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TEORÍAS Y PRODUCCIÓN ESTÉTICA EN LA CIUDAD MODERNA

TALLER INTRODUCTORIO - Módulo 5


FACULTAD DE ARQUITECTURA, DISEÑO Y URBANISMO / UNIVERSIDAD NACIONAL DEL LITORAL

Unidad 1 Contexto histórico de producción

Immanuel Kant
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es el iluminismo?

Portada del texto.


Immanuel Kant
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es el iluminismo?

TEXTO
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es el iluminismo?
Kant, Immanuel
Berlinische Monatsschrift Revista Berlinesa, 12 Diciembre 1784

COMENTARIO INTRODUCTORIO
Immanuel Kant nació en 1724, en la ciudad de Königsberg, al este de Prusia. Era hijo
de un guarnicionero. Vivió casi toda su vida en su ciudad natal, donde murió a los 80 años.
Provenía de un hogar severamente cristiano, inclusive, su propia religiosidad fue muy
importante para toda su filosofía.
Si Usted desea conocer algo más sobre el pensamiento de Kant, aparte del texto
presentado por la cátedra, puede hacerlo en cualquier biblioteca de la UNL, o de la ciudad,
buscando en textos como, por ejemplo, el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. También
resulta una buena aproximación la lectura de los prefacios de su obra

LÍNEAS DE REFLEXIÓN

- ¿La minoría de edad a la que Kant se refiere, es exclusiva para el hombre como ser
individual, o también se refiere al desarrollo de los pueblos? Explique por qué, cite algunos
párrafos del apunte que le parezcan claros y explicativos, y exprese su criterio personal
también.
- ¿Qué entiende Ud. cuando Kant dice “es bien posible que un público se ilumine a sí mismo;
más aún, es casi inevitable toda vez que, simplemente, se lo deja en libertad”?
- ¿Cuál sería para Ud., según lo que expresa Kant en el escrito, la definición de un jefe de
estado que favorece al Iluminismo y por qué?
Immanuel Kant
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es el iluminismo?1
Como citar:
Kant, Immanuel (1964) Respuesta a la pregunta: ¿Qué es el iluminismo?, Ed. Nova, Buenos Aires [Berlinische
2
Monatsschrift Revista Berlinesa, 12 Diciembre 1784]

El iluminismo es el abandono que el hombre hace de su minoría de edad, en la cual se


encontraba por su propia culpa. La minoría de edad consiste en la incapacidad de servirse del
propio entendimiento sin ser guiado por otro.3 Esta minoría de edad es autoculpable, cuando su
causa no reside en una insuficiencia del entendimiento, sino en la falta de decisión y coraje para
utilizarlo sin ser guiado por otro. ¡Sapere aude! Ten el coraje de servirte de tu propio
entendimiento. Éste es, pues, el lema del iluminismo.4
La pereza y la cobardía son las causas, por las cuales un número tan elevado de hombres
permanece con agrado en la minoridad durante toda su vida, pese a que la naturaleza los ha
liberado desde hace tiempo de toda guía ajena (naturaliter maiorennes); causas que explican
también por qué a otros les resulta fácil convertirse en tutores de aquellos, ¡Es tan cómodo ser
menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un consejero espiritual en lugar de mi con-
ciencia moral, un médico que me prescribe mi dieta, y así en más, yo mismo no tengo que
esforzarme por nada. Me basta poder pagar, para no tener que pensar; otros se ocuparán de esa
tarea fastidiosa, en lugar mío. Que la mayor parte de los seres humanos (y entre ellos la totalidad
del bello sexo) considere el paso a la mayoría de edad, en sí mismo penoso, como muy peligroso,
es la ocupación de aquellos tutores, que han asumido —con amabilidad suma-- la tarea de
supervisar a los demás. Luego de haber atontado a su grey y de haberse precavido escrupu-
losamente de que estas mansas criaturas no osarían dar un solo paso sin el andador en que las
pusieron, estos tutores les muestran el peligro que las amenaza si pretenden caminar por si solas.
Ahora bien, no es un peligro tan grande, como para que no aprendan finalmente a caminar, luego
de algunas caídas. Sólo que los ejemplos de tales accidentes infunden temor y suelen provocar
un retraimiento frente a todo intento ulterior.
En consecuencia, todo individuo encuentra difícil liberarse de una minoría de edad, que
se le ha vuelto algo casi natural. Incluso siente afecto por ella y, por el momento, es incapaz de

