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La Odisea

Homero

Fragmentos (Canto IX)

»Apresuradamente llegamos a su cueva, pero no lo hallamos dentro, sino que estaba apacentando
en la pradera sus pingües rebaños. Al penetrar en el antro íbamos admirando cada cosa: los cestos
estaban colmados de quesos y repletos los rediles de corderos y cabritillos. Los animales estaban
separados por grupos, a un lado los más viejos, al otro los de mediana edad, y aparte las crías
recientes. Todas las cántaras rebosaban de leche, jarras y colodras bien torneadas que guardaban
el ordeño. Allí enseguida mis compañeros me suplicaron a voces que tomáramos unos quesos y
nos fuéramos, y luego nos lleváramos a toda prisa de sus corrales cabritos y ovejas hasta nuestra
rauda nave y nos echáramos a navegar el mar salado. Pero yo no les hice caso. ¡Cuánto mejor
hubiera sido! Porque quería ver al gigante y si me daría dones de hospedaje. ¡En verdad que no iba
a resultar amable, al presentarse, con mis compañeros!
»Allí encendimos fuego y quemamos unas ofrendas, y cogimos unos quesos y los comimos, y nos
quedamos dentro esperando hasta que llegó con el ganado. Traía una carga tremenda de leña
seca para hacerse la cena. Cuando la descargó, afuera de la cueva, produjo un estrépito. Y
nosotros, aterrorizados, nos refugiamos en el fondo de la cueva. Luego él empujó hacia la amplia
caverna a sus rollizas bestias, todas las que ordeñaba, y a los machos los dejó fuera, corderos y
machos cabríos, metidos en el redil. En seguida alzó e incrustó en la puerta una roca enorme,
tremenda. No la habrían movido de la entrada veintidós carros robustos de cuatro ruedas. ¡Tan
grande peñasco dejó encajado en la puerta! Se sentó y se puso a ordeñar ovejas y cabras
baladoras, todo en buen orden, y debajo a cada una le puso su cría. Pronto, cuajando la mitad de
la blanca leche, la recogió y guardó en unos trenzados cestillos, y la otra mitad la depositó en las
cántaras para poderla beber a su gusto y como acompañamiento de la cena.

»Y una vez que se hubo cuidado de hacer todo esto, entonces encendió fuego, y nos vio, y
preguntónos: »“¡Oh, forasteros! ¿Quiénes sois? ¿Desde dónde navegáis los líquidos senderos? ¿Es
acaso por comerciar, o al azar vais errantes, como piratas, que van en plan de rapiña por el mar,
exponiendo sus vidas, causando daños a otras gentes?”.

»Así habló, y a nosotros de nuevo se nos quebró el corazón, amedrentados ante su profundo
vozarrón y su monstruoso aspecto. Pero, aun así, respondiendo a sus palabras le dije: “Nosotros
somos aqueos que volvemos de Troya, desviados por vientos diversos sobre el vasto abismo del
mar; ansiosos del hogar, hemos ido por otros caminos y otras rutas. Así probablemente quiso Zeus
disponerlo. Nos jactamos de ser gente de Agamenón Atrida, cuya fama es ahora vastísima bajo el
cielo. Porque una ciudad inmensa destruyó y aniquiló a sus numerosos guerreros. Nosotros,
llegados aquí ante tus rodillas, suplicamos, por si nos ofreces el don de hospitalidad o tal vez algún
otro presente, como es normal para los huéspedes. Así que, magnánimo, respeta a los dioses.
Somos suplicantes tuyos. Y es protector de suplicantes y extranjeros Zeus Hospitalario, que vela
por los extraños dignos de respeto”.

»Así le hablé, y él me respondió al punto con ánimo cruel:

»“Eres necio, extranjero, o has venido de muy lejos, tú que me exhortas a temer o respetar a los
dioses. Pues no se preocupan los cíclopes de Zeus portador de la égida ni de los felices dioses,
porque somos, sí, mucho más fuertes. Ni yo por resguardarme del odio de Zeus te respetaría a ti y
a tus compañeros, de no ser que a eso me invite mi ánimo. Mas dime dónde guareciste tu bien
construida nave, si fue acaso en lugar remoto o bien cerca, a fin de que me entere”.

