tanto junto a la ventana por si veía llegar a Edgar.

Repantigada en el sofá, Grace puso los ojos en blanco.


—Vamos, Eliza, siéntate, por favor.

Eliza se giró a mirarla enfadada.

—He hecho lo que me pediste; rompí mi relación con lord Somerton.


Cualquiera diría que podrías mostrar un poco de gratitud.

Grace emitió un bufido y miró hacia el hogar sin fuego. En ese momento se
abrió la puerta y entró Edgar. Eliza corrió hacia él.

—¿Lo has visto? ¿Cómo estaba?

—Edgar, por favor, cuéntanos lo que ha ocurrido —lo instó la tía Letitia—.
Queremos saber todas tus impresiones. No te dejes nada.

El mayordomo miró a Eliza.

—Lord Somerton agradeció mucho el cuadro, señorita, pero parece que


también lo entristeció.

Eliza fue a sentarse y se apoyó una temblorosa mano en el pecho.

—Está pasando apuros, apostaría —continuó Edgar—, porque estaba ahí el


señor Christie, el joven, de la casa de subastas. Su empleado estaba haciendo
el inventario de los bienes de la casa.

—¿Inventario? —preguntó Eliza, desconcertada.

—Sí. Parece que el señor Christie va a subastar las posesiones de lord


Somerton dentro de dos días. Una subasta de bienes, lo oí decir.

Las mejillas de la tía Letitia se aflojaron y se le marcaron más los surcos en


torno a la boca, formando un rictus; se giró a mirar a Eliza.

—¿Los bienes de Somerton a subasta? ¿Qué significa eso, Lizzy?

—Su situación debe de ser mucho peor de lo que yo imaginaba —musitó Eliza
en voz baja.

—Bueno, si tú no lo dices, lo diré yo, Eliza —dijo Grace.

Cruzándose de brazos, comenzó al instante y les explicó a las ancianas todos


los detalles de la ruina de Magnus.

—Así que ya lo sabéis —concluyó—. Somerton no puede casarse con Eliza sin
perderlo todo.

Al instante la tía Viola cogió su bastón y fue a sentarse al lado de Eliza.


—Ay, mi pobrecilla. No me extraña que estuvieras tan deprimida. ¿Por qué no
acudiste a nosotras?

Eliza levantó la cabeza y la miró.

—Porque no podéis hacer nada para cambiar su destino. Debe casarse con
Caroline Peacock por su dote, o renunciar a su casa… a su historia familiar.

La tía Viola le puso una mano en el hombro, afectuosa.

—Pero te quiere a ti.

La tía Letitia asintió vigorosamente, agitando su doble papada.

—Eso está claro, y Lizzy también lo ama, diga lo que diga ella. O sea, que es
falta de fondos lo único que se interpone entre vosotros dos y el altar, ¿verdad,
hija? Eso no es nada. Mi hermana y yo podemos ayudar en eso.

Eliza miró hacia la ventana, con la cara sin expresión.

—Es muy orgulloso. No lo aceptará jamás.

Una expresión de perplejidad contrajo entonces el semblante normalmente


apacible de la tía Viola.

—Pero ¿no tan orgulloso que pueda rebajarse a casarse por dinero? Eso no
me parece propio de nuestro lord Somerton.

Eliza exhaló un suspiro.

—Él no ha aceptado la idea, a pesar de las instancias del señor Pender y mías.
Pero la aceptará. Debe. No le queda mucho tiempo.

La tía Letitia estuvo un largo rato en silencio, hasta que de pronto se volvió
hacia Edgar:

—¿Te fijaste en alguna otra cosa mientras estabas ahí, algo que quizá podría
servirnos para entender en qué estado mental se encuentra Somerton?

Edgar movió de un lado a otro la cabeza, pensando, y de repente se le


iluminaron los ojos.

—Ah, sí que vi algo. El señor Christie manifestó muchísimo interés por el


retrato que llevé, como también por el paisaje que le regaló antes a lord
Somerton la señorita Merriweather. Pero el conde no permitió que Christie ni se
acercara. Le dijo que podía vender todo lo demás de la casa, pero no los
cuadros.

“No quiso vender mis cuadros”, musitó Eliza para sus adentros, y sus labios se
curvaron en una triste sonrisa.
—El señor Christie no estaba nada feliz con eso —añadió Edgar—. Le dijo a
lord Somerton que los cuadros son magníficos y que conseguirían una buena
suma.

La tía Viola juntó sonoramente las manos.

—Bueno, vamos. ¿No es maravilloso que un experto tenga en tan alta estima
tus pinturas, Eliza?

Eliza apenas la oyó. Magnus iba a vender el contenido de su casa. ¿Por qué
hacer algo tan drástico si pensaba casarse con Caroline? El matrimonio con la
señorita Peacock haría innecesaria la venta de sus bienes.

O sea, que tenía otro plan. Tal vez había una posibilidad para ellos después de
todo. Se levantó de un salto. Si Magnus iba a vender el contenido de su casa,
por el motivo que fuera, quería decir que estaba en necesidad inmediata de
fondos. Y en esos momentos ella estaba en posición para procurárselos; eso si
el subastador tenía razón, claro, y sus cuadros se vendían bien.

Bueno, sólo había una manera de saberlo. Contactaría con el señor Christie al
día siguiente.

Regla 15

La agitación da la motivación para actuar.

Dado que el señor Christie no pudo ir a evaluar sus cuadros en la intimidad de


la casa de sus tías, Eliza decidió llevarlos a la casa de subastas
personalmente. Si Magnus necesitaba dinero, por el motivo que fuera, no podía
permitirse esperar.

Se sintió muy complacida, y sí, bastante sorprendida también, cuando al oír su


nombre el recepcionista las hizo pasar directamente a la oficina privada del
señor Christie para que enseñara sus pinturas.

—Sinceramente, señorita Merriweather, no tenía idea de que los cuadros de


lord Somerton los hubiera pintado… una mujer —reconoció el señor Christie,
mirando detenidamente cada uno de los siete óleos—. Son tan osados en el
uso del color, las expresiones… Sencillamente increíble —añadió en voz baja.

Eliza se erizó, pero se tragó la ácida réplica que tuvo en la punta de la lengua.
Esa oportunidad era muy importante; no la estropearía simplemente para
corregirlo respecto a la igualdad de capacidades de las mujeres. Para calmarse
paseó la mirada por la colección de pequeñas esculturas de bronce posadas
en una repisa detrás del muy reluciente escritorio de cerezo.

Pero en ese instante el señor Christie pasó la vista del tercer óleo al cuarto, un
cuadro que le gustaba particularmente a ella.
Sabía que Christie sólo vería un simple paisaje, pero para ella era mucho más,
porque en ese remolino de colores había captado un momento, un momento
anterior a la tragedia que cayó sobre su familia. Era un día en que el sol
brillaba sobre el río y hacía resplandecer como fuego los álamos de hojas
amarillas que cerraban el huerto en Dunley Parish. Un día en que sus
hermanas, en lugar de estar recogiendo frutas como les había ordenado su
madre, se balanceaban alegremente pasando de una a otra de las ramas de
los manzanos, que parecían soldados, altos y rectos, formados en cuatro filas
perfectas. El recuerdo le produjo una opresión tan fuerte en el pecho que le
costó respirar.

Era su vida la que le iba a ofrecer a Magnus. Su pasado y su futuro. Porque sin
esos cuadros, debía renunciar a sus planes para Italia. Ningún maestro
aceptaría a un aprendiz, y mucho menos si era mujer, sin que tuviera en su
haber una serie de pinturas que la acreditara. Miró tristemente sus cuadros. Le
llevaría años y años reunir una colección de calidad similar. Pero lo haría.

Grace le cogió el brazo y la llevó hacia un lado.

—Son años los que has trabajado en estos cuadros —le susurró—. Esos óleos
lo son todo para ti. Piensa en lo que vas a sacrificar. ¿Estás segura de que
quieres hacer esto?

—Sí, quiero hacerlo… por Magnus —repuso Eliza, dándole una palmadita en la
mano, pero sin mirarla; no se atrevió, porque si la miraba le brotarían las
lágrimas que tenía acumuladas en los párpados de abajo.

Grace se estremeció y tragó saliva.

—No… no lo sabía, Eliza —dijo con la voz débil y rasposa—. Cuánto lo siento.
No sabía lo mucho que lo amas.

A Eliza le cayó una lágrima de un ojo. Se la limpió con el dorso de la mano y


volvió a enfocar la mirada en el señor Christie.

La tía Letitia hizo un mal gesto hacia el señor Christie, por lo mucho que
tardaba en tomar una decisión. Juntó sonoramente las manos, sobresaltándolo
y atrayendo toda su atención.

—¿Le interesa el trabajo de mi sobrina o no? —le preguntó, sobresaltándolo


otra vez con su voz retumbante—. Hay otras personas que han expresado su
interés, ¿sabe?

Eliza se encogió al oír la descarada mentira de su tía.

El señor Christie agrandó los ojos.

—Eh… pues sí, los quiero todos. —Miró los cuadros apoyados en la pared—.
Sí —repitió, en una especie de ronroneo de placer—. Quiero hasta el último de
ellos. —Miró nuevamente los óleos y se volvió hacia la tía Letitia—. Aunque no
es muy normal que se adquieran de esta manera, puedo asegurarle, milady,
que no tendré ninguna dificultad en venderlos.

Durante el siguiente cuarto de hora, Eliza se vio rodeada de inmensos libros de


cuentas, documentos y recibos, en todos los cuales tuvo que estampar su
firma. Al final, prácticamente había entregado por escrito su vida, o en todo
caso la historia de su mano, porque con unos cuantos trazos de tinta había
entregado todos sus cuadros al señor Christie.

—Gracias, buen señor —dijo al señor Christie cuando acabaron las


formalidades y firmas—, pero querría saber si sería tan amable de encargarse
de que los fondos obtenidos de la venta de mis cuadros se sumen a los
obtenidos de la venta de los bienes de lord Somerton, en secreto.

Christie fijó su acerada mirada en ella, y la expresión de sus ojos le dijo que su
petición quedaba fuera de los límites de las subastas de bienes.

—No es mi deseo abusar de su generosidad al aceptar mis cuadros —añadió


entonces—, pero mi familia tiene una enorme deuda con lord Somerton, y él, a
pesar de su desafortunada situación económica, no está inclinado a permitir
que se la paguemos.

Por el rabillo del ojo vio alzar la ceja derecha y curvar sus labios de rubí a la tía
Letitia, al comprender la estratagema.

Pasó un destello por los ojos de Grace, que al instante se acercó al señor
Christie.

—Estimado señor, lo que quiere decir mi hermana es que ésta podría ser
nuestra única oportunidad de pagarle la deuda a lord Somerton y restablecer el
honor de nuestra familia. —Osadamente alargó la mano enguantada y se la
colocó en el brazo, a la vez que ponía sus rosados labios de querubín en un
encantador morro—. Por favor, señor Christie, esto significa muchísimo para mi
familia, y para mí.

El señor Christie le sonrió y le dio una palmadita en la mano.

—¿Cuestión de honor, dice?

Grace agrandó sus ojos azul aciano y asintió.

El señor Christie miró de Grace a Eliza y luego a las dos tías, que se volvieron
a mirarlo, totalmente embelesadas por la actuación de sus sobrinas.

—Muy bien, entonces. Los fondos se pondrán en la cuenta de Somerton —dijo,


sin pedir más explicaciones.

Después de hacerse cargo de la casa de subastas de su padre, el joven señor


Christie parecía ser un hombre de negocios sagaz y prudente que tenía la
sensatez de conocer el valor de los bienes, como también el del
agradecimiento de una mujer bonita.

—¿Nos vamos, entonces? —dijo la tía Viola cogiéndose del brazo de Grace.

Eliza echó una última y larga mirada a sus amados óleos. Los miró fijamente,
tratando de grabar en su memoria todos sus detalles, aún cuando eso era
inútil.

Con los ojos ardiendo, enderezó los hombros, se dio media vuelta y siguió a
sus tías hasta Pall Mall, donde las esperaba su coche de ciudad.

Ya instaladas sus tías en el coche, Eliza acababa de recogerse la falda para


subir cuando Grace la hizo a un lado de un empujón y subió precipitadamente,
sin esperar la ayuda del lacayo.

—¡Grace! —exclamó Eliza, después de subir y sentarse a su lado—. ¿De qué


iba eso?

Mientras el lacayo cerraba la puerta, Grace alargó la mano y cerró las


polvorientas cortinas, y apuntó un dedo hacia el edificio.

—Es él.

—¿Lord Somerton? —preguntó Eliza, interesada.

—No, el señor Dabney. —Al ver que todas la miraban sin entender, añadió—:
George Dabney. ¿Lo recordáis? ¿En la cena de los Hogart?

—Ah, el aburrido —dijo Eliza, entendiendo por fin.

—Sí, el hombre más curiosamente latoso que he conocido —dijo Grace,


hundiéndose en el asiento.

La tía Viola movió un dedo hacia ella.

—Es el hijo de un baronet, querida. Podrías tenerlo peor.

—Eso, sinceramente lo dudo —graznó Grace, por un lado de la boca—. Eliza,


mira, por favor. Ve si sigue ahí.

Eliza emitió un bufido por la exagerada reacción de su hermana a un encuentro


casual. No estaba de humor para servirle de espía, pero puesto que eso la
distraería de sus tristes pensamientos, levantó una esquina de la cortina y miró.

—Debe de haber entrado en la casa de subastas. Parece que estás a salvo,


Grace. —La miró—. ¿A qué crees que ha venido aquí?

—No lo sé, y no tengo la menor intención de quedarme para descubrirlo.


Estirándose, golpeó con el puño la pared del coche. El coche emprendió la
marcha y empezó a saltar por los baches, meciéndolas de un lado a otro como
pájaros posados en una cuerda de ropa tendida un día ventoso.

A la tía Letitia le brillaron los ojos de entusiasmo.

—¿El señor Dabney sigue buscando tu afecto, Grace?

—No últimamente, pero no me arriesgaría —contestó Grace—. Quiero


conquistar a lord Hawksmoor, y a él no le sentaría bien saber que rivaliza con
otro por mi atención.

—No sé si estoy de acuerdo con esa forma de pensar —dijo la tía Letitia,
sonriendo igual que Viola—. A mí me parece que un soltero celoso se
convertiría rápidamente en un muy motivado novio.

Eliza intercambió una nerviosa mirada con Grace y luego apoyó la cabeza en el
respaldo y de un soplido expulsó todo el aire de sus pulmones.

Estaba muy claro. Sus tías estaban tramando algo.

Pender se detuvo pasmado en el corredor de la casa de Magnus, mirando el


interior del salón desnudo.

—¿Qué demonios? ¿Nos han entrado a robar?

Al oír la afligida voz de su tío, Magnus fue a reunírsele en la puerta. Toda la


mañana había estado temiendo su regreso de Devonshire.

—No, compañero. He vendido los muebles y los adornos. No tenía ninguna


necesidad de ellos.

Pender lo miró con los ojos a punto de salirse de sus órbitas.

—¿Ninguna necesidad? ¿Estás loco? ¿Dónde demonios nos vamos a sentar?

—Hay una silla en el rincón, por si necesitaras una.

—¿Una silla? ¿Eso es todo?

De pronto puso la cara sin expresión y echó a andar hacia la escalera. Magnus
alargó la mano y le cogió el hombro antes que pusiera un pie en el primer
peldaño.

—No tienes por qué preocuparte, tío. En tu habitación está todo tal como lo
dejaste. Sólo he vendido lo que era mío.
Pender movió los labios pero no dijo ni una sola palabra. Empezó a recorrer la
casa, soltando una exclamación al pasar junto a la puerta de cada habitación
vacía.

—Ven a sentarte en la biblioteca. Dejé tu escritorio y tu sillón ahí.

Pender lo siguió mudo hasta la biblioteca, donde fue a sentarse en el sillón del
escritorio.

—Ah, los libros. Todos los libros —se lamentó—. ¿Por qué, Somerton? ¿Por
qué lo has hecho? Todavía faltan unas semanas para que se exija el pago de
la deuda.

—Sí.

—¿No es bastante tiempo ése para convencer a la señorita Peacock de


casarse?

—Sí, lo sería, si fuera eso lo que pensara hacer —repuso Magnus, levantando
una pierna para sentarse en una esquina del escritorio.

—¿No seguirás contando con que tu barco va a llegar a puerto a tiempo,


verdad?

—No.

Pender levantó las manos.

—Entonces, ¿por qué, muchacho, por lo que es más sagrado, estás vendiendo
todos tus bienes?

Magnus exhaló un largo suspiro.

—Para ayudar a los aparceros de Somerton.

—No lo dices en serio.

—No puedo salvar la tierra ni la casa, pero sí puedo salvar a su gente. Cuando
venda Somerton para pagar las deudas de mi hermano, no me cabe duda de
que los echarán de sus casas, con la autorización de expulsión, para dejar
espacio para las malditas ovejas. ¿Adónde irán, tío? ¿Qué harán, cuando
Somerton es lo único que han conocido?

—Se irán a otra parte. No tienen otra opción —dijo Pender, en tono severo—.
No pueden esperar que se les dé todo en la vida, ¿sabes?

—Por eso he vendido lo que podía. Cuando Somerton salga a subasta, como
seguro saldrá, podrán usar el poco dinero que he reunido para restablecerse.

Pender agrandó los ojos.


—¿Has sacado algo de dinero de la venta?

—Un poco —asintió Magnus—. Más de lo que esperaba, en todo caso. De


todos modos, no lo suficiente para cubrir las deudas.

Pender se golpeó los muslos y se levantó.

—Haces esto mucho más difícil de lo que debería ser. Cásate con la señorita
Peacock y salva Somerton, ¡todo!

—No puedo.

—¿Por qué? ¿Me lo dirás? —Echando atrás la cabeza, lo miró altivo, desde
arriba de su larga nariz—. ¿No será esa chica Merriweather, verdad?

Magnus se puso de pie y lo miró hacia abajo también.

—Lo es. Y yo en tu lugar pondría mucho cuidado en las palabras que fuera a
decir. Porque si puedo salirme con la mía, la señorita Merriweather se
convertirá muy pronto en mi esposa. Porque prefiero vivir sin un céntimo con la
mujer que amo que como un rey con la señorita Peacock.
—Perdición —exclamó Pender, hundiéndose en su sillón otra vez—. Ahí
estamos.

Esa fragante tarde se oyó un golpe en la puerta de la casa Featherton.

Pasado un momento entró Edgar en el comedor, donde la familia acababa de


terminar su comida de la tarde. Se le iluminaron los ojos a Grace, pensando
que sería una nota de lord Hawksmoor, que últimamente iba a visitarla cada
noche, sin falta.

—Señorita Merriweather, para usted —le dijo a Eliza, presentándole una


bandeja de plata con una carta encima.

Eliza cogió la carta y la sostuvo en las manos sin atreverse a abrirla


inmediatamente. Tenía sentimientos encontrados; deseaba con todo su
corazón que la carta fuera de Magnus, y al mismo tiempo esperaba que no lo
fuera.

—¿De quién es? —preguntó Grace, en tono tenso por la decepción de no ser
ella la receptora de la misiva.

—No lo sé —contestó Eliza.

Dio vuelta a la carta y miró el sello impreso en el lacre: era una letra C. La carta
no era de Magnus; la desilusión le produjo una dolorosa punzada. Rompió el
sello de lacre rojo, desplegó la carta y empezó a leerla. Apenas daba crédito a
lo que leían sus ojos.
Era increíble; no, imposible. Trató de tragar saliva, pero la sequedad de la
garganta le produjo un acceso de tos. Poniéndose una mano en el pecho, se
levantó de la silla.

La tía Letitia agrandó los ojos, alarmada, y corrió hasta ella. Cerrando en un
puño su regordeta mano, comenzó a golpearle la espalda con todas sus
fuerzas.

—¡Ay! —logró exclamar Eliza entre tos y tos.

Trató de apartar a su tía, pero nada podía parar los entusiastas golpes de
Letitia.

—Cielos, Grace, tráele algo para beber a Eliza —rogó la tía Viola—, antes que
los golpes de Letitia la dejen plana.

Grace corrió al aparador, cogió un decantador y llenó una copa de cristal.


Girándose le puso la copa de clarete en la mano a Eliza, y le cogió el puño a la
tía Letitia.

Eliza se llevó la copa a los labios y se la bebió entera. El elixir hizo su milagro,
aliviándole al instante la garganta.

—Gracias —le dijo a Grace, probando la voz.

—¿Y ahora podrías decirnos qué dice esa carta que te produjo este ataque?

—Mis cuadros —dijo, todavía con dificultad para respirar—. Se han vendido
todos, y a un sólo comprador, nada menos.

—¡Tan pronto! —exclamó la tía Viola—. ¡Eso es una excelente noticia!

Eliza se puso las yemas de los dedos sobre los labios.

—La noticia es mejor aún.

Una sonrisa burlona apareció en los labios de Grace.

—¿Qué? ¿Los compró un soltero y ahora quiere casarse con la pintora? —


preguntó, fingiendo sinceridad.

La tía Letitia le pellizcó el brazo.

—¡Ay!

—Calla, niña, ¡déjala hablar! Continúa, Eliza, ya no soporto el suspense.

—Los han vendido —exclamó Eliza, saltando— ¡por cinco mil libras!
—¡Qué maravilloso! —gritaron las dos tías a coro.

—No nos tengas en suspense, querida —dijo la tía Viola—. ¿Quién los
compró?

Eliza repasó la carta, buscando esa información, por si la había pasado por
alto.

—No lo dice.

—Bueno, tiene que ser alguien muy distinguido. Alguien de la alta aristocracia.
Cinco mil libras, imagínate. —La tía Letitia movió la cabeza con jubilosa
incredulidad—. Esto debe celebrarse, ¿no te parece, Viola?

—Absolutamente. —La tía Viola miró alrededor, buscando al criado que no


estaba, supuso Eliza—. Hermana, ¿me ayudas a servir?

La tía Letitia asintió y las dos ancianas fueron al aparador a coger el


decantador de clarete.

—Bueno, Eliza. Supongo que ese dinero va a reducir bastante la deuda de lord
Somerton —dijo Grace.

—Eso espero —repuso Eliza.

Entonces Grace le cogió el brazo y le dio un fuerte tirón.

—No vayas a ser tan tonta para pensar que esto cambia algo. Mantente
alejada de lord Somerton. Por el bien de todas.

—No lo he olvidado —dijo Eliza, soltándose el brazo—. Y no tienes por qué


preocuparte. Sé que mi situación no ha cambiado. Aunque cinco mil libras sean
una fortuna para ti y para mí, no bastan para salvar Somerton.

A Grace se le suavizó la mirada.

—Ay, Eliza, no creas que soy tan cruel para no comprender lo difícil que es
esto para ti. Sabes que es lo correcto para todas.
Eliza asintió, sombríamente, deseando que su hermana estuviera equivocada.

El resto de la semana transcurrió sin ningún acontecimiento digno de mención,


lo que le dio tiempo a Eliza para templar su armadura, y prepararse para el
baile en la casa Fortnam, al que, estaba segura, asistiría Magnus.

Pero cuando entró en la sala de fiestas con su familia y lord Hawksmoor, el


corazón le latía tan rápido y tan fuerte, que comprendió que toda su
preparación mental no le había servido de nada.
Peor aún, esa semana sus tías se habían portado de una manera
especialmente rara, juntándose en los rincones a susurrar y encerrándose en la
biblioteca con el libro de estrategias. No le cabía duda de que tenían planeado
algo para ella. Eso le reforzaba la convicción de que esa noche sería la prueba
definitiva para su resolución.

Veintenas de candelas distribuidas en tres enormes arañas de cristal bañaban


con su luz dorada a los bailarines, como si estuvieran tocados por el buen rey
Midas. Normalmente esas bellezas le habrían cautivado el interés, pero con la
pérdida de sus queridos cuadros y de Magnus, ya nada podía alegrarla.

Casi por instinto, paseó la mirada por el salón. No tardó ni un instante en


divisar a Magnus; se le quedó atrapado el aire en la garganta y tuvo que hacer
esfuerzos para inspirar.

Cogida de su brazo iba la señorita Peacock, su cabeza muy erguida y


orgullosa, dejándose llevar por él hacia la pista de baile.

Ni poniendo toda su fuerza de voluntad en el intento lograba apartar la vista de


la pareja, que estaba bailando una cuadrilla. Con el corazón oprimido por la
pena, observó a Magnus girar y dar los pasos de la danza con la señorita
Peacock, y mirarla con la misma mirada que en otra ocasión a ella le convirtió
las rodillas en cera derretida.

—¡Escóndeme, Eliza! —chilló de pronto Grace, agachándose detrás de ella—.


Ese odioso señor Dabney me anda buscando.

Eliza miró hacia el otro lado de la pista, donde estaba el fornido joven rubio.
Pero él no parecía estar buscando a Grace con los ojos. No, los ojos del señor
Dabney estaban fijos en la misma pareja que estaba observando ella: Magnus
y Caroline Peacock.

—No tienes nada que temer, Grace, porque el señor Dabney parece estar
particularmente interesado en la señorita Peacock esta noche.

Grace salió de detrás de ella.

—¿Sí? ¿En la señorita Peacock? ¿Qué crees que ve en esa cerda? Yo soy
mucho más bonita, ¿no te parece?

—Por supuesto, Grace —la tranquilizó Eliza—, pero tú ya casi estás


comprometida con lord Hawksmoor. Llegasteis juntos. El señor Dabney tendría
que estar ciego para no ver el afecto que hay entre tú y Reginald.