1
Kant remite a la pregunta que J. F. Zöllner (1753-1804) formula en una nota de su artículo: "¿No es, acaso, aconsejable una
sanción ulterior al matrimonio mediante la religión?", publicado en el vol. II de la Berlinische Monatsschrift (diciembre 1783, pp.
508-517). Ahí leemos: "¿Qué es el iluminismo? Esta pregunta, casi tan importante como la de ¿Qué es la verdad?, debería, sin
embargo, ser contestada antes de comenzar a actuar como un iluminista. Y no he encontrado aún respuesta a ella por ninguna
parte". La respuesta de Kant aparece en la revista berlinesa el 12 de diciembre de 1784 (IV, pp. 481-494).
2
Para el texto hemos utilizado la reproducción del original en: N. HINSKE (Hrsg), \Vas Aufklarung. Beiträge aus der
Belinischen Monatsschrift, Darmstadt 1981, pp. 452-465. Hemos tenido en cuenta las versiones cuidadas por H. Maier en la
edición de la Academia Real Prusiana (vol. VIII, pp. .35-42), J. ZEHBE (Hrsg), I. Kant, Was ist Aufklarung? Aufsätze zur
Geschichte der Philosophie, Göttingen 19752, pp. 55-61; y E. BAHR (Hrsg), Was ist Aufklarung? Thesen und Definitionen,
Stuttgart 1974, pp. 9-17. Asimismo, las ediciones a cargo de H.REISS, Kant’s Political Writings,Cambridge 1970;N. MERKER,
Kunt. Stato di Diritto e Societá Civile, Roma 1982; H. WISSMAN, en la edición dirigida por F. Alquié: I. Kant, Ouevres
Philosophiques, II, Paris 1985; E. ESTIU, Kant, Filosofía de la historia, Buenos Aires 1964
3
Esta figura de la minoría de edad y de su abandono como equivalente al uso de razón proviene de los ámbitos jurídico y
teológico: cf. Hinske, op. cit., pp. 544 ss., 567. De hecho, la comparación entre el desarrollo de los pueblos y la evolución del
niño hacia su madurez es un locus difundido en el ideario iluminista. Basta pensar en Rousseau.
4
Proviene de Horacio, Epistulae, I, 2 (Ad Lollium), verso 40. En 1736, el conde E. C. von Manteuffel funda en Berlin una
Sociedad de amigos de la verdad y hace acuñar una moneda, en una de cuyas caras se ve un busto de Minerva flanqueado
por las cabezas de Leibniz y de Wolf, con la inscripción Sapere aude; y en la otra cara, la leyenda: Societas Alethophilorum ab
E. Christophoro. S. R. I. Com. de Manteuffel instituta Berol. MDCCXXXVI. Hazard indica que la frase horaciana aparece como
epígrafe del Free Thinkers, London 1722; c/. P. HAZARD, La pensée européenne au XVIII eme. siecle. Notes et Re/erences. París
1946, p. 36. Venturi ha seguido la evolución semántica del “¡Osa saber!' particularmente en el mundo moderno y en su peculiar
significado iluminista: cf. F. VENTURI, "Contributi ad un dizionario storico. Was ist Aufklarung? Sapere aude", en Rivista storica
italiana, 1959, I, pp. 119-130; asimismo, véase L. FIRPO, "Contributi ad un dizionario storico. Ancora a proposito di ¡Sapere aude!",
en idem, 1960. I, pp. 114-117. Sobre la difusión del motto en Alemania, cf. Hinske, op, cit., pp. 515 y 567-568.
servirse del propio entendimiento, porque nunca se le permite intentarlo. Preceptos y fórmulas,
instrumentos mecánicos de un uso o, mejor, de un mal uso racional de sus dotes naturales, son los
cepos que le impiden zafarse de una ininterrumpida minoría de edad. Incluso quien se librará de
ellos, saltaría con mucha inseguridad la zanja más estrecha, por no estar habituado a semejante
libertad de movimientos. Son, pues, muy pocos quienes, a través de un trabajo personal del propio
espíritu, logran abandonar la minoría de edad y, a la vez, caminar con paso seguro.
