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Vida espiritual de los esposos

Los esposos cristianos, pues, dóciles a su voz, deben recordar que su vocación
cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido ulteriormente con el
sacramento del matrimonio. Por lo mismo, los cónyuges son corroborados y como
consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, para realizar su vocación
hasta la perfección y para dar testimonio propio de ellos delante del mundo. A ellos ha
confiado el Señor la misión de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad
de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios,
autor de la vida humana. Al mostrar el mal moral del acto anticonceptivo, y delineando,
al mismo tiempo, un cuadro posiblemente integral de la práctica «honesta» de la
regulación de la fertilidad, o sea, de la paternidad y maternidad responsables, la
Encíclica «Humanæ vitæ» crea las premisas que permiten trazar las grandes líneas de
la espiritualidad cristiana, de la vocación y de la vida conyugal e, igualmente, de la de
los padres y de la familia.

Mas aun, puede decirse que la Encíclica presupone toda la tradición de esta
espiritualidad, que hunde sus raíces en las fuentes bíblicas, ya analizadas
anteriormente, brindando la ocasión de reflexionar de nuevo sobre ellas y hacer una
síntesis adecuada. He aquí́ la fuerza» esencial y fundamental: el amor injertado en el
corazón («difundido en los corazones») por el Espíritu Santo.

Amor conyugal a imagen del amor divino.

Según la doctrina contenida en ella, en conformidad con las fuentes bíblicas y con toda
la Tradición, el amores -desde el punto de vista subjetivo- «fuerza», es decir, capacidad
del espíritu humano, de carácter «teológico» (o mejor, «teologal»). Esta es, pues, la
fuerza que se le da al hombre para participar en el amor con que Dios mismo ama en el
misterio de la creación y de la redención.

Si las fuerzas de la concupiscencia intentan separar el «lenguaje» del cuerpo de la


verdad, es decir, tratan de falsificarlo, en cambio, la fuerza del amor lo corrobora
siempre de nuevo en esa verdad, a fin de que el misterio de la redención del cuerpo
pueda fructifican en ella.

La virtud de la continencia

La «continencia», que forma parte de la virtud más general de la templanza, consiste


en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual
(concupiscencia de la carne) y sus consecuencias, en la subjetividad psicosomática del
hombre. Esta capacidad, en cuanto a disposición constante de la voluntad, merece ser
llamada virtud.

Esta es precisamente la virtud de la continencia (dominio de sí), que se manifiesta


como condición fundamental tanto para que el lenguaje reciproco del cuerpo
permanezca en la verdad, como para que los esposos «estén sujetos los unos a los
otros en el temor de Cristo», según palabras bíblicas (Ef 5, 21).

Por medio de esta maduración interior el mismo acto conyugal adquiere la importancia
y dignidad que le son propias en su significado potencialmente procreador;
simultáneamente adquieren un adecuado significado todas las «manifestaciones
afectivas» (Humanæ vitæ, 21), que sirven para expresar la comunión personal de los
esposos proporcionalmente con la riqueza subjetiva de la feminidad y masculinidad.

La continencia matrimonial

Frecuentemente se piensa que la continencia provoca tensiones interiores, de las que


el hombre debe liberarse. A la luz de los análisis realizados, la continencia,
integralmente entendida, es más bien el único camino para liberar al hombre de tales
tensiones. La continencia no significa más que el esfuerzo espiritual que tiende a
expresar el «lenguaje del cuerpo» no sólo en la verdad, sino también en la auténtica
riqueza de las «manifestaciones de afecto».
Continencia periódica y virtud conyugal

Conviene recordar que los grandes clásicos del pensamiento ético (y antropológico),
tanto precristianos como cristianos (Tomás de Aquino), ven en la virtud de la
continencia no solo la capacidad de «contener» las reacciones corporales y sensuales,
sino todavía más la capacidad de controlar y guiar toda la esfera sensual y emotiva del
hombre. En el caso en cuestión, se trata de la capacidad de dirigir tanto la línea de la
excitación hacia su desarrollo

correcto, como también la línea de la emoción misma, orientándola hacia la


profundización e intensificación interior de su carácter «puro» y, en cierto sentido,
«desinteresado».

La castidad conyugal

Este orden permite el desarrollo de las «manifestaciones afectivas» en la proporción y


en el significado propio de ellas. De este modo, queda confirmada también la castidad
conyugal como «vida del Espíritu» (cf. Gal 5, 25), según la expresión de San Pablo. El
Apóstol tenía en la mente no sólo las energías inminentes del espíritu humano, sino,
sobre todo, el influjo santificante del Espíritu Santo y sus dones particulares.

Esto corresponde a la vocación del hombre al matrimonio. Esos «dos», que - según la
expresión más antigua de la Biblia- «serán una sola carne» (Gén 2, 24), no pueden
realizar tal Unión al nivel propio de las personas (communio personarum), si no
mediante las fuerzas provenientes del espíritu, y precisamente, del Espíritu Santo que
purifica, vivifica, corrobora y perfecciona las fuerzas del espíritu humano. «El Espíritu
es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (Jn 6, 63).

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