—Sí, eso debe de ser —musitó Grace, distraída.

Continuaron juntas un rato, en silencio, viendo bailar a Magnus con la señorita


Peacock.
Aun cuando ella prácticamente lo había obligado a elegir a Caroline Peacock,
verlo con ella le producía un sufrimiento tan grande que de pronto empezaron a
acumulársele calientes lágrimas en los ojos. Buscó un pañuelo en su ridículo, y
al no encontrar ninguno, se giró bruscamente y echó a andar hacia la puerta.

Casi al instante le cogió el brazo la tía Letitia; los ojos de la anciana revelaban
una profunda preocupación.

—Eliza, queremos que conozcas a alguien —le dijo la tía Letitia mientras entre
ella y Viola la llevaban hacia un grupo de aristócratas de primera categoría que
estaban bastante cerca.

Ay, ahora no, por favor, pensó. Lo único que deseaba era marcharse antes que
sus emociones la traicionaran. Pero, impotente, se encontró caminando para ir
a caer en otra estratagema del libro de estrategias de sus tías.

Fieles a sí mismas, las ancianas no tardaron nada en presentarla a un marqués


y a dos baronets.

Pero la forma como la miraron esos jóvenes, vamos, la hicieron desear correr
hasta el aguamanil más cercano para lavarse. ¿Qué podrían haberles dicho
sus tías para provocar esas miradas tan lascivas? Se estremeció de sólo
considerar las posibilidades.

De todos modos, tenía que concederles mérito a las ancianas por su


dedicación casamentera. No perdían tiempo en aplicar sus estrategias.

Pero ¿cuál sería su intención?, ¿apartar del todo a Magnus o simplemente


inspirarle celos? La verdad, no lo sabía. Aunque en realidad eso no importaba
nada, porque no era el corazón de Magnus el que impedía el matrimonio entre
ellos. Ni tampoco el de ella, pensó, tristemente.

Cayó en la cuenta de que había dejado vagar la atención mucho tiempo y muy
lejos, porque de pronto, muy inesperadamente, se vio arrastrada a la pista de
baile por un gallardo y muy joven baronet.

El sonido de la música pareció amplificarse en sus oídos, y trató de hacer los


pasos de la danza, pero la cercanía de Magnus la distraía tanto que era
incapaz de seguir a su pareja. Repentinamente, el joven le levantó los brazos
para formar un arco bajo el cual debían pasar las otras parejas en fila.

A sólo unos pasos de ella, oyó reír a Caroline Peacock, que venía acercándose
con Magnus para pasar bajo el arco. Sintió la fuerte tentación de adelantar un
pie, justo lo suficiente para que Caroline se tropezara al pasar e hiciera el
ridículo. Pero hacer eso, por satisfactorio que fuera para ella, sólo anularía sus
esfuerzos en empujar a Magnus hacia los brazos de la joven. Así pues, por el
bien de Magnus, resistió la tentación y no hizo la zancadilla cuando Caroline y
Magnus pasaron bajo el arco de brazos.
Cuando iban pasando, Magnus giró la cabeza y la miró a los ojos. Su potente
mirada pareció golpearla, y como si hubiera recibido un puñetazo en el vientre,
se quedó sin aliento y volvió a desear huir.

Justo cuando la orquesta tocó la última nota, sacó de su ridículo una de sus
tarjetas de borde rojo y la puso en la mano del desconcertado joven baronet.
Acto seguido, se giró y echó a caminar, abriéndose paso por entre el gentío en
dirección a la puerta.

Cuando iba pasando junto a la concurrida mesa con refrescos, se detuvo a


mirar disimuladamente hacia Magnus. Grave error, porque justo en ese
momento él giró la cabeza y se encontraron sus ojos, y los dos sostuvieron la
mirada durante un largo y significativo momento.

Al instante sintió una fuerte punzada en el vientre, y luego más abajo. Pero ya
no era pena lo que sentía, no; era algo más parecido a hambre, deseo, y eso la
preocupó más aún.

Márchate inmediatamente, se dijo, porque si no se marchaba, igual podría


hacer algo para aliviar ese deseo, esas ansias, porque eso era. Su cuerpo
“necesitaba” a Magnus.

¡Vete!, se ordenó. Armándose de valor, reemprendió la marcha, y entonces


chocó con algo sólido. Le cayó líquido en los brazos y oyó un suave quejido.
Cerró fuertemente los ojos.

Abrió un ojo, luego el otro, y vio a su víctima. Ante ella estaba William Pender.
Por su chaleco y mangas chorreaba pulposa limonada.

—¡Usted! —siseó él, su semblante contorsionado por una mezcla de disgusto y


sorpresa.

Eliza se cubrió los ojos.

—¡Cáspita!

Ay, Dios, el tío de Magnus. Que se abra el suelo y me trague, por favor.

Aún sabiendo que era una grosería increíble, Magnus no lograba mirar a los
ojos a Caroline mientras bailaban la siguiente danza. No tenía el menor deseo
de estar con la rica señorita esa noche. Y a juzgar por los ojos de ella, que
vagaban por el salón, tampoco Caroline tenía el menor deseo de estar con él.

De todos modos, el señor y la señora Peacock se habían encargado de poner


a su hija a su lado en el instante mismo en que él entró en la sala de fiestas, y
ahí había continuado ella, obedientemente, a pesar del joven rubio que los
observaba desde el otro lado del salón, y que atraía la mirada de ella una y otra
vez.
Así, en lugar de mirar a Caroline, estaba observando, tristemente divertido, el
desastre ocurrido entre Eliza y su tío. Dios santo, cuánto la extrañaba.

Pero antes de dar los pasos necesarios para pedirle la mano a la mujer que
amaba, debía tenerlo todo organizado, todo en su lugar. Todo. Durante días y
días sin fin, se había reunido con banqueros, escrito al comandante de su
regimiento, e incluso enviado fondos a los granjeros de Somerton. Pero seguía
temiendo que eso no fuera suficiente. Si pudiera tener alguna noticia sobre The
Promise…

Siguiendo los pasos y giros de la interminable danza, no pudo evitar sonreír al


ver a Eliza tratando, inútilmente, de secarle el chaleco a Pender mientras éste
agitaba los brazos como un loco. Al no conseguir nada, ella tuvo que gritarle
una disculpa, para hacerse oír por encima de los chillidos de Pender.

Pero entonces ella levantó la vista y vio que él la estaba mirando. Al instante se
le puso rígido todo el cuerpo y, con una expresión de la más absoluta
humillación en sus ojos oscuros, se recogió la falda y echó a andar a toda prisa
hacia la puerta.

Magnus soltó a Caroline y se giró, con la intención de ir a impedirle que se


marchara. Pero lord Hawksmoor fue más rápido. Pareció saltar desde la puerta
y le cogió la mano a Eliza.

La agitación de Magnus llegó a su grado máximo al ver a Hawksmoor inclinarse


sobre el guante empapado de limonada de Eliza.

¿Fue imaginación suya, o vio realmente a Hawksmoor acariciarle el interior de


la muñeca? Seguro que fue pura imaginación. De todos modos, la sola idea lo
erizó y le curvó la comisura de los labios en un rictus.

—Discúlpeme, por favor —dijo a la consternada señorita Peacock,


acompañándola hacia donde estaba su padre, algo que debería haber hecho
hacía cuarenta minutos.

Después, con largos pasos, atravesó la pista de baile hasta llegar al lugar
donde Eliza y su pareja de baile estaban ocupando sus puestos. Cogió
firmemente el hombro de Hawksmoor.

—Mis disculpas, muchacho. ¿Podría…?

—Vamos, hombre, este baile es mío —lo interrumpió Hawksmoor, mirándolo


indignado.

Magnus hirvió de rabia y miró los grandes ojos de Eliza.

—Señorita Merriweather, este baile es mío.

En esos grandes ojos brilló la furia.


—No, milord —dijo ella, con más energía de la que la habría creído capaz—.
Ya tenía prometido este baile a lord Hawksmoor.

Hawksmoor agitó la cabeza muy engreído y obsequió a Magnus con una


sonrisa triunfante.

—Ya lo ves, hombre. Vete. Ya has oído a la señorita Merriweather.

Eliza alzó el mentón.

—¿Por qué no vuelve con su pareja, lord Somerton? Y yo en su lugar lo haría


rápido —añadió, haciendo un gesto hacia la señorita Peacock—. La ha dejado
abandonada y los Peacock parecen estar muy disgustados con usted en este
momento.

—Quiero hablar con usted, señorita Merriweather.

—En otro momento, tal vez. Haga el favor de disculparnos, milord. Está
comenzando la música.

Dicho eso, Eliza colocó su mano enguantada en la de su pareja y ocupó el


lugar que le correspondía para dar los primeros pasos de la danza.

En ese preciso instante, Magnus sintió el golpe de un abanico en el hombro. Se


giró y se encontró ante la hermana menor de Eliza.

—Creo que esta cuadrilla es suya, lord Somerton —dijo Grace, sonriéndole
encantadoramente.

—Eh… sí, claro.

Magnus estaba absolutamente perplejo. No le había pedido ningún baile a


Grace, lo que más o menos habría equivalido a pedírselo a su tía Letitia. De
todos modos, le ofreció el brazo, pensando qué podría haber incitado a la joven
a bailar con él, la persona que peor le caía de toda Inglaterra.

Sonriendo amablemente, Grace colocó la mano sobre la manga de su


chaqueta y avanzó confiadamente junto a él, aunque algo en su expresión hizo
sospechar a Magnus que no todo era lo que parecía; esos ojos azul oscuro
reflejaban una preocupación que no era difícil captar. Cuando estaban
ocupando sus puestos para la contradanza, ella se le acercó a susurrarle:

—Tengo que hablar con usted de un asunto de enorme importancia, lord


Somerton.

Ante su extraño tono, Magnus se inquietó.

—¿Pasa algo malo?


—Sí. Muy malo. Le ruego que después de esta danza vaya al vestíbulo exterior
a tomar aire fresco. Me reuniré con usted allí. ¿Irá, verdad? Debe. Es posible
que ya sea demasiado tarde.

Regla 16

Donde no te esperan, preséntate.

Aparte de un lacayo que pasaba a toda prisa de un lado a otro una y otra vez,
Magnus estaba solo en la cavernosa penumbra del vestíbulo exterior de la sala
de fiestas, esperando a Grace. Encontraba extrañísimo que le hubiera pedido
una entrevista, dado el turbulento historial entre ellos. ¿Qué juego se traería
entre manos?

Pasados tres escasos minutos, el golpeteo de unos zapatos de baile, que


resonaban por encima de la música orquestal, le anunciaron la llegada de
Grace Merriweather.

Fuera cual fuera el propósito de esa entrevista, le quedó clarísimo que esto no
era ningún juego para ella, porque cuando llegó hasta él tenía las mejillas
encendidas de un rojo coral y le temblaba el labio inferior.

—Ay, lord Somerton, todo es culpa mía —exclamó—. Todo. Yo la obligué a


hacerlo, y ahora temo haber perdido a lord Hawksmoor a consecuencia de eso.
Pero sé que usted me ayudará a enderezar lo que he volcado. Debe ayudarme,
porque sencillamente yo sola no puedo solucionar este enredo.

—Debe calmarse, señorita Grace —le dijo él—, porque si continúa hablando a
la velocidad de un faetón, creo que no voy a saber nunca qué pasa.

—Ah, sí, claro. —Grace hizo una respiración lenta y profunda—. Después de
esa noche que usted pasó con Eliza en la sala de música, le aconsejé que
cortara toda relación con usted.

Eso no era ninguna revelación.

—Continúe.

Grace retorció su abanico y lo miró.

—Antes que continúe, debe comprender que lamento muchísimo mi


intromisión. He aprendido bien la lección y sólo puedo esperar que cuando
acabe mi confesión, usted encuentre la voluntad para perdonarme.

¿Qué demonios habrá hecho?, pensó Magnus. Justo en ese momento llegó
hasta el vestíbulo el sonido de la risa jubilosa de lady Letitia. Se giró a mirarla
puerta abierta y se apresuró a volver la atención a Grace.
—Será mejor que me diga lo que le preocupa, y rápido, antes que atraigamos
la atención de sus tías.

Ella agrandó los ojos y miró nerviosa hacia la puerta que daba a la sala de
fiestas, y luego lo miró a él.

—Tiene razón. Le sugerí a Eliza que se casara con usted y pusiera fin al
peligro en que ponía a nuestra familia ese “trato” entre ustedes.

—Pero ella no aceptó.

—No. Aseguró que el matrimonio era imposible debido a las deudas de su


hermano. —Grace bajó la cabeza y lo miró por entre las pestañas—. Así que le
ordené que cumpliera las estipulaciones del trato. Encuéntrale una esposa
conveniente a lord Somerton, le dije, y acaba tu relación con él. —Le puso la
mano enguantada en el antebrazo y lo miró tímidamente—. Sé que debe
pensar que soy horrenda.

Pardiez, él lo sabía. Eliza no lo rechazó porque no lo amara. No, no en


absoluto. O sea, que él había tenido razón todo el tiempo. Eliza quiso ser noble
y liberarlo, para que él estuviera libre para casarse con la señorita Peacock y
así salvar Somerton.

Ahora todo tenía sentido para él. A excepción de una cosa: ¿por qué Grace le
pedía ayuda? La miró desconfiado.

Ella también lo miró, sus ojos oscurecidos por la preocupación.

—Sé que no tiene ningún motivo para confiar en mí después del problema que
les he causado a usted y Eliza. Pero necesito su ayuda. Verá, no sé por qué,
Eliza ha comenzado a alentar las atenciones de lord Hawksmoor. Vamos, en
este mismo momento, están bailando la cuadrilla, ¡por segunda vez!, a la vista
de todos.

—Sus tías no permitirán que eso continúe. Han elegido a Hawksmoor para
usted, ¿verdad?

—¡Justamente de eso se trata! Mis tías están alentando el emparejamiento


entre Reggie y Eliza. Incluso le han pedido a lord Hawksmoor que nos
acompañe mañana en el paseo en coche por Hyde Park, y como invitado de
Eliza. ¡Acompañante de Eliza, no mío!

—Tal vez se proponen casarla a ella primero. Es la mayor.

—Ridículo. A mis tías no podría importarles menos cuál de las dos se casa
primero. Eso me lo han dicho ellas, y varias veces en realidad. Preste atención
a mis palabras, lord Somerton, me temo que lord Hawksmoor cambió la
dirección de sus afectos cuando Eliza comenzó a concederle su atención. Pero
es a usted a quien ella quiere realmente, lo sé, diga lo que diga ella en contra.
Magnus sintió desagradablemente tensos los hombros. Recordó la visión de
Eliza bailando en los brazos de Hawksmoor sólo hacía unos minutos. Recordó
los feroces celos que corrieron por sus venas cuando ella lo rechazó en la pista
de baile. Y ese sentimiento seguía invadiéndolo. De sólo pensar en ella con
Hawksmoor le dolían los músculos de la mandíbula.

O sea, que a pesar de las objeciones de Eliza, no había sido sólo imaginación
suya que el interés de Hawksmoor por ella fuera tan fuerte.

Y en lugar de rechazar las atenciones del muchacho, ahora ella las alentaba
tozudamente. Eliza no amaba a Hawksmoor, eso él lo sabía. Favorecía al
muchacho campesino de pelo color paja simplemente para arrojarlo a él en los
fríos brazos de la señorita Peacock.

Sentía anudados todos los músculos del cuerpo, pero se obligó a mantener
una apariencia tan fresca como un sorbo de agua de manantial un día de
verano.

—Entiendo, señorita Grace, que ha acudido a mí con una finalidad. Ahora sería
el momento de comunicármela.

Grace se cruzó de brazos y lo miró a los ojos un momento, como calibrándolo.

—Necesito que se reúna con nosotras en Hyde Park mañana, como invitado
mío.

Magnus se limitó a mirarla.

—¿No ve la lógica de mi plan? —continuó ella—. Aunque acompañaría a


nuestro grupo como mi invitado, su misión será apartar a Hawksmoor de mi
hermana, reanudando su galanteo con ella.

—Dejando a Hawksmoor…

—En mis capaces manos —terminó ella, sonriendo alegremente.

Él no pudo evitar reírse.

—O sea, que cuando pensaba que yo pondría en peligro sus perspectivas


matrimoniales hizo todo lo que estaba en su poder para eliminarme de la vida
de Eliza, pero ahora que ella amenaza su felicidad, yo valgo para reanudar mi
galanteo, aun cuando no ha cambiado ninguna de mis circunstancias.

Grace lo miró boquiabierta.

—¿Lo he entendido bien hasta el momento? —preguntó él.

Ella exhaló un largo suspiro.


—Sé que tiene que encontrarme absolutamente odiosa. Aunque debe
reconocer que lo que le pido va en su interés también, si de verdad ama a mi
hermana. Y sé que la ama, si no, no habría venido aquí a hablar conmigo.

Magnus la contempló, pensando en todo lo que le proponía. Aparte de su


motivación egoísta, había muchísima verdad en lo que decía.

—Entonces ¿nos va a acompañar mañana como mi invitado? Si es así, debe


llegar a Hanover Square a las tres en punto a más tardar. ¿Puede?

Magnus evaluó el plan. No tenía nada que perder y, pardiez, mucho que ganar
con esa aventura. En realidad, la oportunidad era como un regalo llovido del
cielo, pues todavía no se le había ocurrido nada mejor que hacer.

—Si bien todavía dudo que su estratagema tenga alguna posibilidad de dar
resultado, como ha dicho usted, mis sentimientos por su hermana hacen de mí
un hombre desesperado. —Guardó silencio un momento, y luego levantó las
manos en señal de rendición—. Puede contar con mi presencia, señorita Grace
—dijo, acentuando sus palabras con una risita.

Grace lo miró con sus brillantes ojos azules entrecerrados.

—¿Me permite preguntarle qué encuentra tan divertido? Yo me tomo muy en


serio esto.

—Ah, eso no lo dudo, señorita Grace. Lo que pasa es que hasta este momento
yo creía que usted y su hermana eran tan distintas como la noche y el día.
Ahora veo que estaba totalmente equivocado.

Grace arrugó la nariz.

—Creo que no nos parecemos en nada, en nada. Sé que usted podría no


tenerme en gran estima en estos momentos, pero no hay ninguna necesidad
de insultar, milord.

Magnus sonrió de oreja a oreja.

—No ha sido mi intención insultar, se lo aseguro. En realidad, mi comentario


fue un cumplido.

En ese momento, por encima de la cabeza de Grace, vio a las dos tías
casamenteras cerca de un lado de la puerta, casi rodeadas por un apretado
grupo de caballeros.

Entrecerró los ojos y los enfocó en las pequeñas tarjetas con borde rojo que
tenían las ancianas en las manos. Pestañeó, sin poder dar crédito a sus ojos.
Tanto lady Letitia como lady Viola estaban entregando tarjetas a todos los
solteros que se les acercaban.
—Me reuniré con ustedes a las tres —le dijo a Grace, y volvió a mirar hacia las
tías—. Pero si me disculpa, tengo otro asunto que atender en este momento.

Grace respondió a su inclinación con una ligera reverencia y entró delante de él


en el salón. Él viró a la izquierda, para evitar que lo vieran con ella, pero al
hacerlo alcanzó a captar la significativa mirada que intercambió Grace con
cada una de sus tías. O sea, que tampoco podía fiarse de Grace. ¿Estaría
confabulada con sus tías en ese plan?

Espoleada su curiosidad, se acercó sigilosamente al grupo de caballeros que


se cernían como una nube oscura alrededor de Letitia y Viola. Cuando iba
llegando al centro, vio dos pares de manos con guantes color lavanda
poniendo tarjetas en una veintena de palmas extendidas. Se puso a un lado de
lady Viola, abrió la palma y se apresuró a cerrarla en el instante en que ella le
puso una tarjeta.

Entonces lady Viola levantó la vista.

—Ay, Dios, esa tarjeta no era para usted, lord Somerton.

—¿No? —sonrió él—. Pero ¿sí para todos los demás caballeros presentes esta
noche?

—Pues sí. Estando a punto de terminar la temporada, consideramos juicioso


reforzar nuestra campaña casamentera, dado que usted y Eliza ya no son
pareja —explicó lady Viola—. Así pues, si me devuelve esa tarjeta…

—Y yo que creía que nos habíamos hecho buenos amigos —bromeó él.

Lady Viola se ablandó, al tomarse eso muy en serio.

—Milord, le aseguro que mi hermana y yo le tenemos muchísimo afecto —le


dio un codazo a su hermana—, ¿verdad Letitia?

Lady Letitia levantó la vista y sus ojos se posaron en Magnus y luego en la


tarjeta que tenía en la mano. Agrandó los ojos.

—Caramba. Tonta, Viola, lord Somerton no necesita una tarjeta. Ya conoce


bien a nuestra Eliza.

Alargó la mano y estuvo a punto de coger el borde de la dichosa tarjeta. Retiró


la mano sin nada, con un pronunciado entrecejo.

Magnus levantó la mano con la tarjeta, dejándola fuera del alcance de las
ancianas.

—Ah, me parece que veo a mi tío. Tal vez encuentre un momento para charlar
con las dos, cuando estén menos ocupadas. Buenas noches, señoras.
Haciéndoles una ligera inclinación con la cabeza, se dejó absorber de buena
gana por la apretujada muchedumbre.

Cuando salió al espacio libre y pudo volver a respirar, fue a apoyarse en un


grueso pedestal y leyó la tarjeta.

Las tarjetas previamente distribuidas por la señorita Merriweather contenían un


desafortunado error.

El mensaje debía decir:

Gracias por venir a visitar a la señorita Merriweather.


Hanover Square, 17, Mayfair.

Magnus se quedó mirando la tarjeta con unos crecientes celos. Esas tarjetas
distribuidas por las ancianas llevarían en tropel a su casa a los solteros más
salaces de la ciudad. ¿Tendría idea Eliza de lo que estaban haciendo sus
traviesas tías?

Al día siguiente, Hyde Park estaba muy concurrido por la alta aristocracia
londinense; el sol daba un tono esmeralda a sus amplias extensiones de
césped salpicadas por árboles. Al igual que al grupo de las Featherton, cuyo
coche, con las capotas bajas, iba en esos momentos marcando surcos por la
tierra todavía mojada de Rotten Row, el muy esperado buen tiempo y la suave
brisa procedente del sur habían atraído a mucha gente.

De todos modos, Eliza no iría en el coche si sus tías no la hubieran convencido


de que el interés de Hawksmoor por Grace se estaba debilitando. Y la verdad,
mientras el joven bailó con ella dos veces la noche pasada, no invitó ni una
sola vez a Grace. Y si bien ella le estaba muy agradecida por su compañía,
porque bailar con él le hizo posible cumplir su difícil promesa de eludir a
Magnus, ese desaire de Hawksmoor a su hermana le preocupaba.

Eso significaba que sus tías tenían razón; su presencia ahí era imprescindible
para facilitar y asegurar un pronto matrimonio entre Grace y Hawksmoor.

Sólo entonces se sentiría realmente libre para marcharse a Italia, lo que tenía
toda la intención de hacer. Porque aunque ya no pudiera estudiar con los
maestros, por lo menos podría inspirarse en sus obras para rehacer su
colección de pinturas.

Levantó la vista para mirar a lord Hawksmoor, que llevaba al trote su nuevo
caballo de caza bayo al lado del coche en que iba ella con sus tías y Grace.

—¿Un tílburi y un landó nuevos? Caramba, qué magnífico —dijo, con el mayor
entusiasmo que pudo.
Hawksmoor entreabrió los labios, dejando ver unos dientes blancos y parejos.

—Madre trajo el landó a la ciudad. Llegó hace dos semanas, ¿sabe? Le pedí
que viniera —resolló, tirando de las riendas para contener la energía de su
bayo—. Le he explicado todo acerca de su familia.

Diciendo eso miró a Grace, que, muy complacida por esa atención, le sonrió de
oreja a oreja.

—Será un honor para nosotras invitar a su madre a tomar el té —le dijo la tía
Letitia.

Entonces Letitia intercambió una mirada aprobadora con Viola y luego le cogió
la mano a Eliza y se la apretó entusiasmada.

Hawksmoor y su madre, pensó Eliza. Vaya, maravilloso, ardía de impaciencia


por verlos. Cerró los ojos, rogando desesperada poder sobrevivir los últimos
días de esa maldita temporada. Esa simulación de decoro le agotaba la
energía.

Apoyó la cabeza en el blando reposacabezas de piel y entrecerró los ojos. Por


primera vez desde hacía días, el sol brillaba glorioso y la cálida brisa le rozaba
la piel como una suave caricia. Pero un codazo en el costado la sacó de su
ensimismamiento. Abrió los pesados párpados y vio a Grace girándose a su
lado para sentarse en el asiento que mira hacia delante.

Grace estaba visiblemente preocupada esa tarde, tanto que ni siquiera pareció
importarle estar arrugando su vestido de paseo nuevo, descuido nada propio
de su hermana, a la que siempre le gustaba llevar todo bien planchado.

Emitiendo un bufido, Grace volvió a sentarse a su lado en el asiento que mira


hacia atrás y empezó a estirar y retorcer sus guantes.

—¿Alguien tiene hora? —preguntó entonces, impaciente.

Hawksmoor, feliz de complacer, sacó su reloj de oro del bolsillo del chaleco.

—Las tres y media —dijo.