En cambio, es bien posible que un público se ilumine a sí mismo5; más aún, es casi
inevitable toda vez que, simplemente, se lo deja en libertad. Pues siempre, incluso entre los
ungidos como tutores de la gran masa, se encontrarán algunos hombres que piensen por sí
mismos y que, una vez que se liberen solos del yugo de la minoridad, expandirán en torno a sí el
espíritu de una evaluación racional del propio valor, y de la vocación distintiva del hombre: pensar
por sí mismo. Con una peculiaridad: el público que primero había sido puesto bajo el yugo de
estos tutores, termina obligándolos a permanecer subyugados también ellos. Como acontece
cuando algunos de estos tutores, incapaces de todo iluminismo, incitan al público a la sedición.
Esto demuestra cuán nocivo es inculcar prejuicios: quien así lo hace, o sus descendientes acaban
sufriendo la venganza de sus sometidos. La conclusión de todo es que el camino del público hacia
el iluminismo es muy lento. Una revolución logra, tal vez, abatir un despotismo personal y una
opresión rapaz y autoritaria, pero no producirá jamás una verdadera reforma en la manera de
pensar; más bien, nuevos prejuicios servirán —al igual que los anteriores— como riendas para
domeñar a la gran masa que no piensa.
El iluminismo no exige más que libertad y, en verdad, la menos nociva de todas: la de
hacer uso público de la propia razón en todos los ámbitos. Pero por todas partes oigo exclamar:
¡no razonéis! El oficial dice: ¡no razonéis, adiestraos! El inspector fiscal: ¡no razonéis, pagad! El
clérigo: ¡no razonéis, creed! (Hay un solo señor en el mundo que dice: ¡razonad cuánto queráis y
sobre lo que queráis, pero obedeced!). Aparece por todos lados una limitación de la libertad. Pero,
¿qué limitación es un impedimento para el iluminismo y cuál, por el contrario, lo favorece?
Respondo: todos deben gozar libremente del uso público de la propia razón, ya que es lo único
que promueve el iluminismo entre los hombres. El uso privado de la razón, en cambio, debe ser
a menudo limitado estrechamente, sin que ello signifique trabar el progreso del iluminismo en
especial. Por uso público de la propia razón entiendo aquél que cada uno hace, en cuanto docto
delante de todo el público del mundo de lectores. Llamo uso privado el que debe hacer de su
propia razón aquél, a quien se le confía el ejercicio de una cierta función o cargo civil. Ahora bien,
para muchas cuestiones que conciernen al interés comunitario es necesario un cierto mecanismo,
por el cual algunos miembros de la comunidad deben comportarse de un modo meramente
pasivo, para que, a través de una unanimidad artificial, el gobierno los encamine hacia fines
públicos o, al menos, les impida destruir esos fines. Por cierto, en estos casos no está permitido
razonar: se debe obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina estatal se con-
sidera a sí misma miembro de toda una comunidad, más aún: de la sociedad cosmopolita, por
ende, como un docto que con sus escritos se dirige al público —entendido en su significado
propio—, puede en verdad razonar, sin que ello perjudique las diversas funciones que le caben,
como parte, en cuanto miembro pasivo. De este modo, sería pernicioso que un oficial, a quien sus
superiores le ordenan algo, expusiera en voz alta sus razones acerca de la oportunidad o la
utilidad de la orden. Debo obedecer. Pero sería injusto prohibirle que, como docto, haga
observaciones sobre los errores del servicio militar y las presente al público, para que las juzgue.

