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MICHEL

TOURNIER, Viernes o los limbos del Pacífico


Log‐book.‐ Esa especie de estupor con que despertamos cada mañana. Nada
confirma mejor que el sueño es una experiencia auténtica y viene a ser como
la repetición general de la muerte. De todo lo que puede ocurrirle al
durmiente, el despertar es precisamente lo que menos espera, para lo que
se halla menos preparado. No hay pesadilla que le choque tanto como ese
brusco tránsito a la luz, a otra luz. No hay duda de que para cualquier
durmiente su sueño es definitivo. El alma abandona su cuerpo volando,
sin volverse, sin ánimo de regreso. Ella lo ha olvidado todo, lo ha
arrojado todo a la nada, cuando de repente una fuerza brutal la obliga a
volver atrás, a volver a endosarse su vieja envoltura corporal, sus costumbres,
su habitus.
Así, por tanto, ahora mismo yo voy a tenderme y a dejarme deslizar en
las tinieblas para siempre. Extraña alienación. El durmiente es un
alienado que se cree muerto.

Log‐book.‐
Siempre el problema de la existencia. Si hace algunos años alguien me
hubiera dicho que la ausencia de un otro me llevaría un día a dudar de la
existencia, ¡cómo me habría divertido! ¡Cómo me mataba de risa al
escuchar citar entre las pruebas de la existencia de Dios la del
consentimiento universal: «la mayoría de todos los hombres, de todos los
tiempos y lugares han creído en la existencia de Dios. Por tanto, Dios existe».
¡Era una bobada! La más boba de las pruebas de la existencia de Dios.
¡Qué miseria si se la comparaba con esa maravilla de fuerza y sutileza
que es el argumento ontológico!
La prueba mediante el consentimiento universal. Hoy día sé que no hay otra.
¡Y no sólo para la existencia de Dios!
Existir, ¿qué quiere decir esto? Eso quiere decir estar fuera, sistere ex.
Lo que está en el exterior existe. Lo que está en el interior no existe. Mis
ideas, mis imágenes, mis sueños no existen. Si Speranza no es más que
una sensación o un haz de sensaciones no existe. Y yo mismo no existo más
que evadiéndome de mí mismo hacia los otros.
Lo que lo complica todo es que lo que no existe se empeña en hacer
creer lo contrario. Hay una gran y común aspiración de lo inexistente
hacia la existencia. Es como una fuerza centrífuga que impulsaría hacia el
exterior todo lo que agita dentro de mí: imágenes, ensoñaciones,
proyectos, fantasmas, deseos, obsesiones. Lo que no existe, in‐siste. Insiste
para existir. Todo ese pequeño mundo empuja a la puerta del grande, del
verdadero mundo. Y es el otro quien tiene la llave. Cuando un sueño me
agitaba en mi cama, mi mujer me sacudía de los hombros para despertarme
y hacer que cesara la insistencia de la pesadilla. Mientras que hoy... ¿Pero
por qué volver incansablemente sobre este asunto?

Log‐book.‐
Todos los que me conocieron, todos sin excepción, me creen muerto.
Mi propia convicción de que yo existo tiene en contra suya la unanimidad.
Haga lo que haga, no impediré que en el ánimo de la totalidad de los
hombres esté la imagen del cadáver de Robinson. Eso basta ‐no, desde
luego, para matarme‐, pero sí para relegarme a los confines de la vida, a un
lugar suspendido entre cielo e infierno, en el limbo, en una palabra...
Speranza o los limbos del Pacífico...

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