En ese momento su caballo movió bruscamente la cabeza hacia un lado y con


el movimiento el reloj salió volando de su mano. Él se inclinó a cogerlo, perdió
el equilibrio y se le fue el cuerpo. Ahogando una exclamación, se cogió de las
crines del caballo, pero de todos modos se deslizó hasta caer en la blanda
tierra. El cochero tiró de las riendas y paró el coche.

—¿Me permite que le ayude, milord? —preguntó, atentamente.

A Hawksmoor se le encendió la cara de rubor.


—No, no. No me ha pasado nada —medio tartamudeó, moviendo la pierna
para sacar el pie del estribo. Liberado el pie, se incorporó—. Animal mal
entrenado. ¿Vieron cómo intentó arrojarme del lomo?

—Lo arrojó —dijo Eliza, levantando la mano para ocultar la sonrisa que no
pudo evitar; el caballo era demasiado brioso para la destreza ecuestre del
barón.

A Hawksmoor se le pusieron rojo granate las orejas.

—Sí, bueno…

—Milord, puede que me equivoque —dijo Grace—, pero cuando miró el reloj se
inclinó hacia delante y es posible que el caballo interpretara erróneamente eso
como una orden.

—Conozco muy bien a los caballos, señorita Grace…

—Grace también, lord Hawksmoor —interrumpió Eliza—. Las dos nos criamos
entre caballos. Y en mi opinión, Grace es mejor jinete que la mayoría de los
hombres que he visto.

Mientras el coche seguía bordeando lentamente el parque por Rotten Row,


Eliza sorprendió a Grace mirándola con una expresión que sólo se podía definir
como inmenso asombro. Eso la desconcertó. ¿Tan inesperado fue ese
cumplido?

Mascullando algo ininteligible, Hawksmoor recogió su reloj y volvió a montar.

De repente Grace se puso de pie y, con una ancha sonrisa, apuntó con el
índice hacia el camino.

—¡Mirad! ¡Lord Somerton!

Eliza también se levantó, y con su brusco movimiento el coche se meció igual


que los pequeños botes que flotaban más allá en el Serpentine. ¡Perdición! Era
Magnus, sí, al galope sobre un reluciente caballo negro, como un caballero de
las leyendas antiguas. El corazón le golpeó fuertemente el pecho al verlo
acercarse. ¿Por qué no podía mantenerse lejos?

Irritada, se dejó caer en el asiento, y fue entonces cuando vio la expresión de


Grace. Su hermana se veía demasiado feliz por la sorprendente aparición de
Magnus. Vamos, una mueca de fastidio habría sido una expresión más natural
en ella.

Disimuladamente miró a sus tías, que iban sentadas frente a ella, en el asiento
que miraba hacia delante; las dos estaban sonriendo satisfechas. Entonces
giró la cabeza para mirar a su hermana.
—Qué maravillosa sorpresa. Me gustaría saber cómo supo lord Somerton que
nos encontraría aquí.

Grace se limitó a sonreír con aire presumido.

Eliza le cogió el brazo y le dio una corta sacudida.

—Bien podrías confesarlo, Grace. Tienes la culpa dibujada en toda la cara.

Grace se mordió el labio inferior, sin duda pensando qué contestar.

—Bueno, es posible que haya dicho que vendríamos a Hyde Park esta tarde.

Eliza arqueó las cejas.

—¿Por qué demonios…?

—¿He hecho mal? —preguntó Grace, agitando las pestañas con toda
inocencia.

Eliza se le acercó para susurrarle al oído:

—No me haces esto más fácil.

—Vamos, no sé qué quieres decir, hermana —dijo Grace, fingiendo inocencia,


y miró disimuladamente a sus sonrientes tías.

—¡Hola, ahí! —gritó Magnus, deteniendo su enorme semental a un lado del


coche—. Qué placer, y qué sorpresa, encontrarlas aquí esta gloriosa tarde,
señoras. —Miró a Hawksmoor desde lo alto de la nariz—. Y a ti también, buen
hombre.

La tía Viola juntó las manos entusiasmada.

—¿Qué le ha traído a Hyde Park este hermoso día, lord Somerton?

Magnus acercó más su caballo al coche y se inclinó a estrecharle la mano a


lady Viola.

—El hermoso paisaje, por supuesto.

Las dos tías se rieron alegremente mientras Magnus daba la vuelta al coche
para colocarse al otro lado. Lady Letitia le estrechó la mano.

—El paisaje es el motivo que nos ha traído aquí —explicó, golpeando el fuerte
muslo de lord Somerton con su abanico cerrado y riendo encantada.

Ay, tieta, masculló Eliza para sus adentros. La tía Letitia tenía un don para
encontrar la manera perfecta de convertirla en un manojo de nervios.
Magnus apretó sus bien formados muslos en los ijares de su enorme montura
negra, haciéndola avanzar para inclinarse a saludar a Eliza. Captó su mirada y
la obsequió con una alegre sonrisa, encendiéndole las mejillas.

Basta, deja de reaccionar así; ay, cómo deseaba cubrirse las mejillas con las
manos; las sentía ardientes, ya tenían que estar rojas, rojas.

—Señorita Merriweather, está tan hermosa como una rosa, y casi del mismo
color también —le susurró él, al cogerle la mano.

¿Así iba a ser entonces? Magnus la provocaría hasta desmoronarla y hacerla


confesar su estratagema, que no estaba interesada en Hawksmoor. Bueno, no
le saldría bien. Levantó la vista y lo miró enfadada.

—¿Y dónde está la señorita Peacock en este hermoso día?

—No tengo ni idea, señorita Merriweather —contestó Magnus entre dientes—.


Ella no es asunto mío.

A Eliza le bajó el ánimo, pero esa respuesta pareció aumentar el entusiasmo


de sus tías por su llegada.

—Pues claro que no —canturreó la tía Letitia—. ¿Por qué habría de serlo?

Grace se inclinó por encima de Eliza a tenderle la mano a Magnus.

—Lord Somerton, esperaba verle en casa antes —le dijo, en tono un tanto
agudo.

Al oír eso Hawksmoor enarcó una ceja. Y Eliza alcanzó a ver la mirada secreta
que intercambiaba con Grace.

Hawksmoor tiró de las riendas de su bayo y lo movió hacia un lado para


ponerlo junto al de Magnus.

—Estupendo caballo, Somerton —comentó.

Eliza no pudo dejar de ver la insinuación de burla en sus labios mientras


miraba el caballo negro. Ay, Dios, se estaba preparando una batalla.

Magnus echó una somera mirada al bayo.

—Lo mismo digo —dijo.

Entonces Eliza vio un revelador temblor en sus labios. Ah, hombres, qué
tediosamente previsibles.

—Es rápido, ¿verdad? —dijo entonces Magnus, mirando a Hawksmoor.

Ay, no, eso era preparar el guante.


—Muy rápido —contestó Hawksmoor. Entonces se irguió en la silla y fijó en ella
su mirada un momento; después asintió, como si se hubiera contestado una
pregunta, y volvió a mirar a Magnus—. ¿Echamos una carrera? ¿Hasta el
Serpentine?

Magnus enarcó una ceja.

—No puedes contra mí. Yo nací jinete.

Eliza hizo un mal gesto. Ya estaba lanzado el guante.

—¿Que no puedo? ¿Contra ti, un escocés? Bueno, milord, ¡veremos si es


cierto eso! —exclamó Hawksmoor, recogiendo el guante.

Las dos ancianas aplaudieron entusiasmadas la perspectiva de una


competición. Y Grace sorprendió a Eliza aplaudiendo también y alentando la
carrera.

—No hagáis eso, por favor —rogó Eliza a los dos caballeros—. Los dos
caballos son estupendos.

Hawksmoor llevó a su caballo hasta la curva del camino y se detuvo a esperar


a Magnus.

Magnus se inclinó a levantarle el mentón a Eliza con el índice.

—No hay ninguna necesidad de preocuparse, muchacha. Esto sólo es deporte.

Pum, pum, pum. El corazón le latió a doble velocidad y se sintió afectuosa


hacia él, lo que había jurado que no haría.

Entonces él le pasó la mano por el cuello, le sacó la pañoleta y se la metió bajo


el chaleco.

—Para que me dé suerte, mi bella doncella —dijo sonriendo.

Acto seguido, puso a su caballo negro al galope y fue a reunirse con


Hawksmoor en el punto de partida.

—Señorita Grace —gritó Hawksmoor—, ¿nos haría el honor de dar la señal de


partida?

Encantada por la atención, Grace soltó una risita y se puso de pie. Se desató la
papalina de paja y la levantó bien alto.
Los dos hombres se inclinaron sobre sus caballos, que ya bailaban,
preparándose.

La papalina bajó por el aire silbando. Los dos hombres hicieron restallar sus
látigos en los flancos de los caballos y partieron por el camino, levantando una
nube de grumos de tierra.
—¡Vamos! —gritó la tía Letitia al cochero—. Síguelos. No quiero perderme el
final.

El landó dio un salto, arrojando a Eliza al suelo. ¡Maldición! Se levantó,


recuperó su asiento y se aferró al borde de la puerta como si en ello le fuera la
vida, que era lo que estaban haciendo su hermana y sus tías. El landó parecía
volar por el camino de tierra.

—Más rápido, más rápido —gritaba la tía Letitia entre ataques de risa—. ¡Hacia
el Serpentine!

—¡El ataque! —exclamó la tía Viola, justo cuando sus párpados empezaban a
cerrarse, y se desmoronó en el asiento.

La tía Letitia rodeó con sus brazos a su hermana dormida. Eliza cerró los ojos,
las manos apretadas con tanta fuerza sobre el borde de la puerta que se le
pusieron blancos los nudillos, hasta que el coche aminoró la marcha y se
detuvo. Por el olor y el suave chapaleteo de olas, comprendió que ya estaban a
la orilla del lago.

—Ay, Dios —exclamó entonces la tía Letitia.

Eliza abrió los ojos, justo en el momento en que Grace bajaba del coche de un
salto, sin esperar la ayuda del cochero.

—¡Cielos, Reginald! ¿Estás herido? —gritó Grace, corriendo con las faldas bien
levantadas hacia Hawksmoor, que estaba chapoteando en el agua para salir.

Eliza se bajó del coche. Magnus había desmontado y tenía las riendas de su
caballo negro en la mano derecha y las del bayo de Hawksmoor en la
izquierda.

Hawksmoor ya estaba tendido a la orilla del lago, totalmente agotado,


empapado y lleno de lodo. Grace estaba arrodillada a su lado, ocupadísima
atendiéndolo y consolándolo.

Con las manos en dos puños, furiosa, Eliza echó a andar pisando fuerte hacia
Magnus. Y cuando llegó ante él, resollante por el esfuerzo, ya estaba hirviendo
de rabia. ¿Por qué les ponía las cosas tan difíciles a todos?

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho? —Le puso las manos en el pecho y lo
empujó—. Contéstame si quieres, si puedes. ¿Por qué?

—Sólo ha sido deporte, Eliza —contestó él, obsequiándola con una sonrisa de
niño.

—¿Deporte? —dijo ella, arqueando las cejas, incrédula—. ¿Llamas deporte a


lo ocurrido aquí? —Le golpeó el pecho con las palmas y volvió a empujarlo.
Sentir sus músculos en las palmas, le hizo bajar un estremecimiento por el
interior.

A Magnus se le encendió el genio, soltó las riendas y le cogió firmemente las


muñecas.

—Sí, ha sido una competición justa entre caballeros.

—¿Competición justa? —dijo ella, riendo amargamente—. ¿Cómo puedes decir


eso con buena conciencia? Él no podía contra ti. Vamos, sólo unos momentos
antes que tú llegaras se cayó de su caballo estando detenido.

Magnus se echó a reír.

—Bueno, si los jinetes no estaban igualados, los caballos sí. Y, si lo recuerdas,


lo advertí de mi pericia.

—Esto no tenía nada que ver con el deporte. Esto tenía que ver con los celos.
Tus celos. No tenías por qué hacerlo parecer un tonto, humillarlo. No hay nada
entre tú y yo, ya no lo hay. Haz lo que debes hacer, cásate con la señorita
Peacock y sácame de tu cabeza.

Magnus la miró peligrosamente, con el pecho todavía agitado por la carrera. No


dijo nada.

—Nunca estaremos juntos —continuó ella, su voz apenas un susurro—.


¿Cuándo me vas a creer?

Él bajó la vista y le miró las manos, abiertas sobre su pecho como dos
estrellas; después la miró a los ojos y dijo una sola palabra:

—Jamás.

Abrió las manos, soltándole las muñecas. Entonces le pasó una mano por la
nuca y le acercó la cara para besarla.

Eliza no se apartó; disfrutó de la presión y el calor de sus labios sobre los de


ella. Y cuando él la instó a abrir los labios, los abrió bien dispuesta, ansiosa de
sentir su lengua moviéndose dentro de su boca.

—Esto… sólo quiero coger mi caballo —dijo Hawksmoor mansamente, aunque


en sus labios se insinuaba una sonrisa.

Eliza se giró a mirarlo, incrédula, cuando pasó al lado de ellos para coger las
riendas; sus botas encharcadas sonaban a cada paso. ¿Sería posible que
estuviera confabulado con sus tías? No, no podía ser.

A corta distancia detrás de él, la tía Viola roncaba dentro del coche, mientras
Grace y la tía Letitia venían acercándose a ellos. Pero no estaban ni
horrorizadas ni enfadadas, como Eliza podría haber esperado. Venían
sonriendo traviesas. En realidad, parecían estar felicitándose mutuamente.

—Muy bien hecho, Grace —le estaba diciendo Letitia en voz baja.

—Gracias, tieta —moduló Grace, sonriendo orgullosa y quitándose un rizo


dorado de los ojos.

Eliza no daba crédito a lo que estaba viendo. Grace, que le prometiera


apoyarla en sus planes de eludir a Magnus, había colaborado con sus
casamenteras tías.

Las miró fijamente hasta que ellas se callaron y la miraron con expresiones
culpables.

—¿Es que no lo veis? —les dijo, y notó que la voz le salía llorosa y débil—. Por
muchos motivos esto no puede ser. Nunca. Por favor, os lo ruego, basta.

Cogiéndose las faldas con una mano, se giró y empezó a subir la pequeña
pendiente hacia el landó.

Regla 17

Averigua los planes de tu adversario y vuélvelos contra él.

Esa mañana Eliza estaba en el patio sentada ante una tela en blanco, mirando
frustrada su superficie.

¿Qué podía hacer? Su idea había sido pintar un paisaje, las exuberantes y
húmedas llanuras, vistas desde Dunley. Pero al parecer ese día sus ojos
estaban ciegos. Ya no lograba ver esa hermosa pradera cubierta de hierba y
helechos verdes, tan conocida y confortante. Aunque había observado
detenidamente esa ancha franja de tierra, incluso la había dibujado al menos
diez veces ese año pasado, era como si ya no le importara.

Una sola imagen apartaba hacia un lado a todas las demás: Magnus. Era como
si en ese momento él estuviera ante ella, tal como el día anterior en el
Serpentine, sus ojos azul plateado reflejando una amedrentadora mezcla de
celos, ira y desconcierto.

Desviando la mirada de la tela, dejó en la mesa el cabo de carboncillo e hizo a


un lado los óleos. Condenación, quítatelo de la cabeza.

Pero ¿cómo podía, si él volvía una y otra vez, con su corazón desnudo y
vulnerable, pidiéndole solamente su amor? ¿Cuánto tiempo más podría
soportar eso?
El tiempo se le estaba acabando a Magnus; tenía que casarse con Caroline
Peacock para conservar Somerton. Por lo tanto, ella ya no podía permitirse ser
amable. Tenía que hacerle creer, de verdad, con el alma, que ella no lo amaba.

Pero ¿cómo hacer eso? Fuera cual fuera su estratagema, tenía que ser osada,
aunque no tanto que acabara en desastre o haciendo daño, como casi le había
ocurrido al pobre y empapado Hawksmoor en el Serpentine.

En ese momento se abrió la puerta de la casa y salió la tía Viola, casi corriendo
de puntillas, y moviendo su bastón como una loca.

—¡Dios mío, qué inesperado! Espera a que te lo diga. Tú espera y verás.

Detrás de Viola salió la tía Letitia al patio. Maniobrando y moviendo el bastón,


tratando de adelantar a su hermana, pasó por entre dos espinosos rosales,
haciendo volar capullos y pétalos que fueron a caer sobre los adoquines.

—¡Cielos, Eliza, no vas a creer lo que ha ocurrido! Jamás, jamás, jamás.

Eliza ya estaba de pie.

—¿Qué ha pasado?

La tía Letitia continuó avanzando, lanzada. Eliza alcanzó a cogerla de los


hombros y detenerla antes que chocara con la mesa y sus óleos.

La tía Viola se golpeó el pecho con una mano e hizo una honda inspiración.

—Nada… malo —resolló—. Es una buena noticia.

Entonces entró Grace en el patio cubierto de pétalos de rosa, canturreando


alegremente, con sus pensamientos en las nubes. Cuando llegó hasta Eliza, en
su cara se dibujaba una ancha sonrisa.

—¿No quieres felicitarme, hermana? —preguntó.

Eliza le soltó los hombros a su tía y agitó las manos, exasperada.

—¿Felicitarte de qué, se puede saber? ¿Alguien me va a hacer el favor de


explicarme qué pasa?

—Ah, déjame a mí —le dijo la tía Letitia a Grace—. Es una noticia tan
maravillosa y yo soy la matriarca, después de todo.

La tía Viola se cruzó de brazos.

—La matriarca. Vamos, se ve que te sientes muy alta y poderosa hoy, ¿no?

—Bueno, soy la mayor.


—¡Sólo por tres minutos!

Grace levantó una mano en ademán majestuoso.

—La noticia es mía, así que yo se la daré a Eliza. —Con un elegante vuelo de
su falda, se sentó muy orgullosa en la silla de hierro, junto a la cual estaba
Eliza—. Lord Hawksmoor les ha pedido a nuestras tías su consentimiento para
casarse conmigo. —Entonces, sin poder contenerse, gritó—: ¡Estamos
comprometidos!

—¿De veras? —preguntó Eliza, mirando a sus tías.

—Muy cierto —contestó la tía Viola—. Sólo hace un momento que se marchó
lord Hawksmoor.

La tía Letitia asintió, agitando su doble papada.

Grace se hizo visera con una mano para proteger los ojos del brillante sol.

—Anunciará nuestro compromiso a todos en el baile de los Cowper dentro de


dos días.

Eliza la miró boquiabierta.

—¿Cowper? ¿De lady Cowper, una de las patrocinadoras del centro social
Almack?

—¡Ella misma! —repuso Grace, sonriendo de oreja a oreja—. Es íntima amiga


de lady Hawksmoor. ¿No te alegras por mí, hermana?

—Vamos, por supuesto. Es una noticia maravillosa. —Se inclinó a darle un


fuerte abrazo y luego se enderezó—. Aunque bastante inesperada, ¿no?

—A ti podría parecértelo tal vez. Pero no, para mí esto no ha sido tan
inesperado. —Al ver que Eliza guardaba silencio, Grace miró a sus tías—.
¿Podríais dejarme un rato a solas con Eliza, tietas?

—Por supuesto, querida —contestó la tía Viola—. Mi hermana y yo tenemos


mucho que hacer, en todo caso. ¡Una boda! —Cogió del brazo a Letitia y las
dos echaron a andar hacia la puerta—. ¿Te lo puedes creer? Vamos a planear
una boda.

—Tenemos que comenzar de inmediato. Vamos a usar lavanda, por supuesto.


Todo debe ser color lavanda y estar bañado en lavanda —contestó la tía
Letitia.

—Sí, es precioso. Aunque tal vez deberíamos consultar a Grace respecto al


color —dijo la tía Viola en el momento en que entraban en la casa.
—¡Cielos, no! —se oyó exclamar a la tía Letitia, al parecer desde el corredor—.
¿Quién podría oponerse al color lavanda?

Cuando sus tías ya no podían oírla, Grace sonrió tristemente a Eliza.

—Siéntate, hermana. Tenemos mucho de qué hablar, sobre lo que ocurrió en


Hyde Park, quiero decir.

Eliza apartó otra silla de la mesa y se sentó.

—No quiero hablar de eso. Ya os lo expliqué a ti y a nuestras tías ayer.

Grace le cogió una mano entre las dos de ella.

—Quiero que estés feliz por mí.

—Pero es que lo estoy.

—Algo anda mal. ¿Estás enfadada porque ayudé a nuestras tías?

Eliza agrandó los ojos.

—No, enfadada no. Pero sí desconcertada. Creía que eras mi aliada, que
estabas de acuerdo en que marcharme de Londres era lo conveniente para
todas.

—No, Eliza. Cometí un error cuando te dije que te apartaras de lord Somerton.
Eso lo veo ahora. Cuando me puse en tu lugar y me imaginé que nos obligaban
a separarnos a Reggie y a mí, bueno, no lo pude soportar. Tú y lord Somerton
estáis hechos el uno para el otro. Él te ama y tú lo amas. Olvida tus ideas de
pintar en Italia. Alarga la mano y coge el amor que él te ofrece.

—Sabes que eso es imposible —exclamó Eliza, levantándose bruscamente.

—Nada es imposible, si lo deseas de verdad. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida


sin amor?

Eliza pasó por delante de Grace y se agachó a recoger un botón de rosa


quebrado.

—No todo el mundo vive para el amor, Grace. Mi arte me basta. Pintar es mi
vida. Me llena. Es la ventana por la cual la vida se ve como debería ser.

Entonces oyó arrastrar la silla de terraza sobre los adoquines y luego sintió las
manos de Grace en sus hombros.

—Te equivocas, Eliza. La pintura no es tu ventana. Tu arte es tu escudo, para


protegerte de la vida. Es tu pretexto para no permitirte experimentar la vida y el
amor. Además, ya no tiene ningún sentido pensar en Italia. ¿Qué maestro te
aceptaría de alumna ahora? No tienes ninguna pintura que te acredite.
Eliza le apartó las manos y se giró a mirarla.

—Puedo ir a Italia, e iré. Puede que ya no tenga una buena muestra de


pinturas que enseñar, pero todavía sé pintar, y algún día estudiaré con los
maestros para perfeccionar mi arte. No renunciaré a mi sueño, Grace. No me
dejaré arrebatar mi arte, como le ocurrió a nuestra madre.

—¿Como le ocurrió a nuestra madre? —repitió Grace, atónita—. ¿Por eso


sigues aferrada a ese sueño de viajar a Italia, para salvar tu arte? ¿Por eso te
resistes tanto a lord Somerton? Vamos, Eliza, tú no eres nuestra madre. Y lord
Somerton no es…

—Por favor, Grace, déjame llevar esto a mi manera. Sé lo que hago. Créeme,
esto es lo mejor para todas.

Sin decir otra palabra, se dio media vuelta y entró en la casa.

Debería haberlo visto venir, pensó George Dabney. En el instante en que vio la
agria expresión en la cara de la señora Peacock, tendría que haber
comprendido que ya estaba decidida.

Estaba sentado en el diminuto sillón tapizado de seda que, sin duda con fines
inquisitoriales, estaba situado en el centro del decorado salón de los Peacock.

Haciendo ímprobos esfuerzos para no mirar a Caroline, que estaba


retorciéndose las manos sentada en el sofá, frente a él, dijo:

—Si me permite decirlo, señora, Somerton no se merece a su hija, en absoluto.


No tiene ni un cuarto de penique, lo sabe.

La señora Peacock, que se estaba paseando en un cerrado círculo alrededor


de él, golpeteándose los dientes con una uña, hizo un gesto descartando ese
último comentario, y se detuvo ante él.

—No necesita dinero. Eso lo tenemos nosotros. Pero tiene algo que nuestro
dinero no puede comprar: un título que nos garantiza la entrada en la alta
sociedad.

—Pero ¡si es un escocés maleducado! —protestó Caroline—. Vamos, sólo la


otra noche me dejó sola en medio de la pista de baile.

—¡Tú calla! —exclamó la señora Peacock, moviendo un dedo hacia ella—.


Escocés será, pero también es un par del reino. La mujer que se case con él se
convertirá en condesa. ¿Eso no significa nada para ti?

Caroline bajó la cabeza ante la reprimenda.


Par del reino, se lamentó Dabney. Eso era algo que él no era, siendo el hijo de
un simple baronet. Pasó el dedo por el brillante ribete de su sombrero de copa.
¿Por qué se tomó el trabajo de seguir a Somerton? Con todo lo que le costó,
no había servido de nada.

Se había engañado a sí mismo. Los Peacock no aceptarían jamás su


proposición de matrimonio con Caroline.

La señora Peacock lo miró con sus ojos saltones desde arriba de su larga nariz
picuda:

—¿Alguna otra cosa que informar?

Él sintió bajar un escalofrío por todo el cuerpo, y se le oprimió la garganta.

—Hay algo más.

—Adelante —dijo la señora Peacock, chasqueando los dedos.

—Lo vi en Hyde Park, cerca del Serpentine, para ser exacto. La chica
Merriweather estaba allí. La rara, ya sabe, la pintora. La besó en la boca, allí
mismo, al aire libre, a la vista de todo el mundo. No pareció importarle que lo
vieran. Tampoco a ella, si es por eso.

Los ojos de la señora Peacock parecieron ennegrecer en su cara de fantasma


blanqueada con sales de plomo.

—¿La besó? ¿Y ella se lo permitió?

Sin esperar respuesta, reanudó su paseo en círculos.

Dabney asintió.