5
En el siglo XVIII el sustantivo "público" indica, en alemán, las personas que habitan un determinado ámbito geográfico-político,
y también el conjunto de lectores (cf. Bahr, op. cit., p. 58). La idea fundamental kantiana alude a los actores de ese espacio
publico en evolución, la Oeffentliehkeit, entre la estatalidad y la privacidad. Kant, lo especifica poco después.
El contribuyente no puede negarse a cumplir con las exigencias fiscales; una crítica impertinente
a tales gravámenes, cuando debe pagarlos, puede incluso ser castigada como un escándalo (ya
que induciría a resistencias generalizadas). Pero tampoco implica falta alguna de respeto hacia
sus deberes como ciudadano si, en cuanto docto, expresa públicamente sus ideas sobre la
inconveniencia o la injusticia de tales impuestos. Lo mismo ocurre con un clérigo, cuya obligación
es predicar a sus catecúmenos y a su comunidad en conformidad al símbolo de la iglesia en la
que oficia, pues se lo ha aceptado en ella bajo esta condición. Pero como docto, tiene total libertad,
e incluso la misión, de comunicar al público tanto sus pensamientos –cuidadosamente
examinados y bien intencionados- sobre los defectos de ese símbolo, como también las
propuestas para una mejora institucional de la religión y de la estructura eclesiástica. Nada de
esto puede ser una carga moral para su conciencia. Pues lo que él enseña en conformidad a su
tarea (como funcionario de la iglesia), no lo está proponiendo como algo que puede enseñar según
su opinión personal, sino como un encargo según instrucciones ajenas y en el nombre de otro.
Dirá: nuestra iglesia enseña esto o aquello y he aquí los argumentos a los que recurre. Deducirá
para su comunidad de fieles todas las ventajas prácticas, a partir de preceptos que él no
subscribiría con convicción plena, pero a cuya enseñanza puede sin embargo comprometerse,
pues no es absolutamente imposible que en ellos se esconda algo verdadero o que, en todo caso,
al menos no encierren nada que contradiga la religión interior. Ya que, si creyera encontrar algo
contradictorio en tales preceptos, no podría ejercer su función con buena conciencia y debería
renunciar. En consecuencia, el uso que de su razón hace alguien encargado de enseñar ante su
comunidad, es meramente un uso privado, pues su comunidad es una reunión de tipo familiar,
por grande que fuera. Respecto de tal uso, en cuanto sacerdote, no es libre ni lo debe ser, porque
sus tareas le son impuestas. Por el contrario, como docto que con sus escritos le habla al público
propiamente tal, esto es, al mundo, por ende, cuando el clérigo hace uso público de su razón,
goza de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón y para hablar en primera persona.
La situación contraria, a saber: que los tutores del pueblo (en cuestiones religiosas) deban ser a
su vez menores de edad, es un sinsentido que perpetúa los sinsentidos.
Pero una sociedad de clérigos, como podría ser un sínodo eclesiástico o una “clase”
venerable (como la llaman los holandeses) ¿no estaría, acaso, justificada a obligarse
recíprocamente, por un juramento sobre cierto símbolo invariable, a ejercer una tutoría superior
sobre cada uno de sus miembros y, a través de ellos, sobre el pueblo y, de este modo, eternizar
tal tutoría? Digo que ello es absolutamente imposible. Un contrato semejante, estipulado para
excluir todo ulterior iluminismo del género humano, es totalmente nulo e inexistente, por más que
lo hubieran ratificado el poder soberano, la dieta imperial y los tratados de paz más solemnes.
Ninguna época puede comprometerse por juramento a poner a su sucesora en condiciones tales,
que le sea imposible ampliar sus conocimientos (ante todo los más urgentes), purificarse de
errores y, en general, progresar en el iluminismo. Ello constituiría un crimen contra la naturaleza
humana, cuyo destino originario consiste precisamente en ese progreso. Y la posteridad está
plenamente justificada si rechaza esas decisiones, por haber sido tomadas de una manera
incompetente y criminal La piedra de toque para evaluar todo lo que puede decidirse como ley
para un pueblo, reside en determinar si ese pueblo se daría a sí mismo tal ley. Ello podría ocurrir
si ese pueblo estuviera, por así decir, a la espera de promulgar una ley mejor —a la mayor
