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-(sacar el virus del cuento!!

(sobre heroes y tumbas)


-informe sobre la ceguera
- la mascara de la muerte roja

- cuidado con el "y, "

Descubrí que podía detener el tiempo. Así como así, con el pensamiento. Me sentaba en un
sillón, y dejaba de pensar, el mundo se paraba. Por momentos me olvidaba como hablar. Cuando
regresaba, confirmaba que no había pasado nada peligroso en el mundo, que mientras me
mantuviese adentro de la casa, no habían amenazas cerca. Al no ver signos de decadencia al salir
a respirar a la superficie, me volvía a hundir con energía renovada.

Las horas se volvieron días. Cuando surgía algún contratiempo en la superficie, lo aceptaba con
despreocupación. No sabía si había peligro afuera, simplemente ya no quería salir. El peligro era
ahora que algo viniese a desterrarme de este nuevo mundo que había hallado. Y para que eso no
ocurriese, el peligro real debía perpetuarse.

Por ese motivo decidí salir.

Una noche descubrí que ya no quería salir. Habían pasado semanas desde que la Peste había
aparecido en las calles. Ya nadie era seguro. Era preciso vigilarse, sobre todo a uno mismo.

Era importante no desear salir, lo suficiente como para no infringir la norma. Socialmente
estaban perdonadas las trasgresiones menores. Nos escuchábamos hablar acerca de las salidas
necesarias, y denunciábamos ocasionalmente a algún conocido que se había pasado de pícaro.
Hasta los que habían sido siempre sujetos liberales de espíritu lo encontraban enojoso, en
proporción acorde al esfuerzo necesario para mantenerse adentro. La velocidad a la cual nos
adaptamos fue sorprendente: en poco tiempo había desaparecido la ideología. Nos mirábamos
con el vecino de enfrente, y nuestros odios añejos se desinflaban gastados. Una autoridad
coordinada y evidente se volvía cada vez mas sencilla de acatar. La expresión de odio se volvía
más disonante cada día, más ridícula. Era sobreentendido que el único enemigo era el virus. Y el
virus se volvía algo cada vez más difuso. Porque en el collage que cada uno se imponía para
entender la situación pertenecían en gran medida a la fantasía. Y esto aumentaba en soledad. Las
fantasías proliferaban desmedidas, nutriéndose de pantallas, de insatisfacciones, de la frustración
cotidiana. El mundo perdía el filo de lo real, y personalmente, me tomaba generosas licencias
para no preocuparme por eso. El mundo se relajaba, se iba volviendo plano contra el piso,
derritiendose en una tibieza opaca.

El ritmo es un elemento muy negligido. La repetición de los días y los gestos. La gruesa cantidad
de contingencias que perpetuamos sin demasiada atención. Acumulamos rutinas que se vuelven
castillos. Un despertador, un vicio o un gesto, una vez que lo incorporamos, se adhiere a la piel, a
la carne. Olvidamos que en un momento fue algo ajeno. Se funden entre sueños con aquella
sustancia que compone lo sagrado, y terminamos confundiéndolos con verdades inalterables. El
peso que cargamos por el resto de una vida.

Hasta el fin del mundo. Era algo que había anhelado numerosas veces. Se materializaba con
euforia, demasiado parecido a un sueño. Por momentos sentía miedo de que fuese todo una
alucinación.

Percibía los bordes eléctricos que nos unen, los acuerdos y las palabras, todo aquello que nos
mantenía aglutinados. En los demás había comenzado a disolverse por la fuerza de un orden
mayor. Se reconfiguraba, intentaba sobrevivir en el anhelo de salir. En mi caso, rápidamente ví
en esa disolución un misterio, y entendí que era mi deseo bucearlo.

Pasaron muy pocos días antes de que la primer angustia se disipara, y desde ese momento hubo
una cuota de placer que no desapareció. Un exceso de placer. Constante. Un calor que irradiaba
de algún sitio de mi cuerpo, ansioso de comodidad.

Dejé todo tipo de ejercicio, y evité salir incluso para lo necesario. Ver el color del cielo resultaba
extraño, una mala emulación del celeste de la televisión. Lo que antes era un trayecto corto para
buscar comida, se volvía lejano. Los placeres que venían del contacto, desconocidos. Incluso
dejé de salir a la terraza. Comenzaba a encerrarme incluso adentro de la casa, en una habitación,
en la cama. Una noche pensé que entendía porqué alguien podría devenir catatónico. Caer en la
quietud eterna, como un eje alrededor del cual entregarse.

Cada vez se volvía más difícil trabajar. Eran siempre menos las horas, y fatigaban igual. Cada
vez más fastidio por nimiedades. Comenzaba a pensar que merecía mayor comodidad por un
menor esfuerzo. Ya ni siquiera entendía si necesitaba el dinero. Sólo necesitaba reposar, y comer.
Todo era muy simple.

Al mismo tiempo, surgía en segundo plano una memoria afectiva que condimentaba las escenas
cotidianas con un sabor a niñez. Recuerdo como concepto, que de niño pensaba que por respetar
mi condición de niño, cuando creciera no iba a olvidar cómo se sentía vivirlo. Que no iba a
perder esas memorias vívidas, que las iba a recordar cuando fuese adulto. Afortunadamente no
ocurrió. El olvido permitió crecer, llevándose un tesoro valioso con él. Como una revancha, esos
afectos que parecían perdidos, se revelaban como meramente sepultados, y comenzaron a
desfilar de modo apacible durante los días de la cuarentena.

No hay catástrofe mayor que la de perder la esperanza. Porque la fé le permite al hombre


reinventarse y sobrevivir. Encontrar una grieta donde anidar y volver a comenzar. Cuando es la
esperanza la que se desmorona, pueden haber circunstancias favorables para la vida, pero colapsa
bajo su propio peso. Y para mantener la esperanza es necesario estar distraído. Cuanto se pierden
las distracciones, uno tropieza.

La comida dejaba de ser la misma, los parientes se volvían personajes de una novela, el sueño
fundía en la vigilia, y lejos de vivenciarlo como algo angustioso, se me representaba como
irresistible.

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