—Perdóneme, señora, pero me temo que ya es demasiado tarde para un


matrimonio entre Somerton y la señorita Peacock. Su corazón pertenece a la
señorita Merriweather, y eso ya lo sabe toda la alta sociedad de Londres. —
Guardó silencio un momento, vacilante, buscando las palabras para hacer la
petición de la mano de Caroline—. Tal vez si yo pudiera hablar con su marido.
Le aseguro, como heredero, que cuando mi padre…

La señora Peacock le dirigió una mirada tan glacial que se le encogieron las
entrañas.

—No hablará con mi marido acerca de mi hija. ¿Me ha oído? A los ojos de la
alta aristocracia, usted no es otra cosa que un plebeyo. Caroline se merece
algo mejor; nosotros nos merecemos algo mejor. Será Somerton.

—Pero, mamá —gimió Caroline—. Yo amo a…


La señora Peacock le pasó una uña bajo el mentón y le levantó la hermosa
cara hacia ella.

—Ni una palabra más. Tu padre y yo decidiremos qué es lo mejor para ti.

Dabney se levantó.

—Somerton no se casará con su hija, de eso puede estar segura. Ama a la


señorita Merriweather.

Con un aire de la más absoluta superioridad, la señora Peacock le dio una


palmadita en el brazo y lo llevó hacia la puerta del salón. Hizo chasquear los
dedos, y Caroline los siguió obedientemente. Ya en la puerta, la señora
Peacock se volvió a mirar la compungida cara de su hija.

—Vamos, vamos, Caroline, no te apures. La señorita Merriweather no tiene


ninguna importancia. Yo me encargaré de la pintora de lord Somerton. No será
un problema por mucho tiempo más, te lo aseguro.

Dabney enderezó la espalda.

—Nunca ha tenido la intención de considerar mi proposición.

De los pálidos labios de la señora Peacock salió una risita gutural.

—Creer que se me habría ocurrido considerarle digno de mi hija me dice todo


lo que necesito saber sobre su valía.

Al oír eso Caroline echó a correr por el corredor, llorando.

Encontrando por fin sus agallas, Dabney miró a la señora Peacock con los ojos
entornados.

—Si sabe lo que realmente le conviene a su hija…

Y se le acabó el valor. Nada que pudiera decir la conmovería. Nada. Derrotado,


caminó hasta la puerta, la abrió, y se volvió a mirar una última vez a la señora
Peacock.

—No seguiré espiando a Somerton. Eso no es correcto.

La señora Peacock regresó por el vestíbulo.

—Vaya, hombre ingenuo y estúpido —cacareó—. Después de hoy, si todo va


como quiero, ya no habrá necesidad de vigilar a Somerton.

Y dicho esto desapareció en la sombra de la escalera.


—¡Maldición!

Magnus se acercó más a la ventanilla para observar mejor al caballero rubio


que iba bajando la escalinata de entrada de la casa Featherton.

Hawksmoor. Y sonreía como un tonto borracho.

El diablo me lleve. Lo habían vuelto a suplantar.

Bueno, eso no duraría mucho. Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y


sacó un pequeño anillo de zafiro bordeado por diamantes. Lo puso en medio
de un rayo de sal y lo movió de aquí allá, observando su brillo.

El anillo era un tesoro para él, y por poco que pesara en su bolsillo, era lo único
que jamás vendería. Era el anillo de su madre, el que llevó puesto toda su vida
de casada. Ese día se lo regalaría a Eliza.

Sintió un curioso nerviosismo contemplando lo que estaba a punto de hacer.


Dentro de unos momentos, de una u otra manera, su vida cambiaría para
siempre. ¿Aceptaría Eliza la proposición de matrimonio de un conde a punto de
quedarse sin blanca? ¿De un hombre cuya última esperanza de salvar su casa
ancestral estaba tal vez hundida bajo las olas?

Con el dinero de la venta de su comisión militar, tendría lo suficiente para


mantener un poco de personal en la casita de campo heredada de su madre en
Escocia. Tal vez incluso para reanudar el trabajo en las salinas. Sí, tendrían
suficiente para vivir.

Aún no podía estar seguro de la respuesta de Eliza, pero en su corazón sabía


la verdad. Sintió su respuesta en el beso junto al Serpentine. No, pese a todas
sus protestas, ella lo amaba tanto como él a ella. Y tenía que creer que ella
comprendería que él no podía casarse jamás con otra estando ella en posesión
de su corazón.

Nervioso, miró una última vez el anillo.

—Esta vez, Eliza —dijo, guardándolo en el bolsillo y bajando del coche—, esta
vez, por fin.

—¡Magnus! —exclamó Eliza, alarmada—. No sabía que estabas aquí. —Miró


hacia el corredor—. ¿Dónde está Edgar? Debería haberte anunciado.

—¿Me habrías recibido si me hubiera anunciado? —preguntó él,


solemnemente.

—Bueno, eso ya no tiene importancia. Estás aquí. La pregunta que debería


hacer es, ¿para qué? No recibimos aviso de tu visita. Ninguna tarjeta.
Entonces Magnus sonrió y avanzó hacia ella.

—Tal vez no, pero yo sí recibí una tuya. —Sacó del bolsillo una tarjeta de visita
con bordes rojos y se la puso delante.

Eliza miró la tarjeta, sin entender.

—¿Una mía? No he… uy, dame eso. —Cogió la tarjeta y la miró—. ¿Cómo ha
llegado esto a tus manos?

Él arqueó una ceja, travieso.

—Tus tías las estaban distribuyendo entre todos los solteros presentes en la
sala de fiestas hace dos noches. Pensé que debía venir, antes que tus días y
tus noches estén totalmente ocupados por muchachos enamorados.

Santo cielo, se dijo Eliza mirándolo pasmada. ¿Es que nada avergonzaba a
sus tías?

Magnus se echó a reír.

—Giro en redondo, supongo. Otra estratagema del libro de estrategias.

—Sin duda. —Eliza cerró las manos en dos puños—. No lo soporto. Todo el
mundo debe de creer que soy una mujer liviana. Esto es horroroso, horroroso.
¡Porras! ¿Cuándo se va acabar esta infernal temporada?

Se desvaneció la frívola sonrisa de Magnus.

—Demasiado pronto.

—Ah, tienes razón —dijo ella. Fue a sentarse en el sofá, inquieta por estar sola
con él—. ¿Ya has hablado con la señorita Peacock? ¿Has venido a informarme
de tus planes de boda?

—No.

De pronto él estaba muy callado, muy serio.

—Tienes el retrato. He cumplido mi parte del trato. ¿A qué has venido, pues?

Magnus se puso delante de ella e hincó una rodilla en la mullida alfombra turca.
Le brillaban los ojos cuando sacó del bolsillo del chaleco un anillo con un
brillante zafiro.

Eliza sintió zumbar el corazón en los oídos. No, no hagas esto, por favor.

Magnus le cogió la mano, la llevó a sus labios y se la besó.


—Eliza —dijo, con voz grave y profunda—, he venido a pedirte que seas mi
esposa, muchacha.

Eliza estaba muda, y no fue capaz de hacer nada mientras él le pasaba el


anillo por el nudillo hasta dejárselo en la base del dedo.

—Te amo, Eliza, y sé que tú me amas. Di, por favor, que te casarás conmigo, y
acepta este anillo como símbolo de mi compromiso contigo.

Ella lo miró a los ojos, sintiendo llenarse de saladas lágrimas los de ella; giró el
anillo en el dedo y se lo quitó.

—Magnus, lo siento, pero no…

—Chss —musitó él, poniéndole el índice sobre los labios para silenciarla—. He
vendido lo que podía. L. conseguido será una ayuda para los granjeros de
Somerton. Somerton Hall está perdido, pero ya no me importa. No se puede
hacer nada más.

Entonces Eliza le apartó la mano.

—¡Te equivocas! Todavía puedes casarte con Caroline Peacock.

—No, Eliza, no puedo, porque mi corazón te pertenece a ti y siempre te


pertenecerá.

Al oír abrirse la puerta del salón Magnus se incorporó. Entró la tía Letitia.

—Ah, lord Somerton, ¿no es éste el día más feliz? ¿Le contó Eliza la noticia?

Él frunció el entrecejo, desconcertado, mirando a Eliza. Ella negó con la


cabeza.

—Entonces tengo yo el honor. Mi hermana y yo coincidimos, ha sido muy


inesperado, pero muy bienvenido. —Se calló al ver la expresión de Magnus—.
Ah, y yo aquí parloteando. Lord Hawksmoor le ha hecho la proposición de
matrimonio a mi querida sobrina.

—¿Proposición? —Magnus miró a Eliza, perforándola con la mirada—. ¿Y ha


sido aceptada?

—Vamos, ¡por supuesto! —repuso la tía Letitia—. Uy, hay mucho que hacer. —
Miró alrededor—. Andaba buscando mis anteojos. Ah, ahí están. —Con una
velocidad asombrosa para su avanzada edad, fue a coger sus impertinentes y
llegó hasta la puerta—. Perdóneme, por favor, lord Somerton. Debo volver
donde mi hermana. Tenemos muchos planes que hacer. Buen día.

Magnus miró fijamente a Eliza.


—¿Eliza? —dijo, su voz apenas un hilillo—. Dime que eso no es cierto. Por
favor.

Ella no entendió el dolor reflejado en el fondo de sus ojos, en su voz. De


repente, comprendió. Magnus creía que Hawksmoor le había propuesto
matrimonio a ella. Al instante abrió la boca para corregir el error.

—La proposición de lord Hawksmoor… —se interrumpió. Eso era; eso era lo
único que obligaría a Magnus a apartarse de ella, de una vez por todas. Se
miró las manos—. Lo siento, lord Somerton, no puedo aceptar su proposición.
—Conteniendo las lágrimas que pugnaban por salir, le pasó el anillo—. Creo
que ya sabe por qué.

Vio moverse la garganta de él, tragándose la mentira.

—Lo sé, sí —dijo, su grave voz áspera—. Lo siento… perdone que la haya
molestado, señorita Merriweather. —Se guardó el anillo en el bolsillo y caminó
lentamente hacia la puerta—. Mis mejores deseos para usted y… su prometido.

Regla 18

Cuando se agote tu ardor y se acaben tus provisiones, tu enemigo aprovechará


tu debilidad para actuar.

Jamás se había sentido tan vacío, tan solo como en ese momento, sentado en
la penumbra del coche que lo llevaba el corto trayecto hasta su casa.

Sentía pesado el anillo en el bolsillo, y debía volverlo a guardar en la caja


fuerte. Pero no soportaría mirarlo en ese momento.

Lo único que deseaba era estar solo con sus tristes pensamientos. No tenía
dinero, no tenía futuro. No tenía a Eliza.

Cuando el coche se detuvo delante de su casa, bajó, subió los peldaños y abrió
cansinamente la puerta. Al instante apareció su tío.

—¡Somerton, has vuelto, gracias a Dios! —gritó—. Estoy como un pez fuera del
agua. No sé qué hacer. —Tembloroso como estaba, el anciano dejó su bastón
apoyado en la pared y con las piernas envaradas casi corrió para acercarse a
Magnus y le enseñó un fajo de papeles—. Nos ha llegado la hora, hombre.
Mira esto.

—¿Y ahora qué? —gimió Magnus.

Después de haber sido cortado como una espiga madura con la hoz del
compromiso sorpresa de Eliza, no sabía cuánto más era capaz de soportar.

Pender agitó los papeles.


—Míralos. Aunque supongo que ya sabes qué son.

—¿Sí? Bueno, podrías estar equivocado.

Se quitó los guantes de cabritilla y cogió los arrugados papeles de las


temblorosas manos de Pender. Girándose hacia la luz que entraba por la
ventana pasó la vista por el primer papel. Después del día que había tenido,
estaba seguro de que ya nada podría horrorizarlo. A excepción, tal vez, de eso.

Miró el segundo papel. El tercero. Eran los documentos firmados por su


hermano reconociendo sus deudas.

—¿Cómo han llegado aquí estos papeles? No los esperaba hasta dentro de
dos semanas más o menos.

—Los trajo un mensajero. Exigen el pago el veintiocho a más tardar, si no, nos
echarán a la calle —contestó Pender, su voz un largo gemido—. Tienes que
hacer algo, Somerton. No tenemos mucho tiempo.

Magnus atravesó la sala y fue a apoyar una bota en la rejilla de bronce del
hogar, reflexionando acerca de ese nuevo problema. Colocó las manos sobre
la fría repisa de mármol y las cerró en puños, arrugando los papeles.

Le dio vueltas y vueltas al asunto en la cabeza, y continuó sin encontrarle


sentido. ¿Cómo podía ser eso?

Sabía muy bien que cuando su hermano se encontró metido hasta el cuello en
deudas de juego en el Watier's, fue a ver a un prestamista que atendía en el
sótano del club. Allí obtuvo varios préstamos para pagar las enormes deudas
acumuladas en Londres. Pero aún faltaban casi tres semanas para que
venciera el plazo de esas deudas. ¿Por qué esa exigencia de pago inmediato?
Pensando en las consecuencias de ese nuevo plazo, le fue aumentando la
inquietud.

—¿Dijo alguna otra cosa el mensajero?

—No era el tipo de hombre para quedarse un rato a charlar. Era un muchacho
fornido; breve y conciso —dijo Pender, poniéndose a su lado—. Dijo que
volvería dentro de cuarenta y ocho horas. Su empleador espera el pago
entonces.

—¿Dos días? Condenación. Eso apenas nos da tiempo para hacer una maleta.

A Pender le temblaban tanto los dedos por el pánico que le costó abrir su reloj
para ver la hora.

—¿Podemos hacer algo en tan poco tiempo? Sabes que yo no tengo ni blanca.
He vivido años de la generosidad de mi hermana, y de la tuya, claro. Pero si
hay algo en mis posesiones que pudiera servir…
—No te apures, tío. Ya se me ocurrirá algo —contestó Magnus, rogando que
eso fuera cierto.

Por algún motivo, alguien había comprado las deudas de James. Pero ¿por
qué? Volvió a mirar los papeles, leyendo detenidamente cada línea.

Las cantidades debidas no habían cambiado; no había ningún beneficio visible.


Entonces, ¿por qué diablos alguien compró las deudas de James y adelantó la
fecha de pago?

Bajó el pie de la rejilla.

—Hablaste de un empleador. Supongo que el mensajero no dijo su nombre.

Pender entrelazó sus huesudos dedos y comenzó a pasearse por el desnudo


salón.

—No se me ocurrió preguntárselo. Pero llegados a este punto, ¿qué importa el


nombre? Dentro de dos días nos arrojarán a los adoquines. Es decir, a menos
que tú…

Al decir esas palabras, Pender lo miró desesperado desde el otro lado de la


sala.

—A menos que… —dijo Magnus, con la esperanza de que decir las palabras le
hiciera más fácil aceptarlas—. A menos que me case con la señorita Peacock.

Pareció disolverse la tensión en los hombros del anciano.

—Sí —dijo, vacilante—. Parece que ya se acabó el tiempo para que aparezcan
barcos milagrosamente en el puerto, muchacho. Ha vencido el plazo de las
deudas y ahora debes cumplir tu deber para con la familia. —Arrastrando los
pies atravesó la sala y fue a ponerle la mano en el brazo a Magnus,
compasivo—. Lamento que no puedas casarte con la mujer elegida, pero a fin
de cuentas eso no importa. La señorita Peacock aporta al matrimonio lo que
más necesitas. Lo que tus propiedades necesitan, dinero.

Magnus se sentó en la única silla que le quedaba, haciendo crujir sus viejos
maderos con su peso, apoyó los codos en las rodillas y hundió la cara entre las
manos.

—Sí, tío, será el matrimonio de conveniencia perfecto. —Levantó la vista y lo


miró, moviendo la cabeza derrotado—. Pero ¿de conveniencia para quién,
pregunto?

A la noche siguiente, después de dedicar el día a ser bañadas, peinadas y


perfumadas por Jenny, la enérgica doncella que compartían, Eliza y su familia
llegaron por fin al baile de los Cowper, durante el cual se anunciaría el
compromiso de Grace con lord Hawksmoor.
Todavía atolondrada por la sorprendente proposición de Magnus, Eliza siguió
sumisamente a sus tías por el perímetro del salón, y aunque aquí y allá
conversaba con una y otra señora amiga de ellas, se sentía nerviosa e inhibida
por el renombre de los asistentes a la fiesta.

Aunque lady Hawksmoor, la madre de Reginald, vivía en la casa que tenía


cerca de las pintorescas praderas de Dunley, estaba claro que ejercía
muchísima influencia en los medios aristocráticos de Londres. ¿Cómo, si no,
podría haber convencido a lady Cowper, una de las veneradas patrocinadoras
del prestigioso centro social Almack, de que celebrara ese baile para su único
hijo?

Ninguna persona de alcurnia se atrevería a rechazar la invitación de lady


Cowper, por tarde que la hubiera enviado, aún cuando la verdadera finalidad
de la fiesta no se le había comunicado a nadie.

Pero todo se revelaría cuando el reloj diera las campanadas de medianoche,


momento en que los trompetistas llamarían a lord Hawksmoor para que subiera
a la tarima de la orquesta a anunciar a toda la encumbrada sociedad
londinense su compromiso con Grace.

Cuando pasó un lacayo con una bandeja ofreciendo bebida, cogió una copa de
chispeante vino y se la bebió de un solo trago. Concedido, ese acto era muy
impropio de una dama, pero era también la manera más rápida que conocía de
calmar sus crispados nervios.

Paseando la mirada por el enorme salón vio que todas las cortinas estaban
abiertas de par en par, y cientos de velas de cera de abeja llenaban elevadas
lámparas de araña, bañando a los invitados en una luz de llama radiante.

Fuera, la calle estaba llena de relucientes coches negros que esperaban el


turno para dejar en la puerta a sus pasajeros, mientras los lacayos recibían a
los invitados y los guiaban hasta el ya atiborrado salón de la mansión.

Lady Hawksmoor, que conoció a Grace en el momento en que ésta entró en el


salón, ya iba caminando con ella cogida del brazo, presentándola con enorme
orgullo a sus amistades de Londres como a la prometida de su hijo.

Eliza sonreía orgullosa al ver a Grace, vestida con un brillante vestido de seda
con hilos de oro, saludar con seguridad y desparpajo a un duque de cuna real y
luego a un miembro del parlamento y a su tímida esposa. Su hermana estaba
radiante. Los había encantado absolutamente a todos, suponiendo que fueran
fiables las sonrisas de admiración con que la miraban al pasar.

Sí, esa noche se hacían realidad los sueños de Grace. Por un breve pero
luminoso momento, su hermana sería la comidilla entre la aristocracia
londinense. Eliza dudaba que alguna vez pudiera sentirse más feliz por alguien.
Ay, si pudiera sentirse tan feliz por ella misma. ¿Y por qué no? La seguridad de
Grace estaba asegurada, lo que le hacía posible, por fin, dejar atrás Londres. Y
para coronar su buena suerte, sólo dentro de unos días, habiendo pasado toda
una temporada sin casarse, su herencia sería suya.

Pronto estaría paseándose por la ventosa cubierta de un barco rumbo a Italia.


Aunque no pudiera estudiar con los maestros como había planeado, todavía
podía hacer realidad el acariciado sueño de pintar junto al luminoso
Mediterráneo. Al menos ese sueño.

La realidad era que… esa vida ya no era su sueño.

Ahora todo era distinto. Sus deseos, sus aspiraciones, sus esperanzas, todo
había cambiado, evolucionado.

Vivir en Italia no le procuraría felicidad, la felicidad que le habría procurado en


otro tiempo.

Sin Magnus no habría felicidad.

Al pensar eso, miró hacia la creciente multitud, y afortunadamente no vio


señales de su vigoroso lord Somerton. Y no lo vería, esperaba. Le había
pedido a Grace y a sus tías que se aseguraran de que lord Somerton no
recibiera invitación a esa fiesta. Y, por una vez, al parecer, Grace había hecho
lo que le pidió, y no exactamente lo contrario.

Claro que el peligro estaba en que Magnus asistiera de todos modos, sin
invitación. En qué problema se vería si él entraba en el salón justo cuando lord
Hawksmoor estuviera anunciando su compromiso con Grace.

La orquesta tocó las primeras notas, y los bailarines comenzaron a llenar la


pista de baile. Sus tías se miraron, sus ojos brillantes de entusiasmo.

—Ven, Eliza, ha comenzado el baile —gorjeó la tía Viola.

Eliza miró hacia las parejas que se estaban formando para una contradanza.

—Ésta es la noche de Grace, tieta. Yo sólo deseo mirar a mi hermana.

—Bueno, pues, si eso es lo que deseas. Pero deberíamos ver mejor la pista,
¿no te parece?

Sin esperar respuesta, la tía Letitia se cogió del brazo de su hermana y las dos
echaron a andar por entre el gentío hacia un espacio abierto.

Eliza se las quedó mirando, procurando no buscar a Magnus entre la multitud.


No vendrá, se dijo, tratando de convencerse.
Al cabo de una hora completa, su mirada de halcón seguía oteando el mar de
fracs y chaqués negros.

Acababa de terminar su segunda copa de vino cuando una mano enguantada


le cogió el brazo y la hizo girarse.

—Oh, la la, Eliza, tu preocupación me está estropeando la noche —dijo Grace,


con expresión de estar más molesta que preocupada por su bienestar.

—No estoy preocupada —contestó Eliza secamente.

—Lo estás —replicó Grace en un medio susurro—. Y no hay ningún motivo.


Esta noche deberías sentirte totalmente relajada. Por una vez, puedes estar
segura de que nuestras tías no tienen a ningún pretendiente secreto escondido
detrás de las faldas listo para saltar con una proposición.

A Eliza se le escapó una risita nerviosa. Estuvieron un rato observando


moverse por el salón a las dos ancianas, charlando alegremente con
cualquiera que las tolerara.

—Tienes razón —dijo Eliza al fin—. Por el momento están totalmente


dedicadas a celebrar tu éxito.

Tal vez demasiado dedicadas, pensó. Qué raro que sus tías hubieran
renunciado tan fácilmente a Magnus, sobre todo estando todavía soltero. La
distracción por el éxito de Grace debía ser total, concluyó, porque esa noche
parecían haberse olvidado totalmente de dicha soltería.

—Vamos, entonces —dijo Grace—, a participar de la alegría. Toma, bebe un


poco de vino. Esto es exactamente lo que necesitas para reencender tu vela.

—Vino, no, por favor, acabo de…

Pero Grace ya le había puesto la copa de cristal en los labios bañándole la


lengua y la garganta con el líquido.

—Eso es. No, no, no te rebeles. Sólo un poco más. Ya está. ¿Cómo te sientes
ahora? —preguntó sonriendo—. ¿Mejor?

Eliza se apoyó el puño en el esternón.

—Más acalorada. Y un poco mareada.

—Es el vino. Es francés, de la bodega de los Cowper —alardeó Grace—. Lady


Cowper no ha reparado en gastos para mi celebración, quiero decir, la de
Reginald y mía, por supuesto. —Se puso de puntillas—. Mira, ahí veo a lady
Hawksmoor. Ven conmigo para que te presente.

Eliza cerró los ojos y contando hasta tres expulsó por las orejas todo
pensamiento de Magnus. Abrió los ojos y esbozó una sonrisa.
—Lista.

Celebraría bien la noche de Grace, se dijo. O mejor dicho, eso pensó, hasta
que se sobresaltó al ver a la señora Peacock al otro lado del salón
observándola con una mirada tan venenosa que se le erizó desagradablemente
el diminuto vello de los brazos.

Grace le siguió la mirada.

—¿Qué discordia tiene contigo la señora Peacock ahora? Debería estar de


rodillas canturreando su gratitud, por el amor de Dios. Prácticamente les has
servido en bandeja de plata a lord Somerton.

Desesperada, Eliza miró alrededor en busca del lacayo con el vino.

—Pues sí. Yo diría que ya está clarísimo que no soy ninguna amenaza para su
Caroline.

—Coincido contigo —dijo Grace, mirando a la señora Peacock con los ojos
entornados—. Me gustaría saber quién la invitó. Yo no, ciertamente.

Eliza llevó a Grace hacia el otro lado del salón, con el fin de aferrarse a algún
otro tipo de distracción.

—Saquémonos de la cabeza a la señora Peacock esta noche. Tenemos cosas


mejores en qué ocupar la atención. Por ejemplo, me prometiste presentarme a
la madre de Reginald.

Grace agrandó los ojos.

—Cierto. Qué joven se ve. Ah, había olvidado decírtelo. ¿Recuerdas a la mujer
que vimos la otra noche en el teatro acompañando a Hawksmoor? Era ella. Ah,
que boba fui al sentir celos. Y todo por nada. Ya verás, espera a conocerla.

—Entonces no sigas haciéndome esperar —dijo Eliza, procurando esbozar una


sonrisa convincente—. Tú me guías.

Giró la cabeza para mirar una última vez, preocupada, a la señora Peacock, y
siguió a su hermana por entre el gentío.

Cuando el reloj del vestíbulo principal dio las once de la noche, Eliza estaba
con sus tías en medio de las frondosas plantas de un rincón del salón, desde
donde veían a cierta distancia a la concurrencia.

Eso le iba muy bien, porque no tenía el menor deseo de cruzarse con la señora
Peacock ni con su hija, a la que había visto recogiendo restos de la mesa de
refrigerios como un buitre hambriento.
De pronto vieron a Grace atravesando el salón hacia ellas, saltando con tanto
entusiasmo que Eliza temió que en cualquier momento se le desbordarían los
muy empolvados pechos por el atrevido escote francés del vestido.