brevedad posible— para obtener un cierto ordenamiento. Al mismo tiempo, se debería dar libertad
a cada uno de los miembros de la sociedad, en especial a los clérigos, para que —en calidad de
doctos— hagan públicas, mediante escritos, sus observaciones acerca de los defectos de la
institución actual. Sin embargo, el orden instituido permanecerá vigente hasta que la nueva
comprensión de estas cuestiones no se haya hecho pública y no haya sido hasta tal punto
corroborada, que, mediante un acuerdo de las opiniones (aunque no las de todos), pudiera ele-
varse al trono una propuesta de protección para aquellas comunidades que se hubieran unido
para mejorar las instituciones religiosas, siguiendo —digamos— sus propias nociones de la
cuestión, más comprensivas. Sin que ello signifique poner trabas a quienes se encuentran
satisfechos con las instituciones antiguas. Lo que no está en absoluto permitido es unirse en
conformidad a una constitución religiosa inmutable y que nadie puede poner en duda públi-
camente, aunque dicha unión no durara más que la vida de un hombre. Está prohibido porque
ello aniquila y vuelve infructuosa toda una época del camino de la humanidad hacia su
perfeccionamiento, perjudicando así a toda la posteridad. Es cierto que un hombre (en lo
concerniente a su sola persona y exclusivamente por algún tiempo) puede diferir el iluminismo
sobre lo que debe saber; pero renunciar al mismo, ya sea —y peor aun— con relación a su
posteridad, equivale a violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Mas lo que un
pueblo nunca puede llegar a decidir sobre sí mismo, menos aun puede decidirlo el monarca sobre
su pueblo, pues su prestigio legislativo se funda en el hecho de que su voluntad concentra la
voluntad de todo el pueblo. Un monarca atento a que todo perfeccionamiento, verdadero o
presunto, se concilie con el orden civil, puede permitir a sus súbditos que hagan lo que por sí solos
consideren necesario para la salvación de sus almas. Esto no le concierne. Sí le cabe, en cambio,
prevenir que nadie impida violentamente a nadie trabajar con toda su capacidad para determinar
y promover lo que considera adecuado a tal fin. El monarca estaría perjudicando su propia ma-
jestad si se mezclara en estas cuestiones, sometiendo a inspección gubernativa los escritos con
los que sus súbditos buscan esclarecer sus opiniones. Aun cuando lo hiciera guiado por su alta
comprensión personal de la cosa, pues estaría igualmente exponiéndose al reproche: Caesar non
est supra grammaticos.6 Más grave es cuando rebaja su poder superior al punto de favorecer el
despotismo espiritual de algunos tiranos dentro de su Estado, en contra de los restantes súbditos.
Si se pregunta, entonces, si vivimos ahora en una época ya iluminada, la respuesta es
negativa. Pero vivimos, sí, en una época de iluminismo. Falta, sin embargo, mucho para que los
hombres, tal como están las cosas y tomadas en su conjunto, sean capaces o pudieran ser
puestos en la condición de servirse del propio entendimiento en las cuestiones religiosas, con
firmeza, rectitud y libres de toda guía ajena. Sólo que ahora se les ha abierto el camino para que
trabajen libremente por tal estado. Tenemos signos claros de que los obstáculos a la generaliza-
ción del iluminismo o al abandono de la minoría de edad auto-culpable van perdiendo su fuerza.
Desde esta perspectiva, nuestra época es la época del iluminismo o el siglo de Federico.7
Un príncipe que no encuentra indigno de sí decir que para él es un deber no prescribir
nada a los hombres en las cuestiones religiosas, sino más bien dejarles la máxima libertad, y que,
por ende, rechaza la tolerancia, por ser una fórmula arrogante, es él mismo un príncipe iluminado
y merece ser apreciado por el mundo y la posteridad como el primero que liberó al género humano
de la minoría de edad, al menos en lo que hace a la acción de gobierno, y dejó a todos la libertad
de servirse de la propia razón en todo lo concerniente a la conciencia moral.
Bajo su égida, clérigos dignísimos, sin menoscabo de sus deberes profesionales, exponen
—en calidad de doctos— sus juicios y opiniones —divergentes aquí y allá de las tradiciones— al
examen libre y público del mundo.8 Mayor validez tiene esto para quien no está delimitado por