»Así dijo poniéndome a prueba, pero no me engañó, pues sé mucho al respecto, y yo a mi vez le
repliqué con palabras arteras:

»“Mi nave la destrozó Poseidón que sacude la tierra, lanzándola contra los arrecifes en los límites
de vuestra tierra, estrellándola contra un peñón. El viento la empujó desde alta mar. Pero yo, con
estos de aquí, logré escapar a la brusca muerte”.

»Así le dije, y él nada me contestó, sino que, con ánimo cruel, abalanzándose, echó sus manos
sobre mis compañeros, y agarrando a dos, como a dos cachorros, se puso a machacarlos contra el
suelo. El cerebro de ellos se desparramó y mojaba la tierra. Los descuartizó miembro por miembro
y se preparó la cena. Devoraba como un león criado en las selvas, sin dejar nada, las vísceras, las
carnes y los huesos con el tuétano. Nosotros llorábamos y alzábamos las manos a Zeus, mientras
contemplábamos tan atroces actos. La desesperación dominaba nuestro ánimo.

»Luego que el cíclope se hubo llenado su gran tripa comiendo carne humana y bebiendo encima
leche pura, acostóse en medio de la gruta tumbándose entre el rebaño. Yo pensé, con magnánimo
coraje, acercarme a él, desenvainar la aguda espada que tenía a mi costado, y hundírsela en el
pecho, donde está el corazón y el hígado, buscando el lugar exacto con mi mano. Pero otro
pensamiento me retuvo. Porque allí habríamos perecido también nosotros con brusca muerte, ya
que no podríamos apartar de la alta entrada con nuestras manos el enorme pedrusco que había
incrustado. Así que, entre sollozos, aguardamos a la divina Aurora.

»Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, al momento encendió fuego y se puso a
ordeñar sus lustrosas ovejas, todo en buen orden, y debajo le colocó a cada una su cría. Y una vez
que se hubo cuidado de hacer todo esto, agarró de nuevo a dos compañeros y se los preparó para
almuerzo. Y una vez bien comido, sacó de la cueva su pingüe rebaño moviendo sin esfuerzo el
enorme portalón. Luego, enseguida, volvió a encajarlo, como si ajustara la tapa de una aljaba. Con
tremendo alboroto conducía el cíclope al monte su lozano rebaño. Entre tanto yo estaba cavilando
su desdicha, a ver si de algún modo podría vengarme y me cumplía mi ruego Atenea. Y en mi
ánimo la mejor decisión me pareció la siguiente.

»Junto a la valla del redil del cíclope había un largo tronco de olivo, aún verde. Lo había talado
para llevarlo consigo una vez seco. Al verlo nosotros lo comparamos al mástil de una negra nave
de veinte remeros, un ancho mercante que surcara el inmenso abismo del mar. ¡Tanta era su
largura, tanto su grosor a nuestros ojos! Fui hasta él y le corté yo como una braza, y lo pasé a mis
compañeros y les ordené que lo pulieran. Ellos pronto lo desbastaron, y yo lo cogí y le agucé la
punta. Luego lo empuñé y lo sometí al fuego de las brasas. A continuación lo oculté metiéndolo
bien bajo el estiércol, que por toda la cueva había espeso y amontonado. Después invité a los
demás a que echaran a suertes quién se atrevería a mi lado a levantar la estaca e hincársela en el
ojo, cuando le venciera el dulce sueño. Ellos echaron a suertes y salieron los que yo mismo habría
elegido, cuatro, y yo me designé como el quinto en el grupo.

»A la tarde llegó pastoreando sus ovejas de hermosas lanas. Muy pronto en la cueva hizo entrar a
su lustroso rebaño, a todos los animales, a ninguno dejó fuera del espacioso recinto, acaso
sospechando algo, o tal vez porque un dios así se lo había inspirado. Después que alzó en vilo y
volvió a encajar el tremendo pedrusco, sentóse y se puso a ordeñar ovejas y cabras baladoras,
todo en buen orden, y le colocó debajo a cada una su cría. Y una vez que se hubo cuidado de hacer
todo esto, atrapó de nuevo a dos compañeros y se los preparó de cena. Luego yo avancé hacia él y
le dije, sosteniendo en mis manos el cuenco de negro vino:

»“¡Eh, cíclope, toma, bebe vino después de comer carne humana, para que sepas qué clase de
bebida transportaba nuestra nave! Para ti, desde luego, la traía, a ver si acaso compasivo me
reenviabas a mi casa. Pero eres bestial hasta lo insufrible. ¡Malvado! ¿Cómo podría aproximarse a
ti cualquier otro mortal en el futuro? Porque te has comportado en contra de toda norma”. »Así
hablé, y él aceptó y apuró el vino. Se regocijó de modo tremendo al beber el dulce caldo, y me
pedía luego un segundo trago:
»“Dame más, amigo, y dime tu nombre ahora enseguida, para que te ofrezca un presente del que
tú te alegres. Pues también a los cíclopes la tierra generosa les produce vino de gruesos racimos, y
la lluvia de Zeus los madura. Pero éste es un chorro de ambrosía y néctar”.

»Así dijo. Entonces yo le ofrecí otra vez el fogoso vino. Por tres veces se lo di, y él lo trasegó con
insensata ansia. Y cuando pronto al cíclope el vino le inundó las entrañas entonces le contestaba
yo con palabras melifluas:

»“Cíclope, ¿me preguntas mi ilustre nombre? Pues voy a decírtelo. Mi nombre es Nadie. Nadie me
llaman siempre mi madre, mi padre y todos mis camaradas”.

»Así le dije. Y él al punto me contestó con ánimo cruel:

»“A Nadie me lo zamparé yo el último, después de sus compañeros, y a todos los otros antes. Éste
será mi regalo de hospitalidad para ti”.

»Dijo, y tumbándose cayó boca arriba, y al momento quedóse tendido, torciendo su grueso cuello.
El sueño, que todo vence, lo dominaba. De su gaznate regurgitaba vino y trozos de carne humana.
Eructaba ahíto de vino.

»Entonces yo empujé el leño bajo el montón de ascuas para que se pusiera al rojo. A gritos animé
a mis compañeros todos, para que ninguno se echara atrás espantado. Y cuando ya el leño estaba
a punto de arder en el fuego, a pesar de estar verde, y ya refulgía terrible, yo entonces lo saqué de
las llamas. Mis compañeros me flanqueaban. Allí me infundió la divinidad enorme audacia. Ellos
agarraron la estaca de olivo, aguzada en su punta, y la clavaron en su ojo. Yo desde atrás,
empinándome, la hacía girar, como cuando uno taladra la madera de un barco con un trépano, y
otros desde atrás lo hacen girar con una correa, tirando de un lado y de otro, y éste penetra sin
parar más y más; así, empujando en su ojo el palo de punta aguzada le dábamos vueltas, y la
sangre iba bañando la estaca ardiente. Todos sus párpados arriba y abajo y el entrecejo quemó el
ascua al abrasarle la pupila. Y las raíces del ojo crepitaban bajo la llama. Como cuando un herrero
sumerge un hacha grande o una hoz en el agua fría, y ellas lanzan chillidos al templarse, y ahí se
pone de manifiesto la fuerza del hierro, así rechinaba su ojo alrededor de la estaca de olivo.
Horrible y monstruoso grito aulló, y retumbó alrededor la caverna. Aterrados nosotros nos
echamos atrás. Y él se arrancó del ojo la estaca bañada en abundante sangre, y la lanzó al
momento lejos de sí, enloquecido. Y luego se puso a llamar a gritos a los cíclopes que allí alrededor
habitaban en sus grutas, entre las ventosas cumbres.

»Ellos, al escuchar sus gritos, acudían de un lado y de otro, y acercándose alrededor de la cueva
preguntaban qué le torturaba: “¿Por qué con tanta angustia, Polifemo, has gritado así, en medio
de la divina noche, y nos has sacado del sueño? ¿Acaso alguno de los humanos se te lleva los
rebaños contra tu voluntad? ¿Es que alguien intenta matarte con trampa o con violencia?”.

»Y les contestó desde su cueva el brutal Polifemo: »“Amigos, Nadie intenta matarme, con trampa
y no con violencia”.

»Respondiéndole ellos le decían sus palabras aladas: »“Pues si nadie te ataca y tú te encuentras
solo, no es posible de ningún modo evitar una dolencia que envía el gran Zeus. Así que suplica a tu
padre, el soberano Poseidón”.
»Así decían, pues, mientras se iban, y rompía a reír mi corazón, al ver cómo los habían engañado
mi nombre y mi intachable astucia.

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