—Ya está, lo he hecho —anunció Grace, sus ojos brillantes como zafiros
cabujón—. Me impuse la misión, por vosotras, de conocer a cada una de las
patrocinadoras, que, como comprenderéis, están todas aquí. Y bueno, ya lo he
hecho. Les he encantado a todas. ¿Podéis creer en nuestra suerte? Las
puertas de Almack's se nos abrirán de par en par.

—Espléndido, cariño —le dijo la tía Letitia—. Qué amabilidad la tuya, de velar
por los intereses de aquellas que no somos tan elegantes como tú.

—No hay de qué, tieta —dijo Grace, y de pronto arrugó la nariz—. Pero ¿por
qué estáis todas escondidas en este bosque de macetas? —Hizo una
inspiración entrecortada y se puso las yemas de los dedos sobre la boca
rosada—. Ay, Dios, ¿no estaréis tramando algo, verdad? Decidme que no. —
Con un gesto muy teatral se colocó la mano en la frente—. Horror de los
horrores, lo siento, pero me voy a desmayar. Sabéis que no puedo permitir
ninguna tontería esta noche.

—Cálmate, hermana —le dijo Eliza amablemente—. Si no, seguro que se te


pondrán las mejillas como fresas. —Entonces se apoderó de ella un deseo
travieso y le acercó un dedo al pómulo—. Ay, Dios, creo que veo el comienzo
de una erupción ahí.

Grace se puso las manos en las mejillas.

—Ay, no. ¿Dónde?

La tía Letitia miró a Eliza severa.

—No, no, ha sido un error —enmendó Eliza—. No tienes nada ahí… al menos
no todavía.

—Mi querida Grace —dijo entonces la tía Viola—, no estamos escondidas,


como has dicho. Simplemente estamos mirando la fiesta desde una buena
perspectiva. Y he de decir, querida, que me ofende bastante tu suposición de
que estamos tramando una tontería. ¿Cuándo hemos hecho una cosa así, te
pregunto?

¡Vaya pregunta! Eliza tuvo que tragarse un bufido.

—Cielo santo —exclamó la tía Letitia, girándose bruscamente—. No te muevas,


Eliza, no muevas ni una pestaña.

Eliza se quedó inmóvil, tan inmóvil como una muñeca de ojos de vidrio.
Pasaron los segundos, pasó un minuto entero, hasta que se arriesgó a
susurrar:
—Tieta, ¿por qué debo quedarme inmóvil como una estatua de piedra?

La tía Letitia hizo un gesto hacia la espalda de ellas, con la nariz.

—Está lord Somerton, ¡con los Peacock!

Eliza sintió un temblor en las piernas; el corazón comenzó a latirle el doble de


rápido.

—¿Por qué está aquí lord Somerton?

—Eso ha sido obra de Grace, puedes estar segura —dijo la tía Viola.

—¡Tieta! —protestó Grace indignada.

—Bueno, hija, sabes que es cierto —susurró la tía Letitia—. Tu hermana no


está convencida de lo que debes hacer respecto a lord Somerton, Eliza. Y he
de decir que medio me inclino a estar de acuerdo con ella.

—Grace, ¿cómo pudiste invitarlo? —siseó Eliza.

Grace se encogió de hombros.

—Lo intenté, en serio, de verdad, pero justo antes que saliéramos de casa,
cambié de decisión y envié a un lacayo con una invitación personal para que
asistiera. No ha sido un error. Habla con él, Eliza, antes que se anuncie mi
compromiso. —Grace agitó las pestañas como las alas de un pinzón—. Falta
una hora para eso, hermana. Date prisa, ve a decirle la verdad, que soy yo la
comprometida, no tú. Quedarás como una tonta si él se entera de mi
compromiso al mismo tiempo que todos los demás.

Eliza sintió una punzada de miedo.

Santo cielo, ¿qué debía hacer? Sí, en todo momento supo que él se enteraría
de la verdad finalmente, sólo esperaba tener un poco más de tiempo.

Contrariamente a lo que le decía su prudencia, se arriesgó a mirar hacia


Magnus, pero por una desventurada casualidad captó la mirada del señor
Peacock. Él la saludó con una sonrisa y echó a caminar hacia ella.

Ay, maldición. Cálmate. Piensa en unas suaves olas, en las brisas de verano,
en pájaros canoros… pavos reales.

Odiosos, horribles, pavos reales.

—Cuidado, querida —le susurró la tía Letitia—. Tus pensamientos están


saliendo a chorros de tu cabeza otra vez.
¡Rayos! Para evitar más humillación, Eliza cerró fuertemente los labios. Al cabo
de un momento, ya estaban ahí Magnus, otro hombre de apariencia regia y los
tres miembros de la manada Peacock.

El señor Peacock se le acercó tanto que Eliza, aprisionada por los grilletes del
decoro, percibió todos los platos de su cena en el olor de sus espiraciones.

—Ah, ha sido providencial que la encontráramos esta noche —le dijo el señor
Peacock, inclinándose ante ella—. Somerton acababa de decirle a lord
Stanhope que usted, señorita Merriweather, es una retratista sin par.
Excelente.

El caballero la saludó inclinando la cabeza.

—¿Tal vez podría convencerla, señorita Merriweather, de pintar un retrato de


mi madre? Se sentiría mucho más cómoda posando para una mujer.

Sus ojos y su boca continuaron bien abiertos, esperando la respuesta.

—Qué amable ha sido, lord Somerton, al recomendarme —dijo Eliza, sonriendo


a Magnus, y luego miró a Stanhope—. Agradezco muchísimo su interés, pero
me es imposible aceptar un encargo.

Cierto que necesitaba angustiosamente el dinero; en realidad, hace un mes


habría saltado como un gato muerto de hambre para coger esa sustanciosa
oportunidad, pero en esos momentos ya no tenía tiempo para terminar un
retrato, porque su barco a Italia zarparía dentro de sólo unos días.

Pasó de largo su mirada por la jactanciosa señorita Peacock para mirar a


Magnus, que la estaba observando atentamente con los ojos entrecerrados,
duros y brillantes. ¿Era rabia lo que veía en ellos? La verdad, se merecía su
rabia, aunque al mismo tiempo no se la merecía. Porque su único deseo era
hacer lo que era más conveniente para él, no causarle pena.

—¿Está segura de que no tiene tiempo para eso? —preguntó el señor Peacock
ceñudo.

—Ah, no, no tiene tiempo —terció Grace—. Porque Eliza debe rehacer su
muestra de cuadros, ahora que ya no tiene sus otras pinturas.

Eliza ahogó una exclamación de horror al oír esa inesperada revelación, y


luego se encogió al ver a Magnus agrandar los ojos de sorpresa.

—Ay, Dios, me parece que has hablado demasiado, Grace —dijo la tía Viola
cubriéndose la boca con ambas manos.

Magnus dio un solo paso y se plantó ante ella. Su sombra la envolvió y se


sintió muy insignificante. Impotente. Repentinamente le pareció que
desaparecía todo, la música, la luz de las velas, las personas que la rodeaban,
dejándolos a los dos solos.
—¿Qué les ocurrió a sus cuadros, señorita Merriweather? —le preguntó él.

Por la ferocidad de su tono, ella medio se imaginó que él la levantaría del suelo
y la sacudiría para sacarle la respuesta. Él tenía los ojos agrandados, pero
perplejos también, como si estuviera tratando de resolver un irritante enigma.
Su respiración era más rápida, más fuerte. Ella sentía el calor de su aliento en
las mejillas.

—¿Y bien? —dijo él.

—Eh… esto… los vendí —logró graznar finalmente, sin atreverse a mirarlo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó él, su expresión tempestuosa.

—Bien podrías decírselo todo, hermana —dijo Grace, trayéndola de vuelta a la


realidad—. No hace falta ser un genio para comprender por qué has vendido
las joyas de tu talento.

Eliza apretó los labios y negó con la cabeza.

—¿No? —dijo Grace—. Bueno, hermana, yo no soy tan tímida.

Cuando Grace se acercó a Magnus, Eliza le cogió la mano.

—No hagas esto, por favor. No lo digas aquí, ahora.

—¿Por qué no? Yo diría que lord Somerton se merece saber qué has
sacrificado por él. —Grace miró desafiante a Magnus a los ojos—. Eliza vendió
sus cuadros en subasta por usted. Hasta el último, bueno, a excepción de los
dos que ya le había regalado a usted. Le pidió al señor Christie que sumara
secretamente lo obtenido por los cuadros a lo obtenido por sus bienes
subastados. ¿Se da cuenta de lo que significa eso, milord?

Magnus estaba pasmado, boquiabierto.

—Bueno, yo se lo diré —continuó Grace. Levantó la mano enguantada y puso


un dedo en el ancho pecho de Magnus—. Significa, milord, que mi hermana
vendió lo que le era más preciado para ayudarle a salvar su amado Somerton.
Ha sacrificado su más acariciado sueño por usted.

Aprisionada en las garras de su apasionado monólogo, Grace había elevado el


volumen de su voz, y Eliza oyó varias exclamaciones detrás de ella.

—Grace, ¡por favor!

Trató de girarse para alejarse, pero Magnus le cogió la muñeca y se lo impidió,


obligándola a mirarlo. Le brillaban los ojos.

—¿Por qué, Eliza? ¿Por qué hiciste eso por mí?


La tía Letitia emitió un fuerte bufido y agitó su abanico ante él.

—Vamos, yo diría que la respuesta es muy obvia, Somerton, grandísimo tonto.


Lo hizo porque…

—¡No!, calla —le suplicó Eliza—, porque ahora eso no cambia nada.

—Pues no, no cambia nada —dijo la voz triunfante de la señora Peacock,


dando un empujón a su hija para ponerla al lado de Magnus—. Porque verán,
justamente hoy lord Somerton ha pedido la mano de Caroline en matrimonio. —
Una astuta sonrisa estiraba sus delgados labios al enterrar sus venenosas
palabras en el corazón de Eliza—. Lord Somerton y nuestra hija se casarán
con licencia especial dentro de dos días.

Un escalofrío le heló la piel a Eliza, y empezaron a escocerle horrorosamente


los ojos. Si no se marchaba inmediatamente, lágrimas no invitadas la pondrían
en ridículo ante toda la concurrencia.

—Disculpadme, por favor —dijo, ya alejándose hacia la puerta de la calle.

—¡Eliza, espera! —oyó gritar a Magnus.

Miró atrás por encima del hombro y vio que la iba siguiendo.

Por lo menos unas diez o doce personas los separaban, y por un momento le
fue imposible verlo. Ésa era su oportunidad de eludirlo Su única oportunidad.

En lugar de salir corriendo por la puerta abierta, viró y subió corriendo la


escalera curva que llevaba al salón tocador de señoras. Cuando se acercaba al
rellano, se detuvo a mirar por entre los balaústres, justo a tiempo para ver a
Magnus salir corriendo por la puerta y desaparecer en la oscuridad de la
noche.

Cuando faltaban cinco minutos para la medianoche, Eliza salió del tocador de
señoras. Ya había domeñado bien sus emociones y recuperado su serenidad;
era el momento de encontrar a sus tías y marcharse de la celebración. Paseó
la mirada por el salón, a ver si veía los vestidos iguales color púrpura.

Tenía que darse prisa. El anuncio del compromiso entre Grace y lord
Hawksmoor se haría tan pronto como dejaran de sonar las campanadas de
medianoche, y si Magnus había comprendido su error y vuelto a entrar en el
salón, escucharía todo y se enteraría de la mentira de su supuesto
compromiso.

Bueno, no deseaba estar ahí cuando ocurriera eso. Debía marcharse ya, antes
que fuera demasiado tarde.
Mirando, mirando, vio por fin el elevado y níveo peinado de la tía Viola. Su tía
estaba junto a una de las ventanas que daban a la calle con un grupo de
señoras, pero ya desde esa distancia vio que algo iba mal, terriblemente mal.

El semblante normalmente sereno de su tía estaba pálido y arrugado de


aflicción. A su lado estaba la tía Letitia, sus mejillas rojo escarlata de furia.

Apresuró sus pasos. Cuando estaba más cerca vio que las damas que estaban
con ellas eran nada menos que lady Cowper y lady Hawksmoor, además de
Grace. Y Grace tenía los ojos muy agrandados y le temblaban los labios.

¡Demonios! ¿Qué ocurría?

De pronto se dio cuenta de que todos los ojos estaban clavados en ella, y no
sólo eso, todos se callaban al verla pasar. Se tocó las mejillas, no encontró
ninguna lágrima errante. Se miró el vestido y no encontró nada mal ni raro. De
todos modos, las personas la miraban en silencio; ¡veintenas de personas!

Qué extraño. Por algo que no lograba comprender, era el centro de la atención.
Eso no podía significar nada bueno, concluyó, sintiendo bajar un escalofrío
premonitorio por el espinazo.

Pero continuó caminando, correspondiendo con tímidas sonrisas las


descaradas miradas de las personas que se encontraba a su paso. Qué ganas
de salir corriendo de puntillas por la puerta más cercana o arrojarse de cabeza
por una de las ventanas; de hacer cualquier cosa para librarse de ese
escrutinio.

Grace estaba en una indecorosa postura, con las manos en las caderas, y
cuando Eliza se iba acercando a ella por detrás, la oyó decir:

—No ha hecho nada malo. Apoyo y defiendo a mi hermana pase lo que pase,
sean cuales sean las consecuencias.

Lady Hawksmoor la vio acercarse y levantó la cabeza en actitud altiva.

—Gracias al cielo aún no se ha hecho el anuncio. Nadie se enterará de que


nuestra familia ha estado casi a punto de ser manchada por este escándalo.

Mirando glacialmente a Eliza, lady Hawksmoor se dio media vuelta y le dio la


espalda. Entonces, agitando sus faldas, lady Cowper alzó el mentón e hizo lo
mismo.

Acababan de darle esquinazo.

Grace ahogó una exclamación, pero cuando pasó su conmoción por el insulto,
también alzó el mentón, como si fuera la reina Carlota en persona.

—Vamos, Eliza, vamos tías. No quiero continuar aquí ni un instante más.


Eliza la siguió dócilmente, tan desconcertada que no supo hacer otra cosa.

Las cuatro salieron a la oscura calle y llegó corriendo hasta ellas el lacayo. La
tía Letitia le puso en la mano su monedero y le susurró algo.

Sin perder un momento, el lacayo echó a correr por la calle, vaciando el


monedero en su palma. Gritó órdenes a los cocheros y les fue poniendo
guineas en las manos extendidas. En medio de los crujidos de los coches, los
relinchos y saltos de los caballos, los cocheros se las arreglaron para mover los
elegantes coches y dejar espacio para que pasara el coche de ciudad de las
Featherton.

En la puerta y las ventanas de la residencia de los Cowper, los sofisticados


aristócratas londinenses se abrían paso a empujones y discutían entre ellos
como pescaderas en un día de mercado, y todo para poder mirarlas.

Era algo enloquecedor. Eliza levantó las palmas para ocultar la cara.

—¿Alguien podría decirme qué ha ocurrido? ¿Qué he hecho?

—Dentro de un momento, querida. Sube.

La tía Letitia la empujó para que subiera, luego subió ella y se sentó para que
pudieran subir Grace y la tía Viola.

Sin entender nada, Eliza miró por la ventanilla mientras el coche se ponía en
marcha. Entonces, atónita, vio salir a lord Hawksmoor por en medio del gentío
apretujado en la puerta.

—¡Grace! —gritó él—. Grace, vuelve…

Eliza miró los ojos mojados y muy abiertos de su hermana, ya apagado el grito
de súplica de Hawksmoor por el retumbante ruido de las ruedas del coche
sobre los adoquines.

La rodeó con el brazo y la atrajo hacia ella.

—Tranquila, todo irá bien.

—No. Estoy manchada por el escándalo —logró decir Grace en medio de los
sollozos.

Entonces Eliza miró a Letitia. Algo andaba terriblemente mal y ella estaba en el
centro de todo.

—Por favor, tieta, ¿qué ha ocurrido?

La tía Letitia vaciló un momento y luego explicó:


—Parece que se propagó el rumor de que tú vendiste lo que te era más
preciado por lord Somerton.

—¿Mis cuadros, quieres decir?

—Por supuesto, hija. Eso lo sabemos. Pero así fue como comenzó el rumor. La
parte lamentable es que cuando llegó a oídos de lady Hawksmoor, lo más
preciado para ti había evolucionado, convirtiéndose en “tus favores”.

Eliza tragó saliva. ¿Es que la acusaban de haber vendido su cuerpo?

—Supongo que lady Hawksmoor no se creerá esa tontería —dijo, incrédula.

La tía Viola la miró tristemente.

—Cariño, nada le gusta más a la alta sociedad que un jugoso chisme. Se creen
hasta las acusaciones más horrorosas si eso los divierte.

—Lo encuentro increíble.

Eliza continuó sentada inmóvil, sosteniendo a su llorosa hermana y mirando sin


ver por la ventanilla del coche. Se sentía aturdida. —Lady Hawksmoor le exigió
a su hijo que retirara su proposición de matrimonio.

Grace levantó la cabeza.

Eliza giró bruscamente la cabeza. Eso no podía estar ocurriendo.

La tía Viola alargó la mano y le dio unas palmaditas en el brazo a Grace.

—Hawksmoor es un buen hombre. No le importará lo que ha ocurrido esta


noche. Será un buen marido para ti. Ya lo verás.

Grace sorbió sonoramente por la nariz y logró esbozar una sonrisa.

—Eso espero.

Eliza cerró los ojos, rogando despertar pronto y descubrir que esa noche sólo
había sido una pesadilla.

Regla 19

Para rodearlo de verdad has de dejar una vía de escape.

Magnus hizo restallar el látigo y descabezó el grueso tallo de la ortiga. Observó


caer la flor, con un ruido sorprendentemente fuerte, en las verdes y ondulantes
aguas del Serpentine. Después, todavía irritado, se dedicó a rebanar el tallo,
que tuvo el mal gusto de no caer derribado con su flor.
El aire estaba anormalmente húmedo, y después de ese pequeño ejercicio
sintió el frescor del sudor que le había brotado en la espalda. ¿Dónde
demonios está?, pensó, descabezando otro tallo de ortiga, frustrado. La
señorita Peacock ya debería haber llegado hacía treinta minutos.

Era imperioso que hablara con ella, a solas, antes de la boda del día siguiente.
Había acordado con la propia Caroline encontrarse en secreto a la orilla del
lago, pues estaba seguro de que sus padres no le permitirían tener una
entrevista con su hija estando tan próxima la boda.

No, habían trabajado arduamente para lograr que Caroline se comprometiera


en matrimonio con un par del reino. Habían llegado al extremo, creía él, de
comprar las deudas de su hermano con la torcida intención de no dejarle otra
salida que casarse con su hija. Y les dio resultado; consiguieron que él pidiera
la mano de su hija Caroline.

Y ahora que tenían todo marchando sobre ruedas en favor de ellos,


lógicamente no se arriesgarían a permitirle estar un momento a solas con
Caroline, momento que él podría aprovechar para librarse del compromiso.

Pero eso era justamente lo que esperaba lograr esa tarde, antes que fuera
demasiado tarde. Debía convencer a Caroline de romper ella el compromiso,
para evitar quedar deshonrado.

Porque ¿cómo podía casarse con otra después que Eliza vendiera sus
cuadros, sus sueños, su alma y su corazón, por él? Ella había arrojado sus
sueños al viento para ayudarlo a salvar a los leales campesinos de Somerton.
¿Sabría cuánto significaba eso para él? ¿Cuánto lo conmovía?

Aunque ella negara vehementemente sus sentimientos, con ese sincero regalo,
ese enorme sacrificio, le demostraba un amor tan profundo como jamás había
conocido en su vida. Un amor tan potente que llegaba a producirle dolor.
¿Cómo podía casarse con otra? ¿Cómo?

Desde el instante en que ella salió huyendo de la fiesta al enterarse de su


compromiso, se sentía hueco, sentía lo falso que sería casarse con Caroline.
Ese compromiso era un error, estaba mal, por lógico que pudiera parecer. Era
un error para los dos.

Pero esa tarde corregiría ese error, rompiendo su compromiso con la señorita
Peacock. Si es que eso era posible, si Caroline se sentía tan ambivalente como
él sospechaba respecto a las inminentes nupcias.

Porque aunque sólo llevaba algo más de un día comprometido con ella, ya
desde antes había notado cómo le vagaban los ojos a la muchacha en todas
las fiestas de sociedad. Era muy probable que el corazón de ella le
perteneciera a otro y que sólo hubiera aceptado la renuente proposición de él
por cumplir la estricta orden de sus padres, que claramente deseaban un título
para ella más que su felicidad.
En ese momento se detuvo un brillante coche negro en Rotten Row, a unas
cien yardas de donde estaba él, y de él bajaron Caroline Peacock y su bajita
doncella.

Caroline se desató las cintas color azafrán para quitarse su elegante papalina y
echó a caminar por el verde césped. Cuando estaba a unas pocas yardas de
él, se detuvo a entregarle la papalina a su doncella y a ordenarle que se
quedara allí, supuso Magnus, para poder hablar con él en privado.

Entonces se le acercó, su sonrisa radiante a la dorada luz del sol. Pero esa
sonrisa supuestamente alegre no le llegaba a los ojos a la señorita Peacock, lo
que lo convenció aún más de que sus sospechas no eran infundadas.

—Lord Somerton, qué maravilloso verle.

Él la saludó con una inclinación de la cabeza, pero antes de que pudiera decir
una palabra, ella continuó:

—¿Por qué me ha pedido que me encuentre con usted en secreto? Como bien
sabe, si mis padres se enteraran de esto se disgustarían muchísimo. Al fin y al
cabo la boda es mañana.

—Sí, y por eso debo hablar con usted hoy.

Le ofreció el brazo; ella se lo cogió educadamente y echaron a caminar por la


orilla del lago.

Caroline miraba una y otra vez hacia su coche, como si deseara estar dentro
de él, de camino a casa. Eso era lo que deseaba él también, y que lo que
estaba a punto de hacer ya fuera sólo un recuerdo remoto.

—Señorita Peacock…

—Puede tutearme, milord, y llamarme Caroline —dijo ella, fingiendo una afable
sonrisa—. Después de todo, pronto vamos a ser marido y mujer.

Magnus se sintió incómodo, sintió contraerse los músculos bajo la calurosa


chaqueta.

—Sí —dijo—. Respecto a nuestro matrimonio…

—Madre está entusiasmadísima. A pesar de la prisa, se ha ocupado


personalmente de todos los detalles, por insignificantes que sean.

Maldición, pensó él. Basta de cháchara; no podría soportar ni un segundo más


ese insulso preludio. Se giró y se puso delante de ella.

—Escucha, Caroline. Voy a hacerte una pregunta y debes contestármela con


absoluta sinceridad.
La señorita Peacock se metió detrás de la oreja un mechón de pelo cobrizo y
miró hacia su doncella.

—Por supuesto, milord —dijo, pero no lo miró a los ojos.

—Sé que no me amas.

—Creo que todo el mundo sabe que la mayoría de los matrimonios arreglados
no comienzan con amor —dijo ella, mirándolo con fingida seguridad—. Pero…

Magnus la silenció poniéndole un dedo atravesado sobre los labios.

—De acuerdo, no me amas ahora. Pero ¿crees que podrías… que podrías
aprender a… algún día? Debo saberlo.

Mantuvo el dedo sobre sus labios unos cuantos segundos, dándole tiempo
para que pensara bien su respuesta. Para que llegara a una respuesta no
inculcada por su madre, sino una salida directamente de su corazón.

Entonces ella bajó la cabeza y estuvo un momento pasando los dedos por el
espumoso encaje que le adornaba la manga.

—Me ha calado, lord Somerton. —Por fin lo miró a los ojos francamente—. No
le amo. Tal como usted no me ama a mí. Es mejor que no nos engañemos
diciendo que eso podría pasar alguna vez.

Magnus asintió. Por lo menos era sincera.

—Esto no es otra cosa que un matrimonio de conveniencia para los dos —


continuó ella—. Usted se casa conmigo para pagar las deudas de su hermano
y tener dinero para restaurar Somerton. Mi familia se beneficiará porque yo me
convertiré en condesa, esposa de un noble. Puertas que antes estaban
cerradas, se abrirán para acogerlos. Mis padres superarán la mancha de una
cuna humilde. —Miró hacia las ondulantes aguas del lago—. Es tan sencillo, en
realidad. Este matrimonio es todo lo que mi madre desea para mí.

Magnus comprendió que debía ser amable, elegir con cuidado sus palabras.

—Sé que nuestra unión beneficiará a tu familia, muchacha. Pero si pudieras


elegir tú sola… ¿qué es lo que deseas?

Caroline se rió, una risita forzada, y negó con la cabeza.

—Eso no tiene ninguna importancia. Aun en el caso de que usted no existiera,


mis padres jamás me permitirían hacer lo que desea mi corazón. —Volvió a
mirar hacia el coche—. Jamás.

—¿Eso significa que hay alguien? —preguntó él, esperanzado—. ¿Alguien a


quien amas?
Caroline hizo un visible esfuerzo para serenarse y poder hablar.

—Milord, no deberíamos hablar de estas cosas. Nos vamos a casar mañana.

Magnus le cogió una mano.

—Caroline, justamente por eso debemos hablar de esto ahora. Antes de que
sea demasiado tarde. Parece que nuestros corazones, tanto el tuyo como el
mío, pertenecen a otras personas. ¿Cómo podríamos forjar un matrimonio a
partir de una infelicidad tan grande?

Ella lo miró y él vio las lágrimas agolpadas en sus ojos.

—Porque no tengo la fuerza para hacer otra cosa —dijo, y desvió la cara,
avergonzada por esa confesión.

