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Voy ahora, hacia esos hábitos que son cura y modos de resistencia en estos
tiempos y que tienen que ver con la expresividad. Recuerdo el caso de Theodore
Kaczynski, el famoso ermitaño apodado Unabomber que desde su choza en
Montana, EUA, enviaba cartas explosivas a universidades y aerolíneas, (no
les doy ideas), solo traigo a colación su caso para ejemplificar este deseo
discursivo que acomete al “encerrado”; en el caso de Kaczynski se
manifestaba a través del crimen, los atentados con las bombas caseras que
construía y los artículos que enviaba a los periódicos para que fueran
publicados a punta de amenazas. Ese deseo de expresión es algo que chuza
en el pecho, en la garganta o en las manos de los confinados, por ello las redes
sociales explotan en conciertos, recitales, Facebook lives, textos, retos de
publicaciones, maneras de comunicar y dar cuenta de estar vivo a través de
mensajes embotellados en la web. “Hablo para taparle la boca al silencio” decía
el poeta Humberto Ak´abal.
Pero no solo las mujeres viven el ritual del aislamiento, también los jóvenes
koguis aspirantes a mamus deben pasar por un proceso de varios años de
retiro en las montañas, para convertirse en los máximos guías de sabiduría
del pueblo y poder responder a inquietudes espirituales o problemas sociales,
económicos y ambientales.
El confinarse implica, por tanto, transformación (no estoy usando la
insoportable palabra “reinventarse” tan popular en estos tiempos). El encierro
ritual resulta una alternativa para incorporar ciertos hábitos y movilizar
nuevas preguntas y nociones sobre la vida, y en otros contextos no rituales.
Implica cambio en tanto obliga a la mente humana a palear estados de crisis
mentales, económicas, sociales. A propósito, resuena en mi cabeza la canción
Crystalline de Bjork: “conquisto la claustrofobia/ y solicito luz/ nébula
interna/ rocas creciendo en cámara lenta/ conquisto la claustrofobia/ y solicito
la luz/ es la chispa en que te conviertes/ conquista la ansiedad...”