6
Se trata de la respuesta del gramático Marco Pomponio Marcelo al emperador Tiberio (cf. Merker, op. cit., p. 118, nota 8).
7
Federico II de Prusia, "el Grande" (1740-1786). Kant le había dedicado, en 1755, su Historia universal de la naturaleza y
teoría del ciclo.
8
En 1776 y 1783, el ministro de cultura de Federico, K. A. von Zedlitz, había rehabilitado a dos clérigos perseguidos por sus
consistorios a causa de sus escritos. La argumentación con que von Zedlitz justifica su decisión comparte la directriz ideológica
de la distinción kantiana entre los dos usos de la razón. Cf. C. BEYERHAUS, “Kants Programm der Aufklärung aus dem Jahre
ningún deber oficial. Este espíritu de libertad se expande hacia el exterior, allí donde debe luchar
con obstáculos externos, provocados por un gobierno que no tiene en claro sus funciones. Pues
éste tiene ante sus ojos un ejemplo nítido de cómo la libertad no acarrea ningún problema a la
tranquilidad pública y a la solidaridad comunitaria. Los hombres van abandonando la barbarie con
su propio esfuerzo, con tal que no se los mantenga en ella artificiosamente.
He puesto el acento principal del iluminismo, entendido como abandono que el hombre
hace de su minoridad auto culpable, preferentemente sobre las cuestiones religiosas, pues, en lo
que hace a las artes y las ciencias, quienes en ellas dominan no se interesan por ejercer una
tutoría sobre sus súbditos; además, la minoría de edad en religión no sólo es la más dañina, sino
también la más humillante de todas. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece
el iluminismo no se detiene allí y comprende que incluso respecto de su legislación, no hay peligro
en permitir a sus súbditos hacer uso público de la propia razón y exponer públicamente al mundo
sus pensamientos sobre una legislación mejor, criticando con franqueza la actual. Tenemos un
brillante ejemplo de ello en el monarca que honramos, segundo de ningún otro.
Pero quien, fuerte en su iluminismo, no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone de
un ejército numeroso y bien disciplinado para garantizar la tranquilidad pública; sólo él puede decir
lo que no se osaría decir en una pequeña república: ¡razonad cuanto queráis y sobre lo que queráis,
pero obedeced! El curso de los asuntos humanos toma aquí un cariz extraño e inesperado; apenas
lo contemplamos en su conjunto, vemos cuan paradójico es todo en él. Un grado mayor de libertad
civil parece ser ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le pone límites
infranqueables; un grado menor de aquella libertad, en cambio, permite generar el espacio que el
espíritu popular necesita para expandirse según toda su capacidad. Si ésta es la dura cáscara bajo
la cual la naturaleza protege la semilla por la que siente más cariño, a saber: la inclinación y la
vocación por el libre pensamiento, esto tiene un gradual efecto retroactivo sobre el modo de sentir
del pueblo (gracias a lo cual éste se vuelve cada vez más apto para actuar libremente) y finalmente
influye incluso sobre los principios del gobierno, que termina por encontrar provechoso tratar al
hombre, que es más que una máquina9 conforme a su dignidad.10