Él le puso los dedos bajo el mentón y le giró la cara hacia él.

—Yo creo que la tienes, muchacha. Si hay bastante amor en tu corazón.

Ella pareció sorprendida por sus palabras; se le contrajo la cara y le salió una
lágrima solitaria por entre las pestañas, que dejó rodar por la mejilla.

—No soy capaz de desafiar a mis padres, milord —dijo, sorbiendo por la nariz
para contener las demás lágrimas—. No soy… sencillamente no puedo.

Dicho eso retrocedió unos pasos, se recogió las faldas y echó a correr hacia su
doncella, y luego las dos corrieron juntas hasta llegar al coche.

A Magnus le cayó el ánimo al suelo, observándola.

El lacayo alargó la mano para abrirles la puerta, pero, sorprendentemente, la


puerta se abrió desde dentro.

En el interior del coche en penumbra estaba sentado el mismo hombre al que


él viera unas semanas atrás en el muelle, el hombre que, sospechaba, lo había
seguido por las calles de Londres antes del alba.

Un instante después, sus ojos se encontraron con los del caballero y lo saludó
tocándose el sombrero, ya seguro de que ese hombre era el deseo prohibido
del corazón de Caroline.
Ya lo tenía claro. Ese hombre, cuyo amor por Caroline iba a ser puesto
dolorosamente a prueba, era su única esperanza de sobrevivir al día siguiente,
y acabar siendo un hombre libre.

De pie junto a la cama, sobre la que tenía abierta la maleta, Eliza cogió su
pasaje a Italia para mirar la fecha. Ya la había mirado tres veces antes esa
mañana, tanto le costaba creer que el barco zarparía esa noche.
No serviría para nada que continuara en Londres; allí ella era un estorbo, un
peligro. Su presencia ya había estropeado las posibilidades de su hermana de
hacer un matrimonio respetable. Si continuaba un tiempo más, también podría
estropearle a Magnus las posibilidades de casarse y salvar Somerton. No, con
el mayor sigilo, para que su familia no se lo impidiera, se marcharía a Italia.

¡Plaf!

Al oír ruido en el corredor, se apresuró a meter el pasaje en la maleta que


estaba preparando en secreto para su viaje. Se giró y pestañeó sorprendida al
ver la puerta abierta y a sus dos tías en el umbral.

Jadeando y resollando, las dos ancianas abrieron la boca, pero no les salió la
voz. La tía Letitia hizo una inspiración profunda y logró sacar la voz:

—Grace… ¡Grace ha desaparecido!

La tía Viola comenzó a gemir, caminando de un lado a otro cerca de la cama.

—No está en su dormitorio. La hemos buscado por toda la casa, por el jardín,
por la plaza. Es imposible encontrarla.

Eliza se quitó el chal de cachemira de los hombros y con un despreocupado


movimiento lo extendió sobre la abultada maleta, a ver si así lograba que sus
tías no la vieran.

Después de lo ocurrido en el baile de lady Cowper hacía dos noches, tenía una
clara sospecha de dónde se podría encontrar su hermana.

—Tal vez no —dijo, pasando por entre sus tías y saliendo al corredor—.
Seguidme. Creo que su doncella nos podría decir algo sobre su paradero.

Las dos ancianas la siguieron nerviosas por el corredor y la escalera.

Pues sí, Jenny, la hija de la señora Penny, había participado en la precipitada


marcha de Grace. Cuando, sentada en una silla junto al fogón de la cocina, la
doncella se vio rodeada por las señoras de la casa y Eliza, se mostró más que
bien dispuesta a revelar todo lo que sabía.

—La señorita Grace me llamó con su campanilla a las primeras luces del alba.
Necesitaba ayuda, me dijo, para prepararse para un viaje.

Eliza le tocó el hombro.

—¿Un viaje? ¿Dijo adónde iba a ir?

—No, señorita, pero lord Hawksmoor la estaba esperando en el salón mientras


se preparaba. Si me pregunta…
—¡Lo preguntamos! —exclamaron las dos ancianas, sobresaltando a la pobre
doncella.

Eliza le dio una palmadita en el hombro.

—Continúa, Jenny.

—Bueno, yo creo que se fugaron para casarse —dijo Jenny, sus grandes ojos
fijos en las ancianas.

—¡Buen Dios! —chilló la tía Letitia—. Pero ¿en qué estaría pensando? Fugarse
así…

—Desde luego… —exclamó la tía Viola, golpeándose el corazón—. Vamos,


podríamos haber ido con ella para organizarle las nupcias. La organización es
nuestro punto fuerte.

Eliza las miró divertida y continuó el interrogatorio:

—¿Dijo cuándo volvería?

—No dijo ni una palabra sobre eso. Espere… sí que dijo algo, algo de
presentarse ante todos en la mascarada. ¿Qué cree que quiso decir con eso,
señorita Merriweather?

—Que se presentará ante la alta sociedad, diría yo.

—El baile de máscaras será dentro de dos semanas —dijo la tía Viola mirando
a su hermana—. No pretenderá quedarse en Escocia hasta entonces,
¿verdad?

—Toda sola en su día de bodas, sin su familia que la acompañe y ayude —se
lamentó la tía Letitia sorbiendo por la nariz—. Una de nosotras debe estar con
ella.

Entonces su ojo rebelde encontró a Eliza.

Eliza la miró atónita.

—Ah, no. Supongo que no pretenderás que yo la siga, ¿verdad?

—Los jóvenes amantes siempre cogen la Gran Carretera del Norte —dijo la tía
Viola—. Es el camino más rápido hasta Gretna Green y una pronta boda. Sin
duda podrías darle alcance si coges nuestro coche de ciudad inmediatamente.

—Eso lo dudo mucho. Por lo que ha dicho Jenny, mi hermana partió hace por
lo menos una hora.

La tía Letitia la abrazó, le cogió la cabeza y se la aplastó en su voluminoso


pecho, casi ahogándola.
—Pero lo intentarás, por nosotras, ¿verdad, cariño?

Eliza logró liberarse e hizo una respiración profunda.

—Si no vas tú, Eliza, iremos mi hermana y yo —dijo la tía Letitia, mirándola
fijamente, desafiando su silencio.

—¡No! ¡Buen Dios, no! Si alguien ha de meterse en ese coche, supongo que
tendré que ser yo —les dijo Eliza, echando a andar de vuelta a su dormitorio.

Pero no tomaría la Gran Carretera del Norte.

¿De qué serviría seguir a Grace? De ninguna manera le daría alcance antes
que se casaran, ya que seguro que ellos harían sus promesas de matrimonio
en el instante en que llegaran a Gretna Green. Lo único que lograría sería
interrumpir a la feliz pareja en su lecho nupcial. Santo cielo. Bueno, pues, no lo
haría.

No, tomaría el camino al este, hacia los muelles, y con la marea de la noche
emprendería su viaje a Italia.

Ya tenía planeado marcharse en todo caso, y esa tontería de Gretna Green le


ofrecía una oportunidad tan buena como cualquiera para hacerlo.

—Excelente, querida —dijo la tía Letitia, siguiéndola—. Toma, coge mi


monedero. Necesitarás dinero para alojarte y cosas de ésas. En tu ausencia,
mi hermana y yo prepararemos tu disfraz para cuando vuelvas.

A Eliza se le agrandaron los ojos como platos.

—¿Disfraz? La verdad, tieta, no necesito ningún disfraz.

—¡Ah, tonterías! Si Grace piensa asistir al baile de máscaras, debemos ir todas


para acompañarla. Estamos unidas en una finalidad, estrategia uno,
¿recuerdas?

—No me digas que crees que Grace va a ir realmente al baile después de su


humillación en la fiesta de lady Cowper —dijo Viola detrás de Letitia.

La tía Letitia enarcó una ceja y asintió.

—Pues sí que lo creo. Me parece que nuestra Grace está hecha de madera
más fuerte de lo que creemos. —Miró a Eliza y después a su hermana—. Bien
por ella, oye. Todas deberíamos seguir el ejemplo de nuestra Grace.

—Ya tenemos nuestras entradas —recordó entonces la tía Viola en voz alta.

—Sí que las tenemos, hermana. Por lo tanto, todas asistiremos al baile de
máscaras en Almack's, en pelotón, y les demostraremos a la alta sociedad que
su malvado chisme no nos ha derrotado.
—¡Muy bien! —rió la tía Viola—. Además, se rumorea que asistirá la reina…

Entonces, sin duda en reacción a alguna señal secreta de su hermana, la tía


Viola cerró la boca y no dijo ni una palabra más sobre el asunto.

Eliza encontró raro eso, y detectó el inicio de la puesta en práctica de otra


estrategia. Pero puesto que no pensaba asistir al baile de máscaras, porque
dentro de dos semanas estaría tomando el sol en Italia, dejó pasar el
comentario sin preguntar nada.

—¿Cómo vais… o sea, cómo vamos a entrar? preguntó—. Seguro que una de
las patrocinadoras, lady Cowper, para ser más exacta, nos va a prohibir la
entrada al establecimiento. Es una fiesta privada.

La tía Letitia arqueó las cejas y con el índice se dibujó un círculo en cada ojo.

—El baile es de “máscaras”, cariño.

Eliza se echó a reír ante esa gráfica descripción, y sintió que ya echaba de
menos a sus excéntricas tías.

Magnus ya había recorrido muchas veces la estrecha sacristía de un extremo


al otro cuando su tío miró su reloj por quinta vez, en cinco minutos.

—Sólo se ha retrasado un poco —dijo, como para tranquilizarlo, revelando su


nerviosismo con sus movimientos—. Ya sabes como son las damas. Desean
estar bonitas su día de bodas.

—Sí, lo sé —contestó Magnus, pero el comentario no le calmó los nervios.

Lo que lo tenía nervioso no era que no llegara la novia, sino que sí llegara.

Pender alargó la mano y le cogió el hombro, deteniéndolo a medio camino.

—Cálmate, Somerton. No tardará en llegar, y tus apuros económicos serán una


preocupación del pasado.

Magnus se limitó a mirarlo, y luego fue a entreabrir un dedo la puerta.

Las personas congregadas para la ceremonia, tal vez cansadas de esperar en


la escalinata exterior de la iglesia la llegada de la novia y el novio, ya habían
entrado a tomar asiento en los bancos. Los murmullos llegaban hasta el altar
mientras los amigos y familiares de los Peacock iban ocupando sus asientos.

La mañana estaba calurosa, y la iglesia se estaba calentando rápidamente.


Hicieron su aparición las vinajeras de cristal dentro de filigrana de plata,
reanimando los sentidos y al mismo tiempo intensificando al doble los olores de
la multitud.
En ese preciso momento, el cura abrió las puertas de la iglesia de par en par y,
dejándolas abiertas, pasó rápidamente por el pasillo central y entró en la
sacristía.

—Milord —le dijo a Magnus, entrelazando sus huesudos dedos y


retorciéndoselos, nervioso—, lamento mucho que tenga que enterarse de esto
por mí…

—¿Qué? —preguntó Pender, acercándose—. ¿Ha ocurrido algo?

—Continúe, por favor —dijo Magnus.

¿Podría ser que Caroline no viniera? Señor de los cielos, que sea eso, rogó.

—Oh, no hay ninguna manera agradable de comunicarle esto —continuó el


cura. Tragó saliva y miró a Magnus a los ojos—. La señorita Peacock, me
temo, no puede casarse con usted hoy, amable señor.

—¿Qué? —chilló Pender—. ¿Por qué diablos no?

Mientras a Magnus le martilleaba el corazón de dichosa esperanza, el cura,


visiblemente horrorizado por las palabras de Pender, continuó:

—Parece que ya está casada, con un tal señor George Dabney, hijo de un
baronet. Se fugaron anoche y se casaron hoy al amanecer, con licencia
especial. Es horrible que lo haya dejado plantado así, milord. Sencillamente
horrible. Me he enterado de esto hace sólo un momento.

Magnus le cogió la mano y le dio un salvaje apretón. Entonces, avasallado por


el alivio, levantó del suelo al asombrado hombrecillo, abrazándolo
sinceramente, y se dio una vuelta completa con él en volandas, como si fuera
una muñeca de trapo muy querida.

—¡Gracias! Gracias por decírmelo, amable señor.

Dejó al cura de pie en el suelo y, riendo eufórico, lanzando un hurra y un viva,


salió corriendo de la sacristía, pasó como un rayo por el pasillo central,
sonriendo como un loco, y salió a la calle, dejando atónita a toda la
concurrencia.

Tenía que ir a ver a Eliza. Le pediría que se casara con él ese mismo día, y al
diablo Hawksmoor. Y esta vez no aceptaría un no.

Regla 20

El encuentro suele ir precedido por el engaño.

Aunque despeinado y sin aliento por la complicada cabalgada por Mayfair,


Magnus se encontró por fin en Hanover Square. Se apeó de un salto, amarró
las riendas en el poste para tal efecto y subió saltando la escalinata de entrada
de la casa Featherton.

Estaba libre. Libre de los Peacock. Libre al fin para hacer suya a Eliza. Eso si
lograba convencerla de romper su compromiso con Hawksmoor y ponerse “su”
anillo.

Y por Dios que la convencería. Ya estaba demasiado cerca para permitir que
algo se interpusiera en su camino.

Deteniéndose para serenarse, hurgó en el bolsillo hasta palpar la


tranquilizadora licencia especial que había conseguido sólo hacía una hora en
Doctor's Commons.

Todo estaba organizado. Él y Eliza estaban legalmente autorizados para


casarse. Lo único que tenía que hacer ella era dar su consentimiento, y él la
llevaría al instante ante el simpático cura que esperaba su aviso.

El corazón le retumbaba dentro del pecho mientras golpeaba dos veces la


aldaba de bronce.

Pasó un minuto entero, y Edgar no vino a abrir la puerta.

¡Piedras de Lucifer! ¿Podría ser que la familia no estuviera en casa? Pegó el


oído a la puerta y escuchó.

Por el ruido que se oía, estaba claro que la familia sí estaba en casa. Oyó
ruidos de puertas de armarios al cerrarse de golpe; de tacones acercándose y
alejándose por el suelo de mármol del vestíbulo, y los agudos gritos de las
hermanas Featherton de un extremo de la casa al otro.

De repente se abrió la puerta y apareció ante él el alto y estoico Edgar.

Magnus trató de mantener la serenidad, pero no había manera de ocultar lo


que sentía, porque estaba a punto de estallar de júbilo. Avanzó, le cogió las
mejillas entre las palmas y le besó la brillante mollera calva al desprevenido
anciano.

—Edgar, hombre, ¿no es éste el día más dichoso? —exclamó.

Edgar lo miró absolutamente sorprendido.

—He venido a ver a la señorita Merriweather, si me haces el favor.

Sabía que estaba sonriendo como un bobo, pero no podía contenerse. Al oír
sonidos de pasos ligeros, miró hacia el corredor y alcanzó a ver pasar como un
rayo a lady Viola y entrar en la sala de música.

Edgar se aclaró la garganta. Como si eso hubiera sido una orden, salió lady
Letitia del salón, llevando el bastón extendido delante como una espada, y,
agitando enérgicamente el brazo izquierdo, atravesó a toda prisa el corredor y
desapareció en la biblioteca.

—Buen Dios, Edgar. ¿Ha ocurrido algo malo? —preguntó Magnus—. ¿O es


que las señoras están simplemente jugando al escondite?

Edgar titubeó, luego soltó la puerta y se pasó nerviosamente la mano por la


blanca mata de pelo de un lado de la cabeza.

—Bueno, milord, no sé qué contestar, porque verá…

En ese instante salió lady Letitia de la biblioteca y lo vio. Se detuvo a medio


paso.

—Ah, lord Somerton, cuánto me alegra verle. Pero, cielos, ¡no se va a creer lo
que ha ocurrido! Espere a que se lo cuente. —Levantando y bajando sus
gordos brazos, echó a andar hacia él, agitando su doble papada con el
movimiento—. Lo que ha hecho la niña. Fue y se fugó con lord Hawksmoor. Y
no nos dijo ni una palabra, vea usted. Hace un rato se marchó. Todo el camino
a Escocia, nada menos.

A Magnus le dio un vuelco el corazón.

—¿Eliza?

—Hacia la Gran Carretera del Norte, hacia Gretna Green —musitó lady Letitia,
mirándolo a los ojos—. ¡Va a ser un escándalo!

—Perdóneme, milady, pero este punto tiene que quedarme muy claro. ¿Eliza
va en dirección a Gretna Green?

—Sí, sí. Eliza va hacia Gretna Green. ¿No me ha oído bien?

—Perfectamente.

Entonces apareció lady Viola en el corredor, apuntó su bastón hacia él y


avanzó moviéndolo como si fuera una varilla de zahorí.

—Ah, buen día, lord Somerton.

Aunque se sentía mareado por el golpe de la noticia de la fuga, él inclinó la


cabeza para saludarla.

Nada de eso podía estar sucediendo. Todo había ido tan bien hasta ese
momento. Si hasta tenía la maldita licencia en el bolsillo.

Lady Viola se limpió en la falda el polvo invisible de la mano y se la tendió,


obsequiándolo con una sonrisa de anfitriona. Después miró a lady Letitia y le
dijo, por entre los dientes sonrientes, como si al no mover los labios él no fuera
a oír:
—¿Le has dicho lo de la fuga?

—Sí —contestó él—. Su hermana acaba de informarme de eso.

Tal vez todavía había tiempo, tiempo para impedir esa tontería. Tenía que
haberlo.

—¿Qué haremos? —le preguntó lady Viola, su semblante vibrante de


ansiedad.

—Tal vez yo podría ayudar en persuadirla de volver a casa —se ofreció


Magnus—. Sin embargo, para poder hacerlo, necesito más información.

—Uy, milord —repuso ella—, cuánto le agradeceríamos su ayuda. Tal vez


pueda convencer a este par de reconsiderar la fuga. Porque estoy convencida
de que, sean cuales sean las circunstancias, una boda debe celebrarse como
es debido, si no, dará que hablar. No podemos permitir eso ahora.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Magnus, mirando de una hermana a la


otra—. Sin embargo el tiempo es esencial, señoras, así que necesito saber,
¿cuánto hace que se marchó Eliza?

Lady Viola miró interrogante a su hermana. Luego de recibir una señal


afirmativa, volvió a mirar a Magnus.

—Eliza se marchó sólo hace una hora… espere, tal vez dos.

—Iré tras ella inmediatamente.

Las dos tías lo obsequiaron con anchas sonrisas cuando él se giró y corrió
hacia la puerta.

—Será mejor que se dé prisa, porque ella le lleva su buena ventaja —le gritó
Letitia cuando iba saliendo.

Un momento después, Magnus ya iba montado en su semental, golpeándole el


flanco con el látigo, en dirección a la Gran Carretera del Norte.

Le impediría a Eliza cometer ese grave error. Si Eliza se casaba con alguien
ese día, ese alguien sería él, no otro.

Cuando lord Somerton dio la vuelta a la esquina, en dirección a Oxford Street,


Letitia le indicó a Edgar que cerrara la puerta. Batiendo palmas entusiasmada,
se volvió hacia su hermana sonriendo de oreja a oreja.

—Qué suerte que lo vieras por la ventana.

Viola se puso una mano en el pecho.


—Todavía me salta el corazón. ¿Qué te parece, Letitia? ¿Hemos tenido éxito?

—Ya lo creo, hermana —repuso Letitia, riendo suavemente—. La verdad,


después de nuestra improvisada actuación, no me sorprendería en lo más
mínimo si nos enteráramos de que se han celebrado dos bodas Merriweather
en Gretna Green.

—Aunque, por si estuviéramos equivocadas en nuestras suposiciones —dijo


Viola, vacilante—, deberíamos localizar el libro de estrategias. Ahora bien,
¿dónde crees que lo escondió Eliza?

Letitia estuvo un momento mordiéndose los dos labios, pensativa.

—Bueno, parece que tiene predilección por los estantes altos de la biblioteca.
Muy lista. Sabe que ninguna de las dos soporta las alturas.

Entonces la mirada de Letitia recayó en Edgar, con tan clara intención que al
pobre hombre le costó mirarla a los ojos.

—Pero a ti, mi querido Edgar, no te da ningún miedo subir la escalera —dijo,


con un filo autoritario en la voz—. ¿Tal vez nos harías el favor de subir a echar
una mirada por si encuentras el libro?

Edgar se encogió visiblemente, pero no vaciló.

—Excelente idea, señora —graznó.

El aire húmedo se calentó y se secó, la mañana ya empezaba a dar paso al


mediodía, y Magnus continuaba cabalgando, sin parar, por la Gran Carretera
del Norte. Se pasó un pañuelo por la cara para quitarse el áspero polvo que se
le había acumulado en las comisuras de la boca y los ojos. Luego miró hacia
delante y en la distancia vio elevarse doradas espirales de polvo. ¿Podría ser?
Sí, un coche.

Hizo restallar el látigo sobre el sudoroso flanco de su caballo, y se lanzó en


persecución del coche. No tardó mucho en adelantarlo.

Aunque el cochero obedeció su enérgica orden y paró el coche, éste continuó


meciéndose violentamente, y de su interior salían unos vigorosos gemidos.

Por la mente de Magnus pasaron imágenes de Hawksmoor manoseando


toscamente la blanca piel de Eliza y, furioso, abrió la puerta. Pero cuando
asomó la cabeza, con toda la intención de estrangularlo, se sobresaltó al
encontrarse ante el cañón de una pistola apuntada a su nariz.

Condenación. No era Hawksmoor.

—¿Qué demonios pretendes, hombre, interrumpiéndonos así? —preguntó el


que apuntaba la pistola, su mano temblorosa por el peso del momento.
—¿Nos quieren robar, Percy? —preguntó una rolliza morena, aplastada debajo
del hombre, con los muslos abiertos, tratando de bajarse las faldas—. Haz
algo, por favor. ¡Sálvanos!

No era Eliza, gracias a Dios.

—Eh… perdón —tartamudeó Magnus, tratando de no mirar la prueba de la


pasión interrumpida—. Creí que eran otras personas. Perdonen la molestia.
Continúen, pues.

Cerró la puerta, haciendo una mueca de pesar por sus mal elegidas palabras.
Después le hizo un gesto al sorprendido cochero para que reanudara la
marcha.

El coche continuó su camino por la suave pendiente hasta que finalmente se


perdió de vista. Magnus se sacudió para quitarse la tensión de ese cuasi
desastre. Condenación.

Ése era el segundo coche que había obligado a parar en una hora por ese
camino. Pero pese a todo su afán, sólo había detenido por error nada menos
que a tres parejas fugadas, provocando un coitus interruptus en esa última.

Pero él no se pararía en nada hasta encontrar a Eliza. Y eso tenía que ser
pronto. Normalmente viajaba casi al doble de la velocidad de un coche, aun
cuando fuera el mejor de los caminos, lo que no se podía decir de ése. Así que
tenía que estar cerca.

Metió la polvorienta bota en el estribo, se dio impulso y pasó la otra pierna al


otro lado de la silla. Ya montado, acicateó a su caballo y continuó la marcha
por la accidentada carretera.

Tenía la boca reseca y llena de tierra del camino, así que cuando al cabo de un
cuarto de hora entró en St. Alban y pasó junto a la posada White Hart, decidió
entrar a tomar un rápido refrigerio. Estaba a punto de desmontar cuando de
una esquina del establecimiento de ladrillos salió un landó cerrado y al virar le
arrojó un motón de gravilla a la cara.

Cuando pasado un momento abrió los ojos, vio el blasón pintado en la puerta
negra del landó. Hawksmoor.

Te tengo. Puso a su caballo al galope y cuando por fin logró ponerse a un lado
del coche, alargó la mano y golpeó la puerta.

—¡Para! ¡Para!

Se oyó la voz de Hawksmoor gritando al cochero y un momento después el


coche se detuvo en medio del camino.

Nubes de polvo seco amarillento se elevaron por el aire alrededor del coche,
obligando a Magnus a cerrar los ojos. Sin perder un instante, saltó del caballo,
cogió la manilla de la puerta, la abrió y metió la mano en la penumbra del
interior.

En el instante en que tocó un brazo de piel suave, lo aprisionó en la mano y


sacó del coche a su dueña.

—Vaya, espero que tenga una muy buena explicación para haber arrancado a
una mujer de los brazos de su novio —siseó la dueña del brazo.

Magnus la miró incrédulo. No era Eliza. ¡Era su hermana Grace! Y le estaba


gruñendo furiosa.

Aturdido por la sorpresa, se desentendió de los insultos y bajó la cabeza para


introducirla en el interior del coche, en busca de Eliza. No vio nada, aparte de
los brillantes ojos de Hawksmoor que lo miraban furiosos. Al instante sintió la
punta de un bastón enterrada en el hueco de la garganta.

—Explícate, Somerton, antes que te atraviese —dijo Hawksmoor.

—¿Con un bastón? —preguntó Magnus, enarcando una ceja—. Eso, señor, lo


dudo muchísimo.

—¿Qué? Ah —masculló Hawksmoor, sacando una delgada espada del hueco


del bastón.

—Aquí tienes, hombre, esto es mucho más amenazador.

Magnus retrocedió hasta salir a la luz del día, guiado por la pequeña espada de
Hawksmoor. En el instante en que estuvieron los dos fuera del coche, de una
palmada hizo caer la espada de la mano de Hawksmoor, y de un empujón
arrojó a éste sobre el polvoriento camino.

—Yo en tu lugar no volvería a intentar eso.

Cuando se volvió hacia Grace, se encontró en medio de la trayectoria de un


ridículo dando vueltas. El pesado bolso bajó con un silbido y le golpeó el
estómago, dejándolo sin aliento.

—¡Déjelo en paz! —gritó Grace—. No me va a estropear esto, Somerton. Nos


vamos a casar. Nadie nos lo impedirá.

—Dios santo, señorita Grace —exclamó Magnus, con las dos manos sobre el
estómago—. ¿Qué demonios lleva en ese bolso? ¿Adoquines?

Ella alzó el mentón, despectiva.

—Veinte guineas. —Bufando exasperada, fue a ayudar a Hawksmoor a


ponerse de pie, y luego se volvió hacia Magnus—. Ahora, si me hace el favor
—entrecerró los ojos y levantó su ridículo—, exijo saber por qué nos ha
detenido.
Hawksmoor fue a ponerse a su lado, con aspecto de buscar protección, él.

—Sí, ¿quién te envió a detenernos? ¿Mi madre?

—Pues, nadie —contestó Magnus, mirando a Grace y levantando una mano,


para parar cualquier posible golpe de su bolso letal—. Creí que era Eliza la que
había huido para casarse con Hawksmoor. Mi intención era detenerla a ella,
para poder convencerla de casarse conmigo.

—¿No se casó con la señorita Peacock, entonces? —preguntó Grace, y sin


esperar respuesta, añadió—: ¡Qué maravilloso! —Se le relajaron los ojos
entrecerrados y soltó una risita—. Pero ¿por qué creyó que Eliza iba a casarse
con mi Reggie?

—¿Por qué? Porque Eliza… sus entrometidas tías…

Se interrumpió y la miró, pestañeando como un idiota. ¿Por qué creyó eso?


¿En qué momento alguien le dijo, claramente, que Eliza se iba a casar con
Hawksmoor? Le dio vueltas a la pregunta en la cabeza varios segundos.

La respuesta fue “nadie, nunca”. Pero sí habían insinuado engañosamente el


compromiso, tanto Eliza como sus dos tías.

Vaya con esas astutas ancianitas. Lo engañaron para que siguiera el camino a
Gretna Green. Lo entramparon con otra estrategia de ese mal empleado libro.

Sin duda las dos ancianas esperaban orquestar una doble boda en Gretna
Green.

De todos modos, por frustrantes que fueran sus juegos, no podía enfadarse
con las dos conspiradoras. Lo que ellas tanto deseaban conseguir, un
matrimonio entre él y su sobrina, era exactamente lo que deseaba él con todo
su corazón.

Volvió a mirar a Grace, sintiéndose más y más frustrado con la situación.

—Sus tías me dijeron que Eliza venía en dirección a Gretna Green.

—¿Eso dijeron? Qué extraño. —Entonces Grace negó con la cabeza—. No,
puede que Eliza las haya hecho creer que venía a Gretna Green, tal vez para
hacerme de testigo o alguna otra tontería igual, pero que haya venido, de
verdad, no, eso es muy improbable. —Soltando un exasperado bufido, elevó
sus ojos azules al cielo despejado, tiró de las cintas amarradas bajo el cuello y
se quitó la papalina—. Aun en el caso de que hubiera querido, Eliza no nos
habría dado alcance a tiempo. Ni usted nos habría encontrado tan pronto si no
hubiéramos parado a desayunar en la posada.

—¿Por qué está tan segura de que ella no vino al norte?


Entonces Grace lo miró tímidamente por el rabillo del ojo, y eso lo convenció de
que ella sabía más acerca de la huida de Eliza de lo que daba a entender.

Grace pasó su peso de un pie al otro.


—Hoy es treinta, ¿no? —dijo, y pareció hacer una pequeña mueca—. Hace
unas semanas le regalé un pasaje para Italia. El barco iba a zarpar con la
marea nocturna, esta noche. Creo que nuestra Eliza podría estar en el barco, y
que se marchará a Italia.

Eliza estaba en la cubierta del barco amarrado, meciéndose con su suave


balanceo. Pronto ese barco la llevaría por el Támesis, lejos de todo lo que
conocía, de todo lo que amaba.

Era extraño sentir moverse su mundo a los pies; pero sabía que con el tiempo
se acostumbraría.

Se le escapó un triste suspiro, contemplando la incesante actividad en el


muelle y más allá el coche de ciudad de sus tías todavía esperándola. “Por si
cambia de opinión”, le había dicho el cochero. Pero no la cambiaría.

Porque ya era demasiado tarde para cambiar su destino.

Esa mañana temprano, en lugar de dirigirse al norte para ir a Gretna Green, le


ordenó al cochero que la llevara a la pequeña capilla donde Magnus se iba a
casar con la señorita Caroline Peacock. Sería una tortura esperar fuera de la
iglesia mientras Magnus hacía sus promesas a otra, pero no pudo vencer la
atracción de ese lugar, como una polilla no puede desentenderse de la llama
que la invita.

Y así estuvo sola en el interior del coche casi una hora, hasta que vio al cura
abrir las puertas e invitó a entrar a las personas congregadas fuera.

Le fue necesaria muchísima fuerza de voluntad para continuar allí unos


minutos más. Pero esperó, impotente, con los ojos y la nariz mojados, hasta
que estuvo segura de que Magnus y Caroline ya habían hecho sus solemnes
promesas de matrimonio. Hasta que supo que Somerton estaba salvado.

Sólo entonces hizo la señal al cochero para que emprendiera la marcha hacia
los muelles, hacia su futuro, por triste que le pareciera éste ahora.

Los tripulantes del barco, cargados con baúles, maletas y bolsos, subían en fila
desde el muelle por la plancha y desaparecían uno a uno en el oscuro interior
del barco, como un ejército de hormigas grandes. Los tablones de la cubierta
blanqueados por el sol crujían y gemían bajo sus pesos, y el barco tironeaba
las cuerdas de cáñamo que lo sujetaban al muelle, como protestando por la
tardanza en partir.
Deseó ir ella misma a cortar las amarras y desplegar las velas, tan doloroso le
resultaba continuar un momento más en Londres sabiendo que Magnus estaba
casado con otra.

Dándole la espalda al muelle, caminó hasta la popa, decidiendo que era


preferible contemplar las ondulantes aguas grises e imaginarse su nueva vida
en Italia a lamentar la pérdida de lo que podría haber tenido.

De pronto unas fuertes manos le cogieron los hombros.

—Ven conmigo, muchacha.

¡Magnus! Se giró y miró sus ojos azul plateado mientras él bajaba las manos
por su espalda hasta estrecharle la cintura. Por su mente pasó un torbellino de
emociones, pensamientos y palabras, sin poder moverse por la fuerza con que
él la tenía abrazada.

—¿Qué haces aquí?

Él le sonrió, pero sus ojos estaban mortalmente serios.

—Yo diría que eso es obvio, muchacha. He venido a llevarte a casa.

—No harás nada de eso. Me iré a Italia, mi nuevo hogar. Y tú, milord, deberías
volver con tu esposa. Es tu día de bodas.

—Sí, es mi día de bodas, pero ¿cómo podría disfrutar de la tarde si mi novia


está empeñada en marcharse?

—¿Tu novia? —Eliza pestañeó, sorprendida, sintiendo pasar una sensación de


euforia por el abdomen—. ¿No te casaste con la señorita Peacock?

—No.

—Pero ¡debes! Todavía puedes salvar Somerton. —Después de todo su


sacrificio, de todos sus sufrimientos, él estaba ahí con ella, arrojándolo todo al
viento—. No es demasiado tarde.

—Lo es. Verás, ayer hablé con la señorita Peacock y comprobé que ella
deseaba casarse conmigo tanto como yo deseaba casarme con ella. Algo que
le dije debió llegarle al corazón, porque anoche se fugó con otro. —Entonces
sonrió—. Cáspita, pensé que ninguna otra noticia podría hacerme más feliz,
hasta que descubrí que no estabas comprometida con lord Hawksmoor.

Eliza se dio media vuelta y volvió a enfocar la mirada en el agua gris.

—Lamento haberte engañado, pero tenía que hacerlo. No podía permitir que
perdieras Somerton por mi culpa.
—¿Por tu culpa? —exclamó él, girándola hacia él—. Pero qué dices,
muchacha. Somerton se ha perdido por culpa de mi hermano.

—Pero si te hubieras casado con la señorita Peacock…

—Habría renunciado a mi futuro, a mi felicidad, y todo por un montón de


piedras. Eliza, mi vida está contigo. Sin ti no tengo nada. Y si aún no has
entendido eso, lo entenderás muy pronto. —Le cogió la cara, ahuecando las
manos en sus mejillas—. Eliza, te amo. Och, cierto que no tengo riquezas ni
una hermosa casa para ofrecerte. Pero tengo un poco de dinero y una casita
en Escocia. Y si trabajo arduo, y juro que lo haré, puedo reanudar la
explotación de las salinas de la familia de mi madre en Skye. No tendremos
mucho al principio, pero será suficiente si tú me amas como yo te amo a ti. —
Se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado—. Ésta es una licencia
para casarnos. Gasté un poco de lo que me quedaba para despejar nuestro
camino. El cura está esperando. Sólo necesitas decir que te casarás conmigo.

Eliza se echó a temblar. Todas sus partes gritaban sí, sí. Pero ceder a esa voz
interior sería un error, y los dos vivirían para lamentarlo; no podría soportar el
resentimiento de él por haber perdido Somerton. Una vez que zarpara el barco
y ella estuviera lejos, él estaría libre para proponerle matrimonio a una mujer
rica, más digna. Y con el tiempo comprendería que habría sido un enorme error
dejar que su corazón gobernara su cabeza.

En el instante en que tomó su decisión, sintió un desgarro en el pecho.

—Lo siento, milord, pero no puedo —musitó.

Magnus movió la cabeza de lado a lado.

—Bueno, me imaginé que me costaría un poco convencerte, así que les pedí a
tu lacayo y tu cochero que nos esperaran.

La cogió del brazo y empezó a llevarla por la cubierta hacia la plancha para
bajar.

Eliza estaba tan aturdida que casi no se daba cuenta de lo que hacía. Jamás
se imaginó que Magnus recurriría a esas medidas extremas para impedirle
marcharse.

Vio que otros pasajeros y el propio capitán se volvían a mirarlos.

—¡Socorro! —gritó entonces, debatiéndose para soltarse—. ¡Auxilio, por favor!

Magnus se giró a tiempo para ver a un grupo de tripulantes de aspecto airado


que se les iban acercando. Entonces Eliza vio pasar por sus ojos un destello
travieso.
—Vamos, muchacha, ¿qué van a hacer los niños sin su querida madre? —dijo,
en un tono de lo más convincente—. Yo solo no puedo criarlos. Piensa en la
cría. Sólo tiene tres meses. No conocerá a su mamá.

Eliza lo miró boquiabierta. No podía creer que estuviera diciendo eso, y mucho
menos que esos desconocidos parecieran creerle. Los tripulantes se volvieron
para reanudar sus trabajos.

—¡Eso no es cierto! —gritó—. ¡No tengo ningún hijo!

Pero fue inútil. Ya nadie la estaba escuchando.

Oyó la risa suave de Magnus y entonces se sintió levantada y arrojada sobre el


hombro de él como un saco de harina.

—¡Suéltame, grandísimo patán! —aulló.

—Vaya por Dios, ¿es manera ésa de tratar a tu marido, el padre de tus seis
hijos.

—¿Seis? —repitió ella, y oyó otra risa—. Caramba, debes tener una opinión
muy elevada de ti mismo.

Cuando la llevaba por la cimbreante plancha hacia el muelle, tuvo que


aferrarse a él. En esa posición boca abajo era otra su visión del mundo, el cielo
se había transformado en turbulenta agua sucia, lodosa.

—Puede que seas capaz de raptarme, de obligarme a perder el barco, pero no


puedes obligarme a casarme contigo.

—¿No? —preguntó él, en tono de estar muy complacido consigo mismo.

—Me gustaría verte intentarlo —gritó ella, golpeándole la ancha espalda con
los puños.

—Muy bien, entonces, muchacha. Se cumplirá tu deseo.

Con largos pasos llegó al otro lado del muelle, donde les esperaba el lacayo.

—Rufus, ayúdame —le gritó Eliza.

Atónita, vio que él se limitaba a sonreírle. ¡Eso era una conspiración! ¿Qué
había hecho para merecer eso?

—¿Estamos listos para irnos, entonces, jefe? —gritó el cochero a Magnus, sin
hacer ningún caso de los gritos de ella pidiendo ayuda.

—Sí —contestó él.


El lacayo abrió la puerta del coche, y Magnus la depositó en el asiento
acolchado.

—Conoces el camino —dijo.

—Ya lo creo, jefe —contestó el cochero—. Llegaremos allí en un santiamén.

Cuando el coche emprendió la marcha, con un salto, Eliza alargó la mano para
coger la manilla de la puerta, pero Magnus la empujó hasta dejarla tendida en
el asiento y rodando se le echó encima.

—Te vas a casar conmigo, muchacha. Dentro de una hora. Así que bien
podrías irte acostumbrando a la idea.

Regla 21

Cuando estéis igualados, lánzate.

Eliza vio el destello de diversión en los ojos de Magnus y se sintió hervir de


furia.

—¿Casarme contigo?

—Sí, y no tienes voz ni voto en el asunto. Ya pasó el tiempo de las dilaciones


tontas y nobles. Además, sabes que me amas, así que ni siquiera intentes
negarlo. —Enarcando una ceja, le sonrió levemente, provocándola más aún—.
Considera esto tu recompensa por tu martirio y sacrificio.

—Estás loco.

Nuevamente intentó liberarse, pero al no poder ni siquiera moverse entre sus


brazos, le mordió el cuello para demostrarle su frustración.

Magnus echó atrás la cabeza, con los ojos agrandados por la sorpresa.
Entonces se le oscurecieron los ojos y se intensificó su mirada, al aumentar su
interés en ese nuevo juego.

Antes que ella pudiera hacer otra respiración, la besó en la boca con fuerza, el
tiempo suficiente para que ella catara el sabor salado de sus labios. Luego se
apartó, como si creyera que ella podría enterrarle los dientes en la piel otra vez.

O tal vez invitándola a hacer exactamente eso.

Curiosamente, esa posibilidad le encantó. Ya se había debilitado su resistencia


con ese ardiente beso. Aferrándose al último resto de resolución que le
quedaba, le puso las manos en los hombros y lo empujó con todas sus fuerzas,
para quitárselo de encima.
A él se le ladeó el cuerpo un poco y por un momento ella disfrutó de la emoción
de la inminente victoria, pero antes de que pudiera saborearla, él levantó las
manos y le aprisionó las muñecas.

—¡Suéltame, escocés bestia! —gritó.

Pero lo único que consiguió con eso fue hacerlo reír. Enfurecida, arqueó el
cuerpo contra el de él, tratando de empujarlo, pero eso sólo lo envalentonó
más.

Sujetándola firmemente, la miró a los ojos.

—Lucha todo lo que quieras conmigo, muchacha, pero tu lucha no te servirá de


nada. No puedes doblegarme. Eres mía, Eliza, y no descansaré hasta que Dios
e Inglaterra lo reconozcan.

Conmocionada por esas palabras, ella lo miró boquiabierta, y él aprovechó eso


para besarla y explorarle la boca con la lengua, produciéndole sensaciones que
le recorrieron en espiral todo el cuerpo. Gimió de placer.

A él se le dibujó una sonrisa en la boca.

—Si esto ha sido una batalla de voluntades, muchacha, ya la has perdido.

La presión del pecho de él al inspirar la iba hundiendo más y más en el mullido


asiento, hasta que sólo pudo hacer respiraciones entrecortadas. Lo sintió
endurecerse, y la sensación le produjo una oleada de calentura en la
entrepierna.

Se pasó la lengua por el labio inferior, y al sentirla ceder, Magnus exhaló un


suspiro. Había acabado la batalla y el vencedor se llevaba su botín.

Cuando él volvió a besarla, ella cerró los ojos y abrió los labios, invitándolo a
introducir la lengua, deseosa de sentir su calor y tierna caricia en la boca.

Mientras la besaba, él le soltó las muñecas. Entonces ella le echó los brazos al
cuello y, pasando los dedos por entre sus tupidos cabellos, los entrelazó,
dejándole cogida la cabeza.

De pronto sintió pasar una suave ráfaga de aire fresco entre ellos. Abrió los
ojos y vio que él se había apartado; sintió un tirón en el cuello del vestido. Al
instante siguiente, las manos de él ya le habían levantado los pechos,
sacándoselos del rígido corsé, y le estaba mordisqueando suavemente un
pezón. El exquisito placer la hizo gemir.

Él sabía exactamente dónde acariciarla para intensificar la tensión del deseo


que iba en aumento dentro de ella. Metiendo la mano bajo su falda, él empezó
a subírsela, junto con la enagua, al tiempo que se movía para posicionarse
entre sus piernas.
Entonces la miró, desarmándola con el deseo que reflejaban sus ojos, luego
terminó de subirle hasta arriba la falda y la enagua, y deslizó suavemente las
palmas por sus muslos desnudos, separándoselos. Ella le sostuvo la mirada
mientras él le ponía una rodilla sobre su hombro, y continuó mirándolo a los
ojos hasta que la cabeza de él desapareció tras el montículo de las faldas
arrugadas, y entonces sintió su boca en la entrepierna.

Sintió arder las mejillas. Eso era malo, muy malo. Pero entonces sintió
deslizarse la lengua de él por la vibrante protuberancia del centro y se arqueó,
tan inmersa en las deliciosas sensaciones que le era imposible sentir
vergüenza. Él le estaba lamiendo ahí, ahí donde sentía la necesidad.

Dejó caer la cabeza sobre el asiento, tan inmersa en el placer físico que no
podía hacer otra cosa que sentirlo. Se mordió el labio y cerró fuertemente los
ojos, mientras él deslizaba la lengua por entre sus pliegues y hacia dentro,
enloqueciéndola de placer.

El cuerpo le vibraba de satisfacción mientras el ritmo de sus caricias la


avasallaba hasta que en ella desapareció hasta el último vestigio de cordura.
Incluso el corazón empezó a zumbarle en los oídos, y entre sus temblorosas
piernas también.

—¡Magnus! —exclamó.

Abrió los ojos y lo apartó. Bajó la pierna de su hombro y se incorporó.

Vio el bien definido bulto de su miembro empujando la tela de sus ceñidas


calzas, y lenta y tímidamente le soltó los botones. Mirándolo para cobrar
confianza, metió la mano hasta coger el pene; lo rodeó con la mano y,
vacilante, empezó a bajarla y subirla, suave y lentamente al principio; al sentirlo
agrandarse y ponerse rígido, y comprendiendo el poder de esa caricia sobre su
piel, hizo más rápidos y seguros los movimientos.

Iban avanzando hacia un final inevitable; ya no había manera de detenerse,


para ninguno de los dos.

Sin dejar de mirar sus ojos, sorprendentemente oscuros, se echó hacia atrás
hasta quedar de espaldas en el mullido asiento, guiando su miembro con la
mano hacia su mojada entrepierna. Cuando su espalda tocó el asiento,
Magnus le apartó la mano y se posicionó sobre ella, tocándola con el miembro
ahí, muy suavemente.

Resistió el impulso de empujar para introducirlo dentro de ella. Para dominarse


se cogió el labio inferior entre los dientes, mientras él pasaba las manos por
debajo de ella y le cogía las nalgas.

Reteniendo el aliento para soportar la punzada de dolor que vendría, se afirmó


cogiéndose de sus musculosos brazos y se arqueó, justo en el momento en
que él la penetraba; la llenó totalmente, ensanchándola.
Pero esta vez fue fácil; no hubo punzada, no hubo dolor. Sólo presión, placer,
ansias.

Entonces volvió esa ardiente tensión en lo profundo de ella. El placer fue


aumentando, intensificándose con cada potente penetración. Levantó las
piernas y las cerró alrededor de su cintura, ansiosa por introducirlo más y más
en ella.

Magnus gimió y cerró fuertemente los ojos cuando ella empezó a moverse al
ritmo de sus embestidas. Ella también cerró los ojos, y a medida que con cada
movimiento el placer y el deseo la fueron llevando más y mas cerca del punto
de ruptura, empezó a enterrarle las uñas en los brazos.

Ya no importaba nada. Se rindió de muy buena gana a la enloquecedora


sensación mientras Magnus embestía implacable, penetrándola una y otra vez,
vibrando dentro de ella, llevándola a un profundo abismo sin pensamientos.

Y de pronto, cuando la tensión ya no podía enroscarse más, se liberó algo


dentro de ella y gritó. Ardientes ríos de placer le recorrieron todos los nervios
del cuerpo.

Sintió estremecerse a Magnus dentro de ella. Después él dejó de moverse.


Durante un momento, ninguno de los dos se movió.

Eliza abrió los ojos y vio a Magnus sonriéndole. Entonces él bajó la cabeza y la
besó suave, tiernamente.

Suspirando y sonriendo, mantuvo abrazado al hombre que amaba. Jamás en


su vida había encontrado tan correcto algo.

Mientras el coche corría por las calles de Londres abrasadas por el sol, Eliza se
sentía más unida a Magnus que nunca, y jamás en su vida se había sentido
más viva en su cuerpo. Ya no le importaba lo que estaba bien ni hacia dónde
iban. Ni por qué.

Mientras no pararan.

Durante un rato más continuaron así, la ropa desordenada y arrugada, los


cuerpos húmedos.

Rayos, si alguien le hubiera dicho que antes de la comida de mediodía iba


estar acostada en el interior del coche de sus tías con Magnus entre las
piernas, habría pensado que esa persona estaba mal de la cabeza. Pero ahí
estaba. Y por mucho que le fastidiara romper ese maravilloso momento, ya
había llegado la hora de poner las cosas claras entre ellos.

—Esto no cambia nada, Magnus —logró decir por fin—. Todavía puedes tener
Somerton si…
Magnus la hizo callar cubriéndole la boca con la mano ahuecada.

—Escúchame por una vez, Eliza. Te amo, y eso nunca cambiará.

La conmovió la sinceridad que oyó en su voz, y empezaron a escocerle los


ojos.

Él le besó la frente.

—Puedo vivir sin fortuna, sin tierra, sin mi casa. Pero no puedo vivir sin tu
amor.

Lágrimas de felicidad salieron entonces por entre las pestañas de Eliza y le


corrieron calientes por las mejillas. Sorbió por la nariz, sin poder formar
palabras, ni una sola.

Apoyándose en los codos, él le cogió la cara entre las manos.

—Eres mi vida. Puedes navegar hasta Italia o hasta el rincón más lejano de
China si quieres, pero te encontraré. Jamás dejaré de buscarte hasta que seas
mía, mía para siempre.

De pronto ella encontró ridículo el juramento que había hecho de hacer lo que
“creía” correcto. Sacrificó muchísimo, pero estaba muy equivocada. La única
verdad era el amor que se tenían y la corrección de estar juntos. ¿Por qué no
había comprendido eso antes?

—Pero ¿y tu casa? —preguntó, con la voz aguda por el nudo que sentía en la
garganta.

—Sé que Somerton ya está perdido, pero en realidad nunca me ha importado.

—¿No te importaba? Pero yo creía…

—No. Lo que me importa es la gente, muchacha. Les debo mucho, por su


lealtad a mi familia a lo largo de los años. Pero encontraré la manera de
ayudarlos, lo juro. Recordaré favores que he hecho, hablaré con otros
terratenientes, en fin, haré lo que deba. Pero no puedo hacerlo sin ti.

Entonces Magnus se apartó de ella, se incorporó y dedicó un momento a


arreglarse la ropa. Eliza se apresuró a hacer lo mismo. Aunque le sería
imposible lucir su mejor aspecto, deseaba por lo menos estar presentable,
porque en los minutos siguientes forjarían juntos un futuro.

Meciéndose por los balanceos del coche, Magnus se arrodilló ante ella, le
cogió las manos y se las besó. Después la miró a los ojos.

—Sé que no tengo nada para ofrecerte aparte de los pocos ingresos que
obtendré de la tierra y el mar. Pero si me haces el inmenso favor de convertirte
en mi esposa, señorita Merriweather, sin duda seré el hombre más rico que ha
existido.

Eliza hizo una respiración resollante, segura de que el corazón le estallaría de


felicidad.

—Di que te casarás conmigo, Eliza, dilo ahora.

Ya no había ningún impedimento entre ellos. No tenía ningún motivo para no


estar con el hombre que amaba… para siempre.

—Sí —dijo, la risa mezclada con lágrimas de dicha.

Se soltó las manos, se levantó y le echó los brazos al cuello.

Mientras él la cogía en sus brazos y la estrechaba fuertemente, todo le quedó


pasmosamente claro. En realidad nunca había necesitado Italia. Nunca
necesitó huir para proteger su pasión, su arte; su alma de artista se
desarrollaría, medraría, dondequiera que estuviera al calor de su amor.

Abrió los labios y se estiró para recibir su beso, y suspiró de placer cuando su
firme boca se apoderó de la de ella. No recordaba haberse sentido nunca tan
maravillosamente feliz.

De pronto el coche se detuvo y los dos perdieron el equilibrio, cayendo en el


asiento y luego en el suelo. Adondequiera que fueran, ya habían llegado, sin
ninguna ceremonia.

Eliza se sentó y se friccionó la cabeza dolorida.

—¿Dónde estamos?

Antes que Magnus tuviera tiempo de contestar, se abrió la puerta del coche.
Ahí estaba Pender, mirándolos, con la boca redondeada por la sorpresa al ver
el estado en que se encontraban.

Magnus se apresuró a ponerse delante de Eliza, para ocultarla de la vista de su


tío, y bajó del coche. Le dio una palmada en el hombro, con tanta fuerza que el
anciano se tambaleó hacia delante.