Immanuel Kant, Künigsberg, Prusia, setiembre 30 de 1784.-

1784” Kantstudien 26, 1921, pp. 1 – 16; y N. HINSKE, op. cit., pp, XLVI .ss. y 5.30 ss. Recordemos que Kant dedica a von
Zedlitz su primera Crítica.
9
La alusión es a Julien Offray de Lamettrie, (1709-1751) y a su libro L'homme machine (1748). Lamettrie, expulsado de Francia,
había encontrado asilo en la corte berlinesa de Federico. Allí murió, en materialiste: de indigestión con comida en mal estado.
9. En el Semanario de Büsching, del 13 de setiembre leo hoy —día 30 del mismo mes— el aviso de la respuesta que diera el
señor Mendelsohn a la misma pregunta, publicada en la Revista mensual de Berlín. No dispongo aún de la misma, pues en caso
contrario, hubiera demorado la presente, que ahora puede valer como testimonio del acuerdo que el azar impone a las ideas.
10
Antón F. Büsching (1724-1793), profesor en Göttingen y luego en un Gymnasium de Berlín, teólogo y geógrafo, publicaba
los Wöchentliche Nachrichten von neuen Landkarten, geographischen, statistischen und historischen Büchern und Schriften
(Berlin, 1773-1786). Kant se refiere al volumen XII de 1784 (Berlin, 1785), p. 291 ss. Allí se anuncia el articulo de Mendelsohn,
"Sobre la pregunta; ¿qué es iluminar?” aparecido en la Berlinische Monatsschrift el 9 de septiembre de 1784 (IV, pp. 193-200),
pero la información que proporciona es demasiado escueta, como para legitimar la afirmación kantiana de la coincidencia entre
ambos pensadores. De hecho, Kant piensa más bien en el Jerusalem,, oder über religiöse Macht und Judentum (1783), donde
Mendelsohn defiende la libertad de conciencia y rechaza la idea de un compromiso absoluto de los clérigos respecto de
dogmas inmutables y credos despóticos. En lo que hace a su opinión sobre el artículo de Kant, Mendelsohn había encontrado
que la distinción entre los dos usos de la razón tenia "algo de extraño en su expresión", pero la había defendido en la Sociedad
de los Miércoles, alegando que la restricción en el "uso privado" era el lógico sometimiento a la opinión de la mayoría de la
sociedad, que es el principal deber de un funcionario. O sea, el deber de mantener la opinión de aquellos que está
representando, pues ella ha pasado el examen de la discusión pública. Cf. M. Mendelssohn’s Gessamelte Schriften, Bd. 4, Abt.
1, Leizig 1844, p. 146 ss. ; A. ALTMANN. Moses Mendelssohn. A Biographical Study, Alabama 1973, p. 660 ss.; y E. G.
SCHULZ, “Kant und die Berliner Aufklärung”, en G. Funke (Hrsg), Akten d. 4 Int. Kant-Kongresses (Mainz 1974) , Berlin/ New
York 1974. Bd. 11/1, pp. 60-80. Fuertemente crítico de Kant es, en cambio, J. G. Hamann (1730-1788), a causa –entre otros
motivos- del tono excesivamente “oficioso” que tendría el planteo kantiano. Cf. Su carta a C. J. Kraus, del 18 de diciembre de
1784, en BAHR, op. Cit., pp. 18-21

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