—Felicítame, tío —dijo, sonriendo como un gato con varias plumas asomadas
por entre los dientes—. La señorita Merriweather y yo estamos comprometidos.

Pender se volvió hacia la puerta abierta a mirar el interior del coche. Eliza, con
todo finalmente bien abrochado y abotonado, lo miró pestañeando.

—Ah —musitó él, en sus labios una insinuación de sonrisa—. A eso llamáis
comprometerse los jóvenes de hoy en día.
Las horas siguientes pasaron en un torbellino de tanta actividad, que después
Eliza dudaba de que todo eso hubiera ocurrido realmente. Pero el antiguo anillo
Somerton de zafiro que llevaba en el dedo, el anillo que perteneciera a la
madre de Magnus, era prueba de que sí había ocurrido.

Teniendo de testigos a Pender y a sus muy pintadas tías abuelas, y llevando


ella fragantes azahares en el pelo, Eliza y Magnus hicieron sus votos de
matrimonio ante el cura esa misma tarde, en el patio bordeado de rosales de la
casa Featherton.

Una sola promesa había transformado totalmente su vida. Pero en el exterior,


nada había cambiado todavía.

En las dos semanas siguientes a la boda, Pender se encargó de supervisar la


preparación de la casa Somerton de Londres para la subasta. Eliza y Magnus,
por su parte, montaron su lecho conyugal en la habitación de ella en Hanover
Square, 17. Pronto emprenderían su viaje al norte, a las Highlands de Escocia,
para empezar una nueva vida como marido y mujer.

Y aunque estos planes la fascinaban, Eliza extrañaba a Grace; nunca había


estado separada de ella más de unas pocas horas. Si bien a lo largo de los
años muchas veces había fantaseado con el día en que su regañona hermana
ya no formaría parte de su vida, sólo pensar en cuánto la echaría de menos
hacía que le doliera el corazón.

Grace había tenido la consideración de enviarles unas letras contándoles los


detalles de su boda y su plan de pasar sus primeros días de casada en
Hawksmoor. Pero no decía nada respecto a cuándo podría volver a Londres.

La tía Letitia se mantenía firme en la convicción de que la pareja recién casada


volvería para asistir al baile de máscaras. Y Eliza, que no soportaba la idea de
marcharse sin despedirse de su hermana, se aferraba a esa esperanza
también.

Y así, la noche de la mascarada, Eliza se encontró a un lado de la pista de


baile de la famosa casa Almack, con la cara oculta por el capuchón de un
enjoyado dominó, contemplando a las parejas con la esperanza de ver los
dorados rizos de Grace.

Después de todo, ese baile de máscaras había sido anunciado en todos los
diarios como la fiesta que coronaba la temporada social de ese año. Seguro
que Grace y Hawksmoor asistirían. Asistirían todas las personas importantes,
incluso Prinny, el príncipe regente, y la reina Carlota. O al menos eso se
rumoreaba.

Por precaución, se habían cerrado todas las puertas y ventanas del salón, pues
el príncipe temía caer enfermo a causa de alguna corriente de aire. El calor ya
se estaba haciendo insoportable, debido sobre todo a las emanaciones de los
locos que tenían el valor de bailar con esa sofocante temperatura.
Arriba brillaban y destellaban las velas de las arañas; coloridas flores
deleitaban los ojos y asaltaban las narices con su embriagadora fragancia en
esa atmósfera no aliviada por ninguna brisa.

Aunque los disfraces les habían permitido entrar sin ser detectadas, tal como
predijera la tía Letitia, Eliza dudaba que pudieran pasar desapercibidas el resto
de la velada.

Necesitaría mucho valor para mirar a la cara a los aristócratas después de las
mentiras propagadas sobre ella sólo hacía dos semanas, pero ella juraba que
lo haría. Eso por la felicidad de Grace, porque por la de ella ya no se
preocupaba. Su felicidad estaba firmemente asegurada. Sonrió para sus
adentros, pensando en ello.

—Eliza, tus tías —le dijo Magnus en ese momento, cogiéndole el codo para
que se girara a mirar a las hermanas Featherton.

Con ellas estaban Grace y Hawksmoor.

—¡Por fin estamos todos juntos! —exclamaron las ancianas, felices, juntando
las manos enguantadas.

Magnus las miró, primero a una y luego a la otra.

—Señoras, las dos estáis muy hermosas esta noche.

Envuelta en yardas de nívea gasa ribeteada por encaje plateado, la tía Viola
alargó la mano a su aljaba dorada, sacó una flecha con su brillante arco y la
apuntó de través hacia él, y luego rió alegremente cuando él hizo un gesto de
espanto.

—Déjeme que adivine. Es Cupido.

—Por supuesto —rió la tía Viola—. Y mi hermana es Afrodita, la diosa del


amor.

Eliza miró a Letitia y su túnica color lavanda de tela casi semitransparente con
un escote demasiado generoso para una dama de su avanzada edad. Se
obligó a forzar una sonrisa.

—Son unos disfraces… muy apropiados. ¿No os parece?

—A mí sí —dijo Grace, que, como ella, sólo llevaba un dominó.

—¡Grace!

En el instante en que Eliza miró a su hermana se le llenaron de lágrimas los


ojos, y nuevamente le extrañó lo emotiva que estaba últimamente.

Grace corrió a besarle las mejillas ridículamente mojadas.


—Ah, lo supe todo acerca de tu boda. Estoy muy feliz por ti, Eliza. ¿O debo
llamarte lady Somerton?

Eliza la abrazó con fuerza, mezclando alegremente la risa con las lágrimas.

—Yo casi no me lo creo. Todo ocurrió muy rápido.

—Es curioso como ocurre, ¿no? —dijo Grace sonriendo de oreja a oreja.

—Un momento… —Eliza le puso las manos en los hombros y la apartó,


mirándole la mano izquierda—. ¡Enséñamelo!

Grace dio unos saltitos y agitó la mano, enseñando el dedo en que brillaba un
anillo de oro.

Entonces lord Hawksmoor avanzó unos pasos y le cogió la mano a su flamante


esposa.

—Permitidme que os presente a lady Hawksmoor —dijo, orgulloso, mientras


Grace flexionaba las rodillas y se inclinaba en una exagerada reverencia.

—Ah, caramba —dijo la tía Viola y, poniendo una mano temblorosa en un


banco sin respaldo, se dejó caer en él.

—Ay, uno de sus ataques —exclamó Grace—. Y justo aquí.

Todos rodearon a la anciana y la tía Letitia le dio una palmadita en el hombro.

—No es un ataque, ¿verdad, Viola?

Desmoronada en el banco, la tía Viola negó con la cabeza.

—No, no —contestó, sorbiendo por la nariz.

—¿Qué es entonces? —le preguntó Eliza en voz baja.

La tía Viola levantó la cabeza y apartó las manos de su cara, dejando ver las
palmas de los guantes con manchas color rosa. Huellas de lágrimas formaban
un surco blanco en el colorete color amapola de sus mejillas.

—Éste es el día más feliz de mi vida —dijo.

—Ay, tieta, para nosotras también —contestó Eliza, abrazándola, junto con
Grace.

De repente pareció estremecerse el aire con un fuerte aplauso. Eliza se


enderezó, sobresaltada. Magnus, que ya sobrepasaba por una cabeza a los
demás asistentes, se puso de puntillas para ver la causa de esa conmoción.
—Caramba, han llegado el príncipe regente y la reina Carlota. Vienen
caminando hacia acá, en dirección a la orquesta.

—Han llegado. ¿Has oído, Viola?

—¡Pues claro que lo he oído! —exclamó Viola y, sin perder un instante se


levantó, le cogió la muñeca a Eliza, y echó a caminar por entre el gentío con
Letitia, mascullando “Paso, por favor, y llevando a Eliza con ella.

—Continuad vosotras dos. A mí no me interesa… vamos, tieta, por favor —


protestó Eliza, mirando impotente hacia atrás, a Magnus.

Él la miraba divertido mientras sus tías la arrastraban consigo.

Cuando se acallaron los aplausos y rugidos de la multitud, la reina comenzó a


saludar a aquellos que tenían la suerte de estar en primera fila a uno y otro
lado de su camino.

A pesar de las miradas de protesta que les dirigían, las tías Letitia y Viola
continuaron abriéndose paso hasta encontrar dos lugares en primera fila, e
incluso lograron meter a Eliza entre ellas.

Entonces, repentinamente, Eliza cayó en la cuenta de cuál era la misión de sus


tías esa noche. Se le revolvió el estómago. Ay, no, por favor.

—Tieta, no estarás intentando conseguir que la reina me salude, ¿verdad?

La tía Viola le sonrió.

—Vaya si no eres la lista de la familia.

—Vas a cometer un error. No me saludará, te lo digo. Además de estornudarle


en la cara, seguro que también ha oído el horrible rumor de que yo he vendido
mis favores.

—Calla, hija. Tiene que saludarte, ¿no lo ves, Eliza? Nuestra familia debe
recuperar su estimación.

—¿Y qué puede importar su opinión? —le preguntó Eliza en un susurro—.


Grace y yo ya hemos entrado en buenas familias por matrimonio.

—Cierto, pero Meredith no —le dijo la tía Letitia en voz baja—. No podemos
permitir que la mancha de esos horribles rumores estropee sus perspectivas,
¿verdad?

—¿Meredith? Buen Dios, pero si sólo es una niña.

—¿No te das cuenta de que dentro de menos de dos años estará en edad de
ser presentada en sociedad? —le susurró la tía Letitia al oído—. Aunque es
posible que tengamos que retrasar en un año o algo así su presentación, hasta
que pasen los comentarios sobre sus travesuras en el colegio.

—Silencio —las reprendió la tía Viola—. Ya casi está aquí.

Y era cierto. La reina Carlota estaba a punto de llegar hasta ellas cuando
repentinamente dio un paso adelante la señora Peacock, que estaba frente a
ellas.

La reina giró la cabeza y la miró, desviando la atención de las tías, que tanto la
deseaban. La tía Letitia miró indignada a la señora Peacock, que en ese
instante estaba delante de la reina. Entonces la tía Viola le dio un codazo en el
costado a Letitia y se puso el dorso de la muñeca en la frente.

—El ataque —exclamó, y cayó desplomada al suelo.

Ahogando una exclamación de sorpresa, la reina Carlota se giró a mirar a la


anciana, mientras Eliza se arrodillaba a su lado.

—Vamos, vamos, hermana —arrulló la tía Letitia, mientras Eliza le cogía la


cabeza y la apoyaba en su falda.

Entonces avanzó precipitadamente el príncipe regente, con su hinchada cara


roja de preocupación.

—¡Ve a buscar a mi médico! —ordenó a un lacayo, lo cual Eliza encontró una


amabilidad muy poco característica de él, hasta que añadió—: Lo que la hizo
caer podría ser contagioso.

—Sólo es uno de sus ataques de sueño —explicó Eliza, sin pensar si era
correcto o no dirigirse a él así.

Pero entonces bajó la vista a su tía inmóvil y vio una leve sonrisa dibujada en
sus muy pintados labios. El corazón le dio un vuelco. Luego otro. Santo cielo,
estaba clarísimo que acababa de mentirle al príncipe regente.

—¿Señorita Merriweather?

A Eliza le bajó un escalofrío por el espinazo. ¡Cielos! ¿Ésa era la voz de la


reina?

—¿Señorita Eliza Merriweather? —repitió la reina.

Al instante la tía Letitia se dejó caer al suelo, con gran revuelo de faldas, para
ocupar el lugar de Eliza como almohada de Viola, permitiéndole a ésta
incorporarse para mirar a la reina Carlota.

—Sois la señorita Merriweather, ¿verdad?


Echándose atrás el capuchón del dominó para dejar a la vista la cara, Eliza se
inclinó en una profunda reverencia.

—Sí, vuestra Majestad… o sea, no —tartamudeó—. Oh, rayos.

El príncipe regente, muy posiblemente el ser humano más ancho que Eliza
había visto en su vida, dio un paso hacia ella.

—¿Cómo es, entonces, mujer?

En ese momento avanzó Magnus y llenó el silencio:

—La señorita Merriweather es ahora la condesa de Somerton, vuestra Alteza.


—Se inclinó hacia el oído de Eliza y le susurró—: Tal vez te convenga hacer
otra reverencia.

Eso hizo Eliza, aun cuando no sabía si le iban a responder sus temblorosas
rodillas; y, sin siquiera darse cuenta, su reverencia coincidió con la de Magnus.

La reina se acercó más a Eliza y, luego de mirarla detenidamente, le cogió la


mano y la enderezó.

—No me imaginé que una persona de tanto talento fuera también tan joven —
dijo.

Un murmullo recorrió todo el salón de baile. Dio la impresión de que la reina


sonreía al ver la reacción de la concurrencia.

¿De tanto talento?, pensó Eliza, sonriendo tímidamente. El corazón parecía a


punto de salírsele por las costillas y el estómago lo tenía hecho dolorosos
nudos.

—Gracias al señor Christie —dijo la reina—, tuve la suerte de ser “favorecida”


—y enarcando una ceja miró con expresión de decepción hacia lady Cowper y
varias otras de las cotillas de la alta sociedad— con siete de vuestros cuadros.

La multitud retrocedió como las olas después de llegar a la orilla, y Eliza vio
sorpresa en la cara de un buen número de damas de la alta aristocracia que
bajaron la cabeza, avergonzadas.

Entonces miró a la reina, una mirada rápida, sólo para ver si hablaba en broma.
Pero al parecer no era broma.

—Me siento muy honrada —tartamudeó.

—Yo me siento muy honrada, lady Somerton, por haber descubierto a una
pintora de tanto talento.

Eliza tragó saliva para pasar la piedra que tenía en la garganta.


—El señor Christie me dijo que hay otros dos cuadros —continuó la reina.

—Sí, vuestra Majestad —contestó Eliza, mirando a Magnus de reojo—.


Pertenecen a mi marido, lord Somerton.

La reina hizo un gesto a Magnus.

—Somerton, los quiero.

Magnus le hizo una muy regia inclinación.

—Debo pedir disculpas a la Corona, pero esos cuadros son una muestra del
amor de mi esposa. Por mucho que lo desee, ¿cómo podría complacer a
vuestra Majestad?

La reina guardó silencio un momento y al final lo miró sonriendo traviesa:

—De acuerdo, entiendo muy bien los lazos del amor, lord Somerton. Por lo
tanto os perdono. No se me ocurrirá apoderarme del paisaje ni del retrato. —Se
acercó más a Eliza—. Ah, sí, lady Somerton, no tiene por qué sorprenderos
que yo sepa de ellos. El señor Christie es muy concienzudo.

—¿Habéis dicho retrato? —exclamó Prinny, el gordo príncipe regente,


caminando derecho hacia Eliza—. Lady Somerton, me gustaría posar para un
retrato.

—Por supuesto. Soy vuestra servidora —dijo ella, sin poder creer que estuviera
ocurriendo eso.

—Espléndido, le diré a mi secretario personal que se ponga en contacto con


vos.

Acto seguido, la reina Carlota y el príncipe regente se giraron hacia la puerta y


echaron a caminar por el espacio libre dejado por la multitud. Eso fue la señal
para que la tía Viola pusiera fin a su farsa y se levantara del suelo.

Pero Eliza sólo podía mirar con los ojos agrandados a Magnus, atónita por su
atrevimiento.

—¡Has desafiado a la reina! —exclamó, todavía sin poder recuperar del todo el
aliento—. Yo podría haber vuelto a pintar el retrato y el paisaje.

—Pero no habrías podido reponer los recuerdos que van con ellos. Además,
¿qué haría la reina Carlota con un retrato mío?

—Bueno, eres muy apuesto —dijo Eliza riendo.

Cogidos del brazo, echaron a caminar entonces hacia donde estaban Grace y
Hawksmoor, correspondiendo con ligeras venias a las adoradoras sonrisas que
les dirigían a su paso.
Cuando se iban acercando, Eliza se quedó atónita al ver a lady Hawksmoor
viuda ante Grace. Era la primera vez que las dos estaban en la misma sala
desde el momento en que lady Hawksmoor intentó romper el compromiso entre
su hermana y Hawksmoor. Santo cielo. Continuó caminando hacia ellas,
preparándose para difuminar un encuentro particularmente desagradable.

Pero al llegar allí, le sorprendió oír a la viuda decir amablemente a Grace:

—Qué suerte para su hermana haber sido honrada por la reina y por el príncipe
regente.

—Es un gran honor para nuestra familia que la Corona la haya reconocido por
lo que todas hemos sabido siempre: Eliza es una gran pintora.

Lady Hawksmoor viuda bajó la cabeza; cuando la levantó y volvió a mirar a


Grace, le temblaba el labio inferior. Colocó la mano en la de Grace.

—Habiendo muerto mi marido, deseaba lo mejor para mi hijo. Sólo pensé en él.

Giró un poco la cabeza y miró a Eliza, como para asegurarse de que la había
oído.

Grace le dio una amable palmadita en la mano.

—Lo comprendo, lady Hawksmoor —le dijo, en un tono igualmente amable—.


Y ahora Reginald nos tendrá a las dos para velar por su bienestar.

—Llámame madre y tutéame, por favor, ahora que te has convertido en mi hija
—dijo entonces la viuda, besándola en la mejilla.

—Gracias, madre.

La viuda miró entonces a Eliza, obsequiándola con una esperanzada sonrisa.

Eliza le estrechó la mano.

—Bienvenida a nuestra familia, milady.

Mirando por encima del hombro de la viuda, captó la mirada de Grace.


“Gracias”, moduló su hermana.

—¿Y adónde se han ido vuestras tías? —preguntó Magnus en ese momento—.
Es de esperar que no se les haya metido en la cabeza invitar a Prinny a tomar
el té, ¿verdad?

Eliza y Grace se echaron a reír ante esa idea absolutamente ridícula.

Pero no se rieron muy fuerte.


Tres días después

Eliza guardó su caja de pinturas y las paletas en el baúl de viaje ya preparado


por Jenny y volvió a mirar nerviosa por la ventana, por si veía a Magnus. Ya
debería haber vuelto hacía más de dos horas.

—Bueno —les dijo a sus tías—, creo que esto es lo último que me quedaba por
guardar. Todavía me cuesta creer que Magnus y yo estemos casados y que
dentro de poco más de una semana estaremos viviendo en su casita de campo
en Skye. —Fue a abrazar a Letitia y Viola y a besarlas en las mejillas—. Pero
Escocia está tan, tan lejos que os echaré terriblemente de menos.

La tía Letitia le pasó la mano por el brazo.

—Nosotras también te echaremos de menos, querida. Mi hermana y yo nos


hemos acostumbrado a tener gente joven en la casa.

La tía Viola asintió vigorosamente.

—Y ahora que estáis las dos casadas, no sé cómo nos las vamos a arreglar.

Eliza miró hacia Edgar, que estaba en el corredor con los ojos fijos en Viola, y
sonrió.

—Tengo la sospecha de que sobreviviréis muy bien.

En ese momento entró Grace en el salón y le pasó dos sombreros a Eliza.

—No te apures, Eliza. Antes que se den cuenta, tendrán aquí a nuestra querida
hermana Meredith para guiarla durante la temporada. —Sonrió a las dos
ancianas, haciéndoles un guiño—. Y podéis estar seguras de que será aún
más difícil que Eliza. Simplemente esperad para ver.

—Qué cosas dices, Grace —rió Eliza—. Las vas a asustar.

—Nuestras tías estarán muy bien, Eliza. No tienes ningún motivo para
preocuparte —dijo Grace y volvió hacia la escalera para subir a buscar unas
cuantas cosas más que meter en su baúl.

La tía Viola caminó hasta una mesa y cogió el libro de estrategias en sus
manos.

—No te preocupes por nosotras. Estamos preparadas para Meredith. Después


de todo, tenemos el libro de estrategias.

—Sí, claro —dijo Eliza sonriendo. Se asomó al corredor para ver si Grace ya no
estaba cerca para oírla—. Pero hay una cosa que creo debéis saber acerca de
ese libro Las reglas de la seducción.
—¿Qué quieres decir, hija? —preguntó la tía Letitia, pestañeando y mirándola
con expresión de absoluta inocencia.

Eliza no entendió por qué le costaba tanto formular las palabras que había
deseado gritar durante esos tres últimos meses.

—Ese libro es…

—¿Un manual de guerra? —preguntó la tía Viola.

—Pu-pues, sí —repuso Eliza, asombrada.

—Ah, eso lo sabíamos, Eliza —dijo la tía Letitia riendo y agitando la mano para
que Eliza no fuera a creer que las había ofendido—. Pero la estrategia es la
estrategia, decía siempre nuestro padre.

—Sí que lo decía, hermana —corroboró la tía Viola.

Eliza se llevó la mano a la boca. No podía creerlo. Sus tías sabían cuál era el
objetivo del libro, siempre lo habían sabido. Esas dos amorosas ancianas
jamás dejaban de sorprenderla.

El ruido de cascos de caballo aminorando la marcha sobre los adoquines llevó


a Eliza a la ventana.

—Por fin ha llegado Magnus a buscarme.

Se acercó a sus tías a darles un beso de despedida en las mejillas, mientras


Grace bajaba corriendo la escalera, en dirección a la puerta abierta.

Magnus entró en el salón y Eliza le sonrió alegremente. Desde que se casaron


habían tenido muy poco tiempo para estar solos, y ya se estremecía de
impaciencia por subir al coche que los llevaría a Escocia, para comenzar su
vida juntos.

—Por favor, dile al lacayo que saque mis baúles —le dijo a Edgar.

—No es necesario, Edgar —dijo Magnus, cogiéndole el brazo—. No vamos a ir


a ninguna parte.

Eliza volvió a sentarse en el sillón de la ventana.

—¿Qué quieres decir? Está todo preparado.

Magnus corrió a besarla, de un salto se acercó a Grace y la besó, luego se giró


a besar a las dos tías. De ahí se precipitó hacia Edgar, que se tapó la boca con
una mano.

Magnus se echó a reír.


—Sólo te iba a estrechar la mano, hombre.

Eliza se levantó y fue a ponerse en el centro de la alfombra turca.

—Vaya, te veo muy contento.

Magnus la cogió en sus brazos y le dio una vuelta en volandas, sin parar de
reír.

—¡The Promise! ¡Ha llegado a puerto!

Eliza estuvo un momento inmóvil, pasmada.

—¿Cómo puede ser?

—No sé cómo, pero se las arregló para poder sobrevivir a las tormentas.

A Eliza se le escapó un gritito de alegría y se abrazó fuertemente a su marido.

—O sea, que Somerton…

—Está salvado, intacto —terminó Magnus, abrazándola eufórico. Luego se


apartó y la miró muy serio—. Voy a necesitar un tiempo para ocuparme del
cargamento y pagar mis deudas. ¿No te importaría dejar nuestra partida para
dentro de uno o dos meses?

¿Uno o dos meses?, pensó Eliza. Se le curvaron los labios.

—No, claro que no. El retraso me dará tiempo para terminar el retrato de
Prinny… y para comprar más oleos, porque me parece que no tengo bastante
para captar de modo realista su… generosa figura.

Las dos ancianas se rieron a gritos.

—Compra todo lo que necesites. Pinceles, telas, óleos, lo suficiente para un


año.

Magnus parecía estar a punto de estallar de entusiasmo. Eliza lo miró perpleja.

—¿Un año?

Magnus sacó varios papeles del bolsillo y se los pasó. Ella los desdobló y leyó.
Señor de los cielos. No podía creer lo que veían sus ojos. Le dio un vuelco el
corazón.

—¿Italia? ¿Vamos a ir a Italia?

—¿Qué mejor lugar para pasar nuestro primer año como marido y mujer?

Eliza lo miró con picardía y acercó los labios a su oído.


—A mí se me ocurre uno —susurró.

Magnus sonrió y la cogió en sus brazos.

—Eres única, lady Somerton.

—Vamos, gracias, lord Somerton.


Él la levantó con tanta fuerza que los zapatos se le quedaron en el suelo, y la
besó con tanta pasión que sintió el calor hasta en los dedos de los pies.

Regla 22

Aprende de cada encuentro, y aplica las estrategias exitosas a las campañas


futuras.

Londres, abril de 1818

Los ojos azul oscuro de Meredith Merriweather se redondearon con profundo


respeto cuando su tía Letitia puso ante ella el enorme libro encuadernado en
piel. Notó que del lomo emanaba olor a aceite recién frotado, y pasó los dedos
por las letras doradas grabadas en la piel rojo carmesí. Leyó el título: Las
reglas de la seducción. ¿Y eso?

Levantó la vista y miró a sus tías. Las dos le estaban sonriendo.

—No entiendo.

La tía Letitia se aclaró la garganta.

—Nuestro padre compró este libro de estrategias hace muchos años, para
nuestra temporada. Y este libro nos dio las estratagemas para llevar a tus dos
hermanas a matrimonios muy exitosos.

¿Sí? Qué raro, se dijo Meredith, pensando por qué sus hermanas no se habían
molestado nunca en hablarle de eso.

La tía Letitia levantó sus impertinentes hasta sus ojos.

—Ahora emplearemos su sabiduría para orientarte en tu primera temporada.


¿Estás preparada para empezar?
Meredith asintió, recelosa. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Negarse y
decepcionar a sus tías, que siempre habían sido tan buenas con ella? No,
debía escucharlas atentamente, tal como debieron hacer sus hermanas.
La tía Viola se aclaró la garganta, abrió la tapa y leyó el título del primer
capítulo:
—Regla 1.

Fin

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